ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN

Presidencialismo versus parlamentarismo*

 

por John M. Carey**

* Originalmente publicado en Claude Ménard y Mary Shirley (eds.), Handbook of New Institutional Economics, Dordrecht, Springer-Kluwer Academic Publishers, 2005. Publicado con el permiso de Kluwer Academic Publishers gracias a la generosidad del autor. (Traducción de Martín Ardanaz).
** Profesor de Ciencia Política, Departamento de Gobierno, Dartmouth College. E-mail: John.Carey@dartmouth.edu

 


Resumen

El artículo revisa el debate sobre las ventajas y desventajas relativas de varios marcos constitucionales, las características de los regímenes que han sido de particular interés para académicos y reformistas, y algunas tendencias recientes en el diseño y desempeño de estos regímenes. La mayor parte de la atención se centra sobre los regímenes presidencialistas de América Latina. Se afirma que en la década pasada se han experimentado dos tendencias importantes en el funcionamiento de estos regímenes, el debilitamiento de las restricciones sobre la reelección y el surgimiento de la sustitución legislativa de los presidentes durante las crisis de gobierno, que implican una convergencia con los sistemas parlamentarios en la medida en que relajan la naturaleza fija de los mandatos presidenciales.

Palabras clave: Presidencialismo ; Parlamentarismo ; Reelección ; Reemplazo presidencial ; América Latina

Abstract

The article reviews the debate over the relative advantages and disadvantages of several constitutional frameworks, the characteristics of regimes that have been of particular interest to academics and reformers, and some recent trends in the design and performance of regimes. Most of the focus is on Latin American presidential regimes. It is adressed that the past decade has witnessed two important trends in the operation of these regimes: loosening restrictions on reelection, and the rise of legislative replacement of presidents during crises. Both imply convergence with parliamentary systems in that they relax the fixed nature of presidential terms.

Key words: Presidentialism; Parlamentarianism; Reelection ; Presidential replacement ; Latin America


 

I. Introducción

Los últimos veinticinco años han evidenciado un crecimiento sustantivo en el número de regímenes políticos que cumplen requisitos básicos de la democracia procedimental, tales como la libertad de asociación y expresión, la realización de elecciones competitivas que determinan quién ejerce el poder político, y el establecimiento de límites sistemáticos al ejercicio de la autoridad (Dahl 1971, Huntington 1991). Lo que se ha conocido como la "tercera ola" de la democracia ha sido el producto de la confluencia de varias tendencias -el establecimiento de la democracia en países sin ninguna experiencia democrática previa, su restablecimiento en países que habían experimentado períodos de gobierno autoritario, y la expansión entre los estados independientes que surgieron tras la caída del comunismo europeo y soviético-. Una consecuencia común de estas transiciones es que la atención se ha focalizado en las reglas constitucionales que regulan la competencia por, y el propio ejercicio de, la autoridad política en la democracia. En este sentido, uno de los aspectos fundamentales del diseño constitucional es la elección entre un gobierno parlamentario, un gobierno presidencialista,ó un formato híbrido que combine algunos aspectos de ambos.
Las distinciones entre los tipos de regímenes aquí analizados están vinculadas con cómo las ramas populares de gobierno -la asamblea y el ejecutivo- son elegidas y cómo interactúan para diseñar políticas y administrar el gobierno. Las asambleas -conocidas como congresos, parlamentos, legislaturas o con otros nombres específicos según cada país-, son popularmente electas en todas las democracias, pero no así los ejecutivos. Las características generales de los regímenes parlamentarios y presidencialistas son las siguientes:

Parlamentarismo:
- el ejecutivo es elegido por la asamblea, y
- el ejecutivo permanece en el cargo sujeto a la confianza legislativa.

Presidencialismo:
- el jefe del ejecutivo es electo popularmente,
- los mandatos del jefe del ejecutivo y la asamblea son fijos y no están sujetos a la confianza mutua, y
- el jefe del ejecutivo define la composición del gobierno y lo dirige, y posee alguna facultad legislativa otorgada constitucionalmente.

Los principios clave que distinguen al gobierno parlamentario del presidencialista son el origen y la supervivencia de estas ramas populares de gobierno. Bajo el parlamentarismo, sólo la asamblea es electa, de modo que el origen del ejecutivo deriva del de la asamblea. El requisito de confianza parlamentaria significa que la supervivencia del ejecutivo está sujeta al apoyo de una mayoría parlamentaria. Asimismo, en la mayoría de los sistemas parlamentarios esta dependencia es mutua puesto que el ejecutivo puede disolver la asamblea y llamar a nuevas elecciones antes de la finalización de su preestablecido período constitucional. Por tal motivo, el parlamentarismo es a menudo distinguido del presidencialismo sobre la base de que los poderes están fusionados más que separados.
Bajo el presidencialismo los orígenes de las dos ramas de gobierno son electoralmente distintos, siendo el jefe del ejecutivo -siempre el presidente, y a veces también uno o más vicepresidentes- elegido separadamente de la asamblea y por un mandato fijo. El último elemento en la definición del presidencialismo es simplemente que el presidente electo posee poderes sustanciales sobre la rama ejecutiva -los ministerios- y sobre el proceso legislativo. Esto distingue los regímenes presidenciales de aquellos que eligen un jefe de Estado ceremonial, que puede ser llamado presidente pero que carece de autoridad constitucional (Irlanda, por ejemplo).
Si los principios de acuerdo a los cuales se fundan y funcionan el ejecutivo y la asamblea son distintos bajo el presidencialismo y el parlamentarismo, también se debe advertir que muchos regímenes constitucionales combinan elementos de ambos tipos ideales. Los regímenes híbridos presentan las siguientes características:

- el presidente es popularmente electo, y posee poderes significativos, y
- existe también un primer ministro y un gabinete, sujetos a la confianza de la asamblea.

Dentro de esta amplia definición se incluye una variada gama de regímenes híbridos en los que los poderes específicos del presidente electo, y su relación con el primer ministro y el gabinete, varían considerablemente. La Tabla 1 presenta los tipos de regímenes constitucionales de ochenta sistemas políticos caracterizados como "libres" o "parcialmente libres" por el índice Freedom House de libertad política y civil.

TABLA 1 Tipo de régimen constitucional entre democracias, 2002

Nota: La tabla incluye regímenes con índices Freedom House de derechos civiles y políticos menores a 5 (escala 1-7, donde 1 indica "libre" y 7 "no libre"). Los códigos de regímenes presidencialistas y parlamentarios son de la bases de datos de Persson y Tabellini (2002). Los regímenes híbridos están codificados por el autor. N. del T.: La ubicación de Argentina, Perú y Venezuela responde a una definición puramente formal de estos sistemas por parte del autor. Específicamente, a la existencia de un jefe de gabinete de ministros sujeto al voto de confianza por parte de la legislatura.

En el curso de este trabajo se revisa el debate sobre las ventajas y desventajas relativas de varios marcos constitucionales, las características de los regímenes que han sido de particular interés para académicos y reformistas, y algunas tendencias recientes en el diseño y desempeño de estos regímenes. La mayor parte de la atención se centra sobre los regímenes presidencialistas e híbridos, básicamente por dos razones. En primer lugar, mientras que las democracias parlamentarias puras se concentran en los países relativamente prósperos y políticamente estables de la OCDE, los regímenes presidencialistas e híbridos son más comunes entre las nuevas democracias y entre aquellos países que han experimentado mayor inestabilidad política y constitucional. Así, la mayor parte de la intervención sobre diseños constitucionales en décadas recientes se ha concentrado en los sistemas que tienen presidentes electos. En segundo lugar, siguiendo esta tendencia empírica, el debate académico sobre el tipo de régimen se ha focalizado en el diseño y desempeño de estos sistemas. Entre los sistemas con presidencias, se dedicará mayor atención a los casos de América Latina que a los de cualquier otro lugar; y ello también por dos razones. Por un lado, la tradición presidencial es más antigua en América, por lo que la mayor riqueza del material empírico se encuentra allí. Por otro lado, mi propia experiencia de investigación está vinculada principalmente con América Latina.

