29/11/17

Héctor Abad Faciolince: El eterno retorno de Borges






Aun sin haber leído una sola línea de La Ilíada o La Odisea, no hay bachiller que no sepa dos cosas sobre Homero: que era ciego y que probablemente nunca existió. Casi nadie repara en lo contradictorio que resulta darle un atributo real la ceguera a algo inexistente. Si no hay Dios, éste no puede ser ni furibundo ni misericordioso. No deja de ser paradójico, en todo caso, que se dude de la existencia individual del fundador de la literatura occidental, la más individualista de todas las culturas. O quizá este sea el primer atributo de todos los fundadores: la duda. También para el primer autor de la literatura castellana se prefiere el anonimato, en vez de reconocer que el Poema de Mío Cid lo compuso Per Abad. Si un fabulador se aparta deliberadamente del realismo como es el caso de Borges y dedica su vida al quimérico ejercicio de la fantasía, su propia existencia se va contagiando de ensueño y acaba por adquirir cierto cariz fantasmagórico. Cuanto más fantástico e imaginario haya sido aquello que escribió, más fácilmente podrá atribuírsele a su nombre cualquier cosa. El mismo Borges alimentó esa fantasía con su obsesiva insistencia en el azar de la escritura. Si el espíritu sopla donde quiere, un poema magnífico lo puede redactar por igual un genio o un idiota. Así lo entendió Borges desde la advertencia que precede a su primer poemario: "Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor". Así se abre Fervor de Buenos Aires, el mismo libro que un joven de 22 años concluye, en el último poema, con una clara conciencia de lo que le espera: "La corrupción y el eco que seremos". Si el destino de todos, tontos o genios, es la muerte, entonces es verdad que "nuestras nadas poco difieren". Pero no afirma Borges que nuestras nadas sean idénticas. Hay, entre el muerto anónimo y el muerto célebre una diferencia: la nada que hoy es Borges es una nada que se recuerda. Y con esto llegamos a otro tema fundamental de su obra: la memoria. De la memoria exacta proviene aquello que llamamos auténtico, original, canónico, y de la memoria deformada o falseada o falsamente atribuida, viene lo que se llama apócrifo. 

Borges descreía de la escritura ya perfecta, inmodificable o sagrada. Dejó dicho: "El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio". Hay innumerables testimonios que nos dicen que a Borges le encantaba discutir con legos sus propios poemas, y los iba modificando casi al azar, a las ocurrencias o al capricho de la conversación, para dejar versiones que circulan sueltas por ahí. Estas versiones casuales pueden ser incluso mejores que las versiones canónicas, es decir, "definitivas", o sea las impresas en las últimas ediciones de sus libros. Este dejar su obra abierta a muchas modificaciones, esta insistencia en decir que nada es definitivo en un texto, y que el autor carece de importancia, les ha abierto el camino a muchos impostores que han fingido escribir supuestas obras de Borges, ni siquiera inventándolas, sino manipulando y dañando las existentes. 

El peligro de lo apócrifo consiste en vincular un nombre que como todo nombre tiene algo sagrado con ciertas palabras que a ese nombre no le pertenecen. Citar una tontería como si fuera suya es injuriarlo. Por muy fascinado que esté un hombre por la idiotez, nunca desea que esta le sea atribuida. ¿Quién es Borges, al cabo de esta breve eternidad del cuarto de siglo transcurrido desde su muerte? Pues bien, después de todo, si un hombre es la suma de sus actos, y si los actos de un escritor son lo que escribe, Borges no es otra cosa que aquello que dejó escrito. Borges ya es y será algo que nada tiene que ver con su carne. Borges es y será para siempre sus libros. O, mejor dicho, los libros asociados a su nombre.

 A mí me ha cabido la dudosa suerte de reivindicar unos pocos sonetos apócrifos como auténticos del gran poeta argentino, y como merecedores de entrar al Libro que componen sus libros. Creo haber demostrado (en Traiciones de la memoria) que esos poemas son auténticos. De ellos citaré solamente dos endecasílabos: "No soy el insensato que se aferra/ al mágico sonido de su nombre". En esta sentencia reconoce el acento único de Borges cualquiera que haya frecuentado su obra. En ella está presente una de sus máscaras más características: la falsa modestia. Pero recuerden esta máxima de Chamfort: "La falsa modestia es la más decente de todas las mentiras". Esta decente mentira de la modestia con la que que siempre pronunció su nombre, será un motivo más, el último, por el que el nombre de Borges no será olvidado mientras haya lectores.


En El País, Madrid, 13 de agosto de 2011
Jorge Luis Borges retratado por Guillermo Roux
junto a Jean-Dominique Rey, septiembre de 1985
Foto propiedad de Franca Beer, esposa de Roux


