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Pasión intacta

ENSAYOS 1978-1995

Traducción de Menchu Gutiérrez


y Encarna Cas tejón

EDICIONES SIRUELA
GRUPO EDITORIAL NORMA
B a rc e lo n a , B u en o s Aires, C aracas, G u a tem ala, l i m a
M éx ico , P an am á, Q u ito , S a n jo s é , San Ju an , San Salvador
San tafé de B ogo tá , S an tiago
© George Steiner, 1996
© De la traducción,
Menchu Gutiérrez y Encama Castejón
© Ediciones Siruela, S. A. , 1997
Plaza de Manuel Becerra, 15,
«El Pabellón», 28028 Madrid, España
© Editorial Norma S. A., 1997
Apartado 53550
Santafé de Bogotá

Fotografía de cubierta:
Víctor Robledo

Derechos exclusivos de esta edición para América Latina


Impreso en Colombia por Impreandes - Presencia
Prinled in Colombia

cc 22201
ISB N 958-04-4243-6

Este lib ro se co m p u so en ca re cie re s IT C N ew B askerville


II
Introducción

~
70
y
El lector infrecuente
[197S]

49
Presencias reales
[1985]

81
Una lectura contra Shakespeare
[1986]

n 5
Tragedia absoluta
[1 9 9 °]

*35
¿Qué es literatura comparada?
' >99 ll
16 3
Llamando a las puertas de la justicia: Péguy
[1992]

183
Santa Simone: Simone Weil
[1993]
19 7
La confianza en la razón: Husserl
[1994]

2 13
Un arte exacto
[1982]
239
La historicidad de los sueños
[1983]

2 67
Tótem o tabú
[1988]

2 89
Notas sobre El proceso de Kafka
[1992]

3 11
Sobre Kierkegaard
[1994]

331
Los archivos del Edén
[19 8 1]

389
El texto, tierra de nuestro hogar
[ 19 9 1]

42 7
A través de ese espejo, en enigma
t *9 9 1]

457
La gran tautología
[ 1992]

477
Dos gallos
[1992]

52/
Dos cenas
[ 1995 ]
Los ensayos y artículos contenidos en esta colección fueron
escritos en un tiem po en el que el arte de la lectura y el
status del texto se veían som etidos a una gran presión. Cada
uno a su m anera, m ovim ientos com o la “teoría crítica”, el
“postestructuralism o”, la “d e co n stru cció n ” y el “posm o­
dern ism o” ponían en duda la relación entre palabra y sig­
nificado, y “d e sco m p o n ían ” no sólo el co n cep to de las
intenciones de un a u to r -e n relación con lo que éste quie­
re expresar-, sino la identidad misma de cualquier tipo de
auctoritas o individualidad creativa.
La deconstrucción, en concreto, niega la posibilidad de
verificar un “sentido final” en el discurso escrito, al m argen
de la dificultad de descifrarlo, y al m argen de lo m ucho que
éste d ep en d a del consenso histórico. El “significado” no es
más que un ju e g o pasajero de posibilidades interpretativas,
que se disuelve en la autosubversión en el m om ento mis­
mo del ilusorio desciframiento. Los “textos” son “pre-textos”
casuales de infinitas y arbitrarias apropiaciones, ninguna
de las cuales p u ed e aspirar al privilegio de la verdad. En
cierta form a, estas estrategias de la disem inación (que en
gran m edida tienen su origen en la rebelión contra la im ­
posición m ilenaria de los textos legislativos e inspirados del
ju d aism o) son nihilistas. H ablan de un ep ílo go en nuestra
d esco n certad a cultura. En otro sentido, son a m en ud o,
il
c o n scien tem e n te o no, un ejercicio seductor y paradóji­
cam en te “reconstructivo” que pretende devolver a los es­
tudios literarios y a la herm enéu tica una pasión y un reto
in telectu al perdidos.
L a segun d a presión fundam ental es de naturaleza téc­
nica. La revolución sufrida en el ámbito de la creación, la
co m u n ica ció n y la conservación del m aterial sem ántico, y
p ro d u cid a p o r los ord en ad ores, el intercam bio electrón i­
co a escala planetaria, el “ciberespacio”, y (pronto) la “rea­
lid ad virtu al” , es m u ch o más radical y tiene un alcance
m u ch o m ayor que la iniciada p o r G utenberg. Resulta bas­
tante eviden te q u e el libro, tal com o lo hem os co n o cid o
d esde los rollos de p ergam in o de los presocráticos, sobre­
vivirá sólo co n un form ato y con una función más o m enos
esp ecializad os. Los libros im presos serán, cada vez más,
in stru m en to s de eru d ició n , de distribución local y espe­
cífica (la “p ro d u cció n electrónica casera” y la “publicación”
son ya posibles); serán instrum entos de lujo, igual que lo
fu e ro n los m anuscritos ilum inados (sorprendentem en te
n um erosos) después de la invención de la im prenta.
La cultura de masas, la econ o m ía del espacio y el tiem­
po, la erosión de la privacidad, la supresión sistemática del
sile n cio en las culturas tecnológicas del consum o, el d e­
sah ucio de la m em oria (del ejercicio de aprender de m e­
m oria) en el ap ren d iza je escolar, acarrean el eclipse del
acto d e la lectura, del libro mismo. El pathos y el lam ento
n ostálgico serán fatuos. El desarrollo en esta escala históri-
co-social trae con sigo tanto la pérdida com o la ganancia,
la d estru cció n y la o portun id ad . La im portancia y el presti­
gio h eb reo -h elén ico del Logos esencialm ente ocXicfenüírti&e
la palabra revelada y establecida se han visto precH^típ^y'
han estado siem pre ro d ead o s de una poderosísim a
“con trailu stració n ” oral y pictórica. D esde 19 14 , el m undo
occid en tal se en cu en tra en un obvio estado de crisis. Las
“In h u m an id ad es” provincianas han reafirm ado su fuerza
incesante e instintiva. P aradójicam ente, los nuevos medios
de la c o m u n ica ció n instantánea y abierta del “in terfaz”
entre texto y recip ien te p u ed en resultar más resistentes
frente al despotism o, el oscurantism o y la inhum anidad.

V olviend o a algunos puntos que traté en “El abandono ele


la palabra” ( 1 961 ) , los prim eros ensayos de este libro tra­
tan de d efin ir el acto de la lectura en su form a clásica y de
evocar los presupuestos teológico-m etafísicos de este acto
(las im plícitas “presencias reales”). C on voluntaria banali­
dad, se aplica este inten to de d efinición a tres actos arque-
típicos y fun d acion ales del lenguaje de nuestra civilización:
la Biblia, H o m ero y Shakespeare. Se incluyen a continua­
ción nuevos ejem plos de “lectura aplicad a”, sobre Kierke­
gaard y K afka, y sobre la fo rm a más creativa de leer: la
traducción poética.
De todos mis trabajos, “Los archivos del E d én ” ha sido
el texto que ha provocad o más críticas y rechazos. Es posi­
ble que la intuición en la que se apoya dem uestre ser un
po co m iope. Si incluyo este texto aquí es porque señala las
diferencias esenciales entre un ideal de calidad “clásico” y
otro “m odernista-igualitario” en la vida de la m ente. Euro­
pa y N o rtea m érica viven cada vez más separadas una de
otra. Es posible que este ensayo tenga alguna utilidad com o
ejem plo di: “m ala traducción”.
Indagar sobre el status del “libro” y sobre el enigm a de
la revelación en el lenguaje significa toparse una y otra vez
con el jud aism o y su trágico destino. N o es difícil entrever
este leitmotiv en los textos sobre Péguy, Sim one Weil y H us­
serl. En los últim os ensayos esta idea es patente. Nos
adentram os cada vez más en la cuestión fundam ental: la de
la h eren cia de Jerusalén y Atenas, la de la “textu alid ad ”
hebrea y helénica. Nuestra identidad occidental y la rique­
za de nuestra con d ición m oral e intelectual nacen de la
interacción entre estos dos m undos del espíritu. Pero esta
interacción con ten ía tam bién semillas de desastre.
Los últim os ensayos contienen reiteraciones y algunas
ideas solapadas. U tilizando las analogías y los desacuerdos
entre Sócrates y Cristo, entre la incipiente cristiandad y sus
orígenes ju d ío s, intento tam bién hacer algunas preguntas
sobre el futuro. N o creo que la cultura europ ea p ued a re­
cuperar su energía interna, el respeto a sí misma, m ientras
el cristianismo no responda de su pro p io papel sem inal en
el surgim iento de la Shoah (el Llolocausto); m ientras no
reconozca su hipocresía e im potencia en el m om ento en
el que la historia europea perm anecía envuelta en las nie­
blas de la noche. D esde una perspectiva, tales cuestiones
pertenecen a una dim ensión distinta a las de la ilustración;
desde otra, son inseparables. C onfío en que esta colección
de textos, a m enudo m uy relacionados entre sí, podrá acla­
rar este punto.
A lgu n o s de estos textos ap areciero n p o r psimerSKí&Sjp^n
Sahnagundi, a mi ju icio , la “revista p eq u eñ a ” íl^ g^ scrupíí
losa y digna de confianza que conozco. Gran p artétíc -este
libro perten ece a sus editores, R obert y Peggy Boyers. U n a
vez más el entusiasm o y Is sgudezci de EIds Soi1.ti-ern linn
sido de un valor incalculable. Por otra parte, si tengo algu­
na idea sobre la am enaza inspiradora de la inm inente ép o ­
ca del c d - r o m y de Internet, es gracias a los jo viales
reproches que m i hijo David hace a su padre antediluvia­
no (escribo con p lu m a ).
A aquellos a quienes Pasión intacta está d edicado no les
gustaría que dijera nada más. La generosidad de sus cora­
zones y de su inteligencia, su con ocim ien to entusiasta de
m uchas de las obras sobre lenguaje, arte y m úsica a las que
hago referencia, m e han abierto m undos. A m en ud o, son
una garantía de esperanza.

G. s.
Cambridge-Oxford 19 9 5
PASIÓN INTACTA
E l lector infrecuente
[1978]

Le Philosophe lisant de C h ard in fue term in ado el 4 de di­


ciem bre de 1734. Se cree que es un retrato del pintor Aved,
un am igo de Chardin. El tem a y la com posición -u n hom ­
bre y un a m ujer leyendo un libro abierto sobre la m esa-
son frecuentes. A m bos form an casi un subgénero de los in­
teriores dom ésticos. La com posición de C h ardin tiene an­
tecedentes en las ilum inaciones m edievales, en las cuales
la figura de san Jerón im o o de algún otro lector ilustra en
sí misma el texto que ilum ina. El tema contin úa siendo p o ­
pular hasta bien entrado el siglo x i x (sirvan com o prueba
el celebrado estudio de C o u rb et sobre B audelaire leyendo
o los lectores retratados p o r D aum ier). Pero el m otivo de
le lécteuro de 1a. leetrice parece h aber sido objeto de m ayor
atención durante los siglos x v n y x v m , y constituye un vín­
culo -d e l que toda la obra de C hardin fue representativa-
entre el gran p erío d o de los interiores holandeses y el tra­
tam iento de los temas dom ésticos de la escuela clásica fran­
cesa. En sí m ismo, p o r tanto, y en su contexto histórico, Le
Philosophe lisant no deja de consistir en un tema frecu ente
realizado de form a convencional (aunque p o r la m ano de
un m aestro ). C onsiderado en relación con nuestro tiem po
y con nuestros códigos de p ercep ció n , sin em bargo, esta
representación “co rrien te” apunta, en casi cacla u n o de sus
detalles y significados, a una revolución de valores.
Considerem os en prim er lugar el traje del lector. Es sin
lugar a dudas form al, incluso cerem onioso. La capa y el
som brero de pieles sugieren el brocado, una sugestión que
nace del brillo mate pero áureo de la coloración. A u n qu e
evidentem ente se encuen tra en su casa, el lector aparece
“cu b ie rto ” , u n a palabra arcaica que im plica la o bligad a
nota de lo que casi sería una cerem onia heráldica (que la
form a y el tratam iento del som brero forrado de pieles de­
rive casi con toda seguridad de Rem brandt es un motivo de
interés sólo histórico-artístico). L o que im porta es la ele­
gancia enfática, la deliberada im portancia que el traje tie­
ne en ese m om ento. El lector no se encuen tra con el libro
vestido de m anera inform al o desaliñada; está vestido para
la ocasión, una form a de p ro ced er que dirige nuestra aten­
ción hacia la construcción de valores y hacia la sensibilidad
en el sentido tanto de la “vestidura” com o de la “investidu­
ra”. La prim era característica del acto, de la autoinvestidu-
ra del lector ante el acto de la lectura, es una característica
de cortesía, un térm ino representado sólo de form a im per­
fecta p o r “cortesía”. La lectura aquí no es un acto fortuito
o casual. Se trata de un en cuen tro cortés, casi coitesan o,
entre una persona privada y uno de esos “invitados im por­
tantes” cuya entrada en la casa de los m ortales es evocada
p o r H óld erlin en su him no “C om o en un día de fiesta”, y
p o r C o lerid ge en una de las glosas más enigm áticas que
añadió a L a balada del viejo marinero. El lecto r se encuentra
con el libro con una obsequiosidad de corazón (eso es lo
que cortesía significa), con una obsequiosidad, una atención
y una actitud acogedora, de las cuales la m anga bermeja,
quizá de tercio p elo o velludillo, y la capa y el som brero
forrado de pieles son los sím bolos externos.
El h ech o de que el lector lleve som brero tiene claras
resonancias. Los etnógrafos todavía nos tienen que decir
qué significados generales pued en aplicarse a la distinción
entre aquellas prácticas religiosas y rituales en las que el
participante debe ir con la cabeza cubierta y aquellas en las
que éste debe ir con la cabeza descubierta. Tanto en la tra­
dición hebraica com o en la greco-rom ana, el adorador, el
que consulta el oráculo o el iniciado llevan la cabeza cu­
bierta cuando se acercan al texto sagrado o al augurio. Lo
m ism o sucede con el lecto r de Chardin, com o si quisiera
dejar claro el carácter num inoso de su acceso y posterior
en cuen tro con el libro. El som brero forrado de pieles -y
es en este punto en el que el eco de R em brandt puede ser
p e rtin en te- sugiere de form a discreta el tocado del erudi­
to cabalista o talm údico que busca la llama del espíritu en
la fijeza m om entánea de la carta. Visto en conjunto con el
traje de pieles, el som brero del lector im plica precisam en­
te esas connotaciones de la cerem onia intelectual, del ten­
so re co n o cim ien to del significado llevado a cabo p o r la
m en te, que in d u ce a P róspero a vestirse elegantem ente
antes de abrir sus libros mágicos.
Fijém onos ahora en el reloj de arena que aparece ju n ­
to al codo d erech o del lector. U n a vez más nos encontra­
m os ante un m otivo con ven cion al, pero con u n o tan
cargado de significado que un com entario exhaustivo de­
bería com pren d er casi una historia del sentido occidental
de la invención y la m uerte. El reloj, tal y com o Chardin lo
coloca en el cuadro, establece la relación entre el tiem po y
el libro. La arena corre rápidam ente a través del estrecho
paso del reloj (un correr cuya tranquila finalidad H opkins
invoca en un punto clave de la turbulencia m ortal de “El
naufragio del Deutschland'). Pero al mismo tiem po el tex­
to perdura. La vida del lector se cuenta en horas; la del li­
bro, en m ilenios. Este es el prim er escándalo triunfal
proclam ado por Píndaro: “C uand o la ciudad que celebro
haya m uerto, cuando los hom bres a quienes canto se ha­
yan desvanecido en el olvido, mis palabras perd u rarán ”. Es
éste el concepto al qué el exegi monumentuvi de H oracio dio
expresión canónica y que culm ina en la suposición hiper­
bólica de M allarm é, según la cual el objeto del universo es
leLivre, el libro final, el texto que transciende el tiem po. El
m árm ol se rom pe en pedazos, el bronce se deteriora, pero
la palabra escrita -ap aren tem en te el más frágil de los m e­
d io s- sobrevive. Las palabras sobreviven a quienes las en­
gendraron: Flaubert se quejaba de esta paradoja: m ientras
él m oría com o un perro sobre la cama, esa “zorra” de Em-
ma Bovary, su criatura, nacida de unas letras sin vida gara­
bateadas en una hoja de papel, con tin uaba viva. Hasta
ahora, sólo los libros han escapado a la m uerte y han co n ­
seguido lo que Paul Eluard definió com o la principal com ­
pulsión del artista: le dur désir de durer (los libros p ued en
incluso sobrevivirse a sí mismos, y saltar p o r encim a de la
sombra de su propio origen: existen traducciones vivas de
lenguas m uertas hace m u ch o tiem po). En el cuadro de
Chardin, el reloj de arena -u n a form a doble que sugiere
el sím bolo del toro o el núm ero o ch o del in fin ito - oscila,
exacta e irónicam ente, entre la vita brevis del lector y el ars
longa de su libro. M ientras lee, su propia existencia se ex­
tingue. Su lectura es un eslabón en la cadena ele la conti­
n uid ad perform atíva que suscribe (un térm ino al que
m erece la pena volver) la supervivencia del texto leído.
A unque la form a del reloj sea binaria, su valor es dialéc­
tico. L a arena que cae p o r el reloj habla tanto de la natura­
leza que desafía al tiem po de la palabra escrita com o del
poquísim o tiem po del que se dispone para leer. El lector
más em p ed ern id o sólo pu ed e leer una fracción de m inuto
de la totalidad de textos que hay en el m undo. El que no
haya experim entad o la fascinación llena de reproches de
las grandes estanterías llenas de libros no leídos, de las bi­
bliotecas nocturnas de las cuales Borges es el fabulador, no
es un verdadero lector, un philosophe lisa,ni. N o es un lector
quien no ha escuchado en su oíd o interior la llam ada de
los cientos de miles, de los m illones de volúm enes co n te­
nidos en los fondos de la Biblioteca Británica o de la B iblio­
teca W idener, que piden ser leídos. Porque en cada libro
hay u n a apuesta co n tra el olvido, una postura co n tra el
silencio que sólo p u ed e ganarse cuando el libro vuelve a
abrirse (aunque, en contraste con el hom bre, el libro p ue­
de esperar siglos el azar de la re su rre cció n ). T odo lector
auténtico, según el esbozo de Ch ardin, arrastra consigo el
eco regañón de la om isión, de las estanterías de libros pol­
las que ha pasado a toda prisa, de los libros sobre cuyos
lom os ha pasado los dedos con ciego apresuram iento. Yo
me he dejado escurrir una docena de veces por la gigan­
tesca historia de Sarpi sobre el Concilio de Trento (uno de
los trabajos capitales en el desarrollo de los argumentos
político-religiosos de Occidente), o por las opera omnia de
Nikolai Hartmann lujosamente encuadernadas; nunca
conseguiré leer las dieciséis mil páginas del diario (profun­
damente interesante) de Amiel publicado recientemente.
Hay tan poco tiempo en “la biblioteca que es el universo”
(en la mallarmeana frase de Borges). Los libros no abier­
tos, sin embargo, nos llaman de forma tan silenciosa e in­
sistente como el correr de la arena del reloj. Que el reloj
de arena sea una clave tradicional de la Muerte en el arte y
la alegoría occidental destaca la doble significación de la
composición de Chardin: la vida del libro después de la
muerte, la brevedad de la vida del hombre sin la cual el
libro yace enterrado. Repetimos: las interacciones de signi­
ficado que se producen entre el reloj de arena y el libro son
tales que en ellas se basa gfan parte del contenido de nues­
tra historia interior.
Fijémonos a continuación en los tres discos de metal
que aparecen frente al libro. Casi con toda seguridad, son
medallas de bronce que se utilizaban para mantener es­
tirada la página (en los infolios, las páginas tienden a arru­
garse y a levantarse en sus bordes). No creo que sea
extravagante pensar que estas medallas porten retratos,
divisas o emblemas heráldicos, función ésta propia del arte
numismático desde la antigüedad hasta la acuñación con­
memorativa o las medallas de hoy. En el siglo xvm , como
en el Renacimiento, el escultor o grabador utilizaba estas
pequeñas circunferencias para concentrar en ellas (hacer
incisivo, en su sentido literal) una celebración de renom­
bre cívico o militar, para otorgarle un valor alegórico, lapi­
dario, moral, mitológico y duradero. Así, en el cuadro de
Chardin encontramos la exposición de otro importantísi­
mo código semántico. El medallón es también un texto. En
este texto pueden fecharse o recomponerse palabras e
imágenes de gran antigüedad. El relieve o grabado de
bronce desafía la mordaz envidia del tiempo. Igual que el
libro, está sellado con un significado. Puede haber vuelto
a la luz -com o las inscripciones, los papiros, los Rollos del
Mar M uerto- tras una larga vida en la oscuridad. Esta
textualidad lapidaria queda muy clara en el duodécimo de
los Mercian Hymns de Geoffrey Hill:

Monedas tan bellas como las de Nerón, pesadas y de


buen metal. Offa Rex de plata resonante, y los nombres de
sus acuñadores. Monedas acuñadas con gran tacto. Podrían
alterar el rostro del rey.
La exactitud del dibujo impedía la falsificación; muti­
lación para quien, ante esto, no se detenía. Metal ejemplar,
maduro para el comercio. Valioso para unos pocos, avaros
y aves de rapiña.

Pero el “metal ejemplar”, cuyo peso, cuya gravedad literal


mantiene sujeta la página frágil que quiere levantarse, es,
como dijo Ovidio, efímero, poco resistente al paso del
tiempo, si lo comparamos con las palabras de la página.
Exegi monumentum: “He levantado un monumento más
duradero que el bro n ce”, dice el poeta (recuérdese la in­
com parable paráfrasis de Pushkin sobre la frase de H o ­
racio), y al colocar las medallas delante del libro, Chardin
invoca exactam ente la antigua pregunta y la paradoja de la
longevidad de la palabra.
Esta longevidad queda afirm ada p o r el m ism o libro,
que constituye el foco y centro com positivo del cuadro. JtLs
un infolio, ornado de form a que ofrece un sutil contrapun­
to a las vestiduras del lector. Su presentación es m ajestuo­
sa (en la época de Chardin, es muy probable que un infolio
fuera en cuadernado especialm ente para su propietario y
que llevara la divisa de éste). No es un objeto apropiado
para llevar en el bolsillo o para el vestíbulo de un aeropuer­
to. La posición del segundo infolio, situado detrás del re­
loj de arena, sugiere que el lecto r está exam inando una
obra de varios volúm enes. El trabajo serio a veces requiere
varios tomos (los ocho volúm enes, no leídos, sobre la gran
historia dip lom ática de E urop a y la R evolución Francesa
de Sorel me persiguen). O tro infolio asoma por detrás del
hom bro derecho del lecteur. Los valores y hábitos constitu­
tivos de la sensibilidad son evidentes: com portan grandes
form atos, una b iblioteca privada, el en cargo y posterior
conservación de la encuadernación, la vida de la letra en
form a canónica.
D elante de las medallas y del reloj de arena, vernos el
cálamo del lector. La verticalidad y el ju e g o de la luz so b re .
las plumas enfatizan la función com positiva y esencial del
objeto. El cálam o hace cristalizar la obligación prim ordial
de la respuesta. Este objeto define la lectura com o acción.
L eer bien es contestar al texto, ser eq u iv alen te al teXTd,
“una equivalencia” que contiene los elem entos crucüátes Gl#
respuesta y de responsabilidad. L eer bien es participar en
una recip ro cid ad responsable con el libro que se lee, es
em barcarse en un intercam bio total (“m aduro para el co­
m ercio ”, dice G eoffrey H ill). La doble condensación de la
luz, en la página y en la m ejilla del lector, nos habla de un
h ech o fundam ental en la percep ción de Chardin: leer bien
es ser leídos p o r lo que leem os. Es ser equivalente al libro.
L a obsoleta palabra “responsion”, que se em plea todavía
hoy en O xfo rd para designar el proceso de exam en y res­
puesta, p ued e utilizarse para abreviar los diversos y com ple­
jo s estadios de lectura activa inherentes al cálamo.
El cálam o se utiliza para escribir las notas m arginales.
Estas acotaciones son los prim eros indicios de la respuesta
del lector hacia el texto, del d iálogo entre el libro y él mis­
mo. Son los indicadores activos de la corriente discursiva
interior -laud atoria, irónica, negativa, p o ten cia d o ra - que
acom paña al proceso de la lectura. Las notas m arginales
pu ed en , en extensión y densidad de organización, llegar a
rivalizar con el texto mismo, y apoderarse no sólo de los
m árgenes propiam ente dichos, sino de la parte superior e
in ferio r de la p ágin a y de los espacios interlineales. En
nuestras grandes bibliotecas, existen verdaderas contrabi­
bliotecas form adas por las notas m arginales y por las notas
m arginales de las notas m arginales que sucesivas gen era­
ciones de auténticos lectores taquigrafiaron, codificaron,
garabatearon o pusieron p o r escrito con elaboradas y flo­
ridas expresiones a lo largo, encim a, debajo y entre los ren­
glones del texto im preso. A m enudo, las notas m arginales
son el eje de una doctrina estética y una historia intelectual
(véanse las de Racine en su copia de Eurípides). Sin duda,
éstas pu ed en form ar una verdadera obra de creación, co­
m o sucede en el caso de las notas m arginales de C oleridge,
que serán publicadas próxim am ente.
L a anotación p ued e aparecer tam bién en el m argen de
un libro, p ero p erten ece a una naturaleza distinta. Las
notas m arginales p reten d en ser un discurso o disputa im ­
pulsiva, quizá quisquillosa con el texto. Las anotaciones, a
m en u d o num eradas, tienden más bien a ser de carácter
form al o colaborador. A p arecen , cuando es posible, en la
parte in ferio r de la página; aclaran este o aquel punto del
texto, y citan a otras autoridades contem poráneas o poste­
riores. El escritor de las notas m arginales es, de form a inci­
piente, el rival del texto que lee; el anotador es el sirviente
del texto.
Este servicio encuentra su expresión más precisa y esen­
cial en el uso del cálam o del lecto r para co rregir y en m en ­
dar. A q u el que pasa p o r encim a de errores tipográficos sin
corregirlos no es un m ero filisteo: es un p e iju ro del espíri­
tu y del sentido. Es posible que en una cultura secular la
m ejor form a de d efin ir u n a co n d ición de la gracia sea d e­
cir que es una en la cual el lector rio deja sin corregir ni los
errores literales ni los errores im portantes del texto que lee
y pasará a m anos de otro. Si Dios, com o Aby W arburg afir­
ma, “vive en el d etalle”, la fe vive en la correcció n de los
errores tipográficos. L a corrección, la reconstitución epi­
gráfica, prosódica y estilística de un error en un texto vá­
lido es una tarea infinitam ente más onerosa. Com o A. E.
H ousm an escribía en su texto sobre “T he Application o f
T h o u g h t to Textual Criticism ”, de 1922, “esta ciencia y este
arte requieren de quien los aprende algo más que una sim­
ple m ente receptiva; y lo cierto es que no se pueden ense­
ñar en absoluto: criticus nascitur, non fit” . La com binación
de aprendizaje y sensibilidad, de em patia con el escrúpulo
original e imaginativo que produce una corrección justa es,
com o dijo H ousm an, del orden más raro. L a recom pensa
es im portante y am bigua: [Teobaldo pudo ganar la inm or­
talidad cuan d o sugirió que Falstaff m urió “h ablan d o de
tonterías” .[¿Pero es justa esta corrección? El editor del siglo
x x que ha sustituido “el brillo cayó de su p e lo ” por “el bri­
llo cayó del aire” 1 de T hom as Nashe pu ede estar en lo cier­
to, pero, sin duda* perten ece al grupo de los condenados.
C o n su cálam o, le philosophe lisant transcribirá del libro
que está leyendo. Los extractos que haga podrán oscilar
entre la cita más breve y la transcripción más larga. La mul­
tiplicación y d isem in ación del m aterial escrito, después
de G utenberg, aum enta de h ech o la extensión y variedad
de la transcripción personal. El escribano o el caballero ele
los siglos x v i y x v i i escribe en su cu adern o, m inuta de
acontecim ientos m em orables, en su florilegium personal o
breviario, las m áxim as, “frases de o ro ”, sententiae, giros de
elo cu ció n y tropos ejem plares de los m aestros clásicos y
contem poráneos. Los ensayos de M ontaigne son una ola
viva de ecos y citas. Hasta muy entrado el siglo x ix -u n hecho

i . Hair, “pelo"; air, “a ire” . (N. de las T.)


del que dan testim onio las m em orias de hom bres y m uje­
res tan diferentes com o Joh n H enry Newm an, A braham
L incoln, G eorge Eliot o C arlyle-, era co m e n te entre los
jóvenes y entre los lectores com prom etidos transcribir a lo
largo de sus vidas extensos discursos políticos, serm ones,
páginas en verso y prosa, artículos de encicloped ia o capí-
tulos de ñ a u aciones históricas. Este ejercicio de copia te-
nía m últiples propósitos: la m ejora del estilo pefson al, el
alm acen am iento consciente de ejem plos de argum en ta­
ción o persuasión, el fortalecim iento de una m em oria cer­
tera (un punto esencial). Pero, p o r encim a de todo, la
transcripción com porta un com prom iso absoluto con el
texto, una reciprocidad dinám ica entre el lector y el libro.
Este com prom iso absoluto es la sum a de los distintos
m odos de respuesta: la nota, la anotación, la correcció n
textual, la enm ienda y la transcripción; jun tos generan una
continuación del libro que se lee. El activo cálam o del lec­
tor pone por escrito “un libro en contestación a” (resulta
pertinente recordar la relación original entre “respuesta”
[reply] y “réplica” [replication]). Esta respuesta puede abar­
car desde el facsím il -q u e equivale al acuerdo to tal- y el
constante desarrollo afirm ativo hasta la negación y el
contraenunciado (m uchos libros son anticuerpos de otros
libros). Pero la verdad principal es ésta: en cada acto de
lectura com pleto late el deseo de escribir un libro en res­
puesta. El intelectual es, sencillam ente, un ser hum ano que
cuando lee un libro tiene un lápiz en la m ano.

Envolviendo al lector de Chardin, a su infolio, a su reloj de


arena, a sus m edallones grabados y a su cálam o d i s t e s t o v
está el silencio. Igual que sus predecesores y conterrTp^r.a-
iieos en las escuelas de pintura de interiores, nocturnos y
naturalezas m uertas, especialm ente del norte y del este de
Francia, C h ardin es un virtuoso del silencio. El artista nos
lo hace presente, le otorga un peso táctil p o r m edio de la
calidad de la luz y de la textura. En el caso particular de su
pintura, el silencio es palpable: en el grueso paño del m an­
tel y de la cortina, en el equilibrio lapidario de la pared del
fo n d o , en el brillo apagado de las pieles del ropaje y del
som brero clel lector. L a lectura gen uin a exige silencio (en \
un fam oso pasaje, Agustín dice que su m aestro, Am brosio,
fue el prim er hom bre capaz de leer sin m over los lab ios).
Leer, según el retrato de C hardin, es un acto silencioso y
solitario. Es un silencio vibrante y una soledad poblada por
la vida de la palabra. Pero la cortina está corrid a entre el
lecto r y el m u n d o (aunque gastada, la palabra clave es
“m u n d an id ad ”).
Existen otros m uchos elem entos en el cuadro sobre los
que se p o d ría hablar: el alam bique o retorta, con sus
im plicaciones científicas y su fuerza definitiva en la com ­
p o sición del cuadro; la calavera en la estantería, un ele­
m ento convencional en los estudios de eruditos y filósofos,
y, quizá, un ico n o adicional en la articulación de la m orta­
lidad hum an a y la supervivencia textual; la posible interac­
ció n (no estoy en absoluto seguro sobre este punto) entre
el cálam o y la a ren a d el relo j, a ren a que se u tiliza para
secar la tinta de la h oja escrita. Pero incluso u n a m irada
superficial a los principales elem entos de Le Philosophe lisant
de C h ardin nos habla de u n a visión clásica del acto de la
lectura, u n a visión que podem os docu m en tar y detallar en
el arte occidental desde las representaciones m edievales de
san J eró n im o hasta las postrim erías del siglo x ix , desde
Erasm o en su facistol hasta la apoteosis de le Livre de
M allarm é.
¿Q ué pasa con el acto de la lectura en nuestros días?
¿Cóm o se relaciona con los procedim ientos y valores im plí­
citos en el cuadro de C h ard in de 1734?

El m otivo de la cortesía, del en cu en tro cerem onioso entre


el lecto r y el libro, im plícito en las vestiduras del philosophe
de C h ardin, más que rem oto resulta irrecuperable. Si lo
encontram os es en funcion es tan ritualizadas, tan inevita­
blem ente arcaicas com o la lectura del E vangelio en la igle­
sia o el acceso solem n e a la Torá, cabeza cubierta, en la
sinagoga. La inform alidad es nuestra contraseña, aunque
la agudeza de M encken es realm en te venenosa: hay m u­
chos que se creen a sí mismos seres em ancipados cuando
lo único que han h ech o es desabotonarse la ropa.
M uch o más radicales, y de tan largo alcance que no
p u ed en resum irse correctam ente, son los cam bios de los
valores de tem poralidad que se p o n en de m anifiesto en la
form a en que C h ardin coloca estas figuras, que son el re­
loj de arena, el infolio y la cabeza de la m uerte. La relación
entre el tiem po y la palabra, entre la m ortalidad y la para­
doja de la supervivencia literaria, crucial para la gran cul­
tura occid en tal desde P ín d aro hasta M allarm é, sin duda
fund am ental en el cuadro de Ch ardin, ha cam biado. Esta
alteración afecta a los dos elem entos esenciales de la clási­
ca relación entre el autor y el tiem po, por una parte, y en­
tre el lector y el texto, por otra.
Es m uy posible que los escritores contem poráneos si­
gan abrigand o la escandalosa esperanza de la inm ortali­
dad, que sigan p o n ien d o p o r escrito palabras con la
esperanza de que éstas sobrevivan no sólo a su propia de­
cadencia, sino a los siglos venideros. El concepto, tanto en
su sentido com ún com o en su sentido técnico, todavía re­
suena, aunque con su doblez característica, en la elegía a
Yeats de A u d en . Pero, si es cierto que esas esperanzas
perviven, no se expresan públicam ente, ni m ucho m enos
se proclam an a los cuatro vientos. El m anifiesto de la in­
m ortalidad literaria pindárico-horaciano-ovidiano, repeti­
do una y otra vez en el sílabo occidental, ahora chirría. La
m ism a n o ció n de fama, de la gloria literaria conseguida
com o refutación de la m uerte y a despecho de la m uerte,
avergüenza. N o hay una m ayor distancia que la que existe
entre el tropo exegi monumentum y el reiterado descubri­
m ien to de Kafka, según el cual la escritura es una lepra,
una enferm ed ad opaca y cancerosa que debe m antenerse
alejada de los hom bres con sentido com ún. Sin em bargo,
es la propuesta de Kafka, no im porta su calidad am bivalen­
te y estratégica, la que m ejor d efine nuestra p ercep ció n de
la inestable, y quizá patológica -ta n to por su origen com o
p o r su p o sición -, obra de arte m oderna. Cuando Sartre in­
siste en que incluso el más vital de los personajes literarios
no es más que un conjunto de m arcadores sem ánticos, de
letras arbitrariam ente colocad as en una página, quiere
desm itificar de una vez p o r todas la fantasía h erid a de
F laubert sobre la vida autónom a, la vida después de su
m uerte, de Em m a Bovary. Monumentum: el co n cep to y sus
connotaciones (“lo m onum ental”) se convierten en ironía.
Este pasaje está m arcado, con tristeza m aestra, en “This
Scribe, My H a n d ” de Ben Belitt, por su reflexión sobre las
tumbas de Keats y Shelley en Rom a, ju n to a la Pirám ide de
Cestio:

Escribo, deforma postuma,


sobre una lápida mortuoria
con la tinta de un cantero, como tú;

una fecha de antologo y un asterisco,


un paréntesis en el gas
de los constructores de las pirámides,

un obelisco rodando con Vespas


en un venenoso desfile de automóviles.

Fijém onos en la exactitud de la expresión “de form a pos­


tum a”; no la voie sacrée al Parnaso que el poeta clásico traza
para sus obras y, p o r inferencia exaltada, para él mismo. “El
gas de los constructores de las pirám ides” perm ite, real­
m ente invita a ú n a interpretación vulgar: “el aire caliente
de los constructores de las pirám ides”, su gran d ilocu en cia
vacía. N o son las abejas de Platón, cargadas de retórica di­
vina, las que escoltan al poeta, sino las ruidosas y contam i­
nantes Vespas (“avispas”), cuyo ácido aguijón d escom pone
el m onum ento del poeta, igual que los valores tecn ológi­
cos de masas que encarn an d escom pon en el aura de su
obra. Ya no vem os los libros, excep to com o artificios de
m andarines, com o una form a ele negar la m uerte personal.
“Todo es n rerarin ” rlire Belift'

Un maníaco
espera en las calles. Nadie escucha.
¿ Qué puedo hacer? Escribo sobre agua...

Esta frase desolada, p o r supuesto, p erten ece a Keats. U na


frase negad a de inm ediato p o r la inm ortalidad que asegu­
ra Shelley en “A d on ais”, negación en la que Keats confió y
que, de alguna form a, anticipó. H oy este tipo de negacio­
nes suenan vacías (“el gas de los constructores de las pirá­
m ides”) . El lecto r participa tam bién de este deterioro. Para
él tam bién la idea de que el libro que está frente a él so­
brevivirá a su propia vida, de que prevalecerá contra el re­
loj de arena y la caput rnortuuni de la estantería, ha perd id o
inm ediatez. Esta p érd id a reco rre todo el tem a de la
auctoritas, del status norm ativo y prescriptivo de la palabra
escrita. Iden tificar el ideal clásico de cultura, de civismo,
con el de la transm isión de un sílabo, con el del estudio de
textos sibilinos o can ón icos p o r cuya autorid ad m uchas
generaciones po n en a p ru eba y validan su conducta ante
la vida (las “piedras de to q u e” de M atthew A rn o ld ), no es
una sim plificación excesiva. La polis griega se veía a sí mis­
m a com o el m ed io orgán ico de los principios, de las ten­
siones de p reced en tes p o lítico-h eroicos derivadas de
H om ero. N o es posible separar el vigor de la cultura e his­
toria inglesas de la ubicuidad en esa cultura e historia de
la Biblia del Rey Jaim e, del Libro de O raciones y de Sha­
kespeare. L a experien cia colectiva y la exp erien cia indivi­
dual encon traron su reflejo en un ram illete de textos; su
realización personal fue, en todo el sentido de la palabra,
“libresca” (en el cuadro de C hardin la luz cae sobre el li­
bro abierto y se proyecta desde éste).
L a capacidad de leer hoy en día es difusa e irreverente.
Buscar u n a orientación oracular en un libro ha dejado de
ser un acto natural. D esconfiam os de la auctoritas - e l m a­
nuscrito o el texto religioso, el n ú cleo de lo can ón ico en la
profesión de autor clásico- precisam ente p o rq u e aspira a
la inm utabilidad. Nosotros no escribim os el libro. Incluso
nuestro en cu en tro más intenso y p en etran te con éste es
u n a experiencia de segunda m ano. Este es el punto crucial.
El legado del rom anticism o es de un en érgico solipsismo,
el desarrollo del yo lejos de la inm ediatez. U n credo único
de espontaneidad vitalista nos lleva desde el enunciad o de
W ordsworth, según el cual “el im pulso de un bosque jo v e n ”
vale más que la sum a de bibliotecas polvorientas, hasta el
eslogan de los estudiantes radicales de la Universidad de
Frankfurt en 1 968: “Q ue desaparezcan las citas”. En ambos
casos la polém ica reside en el enfrentam iento entre la “vida
de la vid a” y la “vida de la letra”, entre la prim acía de la
experien cia personal y lo derivado de la em o ció n literaria
más profunda. Para nosotros la frase “el libro de la vida” es
antinom ia sofista o cliché. Para L utero, quien la utilizó en
un punto decisivo de su versión cíe la R evelación, y sospe­
cham os que tam bién para el lector de Chardin, esta frase
era una realidad concreta.

El m ism o libro ha cam biado tam bién com o objeto. Salvo


académ icos o expertos en el m undo antiguo, pocos de
nosotros nos habrem os encontrado, ni m ucho m enos uti­
lizado, un libro p arecid o al que exam in a el lecteur de
Chardin. ¿Q uién tiene hoy en día libros encuadernados a
m ano? El form ato y la atm ósfera que transmite el infolio
que aparece en el cuadro sugieren la idea de una bibliote­
ca privada, una pared llen a de estanterías, escaleras, atri­
le s..., el espacio fu n cio n al en el que transcurrieron las
vidas de M ontaigne, de Evelyn, de M ontesquieu, de
T h o m a sjefferso n . Este espacio, a su vez, sugiere relaciones
sociales y económ icas claras: com o la que se establece en­
tre el sirviente que lim pia el polvo de los libros y los engra­
sa y el señor que los lee, entre la privacidad santificada del
erudito y el terren o más vulgar en el que la fam ilia y el
m undo exterior viven sus vidas ruidosas y filisteas. Pocos de
nosotros conocem os bibliotecas com o ésas, y m enos aún las
poseem os. L a econom ía, la arquitectura del privilegio en
el que tenía lugar el acto clásico de la lectura está m uy le­
jo s de nosotros (cuando visitamos la B iblioteca M organ de
Nueva York, o alguna de las bibliotecas de las grandes ca­
sas de cam po inglesas, nos encontram os, aunque en una
escala m agnificada, con lo que una vez fue el m arco de la
afición a los libros). El apartam ento m od ern o, evidente­
m ente diseñado para los jóven es, no cuenta con espacio,
con paredes lim pias para co lo car estanterías de infolios,
libros en cuarto, los num erosos volúm enes de las opera
omnia entre los cuales el lector de Chardin ha selecciona­
do su texto. Es en verdad sorprendente hasta qué punto el
m ueble del tocadiscos y las estanterías para los discos ocu­
pan el lugar que antaño estaba reservado para los libros (la
sustitución de la lectura por la música es uno de los facto­
res más com plejos e im portantes que afectan a los cam bios
producidos en la form a de sentir occidental). D on d e hay
libros habrá, en m ayor o m enor grado, libros de bolsillo.
No puede negarse que la “revolución del libro de b olsillo”
ha sido una pieza tecnológica liberadora y creativa que ha
exten dido el alcance de la literatura y perm itido el acceso
a áreas de conocim iento antes totalm ente inaccesibles, in ­
cluso en el terreno esotérico. Pero existe la otra cara de la
m oneda. El libro de bolsillo es, físicam ente, efím ero. A cu ­
m ular libros de bolsillo no es reunir una biblioteca. Por su
misma naturaleza, el libro de bolsillo lleva a cabo u n a ta­
rea de preselección y recopilación en antologías que extrae
de la totalidad de los textos literarios y de pensam iento. N o
pod em os contar, o raras veces pod em os contar, con las
obras com pletas de un autor. N o podem os contar con lo
que la m oda del m om ento considera productos inferiores.
Sin em bargo, sólo cuando conocem os a un autor en su to­
talidad, cuando nos inclinam os con especial, cuan d o no
quisquillosa, solicitud hacia sus “fracasos”, y de esta form a
construimos nuestra propia visión de su vigencia, el acto de
la lectura es auténtico. C on las puntas dobladas en nues­
tro bolsillo, desechado en el vestíbulo del aero p u erto ,
abandonado entre sujetalibros de fábrica, el libro de bolsi-
lio es al mism o tiem po una maravilla de envase y negación
de la largueza de form a y espíritu inten cionadam ente ex­
presadas en el cuadro de Chardin. “Y vi en la m ano d ere­
cha del que estaba sentado en el trono un libro escrito por
dentro y por fuera, sellado con siete sellos.” ¿Puede un li­
bro de bolsillo tener siete sellos?
Subrayam os (especialm ente si somos estudiantes o crí­
ticos absortos); algunas veces garabateam os una nota en el
m argen. Pero qué pocos escribimos notas m arginales com o
las de Erasm o o C olerid ge, qué pocos hacem os ricas y ri­
gurosas anotaciones. H oy en día sólo el epigrafista p ro fe­
sional, el bibliógrafo o el erudito textual llevan a cabo la
tarea de corregir; es decir, quien se encuen tra con el texto
es una presencia viva cuya contin ua vitalidad, cuya esencia,
d ep en d en de un com prom iso de colaboración con el lec­
tor. ¿Cuántos de nosotros estamos preparados para corre­
gir ni el más craso error en una cita clásica, para descubrir
y en m en d ar el más pueril error de acentuación o m edida,
aunque tales disparates y erratas abunden en las más repu­
tadas ediciones m odernas? ¿Y quién entre nosotros se m o­
lesta en transcribir, en p o n e r p o r escrito, p o r placer
personal y p o r afán de m em orizarlas, las páginas que se
han dirigido a él ele form a más directa, que le “han le íd o ”
de form a más penetrante?
La m em oria es p o r supuesto el factor fundam ental. La
“equ ivalen cia” con el texto, la com p ren sió n y respuesta
crítica a la auctoritas de las que nos hablan el acto clásico
de la lectura y la representación de este acto p o r Chardin
d ep en d en estrictam ente de las “artes de la m em o ria”. Le
Phñósophe. lisant, igual que los hom bres cultivados que le
jó d ea n en una tradición que va desde la antigüedad clási­
ca hasta casi la Prim era G uerra M undial, con oce textos de
m em oria. Estos hom bres con ocen de m em oria un consir
derable núm ero de fragm entos de las Escrituras, de la li­
turgia, de versos épicos y líricos. En este sentido, las
form idables dotes de M acaulay -in clu so de niño se había
co m prom etid o a m em orizar gran cantidad de poesía en
latín e in g lés- eran sólo un ejem plo, si bien notable, de una
práctica generalizada. La habilidad para citar las Escrituras,
para recitar de m em oria largos fragm entos de H om ero,
V irgilio, H oracio u O vidio, reco n o cer al instante una cita
de Shakespeare, M ilton o Pope, form a la estructura com ún
h ech a de ecos, de recon ocim ien to y reciprocid ad intelec­
tual y em otiva, en la que se funda el lenguaje de los políti­
cos, las leyes y las letras británicas. La m em orización de las
fuentes latinas, de L a Fontaine, de Racine, de los clarines
de V íctor H ugo, es responsable de la fuerza retórica de la
estructura de la vida pública francesa. El lecto r clásico, el
lisant de C h ardin , sitúa el texto que lee d en tro de una
m ultiplicidad resonante. El eco contesta al eco, la analogía
es precisa y contigua, co rregir y en m en d ar ju stifican un
p reced en te reco rd ad o con exactitud. El lecto r replica al
texto a partir de la articulada densidad de su propio aco­
pio de referencias y recuerdos. La idea de que las musas de
la m em oria y de la invención son una sola es antigua y po­
derosa.
La atrofia de la m em oria es el rasgo dom inante de la
educación y la cultura de la mitad y las postrim erías del si­
glo x x . La m ayor parte de nosotros no puede fincar,
ni m u cho m enos citar, ni los pasajes clásicos más im portan­
tes, que no sólo son la base de la literatura occidental (des­
de C axton hasta Robert Lowell, la poesía inglesa ha llevado
en su seno el eco im plícito de la poesía anterior), sino el
alfabeto de nuestras leyes e instituciones públicas. Las alu­
siones más elem entales a la literatura griega, al A ntiguo y
al N uevo Testam ento, a los clásicos, a la historia antigua y
europ ea, son ahora herm éticas. Breves fragm entos de tex­
to descansan de form a precaria sobre un gran aparato de
notas a pie de página. La identificación de la fauna y flora,
de las principales constelaciones, de las horas y tiem pos de
la liturgia, de los cuales tan íntim am ente d epen de, com o
dem ostró C. S. Lewis, la com prensión esencial de la p o e­
sía, el dram a y el rom ance occidental desde B occaccio has­
ta Tennyson, es ahora un con ocim ien to especializado. Ya
no aprendem os de m em oria. Nuestros espacios interiores
han en m ud ecid o o están obstruidos por estridentes trivia-
lidades. :,(Que no se p id a a un estudiante relativam ente
bien preparado que responda ante el título de “Lícidas”,
que te diga lo que es una égloga, que reconozca una de las
alusiones o ecos horacianos en V irgilio o Spenser que dan
sentido a los cuatro prim eros versos del poem a, su signi­
ficado del significado. En el aprendizaje de hoy, especial­
m ente en Estados U nidos, la amnesia ha sido planificada.)
El vigor de la m em oria sólo puede sostenerse allí d on­
de hay silencio, el silencio tan exp lícito en el retrato de
Chardin. A p re n d e r de m em oria, transcribir fielm ente, leer
de verdad, significa estar en silencio y en el interior del si­
lencio. En la sociedad occidental de hoy, este orden de si­
lencio tiende a convertirse en un lujo. Los historiadores de
la consciencia (historiens des mentalités) tendrán que evaluar
la contracción de nuestra capacidad de atención, la desapa­
rición de la concentración iproducida o o r el sim 1ple hech o
de que nos haya interrum pido el timbre del teléfono, por
el h ech o subordinado de que la m ayoría de nosotros, sal­
vo cuando actuam os con resolución estoica, contestam os
al teléfono, no im porta lo que estemos haciendo. Estudios
recientes sugieren que aproxim adam ente el setenta y cin­
co p o r ciento de los adolescentes de Estados U nidos leen
con un sonido de fo n d o (una radio, un tocadiscos, un a
televisión a sus espaldas o en la habitación de al lad o). De
form a creciente, los jóvenes y adultos confiesan su incapa­
cidad para leer un texto serio sin un sonido de fo n d o or­
ganizado. Sabemos m uy poco sobre la form a en la que el
cerebro procesa y asimila estím ulos que com piten sim ultá­
neam ente com o para decir cuál es el efecto que esta poten ­
cia de entrada pro d u ce en los centros de aten ció n y
conceptualización im plicados en la lectura. Pero es al m e­
nos plausible suponer que la capacidad para co m p ren d er
de m anera rigurosa, la capacidad de reten ción y de res­
puesta que teje nuestro ser con el ser del libro, debe sufrir
un enorm e desgaste. Al contrario del philosophe lisant de
Chardin, tendem os a ser lectores a m edia jo rn ad a, lecto­
res a medias.

Sería absurdo confiar en la restauración del conjunto de


actitudes y disciplinas útiles para lo que he llam ado “el acto
clásico de la lectura”. Las relaciones de po d er (auctoritas),
la econ om ía del ocio y del servicio dom éstico, la arquitec­
tura del espacio privado y la custodia del silencio, que sos­
tienen y rodean este acto, son más que inaceptables para
ios fines igualitarios y populistas de las sociedades de co n ­
sum o occidentales. De hecho, éste es el origen de una ano­
m alía perturbadora. Existe una sociedad o un orden social
en el cual m uchos de los valores y hábitos de la sensibili­
dad im plícitos en el lienzo de C hardin son todavía opera­
tivos; en el cual los clásicos se leen co n apasionada
atención; en el cual hay pocos m edios de com unicación de
masas que com pitan con la prim acía de la literatura; en el
cual la ed u cación secundaria y el chantaje de la censura
in d u cen a una m em orización constante y a la transm isión
de textos de recu erd o en recuerd o. Existe una sociedad
libresca, en su sentido más arraigado, que argum enta su
destino m ediante una constante referencia a los textos ca­
nónicos, y cuyo sentido de registro histórico es a un tiem ­
po tan com pulsivo y tan vuln erable que com p o rta u n a
verdadera industria de falsificación exegética. N aturalm en­
te, estoy alud iend o a la U n ión Soviética. Y sólo este ejem ­
plo bastaría para recordarnos perplejidades tan antiguas
com o los diálogos de Platón sobre las afinidades entre el
gran arte y el p o d er centralizado, entre la cultura elevada
y el absolutism o político.
Pero, hasta d on d e nos es posible ver, en el oeste d em o ­
crático y tecn o ló gico la suerte está echada. El infolio, la
biblioteca privada, la fam iliaridad con las lenguas clásicas
o el arte de la m em oria pertenecerán, cada vez más, a unos
cuantos eruditos. El precio del silencio y de la soledad au-
afteritará. (Parte de la ubicuidad y del prestigio de la músi­
ca deriva precisam en te del h e ch o de que se p u ed e
escuchar en com pañ ía de otros. L a lectura sería excluye
incluso a los íntim os.) Las disposiciones y técnicas sim boli­
zadas por Le Philosophe lisant son ya, en el sentido exacto del
térm ino, académ icas. Se prod ucen en las bibliotecas públi­
cas, en los archivos, en los estudios de los catedráticos.
Los peligros son obvios. N o sólo gran parte de la litera­
tura griega y latina, sino num erosos textos europeos, des­
de la Comedia hasta “Sweeney A gon ista” (un p o em a que,
co m o otros m uchos de T. S. Eliot, es un palim psesto de
e c o s), han dejado de estar a nuestro alcance natural. Tem a
de conversación del eru dito y de la consulta ocasional y
fragm en taria de estudiantes universitarios, obras en otro
tiem po presentes en la m em oria literaria, ahora llevan la
vida m elancólica y agonizante de los m udos Stradivarius en
las vitrinas de la C o lecció n C o o lid ge de W ashington. Na­
die reclam a largos tratados que u n a vez fueron m ateria fér­
til de estudio. ¿Q uién sino el especialista lee a B oiardo, a
Tasso o a Ariosto, ese engran ado linaje de la épica italiana
sin el cual los conceptos de R enacim iento y rom anticism o
n o tienen dem asiado sentido? ¿O cup a Spenser el lugar
p ro m in en te que en el rep ertorio del sentim iento ocu p ó
para Mil ton, Keats o Tennyson? Las tragedias de Vol taire
son, literalm ente, un libro cerrado; sólo el erudito puede
reco rd a r que estas obras d om in aron el gusto y el estilo
declam atorio durante casi un siglo; que es Voltaire, y no
Shakespeare o R acine, quien dom ina los escenario» ífe
M adrid a San Petersburgo, de Nápoles a Weimar.
Pero la pérdida no es sólo nuestra. La esencia del acto
absoluto de la lee tura es, com o hem os visto, una esencia de
reciprocid ad dinám ica, de respuesta a la vida del texto. El
texto, al m argen de su inspiración, no puede tener una
vida significativa si no se lee (¿qué clase de vida tiene un
Stradivarius que no se toca?). La relación entre el verdade­
ro lector y el libro es creativa. El libro tiene necesidad del
lector igual que éste la tiene del libro, una paridad de ex­
pectativas que aparece fielm ente reflejada en la com posi­
ción del cuadro de C h ardin. Es en este sentido tan
co n creto en el que todo acto de lectura gen uin o, toda
lecture bien faite, colabora con el texto. Lecture bien faitees un
térm ino d efin id o p o r Charles Péguy en su incom parable
análisis sobre la verd adera ilustración (en el Dialogue de
l ’histoire et de l'amepaienne, de 19 12 -19 13 ):

U n e lecture b ien fa ite ... n ’ est pas m oins que le vrai, que
le véritable et m ém e et surtout que le réel ach évem en t du
texte, que le réel ach évem en t de l ’oeuvre; córam e un cou-
ro n n em en t, conim e u n e gráce particuliére et co ro n a le...
Elle est ainsi littéralem en t u ne coop ération, une collabora-
tion intim e, in té rie u re ... aussi, une haute, u ne suprém e et
sin gu liére, u n e d éco n ce rta n te responsabilité. C ’ est une
destin ée m erveilleu se, et p re sq u ’effrayante, que tant de
grand es oeuvres, tant d ’oeuvres de grands hom m es et de si
grands h om m es puissent recevoir en core un accom plisse-
m ent, un achévem ent, un co u ro n n em en t de n o u s... de
notre lecture. Q uelle effrayante responsabilité, p o u r nous*.

C om o dice Péguy: “Q ué aterradora responsabilidad”, pero


tam bién qué inconm ensurable privilegio, saber que la su­
pervivencia de incluso la más grande de las obras literarias
depen de de une lecture bien faite, une lecture honnéte. Y saber
que este acto de la lectura no puede dejarse bajo la sola
custodia de los todopoderosos especialistas.
Pero ¿dónde encontrar verdaderos lectores, des lecteurs
qui sachenl hrér C o n fío en que sabremos form arlos.

La posibilidad de crear “escuelas de lectura creativa” es una


idea que siem pre m e acom paña (“escuela” es una palabra
dem asiado pretenciosa; una habitación silenciosa y una
mesa bastarán). Tendrem os que em pezar p o r el nivel de
integridad m aterial más sencillo y, p o r tanto, más preciso.
D ebem os aprender a analizar frases y la gram ática de nues­
tro texto, porque, com o Rom án Jakobson nos ha enseña­
do, no es posible acced er a la gram ática de la poesía, al

* U n a lectura b ien h e ch a n o es otra cosa que el cierto, e


verd ad ero y sobre todo la cabal realización d el texto, la cabal
realización de la obra; com o u n a coron ación , com o u n a gracia
particular que p one el p u n to fin a l... Así, es literalm ente u n a co­
operación, una colaboración íntim a, in terio r... Y tam bién una
elevada, una suprem a y singular, una desconcertante responsa­
bilidad. Es un destino m aravilloso y casi aterrad or q u e tantas
grandes obras, tantas obras de grandes hom bres y de h om bres
tan grandes, aún p u ed an recib ir una cu lm in ación , un acaba­
m iento, una coro n ació n p o r parte n u e stra... de nuestra lectura.
Q ué i esponsabilidad tan aterradora para nosotros.
nervio y a la energía del poem a, si perm anecem os ciegos a
la poesía de la gram ática. Tendrem os que volver a apren­
der la m étrica y aquellas reglas de escansión que eran fa­
miliares para los escolares ilustrados de la época victoriana.
Ten drem os que h acerlo no p o r ped an tería, sino p o r el
h ech o abrum ador de que en toda poesía, y en una gran
pro p o rció n de obras en prosa, el m etro es la m úsica que
controla el pensam iento y la sensibilidad. Tendrem os que
despertar los entum ecidos m úsculos de la m em oria, redes­
cu b rir en nuestros vulgares vos los enorm es recursos de
m em orización precisa, y el placer que procuran los textos
que hem os alojado para siem pre en nuestro interior. Bus­
carem os aquellos rudim entos de recon ocim ien to m itológi­
co y escritural, de recu erd o histórico com partido, sin los
cuales es casi im posible -salvo con el apoyo constante de
notas a pie de página cada vez más elaborad as- leer correc­
tam ente u n a línea de C h aucer, de M ilton, de G o eth e o,
para dar un ejem p lo d elib erad am en te m odernista, de
’M andelstam (uno de los m aestros del eco).
U n a clase de “lectura creativa” ten d ría que p ro ce d e r
paso a paso. E m pezaría con el grado próxim o a la dislexia
de los actuales hábitos de lectura. In ten taría o b ten er el
nivel de co m p eten cia in fo rm ad a p revalecien te entre las
personas cultas de E urop a y de Estados U nidos, digam os
que en las postrim erías del siglo x ix . A spiraría idealm ente
a ese achevement, a esa realización y coron ación de las que
habla el texto de Péguy, y de las cuales los actos de lectura
absolutos llevados a cabo p o r M andelstam sobre D ante, o
p o r H e id eg ger sobre Sófocles son ejem plares.
Las alternativas no son tranquilizadoras: la vulgariza­
ción y el ruidoso vacío intelectual, por un lado, y la retira­
da de la literatura hacia las vitrinas de los m useos, por otro.
El “perfil argu m en tal” ch illón o la vei“sión p red igerid a y
trivializada de los clásicos, p o r un lado, y la ilegible edición
anotada, p o r otro. La ilustración debe luchar p o r recup e­
rar el térm ino m edio. Si no lo consigue, si une lecture bien
faite se convierte en un artificio con fech a de caducidad,
nuestras vidas se verán invadidas p o r un gran vacío, y n un ­
ca más experim entarem os la tranquilidad y la luz del cua­
dro de Chardin.
Presencias reales *

[1985!

El cam bio de siglo fue testigo de una crisis filosófica en el


fundam ento de las matemáticas. Lógicos y filósofos de las
m atem áticas y de la sem ántica form al, com o Frege y
Russell, investigaron el tejido axiom ático del razonam ien­
to y la co m p ro b ació n m atem ática. Las antiguas disputas
lógicas y m atem áticas para discernir la verdadera naturale­
za de las m atem áticas -¿es arbitrariam ente convencional?
¿Es una construcción “n atu ral” que se correspon d e con
realidades existentes en el ord en em pírico del m u n d o ?-
volvieron a despertar y en con traron una rigurosa exp re­
sión filosófica y técnica. La conocida prueba de G ódel so­
bre la necesidad de u n a adición “exterio r” para todos los
sistemas m atem áticos de co h eren cia intrínseca y las reglas
operacionales, tuvo una significación form al y aplicada que
fue m ucho más allá de los dom inios estrictamente matemá­
ticos. Al m ism o tiem po, es ju sto decir que algunas de las
cuestiones planteadas a finales del siglo x ix y com ienzos
del x x en relación con los fundam entos lógicos, la co h e­
rencia interna y las fuentes psicológicas y existenciales del

* C o n fe ren cia en h om en aje a Leslie Stephen, Universidad


de C am b ridge, 1985.
razonam iento y de la com probación m atem áticos siguen
abiertas.
U na crisis com parable es la que actualm ente Adven el
concep to y la com prensión del lenguaje. De nuevo, las le­
janas fuentes de la problem ática y del debate son las del
pensam iento platónico, aristotélico y estoico. L a gramato-
logía, la sem ántica, el estudio de la in terp retación del
significado y de la actual práctica interpretativa (la h erm e­
néutica), los m odelos de los posibles orígen es del habla
hum ana, el análisis form al y pragm ático y la descripción de
los actos y la representación lingüísticos tienen su p rece­
dente en el Crátiloy el Teeteto de Platón, en la lógica aristo­
télica, en las artes clásicas y posclásicas y en la anatom ía de
la retórica. No obstante, si tenem os en cuenta que el actual
“giro del lenguaje” no sólo afecta a la lingüística, a las in­
vestigaciones lógicas de la gram ática, a las teorías de la se­
m ántica y la semiótica, sino tam bién y en gran m ed id a a la
filosofía, a la poética y a los estudios literarios, a la psicolo­
gía y a la teoría política, este cam bio supone u n a ruptura
radical con la sensibilidad y las premisas tradicionales. Las
mismas fuentes históricas de la “crisis del sentido” son com ­
plicadas y fascinantes. Sólo p u ed o aludir aqu í a ellas de
form a sumaria.
A u n qu e en m uchos aspectos conservadora, la revolu­
ción kantiana llevaba en sí misma la semilla de una revisión
y una crítica fundam entales de las relaciones entre palabra
y m undo. La ubicación lógica y psicológica de las p e rcep ­
ciones fundam entales que Kant sitúa en la razón, su con ­
vicción de que “la cosa en sí”, la últim a sustancia de la
realidad “exterio r” (out there), no p od ía definirse o dem os­
trarse analíticam ente, p o r no decir articularse, sentaron las
bases para el solipsismo y la duda. L a disociación del len ­
guaje y la realidad, de la designación y la p ercep ció n , es
ajena al idealism o del sentido com ún de Kant, p ero está
im plícita potencialm ente en su discurso. En un principio
serán la poesía y la poética, y no la lingüística o la lógica
filosófica, las que se adueñarán de este potencial. Nuestros
actuales debates sobre las gram áticas generativo-transfor-
m acionales, sobre los actos del habla, sobre los m odelos
estructuralistas y deconstruccionistas de la lectura textual,
en una palabra, nuestro en fo q u e actual sobre “el signifi­
cado del sign ificad o ”, derivan de la p o ética y la práctica
exp erim en tal de M allarm é y Rim baud. El p e río d o com ­
pren d id o entre la década de 1 870 y la m itad de la década
de 1890 d efine el,program a de nuestro actual debate, que
sitúa el p roblem a de la naturaleza del lenguaje en el mis­
m o centro de las sciences de l ’homme filosóficas y aplicadas.
D espués de M allarm é y Rim baud sabem os que una antro­
p o lo gía seria tiene una teoría o un a pragm ática del Logos
com o n ú cleo form al y sustantivo.
El intento program ático de disociar el lenguaje poéti­
co de referen cias externas, de fijar los de otra form a
indefinibles, irrecuperables, textura y o lo r de la rosa en la
palabra “rosa” y no en una ficción de correspon d en cia y
validación externas, es un esfuerzo que nace con Mallarmé.
El discurso poético, que es de h ech o un discurso esencial
y llen o de sentido (meaningtful), constituye una estructura,
o serie, intern am ente coh eren te, infinitam ente connotati-
va e innovadora. Este discurso es más rico que el de la su­
m am ente indeterm inada e ilusoria experien cia sensorial.
Su lógica y dinám ica han sido internalizadas: las palabras
se re fie re n a otras palabras; su “ dar n o m b re al m u n d o ”
-e s a presun ción adánica que es el m ito y la m etáfora pri­
m ordial de todas las teorías occidentales del le n g u a je - no
es una cartografía descriptiva o analítica del m undo “exte­
rio r” (out there), sino, de form a literal, una construcción,
una anim ación y un despliegue de posibilidades co n cep ­
tuales. El lenguaje (poético) es creación. El Je est un autre
de R im baud está en la base de todas las posteriores histo­
rias y teorías de la dispersión de la individualidad, del eclip­
se histórico y ep istem ológico del ego. C u an d o F oucault
an u n cia el fin de la identid ad clásica o judeo-cristiana,
cu an d o los deconstruccionistas rechazan la n o ció n de
auctoritas personal, cuando H eid egger ord en a el habla des­
de una fuente ontológica anterior al hom bre, quien es sólo
el m édium , el instrum ento más o m enos opaco del signi­
ficado autónom o, están, cada u n o en su propio m arco tác­
tico, in ten tan d o desarrollar y sistem atizar el m anifiesto
anárquico de Rim baud, su déréglement extático de la tradi­
ción y del realism o inocente.
Esta dispersión, esta disem inación de la identidad, esta
subversión de la ingenua corresponden cia entre la palabra
y el m undo em pírico, entre la enunciación pública y lo que
realm en te se dice, quedan acentuadas p o r el psicoanálisis.
La visión y el uso freudianos del discurso hum ano, de los
textos escritos (de incon fund ibles analogías con las técni­
cas talm údicas y cabalistas del descifram iento en p rofun d i­
dad, del descenso revelador a ocultos niveles de la etim o­
lo gía}' de la asociación verbal), dislocan y socavan radical­
m en te la antigua estabilidad del lenguaje. El sentido
com ún -a ten ció n a esta fra se- de nuestras palabras habla­
das o escritas, el orden y los valores visibles de nuestra sin­
taxis, aparecen com o una superficie encubridora. Bajo
cada estrato de co n cien cia, de significado léxico , yacen
nuevos estratos de significados más o m enos conscientes,
m anifiestos o intencionales. Los impulsos de la intenciona­
lidad, de la significación declarada y secreta, se extienden
desde la frágil superficie hasta las profundas, insondables
y nocturnas estructuras o pre-estructuras del inconsciente.
N in gu n a adscripción de significado pu ed e considerarse
definitiva, n in gu n a secu en cia o cam po asociativo de po­
sible resonancia llega a térm ino (éste es el punto funda­
m ental del desacuerd o de W ittgenstein con F re u d ). Los
significados y las energías psíquicas que los en un cian o,
más exactam ente, que los codifican se encuentran en per­
petuo m ovim iento. “¿Debem os significarlo que decim os?”,
p reg u n ta el epistem ólogo. “¿Podem os significar lo que
decim os?”, pregunta el psicoanalista. Y ¿en qué consiste esa
ficción de identidad estable que, después de Rim baud, ti­
tulam os “yo” o “nosotros”?
El positivismo lógico y la filosofía lingüística, tal com o
surgen en E uropa central con el cam bio de siglo y se insti­
tucionalizan en la práctica anglo-am ericana, son ejercicios
de d em arcación entre sentido y sinsentido, entre lo que
pu ed e decirse razonablem ente y lo que no, entre fun cio­
nes de verdad y m etáfora. El esfuerzo por “purgar el len-
guaje”, de sus im purezas metafísicas, de sus frívolos fantas­
mas llenos de inferencias no estudiadas, se adopta en nom ­
bre de la lógica, de la form alización transparente y del
escepticism o sistem ático. Pero la im agen catártico-tera-
péutica, el ideal de lim pieza y restauración de la claridad
ascética, tan vivido en el C írculo de Viena, en Frege, en
W ittgenstein y en sus herederos, está obviam ente relacio­
nado con el fam oso im perativo de Mallarmé: “lim piem os
las palabras de la tribu”, hagam os que el lenguíye sea tras­
lúcido para sí mismo.
El cuarto espacio fundam ental de la crítica del lengua­
je y de las deconstrucciones de la inocencia clásica “pala­
bra y m u n d o ” es histórico y cultural. Tam bién aquí, y con
pocas excepciones, la fuente es europ ea y judaica. (Apenas
es necesario resaltar el carácter ju d a ico de todo el m ovi­
m iento filosófico, psicológico, literario y político-cultural
al que me estoy refiriendo, o la im portante con exión en ­
tre este m ovim iento y el trágico destino del ju d aism o eu­
ropeo. D esde Rom án Jakobson, Freud, W ittgenstein, Karl
Kraus, Kafka o W alter Benjam ín hasta Lévi-Strauss, Jacques
D errida o Saúl Kripke, los dramatis personae de nuestro es­
tudio pon en de m anifiesto su m ayor lógica.) Este cuarto
espacio es el de la crítica del lenguaje com o un instrum en­
to inadecuado y com o un instrum ento no sólo política y
socialm ente falso, sino de potencial barbarie. La “Carta de
L ord C h an d os” de H ofm annsthal, las parábolas de Franz
Kafka, las reflexiones sobre el lenguaje de M authner (una
fuente esencial, y por tanto no admitida, del Tractatus de
W ittgenstein), hablan de la incapacidad del hom bre para
expresar en palabras sus verdades más profundas- ex­
periencias sensoriales, sus intuiciones m orales y trailseeíl.
dentes. Esta d esesperación ante las lim itaciones del
lenguaje encontrará su punto álgido en el lam ento final de
Moisés y Aarón de Schoenberg: “ ¡O h, la Palabra, la Palabra,
la Palabra de la que carezco !”; o en la inagotable parábola
de Kafka sobre el silencio m ortal de las sirenas. El asalto po­
lítico-estético d el len gu aje es el que se p ro d u ce en Karl
Kxaus, en su auditor, Canetti, o en G eo rge O rw ell (una ver­
sión más pálida pero racionalm ente útil de K raus). La re­
tórica política, la caprichosa m endicidad del periodism o y
de los m edios de co m u n icación de masas, la je rig o n z a
trivializadora de los m odos del discurso pú b lica y social­
m ente aprobados, han h ech o que casi todos los hom bres
o m u jeres u rb a n o s m o d e rn o s d igan , o ig a n o lean u n a
je r g a vacía, u n a locuacidad cancerosa (el térm ino heide-
ggerian o es Gerede). El lenguaje ha perd id o su propia ca­
pacidad para la verdad, para la honestid ad po lítica o
p erson al. H a c o m ercia liza d o y m asificad o sus m isterios
de intuición profética, su capacidad para responder al re­
cu erd o preciso. En la prosa de Kafka, en la poesía de Paul
C elan o de M andelstam , en la lingüística m esiánica de
Benjam in y en la sociología política y estética de A d orn o,
el lenguaje opera, in créd ulo de sí mismo, en el agudo filo
del silencio. A h o ra sabem os que si la Palabra “fu e en el
p rin cip io ”, tam bién p u ed e serlo en el final, que hay un
vocabulario y una gram ática de los cam pos de la m uerte,
que las d eton aciones term onucleares p u ed en ser designa­
das com o “O p e ra ció n Sol B rillan te” . C o m o si la quinta­
esencia, el atributo identificado!" del hom bre - e l Logos, el
ó rgan o del le n g u a je -, se h u b iera roto en el in terio r de
nuestra boca.
Las consecuencias y correlaciones de este gran deterio­
ro filosófico y psicológico, así com o de la experien cia occi­
dental de la m áxim a inhum anidad política, son ubicuas.
Son dem asiado num erosas y variadas com o para señalarlas
con precisión. Gran parte de los estudios clásicos, de las
litterae humaniores, tal com o se han entendido, enseñado y
practicado desde el perío d o helenístico hasta las dos gran­
des guerras, han sufrido una profu n d a erosión. La retira­
da de la palabra hacia códigos num erados o sim bólicos es
cada vez más drástica, no sólo en las ciencias exactas y apli­
cadas, sino tam bién en la filosofía, la lógica y las ciencias
sociales. La im agen y el titular dom inan esferas de inform a­
ción y com un icación en constante expansión. Los valores
im plícitos en la retórica, en las citas, en el cuerp o canóni­
co de los textos, son objeto de un a gran presión. Es más
que plausible que el eje cultural, en otro tiem po ocupad o
por el cultivo del discurso y de las letras, esté siendo invadido
por la interpretación y recepción personal de la música. La
m etód ica devaluación del lenguaje en la propaganda p olí­
tica y en el esperanto del m ercado de masas es dem asiado
pod erosa y está dem asiado exten did a com o para ser fácil­
m ente definida. N uestra civilización de hoy es, en puntos
decisivos, una civilización “después de la palabra”.
Pero lo que quiero analizar es una base de crisis y de­
bate más específica. El acto y el arte de la lectura seria com ­
portan principalm en te dos m ovim ientos del espíritu: el de
la interpretación (herm enéutica) y el de la valoración (crí­
tica, ju ic io estético). Los dos son estrictam ente insepa­
rables. Interpretar es juzgar. U na lectura en la que no se
p rod uzca un descifram iento, p o r filológica o textual que
p ued a ser, en el sentido más técnico de estos términos, ca­
rece de valor. D el m ism o m odo, la falta de un ju icio crítico
o de un com en tario estético no es interpretativa. Por el
h e ch o de co n ten er conceptos de explicación, de traduc-
ción y de actuación (com o sucede en la interpretación de
una pieza dram ática o en una partitura m usical), la misma
palabra “in terp reta ció n ” nos rem ite a esta m últiple inte­
racción.
La relatividad, la arbitrariedad de todas las proposicio­
nes estéticas, de todos los ju icio s de valor, es inheren te a la
consciencia y al lenguaje hum anos. Se puede decir cualquier
cosa sobre cualquier cosa. Asertos com o que E l rey Lear d e Sha­
kespeare “n o m erece ser objeto de una crítica seria”
(Tolstoi), o que M ozart no com pon e sino meras trivialida­
des, son completamente irrefutables. N o p u ed en negarse ni
sobre una base form al (lógica) ni en su sustancia existen-
cial. Las filosofías estéticas, las teorías críticas, las construc­
ciones de “lo clásico” o de “lo can ó n ico ”, no pueden dejar .
de ser sino descripciones más o m enos persuasivas, más o
m enos com prensivas, más o m enos consecuentes de este o
aquel proceso de preferencia. U n a teoría crítica, una esté­
tica, es u n a política del gusto. Esta pretende sistematizar, ha­
cer visiblem ente aplicable y ped agógico, un “co n ju n to” de
intuiciones, u n a ten d en cia de la sensibilidad, la base con­
servadora o radical de un m aestro de la percep ción o de
mía alianza de opiniones. Nada puede ser probad o o refu­
tado. L a lectura de Aristóteles y de Pope, de C o lerid ge y de
Sainte-Beuve, de T. S. Eliot y de Croce, no constituye una
ciencia del ju ic io y de la desaprobación, de un avance ex­
perim ental y de confirm ación o refutación; son el ju e g o y
el contrajuego m etam órficos de la respuesta individual, de
(tom o prestada la burlon a frase de Q uin e) la “intuición
im pecable”.
La diferencia entre el ju ic io de un gran crítico y el de
un semi|-ilustrado o un loco reside en la gam a de referen ­
cias inferidas o citadas, en la lucidez y en la fuerza de arti­
culación retórica (el estilo del crítico) o en el addendum
accidental de que el crítico sea tam bién un cread or en su
d erecho. Pero esta d iferencia no es ni científica ni lógica­
m ente dem ostrable. N o p u ed e decirse que una proposi­
ción estética sea “verdadera” o “falsa”. La única respuesta
adecuada es el acuerdo o el desacuerdo personal.
¿Cóm o m anejam os en la práctica real la naturaleza
anárquica de los ju icio s de valor, la igualdad form al y prag­
mática de todos los hallazgos críticos? Contam os cabezas,
en particular las que tom am os p o r cabezas cualificadas y
laureadas. Nos damos cuenta de que, a lo largo de los si­
glos, una gran m ayoría de escritores, críticos, profesores y
hom bres respetables han considerado a Shakespeare com o
un poeta y un dram aturgo de genio, y han ju zg a d o que la
música de M ozart es em ocionalm ente en riq u e ce d o ra y téc­
nicam ente inspirada. Al mismo tiem po, nos dam os cuenta
de que los que opinan de m anera diferente se encuen tran
en franca y excéntrica m inoría, de que sus críticas no tie­
nen m ucho peso y de que los motivos que adiviVajífros de­
trás de su disentim iento son psicológicam ente sospechosos
(Jeffrey sobre W ordsworth, H anslick sobre W agner, Tolstoi
sobre Shakespeare). D espués de estas observaciones per­
fectam ente válidas, continuam os con la tarea del co m en ­
tario y la apreciación literaria.
D e vez en cuando, com o si saliéram os de un irritante
crepúsculo, percibim os la circularidad parcial y la contin­
gencia de todo el argum ento. Nos damos cuenta de que no
pu ed e hacerse un recuen to total de votos con los valores
estéticos, de que un voto m ayoritario, p o r constante y n u­
m eroso que sea, nun ca pu ed e refutar, rebatir el rechazo,
la abstención, el en u n ciad o contrario del solitario o del
contradictor. Nos dam os cuenta, con más o m enos clari­
dad, del grado en el que el “sentido com ún literario”, los
lím ites aceptables del debate, la transm isión del sílabo for­
m ado p o r los textos, obras de arte y m usicales mayoritaria-
m ente recon ocidos com o más im portantes son un proceso
ideológico, una reflexión de relaciones de p od er dentro de
una cultura y una sociedad. La persona culta es aquella que
se un e a la aprobación y al goce estético que le han sido
sugeridos y ejem plificados p o r el legad o dom inante. Pero
nosotros rechazam os estas preo cu p acio n es. A ceptam os
com o inevitable y ad ecuado el peso m eram en te estadísti­
co del “consenso institucional”, de la autoridad del senti­
do com ún. ¿Cóm o si no podríam os ser dueños de nuestras
eleccio n es culturales y sentirnos cóm odos con nuestros
placeres?
Es en esta coyuntura en la que tradicion alm en te surge
la distinción entre crítica estética, por un lado, e in terp re­
tación o análisis estrictam ente considerado, por otro. La
ind eterm inación o n tológica de todos los ju icio s de valor y
la im posibilidad de un “procedim ien to de d ecisión ” p ro ­
batorio y lógicam ente consistente entre visiones estéticas
incom patibles han sido reconocidas. De gustibus non dispu-
tandum. En contraste, se considera que en la d efinición de
un significado verdadero o bastante plausible en u n texto
está el objetivo razonable y el m érito de la lectura inform a­
da o filología.
Los factores lingüísticos, form ales e históricos pu ed en
im ped ir esta d efinición y análisis docum ental. Es posible
que se nos escape el contexto en el que el poem a o la fábu­
la fu ero n escritos. Las convenciones estilísticas p u ed en re­
sultar ahora esotéricas. Es posible que, sim plem ente, no
contem os con la densidad de inform ación crítica necesa­
ria, que no podam os estab lecerlas debidas com paraciones
necesarias para elegir entre distintas lecturas, entre glosas
diferentes y explications du texte. Pero éstos son problem as
accidentales y em píricos. En el caso de textos antiguos, es
posible que se desvele un nuevo m aterial léxico, gram ati­
cal o con textual. A llí donde las inhibiciones de la com pren­
sión son más m odernas, los nuevos datos biográfico s o
referenciales pueden ayudar a dilucidar las intenciones del
autor y el cam po de la supuesta repercusión de la obra. A l
con trario de lo que suced e con la crítica y la valoración
estética, que son siem pre sincrónicas (el “E d ip o ” de Aris­
tóteles no q u ed a obsoleto p o r el de H ó ld erlin , y el de
Freud no m ejora ni anula el de H ó ld erlin ), el proceso de
la interpretación textual es acum ulativo. Nuestras lecturas
gozan de una m ayor inform ación, la evidencia crece, la
com probación es mayor. Idealm ente - p o r supuesto, no en
la práctica real-, el corpus de conocim ien to léxico, de aná­
lisis gram atical, de m ateria sem ántica o contextual, de he­
chos históricos y biográficos, bastará finalm ente para
alcanzar una determ inación dem ostrable de lo que el pa­
saje significa. Esta determ inación no necesita considerar­
se exhaustiva; la disponibilidad de nuevos conocim ientos,
de herram ientas lingüísticas o estéticas más precisas, hará
que esta determ inación sepa que es susceptible de correc­
ción, de revisión, incluso de rechazo. Pero, en cualquier
punto dado de la larga historia de la com prensión discipli­
nada, una decisión en lo tocante a una m ejor lectura, a una
paráfrasis más plausible, a una intuición más razonable
sobre el propósito de un autor, será siem pre una decisión
racional y dem ostrable. A l final del cam ino filológico, hoy
y m añana, hay una lectura mejor, hay un significado o una
co n stelació n de significados dispuestos a ser percibidos,
analizados y elegidos p o r encim a de otros. En su auténtico
sentido, la filología es el cam ino adecuado hacia las artes
de la escrupulosa observancia y fiabilidad (philein) desde la
incertidum bre de la palabra hasta la estabilidad del Logos.
Es la credibilidad y la práctica racional de este cam ino,
de su avance acum ulativo hacia la com prensión textual, la
que hoy en día se p o n e seriam ente en duda. Es la misma
posibilidad h erm en éu tica la que “las crisis del sentido”, de
las cuales realicé un esbozo al principio, ponen en cuestión.
Perm ítasem e concentrar, y de esta form a radicalizar, los
postulados de la nueva semántica. El postestructuralista y
el deconstruccionista nos recuerdan (justam ente) que no
hay ninguna diferencia sustancial entre el texto prim ario y
el com entario, entre el poem a y la explicación o la crítica.
Todas las proposiciones y enunciados, sean prim arios, se­
cundarios o terciarios (el com entario del com en tario, la
interpretación de interpretaciones previas, la crítica de la
crítica, tan fam iliares al bizantinism o de nuestra cultura
actual), son parte de una intertextualidad envolvente. C o m o
écriture son equivalentes. Después se dice, con un ju e g o de
palabras profundam ente desafiante (¿y no es todo discur­
so y todo texto escrito un ju e g o de palabras?), que un tex­
to prim ario, y todos y cada u n o de los textos que éste
origina o provoca, no es ni más ni m enos que un pre-texto.
L o único que sucede es que ha nacido antes, tem poralm en­
te, por accidente cronológico. Es la ocasión, más o m enos
contingente, más o m enos casual, del com en tario, la críti­
ca, la variante, el pastiche, la parodia o la autocita. N o cu en ­
ta con ningún privilegio de originalidad canónica, aunque
sólo sea porque el lenguaje siem pre p reced e a su usuario y
siem pre im pone sus reglas de uso, con ven cio n es y opa­
cid ad es de las cuales éste n o es resp o n sab le y sobre las
cuales su control es m ínim o. N inguna frase hablada o com ­
puesta en una lengua inteligible es, en el sentido riguroso
del concepto, original. No es sino una más entre el co n ju n ­
to form alm ente ilim itado de las posibilidades transform a­
tivas de una gram ática lim itada p o r reglas. El p o em a, la
obra teatral o la novela se consideran estrictam ente a n ó n i­
mos. Pertenecen al espacio topológico de las principales
estructuras y posibilidades gram aticales y lexicográficas. N o
necesitam os c o n o ce r ^1 n o m b re del p o eta para leer el p o e ­
ma. Es más, ese m ism o n o m b re es una in g en u a e im p o rtu ­
na adscripción de id en tid ad d o n d e ni en sentido filosófico
ni en sentido ló e ico h a v u n a iden tid ad dem ostrable. El spv,

el moi, d e sp u é s d e F re u d , F o u c a u lt o L a c a n , n o es só lo
- c o m o en R im b a u d - un autre, sino un a especie de n u b e
m agallánica de energías interactivas y cam biantes, intros­
p eccion es parciales, m om entos de co n cien cia condensada,
digam os que m óvil e inestable en torn o a u n a región ce n ­
tral aún más in d eterm in ad a o a un agu jero n eg ro del sub­
con scien te, d el in con scien te o del p reco n scien te. L a idea
de que pod em o s c o n o ce r la in ten cio n alid ad de un autor,
de que p o d em o s aten d er a lo que nos diga sobre sus p ro ­
pósitos, o sobre la com pren sión de su texto, es co m p leta­
m ente ingenua. ¿Q ué es lo que éste sabe de los significados
ocultos o proyectados p o r la in teracció n de p o ten cia lid a ­
des sem ánticas que ha circunscrito o fo rm alizad o m o m e n ­
táneam ente? ¿Por qué d eberíam os co n fiar en sus propias
fantasías, en la supresión de los im pulsos psíquicos que con
toda seguridad le han im p elid o a p ro d u cir u n a “textuali­
d a d ”? El p roverbio supo expresarlo: “N o te fíes del cu en ­
tista, sino del cu e n to ” . L a d eco n stru cció n pregunta: ¿por
qué co n fiar en cu alqu iera de los dos? L a co n fian za no es la
n ota más relevante de la herm en éutica.
AI invocar el lu gar com ún, no p o r ello m enos verd ade­
ro, según el cual en toda in terp retación , en todo co m en ta­
rio de texto, el len gu aje se utiliza sim plem ente para h acer
que se refiera a sí m ism o en u n a serie infin ita y autom ulti-
p lica d o ra (la galería de espejos), el lecto r deconstruc.tivo
d efin e él acto de la lectura co m o sigue. L a adscripción de
sentido, la p referen cia de un a posible lectura sobre otra,
la e le cc ió n de esta exp licació n y paráfrasis y no de otra, no
son más q u e la o p ció n o ficción lúdica, inestable e in d e­
m ostrable de un escáner subjetivo que construye y decons-
truye registros puram ente sem ióticos, según le indican que
lo haga sus m om en tán eos placeres, su política, sus necesi­
d ades o sus d e ce p cio n es psíquicas. N o existen p ro c e d i­
m ien tos de d ecisión racionales o refutables que perm itan
la e le cció n en tre un a m ultitud de in terp retacion es o “m o­
d elos de p ro p o sició n ” diferentes. C o m o m uch o, seleccio ­
narem os (al m enos durante un tiem po) el que nos parezca
m ás in g e n io so , más so rp re n d e n te , el que co n más in ten ­
sidad d esco m p o n g a y recree el original o el pre-texto. L a lec­
tura d e R ousseau que hace D errid a es más divertida que,
digam os, la de un viejo literalista e historicista com o Lan-
son. ¿Por qué esforzarse en en ten d er las exegesis filológicas
e históricas de la C ábala luriánica cu an d o se p u ed en leer
las con stru ccio n es de los sem ióticos de Yale? N in gu n a auc-
toritas e x terio r al ju e g o p u ed e legislar entre estas alternati­
vas. Gaudeamus igitur.
P erm ítasem e d ecir de in m ed iato q u e n o e n cu en tro
n in g u n a refutación lógica o epistem ológica adecuada de la
sem ió tica d eco n stru ccio n ista. Es evidente que la lúclica
a b o lició n d e l sujeto estable c o n tie n e u n a circu la rid ad ló ­
gica, p o rq u e es un ego el que observa o busca su propia di­
so lu ció n . Y en la m era n e g a ció n d el in ten to existe una
regresión infin ita de la inten cionalidad . Pero estas falacias
form ales o peticiones de principio no debilitad realfftWfte
el ju e g o de lenguaje deconstruccionista o su pri b o to to o s
tulado, según el cual no existen procedim ientos de deci­
sión válidos com o los que se dan entre adscripciones de
significado rivales e incluso antitéticas.
El sentido com ún (pero ¿qué es el “sentido com ún ”?,
pregunta, desafiante, el deconstruccionista) y el m ovim ien­
to liberal son evitados sin dem asiados m iram ientos. El car­
naval y las saturnales del postestructuralism o, la jouissavce
de Barthes, la etim ologización deliberada y llena de retrué­
canos de Lacan y de D errida, pasarán com o lo han hecho
tantas otras retóricas de la lectura. “La m od a”, com o nos
asegura L eo p ard i, “es la m adre de la nm erte” . El “lector
c o m e n te ”, la rúbrica positiva de V irginia W oolf, el erudi­
to, ed itor y crítico serios seguirán trabajando, com o siem­
pre han h e ch o , d ilu cid an d o sobre un sentido auténtico,
au n qu e a m en u d o polisém ico e incluso am biguo, y en u n ­
ciarán las que se tienen p o r preferencias y ju icio s de valor
d ocu m en tad os, racion alm en te argüíbles, aunque siem pre
provisionales y autocuestionables. A lo largo de milenios,
un a m ayoría decisiva de receptores inform ados no sólo ha
alcan zad o u n a variada p ero co h eren te visión de lo que
significan la litada, E l rey Lear o Las bodas de Fígaro (los sig­
nificados de su sign ificad o), sino que está de acuerdo en
ju zg a r a H om ero, Shakespeare y Mozart com o artistas supre­
mos en la je ra rq u ía del reconocim iento que va de las cimas
clásicas a lo m entiroso y trivial. Este acuerdo mayoritario,
con su in n e g a b le residu o de disentim iento, de disputas
h erm en éu tica s}7críticas, con sus m árgenes de incertiduvn-
bre y “u b ica ció n ” cam biante (térm ino de F. R. Leavis),
constituye un “consenso institucional”, un sílabo de refe­
rencia y ejem plaridad com partidas a lo largo de los tiem ­
pos. Este acuerdo general otorga a la cultura su en ergía
para recordar, y suministra las “piedras de to q u e” (Matthew
Arnoid) con las cuales se podrá interrogar a la nueva lite­
ratura, al nuevo arte y a la nueva música.
U n pragm atism o tan robusto y tan fértil es seductor.
Nos perm ite, realm ente nos autoriza a “contin uar con el
trabajo”. Nos invita a reconocer, com o a través de una m i­
rada aguda y oblicua, que todas las determ inaciones del
significado textual son probabilísticas, que todos los en u n ­
ciados críticos son inciertos en últim a instancia; p ero lo
h ace para d evolver la co n fia n za en el peso acu m u lativo
-e s decir, estadístico- del acuerdo histórico y de la persua­
sión práctica. Los ladridos y la ironía de la deconstrucción
resuenan en la noche, pero la caravana del “buen sen tid o”
prosigue su camino.

Sé que esta praxis del consenso liberal satisface a la m ayo­


ría de los lectores. Sé que es garantía de nuestra ilustración
y nuestros com unes objetivos de com prensión. Sin em bar­
go, la actual “crisis de sentido”, la actual ecüación entre el
texto y el pre-texto, la abolición de la auctoritas, m e pare­
cen tan radicales que exigen una respuesta distinta a la
pragmática, la estadística o la profesional (com o la del p ro ­
teccionism o de la academ ia). Si m erece la pena analizar los
contram ovim ientos, este ejercicio será de un o rd en no
menos radical que el que em plean algunos gram atologistas
66
y m aestros de espejos anárquicos, e incluso “terroristas” . El
llam am iento del nihilism o exige una respuesta.
El m ovim iento inicial está lejos de las cámaras de reso­
nancia auristas de la d eco n stm cció n , lejos de una teoría y
una práctica de ju e g o s que - y éste es el m eollo y el ingeráurn
del a su n to - subvierten y alteran sus propias reglas en el
curso del ju e g o . Es un m ovim iento claram ente en d eu d a
co n la tríada kierkegaard ian a form ad a p o r la estética, la
ética y la religión . Pero el recurso a ciertos postulados o
categorías éticas en relación con nuestra interpretación y
valoración de la literatura y las artes es a n terio r a K ier­
kegaard. La creen cia de que la im aginación m oral está re­
la cio n a d a con la im agin ació n analítica y la im agin ació n
crítica es al m en o s tan a n tig u a co m o la p o é tic a de A ris­
tóteles. Estas son, en sí m ism as, un in ten to de re fu ta r la
disociación platónica entre estética y m oralidad. U n m ovi­
m ien to hacia la ética vuelve a u n ir la h erm en éu tica de
A q u in o y D ante y la estética del desinterés de Kant. (él mis­
m o objetivo obligado y representativo de la deconstrucción
r e c ie n te ). A mi juicio, es el aban d on o de esta base en cu m ­
brada y rigurosa, en n om bre del positivism o del siglo x i x y
la psicología secular del siglo x x , el responsable de gran
parte de la anarquía (tan estim ulante) en la cual nos en ­
contram os.
Si deseam os transcender lo m eram ente pragm ático, si
deseam os enfren tarn os al desafío de la textualidad autista
o, más exactam ente, de la “antitextualid ad ” en un terreno
tan radical com o el suyo, debem os aplicar al acto del sig­
nificado, a la com pren sión del significado, toda la fuerza.
de la intuición m oral. Los m edios vitalm ente concentrados
son los clel tacto, la am abilidad, el bu en gusto, en un senti­
do no de d e co ro o urb an idad , sino in tern o y ético. Este
e n fo q u e y estos m edios no p u ed en ser form alizados lógi­
cam en te; son m odos existen ciales. Su garan tía es, com o
nos verem os obligados a proponer, de un orden transcen­
d ente, lo cual les hace p ro fu n d am en te vulnerables. Pero
son tam bién “de la esencia”, es decir, esenciales.
M e p ro p o n g o utilizar las referencias éticas anteriores
para exp licar lo que sigue, para h acer de lo que sigue algo
no ló g ica o em píricam en te evidente, sino m oralm ente evi­
dente.
El p o em a es anterior al com entario. El texto prim ario
es anterior no sólo tem poralm ente. N o es un pre-texto, una
ocasión para un tratam iento exegético o m etam órfico pos­
terior. Su priorid ad se apoya en la esencia, en la necesidad
o n to ló g ica y en la autosuficiencia. Incluso la m ejor de las
críticas o de los com entarios, sean éstos los de un escritor,
p in to r o co m positor sobre su prop ia obra, es accidental (la
principal distinción aristotélica). Es depen dien te, secunda­
ria, co n tin gen te. El p o em a encarn a y representa p o r m e­
dio de u n a sin gu lar realización su p ro p ia raison d ’étre. El
texto secu n d a rio no co n tien e un im perativo del ser. D e
n u evo las d iferen cia cio n es aristotélicas y tomistas entre
esencia y accid en te son clarificadoras. El p o em a es, el co ­
m en tario significa. El significad o es un atributo dél ser.
Am bas fen o m en o lo gías son, p o r su propia naturaleza, “tex­
tuales”. Pero igualar y co n fu n d ir sus respectivas textualicla-
des es con fu n d ir la poiesis, el acto de creación, de dar ori­
gen a un ser autónom o, con la ratio derivativa y secundaria
de la interpretación o la adaptación. (Sabemos que el vio­
linista, al m argen de su talento y de lo dotado que sea, “in­
terp reta ” la sonata de B eethoven; no la com pone. Para
ayudarnos a re co n o ce r esta diferencia, algo que tendem os
a olvidar, nos recordam os a nosotros mismos que el status
existencial de una obra no representada, de un texto no
leído, de un cuadro no visto, es filosófica}' psicológicam en­
te problem ático.)
D e estos postulados intuitivos y éticos se sigue qtie la
actual inflación del com en tario y de la crítica, que las equi­
valencias de peso y fuerza que la deconstrucción asigna a
los textos prim arios y secundarios, son espurias. Estas re­
presentan la inversión en el orden natural de los valores e
intereses que caracteriza a los períodos alejandrino o bizan­
tino en la historia de las artes y del pensam iento. De ahí se
sigue tam bién que la proposición de un representante aca­
d ém ico de la nueva sem ántica - “Es más interesante la lec­
tura que D errida hace de Rousseau que leer a Rousseau”-
es una perversión que no sólo atenta contra la declaración
del profesor, sino contra el sentido com ún, allí donde el
sen tid o co m ú n es una exp resión lúcida y sintética de la
im aginación m oral. Tal perversión de valores y de práctica
receptiva, p o r m uy festiva que sea, no es sólo derrochadora
y confusa per se-, es potencialm ente corrosiva para las fuer­
zas de la creación , para la verdadera invención literaria y
artística. La crisis actual del significado parece coincidir
con un período de debilidad y profunda incertidum bre en
el arte y en las letras. D onde los gatos son soberanos, el ti­
gre pasa desapercibido.
Pero, aunque crea que es liberador, el recurso a la éti­
ca no com porta una finalidad. N o confronta en lo inm e­
diato la hipótesis nihilista. Es form alm ente con ceb ib le y
discutible que todo discurso y todo texto es idoléctico, es
decir, que es un criptogram a de “un tiem po”, cuyas reglas
de uso y descifram iento no se repiten. Si Saúl K ripke está
en lo cierto, ésta sería la con cep ción de las reglas y el len ­
guaje de W ittgenstein. “No cabe la significación de algo por
m edio de la palabra. Cada nueva aplicación es un salto en
la oscuridad; cualquier criterio actual podría interpretarse
com o acorde con cualquier cosa que elijam os hacer. De
form a que no puede haber ni acuerdo ni co n flicto.”
De la m ism a m anera, es co n ceb ib le y discutible que
cada asignación y experiencia de valor es no sólo indem os­
trable, no sólo susceptible de burla estadística (con el voto
libre, la hum anidad preferiría el bingo a Esquilo), sino va­
cía, carente de significado en el uso lógico y positivista del
concepto.
C onocem os la solución axiom ática de Descartes ante
esta posibilidad. Él postula el sine qua non de que Dios no
confunde o refuta sistem áticam ente nuestra percep ció n y
com prensión del m undo, ni altera arbitrariam ente las re­
glas de la realidad (ya que éstas gobiernan la naturaleza y
son accesibles a la deducción y aplicación racion ales). Sin
un presupuesto tan elem ental para la existencia del senti­
do y el valor, no puede haber una respuesta responsable,
n in g u n a cap acid ad de con testació n con testable ni en el
acto del discurso ni en la o rd en ación y selección a partir
de este acto que llam am os el texto. Sin algún salto axiom á­
tico hacia un postulado de la plenitud de sentido, no p ued e
h ab er un a lu ch a por la inteligibilidad o el ju ic io de valor,
p o r m uy provisional que sea (nótese la parte de “visión”
que hay en lo provisional). C u an d o pasa p o r alto lo “radi­
cal” - la raíz etim ológica y co n c e p tu a l- del Lagos, la ló gica
es ciertam ente un ju e g o vacío.

D ebem os leer como si.

D ebem os leer com o si el texto que tenem os ante nosotros


tuviera un. significado. Si el texto es un texto serio, si nos
hace capaces de resp o n d er a su fu erza de vida, este
significado no será uno solo. N o será un significado o figura
(estructura, com plejo) de significados aislada de las presio­
nes transformativas y reinterpretativas del cam bio históri­
co y cultural. N o será u n significado derivado de cualquier
proceso determ inante o autom ático de la acum ulación y el
consenso. La verd adera com prensión del texto, de la pie­
za m usical o del cuadro puede, durante un m ayor o m en o r
p erío d o de tiem po, ser custodiada p o r unos pocos, in clu­
so p o r un solo testigo e interlocutor. Por encim a de todo,
el significado p o r el que se trabaja nun ca será u n o que la
exegesis, el com en tario, la trad ucción, la paráfrasis y la
d eco d ificació n psicoanalítica o sociológica pued an agotar
o d efin ir com o total. Sólo los poem as flojos p u ed en inter­
pretarse o entenderse p o r com pleto. Sólo en textos trivia-
lés ü oportunistas el significado equivale a la sum a de sus
partes.
D eb em o s le e r com o si el m ed io tem poral y efectivo ele
un texto tuviera im portancia. El m arco histórico, las cir­
cunstancias culturales y form ales, el estrato b iológico , lo
que p od em os interp retar o conjeturar sobre las in ten cio ­
nes de un autor, constituyen instrum entos vulnerables.
Sabem os que deberíam os ironizar sobre ellos y exam inar­
los severam ente p o r lo que tienen de azar subjetivo. A p e­
sar de tod o son im portantes. E n riq u ecen los niveles de
co n cien cia y de disfrute; gen eran lím ites para la com pla­
cen cia y la licen cia de la anarquía interpretativa.
Este “co m o si”, esta co n d icio n alid a d axiom ática, es
n uestra apuesta cartesiano-kantiana, nu estro salto al sen ­
tid o . Sin él, la ilu stra c ió n se co n v ie rte en n arcisism o
pasajero. P ero esta apuesta necesita un soporte claro. Per­
m ítasem e e n u n cia r sum ariam ente los riesgos de la
finalidad, la asunción de transcendencia, que, al princip io
y al final, subyacen a la lectura de la palabra, tal com o lo
entiendo.
C u an d o leem os de verdad, cuand o la experien cia que
vivimos resulta ser la del significado, hacem os com o si el
texto (la pieza m usical, la obra de arte) encarnara (la n o ­
ción se basa en lo sacram ental) la presencia real de un ser
significativo. Esta presencia real, com o en un icono, com o
en la m etáfora representada p o r el pan y el vino sacram en­
tales, es, finalm ente, irreductible a cualquier otra articula­
ción form al, a cu a lq u ier d eco n stru cció n o paráfrasis
analítica. Es una singularidad en la cual el co n cep to y la
fo rm a constituyen un a tautología, co in cid en jáünto p o r
punto, energía p o r energía, en ese exceso de sigm&fifliíéai
situado p o r encim a de todos los elem entos discretos y có­
digos del significado a los que llam am os símbolos o agen­
tes de la transparencia.
Éstas no son nociones oscuras. Pertenecen al enorm e
ám bito del lugar com ún. Son perfectam ente pragmáticas,
em píricas, repetitivas, cada una y toda vez que una m elo­
día vien e a habitar en nosotros, a poseernos incluso sin
h aber sido invitada a h acerlo, cada una y toda vez que un
p oem a o un pasaje en prosa se apodera de nuestro pensa­
m iento y nuestra sensibilidad, se introduce en el nervio de
nuestra m em oria y en nuestro sentido del futuro, cada una
y toda vez que un cuadro transform a los paisajes de nues­
tra p e rcep ció n previa (después de Van G ogh los álamos
arden, después de K lee los acueductos andan). Ser “habi­
tad o ” p o r la m úsica, el arte, la literatura, ser hech o respon­
sable, equivalente a esa “h abitación” com o un anfitrión a
su invitado -q u izá desconocido, in esp erad o - por la noche,
es exp erim en tar el m isterio com ún df? una presencia real.
N o m uchos de nosotros nos sentim os im pelidos a registrar
la cualidad m aestra de esta experiencia o contam os con los
m edios expresivos necesarios, com o hace Proust cuando
cristaliza el sentido del m undo y de la palabra en el p e q u e ­
ño pu n to am arillo que es la presencia real de una puerta a
la orilla de un río en la Vista de-Delft de Verm eer, o com o
hace T hom as M ann cuánd o representa en palabra y m etá­
fora la llegada a nosotros, el overcoming of us, en el opus 111
de B eeth oven . N o im porta. La exp erien cia misma es una
de esas que nos hacen sentir com o en ca sa -u n a expresión
in fo rm ad o ra - toda y cada vez que vivimos un texto, una
sonata, un cuadro.
Es más, aunque lo hayamos olvidado casi p o r com ple­
to, esta experiencia subyacente a la escritura de una pre­
sencia real es la fuente de la historia, los m étod os y la
práctica de la herm enéutica y la crítica, de la interpreta­
ción y del ju ic io de valor en la herencia occidental.
La disciplina de la lectura, la idea misma del com en ta­
rio y de la interpretación, de la crítica textual tal com o la
conocem os, derivan del estudio de las Sagradas Escrituras
o, más exactam ente, de la in corp oración y desarrollo en
ese estudio de prácticas más antiguas de la gram ática, la
recensión y la retórica helenísticas. Nuestras gram áticas,
nuestras explicaciones, nuestra crítica de textos, nuestros
esfuerzos por pasar de la letra al espíritu, son los inm edia­
tos h ered eros de las textualidades de la teo lo gía y de la
exegesis bíblico-patrística y judeo-cristiana occidental. Lo
que hem os hecho desde el escepticism o enm ascarado de
Spinoza, desde las críticas de la Ilustración racionalista y
del positivismo del siglo x ix , es p ed ir un préstam o de m o­
n ed a vital, inversiones de fo n d o y créditos, al ban co o a la
casa del tesoro de la teología. De allí hem os tom ado pres­
tadas nuestras teorías del sím bolo, nuestro uso del icono,
nuestra je rg a del aura y la creación poética. Son los présta­
mos - d e term in ología y re fe re n c ia - de las reservas de la
teología los que proporcion an a los maestros de la lectura
de nuestro tiem po (com o W alter B en jam in y M artin
H eidegger) la licencia para desarrollar su trabajo. H em os
p ed id o préstam os, hem os co m erciad o y convertido en cal­
derilla las reservas de la autorid ad tran scen d en te. M uy
pocos h em os restituido el crédito. E n los puntos clave de
su discurso y de sus im plicacion es, la h e rm e n é u tica y la
estética de nuestra secular v/ agnóstica
o civilización son más
o m enos conscientes, son un acto de latrocinio más o m e­
nos em barazoso (es p recisam en te este em barazo el que
hace resonantes e ilu m in ad o res los textos de B en jam in
sobre Kafka, o los de H e id eg ger sobre Trakl o Sófocles).
¿Q ué significa reco n o cer, p ag ar p o r estos cuantiosos
préstamos?
Para Platón el rapsoda es un ser poseíd o p o r el dios. La
in spiración es literal; el d em o n io entra en el artista,
ad u eñ án d o se y a g ran d a n d o los lím ites de su n atu raleza
personal. Al buscar un asidero en m ed io de la im periosa
oscuridad , d el estallido d el d eso rd en en sus poem as,
G erard M anley H opkins no con tó ni con la p ercep ció n de
unos cuantos espíritus selectos ni con la autoridad p ed a gó ­
gica del tiem po. N o sabía si su lenguaje y su prosodia se­
rían en ten d id os alguna vez p o r otros hom bres y m ujeres.
Pero esa com pren sión no era esencial. La recep ció n y la
valoración, d ecía H opkins, están en Cristo, “el único críti­
co verd a d ero ”. C o m o se exp o n e en Clio, el análisis y la des­
crip ción de P éguy del acto de la lectura com pleta, ele la
lecture bien faite, sigue siendo el más incisivo, el más útil de
cuantos disponem os. Este es el enunciad o clásico de la sim­
biosis entre escritor y lector, de la creación colaborativa y
orgán ica del significado textual, de la dinám ica de la n e ce ­
sidad y de la esperanza que une el discurso a la respuesta
viva del lecto r y del “m em orizad or”. En Péguy las priorida­
des y la lógica del argum en to son explícitam en te religio­
sas; el m isterio de la creación poética y artística y el de la
re ce p c ió n vital nunca son co m p letam en te seculares. U n
terrible tem or a la blasfem ia, en relación con el acto pri­
m ig en io de la creación , de la ilegitim idad fren te a Dios,
habita todas las em ociones del espíritu y de la com posición
en la obra de Kafka. El aliento de la inspiración, contra el
cual el verd ad ero artista intentará cerrar sus labios atem o­
rizados, es el de esos vientos parad ójicam en te anim ados
que soplan desde “las regiones inferiores de la m u erte”, de
la frase final de “El cazador G racch us” de Kafka. El origen
de éstos tam poco es secular o racional.
En conjunto, el arte, la m úsica y la literatura o ccid en ­
tales han h ab lad o -d e s d e los tiem pos de ITom ero y de
P ín d aro hasta los de los Cuatro Cuartetos de Eliot, el Doctor
Zhivago de Pasternak o la poesía de Paul C e la n - bien de la
p resen cia o de la ausencia de Dios. A m enud o, este discur­
so ha sido agonístico y polém ico. El gran artista ha tenido
a ja c o b co m o patrón, y ha lu ch ad o contra el terrible p re­
c e d e n te y el p o d e r de la creació n original. El poem a, la
sinfonía, el tech o de la Capilla Sixtina, son actos de contra­
creación. “Yo soy D ios”, dijo Matisse cuando acabó de pin­
tar la capilla de V ence. “Dios, el otro artesano”, dijo Picasso
en abierta rivalidad. C iertam en te, es m uy posible que el
m odern ism o en cuen tre su m ejor d efinición en aquella foi'-
m a m usical, literaria y artística en la cual Dios deja de ser
un com petidor, un pred eceso r o un antagonista en la lar­
ga n o ch e (la de san Juan de la Cruz, la de todo verdadero
p o e ta ). Es m uy posible que en la música atonal o aleatoria,
en el arte no realista, en ciertas form as de la escritura
surrealista, autom ática o concreta, exista una especie de
lucha con la propia sombra. El adversario es ahora la for­
m a misma. La lucha con la propia som bra puede ser técni­
cam ente deslum brante y formativa. Pero com o gran parte
del arte m od ern o sigue siendo solipsista. El soberano reta­
dor ha desaparecido. Y gran parte de la audiencia.
N o m e im agino cóm o El podría ser convocado a regre­
sar a nuestra con d ición agnóstica y positivista. No creo que
u n a teoría de la herm en éu tica y de la crítica, cuya base es
teológica, o un a práctica poética y artística que im plica,
que co n tien e la pi'esencia real de lo transcendente, o su
“ausencia sustantiva” en u n a nueva soledad del hom bre,
puedan o b ten er la aprobación general. Lo que he queri­
do aclarar es la duplicidad espiritual y existencial presente
en tantos de nuestros m odelos actuales de significado y de
valor estético. C on scien tem en te o no, con em barazo o in­
diferencia, estos m odelos son una im portantísim a m etáfo­
ra o giran sobre el lenguaje abandonado, la im aginación y
la garantía im pagada de un a teología o, al m enos, de una
m etafísica transcendente. Las astutas trivializaciones o el
alegre nihilism o de la deconstrucción tienen el m érito de
su honestidad. Nos enseñan que “de nada no saldrá sino
n ad a”.
Personalm ente, no veo cóm o u n a teoría secular y esta­
dística sobre el significado y el valor p ued e soportar, con
el paso del tiem po, el desafío cleconstruccionista o su pro­
pia fragm en tación en eclecticism o liberal. N o puedo llegar
a una concepción rigurosa de una posible determ inación
del sentido o la dim ensión que no apueste por lo transcen­
dente, por una presencia real, en el acto y en el producto
del arte serio, se exprese éste en form as verbales, m usica­
les o materiales.
Tal convicción conduce a suposiciones lógicas extraor­
dinariam ente difíciles de expresar con claridad, p o r no
decir de demostrar. Pero la posible confusión y, en el pre­
sente clim a de aplauso al sentim entalism o, la inevitable
vergüenza que debe acom pañar cualquier declaración
pública de fe en el misterio me parecen preferibles a las
resbaladizas evasivas y al déficit conceptual de la h e rm e­
n éutica y crítica contem poráneas. Son éstas las que m e
parecen falsas con la experiencia com ún, incapaces de dar
testim onio de fenóm enos tan m anifiestos co m o el de la
creación de personajes literarios que transciendan la vida
de su creador (el m oribundo Flaubert gritando a la “zorra”
de Emma Bovary), incapaces de penetrar en la invención
de la m elodía o en las evidentes transm utaciones de nues­
tras experiencias sobre el espacio, la luz, los planos y los
volúm enes de nuestro pro p io ser, creadas p o r un Man-
tegna, un Turner o un Cézanne.
Es posible que no podam os percibir más que la ausen­
cia de Dios. Sentida y vivida intensam ente, esta ausencia es
un m edio y un mysterium tremendum (sin el cual un Racine,
un Dostoievski o un Kafka son, en verdad, un sinsentido o
alim ento para la d econ strucción ). Inferir tales térm inos de
referencia, saber, aunque sea parcialm ente, el p recio que
u n o tiene que estar dispuesto a pagar p o r declararlos, es
quedarse desnudo ante lo d esconocid o. C reo en la necesi­
dad clel riesgo, al m enos si querem os tener el d erech o a
luchar p o r el ideal p eren n e y nunca com pletam ente cons­
cien te de toda in terp retación y valoración; ese según el
cual un día O rfe o no se dará la vuelta, y la verdad del p o e­
m a volverá a la luz d el en ten d im ien to, absoluta, inviolada,
gen erad ora de vida, incluso desde la oscuridad de la om i­
sión y la m uerte.
Una lectura contra Shakespeare *

[1986]

Es posible que la fraternal polém ica entre la filosofía y la


literatura, concretam ente entre la ontología y la poética,
haya lleg ad o a su fin. Esta polém ica da com ienzo con la
exclusión de los poetas del Estado ideal de Platón, un m o­
vim iento argum en tal y espiritual de efecto m o rtífero en
virtud del gen io literario y dram ático del propio Platón.
Después viene Aristóteles, quien reclam a fines terapéuticos
para la ficción trágica e in corp ora la poética a la política
de la co rd u ra individual y cívica. C on la insistencia de
M artin H eid eg ger sobre la unidad fundam ental de denken
y dirJiten, de las funcion es intelectualm ente perceptoras y
poéticam ente creativas; con la visión de H eidegger, según
la cual el pen sad o r autén tico y el verd adero poeta están
necesariam ente ligados al m ism o acto y al m ism o testigo
del ser, es posible que el debate m ilenario, íntim o y ago­
nístico, haya cerrado el círculo y llegado a su conclusión
form al.
El parentesco entre la práctica filosófica y poética del
discurso tiene un origen y un m edio com unes. Am bas son

* Conferencia W. P. Ker, 1986.


