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ENSAYOS 1978-1995
EDICIONES SIRUELA
GRUPO EDITORIAL NORMA
B a rc e lo n a , B u en o s Aires, C aracas, G u a tem ala, l i m a
M éx ico , P an am á, Q u ito , S a n jo s é , San Ju an , San Salvador
San tafé de B ogo tá , S an tiago
© George Steiner, 1996
© De la traducción,
Menchu Gutiérrez y Encama Castejón
© Ediciones Siruela, S. A. , 1997
Plaza de Manuel Becerra, 15,
«El Pabellón», 28028 Madrid, España
© Editorial Norma S. A., 1997
Apartado 53550
Santafé de Bogotá
Fotografía de cubierta:
Víctor Robledo
cc 22201
ISB N 958-04-4243-6
~
70
y
El lector infrecuente
[197S]
49
Presencias reales
[1985]
81
Una lectura contra Shakespeare
[1986]
n 5
Tragedia absoluta
[1 9 9 °]
*35
¿Qué es literatura comparada?
' >99 ll
16 3
Llamando a las puertas de la justicia: Péguy
[1992]
183
Santa Simone: Simone Weil
[1993]
19 7
La confianza en la razón: Husserl
[1994]
2 13
Un arte exacto
[1982]
239
La historicidad de los sueños
[1983]
2 67
Tótem o tabú
[1988]
2 89
Notas sobre El proceso de Kafka
[1992]
3 11
Sobre Kierkegaard
[1994]
331
Los archivos del Edén
[19 8 1]
389
El texto, tierra de nuestro hogar
[ 19 9 1]
42 7
A través de ese espejo, en enigma
t *9 9 1]
457
La gran tautología
[ 1992]
477
Dos gallos
[1992]
52/
Dos cenas
[ 1995 ]
Los ensayos y artículos contenidos en esta colección fueron
escritos en un tiem po en el que el arte de la lectura y el
status del texto se veían som etidos a una gran presión. Cada
uno a su m anera, m ovim ientos com o la “teoría crítica”, el
“postestructuralism o”, la “d e co n stru cció n ” y el “posm o
dern ism o” ponían en duda la relación entre palabra y sig
nificado, y “d e sco m p o n ían ” no sólo el co n cep to de las
intenciones de un a u to r -e n relación con lo que éste quie
re expresar-, sino la identidad misma de cualquier tipo de
auctoritas o individualidad creativa.
La deconstrucción, en concreto, niega la posibilidad de
verificar un “sentido final” en el discurso escrito, al m argen
de la dificultad de descifrarlo, y al m argen de lo m ucho que
éste d ep en d a del consenso histórico. El “significado” no es
más que un ju e g o pasajero de posibilidades interpretativas,
que se disuelve en la autosubversión en el m om ento mis
mo del ilusorio desciframiento. Los “textos” son “pre-textos”
casuales de infinitas y arbitrarias apropiaciones, ninguna
de las cuales p u ed e aspirar al privilegio de la verdad. En
cierta form a, estas estrategias de la disem inación (que en
gran m edida tienen su origen en la rebelión contra la im
posición m ilenaria de los textos legislativos e inspirados del
ju d aism o) son nihilistas. H ablan de un ep ílo go en nuestra
d esco n certad a cultura. En otro sentido, son a m en ud o,
il
c o n scien tem e n te o no, un ejercicio seductor y paradóji
cam en te “reconstructivo” que pretende devolver a los es
tudios literarios y a la herm enéu tica una pasión y un reto
in telectu al perdidos.
L a segun d a presión fundam ental es de naturaleza téc
nica. La revolución sufrida en el ámbito de la creación, la
co m u n ica ció n y la conservación del m aterial sem ántico, y
p ro d u cid a p o r los ord en ad ores, el intercam bio electrón i
co a escala planetaria, el “ciberespacio”, y (pronto) la “rea
lid ad virtu al” , es m u ch o más radical y tiene un alcance
m u ch o m ayor que la iniciada p o r G utenberg. Resulta bas
tante eviden te q u e el libro, tal com o lo hem os co n o cid o
d esde los rollos de p ergam in o de los presocráticos, sobre
vivirá sólo co n un form ato y con una función más o m enos
esp ecializad os. Los libros im presos serán, cada vez más,
in stru m en to s de eru d ició n , de distribución local y espe
cífica (la “p ro d u cció n electrónica casera” y la “publicación”
son ya posibles); serán instrum entos de lujo, igual que lo
fu e ro n los m anuscritos ilum inados (sorprendentem en te
n um erosos) después de la invención de la im prenta.
La cultura de masas, la econ o m ía del espacio y el tiem
po, la erosión de la privacidad, la supresión sistemática del
sile n cio en las culturas tecnológicas del consum o, el d e
sah ucio de la m em oria (del ejercicio de aprender de m e
m oria) en el ap ren d iza je escolar, acarrean el eclipse del
acto d e la lectura, del libro mismo. El pathos y el lam ento
n ostálgico serán fatuos. El desarrollo en esta escala históri-
co-social trae con sigo tanto la pérdida com o la ganancia,
la d estru cció n y la o portun id ad . La im portancia y el presti
gio h eb reo -h elén ico del Logos esencialm ente ocXicfenüírti&e
la palabra revelada y establecida se han visto precH^típ^y'
han estado siem pre ro d ead o s de una poderosísim a
“con trailu stració n ” oral y pictórica. D esde 19 14 , el m undo
occid en tal se en cu en tra en un obvio estado de crisis. Las
“In h u m an id ad es” provincianas han reafirm ado su fuerza
incesante e instintiva. P aradójicam ente, los nuevos medios
de la c o m u n ica ció n instantánea y abierta del “in terfaz”
entre texto y recip ien te p u ed en resultar más resistentes
frente al despotism o, el oscurantism o y la inhum anidad.
G. s.
Cambridge-Oxford 19 9 5
PASIÓN INTACTA
E l lector infrecuente
[1978]
Un maníaco
espera en las calles. Nadie escucha.
¿ Qué puedo hacer? Escribo sobre agua...
U n e lecture b ien fa ite ... n ’ est pas m oins que le vrai, que
le véritable et m ém e et surtout que le réel ach évem en t du
texte, que le réel ach évem en t de l ’oeuvre; córam e un cou-
ro n n em en t, conim e u n e gráce particuliére et co ro n a le...
Elle est ainsi littéralem en t u ne coop ération, une collabora-
tion intim e, in té rie u re ... aussi, une haute, u ne suprém e et
sin gu liére, u n e d éco n ce rta n te responsabilité. C ’ est une
destin ée m erveilleu se, et p re sq u ’effrayante, que tant de
grand es oeuvres, tant d ’oeuvres de grands hom m es et de si
grands h om m es puissent recevoir en core un accom plisse-
m ent, un achévem ent, un co u ro n n em en t de n o u s... de
notre lecture. Q uelle effrayante responsabilité, p o u r nous*.
[1985!
el moi, d e sp u é s d e F re u d , F o u c a u lt o L a c a n , n o es só lo
- c o m o en R im b a u d - un autre, sino un a especie de n u b e
m agallánica de energías interactivas y cam biantes, intros
p eccion es parciales, m om entos de co n cien cia condensada,
digam os que m óvil e inestable en torn o a u n a región ce n
tral aún más in d eterm in ad a o a un agu jero n eg ro del sub
con scien te, d el in con scien te o del p reco n scien te. L a idea
de que pod em o s c o n o ce r la in ten cio n alid ad de un autor,
de que p o d em o s aten d er a lo que nos diga sobre sus p ro
pósitos, o sobre la com pren sión de su texto, es co m p leta
m ente ingenua. ¿Q ué es lo que éste sabe de los significados
ocultos o proyectados p o r la in teracció n de p o ten cia lid a
des sem ánticas que ha circunscrito o fo rm alizad o m o m e n
táneam ente? ¿Por qué d eberíam os co n fiar en sus propias
fantasías, en la supresión de los im pulsos psíquicos que con
toda seguridad le han im p elid o a p ro d u cir u n a “textuali
d a d ”? El p roverbio supo expresarlo: “N o te fíes del cu en
tista, sino del cu e n to ” . L a d eco n stru cció n pregunta: ¿por
qué co n fiar en cu alqu iera de los dos? L a co n fian za no es la
n ota más relevante de la herm en éutica.
AI invocar el lu gar com ún, no p o r ello m enos verd ade
ro, según el cual en toda in terp retación , en todo co m en ta
rio de texto, el len gu aje se utiliza sim plem ente para h acer
que se refiera a sí m ism o en u n a serie infin ita y autom ulti-
p lica d o ra (la galería de espejos), el lecto r deconstruc.tivo
d efin e él acto de la lectura co m o sigue. L a adscripción de
sentido, la p referen cia de un a posible lectura sobre otra,
la e le cc ió n de esta exp licació n y paráfrasis y no de otra, no
son más q u e la o p ció n o ficción lúdica, inestable e in d e
m ostrable de un escáner subjetivo que construye y decons-
truye registros puram ente sem ióticos, según le indican que
lo haga sus m om en tán eos placeres, su política, sus necesi
d ades o sus d e ce p cio n es psíquicas. N o existen p ro c e d i
m ien tos de d ecisión racionales o refutables que perm itan
la e le cció n en tre un a m ultitud de in terp retacion es o “m o
d elos de p ro p o sició n ” diferentes. C o m o m uch o, seleccio
narem os (al m enos durante un tiem po) el que nos parezca
m ás in g e n io so , más so rp re n d e n te , el que co n más in ten
sidad d esco m p o n g a y recree el original o el pre-texto. L a lec
tura d e R ousseau que hace D errid a es más divertida que,
digam os, la de un viejo literalista e historicista com o Lan-
son. ¿Por qué esforzarse en en ten d er las exegesis filológicas
e históricas de la C ábala luriánica cu an d o se p u ed en leer
las con stru ccio n es de los sem ióticos de Yale? N in gu n a auc-
toritas e x terio r al ju e g o p u ed e legislar entre estas alternati
vas. Gaudeamus igitur.
P erm ítasem e d ecir de in m ed iato q u e n o e n cu en tro
n in g u n a refutación lógica o epistem ológica adecuada de la
sem ió tica d eco n stru ccio n ista. Es evidente que la lúclica
a b o lició n d e l sujeto estable c o n tie n e u n a circu la rid ad ló
gica, p o rq u e es un ego el que observa o busca su propia di
so lu ció n . Y en la m era n e g a ció n d el in ten to existe una
regresión infin ita de la inten cionalidad . Pero estas falacias
form ales o peticiones de principio no debilitad realfftWfte
el ju e g o de lenguaje deconstruccionista o su pri b o to to o s
tulado, según el cual no existen procedim ientos de deci
sión válidos com o los que se dan entre adscripciones de
significado rivales e incluso antitéticas.
El sentido com ún (pero ¿qué es el “sentido com ún ”?,
pregunta, desafiante, el deconstruccionista) y el m ovim ien
to liberal son evitados sin dem asiados m iram ientos. El car
naval y las saturnales del postestructuralism o, la jouissavce
de Barthes, la etim ologización deliberada y llena de retrué
canos de Lacan y de D errida, pasarán com o lo han hecho
tantas otras retóricas de la lectura. “La m od a”, com o nos
asegura L eo p ard i, “es la m adre de la nm erte” . El “lector
c o m e n te ”, la rúbrica positiva de V irginia W oolf, el erudi
to, ed itor y crítico serios seguirán trabajando, com o siem
pre han h e ch o , d ilu cid an d o sobre un sentido auténtico,
au n qu e a m en u d o polisém ico e incluso am biguo, y en u n
ciarán las que se tienen p o r preferencias y ju icio s de valor
d ocu m en tad os, racion alm en te argüíbles, aunque siem pre
provisionales y autocuestionables. A lo largo de milenios,
un a m ayoría decisiva de receptores inform ados no sólo ha
alcan zad o u n a variada p ero co h eren te visión de lo que
significan la litada, E l rey Lear o Las bodas de Fígaro (los sig
nificados de su sign ificad o), sino que está de acuerdo en
ju zg a r a H om ero, Shakespeare y Mozart com o artistas supre
mos en la je ra rq u ía del reconocim iento que va de las cimas
clásicas a lo m entiroso y trivial. Este acuerdo mayoritario,
con su in n e g a b le residu o de disentim iento, de disputas
h erm en éu tica s}7críticas, con sus m árgenes de incertiduvn-
bre y “u b ica ció n ” cam biante (térm ino de F. R. Leavis),
constituye un “consenso institucional”, un sílabo de refe
rencia y ejem plaridad com partidas a lo largo de los tiem
pos. Este acuerdo general otorga a la cultura su en ergía
para recordar, y suministra las “piedras de to q u e” (Matthew
Arnoid) con las cuales se podrá interrogar a la nueva lite
ratura, al nuevo arte y a la nueva música.
U n pragm atism o tan robusto y tan fértil es seductor.
Nos perm ite, realm ente nos autoriza a “contin uar con el
trabajo”. Nos invita a reconocer, com o a través de una m i
rada aguda y oblicua, que todas las determ inaciones del
significado textual son probabilísticas, que todos los en u n
ciados críticos son inciertos en últim a instancia; p ero lo
h ace para d evolver la co n fia n za en el peso acu m u lativo
-e s decir, estadístico- del acuerdo histórico y de la persua
sión práctica. Los ladridos y la ironía de la deconstrucción
resuenan en la noche, pero la caravana del “buen sen tid o”
prosigue su camino.
[1986]
13 5
la in o cen cia absoluta; tam poco la desnudez adánica. La in
terpretación y el ju ic io estéticos, p o r espontáneos que p u e
dan ser sus pronunciam ientos, p o r provisionales, e incluso
erróneos, surgen de una cám ara de resonancia h ech a d
re co n o cim ie n to y presupuestos históricos, sociales y téc
nicos. (Aquí, el sentido legal de este térm ino resulta per
tinente: existe cierto contrato de descifram iento final, d
evaluación inform ada, que refuerza el en cuen tro de nues
tra sen sibilid ad con el texto o la o bra de arte.) En est
proceso dinám ico, llam ado “h erm en éutica” quizá por Ller
mes, dios de los m ensajes y las ficciones, está im plícita l
com paración. ¿Cóm o se relaciona esta novela o esta sinfo
nía con lo que hem os leíd o u oíd o previam ente, con nues
tras expectativas respecto a la form a ejecutoria? La noción
“h acer n u evo ” (im precación de Ezra Pound) es com para
tiva lógica y sustancialm ente. ¿Nuevo en relación con qué
Ni siquiera en el punto álgido de lo revolucionario existen
“singularidades” absolutas. Pronto recon ocem os la huell
de Brahm s en Sch oen b erg, observam os las sombras ilum
nadas de M anet en R othko. L a m en o r aserción de p refe
rencia consiste precisam ente en eso: en una com paración
Es m uy posible que los reflejos que p o n en e n ju e g o la s
m ilitud y la disparidad, la analogía y el contraste, sean fun
dam entales para la psique hum ana y para la posibilidad d
lo inteligible. El francés hace de esta idea algo audible: en
“razón ”, raison, la “co m p aració n ”, comparaison, es capital.
D ada la naturaleza del lenguaje, no pod ría ser de otra
m anera. Cada palabra, bien se trate de una com unicación
oral, bien de una com un icación escrita, nos llega cargad
clel potencial de toda su historia. Todos los usos previos de
esta palabra o esta frase están im plícitos en ella o, com o
dirían los físicos, la “im plosionan” . Estrictam ente, no p o
dem os d ecir que sepam os nada de su invención, excepto
cuando se trata de un neologism o o de un térm ino técni
co cuya aparición podem os docum en tar con m ayor o m e
n o r fiabilidad. ¿Q uién inventó, quién utilizó por prim era
vez las palabras que articulan nuestra conciencia y organi
zan nuestras relaciones con otro individuo y con el m un
do? ¿Q uién originó los símiles, las metáforas que codifican
el d espliegue de nuestras percepciones, que hacen que el
m ar sea “oscuro com o el vin o ” o concordante el núm ero
de las estrellas con el de los granos de arena? N uestra
rem ontada del río, hacia las fuentes del habla, es casi siem
p re p a rc ia l. S om os in c a p a c e s d e datar, de situ ar g e o :
gráficam ente, m u ch o m enos en un acto individual de
p ercep ció n y de en u n ciación , el prim er alum bram iento
del lenguaje. Incluso para los escritores más anárquicos,
más innovadores, los cim ientos lingüísticos y, en mayor
m edida, los cim ientos gram aticales, están ya ahí saturados
de resonancias históricas, literarias e idiomáticas.
El artista clásico se regocija con la utilización de este
legado. Se instala en una casa ricam ente am ueblada, cuyos
espejos, p o r así decir, irradian la presencia de anteriores
inquilinos. El escritor contraclásico se encuen tra a sí mis
m o en una verdadera prisión del lenguaje. In extremis, hemos
o íd o hablar de drásticos intentos de fuga. El m ovim iento
dadaísta, el surrealism o o el verbo futurista ruso exp eri
m entan a la desesperada con la m ezcla de los lenguajes, del
discurso del sinsentido o, en el caso ruso, del “habla este
lar”. Estas invenciones no sólo están hechizadas por la fuer
za espectral de las silabas o de las palabras que p reten d en
descartar, sino que tam bién son ininteligibles. Si un poeta
fuese capaz de construir un nuevo lenguaje, una nueva sin
taxis, para hacerse entender debería enseñársela prim ero
a él mismo y después a los demás. En ese m ovim iento “lo
cuaz” com en zaría a construirse la prisión del lenguaje
C u an d o Joyce enum era en su copia del Finnegans Wak
unas cuarenta lenguas a partir de las cuales ha construido
los collages de su ju e g o de palabras, m acarrónicas y acrósti
cas, lo hace sabiendo que la historia de estas lenguas y de
sus usos literarios y públicos oprim e hasta la más outrée de
sus invenciones. En el m ejor de los casos, el m ejor de lo
escritores añade unas pintadas a las paredes de la casa y
erigida del lenguaje. A su vez, estas pintadas agrandan la
paredes y com plican aún más sus ecos.
L ingüísticam ente, captam os y utilizam os las palabra
diacríticam ente, es decir, en virtud de lo que las diferenci
de otras palabras. En la poética, tal com o argum enta Cole
ridge en su Biographici Literaria, tanto el en ten d im ien to
com o el placer derivan del tenso desequilibrio que se esta
blece entre lo esperado y la sorpresa de lo nuevo, que es
en sí misma y en sus m ejores m anifestaciones, una sorpre
sa de reconocim iento, un deja vu. El lenguaje clel poeta no
hace sentirnos en casa con algo que no conocíam os. En es
preciso sentido, psicológico y epistem ológico, la “B ibliote
ca de B abel” (B o rges), y sobre todo sus diccionarios, co n
tiene la totalidad de las literaturas del pasado, del present
y del p o rve n ir El proceso sem ántico es un proceso de dife
renciación. L ee r es com parar.
