EL RÍO (EL CORAZÓN DEL MUNDO – PARTE II)

—Aquí la vida empieza cada día. Sin capital acumulado del día anterior —entra una mujer de mediana edad, española. La tierra me envía otro latido. Me sobresalto. Es como si la conociera de algo. De repente me gusta mirarla, reconocer ciertos rasgos, no sé cuáles. Se sienta con nosotros.

—Soy Rosario, Charo. Profesora. De Valencia, bueno, de un pueblo. Me encargo de la escuela.

 

7) LA MISIÓN

La mayoría de los voluntarios son españoles y franceses. Cuento más de una docena de ellos. Pasan aquí de media un mes (su mes de vacaciones). Hay también una pareja de holandeses, cuatro o cinco italianos y otra pareja de americanos. En estos días los he entrevistado a todos ellos y a personal local. Todos adoran al padre Javier, el Abba (padre), como le llaman aquí. Rosario (¡llámame Charo, por Dios!) se ha mostrado algo esquiva. Me enseñó la escuela y me llevó a otra a unos treinta kilómetros en donde han ayudado a la comunidad local. Los niños no pueden desplazarse hasta la misión, pero la misión llega hasta ellos. Me dio datos, me dijo que cada niño es un proyecto concreto de futuro, me llevó de aula en aula, pero no conseguí arrancarle nada sobre ella. Creo que nos conocemos de algo, pero si es así no parece interesada en que yo lo sepa. Durante la visita me pareció que allí brillaba el sol en la sonrisa de los niños como en ningún otro lugar.

 

Cuando se pusieron a cantar para mí, sentí de nuevo el gran latido de la tierra en mis pies. Miré hacia Charo (¡casi la llamo por otro nombre!) para saber si el fenómeno era imaginación mía. Durante un instante, me pareció que también ella gestionaba una sorpresa bajo sus pies. Pero luego me tranquilizó con la mirada.

Zuecos madera 1Los holandeses son muy majos. Uno de ellos camina con unos zuecos enormes de madera en el secarral polvoriento en el que nos desenvolvemos y sonríe de oreja a oreja. Los americanos, Joseph y Mary, me resultan algo relamidos. Son de California, de San Francisco. Siempre con sus inventitos, al servicio de la comunidad. Cuando alguien les llama, (—Oye, Joe; —¿Dónde estás, Mary?) parece que estamos en una película. Aparecen enseguida con su sonrisa. Él es ingeniero, ella fisioterapeuta. Julio me ha contado que sus conocimientos son justitos, que se pasa el día haciendo recados como para no tener que mostrar lo que sabe  de fisioterapia.

Joe,  sin embargo, siempre está metido en arreglos: los tendidos de la escuela de Agricultura, la bomba de agua del edificio principal, los colectores, lo que se tercie. Aún no he entrevistado al padre  Javier, un hombre delgado pero bien erguido de unos 75 años, alma y motor de esta misión, un orfanato para más de 500 niños a los que quiere dar una salida, a todos, uno a uno. Lleva haciéndolo desde hace casi veinticinco años. Está siempre muy ocupado, siempre con visitas o en la ciudad. Menos a unas horas en que baja al pueblo todos los días y no se le puede molestar, me dice su ayudante, Mariam, con cierto misterio. Además, ha tenido que atender a varios periodistas europeos este mes y le fatigan mucho las visitas oficiales.

P1100120Cada día regreso al hotel al anochecer y salen al encuentro mis amigos, los estudiantes adolescentes del primer día. Se llaman Lejalem, Abebe, Kidane y Lema. Tengo que averiguar qué significan sus nombres. Me llevan al centro y jugamos al futbolín con verdadera pasión. Se jactan orgullosos de ser mis amigos ante los demás niños. Yo les dejo hacer. Son fieles a nuestra cita cuando regreso al hotel cada atardecer, mucho más que yo, que poco a poco me voy ensimismando más. Cuando el día se prepara para morir, todo lo vivido se me agolpa en el pecho, que parece que va a explotar de emoción acumulada. P1100693Me resulta conocida la sensación. Es como un amor de verano, que llega sin esperarlo y lo subvierte todo para siempre. Me siento como enamorado. Sí, de repente todo es maravilloso, respiro exultante,  especialmente al comprobar la loca correspondencia de ese amor. La tierra, los niños, la gente, los voluntarios, me corresponden. Y esto me está pasando a mí. Dios mío, qué maravilla. Pero qué ocurrirá cuando tengamos que separarnos mientras la tierra gira, como se separaron los continentes, cuando diga adiós a esta bendita misión que me ha encargado el editor, cómo despedirme de esos  huérfanos y  de los cientos de niños que me salen al camino, proyectos de vida como yo lo fui.

De repente, comprendo que mi misión es encontrar el corazón del mundo, al que siento muy muy cerca, una misión que empezó hace mucho tiempo. Cuando era chico, el padre Ángel nos pidió muy poco: que nos suscribiéramos a la revista Aguiluchos. Yo no conseguí convencer a mi padre. Nunca entendí por qué dijo que no, con lo poco que costaba.