81
iiá'iriamieritos al orden y persiguen la construcción de una
form a inteligible a partir de la sugestiva anarquía de lo
'fenom énico. Am bas som eten al lenguaje a un m inucioso
exam en; el filósofo y el poeta son artesanos del lenguaje,
seres escrupulosos en su reconocim iento -sim ultáneo y po-
tencialrneiite conflictivo- del instrum ento que utilizan y de
las posibles relaciones de ese instrum ento con la m ateria
de su articulación. La filosofía y la literatura son construc­
ciones especulativas del com ercio entre la palabra y el
m undo. Los maestros constructores han sido a m en u d o el
mismo hom bre o personas que viven en estrecha vecindad.
En la G recia presocrática, la exposición del argum en to
cosm ológico-m etafísico y de la narrativa h eroica o didácti­
ca estaban íntim am ente ligadas. N uestra prim era ontolo-
gía, la de Parm énides, es un poem a. M uchos filósofos de
la tradición occidental han sido em inentes poetas o maes­
tros de la prosa; autores que han d ado a su arm adura
argum ental -on tológica, ética, p o lítica - la fuerza exp o n en ­
cial de un estilo ponderado.
Hay una m úsica del significado in co n fu n d ib le en
Platón, en Nietzsche; la narrativa in terior y las dramatiza-
ciones de la Fenomenología de H egel son estrictam ente aná­
logas a las de la novela épica del siglo x ix . D e la m ism a
foim a, existe poca literatura seria libre de preocupaciones,
fo im utacion es o preguntas de tipo filosófico. L a fam osa
preferencia de Aristóteles por la universalidad con creta de
la ficción sobre la evidente singularidad del h ech o históri­
co va más lejos. Es en la literatura, en el poem a, en la obra
de teatro y en la novela dond e los m odelos filosóficos, la
5 a
posibilidad m etafísica y m oral abstracta han aldan?adS fe
densidad, el peso existencial y la puesta en escenX tKeral-
m ente, Dichtung) de la vida tal com o la sentim os. Dea-flí
interacción -in ag o ta b le para la reflexió n y la educación de
nuestra sen sibilid ad - entre, p o r ejem plo, el atom ism o de
D em ócrito y el de L ucrecio, entre la lógica y la epistem o­
logía del tom ism o y las de la D ivina Comedia, entre las p ro ­
puestas sobre la tem poralidad de B ergson y la repetición
m etam órfica de éstas en la obra de Proust. D e ahí lo que
en tien d o com o finalidad del intercam bio, de un reflejarse
m utuo tan intenso y, sin em bargo, tan sutilm ente distorsio-
nador, entre las palabras y el pensam iento de H eid eg ger
sobre el ser y las obras de Sófocles y de H óld erlin, que, li­
teralm ente, sirven de base a dichas palabras y d ich o pensa­
m iento.
L a enorm e afinidad que existe entre el m odo filosófico
y el m o d o p o é tic o , el o rig e n g e m elo de am bos que se
en cu en tra en el im pulso prim ario que co n d u ce hacia el
significado, hacia el in ten to de la consciencia hum an a de
en con trar un a m orada en el m un d o dado -u n intento que
llam am os “m ito”- , han sido la causa de esos conflictos que
encuen tran su m ejor expresión en la República de Platón.
El status de lo ficticio en los “valores verd aderos” de la in­
teligencia analítica y sistemática, el status de lo ficticio en
los “valores de veracid ad ” de la m oralidad, han sido un
m otivo de irritación fru ctífero para la epistem ología y la
ética. L a irresponsabilidad o, más exactam ente, la autono­
m ía de la invención literaria es sorprend ente y, en ciertos
casos, re p elen te para la filosofía. L a recu p era ció n de la
p oiesisen form a de críticas sistemáticas del con ocim ien to y
códigos sistemáticos de con d ucta racional (com o en Aris­
tóteles, co m o en Kant) a m en u d o revela un exceso de pro­
testa, un forzado deseo de dom esticación. La literatura es
una bestia voraz y anárquica. Perdida en la totalidad, ame­
naza co n ingerir el forraje, a veces escaso, a veces cercado
p o r un aura de solem nidad y elevación técnica que la me­
tafísica, la epistem ología, la ética, la teoría política e inclu­
so la ló gica (tom em os com o ejem plo Alicia en el País de las
M aravillas o los m ovim ientos surrealistas) reservarían para
sí. El resultado pu ed e ser un ejercicio de n egación más o
m en o s teórico: el destierro de los poetas m entirosos de
Platón, la co n d en a del teatro de Rousseau. P uede ser un
a rg u m en to hacia un a je ra rq u ía norm ativa en la cual la
posición filosófica, especialm ente en sus categorías éticas
y transcendentes, se sitúa m uy p o r en cim a de la estética
(com o su ced e en K ierkegaard ). El resultado p u ed e ser
tam bién una confusión fructífera, una lectura errón ea o un
co n traen u n ciad o cuya fuerza especulativa y cuyo alcance
form al y d uradero son de tal naturaleza que pued en p o n er
radicalm ente en cuestión tanto el caso filosófico co m o el
literario.
Y es sobre una contralectura o una lectura errón ea d
este tipo sobre lo que m e gustaría tratar en esta co n feren ­
cia, si bien de form a experim ental.
“Shakespeare ilim itado”, com entaba G oethe con tem or
reverencial y, uno cree tener licencia para suponer, con esa
clase de irritación propia de un rival. En lo que respecta a
la literatura secundaria, la frase resulta de lo más apropia­
da. Las trivialidades en gen d ran enorm es trivialidades. El
interm inable torrente de la erudición no ha añadido prác­
ticam ente nada a nuestro conocim ien to del Shakespeare
hom bre, a los oscuros rasgos que sobre la persona misma
han sobrevivido en escasísimos docum entos. Los apéndices
críticos genuinos de la inform ación ya conocida son rarísi­
mos. Para un C o lerid ge, para un G. Wilson Knight, ¡qué
acum ulación de cotilleos pom posos y gratuitos! Es más, ni
la m ejor erudición ni la m ejor crítica pued en hacer nada
por devolver a nuestra im aginación inform ada la realidad
de W illiam Shakespeare antes de que se convirtiera en
“Shakespeare”. L o que som os incapaces de percibir es el
h ech o cotidian o de Shakespeare, del actor y autor de tea­
tro frecu ente pero no invariablem ente exitoso, del caballe­
ro rural p re o cu p a d o p o r su posición social y m aterial y
m erecid am en te am bicioso, del poeta y dram aturgo que
dejó un cu erp o de obra sin duda estim ado, pero en rela­
ción con el cual el arte de sus contem porán eos más jó v e ­
nes, B eau m o n t y Fletcher, gozaba de una m ayor estima.
N ingún ejem plo de investigación histórica, de reconstruc­
ción psicológica, nos proporcion ará el contexto decisivo de
norm alidad profesional, en la cual se encontraba ante sus
con tem porán eos y pares dram aturgos (tam poco necesita
u n o sentir la m en o r sim patía hacia el sinsentido, p ropu g­
nado por los “bacon ian os” y otros, de registrar com o extra­
ña, incluso com o perturbadora, la gran escasez de huellas
de la presencia de Shakespeare en su tiem po; resulta que
sabem os m u ch o más sobre otros hom bres de la ép o ca
isabelina, hom bres de letras incluidos; ahí sí que hay un
posible e n ig m a ).
Si Ben Jonson parece haber sido el prim ero en captar
la visión más solem ne,

Eres monumento sin tumba,


y vives todavía, mientras tu libro vive,

si Jonson ju z g a al autor del Prim er Infolio com o a alguien


que pertenece “no a un tiem po determ inado, sino a todos
los tiem pos”, tam bién deseaba, y m ucho, que este m ism o
Shakespeare “hubiera em borronado mil líneas”; creía que
gran parte de sus creaciones eran risibles y, en contrapeso
característico, con cluía que Shakespeare había “redim ido
sus vicios con-sus virtudes” . Gran parte de la p ro fu n d a re­
lación entre Milton y Shakespeare perm anece aún in exp lo­
rada. Lo que es evidente es el ataque im plícito en las
palabras que M ilton escribe en el breve prefacio a Sansón
Agonista, según las cuales las obras de los antiguos trágicos
-d e Esquilo, Sófocles y E u rípid es- no han sido “igualadas
todavía por n ad ie”. La fuerza, la im plicación de este vere­
dicto, que, no debem os olvidar, se escribe sesenta y cinco
años después de E l rey Lear, no debe desestimarse. C om por­
ta un disentim iento fundam ental.
El doctor Johnson sigue siendo nuestro ed itor y crítico
de Shakespeare más im portante, algu ien cuya ilustrada
cordura y alerta confianza sobrepasan las lim itaciones p ro ­
pias de un prejuicio m oralizante. Para Sam uel Joh n son ,
86
entre los escritores ingleses, Shakespeare era primus inter
pares, p ero tam bién un h o m b re natural, susceptible de
equivocarse, desigual, posiblem en te co n fu n d id o sobre la
verdadera orientación de su gen io (recordem os el fam oso
ju ic io de Johnson según el cual la com edia era más natu­
ral para Shakespeare que la tra g ed ia ). En las mismas obras
teatrales, Johnson veía m uchas cosas que le disgustaban y
que creía que debían corregirse. El canon, en la form a en
que él lo vio y lo editó, co n ten ía claros fracasos. El gusto
de Shakespeare titubeaba n o sólo con relación al lenguaje
grosero, sino al uso de la retórica, de los episodios dram á­
ticos, de los desenlaces poéticos y filo só fico s..., ahí está el
m alestar colérico de Johnson ante el quinto acto del Lear.
Las exp osicion es en los dram as sh akespearianos eran a
m en u d o elaboradas; las repeticiones, excesivas; las hipér­
boles, autocom placient.es. La ed ición anotada que Pope
hizo de Shakespeare (indebidam en te ignorada) muestra,
en su respuesta admirativa, calm a y serenidad análogas. El
traductor de H om ero (y el H om ero de Pope es, después de
E l paraíso perdido, la única épica im portante en len gu a in­
glesa) tiene capacidad para contrastar la talla de Shakes­
peare. Gran parte de la obra del últim o es, según el parecer
de Pope, inspirada; tam bién chapucera y prescindible. D e
ah í su costum bre de llam ar la atención sobre los m ejores
pasajes.
El salto hacia la transcendencia se p rod uce a finales del
siglo x v n i y com ienzos del x ix . Es entre la m itad de la dé­
cada de 1 780 y el año 1830 cuand o la talla de Shakespea­
re y de su obra sobrepasan el reino de la “n o rm alid ad ” y se
convierten en lo que los físicos m odernos denom inan “una
sin gularidad ”, una ley y un fenom enalism o propios. Gran
parte de esta fascinante historia sigue siend o opaca. Un
racim o de figuras secundarias parece haber ju g a d o un pa­
p el crucial en ella. Entre éstas se encuen tra T hom as Cam p­
bell, recto r de la U niversidad de Glasgow entre 1826 y
1829. Es él quien pu d o h ab er inventado el térm ino
“bard olatría” y, de esta form a, h aber aislado su m ism o con­
cepto. Es posible que la publicación en 1 7 7 7 del “Essay on
the D ram atic C h aracter o f Sir Joh n F alstaff’, de M aurice
M organn, tuviera una gran im portancia en el desarrollo de
esta historia, aun q ue su influencia fuese casi subterránea
en un principio. La crítica autodefinitoria del neoclasicis­
m o, el prerrom anticism o y el rom anticism o en Gran Bre­
taña y en el co n tin en te p u d o intuir en Shakespeare un
talismán de doble cara: el contraclasicism o de su arte podía
autorizar el experim ento rom ántico; pero, d ebid o a que el
arte de Shakespeare era inim itable, dicha autorización no
podía ser una carga ni chocar contra la sensibilidad m oder­
na. Invocar, adorar a Shakespeare era beneficiarse ilim ita­
dam en te de una mimesis d el espíritu, de un pad rin azgo
apasionado (com o encontram os, expresados y vividos de
form a incom parable, en las cartas de Keats), sin recurrir a
la subordinación de la imitatio.
In d epen d ien tem en te de sus causas, y de la com pleja y
p ro fu n d a en ergía de su transm utación, los efectos de la
“revolución shakespeariana” fu ero n dram áticos en sí mis­
mos (¿se atrevería uno a decir histriónicos?). C on el paso
de p o co más de u n a generación, el descubrim iento de que
Una lectura, contra Shakespeare

Shakespeare era no sólo el más dotado de tod^^ tos e&ggpt


tores, sino un ser cuyos poderes creativos, en uft serrtieter
claro, rivalizaban con los de la naturaleza y con los de la
deidad se había convertido en un cliché. Para Keats y para
C o lerid ge, el autor de Hamlet y de L a tempestad era, lite­
ralm ente, un agente sobrehum ano, una presencia que
velaba p o r el espíritu hum ano. Victor ITugo veía en Shakes­
peare u n a fuerza cósm ica, una inspiración que abarcaba
todas las cosas, perfectam ente com parable a la que se en ­
cuentra en el L ibro de Job y en los Profetas, pero superior
aún a éstas en virtud de su arte dram ático. El hom bre que
pudo, con aparente desapasionam iento, con una im parcia­
lidad h ech a de absoluta clarividencia, que de nuevo hace
pensar en la de una deidad, crear a C ordelia y a Yago, a
Falstaff y a Ariel, fue para Hazlitt, Schlegel, Pushkin y Man-
zoni alguien a quien los códigos norm ales de la discrim i­
nación crítica no eran aplicables. Es posible que todavía los
trucos editoriales o las preferencias personales discutan o
a p ru eb en este o aqu el aspecto d el con ocim ien to y del
significado de Shakespeare, pero, en conjunto, sus poem as
y obras teatrales se destacan sobre cualquier concep to res­
ponsable que podam os tener no sólo de la literatura, sino
tam bién de la sabiduría secular (baste nom brar las innu­
m erables antologías de “m áxim as sobre la vida” o de con ­
sejos útiles para el co m p o rtam ien to hum ano que se
publican en el siglo x i x y que se extraen de las obras tea­
trales de Shakespeare). Este elem ento secular fue objeto de
una exaltación creciente. Charles Lam b coloca sin titubear
un pasaje de Shakespeare ju n to a otro de los Evangelios.
U na crítica radical de Shakespeare com ienza a adquirir el
aura de una blasfemia.
Com o resultado, la crítica seria y fundam entada contra
Shakespeare ha sido, desde la década de 1830, extraordi­
nariam ente escasa.

La más conocid a es la de Tolstoi (que C e o rg c Orvvell qui­


so exp o n er y analizar en su ensayo “Tolstoy, Lear and the
F ool”). Siendo él mism o un maestro de la creación de per­
sonajes y un d ram aturgo de considerable fuerza, Tolstoi
creía que gran parte de los dramas shakespearianos eran
pueriles en sus sentim ientos, am orales en su visión del
m undo, retóricam ente hinchados y, a m enudo, insufribles
para una inteligencia adulta. E l rey Lear, en particular, era
una m escolanza cruel e infantil (¡ese salto desde los acan­
tilados de Dover!) que “no m erece una crítica seria”. Se
pod rían d ecir m uchas cosas sobre el realism o ascético y
puritano de Tolstoi; sobre su odio casi instintivo hacia el
“artificio”; sobre la cólera secreta e inconsciente que pudo
haber sentido al enfrentarse a la creación shakespeariana
de Lear, una creación que con tal fuerza “presagia” el pro-
pio destino de Tolstoi y su tem pestuoso final. Sin em bar­
go, a pesar de reco n o cer los móviles psicológicos de Tolstoi
y su m iopía ideológica, hay puntos de su crítica que m ere­
ce la pena analizar cuidadosam ente.
¿Q uién se acuerda ahora de las protestas de Edm und
Gosse, quien, a principios de siglo,'-denunciaba que el pre­
ced en te de Shakespeare y su peso com o figura estaban
extinguiendo la vida del verso inglés y de cualquier inten­
so
to de renovar el teatro serio en len gu a inglesa? Estrecha­
m ente ligados a esta protesta se en cu en tran los intentos
tanto de W alt W hitm an com o de Ezra P ou n d p o r liberar a
la len gu a am ericana de la atadura de Shakespeare, más
concretam ente, p o r en con trar y analizar los ritm os del ver­
so am ericano en los que el yam bo shakespeariano dejaba
de ser el m etrón om o interior (un intento crucial presente
en los m agníficos y desastrosos Cantos de Ezra P o u n d ). Los
puntillosos ataques de G e o rg e B ern ard Shaw sobre la
dram aturgia aficio n ad a de Sh akespeare, su d o gm ática
reescritura de Cimbelino, con la cual p reten d e dem ostrar
cóm o la cosa “tenía que haberse h e c h o ” , resultan joco so s
y dejan a todas las partes algo avergonzadas. M ucho más
profundo, pero enm ascarado y felin o en su táctica de ata­
que, es el desacuerdo de T. S. E liot no sólo con Hamlet, sino
con Shakespeare en conjunto. Es en D ante en quien Eliot
encuen tra la m aestría de la im aginación, de la norm a res­
ponsable y de la fusión poética y filosófica de la que carece
Shakespeare. C o m o era habitual en él, E liot d ecid ió no
dejar al descubierto hasta la vulnerabilidad lo que parece
haber sido u n a discrim inación de profundas raíces. Pero
¡cuánto más palpable es en su obra y en su pensam iento la
presencia de V irgilio y de D ante que la de Shakespeare!
(los vínculos d eben buscarse entre el prim er E liot y el neo­
clasicismo y la política del orden tanto en su vena contin en­
tal com o en la am erica n a ).
L a agud a crítica de la d in ám ica shakespeariana que
Boito y Verdi llevan a cabo en su refun d ición de Otelo ape­
nas ha sido cartografiada. La decisión de com en zar la ac­
ción en C h ip re; la fo rm a de atribuir a Yago un cred o
m aniqueo; el fortalecim ien to, la “m ad u ració n ” de Desdé-
m o n a llevada a cabo p o r la m úsica de Verdi, constituyen un
d ebate con Shakespeare absolutam ente fascinante e ins­
tru ctivo. Q u e esa m ozartiana obra m aestra, el F alstaff de
Verdi, es u n a obra infinitam ente superior a Las alegres casa­
das de Windsor no d eb ería req u erir n in gú n tipo de argu ­
m ento.
Pero, aun que tanto el différend. de Tolstoi com o el de
Eliot con Shakespeare (el térm ino francés es el más ade­
cuado aquí) tienen elem en tos éticos y filosóficos, n in gu n o
de los dos es la expresión de un testigo filosófico superior
en sentido estricto. Es este h ech o el que hace más sorpren­
d ente la p ublicación postum a de un conjunto breve, pero
m uy im portante, de reservas y de críticas sobre Shakespea­
re y sobre el lugar que éste ocupa en la cultura occid ental
y, p o r supuesto, m undial. Estas reservas y estas críticas se
en cu en tran en distintos com entarios, aforism os y observa­
ciones escritos por Ludw ig W ittgenstein entre i g g g y i g 5 1 .
Traducidos, aveces insatisfactoriam ente, p o rP e te rW in c h ,
estos textos están ahora al alcance del lecto r en len g u a in­
glesa en un volum en titulado Culture and Valué [Aforismos.
Cultura y valor] (Blackwell, ig 8 o ). El pretencioso y en ab­
soluto w ittgensteiniano título inglés no tiene relación algu­
n a co n Vermischte Bemerkungen, que significa sim plem ente
“m iscelánea”.
A m i ju ic io , el punto que debem os ten er en cuenta al
analizar estas notas es éste: W ittgenstein era un ser hum a­
no de firm e e im placable honestidad. Era un m orad or de
la verdad, tal com o él la veía y sentía. Si, com o com enta en
1950, n un ca p u d o “h acer nada con Sh akespeare” (“nie
etwas m it ihm an fan gen ” es más gráfico), pretender lo con­
trario no tenía n ingún sentido. H abía que enfrentarse a
esta incapacidad y, en la m edida de lo posible, descifrarla.
T en ía que ser begründet (asentado sobre suelo firm e) en el
con texto de la estética, las investigaciones del significado,
la ética y, sobre todo, en la form a personal de sentir y exis­
tir de W ittgenstein. El h ech o de que prácticam ente todos
los dem ás pusieran a Shakespeare p o r las nubes -u n a una­
nim idad que W ittgenstein había experim entado tanto en
su V ien a natal, con su apasionado culto p o r el teatro y la
poesía dram ática shakespeariana, com o en la Inglaterra de
su e x ilio - era secundario. La verdad no es asunto de opi­
n iones m ayoritarias, ni siquiera de opiniones casi un án i­
mes. T odo lo contrario. C o m o W ittgenstein escribe en
1946;

Cuando, por ejemplo, escucho expresiones de admira­


ción por Shakespeare de hombres distinguidos en el curso
de varios siglos, no puedo nunca evitar la sospecha de que
elogiarle ha sido la cosa convencional que había que hacer...

G ran parte de esta adulación, añade W ittgenstein, ha sido


d erro ch ad a “sin verd adera com pren sión y p o r razones
equivocadas p o r parte de miles de catedráticos de literatu­
ra” . D e lo que tristem ente se d educe que es difícil que haya
ju e c e s m enos m aliciosos o más sobornables in telectu al­
m ente. A h o ra viene lo que p o d ría ser una señal clave: “Me
hace falta la autoridad de un M ilton para convencerm e.
D oy p o r sentado que éste era in co rru p tib le”. ¿Prestaba
W ittgenstein atención en aquel tiem po (1946) a F. R.
Leavis, quien había elegido a M ilton, por encim a de Sha­
kespeare, com o su vadem écum en las trincheras durante
la Prim era G uerra M undial, una elección y u na circunstan­
cia que producirían una resonancia vital en el propio tem ­
peram ento y exp erien cia de W ittgenstein? (Nos gustaría
saberlo.) Lo que es evidente es que W ittgenstein d etecta el
em buste en torno al culto a Shakespeare y, probablem en ­
te, en ciertos aspectos de las invenciones de Shakespeare.
L a intranquilidad de W ittgenstein, la honesta perpleji­
dad de su aversión, tienen ahí su confuso origen. Es duran­
te el p eríod o de 1939-1940 cuando W ittgenstein intenta
caracterizar la “objetividad” de Shakespeare:

Uno diría que Shakespeare muestra la danza de las pa­


siones humanas. Por tanto, tenía que ser objetivo; de otra
forma, no mostraría la danza de las pasiones humanas tan­
to como hablaría de ella. Pero nos muestra éstas en forma
de danza, no de forma naturalista.

W ittgenstein expon e esta idea a su am igo y corresponsal


Paul Engelm ann. M erece la pena prestar atención a este
punto, porque es precisam ente E ngelm ann quien le servi^
rá de guía hacia K ierkegaard y se convertirá en receptor de
las confesiones religiosas más íntimas de W ittgenstein. La
observación es inocua per se. El “naturalism o” es apenas un
criterio del arte más elevado. Lo que p ued e estar latente
en esta observación es la insinuación - ñ o es nada más que
e so - de cierto exhibicion ism o lúdico, de una licencia lú-
dica en el m étodo de Shakespeare.
U n conjunto de entradas, escritas en 1946, se centra en
el oscuro tema de la destrucción nuclear, una perspectiva
de cierta am bivalencia para W ittgenstein, ya que tam bién
su p o n d ría el fin de “nuestra rep u gn an te y aguach irle
[seifenwassrigen] cie n cia ” . Esta refle xió n p arece co n d u cir
d irectam ente a un a p roposición que más tarde se ve ex­
puesta en las Investigaciones filosóficas, 11, iv: “El ser hum a­
no es la m ejor im agen del alm a h u m an a”. Fijém onos en el
m otivo “im agen ” y en el de la fiel representación. Los sí­
miles de Shakespeare

son, en su sentido ordinario, malos. De modo que, si a


pesar de todo son buenos -y yo no sé si lo son o no-, deben
de ser una ley para sí mismos. Quizá, por ejemplo, su soni­
do les otorga plausibilidad y verdad.

“S o n id o ” hace justicia sólo en parte a Klang. en el que la


resonancia, la tonalidad y el registro están im plícitos. Es
posible, contin úa W ittgenstein, que uno tenga que aceptar
a Shakespeare sim plem ente “con su desenvoltura y su au­
torid ad ”, “en la form a en que aceptas la naturaleza, un
paisaje, por ejem plo, tal com o es”. Sin duda, se trata de una
respuesta (admirativa) corriente. Shakespeare es algo “da­
d o ”, tan presente en la inm ediatez com o lo es la misma
naturaleza.
Pero W ittgenstein va más lejos. Si la com paración con
la naturaleza es válida, “eso significaría que el estilo de todo
su trabajo, quiero d ecir de la totalidad de sus obras, es la
cosa esencial y lo que facilita su ju stifica ció n ”. ¿Por qué,
u n o se aventura a preguntar, tendría que h aber necesidad
alguna de “ju stificació n ” (das Rechtfertigende)} A mi juicio,
no es ésta la clave del asunto. L a clave estaría en la impor­
tancia central d el “estilo” co m o elem en to determ inante de
su validez. Expresada aquí de fo rm a casi neutral, esta rú­
brica adquirirá pron to u n carácter negativo. “Mi incapaci­
dad para en ten d erle [a Shakespeare] se p o d ría explicar
por mi incapacidad para leerle con facilidad. En la form a en
que u n o p ercib e un m agn ífico paisaje [eine herrliche
L a n d s c h a f t ] El pasaje es un tanto opaco. C o n o cem o s la
susceptibilidad de W ittgenstein hacia los escenarios natu­
rales. Si el arte de Shakespeare es com o el “estar presen te”
de la naturaleza, si la inm ediatez circundante constituye su
estilo y su coherencia, entonces nuestra lectura d eb ería ser
una de reflejo espontáneo, de una Leichtigkeit natural. Sin
em bargo, ésta no es la experien cia de W ittgenstein. (¿Qué
nivel de con ocim ien to tenía de la lengua inglesa con rela­
ción a los elem entos léxicos y gram aticales más exigentes
de Shakespeare? ¿Recurre W ittgenstein, conscientem ente
o no, a las versiones maestras de Schlegel-Tieck, tan esen­
ciales para la erudición cen troeu ro p ea de su ed u cación y
tan m agistralm ente llevadas a escena en el B urgtheater de
Viena?)
Tres años más tarde, en el curso de 1949, W ittgenstein
reflexio n a sobre el status epistem ológico y psicológico de
los sueños. R ecordam os su espasm ódica (para m í irrefuta­
ble) crítica de la interpretación de los sueños cíe ©rendí y
de las prácticas psicoanalíticas que se derivaron de ési»
A h ora los dos temas, Shakespeare y los sueños, se unen:

Un sueño es algo completamente equivocado, absurdo,


compuesto, y sin embargo, es al mismo tiempo algo com­
pletamente cierto: armado de esta extraña forma crea una
impresión. ¿Por qué? No lo sé. Y si Shakespeare es grande,
como se dice que es, debe de ser posible decir de él: todo
es una equivocación, las cosas no son así, y, sin embargo, al
mismo tiempo es cierto según una ley propia.
Esto podría expresarse también de otra forma: si Sha­
kespeare es grande, su grandeza se revela sólo en el corpus
total de sus obras teatrales [in derMasseseinerDramen, subra­
yado Massé], que crea su lenguaje y mundo propios. En
otras palabras, es completamente irreal. (Como un sueño.)

En un nivel bastante ingénito, el hallazgo de W ittgenstein


p u ed e leerse com o positivo. L a m aravillosa consistencia
interna de las obras de Shakespeare, la autonom ía y la poé­
tica interiorizada del m undo shakespeariano, son lugares
com unes de la adm iración. Si resulta excéntrico negar la
grandeza de obras individuales (¿leyó alguna vez W ittgens­
tein los Sonetos}), d ecir que la talla de Shakespeare sólo
em erge ín tegram en te d el canon co n tem p lad o com o un
todo es, sin em bargo, un a observación ju sta y generalm en­
te aceptada. La no ció n de “realism o” es una piedra de to­
que m uy poco necesaria. Por el contrario, es el po d er de
Shakespeare para crear m undos de visión poética tan apre­
miantes, tan creativam ente inform adores com o los de
nuestros sueños más profundos, lo que nos parece in com ­
parable. Pero, naturalm ente, no es este plano de intuición
y argum ento el que W ittgenstein sondea. La perplejidad y
las im plicaciones de este pasaje son la razón casi absoluta
del eterno com prom iso de W ittgenstein con la naturaleza
y las funciones del lenguaje, con la verdad y la lógica, con
las convenciones semánticas y la referencia. Las co n fro n ­
taciones aquí implícitas son nada m enos que las que se es­
tablecen entre el análisis de las relaciones entre palabra y
m undo del Tractatus y las Investigaciones filosóficas, p o r un
lado, y la proposición m anifestada en Timón de Atenas, por
otro: “El m undo no es sino una palabra”, una proposición
que considero totalm ente inaceptable para W ittgenstein
precisam ente porque él experim entó y puso a pru eb a sus
requerim ientos tan íntim am ente.
Para Yeats, “en los sueños com ienzan las responsabili­
dades”. U no supone que W ittgenstein no acep taría esta
afirm ación sin más. El no realism o del m undo del sueño,
su anárquica articulación y creación de un lenguaje propio,
perturban a W ittgenstein y se convierten en objetivo de su
crítica analítica, igual que el m olesto tópico de un “lengua­
je privado”. Inm ediatam ente debajo de la superficie de la
concesión tentativa - “y, sin em bargo, es al m ism o tiem po
cierto según una ley p ro p ia ”- las distinciones y opciones
fundam entales van ganando claridad. Son éstas las que se­
rán enunciadas y puestas a prueba en las anotaciones de
1 9 5 °-
Una vez más, Wittgenstein declara su desconcierto: “Sólo
98
p o d ía m irar fijam ente y llen o de asom bro a Shakespeare;
n un ca p u d e h acer nada p o r o con é l”. Su desconfianza en
los adm iradores de Shakespeare es ahora “profunda” (Witt­
genstein lo subraya). Shakespeare “se yergue solo”, es “una
singularidad”, “al m enos en la cultura occid en tal”. La des­
gracia consiste p recisam en te en su status ú n ico, porqu e
significa qué “uno sólo p ued e situarle situándole equivoca­
d a m en te” . Esta falta ha sido la causa de una estim ación
fund am entalm ente errónea:

No es como si Shakespeare retratase bien a los tipos


humanos y fuese en ese sentido fiel a la realidad de la vida. El
no es fiel a la realidad de la vida. Pero tiene una mano tan
flexible y sus delincaciones, su pincelada, son tan particu­
lares que cada uno de sus caracteres parece significativo,
digno de ser mirado [sehensxuert].

Los motivos de irritación en el desacuerdo de W ittgenstein


son evidentes. La in d ep en d en cia de Shakespeare, que con
seguridad W ittgenstein exageraba de form a característica­
m ente germ ana y que sugiere la divinización de Shakespea­
re desde el rom anticism o alem án hasta G u n d olf, hace
im posible u n a “u b ica ció n ” (térm ino de Leavis) auténtica.
W ittgenstein considera las obras de Shakespeare ajenas a
las categorías generales del discurso y del debate evaluati-
vos, y es posible que sea en este últim o punto, el del deba­
te libre, el del desafío sincero, en el que esté en lo cierto.
En la invención y articulación de los “tipos h um an os” (un
título extrañam ente traicionero) de Shakespeare hay una
individuación sem ántica, una destreza técnica tan especí­
fica q u e p ro d u ce y, sin duda, refu erza u n a significación
aparente, una espectacular expresividad que enfatiza la “vi­
sibilid ad ”, el “espectácu lo” en su sentido originario. Esta
“espectacularíd ad ” se extien d e al hom bre y a sus escritos
com o a un todo: “L a gen te se queda m irán dole llen a de
asom bro, casi com o si m irara un fen ó m en o natural espec­
tacular”. Sem ejante significación escénica no es fie l a larea-
lidad de la vida. N o es Naturwa.hr. Sem ejante n egació n de la
“fidelidad a la realidad de la vida” de Shakespeare, de la
abrum adoram ente convincente vitalidad y presencia psico-
lógica-carnal de sus personajes, es m uy difícil de ubicar,
m u ch o más de tom ar seriam ente.
A h í está la polém ica tolstoiana, que W ittgenstein co n o ­
cía tan bien. El salto de G loucester desde los acantilados
de D o ver en fu rece a Tolstoi; le e n fu re ce no sólo p o r su
im probabilidad m aterial, sino porque - y este punto, rela­
cio n ad o con toda la teoría y la práctica de la mimesis en el
arte y en la literatura occidentales, m erece cierta conside­
ra c ió n - obliga a los actores y a los espectadores (sin duda,
antes del teatro del m inim alism o y de la alienación del si­
glo x x ) a adoptar posturas ridiculas. La ejecución de un
acto sem ejante p o r parte del actor (y son m uchos en el tea­
tro de Shakespeare), ju n to con la obligada suspensión de
la in cred u lid ad del espectador, constituye una situación
falsa, una m entira pueril e insultante para ambos. La mis­
m a im perturbabilidad de los m edios pictóricos e hisí.rióni-
cos de Shakespeare hace pensar, tanto a Tolstoi com o a
W ittgenstein, en un fraude. En el análisis de Tolstoi, la ilu­
sión producida es, finalm ente, torpe e infantil. La denun­
cia de W ittgenstein es más sutil: la soberanía y la singulari­
dad m anipuladoras que se encuentran en la espectacular
habilidad de Shakespeare generan una significación m era­
m ente fenoménica. Y la sim ple fenom enalidad no es fiel a la
realidad, de la vida. “E ntiendo que alguien lo adm ire y p u e­
da llam arlo arte supremo, pero a m í no me gusta” (y aquí
“ich m ag es n ich t” es una expresión coloquial que denota
un intenso rechazo).
Esa “fidelidad a la realidad de la vida” no tiene por qué
ser un criterio simplista. Q u e la falta de ésta en Shakespea­
re no haya sido apuntada sólo p o r Tolstoi y W ittgenstein
sino p o r otros, y desde puntos de vista estéticos o éticos
co m pletam en te diferentes, es un h ech o corroborad o en
una deslum brante observación d e ljo ve n G eorg Lukács en
su Teoría de la novela: “El Paraíso de D ante guarda más pare­
cido con la vida [dem Leben wesmsverwandter], con la esen­
cia de la vida, que la p rep o ten te plenitud [die strotzende
FülleJ de Shakespeare”.
Sin em bargo, no se trata de eso. Nos preguntam os:
¿m erece la pena argum entar sobre la crítica de W ittgens­
tein? C reo que la respuesta es sí; porque esta crítica se basa
en una d iferenciación del más desafiante y transcendente
nivel.
¿Era Shakespeare “vielleicht eh er ein Sprachschópfer
[la palabra está subrayada en el original] ais ein D ich ter”?
¿Era Shakespeare, “quizá, un creador de lenguaje más que un
p o e ta ”? Sprachschópfer p u ed e traducirse: el arcaico pero
tam bién (sí no m e equivoco) joyceano térm ino “forjador
de palabras” (wordsmith) nos proporciona la raíz y las co n ­
notaciones más apropiadas. Pero “p o e ta ” no es el exacto
equivalente de Dichter. Y es en este resquicio, en realidad
casi un abismo, donde se encuentra el punto crucial del
caso de W ittgenstein.
Cualquier intento de analizar y circunscribir el cam po
sem ántico del térm ino Dichter está fuera del propósito de
esta conferencia. Tal intento, estrictam ente considerado,
com portaría poco m enos que una historia de la estética
filosófica alem ana, de las teorías del arte y la ed ucación
desde Schiller y Kant hasta el presente, y u n a revisión críti­
ca del status de la literatura, y de la poesía en particular, en
la historia social alem ana. C reo que lo m ejor que p u ed o
hacer es sugerir algo sobre la im portancia central y la exi­
gencia que el uso de este térm ino tiene en W ittgenstein, y
hacer referencia a un uso análogo en el trabajo y en el pen­
sam iento de sus inm ediatos contem poráneos.
~ La ficción filosófica de H erm ann B roch, L a viuerte de
Virgilio, gira en torno a la definición y representación del
concepto de Dichter. Ni el virtuosismo form al ni la origina­
lidad im aginativa se adecúan a su verd adero significado.
Los escritores de talento, incluso los genios, son bastante
num erosos. El auténtico Dichter e s rarísim o de encontrar.
V irgilio dispone que su Eneida sea destruida porque, ilum i­
nado por la luz de su inm inente m uerte, cree que el gran
escritor que hay en él mismo, el m aestro de las palabras y
de la métrica, ha reem plazado al Dichter. Porque el Dichter
es uno que con oce éticam ente, que co n o ce objetualm en-
te (una fusión inadm isible, pero im perativa en la noción
102
im plícita del significado). El saber del Dichter e.s antitético
de la “sabiduría”, de la en ciclo p éd ica m ultiplicidad espiri­
tual (que m uchos han en con trad o en Shakespeare). En el
Dichter, la cogn ición , el con o cim ien to y el recon ocim ien to
son, en un sentido no m uy distinto al de la epistem ología
del in telecto am oroso de Platón, actos morales. El co n o ci­
m iento del Dichter, su “crítica de la vida” (expresión que es
piedra de toque en M atthew A rn o ld ), se organiza, es decir,
se hace orgán ico a través de la percep ción ética, y la com u­
nicación de este con ocim ien to y esta crítica de la vida es,
ella misma, no tanto una estética com o un acto m oral. La
verd adera D ichtung da testim onio. Su “co n o ce r objetual-
m en te”, en el sentido con creto en que la d enom inación de
las form as vivas que A dán hace en el Edén se correspondía
p recisam en te co n la verdad, el ser sustantivo y la signi­
ficación de estas formas. Igual que Adán, el Dichter cla nom ­
bre a aquello que es, y su dar nom bre a las cosas define y
encarn a a su ser verdadero.
Para Canetti, el Dichter, quizá más que cualquier otro ser
hum ano, carga con una “responsabilidad de p o r vida” . Su
m inisterio p reem in en te y constante es “o p on erse a la
m u erte”. Esta oposición no es una cuestión de gloria artís­
tica, de supervivencia form al en el tiem po; es un acto m o­
ral, quizá el acto moral par excellence, y él solo justifica el arte
y la literatura. La dinám ica de este acto es la de una com ­
pasión generadora de vida. El Dichter no cond ena “a la nada
a nadie a quien le pudiese gustar estar a h í” (Tolstoi daba
un nom bre al más hum ilde, al más efím ero de los perso­
najes de sus num erosas novelas y cuentos). A l p ercibir él
m ism o la nada, el Dichter“ hará lo posible p o r salvar a o tros
de ella”. C o m o Kafka, el m odelo del código de Canetti, el
Dichter c o n o ce la en orm id ad de su em presa, sabe cuán
p ró xim o a la blasfem ia se encuen tra el ejercicio de la in­
vención , de la contracreación de lo divino y lo desconoci­
do. “Si h ubiera sido un m ejor Dichter, hubiese parado esta
gu erra o hubiese d eten id o esta m asacre” no es, según
Canetti, u n a observación ingenua, tam poco una pieza de
m egalom an ía alucinada, sino un recuerd o radical del po­
der, de la obligación de d ecir la verdad, del rech azo del
Dichter “a en tregar a la hum anidad a la m u erte”.
En Martin IT eid eg g e r-co n quien W ittgenstein com par­
te en secreto m uchos puntos decisivos de la filosofía de la
h erm en éu tica y de la investigación del le n g u a je - el térm i­
no Dichter e s fundam ental. El Dichter -S ó fo c le s , H ólderlin
sobre todo, Rilke y Paul C e la n - “dice el ser”. Es a través de
su sinceridad, de su vulnerabilidad ante las presiones del
ser, dond e el m isterio, donde el pulso oculto del nacim ien­
to prim ord ial en presencias inorgánicas y orgánicas de
nuestro m undo, se hacen perceptibles. Es p o r el Dichtei p or
quien la pregunta-raíz de todo el pensam iento - “¿Por qué
tendría que haber, p o r qué no tendría que h aber nada?”-
se repite una y otra vez. Y, recíprocam en te, es en el arte y
en la literatura suprem os, en la representación que hace
Van G ogh de un par de zapatos de labriego rotos, en las
odas de H ó ld erlin , d o n d e lo que pod em os vivir, lo que
podem os experim entar, com o respuesta a esta pregunta, se
hace más palpable. Más que ningún otro hom bre, el Dichter
es, para H eidegger, el “pastor del Ser”; es bajo la custodia
del Dichter com o el hom bre más se acerca a ser lo que es
(lo que podría ser si hom bre tiene que ser).
La gam a com pleta de estos usos -la exaltación de la lla­
m ada clel Dichter, la fun ción ética y salvadora de un verda­
dero Dichter, ju n to con la deducción clave de una explicitud
profética y d id áctica- apoya y anim a el uso continuado y
diacrítico del térm ino p o r parte de W ittgenstein en su des­
acuerdo con Shakespeare.
Shakespeare es el incom parable Sprachschópfer, el pró­
digo forjador de palabras, los lím ites de cuyo lenguaje son,
en el idiom a del Tractatus, los límites de nuestro m undo.
No hay apenas un dom in io, un elem en to de la vida del
hom bre, que Shakespeare no haya cosechado en form a de
lenguaje, sobre el cual no haya colocad o la red de su in­
com parable riqueza léxica y gram atical. D ueñ o de un vo­
cabulario de casi treinta mil palabras (el m undo de Racine
se construye sobre una décim a parte de ese n ú m e ro ), Sha­
kespeare, más que n ingún otro ser hum ano del que tenga­
mos noticia, ha h ech o que el m undo se sienta en casa en
la palabra. Esto no le convierte, sin em bargo, en un Dichter,
en un d ecid o r de la verdad, en un agente explícitam ente
m oral, en guardián y m aestro visible de una hum anidad
co n fu n d id a y en peligro. U n verd adero Dichter, aprem ia
W ittgenstein, “no p ued e realm ente decir de sí mismo ‘can­
to co m o cantan los pájaro s’ , aun que quizá Shakespeare
hubiese p od ido d ecir esto de sí m ism o” (es bastante obvia
la form a en que las “gorjeantes, libres notas del bosque” de
Mil ton están presentes en W ittgenstein cuando hace este
com en tario). “N o creo que Shakespeare hubiese sido ca­
paz de reflexionar en el Dichterlos” , un térm ino que de nue­
vo se resiste a ser traducido al inglés o a cualquier registro
de sensibilidad anglosajona, p ero que significa algo así
com o “la llam ada”, “la ordenanza predestinada” del poeta.
Han sido innum erables los eruditos y críticos que han
querido encontrar en la obra de Shakespeare alguna evi­
dencia sobre su religión o su rechazo de la religión, algu­
na señal de su creencia o de su falta de creencia en Dios.
N o existe el m en or rastro de evidencia. Shakespeare se re­
siste a nuestra pregunta. Es más, so rp ren d en tem en te, la
ausencia de un discurso y unos elem entos teológicos exp lí­
citos en sus obras es casi total. Nada más alejado del espíri­
tu de Shakespeare que el Doctor Faustus, que la pregunta
torturada y torturadora de M arlowe sobre si hay lím ites
coincidentes con la libertad y la responsabilidad hum anas
para los poderes de Dios y el d erech o al perd ón. La breve
m editación de H am let sobre el estado del alma de C laudio
cuando el rey está rezando, la cita b íblica que resuena
com o un eco en la voz de Cordelia, “Velo p o r los intereses
de mi p a d re”, son rarezas en la in m an en cia gen eral y la
m undanidad -u tilizan d o la palabra en su sentido co rrec­
to - del canon. El contraste con Dante, con G oeth e o con
Tolstoi, die Dichter par excellence, es notorio. ¿Hay en Shakes­
peare una filosofía o una ética inteligible? Tanto C o rd elia
com o Yago, Ricardo n i y H erm ione se com portan instinti­
vam ente ante la misma tram pa m isteriosa de la vida. La
im aginación creadora que da vida a personajes “espectacu­
lares” está más allá del bien y del mal. ¿Puede un hom bre
o una m ujer cond ucir su vida siguiendo el ejem plo o los
106
Una lectura, contra, Shakespeare

precep tos de Shakespeare com o pu ed e hacerlo con los de


Tolstoi? ¿Es la “creación de palabras”, incluso cuando és­
tas alcanzan la cim a de la belleza, de la m usicalidad, de una
originalidad sugerente y m etafórica apenas accesible para
nuestro análisis, realm ente suficiente? ¿Son los personajes
de Shakespeare, en últim a instancia, algo más que nubes
m agallánicas de en ergía verbal, girando en torno a un va­
cío, a u n a ausencia de verdad y de sustancia moral? “Ich
m ag es n ich t”, dice W ittgenstein. Y nuestra inm ediata res­
puesta -q u e W ittgenstein es, en una vena de ingenuidad
lapidaria, más m iope incluso que el d o cto r Joh n son , al
pasar p o r alto la d iferen cia entre la m oralidad explícita o
didactism o y la representación m ucho más sutil de la agud e­
za m oral y de las enseñanzas de la visión del m un d o de
S h ak esp eare- es, en una dim ensión dictada p o r el sentido
com ún, clara y conclusiva. ¿Pero es ésta la única dim ensión
pertinente?
W ittgenstein realiza un nuevo m ovim iento todavía más
p ro fu n d o (inspirado en los textos de O tto W eininger). En
el argum en to se in troduce una presencia contraria a Sha­
kespeare. Se trata, debo admitir, de un m ovim iento profun­
dam en te perturbador: ‘“ El gran corazón de B e e th o v e n ’
-n a d ie hablaría de ‘el gran corazón de Sh akespeare’ ”.
D e esta form a, concluye W ittgenstein, nuestro asom bro
ante Shakespeare no nos hace sentir que estamos en con ­
tacto “con un gran ser humano, sino con un fe n ó m e n o ” .
B eeth oven y el Dichter o, más exactam ente, B eethoven el
Dichter, por un lado, y “la m ano habilidosa que creó nuevas
y naturales form as de lenguaje [Naturformen der Sprache]”,
por o tro fU n “gran corazón, un gran ser h u m an o ”, p o r un
la.do, y un fen ó m en o enigm ático, p o r otro.
Es m u ch o lo que queda p o r d ocu m en tar y en ten d er de
lo que a mi ju ic io es el papel sem inal, a m enud o decisivo,
que la m úsica desem peña en la vida y en el pensam iento
de W ittgenstein. Es posible que para Ludw ig W ittgenstein,
igual que para otros m aestros de la abstracción y de la so­
ledad, la m úsica llegase a ser una com pañera más digna de
confianza, más íntim a incluso que la m ejor literatura.
W ittgenstein confió a N orm an M alcolm que el m ovim ien­
to len to del tercer cuarteto de Brahm s le había llevado dos
veces al borde del suicidio. A lo largo de estos cuadernos,
la lectura contra Shakespeare corre paralela a la reflexión
sobre la técnica brillante, pero, a ju icio de W ittgenstein, en
últim a instancia falsa y m eram en te hábil, de M ahler y la
verd ad vivificadora y transcendental de Bruckner. Igual
que N ietzsche antes que él, no es en la literatura sino en la
m úsica d o n d e W ittgenstein pu d o reco n o cer y exp erim en ­
tar el opus metaphysicnm en esencia. A m edida que la rela­
ción de W ittgenstein con la m úsica se nos hace más clara,
nos parece que la coda dem asiado fam osa y tantas veces
mal entendida del Tractatus, un texto durchkomponiert com o
n inguno, adquiere un significado más directo. Las esferas
imperativas de lo transcendental, ele la con cien cia estética,
ética y quizá m etafísica, viven fuera del lenguaje. Fuera del
lenguaje tam bién se encuen tra la música, cuyo acceso e x ­
presivo e inferencial a estas esferas és, precisam ente, el que
se le niega al discurso verbal.
Pero la invocación a B eethoven es más específica. Esta
invocación habla del papel ejem plar de Beethv#><xn ia
m itología rom ántica y posrom ántica del sufrim^nt®. del
artista, del titán creativo que lucha con fuerzas de inspkss
ción e inhibición más turbulentas y volcánicas incluso que
las suyas (una m itología engastada en la cultura alem ana y
centroeuropea, tal com o W ittgenstein las conoció al prin­
cipio) . Casi inm ediatam ente después de la últim a nota de
W ittgenstein sobre Shakespeare aparece la adm onición: “si
quieres perm anecer en la esfera religiosa, debes luchar,\ La
Missa solemnisy los últim os cuartetos y sonatas para piano
(cf. el papel del opus 1 1 1 del Doctor Faustus de T hom as
M ann) eran la en carn ación abrum adora pero absoluta­
m ente hum an a de esa lucha. L a m úsica de B eethoven es
música del corazón: aviva el corazón y el alma. E scuchán­
dola, entram os ciertam ente en íntim o contacto con un
hom bre-com pañero atorm entado por la duda, por la inse­
guridad, con alguien que com o Jacob lucha contra la pre­
sencia o la ausencia del C read or rival. Frente a la presencia
absolutam ente desinteresada de Shakespeare, no sentimos
el m en o r rastro de esa duda, de esa inseguridad o de esa
lucha. “Ich m ag es n icht.”
Los apuntes y las reflexio n es de W ittgenstein contra
Shakespeare no con form an un texto sistem ático y acu­
m ulativo, Estos apuntes y estas reflexio n es im plican ele­
m entos y suposiciones de naturaleza híbrida. En ellos
encontram os una inclinación, no argum entada y claram en­
te tolstoiana, hacia el realism o de la literatura adulta, una
ahogada resistencia a la consistencia interna, a la lógica de
los sueríos y a la autosuficiencia ficticia del arte dram ático
y de la poesía de Shakespeare. En algunos m om entos, el
malestar de W ittgenstein refleja un im pulso natural euro­
peo (o al m enos gálico) hacia las formas de visión cerradas
y ordenadas: “La razón por la cual no p u ed o en ten d er a
Shakespeare es porque quiero encontrar sim etría en toda
esta asimetría”. Es ésta una estética que intenta em bridar
al genio esencialm ente abierto y tragicóm ico de la dram a­
turgia de Shakespeare.
En un nivel m ucho más profundo se encuen tra el in­
tento fragm entario y abreviado de W ittgenstein p o r sacar
a martillazos una distinción entre el conocim ien to verbal
suprem o y lo que uno pod ría llam ar las “fun cion es de ver­
d a d ”, el paradigm a m oral, la cap acid ad de respuesta fi­
losófica de la Dichtung. V ía K ierkegaard y Tolstoi, esta
distinción asigna a Shakespeare provocaciones ya presen­
tes en Platón y en santo Tomás de A quino (provocaciones
que, com o ya hem os señalado, soportan tam bién la prefe­
rencia más oculta pero no m enos decisiva de D ante sobre
Shakespeare de T. S. E lio t). El Dichter no es sólo un artífice
y un ser con una capacidad imaginativa incom parable, sino
el beneficiario, el que recibe m ensajes y com un ica a sus
hom bres-com pañeros una visión elevada y articulada, re­
ligiosa, m oral y filosófica y una crítica de la vida. Lo que
W ittgenstein pregunta a Shakespeare, en nom bre de una
necesidad moral urgente y trágica, en nom bre de la músi­
ca, es simplem ente: ¿es el lengueye suficiente?
La crítica y el ejercicio de n egació n de W ittgenstein
pueden estar equivocados tanto en la generalidad com o en
el detalle. Su falta de com prensión del discurso dram ático,
n o
de los principios de verdad establecidos en la poesía, es
flagrante. L a n eg ació n de una vitalidad natural, de una
realidad más viva que la vida misma en los caracteres mas­
culinos y fem eninos de Shakespeare, parece tan prem edi­
tada, resulta tan insustancial para casi toda m ente seria y
para casi todo tipo de sensibilidad, que provoca vergüenza
y ridículo. Es posible que la confianza puesta en M ilton, en
B eethoven o en Tolstoi oculte el h ech o accidental de que
es m u ch o lo que sabem os sobre las vidas y torm entos de
estos grandes maestros, y casi nada sobre W illiam Shakes­
peare de Stratford. U n gran ló gico y epistem ólogo puede
ser un lector ciego para la literatura.
Y éste es el caso. La tentación de ver los com entarios de
W ittgenstein co m o u n a curiosidad histórica, com o una
aberración p arecid a al m atrim onio de Sócrates, es muy
grande. Q uizá no deberíam os resistirnos a ella. La idea de
una erudición occidental en la cual Shakespeare ocuparía
el sospechoso status que le asignan los puntos de vista de
W ittgenstein resulta apenas plausible, m ucho m enos atrac­
tiva. Q ué em p o brecid o se vería lo que queda de nuestra
civilización (un puritanism o ascético, un didactismo que se
abstiene ante la literatura, palpita en el últim o Tolstoi y en
W ittgenstein, quien en tantos sentidos fue su discípulo).
Tam bién esto es cierto y obvio.
Y aun así.

En nuestra cultura, los tabúes y la reverencia prescriptiva


cercan la obra de Shakespeare. Hay cuestiones que apenas
se plantean: sobre la prolijidad y la repetitividad presentes
en m uchas de sus obras teatrales, sobre la vulgaridad y el
m ovim iento superfluo que aparecen incluso en sus textos
más im portantes (¿cuántos de nosotros hem os visto una
p ro d u cció n de Otelo en la que se incluyan todos los patéti­
cos diálogos con el bufón?). ¿Cuánto de rancio o de inge­
nio verbal hay en las com edias, más que de divertido en
sentido real? La risa del pensam iento que encontram os en
Aristófanes, en M oliere o en Chejov no abunda siem pre en
estas obras. ¿Cuál es la p ro p o rció n de sustancia poético-
dram ática duradera que sólo las prod ucciones inspiradas
de obras com o Medida por medida o A buen fin no hay mal
principio pued en preservar? Sólo recientem en te se ha plan­
teado con seriedad el desafiante dilem a del poder, quizá
inhibidor, que Shakespeare ha ejercido en el desarrollo del
inglés y de la poesía m od ern a inglesa.
Siem pre habrá sensibilidades y tradiciones del entendi­
m iento más com prom etidas, más atraídas por la econom ía,
p o r el absoluto de las form as dram áticas clásicas - e l adíen,
Madame de T ite y B érénice de Racine, la tranquila in m en ­
sidad del diálogo final de Yse y Mesa del Partage de midi de
C lau d e l-, que p o r las torm entas, bosques en m arzo, apari­
ciones espectrales y osos perseguidores que rodean y habi­
tan, con una prodigalidad anárquica y d errochad ora, los
m om entos shakespearianos más pro fu n d o s y re co n ce n ­
trados.
Pero éstas son consideraciones estéticas. L a inferencia
platónica y w ittgensteiniana es más profunda.
¿Hay dim ensiones, gravedades específicas del arte y de
la literatura, de nuestra experien cia y respuesta al arte y a
la literatura, que surgen de la presión sentida y ciertam en­
te declarada en el arte y en la literatura de la presencia o
ausencia (en m uchos casos, com o en Dostoievski o Kafka,
la ausencia es una posibilidad más radical de la presencia)
de Dios? La representación teológico-m etafísica de lo que
es más profun d o y constante en las preguntas hum anas, de
lo que se encuentra, o puede encontrarse, al otro lado del
lenguaje, otorga a ciertos textos una altura y una vulnera­
b ilidad indispensables. L a paciencia angustiada de estas
preguntas tom a posesión de nosotros en la Orestíada; en
Edipo, Antígonay Edipo en Colono de Sófocles; nos somete a
u n a presión casi insoportable en las Bacantes d e Eurípides.
Podem os oírla en la voz de M arco L om bardo que sale del
hum o purificador del Purgatorio x v i; en la persecución de
Dios de Iván Karamazov; en las parábolas de Kafka. Hay un
sentido muy real, reverente hasta la aprensión, en el cual
Shakespeare lo sabe y dice todo, ¿sabe y dice algo más? ¿O
están ese con ocim ien to y esa expresión reservados al co­
m ercio singular que la m úsica m antiene con el misterio?
Platón se equivocó al desterrar a los poetas. W ittgens­
tein se equivoca en su lectura de Shakespeare. Sin duda se
trata de eso.
Y aun así.
Tragedia absoluta
[ 1990]

para Alexis Philonenko

La tragedia absoluta es muy poco frecuente. Es una pieza


de literatura dram ática (tam bién p ued e ser de naturaleza
artística o m usical) rigurosam ente basada en este postula­
do: la vida hum an a es una fatalidad. L a tragedia absoluta
proclam a axiom áticam ente que es m ejor no n acer o, en el
caso de que esto ya no sea posible, m orir jo v en . El m odelo
“absolutam ente trágico” de la co n d ición del hom bre y de
la m ujer considera a éstos intrusos no deseados de la crea­
ción, seres destinados a pad ecer sufrim ientos y frustracio­
nes inm erecidos, incom prensibles y arbitrarios. El pecado
original, adánico o prom eteico, no es de categoría trágica.
Este pecado está lleno de posibilidades tanto de m otivación
com o de redención. En lo “absolutam ente trágico”, el cri­
m en del ho m bre es el de ser, el de existir. Su presencia
desnuda y su identidad son transgresiones. L o “absoluta­
m ente trágico” es, por tanto, una on tología negativa. Nues­
tro siglo ha encontrado una form ulación tangible para esta
abstracta paradoja. D urante el H olocausto, el gitano y el
ju d ío com etieron precisam ente el crimen de ser, crim en vin­
culado p o r d efin ició n al h ech o del nacim iento. De esta
form a, incluso el nonato estaba con d en ad o a la extinción.
V enir al m un d o era n acer a la tortura y a la m uerte.
L a “traged ia” absoluta, com o visión filosófica sistemáti­
ca o co m o literatura gen erad a p o r esta visión, tiene una
frecu en cia m uy escasa porque es casi insoportable. Pascal
nos invita a m antenernos despiertos p orque “Cristo agoni­
za hasta el final de los tiem p os”. Pero la hu m an id ad sin
sueño en loquece. C uan d o las consecuencias son tan seve­
ras, el absoluto trágico reclam a el suicidio; no adm ite la
racionalidad o la terapia del discurso -se a éste filosófico o
estético-; no busca una m ejora pragm ática. Para qué escri­
bir obras teatrales (pintar cuadros, co m p o n er sinfonías) si
la p e rcep ció n com porta un riguroso nihilism o. Sólo la
nada queda exonerada de la falta, del error de ser (“la nada”
es una obsesión en el texto de E l rey Lear, la anulación es
un pu n to fu n d am en tal de las parábolas de B eckett). En
térm inos form ales, no deberíam os reten er ninguna eviden­
cia, nin gún m anifiesto de un m od elo de co n cien cia y sen­
sibilidad absolutam ente trágico. El ho m bre o la m ujer
poseídos p o r la certidum bre de lo existencial, del rechazo
on tológico, buscan el silencio y la m uerte. Las palabras de
la m uerte, cuand o se eligen librem ente, no necesitan ser
escritas.
Si el postulado de lo “absolutam ente trágico” del hom ­
bre desahuciado se articula en el ser, el acto perform ativo
- e l de la obra teatral, la novela, el del pro n u n ciam ien to
m etafísico o p sico ló g ico - será fragm entario. El dram a ac­
tual, el cu en to kafkiano, el tratado nihilístico o suicida,
p ued en ser form alm ente com pletos. N o obstante, son un
fragm ento. N o pueden tener gran alcance porque la visión
que com portan es insoportable, porque la contem plación
y la aquiescencia del abismo -c u a n d o éstas son honestas,
cuando no son una parodia clel pathos o una caprichosa y
aduladora m etáfo ra- deben obligarnos a sobrepasar el lí­
mite. Si es integral, la confrontación entre razón y form a y
la finalidad del absurdo o de lo sádico (recordem os de nue­
vo a Pascal y su im agen de “la m uerte y el sol”) sólo puede
durar unos instantes. N o es sólo cierto que la im aginación
y la representación hum anas no pued en soportar sino un
breve en can tam ien to sobre un destino fatal inequívoco;
tam bién lo es que éstas pu ed en dramatizar, recrear com o
ficción o argum entar sistem áticam ente ese encantam ien­
to sólo p o r m edio de una condensación extrem a. El punto
cero es justam en te eso: un punto en el que se condensa
toda la negrura. Este acto sin rem isión pu ed e realizarse
(muy pocas veces) p o r m edio de los cinco actos de un dra­
ma, de los límites de una fábula narrativa, de un poem a o
de un a com u n icación breve (com o sucede en Swift o en
A rtaud ). El que habla de la desolación absoluta se expresa
en aforism os (C ioran). Sólo lo fragm entario, cuya integri­
dad reside expresam ente en la m utilación, en la ausencia
de punto final, pu ed e ser inm une a la luz.
Según las pruebas de las que disponem os -la totalidad
de los dram as trágicos griegos no ha llegado hasta noso­
tro s- la lista de las tragedias absolutas es breve. En esta lis­
ta se encuentran: Edipo rey y Antígona de Sófocles; una serie
de obras teatrales de Eurípides com o Medea, Hécuba, Las
troyanas y, especialm ente, las Bacantes; la trama principal
;cl,fe Marlowe; Timón de Atenas de Shakespeare;
Bérénice (tragedia absoluta precisam ente p o r su m utism o y
:p or,,sú sencillez exterior) y Fedra de Racine; Los Cenci de
Shelley, ju n to con la adaptación de Artaud; Woyzeck de
Büchner; también los “agujeros negros” del guignoly de los
m onólogos de Beckett.
Sólo en estas obras y en un puñado de ficciones y de
actos discursivos y plásticos -lo s últim os cuadros de Goya,
Wozzeck de Alban B e rg - vive y se “escenifica” de form a cons­
tante el postulado de lo “absolutam ente trágico”. Sólo en
estos textos encontram os el co n cep to de la vida hum an a
expresado plenam ente com o un castigo ilícito, com o una
deplorable brom a que se gasta al ho m bre o, p o r citar un
sím bolo utilizado p o r Dostoievski y por N ietzsche, la visión
de la realidad que encuen tra su m ejor expresión en la tor­
tura lenta de un niño o de un animal. (En L a muerte de la
tragedia no supe dar la correcta definición ni ver cuán lim i­
tada es la clase de lo absoluto.)

En las formas escénicas el pulso natural se corresponde con


el de la tragicom edia. El problem a de la existencia hrtma-
na es im itado, estilizado y seleccion ad o de fo rm a plural.
A llí donde hay torm ento y ruina hay tam bién placer y es­
peranza. Es en ese m ovim iento p en d ular y en esa sim ulta­
n eidad dond e se considera que reside la verdad vital, la
esencial trivialidad de la supervivencia hum ana. En el mis­
mo instante en el que se asesina a A gam en ó n o se envene­
na a H am let se celebra un a boda, nace un n iñ o o tiene
lugar un a alegre y tranquila com ida en algu\>á casa i íf S lf
del palacio o incluso en una habitación del p$í,a$io M s o
m enos distante del b añ o real o de la escena del
experiencia hum ana corriente afirm a esta realidad y el arte
o r t l i o o ^ rm r-x o c 't - 'v i r l o r>
u j l u iuv-a.

S ien do fo rm al y argu m en talm en te trágico, el dram a


trágico griego parece “absoluto” . Sin em bargo, ésta es una
ilusión óptica. Salvo p o r una excep ció n de capital im por­
tancia, no co n ocem os n in gu n a trilogía com pleta, sólo p e­
queños fragm entos. La Orestíada es, en el sentido preciso y
sum ario dado a este térm ino p o r D ante, una comedia. Esta
obra concluye con la absolución y la esperanza política y
personal. N osotros sim plem ente no sabem os si el tríptico
de Esquilo era un caso excep cio n al o la norm a. Lo que sí
sabem os es que después de u n a trilogía g riega - c o n su
escenificación de los mitos trágicos bien conectados entre
sí o de fo rm a aislad a- se represen tab a una sátira. Hasta
d o n d e pod em os colegir, este ep ílo go burlesco se m ofaba,
ironizaba, caricaturizaba y restaba im portancia a los ele­
m entos trágicos previam en te representados. N ada sabe­
mos del efecto que esto prod ucía, pero resulta im probable
que la sátira no condicion ara, no subvirtiera radicalm ente
la visión trágica, que no h iciera surgir, en abierta contra­
dicción con lo anterior, los d erech os de la risa. (N adie que
recu erd e el vertiginoso cam bio del señor P u ff de O livier
saltando al escenario en la farsa de Sheridan durante unos
segundos, o al m enos eso parecía, después del triste y san­
griento final de su representación de E dipo, intuirá algo
de la diversión exultante que sigue a la catástrofe trágica y
en la que es posible que residiera el sentido de la tetralogía
ateniense.)
El ejem plo shakespeariano es fundam ental. Si am plia­
mos el sentido y el uso del térm ino “co m ed ia” en D ante y
en Balzac, la teoría del d o ctor Johnson -seg ú n la cual, más
que para el dram a Shakespeare tenía un talento natural
para la c o m ed ia - adquiere una gran relevancia. N inguna
im aginación creadora ha sabido expresar m ejor la natura­
leza h íbrida de la vida, la trama indivisible que form an la
esperanza y la desesperación, el invierno y la prim avera, la
m ed ian o ch e y el m ed iod ía de los hom bres. En los dramas
shakespearianos casi nada es m onista, casi nada tiene una
sola naturaleza y una sola consecuencia. U tilizando una de
las propias im ágenes de Shakespeare sobre el etern o “d o ­
ble argum en to” de la realidad, la risa se encuentra hasta en
la garganta de la m uerte. De ahí, el m ovim iento espiritual
y argum ental tragicóm ico que subyace incluso a las p rin ci­
pales tragedias, m ovim iento cuya fuerza vital no excluye
extrem os de agon ía e injusticia.
Escocia volverá a nacer, la dinastía legítim a alcanzará la
gloria después de la m uerte de M acbeth. Resulta evidente
que C h ip re será go b ern ad a serena y eficien tem en te p o r
Casio com o nunca lo pudo ser p o r O telo. Fortinbrás será
un m on arca m enos in teligen te y más vulgar que el que
hubiera sido Ham let; las pérdidas son cuantiosas, pero la
unión y la paz social volverán a D inam arca. El Lear parece
am enazar esta lectura: la ejecución de C ord elia parece ce­
rrar el libro de la vida y de la razón. Pero la coda de la obra,
su m úsica h ech a de tentativas de adioses, es enigm ática. El
mal se derrum ba ostentosam ente. El reino vuelve a tejerse.
Hay casi una nota de gracia litúrgica no sólo en el propio
final de Lear, sino en los requerim ientos y recapitulaciones
que provoca. U n h o rro r com o ése no podrá repetirse.
Sólo ese bloque siem pre sorprendente y errático, Timón
de Atenas, m e parece “n egro sobre n e g ro ”. En este texto
deform ado y de rara inspiración, el cosmos se convierte en
objeto de virulento anatem a. N inguna buena acción que­
da sin castigo. C ualquier im pulso honesto no provoca sino
m ofa y escarnio. La rep ro d u cció n hum ana y el nacim iento
no son más que absurdas provocaciones que cond ucen al
dolor y a la traición. Por m ed io de hábiles epitafios cuyo
destino es la erosión del mar, Tim ón invita al “final del len­
guaje”. Hasta dond e sé, es ésta la única ocasión en la que
W illiam Shakespeare pon e fin al lenguaje, sabiendo com o
nadie que era el lenguaje el eje y el instrum ento definidor
de nuestra hum an id ad , de nuestro lu gar en el m undo.
A quí, y p o r una sola vez, encontram os el nihilism o, el cero
y la conclusión de la tragedia absoluta.
Este m ism o nihilism o se escucha de form a inequívoca
en Racine. Su obra se apoya en mitos antiguos no sólo por
convencionalism o neoclásico. Racine, igual que sus adver­
sarios y maestros jansenistas, consideró que aquellos a quie­
nes la culpa h abía abo cad o a la desesperación y a la
condena, antes de la venida de Cristo, estaban peculiar e
irrem ediablem ente condenados. De a h íla gráfica desespe­
ración de Fedra cuand o anticipa su descenso al Hades. En
la trágica teodicea de Racine, estos condenados no con o­
cerán la rem isión a través de la gracia. Athalie m uere bajo
la m aldición del A ntiguo Testamento; su som bra m ancha­
da de sangre llorará eternam ente. Racine pu ed e hacer cris­
talizar, “a través de un espejo, en enigm a”, la totalidad del
desierto y el d o lo r trágicos en un solo m om en to o gesto
form al. En estos instantes de apocalipsis silencioso, casi
decoroso, el universo invocado por los grandes personajes
de Racine hace una pausa. En este universo no hay nada
salvo la aflicción destructora de sus personajes. N in gún
susurro de esperanza, ningún aliento del m añana. El uni­
verso (algo incon cebible en Shakespeare, excep to en Ti­
món de Atenas) se ha convertido en la helad a totalidad de
lo trágico. C reo que Bérénice es, precisam ente p o r la tran­
quilidad de su superficie, precisam ente p o r la fo rm a en
que se abstiene de toda “salida y alarm a”, de bosques en
m archa o huracanes que declam an, la p iedra de toque de
la tragedia absoluta en la literatura m od ern a occidental.
U n hom bre y una m ujer diciendo adiós. Para siem pre. U n
final donde toda la luz se concentra en un m om ento y se
apaga. Com o en una perla perfectam ente negra.
El m enor rastro de auxilio de lajusticia, de com pasión,
cuando el cinism o sádico triunfa en Los Cenci de Shelley.
El W oyzeck de B üchner no cuenta siquiera con la dignidad
y el consuelo de la articulación (siem pre dinám ica en Sha­
kespeare). W oyzeck balbuce su cam ino hacia la m uerte
vacía. Pero, repito, estas propuestas y lecturas de lo existen-
cial, monistas y m onádicas, son m uy escasas. Nos parece
que la vida -tan to la vida ordinaria com o la categórica, sea
en su sentido biológico, social o p síq u ico - “no es así”. Y en
el teatro, con más probabilidad que en cualquier otro tipo
de representación, el parecid o, la credibilidad, la fuerza
gravitatoria del princip io de realidad subyacente, son per­
sistentes. Igual que lo son en la épica hom érica, que es la
fuente del drama. N íobe ha visto asesinar a sus diez hijos.
Su d o lo r hace llorar a las piedras. Pero, cuand o éste decae,
com ienza a tom ar alim ento. H om ero insiste en este p u n ­
to: una interposición de la verdad, crucial tam bién en Sha­
kespeare. L o orgán ico es tragicóm ico en su mism a esencia.
L o absolutam ente trágico es, p o r tanto, no sólo insoporta­
ble para la sensibilidad hum ana: es falso con la vida.

Esta crítica de lo trágico está hecha de observación em pí­


rica y de sentim iento liberal. H oy en día, p o r razones ex­
traordinariam ente oscuras, es necesario cuestionarla.
Este siglo ha sido testigo de un carnaval de la bestiali­
dad. Es el siglo de los cam pam entos de la m uerte y de los
“cam pos de exterm in io ”, del uso sistem ático de la tortura
p o r parte de regím enes políticos y de sociedades de dis­
tintas creencias. La nuestra es una era de m ortal y masiva
inanición, de deportaciones y de tom a de rehenes. La via­
bilidad de la guerra term onuclear y biológica, la descom ­
posición del planeta, significan que la posibilidad de una
autoinm olación hum ana y el final ecológico no son fanta­
sías macabras. El otoñ o y el invierno de 1 989 han arrojado
un a inesperada, casi m ilagrosa, luz sobre algunos lugares
de E uropa central y E urop a del Este. El aire se refresca.
Pero, antes de este am anecer, y para gran parte del resto
de la hum an id ad , es posible que el vered icto de Kafka
(“hay m uchas esperanzas, p ero nin gun a para nosotros”)
dem uestre ser la dura realidad.
Si esta p ercep ció n pudiera, d ebiera desarrollarse, si
d ebiera ser “pensada” (en el sentido activo del térm ino de
H e id e g ge r), ¿no com portaría un renacim ien to del dram a
trágico? Las contingencias y el clim a de los sentim ientos
hablan en contra de este renacim iento. La escalada de vio­
lencia y desolación de la era m od ern a se resiste a la form a
estética. N o puede verse en conjunto, com o probablem en ­
te se vería el saco de M ileto o la ruina de un linaje real.
Estamos entum ecidos por la rutina del im pacto, pre-empa-
quetados, satanizados por los m edios de com un icación de
masas y p o r la falsa autenticidad de lo inm ediato. Al mis­
m o tiem po, esta inm ediatez gráfica convierte a los p acien ­
tes m edios de la representación, del argum en to incierto,
esenciales en el dram a serio, en algo tedioso o aparente­
m ente arcaico. El p ró lo go al Fausto de G oeth e se plantea
proféticam ente si un a sensibilidad, un sistema nervioso y
cognitivo, afinado con fo rm e al exceso y a las sim plifica­
ciones instantáneas del estilo period ístico (“co tid ia n o ”),
puede responder a los ritmos sim bólicos y provisionales de
un teatro trágico o filosófico.
En un nivel de decoro, de tacto de espíritu y de cora­
zón, puede argum entarse, y de h ech o se ha argum entado,
que la dim ensión de la inhum anidad, tal y com o la hem os
experim en tad o en la historia reciente, que la fu n cion ali­
dad anónim a y m ecanicista del sadismo de masas y de la
opresión m odernos, im pone silencio. El h ech o es que, in­
cluso cuando éstos originan una violación hum an a o una
esperanza de luz, el arte, la elocuencia y la form a controla­
da se convierten inevitablem ente en un adorno. ¿Debería
el arte arriesgarse a adornar la barbarie? Es posible que el
incipiente grito que sale de la boca en negrecida de la pa­
rábola de B eckett sea la única clase de respuesta cuya pa­
tente insuficiencia no es trivial (en contraste con el grito
teatral del Guernica de Picasso).
Estos son criterios válidos y psicológicam ente plausibles
contra lo trágico. D ichos criterios ponen de manifiesto que
la invención trágica m oderna ha encon trado su expresión
más convincen te en el cine (en el m ejor B uñuel o en el
m ejor B ergm an, p o r ejem plo). Este hecho, a su vez, sugie­
re que una lectura trágica sobre el estado actual del Ser es
más efectiva cuando adopta para sus propósitos más pro­
fund os las econom ías de superficie, la “instantaneidad”
gráfica de los m edios dom inantes. Si el dram a del siglo x x
se ha vuelto hacia el co n ten id o y la voz de la tragedia para
respon d er a nuestra situación, lo ha hech o utilizando deli­
beradam ente recursos del pasado. H auptm ann, T. S. Eliot,
O ’N eill y Sartre recurrieron a la Orestíada para articular su
sentido de la estupefacción y la crim inalidad m odernas.
Los “teatros vivos” y Sartre recurrieron a Las troyanas para
expresar su visión de las guerras de A rgelia y Vietnam .
M odernizadas de diferentes m aneras, las Bacantes han sido
útiles para una gen eración que quería reprodu cir sim bóli­
cam ente y extraer algún sentido de la cultura de las dro­
gas y de los jó ven es adornados con flores. E dipo, Electra y
P ro m eteo cam inan m ajestuosam ente p o r los escenarios
m odern os desde G ide y C octeau hasta R obert Lowell. Las
A ntígonas proliferan en una época que ha co n o cid o el
entierro en vida y ha negado con obscenidad un sepulcro
a enem igos y a víctimas. Pero, por atractivas, ingeniosas y
enriquecedoras que estas reanim aciones, esta form a de
devolver la vida a presencias de la antigüedad, pued an ser
(especialm ente en la ópera m oderna), no constituyen ni
pu ed en constituir una form ulación, una en carn ación del
original trágico, fiel a nuestras circunstancias. Sin duda,
han sido la antropología y el psicoanálisis freudiano los que
han dado a los Edipos, Orestes o Electras del siglo x x gran
parte de su im pacto espectral. La m ayor parte del teatro
trágico reciente es, en sentido yeatseano, una feroz m asca­
rada, una séance más o m enos fascinante. D on d e hay dem a­
siada sangre, los fantasm as se m ultiplican; p ero siguen
siendo fantasmas. U n o intuye, por tanto, que las razones
de nuestra incapacidad para “crear algo nuevo” se en cu en ­
tran en lo más recóndito de la m odernidad.

De todos los géneros literarios occidentales, y éste es espe­


cialm ente occidental, el dram a trágico es el que más difí­
cilm ente p u ed e separarse de la religión . L o p o co que
conocem os de sus orígenes nos pon e en contacto con ri­
tuales y recintos sagrados. El contenido m ítico que subyace
al teatro trágico griego, en el neoclásico y en casi todo el
producido en el siglo x x , se basa en encuentros con agentes
sobrenaturales del destino, con visitaciones transcenden­
tes, con intervenciones “no hum anas” de orden am biguo
o destructivo. El agnosticism o del dram a shakespeariano
con respecto a lo teológico y a lo m etafísico es innegable.
1 2 .6
C om o ya vimos, está relacion ad o con el m od elo tragicóm i­
co. N o obstante, en este punto la asunción de que el desti­
no h u m an o sufre lim itaciones e in terp osicio n es de un
ord en que va más allá de lo em p írico y de lo racional es
im periosa. N o p ued e h aber un Hamlet sin el Fantasma, un
M acbethún las Brujas. El m un d o del Lear está m aterialm en­
te atestado de fuerzas y agentes extraños al hom bre.
L a form a en que el dram a trágico está entretejido con
categorías religiosas se asienta en cim ientos a la vez banales
y prim arios. C uan d o las conjeturas extraídas sobre el ori­
gen del sufrim iento hum ano, sobre la naturaleza del mal,
sobre el infortunio inexplicable o sobre el éxito m oralm en­
te repelen te se expresan con seriedad, cuand o son objeto
de un análisis riguroso, serán de ín d ole religiosa. C o m o lo
será cualquier intento de dar sentido al co n cep to de “tole­
rancia” de hom bres y m ujeres en una creación natural en
la que no parecen tener una m orada legítim a (cf. la m edi­
tación coral sobre la m onstruosidad del h o m b re en la
Antígona de Sófocles, las esperanzas hum anas que se rom ­
pen en pedazos en la conclusión de las Bacantes, T im ón en
la playa, W oyzeck in ten tan do descifrar el llanto de las pie­
dras m udas y ahogándose entre los ju n co s susurrantes). En
esencia, la tragedia es un in terro g a to rio y un exam en
escenificado de la teodicea. La tragedia apoya la duda ra­
dical y la protesta en una confrontación con el “no a” y con
lo in h u m an o , al ten er estas design acion es dos sentidos
om inosam ente afines: significan eso que es más poderoso,
más duradero y más antiguo que el hom bre, y eso otro que
no com parte, al m enos de form a dem ostrable, la ética, la
com pasión, la autocrítica, la gracia del perd ón de la hum a­
nidad. E xpuesta a los espasmos de la m uerte de su adora­
do H ipólito, la Ártem is de Eurípides se aleja p o r m iedo a
que el sufrim iento hum ano contam ine el resplandor insen­
sible de la divinidad. (¿Qué se supone que debem os hacer
con el descenso o con la ausencia del Padre durante la ago­
nía de Cristo?)
Preguntar si “los dioses nos m atan para divertirse” por
d efin ició n , h acer plausible, cuestion ar u n a y otra vez su
existencia y la de nuestro hipotético lugar en esa existen­
cia. La pregunta pertinente -c u á l es, si es que existe, la in­
feren cia m etafísica y teológica en la co m ed ia - m e parece
una de las más difíciles y m enos exploradas. Y, sin em bar­
go, obras com o Noche ele Reyes, com o las obras teatrales de
Chejov, y, especialm ente, Cosifan tutte de Mozart, la form u­
lan con insistencia.
Así, una consideración sobre el status y el potencial del
dram a trágico a la luz (en la oscuridad) de nuestra posición
histórica y social actual debe com portar algunas proposi­
ciones sobre el lugar que la religión o cu pa en la vida occi­
dental co n tem porán ea. Las prim eras tesis de N ietzsche
sobre el nacim iento de la tragedia -a u n q u e esto haya pa­
sado a m enud o d esap ercib id o - están íntim am ente ligadas
a la alegoría dram ática de “la m uerte de D ios”. El círculo
en el que actuaba el coro trágico ateniense y el del “eterno
reto rn o ” son consanguíneos. Si interrogam os al dram a trá­
gico m od ern o o futuro, y lo diferenciam os de las variacio­
nes sobre temas y mitos trágicos antiguos de las obras
teatrales del siglo x x , planteam os la in tern alización , en
nuestra con cien cia y en nuestra cultura, de los múltiples
mensajes de la m uerte de Dios y del eclipse de la religión.
H ablar sobre este tema es, generalm ente, nada más que
eso. Las referencias, que tienen un peso evidente, al actual
resurgim iento del fundam entalism o religioso (los millones
de fundam entalistas frenéticos que viven en el suroeste de
Estados U nidos no son m enos posesos de la religión que
los chutas de Irán); los argum entos, tam bién de peso, que
apuntan a la ciega arrogancia de tanta ciencia y tecnocracia
m odernas, o a las vulgares suficiencias de nuestra psicolo­
gía y nuestra sociología, no van al centro de la cuestión. El
centro de la cuestión sigue siendo si la existencia de Dios,
y lo que esta existen cia com portaría para el sentido de
nuestro ser y al mism o ser del sentido, es hoy un problem a
vivo. ¿Arde todavía la Zarza o es sólo objeto de la curiosi­
dad del psicólogo y el historiador, quienes la resucitarían
con propósitos m etafóricos y de pathos retrospectivo? Si lo
que sucede es esto últim o, si incluso la problem ática posi­
bilidad de la cuestión de Dios se ha extinguido entre, diga­
mos, los creadores, los exploradores y el viajero que va más
allá del lenguaje com ún y que com pone nuestros dramas,
entonces es difícil con cebir una renovación o una evolu­
ción m etam órfica de la form a.
F ijém onos en los dos dram aturgos m o d ern os cuyos
m edios poéticos, temas y arte teatral pu ed en com pararse
co n los trágicos griegos y co n el teatro de Shakespeare.
Tanto B rech t com o Clauclel son autores de m elodram as.
Esto quiere d ecir que su visión del m undo, que las drama-
tizaciones del sufrim iento hum ano, la injusticia, el error, e
incluso la desesperación, com o vemos en Madre Coraje o en
E l zapato de raso, se dividen para nosotros en cuatro actos
trágicos. El quinto acto es un espacio para la reparación y
la redención. En el caso de Brecht, la m aquinaria com pen ­
satoria tiene dos caras. El terror y la piedad quedan exo n e­
rados p o r la co n cien cia política, p o r la form a en que la
audiencia “alienada” es inducida a creer que los persona­
je s - p o r am bición, egotism o o cegu era p o lític a - son los
responsables de su propia victim ización. En segundo lugar,
estas obras elevan la prom esa de una enm iend a general.
D eja que el m aterialism o histórico vaya por delante de ti
com o una colum na de fu ego en la n o ch e capitalista y los
sucesos trágicos, convertidos en una pantom im a sobre el
escenario didáctico, recularán para entrar en el m useo de
los lam entos innecesarios. El com prom iso de C laudel con
la salvación es fu ertem en te teo ló gico . Sus abrum adoras
obras teatrales son “misterios sacramentales” en un sentido
medieval y barroco. El sufrim iento, el d erroche y la frustra­
ción del am or constituyen el largo p rólogo que anteced e a
la transfiguración. La inspirada casuística de Le Partage de
midi, en sí misma una m editación sobre la Bérénice de
Racine, paga al suicidio un pasaje para la transcendencia.
El m elodram a es el gén ero de lo m esiánico. El deus ex ma­
china que desciende antes del telón final pu ed e ser el re­
d en to r o el com isario. Éste ha estado p rep arad o y
esperando tras las bam balinas una venida apropiad am en­
te angélica.

Estos dos ejem plos capitales sugieren que debem os d ep u ­


r o
rar nuestras definiciones. In d epen d ien tem en te de sus con ­
tenidos y postulados religiosos sobre la transcendencia, ni
la prom esa de la salvación cristiana ni la prom esa melioris-
ta y tópica del socialism o - e n sí misma, una secularización
de la escatología m esiá n ica ju d a ica - producirán una trage­
dia. La suya es la rúbrica que queda explícita en el título
del dram a del autor revolucionario soviético Vishnievsky:
A n Optimistic Tragedy. En térm inos teológicos y dentro del
m arco de un historicism o de base religiosa, lo que he lla­
m ado “tragedia absoluta” no se limita a postular la C aída
del H om bre; no se lim ita a retratar la situación hum ana
com o u n a consecuen cia directa de la desgracia original y
fundam ental, d o n d e la m ed ian o ch e n o record ad a de ese
prim er desastre form a precisam ente parte de su inagota­
ble im pacto. L a tragedia absoluta hace im plícita o exp líci­
ta la intuición según la cual ni la venida de un mesías ni la
venida de un Cristo hacen posible algún tipo de repara­
ción. N o hay una fe lix culpa, sólo la eternidad de la falta y
la d ign id ad insultada p ero soberana del ho m bre que se
niega a perdonarse a sí m ism o o a p erd o n ar al d o lo r que
se cierne sobre él (ésta es la d oble negativa del Faustus de
M arlow e). Cada tragedia absoluta (sabem os que hay m uy
pocas) vuelve a resucitar el im placable m isterio y el ultraje
del m al innato, algo que con d u ce a una cegu era y a una
autodestrucción que han sido talladas irreparablem ente en
el hom bre y en la mujer. El grito exultante y evangélico con
el que culm ina el m undo teatral de Claudel, “Libertad para
las almas cautivas”, no se escuchará nunca o, en caso de ser
escuchado, no será más que una burla.
C re o que una lectura del caso hum an o com o ésta es
herética. D ich a lectura supone la existen cia bien de un
D ios im placable cuyo resentim iento alim enta una eterna
venganza, bien de una especie de dialecto m aniqueo en el
cual, hasta dond e concierne a los hom bres y m ujeres que
habitan sobre este planeta sucio y saqueado, prevalece el
princip io negativo. N inguna de estas visiones es adm isible
para una teleología judeo-cristiana; tam poco, y esto es fun­
d am ental, para un m eliorism o secular y racionalista.
D efin id a estrictam ente, la tragedia absoluta es el modelo
performativo de la desesperación. La tragedia absoluta peca
contra el Espíritu Santo de la esperanza. Sus térm inos de­
claratorios son “n ad a” y “n u n c a ”, térm inos que oím os a
gritos en E l rey Lear y, en un registro más reticente pero no
m enos inflexible, en el “A d ieu ” (prestem os atención al ses­
go teológico de esta palabra que conven cion alm en te care­
ce de peso) con el que se pon e punto final al universo de
la Bérénice de Racine.
Pero hasta la más drástica de las herejías necesita una
co n trap resen cia ortodoxa. L o trágico absoluto p ued e
consignar o crear una m etáfora a partir de una deidad de­
clinante, agotada e inválida. Estas son las categorías explo­
radas p o r Eurípides y Beckett. Ésta es la oscura noción que
vive en lo más p ro fu n d o de las fábulas de Kafka. La trage­
dia p u ed e ser representada ante un Dios “esco n d id o ”,
com o sucede explícitam ente en el caso de Racine. En la
actualidad, la cuestión es ésta: ¿disponem os realm ente de
esa contrapresencia? ¿Es posible resucitar las convenciones
y la m ateria prim a de lo m ítico -q u e son axiom áticas para
la traged ia- cuando el problem a, la cuestión de Dios es la
de Su ausencia -se a lo que fuere lo que esto significa-, o
se trata de una pregunta absurda, de un atavismo y un fan­
tasma de la sinrazón?
El tópico [topos, tropo) de la ausencia de Dios, después
de su enterram iento nietzscheano, darwiniano o freudia-
no, es,ju n to con el concep to cabalístico de Su apartam ien­
to de una creación resquebrajada, uno de extraordinaria
abstracción. La palabra “abstracción” significa justam ente
eso: un retirarse, un vaciar. N o obstante, la m etáfora de este
vacío pesa de una m anera extraña. Resulta casi insoporta­
ble si la relacionam os con intentos de otorgar a la fen om e­
nología de Auschwitz un lugar al alcance de la im aginación
y de la conciencia hum ana. Sólo el poeta Paul Celan en con ­
tró una expresión adecuada para la “N ad ied ad ” que era
Dios en el tiem po de los hornos. Existe un arte contem po­
ráneo -y, de nuevo, “abstracto” es un epíteto revelad o r-
que utiliza el vacío, cuya ausencia de figuración sugiere
intensam ente la idea de la reciente partida de una presen­
cia en otro tiem po válida. Ya he citado el motivo recurren­
te de la abdicación, del rastro espectral o burlesco que la
abdicación deja tras de sí, en el guignol negro de B eckett
(tam bién en el d e ja r r y o en el de Pinter).
Pero creo que estas form as de resplandor crepuscular
en la habitación oscura no sirven a los m ovim ientos esen­
ciales, a la retórica, en sentido positivo, del drama. La in­
d iferen cia, es decir, la falta de atención más o m enos
sistemática, más o m enos generalizada del pensam iento y
del alma hum anos, los esponsales con la distracción -u n a
“dis-tracción” que viene de un a progresiva “ab-stracción”- ,
pronto no podrán perm itirse ni la figura de un Diós “au­
sente”. La gravedad específica que requiere el arte trágico
no perm itirá tal ausencia. Cuando la teología y la m etafísi­
ca, sean de origen ju d a ico o cristiano, intentan ser adultas
frente a los hechos estridentes y la provocación de lo inhu­
m ano, de lo m aldito, que invade nuestra historia reciente,
deben resultar accesibles a la hipótesis de la desesperación.
Si esta hipótesis es una herejía, es una herejía fundam en­
tal en el centro del problema. Pero cuando la misma religión
perm ite dicho acceso, el ánim o agonístico y desafiante de
la tragedia absoluta se queda sin objetivos que m erezcan la
pena.
Es absurdo profetizar (la libertad ontológica del arte es
siem pre la de lo in esp erad o ). Mi intuición, sin em bargo,
me dice que, si pu ed en surgir form as trágicas representa­
tivas, lo harán a partir de una terrible hum illación dentro
de la teología misma, a partir de una desnuda aquiescen­
cia ante la derrota. Existen m ovim ientos espirituales de
esta naturaleza, com o los que encon tram os en K ierke­
gaard, o en el com entario de Karl Barth sobre la Epístola a
los Rom anos, de i g i g . La superficialidad y la indiferencia
que ahora prevalecen podrían rom perse. Kafka invocó un
hacha de hielo para llegar al helado corazón. Pero, inclu­
so si eso llegara a pasar, u n o presiente que las ficciones
correlativas no serían las de la tragedia absoluta o el eleva­
do m elodram a. Estas ficciones estarían más cerca de ser
ejercicios de pantom im a nocturna, com o correspond e a
un posfacio y a un tiem po de epílogo.
¿ Qué es literatura comparada T
[ 1994]

T odo acto de recepción de una form a dotada de significa­


do, en el lenguaje, en el arte o en la música, es com parati­
o. El co n o cim ien to es reco n o cim ien to , bien en sentido
platónico -q u e rem ite al recuerd o de las verdades prim i­
enias-, bien en sentido psicológico. Q uerem os entender,
situar” el objeto ante nosotros - e l texto, el cuadro, la so­
nata-, otorgánd ole el contexto inteligible e inform ativo de
a experien cia previa relacionada con el mismo. Intuitiva­
m ente, buscam os la a n a lo g ía ’y el p reced en te, los rasgos de
una fam ilia (de ahí, “fam iliar”) que relacionan la obra que
s nueva para nosotros con un contexto recon ocible. En el
aso de la innovación radical, de la estructura poética, re­
presentativa o m usical que nos sorprende por carecer de
algu n a m anera de p reced en tes, el proceso de respuesta
es un com plejo m ovim iento encam inad o a in corp orar lo
nuevo a lo ya co n o cid o . Incluso la o rigin alidad extrem a
om ienza, a m edida que entablam os un diálogo interroga­
ivo con ella, p o r hablar de los orígenes. En la percep ció n
de lo inteligible y en la respuesta a lo inteligible no existe

* Discurso inaugural, Universidad de Oxford, 1994.

13 5
la in o cen cia absoluta; tam poco la desnudez adánica. La in
terpretación y el ju ic io estéticos, p o r espontáneos que p u e
dan ser sus pronunciam ientos, p o r provisionales, e incluso
erróneos, surgen de una cám ara de resonancia h ech a d
re co n o cim ie n to y presupuestos históricos, sociales y téc
nicos. (Aquí, el sentido legal de este térm ino resulta per
tinente: existe cierto contrato de descifram iento final, d
evaluación inform ada, que refuerza el en cuen tro de nues
tra sen sibilid ad con el texto o la o bra de arte.) En est
proceso dinám ico, llam ado “h erm en éutica” quizá por Ller
mes, dios de los m ensajes y las ficciones, está im plícita l
com paración. ¿Cóm o se relaciona esta novela o esta sinfo
nía con lo que hem os leíd o u oíd o previam ente, con nues
tras expectativas respecto a la form a ejecutoria? La noción
“h acer n u evo ” (im precación de Ezra Pound) es com para
tiva lógica y sustancialm ente. ¿Nuevo en relación con qué
Ni siquiera en el punto álgido de lo revolucionario existen
“singularidades” absolutas. Pronto recon ocem os la huell
de Brahm s en Sch oen b erg, observam os las sombras ilum
nadas de M anet en R othko. L a m en o r aserción de p refe
rencia consiste precisam ente en eso: en una com paración
Es m uy posible que los reflejos que p o n en e n ju e g o la s
m ilitud y la disparidad, la analogía y el contraste, sean fun
dam entales para la psique hum ana y para la posibilidad d
lo inteligible. El francés hace de esta idea algo audible: en
“razón ”, raison, la “co m p aració n ”, comparaison, es capital.
D ada la naturaleza del lenguaje, no pod ría ser de otra
m anera. Cada palabra, bien se trate de una com unicación
oral, bien de una com un icación escrita, nos llega cargad
clel potencial de toda su historia. Todos los usos previos de
esta palabra o esta frase están im plícitos en ella o, com o
dirían los físicos, la “im plosionan” . Estrictam ente, no p o ­
dem os d ecir que sepam os nada de su invención, excepto
cuando se trata de un neologism o o de un térm ino técni­
co cuya aparición podem os docum en tar con m ayor o m e­
n o r fiabilidad. ¿Q uién inventó, quién utilizó por prim era
vez las palabras que articulan nuestra conciencia y organi­
zan nuestras relaciones con otro individuo y con el m un­
do? ¿Q uién originó los símiles, las metáforas que codifican
el d espliegue de nuestras percepciones, que hacen que el
m ar sea “oscuro com o el vin o ” o concordante el núm ero
de las estrellas con el de los granos de arena? N uestra
rem ontada del río, hacia las fuentes del habla, es casi siem­
p re p a rc ia l. S om os in c a p a c e s d e datar, de situ ar g e o :
gráficam ente, m u ch o m enos en un acto individual de
p ercep ció n y de en u n ciación , el prim er alum bram iento
del lenguaje. Incluso para los escritores más anárquicos,
más innovadores, los cim ientos lingüísticos y, en mayor
m edida, los cim ientos gram aticales, están ya ahí saturados
de resonancias históricas, literarias e idiomáticas.
El artista clásico se regocija con la utilización de este
legado. Se instala en una casa ricam ente am ueblada, cuyos
espejos, p o r así decir, irradian la presencia de anteriores
inquilinos. El escritor contraclásico se encuen tra a sí mis­
m o en una verdadera prisión del lenguaje. In extremis, hemos
o íd o hablar de drásticos intentos de fuga. El m ovim iento
dadaísta, el surrealism o o el verbo futurista ruso exp eri­
m entan a la desesperada con la m ezcla de los lenguajes, del
discurso del sinsentido o, en el caso ruso, del “habla este
lar”. Estas invenciones no sólo están hechizadas por la fuer
za espectral de las silabas o de las palabras que p reten d en
descartar, sino que tam bién son ininteligibles. Si un poeta
fuese capaz de construir un nuevo lenguaje, una nueva sin
taxis, para hacerse entender debería enseñársela prim ero
a él mismo y después a los demás. En ese m ovim iento “lo
cuaz” com en zaría a construirse la prisión del lenguaje
C u an d o Joyce enum era en su copia del Finnegans Wak
unas cuarenta lenguas a partir de las cuales ha construido
los collages de su ju e g o de palabras, m acarrónicas y acrósti
cas, lo hace sabiendo que la historia de estas lenguas y de
sus usos literarios y públicos oprim e hasta la más outrée de
sus invenciones. En el m ejor de los casos, el m ejor de lo
escritores añade unas pintadas a las paredes de la casa y
erigida del lenguaje. A su vez, estas pintadas agrandan la
paredes y com plican aún más sus ecos.
L ingüísticam ente, captam os y utilizam os las palabra
diacríticam ente, es decir, en virtud de lo que las diferenci
de otras palabras. En la poética, tal com o argum enta Cole
ridge en su Biographici Literaria, tanto el en ten d im ien to
com o el placer derivan del tenso desequilibrio que se esta
blece entre lo esperado y la sorpresa de lo nuevo, que es
en sí misma y en sus m ejores m anifestaciones, una sorpre
sa de reconocim iento, un deja vu. El lenguaje clel poeta no
hace sentirnos en casa con algo que no conocíam os. En es
preciso sentido, psicológico y epistem ológico, la “B ibliote
ca de B abel” (B o rges), y sobre todo sus diccionarios, co n
tiene la totalidad de las literaturas del pasado, del present
y del p o rve n ir El proceso sem ántico es un proceso de dife­
renciación. L ee r es com parar.
D esde su co n cep ció n , los estudios literarios y las artes
de la in terp retación han sido com parativos. Los p e d a go ­
gos, los com en tai istas de textos, los críticos liteiniivj^ y ivjs

teóricos de Atenas y de A lejand ría com paran diversos as­


pectos de las obras de un solo escritor, com o H om ero; ob­
servan la dinám ica de la analogía y del contraste entre el
tratam iento que recib en idén ticos temas m itológicos en
distintos dram aturgos, com o Esquilo, Sófocles y Eurípides.
A m edida que se desarrolla la literatura latina, la com para­
ción lingüística y crítica entre H om ero y V irgilio, entre la
pastoral rom ana y sus fuentes de inspiración helénica, en­
tre H eród o to y los historiadores rom anos, se convierte en
lugar com ún del program a de estudios y de la enseñanza
de la retórica. Los “em parejam ientos” de un estadista, un
legislador o un guerrero griego con otro rom ano que lle­
va a cabo Plutarco son un buen ejem plo del m étod o com ­
parativo tam bién utilizado en el estudio de los escritores y
de los retóricos. N o m ucho más tarde, centenares de cléri­
gos y de jó ven es estudiantes se volcarían en la com paración
de C iceró n con D em óstenes, de V irgilio con Teócrito, de
Séneca con Eurípides. Y no escapa a la polém ica vigilancia
de los prim eros adversarios de la cristiandad que el esce­
nario de la m uerte agónica y de la gloriosa resurrección sea
com parativam ente discernible en los mitos de Osiris o de
Adonis.
El ju ic io estético, la exp o sició n h erm en éu tica llevada
a cabo p o r la com paración -D ryd e n y P ope vistos p o r el
d o cto r Johnson; C o rn eille y R acine según la lectura d
Boileau; Shakespeare y Racine en la polém ica de Stendhal-
son una constante en el estadio y los debates literarios. La
técnicas de la co n fro n tació n intra- e inter-lingüística s
perfilan durante las disputas entre “an tigu o s” y “m oder
n o s” en los siglos x v n y x v m , así com o en el resurgim ien
to de esta misma disputa a finales del x v m y durante lo
conflictos que en el siglo x i x se p ro d u cen entre el rom an
ticism o y los distintos m odelos del neoclasicism o. Words
w orth es un com paratista en acción cu an d o se p ropon
desm antelar un texto de Gray en el prefacio a las Balada
líricas; V ícto r H u go es un com paratista cu an d o invoca
Esquilo, el L ibro de Job y Shakespeare frente a Racine, e
el program ático prefacio a Cromwdl.
Weltliteratur (“Literatura universal”) es un térm ino acu
ñado p o r G oethe. L o encontram os p o r prim era vez en un
entrada de su diario corresp o n d ien te al 15 de e n ero d
1827, aunque form ula apreciaciones y prácticas que se re
piten a lo largo de toda la vida de G oethe. G oeth e traduc
de d iecioch o lenguas, entre las que se incluyen el gaélico
el árabe, el chino, el h ebreo, el persa y el finés (sin duda
la traducción es a m en u d o indirecta y de segunda m ano)
Estas traducciones se realizan en un p erío d o de tiem po d
setenta y tres años, y abarcan desde un fragm en to en latí
de Lipsio, en 17 5 7 , hasta extractos de la vida de Schille
escrita por Carlyle, que traduce en 1830. La conciencia euro
pea debe a G oeth e algunos de sus m om entos sem inales e
el trabajo de la traducción: el de la autobiografía de Cellin
el Mahomet de V oltaire, E l sobrino de Ramean de D idero
D entro de la propia obra poética de G oethe, el Diván de
Oriente y Occidente, adaptado del persa, la versión del E l Can-
tarde los Cantares clel hebreo, o la traducción y “recom posi­
ció n ” de la oda de M anzoni II cinque maggio, en lengua
italiana, representan logros de prim era fila. El program a
teórico del traductor que esboza en la introducción al D i­
ván es u n o de los más exigentes e influyentes de la larga
historia de este oficio.
Sin em bargo, el estudio y la práctica de la traducción
representan sólo u n a parte del concep to Weltliteratur. Tras
este térm ino subyace la Weltpoesie, una expresión enraizada
en las con cep cion es del lenguaje y de la literatura defini­
das por H erder y H um boldt. La facultad, el im pulso que
tiende hacia la invención verbal, hacia la organización de
las palabras y de la sintaxis en patrones form ales de m étri­
ca y m usicalidad, es universal. La poiesis, el ingeninm orde­
n ad o r que da al m un d o una apariencia narrativa, que
con cen tra y dram atiza la m ateria prim a de la experiencia,
que transform a el d o lo r y la duda en placer estético, es
universal. El hom bre no es sólo un “anim al de len gu aje”,
com o pensaban los antiguos griegos: es un ser en el que,
en m ayor o m en o r grado, existe un sentido innato de ima­
gin ación form al y de estilización com unicativa. Segiln el
punto de vista de G oethe, todos los m odelos de enuncia­
ción literaria, oral o escrita, son de cardinal relevancia para
la com prensión que el hom bre tiene de su historia, de su
cond ición civil y, sorprendentem ente, de su propio lengua­
je . “El que n o c o n o ce lenguas extran jeras”, sentencia
G oethe, “no sabe nada de la suya prop ia” .
Las consecuencias que se derivan de la Weltliteraturson
tam bién filosóficas y políticas. G oethe estuvo, com o sabe
mos, obsesionado por la búsqueda de las unidades prim i
genias. Con enorm e tenacidad, persiguió la quim era de l
Urpflanze, la form a vegetal a partir de la cual habrían evo
lu cion ad o el resto de las especies. L a segun d a parte de
Fausto es, en ciertos aspectos, la fuente de inspiración d
subsiguientes nociones de “arquetipos”, de co n figu racio
nes originales y originarias en los niveles más profundos d
la conciencia naciente (Jung con oce m uy bien a G oeth e)
Igual que los alquimistas, a quienes había le íd o con
d etenim ien to, G o eth e creía en las in terrelacion es, en l
arm onía oculta de toda materia. La m ejor form a de escu
char la voz de la naturaleza era en grandes acordes y ejecu
tados al unísono. La Weltliteratur y la Weltpoesie com portan
una conjetura, si bien indistinguible, sobre los universale
que subyacen a todas las lenguas y que las generan, adem á
de ocasionar subterráneas afinidades estructurales y evolu
tivas, incluso entre las lenguas form alm ente más alejada
entre sí. El ecum enism o de G o eth e im plica u n a postur
m oral y política. A finales de la década de 1820, entrad
en años y parcialm ente aislado en su O lim po -aislad o p o
su fam a m undial-, tuvo una clara visión de las nuevas fuer
zas del nacionalism o, del chovinism o m ilitante que se abrí
paso en la Europa posnapoleónica, y especialm ente en A le
mania. G oethe co n o cía y tem ía la verborrea teutónica, as
com o el fervor arcaizante de la nueva filo lo gía e historio
grafía alem anas. Así, con la acuñ ación del térm in o Wel
literatur se p ro p o n e articular ideales, actitudes ante l
sensibilidad propia de las civilizaciones universidades®®,:
de la m asonería internacional de los espíritus libélales que
caracterizaron la Ilustración. El estudio de otras le n g u a sy
tradiciones literarias, la apreciación de sus valores intrín­
secos y de aquello que las entreteje con la sum a de la co n ­
dición hum ana “e n riq u ece” esa condición . Este estudio es
fundam ental para el “libre co m ercio ” en sentido in telec­
tual y espiritual. En la vida de la m en te, así co m o en la
política, el aislacionism o y la arrogancia nacionalista co n ­
d ucen a la ruina más brutal.
Son estas convicciones y la plasm ación poético-crítica
de G o eth e en su obra las que constituyen los expresos ci­
m ientos de la literatura com parada. Todavía hoy sus idea­
les son de responsabilidad.
La historia de la literatura com parada com o disciplina
profesional y académ ica es com pleja y, en cierta m edida,
som bría. Esta historia está com puesta p o r accidentes que
se derivan de circunstancias personales y sociales, así com o
de corrientes más am plias de naturaleza cognitiva e histó­
rica. Las interacciones que se prod ucen entre estos elem en­
tos generativos son tan num erosas y, en ocasiones, tan
opacas que disuaden de todo inten to de resum irlas de for­
m a certera. U n d eterm inad o cam po o m étod o de estudio,
de lectura, de discurso secundario (la edición , el com en ta­
rio, la clasificación crítica), se convierte en una entidad vi­
sible dentro del m od ern o edificio escolástico y académ ico
cuand o p ro d u ce libros explícitos para dich o cam po o m é­
todo, cuand o establece cátedras universitarias, p ublicacio­
nes p eriód icas o un sílabo. C o n pasos tentativos en un
p rin cip io , y casi im perceptibles, la literatura com parad
em pieza a acced er a estos criterios cuando se aproxim a e
cam bio de siglo. Su telón de fon d o más inm ediato es el d
las tensiones franco-alem anas, especialm ente en Alsacia
Renania, entre el fin de la guerra franco-prusiana y el est
llid o de la Prim ei'a G uerra M undial (que fue, com o n
d ebem os olvidar nunca, una gu erra civil e u ro p ea). Ca
todos los aspectos psicológicos, geográficos y tópicos qu
he m en cio n ad o cristalizan en el h ech o de que uno de lo
prim erísim os libros de literatura com parada m oderna, e
crito con p len a co n cien cia de serlo, fuese Goethe in Franc
de Fernand Baldensperger, publicad o en 1904. Tam poc
es accidental que de una lectura alem ana de la literatur
francesa y de un esfuerzo p o r redefinir la Latinitas, esen
cial en E urop a antes de la aparición de los nacionalism o
separatistas, surgiera una obra tan clásica en literatura com
parada com o la de E. R. Curtius y L eo Spitzer. N o m eno
crucial es un co m pon en te relacionado con todo esto, per
de naturaleza trágica.
N o es nin gún secreto que los eruditos ju d ío s, o los eru
ditos de origen ju d ío , han d esem peñado un papel a m
n u d o p re p o n d e ran te en el d esarrollo de la literatur
com parada vista com o profesión crítica y académ ica. U n
siente la fuerte tentación de relacionar los orígenes hist
ricos de esta m ateria con la crisis factual y aním ica desen
cad en ad a p o r el caso Dreyfus. D otad o, se diría, de un
insólita facilidad para las lenguas, obligado a ser un fro
talier (la fea palabra suiza que sirve para designar a qui
nes habitan, tanto psíquica com o m aterialm ente, cerca d
una frontera o entre fronteras), el judío del siglo x x pare­
ce naturalm ente inclinado a tener una visión comparativa
de las lenguas seculares que atesora, aunque ninguna de
ellas sea su lengua nativa o en ninguna de ellas pueda sen­
tirse “p o r d erech o de h eren cia n acio n al” com o en casa.
Em pujados al exilio - la obra maestra de la literatura com ­
parada m odern a, la Mimesis de A uerbach , fue escrita en
Turquía p o r un refugiado privado de la n oche a la m aña­
na de sus m edios de sustento, de su lengua m aterna y de
su b iblioteca-, lo sju d ío s (mis propios maestros) que tuvie­
ron la fortuna de llegar a Estados U nidos descubrirían que
los departam entos de Literatura, especialm ente los de L i­
teratura inglesa, les estaban vedados. De esta form a, gran
parte de los program as o departam entos de Literatura
com parada en la A cad em ia am ericana surgieron de la
m arginación, de u n a exclusión parcial de carácter étnico y
social. (Existen fascinantes paralelism os en el caso de la
física atóm ica en Estados U nidos.) La literatura com para­
da, p o r tanto, lleva consigo las virtudes y la tristeza de una
especie de exilio, de u n a diáspora interior. Apenas tengo
que d ecir có m o esta verdad de im portancia capital es la
que hace especialm ente bella y oportuna la generosidad de
lord W eidenfeld al crear esta cátedra para profesores visi­
tantes y el h o n o r que para m í supone ser su prim er ocu­
pante.
En un escenario característicam ente am ericano, el cul­
tivo de la literatura com parada se profesionalizó y organi­
zó rápidam ente. Florecieron las cátedras, las publicaciones
periódicas, las bibliotecas especializadas y las tesis doctora­
les. Es posible que este floruit haya llegado a su fin. C on l
m uerte natural de los “m aestros-refugiados”, los requisito
de un políglota, el aprendizaje de la cultura greco-latina
hebrea, la obvia necesidad, cuando era posible, de leer lo
textos en su lengua original, han desaparecido. En dem a
siadas universidades de hoy en día, la literatura com para
da se im parte, si es que esto sucede, casi en su totalidad
través de la traducción. La am algam a de esta m ateria con
departam entos de lenguas m odernas am enazados, con
“cursos básicos” sobre la civilización o ccid en tal y con la
nuevas dem andas de panetnicism o, de estudios “globales”
está a la vuelta de la esquina. Son cada vez más num eroso
los currículos en los que “literatura com parada” ha term
nado por significar “una lectura de los libros fun d am en ta
les, que de todos m odos u n o tendría que h ab er leíd o
preferen tem en te en edicion es de bolsillo y en len gu
anglo-am ericana”; o la decisión, perfectam ente defendible
de colocar a los clásicos, dem asiado tiem po prepotentes
cubiertos de polvo, ju n to a las tradiciones afro-am ericana
chicana o am azónica, a m enudo a la som bra de éstas (u
desplazam iento que ya tentó al brillante com paratista Mau
rice B ow ra).
U na enseñanza y una labor investigadora más trad
cionales en m ateria de literatura com parada son las qu
flo recen actualm ente en la que u n a vez fue esfera de in
fluencia comunista. A lgunos centros de Rusia y la E urop
del Este se cuentan entre los más productivos y con ven c
dos practicantes. Tam bién en este caso, el análisis com pa
rativo se convierte en un m éto d o relevante gracias a l
necesidad natural de apren d er otras lenguas, a la amarga
e x p erien cia del exilio, a veces intern o, y a un cuestiona-
m iento, a m en u d o angustiado, de la identidad histórica y
lingüística. Pero las profecías son vanas; lo único que p o ­
dernos aventurar es esto: la instauración de una cáted ra
para profesores visitantes en O xfo rd , la esperanza de que
a ello siga un program a com pleto de literatura com para­
da, y no sólo europea, se pro d u ce en un tiem po de incerti-
dum bre p o ten cialm en te fru ctífero en relación con esta
m ateria.
Pero ¿es esto una materia? ¿Puede distinguirse de otras
prácticas de la com paración, del paralelism o y de las lectu­
ras contrastadas, o de la teoría de la recepción , a la que he
aludido brevem ente y que es parte natural.de toda ilustra­
ción docum entada? ¿Es el com paratista, en cualquier sen­
tido profesional y autorizado, un hom bre o u n a m ujer que
una m añana se despierta (o d ebería despertarse) sabien­
do que él m ismo, o ella misma, com o el M o n sieu rjo u rd ain
de M oliere, ha estado siem pre, igual que todos sus colegas,
“h ablan d o en prosa”?
Las breves respuestas que quiero p ro p o n e r a este in­
sistente interrogante no p u ed en ser sino tentativas. Estas
respuestas son inevitablem ente personales, y no pu ed en as­
pirar a dar satisfacción a un cam po tan h íbrido y proteico
en su conjunto. ¡O jalá G o eth e fuese m i guía cu an d o d e­
fiende, en un yídish de Frankfurt, que “todo h o m b re es
profeta a partir de su librito particular” !
En el cam po de las hum anidades (palabra orgullosa y
triste), las aspiraciones de en con trar definiciones sistemá­
ticas term inan casi siem pre en u n a estéril tautología. L
“teoría” tiene su significado exacto y criterios de adultera
bilidad en el terreno de las ciencias. No es éste el caso d
las h u m an id a d es, d o n d e las d em an das de lo “ te ó ric o
g en era n , com o sabem os bien a nuestra costa, una jerg
arrogante. En relació n con la e x p erien cia y con el ju ici
literario y estético, la “teoría” no es sino una intuición ob
jetiva o una narración descriptiva que se ha vuelto impa
ciente. Pascal nos recuerda: la esfera de \a finesse n o es l
de la geom etría.
C onsidero que la literatura com parada es, en el mejo
de los casos, un arte de la lectura exacto y exigente, un
form a de escuchar los actos del lenguaje, tanto orales com
escritos, que favorece ciertos com ponentes de esos actos
D ichos com ponentes no quedan desatendidos en ningun
m odalidad de estudio literario, pero ocupan u n a situació
de privilegio en la literatura com parada.
C ualquier lectura com porta la historia y los dogm as de
lenguaje. La literatura com parada, si deja de m anteners
alerta ante las aportaciones de la lingüística form al y ab
tracta, se sum erge y se deleita en la p ród iga diversidad d
los lenguajes naturales. La literatura com parada lee y escu
cha después de Babel; presupon e la intuición, la hipótesi
de que, lejos de ser un desastre, la m ultiplicidad de las len
guas hum anas - d e las cuales, unas veinte mil se han habl
do, en diversas épocas, en nuestro p eq u eñ o p la n e ta - h
sido la con d ición indispensable para que hom bres y m uj
res gocen de la libertad de percibir, de articular y de “ree
crib ir” el m u n d o existen cial en plural libertad. Todos
cada u n o de los lenguajes construyen la facticidad de la
realidad existencia!, de “lo d ad o ” (les données immédiates), a
su m anera prop ia y específica. Todas y cada una de las ven­
tanas del edificio del lenguaje se abren a un paisaje y a una
tem poralidad diferentes, a im a segm entación distinta en el
espectro de la experiencia percibida y clasificada. N ingu­
na len gu a divide el tiem po o el espacio exactam ente de la
form a en que lo hace otra (considerem os los tiem pos ver­
bales del hebreo, si es que se pu ed e hablar de tales); nin­
guna len gu a com parte idénticos tabúes con otra (de ahí el
p ro fu n d o donjuanism o que se da al hacer el am or en dife­
rentes lenguas); nin gun a lengua sueña de la misma form a
que otra. La extinción de una lengua, p o r rem ota o inm u­
ne que haya sido al éxito histórico y material, o a la difu­
sión, es la m uerte de u n a visión del m undo de carácter
único, de un gén ero de m em oria, de una form a de vivir el
presente y el futuro. U na lengua verdaderam ente m uerta
es irrem plazable. Significa el final de aquello que K ierke­
gaard nos rogó que m antuviéram os abierto, si es que la
h um an id ad había de evolucionar: “las heridas de la posibi­
lid ad ” . Ese punto final p ued e significar un triunfo para los
m edios de com unicación de masas y para la tecnocracia del
m eixad o de masas de finales del siglo x x ; puede ayudar al
impenum de las cadenas de establecim ientos de com ida rá­
pida y de las noticias vía satélite. Para las cada vez m enores
oportunid ad es d el espíritu hum ano, es destructivo.
Jubilosa ante la intratable diversidad de Babel, la lite­
ratura com parada favorece un p rin cip io doble. Por una
parte, aspira a elucidar el quid, el corazón autónom o del
“sentido del m u n d o ” (el Weltsinn de Husserl) histórico y
actual del lenguaje, y, p o r otra, intenta clarificar, en la
m edida de lo posible, las condiciones, las estrategias y los
lím ites de la com prensión recíproca y de los m alentend i­
dos entre las distintas lenguas. En resum en, la literatura
com parada es un arte de la com prensión que se centra en
la eventualidad y en las derrotas de la traducción. Ya he
intentado explicar en otra parte que este proceso com ien ­
za con el lenguaje mismo, y que los individuos, las gen era­
ciones, los géneros, las clases sociales, las profesiones, las
ideologías del pasado y del presente “trad ucen ” al reco n o ­
cer cualquier discurso com unicativo en el in terior de su
prop ia lengua. Este proceso inm ensam ente com p lejo y
ontológicam ente enigm ático -¿có m o es que nos en ten d e­
mos y descifram os los unos a los otros, aunque sea siem pre
de form a im p e rfecta ? - deviene co m p letam en te visible y
ad qu iere u n a transcendencia in terlin gual de vital im por­
tancia cu a n d o cruza las fronteras del lenguaje.
Todas las facetas de la traducción —su historia, sus m e­
dios léxicos y gram aticales, las diferencias de en foque, que
van desde la traducción interlineal, palabra p o r palabra,
hasta la más libre im itación o adaptación m etam ó rfica- tie­
nen un valor crucial para el comparatista. El com ercio que
se da entre las lenguas, entre los textos de distintos p erío ­
dos históricos o form as literarias, las com plejas interaccio­
nes que se prod ucen entre una traducción nueva y las que
la han precedido, la antigua pero siem pre viva batalla e n ­
tre ideales, entre “la letra” y “el espíritu”, es el de la litera­
tura com parada misma. Estudiar, p o r ejem plo, alguna de
150
las más de cien versiones inglesas de la litada y d e la Odisea
es asistir al desarrollo de la len gu a inglesa desde C axton
hasta W alcott (aunque tal vez deberíam os hablar de “len ­
guas”); es co m p re n d er m ejor las relacion es sucesivas, en
constante alteración, oue
j.
existen entre la sensibilidad in-
glesa y las representaciones del m u n d o antiguo; es obser­
var cóm o P ope lee a C h apm an y a D ryden e interpreta su
lectura de H o m ero, y cóm o el m ism o P ope lee a H om ero,
a través del brillante espejo de V irgilio. C onsid erar el Ca-
thay de P o u n d o el avance de C h risto p h e r L o g u e en la
Ilíada es toparse de fren te con el trem en d o m ilagro de la
traducción, h e ch a en la ign oran cia de la len g u a relevante,
h ech a m ediante u n a especie de osmosis intuitiva, que, si al
m enos supiéram os cóm o funcion a, p od ría llevarnos al co ­
razón del m isterio del lenguaje m ism o. Es, más aún, una
atenta a u d ició n de los fracasos y las carencias presentes
incluso en las m ejores trad ucciones, las cuales, más que
n ingún otro m ed io d e acceso, nos ayudan a e n te n d er el
residuo vivificador de lo intraducibie, el genius loci, p o r así
decirlo, de cualquier lengua. Por m u ch o que nos esforce­
mos, pan n un ca será la exacta traducción de pain. ¿Q ué es
Heimat en inglés, en francés o en italiano?
Esta prim acía de la cuestión de la traducción en la lite­
ratura co m p arad a está d irectam en te relacio n ad a con lo
que a m i ju ic io constituye el segundo fo co de atención: la
disem inación y recep ció n de las obras literarias a lo largo
del tiem po y del espacio. El viejo tópico de la “in flu en cia ”
es n ecesariam en te vago. Los escritores oyen hablar y se
im pregnan de alguna form a de libros que no han leído. N o
obstante, u n a atenta investigación de la historia de las pu­
blicaciones (que p u ed e rem ontarse a los rollos escritos o
dictados p o r H eráclito), de la venta y transporte de libros
y p u blicacion es periódicas, de las instalaciones biblioteca-
rias, o de la ausencia de éstas en cualquier p erío d o o loca­
lización, son de una esclareced ora vitalidad. ¿Q uién leyó o
p u d o leer qué cosa y cuándo? ¿Q ué extractos, reseñas, ci­
tas y traducciones de los idealistas alem anes estaban real­
m ente a disposición de Coleridge? ¿Q ué sabía en realidad
D ostoievski de D ickens o de Balzac? ¿Cuánto tiem po hizo
fa lta - u n a cuestión que tuvo m u ch o tiem po ocu p ad o a Na-
bokov en su m agistral y puntillosa ed ición de Eugenio
O neguin- para que las traducciones-im itaciones francesas
de Byron llegaran al Cáucaso? ¿Tenía Shakespeare algún
tipo de con ocim ien to de los libros iniciales del H o m ero de
C h apm an cuan d o escribió Troilo y Crésidcñ
El anverso de esta cuestión es a mi ju ic io igualm ente
significativo. ¿Por qué ciertos autores, obras, m ovim ientos
literarios “pasan” a otras lenguas, m ientras que otros con­
tinúan siendo tercam ente nativos? A pesar de su inm ensu­
rable com plejidad verbal y sintáctica, Shakespeare “pasa”,
incluso en form a de un tebeo, a cualquier lengua del m un­
do. A lg o que, sin em bargo, no sucede con Racine, quien a
mi m odo de ver es perfectam ente com parable a Shakespea­
re en fuerza dram ática y, a veces, más adulto que éste en
virtud de su incom parable econ o m ía de m edios. El Titus
and Berenice de T hom as Otway, de 1676, es prácticam ente
el único inten to inspirado en len gu a inglesa de codearse
con la en o rm e m agnitud de Racine. Sir W alter Scott se