D esde su co n cep ció n , los estudios literarios y las artes
de la in terp retación han sido com parativos. Los p e d a go
gos, los com en tai istas de textos, los críticos liteiniivj^ y ivjs
.
encuentra en la fuente del historicism o rom ántico que se
extiende desde M adrid hasta Odessa. La más grande de las
novelistas inglesas, G eorge Eliot, no deja de ser una presen-
¡t
cia esencialm ente doméstica. No menos instructivos son los
ejem plos de sobrestima, de exaltación de un escritor más
allá de su rango verdadero y nativo, m ediante la traducción
o la mimesis. Poe es uno de los más grandes poetas y pensa
dores desde una posición que va de Baudelaire y M allarm é
a Valéry. Charles M organ ingresa en la A cadem ia francesa.
La deconstrucción es un cred o fundam entalista en las uni
versidades de Nebraska.
N o hay exp licacio n es inm ediatas. La dificultad lin
güística intrínseca no parece en m odo alguno casual: pres
temos atención al Rabelais de U rquhart o a las versiones
alemana, italiana y francesa del Ulises de Joyce; considere
mos las resplan d ecien tes versiones francesas de Gerard
M anley H opkins llevadas a cabo por Pierre Leyris. Algunas
veces, el accidente pu ed e ser de carácter biográfico: si Roy
Cam pbell hubiese vivido lo suficiente para cum plir con su
conocida in ten ción de traducir Los Lusíadas de Cam óes al
inglés, una de las obras maestras de la literatura europea
bien p od ría form ar parte del canon anglo-am ericano reco
nocido. D em asiado a m en ud o, ni siquiera tenem os una
razón justificativa, pero la fen o m en o lo gía de lo intraduci
bie, de lo no traducido, de lo “no recib id o ” (le non-recevoir),
es uno de los desafíos más sutiles de los estudios com para
tivos.
U na nota a pie de página, banal pero imperativa, se une
a estos dos intereses privilegiados. N ingún erudito o pro-
fesor de literatura com parada conoce un núm ero suficien
te de lenguas. Rom án Jakobson tenía fam a de co n o cer die
cisiete, pero “todas en raso ”. René Etiem ble insistía en que
incluso los europeístas debían tener co n ocim ien tos del
chino y del árabe. ¡Para la inm ensa m ayoría de nosotros,
tales requerim ientos son sueños llenos de reproches o un
recordatorio d e jo se p h N eedham ! Pero, precisam ente por
que gran parte de su trabajo d epen derá de traducciones,
aunque sólo sea del h eb reo de la Biblia, el com paratista
deberá ser, en todo m om ento, sum am ente receptivo ante
esas mismas cuestiones de la traducción y de la disem ina
ción a las que he aludido.
Los estudios temáticos conform an un tercer “centro de
gravedad” en la literatura comparada. Los análisis, especial
m ente los realizados por los formalistas rusos y los antro
pólogos estructuralistas, confirm an la notable econom ía de
motivos y el carácter recurrente y con d icion ad o de las téc
nicas narrativas que prevalecen en las m itologías, en los
cuentos populares y en la transm isión oral de los relatos
literarios del m undo entero. Los cuentos en los que se na
rran tentaciones o elecciones trinas -lo s tres cam inos, los
tres barriles, los tres hijos, las tres hijas, las tres posibles
novias- relacionan a E dipo con el rey Lear, a L ear con la
fam ilia Karamazov, así com o innum erables variantes de
esta estructura raíz están relacionadas con el cu en to de
Cenicienta. Se ha dicho que, com o dictam inó R obert Gra
ves, no existe sino “una historia, y nada más que u n a ”: la
de “La Búsqueda”. El episodio de la ejecución vengativa en
Yo, eljurado de Micky Spillane quizá deba su innegable fuer
za a ese asesinato ritual del rey-sacerdote, cuyas ram ifica
ciones globales Frazer quiso inventariar en L a rama dorada.
En O ccid en te, el arte, la m úsica, la cin em atografía y la lite
ratura del siglo x x han recu rrid o incesan tem ente a la m i
to logía clásica: a E d ipo, a E lectra, a M ed ea, a Ulises, a
Narciso, a H ércules o a H elen a de Troya. Mi estudio sobre
las Antígonas se publicó en 1984. Este trabajo ya se ha que
dado anticuado. D esde entonces han aparecid o una d o ce
n a de tratam ientos escénicos, narrativos o líricos de esta
“triste c a n ció n ” (com o la llam a C h a u ce r). U n a com pila
ción b ibliográfica recien te sobre el tem a de Fausto en el
teatro, la poesía, la novela, el cine y la m úsica abarca varios
volúm enes y es incom pleta.
A q u í entram os en aguas profundas, quizá turbulentas.
¿Por qué esta eco n o m ía de la invención? H e aventurado la
hipótesis de que los m itos griegos prim igenios coin cid en ,
en algunos puntos, con los orígen es de la gram ática in d o
eu rop ea. Los relatos de id en tid ad in cierta o discutible
reflejarían la gradual y titubeante determ in ación hacia la
prim era y segunda persona del singular; la leyenda de la
in o cen te estancia de H elen a en Egipto, m ientras su rigu
rosa som bra habitaba en Troya co n d en a n d o la ciudad,
p od ría preservar las huellas del desarrollo de estos recur
sos gram aticales verd ad eram en te fantásticos que son las
cláusulas cond icion ales y contrafactuales. Sea cual fuere la
razón, el h ech o es que sólo un tem a narrativo fu n d am en
tal se ha sum ado al repertorio clásico (el m ism o G oeth e
re co n o ció el o rigen p ro m eteico de Fausto): el de D on
Juan, un tem a in con ceb ib le antes de la lectura cristiana de
la sexualid ad y de la co n d en ación . Es más, resulta clara-
m énte posible que la m ecánica del tem a y de la vaiiación,
esencial en la música, esté tam bién inscrita en el lenguaje
y en la representación. Es posible que ese m odo “form ula
rio ” de contar la mism a historia de distintas m aneras - o b
sérvense nuestros “westerns”- sea un im pulso de fuerza casi
genética. C uan d o el actual “posm od ernism o” declara que
el “tiem po de las graneles historias ha term in ado”, m erece
la pen a record ar que la invención de estas historias termi
n ó hace m u ch o tiem po y que, com o sucede en la física de
la “extrañ eza”, el tiem po en la literatura es reversible: hoy
la Odiseav ien e después del Ulises (cf. Borges), y los argonau
tas de la épica griega y h elén ica siguen a Star Trek.
Perm ítasem e la repetición: u n com prom iso persisten
te con las lenguas naturales, una investigación constante
sobre la recep ció n e in fluen cia de los textos, la conciencia
de las analogías y variantes tem áticas form an parte de to
dos los estudios literarios. En la literatura com parada, es
tas p reocupacion es, así com o sus interacciones creativas,
son objeto de un énfasis especial. A la luz de este énfasis
m e gustaría señalar, de nuevo sobre una base obviam ente
personal, algunas áreas de ulterior exploración y desarro
llo dentro de este terreno.
El co n o cim ien to eu ro p eo , los hábitos eu rop eo s de
argum entación y de reco n o cim ien to surgen de la transmi
sión de la antigüedad clásica y del helenism o hacia O cci
dente. Esta transm isión destaca el papel de la filosofía y de
la ciencia islám ica en la E urop a m editerránea; manifiesta,
especialm ente en algrxnas regiones de España y del Lan-
guedoc, un m om ento único en la coexistencia vl&lislfeÉKf
mo, el ju d aism o y el cristianismo, del hebreo, e l’&Y/flbe.y el
latín, y sus descen dientes vulgares. (E uropa no vOWÍüa;
conocer un arm isticio del espíritu com o éste.) Carecem os,
de form a casi escandalosa, de eruditos, de intelectuales, de
historiadores o críticos literarios capaces de leer o de en
ju iciar el m aterial islám ico que p en etra en la latinidad
eüropea. En mi opinión de aficionado, esta carencia ha
causado graves brechas y distorsiones en nuestros mapas
del sentim iento y del pensam iento. A mi juicio, m ucho más
que la m edicina, las ciencias naturales y los fragm entos fi
losóficos de los antiguos griegos h icieron esa travesía. A
pesar de la iconoclastia islámica, tan a m enudo exagerada
en la versión occidental de los hechos, posiblem ente algo
más que esquirlas de literatura griega, quizá enterrada en
citas, alcanzó el oíd o m edieval. (No veo otra form a de ex
plicar la asociación chauceriana de A n tígon a con “su triste
canción” o threnos.) En este sentido, es m ucho el trabajo
que queda p o r hacer.
Esto m ism o es válido para todo el dom inio de las len
guas neolatinas. En sucesivos disfraces léxicos y gram atica
les, el latín sigue ten ien d o una im portancia central en la
ley, la política, la filosofía, la ciencia y la literatura europeas
desde la caída del Im perio rom ano hasta finales del siglo
x ix . O bviam ente, es el idiom a de las proposiciones filosó
ficas y científicas, de los debates y las críticas, de Tomás de
Aquino a Leibniz, de R oger Bacon a C opérnico, K epler y
Newton. Las tesis académ icas se redactan y “d efien d en ” en
latín. L o m ism o sucede con la literatura. Esta ubicuidad
abarca dramas, poem as líricos, sátiras o poem as épicos, que
se co m p o n en en latín desde P o rtu gal hasta P o lo n ia. El
latín es el m edio por el que M ilton cruza las fronteras de
Inglaterra. B audelaire pu ed e escribir y escribe versos en
latín, igual que Tennyson o Hopkins. Pero el efecto de esto,
el aura, es m ucho más am plio. Resulta casi im posible inter
pretar de form a coherente la retórica de las literaturas eu
ropeas, las nociones clave de la sublim idad, de la sátira y la
risa que encarnan y articulan, sin tener una ju sta con cien
cia de la “im plicación” del latín, de las n ego ciacio n es de
intim idad o distancia, constantes y casi inconscientes, en
tre el autor en lengua vulgar y el m olde latino. Esto es algo
tan decisivo para D ante com o para Swift o D ryden; tan
crucial para C orneille com o para Valéry. Resulta, sin em
bargo, que el neolatín entraña una en orm e dificultad. El
h ech o incontestable de que pocos de nosotros podem os
utilizarlo correctam ente ha abierto u n a grieta cerca del
pilar m ism o de los estudios com paratistas europ eo s. De
nuevo, queda m ucho trabajo que hacer en este sentido, un
trabajo tan necesario com o fascinante.
U n poem a, una obra de teatro o u n a n ovela nunca
p u ed en separarse d el todo de las ilustraciones o de las
obras de arte que inspiran: una adaptación m usical, una
película, una versión radiofónica o un tratam iento televisi
vo. Rom án Jakobson llam aba “transm utación” al movi
m iento de un texto hacia otros m edios; algo vital en las
disciplinas de la com prensión y la valoración de la literatu
ra com parada. En otro lugar he intentado m ostrar que las
distintas adaptaciones m usicales del m ism o p o em a de
138
G o eth e o de E ich en d o rff, realizadas p o r Schubert, Schu-
m ann y H ugo Wolf, constituyen un apasionante proceso de
“u b ica ció n ” h erm en éu tica y crítica (el térm ino es de F. R.
L eavis). El Otelo y el Falstaff de V erdi guardan un a estrecha
relación exp o n en cia l con la com prensión de Shakespeare
en la E uropa tardorrom ántica. Las vidas de Hamlet son tam
bién las de las distintas óperas, películas, cuadros e incluso
ballets que la obra ha gen erad o. Para m uchas gen eracio
nes de lectores continentales, el “viejo m arin ero ” de Cole-
ridge fue el in quietan te p ro d u cto de las ilustraciones de
Doré. H oy en día, la exactitud de la capacidad de reprodu c
ción técnica, la co d ificació n y transm isión e lectró n ica y,
dentro de p o co tiem po, las tecnologías gráficas y aurales de
la “realidad virtual” incidirán de form a casi im previsible en
la re c e p c ió n d el le n g u a je y en el le n g u a je litera rio . Los
estudios com parativos abandon arán gradualm ente el sen
tido form ativo de la m etam orfosis p o r un sentido de m u
tación. P ero ¿no era éste el caso cu an d o los pintores de
vasijas griegos im aginaban a O rfe o o a A quiles, cu an d o
D aum ier pintó a D on Q uijote o cuand o Liszt com puso sus
“trad uccion es” puram ente instrum entales de Petrarca?
En las próxim as semanas, haré un reco rrid o sobre la
presencia del “canto de las sirenas” desde los griegos hasta
Joyce, Kafka y M agritte. En parte, he elegid o esta in troduc
ción tem ática p recisam en te p o r el p ap el sem inal de la
m úsica y las artes. L a iconografía, tal com o la practicaban
A by W arburg, Panofsky y C ourtauld, así com o la historia y
la filosofía de la m úsica a la m anera de A d o rn o , son parte
esencial de la literatura com parada.
P o r últim o, m e gustaría señalar un ep ígra fe que, lo
adm ito, es una pasión personal. Fuera de la lógica form al
y m atem ática, toda la filosofía, toda la m etafísica es una
acción del lenguaje. N in gun a argum en tación filosófica o
visión del m un d o p u ed e separarse del lenguaje, del estilo,
de la retórica o del m edio en que se representa e ilustra.
Esto es algo evidente no sólo cu an d o nos p ro p o n em o s
co m p re n d e r e in terp retar a virtuosos del len g u aje y del
recurso poético com o Platón, san Agustín, Pascal o Nietzs
che; resulta m anifiesto en todo texto filosófico, m etafísico
y teológico. Las doctrinas políticas de un Llobbes o de un
Rousseau son consustanciales a su “estilística”, a su techné,
a su ritm o y a las dram atizaciones de sus discursos. ¿Qué
presión ejerció en Spm oza su len gu a m aterna, el español,
junto con el neerlandés y el h eb reo adquiridos más tarde,
en su e lecció n y co n stru cción de un latín m arm óreo e
intem poral, de un latín que es in fere n cia del g rieg o de
Euclides? ¿Podem os disociar la singular voz del Tractatusde
W ittgenstein de la historia del aforism o alem án, especial
m ente en el ele Lich tenberg? U n a vez más, las cuestiones
propias de la traducción tienen una im portancia capital.
Igual que en la poesía, en la filosofía y en la m etafísica, los
térm inos y giros de una frase están llenos de una densidad
hech a de significados potenciales, de cuestiones plantea
das a sí mismos y al lector, que generan, a partir incluso de
los intentos de traducción más “literales”, m enos precavi
dos, un intrincado proceso de com entarios. H ay más que
una hipérbole en la afirm ación de H eidegger, según la cual
las traducciones erróneas o inadecuadas de la palabra “ser”
o del verbo “ser”, en griego clásico, han determ inado la
historia in telectu al y, quizá, la historia política de O cci
dente.
H e aquí un área en la que entran e n ju e g o todos los
recursos del com paratista en relación con las lenguas, la
disem inación, recepción y ricorso temático. Hasta el pensa
m iento más abstracto, una vez verbalizado (¿y puede haber
un pensam iento pre-verbal?), exh ibe su propio idiom a,
adquiere “una m orada y un n o m b re”. A mi ju icio , no hay
nada a un tiem po más fascinante y conducente a la herm e
néutica que la decisión de observar, de elucidar la “inter-
textu alid ad ” de la filosofía y la poética, de escuchar la
música que habita el pensamiento..
“Su gran som bra ard iend o todavía”, escribe H om ero sobre
Áyax, im placable, en los infiernos. Charles Péguy era una
persona delgada, pero extraordinariam ente curtida p o r las
largas m archas y el uso de las armas. C o m o Áyax, había
h ech o de su existen cia u n d u elo m ano a m ano contra el
com prom iso, contra el brillo aceitoso del discurso político,
de la m anipulación fiscal, contra la facilidad en las relacio
nes públicas y privadas, contra mundum. Y la había llevado
hasta un grado de aparen te lo cu ra y autodestrucción (cer
ca de su final, no había un solo aliado, un am igo, un sim
patizan te con el que P éguy no h ubiese roto y al que no
h u b iera c o n d en a d o al lim bo del d esh o n o r m u n d a n o ).
Igual que Sócrates, otro alborotador, Áyax y Péguy con ti
nuaron siendo fantassins, soldados hasta la m édula, con un
sentido exacto del am argo suelo que pisaban y del peso de
16 8
com ienza el aislam iento de Péguy y la perenne rabia hace
plaza fuerte en su espíritu. De la misma form a, es a la som
bra creciente del caso, resuelto sólo en parte para Péguy
incluso con la rehabilitación de Dreyfus, donde se apoya
para desarrollar el estilo de su discurso: repelente, m onó
tono, oratorio y, sin em bargo, generador de una fuerza, de
una p o n zo ñ a incisiva, de una intim idad paradójica que
cuenta con pocos paralelism os en la prosa occidental.
Los cinco breves años que se concentran en este últi
mo volum en son testigos del m om ento más im portante de
la carrera de Péguy. En enero de 19 13 , aparece el m ejor
de sus poem as: “L a Présentation de la B eauce á N otre
D am e de C h artres”. En d iciem bre de ese m ism o año,
desafiando la ley de la m ínim a prudencia, Péguy publica,
en el cuarto Cahier de la serie decim oquinta, los interm i
nables cuartetos de Eve, interm inables y, sin em bargo, lle
nos de una visión tenaz, de una recup eración de la vida
: -reco rd e m o s la fech a fatídica en la que se in scriben - que
se eleva m uy p o r en cim a de las insignificancias de la
cotidianidad. A m enud o, la provocación es sorprendente:
Esta “in fla ció n ” y paráfrasis intern a es, sin em bargo, bella
y oportuna. El serva de Virgilio com porta tanto “servicio”
com o “custodia” . Eneas debe proteger a Ascanio de daño
(“keip from skaith”) en el largo viaje de peligros predesti
nados, de guerra y destino político. H ay en communis
amorem un rep ro ch e infinitam ente d elicad o, u n a invo
cación a ese am or conyugal del pasado que el futuro en
cu entro de Eneas con D ido y la boda real en el Latium
ensom brecerán, barrerán del recuerd o dos veces. Pero la
paternidad no puede anularse, ni siquiera p o r la voluntad
de los dioses todopoderosos y la gloria de Rom a. Ascanio
seguirá siendo natis... communis. La parte de Creúsa que en
él vive, el derecho a la angustia que tiene sobre él, pervivi
rán. Ascanio será siem pre “com m on till us b aith ” .