28/11/17

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: El budismo y la ética





Hace dos mil quinientos años que la prédica de un príncipe menor del Nepal ha influido en incontables generaciones del Oriente; no se ha hecho culpable de una guerra y ha enseñado a los hombres la serenidad y la tolerancia. Citemos algunos textos de los libros canónicos:
«El odio no puede nunca detener el odio; sólo el amor puede detener el odio; esta ley es antigua».
«Si en la batalla un hombre venciera a mil hombres, y si otro se venciera a sí mismo, el mayor vencedor sería el segundo».
«No hay fuego comparable a la pasión; no hay mal comparable al odio; no hay dolor como el de esta vida carnal; no hay dicha superior a la paz».
«En este mundo producen felicidad la bondad del corazón, la moderación para con todos los seres. En este mundo producen felicidad la ausencia de pasiones y la superación de los deseos. Pero la destrucción del egoísmo es en verdad la felicidad suprema».
«La felicidad es de aquel que no tiene nada, que ha dominado la doctrina y ha alcanzado la sabiduría. Mira cómo sufre el que tiene algo. El hombre está encadenado al hombre».
«Las penas, lamentaciones y sufrimientos de múltiples formas que existen en este mundo se producen a causa de algo querido. Por esto, son felices y están libres de dolor aquellos que no tienen en este mundo nada querido. Si aspiras al estado libre de dolor y de pasión, no tengas nada querido en ningún lugar de este mundo».
«Los dioses no pueden alcanzar con la mirada a aquel hombre en cuyo interior no existe cólera, que está más allá de cualquier forma de existencia o de inexistencia, cuyos temores han cesado, feliz y libre de pena».
Cierta vez que el Buddha se encontraba en un bosque, murió el único hijo de un devoto laico. Al amanecer, los deudos se acercaron con las ropas y el pelo aún húmedos del baño ritual. El Buddha les preguntó por qué venían así, y el padre dijo: «Señor, ha muerto mi único hijo, un niño agradable y muy querido». El Buddha respondió: «Los dioses y la mayoría de los hombres, atados por el goce de lo que tiene apariencia agradable, presas del sufrimiento y de la vejez, caen en poder del Rey de la Muerte; pero aquellos que, de día y de noche, alertas y vigilantes, dejan de lado lo que tiene apariencia agradable, arrancan por completo la raíz del sufrimiento, el señuelo de la muerte, tan difícil de superar».
Un insensato oyó que el Buddha predicaba que debemos devolver el bien por el mal y fue y lo insultó. El Buddha guardó silencio. Cuando el otro acabó de insultarlo, le preguntó: «Hijo mío, si un hombre rechazara un regalo, ¿de quién sería el regalo?» El otro respondió: «De quien quiso ofrecerlo». «Hijo mío», replicó el Buddha, «me has insultado, pero yo rechazo tu insulto y éste queda contigo. ¿No será acaso un manantial de desventura para ti?» El insensato se alejó avergonzado, pero volvió para refugiarse en el Buddha.
Sona, discípulo de Buddha, se cansó de los rigores del ascetismo y resolvió volver a una vida de placeres. El Buddha le dijo:
«¿No fuiste alguna vez diestro en el arte del laúd?»
«Sí, Señor», dijo Sona.
«Si las cuerdas están demasiado tensas, ¿dará el laúd el tono justo?»
«No, Señor».
«Si están demasiado flojas, ¿dará el laúd el tono justo?»
«No, Señor».
«Si no están demasiado tensas ni demasiado flojas, ¿estarán prontas para ser tocadas?»
«Así es, Señor».
«De igual modo, Sona, las fuerzas del alma demasiado tensas caen en el exceso, y demasiado flojas, en la molicie. Así pues, oh Sona, haz que tu espíritu sea un laúd bien templado».
Un río separaba dos reinos; los agricultores lo utilizaban para regar sus campos, pero un año sobrevino una sequía y el agua no alcanzó para todos. Primero se pelearon a golpes y luego los reyes enviaron ejércitos para proteger a sus súbditos. La guerra era inminente; el Buddha se encaminó a la frontera donde acampaban ambos ejércitos.
«Decidme», dijo, dirigiéndose a los reyes: «¿qué vale más, el agua del río o la sangre de vuestros pueblos?»
«No hay duda», contestaron los reyes, «la sangre de estos hombres vale más que el agua del río».
«¡Oh, reyes insensatos», dijo el Buddha, «derramar lo más precioso por obtener aquello que vale mucho menos! Si emprendéis esta batalla, derramaréis la sangre de vuestra gente y no habréis aumentado el caudal del río en una sola gota».
Los reyes, avergonzados, resolvieron ponerse de acuerdo de manera pacífica y repartir el agua. Poco después llegaron las lluvias y hubo riego para todos.







Título original: Qué es el budismo
Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, 1976

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
©Emecé Editores 1979 y ss.


Foto arriba: Borges en Paris, 01 mayo 1980 (detalle)
por Francoise Lochon/Getty Images

Abajo: Alicia Jurado (s-a) Vía



27/11/17

Marcos-Ricardo Barnatán: «Tuvimos una patria y la perdimos»





Hace pocos años Borges prologaba con amargura un libro de poemas de Manuel Mujica Láinez. Estaban vivos los dos, pero igualmente heridos por un país que había cambiado dramáticamente. "Manuel Mujica Láinez, tuvimos una patria, recuerdas, y los dos la perdimos". Manucho vivía enclaustrado en su finca cordobesa, a la que llamó El Paraíso, y Borges se entregaba compulsivamente a los víajes para estar lejos de Buenos Aires. La patria en la que se habían reconocido ya no existía, se había desangrado lentamente en los últimos 15 años de violencia y descomposición. Ya en 1974 me confesaba Borges en su casa de la calle Maipú su deseo de vivir en Europa; su ciudad le era entonces especialmente hostil, vivía amenazado de muerte y recibía con estoicismo el generoso insulto de su Gobierno. El poeta que había cantado como ninguno los fervores de Buenos Aires comprobaba que el infierno era algo más que una creación de los teólogos y que podía ser parte rutinaria de la realidad. Ginebra resultó ser así la estación final del noble viajero. Tenía para Borges el sabor inigualable de la adolescencia, en Ginebra Borges volvía a ser joven, volvía a descubrir la literatura y a escribir sus primeros poemas en francés, en Ginebra Borges volvía a ser feliz. Por eso la elección última de retornar a los orígenes y morir en el exilio resulta comprensible. Un hombre hecho de soledad, de amor y de tiempo, como él mismo se definió, buscó en el cantón de Ginebra la última de sus patrias.


Argentino

Pero Borges no dejó nunca de ser argentino en el sentido más ecuménico, y sólo una cultura como la argentina pudo producir un genio literario de su naturaleza. Borges era europeo como sólo puede serlo un argentino, y así lo testimonia su literatura plagada de algo más que curiosidad por los sectores más profundos y heterodoxos de la tradición cultural occidental, desde las antiguas literaturas germánicas hasta la Kábala, sin renunciar tampoco a la gran manifestación artística de su tiempo, el cine.
Ejerció una indiscutible maestría en la literatura de nuestra lengua con una socarrona humildad. Su influencia indeleble en los grandes escritores latinoamericanos ha sido reconocida por quienes respetaban su literatura más allá de las coincidencias o divergencias políticas. Cortázar, Vargas Llosa, Cabrera Infante e incluso García Márquez y Carlos Fuentes han repetido muchas veces que ellos no hubieran sido lo que son si no hubieran bebido del manantial borgiano. Y no sería ocioso indagar en el ámbito de otras literaturas, como la francesa, la italiana y las de habla inglesa, donde la huella de su obra puede ser reconocida.
La proyección internacional lograda por Borges es única en la historia de la literatura argentina. Ninguno de los escritores importantes que había dado su país, ni siquiera su admirado Leopoldo Lugones, había conseguido vencer los límites estrictos del mundo hispánico. Borges era un personaje conocido en los grandes semanarios europeos y norteamericanos a quien se le pedía opinión sobre lo divino y lo humano, y además gozaba de la veneración de los círculos universitarios de todo el mundo. Popular y elitista a la vez, podía escribir la letra de una milonga o hablar del anglosajón para iniciados, emocionar con la rotunda sencillez de unos versos dramáticos o internarnos en el laberinto de una prosa elaborada y precisa, tramada de perplejidades metafísicas.
Su retrato no puede dejar de ser contradictorio, sus reacciones imprevisibles incluso para los que le conocíamos de cerca y habíamos estudiado con cierta minuciosidad su obra y su vida. Fue anarquista como su padre durante muchos años, incluso después de renegar del vanguardismo que inflamó sus años juveniles. Llegó a cantar la revolución rusa de octubre en versos hoy olvidados. Y su escepticismo político le permitió ser en sus años mozos radical, cuando su clase social y sus amigos eran conservadores. Fue ferozmente antinazi durante la guerra, y no dejó de mostrar su simpatía por la República española. Sintió las guerras de Israel como algo propio y cantó en poemas militantes la resurrección del pueblo judío. Sufrió la dictadura peronista con valentía, y tras aprobar el golpe militar que derrocó a Isabel Perón, acabó reconociendo su error y condenando la carnicería. Se opuso a la guerra de las Malvinas cuando el más feroz nacionalismo contagiaba a los argentinos de todos los colores.
Estigma
Varias generaciones de escritores hemos recogido de una u otra forma sus lecciones, muchos directamente en las aulas y otros sobre todo en sus libros. La prosa, el verso y el ensayo de nuestra lengua tiene ya el estigma borgiano grabado sobre su rostro, y será difícil que lo borren las modas o las escuelas literarias venideras. En sus últimos meses, Borges y María Kodama preparaban el volumen de las obras completas para la Bibliothèque de la Pléiade, era una de las formas más sublimes de su consagración como clásico. La muerte previsible le impidió el gozo de palpar la fina hoja y sentir el aroma intenso de la tinta, una de las maneras de constatar la realidad que solía tener el maestro muerto. Los libros, que eran no sólo parte esencial de su vida sino una prolongación de su propio cuerpo, de su propia alma.
En El País, Madrid, 16 de junio de 1986
Jorge Luis Borges junto a Marcos-Ricardo Barnatan (der)
Fotografía tomada en abril de 1973 en ingreso a entrevista en la Televisión Española
Gentileza Marcos-Ricardo Barnatán

