El hijo de la muerte

Capitulo 1: La bruja

En ocasiones la muerte se enamora brindando inmortalidad a sus amantes. Matusalén es un claro ejemplo. Entonces, se deleita observando, como un niño pobre que mira al niño rico jugar con todos sus juguetes: —tener un amante y vivir en la dicotomía de solo ver y no tocar— puede ser algo muy duro.

–Aléjense, la muerte me sigue —un pensamiento reiterativo en las calles neuronales de Gabo Pye Petró.

—Un juguete que no se puede palpar no sirve de nada —musitan las horas en un misterioso tic, tac corroído del oxido. Un reloj cae, se rompe en diez mil pedazos. Todas sus piezas se esparcen. Gabo Pye se despierta asustado.

—Sak pase? Sak pase? —dice en su lengua natal, mirando para todos los lados.

El conticinio reinaba en bonanza.  Algunos zigzagueos, el enjambre de mosquitos avizora en la oscuridad, buscando sangre; sin embargo, no se escuchaba el molesto chillido, ni siquiera los fuertes y estruendosos ronquidos de Gabo lo alejaban. No se escuchaba nada, ni un grillo, ni una rana, sólo el silencio. Era la noche más callada; la luna estaba tan cerca como los nubarrones en las montañas. Ella miraba con ojos enormes, sintonizando alguna historia para entretener su eterno insomnio.

Los hambrientos mosquitos caían como kamikaze. Morían tan solo acercarse al viejo camastro de Gabo Pye, al sentir aquella aura oscura, tétrica y quizás demoníaca. Cualquier criatura viva que se acercaba a él, moría; tenía el toque del Rey Midas; no obstante, en lugar de convertir en oro, traía la pudrición y la decadencia sobre lo que tocaba o se aproximaba lo suficiente.

Habían suficientes mosquitos como para preparar una lonja de carne de hamburguesa. Un buen trozo de filete a base de los vampiros chupa sangre. Era lo que él hacía cada mañana, recogerlo en una especie de colador improvisado: una horqueta de guayaba y un pedazo de tela amarillenta. Lo mezclaba con harina y lo cocinaba en un fogón.

—Utede me quelian comel a mí, yo me lo voy comel a utede —con cierta sadismo y satisfacción pronunciaba en español machacado.

Un cacareo lamentoso se escuchó desde afuera, como una gallina engullida por una serpiente. Gabo Pye prendió una lámpara improvisada, creada a base de manteca y algodón en un jarrito metálico de leche condensada, la encendió y vio una especie de aves volar hacia él, un pájaro sin pluma, sin pico, ni garras. Una peluca blanquecina con hebras de oro. Una cabellera que agitaba sus carentes alas con el viento. Sus ojos lumínico, fluorescente, intenso mostraban leves parpadeos. Los ojales de lobos noctámbulos en asechanza resonaban con el interludio de la luna, buscando su presa. El sonido de placer y lamento acrecienta hasta vislumbrar la figura de una mujer sin rostro. Cubierta de largos andrajos, que esconden sus pies y manos; un falso blanco se contempla en la oscuridad: manchas de grasa, brea viva. Continúa acercándose como si nadara en el aire, bate sus manos como un murciélago. Se detiene parada sobre el aire, levitando sobre la maleza, el brillo de sus ojos es más penetrante y aterrador. Gabo Pye ni se inmuta al verla, toma un palo de guayaba en su mano derecha. Una sonrisa se asoma en su rostro mientras observa.

 —Eta demonia quele moli e —Susurra entre los dientes. La mujer vuelve avanzar, se arroja hacia la hendidura de la pared y aparece donde se encuentra Gabo y le hala del pie izquierdo y lo tumba.

La lampara que había encendido Gabo se apaga. Una malévola carcajada se escucha.

—Te voy a sodomizar maldito negro apestoso —Pye se pone de pies, aprieta el palo y espera en medio de la oscuridad.

—Tu hedor repugnante te delata, será lo único que quedara de ti cuando te ofrezca en sacrificio —Gabo no dice nada, sólo escucha y espera el próximo ataque.

Una nueva carcajada chillona levanta el polvo pegado en las paredes y algunos corotos caen al piso.

—Vas a morir negro imbécil, vas a morir.

Nada socava la concentración, ni la paciencia de Petró, que espera su oportunidad para desgañotar a la vieja, no hay sudor en sus gruesas manos manchadas y callosas; su corazón late con una bonanza inquietante.

—Eta buja no sabe dónde se ha metió —agita su subconsciente como viento que susurra en las praderas.

—Te vas a joder, te vas a joder —es el pensamiento que como humo crepitante ondean en su cabeza; su sonrisa maquiavélica no deja espacio para el silencio ni el hermetismo. Estalla como una tormenta que arrasa con todo, mostrando su personalidad tal vez más siniestra.

La bruja piensa que es producto del miedo aquella sonrisa macabra que hizo esconder incluso a la luna; amante del rojo de la sangre, los ritos y las transformaciones. Ni siquiera ella soportaría tanta violencia. Una bofetada y ni el médico chino repararía a la bruja intrusa. El polvoriento olor penetra las grutas olfativas del hijo de la muerte. Recuerda al maldito pelo que le brotó de aquel lugar en la mañana y que quiso extirpar sin éxito «¡maldición!» agita el céfiro de sus pensamientos «quiero dormir». En ese instante siente esas uñas incrustarse en su espalda, rasgándole la piel y arrancando trozo de piel, como un tractor con su arado surcando la tierra.

Gabo agarra una de sus manos y sonríe.

—Ahora me toca a mí —pronuncia con mucho orgullo.

—No puede ser, eres tú —dijo palpitando la bruja, todo su pelo renuncio al color dorado y se vistió de blanco, entonces el invierno no fue suficiente y le deshojo dejando solo dos o tres hebras. El miedo acelero su corazón, al punto de escucharse sus latidos, quería salir de sus pecho y enterrarse el mismo en la tumba.

—Sí, soy ya, tu diabla y tú va a molí—dijo como si no fuera el quien pronunciará esas palabras, poseído por múltiples voces, sobrio y siniestro.

—Empiezo a grité porque te va a dolé.

La mujer había tratado de zafarse, pero Gabo le dio una vuelta y la tomó del pie.

—Te dija que grité —dándole el primer palo que le hace gritar como una gallina sollozando.




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