—Ni un gasto fijo más —y ahí se quedó.

Pero yo nunca me olvidé de ellos, los niños de África.  Dios mío, todo es como lo imaginaba entonces. Así anochece cada día. Todo se detiene, todo se para para reanudarse al día siguiente sin capital acumulado, todo parece resumirse en una pelea por vivir cada día. Absorbo lo que puedo, mi  mente razona pero maldice la falta de futuro: medio siglo de descolonización, enormes desastres humanos y climáticos, SIDA, hambrunas, enfermedades, guerras, matanzas inconcebibles, niños soldado, diamantes, coltán, terrorismo, luchas étnicas, gobernantes corruptos y los niños, los niños, los niños.

Carlos y los estudiantesPero luego, cuando mis amigos estudiantes me devuelven al hotel después de pasearme por el centro, parece reactivarse el latido de la tierra. Cada noche me cuentan sus anhelos, sus sueños, sus andanzas en la escuela, sus planes. Uno será dentista, porque allí no hay dentistas. Otro quiere estudiar economía. Parece que la vida al fin despega. A veces, se esconden y me dan un susto. Les he regalado un ejemplar de la revista para que vean dónde publico.  También por internet, les digo, pero ellos prefieren la revista. Les parece que soy muy importante. El nombre, la foto, la firma. Las nubes, qué bonito nombre.

 

 

8) EL RÍO

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Cada día, al amanecer, salgo al balcón de mi habitación a ver alzarse el sol. Me suelo encontrar la libreta abierta de la noche anterior, papeles desperdigados por la mesa, el ordenador abierto. Es como si no recordara nada del día que nos precedió, una especie de Día de la Marmota, o Día Perpetuo de la Infancia más bien, pues creo  haberme instalado en ella, una situación que me domina. Mi libreta está en blanco, o casi. Juraría que la habría llenado de notas después de tantas impresiones estos días. El ordenador indica que he guardado un archivo a las 2 de la mañana, pero al abrirlo también está en blanco. ¿Lo habré borrado? Todas las noches, al apagar la luz, escucho los sonidos de la oscuridad. De las casas cercanas me llegan cantos alegres de mujeres y el eco de tambores, como si el suelo transmitiera un mensaje, un tam-tam lejano, a caballo entre este mundo y el otro. Antes de quedarme dormido, estoy seguro, la habitación se mueve. África recibe el abrazo de su novia, su empuje. La cama, el colchón, me transmiten esa misma vibración, cuyo ritmo me resulta cada vez más agradable. Noto cómo me voy acompasando a ella más cada día. Cada amanecer, después del primer rayo de sol en el balcón, regreso al interior y acepto que el ordenador me mostrará hoy, como ayer, como mañana, un archivo en blanco guardado a las 2 de la mañana. Que la libreta no contendrá más que los comentarios sobre los niños del primer día, cuando viajaba emocionado desde el aeropuerto hasta esta ciudad. Llevo una semana en contacto con esta realidad sin haber sido capaz de escribir una palabra. ¿Cómo romper el hechizo? Llaman a la puerta. Tardo en comprender. Insisten. Abro, sin saber muy bien quién puede ser. Una niña de unos 12 años, con sonrisa tímida me tiende un papel y me dice:2017-06-20-PHOTO-00002084

—Come. Read. Important.

Obedezco sin pensar: “Deja todo lo que estés haciendo y acompaña a esta niña. Se llama Lielit. Te llevará hasta mí. Coge tu libreta, por si entran en la habitación. Sal inmediatamente. Estás en peligro. Charo”

¿Irme? No puedo irme ahora. Ni siquiera he empezado a escribir mi reportaje. ¿Cuántos días han pasado desde que llegué? Sonrío a Lielit con toda la felicidad de Día Perpetuo de la Infancia en el que me he instalado. Ella abre su boca de par en par, devolviéndome la sonrisa. Pero luego pone cara de apuro, señala el papel que aún tengo en la mano.

—You come, you come.

Me resisto a ser arrancado de ese estado de felicidad desbordada, incomprensible y algo trágico, pues la razón me dice que no puede durar siempre. La razón siempre pudo a los amores de verano y los convirtió en recuerdo.

P1100300Lielit me agarra la mano y tira. Cojo la libreta antes de salir. Me guía escaleras abajo y hacia  una puerta trasera, que parece conocer bien. De lejos veo salir de su casa a mis amigos estudiantes. Estoy a punto de saludar (¡Lejalem!), pero no les digo nada, por si acaso. No sé si me habrán visto. Lielit se mueve con rapidez. En seguida me doy cuenta de que estamos camino del río y de que ha amanecido hace un buen rato. Hay mucha actividad en la calle, en la carretera, en el puente, donde nos detenemos un momento. Abajo, a unos cien metros, hay grupos de mujeres, bañándose, lavando ropa, cogiendo agua en sus bidones. El río rebosa vida y actividad. Lielit me lleva por un camino que se eleva por la ribera. No quiere que pasemos al mismo nivel que las mujeres, probablemente para no avergonzarlas. No puedo evitar contemplar el espectáculo, delgados cuerpos de ébano, pechos jóvenes y pechos caídos, barrigas llenas de vida, cuerpos y ropa a remojo, bidones listos para ser cargados y ninguna prisa. Saco el móvil para intentar retener esta visión maravillosa de la mañana en el mundo, en África.