26/11/17

Jorge Luis Borges: La máquina de pensar de Raimundo Lulio




Lower right in plate: Moncornet ex.; across bottom in plate: B. Raymvndvs Lullivs Philosophvs
Doctrinam Pandit Raymund Lullius omnem, ...

15 de octubre de 1937


Raimundo Lulio (Ramón Llull) inventó a fines del siglo XIII la máquina de pensar; Atanasio Kircher, su lector y comentador, inventó, cuatrocientos años después, la linterna mágica. La primera invención consta en la obra titulada Ars magna generalis; la segunda, en la no menos inaccesible Ars magna lucis et umbrae. Los nombres de ambas invenciones son generosos. En la realidad, en la mera lúcida realidad, ni la linterna mágica es mágica ni el mecanismo ideado por Ramón Llull es capaz de un solo razonamiento, siquiera rudimental o sofístico. Dicho sea con otras palabras: comparada con su propósito, juzgada según el propósito ilustre del inventor, la máquina de pensar no funciona. El hecho es secundario para nosotros. Tampoco funcionan los aparatos de movimiento continuo cuyos dibujos dan misterio a las páginas de las más efusivas enciclopedias; tampoco funcionan las teorías metafísicas y teológicas que suelen declarar quiénes somos y qué cosa es el mundo. Su pública y famosa inutilidad no disminuye su interés. Puede ser el caso (creo yo) de la inútil máquina de pensar.


La invención de la máquina

Ignoramos y siempre ignoraremos (porque es aventurado esperar que la omnisapiente máquina lo revele) cómo fue incoada la máquina. Felizmente, uno de los grabados de la famosa edición maguntina (1721-1742) nos permite conjeturarlo. Es verdad que Salzinger, el editor, juzga que ese grabado es la simplificación de otro más complejo; yo prefiero pensar que es el modesto precursor de los otros. Examinemos ese antepasado (figura 1). Se trata de un esquema o diagrama de los atributos de Dios. La letra A, central, significa el Señor. En la circunferencia la B quiere decir la bondad, la C la grandeza, la D la eternidad, la E el poder, la F la sabiduría, la G la voluntad, la H la virtud, la I la verdad, la K la gloria. Cada una de esas nueve letras equidista del centro y está unida a todas las otras por cuerdas o por diagonales. Lo primero quiere decir que todos los atributos son inherentes; lo segundo, que se articulan entre sí de tal modo que no es heterodoxo afirmar que la gloria es eterna, que la eternidad es gloriosa, que el poder es verídico, glorioso, bueno, grande, eterno, poderoso, sapiente, libre y virtuoso, o bondadosamente grande, grandemente eterno, eternamente poderoso, poderosamente sabio, sabiamente libre, libremente virtuoso, virtuosamente veraz, etcétera, etcétera.


Figura 1: Diagrama de los atributos divinos

Quiero que mis lectores alcancen bien toda la magnitud de ese etcétera. Abarca, por lo pronto, un número de combinaciones muy superior a las que puede registrar esta página. El hecho de que sean del todo vanas —de que, para nosotros, decir que la gloria es eterna es tan estrictamente nulo como decir que la eternidad es gloriosa— es de un interés secundario. Ese diagrama inmóvil, con sus nueve mayúsculas repartidas en nueve cámaras y atadas por una estrella y unos polígonos, es ya una máquina de pensar. Es natural que su inventor —hombre, no lo olvidemos, del siglo XIII— la alimentara con materias que ahora nos parecen ingratas. Nosotros ya sabemos que los conceptos de bondad, de grandeza, de sabiduría, de poder y de gloria, son incapaces de engendrar una revelación apreciable. Nosotros (en el fondo, no menos ingenuos que Llull) la cargaríamos de un modo distinto. Sin duda, con las palabras Entropía, Tiempo, Electrones, Energía potencial, Cuarta dimensión, Relatividad, Protones y Einstein. O, también: Plusvalía, Proletariado, Capitalismo, Lucha de clases, Materialismo dialéctico, Engels.


Los tres discos

Si un mero círculo, subdividido en nueve cámaras, da lugar a tantas combinaciones, ¿qué no podemos esperar de tres discos, giratorios, concéntricos y manuales, hechos de madera o de metal y con sus quince o veinte cámaras cada uno? Eso pensó el remoto Ramón Llull en su isla roja y cenital de Mallorca, y planeó su máquina ilusa. Las circunstancias y propósitos de esa máquina (figura 2) no nos interesan ahora; sí el principio que la movió: la aplicación metódica del azar a la resolución de un problema.