II. El consenso académico contra el presidencialismo

El debate contemporáneo sobre el tipo de régimen se disparó en gran parte por las transiciones a la democracia en América Latina después de la prolongada experiencia de regímenes militares autoritarios de muchos países de la región desde los años sesenta hasta los ochenta. El proceso de restablecimiento del gobierno civil planteó la pregunta acerca de si un diseño institucional defectuoso contribuía a los quiebres de los gobiernos democráticos anteriores, y un número de observadores argumentó que la tradición constitucional presidencial de América Latina sí contribuyó al fracaso democrático. El trabajo más influyente ha sido el de Juan Linz (1994), quien argumentó que el presidencialismo era inherentemente más proclive al quiebre democrático que el parlamentarismo, y consecuentemente defendió la adopción de constituciones parlamentarias en las nuevas democracias latinoamericanas. Los elementos centrales del argumento de Linz en contra del presidencialismo son dos. Primero, el presidencialismo carece de la válvula de seguridad del parlamentarismo, el voto de confianza, que permite en un momento de crisis remover a un gobierno de su cargo sin apartarse de la constitución. Segundo, el presidencialismo crea incentivos y condiciones que fomentan tales crisis, que agravan particularmente la relación entre el ejecutivo y el legislativo.
Linz señala como patológicas varias características específicas del presidencialismo. Una es la apertura de las elecciones presidenciales a políticos outsiders -aquellos que carecen de experiencia parlamentaria o ministerial previa- que tienden a hacer campaña en contra del sistema político y el sistema de partidos existente. Este problema se refuerza por la naturaleza unipersonal del cargo presidencial. Mientras que los gabinetes parlamentarios pueden ser considerados ejecutivos colegiados que usualmente reflejan coaliciones en las que más de un partido es esencial, el ejecutivo presidencial privilegia a un individuo cuya elección puede inducirlo a reivindicar un mandato popular aun cuando el apoyo popular fuera más limitado. Sumado a esto, debido a la ausencia del requisito de la confianza parlamentaria, los legisladores bajo el presidencialismo -aun aquellos del partido o coalición del presidente- están menos dispuestos a apoyar al ejecutivo que en el parlamentarismo, ya que su falta de apoyo no pone en riesgo (directamente) la supervivencia del gobierno (Diermeier y Feddersen 1998). Así, la eficiencia de los gobiernos para obtener apoyo legislativo para sus propuestas, que estudiosos como Walter Bagehot (1872) asociaron con el parlamentarismo, no se da necesariamente bajo el presidencialismo.
La combinación de todas estas fuerzas sugiere que el presidencialismo agrava el antagonismo entre las ramas populares de gobierno a la vez que proscribe cualquier mecanismo constitucional para resolver los conflictos más serios. La separación de la supervivencia significa que los presidentes carecen de la opción de disolver asambleas intransigentes, y las asambleas carecen de la opción del voto de censura para remover al ejecutivo. Esta falta de opciones puede incentivar a una parte o a la otra a tomar decisiones inconstitucionales en caso de conflicto, amenazando así la propia estabilidad de la democracia.
El quiebre de varias democracias latinoamericanas en los años sesenta y setenta apoyó los argumentos de Linz sobre el fracaso del gobierno presidencial. En Brasil en 1964, Perú en 1968, Chile en 1973, Uruguay en 1974, y Argentina en 1976, episodios de conflicto entre el legislativo y el ejecutivo precedieron a la intervención militar que desplazó a los líderes civiles de la política, imponiendo largos períodos de autoritarismo. Muchos académicos respaldaron a través de estudios de caso los argumentos de Linz acerca de los mecanismos que conducen al quiebre de la democracia presidencialista (Di Palma 1990, Lamounier 1993, Lijphart 1990 y 1999, Valenzuela 1994, Sartori 1994). A su vez, los grandes estudios comparativos basados en información cuantitativa apoyaban la proposición que, aun controlando factores tales como el desarrollo económico y la historia colonial, los regímenes presidencialistas son más proclives al quiebre democrático que los parlamentaristas (Stepan y Skach 1993, Przeworski y Limongi 1997).

III. El mundo responde: más presidentes, más sistemas híbridos

En el momento en que se había generado entre los académicos de la política comparada un cierto consenso a favor del parlamentarismo, los eventos fuera de la academia demostraron que el mundo político se movía en otra dirección. En Argentina, una comisión designada por el presidente en los años ochenta estudió la cuestión del tipo de régimen y recomendó un cambio hacia el parlamentarismo, pero la propuesta no prosperó entre los políticos (Nogueira Alcalá 1986). Propuestas similares fueron debatidas aunque nunca adoptadas en Chile. En Brasil, los políticos plantearon la pregunta a los votantes en el referéndum de 1993, que ofrecía no sólo el parlamentarismo sino también la opción de volver a la monarquía como alternativas al presidencialismo. Pero con el triunfo de la opción presidencialista entre los votantes brasileños, las perspectivas de reformas fundamentales para convertir regímenes presidencialistas en parlamentarios parecieron muertas1.
A pesar del fracaso rotundo en adoptar el parlamentarismo, América Latina evidenció algunos movimientos constitucionales modestos hacia el principio de la confianza legislativa en los años noventa. De hecho, el requisito de la confianza legislativa para la designación de los ministros tiene precedentes en la región. Aunque los presidentes nunca han estado sujetos a la confianza legislativa, sí lo han estado los gabinetes durante el período de la "república parlamentaria" en Chile hacia finales del siglo XIX y comienzos del XX, y los ministros de Ecuador, Uruguay y Perú más recientemente (Shugart y Carey 1992). Las reformas en los años noventa se han extendido en esta dirección. Como parte de un paquete de reformas constitucionales en 1994, Argentina creó un nuevo cargo, llamado Jefe de Gabinete de Ministros. La nueva constitución de Venezuela de 1999 crea un cargo similar, que llama Primer Ministro, y la constitución de Perú de 1993 reconoce la existencia de un Primer Ministro, manteniendo lo establecido en constituciones anteriores. Estos jefes de ministros están constitucionalmente designados como jefes del gabinete, y son removibles por el congreso, a pesar de que las exigencias para el voto de confianza son más altas que la norma de mayoría simple existente en los sistemas parlamentarios: Perú requiere una mayoría legislativa absoluta (art. 132), Venezuela una mayoría calificada de 3/5 (art. 246), y Argentina requiere mayorías absolutas en cada una de las cámaras de su legislatura bicameral (art. 101).
Fuera de América Latina, la tendencia durante los años noventa ha sido la creación de presidencias fuertes -un patrón reforzado por la proliferación repentina de nuevos regímenes postcomunistas en Europa central y la ex Unión Soviética-. La concentración más grande de poder presidencial formal se encuentra entre los sistemas postsoviéticos cuyas credenciales democráticas son bastante dudosas, particularmente en Asia Central. Sin embargo, los presidentes electos son también centrales para la política en muchos sistemas postcomunistas más democráticos, como Polonia, Bulgaria, Rumania, Lituania, Croacia, Serbia, Georgia, Ucrania, Moldavia y por supuesto, la misma Rusia (Frye 1997, Ishiyama y Kennedy 2001). Finalmente, durante la última parte de los años ochenta y noventa, las transiciones desde el autoritarismo a la democracia en Corea del Sur, Taiwán y Filipinas produjeron una cosecha de nuevos, o renovados, regímenes con presidencias fuertes en Asia del Este.
Las reglas que gobiernan el estatus relativo del presidente y el gabinete, y la relación entre el gabinete y el parlamento varían a lo largo de estos nuevos regímenes. La Constitución polaca de 1997 da al presidente la oportunidad de actuar como formateur, nominando a un candidato para primer ministro, quien a su vez nombra y dirige el gobierno, pero reserva al Sejm el derecho de ignorar la recomendación del presidente y formar un gobierno propio. Además, una vez que se instala el gobierno, éste es más responsable ante el Sejm que ante el presidente (arts. 157-161). La Constitución rusa de 1993 permite al presidente nombrar al primer ministro (art. 83) y hace del presidente un árbitro de las dimisiones del gabinete (art. 117). También disuade a la Duma de ejercer su autoridad de censura al estipular que si insiste, a través de votos múltiples, en destituir al gobierno, el presidente puede disolverla. El resultado de ello es que el presidente se queda con el control efectivo del gobierno.
Todos los regímenes postcomunistas discutidos aquí, como así también los casos de Taiwán y los de América Latina que reconocen la existencia del voto de confianza, son híbridos que combinan presidentes electos dotados con facultades constitucionales sustantivas con primeros ministros y gabinetes sujetos a la confianza parlamentaria (Lucky 1993, Frye 1997). Tales regímenes son caracterizados en algunos trabajos como semipresidenciales -un término originalmente acuñado por Duverger (1980) para describir la constitución de la Quinta República francesa de 1958-. Sin embargo, ninguno de los nuevos híbridos se aproxima al ideal parlamentario como Francia, donde el presidente actúa como formateur y retiene la autoridad para disolver la asamblea, pero no controla la composición del gabinete ni la agenda legislativa, ni posee veto legislativo. Los nuevos regímenes híbridos de los años noventa son constitucionalmente distintos del sistema francés en varios aspectos importantes. Primero, en la mayoría de los casos los presidentes pueden nombrar y remover al primer ministro, convirtiendo este cargo principalmente en un instrumento del presidente más que en un agente de las mayorías legislativas. Segundo, los regímenes híbridos de los años noventa brindan a los presidentes poderes legislativos formidables -incluyendo vetos que requieren mayorías extraordinarias para ser anulados por la asamblea, y en muchos casos la autoridad para emitir decretos con fuerza de ley-. Estos poderes transforman a los presidentes, cuyo origen y supervivencia en el cargo permanecen independientes de la confianza de la asamblea, en jugadores centrales en el proceso legislativo en los nuevos sistemas híbridos.
Resumiendo, entre los distintos regímenes que experimentaron una ingeniería constitucional en las últimas décadas del siglo XX, hubo una fuerte inclinación para crear y mantener presidencias electas y poderosas. Hubo al mismo tiempo una tendencia a reconocer a las asambleas la posibilidad de ejercer el voto de confianza sobre al menos alguna parte del ejecutivo. Esta cuestión se retomará más adelante para sugerir que la norma de control legislativo sobre los ejecutivos se está extendiendo más allá de las disposiciones escritas en los textos constitucionales.

