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La forma de la espada, de Jorge Luis Borges

Jorge Luis Borges us la historia irlandesa como escenario para algunos de sus cuentos.
Ya vimos aqu hace tiempo El tema del traidor y del hroe y ahora, del mismo libro
Ficciones, publicado en 1944, extraemos La forma de la espada. Con su maestra de
cuentista, el genial narrador argentino va desgranando el misterio que se oculta tras una
cicatriz en la cara de un hombre y, para ello, retrocede veinte aos hasta la Irlanda de
1922, sacudida por la guerra de la independencia contra los ingleses. Se trata de otro buen
ejemplo del meta relato borgiano, esto es, el cuento dentro del cuento, con hroes y
villanos, con patriotas y traidores tejiendo una historia de honor y de infamia, la historia
humana en definitiva. Por cierto, por qu Borges siempre escoge Irlanda como escenario
para sus cuentos de herosmo y traicin?
.
La forma de la espada
Jorge Luis Borges
.
Le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa: un arco ceniciento y casi perfecto que de un
lado ajaba la sien y del otro el pmulo. Su nombre verdadero no importa; todos en
Tacuaremb le decan el Ingls de La Colorada. El dueo de esos campos, Cardoso, no
quera vender; he odo que el Ingls recurri a un imprevisible argumento: le confi la
historia secreta de la cicatriz. El Ingls vena de la frontera, de Ro Grande del Sur; no
falt quien dijera que en el Brasil haba sido contrabandista. Los campos estaban
empastados; las aguadas, amargas; el Ingls, para corregir esas deficiencias, trabaj a la
par de sus peones. Dicen que era severo hasta la crueldad, pero escrupulosamente justo.
Dicen tambin que era bebedor: un par de veces al ao se encerraba en el cuarto del
mirador y emerga a los dos o tres das como de una batalla o de un vrtigo, plido,
trmulo, azorado y tan autoritario como antes. Recuerdo los ojos glaciales, la enrgica
flacura, el bigote gris. No se daba con nadie; es verdad que su espaol era rudimental,
abrasilerado. Fuera de alguna carta comercial o de algn folleto, no reciba
correspondencia.
La ltima vez que recorr los departamentos del Norte, una crecida del arroyo Caraguat
me oblig a hacer noche en La Colorada. A los pocos minutos cre notar que mi aparicin
era inoportuna; procur congraciarme con el Ingls; acud a la menos perspicaz de las
pasiones: el patriotismo. Dije que era invencible un pas con el espritu de Inglaterra. Mi
interlocutor asinti, pero agreg con una sonrisa que l no era ingls. Era irlands, de
Dungarvan. Dicho esto se detuvo, como si hubiera revelado un secreto.
Salimos, despus de comer, a mirar el cielo. Haba escampado, pero detrs de las
cuchillas del Sur, agrietado y rayado de relmpagos, urda otra tormenta. En el
desmantelado comedor, el pen que haba servido la cena trajo una botella de ron.
Bebimos largamente, en silencio.
No s qu hora sera cuando advert que yo estaba borracho; no s qu inspiracin o qu
exultacin o qu tedio me hizo mentar la cicatriz. La cara del Ingls se demud; durante
unos segundos pens que me iba a expulsar de la casa. Al fin me dijo con su voz habitual:
Le contar la historia de mi herida bajo una condicin: la de no mitigar ningn
oprobio, ninguna circunstancia de infamia.
Asent. Esta es la historia que cont, alternando el ingls con el espaol, y aun con el

portugus:
Hacia 1922, en una de las ciudades de Connaught, yo era uno de los muchos que
conspiraban por la independencia de Irlanda. De mis compaeros, algunos sobreviven
dedicados a tareas pacficas; otros, paradjicamente, se baten en los mares o en el
desierto, bajo los colores ingleses; otro, el que ms vala, muri en el patio de un cuartel,
en el alba, fusilado por hombres llenos de sueo; otros (no los ms desdichados) dieron
con su destino en las annimas y casi secretas batallas de la guerra civil. ramos
republicanos, catlicos; ramos, lo sospecho, romnticos. Irlanda no slo era para
nosotros el porvenir utpico y el intolerable presente; era una amarga y cariosa
mitologa, era las torres circulares y las cinagas rojas, era el repudio de Parnell y las
enormes epopeyas que cantan el robo de toros que en otra encarnacin fueron hroes y en
otras peces y montaas En un atardecer que no olvidar, nos lleg un afiliado de
Munster: un tal John Vincent Moon.
Tena escasamente veinte aos. Era flaco y fofo a la vez; daba la incmoda impresin de
ser invertebrado. Haba cursado con fervor y con vanidad casi todas las pginas de no s
qu manual comunista; el materialismo dialctico le serva para cegar cualquier
discusin. Las razones que puede tener un hombre para abominar de otro o para quererlo
son infinitas: Moon reduca la historia universal a un srdido conflicto econmico.
Afirmaba que la revolucin est predestinada a triunfar. Yo le dije que a un gentleman
slo pueden interesarle causas perdidas Ya era de noche; seguimos disintiendo en el
corredor, en las escaleras, luego en las vagas calles. Los juicios emitidos por Moon me
impresionaron menos que su inapelable tono apodctico. El nuevo camarada no discuta:
dictaminaba con desdn y con cierta clera.
Cuando arribamos a las ltimas casas, un brusco tiroteo nos aturdi. (Antes o despus,
orillamos el ciego paredn de una fbrica o de un cuartel.) Nos internamos en una calle
de tierra; un soldado, enorme en el resplandor, surgi de una cabaa incendiada. A gritos
nos mand que nos detuviramos. Yo apresur mis pasos, mi camarada no me sigui. Me
di vuelta: John Vincent Moon estaba inmvil, fascinado y como eternizado por el terror.
Entonces yo volv, derrib de un golpe al soldado, sacud a Vincent Moon, lo insult y le
orden que me siguiera. Tuve que tomarlo del brazo; la pasin del miedo lo invalidaba.
Huimos, entre la noche agujereada de incendios. Una descarga de fusilera nos busc; una
bala roz el hombro derecho de Moon; ste, mientras huamos entre pinos, prorrumpi en
un dbil sollozo.
En aquel otoo de 1922 yo me haba guarecido en la quinta del general Berkeley. ste (a
quien yo jams haba visto) desempeaba entonces no s qu cargo administrativo en
Bengala; el edificio tena menos de un siglo, pero era desmedrado y opaco y abundaba en
perplejos corredores y en vanas antecmaras. El museo y la enorme biblioteca usurpaban
la planta baja: libros controversiales e incompatibles que de algn modo son la historia
del siglo XIX; cimitarras de Nishapur, en cuyos detenidos arcos de crculo parecan
perdurar el viento y la violencia de la batalla. Entramos (creo recordar) por los fondos.
Moon, trmula y reseca la boca, murmur que los episodios de la noche eran interesantes;
le hice una curacin, le traje una taza de t; pude comprobar que su herida era
superficial. De pronto balbuce con perplejidad:
Pero usted se ha arriesgado sensiblemente.
Le dije que no se preocupara. (El hbito de la guerra civil me haba impelido a obrar
como obr; adems, la prisin de un solo afiliado poda comprometer nuestra causa).