En el exordio de este artículo dije que la máquina de pensar no funciona. La he calumniado: elle ne fonctionne que trop, funciona abrumadoramente. Imaginemos un problema cualquiera: dilucidar el «verdadero» color de los tigres. Doy a cada una de las letras lulianas el valor de un color, hago rodar los discos y descifro que el inconstante tigre es azul, amarillo, negro, blanco, verde, morado, anaranjado y gris o amarillamente azul, negramente azul, blancamente azul, verdemente azul, moradamente azul, azulmente azul, etcétera... Ante esa ambigüedad torrencial, los partidarios de la Ars magna no se arredraban: aconsejaban el empleo simultáneo de muchas máquinas combinatorias, que (según ellos) se irían orientando y rectificando, a fuerza de «multiplicaciones» y «evacuaciones». Durante mucho tiempo, muchos creyeron que en la paciente manipulación de esos discos estaba la segura revelación de todos los arcanos del mundo.



Figura 2: La máquina de pensar de Raimundo Lulio

Gulliver y su máquina

Quizá recuerden mis lectores que Swift, en la tercera parte de los Viajes de Gulliver, se burla de la máquina de pensar. Propone o describe otra, más compleja, donde la intervención humana es harto menor.

Esta máquina —refiere el capitán Gulliver— es un armazón de madera, hecha de cubos de tamaño de un dado, eslabonados por alambres sutiles. En las seis caras de los cubos hay palabras escritas. A los lados de esa armazón horizontal hay manijas de hierro. Basta moverlas para que se inviertan los cubos. A cada vuelta cambian las palabras y el orden. Luego se leen atentamente, y si dos o tres forman una oración o trozo de oración los estudiantes las anotan en un cuaderno. «El profesor», agrega fríamente Gulliver, «me señaló varios volúmenes en folio imperial, llenos de frases rotas: materiales preciosos que era su propósito organizar para ofrecer al mundo un sistema enciclopédico de todas las artes y ciencias».


Vindicación final

Como instrumento de investigación filosófica, la máquina de pensar es absurda. No lo sería, en cambio, como instrumento literario y poético. (Agudamente anota Fritz Mauthner —Woerterbuch der Philosophie, volumen primero, página 284— que un diccionario de la rima es una especie de máquina de pensar.) El poeta que requiere un epíteto para «tigre», procede en absoluto como la máquina. Los va ensayando hasta encontrar uno que sea suficientemente asombroso. «Tigre negro» puede ser el tigre en la noche; «tigre rojo», todos los tigres, por la connotación de la sangre.





Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal 
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Imagen arriba: Raymundo Lulio - plate: 16.4 x 11.6 cm
Fuente: National Gallery of Art

Abajo: Facsímil  Ars Magna 
Biblioteca Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, ms. 8c.IV.6
Pergamino impreso


25/11/17

Juan José Millás: Borges sueña a Bioy







Si lo piensan, lo extraordinario de esta imagen es su textura onírica. Como si el fotógrafo, para obtenerla, se hubiera colado en el sueño de alguien. Imaginemos que eso es posible, que se puede entrar de forma subrepticia, con una cámara de fotos, en la cabeza de un durmiente. En la de tu mujer, pongamos por caso, en la de un amigo, en la de un adversario, o en la de una persona que te resulta del todo indiferente. Supongamos que te es permitido regresar de ese viaje con un fotograma. ¿Se parecería a éste? Quizá sí, en la atmósfera al menos, en el color, en esa geometría del fondo, tan cargada de elementos arquitectónicos simbólicos que parece un decorado. Esa perspectiva lineal, con ambición de punto de fuga, es resueltamente alucinatoria. Y luego está el sujeto retratado, de nombre Adolfo Bioy Casares, escritor argentino que practicó, entre otros, el género fantástico. ¿No les parece que nos observa también desde una dimensión de la realidad que poco o nada tiene que ver con la vigilia? Parece como sonámbulo, como perdido en un mundo de sombras alejado del nuestro.
Recuerdo que cuando tropecé con el retrato en las páginas de Cultura del periódico, lo confundí durante unas décimas de segundo con Borges, del que fue amigo íntimo y colaborador. Tras caer en la cuenta del error, que me produjo una sorpresa embarazosa, continué observando la imagen, intentando adivinar qué me había conducido a él. Ahora creo haberlo adivinado: se trata de una instantánea de Bioy, en efecto, pero que parece sacada de un sueño de Borges. ¡Es Borges soñando con Bioy! ¿O no?

Texto y foto en: El País, Madrid, 20 de febrero de 2015
Retrato de Adolfo Bioy Casares por Gorka Lejarcegi


24/11/17

Dios dirige los destinos de José, hijo de Jacob, y, por su intermedio, los de Israel







Israel amaba a José más que a todos sus otros hijos por ser el hijo de la ancianidad, y le hizo una túnica talar. Viendo sus hermanos que el padre lo amaba más que a todos, llegaron a odiarlo; y no podían hablarle amistosamente. Tuvo José un sueño que contó a sus hermanos y acrecentó el odio de éstos. Les dijo: «Oíd, si queréis, el sueño que he tenido. Estábamos nosotros en el campo atando haces cuando vi que mi haz se levantaba y mantenía en pie, y los vuestros lo rodeaban y se inclinaban ante el mío, adorándolo.» Sus hermanos le dijeron: «¿Es que vas a reinar sobre nosotros y dominarnos?» Y lo odiaron más. Tuvo José otro sueño, que contó a sus hermanos: «Mirad, he tenido otro sueño y he visto que el sol, la luna y once estrellas me adoraban.» Contó el sueño a su padre y éste lo increpó: «¿Qué sueño es ése que has soñado? ¿Acaso vamos a postrarnos ante ti, yo, tu madre y tus hermanos?» Sus hermanos lo envidiaban, pero al padre le daba que pensar.
Génesis, 37, 3 −11



Antologado en Jorges Luis Borges: Libro de sueños (1975)
© 1995, María Kodama
© 2013, Buenos Aires, Random House Mondadori
© 2015, Buenos Aires, Debolsillo, segunda edición

