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Guillermo Barrantes & Víctor Coviello
ePUB r1.0
syd 09.05.13
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Título original: Buenos Aires es leyenda 3
Guillermo Barrantes & Víctor Coviello, 2008
Diseño de portada: Departamento de Arte de Editorial Planeta
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A los que llegaron: Dante y Luca.
A los que se fueron: Augusto y Teresa.
A las que siempre están: María Eugenia y Romina.
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PARTE I
Criaturas de la noche
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Versalles
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Un lobisón suelto en Versalles
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importante del barrio. Delimitada por las calles Arregui, Lascano, Lisboa y Bruselas,
este espacio verde toma su nombre de una ciudad escocesa que, allá por el año 1824,
declaró ciudadano honorario al General San Martín.
Una vez allí, y luego de un par de intentos fallidos, abordamos a dos jovencitas
que jugaban a las cartas sobre uno de los bancos del parque.
LAURA F.: «No sé si será verdad todo lo que se dice, pero de lo que estoy segura
es de que algo raro tiene esta plaza. No sé qué es, pero ahí está. Quédense un día,
cuando caiga el sol, y lo podrán sentir ustedes mismos».
XIMENA Y.: «Hay ruidos extraños todo el tiempo. De día uno se los atribuye al
viento, a los pájaros, a las hojas secas. Pero de noche se hacen más nítidos, y muchos
de ellos se oyen como voces».
Pero si la plaza les despertaba semejantes sospechas, ¿qué hacían allí? Laura y
Ximena nos respondieron que estaban acostumbradas a aquellas sensaciones, que era
parte de ellas, que todos eran un poco brujos en Versalles.
Con respecto a este último comentario debemos decir que nos provocó un fugaz
déjà vu de aquello que sentimos en Parque Chas (ver «Perdidos en Parque Chas» en
Buenos Aires es leyenda 2), como si nuestras entrevistadas no nos estuvieran diciendo
todo lo que sabían.
También nos recordó un rumor que conocíamos de antemano, uno que hablaba de
la existencia de ciertas brujas en este barrio, rumor que intuimos relacionado con la
relativamente cercana bruja de Puente Alsina (ver «La bruja del puente» en este
mismo libro). ¿Y con nuestra leyenda no podría estar relacionado? Preguntamos.
—De noche no sólo los ruidos se acrecientan —nos respondió Laura con tono
pausado y sombrío, como si les estuviera leyendo una fábula a un grupo de niños—,
sino que las sombras se multiplican, y cuando hay luna llena muchos dicen poder
identificar a una de esas sombras, la sombra de ese a quien ustedes buscan, la sombra
de un lobo… de un hombre-lobo.
—Dicen que la bestia pasó por Versalles cuando todavía se la llamaba Versailles
—interrumpió Ximena con el mismo aire siniestro de su compañera—. Se dirigía
hacia el Centro, vaya uno a saber para qué, pero sucedió que escuchó el canto de
nuestras brujas, y quien escucha ese canto no puede abandonar el barrio. Nunca más.
Ahora la que interrumpió fue Lama, y nos entregó su epílogo:
—Son cosas que se cuentan, nada más, como ese rumor que se escucha
últimamente, ese que dice que Barrantes y Coviello se pasean por el barrio
investigando algún mito.
Sin saber bien qué contestarles a estas singulares muchachas, les sonreímos,
agradecimos sus testimonios y nos dispusimos a continuar nuestro recorrido. Ellas
retornaron a su juego de cartas que, ahora vimos, no se trataban de naipes españoles:
eran cartas con figuras extrañas, con símbolos y criaturas inclasificables, como las de
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tarot.
Lama y Ximena sabían quiénes éramos, aquel último comentario no había sido
obra de la casualidad, sus miradas daban fe de eso.
En las jornadas siguientes fuimos recogiendo otras versiones con respecto al mito
del licántropo barrial.
Algunas se referían al viejo Mercado Municipal que se ubicaba en Bruselas y
Arregui. Inaugurado en 1932, parte de su estructura fue traída de Inglaterra, y, dicen,
un hombre-lobo vino con ella, sin que los transportistas se dieran cuenta,
aterrorizando a todo Versalles. Una de las tantas víctimas de esta bestia importada
(las demás habrían muerto o emigrado a otras latitudes), es quien ahora carga con la
maldición y anda suelta por el barrio en noches de luna llena.
