ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN
Presidencialismo versus parlamentarismo*
por John M. Carey**
* Originalmente publicado en Claude Ménard y Mary Shirley (eds.), Handbook of New
Institutional Economics, Dordrecht, Springer-Kluwer Academic Publishers, 2005.
Publicado con el permiso de Kluwer Academic Publishers gracias a la generosidad del
autor. (Traducción de Martín Ardanaz).
** Profesor de Ciencia Política, Departamento de Gobierno, Dartmouth College. E-mail: John.Carey@dartmouth.edu
Resumen
El artículo revisa el debate sobre las ventajas y desventajas relativas de varios marcos constitucionales, las características de los regímenes que han sido de particular interés para académicos y reformistas, y algunas tendencias recientes en el diseño y desempeño de estos regímenes. La mayor parte de la atención se centra sobre los regímenes presidencialistas de América Latina. Se afirma que en la década pasada se han experimentado dos tendencias importantes en el funcionamiento de estos regímenes, el debilitamiento de las restricciones sobre la reelección y el surgimiento de la sustitución legislativa de los presidentes durante las crisis de gobierno, que implican una convergencia con los sistemas parlamentarios en la medida en que relajan la naturaleza fija de los mandatos presidenciales.
Palabras clave: Presidencialismo ; Parlamentarismo ; Reelección ; Reemplazo presidencial ; América Latina
Abstract
The article reviews the debate over the relative advantages and disadvantages of several constitutional frameworks, the characteristics of regimes that have been of particular interest to academics and reformers, and some recent trends in the design and performance of regimes. Most of the focus is on Latin American presidential regimes. It is adressed that the past decade has witnessed two important trends in the operation of these regimes: loosening restrictions on reelection, and the rise of legislative replacement of presidents during crises. Both imply convergence with parliamentary systems in that they relax the fixed nature of presidential terms.
Key words: Presidentialism; Parlamentarianism; Reelection ; Presidential replacement ; Latin America
I. Introducción
Los últimos veinticinco años han evidenciado un crecimiento sustantivo
en el número de regímenes políticos que cumplen requisitos básicos de
la democracia procedimental, tales como la libertad de asociación y expresión,
la realización de elecciones competitivas que determinan quién ejerce
el poder político, y el establecimiento de límites sistemáticos al ejercicio de
la autoridad (Dahl 1971, Huntington 1991). Lo que se ha conocido como
la "tercera ola" de la democracia ha sido el producto de la confluencia de
varias tendencias -el establecimiento de la democracia en países sin ninguna
experiencia democrática previa, su restablecimiento en países que habían
experimentado períodos de gobierno autoritario, y la expansión entre los
estados independientes que surgieron tras la caída del comunismo europeo
y soviético-. Una consecuencia común de estas transiciones es que la atención
se ha focalizado en las reglas constitucionales que regulan la competencia
por, y el propio ejercicio de, la autoridad política en la democracia. En
este sentido, uno de los aspectos fundamentales del diseño constitucional es
la elección entre un gobierno parlamentario, un gobierno presidencialista,ó un formato híbrido que combine algunos aspectos de ambos.
Las distinciones entre los tipos de regímenes aquí analizados están
vinculadas con cómo las ramas populares de gobierno -la asamblea y el
ejecutivo- son elegidas y cómo interactúan para diseñar políticas y administrar
el gobierno. Las asambleas -conocidas como congresos, parlamentos, legislaturas o con otros nombres específicos según cada país-, son popularmente
electas en todas las democracias, pero no así los ejecutivos. Las
características generales de los regímenes parlamentarios y presidencialistas
son las siguientes:
Parlamentarismo:
- el ejecutivo es elegido por la asamblea, y
- el ejecutivo permanece en el cargo sujeto a la confianza legislativa.Presidencialismo:
- el jefe del ejecutivo es electo popularmente,
- los mandatos del jefe del ejecutivo y la asamblea son fijos y no están sujetos a la confianza mutua, y
- el jefe del ejecutivo define la composición del gobierno y lo dirige, y posee alguna facultad legislativa otorgada constitucionalmente.
Los principios clave que distinguen al gobierno parlamentario del
presidencialista son el origen y la supervivencia de estas ramas populares de
gobierno. Bajo el parlamentarismo, sólo la asamblea es electa, de modo que
el origen del ejecutivo deriva del de la asamblea. El requisito de confianza
parlamentaria significa que la supervivencia del ejecutivo está sujeta al apoyo
de una mayoría parlamentaria. Asimismo, en la mayoría de los sistemas
parlamentarios esta dependencia es mutua puesto que el ejecutivo puede
disolver la asamblea y llamar a nuevas elecciones antes de la finalización de
su preestablecido período constitucional. Por tal motivo, el parlamentarismo
es a menudo distinguido del presidencialismo sobre la base de que los
poderes están fusionados más que separados.
Bajo el presidencialismo los orígenes de las dos ramas de gobierno
son electoralmente distintos, siendo el jefe del ejecutivo -siempre el presidente,
y a veces también uno o más vicepresidentes- elegido separadamente
de la asamblea y por un mandato fijo. El último elemento en la definición
del presidencialismo es simplemente que el presidente electo posee
poderes sustanciales sobre la rama ejecutiva -los ministerios- y sobre el
proceso legislativo. Esto distingue los regímenes presidenciales de aquellos
que eligen un jefe de Estado ceremonial, que puede ser llamado presidente
pero que carece de autoridad constitucional (Irlanda, por ejemplo).
Si los principios de acuerdo a los cuales se fundan y funcionan el
ejecutivo y la asamblea son distintos bajo el presidencialismo y el parlamentarismo,
también se debe advertir que muchos regímenes constitucionales combinan elementos de ambos tipos ideales. Los regímenes híbridos presentan
las siguientes características:
- el presidente es popularmente electo, y posee poderes significativos, y
- existe también un primer ministro y un gabinete, sujetos a la confianza de la asamblea.
Dentro de esta amplia definición se incluye una variada gama de regímenes híbridos en los que los poderes específicos del presidente electo, y su relación con el primer ministro y el gabinete, varían considerablemente. La Tabla 1 presenta los tipos de regímenes constitucionales de ochenta sistemas políticos caracterizados como "libres" o "parcialmente libres" por el índice Freedom House de libertad política y civil.
TABLA 1 Tipo de régimen constitucional entre democracias, 2002
Nota: La tabla incluye regímenes con índices Freedom House de derechos civiles y
políticos menores a 5 (escala 1-7, donde 1 indica "libre" y 7 "no libre"). Los códigos de
regímenes presidencialistas y parlamentarios son de la bases de datos de Persson y
Tabellini (2002). Los regímenes híbridos están codificados por el autor.
N. del T.: La ubicación de Argentina, Perú y Venezuela responde a una definición puramente
formal de estos sistemas por parte del autor. Específicamente, a la existencia de un jefe de
gabinete de ministros sujeto al voto de confianza por parte de la legislatura.
En el curso de este trabajo se revisa el debate sobre las ventajas y desventajas relativas de varios marcos constitucionales, las características de los regímenes que han sido de particular interés para académicos y reformistas, y algunas tendencias recientes en el diseño y desempeño de estos regímenes. La mayor parte de la atención se centra sobre los regímenes presidencialistas e híbridos, básicamente por dos razones. En primer lugar, mientras que las democracias parlamentarias puras se concentran en los países relativamente prósperos y políticamente estables de la OCDE, los regímenes presidencialistas e híbridos son más comunes entre las nuevas democracias y entre aquellos países que han experimentado mayor inestabilidad política y constitucional. Así, la mayor parte de la intervención sobre diseños constitucionales en décadas recientes se ha concentrado en los sistemas que tienen presidentes electos. En segundo lugar, siguiendo esta tendencia empírica, el debate académico sobre el tipo de régimen se ha focalizado en el diseño y desempeño de estos sistemas. Entre los sistemas con presidencias, se dedicará mayor atención a los casos de América Latina que a los de cualquier otro lugar; y ello también por dos razones. Por un lado, la tradición presidencial es más antigua en América, por lo que la mayor riqueza del material empírico se encuentra allí. Por otro lado, mi propia experiencia de investigación está vinculada principalmente con América Latina.
II. El consenso académico contra el presidencialismo
El debate contemporáneo sobre el tipo de régimen se disparó en gran
parte por las transiciones a la democracia en América Latina después de la
prolongada experiencia de regímenes militares autoritarios de muchos países
de la región desde los años sesenta hasta los ochenta. El proceso de restablecimiento
del gobierno civil planteó la pregunta acerca de si un diseño institucional
defectuoso contribuía a los quiebres de los gobiernos democráticos anteriores,
y un número de observadores argumentó que la tradición constitucional
presidencial de América Latina sí contribuyó al fracaso democrático. El
trabajo más influyente ha sido el de Juan Linz (1994), quien argumentó que el presidencialismo era inherentemente más proclive al quiebre democrático
que el parlamentarismo, y consecuentemente defendió la adopción de constituciones
parlamentarias en las nuevas democracias latinoamericanas. Los elementos
centrales del argumento de Linz en contra del presidencialismo son
dos. Primero, el presidencialismo carece de la válvula de seguridad del parlamentarismo,
el voto de confianza, que permite en un momento de crisis remover
a un gobierno de su cargo sin apartarse de la constitución. Segundo, el
presidencialismo crea incentivos y condiciones que fomentan tales crisis, que
agravan particularmente la relación entre el ejecutivo y el legislativo.
Linz señala como patológicas varias características específicas del presidencialismo.