IV. La investigación sobre el diseño institucional en los sistemas parlamentarios y presidencialistas

Las instituciones en el parlamentarismo

Durante la década pasada, la literatura académica sobre instituciones democráticas se expandió enormemente. Entre los académicos que analizan principalmente los sistemas parlamentarios, los sistemas electorales constituyen el elemento de diseño institucional que atrae mayor atención. Los trabajos de Taagapera y Shugart (1989), Lijphart (1994), Cox (1997) y Colomer (2001) son investigaciones fundamentales acerca de los efectos de las reglas electorales sobre la representación. Además, dentro de la literatura sobre sistemas electorales, la principal atención está puesta sobre los efectos de diferentes reglas para la elección de cuerpos colegiados -principalmente parlamentos-, las cuales presentan mayores variaciones que las reglas para elegir presidentes. A continuación se discute sólo la interacción entre las reglas electorales presidenciales y legislativas, puesto que la literatura más general sobre sistemas electorales ha sido discutida por Cox (2005).
Más allá del efecto de las reglas electorales, la investigación sobre sistemas parlamentarios se ha concentrado menos que la de los sistemas presidenciales en cuestiones de diseño institucional. Una razón es que mientras gran parte del interés sobre la configuración institucional de los poderes bajo el presidencialismo busca explicar la inestabilidad del régimen, son pocos los regímenes parlamentarios que experimentaron quiebres de la democracia en la última mitad del siglo XX. La estabilidad de la democracia en los países de la OCDE ha generado poca preocupación entre los académicos interesados en los sistemas parlamentarios modernos por entender las fuentes de la estabilidad del régimen. Una parte importante de la investigación sobre los sistemas parlamentarios ha estado motivada por el interés en una inestabilidad de naturaleza distinta: la de las coaliciones de gobierno. La principal motivación teórica aquí es la potencial inestabilidad de las decisiones que genera la regla de la mayoría, hecho que ha sido identificado por la teoría de la elección social (Arrow 1951, McKelvey 1976, Riker 1982). Las sospechas planteadas por los teóricos de la elección social acerca de la coherencia de la regla de la mayoría en presencia de múltiples dimensiones de política se aplican claramente al gobierno parlamentario, particularmente a aquellos en los que las mayorías en una única cámara legislativa son soberanas sobre los gobiernos nacionales, y donde la fragmentación del sistema de partidos y los múltiples clivajes sociales crean el potencial para inciertas o inestables coaliciones mayoritarias2. En la década siguiente, los estudios realizados sobre el gobierno parlamentario han examinado con mayor detalle las reglas y prácticas que determinan cómo la autoridad está distribuida dentro de los gobiernos, en un esfuerzo por entender no sólo qué gobiernos se forman, sino las implicancias para las políticas públicas que éstos diseñan (Moe y Caldwell 1994, Bawn 1999, Huber 1998).
Muchos de estos progresos se han fundamentado en ideas desarrolladas a partir del estudio de una legislatura particular en un sistema presidencial -el Congreso de Estados Unidos-, testeando el grado en que se pueden aplicar al parlamentarismo. Un ejemplo es el trabajo de Laver y Shepsle (1994, 1996) sobre la asignación de carteras ministeriales en gobiernos de coalición, que es una extensión de las teorías sobre jurisdicción de comisiones, originalmente desarrollada para explicar la estabilidad de las elecciones de política en la Cámara de Representantes de Estados Unidos. En el marco parlamentario, la premisa según la cual las carteras ministeriales otorgan a sus ocupantes la facultad para decidir políticas dentro de su jurisdicción particular, provee una base teórica para comprender fenómenos que de otra manera parecerían anómalos, como la frecuencia de gabinetes de minoría y de súper mayoría, y el predominio de ciertos partidos ideológicamente centristas en carteras clave a pesar de los cambios en su suerte electoral.
Otro ejemplo es el trabajo de Huber (1992) que, más allá de los procesos de formación de gobiernos, investiga las reglas sobre cómo son diseñadas, enmendadas y aprobadas las propuestas legislativas, demostrando que los procedimientos que imponen límites a las oportunidades de debate y cambio son utilizados bajo condiciones similares tanto en los sistemas parlamentarios como en Estados Unidos, y que el control sobre tales procedimientos restrictivos implica una influencia sustancial sobre los resultados de las políticas públicas. El trabajo de Tsebelis (1995, 1999) brinda un ejemplo más que contribuye a borrar la distinción conceptual entre gobierno presidencial y parlamentario, al introducir la idea de actores genéricos de veto (veto players) como constreñimientos sobre la capacidad de los gobiernos para introducir cambios en las políticas, y demuestra que la diversidad de preferencias entre actores con poder de veto puede explicar la estabilidad de las políticas públicas en los sistemas parlamentarios europeos, como así también en sistemas con división de poderes.
Uno de los temas clave implícitos en muchos de estos trabajos, basado empíricamente en el estudio del gobierno parlamentario, es desdibujar la distinción teórica entre sistemas parlamentarios y presidenciales. La innovación clave del modelo de Laver y Shepsle acerca del gobierno parlamentario se construye directamente sobre la idea, desarrollada con respecto al Congreso de Estados Unidos, que el equilibrio de la regla de la mayoría puede surgir del control monopólico que poseen las comisiones sobre dimensiones específicas de políticas (Shepsle 1979). Similarmente, los efectos de los procedimientos restrictivos y el control de agenda enfatizados por Huber y Tsebelis se basan en el trabajo teórico originalmente desarrollado en el contexto de la política de Estados Unidos (Romer y Rosenthal 1979). Los puntos más generales que surgen de esta línea de investigación son que (1) las reglas que asignan cómo se distribuyen los poderes pueden ser críticas para entender qué resultado prevalece -y por lo tanto cómo se distribuye el poder- en contextos donde la regla de la mayoría por sí misma no provee expectativas sólidas, y (2) las reglas que gobiernan las negociaciones sobre políticas públicas en los sistemas parlamentarios son, en muchas instancias, análogas a aquellas de los sistemas presidenciales, y una vez que los paralelismos son reconocidos es evidente que sus efectos son comparables.
Dicho esto, es importante no subestimar la importancia de las diferencias inherentes entre los regímenes parlamentarios y presidenciales. En un sentido importante, las constituciones parlamentarias son más "delgadas" que las constituciones presidenciales con respecto a las reglas que rigen la negociación entre los actores legislativos. La investigación de Huber (1996) acerca de los efectos del procedimiento del voto de confianza examina cómo el control de agenda que implica este mecanismo afecta las fuerzas de negociación relativas de los ministros y las mayorías legislativas cuando sus preferencias sobre políticas públicas difieren. El modelo ilumina cómo las reglas de procedimiento pueden afectar los resultados de políticas, pero los mismos datos empíricos presentados sobre las reglas del voto de confianza y sus fuentes ilustran que son generalmente el producto de arreglos informales más que de instituciones formales (Carey 2000). De los dieciocho sistemas parlamentarios europeos que investiga Huber, las disposiciones que gobiernan los procedimientos del voto de confianza tienen su origen en acuerdos el doble de veces de lo que están estipuladas en la constitución (Huber 1996: 271).
El estatus del veto, cuyos detalles en los sistemas presidenciales serán tratados con algún detalle más abajo, ofrece otro ejemplo. Bajo el parlamentarismo, donde el origen y la supervivencia de las ramas ejecutiva y legislativa están unidos, la negociación sobre propuestas legislativas puede quedar ampliamente subsumida bajo la negociación fundacional para formar un gobierno. En contraste, bajo el presidencialismo, las disposiciones que gobiernan las propuestas, contrapropuestas y vetos entre actores legislativos independientes deben estar articuladas más elaboradamente en reglas constitucionales formales. En este sentido, los modelos que consideran como equivalentes a los actores de veto de diferentes diseños institucionales son potencialmente engañosos (Tsebelis 1995). Un partido que es miembro de un gabinete de una coalición mínimamente ganadora puede ejercer un veto sobre las propuestas del gobierno, pero si hay otro potencial socio de coalición, sus objeciones no tendrán efectos. En contraste, un presidente que se opone a las propuestas de una coalición legislativa mayoritaria no puede ser fácilmente reemplazado, y por lo tanto, no puede ser tan fácilmente ignorado. Los actores con poder de veto en los regímenes parlamentarios son más probablemente de una variedad partidaria, mientras que los actores con poder de veto de tipo constitucional son más abundantes en los sistemas presidenciales.
El trabajo de Persson, Roland y Tabellini (1997) subraya las implicancias inherentes a la independencia mutua de la legislatura y el ejecutivo para la negociación sobre políticas públicas. Su argumento es que los sistemas de separación de poderes generan incentivos más fuertes que los sistemas parlamentarios para que los políticos revelen información al electorado tanto sobre el estado económico general como sobre las probabilidades de los gobiernos de distribuir beneficios específicos que los votantes desean. La ventaja reside en la idea que los legisladores y los ejecutivos están mejor informados que los votantes acerca de la conexión entre políticas públicas y resultados de políticas, pero que (cualquiera sea) el actor institucional que se encuentre en la posición negociadora más débil, tiene un incentivo a revelar información para evitar los riesgos del castigo electoral por las acciones del actor institucional más fuerte. El argumento que a través de este mecanismo la separación de poderes reduce el riesgo moral es una variante de la proposición más amplia de Madison según la cual la separación de poderes, al enfrentar las ambiciones de los funcionarios de las distintas ramas de gobierno entre sí, provee una protección contra el comportamiento predatorio por parte de los políticos. En apoyo a esta proposición, Persson y Tabellini (2002) presentan como evidencia que los gastos del gobierno consumen una mayor parte del PBI bajo sistemas parlamentarios que bajo los presidenciales.
Resumiendo, la investigación sobre la democracia parlamentaria demuestra que las reglas de competencia y negociación política afectan sistemáticamente a la representación y a los resultados de las políticas públicas. Sin embargo, el contexto institucional de la democracia parlamentaria es un tanto más delgado que en los sistemas presidenciales e híbridos, en la medida en que la separación de poderes requiere arreglos institucionales más elaborados y explícitos para regular la negociación sobre políticas. La investigación sobre sistemas presidenciales dedica relativamente mayor atención al diseño institucional; por tal razón, se presentan a continuación los detalles de esta agenda de investigación.