También en Colección La Biblioteca de Babel, 32




23/11/17

Jorge Luis Borges: Prólogo a la edición alemana de «La carreta», de Amorim







Los rasgos capitales de la literatura gauchesca de cualquier orilla del Plata han sido enumerados con orgullo más de una vez: su rústico vigor, sus afinidades homéricas, su perdonable o más bien admirable incorrección, su autenticidad. Admitidos (y aun venerados) esos amenísimos rasgos, me atrevo a añadir otro en voz baja, no menos indudable que silenciado: el exclusivo origen urbano de toda esa literatura silvestre. Ha sido, desde luego, obra de ciudadanos que han intimado con el campo y sus gauchos, de modo que es injusto acusarla de errores de hecho, de meras equivocaciones de hecho. Su error más habitual es de otro orden: hablo de sus malas costumbres sentimentales. El escritor de Buenos Aires o de Montevideo que habla de gauchos, propende al mito, voluntaria o involuntariamente. Más de cien años de literatura anterior gravitan sobre él. El examen de esa literatura es curioso. Burlas, vacilaciones y parodias prefiguran el semidiós. El uruguayo Hidalgo, padre de los primeros gauchos escritores, ignora que su generación es divina y los mueve con toda familiaridad. Ascasubi también, en los cantos felices y belicosos de Paulina Lucero. Hay alegría en esos cantos y burlas, pero jamás nostalgia. De ahí al olvido en que Buenos Aires los tiene y su preterición a favor del gárrulo y senil Santos Vega, del mismo autor: impenetrable sucesión de trece mil versos urdidos en el París desconsolado lado de 1871. Esa lánguida crónica —obra de un viejo militar argentino que sufre la nostalgia de la patria y de sus años briosos— inaugura el mito del gaucho. En el prefacio de la primera edición, Ascasubi declara su propósito apologético. “Por último (nos dice), como no creo equivocarme al pensar que no hay índole mejor que la de los paisanos de nuestra campaña, he buscado siempre el hacer resaltar las buenas condiciones que suelen adornar el carácter del gaucho.” Son palabras de 1872; ese mismo año, Hernández publica en Buenos Aires el primer cuaderno de la obra fundamental de la literatura gauchesca: el Martín Fierro. Martín Fierro es un gaucho amalevado de cuya perdición y triste destino es culpable el ejército. El favor alcanzado por Martín Fierro crea la necesidad de otros gauchos, no menos oprimidos por la ley y no menos heroicos. Eduardo Gutiérrez, escritor olvidado con injusticia, los suministra infinitamente. Su procedimiento, su empeño, son mitológicos. Pretende, como todos los mitos, repetir una realidad. Compone biografías de gauchos malos para justificarlos. Un día, hastiado, se arrepiente. Escribe Hormiga Negra, libro de total desengaño. Buenos Aires lo hojea con frialdad; los editores no lo reimprimen… Hacia 1913 Lugones dicta en el abarrotado teatro Odeón su apología tumultuosa del Martín Fierro, y, en ella, la del Gaucho. Faltaba, sin embargo, la apoteosis. Güiraldes la acomete y la lleva a término en Don Segundo Sombra. Todo ese libro está gobernado por el recuerdo, por el recuerdo reverente y nostálgico. En Don Segundo los riesgos, las durezas, las austeridades del gaucho, están agigantados por el recuerdo. La explicación es fácil. Güiraldes trabaja con el pasado de la provincia de Buenos Aires, de una provincia donde la inmigración, la agricultura y los caminos de hierro han alterado profundamente el tipo del gaucho.

Enrique Amorim trabaja con el presente. La materia de sus novelas es la actual campaña oriental: la dura campaña del Norte, tierra de gauchos taciturnos, de toros rojos, de arriesgados contrabandistas, de callejones donde el viento se cansa, de altas carretas que traen un cansancio de leguas. Tierra de “estancias” que están solas como un barco en el mar y donde la incesante soledad aprieta a los hombres.

Enrique Amorim no escribe al servicio de un mito, ni tampoco en contra. Le interesan, como a todo auténtico novelista, las personas, los hechos y sus motivos, no los símbolos generales. (Lo anterior no quiere decir que sus personajes sean incapaces de una interpretación simbólica; la misma realidad no lo es.) En las páginas de Amorim, los hombres y los hechos del campo están sin reverencia y sin desdén, con entera naturalidad. Yo sé que su lectura será un gewaltiges Erlebnis para el lector alemán. 


En Miscelánea (Ed. Mondadori)
© 1995, 2011, María Kodama
Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 9 de julio de 1937
Foto: Amorim y Borges durante una tertulia en Salto, Uruguay
Imagen restaurada por el Institut Valenciá de Cultura

22/11/17

Jorge Luis Borges: Ginebra






De todas las ciudades del planeta, de las diversas e íntimas patrias que un hombre va buscando y mereciendo en el decurso de los viajes, Ginebra me parece la más propicia a la felicidad. Le debo, a partir de 1914, la revelación del francés, del latín, del alemán, del expresionismo, de Schopenhauer, de la doctrina del Buddha, del Taoísmo, de Conrad, de Lafcadio Hearn y de la nostalgia de Buenos Aires. También la del amor, la de la amistad, la de la humillación, y la de la tentación del suicidio. En la memoria todo es grato, hasta la desventura. Esas razones son personales; diré una de orden general. A diferencia de otras ciudades, Ginebra no es enfática. París no ignora que es París, la decorosa Londres sabe que es Londres, Ginebra casi no sabe que es Ginebra. Las grandes sombras de Calvino, de Rousseau, de Amiel y de Ferdinand Hodler están aquí, pero nadie las recuerda al viajero. Ginebra, un poco a semejanza del Japón, se ha renovado sin perder sus ayeres. Perduran las callejas montañosas de la Vieille Ville, perduran las campanas y las fuentes, pero también hay otra gran ciudad de librerías y comercios occidentales y orientales.
Sé que volveré siempre a Ginebra, quizá después de la muerte del cuerpo.



Texto y foto en Atlas, con María Kodama
Selección de fotografías de la colección de María Kodama
©1984, Borges, Jorge Luis
©1984, Edhasa 



21/11/17

Jorge Luis Borges: Prólogo a «América. Relatos Breves» de Franz Kafka






1883, 1924. Esas dos fechas delimitan la vida de Franz Kafka. Nadie puede ignorar que incluyen acontecimientos famosos: la primera guerra europea, la invasión de Bélgica, las derrotas y las victorias, el bloqueo de los imperios centrales por la flota británica, los años de hambre, la revolución rusa, que fue al principio una generosa esperanza y es ahora el zarismo, el derrumbamiento, el tratado de Brest-Litovsk y el tratado de Versalles, que engendraría la Segunda Guerra. Incluye asimismo los hechos íntimos que registra la biografía de Max Brod: la desavenencia con el padre, la soledad, los estudios jurídicos, los horarios de una oficina, la profusión de manuscritos, la tuberculosis. También, las vastas aventuras barrocas de la literatura: el expresionismo alemán, las hazañas verbales de Johannes Becher, de Yeats y de James Joyce.

El destino de Kafka fue transmutar las circunstancias y las agonías en fábulas. Redactó sórdidas pesadillas en un estilo límpido. No en vano era lector de las Escrituras y devoto de Flaubert, de Goethe y de Swift. Era judío, pero la palabra judío no figura, que yo recuerde, en su obra. Ésta es intemporal y tal vez eterna. 

Kafka es el gran escritor clásico de nuestro atormentado y extraño siglo.