Una es la apertura de las elecciones presidenciales a políticos outsiders -aquellos que carecen de experiencia parlamentaria o ministerial
previa- que tienden a hacer campaña en contra del sistema político y el
sistema de partidos existente. Este problema se refuerza por la naturaleza
unipersonal del cargo presidencial. Mientras que los gabinetes parlamentarios
pueden ser considerados ejecutivos colegiados que usualmente reflejan
coaliciones en las que más de un partido es esencial, el ejecutivo presidencial
privilegia a un individuo cuya elección puede inducirlo a reivindicar un
mandato popular aun cuando el apoyo popular fuera más limitado. Sumado
a esto, debido a la ausencia del requisito de la confianza parlamentaria,
los legisladores bajo el presidencialismo -aun aquellos del partido o coalición
del presidente- están menos dispuestos a apoyar al ejecutivo que en el
parlamentarismo, ya que su falta de apoyo no pone en riesgo (directamente)
la supervivencia del gobierno (Diermeier y Feddersen 1998). Así, la eficiencia
de los gobiernos para obtener apoyo legislativo para sus propuestas, que
estudiosos como Walter Bagehot (1872) asociaron con el parlamentarismo,
no se da necesariamente bajo el presidencialismo.
La combinación de todas estas fuerzas sugiere que el presidencialismo
agrava el antagonismo entre las ramas populares de gobierno a la vez que
proscribe cualquier mecanismo constitucional para resolver los conflictos
más serios. La separación de la supervivencia significa que los presidentes
carecen de la opción de disolver asambleas intransigentes, y las asambleas
carecen de la opción del voto de censura para remover al ejecutivo. Esta falta
de opciones puede incentivar a una parte o a la otra a tomar decisiones
inconstitucionales en caso de conflicto, amenazando así la propia estabilidad
de la democracia.
El quiebre de varias democracias latinoamericanas en los años sesenta
y setenta apoyó los argumentos de Linz sobre el fracaso del gobierno presidencial.
En Brasil en 1964, Perú en 1968, Chile en 1973, Uruguay en 1974, y Argentina en 1976, episodios de conflicto entre el legislativo y el
ejecutivo precedieron a la intervención militar que desplazó a los líderes
civiles de la política, imponiendo largos períodos de autoritarismo. Muchos
académicos respaldaron a través de estudios de caso los argumentos de Linz
acerca de los mecanismos que conducen al quiebre de la democracia presidencialista
(Di Palma 1990, Lamounier 1993, Lijphart 1990 y 1999, Valenzuela
1994, Sartori 1994). A su vez, los grandes estudios comparativos
basados en información cuantitativa apoyaban la proposición que, aun controlando
factores tales como el desarrollo económico y la historia colonial,
los regímenes presidencialistas son más proclives al quiebre democrático
que los parlamentaristas (Stepan y Skach 1993, Przeworski y Limongi 1997).
III. El mundo responde: más presidentes, más sistemas híbridos
En el momento en que se había generado entre los académicos de la
política comparada un cierto consenso a favor del parlamentarismo, los eventos
fuera de la academia demostraron que el mundo político se movía en otra
dirección. En Argentina, una comisión designada por el presidente en los
años ochenta estudió la cuestión del tipo de régimen y recomendó un cambio
hacia el parlamentarismo, pero la propuesta no prosperó entre los políticos
(Nogueira Alcalá 1986). Propuestas similares fueron debatidas aunque nunca
adoptadas en Chile. En Brasil, los políticos plantearon la pregunta a los votantes
en el referéndum de 1993, que ofrecía no sólo el parlamentarismo sino
también la opción de volver a la monarquía como alternativas al presidencialismo.
Pero con el triunfo de la opción presidencialista entre los votantes brasileños,
las perspectivas de reformas fundamentales para convertir regímenes
presidencialistas en parlamentarios parecieron muertas1.
A pesar del fracaso rotundo en adoptar el parlamentarismo, América
Latina evidenció algunos movimientos constitucionales modestos hacia el
principio de la confianza legislativa en los años noventa. De hecho, el requisito
de la confianza legislativa para la designación de los ministros tiene
precedentes en la región. Aunque los presidentes nunca han estado sujetos a
la confianza legislativa, sí lo han estado los gabinetes durante el período de
la "república parlamentaria" en Chile hacia finales del siglo XIX y comienzos
del XX, y los ministros de Ecuador, Uruguay y Perú más recientemente
(Shugart y Carey 1992). Las reformas en los años noventa se han extendido
en esta dirección. Como parte de un paquete de reformas constitucionales
en 1994, Argentina creó un nuevo cargo, llamado Jefe de Gabinete de Ministros.
La nueva constitución de Venezuela de 1999 crea un cargo similar,
que llama Primer Ministro, y la constitución de Perú de 1993 reconoce la
existencia de un Primer Ministro, manteniendo lo establecido en constituciones
anteriores. Estos jefes de ministros están constitucionalmente designados
como jefes del gabinete, y son removibles por el congreso, a pesar de
que las exigencias para el voto de confianza son más altas que la norma de
mayoría simple existente en los sistemas parlamentarios: Perú requiere una
mayoría legislativa absoluta (art. 132), Venezuela una mayoría calificada de
3/5 (art. 246), y Argentina requiere mayorías absolutas en cada una de las
cámaras de su legislatura bicameral (art. 101).
Fuera de América Latina, la tendencia durante los años noventa ha
sido la creación de presidencias fuertes -un patrón reforzado por la proliferación
repentina de nuevos regímenes postcomunistas en Europa central y
la ex Unión Soviética-. La concentración más grande de poder presidencial
formal se encuentra entre los sistemas postsoviéticos cuyas credenciales democráticas
son bastante dudosas, particularmente en Asia Central. Sin embargo,
los presidentes electos son también centrales para la política en muchos
sistemas postcomunistas más democráticos, como Polonia, Bulgaria,
Rumania, Lituania, Croacia, Serbia, Georgia, Ucrania, Moldavia y por supuesto,
la misma Rusia (Frye 1997, Ishiyama y Kennedy 2001). Finalmente,
durante la última parte de los años ochenta y noventa, las transiciones
desde el autoritarismo a la democracia en Corea del Sur, Taiwán y Filipinas
produjeron una cosecha de nuevos, o renovados, regímenes con presidencias
fuertes en Asia del Este.
Las reglas que gobiernan el estatus relativo del presidente y el gabinete,
y la relación entre el gabinete y el parlamento varían a lo largo de estos
nuevos regímenes. La Constitución polaca de 1997 da al presidente la oportunidad
de actuar como formateur, nominando a un candidato para primer ministro, quien a su vez nombra y dirige el gobierno, pero reserva al Sejm el
derecho de ignorar la recomendación del presidente y formar un gobierno
propio. Además, una vez que se instala el gobierno, éste es más responsable
ante el Sejm que ante el presidente (arts. 157-161). La Constitución rusa de
1993 permite al presidente nombrar al primer ministro (art. 83) y hace del
presidente un árbitro de las dimisiones del gabinete (art. 117). También
disuade a la Duma de ejercer su autoridad de censura al estipular que si
insiste, a través de votos múltiples, en destituir al gobierno, el presidente
puede disolverla. El resultado de ello es que el presidente se queda con el
control efectivo del gobierno.
Todos los regímenes postcomunistas discutidos aquí, como así también
los casos de Taiwán y los de América Latina que reconocen la existencia
del voto de confianza, son híbridos que combinan presidentes electos dotados
con facultades constitucionales sustantivas con primeros ministros y gabinetes
sujetos a la confianza parlamentaria (Lucky 1993, Frye 1997). Tales regímenes
son caracterizados en algunos trabajos como semipresidenciales -un
término originalmente acuñado por Duverger (1980) para describir la constitución
de la Quinta República francesa de 1958-. Sin embargo, ninguno de
los nuevos híbridos se aproxima al ideal parlamentario como Francia, donde el
presidente actúa como formateur y retiene la autoridad para disolver la asamblea,
pero no controla la composición del gabinete ni la agenda legislativa, ni
posee veto legislativo. Los nuevos regímenes híbridos de los años noventa son
constitucionalmente distintos del sistema francés en varios aspectos importantes.
Primero, en la mayoría de los casos los presidentes pueden nombrar y
remover al primer ministro, convirtiendo este cargo principalmente en un
instrumento del presidente más que en un agente de las mayorías legislativas.
Segundo, los regímenes híbridos de los años noventa brindan a los presidentes
poderes legislativos formidables -incluyendo vetos que requieren mayorías
extraordinarias para ser anulados por la asamblea, y en muchos casos la
autoridad para emitir decretos con fuerza de ley-. Estos poderes transforman
a los presidentes, cuyo origen y supervivencia en el cargo permanecen
independientes de la confianza de la asamblea, en jugadores centrales en el
proceso legislativo en los nuevos sistemas híbridos.
Resumiendo, entre los distintos regímenes que experimentaron una
ingeniería constitucional en las últimas décadas del siglo XX, hubo una
fuerte inclinación para crear y mantener presidencias electas y poderosas.
Hubo al mismo tiempo una tendencia a reconocer a las asambleas la posibilidad
de ejercer el voto de confianza sobre al menos alguna parte del ejecutivo.
Esta cuestión se retomará más adelante para sugerir que la norma de control legislativo sobre los ejecutivos se está extendiendo más allá de las
disposiciones escritas en los textos constitucionales.
IV. La investigación sobre el diseño institucional en los sistemas parlamentarios y presidencialistas
Las instituciones en el parlamentarismo
Durante la década pasada, la literatura académica sobre instituciones
democráticas se expandió enormemente. Entre los académicos que analizan
principalmente los sistemas parlamentarios, los sistemas electorales constituyen
el elemento de diseño institucional que atrae mayor atención. Los
trabajos de Taagapera y Shugart (1989), Lijphart (1994), Cox (1997) y
Colomer (2001) son investigaciones fundamentales acerca de los efectos de
las reglas electorales sobre la representación. Además, dentro de la literatura
sobre sistemas electorales, la principal atención está puesta sobre los efectos
de diferentes reglas para la elección de cuerpos colegiados -principalmente
parlamentos-, las cuales presentan mayores variaciones que las reglas para
elegir presidentes. A continuación se discute sólo la interacción entre las
reglas electorales presidenciales y legislativas, puesto que la literatura más
general sobre sistemas electorales ha sido discutida por Cox (2005).