P1100301Antes de que lo intente, Lielit me grita que no lo haga. Las mujeres miran hacia arriba y comienzan un griterío que ahuyentaría de allí al mismísimo Simba, el rey de la selva. Una me arroja una piedra que pasa muy cerca de la cabeza. Me agacho y aceleramos el paso cauce arriba. Una voz conocida me llega precedida de una risotada desde unos metros más allá. Aún bajo presión, creo reconocer a Charo, que aparece semidesnuda, bañándose, unas decenas de metros río arriba. Para cuando llegamos hasta ella, se ha puesto una camiseta blanca larga. Se seca el pelo con gesto alegre.

—La has montado buena.  Los mirones fastidian aquí como en cualquier parte.

—Ya, yo solo quería recordar para siempre un momento tan…

—Vienes con tan poco tiempo que te pierdes las cosas importantes y luego tienes que hacerles fotos para recordarlas.

Como por ejemplo, el río. Allí estaba toda la vida, una vez más. Y se me convocaba a ella a esa primera hora de la mañana. ¿Era tan urgente esta visita al río? Quiero decir: sacarme de la habitación con urgencia para traerme al río a ver a  Charo bañándose semidesnuda,  como las otras mujeres. Difícil imaginarse mayor integración por su parte. Pero sola, tan atractiva, una mujer al frente de su vida, voluntaria en África. ¿Por qué? ¿Conocerá la vibración de la tierra que me persigue desde que estoy aquí?  Me pareció que la notaba durante la visita a aquella escuela.

— Vamos un poco más arriba, para que no se escandalicen. Lielit se viene con nosotros —se vuelve hacia un arbusto e invita a acercarse a la niña, que se había retirado—. ¡Lielit, ven!

Poza ríoSubimos los tres unos cien metros río arriba, cada uno  agarrando una mano de Lielit. Llegamos hasta una poza, protegida por algo más de vegetación. Perfecto para un baño purificador, para aligerar la tensión de mi bloqueo y, ahora, también mi sonrojo. Me siento en un saliente con los pies en el agua con aparente despreocupación, mirando hacia otro lado.

Charo se quita la camiseta y se mete en la poza. La niña también entra en el agua, vestida. ¿Quién es Charo en realidad como para invitarme así, a bañarnos ligeros de ropa en una poza con una niña etíope por medio?  Entro con timidez en el agua.  Chapoteamos, nos salpicamos los tres como niños de ocho años en la orilla del mar, sin malicia, nos reímos, disfrutamos de verdad jugando con el agua. Al salir, me siento limpio, feliz, inocente, como listo para empezar de nuevo mi vida.

Epifanía Baños Fasilides—Aquí los adultos se vuelven a bautizar cada año, se bañan en agua sagrada en la fiesta de la Epifanía, el 19 de enero de su calendario. ¿Cómo te sientes, después del baño?

Es como si la felicidad casi primitiva e inexplicable que me ha rondado todos estos días se hubiera colado en mi pecho y se moviera libre dentro de mí, como impulsada por el latido que llega de la tierra.

—Me siento muy bien.

Charo (¿seguro que se llama así?) sonríe  con un levísimo gesto de ojos y aprieta la mano de Lielit. Nos secamos en un pequeño saliente del cauce con algo de vegetación. P1100332Varias niñas, seguramente amigas de Lielit, nos miran escondidas desde los arbustos de la ribera. Algo para recordar. Dos farangi en ropa interior a punto de sincerarse. Menudo espectáculo para contar después. Charo se tumba y ofrece su espalda al sol. Lielit agarra un puñado de arena gruesa de la orilla y yo la imito. Charo hunde su frente en la arena y deja escapar un suspiro de placer. La cría abre su puño y empieza a dibujar el contorno de África sobre su espalda con la arena. Desde el otro lado, abro con delicadeza el puño para derramar la mía.  Lielit se levanta y se marcha hacia los arbustos donde la esperan las otras niñas, sus amigas. Relleno el puño con más arena y continúo el dibujo sobre la espalda de Charo, ahora ya a solas con la sensualidad. La figura de África ha cobrado forma en su espalda. Me parece que el cuerpo de Charo vibra de vez en cuando como una prolongación de la onda que yo siento bajo los pies. La costa oeste, el golfo de Guinea, el cuerno de África, se apoyan en su espalda y terminan en una punta, en la rabadilla.

—Eso es Ciudad del Cabo —su voz sale de la tierra.

De repente, en ese río, ante quién sabe cuántas miradas indiscretas, comprendo que estoy atrapado en un enamoramiento de verano súbito y alocado de un país, de los niños, de la infancia, de la expresión más pura de la vida a la que no había regresado desde que se levantaran tras de mí las montañas de la adolescencia. En ese mismo instante, reconozco el cuerpo de Charo, un cuerpo que acaricié con inocencia y llené de arena junto a un mar.