C reo que esta concisa frase sirve com o definición de la
m oralidad de la traducción. El texto original ha en gen dra
do la traducción y debe preservar en ella su en gen drad ora
presencia, no im porta el brillo o la inm ensa buen a fortu
na que esta últim a pued a tener. El texto debe seguir sien
do “com ún a am bos”, al autor y al traductor, incluso allí
donde, quizá por partida doble, la posición autónom a del
autor, su auctoritas, queda oscurecida p o r el tiem po y por
la distancia lingüística (se nos ha dich o que el latín de
Virgilio es una “lengua m uerta”). Esta preservación, serva,
es el resultado de un arte exacto: exacto p o r su ideal de
precisión, exigente p o r su rigor m oral y técnico. El traduc
tor convertirá así su esfuerzo en una paradoja de eco
creativo, de reflejo m etam órfico. N o hay en la vida de lás
letras una tarea más necesaria, una llam ada que m erezca
una respuesta más rigurosa.
L a historicidad de los sueños
(dos preguntas a Freud)
[1983 ]
a Vittore Branca
EL C A S O DREYFUS
EL C A S O ALEMÁN
2j8
gro claro y presen te”: no hay ningún otro lugar a dond e ir.
Ésta es la ley de la supervivencia.
O p u ed e h acerlo basándose en la raza. N o adm itirá
abiertam ente esa base. N o puede. El liberalism o debe casar
con la idea de ciue
A la no ció n mism a de lo racial es sosDe-
i
chosa en su totalidad, que no tiene con ten id o dem ostrable
ni significado. Es un rasgo distintivo de superstición y
oscurantism o, no existe tal cosa, no hay nada que no esté
m ezclado, las m ezclas están más allá del cóm puto hum ano,
hay crisoles p o r todas partes.
El tema del m atrim onio m ixto o no, el tema de “¿exis
te algo parecid o a un fo n d o com ún de genes?”, ya están en
la zona gris de lo pro h ibid o , del tabú. C ualquiera que haya
enseñado en China, com o yo lo h e h ech o recien tem en te,
o pasado p o r escuelas o universidades chinas, se siente
im presionado p o r el centralism o racista y sin reparos de la
visión china de una cultura que no se m ezcla fácilm ente
con extraños y que ha puesto a pru eb a esta proposición
durante unos cin co m il años. Sobre estos asuntos, allí hay
m ucha m enos hipocresía.
A m i ju ic io la m ayoría de nosotros no creem os co m p le
tam ente al agnóstico-nacionalista. D éjen m e d ecirlo con
m u ch o más cuidado: la ficción -si es una ficc ió n - de una
cierta herencia racial y una tipología, con toda la oscuridad
que ha traído consigo, ejerce una atracción en orm e sobre
la im aginación hum ana. Y pienso una y otra vez que si se
es ju d ío , u n o posee la extraordinaria experiencia, ilusoria
o no, de bajar p o r una calle en una tierra lejana, incluso
d o n d e n o co n o ce el idiom a, y el otro ju d ío que pasa p o r
esa calle es un hom bre que uno reco n o ce p o r la m anera
de andar. Sé que es verdad p o r propia experiencia. Y he
estado en dem asiados países del m undo. Pero lo negam os,
lo rechazam os, decim os que es una superstición con d icio
nada. De acuerdo. Pero, si es así, la atracción que ejerce
sobre nuestra alm a es ahora más fuerte que nunca.
L a triangulación es inestable y trágicam ente sospecho
sa. El barrio orto d o xo de Jerusalén tiene su lógica perfec
ta. A llí no hay duda de que el Dios o rtodoxo ha h ech o una
prom esa, una prom esa m esiánica. Esa prom esa todavía no
se ha cum plid o. El Estado ele Israel no existe, p o rq u e la
nación constituida sin el Mesías es espuria y falsa. Mea
Shearim sabe que los que invocan la prom esa m esiánica
para justificar el nuevo Estado m ienten, m ienten con los
textos m ism os que invocan. M ea Shearim proclam a, de
m aneras que en fu recen al resto de los israelitas, que ellos,
en su gueto, no tienen cuentas pendientes con Arafat, y es
cierto que no las tienen. Esto es absolutam ente correcto.
Ellos lo saben. Y el resto de nosotros no p u ed e unirse a
ellos. Éste es el argum ento, curioso y lleno de fuerza, de la
novela de Isaac Bashevis Singer The Penitent. Para el resto
de nosotros, sospecho, esa vía hacia la paz no es accesible.
La D iáspora y la asim ilación tam bién poseen su lógica,
su cansancio justificador. A ctualm ente, en N orteam érica
hay seres hum anos que dicen de un m od o profund am en
te em ocionante: ya está bien de esta espantosa discusión
sobre la d oble lealtad, sobre que cada ju d ío tiene una trai
d ora sensación de ser ju d ío antes que norteam erican o.
Pero el fantasm a no nos deja en paz. Es in h eren te a la na
turaleza misma de la identidad de un pueblo que reivindi
ca que es una raza pero no lo es, que es una nación pero
no lo es, y que ha sido llam ado cuando esa llamada religio
sa no significa nada para la mayoría laica.
C u an d o revisamos a V oltaire, a M atthew A rnold, a
Jefferson, a algunas de las grandes voces de la ilustración y
la esperanza hum anas, nos encontram os en una posición
de pesadilla, o casi. El nacionalism o arde de una punta a
otra del planeta. Los hom bres están dispuestos a matarse
entre sí por ese pedazo de tela de colores que llamamos
bandera. Mi padre, un hom bre sin recursos, un estudian
te, viajó por toda E uropa antes de 19 14 con una tarjeta de
la cantina de la U niversidad de V iena, y sólo había un país
raro, llam ado el Im perio ruso, que tenía una cosa llam ada
visado. En el resto de E uropa aquello se consideraba cóm i
co, asiático. A ctualm ente, prevalecen las burocracias de la
exclusión. Para d efen d erse contra el terrorism o, rabiosa
contra los procedim ien tos de inm igración norteam erica
nos, Francia obliga ahora a los norteam ericanos a hacer
largas y furiosas colas para conseguir visados.
A rd e el nacionalism o en el País Vasco, en Transilvania
y en Arm enia. Bélgica se m antiene unida por un pelo. D en
tro de la estación de radio y televisión en Bruselas hay una
línea que divide el edificio p o r la mitad: francoparlantes a
un lado, flam encos al otro.
El nacionalism o es desenfrenado. La nuestra no es la
aldea global de M cLuhan, que ahora consideram os un sue
ño utó p ico, casi je ffe rso n ia n o . N uestro m undo es tribal
hasta un punto sin precedentes, y el gran sueño universa
lista de los siglos x v m y x ix , la “cosm ópolis” de Kant, nos
parece ahora una ilusión distante.
Hay que considerar tam bién que los odios raciales son
tan hond os y vividos com o siem pre. D esde la Shoah ha
habid o masacres de tipo racial, tribal. M edio m illón, un
m illón, en B urundi; nadie sabe las cifras sobre la des
trucción de ciertas tribus en U ganda. O dios raciales: la re
creación de ese clásico h o rro r histórico, más fácilm ente
vigilable, que es la masacre de los arm enios y que em pezó
a p roporcion ar el m odelo para la tecn o lo gía de la destruc
ción total de una tribu odiada. Pueden explotar en cualquier.
m o m en to , en to d o el plan eta. Los recie n te s a co n teci
m ien tos en Cachem ira, en el Punjab, en Islam abad, en
Azerbaiyán, insisten en que debem os m atar a la gente que
pertenece a una tribu diferente, que h u ele de m od o dife
rente, que lleva un aceite diferente en el pelo, cuyos ojos,
según dicen, están rasgados de otro m odo.
El resurgim iento de las guerras religiosas y el funda-
m entalism o religioso es ahora una banalidad. Es el princi
pio de cualquier intento de considerar la situación en la
que nos hallam os. H em os hablado y escuchad o y aprendi
do m ucho sobre el islam; vamos a buscar más cerca de casa.
Muy pocos de entre nosotros - y aquí m e incluyo a m í mis
m o - tienen el m en or conocim ien to o exp erien cia del fun-
dam entalism o islám ico (excep to en nuestras pesadillas,
nuestros m iedos, que pu ed en estar mal fundam entados).
Pero, cuando m iram os dentro de casa, vem os que tenem os
una de las Iglesias católicas más fundam entalistas que ha
habido desde la Edad M edia hild ebran diana (el cardenal
28 2
R atzinger sería un distinguido invitado a esta reunión, para
h ablarnos sobre la naturaleza de la herejía y la naturaleza
de la ve rd a d ). Es una Iglesia m edieval; u n a Iglesia que está
reviviendo m uchas form as de censura. Pregunta: ¿hemos
vuelto al m undo de Galúeo? Q uizá. Y no hace falta que le
hable a un público n orteam erican o de otras clases de fun-
dam en talism o religioso en este país. La dislocación de la
m o d ern id a d ha im pulsado atavismos de enracinement -la
p ro fética palabra de B arres-, N o es exactam en te raíces,
raíces tiene algo pasivo, raíces h abla de un estado,
enracinement e s una acción. Es arraigar en un m undo d o n
de las fuerzas centrífugas de la m odernidad, los cam bios de
la tecn o lo gía y la com un icación , la ruptura de ciertas for
mas trad icion ales (éste es un lugar com ún socioló gico ,
aun que no siem pre es fácil de p robar), han desconcerta
do a los hom bres y los han vuelto salvajes.
Y llego al tabú, a lo que en las com unidades decentes y
cultivadas no debería, tal vez, ser dicho. O lvidem os, por un
m om ento, el discurso académ ico, liberal. Atrevám onos a
p regu n tarn o s a nosotros m ism os si hay ciertos temas no
“discurseables”, no decibles.
P regun tém on os si no hay constantes en nuestra form a
de ser biológica y social que hacen que vivir con los demás
nos resulte m uy difícil.
Sería in creíb lem en te arrogan te su p o n er que sabemos
que hem os evolucionad o hasta llegar a ser un tipo de cria
tura al que le gusta vivir con las que h u elen diferente, tie
n en un aspecto diferente, suenan diferente. Siéntense en
el vagón de un tren o en un autobús en un país de cuyo
id iq tn a íió hablan ni una sola palabra. ¿ITan notado algu
na w z el pánico que em pieza a crecer en su alma civiliza
da, la sensación de que algo va terriblem ente mal, de que
su id en tid ad m ism a se va a ver m uy p ron to desgarrada?
P uede que la autonom ía sea la form a natural de la unidad
social, y que los que em pujan a la gente a unirse lo hagan
en nom bre de una visión transcendente de justicia, espe
ranza o eq uid ad hum ana, p ero tal vez están aprem iando
algo m uy com plicado. N o lo sabemos. Los seres hum anos
tienden a estar con los suyos. N o todos. N o los excepcio
nales. Pero sí la m ayoría de los seres hum anos.
H ablo desde un sentido estadístico, pero es un sentido
masivo. El en to rn o es h eren cia, y h eren cia es entorno.
A q u ello en lo que nacem os -lo s privilegios, la suerte o la
d e sg ra cia - es a la vez h eren cia y entorno. N o se pueden
separar. U na cauta retórica vela este com plicad o reconoci
m ien to de la in teracció n . La dialéctica, la osmosis, que
u n en los cam bios concebibles o realizables en esta interac
ción, están radicalm ente fuera del alcance de nuestra com
prensión.
Sin em bargo, se han llegad o a form ular preguntas, y
sólo nuestro terror, nuestra vergüen za (com o, esperamos,
seres hum anos d ecentes), nos hacen olvidar estas pregun
tas. A q u í hay una que vuelve un a y otra vez. Se rem onta a
H eród o to . Este dice: “N osotros, los griegos, arriesgam os
nuestras vidas en naves que hacen agua y Camellos y elefan
tes y cualquiei cosa para llegar hasta los lugares más increí
bles de la tierra y preguntar a otros pueblos cóm o viven,
quiénes son, cuáles son sus leyes. N inguno de efhas rtos ba
visitado jam ás a nosotros”. El enigm a im plícito sigue en píe.
Lo form ularé de otro m odo. N o tenem os evidencias de
la n o ció n de que Dios ha h ech o esta tierra con justicia,
belleza o liberalidad. La abrum adora sugerencia se inclina
hacia la dirección opuesta: la ha convertido en un sitio in
fernal. U n sitio m uy interesante, pero infernal. Es p erfec
tam ente co n ceb ib le que haya una p eq u eñ a franja en el
m apam undi (eso pensaba H eródoto, y con él Tucídides, y
Platón) dond e el clim a sea más o m enos soportable, tem
plado, d o n d e haya suficientes proteínas para alim entar a
la gente, dond e haya esclavos, es decir, gente som etida que
le perm ita a uno seguir pensando, o sea que uno pueda
pasarse el día h acien d o algo fantástico, com o exam inar la
geom etría de las secciones cónicas (que es lo que le encan
taba a A rqu ím edes), que pu ed a dedicarse a esa cosa obse
siva e insana que es en tregar su vida a u n a abstracción, a
una especulación, a las m atem áticas puras. Q uizá haya una
parte de la tierra que pro d u ce teorem as com plejos, teore
mas algebraicos, de naturaleza m uy enrevesada y difícil y
totalm ente inútil, que produce, en lugar de fe religiosa, ese
inm enso lujo que llam am os sistemas m etafísicos especu
lativos, y tal vez ésta no sea u n a p o sib ilid a d u niversal.
Clim áticam ente, y teniendo en cuenta la com ida y la super
vivencia, esta locura no se halla al alcance de todos.
Los que han p ro d u cid o textos canónicos y otros siste
mas textuales con los que organizan su política -ya se trate
del Corán, las Sagradas Escrituras o E l capital- no están en
todas partes. Y hay m uchas culturas que han rechazado
hasta ahora la textualidad, y que están pagando un amar
go precio p o r lo que p ued e que fuese u n a con d ición per
fectam ente natural de su existencia.
Nos encontram os en el ámbito de las preguntas que no
querem os form ular o aprovechar, porque el h ech o de pre
guntar es muy desagradable y las consecuencias pu ed en ser
absolutam ente intolerables. Sólo estoy tratando de subra
yar que el tabú de cada cual se extiende sobre ciertas áreas
en las que uno pregunta y se pregunta. Puede que esto sea
esencial, y puede que sea la d ecencia con la que debem os
vivir, pero nos hace pagar un precio.
Por supuesto, hay otra posibilidad, otra dirección. Sean
pacientes, porque lo he dicho con dem asiada frecuencia,
y desde luego lo he dicho en otras ocasiones a esos lecto
res tan generosos de Salmagundi. En algunos sitios hay per
sonas que m e gustaría llam ar “trotskistas forzados”. Son los
itinerantes, a los que los nazis llam aron, con u n a palabra
m aravillosam ente halagüeña, los Luftmenschen, los seres
hum anos del aire. Luftmenschen son los que no pueden
echar raíces, los que nunca tienen los pies en la tierra. Y
aludía a la acuñación de Kant, el térm ino “cosm opolítica”,
la política de los “cosm opolitas”, otro térm ino bañado lite
ralm ente en sangre, tanto en la A lem ania nazi com o en la
Rusia estalinista. O ím os a m enud o que ni siquiera la Rusia
estalinista era el mal personificado: p o r supuesto que no,
claro que no lo era. Sin em bargo, ocurre que h u bo millo
nes de seres hum anos en cam pos soviéticos, y m illones que
fueron perseguidos hasta la m uerte, y sigue h abien do otros
286
en la U n ió n Soviética a quienes no se les perm ite ser
Luftmenschen. U n a cosa es que uno m ism o eche raíces, y
otra que le en cad en en a un árbol.
Ser un huésped entre otros hom bres es una posibilidad.
Todos nosotros, lo creo firrneiTiente, soxxios huespedes del
planeta, de su ecología. N o hicim os nuestro m undo, fui
mos arrojados a él. N acem os sin saber p o r qué. N o lo he
mos planeado. Som os los albaceas de un espacio para la
supervivencia cada vez más reducido. Más vale que apren
dam os a toda prisa que som os huéspedes, o no quedará
m u ch o dond e vivir.
N o hay sinagoga, ecclesia, polis, nación o co m u n id ad
étn ica que no valga la pena abandonar. Estoy con ven cid o.
U n a nación es un lugar que siem pre vale la pena abando
nar, p o rq u e se com portará de m aneras que po d em o s o
debem os llegar a consid erar inaceptables. U n a sinagoga
excom u lgará un día a Spinoza. T ien e que hacerlo.
Todos hem os o íd o cosas m uy justas y conm oved oras
sobre los grupos, sobre no ser un solitario. Personalm en
te, creo que esa anarquía es u n o de los ideales y esperan
zas y utopías de cu alqu iera que desee pensar y trabajar
seriam ente. C uan d o u n o se encuen tra a sí m ism o estando
de acuerdo con otra persona es cuand o d ebería em pezar
a sospechar que está d iciend o tonterías. L o repito: no hay
com unidad de amor, familia, interés, casta, profesión o cla
se social de la que no valga la pena retirarse.
Sócrates lo sabía. ¿Por qué eligió m orir en lugar de
abandonar la injusta ciudad? Ésta es la pregunta con la que
quiero terminar. Me parece absolutam ente central. Le di
cen que puede escapar: los carceleros han sido com prados,
las puertas están abiertas. Le aprem ian a escapar. Él se nie
ga. U n a lectura sería que no irse fue su suprem o acto pe
d agógico, que la ciu d ad tendría que enfren tarse a su
p ropia culpa al m atarle, que su últim a enseñanza (y obvia
m ente era profesor hasta los tuétanos) fue: tengo u n a lec
ción más que dar; tienen que m atarm e para que sepan lo
que han hecho. La ciudad tendrá que enfrentarse a su pro
pia culpabilidad. U na decisión que sigue siendo enigm áti
ca. L e doy vueltas in útilm en te y con incom petencia.
¿Podría ser que aquella vez, y sólo aquella vez, el propio Só
crates se equivocase? P orque ya hay suficiente cicuta en
otras partes.
Notas sobre El proceso de Rafia*
[1992]
289
so ju e g a un papel fundam ental. El arresto d e jo s e f K., los
opacos tribunales, su m uerte literalm ente bestial, son el
alfabeto de nuestras políticas totalitarias. La lógica lunática
de la burocracia que la novela expon e es la de nuestras
profesiones, litigios, visados, fiscalías, incluso en los grises
más claros del liberalism o.
La literatura secundaria es cancerosa. Se m ultiplica a
diario en la academ ia, en las belles lettres y en el periodism o
literario. Es un parásito de cada elem ento (dan ganas de
decir de “cada párrafo”) de este texto inagotable. Com o las
grandes obras del lenguaje, de las artes o de la música, la
ficción de Kafka invita a ser descifrada, y convierte esta in
vitación en una trampa. Por aguda que sea la crítica, sean
cuales sean sus poderes sistemáticos -m arxistas, psicoana-
líticos, estructuralistas o en una vena más tradicional-, las
lecturas expuestas se quedan casi risiblem ente cortas. (Hay,
com o verem os, una excepción .) A pesar de todo, con el
volum en acum ulativo de interpretación y estudio es inve
rosímil que se haya pasado por alto algún aspecto funda
m ental o detalle sobresaliente en E l proceso. De hecho, lo
más difícil actualm ente es dar con un acceso no vigilado y
con la sorpresa de la inm ediatez.