Correspondencia partidaria entre presidentes y asambleas

El trabajo empírico sobre regímenes presidenciales e híbridos se ha concentrado mayormente en la mecánica de la relación entre las ramas legislativa y ejecutiva en un esfuerzo por evaluar los argumentos en contra del presidencialismo presentados por Linz y los críticos del presidencialismo. Conforme a esa batería de críticas, mucha de la investigación entre los académicos interesados en los sistemas presidenciales se concentró en si el presidencialismo socava inherentemente la negociación y la cooperación entre los poderes, y si lo hace, con qué efectos. Una reacción inicial fue señalar que existe una gran variación entre los sistemas con presidentes en términos del diseño institucional, lo que condujo a examinar si estos detalles podrían ayudar a explicar el desempeño del régimen (Shugart y Carey 1992, Mainwaring y Shugart 1997). Uno de los temas centrales en esta investigación es la interacción entre elecciones presidenciales y legislativas, y sus implicancias para el sistema de partidos. Entender las fuentes del gobierno dividido en los Estados Unidos es por supuesto una antigua empresa (Fiorina 1996, Mebane y Sekhon 2002). Sin embargo, la diversidad de arreglos electorales entre los sistemas presidenciales provee un contexto más rico para examinar las explicaciones institucionales de conflicto o compatibilidad partidaria entre los poderes. Además, una de las preguntas centrales planteadas por los críticos del presidencialismo es si las crisis de régimen son promovidas cuando los presidentes carecen de apoyo mayoritario en el congreso (Mainwaring 1993, Cheibub 2002). Dos factores clave asociados con el sistema de elección de los presidentes son centrales para esta investigación: la fórmula para elegir presidentes, y el calendario de las elecciones presidenciales y legislativas.

Métodos para elegir presidentes

Las dos fórmulas más comunes para elegir presidentes son el sistema de mayoría relativa y el de mayoría absoluta con segunda vuelta. Bajo la regla de mayoría relativa, hay una elección y el candidato que obtiene más votos es elegido. Bajo el sistema de mayoría absoluta con segunda vuelta, si ningún candidato obtiene una mayoría absoluta de los votos en la primera vuelta, hay una segunda vuelta entre los dos candidatos más votados en la primera. Una de las conclusiones centrales de la investigación sobre los métodos de elección presidencial es que, en comparación con las elecciones de mayoría relativa, el formato de mayoría absoluta con segunda vuelta contribuye a la proliferación de candidatos presidenciales y a la fragmentación del voto presidencial en la primera vuelta (Shugart y Carey 1992, Jones 1995, Mainwaring y Shugart 1997, Cox 1997).
La razón fundamental descansa sobre los distintos incentivos para el voto estratégico bajo los dos sistemas (Duverger 1954), y las oportunidades para la negociación entre ambas vueltas que existen sólo en las elecciones presidenciales con segunda vuelta. En las elecciones de mayoría relativa, donde el umbral de éxito es alto, la mejor estrategia para un candidato a presidente que no puede esperar razonablemente obtener la mayoría de los votos, es entrar en una coalición pre-electoral con un candidato viable. Por el contrario, en un sistema de segunda vuelta, el umbral inicial es más bajo, ya que el candidato que obtiene el segundo lugar en la primera vuelta todavía tiene chances. Además, dado que las coaliciones electorales pueden ser renegociadas después de la primera vuelta (y antes de la segunda), aun los candidatos que no tienen oportunidades de ganar la elección están inducidos a competir en la primera vuelta para establecer el valor de su apoyo en la segunda vuelta. Además, cuantos más candidatos participen en la primera vuelta más fragmentado estará el voto y más imprevisibles serán los resultados.
Al incentivar la fragmentación y la imprevisibilidad, las elecciones con segunda vuelta proveen un contexto favorable para los candidatos independientes. El avance de Jean Marie Le Pen a la segunda vuelta de la elección presidencial francesa de 2002 -gracias a una primera vuelta en la que se presentaron múltiples candidaturas- hizo visible este punto para los europeos, aunque el efecto era visible desde mucho antes en América Latina. Los casos más llamativos, donde candidatos outsiders transformaron sus sorprendentes desempeños alcanzados en la primera vuelta en victorias en la segunda, incluyen a Fernando Collor en Brasil (1989), Jorge Serrano en Guatemala y Alberto Fujimori en Perú (1990). Cada uno de ellos compitió contra el sistema de partidos tradicional de su país, sobrevivió en primera vuelta con menos de un tercio de los votos y obtuvo la presidencia en la segunda vuelta. Además, a pesar de sus "mandatos" de segunda vuelta, cada uno de estos presidentes se encontró rápidamente envuelto en conflictos entre poderes que culminaron en las caídas prematuras de las presidencias de Collor y Serrano y en la disolución del congreso en Perú. El surgimiento repentino de Alejandro Toledo en contra del propio Fujimori en la primera vuelta de la elección peruana de 2000, y su victoria al año siguiente en la elección convocada para ocupar el cargo dejado vacante por Fujimori, refuerza la premisa que el formato de segunda vuelta puede incentivar a los outsiders a ingresar en la contienda, principalmente como candidatos del tipo "cualquiera menos X".

Ciclos electorales

Un segundo elemento central del diseño institucional es el calendario de las elecciones ejecutivas y legislativas -el ciclo electoral- que interactúa con la fórmula electoral presidencial para afectar las chances de compatibilidad partidaria entre ambas ramas de gobierno. Cuando las elecciones se desarrollan en calendarios diferentes, las campañas se conducen de manera independiente, y consecuentemente el formato del sistema de partidos legislativo no está vinculado con las elecciones presidenciales. Cuando las elecciones presidenciales y legislativas son concurrentes, el arrastre electoral de los candidatos presidenciales puede afectar la fragmentación de las elecciones legislativas, y por lo tanto la distribución partidaria de las bancas (Shugart 1995). Mientras que las elecciones de mayoría relativa pueden reducir la fragmentación del sistema de partidos legislativo, este efecto no se produce bajo el formato de segunda vuelta. Como resultado, la probabilidad de gobierno dividido -esto es, de presidentes que no tienen el apoyo de mayorías partidarias en la asamblea- es más alta bajo ciclos electorales no concurrentes; y entre los sistemas con ciclos concurrentes, es más alta cuando los presidentes son elegidos por sistemas de segunda vuelta que por sistemas de mayoría relativa (Mainwaring y Shugart 1997).
Este cuerpo de investigación subraya una ironía en las opciones elegidas por los diseñadores de sistemas electorales en los años recientes. Antes de la última ola de redemocratización en América Latina, y de las reformas institucionales que la acompañaron, la fórmula de mayoría relativa era la norma para las elecciones presidenciales. Sin embargo, a fines de los años noventa, Chile, Colombia, Brasil, República Dominicana, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Paraguay, Perú, y Uruguay adoptaron sistemas de mayoría absoluta con segunda vuelta. Argentina y Nicaragua, por su parte, establecieron umbrales del 45 por ciento del voto popular en la primera vuelta, en tanto que Costa Rica estableció un umbral del 40 por ciento, realizándose una segunda vuelta si el candidato ganador no supera en primera vuelta estos porcentajes3. Entre los sistemas postcomunistas, la tendencia es aún más pronunciada: cada una de las presidencias popularmente electas es elegida por la regla de mayoría absoluta con segunda vuelta. Una razón fundamental para la adopción del formato de segunda vuelta es que requiere que el eventual ganador sea apoyado por una mayoría de los votantes (Jones 1995). Sin embargo, a pesar de garantizar eso en la segunda vuelta, los sistemas de mayoría absoluta con segunda vuelta pueden producir sistemáticamente presidentes que enfrenten una mayor oposición entre los legisladores que bajo el sistema de mayoría relativa.

Los poderes de los presidentes para la formulación de políticas

El apoyo partidario en la legislatura es crítico para la eficacia de los presidentes en la realización de sus agendas. En efecto, el dominio del presidente sobre la formulación de políticas está frecuentemente asociado con la posesión de una autoridad formal relativamente limitada sobre los procedimientos legislativos, siempre que su partido o coalición controle la legislatura y que el presidente sea el líder efectivo del partido (Kelley 1973, Levine 1973, Weldon 1997). En tales casos, no es la facultad formal del presidente lo que explica la influencia ejecutiva, sino la coincidencia de la presidencia con el liderazgo partidario en un mismo individuo. Sin embargo, en otros casos, las facultades formales están plasmadas en el cargo presidencial, independientemente del apoyo partidario. La naturaleza específica de estos poderes varía considerablemente a través de los países, pero aquí se discuten brevemente tres tipos comunes de poder presidencial sobre la legislación: el decreto, el poder de agenda y el veto.

Decreto

El decreto es la facultad del ejecutivo para establecer una ley en lugar de la acción de la asamblea. Esto puede incluir iniciativas del ejecutivo que eventualmente requieran ratificación parlamentaria, siempre que las iniciativas tengan efecto sin una previa acción parlamentaria (Carey y Shugart 1998a y 1998b). Empíricamente, entonces, la facultad constitucional de decreto de los ejecutivos varía de acuerdo a si las iniciativas:

- son efectivas como políticas inmediatamente (sí/no), y
- se convierten en ley permanente aun sin la acción legislativa (sí/no).

Las cuatro posibles combinaciones forman una matriz de dos por dos, como muestra la Tabla 2 con ejemplos empíricos en cada celda. Los procedimientos formales ligados a la facultad de decreto determinan si existe oportunidad para el debate legislativo sobre una medida antes de que se convierta en ley, y si la asamblea debe tomar acciones explícitas para anular la medida.

TABLA 2 Ejemplos de autoridad de decreto presidencial

* Se refiere al poder del premier, no del presidente, para hacer propuestas bajo el procedimiento de la guillotina.