.
encuentra en la fuente del historicism o rom ántico que se
extiende desde M adrid hasta Odessa. La más grande de las
novelistas inglesas, G eorge Eliot, no deja de ser una presen-
¡t
cia esencialm ente doméstica. No menos instructivos son los
ejem plos de sobrestima, de exaltación de un escritor más
allá de su rango verdadero y nativo, m ediante la traducción
o la mimesis. Poe es uno de los más grandes poetas y pensa­
dores desde una posición que va de Baudelaire y M allarm é
a Valéry. Charles M organ ingresa en la A cadem ia francesa.
La deconstrucción es un cred o fundam entalista en las uni­
versidades de Nebraska.
N o hay exp licacio n es inm ediatas. La dificultad lin­
güística intrínseca no parece en m odo alguno casual: pres­
temos atención al Rabelais de U rquhart o a las versiones
alemana, italiana y francesa del Ulises de Joyce; considere­
mos las resplan d ecien tes versiones francesas de Gerard
M anley H opkins llevadas a cabo por Pierre Leyris. Algunas
veces, el accidente pu ed e ser de carácter biográfico: si Roy
Cam pbell hubiese vivido lo suficiente para cum plir con su
conocida in ten ción de traducir Los Lusíadas de Cam óes al
inglés, una de las obras maestras de la literatura europea
bien p od ría form ar parte del canon anglo-am ericano reco­
nocido. D em asiado a m en ud o, ni siquiera tenem os una
razón justificativa, pero la fen o m en o lo gía de lo intraduci­
bie, de lo no traducido, de lo “no recib id o ” (le non-recevoir),
es uno de los desafíos más sutiles de los estudios com para­
tivos.
U na nota a pie de página, banal pero imperativa, se une
a estos dos intereses privilegiados. N ingún erudito o pro-
fesor de literatura com parada conoce un núm ero suficien­
te de lenguas. Rom án Jakobson tenía fam a de co n o cer die­
cisiete, pero “todas en raso ”. René Etiem ble insistía en que
incluso los europeístas debían tener co n ocim ien tos del
chino y del árabe. ¡Para la inm ensa m ayoría de nosotros,
tales requerim ientos son sueños llenos de reproches o un
recordatorio d e jo se p h N eedham ! Pero, precisam ente por­
que gran parte de su trabajo d epen derá de traducciones,
aunque sólo sea del h eb reo de la Biblia, el com paratista
deberá ser, en todo m om ento, sum am ente receptivo ante
esas mismas cuestiones de la traducción y de la disem ina­
ción a las que he aludido.
Los estudios temáticos conform an un tercer “centro de
gravedad” en la literatura comparada. Los análisis, especial­
m ente los realizados por los formalistas rusos y los antro­
pólogos estructuralistas, confirm an la notable econom ía de
motivos y el carácter recurrente y con d icion ad o de las téc­
nicas narrativas que prevalecen en las m itologías, en los
cuentos populares y en la transm isión oral de los relatos
literarios del m undo entero. Los cuentos en los que se na­
rran tentaciones o elecciones trinas -lo s tres cam inos, los
tres barriles, los tres hijos, las tres hijas, las tres posibles
novias- relacionan a E dipo con el rey Lear, a L ear con la
fam ilia Karamazov, así com o innum erables variantes de
esta estructura raíz están relacionadas con el cu en to de
Cenicienta. Se ha dicho que, com o dictam inó R obert Gra­
ves, no existe sino “una historia, y nada más que u n a ”: la
de “La Búsqueda”. El episodio de la ejecución vengativa en
Yo, eljurado de Micky Spillane quizá deba su innegable fuer­
za a ese asesinato ritual del rey-sacerdote, cuyas ram ifica­
ciones globales Frazer quiso inventariar en L a rama dorada.
En O ccid en te, el arte, la m úsica, la cin em atografía y la lite­
ratura del siglo x x han recu rrid o incesan tem ente a la m i­
to logía clásica: a E d ipo, a E lectra, a M ed ea, a Ulises, a
Narciso, a H ércules o a H elen a de Troya. Mi estudio sobre
las Antígonas se publicó en 1984. Este trabajo ya se ha que­
dado anticuado. D esde entonces han aparecid o una d o ce­
n a de tratam ientos escénicos, narrativos o líricos de esta
“triste c a n ció n ” (com o la llam a C h a u ce r). U n a com pila­
ción b ibliográfica recien te sobre el tem a de Fausto en el
teatro, la poesía, la novela, el cine y la m úsica abarca varios
volúm enes y es incom pleta.
A q u í entram os en aguas profundas, quizá turbulentas.
¿Por qué esta eco n o m ía de la invención? H e aventurado la
hipótesis de que los m itos griegos prim igenios coin cid en ,
en algunos puntos, con los orígen es de la gram ática in d o ­
eu rop ea. Los relatos de id en tid ad in cierta o discutible
reflejarían la gradual y titubeante determ in ación hacia la
prim era y segunda persona del singular; la leyenda de la
in o cen te estancia de H elen a en Egipto, m ientras su rigu­
rosa som bra habitaba en Troya co n d en a n d o la ciudad,
p od ría preservar las huellas del desarrollo de estos recur­
sos gram aticales verd ad eram en te fantásticos que son las
cláusulas cond icion ales y contrafactuales. Sea cual fuere la
razón, el h ech o es que sólo un tem a narrativo fu n d am en ­
tal se ha sum ado al repertorio clásico (el m ism o G oeth e
re co n o ció el o rigen p ro m eteico de Fausto): el de D on
Juan, un tem a in con ceb ib le antes de la lectura cristiana de
la sexualid ad y de la co n d en ación . Es más, resulta clara-
m énte posible que la m ecánica del tem a y de la vaiiación,
esencial en la música, esté tam bién inscrita en el lenguaje
y en la representación. Es posible que ese m odo “form ula­
rio ” de contar la mism a historia de distintas m aneras - o b ­
sérvense nuestros “westerns”- sea un im pulso de fuerza casi
genética. C uan d o el actual “posm od ernism o” declara que
el “tiem po de las graneles historias ha term in ado”, m erece
la pen a record ar que la invención de estas historias termi­
n ó hace m u ch o tiem po y que, com o sucede en la física de
la “extrañ eza”, el tiem po en la literatura es reversible: hoy
la Odiseav ien e después del Ulises (cf. Borges), y los argonau­
tas de la épica griega y h elén ica siguen a Star Trek.
Perm ítasem e la repetición: u n com prom iso persisten­
te con las lenguas naturales, una investigación constante
sobre la recep ció n e in fluen cia de los textos, la conciencia
de las analogías y variantes tem áticas form an parte de to­
dos los estudios literarios. En la literatura com parada, es­
tas p reocupacion es, así com o sus interacciones creativas,
son objeto de un énfasis especial. A la luz de este énfasis
m e gustaría señalar, de nuevo sobre una base obviam ente
personal, algunas áreas de ulterior exploración y desarro­
llo dentro de este terreno.
El co n o cim ien to eu ro p eo , los hábitos eu rop eo s de
argum entación y de reco n o cim ien to surgen de la transmi­
sión de la antigüedad clásica y del helenism o hacia O cci­
dente. Esta transm isión destaca el papel de la filosofía y de
la ciencia islám ica en la E urop a m editerránea; manifiesta,
especialm ente en algrxnas regiones de España y del Lan-
guedoc, un m om ento único en la coexistencia vl&lislfeÉKf
mo, el ju d aism o y el cristianismo, del hebreo, e l’&Y/flbe.y el
latín, y sus descen dientes vulgares. (E uropa no vOWÍüa;
conocer un arm isticio del espíritu com o éste.) Carecem os,
de form a casi escandalosa, de eruditos, de intelectuales, de
historiadores o críticos literarios capaces de leer o de en­
ju iciar el m aterial islám ico que p en etra en la latinidad
eüropea. En mi opinión de aficionado, esta carencia ha
causado graves brechas y distorsiones en nuestros mapas
del sentim iento y del pensam iento. A mi juicio, m ucho más
que la m edicina, las ciencias naturales y los fragm entos fi­
losóficos de los antiguos griegos h icieron esa travesía. A
pesar de la iconoclastia islámica, tan a m enudo exagerada
en la versión occidental de los hechos, posiblem ente algo
más que esquirlas de literatura griega, quizá enterrada en
citas, alcanzó el oíd o m edieval. (No veo otra form a de ex­
plicar la asociación chauceriana de A n tígon a con “su triste
canción” o threnos.) En este sentido, es m ucho el trabajo
que queda p o r hacer.
Esto m ism o es válido para todo el dom inio de las len­
guas neolatinas. En sucesivos disfraces léxicos y gram atica­
les, el latín sigue ten ien d o una im portancia central en la
ley, la política, la filosofía, la ciencia y la literatura europeas
desde la caída del Im perio rom ano hasta finales del siglo
x ix . O bviam ente, es el idiom a de las proposiciones filosó­
ficas y científicas, de los debates y las críticas, de Tomás de
Aquino a Leibniz, de R oger Bacon a C opérnico, K epler y
Newton. Las tesis académ icas se redactan y “d efien d en ” en
latín. L o m ism o sucede con la literatura. Esta ubicuidad
abarca dramas, poem as líricos, sátiras o poem as épicos, que
se co m p o n en en latín desde P o rtu gal hasta P o lo n ia. El
latín es el m edio por el que M ilton cruza las fronteras de
Inglaterra. B audelaire pu ed e escribir y escribe versos en
latín, igual que Tennyson o Hopkins. Pero el efecto de esto,
el aura, es m ucho más am plio. Resulta casi im posible inter­
pretar de form a coherente la retórica de las literaturas eu­
ropeas, las nociones clave de la sublim idad, de la sátira y la
risa que encarnan y articulan, sin tener una ju sta con cien ­
cia de la “im plicación” del latín, de las n ego ciacio n es de
intim idad o distancia, constantes y casi inconscientes, en­
tre el autor en lengua vulgar y el m olde latino. Esto es algo
tan decisivo para D ante com o para Swift o D ryden; tan
crucial para C orneille com o para Valéry. Resulta, sin em­
bargo, que el neolatín entraña una en orm e dificultad. El
h ech o incontestable de que pocos de nosotros podem os
utilizarlo correctam ente ha abierto u n a grieta cerca del
pilar m ism o de los estudios com paratistas europ eo s. De
nuevo, queda m ucho trabajo que hacer en este sentido, un
trabajo tan necesario com o fascinante.
U n poem a, una obra de teatro o u n a n ovela nunca
p u ed en separarse d el todo de las ilustraciones o de las
obras de arte que inspiran: una adaptación m usical, una
película, una versión radiofónica o un tratam iento televisi­
vo. Rom án Jakobson llam aba “transm utación” al movi­
m iento de un texto hacia otros m edios; algo vital en las
disciplinas de la com prensión y la valoración de la literatu­
ra com parada. En otro lugar he intentado m ostrar que las
distintas adaptaciones m usicales del m ism o p o em a de
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G o eth e o de E ich en d o rff, realizadas p o r Schubert, Schu-
m ann y H ugo Wolf, constituyen un apasionante proceso de
“u b ica ció n ” h erm en éu tica y crítica (el térm ino es de F. R.
L eavis). El Otelo y el Falstaff de V erdi guardan un a estrecha
relación exp o n en cia l con la com prensión de Shakespeare
en la E uropa tardorrom ántica. Las vidas de Hamlet son tam­
bién las de las distintas óperas, películas, cuadros e incluso
ballets que la obra ha gen erad o. Para m uchas gen eracio ­
nes de lectores continentales, el “viejo m arin ero ” de Cole-
ridge fue el in quietan te p ro d u cto de las ilustraciones de
Doré. H oy en día, la exactitud de la capacidad de reprodu c­
ción técnica, la co d ificació n y transm isión e lectró n ica y,
dentro de p o co tiem po, las tecnologías gráficas y aurales de
la “realidad virtual” incidirán de form a casi im previsible en
la re c e p c ió n d el le n g u a je y en el le n g u a je litera rio . Los
estudios com parativos abandon arán gradualm ente el sen­
tido form ativo de la m etam orfosis p o r un sentido de m u­
tación. P ero ¿no era éste el caso cu an d o los pintores de
vasijas griegos im aginaban a O rfe o o a A quiles, cu an d o
D aum ier pintó a D on Q uijote o cuand o Liszt com puso sus
“trad uccion es” puram ente instrum entales de Petrarca?
En las próxim as semanas, haré un reco rrid o sobre la
presencia del “canto de las sirenas” desde los griegos hasta
Joyce, Kafka y M agritte. En parte, he elegid o esta in troduc­
ción tem ática p recisam en te p o r el p ap el sem inal de la
m úsica y las artes. L a iconografía, tal com o la practicaban
A by W arburg, Panofsky y C ourtauld, así com o la historia y
la filosofía de la m úsica a la m anera de A d o rn o , son parte
esencial de la literatura com parada.
P o r últim o, m e gustaría señalar un ep ígra fe que, lo
adm ito, es una pasión personal. Fuera de la lógica form al
y m atem ática, toda la filosofía, toda la m etafísica es una
acción del lenguaje. N in gun a argum en tación filosófica o
visión del m un d o p u ed e separarse del lenguaje, del estilo,
de la retórica o del m edio en que se representa e ilustra.
Esto es algo evidente no sólo cu an d o nos p ro p o n em o s
co m p re n d e r e in terp retar a virtuosos del len g u aje y del
recurso poético com o Platón, san Agustín, Pascal o Nietzs­
che; resulta m anifiesto en todo texto filosófico, m etafísico
y teológico. Las doctrinas políticas de un Llobbes o de un
Rousseau son consustanciales a su “estilística”, a su techné,
a su ritm o y a las dram atizaciones de sus discursos. ¿Qué
presión ejerció en Spm oza su len gu a m aterna, el español,
junto con el neerlandés y el h eb reo adquiridos más tarde,
en su e lecció n y co n stru cción de un latín m arm óreo e
intem poral, de un latín que es in fere n cia del g rieg o de
Euclides? ¿Podem os disociar la singular voz del Tractatusde
W ittgenstein de la historia del aforism o alem án, especial­
m ente en el ele Lich tenberg? U n a vez más, las cuestiones
propias de la traducción tienen una im portancia capital.
Igual que en la poesía, en la filosofía y en la m etafísica, los
térm inos y giros de una frase están llenos de una densidad
hech a de significados potenciales, de cuestiones plantea­
das a sí mismos y al lector, que generan, a partir incluso de
los intentos de traducción más “literales”, m enos precavi­
dos, un intrincado proceso de com entarios. H ay más que
una hipérbole en la afirm ación de H eidegger, según la cual
las traducciones erróneas o inadecuadas de la palabra “ser”
o del verbo “ser”, en griego clásico, han determ inado la
historia in telectu al y, quizá, la historia política de O cci­
dente.
H e aquí un área en la que entran e n ju e g o todos los
recursos del com paratista en relación con las lenguas, la
disem inación, recepción y ricorso temático. Hasta el pensa­
m iento más abstracto, una vez verbalizado (¿y puede haber
un pensam iento pre-verbal?), exh ibe su propio idiom a,
adquiere “una m orada y un n o m b re”. A mi ju icio , no hay
nada a un tiem po más fascinante y conducente a la herm e­
néutica que la decisión de observar, de elucidar la “inter-
textu alid ad ” de la filosofía y la poética, de escuchar la
música que habita el pensamiento..

La actualidad europea es poco consoladora. Los ideales, los


sueños pragm áticos de 1945, se han desvanecido diluyén­
dose en una burocracia rencorosa. Casi de form a incom ­
prensible, después de las m asacres, de la devastación de
19 14 a 1945, el nacionalism o en loquecid o, los odios tri­
bales, la intolerancia religiosa y étnica vuelven a estallar en
los Balcanes, en Irlanda del N orte, en el País Vasco y en
nuestras ciudades. La noción de una concord ia europea,
excepto sobre un a base com ercial, fiscal o m ercantil, pare­
ce alejarse de toda expectativa realista. Hay algunos aspec­
tos en los que el canal de la M ancha es hoy más ancho que
en el pasado, en los que la Gran Bretaña del R enacim ien­
to, de la ép o ca de A ugusto o de las décadas del rom anticis­
mo estaba más cerca del contin ente eu rop eo que hoy. De
form a paradójica, el status del inglés com o lengua planeta­
ria, com o el único esperanto en funciones de la ciencia, el
com ercio y las finanzas, ha aislado más a Inglaterra, sepa­
rándola de la heren cia latina y germ ánica del contin ente
europeo.
Sería una fatuidad rim bom bante su p o n er que cual­
quier posición o contribución individual, especialm ente si
se hace desde los confines de lo académ ico, sospechosos
por estar aún parcialm ente protegidos, podría cam biar de­
m asiado las cosas. El exhibicion ism o del d in ero y de los
m edios de com unicación de masas se burla de la voz del
intelectual, una designación que en sí misma sólo puede
em plearse con una dosis considerable de iron ía y rem or­
dim iento. ¿Q uiénes somos para predicar a otros? ¿Q ué va­
nidad, qué traición es más triste que la de m uchos clérigos
frente a la seducción o a la am enaza política?
N o obstante, la generosidad que ha servido para insti­
tuir esta cátedra, la colaboración de este program a de lite­
ratura com parada y de otras ramas de estudios europ eos es
señal de una resolución positiva. La historia de las relacio­
nes orgánicas entre Gran Bretaña y el contin ente, la histo­
ria de las relaciones -a h o ra decisivas para nuestro fu tu ro -
entre la E uropa del Este y del Oeste, el estudio de los ci­
m ientos espirituales sobre los cuales pod ría levantarse u n a
potencial com unidad europ ea deben tener un espacio en
O xford.
Hay en este proyecto una esperanza m odesta pero
auténtica. Y si existe una enferm ed ad cró n ica de la que de­
biera estar contagiado todo profesor, ciertam ente se trata­
ría de la esperanza.
Llamando a las puertas de la justicia:
Peguy*
[1992]

“Su gran som bra ard iend o todavía”, escribe H om ero sobre
Áyax, im placable, en los infiernos. Charles Péguy era una
persona delgada, pero extraordinariam ente curtida p o r las
largas m archas y el uso de las armas. C o m o Áyax, había
h ech o de su existen cia u n d u elo m ano a m ano contra el
com prom iso, contra el brillo aceitoso del discurso político,
de la m anipulación fiscal, contra la facilidad en las relacio ­
nes públicas y privadas, contra mundum. Y la había llevado
hasta un grado de aparen te lo cu ra y autodestrucción (cer­
ca de su final, no había un solo aliado, un am igo, un sim­
patizan te con el que P éguy no h ubiese roto y al que no
h u b iera c o n d en a d o al lim bo del d esh o n o r m u n d a n o ).
Igual que Sócrates, otro alborotador, Áyax y Péguy con ti­
nuaron siendo fantassins, soldados hasta la m édula, con un
sentido exacto del am argo suelo que pisaban y del peso de

* Reseña de CEuvres en prose completes de Charles Péguy, vol. 3,


Robert Burac (ed.) (Gallimard, París 1992), The Times IJterary
Supplement, 25 de diciembre de 1992.
las armas que cargaban a la espalda. Am bos eran m aestros
de la cólera. U na rabia que les consum ía tom aba posesión
de ellos ante la condescendencia, ante lo que consideraban
u n a injusticia (la falsa atribución de la arm adura de Aqui-
les al em bau cad o r de Ulises, la am nistía para Dreyfus m o­
tivada p o r causas políticas, la constante negativa de la
Sorbona, de la A cad em ia francesa, del público en general
y del V aticano a reconocer, a celebrar el genio, la virtud
desinteresada de los Cahiers de Péguy y de su ú n ico p ro ge­
n itor). Á yax, en lo q u e cid o , m ataba al ganado; no m enos
exasperado, Péguy lanzaba la inm ensidad de su furia y de­
vastación estilística sobre un tal F ern an d L au d et, un ser
insignificante que p erten ecía al gru p o de los seudoteólo-
gos. In trod uzcám onos, después de cruzar el p órtico, en el
alm acén de la p eq u eñ a lib rería de la am ada-odiada Sor­
bona, p o r la que el tiem po apenas ha pasado; soplem os el
polvo de las estrechas estanterías y la presencia de Péguy
se hará inm ediatam ente visible.
Este tercer volum en de la ed ición de la Pléiade, el últi­
m o de la prosa de Péguy, abarca textos escritos entre ju n io
de 1909 y agosto de 1914. - e n esencia, de la serie und éci­
ma a la d ecim o qu in ta de los Cahiers de la quinzaine, autor
(casi siem pre), productor, co rrecto r y distribuidor: Char­
les P égu y-, ju n to con algunos otros que iban a im prim irse
en el m o m en to de su m uerte. Las CEuvres poétiques, donde
se incluyen los miles de versos de É ve y los “Q uatrains”, fue­
ron publicadas con anterioridad (19 5 7 ). L a productividad
m aterial del ho m bre apenas tiene parangón en la historia
de la literatura; m iles de páginas en verso y prosa salían a
borboton es de aquella fam osa plum a de punta acerada de
día y de n oche. Esta “m aterialidad”, la fuerza corporal de
esta prodigalidad, es clave. Péguy se veía a sí mismo com o
un oficial, com o un soldado de a pie en la incesante bata­
lla de las palabras. N inguna m enud encia tipográfica, nada
referido a la en cuad ern ación o a la elección de un papel
le dejaba ind iferente. Cada Cahier, cada resma de poesía
épica o épico-dram ática era el resultado de una brutal lu­
cha física, del am or de un artesano por sus instrum entos
de trabajo y por los detalles de conocim ien to técnico invi­
sibles para el consum idor.
Charnel es un térm ino talism ánico para Péguy. N o ha
habido un gran escritor más “carnal” en su encuentro con
el lenguaje, con la ejecución de los m ovim ientos y la músi­
ca del significado a través del m anuscrito y la tipografía. No
ha habid o nadie más obsesionado con el cuidado m anual
que exige la exactitud en el decir; igual que unas botas, un
rifle y u n a m ochila d eben estar lim pios para su uso. U na
errata en la com posición tipográfica, una pérdida de defi­
nición, tanto en un registro visual com o en uno de carác­
ter sem ántico, eran para Péguy síntomas de enferm edad en
él m ism o centro nervioso del lenguaje y del sentim iento,
y, de ahí, del cuerp o p olítico (a este respecto, existen ana­
logías con otros dos furiosos solitarios y editores de perió­
dicos que se dedicaron en cuerp o y alma a su trabajo: Kraus
en V ien a y Leavis en C a m b rid g e).
En los prim eros escritos de Péguy -la colección de la
Pléiade com ienza en 18 9 7 -, se percibe una energía m atu­
tina y un a in o cen cia del exceso que el desengaño y las p e­
ñas personales fueron borrando con los años. La prim era
Juana de Arco (quien continuó siendo la santa preferida de
Péguy hasta su m uerte) es, especialm ente en las escenas
entre Jeannette y Hauviette, y entre Juana y el Maestro Juan
durante el ju icio , una obra maestra que todavía aguarda su
descubrim iento (igual que el “dram a” de Kraus La tercera
noche de Walpurgis, tan extrañam ente parecido a Péguy por
su m agnitud provocativa y p o r la com binación lírica y filo­
sófica de su retórica). N o pod rem os en ten d er co rrecta­
m ente a Péguy si no volvem os a leer “De la cité socialiste” y
“M arcel”. Es aquí, entre 1897 y 1898, cuando el nieto de
un carpintero analfabeto de Orléans, ahora Normalien, saca
a martillazos sus aprem iantes ideales, sus dem andas de una
sociedad m oderna. Ya entonces ha descubierto la táctica de
la reiteración verbal bíblica -m ás que b íb lica -, de la pre­
sión que, com o la marea, puede ejercerse sobre la gram á­
tica ordinaria, y que hará de toda su obra un caso ejem plar
e insufrible a un tiem po. Proust escribe un apasionado
hommage que llega a la exasperación, aunque sea de m ane­
ra involuntaria, m ientras lee y p reten d e ayudar a los
Cahiers.
Pero la causa es aún más im ponente que la originalidad
de la form a. La “cité harm onieuse” perten ece a los que tra­
bajan en ella. Es de esta propiedad creativa de los m edios,
tanto de la producción com o de la justicia, de d o n d e arran­
ca la legitim idad del arte, de la ciencia y de la filosofía. El
artista, el pensador, es un obrero entre otros m uchos, aun­
que dotado de m odo excepcional de una libertad discipli­
nada y de un excepcional sentido de la responsabilidad. El
arte serio respond e siem pre a las necesidades hum anas. La
filosofía es “el arte de la cie n cia ”. “Justificar” significa ser­
vir a la ju sticia social y h acer que el texto' de uno m antenga
un a form a arm oniosa, exactam ente igual que hace un ed i­
tor cuando “ju stifica ” incluso el m argen del más autónom o
de los poem as.
Estos prim eros textos y la visión de los Cahiers surgen
del crisol clel caso Dreyfus. L le g o a la conclusión de que el
latir, la estrategia de in cid ir y rein cid ir en un punto, que se
convirtió en el sello de m arca de Péguy, es un eco directo
de la situación de los prim eros Dreyfusards. L o p e o r no fu e­
ron las batallas callejeras, las m ultitudes xen ó fo b a s o el
en cu b rim ien to oficial, sino el co n ven cim ien to , literal y
m aterial, de los defensores de Dreyfus de que se topaban
con los m uros de una fortaleza, de que se enfrentaban a un
nivel insuperable de cegu era o de falsedad viciosa cuando
la verdad era tan evidente. Péguy m aduró y alcanzó su esti­
lo idiosincrásico -a q u í “estilo” d efine la inigualable co h e­
sión entre vida cotidian a y escritu ra- al luch ar ju n to con
un puñado de intelectuales pro-Dreyfus contra la encum bra­
da masa del Estado. La m ism a p regu n ta d ebía plantearse
públicam ente u n a y otra vez; repetirse las mismas consig­
nas. H abía que superar la desesperanza frente al leviatán,
incluso después de la pod erosa intervención de Zola y la
creciente presión del m alestar internacional. El pulso de
la guerra, los talones clavados a u n a tierra sem brada de
engaños, las m anos despellejadas com o las de los picap e­
dreros, se convirtieron en la segunda naturaleza de Péguy.
Fuese en relación con el capitalism o, con el pacifism o, con
el oscurantism o del Vaticano, con los corredores del pod er
acad ém ico y periodístico, fuese -y, finalm ente, esto fue lo
que más p e só - en relación con la subversión de la lengua
francesa a con secuen cia de m endaces reform as ed ucacio­
nales y de los bram idos de la Bourse y los políticos, el m éto­
do de Péguy siguió siendo el del Dreyfusard que golpeaba
con los puños, incesante y ruidosam ente, con rabia animal,
a las puertas de la estupidez y de la traición m oral. L a “m ú­
sica”, aunque quizá el térm ino no sea el que m ejor se ajus­
ta a este caso, de una frase de Péguy, de largos párrafos en
form ación, es casi invariablem ente la de un ariete.
P éguy no reco n o ció una verdadera victoria en la caída
de aquel prim er gran bastión. La acep tación de amnistía
del capitán Dreyfus y, luego, del perd ón , fu e una ofensa
para Péguy. ¿Cóm o p u ed e h ab er u n a am nistía, cuánto
m enos un perd ón , para la in o cen cia total? P eor aún fue la
decisión del socialism o francés, encarn ad o en el adorado
am igo de Péguy, m aestro y partidario, Jaurés, de apoyar
esta m entira. Junto con un puñ ad o de puristas éticos, de
abogad os de la ju sticia -e n tre ellos J u lien B enda, otro
fantassin dans le siécle, cuya Traición de los intelectuales surgió
de este oscuro e m b ro llo -, Péguy perm an eció en su postu­
ra intransigente. Sus más leales defensores y com pañeros
en las guerras dreyfusianas, los mismos fun d ad ores poten­
ciales de los Cahiers, los socialistas y socialistas cristianos que
habían apoyado la h eroica elo cu en cia de Péguy, se echa­
ron atrás; com o h iciero n m uchos que ya en la École
N órm ale h abían p ercib id o en su singular e irreductible
co m p a ñ e ro a un fu turo líder. Es en esta situación donde

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com ienza el aislam iento de Péguy y la perenne rabia hace
plaza fuerte en su espíritu. De la misma form a, es a la som­
bra creciente del caso, resuelto sólo en parte para Péguy
incluso con la rehabilitación de Dreyfus, donde se apoya
para desarrollar el estilo de su discurso: repelente, m onó­
tono, oratorio y, sin em bargo, generador de una fuerza, de
una p o n zo ñ a incisiva, de una intim idad paradójica que
cuenta con pocos paralelism os en la prosa occidental.
Los cinco breves años que se concentran en este últi­
mo volum en son testigos del m om ento más im portante de
la carrera de Péguy. En enero de 19 13 , aparece el m ejor
de sus poem as: “L a Présentation de la B eauce á N otre
D am e de C h artres”. En d iciem bre de ese m ism o año,
desafiando la ley de la m ínim a prudencia, Péguy publica,
en el cuarto Cahier de la serie decim oquinta, los interm i­
nables cuartetos de Eve, interm inables y, sin em bargo, lle­
nos de una visión tenaz, de una recup eración de la vida
: -reco rd e m o s la fech a fatídica en la que se in scriben - que
se eleva m uy p o r en cim a de las insignificancias de la
cotidianidad. A m enud o, la provocación es sorprendente:

Ce n ’est pas leur courant et teu.r haute fréquence


Qui nous ferajaillir le sang de nos artéres.
Ce n ’est pas leur bciveüe et leur grandiloquence
Qui viendra nous chercher dans nos tacites Ierres.

A quí está el más prolijo de los poetas (cuando Eve golpea a


su puerta, ¡algunos m iem bros de la m enguante reunión de
los suscriptores m en cio n aro n h aber en lo q u ecid o por su
haule fréquencel) , aquí está el más gran d ilocu en te de los
publicistas atacando la prodigalidad y la grandilocuencia.
No obstante, “tacites terres” es de una m agnífica exactitud:
p o r su latinidad, siendo Péguy, después de M iltón y de
C o m eille, el más latino entre los m odernos; por su evoca­
ción de ese acre de tierra, lacónico y alerta, que Péguy ha­
bía cruzado una y otra vez con sus botas de soldado o de
cam pesino, y en el que m uy pronto habría de yacer; o pres­
temos atención al epíteto soudains en

Et ce ne sera pas ces maítres de dédains


Qui viendront nous chercher sous nos conches d ’humus, -
Et ce ne sera pas ces professeurs soudains
Qui viendront nous somier un dernier ángelus.

“Professeurs soudains”, brusco p o r su ju ic io im pertinente,


jadeante por su sabiduría, insensible al escrúpulo, a la tran­
quila reticencia que exigían el arte y el pensam iento nuevos,
incapaz de rascar siquiera la superficie de esas “couches
d ’hum us” (de nuevo, la oscura y cálida latinidad) bajo las
cuales germ ina la sem illa y esperan los m uertos. C on qué
rapidez Hardy habría entend id o esta estrofa.
“Maestros del d esd én ”, la etiqueta no puede m ejorar­
se. Críticos nacidos de la n och e a la m añana y alcahuetes
del cotilleo literario, profesores regios que cacarean en la
radio o en la prensa de papel couché sobre obras que, en su
envidiosa im potencia, temen. Especialistas todopoderosos
que m ontan guardia sobre su parcela profesional y escu­
pen veneno a quienes pretend en ver un horizonte más vas­
to. C o n gran agudeza, Péguy los etiqueta “hom bres de di­
ciem bre”. D urante los años que van de 1909 a 19 14 , el
aliento gélid o y la burla eficaz de éstos le llevó casi a la rui­
na. A u n q u e se haya contado de form a porm en orizad a en
anteriores estudios, la historia con tin úa provocand o una
desagradable lectura. En octubre de 19 10 , un tal A lfred
Dreyfus can cela su suscripción a los Cahiers; a pesar del
apoyo de Barres y de hipócritas prom esas desde todos los
frentes, en el últim o m inuto se niega a Péguy el G rand prix
de litté ra tu re d e la A c a d e m ia fra n cesa , q u e le h u b ie se
rep o rtad o no sólo un d in ero que necesitaba desesperada­
m ente, sino cierta inm unidad (Péguy sintió que la co n ce­
sión de un prem io de m en o r im portancia llevaba im plícita
una nota de d e sp re cio ); el cansancio agotador y la enfer­
m edad de 1 9 1 1 ; R om ain R ollan d, B ergson , escritores y
filósofos a quienes Péguy había aclam ado y publicado, se
convierten en em inencias y reciben los laureles del triun­
fo. P éguy co n tin ú a lu ch an d o “dans la m isére”. “Je suis
pauvre, pauvre”, escribe a jo s e p h L otte en la prim avera de
1912.
C ada núm ero de los Cahiers, com puesto, im preso y en­
viado en circunstancias absurdas, trae consigo nuevas de­
serciones. P ron to Péguy, para quien la distribución de
copias gratuitas a los dem asiado pobres para suscribirse era
esencial, debe lim itar la ed ición al núm ero exacto de sus
abonnés. V en d e lo que puede de sus m anuscritos a un co­
leccionista clarividente. Ya entonces le rod ea un aura de
cierta fama. Proust, C laudel y B ergson reco n o cen su genio.
Gide es, de form a característica, perspicaz y felino en sus
tributos. L a prensa h abla del h o m b re y de su quijotesca
em presa. Sorbonnards y académ icos evitan la exigu a tienda
con ocasionales rem ordim ien tos de con cien cia. “D ebería
hacerse algo p o r el q u erid o P ég u y” (las sim ilitudes con
Scrutiny y la m arginación de Leavis son tristem ente obvias).
Pero m uy p o co o nada fue lo que se hizo; lo cual hace más
fascinante el volum en y la recup eración de la ceuvre p ro d u ­
cida en estos años.
N in gú n relato sobre la amistad, después del de M on­
taigne, sobrepasa la altura de Notre jeunesse, publicad o en
ju lio de 19 10 . Los historiadores del caso Dreyfus lo consi­
deran desde hace m u ch o tiem po el clásico de su gran e
irregular bibliografía. P ero es la m em oria de Péguy sobre
su veh em en te y resq ueb rajada in tim id ad con Llenri
B ern ard L azare, u n o de los prim erísim os partidarios de
Dreyfus y ju d ío confuso ante el repen tin o descubrim iento
del p ro p io p eligro en el que se encontraba, la que hace de
esta obra u n a pieza inolvidable. La relación entre estos dos
hom bres se en cien d e p o r la “m ística” de su causa com ún,
p o r su com prom iso con un ideal de ju sticia tan absoluto
que transciende incluso los im perativos m orales -a sí son
re co n o c id o s- de la fraternidad y la seguridad nacional. Es
la dégradation de esta “m ística” en “p o lítica ”, en las co n ­
venien cias y las m aniobras de los parlam entarios y de la
prensa, la que co n d u ce a una ruptura entre P éguy y
B ern ard Lazare (com o verem os, las relaciones entre Mon-
tagne Sainte-G eneviéve, el barrio de la S o rb o n a e Israel
han sido desde P eter A b elard com plejas). A h ora, m irando
atrás, P éguy re co n o ce en B ern ard Lazare al testigo que,
com o m uchos profetas del judaism o, ha sido silenciado y
pasado por alto: “Et il était m ort avant d ’étre m ort”. Es más,
al m argen de sus diferencias tácticas, él y Péguy nunca se
habían separado realm ente. La “m ística”, el contrato con
la ju sticia que residía en el núcleo del caso, se había con­
vertido en la de la relación misma. La gran música de la
prosa de Péguy lee así:

II avait cet attachement mystique á la fidélité qui est au


coeur de l’amitié. II faisait un exercice mystique de cette
fidélité qui est au coeur de l’amitié. Ainsi naquit entre luí et
nous cette amitié que nulle mort ne devait rompre, cette
amitié parfaitement échangée, parfaitement mutuelle,
parfaitement parfaite, nourrie de la désillusion de toutes les
autres, du désabusement de toutes les infidélités.
Cette amitié que nulle mort ne rompra.

[Sentía un apego místico a la fidelidad que reside en el


corazón de la amistad. Hacía un ejercicio místico de esta
fidelidad que reside en el corazón de la amistad. Así nació
entre él y nosotros esta amistad que ninguna muerte debía
romper, esta amistad perfectamente compartida, perfecta­
mente mutua, perfectamente perfecta, nutrida con la des­
ilusión de todas la otras, con el desencanto de todas las
infidelidades. ,,, j,
Esta amistad que ninguna muerte rompió.]

L o m aravilloso es la precisión verbal que se encuentra en


m ed io de ese m ovim iento: “d égrad ation ” siem pre al fon-
do porque se refiere a la del capitán Dreyfus; “exercice
m ystique” porque exercice, de origen latino, es un térm ino
militar que evoca tanto el caso com o el espíritu militar del
pro p io Péguy; el triple “p arfait”, naturalm ente, p o r el
perfectum est que de tal form a im plica el sufrim iento term i­
nal y la bend ición final.
Victor-Marie, comte Hugo aparece en ese m ism o annus
vúrabüis de 1910. A uno le parece que se encuentra entre
la m edia docen a de actos preem inentes de la crítica litera­
ria de nuestro siglo; siendo la “crítica literaria” aquí una
rúbrica del todo inadecuada. Es a través de esta m editación
radical com o Péguy define y establece lo que es, lo que
debería ser une lecture bien faite. “L eer bien” es com prom eter
la inm ediatez de la presencia sentida en un texto a todos
los niveles del encuentro: espiritual, intelectual, fonético,
e incluso “carnal” (el texto actúa sobre el nervio y sobre la
carne com o hace la m úsica). El tem a e n ju e g o es el de la
verdadera filología, el de un “am or del Logos” que llam a a
todos los instrum entos de la com prensión -léxico s, prosó­
dicos, gram aticales, sem ánticos-, pero cuyo m otor es un
escrúpulo, una concesión de confianza p o r parte del lec­
tor cuando percibe (com prend er lleva im plícito el terror)
las dem andas que cualquier literatura o arte serios le hace.
“Cam bia tu vida”, dice el torso arcaico de A p o lo de Rilke a
aquellos que pretenden experim entar su com pleta presen­
cia. Q uizá com o ningún otro com entarista, al narrar su lec­
tura Péguy gen era este hiriente misterio del cam bio que se
pro d u ce en él m ism o y en nosotros. L a lectura paralela
(plutarquiana) de C orn eille y de Racine, con su visión d e­
liberadam ente h ip erbó lica de Polyeuctey su injusta opinión
sobre la “crueldad” jansenista de Racine -P ég u y destaca esa
palabra de Bérénice-, de su “siem pre in teligen te avaricia”
(una idea p o r la que, personalm ente, cam biaría con gusto
la totalidad de volúm enes recientes nacidos de la verborrea
postestructuralista y d econ stru ccion ista), es un clásico de
la herm en éutica. Y, sin em bargo, en este m ism o tratado,
Péguy se sobrepasa incluso a sí mismo.
Su exegesis (la resonancia bíblica está del todo justifi­
cada) sobre el “B ooz en d o rm i” de V icto r H u go rivaliza en
fuerza y en significado con el esplen d or del texto que la
origina. D ich a exegesis tiene la poesía propia de una aten­
ta lectura y de una co h eren cia interna que rechaza la pará­
frasis, evo cad o ra de C o le rid g e en el W ordsw orth de las
Baladas líricas. L a “p resu n ció n ” h erm en éu tica de Péguy es
tristem ente notoria: H ugo, par de Francia, membre de l ’Ins-
titut (un escopetazo de advertencia), inventa Jérimadethy
debe en co n trar una rima. D e esta o bligación , ostentosa­
m ente exhibicionista quizá, surge uno de los poem as líri­
cos más im portantes de la len gu a francesa, sin duda de la
historia de la literatura. D e este giro virtuoso nace la
“p lén itud e souveraine” y e l'“calm e h o rizon tal” del últim o
verso (¿puede algún otro asem ejarse a éste?):

Celie faucille d ’or dans le champ des éloiles.

[Esta hoz de oro en el campo de estrellas.]

Volvam os a ese sospechoso Jérimadeth:


éómme Jérimadeth, ainsi placé (je ne parle pas de Ju-
tlirh). esi hébra'ique, q u a n d o n y p e n s e . Non seulement il a
le méme départ que Jmcho. Mais il a ce méme grand/inicial
que Judith. Rien n ’estju if comme un / de grande capitale.
Et il rime si merveilleusement avec tous ces beaux noms,
juif: (Josabeth),Japhet, (que de/; com m ej’avais raison...

[como Jérimadeth, escrito así (no hablo de Judith) es


hebreo, si u n o l o p ie n s a . No solamente empieza igual que
Jéricho. Sino que tiene la misma/inicial que Judith . Nada es
tan judío como una/mayúscula. Rima tan maravillosamen­
te con todos esos bellos nombres judíos: (Josabeth), Japhet,
(¡cuántas/, tenía yo razón...]

¡Q ué razón tenía y qué sola se en cuen tra su figura!


Si tuviera que in tro d u cir al lecto r en el pensam iento
m aduro de Péguy, lo haría a través de Clio, Dialogue de l ’his-
toire et de l ’ámepdienne, redactado entre 19 12 y 19 13 y pu­
blicad o sólo postum am ente: más de ochocientas páginas
m anuscritas producidas bajo un estado de extrem a presión
personal, ensom brecidas p o r una intuición tranquila de la
catástrofe eu ro p ea que se avecinaba. D e fo rm a caracterís­
tica, el d iálogo entre C lío, musa de la historia, y el lector,
que encarn a la m und anid ad (Váme chamelle), gira en torno
a ciertos temas de preo cu p ació n generales: historicidad y
verdad, co n cien cia y m undanidad, las falsas dem andas del
estudio de las hum anidades hacia una m eto d o lo g ía y un
status científicos, la ilusión del progreso en las artes. Subra­
yando y relacio n an d o estos temas entre sí, con un estilo
ijó
personalísim o de m irada m icroscópica, encoiVsagnos
reflexió n sobre el recuerd o, sobre la in telig e n c^ e te a iiY a
de la m em oria, tan penetrante com o la de Proust
“búsquedas” son casi contem poráneas). Sin duda, las pági­
nas más inspiradas de Péguy son las que dedica a la custo­
dia gen erad o ra de vida del lector en relación con H om ero
o con Sófocles. M ucho antes de H eidegger, Péguy habla de
la talismánica prim acía de ciertos textos griegos y su incom ­
parable capacidad de renovación.
N o obstante, esta renovación se produce por la capaci­
dad de respuesta del lector m odern o, por su “responsabi­
lidad re sp o n d ien te ” ante la problem ática del texto. La
problem ática, aquí, es esencialm ente dialéctica. Pregunta­
mos cosas al texto, él nos pregunta cosas a nosotros. Péguy
aboga p o r la inm ediatez, p o r un encuen tro con los maes­
tros cantores y los pensadores tan fresco, tan falto de reve­
rencia tem erosa y esclerótica com o es nuestro encuentro
con el p erió d ico de la m añana. O jalá el alm a del lector
contin uara siendo “pagana”, de form a que la presión exis-
tencial de los clásicos, la presión ejercida por la actualidad
de la litada o de Antígona, pudiese entrar en contacto con
él sin la interposición de la escolástica imperialista. “Com-
m e si ce füt la dern iére nouveauté” La m em oria vivida nun­
ca es m aterial archivado, sino un descubrim iento (de ahí,
la b u rla de P éguy sobre las nuevas escuelas de historia
“científica y so cioló gica”). El auténtico historiador es tam­
bién un p oeta dotado de una im aginación precisa; alguien
que sabe cóm o un solo verso de H esíodo puede de pronto
alum brar un paisaje, una com pleja estructura de tem pora­
lidad de otra form a irrecuperable. R ecordem os de nuevo
las páginas luminosas sobre H ugo, en quien la historia y la
poesía, la m ateria y el espíritu, están entretejidas de form a
tan sublime.
El libro se cierra con dos obras postumas y fragm enta­
rias: la “N o te ” sobre Bergson y la “N ote co n jo in te” sobre
Descartes (una versión abreviada del texto sobre Bergson
había aparecido en el Cahier de abril de 19 14 ). Lo que aquí
está en ju e g o es u n a reafirm ación antim odernista p ro ­
fundam ente idiosincrásica del catolicism o de Péguy. La ci­
vilización m oderna aniquilaría “le spirituel sous toutes ses
form es” precisam ente m ediante una racionalización de la
fe, m ediante el acto de adaptar la revelación al positivismo.
La verdad de A qu in o no pu ed e ser la de H erbert Spencer.
El m isterio no puede ser lo mismo que la política. U n a vez
más, Péguy desenm ascara m agistralm ente la antigua form a
demoníaca: Vargent. Ni siquiera Marx ha hablado con tanta
rabia profética sobre la ubicuidad del dinero en la m oder­
nidad, sobre su contagiosa om nipotencia. A l com prom e­
terse con el capitalismo, al convertirse en un p o d er fiscal,
la Iglesia ha traicionado sus pretensiones de espiritualidad.
Para Péguy, cuyo socialismo continuó siendo “m ístico” has­
ta el final de sus días, no puede haber una separación de­
fendible entre caridad y justicia: ambas viven d entro del
privilegio de la pobreza. U na vez más y p o r últim a vez, con
un tono de “im pertinencia” serena, Péguy aclam a a su ado­
rado C orneille y la suprem acía de Polyeucte. U n a vez más y
por últim a vez, sus principales “santos patronos” -san Luis,
Joinville, la D oncella de O rlé an s- vienen en su ayuda. El
h o n o r contra la ganancia lucrativa; la maravilla del lengua­
je contra el periodism o; el patriotism o contra el inhóspito
vacío del internacionalism o.
N o todas las co n clusion es de P éguy son adm irables.
H ay cierto grado de responsabilidad en la form a en que
apuntó hacia Jaurés con una violencia de odio patriótico
que dem ostró ser hom icida. L o que sigue siendo sorpren­
dente es la econ o m ía de m edios que vive dentro de la p ro ­
d igalidad. En el m o m en to en que d ejó in co m p leto el
últim o párrafo de su ensayo sobre D escartes y la fe (tal
com o lo conocem os nosotros), Péguy puso punto final, vir­
tualm ente, a su vasta em presa. Bon á tirer, la contraseña de
la p ublicación de los Cahiers, de los gigantescos poem as y
piezas dramáticas, señalaba ahora el verdadero fin ya en ­
trevisto. N ihil obstat.
U ltim am ente, la Pléiad e no siem pre cum ple con su
d eclaració n de principios. El Péguy de R obert Burac es
editorialm en te adm irable. N o obstante, y en un punto al
m enos, su grave reserva resulta frustrante. Las QLuvres no
son o no han sido con cebid as co m o u n a biografía. Sin
em bargo, tanto el prefacio editorial com o la cronología, a
m en u d o diaria, silencian casi p o r com pleto un elem en to
de vital im portancia en el final de Péguy. A lgo es lo que se
sabe y más es lo que se p o d ría d ecir sobre su am or p o r
B lan ch e R aphaél, sobre el am biguo y p recip itad o papel
que ju g ó en el m atrim onio de ésta (un m atrim onio que
tenía la m isión de salvarle de la desesperada tentación y de
acciones inadm isibles para él). La única fuente fidedigna
con la que contam os se rem on ta a 1938. N o es éste un
tem a de fisgoneo chism oso. Es necesario esclarecer en un
nivel m ucho más pro fu n d o la h o n d a relación, a un tiem ­
po som bría y a veces alegre, de Péguy con el jud aism o. En
este contexto, los elem entos que subyacen a su am or p o r
B lan ch e p u ed en ser de una im portancia capital, igual que
lo fueron en los años del caso Dreyfus.
El 2 de agosto de 19 14 , en un fiacre alquilado, Péguy
cruzó París de un lado a otro despidiéndose de am igos con
quienes había tenido reyertas (Blum y je a n Variot, entre
o tro s). D ijo adiós a B ergson y a B lanche. N o fue en su casa
d o n d e pasó las dos últim as n o ch e s que a n te ce d e n a su
in co rp o ra ció n al regim iento, en C oulom m iers. El 16 de
agosto envió a B lanche textos en latín, escritos a m ano, per­
tenecientes al Pater noster, al Ave María y a la Salve regina. Se
dice que el teniente Péguy tom ó la sagrada com unión en
el cam po, la m añana del 5 de septiem bre. A quella tarde,
m ientras con d u cía a sus hom bres en un avance de infante­
ría, fu e alcanzado en la cabeza p o r una bala alem ana. N un­
ca ha llegad o a determ inarse el lugar exacto, p ró xim o a
Villeroy, en el que se produjo su m uerte. Seis semanas más
tarde, la gaceta berlinesa Die Aktion tributaba honores al
poeta caído. E gon Schiele hizo un retrato de él. En aque­
llos días lejanos, los acon tecim ien tos eran objeto de un
ord en distinto.
C uan d o el oscurantism o oportunista que actualm ente
dom ina una parte tan relevante de nuestro sentido de la
vida del lenguaje y del sentim iento se haya desvanecido, la
im placable integridad de Péguy seguirá viva. El es para un
creciente núm ero de poetas (recordem os a G eoffrey Hill)
una figura indispensable. Esta edición, ahora com pleta, es
en m uchos sentidos y de form a clara un m onum ento. Y, lo
que es aún más im portante, es en sí misma uno de esos
fragm entos ardientes que quem an cuando se tocan.
Santa Simone: Simone Weil*
[ 1993]

Se dice que, refirién dose a D iógenes el C ínico, Platón co ­


m entó: “Es la versión en lo q u ecid a de Sócrates”. C o m en ta­
rio que tiene tanto de in cóm od o hom enaje com o de burla.
¿Cóm o evitar que esta descripción nos venga a la m em oria
al pensar en Sim one Weil?
C o n característica reserva, su herm ano, A n d ré Weil, el
gran to p ó lo g o algebraico, concluyó que la sensibilidad de
su herm ana “había sobrepasado los lím ites de lo n o rm al”.
D e form a más abrupta, De G aulle, m aestro en el enjuicia­
m iento de los seres hum anos, d eclaró que esa “m ujer esta­
ba lo ca ”. E xaltando su m uerte, acaecida en 1943, y de la
que en gran m edida ella m ism a fue responsable, las fem i­
nistas, para quienes Sim one Weil se ha convertido en un
talismán, hablan de “an orexia m ística”, algo que se ha atri­
bu id o a cierto núm ero de santas. A l nivel más hum ilde de
la inform ación docum entada, ¿qué p ued e hacerse con una
pensadora y erudita que dictam ina, con un aplom o apodíc-
tico y autoritario, que “a excep ció n del Lear, las tragedias

* Reseña de Simone Weil’s Philosophy of Culture, Richard H.


Bell (ed.) (Cambridge University Press, 1993), The Times Literary
Supplement, 4 de junio de 1993.
He Shakespeare son m aterial de segunda clase”; de alguien
que niahifiesta que “la Ilíada, las tragedias de Esquilo y de
Sófocles dem uestran claram ente h aber sido escritas p o r
poetas en estado de santidad”; de alguien que sostiene re­
petidam ente que la “civilización del L an gu ed oc, en el siglo
x n ” se acerca a la utopía porque en ella los cátaros y los cris­
tianos habían alcanzado un arm onioso equilibrio? ¿Qué
pod em os h acer con tantos largos escritos, a m en u d o for­
zados d e m a n e ra d o lo ro sa , en los q u e S im o n e W eil se
esfuerza p o r descubrir en la poesía lírica y en los dramas
griegos, igual que en la filosofía platónica, prefiguraciones
específicas y m ateriales y analogías con los Evangelios?
Pero, si es verdad que la patología (muy p ro bablem en ­
te “locu ra”) está ahí -¿y p o r qué los acólitos de Sim one Weil
se enfrentan con tanta testarudez a los hechos?-, tam bién
lo está lo socrático. L a contribución al m ejor entend im ien­
to actual de Sim one de Beauvoir o de H annah A ren d t es
manifiesta. ¿Ha habido hasta ahoi'a una im aginación filo­
sófica, entre las m ujeres, que p u ed a com pararse a la de
Sim one Weil? En lo m ejor de su obra, con tien e el d olor y
la excen tricid ad de la circunstancia en favor de una uni­
versalidad desinteresada en un sentido precisam ente kan­
tiano. La observación que hace, en el m om ento m ism o en
que las tropas alem anas ocupan París, según la cual aquél
era un gran día para In d o ch in a (para todos los pueblos
bajo el dom in io francés), tiene la pureza axiom ática y es­
calofriante de una m áxim a estoica. La teología filosófica y
la m etafísica m odernas han desarrollado pocas proposicio­
nes tan desafiantes com o ésta de Sim one Weil: “Tenem os
que creer en un Dios que sea com o el verdactetf&JDioS
todo, excepto en el h ech o de que no existe, pufes: sai-n-na»
hem os llegado al punto en el que Dios existe”. ¿Hay algún
filósofo social, al m argen de M arx (una presencia constan­
te en W eil), que haya luchad o de form a tan rigurosa por
descubrir las im plicaciones -psicológicas, sociales, físicas,
políticas, pero tam bién, en sentido genuino, filosóficas-
del trabajo en la fábrica, de la condición tecnológica “tra­
bajad ora” de los hom bres y m ujeres m odernos?
Los textos biográficos, analíticos y literarios sobre Si­
m on e Weil se m ultiplican. Hay Cahiers Simone Weil, sem ina­
rios y coloquios internacionales. L a edición com pleta de
sus obras está en m archa. El calor es evidente, la luz no tan­
to. L a reveren cia acrítica, p o r un lado, y la exasperación
y la aversión, p o r otro, m arcan el tono de los debates en
torno a “sus trabajos y sus días”. El fem inism o, cuyos inm e­
diatos antecedentes Sim one Weil parece encontrar irrele­
vantes y falsarios, añade al asunto una nota de vehem encia.
En m i o p in ión - y no debe considerarse sino com o una opi­
n ió n -, gran parte de este “d iálogo de sordos”, de las hipér­
boles basadas tanto en el elogio com o en el rechazo, surge
de una falta de voluntad, consciente o reprim ida, de explo­
rar el punto fu n d am en tal del ju d aism o y el rech azo del
ju d aism o de Sim one Weil. Este tema no es sólo de una ex­
traordinaria com plejidad (com o sucede, quizá, en el caso
de W ittgenstein) - y requiere desde todo punto de vista la
más rigurosa delicadeza inquisitiva, el m áxim o sentido de
provisionalidad y pudeur por parte del inquisidor-, sino que
es tam bién profundam ente desagradable, repelente. Haría
falta la penetración psicológica de un Dostoievski y la cari-
tasó. e un santo para reflexionar con equilibrio sobre un ser
hum ano que, en el m om ento en el que su propio pueblo
se veía arrastrado a una brutal extinción, rechazaba el bau­
tismo de la Iglesia católica porque “el catolicism o rom ano
era todavía dem asiado ju d ío ”, o cuyas prolijas reflexiones
sobre la crisis de la cultura europ ea y los program as n e ­
cesarios para su resurrección no en con traro n nada que
decir (hasta dond e sé) sobre el H olocausto. ¿Ha habido
alguna vez un pensador filosófico sobre el amor, en ocasio­
nes profundam ente preciso y creativo, tan carente de este
sentimiento?
Al evitar este dilema, salvo en dos o tres puntos a los que
volveré más tarde, Simone Weil’s Philosophy o f Culture y esta
colección de “lecturas hacia una hum anidad divina” crean
un espacio extrañ am ente vacío. Sólo en un d o cu m en to,
también el más destacado p o r su estilo y p o r la h on d ura de
su reflexión, hay un verdadero elem en to de crítica. En el
resto, el tono es profundam ente hagiográfico.
Para R ichard H. Bell, el editor, resulta evidente que
Sim one W eil es u n a “filósofa m oral”, cuya ilum inación es­
piritual y cuyos descubrim ientos en m ateria social y políti­
ca conform an una “filosofía de la cu ltu ra” co h eren te.
Incluso cuando Weil resum ía y partía de n ociones de Des­
cartes o de M arx, “el sello de su pensam iento estaba en
todas partes”. Los puntos de vista de Weil sobre la ciencia
del siglo x x (a m enud o em barazosos por su facilidad pas­
toral) deben tomarse con gravitas. El suyo es, p o r encim a
de todo, “el m undo de una cristología radicalm ente perso­
n ó
n ificad o ra sin d o g m a ”. En este m un d o, el co n cep to de
“d escreación ” ju e g a un papel fundam ental. J. P. Little se
esfuerza todo lo posible para h acer inteligible y argum en­
table el térm ino “d escreación”. D ebem os, aprem ia Sim one
W eil, sufrir una “m uerte m o ral”, u n a extinción del yo que
entrañe una aceptación total de todo, una m uerte ind ep en­
diente del ego y de su volición. El yo personal sólo p u ed e
ser redim ido si se lo ofrecem os a Dios para su aniquilación.
Esta ofrenda, a su vez, perm itirá la recup eración de lo crea­
do dentro de la perfecta u nid ad del Creador. El nacim ien­
to de criaturas que no son Dios abre una brech a fatal,
establece un a abd icación divina y un a autodispersión.
Todo acto de egotism o -y, p o r d efinición, no p u ed e haber
u n a acción hum an a que no esté teñida, en m ayor o m en o r
m edida, de voluntad p ro p ia - agrava la retirada de Sí m is­
m o llevad a a cab o p o r D ios. L a a b n e g a ció n , el “a b ra zo ”
autista que Weil ejercitó en un plano existencial, com por­
ta pasos p equ eñ os pero decisivos hacia la “reu n ificació n ”
de Dios y, u n o piensa, hacia la abolición, quizá tem poral
(el argum en to, aquí, se desdibuja precisam ente p o rq u e se
en cuen tra fu era del discurso com ú n ), de un a realidad su­
cia y corrupta. La doctora Little coloca la “d escreación ” en
una tradición de la teología mística negativa, en la línea del
M aestro E ckhart o san Juan de la Cruz. Weil entiend e la
creación en los térm inos sacrificiales de la E ncarnación y
de la Pasión. L a E ncarnación del H ijo representaría la “se­
paración de Dios llevada a cabo p o r D ios”. Es sólo en las
últim as páginas de este libro dond e encontram os una alu­
sión pasajera al h ech o obvio de que, m ucho antes del mis­
ticism o católico, el con cep to ele Tsimtsum, de la creación,
ruptura y retirada divinas, ¡juega un papel im portante en
la especulación mística ju d ía y en la Cábala! “D ebem os evo­
car a Isaac L u ria ”, apostilla H. L. Finch. Más vale tarde que
nunca.
La discusión de Rowan W illiam s sobre “la necesaria no
existencia de D ios” en la “teo lo gía” de Sim one Weil es no­
table. El profesor W illiam s es casi el único, en esta colec­
ción, en desenm ascarar la debilidad lógica, la tend en cia
hacia el fíat argum entativo de la posición de Weil. En una
frase alam bicada pero clave, se pregunta: “¿Es posible ver
el lenguaje de Weil, aquí, com o u n a especie de transcrip­
ción ética y espiritual de esta canonización del desinterés
cognitivo?” . C o n delicadeza, p ero de m anera incisiva, W i­
lliams señala los “enorm es problem as” que Weil tiene con
la posibilidad misma del “am or propio o el am or a lo parti­
cular”. L o cual le obliga e ind uce a plantear los puntos cru­
ciales: “¿Q ué es lo que, com o m ujer, le está ‘p e rm itid o ’
pensar sobre su cuerpo? ¿Q ué dem onios es lo que alim en­
ta sus in creíb lem en te vitriólicos y estúpidos com entarios
sobre el judaism o? ¿Una dem onización de su propia h eren ­
cia?”. A lo que añado lo ya d ich o antes: precisam ente en el
m om ento en que ese legado era con d ucid o, de form a abo­
m inable, a la m uerte en la E uropa cristiana. La pregunta
decorosa p ero ineludible de W illiams llega com o un a bo­
canada de aire fresco.
D. Z. Phillips arroja luz sobre la táctica co n cep tu al y
lin güística de W eil en el uso de la palabra “D io s”, y nos
recu erd a el h o rro r que sentía ante lo que consideraba la
18 8
“h abilitación ” antropom órfica de la persona divina en el
ju d aism o y en la religión rom ana. Weil acierta en su per­
cepción de la idolatría, casi necesariam ente implícita en las
deificaciones del po d er hum ano presentes en el lenguaje
vulgar de toda fe paternalista. N o m enos que Spinoza, Weil
desconfiaba de los im pulsos m im éticos de la im aginación.
En un sentido radicalm ente ju d ío , am aba el lenguaje por
encim a de todo -reco rd em o s sus com entarios sobre Pín-
daro, Sófocles, los E vangelios- y desconfiaba plenam ente
de la propensión de éste a la fantasía, a la im agen. De ahí
su terrible dictum : “D ebem os preferir el infierno real a un
paraíso im agin ario” . M artin A n d ic aborda este tema críti­
co de la “im agin ació n ”, y enuncia de form a persuasiva la
constante invitación de Weil a la concreción, su m anera de
insistir, seguram ente con razón, en que las abstracciones, los
falsos absolutos ideológicos y las ilusiones retóricas de las
que se alim entan nuestros políticos provocan la inhum ani­
dad del hom bre para con el hom bre. (Es posible apreciar-
una sugestiva afinidad entre la crítica del lenguaje de Weil
y la de O rw ell en circunstancias a veces parecidas.)
No obstante, com o señala el profesor A ndic, esta críti­
ca es en el caso de Weil nuevam ente “teológica”. D icha crí­
tica relacio n a la necesaria “d escrea ció n ” del “N osotros”
colectivo con el espacio de lo político: “El dem onio que hay
en nosotros es el ‘N osotros’ o, m ejor dicho, el ‘Y o ’ con un
halo, o ‘N osotros’ en torno a éste, ya que es la im aginación
la que nos hace q uerer ser Dios sin Dios, com o él en térm i­
nos de poder, no de amor, y la que nos otorga una divini­
dad ficticia, colocán d on os en el centro del universo, en el
espacio y en el tiem po, en los valores y en el ser”. La per­
cepción liberada de la im aginación es el “discernim iento”.
L legad o a este punto, seguram ente A n d ic debería alertar­
nos sobre la noble fu en te de la que m ana la defensa de
Weil: la rúbrica clair et distinct de Descartes. Por últim o, el
“discernim iento” de lo auténtico, de nuestras propias cir­
cunstancias y de los hechos del m un d o resulta accesible
sólo a través de los “ojos del am or”. Sólo ellos podrán se­
guir el rastro secreto de la presencia ausente de Dios en
una realidad autocegad ora y nauseabunda. N o obstante,
antes incluso que esa am orosa (¿platónica?) clarividencia,
el “discernim iento” pu ed e aplicarse a la vida cotidiana. No
hay nada en la obra de Weil que m e resulte tan conm ove­
dor com o sus lúcidas observaciones sobre las condiciones
de vida de la clase trabajadora, dentro y fuera de la línea
de m ontaje, donde la lucidez se consigue al p recio de un
terrible sufrim iento personal, y la visión disciplinada avan­
za hacia el discernim iento a través del dolor. Y, aunque más
com prom etido con el neo o posm arxism o de Agnes Heller,
el capítulo “Sim one W eil y la civilización del trabajo”, de
Clare Fischer, representa una im portante contribución so­
bre este tem a capital. Para Weil, la “Pasión” y el “ganarse el
p a n ” son cosas muy parecidas.
Los últim os textos de estos acta tratan más directam en­
te de la visión “cultural” más am plia de la em presa de Weil.
El editor y, a continuación, los profesores Collins y Nirlsen
nos introducen en las consideraciones, personales y socia­
les, de Weil sobre el tem a de la ley. Todos ellos subrayan las
distinciones que establece entre un exceso de “libertad ” y
una falta de “p en sam ien to ” en los argum en tos e ideales
sociopolíticos en boga. Weil d efien d e una “regla ju sta ” que
debería ser articulada p o r ju e ce s casi platónicos, cuya fun ­
ción sería la de m ediar entre obligaciones m utuas inevita­
blem ente conflictivas. D urante los últim os meses de su vida
com o trabajadora, W eil lu ch ó p o r redefin ir la noción de
ju sticia social, de la legitim idad misma, bañada en la triste
luz de la catástrofe europ ea y, en especial, del colapso de
la autoridad m oral en Francia. Las im portantes reflexiones
sobre la tiranía y sobre la am bigua posición de una liber­
tad secular se en cuen tran entre las más lúcidas y abrasivas
del p erfeccion ism o de Sim one Weil.
Patrick Sherry reflexio n a sobre la estética religiosa de
Weil. Este autor señala la matriz trinitaria de sus m odelos
sobre la “perfecta arm onía”. Es el vínculo am oroso que une
al Padre y al H ijo el que facilita a W eil (com o a Agustín) el
punto de apoyo y el paradigm a de la concord ia absoluta y
.de la belleza desinteresada. Esta belleza se consolida, por
así decirlo, en la infinita luz derram ada p o r el Espíritu San­
to. A n n Loades analiza de form a incisiva los temas de la
in o cen cia y del sufrim iento, dram atizados en distintos tex­
tos de W eil sobre el m ito de A n tíg o n a y el paradigm a
sofocleo. C o n gran elegancia, la d octora Loades d enuncia
la ausencia de éstos en mis propias Antígonas de 1984. C o n ­
fieso m i n egligen cia en este punto, pero nada en este con ­
m ovedor y agudo capítulo consigue persuadirm e de que la
d octora Loades no esté ed ifican do en falso. Los apuntes
sobre A n tígo n a y C reo n te de W eil apenas añaden algo a lo
ya postulado p o r H egel y K ierkegaard. Y si hay, hoy en día,
una lectura de Sófocles que vaya más allá de la de estos dos
grandes descifradores de claves, ésa es la de H eidegger.
L a coda “Sim one Weil: ¿precursora de un nuevo rena­
cim iento?”, del profesor Finch, representa el m om ento más
revelador de todo este conjunto de textos.
¿Se sintió el profesor Bell, ed itor de esta colección , por
fin, in cóm od o ante las evasivas y la absoluta pobreza inte­
rrogativa de la parte anterior? Porque con lo que aquí nos
encontram os es sin duda con un ejercicio de “lim itación
del d esd o ro ”. Finch se lanza a galope para m atar a los que
sutilm ente llam a “los cuatro d ragones”, los cuales se levan­
tan en m ed io del cam ino de la ju sta valoración ante la
em bellecid a lady Sim one. El prim ero es el de la anorexia,
tal com o pod ría analizarse en la psicología corriente. “¿No
es una respuesta com prensible a la fabricación y utilización
de las bom bas sobre decenas de miles de personas que una
sola m ujer m uera p o r rechazar el alim ento p o r simpatía
hacia estas víctim as?” U na base delicada oculta con maña
p o r u n a p regu n ta retórica. El p ro p io testim onio de Weil
habla nó de las víctim as del ataque aéreo, sino de las ma­
gras raciones de la Francia ocupada que p ro p o n e repartir,
más o m enos m elodram áticam ente, en su exilio lon d in en ­
se. El segundo dragón es la im putación del m asoquism o
(cf. la plana aseveración anterior de J. P. Little, según la
cual “no hay com plejo de m ártir en Sim one W eil”). D ebe­
mos en ten d er sus esponsales con el d olor com o estaciones
imperativas en su cam ino hacia “el B ien ” . D e nuevo, este
punto es extraordinariam ente com plejo. L o cierto es que
incluso sus am igos íntim os quedaron conm ocionados ante
192
la confesada envidia de ésta ele la agonía física de Cristo,
ante su deseo de em ular la Pasión. Por m ucho que pueda
parecerse a la tradición mística de la sagrada laceración, un
sentim iento com o éste habita en la línea de som bra de lo
patológico.
El dragón n ú m ero tres es el alegado antijudaísmo de
Weil (las itálicas son ele Finch). A ritmo de psicólogas tan
deform adas com o A n n a Freud, Weil llegó al cristianismo
p o r am or a Cristo y no p o r el rechazo virulento de su p ro ­
pio jud aism o. “¿Se ha convertido en principio que ningún
ju d ío p ued a abrazar otra religión más que p o r rechazo vi­
ru len to del ju d a ism o ?” L o que ocurrió ¿no sería sim ple­
m ente que tuvo la buena fortuna de ver la luz y term inar
convertida en “una cristiana o rto d o xa” (Ann Loades)? Je­
sús no habla, “com o p od ría ser el caso en el ju d a ism o ”, al
“yo de un p u e b lo ” . Jesús habla a “individuos esenciales”, a
“am igos im personales”, entre los cuales se destaca Weil.
A q u í se hacen ju e g o s m alabares con las palabras. Ya he
m en cion ad o la om isión aparentem ente sistemática ele las
fuentes ju d aicas y el tenor del pensam iento de Weil que
m arcan este libro. Pero el asunto es más sencillo y más de­
testable a un tiem po. En el rechazo violento de Weil ante
su propia identidad étnica, en su estridente denuncia de
la crueldad y del “im perialism o” del Dios de A braham y de
Moisés, en su repulsa m uy próxim a a la histeria ante lo que
llam aba el exceso de ju d aism o en el catolicism o -catolicis­
m o al que finalm ente no se u n ió -, los rasgos del clásico
autorrechazo virulento ju d ío alcanzan el paroxism o. En ese
desagradable respecto, Weil pertenece a la familia de Marx,
de O tto W eininger y, ocasionalm ente, de Karl Kraus. Lo
p eor de todo, repito, es su negativa a considerar, en m edio
de su elocuen te pathos del sufrim iento y la injusticia, los
horrores, el anatem a que recaía sobre su propio pueblo.
El cuarto dragón, una bestia en cierta m edida arcana,
es el del ejem plo y la naturaleza de las oraciones de Weil.
Nos oponem os, dice Finch, a las súplicas de extinción y de
“parálisis” ante Dios de Weil. C reem os que su deseo de
abrazar u n a o b e d ie n cia universal rep resen tad a p o r la
“m ateria m uda e insensible” se debe a causas psicológica­
m ente sospechosas. Recordem os la doctrina sufí del “des­
velam iento an im al”. U na vez que estos dragones de la
ocultación de un crim en son asesinados, podem os seguir
las enseñanzas de W eil por el brillante sendero que con d u­
ce a un renacim iento de la verdadera hum anidad.
En este plano apologético, la discusión seria es apenas
factible. La distinción que ha de establecerse, si es que es
posible, entre la singularidad de la persona, asum iendo
todos sus rasgos patológicos, y el peso autónom o de su obra
d ebería ser objeto de una cuidadosa revisión. Sólo ahora,
y m uy lentam ente, esta distinción com ienza a dar co h eren ­
cia a la obra de Nietzsche. Tendrán que pasar varias gen e­
raciones para trazar un perfil sólido de Martin H eid egger
en el que se pueda confiar. Es posible que Weil no alcance
la talla de éste, pero la oscuridad que ro d ea a am bos es
com parable. Si, por ejem plo, pudiéram os apren d er a sepa­
rarnos de los datos biográficos y de la provocación
confesional: ¿qué parte de la “negatividad existencial” de
Weil va o no más allá de los textos clave sobre la aniquila­
ción del voluntarioso y atorm entado ego de Schopenhauer?
A b o rd a n d o otro tipo de temas: ¿de qué form a debem os
situar la so cio lo gía del trabajo de W eil en relació n con
Engels, o sus recurrentes, si bien furtivas, consideraciones
sobre el suicidio en relación con D urkheim ? ¿De qué for­
m a sus glosas “judeo-cristianas” sobre la literatura clásica
griega son un d esarrollo de Filón y Plotino? ¿Es posible
en m arcar su p ro fu n d a m en te sentida p ero extravagante
interpretación de Ja litada c o m o poem a sobre el sufrim ien­
to -u n a lectura casi ciega para la inm ensa alegría y feroci­
dad de la guerra antigua que hace resplan d ecer la é p ica -
d en tro de las enseñanzas sobre la g u erra de Alain? Son
m uchos los temas que aguardan un análisis escrupuloso y
alejado de la hagiografía.
Sin duda, ésta es la clave. La presencia de Sim one Weil
es desde cu alq u ier punto de vista fascinante. H ay frases,
incluso páginas com pletas, en sus escritos que detienen el
pulso p o r su enardecid a y lacerada hum anidad (una vieja
traba ju d ía ) , p o r la aguda aspereza de su visión filosófica o
social. U n a visión nocturna, p o r así decir, de consciencia
insom ne. L a gravedad y la gracia no desm erece en absoluto
del m ejor K ierkegaard. Echar raíces sigue siendo un argu­
m ento p rofun d am en te sugestivo, dotado de una claridad
en relación con la política que no se lim ita a record ar la
de Kant. H ay m om entos, y más que m om entos, de supre­
m a in teligen cia m oral en los Cuadernos y en las cartas de
Weil. Nuestros hostigados tiem pos serían m u ch o más p o ­
bres sin la “an tropología” vivida de Sim one de Beauvoir, sin
las diagnosis político-literarias de H annah A rendt. Pero, de
los grandes y transcendentes espíritus fem eninos, es el de
W eil, a mi ju ic io , el más claram ente filosófico, el que m e­
jo r co n o ce la “luz de la m ontañá” (com o diría N ietzsche)
de la abstracción especulativa. En ese aire frío, el incienso
está fuera de lugar.
L a confianza en la razón: HusserV
[i 994]

C uan d o A d o rn o (alma inocente) buscó apoyo en O xford,


durante los am argos años que van de 1934 a 1937, presen­
tó su crítica de las teorías de la percep ción de Husserl. Éste
había sido el tem a de su tesis doctoral de 1924. Más desa­
rrollada, Sobre la metacrítica, de la teoría del conocimiento, un
análisis sobre las contradicciones internas (Antinomien) de
la fen o m en o lo gía de Husserl, apareció en form a de libro
en 1956. En 1968, A d o rn o consideraba la Metacrítica com o
uno de sus clos trabajos más im portantes (junto con \a D ia­
léctica negativa) . Realm ente, se trata de un texto denso y de
escrupulosa argum entación. En él aborda lo que denom i­
na las inconsistencias fundam entales del “realism o plató­
n ico ” de Husserl. A d orn o cuestiona la confianza apodíctica
de Husserl en la validez, en la atem poralidad de las cien­
cias exactas; ironiza sobre el horror intellectualis que carac­
teriza el pensam iento de Husserl frente a la m aterialidad
contin gente, frente a lo incipiente; ve algo “quebrad izo” y

* R eseña de 'Briefwechsel de E d m u n d H usserl, Karl Schuh-


m an n yE lisab eth Schuhm ann (eds.) (Husserl-Archiv/Dordrecht,
K luw er A cad em ic, Lovaina, 19 9 4 ), The Times Literary Supplement,
24 de ju n io de 1994.
solipsista en la totalidad de la em presa fenom enológica. De
form a característica, A d o rn o hace hincapié en las exigen ­
cias del contexto social y de la historicidad en relación con
cualquier estructura m etafísica del m étodo y de la verdad.
Según A dorno, Husserl sencillam ente no sabe ver que la
transitoriedad de cualquier fen o m en o lo gía idealista es tan
necesaria corno sus orígenes. El angustioso esfuerzo por
conservar la sensibilidad burguesa y liberal en un tiem po
de crisis conform a y debilita la visión del m undo de Hus­
serl. Sin em bargo, hay algo más que un toque de reveren­
cial nostalgia en la form a en que A d o rn o cita el cred o
husserliano: “El reino de la verdad no es el caos desorde­
nado; el unísono y la ley [Gesetzlichkeit] prevalecen en él.
Así, la búsqueda y la exposición de las verdades deben ser
sistemáticas; deben reflejar las relaciones sistemáticas de las
verdades”.
La voz y el fenómeno de Jacques Derrida, una introduc­
ción al “problem a del signo” en la fen o m en o lo gía de Hus­
serl, se p u blicó en 1967. Esta breve m onografía, a un
tiem p o p ro fu n d a m e n te re sp e tu o sa co n los lo g ro s de
H usserl y radicalm ente crítica con sus presupuestos epis­
tem ológicos, co n tien e la esencia de la d econ strucción
derrideana y de la doctrina de la “d iferen cia”. Su revisión
de las contradicciones no resueltas sobre las “intuiciones
de la presencia” de Husserl, así com o de su sem ántica de
la representación, es incisiva. Igualm ente incisivo es el aná­
lisis sobre la “constante visual” - u n legado de los privilegios
de la geom etría de P lató n -, que aparece en el m od elo
husserliano de la aprehensión y la co m u n icación . Esta
constante visual pasa por alto los problem as fundam enta­
les que plantean la audición y la “son orización ”.
N inguna obra posterior de Derricla supera en seriedad,
en paciente sutileza, la form a en que desm enuza la opaci­
dad del co n cep to del autodiscurso husserliano, el “Je dans
le discours solitaire” , la ineluctable am bigüedad que une
al proceso de “escuchar el discurso que u n o se dirige a sí
m ism o” . A su vez, los ensayos filosófico-históricos d e ja n
Patocka ad quieren particular fuerza cuando establecen un
diálogo con Husserl, cuando las cuestiones que se debaten
son las de la historicidad de la consciencia hum ana (recor­
dem os la d eu da relativa de H usserl con D ilthey) o el fraca­
so m anifiesto de la fen o m en o lo gía husserliana a la h ora de
encon trar una respuesta satisfactoria al dilem a de las rela­
ciones interpersonales, a la “sociología de las m ónadas”.
Esta incapacidad para desarrollar un m odelo persuasi­
vo en el que los individuos com p arten u n a con scien cia
intuitiva de la realidad daña seriam ente la fe fenom enoló-
gica. La fe n o m en o lo gía p reten d e explicar la consciencia
que tenem os de nuestro p ro p io ego, de sus procesos de
p ercep ció n y de integración, así com o de las num erosas
m aneras en que estos procesos construyen nuestra form a
ele habitar y en ten d er el m undo. ¿Ha escapado del solip-
sismo, de una narrativa del ego aislado?, se preguntan has­
ta los críticos sim patizantes de la fen om en ología.
¿Existe algún tipo de clave en el h ech o de que tantos
pensadores m odernos den lo m ejor de sí mismos cuando
escriben en favor o en contra de E dm und Husserl? ¿O en
el h e ch o de que la fen o m en o lo gía , tal com o H usserl la
córrcibió y argu m en tó, sea más fructífera para los m odelos
'que se separan de ella, para las apropiaciones y desviacio­
nes, algunas de las cuales el m ism o m aestro observó con
en orm e desagrado? ¿Q ué otra filosofía, después de K ant y
de H egel, ha g en erad o tantos retoños imitativos, si bien
selectivos, o abiertam ente sediciosos? H usserl asistió con
creciente repulsa a los intentos de M ax Scheler p o r conver­
tir la fe n o m en o lo gía en una teoría de valores y hum anis­
m o trágico. A d o lf R einach propuso una ju risp ru d e n cia
fen o m en o ló gica. Fiel en la m ed id a de lo posible al intui-
cionalism o de H usserl, R om án Ingard en desarrolló una
estética y un paradigm a de la estructura de la obra de arte.
Por m ed io de Jaspers en E u rop a y de Binswanger en N or­
team érica, el pen sam ien to de H usserl se in tro d u jo en la
p sico lo gía teórica y aplicada, y g e n eró una especie de
psicopatología filosófica dirigida a los estados de conscien­
cia y de existencialidad psíquica del paciente. Tam bién en
Estados U nidos, A lfred Schütz quiso exten d er la fen o m e­
n o lo g ía a las ciencias sociales. En Francia, la co rrien te
husserliana ha tenido un carácter seminal. En ella se apo­
yan: el trabajo de Sartre sobre la percep ció n y el im agina­
rio, la fe n o m en o lo gía de la presencia de M erleau-Ponty, la
teoría de la volición de Paul R icoeury la fen o m en o lo gía del
“cara a cara” de Levinas, ahora tan influyente.
P ero el dram a de la h eren cia traicionada es, p o r su­
puesto, el de la relación con H eidegger. Es posible que
hagan falta algunas décadas para desenm arañ ar ciertos
aspectos de esta historia de discipulado y rechazo tan trá­
gicam ente creativa. A lgunos factores de ín d ole personal,
especialm en te el co m portam ien to felin o d a Üteidegger
hacia su m aestro y ben efacto r durante el nazisnm tzomjs®»-
can y oscurecen aún más el problem a. D edicado a Edm und
Husserl, Ser y tiempo constituye la más rara de las paradojas:
un m on um en to que destruiría. Secas y autónom as com o
son, las notas m arginales de H usserl sobre el leviatán de
H eid eg ger (publicadas y ya traducidas al francés) denotan
un d o lo r abrum ador. Husserl se da cuenta inm ediatam en­
te, p ero en contra, p o r así decir, de la sem illa de sus espe­
ranzas y legítim as expectativas, de que M artin H eid egger
ha subvertido casi p o r com pleto la biísqueda y los criterios
de racionalidad (Wissenschaft) fenom enológicos. La ontolo-
gía y la narrativa de un prim ordial “olvido del ser” de
H eid eg ger supone el repud io del trabajo de toda una vida,
tanto más d em o led o r al no articularse en palabras. Husserl
es un pensador dem asiado lúcido, dem asiado com prom e­
tido com o para no darse cuenta de la grandeza, del hechi­
zo retórico de la em presa de H eidegger, para no adivinar
el largo e p ílo g o que seguiría a esa obra. El triunfo de
H eid eg ger después de 1927 (en 1928 accede a la cátedra
de Husserl en Friburgo) determ inará tanto el aislam iento
de H usserl co m o el g e n io de sus últim os e in com p leto s
escritos.
Resulta casi irón ico que de ese aislam iento - e n 1934
H usserl com en ta el “espectral silencio que le ro d ea”- sur­
giera el archivo más rico y detallado de todas las carreras
filosóficas m odernas, a excep ció n , quizá, del de Bertrand
Russell. Rescatado de Lovaina p o r H. L. von Breda, el ma­
terial de H usserl ha vivido durante m ucho tiem po un pro­
ceso de inventariado y publicación extraord inariam ente
m inucioso'y erudito. (La edición de H eidegger, que ahora
avanza a ritm o espasm ódico, es por contraste un em brollo
a m enudo irresponsable. Justice faite.) Husserl dejó un le­
gado de cuarenta mil páginas taquigrafiadas. Algunas lec­
turas y tratados clave, especialm ente esa obra m aestra que
es L a crisis de las ciencias europeas, perm anecían in com ple­
tas o en versiones editorialm ente insatisfactorias. A hora,
bajo los auspicios del Archivo Husserl, grandes fragm entos
del iceberg salen a la superficie. La copiosa Husserl-Chronik
(19 7 7 ) de Karl Schuhm ann y el volum en de docum entos
y fotografías de Hans Rainer Sepp, Edm und Husserl und die
phánomenologische Bezvegung (2 .- ed., 1988), nos perm iten
seguir, casi de un día para otro, los escritos, las enseñanzas,
los encuentros y viajes del maestro. El arduo ascenso aca­
dém ico de H alle ( 1 8 8 7 - ig o i) a G óttingen (19 0 1-19 16 ) y
de Góttingen aF riburgo (1916-1928) puede rastrearse con
todo detalle. Cuán poco es, en com paración, lo que sabe­
mos de la existencia personal de W ittgenstein. E d m und
Husserl fue un gran corresponsal, aunque su obra episto­
lar difiere de las de L ocke o Voltaire. Se quejaba de la pre­
sión incesante de su tiem po, pero utilizaba las cartas -a
m enudo escritas eíi la taquigrafía de G abelb erger y trans­
critas después p o r su m ujer o por alguno de sus ayudantes-
para exp o n er su doctrina, para intentar dar form a y con­
sistencia a un m ovim iento fen o m en o ló gico internacional
o para debatir con sus colegas. Editados por Karl y Elisabeth
Schuhm ann, estos nueve volúm enes de la Briefwechsel, ju n ­
to con un décim o volum en de com entarios e índices de la
edición, constituyen u n a de las publicaciones de erudición
filosófica más notables de este tiem po de desolación. Di­
chos volúm enes co n tien en 1 .3 1 4 cartas escritas p o r H us­
serl y 704 dirigidas a él y / o a su m ujer, M alvine. Las
referencias y las citas de cada carta aparecen en notas a pie
de página. AJ final de cada volum en, los editores añaden
u n textkritischer Anhang, en el que se indica la localización
del original y se da razón de todas las lecturas dudosas o
problem áticas. Sobria pero publicada con generosidad de
espacio, de form ato y en cu ad ern ació n iguales a los de la
otra Husserliana Dokumente, esta ed ición de la co rresp o n ­
dencia de Husserl no sólo h on ra al filósofo, sino a sus de­
votos editores y a la casa editorial que lo ha h ech o posible.
L a co rresp o n d en cia abarca el p erío d o que va de 1893
a la víspera de la m uerte de Husserl, acaecida en 1938, e
incluye cartas intercam biadas entre unos 250 corresponsa­
les e instituciones. La división entre los distintos volúm e­
nes se lleva a cabo de form a cro n o ló gica sólo en sentido
parcial. C om enzam os con un gru p o de cartas dirigidas a/
y de B ren tan o, así co m o a /y de otros discípulos de este
últim o. De esta form a, entram os en co n tacto con los fas­
cin an tes in tercam b io s q u e se p ro d u cen con M asaryk y
M einong. El segund o volum en cubre el d iálogo con feno-
m enólogos de M únich tales com o A lexa n d er Pfánder, uno
de sus prim eros “hijos reb eld es”, y Scheler. El tercer y más
am plio conjunto de cartas (sólo éste alcanza unas 550 pá­
ginas) es el de la E scuela de G óttingen. Los sem inarios de
H usserl d ie ro n cabid a a un a d o ce n a de n a cio n alid ad es
distintas, y las cartas a W in th ro p Pickard Bell, a W illiam
Ernest ITocking, a Rom án Ingarden, a D ietrich M ahnke y
a Edith Stein (sólo dos cartas parecen haber sobrevivido)
dan m uestra de esta variedad. Es posible que el cuarto vo­
lum en, el de los años de Friburgo, sea, desde un punto de
vista estrictam ente filosófico, el más rico de todos. En él se
dan cita los intercam bios epistolares con D orion Cairns,
Ludwig Landgrebe, Karl Lówith, Jan Patocka, Alfred Schütz,
H erb ert M arcuse, E ugen Finlc, A ron Gurwitsch, los cuales,
en su totalidad, ju g a ro n un im portante papel en la histo­
ria de la fen o m en o lo gía y de la argum en tación filosófica y
social d el siglo x x . A q u í se encuen tran tam bién las veintio­
cho cartas de Husserl a Martin H eidegger, las dos cartas de
H eid eg ger y la hipócritam ente correcta y de algún m odo
venenosa carta del 29 de abril de 1933, en la cual Elfride
H eidegger, im placable antisem ita y acolita del nuevo régi­
m en, transm ite su sim patía p o r la fam ilia H usserl, ahora
cercad a y en peligro. En una frase de oscuridad maestra,
Frau H eid egger recuerda los m éritos sacrificiales de los dos
hijos de Husserl (W olfgang había caído en servicio activo,
en m arzo de 19 16 ) y la form a en que éstos concordaban
con el nuevo espíritu del Volk alem án.
Los volúm enes quinto y sexto son de tinte “p rofesio­
n al”. C on tien en los intercam bios epistolares entre Husserl
y los neokantianos, m uy especialm ente Paul N atorp, entre
1894 y 1924, H einrich Rickert, Hans Vaihinger, así com o
contactos filosóficos más generales: cuatro intercam bios
con Frege, cuatro con Dilthey, cartas dirigidas a / o de
Gouhier, Ernst M ach, Jaspers, la nota de Bertrand Russell
de 19 de abril de 1920, en la que inform aba a Husserl que
20 4
tenía consigo en la prisión las Investigaciones lógicas, las ocho
cartas de Shestov y un p u ñ ad o de cartas de Sim m el a
Husserl. A pesar de su título, Wissenschaftlerkorrespondenz, es
decir, textos de orden estrictam ente científico, el séptimo
volum en contiene una carta crucial sobre el arte y la poéti­
ca de Husserl a H ofm annsthal (12 de enero de 190 7), así
com o una breve pero significativa carta de Albert. Schwei-
tzer fechada en ju lio de 1923. El octavo volum en cubre los
contactos con las academias, periódicos, instituciones espe­
cializadas, editoriales y la burocracia académ ica alemana.
C om o nota tétrica, incluye las misivas enviadas por Husserl
al recto r de la U niversidad de Friburgo, en las cuales el
m aestro proscrito (estamos en 1935) firma “Mit deutschem
Gruss”, el nuevo shibboleth nazi. El noveno y últim o volum en
de cartas reú n e la co rresp o n d en cia privada de la fam ilia
H usserl, así co m o el in terca m b io ep istolar con am igos
íntim os com o Gustav A lbrecht. Basta una mirada para com ­
p ren d er que esta jo y a de colección no sólo es una inesti­
m able historia de la fen o m en o lo gía y de la vida intelectual
y m oral de Husserl, sino tam bién, tanto en sí misma com o
en virtud de sus referencias, una crónica de la consciencia
eu rop ea que va desde el com ienzo del siglo hasta el estalli­
do de la barbarie.
Si hay una idéefixe que dé cohesión a esta obra, es la de
una m isión, la de u n a llam ada de carácter sagrado. En una
larga carta a A rn o ld M etzger (4 de septiem bre de 19 19 ),
Husserl define su credo. Los años de investigación filosó-
fico-lógica, desesperad am ente con cen trad a, habían sido
“orientados hacia una meta, predestinados, ‘dem on íacos’”
com o ninguna otra intelección sistemática. La tarea en co ­
m endada p o r Dios a E dm und Husserl fue la de situar la
filosofía occidental en el único cam ino verdadero: el de un
“conocim iento exacto ”, fundado sobre una base aún más
rigurosa que la de las ciencias naturales, las cuales deben
derivar su legitim idad de una filosofía com o ésta. U na fra­
se sorprendente (dirigida a Pannwitz en mayo de 1934)
caracteriza el sentido que Husserl tiene de esta tarea: él es
un “m ero funcionario del absoluto” . Sólo la fen o m en o lo ­
gía, y su elucid ación de “datos absolutos arrancados a la
intuición pura e inm anente p o r el ego tran scen d en tal”,
puede facilitar un m odelo auténtico y verificable para las
relaciones entre los actos de la consciencia, el yo y el m un­
do; entre la noesis, la detallada estructura de estos actos
revelados por la fam osa “reducción fen o m en o ló gica” - e l
m undo puesto entre “paréntesis de duda total cartesiana”-
y los noema, las entidades objetivas que nos son reveladas.
G uiada por la “intencionalidad”, la idea clave de Brentano,
cuand o d efien d e que la consciencia es siem pre “cons­
ciencia d e ” algo y “dirigida hacia” algo, la fen o m en o lo gía
llegará finalm ente a una com prensión de aquellos actos
psíquicos prim arios p o r m edio de los cuales se dan las es­
tructuras lógicas de la com prensión hum ana. La conse­
cu en cia de esto será la “Filosofía com o ciencia estricta”
(título del ensayo clave de 1 9 1 0 -1 9 1 1 ). Y aqu í cien cia
(Wissenschaft) im plica, com o lo haría en Platón, el ideal del
rigor axiom ático y la certid um bre de las pruebas en las
matemáticas (Husserl com enzó con la epistem ología de los
núm eros y teorem as geom étricos).
Pero los logros tienen más alcance que los de la concep­
ción abstracta. Incluso antes de la catástrofe de 19 14 -19 18
y del p erío d o de la posguerra, Husserl se vio poseído por
un vivo indicio de Krisis. Sólo un cam bio com pleto en las
prácticas de racionalidad occidental, sólo una “psico-logía”
radicalm ente innovadora o, más exactam ente, “psico-lógi-
ca” (aquí hay, sin duda, una d eu da con el em pirism o britá­
nico y con Mili) podría evitar el colapso de la civilización
europea. D e ahí los com entarios de H usserl sobre la “enor­
me tarea de toda u n a vida” (ungeheure Lebensaufgabe). La
m isión de la fe n o m e n o lo g ía no era sino m esiánica. Este
hecho plantea ciertas analogías con Freud, un nom bre que
no se m en cio n a en esta co rresp o n d en cia. El paradigm a
m osaico es com ún a ambos. A H elm ut Kuhn, en febrero de
1937: “Son los descendientes los que se establecerán en la
tierra sagrada; un a tierra de descubrim ientos in con m en ­
surablem ente más ricos, en la cual todos los problem as
filosóficos hallarán, p o r prim era vez, su auténtico sentido”.
Los fundadores, los líderes del éxod o del error, sufrirán la
rebelión de sus discípulos y seguidores; se verán traiciona­
dos p o r quienes h abían elegid o com o hijos espirituales;
term inarán sus días en am arga soledad. Pero la gran causa
sobrevivirá. Seguridad sin la cual la actividad filosófica ca­
recería de su “Ernst au f L eben und T od ” (“cuestión de vida
o m uerte”, com o Husserl la califica en una carta a A lbrech t
escrita tras el co loqu io de Praga de 1934); sin la cual no
p ued e haber un “sentido del m u n d o ” (Weltsinn) válido.
Las im plicaciones teológicas son claras. La “filosofía
gen uin a es eo ipso teo lo gía” (a D. M. Feuling, en carta escri­
ta d uran te el som brío mes de m arzo de 19 3 3 ). W alter
B enjam ín se uniría a la cuestión. Pero ¿qué clase de teolo­
gía? La Briefiüechsel perm ite algunas aclaraciones sin p rece­
dentes en el com plejo tem a del ju d aism o de Husserl. La
carta a M ahnke, fech ad a el 17 de noviem bre de 19 2 1, es
de una im portancia central. Toda la existencia de Husserl
se ha desarrollado sin ninguna con exió n real con sus o rí­
genes ju d ío s. Es la lectura del N uevo Testam ento la que re­
sulta decisiva en la génesis de su yo ético e intelectual (esta
lectura determ inante tiene lugar en Viena, en 1882, por
su geren cia de M asaryk). C u a n d o se p rom u lgan las leyes
raciales del nacionalsocialism o, Husserl se siente h erido en
las mismas “raíces de mi existen cia” (en carta a A d o lf Gri-
m m e, g de octubre de 1933 ). De form a patética, Husserl
cree y confía en que su hijo G erhart y él m ism o, ju n to con
M alvine, obten d rán perm iso para contin uar u n a vida más
o m enos norm al en la nueva Alem ania. N adie se siente más
alem án que él, nadie, desde Fichte, ha tejido un vínculo
más estrecho entre el destino de A lem an ia y el de la
filosofía. El idealism o filosófico alem án, en el que la em ­
presa fen o m e n o ló g ica tiene sus fuentes kantianas y fich-
teanas, era para Husserl, no m enos que para H eidegger, un
triunfo del “ Geist alem án ”, una irrefutable prueba de que
la especulación m etafísica era in heren te al destino del Volk
alem án, co m o lo h ab ía sido en la A tenas p la tó n ica y
aristotélica. El “nacionalism o im perial” de H usserl le hizo
considerar la derrota de A lem ania, en 19 18 , com o un de­
sastre para la hum an idad (de nuevo, los paralelism os con
H e id e g g e r son m uy nítid os). Esta visión, ju n to con su
identificación interior con Fichte com o em plazador y edu­
cador de la deutsche Nation, separó todavía más a Husserl de
la sensibilidad ju d aica. Los últim os años son aún más som­
bríos. El “Dios que m e ha recibido en la gracia y perm itido
m o rir”, una de las últimas sentencias de Husserl, escrita en
abril de 1938, apenas podía ser el Dios del Sinaí. Este Dios
era la deidad de Im m anuel Kant, una deidad que puede
identificarse con “la tarea suprem a y siem pre aplazada” de
la lu ch a filosófica y, más exactam ente, fen o m en o ló gica.
C o m o H usserl había escrito a H ans D riesch en ju lio de
19 17 : “se itja h re n streben m eine G edanken diesem Reich
d er Sehnsucht zu ” (“desde hace años, mis pensam ientos
aspiran a este reino de la Sehnsucht', un térm ino intraduci­
bie del rom anticism o alem án sobre la añoranza, sobre lo
que se rem em ora platónicam ente).
¿Ha llegado la fen o m en o lo gía de Husserl, su esfuerzo
-q u e él mism o calificó de patológico p o r su abstracción y
su foco, nacidos en una especie de trance-, a esa tierra sa­
grada? C ualqu ier respuesta sum aria sería una frivolidad. Al
com ienzo de este texto, hice notar la fuerza y el alcance de
la p re se n cia de H usserl en la a rg u m en tació n filosófica
co n tem p o rán ea y en las sciences humaines. Las conferencias
pronunciadas en la Sorbona en 1930 (las Meditaciones car­
tesianas) constituyen uno de los docum entos clásicos del
pensam iento-en-m archa (thought-in-progress), del m étodo
filosófico m ism o, en la historia del análisis occidental. Es
m ucho lo que todavía queda p o r en ten d er y desarrollar de
L a crisis de las ciencias europeas. Los que escucharon las rele­
vantes co n feren cias de V ien a y de Praga, pronunciadas
durante los años 1935 y 1936, las consideraron com o la
proposición filosófica individual que mayores consecuen­
cias tuvo en el siglo, más allá incluso que el Tractatus o Ser y
tiempo. N o obstante, seria d esorientador suponer que la
“orto d o xa” fen o m en o lo gía de Husserl, así com o el progra­
ma que trazó para ésta, tuvieron éxito de form a específica
y sistemá tica. Algunos problem as cardinales y apañas im plí­
citas en la construcción husserliana han dem ostrado ser
peijudiciales. ¿De qué form a pued en ser intencionales los
estados de la consciencia? ¿De qué form a el ego transcen­
dental se relacion a con otros para llegar a un Lebenswelt
com partido y colaborativo, el concepto seductor pero os­
curo que em erge del últim o trabajo de Husserl? ¿De qué
form a puede el m ovim iento fundam ental de la reducción
fen o m en o ló gica y el “retorn o a las cosas” liberarse de los
presupuestos que Husserl nunca llega a aclarar por com ple­
to? ¿De qué form a la fen o m en o lo gía de Husserl ha ofreci­
do una ayuda tangible a las ciencias naturales? La narrativa
de la p ercep ció n de Husserl parece ser cada vez más un
capítulo de la historia de la psicología y de la sensibilidad
cultural que él quiso erradicar de una “filosofía científica”.
De form a paradójica, quizá, estas mismas eludas son las
que hacen que la correspondencia sea tan ilum inadora. La
honestidad con uno m ism o p o r en cim a de todo, en ten ­
diendo honestidad com o desnudez m oral, no es necesaria­
m ente una virtud entre todos los filósofos. Los alam bres
para equilibristas que tienden ocultan más de un abismo.
La probidad de E dm und Husserl, su gran seriedad y capa­
cidad para percibir una posible derrota, brillan en estas
cartas. L a figura que em erge de ellas es la de un hom bre
cuya reflexión ininterrum pida, desinteresada, extraordina­
riam ente exacta y exig en te es com parable a la de un
Spinoza o un K ant (cf. la fascinante crítica de Spinoza que
aparece en el b o rrad o r de u n a carta a Cari S tu m p f de
191 g ) . El daimon que obligó a H usserl a acom eter su abru­
m adora tarea -H u sserl lo invoca en u n a carta a M etzger
fechada en septiem bre de t g i g - era, com o en el caso de
Sócrates, un diablillo de la verdad. Levinas rem em ora el
“resplandor” (rayonnement) incom parable de alguien para
quien el cada vez más cercano “final del m u n d o ” no era un
simple tropo retórico; p o r el contrario, de algu ien que
opuso a éste su propia previsión y una estoica confianza en
la razón. Esta Briefwechsel, que tan m agistralm ente ahora se
presenta ante nosotros, salvaguarda la presencia viva de un
ser hum an o que no sólo supo que la vida que no se som ete
a un exam en no vale la p en a vivirse, sino tam bién de al­
guien que se em barcó para exam inar las condicion es, las
posibilidades de este exam en.
Un arte exacto
[1982]

Hay un salto apriorístico que p reced e a todo acto de tra­


ducción; hay presun ciones sobre la “trad ucibilid ad ” que
norm alm ente no son objeto de exam en. Creem os que el
texto que tenem os ante nosotros puede, con m ayor o m e­
n o r precisión, ser descifrado y transferido. Este m ovim ien­
to axiom ático se basa en expectativas filosóficas y formales,
así com o en la evidencia pragm ática. Las premisas episte­
m ológicas se en cuen tran tan intensam ente internalizadas
y son a un tiem po tan difusas que apenas nos m olestam os
en dilucidarlas o exam inarlas. D e esta form a, puede decir­
se que la traducción actúa sobre la base de un convencio­
nalism o más o m enos oculto. Los m atem áticos, después de
F rege y Russell, dirían lo m ism o en relación con ciertas
ramas de su pro p io arte; la cosa fu n cion a aunque sus ci­
m ien tos sean inestables o escurridizos. N o obstante, me
gustaría com probar si es posible aclarar, aunque sea par­
cialm ente, al m enos la sustancia, la autoridad de los ci­
m ientos apriorísticos de la “con fian za sem ántica” en los
que se sustenta actualm ente - la analogía con la seguridad
o con la validación es aquí in stru m en tal- el asunto de la
traducción.
En la práctica cotidian a de la trad u cción la sum a de
evidencias em píricas, de la “pragm ática”, es de form a pa­
tente la más reveladora. Tenem os serias razones para supo­
ner que la traducción de mensajes entre distintas lenguas
ha sido un h ech o derivado de la com unicación y de la co­
existencia hum anas desde “B abel”. L a evidencia de este
hallazgo histórico es tan aprem iante que pasam os p o r alto
la cuestión que se plantea si “el postulado de B a b el” - e l
m ito ubicu o de la fragm entación punitiva de un a sola len­
gua prim aria, la evocación ubicua de un E dén anterior a
la trad u cció n - se inventó con el objeto de dar a la traduc­
ción la necesidad, la dignidad de un origen cósm ico, o, por
el contrario, si el m ito continúa m ucho después de la amar­
ga consciencia de la incom prensión m utua. N o nos plan­
teamos esta p regun ta de todo punto in con testable, sino
que avanzamos a partir de la patente inm ensidad del cor-
pus de intercam bios interlingüísticos que con ocem os des­
de el origen de la historia.
¿No existen contraejem plos, algún caso en el que el
intento de traducción, al m enos en un sentido más o m e­
nos práctico, sencillam ente haya fracasado?
Hasta ahora no nos ha sido posible descifrar y, en con­
secuencia, traducir a otra lengua los textos prod ucid os por
las culturas de la isla de Pascua, del valle del Indo o del
p u eblo etrusco. N o obstante, consideram os esta barrera
com o un hech o contin gente y tem poral. Si la arqueología
se destapara con una serie de nuevas inscripciones, y si és­
tas se convirtieran en una “piedra Rosetta” para cualquie­
ra de estos casos, el descifram iento y la trad u cció n no
tardarían en llegar; o, quizá, un análisis lingüístico más as­
tuto o afortunado p od ría descubrir las verdaderas relacio­
nes de estos sistemas errantes con otro co n ju n to de
fo n ética y sintaxis conocidas. En ese caso, podríam os com-
1nrenderlos.
1 En una Dalabra:
.
no se considera au i
e un fraca-
so en este cam po tenga u n a tran scen d en cia form al o
general; no se considera que un ejem plo de “intraducibili-
d ad ” establezca de algún m od o la in h eren te posibilidad,
m u ch o m enos la existencia, de “lo in trad u cib ie”. La pre­
sunción pragm ática de la transferencia lingüística univer­
sal es tan fuerte que resulta d ifícil im aginar que un grupo
num eroso de intratables -u n cen ten ar de “etruscos”- pu­
diese n egar la confiada in d u cció n m ediante la cual el tra­
d u cto r avanza en su trabajo.
Es más, ¿por qué nos atorm entam os con contrarieda­
des ficticias? El núm ero de fracasos a la hora de traducir
es, de h ech o, casi insignificante en térm inos estadísticos.
Vistos de cerca, éstos surgen bien del accidente banal de
un a d o cu m en tació n insuficiente (el p ro b lem a etrusco),
bien de situaciones de rango, quizá de arbitraria excen tri­
cidad (el llam ado m anuscrito Voynich, un texto codifica­
do de veintinueve sím bolos que apareció en Praga a finales
del siglo x v ii , se ha resistido hasta la fech a a cualquier m é­
todo de d ecod ificación ). En todo esto no existe nada que
pu ed a n egar la hipótesis de trabajo -casi un d o g m a - que
d efien d e que la traducción, que la transferencia de ener­
gías sem ánticas entre lenguas distintas entre sí y recíproca­
m ente incom prensibles, es siem pre factible.
Es seguro que si intentam os construir un contraejem -
pío de esta presunción, nos encontrarem os con problem as
tan sutiles co m o instructivos. U tilizand o el m o d elo de la
n ecesaria in d eterm in a ció n de la trad ucción de W. V. O.
Q u in e (ver el capítu lo segun d o de Palabra y objeto), llega­
m os a la conclusión de que n in gu n a evidencia del com por­
tam iento p u ed e resp o n d er p len a o inequívocam ente de la
totalidad de actos y reglas d el habla de n in gú n sistema lin­
güístico dado. D e esto se sigue que podem os “especificar
traducciones m utuam ente incom patibles de innum erables
frases no susceptibles de controles in d ep en d ien tes”. Sería,
po r tanto, m uy difícil, casi con seguridad im posible, dem os­
trar que la tra d u cc ió n q u e nos p ro p o n e el tra d u cto r es
total o m ín im am en te falsa, que el lenguaje y el texto en
cuestión perm anecen, de hecho, “intraducidos”. Podríam os
intentar resolver la duda p o r m edio de pruebas conductua-
les, p o r m ed io de u n a hipótesis analítica y gram atical alter­
nativa y un nuevo p rocedim ien to de decisión. N o obstante,
tanto las dem andas com o las contradem andas derivarían,
en últim a instancia, de lo que Q u in e llam a “in tuición in o ­
c e n te ”.
En una palabra, la traducción funciona en la gran m a­
yoría o en la casi totalidad de los casos conocidos, y resulta
extraord inariam ente difícil dem ostrar un caso en el cual
no lo haya h ech o. Esta es un a base que facilita extraord i­
nariam ente el avance en el trabajo, incluso m ediante los
m od elos de in d u cció n y duda em pírica más cautelosos.
Las asunciones pragm áticas, form ales y filosóficas que
se en cuen tran detrás de todo acto de traducción están ín­
tim am ente entretejidas. En parte, quizá sea arbitrario cla­
sificarlas p o r separado. N o obstante, algunos avances re­
cientes en la teoría de la gram ática -avances enraizados en
la lingüística universalista de C om enio, de John Wilkins, de
L eib n iz- han h ech o h incapié en que lo que postula son
estructuras form al y esencialm ente axiom áticas que subya-
cen al habla hum ana, considerada en su totalidad. El libro
Aspectos de la teoría de la sintaxis de N oam Chom sky adscri­
be, de m anera explícita, la “traducibilidad” a las “propie­
dades universales d el le n g u a je ” innatas en el hom bre,
propiedades susceptibles de análisis en térm inos de “uni­
versales form ales y lingüísticos profundam ente asentados”.
Podem os traducir de una len gu a a cualquier otra, porque
todas las lenguas están “cortadas p o r el mism o patrón”. En
mi intercam bio con Chomsky, reim preso en Extraterritorial
y en Después de fiabel, he in ten tad o d em ostrar que las con ­
clusiones universalistas exhibidas p o r las gram áticas gen e­
rativas transform acionales se quedan cortas a la h ora de
cum plir con sus prom esas. Hasta la fecha, tenem os poca
evidencia de la proxim idad de un “universal form al” genui­
no y casi nin gun a de uno “sustantivo”. La distinción entre
estructui'as “p rofun d as” y estructuras “superficiales” com ­
porta u n a m anifiesta petitio principa, y, en la respuesta de
Chom sky - e n la cual defiend e que el h ech o de que todos
los lenguajes estén cortados p o r el mism o patrón, patrón
gobernad o p o r severas reglas, no im plica “que deba haber
algún p ro ced im ien to razonable para traducir de unas a
otras”- , 110 veo sino u n a drástica retirada o non sequitur. Sin
duda, esto es exactam en te lo que d eb e im plicar. Y, sean
tam bién o no lingüistas form ales o gram áticos comparatis-
tas, los traductores - y usted y yo, cuando nos com unicam os
por m edio de las distintas len guas- trabajan con algún tipo
de im plicación sem ejante. De esta form a, incluso sin acep­
tar el m odelo chom skiano, somos universalistas p o r la sen­
cilla razón de que asum im os que pod em os descifrar y
traducir cualquier lengua dada, por rem otos que puedan
ser su fonética, su alfabeto (si es que lo tiene) o sus con­
venciones gramaticales, precisam ente porque todas las len­
guas com parten ciertos rasgos y m edios operacionales
necesarios.
De nuevo aquí, y a pesar de la en orm e abstracción y
form alidad de la asunción subyacente, la evidencia es esen­
cialm ente em pírica. Y la pertinencia de este em pirism o me
parece de la clase más dura y cuestionable.
Aseverar incluso que todas y cada un a de las lenguas
hum anas tienen una rúbrica sintáctica que se correspon­
de con nuestros tiem pos verbales, o que obedecen a reglas
que adm iten, p o r ejem plo, la d ep en d en cia y relatividad de
cláusulas, significa simplificar el asunto de m anera drástica.
La conclusión de W ittgenstein, haciénd ose eco de la de
Humboldt, según la cual una “m itología” particular, un com­
plejo de valores sem ántico-culturales y reconocim ientos
internalizados no circunscritos, habita en cada lenguaje
particular, es crucial. Tam bién lo es la insistencia de Bajtin
en la sin gularidad tem poral y espacial y en la irred ucti-
b ilid ad central de tod o acto re co n o c ib le del h abla. No
podem os analizar o enunciar form alm ente los niveles, la
osm ótica interfaz, donde la “m itología” y la “singularidad”
del discurso actúan sobre los proced im ien tos (“reglas”)
léxicos, gram aticales y sem ánticos del sistema, organizán-
dolos y m o d u lán d o lo s sim ultáneam ente. En cualquier
caso, es precisam ente esta oscura interacción, esta dialéc­
tica de num erosas relaciones, la que con ciern e al traduc­
tor. Son éstas las que lim itan severam ente la relevancia de
los que pu ed en o no ser rasgos de la corteza hum ana, de
las que p u ed en o no ser constantes prescriptivas “universa­
les” . Es posible que la afirm ación que d efien d e que “todas
las lenguas están cortadas p o r el m ism o p atró n ” y las des­
criptivas form alidad es que esta afirm ación gen era sean,
hasta dond e llega el traductor, una verdad trivial. Todos los
h om bres respiran o xíg en o . Esta verd ad tiene sus conse­
cuencias m édicas. Estas consecuen cias, sin em bargo, no
tienen' una intensidad reveladora ni creativa de gran im ­
portancia en relación con lo que Blake llam aba “la santi­
dad de lo particular” .
¿Cuáles son, entonces, los presupuestos claram ente fi­
losóficos del traductor?
El traductor asum e que el lenguaje, el texto que tiene
frente a él, es significativa, da p o r sentado que los hom bres
y las m ujeres “norm ales” no em iten señales vocales o gráfi­
cas sistemáticas con el fin de o bten er un galim atías o un
vacío. Los m ovim ientos deductivos y diferenciales del Dis­
curso del método d eben com en zar con la asunción de que la
D eidad no construye evidencias fenom énicas que puedan
co n fu n d ir a la razón. El h e ch o de la traducción nace de,
una apuesta m uy parecida a la cartesiana. Él verso dispara­
tado, la poésie concréte, la “escritura autom ática”, el idiolecto
de los locos, son precisa e instructivam ente intraducibies;
viven fu era del contrato sem ántico con su preám bulo uni­
versal de articulación inten cional. (La especial m arginali-
d ad de algun os de estos m od elos aparece en mi libro
Después de Babel.)
Pero la presun ción de la signíficatividad com porta ade­
más una hipótesis de argum en tación m ucho mayor. El tra­
d u cto r actúa, debe actuar co m o si el significado fuera, en
gen eral al m enos, un discreto p rod u cto de las form as eje­
cutivas de la expresión; debe actuar com o si el signifié pu­
d iera extraerse, en m ayor o m e n o r grado, del signifiant
particular y “separarse de éste” p o r m ed io de las diversas
o peracion es de la analogía, la reflexió n o el paralelism o.
Esté o no ahí, toda trad ucción im plica un m od elo prim iti­
vo de “form a y co n te n id o ” . L a traducción asum e que esa
“fo rm a ” g en era de algún m od o un “c o n te n id o ” y que, en
potencia, siem pre es posible separar la prim era clel segun­
do. El astuto y alegórico objetivo de la fam osa parábola de
“Pierre M en ard ” de B orges es dem ostrar lo prim itivo de
este m odelo, incluso aplicado a la m era transcripción, a la
sim ple copia de un texto a la vista de un facsímil. ¿Cóm o
p o d ría sep a ra rse n u n c a el sig n ific a d o de su sin g u la r y
esp ecífica en carn ació n , se p regu n ta Borges, cuand o esta
últim a se basa, inevitablem ente, en la especificidad irrepe­
tible de un tiem po y un espacio?
Es precisam ente en este punto dond e existe un conflic­
to o n to lógico -c o n flic to en esencia y de e sen cia - entre los
ideales d el lenguaje y los de la traducción. Incluso cuando
está go bern ad o p o r las leyes más severas (y las gram áticas
transform acionales y generativas exageran m u ch o los lím i­
tes norm ativos im puestos a la innovación gram atical), el
lenguaje lucha p o r ser necesario, p o r ser singular para sí
mismo, para el carácter único de su inm ediatez de la for­
ma enunciativa. A llí dond e es más significativo, donde está
más cargado de significación consciente, un acto del habla
luchará p o r acortar todo lo posible, p o r anular incluso, la
distancia entre signifiant y signifié, intentará hacer que todo
aspecto de la form a tenga un valor sustantivo y, de este
modo, que el con ten id o sea indisolublem ente form al. Esta
fusión es total en los códigos sim bólicos de las m atem áti­
cas y de la música. C onsiderar a estas dos grandes construc­
ciones sem ióticas de algún m odo “superiores” al lenguaje
no es una sim ple presunción pitagórica o platónica. A m ­
bas son absolutam ente perform ativas: en las m atemáticas
y en la m úsica (ambas son a fin es), la form a es con ten id o y
el con ten id o es form a. Por ello no existe la posibilidad de
esa separación que llam am os traducción.
A u n q u e el lenguaje no p ued a alcanzar nunca de form a
plena este unísono del ser, seguirá esforzándose p o r alcan­
zarlo. C u alqu ier pron un ciam ien to poético, filosófico o re­
tórico d ign o de tenerse en cuenta condensará significado
y m edios ejecutivos; se resistirá ante los m edios disociativos
y deconstructivos de la paráfrasis y de la traducción, los
frustrará al m áxim o. U n texto im portante pon e sin piedad
al descubierto la necesaria in o cen cia y arbitrariedad de la
asunción del traductor cuand o d efien d e que el significado
es una especie de “co n ten id o em p a q u etab le” y no una
energía irreductible a cualquier otro m edio. El lenguaje es,
por tanto, el adversario de la traducción. Así, la prohibi­
ción que num erosas culturas han establecido sobre la tra­
ducción de sus textos sagrados es algo más que una alego­
ría precautoria.