La tercera razón por la que puede que no haya nada
novedoso e ilum inador que decir ele la fábula de Kafka es
del m ayor interés. En un sentido, las obras de la im agina
ción lo bastante serias y densas siem pre construyen una
reflexión sobre sí mismas. Casi siem pre, los textos mayores,
o las grandes obras de arte o com posiciones m usicales,
hablan críticam en te de su p ro p ia génesis. D e un m od o
incom parable, nuestro más auténtico analista teatral es
Shakespeare. Los lienzos ele Cézanne im ponen una consi
deración persistente, sin rival en profundidad y econom ía,
sobre la naturaleza y m odalidades de la representación pic
tórica. El caso de Kafka es más específico. H a habido una
inspirada poesía lírica escrita p o r ju d ío s durante los
m ilenios de dispersión y antes de la secularización de la li
teratura en una figura com o la de H eine. H a habido aisla
dos experim entos en teatro y ficción desde el interior de
la com unidad am urallada. Pero, hablando en general, los
impulsos épicos, escénicos, líricos y narrativos manifiestos
en la Biblia - e l N uevo Testam ento tam bién fue, en gran
parte, escrito por ju d ío s - son ahogados y clandestinos en
tre la antigüedad y el siglo x ix . Los motivos son com plica
dos. T ie n e n que ver con la circunstancia histórica, el
aislam iento social, la pluralidad lingüística y el exilio. Pero
tam bién hacen referencia a una iconoclastia fundam ental,
a un a desconfianza, tallada en el Sinaí, hacia la mimesis,
hacia la entera sem ántica de la representación para p ro p ó
sitos de experiencia estética y a través de m edios de ficción.
C on más co h eren cia incluso que el Platón de la República,
o que Calvino, el ju d aism o rechaza la im agen. Su gén ero
elegid o fue el com entario. Cada com entario de las Sagra
das Escrituras gen eró otro com entario, en una cadena in
tacta y una exfoliación de discurso secundario y terciario.
El arcano in gen io, la d elicad eza de la prueba, el refina
m iento de los com entarios talm údicos, m idrásicos y mis-
naicos, el fino hilar de la inventiva en las lecturas de los
m aestros de la textualidad o rtodoxos y cabalísticos, sólo
son verdaderam ente accesibles para los que han tenido por
escuela el laberinto y la cám ara de resonancia del legado
rabínico. (La fuerza de este legado persiste adoptando for
mas paródicas o bastardas en derivados ju d aico s tan actua
les co m o el psicoanálisis freu d ian o o la deconstrucción
derrideana.)
Franz Kafka fue h ered ero de esta m eto d ología y epis
tem ología del com entario, del “análisis in term in able” (la
frase de F reud). Sus parábolas, fábulas, cuentos y siempre
incom pletas novelas son com entarios en acción, en un sen
tido a la vez m aterial y más difusam ente talm údico. Las téc
nicas para extraer algo del abism o, para dar vueltas en
torno a lo innom brable, para tejer significado sobre signi
ficado, para esforzarse en h acer el len g u aje totalm ente
transparente a la luz que consum e aquello que atraviesa,
tienen sus an teced en tes y validación en los debates dos
veces m ilenarios del ju d aism o consigo m ismo. A sí que El
proceso no sólo reflexio n a sobre sí m ism o com o lo hace casi
cualquier form a estética m adura. E ncarna las técnicas es
pecíficas del com en tario exeg ético , de la h erm en éu tica
rabínica. Es obvio que Kafka m edita sobre la ley. El miste
rio origin al y la aplicación subsecuente de la ley, del
legalism o y del ju icio , son las p reocu pacion es fundam en
tales de las preguntas talm údicas. Si en la p ercep ció n
ju d a ica el lenguaje de lo adánico era el del amor, la gramá
tica del hom bre caído es la del código legal. La m odulación
del u n o al otro, com o el com entario y el com en tario sobre
el com en tario buscan enfatizar, es u n o de los centros de El
ptoceso (la geom etría cabalística co n o ce constructos orde-
292
nados con varios c e n tro s). Com paradas con las lecturas
kafkianas de Kafka, las nuestras son, inevitablemente, flojas.
L a m aestría de Kafka asom ó durante la n oche de sep
tiem bre de tg 12 en la que escribió “La con d en a” . Esta ano
tación de pesadilla ya contiene el núcleo de E l proceso. El
ubicu o tem a de la culpa en la vida y la obra de Kafka ha
sido objeto de in term in ab les conjeturas. El m ism o fue
p ró d ig o en insinuaciones y veredictos. Por respeto a los
ideales ju d ío s y, a la vez, a las brutalm ente form uladas ex
pectativas de su padre, Kafka se declaró a sí mismo un ab
yecto perdedor, un desertor. N o h abía fu n d ad o una
familia. Su carrera en el nego cio de los seguros era, en el
m ejor de los casos, m ediocre. El éxito literario en cualquier
escala convencional o pública lo eludía casi por com pleto.
Su aspecto físico despertaba una simpatía divertida o atri
bulados pronósticos. Si su padre era toscam ente robusto,
K afka existía com o una som bra. Sus relaciones con las
m ujeres, vehem en tem en te retorcidas - e l largo com prom i
so con Felice Bauer, su am or p o r M ilena-, abortaban. Al
bord e del com prom iso, K. se estrem ecía y se refugiaba en
el santuario de la enferm edad. Esta enferm edad, la cond i
ción tuberculosa, era m uy real. Le causó una m uerte tem
prana. Pero el propio Kafka y sus íntim os tenían demasiado
claro, eran dem asiado conscientes de la etiología psicoso-
mática de la consunción com o para no respetar los acuer
dos entre pacien te y en ferm ed ad . K afka utilizaba su
enferm edad tanto com o ésta le utilizaba a él, y esta recipro
cidad hizo que su sentim ien to de culpa fuese aún más
hondo.
La culpa habitaba su lenguaje y su arte, ya que los dos
eran inexm cables. U n ju d ío de Praga asimilado por el idio
m a y la cultura alem anes, m om entáneam ente arrastrado
por el creciente nacionalism o checo, pero en esencia aje
no, incluso traidor a él, se erguía en tierra condenada. Se
avecinaban atractivas alternativas: en yídish se estaba llevan
do a cabo un significativo trabajo literario, el renacim ien
to del h ebreo com o idiom a m odern o arraigado de m odo
inm em orial en la exp erien cia ju d ía era p alp ablem en te
inm inente. Kafka consideró con cauteloso pathos ambas di
recciones. Y, sin em bargo, eligió el alem án para sus verda
des. H abla de su extrañam iento dentro del idiom a mismo
de su genio, de su incapacidad para captar el significado
de la palabra “m adre” cuando es Mutter (una observación
tanto más lacerante en cuanto que apunta con delibera
ción a la ausencia de un “idiom a m aterno”) . La transparen
cia del alem án de Kafka, su quietud sin m ácula, sugieren
un proceso de préstam o a alto, casi intolerable interés. El
vocabulario y la sintaxis de Kafka son de la m ayor conten
ción de derroches: com o si cada palabra alem ana, cada
recurso gram ático, se hubieran retirado de un banco que
nunca perdona. Escribir en alem án era estar en deuda.
Tal vez hacerlo en checo, en yídish o en h eb reo habría
sido más lícito, p ero sólo de un m odo parcial. H e citado la
iconoclastia que se halla en la raíz del ju d aism o , el desa
sosiego del aparato im aginario. El p re ced e n te de H eine
-bautizad o, desgarrado entre lenguas, víctim a de las enfer
m edades v e n érea s- parecía confirm ar el sentir ju d ío . El
estudio, especialm ente en pos de temas religiosos y de
exegesis, era una cosa; la vocación de las belles lettres, algo
m uy d iferen te. En m u ch os niveles y al contrario que su
em inente am igo M ax Brocl, Kafka reco n o cía la justicia de
esa distinción. A callar su llam ada y no escribir habría sido
incurrir en la culpa. Pero escribir historias “inventadas en
pos de una realización p rofana en apariencia era sin duda
una transgresión m ucho peor. El círculo se cerró en torno
a Kafka com o sobre el hom bre que cum ple co n d en a per
petu a en la circu n feren cia del patio de una prisión.
No obstante, incluso los motivos para la co n d en a de sí
m ism o, incluso esos crím enes, “graves” com o son, no defi
nen la fuente. Franz Kafka vivió el pecad o original. L a teo
logía, la retórica de esta co n d ición ha sido persuasiva en
O ccid en te desde el Pentateuco, desde las lecturas paulinas
y agustinianas de los asuntos hum anos. En el calvinism o
estricto y en los tiem pos de m iedo apocalíptico y p en iten
te, p o r ejem plo, ha oscurecid o com unidades. Pero sólo un
m ero puñad o de individuos ha soportado en su existencia
y c o n d en a diarias las con secuen cias de la caída. C o m o
Pascal y Soren K ierkegaard (aquí las analogías no son tri
viales), Kafka vivió horas, tal vez días, en los que identifica
ba la vida personal con una culpa existencial im posible de
erradicar. Estar vivo, en gen d rar otra vida, era pecar. C o n
tra el furioso padre. C o n tra la santidad p erd id a de una
creación que el hom bre ha convertido en algo corrupto y
sórdido. Era, a unas profundidades enigm áticas, pecar co n
tra sí mism o en un grado preciso: la supervivencia im plica
las m entiras, los fracasos del amor, el sufrim iento y la an
gustia que susurran sin p ied ad en “los fuertes vientos que
soplan desde lo más h o n d o de la tierra” . Sólo una m ente
poseíd a p o r esta p rohibición p od ría haber escrito que esas
voces cuya can ció n suena an gélica vienen de h e ch o del
fo n d o del infierno, o que (aunque es una cita discutida)
“hay abun d an cia de esperanza, p ero nin gun a para noso
tros”.
Vivir es estar con d en ad o a cadena perpetua. Ésta es la
dinám ica m etafísica, pero tam bién privada, de E l proceso.
Escrito durante 1 9 1 4 y 1 9 1 5 , el libro se pu b licó en
1925, un año después de la m uerte de Kafka. Su traduc
ción al inglés, a cargo de Edwin y W illa Muir, realizada en
1935, se vio tam bién ro d ead a de un aura clásica. En un
sentido hay que lam entarlo. La recensión que hizo Max
B rod d el texto de Kafka era de aficionados y, hasta cierto
punto, arbitraria. A pesar de su fam osa conclusión, E l pro
ceso sigue estan d o in a ca b a d o y hay d iscusion es sobre el
o rd en de varios capítulos. H a sobrevivido m aterial adicio
nal y suprim ido (que pu ed e encontrarse en el apéndice a
la ed ición de Everym an Library). N o obstante, la versión
canónica para el m undo angloparlante sigue siendo la de
los Muir, con su distinción estilística y la novedad clel en
cuentro.
Pero la lectura de M uir y la traducción que escribe bajo
su in flu en cia son claram ente personales. La religión era,
dice Muir, “el m und o en tero ” para Kafka. “Su im aginación
se m ueve contin uam ente dentro de ese m undo y reco n o
ce que no hay nada, p o r trivial o in d ign o que sea, que no
abarque. P or ello es, a su m anera única, un m undo com
pleto, un reflejo verdadero aunque inesperado del m undo
296
que conocem os. Y, cuando Kafka trata en él las antinomias
de la religión, está a la vez arrojando luz sobre los enigmas
más p ro fu n d o s de la vida h u m an a.” El n ú cleo religioso,
afirm a Edwin Muir, son las inconm ensurabilidades entre la
ley hum ana y la divina, que “Kafka adoptó de K ierkegaard”.
N o hay casi ninguna evidencia de tal adopción. Muir lee
desde un calvinismo kierkegaardiano. Tam bién le pasa in
advertida la inm ersión de E l proceso en motivos y preocupa
ciones de tipo radicalm ente judeo-talm údico.
Si adem ás querem os captar el cáustico terror de la fic
ción de Kafka, es vital intentar aproxim aciones de tenor no
religioso. Las glosas m arxistas han sido reduccionistas,
p ero ilum inadoras, cuand o insisten en la sociología de la
fábula negra. O riginal com o es, E l proceso tiene sus antece
d entes y su co n texto m aterial. La Comedie humaine de
Balzac, las caricaturas de Daum ier, están repletas de agrias
descripciones de la ley, jueces, abogados y ju rad o s que ron
can. Jarndyce contra ja rn d y ce en Casa desolada d e Dickens
fascinó a Kafka e inspiró num erosos retoques en E l proceso.
C oncretam ente fue la im agen, a la vez pagada de sí misma
y patética, del em pleado, y de la burocracia que el em plea
do habita o infesta, lo que atrajo la satírica y fascinada aten
ción de la novela del siglo x ix . A q u í había una nueva fauna
que se alim entaba del rápido crecim iento de las agencias y
servicios administrativos, fiscales y estadísticos, públicos y
privados, que h icieron posible la revolución industrial y la
instauración paralela del m odern o Estado-nación. O tra vez
hay que m en cion ar la capital im portancia de Balzac. Pero
fue en la ficción rusa, en los relatos de G ogol, en las nove
las de Dostoievski -K afk a se había em papado de ambos
autores-, donde el em pleado, hostigado hasta la locura por
sus despectivos superiores, por la cenicienta m onotonía de
su trabajo y por la pobreza, y vengándose con el infortu
nado que requiere sus arcanos servicios, se convierte en ar
quetipo. A p arece de un m odo crucial tanto en D ickens
com o en Flaubert. Intensa fue la atracción que ejercieron
en la atención de Kafka La educación sentimentaly Bouvardy
Pécuchet, donde la pom pa estéril de la nueva clase form ada
por los em pleados se vuelve m onum ental. Kafka perten e
ce a esa tribu de roedores. El laberinto en que se m ueve y
que lo atrapa, las rutinas instrum entales, los absurdos y las
pretensiones que caracterizan al tribunal, al banco, al idio
m a de los leguleyos y cajeros, apuntan inm ediatam ente a
las estructuras de la decadente m onarquía dual austro-hún
gara. En E l proceso y en E l hombre sin atributos, de R obert
Musil, la hidropesía burocrática del crepúsculo habsbúr-
gico es la verdadera sustancia de la ficción. L a p olítica de
Kafka era la de una indignación espasm ódica. Su práctica
cotidiana com o asesor de reclam aciones en el n ego cio de
los seguros, reclam aciones que con frecu en cia se origina
ban en accidentes industriales, le puso en contacto direc
to con la misére de los explotados y la untuosa astucia de sus
amos. Ai mismo tiem po, se hacía pocas ilusiones sobre la
m endacidad y el oportunism o con que los hum ildes y ofen
didos buscan recom pensa y se las arreglan para sobrevivir.
El resultado es, a lo largo de todos los escritos de Kafka,
peí o sobre todo en E l proceso y en E l castillo, u n a m ordaz
tensión de sátira social. Los com entaristas marxistas tienen
2 C)8
razón cuando aíslan en Elproceso el análisis transparente de
un “capitalism o liberal” ineficaz, derrochador, a m enudo
contradictorio en sí mism o y al borde de la catástrofe. Se
ju stifica que enfaticen - y no sólo e llo s- la intim idad de
gesto y perspectiva que une a K., “el em plead o ban cario” y
sicofante en la je ra rq u ía social, al estrictam ente análogo
am biente ju d icial. N o m enos que M icawber en D ickens o
el em plead o loco ele “El ca p o te” de G ogol, J o sef K. es a la
vez p ro d u cto y agen te en u n a m atriz m uy p articular de
m ercantilism o burgués. Los sarcasmos, las vengativas ale
gorías que salpican a E l capital son más que relevantes.
E ncuen tran un eco de pesadilla en el m ero h ech o de que
la cám ara de tortura de la novela se sitúe en un cuarto tras
tero en el banco y despacho de K.
Los temas sexuales en este libro son más oblicuos. D u
rante m ucho tiem po, lo que se sabía del ascetism o perso
nal de Franz K afka y de sus dolencias in h ibió cualquier
conocim ien to claro de las urgencias eróticas en sus novelas
y parábolas. De m anera insoportable, el fiasco del noviaz
go de Kafka y Felice Bauer (F. B. en E l proceso) y la abortada
relación con M ilena, con toda probabilidad la más h o n d a
m ente am ada, daban testim onio de un fallo central en la
relación de Kafka con las m ujeres. A ctualm ente, la escena
está m ucho m enos clara. N o p ued e descartarse la posibili
dad de u n a o más relaciones de tipo más o m enos “nor
m al”, incluso un hijo nacido de una de ellas. Pero esto son
trivialidades. L o que ha em ergid o cuand o nuestras lectu
ras se han vuelto más pacientes, más observadoras de la
concisión narrativa, es la variedad y significación del eros en
el im aginario de Kafka. Tam bién aquí la perspicacia social
ju e g a su papel. Kafka es agudam ente consciente del exten
so alcance de la explotación sexual, de la prostitución pú
blica y dom éstica, de la d ocilid ad forzad a por la econ o m ía
en el ala del servicio, que era un rasgo tan gráfico de las
costum bres de los H absburgo. Com o Schnitzler, com o Karl
Rraus, se siente a la vez atraído y repelid o por la disponibi
lidad de un m ercado sexual para los hom bres en las calles,
los hoteles y pensiones de V ien a o Praga. En un nivel más
intrincado, Kafka registra la venganza de las m ujeres sobre
sus explotadores. El acto sexual, tal y com o lo encontram os
descrito en E l proceso y en E l castillo, tiene la crasa am bigüe
dad de la violación. H um illa a los hom bres más que a las
m ujeres. Los deja irreparablem ente m ancillados y debili
tados.
El estudiante de leyes lanza un grito de d olor y de celo
anim al que se traiciona a sí m ismo, cuando la lavandera,
con la blusa desabotonada, perm ite su abrazo. Leni, la en
ferm era y centinela del abogado H uid, es una presencia de
especial com plejidad. La excita la proxim idad de los acu
sados. Se excita a sí mism a y a su am o, d om in ad o p o r el
sexo, contándole sus hazañas eróticas. C o leccio n a amantes
y aprovecha su lujuria con un estilo sim ultáneam ente su
miso y agresivo. Es el genio de Kafka para la econ o m ía lo
que tiñe estos sórdidos acoplam ientos de un extraño p o
d er de sugerencia. K. besa a Fráulein B ürstner “p o r toda la
cara, com o un animal sediento que lam iera con avaricia un
m anantial de agua fresca largo tiem po b u scad o”. Recién
acusado, busca tranquilid ad y alivio m o m en tán eo en el
500
contacto sexual. La pasividad de F. B., sus pálidas ironías,
im piden ese consuelo. K. se convierte en voyeur de S'w&iMía
ciones con la enferm iza señorita M ontag. N o hay una sola
m ujer entre la h ord a espectral de los acusados en E l proce
so. Las m ujeres son, de m anera enigm ática, mensajeras o
sirvientas (¿prostitutas del templo?) de la ley. Su palpable
inm unidad ante el arresto y el ju ic io es señal de inocencia
deshonrada, de inferiorid ad respecto a los mismos hom
bres sobre los que ejercen diversas form as de autoridad
sexual. A ú n más siniestro es el ham bre pululante de las
chiquillas que se apiñan com o arpías en torno al estudio
del pintor Titorelli. El idiom a alem án am algam a la palabra
“pájaros” con “forn icar” .