Charo (¡ahora ya sé quién eres!) se gira, la figura de África se deshace, la arena regresa a la tierra. De frente a mí, recostada sobre los codos, Charo se descubre del todo.

Moto Reme charo retocada 3

—¿Te acuerdas? ¡Cuántas tonterías hicimos aquellos días en la playa, ante tanta gente! Y luego nos seguisteis en moto hasta nuestro pueblo. Y luego nos despedimos para volver cada uno con su novio, con su vida.  Y se nos rompía el corazón.

¿De verdad es ella? Me cuesta reconocer sus rasgos, cómo hemos cambiado, pero no su habla ni su forma de jugar. Sí, es ella. Un amor de verano, el único que tuve en realidad, la mujer incipiente que se enamoró, como yo, de una noche mediterránea.

—¿De verdad eres tú?

Reme- retocado 6.jpg—Soy quien tú quieras que sea. Si me preguntas si existí en tu vida, sí. Y tú en la mía. Fuimos un loco amor, puro y radiante, sin límites ni barreras. Como quizás lo seamos ahora, después de bañarnos en este río. Te siento igual que entonces, un ser enamorado de la vida, que te llega a borbotones de la misión, de las carreteras de este país, de este continente. Dos misiones muy distintas nos han juntado aquí —su rostro se ensombrece ligeramente al terminar.

Asiento, aún alucinado por la coincidencia y sin prestar atención a estas últimas palabras. Le cuento la mía, mi misión, en absoluta confianza. Me arranco como un torrente para ponerle al día: mi vida es un frenesí, sigo buscando la felicidad cada día, ahora trabajo para una organización que cruza a personas en peligro, pero siempre me ocurre algo. Hay una mujer, Ruth, que es la jefa. Llevo unos meses concentrándome, preparándome para la misión de mi vida: poner a salvo a un músico, a una camarera y otras personas cuya existencia es considerada peligrosa para la sociedad por un oscuro ministerio. Y mi compañera de la redacción, Raquel, (que me recuerdas a ella, por cierto), me parece que se está interesando por mí. Pero yo soy un desastre. No he podido escribir ni una línea del reportaje que me han encomendado hasta ahora. Es como si en mi infancia hubiera viajado aquí, como si los niños que veo por todos lados, pobres pero felices, fueran mis compañeros de clase de entonces y yo hubiera pasado de grado y ellos se hubieran quedado repitiendo curso año tras año, sin crecer….. Y como si, de pronto, ahora, confundido en el futuro que sí llegó para mí, volviera a ser niño, como ellos. Por las noches, mi cama se mueve. 2017-06-23-PHOTO-00002186Creo escuchar el tam-tam de toda África y siento la tierra moverse como con ritmo cardíaco, llena de amor. ¿Quién la empuja? Creo que me han mandado aquí para quitarme de en medio un tiempo, porque hay gente interesada en que lo que sé lo ponga al servicio de una máquina de realidad virtual de un millonario californiano llamado Kink. Y también la policía Normal de nuestro país me sigue, para evitar ese cruce del músico y la camarera a territorio franco,  aunque aquí no tiene jurisdicción. Lo que sé es que aquí, en esta zona, en esta misión, pasa algo. La tierra se mueve cuando la vida se manifiesta, cuando estalla ante nosotros, como ahora. ¿No sientes el suelo vibrar, como alimentado por un gran corazón? —Charo asiente, pero no sé si me cree—.  Hace muchos años escuché a un padre misionero, el padre Ángel, decir que el corazón del mundo latía en África. He tardado mucho en comprobarlo, pero es así. Y cada día que pasa lo siento más cerca, pero no puedo escribir mi reportaje, es como si las palabras no pudieran describir la felicidad que percibo en todo lo que veo aquí y se negaran a ser escritas. De niños soñábamos con África, pero también con ser astronautas, futbolistas o policías. ¿No es una locura, ponerse a buscar a estas alturas el corazón del mundo, ahora que hemos alcanzado el futuro?

Charo me escucha sin pestañear. Con un gesto avisa a las niñas para que se vayan y nos dejen solos. Las niñas desaparecen en el acto. Su cuerpo mojado se mece acuclillado buscando calor, dentro de la amplia camiseta blanca que se ha vuelto a poner mientras yo hablo, como si de repente le hubieran entrado escalofríos por mi relato. Asiente de vez en cuando, pero siempre en silencio. En un momento, acerca su cara. Sus labios rozan los míos. No hay testigos.

—Sé de lo que hablas. Alguien me envió aquí también para estar cerca de ti. Pero no creo que supiera que ya nos conocíamos. Y …sí, he oído hablar de Ruth.

—¿Trabajas para Novella? —no puedo creerlo.

—¿Qué tienes con ese músico? —no parece curiosidad, sino el comienzo de un interrogatorio.

Charo me deja clavado. Parecía conocer de antemano todo lo que le he contado.

—¿Cuál es tu misión aquí? — me cuesta recelar de ella, atrapado aún en esa mirada lánguida, recuerdo de una mujer incipiente junto al mar.

