El batir de las olas

C024. Olas

Ayer, sentado sobre los restos de un muro de un antiguo cuartel de la Guardia Civil Costera, demolido por el influjo del mar y por la succión de la placa tectónica del levante español, contemplaba el ir y venir de las olas y cómo impactaban con fuerza a mis pies.

Ayer, mirando las olas, vi pasar el tiempo, vi pasar la vida, vi pasar a mi propio ser. Me contemplé a mí mismo en mis idas y venidas, en mis embates ante el infortunio y mi suave morir en la orilla ante la fortuna.

Ayer, en las olas, contemplé mi estado de ánimo, mi espíritu, mi vida y mi vivir; vi lo que soy y lo que fui. Vi lo que seré. Porque en ese reflujo de ir y venir, con ese arremeter impetuoso hasta chocar con lo inevitable, con ese retroceder derrotado, hacia los cuarteles de invierno, hacia la serenidad del mar profundo, me vi.

Vi la soberbia engreída de quien se siente fuerte y potente, dominador del mundo y de sí mismo, chocar contra la realidad incontestable de la verdad. Vi la soberbia humillada ante la serena realidad de quien todo lo puede; ante la mansedumbre del muro, que estático, permanece, cual si fuera Dios soberano.

Pero el muro, esa parte de lo que fue un cuartel, va cayendo demolido por el orgulloso mar, por el frenesí constante del embate de las olas, no es Dios. El muro cambia, se estremece y se derruye paulatinamente; Dios no. Dios permanece siempre; nada ni nadie puede mellar su ser. Ni multitud de olas, ni multitud de gentes, ni multitud de tiempo; nada, Él siempre permanece.

Pero, así como el muro cae ante las olas y se funde lentamente con ellas, siendo engullido en su seno, Dios no cae, no es engullido; busca, por el contrario, que se fundan en Él las olas del mal que intentan derribarlo, hasta hacerlas uno en Él. Dios asume en sí el mal del mundo, todos los embates de las olas y su fuerza espumosa, hasta convertirlas en suave deslizar hacia tierra de las aguas agitadas del mar; hasta que la inconsistencia del agua se funda con la firmeza de la tierra y permanezca en ella.

Así ha sido mi vida. Así puede ser en el futuro. Solo hay dos situaciones posibles: vivir para el muro, y ser engullido a la larga por el mal del mar, o vivir para Dios, y ser llevado hacia la seguridad de su bien y su amor por siempre. Solo hay dos opciones: ser vencido por el mal o vivir sumiso ante el Bien. Así planteado, ¡qué sencillo!

Mas, me temo, que no será así. Sabiendo con todo mi ser, hasta la última fibra de mi yo, que soy llamado por el Bien, en no pocas ocasiones optaré por dejarme arrastrar por las olas, llevado por la etérea ilusión de su fuerza y su bravura. Porque, el ser estático de Dios, apenas cognoscible, no es sensualmente atrayente, mientras que las olas muestran majestuosamente su poder, aunque poder ficticio, ante los ojos inconscientes de mis sentidos.

Soy atraído hacia las olas porque percibo muy fácilmente su superficial riqueza, su orgullo, su valentía, su energía, su capacidad… mientras solo sutilmente, y estando a la escucha, podré llegar a percibir el aliento del Señor.

Ante el brillo espectacular de la espuma de las olas, ante la oropéndola lentejuelante de su brillo, sucumbo con frecuencia; caigo ante la falacia del bien aparente, desdeñando el bien verdadero que, oculto, siempre me llama a Él.

Contemplo el incesante batir de las olas a mis pies hasta casi salpicarlos; como queriéndome decir: ven con nosotras. Mas sigo sentado, extático, contemplándolas desde el Bien en que en ese momento sabía que vivía.

Contemplaba los muros rotos y caídos, devorados por el mar en mi entorno y vi mi vida pasada. Vi cómo aquella construcción joven y fuerte fue demolida por el paso del tiempo hasta casi pasar al olvido. Vi como aquella última ola no pudo arrebatar mi vida para llevarla al Hades. Vi cómo aquella ola menguó, hasta ser solo vana agua, ante la fuerza del amor. Vi como las siguientes impetuosas olas se estrellaban, sin beneficio alguno, contra la firmeza de mi ser, contra la serenidad de mi revivir. Aunque, de vez en cuando, alguna de ellas lograra mellar y agrietar mi castillo interior.

Contemplaba, al mismo tiempo, como mi ser aparente iba siendo derruido, como el muro, por el paso del tiempo, que no por las olas, y cómo ese yo visible decaía cada día más.

Contemplé y comprendí que ahora, y cada vez más, hay en mi ser humano dos situaciones antagónicas inevitables: la certeza consciente y firme de ser engullido por mi Dios para vivir en Él y la certeza práctica e incontestable de ser demolido pieza a pieza por el inexorable batir de las olas hasta fundirme con la tierra, que no con el mar.

Y comprendí que cada día necesitaba más de Dios, para que el resto de mi yo tangible, que aún soy, viva en la fortaleza y la sabiduría que viene de lo alto. Comprendí que debo alejarme de las «luces de neón» titilantes y atrayentes y caminar, aunque sea cojeando, hacia la serenidad extática del desierto, donde nada distrae de lo que es importante, de Dios. Y di gracias al Señor por todas las olas huracanadas que he podido resistir.

Rogad por mí, como ruego yo por vosotros, para que sea capaz, por el amor que Dios pone en nosotros, de resistir los embates de las olas tormentosas del futuro.

(Agustín Bulet, Interioridades)

 

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