En el cuadrante superior izquierdo se encuentra la arquetípica facultad de decreto a través de la cual el ejecutivo emite una propuesta que se convierte en ley permanente inmediatamente y sin ninguna acción legislativa. Bajo este formato los ejecutivos pueden efectivamente presentar sus iniciativas de políticas públicas como hechos consumados, y sólo a través de la sanción de nueva legislación (o un nuevo decreto) la política puede ser modificada. Muy pocas constituciones otorgan a los presidentes tal poder, y aquellas que lo hacen generalmente incluyen algún constreñimiento sobre los ámbitos de políticas en las que los ejecutivos pueden hacer uso de tal facultad. El presidente colombiano puede emitir decretos para "restablecer el orden económico", y el peruano, "en cuestiones económicas y financieras, cuando lo requiere el interés nacional". Pero al decidir la política económica -por ejemplo, modificando tasas de impuestos, privatizando bienes públicos, y transfiriendo bienes a gobiernos regionales-, los presidentes de ambos países han interpretado estos poderes extensivamente (Archer y Shugart 1997, Schmidt 1998).
El cuadrante superior derecho de la Tabla 2 representa la autoridad de decreto provisorio, donde las propuestas del ejecutivo toman efecto inmediatamente, pero caducan después de un tiempo a menos que la legislatura las ratifique4. En Brasil, los decretos presidenciales expiran después de treinta días; en Colombia los decretos caducan después de un máximo de ciento ochenta días, salvo aquellos para "reestablecer el orden económico". Si tal disposición es efectiva para iniciar cambios de largo plazo aun en contra de la oposición parlamentaria depende en parte de si los decretos pueden ser reemitidos al final del período. La reiteración de decretos en Brasil fue una cuestión de controversia constitucional en los años ochenta, donde la jurisprudencia sostiene actualmente que el presidente puede reemitir los decretos en los casos en que el congreso no haya actuado, pero no puede reemitir decretos que el congreso haya explícitamente rechazado (Power 1998).
El cuadrante inferior izquierdo de la Tabla 2 se refiere al decreto diferido, por medio del cual las propuestas del ejecutivo no entran en vigencia de manera inmediata, pero se convierten en ley permanente a menos que la legislatura las rechace. En Ecuador, por ejemplo, el presidente puede proponer legislación, declarándola "urgente", y si el congreso no actúa dentro de los quince días, el decreto se convierte en ley. El formato es similar al de la guillotina francesa (art. 49.3), en el que si el parlamento rechaza la propuesta del ejecutivo cae el gobierno, pero si el parlamento no actúa la propuesta se convierte en ley. Sin embargo, es importante notar que la facultad de la guillotina está concedida al primer ministro francés, no al presidente, en consistencia con el régimen híbrido relativamente parlamentario de Francia. El decreto diferido da tiempo para el debate y la negociación entre los poderes, pero como las otras formas de decreto, puede incentivar a los legisladores a desligar su responsabilidad por las políticas públicas al permitir a las asambleas acceder a aceptar las propuestas del ejecutivo simplemente a través de la no acción.
El uso de la autoridad de decreto ha sido central en los conflictos entre legislaturas y ejecutivos que generaron crisis constitucionales en varios países. En los primeros años de la administración de Fujimori en Perú, la creciente confianza presidencial en los decretos frente a la oposición legislativa a sus propuestas llevó al congreso a sancionar legislación para clarificar y limitar el alcance de la facultad de decreto del ejecutivo (Schimdt 1998). Pero antes de que el proyecto pudiera superar un esperable veto presidencial, Fujimori llamó a los tanques y cerró el congreso (Cameron 1997, Mauceri 1997).
La facultad de decreto presidencial ha sido un tema crítico en Rusia a principios de los años noventa. Durante la crisis constitucional soviética de fines de 1991, el altamente fragmentado Congreso Ruso de los Diputados del Pueblo inicialmente delegó al Presidente Yeltsin una facultad de decreto extrema. Pero el uso del decreto por parte de Yeltsin para establecer reformas económicas amplias y abolir el Partido Comunista generó inmediatamente desafíos desde la legislatura. Entre 1992 y 1993, Rusia experimentó una "guerra de leyes" en la que los decretos presidenciales eran implementados, y luego anulados por la legislación sancionada por el congreso, la que a su vez era reemplazada por decretos subsiguientes (Remington, Smith, Kiewiet y Haspel, 1994). Como en Perú, el presidente ruso prevaleció en esta "guerra" a través del uso de la fuerza militar antes que mediante la negociación con la otra rama de gobierno, asegurándose así la sanción en 1993 de una nueva constitución que contempló la facultad de decreto del ejecutivo. El decreto bajo la Constitución rusa de 1993 no está constreñido por áreas de políticas sino por la limitación que los edictos presidenciales "no pueden contradecir la Constitución de la Federación Rusa o la Ley Federal" (art. 90). Inicialmente, el Presidente Yeltsin invocó agresivamente el artículo 90, tanto para establecer la política nacional como para controlar el calendario de las elecciones regionales, que a su vez determinan la composición de la cámara alta. Sin embargo, el amplio alcance de la facultad de decreto por parte del ejecutivo en Rusia a mediados de los años noventa fue en parte un producto del vacío legal que acompañó el establecimiento de un nuevo régimen y una nueva constitución en 1993 -un vacío que ha sido llenado en años subsiguientes limitando el alcance de la discreción presidencial bajo el artículo 90 (Parrish 1998)-. Sin embargo, la facultad de decreto en Rusia le puede todavía brindar al presidente cierta influencia sobre el producto legislativo final, principalmente al establecer una nueva política de status quo que induce a la legislatura a actuar antes que el presidente fije políticas por mandato propio (Remington, Shvetsova y Smith 2002).
Esta es también una característica crítica de la facultad de decreto provisorio, como en las constituciones de Brasil o Argentina, las cuales explícitamente impiden la acción presidencial unilateral ya que los (permanentes) cambios de políticas requieren la ratificación de la asamblea. Sin embargo, debido a que las propuestas del ejecutivo entran en vigencia inmediatamente, anularlas puede acarrear costos "de limpieza" considerables. Una vez que la política pública está establecida, puede haber excesivos costos de transacción económicos y políticos para abandonarla. Así, se hace difícil para la legislatura hacer caducar un decreto, aun si ninguna mayoría lo apoyaba originalmente. La adopción de nuevos sistemas cambiarios por parte de las sucesivas administraciones brasileñas de José Sarney (1985- 1990) y Fernando Collor (1990-1992) ilustra este punto. Dos veces en el lapso de cuatro años, los presidentes brasileños se basaron en el decreto provisional para imponer reformas cambiarias y económicas argumentando que el elemento sorpresa era necesario para evitar el pánico de los mercados cambiarios. Una vez firmados, los decretos no podían ser anulados por el congreso sin conducir a una inestabilidad financiera aún mayor. Y al carecer de un apoyo negociado previamente en la legislatura, los paquetes más amplios de reformas económicas de ambos presidentes fueron abandonados rápidamente a medida que disminuyeron las iniciales olas de apoyo popular (Power 1998).
En suma, cuando las constituciones otorgan a los presidentes facultades de decreto, el uso de esta facultad para evitar la negociación con los opositores legislativos ha sido frecuentemente un tema de conflicto entre los poderes, y en algunos casos evolucionó hacia la crisis del régimen.

Poderes de agenda

Sin gozar explícitamente de la facultad de decreto, frecuentemente los presidentes están dotados de la facultad para hacer propuestas de políticas públicas que tienen un estatus procedimental privilegiado ante la legislatura, ya sea porque:

- deben ser consideradas dentro de un período de tiempo limitado, o
- existen limitaciones en la manera en que pueden ser enmendadas, o
- la propuesta determina el conjunto de alternativas de políticas entre las cuales la asamblea debe elegir, o
- alguna combinación de las anteriores.

En la mayoría de los sistemas presidenciales, los presidentes están dotados de la capacidad de iniciativa legislativa, y en muchos casos, con la autoridad para requerir la acción legislativa sobre sus propuestas en un tiempo limitado. Aun cuando la facultad de agenda del ejecutivo incluye limitaciones a las enmiendas o influencia del legislativo respecto a lo que se refiere esa política, o cuando la legislatura no apoya la propuesta del ejecutivo, éste puede ejercer una enorme influencia sobre los resultados de las políticas.
Aquí se presenta un ejemplo que es particularmente instructivo ya que ilustra todos los aspectos del poder de agenda señalados arriba: la autoridad presupuestaria presidencial en Chile. La Constitución chilena actual fue escrita por el gobierno militar del General Augusto Pinochet, mucho antes de la transición al gobierno civil en ese país (Arriagada y Graham 1994, Valenzuela 1992). En un esfuerzo por evitar el intercambio de votos (logrolling) en el congreso y garantizar la austeridad fiscal, la constitución (art. 64) establece que:

- el presidente introduce la propuesta anual de presupuesto, - el congreso puede solamente reducir el gasto de cada ítem del presupuesto, pero no puede transferir fondos de un ítem a otro,
- el congreso debe aprobar el presupuesto dentro de los sesenta días, de lo contrario la propuesta original del ejecutivo se trans forma en ley, y
- sólo el ejecutivo puede introducir legislación sobre cuestiones impositivas y de gasto, de modo que se prohíbe al congreso elu dir el presupuesto del ejecutivo introduciendo y sancionando proyectos de gastos suplementarios.