Charo duda antes de contestar. Ahora que ya sé quién es, mejor dicho, quién fue, buceo en sus ojos para averiguar qué nos une aún.

Reme rama árbol—Mejor que no sepas toda la verdad. La mía es una misión de apoyo. No puedo contarte más. No debes fiarte de nadie. Ni siquiera de… de nadie, de nadie. —Charo me estrecha entre sus brazos. Me vuelve a besar y esta vez sus labios se llevan más que antes. Tantos años y tantos lances después, siento la punzada de aquel primer beso prohibido, el que abrió nuestra semana de amor cuando por fin cedimos a la atracción. De la tierra sube una vibración casi violenta que nos sacude a los dos. Nos separamos despacio sin dejar de mirarnos. Es un beso que abre el recuerdo pero que cierra la conversación misteriosa del presente, que se cierne sobre nosotros en la mañana africana. Después de bañarnos en ese río, la culpa que quizá teñía nuestro recuerdo ha desaparecido.  Comprendo que ella forma parte de mi enamoramiento súbito de estos días, pero no es el objeto de él. Ella también lo entiende. Aun así, somos adultos muy adentrados en la vida como para desperdiciar la ocasión que nos brinda. Respetamos entonces hasta donde pudimos a nuestros novios. Quizá ahora podríamos abandonarnos del todo, una sola vez, la que no fue. No hay nadie a la vista. El río fluye, nos recogemos hasta un lugar al abrigo de todo. La mañana celebra nuestro reencuentro.  La tierra late bajo nosotros.No pienso en Ruth, ni en Raquel, ni en Ramiro, ni en el músico ni en la camarera ni, por supuesto, en el pintor que la maltrata.

 

Bajamos de regreso agarrados de la mano, envueltos aún en un halo de pasado. Poco a poco vuelvo a verla como la profesora voluntaria y voluntariosa de la misión del padre Javier.

—Tengo que advertirte. Ten cuidado. La policía y el gobierno local aceptan sobornos.  Ha habido varias adopciones recientes en el orfelinato por parte de españoles muy ricos. Se llevaron a los niños más felices. El padre Javier se dio cuenta tarde de lo que buscaban. No me gustan los americanos de la misión. Tampoco te quitan el ojo de encima. Debes hablar con el padre Javier cuanto antes. Vamos directos a la misión a verle. Allí estaremos más seguros. Y después, cuanto antes, te marchas. ¿OK?

Me cuesta pronunciar el OK pretendido, pero todo empieza a encajar en la cabeza a velocidad vertiginosa: África y Sudamérica se buscan todas las noches para dormir abrazadas y emitir juntas su latido; aquel amor mediterráneo, espontáneo e imposible, que hoy hemos rescatado en el río, el recuerdo aún caliente de su cuerpo y el mío, al fin unidos en esta mañana que aún no se ha entregado a la nostalgia de la tarde; la niña y el baño que nos han purificado. Y mis amigos estudiantes, los niños huérfanos y, sin embargo, proyectos de vida en uno de los países más pobres del mundo, los demás niños que sí tienen padres, pero poco más, y sonríen, sonríen, y gritan “Farangi” con la sonrisa más pura del mundo cada vez que paso por sus vidas. Mi OK significa decir adiós a todo esto.

—OK.

Miro el río una última vez. Charo suelta mi mano y emprende la marcha despacio por un camino que nos obliga a ir en fila india.  Tantos años después, su gesto sigue siendo tan amable como cuando hacíamos trastadas ante los otros bañistas en aquella playa, como cuando me cautivaba con un verso de Walt Whitman a quien yo no conocía aún, como cuando, como futura profesora, me enseñaba a decir las partes del cuerpo en su lengua valenciana.

Les cuixes

—Les cuixes —su mano viajaba juguetona por cada parte que enseñaba.

—¿Les cuixes?

—Los muslos.

—Ah.

Mientras camina delante de mí, observo su cuerpo, que ahora reconozco mucho mejor, después de la revelación. Les cuixes. Aquel amor de verano. El tiempo pudo haberse suspendido allí entonces. De hecho, quizá lo hizo y se ha reanudado esta mañana en África. Quizá hemos yacido juntos hoy sobre el mismísimo corazón del mundo, que está bajo este río, o quizá lo éramos nosotros mismos. Esta noche escribiré hasta el amanecer, lo escribiré todo, para no olvidar. África y Sudamérica se aman. Lo he sabido desde niño. Me palpo en el bolsillo la libreta.

 

 9)EL CORAZÓN DEL MUNDO

Policía Etiopía 1

—Esta noche la va a pasar en el calabozo. No queremos que se fugue, ahora que sabemos que nos ha mentido —el jefe de policía es un mal encarado, con barriga. Poca gente aquí tiene barriga.

Me han detenido en la misión, donde más a salvo pensaba que estaría, después de volver del río. Me habían ido a buscar al hotel y no me han encontrado. Charo me ha dicho que no me preocupe, que me sacan en cuanto puedan. Pero por su cara he visto que quizá no sea tan fácil. El padre Javier acude a la comisaría unas horas después, cuando el jefe de policía ya me ha interrogado y ha comprobado que mi visado es turístico.