En  Biblioteca Personal (1988)
Al pie, portada de América. Relatos Breves de Franz Kafka
Prólogo de Jorge Luis Borges
Col. La Biblioteca de Babel
En la II Bienal Borges-Kafka, Buenos Aires, 2010

20/11/17

Estela Canto: Entrevista con Jorge Luis Borges (1946)







Cuando se haga la historia del "caso Borges" se le reconocerá, antes que nada, como "genio de la evasión" —su predilección por las novelas policiales sería tal vez un indicio psicológico de esto— y se tendrá en cuenta, por ello, la infinita tarea que representa para un cronista entrevistar a Borges. Por lo pronto, debemos partir de un supuesto: el talento especialísimo de Borges se manifiesta —en general, porque nada nos garantiza lo contrario— tratando burlonamente lo que nos parece más estimable (probablemente lo que a él mismo le parece lo más estimable) y diciéndonos de pronto una frase brillante y aguda sobre aquello que creíamos despreciable. De esta manera se producen curiosos contrastes y desorientaciones: a veces tenemos la sensación de que Borges quiere darse a conocer, que nos indica algo; a veces creemos que no hay para él nada respetable.

—¿Qué opina sobre la novela argentina? —le preguntamos, para iniciar de un modo tan banal y temerario como tradicional el interrogatorio.

—Compruebo con placer que los novelistas argentinos están comprendiendo que la mera probidad y la mera veracidad son insuficientes —nos contesta Borges— y que la invención y la construcción no son actividades veladas. A la inconexa "tranche de vie" o a las efusiones autobiográficas de hace algunos años, y aun de hoy, están sucediendo obras que tienen en cuenta al lector, y que procuran, con no siempre frustrado propósito, distraerlo e interesarlo. Mencionar nombres es incurrir en inevitables omisiones, pero quiero destacar, entre otras, "La invención de Morel" de Adolfo Bioy Casares.

Inmediatamente Borges nos hace una reseña más o menos completa de las novelas, premiadas y no premiadas, publicadas en los últimos años. Parece, indudablemente, satisfecho de la línea últimamente seguida por nuestra novelesca incipiente.

—Quiero, asimismo, volver a llamar la atención sobre el extraordinario cuento de un escritor que se ha incorporado a nuestras letras: "El hechizado", de Francisco Ayala, y de las elegantes narraciones policiales de Manuel Peyrou. Un acontecimiento importante para la literatura argentina sería la publicación en un tomo de los admirables cuentos fantásticos de Santiago Dabove, hasta ahora dispersos.

A otra pregunta nuestra, que lanzamos al advertir que Borges está decidido a hablar sin hacer uso de sus respuestas desconcertantes, nos dice:

—La época funesta en que estamos no dejará de influir en la literatura argentina, melancólicamente. Los escritores de vocación servil cultivarán una literatura puramente formal, con adulaciones a la religión católica y a la (imaginaria) tradición; los más desaprensivos descubrirán asiduamente el color local y abundarán en virtuosos gauchos y en irreprochables desaparrados. Cada partido de cada provincia de la República dará su "Don Segundo Sombra", debidamente halagado y edulcorado. También padecerá la literatura de los escritores independientes, que se verán (que nos veremos) obligados a emitir opiniones justas, pero no asombrosas, sobre la libertad y la dignidad de protestar contra las crecientes injusticias que el inmediato porvenir, digno sin duda del bochornoso presente, nos deparará.

—¿Qué opina del existencialismo?

—¿Qué es eso? —nos pregunta Borges. Pasamos un momento embarazoso: nosotros tampoco sabíamos nada del existencialismo, y habíamos contado con Borges para enterarnos. Rápidamente nos escapamos por la tangente con otra pregunta:

—¿Qué opina de la literatura francesa de la resistencia?

—¿Es que existe esa literatura? —nos contesta Borges. Evidentemente no quiere decirnos nada. Estamos tentados de decirle que, en algunos sectores, esta literatura es casi tan popular como la de las novelas policiales, pero prudentemente guardamos silencio y, finalmente, hacemos la más inocente de las preguntas:

—¿Qué opina sobre el cine nacional?

—He visto muy pocos films argentinos; conservo un admirativo, aunque borroso recuerdo de "Prisioneros de la tierra"; también he visto "La guerra gaucha", creo recordar alguna polvorienta y vana batalla, despojada no sólo de todo horror, sino de todo interés.
Creo que la cinematografía argentina debería, hoy por hoy, limitarse a aquellos temas que ofrecen menos tentaciones patrióticas y sensibleras. Le convendría, creo, evitar los temas vernáculos, que inevitablemente se prestan a bajas efusiones y a confusas complacencias. No sé cómo resultará la filmación de "Un marido ideal" de Oscar Wilde, y de "Madame Bovary" de Flaubert; no es imposible que el resultado sea funesto y justifique la irrisión o la compasión de todos los hombres; a priori, sin embargo, esos proyectos me parecen simpáticos.

Finalmente para dar ocasión a Borges de explayarse sobre uno de sus temas favoritos, le preguntamos: 

—¿Qué opina sobre el tango?

Él nos corrige:

—¿Sobre la música popular? Opino que las milongas y los primeros tangos son admirables, porque expresaban una felicidad presente y un coraje presente; ahora nos complacemos en ellos, pero nuestra complacencia está contaminada de nostalgia y de la sensación de lo irreparablemente perdido, de lo que ya no se recobrará. La conciencia de una actual cobardía (copiosamente evidenciada en la literatura en estos últimos años) nos lleva a sobrestimar y a extrañar el antiguo coraje.

Estas últimas palabras nos llevan a preguntar al gran escritor que supo dar honda visión de nuestros compadritos: 

—¿Qué opina del coraje? 

Borges, olvidando la entrevista, nos contesta:

—Es lo que más admiro.

—¿Por qué?

—Porque me parece lo más difícil de conseguir.