Otros aseguran que el mito nació en los años 50, cuando un perro rabioso, más
precisamente un husky siberiano, se escapó de la perrera y vagó por el barrio durante
un buen tiempo. Por aquellos años aquella raza no era tan popular como lo es ahora, y
su aspecto lobuno habría promovido cierto pánico entre los vecinos.
También se cuenta que algunos de los que participaron en la filmación de la
famosa comedia Esperando la carroza, la cual se rodó en Versalles, dijeron haber
visto en cierta ocasión «una figura extraña, como la de un perro enorme, que pasó
corriendo a unos veinte metros de donde estábamos trabajando». Están los que
especulan con que este comentario fue la chispa que encendió el mito. O puede
pensarse, igualmente, que el rumor ya existía, y alguno de los cineastas, influenciado
por el mismo, lanzó la alarma ante el primer gran danés que pasó corriendo.
Decidimos investigar los mismos orígenes del barrio y ver si allí hallábamos algo
que guardara relación con nuestro mito.
Encontramos un dato: se cree que en tiempos remotos, cuando la tierra que hoy
forma parte del barrio estaba habitada únicamente por yuyos y gauchos matreros,
existía un gran osario donde se enterraban a aquellos que carecían de familia y a los
excluidos de la sociedad. Esta creencia no solo habría generado ciertas historias, muy
recientes algunas de ellas, acerca de luces malignas y fantasmas rondando lo que
habría sido aquel enorme sepulcro, sino que también sería la culpable de propagar el
mito del lobisón.
Ya hemos citado las Bucólicas de Virgilio. En la número VIII puede leerse:
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menos en las viejas tradiciones.
Se dice que los licántropos, si tienen la posibilidad de elegir, optan por mutar de
hombre a lobo sobre la tierra de un camposanto, habiendo defecado previamente
entre los sepulcros. También se los suele describir hurgando las tumbas con sus
pezuñas hasta desenterrar los huesos e incluso, una vez expuestos, revolcándose sobre
ellos como un perro sobre el césped.
«Satanás»
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amigos, si me invitan una copita, les cuento todo.
«Satanás» arrojó el irreconocible envase de cartón carente del preciado néctar y
se puso en marcha, supusimos, hacia algún bar de su agrado. Cuando pasó junto a
nosotros pudimos distinguir, asomando de uno de los bolsillos del rotoso blazer que
vestía, lo que parecían las hojas ajadas y amarillentas de un libro ya sin tapa.
Seguimos al hombre, o al hedor a alcohol y suciedad que dejaba tras él, unas
pocas cuadras. Se sentó en un bar sobre la calle Álvarez Jonte. Nosotros lo imitamos.
Por suerte había solo dos mesas ocupadas y estaban en la otra punta del salón.
Igualmente vimos la incomodidad que despertó nuestro acompañante en las caras de
los mozos. Uno de ellos nos miró con el ceño fruncido, luego le dijo algo a la persona
que estaba detrás de la barra y empezó a caminar hacia nuestra ubicación. Nos iban a
pedir ¿amablemente? que nos retiráramos, no había dudas. El bar ya se había llenado
de perfume a «Satanás».
—¿Qué se van a servir? —preguntó el mozo para nuestro asombro, aunque sin
cambiar su gesto de disgusto.
Nosotros pedimos un té y un café. «Satanás» pidió un vaso del tinto de la casa.
—No me pueden echar de acá. Me deben un favor —nos confió nuestro
interlocutor con una enorme sonrisa, después de que el mozo se retirara.
Cuando nos trajeron las infusiones y el vaso de vino, los otros clientes ya habían
abandonado el bar.
«Satanás» bebió de un sorbo la mitad de su vaso.
—¡Ah! Esto sí es jugo de uva —dijo mientras se secaba la boca con el dorso de la
mano—. Y ahora, a lo nuestro. Les dije que el borracho es el tipo más honesto del
mundo, así que vaya cumplir con mi promesa. Esto, amigos míos, es lo que pasó el
otro día. Hice algo que no se debe hacer: quedarse de noche en la plaza Ciudad de
Banff. Todos en el barrio saben que ahí pasan cosas raras. Se escuchan voces, se ven
duendes y se juntan las brujas; y me refiero a brujas en serio, con escoba y todo. Pero
tenés que tener mucha mala leche para encontrarte al hombre-lobo. Es que para verlo
se deben dar muchas cosas: tiene que haber luna llena, el viento tiene que soplar del
sur, y qué sé yo cuántas boludeces más. A lo sumo se aparece dos o tres veces al año,
no más que eso. Esas noches te conviene rajar. Acá en el barrio no queda nadie.