Estudiantes 3Al entrar en la comisaría acompañado de los dos policías que me han detenido,  Lejalem, Abebe, Kidane y Lema, mis amigos estudiantes, me han hecho un gesto de ánimo. Estaban apostados enfrente, como si hubieran seguido de cerca los acontecimientos de la mañana.  De la salita de espera cutre a la celda putrefacta. Esta noche no sentiré la cama del hotel vibrar, ni veré el amanecer desde mi balcón, ni podré escribir el torrente de palabras y sensaciones que se  agolpa en mi cabeza.

Escucho la voz del padre Javier en su inglés africano. Y al jefe de policía en su inglés, todavía más africano. Se nota por el tono que tienen cuentas pendientes. Hay muchas comisiones que cobrar cuando los blancos prestan tantos servicios a la comunidad local. Ahora la factura ha aumentado. ¿Quién pagará la multa por el fraude del visado? Es un delito muy serio intentar engañar a las autoridades, abiertas a la ayuda externa pero siempre sensibles al relato de las cosas que se hace fuera. Podrían perderse muchos millones si se escriben cosas inexactas y el país (y sus funcionarios) los necesitan. ¡Y pensar que no he escrito ni una línea aún! Escucho hablar de miles, se produce un regateo. El padre Javier se va, no sin dirigirme unas palabras de ánimo. Tres mil dólares de multa. Van a intentar reunirlos mañana por la mañana. Mejor pagar antes de que cambie de instancia y me trasladen fuera de la ciudad. En la capital, las cosas se demoran más, cuestan más.

—Aguante un poco. Mañana lo sacamos. Y ya me hace la entrevista esa que se le resiste tanto. Y luego se va rapidito, que me parece que su visita a nuestra misión está provocando mucha curiosidad. Buenas noches.

Sí, la entrevista al padre Javier es lo único que me falta. Y después, regresar. Siempre hay que regresar. De todas formas, estoy algo confundido con Novella.  Charo dijo que no sabían que nos conocíamos. ¿De verdad no sabía Ruth quién era Charo? ¿Lo habrá hecho para me fije en otras agentes más “terrenales” y me olvide un poco de ella?

***

 

Anochece. La luz inclinada de la tarde que entraba por el ventanuco de la celda se apaga. Escucho el ajetreo propio de la hora punta, pero ahora lo tengo que imaginar al otro lado de los barrotes: un día más volviendo todos de su actividad, el ganado, los burros, el agua, la leña, la cena, los niños y los adultos compartiendo todos la misma única habitación, los juegos entre hermanos, los adultos agotados que se entregan también al sexo en la misma oscuridad que lo cubre todo. El guardia que va a pasar toda la noche en la comisaría me ofrece un cuenco de arroz y un poco de agua. Al cabo de una hora, cuando la actividad del atardecer se va apagando, se escucha el rumor de un coche detenerse ante la puerta de la comisaría. Puertas que se abren y luego se cierran. Pasos. Una voz imperiosa de mujer.

— ¿Dónde está?

Escucho a un hombre y una mujer hablar bajo, pero sin excesivo control, en inglés americano. Reconozco a Joe y Mary, los voluntarios que he conocido y entrevistado días atrás en la misión.  José y María. Menudos julandrones. ¿Desde cuándo nos creemos a una pareja de americanos que se llaman José y María, voluntarios en África? Tenía que haberlo sabido. Pero, ¿quién iba a imaginar que Kink me ha seguido hasta Etiopía? ¡Charo tenía razón!

Por un resquicio de la celda, que ha perdido el barro, se cuela la noche exterior. Allí, apretados contra un barrote de madera, mis amigos estudiantes me llaman:

—Journalis, journalis. Friend, your friend, here. Message.

— ¿My friend?

— Your friend, your girl friend —se oyen unas risas nerviosas y cómplices. ¿Me habrán seguido al río esta mañana? Me entra una vergüenza casi tan adolescente como sus voces.

P1100473 (4)Introducen a través de los barrotes un papel y una caja de cerillas, para que pueda leer, porque la celda está a oscuras. Enciendo un fósforo y despliego  la misiva.

“Mi querido antiguo amor de verano: esto tiene muy mala pinta. Los americanos van a tratar de llevarte a algún sitio esta noche donde no podremos encontrarte. Los espiamos después de varias adopciones sospechosas de niños felices por parte de españoles que en realidad trabajaban para el millonario americano ese.  Parece que Joe y Mary te estaban esperando. Tu presencia esta semana, encoñado con los niños y con la felicidad infantil, les ha confirmado que es el momento adecuado para llevarte. Quieren todo aquello que tenga que ver con la felicidad para esa jodida máquina del millonario Kink. Y tú sigues en el punto de mira. Tienen toda la pasta que quieran para corromper a los funcionarios. Seguro que cuentan con una unidad avanzada aquí para someterte a las pruebas que quieran de realidad virtual.  No les sería fácil sacarte del país sin hacer ruido. Por eso pensamos que después de utilizarte seguramente se deshagan de ti. Nosotros sí vamos a sacarte de ahí. Estáte atento esta noche. Después, te metemos en el primer avión de vuelta a España”.