Más allá del efecto de las reglas electorales, la investigación sobre
sistemas parlamentarios se ha concentrado menos que la de los sistemas
presidenciales en cuestiones de diseño institucional. Una razón es que mientras
gran parte del interés sobre la configuración institucional de los poderes
bajo el presidencialismo busca explicar la inestabilidad del régimen, son
pocos los regímenes parlamentarios que experimentaron quiebres de la democracia
en la última mitad del siglo XX. La estabilidad de la democracia
en los países de la OCDE ha generado poca preocupación entre los académicos
interesados en los sistemas parlamentarios modernos por entender las
fuentes de la estabilidad del régimen. Una parte importante de la investigación
sobre los sistemas parlamentarios ha estado motivada por el interés en
una inestabilidad de naturaleza distinta: la de las coaliciones de gobierno.
La principal motivación teórica aquí es la potencial inestabilidad de las decisiones
que genera la regla de la mayoría, hecho que ha sido identificado
por la teoría de la elección social (Arrow 1951, McKelvey 1976, Riker 1982).
Las sospechas planteadas por los teóricos de la elección social acerca de la
coherencia de la regla de la mayoría en presencia de múltiples dimensiones de política se aplican claramente al gobierno parlamentario, particularmente
a aquellos en los que las mayorías en una única cámara legislativa son
soberanas sobre los gobiernos nacionales, y donde la fragmentación del sistema
de partidos y los múltiples clivajes sociales crean el potencial para
inciertas o inestables coaliciones mayoritarias2. En la década siguiente, los
estudios realizados sobre el gobierno parlamentario han examinado con mayor
detalle las reglas y prácticas que determinan cómo la autoridad está distribuida
dentro de los gobiernos, en un esfuerzo por entender no sólo qué gobiernos se forman, sino las implicancias para las políticas públicas que
éstos diseñan (Moe y Caldwell 1994, Bawn 1999, Huber 1998).
Muchos de estos progresos se han fundamentado en ideas desarrolladas
a partir del estudio de una legislatura particular en un sistema presidencial
-el Congreso de Estados Unidos-, testeando el grado en que se pueden
aplicar al parlamentarismo. Un ejemplo es el trabajo de Laver y Shepsle
(1994, 1996) sobre la asignación de carteras ministeriales en gobiernos de
coalición, que es una extensión de las teorías sobre jurisdicción de comisiones,
originalmente desarrollada para explicar la estabilidad de las elecciones
de política en la Cámara de Representantes de Estados Unidos. En el marco
parlamentario, la premisa según la cual las carteras ministeriales otorgan a
sus ocupantes la facultad para decidir políticas dentro de su jurisdicción
particular, provee una base teórica para comprender fenómenos que de otra
manera parecerían anómalos, como la frecuencia de gabinetes de minoría y
de súper mayoría, y el predominio de ciertos partidos ideológicamente centristas
en carteras clave a pesar de los cambios en su suerte electoral.
Otro ejemplo es el trabajo de Huber (1992) que, más allá de los
procesos de formación de gobiernos, investiga las reglas sobre cómo son
diseñadas, enmendadas y aprobadas las propuestas legislativas, demostrando
que los procedimientos que imponen límites a las oportunidades de debate
y cambio son utilizados bajo condiciones similares tanto en los sistemas
parlamentarios como en Estados Unidos, y que el control sobre tales
procedimientos restrictivos implica una influencia sustancial sobre los resultados
de las políticas públicas. El trabajo de Tsebelis (1995, 1999) brinda
un ejemplo más que contribuye a borrar la distinción conceptual entre
gobierno presidencial y parlamentario, al introducir la idea de actores genéricos
de veto (veto players) como constreñimientos sobre la capacidad de los gobiernos para introducir cambios en las políticas, y demuestra que la diversidad
de preferencias entre actores con poder de veto puede explicar la
estabilidad de las políticas públicas en los sistemas parlamentarios europeos,
como así también en sistemas con división de poderes.
Uno de los temas clave implícitos en muchos de estos trabajos, basado
empíricamente en el estudio del gobierno parlamentario, es desdibujar
la distinción teórica entre sistemas parlamentarios y presidenciales. La innovación
clave del modelo de Laver y Shepsle acerca del gobierno parlamentario
se construye directamente sobre la idea, desarrollada con respecto al
Congreso de Estados Unidos, que el equilibrio de la regla de la mayoría
puede surgir del control monopólico que poseen las comisiones sobre dimensiones
específicas de políticas (Shepsle 1979). Similarmente, los efectos
de los procedimientos restrictivos y el control de agenda enfatizados por
Huber y Tsebelis se basan en el trabajo teórico originalmente desarrollado
en el contexto de la política de Estados Unidos (Romer y Rosenthal 1979).
Los puntos más generales que surgen de esta línea de investigación son que
(1) las reglas que asignan cómo se distribuyen los poderes pueden ser críticas
para entender qué resultado prevalece -y por lo tanto cómo se distribuye
el poder- en contextos donde la regla de la mayoría por sí misma no
provee expectativas sólidas, y (2) las reglas que gobiernan las negociaciones
sobre políticas públicas en los sistemas parlamentarios son, en muchas instancias,
análogas a aquellas de los sistemas presidenciales, y una vez que los
paralelismos son reconocidos es evidente que sus efectos son comparables.
Dicho esto, es importante no subestimar la importancia de las diferencias
inherentes entre los regímenes parlamentarios y presidenciales. En un
sentido importante, las constituciones parlamentarias son más "delgadas" que
las constituciones presidenciales con respecto a las reglas que rigen la negociación
entre los actores legislativos. La investigación de Huber (1996) acerca de
los efectos del procedimiento del voto de confianza examina cómo el control
de agenda que implica este mecanismo afecta las fuerzas de negociación relativas
de los ministros y las mayorías legislativas cuando sus preferencias sobre
políticas públicas difieren. El modelo ilumina cómo las reglas de procedimiento
pueden afectar los resultados de políticas, pero los mismos datos empíricos
presentados sobre las reglas del voto de confianza y sus fuentes ilustran
que son generalmente el producto de arreglos informales más que de instituciones
formales (Carey 2000). De los dieciocho sistemas parlamentarios europeos
que investiga Huber, las disposiciones que gobiernan los procedimientos
del voto de confianza tienen su origen en acuerdos el doble de veces de lo que
están estipuladas en la constitución (Huber 1996: 271).
El estatus del veto, cuyos detalles en los sistemas presidenciales serán
tratados con algún detalle más abajo, ofrece otro ejemplo. Bajo el parlamentarismo,
donde el origen y la supervivencia de las ramas ejecutiva y legislativa
están unidos, la negociación sobre propuestas legislativas puede quedar ampliamente
subsumida bajo la negociación fundacional para formar un gobierno.
En contraste, bajo el presidencialismo, las disposiciones que gobiernan las
propuestas, contrapropuestas y vetos entre actores legislativos independientes
deben estar articuladas más elaboradamente en reglas constitucionales formales.
En este sentido, los modelos que consideran como equivalentes a los actores
de veto de diferentes diseños institucionales son potencialmente engañosos
(Tsebelis 1995). Un partido que es miembro de un gabinete de una coalición
mínimamente ganadora puede ejercer un veto sobre las propuestas del
gobierno, pero si hay otro potencial socio de coalición, sus objeciones no
tendrán efectos. En contraste, un presidente que se opone a las propuestas de
una coalición legislativa mayoritaria no puede ser fácilmente reemplazado, y
por lo tanto, no puede ser tan fácilmente ignorado. Los actores con poder de
veto en los regímenes parlamentarios son más probablemente de una variedad
partidaria, mientras que los actores con poder de veto de tipo constitucional
son más abundantes en los sistemas presidenciales.
El trabajo de Persson, Roland y Tabellini (1997) subraya las implicancias
inherentes a la independencia mutua de la legislatura y el ejecutivo para
la negociación sobre políticas públicas. Su argumento es que los sistemas de
separación de poderes generan incentivos más fuertes que los sistemas parlamentarios
para que los políticos revelen información al electorado tanto sobre
el estado económico general como sobre las probabilidades de los gobiernos
de distribuir beneficios específicos que los votantes desean. La ventaja reside
en la idea que los legisladores y los ejecutivos están mejor informados que los
votantes acerca de la conexión entre políticas públicas y resultados de políticas,
pero que (cualquiera sea) el actor institucional que se encuentre en la
posición negociadora más débil, tiene un incentivo a revelar información para
evitar los riesgos del castigo electoral por las acciones del actor institucional
más fuerte. El argumento que a través de este mecanismo la separación de
poderes reduce el riesgo moral es una variante de la proposición más amplia
de Madison según la cual la separación de poderes, al enfrentar las ambiciones
de los funcionarios de las distintas ramas de gobierno entre sí, provee una
protección contra el comportamiento predatorio por parte de los políticos.
En apoyo a esta proposición, Persson y Tabellini (2002) presentan como evidencia
que los gastos del gobierno consumen una mayor parte del PBI bajo
sistemas parlamentarios que bajo los presidenciales.
Resumiendo, la investigación sobre la democracia parlamentaria demuestra
que las reglas de competencia y negociación política afectan sistemáticamente
a la representación y a los resultados de las políticas públicas.
Sin embargo, el contexto institucional de la democracia parlamentaria es un
tanto más delgado que en los sistemas presidenciales e híbridos, en la medida
en que la separación de poderes requiere arreglos institucionales más
elaborados y explícitos para regular la negociación sobre políticas. La investigación
sobre sistemas presidenciales dedica relativamente mayor atención
al diseño institucional; por tal razón, se presentan a continuación los detalles
de esta agenda de investigación.