Revista Cabalgata, Quincenario Popular. Espectáculos, Literatura, Noticias, Ciencias, Artes
Buenos Aires, Año I, N° 4, 19 de noviembre de 1946

Antologado en Textos recobrados 1931-1955
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© María Kodama 2001
© Emecé Editores, Buenos Aires, 2001


Foto (sin atribución): Jorge L. Borges y Estela Canto en la Costanera de Buenos Aires (1945) Vía


18/11/17

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: «El sabor de lo épico» ("En diálogo", II, 59)





Osvaldo Ferrari: Hay un sabor, dice usted en un ensayo, Borges, que nuestro tiempo no suele percibir: el elemental sabor de lo heroico.
Jorge Luis Borges: Sí, curiosamente la poesía empezó por la épica, es decir, los poetas no empezaron cantando sus pesares, o sus ocasionales venturas personales; tomaron temas de la épica. Y se ha dicho que la novela es una degeneración de la epopeya. Ahora, la palabra degeneración es peyorativa, yo no querría usarla; pero por qué no suponer que se empezó por el verso —desde luego, más memorable, más recordable que la prosa— y que ese verso fue… y, heroico, épico…
.
—A mí curiosamente me mueve más lo épico que lo lírico, o que lo elegíaco inclusive. A veces —por qué no confesarlo, ya que estamos solos aquí los dos—, a veces yo he llorado leyendo algo, y siempre he llorado cuando he leído algo épico; no cuando he leído algo patético en otro sentido, elegíaco o sentimental. Pero esa preferencia mía por la épica es tan grande que tiendo a juzgar a los novelistas en función de la épica, lo cual es evidentemente ilógico. Quizá por esa razón, yo diría que para mí, el novelista —aunque no hay ninguna razón para elegir uno, habiendo muchos— sería Joseph Conrad. Y en Conrad es evidente el elemento épico, además, tenemos en él el tema del mar, que es épico, ya que es el tema de la aventura, de las heroicas navegaciones; de manera que en Conrad —que para mí es el novelista— uno siente ese difícil, ese hoy inaccesible sabor de la épica. Y ya que estamos hablando de la épica, querría recordar, de paso, algo que sin duda ya he recordado, y es que en un tiempo en el cual los poetas habían olvidado su origen épico, y, por qué no, su deber de ser épicos, Hollywood se encargó, para el mundo, de ese deber. Y ahora el Oeste —el Far West— está en todas partes del mundo, ya que en todas partes del mundo, el mito —ya podemos llamarlo mito— de la llanura y del jinete, el mito del cowboy, se verifica. En todas partes del mundo hay gente que está saliendo de un cinematógrafo, y están un poco asombrados de encontrarse en… bueno, donde fuera; en Bucarest, en Moscú, en Buenos Aires, en Londres, en Montreal; y salen a esas ciudades, que son sus ciudades, pero salen del Oeste. Y no del Oeste tal como es sino del Oeste mítico: del Oeste del cowboy.
Es decir, que Hollywood ha vuelto ecuménica la épica en nuestra época.
—Sí, y el hecho de que lo haya hecho por razones comerciales no es importante; el hecho es el sabor de lo épico. No sé si le he contado alguna vez —por qué no referirlo ahora— un episodio creo que de la «Grettir saga», la saga de Grettir, la saga del fuerte Grettir *. El episodio es así: un hombre tiene su granja en lo alto de un cerro, y oye que llega alguien y llama; pero llama de un modo débil, y no le hace caso. Después vuelve a llamar con más fuerza, y entonces él sale; al estar afuera le molesta un poco haber salido, porque está lloviznando. Y en ese momento —el que ha llegado es su enemigo— y el enemigo está esperando a la vuelta de la casa; se arroja sobre él, y lo mata de una puñalada. Y entonces el hombre, al morir —claro, sin duda le gustaban mucho las armas blancas—, al morir dice: «Sí, ahora se usan estas hojas tan anchas». Y uno ve que es un hombre muy valiente, que se olvida de su muerte personal; que no dice nada patético, pero que se fija en el detalle de que en ese momento se usaban esas hojas tan anchas, esa hoja tan ancha que está matándolo.
Eso tiene el sabor de lo épico.
—Sí, y cuando yo leí eso por primera vez, lloré. Ahora ya lo he contado tantas veces, que puedo contarlo con los ojos secos; pero creo que eso tiene el sabor de la épica. Cualquier otro escritor, aunque se llamara Eurípides, o Shakespeare, habría hecho que el hombre dijera algo que se refiriera a ese momento; pero precisamente ya que el hombre es valiente, bueno, se olvida de que está muriéndose, y hace esa observación. Voy a darle una mala noticia, y es que el traductor alemán —que era un buen escandinavista, pero que no tenía sentido estético— traduce eso no según la frase que debía traducirse: «Ahora se usan estas hojas tan anchas», sino que la traduce por algo como: «Estas hojas están a la moda». Echa a perder todo.
Ha estropeado todo.
—Ha estropeado todo, ¿eh?, lo que demuestra que para traducir un libro no basta ser un erudito, hay que sentirlo también. Ese pasaje —uno de los más patéticos de la literatura para mí y de un indudable sabor heroico— está echado a perder por la palabra «moda». Qué raro, porque se trata de un excelente escandinavista; creo que tiene a su cargo la edición de una serie de sagas escandinavas, libros de mitología escandinava, estudios sobre la cultura de Islandia… y sin embargo, ha cometido esa gaffe, digamos, que lo descalifica como traductor. Bueno, habría también otros ejemplos de lo épico… por ejemplo, yo recuerdo esta estrofa del Martín Fierro —pero no sé si es épica, o si puede calificársela como épica:
«Viene uno como dormido
cuando vuelve del desierto,
veré si a explicarme acierto
entre gente tan bizarra
y si al sentir la guitarra
de mi sueño me despierto».
Creo que ese «Viene uno como dormido / cuando vuelve del desierto» hace que uno sienta lo vasto y lo monótono del desierto, ¿no?
Exacto.
—Porque de algún modo se compara al desierto con el sueño; y de un modo indirecto, que es el más eficaz. Pero, aun en la literatura contemporánea uno encuentra rasgos épicos; hablando de libros recientes, yo diría… yo pienso en dos libros: en Los siete pilares de la sabiduría del coronel Lawrence, hay dos pasajes que recuerdo —ambos son épicos—. Los dos ocurren después de una victoria —quizá la misma victoria— una victoria de los árabes, comandados por él, sobre los turcos. En uno de ellos, él dice (está montado en un camello), dice que sintió «la vergüenza física del éxito», la vergüenza física de la victoria. Y el otro es más lindo: se trata de un regimiento de alemanes y de austríacos que están batiéndose, naturalmente, de parte de los turcos. Ahora, esos hombres, huyen los turcos y ellos se mantienen firmes, y entonces… bueno, claro, eran europeos y Lawrence pudo haber sentido afinidad por ellos. Pero mejor es olvidar eso; y entonces escribe él inolvidablemente: «Por primera vez en esa campaña, me sentí orgulloso de los hombres que habían matado a mis hermanos». Y ese hecho de enorgullecerse del valor de los enemigos es épico.