Heliópero noche 2Me llega otra andanada desde el suelo. Siento el latido incluso en la celda. Se entremezcla con una vibración muy distinta y poderosa. La de un helicóptero que se aproxima. Se le nota sobrevolar a unos cientos de metros de la comisaría, quizá este aterrizando en la explanada de la universidad, que tiene helipuerto.

Escucho a los americanos y al jefe de policía. Hablan de un somnífero con la cena. Pero no he cenado. Me hago el dormido cuando entran a verme.

—Levántese. Nos vamos a la ciudad. Órdenes superiores.

Me levanto sin presentar resistencia.

—¿Lo sabe el padre Javier? Va a pagar la multa mañana.

—Sus amigos americanos la van a pagar ahora. Mucho mejor. Así se va Vd. con ellos ahora mismo. Y no vuelva a engañarnos.

Del bolsillo izquierdo superior de su guerrera asoma un fajo de dólares. Dinero sucio cerca de su corazón, no puedo evitar el pensamiento ahora que llevo una semana alimentándome del latido del mundo. Salgo de la celda algo aturdido por la luz eléctrica. Joe y Mary se han quitado la careta. No hay el menor rastro de amabilidad en sus rostros. No es esa la cara de alguien que te rescata. Le hacen un gesto al jefe de policía sobre mis manos.

—Es verdad —dice el capitán Mengistu—. No vaya a hacer tonterías.

Antes de que me pueda resistir, me ha colocado una brida de plástico en las muñecas y me han metido en un cuatro por cuatro blanco. A mi lado se sienta Joe en el asiento trasero. En el asiento del copiloto, Mary. El ruido del helicóptero ha disminuido pero aún obliga a alzar la voz.

—¿Todo bien con el helicóptero? —grita el capitán Mengistu.

Desde el coche, que ya arranca, Joe me grita al oído.

—¿Qué hostias dice? —Joe interpela a Mary.

—No sé qué del helicóptero.

—¡Vamos, vamos, arranca, joder! —Joe achucha al conductor.

Coche 4 x 4 nocheEl coche se aleja de la comisaría a toda velocidad en la negrura más absoluta. Aún hay gente por la calle. Pienso en cómo empezó el día y en cómo va a terminar. Pasamos rozando a varias personas y animales. De pronto, un frenazo terrible y chocamos contra algo grande y blando, con un sonido sordo. Por eso era peligroso conducir de noche. Están por todos lados y no se les ve, hombres y animales. El conductor para y se baja, horrorizado. Le esperan quince años de cárcel si ha matado a alguien.

—Vamos, vamos, sigue, no puedes pararte.

Pero no puede seguir. Hay un revuelo tremendo. La carretera está teñida de un polvo blanco y de líquido oscuro. Un niño yace en el suelo. Parece inconsciente. Apenas se distingue nada hasta que se acerca gente, algunos con linternas. Joe se baja para ver a quién hemos atropellado. Yo también me bajo y compruebo con horror que el muchacho del suelo es uno de mis amigos estudiantes, el que quiere ser dentista, Lema, cuyo nombre significa “creciendo mejor”. Un precioso proyecto aplastado por el coche de los americanos. Me acerco corriendo hasta él. Sus amigos lo atienden, gritando sin parar, en medio del revuelto que se ha formado en una oscuridad espesa, solo rota por los haces de luz de dos o tres linternas y los focos del coche, que han quedado dirigidos hacia otra parte. Desde el suelo, la víctima mira hacia mí y me guiña un ojo. Ante mi sorpresa, otro de los estudiantes, Lejalem, cuyo nombre significa “un niño es el mundo”, me agarra de la brida y tira de mí hacia la oscuridad, lejos del tumulto. Noto cómo la corta y me libera las manos.

—Here, here, your girl friend! – me empuja hacia una casa de adobe próxima en cuya puerta adivino la figura de Charo, expectante ante mi llegada.

2017-06-23-PHOTO-00002202—¿Nos visteis en el río, Lejalem? —necesito saberlo.

—Os seguimos, pero las niñas nos cortaron el paso. Os vimos ya abajo, cuando marchabais camino de la misión.

Charo se me echa encima.

—Vamos, esto va muy en serio. Tenemos que coger ese helicóptero. Mañana tendremos aquí a cinco operativos de Kink y todo el cuerpo de policía en tu contra.

Algo no me cuadra. ¿Me van a salvar o a secuestrar?

—¿Para quién trabajas? No eres de Novella, ¿verdad?