Correspondencia partidaria entre presidentes y asambleas
El trabajo empírico sobre regímenes presidenciales e híbridos se ha concentrado mayormente en la mecánica de la relación entre las ramas legislativa y ejecutiva en un esfuerzo por evaluar los argumentos en contra del presidencialismo presentados por Linz y los críticos del presidencialismo. Conforme a esa batería de críticas, mucha de la investigación entre los académicos interesados en los sistemas presidenciales se concentró en si el presidencialismo socava inherentemente la negociación y la cooperación entre los poderes, y si lo hace, con qué efectos. Una reacción inicial fue señalar que existe una gran variación entre los sistemas con presidentes en términos del diseño institucional, lo que condujo a examinar si estos detalles podrían ayudar a explicar el desempeño del régimen (Shugart y Carey 1992, Mainwaring y Shugart 1997). Uno de los temas centrales en esta investigación es la interacción entre elecciones presidenciales y legislativas, y sus implicancias para el sistema de partidos. Entender las fuentes del gobierno dividido en los Estados Unidos es por supuesto una antigua empresa (Fiorina 1996, Mebane y Sekhon 2002). Sin embargo, la diversidad de arreglos electorales entre los sistemas presidenciales provee un contexto más rico para examinar las explicaciones institucionales de conflicto o compatibilidad partidaria entre los poderes. Además, una de las preguntas centrales planteadas por los críticos del presidencialismo es si las crisis de régimen son promovidas cuando los presidentes carecen de apoyo mayoritario en el congreso (Mainwaring 1993, Cheibub 2002). Dos factores clave asociados con el sistema de elección de los presidentes son centrales para esta investigación: la fórmula para elegir presidentes, y el calendario de las elecciones presidenciales y legislativas.
Métodos para elegir presidentes
Las dos fórmulas más comunes para elegir presidentes son el sistema
de mayoría relativa y el de mayoría absoluta con segunda vuelta. Bajo la
regla de mayoría relativa, hay una elección y el candidato que obtiene más
votos es elegido. Bajo el sistema de mayoría absoluta con segunda vuelta, si
ningún candidato obtiene una mayoría absoluta de los votos en la primera
vuelta, hay una segunda vuelta entre los dos candidatos más votados en la
primera. Una de las conclusiones centrales de la investigación sobre los métodos
de elección presidencial es que, en comparación con las elecciones de
mayoría relativa, el formato de mayoría absoluta con segunda vuelta contribuye
a la proliferación de candidatos presidenciales y a la fragmentación del
voto presidencial en la primera vuelta (Shugart y Carey 1992, Jones 1995,
Mainwaring y Shugart 1997, Cox 1997).
La razón fundamental descansa sobre los distintos incentivos para el
voto estratégico bajo los dos sistemas (Duverger 1954), y las oportunidades
para la negociación entre ambas vueltas que existen sólo en las elecciones presidenciales
con segunda vuelta. En las elecciones de mayoría relativa, donde el
umbral de éxito es alto, la mejor estrategia para un candidato a presidente que
no puede esperar razonablemente obtener la mayoría de los votos, es entrar en
una coalición pre-electoral con un candidato viable. Por el contrario, en un
sistema de segunda vuelta, el umbral inicial es más bajo, ya que el candidato
que obtiene el segundo lugar en la primera vuelta todavía tiene chances. Además,
dado que las coaliciones electorales pueden ser renegociadas después de
la primera vuelta (y antes de la segunda), aun los candidatos que no tienen
oportunidades de ganar la elección están inducidos a competir en la primera
vuelta para establecer el valor de su apoyo en la segunda vuelta. Además,
cuantos más candidatos participen en la primera vuelta más fragmentado estará el voto y más imprevisibles serán los resultados.
Al incentivar la fragmentación y la imprevisibilidad, las elecciones
con segunda vuelta proveen un contexto favorable para los candidatos independientes.
El avance de Jean Marie Le Pen a la segunda vuelta de la elección
presidencial francesa de 2002 -gracias a una primera vuelta en la que
se presentaron múltiples candidaturas- hizo visible este punto para los
europeos, aunque el efecto era visible desde mucho antes en América Latina.
Los casos más llamativos, donde candidatos outsiders transformaron sus sorprendentes
desempeños alcanzados en la primera vuelta en victorias en la
segunda, incluyen a Fernando Collor en Brasil (1989), Jorge Serrano en
Guatemala y Alberto Fujimori en Perú (1990). Cada uno de ellos compitió contra el sistema de partidos tradicional de su país, sobrevivió en primera
vuelta con menos de un tercio de los votos y obtuvo la presidencia en la
segunda vuelta. Además, a pesar de sus "mandatos" de segunda vuelta, cada
uno de estos presidentes se encontró rápidamente envuelto en conflictos
entre poderes que culminaron en las caídas prematuras de las presidencias
de Collor y Serrano y en la disolución del congreso en Perú. El surgimiento
repentino de Alejandro Toledo en contra del propio Fujimori en la primera
vuelta de la elección peruana de 2000, y su victoria al año siguiente en la
elección convocada para ocupar el cargo dejado vacante por Fujimori, refuerza
la premisa que el formato de segunda vuelta puede incentivar a los outsiders a ingresar en la contienda, principalmente como candidatos del
tipo "cualquiera menos X".
Ciclos electorales
Un segundo elemento central del diseño institucional es el calendario
de las elecciones ejecutivas y legislativas -el ciclo electoral- que interactúa
con la fórmula electoral presidencial para afectar las chances de
compatibilidad partidaria entre ambas ramas de gobierno. Cuando las
elecciones se desarrollan en calendarios diferentes, las campañas se conducen
de manera independiente, y consecuentemente el formato del sistema
de partidos legislativo no está vinculado con las elecciones presidenciales.
Cuando las elecciones presidenciales y legislativas son concurrentes, el
arrastre electoral de los candidatos presidenciales puede afectar la fragmentación
de las elecciones legislativas, y por lo tanto la distribución partidaria
de las bancas (Shugart 1995). Mientras que las elecciones de mayoría
relativa pueden reducir la fragmentación del sistema de partidos
legislativo, este efecto no se produce bajo el formato de segunda vuelta.
Como resultado, la probabilidad de gobierno dividido -esto es, de presidentes
que no tienen el apoyo de mayorías partidarias en la asamblea- es
más alta bajo ciclos electorales no concurrentes; y entre los sistemas con
ciclos concurrentes, es más alta cuando los presidentes son elegidos por
sistemas de segunda vuelta que por sistemas de mayoría relativa (Mainwaring
y Shugart 1997).
Este cuerpo de investigación subraya una ironía en las opciones elegidas
por los diseñadores de sistemas electorales en los años recientes. Antes
de la última ola de redemocratización en América Latina, y de las reformas
institucionales que la acompañaron, la fórmula de mayoría relativa era la
norma para las elecciones presidenciales. Sin embargo, a fines de los años noventa, Chile, Colombia, Brasil, República Dominicana, Ecuador, El Salvador,
Guatemala, Paraguay, Perú, y Uruguay adoptaron sistemas de mayoría
absoluta con segunda vuelta. Argentina y Nicaragua, por su parte, establecieron
umbrales del 45 por ciento del voto popular en la primera vuelta,
en tanto que Costa Rica estableció un umbral del 40 por ciento, realizándose
una segunda vuelta si el candidato ganador no supera en primera vuelta
estos porcentajes3. Entre los sistemas postcomunistas, la tendencia es aún
más pronunciada: cada una de las presidencias popularmente electas es elegida
por la regla de mayoría absoluta con segunda vuelta. Una razón fundamental
para la adopción del formato de segunda vuelta es que requiere que
el eventual ganador sea apoyado por una mayoría de los votantes (Jones
1995). Sin embargo, a pesar de garantizar eso en la segunda vuelta, los
sistemas de mayoría absoluta con segunda vuelta pueden producir sistemáticamente
presidentes que enfrenten una mayor oposición entre los legisladores
que bajo el sistema de mayoría relativa.
Los poderes de los presidentes para la formulación de políticas
El apoyo partidario en la legislatura es crítico para la eficacia de los presidentes en la realización de sus agendas. En efecto, el dominio del presidente sobre la formulación de políticas está frecuentemente asociado con la posesión de una autoridad formal relativamente limitada sobre los procedimientos legislativos, siempre que su partido o coalición controle la legislatura y que el presidente sea el líder efectivo del partido (Kelley 1973, Levine 1973, Weldon 1997). En tales casos, no es la facultad formal del presidente lo que explica la influencia ejecutiva, sino la coincidencia de la presidencia con el liderazgo partidario en un mismo individuo. Sin embargo, en otros casos, las facultades formales están plasmadas en el cargo presidencial, independientemente del apoyo partidario. La naturaleza específica de estos poderes varía considerablemente a través de los países, pero aquí se discuten brevemente tres tipos comunes de poder presidencial sobre la legislación: el decreto, el poder de agenda y el veto.
Decreto
El decreto es la facultad del ejecutivo para establecer una ley en lugar de la acción de la asamblea. Esto puede incluir iniciativas del ejecutivo que eventualmente requieran ratificación parlamentaria, siempre que las iniciativas tengan efecto sin una previa acción parlamentaria (Carey y Shugart 1998a y 1998b). Empíricamente, entonces, la facultad constitucional de decreto de los ejecutivos varía de acuerdo a si las iniciativas:
- son efectivas como políticas inmediatamente (sí/no), y
- se convierten en ley permanente aun sin la acción legislativa (sí/no).
Las cuatro posibles combinaciones forman una matriz de dos por dos, como muestra la Tabla 2 con ejemplos empíricos en cada celda. Los procedimientos formales ligados a la facultad de decreto determinan si existe oportunidad para el debate legislativo sobre una medida antes de que se convierta en ley, y si la asamblea debe tomar acciones explícitas para anular la medida.
TABLA 2 Ejemplos de autoridad de decreto presidencial
* Se refiere al poder del premier, no del presidente, para hacer propuestas bajo el procedimiento de la guillotina.
En el cuadrante superior izquierdo se encuentra la arquetípica facultad
de decreto a través de la cual el ejecutivo emite una propuesta que se
convierte en ley permanente inmediatamente y sin ninguna acción legislativa. Bajo este formato los ejecutivos pueden efectivamente presentar sus iniciativas
de políticas públicas como hechos consumados, y sólo a través de la
sanción de nueva legislación (o un nuevo decreto) la política puede ser modificada.