—Por miedo al lobisón —dijimos aprovechando que «Satanás» apuraba la
segunda mitad del vaso.
—No, si va a ser por miedo a que se les caiga la luna encima. ¡Claro, queridos,
rajan para que no se los morfe la bestia peluda! Pero como yo me quedé dormido en
un banco de la plaza y después me dio fiaca irme, la ligué.
—Entonces es verdad lo del enfrentamiento.
—¿Ustedes qué piensan, que es todo una joda esto? Me desperté y estaba ahí,
soplándome en la cara, mostrándome los dientes. Y si creen que yo tengo feo olor, ni
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se imaginan el tufo que despide ese bicho, hasta me dio ganas de vomitar, y mirá que
yo metí el naso en cada cosa.
Silencio.
—¿Y? —preguntamos.
—¿Quieren que siga? Pídanme otro vasito, pero que sea de blanco esta vez.
Cuando llegó el vino, «Satanás» volvió a tomarse la mitad de un sorbo. Mientras
lo hacía, su rostro, a través del vaso lleno de la bebida alcohólica, se veía deformado,
como si estuviéramos entrevistando a un monstruo.
—Cuando abrí los ojos y me encontré con esa carita peluda, casi me agarra un
infarto. Pero como no me agarró, me dije «loco, ya estás en el baile, así que bailá». Y
ahí nomás nos trenzamos. Yo fui boxeador, así que le acerté un par de trompadas que
lo hicieron chillar como cuando pisás a un perro. Igual el turro me sacó un par de
pedazos, miren.
«Satanás» nos mostró dos grandes costras de sangre seca, una en el cuello,
semicubierta por el blazer; la otra, a la altura de las costillas, se la veía a través de un
agujero en la camiseta que llevaba debajo del abrigo.
No pudimos evitar ser presa de otro déjà vu: El loco Sandoval mostrándonos sus
heridas en un bar frente al cementerio de Chacarita (ver «El último taxi» en Buenos
Aires es leyenda).
Nuestro compañero de mesa continuaba con su relato:
—… primero pensé que no me había despertado todavía, que seguía soñando,
pero con los golpes me despabilé del todo. De lo que estaba seguro era de que el vino
no tenía nada que ver. Yo me despierto bien enterito. Recién levantado te puedo
recitar todos los poemas de Prost; así que al hombre-lobo no me lo imaginé ni nada
por el estilo, como dicen algunos. Estaba ahí y punto.
Nos abstuvimos de preguntar algún dato biográfico acerca del poeta citado,
dejamos que «Satanás» vaciara su vaso con un nuevo sorbo, y continuamos
escuchándolo.
—Zafé porque las brujas lo llamaron. ¿Ya les dije que esa plaza es rara, que viven
brujas y todo eso, no? Bien. Las brujas dominan al hombre-lobo, él les hace caso,
como si fuera su mascota. ¡Otra que un rotweiller! Igual no se crean que lo llamaron
para salvarme, ni en pedo. Seguro que lo querían para otra cosa y conmigo estaba
perdiendo el tiempo. Tenían que hacer lo que pensaban hacer antes de que la bestia se
transformara de vuelta en un cristiano, así que cada minuto contaba.
—¿Y usted sabe para qué tipo de cosas lo usan al lobisón?
—Para hacer el trabajo pesado, el bicho es carne de cañón. Las hijas de puta
hacen maldades, como las que le hicieron a mi esposa y a mis hijos. Para eso son
brujas, ¿no?
De repente los ojos de «Satanás» se pusieron más vidriosos que nunca. Era el
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brillo de las lágrimas, del dolor. No hizo falta que dijera nada más. Acabábamos de
conocer la razón de su alcoholismo.
—¿Y tiene idea de quién puede llegar a ser el hombre-lobo? ¿Quién en el barrio
lleva a cuestas la maldición?