Después de internalizar, conscientem ente o no, estas pre­


sunciones pragm áticas, form ales y filosóficas, el traductor
“ataca” su objetivo. Cuando analizaba este m ovim iento de
agresión cardinal en mi libro Después de Babel, m e concen­
tré en sus aspectos psicológicos y técnicos. “R om pem os” un
código. “Extraem os” un significado a partir de un mensaje
vocal o gráfico. Es fam oso el símil de san Jerónim o: los tra­
ductores vuelven a casa con significados, com o los conquis­
tadores vuelven a casa con cautivos. Intenté dem ostrar que
esta incursión en el original llevada a cabo p o r el traduc­
tor es causa de giros com plejos en los valores-relativos.
Todo alum no, tam bién todo traductor, habrá experim en­
tado la transferencia de la presencia sustantiva, de la auto­
ridad, que se prod uce tras un acto de traducción exitoso.
El texto original ha “adelgazado”, sus fibras se han aflojado.
H a sido “d o m in ad o ”, expresión en sí misma reveladora.
O rtega y Gasset habla de la tristeza p eculiar del traductor.
El filósofo adscribe esta tnstitia a la percepción que el autor
tiene de lo inadecuad o y quizá transitorio de su trabajo.
Pero, a mi ju icio , hay una fuente de m alestar más profum
da. El proceso de dom inar la com prensión y el “traslado”
(esta palabra com porta sombrías alusiones de naturaleza
política y jud icial) p ued e m erm ar el original, reducirlo a
un estado inerte.
Pero no son los elem en tos p sicológicos prop ios del
im perialism o de la trad ucción los que quiero considerar
ahora, sino los aspectos políticos y sociales de las con d icio ­
nes en las que se desarrolla actualm ente la transferencia
entre distintas lenguas.
H o y e n día, la frase linguafranca encierra irón icam en­
te las gastadas jactancias de soberanía ecum én ica del latín
y del francés. Pues ni siquiera en el m om ento álgido de su
expansión, de su prim acía legislativa, eclesiástica o peda­
gógica, la latinidad o el galicism o se acercaron de algún
m o d o al status de un a verd ad era “len g u a u n iversal”; un
status al que rápidam ente se acercan el inglés y el inglés
am ericano. Las estim aciones más recientes, obviam ente
aproxim adas, sitúan en setecientos m illones el núm ero de
personas que utilizan de algún m od o el inglés en sus asun­
tos cotidianos. De éstas, más de trescientos m illones tienen
al inglés com o le n g u a m aterna. Las cifras aum entan de
form a constante; tanto en la U n ió n Soviética com o en
China, la adquisición del inglés com o segunda len gu a co ­
m ienza en los niveles prim arios de la escolaridad. En todos
los continentes y regiones del planeta, se instituyen distin­
tos tipos de “inglés básico”, com o “segunda len gu a” general
de una com unidad dada y com o m on ed a de intercam bio
lingüístico entre distintas com unidades. Más del ochenta
por ciento de los datos científicos que se p ro d u cen en tér­
minos globales se expresa por prim era vez y se procesa para
su consum o intern acional en inglés. En la tecnología, en
el com ercio y en los m ercados m onetarios internacionales
el porcentaje pu ed e incluso ser mayor. C u an d o los hablan­
tes de distintas lenguas incom prensibles entre sí se reúnen
en África, en Asia, en una co n feren cia chino-japonesa, en
los centros com erciales, fiscales o adm inistrativos de Eu­
ropa, se com u n ican en un a form a u otra de la len gu a in­
glesa. Para las nacion es y los pueblos subdesarrollados,
a p ren d er inglés (am ericano) significa adquirir un posible
pasaporte hacia la m od ern id ad , acced er a la escalera m e­
cánica de la em ancipación m aterial y del progreso. A través
de los m edios de com u n icación de masas y de los nuevos
m edios electró n ico s de alm acenaje, recu p eración y difu­
sión de la inform ación, el inglés y el inglés am ericano se
han convertido en el ún ico y gen u in o esperanto, en la je r­
ga universal de la esperanza socioeconóm ica.
Las causas que subyacen bajo esta realidad son en par­
te evidentes y en parte difíciles de demostrar. El p o d er eco­
n óm ico am ericano, la prom esa ejem plar del “estilo de vida
a m erican o ” en las décadas de la posguerra, tuvieron, natu­
ralm ente, un efecto de carácter m agnético. N o obstante, es
tam bién posible que, com o C. K. O g d en e I. A. Richards
argum en taron al form ular el inglés básico, haya algunos
rasgos intrínsecos en este lenguaje que hagan su aprendi­
zaje más fácil que el de otras grandes lenguas, que el apren­
dizaje hasta cierto grado de flu id ez d el inglés sea más
rápido que el de cu alq u iera de sus lenguas rivales. Sean
cuales fu eren las causas más profundas, los hechos son bas­
tante claros. El ideal adánico de un habla universal unifica-
dora, de un regreso a Babel, es hoy en día una posibilidad
realista. D esde Inglaterra, esta len gu a se exten dió a Austra­
lia y a N ueva Zelanda, a Canadá y a Estados U nidos, a las
Indias occid entales y a grandes segm entos del contin ente
africano, a India, a Pakistán y al sudeste asiático. Asimismo,
se utiliza com o dialecto de la realidad en Am sterdam y en
El Cairo, en Tokio y en B ogotá.
Para el físico nuclear, para el banquero, para el ingenie­
ro, para el diplom ático o para el hom bre de Estado, el in­
glés es la indispensable ventana hacia el m undo. El escritor
com ienza a encon trarse en un a situación m uy parecida.
Ser escritor en una “len gu a p eq u eñ a ” (“p eq u eñ a ” en rela­
ción con su núm ero de hablantes, con el área en la que se
habla) significa tener, tom ando prestada la frase de H enry
James, “un destino com p lejo”. N o ser traducido o, más con­
cretam ente, no ser traducido al inglés y / o al inglés am eri­
cano significa arriesgarse a caer en el olvido. Los novelistas,
los dram aturgos, incluso los poetas -esos guardianes esco­
gidos de lo irred uctiblem ente au tó n o m o -, sienten d oloro­
sam ente esta realidad: deben ser traducidos si quieren que
sus obras, sus vidas, tengan una oportunid ad ju sta de salir
a la luz.
Esta necesidad ha inspirado tácticas diversas. M uchos
escritores de países com o N o ru ega, D inam arca, Suecia,
H olanda, Israel o países africanos escriben sus libros en su
lengua nativa y en el “inglés universal”; se convierten en sus
propios traductores o colaboran desde el principio en el
proyecto en cuestión con un intérprete de la lengua ingle­
sa. A ctu an d o de m anera más sesgada -resu lta fascinante
reco n o cer esta tendencia en la reciente literatura holande­
sa, escandinava, israelí, africana, hindú e incluso jap o n esa-
ios escritores, más o m enos conscientem ente, orientan sus
obras hacia un m ercado de len gu a inglesa, y hacen que la
anhelada traducción sea más im portante o tenga más ex­
pectativas de alcanzar un eco que el original. La sensibili­
dad se in clin a hacia u n a resonancia anglo-am ericana.
Existen im presionantes ejem plos en los cuales incluso los
lectores de la propia com unidad hablante del escritor en­
cuentran la obra de éste más accesible, más digna de aten­
ción, una vez que ha aparecido con su traje inglés. Son
m uchos los com entarios amargos y sorprendentes que los
escritores flam encos, finlandeses, serbo-croatas e israelíes
pued en hacer sobre este punto.
El escritor que trabaja en una len gu a m inoritaria no
sólo debe en con trar u n a com puerta que le co n d u zca al
“anglo-am ericano”; a m enudo, tam bién tiene que luchar
contra el predom inio de las im portaciones inglesas y am e­
ricanas. Los libros, ju ego s, películas, publicaciones perió­
dicas, escritos en inglés, producidos y em paquetados en el
imperium del habla inglesa (Time, Reader’sDi.gest, Playboy), se
consum en con avidez; se apropian en exclusiva del m er­
cado, bien en inglés (am ericano), bien en fo rm a de tra­
ducción. El p ro d u cto casero com pite, n o rm alm en te en
térm inos de in feriorid ad econ ó m ica y técnica, contra el
glamour de la im portación. Asom arse a un quiosco de pe­
riódicos o al escaparate de una librería en Am sterdam ,
O slo, M ilán o Tel Aviv significa com pren d er de inm ediato
la ironía de la situación; porque, muy a m enudo, el nove­
lista nativo, el dram aturgo o el poeta estarán representa­
dos, si es que lo están, com o el traductor de las obras de
sus privilegiados rivales ingleses y am ericanos. Esta prácti­
ca de algún m od o kafkiana es crecien tem en te la regla, in­
cluso en E uropa oriental.
En el m ercado, la casa editorial, el editor, el antologo,
el crítico y el agente literario inglés o am ericano son patro­
nes y em presarios. Son éstos los que llevan la voz cantante
(la Feria Anual del Libro de Frankfurt facilita un claro re­
trato de las relaciones de p o d e r ). La selección de autores y
de textos que serán traducidos a la lengua universal dom i­
nante se realiza naturalm ente según diversas razones. En
el caso d el an h elad o consum o de masas, las causas más
im portantes son de n aturaleza com ercial y técnica. Las
obras de alcance m inoritario o de arcano atractivo pued en
verse favorecidas p o r un rum or en boga. A m enudo, la elec­
ción es el resultado de una circunstancia totalm ente fortui­
ta: un en cuen tro casual entre escritor y editor, el regateo
de u n agente literario, un paquete econ ó m ico en el cual la
últim a “b o m b a” sólo pu ed e adquirirse si en el trato entran
tam bién “rem olques” y desechos de la misma casa editorial.
N o obstante, sean cuales fu eren los motivos, las consecuen­
cias ejercen una fuerte presión sobre todo el espectro de
la vida de los sentim ientos y de las letras. La presión está
preseiite en el final sublim e; es sabido que el ju ra d o del
Prem io N obel escudriña obras de literaturas “peq u eñ as” y
m arginales en versiones inglesas. La presión más chirrian­
te está presente en el final del best-seller.
D e esta form a, es la ruleta de la traducción al an glo ­
am ericano la que ha cartografiado el paisaje actual de la
em in encia y de la respuesta literaria. La presencia en Esta­
dos U nidos de un grupo productivo de traductores del es­
pañ ol con talento ha sido decisiva para que la ficción y la
poesía latinoam ericanas alcanzaran su reciente estado de
in can d escen cia. S im u ltán eam en te, la relativa escasez de
traductores del portugués ha h ech o que la novela brasile­
ña (a ju ic io de observadores com petentes, com parable en
prod igalid ad a la colom biana, m exicana, venezolan a o ar­
gen tin a) haya transcurrido casi ign orada. N o es sólo el
m érito in h eren te a sus obras, sino la suerte en la ruleta de
la trad ucción lo que ha asegurado gran parte de su reputa­
ció n a un G ü n ter Grass, a un M oravia o a un Isaac Bashevis
Singer. El pasaporte al Parnaso es un libro de bolsillo en
le n g u a inglesa. N o hay n ad a m alo en esto; lo p ro fu n d a ­
m ente preocupan te es lo que a esto acom paña: la form a en
que trabajos de prim era m agnitud se ven relegados a una
reseñ a m an d arín o al silen cio total, p o rq u e la densidad
específica de su auton om ía lingüística o, sencillam ente, la
m ala suerte les hizo fracasar a la hora de en con trar un tra­
ductor. Son estos ejem plos los que distorsionan, los que
trivializan las antenas de la sensibilidad y la casa de la im a­
ginación.
Estoy co n ven cid o de que el p oeta h ú n ga ro San d or
W eóres es una de las voces maestras del siglo. La poesía de
Paul C elan sólo p ued e valorarse con ju sticia cuando se la
com para con la de H ó ld erlin y la de Rilke en su cima. C reo
q u e Cario Em ilio G adda es un virtuoso de la ficción filosó­
fica plenam ente com parable a B ro ch y a Musil. Si hay una
“im agin ación p o lítica” que p u ed a h oy en día com pararse
a Stendhal y a Conrad, ésa es la de L eonard o Sciascia. Louis
Gilloux se eleva por encim a de un grupo de novelistas fran­
ceses que h a ganado fo rtu n a y celeb rid a d in tern acion al
por m ed io de la traducción al inglés am ericano. Algunas
de las ficciones de Thom as B ernhard (sólo una se ha tradu­
cido al inglés) son obras maestras que desafían al mismo
Kafka. Si estas convicciones pu ed en sonar intencionadas o
herm éticas, es sim plem ente porque los escritores en cues­
tión han entrado sólo de form a fragm entaria, si es que lo
han h ech o de algún m odo, en el club m undial de la publi­
cación y recep ció n en len gu a inglesa.
La situación es doblem en te irón ica p orque de ningu­
na m anera resulta evidente que las mismas literaturas in­
glesa y am ericana se encuen tren, en la actualidad, entre las
más valiosas y que su im portancia central no se deba prin­
cipalm ente a un peso eco n ó m ico y político. ¿Q ué inglés
inglés de capital im p o rtan cia se ha escrito desde D. H.
Law rence y J. C. Powys? Gran parte de la poesía y de la fic­
ción am ericanas es pom posa y, sorprend entem en te, ign o­
ra los principales problem as m orales, filosóficos y políticos
de esta oscura época. D ecim os: “T hom as M ann, Joyce,
Proust, K afka” ; ¿qué nom bre am ericano podríam os añadir
a éstos? N o obstante, es el éxito global de la lengua lo que
cuenta. L a m o n ed a de cam bio habla en inglés am ericano.
El traductor inglés y el traductor am ericano son, por
tanto, personas con una especial responsabilidad. Los fata
libellorum descansan generosam ente en sus manos.
Pero la responsabilidad o, com o yo p refiero llamarla,
“la capacidad de respuesta” es el quid de la traducción. Y es
en torno a este co n cep to -q u e transciende plenam ente los
determ inantes políticos, económ icos y técnicos del tiem po
p resen te- sobre el que he hecho una breve reflexión. Es
sólo p o r m edio de un intento de clarificar la exacta natu­
raleza de la responsabilidad del traductor -lle va n d o a su
terreno las cuestiones: “¿qué clase de respuesta da al texto
original? ¿A quién responde?”- com o uno p u ed e confiar
en decir algo útil sobre el tem a siem pre m olesto y esquivo
de la “fidelid ad ”.
El traductor ha “d o m in ad o ” el original; ha tom ado
posesión, en m ayor o m enor grado, de sus significados y se
ha llevado a casa, a su habla nativa, el botín de su incursión.
Esta visitación disociativa no deja de alterar, no p u ed e de­
ja r de alterar, de violar, el objeto de la traducción. Las ca­
tegorías de la m etam orfosis sufrida p o r el texto original
son variadas. H ay casos en los que el aporte del traductor
ha sido de una agudeza, de una fuerza de apropiación tan
intensa que a su lado el original se m archita, p ierd e algo
de su actualidad y sabor autóctono. Esto es lo que g en e­
ralm ente sucede cuando un traductor inspirado tom a un
texto escrito en una lengua “p eq u eñ a ” o esotérica y lo im­
planta en uno de los principales m edios de circulación del
discurso m undial. La traducción bíblica, en especial por
m edio de la versión autorizada, ha interpuesto grandes alas
de (sospechoso) esplendor entre la cultura occid ental y la
a m enudo escasa literalidad del original. N o obstante, este
efecto puede tam bién producirse cuando el original cojea
p o r el simple hech o de que el traductor es u n m aestro de­
masiado soberano p o r propio derecho, de que su versión
es dem asiado po d erosa (he llam ado “tran sfigu ració n ” a
esta traición p arad ójica). Pensem os en el P oe de Bau-
delaire o, lo que es más evidente, en su traducción de
T hom as H ood. Com parem os el sentim iento fragm entado
y dom éstico de los sonetos de Louise L ab é con el brío
rl
J. L«.i. J. \ _ v_» V A V -
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1 U ÍU
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V 1V /

N aturalm ente, en la gran m ayoría de los casos, el daño


h ech o es el de la dism inución. L o que está e n ju e g o no es
la traición hacia las alturas ni la m agnificación, sino la tra­
ducción. En este o aquel respecto, el traductor n o ha cum ­
plido con su tarea: ha nivelado, sim plificado, anulado,
m alen ten d id o o rebajado el original; ha ofrecid o al públi­
co una versión parcial, sesgada. Es inevitable pensar en la
larga y lam entable historia de las “trad uccion es” al inglés y
al inglés am ericano de D ante o de G oethe. El estribillo de
N abokov actúa com o un resum en m ordaz:

¿Qué es la traducción? Sobre una fuente,


la cabeza pálida y deslumbrante de un poeta.
E l chillido de un loro, el parloteo de un mono
y la profanación de los muertos.

D e m anera más indirecta, un trad uctor p u ed e dañar el


original m enos p o r transfigurarlo o traducirlo que por ex­
plotarlo para sus propios fines, por apropiarse de él con un
p ropósito ajeno al de la p ro p ia traducción. El traductor
p u ed e traducir prin cip alm en te para argum entar, desple­
gar, sentar un preced en te táctico y apoyar su propio traba­
jo o el program a del m ovim iento literario al que pertenece.
A u n qu e a m enud o tengan el p o d er de un hechizo, las tra-
d u ccio n es'd e P ound son a mi ju ic io un buen ejem plo de
éste tipo de oportunism o. El traductor puede elegir y tra­
ducir determ inados textos p orque cree que ciertos aspec­
tos de éstos - la construcción de una trama, el pulso ele una
narrativa, el control sim b ó lico - están alejados de su propio
talento. C u an d o esto sucede, el traductor convertirá el tex­
to que traduce en el andam iaje, en el veh ícu lo de sus p ro ­
pias y quizá m uy diferentes necesidades. Este parece ser el
caso de las capturas piráticas de B rech t sobre V illon ,
M arlowe o K ipling. Éste es sin duda el caso de las “im ita­
cio n es” claram ente autocom placientes de Lowell. De for­
m a más grosera, hay u n a gran cantidad de traducciones
que, in ten cion ad am en te o m ediante estrategia instintiva,
m alinterpreta o distorsiona el original con fines proselitis-
tas, pro p agan d ístico s o adversativos. M erecería la pen a
h acer una revisión de la industria creada en torno a las tra­
duccion es de N ietzsche en este ló brego contexto. A la in­
versa, y ele form a patente, la traducción ofrece nuevas vidas
o vicias adicionales al original, aflojando las ligaduras que,
p o r definición, atan a las^más insignes creaciones poéticas
al lugar y al m om en to en que fu ero n com puestas. L a tra­
d u cció n es la d o n ació n del ser a través del espacio y del
tiem po, el con traen u n ciad o de Babel sin el cual la cultura,
los “m onum entos in telectuales” y el arte de la oratoria sub­
sistirían, si esto fu era posible, d en tro de un aislam iento
m onádico. T odo esto resulta m uy evidente.
No obstante, incluso aquí hay algo que falta. El resplan­
d o r externo de la trad ucción girará, sutil pero inequívoca­
m ente, en torno a la e n e rg ía p rim igen ia de la fuente.
H em os visto que en el rechazo de la traducción efeJ a s es­
crituras litúrgicas, sibilinas y proféticas, o del leng»aj£
tual, no hay una superstición ingenua. El “hurto de la
identidad”, de la eficacia num inosa, es precisam ente lo que
hace que m uchas com unidades “prim itivas” m uestren tan­
ta tim idez ante la cám ara fotográfica. C uand o el “conteni­
do” se extrae y se distancia de la natividad de la form a
original, se produce la fragm en tación y la dispersión.
¿Q ué p u ed e h acer entonces el traductor para devolver
la equidad vital que d ebería existir entre el texto original y
la traducción? ¿Cóm o pu ed e su “con tracreació n ”, su reite­
ración m etam órfica, resp o n d er con ju sticia al original y
ejecutar, dem ostrativam ente, su d e p en d e n cia existencial
del original? ¿Q ué clase de im parcialidad por parte del tra­
ductor pu ed e asegurar que el original es en todo m om en­
to la raison d ’étre, la fuente literal y la autoridad del ser de
su traducción? A u n q u e expuestas de form a alternativa, es­
tas preguntas no son sino una sola: la cuestión de la técni­
ca y de la ética (ambas estrictam ente inseparables) de la
fidelidad.
La fidelidad, según la esp ecu lació n cabalística de
W alter Benjam ín, no está garantizada p o r la literalidad. La
fidelid ad no es un artificio de la volun tad p o r el cual el
“espíritu” se separa de la “letra”. El traductor, el intérpre­
te, es fiel a su texto, es responsable de su form a de respon­
der al texto, sólo cuando se esfuerza por crear un equilibrio
de fuerzas, u n a p resen cia integral, que la com prensión
apropiativa, la “ingestión” y la transferencia han roto. En
la traducción “respondien te y responsable” está im plícita
una profunda econom ía moral, un tacto transcendente. El
traductor-intérprete busca un intercam bio significativo.
Las flechas del significado, del beneficio cultural y psico­
lógico, deben moverse en ambas direcciones y de form a re­
cíproca. Idealm ente, debe producirse un intercam bio de
energía sin pérdida de energía. La traducción perfecta es
(o d ebería ser) la negación de la entropía. El o rd en , la
coheren cia y la energía potencial se encuen tran a resguar­
do en ambos extrem os del ciclo: la fuente y el receptor. La
traducción suprem a, que no es más frecu ente que la gran
poesía, da nueva vida al original no sólo porque le otorga
un nuevo espectro de resonancia espacial y tem poral, o
p orque p ued a ilum inarlo forzándolo, p o r así decir, a una
m ayor claridad y a un m ayor impacto: el proceso de la re­
ciprocidad va m ucho más lejos. U na gran traducción otor­
ga al original lo que ya estaba ahí', acrecienta el original al
exteriorizar, al desplegar de form a visible, connotaciones,
alusiones y matices de fondo, paralelism os y afinidades con
otros textos y culturas, o, p o r el contrario, elem entos que
contrastan con estos mismos textos y culturas; todo lo cual
está presente, está “a h í”, en el original, desde el principio,
si bien no de m anera evidente. “Re-crear lo que ha sido
cread o ”, dice G oethe, “evitando la rigidez de una arm adu­
ra: ése es el propósito de la acción viva y etern a”. Re-crear
lo que ha sido creado, afirm ando y enunciand o la prim a­
cía, la prioridad de su esencia y de su existencia; re-crear
lo que ha sido creado, añadiendo presencia a la presencia,
completando lo ya en sí mismo com pleto: ése es el propósito
de una traducción responsable.
“A ñ ad ir lo que ya está a h í” tiene el aspecto de una pa­
radoja, pero es, a pesar de que la sem iótica actual reclam e
lo contrario, un proceso que no puede form alizarse o cons­
truirse analíticam ente. U n a relación de la dialéctica y la
étira del intercam bio en la O
aran
* traducción «prá ’ ínp^ntahle-
m ente, m etafórica (siendo la misma m etáfora “trad ucción”
y rech azo de la en tro p ía ). Es en la práctica d o n d e el
m od elo adquiere u n a vida verificable.
El espectral adiós de C reúsa a Eneas cu an d o éste ha
dejado atrás las llamas de Troya {Eneida II, 776-789), repre­
senta u n o de los m om entos canónicos de la historia de la
literatura y del sentim iento occidental. C reúsa sabe -sie n ­
do lo que sabe el fruto y la com pulsión de la m u e rte - que
Eneas volverá a casarse, regiam ente, en una tierra lejana,
que no podrá labrar con él los cam pos salados del mar -vas-
tum maris aequor arandum—. L a m úsica del significad o que
vive en su adiós es esencialm ente virgiliana. La dignitas de
la orden de inspiración divina -C re ú sa pide a Eneas que
huya, le aprem ia a que la a b a n d o n e - im prim e al pasaje un
irrem ediable pathos de desolación hum ana, de desolación
secular. Desde ese m om ento, debem os escuchar en el adiós
de Creúsa la intensa nota del abandon o, de la cond ición
fem en in a etern am en te en peligro, que se desplegará en
Dido. Y este presagio es incluso más punzante, más inten­
sam ente om inoso, p o r el hech o de que Eneas está relatan­
do este episodio a D ido. Esta es la coda del pasaje:

Non ego Myrmidonum sedes Dolopumve superbas


Aspiciam aut Grais servitum viatribus ibo.
Dardanais et divae Veneris nurus.
Sed me magna deum genetrix his destinet oris.
Iamque vale et natis serva communis amorem.

C in co líneas en V irgilio, diez en la versión escocesa y chau-


ceriana de Gavin D ouglas, com puesta circa 1500. Creúsa
“n eu ir b e h a ld ” [n u n ca contem plará] a n in g u n o de los
“m ighty D ard an u s” [poderosos dárdanos] ni “O f Mirmi-
donis the realm e” [De M irm idón el rein o]. Este “n e u ir”,
tan característico del rep erto rio p o ético anglosajón, de
oscura y lacerante rotundidad, no está en u n ciad o form al­
m ente en N o n ... Aspiciam, aunque su presencia es indiscu­
tible. El térm in o latino es dem asiado rico y denso en
significado com o para adm itir una sola traducción. Tanto
le donne dei Greci, la form a en que gen eralm en te se traduce
en italiano m o d ern o, com o el “facsim ile”, “m atroun Gre-
g io u n ” de D ouglas actúan en Virgilio: las esposas de los
griegos victoriosos, las m adres de sus afortun ados hijos.
N in gu n a de las traducciones hace p len am en te ju sticia al
original. N o obstante, D ouglas sabe ap reh en d er y respon­
der a la vibrante referen cia a la m aternidad unlversalizada
en el magna deum genetrix de Virgilio. H ay incluso un senti­
do en el que Douglas “rem onta la corrien te” del latín. “T h e
grate m od er o f go d d is” ( Gran Madre en nuestra versión ita­
liana) es la M agna M ater del panteón indo-ario y, sin duda,
“la m adre de los dioses”. N o m enos, es tam bién la “M adre
de D ios” cristiana, cuya presencia num inosa se encuen tra
en el filo de la expresión de D ouglas y en su lectura del
original. Y, aun que esta presen cia m argin al sea estricta­
m ente extern a, no deja de ser tam bién un com pon en te
dinám ico de ese “eco p reco z” que, desde la cuarta égloga
en adelante, hizo de Virgilio un herald o de la revelación
cristiana.
E ora addio\ “Adew, faire weiie, fo r ay we m an dissevir!”
[Adiós, guarda cuidado, p orque ahora debem os separar­
nos] . Am bas expresiones se expan d en sobre la trem enda
concisión de Iamque vale. N o obstante, la encom ien d a de
Eneas a los dioses y la b en d ición de Creúsa son claram en­
te inheren tes a la fórm ula virgiliana. Es en este m om ento
cuando se llega al punto crucial de la traducción: et natis
serva communis amorem. L a con jun ción de la orden im pera­
tiva y el d o lo r incon m en surable p o r el hijo a quien Creúsa
no volverá a ver nunca más, p o r el esposo que se despide
de ella, se en cuen tra codificada en la sintaxis y en el orden
de las palabras latinas; se hace patente en la form a en que
natis abre la lín ea y amorem la cierra. “E del nostro bam bino
conserva l’am o re” es una traducción casi risible: com o su­
cede m uy a m enudo, el italiano sucum be ante la im itación,
la fácil trasposición de un latín dem asiado próxim o. Gavin
D ouglas se expande:

Thou be guide frend, luifiuele, and keipfrom skaith


Our a young soné, is cornmon till us baith.

[Sé guía, am igo, ve en paz, y gu arda del daño a nuestro


jo v e n hijo, que es parte de am bos.]

Esta “in fla ció n ” y paráfrasis intern a es, sin em bargo, bella
y oportuna. El serva de Virgilio com porta tanto “servicio”
com o “custodia” . Eneas debe proteger a Ascanio de daño
(“keip from skaith”) en el largo viaje de peligros predesti­
nados, de guerra y destino político. H ay en communis
amorem un rep ro ch e infinitam ente d elicad o, u n a invo­
cación a ese am or conyugal del pasado que el futuro en­
cu entro de Eneas con D ido y la boda real en el Latium
ensom brecerán, barrerán del recuerd o dos veces. Pero la
paternidad no puede anularse, ni siquiera p o r la voluntad
de los dioses todopoderosos y la gloria de Rom a. Ascanio
seguirá siendo natis... communis. La parte de Creúsa que en
él vive, el derecho a la angustia que tiene sobre él, pervivi­
rán. Ascanio será siem pre “com m on till us b aith ” .
C reo que esta concisa frase sirve com o definición de la
m oralidad de la traducción. El texto original ha en gen dra­
do la traducción y debe preservar en ella su en gen drad ora
presencia, no im porta el brillo o la inm ensa buen a fortu­
na que esta últim a pued a tener. El texto debe seguir sien­
do “com ún a am bos”, al autor y al traductor, incluso allí
donde, quizá por partida doble, la posición autónom a del
autor, su auctoritas, queda oscurecida p o r el tiem po y por
la distancia lingüística (se nos ha dich o que el latín de
Virgilio es una “lengua m uerta”). Esta preservación, serva,
es el resultado de un arte exacto: exacto p o r su ideal de
precisión, exigente p o r su rigor m oral y técnico. El traduc­
tor convertirá así su esfuerzo en una paradoja de eco
creativo, de reflejo m etam órfico. N o hay en la vida de lás
letras una tarea más necesaria, una llam ada que m erezca
una respuesta más rigurosa.
L a historicidad de los sueños
(dos preguntas a Freud)
[1983 ]

a Vittore Branca

Toda persona que haya vivido en contacto con anim ales,


con su perro o con su gato, sabe que éstos sueñan. Sueños
vividos, a m enud o claram ente tem pestuosos; la agitación
o el p lacer pon en en m ovim iento el cu erp o de un perro o
un gato que duerm en. De h ech o, este fen ó m en o banal es
la evidencia cond uctual más directa (¿sólo directa?) que
poseem os sobre la fre cu en cia y la fuerza de los sueños.
Todos los testim onios sobre los sueños que llegan hasta
nosotros lo hacen a través del tamiz del lenguaje.
Los anim ales sueñan. ¿Me equivoco del todo al pensar
que las im plicaciones filosóficas e históricas de este lugar
com ún son transcendentales, y que han sido objeto de una
atención muy escasa? Porque, si los anim ales sueñan, com o
evidentem ente hacen, tales “sueños” deberán generarse y
experim éntarse fuera de la m atriz lingüística. Su con ten i­
do, su dinám ica sensorial, p reced en y viven al m argen de
cualquier código lingüístico. Estos sueños se desarrollan en
un m undo sem ántico cerrado a nuestras percepciones, sal-
vo en aspectos superficiales com o el contento o el tem blor
corporal. Sabem os que este m undo es infinitam ente más
rem oto en el tiem po y más grande y variado en térm inos
“estadísticos” que el nuestro (por ejem p lo los anim ales
p reced en al hom bre en la historia del planeta y superan
am pliam ente en núm ero a las especies hum anas). No obs­
tante, sólo algunos artistas infrecuentes, com o Rilke, Du-
rero o Picasso, parecen h a b er p en etra d o (quizá ésta sea
tam bién una ilusión antropom órfica) en la penum bra ex­
terior de la consciencia latente y variada de los animales.
El tigre no responde a las preguntas de Blake.
¿Q ué es lo que pod em os d ecir de estos sueños anterio­
res al lenguaje?
La tram pa herm en éu tica es de todo punto dem asiado
obvia. Nuestras reflexion es sobre aquello que an teced e a
la verbalización y está fuera de ella no son sino traducciones
en form a de m etáforas y analogías. El mism o co n cep to de
lo prelingüístico o de lo noljngüístico es inevitablem ente
verbal. H a cien d o un ejercicio de aislam iento abstracto,
p od em os im aginar el d esp liegu e de im ágenes, sonidos,
datos táctiles y olfativos sin una paráfrasis conceptual, sin
u n a significación verbalizable. Sin em bargo, no sólo no
pod em os dem ostrar que los sueños de los anim ales se pro­
d ucen en ese terreno de la im agen y de lo sensorial, sino
que no pod em os siquiera “pensar” en ello sin adulterarlo
con un discurso verbal. Casi es posible definir al hom bre
com o una especie cuyo acceso al universo (porque no es
nada m enos que eso) del silencio es extraordinariam ente
lim itado y tiene un carácter falsificador.
U n o “esp ecu la”, p o r supuesto, y en su etim ología de
espejo este verbo al m enos roza lo que está más allá del
habla. L a biología, la g en ética y nuestras rudim entarias
intuiciones afirm an que existe una continuidad prim ordial
entre el hom bre y el anim al. ¿Podría ser que los mitos pri­
marios (lo que la an tro p o lo gía estructural de hoy llam a les
mythologérnes), esas configuraciones arque típicas del reco­
nocim iento inm ediato, aparen tem ente recordado, por el
cual ordenam os y prolongam os nuestra existencia interna
e individual, estuviesen relacionados y se m odularan a par­
tir de los sueños m udos de los animales? ¿Soñaban zoo-lógi-
camentelas especies hom ínidas en su íntim a coexistencia no
sólo con los prim ates, sino con todo el reino animal? A l
m enos desde V ico se da p o r supuesto que la evolución de
la m ito lo gía y del habla hum anas son concom itantes y
dialécticam ente interactivas. N o obstante, quizá sea posible
ir un p o co más lejos. Los arquetipos, los mitos de Ur, que,
creem os, surgen de la tierra de nadie (porque es tierra de
todos) que se en cu en tra inm ediatam en te después de la
consciencia y la voluntad claras, son form as rudim entarias
y atávicas de los sueños anteriores al lenguaje. En cierto senti­
do, el lenguaje es un intento de interpretar, de narrar sue­
ños anteriores a él m ism o. N o obstante, al narrar sus
sueños, el Homo sapiens se in troduce en la contradicción:
el anim al deja de en ten d erle, y con cada acto narrativo y
lingüístico, la individuación, la ruptura entre el ego y la co­
m unicación de las im ágenes com partidas, se acentúa. Los
sueños narrados, los sueños interpretados, han abandona­
do la verdad para incorporarse a la historia. Sólo dos cosas
nos recuerdan su origen orgánico: esa resonancia y signifi­
cado, más allá de la conceptualización, que viven en los
mitos y ese misterio de la afinidad psicosom ática con los
animales que puede observarse en m uchos niños, en el “in­
culto” y en el santo. (Es al encontrarse con los ojos de un
caballo m altratado cuando N ietzsche abandon a la cima
cruel de la inteligencia articulada y se adentra en la segun­
da infancia, in o cen cia y santidad ascética de su Umnach-
tung.)

La historicidad de los sueños tiene dos caras.


Los sueños se convierten en la m ateria de la historia.
Sueños de victoria o de derrota, sueños anunciadores del
triunfo o del desastre personal, sueños oraculares o enig­
máticos descifrados bajo la luz de ulteriores acon tecim ien­
tos; de todos ellos tenem os noticia p o r los cronistas, los
historiadores y los biógrafos. Sin duda, y casi paradóji­
cam ente, la apelación al sueño refuerza y soporta la auten­
ticidad del acon tecim ien to histórico. El sueño es un
docum en to de prim er orden que se deposita en los archi­
vos históricos. Esto resulta particularm ente cierto en las
biografías antiguas; baste recordar el gran núm ero de ellas
en las que el concep to de la vida ejem plar o ilustre del mo­
narca, héroe o sabio, se superpon e al con cep to de la histo­
ria misma. Los sueños faraónicos, los sueños confortadores
u om inosos de reyes y guerreros que pu ed en leerse en la
Biblia, los sueños de A m ílcar y de Escipión, los innum era­
bles sueños que aparecen en las Vidas de Plutarco; todos
ellos son tratados com o hechos históricos. Avanzado el si­
glo x v i, el sueño es una de las fuentes más ricas de la do­
cum entación histórica, siendo el astrólogo de la corte su
principal archivista.
Más difíciles de circunscribir, pero tam bién más im por­
tantes en la dinám ica de la historia, son esos sueños que
transcienden la con scien cia de lo individual. La historia
tiene co n o cim ien to de sueños colectivos de pánico o de
esperanza, de refugio o de acción (especialm ente si am plia­
mos la no ció n de “sueños” para incluir en ella las construc­
ciones, oscuras pero coherentes, del “en su eñ o ”, del “soñar
despierto” o de fantasías em blem áticas que actúan en el
largo espectro que va de la privacidad al sentim iento de
masas, del sueño pro fu n d o a la vigilia más a lerta). Los his­
toriadores sociales registran sueños apocalípticos no sólo
en las décadas precedentes o próxim as a les grandes paniques
de l ’an mil, sino tam bién en to m o a fechas portentosas en
térm inos num erológicos com o 1666 o, ahora mismo, en
torno a lo que ciertos grupos sociales (no sólo en el suroes­
te am ericano) consideran la “R evelación” nuclear del año
Dos Mil.
La crítica del apocalipsis es una utopía. Las “tierras pro­
m etidas”, incluso soñadas individualm ente en prim era ins­
tancia p o r un Moisés o p o r el fu n d a d o r de la búsqueda
m orm ona, vuelven a soñarse mil veces p o r la com unidad
de los acólitos. Las revoluciones se sueñan antes de p rod u­
cirse, prim ero p o r individuos -q u izá p od ría definirse cha-
risma com o “sueño anticipad or” de una fuerza que puede
provocar sueños hom ólogos en otros-, después p o r un gru­
po social. Si la retórica de 1789 y de las fuerzas utópicas de
1-7.92.y 179 3 es a m en u d o u n a retórica de “fiestas”, de ce­
lebraciones bautism ales, es tam bién u n a retórica de sue­
ños, de visiones oníricas m aravillosam ente “co n cretas”
ju sto antes del am anecer. La gran gram ática de la interpre­
tación m esiánica de los sueños argum en tad a p o r Ernst
B lo ch se basa precisam ente en el potencial colectivo de los
“sueños anticipadores” de esperanza política, econ óm ica y
social. El Wachtraum de la esperanza radical y revoluciona­
ria, dice B loch, no es m enos un sueño que ese de la noche;
quizá lo sea aún más, puesto que una parte tan grande de
la n o ch e p erten ece al anden régime tanto física com o histó­
ricam ente. Lim itar el co n cep to de los sueños al producto
del ego n o ctu rn o es n egar un m ecanism o prim ordial de la
historia:

Diese Nacht hat noch etwas zu sagen, nicht ais brütend


Urgewesenes, sondern ais Ungewordenes, noch nirgends
recht Lautgewordenes, das darin streckenweise eingekap-
selt ist. Doch sie kann nur etwas sagen, sofern sie von
Wachphantasie belichtet wird, von einer, die aufs Werdende
gerichtet ist; an sich selber ist das Archaische stumm. Le-
diglich ais ein unabgegolten, unentwickelt, kurz, utopisch
Brütendes hat es die Kraft, in dem Tagtraum aufzugehen,
erlangt es die Macht, sich vor ihm nicht verschlossen zu
halten; ais solches aber, wenn auch nur ais solches, kann es
umgehen in freier Fahrt, erhaltenbewahrtem Ego, Weltver-
besserung, Fahrt ohne Ende.
(Das Prinzip Hoffnung, 1, 115)
Esta noche tiene aún algo que decir, mientráS óinu'ftmü
algo que ha sido desde el principio, sino algo no nacido,
algo aún no pronunciado pero latente en distintos puntos
de la noche. Pero la noche sólo puede decir algo por cuan­
to se expone a la luz de la imaginación alerta, es decir, por
cuanto se dirige hacia el devenir; lo arcaico es en sí mismo
silencioso. Sólo como algo que rumia, que no ha sido redi­
mido o desarrollado, algo condensado, utópico, tiene fuerza ne­
cesaria para expandirse hasta la vigilia y obtener un poder
que le permita no vivir encerrado; como tal, sin embargo, y
sólo como tal, puede circular sin restricción, sosteniendo y
preservando al ego para la reforma del mundo, un viaje sin
final.
(El principio esperanza)

Y es ein Ineinander der kollektiven Traumspiele (un entrelaza­


m ien to de los ju e g o s d el su eñ o co lectivo ) -clel d ía y la
n o c h e - lo que p o n e en m ovim iento esperanzador a la his­
toria.
Ese m ovim iento p u ed e verse y, com o sabem os, se ve
constantem ente interrum pido y anulado por la traición y
la barbarie. N o obstante, tam bién aquí los sueños, privados
y públicos, ju e g a n un papel im portante. Los sueños pue­
den ser el últim o refu gio de la libertad y la tierra de la re­
sistencia. H ay una idea gravem ente am enazadora, si bien
ambigua, en el alarde de Robert Ley, Reichsorganisaíionsleiler
nacionalsocialista, cuan d o, p o co después de que el régi­
m en tom ara el poder, dice: “La ú n ica persona en A lem a­
nia que todavía tiene u n a vida privada es aquella que está
dorm ida”. Precisam ente. Hasta cierto punto (no para los
torturados físicam ente, no para el que m uere de ham bre),
los sueños pueden perm anecer fuera del alcance del tota­
litarismo político. Hasta cierto punto, las “casas seguras” de
la resistencia clandestina al despotism o totalitario son las
de los sueños.
D e nuevo en este punto, me arriesgaría a decir, nos
encontram os con una fu n ción del sueño históricam ente
vital y socialm ente dinám ica alejada de la atención del psi­
coanálisis.

El segundo aspecto de la historicidad de los sueños ha sido


literalm ente pasado por alto. Los sueños son una parte de
la historia y de la docu m en tación histórica. Pero hay tam­
bién una historia de los sueños o, más exactam ente, una his­
toria de la fen o m en o lo gía del sueño.
En otra parte (“La distribución del discurso”, Sobre la
dificultad, 1 978), intenté dem ostrar que las distintas formas
en que nos hablam os a nosotros mismos, que el estilo, la
frecuencia, el contenid o y los efectos exteriores de los soli­
loquios no expresados, del m o n ó lo g o in terio r que com ­
prend e la m ayor parte de nuestra p ro d u cció n lingüística,
están sometidos a los cambios históricos y las constricciones
sociológicas. Intenté sugerir que hom bres y m ujeres (lo
que constituye u n a distinción prim aria) han h ech o un uso
diferente de la gran y constante corriente del discurso in­
terior en distintos m om entos de la historia, en distintos
escenarios sociales y económ icos y en diversas culturas.
A mi ju icio , esta misma idea es válida para las num ero-
246
sas actividades que asociamos a la generación, form ulación
y evocación - d e orden com pletam ente privado o p ú b lico -
de los sueños. El acto de dormir, esa im presionante activi­
dad psicosom ática sobre la que tan p o co se sabe, es una
realid ad tanto individual co m o social. N o contam os con
n in gu n a historia sobre “el d o rm ir”, algo que sería de una
utilidad tan esencial al m enos para nuestra com prensión
de la evolución de las costum bres y de la sensibilidad com o
lo son las historias del vestido, del comer, de la puericultura
o de las enferm edades m entales y físicas, que los historia­
dores sociales y los historien,s des mentalités p o r fin ponen a
nuestro alcance. Clim as diferentes, estratos sociales d ife­
rentes (amo y esclavo, clérigo y cam pesino, soldado y arte­
sano), épocas históricas diferentes, p ro d u cen distintos
patrones en el dorm ir y en el despertar. El dorm ir solitario
o conyugal, el privilegio, com o ha sido para una pequeña
élite social a lo largo de la historia, es un fen ó m en o com ­
pletam ente diferente del dorm ir colectivo que tiene lugar
en un a cabaña de labriegos o en la barriada urbana. Y am ­
bas “estructuras del d orm ir” son, a su vez, distintas a la que
establece la división de sexos en la siesta com unal que se
practica no sólo en las “casas alargadas” de ciertas culturas
australianas, asiáticas y clel Pacífico, sino, más cerca de casa,
en los barracones militares, en el internat o en el claustro.
La invención y expansión de sucesivas tecnologías de ilu­
m inación artificial han alterad o la psicofisiología de los
“actos del d orm ir” . U n a cultura en la que tienen cabida las
siestas de la tarde difiere significativam ente de una en la
que la econ o m ía del reposo es casi en su totalidad noctur-
na. U na historia ele la higiene pública, de las instalaciones
sanitarias dom ésticas, o de su ausencia, form a parte de la
historicidad contextúa! del dorm ir individual o de grupo.
T enem os grandes poetas que p erten ecen a los m undos del
dorm ir, co m o Shakespeare o Proust (apenas existe una
obra teatral de Shakespeare en la que no haya algún tipo
de refle xió n sobre los m últiples enigm as del dorm ir;
Macbeth p ued e definirse con precisión com o el dram a clel
exilio del dorm ir). En el Oblomov de G oncharov encontra­
mos el esbozo de una sociología satírica del dormir. Pero
aún tendrem os que esperar a los verdaderos historiadores
de una co n d ición que, p o r lo m enos, com prend e la terce­
ra parte de la vida de la especie hum ana.
De igual m anera, estas mismas historicidades y determ i­
nantes biosociales perten ecen al sueño. N o todos dorm i­
mos a las mismas horas, en el mismo lugar o en la misma
aura fisioló gica-clim ática, nutritiva, sexual-, com o se dice
que h acían un antigu o griego, un siervo m edieval o un
nativo de la isla de Trobriand. Nuestros sueños o, puntua­
lizando más, un buen núm ero de nuestros sueños serán,
consecuen tem en te, diferentes. Los sueños registrados por
los escribas reales del antiguo E gipto o en la Biblia, por
Plutarco o p o r los alegoristas m edievales difieren entre sí
tan radicalm ente com o los sueños transcritos por los an­
tropólogos y etnógrafos de cam po. Estos sueños difieren
notablem ente tam bién de los sueños catalogados corno tí­
picos en la literatura del psicoanálisis.
La historia, la psicología social de la p rod u cción , alma­
cenam iento y distribución de los sueños hum anos es dem a­
siado vasta y, p o r el m om ento, desconocida para perm itir
una visión general. Perm ítasem e, por tanto, aducir una
sola transform ación, aunque se trate de una transforma-
ció n fundamental, en la función aceptada de los sueños y del
soñar tal y com o es posible docum entarla en las culturas
occidentales.
La antigü ed ad m ed iterránea, sea clásica, sem ítica o
“bárbara”, se m uestra unánim e a la hora de relacionar los
sueños y el soñar con la fen om en ología de la previsión. Los
sueños -n o s enseña Penélope en la Odisea x i x - pued en ser
verdaderos o engañosos. Los sueños pueden ser enigm áti­
cos, co m p lican d o la decisión de si son ciertos o falsos
(M acrobio, en su com entario sobre “El sueño de E scipión”,
designa a esa clase de sueño enigm ático com o oneiros). Los
sueños p u ed en tener la cualidad de la pesadilla (enypnion)
o de un prom isorio placer. Pero una cosa está totalm ente
clara: los sueños surgen de una visitación del porvenir o al
porvenir. Los sueños son, en esencia, verdadera o falsamen­
te oraculares (chrematismos)y proféticos (horama). El arte de
la in terp retación de los sueños es un a ram a de las artes
generales del augurio. La frase oracular, las profecías, los
presagios, el descifram iento del vuelo de los pájaros o de
las entrañas de víctim as sacrificiales, están estrecham ente
em parentados co n la d ecod ificación de los sueños hum a­
nos y las visiones del sueño (phantasma). Los sueños son las
efím eras runas que el futuro inscribe en el alma durm ien­
te. La misma oscuridad de los sueños, la herm ética varie­
dad de sus posibles significados, es garantía de su carácter
profético: “Si los sueños profetizan el futuro, si las visiones
que se presentan a la m ente que duerm e nos otorgan cier­
tos indicios por los cuales se pueden adivinar las cosas del
futuro, los sueños serán al mismo tiem po ciertos y oscuros
y la verdad residirá en su oscuridad” (Sinesio de Cirene, ca.
4 10 d. C.). El escepticism o de Aristóteles, delicadam ente
a rg u m en tad o en su op ú scu lo Sobre la profecía en el sueño
^ ^ ^ U _____ L 1 _» ______ _______
“ i c x 11 w C o i i i L i C i U i t , d l l U J U d 5 L < a il L C 1 c tZ,< Jild U LC , ctLLilLJtlC

debería ponerse en tela de ju ic io -, representa un punto de


vista excep cio n al y d eliberad am ente m andarín. Para el
m undo antiguo en general (considerem os el fam oso
“Egyptian D ream B o o k ” [Museo Británico, papiro 10683,
fechad o ca. 2000 a. C ], a H om ero, a H esíodo y los recop i­
ladores del A ntiguo Testam ento), la cuestión no es saber
si los sueños son proféticos -esto se considera un hech o
evidente-, sino saber si tal profecía nace de fuentes ben é­
ficas o malignas y si el descifram iento m ortal es capaz de
desentrañar las previsiones (pré-voyanees) de la noche.
En el psicoanálisis, p o r el contrario, los sueños no se
alim entan de la profecía, sino del recuerdo. El vector se-
m iológico no señala al futuro, sino al pasado. La dinám ica
de la opacid ad no es la de lo d escon ocid o, sino la de lo
borrado. ¿Cuándo se produjo esta reorientación esencial?
¿Y por qué se produjo?
N o es posible fech ar un cam bio tan difuso de form a
persuasiva. Es más, todo indica que este giro de la etiolo­
gía y de la tem poralidad no se prod uce de ninguna m ane­
ra de form a sincrónica en distintas culturas y en distintos
niveles de la sociedad. El escepticism o de H um e en rela­
ción con las evidentes dem andas de los sueños, la crítica de
las visiones oraculares, com o la que encontram os en Bayle,
no eran com partidos por la pluralidad, m enos em ancipa­
da pero abrum adora en térm inos num éricos, de la E uro­
pa del siglo x v m . L a interpretación de los sueños de Freud no
destierra de la lectura popular incontables “libros de sue­
ños” tradicionales y claves más o m enos ocultas “para des­
entrañar el futuro a través de los sueños”. Por el contrario
-y éste es un fen ó m en o que exige una valoración sutil-, el
racionalism o terap éutico y la tecnicid ad del fo co psico-
analítico de los sueños acrecienta en ^realidad el status y la
popularidad de los decodificadores alternativos e intrínse­
cam ente “arcaicos”. Estoy casi seguro de que, a pesar de la
Ilu stració n y d el positivism o, a p esar d el agn o sticism o
m od ern o y de Freud, una gran m ayoría de la hum anidad
-in clu so en las llam adas sociedades “avanzadas” y tecnoló­
gicas- contin úa asociando los valores oraculares y proféti­
cos a sus sueños.
Sin em bargo, es posible decir que el gran cam bio que
va de las categorías de la p ro fecía a las categorías del re­
cuerd o com ienza a producirse, al m enos en lo que se re­
fiere a la sensibilidad filosófica y científica, a m ediados y
finales del siglo x v n . Es precisam ente este m arco tem po­
ral el que otorga al celebrado “Sueño de Descartes” -fech a--
do en noviem bre de i6 x g , y al que volveré más ta rd e- su
carácter y fun cion alid ad “antiguos”. La crisis de la conscien­
cia d el siglo x v m , el vocabulario y la gram ática de los sue­
ños del rom anticism o, p u e d e n caracterizarse p o r su
relación con el “pasado”, con el m ovim iento recordatorio
de sus sueños. Los peregrinos del dorm ir no se dirigen a la
térra incógnita del m añana; estos peregrinos dan la bienve­
nida al “brillo visionario” del nacim iento y de la infancia.
¿C óm o debem os resp o n d er ante este reciclaje, ante
esta “m edia vuelta”?
Ciertos factores causales posibles nos vienen a la cabe­
za. D espués de C o p érn ico, K epler y G alileo, la fu tu ro lo gía
respetable pasó a ser tem a de las ciencias celestes y m ecá­
nicas. Los “sueños hacia d elan te” de la m ente occidental
son los de la co sm o lo gía new toniana, los de las ciencias
estadísticas y estocásticas o los de la evolución darwiniana.
El ho m bre cultivado no lee las estrellas, sino artículos so­
bre astronom ía. M ediante un proceso m uy lento, pero sus­
cep tible de observación, el co n o cim ien to responsable se
in co rp o ra a la luz del d ía (cf. el sim bolism o de la luz, la
poética del m ediodía, de la iconografía, y las convenciones
discursivas de la revolución new ton ian a). Paralelam ente, la
n o ch e y su p ro d u cció n se asocian al d om in io de la ilusión,
del infantilism o, de la patología. C o m o escribe Goya en ese
grabado tan pod eroso, las pesadillas nacen del sueño de la
razón. ¿Cóm o p o d rían com unicar el con ocim ien to del fu­
turo? U n segund o factor en el gran giro del eje tem poral
de los sueños p o d ría h aber sido la revalorización de la in­
fancia misma, la fascinación p o r el origen y la génesis de la
consciencia tal com o observam os en Rousseau y en el ro­
m anticism o. Si los sueños no m uestran los jero g lífico s de
lo futuro, establecen el alfabeto nocturno de nuestro autén­
tico pasado. Los sueños son la historia de nuestra venida al
ser. Lejos de ser una señal del caos o de la irresponsabili­
dad, el “infantilism o” de los sueños es una prueba de su
viaje desde el centro p erd id o de nuestra psique. El “viden­
te b e n d ecid o ”, proclam a W ordsworth, es el niño muy pe­
q ueño, a cuya inm ediatez perceptiva los sueños son, quizá,
nuestro ú n ico acceso. U n tercer factor —y posiblem ente
incluya a los dos que acabo de cita r- es el de la internaliza-
ción de la experiencia, un proceso que casi define la m o­
d ern id ad misma. U n o no tiene que ser h eg elian o para
captar el giro hacia el interior de la consciencia, del escru­
tinio disciplinado, que distingue al hom bre “m o d ern o ” del
“clásico” o incluso del “m ed ieval”. Nuestra percep ción de
la “realid ad ” -c u a n d o ésta no es científica, utilitaria o te-
leo ló gica, en el sentido especial en que la tecn o lo gía es
te le o ló g íca - se dirige m ayoritariam ente hacia el ego. C uan­
do Rousseau otorga su singularidad al moi, com o si lo hi­
ciera contra M ontaigne, su d erech o a la transcendencia,
com o si lo hiciera contra Pascal; cuando el siglo x v m , en
sus postrim erías, otorga a las palabras egoísmo y egotismo su
nuevo m agnetism o; cuand o N arciso inicia una fu ite triun­
fante que le llevará de Rousseau a Valéry, tam bién los sue­
ños se vuelven hacia el interior y abandonan ese punto de
mira fijo en los dioses, en el objetivo d esconocid o del futu­
ro que d efin ía su fu n ción en el m undo clásico.
R eco n o zco que estas conjeturas son dem asiado vagas,
dem asiado prodigiosas, com o para ser de verdadera utili­
dad. Pero el h e ch o dom in an te es innegable: en cierto
m om ento de la evolución de la sensibilidad occidental (en
distintos m om entos y en clases sociales y sociedades dife­
rentes de O c cid e n te ), los sueños y la actividad del soñador
com en zaron a valorarse no p o r su co n ten id o profético,
sino p o r su carga de m em oria lícita o clandestina.
Ésta es una transm utación fundam ental. U na transm u­
tación que subraya la historicidad de los sueños y del soñar.
¿Puede el m odelo freudiano, con el énfasis axiom ático en
la econom ía y en la funcionalidad del recuerd o de los sue­
ños que lleva im plícito, ser realm ente una clave universal?
Ésta es mi prim era pregunta.

Haec, etiarn si ficta sunt a poeta, non absunt tarnen a consue-


tudine somniorum (Aunque fueran pensados p o r un poeta,
no dejan de parecerse a la materia corriente de los sueños),
afirma Cicerón (De divinatioi, 42). Freud viene a su encuen­
tro. El sueño “inventado” por el poeta, por el dram aturgo
o por el novelista tiene un status revelador equivalente al
que viene del paciente analizado. Por m ed io de las inter­
pretaciones de los sueños de Freud y sus discípulos direc­
tos, los sueños ficticios -c o m o los que en con tram os en
H om ero, Esquilo, Virgilio, Shakespeare, G oethe, Dostoiev-
ski o en Gradiva, la novela de J en sen - tienen u n a fuerza
privilegiada hecha de evidencia. Cabría preguntarse si el
postulado ciceroniano-freudiano es en absoluto evidente.
¿Tienen los sueños que ficta sunt a poeta, com o el com plejo
sueño de Clitem nestra en Electora de Sófocles, o el gran sue­
ño del D uque de C larence, en Ricardo m de Shakespeare,
en el que éste cuenta cóm o m uere ahogado, o el sueño
m acabro que despierta a Aliosha de la in ocen te piedad en
Los hermanos Karamazov, tienen verdaderam ente el mismo
stoto p sico so m ático que los sueños narrados por el pacien­
te a su analista, o los que, a m en u d o de form a ocasional,
nos contam os unos a otros los “seres corrientes” com o us­
ted y com o yo? El argum ento psicoanalítico es, por supues­
to, éste; incluso cuando com pon e un sueño ficticio, de la
form a más deliberada y contextual, el escritor aporta y des­
pliega, inevitablem ente, aspectos de su p ro p io subcons­
ciente. ¿Es ésta una refutación convincente? ¿No traiciona
esa in gen u id ad arbitraria sobre la naturaleza de la cons­
trucción literaria, de la poiesis, que m arca de tal form a tan­
tas de las lecturas de Freud sobre grandes escritores y que
de tal form a tropieza en su ensayo “El poeta y la fantasía”?
No obstante, la cuestión va más lejos.
N uestro con ocim ien to sobre los sueños y sobre el acto
de soñar, el m aterial que constituye la historia de los sue­
ños hum anos, son completamente inseparables del medio lingüís­
tico. (D ejo a un lado la posibilidad epistem ológicam en te
provocadora de que un soñador m udo o sord om ud o p ue­
da facilitar una mimesis visual o gestual de sus sueños.) Los
sueños se cuentan, se registran y se interpretan dentro del
lenguaje. L a fen o m en o lo gía del sueño está inm ersa en la
evolución y las estructuras del lenguaje. U na teoría sobre
los sueños es también una lingüística o, al m enos, una p o é­
tica. N ingún testim onio sobre un sueño hum ano facilita­
do p o r el m ism o soñador, p o r u n a fuente secundaria o por
el intérprete del sueño es lingüísticam ente in o cen te o ca­
rece de un valor lingüístico. El testim onio clel sueño, que
es la suma total de nuestra evidencia, se verá som etido a las
mismas constricciones y determ inantes históricos en rela­
ción con el estilo, la convención narrativa, la expresión, la
sintaxis y la connotación, a las que se som ete cualquier otro
acto del h abla en el lenguaje, la época histórica y el m edio
pertinentes. Los sueños se astillaron en Babel, com o lo hi­
cieron las lenguas de los hom bres.
Los lógicos y los epistem ólogos, especialm ente después
de Descartes y de W ittgenstein, han luchad o con m uchos
aspectos de los testim onios de los sueños:

si uno cree que el relato que un hombre hace de su


sueño tiene relación con su sueño sólo de la misma forma
en que mi relato sobre los acontecimientos del día de ayer
están relacionados con éstos, uno se encuentra en una si­
tuación de dificultad insalvable; porque en ese caso... es
posible que estemos siempre bajo la ilusión de haber teni­
do un sueño, una ilusión que viene a nosotros cuando nos
despertamos... En el caso del recuerdo de un sueño, no hay
contraste entre recordar correctamente y creer que recor­
damos... ¡en este caso, ambas cosas son idénticas! (Puede
incluso resultar sorprendente que hablemos de “recordar”
un sueño.)

N o soy persona com peten te para ju z g a r los puntos lógico-


epistem ológicos planteados p o r el profesor M alcolm (Phi-
losophicalEssays on Dreaming, i 977, pág. 1 21 ) y sus colegas.
Pero Sigm und Freud era co n tem p orán eo de W ittgenstein
y la absoluta falta de p ercep ció n de la filosofía lingüística
en el paradigm a psicoanalítico de pronunciam iento huma­
no sigue siendo perturbadora. ¿Podemos realm ente consi­
derar filosóficam ente responsable una etiología y una in­
terpretación de los sueños que observan el m edio
lingüístico, en el que todos los sueños se narran, com o un
m edio transparentem ente neutral? Cuando Freud echa
m ano de los factores lingüísticos, especialm ente de la eti­
m ología, su evidencia p u ed e ser, com o S. T im panaro ha
dem ostrado en su devastador estudio sobre el lapsus freu-
dien, m uy resbaladiza. Pero lo que quisiera es fijar la aten­
ción sobre un punto más específico.
C onsiderem os tres sueños em inentes.
A l com ienzo del C anto u de la Ilíada, Zeus em plaza a
oulos Oneire (un “sueño fu n e sto ”, un reve fa tidique). Zeus
pide al Sueño, un m ensajero personificado, que vaya a vi­
sitar a A gam en ó n , quien yace en su tienda “y duerm e un
sueño de am brosía”. El Sueño d ebe inform ar al hijo de
A treo que los dioses van a dejar de tom ar partido en la
batalla de Troya. ITera ha prevalecido y la ciudad sucum bi­
rá al ataque de “los aqueos de abundantes cabellos”. Q ue
A gam en ó n reúna a sus fuerzas para la victoria. El texto del
sueño se repite tres veces: en el m andato de Zeus a Oneiros,
en el m ensaje hablado que el durm iente A gam en ón escu­
cha p o r y en el proceso del sueño, y en boca del propio
A gam en ó n , quien, al am anecer repite esta com unicación
a su consejo de guerra. L a m od ulación es extrem adam en­
te sutil. El sueño, diseñado exactam ente por Zeus, atravie­
sa el dorm ir de A gam en ó n y vuelve a em erger, inalterado,
en m ed io del discurso público. Su triple articulación pro­
duce tanto un sentido de autoridad inspirada com o, y pre­
cisamente, ese efecto de com pulsión, de Ziuang, que asocia­
mos a los sueños que se recuerdan en su totalidad.
C o m o sabem os, el sueño es una em boscada tendida
por Zeus para vengar al ultrajado Aquiles. El sueño cruza
las Puertas de M arfil portando la falsedad. L a p ru eba de
N éstor sobre la autenticidad de este sueño es peculiar: si
todos los hom bres, excepto A gam enón, lo hubiesen refe­
rido, “lo creeríam os falso y desconfiaríam os aún más de él,
pero lo ha tenido quien se gloria de ser el más poderoso
de los aqueos. Ea, veamos cóm o podem os conseguir que
los aqueos tom en las armas”. Es com o si la elevada posición
social y m ilitar del soñador validara la verdad de su sueño.
Im agino que este pasaje contiene cierto rasgo arcaico de
psicología social que se ha perdido para nosotros.
¿Dem anda el engañoso oneiros de A gam en ón una inter­
pretación en profundidad? Si es nuestro deseo, podem os
decir que contam os con u n a explicación secular-psicológi­
ca del caso. El sueño de A gam enón es un caso típico de
satisfacción de un deseo. La entrega de Troya a A gam enón
facilitada p o r H era, sin la intervención del detestado A qui­
les, y la caída de la ciudad en un asalto final, p u ed en verse
fácilm ente com o los deseos más ardientes de A gam enón.
El sueño es tan eficaz porque se corresponde exactam ente
con los pensam ientos expresados y no expresados de A ga­
m enón.
El segundo es un sueño al que ya he h ech o m ención
con anterioridad. Se trata del fam oso scmge de Descartes, un
sueno sobre el cual, se nos ha dicho, el pro p io filósofo es-
238
cribió un m inucioso inform e, pero que nosotros sólo co­
nocem os a través del resum en o evocación de este inform e
h ech o por Baillet (obsérvense la com plejidad sem ántica de
esta in form ación y la posible d egen era ció n im plícita en
sem ejante secu en cia). El sueño de D escartes es inusual
porque está dividido en tres partes definidas, que se inte­
rrum pen dos o tres veces -esto no queda totalm ente cla ro -
p o r sendos despertares. En el prim er “cap ítu lo ” de su sue­
ño, Descartes es arrojado p o r un rem olin o de aire contra
los m uros de la C olegiata de la Fleche, y es inform ado de
que un a person a co n o cid a suya tiene un m elón para él.
D espertar: D escartes ru eg a a D ios que le pro teja co n tra
cualquier efecto m aligno de este extrañ o sueño. En el se­
gun d o estadio del sueño, Descartes es despertado (?) por
un estruendo y ve chispas llam eantes en su habitación. La
tercera sección del sueño revela al soñador un diccion ario
y un Corpus poetarum abierto p o r un pasaje de A uson io,
poeta galo-rom ano del siglo iv d. C.: quod vitae sectabor iter?
(¿Qué cam ino de la vida segu iré?). U n ho m bre d esco n o ci­
do entrega al soñ ad or el fragm en to de un verso en el que
saltan a la vista las palabras Est et Non.
A h ora viene lo sorprendente: dormido, Descartes d eci­
de que el sueño es un sueño y p ro ce d e a interp retarlo.
C o m o señala M aritain en su ensayo sobre este evento, la
docu m en tación de Baillet en este punto es dem asiado in­
com pleta com o para servir de m ucha ayuda. N o obstante,
las líneas generales son lo suficientem ente claras: Descar­
tes interpreta los dos prim eros fragm entos del sueño com o
advertencias que co n ciern en al tiem po m algastado de su
vida pasada. En el capítulo tercero d el sueño, el Espíritu
de la'V erdad le revela que ahora debe elegir el cam ino de
su vida (quocl vitae iter). El diccionario representa “toutes les
sciences ramassées en sem b le”. Est et Non son “le oui et le
non de P yth ago re” y representan el corte d iacrítico que
separa la verdad y la falsedad en el con o cim ien to hum ano.
D escartes sabe ahora que d ebe elegir el cam ino del exa­
m en p ro p io y del m étod o que con d u cirá a la verdad uni­
versal.
Todo esto es más que com plejo en virtud.de su código
de presen tación em blem ático y alegórico. N o obstante, la
m ayor co m p licació n reside en lo siguiente: según Baillet,
D escartes aseguró que

le g é n ie qui excitait en luí l ’en th ou siasm e d o n t il se


sentait Je cerveau éch au ffé depuis q uelqu es jo u rs, lui avait
p ré d it ces songes avant que de se m ettre au lit, et que
l ’esprit h um ain n ’y avait a u cu n e part.

el g e n io que incitó en él este entusiasm o, que él creye­


ra que h ab ía estado ex cita n d o su cere b ro d u ran te varios
días, le h ab ía p re d ich o estos sueños antes de ir a la cama,
h a c ié n d o le saber que el espíritu h u m a n o n o ten ía parte
algu n a en ello.

E n otras palabras, nos en con tram os ante un sueño que


co n tien e un claro augurio, augurio que es en sí mismo el
objeto de un indicio clarividente. Contam os tam bién con
la afirm ación de D escartes, según la cual este doble movi-
2 6o
m ien to de pred icción y previsión tiene un origen
tural. E xactam ente igual que el oneiros de A gam enón.
El tercer sueño, al que sólo puedo hacer alusión suma­
riam ente, es el de Tatiana en Eugenio Oneguin (v, x i- x x i) .
Nuestra h ero ín a cruza una llanura nevada, se en cu en ­
tra sobre un frágil puente bajo el cual corre un torrente
em bravecido y es perseguida p o r un rugiente oso. El oso
la hace prisionera y la lleva a la cabaña de un bosque, don­
de la deposita con delicadeza sobre el suelo. A lred ed o r de la
mesa de la cabaña, Tatiana descubre a Un grupo de criatu­
ras m onstruosas: un perro con cuernos, un esqueleto, un
enano, un cangrejo de río que cabalga sobre una araña y,
p o r supuesto, a O n eg u in en personne. El sabbath de las bru­
ja s se disuelve y se en cu en tra a sí misma en brazos de
O n egu in . Pero O lg a y Lenski se im ponen: se p rod uce una
fuerte riña y Tatiana se despierta, con el eco de un grito
resonando aún desde el sueño interrum pido. “¿Con quién
soñabas?”, p regu n ta inquisitivam ente O lga.
El oneiros de A gam en ó n es parte natural de una “psico­
lo gía tran scen d en te”, es decir, de una visión del m undo en
la cual la inconsciencia hum ana (el dormir) es directam en­
te accesible a la insinuación de lo divino y de lo dem onía­
co. El p oeta épico sabe de la duplicidad de los sueños y de
sus m otivaciones libidinales (cum plim iento del deseo), y
refleja el im pacto com pulsivo del sueño de A gam enón con
su técn ica de repetición . ¿Q ué tiene el psicoanálisis que
añadir?
El songe de Descartes plan tea im portantísim as cuestiones
sobre el form ato secundario y estilizado de todos los sueños
que se narran. Inevitablem ente, uno se cuestiona la auten­
ticidad del propio docum ento de Descartes o de su com u­
nicación a Baillet y a una atenta posteridad. Pero ninguna
interpretación de la evidencia será m ínim am ente respon­
sable si no avanza a través del aparato alegórico , de los
emblemata, de las convenciones retóricas y el multilingüis-
m o (francés, latín, g rie g o ), que organizan no sólo este sue­
ño particular, sino la sensibilidad barroca en su conjunto.
Los sueños de principios del siglo x v n , especialm ente
cuando llegan a nosotros a través de hom bres educados y
elocuentes, son retóricam enté, dram áticos, coreográficos y
~'\ b"
sentenciosos^cosa que no sucede con los nuestros.
Consultado sobre el significado del sueño de Descartes,
Freud com en tó sabiam ente que cualquier interpretación
h ech a sin la posibilidad de interrogar al soñador sería muy
frágil. Freud propuso lo que Maritain llam a “u n e interpré-
tation fort gratuite du m eló n ” y clasificó el sueño, en su
conjunto, de Traum von Oben, es decir, de sueño cuyas fuen­
tes habitan muy cerca de la superficie de la consciencia y
de las preocupaciones que despiertan en el soñador. Ésta
es, sin duda, una posibilidad tentadora. ¿Pero qué nos dice
sobre la misma densidad del con ten id o del sueño, sobre la
im portancia prim ordial que Descartes le otorga, o sobre la
insistencia de] soñador en su origen sobrenatural?
En el sueño de Tatiana, Pushkin nos facilita una buena
base para una lectura psicoanalítica. La relación de la so­
ñadora con el oso, las criaturas surrealistas con las que se
encuentra en la cabaña del bosque, el frágil puente bajo el
cual corre un torrente em bravecido, la explícita presencia
2 02
de O neguin: todos estos elem entos sim bólico-eróticos son
coherentes con los postulados freudianos. El “cangrejo de
río a.lom os de la araña” pod ría h aber sido sacado de un
m anual psicoanalítico (si bien, m ientras decim os esto, nos
viene a la cabeza el m uy distinto cód igo icon ográfico de El
B osco). N o obstante, a m enos que apliquem os un glosario
freud iano sobre la pesadilla esperanzadora de Tatiana, sólo
com o un m étod o más entre varias herm enéuticas, em p o ­
brecerem os y sim plificarem os gravem ente el texto. Igual­
m ente significativos, si no más, son los elem en tos que
N abokov cita en su p orten toso com entario; los paralelis­
mos form ales que guarda con Rustan y Liudm ila de Push-
kin, la an alo gía existen te entre el frágil p u en te y la
p eq u eñ a co ron a trenzada de álam o blanco que se co lo ca­
ba d ebajo de la alm oh ad a de las don cellas co m o instru­
m ento de adivinación, la superposición del oso del sueño
a los lacayos vestidos de pieles que atendían a las señoritas
de noble cuna, los posibles préstam os que Pushkin tom a
de Gromval de K am enev y Shogar de Nodier. En cada uno
de estos aspectos, es evidente la historicidad y la lingüísti­
ca de los sueños. C ualquier técnica de interpretación de los
sueños que asum a una universalidad sincrónica de equiva­
lencias sim bólicas será inevitablem ente reductiva.
El sueño de A gam en ó n o el songe de Descartes son radi­
calm ente distintos de los sueños que llegan a Freud p o r
boca de inform antes de clase m edia, de raza ju d ía y, en su
m ayoría, p erten ecien tes al sexo fem en in o, en V ien a a co ­
m ienzos de siglo. ¿C óm o p o d ría ser de otra m anera? El
sueño de Tatiana da muestras d e esa taquigrafía de la sexua­
lidad, de la cual Freud y el psicoanálisis nos han h ech o
dem asiado conscientes. N o obstante, sólo se trata de una
taquigrafía, y no debem os reducir a ella la riqueza especí­
fica, la co n creción histórico-poética del texto de Pushkin.
¿No hay en la aplicación del psicoanálisis al lenguaje, y
al lenguaje som etido a la m áxim a presión del significado,
el que llam am os “literatura”, un inevitable riesgo de em po­
brecim ien to determ inístico? Esta es mi segunda cuestión.

P u b licad o p o r prim era vez en 1966, Das Dritte Reich des


Traums es un clásico al que no se ha prestado la debida
atención. En este libro, C harlotte B erad t resum e su análi­
sis sobre unos trescientos sueños que le fueron contados en
B erlín entre 1933 y 1934. Q u e las im ágenes, sím bolos y
fantasmas que pueblan estos sueños reflejen los cam bios
políticos que tenían lu gar en B erlín en aquel tiem po no
nos sorprende. L o que sí nos llam a la atención, y es un dato
de gran im portancia, es el grado de profundidad que la his­
toria extern a alcanza en su pen etración del subconsciente
e inconsciente. N o se tarda m u ch o en co m p ren d er que los
pacientes que sueñan con la pérdida de m iem bros o con
la atrofia de brazos y piernas no despliegan síntom as del
co m p lejo de castración freu d ian o , sino que, sencilla y
dolorosam ente, revelan el terror que les pro d u cen las nue­
vas leyes que exigen el saludo hitleriano en público, en las
relaciones profesionales, e incluso dentro de la familia.
¿Me equivoco al pensar que este hallazgo representa,
incluso p o r sí m ism o, un reto fundam ental al m od elo psi-
coan alitico de los sueños y de su interpretación?
264
Es m ejor dejar hablar a los escritores. En su astuta fá­
bula, E l serpiente, Luigi M alerba dice:

Tutti i sogni sono sem pre un p o ’ misterios! e questo é il


loro bello, m a cerd sono misteriosissimi, cioé non si capisce
nien te, sono com e dei rebus. M entre i rebus han 110 una
soluzione, loro non ce l ’hanno, puoi dargli cento significan
diversi e l ’u n o vale l ’altro.

Todos los sueños son siem pre un p o co m isteriosos y en


esto consiste su belleza; pero algunos son m uy m isteriosos,
es decir, u n o no en tien de nada; son com o acertijos. N o obs­
tante, m ientras los acertijos tienen soluciones, los sueños no
las tienen. P uedes darles cien significados diferentes, y uno
es tan b u en o com o otro.

Ésta pu ed e ser una conclusión desolada, pero yo la encuen­


tro tonificante.
Tótem o tabú
[1988]

N uestros tres térm inos fu n d am en tales de raza, n ación y


religió n pro b ab lem en te derivan su m o d ern a valencia (si
m e perm iten tom ar prestada de la qu ím ica u n a palabra
m uy bella y exacta) -su peso exacto, densidad, determ ina­
ción de v a lo r- de dos breves m om entos, dos breves conste­
laciones del tema, dond e los tres cobran un nuevo relieve
y u n a nueva fuerza declaratoria.
El prim ero va desde el 15 de octubre de 1894 hasta el
19 de septiem bre de 1899. Ya habrán reco n o cid o estas dos
fechas: señalan el arresto y la am nistía form al del capitán
Dreyfus. Se trata del prim er m om ento en que nación, raza
y religión reciben la m ayor parte del pulso dinám ico que
ahora poseen. El segundo m om ento (volveré sobre él en
d etalle) se extien d e ap ro xim ad am en te desde m arzo de
1933 hasta, digam os, septiem bre de 1939: el m om ento en
que la discusión sobre la raza, la Iglesia y la nación vuelve
a presentarse, esta vez en el contexto hitleriano.
Dos m om entos decisivos. U n o llevará directam ente y de
inm ediato, com o sabem os, al sionism o, en la m ed id a en

* D e un co lo q u io en S kidm ore C o lle ge , Saratoga Springs,


N ueva York, 1988.
que H erzl, testigo de la pública vergüenza, el desm em bra­
m ien to de Dreyfus, con cib ió la posibilidad program ática
del ren acim ien to de Israel. El segundo, com o una h ed io n ­
da prolongación, desem bocará en el actual Estado de Israel,
cuyo nacim iento y destino están hon d am en te vinculados a
la crisis nacionalsocialista.
En estas dos constelaciones tem áticas encon tram os el
entrelazam iento de nuevas definiciones de religión, de et-
n icidad o raza, de constitución nacional y nacionalism o.
A llí se prueban, se exp o n en , se convierten en program á­
ticas.

EL C A S O DREYFUS

L a co n ju n ció n Dreyfus es de u n a com plejidad especial


e instructiva, d o n d e ya se discute casi cada problem a sobre
el que quisiéram os hablar. Considerem os los m atices de las
posibles posiciones.
H ay un nacionalism o católico contra Dreyfus, un nacio­
nalism o católico que co n tem p la un ren acim ien to de la
Francia de Juan a de A rco, de san Luis - la iden tificación de
la patrie no con la visión revolucionaria, sino contra ella-.
Tenem os un largo linaje de lealtad m onárquica: la hija
m ayor de la Iglesia, com o se co n o ce a Francia en la defini­
ción oficial can ó n ica de la d octrina católica rom ana, se
vuelve contra el extranjero, el traidor, el virus de la traición,
no sólo de la traición ju d ía , sino, com o pronto verem os, el
virus del agnosticism o y del laicism o. En la ardiente feroci­
dad de este caso, la nación se convierte de nuevo en algo
más gran d e que ella misma; se transform a en un credo.
268
Restablece su relación con una presencia tradicional y te­
rritorial de Dios.
Hay un nacionalism o católico en favor de Dreyfus tan
fuerte com o el otro. Y, aquí, la figura principal de la que
deberíam os ocuparnos, en la que según creo encuentra su
más poderosa expresión cada uno de los aspectos que es­
tamos discutiendo, es, p o r supuesto, Charles Péguy. Péguy,
cuyos argum entos de toda una vida se basarán en la nación,
la raza y la religión, y para quien el catolicism o significa la
C iudad de Dios, la C iudad de la Justicia, La Cité Divine, la
visión agustiniana d o n d e la in ocen cia de Dreyfus sustituye
cualquier interés m ilitarista o nacionalista en nom bre de
un a co n cep ció n que identifica u n a nación con un p ropó­
sito transcendente. La nación no es un accidente secular;
la n ación es u n a forma divina, un a form a representada de
la voluntad de Dios sobre la tierra, y preservar la inocencia
de la víctim a es el prim er, señalado y talism ánico deber de
la nación.
Tenem os un nacionalism o agnóstico contra Dreyfus, un
gru p o de secularistas, de esos que no buscan condenarle
en nom bre de nin gun a teología transcendente o práctica
religiosa, sino enteram ente p o r razones pragmáticas. Invo­
can el d eb er del Estado político m od ern o de defenderse
contra la traición, su obligación suprem a de exigir una leal­
tad absoluta. Y es este nacionalism o agnóstico el que va a
desarrollar una de las discusiones más poderosas, una dis­
cusión que va a estar presente en todas las demás: que la
co n d en a del individuo, au n qu e trágica, aunque en este
caso p robablem en te injusta, debe ser aprobada, a no ser
que la nación se ponga a sí misma en peligro; que ninguna
vida individual puede contrarrestar, finalm ente, la preser­
vación del Estado-nación en el conflictivo m undo m oderno.
Tenem os un nacionalism o agnóstico en favor de Drey­
fus. Esta postura es especialm ente sutil y fascinante. Por fin
estamos asistiendo a la publicación de todos los d ocu m en­
tos relevantes, no sólo de los de Péguy durante aquellos
años, sino de los m ucho más señalados de M arcel Proust;
docum entos cuyo conocim iento era restringido hasta hace
poco (sólo ahora, com o saben, ha em pezado a prepararse
la gran edición de las Cartas). La simpatía de Proust por
pD reyfus no tiene nada que ver con el sem ijudaísm o de
¡ Proust. Y esta com plicada postura no tiene nada que ver,
desde luego, con ningún misterio o creencia transcenden­
te, sino que, al contrario, es la expresión de un patriotis­
mo tan grandioso que Francia entre todas las naciones
abandera el ejem plo de la justicia libre de ataduras. Fran­
cia no puede traicionar su misión, porque ella sola es lo
bastante grande y fuerte com o para arriesgar su propio
destino. El argum ento del jo ven Proust es pereal mundus. La
mismísima excelencia de la. patrie, de lo francés, que Proust
experim enta tan intensam ente com o jo v en sem iforastero,
hace imperativo el rechazo de cualquier com prom iso con
la injusticia.
Finalm ente tenem os un p eq u eñ o grupo, socrático,
antinacionalista y en favor de Dreyfus. Es un grupo dispues­
to a descartar las reivindicaciones del Estado-nación (es
muy pequ eñ o ), que ve en este conflicto la verdadera acu­
sación del principio de nacionalism o, que ve que el nacio­
nalismo se exhibe a causa de la fuerza sádica e infantil en
que puede desem bocar si se vuelve ciego y sin piedad con­
tra una víctim a inocente. Este gru po presiente que en el
caso Dreyfus se encuen tra el verdadero argum ento de una
especie de universalism o abstracto. U n representante de
esta posición, que no pu ed e dejar de fascinarnos, es Julien
R p n r l n
» yc u
n n í>
v a u -j
í> n l o f o i n a c ó ^ p m
v .|u v ^ ) i u a u
r lp lo
iu v
ni
^o u w v ^ n cv i u i w v t i v_- v n v_.j.

m om ento de la am nistía se negó a unirse al brindis de ali­


vio que h icieron todos los demás, con la esperanza de que
a Dreyfus, de regreso en casa desde la Isla del D iablo, se le
ahorraran más torturas o agonías. B en da observó de inm e­
diato que la am nistía no clausuraba nada, que no era un
verdadero procedim ien to legal, sino un ad hoc, un contin­
gente invento de perd ón, y que el verdadero asunto no era
el capitán A lfre d Dreyfus, sino u n a especie de princip io
procesal socrático, quizá platón ico, o de p ro ced im ien to
correcto. Sólo el procedim ien to, el gobiern o de la ley so­
bre cualquier frontera nacional, estaba en tela de ju icio , y,
a n o ser que el hom bre em pezase a ver la suprem acía del
g o b iern o de la ley, sobrevendría el desastre.
C ad a una de estas posturas poseía su propia m ística
potencial, su propia gam a o espectro estratégico dentro del
cual em piezan a perfilarse los temas que todavía y tan in­
tensam ente nos conciernen.

EL C A S O ALEMÁN

En el caso alem án, los m atices vuelven a ser com plejos.


Voy a nom brar solam ente dos figuras, aunque hay que con­
siderar m uchas más. Mis observaciones van a estar basadas
en las carreras.y el trabajo de Gerhard Kittel e Im m anuel
H irsch, dos de las más destacadas autoridades en teología
alem ana m o d ern a y en el m ovim iento lu teran o alem án.
A ñ ad o com o nota a pie de página, una am bigua y obsesiva
nota a pie de página, que H irsch tam bién es nuestro m e­
jo r ed itor de K ierkegaard y el hom bre que de m uchas m a­
neras ha llevado a K ierkegaard a la corriente principal del
pensam iento eu ro p eo y al telón de fo n d o del existencia-
lismo.
K ittel y H irsch, en 1933, apoyan al Partido, el partido
nacional-socialista, y prestan al Partido la gran autoridad de
sus cátedras de T eología. Expresan posiciones ligeram en­
te distintas. Para Kittel, el Partido es un acto de Dios; su
ascenso, su triunfo, la inm ensidad del apoyo que recibe tras
la hum illación de la A lem ania de Weimar, tienen naturale­
za de m ilagro. Y Kittel señala en varias ocasiones que no hay
explicación positivista, socioeconóm ica o clinom étrica (ex­
presiones nuestras, pero podem os en con trar sus paralelos
en los años treinta) que p ued a dar cuenta de la inm ensa
explosión de energía, apoyo y entusiasm o que ha movili­
zado a la hum an idad, hom bres, m ujeres y niños, en toda
Alem ania: sólo el carism ático p o d er del líder, el p o d er pro-
fético de Hitler, p u ed e ofrecer u n a explicación. Kittel dice:
siem pre nos p id en qu e n o m b rem o s m ilagros. Tenem os
una visión dem asiado estrecha de lo m ilagroso; no se trata
de que alguien g o lp e e una p iedra y consiga que de ella
b rote agua. Dios sabe que hay p ro fu n d o s m ilagros en la
historia que son fen o m en o lo gías colectivas y psíquicas de
reco n o cim ien to , de revelación, de una especie de nueva
aurora en la consciencia de la hum anidad. ¿Por qué no los
recon ocem os com o m ilagros genuinos, sin exigir ningún
abracadabra, n in gun a m agia? El ascenso del Partido, su
rápida llegada al poder, casi sin violencia (tiene toda la ra­
zón: casi sin violencia), una revolución nacional distinta de
la revolución bolchevique, ahorró una guerra civil y perm i­
tió al Partido alcanzar el p o d e r total en una oleada de
acu erd o casi m ilagroso p o r parte de la población.
A esto exh ortaba L u tero cuand o quería despertar a
A lem ania. El grito está ahí, en las famosas cartas de Fichte
a la nación alem ana; pero esta vez hay una validación de la
creen cia luterana de que el Estado debe ser un fen óm en o
religioso en un sentido m uy concreto, es decir, una colec­
tividad que transcienda los motivos individuales y que otor­
gue a las esperanzas de cada individuo (esto, creo, es muy
im portante) la sanción y estructura de una prom esa para
todos utópica y mesiánica.
Para H irsch, se trata tam bién del ju ic io de Dios sobre
la locu ra de Weimar, su autodestrucción, derroche, mesti­
zaje. A h ora no hablam os de una nación, hablam os de das
Volk. H irsch argum enta con hond a sutileza, con gran agu­
deza, que la d iferencia precisa entre una nación y un Volk
sólo p u ed e form ularse de m aneras no inm anentes, no se­
culares. U n Volk es una iden tid ad que transciende toda
identid ad individual; un Volk tiene una fe com ún; un Volk
m archa hacia una prom esa. Esta prom esa no es sólo social
o econ óm ica, sino, en últim a instancia, religiosa. Votar por
H itler es un acto de fe; para Hirsch, es un salto kierke-
gaardiano en la oscuridad de lo desconocido, un salto hacia
la posibilidad de un líd er inspirado, profético, m esiánico.
A lo largo de todo el am plio debate con Karl Barth, uno
de los debates más im portantes de este siglo, el tem a es
precisam ente éste: ¿de qué m odo lo extraterritorial es la
llave de la naturaleza transcendente del fenóm eno de .1 933
y del indudable resurgim iento de Alem ania? ¿De qué
m odo el regreso de la esperanza para m illones y m illones
de personas que estaban sum idas en un a desesperación
suicida representa algo en el linaje de la prom esa del Evan­
gelio? ¿De qué m anera un Volk es un conjunto y una con­
cepción religiosa antes que geop olítica o económ ica?
Los térm inos se vuelven com plejos y borrosos. El Volk y
la nación, la Iglesia y la raza. El tem a de la pureza, el tema
del m atrim onio endógam o - y m e gustaría pensar en térmi­
nos de antropología clásica, de “no contraer m atrim onio
fu era”- , el tema de la co h eren cia de la com unidad en tor­
no a tipos sanguíneos y herencia genética se discuten en
térm inos que imitan insidiosam ente el A ntiguo Testam en­
to. La cuestión es: el nacionalism o m oderno, ¿reitera esen­
cialm ente la prom esa hecha a Abraham , hecha a Moisés,
de la invasión de la T ierra Santa de Canaán?
H em os llegado al corazón de nuestras dificultades.
¿Cuál es la naturaleza del m od o verd adero en que Dios
habita la historia? Este debate, que ayudará a provocar el
rechazo de Barth del vínculo entre Dios y el hom bre, for­
zará a Karl Barth a la fam osa posición de que la distancia
entre el hom bre y Dios es tan vasta que la insinuación de
Dios en la historia es una peligrosa m entira política. La
postura de Barth se abre a un contraataque (lo sufrió en
x9 34 Y x935) q116 dice: o bien u n o es serio al considerar
que la Iglesia es ahora una parte viva del tejido histórico, o
está p red ican d o una especie de religió n de m useo,
pascaliana y ascética. El debate es real, y aunque Barth lo
gana gracias a su inm ensa dignidad m oral, gracias a su de­
cisión de abandonar A lem ania y al h ech o de haber previs­
to la catástrofe subsiguiente, no lo gana necesariam ente
sobre bases teológicas o dialécticas. L a p o lém ica sigue
abierta y ardiente.
En el caso Dreyfus, no hay duda de que se revisó el pro­
ceso. Se revisó contra Dreyfus a m anos de ese fen ó m en o
que llam am os Vichy: V ichy es la venganza de los an ti drey-
fusards. A ctualm ente, el m ovim iento de V ichy está tan vivo
en Francia com o lo ha estado siempre; Francia se halla en
un constante estado de g u erra civil espiritual; y el caso
Dreyfus no está cerrado en absoluto. Desde el caso Dreyfus
los m ovim ientos, los com plicados m ovim ientos cíclicos de
la política francesa, han enfren tado a los que quieren co n ­
denar a Dreyfus en el sentido am plio de la palabra y a los
que se enorgullecen de su absolución. Am bas posiciones se
asientan en el problem a de lo sju d ío s. Por supuesto, esto
no es accidental. La experiencia de losju d ío s es lo que más
gráficam ente plantea los problem as conceptuales y prag­
máticos y las provocaciones de la identidad racial y étnica,
de la constitución de la nación y la validación religiosa.
Am bos casos, el francés y el alem án, m uestran que es­
tamos tratando con lo que los m atem áticos han llam ado
“p roblem a de tres cu erp o s” . De m aneras que no estoy cua­
lificado para entender, nos dicen que un p roblem a de tres
cuerp os es insoluble, o que no se puede d ecidir sobre él.
N o son vagas m etáforas. L a raza (o la etn icid ad ), la reli­
gión , la nación constituida son tres térm inos que se
interrelacionan de m odo reticular, al m enos desde Dreyfus
y 1 9 3 3 ’ 1° R1-16 hace que sobre este problem a, form al y
sustancialm ente, no se p u ed a decidir. P od em os allanar
nuestros desacuerdos, pero no habrá solución.
H em os llegado, inevitablem ente, a la form u lación de
Péguy: “C u an d o abordam os la relación de la raza con la
nación, y la relación de ambas con el co n cep to de fe reli­
giosa, pasam os de la politiquea la mystique". Es un a fórm ula
famosa, que se desarrolló durante el caso Dreyfus. Pasamos
del ám bito de la política al de la mística. Y lo m ístico no es
peyorativo en absoluto, no es un golpe bajo ni un insulto.
Hay una política del misticismo, de lo místico, que tiene sus
propias peculiaridades, su propia lógica, sus propias exi­
gencias, pero que se m ueve fuera del ám bito de consenso
m ediante debate, voto, ed ucación política, exposición de
soluciones melioristas.
C o m o con secuen cia de la Shoah - “H o lo cau sto ” ha lle­
gado a ser un térm ino casi inevitable, p ero es una bonita
palabra griega que designa un sacrificio solem ne y festivo-,
p ro fu n d o s tabúes p la g a n la m ayoría de las discusiones
sobre nuestro tema. La posición liberal, los tabúes que im­
p o n e el liberalism o, o (si u n o quiere ser peligrosam ente
pro vo cad or) la hip o cresía del liberalism o, son tal vez el
necesario idiom a de la decencia. Éste es mi problem a.
2j6
Q uizá uno no d ebería hablar de las cosas ele las que
vamos a hablar. Pued e que la d ecencia ya no sea una op­
ción, sino un im perativo. Puede que el liberalism o no con­
siga abrir las puertas a la verdad en algunos casos, porque
esas puertas llevan al infierno. Al fin y al cabo, podríam os
argum entar, hay que pagar por un períod o de la historia.
Hay acontecim ientos en la historia tras los cuales, durante
algún tiem po, a veces largo, ciertas posibilidades de discu­
sión desapasionada o irónica no están a disposición de los
seres hum anos decentes. U n o guarda silencio sobre cier­
tas cosas. Y soy agudam ente consciente ele esta posibilidad.
L o que em puja en co n tra de ella es precisam ente la ne­
cesidad de evitar “la traición de los eruditos”. A clarar las
cosas: éste es el d eb er de los eruditos, el ju ram en to hipo-
crático que hem os hech o com o estudiosos y profesores.
Lo espinoso son las elecciones de Israel hacia un desti­
no nacional étnico. Esto no tiene paralelo en el m undo
h elén ico o en el griego. Hay com plicadas lealtades locales
a la polis, pero no son dictados de elecciones-pactos con la
etnicidad, com o en la Zarza A rdiente, com o en el trato con
A braham para p o b lar la tierra. El enraizam iento de esta
co n d ición de elegid o en lo local concreto es evidente.
O rig in alm en te, es u n a co n d ició n de elegid o en un
tiem po y un lugar dados. El subrayado teológico está ahí,
abrum ador. H oy m ism o he oíd o la conm ovedora, penosa
observación de que la opresión no está en la tradición del
ju d aism o, y m e he pregun tad o si estaba siendo testigo, una
vez más, de ese privilegio tan frecu en te en el A n tiguo Tes­
tam ento, que no hay cjue volver a leer. El Libro de Josué es
u n o de los libros más crueles que jam ás se han escrito; es
un libro de salvajismo y triunfalismo que deja fuera de toda
duda quiénes han de ser los que corten la m adera y los que
saquen el agua. Son los malaquitas y los hurritas, los am o­
nitas y los jebuseos.
En una cultura anterior, los niños solían saberse de
m em oria textos semejantes. Y uno se pregunta si ese con o­
cim iento al dedillo preparó ciertos acontecim ientos; o, si
querem os desplazarnos hacia una prom esa más brillante y
m etafórica, tenem os la del final de Amos: cualquiera que
haya sido el pecado del pueblo, cualquiera que haya sido
su caída en desgracia, y el castigo del S eñ or sobre él, se
reunirá para ir hacia el hogar. Se reunirá para ir hacia eretz
Israel, porque ésta es la solem ne prom esa de Dios. La me­
táfora de lo m esiánico se convierte en la política de la aliyah
de los que van hacia el prom etido h ogar nacional.
L o m esiánico se convierte en la política del regreso y,
desde la mystique, volvem os a la politique. Péguy sabía muy
bien que las flechas se m ueven en ambas direcciones.
Prim era pregunta: ¿cóm o p u ed e el agnóstico, el no
practicante, el ju d ío ateo justificar esa política? ¿Q ué posi­
ble préstam o tom ado de una ilícita m etáfora subyace al sio­
nismo del agnóstico o del ateo? ¿Cóm o pu ed e funcion ar en
ambas direcciones? ¿Cóm o podem os d ecir que es la pro­
mesa de Dios la que ha traído al ateo a Israel? L o hace, pero
lo cierto es que no puede. Sabe que no p u ed e, y, sin em­
bargo, debe. Así que hay una inquietante y lacerante am­
b ig ü e d a d e n la p o s ic ió n misma. P u e d e h acerlo, para usar
la fa m o s a fra s e d e l ju e z H olm es, sobre la base de un “peli-

2j8
gro claro y presen te”: no hay ningún otro lugar a dond e ir.
Ésta es la ley de la supervivencia.
O p u ed e h acerlo basándose en la raza. N o adm itirá
abiertam ente esa base. N o puede. El liberalism o debe casar
con la idea de ciue
A la no ció n mism a de lo racial es sosDe-
i
chosa en su totalidad, que no tiene con ten id o dem ostrable
ni significado. Es un rasgo distintivo de superstición y
oscurantism o, no existe tal cosa, no hay nada que no esté
m ezclado, las m ezclas están más allá del cóm puto hum ano,
hay crisoles p o r todas partes.
El tema del m atrim onio m ixto o no, el tema de “¿exis­
te algo parecid o a un fo n d o com ún de genes?”, ya están en
la zona gris de lo pro h ibid o , del tabú. C ualquiera que haya
enseñado en China, com o yo lo h e h ech o recien tem en te,
o pasado p o r escuelas o universidades chinas, se siente
im presionado p o r el centralism o racista y sin reparos de la
visión china de una cultura que no se m ezcla fácilm ente
con extraños y que ha puesto a pru eb a esta proposición
durante unos cin co m il años. Sobre estos asuntos, allí hay
m ucha m enos hipocresía.
A m i ju ic io la m ayoría de nosotros no creem os co m p le­
tam ente al agnóstico-nacionalista. D éjen m e d ecirlo con
m u ch o más cuidado: la ficción -si es una ficc ió n - de una
cierta herencia racial y una tipología, con toda la oscuridad
que ha traído consigo, ejerce una atracción en orm e sobre
la im aginación hum ana. Y pienso una y otra vez que si se
es ju d ío , u n o posee la extraordinaria experiencia, ilusoria
o no, de bajar p o r una calle en una tierra lejana, incluso
d o n d e n o co n o ce el idiom a, y el otro ju d ío que pasa p o r
esa calle es un hom bre que uno reco n o ce p o r la m anera
de andar. Sé que es verdad p o r propia experiencia. Y he
estado en dem asiados países del m undo. Pero lo negam os,
lo rechazam os, decim os que es una superstición con d icio­
nada. De acuerdo. Pero, si es así, la atracción que ejerce
sobre nuestra alm a es ahora más fuerte que nunca.
L a triangulación es inestable y trágicam ente sospecho­
sa. El barrio orto d o xo de Jerusalén tiene su lógica perfec­
ta. A llí no hay duda de que el Dios o rtodoxo ha h ech o una
prom esa, una prom esa m esiánica. Esa prom esa todavía no
se ha cum plid o. El Estado ele Israel no existe, p o rq u e la
nación constituida sin el Mesías es espuria y falsa. Mea
Shearim sabe que los que invocan la prom esa m esiánica
para justificar el nuevo Estado m ienten, m ienten con los
textos m ism os que invocan. M ea Shearim proclam a, de
m aneras que en fu recen al resto de los israelitas, que ellos,
en su gueto, no tienen cuentas pendientes con Arafat, y es
cierto que no las tienen. Esto es absolutam ente correcto.
Ellos lo saben. Y el resto de nosotros no p u ed e unirse a
ellos. Éste es el argum ento, curioso y lleno de fuerza, de la
novela de Isaac Bashevis Singer The Penitent. Para el resto
de nosotros, sospecho, esa vía hacia la paz no es accesible.
La D iáspora y la asim ilación tam bién poseen su lógica,
su cansancio justificador. A ctualm ente, en N orteam érica
hay seres hum anos que dicen de un m od o profund am en­
te em ocionante: ya está bien de esta espantosa discusión
sobre la d oble lealtad, sobre que cada ju d ío tiene una trai­
d ora sensación de ser ju d ío antes que norteam erican o.
Pero el fantasm a no nos deja en paz. Es in h eren te a la na­
turaleza misma de la identidad de un pueblo que reivindi­
ca que es una raza pero no lo es, que es una nación pero
no lo es, y que ha sido llam ado cuando esa llamada religio­
sa no significa nada para la mayoría laica.
C u an d o revisamos a V oltaire, a M atthew A rnold, a
Jefferson, a algunas de las grandes voces de la ilustración y
la esperanza hum anas, nos encontram os en una posición
de pesadilla, o casi. El nacionalism o arde de una punta a
otra del planeta. Los hom bres están dispuestos a matarse
entre sí por ese pedazo de tela de colores que llamamos
bandera. Mi padre, un hom bre sin recursos, un estudian­
te, viajó por toda E uropa antes de 19 14 con una tarjeta de
la cantina de la U niversidad de V iena, y sólo había un país
raro, llam ado el Im perio ruso, que tenía una cosa llam ada
visado. En el resto de E uropa aquello se consideraba cóm i­
co, asiático. A ctualm ente, prevalecen las burocracias de la
exclusión. Para d efen d erse contra el terrorism o, rabiosa
contra los procedim ien tos de inm igración norteam erica­
nos, Francia obliga ahora a los norteam ericanos a hacer
largas y furiosas colas para conseguir visados.
A rd e el nacionalism o en el País Vasco, en Transilvania
y en Arm enia. Bélgica se m antiene unida por un pelo. D en­
tro de la estación de radio y televisión en Bruselas hay una
línea que divide el edificio p o r la mitad: francoparlantes a
un lado, flam encos al otro.
El nacionalism o es desenfrenado. La nuestra no es la
aldea global de M cLuhan, que ahora consideram os un sue­
ño utó p ico, casi je ffe rso n ia n o . N uestro m undo es tribal
hasta un punto sin precedentes, y el gran sueño universa­
lista de los siglos x v m y x ix , la “cosm ópolis” de Kant, nos
parece ahora una ilusión distante.
Hay que considerar tam bién que los odios raciales son
tan hond os y vividos com o siem pre. D esde la Shoah ha
habid o masacres de tipo racial, tribal. M edio m illón, un
m illón, en B urundi; nadie sabe las cifras sobre la des­
trucción de ciertas tribus en U ganda. O dios raciales: la re­
creación de ese clásico h o rro r histórico, más fácilm ente
vigilable, que es la masacre de los arm enios y que em pezó
a p roporcion ar el m odelo para la tecn o lo gía de la destruc­
ción total de una tribu odiada. Pueden explotar en cualquier.
m o m en to , en to d o el plan eta. Los recie n te s a co n teci­
m ien tos en Cachem ira, en el Punjab, en Islam abad, en
Azerbaiyán, insisten en que debem os m atar a la gente que
pertenece a una tribu diferente, que h u ele de m od o dife­
rente, que lleva un aceite diferente en el pelo, cuyos ojos,
según dicen, están rasgados de otro m odo.
El resurgim iento de las guerras religiosas y el funda-
m entalism o religioso es ahora una banalidad. Es el princi­
pio de cualquier intento de considerar la situación en la
que nos hallam os. H em os hablado y escuchad o y aprendi­
do m ucho sobre el islam; vamos a buscar más cerca de casa.
Muy pocos de entre nosotros - y aquí m e incluyo a m í mis­
m o - tienen el m en or conocim ien to o exp erien cia del fun-
dam entalism o islám ico (excep to en nuestras pesadillas,
nuestros m iedos, que pu ed en estar mal fundam entados).
Pero, cuando m iram os dentro de casa, vem os que tenem os
una de las Iglesias católicas más fundam entalistas que ha
habido desde la Edad M edia hild ebran diana (el cardenal
28 2
R atzinger sería un distinguido invitado a esta reunión, para
h ablarnos sobre la naturaleza de la herejía y la naturaleza
de la ve rd a d ). Es una Iglesia m edieval; u n a Iglesia que está
reviviendo m uchas form as de censura. Pregunta: ¿hemos
vuelto al m undo de Galúeo? Q uizá. Y no hace falta que le
hable a un público n orteam erican o de otras clases de fun-
dam en talism o religioso en este país. La dislocación de la
m o d ern id a d ha im pulsado atavismos de enracinement -la
p ro fética palabra de B arres-, N o es exactam en te raíces,
raíces tiene algo pasivo, raíces h abla de un estado,
enracinement e s una acción. Es arraigar en un m undo d o n ­
de las fuerzas centrífugas de la m odernidad, los cam bios de
la tecn o lo gía y la com un icación , la ruptura de ciertas for­
mas trad icion ales (éste es un lugar com ún socioló gico ,
aun que no siem pre es fácil de p robar), han desconcerta­
do a los hom bres y los han vuelto salvajes.
Y llego al tabú, a lo que en las com unidades decentes y
cultivadas no debería, tal vez, ser dicho. O lvidem os, por un
m om ento, el discurso académ ico, liberal. Atrevám onos a
p regu n tarn o s a nosotros m ism os si hay ciertos temas no
“discurseables”, no decibles.
P regun tém on os si no hay constantes en nuestra form a
de ser biológica y social que hacen que vivir con los demás
nos resulte m uy difícil.
Sería in creíb lem en te arrogan te su p o n er que sabemos
que hem os evolucionad o hasta llegar a ser un tipo de cria­
tura al que le gusta vivir con las que h u elen diferente, tie­
n en un aspecto diferente, suenan diferente. Siéntense en
el vagón de un tren o en un autobús en un país de cuyo
id iq tn a íió hablan ni una sola palabra. ¿ITan notado algu­
na w z el pánico que em pieza a crecer en su alma civiliza­
da, la sensación de que algo va terriblem ente mal, de que
su id en tid ad m ism a se va a ver m uy p ron to desgarrada?
P uede que la autonom ía sea la form a natural de la unidad
social, y que los que em pujan a la gente a unirse lo hagan
en nom bre de una visión transcendente de justicia, espe­
ranza o eq uid ad hum ana, p ero tal vez están aprem iando
algo m uy com plicado. N o lo sabemos. Los seres hum anos
tienden a estar con los suyos. N o todos. N o los excepcio­
nales. Pero sí la m ayoría de los seres hum anos.
H ablo desde un sentido estadístico, pero es un sentido
masivo. El en to rn o es h eren cia, y h eren cia es entorno.
A q u ello en lo que nacem os -lo s privilegios, la suerte o la
d e sg ra cia - es a la vez h eren cia y entorno. N o se pueden
separar. U na cauta retórica vela este com plicad o reconoci­
m ien to de la in teracció n . La dialéctica, la osmosis, que
u n en los cam bios concebibles o realizables en esta interac­
ción, están radicalm ente fuera del alcance de nuestra com­
prensión.
Sin em bargo, se han llegad o a form ular preguntas, y
sólo nuestro terror, nuestra vergüen za (com o, esperamos,
seres hum anos d ecentes), nos hacen olvidar estas pregun­
tas. A q u í hay una que vuelve un a y otra vez. Se rem onta a
H eród o to . Este dice: “N osotros, los griegos, arriesgam os
nuestras vidas en naves que hacen agua y Camellos y elefan­
tes y cualquiei cosa para llegar hasta los lugares más increí­
bles de la tierra y preguntar a otros pueblos cóm o viven,
quiénes son, cuáles son sus leyes. N inguno de efhas rtos ba
visitado jam ás a nosotros”. El enigm a im plícito sigue en píe.
Lo form ularé de otro m odo. N o tenem os evidencias de
la n o ció n de que Dios ha h ech o esta tierra con justicia,
belleza o liberalidad. La abrum adora sugerencia se inclina
hacia la dirección opuesta: la ha convertido en un sitio in­
fernal. U n sitio m uy interesante, pero infernal. Es p erfec­
tam ente co n ceb ib le que haya una p eq u eñ a franja en el
m apam undi (eso pensaba H eródoto, y con él Tucídides, y
Platón) dond e el clim a sea más o m enos soportable, tem­
plado, d o n d e haya suficientes proteínas para alim entar a
la gente, dond e haya esclavos, es decir, gente som etida que
le perm ita a uno seguir pensando, o sea que uno pueda
pasarse el día h acien d o algo fantástico, com o exam inar la
geom etría de las secciones cónicas (que es lo que le encan­
taba a A rqu ím edes), que pu ed a dedicarse a esa cosa obse­
siva e insana que es en tregar su vida a u n a abstracción, a
una especulación, a las m atem áticas puras. Q uizá haya una
parte de la tierra que pro d u ce teorem as com plejos, teore­
mas algebraicos, de naturaleza m uy enrevesada y difícil y
totalm ente inútil, que produce, en lugar de fe religiosa, ese
inm enso lujo que llam am os sistemas m etafísicos especu­
lativos, y tal vez ésta no sea u n a p o sib ilid a d u niversal.
Clim áticam ente, y teniendo en cuenta la com ida y la super­
vivencia, esta locura no se halla al alcance de todos.
Los que han p ro d u cid o textos canónicos y otros siste­
mas textuales con los que organizan su política -ya se trate
del Corán, las Sagradas Escrituras o E l capital- no están en
todas partes. Y hay m uchas culturas que han rechazado
hasta ahora la textualidad, y que están pagando un amar­
go precio p o r lo que p ued e que fuese u n a con d ición per­
fectam ente natural de su existencia.
Nos encontram os en el ámbito de las preguntas que no
querem os form ular o aprovechar, porque el h ech o de pre­
guntar es muy desagradable y las consecuencias pu ed en ser
absolutam ente intolerables. Sólo estoy tratando de subra­
yar que el tabú de cada cual se extiende sobre ciertas áreas
en las que uno pregunta y se pregunta. Puede que esto sea
esencial, y puede que sea la d ecencia con la que debem os
vivir, pero nos hace pagar un precio.
Por supuesto, hay otra posibilidad, otra dirección. Sean
pacientes, porque lo he dicho con dem asiada frecuencia,
y desde luego lo he dicho en otras ocasiones a esos lecto­
res tan generosos de Salmagundi. En algunos sitios hay per­
sonas que m e gustaría llam ar “trotskistas forzados”. Son los
itinerantes, a los que los nazis llam aron, con u n a palabra
m aravillosam ente halagüeña, los Luftmenschen, los seres
hum anos del aire. Luftmenschen son los que no pueden
echar raíces, los que nunca tienen los pies en la tierra. Y
aludía a la acuñación de Kant, el térm ino “cosm opolítica”,
la política de los “cosm opolitas”, otro térm ino bañado lite­
ralm ente en sangre, tanto en la A lem ania nazi com o en la
Rusia estalinista. O ím os a m enud o que ni siquiera la Rusia
estalinista era el mal personificado: p o r supuesto que no,
claro que no lo era. Sin em bargo, ocurre que h u bo millo­
nes de seres hum anos en cam pos soviéticos, y m illones que
fueron perseguidos hasta la m uerte, y sigue h abien do otros
286
en la U n ió n Soviética a quienes no se les perm ite ser
Luftmenschen. U n a cosa es que uno m ism o eche raíces, y
otra que le en cad en en a un árbol.
Ser un huésped entre otros hom bres es una posibilidad.
Todos nosotros, lo creo firrneiTiente, soxxios huespedes del
planeta, de su ecología. N o hicim os nuestro m undo, fui­
mos arrojados a él. N acem os sin saber p o r qué. N o lo he­
mos planeado. Som os los albaceas de un espacio para la
supervivencia cada vez más reducido. Más vale que apren­
dam os a toda prisa que som os huéspedes, o no quedará
m u ch o dond e vivir.
N o hay sinagoga, ecclesia, polis, nación o co m u n id ad
étn ica que no valga la pena abandonar. Estoy con ven cid o.
U n a nación es un lugar que siem pre vale la pena abando­
nar, p o rq u e se com portará de m aneras que po d em o s o
debem os llegar a consid erar inaceptables. U n a sinagoga
excom u lgará un día a Spinoza. T ien e que hacerlo.
Todos hem os o íd o cosas m uy justas y conm oved oras
sobre los grupos, sobre no ser un solitario. Personalm en­
te, creo que esa anarquía es u n o de los ideales y esperan­
zas y utopías de cu alqu iera que desee pensar y trabajar
seriam ente. C uan d o u n o se encuen tra a sí m ism o estando
de acuerdo con otra persona es cuand o d ebería em pezar
a sospechar que está d iciend o tonterías. L o repito: no hay
com unidad de amor, familia, interés, casta, profesión o cla­
se social de la que no valga la pena retirarse.
Sócrates lo sabía. ¿Por qué eligió m orir en lugar de
abandonar la injusta ciudad? Ésta es la pregunta con la que
quiero terminar. Me parece absolutam ente central. Le di­
cen que puede escapar: los carceleros han sido com prados,
las puertas están abiertas. Le aprem ian a escapar. Él se nie­
ga. U n a lectura sería que no irse fue su suprem o acto pe­
d agógico, que la ciu d ad tendría que enfren tarse a su
p ropia culpa al m atarle, que su últim a enseñanza (y obvia­
m ente era profesor hasta los tuétanos) fue: tengo u n a lec­
ción más que dar; tienen que m atarm e para que sepan lo
que han hecho. La ciudad tendrá que enfrentarse a su pro­
pia culpabilidad. U na decisión que sigue siendo enigm áti­
ca. L e doy vueltas in útilm en te y con incom petencia.
¿Podría ser que aquella vez, y sólo aquella vez, el propio Só­
crates se equivocase? P orque ya hay suficiente cicuta en
otras partes.
Notas sobre El proceso de Rafia*
[1992]

La idea de que pu ed a decirse algo nuevo sobre E l proceso


de Franz Kafka no es plausible. Por tres motivos.
Esta novela corta ha llegad o a tener una categoría lite­
raria que va más allá del clásico. Es parte de la inm ediatez
del recon ocim ien to y de la referencia a lo largo de nues­
tro siglo. Incontables son los que no la han leído, que tal
vez ni siquiera han visto adaptaciones teatrales, cinem ato­
gráficas o televisivas, pero que con ocen la línea y situacio­
nes princip ales del argum en to. A penas publicad o a su
tem prana m uerte, co n o cid o en un lim itado círcu lo de
am igos de Praga y V iena, Kafka se ha convertido en un
adjetivo. En más de cien idiom as, el epíteto “kafkian o”
hace referencia a las im ágenes centrales, a las constantes
de inhum anidad y absurdo de nuestros tiempos. La letra
K es suya com o no es de Shakespeare la S, o la D de Dante
(W. H. A ud en , en analogía con Dante y Shakespeare, colo­
có a Franz Kafka com o espejo de nuestras nuevas edades
oscuras). En esta osmosis que viene de una fuente casi eso­
térica, casi enterrada en vida - e l tema de una de sus últi­
mas parábolas-, en esta difusión de lo kafkiano por tantos
recovecos de nuestra existencia pública y privada, Elproce-

* P ró lo go a la edición de Everym an Library, 1992.