El punto más im portante es éste. Correctam ente, la vi
sión de K afka nos parece propia de un h o rro r trágico.
M antiene, com o verem os, una relación singular de clarivi
dencia con lo inhum ano, lo absurdam ente asesino de nues
tra condición . L a tristitia, la “tristeza m ortal” en los escritos
de Kafka, en sus cartas, diarios y aforism os no toca fondo.
Pero tam bién hay en él un satírico social, un artesano de
lo grotesco, un hum orista con ojo para la farsa y la bufona
da. La cara de palo, las acrobacias de Buster K eaton, están
ahí. M ientras leía el más negro de los mitos m odernos, La
metamorfosis, a un grupo de horrorizados amigos, el propio
Kafka se doblaba de risa. Rebajam os la riqueza conceptual
y form al de E l proceso, se nos escapa su obsesionante dupli
cidad, si om itim os el vigor de la com edia. K. es a m enudo
ridículo con sus tiesas posturas, con su oficioso ajetreo ele
cu ello duro. Las falsedades y vanidad de T itorelli son
macabras, pero también dignas de risa. Los sucesivos m en
sajeros y acólitos del tribunal parecen sacados de Magritte,
a la vez om inosos y llenos de hum or surrealista. Sin ellos
no tendríam os a los bufones de Beckett. Incluso el aluci
nado m edio galope hacia la ejecución con que concluye E l
proceso insinúa un circo.
304
por naturaleza parábolas. Y su miseria y su belleza consisten
en que han tenido que convertirse en algo más que parábo
las. No se postran modestamente a los pies de la doctrina...
Una vez sometidas, levantan contra ella inesperadamente
una poderosa garra.
3 16
gén eros de ficción dram ática. La fascinación de K ierke
gaard con el teatro y la am bigua autenticidad del oficio de
actor no cesó nunca. Escribió sobre M ozart de un m odo in
com parable. Sus reseñas críticas sobre novelas o teatro con
tem poráneos están m aliciosam ente bien fundadas. Vio en
Hans Christian A nd ersen a un rival. Sólo al acercarse el
final sus libros filosóficos y teológicos, ensayos y sermones,
dejan de estar m arcados p o r citas y analogías de ejem plos
literarios. Temor y temblor se nutre, entre otros, de Platón,
Eurípides, Shakespeare, Cervantes y G oethe, así com o de
los herm anos Grim m y de A ndersen. El trasfondo del Q ui
jote es la Biblia.
D e ah í el con cep to de “dialéctica lírica”, de narración
del pensam iento. Las contradicciones lógicas planteadas,
los em peños psicológicos y filosófico-religiosos para resol
verlas - la “dialéctica” en el sentido platónico, en la form a
en que H egel recoge y m odifica ese sentido-, se presentan
en lo que parece ser, en algunos m om entos, un estilo ficti
cio y arbitrario. Pero el ju e g o de posibilidades y voces po
see su propia y rigurosa lógica, com o los sucesivos mitos y
aparentes digresiones en un d iálogo platónico. Temor y tem
blores, sobre todo, un a fábula de la com prensión.
i d
m entos para articular un cum plim iento político y p ed agó
gico. Si las calles y plazas de Europa están atestadas de ves
tigios monum entales del arte y del intelecto, si los debates
sobre abstrusas cuestiones de teoría política (Aron contra
Sartre) o las discusiones bizantinas sobre la teoría de la
cultura (Leavis contra Snovv) son noticia de primera pági
na, e incluso llegan a la televisión, si una langosta recibe el
n om bre del rojo y fatal mes de Termidor, si las preguntas
de los exám enes en las escuelas europeas se publican y dis
cuten a escala nacional, es simplemente porque los chama
nes burocráticos de la alta cultura han impuesto, con
propósitos fundam entalm ente estratégicos, su carácter su
blime (a m enud o hipócrita) a una clase baja anestesiada,
indiferente o básicamente recalcitrante. Si tienen alguna
sustancia, las limitaciones y dilemas que he sugerido con
referencia a la reacción artística y el pensamiento filosófi
co de primera magnitud en Norteamérica son inseparables
de los ideales dem ocráticos y las medidas populistas del
nuevo mundo.
Este argumento, invocado con frecuencia, es intuitiva
mente satisfactorio. Pero, de hecho, exige que lo manejemos
con cuidado. La visión de Pericles sobre la valía esencial de
un a sociedad en términos ele su esplendor intelectual, es
piritual y artístico, el criterio socrático-platónico de la vida
individual filosóficamente exam inada y de una jerarquía
de mérito cívico coron ada por el intelecto, fueron formu
lados, hem os de suponer, “desde arriba” . Pero el acuerdo
colectivo con esta visión, ya sea espontáneo o convencional,
es un rasgo autentico de la historia social clásica y europea.
L o que podem os reconstruir de participación comunitaria
en el arte y en la arquitectura medieval, de apasionada
em anación de interés popular en los logros - a m enudo
competitivos y agón ico s- de los artistas y eruditos del Re
nacimiento, de la compleja adhesión que hizo posible el
público del teatro isabelino, no es una ficción nostálgica;
ni lo es el testimonio que dan actualmente los miles de
personas que van a ver el arte m o d ern o más exigente a
Beaubourg. En otras palabras, la noción de que la creación
intelectual y artística es la corona de una ciudad o nación,
de que la “inmortalidad” está en manos del poeta, del com
positor, del filósofo, del hom bre o de la mujer infectado ele
transcendencia y de le dur désir de durer (una frase que acu
ñó, por cierto, un poeta marxista y “populista”) , está estre
cham ente vinculada a la estructura de valores helénicos-,
rusos o europeos, de sus estilos públicos y, sobre todo, de
sus prácticas educativas. Lo repito: puede que en esa vin
culación haya una gran parte de imposición jerárquica, y
pued e que la aceptación de la masa haya sido convencio
nal o tibia. Pero esta aceptación sale a la luz, se aprende. El
com prom iso norteam ericano con un sistema ele valores
existencial, abierto y decididamente económ ico no tiene
precedentes. La adopción a nivel continental de una es-
catología de éxito m onetario y material representa una
ruptura radical con respecto a la tipología pericleano-
florentina de significado social. El imperativo fundam en
tal y categórico de que hacer dinero no es sólo la manera
acostumbrada y más útil socialmente en que un hom bre
pued e pasarse su vida terrena - u n imperativo para el que,
desde luego, existen precedentes en el ethos mercantil y
precapitalista e u ro p e o - es una cosa; la elocuente convic
ción de que hacer dinero también es lo más interesante que
pued e hacer, es otra. Y esta convicción es especialmente
norteamericana (la única cultura en la que se da el hecho
correlativo de que el m endigo no tiene un aura de santi
dad o profecía). Las consecuencias son, literalmente, in
conmensurables. La atribución de valor monetario define
y democratiza todos los aspectos del status'profesional. Los
mal pagados -profesores, artistas sin fama, investigadores-
son objeto de sutiles cortesías y condescendencias no - o no
en primer lu g a r- por su incapacidad para ganarse bien la
vida, sino porque este fracaso los hace menos interesantes
para el cuerpo político. De una forma más o menos colec
tiva, más o menos consciente, los tratan con cierta superio
ridad, porque los “derechos de lo ideal” (una expresión de
Ibsen) son, para los norteamericanos, el progreso material
y la recompensa. Fortuna es la fortuna. Q ue haya panteo
nes para los ju g a d o res de béisbol, pero pocas ediciones
completas de los clásicos norteamericanos; qiie una univer
sidad norteamericana de reconocido prestigio haya despe
dido hace muy poco a treinta profesores titulares acusados
de grave crisis fiscal, mientras envía en avión hasta Llawai
a su equipo de fútbol am ericano para un único partido;
que el adeta y el corredor de Bolsa, el fontanero y la estre
lla del pop ganen m ucho más que el pedagogo, son hechos
de la vida para los que podem os citar paralelismos en otras
sociedades, incluso en la Atenas de Pericles y en la Flo-
íen cia de Galileo. Para lo que no hay paralelismo alguno
366
es para la determinación norteam ericana de proclamar e
institucionalizar las evaluaciones que subyacen a semejan
tes hechos. L o que anestesia una sensibilidad europea es
el supremo candor del filisteísmo norteam ericano, la fran
ca y a veces sofisticada articulación de una econom ía del
propósito h u m an o ontológicam ente inmanente. Q ue esta
“inm anencia” y el apetito voraz por la recompensa mate
rial sean inherentes a la gran mayoría de los seres hum a
nos; que seamos pobres bestias compuestas de banalidad y
avaricia; que no anhelem os los mordaces frutos del espíri
tu, sino la com odidad animal; todo esto es más que proba
ble. La norteam ericanización actual de gran parte clel
planeta, la m odulación desde lo sacramenta] hasta el culto
de la m ercancía en las selvas de Nueva G uinea o en las
hamburgueserías, lavanderías y supermercados de Europa,
apunta a esta conclusión. Puede que Norteamérica haya sido,
simplemente, más sincera sobre la naturaleza humana que ningu
na sociedad anterior. Si esto es así, los altos lugares y momentos de
civilización han sido posibles gracias a la huida de esa verdad )>a
la, imposición desde arriba de ideales y sueños arbitrarios. Después
de Pericles, la civilización habría resistido, por citar otra vez
a Ibsen, gracias a una “vida en la m entira”. Las relaciones
de p o d e r y las instituciones rusas o europeas han h ech o
m uch o para reforzar esta “m entira”. Norteam érica la ha
puesto en evidencia o, de un m od o pragmático, la ha deja
do correr. Hay una profunda diferencia.
Pero supongam os que el “m odelo de élite” es correc
to; sup ong?m os que, en un m o m en to determ inado, las
“piedras de to q u e ” de la excelencia hum an a en las artes,
en la vida del intelecto, son producto de unos pocos -esto,
sin duda, es un a tautología- y que el contexto de reco n o
cimiento, de evaluación y de transmisión que estos produc
tos requieren para durar y dinamizar la cultura - lo que F.
R. Leavis llamaba, con palabras un po co engañosas, “el
em p e ñ o c o m ú n ”- está, a su vez, en manos de una minoría.
La evidencia apunta, de m anera casi abrumadora, a esta
suposición. El núm ero de hombres y mujeres capaces de
pintar un gran cuadro, de co m p o n e r una sinfonía perdu
rable, de postular y probar un teorema fundam ental, de
presentar un sistema metafíisico o de escribir un poem a
clásico, es muy restringido, incluso a escala milenaria. Por
otra parte, el ecum enism o actual de las esperanzas libera
les (o de la mala conciencia) hace que sea difícil discutir
el tem a vital de los o ríg e n e s del arte y del in telecto de
altura. Pero es muy probable que esos orígenes sean “ge
néticos” , aunque también sea muy posible que de un m od o
más sutil y resistente al análisis biológico-social de lo que
suponía el positivismo decimonónico; que esos genes estén
de alguna manera “preparados para la m utación” dentro
de matrices hereditarias y de entorno muy especiales. Hay
que decir “y de en torno” porque no cabe la m eno r duda
de que los factores ambientales son significativos, sobre
todo respecto a la inhibición, el bloqueo de una vocación
latente. Pero esta especial relevancia pued e exagerarse, y
se ha exagerado m ucho y a m enudo, desde la perspectiva
de mitos e ideales igualitarios. Lo más probable es que la
curva del genio, incluso la del talento, no sea elástica. El
apoyo dél entorno pued e añadir algo a la distribución en
368
tal o cual punto; puede llenar tal o cual hueco en la línea.
Pero no hay ni la más mínima evidencia de que, si se mul
tiplican en la com unidad las lecciones de piano, surja otro
Bach, otro Mozart, otro Wagner. El argumento se vuelve
más esquivo en el nivel, absolutamente indispensable, pero
desde luego secundario, ele com prensión, ejecución y
transmisión. A quí es verosímil defender hasta qué punto
cuentan una mejor escolarización, un espectro de ocio más
amplio, una elevación general de las condiciones materia
les de la vida pública y privada. Parece evidente en sí mis
mo que el contexto econ ó m ico y social puede reducir o
aumentar en gran m edida la apreciación clel arte serio, de
la literatura o de la música, una conciencia más generali
zada del debate filosófico y los descubrimientos científicos
y la voluntad de responder activamente a las instigaciones
del significado y de la belleza. No voy a pelearme con este
truismo; sólo quiero hacer sonar una nota prudente. Los
efectos de la mejora del entorno en el nivel imperante ele
cultura estética, filosófica, científica y en el “umbral de res
puesta” parecen ser lentos, difusos y, si los consideramos
con rigor, marginales. Parece, y éste es un fenó m eno un
p o co desconcertante, que el n úm ero de seres hum anos
capaces, en un m om ento determinado, de responder con
inteligencia, con genuina sensibilidad a, digamos, una so
nata de Mozart, a un teorem a de Gauss, a un soneto de
Dante, a un dibujo de Ingres o una proposición kantiana y
su cadena deductiva, es muy restringido. Es, desde luego,
m uch o mayor que el nú m ero de creadores. Pero no es
exponencialm ente mayor. Y, cosa aún más desconcertante,
si lo aumentamos gracias al apoyo educativo y del entorno,
tampoco se trata de un aumento exponencial. (En algún
lugar de esta oscura zona puede estar la explicación del
hecho, observado a m enudo, de que los grandes críticos
- y un gran crítico no es más que un enamorado y clarivi
dente parásito que se alimenta de la vida artística- son tan
poco frecuentes.) En resumen, ningún graclo de dem ocra
tización va a multiplicar el genio creativo o la incidencia
del pensamiento verdaderamente elevado. Y aunque la de
mocratización - p o r ejemplo, la mejora de la educación, un
mayor ocio, un espacio más liberal para la existencia per
sonal aplicados a mayor número de personas- aumentará
la cifra que com pone el armazón de la civilización, no será
un aumento masivo, y m ucho menos ilimitado.
Así sea. De aquí se derivan una serie de corolarios. G e
neralizando la fórmula pericleana o socrática, el progreso
del hombre desde la animalidad, por lo general fracciona
rio, se mide, si es que eso es posible, en términos de sus
creaciones y conjeturas artísticas, filosóficas y científicas.
Somos hijos de las salas de bingo y los campos de co n cen
tración. Pero también somos la especie de la que surgieron
(o se liberaron) Platón y Mozart. Si la condición humana,
si la bestial historia del hom bre tiene algún significado,
radica sencillamente en el intento de permutar las dos par
tes de la ecuación, con la intención de añadir un factor
ocasional a la parte Platón-Mozart. Por tanto, lo primero
que haría una cultura coherente es maximizar las posibili
dades del salto “cuántico”, la mutación positiva que es el
genio. Intentaría mantener abiertas sus instituciones edu
cativas y sociales, expuestas a la anárquica sacudida de la
excelencia. Tal y com o he subrayado, esta apertura, esta
atención al súbito indicio de una partícula soberbiamente
cargada en la cámara de Wilson de la sociedad, no aum en
tarían materialmente el porcentaje de genio artístico o fi
losófico. Pero puede que redujese las inhibiciones, la densa
tosquedad, que pueden sofocar la grandeza o desviarla ele
su cam ino a la plenitud. U na cultura coherente haría una
segunda cosa m ucho más importante. Construiría su esca
la pública de valores y su sistema ele enseñanza, su distri
bución clel prestigio y la recompensa económica, con vistas
a maximizar la “superficie de resonancia”, el contexto de
apoyo para las grandes obras del espíritu. Haría lo imposi
ble por educar y establecer un público vital para el poeta y
el compositor, una com unidad de resonancia crítica para
el metafísico, un aparato de divulgación responsable para
el científico. En otras palabras, una auténtica culturales
aquella en la que existe una búsqueda explícita de la edu
cación en sí misma, fundada en la comprensión, el placer,
la transmisión de lo m ejor que la razón y la imaginación
han producido en el pasado y pro d ucen en la actualidad.
U na auténtica cultura es aquella que hace de este orden de
respuesta una función primordial, moral y social. Q ue hace
de la respuesta “responsabilidad”, ele la resonancia, “un
responder a” las altas ocasiones de la mente. Ya he dicho
que este em peño no produce un rendimiento ilimitado. El
núm ero de los que “respo nd en” de verdad seguirá siendo
muy pequeño. La conclusión -tal y co m o la vio Atenas y,
después, la polis e u ro p e a - parece inexorable. Existirá una
cu ltu ra ren el sentido estricto de la palabra, allí d o n d e el
pequeño núm ero de receptores efectivos y transmisores de
arte e intelecto tengan una situación ventajosa, d o nd e se
les pro po rcio nen los medios para desarrollar hasta donde
puedan su obsesión, donde todo esto transcienda a la co
m unidad en general. Separar las fuentes de la civilización
del concepto de minoría es un autoengaño o una mentira
estéril.
Sin embargo, la teoría y la práctica de la educación se
cundaria norteam ericana en el siglo x x se basan en esa se
paración. Si la m eritocracia europea, abierta en la base,
muy estrecha en el vértice, buscaba seleccionar y reclutar
a una m inoría capaz de una excelente producción, la pi
rámide norteam ericana está invertida. Q uerría que toda
excelente prod ucción fuera accesible al vulgo. Este deside
rátum es, de form a inherente, antinómico; intenta corre
gir el descuido o el esnobism o de Dios, el fracaso de la
naturaleza para distribuir adecuadam ente entre los ho m
bres el potencial de respuesta a lo desinteresado, a lo abs
tracto, a lo transcendente. Esta labor de corrección sólo
p u ed e em prenderse en el extrem o cultural de la vara. Más
allá de un grado superficial y muy limitado no es posible
inyéctar sensibilidad y rigor intelectual en la masa social.