—Se señalaron a muchos, pero nunca se supo la verdad. Hasta yo caí en la
volteada. Algunos dicen que no es de acá, que las brujas lo traen de otro lado. ¡Qué sé
yo! Una cosa es segura: el bicho ese es más viejo que el barrio.
«Satanás» se levantó. La mirada angustiada surgida luego de nombrar a su familia
aún estaba ahí.
—Bueno, señores, ha sido un gusto. Me voy con mi canto a otra parte. Pero antes,
como me cayeron simpáticos, les dejo un dato más —el hombre sacó de su bolsillo
aquel libro ajado y sin tapa que en un comienzo nos había llamado la atención. Nos
exhibió el ejemplar como un vendedor ambulante exhibe una guía «Filcar»—. Acá
está la última prueba de que el cuento del hombre-lobo de Versalles no es ningún
cuento. ¿Vieron cómo juego con las palabras, no?
En aquella gastada primera hoja se leía el título de la obra: Investigaciones acerca
del universo. El nombre del autor debía haber estado en el pedazo que le faltaba a la
página.
—¿Ustedes se creen eso de que al barrio le pusieron Versailles en honor al palacio
francés? Sí, Versailles con «i». Ahora, en la era de las abreviaturas, le dicen Versalles,
pero el nombre original es con «i». Les vuelvo a preguntar: ¿se creen esa versión del
porqué del nombre? Es muy pintoresca, nadie la pone en duda; pero dos tipos como
ustedes deberían dudar de todo. Hasta de lo que yo digo, porque recién les mentí: el
primer nombre del barrio no fue Versailles, no. Los primeros habitantes le decían de
otra manera. «Versipelles», le decían. Ese primer nombre es la prueba de que ya en
aquel tiempo el lobisón visitaba estas tierras. Después llegó Guerrico, le sacó dos
letras, le agregó una y listo, todos dejaron de hablar de la bestia peluda para llenarse
la boca con el palacio franchute.
«Satanás» había dejado la mesa y se acercaba a la puerta de salida.
—¿Pero qué significa «Versipelles»? —preguntamos a coro.
—¡Epa! ¿Y el espíritu investigador, muchachos? ¡Que no se diga! Búsquenlo
ustedes que son los expertos, no sean cómodos. Y mientras tanto… disfruten del
misterio.
Y se fue. «Satanás», tambaleando, cruzó el umbral y se alejó, llevándose, como él
dijo, su canto (y su hedor) a otra parte.
No fue fácil rastrear el libro, pero finalmente llegamos hasta él. O hasta lo que
pudimos conseguir de él. Investigaciones acerca del universo (aunque muchos lo
conocen con el nombre más general de Historia natural) fue escrito hace mucho
tiempo por Plinio el Viejo (27-79 d.C.). Sólo conseguimos unas cuántas páginas
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amarillentas y olorosas. Sí, olorosas, como si el mismo «Satanás» las hubiera hojeado
dejando su «firma aromática» en ellas.
Nos sentamos en uno de los bancos de la plaza Ciudad de Banff, con nuestro
«hallazgo a medias» dentro de un folio. Eran las siete de la tarde. Pasaríamos la
noche en la plaza, estudiando aquellas páginas, rogando que lo que buscábamos no
estuviera en las hojas restantes. Aquella sería noche de luna llena. Estábamos bien
abrigados y habíamos llevado dos buenas linternas y pilas de recambio.
Ante la escasez de balas de plata en el mercado, uno de nosotros cobijaba, en el
bolsillo interno del saco, un cuchillo con un crucifijo en el mango, regalo de cierto
entrevistado en una vieja investigación.
De todas maneras, nuestra idea era, una vez leídas las páginas del libro, quedamos
despiertos toda la noche. A lo sumo, si el cansancio nos ganaba, turnamos para
dormir. Siempre uno alerta. Ante la mínima amenaza estaríamos prestos a huir.
A las 21 ya no quedaba nadie en la plaza. Llevábamos leído un cuarto de
manuscrito y nada. A la hora y media agradecimos el haber llevado dos linternas: una
de ellas dejó de funcionar y, por más que le cambiamos las pilas, ya no prendió.
El silencio fue casi absoluto hasta pasadas las 23, cuando nos llegó un extraño
silbido, como el de un globo desinflándose. Eso sí, el globo debería ser enorme, pues
el silbido no se detenía. Seguimos leyendo a la luz de la linterna que nos quedaba.