289
so ju e g a un papel fundam ental. El arresto d e jo s e f K., los
opacos tribunales, su m uerte literalm ente bestial, son el
alfabeto de nuestras políticas totalitarias. La lógica lunática
de la burocracia que la novela expon e es la de nuestras
profesiones, litigios, visados, fiscalías, incluso en los grises
más claros del liberalism o.
La literatura secundaria es cancerosa. Se m ultiplica a
diario en la academ ia, en las belles lettres y en el periodism o
literario. Es un parásito de cada elem ento (dan ganas de
decir de “cada párrafo”) de este texto inagotable. Com o las
grandes obras del lenguaje, de las artes o de la música, la
ficción de Kafka invita a ser descifrada, y convierte esta in­
vitación en una trampa. Por aguda que sea la crítica, sean
cuales sean sus poderes sistemáticos -m arxistas, psicoana-
líticos, estructuralistas o en una vena más tradicional-, las
lecturas expuestas se quedan casi risiblem ente cortas. (Hay,
com o verem os, una excepción .) A pesar de todo, con el
volum en acum ulativo de interpretación y estudio es inve­
rosímil que se haya pasado por alto algún aspecto funda­
m ental o detalle sobresaliente en E l proceso. De hecho, lo
más difícil actualm ente es dar con un acceso no vigilado y
con la sorpresa de la inm ediatez.
La tercera razón por la que puede que no haya nada
novedoso e ilum inador que decir ele la fábula de Kafka es
del m ayor interés. En un sentido, las obras de la im agina­
ción lo bastante serias y densas siem pre construyen una
reflexión sobre sí mismas. Casi siem pre, los textos mayores,
o las grandes obras de arte o com posiciones m usicales,
hablan críticam en te de su p ro p ia génesis. D e un m od o
incom parable, nuestro más auténtico analista teatral es
Shakespeare. Los lienzos ele Cézanne im ponen una consi­
deración persistente, sin rival en profundidad y econom ía,
sobre la naturaleza y m odalidades de la representación pic­
tórica. El caso de Kafka es más específico. H a habido una
inspirada poesía lírica escrita p o r ju d ío s durante los
m ilenios de dispersión y antes de la secularización de la li­
teratura en una figura com o la de H eine. H a habido aisla­
dos experim entos en teatro y ficción desde el interior de
la com unidad am urallada. Pero, hablando en general, los
impulsos épicos, escénicos, líricos y narrativos manifiestos
en la Biblia - e l N uevo Testam ento tam bién fue, en gran
parte, escrito por ju d ío s - son ahogados y clandestinos en­
tre la antigüedad y el siglo x ix . Los motivos son com plica­
dos. T ie n e n que ver con la circunstancia histórica, el
aislam iento social, la pluralidad lingüística y el exilio. Pero
tam bién hacen referencia a una iconoclastia fundam ental,
a un a desconfianza, tallada en el Sinaí, hacia la mimesis,
hacia la entera sem ántica de la representación para p ro p ó ­
sitos de experiencia estética y a través de m edios de ficción.
C on más co h eren cia incluso que el Platón de la República,
o que Calvino, el ju d aism o rechaza la im agen. Su gén ero
elegid o fue el com entario. Cada com entario de las Sagra­
das Escrituras gen eró otro com entario, en una cadena in­
tacta y una exfoliación de discurso secundario y terciario.
El arcano in gen io, la d elicad eza de la prueba, el refina­
m iento de los com entarios talm údicos, m idrásicos y mis-
naicos, el fino hilar de la inventiva en las lecturas de los
m aestros de la textualidad o rtodoxos y cabalísticos, sólo
son verdaderam ente accesibles para los que han tenido por
escuela el laberinto y la cám ara de resonancia del legado
rabínico. (La fuerza de este legado persiste adoptando for­
mas paródicas o bastardas en derivados ju d aico s tan actua­
les co m o el psicoanálisis freu d ian o o la deconstrucción
derrideana.)
Franz Kafka fue h ered ero de esta m eto d ología y epis­
tem ología del com entario, del “análisis in term in able” (la
frase de F reud). Sus parábolas, fábulas, cuentos y siempre
incom pletas novelas son com entarios en acción, en un sen­
tido a la vez m aterial y más difusam ente talm údico. Las téc­
nicas para extraer algo del abism o, para dar vueltas en
torno a lo innom brable, para tejer significado sobre signi­
ficado, para esforzarse en h acer el len g u aje totalm ente
transparente a la luz que consum e aquello que atraviesa,
tienen sus an teced en tes y validación en los debates dos
veces m ilenarios del ju d aism o consigo m ismo. A sí que El
proceso no sólo reflexio n a sobre sí m ism o com o lo hace casi
cualquier form a estética m adura. E ncarna las técnicas es­
pecíficas del com en tario exeg ético , de la h erm en éu tica
rabínica. Es obvio que Kafka m edita sobre la ley. El miste­
rio origin al y la aplicación subsecuente de la ley, del
legalism o y del ju icio , son las p reocu pacion es fundam en­
tales de las preguntas talm údicas. Si en la p ercep ció n
ju d a ica el lenguaje de lo adánico era el del amor, la gramá­
tica del hom bre caído es la del código legal. La m odulación
del u n o al otro, com o el com entario y el com en tario sobre
el com en tario buscan enfatizar, es u n o de los centros de El
ptoceso (la geom etría cabalística co n o ce constructos orde-

292
nados con varios c e n tro s). Com paradas con las lecturas
kafkianas de Kafka, las nuestras son, inevitablemente, flojas.
L a m aestría de Kafka asom ó durante la n oche de sep­
tiem bre de tg 12 en la que escribió “La con d en a” . Esta ano­
tación de pesadilla ya contiene el núcleo de E l proceso. El
ubicu o tem a de la culpa en la vida y la obra de Kafka ha
sido objeto de in term in ab les conjeturas. El m ism o fue
p ró d ig o en insinuaciones y veredictos. Por respeto a los
ideales ju d ío s y, a la vez, a las brutalm ente form uladas ex­
pectativas de su padre, Kafka se declaró a sí mismo un ab­
yecto perdedor, un desertor. N o h abía fu n d ad o una
familia. Su carrera en el nego cio de los seguros era, en el
m ejor de los casos, m ediocre. El éxito literario en cualquier
escala convencional o pública lo eludía casi por com pleto.
Su aspecto físico despertaba una simpatía divertida o atri­
bulados pronósticos. Si su padre era toscam ente robusto,
K afka existía com o una som bra. Sus relaciones con las
m ujeres, vehem en tem en te retorcidas - e l largo com prom i­
so con Felice Bauer, su am or p o r M ilena-, abortaban. Al
bord e del com prom iso, K. se estrem ecía y se refugiaba en
el santuario de la enferm edad. Esta enferm edad, la cond i­
ción tuberculosa, era m uy real. Le causó una m uerte tem­
prana. Pero el propio Kafka y sus íntim os tenían demasiado
claro, eran dem asiado conscientes de la etiología psicoso-
mática de la consunción com o para no respetar los acuer­
dos entre pacien te y en ferm ed ad . K afka utilizaba su
enferm edad tanto com o ésta le utilizaba a él, y esta recipro­
cidad hizo que su sentim ien to de culpa fuese aún más
hondo.
La culpa habitaba su lenguaje y su arte, ya que los dos
eran inexm cables. U n ju d ío de Praga asimilado por el idio­
m a y la cultura alem anes, m om entáneam ente arrastrado
por el creciente nacionalism o checo, pero en esencia aje­
no, incluso traidor a él, se erguía en tierra condenada. Se
avecinaban atractivas alternativas: en yídish se estaba llevan­
do a cabo un significativo trabajo literario, el renacim ien­
to del h ebreo com o idiom a m odern o arraigado de m odo
inm em orial en la exp erien cia ju d ía era p alp ablem en te
inm inente. Kafka consideró con cauteloso pathos ambas di­
recciones. Y, sin em bargo, eligió el alem án para sus verda­
des. H abla de su extrañam iento dentro del idiom a mismo
de su genio, de su incapacidad para captar el significado
de la palabra “m adre” cuando es Mutter (una observación
tanto más lacerante en cuanto que apunta con delibera­
ción a la ausencia de un “idiom a m aterno”) . La transparen­
cia del alem án de Kafka, su quietud sin m ácula, sugieren
un proceso de préstam o a alto, casi intolerable interés. El
vocabulario y la sintaxis de Kafka son de la m ayor conten­
ción de derroches: com o si cada palabra alem ana, cada
recurso gram ático, se hubieran retirado de un banco que
nunca perdona. Escribir en alem án era estar en deuda.
Tal vez hacerlo en checo, en yídish o en h eb reo habría
sido más lícito, p ero sólo de un m odo parcial. H e citado la
iconoclastia que se halla en la raíz del ju d aism o , el desa­
sosiego del aparato im aginario. El p re ced e n te de H eine
-bautizad o, desgarrado entre lenguas, víctim a de las enfer­
m edades v e n érea s- parecía confirm ar el sentir ju d ío . El
estudio, especialm ente en pos de temas religiosos y de
exegesis, era una cosa; la vocación de las belles lettres, algo
m uy d iferen te. En m u ch os niveles y al contrario que su
em inente am igo M ax Brocl, Kafka reco n o cía la justicia de
esa distinción. A callar su llam ada y no escribir habría sido
incurrir en la culpa. Pero escribir historias “inventadas en
pos de una realización p rofana en apariencia era sin duda
una transgresión m ucho peor. El círculo se cerró en torno
a Kafka com o sobre el hom bre que cum ple co n d en a per­
petu a en la circu n feren cia del patio de una prisión.
No obstante, incluso los motivos para la co n d en a de sí
m ism o, incluso esos crím enes, “graves” com o son, no defi­
nen la fuente. Franz Kafka vivió el pecad o original. L a teo­
logía, la retórica de esta co n d ición ha sido persuasiva en
O ccid en te desde el Pentateuco, desde las lecturas paulinas
y agustinianas de los asuntos hum anos. En el calvinism o
estricto y en los tiem pos de m iedo apocalíptico y p en iten ­
te, p o r ejem plo, ha oscurecid o com unidades. Pero sólo un
m ero puñad o de individuos ha soportado en su existencia
y c o n d en a diarias las con secuen cias de la caída. C o m o
Pascal y Soren K ierkegaard (aquí las analogías no son tri­
viales), Kafka vivió horas, tal vez días, en los que identifica­
ba la vida personal con una culpa existencial im posible de
erradicar. Estar vivo, en gen d rar otra vida, era pecar. C o n ­
tra el furioso padre. C o n tra la santidad p erd id a de una
creación que el hom bre ha convertido en algo corrupto y
sórdido. Era, a unas profundidades enigm áticas, pecar co n ­
tra sí mism o en un grado preciso: la supervivencia im plica
las m entiras, los fracasos del amor, el sufrim iento y la an­
gustia que susurran sin p ied ad en “los fuertes vientos que
soplan desde lo más h o n d o de la tierra” . Sólo una m ente
poseíd a p o r esta p rohibición p od ría haber escrito que esas
voces cuya can ció n suena an gélica vienen de h e ch o del
fo n d o del infierno, o que (aunque es una cita discutida)
“hay abun d an cia de esperanza, p ero nin gun a para noso­
tros”.
Vivir es estar con d en ad o a cadena perpetua. Ésta es la
dinám ica m etafísica, pero tam bién privada, de E l proceso.
Escrito durante 1 9 1 4 y 1 9 1 5 , el libro se pu b licó en
1925, un año después de la m uerte de Kafka. Su traduc­
ción al inglés, a cargo de Edwin y W illa Muir, realizada en
1935, se vio tam bién ro d ead a de un aura clásica. En un
sentido hay que lam entarlo. La recensión que hizo Max
B rod d el texto de Kafka era de aficionados y, hasta cierto
punto, arbitraria. A pesar de su fam osa conclusión, E l pro­
ceso sigue estan d o in a ca b a d o y hay d iscusion es sobre el
o rd en de varios capítulos. H a sobrevivido m aterial adicio­
nal y suprim ido (que pu ed e encontrarse en el apéndice a
la ed ición de Everym an Library). N o obstante, la versión
canónica para el m undo angloparlante sigue siendo la de
los Muir, con su distinción estilística y la novedad clel en­
cuentro.
Pero la lectura de M uir y la traducción que escribe bajo
su in flu en cia son claram ente personales. La religión era,
dice Muir, “el m und o en tero ” para Kafka. “Su im aginación
se m ueve contin uam ente dentro de ese m undo y reco n o ­
ce que no hay nada, p o r trivial o in d ign o que sea, que no
abarque. P or ello es, a su m anera única, un m undo com ­
pleto, un reflejo verdadero aunque inesperado del m undo
296
que conocem os. Y, cuando Kafka trata en él las antinomias
de la religión, está a la vez arrojando luz sobre los enigmas
más p ro fu n d o s de la vida h u m an a.” El n ú cleo religioso,
afirm a Edwin Muir, son las inconm ensurabilidades entre la
ley hum ana y la divina, que “Kafka adoptó de K ierkegaard”.
N o hay casi ninguna evidencia de tal adopción. Muir lee
desde un calvinismo kierkegaardiano. Tam bién le pasa in­
advertida la inm ersión de E l proceso en motivos y preocupa­
ciones de tipo radicalm ente judeo-talm údico.
Si adem ás querem os captar el cáustico terror de la fic­
ción de Kafka, es vital intentar aproxim aciones de tenor no
religioso. Las glosas m arxistas han sido reduccionistas,
p ero ilum inadoras, cuand o insisten en la sociología de la
fábula negra. O riginal com o es, E l proceso tiene sus antece­
d entes y su co n texto m aterial. La Comedie humaine de
Balzac, las caricaturas de Daum ier, están repletas de agrias
descripciones de la ley, jueces, abogados y ju rad o s que ron­
can. Jarndyce contra ja rn d y ce en Casa desolada d e Dickens
fascinó a Kafka e inspiró num erosos retoques en E l proceso.
C oncretam ente fue la im agen, a la vez pagada de sí misma
y patética, del em pleado, y de la burocracia que el em plea­
do habita o infesta, lo que atrajo la satírica y fascinada aten­
ción de la novela del siglo x ix . A q u í había una nueva fauna
que se alim entaba del rápido crecim iento de las agencias y
servicios administrativos, fiscales y estadísticos, públicos y
privados, que h icieron posible la revolución industrial y la
instauración paralela del m odern o Estado-nación. O tra vez
hay que m en cion ar la capital im portancia de Balzac. Pero
fue en la ficción rusa, en los relatos de G ogol, en las nove­
las de Dostoievski -K afk a se había em papado de ambos
autores-, donde el em pleado, hostigado hasta la locura por
sus despectivos superiores, por la cenicienta m onotonía de
su trabajo y por la pobreza, y vengándose con el infortu­
nado que requiere sus arcanos servicios, se convierte en ar­
quetipo. A p arece de un m odo crucial tanto en D ickens
com o en Flaubert. Intensa fue la atracción que ejercieron
en la atención de Kafka La educación sentimentaly Bouvardy
Pécuchet, donde la pom pa estéril de la nueva clase form ada
por los em pleados se vuelve m onum ental. Kafka perten e­
ce a esa tribu de roedores. El laberinto en que se m ueve y
que lo atrapa, las rutinas instrum entales, los absurdos y las
pretensiones que caracterizan al tribunal, al banco, al idio­
m a de los leguleyos y cajeros, apuntan inm ediatam ente a
las estructuras de la decadente m onarquía dual austro-hún­
gara. En E l proceso y en E l hombre sin atributos, de R obert
Musil, la hidropesía burocrática del crepúsculo habsbúr-
gico es la verdadera sustancia de la ficción. L a p olítica de
Kafka era la de una indignación espasm ódica. Su práctica
cotidiana com o asesor de reclam aciones en el n ego cio de
los seguros, reclam aciones que con frecu en cia se origina­
ban en accidentes industriales, le puso en contacto direc­
to con la misére de los explotados y la untuosa astucia de sus
amos. Ai mismo tiem po, se hacía pocas ilusiones sobre la
m endacidad y el oportunism o con que los hum ildes y ofen­
didos buscan recom pensa y se las arreglan para sobrevivir.
El resultado es, a lo largo de todos los escritos de Kafka,
peí o sobre todo en E l proceso y en E l castillo, u n a m ordaz
tensión de sátira social. Los com entaristas marxistas tienen
2 C)8
razón cuando aíslan en Elproceso el análisis transparente de
un “capitalism o liberal” ineficaz, derrochador, a m enudo
contradictorio en sí mism o y al borde de la catástrofe. Se
ju stifica que enfaticen - y no sólo e llo s- la intim idad de
gesto y perspectiva que une a K., “el em plead o ban cario” y
sicofante en la je ra rq u ía social, al estrictam ente análogo
am biente ju d icial. N o m enos que M icawber en D ickens o
el em plead o loco ele “El ca p o te” de G ogol, J o sef K. es a la
vez p ro d u cto y agen te en u n a m atriz m uy p articular de
m ercantilism o burgués. Los sarcasmos, las vengativas ale­
gorías que salpican a E l capital son más que relevantes.
E ncuen tran un eco de pesadilla en el m ero h ech o de que
la cám ara de tortura de la novela se sitúe en un cuarto tras­
tero en el banco y despacho de K.
Los temas sexuales en este libro son más oblicuos. D u­
rante m ucho tiem po, lo que se sabía del ascetism o perso­
nal de Franz K afka y de sus dolencias in h ibió cualquier
conocim ien to claro de las urgencias eróticas en sus novelas
y parábolas. De m anera insoportable, el fiasco del noviaz­
go de Kafka y Felice Bauer (F. B. en E l proceso) y la abortada
relación con M ilena, con toda probabilidad la más h o n d a­
m ente am ada, daban testim onio de un fallo central en la
relación de Kafka con las m ujeres. A ctualm ente, la escena
está m ucho m enos clara. N o p ued e descartarse la posibili­
dad de u n a o más relaciones de tipo más o m enos “nor­
m al”, incluso un hijo nacido de una de ellas. Pero esto son
trivialidades. L o que ha em ergid o cuand o nuestras lectu­
ras se han vuelto más pacientes, más observadoras de la
concisión narrativa, es la variedad y significación del eros en
el im aginario de Kafka. Tam bién aquí la perspicacia social
ju e g a su papel. Kafka es agudam ente consciente del exten ­
so alcance de la explotación sexual, de la prostitución pú­
blica y dom éstica, de la d ocilid ad forzad a por la econ o m ía
en el ala del servicio, que era un rasgo tan gráfico de las
costum bres de los H absburgo. Com o Schnitzler, com o Karl
Rraus, se siente a la vez atraído y repelid o por la disponibi­
lidad de un m ercado sexual para los hom bres en las calles,
los hoteles y pensiones de V ien a o Praga. En un nivel más
intrincado, Kafka registra la venganza de las m ujeres sobre
sus explotadores. El acto sexual, tal y com o lo encontram os
descrito en E l proceso y en E l castillo, tiene la crasa am bigüe­
dad de la violación. H um illa a los hom bres más que a las
m ujeres. Los deja irreparablem ente m ancillados y debili­
tados.
El estudiante de leyes lanza un grito de d olor y de celo
anim al que se traiciona a sí m ismo, cuando la lavandera,
con la blusa desabotonada, perm ite su abrazo. Leni, la en­
ferm era y centinela del abogado H uid, es una presencia de
especial com plejidad. La excita la proxim idad de los acu­
sados. Se excita a sí mism a y a su am o, d om in ad o p o r el
sexo, contándole sus hazañas eróticas. C o leccio n a amantes
y aprovecha su lujuria con un estilo sim ultáneam ente su­
miso y agresivo. Es el genio de Kafka para la econ o m ía lo
que tiñe estos sórdidos acoplam ientos de un extraño p o ­
d er de sugerencia. K. besa a Fráulein B ürstner “p o r toda la
cara, com o un animal sediento que lam iera con avaricia un
m anantial de agua fresca largo tiem po b u scad o”. Recién
acusado, busca tranquilid ad y alivio m o m en tán eo en el
500
contacto sexual. La pasividad de F. B., sus pálidas ironías,
im piden ese consuelo. K. se convierte en voyeur de S'w&iMía
ciones con la enferm iza señorita M ontag. N o hay una sola
m ujer entre la h ord a espectral de los acusados en E l proce­
so. Las m ujeres son, de m anera enigm ática, mensajeras o
sirvientas (¿prostitutas del templo?) de la ley. Su palpable
inm unidad ante el arresto y el ju ic io es señal de inocencia
deshonrada, de inferiorid ad respecto a los mismos hom ­
bres sobre los que ejercen diversas form as de autoridad
sexual. A ú n más siniestro es el ham bre pululante de las
chiquillas que se apiñan com o arpías en torno al estudio
del pintor Titorelli. El idiom a alem án am algam a la palabra
“pájaros” con “forn icar” .
El punto más im portante es éste. Correctam ente, la vi­
sión de K afka nos parece propia de un h o rro r trágico.
M antiene, com o verem os, una relación singular de clarivi­
dencia con lo inhum ano, lo absurdam ente asesino de nues­
tra condición . L a tristitia, la “tristeza m ortal” en los escritos
de Kafka, en sus cartas, diarios y aforism os no toca fondo.
Pero tam bién hay en él un satírico social, un artesano de
lo grotesco, un hum orista con ojo para la farsa y la bufona­
da. La cara de palo, las acrobacias de Buster K eaton, están
ahí. M ientras leía el más negro de los mitos m odernos, La
metamorfosis, a un grupo de horrorizados amigos, el propio
Kafka se doblaba de risa. Rebajam os la riqueza conceptual
y form al de E l proceso, se nos escapa su obsesionante dupli­
cidad, si om itim os el vigor de la com edia. K. es a m enudo
ridículo con sus tiesas posturas, con su oficioso ajetreo ele
cu ello duro. Las falsedades y vanidad de T itorelli son
macabras, pero también dignas de risa. Los sucesivos m en­
sajeros y acólitos del tribunal parecen sacados de Magritte,
a la vez om inosos y llenos de hum or surrealista. Sin ellos
no tendríam os a los bufones de Beckett. Incluso el aluci­
nado m edio galope hacia la ejecución con que concluye E l
proceso insinúa un circo.

En cuanto dejamos paso a todo este contexto informativo,


sin em bargo, y una vez que la política, el ingenio, el sexo y
la bufonada en el arte de Kafka han sido enteram ente re­
gistrados, la obvia verdad salta a la vista. Las invenciones de
Kafka, y sobre todo E l proceso, articulan una abrum adora
hazaña de im aginación e investigación metafísico-religio-
sa. Las técnicas de narración y debate investigativo a las que
recurre, la angustia de espíritu y jiro n e s de visión que
verbaliza (hay que recordar también la onírica puñalada de
los dibujos de Kafka), com unican obsesiones de origen
insistentem ente exegético, incluso hom ilíaco. En el seno
de un clima am pliam ente laico, incluso positivista, en un
gén ero - la ficción en p ro sa - cuya legitim ación y fuente
históricas apuntan a la m undanidad, a una com prensión
inm anente de los asuntos y relaciones hum anos que, en lo
principal, responde a la razón, Kafka com pon e un cuerpo
de parábolas, alegorías y com entarios en m ovim iento cuya
aura, técnica y sustantivamente, es la de lo sagrado. La con­
tribución de las ficciones filosóficas de K ierkegaard y de los
relatos de santidad y de las iras del alma de Dostoievski se
produce en este sentido. Pero el código principal es, obvia­
mente, el legado bíblico y talm údico. Son las vejaciones de
302
Caín y A bel, de A braham e Isaac, de Job, las vejaciones que
sufren, y cuyas retorcidas e incluso escandalosas j ustifica­
ciones han infligido a la conciencia de O ccid en te, las que
se inscriben en los torm entos y extinción d e jo s e f K.
La poesía, la ficción, el teatro del siglo x x son pródigos
en elaboracion es -p o lítica s, psicoanalíticas, an tro p o ló gi­
cas, p a ró d ica s- de los m itos griegos. Incluso en los ciíl-
m enes de la inspiración, en Ulises, en T. S. Eliot y Pound,
en L a muerte de Virgilio de Broch, el aliento es de eco, de re­
co n o cim ien to más que de surgim iento. Las variantes de
temas apócrifos y bíblicos son más raras. La fam iliaridad
con la referen cia y el responso bíblicos ha dism inuido. En
este sentido, F aulkner podría h aber sido el verdadero con ­
tem p o rán eo de Kafka. P ero la capacidad de Kafka para
transm utar no sólo m aterial bruto de las Sagradas Escritu­
ras, com o la historia de Babel, sino para despertar a una
vida arrolladora los m odos de discurso secundario sobre las
Escrituras, tal y com o los que se practican en las estrategias
talmúdicas, rabínicas, midrásicas y (sospecho con cautela)
cabalísticas, sigue siendo única. (Borges es un genial discí­
pulo.) La pureza prosística de Kafka, su riqueza de absti­
n en cia, nos dan a en ten d er el volum en, la acum ulación
coral, que aseguran la tradición de lo revelado y de la her­
m enéutica que se alza tras él. Sus “ficciones de incierta ver­
d ad ” representan, en su desnudez, en la tem ible in ocencia
de su preguntar, la única form a de arte literario m undano
y “firm ado” potencialm ente perm isible en la matriz judaica
del estudio de la Torá y en el contin uo d iálogo entre el tex­
to santificado y el lector. ¿Cóm o si no p ued e m antenerse
la blasfem ia de la ficción, del exceso interpretativo (que
im plica error y falsedad) de la creación de Dios?
C om o ya he m encionado, creo que existe una lectura
de Kafka que está cerca de sondear las profundidades. Es
la que se p o n e de relieve en las cartas de W alter Benjam ín,
el m arxista m esiánico, el teólogo del lenguaje, y G ershom
Scholem , m aestro del estudio del misticismo ju d ío . Franz
Kafka está presente a lo largo de sus intercam bios, pero fue
d u ra n te el v e ra n o y el o to ñ o de 1938 , a p ro p ó s ito d el
rech azo p o r parte de Benjam ín de la biografía de K afka es­
crita p o r M ax Brod, cuando sus percepciones cristalizaron.
Los focos en la elipse de la obra de K afka son, para B en ­
jam ín, los de la exp erien cia mística, con recurso particular
a lo cabalístico, p o r un lado, y el destino del m od ern o ha­
bitante de la ciudad, p o r otro. C on agudeza, B enjam ín re­
lacio n a la inestabilidad, la cualidad fantasm al de la
m od ern a existencia urbana, con la nueva física de la ind e­
term inación. El capricho d e Kafka es prod ucto precisam en­
te de la paradoja de que sólo a través de la tradición mística
gana un acceso inigualable a la m odernidad. Pero la rela­
ción de Kafka con la tradición herm enéutico-alegórica es,
extrañam ente, la de quien “escucha a escondidas”.

Esta escucha requ iere tal esfuerzo sobre todo p orqu e


hasta q u ien escuch a sólo llegan los sonidos m ás indistintos.
N o hay u n a doctrina que ap ren d er ni un saber que p u d ie­
ra conservarse. L o que se quiere atrapar al vuelo no es algo
d eterm in ado para un o íd o ... La obra de Kafka e x p o n e una
en ferm ed ad de la tra d ició n ... Las creaciones de K afka son

304
por naturaleza parábolas. Y su miseria y su belleza consisten
en que han tenido que convertirse en algo más que parábo­
las. No se postran modestamente a los pies de la doctrina...
Una vez sometidas, levantan contra ella inesperadamente
una poderosa garra.

L o recup erable para Kafka (según Benjam ín) es “una es­


pecie de teología com unicada en susurros”, llena de “temas
desacreditados y o b soletos”. El otro rend im iento es una
especie de locura sagrada: de ahí el deleite de Kafka con
D on Q uijote. Los que quieren ayudar al hom bre caído es­
tán locos; pero sólo los locos pued en ayudar. La afirm ación
que he citado sobre la abundancia de esperanza “pero no
para nosotros” se convierte, en la glosa de Benjam in, en la
fuente misma de la “radiante serenidad” de Kafka. Pero no
debem os p erd er de vista el h ech o de que la figura tínica y
lum inosa de Franz Kafka es “la de un fracasado” (una con­
clusión que Benjam in ya había d efend id o en 1934).
En respuesta, Scholem , com o pez en el agua entre los
placeres de contradecirse a sí m ism o, expon e la “simple
verd ad ” de que “el fracaso de Kafka fue el objeto de em ­
presas que, para tener éxito, tenían que fracasar” (que es
exactam ente el m ovim iento de acción y conocim ien to en
E l proceso). El com entario parabólico de Kafka sobre lo re­
velado, ¿representa realm ente el “com ienzo de la enferm e­
d ad ” de la tradición?

Diría que semejante debilitamiento tiene sus raíces en


la naturaleza misma de la tradición mística: es natural que
la capacidad de la tradición para ser transm itida siga siendo
su ú n ico rasgo 'vivo cuando em pieza a decaer, cuand o está
en el seno de la ola.

Las técnicas de Kafka son las del com en tario p o rq u e “la


sabiduría, cuando reflexiona, com enta más que p ercib e”.
Kafka es un caso lím ite de sabiduría que representa, com o
ningún otro escritor lo ha hecho, “la crisis de la pura capa­
cidad de la verdad para ser transm itida” . “Este com entaris­
ta tiene, desde luego, unas Sagradas Escrituras, pero las ha
p e rd id o .” L a com pren sión y la pérd id a son, en cierto
m odo, una y la misma cosa.
Junto con otras cartas y con los cuatro artículos de
Benjam ín sobre Kafka, pu ed e que este d iálogo encarn e lo
más elevado en las artes m odernas del significado. Es muy
apropiado que lo ocasione la ficción de Kafka. En una se­
rie de notas para E l proceso tom adas apresuradam ente an­
tes de 1928, Benjam ín evoca “la categoría teológica de la
‘espera’”, el papel prim ordial de la expectación en la no­
vela. Se p regu n ta sobre el m isterio del “advenim iento” en
el esquem a kafkiano. Al hacerlo, nos arrastra al corazón del
corazón. A quí, sin em bargo, incluso B enjam ín se queda
corto.
C on ocid o indistintam ente com o “A nte la ley”, “El guar­
dián de la puerta” o “El cam pesino” (una palabra que, en
yídish, im plica con n otacion es de obstinada in com peten ­
cia), la parábola que el sacerdote le cuenta a jo s e f K. en el
capítulo noveno de E l proceso es el núcleo de la novela y de
la visión de Kafka. A nte esta página y m edia al lector le in-
306
vade la im potencia. C om o suele ocurrirle cuand o piensa
en la jo rn a d a de trabajo de Shakespeare. A u n q u e aquí soy
capaz de llegar a hacerm e una in gen u a idea. Pero m e fa­
llan las im ágenes respecto a la com posición de los discur­
sos sacados del torbellino del Libro de Job, de las secciones
centrales del Eclesiastés o de los capítulos 13-17 del Cuar­
to Evangelio. Siento que resulta igualm ente inútil en refe­
rencia a “A nte la ley”. Este texto m e convence de que fue
inspirado p o r revelación. El con ocim ien to de que fue es­
crito (y pub licad o p o r separado de la novela en vida de
Kafka) p o r un caballero con som brero h o n g o que iba y
venía diariam ente de su trabajo en el n ego cio de los segu­
ros desafía mi entendim iento. La m ía no es una im poten ­
cia aislada. F orm alm en te, nada se ha añ ad id o a las
Sagradas Escrituras en el canon ju d ío . Pero esta parábola
en la oscuridad de la catedral de Praga ha sido, de hecho,
leída y com en tada en contextos litúrgicos. Asum e la fuer­
za prim ordial de u n a verdad im ponderable.
Parece h aber tantos m odos de leer “A n te la ley” com o
de intentar co n d u cir e im aginar la propia vida. Todos son
parciales; cada cual exige un nuevo intento. ¿Cóm o vamos
a analizar la contin ua carga de detalles -la galería de espe­
jo s de guardianes sucesivos, el atuendo del guardián exte­
rior, las p u lga s- en u n a anécd ota tan escasa y com pacta?
¿Qué confianza p od em os tener en el que habla, que es a la
vez una persona “sagrada” y un asociado o em isario del tri­
bunal? ¿Puede h aber una “falsa” revelación o, para ser más
exactos, una verdad divinam ente sancionada que se co n ­
vierte en falsedad p o r la m era virtud de ser recitada, reve­
lada m ediante el discurso hum ano? ¿Es el propio capellán
un guardián cuya intervención en la catedral insinúa una
contigüidad tan orgánica com o fatal entre el ju d aism o y el
cristianism o, entre la ley y el arbitrario enigm a de la gra­
cia? A su vez, estas preguntas se vuelven quebradizas. C o n ­
fiesan su oscura sofisticación ante un significado inviolado,
más in ocen te y sin fo n d o que cualquier exegesis. El deba­
te h erm en éutico entre el sacerdote y K. sobre la transcen­
dencia de la fábula, astuto pastiche de prácticas talmúdicas,
anticipa nuestro desconcierto pero no lo resuelve. Desde
luego, el capellán sugiere que las rebeldes interpretaciones
de “A nte la ley” p o r parte de Iv. son definitivam ente
sintom áticas de su propia culpabilidad, que estamos con­
denados p o r nuestra incapacidad de valorar.
U na glosa (ingenua): E l proceso es traslúcido, perm ane­
ce abierto a nuestra aprehensión com o las parábolas y na­
rraciones bíblicas. Si nos quedam os p erplejos y nos
rebelam os contra la luz del significado -u n a luz que bien
pued e ser inhum ana en su indiferente p u reza-, si no atra­
vesamos una puerta abierta y destinada para todos y cada
uno de nosotros, la culpa, las consecuencias son nuestras.
O , para decirlo de un m odo más simple: no somos noso­
tros los que leem os las palabras de Kafka, son más bien ellas
las que nos leen. Y nos hallan en blanco.
La presciencia de E l proceso sobre el infierno de la bu­
rocracia m oderna, sobre la culpabilidad im putada, sobre
la tortura y la anonim ía de la m uerte, tal y com o caracteri­
zan a los regím enes totalitarios del siglo x x , se ha converti­
do en un tópico. La carnicería (literal) de K. ha llegado a
ser un icono del hom icidio político. La obra de Kafka “En
la colonia peniten ciaria”, su obra de “alim añas” y aniquila­
ción en La metamorfosis, se volvieron reales poco después de
su m uerte. U n cu m plim ien to co n creto del augurio, de
detallada clarividencia, acom paña sus aparentes fantasías.
O scura pero inevitablem ente, nos acosa la cuestión o el
m isterio de la responsabilidad. ¿Existe algún sentido en el
que las previsiones desgranadas en la ficción de Kafka, y
m uy especialm ente en E l proceso, contribuyeran a su recrea­
ción? ¿Podía una p ro fecía articulada sin la m enor piedad
no realizarse? La M ilena de K. y sus tres herm anas perecie­
ron en los cam pos de concentración. El m undo ju d ío cen ­
tro-europeo que Kafka celebró y sobre el que ironizó fue
precipitado a una espantosa extinción. Existe la posibilidad
espiritual de que Franz Kafka experim entase sus poderes
proféticos com o una visitación de la culpa, y que esa pres­
ciencia le dejara desnudo. K. se convierte en el horroriza­
do y a la vez casi im paciente accesorio del crim en com etido
contra él. En cada suicidio hay algo de apología y de aquies­
cencia. C om o dice el capellán, en la más desolada de las
burlas (pero ¿es una burla?): “El tribunal no quiere nada
de ti. Te recibe cuando llegas y te da perm iso para retirar­
te cuando te vas”. La fórm ula se acerca deliberadam ente a
una d efin ició n de la vida hum ana, de la libertad de ser
culpable propia del hom bre caído. ¿Q uién sino Kafka po­
dría haberlo expresado en tan pocas palabras? ¿O saberse
con d en ad o p o r haber tenido la inspiración necesaria para
hacerlo?
Sobre Kierkegaard
U994]

Es difícil escribir sobre S0ren K ierkegaard (18 13 -18 5 5 ).


Escribió sobre sí m ism o con una m ezcla de inm ediatez y
discurso indirecto, de u rgen cia confesional e irón ica dis­
tancia tan vivida, tan diversa, que em p obrece el com enta­
rio ajeno. Sus fam osos seudónim os, los dramatis personae,
que, según afirm aba, eran los que habían en gen drad o al­
gunas de sus ejem plares obras (asum iendo que los lecto ­
res detectarían el rostro debajo de la m áscara), recrean un
sistema de reflejos de sí m ismo. Pero el objetivo no es, en
un sentido d irecto, au tobiográfico. M ordaces co m o son,
los disfraces asum idos p o r S. K. tam bién prod u cen un efec­
to de dispersión, de disem inación. (En algunos puntos cla­
ve, las actuales nociones deconstructivas de “disem inación”
y de “a b o lició n d el au to r” se rem ontan a K ierkegaard.)
K ierkegaard se p ro p o n e ser elusivo incluso ante sí mismo,
ser opaco y estar en m ovim iento m ientras atraviesa sucesi­
vas “etapas del cam ino de la vida”. Los seudónim os, la divi­
sión del yo en voces contradictorias (la “d ialéctica”), el
brusco oscilar del p én d u lo entre oración y sofística, grave-

* P rólogo a la ed ició n de Everym an Library, 1994.


dad y ju e g o , m an tien en abiertas (usando la m em orable
frase del propio Kierkegaard) “las heridas de la posibilidad”.
Evitan las heladas certezas de lo dogm ático, la inercia de
lo canónico. Si la música, especialm ente la de Mozart, era
para Sóren K ierkegaard una p iedra de toque del pulso
significativo, el motivo está claro: buscaba en sus reflejos de
discusión y sensibilidad, en su prosa, traducir la capacidad
de la m úsica para el contrapunto, la pluralidad de estados
de ánim o y m ovim ientos sim ultáneos, la subversión de sí
m ism o. K ierkegaard, tal vez com o n ingún otro gran pen­
sador, es polifónico.
En consecuen cia, debem os respon d er con una ligere­
za interrogante y provisional, pareja a la suya, incluso a esos
materiales fundam entales que se hallan en sus escritos para
facilitar la com prensión. La “tríad a” kierkegaard ian a es
bien conocida. Va de una posición estética a una ética; y de
la ética a la religión. L a estética m od ula la ética; desde la
ética, un “salto de fe ”, el salto “cuántico” “hacia el absurdo”
(que el existencialism o del siglo x x tom ó de K ierkegaard),
transporta a unos pocos elegidos o afligidos a la aventura
transcendental con Dios. K ierkegaard insiste a m enud o en
el constructo tripartito de su vida y tareas. En el tem prano
0 esto... o aquello dram atiza las conflictivas tentaciones de
las cond icion es éticas y estéticas del espíritu. El salto sobre
el abism o de la m undanidad y la razón - la ética todavía es
una estrategia m undana, ca lcu la b le- que hace accesible la
esfera religiosa se prepara con gran cuidado, se planea en
sucesivas m ed itacion es y breves tratados. N o obstante,
K ierkegaard tiende trampas para sí m ism o y para nosotros.
3*2
En textos com o los Discursos edificantes, com o el enigmático
aunque probablem ente decisivo tratado sobre la Repetición,
com o las burlonas reflexiones sobre la propia “autoría” de
K ierkegaard, es evidente la entretejida triplicidad de las
voces y puntos de vista. Hay, de entrada, un malestar m ora­
lista en las paradojas y confesion es del esteta, del dandy
rom ántico, del seductor. Los “argu m en tos” éticos y el
autoescrutinio de K ierkegaard están cargados de exhibi­
ción poética y retórica, de la desinteresada exuberancia de
experim entación estilística propia de un m aestro literario.
La “transgresión” hacia la fe sacrificial e inflexible, la acep­
tación atorm entada de las exigencias de lo absoluto en
“im itación de C risto”, están latentes en todo Kierkegaard.
M ientras leía y releía esta extensiva y caleidoscópica obra,
m e parecía discernir la “decisión en favor de D ios” en la
im agen de Jesús, com o el rayo de luz de un faro distante,
desde escritos tan tem pranos com o la tesis d octoral de
K ierkegaard sobre la iron ía socrática, con su sutil aunque
in co n fu n d ib le crítica de incluso las más nobles almas
precristianas. Los tres hilos se entrelazan casi hasta el final.
La totalidad “de c re d o ” prevalece sólo cuando ese final se
acerca, en esas polém icas acusaciones de im perfección de
la Iglesia establecida que indican con tanta claridad la in­
m inente m uerte del p ro p io K ierkegaard.
Adem ás, hay un factor externo que supone un obstácu­
lo. A m ediados de octubre de 1843, K ierkegaard publicó
de golpe tres libros: Temor y temblor, firm ado p o rjo h a n n e s
de Silentio; L a repetición, con el sobrenom bre de Constan-
tin Constantius; y Tres discursos edificantes, por S0ren Kier-
kegaard. En un sentido, nos enfrentam os a un único “dis-
curso-acto”. En otro, estos tres textos se valoran e inspec­
cionan entre sí, e incluso ironizan u n o sobre otro. Pero los
tres surgen de m anera inm ediata de una crisis a la vez ínti­
m a y extrañam ente pública (C open h ague era u n a peque­
ña ciudad aficionada al rum or en tono de censura).
Recrean el torm ento y la apología analítica de Kierkegaard
con respecto a la ruptura de su com prom iso con Regina
Olsen. El dram a del libertinaje filosófico y de la infidelidad
que él m ism o adujo ya había sido tratado, con sobrada
transparencia, en O esto... o aquello. En ese m om ento, dos
acontecim ientos precipitaron la angustia de Kierkegaard:
R egina le había dedicado un gesto de asentim iento en la
iglesia, que sugería el perdón y la verdadera com prensión
de los motivos de quien la había “traicionado” (la profun­
da incom patibilidad entre la filosofía y el m atrim onio).
D espués, él se enteró del com prom iso de ella con otro
hom bre. El efecto psicológico fue al m ism o tiem po terri­
ble y liberador. Salvajes energías de autodram atización
argum entativa y alegórica y de sátira social h icieron erup­
ción en K ierkegaard. Su soledad, en adelante, se convirtió
en estrategia. Tom ó posición en las fronteras de su com u­
nidad y de su propia psique. Los tres tratados publicados
en ese mes mirabilis tenían que ver con la convencional
retirada de R egina O lsen de lo que p od ría h aber sido una
soledad, un aislam iento sim bólico paralelo al de S. K. Los
m ovim ientos teológicos, psicológicos y m etafísicos de la
argum entación, incluso cuando parecen ser más abstractos
y generales, en cubren alusiones a episodios íntim os y tor­
m entas de sensibilidad. K ierkegaard, con m aniobras retó­
ricas no siem pre atractivas, se desnuda m ientras clama la
m ayor de las reticencias y el entierro del corazón. Incluso
los seudónim os son un anuncio: “el constante” y el “após­
tol del Silencio”, este ultim o con referencia a un cuento cíe
hadas de los herm anos G rim m , en el que un am ante se
convierte en piedra p o r no traicionar su secreta desespe­
ración.
Por regla general, en cu en tro fatuas las form as actuales
de “psicobiografía”. Las fibras que unen a un hom bre con
su obra son, con respecto a cualquiera de la m agnitud y
refinam iento de Kierkegaard, tan tensas y com plicadas que
nos rep ro ch an nuestra indiscreción. Pero, en el caso de
Temor y temblor (y las dos obras maestras que la acom pañ an ),
el dom in io privado reclam a atención aunque sólo sea por­
que N ietzsche, de m anera indirecta, y W ittgenstein, con
plen a con cien cia, atend ieron al p re ced e n te de K ierke­
gaard en el m odo de co n d u cir sus propias y cáusticas vidas
y de rech azar o fracasar en algunas relacion es hum anas
“norm ales” (com o el m atrim onio).
R egin a O lsen no es la ú n ica p resen cia biográfica en
Temor y temblor. A llí se alza tam bién la oscura im agen del
padre m uerto. El brezal deshabitado y som brío evocado al
p rin cip io del capítu lo prim ero no es el Canaán bíblico,
sino Jutlandia. A llí fue dond e el padre de S0ren, durante
una infancia ham brienta y desesperada, m aldijo a Dios. La
distante m aldición se convirtió en una obsesión para toda
la vida. El padre se la reveló al hijo. En un estado de ánim o
propio del “calvinism o lam arckiano”, K ierkegaard se con­
venció a sí mismo de haber h ered ad o aquella cicatriz del
anatem a y de ser, inexorablem ente, objeto del castigo divi­
no. Se hace palpable una cierta m anera de cultivar a pro­
pósito el terror, así com o un dram a trágico psicodoctrinal.
Pero el subsiguiente Angst no es m enos gráfico, ni el tem­
b lo r m enos febril. En la doble som bra de su infidelidad y
con d ición de paria, por una parte, y del pecado heredado
de la blasfem ia de su padre, por otra, K ierkegaard pudo,
com o ningún otro pensador o exegeta, construir su propio
Génesis 22.
El subtítulo es un exacto desafío: “U na dialéctica lírica”.
El tenso ju e g o entre las proposiciones filosóficas y los me­
dios de exp resión poético-dram áticos se rem o n ta a los
presocráticos y, de form a suprem a, a los diálogos de Platón.
Es determ inante en el Tractatus d e W ittgenstein, heredero
él m ism o del genio retórico de L ich ten berg y de Nietzsche.
U na gran filosofía tiene siem pre “estilo”, es decir, que su
im pacto en el oyente o lector, la fuerza de la coherencia
que genera, la m úsica de su persuasión, se relacionan ne­
cesariam ente con sus m edios de represen tación (los del
len guaje). S0ren K ierkegaard era un artesano de la prosa
de prim erísim o orden. Podem os situar su tonalidad, la rá­
pida e intensam ente personalizada dinám ica de sus presen­
taciones, en el co n texto más gen eral del rom anticism o
europ eo. V iene después de Rousseau y después del primer
G o eth e no m enos que, digam os, Carlyle. En Schiller, en
Novalis, K ierkegaard p od ía encon trar una com pleta justi­
ficación para la coexistencia, en la m ism a obra, de com po­
n en tes filosóficos y poéticos, de m ed itación técnica y

3 16
gén eros de ficción dram ática. La fascinación de K ierke­
gaard con el teatro y la am bigua autenticidad del oficio de
actor no cesó nunca. Escribió sobre M ozart de un m odo in­
com parable. Sus reseñas críticas sobre novelas o teatro con­
tem poráneos están m aliciosam ente bien fundadas. Vio en
Hans Christian A nd ersen a un rival. Sólo al acercarse el
final sus libros filosóficos y teológicos, ensayos y sermones,
dejan de estar m arcados p o r citas y analogías de ejem plos
literarios. Temor y temblor se nutre, entre otros, de Platón,
Eurípides, Shakespeare, Cervantes y G oethe, así com o de
los herm anos Grim m y de A ndersen. El trasfondo del Q ui­
jote es la Biblia.
D e ah í el con cep to de “dialéctica lírica”, de narración
del pensam iento. Las contradicciones lógicas planteadas,
los em peños psicológicos y filosófico-religiosos para resol­
verlas - la “dialéctica” en el sentido platónico, en la form a
en que H egel recoge y m odifica ese sentido-, se presentan
en lo que parece ser, en algunos m om entos, un estilo ficti­
cio y arbitrario. Pero el ju e g o de posibilidades y voces po­
see su propia y rigurosa lógica, com o los sucesivos mitos y
aparentes digresiones en un d iálogo platónico. Temor y tem­
blores, sobre todo, un a fábula de la com prensión.

M ediante una técnica que anticipa losju ego s semióticos de


U m berto E co y de los deconstruccionistas de hoy en día,
S. K. esboza un a serie de variaciones sobre la parábola de
Abraham e Isaac. Cada variación sobre el tem a dado de la
narración bíblica gen era otros dilem as psicológicos, m ora­
les y de credo. Im m anuel K ant o pinaba que Dios, en la
m edida en que podem os atribuir a ese con cep to y presen­
cia en nuestro interior un significado inteligible, no podía
ordenar a un padre que m atara a su hijo adorado y mila­
grosam ente concebido. Para Kant la o rd en oída p o r Abra­
ham es dem oníaca; proviene de la voz del mal absoluto.
A braham es víctim a de un engaño infernal. Hay que atri­
buir cierto grado de culpabilidad a su confusión. (¿Cóm o
pu d o llegar a pensar que se trataba de un m ensaje de
Dios?) L a lectura de K ierkegaard es rigurosam ente antité­
tica. Sólo el verdadero Dios p u ed e exigirle a A braham el
sacrificio de Isaac. En la (escalofriante) sinrazón, en la in­
com prensible enorm idad de sem ejante m andato, el cre­
yente reco n o cerá el auténtico llam am iento de Dios. El
pro fu n d o error de Kant y H egel es intentar identificar al
Dios de Abraham , Isaac y Jacob, el Dios que ordena la atroz
m uerte de Su H ijo en la cruz, con categorías de entendi­
m iento hum ano y ética razonada. En íntim o eco de Pascal,
S0ren K ierkegaard quiere que discrim inem os estoicam en­
te entre el dieu des philosophes y el Dios vivo, en cuyas ma­
nos, sin duda, es “terrible caer”.
A todo esto le sigue el severo aunque exultante elogio
de Abraham . K ierkegaard gira, de m odo característico, en
torno a un punto central, investigando un ángulo de inci­
dencia detrás de otro. N o hay estética del heroísm o trági­
co ni m oralidad racional, p o r alto que sea su nivel, que nos
haga accesible el viaje de Abraham al m onte M oriah. Cuan­
do guerreros o guardianes de la virtud cívica com o Jefté y
Bruto sacrifican sus hijos al Señor de los Ejércitos o a las
leyes del Estado, lo hacen p o r motivos com prensibles, aun­
que errón eos y fanáticos. El bárbaro sacrificio de Ifigenia
asegura que la flota griega ab an d on e Troya. C reo n te el
déspota sacrifica a su hijo para salvar a Tebas de crueles y
blasfem os enem igos. Tales artos eiem nlares v las devastado-
.................................. O ' ' ' ~ ........ J . " .................. - J ...........- - - - - -

ras consecuencias que tienen en sus agentes son la m ate­


ria prim a de las crónicas heroicas, las sagas y el teatro
trágico (S. K. había acariciado la idea de co m p o n er su p ro ­
pia versión de Antígona). Pero no arrojan una luz germ ina
sobre el tem a de A braham e Isaac.
Tam poco lo hace la ética. A q u í es d o n d e el análisis de
K ierkegaard se vuelve más arduo. Considerado éticam ente,
el consentim iento de A braham al m andato de Dios, o el de
cu alquier hom bre a quien se le obligue al sacrificio hum a­
no, es ind efend ible. L a o b ed ien cia p u ed e surgir del m ie­
do a un castigo sobrenatural, de la superstición, de usos
atávicos (la historia de la o fren d a de sangre es inm em orial
y sobrevive de m anera inquietante en épocas que asocia­
mos con u n a civilización m adura). N in gun a de estas cate­
gorías es m oral. AJlí dond e la m oralidad es más elevada, en
un Sócrates, un Kant, no caben la inhum anid ad y el absur­
do irracional. E nfrentada a la exigen cia divina, la respues­
ta de la ética d ebe ser contestar al desafío con otro desafío.
¿Cóm o p ued e ju stificar Dios la ord en de d ego llar a Isaac?
¿No es esta instancia una tram pa prima facie, un m edio para
probar el valor y la com pasión hum anos (es decir, que Dios
espera que el ho m bre se n iegue)? Si la coerción divina es
tan im periosa que, finalm ente, hace im posible tal n ega­
ción, la moralidad y la razón tienen un último recurso. Los
hay que han preferido el suicidio a la injusticia, la autodes-
trucción al crimen manifiesto.
Kierkegaard es agudam ente consciente de estos argu­
mentos. Se dem ora con amorosa ironía en su fuerza dialéc­
tica. Son, dictamina, completamente irrelevantes en lo que
concierne al Ake-dah, el enigm a abrum ador y la in te ip ie la ­
ción de la obediencia de Abraham. La única rúbrica perti­
nente es la de la fe absoluta, una fe que transgrede y, por
tanto, transciende todas las reivindicaciones de responsa­
bilidad intelectual y de criterios éticos. La disposición de
Abraham de sacrificar a Isaac, su hijo, para cumplir el man­
dato de Dios se halla, de m anera incuestionable, más allá
del bien y del mal. Desde cualquier punto de vista que no :
sea el de un a fe total, un a total confianza en el T odopode­
roso, la conducta de Abraham es terrible. N o pued e haber
excusa intelectual o ética para ella. Si querem os entender
el Génesis 22, tenemos que co m pren d er el térm ino “enor­
m id ad (una palabra cuya etim ología recuerda, precisa­
mente, la transgresión, una esfera de significado fuera de
cualquier legalidad razonada). La noción fundamental es
la de absurdo. Al plasmar este punto central, S. K. se remon­
ta a ciertos legados de iluminación mística, de abolición de
si mismo en Dios, y prefigura el “surrealismo” y el existen-
cialismo m odernos. Los actos de Abraham son radiante­
m en te absurdos. Se convierte en el caballero de la fe,
cabalgando com o D on Quijote cual cam peón de Dios, su­
friend o la repugnancia humanista y el ridículo. Su mora­
da es la paiadoja. Su salto 'cu á n tico ” de y hacia una fe
320
deslumbrante le aísla por completo. Lo heroico y lo ético
pueden generalizarse. Pertenecen a sistemas de valores y
representación discutibles. La fe es radicalmente singular.
El encuentro con Dios tal y com o Abraham lo experim en­
ta es, eternamente, propio de un individuo, de un ser par­
ticular en contacto con la infinitud. Sólo ante un caballero
de la fe, en su soledad y silencio insoportables, aparece el
Dios vivo incon m en surable y a la vez tan cercano que
erradica, consum e los límites del yo. No hay sinagoga, no
hay ecclesia que pued a albergar a Abraham mientras avan­
za, en m ud o tormento, hacia su cita con el Eterno.

¿Hay citas com o ésta en los tiempos modernos? Esta pre­


gunta, considerada teológicamente, es humillante. El j u ­
daismo ortodoxo mantiene que Elííis fue el último hom bre
mortal b end ecid o por un encuentro personal con Dios. En
el cristianismo no místico, la epifanía divina se revela a sí
misma, milagrosamente, a algunos hombres, mujeres y ni­
ños; pero lo hace en la figura clel Hijo o de la Santa Virgen.
El islam, si interpreto correctamente su posición, no reco­
noce ningún encuentro cara a cara con Alá desde los tiem­
pos del Profeta. En diciembre de 1842, en C openhague,
A d o lp h Peter Adler, clérigo y M agistere n teología (Kierke­
gaard había asistido a la lectura de su tesis académica en
ju n io de 1840), experim entó una visitación directa, una
revelación de Cristo. El Hijo de Dios le pidió a A d ler que
quemara todos los manuscritos de sus escritos hegelianos
y le dictó, con total inmediatez, la verdadera doctrina so­
bre los orígenes del mal. El 12 de ju n io de 1846, Magister
A d le r publicó simultáneamente nada m enos que cuatro
libros. U n o consistía en versos sagrados; los otros tres ex­
ponían la revelación de A d ler tal y com o se la había trans­
mitido Jesús. Parece que S. K. fue u n o de los primeros
compradores de los cuatro títulos.
El resultado fue E l libro de Adler. Mientras que Temor y
temblor se cuenta entre las obras más conocidas y de mayor
influencia en la teología filosófica y en la literatura de los
siglos x i x y x x , el tratado sobre Adler sigue siendo casi des­
conocido para la mayoría de los lectores. Esta oscuridad es
inherente a su génesis. Kierkegaard empezó a escribirlo en
el verano de 1846, inmediatamente después de hojear las
revelaciones del Magister. El polemista que llevaba dentro
deseaba publicar con rapidez. Insatisfecho co n la primera
versión, S. K. retiró el manuscrito en 1847, y com pletó una
tercera y más o m enos definitiva versión ese mismo año.
Una vez más decidió no publicarla. Extrajo de E l libro de
Adler dos ensayos fundamentales sobre las relaciones entre
el “g e n io ” y lo apostólico y sobre el dilema de si un cristia­
no tiene derecho a pedir el martirio, a dar su vida por su
fe, y dejó el libro entre sus Papeles (los diarios, fragmentos,
voluminosas notas). Apareció tras su muerte.
¿Por qué lo retuvo? Claramente, Kierkegaard se encon­
tró en una situación personal trem endam ente difícil en lo
que a A d ler se refería. Adler le había m andado llamar para
informarle que él, Kierkegaard, era en cierto sentido el
Juan Bautista del Magister, a quien el Señor había elegido
com o Su mensajero especial. Kierkegaard sopesó la posi­
bilidad de que A d ler (a quien las autoridades eclesiásticas
322
habían retirado de su ministerio en 1844) sufriera, simple­
mente, un desorden mental. ¿Para qué llamar más la aten­
ción (y la irrisión) pública sobre un desgraciado asunto
que no había tardado en olvidarse? Pero, por importantes
a1u e fuesen,' estas inhibiciones no tocan el corazón del 1oro-
blema. La convicción de A d ler de que había que electrizar
el cristianismo m und ano, racionalista y oficioso de Dina­
marca hasta provocar una auténtica crisis era exactamente
la de Kierkegaard. La disposición del Magistera pad ecer el
ridículo y el ostracismo en nom bre de sus certezas “absur­
das” y existencialm ente impuestas tuvo que pulsar una
cuerda secreta e inquietante en Kierkegaard. C o m o vere­
mos, las afirmaciones de Adler, aunque sospechosas y, sin
duda, patológicas, sumieron a Kierkegaard en dilemas psi-
cológico-teológicos que ni siquiera sus más agudos recur­
sos dialécticos supieron resolver de m o d o convincente. Tal
vez el “caso” A d ler demuestre ser trivial y enteram ente efí­
mero, pero los problemas a los que dio pie no han desapa­
recido. Así que, desde esta perspectiva, el desdichado Adler
derrotó a su gran inquisidor.
C o m o ocurre a m en u d o en las especulaciones y diálo­
gos de Kierkegaard, la “tercera presencia” es la de Hegel.
La ironía de S. K. despierta: el Magister, desde luego, conde­
nó sus elucubraciones hegelianas al fuego, pero sus confu­
siones siguen siendo archihegelianas. Incapaz de distinguir
entre fe n ó m e n o s subjetivos y verdades objetivas, Adler,
co m o tantos otros adeptos no críticos de H egel, hace un
uso ingenuo del concepto hegeliano de síntesis entre el yo
y el m u n d o externo. De hecho, “alucina la realidad”.
Pero S. K. persigue piezas más importantes. El quid del
asunto A d ler es el “llam am iento”, en el sentido más inten­
so del término. ¿Cómo sabe un ser hum ano que él/ella son
llamados por Dios? ¿Cóm o pued en la sensibilidad y el in­
telecto hum anos distinguir entre un extático y h o n d a m e n ­
te sentido presentim iento de solicitación divina, cuyo
origen real es la em oción o la necesidad personal, y la au­
téntica voz de Dios? El enigm a no es un posible desorden
psíquico (com o pued e que lo fuera en el caso del Magister
A d le r ) ; ni un calculado autoengaño, ni la falsedad pública
(com o es el caso de innumerables gurús y místicos de pla­
za del m ercad o ). ¿Cuáles, se p regunta Kierkegaard, p o ­
drían ser los criterios concebibles con los que determinar
la raíz y la verdad d el llamamiento divino a cualquier ser
hum ano? Ni siquiera la visible perfección de la conducta
moral, ni siquiera el sufrimiento del sacrificio, tal y com o
lo padecen los mártires, nos dan prueba de la validez espiri­
tual del llamamiento divino. C o m o dice T. S. Eliot en su
reflexión sobre el posible oportunism o del martirio de
Becket, “hacer lo correcto por un motivo equivocado” pue­
de ser, especialm ente en lo que a religión se refiere, “la
form a más sutil de traición” .
N ada resulta más fascinante que los casi desesperados
intentos de S0ren K ierkegaard por aclarar y desentrañar
un acertijo cuyas complejidades y escandalosas consecuen­
cias parecen escapar a su ardorosa comprensión. El centro
no es, claro está, el pobre Adler, sino Kierkegaard mismo y
sus angustias y esperanzas más profundas.
Los m ovimientos dialécticos de proposición y valora-
324
ción, de ofensiva imaginativa y deconstrucción del yo, son
de una complejidad, e incluso de una fragilidad, que ha­
cen burdo cualquier esbozo. Ni la lucidez intelectual, ni el
rigor (“g e n io ”) analítico, ni el com prom iso ético con el
sacrificio llevan, necesariamente, al “m ano a m a n o ” con
Dios. Aquí, la imagen que arde entre líneas es la de Jacob
luchando con el Extraño. Puede que el genio y la morali­
dad razonada, incluso del más noble orden - p o r ejemplo,
en Kant-, inhiban el misterio de una verdadera llamada.
Hay, y S. K. se enfrenta aquí a una elusiva paradoja, una
autosuficiencia en la perfección moral, una finitud armó­
nica en el seno de la bondad, que en cierto m od o exclu­
yen o vuelven marginal la temible, la devastadora cercanía
de Dios. Sólo el apóstol es llamado. Sólo él encarna, literal­
mente, el acto de posesión por parte de Dios y a él se le
autoriza a enunciar, a traducir en discurso mortal el m en­
saje en que - n o hay otro m o d o de d ecirlo - él mismo se ha
convertido. ¿Glorifica esta elección al apóstol? Al contrario,
argum enta Kierkegaard. La auténtica marca de lo apostó­
lico es la más radical hum ildad existencial. El verdadero
apóstol es hum ild e más allá de toda hum ildad conocida
por el hom bre. D e ahí el terror rebelde, el creciente deseo
de negación con el que los profetas del Antiguo Testamen­
to responden a la carga que Dios deposita sobre ellos. En
un m om ento dado - p o r ejemplo, una calle de Copenhague
en el siglo x i x - , un apóstol está en sincronía con la humi-
litas de Jesús, del Jesús de la Pasión a quien escarnecieron,
azotaron, escupieron y mataron. (La evidente satisfacción
de A d ler con sus “visiones”, la vanidad de su resolución de
hacerlas públicas, le descalifican de inmediato com o ins­
trumento del propósito divino.) Sólo el hombre o la mujer
contem poráneos del, “en sincronía c o n ”, Cristo doliente,
y obligados a hablar, a ejemplificar el significado de ese
sufrimiento, pueden revelar a Dios, ser -M c L u h a n se sabía
bien a K ierkegaard- el medio convertido en mensaje.
No obstante, el tema está erizado de dificultades. ¿De
dónde viene, entonces, el po d er y la gloria de lo apostóli­
co, su imperativo dom inio sobre el consentim iento y la
imitación humanos? ¿Cómo, además, podem os reconciliar
la insistencia de Kierkegaard en las obligaciones de lo apos­
tólico, en la necesidad de la revelación declarada con el
énfasis en el secreto en una interioridad final? Kierkegaard
forcejea de m anera sutil y tenaz con estas formidables pre­
guntas. Se arriesga a sí mismo, con toda evidencia, en el
ju e g o . U n a vez más, la lógica de la contradicción, de la
paradoja (tan hegeliana en esencia, mal que le pese a S.
K.), es decisiva. Cuando alcanza el nivel necesario de inten­
sidad vivida, cuando es enteramente análoga a la de Jesús,
la hum ildad es indefensión total, una finalidad de impo­
tencia. Pero es precisamente esa im potencia lo que consti­
tuye, en el sentido de la revisión de valores que llevó a cabo
Jesús, un poder mayor, casi una omnipotencia del absurdo.
La tesis de Kierkegaard sigue siendo opaca. Sugiero, como
ayuda, recordar “la fuerza sin po d er” de personajes litera­
rios co m o D on Q uijote o el príncipe Mishkin, el “santo
idiota” de Dostoievski. Kierkegaard tiene en la cabeza algo
parecido cuando lucha con las contrariedades de lo apos-
tolico. Tam poco resuelve la irreconciliable dualidad entre
326
la exigencia de silencio, de hum ilde desaparición del yo en
el p o rtad or del llam am iento divino, y el ministerio que
implica tal llamamiento. No hay pensador ni escritor capaz
de iluminar com o Kierkegaard el motivo de la discreción
metafísico-moral. el sacramento del secreto que hace útil
el amor, el sufrimiento de A n tíg o n a o de Cordelia. S. K. es
un celebrante del retiro interior, del silencio absoluto. Y al
mismo tiempo es un publicista de rara vehem encia que da
testimonio en voz alta, revelándose a sí mismo, en los luga­
res públicos. El periódico satírico E l Corsario se burló cruel­
m ente de él. Kierkegaard fue objeto de abierta irrisión en
su ciudad natal. Esta condición era la demostración misma
de la carga que debía soportar un testigo (“mártir”, en grie­
go, significa “testigo”) . Librarse de esa carga, no proclamar
la palabra de Dios, sería nada m enos que apostasía. Estas
contradicciones no resueltas subyacen en el seud ónim o
Petrus minor, con el cual Kierkegaard quería publicar E l
libro de Adler.

Desde cualquier punto de vista sistemático -lo s sistemas


filosóficos son la pesadilla de S. K - , la demolición de A d ler
está llena de imperfecciones. Hem os visto que Kierkegaard
no delinea con claridad la naturaleza de lo apostólico en
un contexto m oderno, ni consigue armonizar las exigen­
cias antitéticas para el espíritu elegido: la ocultación del yo
y el público testimonio. Pero, incluso con referencia direc­
ta a las pretensiones de Adler, la crítica de Kierkegaard si­
gue siendo dogmática. Muestra que la versión del Magister
del divino encuentro, la “revelación” que alega, son com-
pletam ente inverosímiles y dignas de risa. D e ahí a inferir
la vanidad desquiciada y la confusión mental hay sólo un
paso. Pero nada en el diagnóstico sin piedad de S. K. escla­
rece criterios formal y sustancialmente definitivos m edian­
te los que podamos discriminar entre ilusión alucinatoria
e histérica y la “experiencia de Dios” en un sentido veri-
ficable. El salto al absurdo, la abolición de la causalidad
pragmática y de la lógica que caracterizaría una experiencia
semejante, siguen siendo, con los criterios kierkegaardia-
nos de “imposibilidad necesaria”, una cuestión de confian­
za. Inexorablem ente, la posibilidad de que A d o lp h Peter
A d le r hubiera estado en com unicación directa con Cristo
(por em brollada e indigna que fuese su m odulación del
mensaje en sus propias palabras y persona) sobrevive a la
negación de Kierkegaard. ¿Cómo podría ser de otra m ane­
ra si, para usar la frase del propio Kierkegaard, “hay que
m antener abiertas esas heridas de la posibilidad”?
Son precisamente estos fallos, estos nudos en la argu­
mentación, los que generan la fascinación que provoca el
texto. La viva astucia clel sondeo psicológico de Kierke­
gaard, su presagio (literalmente, “prefiguración ”) de las
teorías freudianas sobre el subconsciente, mientras que
Freud, sin embargo, huye de cualquier análisis serio de las
convicciones religiosas, convierten E l libro de Adler en una
de las joyas oscuras de la historia de la psicología filosófi­
ca. C o m o investigador de las vidas de la mente, de los pul­
sos asociativos de la imaginación en los m om entos en que
las anáiquicas aunque también ordenadas energías de lo
no dicho influyen en las proposiciones racionales, Kier­
kegaard sólo tiene dos iguales. La manera en que interro­
ga a A d ler es semejante a los descensos a las profundidades
de la psique hum an a que llevaron a cabo Dostoievski y
Nietzsche. En los tres casos, nos enfrentamos a dramatur­
gos de lo abstracto, a analistas de penetración incom para­
ble, capaces de circunscribir zonas fronterizas de sinrazón,
de iluminaciones extáticas y místicas, incluso de locura. El
conocim iento psicoanalítico y psicoterapéutico m oderno
ha profundizado a veces, y ha arrasado con frecuencia, la
geología de la conciencia explorada en Los demonios, en La
genealogía de la moral, de Nietzsche, y en E l libro de Adler. Pero
aquí ya encontram os la esencia de nuestra m odernidad
psicológica.
Hay, además, un eslabón directo. Al seguir los pasos de
Adler, S. K. da vueltas en torno a sí mismo. El Magister am e­
naza. con ser su fiel y paródica sombra. En una palabra, se
convierte en el doble de Kierkegaard. El tema del Doppel-
gdnger obsesiona a O ccid ente desde E. T. A. Hoffman, Poe
y G ogol hasta Kafka. Recrea el urgente presentimiento del
potencia] esquizofrénico del ego, de los peligros de la esci­
sión del yo inherentes a cierta vivacidad del pensamiento y
la imaginación. La novela de Dostoievski E l doble sólo es una
entre numerosas invocaciones a este tema en sus libros.
Nietzsche y su Zaratustra giran uno en torno al otro, for­
m ando una compleja figura de reflejos rivales. En casi cada
página de E l libro de Adler vemos a Kierkegaard esforzándo­
se, a veces con satírica seguridad, pero más a m en ud o con
un Angst apenas disimulado, para librarse de la presencia
de su escandaloso pariente, del “dem onio de la casa” que
es también su herm ano gemelo. De estas páginas emana un
terror especial.
Los archivos del Edén
[1 9 8 1 ]

“El Señor nos ha traído aquí atravesando el oleaje de los


mares, atravesando peligros de Piratas, tempestades, naves
que hacen agua, fuegos, Rocas, arenas, enferm edades,
hambrunas: y aquí nos ha protegido todos estos años del
desagrado de los Príncipes, la envidia y Rabia de los Prela­
dos, las malignas Maquinaciones de losjesuitas, las opinio­
nes amotinadas de gentes descontentas, los abiertos y
secretos Intentos de los Bárbaros Indios, las prácticas
sediciosas y socavadoras de los herm anos falsos y herejes.”
Así escribía John W inthrop en 164.3. Este “traernos aquí”,
esta Gran Migración e n j e r g a puritana, no era un hecho
com ún en la historia. T hom as Hooker, de regreso a Ingla­
terra, había especulado sobre si el establecimiento del sis­
tema de gobierno de Nueva Inglaterra no señalaría el final
del tiempo secular, porque era el nec plus ultra de la inno­
vación mundana. Cualquier descubrimiento e instauración
posteriores excederían las posibilidades terrestres y anun­
ciarían el principio clel reino de la eternidad tal y com o
predice la Revelación. Pero desde el principio había gran­
des ambigüedades en el tropo de la renovación final, en la
teología y la sociología de lo edénico.
Si Nueva Inglaterra era una nueva Alianza de la Gracia
(téím ino que Cotton Mather em pleaba constantemente)
hecha realidad, si los miembros de esta Alianza disfrutaban
de la mayor oportunidad de salvación concedida a alguien
desde el nacim iento de Cristo, ¿eran en un sentido real
“hombres nuevos”, semejantes a Adán? Controversias veja­
torias, casi socialmente destructivas, sobre la necesidad y
calidad del bautismo en el nuevo m undo, sobre la transfe­
rencia operativa del pecado original en la nueva com uni­
dad y en los nuevos individuos, dan testimonio del carácter
literal, aunque opaco, del nuevo m odelo adánico. Y si las
recién halladas tierras de la Alianza de la Gracia eran,
com o proclam ó Peter Bulkeley, “com o una Ciudad sobre
una colina, con vistas a toda la tierra... porque somos un
pueblo en Alianza con Dios”, y el único pueblo así en un
planeta en decadencia, ¿qué pasaba con las “opiniones
amotinadas” y los “hermanos falsos y herejes” que citaba
Winthrop? ¿Qué era de los “Bárbaros Indios” y las plagas
de sequía y enferm edad que asolaban la nueva Jerusalén?
No m enos ambiguas eran las relaciones con el viejo
m undo. Perry Miller resume una corriente principal de
pensamiento ( The New England Mind: The Seventeenth Cen-
tury, pág. 470): los puritanos “no se consideraban, al me­
nos en los primeros asentamientos, gente que había huido
de Europa, sino plenos participantes en los grandes asun­
tos de la vida europea; no intentaron convertirse en com u­
nidades provincianas en los límites de la civilización, sino
ejecutar una maniobra de flanqueo en la apasionante lu­
cha del m u n d o civilizado”. Pero también había una co-
332
rriente de ruptura más radical. A finales de i&p>. era evi­
dente que ni Ginebra ni Amsterdam ni Edimburgo
sido capaces de llevar a la doliente cristiandad la luz del
renacim iento duradero y de la verdadera Congregación.
Pronto los prelados, o algo peor, se reafirmarían en el
m u n d o inglés. Episcopado y papado eran los portentos
universales de un apocalipsis cercano. La nueva Israel te­
nía que dejar atrás los lugares y la herencia de la maldición.
Así que Nueva Inglaterra no sólo era el paralelo exacto de
la tierra prometida, sino el arca de Noé en una época de
diluvio. Mirar atrás sería un suicidio. Esta doctrina de la
separación podía justificar, aaemás, la problemática dure­
za del Edén occidental: ¿no habían t e ji d o los hijos de
Abraham que morar en el desierto y sufrlir ataques y aflic­
ciones en su viaje? El choque entre éstas dos corrientes o,
para ser más exactos, los intrincados híbilidos y com prom i­
sos entre ellas agudizaron el problema de la herencia cul­
tural. En un sentido, el bagaje intelectual de los puritanos,
el lenguaje y la lógica de toda conciencia articulada, eran
los de la Europa posrenacentista, con sus obvias raíces en
el clasicismo pagano y en el hum anismo cristiano. ¿Cómo
podría haber sido de otro modo? Sin embargo, en otro
sentido, esta herencia contenía las semillas del error y de
la corrupción, las historias de escisión y herejía que habían
llevado al hom bre tan cerca de la ruina. Si la Gran Migra­
ción quería escapar de la oscuridad de Gosén y tomar po­
sesión del Nuevo Canaán, sólo pod ía hacerlo a la luz
(literal) de un conocim iento recién nacido, de la inocen­
cia del intelecto y la sensibilidad. La sabiduría de Adán
previa a la Caída garantizaba un concepto semejante de
conocim iento purgado de erudición, de sabiduría perfec­
tamente natural.
Todas estas antinomias, y el espectro de posiciones in­
termedias entre ellas, despertaron el tropo fundamental de
“tiempo sentido”, de lo cronológico. ¿Era Am érica jo v en o
vieja? ¿Era América el mundus novus que prometió sa n ju a n
y proclamaron los cronistas eclesiásticos españoles casi in­
mediatamente después del viaje de Colón? ¿Era un autén­
tico vestigio del jard ín del Edén conservado aparte para
que el nuevo Adán volviese a entrar en él? En ese caso, no
tenía “historia”. ¿O era, por el contrario, un m und o anti­
guo, no más intemporal e inm une a la herencia de la Caí­
da que las tierras de las que procedían los peregrinos? ¿Y
qué pasaba con estos nuevos israelitas? Algunos mantenían
que la Alianza de la Gracia era, concretamente, regenera-
tiva. En el nuevo m undo el hom bre se volvía nuevo, se le
arrancaban las vestiduras de su condición pecadora. Otros
eran menos sanguíneos. Incluso si aquello era, o iba a ser, _
“el otro Edén en la tierra” , era el Viejo Ad án quien había
llegado a él “a través del oleaje de los mares”. Inevitable­
mente, llevaba con él el virus de la historia.
Las opciones, los conflictos de visión implícitos en es­
tas suposiciones encontradas, se extienden a toda la estruc­
tura de la sensibilidad norteamericana. H an determinado
en gran m edida el curso del desarrollo religioso y político,
la política y la sociología de la autodefinición norteam eri­
cana, las diferencias psicológicas en las conductas públicas
y privadas. En esencia prevaleció el pragmatismo. La “Ciu­
dad sobre la colina” no encontró un nuevo lenguaje. H a­
bló de su mensaje de renovación en lenguas europeas y
m ediante la lógica de Aristóteles, Ramus y, después de
1670, Descartes. Al contrario que los utópicosjacobinos de
septiembre de 1702. los hom bres del nuevo m un d o no es­
tablecieron un nuevo calendario, un A ñ o U n o de com ien­
zo mesiánico; sin em bargo, los impulsos hacia la novedad
apocalíptica seguían presionando la estructura de las insti­
tuciones y desafíos norteam ericanos. Las com unidades y
movimientos utópicos eran un fe n ó m e n o recurrente. Los
m orm ones em pezaron a buscar la nueva y verdadera Sión.
De hecho, el mecanismo de lo adánico es uno de los aspec­
tos fundamentales de la historia norteamericana; cara a la
corrupción o a la atrofia político-social, se ven reafirmados
los derechos de lo ideal, de la Alianza de la Gracia, que
ahora parecen un no pacto o un pospacto con la historia.
U n a y otra vez, la conciencia norteam ericana vuelve la es­
palda al m alogrado pasado; la inquietud de la esperanza
apunta al oeste. El conflicto no está resuelto. D e él surge
gran parte de la riqueza creativa del tem peram ento norte­
americano. De él surgen también incertidumbres y frustra­
ciones esenciales respecto a la “cultura” , a la vida del
espíritu en sociedad tal y com o esa vida se concibió y e xp e ­
rimentó desde los tiempos helenísticos, mutatis mutanclis,
en el “viejo O c cid e n te ”.
Considerar estas incertidumbres, verlas tan sólo com o
potencialm ente negativas, es elegir casi de m odo inadver­
tido entre los dos polos, “jo v e n ” y “viejo”, adánico e histó­
rico. Es dejar de lado, aunque sea de manera provisional y
al servicio de una hipótesis de trabajo, la idea de que es
demasiado pronto para intentar un balance de los logros ar­
tísticos o intelectuales norteamericanos. Es disentir de la
creencia de que hablamos de una “cultu rajo ven ” con unos
tres breves siglos de edad, y de que es fútil e injusto cual­
quier ju icio sobre su cosecha de pensamiento y su nivel de
educación desde la perspectiva de modelos más antiguos.
La elección de cada cual entre estas alternativas es, final­
mente, cuestión de instinto, de clara corazonada. Puede que
sea errónea', p u e d e que los futuros acontecim ientos o un
re ord e n a m ien to de la intratable y múltiple evidencia la
refuten. Pero quien opere - y pued e que la operación mis­
ma sea fa tu a - con conceptos tan em brionarios y recalci­
trantes respecto a la definición y la transcripción aceptadas
com o “cultura” o valores “espirituales” tendrá que em pe­
zar por instinto, desde una arbitrariedad convencida, si es
que quiere proceder.
Creo que la cultura norteam ericana no es extraterrito­
rial respecto al tiempo; que no es una cultura “jo v e n ” en
ningún sentido salvo el más banal y localizado (por ejem­
plo, que las instituciones en y mediante las cuales se expre­
sa y divulga esta cultura se fund aro n más tarde que sus
hom ologas europeas en lugares materialmente no desarro­
llados o subdesarrollados). Estoy planteando que el gran
concepto de lo edénico, del Adán americano, sea cual sea
su evidente fuerza político-teológica, sea cual sea su conti­
nua traducción a posteriores teorías y prácticas sociales de
carácter mesiánico y radical, no es culturalmente determi­
nante. Los que engendraron y organizaron por primera vez
los asuntos culturales norteamericanos, la educación, las
artes, las ciencias puras y aplicadas, fueron europeos cuyos
modos de com prensión y argumentación eran tan “viejos”
co m o los de los vecinos que dejaron atrás. Presumo que
ninguna de las nuevas negociaciones norteamericanas del
contrato entre sociedad e historia -ya sea en la promesa de
felicidad de la D eclaración de Derechos, la catarsis del
populism o jackson iano, la Nueva Libertad de Woodrow
Wilson o el New Dea! de Franklin Delano Roosevelt- difie­
re, ontológicam ente, de renovaciones similares en la his­
toria social europea, y que ninguna constituye un novum en
el sentido que los puritanos ciaban a la alianza con Abra­
ham o a la instauración de la Ley mosaica. En resumen, el
programa puritano de ruptura con la “antigüedad corrup­
ta” y la mácula hereditaria de la historia europea, el ham ­
bre feroz por parte de sucesivas oleadas de inmigrantes de
una nueva bendición libre de los terrores y de la injusticia
que habían m arcado su pasado comunitario, han tenido
un papel prim o rd ial en la im agin ació n norteam erican a
y en la retórica de su identidad. Pero no conceden a los
productos de la cultura norteam ericana un calendario de
juven tud arcádica, un tiempo especial de gracia. Al contra­
rio, la cultura norteamericana se ha apoyado, desde el prin­
cipio, en unos hom bros gigantescos. Tras el estilo puritano
se halla el pilar del Tudor inglés, la prosa isabelina y jaco-
bea. Tras la fundación de las universidades norteamerica­
nas está la experiencia de O xfo rd y Cambridge, la lógica
aristotélica y las matemáticas de Galileo y Newton. El em­
pirismo inglés y el m u n d o de los philosophes subyacen a la
visiónjeffersoniana de ilustración norteamericana. Goethe
está detrás de Emerson como Shakespeare y Milton detrás
de Melville. Puede ser, como dijo D. H. Lawrence, que la
cultura norteamericana sea “muy vieja” precisamente por­
que es heredera de tantas cosas. Los teólogos de Nueva
Inglaterra estarían de acuerdo. A principios del siglo x v m ,
William Cowper atestiguó la “retirada de Dios” de un nue­
vo m undo cuyas condiciones espirituales y prácticas civiles
no eran mejores que las del viejo. El idioma de su testimo­
nio era el de Jeremías y las oraciones catalinas, el de
Juvenal y los satiristas esopianos de la reforma europea.
Si la “ cultura norteam ericana” , en la m ed id a en que
cualquier significado con el que merezca la pena estar en
desacuerdo pueda vincularse a una noción tan general, no
es sui generis, si es una rama del c o n g lo m era d o cristiano
clásico en la civilización europea, puede que sea legítimo
preguntar cuáles son sus relaciones con E uropa y dónde
radica el presente centro de gravedad.
Metodológicamente, estas preguntas son insostenibles.
“La(s) cultura(s) norteam ericana(s)” es un concepto plu-
ralístico cuyos diversos com ponentes son casi tan difusos
com o su conjunto. N ingún individuo pu ed e aportar nada
salvo la interpretación más intuitiva, vaga y parcial de algún
aspecto de la actividad intelectual, artística o científica
norteamericana. L a idea de que se pueda decir algo defini­
tivo sobre el constructo global es manifiestamente absur­
da. Ha habido historias y esbozos analíticos de “la mente
norteam ericana” en esta o aquella época, e intentos de tra­
zar un perfil sumario. De forma invariable, no han podido
con los complejos y amorfos datos. En el m ejor de los ca­
sos, u n o pued e generalizar y citar nombres en un registro
impresionista de conjeturas y prejuicios. Esto es exacta­
mente lo que voy a hacer: generalizar, citar nombres. ¿Pero
qué otro m étodo hay? ¿Cóm o si no procede cualquier crí­
tica o inventario de valores? El escrúpulo necesario es la
autoironía, la esperanza de que “las preguntas insosteni­
bles” no susciten la famosa respuesta de F. R. Leavis, “Sí,
p e ro ”, sino la instigación a la com prensión más fértil toda­
vía de un “No, p e ro ” .
La filosofía norteam ericana ha sido floja. Ha habido
psicólogos de indudable agudeza y estilo, sobre todo
William James. Hay, sobre todo desde loS años cuarenta,
una distinguida escuela de lógica analítica (desde Q uin e
hasta, digamos, Kripke). La jurisp rudencia y la teoría del
pacto, en el sentido social y ético, han h ech o útiles contri­
buciones a la corriente general del pensam iento liberal de
O ccidente. Sin embargo, es dudoso que haya habido una
presencia filosófica fundamental, con la posible excepción
-a u n q u e su obra no esté por com pleto a nuestra disposi­
c ió n - de C. S. Peirce; e incluso en este fascinante caso es
difícil hablar de metafísica, de un intento de revelación fi­
losófica desde el centro. Pero lo que constituye la calidad
de la filosofía occidental desde los presocráticos hasta el
presente es la metafísica y un discurso central sobre los
valores. El em peño de sucesivos filósofos y escuelas de pen ­
samiento, desde los ionianos hasta el existencialismo, es
“pensar el ser” com o una totalidad múltiple y hacer exten-
sible este acto ontológico a todas las categorías principales
de com portam iento hum ano, en las que se ha basado en
gran m edida la historia interior del hom bre y de la socie­
dad en O ccidente. Este centralismo y continuidad ontoló-
gicos han sido derivativos o han estado ausentes en el clima
clel sentimiento norteamericano. Por tanto, hay temas en
los que el tenor del sentimiento norteam ericano se acerca
más a la magia, al bricolage pragmático, más com ún en las
tradiciones no occidentales que en el m un d o de Platón y
Kant (aquí pod em os usar el singular, porque la estructura
unitaria de la metafísica occidental ha sido asombrosa). El
siglo x x proporciona pruebas gráficas: sencillamente, no
hay metafísica norteam ericana, no hay “pensadores del
ser”, investigadores sobre el significado del significado
com o Heidegger, Wittgenstein o Sartre. N o hay fen o m en o ­
logía norteam ericana com parable a la de Husserl y Mer-
leau-Ponty. No hay teología filosófica semejante al desafío
radical propuesto por Bultmann o Barth. La herencia de
estupor ontológico (thaumazein) y respuesta sistemática si­
gue intacta desde Heráclito a Las palabras de Sartre; pasa
por Aquino, Descartes, Hume, Kant, Hegel y Nietzsche. No
hay m iem bros norteam ericanos en la lista. Y no se trata de
una consideración técnica: es una constante en la existen­
cia helénica y europea. Un filósofo fundam ental es aquel
cuyo discurso im pregna a sucesivas generaciones. El plato­
nismo, el cartesianismo, el idealismo y los imperativos
morales de Kant, el historicismo de H egel y Marx, el exis-
tencialismo después de K ierkegaard y de Nietzsche han
sido m o d o s de vida, paisajes del m o vim ien to privado y
público, para incontables hom bres y mujeres que jamás
habían recibido una enseñanza filosófica formal ni tenían
un interés especializado. Los debates filosóficos entre
platónicos y aristotélicos, tomistas y cartesianos, positivis­
tas lógicos y heideggerianos o sartrianos o vitalistas bergso-
nianos, son elem entos enfáticos de identidad política y
generacional. En estos momentos, buen núm ero de mis
estudiantes lleva en el bolsillo izquierdo los textos que
Gramsci escribió en prisión. Y buen núm ero lleva en el
derecho los textos que Bonhoeffer escribió en prisión (am­
bos libros están dialécticamente relacionados). Los mejo­
res estudiantes llevan los dos. Lo que importa es “el libro
en el bolsillo”, la adopción de un texto com o algo radical y
fundamenta] para el impulso privado y la postura social. Es
la convicción socrática de que una comunidad de hombres
racionales está dom inada por el debate filosófico explíci­
to, y de que el pensamiento abstracto es el verdadero motor
de la vida sentida. En Norteamérica esta convicción es “aca­
dém ica” en un sentido que espero nos sea útil discutir.
R o g e r Sessions y Elliott C á rter son com positores de
indudable estatura. Charles Ivés es un “original” de lo más
intrigante. Hasta este m om ento, la música norteam erica­
na ha tenido un carácter esencialm ente provinciano. La
gran sinfonía “del nuevo m u n d o ” es de Dvorák. Las Amé-
riques de Varése es lo que más se acerca a una transposición
musical de su espacioso tema. U na vez más, si nos limita­
mos al siglo x x - u n a limitación que pesa de manera inhe­
rente en favor de N orteam érica-, es obvio que no hay en
la música n orteam erican a compositores de la talla de
Stravinsky, Bartók, Alban B e r g y Antón von Webern, que la
ceuvre de Prokofiev, Shostakovich, o incluso Benjamín
Britten, representan una “densidad” de ejecución y una
continuidad imaginativa que brilla por su ausencia en la
obra de los compositores norteamericanos. Pero ahí está
el genio absolutamente norteamericano, la gloria del jazz.
En este punto resulta pertinente decir algo sobre el
desarrollo de las matemáticas en el nuevo mundo. Placer­
lo es, para mí, dramatizar la incom petencia. Cualquiera
que tenga interés en este campo, aunque sea un completo
aficionado, es capaz de citar una serie de nombres cerca de
la cima de la pirámide, si no en la cima misma. En este si­
glo ha habido, y sigue habiendo, logros norteamericanos
clásicos en cada una de las ramas del análisis, la topología
algebraica, la teoría de grupos, la teoría de las medidas, la
estocástica, la teoría de los números. Sin embargo, si mira­
mos con más atención, la lista muestra que gran parte de
ese trabajo sobresaliente lo han llevado a cabo, en Nortea­
mérica, matemáticos y pensadores de origen y formación
extranjeros (Gódel, V o n Neumann, Weyl, Bochner, Milner,
etc.). Y aunque es absurdo que un profano conjeture si­
quiera sobre esos arcanos, parece que gran parte del pro­
greso fundamental, sobre todo en topología y teoría de los
números, es decir, en los altos dominios de la matemática
pura más que en la aplicada, se ha llevado a cabo en Fran­
cia, Rusia y la escuela de matemática británica, para des­
pués ser recogido y continuado en tierra norteamericana.
(Esta, al menos, es la impresión de alguien que ha sido tes­
tigo m udo en los procedimientos de selección del Institute
for Advanced Study en Princeton.)
La tríada metafísica-música-matemática (pura) es, des­
de luego, intencionada. Cristaliza, desde Pitágoras y Platón,
la singular inclinación de la sensibilidad occidental hacia
la abstracción, hacia e lju e g o mental totalmente desintere­
sado, no utilitario, no productivo (en cualquier sentido li­
teral). Cristaliza la singular obsesión de O ccidente con la
creación de “m on um en to s sensoriales de un intelecto
siempre joven”. Esta búsqueda, a riesgo incluso de la exis­
tencia personal o de la supervivencia de la polis, del pensa­
m iento especulativo; la invención y desarrollo de la
melodía, mystére suprime des sciences de Vhomme (Lévi-Strauss);
la proposición y prueba de los teoremas en matemática
pura; todo ello define, en esencia, el cáncer de lo transcen­
dente en el hom bre occidental. Son estos puntos, el lugar
que la educación y la sociedad les permiten, los que hacen
de la historia espiritual de O ccidente un legado griego. Son
estos puntos los que, en resumen, permiten e im ponen una
definición de trabajo del concepto de “alta cultura”. ¿Por
qué Tales de Mileto se quedó tan absorto calculando un
futuro eclipse que se cayó en un pozo?, ¿por qué Arquí-
medes decidió quedarse en su jard ín de Siracusa calculan­
do las secciones cónicas en lugar de huir de los enemigos
invasores para salvar la vida? Siguen siendo enigmas ge n é ­
ticos, de entorno climático y económ ico, de buena suerte
patológica, que los historiadores y sociólogos de la ciencia
continúan debatiendo. Pero el hecho está lo bastante cla­
ro: el grito del cazador cuando acorrala una verdad abstrac­
ta, la dedicación de la vida personal a preocupaciones
metafísicas o matemáticas perfectam ente “inútiles”, la am­
plitud y la complejidad formal de la música occidental, tie­
nen su origen específico en el “estado mental” griego y han
sido la base por excelencia para nuestra teoría y práctica.
Personalmente iría más lejos. La evolución de las especies
ha dejado poco lugar al consuelo. Somos, en general, un
puñad o de apetitos cobardes y homicidas dotados de un
instinto en apariencia ilimitado para la destrucción y la
autodestrucción. Somos los que arruinan el planeta, los
constructores de los campos de exterminio. El noventa por
ciento de la hum anidad lleva una vida o bien de completa
privación -física, emocional, cerebral-, o bien no contribu­
ye en nada a la suma de com prensión, belleza o ensayo
moral en nuestra condición civil. Sócrates, Mozart, Gauss
o Galileo son los que, en cierta m edida, com pensan al
hombre. Son ellos los que, en ocasiones delicadas, redimen
la confusión imbécil y cruel que dignificamos con el nom­
bre de historia. Estar en contacto, por m odesto que sea,
con los movimientos del alma y del espíritu en metafísica y
en ciencias abstractas, aprehender, aunque sea con vague­
dad, lo que significa la “música e n ” y “del pensam iento”,
es intentar colaborar un po co en el tortuoso y siempre
am enazado progreso del animal hum an o (el progreso bio­
lógico tiene una escala temporal que escapa tanto a nues­
tro entendim iento com o a una intervención significativa
por nuestra parte). Com prender, ser capaz de transmitir a
otros alguna modesta paráfrasis de la belleza que hay en
una ecuación de Fermat o en un canon de Bach, oír el gri­
to de caza en persecución de la verdad com o lo oyó Platón,
es darle a la vida una excusa. Esta es, repito, mi propia y
absoluta convicción. C om o tal, no tiene el m enor interés
general. Pero el hecho ele que una convicción semejante
sea para la gran mayoría de norteamericanos educados algo
decadente, o incluso (política y socialmente) un sinsenti-
do peligroso, puede que tenga alguna relevancia. Y puede
que tampoco sea irrelevante para nuestro tema - e l estado
de la “cultura norteam ericana”, las relaciones de esta cul­
tura con E u ro p a- el hecho de que la filosofía y la música
norteamericanas siguen siendo de orden derivado y que
gran parte de lo estelar en la matemática norteamericana
es de origen extranjero. Aquino, Spinoza o Kant tienen
estatuas en distintas ciudades europeas; mi propia infancia
transcurrió entre la rué Descartes y la rué Auguste Cornte,
entre una plaza dedicada a Pascal y una estatua de Diclerot.
El chocolate más exquisito de Europa ha heredado el nom­
bre de Mozart, las recetas de carne más deliciosas, de
Chateaubriand y Rossini. Este kitsch rinde tributo a un in­
menso reconocimiento. ¿Por qué las calles norteamerica­
nas guardan un silencio semejante sobre el recuerdo del
pensamiento?
A rgum entar por recuento es tedioso. Sólo deseo indi­
car algunos epígrafes para la discusión entre críticos e his­
toriadores más competentes. La pintura norteamericana
ha imitado de m odo explícito las convenciones y modelos
europeos hasta el final de lo que ahora se llama “postim­
presionismo”. El expresionismo abstracto norteamericano,
el action painting, los géneros paródicos d e ja sp e rjo h n s, de
Warhol, ele Lichtenstein, la obra de Rothko y De K ooning
apuntan a una verdadera explosión de talento e influencia.
Era verosímil defender, desde mediados de los años cin­
cuenta hasta 1975, aproxim adam ente, que las energías
dominantes en pintura y artes gráficas habían emigrado
desde París o Londres a Nueva York. Pero ya no es el caso.
Ahora parece que gran parte clel arte norteamericano pos­
terior a la Segunda Guerra Mundial empujó a una conclu­
sión ¿n exiremis las instigaciones, sugerencias formales,
contradicciones inherentes y articuladas en las grandes
corrientes de abstracción, constructivismo, collage, etc., rusas
o de Europa occidental. A pesar ele todo su ingenio e in­
candescencia, la escena norteam ericana estaba llena ele
epígonos clel modernismo. Puede que esta impresión sea
m iope. P ero p a re ce d u d o so que em erja alg ú n pin to r
norteam ericano m oderno con la estatura, la fuerza inno­
vadora o recreadora de Marcel D ucham p (quizá el artista-
program ático ele nuestro siglo), Braque, Iíandinsky o
Picasso. Puede que en las bellas artes y en las artes aplica­
das sólo haya dos ámbitos en los que los logros norteam e­
ricanos han dado, hasta ahora, claras pruebas de genio
innovador. Serían la arquitectura, y sus evidentes vínculos
con la tecnología y la ingeniería, y la danza moderna.
Cuando se interpreta un ballet de Balanchine o Cunning-
ham, o cuando la mirada intenta abarcar el friso de la to­
rre ele la parte baja de Park Avenue o el anexo de Pei a la
National Gallery en Washington, el sentido del “hacer nue­
vo” norteamericano es incuestionable. Pero una vez más, a
escala continental, en términos de una historia que tiene
detrás el pasado clásico y europeo, no es una cosecha abru­
madora.
Los escritores norteamericanos no escriben en una len­
gua adánica o pentecosteica, lo hacen en inglés. Puede que
esta banalidad vuelva intratable, si no espuria, la cuestión
de “la norteam ericanidad” de la literatura norteamericana.
Estrictamente considerado, el inglés norteam ericano y la
literatura que prod uce es una de las ramas, aunque sea la
de mayor contundencia estadística, de las pródigas ramifi­
caciones de la lengua madre. C o m o el lenguaje y la litera­
tura de Canadá, Australia, Nueva Zelanda, la com unidad
anglo-hindú, las Indias O ccidentales o las naciones angló-
fonas de Africa, el habla norteam ericana se define a sí mis­
ma en términos interactivos de autonom ía dinám ica y
d ep en d en cia ele la primacía erosionada, pero todavía ca­
nónica, de la tierra madre. Desde esta perspectiva plane­
taria, la literatura norteam ericana es a la vez dialectal y
regional respecto a la fuente central, una relación formal
y estructural que no ha alterado el h ech o de que el “dia­
lecto norteam ericano” cada vez dom ine más en el m undo
angloparlante y, más importante aún, angloestudiante. Esta
literatura “continentalm ente regional” se com pone de ele­
mentos regionales en el sentido más natural de la palabra.
La fuerza de la literatura norteam ericana se ha revelado,
ele m odo característico, en grupos regionales y constelacio­
nes locales. La cadena Hawthorne-Melville-Emerson-James
en Nueva Inglaterra, el regionalismo de Faulkner, el con­
glom erad o de ju d aism o (o incluso yídish) urbano repre­
sentado por Bellow-Mailer-Malamud-Roth-Heller, son casos
obvios. U n desconfiado instinto gregario, incluso en la ex­
patriación, ha marcado el talento literario norteamericano.
Si la historia del teatro norteam ericano ha sido, en g en e­
ral, provinciana (consideremos la retórica parroquial, la
rareza de las últimas obras de O ’Neill que, en m uchos sen­
tidos, representan el logro decisivo en el teatro nortea­
m ericano), la de la poesía y, sobre todo, la de la narrativa
norteamericana, ha sido estimulante. Las décadas posterio­
res a la Segunda Guerra Mundial fueron testigos de un giro
general en O ccid en te hacia los ejemplos y autoridad de la
novela norteamericana ( c ’esl Vhenre dn román américain, pro­
clamaron los críticos franceses, que fueron de los prime­
ros en señalar la resonancia fundamental de Dos Passos,
Hemingway y Faulkner). Los hitos no son norteamericanos:
son T hom as Mann, Kafka, Joyce y Proust. Pero los novelis­
tas y los maestros del relato norteamericanos han domina­
do y, en algunos puntos vitales, reestructurado el ámbito
general de la novela a mediados del siglo x x . Es drástico el
contraste con la parálisis de la ficción en Inglaterra después
de D. H. Lawrence. El estado de la poesía norteam ericana
pide un análisis no definitivo y valorado en su justo lugar.
Aquí, el panoram a está salpicado de hipérbo le crítica e
imperativos de la moda. ¿Qué queda de vivo en Frost? ¿En
qué m edida la presencia de Wallace Stevens depen derá de
antologías astringentes? ¿Cóm o de breve fue el período en
que Robert Lowell perfiló la confianza en su considerable
pero irregular talento? Son zonas inestables. Es fácil equi­
vocarse en las magnitudes y relaciones. El punto obvio es
éste: al contrario que la filosofía o la música, la literatura
norteam ericana pued e reivindicar m om entos clásicos; las
necesidades de “respiración p ro fu n d a ” en form a y voz que
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manifiesta (adaptando una frase de Henry James) son in­
discutibles. La pregunta a la que deseo volver es distinta:
¿cuáles son las relaciones entre literatura y sociedad en tie­
rra norteamericana? (porque esas relaciones son las que
entran de m odo crucial en la noción de cultura). ¿Hasta
qué punto importan en Norteamérica la poesía y la ficción,
incluso o sobre todo cuando son serias?
Si valía la pena plantear estas rápidas preguntas, si hay
algo además de ignorancia o miopía en las observaciones
de las que se derivan (y soy agudam ente consciente ele esta
posibilidad), deberíamos enfrentarnos a una paradoja.
Mientras presta atención a y toma parte en la vida nor­
teamericana,7 incluso el más negativo
O de los observadores
se sentirá literalmente abrum ado por el alcance, generosi­
dad, esplendor técnico y prestigio público de la empresa
cultural. Los museos salpican el país; casi no hay pueblo o
ciudad, por aislado que esté, que no alardee de su galería
ele arte, su academia y su colección de pintura y escultura.
Para los norteam ericanos éstos no son mausoleos. Ningún
país, e xce p tu a n d o la U nió n Soviética, pued e igualar las
energías didácticas y cívicas, la generosidad imaginativa clel
m und o museístico norteam ericano. A través de lecturas,
exposiciones m odelo, talleres o la divulgación de sus fon­
dos mediante reproducciones, el museo norteam ericano
ha h ech o de sí mismo un instrumento de enseñanza y un
foco de sensibilidad para la comunidad. Financieramente,
pero también en lo que concierne al orgullo y placer co­
munitario, ha involucrado a hom bres y mujeres corrientes
en sus actividades más que cualquier institución compara-
ble en otras sociedades. El sueño de Schiller, la educación
político-moral por meclio de la experiencia estética, pare­
ce cobrar sentido en la Norteamérica moderna. La situa­
ción en la música es semejante. No hay nación en la tierra
que presuma de más y mejores orquestas (Chicago, Boston,
Filadelfia, Cleveland, Minneapolis, San Francisco, por citar
sólo unas pocas). La música de cámara, los recitales de so­
listas, los conservatorios, las escuelas y festivales de música,
la difusión radiotelevisada de la música, están presentes en
la vida norteamericana en una escala y un grado de calidad
que otras sociedades (con ciertas excepciones especiales a
las que me referiré después) sólo pueden envidiar. Flore­
ce la ópera, el más lábil y mágico de los géneros. Para ver y
oír algunas de las mejores interpretaciones operísticas de
la época m oderna no sólo podemos ir a Nueva York, sino a
Santa Fe, a Bloomington, en Indiana, a Norfolk, en Virgi­
nia. La industria del disco, la facilidad con que el amante
de la música de escasos m edios p u e d e c o n se g u ir un ra-
diocasete y toda clase de cintas - u n a disponibilidad más
desarrollada y con un márketing más imaginativo en Nor­
teamérica que en ningún otro lugar-, han convertido la
historia de la música, desde el canto gregoriano hasta el
sintetizador electrónico, en otra dimensión del hogar de
clase media. El ballet norteam ericano es el prim ero del
mundo. ¿Dónde hay más o mejores bibliotecas, bibliotecas
que hayan m ostrad o más espíritu p ú b lic o a la h o ra de
involucrar a la com unidad en sus recursos y actividades?
Extendam os esta capacidad de involucración a los colleges
y campus universitarios y tendremos, tanto en términos es­
tadísticos com o en lo que concierne al acceso y al uso, “un
mundo-libro” como ningún otro. ¿Puede ser accidental que
el libro de bolsillo norteam ericano haya alterado el espec­
tro educativo en O ccidente, desde el ámbito más esotérico
hasta el consum o de masas, com o no lo ha hecho ninguna
otra invención tipográfica?
¿Y qué decir de las facultades y las universidades, de una
estructura de educación avanzada cuyas unidades se cuen­
tan por miles? (una cifra fantástica, y sin embargo, los nor­
teamericanos la dan por sentada). En este punto, cualquier
c o m p a ra ció n co n otros países se viene abajo. N in g u n a
sociedad ha declarado y cum plido jamás un com prom iso
semejante con la enseñanza avanzada de artes liberales,
ciencias sociales y naturales, tecnología y artes del espec­
táculo. N inguna otra sociedad ha abierto nunca las puer­
tas de la academia a casi cualquiera que deseara entrar. Y
aunque las relaciones entre “lo acad ém ico” y “lo cultural”
son ind udablem ente complejas, e incluso en varios m o­
mentos polémicas, el hecho sigue ahí: millones de norte­
americanos, jó v en es y no tan jó v en es (considerem os las
escuelas nocturnas, los centros de educación continua, los
institutos comunitarios de todas clases), se dedican al es­
tudio sistemático de las artes y las ciencias en una escala
temporal, un contexto de apoyo fiscal público, con acceso
a bibliotecas y laboratorios, estudios y planetarios, galerías
de arte y salas de conciertos, que jam ás nadie habría podi­
do imaginar. En resumen, los norteamericanos se dedican,
com o ninguna otra sociedad, a la búsqueda general de lo­
gros intelectuales y artísticos en instituciones de enseñanza
superior. T am poco ninguna otra sociedad pued e rivalizar
co n la continuidad del impulso que surge de estas institu­
ciones y alcanza la vida del adulto. El alumno que hace una
apuesta financiera, intelectual y heurística por la continui­
dad de la vida del college o la universidad a los que ha asisti­
do es un fe n ó m e n o especialmente norteamericano. Se ha
d ich o que O x fo rd y Cam b rid ge poseen tierras y que los
colleges norteam ericanos poseen lealtades. En los últimos
años, en mitad de la recesión, instituciones com o Stanford
y Princeton han reunido capital gracias a sus alumnos en
una escala que iguala el presupuesto total para la enseñan­
za superior en varios países europeos.
D ada la e m in encia y la diversidad institucional, dada
la econo m ía de la empresa cultural norteam ericana -los
museos y aiaditorios de música, los emporios de historia na­
tural y los numerosísimos “A te n e o s”, los colleges y universi­
dades (¿queda alguna com unidad californiana sin uno o
ambos?)-, ¿podemos cuestionar honestamente el dinamis­
mo, las futuras esperanzas del “m ovim iento espiritual”
( moto espirituale en la muy concreta pero resistente coleti­
lla de Dante) norteam ericano? Vista desde la condición
europea, enervada y gris, ¿no es la cultura norteamerica­
na, precisamente, lo que la teodicea puritana y el melioris-
m o je ffe rso n ia n o pensaban que era, una “Ciud ad ... sobre
la colina”, una segunda oportunidad para un corredor ago­
tado? Creo que la respuesta es “sí” , pero es “sí” de un modo
extrañamente paradójico, en un sentido incluso retrógrado.
La pista principal es, por supuesto, esa prodigalidad de
conservación y retransmisión de la que ya he hablado. Los
museos y colecciones de arte norteamericanos están reple­
tos de arte clásico y europeo. Se han trasladado al nuevo
m undo, piedra por piedra, edificios europeos y antiguos,
o han sido imitados a la perfección. El apetito norteameri­
cano por los tesoros y bric-á-brac del pasado medieval o
renacentista y del siglo x v m sigue siendo devorador. Casi
no pasa un día sin que algún artefacto de la gloria europea
se traslade hacia el oeste. Las orquestas sinfónicas o de cá­
mara, las compañías de ópera, interpretan música euro­
pea. Es notable la resistencia de los empresarios, directores
y, presum iblemente, el público a las nuevas composiciones
norteamericanas. Igualm ente notable es el terrible con­
servadurismo del repertorio sinfónico u operístico. En las
salas de ópera alemanas de provincias se pro d ucen más
óperas nuevas y experimentales en un año que en el Me­
tropolitan en toda una década. Los encargos e interpreta­
ciones de nueva música que llevan a cabo la BBC, en Gran
Bretaña, la radiotelevisión de Colonia y Alemania del Sud­
oeste, los centros de investigación musical de Beaubourg
o Milán, no tienen verdadero paralelo con las instituciones
norteamericanas dedicadas a la música clásica, a la orques­
ta y a la ópera, ancladas todas ellas en la época victoriana.
Nueva York todavía no ha oído la ópera más importante de
Schoenberg, y cuando este acontecimiento “revolucionario”
tenga por fin lugar, será, por supuesto, con causa y sustan­
cia europeas. Las bibliotecas norteam ericanas son la Ale­
ja n d ría múltiple de la civilización occidental. En ellas se
acumulan los tesoros y nimiedades de los milenios europeos,
los infolios de Shakespeare y los impresos coleccionables
de un centenar de lenguas. Las comunidades que no poseen
bueñas-librerías -Bloom ington, Indiana; Austin, Texas; Pa­
lo Alto, California- atesoran los incomparables archivos de
las literaturas europeas durante los siglos x i x y x x , o los
documentos, periódicos, memorias personales, objetos de
interés gráfico de décadas enteras de calamidades y pen ­
samiento europeo. Los investigadores soviéticos deben via­
ja r a la W idener Library en busca del pasado pre-Octubre
y leninista; los hombres de letras ingleses tienen que ir a la
Rice University, en Texas, si quieren explorar en profundi­
dad a las hermanas Bronté y su época; los editores de Sha­
kespeare cotejan sus materiales en Folger, Washington, y
Huntingdon, Pasadena. Si Europa volviera a ser destruida,
si los lobos, com o dijo uno de ios cronistas de la Guerra de
los Treinta Años, hicieran de nuevo su guarida en las ciu­
dades, casi la suma total de su literatura, sus archivos histó­
ricos y una importante y representativa muestra de su arte
sobrevivirían a buen recaudo en Norteamérica. Es com o si
el Adán norteam ericano, al volver a entrar en el Jardín,
hubiera llevado consigo el enorm e trastero de su paso por
la historia.
Esta es, pues, mi conjetura: el aparato dominante de la r
alta cultura norteamericana es la custodia. Las instituciones.,
artísticas y educativas constituyen el gran archivo, inventa­
rio, catálogo, almacén, trastero de la civilización occidental.
Los comisarios norteamericanos compran, restauran, ex­
ponen el arte europeo. Los editores y bibliógrafos anotan,
enm iendan, cotejan las obras europeas clásicas y m oder­
nas. Los músicos norteamericanos interpretan, a m enud o
de form a incomparable, la música surgida de Europa des­
de Guillaume de M achaut hasta Mahler y Stravinsky. Todos
juntos, comisarios, restauradores, bibliotecarios, escritores
de tesis, artistas de la escena norteamericanos, subrayan y
refuerzan los productos en peligro del antiguo Mediterrá­
neo y del espíritu europeo. Norteam érica es, en una esca­
la de energía y munificencia sin precedentes, la Alejandría,
el Bizancio del “reino del m ed io ” (ese orgulloso término
chino) del arte y del pensamiento que era Europa, y que
tal vez sigue siendo Europa. U na y otra vez, el ímpetu del
m odernism o norteam ericano, sobre todo en poesía, ha
sido, paradójicamente, un ímpetu de anticuario. T. S. Eliot
y Ezra Pound, Robert Lowell en History, se han esforzado
por po ner en orden, inventariar y antologar, por medio de
la cita inspirada, todo el pasado europeo. Estos poetas-crí­
ticos son turistas eruditos que corren por los museos y bi­
bliotecas de Europa en una misión de inventario y rescate
antes de la hora del cierre. Y si ju zg a m o s p o r la American
Poelry Review, el único cambio desde Lowell es éste: lo im­
portante en la actualidad no es el British Museum, los
Uffizi o el Louvre, sino el Museo Nacional de Arte y Ar­
q u eolog ía Am erindios en México. Así, pues, los museos
norteam ericanos e x p o n e n obras maestras de Picasso o
H enry Moore, pero la pintura y la escultura norteam erica­
nas no generan lienzos o estatuas que pudieran conform ar
una ceuvre comparable; las orquestas norteamericanas in­
terpretan a Schoenberg y a Bartók con más frecuencia que
a los compositores norteamericanos, que consideran, con
bastante razón, de m enor talla; los filósofos norteam erica­
nos editan, traducen, com en tan y enseñan a Heidegger,
W fe g en ste in o Sartre, pero no p ro d u cen una metafísica
fundamental; la presión de la presencia a todo lo largo y
ancho del m u n d o del espíritu y del sentimiento moral de
Marx, Freud o Lévi-Strauss es de un calibre que la cultura
norteam ericana no genera. Q ue esta disparidad continúe
en un siglo en que Norteam érica ha alcanzado una pros­
peridad económ ica sin precedentes, mientras que Europa
ha estado dos veces al borde del suicidio, apunta, a mi ju i­
cio, a diferencias fundamentales en las estructuras de valo­
res (algunas de las cuales mencionaré brevem en te). Si estas
diferencias son de verdad fundamentales, y si no hablamos
de una cultura “jo v e n ” que aún tiene que encon trar sus
propias fuerzas vitales, sino de una cultura “vieja” y “museís-
tica”, entonces pued e que la consecuencia sea que Nortea­
m érica no está preparada para hacer contribuciones de
prim er orden en algunos ámbitos fundamentales.
Esta suposición es desoladora e impúdica a la vez. D e­
bemos, claro está, resistirnos a ella. Sin embargo, me asal­
ta con fuerza en uno de los lugares sagrados del panteón
norteamericano: la Coolidge Room en la Library o f Congress.
En ella cuelgan los mejores violines, violas y violonchelos
Stradivarius del m undo. Brillantes, restaurados milímetro
a m ilím etro, analizados, grabados. C uelgan a salvo del
vandalismo de las Brigadas Rojas, de la avaricia o la cíni­
ca indiferencia de la agónica Crem ona. U na vez al año, si
no me equivoco, los sacan de la funda y los prestan a un
em in ente cuarteto para una interpretación. Haydn, Mo­
za: t, Beethoven, Bartók llenan la sala. Y luego, de vuelta a
su silencioso santuario. Los norleamericanosWü'-a mirar*
los con orgullo; los europeos con sobrecogida &
gratitud. Los instrumentos han alcanzado la inmortalidad.
Y están muertos com o piedras.