Pero, en cambio, es posible trivializar, descafeinar, pre
sentar de un m o d o m u nd ano los valores y productos cul
turales hacia los que se em puja al h o m b re corriente. El
resultado específico es el desastre clel seudoalfabetismo y
la seudonoción elemental de cálculo en la enseñanza se
cundaria norteam ericana y en m uchos de los que pasan
por ser lugares de “enseñanza avanzada”. La escai^apican
ee de este desastre se han convertido en un lugar CbfiítUi.
para el comentario desesperado o resignado. Las trivialida
des predigeridas, el didacticismo prolijo y pom poso, la
pura deshonestidad en la presentación que caracterizan el
currículum, las clases, la política administrativa en la vida
diaria de la escuela secundaria, el college y la universidad
abierta (qué drásticamente ha devaluado Norteamérica esa
noble expresión), constituyen un escándalo fundamental
en la cultura norteamericana. Gran parte de lo que se en
seña, ya sea en matemáticas, historia, lenguas extranjeras,
y desde luego en lengua nativa, es, para usar las palabras
del p re sid e n te jo h n Hopkins, “menos que nada”. Su resul
tado es lo que él llama “el analfabetismo internacional
norteam erican o” o lo que Q uentin Anderson calificaba de
“desastroso estado de los asuntos intelectuales en este
país”.
¿No corre ese desastre paralelo a la difusión y al apoyo
público a las artes y a la música a los que me he referido
antes? C reo que no. Pero en este punto hay que afinar
mucho. En la élite norteamericana, ese apoyo provoca una
respuesta y un com prom iso auténticos. En la gran masa de
com pañeros de viaje culturales - y son una gran masa por
culpa, precisamente, de los seudovalores que un ideal de
educación general, superficial, falso y populista ha instilado
en ellos-, este apoyo sólo significa pasividad, “consum o
ostentoso”, el tratamiento de lo cultural com o expositor
económico-social. Aquí no hay “empeño com ún”, sino, para
darle la vuelta a la frase de Leavis, “com ún huida”, una eva
sión de las connotaciones políticas y los sacrificios intelec
tuales inseparables del arte y del pensamiento capitales. La
conjunción de una élite profundamente incóm oda respec
to a su propio status y función en un Edén de consum o de
masas, y de un profanum vulgos numéricamente enorm e y
dedicado a ía autohalagadora pasividad frente a la grande
za de espíritu, es lo que ha generado el “conservadurismo
exhibicionista”, el ostentoso archivismo del em porio cul
tural norteamericano. Los incunabula y las primeras edicio
nes brillan inertes en el silencioso santuario de la Beinecke
Library, en New Haven, sin ser tocados por manos hum a
nas (como la mayor parte del pan norteam ericano). Los
Stradivarius cuelgan mudos en sus fundas protegidas elec
trónicamente.
Una élite “profundam ente in có m o d a ”: ¿por qué ten
dría que sentirse así? Los norteam ericanos que se han
m olestado en considerar el p ro b le m a han a lb e rg a d o la
sagaz sospecha de que la alta cultura y la estructura jerár
quica de los valores artístico-intelectuales en el m od elo eu
ropeo son bendiciones de dos caras. De T ho reau a Trilling,
ha acuciado la sensibilidad de la intelligentsia norteam eri
cana una duda sobre las relaciones entre las hum anidades
y lo hum ano, entre las instituciones del intelecto y la cali
dad de las prácticas político-sociales. No es sólo (un punto
que se ha señalado enfáticamente en W hitman) que tales
instituciones sean exclusivas, que seleccionen en contra del
hom bre corriente en una subversión inevitable de la genui-
na democracia. Esto ya sería bastante dañino, dado el ex
perimento norteamericano en igualdad del valor humano.
Es que la estructura de la alta cultura al m odo de Pericles y
de Europa ofrece muy poca protección contra la opresión
y el capricho político. La civilización, en su sentido formal
y elevado, no garantiza el civismo, no inhibe la violencia y
la ruina social. No hay m uchedum bre o tropa de asalto que
haya d ud ado nunca en bajar p o r la rué Descartes. Los
gamberros totalitarios proclaman su voluntad desde exqui
sitas loggi.as renacentistas. Los grandes metafísicos pueden
ser rectores de antiguas universidades, al menos en los pri
meros días del Reich. De hecho, las relaciones entre la
apreciación evaluativa de la música seria, las bellas artes y
la buena literatura, por un lado, y el com portam iento po
lítico, por otro, son tan oblicuas que invitan a la sospecha
de que la alta cultura, lejos de detener la barbarie, puede
dotar a la barbarie de un celo y una pátina muy peculiares.
Los pensadores norteam ericanos de la teoría y la práctica
de la cultura presintieron hace m uch o tiempo esta parado
ja. El precio que la oligarquía ateniense, la ciudad-Estado
florentina, la Francia de Luis x i v o la A lem ania de Heide-
gger y Furtwángler han pagado por su esplendor estético
e intelectual es demasiado alto. El sacrificio de la cultura
social, de la igualdad distributiva, de la pura decencia de
los usos políticos, implícito en ese precio es simplemente
demasiado grande. Si hay que elegir, dejemos que preva
lezca la mediocridad humana. Viendo la fuerza evidente de
esta línea de pensamiento, habiendo articulado esta fuer
za con sus propios medios expresivos, la institución cultural
norteam ericana es escéptica consigo misma y apologética
con la com unidad en general. Esa duda de sí misma, ese
estar a la defensiva, han producido una gama sutil de acti
tudes que van desde la retirada mandarina hasta la públi
ca penitencia. Y es la última, con su embarazosa retórica de
Angst radical, con sus intentos de lograr el perdón e inclu
so la aprobación por parte de los jóvenes, la que ha desta
cado, especialm ente durante y desde el com ienzo del
movimiento en pro de los derechos civiles y la guerra de
Vietnam. No es solamente que haya habido, siguiendo con
exactitud el profético análisis de Benda, una “traición de
los intelectuales”-, éstos han buscado el p erd ón y el rejuve
necim iento tratando de desembarazarse de su propia vo
cación. Apenas hace falta añadir que este exhibicionismo
masoquista se ve a m en ud o dramatizado por el malestar
inherente de la clase media de las ideas y la intelectualidad
judías en un entorno esencialmente n o ju d ío . Pero perm í
tanme repetirlo: sea cual sea la po co apetecible, incluso
risible difusión de eruditos y profesores que intentan aullar
con los lobos de la llamada “contracultura”, las raíces de su
angustia son profundas y tocan un centro importante. Las
correlaciones entre educación clásica y justicia política,
entre la institucionalización cívica del talento intelectual
y el tenor general de la decencia social, entre una merito-
cracia de la m ente y la suma de probabilidades para el pro
greso com ún, son indirectas y tal vez negativas. Q uiero
extenderm e, en la parte final de mi argumentación, sobre
esta última posibilidad, con todo lo que implica de para
doja y sufrimiento.
Q u e las “piedras de to q u e ” del genio hum an o son pro
ducto de unos pocos, que el núm ero de los que están real-
mente preparados para reconocer, experimentar de forma
existencial y transmitir esas “piedras de toque” es también
limitado, son verdades evidentes en sí mismas, casi banali
dades. La génesis del arte, del pensamiento o de la imagi
nación matemática resiste un análisis adecuado, y más aún
un control predictivo o experimental. Pero el registro his
tórico sugiere algo de la matriz creativa, de los elementos
individuales y contextúales en y mediante los que opera la
alquimia del gran arte o la filosofía. Un elemento parece
ser la intimidad in extremis, el hecho de cultivar una sole
dad que raya en lo patológico (la torre de Montaigne, la
habitación de Kierkegaard, las peregrinaciones clandesti
nas de Nietzsche); o, para expresarlo en forma de contras
te: el pensam iento absoluto es antisocial, resistente al
gregarismo, quizá autista. Es una lepra que busca el aisla
miento. Hay en la historia y la conciencia norteamericanas
un motivo recurrente de soledad; pero n o e s la soledad de
D iógenes o Descartes. Para reforzar la diferencia, para
mostrar lo profundam ente cívica y amistosa que fue la es
tancia de T h o reau en Walden Pond, haría falta una minu
ciosa docum entación. Pero el h ech o está ahí, creo. Y en
Norteamérica, en general, domina lo gregario, la sospecha
de la privacidad, un disgusto terapéutico cara al aislamien
to personal y al autoexilio. En el.nuevo Edén, las criaturas
de Dios se m ueven en rebaños. El im pulso terapéutico
primario, com o ha señalado Rieff, va más allá. El instinto
norteam ericano es socorrer privada y socialmente, curar
am ablem ente las infecciones de cuerpo y alma. En Nortea
mérica, la epilepsia no es más sagrada que la mendicidad.
Allá donde hay un cuerpo o una mente enfermos, la m edi
cación es el imperativo categórico de la decencia personal
y de la esperanza política. Pero no hace falta m encio nar
trivialidades rom ánticas sobre el arte y la e n fe rm e d a d ,
sobre el genio y la locura, sobre la creatividad y el sufri
miento, para suponer que el pensamiento absoluto, la d e
dicación de la vida a una apuesta por la transcendencia, la
destrucción de las relaciones sociales y domésticas en nom
bre del arte y la especulación “inútil” , son parte de una fe
nom enología que es patológica con respecto a la norm a
utilitaria y social. Hay una estrategia de enferm edad elegi
da en la decisión de Arquím edes de morir antes que aban
donar una deducción geométrica (este gesto es el talismán
de la verdadera erudición). Y hay contigüidades, demasia
do frecuentes, demasiado cuajadas com o para d ud ar de
ellas, entre aceptar, de hecho cultivar la singularidad física
y em ocional, por una parte, y la prod ucción de arte y
reflexión clásicos, por otra. Las inhibiciones, las crueles li
mitaciones impuestas a Pascal, Mozart, Van G o g h , Galois
(el inventor de la m od ern a topología algebraica, que se
suicidó a los veintiún años), el cordon sanitaire que Witt-
genstein cerró en torno a sí para asegurar una m ínim a su
pervivencia física y una total autonomía de espíritu; no sólo
es difícil encontrar casos así en la ingente benevolencia del
nuevo m undo, sino que, si los hay, son activamente con
trarrestados. Decir que Norteam érica es un Prinzip Hoff-
nung (el famoso término de Ernst Bloch para la escatología
institucionalizada y program ada de la esperanza) en que
un asistente social especializado en psiquiatría atiende a
378
Edipo, en que un terapeuta familiar atiende a Lear, es casi
una definición de este país. “Y hay curas para la epilepsia,
mi querido Dostoievski.”
Esto se ha señalado a m e n u d o (sobre todo en La copa,
dorada de H e n ry ja m e s y en la Educación de í lenry Adarns).
La historia norteam ericana está repleta de ocasiones trági
cas; sin em bargo esas ocasiones son precisam ente eso: un
desastre con tin gen te, el fracaso de un a cura, el fallo de
unas circunstancias que hay que alterar o evitar. El Adán
norteam erican o no es inocente, ni m u ch o menos. Pero es
un corrector de errores. Tras su breve y creativo papel en
el tem peram ento de Nueva Inglaterra, incluso ha abando
nado la m etáfora del pecado original. La noción de que la
condición hum an a es, ontológicam ente, una condición de
“des-gracia”, de que la crueldad y la injusticia social no son
defectos mecánicos, sino hechos “prim arios” y “elem enta
les” en la historia, le parecen misticismo derrotista. C o m o
el sentimiento de que hay afinidades instrumentales entre
el historicismo trágico, el concep to de “h o m b re c a íd o ” y la
creación de m o n u m en to s inmortales del arte y del intelec
to. P ued e que estos m o n u m en to s, nacidos de la visión
autista, sean contradeclaraciones a un m u n d o que se sien
te, se sabe “ca íd o ”. En el arte y en el pensam iento elevados
hay una rebelión maniquea. “U n a verdad es el rechazo ele
un c u e rp o ”, dijo Alain, el maítre de pensée (una frase signi
ficativamente intraducibie en sí misma) francés. No hay
sofistería didáctica más antinorteam ericana, no hay ideal
más ajeno a la inm anencia pragm ática de “la búsqueda de
la felicidad” .
La conclusión es ésta: hay pocas evidencias de que la civili
zación civilice a alguien salvo a una minoría, o de que su
despliegue sea efectivo fuera del elusivo ámbito de la m e
j o r a de la sensibilidad privada. Las relaciones de esa m ejo
ra con las norm as cívicas de co m p o rta m ie n to y el buen
sentido político son, co m o m ínim o, tangenciales. Por otra
parte, hay evidencias sustanciales que sugieren que la pro
d ucción y p lena evaluación de arte y pensam iento elevados
tendrán lugar (con preferencia, parece) en condiciones de
anomia individual, de insociabilidad anárquica e incluso
patológica, y en contextos de autocracia política, ya sea un
anden régime oligárquico o un m o d e rn o totalitarismo. “La
\ censura es la m adre de la m etáfora”, dice Borges; “los ar
tistas somos olivas, que nos e xp rim an ”, dice Joyce. La Ru
sia zarista y la posterior a 1 9 1 7 son la prueba de fuego.
Desde Pushkin hasta Alexancler Zinóviev, el h ech o central
de la poesía, la ficción, el teatro, la teoría literaria y la m ú
sica en Rusia ha sido la represión oficial y la respuesta
esopiana o clandestina.¡El linaje clel genio está asombrosa
m ente intacto. El estabilismo y las felinas burocracias del
chantaje después de Stalin han sido testigos, y lo siguen
siendo, de una pro d u cció n literaria verdaderam ente fan
tástica en su virtuosismo form al y su com pulsión espiritual.
Citar a M andelstam , Ajmátova, Tsvietáieva, Pasternak o
Broclsky es referirse, con una selectividad casi descuidada,
a un aliento y a una profund id ad incom parables de la pre
sencia poética. Este aliento, esta presencia han sido iguala
dos, quizá incluso superados, en la ficción de Pasternak,
Bulgakov, Siniavsky, V. Iskander, Zinóviev, G. Vladimirov y
380
otros maestros, muchos de cuyos libros todavía no han apa
recido en inglés. Poner junto a la narrativa norteamerica
na, incluso la más poderosa o moderna, las memorias de
Nadejda Mandelstam, las primeras novelas de Solzhenitsin,
los leviatanes rabelaisiano-filosóficos de Zinóviev, la auto
biografía de Natalia Ginzburg, El doctor Zhivago y las traduc
ciones de Pasternak, es llegar a un desconcertante sentido
de la desproporción. Las gravedades específicas, la autori
dad}' necesidades de la vida sentida, la audacia del experi
m ento estilístico, la urgente h um an idad de la literatura
rusa, constituyen, p robablem ente, el único d erecho a la
redención en la m o d e rn a Edad Media, y lo han sido desde
Tolstoi y Dostoievski. Bajo esa luz constante, “la gran nove
la n o rte am erican a ” del mes es simplem ente vergonzosa.
Las implicaciones de estos ejemplos, además, parecen ex
tenderse a toda E uropa del Este. Una de las características
actuales de la educación anglo-americana es no saber nada,
incluso en los círculos más atentos, del arte y la vida espiri
tual entre Berlín Este y L eningrado, entre K ievy Praga. El
volum en y nivel de la poesía, la parábola, la especulación
filosófica y el dispositivo artístico son motivo de inspira
ción. Para dar con lo más convincente y de largo alcance
en el arte y en las ideas, no hay que ir a los “centros de es
critura creativa”, “talleres de poesía”, “institutos de investi
gación en h u m an id a d es”, las colmenas -financiadas por
fu n d a c io n e s- para pensadores profundos entre los esplen
dores de Colorado, la costa del Pacífico o los bosques de
Nueva Inglaterra, sino a los estudios, cafés, seminarios, re
vistas samizdaty editoriales, conjuntos de música de cáma
ra o teatros itinerantes de Cracovia y Budapest, Praga y
Dresde. Tengo la suprema convicción de que ahí tenemos
una reserva de talento, una adhesión incondicional a los
riesgos y funciones del arte y del pensamiento originales
que nutrirá a generaciones enteras.
Si esto es así, si las correlaciones entre la creatividad
extrema (de forma literal, concreta, creatividad inextremis)
y lajusticia política son, al menos hasta un punto significa
tivo, negativas, la elección norteam ericana está llena de
sentido. El florecimiento de las humanidades no merece
la circunstancia de lo inhumano. U na obra de Racine no
compensa la Bastilla, un poem a de Mandelstam no com
pensa una hora de estalinismo. Si uno intuye, cree y llega
a institucionalizar este credo de decencia social y esperan
za democrática, la consecuencia lógica es que el arte y el
pensamiento fundamentales han de importarse desde fue
ra. Hay que esterilizar la bacteria de anarquía personal, de
pesim ism o trágico, de afinidad electiva co n y co n tra la
violencia política y el control autoritario que el arte y el
pensamiento occidentales han llevado consigo desde sus
inicios. C om o el curare en las puntas de flecha amerindias
en nuestros museos de etnografía y ciencias naturales. La
estrategia norteam ericana fundam ental, aunque incons
ciente, es la de un inm aculado planetario que envuelve,
hace transparente frente a un público de masas, preserva
de la corrupción y el mal uso las cancerosas y demoníacas
presiones de lo antiguo, de la invención y el ser trágico
de Rusia y Europa (“destructora de ciudades... anárquica
Afrodita”, dijo A ud en). A q u í yacen los archivos del Edén.
Lo que nos lleva a una última cuestión. La preferencia
por el em p e ñ o dem ocrático en lugar del capricho autori
tario, por una sociedad abierta en lugar de una sociedad
de censura y hermetismo creativo, de una dignidad ge n e
ral para las masas en lugar de la perpetuación de una élite
(a m en ud o inhum ana en su estilo e inquietudes), es, repi
to, una elección com pletam ente justificable. Es muy pro
bable que represente la escasez de posibilidades para el
progreso social y una distribución de recursos más sopor
table. El que hace esta elección y vive de acuerdo con ella
sólo m erece un atento respeto. Pero la postura, la retóri
ca, la práctica profesional de quienes - y han sido legión en
la academ ia y en los medios de co m un icación de masas
n orteam erican os- quieren ambas cosas es hipocresía pueril
y oportunismo. Éstos son los que profesan experimentar,
valorar y transmitir de form a auténtica el misterio conta
gioso del gran intelecto y del verdadero arte mientras, de
hecho, lo destrozan o lo envuelven hasta ahogarlo. Porque
ésta es la exigente verdad: los genuinos profesores, edito
res, críticos, historiadores clel arte, intérpretes musicales o
m usicó lo go s son los que consagran su existencia a una
pasión absorbente, los que cultivan, hasta el límite de su
talento secundario, esos absolutos autistas de posesión y
posesión de sí mismo que pro d ucen un teorema de Arquí-
m edes o un cuadro de Rem brandt. Un h o m b re o una
mujer agradecidos y orgullosos de estar enfermos de pen
samiento, de ser casos perdidos, enganchados sin rem edio
a la droga del conocim iento, de la percepción crítica, de
la transferencia al futuro. U n hom bre o una mujer cons-
tientes de que el noventa por ciento de la hum anidad en
el O ccid ente desarrollado puede aspirar a un único vesti
gio de inmortalidad: ver su nom bre en la guía telefónica;
pero conscientes a la vez de que hay un u n o por ciento,
quizá menos, cuyas palabras escritas alteran la historia,
cuyos cuadros cambian la luz y el paisaje, cuya música echa
raíces inmortales en el oído de la mente, cuya habilidad
para trasladar al discurso matemático mundos coherentes
friera de cualquier alcance sensual recupera la dignidad de
la especie. Ellos no forman parte de ese uno por ciento.