Muy pocas constituciones otorgan a los presidentes tal poder, y
aquellas que lo hacen generalmente incluyen algún constreñimiento sobre
los ámbitos de políticas en las que los ejecutivos pueden hacer uso de tal
facultad. El presidente colombiano puede emitir decretos para "restablecer
el orden económico", y el peruano, "en cuestiones económicas y financieras,
cuando lo requiere el interés nacional". Pero al decidir la política económica
-por ejemplo, modificando tasas de impuestos, privatizando bienes públicos,
y transfiriendo bienes a gobiernos regionales-, los presidentes de ambos
países han interpretado estos poderes extensivamente (Archer y Shugart
1997, Schmidt 1998).
El cuadrante superior derecho de la Tabla 2 representa la autoridad
de decreto provisorio, donde las propuestas del ejecutivo toman efecto inmediatamente,
pero caducan después de un tiempo a menos que la legislatura
las ratifique4. En Brasil, los decretos presidenciales expiran después de treinta
días; en Colombia los decretos caducan después de un máximo de ciento
ochenta días, salvo aquellos para "reestablecer el orden económico". Si tal
disposición es efectiva para iniciar cambios de largo plazo aun en contra de
la oposición parlamentaria depende en parte de si los decretos pueden ser
reemitidos al final del período. La reiteración de decretos en Brasil fue una
cuestión de controversia constitucional en los años ochenta, donde la jurisprudencia
sostiene actualmente que el presidente puede reemitir los decretos
en los casos en que el congreso no haya actuado, pero no puede reemitir
decretos que el congreso haya explícitamente rechazado (Power 1998).
El cuadrante inferior izquierdo de la Tabla 2 se refiere al decreto diferido,
por medio del cual las propuestas del ejecutivo no entran en vigencia
de manera inmediata, pero se convierten en ley permanente a menos que la
legislatura las rechace. En Ecuador, por ejemplo, el presidente puede proponer
legislación, declarándola "urgente", y si el congreso no actúa dentro
de los quince días, el decreto se convierte en ley. El formato es similar al de
la guillotina francesa (art. 49.3), en el que si el parlamento rechaza la propuesta
del ejecutivo cae el gobierno, pero si el parlamento no actúa la propuesta
se convierte en ley. Sin embargo, es importante notar que la facultad de la guillotina está concedida al primer ministro francés, no al presidente,
en consistencia con el régimen híbrido relativamente parlamentario de Francia.
El decreto diferido da tiempo para el debate y la negociación entre los
poderes, pero como las otras formas de decreto, puede incentivar a los legisladores
a desligar su responsabilidad por las políticas públicas al permitir a
las asambleas acceder a aceptar las propuestas del ejecutivo simplemente a
través de la no acción.
El uso de la autoridad de decreto ha sido central en los conflictos
entre legislaturas y ejecutivos que generaron crisis constitucionales en varios
países. En los primeros años de la administración de Fujimori en Perú, la
creciente confianza presidencial en los decretos frente a la oposición legislativa
a sus propuestas llevó al congreso a sancionar legislación para clarificar y
limitar el alcance de la facultad de decreto del ejecutivo (Schimdt 1998).
Pero antes de que el proyecto pudiera superar un esperable veto presidencial,
Fujimori llamó a los tanques y cerró el congreso (Cameron 1997, Mauceri
1997).
La facultad de decreto presidencial ha sido un tema crítico en Rusia a
principios de los años noventa. Durante la crisis constitucional soviética de
fines de 1991, el altamente fragmentado Congreso Ruso de los Diputados
del Pueblo inicialmente delegó al Presidente Yeltsin una facultad de decreto
extrema. Pero el uso del decreto por parte de Yeltsin para establecer reformas
económicas amplias y abolir el Partido Comunista generó inmediatamente
desafíos desde la legislatura. Entre 1992 y 1993, Rusia experimentó una "guerra de leyes" en la que los decretos presidenciales eran implementados,
y luego anulados por la legislación sancionada por el congreso, la que a
su vez era reemplazada por decretos subsiguientes (Remington, Smith,
Kiewiet y Haspel, 1994). Como en Perú, el presidente ruso prevaleció en
esta "guerra" a través del uso de la fuerza militar antes que mediante la
negociación con la otra rama de gobierno, asegurándose así la sanción en
1993 de una nueva constitución que contempló la facultad de decreto del
ejecutivo. El decreto bajo la Constitución rusa de 1993 no está constreñido
por áreas de políticas sino por la limitación que los edictos presidenciales
"no pueden contradecir la Constitución de la Federación Rusa o la Ley Federal" (art. 90). Inicialmente, el Presidente Yeltsin invocó agresivamente el
artículo 90, tanto para establecer la política nacional como para controlar el
calendario de las elecciones regionales, que a su vez determinan la composición
de la cámara alta. Sin embargo, el amplio alcance de la facultad de
decreto por parte del ejecutivo en Rusia a mediados de los años noventa fue
en parte un producto del vacío legal que acompañó el establecimiento de un nuevo régimen y una nueva constitución en 1993 -un vacío que ha sido
llenado en años subsiguientes limitando el alcance de la discreción presidencial
bajo el artículo 90 (Parrish 1998)-. Sin embargo, la facultad de
decreto en Rusia le puede todavía brindar al presidente cierta influencia sobre
el producto legislativo final, principalmente al establecer una nueva política
de status quo que induce a la legislatura a actuar antes que el presidente fije
políticas por mandato propio (Remington, Shvetsova y Smith 2002).
Esta es también una característica crítica de la facultad de decreto
provisorio, como en las constituciones de Brasil o Argentina, las cuales explícitamente
impiden la acción presidencial unilateral ya que los (permanentes)
cambios de políticas requieren la ratificación de la asamblea. Sin
embargo, debido a que las propuestas del ejecutivo entran en vigencia inmediatamente,
anularlas puede acarrear costos "de limpieza" considerables.
Una vez que la política pública está establecida, puede haber excesivos costos
de transacción económicos y políticos para abandonarla. Así, se hace
difícil para la legislatura hacer caducar un decreto, aun si ninguna mayoría
lo apoyaba originalmente. La adopción de nuevos sistemas cambiarios por
parte de las sucesivas administraciones brasileñas de José Sarney (1985-
1990) y Fernando Collor (1990-1992) ilustra este punto. Dos veces en el
lapso de cuatro años, los presidentes brasileños se basaron en el decreto
provisional para imponer reformas cambiarias y económicas argumentando
que el elemento sorpresa era necesario para evitar el pánico de los mercados
cambiarios. Una vez firmados, los decretos no podían ser anulados por el
congreso sin conducir a una inestabilidad financiera aún mayor. Y al carecer
de un apoyo negociado previamente en la legislatura, los paquetes más amplios
de reformas económicas de ambos presidentes fueron abandonados
rápidamente a medida que disminuyeron las iniciales olas de apoyo popular
(Power 1998).
En suma, cuando las constituciones otorgan a los presidentes facultades
de decreto, el uso de esta facultad para evitar la negociación con los
opositores legislativos ha sido frecuentemente un tema de conflicto entre los
poderes, y en algunos casos evolucionó hacia la crisis del régimen.
Poderes de agenda
Sin gozar explícitamente de la facultad de decreto, frecuentemente los presidentes están dotados de la facultad para hacer propuestas de políticas públicas que tienen un estatus procedimental privilegiado ante la legislatura, ya sea porque:
- deben ser consideradas dentro de un período de tiempo limitado, o
- existen limitaciones en la manera en que pueden ser enmendadas, o
- la propuesta determina el conjunto de alternativas de políticas entre las cuales la asamblea debe elegir, o
- alguna combinación de las anteriores.
En la mayoría de los sistemas presidenciales, los presidentes están
dotados de la capacidad de iniciativa legislativa, y en muchos casos, con la
autoridad para requerir la acción legislativa sobre sus propuestas en un tiempo
limitado. Aun cuando la facultad de agenda del ejecutivo incluye limitaciones
a las enmiendas o influencia del legislativo respecto a lo que se refiere esa
política, o cuando la legislatura no apoya la propuesta del ejecutivo, éste
puede ejercer una enorme influencia sobre los resultados de las políticas.
Aquí se presenta un ejemplo que es particularmente instructivo ya que
ilustra todos los aspectos del poder de agenda señalados arriba: la autoridad
presupuestaria presidencial en Chile. La Constitución chilena actual fue escrita
por el gobierno militar del General Augusto Pinochet, mucho antes de la transición
al gobierno civil en ese país (Arriagada y Graham 1994, Valenzuela 1992).
En un esfuerzo por evitar el intercambio de votos (logrolling) en el congreso y
garantizar la austeridad fiscal, la constitución (art. 64) establece que:
- el presidente introduce la propuesta anual de presupuesto, - el congreso puede solamente reducir el gasto de cada ítem del presupuesto, pero no puede transferir fondos de un ítem a otro,
- el congreso debe aprobar el presupuesto dentro de los sesenta días, de lo contrario la propuesta original del ejecutivo se trans forma en ley, y
- sólo el ejecutivo puede introducir legislación sobre cuestiones impositivas y de gasto, de modo que se prohíbe al congreso elu dir el presupuesto del ejecutivo introduciendo y sancionando proyectos de gastos suplementarios.
Los efectos globales de este procedimiento en comparación con procesos
presupuestarios en regímenes donde los poderes de agenda del presidente
son más modestos, son el constreñimiento de los niveles de gasto del
gobierno y el aumento del poder de negociación del presidente frente al
congreso. El gasto está limitado puesto que sin importar qué rama de gobierno
prefiere menos gasto sobre un ítem particular del presupuesto, el
gasto puede alcanzar siempre un nivel ideal -determinando el presidente el "techo" del gasto en su propuesta, y el congreso reduciéndolo-. El
intercambio de votos entre ambos poderes se ve desincentivado porque la
propuesta del presidente no puede ser aprobada ó desechada en bloque,
sino que sólo puede ser desagregada en sus componentes y modificada. La
ventaja negociadora del presidente tiene su origen en el hecho que su
propuesta inicial determina su nivel de reversión (Baldez y Carey 1999,
2001). Estos efectos de los poderes de agenda del ejecutivo están respaldados
en forma más general por investigaciones que muestran que procesos
presupuestarios más "jerárquicos" contribuyen a la disciplina fiscal
entre los regímenes de América Latina (Alesina, Hausmann, Hommes y
Stein 1999).