Al otro da Moon haba recuperado el aplomo. Acept un cigarrillo y me someti a un


severo interrogatorio sobre los recursos econmicos de nuestro partido revolucionario.
Sus preguntas eran muy lcidas; le dije (con verdad) que la situacin era grave. Hondas
descargas de fusilera conmovieron el Sur. Le dije a Moon que nos esperaban los
compaeros. Mi sobretodo y mi revlver estaban en mi pieza; cuando volv, encontr a
Moon tendido en el sof, con los ojos cerrados. Conjetur que tena fiebre; invoc un
doloroso espasmo en el hombro.
Entonces comprend que su cobarda era irreparable. Le rogu torpemente que se cuidara
y me desped. Me abochornaba ese hombre con miedo, como si yo fuera el cobarde, no
Vincent Moon. Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso
no es injusto que una desobediencia en un jardn contamine al gnero humano; por eso
ro es injusto que la crucifixin de un solo judo baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer
tiene razn: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres, Shakespeare es de
algn modo el miserable John Vincent Moon.
Nueve das pasamos en la enorme casa del general. De las agonas y luces de la guerra no
dir nada: mi propsito es referir la historia de esta cicatriz que me afrenta. Esos nueve
das, en mi recuerdo, forman un solo da, salvo el penltimo, cuando los nuestros
irrumpieron en un cuartel y pudimos vengar exactamente a los diecisis camaradas que
fueron ametrallados en Elphin. Yo me escurra de la casa hacia el alba, en la confusin
del crepsculo. Al anochecer estaba de vuelta. Mi compaero me esperaba en el primer
piso: la herida no le permita descender a la planta baja. Lo rememoro con algn libro de
estrategia en la mano: E N. Maude o Clausewitz. El arma que prefiero es la artillera,
me confes una noche. Inquira nuestros planes; le gustaba censurarlos o reformarlos.
Tambin sola denunciar nuestra deplorable base econmica, profetizaba, dogmtico y
sombro, el ruinoso fin. Cest une affaire flambe murmuraba. Para mostrar que le era
indiferente ser un cobarde fsico, magnificaba su soberbia mental. As pasaron, bien o
mal, nueve das.
El dcimo la ciudad cay definitivamente en poder de los Black and Tans. Altos jinetes
silenciosos patrullaban las rutas; haba cenizas y humo en el viento; en una esquina vi
tirado un cadver, menos tenaz en mi recuerdo que un maniqu en el cual los soldados
interminablemente ejercitaban la puntera, en mitad de la plaza Yo haba salido cuando
el amanecer estaba en el cielo; antes del medioda volv. Moon, en la biblioteca, hablaba
con alguien; el tono de la voz me hizo comprender que hablaba por telfono. Despus o
mi nombre; despus que yo regresara a las siete, despus la indicacin de que me
arrestaran cuando yo atravesara el jardn. Mi razonable amigo estaba razonablemente
vendindome. Le o exigir unas garantas de seguridad personal.
Aqu mi historia se confunde y se pierde. S que persegu al delator a travs de negros
corredores de pesadilla y de hondas escaleras de vrtigo. Moon conoca la casa muy bien,
harto mejor que yo. Una o dos veces lo perd. Lo acorral antes de que los soldados me
detuvieran. De una de las panoplias del general arranqu un alfanje; con esa media luna
de acero le rubriqu en la cara, para siempre, una media luna de sangre. Borges: a usted
que es un desconocido, le he hecho esta confesin. No me duele tanto su menosprecio.
Aqu el narrador se detuvo. Not que le temblaban las manos.
Y Moon? le interrogu.
Cobr los dineros de Judas y huy al Brasil. Esa tarde, en la plaza, vio fusilar un
maniqu por unos borrachos.

Aguard en vano la continuacin de la historia. Al fin le dije que prosiguiera.


Entonces un gemido lo atraves; entonces me mostr con dbil dulzura la corva cicatriz
blanquecina.
Usted no me cree? balbuce. No ve que llevo escrita en la cara la marca de mi
infamia? Le he narrado la historia de este modo para que usted la oyera hasta el fin. Yo he
denunciado al hombre que me ampar: yo soy Vincent Moon. Ahora desprcieme.

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