Son, com o dice Pushkin, los “correos necesarios” o, como
yo los he llam ado en este texto, parásitos clarividentes y
enamorados. Son servidores obsesos del texto, de la parti
tura, de la p ru eba metafísica, del cuadro. Esta obsesión
hace caso omiso de los derechos de la justicia social. Tole
ra el terrible h ech o de que se podría alimentar a cientos
de miles de personas con lo que un museo paga por un
Rafael o un Picasso. Es una obsesión que contem pla, de
alguna loca manera, la posibilidad de que la bom ba de
neutrones (destructora de gente sin nom bre, pero que
conserva bibliotecas, museos, archivos, librerías) sea el
arma final clel intelecto.
He hablado de “obsesión”, de “c o n ta gio ”, incluso de
locura” , porque ésa es la condición del erudito, del gran
profesor, del intérprete virtuoso, clel bibliógrafo voraz, del
traductor literalmente devorado por su original. Dejemos,
por supuesto, que el m und o se oponga a tal condición, que
la ridiculice en nom bre del sentido com ún, de la humani
dad cívica y política. Pero no somos nosotros (una categoría
384
que te incluye por el simple hecho de estar feféaido'
ensayo, de poseer el vocabulario, los códigos de MPsíe-ncia.-
el ocio y el interés que se necesitan para leerlo) los qcré* per
demos disimular, descafeinar o negar nuestra vocación.
Vivimos nuestra extática vida para y a través de los grandes
textos filosóficos, composiciones musicales, obras de arte,
poemas, teoremas. Desposar - u n verbo justamente sacra
m en tal- estos objetivos y a la vez tratar de negar las condi
ciones personales y sociales que los han hecho, y los siguen
haciendo, llegar hasta nosotros, es una traición, una false
dad, una esquizofrenia. C o m o dijo Kierkegaard: O esto...
o aquello.
No es una elección cómoda; pero tal vez el concepto de
elección es, en sí mismo, una falacia. C om o he insinuado
a lo largo de este texto, el intelectual, el hom bre o la mu
jer ebrios de pensamiento, de m odo semejante al artista o
al filósofo, pero en m e n o r grado, nacen y no se hacen
{nasciturnonfit, como todos los colegiales sabían antes). No
tienen elección salvo ser ellos mismos o traicionarse a sí
mismos. Si la “felicidad”, en la definición fundamental para
la teoría y la práctica de “la forma de vida norteamericana”,
les parece el bien más preciado, si no sospechan nunca que
la “felicidad” pueda ser el despotismo de lo vulgar, se han
equivocado de oficio. Estos temas están mejor ordenados
en el m und o de los déspotas. Los artistas, pensadores y es
critores reciben el inquebrantable tributo del escrutinio
político y la represión. El KGB y el escritor están totalmen
te de acuerdo cuando ambos saben, cuando ambos actúan
a sabiendas de que un soneto (Pasternak citando, simple-
mente, el primer verso de un soneto de Shakespeare en la
venenosa presencia de Zhdánov), una novela, una escena
de una obra teatral, pueden ser la central de energía de los
asuntos humanos, que no hay nada más cargado con los
detonadores de los sueños y la acción que la palabra, sobre
todo la palabra que se sabe de memoria. (Es llamativo y
perfectam ente consecuente que Norteamérica, el archivo
final, sea también el país donde se ha erradicado por com
pleto la m em orización en la enseñanza. El p o e m a yace
embalsamado en la microficha; recitado interiorm ente,
cobra una terrible vida.) El estudioso de la U n ió n Soviéti
ca com prende muy bien lo que persigue el censor del KGB
cuando coge y examina minuciosamente su artículo sobre
Hegel. En artículos semejantes, en los debates que provo
can, radican las fuerzas motoras de la crisis social. El pin
tor abstracto, el compositor en el perenne crepúsculo del
paisaje soviético, saben que en el arte y en la música serios
no hay formalidad inaplicable o neutralidad técnica. U na
técnica, dice Sartre, ya es una metafísica. De Kandinsky o
de un canon de Bach pueden surgir los impulsos subterrá
neos para la metamorfosis social y política. Estos impulsos
sólo llegan a unos pocos (al menos al principio), pero en
las sociedades autoritarias, en las sociedades d o n d e la pa
labra y la idea tienen auctoritas, significado y acción em pie
zan a minar desde arriba. Encarcelar a un hom bre porque
cita Ricardo m duiante las purgas de arrestar a otro
en la Piaga actual porque está dando un seminario sobre
Kant, es ju z g a r con acierto el lugar de la literatura y la
filosofía. Es h o n ra r perversam ente, p ero h o n ra r pese a
todo, esa obsesión que es la verdad.
¿Qué texto, qué cuadro, qué sinfonía pued en estreme
cer el edificio de la política norteam ericana? ¿Qué acto de
pensam iento abstracto im porta cíe verdad? ¿.A. cjiiién le vw.-
porta ?
En la actualidad, la p re g u n ta es ésta: ¿qué es la p eo r
am enaza para la co n cep ció n de la literatura y el a rg u m en
to intelectual de prim er ord en, el aparato de represión
política en Rusia y Latinoam érica (hoy en día el terreno
más brillante para el novelista), la esclerosis en la mérito^
cracia y el “clasicismo” de la vieja Europa, o un consenso
de valores socioespirituales en que la emisión de “H o lo
causto” en televisión se ve interrum pida p o r anuncios cada
catorce minutos, en que las escenas en las cámaras de gas
están salpicadas de y financiadas por anuncios de medias y
desodorantes?
La pregunta es exaltada y poco apetecible; p o r supues
to, contiene una simplificación. Pero es una pregunta que
d ebem o s hacernos quienes, p o r en fe rm ed a d y vocación,
somos cóm plices de la vida del espíritu. Es, sospecho, una
pregunta que la historia, ese viejo maestro de la ironía, nos
obligará a contestar. En el ja rd ín de Arquím edes, la barba
rie y el teorem a se dieron la mano. Puede que ese ja rd ín
haya sido un “contra-Edén”; pero da la casualidad de que
es el lugar en que ustedes y yo d ebem os continuar nuestra
labor. Yo creo que sigue allí, en Siracusa..., es decir, no en
el Estado de Nueva York, sino en Sicilia.
E l texto, tierra de nuestro hogar
C19911
450
pecto a la reconciliación de ju d ío s y cristianos pueden te
ner algún uso social o político. Pero no veo que se funden
en absoluto sobre un h ech o teológico. “Con la total extin
ción física de todos los ju d ío s de la superficie de la tierra
se vendría abajo
u la demostración v/ lai o rueba de la existen-
cia de Dios y la Iglesia perdería su raison d ’élre. la Iglesia se
derrumbaría. El futuro de la Iglesia radica en la salvación
de todo Israel” (M. Barth). Hay que valorar la penitente
generosidad de tales sentimientos. Pero ni Roma ni Gine
bra, si son fieles a sí mismas, necesitan aceptarlos. La super
vivencia de losjud íos no tiene absolutamente nada que ver
con ninguna prueba ontológica de la existencia de Dios tal
y com o la encontram os en Anselmo, A q u in o o, con un te
nor distinto pero semejante, en Calvino y Karl Barth. H e
mos visto que esta supervivencia, desde el punto de vista del
historicismo y de la teleología paulina y agustiniana, es un
escándalo; en el m ejor de los casos es algo am biguam ente
recalcitrante para la interpretación, y en el peor es algo que
hay que eliminar para que Cristo pueda volver en aras de
la salvación y la gloria.
Por su parte, losjudíos no pueden superar su negación
de un Jesús mesiánico. N o pueden, por metafórica que sea
la traducción, aceptar la “entrada de Dios” en el narrador
de parábolas de Galilea y su resurrección y ascensión a una
divinidad compartida.Justo en la m edida en que losjudíos
siguen siendo judíos, estas negaciones deben mantenerse
y reafirmarse continuam ente en el h ech o existencial de la
continuidad de la vida y de la historia judías. Entonces, ¿de
qué tenemos que hablar, en realidad, si tomamos la reali-
dad por esencia? (Un “prim itivo” teocrático y profético
com o Solzhenitsin vio esto con toda claridad y no ocultó
su crislológico disgusto por los judíos.)
En segund o lugar, po d em o s conjeturar, pero hablo
desde fuera, que el cristianismo mismo está enferm o del
corazón, que se quedó lisiado, tal vez para siempre, a cau
sa de la paradoja de la revelación y la doctrina que no sólo
g eneró la Shoah, sino los milenios ele humillación, cuaren
tena y violencia antijudía que son su evidente telón ele fon
do. Se siente o debería sentirse horrorizado por su propia
im agen, p o r sus fracasos fundam entales, ya fueran por
omisión o acción, en la época de la barbarie, cada vez más
consciente ele que el m olde de los campos de la muerte fue
la vieja familiaridad de la E uropa cristiana con los planos
del infierno (un concep to antitético del ju d a is m o ); el ca
tolicismo y el protestantismo apenas se co n o cen a sí mis
mos. O ím os sinceros llam am ientos al autoexam en, a la
revisión de una historia profundam ente viciada. Hay co n
m ovedores intentos de otorgar un nuevo énfasis y hacer
consecuente la sustancia judía del cristianismo. Pero no se
p u ed en llevar muy lejos, si el cristianismo no desea borrar
o trivializar los principios básicos de su revelación. ¿Cómo
p u e d e haber auténtica verdad y salvación fuera de Cristo?
¿Cóm o puede aceptarse el veto ju d ío , el veto ele una m ino
ría im potente y despreciada, de un vestigio fosilizado -u n a
im agen p erenne en las polémicas y apologías cristianas-, y
m enos aún casarlo con el credo cristiano y la vida de las
iglesias? Charles Péguy es el artífice de una desgarradora
presunción: que la agon ía física de Jesús crucificado sólo
em pieza en el m om ento en que Jesús se da cuenta de que
su infinito p o d e r de am or no pued e obtener el perdón
para Judas. No dudo de esa agonía; pero tampoco dudo de
la imposibilidad de ese perdón.
Si la cuestionamos con seriedad, la condición actual del
ju d aism o no es más consoladora que la de su herejía más
desagradecida y de mayor éxito. La noción de “aceptar el
H olocausto” es una indecencia profunda y vulgar. El h o m
bre no puede, no debe “aceptar” , historizar de un modo
pragmático o incorporar al consuelo de la razón la dero
gación de lo hum an o en su propio interior. No debe em
pañar la posibilidad de que los campos de la muerte y la
indiferencia con que los contem pló el m und o señalaran el
fracaso de un experim ento crucial: el esfuerzo del hombre
por llegar a ser totalmente humano. Después de Auschwitz,
ju d ío s y no ju d ío s se quedaron lisiados, com o si Jacob hu
biera perdido para siempre el combate.
C o m o ya he observado, esta dolencia no ha generado
entre losjudíos una renovación filosófico-teológica (tal vez
no podía h a c e rlo ). La ortodoxia ju d ía sigue con su forma
lismo, a m en ud o huero, con su febril atrofia en minucias
ritualísticas; peor aún: en Israel ha exacerbado la corrup
ción y la violencia de Estado, po rque no olvidemos que
cacla vez que un ju d ío humilla, tortura o deja sin hogar a
otro ser hum ano, Hitler disfruta de un a victoria postuma.
En el jud aism o liberal, el jud aism o en general, los vientos
de desarrollo espiritual y explo ració n metafísica soplan
débiles. ¿Dónde hay ahora una “guía de perplejos” o una
voz perteneciente al registro de Spinoza, Bergson o Witt-
genstein? Con el derrumbamiento del radicalismo mesiá-
nico en todo el m undo marxista, se marchita el fértil acen
to de cuestionamiento crítico, de inmanencia utópica. Qué
ju d ío era el escritor de la revelación cuando habló con
amargo desprecio de aquellos “cuyo aliento no es frío ni
caliente”.
Sugiero que no puede haber ningún avance interior en
el sentido del propósito ju d ío , en la com prensión del mis
terio de su supervivencia y en las obligaciones que implica
ese misterio, a no ser que losjudíos lidien con el origen del
cristianismo en el corazón del judaismo. No sólo debem os es
forzarnos por analizar la validez lógica, psicológica e histó
rica de esta génesis de lo cristiano en lo ju d ío ; también
debemos buscar la claridad respecto a los lazos trágicos, y
probablemente destructivos para ambos, que desde enton
ces unen a jud íos y cristianos o, para decirlo sin disimulos,
a víctimas y verdugos. L osjud íos están obligados a encarar,
si no a permitir o a racionalizar, la horrible paradoja de su
culpabilidad inocente, del hecho de haber sido, en la histo
ria occidental, la ocasión, la oportunidad recurrente para
los no jud íos de convertirse en menos que hombres.
El desafío es el que nos planteó Sidney H o o k en una
entrevista que apareció postumamente. H o o k preguntó “si
realmente había m erecido la pen a”, si ía supervivencia de
losjudíos, de persecución en persecución, viviendo como
parias y cruzando el abismo del Holocausto, podía valorar
se de manera positiva. ¿No se habían sumado demasiados
horrores, demasiado dolor? ¿No habría sido preferible que
lo s ju d ío s que quedaron después de Cristo se hubieran
unido a la m ancom unidad de la cristiandad helenística y
romana, que hubieran perdido con mayor o m eno r “nor
malidad” su identidad y apartheid com o otros pueblos no
m enos dotados, com o los antiguos egipcios o los griegos
clásicos? La coda a estas preguntas absolutamente inevita
bles podría ser: ¿justifica el axioma no revisado de la super
vivencia nacional la política necesaria del Estado de Israel
en sus fronteras y, lo que es aún más grave, dentro de ellas?
¿Para qué la insaciable constancia del odio a los judíos,
para qué Auschwitz y la marca indeleble que dejó en la
m em oria jiidía, en cualquier uso responsable del pasado
por parte de un jud ío?
Me atrevo a p ro p o n e r que las preguntas de H o o k no
sólo conciernen a lo sjud ío s a los que iban dirigidas, sino a
los cristianos que establecieron su sombrío contexto. Por
que, tras un recuerdo así, ¿qué perdón puede haber, qué
posibilidad de perdonarse a sí mismo?
Evidentemente, los temas desafían la ordenación del
sentido com ún. Parecen situarse justo al otro lado de la
razón. Son extraterritoriales al debate analítico. Cobran
sustancia en la cuestión de Dios, de Su existencia o no exis
tencia. Podem os definir el m odernism o com o la suma de
los impulsos y configuraciones psicológico-intelectuales en
las qiie la enorm idad de semejante cuestión se experim en
ta tan sólo de m anera espasmóclica o por medio de pálidas
metáforas. U n o se siente tentado de desear una moratoria
y futuros discursos. Nosotros, los judíos, dijimos “n o ” a las
reivindicaciones en nombre del hom brejesús, que en algu
nas opacas ocasiones también las expresó personalmente.
Para nosotros sigue siendo un mesías espurio. El verdade
r o :rió lia aparecido en su lugar. Y ahora, ¿quién, salvo un
puñado de fundamentalistas, espera su advenimiento, ex
cepto en un sentido alegórico o form ulario, un sentido
am argam ente irrelevante para la continua desolación y la
crueldad de la situación humana? i Tesalonicenses 2:15
proclama a losjudíos deicidas, asesinos de sus propios pro
fetas y, en consecuencia, “contrarios” o “enemigos de todos
los ho m bres” . El Vaticano u intentó atenuar o incluso can
celar esa sentencia de muerte a la turbia luz de los escrú
pulos m odernos y del Holocausto, en vista de la “solución
Hnal” que determ ina el veredicto paulino. Pero el texto no
es accidental: se halla, sigue hallándose en la raíz simbóli
ca e histórica clel cristianismo.
¿No sería saludable para ambas partes si ahora nos que
dáramos sin palabras?
D ebem os a prend er a persistir en alguna dispensa cre
puscular con la dignidad y las virtudes menores que poda
mos reunir. Si somos capaces de hacerlo, deberíam os
en ten d er nuestra situación en una historia biológicamente
breve co m o un pró lo go a una hum anidad más humana.
D icen que el más som bríam ente inspirado de todos los
h om bres que han im aginado a Dios durante el siglo xx,
Franz Kafka, afirmó: “hay abundancia ele esperanza, pero
n in g u n a para nosotros” . Lo que podem os hacer es inten
tar oír, en esa abdicación de lo mesiánico, ya sea ju d ío o
cristiano, la prom esa de una misteriosa libertad.
L a gran tautología*
[1 9 9 2 ]
.462
Cuando ya no es semejante a la realidad, el lenguaje, según
el caballo-amo de Gulliver, impide a la percepción el acce
so a la existencialidad, “puesto que lleva a creer que una
cosa es negra cuando es blanca, y corta cuando es larga". El
discurso adánico, la posición que defiende Crátilo, el len
guaje de los houyhnhnm s, aspiran a la tautología. El n o m
bre une la existencia a la esencia, la palabra al mundo, en
una relación de equivalencia. No hay arbitrariedad del sig
no (com o en la lingüística y en los modelos de significado
m o d e rn o s ).
Sea cual fuere su profesión de racionalidad, la poesía y
la prosa al servicio de la evocación y la construcción imagi
nada vuelven a lo adánico. El poeta nom bra de una m ane
ra única, y hace de la palabra la cosa. Los co m po nentes
léxicos, fonéticos, sintácticos y, por supuesto, visuales clel
texto literario tienen p o r objetivo encarnar la totalidad
sensual e inteligible de lo que designan. El tropo tradicio
nal mediante el cual la poesía aspira a la condición de la
música insinúa la deseada fusión entre medios formales y
contenido. Sólo la música es, en este sentido concreto,
tautológica consigo misma. Pero la prosa, en los mayores
logros de organización deseada, avanza en esta dirección.
Cuando un poeta norteamericano m oderno dictamina que
un “poem a no clebe significar, sino ser”, está intentando
recuperar la dinámica ontológica de los discursos-acto an
tes de la Caída. Nos encontram os en la “pe n u m b ra ”, si me
permiten utilizar esta imagen, de la paradoja central de la
ficción, de la poiesis (una paradoja incóm oda para Aristó
teles, que se muestra consciente de ella en Poética 6). El
propósito de la ficción es la verdad. La ficción diría el
m u n d o en su esencia, articulando, cartografiando de nor
te a sur entre el signo y lo que es designado, incluso sus
ambigüedades. Se esfuerza en hacer las palabras y frases
traslúcidas para el ser. C o m o ésta es la tarea de hombres y
mujeres caídos, nunca pued e alcanzar totalmente su obje
tivo. Asignar una perfecta verdad semántica a criaturas que
no son hombres fue un golpe maestro de Swift. Las “pala
bras de la tribu” (la expresión de Mallarmé) nunca pueden
volver a ser puras. Incluso en los discursos-acto de ficción
y poesía más estrechamente “entretejidos”, las tautologías
encarnadas entre palabra y objeto hacen agua. Presentimos
una duplicidad, en el pleno sentido etim ológico y conno-
tativo de la palabra (el santo y seña actual para ese “hacer
ag u a ” y esa “du plicidad” es différence).