Vale la pena señalar una diferencia crítica entre la facultad de decreto
y el poder de agenda. El poder de agenda incluye el control presidencial
sobre las alternativas que las asambleas debaten y seleccionan, mientras que
el decreto permite a los presidentes implementar políticas sin el debate o
asentimiento legislativo. La teoría democrática sostiene comúnmente que el
debate en sí es un bien político valioso, aun dejando de lado sus efectos
sobre las opciones de políticas (Lijphart 1977, Lijphart 1999, Miller 1993).
La experiencia de muchos sistemas presidenciales con facultades de decreto
apoya esta intuición. El poder de agenda puede otorgar a los presidentes
una influencia tan grande sobre las políticas como la facultad de decreto; sin
embargo, el debate legislativo y la negociación -aunque limitados por el
control presidencial de la agenda- parecen mitigar el conflicto entre ambos
poderes, mientras que la toma de decisiones por decreto puede contribuir
a generar conflictos irresolubles entre ellos.
Vetos
El poder presidencial más común sobre la legislación es el veto. La estructura de los vetos presidenciales varía a través de dos dimensiones críticas. La primera es el requisito requerido para que la asamblea pueda anular un veto. Este varía desde:
- mayoría simple (por ejemplo, Venezuela)5,
- mayoría absoluta de los miembros de la asamblea (por ejemplo, Nicaragua), - mayoría absoluta en sesión conjunta de un sistema bicameral (por ejemplo, Brasil),
- mayorías absolutas de ambas cámaras en un sistema bicameral (por ejemplo, Colombia),
- mayoría de 3/5 de los miembros presentes en sesión conjunta de un sistema bicameral (por ejemplo, Uruguay),
- mayorías de 2/3 de los miembros presentes en cada cámara (la mayoría de los sistemas bicamerales).
La segunda dimensión es si el veto es parcial ó debe aplicarse al conjunto
de la legislación (veto total)6.
El veto es generalmente considerado una facultad reactiva -que permite
a los presidentes retrasar iniciativas legislativas, obligando a una deliberación
adicional y hasta a la construcción de súper mayorías- más que
proactiva como el decreto o el poder de agenda, que permiten a los presidentes
promover cambios de políticas. Sin embargo, a pesar de que esta
caracterización es correcta en el caso del veto total, no lo es para el veto
parcial. El veto total permite a la legislatura ofrecer intercambios a los presidentes,
tentándolos a aceptar algunas políticas que la legislatura quiere a
cambio de algunas políticas deseadas por ellos. Los defensores del veto parcial
sostienen que éste permite a los presidentes no hacer estos intercambios
legislativos, removiendo programas costosos o ineficientes apoyados por facciones
o legisladores individuales. Sin embargo, esta explicación pasa por
alto el impacto estratégico que tiene el veto parcial en la negociación sobre
legislación entre los poderes. Los presidentes pueden no hacer intercambios
sólo si la legislación acordada es aprobada por la legislatura, pero la misma
existencia del veto parcial desincentiva el compromiso al permitir a los presidentes
alterar unilateralmente las políticas aprobadas por la legislatura
antes de su implementación.
Considérense dos iniciativas de políticas que no son mutuamente excluyentes:
la política L impulsada por la legislatura, y la política P, impulsada
por el presidente. Y asumánse las siguientes condiciones:
- lo que más prefiere la legislatura es aprobar la política L, y lo que menos prefiere es aprobar la política P,
- el presidente prefiere lo contrario,
- las dos partes prefieren pasar ambas políticas (LP) antes que nada (SQ).
Si existe el veto total, la legislatura puede aprobar LP, el presidente
debería aceptarla, y ambas partes se consideran en una mejor situación
que de haber prevalecido el status quo. En contraste, si existe el veto parcial,
la legislatura sabe que si sanciona LP, el presidente puede vetar L y
promulgar P, asegurándose su mejor opción. Sin embargo, es también la
opción menos deseada por la legislatura, por lo tanto no debería enviar al
presidente ninguna propuesta, dejando a ambas partes en una situación
peor que cuando el presidente está equipado sólo con el mecanismo más
débil de veto total.
El argumento con respecto a la facultad de veto es el mismo que fue
presentado anteriormente en relación a los poderes legislativos confiados a los
presidentes. Cuando los presidentes pueden modificar la política y luego proceder
a implementar estos cambios sin la intervención del debate y la aprobación
del legislativo, los incentivos para el compromiso entre los poderes se
debilitan. De este modo, los argumentos a favor del veto parcial basados en la
eficiencia presupuestaria, por ejemplo, deben ser sopesados en relación con la
extensión en la que el veto parcial debilita la capacidad del ejecutivo para
comprometerse a cumplir los acuerdos realizados con la legislatura7.
V. Presidentes desgastados y crisis de gobierno: "Should I stay or should I go now?"
El debate presidencialismo versus parlamentarismo, coincidente con la "tercera ola", fue motivado inicialmente por la sugerencia que el tipo de régimen puede afectar la estabilidad democrática. La investigación posterior, basada en distinciones sutiles acerca del diseño institucional y en sus impactos sobre el desempeño del régimen, es en parte un subproducto del hecho que los quiebres democráticos, en todos los tipos de régimen, han sido raros en las últimas dos décadas del siglo XX8. Sin embargo, las crisis de gobiernos particulares persisten, y en sistemas donde los presidentes son jefes del ejecutivo, se plantea la pregunta sobre la supervivencia presidencial. Los mandatos presidenciales fijos y la ausencia de una válvula de seguridad que permita remover constitucionalmente a un presidente débil siguen siendo problemáticos aun cuando las crisis de gobierno no amenacen directamente la supervivencia de la democracia. De hecho, los mandatos fijos pueden generar tensiones tanto cuando los presidentes enfrentan una extraordinaria oposición como cuando disfrutan de un fuerte apoyo. Esta sección revisa las limitaciones constitucionales a la reelección presidencial, y los resultados de las crisis de gobierno en América Latina que han llevado a los presidentes a medirse con una oposición legislativa intransigente.
Reelección
Los sistemas parlamentarios no establecen restricciones a la reelección
de los jefes del ejecutivo. En este sentido, no hay más constreñimiento que el
apoyo sostenido de la asamblea (e, indirectamente, el apoyo electoral) para la
perpetuación en el cargo de un primer ministro popular. En contraste, los
sistemas presidenciales e híbridos no sólo establecen mayores obstáculos para
la destitución temprana del presidente, sino que también imponen de manera
casi uniforme limitaciones constitucionales a la reelección presidencial.
La Tabla 3 muestra las restricciones constitucionales a la reelección
presidencial en 44 democracias presidencialistas e híbridas, organizando los
casos por región9. Los únicos países que no establecen restricciones a la reelección
son Indonesia, cuyas credenciales democráticas son marginales y bastante
recientes; y Francia, donde la Constitución de la Quinta República
estipula que el presidente solamente tiene poderes limitados sobre la formulación
de políticas10. No se advierte un patrón entre los países de Asia del Este,
puesto que algunos imponen prohibiciones severas a la reelección y otros permiten
los mandatos consecutivos. La mayoría de los sistemas presidencialistas
africanos, por su parte, permiten dos mandatos consecutivos, aunque Mali y
Senegal prohíben la posibilidad de reelección. La distinción más nítida se da
entre los sistemas híbridos postcomunistas y los regímenes presidencialistas
de América. Los primeros permiten dos mandatos, aunque se diferencian en
que o bien prohíben la reelección inmediata, o prohíben más de dos mandatos
consecutivos. La mayoría de los sistemas presidencialistas de América establece
restricciones más severas. Muchos imponen el límite de un solo mandato;
en tanto otros sólo permiten la reelección no consecutiva. De modo que la
reelección consecutiva es la excepción más que la regla.
TABLA 3 Reglas sobre reelección en democracias presidenciales e híbridas
N. del T.: En realidad, la Constitución peruana vigente sostiene que "el mandato presidencial
es de cinco años, no hay reelección inmediata. Transcurrido otro período constitucional,
como mínimo, el ex presidente puede volver a postular, sujeto a las mismas condiciones" (art. 112). Este artículo fue reformado mediante Ley N° 27365, publicada el 5 de
noviembre de 2000. Perú entonces, debería estar ubicado en la columna "Elegible después
de un mandato intermedio".
Una década atrás, el compromiso en torno a la no reelección presidencial
en América Latina era aún más pronunciado -pauta que aparece
disimulada en la Tabla 3-. Los cambios más notables que experimentaron
las instituciones electorales en América Latina durante los años noventa fueron
las reformas constitucionales realizadas en cuatro de los países más grandes
de la región para revocar las antiguas prohibiciones a la reelección inmediata
del presidente.
Históricamente, las estrictas disposiciones que impedían la reelección
en América Latina representaban reacciones ante el abuso de poder por
parte de presidentes que buscaban asegurar su perpetuación en el cargo
(Carey 2003). El intento de varios presidentes populares de asegurarse mandatos
consecutivos relajó estas prohibiciones durante los años noventa, con
el argumento que la posibilidad de reelección consecutiva elimina las limitaciones
a las opciones electorales de los votantes, aumentando la calidad de
la democracia. Los votantes parecieron ratificar este argumento al reelegir a
los presidentes de turno que promovieron estas reformas constitucionales:
Alberto Fujimori en Perú y Carlos Menem en Argentina en 1995, Fernando
Henrique Cardoso en Brasil en 1998 y Hugo Chávez en Venezuela en 2000.
Sin embargo, después de estos éxitos electorales, siguieron crisis de gobierno
que obligaron a reevaluar los argumentos a favor de la reelección presidencial.
