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Me levanté con las patas arriba por la mañana después de una noche de fiesta. Me dibujó el
rostro un rictus de aburrimiento.
Recogí el periódico con la leche fresca al pie de la puerta, y hojeé de refilón el diario. Le
agregué un poco de café a la leche, y lo tomé calmadamente sabiendo que era domingo.
Mientras miraba la televisión, decidí rascarme por unos minutos la barriga y cambiar de
canal con el control remoto. Me aburrí de la tele y lo apagué. Me puse de pie del sillón.
El teléfono timbró y fui a tomarlo. Era la voz de una mujer arrepentida que rogaba: “Iván,
¿vendrás?”. Le respondí que sí y le pregunté si el tipo con el que estaba saliendo hace unos
meses iba a estar. “Claro, es mi pareja y la niña le está tomando cariño, además…”. El
teléfono colgó y siguiendo con la bocina en la mano lo solté.
Fui al baño para ducharme y afeitarme, terminando me eché desodorante y perfume. Luego
me amarré con una toalla para salir a mi cuarto. Me puse una trusa, un pantalón y una
camisa.
Empecé a apurarme cuando vi la hora en el reloj. Me calcé unos zapatos y con la corbata
ajustándome un poco el cuello, salí para la sala.
Miré por la ventana y me percaté de los peatones que cruzaban la pista en distintas
direcciones y a perros orinando en sus postes preferidos.
Observé a una mujer obesa y de aspecto lamentable que ofrecía unos bolígrafos. Dije que
no compraría nada y cerré la puerta. Interrumpido quise continuar escribiendo el cuento en
la computadora.
Leía cosas raras, todo al revés acerca del aspecto del dinosaurio. Y para poder escribir estas
últimas líneas tuve que dejar, por un momento, pensar las cosas en anverso.