Supongam os que vale la pena estar en desacuerdo con es­


tas provocadoras corazonadas. ¿Cóm o entonces vamos a
“pensar la contradicción”? Por una parte, ahí está Nortea­
mérica, “el lucero del alba del espíritu”, com o dijo Blake.
Por otra, en palabras de un influyente poeta de Saint Louis
y la costa de Maine, una cultura que se dedica, principal­
mente, “a apuntalar fragmentos (europeos) para contrape­
sar su ruina”. ¿Qué dialéctica relacionaría la frontera y el
archivo, Adán y el anticuario?
Las respuestas convincentes se remontan por lo menos
a De Tocqueville. Pero la je r g a libertaria que infesta ahora
el discurso político y social en los Estados Unidos no vuelve
fácil hablar francamente de sus com ponentes dem ográfi­
cos. C o m o el tropo del nuevo Edén, el del “p io n e ro ” im­
plica una fuerza, un vitalismo que no han sido revisados.
La palabra lleva implícita la presunción de élan, de grito
hacia el oeste que incitaba a hom bres y mujeres decididos,
equipados para afrontar los terribles peligros del viaje y clel
desierto y construir la nuevajerusalén. Sin duda, hubo hom ­
bres y mujeres así; h ubo peregrinos y hom bres de la fron­
tera que, de haberse quedado en “el viejo país”, habrían
llegado a la cima. Pero la gran masa de emigrantes no esta­
ba compuesta p o r pioneros; eran fugitivos, los perseguidos
y derrotados de la historia rusa y europea. Si hay algún
den o m in ad o r com ún en esta múltiple huida, es precisa­
mente éste: la determinación de optar por la salida de la
historia clásica y europea, de abdicar de la historicidad de
la injusticia, del sufrimiento, de las privaciones materiales
y psicológicas. En este sentido, es totalmente engañosa la
recurrente analogía entre el sionismo, tal y com o se rem on­
ta hasta las fantasías claustrofóbicas del gueto, y el “sionis­
m o ” de los puritanos o los mormones. El retorno a Israel
es una nueva y deseada manera de entrar en la historia trá­
gica. La marcha hacia Nueva Canaán o el m onte Sión, en
Utah, es una negación de la historia. En este sentido, pue­
de que los elementos étnico-demográficos en las sucesivas
oleadas de asentamientos norteamericanos sean “danvini-
anamente negativos”, que encarnen la brillante superviven­
cia de una especie antihistórica, donde “antihistoricismo”
implicaría la abdicación de los mecanismos adaptativos de
intelectualidad trágica, de “preo cupació n ” intelectual (la
palabra Sorge, utilizada por Kierkegaard y I-Ieidegger), que
son indispensables para la creación cultural de prim er or­
den. Tal vez los que abandonaron los varios infiernos de
discriminación social y normas tiránicas en Europa no eran
espíritus audaces y capaces de dar forma, sino seres huma­
nos muy corrientes que “no podían aguantar más”. Tal vez
los que vieron en la condición rusa, balcánica, mediterrá­
nea y europea occidental un callejón sin salida no eran los
grandes soñadores clel futuro de 1 789, 1848, 1870 o 1917,
sino los portadores de un gen de cansado sentido común.
Enviadme “los pobres desperdicios de vuestras abundantes
costas” , clama la Estatua de la Libertad. ¿Acaso Europa hizo
eso?
Los ejemplos que demuestran lo contrario son tan dra­
máticos que vuelven el argum ento irrefutable. Las obvias
excepciones a la norma intelectual y cultural de la inmigra­
ción son los puritanos de la Nueva Inglaterra del siglo xvii

y los refugiados ju d ío s de los años treinta y cuarenta. A m ­


bos representan una élite cuyo im pacto fue abrum ad o ­
ram ente mayor que su núm ero. El último caso se ha
estudiado en detalle. A penas es exagerad o decir que la
explosiva importancia de las ciencias puras y naturales (so­
bre todo la Física) en Norteam érica entre, digamos, 193S
y los años setenta es una consecuencia directa de la perse­
cución nazi y fascista. Esta persecución llevó hasta Nortea­
mérica a la que sin duda es la co m unidad más dotada
intelectualmente desde la Atenas del siglo v y la Florencia
del Renacimiento: lo sjud ío s del posgueto y la clase media
de Rusia, Europa central, Alemania e Italia. La com unidad
de Einstein y Fermi, V o n N eum ann y Teller, Gódel y Bethe.
Su agenda de direcciones estaba llena de premios Nobel
de Ciencia norteamericanos. Pero esta inmigración form i­
dable y selecta animó m uchos más ámbitos. Historia inte­
lectual y artística, los clásicos, musicología, psicología de la
Gesta.lt y teoría social, jurisprudencia y econom etría, tal y
com o florecieron en los colleges, universidades e institutos
de investigación norteam ericanos durante y después de la
Segunda Guerra Mundial, son el producto inmediato de la
diáspora centroeuropea y eslava. C o m o lo es el flo n a t de
galerías de arte y orquestas sinfónicas, periodismo intelec­
tual y e d ic ió n de calid ad en ese c e n tro n e u r á lg ic o de
mitad del siglo llamado Manhattan. Pensemos en él sin la
llegada de la intelligentsia judía, sin el genio de Leningra-
do-Praga-Budapest-Viena y Frankfurt en la cultura norte­
americana, ¿qué nos queda? Porque el concepto mismo de
inlelligenlsia, de un a minoría de élite infestada por la lepra
del pensam iento abstracto, es radicalmente ajeno a las cir­
cunstancias esenciales norteamericanas. Hasta que la rece­
sión actual no se dejó notar en lo más vivo, las instituciones
norteam ericanas de enseñanza superior, las orquestas y
museos, los editores en busca de directores literarios o el
New Yorker en busca de críticos pujaban por los* talentos
europeos. Han seguido llegando refugiados, emigrantes,
invitados por elección propia, aunque en núm ero relati­
vamente pequeño. La guerra de Vietnam y la ciisis e co n ó ­
mica casi han acabado con la “sangría de c ereb ro s”. En
numerosos ámbitos, las alegres malezas de la mediocridad
y el provincianismo están invadiendo los inspirados claros
abiertos en los años cuarenta y cincuenta. ¿Qué va a pasar
si ya no hay más diáspora de talentos? La pregunta no es
hipotética. O p p e n h e im e r la planteó con toda crudeza la
última vez que le vi. Él hab ía sido, tanto en Los Álamos
com o en el Institute, en Princeton, el pastor del preciado
rebaño europeo. ¿Dónele están, preguntó, los sucesores
norteam ericanos de B o h r y V o n N eum ann, de Szilarcl y
Fermi, de Panofsky y Kantorovich, de Auerbach y Kelsen?
Los nombres que O p p e n h e im e r citó al final son elocuen­
tes: un francés y un inglés en matemática pura, un miem-
360
bro algo más jo v en de la galaxia de refugiados en historia
del arte, un historiador de Londres. ¿Puede continuar una
importación así?
Tras De Tocqueville, los títulos pertinentes podrían sel­
los que apuntaron Veblen y Adorno. En el esquema puri­
tano, la cultura secular era secundaria e instrumental para
el centro teológico. Generaciones sucesivas de inmigrantes
pueden llevar consigo una herencia cultural, pero tienen
que establecer de novo sus medios institucionales. Semejan­
te instauración era, necesariamente, un subproducto de
disciplinas más primarias de supervivencia y consolidación
sociopolítica. Desde el principio, las artes y las ciencias se­
culares; los constructos de pensamiento especulativo y de
lo imaginario, tenían, en Norteamérica, una veta insosla­
yable de artificio, de implantación a propósito. Para darle
la vuelta a la famosa frase de Ezra Pound, la diadema mis­
ma de la Musa era “un co m p lem en to ”. Esto, ju n to con el
evidente instinto para la organización que anima la políti­
ca y la tecnología industrial norteamericanas, llevó al de­
sarrollo de la cultura com o oficio, como especialización. El
m ordaz término de A d o rn o es Kulturproduklion, la aplica­
ción de las prácticas de fabricación y presentación a los
valores culturales y las encarnaciones de intensa profe-
sionalidad. La “cultura”, el arte, la literatura, pueden colo­
carse a gran altura, p u e d e n monumentalizarse. Pero la
fe n o m en o lo gía resultante refleja la inmediata división del
trabajo, los ideales de eficacia cruciales para el eihos norte­
americano. Es “algo que está ahí fuera” que los especialis­
tas (académicos, comisarios, empresarios teatrales, artistas
escénicos) tienen que conseguir integrar y m antener den­
tro. Sus interacciones con la comunidad en general son las
de la presentación llamativa y la ocasión contractual más
que las de una omnipresencia anárquica y subversiva. Tal
vez podamos hacer la distinción de esta manera: las crea­
ciones principales de la vida cultural norteam ericana son
organizadas (maravillosamente) en lugar de orgánicas. Es
inevitable también que esta organización prevalezca en la
evaluación económica. Lo cultural, en palabras de Veblen,
se convierte en parte de la dinámica global de consumo
ostentoso. No sólo hay Kullurprodukiion, sino un competiti­
vo márketing del producto acabado. Casi antes de entrar
en la desinteresada aunque siempre problemática zona del
arte, el producto norteamericano estético, intelectual o li­
terario se vuelve artefacto. Las energías contra la soledad,
contra el misterio del rechazo, de las que parecen depen­
der el desarrollo y el genio subterráneo de la educación
artística, son imperiosas. U na bourse de hambre sin igual y
generosidad competitiva esperan diariamente nuevos te­
mas. La inversión en el artista o en el pensador es, literal­
m ente, compra-venta de “futuros” . Los temas con éxito
alcanzan alturas vertiginosas de exhibición y recompensa;
la bancarrota no es menos rápida. Críticos de prestigio y
corredores del m ercado de valores han “h e c h o o deshe­
c h o ” a autores de teatro, novelistas, compositores, pintores.
Los medios de com unicación de masas, los clientes, siguen
sus indicaciones. No existe, o sólo se produce rara vez, esa
rebelión privada del juicio, esa prodigalidad e incoheren­
cia del debate crítico, que, dadas unas condiciones econó-
36 2
micas más humildes y descentralizadas, consiguen que una
obra en Londres o París, un pintor en Newcastle o Barce­
lona, una editorial en Sheffield o Bari, resistan el rechazo
metropolitano y generen (“inventen”, de hecho) su propio
oúblico. Esa “invención” es un elem ento decisivo en la pe-
x - - - - j

netración de los “temas” - e n el sentido técnico y general


de la palabra- artísticos, filosóficos o literarios en la co n­
cien cia co m ú n y cotidian a de una sociedad. N o es fácil
expresar estas observaciones de form a concisa o transpa­
rente. Implican a las capas profundas de la historia social;
se vuelven visibles, si es que lo hacen, en movimientos de
flujo y reflujo a lo largo de los siglos. Sin embargo, tal vez
merezca la pena suponer que el ímpetu de dos caras de la
“producción cultural” y del “consum o ostentoso”, un ím­
petu estrechamente relacionado con el planteamiento ini­
cial y el alejam iento técnico de la vida intelectual en el
nuevo m u n d o , p ro p o rc io n a alguna ex p lic ac ió n para el
exhibicionismo conservador que he m encionado. Kullurpro -
duktion e inversión en la exhibición competitiva ayudan a
c o m p ren d er una cultura de museos, academias, bibliote­
cas, institutos de enseñanza avanzada. El no m bre de un
reciente añadido a la lista, Research Park, en Carolina del
Norte, rebosa de connotaciones adánicas y a la vez m om i­
ficadas.
La respuesta es evidente en sí misma. La omnipresente
densidad, el organicismo de la alta cultura en Europa, son
o eran hasta hace muy poco ilusorios. Los que estaban li­
brem ente involucrados eran una p equeñ a casta, una élite
de mandarines que tenían la suerte de poseer los instru­

i d
m entos para articular un cum plim iento político y p ed agó ­
gico. Si las calles y plazas de Europa están atestadas de ves­
tigios monum entales del arte y del intelecto, si los debates
sobre abstrusas cuestiones de teoría política (Aron contra
Sartre) o las discusiones bizantinas sobre la teoría de la
cultura (Leavis contra Snovv) son noticia de primera pági­
na, e incluso llegan a la televisión, si una langosta recibe el
n om bre del rojo y fatal mes de Termidor, si las preguntas
de los exám enes en las escuelas europeas se publican y dis­
cuten a escala nacional, es simplemente porque los chama­
nes burocráticos de la alta cultura han impuesto, con
propósitos fundam entalm ente estratégicos, su carácter su­
blime (a m enud o hipócrita) a una clase baja anestesiada,
indiferente o básicamente recalcitrante. Si tienen alguna
sustancia, las limitaciones y dilemas que he sugerido con
referencia a la reacción artística y el pensamiento filosófi­
co de primera magnitud en Norteamérica son inseparables
de los ideales dem ocráticos y las medidas populistas del
nuevo mundo.
Este argumento, invocado con frecuencia, es intuitiva­
mente satisfactorio. Pero, de hecho, exige que lo manejemos
con cuidado. La visión de Pericles sobre la valía esencial de
un a sociedad en términos ele su esplendor intelectual, es­
piritual y artístico, el criterio socrático-platónico de la vida
individual filosóficamente exam inada y de una jerarquía
de mérito cívico coron ada por el intelecto, fueron formu­
lados, hem os de suponer, “desde arriba” . Pero el acuerdo
colectivo con esta visión, ya sea espontáneo o convencional,
es un rasgo autentico de la historia social clásica y europea.
L o que podem os reconstruir de participación comunitaria
en el arte y en la arquitectura medieval, de apasionada
em anación de interés popular en los logros - a m enudo
competitivos y agón ico s- de los artistas y eruditos del Re­
nacimiento, de la compleja adhesión que hizo posible el
público del teatro isabelino, no es una ficción nostálgica;
ni lo es el testimonio que dan actualmente los miles de
personas que van a ver el arte m o d ern o más exigente a
Beaubourg. En otras palabras, la noción de que la creación
intelectual y artística es la corona de una ciudad o nación,
de que la “inmortalidad” está en manos del poeta, del com­
positor, del filósofo, del hom bre o de la mujer infectado ele
transcendencia y de le dur désir de durer (una frase que acu­
ñó, por cierto, un poeta marxista y “populista”) , está estre­
cham ente vinculada a la estructura de valores helénicos-,
rusos o europeos, de sus estilos públicos y, sobre todo, de
sus prácticas educativas. Lo repito: puede que en esa vin­
culación haya una gran parte de imposición jerárquica, y
pued e que la aceptación de la masa haya sido convencio­
nal o tibia. Pero esta aceptación sale a la luz, se aprende. El
com prom iso norteam ericano con un sistema ele valores
existencial, abierto y decididamente económ ico no tiene
precedentes. La adopción a nivel continental de una es-
catología de éxito m onetario y material representa una
ruptura radical con respecto a la tipología pericleano-
florentina de significado social. El imperativo fundam en­
tal y categórico de que hacer dinero no es sólo la manera
acostumbrada y más útil socialmente en que un hom bre
pued e pasarse su vida terrena - u n imperativo para el que,
desde luego, existen precedentes en el ethos mercantil y
precapitalista e u ro p e o - es una cosa; la elocuente convic­
ción de que hacer dinero también es lo más interesante que
pued e hacer, es otra. Y esta convicción es especialmente
norteamericana (la única cultura en la que se da el hecho
correlativo de que el m endigo no tiene un aura de santi­
dad o profecía). Las consecuencias son, literalmente, in­
conmensurables. La atribución de valor monetario define
y democratiza todos los aspectos del status'profesional. Los
mal pagados -profesores, artistas sin fama, investigadores-
son objeto de sutiles cortesías y condescendencias no - o no
en primer lu g a r- por su incapacidad para ganarse bien la
vida, sino porque este fracaso los hace menos interesantes
para el cuerpo político. De una forma más o menos colec­
tiva, más o menos consciente, los tratan con cierta superio­
ridad, porque los “derechos de lo ideal” (una expresión de
Ibsen) son, para los norteamericanos, el progreso material
y la recompensa. Fortuna es la fortuna. Q ue haya panteo­
nes para los ju g a d o res de béisbol, pero pocas ediciones
completas de los clásicos norteamericanos; qiie una univer­
sidad norteamericana de reconocido prestigio haya despe­
dido hace muy poco a treinta profesores titulares acusados
de grave crisis fiscal, mientras envía en avión hasta Llawai
a su equipo de fútbol am ericano para un único partido;
que el adeta y el corredor de Bolsa, el fontanero y la estre­
lla del pop ganen m ucho más que el pedagogo, son hechos
de la vida para los que podem os citar paralelismos en otras
sociedades, incluso en la Atenas de Pericles y en la Flo-
íen cia de Galileo. Para lo que no hay paralelismo alguno
366
es para la determinación norteam ericana de proclamar e
institucionalizar las evaluaciones que subyacen a semejan­
tes hechos. L o que anestesia una sensibilidad europea es
el supremo candor del filisteísmo norteam ericano, la fran­
ca y a veces sofisticada articulación de una econom ía del
propósito h u m an o ontológicam ente inmanente. Q ue esta
“inm anencia” y el apetito voraz por la recompensa mate­
rial sean inherentes a la gran mayoría de los seres hum a­
nos; que seamos pobres bestias compuestas de banalidad y
avaricia; que no anhelem os los mordaces frutos del espíri­
tu, sino la com odidad animal; todo esto es más que proba­
ble. La norteam ericanización actual de gran parte clel
planeta, la m odulación desde lo sacramenta] hasta el culto
de la m ercancía en las selvas de Nueva G uinea o en las
hamburgueserías, lavanderías y supermercados de Europa,
apunta a esta conclusión. Puede que Norteamérica haya sido,
simplemente, más sincera sobre la naturaleza humana que ningu­
na sociedad anterior. Si esto es así, los altos lugares y momentos de
civilización han sido posibles gracias a la huida de esa verdad )>a
la, imposición desde arriba de ideales y sueños arbitrarios. Después
de Pericles, la civilización habría resistido, por citar otra vez
a Ibsen, gracias a una “vida en la m entira”. Las relaciones
de p o d e r y las instituciones rusas o europeas han h ech o
m uch o para reforzar esta “m entira”. Norteam érica la ha
puesto en evidencia o, de un m od o pragmático, la ha deja­
do correr. Hay una profunda diferencia.
Pero supongam os que el “m odelo de élite” es correc­
to; sup ong?m os que, en un m o m en to determ inado, las
“piedras de to q u e ” de la excelencia hum an a en las artes,
en la vida del intelecto, son producto de unos pocos -esto,
sin duda, es un a tautología- y que el contexto de reco n o ­
cimiento, de evaluación y de transmisión que estos produc­
tos requieren para durar y dinamizar la cultura - lo que F.
R. Leavis llamaba, con palabras un po co engañosas, “el
em p e ñ o c o m ú n ”- está, a su vez, en manos de una minoría.
La evidencia apunta, de m anera casi abrumadora, a esta
suposición. El núm ero de hombres y mujeres capaces de
pintar un gran cuadro, de co m p o n e r una sinfonía perdu­
rable, de postular y probar un teorema fundam ental, de
presentar un sistema metafíisico o de escribir un poem a
clásico, es muy restringido, incluso a escala milenaria. Por
otra parte, el ecum enism o actual de las esperanzas libera­
les (o de la mala conciencia) hace que sea difícil discutir
el tem a vital de los o ríg e n e s del arte y del in telecto de
altura. Pero es muy probable que esos orígenes sean “ge­
néticos” , aunque también sea muy posible que de un m od o
más sutil y resistente al análisis biológico-social de lo que
suponía el positivismo decimonónico; que esos genes estén
de alguna manera “preparados para la m utación” dentro
de matrices hereditarias y de entorno muy especiales. Hay
que decir “y de en torno” porque no cabe la m eno r duda
de que los factores ambientales son significativos, sobre
todo respecto a la inhibición, el bloqueo de una vocación
latente. Pero esta especial relevancia pued e exagerarse, y
se ha exagerado m ucho y a m enudo, desde la perspectiva
de mitos e ideales igualitarios. Lo más probable es que la
curva del genio, incluso la del talento, no sea elástica. El
apoyo dél entorno pued e añadir algo a la distribución en
368
tal o cual punto; puede llenar tal o cual hueco en la línea.
Pero no hay ni la más mínima evidencia de que, si se mul­
tiplican en la com unidad las lecciones de piano, surja otro
Bach, otro Mozart, otro Wagner. El argumento se vuelve
más esquivo en el nivel, absolutamente indispensable, pero
desde luego secundario, ele com prensión, ejecución y
transmisión. A quí es verosímil defender hasta qué punto
cuentan una mejor escolarización, un espectro de ocio más
amplio, una elevación general de las condiciones materia­
les de la vida pública y privada. Parece evidente en sí mis­
mo que el contexto econ ó m ico y social puede reducir o
aumentar en gran m edida la apreciación clel arte serio, de
la literatura o de la música, una conciencia más generali­
zada del debate filosófico y los descubrimientos científicos
y la voluntad de responder activamente a las instigaciones
del significado y de la belleza. No voy a pelearme con este
truismo; sólo quiero hacer sonar una nota prudente. Los
efectos de la mejora del entorno en el nivel imperante ele
cultura estética, filosófica, científica y en el “umbral de res­
puesta” parecen ser lentos, difusos y, si los consideramos
con rigor, marginales. Parece, y éste es un fenó m eno un
p o co desconcertante, que el n úm ero de seres hum anos
capaces, en un m om ento determinado, de responder con
inteligencia, con genuina sensibilidad a, digamos, una so­
nata de Mozart, a un teorem a de Gauss, a un soneto de
Dante, a un dibujo de Ingres o una proposición kantiana y
su cadena deductiva, es muy restringido. Es, desde luego,
m uch o mayor que el nú m ero de creadores. Pero no es
exponencialm ente mayor. Y, cosa aún más desconcertante,
si lo aumentamos gracias al apoyo educativo y del entorno,
tampoco se trata de un aumento exponencial. (En algún
lugar de esta oscura zona puede estar la explicación del
hecho, observado a m enudo, de que los grandes críticos
- y un gran crítico no es más que un enamorado y clarivi­
dente parásito que se alimenta de la vida artística- son tan
poco frecuentes.) En resumen, ningún graclo de dem ocra­
tización va a multiplicar el genio creativo o la incidencia
del pensamiento verdaderamente elevado. Y aunque la de­
mocratización - p o r ejemplo, la mejora de la educación, un
mayor ocio, un espacio más liberal para la existencia per­
sonal aplicados a mayor número de personas- aumentará
la cifra que com pone el armazón de la civilización, no será
un aumento masivo, y m ucho menos ilimitado.
Así sea. De aquí se derivan una serie de corolarios. G e­
neralizando la fórmula pericleana o socrática, el progreso
del hombre desde la animalidad, por lo general fracciona­
rio, se mide, si es que eso es posible, en términos de sus
creaciones y conjeturas artísticas, filosóficas y científicas.
Somos hijos de las salas de bingo y los campos de co n cen ­
tración. Pero también somos la especie de la que surgieron
(o se liberaron) Platón y Mozart. Si la condición humana,
si la bestial historia del hom bre tiene algún significado,
radica sencillamente en el intento de permutar las dos par­
tes de la ecuación, con la intención de añadir un factor
ocasional a la parte Platón-Mozart. Por tanto, lo primero
que haría una cultura coherente es maximizar las posibili­
dades del salto “cuántico”, la mutación positiva que es el
genio. Intentaría mantener abiertas sus instituciones edu­
cativas y sociales, expuestas a la anárquica sacudida de la
excelencia. Tal y com o he subrayado, esta apertura, esta
atención al súbito indicio de una partícula soberbiamente
cargada en la cámara de Wilson de la sociedad, no aum en­
tarían materialmente el porcentaje de genio artístico o fi­
losófico. Pero puede que redujese las inhibiciones, la densa
tosquedad, que pueden sofocar la grandeza o desviarla ele
su cam ino a la plenitud. U na cultura coherente haría una
segunda cosa m ucho más importante. Construiría su esca­
la pública de valores y su sistema ele enseñanza, su distri­
bución clel prestigio y la recompensa económica, con vistas
a maximizar la “superficie de resonancia”, el contexto de
apoyo para las grandes obras del espíritu. Haría lo imposi­
ble por educar y establecer un público vital para el poeta y
el compositor, una com unidad de resonancia crítica para
el metafísico, un aparato de divulgación responsable para
el científico. En otras palabras, una auténtica culturales
aquella en la que existe una búsqueda explícita de la edu­
cación en sí misma, fundada en la comprensión, el placer,
la transmisión de lo m ejor que la razón y la imaginación
han producido en el pasado y pro d ucen en la actualidad.
U na auténtica cultura es aquella que hace de este orden de
respuesta una función primordial, moral y social. Q ue hace
de la respuesta “responsabilidad”, ele la resonancia, “un
responder a” las altas ocasiones de la mente. Ya he dicho
que este em peño no produce un rendimiento ilimitado. El
núm ero de los que “respo nd en” de verdad seguirá siendo
muy pequeño. La conclusión -tal y co m o la vio Atenas y,
después, la polis e u ro p e a - parece inexorable. Existirá una
cu ltu ra ren el sentido estricto de la palabra, allí d o n d e el
pequeño núm ero de receptores efectivos y transmisores de
arte e intelecto tengan una situación ventajosa, d o nd e se
les pro po rcio nen los medios para desarrollar hasta donde
puedan su obsesión, donde todo esto transcienda a la co­
m unidad en general. Separar las fuentes de la civilización
del concepto de minoría es un autoengaño o una mentira
estéril.
Sin embargo, la teoría y la práctica de la educación se­
cundaria norteam ericana en el siglo x x se basan en esa se­
paración. Si la m eritocracia europea, abierta en la base,
muy estrecha en el vértice, buscaba seleccionar y reclutar
a una m inoría capaz de una excelente producción, la pi­
rámide norteam ericana está invertida. Q uerría que toda
excelente prod ucción fuera accesible al vulgo. Este deside­
rátum es, de form a inherente, antinómico; intenta corre­
gir el descuido o el esnobism o de Dios, el fracaso de la
naturaleza para distribuir adecuadam ente entre los ho m ­
bres el potencial de respuesta a lo desinteresado, a lo abs­
tracto, a lo transcendente. Esta labor de corrección sólo
p u ed e em prenderse en el extrem o cultural de la vara. Más
allá de un grado superficial y muy limitado no es posible
inyéctar sensibilidad y rigor intelectual en la masa social.
Pero, en cambio, es posible trivializar, descafeinar, pre­
sentar de un m o d o m u nd ano los valores y productos cul­
turales hacia los que se em puja al h o m b re corriente. El
resultado específico es el desastre clel seudoalfabetismo y
la seudonoción elemental de cálculo en la enseñanza se­
cundaria norteam ericana y en m uchos de los que pasan
por ser lugares de “enseñanza avanzada”. La escai^apican­
ee de este desastre se han convertido en un lugar CbfiítUi.
para el comentario desesperado o resignado. Las trivialida­
des predigeridas, el didacticismo prolijo y pom poso, la
pura deshonestidad en la presentación que caracterizan el
currículum, las clases, la política administrativa en la vida
diaria de la escuela secundaria, el college y la universidad
abierta (qué drásticamente ha devaluado Norteamérica esa
noble expresión), constituyen un escándalo fundamental
en la cultura norteamericana. Gran parte de lo que se en­
seña, ya sea en matemáticas, historia, lenguas extranjeras,
y desde luego en lengua nativa, es, para usar las palabras
del p re sid e n te jo h n Hopkins, “menos que nada”. Su resul­
tado es lo que él llama “el analfabetismo internacional
norteam erican o” o lo que Q uentin Anderson calificaba de
“desastroso estado de los asuntos intelectuales en este
país”.
¿No corre ese desastre paralelo a la difusión y al apoyo
público a las artes y a la música a los que me he referido
antes? C reo que no. Pero en este punto hay que afinar
mucho. En la élite norteamericana, ese apoyo provoca una
respuesta y un com prom iso auténticos. En la gran masa de
com pañeros de viaje culturales - y son una gran masa por
culpa, precisamente, de los seudovalores que un ideal de
educación general, superficial, falso y populista ha instilado
en ellos-, este apoyo sólo significa pasividad, “consum o
ostentoso”, el tratamiento de lo cultural com o expositor
económico-social. Aquí no hay “empeño com ún”, sino, para
darle la vuelta a la frase de Leavis, “com ún huida”, una eva­
sión de las connotaciones políticas y los sacrificios intelec­
tuales inseparables del arte y del pensamiento capitales. La
conjunción de una élite profundamente incóm oda respec­
to a su propio status y función en un Edén de consum o de
masas, y de un profanum vulgos numéricamente enorm e y
dedicado a ía autohalagadora pasividad frente a la grande­
za de espíritu, es lo que ha generado el “conservadurismo
exhibicionista”, el ostentoso archivismo del em porio cul­
tural norteamericano. Los incunabula y las primeras edicio­
nes brillan inertes en el silencioso santuario de la Beinecke
Library, en New Haven, sin ser tocados por manos hum a­
nas (como la mayor parte del pan norteam ericano). Los
Stradivarius cuelgan mudos en sus fundas protegidas elec­
trónicamente.
Una élite “profundam ente in có m o d a ”: ¿por qué ten­
dría que sentirse así? Los norteam ericanos que se han
m olestado en considerar el p ro b le m a han a lb e rg a d o la
sagaz sospecha de que la alta cultura y la estructura jerár­
quica de los valores artístico-intelectuales en el m od elo eu­
ropeo son bendiciones de dos caras. De T ho reau a Trilling,
ha acuciado la sensibilidad de la intelligentsia norteam eri­
cana una duda sobre las relaciones entre las hum anidades
y lo hum ano, entre las instituciones del intelecto y la cali­
dad de las prácticas político-sociales. No es sólo (un punto
que se ha señalado enfáticamente en W hitman) que tales
instituciones sean exclusivas, que seleccionen en contra del
hom bre corriente en una subversión inevitable de la genui-
na democracia. Esto ya sería bastante dañino, dado el ex­
perimento norteamericano en igualdad del valor humano.
Es que la estructura de la alta cultura al m odo de Pericles y
de Europa ofrece muy poca protección contra la opresión
y el capricho político. La civilización, en su sentido formal
y elevado, no garantiza el civismo, no inhibe la violencia y
la ruina social. No hay m uchedum bre o tropa de asalto que
haya d ud ado nunca en bajar p o r la rué Descartes. Los
gamberros totalitarios proclaman su voluntad desde exqui­
sitas loggi.as renacentistas. Los grandes metafísicos pueden
ser rectores de antiguas universidades, al menos en los pri­
meros días del Reich. De hecho, las relaciones entre la
apreciación evaluativa de la música seria, las bellas artes y
la buena literatura, por un lado, y el com portam iento po­
lítico, por otro, son tan oblicuas que invitan a la sospecha
de que la alta cultura, lejos de detener la barbarie, puede
dotar a la barbarie de un celo y una pátina muy peculiares.
Los pensadores norteam ericanos de la teoría y la práctica
de la cultura presintieron hace m uch o tiempo esta parado­
ja. El precio que la oligarquía ateniense, la ciudad-Estado
florentina, la Francia de Luis x i v o la A lem ania de Heide-
gger y Furtwángler han pagado por su esplendor estético
e intelectual es demasiado alto. El sacrificio de la cultura
social, de la igualdad distributiva, de la pura decencia de
los usos políticos, implícito en ese precio es simplemente
demasiado grande. Si hay que elegir, dejemos que preva­
lezca la mediocridad humana. Viendo la fuerza evidente de
esta línea de pensamiento, habiendo articulado esta fuer­
za con sus propios medios expresivos, la institución cultural
norteam ericana es escéptica consigo misma y apologética
con la com unidad en general. Esa duda de sí misma, ese
estar a la defensiva, han producido una gama sutil de acti­
tudes que van desde la retirada mandarina hasta la públi­
ca penitencia. Y es la última, con su embarazosa retórica de
Angst radical, con sus intentos de lograr el perdón e inclu­
so la aprobación por parte de los jóvenes, la que ha desta­
cado, especialm ente durante y desde el com ienzo del
movimiento en pro de los derechos civiles y la guerra de
Vietnam. No es solamente que haya habido, siguiendo con
exactitud el profético análisis de Benda, una “traición de
los intelectuales”-, éstos han buscado el p erd ón y el rejuve­
necim iento tratando de desembarazarse de su propia vo­
cación. Apenas hace falta añadir que este exhibicionismo
masoquista se ve a m en ud o dramatizado por el malestar
inherente de la clase media de las ideas y la intelectualidad
judías en un entorno esencialmente n o ju d ío . Pero perm í­
tanme repetirlo: sea cual sea la po co apetecible, incluso
risible difusión de eruditos y profesores que intentan aullar
con los lobos de la llamada “contracultura”, las raíces de su
angustia son profundas y tocan un centro importante. Las
correlaciones entre educación clásica y justicia política,
entre la institucionalización cívica del talento intelectual
y el tenor general de la decencia social, entre una merito-
cracia de la m ente y la suma de probabilidades para el pro­
greso com ún, son indirectas y tal vez negativas. Q uiero
extenderm e, en la parte final de mi argumentación, sobre
esta última posibilidad, con todo lo que implica de para­
doja y sufrimiento.
Q u e las “piedras de to q u e ” del genio hum an o son pro­
ducto de unos pocos, que el núm ero de los que están real-
mente preparados para reconocer, experimentar de forma
existencial y transmitir esas “piedras de toque” es también
limitado, son verdades evidentes en sí mismas, casi banali­
dades. La génesis del arte, del pensamiento o de la imagi­
nación matemática resiste un análisis adecuado, y más aún
un control predictivo o experimental. Pero el registro his­
tórico sugiere algo de la matriz creativa, de los elementos
individuales y contextúales en y mediante los que opera la
alquimia del gran arte o la filosofía. Un elemento parece
ser la intimidad in extremis, el hecho de cultivar una sole­
dad que raya en lo patológico (la torre de Montaigne, la
habitación de Kierkegaard, las peregrinaciones clandesti­
nas de Nietzsche); o, para expresarlo en forma de contras­
te: el pensam iento absoluto es antisocial, resistente al
gregarismo, quizá autista. Es una lepra que busca el aisla­
miento. Hay en la historia y la conciencia norteamericanas
un motivo recurrente de soledad; pero n o e s la soledad de
D iógenes o Descartes. Para reforzar la diferencia, para
mostrar lo profundam ente cívica y amistosa que fue la es­
tancia de T h o reau en Walden Pond, haría falta una minu­
ciosa docum entación. Pero el h ech o está ahí, creo. Y en
Norteamérica, en general, domina lo gregario, la sospecha
de la privacidad, un disgusto terapéutico cara al aislamien­
to personal y al autoexilio. En el.nuevo Edén, las criaturas
de Dios se m ueven en rebaños. El im pulso terapéutico
primario, com o ha señalado Rieff, va más allá. El instinto
norteam ericano es socorrer privada y socialmente, curar
am ablem ente las infecciones de cuerpo y alma. En Nortea­
mérica, la epilepsia no es más sagrada que la mendicidad.
Allá donde hay un cuerpo o una mente enfermos, la m edi­
cación es el imperativo categórico de la decencia personal
y de la esperanza política. Pero no hace falta m encio nar
trivialidades rom ánticas sobre el arte y la e n fe rm e d a d ,
sobre el genio y la locura, sobre la creatividad y el sufri­
miento, para suponer que el pensamiento absoluto, la d e­
dicación de la vida a una apuesta por la transcendencia, la
destrucción de las relaciones sociales y domésticas en nom ­
bre del arte y la especulación “inútil” , son parte de una fe­
nom enología que es patológica con respecto a la norm a
utilitaria y social. Hay una estrategia de enferm edad elegi­
da en la decisión de Arquím edes de morir antes que aban­
donar una deducción geométrica (este gesto es el talismán
de la verdadera erudición). Y hay contigüidades, demasia­
do frecuentes, demasiado cuajadas com o para d ud ar de
ellas, entre aceptar, de hecho cultivar la singularidad física
y em ocional, por una parte, y la prod ucción de arte y
reflexión clásicos, por otra. Las inhibiciones, las crueles li­
mitaciones impuestas a Pascal, Mozart, Van G o g h , Galois
(el inventor de la m od ern a topología algebraica, que se
suicidó a los veintiún años), el cordon sanitaire que Witt-
genstein cerró en torno a sí para asegurar una m ínim a su­
pervivencia física y una total autonomía de espíritu; no sólo
es difícil encontrar casos así en la ingente benevolencia del
nuevo m undo, sino que, si los hay, son activamente con­
trarrestados. Decir que Norteam érica es un Prinzip Hoff-
nung (el famoso término de Ernst Bloch para la escatología
institucionalizada y program ada de la esperanza) en que
un asistente social especializado en psiquiatría atiende a

378
Edipo, en que un terapeuta familiar atiende a Lear, es casi
una definición de este país. “Y hay curas para la epilepsia,
mi querido Dostoievski.”
Esto se ha señalado a m e n u d o (sobre todo en La copa,
dorada de H e n ry ja m e s y en la Educación de í lenry Adarns).
La historia norteam ericana está repleta de ocasiones trági­
cas; sin em bargo esas ocasiones son precisam ente eso: un
desastre con tin gen te, el fracaso de un a cura, el fallo de
unas circunstancias que hay que alterar o evitar. El Adán
norteam erican o no es inocente, ni m u ch o menos. Pero es
un corrector de errores. Tras su breve y creativo papel en
el tem peram ento de Nueva Inglaterra, incluso ha abando­
nado la m etáfora del pecado original. La noción de que la
condición hum an a es, ontológicam ente, una condición de
“des-gracia”, de que la crueldad y la injusticia social no son
defectos mecánicos, sino hechos “prim arios” y “elem enta­
les” en la historia, le parecen misticismo derrotista. C o m o
el sentimiento de que hay afinidades instrumentales entre
el historicismo trágico, el concep to de “h o m b re c a íd o ” y la
creación de m o n u m en to s inmortales del arte y del intelec­
to. P ued e que estos m o n u m en to s, nacidos de la visión
autista, sean contradeclaraciones a un m u n d o que se sien­
te, se sabe “ca íd o ”. En el arte y en el pensam iento elevados
hay una rebelión maniquea. “U n a verdad es el rechazo ele
un c u e rp o ”, dijo Alain, el maítre de pensée (una frase signi­
ficativamente intraducibie en sí misma) francés. No hay
sofistería didáctica más antinorteam ericana, no hay ideal
más ajeno a la inm anencia pragm ática de “la búsqueda de
la felicidad” .
La conclusión es ésta: hay pocas evidencias de que la civili­
zación civilice a alguien salvo a una minoría, o de que su
despliegue sea efectivo fuera del elusivo ámbito de la m e­
j o r a de la sensibilidad privada. Las relaciones de esa m ejo­
ra con las norm as cívicas de co m p o rta m ie n to y el buen
sentido político son, co m o m ínim o, tangenciales. Por otra
parte, hay evidencias sustanciales que sugieren que la pro­
d ucción y p lena evaluación de arte y pensam iento elevados
tendrán lugar (con preferencia, parece) en condiciones de
anomia individual, de insociabilidad anárquica e incluso
patológica, y en contextos de autocracia política, ya sea un
anden régime oligárquico o un m o d e rn o totalitarismo. “La
\ censura es la m adre de la m etáfora”, dice Borges; “los ar­
tistas somos olivas, que nos e xp rim an ”, dice Joyce. La Ru­
sia zarista y la posterior a 1 9 1 7 son la prueba de fuego.
Desde Pushkin hasta Alexancler Zinóviev, el h ech o central
de la poesía, la ficción, el teatro, la teoría literaria y la m ú­
sica en Rusia ha sido la represión oficial y la respuesta
esopiana o clandestina.¡El linaje clel genio está asombrosa­
m ente intacto. El estabilismo y las felinas burocracias del
chantaje después de Stalin han sido testigos, y lo siguen
siendo, de una pro d u cció n literaria verdaderam ente fan­
tástica en su virtuosismo form al y su com pulsión espiritual.
Citar a M andelstam , Ajmátova, Tsvietáieva, Pasternak o
Broclsky es referirse, con una selectividad casi descuidada,
a un aliento y a una profund id ad incom parables de la pre­
sencia poética. Este aliento, esta presencia han sido iguala­
dos, quizá incluso superados, en la ficción de Pasternak,
Bulgakov, Siniavsky, V. Iskander, Zinóviev, G. Vladimirov y
380
otros maestros, muchos de cuyos libros todavía no han apa­
recido en inglés. Poner junto a la narrativa norteamerica­
na, incluso la más poderosa o moderna, las memorias de
Nadejda Mandelstam, las primeras novelas de Solzhenitsin,
los leviatanes rabelaisiano-filosóficos de Zinóviev, la auto­
biografía de Natalia Ginzburg, El doctor Zhivago y las traduc­
ciones de Pasternak, es llegar a un desconcertante sentido
de la desproporción. Las gravedades específicas, la autori­
dad}' necesidades de la vida sentida, la audacia del experi­
m ento estilístico, la urgente h um an idad de la literatura
rusa, constituyen, p robablem ente, el único d erecho a la
redención en la m o d e rn a Edad Media, y lo han sido desde
Tolstoi y Dostoievski. Bajo esa luz constante, “la gran nove­
la n o rte am erican a ” del mes es simplem ente vergonzosa.
Las implicaciones de estos ejemplos, además, parecen ex­
tenderse a toda E uropa del Este. Una de las características
actuales de la educación anglo-americana es no saber nada,
incluso en los círculos más atentos, del arte y la vida espiri­
tual entre Berlín Este y L eningrado, entre K ievy Praga. El
volum en y nivel de la poesía, la parábola, la especulación
filosófica y el dispositivo artístico son motivo de inspira­
ción. Para dar con lo más convincente y de largo alcance
en el arte y en las ideas, no hay que ir a los “centros de es­
critura creativa”, “talleres de poesía”, “institutos de investi­
gación en h u m an id a d es”, las colmenas -financiadas por
fu n d a c io n e s- para pensadores profundos entre los esplen­
dores de Colorado, la costa del Pacífico o los bosques de
Nueva Inglaterra, sino a los estudios, cafés, seminarios, re­
vistas samizdaty editoriales, conjuntos de música de cáma­
ra o teatros itinerantes de Cracovia y Budapest, Praga y
Dresde. Tengo la suprema convicción de que ahí tenemos
una reserva de talento, una adhesión incondicional a los
riesgos y funciones del arte y del pensamiento originales
que nutrirá a generaciones enteras.
Si esto es así, si las correlaciones entre la creatividad
extrema (de forma literal, concreta, creatividad inextremis)
y lajusticia política son, al menos hasta un punto significa­
tivo, negativas, la elección norteam ericana está llena de
sentido. El florecimiento de las humanidades no merece
la circunstancia de lo inhumano. U na obra de Racine no
compensa la Bastilla, un poem a de Mandelstam no com ­
pensa una hora de estalinismo. Si uno intuye, cree y llega
a institucionalizar este credo de decencia social y esperan­
za democrática, la consecuencia lógica es que el arte y el
pensamiento fundamentales han de importarse desde fue­
ra. Hay que esterilizar la bacteria de anarquía personal, de
pesim ism o trágico, de afinidad electiva co n y co n tra la
violencia política y el control autoritario que el arte y el
pensamiento occidentales han llevado consigo desde sus
inicios. C om o el curare en las puntas de flecha amerindias
en nuestros museos de etnografía y ciencias naturales. La
estrategia norteam ericana fundam ental, aunque incons­
ciente, es la de un inm aculado planetario que envuelve,
hace transparente frente a un público de masas, preserva
de la corrupción y el mal uso las cancerosas y demoníacas
presiones de lo antiguo, de la invención y el ser trágico
de Rusia y Europa (“destructora de ciudades... anárquica
Afrodita”, dijo A ud en). A q u í yacen los archivos del Edén.
Lo que nos lleva a una última cuestión. La preferencia
por el em p e ñ o dem ocrático en lugar del capricho autori­
tario, por una sociedad abierta en lugar de una sociedad
de censura y hermetismo creativo, de una dignidad ge n e ­
ral para las masas en lugar de la perpetuación de una élite
(a m en ud o inhum ana en su estilo e inquietudes), es, repi­
to, una elección com pletam ente justificable. Es muy pro­
bable que represente la escasez de posibilidades para el
progreso social y una distribución de recursos más sopor­
table. El que hace esta elección y vive de acuerdo con ella
sólo m erece un atento respeto. Pero la postura, la retóri­
ca, la práctica profesional de quienes - y han sido legión en
la academ ia y en los medios de co m un icación de masas
n orteam erican os- quieren ambas cosas es hipocresía pueril
y oportunismo. Éstos son los que profesan experimentar,
valorar y transmitir de form a auténtica el misterio conta­
gioso del gran intelecto y del verdadero arte mientras, de
hecho, lo destrozan o lo envuelven hasta ahogarlo. Porque
ésta es la exigente verdad: los genuinos profesores, edito­
res, críticos, historiadores clel arte, intérpretes musicales o
m usicó lo go s son los que consagran su existencia a una
pasión absorbente, los que cultivan, hasta el límite de su
talento secundario, esos absolutos autistas de posesión y
posesión de sí mismo que pro d ucen un teorema de Arquí-
m edes o un cuadro de Rem brandt. Un h o m b re o una
mujer agradecidos y orgullosos de estar enfermos de pen ­
samiento, de ser casos perdidos, enganchados sin rem edio
a la droga del conocim iento, de la percepción crítica, de
la transferencia al futuro. U n hom bre o una mujer cons-
tientes de que el noventa por ciento de la hum anidad en
el O ccid ente desarrollado puede aspirar a un único vesti­
gio de inmortalidad: ver su nom bre en la guía telefónica;
pero conscientes a la vez de que hay un u n o por ciento,
quizá menos, cuyas palabras escritas alteran la historia,
cuyos cuadros cambian la luz y el paisaje, cuya música echa
raíces inmortales en el oído de la mente, cuya habilidad
para trasladar al discurso matemático mundos coherentes
friera de cualquier alcance sensual recupera la dignidad de
la especie. Ellos no forman parte de ese uno por ciento.
Son, com o dice Pushkin, los “correos necesarios” o, como
yo los he llam ado en este texto, parásitos clarividentes y
enamorados. Son servidores obsesos del texto, de la parti­
tura, de la p ru eba metafísica, del cuadro. Esta obsesión
hace caso omiso de los derechos de la justicia social. Tole­
ra el terrible h ech o de que se podría alimentar a cientos
de miles de personas con lo que un museo paga por un
Rafael o un Picasso. Es una obsesión que contem pla, de
alguna loca manera, la posibilidad de que la bom ba de
neutrones (destructora de gente sin nom bre, pero que
conserva bibliotecas, museos, archivos, librerías) sea el
arma final clel intelecto.
He hablado de “obsesión”, de “c o n ta gio ”, incluso de
locura” , porque ésa es la condición del erudito, del gran
profesor, del intérprete virtuoso, clel bibliógrafo voraz, del
traductor literalmente devorado por su original. Dejemos,
por supuesto, que el m und o se oponga a tal condición, que
la ridiculice en nom bre del sentido com ún, de la humani­
dad cívica y política. Pero no somos nosotros (una categoría
384
que te incluye por el simple hecho de estar feféaido'
ensayo, de poseer el vocabulario, los códigos de MPsíe-ncia.-
el ocio y el interés que se necesitan para leerlo) los qcré* per­
demos disimular, descafeinar o negar nuestra vocación.
Vivimos nuestra extática vida para y a través de los grandes
textos filosóficos, composiciones musicales, obras de arte,
poemas, teoremas. Desposar - u n verbo justamente sacra­
m en tal- estos objetivos y a la vez tratar de negar las condi­
ciones personales y sociales que los han hecho, y los siguen
haciendo, llegar hasta nosotros, es una traición, una false­
dad, una esquizofrenia. C o m o dijo Kierkegaard: O esto...
o aquello.
No es una elección cómoda; pero tal vez el concepto de
elección es, en sí mismo, una falacia. C om o he insinuado
a lo largo de este texto, el intelectual, el hom bre o la mu­
jer ebrios de pensamiento, de m odo semejante al artista o
al filósofo, pero en m e n o r grado, nacen y no se hacen
{nasciturnonfit, como todos los colegiales sabían antes). No
tienen elección salvo ser ellos mismos o traicionarse a sí
mismos. Si la “felicidad”, en la definición fundamental para
la teoría y la práctica de “la forma de vida norteamericana”,
les parece el bien más preciado, si no sospechan nunca que
la “felicidad” pueda ser el despotismo de lo vulgar, se han
equivocado de oficio. Estos temas están mejor ordenados
en el m und o de los déspotas. Los artistas, pensadores y es­
critores reciben el inquebrantable tributo del escrutinio
político y la represión. El KGB y el escritor están totalmen­
te de acuerdo cuando ambos saben, cuando ambos actúan
a sabiendas de que un soneto (Pasternak citando, simple-
mente, el primer verso de un soneto de Shakespeare en la
venenosa presencia de Zhdánov), una novela, una escena
de una obra teatral, pueden ser la central de energía de los
asuntos humanos, que no hay nada más cargado con los
detonadores de los sueños y la acción que la palabra, sobre
todo la palabra que se sabe de memoria. (Es llamativo y
perfectam ente consecuente que Norteamérica, el archivo
final, sea también el país donde se ha erradicado por com ­
pleto la m em orización en la enseñanza. El p o e m a yace
embalsamado en la microficha; recitado interiorm ente,
cobra una terrible vida.) El estudioso de la U n ió n Soviéti­
ca com prende muy bien lo que persigue el censor del KGB
cuando coge y examina minuciosamente su artículo sobre
Hegel. En artículos semejantes, en los debates que provo­
can, radican las fuerzas motoras de la crisis social. El pin­
tor abstracto, el compositor en el perenne crepúsculo del
paisaje soviético, saben que en el arte y en la música serios
no hay formalidad inaplicable o neutralidad técnica. U na
técnica, dice Sartre, ya es una metafísica. De Kandinsky o
de un canon de Bach pueden surgir los impulsos subterrá­
neos para la metamorfosis social y política. Estos impulsos
sólo llegan a unos pocos (al menos al principio), pero en
las sociedades autoritarias, en las sociedades d o n d e la pa­
labra y la idea tienen auctoritas, significado y acción em pie­
zan a minar desde arriba. Encarcelar a un hom bre porque
cita Ricardo m duiante las purgas de arrestar a otro
en la Piaga actual porque está dando un seminario sobre
Kant, es ju z g a r con acierto el lugar de la literatura y la
filosofía. Es h o n ra r perversam ente, p ero h o n ra r pese a
todo, esa obsesión que es la verdad.
¿Qué texto, qué cuadro, qué sinfonía pued en estreme­
cer el edificio de la política norteam ericana? ¿Qué acto de
pensam iento abstracto im porta cíe verdad? ¿.A. cjiiién le vw.-
porta ?
En la actualidad, la p re g u n ta es ésta: ¿qué es la p eo r
am enaza para la co n cep ció n de la literatura y el a rg u m en ­
to intelectual de prim er ord en, el aparato de represión
política en Rusia y Latinoam érica (hoy en día el terreno
más brillante para el novelista), la esclerosis en la mérito^
cracia y el “clasicismo” de la vieja Europa, o un consenso
de valores socioespirituales en que la emisión de “H o lo ­
causto” en televisión se ve interrum pida p o r anuncios cada
catorce minutos, en que las escenas en las cámaras de gas
están salpicadas de y financiadas por anuncios de medias y
desodorantes?
La pregunta es exaltada y poco apetecible; p o r supues­
to, contiene una simplificación. Pero es una pregunta que
d ebem o s hacernos quienes, p o r en fe rm ed a d y vocación,
somos cóm plices de la vida del espíritu. Es, sospecho, una
pregunta que la historia, ese viejo maestro de la ironía, nos
obligará a contestar. En el ja rd ín de Arquím edes, la barba­
rie y el teorem a se dieron la mano. Puede que ese ja rd ín
haya sido un “contra-Edén”; pero da la casualidad de que
es el lugar en que ustedes y yo d ebem os continuar nuestra
labor. Yo creo que sigue allí, en Siracusa..., es decir, no en
el Estado de Nueva York, sino en Sicilia.
E l texto, tierra de nuestro hogar
C19911

La sucesión de citas, a m enudo interpretaciones polémicas,


en un contexto de doctrina sagrada o de oportunidad po­
lítico-histórica construye un campo de resonancias alrede­
dor de la palabra arcaica y revelada clel canon hebreo. En
torno al núcleo de la palabra, crece un aura de paráfrasis
o de definición vitales, o de definición e incom prensión
dudosas, no m enos dinámica (el malentendido puede pro­
ducir la lectura más perentoria, la atención más apremian­
te). El significado vibra co m o el cristal, en cuya oculta
claridad laten la fragmentación y la interferencia. Los eru­
ditos del h eb reo bíblico y talmúdico tienden alrededor de
la palabra mikra una auténtica red de significados; se cues­
tionan sus raíces literales: kof, resh, alefyla consonantica mi.
Las definiciones que se barajan son polisémicas y delinean
un cam po semántico (de nuevo, literalmente, ci la le.tt.re). La
mikra p ud o ser en su origen el lugar de la cita, de la voca­
ción y la con-vocación. Experimentar la Torá y el Talmud
co m o mikra, a p re h e n d e r estos textos en su plenitud
co gn itiva y em ocional, es oír y aceptar un llamamiento, es
reunirse con uno mismo y con la (inseparable) comunidad
en el lugar de la llamada. Este llamamiento a la respuesta
responsable, a la capacidad de respuesta en su sentido in­
telectual y ético más riguroso, es a un tiempo privado y
público, individual y colectivo. Las asociaciones y los con­
ceptos que acom pañan a mikra convierten la lectura del
canon y de sus comentarios en el lugar literal y espiritual
del reconocim iento propio y de la identificación com uni­
taria de losjudíos.
De ahí se sigue que, como proclama un grupo de maes­
tros rabínicos, el m a n d a m ie n to su p rem o del ju d a is m o
-su p rem o precisamente porque com prende y anima todos
los d em ás- está expresado en Josué i, 8: “El libro de la ley
nunca se apartará de tu boca, sino que de día y de noche
meditarás en él” . Obsérvese la prohibición o crítica del
sueño implícitas en la frase. Hipno es un dios griego ene­
migo de la lectura.
En el judaism o que sigue al exilio, quizá antes, la lectu­
ra activa, la capacidad de respuesta ante el texto, tanto en
los niveles meditativos e interpretativos com o en los con-
ductuales, se encuentra en el acto fundamental del regre­
so al hogar personal y nacional. La Torá se encuentra en el
lugar de la llamada y en el tiempo del llamamiento (día y
noche). La morada asignada y adscrita a Israel es la Casa
del Libro. La acertada frase de Heine lo expresa con gran
exactitud: das aufgeschriebene Vaterland. La “tierra de sus
padres”, el patrimoine, es la escritura. Por lo que tiene de
inmanencia fatalmente destinada, por lo que tiene de in­
tento de inmovilizar el texto en un espacio sustantivo y ar­
quitectónico, el Tem plo davídico y salom ónico p u d o ser
una errata, una lectura equivocada de la movilidad trans­
c end ente del texto.
Al mismo tiempo, la importancia central del libro sin
duda coincide con la co n d ición del exilio, un exilio que
también ejecuta. Según algunas interpretaciones radicales,
incluso la Torá es un lugar de privilegiado destierro, ese
que parte de la inm ediatez tautológica del habla adánica,
del discurso directo y no escrito que Dios dirige al hombre.
La lectura y la exegesis textual son un exilio de la acción,
de la inocencia existencial de la praxis, incluso cuand o el
texto intenta tener una consecuencia práctica y política. El
lector es alguien que (día y noche) está ausente de la ac­
ción. La “textualidad” de la condición judía, desde la des­
trucción del T em p lo hasta la fundación clel m o d e rn o
Estado de Israel, pued e verse y ha sido vista por el sionis­
m o co m o una textualidad de im potencia trágica. El texto
fue el instrumente) de la supervivencia en el exilio; esa su­
pervivencia llegó con un aliento de aniquilación. Para p o ­
der soportarlo, el “pueblo del L ib ro ” tenía que ser, una vez
más, una nación.
Las tensiones, las relaciones dialécticas entre una fam i­
liaridad inhóspita del texto, entre la m orada de la escritu­
ra, por un laclo (siempre que en el m u n d o un ju d ío lee y
medita la Torá es el verdadero Israel), y el misterio territo­
rial de la tierra natal, de la prom etida franja de tierra, por
otro, dividen la conciencia judía.
El análisis de H egel es siniestro. Al abandonar su tierra
natal ele Ur, Abraham “rom pe los lazos del a m o r” de for­
ma deliberada. Abraham rom pe los vínculos que u nen al
ser h u m a n o con sus ancestros y con la tierra d o n d e se en ­
terraba a sus muertos (el tema de “A n tíg o n a ” obsesiona a
H eg el); ab a n d on a a su prójim o y a su cultura. Esos víncu­
los, dice H egel, transcienden la esfera h u m an a y secular, y
constituyen la legítima presencia del h o m b re en la natura­
leza, en la totalidad orgánica del m u n d o presente. C o n c re ­
tamente, argum enta H egel, Abraham repudia los trabajos
y los días de su infancia y juven tud . N o m enos que para
Rousseau y para los románticos, este rep u d io representa
para Elegel la más corrosiva de las alienaciones, el más co­
rrosivo de los extrañamientos, tanto en relación con el res­
to de la hum anidad com o con la armoniosa integración del
yo. (La polém ica de H egel nos recuerda la severidad de la
infancia, la pre-madurez de los hom bros cargados y el aire
sonám bulo de los más jó v en es estudiantes yeshiva, viejos
lectores en cuerpos de niños.)
A braham es para H egel un errabundo en la tierra, un
transeúnte separado del contexto familiar, com unitario y
orgánico del am or y de la confianza. Abraham es un pas­
tor de los vientos que atraviesa la tierra co n pie ligero e
indiferente; es incapaz de amar en el sentido irreflexivo e
instintivo (griego). Al buscar sólo a Dios y un a singular in­
timidad con Dios, casi autista, el Abraham de H egel no tie­
ne el m en o r interés por el resto de los hombres, llegando
incluso a mostrarse hostil hacia ellos, hacia quienes están
fuera del ámbito de su búsqueda. A braham objetiva, domi­
na y hace uso de la naturaleza física; en contra de lo helé­
nico y hebraico, no percibe ningún misterio vivo en el or­
den natural y pragmático. Así, las relaciones judaicas entre
lo finito y lo infinito, entre lo natural y lo sobrenatural,
difieren de las que inspira la religión griega y su creativa
familiaridad con la variedad y belleza del m undo real. De­
bido a su compromiso extremo con la abstracción, con la
palabra y con el texto, el hebraísmo llega a burlarse de la
esfera natural. C o m o expresaría la dialéctica de Hegel:
A braham y su semilla están inmersos en una trágica con­
tradicción. Más que ningún otro, el pueblo ju d ío se jacta,
y realmente llega a parecer que está cerca, de una proxi­
midad al concepto de Dios. El coste suicida de esta creen­
cia es la renuncia, el ostracismo de la tierra y de la familia
de las naciones. N o obstante, el Dios del que los judíos es­
tarían tan cerca está, en virtud de la implacable abstrac­
ción, de la insondable elevación que se Le atribuye, más
allá del hom bre.
La ley mosaica, la adicción judía a las menudencias de
la observancia arcaica, la atrofia ele la tradición ju d ía en el
legalismo y literalismo de la reiteración y el ritual, repre­
sentan, para H egel, un lógico pero también desesperado
intento de tener al m un d o a raya y m antener la proximi­
dad con Dios. El descendiente de un Abraham desenraiza­
do no tiene otro lugar a donde ir. Pues incluso la tierra que
le había sido prom etida no llegó a ser suya. Sólo podía con­
seguirla por m edio de la astucia y de la conquista. Arroja­
do de esta tierra por ulteriores conquistadores, el ju d ío es,
estrictamente hablando, devuelto sin más a su original dis­
persión, a su elegida extranjería. Según H egel, esta “ex­
tranjería” adquiere un valor ontológico. La sensibilidad de
los ju d ío s es, par excellence, el m edio de la amarga lucha
entre la vida y el pensamiento, entre la inmediatez espon­
tánea y la reflexión analítica, entre la armonía del hombre
con su cuerpo y con su entorno y su separación de éstos;
(La antropología trágica de Lévi-Strauss, en sí misma un
capítulo de las críticas de lo mesiánico llevadas a cabo por
el judaism o emancipado, es en este punto profundam en­
te hegeliana.) Para Llegel “el pueblo del L ibro” es como un
cáncer de origen interno, vital, extrañamente regenerativo.
El Libro de este pueblo no es el libro de la vida. El arte y la
energía de su lectura, igual que sucede con el pensamiento
analítico más intenso y penetrante, consumen y deconstru-
yen el vivo objeto de su estudio.
Lo que para Hegel es una terrible patología, un estado
trágico detenido en el avance de la conciencia hum ana
hacia el abandono de la alienación, es para otros el secre­
to abierto del genio hebreo y de su supervivencia. El texto
es el hogar; cada comentario, un regreso. Cuando lee, cuan­
do en virtud del comentario convierte su lectura en un diá­
logo y en un eco vivificador, el ju d ío es, hurtando la imagen
de Heidegger, “el pastor del ser” . El aparente nóm ada de
la verdad lleva el m undo en sí mismo, com o hace el len­
guaje, com o hace la mónada de Leibniz (a uno le parece
que el ju e g o y la ilícita congruencia entre estas dos palabras
son para H egel sugestivos y perturbadores).
No obstante, se consideren positivos o negativos, el te­
jid o “textual” y las prácticas interpretativas del jud aism o se
encuentran, ontológica e históricamente, en el corazón de
la identidad judía.
Naturalmente, esto es así en un sentido formal. La Tora
es el eje de la trama y la urdim bre de la referencia, de la
elucidación y del debate h erm cncu tico, C|Uc organizan e
informan orgánicam ente la vida cotidiana e histórica de la
comunidad. La com unidad puede definirse co m o una tra­
dición concéntrica de la lectura. La Gemara, el com enta­
rio sobre la Mishná, el conjunto de leyes y prescripciones
orales que conform a el Talmud, el Midrash, que es esa par­
te del com entario que se relaciona con la interpretación
del canon escritural, expresan y activan la continuidad del
serjudío. Las incesantes lecturas de los textos primigenios,
las lecturas exegéticas, controvertidas y minuciosas, que se
derivan de estas lecturas (el proceso es formal y pragmáti­
camente infinito), definen la temporalidad. Estas lecturas
manifiestan la presencia de un pasado determinante; pre­
tenden deducir una aplicación y buscan ese futuro siempre
latente en el acto original de la revelación. De esta forma,
ni la dispersión física de Israel ni el paso de los milenios
pued en abrogar la autoridad (la auciontas de la autoría) o
la presión del significado de los libros sagrados, siempre
que éstos se lean y se rodeen de la presencia constante de
textos secundarios, de textos satélites. En virtud de una
explicación y de un desafío metafórico, alegórico y esoté­
rico, estos textos secundarios rescatan el canon del movi­
miento declinante del tiempo pasado del verbo, de ese que
otorgará un significado vivo a la m onum entalidad inerte o
m eram ente litúrgica. A través del com entario magistral, el
pasaje dado producirá, en lugares y tiempos todavía desco­
nocidos, aplicaciones existenciales e iluminaciones del es­
píritu todavía no percibidas.
La circunstancia adánica im plica una tautología lin­
güística y un presente duradero. Las cosas eran com o Adán
las n om b ró y dijo que eran. Palabra y m undo eran una sola
cosa. D o n d e hay felicidad com pleta no hay llamamiento
del recuerdo. El tiempo presente del verbo es también el
del m añana perfecto. Fue la Caída del H o m b re la que
aportó al habla hum ana su am bigüedad, su necesario
secretismo, su p o d er (los contrafactuales, las construccio­
nes condicionales) para disentir, en términos especulati­
vos, de las oscuras coacciones de la realidad. Después de la
Caída, las memorias y los sueños, que tan a m en u d o son
recuerdos mesiánicos del futuro, se convierten en el alma­
cén de la experiencia y de la esperanza. De ahí la necesi­
dad de releer, de recordar (revocación) esos textos en los
cuales el misterio de un principio, los vestigios de una evi­
dencia perd id a - e l “Yo soy el que soy” de D ios-, son co­
rrientes.
Idealm ente, este recordatorio d ebería ser oral. En la
sensibilidad hebraica, no m enos que en la platónica, se
hace evidente una desconfianza hacia la palabra escrita, un
lam ento crítico sobre la pérdida ele la oralidad. L o escrito
es siempre una sombra después del hecho, una postescri­
tura, en el sentido material del término. Su d ecadencia en
relación con el m om ento primario del significado queda
oscuram ente ejemplificada en la destrucción de las Tablas
de la Ley en el Sinaí, en la fabricación de un duplicado o
396
facsímil. Las letras de fuego, de ese fuego qué WilartF&ik ha
Zarza Ardiente, se han extinguido en el g r a v e i n s t e dé
la piedra. Por otra parte, y con toda seguridad, la esüífffiíTa
ha sido garante indestructible, “suscriptor” de la identidad
de los judíos: a través de las fronteras de su persecución, a
través de los siglos, a través de las lenguas que se ha visto
obligada a adoptar y que a m enud o ha dominado. Com o
un caracol con sus antenas alerta ante la amenaza, e lju d ío
ha llevado la casa del texto a sus espaldas. ¿Qué otro domi­
cilio le ha sido permitido?
Pero el destino y la historia deljudaísm o son “librescos”
en un sentido m ucho más profundo, en un sentido que los
separa virUialmente de todo lo demás.
En la relación con Dios que define a los judíos, los con­
ceptos de contrato y alianza no son metafóricos. En el Gé­
nesis y en el E xodo se explícita la existencia de una carta
institucional narrativa, una magna carta o docum ento de
instauración en form a narrativa, en la que se establecen los
derechos y obligaciones recíprocos entre Dios y el hombre.
La fundación de la identidad electa es textual. En Hobbes
y en Rousseau, la invocación de un contrato original entre
individuos sobre el que descansaría la sociedad cívica, o
entre el soberano y los individuos que delegarían en él su
poder, es una ficción metodológica. En el judaism o, este
contrato es un instrumento literal, un acto de confianza
oral y escrito, sometido no sólo a la constante ratificación
personal y comunal, sino a una atenta demostración. Inclu­
so después de la promesa hecha a Noé, incluso después de
la redacción transcendente del Sinaí, y doblem ente, por
tanto, después de cada visitación del desastre al pueblo;
ju d ío , el pacto con Dios, la alianza y sus innumerables
codicilos legales y rituales, se convierten en el foco de la re­
exam inación. Esta re-examinación es de carácter moral,
legalista y textual. Demasiada agonía ha nacido de la letra

El diálogo milenario con Dios, del cual el Libro de Job


es sólo el protocolo más significativo, es el que se mantie­
ne con un “tenedor de libros”. Esta imagen pued e exami­
narse detenidamente. Dios “lleva los libros” de su pueblo,
un pueblo formado para siempre por los deudores de Su
inicial anticipo; el cual, más allá de todo reembolso, con­
siste en la creación, en la supervivencia después del Dilu­
vio, en la alianza del Sinaí y en el derecho de propiedad
de la tierra prometida. En todo m om ento, pues así se
incrementan los intereses de Dios, Su socio y cliente, Israel,
va retrasado en sus pagos, cuando no los ha incumplido.
En los casos permitidos, una moratoria se considera un
acto de gracia. La cancelación de la deuda y la revaloriza­
ción de todas las monedas proclamadas por Cristo son para
el ju d ío una vacua fantasía.
Al mismo tiempo, hay un sentido en el cual el ju d ío “lle­
va los libros” de Dios. ¿Pueden equilibrarse alguna vez las
cuentas? - n o olvidemos prestar atención a la superposición
semántica que se produce entre “cuenta” ' y “narración”-.
¿Existe un balance inteligible en el que se puedan registrar

i. “A c co u n t” , en inglés, es también “cu e n to ”, “narración”.


(N. de las T.) ■
méritos y recom pensas (el intento ele inspeccionar y certi­
ficar el libro de la vida llevado a cabo por Job), sufrimien­
tos y felicidad? ¿Ha cum plido Dios con las obligaciones que
contrajo con el hom bre o, más exactamente, con aquellos
Drimeros a b ob ad os v
i /
neg
O
o cia d o re s del ser,' los
3
judíos? El
antisemitismo ha acusado siempre al ju d aism o y a las rela­
ciones de éste con Dios -üwteShylock y su co ntrato- de una
econom ía contractual y contenciosa, herencia de la saga­
cidad y del trueque. ¿No hay, en el epílo go moralista y di­
dáctico del mysterium tremendum de Job, una restitución
doble, un pago por daños y perjuicios?
Pero el “tenedor de libros” es también, y de forma inex­
tricable, un “guardián del libro” , un archivista de lo reve­
lado. El contable es, en virtud de esta custodia, responsable
ante Dios, y lo es más qu e en ninguna otra tribu. En
Ezequiel 3 esta “custodia de los libros”, esta condición de
em pleado hasta la eternidad, adquieren una vehem encia
física grotesca. El emisario de Dios tiende un rollo a Su sir­
viente, “y estaba escrito por delante y por detrás”. Ezequiel
recibe la orden: “co m e este ro llo ” . “D igiere este ro llo .”
Ezequiel hace lo que se le pide: “y fue en mi boca dulce
com o la m iel”. Todavía hablamos de “palabras dulces como
la m iel” , de los vínculos entre el lenguaje y ese sabor per­
sistente que la mitología del O riente Medio y ática asocia
al sol y a los jardines de los muertos.
La fundación contractual y promisoria, el núcleo del
judaism o, es responsable de la singularidad (¿la patología
contra naturam ?) de la supervivencia. Los “libros han sido
custodiados” y “llevados” hasta el día de hoy. Los “guardia-
nes-contables” registran nuevas entradas en todo m o m e n ­
to, en su vida individual y en su existencia histórica. Pero
consid erem os los elem entos de terror de esta escritura;
consideremos la adhesión abrum adoram ente obvia, si bien
metafísica y racionalm ente escandalosa, de la experiencia
judía a la / ^ e sc ritu ra puesta p o r escrito en los libros que
son su carta de identidad, en los libros que tan orgullosa y
contenciosam ente ha custodiado. En rigor, el destino fatal
del ju d aism o es una escritura posterior a las cláusulas pu­
nitivas del contrato de Dios (de nuevo esa letra pequeña).
Ese destino es una secuencia de notas explicativas a pie de
página, de anotaciones marginales relacionadas con el tex­
to de la respuesta (no respuesta) de Dios a Job y con los
textos de los Profetas. Todo está ahí explicado claramente
desde el principio. Lo demás ha sido un relleno insoporta­
ble. N in g u n a otra nación, ninguna otra cultura de este
m u n d o ha sido //rescrita de esta forma. N o ha habido h o m ­
bres que hayan tenido que dar testimonio de tal manera de
los significados consanguíneos de la prescripción y la proscrip­
ción, que significan denuncia, ostracismo y una pena de
muerte por escrito.
¿Es posible añadir algo a la palabra de Amos, que los
eruditos consideran el libro profético más antiguo y que
está fechado ca. 750 a. C., cuando el reino septentrional de
Israel avanzaba hacia la ruina? La promesa de Dios es in­
equívoca:

Prenderé, p or tanto fuego, fueg o en Judá, el cual con­


sumirá los palacios de Jerusalén.
De la m anera que el pastor libra de la boca del león dos
piernas, o la punta de una oreja, así escaparán los hijos de
Israel...

La ciudad que salga con mil, volverá con ciento, y la que


salga con ciento volverá con diez...

El largo terror de la Diáspora queda claramente vaticina­


do: los cantares se transformarán en “lamentaciones” , Is­
rael “irá errante de mar en mar; desde el norte hasta el
oriente” buscando refugio en vano. Porque las palabras de
Dios son de fuego, los que las oyen y leen se convertirán
en cenizas.
L o oracular ti¿ne un final abierto. Sus duplicidades y
triplicidades -tres caminos se encuentran en el cruce próxi­
m o a D elfo s- son las propias de la libertad humana. Las
profecías son lo contrario de los oráculos: contestan antes
de que se les pregunte. ¿Cóm o es posible que el pueblo
j u d í o haya s o p o rta d o el c o n o c im ie n to , la lectura y re­
lectura de la previsión obligatoria de sus profetas, sin en­
lo q u e ce r más o m enos colectivamente, sin ceder a una
autodestrucción más o menos voluntaria? (la tendencia a
ambas cosas es profunda en la sensibilidad judaica). ¿Dónde
encon tró el ju d a ism o la resolución y la tenacidad necesa­
rias, cuando sus propios videntes de la oscuridad pusieron
ante ellos una escritura apocalíptica, cuando las prediccio­
nes de esta escritura se han cum plido terriblemente al pie
de la letra una y otra vez? Ésta es, a mi juicio, la “cuestión
j u d í a ”.
Parte de la respuesta reside, sin duda, en el movimien­
to antinómico y pendular de los mismos preceptos mosai­
cos y proféticos. La catástrofe nunca es incondicional. En
la sentencia con que Dios co nd ena a Israel hay algunas
cláusulas redentoras. Los justos, aunque su núm ero se re­
duzca a un puñado de personas, pueden salvarse; los arre­
pentidos pu ed en ser perdonados. La dialéctica de una
posible rehabilitación nace del corazón del terror. La con­
clusión de Amós es elocuente: los cautivos, los fragmentos
de Israel, dispersos por el viento, serán llevados de vuelta a
la tierra prometida, “y edificarán ellos las ciudades asola­
das, y las habitarán; plantarán viñas, y beberán el vino de
ellas, y harán huertos, y comerán el fruto de ellos”. El sue­
ño y el propósito sionista en su totalidad, la clase de mila­
gro en la que éstos se conciben, están “program ados” en
este decimocuarto versículo del capítulo noveno de Amós' .
En toda la Torá, en todos los libros proféticos que dictan
el futuro de Israel, la nota compensadora, la nota de hori­
zonte mesiánico, se enfrenta a la idea de un sufrimiento
interminable.
No obstante, esta doble verdad de las Sagradas Escritu­
ras sólo complica la cuestión fenom enológica y psicológi­
ca. El imperativo determinístico de la promesa de una
salvación selectiva o de una salvación final es un preceden-

* Si ésta es la escritura de Amós, pues es precisamente este


promisorio pasaje el que m uchos eruditos consideran una inser­
ción muy posterior.
te tan obligatorio y coercitivo co m o las previsiones de per­
secución, dispersión y martirio. La clarividencia de Amós
con relación al sionismo es tan prescriptiva com o su previ­
sión de la agoníajudía. Ninguna otra com unidad en la evo­
lución e historia social del ho m bre ha conocid o desde su
origen, ha leído y releído sin cesar, ha aprendido de m e­
moria o a coro y ha interpretado sin tregua los textos que
exp o n en claramente su propio destino. Es más, la autoría
y la autoridad de estos textos se consideran transcenden­
tes, sus predicciones, infalibles, cosa que, evidentemente,
no sucede con los oráculos del m un d o pagano. En el d o ­
ble sentido de pronunciam iento y de afirmación obligato­
ria, Dios “ha dado Su palabra”, Su Logos y Su yugo a Israel.
Este vínculo no puede romperse o ser refutado.
De nuevo u n o se pregunta: ¿qué limitación o fuerza
espiritual, qué genio para la servidumbre y qué orgullo son
necesarios para un pueblo que ha sido llamado a interpre­
tar un precepto primigenio, a tomar dictado de sí mismo?
La luz demasiado intensa nos ciega. No obstante, el ju d ío
ha tenido que habitar el texto literal de su ser pre-visto.
Canetti ha escrito un a obra teatral sobre un a sociedad en
la cual cada hom bre conoce de antem ano y de forma ine­
luctable la fecha de su propia muerte. La parábola del j u ­
daismo es inconfundible. E lju d ío mora en un lugar aparte,
p o rq u e vive e interpreta, privada e históricam ente, un
mandam iento escrito, una nota promisoria que recae so­
bre él cuando Dios elige a A braham y a Moisés, porque el
“Libro de la V id a” , en el judaism o, es literalmente textual.
(Son precisam ente este déjá vu asfixiante, esta inm unidad
servil de lo desconocido propia de la condición ju d ía, los
que, simultáneamente, fascinaban y repelían a Hegel.)
A u n q u e el m ecanism o psicológico siga siendo oscuro,
el hecho es un lugar común: hasta cierto punto, las profe­
cías son autosuficientes. Cuanto más fuerte es una profe­
cía, con mayor frecuencia será proclamada, mayor será la
fuerza inercial que la cond uzca hacia la realización. En su
terrible historia, el ju d í o aparece co m o alguien que debe
certificar la exactitud de un cam ino trazado para él por los
profetas. La escritura ha sido puesta en escena, jDrimero en
ese valle de sombras, en ese valle nocturno de la dispersión
y de la masacre que e ncuen tra su clímax en el “torbellino”
de los años cuarenta, en la Shoah (el noble término grie­
go, “1-Iolocausto”, la solemne ofrenda de fuego, no halla un
espacio legítimo en este asunto), y, más recientem ente, en
el regreso, predich o y apoyado por un contrato, a Israel.
¿Significa esto que la previsión utópica de la bienveni­
da al hogar y a la paz, que, en el convenio con Abraham y
en la co d a de los libros proféticos, sigue al sufrimiento
milenario, se verá también cumplida? N o ahora, no n ece­
sariamente en un tiempo secular. A q u í la letra es demasia­
do pequeña. L o mesiánico es una cláusula liberadora de
responsabilidades para ambas partes. L a previsión de la
bienaventuranza gira en torno al advenim iento del orden
mesiánico. Hasta entonces incluso la reunión en Sión es,
en su exacto sentido etim ológico latino, pro-visional; es una
previsión de cuya cierta realización la naturaleza y la tem­
poralidad siguen siendo inciertas.
No obstante, el punto crucial es éste: ni la perseveran­
cia juclía - la aceptación tradicional de una continuidad en
el ostracismo y la persecución a lo largo de la historia- ni
el absurdo, en términos racionales y geopolíticos, retorno
de un grupo étnico m o d ern o a una baldía franja de tierra
en el O riente Medio, a una franja de tierra ocupada duran­
te m ucho tiempo por otros, cuyas fronteras sólo podrían
ser las del odio, pued en entenderse fuera de la metafísica
y de la psicología de lo prescrito. La verdad de los textos
canónicos tenía que ser demostrada.
El precio de esta “teneduría de libros” (de este “atener­
se a los libros”) ha sido, literalmente, monstruoso. La idea
de que la visión nocturna del ju d ío ha traído consigo de
alguna manera, en cierta m edida secreta, los tormentos
previstos es irracional, si bien inquietante.
Esta idea nos apremia en la lectura de Kafka. Las prác­
ticas de la crítica y del estudio literarios sirven de muy poco
ante E l proceso y E l castillo, obras dotadas de una precisa y
fiel previsión ele la oficinesca2 inhum anidad de la vida de
nuestro tiempo. La explicación, la referencia a los medios
estilísticos, o al contexto literario, no hacen sino trivializar
el precedente kafkiano del m un d o de los campos de con­
centración, de la futura obscenidad que presidirá esa inti­
midad entre víctima y torturador, tal com o se expondrá en
su relato “En la colonia penitenciaria” en octubre de 1914.
Considerem os si no el uso que hace Kafka del término “sa­

2. Clerical. “Clerical, “intelectual”, “oficinesco”. A lo largo de


todo el artículo, G. Steiner juega con las tres acepciones de este
término. (N. de las T.)
bandija” en La metamorfosis de i g 1 2; el mismo sentido que,
una generación más tarde, le darán los nazis, las mismas
connotaciones. En los textos de Kafka hay un literalismo
avant la lettre de carácter revelado que hace casi inútil el
exceso de comentarios que han provocado. Incluso el ma­
gistral intercam bio de cartas sobre Kafka entre Walter
Benjamín y Gershom Scholem, que, ju n to con el ensayo de
Mandelstam sobre la lectura de Dante, posiblemente sea el
ejemplo más sobresaliente de lo que puede dar de sí el arte
de la m oderna crítica literaria, evita tocar la intrincada
cuestión de lo profético. Kafka, como ningún otro orador
o escriba después de los profetas, sabía,. En él, co m o en
ellos, la imaginación era adivinación, y la invención, una
pedante notación de la clarividencia. La miseria de Kafka,
la de la obligación de escribir, su apocam iento casi histéri­
co ante la m undana profesión de autor, son el facsímil, al
que quizá llegue conscientemente, de los intentos de los
profetas de evadir el peso intolerable de su visión, de librar­
se del mandamiento de la expresión. El “no sé hablar” de
Jeremías, la huida d e jo n á s ante la predicción, encuentran
su exacto paralelismo en la “imposibilidad de escribir, im­
posibilidad de no escribir” de Kafka. Después de que el
indecible futuro ilumine así su visión, Kafka se sabe, no
sólo en sus escritos, sino en su vida personal, postumo ante
sí mismo. Sospecho que algún matiz de esta condición ape­
nas concebible anima la alegoría más pro fu n d a que ha
producido el hom bre occidental desde las Escrituras, la de
la parábola “Ante la ley”, compuesta en noviem bre o di­
c iem b re de 19 1 4 .
En el credo de la lectura de Kafka, la experiencia ju d ía
del terror imperativo del texto es evidente:

Si el libro que leem os no nos despierta co m o si nos gol­


peara e! cráneo con los puños, ¿por qué lo leemos? ¿Para
que nos haga felices? ¡Dios mío! También seríamos felices
sin libros, o, si fuera necesario, nosotros mismos podríamos
escribir esos libros que nos hacen felices. Lo que en reali­
dad necesitamos son esos libros que caen sobre nosotros
c o m o una m aldición y nos perturban p rofu n d a m en te,
c om o la m uerte de alguien a quien amamos más que a n o ­
sotros mismos, com o el suicidio.

Es m ucho lo que podría decirse (inadecuadam ente) sobre


esa oposición mesmérica que existe entre “alguien a quien
amamos más que a nosotros mismos” y “suicidio”; sobre el
descubrimiento de Kafka implícito en sus palabras, según
el cual el suicidio es siempre el asesinato del “o tro ”, de
aquel a quien “amamos más que a nosotros mismos” y está
dentro de nosotros. Lo que resulta diáfano en esta famosa
sentencia es la necesidad paradójica, el yo puesto a prueba
ante la destrucción propio de la visión y experiencia del
libro del pueblo jud ío.
Los libros indispensables, aquellos que hacen aún más
mella en nosotros que la muerte de un ser querido, forman
el sílabo de lo jud aico . L o que tienen en com ún, lo que
pone en relación los raros ejemplos seculares con lo canó­
nico, es sin duda su condición de mikra, una llamada y una
citación judicial para la humanidad. Estos libros nos llaman
una y otra vez. La form a en que nos golpean la cabeza con
los puños nos obliga a m antener los ojos abiertos.

Nothing can erase Üiis nighl


bul there’s still lighl wilh you.
AlJerusalem’s gate
a black sun has úsen.

The yellow one frighlens me more.


Lullaby, lullaby, Israelües
have buried, my molher
in the bright temple.

Sonieivhere oulside gra.ce,


xuilh no priests lo lead Ihem,
Israelües have sung the requiem over her
in the bright temple.

The voices of Israelües


rang ont over my molher.
I zvolte in the eradle, dazzled
by the black sun.

[Nada pued e borrar esta noch e


p ero todavía hay luz contigo.
A las puertas de Jerusalén
se ha levantado un sol negro.
El sol amarillo me asusta más.
Nana, nana, los israelitas
han enterrado a mi madre
en el templo luminoso.

En algún lugar fuera de la gracia,


sin sacerdotes que les guiaran,
los israelitas han cantado el réquiem sobre su cuerpo
en el templo luminoso.

Las voces de los israelitas


resonaron sobre mi madre.
Me desperté en la cuna, deslum brado
p or el sol negro.]

Este poem a de Mandelstam se titula “Sol n e g ro ”. Al desco­


nocer el ruso - la traducción inglesa es de Clarence Brown
y W. S. Merwin-, es muy poco lo que puedo decir sobre él,
sobre las fuentes de su encantamiento. Es más, es posible
que en estos cuatro cuartetos haya ecos esotéricos de
simbolismo apocalíptico y escatológico ruso sólo accesibles
al conocedor. Esto es lo que sucede a m enud o con las dos
grandes voces del posjuclaísmo ruso (el bautizado, pero
j u d ío en la memoria), Mandelstam y Pasternak. No obstan­
te, la fuerza y la universalidad de la llamada del poem a son
tales que debem os escucharlas com o mejor podamos.
Ciertos temas se declaran por sí mismos. En la poesía y
en la ficción rusas, en la incomparable articulación del “ais­
la m ien to ” de la tradición política y psicológica rusa de
409
Pushkin y Dostoievski, las “noches blancas”, especialmen­
te en San Petersburgo, son emblemáticas. El “sol n e g ro ”
del poem a de Mandelstam, que tiene su preced ente en
Baudelaire y en Nerval, vuelve del revés las febriles noches
blancas. El am anecer negro responde al blanco crepúscu­
lo. Más siniestra aún para el poeta es la luz del día: “El sol
amarillo me asusta más”. En la poesía de Paul Celan sobre
la destrucción del pueblo ju d ío europeo, una poesía que
por medio del eco y de la alusión incorpora a m enud o la
de Osip: Mandelstam, el “sol amarillo” se habría converti­
do (un sol que sigue siendo el mismo si nos referimos a él
en la actualidad) en la estrella amarilla de los condenados.
En el “sol n e g ro ”, igual que sucede en gran parte de la
poesía elegiaca y filosófica posterior a los Proverbios y al
Eclesiastés -es este último texto el que parece actuar sutil­
mente en los versos de Mandelstam-, se produce una inter­
acción entre “cu n a ” y “tum ba”. La canción de cuna está
entretejida con el réquiem. El nacimiento del niño es siem­
pre, en un sentido banal, el final de la maternidad. Por otra
parte, la muerte de una madre es el renacimiento de un
niño, pero un renacim iento a la soledad adulta, al más
definitivo de los exilios, el de la identidad y el recuerdo
compartidos. De este exilio psíquico y somático no puede
haber regreso.
El exilio parece encontrarse en el corazón latente del
poem a de Mandelstam. Los israelitas entierran a la madre
del narrador en el “templo lum inoso”, un escándalo o ab­
surdo ritual. Hacen esto, “En algún lugar fuera de la gra­
cia,/sin sacerdotes que les guiaran” . Es evidente la alusión
al enterram iento en tierra no consagrada, un tema más
pagano o cristiano que ju d ío . N o obstante, en un sentido
más amplio, la sentencia habla más del ostracismo. No un
kaddish, sino un réquiem. En la Diáspora, un ju d ío carece
de hogar incluso en la muerte. El ni ño es despertado por
las voces exiliadas de Israel, es despertado al terror apoca­
líptico. El sol que le deslumbra es un sol negro que se ele­
va “A las puertas de Jerusalén”. Podem os leer esta imagen
de dos maneras al menos. Las puertas están cerradas para
el exiliado y/o al m ediodía una negrura entrará a través de
ellas en la ciudad.
El poem a de Mandelstam está fechado en i g i 6. El pue­
blo ruso judío había c o n o cid o la masacre en un pasado
muy reciente, y el llamado m u n d o civilizado estaba en gue­
rra. Ni la pesadilla bolchevique-estalinista ni el torbellino
levantado por Hitler eran visibles todavía. N o obstante,
Mandelstam se despierta y despierta a su lector a la clara
visión del n o cturno am anecer que se avecina. Él sabe de
antemano: un conocim iento que se verá confirm ado por
su propio y terrible sufrimiento, por su propia y terrible
muerte.
Igual que en Kafka, nos encontram os ante una intimi­
dad inextricable entre lo imaginado y lo previsto. No sólo
Amos, también otros m uchos maestros rabínicos han con­
jetu ra d o que todo ju d ío , cuando es totalmente receptivo a
la palabra de Dios, a la oración viva de la Torá, está en un
estado propicio para la profecía y la revisión. Hasta cierto
punto, el juclío participa del hecho de que Dios recuerda
el futuro.
De nuevo la cuestión importuna. Si la profecía es tan
aguda y penetrante, ¿no prepara, cuando no provoca, su
cumplimiento? ¿Podría haber cierta (incomprensible) cul­
pabilidad en la anunciación? (En el museo de Bruselas, hay
un an ó n im o “primitivo” que representa la A nunciación;
detrás ele la cabeza inclinada, abrumada, de la Virgen, cuel­
ga un p e q u e ñ o cuadro de la Crucifixión.) ¿Deberá el tex­
to m andar toda la vida en el caso del judaism o? ¿Quizá el
h ech o sigue a la orden hum ilde pero también sangrienta­
mente? En sus m om entos más elevados, la escritura secu­
lar jud ía, cuand o por fin surge de la textualidad litúrgica y
e x eg é tica y del m onopolio del gueto, implica, desde Heine
hasta Celan, una clarividencia y una culpabilidad reforza­
das sobre el cumplimiento.
El guardián de los libros no es sólo quien custodia y
certifica con su carne atormentada la profecía. El guardián
de los libros es un intelectual. El misterio y las prácticas de
la intelectualidad son fundamentales en eljud aísm o. Nin­
guna otra tradición o cultura ha otorgado un aura com pa­
rable a la conservación y a la transcripción de textos; en
ninguna otra ha habido una mística de lo filológico equi­
valente. Esto es particularmente así en la praxis ortodoxa,
d o n d e una sola errata, la transcripción equivocada de una
sola letra, entrañan su eterna exclusión del rollo o la pági­
na pertinente de los libros sagrados; es particularm ente
cierto, en el mismo nivel de intensidad literalista, en tocia
la teoría y en todas las técnicas de la Cábala, en el escruti­
nio exhaustivo cabalístico de la única letra hebrea en cuya
forma y d enom inación gráfica están inscritas de forma in­
cisiva múltiples energías del significado.
La disputa con el helenismo y con la gnosis cristiana es
profunda. En el ju d a ism o la letra es la vida del espíritu;
para el cabalista la letra es el espíritu. De ahí los ideales in­
telectuales, el código intelectual que atañe a la observación
y transmisión de los textos en la historia del exilio de los
judíos. De ahí la intelectualidad de la casta rabínica en el
gueto y en la Státte. Decir de esta textualidad y esta escritu­
ra extáticas -am bas son com pletam ente instrumentales en
la profesión de Kafka y en la vocación de Kafka- que eran
un sustituto ele los actos políticos y sociales prohibidos a los
judíos; decir de la naturaleza “de escribiente” de la super­
vivencia judía que era un sustituto inhibidor de la secular
pro d u cció n artística e intelectual, es un cliché fácil. La
cuestión es que las técnicas y la disciplina de fidelidad al
texto, a m en u d o alucinatorias, la mística de la fidelidad a
la palabra escrita, la reverencia otorgada a sus expositores
y a sus transmisores, co ncentraro n en la sensibilidad
ju d a ica fuerzas y formas de pureza únicas y de propósito
desinteresado.
Ésta es la razón por la cual tantos hombres y, más re­
cientem ente, mujeres de raza ju d ía están tan próximos a
la inteligencia m oderna. Ésta es la causa que justifica la
provocativa preem inencia de lo sjud ío s en la m odernidad
tanto en el terreno humanístico com o en el científico. El
genio “libresco” de Marx y de Freud, de Wittgenstein y de
Lévi-Strauss, es un despliegue secular del largo aprendiza­
j e en el comentario abstracto y especulativo, así com o en
la condición de empleado del legado exegético (cuando,
simultáneamente, se producía una revuelta psicológica y
sociológica en contra de éste). La presencia jud ía, a m enu­
do abrumadora, en las matemáticas, en la física y en la teo­
ría económ ica y social modernas es heredera directa de esa
abstinencia de lo aproximativo, de lo m undano, que cons­
tituye el eihos del intelectual.
Bajo la persecución romana, Akibah hizo de su refugio
un “lugar” o “casa del libro”. Un sistema de valores secu­
larizado, aunque estrecham ente ligado a esta situación,
haría de la com unidad ju d ía centro-europea y de su res­
plandor crepuscular am ericano el corazón intelectual y
espiritual de la modernidad. Praga, Budapest, Viena, Le-
ningrado, Frankfurt y Nueva York han sido las capitales
judías de nuestra época, pero también las capitales tout
court. En ellas los empleados, los adictos a la palabra y al
teorema, los soñadores exactos después de Einstein, han
dirigido y “danzado” la vida de la mente; pues en ese movi­
miento de la danza ante el arca en la cual se guarda el tex­
to de la Ley reside el antiguo núcleo de la consciencia
judía.
Según una creencia cabalística y hasídica, el mal se in­
trodujo en nuestro m undo a través de la hendidura crea­
da por el fino trazo de una sola letra equivocada, y el
sufrimiento del hom bre, especialmente el de los judíos,
nace de la transcripción errónea de una sola letra o de una
sola palabra cuando Dios dictaba la Torá a su escriba elec­
to. Esta siniestra fantasía refleja a la perfección la clave de
la erudición; define al ju d ío com o alguien que sostiene per­
m anentem ente un lápiz o una pluma en la m ano mientras
lee, alguien que en los campos de la muerte (com o suce­
dió), en su camino hacia la extinción, se detiene a corregir
un error de impresión, un texto dudoso. Pero la moralidad
y la metafísica del em pleado no sólo son, no en su origen,
las de la abstracción de los pedantes y los mandarines. No
tenemos más que mirar a Spinoza para saber lo contrario.
Lo que está e n ju e g o es una política de la verdad. U na políti­
ca de esa naturaleza es en esencia socrática, y Sócrates es
uno de esos no ju d ío s de quien un pensador ju d ío tiene la
eterna obligación de estar celoso.
El m om ento socrático del pueblo ju d ío m o d ern o está
representado p o r el caso Dreyfus. Este caso obligó a los
ju d ío s a preguntarse si podían, incluso vestidos con las ro­
pas de la emancipación y la asimilación, obtener alguna vez
una ciudadanía segura en la ciudad de los no jud ío s, la
nación posnapoleónica. El caso Dreyfus confrontó, de for­
ma cruel, los ideales de justicia y consciencia hum ana con
la lealtad transcendente de la que se jactaba la nación, arro­
ja n d o una luz portentosa sobre el genio hereditariamente
anárquico del pensamiento abstracto y la búsqueda de la
verdad absoluta. Los imperativos de la razón y de la cons­
ciencia chocaron, en términos metafísicos y éticos, contra
esas convenciones de la oportunidad, o aproxim ación
moral e irresolución, sin las cuales la estructura de la socie­
dad no se sostiene. Igual que en el proceso contra Sócra­
tes, el caso Dreyfus enjuicia la polis. El cisma resultante, la
disputada victoria de la justicia individual sobre el patrio-
tismo y las razones de Estado, lisiaron no sólo a Francia - e l
redimen de Vichy, la retórica y la tácdca de perm anente
guerra civil de la política francesa son un legado directo de
este caso-, sino al mismo concepto de nacionalismo. Fiat
iustilia, pereat mundus.
Tanto el suceso co m o la lógica clel conflicto surgieron
del jud aism o, de la am bigua entrada de un pueblo acos­
tumbrado al exilio, ele una tribu peregrina que habitaba no
en un lugar, sino en el tiempo* una tribu no enraizada, sino
provista de piernas con las que se desplazó durante siglos
en la política, territorial y fundam entalm ente romana, de
la nación m oderna. Lo supiera o no, lo deseara o no - y lo
cierto es que confió desesperadam ente en lo contrario e
hizo m ucho por engañarse a sí mism o-, e lju d í o que reci­
bía una nacionalidad de sus anfitriones no ju d ío s de ad op­
ción contin uaba viviendo en un tránsito. El ju d a ism o se
define a sí mismo com o un visado para la “otra tierra” me-
siánica.
Para el erudito, para el ideal intelectual del judaism o,
esta casa en tiempo futuro no tiene por qué ser Israel. O
mejor, es un “Israel” ele la b úsqueda de la verdad. Cad a
búsqueda de una verdad moral, filosófica y positiva, cada
texto establecido e interpretado correctam ente, es una
aliyah, una bienvenida del ju d aism o a sí mismo y a su cus­
todia de los libros. Las imposiciones y la gloria de esta con­
fianza, tal com o se m odulan desde el dom inio religioso y
secular, están formuladas en L a traición de los intelectuales de
Julien Bencla, un libro ju d ío imprescindible que surgió del
caso Dreyfus.
H e red e ro de Spinoza, B en da define y ejVttfplifica 'el
mismo el fanatismo de la visión desinteresada,
nes y exactitudes extáticas que subyacen al pensamiento y
a la erudición más importantes. En el Sabbath, las bendi­
ciones pronunciadas en la sinagoga se extienden explíci­
tamente al erudito. U n a casa ju d ía en la cual no hay un
erudito o un futuro erudito entre sus hijos está presidida o
debería estar presidida por la tristeza. B en da va más allá y
se apropia del mandato de un sabio olvidado del siglo xix:

Q uien qu iera que, por la causa que fuera -fuese ésta de


naturaleza patriótica, política, religiosa, e incluso moral-,
se permitiera la m e n o r m anipulación o tergiversación de la
verdad deb erá ser expulsado de la nóm ina de los eruditos.

Prestemos atención a la tranquilidad con que se expone


este feroz m andamiento. Prestemos atención también al
ord en ascendente en el que se e n u m eran las apologías
condenadas. El patriotismo, el am or y la defensa de la tie­
rra natal - d e la m República amenazada de invasión por
A le m a n ia -, o c u p a la posición más baja en esta lista ele
excusas no válidas. D espués viene la lealtad política, la
eficiencia, ese sentido práctico del compromiso cívico y del
instinto gregario que Sócrates y Spinoza rechazan. Q ue la
ciudad y la nación perezcan antes de que el intelectual co­
meta “la m e n o r” infracción. N inguna de éstas es la tierra
natal de su ser, lo cual es cierto. Si la verdad no puede per­
mitirse un asentamiento natural, incluso la religión debe
rendirse. La “m oralidad” ocupa la posición más elevada de
la lista, aunque también debe dejarse a un lado. Este re­
querimiento constituye un terrible edicto (Kierkegaard lo
repudiará tajantemente). D onde Kant postulaba una coin­
cidencia transcendente entre lo ético y lo cognitivo, Benda
sabía que puede haber casos de conflicto irreconciliable
entre la ética y la persecución del conocimiento: en la físi­
ca nuclear, en la genética, en los hallazgos del psicólogo y
del escritor sobre la naturaleza del hombre. Si retrocede
ante la pura cacería de la verdad, si la oculta o se aparta de
ella, el intelectual traiciona su llamada, está ausente de la
mikra -Platón habla del grito del cazador cuando ha aco­
rralado una verdad-, incluso cuando esta cacería puede
comportar su propia destrucción o la de su comunidad.
Es aquí donde el credo de Spinozay el de Kafka coinci­
den con la conducta de Sócrates. Un verdadero pensador,
un pensador de la verdad, un erudito, debe saber que nin­
guna nación, ningún cuerpo político, ningún credo, nin­
gún ideal moral o ninguna necesidad, aunque en ella fuera
su propia supervivencia, pueden excusar una mentira, un
voluntario autoengaño o la manipulación de un texto. Este
convencimiento y su observancia son su tierra natal. Es la
lectura falsa, la errata, lo que le convierte en un ser sin
hogar. U n ju d ío alcanza la madurez, es admitido en la his­
toria del judaism o, el día en que por primera vez es llama­
do, literalmente, al texto, el día en que es llamado a leer y
le es permitido leer correctamente un pasaje de la Torá.
Esta llamada entraña, en un grado de mayor o m eno r in­
tensidad, en un grado mayor o m eno r de conciencia per­
sonal, un compromiso con la intelectualidad de la verdad,
con la búsqueda de la verdad. La adicción profética y es­
peculativa al discernimiento constituye la independencia
com o nación del judaismo. La aceptación de esta llamada,
de esta “convocatoria” - e n el sentido de alistamiento y pro­
m oción peligrosos- debe tener, tanto para el más hum ilde
de los em pleados com o para el más grande pensador, con­
secuencias prácticas (irreales).
¿Cóm o un pensador, un nativo del m undo, puede no
ser sino el más cauteloso y provisional de los patriotas? La
nación se funda en mitos de instauración y de gloria mili­
tante, y se perpetúa a sí misma por m edio de mentiras y
medias verdades (metralletas y ametralladoras). En su
m od elo del contrato social, Rousseau declaraba inequívo­
camente la existencia de una contradicción entre hum ani­
dad y ciudadanía: “Forcé de combattre la nature ou les
institutions sociales, il faut opter entre faire un ho m m e ou
un citoyen; car on ne peut pas faire á la fois l’uri et l ’autre”.
La consecuencia es rigurosa: “un patriota es duro con los
extraños, pues éstos no son sino h om bres”.
El “patriotismo” del buscador de la verdad es antitéti­
co de la opción cívica rousseauniana. La única ciudadanía
del intelectual es la de un hum anismo crítico. Éste sabe no
sólo que el nacionalismo es una especie de locura, una in­
fección virulenta que lleva a las especies a la masacre m u­
tua; sabe i también que el nacionalism o significa una
renuncia al pensam iento libre y claro y a la persecución
desinteresada de la justicia. El hom bre o la mujer que en­
cuentra sú hogar en el texto es, por definición, un objetor
consciente de la mística vulgar del him no y la bandera, del
sueño de la razón que proclam a “mi país, esté o no en lo
cierto” , del pathos y la elocuencia de la falsedad colectiva,
en la cual la nación -se trate de una tecnocracia mercantil
de consum o de masas o de una oligarquía totalitaria- basa
su p o d er y sus agresiones. El lugar de la verdad es siempre
extraterritorial; su difusión pasa a ser clandestina por las
alambradas y vigías del clogma nacional.
La disputa es tan antigua com o Israel; es la que se esta­
blece entre el sacerdote y el profeta, entre las demandas de
la in d ep en d e n cia nacional y las de la universalidad. Esta
disputa nos habla en términos irreconciliables desde Amos
y Jeremías. El ch o qu e mortal entre la política y la verdad,
entre una tierra natal inm anente y el espacio ele lo trans­
cendente, queda reflejado e n je re m ía s 36-39. El reyjo acim
toma el rollo que Dios ha dictado a su em pleado y guardián
del libro; corta las colum nas ofensivas del rollo y arroja
todo el texto al fuego (los gobiernos, los censores políticos
y los vigilantes patrióticos quem an libros). Dios instruye al
profeta: “Vuelve a tomar otro rollo, y escribe en él todas las
palabras que estaban escritas en el p rim e ro ”. La verdad se
dará a conocer. En algún lugar hay un cortaplumas, un
m im eógrafo, una prensa que los hom bres del rey han pa­
sado por alto. “Y m o ró Jerem ías en el patio de la cárcel
hasta el día en que fue tomaclajerusalén; y a llí estaba cuan­
do Jerusalén fue tom ada.” La especificación es magnífica
en significado. La ciudad real y la nación se pierden, el tex­
to y su transmisor perduran a llí y ahora. El Tem plo puede
ser destruido, los textos que albergó cantan en los vientos
que los esparcen.
El universalismo paulino era una inspirada amalgama
de la textualidad transcendente e inmaterial de los profe­
tas del ju d a ism o y del sincretismo heleno. Éste demostró
ser la am en aza más seria contra la supervivencia ju d ía ,
precisam ente por cuanto brotaba del interior ele los ele­
m entos utópicos de la tradición ju d ía (y utopia significa
n inguna parte ). Pablo de Tarso enfrentó profecía y sa­
cerdocio, ecum en ism o y territorialidad. Es muy posible
que el ju d aism o hubiese perdido su identidad, que se hu­
biese diluido en el cristianismo, si este último hubiera sido
fiel a su catolicidad judaica. Por el contrario, el cristianismo
se convirtió en una estructura política y territorial prepa­
rada, en todo respecto práctico, para servir, para santificar
la génesis y la militancia de los Estados seculares. El impe­
rialismo ideológico es inseparable de la adopción constan-
tina del cristianismo; el nacionalism o m o d ern o lleva el
sello del program a luterano. De nuevo, la verdad se que­
daba sin hogar; o, más exactamente, al (in)seguro cuida­
do del paria y el exiliado.
Este período de tiempo se extiende aproxim adamente
desde el 70 d. C. hasta 1948 d. C.
En el manifiesto fundacional y secular del sionismo, el
Judenstaat de Herzl, el lenguaje y la visión imitan orgullo-
sámente al nacionalismo de Bismarck. Israel es una nación
en grado máximo; vive armada hasta los dientes. Para so­
brevivir día a día, ha obligado a otros hombres a vivir sin
hogar, los ha convertido en seres serviles, desheredados
(durante dos milenios, la dignidad del ju d ío consistía en
ser demasiado débil para hacer que otro ser hum an o viviese
de forma tan inhóspita y difícil como él mismo). Las virtu­
des de Israel son las de la sitiada Esparta. Su propaganda,
su retórica del autoengaño, son tan desesperadas com o las
de cualquier nacionalismo de la historia. Bajo una presión
externa e interna, la lealtad se ha atrofiado dando paso al
patriotismo, y el patriotismo ha dado paso al chovinismo.
¿Qué lugar, qué excusa cabe en esa plaza fuerte para la
“traición” del profeta, para el rechazo de Spinoza a la tri­
bu? El humanismo, dijo Rousseau, es “un hurto cometido
contra la patrie". Bien cierto.
No hay ningún vicio particular en las prácticas del Es­
tado de Israel. Estas imitan ineluctablemente la simple ins­
titución de la nación moderna, las necesidades políticas y
militares por las cuales existe en medio de sus com petido­
res nacionalistas y en contra de ellos. La nación se alimen­
ta de mentiras por necesidad empírica. Al cambiar su tierra
natal, la ubicada en el texto, por otra en los Altos del Golán
o en Gaza - “ciego ” era el epíteto clarividente de ese gran
hebraísta que fue Milton-, eljudaísmo ha perdido su hogar.
No obstante, ésta es sin duda sólo una parte de la verdad.
Para muchos de los pocos supervivientes, el intermina­
ble peregrinaje a través de la persecución, la interminable
indefensión del ju d ío frente a la brutalidad y el escarnio,
no podían soportarse por más tiempo. Debía encontrarse
un refugio, un lugar de reunión físico en el cual un padre
ju d ío pudiese dar a su hijo alguna esperanza de futuro. El
regreso a Sión, el increíble valor y esfuerzo que han hecho
florecer el desierto, la supervivencia de la “Antigua Nueva
Tierra” (famosa expresión de Herzl) contra enloquecidos
excesos políticos y militares, han h e c h o de la necesidad
maravilla. La abrum adora mayoría de ju d ío s de Israel o de
ju d ío s de la Diáspora no quieren ser profetas ni intelectua­
les trastornados por alguna adicción autista o m undana a
la abstracción especulativa
i v/ al elixir de la verdad;5 tienen
un hambre desesperada de la corriente condición del hom ­
bre. C o m o todos los hombres de todas las naciones, derro­
tarán a sus enemigos antes de ser oprimidos y dispersados
por ellos. Si la dura realidad es ley, preferirán ocupar, cen­
surar, incluso torturar, a ser ocupados, censurados y tortu­
rados com o han sido durante tanto tiempo. ¿Qué fantasía
de mandarín, qué torre de marfil de la insensatez, supon­
dría que, solo entre los hombres, y después de los terribles
horrores de la destrucción que recayeron sobre él, e lju d ío
no iba a tener una tierra propia, un refugio en la noche?
C o n o zco bien todo esto y sería una gran injusticia no
reco no cer la fuerza psicológica y empírica del argumento.
Es más, ¿no se prevé, no se ordena incluso el regreso a Is­
rael en los mismos textos que he citado? ¿No es el sionis­
mo parte integral del misterio y de la condición del
jud aism o “prescrito” com o lo fueron los terribles tiempos
de la tolerancia (término de Shylock) y la dispersión?
La respuesta ortodoxa es clara: ambas corrientes de
previsión d eben cumplirse. Las prescripciones del sufri­
m iento se hicieron evidentes hace m u ch o tiempo. Tam ­
bién lo hará el regreso a la tierra prometida; pero no antes
de la hora mesiánica. La condición inestable y brutal del
actual Estado de Israel, el fracaso de Israel a la hora de
convertirse en Sión, demuestran la temporalidad falsa y
m eram ente oportuna de su restablecimiento en i 948. Los
políticos estaban rodeados de hom bres armados. N o se
veía al Mesías por ninguna parte. De este m odo, el Estado
de Israel, en su form a actual, ni cum ple ni refuta el pacto
mosaico y profético del regreso. El tiempo aún no ha lle­
gado.
Personalmente, no tengo d e re ch o a respond er a esta
cuestión. No participo de las creencias y prácticas rituales
que la sostienen. Pero es posible sentir com o real su fuer­
za intuitiva y probatoria.
La supervivencia de los ju d ío s no e ncuen tra .ningún
paralelismo en la historia. Otras com unidades étnicas y ci­
vilizaciones antiguas no m enos dotadas, no m enos cons­
cientes, han perecido, muchas de ellas sin dejar rastro. Es
difícil creer, en términos racionales y existenciales, que este
fen ó m en o único de vida continuada enfrentado a tocios los
medios destructivos concebibles no esté relacionado con la
circunstancia del exilio. El ju d a ism o ha extraído su miste­
riosa vitalidad de la dispersión, de las exigencias de adap­
tación impuestas p o r su movilidad. Irónicam ente, la
am enaza de esa “solución final” podría demostrar ser la
más grande si los ju d ío s no se hubiesen concentrado en
Israel.
No obstante, hay una idea aún más importante. U n o no
tiene que ser un fundamentalista religioso ni un místico
para creer que hay un significado ejemplar en la singulari­
dad de la resistencia jud aica, que hay cierto sentido más
allá del interés contingente o dem ográfico del entrelaza­
do de la constancia del dolor o la preservación judías. La
noción de que el terrible camino de la vida ju d ía y el mila­
gro siempre renovado de la supervivencia tendrían como
final, com o justificación, la creación de una pequeña na­
ción en el O riente Medio, aplastada por el peso militar, de
política m ezquina e incluso corrupta, chirría por su estre­
chez de miras y resulta improbable.
N o p u e d o quitarme de encim a la convicción de que
el torm ento y el misterio de la elasticidad del judaism o
ejemplifican y establecen una ardua verdad: que los seres
hum anos deben aprender a ser invitados mutuos en este
p equ eñ o planeta de la misma forma incluso en que deben
aprender a ser invitados clel ser mismo y del m undo natu­
ral. Esta es una verdad hum ildem ente cercana a nuestro
aliento, a nuestra piel, a la evanescente sombra que proyec­
tamos sobre una tierra inc re ib le metí te más antigua que
nuestra visitación, y es también una verdad terriblemente
abstracta, moral y psicológicamente exigente. El hombre
deberá aprenderla si no quiere desaparecer en el yermo
del suicidio y de la violencia.
El Estado de Israel es un intento -totalm ente com pren­
sible, en muchos aspectos admirable, quizá inevitable en
términos históricos- de normalizar la condición y el signi­
ficado del judaism o; un intento de nivelar a losjudíos con
el com ún d enom inad or de la “pertenen cia” moderna. Al
mismo tiempo, es un intento de erradicar la verdad más
profunda de la carencia de una casa en una tierra concre­
ta, de sentirse en casa en el munclo, una idea que es el le­
gado de los profetas y de los guardianes de los libros.
H oy en día, en Jerusalén, el visitante es conducido al
“Santuario de los Rollos” o, como también es conocido, a
la “Casa de los Libros Sagrados”. En este edificio exquisito
están guardados algunos de los Rollos del Mar Muerto y
ciertos papiros bíblicos de inapreciable valor. Es un lugar
de intenso resplandor, aunque quizá también de un res­
plandor un tanto sepulcral. El guía explica al visitante el
funcionam iento de un mecanismo hidráulico oculto por
m edio del cual, en caso de bom bard eo o ataque aéreo,
todo el edificio quedaría enterrado a salvo bajo tierra. Ta­
les precauciones son indispensables. Porque las naciones
viven bajo el régimen de la espada. Pero precauciones
como ésas constituyen también una barbarie metafísica y
ética. Las palabras no pueden romperse por el efecto de la
artillería, tampoco pueden vivir en refugios de guerra.
Encerrado materialmente en una tierra natal material,
el texto puede, de hecho, perder su fuerza vital, y sus ver­
daderos valores de la verdad pueden ser traicionados. Sin
embargo, cuando el texto es la tierra natal, incluso cuando
tiene sus raíces únicam ente en el recuerdo exacto y en la
búsqueda de un puñad o de errabundos, nómadas de la
palabra, no puede extinguirse. El tiempo es el pasaporte
de la verdad y su tierra natal. ¿Qué mejor hospedaje para
el judío?
A través de ese espejo, en enigma
[1 9 9 1 ]

Para R aúl Hilberg

El m om ento histórico que ha determ inado el trágico des­


tino de los ju d ío s durante los pasados dos mil años sigue
casi totalmente inexplorado, tal vez suprimido en algún
sentido freudiano. Se trata del m omento en que el corazón
del judaismo rechaza las reivindicaciones mesiánicas y las
promesas hechas por Jesús de Nazaret. y sus aliados inm e­
diatos.
Tenemos historias modernas de las tempranas e intrin­
cadas relaciones entre el judaism o del siglo 1 y las nacien­
tes com unidades cristianas, entre los com plejos usos y
tradiciones ju d ío s en el M editerráneo oriental, p o r una
parte - c o n su rica variedad de ramas fariseas, zelotes y
helenizant.es-, y, por otra, las nuevas iglesias judeo-cris-
tiana, p au lina, pregn ó stica. P ero todavía nos e lu d e el
m ovimiento espiritual clave, el que hizo que los ju d ío s re­
chazaran la “buena nueva” de Jesús afirmada en su “resu­
rrecció n ”, el repudio crucial de los judíos, en una de las

* C onferen cia en el Simposio Raúl H ilberg en Burlington,


Vermont, abril de 1991.
horas más sombrías de su historia -la de la supresión de la
insurgencia nacional y la consecuen te destrucción del
T em p lo -, a reconocer, a aceptar la concordancia entre el
renacim iento h u m an o y el p erd ón divino que ofrecían el
dios-hombre de Galilea y sus apóstoles.
No tenemos docum entos, dicen los eruditos. N ijo s e fo
ni Tácito consideran el radical desafío (en el pleno senti­
do de la palabra) del acto en que lo sju d ío s repudiaron al
Hijo de Dios. Las versiones que dan los Evangelios, los
H echos de los Apóstoles y las Epístolas son por definición
polémicas y están llenas de prejuicios. Las voces rabínicas,
al menos tal y com o han llegado hasta nosotros, sólo ha­
blan después, cuand o el cristianismo, aunque todavía divi­
dido, ya ha cobrado una dinám ica ascendente; e incluso
entonces dicen muy poca cosa. El hiato es extrem adam en­
te desconcertante. Constituye un agujero negro ju n to al
centro del destino y de la historia jud íos. Recurro a esta
im agen precisamente porque se cree que los agujeros ne­
gros están cargados ele energías casi inconm ensurables,
implosivas y explosivas a la vez; porque se cree que atraen
la materia hacia su oscura compresión, pero que también,
bajo otras circunstancias, expelen un a enorm e radiación.
Tanto la confluencia com o la violenta dispersión tienen su
evidente contrapartida en la experiencia del jud aism o des­
pués ele Jesús. Y el origen es esa hora, m ediado el siglo del
ministerio y la muerte de Jesús, de la que, según parece,
sabemos tan poco.
¿Por qué losjudíos o, para ser más exactos, el judaismo,
en la m edida en que podem os definirlo en relación con la
Torá y el Talmud, la constitución nacional y el exilio, dicen
no a la revelación? Sobre todo cuando había elementos
de peso en la Torá y en la profecía que anunciaban esa
misma revelación.
A qu í pisamos tierra conocida. No sólo el recorrido ge­
neral de la vida, ministerio y Pasión de Cristo están anun­
ciados en el Antiguo Testamento, sobre todo en los Cantos
del Siervo y en el Deutero-Isaías, también se anuncian nu­
merosos rasgos específicos. El hom bre justo del sufrimien­
to será escarnecido, azotado y colgado en el árbol de la
muerte. Se ha sostenido a m enud o que había sido anun­
ciado un nacimiento virgen -a u n q u e los hebraístas insisten
en que en este punto hay una lectura forzada y obstinada
de una frase que más bien significa “una mujer jo v e n ”-. Las
ropas del Siervo martirizado se venderán públicamente. En
Amós, el más antiguo de los textos proféticos, leemos so­
bre la venta y la traición por un puñado de monedas de
plata.
La narratología y el estructuralismo m odernos invier­
ten la relación entre estas numerosas predicciones y el
acontecimiento. Atribuyen a los autores de los Evangelios
una apropiación deliberada de esas profecías para com po­
ner ficciones de prefiguración, y así validar su reivindica­
ción clel Cristo crucificado y resucitado. Es difícil concebir
que algo así fuera evidente para lo sju d ío s o judeo-cristia-
nos del siglo i. Para ellos, el cum plim iento de las predic­
ciones precisas entrañaba una lógica natural. ¿Por qué y
cóm o iban losjudíos a negar lo que sus propios textos reve­
lados y visiones proféticas anticipaban tan concretamente?
La cuestión es más general. La investigación histórica
reciente ha vuelto palpable el clima de impaciencia apoca­
líptica y de expectación que prevalecía en aquella época.
Proliferaban los pretendientes mesiánicos. Ascetas mile­
narios, perfeccionistas del ejercicio diario de esperar li­
teralmente el final apocalíptico de la historia ju d ía , se
congregaron en el desierto y en las cuevas de los acantila­
dos en torno al Mar Muerto. En una complicada confusión
de alucinación visionaria y de política nacionalista, zelotes
de diversas ramas invocaron el Arm agedón y programaron
el advenim iento de la Sagrada Forma. El tiempo mismo
ardía de fiebre. La afirmación de Jesús sobre la inm inen­
cia del Reino de Dios, sus llamamientos a la hum anidad
para purificar sus costumbres y su espíritu y hacer frente al
terrible, transfigurador y próximo Juicio Final, encajaban
a la perfección con el simbolismo contem poráneo, con las
interpretaciones textuales y con la sensibilidad clel judais­
mo (con mayor énfasis, se nos hace saber, en Galilea y en
la abarrotada Pascua de Jerusalén). Incluso la sentencia,
blasfema en apariencia, de que Jesús de Nazaret destroza­
ría el Templo ha demostrado ser perfectamente congruen­
te con las percepciones proféticas y místicas de los actos
violentos y antinomianos que deben preceder y traernos el
escatológico advenimiento de la hora mesiánica. En la carre­
ra de Jesús había un brillante oportunismo de lo eterno.
En el corazón de esa carrera se hallan las enseñanzas
arraigadas en las parábolas y en el Sermón de la Montaña.
Com o ha sido ampliamente demostrado, estas enseñanzas
y el lenguaje específico en que están expresadas se corres­
ponden, casi punto por punto, con los principios de la Torá
y con la ética, insuperada, de los Profetas, sobre todo de
Isaías. Cuand o se alejan de la norma canónica con respec­
to, por ejemplo, a la necesidad de m antener contacto con
los publícanos y los pecadores, o con relación a la prima­
cía de las curaciones y los actos de salvación por encima de
la santidad del Sabbath, se trata de desacuerdos que no van
más allá de dudas y desafíos de observancia farisea tal y
com o los encontram os en otros judíos “liberales” o apoca­
lípticos de aquella época. Por el contrario, se podría discu­
tir que la aceptación ele las prescripciones morales y hechos
ejemplares del hom bre Jesús significara la aceptación de
un ju d a ism o purificado, compasivo y lleno ele recursos
humanos, preparándose, fortaleciéndose ante la posibili­
dad de una crisis terminal (la destrucción de la nación, la
dispersión de su p u eblo tal y co m o habían profetizado
gráficamente Jeremías, Amós, Ezequiel e incontables tex­
tos apocalípticos).
En resumen: en los puntos esenciales, y en varios nive­
les-textual, simbólico, figurativo, escatológico y, ante todo
y sobre todo, ético-, el fe n ó m e n o y la fen o m en o lo gía del
advenimiento y Pasión de Jesús encajaban a la perfección
con las expectativas, necesidades y esperanzas de losjudíos
en aquellas decisivas décadas de los siglos i y n. Y, sin em­
bargo, le negaron. L o sju d ío s - n o sabemos cuántos, no sa­
bemos la proporción pertinente del total-, claramente un
núm ero significativo de judíos, eligieron seguir siendo j u ­
díos. Para ellos, para nosotros, el Mesías no había llegado,
y los títulos conferidos a Jesús, incluso si de una manera
real o ritualizada había surgido de la casa de David, eran
espurios.
De nuevo nos preguntam os por qué. Sabiendo a la vez
que la evidencia es tan opaca que resulta imposible recupe­
rarla, y que esta pregunta, que tan rara vez se ha planteado,
define nuestra historia y nuestra presente condición, uno
se aventura a especular desde esta perplejidad auténtica­
mente dialéctica.
H abían sido demasiados: adivinos, magos, predicado­
res de caminos, illu m in a li epilépticos, heraldos de uno más
grande que habría de llegar y de la ejecución del tiempo,
conspiradores contra H erodes o Roma, fundamentalistas
ascéticos de Galilea o del desierto. Demasiados que se pa­
recían tanto a él errando por montañas y desiertos con un
puñado de partidarios más o menos fanáticos, hablando en
acertijos, con una gramática de final inminente. Figuras
c o m o ju a n el Bautista, o los sucesivos curanderos zelotes y
profetas crucificados tras provocar rebeliones locales y ri­
diculas, condenadas al fracaso. Se ajustaba demasiado al
tipo. Incluso los milagros que sus seguidores p regonaron y
em bellecieron form aban con claridad parte del conocido
guión (con la posible y profundam ente problemática ex­
cepción de la resurrección de L á z a ro ). Y así, la paradoja es
que con toda probabilidad m uchosjud íos apenas se dieron
cuenta del paso de Jesús entre ellos en aquellos días turbu­
lentos y clamorosos. Esto se ve confirm ado por la lacónica
alusión, casi al vuelo, que hallamos en Tácito. Pero tam­
bién esta hipótesis es oscura, aunque sólo sea p orque en la
p e rc ep ció n co ntem porán ea, po pu lar o educada, carece­
mos incluso de análisis tentativos de la condición de lo
milagroso. La transmutación del agua en vino, la expulsión
de los demonios, la curación de los ciegos y de los cojos,
que se consideraron mágicas, ¿fueron producto de la ha­
bilidad tradicional de un sabio o un curandero, o sospe­
chosos malabarismos que dieron pie a fundados rumores?
¿Alguien se los creyó? No tenemos respuestas para estas
preguntas vitales.
Pero co nced am o s que un a porción considerable de
dichos y enseñanzas de Jesús de Nazaret salió de su círculo
inmediato y llegó a lo sju d ío s. En ese caso podría ser que
hubiera, entre tantos mandamientos ortodoxos y edifican­
tes, algunos preceptos e inferencias gravemente escanda­
losos para las concepciones judías de la época. ¿Hay, para
un ju d ío , mayor d eber que el de ciar a sus padres un buen
entierro y decirles kaddish en voz alta y para sí mientras los
recuerda? Pero Jesús había dicho “que los muertos entie-
rren a sus m uertos”, y le había ordenado al que iba a ser su
discípulo que renunciara al entierro de su padre para se­
guirle ele inmediato. ¿Y qué decir ele la idea, en sí un m o­
m ento am biguo de los Evangelios que se resiste a la
paráfrasis, de “sentarse a la d erecha del Padre” , de ser Su
Hijo en un sentido más singular, más directamente filial
que el concedido a todos los seres hum anos que se consi­
deran hijos del Todopoderoso? ¿Podría ser éste el nodo del
escándalo y de la necesidad del rechazo? U n a vez más sólo
podem os hacer suposiciones, observando lo evasivos que
son tanto los dichos de los Evangelios com o las primeras
herejías cristianas, sobre todo el arrianismo, con el tenor
exacto de la divinidad de Jesús. Aquí, la duda o la franca
negación eran espinas afiladas.
Si leemos entre las escasas líneas concedidas a nuestro
tema en las exegesis rabínicas -líneas, si no me equivoco,
de la época medieval y no de la antigüedad-, y si escucha­
mos a los m odernos historiadores de la religión y a los an­
tropólogos culturales, emerge otro motivo. Se trata de la
repugnancia ju d ía (la palabra no es demasiado fuerte)
ante la mera idea e imagen de un dios crucificado, de un
mesías co n d en ad o vergonzosam ente a muerte. Desde el
principio, nos dicen, esta repugnancia no atenuada por un
epílogo tan inverosímil com o la ascensión desde la tumba
vacía, un epílogo del que incluso Marcos parecía sentirse
oscuramente inseguro, hizo que la conform idad con Jesús
y la reivindicación de la divinidad mesiánica para él fuesen
imposibles. Pero otra vez nos enfrentamos con problemas.
El judaism o conoce la exención de la muerte por medio
de Enoc, la milagrosa desaparición de cualquier enterra­
miento conocido por m edio de Moisés, una ascensión al
cielo por medio de Elias. Los fuertes vestigios de lo antro­
pomórfico, de la divina “fisicalidad” en la Torá, sobre todo
en el encuentro directo y carnal de Dios con Moisés, con­
tradicen la proposición de que una form a de kenosis, de
divina autoconcesión en forma hum ana, era demasiado
antropom órfica com o para encajar con las creencias j u ­
días. Y la crucifixión, que era el castigo de Roma para los
rebeldes, incluidos los que lideraban insurrecciones nacio­
nalistas y fundamentalistas en Judea, no tenía por qué im­
plicar, en sí misma, un estigma humillante.
La cuarta base para la negación sería pragmática. Las
idas y venidas del haced or de maravillas de Nazaret no ha­
bían cam biado nada. El m u n d o seguía siendo tan cruel,
caótico y corrupto com o antes. Lo mesiánico debe impli­
car una transformación escatológica. La promesa del nue­
vo reino no se había cum plido cuando Jesús murió, y las
prédicas de las primeras iglesias la suspendían o la conver­
tían en metáfora. (Inevitablemente, hay que recordar la
ingeniosa boutade de Gershom Scholem al decir que o bien
el Mesías ya había pasado entre nosotros, o bien estaba a
pu n to de hacerlo, p ero que los cambios que provocaba
eran tan leves que no notábamos ni los cambios ni su paso.)
Llay una clara fuerza en atribuir la negación ju d ía a un
atento sentido com ún. Y hay a su vez una sospechosa
circularidad en el apologético argum ento cristiano de que
el cambio provocado por Cristo pretendía ser y fue un cam­
bio interior, y que el hom bre o la mujer que abrazan el cris­
tianismo son seres renacidos y pertenecientes a un nuevo
mundo. Más resistente a la refutación es el h ech o induda­
ble de que el judaism o, en las encrucijadas críticas de su
problemática historia, ha saludado e investido de fanático
crédito a los pretendientes mesiánicos co m o Shabbetay
Tsebí, figuras cuyas pretensiones a priori y subsecuentes
actos fueron menos conmovedores, sin duda, que los clel
Hijo del Hombre.
U na vez más nos preguntamos: ¿por qué ilg>~an rifmt.o?
U n a escuela reciente de teólogos alemanes, que ha
h ech o de las relaciones entre la agonía de Cristo y la Shoah
el punto central de su reflexión, ha ofrecido un a ingenio-
sa indicación donde “in g en io ” no excluye una penetrante
gravedad. Pensadores co m o Markus Barth se han pregun­
tado si la entera constelación del j udaismo mesiánico no
posee una inherente ambigüedad. El Antiguo Testamento
y el Talmud, las enseñanzas rabínicas y el historicismo j u ­
dío están, sin duda, imbuidos de la promesa mesiánicay de
la espera del Mesías con estados de ánimo tanto angustia­
dos co m o exultantes. Pero, de hecho, psicológica e histó­
ricamente, ¿creen de verdad losjudíos en el advenimiento?
D e m odo más inquisitivo: ¿lo desean con verdadera ansie­
dad? ¿O se trata, y quizá se trató desde el principio, de lo
que los lógicos y gramatologistas llaman “un optativo con-
trafactual”, una categoría de significado que nunca tendría
realidad? U na de las imágenes que utilizan estos teólogos
-v ie n e de una celebrada bro m a de H e g e l- es la de una
adicción ontológica al periódico de la mañana. Si tienen
que elegir, lo sju d ío s prefieren las noticias del día siguien­
te, por nefastas que sean, a la llegada del Mesías. Somos un
pueblo ávidamente sediento de historia, de conocim iento
en movimiento. Somos los hijos de Eva, cuya curiosidad
primera ha m old eado la de las ciencias filosóficas y natu­
rales. En el fo nd o de su corazón, un ju d ío no pued e acep­
tar el mesiánico final de la historia, la clausura de lo
desconocido, el éxtasis eterno y el ennui de la salvación. Al
negar la condición mesiánica de Jesús, al subvertir las tem­
pranas creencias cristianas en la cercanía de lo escatológi-
co, lo sju d ío s expresaron el espíritu inquieto que m ora en
el centro de su psique. Eramos, seguimos siendo nómadas
a lo largo clel tiempo.
Es asombroso que esta lectura encaje con la tensión
dialéctica innegable que habita el pensamiento y el senti­
miento judíos. Sólo hace falta citar la insistencia de Mai­
mónides en un sentido alegórico y puramente figurativo de
la espera del Mesías, o la esforzada deconstrucción de
Franz Rosenzweig clel concepto de actualidad mesiánica.
Hay m u ch o en el ju d a ism o filosófico-historicista que ha
defendido un perpetuo advenimiento del Mesías. Las co­
rrientes contrarias no han sido menos intensas. U na y otra
vez, autoridades más ortodoxas o carismáticas han insisti­
do en la verdad concreta de lo mesiánico, han declarado
que el sufrimiento y la supervivencia de lo sju d ío s serían
un trágico sinsentido sin la esperada llegada del Mesías,
a u n q u e el tiem po y el m o d o del adven im ien to sólo los
c o n o ce Dios. El debate y las diferencias de sensibilidad
persisten. Afectan profundam ente a los grados de recono­
cimiento ju d ío del Estado de Israel, tanto dentro de la na­
ción, cuya legitim idad niegan los que siguen esperando
ritualmente un advenimiento literal del Mesías, com o en
las relaciones entre Israel y la Diáspora. O, para situar ese
debate en el contexto de estas observaciones: ¿en qué me­
dida, en qué nivel de consciencia, fue la negación ju d ía de
Jesús, en su m o m e n to y después, síntoma de un radical
com prom iso psíquico con la libertad histórica, con el
daimon creativo del destino existencial en una tierra cam­
biante?
Cada u n o de estos cinco órdenes de causalidad y la
irresoluble com plicación de la interacción entre ellos p ue­
den o 110 contar en la abstención ju d ía del Nazareno y su
nueva sinagoga, de las revelaciones y promesas que hizo y
,e.nea#nÓ: N o lo sabemos; pero lo que sabemos es esto: sea
cual fuere su motivo, esta abstención, esta obstinada disen­
sión, han marcado hasta lo más hondo las historias del j u ­
daismo y de la cristiandad. El destino que identifica a los
judíos, pero también, en un sentido más oblicuo, a los cris­
tianos, es la cicatriz indeleble que dejó esa hora de nega­
ción con el veto judío.