La posibilidad de que los presidentes reelectos socaven la democracia
aferrándose a la presidencia fue más clara en el caso de Fujimori en Perú,
quien fue reelecto en 1995, y luego en 2000, antes de ser removido del
cargo ese mismo año. La posibilidad de Fujimori de presentarse a la reelección
fue establecida por primera vez en una nueva constitución que él mis mo diseñó e hizo ratificar por plebiscito en 1993. El texto permitía la reelección
consecutiva por una vez, para después dejar pasar por lo menos un
mandato para volver a ser elegido. Por lo tanto, la reelección de Fujimori en
1995 parecía impedirle una nueva reelección. Sin embargo, a fines de la
década Fujimori expresó su intención de presentarse otra vez en las elecciones
de 2000, sobre la base de que su primer mandato como presidente (1990-
1995) no debía ser computado por haber empezado bajo la constitución anterior. Cuando la mayoría del Tribunal Constitucional objetó la creativa
interpretación que el propio Fujimori hacía de su propia carta, la complaciente
mayoría del congreso expulsó a los jueces que se oponían11. Durante
la misma campaña de 2000, los seguidores de Fujimori intimidaron sistemáticamente
a los candidatos opositores e interrumpieron sus reuniones de
campaña; su administración utilizó recursos estatales para presionar a los
medios peruanos a inclinar a su favor las coberturas de campaña; y hubo
irregularidades en el recuento de votos -lo que indujo a Alejandro Toledo,
el rival más importante de Fujimori, a abandonar la contienda antes de la
segunda ronda electoral-.
La cuestión de la reelección presidencial fue también central en el
desorden político de Venezuela en la última parte de los años noventa y los
primeros años de la siguiente década. Hugo Chávez, electo por primera vez
en 1998, decidió cambiar el sistema político venezolano, asegurándose a
través del plebiscito realizado en 1999 una nueva constitución que extendía
el mandato presidencial a seis años y permitía dos mandatos consecutivos.
Chávez llamó a elecciones en 2000, estableciendo explícitamente que el
reloj comenzaría de cero si resultaba elegido, como efectivamente sucedió.
Sus adversarios tenían en realidad objeciones a varias de sus políticas, pero la
oposición toda percibía la amenaza que significaba la reelección, al permitir
a Chávez la posibilidad de aferrarse a la presidencia por catorce años, ya que
se las arreglaría para evitar cualquier amenaza electoral viable. Al menos esta
fue en parte la justificación dada por los antichavistas que apoyaron el fracasado
golpe militar en abril de 2002.
Un año antes del intento de Fujimori a una tercera elección consecutiva
y a una segunda de Chávez, Menem intentó una jugada similar en Argentina, poniendo a prueba la voluntad de la opinión pública de aceptar
su candidatura en 1999 sobre la base de que su primera elección, en 1989,
había sido anterior a la reforma constitucional que permitía los dos mandatos
consecutivos. Sin embargo, los políticos tanto dentro como fuera del
Partido Peronista apoyaron la objeción de la Corte Suprema a tal estrategia,
y Menem retrocedió.
De modo que tres de los cuatro países latinoamericanos que redujeron
las restricciones a la reelección presidencial durante los años noventa
experimentaron crisis de gobierno poco tiempo después. Los problemas
de Argentina en 2001-2002 no estaban directamente conectados
a la cuestión de la reelección presidencial. La oposición judicial y
política a la aspiración de Menem alejó ese escenario. El conflicto entre
Chávez y sus oponentes en Venezuela se alimentó de un arco amplio de
factores, siendo uno de los más importantes la posibilidad del continuismo presidencial. La elección de Fujimori en 2000 brinda la advertencia
más clara de que la perpetuación en el cargo por medio de la intimidación
y el fraude no ha quedado definitivamente relegada al pasado, y que
la marea parece haber cambiado nuevamente, ahora en contra de la reelección
en Perú, donde una reforma constitucional que hace al presidente
de turno inelegible tuvo un apoyo inicial en 2001. En cualquier
caso, las experiencias de Fujimori, Chávez, y en menor medida, Menem,
pueden hacer más difícil defender la reelección como una ventaja democrática
en los sistemas presidencialistas.
Las crisis de gobierno y la parlamentarización de los sistemas presidencialistas
Los intentos de los presidentes de turno para extender sus controles sobre el ejecutivo no son las únicas fuentes de las crisis de gobierno en los sistemas presidencialistas. En América Latina ha habido once casos durante la década pasada de crisis de gobierno en donde una u otra rama de gobierno fue sustituida antes de que concluyera su mandato constitucional. La Tabla 4 ilustra un patrón que es notable dada la reputación de caudillismo (el gobierno de hombres políticamente fuertes) y dominio presidencial en América Latina. En todas estas confrontaciones entre poderes, salvo en dos casos, fue la legislatura la que sobrevivió y la que, con mucha frecuencia, eligió a quien ocuparía la presidencia vacante, de una manera similar a como se realizan los cambios en los sistemas parlamentarios tras la caída de los gobiernos.
TABLA 4
Acortamiento de los mandatos presidenciales
y legislativos en la década pasada
*El reemplazo inicial de De la Rúa, por selección legislativa, fue el líder del Senado Ramón
Puerta, pero la designación de Puerta fue intencionalmente temporal -48 horas- para
permitir la elección de un reemplazo de largo plazo.
** El reemplazo inicial de Rodríguez Saá, por selección legislativa, fue el Presidente de la Cámara
de Diputados Eduardo Camaño, pero la designación de Camaño fue intencionalmente temporal
-48 horas- para permitir la elección de un reemplazo de largo plazo.
¿Cómo interpretar estas salidas a las crisis de gobierno en los sistemas
presidencialistas de América Latina? En primer lugar, las legislaturas han
probado ser más estables que los presidentes durante la década pasada. La
Tabla 4 no demuestra que las legislaturas estén igualmente capacitadas que
los presidentes para influir sobre las políticas públicas bajo condiciones políticas
normales, pero sí arroja algunas dudas sobre la antigua reputación de
inefectivas y dominadas por los ejecutivos que tienen las legislaturas de
América Latina.
En segundo lugar, la sustitución legislativa del presidente se ha convertido
en la norma cuando los gobiernos caen, pero no -o no del todo- como resultado de disposiciones constitucionales formales. La reforma constitucional
de Argentina de 1994 incluyó una terminología que facultaba al
congreso a designar un nuevo presidente en caso de acefalía (art. 88), estableciendo
así una clara base constitucional para las dos sustituciones legislativas
consecutivas de los presidentes De la Rúa y Rodríguez Saá unos años
después (Shamis 2002). Sin embargo, es preciso advertir que las sustituciones
siguieron a las renuncias voluntarias de los presidentes de turno. Ni
Argentina ni ningún otro sistema presidencialista latinoamericano posee
una disposición constitucional análoga al mecanismo del voto de censura, a
través del cual el jefe del ejecutivo pueda ser removido simplemente por
haber perdido la confianza de una mayoría legislativa12.
Muchas de las sustituciones listadas en la Tabla 4 estuvieron justificadas
sobre bases constitucionales idiosincrásicas. La Constitución de
Venezuela de 1991, vigente durante la remoción en 1993 de Carlos Andrés
Pérez, no establecía disposiciones explícitas para la remoción legislativa del
presidente, ni siquiera en la forma de juicio político por violaciones de la ley
o de la constitución. La Constitución ecuatoriana de 1996, vigente cuando
el presidente Bucaram fue reemplazado, permitía al congreso remover al presidente por "incompetencia física o mental" (art. 100) pero no indicaba
de qué manera tal condición sería establecida -el presidente Bucaram estaba
en desacuerdo con el diagnóstico legislativo-. Además, al designar al
líder legislativo Fabio Alarcón para reemplazar a Bucaram, el congreso ignoró la línea de sucesión establecida en el artículo 101 de esa constitución. En
2000, la asunción del vicepresidente ecuatoriano Jaime Noboa cumplió con
la línea de sucesión establecida en el artículo 168 de la nueva Constitución
de 1998, pero no existía fundamento constitucional para la remoción del
cargo del presidente Jamil Mahuad a través de un golpe militar; sin embargo,
fue avalado por el congreso al confirmar a Noboa. En Perú, la huida a
Japón de Alberto Fujimori en 2000 dejó vacante la presidencia de acuerdo
a la constitución, pero la declaración subsiguiente de "incapacidad moral" por parte del congreso estuvo desligada de cualquier disposición constitucional;
y aunque toda la administración de Fujimori estaba teñida por escándalos
de corrupción, la línea constitucional de sucesión (art. 115) formalmente
incluía a la primera y segunda vicepresidencias antes de llegar a
quien fue designado, el Presidente del Congreso Valentín Paniagua. En
resumen, aun cuando las constituciones de América Latina siguen siendo
presidencialistas, estableciendo formalmente la separación del origen y
supervivencia de las ramas de gobierno electas, en la práctica la sustitución
de los presidentes muestra un tinte más parlamentario, con un dominio
legislativo.
Finalmente, hay algunas señales de que las expectativas de los funcionarios
electos y sus comportamientos están cambiando hacia la práctica de
la sustitución legislativa. Un ejemplo de ello es la actitud adoptada por el
Presidente argentino Eduardo Duhalde en abril de 2002, al presentar una
legislación bancaria controversial que generó incluso la oposición de los legisladores
de su propio partido. En una conferencia de prensa, el presidente
sugirió que "si el congreso no está de acuerdo, deberá elegir otro presidente" (Rother 2002). Al sugerir que el proyecto representaba un voto de confianza
a su presidencia, Duhalde estaba adoptando una estrategia típica de un
manual parlamentarista. Fracasó en el corto plazo, su proyecto no prosperó,
y no cumplió su amenaza de renunciar. Sin embargo, que el presidente haya
presentado la iniciativa de tal modo representa un cambio fundamental en
el contexto estratégico político.
También entre los legisladores hay evidencia de que la sustitución es
considerada una opción cuando surgen conflictos con presidentes intransigentes.
