Esa zanahoria, delante del hocico, que nunca alcanzas…

(Inasequible al desaliento –ya la conocéis– Emy se ha empeñado en elegirme para una de esas interminables ‘cadenas’ en las que todos hemos de escribir sobre un tema. En ésta ocasión, elegido por otra ‘endiablada’ liante, Nieves, a quien no se le ha ocurrido otro asunto para elucubrar que las añagazas de nuestras madres cuando querían salirse con la suya. Esto es: siempre).
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Primero, y más importante que todo lo demás: tuve una infancia feliz no, lo siguiente. Casi como la de la familia de la rama de al lado… Y eso ha marcado todo lo que ha venido a continuación, y lo que me queda de dar guerra en este barrio. Porque soy de los que creen que el dramaturgo británico Tom Stoppard tenía razón, cuando escribió «Si llevas tu infancia contigo nunca te harás viejo».

Dicho lo cual, tengo la fortuna de poder juzgar la paternidad desde un siempre sano doble punto de vista: he sido hijo y ahora soy padre. Cierto es que mantengo, como ya creo haber escrito en alguna otra ocasión, que los de mi generación hemos sido hijos cuando lo interesante era ser padres, y ahora somos padres cuando el chollo está en ser hijo. Pero disquisiciones filosóficas que darían para discutir durante horas aparte, de lo que se trata hoy es de contar al menos tres de las milongas con las que venía equipada de serie nuestra progenitora. Y a ello voy raudo.

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