—Tú si conoces mi nombre de verdad. Oficialmente soy Charo, funcionaria de Educación en excedencia haciendo de voluntaria. Soy profesora, sí, pero, en realidad, trabajo como agente encubierta para el ministerio Normal. No soy de Novella, no —me he quedado de piedra—. Me conozco de sobra tu expediente. Simplemente, no podía imaginar que fueras tú el sujeto que tenía que espiar.  Algún jefe pensó que esta visita a África podría producir en ti una situación como la que se ha dado. Para el ministerio eres un objeto de seguimiento más, para desarticular Novella. Pero como no ha habido nadie de Novella por aquí —y digo nadie—, haré un informe rutinario. Solo tú y yo sabremos que lo que ha pasado aquí es la antítesis de la rutina. Por lo visto también los gringos estaban muy pendientes de ti. Y nosotros, pendientes de los gringos, porque también tenía la misión de protegerte. De hecho, estabas indefenso, bloqueado porque no podías gestionar con la razón una felicidad tan elemental, la más primitiva que puede imaginar un adulto: el reencuentro real, físico, frontal, con su infancia. De tanto buscar la felicidad, tú a veces la encuentras en dosis gigantes. Por eso les interesas a los de Kink.  Es lo que te ha pasado aquí. Mírate: yo diría que esta semana has sido inmensamente feliz —Charo hace una pausa—. Y espero que lo del río de hoy también te haya hecho un poquito más feliz, tanto como a mí.

El río, esta mañana. Libres, adultos, como dos continentes que se buscan por las noches, toda la vida, sin posibilidad de encontrarse. Agarro su mano, confundido por todo lo que está ocurriendo.

—Pero, ¿el helicóptero?

—Siempre hay una partida para emergencias consulares. Dijimos que el padre Ángel requería una evacuación inmediata a la capital.

—¿El padre Ángel? —abro los ojos, los oídos, estiro el cuello: ¿será posible?

—Sí, es una institución. Vive en una misión próxima. El padre Javier se encarga de que no le molesten mucho las visitas. Puso en marcha esta misión en los años 60. Ahora tiene 92 años. No quiso regresar a Europa. El padre Javier lo buscó por África, como Stanley a Livingstone, y lo encontró por aquí. Y se hicieron grandes amigos.

—¿El padre Ángel va a ir en el helicóptero conmigo? —pienso en la inmensa felicidad de volver a verlo en persona después de tantos años.

—No. El padre Ángel ha sido la excusa para fletar el helicóptero. Él vive en esta casa. Siempre ha querido vivir como una persona más. El Padre Javier le visita todos los días. Es un secreto bien guardado. Ven. El helicóptero es para ti.

Entramos en la casa de adobe. Siento una gran sacudida proveniente del suelo. Me pongo en guardia. Miro a Charo. Sí, también ha recibido el latigazo. Recostado en una mecedora en la habitación principal reconozco a un anciano muy delgado, orejas grandes y nariz  vasca inconfundible.  Era un hombre aún joven cuando se nos presentó en clase de la mano del Director. Reconozco su rostro. Le miro los pies: sí, lleva sandalias. Es él. Extiende su mano hacia mí. Me acerco en silencio, seguido por Charo.

—Mi padre no me dejó suscribirme a Aguiluchos, padre Ángel.

—Qué bueno, porque así has llegado hasta aquí. Porque llevas toda la vida buscando el corazón del mundo, ¿verdad?

No puedo responder. Le agarro la mano. La intento besar. No me deja. La lleva a mi pecho. La aprieta contra mi corazón.

—Escúchalo.

Mi corazón se sincroniza con la serie de latidos-ola que llegan del suelo, con la inmensa felicidad que desprende el rostro del padre Ángel, con la sonrisa que llega de mis amigos estudiantes desde la puerta, en donde se agolpan después de haber montado una tan gorda para salvarme, con la mirada tranquila de Charo, que parece apurar su misión para la policía Normal. Todos buscamos el arca perdida de nuestros sueños. Aquí, en esta tierra poblada de inocencia que va a ser salvada para el futuro, he encontrado, por fin, el corazón del mundo.

helicóptero coche 4Media hora más tarde, el helicóptero despega con Charo y conmigo a bordo. Volamos de noche. El ruido del motor no nos permite hablar más que con auriculares. El piloto nos escucha, pero no nos entiende. Sus manos efectúan un último recorrido:

—Les cuixes, el pit,…

Es la última clase de valenciano. Pone su mano sobre mi pecho:

—El cor del món.

Hemos regresado de aquella playa. Ahora volamos como adultos de vuelta a nuestras vidas. Quiero imaginar que es su último trabajo para el ministerio como agente de la Normal. Estoy seguro: si consigo enlazar con su latido, la convenceré. Al aterrizar en el aeropuerto de la capital, me entrega al cónsul. Nos despedimos. Un último beso.

—Yo también he sido muy feliz esta semana. Me has hecho sentir el latido de la vida, como entonces. Adiós, mi amor de verano.

***

La noche de estrellas se cuela a través de la ventanilla del avión. Pero no tengo miedo. De noche pasan cosas mágicas. Imagino en este mismo momento a un guitarrista brasileño asomarse al océano Atlántico con nostalgia. Ahí abajo, África se acicala para recibir el abrazo de Sudamérica una noche más. No, no creo que vaya a cenar, azafata. Me quema la libreta en la mano: hasta aquí arriba me llega el latido del mundo.

Africa corazón del mundo

 

 

 

 

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