En los meses siguientes al golpe abortado de 2002 en contra del
Presidente venezolano Hugo Chávez, los opositores al presidente buscaron explotar las divisiones dentro de la coalición legislativa de Chávez para juntar
una mayoría legislativa a favor de su destitución, a pesar del hecho que la
Constitución venezolana de 1999 es inusualmente explícita acerca de los
mecanismos a través de los cuales la presidencia puede ser dejada vacante,
no estando incluido entre ellos el voto legislativo (art. 233).
La asociación del presidencialismo con los mandatos fijos del cargo
ejecutivo fue desafiada en un par de frentes durantes los años noventa. Los
mandatos presidenciales fueron extendidos a través de la posibilidad de reelección
en cuatro de los sistemas presidencialistas más grandes de América
Latina, con resultados mixtos. Los votantes dieron la bienvenida a la oportunidad
de poder reelegir en el cargo a los funcionarios de turno, pero la
experiencia de estas administraciones no fue uniformemente alentadora para
el principio de la reelección. Los mandatos de nueve presidentes fueron
acortados por la acción legislativa. Las constituciones de América Latina
permanecen presidencialistas, pero los medios para resolver crisis de gobierno
en la región han llegado a parecerse bastante al parlamentarismo.
VI. Conclusión
El gobierno parlamentario fusiona la selección del ejecutivo con el
voto popular de la asamblea y la supervivencia del ejecutivo con la confianza
legislativa. La investigación académica sobre los sistemas parlamentarios se
ha concentrado extensamente en cómo la selección y mantenimiento de los
gobiernos derivados de coaliciones legislativas afectan qué partidos e intereses
están representados en los ejecutivos (Laver y Schofield 1990, Laver y
Shepsle 1996, Martin y Stevenson 2001), por qué extensión temporal
(Warwick 1994, Lupia y Strøm 1995, Laver y Shepsle 1998, Diermeier y
Stevenson 2000), y con qué efectos sobre la distribución de autoridad en la
formulación de políticas (Laver y Shepsle 1996, Huber 1998). A pesar de
que existen importantes diferencias entre los regímenes parlamentarios en
términos de diseño institucional, con consecuencias sobre la representación
y las políticas públicas (Huber 1996, Huber y Shipan 2002, Powell 2000),
las diferencias con los regímenes presidencialistas e híbridos, y la variación
institucional dentro de estos últimos, son sustancialmente más importantes.
Por otra parte, el nivel de inestabilidad institucional y cambio en los
regímenes presidencialistas e híbridos ha superado en décadas recientes al
de los sistemas parlamentarios, particularmente en razón de que los nuevos
regímenes democráticos y los regímenes en redemocratización de la "tercera ola" han adoptado de forma abrumadora diseños con jefes ejecutivos elegidos
de manera directa.
Los sistemas presidencialistas permiten a los votantes tener la mayor
discreción sobre la composición de las ramas ejecutiva y legislativa de gobierno.
Los regímenes de formato híbrido representan esfuerzos por proveer
el voto directo del jefe del ejecutivo al mismo tiempo que mantienen algunos
mecanismos para asegurar que los políticos que administran el funcionamiento
cotidiano del gobierno mantengan el apoyo legislativo.
En todos los sistemas con presidencias concurrentes y por lo tanto
con elecciones paralelas que determinan la forma de gobierno a nivel nacional,
las reglas específicas de competencia influyen en si estas ramas apoyarán
objetivos congruentes. Más específicamente, las elecciones concurrentes para
las dos ramas de gobierno, y las reglas electorales que incentivan la construcción
de coaliciones amplias en primera vuelta maximizan las posibilidades
para el surgimiento de un gobierno unificado.
Si las preferencias de las ramas de gobierno difieren, las reglas del
procedimiento legislativo influyen en la manera en que presidentes y asambleas
resuelven las diferencias de políticas a través de la negociación y el
acuerdo, o si tal conflicto conduce a la crisis de gobierno. Los poderes legislativos
específicos de los presidentes varían enormemente; algunas configuraciones
incentivan la negociación con los opositores legislativos antes de la
adopción de políticas, y otras permiten la acción del ejecutivo para implementar
políticas -quizá provisionalmente- aun sin la ratificación legislativa
previa.
Para terminar, la década pasada ha experimentado dos tendencias
importantes en el funcionamiento de los regímenes presidenciales en América
Latina: el debilitamiento de las restricciones sobre la reelección, y el
surgimiento de la sustitución legislativa de los presidentes durante las crisis
de gobierno. Ambas implican una convergencia con los sistemas parlamentarios
en la medida en que relajan la naturaleza fija de los mandatos presidenciales.
En este sentido, ambos fenómenos son consistentes con los argumentos
más amplios, particularmente destacados entre los investigadores
brasileños, de que los sistemas presidencialistas no necesariamente funcionan
de una manera tan distinta al sistema parlamentario como sugiere el
análisis institucional puro (Cheibub 2002, Figueiredo y Limongi 2000,
Amorim Neto 2002), y que se concentran en los incentivos para la adaptación
aun entre ramas de gobierno cuyos orígenes y supervivencia están constitucionalmente
separados.
1 De hecho, la redemocratización de América Latina no es excepcional en este aspecto. En un estudio reciente sobre los efectos del tipo de régimen sobre los sistemas de partidos, Samuels (2002) no encuentra ningún ejemplo histórico de democracias que transiten del presidencialismo al parlamentarismo o viceversa, y sólo halla dos casos de regímenes parlamentarios que se transforman en sistemas híbridos en que el jefe del ejecutivo es elegido en forma directa: Francia en 1958 e Israel en 1992. Sin embargo, Israel ha experimentado desde entonces un retroceso en este aspecto al eliminar la elección directa del Primer Ministro, aunque hasta el momento de escribir este artículo el gobierno del Primer Ministro Ariel Sharon -elegido directamente en 2001- permanecía en el cargo.
2 Mucha de la literatura inicial sobre formación de coaliciones en sistemas parlamentarios -motivada por la teoría de la elección social- está revisada en Laver y Schofield (1990).
3 El sistema de Costa Rica data de 1949, y su umbral de primera vuelta es lo suficientemente bajo como para aproximarse a los efectos de un sistema de mayoría relativa. La reforma de Argentina en 1994, y la de Nicaragua en 1995, fueron evidentemente intentos para dividir la diferencia entre el umbral de Costa Rica y el formato de segunda vuelta tradicional.
4 Este tipo de facultad de decreto no es privativa del gobierno presidencial. Por ejemplo, el gabinete italiano puede emitir decretos con fuerza inmediata, pero que caducan después de sesenta días si no los ratifica el parlamento (art. 77).
5 Esto es efectivamente un pedido del presidente para reconsiderar la legislación, dado que esa misma mayoría que aprobó la legislación inicialmente puede anular el veto.
6 Para las configuraciones de las facultades de veto en los distintos países, véase Shugart y Carey (1992), Lucky (1993), y Carey, Amorim Neto y Shugart (1997).
7 Para una discusión análoga sobre cómo los procesos presupuestarios secuenciales pueden desincentivar el compromiso al socavar la capacidad del último jugador para comprometerse, véase Persson, Roland y Tabellini (1997).
8 Entre los sistemas presidenciales de América Latina, ello se debe en parte al hecho que los militares no han podido, o no han querido, intervenir en política. Las razones varían de un país a otro, pero un efecto de ello es que cuando los presidentes y las asambleas se encuentran en una situación de estancamiento, ninguna rama de gobierno tiene siempre a disposición la opción de ir a tocar la puerta de los cuarteles para pedir ayuda. Asimismo, se debe a un importante cambio que se da en el ámbito internacional. El resto del hemisferio es ahora mucho menos tolerante con sus vecinos no democráticos. En particular, las grandes democracias de América Latina tienen la voluntad de actuar en conjunto para aislar, diplomática y económicamente, a los gobiernos que toman o se mantienen en el poder a través de violaciones al procedimiento democrático.
9 Los países son incluidos si el puntaje combinado de sus derechos políticos y libertades civiles está por encima del punto medio (siete o menos, donde un puntaje más bajo significa un país más democrático) de la escala Freedom House para 2001-2002 (http:// www.freedomhouse.org/ratings/index.htm). También se incluyen cuatro casos con puntajes combinados de 8 debido a sus largas tradiciones democráticas (Colombia y Venezuela), o a su prominencia entre los regímenes europeos postsoviéticos (Ucrania y Yugoslavia).
10 Vale la pena notar que en 2000, los votantes franceses aprobaron un referéndum para acortar a cinco años el mandato presidencial de siete años -en ese momento el más largo entre los sistemas democráticos-. La razón era sincronizar los mandatos de los presidentes con los del parlamento.
11 La mayoría de Fujimori en el Congreso había ratificado una terminología que aprobaba específicamente dos mandatos presidenciales consecutivos bajo la constitución vigente. El Tribunal Constitucional votó 3 a 0 que la ley era inaplicable a Fujimori, pero con la abstención de los restantes cuatro jueces. Las abstenciones hicieron dudoso el estatus de la decisión. Sin embargo, las dudas fueron despejadas por el Congreso al decidir enjuiciar a los jueces que se oponían a la reelección.
12 La Constitución de Venezuela de 1999 establece la disposición de un referéndum para la revocabilidad de los mandatos de cualquier funcionario electo, incluyendo el presidente, sobre la recolección de firmas del 10 por ciento de los votantes registrados (art. 72, art. 74). El umbral requerido para la revocatoria es la misma cantidad de votos obtenidos en la elección popular original, dando así una seguridad relativa a los presidentes elegidos con un amplio apoyo popular, pero dejando vulnerable a la revocatoria a aquellos presidentes elegidos con una mayoría pequeña -quizá en un contexto de muchos candidatos-. Al momento de escribir este artículo, a mediados de 2002, el Congreso boliviano estaba debatiendo una reforma constitucional que permitiría a una mayoría absoluta del congreso en sesión conjunta disolverse a sí misma y llamar a elecciones presidenciales anticipadas.
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