La falta de percepción, la absoluta ignorancia que el


autoexamen y la conciencia judíos muestran tan a m enudo
respecto a la cristología, la doctrina paulina, la soteriología
que desarrollaron Pablo y los Padres de la Iglesia, tienen
orígenes legitimados y transparentes. Tam bién hay una
dificultad más importante. El concepto de teología per se es
ajeno al judaismo. La historia revelada que identificaba al
ju d ío , las lecturas talmúdicas y midrásicas de esa historia,
son teleológicas, no teológicas en un sentido filosófico o
metafísico. El judaism o produce eminentes moralistas, vi­
sionarios, exegetas, pero muy pocos teólogos notables. La
llamada “teología del postholocausto” articula metáforas,
un merecido pathosy algunas imágenes deslumbrantes. No
es una rigurosa reevaluación teológica en sentido intelec­
tual o analítico, y ha fracasado estrepitosamente al tratar
de decidir el tema de la inhum anidad final, de la sistemáti­
ca bestialización de la especie hum ana en el eje de la in­
vestigación filosófica actual a la cual pertenece.
Sean cuales sean las razones, la falta de atención ju d ía
al Nuevo Testamento, a la literatura patrística, a las pro po ­
siciones agustinianas y de Aquino, implica un V&üsecuen-
te vacío. Porque en esos textos la crónica com o a
un espejo, en en igm a” del sufrimiento de los judíos entre
los no judíos y de la Shoah es ostensible. Permítanme ser
absolutamente claro en esto. Los exám enes positivistas de
las raíces de la Shoah y del m o d ern o antisemitismo tienen
un peso evidente. La historia política, la sociología, la his­
toria de los conflictos económ icos y de clases, el estudio,
por rudim entario que sea, del com portam iento de masas
y de las fantasías colectivas, han contribuido mucho. Pero
la suma de la com prensión empírica no nos proporciona
una percepción fundamental. No seremos, no podrem os
ser capaces, estoy convencido, de “pensar la S h oa h ”, aun­
que sea de manera inadecuada, si separamos su génesis y
su atrocidad radical de los orígenes teológicos. Seré más
específico: no podrem os c o m p ren d er la persistente psico­
sis del cristianismo, el odio a los ju d ío s (incluso donde no
queda ningún o casi ningún ju d ío ), si no discernimos en
esa patología dinámica las heridas no cicatrizadas, los es­
tigmas del “n o ” judío al Mesías crucificado. A estas heridas
no cicatrizadas, a estos estigmas podem os aplicarles, en un
sentido terrible, la sentencia de Kierkegaard de que hay
que m antener abiertas las “heridas de la posibilidad” .
Con qué facilidad olvidamos que no solamente Jesús,
sino los autores de los Evangelios y de los Hechos de los
Apóstoles, y todos sus primeros seguidores, eran judíos. El
principio de la macabra historia del odio de los ju d ío s ha­
cia sí mismos está inextricablemente entrelazado al del cris­
tianismo. Sin embargo, por lo que yo sé, y es algo que no
se ha exam inado, em piezo a pensar que el cristianismo es,
en algunos puntos fundamentales, el producto y la exter-
nalización de ese odio de losjudíos hacia sí mismos. Es algo
palpable en Marcos; incluso podem os leer com o un len­
guaje cifrado el aborrecimiento hacia sus hermanos judíos,
su decisión de acusarlos de deicidio, de corrupción, de
atrocidad y traición ante Dios. Entregar a Cristo el Mesías
a un a ejecución vergonzosa ya es bastante afrenta, pero
p e o r aún es la actitud recalcitrante de lo s ju d ío s ante la
divinidad de Cristo, su negación de la identidad y la epifa­
nía del Salvador. La traición y el crim en jud icial p u ed en
repararse con la creencia en la resurrección de Cristo y la
conversión a su promesa. Y la terca abstención de losjudíos
de semejante conversión es un deicidio perpetuam ente
renovado. La mera existencia de lo sju d ío s es una repeti­
ción del sufrimiento de Cristo; subraya el terrible hallazgo
de Pascal: que nin gú n h o m b re tiene d e re c h o a dorm ir
porque Jesús seguirá sufriendo en agonía hasta el fin del
mundo.
Pablo (declarado apóstata en la duod écim a bendición
de las dieciocho oraciones) se cuenta entre un puñado de
pensadores y escritores supremos, y casi cada una de sus
frases no sólo es pródiga en tensas eventualidades de sig­
nificado e interpretación, sino que rebosa en ellas la den­
sidad de un personaje que pu ed e haber sido, de manera
crucial, opaco para sí mismo. Puede decirse que gran par­
te de la historia occidental ha surgido de las incertidum-
bres de las Epístolas de Pablo y, en Rom anos 9-11, en
Efesios 2 y 1 Tesalonicenses, la victimización de lo sjud ío s
y la necesidad de esta victimización para las iglesias cris­
tianas cobran un carácter fatal. Sin em bargo, es tanta la
profundidad retórica y la involución psicológica de los pro­
nunciam ientos paulinos que gran parte de estos textos
catastróficos sólo permite un desciframiento discutible e
intuitivo. El hecho de que Jesús fuera ju d ío y la condición
privilegiada y escatológicam ente elegida del “pueblo de
D ios” son evidentes para Pablo. C o m o lo es la absoluta
im plicación del cristianismo en la p rofecía ju d ía y en la
crítica situación de la casa de Israel al bord e de la ruina
nacional. El de Tarso está obsesionado con la virulencia de
su propio judaism o, pasado y presente -presente en su as­
pecto renovado y milagrosamente iluminado, en la alian­
za clel renacim iento en Cristo el Judío, que el insondable
am or de Dios ha h e c h o su hijo y su ca rn e-. En algunos
m om entos, Pablo picle am or y com pasión por los judíos
“que qu ed an ” y un a alerta esperanza de la entrada de los
ju d ío s en la comviunitas aún más grande de la ecclesia. Ad­
vierte que no habrá triunfalismo por parte de los judíos
cristianos y los incircuncisos admitidos a la mesa del Señor.
Pero en otros m om entos hay inconfundibles brotes de
amenaza e impulsos más oscuros. N o hay volum en - y no
tiene fin - de comentario, de “suavización” hermenéutica,
p or sutil que sea, que pued a limar el terrible filo de la rele­
gación en Rom anos 10-11 o en i Tesalonicenses. A h ora
que el Hijo y Salvador ha llegado, “la im piedad no pesará
sobre J aco b ” e Israel será redimido, pero si, y sólo si, deja
de ser él mismo. Sólo si co m p re n d e que esa deliberada
autoexclusión de la nueva b e n d ició n hará de él un no
p u e b lo ”, un vestigio absurdo y un lamentable escándalo.
¿Pero por qué la existencia, marginal y lastimosa, de los
irreductibles “que quedaban” inquietaba tanto al Apóstol?
¿Por qué iba a suponer una feroz vejación para una cris­
tiandad que ya estaba en camino hacia el triunfo ele Cons­
tan ti nopl a?
Aquí, creo, es donde las indicaciones paulinas se vuel­
ven más agudas y consecuentes. L o s ju d ío s tienen como
rehén al cristianismo, y de hecho a la hum anidad, en la
medida en que es el objeto del sacrificio de amor y reden­
ción de Cristo. Al negarse a aceptar ajesucristo, losjudíos
“que quedan” han condenado al hom bre a la infinita rue­
da de la historia. Si losjud íos hubiesen reconocido ajesús
como Hijo de Dios, si hubieran recibido su concordato de
gracia, esa condición filial, esa donación, habrían queda­
do demostradas. El Nuevo Testamento habría aparecido
como el cumplimiento del Antiguo más allá de cualquier
reparo. La Cruz habría abolido el árbol fatal del Edén. El
rechazo de Cristo por parte de losjudíos impide el adveni­
miento del reino mesiánico. Levanta y abre a la fuerza las
voraces fauces de la historia. Exige al tiempo que pague un
rescate. En la teología de Maritain se da clara voz a esta
acusación capital. En la de Karl Barth (que se debatió du­
rante toda su vida con el enigma de “los que quedan según
la elección de la gracia”) es una agonía indecible. Aporta
las abrumadoras palabras, aunque difícilmente traducibles,
de que lo s ju d ío s y el pu eblo ju d ío están “enferm os de
Dios”, “enferm os” por su intimidad con un Dios cuyo su­
prem o acto de amor y de entrega de sí mismo a su elección
ellos decidieron rechazar o dejar en suspenso.
En la estela de la Shoah los teólogos cristianos, sobre
todo, com o ya he m encionado, en Alemania, se han esfor­
zado —claro eco de las amhip'üedarlp<;
O de Karl Barth— en
volver a definir las relaciones recíprocas entre sinagoga e
iglesia, entre supervivencia judía y cristianismo. Las prin­
cipales estrategias del argum ento resultan familiares.
La Iglesia ha “sustituido” al judaismo. Ahora, el verda­
dero elegido de Dios, el verdadero Israel, es el cristiano
plenam ente consciente de sus orígenes judíos y de su d eu­
da con la Torá y los Profetas, com pletam ente limpio de la
gran herejía marcionita que defiende que hay una absolu­
ta discontinuidad entre las Antiguas y las Nuevas Escritu­
ras. La herencia prometida de Abraham es ahora la de un
cristianismo que se extiende por todo el mundo. La segun­
da postura es la que concede a los ju d ío s que quedan un
papel especial y privilegiado en el continuo desarrollo del
cristianismo. Hay una “herencia espiritual” que para los
cristianos sólo puede derivarse del árbol de Jesé, una vali­
dación intacta del mensaje y del significado de Jesús que
se desprende de la elección de Abraham y Moisés. De un
m od o casi oportuno, la lenta conversión de los judíos al
cristianismo (ocurre, después de todo) y la terquedad de
losjudíos que siguen disintiendo demuestran que el minis­
terio de Cristo todavía no se ha cum plido, que hay más
am or por ofrecer. Hay una tercera valoración más autocrí­
tica, la de un cisma escandaloso en la Casa del Dios Único.
Un teólogo tan elo cu en te y íilosemita com o M oltm ann
insiste en que tanto el ju d a ism o com o el cristianismo son,
a causa de su separación, espinas clavadas en el costado clel
contrario. El ju d a ism o plantea preguntas al cristianismo,
siendo la más afilada la de la inalterada tragedia ele lo his­
tórico tras el supuesto advenim iento clel verdadero Mesías,
que el cristianismo no ha sido capaz, hasta ahora, de co n ­
testar de una manera adecuada. De modos que todavía son
impenetrables para la comprensión satisfactoria o la acción
terapéutica, el judaism o y el cristianismo piden la inconclu-
sión del contrario, ya sea mediante la separación, o inclu­
so el conflicto, si quieren p o n e r de manifiesto la decisión
de Dios al elegir a Su pueblo. En cuarto lugar, y aquí las
dem arcaciones han de ser más flexibles, podem os mante­
ner que la sinagoga y la iglesia son complementarias. Israel
sigue siendo la matriz de la vida y las enseñanzas de Jesús;
la misión del cristianismo es ecum énica y de divulgación.
El Mesías que esperan los ju d ío s es el mismo Mesías cuya
reaparición esperan los cristianos. La coexistencia es la pro-
existen cia , una form ulación de Markus Barth que refleja
estrechamente sugerencias similares de Rosenzweig, Baeck
y Blíber.
Cada una ele estas posturas y su superposición tienen su
implicación teológica y sus consecuencias para el com por­
tamiento. Cacla una da fe de un quid - e l de la C r u z - no
resuelto, explícito tanto en el cristianismo histórico com o
en el c o n te m p o rá n eo y, si no me equivoco, presente de
m o d o subconsciente en la cond ición del judaism o. Pero a
m iju icio ninguno de estos modelos, por convincentes que
sean, toca fondo.

Incluso com o metáfora, y las metáforas pueden ser peligro­


sas, la imagen que Pablo da de la hum anidad como rehén,
en cierto sentido, del “n o ” ju d ío a Cristo, está impregnada
de catástrofe.
A lo largo de toda mi obra, he defendido que la inicia­
ción ju d a ica al monoteísmo, ya sea en virtud de una reve­
lación divina o de un a invención antropom órfica, ha
ejercido una presión psíquica intolerable en la conciencia
occidental. El Dios de Israel, que las formulaciones mosai­
cas y proféticas habían hecho inaccesible en su abstracción
y cercano en su capacidad punitiva, intentó erradicar la
pluralidad sensual y las amables libertades del politeísmo
pagano. ¿Qué hom bre o mujer falibles pueden adecuarse
a las exigencias del Dios del Sinaí o encontrar un reflejo
de su naturaleza imperfecta y profana en la tautología de
la Zarza Ardiente, devoradora y vacía como el desierto? Por
definición, el hom bre siempre está en el error frente a la
deidad mosaica y sus imperativos de perfección. La res­
puesta a j o b es famosa por su atrocidad literalmente inhu­
mana. La hum anidad corriente sabe que el alma se quiebra
bajo el peso del am or de este Dios y de Sus mandamientos.
¿Qué ju d ío capaz de pensar y sentir no ha compartido, en
algunos momentos, el horror de Pompeyo cuando los ro­
manos se introdujeron en el sanctasanctórum del Templo
capturado y lo encontraron vacío?
Dos veces más presentó el jud aism o a O ccid en te las
gráficas reclamaciones de lo ideal. Jesús el Judío renovó y
grabó la exigencia del perfecto altruismo, de la autonega-
ción, del sacrificio y de la humildad, aunque lleven a la
muerte, que se encontraban en el monoteísmo de Moisés
y en la Ley. Pidió al hombre amor fraternal, idealismo, abs­
tenerse del orgullo y del beneficio hasta un punto que sólo
los santos y los mártires podían alcanzar. Con el constructo
de la Trinidad y de la suspensión de la Ley en nom bre del
amor, el desarrollo de historias explícitas de compensación
celestial por parte del cristianismo y sus iglesias recrea in­
tentos específicos de paganizar una herencia monoteísta y
judaica subyacente. Son tácticas de atenuación y disipación
dirigidas a hacer soportable a ese Dios de Abraham , Isaac
yja co b , que Pascal todavía invoca con una aprehensión de
Su terror original y auténtico. El híbrido de helenism o
gnóstico y judaism o que es el cristianismo, el panteón de
sus santos, reliquias palpables, indulgencias, absoluciones
confesionales y paraíso de luces de neón, dem ostró ser
maravillosamente vendible. Pero en su centro militante y
triunfante siguen pesando las exigencias nazarenas y mo­
saicas, los llamamientos a la perfección. Una y otra vez, ya
sea en el monasticismo del desierto o en Savonarola, en el
'‘temor y tem blor” de Kierkegaard o en el énfasis de Karl
Barth en el abismo que separa a Dios del hom bre, el cris­
tianismo se ha visto arrastrado hacia el ju d aism o que lleva
en su seno.
El tercero de los principales movimientos espirituales
mediante los cuales el judaism o inflige a nuestra civiliza­
ción el chantaje de la utopía es el de los diversos matices
de marxismo y socialismo mesiánicos. El marxismo es, en
esencia, un ju d a ism o im paciente. El Mesías ha tardado
demasiado en venir o, más exactam ente, en no venir. El
propio hom bre debe establecer el reino de la justicia en la
tierra, aquí y ahora. El am or debe canjearse por amor, la
justicia por justicia, predica Karl Marx en sus manuscritos
de 1844, com o un eco transparente del lenguaje de los
Salmos y los Profetas. N o hay m ucho en el programa igua­
litario del com unism o y en la econom ía de la finalidad es­
bozada en la doctrina marxista-leninista que no invocara
ya Amos, implacable, cuando anunció el anatema de Dios
sobre los ricos y el odio divino a la propiedad. D onde pre­
valeció el marxismo, incluso o sobre todo en sus modos
más brutales, cum plió aquella venganza del desierto sobre
la ciudad que resonaba con estridencia en Am os y en otros
textos apocalíptico-proféticos de retribución social. (Ni
que decir tiene que la crisis actual, el colapso concebible
de la inm anencia mesiánica marxista, afectará profunda­
m ente a los asuntos y el futuro del judaism o.)
Así que lo sju d ío s han h e c h o en tres ocasiones un lla­
m am iento a la perfección individual y social, han sido los
centinelas nocturnos que no aseguran el reposo, sino que,
por el contrario, despiertan al h o m b re del sueño de la
autoestima y de la com odidad com ún y corriente. (Freud
nos despertó incluso de la inocencia del sueño.) U na tri­
ple exacción que, a mi juicio, ha e ngen drad o en la psique
occidental odios profundos. El cristianismo no ha persegui­
do al Dios-asesino hasta el borde de la extinción en Euro-
pa desde la Edad Media, sino al “Dios h a c e d o r” o portavoz
que ha record ad o a la hum anidad lo que podría ser, o en lo
que tiene que convertirse si el hom bre ha de ser hombre.
Y así, un ser con el resplandor ético de je sú s de Nazaret
p u ed e ser llamado, de form a legítima, “Hijo del H o m b re ”.
¿Hay alguien a quien odiem os más que a quien nos pide
un sacrificio, una negación de nosotros mismos, la com pa­
sión, un am or desintei'esado que nos sentimos incapaces
de dar, pero cuya validez, a pesar de todo, reconocem os y
experim entam o s en nuestro interior? ¿Hay alguien cuya
desaparición deseemos más que quien insiste en mantener
ante nosotros las potencialidades po co realistas de la trans­
cendencia?
Ha habido en cada po g ro m o y en la Shoah una tensión
central de automutilación cristiana, un intento desespera­
do p o r parte del cristianismo y sus vástagos paganos y
paródicos co m o el nazismo de silenciar, de una vez por
todas, la m aldición de lo ideal inheren te a la alianza de
Moisés con Dios, a la h um an id ad más que h u m an a de
Isaías, a las enseñanzas de Jesús el Judío. Erradiquem os a
los ju d ío s y habrem os erradicado del O ccid ente cristiano
un insoportable recuerdo de fracaso social y moral. Existe,
en consecuencia, una horrible simetría en el hecho de que,
al instituir y permitir el m un d o de los campos de co n cen ­
tración, la civilización no ju d ía e u ro p ea se ha esforzado
para que recordar fuera insoportable para los judíos. Porque
en el jud aism o ha estado el recuerdo obsesivo y enloque­
ce d o r que el cristianismo intentó furiosam ente sofocar
dentro de sí mismo.
Pero desde la perspectiva de Pablo sobre las peculiari­
dades de la hum anidad chantajeadas por los judíos que si­
guen negando, por la simple supervivencia de este vestigio
inexplicable, podem os considerar más seriamente los giros
amenazadores. Incluso podem os seguir la lógica del llama­
m iento de Lutero al asesinato de los judíos, una vez reno­
vado su rechazo original a Cristo al rechazar la Reforma y
su sincero y ardiente ofrecimiento de un Sión recuperado
y renovado.
Allí donde las ideas religiosas y su perversión análoga
tocan el pulso de lo subconsciente, lo monstruoso no está
muy lejos. Sin embargo, tenemos que tratar de percibir con
claridad. Los hombres se han masacrado entre sí, ha exis­
tido lo que a veces se ha dado en llamar, sin demasiado ri­
gor, “ge n o cid io ”, desde el Libro de Josué hasta Pol Pot. Si
presentimos en la Shoah una singularidád, un salto “cuán­
tico” en nuestra larga crónica de inhum anidad, es porque
el asesinato en masa y la elim inación planeada, con sus
múltiples precedentes, fueron acom pañados por, y ex­
plícitam ente diseñados com o, la deshumanización de la
víctima. H abía que considerarla com o un ser menos que
hum ano. La tortura y el miedo debían reducirla a una con­
dición subhumana. En las horribles fantasías del nazismo,
los seres que mataban de hambre, que apaleaban y gasea­
ban no eran hombres, mujeres y niños, sino alimañas,
miem bros de una especie distinta a la humana. Observe­
mos la simetría simbólica. A ojos del creyente, Dios ha afir­
m ado y atestiguado, m ediante la encarn ación de Cristo,
mediante el descenso de lo divino a la form a humana, la
divinidad literal del hombre. En Cristo, el hom bre había
sido de la misma naturaleza que Dios. L o sju d ío s escarne­
cieron esta modulación. ¿No era inevitable que losjudíos,
que le habían negado la transcendencia al hom bre, sopor­
tasen la consecuencia final y lógica, convertirse en seres
menos que humanos? La Shoah y los campos de la muerte
rebajaron el frágil umbral de humanidad. Si las víctimas
fueron “deshumanizadas” lo mismo ocurrió con los verdu­
gos, cuyas intenciones y actos los redujeron a la bestialidad.
Losjud íos, en camino hacia las cámaras de gas, eran más
que chivos expiatorios. Eran, en una enferm edad que co n­
dujo a la muerte de la lógica o de la reciprocidad, la pro­
vocación a y la ocasión de la caída de sus perseguidores en
la animalidad. Tanto en su agonía com o en la bestialidad
sádica que causó esa agonía -am bas son rigurosamente in­
separables-, losjudíos son quienes ponen en tela de juicio
la creencia de que nuestra especie, el Homo sapiens, ha sido
de algún m odo creada a imagen y semejanza de Dios. Sin
lo sju d ío s no habría, no podría haber existido la cancela­
ción del hom bre que fue Auschwitz, un a cancelación pa­
ralela a la encarnada en el recuerdo ju d ío de la negación
de lo divino en Jesús. Borrón por borrón. El eclipse de la
luz sobre el G ó lg o ta y el agujero negro en la historia de la
Shoah. La oscuridad llamando a la oscuridad, y lo sjud ío s
implicados de un m odo central en ambas.

¿Qué conclusiones, aunque sean tentativas, podem os sacar


de todo esto?

El instinto me dice que los programas ecum énicos res-

450
pecto a la reconciliación de ju d ío s y cristianos pueden te­
ner algún uso social o político. Pero no veo que se funden
en absoluto sobre un h ech o teológico. “Con la total extin­
ción física de todos los ju d ío s de la superficie de la tierra
se vendría abajo
u la demostración v/ lai o rueba de la existen-
cia de Dios y la Iglesia perdería su raison d ’élre. la Iglesia se
derrumbaría. El futuro de la Iglesia radica en la salvación
de todo Israel” (M. Barth). Hay que valorar la penitente
generosidad de tales sentimientos. Pero ni Roma ni Gine­
bra, si son fieles a sí mismas, necesitan aceptarlos. La super­
vivencia de losjud íos no tiene absolutamente nada que ver
con ninguna prueba ontológica de la existencia de Dios tal
y com o la encontram os en Anselmo, A q u in o o, con un te­
nor distinto pero semejante, en Calvino y Karl Barth. H e ­
mos visto que esta supervivencia, desde el punto de vista del
historicismo y de la teleología paulina y agustiniana, es un
escándalo; en el m ejor de los casos es algo am biguam ente
recalcitrante para la interpretación, y en el peor es algo que
hay que eliminar para que Cristo pueda volver en aras de
la salvación y la gloria.
Por su parte, losjudíos no pueden superar su negación
de un Jesús mesiánico. N o pueden, por metafórica que sea
la traducción, aceptar la “entrada de Dios” en el narrador
de parábolas de Galilea y su resurrección y ascensión a una
divinidad compartida.Justo en la m edida en que losjudíos
siguen siendo judíos, estas negaciones deben mantenerse
y reafirmarse continuam ente en el h ech o existencial de la
continuidad de la vida y de la historia judías. Entonces, ¿de
qué tenemos que hablar, en realidad, si tomamos la reali-
dad por esencia? (Un “prim itivo” teocrático y profético
com o Solzhenitsin vio esto con toda claridad y no ocultó
su crislológico disgusto por los judíos.)
En segund o lugar, po d em o s conjeturar, pero hablo
desde fuera, que el cristianismo mismo está enferm o del
corazón, que se quedó lisiado, tal vez para siempre, a cau­
sa de la paradoja de la revelación y la doctrina que no sólo
g eneró la Shoah, sino los milenios ele humillación, cuaren­
tena y violencia antijudía que son su evidente telón ele fon­
do. Se siente o debería sentirse horrorizado por su propia
im agen, p o r sus fracasos fundam entales, ya fueran por
omisión o acción, en la época de la barbarie, cada vez más
consciente ele que el m olde de los campos de la muerte fue
la vieja familiaridad de la E uropa cristiana con los planos
del infierno (un concep to antitético del ju d a is m o ); el ca­
tolicismo y el protestantismo apenas se co n o cen a sí mis­
mos. O ím os sinceros llam am ientos al autoexam en, a la
revisión de una historia profundam ente viciada. Hay co n­
m ovedores intentos de otorgar un nuevo énfasis y hacer
consecuente la sustancia judía del cristianismo. Pero no se
p u ed en llevar muy lejos, si el cristianismo no desea borrar
o trivializar los principios básicos de su revelación. ¿Cómo
p u e d e haber auténtica verdad y salvación fuera de Cristo?
¿Cóm o puede aceptarse el veto ju d ío , el veto ele una m ino­
ría im potente y despreciada, de un vestigio fosilizado -u n a
im agen p erenne en las polémicas y apologías cristianas-, y
m enos aún casarlo con el credo cristiano y la vida de las
iglesias? Charles Péguy es el artífice de una desgarradora
presunción: que la agon ía física de Jesús crucificado sólo
em pieza en el m om ento en que Jesús se da cuenta de que
su infinito p o d e r de am or no pued e obtener el perdón
para Judas. No dudo de esa agonía; pero tampoco dudo de
la imposibilidad de ese perdón.
Si la cuestionamos con seriedad, la condición actual del
ju d aism o no es más consoladora que la de su herejía más
desagradecida y de mayor éxito. La noción de “aceptar el
H olocausto” es una indecencia profunda y vulgar. El h o m ­
bre no puede, no debe “aceptar” , historizar de un modo
pragmático o incorporar al consuelo de la razón la dero­
gación de lo hum an o en su propio interior. No debe em­
pañar la posibilidad de que los campos de la muerte y la
indiferencia con que los contem pló el m und o señalaran el
fracaso de un experim ento crucial: el esfuerzo del hombre
por llegar a ser totalmente humano. Después de Auschwitz,
ju d ío s y no ju d ío s se quedaron lisiados, com o si Jacob hu­
biera perdido para siempre el combate.
C o m o ya he observado, esta dolencia no ha generado
entre losjudíos una renovación filosófico-teológica (tal vez
no podía h a c e rlo ). La ortodoxia ju d ía sigue con su forma­
lismo, a m en ud o huero, con su febril atrofia en minucias
ritualísticas; peor aún: en Israel ha exacerbado la corrup­
ción y la violencia de Estado, po rque no olvidemos que
cacla vez que un ju d ío humilla, tortura o deja sin hogar a
otro ser hum ano, Hitler disfruta de un a victoria postuma.
En el jud aism o liberal, el jud aism o en general, los vientos
de desarrollo espiritual y explo ració n metafísica soplan
débiles. ¿Dónde hay ahora una “guía de perplejos” o una
voz perteneciente al registro de Spinoza, Bergson o Witt-
genstein? Con el derrumbamiento del radicalismo mesiá-
nico en todo el m undo marxista, se marchita el fértil acen­
to de cuestionamiento crítico, de inmanencia utópica. Qué
ju d ío era el escritor de la revelación cuando habló con
amargo desprecio de aquellos “cuyo aliento no es frío ni
caliente”.
Sugiero que no puede haber ningún avance interior en
el sentido del propósito ju d ío , en la com prensión del mis­
terio de su supervivencia y en las obligaciones que implica
ese misterio, a no ser que losjudíos lidien con el origen del
cristianismo en el corazón del judaismo. No sólo debem os es­
forzarnos por analizar la validez lógica, psicológica e histó­
rica de esta génesis de lo cristiano en lo ju d ío ; también
debemos buscar la claridad respecto a los lazos trágicos, y
probablemente destructivos para ambos, que desde enton­
ces unen a jud íos y cristianos o, para decirlo sin disimulos,
a víctimas y verdugos. L osjud íos están obligados a encarar,
si no a permitir o a racionalizar, la horrible paradoja de su
culpabilidad inocente, del hecho de haber sido, en la histo­
ria occidental, la ocasión, la oportunidad recurrente para
los no jud íos de convertirse en menos que hombres.
El desafío es el que nos planteó Sidney H o o k en una
entrevista que apareció postumamente. H o o k preguntó “si
realmente había m erecido la pen a”, si ía supervivencia de
losjudíos, de persecución en persecución, viviendo como
parias y cruzando el abismo del Holocausto, podía valorar­
se de manera positiva. ¿No se habían sumado demasiados
horrores, demasiado dolor? ¿No habría sido preferible que
lo s ju d ío s que quedaron después de Cristo se hubieran
unido a la m ancom unidad de la cristiandad helenística y
romana, que hubieran perdido con mayor o m eno r “nor­
malidad” su identidad y apartheid com o otros pueblos no
m enos dotados, com o los antiguos egipcios o los griegos
clásicos? La coda a estas preguntas absolutamente inevita­
bles podría ser: ¿justifica el axioma no revisado de la super­
vivencia nacional la política necesaria del Estado de Israel
en sus fronteras y, lo que es aún más grave, dentro de ellas?
¿Para qué la insaciable constancia del odio a los judíos,
para qué Auschwitz y la marca indeleble que dejó en la
m em oria jiidía, en cualquier uso responsable del pasado
por parte de un jud ío?
Me atrevo a p ro p o n e r que las preguntas de H o o k no
sólo conciernen a lo sjud ío s a los que iban dirigidas, sino a
los cristianos que establecieron su sombrío contexto. Por­
que, tras un recuerdo así, ¿qué perdón puede haber, qué
posibilidad de perdonarse a sí mismo?
Evidentemente, los temas desafían la ordenación del
sentido com ún. Parecen situarse justo al otro lado de la
razón. Son extraterritoriales al debate analítico. Cobran
sustancia en la cuestión de Dios, de Su existencia o no exis­
tencia. Podem os definir el m odernism o com o la suma de
los impulsos y configuraciones psicológico-intelectuales en
las qiie la enorm idad de semejante cuestión se experim en­
ta tan sólo de m anera espasmóclica o por medio de pálidas
metáforas. U n o se siente tentado de desear una moratoria
y futuros discursos. Nosotros, los judíos, dijimos “n o ” a las
reivindicaciones en nombre del hom brejesús, que en algu­
nas opacas ocasiones también las expresó personalmente.
Para nosotros sigue siendo un mesías espurio. El verdade­
r o :rió lia aparecido en su lugar. Y ahora, ¿quién, salvo un
puñado de fundamentalistas, espera su advenimiento, ex­
cepto en un sentido alegórico o form ulario, un sentido
am argam ente irrelevante para la continua desolación y la
crueldad de la situación humana? i Tesalonicenses 2:15
proclama a losjudíos deicidas, asesinos de sus propios pro­
fetas y, en consecuencia, “contrarios” o “enemigos de todos
los ho m bres” . El Vaticano u intentó atenuar o incluso can­
celar esa sentencia de muerte a la turbia luz de los escrú­
pulos m odernos y del Holocausto, en vista de la “solución
Hnal” que determ ina el veredicto paulino. Pero el texto no
es accidental: se halla, sigue hallándose en la raíz simbóli­
ca e histórica clel cristianismo.
¿No sería saludable para ambas partes si ahora nos que­
dáramos sin palabras?
D ebem os a prend er a persistir en alguna dispensa cre­
puscular con la dignidad y las virtudes menores que poda­
mos reunir. Si somos capaces de hacerlo, deberíam os
en ten d er nuestra situación en una historia biológicamente
breve co m o un pró lo go a una hum anidad más humana.
D icen que el más som bríam ente inspirado de todos los
h om bres que han im aginado a Dios durante el siglo xx,
Franz Kafka, afirmó: “hay abundancia ele esperanza, pero
n in g u n a para nosotros” . Lo que podem os hacer es inten­
tar oír, en esa abdicación de lo mesiánico, ya sea ju d ío o
cristiano, la prom esa de una misteriosa libertad.
L a gran tautología*
[1 9 9 2 ]

El 31 de marzo de 1992, el rey de España abolió solemne­


mente el decreto que expulsó a losjudíos del país, ese mis­
mo día, cinco siglos antes. Esta expulsión no sólo sembró
la desolación, el sufrimiento y la dispersión en la com uni­
dad ju d ía de Sepharad, marcó el final de un período único
de coexistencia espiritual e intelectual, de conocimiento
colaborativo y ele tensión informativa entre las tres princi­
pales religiones monoteístas de O ccidente. Las interaccio­
nes de co nciencia entre el jud aism o, el cristianismo y el
islam en la España y el L an gued o c medievales han demos­
trado ser irrecuperables. Hasta hoy, los vestigios materiales
de esa confluencia -las inscripciones en hebreo, latín y ára­
be, los registros conjuntos de nom bres de doctores en
Medicina o Leyesjudíos, católicos e islámicos tal y como los
encontram os en Toledo, N arbona y M ontpellier- se con­
servan para recordarnos lo que un clía fue y no ha vuelto a
ser. Las cruzadas albigenses, la expulsión de los moros y
ju d ío s de España, prefiguran el triunfo de la intolerancia}'

* C o n fe ren cia inaugural de un co lo q u io celeb rado en Cam ­


brid ge en mayo de 1992.
la masacre en la Europa cristiana. Actualmente, esta into­
lerancia y la perenne amenaza de violencia brillan otra vez
como un fuego fatuo.
Espero que esta conferencia, a su manera evidentemen­
te limitada, pueda evocar la fértil humanidad de u na armo­
nía perdida y sugiera nuevas posibilidades de comprensión
entre judíos, cristianos y musulmanes. Sin ese en ten d i­
miento, la profundidad del abismo de ignorancia}' odio no
hará más que aumentar. La m era presen cia de los aquí
reunidos es un pequeño milagro, y puede que no tan pe­
queño.
El germen de este “seminario” es el ensayo de Etienne
Gilson sobre “M aim ónidesy la filosofía del E x o d o ” , que se
publicó por primera vez en Medieval Studies, 13 ( 1 9 5 1 ) . En
este texto, Gilson lleva a cabo una aproxim ación h e rm e ­
néutica al Exodo 3, 14 en tres tradiciones de interpreta­
ción teológica: la de Áverroes, Alfarabí y Avicena; la de
Moisés Maimónides; y la de Aquino y el tomismo. El islam,
el judaism o y el cristianismo católico no sólo se encuentran
en el centro de la encrucijada de las escrituras canónicas,
se entrelazan. Porque, como muestra Gilson, Maimónides
lee a la luz de Avicena, y Tomás de Aquino, a su vez, lee a
través de la lectura que Maimónides hace de sus p re d ece ­
sores árabes. A qu í tenemos lo que un gran crítico y profe-
soi de esta universidad pidió y llamó “un em peñ o co m ú n ” .
De fo im a característicamente medieval, el argum ento
se api oxima a la revelación mediante tecnicismos metafí-
sicos y lógicos. El punto que hay que considerar es la dis­
tinción entre existencia y esencia. En su Metafísica (v m , 4),
Avicena afirma: Primus igitur non habet quidditatem. Dios, o
el Primus aristotélico, es puro ser, existencia absoluta. Los
seres creados son posibles, por lo tanto contingentes, esen­
cias. Su existencia es accidental. Es un atributo otorgado a
ellos (accidit) en virtud de la necesidad de ser, que es pro­
pia del prim er m otor y generador.
En su Guía de perplejos (i, 57), Maimónides va más allá.
Pone el acento, de m od o inflexible, en la suma unidad de
Dios. Su esencia es la de la total simplicidad. N o soporta
atributos. Para cualquier otra forma de vida, la existencia
es un accidente que acom paña a lo existente. Esta p ro p o ­
sición contra-aristotélica se deriva directam ente de Avi­
cena. Se deduce que la esencia no implica la existencia en
ningún ser causalmente creado. C o m o dice Gilson, “son
existence s’ajoute pour ainsi dire á sa quiddité”. En Dios,
la existencia es necesaria. Dios existe, pero no en virtud del
atributo de la existencia. No “tiene” existencia. Es la exis­
tencia per se.
Aquino, dice Gilson, está más cerca del teólogo ju d ío
que del filósofo árabe. Hay una estrecha afinidad entre la
afirmación de Maimónides ele que lo único que podem os
aprehen d er de Dios es el hecho de que Es y que la cuali­
dad de ese “ser” no tiene nada en com ún con el ser acci­
dental de todas las demás criaturas y la de santo Tomás en
Contra Gentiles (1, 30): “No podem os en tend er lo que Dios
es, sino sólo lo que no es y Su relación con todo lo dem ás”.
La fuente de Avicena es, probablemente, la gran tauto­
logía del E xodo (3, 14). En el caso de Maimónides, el ori­
gen es explícito. El nom bre mismo de Yahvé, junto con las
interdicciones que acarrea pronunciarlo, implica el concep­
to de total diferencia entre Dios y Sus obras. Maimónides
interpreta el Tetragrámaton com o si significase “existencia
necesaria”, ese orden del ser cuya existencia es su esencia
( Guía i, 6 1 ). Para Maimónides, el elem ento de misteriq en
la respuesta de Dios a Moisés en el episodio de la Zarza
Ardiente es la repetición del sujeto en forma de atributo.
Dios se proclama a Sí Mismo la existencia que es existencia,
y así hace al sujeto idéntico al atributo. Tal y com o lo lee
Maimónides, en la perspectiva de la suposición de Avicena,
el “Soy/Soy” del E xodo puede parafrasearse en “Ser que es
Ser”, es clecir, lo que es necesaria, com pleta y simplemente
Ser, habiendo h ech o de la existencia su esencia.
Para A quin o y sus seguidores escolásticos, haec sublimis
ventas, com o enuncia el Éxodo, se convierte en el origen
de una metafísica del ser. Gilson hace un com entario exal­
tado: “nous revivons ici l ’ un des moments les plus solennels
de la pensée occidentale, lorsque le ju d a ’i sme fit éclater le
m o n d e des substances aristotéliciennes, en soum ettant
l ’acte de leurs form es á un A cte Pur qui n ’est plus celui
d ’ une pensée qui se pense, mais celui de l ’existence en
soi” '. A través de una meditación analítica sobre un co m en­
tario juclío cuyas raíces se extienden a la filosofía islámica,
el tomismo del siglo x m (y la Iglesia occidental) afirma, de

* “Revivimos aqu í u n o de los m om en tos más solem nes del


p en sa m ien to o ccid en ta l, cu a n d o el ju d a ism o h izo estallar el
m u n d o de las sustancias aristotélicas, al som eter el acto de sus
form as a un A cto Puro que no es ya aquel de un pensam iento que
se piensa, sino aquel de la existencia en sí”.
m o d o crucial, el triunfo de la causa eficiente sobre la
finalidad aristotélica. Para Étienne Gilson, desde luego, el
paso de A quino fue el decisivo. Sólo en el tomismo nace
una nueva metafísica” , en la que la sustancia integral del
ser también es recreada enteramente en los seres creados.
Los aquí reunidos serán capaces (yo no lo soy, es evi­
dente) de aclarar el conciso argum ento de Gilson y juzgar
su valor. Lo que, para nuestros propósitos, es de obvia y
capital importancia es la “triplicidad” de la historia de los
argumentos, su form a de fundarse en un nexo islámico-
judaico-cristiano (del que Maimónides y Aquino son ple­
namente conscientes). Esta base se deriva a su vez de un
pasaje de la Torá, de un discurso-acto cuya crítica radical a
la traducción arroja una luz incom parable - o , en términos
cabalísticos, una oscuridad incom parablem ente radiante-
sobre cuestiones religiosas, metafísicas, lógicas y semánti­
cas, y sobre las estrechas relaciones entre lo religioso, lo
metafísico, lo lógico y lo semántico. Es difícil citar cual­
quier otro m om ento del lenguaje, y menos uno tan breve,
de tamaña importancia en la suma de las creencias, el pen­
samiento y la sensibilidad occidentales. Nuestra discusión
tratará sobre algunos aspectos de esta constelación.
No obstante, el Éxodo 3, 14 ofrece una tautología, en
esencia un palíndrom o circular, reversible. Las tautologías
p u ed en considerarse estrictamente formales, reflejos idén­
ticos cuya función es de definición autorreferencial. Los
algoritmos en la lógica formal, los sistemas axiomáticos en
matemáticas (los hay que consideran la totalidad de los
postulados y pruebas matemáticos un a tautología desa­
ló /
rrollada), pueden cifrar el constructo cerrado de lo tauto­
lógico. ¿Hay algún desarrollo tautológico válido, alguna
“gramática generativa” posible desde el interior de la tau­
tología, además de la famosa declaración de Gertrude
Stein “una rosa es una rosa es una rosa”?
Las observaciones que siguen no son más que p regun­
tas al margen.

Los movimientos de la tautología son inherentes a cual­


quier lenguaje; habitan los actos de nom brar y predicar.
Hay una tautología implícita en el Génesis 2, 19. Sea cual
fuere el nom bre que Adán diera a cada una de las criatu­
ras vivas, “ése es su no m b re”. Más allá incluso del “nom ina­
lismo” del Crátilo de Platón, el bautismo semántico que
hizo A d án de todos los seres orgánicos está en perfecta
armonía con su naturaleza y la define. En un discurso pre-
Caída, nom bre y objeto, significante y significado, se co­
rresponden con total exactitud. N o hay lugar para una
involuntaria incapacidad de reconocer el valor de las co­
sas. La falsedad verbal está excluida de una gramática que,
incluso con mayor precisión que en la ecuación planteada
por el joven Wittgenstein entre los límites del lenguaje y los
de nuestro m undo, traza el mapa completo del ser y de la
experiencia. Designar es uno con su correspondiente esen­
cia, su relación es tautológica. El libro cuarto, capítulo iv,
de Los viajes de Gulliver conceptualiza un lenguaje-mundo
semejante. El lenguaje de los h o uyhnh nm s co m u n ica y
conserva “información sobre los hechos”. “Decirlo que no es”
es d e s h a c e r e l le n g u a je , es cancelar su función de verdad.

.462
Cuando ya no es semejante a la realidad, el lenguaje, según
el caballo-amo de Gulliver, impide a la percepción el acce­
so a la existencialidad, “puesto que lleva a creer que una
cosa es negra cuando es blanca, y corta cuando es larga". El
discurso adánico, la posición que defiende Crátilo, el len­
guaje de los houyhnhnm s, aspiran a la tautología. El n o m ­
bre une la existencia a la esencia, la palabra al mundo, en
una relación de equivalencia. No hay arbitrariedad del sig­
no (com o en la lingüística y en los modelos de significado
m o d e rn o s ).
Sea cual fuere su profesión de racionalidad, la poesía y
la prosa al servicio de la evocación y la construcción imagi­
nada vuelven a lo adánico. El poeta nom bra de una m ane­
ra única, y hace de la palabra la cosa. Los co m po nentes
léxicos, fonéticos, sintácticos y, por supuesto, visuales clel
texto literario tienen p o r objetivo encarnar la totalidad
sensual e inteligible de lo que designan. El tropo tradicio­
nal mediante el cual la poesía aspira a la condición de la
música insinúa la deseada fusión entre medios formales y
contenido. Sólo la música es, en este sentido concreto,
tautológica consigo misma. Pero la prosa, en los mayores
logros de organización deseada, avanza en esta dirección.
Cuando un poeta norteamericano m oderno dictamina que
un “poem a no clebe significar, sino ser”, está intentando
recuperar la dinámica ontológica de los discursos-acto an­
tes de la Caída. Nos encontram os en la “pe n u m b ra ”, si me
permiten utilizar esta imagen, de la paradoja central de la
ficción, de la poiesis (una paradoja incóm oda para Aristó­
teles, que se muestra consciente de ella en Poética 6). El
propósito de la ficción es la verdad. La ficción diría el
m u n d o en su esencia, articulando, cartografiando de nor­
te a sur entre el signo y lo que es designado, incluso sus
ambigüedades. Se esfuerza en hacer las palabras y frases
traslúcidas para el ser. C o m o ésta es la tarea de hombres y
mujeres caídos, nunca pued e alcanzar totalmente su obje­
tivo. Asignar una perfecta verdad semántica a criaturas que
no son hombres fue un golpe maestro de Swift. Las “pala­
bras de la tribu” (la expresión de Mallarmé) nunca pueden
volver a ser puras. Incluso en los discursos-acto de ficción
y poesía más estrechamente “entretejidos”, las tautologías
encarnadas entre palabra y objeto hacen agua. Presentimos
una duplicidad, en el pleno sentido etim ológico y conno-
tativo de la palabra (el santo y seña actual para ese “hacer
ag u a ” y esa “du plicidad” es différence).

Las tautologías son elementales en el lenguaje natural y en


los códigos metalingüísticos com o la lógica formal y el ál­
gebra. Por tanto, han sido objeto de investigación lógica y
analítica. Se han estudiado categorías cercanas o cognadas,
com o “identidad” y equivalencia, en relación con la tautolo­
gía. El acto de exacta e inm ediata repetición o reiteración
se considera a m en u d o fundam ental para la tautología. El
tratamiento irónico y expansivo que Kierkegaard hace de
ese carácter fundam ental es bien conocido. Pero el interés
en la naturaleza y validez de lo tautológico se extiende
m u c h o más allá de la lógica y de la gramatología. El tema
ele la identidad, de la d en o m in ación autorreflexiva, de los
postulados de igualdad con lo que implican con referen-
cía a la no contradicción y al punto medio excluido, subra­
ya proposiciones centrales en la epistemología occidental.
Es, desde los presocráticos, inseparable de los argumentos
metafísicos y teológicos de los que esa epistemología, esa
lógica de articulación posible, es el rudim ento habilitante.
El postulado mediante el cual las proposiciones del tipo
A es A no son ni vacías ni triviales, sino, al contrario,
g e n era d o ra s de razón y de constructos sistemáticos de
pensamiento, puede invocarse para cimentar los criterios
occidentales de inteligibilidad. Desde Aristóteles, el princi­
pium sciendi se basa en este nodulo. El problema evidente
es la cópula. Es una exageración, aunque casi perdonable,
decir que la mayor parte de nuestra metafísica y de nues­
tra lógica filosófica ha sido un intento de situar el tenor de
necesidad, de determ inación existencial, en la cópula que
une “A ” con “A ”. ¿Cóm o el postulado formal que sirve de
principium sciendi depen de de y afirma el principium essendi
tal y com o se manifiesta en el verbo “es”? La pregunta era
tan im portante para Parm énides co m o para Frege. De
modos menos divergentes ele lo que ahora nos parece, fue
de capital importancia tanto para los argumentos sobre el
lenguaje de Wittgenstein com o para las metáforas del ser
ele Heidegger. Para nuestros propósitos en este seminario,
es im portante que observemos un a constante superposi­
ción. Las investigaciones teológicas estrictamente definidas,
las consideraciones sobre las condiciones de comunicabi­
lidad e inteligibilidad en el discurso revelado (la gramato-
logía de la inm ediatez), no pu ed en eludir la cuestión de la
cópula de existencialidad en las reivindicaciones tautoló­
gicas de identidad. De manera recíproca, la lógica, incluso
la más formal, “se da de cabezazos” contra el mysterium
irem.end.uvi de lo que Coleridge llamaba “El gran y o s o y ” .

Se podría, quizá, aventurar la observación de que esa su­


perposición es lo que señala las debilidades de una lógica
o teoría de las relaciones entre conciencia y lenguaje que
es program áticam ente materialista. A las profundidades
adecuadas, una lógica o una semántica de las afirmaciones
tautológicas de identidad se enfrenta a problemas y provo­
caciones que son, en sentido amplio, transcendentes, y que
son, en consecuencia, legítima incum bencia de la metafí­
sica y la teología filosófica.
Es difícil imaginar algo parecido a un análisis com pre­
hensivo, aunque sólo sea de los m om entos más im por­
tantes en la historia de las proposiciones de identidad
tautológicas en su labor de unir la lógica a la metafísica y la
teología. El tema, en una extensión del uso aristotélico, es
omnipresente. Su historia, el análisis de su desarrollo, iría
desde la doctrina de Parménides sobre el U n o y los Mu­
chos, y la crítica de esta doctrina que hizo Platón, hasta la
lógica aristotélica y las distinciones ontológicas entre ser y
esencia, autónom o y creado, que, como vimos, subyacen al
escolasticismo. Delimitando más estrictamente el tema, es
decir, en referencia explícita o implícita a la identidad del
primer motor y a las relaciones concebibles entre esa iden­
tidad y la conciencia humana de sí mismo (la del ego finito),
tendríamos que citar el neoplatonism o co m o fuente de
m ucho de lo que vino después. En Plotino, y en Proclo
hablando de Plotino, em pezó la historia “m o d e rn a ” del
tema. Fue Plotino el que argum en tó con mayor rigor la
tautología de la perfección de Dios sobre bases sistemáti­
cam en te form ales (cuya rep resen ta ció n más adecuada,
según A lexandre Koyré, es un a fórm ula de Cantor sobre
n ú m ero s tra.nsfinit.os) y de ilu m in a ció n metafísica. El
principio divino existe aseyperse. Su absoluto singular (for­
mulación que recoge san Agustín) es el de la perfecta iden­
tidad entre ser y esencia. En un tropo característico de
Plotino, esta perfecta “reflexión sobre sí” es a la vez cerra­
da - la tautología es la propia del círculo, la más noble y
perfecta de las figuras g eom étricas- y m otor de infinito
resplandor. Alpha es oviega.
Las corrientes especulativas más fértiles pro ceden de
las interacciones entre el neoplatonismo, el concepto de
Logos en sa n ju a n y los problemas, tanto lógicos com o epis­
temológicos, planteados por las doctrinas trinitarias. Estas
aguas se cuentan entre las más profundas del debate occi­
dental filosófico y teológico. Simplificando m ucho, lo que
está e n j u e g o es la incorp oración a un m o d elo trinitario
- o su exclusión de é l- de ese arrianismo siempre latente
en la conciencia cristiana y del que pued e que sea un dis­
tante eco la canción infantil “U n o es uno y todo es todo y
po r siempre así será”. ¿Cóm o pod em os reconciliar la
tautológica “unid ad ” que im pera en el E xod o 3, 14 con la
triplicidad de un Dios cristiano? ¿Cómo se conjuga la equi­
valencia de san j u a n entre Dios y la Palabra y la esencia en
tres aspectos de Padre, Hijo y Espíritu Santo? El oxím oron
resulta casi violento en el término “triúnico”. Había que
resolver el contraste, o pu ed e que la contradicción, con el
m onism o lapidario de la Zarza A rd iente y la insistencia
plotiniana en la unidad absoluta, si el cristianismo occiden­
tal iba a asumir la herencia vital para su propia legitima­
ción: la de Jerusalén y Atenas. Esta aporta -irresoluble
lógica o g ram aticalm ente- ¿se ha superado alguna vez de
un m od o inteligible?
El cam ino nos lleva a través de la inspirada glosa que el
Maestro Eckhart (que cita a Maimónides) hizo del Ego sum
qui sum en su com entario del Exodurn y en sus lecturas clel
Cuarto Evangelio. La investigación gramática que Eckhart
llevó a cabo sobre “el sujeto que es en sí mismo ser” (ipsum
esse) y sobre la especial situación de la prim era persona
pronom inal, que sólo en el caso de Dios significa pura sus­
tancia, se ilumina a la luz del ardiente abismo del desen­
mascaramiento tautológico de Dios. El pasaje mismo del
E xodo se ve expulsado del territorio normal del lenguaje,
com o Israel de Egipto. Este “verbo ” absoluto nace del d e­
sierto. En el acto de nombrarse a sí mismo, Dios pierde su
nom bre, o mejor, se vuelve innombrable. Sine nomine. El ego
se retira, se pierde en la totalidad del esse. Incluso el sum,
co m o dice Stanislas Bretón en su lectura de Eckhart, es “en
exceso ”, “adjonction trop hum aine á l ’infini de l ’infin itif’.
El fuego de la Zarza consum e el lenguaje natural en el
mismo m om ento del recurso suprem o de Dios a ese len­
guaje (aquí hay afinidades con las im ágenes del rayo en
Heráclito, sobre todo tal y c o m o lo interpreta Martin
H e id e g g e r). Así que, en la m edida en que lo parafraseamos
“hacia abajo”, el E xodo 3, 14 com unica de m od o simultá­
neo la co nfluencia de toda existencia en una “un icid a d ”
in con cebiblem en te com pacta y en un punto cero. Este
énfasis en la negación aumenta cuando Eckhart habla de
san Juan. Tom ando prestado un ejemplo de la cosmología
moderna, pued e que no dispongamos de evidencia direc­
ta de - n i hayamos tenido un encuentro directo c o n - las
inconmensurables energías de la presencia en un agujero
negro cuya masa central es de tal densidad que nada ema­
na de ella. Es obvio que la m anera en que Eckhart ju e g a
con un cero infinitamente contraído o Nichtigkeit dio ori­
gen, a su vez, a la m odern a teología negativa y sus metáfo­
ras de la ausencia en la esencia.
D e m anera esquemática, el intento de concordancia
entre el neoplatonism o -P ro c lo es decisivo-, el cristianis­
mo y las intuiciones ele Eckhart desem bocó en la epistemo­
logía del idealismo alemán. En la estela de la dialéctica
mística de Eckhart, de A ngelus Silesius, Fichte hizo de “A
es A ” la base inexpugnable y axiomática de la Wissenschafts-
lehre. Radicalizando el postulado cartesiano, Fichte afirma
sum ergo sum. En esta ecuación, sin la cual, según Fichte, no
puede haber percepción, ni experiencia racional de la con­
ciencia, ni posibilidad de “otorgar sentido” al m undo que
habitamos, el verbo “ser” no es un a cópula inerte, sino
m áxim am ente dinám ica y constructiva. L a tautología de
Fichte se entiende m ejor si la traducimos por “soy porque
soy”. La heroica tarea ele Fichte (com o la de Husserl) es
m antener a raya el solipsismo, demostrar que ambos extre­
mos de esta tautología fundacional son activos. En la
“metalógica” de Schelling, una tautología afirma una rela­
ción de identidad, pero esta relación transciende lo tauto-
lógico. En los puntos cruciales, el argumento de Schelling
se basa menos en componentes lógicos y gramáticos que en
la poética y en la teología. El paradigma de la creación di­
vina y los reflejos de ese paradigma en la poiesis
(Erschaffung) apoyan y sobrepasan los hallazgos formales o
analíticos. Es, según Schelling, la experiencia hum ana del
amor, en la m edida en que el amor afirma y rompe a la vez
el lazo tautológico de la conciencia de sí, el egoísm o del ego
cuando es más él mismo (“ipseidad”) y está al mismo tiem­
po más “abierto”.
Coleridge está al tanto de Fichte y de Schelling a lo lar­
go de su tratado (incompleto) de lógica. De m o d o carac­
terístico señala la fuente bíblica:

Sin referencia a ninguna autoridad religiosa o sobreh u­


m ana, el título “Yo Soy” que el legislador h eb reo atribuye
al Ser Suprem o debe despertar nuestra adm iración p or su
profundidad filosófica, y el verbo sustantivo o prim era form a
en la ciencia de la gram ática nos ofrece la m ayor evidencia
externa posible de su verdad. El verbo (verbum), la palabra,
es, de todos los térm inos posibles, el que m ejor expresa lo
que tiene que expresar, un acto, un ir, u n a m anifestación,
algo que se distingue de la m ente que va hacia la palabra, y
sin em bargo, inseparable de ella...

El acto, el ii, la manifestación” de Coleridge son una


penetrante paráfrasis del Tathandlung de Fichte.
Lo que resulta fundamental, no obstante, es el intradu­
cibie Un-grund.de Schelling (el término viene d e j a k o b

4.70
Boehm e) en las palabras de la Zarza Ardiente, el retirarse
de la definición en el m om ento de la tautología. El E xodo
3, 14 lo dice todo y no dice nada. Es una ecuación lineal
cuyo resultado es cero. Se pu ed e pensar a Dios com o reti­
rada en el autismo. El impacto de este concepto teológico
en la ecuación de H eid egger entre la verdad y la “oculta­
ción de sí revelada” (aletheia)e s palpable. También lo es con
referencia a los usos que H eid egger hace de la “nada”, de
Nichls y nic.ht.en, para representar el retirarse del auténtico
decir, del Sprache, de cualquier correspondencia con, o re­
presentación de, identidad y descripción. C o m o se ha es­
tudiado a m enudo, la ontología existencial de H eid egger
y los ejercicios filosófico-retóricos de néanlissemmt que ins­
piró, sobre todo en Francia, son secularizaciones -si es que
son e so - de la teología negativa. La Zarza sigue ardiendo,
pero en un m onólogo. N o tenemos acceso al pulso de re­
velación y clausura de su tautología.
Estos son mojones, muy posiblemente aproximados o
imprecisos, a lo largo de una de las sendas más arduas del
pensamiento analítico y transcendental. Si ahora me remi­
to a dos evocaciones o invocaciones en el siglo x x de las pa­
labras oídas por Moisés, es porque creo que la música y la
poesía tienen m ucho que decirnos sobre temas metafísicos
cuando son centrales para el cuestionam iento hum ano.

Com puesto entre mayo de 1930 y abril de 1932, el Moisés y


Aarón de Scho enberg sondea los límites clel lenguaje en el
espíritu del Tractatus. Inexorablem ente, el habla hum ana
representa e imagina. Esa representación, ese im aginar
falsifican las verdades reveladas, absolutas. En concreto, esa
falsificación a través de las imágenes viola las prohibiciones
de la construcción de im ágenes decretadas por el Dios
mosaico con la idea de que las verdades abstractas y mora­
les de la legislación divina para Israel no sean vulgarizadas
y distorsionadas. S ch o en b erg insinúa que es precisamente
esa iconoclastia del judaism o, y los lazos necesarios entre
icono y lenguaje representacional, lo que permite a la
música una función de verdad peculiar en la conciencia
judía. La música refuta las imágenes. Pertenece al orden de
la abstracción suprema, com o las verdades que acom pañan
al Dios clel Sinaí.
Esta abstracción se manifiesta ante Moisés a través de
las voces que surgen de la Zarza Ardiente. Voces -soprano,
mezzosoprano, contralto, tenor, barítono y b a jo - porque
S ch o e n b e rg intenta sugerir que sólo mediante la plurali­
dad, mediante una percepción fragmentada, puecle el oíclo
hum an o captar la unidad oculta ele la divina designación
de sí. Cuando se declara a sí mismo tautológicamente “Uno
y U n ic o ” se sitúa fuera clel alcance de la com prensión hu­
mana. S ch o e n b e rg no p o n e música al “Yo soy”, sino que
deja a Moisés desgranar la letanía de su inaccesibilidad.
Conscientem ente o no, S ch o en b erg increm enta una lista
muy semejante de epítetos en el Fedón ele Platón:

Inconcebible porque invisible;


porque inconmensurable;
porque imperecedero;
porque eterno;
porque omnipresente;
porque omnipotente.

La zarza despide a Moisés, que abandona su tierra sagrada


y secreta. La voz de Dios volverá a dirigirse a Su pueblo “a
través de cualquier cosa”. Pero no como a través ele la lla­
ma que no se consume. La kenosis del descenso de Dios a
la gramática del m und o y la inevitable metaforización de
Su presencia y Sus significados en la traducción humana
(que es siempre traición) hacen imposible una repetición
de la gran tautología en su forma original, reveladora.
Schoenberg no terminó Moisés y Aarón. La composición
acaba con el grito desesperado de Moisés:

Nadie, nadie puede expresarLo.


¡Oh, la, Palabra, la Palabra, la Palabra de la, que carezco!

Pero la condición de fragm ento nos lleva también a otra


intuición. La perfección, la totalidad explícita en la divina
tautología o postulado del ser, no está al alcance del enten­
dim iento hum an o o de su respuesta mimética.
Schoenberg trabajó en sus sakralesFragmentha.]0 la som­
bra inconfundible de una inm inente catástrofe. Muy poco
después, el recu erd o de la Zarza A rd iente y del desvela­
miento de Dios ante Moisés seria puesto en tela de juicio
de una m anera espantosa.
La figura y figuraciones de la Zarza Ardiente son inter­
lineales en la poesía de Paul Celan. C o n sus siete ramas, la
Zarza es el candelabro ritual y em blem ático del judaismo.
Sus ramitas son la imagen de unos dedos separados en ora­
ción o en un gesto desesperado. Las espinas de la zarza
hablan de sangre y coronación. Cada advertencia expresa
la pregunta de Celan. ¿Se ha consumido ya la Zarza Ardien­
te, se ha visto reducida a cenizas ju n to con la alianza que
representaba? Por algún misterio de insoportable cercanía,
¿ha ardido con tanta vehemencia que se ha convertido en
la pira de Israel? ¿O es que su constelación de llamas se ha
apagado, simplemente, condenando a losjudíos a la muda
traición y a la extinción? Estas preguntas y la respuesta de
la víctima se concentran en un poem a ya legendario por el
impacto y la exegesis que ha provocado, el “Salm o” de C e­
lan. Pero, esta vez, el tema central no es sólo la Zarza. Es,
de m odo terrible, el nombrarse de Dios, la afirmación de
la identidad'comunicada a Moisés. La Zarza y la tautología
“nominativa” se funden. Si una se ha convertido en muer­
te y falsedad, la otra también. Celan “des-nombra” a Dios
tal y como la Shoah borró los millones de nombres e iden­
tidades de sus víctimas. En este “contrasalm o”, Dios es
Niemand, un “Nadie”, un otitis en el dominio infernal de los
Cíclopes. Pero este Niemand , en la más sombría de las teo­
logías negativas, está teñido de ausencia, es un vacío de
retirada, o de impotencia, o de malevolencia gnóstica. “Ala­
bado seas, N adie” que no “conjura nuestro polvo” (donde
bespricht roza los límites de lo intraducibie, con sus densas
connotaciones en comunicación lingüística y en inquietud
o incluso rem em oración hablada, com o en un kaddish).
“Salmo” parafrasea la tautología: “No soy lo que soy” o ‘Ya
no soy lo que era”. El fuego se ha apagado y te has conver­
tido en polvo (Staub). Y entonces viene el magnífico co n­
trapunto:

Dir zuliebe wollen


wir blühn.
Dir
e.ntgegen.

Otra vez falla la traducción. Dir zuliebe, “Por tu am or”; pero


no sin una inflexión irónica, “por ti”, que nos has fallado
de un m odo insoportable. “Florecem os” Dir/’entgegen. “Ha­
cia ti”, pero, con igual fuerza, “contra ti”.
Observemos la profundidad y la capacidad ele sugeren­
cia de Celan. Los judíos, casi exterminados en los hornos,
se han convertido en la Zarza. Son sus voces, desde la Zar­
za quemada, las que im precan y des-nombran a Dios en
una terrible inversión del m om ento mosaico. La Zarza del
E xo d o tiene espinas y está en llamas, mientras que la
“contraZarza” de los campos de exterminio lleva la Nichls-,
la Niemand.sro.se (la “Rosa-Nada”, la “Rosa-Nadie”), em ble­
mas (aunque con respecto a Celan la noción de em blem á­
tico es demasiado simplista) de sangre y resurrección.
A h ora es Dios, no su interlocutor hum ano, el que abando­
na una tierra que la atroz masacre del que fuera Su pueblo
elegido ha consagrado, ha h ech o inaccesible para El.
No hay, creo, una lectura del E xodo 3, 14 más acorde
con la provocación del texto. No hay ninguna que haga
surgir con más acritud las persistentes dudas sobre una in­
terpretación positiva de la gran tautología. ¿Hasta qué pun-
to la divina autoidentificación e identificación ante Moisés
no es también una clausura, un desterrar a hombres y mu­
jeres de la inviolada autosuficiencia del creador? ¿Hay aquí
un com prom iso de continuos encuentros con el hom bre
o una despedida, una retirada a un orden de totalidad fue­
ra del alcance de cualquier entendim iento hum ano? En
mis intentos (casi ingenuos) de experimentar, de “pade­
c er” este discurso-acto del Éxoclo, me he preguntado si no
deberíamos oír en la afirmación de Dios el eco ahogado de
una infinita soledad, si la gramática de los reflejos idénti­
cos en la tautología no es la representación de una soledad
de la cual la creación, y algo aún más sombrío, el hombre,
están excluidos.
Para la voz de la Zarza Ardiente, pued e que la tautolo­
gía se haya cerrado. Para nosotros sigue abierta.
Dos gallos
^992]

para Myles y R ulh Burnyeat

Dos muertes han determinado, en gran medida, la estruc­


tura de la sensibilidad occidental. Dos casos de pena capi­
tal, de asesinato judicial, form an la base de nuestros
reflejos religiosos, filosóficos y políticos. Son dos muertes
que presiden nuestro sentido del yo metafísico y cívico: la
de Sócrates y la de Jesús. A ú n hoy seguimos siendo hijos de
esas dos muertes.
A pesar ele las incesantes investigaciones de los exper­
tos, no hemos com prend id o plenam ente los motivos ele la
ejecución de Sócrates, por convincentes y fortuitos que
sean; e intuimos que tampoco eran del todo transparentes
para quienes le cond enaron y le lloraron. La imagen que
nos hacemos ele lo ocurrido en Atenas en el 399 a. C. vie­
ne, sobre tocio, de la prosa de Platón. Sabemos, vagamen­
te, de los conflictos entre la oligarquía y el populismo,
entre retóricos o sofistas y dem agogos, que habían enerva-

* Versión extensa de un texto le íd o en una con feren cia so­


bre “C om p ren sió n , fe y narrativa” en la Library o f Congress de
W ashington D .C ., en ju n io de 1992.
do la polis y en los que Sócrates estaba, o se creía que esta­
ba, implicado. Sabemos algo de lo que pesaba sobre la ciu-
: dad que había sido de Pericles después de que la derrotase
Esparta. El agotamiento y las mutuas recriminaciones en­
venenaban el aire. Sólo con hojearlas Nubes de Aristófanes
recordaremos que Sócrates había indignado a sus detrac­
tores, que había acosado más allá de los límites de la pa­
ciencia a “ciertos pilares de la sociedad” (es obvia la
inferencia socrática en el teatro ibseniano del choque en­
tre verdad y c o m u n id a d ). En sus despiadadas prescripcio­
nes, el libro x de las Leyes de Platón nos recuerda los
terrores arcaicos pero constantemente resurgentes que la
conciencia pública ática experimentaba cara a la impiedad,
a las provocaciones racionalistas. Preguntarse sobre la or­
ganización del cosmos era una cosa -ya se habían ocupa­
do de ello Anaxim andro y Heráclito-; preguntarse por la
instrumentalidad de la convención y el discurso sanciona­
do que relacionaba a los dioses con la estabilidad cotidia­
na clel Estado era otra muy distinta.
Pero incluso si observamos la fatalidad de estas circuns­
tancias (también Eurípides sufrió esas amenazas), incluso
si tenemos en cuenta la deliberada “falta de tacto” del es­
tilo y presencia socráticos, siguen sin estar claras su sen­
tencia de muerte y la ejecución de esa sentencia. No es
accidental que la investigación clásica y la teoría política
(consideremos el impacto y el humillante legado de Leo
Strauss) produzcan una y otra vez nuevas lecturas del acon­
tecimiento, o que el debate sobre el auténtico significado
y la validez de la condena de Sócrates haya sido particular­

e s
mente vivido en estos últimos años. ¿Por qué Sócrates for­
zó hacia la muerte lo que parece haber sido al principio
una sentencia m ucho más leve, com o una multa? ¿Hasta
qué punto sus ironías, su exigencia de honores y reco m ­
pensas públicas - u n a exigencia que ironiza con la propia
iron ía - reforzaron una sentencia de muerte ante sus j u e ­
ces y ante sí mismo? ¿Cóm o debemos interpretar los varios
niveles de significado, evidentes y a la vez, quizá, esotéricos,
en la subsecuente negación de Sócrates a servirse de las
posibilidades de huida que se le ofrecieron durante su en­
carcelamiento? ¿Hay elementos auténticos que arrojen una
luz crepuscular y suicida sobre los hechos de la muerte de
Sócrates tal y com o han llegado a nosotros? (Jenofonte, un
testigo más burdo pero, en cierto sentido, más franco que
Platón, hace algo más que insinuar ese diagnóstico.)
L a elo cuen cia de la Apología, el palhos dialéctico del
Crilón, complican cualquier intento de respuesta. Los su­
cesivos personajes de Sócrates han intrigado a todas las
épocas. Sabemos de un “Sócrates socrático”, previo al Me-
nón; de un “Sócrates pitagórico-platónico” en los diálogos
de la etapa intermedia; de un “Sócrates o n tó lo g o ” en el
Sofislay en el Teeteto (el “Sócrates” de H e id e g g e r). La ausen­
cia misma de Sócrates en las Leyes tiene una sustancia im­
plícita (y L eo Strauss la hace paradójicamente “presente”).
Los presentimientos y mitos sobre Sócrates, conflictivos,
híbridos y superpuestos, se multiplican en el R enacim ien­
to, la Ilustración y la m odernidad. La posible congruencia
entre un “Sócrates histórico” y el genio dramático de la
recreación platónica es de una riqueza tan compleja que
resiste la á arrato lo gía y el análisis herm enéutico. Sólo se
puede.sostener de form a razonable una comparación: la
de las relaciones entre el Jesús de Nazaret “real” y la figura
de Cristo tal y com o surge o se consagra en los Evangelios
y H ech os del N uevo Testamento. En ambos casos, el de
Sócrates y el de Jesús, la textura de testimonio directo -ya
“memorizacla”- , de retrospección y rem odelación psicoló­
gicas, de construcción didáctica y convenciones lingüísti-
co-literarias, es de una densidad y pluralidad tan grandes
que se rebela contra cualquier hallazgo analítico seguro de
sí. T am poco debem os pasar por alto la dinámica de la in­
teracción, de los reflejos y proyecciones entre las figura­
ciones previas y las posteriores. C o m o no poseem os una
cronología exacta de los diálogos y seudodiálogos platóni­
cos, por una parte, y de los cuatro Evangelios y su fuente
putativa, por otra, sólo podem os especular. ¿De qué modo,
por ejemplo, el “Sócrates” del Gorgias incorpora o altera la
voz clel “Sócrates”, ya sea ficticio o recordado realmente,
que encon tram os en el Prolágoras? ¿Qué relaciones o
distorsiones de identidad afectan a la presentación de Je­
sús no sólo en los Evangelios Sinópticos, sino, de form a
drástica, con referencia a san Juan?
Lo que resulta evidente para cualquier estudiante de
lenguaje y poética es la presión clel despliegue literario en
las crónicas (¿“invenciones”?) de Sócrates que sucesiva­
mente nos ofrece y m odifica Platón. El Falstaff de Las ale­
gres casadas de W indsore s y no es el Falstaff de las dos partes
de Enrique w. Pero la génesis que funda este caso es casi sim­
plista si la com param os con los movimientos de verdad y
ficción, recuerdo y metamorfosis que Platón V t^ z a Dara
preservar y comunicar, a sí mismo y a nosotros, a^go¿so^g
el único individuo cuya huella en la m em oria de O cciden­
te es com parable a la de Jesús.
Sólo conozco una representación icónica de las para­
dojas e insolubilidades relevantes de la interpretación, de
los límites que el material im pone a la razón. Es un cuadro
de un maestro flam enco anónim o de estilo tardomedieval:
en la pared del fondo de la humilde vivienda de María, en
el m om ento de la Anunciación, distinguimos una cruz con
el Cristo crucificado. ¿Se detuvo Sócrates a oler o frotar
entre los dedos las hojas delicadam ente divididas del
Conium maculalum, la planta de la cicuta, en uno de sus
primeros paseos?

Ya sea en la historia religiosa o secular, en el canon “revela­


d o ” o en el m undano (el objetivo de este texto es pregun­
tarse si es posible trazar entre ambos una distinción
plausible), las “últimas palabras” de los hom bres ilustres
forman un género especial. Digo “h om bres” porque, y es
algo túrbador, casi no tenemos ejemplos de últimas pala­
bras femeninas. ¿Son las mujeres más dadas al silencio en
la hora de su muerte? ¿Es que nadie ha registrado nunca
lo que han dicho? El m o d o masculino es, por contraste,
muy rico; va de lo heroico sublime a lo prosaico, de la bre­
vedad estoica a la bravuconada florida. Tenem os sobradas
razones para pensar que esas palabras se preparan con fre­
cuencia antes de la ho ra final, que incluso en el caso de
altos personajes de los perío d o s b a rro co y neoclásico se
ensayan con anterioridad. Hay evidencias de que algunas
de las más celebradas y notables son resultado de la mala
comprensión de los que las escucharon o de la pura y sim­
ple invención hagiográfica. Aun así, hay en juego una com ­
prensión crucial. El “lenguaje animal” que es el hom bre
(esta designación se halla en el núcleo tanto de la antro­
pología hebraica como de la griega) ejerce por última vez
su hum anidad, su capacidad de definir. La muerte es el
cese del discurso. Es el punto final que puntúa el texto del
ser articulado. (¿Cómo acaba ese texto para un mudo?
¿Cuáles son las “últimas palabras” de quienes no pueden
hablar?) En el m om ento de la muerte, la gramática y la
anarquía del silencio se enfrentan cara a cara, cerrando el
círculo del significado hum ano. Y se diría que lo que da
sustancia a nuestra percepción conclusiva clel yo es el len­
guaje: no sabemos de ningún compositor cuyas “últimas
palabras” hayan sido notas musicales, ni de ningún artista
gráfico que le hablase a su muerte con un dibujo.
“Critón, le debemos un gallo a Asclepio. Paga mi deuda,
y no lo descuides.” Ese “debem os” sigue siendo tan enig­
mático com o el nous, que no se repite ni se explica, de la
primera frase de Madame Bovary de Flaubert. ¿Se identifi­
ca Sócrates con la hum anidad para recordarnos que la
muerte es la generalización más completa, que puede pen­
sarse como erradicación de la primera persona del singu­
lar? En el m om ento de la muerte, cada cual se transforma
en “nosotros” . Si es éste el intento de la sintaxis, la m odes­
tia ha resultado ser miope. En la historia y en la práctica
de la lógica occidental, Sócrates ha llegado a significar
482
“h o m b re ”. Son innum erables los silogismos y las traduccio­
nes del lenguaje natural a una notación lógico-simbólica
elementa] que usan “Sócrates” para representar al hombre.
Desde las escuelas medievales hasta Descartes y los m anua­
les m odernos, incontables colegiales y neófitos en lógica
han recitado el silogismo básico: “Sócrates es un h o m b re ./
Todos los hom bres son m o rtales./L uego Sócrates es mor­
tal”. La sentencia es ya tan m anida y familiar que ha perdi­
do su aura de atrocidad. Hasta León Shestov, el pensador
ruso del siglo x x que se o po n ía a la muerte, a nuestra ser­
vil aquiescencia ante la necesidad lógica, nadie había p ro ­
testado y señalado el terrible escándalo de la presencia
existencial de Sócrates en esta form alización de nuestra
c o n d e n a a muerte. Para Shestov, ya es bastante horrible
aplicar este silogismo primario a un perro; pronunciarlo
sin pensar sobre Sócrates es un ultraje ontológico.
Esto es lo que conocem os: el Sócrates que se dirige a
Critón, sintiendo ya có m o se acerca el frío mortal de la ci­
cuta, y elige en sus últimas palabras una primera persona
clel plural - “d e b em o s”- y un posesivo personal - “mi d eu ­
d a”- . Expresa, literalm ente, el umbral, el paso del ego al
anonimato. N o p u ed e saber (¿le habría importado?) que
el anonim ato no le ofrecerá el descanso, que la lógica y el
argum en to lógico convertirán a “Sócrates” en u n o de los
dos hom bres m enos carentes de nom bre.
Dadas la música del discurso en el Fedón y la fuerza p o é ­
tica de Platón, dada la maestría con que Sócrates do m in a­
ba cada técnica de retórica y elocuencia que exhibió a lo
largo de su vicia y su proceso -co sa que Jenofonte, tal vez
co n un atisbo ele repro ch e, llamó su megalogeria—, estas úl­
timas palabras resultan sorprendentes. Incluso la sencillez
ele W ittgenstein - “D ígales que mi vida fue maravillosa”-
licne la autorid ad inesperada y luminosa propia ele la oca­
sión. A lgun o s se han ido m aldiciendo a sus enemigos; otros
se han d e sp e d id o con un a bendición. A lgunos han inten­
tado e n c e rra r en una sim ple frase o en una sentencia
lapidaria la esencia de su carácter y de su destino (la o cu ­
rrencia ele ■Talleyrand' acerca de que el mélier de Dios es
p erdonar, la supuesta petición ele “más luz” ele G o eth e).
¿Acaso el maestro constructor del discurso occidental, sa­
b ie n d o qu e ésas serían sus últimas palabras, sabiendo,
c o m o tenem os motivos para creer, que serían recordadas
y transmitidas co n fervor, no tenía nada más grandioso,
nada más dialécticam ente estimulante que decir?

Los com entarios y explicaciones han sido variados.


Los estudiosos nos clicen que Asclepio era una deidad
recién im po rtada en el p a n teó n ateniense. Se cree que se
origin ó en el norte, quizá en M acedonia, esa región tosca,
a u n q u e política y m ilitarm ente poderosa, cuya sombra se
cern ía cada vez co n m ayor densidad sobre la cansada Ate­
nas. El gallo tam bién era algo reciente en el territorio de
la Hélacle (no hay referencias a él antes del 550 a. C.,
a p ro x im a d a m e n te ); p a re ce h a b e r llegad o desde Persia,
c o m o el m an iqueísm o y esos precursores del dualismo que
tam bién p ro c e d ía n del m u n d o persa. El dualismo, la pola­
rización de luz y oscuridad que es la base de los sistemas
m a n iq u e o y gnóstico, está estrecham ente vinculado al ga­
lio. Es difícil resumir, incluso de m o d o taquigráfico, un
capítulo tan volum inoso en el estudio de la religión com­
parativa, la mitología, el ritual y el simbolismo. El gallo es
el C h a u n te clee r de Chaucer; es el heraldo de la aurora. Si
no cacarea, dice la leyenda, no saldrá el sol. Su canto ar­
gentin o anuncia y saluda el milagro diario de la luz. Sus
proezas sexuales - e n inglés, “c o c k ” [gallo] designa el
m iem bro m a scu lin o - recrean la potencia dadora de vida
del sol, el estallido de calor que procrea la vida. En la con­
ciencia gala, el orgulloso pavoneo del gallo es el de una
nación que brilla p o r sus armas y su gloria; a su vez la pala­
bra gloire está e m parentad a con la luz del sol. A lo largo de
la práctica y de la iconografía occidentales, las plumas de
gallo han adornado los tocados de los guerreros y los aman­
tes viriles. En nuestras veletas, el gallo habla del viento y del
tiempo, dirigiend o nuestra atención hacia el cielo. Si lo
espolean, se enzarza en un feroz combate, en exhibiciones
de dom in io propias del macho.
La antítesis es que, sin em bargo, la misma criatura está
vinculada a la oscuridad y al reino de la muerte. En El
satiricón de Petronio es el bucinator, el clarín de la muerte.
En las creencias de O riente Próxim o, en ciertas ramas de
la m itología clásica y céltica, el gallo, sobre todo si es ne­
gro, está presente en los ritos funerarios y forma parte del
bestiario del m u n d o subterráneo. Su sangre figura de ma­
nera explícita en los rituales de enterram iento y sacrificio
propiciatorio de los muertos. Dioses y dem onios del mun­
do inferior han com erciado con él. Llay fábulas y cuentos
de h o rro r en que el gallo no canta al am anecer o en el
m om ento de un nuevo nacimiento, sino para anunciar la
inminencia de una muerte en la casa. No es una sorpresa
que Shakespeare recoja estos hilos antiguos y contradicto­
rios para tejer un diseño único, inquietante. Dice Marcelo
a Horacio:
Se desvaneció al cantar un Gallo..
Dicen algunos que cuando se acerca la Epoca
Que celebra, el Nacimiento de nuestro Salvador,
E l Ave del Alba canta toda la noche:
Y entonces (dicen) ningún Espíritu ronda por ahí,
Las noches son sanas, no hay choques de Planetas,
N i Liadas que cautiven, ni tienen las Brujas poder para
Hechizar;
Tan sagrado y lleno de gracia es ese tiempo.

Un ave del am anecer que canta durante toda la no ch e en


la época de la natividad de Cristo, pero cuyo canto llama
de regreso al Purgatorio a los desdichados espíritus com o
el padre de Hamlet. Un ave de alegre advenimiento que, a
la vez, y de m odo literal, es la que invoca desde y de vuelta
a la oscuridad sulfúrea de la muerte. El gallo ocupa los úl­
timos pensamientos y palabras de Sócrates. Canta para
anunciar la gracia que se desprende del nacim iento de Je­
sús. Es un frecuente heraldo de la muerte. Pisamos un te­
rreno desconcertante.
Armados con la revelación y el grito de agonía del Cris­
to resucitado, los Padres de la Iglesia, sobre todo Lactancio
y Tei tuliano, se bui laron del final de Sócrates. ¿Qué m ejor
p iu e b a que esa frase trivial de que incluso el más sabio, el
486
más éticamente inspirado de los paganos no fue, en la hora
suprema, más que un idólatra supersticioso? C onocem os el
m od o en que Sócrates recurría a su daimon - u n a palabra
que a oídos de los primeros cristianos tenía siniestras c o n ­
notaciones-. T enem os sobrados testimonios de su respeto
por el oráculo de Delfos, sím bolo del edificio entero de
falsa o diabólica profecía que la revelación cristiana destru­
yó. Y después ese gallo para Asclepio. ¿Era ésa la reflexión
de despedida de un verd a d ero maestro, de alguien que
buscaba la verdad m oral y espiritual? A dem ás, el últim o
gesto de Sócrates implicaba el sacrificio de un animal. La
doctrina cristiana, siguiendo el ejem plo de Jesús y de su
am or que todo lo abarcaba, alardea justam ente de haber
desterrado la ofrenda de animales o cualquier criatura viva
en el altar de Dios. Al hacerlo, la nueva ecdesia superó la
ética y la práctica tanto del paganismo co m o del judaism o.
Por m edio de esa sencilla pero revolucionaria abstinencia,
proclam ó una percep ció n verdaderam ente novedosa del
carácter sacro y la unidad de toda la vida creada. ¿Qué co n ­
fianza filosófica y moral pod em os depositar en un hom bre
(Sócrates) que, en el m o m en to de su muerte, quiso h o n ­
rar o apaciguar a una deidad m e n o r con un sacrificio de
sangre? No, dijeron los Padres de la Iglesia, una vez más el
Dios trinitario ha co n d en a d o la filosofía pagana más altiva
al vacío pueril, y lo ha h e c h o mediante unas palabras de sus
propios labios.
Hay una segunda línea de interpretación más g e n ero ­
sa. Sabem os que era costum bre o frecer a A sclepio una
ofrenda en agradecim iento por una curación, p o r haber-
se re cu p era d o de una enferm ed ad . Sócrates (ésta es la lec­
tura estoica y la de M ontaigne) intenta enseñarnos que la
m uerte es una maravillosa recuperación de la enferm edad
qu e es la existen cia carnal. De h ech o , según J enofonte,
Sócrates le dijo a H e rm ó ge n e s que la muerte librem ente
elegida era preferible a los inexorables achaques, limitacio­
nes y d ecrep itu d de la vejez. ¿Q ué h o m b re sabio elegiría la
irrisoria d e ca d e n c ia de cu e rp o y alma cuando pued e m o­
rir más o m enos sin d o lo r y en posesión de sus facultades?
Por tanto, d em os gracias al dios de la curación cuand o nos
p erm ile irnos con tal liviandad. Q u e el gallo que le lleva­
mos en o fren d a encarn e nuestra deuda p o r la liberación y
el co m ie n zo de una aurora verdadera y eterna; que signifi­
que nuestro razonad o consentim iento a la lógica y la b e n ­
dición de la muerte. Así, pues, el canto del gallo em puja
nuestra alma a un viaje bifrontc: a través de las puertas os­
curas y hacia el m ed io d ía elíseo. Esta dualidad impresionó
a Nietzsche, que calificó las últimas palabras de Sócrates ele
Uicherlich undfurc.htbar (“irrisorias y terribles”).
Las ironías clel Fedón so n laberínticas. El ju e g o de argu­
m entos y símbolos es múltiple, co m o en cualquier texto de
Platón. U n o de los motivos principales es la declaración del
propio Sócrates sobre su in o cen cia y su mérito público. El
h o m b re verd aderam ente piadoso es Sócrates (clice Sócra­
tes). Es él quien m ejor h o n ra a las divinidades de Atenas.
El cargo ele im piedad se aplica a los acusadores. Su oficiosa
observancia y su adhesión a gestos no pensados convierten
la religión en un a cáscara vacía. Y en el instante preciso de
su muerte inocente, Sócrates elige demostrar su m inucio­
sa piedad. Pide a C ritón que sacrifique un animal a un
nuevo culto, a una divinidad que ha entrado hace poco en
la religión de la ciudad. El gallo para Asclepio señala la
escrupulosa atención de Sócrates al ritual apropiado inclu­
so cuando, y sobre todo cuando, el contexto es nuevo y tal
vez se ha pasado por alto. “No lo descuides.” Puede que la
ironía sea profunda y sutil. Las hay parecidas en la apuesta
de Pascal por la transcendencia: incluso el más libre y sa­
bio de los hom bres añade un toque de garantía potencial
a su peregrinaje hacia la muerte. ¿Q uién sabe? Tal vez
Asclepio haga el tránsito más fácil.
Pero las im plicaciones van más allá ele la ironía. En
otros niveles, el Fedón nos invita a discriminar, con amabili­
dad no exenta de severidad, entre las numerosas y polimor­
fas deidades que encon tram os en los mitos y rituales
heredados, por una parte, y el suprem o principio, el “ Dios
d e sco n o cid o ” cuyo altar encontrará san Pablo precisamen­
te en Atenas, por otra. De este primer principio no sabe­
mos nada slrixtu sensu. En gran parte, sin em bargo, su
verdad eterna y sin cambios, su universalidad, se nos reve­
lan po r meclio del reino de las Ideas, que también son eter­
nas y no sufren cambios. En este punto nos alejamos del
Sócrates temprano para acercarnos al platonismo transcen­
dental que adoptarán Plotino, P roclo y la cristiandad
agustiniana. Sin énfasis formal, p ero de moclo inconfundi­
ble, el Fedón nos obliga a distinguir entre el politeísmo cí­
vico y poético-m ítico, tal y co m o lo encontram os en
H om ero, y los usos cotidianos de Atenas desde el Demiur­
go y la je ra rq u ía ascendente ele abstracción esbozada en el
Timeo. El recuerdo minucioso y los gestos públicos (el
sacrificio de un gallo) se deben al primero; la meditación
metafísica y los actos de fe del alma se deben a los segundos.
Asclepio es una figura pertinente en cuyo culto se re­
flejan esta distinción y el paso de un orden de sentimiento
religioso a un orden más elevado. Su inclusión en la pano­
plia ateniense parece haber estado ligada a la difusión de
las creencias y rituales órficos. Asclepio pertenece a la cons­
telación de “muerte y renacim ien to” que va asociada a
D em éter y Dioniso y a las iniciaciones miméticas a la otra
vida que practicaban sus adeptos. Así que la última exhor­
tación de Sócrates puede entenderse como un intento de
señalarnos los pasos que hemos de dar si queremos avan­
zar desde la imaginación religiosa ingenua y las obligacio­
nes rituales de Critón (que no es un filósofo) para llegar al
reino de las Formas eternas y de su creador tal y com o es­
tán a punto de revelarse a Sócrates. C om o casi siempre esta
orden socrática es semejante a j a n o , apunta a una doble
dirección y a una doble capacidad de recepción. Ésta es,
en esencia, la interpretación de san Juan Damasceno. El
canto de agonía del gallo acompañará al alma filosófica en
su viaje desde un Hades más o menos material hasta la luz
pura y absoluta del Logos. “D ebem os” incluye cortésmente
a Critón y a Sócrates en un movimiento compartido. El “yo”
nos habla de percepciones y expectativas que se revelan al
iluminado.
C om o prescribía la ley, Sócrates murió a la puesta del
sol; e invocó, en su último aliento, al ave cuyo canto pro-
- clama el amanecer. No hay ejemplo más claro de dialécti­

c o
ca. En el Banquete, el gallo despierta a Aristodem o de un
sueño ebrio, perm itiéndole relatar a A p o lo d o ro los acon­
tecimientos y discursos del banquete nocturno. R ecorde­
mos que este ban quete acaba con la p ru eba de Sócrates
_m í o A rvo tC
-/"\v» T7
V,/1 A J
A vi o rs -fo
m iO L U ltU H ,J
octon
V^OLUH
/"I oi-o n e n rl r\
U C lliaO lU U V J
o t n n t a r l AC
t-l Ji

co m o para record ar o reco n struir- de que el escritor de


tragedias es también escritor de comedias. Esta ecuación
(perdida) traza un puen te entre las dos polaridades del
eros, a la vez carnal y espiritual, inm anente y transcenden­
te, tal y com o se celebra en el Banquete, Tam bién está vin­
culada a la alegría de la despedida mortal y a la felicidad
inmortal expuestas en el Fedón. El gallo del adiós socrático
es realmente el que invoca la oscuridad y el heraldo de la
eterna aurora.
Dejemos que el gallo nos guíe hacia la pregunta sobre
si lo revelado admite un a herm en éu tica racional.

Su anunciación ele la mañana resuena en la liturgia cristia-


na: Gallo canentespes red.it. En incontables representaciones
verbales, iconográficas y musicales del tema de la resurrec­
ción, el gallo, con su plumaje de sol y fuego, equivale a la
negació n de la muerte. Vem os que tanto en las fábulas
co m o en el lenguaje de la calle el gallo se asocia a la p oten­
cia sexual, al pocler libidinoso, para engen drar nueva vida.
A llí d o n d e el m u n d o se co n sid era un corral - u n a idea
corriente en las culturas medievales, renacentistas y p o p u ­
lares-, los huevos simbolizan el antiguo acertijo del naci­
miento del cosmos y el gallo es Dios Padre.
Pero el episodio que vincula el gallo a la muerte de Je-
sús es más hum ild e y triste. E n Marcos, 14:30, Jesús le dice
a Pedro: “En verdad te cligo que hoy, esta noche, antes de
que el gallo haya cantado dos veces, me negarás tres veces”.
Ese “dos veces” no existe en Mateo. Y Lucas (22:34) varía
aún más: “Pedro, te cligo que el gallo no cantará hoy antes
de que tú niegues tres veces que me co no ces” . El Cuarto
Evangelio sigue ele cerca las palabras de Mateo. El motivo
no es ambiguo: el canto de un gallo, ya sea una o dos ve­
ces, en el patio de la casa del Sum o Sacerdote, va a acom ­
pañar y declarar la segunda traición clel Hijo del Hom bre.
E11 cierto sentido, esta traición es más pro fu n d a que la de
fudas. Sim ón Pedro se ve m enos tentado por Satán (aun­
que éste tienta a todos los hom bres) que por la fragilidad
natural, las exigencias de nuestra hum anidad caída. Pedro,
el prim ero de los discípulos y la “ro ca” sobre la cual el Sal­
vador resucitado fund ará su iglesia, le falla a su maestro en
la hora de peligro. El dram a psicológico de la negación de
Pedro surge de que se trata ele una falta voluntaria, pero
que, sin em bargo, va contra su verdadera intención. La
im presión perdurable ante la incapacidad ele Pedro para
resistir la “tentació n” (peirasmos) del m iedo resuena en la
entrada 3 1 7 del “cin em ático ” texto de Pascal Abrégé de la vie
de Jésus-Christ: E l néanmoins Pierre. La extraña contracción
del néanmoins habla al mismo tiempo de la abyecta cobar­
día de Pedro y del rem ordim iento y el heroico martirio que
va a sufrir.
A pesar de que es una escena ya familiar, la negación
conserva una tensión sombría. La literatura occidental la
recuerd a en numerosas ocasiones (pensemos en D o n n e o
en Baudelaíre). H a inspirado a los pintores de Occidente
(Caravaggio, La Tour). Las composiciones musicales basa­
das en la Pasión imitan el canto del gallo. Siguiendo a los
evangelistas, los pintores flamencos, que tan a menudo pin­
taban narraciones, colocaban un brasero o una chimenea
en el patio o en el in terio r de la casa de Anás, el Sumo
Sacerdote, o de Caifas, su yerno (nuestros testimonios di­
fieren). Las noches de abril pued en ser muy frías en Jeru-
salén. De m anera más que significativa, Simón Pedro se
mantiene a distancia y no entra en la casa. Sin embargo, si
damos crédito a Marcos, Pedro fue el único discípulo que
no huyó en el tumulto del arresto de Jesús. La crónica de
Lucas es la más circunstancial. A la luz del fuego, una cria­
da d enuncia a Pedro ante los demás servidores y todos los
presentes: “T am bién este hom bre estaba con él”. La enfá­
tica negación (arneislhai) de Pedro cum ple exactamente la
predicción del Señor: “Mujer, yo no le co n o zco ”. La Biblia
de La Rochelle y la ele Ginebra de 1 6 1 6 dan en san Juan
esta misma respuesta y le otorgan la más dramática conci­
sión lapidaria: “Je n ’en fuis po in t” . Al insertar una separa­
ción tem poral entre las sucesivas negaciones, Lucas
con d u ce la acción hasta una hora más realista para el can­
to del gallo. Pedro ha negado cualquier conocim iento de
Jesús; niega estar entre sus com pañeros y ser uno de esos
galileos tan especialm ente implicados en el ministerio de
Jesús y la subida a Jerusalén. Mateo le hace “m aldecir” y
“ju r a r ” . U n acento h u m an o agudizado por el miedo: ¿no
habría descubierto una cosa así al pescador de Galilea? “Y
de inmediato, mientras aún estaba hablando, cantó el ga­
lio.” En ese m om ento, el gallo es un ave de la no ch e de
terribles presagios. En un nivel que todavía resulta opaco,
afirma la completa validez y el potencial para la gracia im­
plícitos en la predicción oracular de Jesús.
Es Lucas, “el escritor”, quien transcribe o imagina el
movimiento final de aflicción o salvación: “El Señor se vol­
vió y miró a P edro”. Poetas y pintores han tratado de re­
crear esta mirada en el m om ento exacto del canto del
gallo; cantatas y oratorios han intentado traducirla. C om o
en el caso del beso sin palabras que Cristo le da al Gran In­
quisidor de Dostoievski, los significados se transparentan,
pero la claridad resiste a la paráfrasis o a la explicación.
Sólo en el movimiento y en la mirada del am or total p u e ­
de hallarse la luz oscura de la más completa tristeza. Sólo
en la frase dicha, com o en un “primer juicio final”, por el
amor traicionado puede hallarse, aunque aún im percepti­
ble para el propio Pedro, la seguridad de la redención y el
perdón que vendrán después. Sólo en Marcos canta el ga­
llo dos veces. ¿Podemos pensar que el primer canto signi­
fica la derrota y la condenación de Pedro, mientras que el
segundo, que ya se dirige al amanecer, augura el testimo­
nio y la gloria posteriores?
¿Existe algún otro m om ento o sección en que la figura
del gallo, ambivalente y genuinam ente gnóstica, se relacio­
ne con Jesús? Hay insinuaciones de epilepsia, de la “enfer­
medad sagrada”, e iluminaciones visionarias que llegan y
se van de manera espasmódica, unidas con terquedad a las
tradiciones mitográficas en torno a la desconcertante figu­
ra del Nazareno. Todavía en el siglo x i x seguían sacrifican­
do gallos en las Highlands escocesas para asegurar o agra­
d e ce r la recu p era ción de los ataques epilépticos. Ave y
Salvador, enferm edad sagrada y clarividencia, van juntos en
“F,l Op-allo saprado”.
' O- ■
el último relato,/ v el más extraño, de D.
> j

H. Lawrence. En este cuento, Jesús y el gallo solar discuten


(representan) el ho rro r y la santidad de la resurrección de
la carne. De m o d o inquietante, se p o n en e n ju e g o los ínti­
mos lazos entre la curación y la potencia sexual, por una
parte, y entre la m uerte y la resurrección d esencarnada
(Verklárung), por otra. C o m o Platón y Lucas, Lawrence dra­
matiza la naturaleza escindida, la dualidad del “ave de la
aurora” cuya canción pued e a n u n c ia rla noche sepulcral.

Las comparaciones, paralelismos, estudios de los reflejos y


asimetrías entre Jesús y Sócrates, sobre todo en lo que se
refiere a sus muertes, son un lugar com ún en O ccidente,
al m enos desde el neoplatonism o renacentista. En el fam o­
so cuadro de Jacques-Louis David que representa los últi­
mos m om entos de Sócrates, el sabio aparece apuntando al
Elíseo con el dedo índice, y esta postura icónica “cita” de
m anera explícita el gesto de Cristo en ciertas representa­
ciones del Juicio Final, com o las de Miguel Ángel. Cuando,
en un extraño texto de 1 916, Walter Benjamín denuncia
el abuso socrático del eros, la rectificación que se infiere es
la de la imagen de Cristo y de la Inmaculada C o n cep ción
que nos dio Grúnewald. Es extraño que no haya habido
hasta ahora un tratamiento globalizador de este lapos cen­
tral; lo más probable es que ninguna bibliografía, ningún
catálogo ico n o ló g ic o de contrastes y analogías temáticas
pud iera ser exhaustivo.
Los paralelismos trazados han sido abiertos o encubier­
tos, teológicos y filosóficos, éticos y psicológicos, históricos
y literarios. En los escritos escépticos y libertinos de finales
del siglo x v ii y del siglo x v m , el contraste entre la muerte
de Sócrates y la C rucifixión se representa en un código a
m e n u d o “esopiano” o clandestino. En apariencia, la con­
ducta de Sócrates en sus últimos días y en la hora final se
caracteriza por ser la suprem a encarnación de una racio­
nalidad y un a digniias seculares, paganas. La belleza de su
m uerte señala el límite superior del hum anismo precristia­
no. Pero la kenosis del dios-hombre Cristo y su agon ía en la
Cruz se consideran un “salto cuántico” hacia la verdad re­
velada y el ofrecim iento de una salvación universal. Lo que
articula el nuevo mensaje al ho m bre es el horrible sufri­
m iento de Jesús, los padecim ientos y abyecciones que so­
porta en Su carne, en m arcado contraste coir la elegante
nobleza de la muerte de Sócrates.
Este es el tenor explícito de la com paración tal y com o
se ha enseñado (m oralizando sobre ella) en las escuelas y
manuales de retórica y com portam iento durante las g en e­
raciones del Renacim iento tardío, el barroco y el neoclási­
co. Y es la lectura oficial que seguían dando los philosophes
más prudentes durante la Ilustración. Pero hay casos fun ­
dam entales con otro subtexto. Para espíritus subversivos
co m o Pierre Bayle, para pensadores de la belleza com o
W inckelm ann, el m o d elo ejem plar es la muerte de Sócra­
tes, no la del galileo. Sócrates representa el inmortal testi­
m onio de la capacidad del espíritu hum ano para encarar y
aceptar la mortalidad, no por confianza animista o dogmá­
tica ni por un a com pensación celestial, sino gracias a su
am or por la verdad moral e intelectual. Incluso durante el
peor de los tormentos —de ahí viene el argumento implíci­
to-, Jesús estaba convencido de su ascensión al cielo y su
retorno en cósmica majestad. Sócrates no tenía esa garan­
tía. Sus intuiciones de algún tipo de supervivencia para el
alma iluminada, su previsión de los Cam pos Elíseos, son o
bien m étodos de enseñanza levemente irónicos o, en el
mejor de los casos, metáforas de la razón especulativa. Pue­
de que para Sócrates, co m o para el bufón de Lear, sólo
estemos destinados “a la oscuridad” . L o que concierne a
Sócrates y, de forma más directa, al “Sócrates” que prece­
de con su muerte el giro platónico hacia el transcendenta-
lismo es la conducta racional y virtuosa en nuestras vidas
terrenales y la calidad hum ana de nuestra aceptación de la
muerte. L o que pretende en el Crilón, co m o entendió con
tanta admiración M ontaigne, es esa disciplina de la decen­
cia, ese p ro fu n d o tacto que d ebería hum anizar hasta la
m uerte más cruel.
En la filosofía y en la filosofía de la religión del siglo
x i x , el motivo Jesús-Sócrates se vuelve casi obsesivo. No hay
otros m om entos tan dramáticamente demostrativos de la
Bildungsroman, de la dinám ica evolutiva de la conciencia
humana, com o los de las muertes ele Sócrates y de Cristo.
La ejecución de Sócrates sugiere la creativa dialéctica del
conflicto entre individuo y Estado (com o la ejecución de
Antígona, en quien Hegel ve un hom ólogo instintivo de
Sócrates). La fenom enología de la persona y de la Pasión
de Jesús, su transgresión del judaismo de Abraham y M oi­
sés, determinan nuevas categorías de conocim iento y de
conciencia, categorías fundamentales para el nacimiento
de la modernidad y de la autorrealización del Geist. No sólo
los intérpretes y críticos materialistas de Hegel han re­
flexionado sobre la concordancia entre el movimiento tri­
ple de la dialéctica hegeliana y el paradigma de la Trinidad.
Cualquier índice clel tema Sócrates-Jesús, dé sus simili­
tudes y contrastes (incluso antítesis), listaría referencias y
pasajes discursivos en casi cada título de las obras de Kier-
kegaard. Justo es decir que el eje estructural de Kier-
kegaard -lo s pasos de la estética a la ética y de la ética a la
religión- está trazado sobre la constante evocación de Só­
crates y del hom bre de Nazaret. Ya en la inspirada diserta­
ción de Kierkegaard sobre la ironía socrática y sobre los
modos pedagógicos y heurísticos de su m étodo de ense­
ñanza se halla latente el contraste con el tema de los méto­
dos alegóricos y homilíacos ele Jesús. A partir de ahí, Soren
Kierkegaard medita a m enud o sobre las oposiciones entre
la racionalidad mayéutica de Sócrates y la sinrazón, el “ab­
surdo” existencial de la vida y prédicas de Jesús. K ierke­
gaard ve la “culpabilidad” de Sócrates (un tema paradójico,
que ya se trató en cierto núm ero de tratados franceses e
italianos del siglo x v m , fascinantes y legalistas, aunque
poco conocidos) en irónico contrapunto con la inocencia
de Jesús. Precisamente porque Kierkegaard intuía con tan­
ta agudeza en sí mismo los rasgos socráticos - e r a un.virtuo­
so de la interrogación y la dialéctica, y un exasperante Pe­
pito Grillo para los ciudadanos de C o p e n h a g u e -, se deci­
dió por Cristo de un m o d o tan tajante, tan inflexible y
dramático. Y mientras H egel adivina en A n tíg o n a cierto
erado de fusión entre la ética absoluta v la provocación
iJ

socráticas, por una parte, y el sacrificio y la autoaniquila-


ción de Jesús, por otra, Kierkegaard descubre en Job tanto
el desafío socrático com o la aceptación de un sufrimiento
inm erecido y la sumisión al misterio del am or divino. El O
esto... o aquello em blem ático de Kierkegaard y la insosteni­
ble mediación entre ambos son, una. y otra vez, Sócrates y
Cristo, cicuta y Gólgota.
El diálogo continúa en las reflexiones de Feuerbach
sobre la muerte (su obra maestra) y su crítica de la religión.
Pero la dualidad y la congruencia de Jesús y Sócrates alcan­
zan su mayor intensidad, obviamente, con Nietzsche. D u­
rante los últimos éxtasis de visión y razonamiento en Turín,
la obsesión de Nietzsche es (son) Sócrates/Cristo. En ese
m o m ento , la p o lém ica contra el racionalismo socrático,
contra la fealdad física de Sócrates, contra la esterilidad
analítica de sus enseñanzas y su m od o de corroer el genio
primordial de la tragedia griega, polém ica con la que el
joven Nietzsche había iniciado su filología filosófica y su
crítica cultural, se funde con la crítica de Jesús que en co n ­
tramos en E l Anticristo y en Ecce homo. El ateniense pedante
y el galileo esclavo y moralista se superponen en una espe­
cie de danza mental salvaje durante el crepúsculo de
Nietzsche. “Ich bin dem H eiland Asklepios einen Hahn
sch uld ig.” Por sí misma, esta traducción clel Critón dice
miles de cosas. La palabra H eiland no tiene ninguna rele­
vancia de doble sentido para Asclepio. La presencia real en
la versión de Nietzsche es la de Cristo Salvador.
H aciend o un resum en mordaz, podem os decir que el
último Nietzsche intercala lo que considera los crímenes
de Sócrates contra la vitalidad dionisíaca en el “pathos de
esclavo”, en el insistente idealismo y la humillación del ego
natural del cristianismo “ju d a i c o ”. C o m o los irónicos y los
libertinos antes que él, Nietzsche se burla de la “obsceni­
d a d ” judeo-crisdana de un Dios crucificado. Tanto Sócra­
tes, el idealista con cara de simio, co m o el sufridor de
Nazaret, “ensucian la vida” (esta in cóm od a frase es de D.
LI. Lawrence y encierra una fiel comprensión de Nietzsche).
La p o lé m ica es c o m p leja de principio a fin, puesto que
am algam a al Sócrates platónico con un Jesús visto a la luz
del racionalismo utópico judaico. Unidas ele forma oblicua,
ambas figuras y el castrante peso de sus muertes en la psi­
que occidental provocan la crítica de Nietzsche desde los
primeros textos sobre Sócrates y la tragedia griega hasta el
debate sobre L a vida deJesús d e Strauss. Su presencia nega­
tiva en so m b rece L a genealogía de la moral e inspira, en
extática oposición, la doctrina y la dialéctica del Zaratustra.
Sócrates y el h o m b re Jesús presiden, co m o malevolentes
ídolos, el en lo qu ecid o epílogo. “Para leer el Nuevo Testa­
m e n to ”, dice Nietzsche, “hay que ponerse guantes” . Los
mismos guantes, entendem os, que hay que ponerse para
leer el Criíón. En esta obra, el oído infalible de Nietzsche
va a captar la misma doctrina de no violencia, de absoluto
perd ón, que tanto le exasperaba en el Nazareno. (Volveré
sobre este punto.) El gallo de Zaratustra no canta la muer­
te, la traición o la superstición del Purgatorio. Anuncia el
m ediodía y la prom esa de Eterno Retorno, respuesta (ce­
losa) de Nietzsche al don ele la resurrección que ofrece
Cristo.