Los efectos globales de este procedimiento en comparación con procesos presupuestarios en regímenes donde los poderes de agenda del presidente son más modestos, son el constreñimiento de los niveles de gasto del gobierno y el aumento del poder de negociación del presidente frente al congreso. El gasto está limitado puesto que sin importar qué rama de gobierno prefiere menos gasto sobre un ítem particular del presupuesto, el gasto puede alcanzar siempre un nivel ideal -determinando el presidente el "techo" del gasto en su propuesta, y el congreso reduciéndolo-. El intercambio de votos entre ambos poderes se ve desincentivado porque la propuesta del presidente no puede ser aprobada ó desechada en bloque, sino que sólo puede ser desagregada en sus componentes y modificada. La ventaja negociadora del presidente tiene su origen en el hecho que su propuesta inicial determina su nivel de reversión (Baldez y Carey 1999, 2001). Estos efectos de los poderes de agenda del ejecutivo están respaldados en forma más general por investigaciones que muestran que procesos presupuestarios más "jerárquicos" contribuyen a la disciplina fiscal entre los regímenes de América Latina (Alesina, Hausmann, Hommes y Stein 1999).
Vale la pena señalar una diferencia crítica entre la facultad de decreto y el poder de agenda. El poder de agenda incluye el control presidencial sobre las alternativas que las asambleas debaten y seleccionan, mientras que el decreto permite a los presidentes implementar políticas sin el debate o asentimiento legislativo. La teoría democrática sostiene comúnmente que el debate en sí es un bien político valioso, aun dejando de lado sus efectos sobre las opciones de políticas (Lijphart 1977, Lijphart 1999, Miller 1993). La experiencia de muchos sistemas presidenciales con facultades de decreto apoya esta intuición. El poder de agenda puede otorgar a los presidentes una influencia tan grande sobre las políticas como la facultad de decreto; sin embargo, el debate legislativo y la negociación -aunque limitados por el control presidencial de la agenda- parecen mitigar el conflicto entre ambos poderes, mientras que la toma de decisiones por decreto puede contribuir a generar conflictos irresolubles entre ellos.

Vetos

El poder presidencial más común sobre la legislación es el veto. La estructura de los vetos presidenciales varía a través de dos dimensiones críticas. La primera es el requisito requerido para que la asamblea pueda anular un veto. Este varía desde:

- mayoría simple (por ejemplo, Venezuela)5,
- mayoría absoluta de los miembros de la asamblea (por ejemplo, Nicaragua), - mayoría absoluta en sesión conjunta de un sistema bicameral (por ejemplo, Brasil),
- mayorías absolutas de ambas cámaras en un sistema bicameral (por ejemplo, Colombia),
- mayoría de 3/5 de los miembros presentes en sesión conjunta de un sistema bicameral (por ejemplo, Uruguay),
- mayorías de 2/3 de los miembros presentes en cada cámara (la mayoría de los sistemas bicamerales).

La segunda dimensión es si el veto es parcial ó debe aplicarse al conjunto de la legislación (veto total)6.
El veto es generalmente considerado una facultad reactiva -que permite a los presidentes retrasar iniciativas legislativas, obligando a una deliberación adicional y hasta a la construcción de súper mayorías- más que proactiva como el decreto o el poder de agenda, que permiten a los presidentes promover cambios de políticas. Sin embargo, a pesar de que esta caracterización es correcta en el caso del veto total, no lo es para el veto parcial. El veto total permite a la legislatura ofrecer intercambios a los presidentes, tentándolos a aceptar algunas políticas que la legislatura quiere a cambio de algunas políticas deseadas por ellos. Los defensores del veto parcial sostienen que éste permite a los presidentes no hacer estos intercambios legislativos, removiendo programas costosos o ineficientes apoyados por facciones o legisladores individuales. Sin embargo, esta explicación pasa por alto el impacto estratégico que tiene el veto parcial en la negociación sobre legislación entre los poderes. Los presidentes pueden no hacer intercambios sólo si la legislación acordada es aprobada por la legislatura, pero la misma existencia del veto parcial desincentiva el compromiso al permitir a los presidentes alterar unilateralmente las políticas aprobadas por la legislatura antes de su implementación.
Considérense dos iniciativas de políticas que no son mutuamente excluyentes: la política L impulsada por la legislatura, y la política P, impulsada por el presidente. Y asumánse las siguientes condiciones:

- lo que más prefiere la legislatura es aprobar la política L, y lo que menos prefiere es aprobar la política P,
- el presidente prefiere lo contrario,
- las dos partes prefieren pasar ambas políticas (LP) antes que nada (SQ).

Si existe el veto total, la legislatura puede aprobar LP, el presidente debería aceptarla, y ambas partes se consideran en una mejor situación que de haber prevalecido el status quo. En contraste, si existe el veto parcial, la legislatura sabe que si sanciona LP, el presidente puede vetar L y promulgar P, asegurándose su mejor opción. Sin embargo, es también la opción menos deseada por la legislatura, por lo tanto no debería enviar al presidente ninguna propuesta, dejando a ambas partes en una situación peor que cuando el presidente está equipado sólo con el mecanismo más débil de veto total.
El argumento con respecto a la facultad de veto es el mismo que fue presentado anteriormente en relación a los poderes legislativos confiados a los presidentes. Cuando los presidentes pueden modificar la política y luego proceder a implementar estos cambios sin la intervención del debate y la aprobación del legislativo, los incentivos para el compromiso entre los poderes se debilitan. De este modo, los argumentos a favor del veto parcial basados en la eficiencia presupuestaria, por ejemplo, deben ser sopesados en relación con la extensión en la que el veto parcial debilita la capacidad del ejecutivo para comprometerse a cumplir los acuerdos realizados con la legislatura7.

V. Presidentes desgastados y crisis de gobierno: "Should I stay or should I go now?"

El debate presidencialismo versus parlamentarismo, coincidente con la "tercera ola", fue motivado inicialmente por la sugerencia que el tipo de régimen puede afectar la estabilidad democrática. La investigación posterior, basada en distinciones sutiles acerca del diseño institucional y en sus impactos sobre el desempeño del régimen, es en parte un subproducto del hecho que los quiebres democráticos, en todos los tipos de régimen, han sido raros en las últimas dos décadas del siglo XX8. Sin embargo, las crisis de gobiernos particulares persisten, y en sistemas donde los presidentes son jefes del ejecutivo, se plantea la pregunta sobre la supervivencia presidencial. Los mandatos presidenciales fijos y la ausencia de una válvula de seguridad que permita remover constitucionalmente a un presidente débil siguen siendo problemáticos aun cuando las crisis de gobierno no amenacen directamente la supervivencia de la democracia. De hecho, los mandatos fijos pueden generar tensiones tanto cuando los presidentes enfrentan una extraordinaria oposición como cuando disfrutan de un fuerte apoyo. Esta sección revisa las limitaciones constitucionales a la reelección presidencial, y los resultados de las crisis de gobierno en América Latina que han llevado a los presidentes a medirse con una oposición legislativa intransigente.

Reelección

Los sistemas parlamentarios no establecen restricciones a la reelección de los jefes del ejecutivo. En este sentido, no hay más constreñimiento que el apoyo sostenido de la asamblea (e, indirectamente, el apoyo electoral) para la perpetuación en el cargo de un primer ministro popular. En contraste, los sistemas presidenciales e híbridos no sólo establecen mayores obstáculos para la destitución temprana del presidente, sino que también imponen de manera casi uniforme limitaciones constitucionales a la reelección presidencial.
La Tabla 3 muestra las restricciones constitucionales a la reelección presidencial en 44 democracias presidencialistas e híbridas, organizando los casos por región9. Los únicos países que no establecen restricciones a la reelección son Indonesia, cuyas credenciales democráticas son marginales y bastante recientes; y Francia, donde la Constitución de la Quinta República estipula que el presidente solamente tiene poderes limitados sobre la formulación de políticas10. No se advierte un patrón entre los países de Asia del Este, puesto que algunos imponen prohibiciones severas a la reelección y otros permiten los mandatos consecutivos. La mayoría de los sistemas presidencialistas africanos, por su parte, permiten dos mandatos consecutivos, aunque Mali y Senegal prohíben la posibilidad de reelección. La distinción más nítida se da entre los sistemas híbridos postcomunistas y los regímenes presidencialistas de América. Los primeros permiten dos mandatos, aunque se diferencian en que o bien prohíben la reelección inmediata, o prohíben más de dos mandatos consecutivos. La mayoría de los sistemas presidencialistas de América establece restricciones más severas. Muchos imponen el límite de un solo mandato; en tanto otros sólo permiten la reelección no consecutiva. De modo que la reelección consecutiva es la excepción más que la regla.

TABLA 3 Reglas sobre reelección en democracias presidenciales e híbridas

N. del T.: En realidad, la Constitución peruana vigente sostiene que "el mandato presidencial es de cinco años, no hay reelección inmediata. Transcurrido otro período constitucional, como mínimo, el ex presidente puede volver a postular, sujeto a las mismas condiciones" (art. 112). Este artículo fue reformado mediante Ley N° 27365, publicada el 5 de noviembre de 2000. Perú entonces, debería estar ubicado en la columna "Elegible después de un mandato intermedio".