Y revela una grandeza particular.
—Claro, yo no creo que sea común eso; generalmente se supone que para combatir hay que odiar a los enemigos. Eso, bueno, lo saben muy bien los gobiernos, que incitan al odio, porque si no fuera por el odio; por esa pasión que desgraciadamente es tan fuerte, la gente comprendería que es insensato y criminal que un hombre mate a otro. En cambio, estimulado por el odio puede hacerlo. Pero Lawrence, ciertamente, no sintió odio por aquellos enemigos, y pudo enorgullecerse —lo cual yo creo que es único en la literatura o en la historia—, pudo sentirse orgulloso del valor de sus enemigos. Un sentimiento nobilísimo. Y bastarían esas dos frases para probar algo que no necesita ser probado: y es que Lawrence era un hombre de genio, y un hombre excepcional. El hecho de sentir la victoria o el éxito como una vergüenza, y de sentir esa vergüenza físicamente; y el hecho de sentirse orgulloso del valor de los enemigos, son dos rasgos que, que yo sepa, no se encuentran en otra parte —y he pasado buena parte de mi vida leyendo, o mejor dicho releyendo, ya que creo que releer es un placer tan grato como el de leer, como el de descubrir—. Además, cuando uno relee, uno sabe que lo que relee es bueno, ya que ha sido elegido para la relectura. Y aquí recuerdo a Schopenhauer, que dijo que no había que leer ningún libro que no hubiera cumplido cien años, porque si un libro ha durado cien años, algo habrá en él. En cambio, si uno lee un libro que acaba de aparecer, se expone a sorpresas no siempre agradables. De modo que la virtud de los clásicos sería ésa: el hecho de haber sido aprobados; claro que muchas veces por la superstición, otras veces por el patriotismo… en fin, por diversas cosas. Pero, con todo, el hecho de que un libro haya durado, bueno, demuestra que hay algo en él que los hombres han encontrado, y con lo cual quieren reencontrarse. Creo que es aceptada generalmente la teoría de que la literatura empieza por la épica, y se llega luego a la novela —que vendría a ser una forma en prosa de la épica, aunque las sagas, muchas de las cuales son heroicas, están escritas en prosa; de modo que eso no es lo importante.
Pero ese sabor, ese sabor de lo épico, que a usted indudablemente le ha inspirado muchas de sus páginas
—Bueno, ojalá, pero no sé si yo soy… yo creo que soy mejor lector que escritor (ríe).
— (Ríe) Usted lo encontró, recuerdo ahora, entre nuestros escritores, en Ascasubi; la alegría, casi diría, de lo épico.
—Sí, que es algo que no se encuentra en el Martín Fierro, por ejemplo; porque Martín Fierro es un hombre valiente —es un hombre valiente, triste, y que fácilmente se apiada de sus desgracias, y no de las desgracias ajenas—. En cambio, en Ascasubi hay como una especie de —yo escribí alguna vez la frase, por qué no repetirla, ya que nadie la recuerda—: «Coraje florido»; es decir, la idea del coraje, y el coraje como una flor, como una gala.
—Sí, el subtítulo del libro, que es lindísimo, que es quizá superior a muchas de las páginas del libro: Los gauchos de la República Argentina y Oriental del Uruguay cantando y combatiendo hasta derribar al tirano Don Juan Manuel de Rosas y a sus satélites. «Satélites» no es muy feliz, pero no importa; la idea de «Cantando y combatiendo»… y hablando de eso, estuve hojeando hace unos días los viajes de Marco Polo, y ahí él dice —y esto lo he recordado en un poema recientemente— que los tártaros cantaban en las batallas. Serían sin duda canciones épicas, pero esas canciones ellos las cantaban; y creo que hasta hace poco era común que las batallas estuvieran acompañadas por la música.
Usted dice también haber sentido el sabor de lo heroico, inconfundiblemente, en La Ilíada.
—En La Ilíada sí, en cambio, en La Odisea no; hay más bien un sabor romántico de la aventura, de los viajes… eso se siente cuando Héctor se despide de su mujer, y se entiende —los dos saben que no se verán más—, Héctor está a punto de batirse, bueno, con un semidiós, con Aquiles: hijo de un dios y de una mujer. Y a propósito de ese nacimiento de Aquiles, recuerdo una frase del poeta Licofronte, llamado «el oscuro», que llama a Hércules «León de la triple noche» [+] . Ahora, ¿por qué «de la triple noche»?; porque Zeus, para que durara más el placer, hizo que la noche en que engendró a Hércules durara tres noches. Y «león» es fácilmente sinónimo de héroe, pero esa frase, que sin duda es oscura a primera vista, «León de la triple noche», se refiere a esa triple noche en que fue engendrado Hércules. Ahora, yo quisiera hacer otra observación, y es ésta: yo he explicado la frase, y es la explicación que dan los comentadores; pero creo que aunque uno no conociera la explicación, la frase ya es linda, ¿no?
Es muy hermosa.
—El efecto estético es anterior a la explicación lógica.
Claro.
—Uno oye la frase.
Y es suficiente.
—Y es suficiente, y es quizás una lástima que sea explicada —no, en este caso no, ya que la justifica—. Pero quizá el hecho estético sea siempre anterior a la explicación; es decir, si una frase empieza sonando bien, está bien. Conviene que tenga explicación, naturalmente, conviene que no sea disparatada porque eso puede enturbiar el goce estético; si puede explicarse, mejor. En todo caso, la explicación es secundaria, creo que uno siente inmediatamente la emoción estética cuando oye: «León de la triple noche». 
El efecto es, como decían los griegos, el de la «patencia», el de lo patente, el de lo inmediato.
—Sí, eso es inmediato, y se da, bueno, con tantos sabores de lo épico; aquel que yo he recordado tantas veces, cuando el rey sajón le dice, le promete al rey noruego: «Seis pies de tierra», y ya que es tan alto, «uno más». Ahora, está bien porque ahí la amenaza está dada como un ofrecimiento, como un don, ¿no?; claro, el otro quiere territorio, y él le promete «Seis pies de tierra». (Véanse citas)
Lo que implica la tumba.
—Implica la tumba, pero tiene más fuerza que si dijera: seis pies para enterrarlo.
Por supuesto, está implícito.
—Bueno, y ahora que estamos hablando de tierra, recuerdo una frase, creo que del general Patton —no sé, los franceses le reprocharon, con mucha ingratitud, algún propósito imperialista—; y Estados Unidos había enviado, creo, un millón de hombres a la guerra, por lo menos. Y muchos de ellos murieron por liberar a Francia. Entonces, Patton contestó diciendo que él sólo le pedía a Francia el territorio necesario para enterrar a sus muertos. Con lo cual les recordaba lo que había hecho por ellos. Y lo hizo de un modo indirecto, con más fuerza que de otro modo; si él hubiera dicho: «Sólo necesito el terreno necesario para enterrar a los soldados que murieron por ustedes» no, no hubiera tenido fuerza.


Véase también Jorge Luis Borges: Épica

[*] En Borges profesor. Clase 22



Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)

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