¿Y en la actualidad?
N u n ca el proceso y la muerte de Sócrates han sido
asuntos más inacabados. Los dilemas -D a s Problem des So-
krates, com o lo llama N ietzsche- nunca han sido tan agu­
dos. Im plican la coexistencia del Estado y la libertad
intelectual, de diversas formas de dem ocracia popular y el
genio intelectual, de las convenciones de coherencia indis­
pensables para un o rd en social y la autarquía anárquica,
casi necesariamente cínica, del espíritu libre. No sólo no
se han resuelto estos conflictos; resultan, hoy en día, espe­
cialm ente in cóm od o s (Unbehagen). Son dialécticos en el
sentido más vivido y estricto: cacla proposición refuerza la
culpabilidad y la autointerrogación de la otra. La polis oc­
cidental, ya sea ciudad-Estado o nación, está marcada por
la culpa im borrable de haber asesinado al pensador
arquetípico, al ser hum an o que vivió, par excellence, la vida
del espíritu. (Recordemos la horrible acusación, que Lucas
y Pablo recogen clel A n tiguo Testamento, de quejerusalén
siempre asesina a sus profetas.) A su vez, sin embargo, tam­
bién es cierta la lectura en que Sócrates n o le deja elección
a la ciudad, en la que ejerce sobre “el pueblo llano” (ya sea
por carácter o intelecto) la presión de la transgresión per­
durable que representa la pena capital. Este es el argumen­
to implícito, a la sombra del caso Dreyfus, en el sofístico e
incisivo Procés de Socrate de Georges Sorel (Lenin había leí­
do a S o rel). Además, Sócrates, con su negación de lo co­
mún y de la ilusión, pone en tela de juicio la posibilidad
del compromiso democrático con la mediocridad humana.
De ahí el contrapeso revisionista en la reciente versión del
proceso a Sócrates de I. F. Stone. Las ciudades occidenta­
les podrían definirse como “los principios de realidad co­
lectivos” que están obligados a ju zg a r y c o n d en a r a sus
Sócrates. Observen la insistencia.
Al postular su compromiso con el cuerpo político, al
rechazar la privacidad y la soledad -es un hom bre de la
plaza del m ercado-, Sócrates fuerza el desenlace. U n h o m ­
bre o una mujer infectados por la lepra del pensamiento
puro, el virus de la interrogación, pued en seguir siendo
ermitaños. No necesitan sustituir el desierto o la habitación
desnuda (Wittgenstein) por la politeia de Cleón o Herodes.
Algunos de los verdaderos sucesores de Sócrates -Pascal,
Spinoza, Kierkegaard, el propio N ietzsche- hablan desde
la soledad, rehúyen la política. Sócrates no; él im pone su
presencia en la vida diaria de la comunidad, y pide que su
vida y sus ideas se exam inen y justifiquen en el agora. La
ambigüedad de la respuesta platónica a esta estrategia so­
crática es una constante en los diálogos. Hay m u ch o en
Platón incapaz de perdonar a Atenas. Junto con los Evan­
gelios, la Apología, el Fedón y el Gritón siguen siendo crucia­
les misterios y acusaciones de vileza hum ana en nuestro
m undo occidental. Renuevan cada día nuestros presenti­
mientos de traición y pérdida irreparables. Podem os con­
siderar claramente las idealizadas características de la Re­
pública áe Platón com o un diseño para prevenir una estruc­
tura político-social que pued e (debe) cond enar y ejecutar
a Sócrates. Sin embargo, ésta no es la perspectiva final o
completa de Platón. La feroz interdicción del escepticismo
filosófico-religioso, de la especulación radical, que se deta­
lla en el draconiano libro x de las Leyes, sugiere un temor
ho n d am en te enraizado. El despotismo de la virtud en el
Platón posterior no pod ría haber albergado a Sócrates.
(Dostoievski pregunta: ¿puede alguna iglesia establecida
albergar al alborotador de Galilea?)
La perplejidad de Platón sigue siendo la nuestra, pero
tiene detrás una historia más cruel, más desconcertante de
lo que cualquier teoría política clásica en Grecia podría
haber predicho. H em os acusado y asesinado a Sócrates
perennem ente. Cada persecución, ya sea la de Galileo o la
de Rousseau, cada ejecución, ya sea la de Giordano Bruno
o la de Condorcet, es una nota a pie de página en el desas­
tre tipológico de Atenas. Cada vez que una com unidad in­
tenta, m ediante la censura, el ostracismo o el asesinato,
silenciar en su seno a alguien moral e intelectualmente aje­
no a ella, amordazar o borrar sus intolerables preguntas,
vive una hora socrática. Pero, al mismo tiempo, el pensa­
dor, el científico, el artista, el irónico o el satírico que em ­
puja in extremis sus dudas deconstructivas, que se entrega a
lo que considera la verdad p o r encim a de las creencias
heredadas y los compromisos esenciales para la continui­
d a d de la ciudad, repite la provocación socrática. De for­
ma consciente o inconsciente, ya sea de m odo secular (el
de Kai 1 Krans) o filosófico-religioso (el de Sim one W eil),
“el que dice N o ” a la injusticia, a la avaricia y a la estupidez
hum anas no sólo se arriesga a un destino socrático, sino
que lo está p id ien d o a gritos. ¿Es fortuito que los agents
provocaLeurs del espíritu y del intelecto, al m enos en la his­
toria occidental m oderna, hayan sido con tanta frecu en cia
ju d ío s, com o lo fue Jesús antes que ellos? En la margina-
ción o destrucción de tantos pensadores ju d ío s, desde los
rabinos de la España m edieval hasta Spinoza y Freud, el
Estado occid ental ha repetido los reflejos de autodefensa
y alarm ada venganza que co n d en aro n a Sócrates. El asesi­
nato de Sócrates y el odio a los ju d ío s m uestran el m iedo,
el orgán ico ab orrecim ien to que la tiranía y la m u ch ed u m ­
bre sienten p o r las herejías de la inteligencia. Los Einsatz-
gruppen del ejército alem án en el este seleccionaron para
la m atanza, antes que a nadie, a todos aquellos que sabían
leer.
La profund a am bivalencia de Platón respecto al despo­
tismo, que casi fue fatal para él durante sus desgraciados
tratos con la política siciliana, ha dado unos com plejos fru­
tos. U n pu ñad o de em inentes moralistas y filósofos, lejos
de actuar com o críticos y opon en tes del totalitarismo, han
sido teóricos y apologistas de la autocracia; han considera­
do la política igualitaria y laju sticia social irrelevante o más
o m enos incom patible con los ideales de investigación in­
telectual absoluta (¿se ha refutado este hallazgo alguna
vez?). Sólo unos rosados recuerdos de ju v en tu d y revolu­
ción m oderaban, de m anera sentim ental, la defensa que
hace H egel del sistema prusiano. En nuestra época, la con ­
ju n c ió n de la m aestría ético-filosófica y el a p o y o ^ ík ic o a
los regím enes totalitarios se ha agudizado. A c a b a r la de
em pezar a aceptar con aire vacilante el estalinismo de
Lukács, las repetidas apologías que Sartre hizo del gulag y
de la barbarie de la revolución cultural maoísta o, sobre
todo, las ideas políticas de Martin H eidegger. Para la fe li­
beral, estos casos y otros m enores constituyen lo que Goya
llam aría “pesadilla ele la razón”.
Puede que la paradoja no sea única. La privada existen­
cia del m andarín, d el filósofo acad ém ico -W ittgenstein
detestaba esta expresión tan cordialm ente com o la habría
detestado Sócrates-, la inm ersión del mailre ápensero del
p ed ago go en la abstracción, en el exigen te polvo de la tex-
tualidad, pu ed e gen erar un a fascinación por la violencia,
por los m om entos más salvajes de la historia. La obsesión
de H egel co n N a p o leó n es sem ejante a la de Lukács y
Kojéve con L enin y Stalin. El pacifism o de Bertrand Russell
se parece extrañ am ente a la violencia: p o co después del
final de la Segunda G uerra M undial, pidió un ataque nu­
clear preventivo contra la U nión Soviética. H eid egger ape­
nas en cu brió su ham bre de poder, su sueño de una misión
platónica de go biern o sobre el destino espiritual y social
del Estado. U na vez más, Platón estaba más que dispuesto
a dar órdenes a Dioniso.
La “extrañeza” de Sócrates, com o la de Jesús, sigue sien­
do im posible ele reconstruir con seguridad. Pero el Sócra­
tes anterior a Platón parece haber sido no académ ico hasta
los tuétanos. Sus aulas eran las calles, las sombreadas orillas
de un río, una cena. El elevado academ icism o de Platón,
la institucionalización de la instrucción m etafísica, la
redefinición del filósofo y del dialéctico, en parte sofística
y en parte científica, com o especialista académ ico (rede­
finición que ocurre después de Sócrates), es lo que perm i­
te el com ercio oportunista y teatral entre el intelecto y el
poder. Hasta donde podem os averiguar, la postura de Só­
crates era a la vez la de un ciudadano ordinario y la de al­
guien que subvierte las opiniones de la mayoría. Fue un
ejem plar soldado de a pie -u n a actividad que en sí misma
es em blem a de la d em o cracia- y sirvió con estoico buen
hum or bajo la presión del com bate o la retirada. AJ mismo
tiem po, su conciencia de la aristocracia natural de la belle­
za y los atributos intelectuales era excepcionalm ente agu­
da y m anifiesta. Parece que la hipnosis de la violencia
nunca se apoderó de él. La incóm oda m ofa de Platón di­
ciend o que D iógenes el C ín ico era “un Sócrates que se
había vuelto lo co ” es de una penetrante capacidad de per­
cepción. Tanto Sócrates com o Diógenes eran inm unes a las
seducciones del p o d er m undano. A lejan d ro o Stalin los
dejarían indiferentes. La traición de los intelectuales, com o
la de Fichte en su época de chovinism o y antisemitismo, los
errores de Sartre o H eidegger, no viene de Sócrates. Se
origina en Alcibíades o, para ser exactos, en el Platón fas­
cinado p o r Alcibíades (y vilipendiado p o r Karl Popper).
Tal y com o G regory Vlastos ha m ostrado una vez más
en un retrato controvertido, aunque hondam ente sentido,
la posición de Sócrates en el Fedóne stá clara com o el agua.
Un hom bre o una m ujer que aspiran a la virtud no pued en
com eter una injusticia deliberada. H acer daño a otro ser
hum ano es actuar sin o contra la virtud. Este axiom a exclu­
ye por com pleto la represalia, sea cual sea el ataque. Sócra­
tes no haría nada que pudiera dañar u o fe n d er a sus
injustos enem igos. Por tanto, no aprovecha la oportunidad
de escapar de la prisión y de la m uerte. Eso sería quebran ­
tar la ley y com eter una injusticia flagrante. Platón expon e
el argum ento de Sócrates de principio a fin (si VI as tos tie­
ne razón, lo hace con in co m o d id ad ). L a posición que
adopta Sócrates es, desde luego, “escandalosa” (en el sen­
tido de “barbaridad deslum brante”, tal y com o se em plea
la palabra griega en i C orin tios). N o sólo con trad ice el
instinto natural, sino todas las tradiciones heroicas y mas­
culinas del antiguo m undo m editerráneo. Es ajeno a los
criterios sem íticos de recom pensa com o lo es a la delgada
raya que separa el m erecid o castigo y la represalia excesiva
en la Etica Nicomáquea de Aristóteles. El postulado de no
violencia, de no represalia ante el mal y la injusticia, el re­
chazo de la ley del Talión, no sólo se hallan en lo más pro­
fu n d o del ser y de la enseñanza de Sócrates (otra vez
Vlastos): son su p erd urable desafío a la hum anidad. Los
im perativos m orales de K ant vienen después de Sócrates y
parecen calificados de un m odo más com plejo. En O cci­
dente, la doctrina del Fedón sólo tiene un equivalente: el
gesto con que Jesús ofreció “la otra m ejilla”, el am or y el
p erd ón que hizo extensivos a sus torturadores y verdugos.
N o es de extrañar que Proclo y el neoplatonism o del Re­
nacim iento florentin o considerasen verdaderam ente divi­
nos textos co m o la Apología y el Fedóiv, y que los citen de la
misma m anera en que san Agustín o san A nselm o citaban
las Escrituras.
R ecordem os que, en am bos casos, la presencia es la de
un texto.

No hay cartografía intelectual o histórica que pueda loca­


lizar con precisión la C ruz en el paisaje del co n cep to y de
la sensibilidad en este fin de siglo. Para quienes viven en
una sociedad abrum ad oram ente secular y de orientación
tecnológica, el lugar de la C ruz es un “agujero n e g ro ” d e­
jado p o r las m itologías y sinrazones del pasado. Es fácil
sospechar que para la m ayoría de cristianos “practicantes”
-¿y qtié im plica “practican te” en este co n texto ?- la C ruci­
fixión sigue siendo un legad o sin revisar, un hito sim bóli­
co de reco n o cim ien to fam iliar que más bien se asem eja a
un vestigio. Este hito es reverenciado e invocado con un
lenguaje y unos gestos convencionales. Su co n d ición con ­
creta, el en orm e sufrim iento y la injusticia que encarna,
p arecen h ab er p erd id o la in m ed iatez del sentim iento.
¿Cuántos hom bres y m ujeres educados escuchan ahora a
Pascal gritar que la h u m an id ad no d ebe d orm ir porque
Cristo está clavado en la C ruz hasta el fin del m undo? El
cristianism o “racionalizado” se m antiene suspendido entre
el insoportable literalism o y la insustancialidad sim bólica,
en los vagos espacios de im aginación espasm ódica que lla­
m am os mito.
Hay algunos - n o hace falta que sean cristianos, ni si­
quiera creyen tes- para quienes el asunto del G ólgota es un
punto irreductible y crucial (perm ítanm e el ju e g o de pala­
bras) en el seno de nuestra cond ición política y moral. Los
hay que, sin referencia a la agonía de Cristo, no conciben
-p a ra d ó jica m e n te - ningún em peño responsable o racional
para co m p ren d er el derrum bam iento de los valores euro­
peos durante este siglo y el régim en de lo inhum ano des­
de 1914; que no lo co n ciben sin una rigurosa revisión de
ese sentido de total abandon o y com pleta derrota que ex­
presó el H ijo del H om bre en Getsem aní. Y hay otros que
están convencidos de que considerar a la hum anidad tal
co m o es ahora, después de Auschwitz y un siglo de bestiali­
dad perm itida, es considerar el G ólgota y la relación entre
ambas realidades.
Teólogos, teólogos filosóficos, moralistas, algunos poe­
tas y, sin duda, hom bres y m ujeres silenciosos que viven sus
vidas a la som bra (que recon ocen ) de lo indecible (cf. la
espectral novela de Ernst W iech ert Missa sine nomine) han
captado esa relación; han señalado la larga y sangrienta
historia de od io a los ju d ío s en el seno de la cristiandad;
han escuchado, con vergüen za y una nueva franqueza, los
llam am ientos a la aniquilación de los ju d ío s que resuenan
en los Padres de la Iglesia o en Lulero. Se ha docum entado
y debatido la exten did a in d iferen cia de las Iglesias, tanto
católicas com o protestantes, ante los indicios y el aconteci­
m iento final del H olocausto. U na escuela entera de teolo­
gía posbarthiana, sobre todo en A lem ania, ha sostenido
que el cristianism o está gravem ente enferm o, que sus an­
teced en tes históricos de antisem itism o y su lam entable
d ebilidad durante la m ed ian o ch e del hom bre occidental
han hecho que el mensaje cristiano de am or y salvación se
tam balee de form a radical. De estas consideraciones han
surgido sombrías percepciones y preguntas. N o estoy con­
vencido de que vayan hasta el fondo.
Hay tabúes, política y psicológicam ente justificables,
que rodean cualquier análisis claro de la coexistencia fatal
en tre ju d ío s y cristianos. Casi no sabem os n ad a de las
circunstancias históricas subyacentes a la negación de los
derechos m esiánicos de Cristo por parte de sus con tem p o ­
ráneos jud íos. Los Salmos, el Deutero-Isaías, m últiples pa­
sajes de la Torá y de los Libros Proféticos “p re d ecía n ” el
advenim iento y la pasión del Siervo de la casa de David. Al
rechazar al galileo, los ju d ío s de su época rechazaron algo
urgente para sus propias expectativas mesiánicas. Sólo si
somos capaces de clarificar los orígenes psíquicos de este
rechazo y las cicatrices que ha dejado podrem os ver clara­
m ente esta verdad fundam ental: que en la raíz misma de
la cristiandad late con fuerza el odio de los judíos a sí mismos
(com o atestiguan Marcos y, sobre todo, Pablo de Tarso). A
la luz negra de la Shoah, uno se siente tentado de definir
el cristianismo com o el fruto de ese odio. El paralelism o
con el antisemitismo de Marx no es fortuito: cristianism o y
m arxism o son las dos principales herejías del ju d aism o
mesiánico.
Puede que entre el G ó lg o ta y Auschwitz haya sem ejan­
zas insoportables para la com prensión razonada. Al recha­
zar la kenosis de Dios, Su descenso a la persona de Jesús, el
judaism o consideró la divinización del hom bre com o algo
espurio y contrario a la razón. En Auschwitz, los verdugos
redujeron a sus víctim as y a sí mismos a un nivel subhuma-
no. “B estializaron” a la hum anidad en la carne de los que
habían negad o la divinidad literal de esa misma carne en
Jesús el Judío.
Sería ocioso especular sobre el futuro de la ética y de
la m etafísica occidentales tras estas nuevas edades oscuras.
U na cierta recu p eración econ ó m ica (siem pre frágil), la
explosiva difusión de m ovim ientos fundam entalistas y
crip to-religiosos en to d o el m u n d o , no son pru ebas de
ren acim ien to espiritual. El d erru m bam ien to actual del
m arxism o, si es que se trata de eso, es un fen ó m en o pro­
fund am ente am biguo. El poscristianism o occidental puso
sus esperanzas mesiánicas en el m arxismo, que daba expre­
sión al ham bre de justicia en la tierra. Tanto el Serm ón de
la M ontaña com o el Manifiesto com unista proclam an sus
orígenes en Am ós y las enseñanzas mosaicas. La caída del
ideal m arxista pu ed e im plicar el debilitam iento final del
cristianism o. Los lu ch ad ores sucum ben al m utuo agota­
m iento. Lo que está claro es que la incursión de auténtica
hum anidad en el hom bre político y social (die Menschlichkeit
im Menschen) cond ujo al escarnio y a la derrota en la C ruz y
a las cenizas de los cam pos de la m uerte. Ni el tropo de la
R esurrección -ta n inseguro en M arcos, tan ausente en la
advertencia de Pascal- ni el m ilagro de doble filo del rena­
cim iento de Israel p u ed en borrar el terror que encierra el
corazón de nuestra historia. T am poco el liberalism o
pluralista y la tolerancia legislativa pu ed en borrar el asesi­
nato de Sócrates.
Los intentos de enfrentarse a lo insoluble acaban en
im ágenes si son honestos, si no se trata de form alidades o
ejercicios autohalagadores de análisis académ ico. Son las
im ágenes y los relatos lo que hace soportable nuestra pér­
dida. C ontar cuentos en las artes, en las parábolas. A q u í se
unen los dos hilos principales de este texto. En L a negación
de san Pedro de Caravaggio, que tal vez fuera la última obra
del obsesionado m aestro, el artista m od eló la cabeza del
apóstol siguiendo los bustos tradicionales de Sócrates. En
Bagdad, durante la G uerra del G olfo, los gallos cantaban
con estridencia durante toda la n oche. Pero la luz que bri­
llaba sobre la ciud ad no era la del sol.
H em os llegad o a este punto gracias a dos colecciones
de textos antiguos.

A una co lecció n , la de las Escrituras, se le ha atribuido du­


rante casi dos m ilenios la palabra “reveladas”. Se ha d efen ­
dido que el corpus se originó más o m enos directam ente en
la palabra de Dios. H erm en éuticam en te, esto convierte al
Espíritu Santo en lo que los físicos llam an “una singulari­
d ad ”. C o n respecto al canon bíblico, las leyes norm ales de
com prensión y de recepción crítica -criterios de causalidad
lógica, de falseam iento em pírico, de credibilidad histórica
o ra cio n a l- no se aplican o se aplican sólo de m odo super­
ficial. La propia n o ció n de co n d ición norm ativa se suspen­
de en la m edida en que im plica la posibilidad de repetición
en otros casos com parables. En lo que con ciern e a la pala­
bra de Dios y su revelación al hom bre, no existen revisio­
nes o investigaciones de este tipo. El objeto que se presenta
a la com prensión es sui genetis.
Tam bién se ha tachado adm irativam ente de divina la
co lecció n platónica, com o ya hem os visto. Pero tal admira­
ción se ha presentado com o una “h iper’ -analogía. Al autor
del Cntón y del Fedón no se le considera, con sobriedad, un
dios. C uando se invoca el concep to de “inspiración” o de
talento estilístico y filosófico fuera de lo corriente, esta in­
vocación, com o en las referencias de los poetas a las Musas,
es u n a figu ra de discurso y una ficción explicativa. La her­
m enéutica, el arte de la com prensión aplicado a un diálo­
go platónico, es la misma, aunque tal vez más exaltada, que
la que se aplica a cualquier artefacto sem ántico producido
por m edios naturales, surgido de manos hum anas. El can­
to del gallo destinado a A sclepio no es “m ilagroso”, com o
lo es el que elige Cristo para que esté presente en la nega­
ción de Sim ón Pedro. Puede que la simple frase en que los
invitados salen “a la n o ch e ” durante el Banquete sea. idénti­
ca a la que señala el m om ento en que Judas abandona la
Ú ltim a C en a en el relato de san Juan, pero la condición de
verdad transcendente que la tradición hace subyacer en
una no se aplica a la otra. ¿Puede la lectura responsable,
actualm ente, otorgar sentido a la diferencia, al “valor aña­
d id o ” (tom o prestado y distorsiono el térm ino marxista)
que, se dice, aportan las palabras y las frases de las Escritu­
ras, y que no hay m anera de cosechar en los com ponentes
de len gu aje paralelos o incluso idénticos de un diálogo
platónico?
En am bos casos o, lo que es lo mismo, en la sum a de
textos “sagrados” y seculares de nuestra civilización, actúan
los mismos m étodos de acceso, al m enos desde Spinoza y
la “Alta C rítica” del siglo x ix . Son la epigrafía, la lexicogra­
fía, la gram ática comparativa, el análisis retórico y estruc­
tural, la verificación histórica y filológica. En ambos casos,
se trata de un acto herm enéutico de lingüística racional en
el plen o sentido de la palabra. La crítica del texto, otra vez
en un sentido de conjunto, es la única aproxim ación posi­
ble para el receptor educado y racional. ¿Dónde entonces
radica la diferencia? Hoy en día, cualquier atribución de
“singularidad” a los “discursos y actos de discurso revela­
dos” - p o r ejem plo, la narración y la narratología de los
“m ilagros”- es, en el sentido norm al y corriente, escanda­
losa. Es, literalm ente, una “e-norm idad” fuera de los lím i­
tes de la razón. A finales del siglo x x , la proposición de que
hay que pon er aparte algunos textos antiguos, form alm en­
te (léxica, sintáctica, estructuralm ente) equivalentes a cual­
quier otro corpus de textos, a cualquier otra secuencia
comunicativa, porque poseen una autoridad, una inm edia­
tez de origen por com pleto singular, es insostenible sobre
cualquier base inteligible que yo conozca. Es u n a fábula
para conferir poder, un mito de mitos.
¿Cóm o podríam os verificar esta reivindicación? Se p ue­
de argum entar que la presión de los imperativos m orales y
“credenciales” en las Escrituras es tan única que im plica la
realización de la acción personal, una transform ación en
la existencia del oyente o del lector. Pero éste es el efecto
de la mayor parte de la filosofía, la literatura o el arte se­
rios. Com o proclam a el torso arcaico de A p o lo en el sone­
to de Rilke, todo gran arte nos obliga a “cam biar nuestras
vidas”. Se ha dicho que la palabra de Dios exhibe una fuer­
za axiom ática y predictiva com o la que separa el sistema de
leyes m atem ático o físico-m atem ático del lenguaje natural.
Es evidente que no es así. La larga historia de prédica e
interpretación del A n tiguo y el N uevo Testam ento ha sido
un constante aDlazam iento de lo escatolóffico, un pospo-
n er m ediante la alegoría y la m etáfora cualquier cum pli­
m iento m aterial. ¿Podría desenterrar la arqueología en el
futuro alguna prueba que dem uestre el proceso de gen e­
ración sobrenatural de los textos “revelados”, un proceso
sustancialm ente distinto del que alude a las Musas, al tran­
ce poético (com o en el Fedro de Platón) o al genio poético
individual? U n m om ento de reflexión sugiere que la m era
idea de un descubrim iento sem ejante de nuevas “eviden­
cias” es absurda.
Este absurdo es in m un e a la alarm a dogm ática y al
oscurantism o o la in o cen cia lingüísticos de todas las posi­
ciones literalistas y fundam entalistas. Puede que estas p o ­
siciones estén crecien d o n u m éricam en te una vez más.
Parece verosím il que la razón hum ana, m inada p o r la bar­
barie política y los insolubles dilem as sociales, vuelva a bus­
car refugio en el m iedo intolerante. Las m entes cerradas,
la furia de las ortodoxias atávicas, están en m archa. Pero
esto no pu ed e devolver la inteligibilidad a los dogm as de
la revelación textual.
Son posibles m ovim ientos más sutiles. V ico aludiendo
a H om ero, H eid eg ger explican do a los presocráticos, su­
gieren que en tales textos encon tram os vestigios de una
fase en la condición del lenguaje y de la sensibilidad excep ­
cional donde el significante y el significado, la palabra y el
m u n d o , el m a rcad o r sem án tico y el Logos, poseían una
arm onía que no han tenido después. Esta sem iótica pre-
C aíd a se deriva, visiblem ente, clel co n cep to de discurso
aclánico en el E dén, de una perdida A rcadia de equivalen­
cia lingüística con la verdad, com o la que recorre las teo­
rías del significado desde el C rálilod e Platón hasta W alter
Benjam ín. H ubo un tiem po, dice el argum ento, en que el
discurso de ciertos hom bres y m ujeres era inm ediato y
transparentaba un sentido no am biguo, unas verdades y
p ercep cio n es cuyo origen era la colectividad social fusio­
nada (V ico), el Ser clel ser (H eidegger) o la cercana pre­
sencia de Dios. Los textos bíblicos retienen, o retienen en
gran m edida, esta ^ -p erm eab ilid ad . U n núcleo irreducti­
ble (y a m enud o enigm ático) de “o tred ad ” significativa, de
garantía transcendente, habita el léxico y la gram ática de
la T o rá y de los Evangelios. En el ju d aism o, el corolario es
el cese de los intercam bios lingüísticos directos con Dios
después de Elias. En el islam es la hipótesis de una teolo­
gía y una filosofía nacidas de un tiem po de profecía, y de
una teología y una filosofía que se construyeron después.
R ecordem os el inm enso tropo del M aestro Eckhart, en su
com entario In Exodum, según el cual el discurso adánico,
el “hebreo de D ios”, tam bién es “enviado al e x ilio ” tras el
m om en to en que Dios, en la Zarza A rd ien te, se n iega a
explicarse a Sí mism o ante Moisés.
Intuitivam ente, esos paradigm as de “ru p tu ra” sem ánti­
ca entre un m odo de lenguaje prim ario y “divinizado” y un
subsecuen te tenor secular son atractivos. N o sólo tom arían
en cuenta la revelación bíblica, sino, p o r analogía, el es-
plenclor visionario y la perduración de la unidad de habla
filosófica y poética en los “clásicos” (un esplendor que, se­
gún sienten m uchos, se obstina en no dejarse recuperar).
En realidad, no hay la m enor evidencia que los demuestre.
En la escala tem poral biológica, la evolución del habla en
nuestra especie no representa más que un abrir y cerrar de
ojos. N o hay huellas de ninguna caída desde la gracia lin­
güística, de ninguna clausura del habla o del oído a la ori­
ginalidad ontológica y lo revelado. Somos exactam ente el
m ism o “le n g u a je an im al” de la a n tro p o lo g ía griega. El
pasaje de la Torá, el dich o de A naxim andro, el verso ho­
m érico, no dem uestran ningún m odo de textualidad pre­
vio a nuestros propios m edios y herm en éud cam en te más
cerca de la aurora.
Por tanto, si hay una “revelación”, debe hallarse en la
vista y en el oíd o del que la capta, en el postulado y en el a
priori de fe que él o ella introducen en la recepción de lo
canónico. L o “revelado” es fruto de una investidura ele cré­
dito, de la decisión m im ética (el rito, la liturgia) que toma
el individuo en el seno de la com unidad de los fieles. No
puede ser, de m odo inteligible, nada más. Es perfectam en­
te com parable a la dignidad, a m enud o determ inante de
la vida o la m uerte, que los com unistas confieren a algunas
fuentes textuales marxistas-leninistas o los freuclianos a los
sibilinos libros de Freucl. C onsid erada de m odo estricto, la
escritura “sagrada” se revela a sí misma p o r m edio de su
lector y exegeta en la casa de las creencias com partidas. La
epistem ología m od ern a p ro p o rcio n a cierto acceso a esta
situación. Puede que los “ju e g o s de len g u aje” de lo sagra­
do sean más soberbios, conm ovedores e inquietantes que
otros cualesquiera hablados o escritos por el hom bre. Pero
siguen siendo ju e g o s de lenguaje cuyas únicas reglas y vali­
daciones deben ser internas. N o pueden ser dem ostrados
“desde fu era”; para ellos no hay pruebas evidentes en sí
mismas. C onsidero que aquí radica la profunda im portan­
cia, de tan largo alcance, de una nota en .las Investigaciones
filosóficas d e W ittgenstein (I, 373): “La teología es una gra­
m ática”. C ualquier lectura del gallo de san Pedro que lo
inserte en un contexto ontológico distinto al del sacrificio
a A sclepio es, para usar la term inología de Kierkegaarcl,
“un salto hacia el absurdo”.
Puede que este salto im plique una herm enéutica fun-
dam entalista. P erson alm en te, con sid ero in acep tab le el
literalismo de las Escrituras o cualquier atribución perento­
ria a Dios de “hechos de discurso” tal y com o los conocem os
y utilizamos, ya sean rabínicos, musulm anes o evangélicos
(la m anera en que los católicos rom anos manejan los tex­
tos bíblicos ha sido desde hace m ucho tiem po cautelosa y
sofisticada). U na atribución sem ejante ofen d e la razón
hum ana y la evidencia histórica; hay m ucho de locura tri­
bal en el A ntiguo Testamento. El literalismo esquiva la obli­
gación fundam ental de la conciencia, que es allanar, bajo
la presión de la libre com prensión y el riesgo de error, la
base textual, si la hay, de sus creencias. A doptar “lo revela­
d o ” y el misterio de autoridad que im plica la revelación sin
revisarlos hace aún más difícil, si no im posible, ganarse el
más exigente de los derechos: guardar silencio sobre Dios.
Y sin em bargo (una vez más, hablo por m í).
Por m ucho que lo piense, hay pasajes en el A ntiguo y
el N uevo Testam ento que soy incapaz de casar con cual­
qu ier im agen sensible, p o r exaltada que sea, de autoría
norm al y corrien te, de co n cep ció n y com posición tal y
com o intentam os cantarlas incluso en el más
J '
G rande
o
de los
pensadores o poetas. Shakespeare volviendo a casa a com er
y hablando de si la escritura ele los actos ni y iv de El rey
Lear “le había salido b ie n ” es una idea que rechaza cual­
quier im agen m undana. Casi. La reflexión perm ite que un
cuadro así encuen tre su lugar en los límites más lejanos de
lo o rd inario. C o m o he d ich o antes, m e siento p erd id o
cuando trato de hacerm e una im agen, p o r analogía o por
sim ilitud, del autor de los vertiginosos discursos del Libro
de Job; cuando la aplico a ciertos m om entos del Libro de
los Salmos o del Eclesiastés; cuando trato de explicarm e a
m í m ism o la génesis de pasajes de los Evangelios com o
aquel en que Jesús dice: “Antes de que A braham fuera, Yo
soy”, o los capítulos 13-17 en Juan casi de principio a fin.
En esos pasajes bíblicos se m e escapa el con cep to de her­
m enéutica totalm ente racional. Me en cuen tro acorralado
contra el crudo resplandor de “lo escandaloso”. No es la
“teología com o gram ática” lo que parece pertinente. Es la
gram ática com o teología.
Dos cenas
U995]

C o m er solo es experim entar o sufrir una soledad peculiar.


Com partir la com ida y la bebida, por otra parte, toca lo más
recón d ito de la con d ición sociocultural. A barca el ritual
religioso, los constructos y dem arcacion es de gén ero , el
d om in io ele lo erótico, las com plicidades o confrontacio­
nes de la política, los contrastes de discurso -grave o frívo­
lo -, los ritos del m atrim onio y del duelo funeral. En sus
m últiples com plejidades, consum ir alim entos en torno a
una mesa, con amigos o enem igos, discípulos o detractores,
íntim os o extraños, con la in o cen cia o las convenciones
aprendidas ele la cordialidad, recom p on e el m icrocosm os
ele la sociedad misma. “Convivir” (el verbo se vuelve más
raro después de m ediados del siglo x v n ) es, desde luego,
“vivir con y entre otros” en la form a más articulada y carga­
da de significado, la de la com ida com partida. En contra­
punto, sólo el h ech o de partir el pan ya tiene algo de la
extrañeza de una bestia o de un dios. “El vino del solitario”,

* Priestley Lectures, Universidad de Toronto, abril de 1995.


el título de Baudelaire, es una desolada parodia o una ne­
gación del acto de com unidad, de com unicación en com u­
nión a la vez sagrada y secular.
La antropología y la etnografía hacen hincapié en la
im portancia de las com idas com unales, entend iend o “co­
m u n a l” com o lo que va desde la reu n ió n clan d estin a o
estrecham ente vigilada de un grupo selecto hasta las satur­
nales y carnavales abiertos a toda la tribu o ciudad. Junto
con los estudios religiosos y las propuestas psicoanalíticas,
la sociología y el análisis de los mitos, la antropología -les
sciences de l ’homme- vincula a la institución de la com ida
com partida unos concep tos cruciales de lo totém ico, de
sacrificio hum ano y animal, de purificación e iniciación.
U na vez más, el espectro es casi ilim itado. Se extiende des­
de las prácticas y sim bolism o del canibalism o, asentado en
reflejos de conciencia elem entales y primarios, desde un
esforzado pasaje o una transgresión hacia la hum anidad
tan profundam ente arraigados que escapan a nuestra p le­
na com prensión, hasta transposiciones de “com er al dios”
com o las que encontram os en la Sagrada C om un ión cris­
tiana. Por añadidura, num erosos rasgos -arca ico s com o
so n - de esta “cordialidad ” fundam ental sobreviven en la
misa militar, en la com ida fraternal o profesional o en la
cena festiva, en la glotonería del velatorio rural, en la cena
de cum pleaños, en los innum erables m odos de com er ju n ­
tos de los que los hom bres excluyen a las m ujeres y las
mujeres a los hom bres. Precisam ente porque consum ir ali­
mentos o bebidas, en especial si no hay una necesidad or­
gánica, se acerca a una definición de nuestra hum anidad
com ún o “socializada”, estas diversas m aneras de cordiali­
dad son esenciales para nuestra historia com o individuos
-d e sd e la fiesta del bautism o hasta el v e la to rio - y com o
m iem bros del ham briento cu erp o político.
Pero si la noción de cordialidad oarece im nlicar lo fes-
i i

tivo, lo alegre, incluso hasta el extrem o de la transcenden­


cia -¿ có m o interpretam os esa enigm ática ocasión en
E xod o 24 en que Dios invita a com partir los alim entos con
El a Moisés, A arón, N adab, A biú y otros setenta ancianos
de Israel?-, esta misma noción o estructura de experiencia
com partida puede im plicar la fatalidad. D esde el infanti­
cidio y el canibalism o en la cena de A treo y Tiestes (una
leyenda que no ha perd id o su m agnetism o para la im agi­
nación occidental) hasta la cena en la que B anquo se apa­
rece a M acbeth, desde la desbandada hom icida en la fiesta
de las bodas de H ércules hasta las frecuentes celebraciones
cortesanas en las que los déspotas renacentistas apuñala­
ban o envenenaban a sus invitados rivales, la cordialidad ha
sido la ocasión de la m uerte. Esta paradójica congruencia
se unlversaliza en las obras de teatro y alegorías m edieva­
les de Everyman [CAialquiera]: cuando el rico y el glotón
alzan sus copas a la salud de su venerable com pañía, la
M uerte contesta al brindis. Es com o si los m om entos de
prod igalid ad y refinam iento culin ario entrañaran una
am enaza encubierta. ¿Q uién p ued e olvidar las insinuacio­
nes macabras, los memento mori en esas cenas de B uñuel o
Fellini? ¿O el “com er hasta m orir” de La grande bouffe?

Dos m uertes siguen caracterizando la historia m oral e in-


lclc( tual 'de O ccid en te. (¿H abría siclo diferente esa histo­
ria ,h a b ría brillado una luz más constante sobre el paisaje
de la co n cien cia occidental si el acon tecim iento axiom áti­
co hubiera sido el de dos nacim ientos?) Pero aludim os a
dos m uertes violentas en la determ inación de nuestro pe­
gado y de los m odos en que este legado ha g en erad o el
co n texto de nuestra cultura. Las m uertes de Sócrates y de
Jesús de N azaret siguen siendo las piedras de toque de
nuestra historicidad, de los reflejos de sensibilidad y reco ­
nocim iento m ediante los cuales hacem os del recuerdo, del
legado ele referencia, nuestra identidad cristiano-hebraica
y clásica. A pesar ele toda su irrevocabilidad, a pesar de todo
lo que las hace insoportables para el recuerd o razonado,
estas dos ejecuciones siguen siendo asuntos intensam ente
inacabados. Su lugar y su significado existenciales, las pre­
guntas que plantean, nos presionan con una insistencia
que no disminuye. Incluso para aquellos -¿qu ed an algunos
en la actualid ad ?- que son capaces de internalizar algún
grado de confianza en la R esurrección de Jesús, ese con­
cepto insoluble para la razón y el principio de realidad, la
C ru cifixió n conserva su terror, su sum a ele agonía. Tras
ambas m uertes sigue pesando la co n secu en cia de pérdida
incon m en surable, el sentim iento ele lo irreparable.
Las cuestiones que plantea la ejecu ción de Sócrates en
el ^qg a. C. son la posibilidad m ism a clel pensam iento
cu an d o éste se co m u n ica p ú b lica m en te; la co ex iste n cia
o no -este tema es fu nd am ental- entre la maravilla -p o rq u e
es e so - de la p ercep ció n ética individual y la interrogación
articulada, por una parte, y la cohesión, la estabilidad m í­
nim a, la perpetuación norm ativa de la polis (la
communitas, el colectivo político o econ óm ico), por otra.
Sócrates personifica el im perativo del pensam iento, la in­
d iferencia de la percep ción interrogativa a las inevitables
im purezas del pacto político-social. En Sócrates cobra una
dim ensión añadida la com pulsión o, para ser más exactos,
el com prom iso con criterios de rigor m oral y epistem o­
lógico que no son antítesis de los usos pragm áticos, com ­
prom etid os y acom od aticios d el o rd en público. Es su
daimonion. En algunos cam pos de la física y de la cosm olo­
gía contem poráneas se apela al concep to de “extrañeza”.
U na “extrañ eza” sem ejante, la del m andam iento y la vali­
dación sobrenaturales, proporciona su inquietante fuerza
a la lógica socrática, al elenchos o m étodo de interrogación
m ediante el desvelam iento forzad o de la contradicción.
Sólo en Spinoza (quizá su único seguidor auténtico) obser­
vamos un a con caten ación similar de lo sobrenatural y lo
lógico. Una “extrañ eza” de este tipo no se siente cóm oda
en la ciudad, en la civilitas. De ahí la em ancipada ligereza,
la m usicalidad de la dialéctica socrática cuando el maestro
está en el cam po (com o en el Fedro), ju n to a las orillas del
río Iliso, frecu entad o por las ninfas.
Pero la provocación im plícita en el proceso y la ejecu­
ción de Sócrates es tam bién de un o rd en más personal
(aunque lo personal, en el retrato de Platón, es una persis­
tente figuración de lo universal). A pesar de la elaborada
argu m en tació n en contra, Sócrates estuvo muy cerca de
provocar su propia condena. Se negó a negociar con lo que
se había apod erad o de su espíritu y santificó esa posesión
invocando “la voluntad del dios”. A la con cen tración fi­
lo só fica se la ha lla m a d o p ie d a d natural del in te le c to .
Sócrates ju e g a en contra - e l ju ego es a la vez exasperante y
c ru c ia l- de una piedad de este tipo autorizada p o r lo
“d em ó n ico ” (aquí podem os pensar en el Geisi de H e g e l),
la píelas de la fe cívica oficial y las instituciones religiosas.
Adem ás, com o todos sabem os, las maliciosas propuestas
socráticas sobre el castigo que podrían im ponerle en lugar
de la cicuta hicieron la situación irreversible. Com o insinúa
con in com od id ad Jen ofon te, en el final de Sócrates hay
algo más que un atisbo de suicidio. (Le ofrecieron la hui­
da de la prisión, pero Sócrates se opuso.) En una última
dialéctica, Sócrates le im pone a Atenas la sangrienta culpa
de su m uerte elegida. ¿Se ha recup erad o “la ciudad del
h o m b re” occidental?
N inguno de estos dilem as ha envejecido. La “vida exa­
m inada” que exigía Sócrates requiere que todos y cada uno
de nosotros form em os parte de ese ju ra d o ateniense.
¿Cóm o habríam os votado? La sentencia de G oethe, “más
vale la injusticia que el desorden”, resum e el caso de la acu­
sación en pocas palabras. El argum ento, com o el de H egel
sobre el conflicto de C reonte con A ntígona, es que la co n ­
servación del orden sociolegislativo hace posible reparar
los errores de la justicia. El desorden, la dispersión de la
solidaridad cívica m ediante una anárquica individualidad
y la “luz in terior”, no sólo destruye la vida cotidiana, sino
la posibilidad del progreso, de la m ejora en la com pren ­
sión y ejercicio de la justicia. ¿Es dem asiado alto el precio
que hay que pagar por las hazañas autónom as de la con­
ciencia? C u an d o Sócrates fue ju zg a d o , Atenas estaba en
una situación de h um illación m ilitar y división política.
¿D esequilibraron a Francia casi fatalm ente la verdad y la
grandeza m oral de la absolución de Dreyfus en vísperas de
u n a guerra m undial? Pero los problem as planteados son
incluso más arduos que los de la p o lém ica coexistencia
entre la con cien cia personal y las restricciones que im po­
ne la voluntad general. La iníelligentsia, la élite filosófica, no
siem pre toma partido por la em ancipación política o la li­
bertad de co n cien cia. Nada más lejos. U n an h elo más o
m enos declarado por los estilos de go biern o jerárquicos y
despóticos habita, com o un som brío espejism o, bastantes
sistemas filosóficos m ayores. Platón busca repetidas refe­
rencias en D ionisio el T irano; H eg el en el absolutism o
prusiano; H e id e g g e r en el nacionalsocialism o; Sartre en
Stalin y M ao. Las fantasías de p o d er de N ietzsche son evi­
dentes. Y se dice que el propio Sócrates tenía inclinaciones
oligárquicas. M ientras reflexionem os sobre las am bigüeda­
des de la con d ición del individuo dentro de la sociedad,
sobre las relaciones entre el pensam iento puro y la prácti­
ca política, ese ju ra d o ateniense seguirá deliberando.
Por tanto, en cierto sentido el asunto de la m uerte de
Sócrates es intem poral. La tem poralidad de la Crucifixión,
em pezan do por el m últiple enigm a de su situación en el
tiem po histórico (¿por qué en aquel m om ento y en aquel
lugar, excluyendo en apariencia a la hum anidad p reced en ­
te o no advertida?) representa un desplazam iento constan­
te. N in gu n a generación de la cristiandad ha considerado
el G ólgota exactam ente igual que otra. La titubeante evo-
lo ció n de la d o ctrin a y los sacram entos centrados en la
encarn ación, la R eform a, la secularización del sentido oc­
cid en tal del m un d o (Weltsinn), la crítica textual y de las
fuentes, las etapas y m etam orfosis de nuestras lecturas del
acontecim iento y la alegoría, han alterado la percepción de
la Cruz. Para el cristiano, pero tam bién, en m uchos senti­
dos, para el no cristiano, la C ru cifixió n y el grito de agonía
de Jesús - e n sí m ism o una repetición inexorable de su pre­
gun ta anterior: “¿Q uién dices que soy?”- em pujan a la
m ente a buscar apoyo en algún tipo de dialéctica respon­
sable entre el tiem po y la etern id ad , lo histórico y lo
in tem poral. ¿Lo han co n seg u id o algu n a vez siquiera los
más sutiles y penetrantes intelectos hum anos, com o san
Agustín, Pascal o Kierkegaard?
La enorm idad de la C rucifixión (la física y la cosm olo­
gía hablan ahora ele “singularidades”) ha cobrado una obs­
tinada urgencia. E xige que la considerem os “en enigm a, a
través del espejo” del siglo más atroz de nuestra historia.
Plantea sus preguntas, pid e la in terp retación inm ediata­
m ente después de la larga m ed ian oche de deportación y
m asacre, clel ham bre y de los cam pos de exterm in io. El
ju ic io y la m uerte de Sócrates todavía p u ed en considerar­
se con cierta calm a del pensam iento. Pero ésta no es posi­
ble en el caso clel grito final de aband on o ele Jesús, de su
desnudez y hum illación últimas frente al m utism o de Dios
(m utism o no es lo m ism o que silencio). Adem ás, que el
concepto de resurrección palidezca precisam ente mientras
que el de la agon ía en el G ólgota se vuelve más gráfico es
parte de la desolada lógica de la desm itificación, señal del
existencialism o que im pregna incluso nuestras suposicio­
nes religiosas. Vivimos el Viernes con más intensidad que
el D om ingo.
Es probable que la cultura occidental, y en particular
la de Europa, no recobre su plena vitalidad, el manantial
de su ser, si no podem os pensar las conexiones -históricas,
ideológicas, sim bólicas, m etafísicas y religiosas- entre el
G ó lg o ta y Auschwitz; si no pod em os ponerlas de algún
moclo al alcance de la razón y ele las m etáforas con las que
hacem os soportables los m om entos insolubles de nuestra
experiencia. Sin em bargo, no es en absoluto evidente que
el intelecto o la im aginación de hom bres y mujeres después
J e la gran oscuridad sean capaces de un acto de pensa­
m ien to sem ejante. La “teo lo gía posITolocausto” ha sido
débil, con algunas escasas y fragm entarias excepciones. Las
iglesias cristianas y los teólogos han fracasado de m anera
escandalosa en el inten to de dedicarse plenam ente a su
papel no sólo histórico y con tin gen te, sino doctrinal y
o n tológico, y han seguido cultivando el odio a los jud íos.
El jud aism o, cosa com prensible, sigue anestesiado, o inclu­
so sum ido en la locura en algunos casos, tras el tiem po del
horror. Para todos, excep to para los funclamentalistas, la
teo d icea retroced e ante el h ech o . Es llam ativo que los
maestros de la interrogación filosófica, incluso cuando sus
propias vidas se vieron im plicadas (W ittgenstein, H eide-
g g er), tuvieran poco o nada que decirnos. Sin em bargo,
hay un sentido - y lo considero d ecisivo- en que la Cruz se
alza ju n to a las cámaras de gas. Y es así a causa de la conti­
n uid ad histórico-ideológica que vincula el antisemitismo
cristiano, antiguo com o los Evangelios y los Padres ele la
Iglesia, con su erupción term inal en el corazón ele una
E uropa cristiana.

C om o ya hem os visto, las com paraciones por analogía o


contraste entre Sócrates y Jesús son, desde el R enacim ien­
to, un tema recurrente en la retórica y el debate filosófico
occidentales. Para usar un lenguaje más o m enos esopiano,
los philosophes de la Ilustración contestaron a las reivindica­
ciones de los apologistas cristianos -so bre todo católico s-
de la época postridentina que incluso los espíritus paganos
más nobles y puros habían sido víctim as de una innoble
superstición, de la creencia en un daimonion. Los librep en ­
sadores del siglo x viii subrayaron la clarividente nobleza
de la m uerte de Sócrates, el ideal de un Elysium poético-
filosófico que el sabio invocó en el m om ento de la despe­
dida. Este hallazgo en favor ele Sócrates en cuen tra su
continuación, a m enudo discreta, en las frecuentes m edi­
taciones de H egel sobre los dos personajes. Las com para­
ciones entre Sócrates yjesú s se convirtieron en un leitmotiv
para teólogos y filósofos del siglo x i x com o K ierkegaard y
Nietzsche. Las afinidades entre los dos maestros estaban al
alcance de la m ano. El conocim ien to que tenem os de am ­
bas figuras, ilimitadas para la adm iración y la interrogación
herm enéutica, es indirecto. Nuestro “Sócrates” es una amal­
gam a de los retratos, a m enud o discordantes, de Platón,
Jenofonte y Aristófanes. En el estilo intelectual y en el ar­
gum ento, no hay m ayor dram aturgo que Platón. N unca
cesará el debate sobre el grado de construcción platónica
en el Sócrates de los diálogos. ¿Nos enfren tam os a una
tra n scrip ció n más o m en o s fiel de voz y p erso n a al
p rin cip io , que se convierte gradualm ente en una “ficción
suprem a”, en un personaje dram ático anim ado por la no
socrática, incluso contrasocrática, teoría de las Ideas, y por
el program a político de Platón? ¿Es el Sócrates de los diá­
logos interm edios y tardíos una cristalización de lo im agi­
nario en un nivel ele presencia sem ejante al de Fausto o
Hamlet? ¿Y qué pensar de jesús? Lo que sabemos de él con ­
siste en teram en te en el testim onio de los Evangelios
Sinópticos y san Juan, en los H echos de los Apóstoles y al­
gunas ele las Epístolas de san Pablo. Las relaciones
cronológicas y sustantivas de cada uno de estos d o cu m en ­
tos con los hechos reseñados, sus relaciones entre sí, han
sido objeto de o fen d id a controversia durante casi dos
m ilenios. Se ha puesto repetidam ente en duda la existen­
cia de Jesús. En cualquier punto de lo que nos cuentan de
sus dichos y hechos se in terp on e un turbulento y grávido
carácter indirecto; que no es sólo pro p io de la tipología
narrativa, de las drásticas co n trad iccion es d en tro de los
Evangelios mismos, de las im posibilidades históricas (por
ejem plo, las crónicas clel supuesto “ju icio”); que es el resul­
tado, com o en el caso de los que hablan o trazan una cari­
catura de Sócrates, de sensibilidades literarias e ideológicas
radicalm ente distintas. El Jesús de M arcos no es el de
Lucas; n in g u n o co in cid e en los m om entos clave con el
Cristo d el C uarto E vangelio. Tanto en el tem a de Jesús
com o en el de Sócrates, luces caleidoscópicas incid en ele
m odo deslum brante en torno a un núcleo que no pode-
mos recuperar. N in gu n o de am bos maestros escribe (las
palabras que Jesús escribe en la arena y borra de inm edia­
to son una enigm ática aporta). Se en cuen tran co n los de­
más cara a cara, oralm ente. Su m inisterio im plica una
critica de la escritura, com o afirm a Platón: la escritura no
tiene vida, no p ued e contestarse, hace daño a la m em oria.
El espíritu p erten ece a la voz, la letra, a la ley o a la norm a
no revisada, convencional. Adem ás, hay analogías de m é­
todo. Todavía tenem os m ucho que apren d er sobre las téc­
nicas m ayéuticas en las parábolas d ejesú s. Por m om entos,
m uestran el mism o rigor burlón, esa m anera de acorralar
al oyente que le em puja al d esconcierto y a la d u d a y a una
reconstrucción, a m en u d o dolorosa, de sus suposiciones.
C o n un deje tal vez característico de las m entes poético-fi-
losóíicas privilegiadas (W ittgenstein lo atestigua), tanto el
Sócrates de Platón co m o el Jesús del N uevo Testam ento
son virtuosos del ejem plo, del cuento o del gesto que ilu­
m ina y a la vez restituye a las p ro p o sicion es com plejas,
m etafísicas o m orales el reto de la opacidad o la am bigüe­
dad. Los usos que Sócrates (el de Platón) hace del m ito y
las parábolas d e je s ú s p o n en e n ju e g o la fuerza y la delica­
deza de unas sugerencias inquietantes. H acen m etafórico
el pensam iento.
Hay poco consuelo en una “vo cació n ” sem ejante, en un
llam am iento tan exigen te para la m ediocridad y la som no­
lencia de nuestro ser cotidiano. La provocación de Lucas
cuand o dice que Jerusalén siem pre asesinará a sus m aes­
tros y profetas se aplica igualm ente al destino de Sócrates.
A m bos maestros, adem ás, reú n en discípulos, los alejan de
la vida corriente, ele la rutina obediente y productiva. Los
seducen con la vehem encia, con la exclusividad de sus exi­
gencias. La repetida afirm ación de que tanto en el plato­
nismo socrático com o en las enseñanzas de Jesús hay un
n ú cleo esotérico, revelado ú n icam en te a un puñado de
elegidos, no es convincente. Pero la estrategia “organizati­
va” es la selección, el alum nado restringido, jesú s se despi­
de de aquellos a quienes ha elegid o com o apóstoles, los
que le recordarán y transmitirán su m ensaje a la hum ani­
dad. En sus últimas palabras a los m iem bros del ju ra d o que
le ha con d en ad o, Sócrates predice que hom bres más jó v e ­
nes, que habrán co m p ren d id o su propósito, llevarán a
cabo su ejem plar tarea. ITay algunos que m antendrán y
desarrollarán una vida de revisión. Ya he hablado en otra
parte de “ecos” locales y específicos: el que existe, por ejem­
plo, entre el gallo que Sócrates, en sus últim as palabras,
desea sacrificar a A sclepio y el que canta en la triple nega­
ción de Pedro.
Sin em bargo, es evidente que lo que exige una doble
visión es el con trapunto de los dos ju icio s y las dos penas
capitales. Lo que ha causado un d u rad ero m alestar en
nuestra cultura es, p o r una parte, el asesinato de Sócrates
en el 399 a. C. y, p o r otra, el de Jesús en torno al 33 d. C.
Am bas m uertes han aum entado el trasfondo y la tristeza
d el alm a en la gente reflexiva. N o pod em os escapar de las
preguntas que plantean ni tam poco soportarlas. Em puja­
do por su divinam ente inspirada conciencia, Sócrates pone
en tela de ju ic io la validez de la ley secular y el interés pú­
blico. Enviado p o r Dios Padre, el rabino de Nazaret desa­
fía el orden de inm anencia en el m undo; su “lo cu ra” sub­
vierte la razón. Entre ambas provocaciones hay una co­
nexión crucial. E xponen nuestra com ún hum an idad al
chantaje de la perfección. Nos im ponen exigencias de lo
ideal que reconocem os claram ente com o tales, pero no
somos capaces de estar a su altura. Sócrates nos querría
virtuosos, sinceros, sobrios de espíritu, tranquilos ante la
enferm edad y la muerte. Los m andam ientos d e je sú s (pue­
de que en ellos haya incluso un toque de ira) nos piden un
com pleto altruismo, am or y com pasión universales y que
estemos preparados para la transcendencia. Pocos de no­
sotros somos lo bastante fuertes, com o lo fue N ietzsche o,
en cierto sentido, Freud, para contestar o refutar esos ra­
diantes im perativos. Y son m enos aún los que p u ed en
adoptarlos existencialm ente. La imitatio dem uestra ser de­
masiado ardua. Al contrario de lo que dijo el poeta, lo que
la hum anidad en cu en tra insoportable no es dem asiada
realidad: es la luz deslum brante de la perfección ejemplar.
Nos rebelam os contra quienes no podem os emular, contra
quienes nos plantean unas exigencias que nos dejan des­
nudos, odiándolos y odiándonos. Este es precisam ente el
m anantial psicológico de odio que se halla en la raíz del
antisemitismo, en el aborrecim iento hacia un p u eblo que
ha enfrentado a la hum anidad corriente tres veces - e n el
m onoteísm o mosaico, en Jesús y en el com unism o mesiá-
nico de M arx- con unos ideales de sacrificio, fraternidad y
abstinencia que están fuera de su alcance. La m ediocridad,
lo hum ano dem asiado hum ano, persiguió a Sócrates y a
Jesús hasta la “desnudez” de sus muertes.
De todas estas referencias cruzadas, elijo la de las dos
cenas, el Banquete en casa de A gatón, el actor trágico, y la
Ultim a Cena de Jesús y sus discípulos tal y com o la cuenta
el E vangelio de san Juan. D en tro de mis posibilidades,
quiero llam ar la aten ción , de un m odo inevitablem ente
rudim entario, sobre el genio de construcción y ritm o en
am bos textos y sobre lo que tiende entre am bos 1111 puente
ele reconocim iento.

El Banquete no es, en sentido estricto, un diálogo platóni­


co. Los esbozos m ayéuticos, com o las conversaciones entre
Sócrates y A gatón, am enazan con d eshacer toda la estruc­
tura. El gén ero al que p erten ece el B anquetee s altam ente
distintivo, pero se ha estudiado poco. Es el gén ero de “ban­
q u e te ”, “conversazione” o “soirée”. A barca E l satiricón de
Petronio, algunos m om entos del Decainerón de Boccaccio,
la Ceneri o “cena de las cenizas” de G iord ano Bruno, Las
veladas de San Petersburgo de De Maistre, una obra que riva­
liza, en cierta m edida, con la de Platón. Estos constructos
de discurso cordial poseen, necesariam ente, analogías con
el teatro, con la presentación escénica. Igualm ente, utili­
zan los m edios escénicos y las tradiciones de la oratoria.
Son textos en los que el pensam iento es a la vez íntim o y
festivo, en los que se hace realidad el motto spirituale del
Convivio de Dante, otro ejem plo de este género. En cada
una de estas obras, además, el escenario, el telón de fondo
cíe lo que supuestam ente ocurre, es muy intrincado. Hay
que cartografiar un espacio.
Los expertos datan la com posición del Banquete entre
el 384 y el 379 a. C. Pero el prim er éxito de A gatón, que
celebra este banquete, com o poeta trágico ocurrió antes,
en el año 416. Lo que le cuenta A p o lo d o ro a G laucón pa­
rece suced er en torno al 400 a. C. Estos m últiples m odos
de distanciam iento, tan estrecham ente entrelazados com o
los del Protágoras, plantean preguntas intencionadas. ¿Po­
dem os confiar en la sorprendente m em oria de Apolodoro?
El mismo advierte dp las inevitables lagunas e inconclusio-
nes. ;Es im portante tener en cuenta el hech o de que esta
crón ica -A p o lo d o ro , un discípulo apasionado, ¿la ha con ­
tado a otros co n a n terio rid ad ?- tiene lugar antes, quizás
inm ediatam ente antes del ju ic io de Sócrates? En este com ­
plejo preludio, Platón parece volver al polém ico problem a
de lo oral m ediante la palabra escrita, del anim ado ju e g o
del recuerd o que se o p o n e a la sospechosa fijeza de lo tex­
tual. El hech o histórico y la ficción retórica se interpene-
tran. Los sutiles desplazam ientos hacia el pasado hacen
aún más vivida la im pronta de Sócrates en las m entes de
quienes son sus testigos. Son evidentes los paralelism os con
los testim onios de la vicia y dichos de Jesús. Tam bién aquí
son instrum entales la cro n o lo gía del recuerd o y el estable­
cim iento de los hechos, los giros desde el testim onio direc­
to hasta la “escritura” (la d egen era ció n que es escribir).
Sobre todo, en el C uarto Evangelio, el problem a de la voz
del autor -¿q u ié n se dirige a quién, cóm o puede vincular­
se el capítulo final a las convenciones de narración perso­
nal en los Evangelios precedentes?— sigue en parte sin re­
solverse. De m anera casi kierkegaardiana, estos textos fun­
dam entales para nuestra co n cien cia interna y nuestra
entera cultura son actos de “com unicación indirecta”.
Los dos textos que consideram os giran sobre dos ejes.
El prim ero es la separación y las interacciones entre el día
y la n o ch e (o la luz y la oscuridad). Esta dualidad es tan
crucial en la estructura de la Ultim a C en a de san Juan que
num erosos exegetas han citado, de form a controvertida,
un sim bolism o gnóstico subyacente y sistemático. Nuestro
propio y corriente sentido ele lo diurno está tan profunda­
m ente grabado en nuestra con cien cia y es a la vez tan difu­
so que es fácil pasar p o r alto la dialéctica y el carácter
dram ático de la situación. Am bos se avivan bajo el brillo de
la luz del día en el M editerráneo y la brusca caída de la no­
che. El Banquete invoca tanto la fen o m en o lo gía cíclica de
día y n o ch e (el retorno de la aurora) com o su polaridad.
Tam bién en el Cuarto Evangelio encontram os al específi­
co “genio clel lu gar” que es el día y al no m enos sustantivo
de la oscuridad. Se nos llam a la atención, con una inquie­
tante sim ultaneidad, sobre la división y la interrelación
orgánica, com o en la serena paradoja de H eráclito sobre
la identidad del día y la n oche, de la presencia y la nega­
ción. El día desem boca en la noche; la n oche está marca­
da p o r la ausencia de luz (un claroscuro realzado en
nuestros textos m ediante referencias a la luz de lámparas
o an to rch as).
A gatón ha ganado el prem io ele tragedia bajo las blan­
cas luces del teatro. Sus invitados se han reunido al caer el
sol. Están dispuestos a festejarlo durante toda la n och e
m anteniendo a raya al sueño y al silencio, rebelándose con­
tra la naturaleza. Incluso antes de entrar, Sócrates ya ha
puesto en tela de ju ic io estas amplias dicotom ías. Se que­
da un poco atrás, absorto en sus pensam ientos. La im agen
prefigura con exactitud la que Alcibíades nos da de Sócra­
tes cuando, durante una cam paña militar, se quedó de pie
sin moverse del sitio, sum ido en algún problem a in telec­
tual, durante todo un día y toda una noche: “Perm aneció
de pie hasta que llegó el alba y salió el sol; entonces se ale­
jó , después de ofrecerle una oración al Sol”. Un triunfo
reverente sobre la ordenación natural de día y n oche que,
a su vez, anuncia la sobria salida de Sócrates a la m añana,
al final del Banquete. Pero apenas hay un m om ento en la
com posición de Platón que no nos enfrente con las reali­
dades e ironías del contraste entre la “m entalidad”, la p o ­
lítica, la sensualidad -eró tica, atlética, m ilitar- de la
existencia diurna y de las prácticas nocturnas. C onsid ere­
m os las ingeniosas indiscreciones de A lcibíades sobre la
noch e que pasó con Sócrates, sobre el m odo en que se
apagó la luz. U na vez más, la autodisciplina de Sócrates, la
lucidez de m ediodía que posee su espíritu, extraen de la
más terrible oscuridad los privilegios de la sinrazón. Eros,
el tema del Banquete, es engen drado en la oscuridad em pa­
pada de néctar que sigue a una gran fiesta. Éste es uno de
los dos banquetes evocados dentro del relato del banque­
te en casa de Agatón (el otro es el que cuenta A lcib ía d es).
La noche, tal y com o la conjura Platón, se im pregna lite­
ralm ente de las fuerzas dionisíacas del vino y la sexualidad.
Con cada alocución o episodio, el aire se vuelve más carga­
do (Keats, al co m p o n er sus propios nocturnos, adivina ese
peso som noliento en lo que sabe de Platón). En san Juan,
el am or y el vino no son m enos im portantes. Las analogías
que infieren el neoplatonism o y el rom anticism o, y que en
H óld erlin son incom parables, entre D ioniso y Cristo, en­
tre las uvas báquicas y el vino de la com unión , tienen su
origen en el convivium en torno a la mesa de Agatón. A pun­
tan a la coreografía (hay bailarines presentes), a los movi­
m ientos de co n cord an cia y retirada que vinculan Eros y
Logos, la “luz del am or” y la noche del alma. En esa relación,
el sueño o el negarse a dormir, com o Platón los matiza con
exactitud, ju e g a n su intrincado papel. Sócrates parece no
necesitarlos. ¿Los necesitó Jesús?
El segund o eje está tan relacio n ad o con el prim ero
com o el espacio con el tiem po. Es el de exterior/interior.
U na vez más, este binom io es tan ubicuo que no nos damos
cuenta de la riqueza de sus im plicaciones. U na puerta, una
antecám ara, son, para los que vienen del exterior, algo tan
cargado de valores sim bólicos y am bigüedad com o el cre­
púsculo. Salir pu ed e ser tan am enazador com o la n oche
p ro fu n d a o tan liberad o r com o el alba. Los dos ejes se
intersectan en num erosos puntos. Adem ás, del mismo
m odo que hay m inutos dentro de las horas, horas en los
días, días circunscritos por las semanas, y la alternancia de
luz y oscuridad de las estaciones, hay muros externos, re­
cintos interiores, habitaciones dentro de habitaciones que
segm entan y especifican el escenario. El Banquete y el rela­
to de la últim a cena pascual de Jesús dram atizan esas deli-
irritaciones y los actos de “cruzar los lim ites” (transgresión
literal). En am bos docum en tos, el exterior, terrible, es la
ciudad, Atenas yje ru sa lé n . Esta “historia de dos ciud ad es”
es heraldo, desde los Padres de la Iglesia, de la cond ición
espiritual ele O ccid en te. A gató n ha ganado su coron a en
presencia de unos veinte mil ciudadanos, con el apoyo de
la polis. Sócrates practica sus artes de in terrogación e iróni­
ca in o cen cia en los lugares abiertos de Atenas. En la fecha
supuesta del banquete, Alcibíacles está llegando al punto
m áxim o ele su turbulento carism a y su vulnerabilidad p o lí­
tica en los asuntos ideológicos y partidistas de la ciudad. Las
com edias de Aristófanes, incluso cuando son más fantásti­
cas y burlonas, tratan “sobre A ten as” en un sentido muy
preciso y se representan ante un público num eroso. Los
co lo res son locales. C ad a invitado, cada orador, durante
esta n och e de conversación en torno a una m e s a - “conver­
sación en torno a u n a m esa” p o d ría ser un subgénero en
la clase de banquetes filosófico-literarios o soirées-, ha traí­
do consigo un contexto particular de rango y exp erien cia
cívicos. El origen rural-provincial de los que cenan con J e­
sús de N azaret p ro p o rcio n a un instructivo contraste. L a
casa de A gatón, a su vez, es un interior m ixto, com puesto.
Circulan cocineros, m úsicos, sirvientes que salen a la calle
en busca de un Sócrates que no llega, que dan la bienveni­
da a los invitados y los co n d u cen a la sala d el banquete. En
esta sala, el ord en de los divanes en torno a la m esa ju e g a
un papel constante en la intriga de m ente y cuerpo, traza
un espacio dentro de un espacio, una interiorid ad en el
corazón del interior. El acceso a este santuario exige, com o
el acceso a la “cámara superior” de la Últim a Cena, un com­
plejo de actitudes y com prom isos. M ediante las fórmulas
de invocación -lo s oradores en el Banquete apelan una y
otra vez a los dioses y ofrecen lib a cio n e s- o m ediante la
“presencia real”, com idas com o éstas rozan lo sobrenatu­
ral. El sacrificio nunca está dem asiado lejos de la celebra­
ción.
E xterior e interior se hallan en contacto dramático. En
todo m om ento durante la noche, la vida de la ciudad, lo
que Joyce llam a “ciudad n o ctu rn a”, am enaza con invadir,
con violar la intim idad com partida (siempre, en cierto gra­
do, conspiradora) de la casa, clel interior. En ambas obras
se m aterializa esta am enaza. En una de las irrupciones lite­
rarias más espectaculares que existen, A lcibíades entra
com o un torbellino con su hum or dionisíaco. A unque esta
entrada en la sala del banquete es terriblem ente súbita, ya
se había oíd o su griterío de borrach o en el patio delante­
ro, en la zona am bivalente entre la ciudad y la m orada pri­
vada. Hay una segunda invasión igualm ente significativa.
H an abierto la puerta de la casa de A gatón para que los
invitados agotados p u ed an salir. A través de esa puerta
irrum pe una festiva m uchedum bre, tumultuosa y anónim a
com o lo es la m uched um bre de una ciudad. Es ella la que
p o n e un alborotado punto final a la cena. Verem os hasta
qué punto son significativas las salidas en los capítulos 13-
17 del Evangelio de san Juan. Pero la sim ilitud más im por­
tante es el trágico papel de la ciudad. Atenas y je ru sa lé n
rodean el santuario de la casa. A u n q u e se interpon e un in­
tervalo, Sócrates es co n d u cid o a su proceso y ejecución;
Jesús se dirige a una m uerte casi inm ediata. Prevalece el
exterior. En una drástica paradoja, la noche proporciona
asilo. Lo que resulta ser fatal es la luz clel día sobre la ciu­
dad. En la Pasión de Cristo, esa misma luz del día desapa­
rece en un eclipse. Am bos ejes form an una cruz mientras
el tiem po occidental cam bia del antes al después.
Dos tratados sobre el amor. Sobre el am or sagrado y el
profano. Sobre el am or transcendental e inm anente, subli­
m ado y sexual. Sobre el am or divino y el hum ano. Sobre
eros y philia, amor y agape. ¿Por qué existe el amor? ¿Cuál es
su naturaleza? ¿Es la fuente misma de la vida y del con oci­
m iento o una enferm edad subversiva y anárquica de la ra­
zón, un intruso dem oníaco? ¿Es posible identificar el am or
con el Logos, la “Verdad U n ica” últim a (Plotino después de
P lató n ), o con la Palabra, esa Palabra que es y está con Dios
en san Juan? Para los neoplatónicos del R enacim iento, el
paralelism o era inconfundible: el Banquete, dejando a un
lado su explícita hom osexualidad (¿y no hay un aura de
hom oerotism o en los puntos clave de la narrativa de san
Juan?), puede leerse com o un vangelo erotico, un “Evange­
lio de am o r”. En la reticulación de am bos textos, en su
entrelazam iento, se origina el misticismo -in m en sam ente
formativo y variad o - del am or divino y del hum ano en el
sentim iento religioso, en el argum ento m etafísico, en la
literatura, en la música y en las artes de O ccidente. Estas
dos noches de primavera en las dos ciudades principales de
nuestra identidad occidental, Atenas y jeru sa lén , generan
las características del deseo, del diálogo entre el cuerp o y
el alma, la carne y el espíritu, en las incontables noches de
am or que las siguen. “En una n och e com o ésta”, dice Sha­
kespeare. Y en ambas cenas los invitados se reclinan en sus
divanes. Esta postura, en Platón, anuncia con énfasis el aros.
Pero tam bién la m uerte. U na prem onición, com o de otra
n o ch e dentro de la n o ch e, se cierne sobre ambas reu­
niones.
A bu n d a la literatura en cada uno de los capítulos clel
Banquete. Revela la prolijidad alusiva e h ip erb ó lica de
Fedro, su heroicid ad rom ántica (con sus inconscientes e
irónicas anticipaciones de A lcibíad es). Pausanias es un
analista. Su defensa categórica de la paiderasiia se transfor­
ma en una defensa casi profesional de la consum ación eró­
tica por los valores cívicos y m orales que engendra. El breve
interludio que pospone el discurso de Aristófanes es una
m aravilla de tensión y relajación rítm icas en la com posi­
ción. C om o en la música, se retiene la anunciada co n clu ­
sión (los estudiosos han dedicado m onografías al hipo de
Aristófanes). Erixím aco es físico. Basándose en la apología
de Pausanias, diseccion a el b en eficio terap éutico del
hom oerotism o en el cuerp o y la psique. Cada uno de estos
discursos p ro p o rcio n a una im agen dram ática (e irónica)
en sí mismo. Juntos son tres vividos golpes ele timbal en la
obertura. El virtuosism o de Aristófanes es lo que plantea
unos temas que tam bién conocían los hom bres de N azaret
o Galilea.
El pastiche que Platón hace sobre el genio de Aristófa­
nes para la fabulación tragicóm ica es, p o r sí mismo, genial.
(Ya que nos faltan pruebas, sólo podem os hacer suposicio­
nes sobre el talento de Platón para im itar el registro y la
ap arien cia de sus personajes d ram áticos.) La bu fon ad a
cerebral, tan propia de Aristófanes, es evidente: en el re­
curso a las criaturas herm afroclitas “que corren tan veloces
com o nuestros acróbatas, girand o una y otra vez con las
piernas abiertas”; o en A p o lo forrando y cosiendo a los se­
res hum anos desgarrados. Pero el punto fundam ental es la
creación y la Caída, y esos clos m om entos son inseparables
del tem a del am or tanto en el legado cristiano-hebraico
com o griego-latino. R em ontándose a elem entos tan anti­
guos com o los llam ados “him nos órficos” (la bisexualiclad
de la luna), inspirándose en H om ero, anticipándose a Lu­
crecio, el gran com ed iante nos habla de nuestra tripartita
naturaleza original, de las criaturas esféricas en las que se
encarn aba la plenitud del eros. Estos “prim ates” andróginos
eran tan orgullosos, tan soberbios, que conspiraron contra
los dioses. El tem a clel pecad o original es fundam ental en
las lecturas cristiano-hebraicas del sentido clel m undo. Es
m ucho más raro en el con texto griego; pero está presente
en Em péclocles y, de un m odo oblicuo, en las insinuacio­
nes de Lleráclito sobre el conflicto y el error en la valora­
ción de las cosas. A ristófanes habla expresam en te de la
hu m an id ad “ca íd a ”: por su sexualidad escindida, conse­
cuen cia del castigo divino. La farsa especulativa se vuelve
más som bría. D esde ese m om ento hay en la búsqued a y en
la consum ación del am or no sólo un d o lo r perpetuo, sino
una frustración inevitable. C ad a u n o de nosotros es un
symbolon, un in d icad or roto, una m itad de una sum a o un
dado partido buscando desesperadam ente su otra mitad.
Por ardiente que sea el acto del amor, no pod rá saciarse el
apetito ele fusión total, de retorno a la unidad perdida. De
m o d o asom broso, A ristófan es refu erza la im presión de
disem inación, de desgarram iento, al referirse de paso a la
dispersión de los arcadienses (!) por parte ele los espartanos
en M antinea (el lugar natal de D iótim a, cuya presencia
m ántica dom inará pronto el Banquete). ¿No hay remedio?
Sólo en un acto de brujería ensom brecido por la muerte.
H efesto p u ed e soldarnos para hacer otra vez una única
criatura: “cuando mueres, puede que en el Hades seas uno
y no dos que han com partid o una sola m uerte” (eros y
Ihanalos). Tal y com o están las cosas, sin em bargo, somos la
mitad ele nosotros mismos “por nuestros pecados” (diá ten
adikian). El deseo, el am or -ya sea heterosexual, sáfico u
h o m o sexu a l- entre hom bres y m ujeres mortales, se funda
en la transgresión y en el recuerd o inm em orial (incons­
ciente) de la pérdida. Aristófanes es un maestro de la de­
solación ci[ue habita la risa.
El discurso de A lcibíades es uno de los “actos de habla”
más polisém icos y m últiples de la literatura, ya sea sagrada
o profana. Voy a detenerm e sólo en uno o dos pasajes, en
contrapunto con el Cuarto Evangelio. La textura es la de
una confesión íntim a, aunque a la vez analítica. L a dialéc­
tica, en la m edida en que está presente, es personal e in­
cluso en cierto sentido privada: A lcibíades se interroga y
discute consigo mismo. A n un ciad o en la dem ostración de
Diótim a sobre la fealdad exterior de Eros, el retrato en que
Alcibíades pinta a Sócrates com o un sileno, com o el sátiro
Marsias, penetra con violencia en la intim idad del amor, en
los significados que el am or oculta y transm uta. A cada
paso, A ld b íad es ilustra o representa esta am bigüedad. En
elogio de Sócrates, y en presencia de Aristófanes, cita el
verso 362 de las Nubes, la obra en que Aristófanes se bur­
laba peligrosam ente del m aestro y de sus enseñanzas, y
“m etía preso” a Sócrates. U na “contracita”, el no va más del
palhosy la ironía, com o la de Las bodas de Fígaro en la cena
clel condenado D o n ju á n . El virtuosismo de Marsias con sus
flautas no es nada com parado con la música del pensa­
m iento que toca Sócrates (¿puede Shakespeare haber ig­
n orado esta inspirada com paración cuand o hizo que
H am let se negase a que “lo hicieran sonar” com o a un ins­
trum ento de viento?). Sócrates se apodera de las almas de
sus oyentes. El destino del sátiro es una indecible agonía:
será despellejado vivo. El de Sócrates tam bién es fatal.
A lcibíades habla de sus esfuerzos para huir del trance, del
encantam iento de Sócrates y de su apolínea m úsica de la
m ente. Sólo la m uerte del encantador liberará a los que ha
hechizado: “D esearía que desapareciera de este m u n d o ”
(2 16 c). Por añadidura, A lcibíades se ha dado cuenta de
que hay algo inhum ano en alguien que inspira am or ilim i­
tado, pero que nunca corresponde en íntim a paridad.
De hecho, ¿a qué género pertenece Sócrates? R ecorde­
mos la aguda pregunta de Jesús a sus discípulos: “¿Por
quién o qué me tomáis?”. El sentim iento hebraico, dejan­
do aparte la única y enigm ática referencia (Génesis 6) a los
“hijos de D ios” visitando a las “hijas de los hom bres”, es aje­
no al con cep to de criaturas mitad hum anas, m itad divinas,
y más ajeno aún a la idea de un híbrido de hom bre y ani­
mal com o el centauro. En la im agen griega clel m undo
abundan esas mezclas. Un sileno, un sátiro, son en parte
hum an os y en parte anim ales. N um erosos héroes son
semidivinos, nacidos del trato de los m ortales con los in­
m ortales. M ucho antes que la alegoría filosófica, el mito
griego convierte en literal la visión del hom bre situado en
una inestable escala entre lo bestial y lo divino, entre la
anim alidad y la transcendencia. U na representación blas­
fem a o im posible para el postulado judaico-cristiano de la
creación del hom bre a im agen y sem ejanza de Dios. El in­
tento de A lcibíad es de situar la verdadera naturaleza de
Sócrates es h iperbólico; pero respira un a seriedad y una
persuasión sobrecogidas dentro de su co n texto extático.
Sócrates es una singularidad. N o hay nadie en el m undo
com o él. E xige una “adm iración total” (pantos thaúmalos).
Ni un sem idiós com o A quiles ni un parangón de la e lo ­
cuencia, un estadista excepcional com o Pericles, se le p u e­
d en com parar. Hay en él un a extrañ eza esencial, una
otredad definidora. Sileno en apariencia, Sócrates p ro n u n ­
cia palabras (pensam ientos) que se asem ejan a los dioses
(theiotatous) en su enseñanza y ejem plificación de la virtud.
Ni siquiera sus íntim os p u ed en desvelar finalm ente el aura
autónom a del hom bre. U n alma divina m ora en la carne
más innoble.
El desorden causado por los invitados espontáneos con­
firma que el en d em on iad o lenguaje de AJcibíades ha he­
cho irrelevante, a partir de ese m om ento, la retórica
filosófica. Sólo Agatón, Aristófanes y Sócrates están en con­
diciones de seguir hablando. La suya es la tríada de la tra­
gedia, la com edia y la filosofía, una trilogía em blem ática
cuyo ep ílo go ha sido el discurso y el com portam iento de
A lcibíad es habland o de sátiros. El ord en en que los tres
hom bres yacen u n o ju n to al otro es una epistem ología en
tono menor. G en era el m ovim iento de clausura del espíri­
tu. Sócrates dem uestra (una dem ostración form alm ente
perdida para nosotros a causa de la ebria som n olencia de
sus dos oyentes) que la lechné, el oficio del poeta trágico
(A gatón ), im plica a su vez una capacidad para p ro d u cir
com edias (Aristófanes). A quí, epistasthaipoiein q u iere decir
com posición literaria -in stru id a y m otivada por la verd ad -
que se alia con la filosofía, un gén ero que tal vez se habría
perm itido en la polis platónica. Sócrates encarna en sí mis­
m o am bos m odos ele “representar” la verdad. Su aparien­
cia, sus burlonas ironías y su m odo de m enospreciarse a sí
m ism o perten ecen al ám bito ele lo cóm ico (com o enten­
d ió Chejov). Sus exigencias al espíritu hum ano, su destino
personal, son propios de la tragedia. Su registro filosófico
es sup erior a ambos. A lcibíades tenía razón cuando cogió
la coron a de A gató n y se la puso a Sócrates. Porque es él
quien se alza con la victoria en los ju e g o s dram áticos del
Banquete.
Ya he señalado la casi ind efinible tristitia que se cierne
sobre esta n o ch e festiva y dionisíaca. La paráfrasis vacila
ante un estado de ánim o tan m últiple y con m oved or com o
lo es, digam os, el final de Cosifan tutle o el n octurno de Las
bodas de Fígaro, ya que M ozart es, precisam ente, el m aestro
de la tragicom edia que pred ecía Sócrates (o considerem os
la desolada alegría del final de Noche de Reyes d e Shakespea­
re, dond e Feste es a la vez “fiesta” y una tristeza in d e c ib le ).
Estas ecuaciones no resueltas se cuentan entre los m om en­
tos y efectos suprem os de la estética. Los usos que de ellas
hace Platón son magistrales. A lcibíades está a un año de la
catástrofe política y personal. En vina escala íntim a, su ins­
pirada locu ra en el banquete prefigura la n oche en que
cuentan que m utiló las estatuas de H erm es y el desastroso
resultado de la exp ed ició n siciliana encabezada por él.
Sócrates, en perfecta posesión de sí mismo, ha sumido a sus
dos am igos y oyentes en un dulce sueño (kalakoimisanl’
ekeinous). En consecuencia, se queda com pletam ente solo
y despierto. La sala del banquete de Agatón no es Getse-
maní; pero ahí está el motivo clel aislam iento final, de la
soledad. Y el hom bre que sale a la luz de la m añana y se lava
en el Liceo es tam bién el Sócrates señalado por la muerte.
El am or es un tema peligroso.
Jun to con el Timeo, el Banquete ha dem ostrado ser la
obra más influyente de Platón. Im pregnada de neoplato­
nismo, la parábola de D iótim a sobre la transustanciación
de lo carnal en lo espiritual, del deseo en ilum inación, ha
sido la p iedra de toque para la teoría y la sem ántica del
am or en O ccid en te. La considerable perm anencia tem po­
ral del texto platónico ha co n o cid o siem pre clos impulsos
principales. D esde Plotino hasta Proclo y Nicolás de Cusa,
el em puje ha sido la “m istificación”, en su sentido funda­
m ental, de una translatio de la alegoría de D iótim a al misti­
cismo. La ascensión de lo erótico con d u ce al alma hacia
Beatriz y hacia el rosa ardiente del am or divino experim en­
tado en la inm ediatez de la rend ición mística (Bernini es
el em inente escultor de este m om ento). La otra dirección
ha sido la de la canonización de la pasión física,'su defensa
en nom bre de la belleza y de la suprem a vitalidad. Las
im plicaciones generales han sido heterosexuales. Pero,
desde el neoplatonism o del R enacim iento florentin o y ro­
m ano hasta los helenistas Victorianos y más allá, el Banque­
te ha sido, obviam ente, un talismán para el hom oerotism o
(en 1892-1893, el jo ven M arcel P ro u sty sus dorados m u­
chachos eligieron Le Banquet com o título de la revista de
las artes que iban a ed itar). El esfuerzo subyacente es la sín­
tesis, la reproducción y la recreación del ideal platónico de
transm utación. Los platónicos de Cam bridge en el siglo
x v ii hicieron hincapié en los valores alegórico-sim bólicos
de los actos de am or en la casa de Agatón. Eran sólo figu­
raciones del eros del alma. Shelley, y sobre todo H ólderlin
con su propia “D iótim a”, se em briagaron con la sensuali­
dad de la psique cuando la posee el amor. El ardiente res­
plandor de esta dialéctica ilum ina L a muerte en Venecia de
Thom as M ann. El m aterialism o se ha adentrado sorpren­
dentem ente poco en esta arquetípica retórica del amor. La
hipótesis de Freud sobre la sublim ación de lo sexual, de la
libido, en arte, en las características abstractas de la b elle­
za, incluso en la tensión y en la calidez del pensam iento,
es profundam ente platónica. Cuando habla del fjapel de
sem ejante sublim ación, aunque sea en nuestra supuesta
experiencia de lo divino, sigue tratándose de un platonis­
m o a la inversa.
En esta historia, el m om ento decisivo es el com entario
de Marsilio Ficino sobre el Banquete, cuya prim era versión
en latín, ahora perdida, pu ed e datar de 1468-14.69. Las
com idas festivas en la A cadem ia florentin a tom aban com o
m od elo el banquete platónico. En un celebrado convivium
en V illa C areggi en 1474, se recreó el Banquete. A su vez,
las exegesis de Pico della M irandola transm itieron a la cul­
tura europ ea la lectura de Ficino com o un todo. Los p o e­
mas de M iguel Á n gel son, p o r cierto, ilustraciones de esos
textos. La herm enéutica de Ficino es cristianizante. Preten­
de un a simbiosis entre la transcendencia platónica y la re­
velación de san Juan. Y cuando nos pide que reflexionem os
sobre las analogías entre Sócrates y Jesús de Nazaret, ¿no
está pid iénd onos algo obvio?

C on respecto a la autoría, fecha e in ten ción -¿para quién


fue com puesto, con qué propósito?-, el E vangelio según
san Juan es un cam po m inado. Sólo los que están cualifi­
cados pu ed en p ro p o rcio n ar una opinión responsable. Se
cree que el griego del Cuarto Evangelio revela un signifi­
cativo origen aram eo. Los expertos más em inentes creen
que el texto se escribió en Asia M enor, posiblem en te en
A ntioquía. L a opinión actual, aunque no unánim e, es que
esta obra tal y com o hoy la conocem os data de entre el go
y el 140 d. C. A lgunos exegetas, sobre todo Bultm ann, han
insistido en que el gnosticism o fue determ inante en ella.
D urante m ucho tiem po se consideró, a san Juan com o un
ju d ío h e le n o o, p o r lo m enos, testim onio de los judíos
helenizados. Lecturas más recientes, sobre todo siguiendo
los Rollos del M ar M uerto, encuentran una visión del m un­
do y una escatología sólidam ente arraigadas en el ju d a is­
mo del A ntiguo Testam ento y los libros de sabiduría jud íos.
Se ha d ich o que A lejan d ría es un lugar de origen más ve­
rosím il y que Filón representa el paralelism o más cercano
a las enseñanzas sobre el Logos de san Juan. ¿Se vio el pro­
pio autor envuelto en los acontecim ientos del m inisterio y
la Pasión de Jesús? ¿Llegó después y se basó en los Evange­
lios Sinópticos, sobre todo en Marcos, para con cebir una
crónica selectiva, inventiva y muy personal? ¿Era él ese enig­
m ático “discípulo am ad o” que ju e g a un p ap el tan in q u ie­
tante? El capítulo 21, con su santificadora retrospección,
no p u ed e ser de la misma m ano que la narración princi­
pal. ¿H ubo sucesivas redacciones? D e ser así, ¿cuántas y en
qué m om entos de la elaboración del texto?
Hay puntos que p arecen innegables. H ay im plícita una
atm ósfera difusa de platonism o “po p u lar”, un transcenden-
talismo platón ico que corría p o r las com unidades helenís­
ticas y m editerráneas. H ay características que apuntan
d irectam en te al estilo m oral de los estoicos. C o m o cual­
q u ier otro p en sad o r de su tiem po, el autor del C uarto
E vangelio c o n o ce algun os elem en tos de especu lación
gnóstica y del lenguaje escatológico de los llam ados “cul­
tos del m isterio”. El C uarto Evangelista escribe contra el
ju d a ism o tradicional, que identifica con una m undanidad
corrupta y que considera una am enaza para los nuevos cris­
tianos y judeo-cristianos en un clim a sentim ental seculari­
zado y sincrético. Pero tam bién se dirige a una com unidad
directam ente asociada de alguna m anera a sus enseñanzas.
Parece que esta com u n idad esperaba que san Juan sobre­
viviese hasta el segu n d o advenim iento de Cristo. U na de­
c e p ció n reveren te im p regn a el final d el libro. U n libro
cuya estructura es teológica. Ya la prim era Iglesia designa a
Juan com o “el te ó lo g o ” para distinguirlo de los demás
evangelistas. Podríam os ir más lejos: ésta es una obra de
teología filosófica. Su tono elusivo, su esplendor a m enu­
do velado, com o una coron a celeste en torno a un núcleo
oscuro, siguen siendo problem áticos. El Cuarto Evangelio
recibe sólo una aprobación interm itente por parte de lo
más “fundam entalista”, “literalista” o puritano de la tradi­
ción cristiana. P erturba a todos aquellos que recalcan la
h um an id ad esencial de Jesús. El h ech o de que rnysticism
[misticismo] em piece con mist [niebla] y acabe en schism
[cisma] d ebería suscitar la p ru d en cia de Newman. Es reve­
lad or que Bach encontrase im posible en algunos m om en­
tos su versión de san Juan. De sus Pasiones, ésta es la que
carece de un centro seguro de sí mismo.
Sea cual sea el problem a insoluble de la génesis de este
E vangelio (incluso se discute el orden de los capítulos en
la narración de la U ltim a C e n a ), sea cual sea la posibilidad
de revisión y superposición, el hech o de la voz seguirá ahí.
Es una voz absolutam ente incon fund ible. U n estilo de vi­
sión argum entativa radicalm ente único. E xperim entam os
la presencia, m e atrevo a d ecir la presión, de la inm ediatez
de un a m ente y u n a sensibilidad teológico-filosóficas de
prim er orden. Junto con Plotino, éste es uno de los gran­
des pensadores e “im aginadores” del m undo tardoclásico.
Y se trata de un escritor que se encuen tra com o pez en el
agua en las form as dinám icas de la retórica, de la poesía
filosófica (el himno-Logrw del principio, con su ju e g o sutil
de recursos sem íticos en unos versos a la m anera del Anti­
guo Testam ento), de la alegoría y del simbolismo. D e h e­
cho, el legado literario occidental extrae en buena m edi­
da del C uarto E vangelio el arte de la representación
polim órfica e indirecta. Y así, los capítulos 13-17 siguen
siendo, entre otras m uchas cosas, un m onum ento a un dra­
m aturgo teológico-m etafísico inevitablem ente com parable
al filósofo-escritor de teatro del Banquete.
Com o en la casa de Agatón, el orden de los sitios en la
cám ara (no localizada) de la Ú ltim a C en a en san Juan (la
“cámara superior” que se enseña actualm ente en Jerusalén
es una ficción turística) es esencial. Tam bién en Proust
encontram os las torm entas de am or y de odio que pueden
surgir de la disputa sobre etiqueta o prioridades. Las cenas
del Cuarto Evangelio son reclinadas. Esta postura, proba­
blem ente tom ada de la costum bre helenístico-rom ana, se
aplica a la Pascuajudía. (Sin em bargo, Juan afirma que esta
cena particular ocurre la n och e anterior.) M aestro y discí­
pulos se reclinan sobre el costado izquierdo, dejando libres
el brazo y la m ano derechos. Por tanto, el discípulo senta­
do inm ediatam ente a la d erecha de Jesús estaría colocado
de tal form a que su cabeza se inclinaría justo delante del
Señor. Visualm ente, pero también en términos de proxim i­
dad, p od ría decirse que “se reclinaba sobre el p e ch o de
Jesús”. Esto perm itiría la posibilidad de conversaciones sotto
voce inaudibles para los dem ás com ensales. Form alm ente,
el lugar de h o n o r era el que estaba a la izquierda del
anfitrión. Aquí, el m atiz puede, ser fundam ental: entre el
rango externo o la jerarq u ía de edad, por una parte, y una
intim idad, una clausura peculiar, por otra. C o m o han se­
ñalado los com entaristas, el lugar que ocupa el discípulo
am ado en relación con Jesús prefigura (o es un eco de) el
de Cristo en relación con el Padre en san Juan 1:18: “que
está en el regazo del P ad re” . L o que va a dem ostrar ser
crucial en una de las estructuras más intrincadas, cargadas
de narrativa y mise en scéne, son los hechos y problem as de
la com u n icación recíproca, posible o abortada, de escu­
char u oír p o r casualidad en torno a esa mesa.
Apenas hay una sílaba en Juan 13:21-30 que no haya
sido objeto de discusión, de estudio en apariencia exhaus­
tivo y de explicación teológico-cultural. Puede que éste sea
el pasaje más sugerente y de más trágicas consecuencias en
la “literatura” occidental. Casi todo sigue siendo incierto,
pero con esa in certid um bre del autodesvelam iento, con
esa continua presión de la im aginación y esas exigencias a
la intuición que se prod u cen ante las obras maestras del
arte. Es un tópico casi inevitable d ecir que la oscuridad ilu­
m inada, el pulso de revelación y ocultam iento en esta obra
p erte n ece n al m ism o g é n ero que un R em bran d t tardío
(los im perativos de L eo n a rd o sobre la claridad en su re­
presentación de la U ltim a C en a son, en cierto m odo, una
crítica).Jesús ha interrum pido el sacram ento de servidum ­
bre, el sacrificio de am or sim bolizado por el lavatorio de
los pies, para insinuar la traición inm inente. Cita lo que
resulta ser el subtexto esencial de ese m om ento, el salmo
41: “Sí, mi propio am igo, en quien puse mi confianza, que
com ió de mi pan, ha levantado su talón contra m í”. Esta
am argura davídica posee en sí misma una extrem a densi­
dad textual y sus referen cias son problem áticas. Las
im plicaciones de las palabras de je sú s son m últiples. C o n ­
siderem os sim plem ente la psicología “naturalista” según la
cual el lavatorio de los pies viene a evocar un “talón”. La
frase “que com ió de m i p a n ” está repleta de significados.
C o m o todo el m un d o sabe, en la U ltim a C en a según san
Juan no se proclam a ni tiene lugar la Eucaristía. D ebió de
h aber algo en el tono canibalístico de este acto fun d ad or y
fund am ental que turbó al cantor-m etafísico del Logos por
haberlo enfatizado tanto en el capítulo 6. Pero en este pun­
to es im posible pasar p o r alto la insinuación del pan de la
Eucaristía, de la falsedad y la traición de alguien en com u­
nión. Se nos habla de las asociaciones prim ordiales entre
com partir el pan y la fidelidad, entre los códigos seculares
de confianza a los que hace referencia el rey David y la con­
fianza última, m odelada sobre la secular, del pan de la tran-
sustanciación. La tienda de David ya era la de Dios nuestro
Señor, y se acepta que Jesús era de la casa de David.
C on in com p arable sutileza dram ática, el autor del
Evangelio según san Juan entrelaza opacidades intelectua­
les y m ateriales. Jesús está “conm ovido en su espíritu”. La
resonancia es vividam ente hum ana (etarakhthe topneúmati).
Los discípulos se m iran entre sí, perplejos tanto p o r el po­
sible significado com o p o r la designación personal. ¿Qué
traición? ¿Por parte de quién? El dram a de la situación, que
innum erables pintores y com positores se han esforzado en
expresar, gira sobre el orden de los asientos y sus distancias
respectivas de quien habla (recordem os las sem ejanzas en
el constructo narrativo de Platón). Pedro, que es habitual­
m ente el portavoz y el que hace las preguntas (en la Pas-
cu a ju d ía , el que hace preguntas pueriles” se relaciona en
g ia n m edida con la incapacidad de Pedro para entender
el v e id a d e ro sen tid o del lavatorio de los pies), está d e­
m asiado lejos en la m esa com o para preguntarle directa­
m ente a Jesús (¿hay diversas voces, excitadas e inquietas,
dificultando esa p regu n ta?). Pedro señala, “le hace señas”
(¿qué quiere decir exactam ente?) al discípulo “al cual Je­
sús am aba” ( “o n ” egapa).
Dos palabras que han generado, virtualm ente, biblio­
tecas enteras. A q u í se m enciona por prim era vez al “discí­
pulo a m ad o ”, que desafía la identificación. R eaparecerá
dos veces en estrecho contacto con Pedro y una vez con la
m adre d ejesú s. A parece solam ente en jeru sa lén , mientras
que los hijos de Z ebed eo , con quienes se le identifica a
m enudo, son claram ente galileos. En este Cuarto Evange­
lio, el discípulo am ado p reced e a Pedro y está más dotado
que éste. U n aura de intencionado misterio rodea su anóni­
m a persona. L a tradición dice que se trata del autor del
Evangelio, el testigo em in ente a cuya m em oria y gnosis, tal
vez en la vejez, debem os este libro. Para Bultm ann, se trata
de una ficción narrativa, eine Idealgestalt. Posiblem ente una
figura esoterico-misterica cuya arcana sabiduría expresa el
auténtico tenor de la Palabra que era Dios. Otros exegetas
consideran que participó realm ente en la cena y en el de­
sarrollo de la Iglesia en Asia M enor. En el contexto de es­
tas notas, lo que im porta es la recreación em blem ática del
am or en el discípulo. Agape en prim er lugar, philein des­
pués. T érm inos cruciales en el Banquete y que, en su rela­
ción reticular con el eros, distinguen las com plejas y en
parte superpuestas cartografías del am or en la lengua grie­
ga. El discípulo que Jesús ama tanto en el sentido espiri­
tual, “caritativo” (caritas), que proclam a Pablo, com o en las
connotaciones más generales y cotidianas de cariñoso afec­
to, de amistad e intim idad que se inclina hacia el amor. La
paradoja es obvia. ¿Cóm o pu ed e el am or hecho carne, el
am or universal que se ofrece a todos los hom bres, el am or
que personifica y proclam a al Padre en la persona del Hijo,
perm itirse las preferencias? ¿Hasta qué punto, en qué m a­
tices de la palabra ama Jesús a ese discípulo más que a los
demás o de un m odo diferente? ¿Lo prefiere por su ju v en ­
tud, p o r su belleza, p o r una ternura especial en su carác­
ter de discípulo? Innum erables m aestros han plasm ado
este posible m otivo en sus representaciones de la escena.
¿Plasta qué punto estamos lejos de la philia, del latido del
eros, au n q u e sea sublim ado, que en con trábam o s en el
banquete nocüarno de A gatón y Alcibíades? En la tensa y
vigilante configuración de un círcu lo de discípulos, de
quienes se reúnen en torno a un maestro, alreded or de un
carismático mcigistery, consciente o inconscientem ente, as­
piran a su favor o a sucederle - e l sem inario universitario,
la mesa de la sala de ju n tas-, los celos son absolutam ente
inevitables. Son evidentes en los esfuerzos de A lcibíades
para conseguir el lugar elegido en los brazos de Sócrates o
en su inm ediata proxim idad. ¿Hasta qué punto está cerca
la superficie dram ática en Juan 13? ¿Qué matices de laten­
te rivalidad hay en la necesidad de Pedro de plantear la
pregunta de los alarm ados y perplejos discípulos m edian­
te el “am ado”, que yace tan cerca “del p ech o de Jesús” que
pu ed e preguntarle en un susurro? ¿Y hay entre los co m en ­
sales uno para quien esta intim idad, el privilegio y la pre­
feren cia del amor, resulten insoportables?
De un m odo naturalista, la acción que sigue sólo tiene
sentido si las palabras que intercam bian Jesús y su discípu­
lo am ado son inaudibles para los demás. En caso contra­
rio, ¿por qué iba Judas a acep tar “el pan m o ja d o ” que
identifica su anatem a? Tam poco, si todos hubieran oíd o la
respuesta al “Señor, ¿quién es?” del discípulo, se habrían
preguntad o los motivos de la abrupta salida de Judas. Sin
em bargo, a un nivel sim bólico y psicológicam ente heréti­
co, podem os consid erar otras dos lecturas. Judas p od ría
h aber acep tad o a sabiendas el fatal ofrecim iento; para
cum plir las Escrituras y la voluntad de Dios; para forzar la
Pasión y la R esurrección de su m aestro que, de otro m odo,
en esta últim a hora, p od ría h aber dado la espalda a una
insoportable agonía, p od ría haber huid o a Galilea (igual
que Sócrates podría haber escapado de su prisión atenien­
se) para que “el cáliz fuese apartado de é l”. Hasta por lo
m enos finales del siglo v de la cristiandad, algunas com u­
nidades reverenciaban a Judas p o r sacrificarse, p o r la n e­
cesaria santidad de su hazaña. El había p rovocad o el
m ilagro de la C ruz y, por tanto, la salvación de la pecadora
hum anidad. Su suicidio se p ro d u jo a causa de una prisa
desesperada. Judas creía que el H ijo del H om bre descen­
dería de la C ruz y se revelaría en cósm ica gloria. Lo que
parecía ser la atroz e irreparable m uerte de Jesús cond enó,
en la cegu era de Judas, no sólo la inten ción de su traición,
sino a la creación misma. La prom esa m esiánica era un
erro r inútil. Si Judas hubiese vivido hasta la Pascua, su fi­
nal habría tenido una com pen sación y una lógica p en iten ­
te. Pero hay una segunda interpretación más secular. De los
d oce, Judas era quien am aba con más vehem en cia al Naza­
reno, aun que con un am or viciado p o r su m ism o exceso.
V ie n d o que Jesús p refería al discípulo am ado de un m odo
tan evidente (¿tan escandaloso?), sucum bió a unos celos
asesinos. R ecordem os a A lcibíades cuand o habla de Sócra­
tes “en los brazos de o tro ”. Judas cogió el pan m ojado con
el corazón llen o de oscura rabia. C o m o dice la m anida
au n qu e penetrante frase, “preferim os m atar aquello que
am am os” antes que com partirlo o dejar que nos rechace.
Pero el canon habla de otro m odo. En un gesto inhum a­
no, que la exegesis cristiana ha intentado elidir o m inim i­
zar, Jesús m oja un trozo de pan y se lo da al hijo de Sim ón
Iscariote. Es evidente el o m in oso aun q ue velado eco de
este gesto en las hierbas am argas que se m ojan en la com i­
da ele Pascua. A q u í somos testigos, fundam entalm ente, de
un “contrasacram ento”, una Eucaristía antinóm ica de con ­
d en ació n . Los intentos de apo lo gía, de d efin ir a Judas
com o un hom bre ya contam in ado por algunos episodios
previos (su objeción, en apariencia m ezquina, a d errochar
los preciosos un gü en to s), son bastante flojos. Juan es ex­
plícito: sólo con el pan mojado “entró Satanás en é l”. L a con­
tradicción con 6:70, dond e Jesús habla de haber elegid o
entre sus discípulos a uno “que es un d iab lo ”, revela la ten­
sión, el h o rro r no resuelto de lo que algunos com entaris­
tas han ten id o la h o n rad ez de llam ar “un sacram ento
satánico”. De todos los nom bres de los discípulos de Jesús,
sólo Judas es específicam ente ju d ío . Hay otro Judas entre
ellos, y se enfatiza con m ucho cuidado que no se llama
Iscariote. Y la Iglesia incluye a san Judas en su santoral.
Peí o la con d ición ju d ía de Judas Iscariote se pone de relie­
ve instantáneam ente. Él es el adm inistrador. El H ijo de
D ios instruye al hom bre poseído por Satanás: “Lo que ha­
ces, hazlo deprisa”. ¿Hay un a frase o acto de habla más
concisam ente desm edido del que tengam os noticia? Los
gram áticos explican esta frase diciendo que o bien es un
presente incoativo que significa “Haz lo que estás a punto
de h acer”, o bien una form a que quiere decir “H az lo que
estás em peñad o en hacer y hazlo p ro n to ” o “lo más pronto
p o sib le” . O tros p refieren un sim ple comparativo: “Actúa
más deprisa de lo que lo estás h a cien d o ”. U na terrible hu­
m anidad se d esprende de esta versión: la de un hom bre
casi incapaz de aceptar los horrores que le esperan, pero
que desea “acabar co n ellos lo antes posible”. En mi opi­
nión, el abismo de verdad en esta frase excluye la invención
literaria, aunque fuese la de Dostoievski. N o pued o evitar
creer que esas palabras se pronunciaron. Esta vez todos las
oyeron; pero sólo el d iscíp ulo am ado y el propio Judas
p u d iero n en ten d er lo que significaban. ¿Había enviado
Jesús a Judas a com prar lo que hacía falta para la Pascua
del día siguiente? ¿O a dar lim osna a los pobres? N inguno
de estos motivos sería una deshonra para él. Sin em bargo,
la concatenación es catastrófica. M ezcla la persona y el des­
tino del ju d ío con el dinero. Si es cierto que Judas, en cier­
to sentido, en gen d ra a Yago, no hay la m en or duda de que
es el padre de Shylock.
El estilista del Cuarto Evangelio puede ser enrevesado,
incluso prolijo. A h ora es lapidario, pero con un laconism o
que abarca m uchas cosas. Hay “interferencias” de la tradi­
ción sinóptica. En la Palestina de Jesús, una com ida de es­
tas características habría tenido lugar a últimas horas de la
tarde. Sólo en Pascua se com e únicam ente de n o ch e, y
Juan sitúa la Ú ltim a C ena durante la n oche anterior. No
im porta. Lo esencial, por supuesto, es la oscuridad: en de
núx. “Y era ya n o ch e .” La n och e a la que salió Judas “en
cuanto tom ó el b o cad o ”. U na n oche de aislam iento y m al­
dición de la que el pueblo ju d ío no escaparía nunca más.
Este es el instante crucial (en este contexto, un térm ino
abrum ador y om inoso) en que echa raíces el odio a los j u ­
díos que m ora en lo más hond o del corazón del cristianis­
mo. N o sabemos nada de los motivos d ejesú s para destinar
a Judas a una eterna m aldición. El Dios de A braham y
Moisés había elegido a los ju d ío s com o seguidores, y aho­
ra los elige por m edio de Judas, en una contraelección que
hace de la exclusión un sacram ento para la hum illación y
el castigo. Lo que aúlla la m uchedum bre cristiana en las
masacres de la Edad M edia, en los pogrom os, es el nom ­
bre de Judas, el cargo de traición venal y deicidio. L o que
anuncia y traduce la m ilenaria y sangrienta calum nia sobre
los ju d ío s son los supuestos rasgos del hijo de Iscariote, su
pelo rojo, su nariz “ju d ía ”, su bai ba partida. “Judas tenía la
bolsa” (de las m o n ed as). Y p o r eso no sólo son esas treinta
m onedas de plata, sino la dem oníaca am bigüedad del di­
nero m ism o, lo que se pega a los ju d ío s com o la lepra.
A lcibíades sale tam baleándose a la n o ch e ateniense y se
dirige al subsecuente y frívolo desastre. Pero un desastre
personal y político. Judas sale a una eterna n o ch e de culpa
colectiva. D ecir que su salida abre la puerta a la Shoah no
es más que la sobria verdad. L a “solución fin al” que prop u ­
so v llevó a cabo el nacionalsocialism o en este sialo x x es
/ o

la conclusión p erfecta m en te ló g ica y axiom ática de la


identificación de los ju d ío s con Judas. ¿Cóm o si no iba el
cristianism o occidental, que nunca ha repudiado adecua­
dam ente el terrible odio a los ju d ío s que se halla en parte
de los Evangelios y los H echos de los Apóstoles, a ocuparse
de u n a tribu com o la de Iscariote, satánica, arquetípica-
m ente traidora, usurera? Esa oscuridad m áxim a, esa noche
dentro de la n o ch e a la q iie je sú s envía a ju d a s después de
ordenarle que “actúe deprisa”, es ya la de las cámaras de
gas. ¿Q uién ha traicionado a quién exactam ente?
Para un lector no cristiano, en el instantáneo triunfa-
lism o de las palabras de Jesiis “A h o ra es glorificado el Hijo
del H o m b re ” suena un a n ota helada. Esta glorificación
coincide exactam ente con la expulsión de Judas a un infier­
no de la historia. El chivo expiatorio ha sido elegido, se ha
desterrado al paria a la oscuridad exterior. U n extraño pró­
logo para un discurso sobre el am or que transciende inclu­
so el de D iótim a y Plotino. Agapa-te, egapesa, el idiom a del
am or llena el discurso de Jesús. U n am or que subraya la
obedien cia a sus enseñanzas; sólo ese am or puede unir a
los seres hum anos en el infinito am or y la kenosis del Padre.
A l amarse los unos a los otros, los discípulos ejem plifican
directam ente el am or h ech o carne que es Jesús y que, a su
vez, u n e a éste con Dios. Los com entaristas aducen un po-
sible origen estoico de la sentencia de Jesús, un p o co anó­
m ala dado el co n texto teológico-escatológico: “N o hay
ho m bre que posea m ayor am or que éste: que un hom bre
dé su vida p o r sus am igos” (1 5 :1 3 ). De h ech o, esta m áxi­
m a es casi u n a paráfrasis d el Banquete (17 9 b ). Sopla un
viento de exultación platónica en la amistad y los afectos
m asculinos. Trazando delicadas distinciones entre agapan
y philein, el Evangelista relacion a el m andam iento de am or
y la gracia de la salvación. P uede que “el que am a” (pililos),
según sugiere C. K. Barrett, se convierta en un “térm ino
té cn ico ” para “cristiano”. Junto a esta totalidad definitoria
del amor, este eros del alm a en relación con el Padre, el Hijo
y los dem ás cristianos, se halla el odio que em ana del m un­
do. H ay una som bría iron ía -¿ p u e d e haber sido com pleta­
m ente in con scien te?- en la superposición de la expulsión
de Judas y el elo cu en te diagnóstico de Jesús sobre la into­
leran cia religiosa, el o d io tribal. Tal y com o el Dios del
A n tig u o Testam ento, que Pablo deconstruirá m uy pronto,
eligió a Israel “fu era del m u n d o ”, el rabino de N azaret eli­
ge a los on ce que ahora cenan con él. La m undanidad vol­
cará su odio sobre la communitas del amor. Serán m ártires
del am or (un co n cep to secularizado y elaborado interm i­
n ablem en te en la lírica am orosa y en el erotism o espiritua­
lizado de la literatura m edieval y barroca) .Jesús term ina su
m o n ó lo g o de m últiples facetas (la riqueza y diversidad de
sus gestos retóricos, de la ira a la oración, de la petición a
la revelación, son técnicam ente form idables) con un doble
tañido de la palabra agape. “que el am or con que me has
am ado esté en ellos”. A hora, la prom esa m esiánica se ha
particularizado y a la vez se ha hecho universal. Se aplica
al p u ñ ad o de discípulos reunidos, esos pocos a quienes
Judas, los sacerdotes, los fariseos y los jud ío s de Jerusalén
llevarán al martirio. Pero, al mismo tiempo, oím os el ru­
m or de la ecclesia futura, de la victoriosa prepotencia de la
hum an idad en nom bre de su resucitado fundador. Jesús
abandona a sus com pañeros de cena en un paréntesis de
angustiada soledad, tal y com o el Padre va a “abandonar­
le ” en la Cruz. A l hacerlo, sin em bargo, se asegura de que
su am or perm anezca con ellos y sea eficaz. En su m uerte,
tam bién Sócrates abandon a a sus discípulos y perm anece
con ellos.
L a doxa, de am or de san Juan, con sus ram ificaciones
místicas, su transform ación de la carne en espíritu en los
actos del amor, su aceptación de la sublim ación sexual, un
gesto tanto ju d a ico com o gnóstico-platónico, ha seguido
siendo fundam ental. N o sólo en teología, sino en la filoso­
fía del arte y la poesía. Está grabada en la textura de nues­
tro lenguaje. El am or “que m ueve las estrellas” en la
culm inación de la Comedia de D ante, pero tam bién en el
Liebestod d el Trislán e Isolda de W agner, tiene el aura y la
sustancia de sa n ju a n . M ediante el neoplatonism o y el fun­
dirse del alm a en un abism o de am or verbalizado por espí­
ritus tan sem ejantes a sa n ju a n com o D onne, Shelley o san
Juan de la Cruz, se traza un p u en te hasta el Banquete.
L ’a mouren occident, tom ando prestado el resonante título de
Denis de R ougem ont, es tan platónico com o propio de san
Juan. Es el legado de dos cenas.
Las narraciones que tenem os de ambas plantean agu-
$aÍT),ente el problem a de las fuentes finales de lo poético-
filosófico. Tanto el Banquete com o los capítulos relevantes
del;C uarto Evangelio pued en (deberían) transmitir a sus
lectores la experiencia de una pluralidad de significados,
una com plejidad escénica, una interacción dinám ica entre
el detalle m ínim o y el diseño global que resulta inagotable
para la paráfrasis y la interpretación. Estos textos m anifies­
tan, para decirlo con ingenuidad, con impotencia, un poder
creativo, una perennidad, “más que hum anos” . M ientras
vivimos con ellos, mientras intentam os vivirlos, el Banquete
y san Juan nos im ponen la insoluble posibilidad de lo real­
m ente inspirado, de lo revelado.
La prim era de estas dos cenas concluye a la luz cotidia­
na del tranquilo día de Sócrates, con el agua de sus ablu­
ciones y el m ediodía de su sabiduría. La segunda se cierra
con una doble oscuridad: la del eclipse solar en el G ólgota
y la de la eterna n och e del sufrim iento ju d ío . Q uizá se m e
pueda perd onar que me pregunte si un ser hum ano -s o ­
bre todo uno de la casa de J a c o b - debe llevar una cuchara
con el m ango largo sólo cuando cena con el Diablo.

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