Una década atrás, el compromiso en torno a la no reelección presidencial en América Latina era aún más pronunciado -pauta que aparece disimulada en la Tabla 3-. Los cambios más notables que experimentaron las instituciones electorales en América Latina durante los años noventa fueron las reformas constitucionales realizadas en cuatro de los países más grandes de la región para revocar las antiguas prohibiciones a la reelección inmediata del presidente.
Históricamente, las estrictas disposiciones que impedían la reelección en América Latina representaban reacciones ante el abuso de poder por parte de presidentes que buscaban asegurar su perpetuación en el cargo (Carey 2003). El intento de varios presidentes populares de asegurarse mandatos consecutivos relajó estas prohibiciones durante los años noventa, con el argumento que la posibilidad de reelección consecutiva elimina las limitaciones a las opciones electorales de los votantes, aumentando la calidad de la democracia. Los votantes parecieron ratificar este argumento al reelegir a los presidentes de turno que promovieron estas reformas constitucionales: Alberto Fujimori en Perú y Carlos Menem en Argentina en 1995, Fernando Henrique Cardoso en Brasil en 1998 y Hugo Chávez en Venezuela en 2000. Sin embargo, después de estos éxitos electorales, siguieron crisis de gobierno que obligaron a reevaluar los argumentos a favor de la reelección presidencial.
La posibilidad de que los presidentes reelectos socaven la democracia aferrándose a la presidencia fue más clara en el caso de Fujimori en Perú, quien fue reelecto en 1995, y luego en 2000, antes de ser removido del cargo ese mismo año. La posibilidad de Fujimori de presentarse a la reelección fue establecida por primera vez en una nueva constitución que él mis mo diseñó e hizo ratificar por plebiscito en 1993. El texto permitía la reelección consecutiva por una vez, para después dejar pasar por lo menos un mandato para volver a ser elegido. Por lo tanto, la reelección de Fujimori en 1995 parecía impedirle una nueva reelección. Sin embargo, a fines de la década Fujimori expresó su intención de presentarse otra vez en las elecciones de 2000, sobre la base de que su primer mandato como presidente (1990- 1995) no debía ser computado por haber empezado bajo la constitución anterior. Cuando la mayoría del Tribunal Constitucional objetó la creativa interpretación que el propio Fujimori hacía de su propia carta, la complaciente mayoría del congreso expulsó a los jueces que se oponían11. Durante la misma campaña de 2000, los seguidores de Fujimori intimidaron sistemáticamente a los candidatos opositores e interrumpieron sus reuniones de campaña; su administración utilizó recursos estatales para presionar a los medios peruanos a inclinar a su favor las coberturas de campaña; y hubo irregularidades en el recuento de votos -lo que indujo a Alejandro Toledo, el rival más importante de Fujimori, a abandonar la contienda antes de la segunda ronda electoral-.
La cuestión de la reelección presidencial fue también central en el desorden político de Venezuela en la última parte de los años noventa y los primeros años de la siguiente década. Hugo Chávez, electo por primera vez en 1998, decidió cambiar el sistema político venezolano, asegurándose a través del plebiscito realizado en 1999 una nueva constitución que extendía el mandato presidencial a seis años y permitía dos mandatos consecutivos. Chávez llamó a elecciones en 2000, estableciendo explícitamente que el reloj comenzaría de cero si resultaba elegido, como efectivamente sucedió. Sus adversarios tenían en realidad objeciones a varias de sus políticas, pero la oposición toda percibía la amenaza que significaba la reelección, al permitir a Chávez la posibilidad de aferrarse a la presidencia por catorce años, ya que se las arreglaría para evitar cualquier amenaza electoral viable. Al menos esta fue en parte la justificación dada por los antichavistas que apoyaron el fracasado golpe militar en abril de 2002.
Un año antes del intento de Fujimori a una tercera elección consecutiva y a una segunda de Chávez, Menem intentó una jugada similar en Argentina, poniendo a prueba la voluntad de la opinión pública de aceptar su candidatura en 1999 sobre la base de que su primera elección, en 1989, había sido anterior a la reforma constitucional que permitía los dos mandatos consecutivos. Sin embargo, los políticos tanto dentro como fuera del Partido Peronista apoyaron la objeción de la Corte Suprema a tal estrategia, y Menem retrocedió.
De modo que tres de los cuatro países latinoamericanos que redujeron las restricciones a la reelección presidencial durante los años noventa experimentaron crisis de gobierno poco tiempo después. Los problemas de Argentina en 2001-2002 no estaban directamente conectados a la cuestión de la reelección presidencial. La oposición judicial y política a la aspiración de Menem alejó ese escenario. El conflicto entre Chávez y sus oponentes en Venezuela se alimentó de un arco amplio de factores, siendo uno de los más importantes la posibilidad del continuismo presidencial. La elección de Fujimori en 2000 brinda la advertencia más clara de que la perpetuación en el cargo por medio de la intimidación y el fraude no ha quedado definitivamente relegada al pasado, y que la marea parece haber cambiado nuevamente, ahora en contra de la reelección en Perú, donde una reforma constitucional que hace al presidente de turno inelegible tuvo un apoyo inicial en 2001. En cualquier caso, las experiencias de Fujimori, Chávez, y en menor medida, Menem, pueden hacer más difícil defender la reelección como una ventaja democrática en los sistemas presidencialistas.

Las crisis de gobierno y la parlamentarización de los sistemas presidencialistas

Los intentos de los presidentes de turno para extender sus controles sobre el ejecutivo no son las únicas fuentes de las crisis de gobierno en los sistemas presidencialistas. En América Latina ha habido once casos durante la década pasada de crisis de gobierno en donde una u otra rama de gobierno fue sustituida antes de que concluyera su mandato constitucional. La Tabla 4 ilustra un patrón que es notable dada la reputación de caudillismo (el gobierno de hombres políticamente fuertes) y dominio presidencial en América Latina. En todas estas confrontaciones entre poderes, salvo en dos casos, fue la legislatura la que sobrevivió y la que, con mucha frecuencia, eligió a quien ocuparía la presidencia vacante, de una manera similar a como se realizan los cambios en los sistemas parlamentarios tras la caída de los gobiernos.

TABLA 4 Acortamiento de los mandatos presidenciales y legislativos en la década pasada

*El reemplazo inicial de De la Rúa, por selección legislativa, fue el líder del Senado Ramón Puerta, pero la designación de Puerta fue intencionalmente temporal -48 horas- para permitir la elección de un reemplazo de largo plazo.
** El reemplazo inicial de Rodríguez Saá, por selección legislativa, fue el Presidente de la Cámara de Diputados Eduardo Camaño, pero la designación de Camaño fue intencionalmente temporal -48 horas- para permitir la elección de un reemplazo de largo plazo.

¿Cómo interpretar estas salidas a las crisis de gobierno en los sistemas presidencialistas de América Latina? En primer lugar, las legislaturas han probado ser más estables que los presidentes durante la década pasada. La Tabla 4 no demuestra que las legislaturas estén igualmente capacitadas que los presidentes para influir sobre las políticas públicas bajo condiciones políticas normales, pero sí arroja algunas dudas sobre la antigua reputación de inefectivas y dominadas por los ejecutivos que tienen las legislaturas de América Latina.
En segundo lugar, la sustitución legislativa del presidente se ha convertido en la norma cuando los gobiernos caen, pero no -o no del todo- como resultado de disposiciones constitucionales formales. La reforma constitucional de Argentina de 1994 incluyó una terminología que facultaba al congreso a designar un nuevo presidente en caso de acefalía (art. 88), estableciendo así una clara base constitucional para las dos sustituciones legislativas consecutivas de los presidentes De la Rúa y Rodríguez Saá unos años después (Shamis 2002). Sin embargo, es preciso advertir que las sustituciones siguieron a las renuncias voluntarias de los presidentes de turno. Ni Argentina ni ningún otro sistema presidencialista latinoamericano posee una disposición constitucional análoga al mecanismo del voto de censura, a través del cual el jefe del ejecutivo pueda ser removido simplemente por haber perdido la confianza de una mayoría legislativa12.
Muchas de las sustituciones listadas en la Tabla 4 estuvieron justificadas sobre bases constitucionales idiosincrásicas. La Constitución de Venezuela de 1991, vigente durante la remoción en 1993 de Carlos Andrés Pérez, no establecía disposiciones explícitas para la remoción legislativa del presidente, ni siquiera en la forma de juicio político por violaciones de la ley o de la constitución. La Constitución ecuatoriana de 1996, vigente cuando el presidente Bucaram fue reemplazado, permitía al congreso remover al presidente por "incompetencia física o mental" (art. 100) pero no indicaba de qué manera tal condición sería establecida -el presidente Bucaram estaba en desacuerdo con el diagnóstico legislativo-. Además, al designar al líder legislativo Fabio Alarcón para reemplazar a Bucaram, el congreso ignoró la línea de sucesión establecida en el artículo 101 de esa constitución. En 2000, la asunción del vicepresidente ecuatoriano Jaime Noboa cumplió con la línea de sucesión establecida en el artículo 168 de la nueva Constitución de 1998, pero no existía fundamento constitucional para la remoción del cargo del presidente Jamil Mahuad a través de un golpe militar; sin embargo, fue avalado por el congreso al confirmar a Noboa. En Perú, la huida a Japón de Alberto Fujimori en 2000 dejó vacante la presidencia de acuerdo a la constitución, pero la declaración subsiguiente de "incapacidad moral" por parte del congreso estuvo desligada de cualquier disposición constitucional; y aunque toda la administración de Fujimori estaba teñida por escándalos de corrupción, la línea constitucional de sucesión (art. 115) formalmente incluía a la primera y segunda vicepresidencias antes de llegar a quien fue designado, el Presidente del Congreso Valentín Paniagua. En resumen, aun cuando las constituciones de América Latina siguen siendo presidencialistas, estableciendo formalmente la separación del origen y supervivencia de las ramas de gobierno electas, en la práctica la sustitución de los presidentes muestra un tinte más parlamentario, con un dominio legislativo.
Finalmente, hay algunas señales de que las expectativas de los funcionarios electos y sus comportamientos están cambiando hacia la práctica de la sustitución legislativa. Un ejemplo de ello es la actitud adoptada por el Presidente argentino Eduardo Duhalde en abril de 2002, al presentar una legislación bancaria controversial que generó incluso la oposición de los legisladores de su propio partido. En una conferencia de prensa, el presidente sugirió que "si el congreso no está de acuerdo, deberá elegir otro presidente" (Rother 2002). Al sugerir que el proyecto representaba un voto de confianza a su presidencia, Duhalde estaba adoptando una estrategia típica de un manual parlamentarista. Fracasó en el corto plazo, su proyecto no prosperó, y no cumplió su amenaza de renunciar. Sin embargo, que el presidente haya presentado la iniciativa de tal modo representa un cambio fundamental en el contexto estratégico político.
También entre los legisladores hay evidencia de que la sustitución es considerada una opción cuando surgen conflictos con presidentes intransigentes. En los meses siguientes al golpe abortado de 2002 en contra del Presidente venezolano Hugo Chávez, los opositores al presidente buscaron explotar las divisiones dentro de la coalición legislativa de Chávez para juntar una mayoría legislativa a favor de su destitución, a pesar del hecho que la Constitución venezolana de 1999 es inusualmente explícita acerca de los mecanismos a través de los cuales la presidencia puede ser dejada vacante, no estando incluido entre ellos el voto legislativo (art. 233).
La asociación del presidencialismo con los mandatos fijos del cargo ejecutivo fue desafiada en un par de frentes durantes los años noventa. Los mandatos presidenciales fueron extendidos a través de la posibilidad de reelección en cuatro de los sistemas presidencialistas más grandes de América Latina, con resultados mixtos. Los votantes dieron la bienvenida a la oportunidad de poder reelegir en el cargo a los funcionarios de turno, pero la experiencia de estas administraciones no fue uniformemente alentadora para el principio de la reelección. Los mandatos de nueve presidentes fueron acortados por la acción legislativa. Las constituciones de América Latina permanecen presidencialistas, pero los medios para resolver crisis de gobierno en la región han llegado a parecerse bastante al parlamentarismo.