4.70
Boehm e) en las palabras de la Zarza Ardiente, el retirarse
de la definición en el m om ento de la tautología. El E xodo
3, 14 lo dice todo y no dice nada. Es una ecuación lineal
cuyo resultado es cero. Se pu ed e pensar a Dios com o reti
rada en el autismo. El impacto de este concepto teológico
en la ecuación de H eid egger entre la verdad y la “oculta
ción de sí revelada” (aletheia)e s palpable. También lo es con
referencia a los usos que H eid egger hace de la “nada”, de
Nichls y nic.ht.en, para representar el retirarse del auténtico
decir, del Sprache, de cualquier correspondencia con, o re
presentación de, identidad y descripción. C o m o se ha es
tudiado a m enudo, la ontología existencial de H eid egger
y los ejercicios filosófico-retóricos de néanlissemmt que ins
piró, sobre todo en Francia, son secularizaciones -si es que
son e so - de la teología negativa. La Zarza sigue ardiendo,
pero en un m onólogo. N o tenemos acceso al pulso de re
velación y clausura de su tautología.
Estos son mojones, muy posiblemente aproximados o
imprecisos, a lo largo de una de las sendas más arduas del
pensamiento analítico y transcendental. Si ahora me remi
to a dos evocaciones o invocaciones en el siglo x x de las pa
labras oídas por Moisés, es porque creo que la música y la
poesía tienen m ucho que decirnos sobre temas metafísicos
cuando son centrales para el cuestionam iento hum ano.
e s
mente vivido en estos últimos años. ¿Por qué Sócrates for
zó hacia la muerte lo que parece haber sido al principio
una sentencia m ucho más leve, com o una multa? ¿Hasta
qué punto sus ironías, su exigencia de honores y reco m
pensas públicas - u n a exigencia que ironiza con la propia
iron ía - reforzaron una sentencia de muerte ante sus j u e
ces y ante sí mismo? ¿Cóm o debemos interpretar los varios
niveles de significado, evidentes y a la vez, quizá, esotéricos,
en la subsecuente negación de Sócrates a servirse de las
posibilidades de huida que se le ofrecieron durante su en
carcelamiento? ¿Hay elementos auténticos que arrojen una
luz crepuscular y suicida sobre los hechos de la muerte de
Sócrates tal y com o han llegado a nosotros? (Jenofonte, un
testigo más burdo pero, en cierto sentido, más franco que
Platón, hace algo más que insinuar ese diagnóstico.)
L a elo cuen cia de la Apología, el palhos dialéctico del
Crilón, complican cualquier intento de respuesta. Los su
cesivos personajes de Sócrates han intrigado a todas las
épocas. Sabemos de un “Sócrates socrático”, previo al Me-
nón; de un “Sócrates pitagórico-platónico” en los diálogos
de la etapa intermedia; de un “Sócrates o n tó lo g o ” en el
Sofislay en el Teeteto (el “Sócrates” de H e id e g g e r). La ausen
cia misma de Sócrates en las Leyes tiene una sustancia im
plícita (y L eo Strauss la hace paradójicamente “presente”).
Los presentimientos y mitos sobre Sócrates, conflictivos,
híbridos y superpuestos, se multiplican en el R enacim ien
to, la Ilustración y la m odernidad. La posible congruencia
entre un “Sócrates histórico” y el genio dramático de la
recreación platónica es de una riqueza tan compleja que
resiste la á arrato lo gía y el análisis herm enéutico. Sólo se
puede.sostener de form a razonable una comparación: la
de las relaciones entre el Jesús de Nazaret “real” y la figura
de Cristo tal y com o surge o se consagra en los Evangelios
y H ech os del N uevo Testamento. En ambos casos, el de
Sócrates y el de Jesús, la textura de testimonio directo -ya
“memorizacla”- , de retrospección y rem odelación psicoló
gicas, de construcción didáctica y convenciones lingüísti-
co-literarias, es de una densidad y pluralidad tan grandes
que se rebela contra cualquier hallazgo analítico seguro de
sí. T am poco debem os pasar por alto la dinámica de la in
teracción, de los reflejos y proyecciones entre las figura
ciones previas y las posteriores. C o m o no poseem os una
cronología exacta de los diálogos y seudodiálogos platóni
cos, por una parte, y de los cuatro Evangelios y su fuente
putativa, por otra, sólo podem os especular. ¿De qué modo,
por ejemplo, el “Sócrates” del Gorgias incorpora o altera la
voz clel “Sócrates”, ya sea ficticio o recordado realmente,
que encon tram os en el Prolágoras? ¿Qué relaciones o
distorsiones de identidad afectan a la presentación de Je
sús no sólo en los Evangelios Sinópticos, sino, de form a
drástica, con referencia a san Juan?
Lo que resulta evidente para cualquier estudiante de
lenguaje y poética es la presión clel despliegue literario en
las crónicas (¿“invenciones”?) de Sócrates que sucesiva
mente nos ofrece y m odifica Platón. El Falstaff de Las ale
gres casadas de W indsore s y no es el Falstaff de las dos partes
de Enrique w. Pero la génesis que funda este caso es casi sim
plista si la com param os con los movimientos de verdad y
ficción, recuerdo y metamorfosis que Platón V t^ z a Dara
preservar y comunicar, a sí mismo y a nosotros, a^go¿so^g
el único individuo cuya huella en la m em oria de O cciden
te es com parable a la de Jesús.
Sólo conozco una representación icónica de las para
dojas e insolubilidades relevantes de la interpretación, de
los límites que el material im pone a la razón. Es un cuadro
de un maestro flam enco anónim o de estilo tardomedieval:
en la pared del fondo de la humilde vivienda de María, en
el m om ento de la Anunciación, distinguimos una cruz con
el Cristo crucificado. ¿Se detuvo Sócrates a oler o frotar
entre los dedos las hojas delicadam ente divididas del
Conium maculalum, la planta de la cicuta, en uno de sus
primeros paseos?
c o
ca. En el Banquete, el gallo despierta a Aristodem o de un
sueño ebrio, perm itiéndole relatar a A p o lo d o ro los acon
tecimientos y discursos del banquete nocturno. R ecorde
mos que este ban quete acaba con la p ru eba de Sócrates
_m í o A rvo tC
-/"\v» T7
V,/1 A J
A vi o rs -fo
m iO L U ltU H ,J
octon
V^OLUH
/"I oi-o n e n rl r\
U C lliaO lU U V J
o t n n t a r l AC
t-l Ji
¿Y en la actualidad?
N u n ca el proceso y la muerte de Sócrates han sido
asuntos más inacabados. Los dilemas -D a s Problem des So-
krates, com o lo llama N ietzsche- nunca han sido tan agu
dos. Im plican la coexistencia del Estado y la libertad
intelectual, de diversas formas de dem ocracia popular y el
genio intelectual, de las convenciones de coherencia indis
pensables para un o rd en social y la autarquía anárquica,
casi necesariamente cínica, del espíritu libre. No sólo no
se han resuelto estos conflictos; resultan, hoy en día, espe
cialm ente in cóm od o s (Unbehagen). Son dialécticos en el
sentido más vivido y estricto: cacla proposición refuerza la
culpabilidad y la autointerrogación de la otra. La polis oc
cidental, ya sea ciudad-Estado o nación, está marcada por
la culpa im borrable de haber asesinado al pensador
arquetípico, al ser hum an o que vivió, par excellence, la vida
del espíritu. (Recordemos la horrible acusación, que Lucas
y Pablo recogen clel A n tiguo Testamento, de quejerusalén
siempre asesina a sus profetas.) A su vez, sin embargo, tam
bién es cierta la lectura en que Sócrates n o le deja elección
a la ciudad, en la que ejerce sobre “el pueblo llano” (ya sea
por carácter o intelecto) la presión de la transgresión per
durable que representa la pena capital. Este es el argumen
to implícito, a la sombra del caso Dreyfus, en el sofístico e
incisivo Procés de Socrate de Georges Sorel (Lenin había leí
do a S o rel). Además, Sócrates, con su negación de lo co
mún y de la ilusión, pone en tela de juicio la posibilidad
del compromiso democrático con la mediocridad humana.
De ahí el contrapeso revisionista en la reciente versión del
proceso a Sócrates de I. F. Stone. Las ciudades occidenta
les podrían definirse como “los principios de realidad co
lectivos” que están obligados a ju zg a r y c o n d en a r a sus
Sócrates. Observen la insistencia.
Al postular su compromiso con el cuerpo político, al
rechazar la privacidad y la soledad -es un hom bre de la
plaza del m ercado-, Sócrates fuerza el desenlace. U n h o m
bre o una mujer infectados por la lepra del pensamiento
puro, el virus de la interrogación, pued en seguir siendo
ermitaños. No necesitan sustituir el desierto o la habitación
desnuda (Wittgenstein) por la politeia de Cleón o Herodes.
Algunos de los verdaderos sucesores de Sócrates -Pascal,
Spinoza, Kierkegaard, el propio N ietzsche- hablan desde
la soledad, rehúyen la política. Sócrates no; él im pone su
presencia en la vida diaria de la comunidad, y pide que su
vida y sus ideas se exam inen y justifiquen en el agora. La
ambigüedad de la respuesta platónica a esta estrategia so
crática es una constante en los diálogos. Hay m u ch o en
Platón incapaz de perdonar a Atenas. Junto con los Evan
gelios, la Apología, el Fedón y el Gritón siguen siendo crucia
les misterios y acusaciones de vileza hum ana en nuestro
m undo occidental. Renuevan cada día nuestros presenti
mientos de traición y pérdida irreparables. Podem os con
siderar claramente las idealizadas características de la Re
pública áe Platón com o un diseño para prevenir una estruc
tura político-social que pued e (debe) cond enar y ejecutar
a Sócrates. Sin embargo, ésta no es la perspectiva final o
completa de Platón. La feroz interdicción del escepticismo
filosófico-religioso, de la especulación radical, que se deta
lla en el draconiano libro x de las Leyes, sugiere un temor
ho n d am en te enraizado. El despotismo de la virtud en el
Platón posterior no pod ría haber albergado a Sócrates.
(Dostoievski pregunta: ¿puede alguna iglesia establecida
albergar al alborotador de Galilea?)
La perplejidad de Platón sigue siendo la nuestra, pero
tiene detrás una historia más cruel, más desconcertante de
lo que cualquier teoría política clásica en Grecia podría
haber predicho. H em os acusado y asesinado a Sócrates
perennem ente. Cada persecución, ya sea la de Galileo o la
de Rousseau, cada ejecución, ya sea la de Giordano Bruno
o la de Condorcet, es una nota a pie de página en el desas
tre tipológico de Atenas. Cada vez que una com unidad in
tenta, m ediante la censura, el ostracismo o el asesinato,
silenciar en su seno a alguien moral e intelectualmente aje
no a ella, amordazar o borrar sus intolerables preguntas,
vive una hora socrática. Pero, al mismo tiempo, el pensa
dor, el científico, el artista, el irónico o el satírico que em
puja in extremis sus dudas deconstructivas, que se entrega a
lo que considera la verdad p o r encim a de las creencias
heredadas y los compromisos esenciales para la continui
d a d de la ciudad, repite la provocación socrática. De for
ma consciente o inconsciente, ya sea de m odo secular (el
de Kai 1 Krans) o filosófico-religioso (el de Sim one W eil),
“el que dice N o ” a la injusticia, a la avaricia y a la estupidez
hum anas no sólo se arriesga a un destino socrático, sino
que lo está p id ien d o a gritos. ¿Es fortuito que los agents
provocaLeurs del espíritu y del intelecto, al m enos en la his
toria occidental m oderna, hayan sido con tanta frecu en cia
ju d ío s, com o lo fue Jesús antes que ellos? En la margina-
ción o destrucción de tantos pensadores ju d ío s, desde los
rabinos de la España m edieval hasta Spinoza y Freud, el
Estado occid ental ha repetido los reflejos de autodefensa
y alarm ada venganza que co n d en aro n a Sócrates. El asesi
nato de Sócrates y el odio a los ju d ío s m uestran el m iedo,
el orgán ico ab orrecim ien to que la tiranía y la m u ch ed u m
bre sienten p o r las herejías de la inteligencia. Los Einsatz-
gruppen del ejército alem án en el este seleccionaron para
la m atanza, antes que a nadie, a todos aquellos que sabían
leer.
La profund a am bivalencia de Platón respecto al despo
tismo, que casi fue fatal para él durante sus desgraciados
tratos con la política siciliana, ha dado unos com plejos fru
tos. U n pu ñad o de em inentes moralistas y filósofos, lejos
de actuar com o críticos y opon en tes del totalitarismo, han
sido teóricos y apologistas de la autocracia; han considera
do la política igualitaria y laju sticia social irrelevante o más
o m enos incom patible con los ideales de investigación in
telectual absoluta (¿se ha refutado este hallazgo alguna
vez?). Sólo unos rosados recuerdos de ju v en tu d y revolu
ción m oderaban, de m anera sentim ental, la defensa que
hace H egel del sistema prusiano. En nuestra época, la con
ju n c ió n de la m aestría ético-filosófica y el a p o y o ^ ík ic o a
los regím enes totalitarios se ha agudizado. A c a b a r la de
em pezar a aceptar con aire vacilante el estalinismo de
Lukács, las repetidas apologías que Sartre hizo del gulag y
de la barbarie de la revolución cultural maoísta o, sobre
todo, las ideas políticas de Martin H eidegger. Para la fe li
beral, estos casos y otros m enores constituyen lo que Goya
llam aría “pesadilla ele la razón”.
Puede que la paradoja no sea única. La privada existen
cia del m andarín, d el filósofo acad ém ico -W ittgenstein
detestaba esta expresión tan cordialm ente com o la habría
detestado Sócrates-, la inm ersión del mailre ápensero del
p ed ago go en la abstracción, en el exigen te polvo de la tex-
tualidad, pu ed e gen erar un a fascinación por la violencia,
por los m om entos más salvajes de la historia. La obsesión
de H egel co n N a p o leó n es sem ejante a la de Lukács y
Kojéve con L enin y Stalin. El pacifism o de Bertrand Russell
se parece extrañ am ente a la violencia: p o co después del
final de la Segunda G uerra M undial, pidió un ataque nu
clear preventivo contra la U nión Soviética. H eid egger ape
nas en cu brió su ham bre de poder, su sueño de una misión
platónica de go biern o sobre el destino espiritual y social
del Estado. U na vez más, Platón estaba más que dispuesto
a dar órdenes a Dioniso.
La “extrañeza” de Sócrates, com o la de Jesús, sigue sien
do im posible ele reconstruir con seguridad. Pero el Sócra
tes anterior a Platón parece haber sido no académ ico hasta
los tuétanos. Sus aulas eran las calles, las sombreadas orillas
de un río, una cena. El elevado academ icism o de Platón,
la institucionalización de la instrucción m etafísica, la
redefinición del filósofo y del dialéctico, en parte sofística
y en parte científica, com o especialista académ ico (rede
finición que ocurre después de Sócrates), es lo que perm i
te el com ercio oportunista y teatral entre el intelecto y el
poder. Hasta donde podem os averiguar, la postura de Só
crates era a la vez la de un ciudadano ordinario y la de al
guien que subvierte las opiniones de la mayoría. Fue un
ejem plar soldado de a pie -u n a actividad que en sí misma
es em blem a de la d em o cracia- y sirvió con estoico buen
hum or bajo la presión del com bate o la retirada. AJ mismo
tiem po, su conciencia de la aristocracia natural de la belle
za y los atributos intelectuales era excepcionalm ente agu
da y m anifiesta. Parece que la hipnosis de la violencia
nunca se apoderó de él. La incóm oda m ofa de Platón di
ciend o que D iógenes el C ín ico era “un Sócrates que se
había vuelto lo co ” es de una penetrante capacidad de per
cepción. Tanto Sócrates com o Diógenes eran inm unes a las
seducciones del p o d er m undano. A lejan d ro o Stalin los
dejarían indiferentes. La traición de los intelectuales, com o
la de Fichte en su época de chovinism o y antisemitismo, los
errores de Sartre o H eidegger, no viene de Sócrates. Se
origina en Alcibíades o, para ser exactos, en el Platón fas
cinado p o r Alcibíades (y vilipendiado p o r Karl Popper).
Tal y com o G regory Vlastos ha m ostrado una vez más
en un retrato controvertido, aunque hondam ente sentido,
la posición de Sócrates en el Fedóne stá clara com o el agua.
Un hom bre o una m ujer que aspiran a la virtud no pued en
com eter una injusticia deliberada. H acer daño a otro ser
hum ano es actuar sin o contra la virtud. Este axiom a exclu
ye por com pleto la represalia, sea cual sea el ataque. Sócra
tes no haría nada que pudiera dañar u o fe n d er a sus
injustos enem igos. Por tanto, no aprovecha la oportunidad
de escapar de la prisión y de la m uerte. Eso sería quebran
tar la ley y com eter una injusticia flagrante. Platón expon e
el argum ento de Sócrates de principio a fin (si VI as tos tie
ne razón, lo hace con in co m o d id ad ). L a posición que
adopta Sócrates es, desde luego, “escandalosa” (en el sen
tido de “barbaridad deslum brante”, tal y com o se em plea
la palabra griega en i C orin tios). N o sólo con trad ice el
instinto natural, sino todas las tradiciones heroicas y mas
culinas del antiguo m undo m editerráneo. Es ajeno a los
criterios sem íticos de recom pensa com o lo es a la delgada
raya que separa el m erecid o castigo y la represalia excesiva
en la Etica Nicomáquea de Aristóteles. El postulado de no
violencia, de no represalia ante el mal y la injusticia, el re
chazo de la ley del Talión, no sólo se hallan en lo más pro
fu n d o del ser y de la enseñanza de Sócrates (otra vez
Vlastos): son su p erd urable desafío a la hum anidad. Los
im perativos m orales de K ant vienen después de Sócrates y
parecen calificados de un m odo más com plejo. En O cci
dente, la doctrina del Fedón sólo tiene un equivalente: el
gesto con que Jesús ofreció “la otra m ejilla”, el am or y el
p erd ón que hizo extensivos a sus torturadores y verdugos.
N o es de extrañar que Proclo y el neoplatonism o del Re
nacim iento florentin o considerasen verdaderam ente divi
nos textos co m o la Apología y el Fedóiv, y que los citen de la
misma m anera en que san Agustín o san A nselm o citaban
las Escrituras.
R ecordem os que, en am bos casos, la presencia es la de
un texto.