VI. Conclusión

El gobierno parlamentario fusiona la selección del ejecutivo con el voto popular de la asamblea y la supervivencia del ejecutivo con la confianza legislativa. La investigación académica sobre los sistemas parlamentarios se ha concentrado extensamente en cómo la selección y mantenimiento de los gobiernos derivados de coaliciones legislativas afectan qué partidos e intereses están representados en los ejecutivos (Laver y Schofield 1990, Laver y Shepsle 1996, Martin y Stevenson 2001), por qué extensión temporal (Warwick 1994, Lupia y Strøm 1995, Laver y Shepsle 1998, Diermeier y Stevenson 2000), y con qué efectos sobre la distribución de autoridad en la formulación de políticas (Laver y Shepsle 1996, Huber 1998). A pesar de que existen importantes diferencias entre los regímenes parlamentarios en términos de diseño institucional, con consecuencias sobre la representación y las políticas públicas (Huber 1996, Huber y Shipan 2002, Powell 2000), las diferencias con los regímenes presidencialistas e híbridos, y la variación institucional dentro de estos últimos, son sustancialmente más importantes. Por otra parte, el nivel de inestabilidad institucional y cambio en los regímenes presidencialistas e híbridos ha superado en décadas recientes al de los sistemas parlamentarios, particularmente en razón de que los nuevos regímenes democráticos y los regímenes en redemocratización de la "tercera ola" han adoptado de forma abrumadora diseños con jefes ejecutivos elegidos de manera directa.
Los sistemas presidencialistas permiten a los votantes tener la mayor discreción sobre la composición de las ramas ejecutiva y legislativa de gobierno. Los regímenes de formato híbrido representan esfuerzos por proveer el voto directo del jefe del ejecutivo al mismo tiempo que mantienen algunos mecanismos para asegurar que los políticos que administran el funcionamiento cotidiano del gobierno mantengan el apoyo legislativo.
En todos los sistemas con presidencias concurrentes y por lo tanto con elecciones paralelas que determinan la forma de gobierno a nivel nacional, las reglas específicas de competencia influyen en si estas ramas apoyarán objetivos congruentes. Más específicamente, las elecciones concurrentes para las dos ramas de gobierno, y las reglas electorales que incentivan la construcción de coaliciones amplias en primera vuelta maximizan las posibilidades para el surgimiento de un gobierno unificado.
Si las preferencias de las ramas de gobierno difieren, las reglas del procedimiento legislativo influyen en la manera en que presidentes y asambleas resuelven las diferencias de políticas a través de la negociación y el acuerdo, o si tal conflicto conduce a la crisis de gobierno. Los poderes legislativos específicos de los presidentes varían enormemente; algunas configuraciones incentivan la negociación con los opositores legislativos antes de la adopción de políticas, y otras permiten la acción del ejecutivo para implementar políticas -quizá provisionalmente- aun sin la ratificación legislativa previa.
Para terminar, la década pasada ha experimentado dos tendencias importantes en el funcionamiento de los regímenes presidenciales en América Latina: el debilitamiento de las restricciones sobre la reelección, y el surgimiento de la sustitución legislativa de los presidentes durante las crisis de gobierno. Ambas implican una convergencia con los sistemas parlamentarios en la medida en que relajan la naturaleza fija de los mandatos presidenciales. En este sentido, ambos fenómenos son consistentes con los argumentos más amplios, particularmente destacados entre los investigadores brasileños, de que los sistemas presidencialistas no necesariamente funcionan de una manera tan distinta al sistema parlamentario como sugiere el análisis institucional puro (Cheibub 2002, Figueiredo y Limongi 2000, Amorim Neto 2002), y que se concentran en los incentivos para la adaptación aun entre ramas de gobierno cuyos orígenes y supervivencia están constitucionalmente separados.

Notas

1 De hecho, la redemocratización de América Latina no es excepcional en este aspecto. En un estudio reciente sobre los efectos del tipo de régimen sobre los sistemas de partidos, Samuels (2002) no encuentra ningún ejemplo histórico de democracias que transiten del presidencialismo al parlamentarismo o viceversa, y sólo halla dos casos de regímenes parlamentarios que se transforman en sistemas híbridos en que el jefe del ejecutivo es elegido en forma directa: Francia en 1958 e Israel en 1992. Sin embargo, Israel ha experimentado desde entonces un retroceso en este aspecto al eliminar la elección directa del Primer Ministro, aunque hasta el momento de escribir este artículo el gobierno del Primer Ministro Ariel Sharon -elegido directamente en 2001- permanecía en el cargo.

2 Mucha de la literatura inicial sobre formación de coaliciones en sistemas parlamentarios -motivada por la teoría de la elección social- está revisada en Laver y Schofield (1990).

3 El sistema de Costa Rica data de 1949, y su umbral de primera vuelta es lo suficientemente bajo como para aproximarse a los efectos de un sistema de mayoría relativa. La reforma de Argentina en 1994, y la de Nicaragua en 1995, fueron evidentemente intentos para dividir la diferencia entre el umbral de Costa Rica y el formato de segunda vuelta tradicional.

4 Este tipo de facultad de decreto no es privativa del gobierno presidencial. Por ejemplo, el gabinete italiano puede emitir decretos con fuerza inmediata, pero que caducan después de sesenta días si no los ratifica el parlamento (art. 77).

5 Esto es efectivamente un pedido del presidente para reconsiderar la legislación, dado que esa misma mayoría que aprobó la legislación inicialmente puede anular el veto.

6 Para las configuraciones de las facultades de veto en los distintos países, véase Shugart y Carey (1992), Lucky (1993), y Carey, Amorim Neto y Shugart (1997).

7 Para una discusión análoga sobre cómo los procesos presupuestarios secuenciales pueden desincentivar el compromiso al socavar la capacidad del último jugador para comprometerse, véase Persson, Roland y Tabellini (1997).

8 Entre los sistemas presidenciales de América Latina, ello se debe en parte al hecho que los militares no han podido, o no han querido, intervenir en política. Las razones varían de un país a otro, pero un efecto de ello es que cuando los presidentes y las asambleas se encuentran en una situación de estancamiento, ninguna rama de gobierno tiene siempre a disposición la opción de ir a tocar la puerta de los cuarteles para pedir ayuda. Asimismo, se debe a un importante cambio que se da en el ámbito internacional. El resto del hemisferio es ahora mucho menos tolerante con sus vecinos no democráticos. En particular, las grandes democracias de América Latina tienen la voluntad de actuar en conjunto para aislar, diplomática y económicamente, a los gobiernos que toman o se mantienen en el poder a través de violaciones al procedimiento democrático.

9 Los países son incluidos si el puntaje combinado de sus derechos políticos y libertades civiles está por encima del punto medio (siete o menos, donde un puntaje más bajo significa un país más democrático) de la escala Freedom House para 2001-2002 (http:// www.freedomhouse.org/ratings/index.htm). También se incluyen cuatro casos con puntajes combinados de 8 debido a sus largas tradiciones democráticas (Colombia y Venezuela), o a su prominencia entre los regímenes europeos postsoviéticos (Ucrania y Yugoslavia).

10 Vale la pena notar que en 2000, los votantes franceses aprobaron un referéndum para acortar a cinco años el mandato presidencial de siete años -en ese momento el más largo entre los sistemas democráticos-. La razón era sincronizar los mandatos de los presidentes con los del parlamento.

11 La mayoría de Fujimori en el Congreso había ratificado una terminología que aprobaba específicamente dos mandatos presidenciales consecutivos bajo la constitución vigente. El Tribunal Constitucional votó 3 a 0 que la ley era inaplicable a Fujimori, pero con la abstención de los restantes cuatro jueces. Las abstenciones hicieron dudoso el estatus de la decisión. Sin embargo, las dudas fueron despejadas por el Congreso al decidir enjuiciar a los jueces que se oponían a la reelección.

12 La Constitución de Venezuela de 1999 establece la disposición de un referéndum para la revocabilidad de los mandatos de cualquier funcionario electo, incluyendo el presidente, sobre la recolección de firmas del 10 por ciento de los votantes registrados (art. 72, art. 74). El umbral requerido para la revocatoria es la misma cantidad de votos obtenidos en la elección popular original, dando así una seguridad relativa a los presidentes elegidos con un amplio apoyo popular, pero dejando vulnerable a la revocatoria a aquellos presidentes elegidos con una mayoría pequeña -quizá en un contexto de muchos candidatos-. Al momento de escribir este artículo, a mediados de 2002, el Congreso boliviano estaba debatiendo una reforma constitucional que permitiría a una mayoría absoluta del congreso en sesión conjunta disolverse a sí misma y llamar a elecciones presidenciales anticipadas.

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