A cinco minutos de la medianoche, y con el ininterrumpido rechiflar de fondo, lo
encontramos.
En el Libro VIII, donde se describen animales terrestres, leímos:
Allí estaba la palabra, entonces, utilizada, según Plinio el Viejo, como una especie
de sinónimo de «hombre-lobo», aunque en realidad, según confirmaríamos luego, su
significado original abarcaría a todo aquello que cambia de forma.
¿Habrían utilizado este término los primeros habitantes del barrio para darle un
nombre al mismo y para advertir a su vez que aquella era tierra de lobisones? La
teoría de «Satanás» no se opone a la versión oficial que asegura que el Doctor José
Guerrico, médico del Ferrocarril del Oeste, enamorado del Palacio de Versailles,
sugiere ese mismo nombre para aquella nueva estación más allá de Villa Luro; sino
que propone pensar en este nombramiento más como si fuera un reemplazo de
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designación que como si se tratara de un bautismo original.
No sabemos bien en qué momento nos quedamos dormidos, pero ambos nos
despertamos con la sensación de que algo nos laceraba los tobillos… ¡las pezuñas, los
colmillos de la bestia!
Era de día. Las pezuñas eran un bastón, la bestia era un anciano que aullaba:
—¡Vagos! ¡Asquerosos! —el abuelo no dejaba de golpearnos con su bastón—.
¡Que esta plaza no se hizo para el cachondeo de homosexuales como ustedes! ¡Vayan
a una pensión de mala muerte si no tienen plata para un hotel, pero no jodan la vida
de la gente normal!
Escapamos al trote de aquel apaleamiento, todavía mareados, desorientados por el
repentino y violento despertar.
Sin saber bien cómo, terminamos en el mismo bar donde habíamos entrevistado a
«Satanás». Encargamos dos desayunos… y entonces nos dimos cuenta: ¡el
manuscrito de Plinio el Viejo! Nos habíamos olvidado de él, víctimas de aquel
impetuoso despertar. Lo habíamos dejado atrás, en el banco de la plaza. Pero sucedió
que uno de nosotros palpó instintivamente su abrigo y descubrió el incompleto libro
en uno de sus bolsillos. Ninguno de los dos recordaba haberlo guardado allí. De entre
sus ajadas hojas cayó algo. Lo levantamos del piso. Era un naipe. Como los de Tarot,
pero diferente. El reverso estaba escrito. Rezaba:
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Palermo
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El horror en el Jardín
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—Hice una promesa y por eso estoy acá. Estos bichitos salvaron a mi familia y a
mí de morir por un escape de gas. Yo tenía una gata que se llamaba Alexia. Un día se
apagó la estufa y empezó a salir el gas. Todos dormíamos. La gata trató de
despertamos pero ya estábamos mareados por el escape. Entonces, no sé cómo, se las
arregló para abrir la puerta. Uno podría pensar que quería rajarse. No. Se puso en la
puerta del vecino a maullar de tal manera que lo despertó. Al seguirla detectaron el
olor y nos sacaron de ahí. Entonces me enteré de los gatos del Botánico y empecé a
venir. Ahora lo hago porque me gusta, siempre me encuentro un ratito. Son como
criaturas. Ya las criaturas, cuando hacen travesuras, a veces se las castiga. Pero acá se
las castiga con maldad.
Llamó a un gato manchado. Como si supiera, el ejemplar acudió al llamado.
Luchi nos mostró las diferentes heridas que tenía el felino. Una, claramente, hecha
con un objeto cortante.
—Cuando están en celo, se dan de lo lindo —aclaró Rosa, totalmente cercada de
gatos maullantes que se peleaban por la comida—, pero esa herida se la hizo alguien.
Eso es seguro.
Creímos que ese era el momento oportuno para ir de lleno sobre los gatos
fantasmas.
Se hizo un silencio increíble. Hasta los felinos, por un segundo, dejaron de
maullar.
—Yo te puedo decir —afirmó Luchi—, que ellos como me ayudaron a mí,
ayudan. Eso te puedo decir. No me preguntes más.
—¿Pero lastimar es ayudar?
—Les dije que no me pregunten más. ¿Soy clara?
Continuamos la recorrida dentro del Jardín propiamente dicho, buscando otros
testimonios.
FELISA M.: «Yo soy vecina y algo escuché de las matanzas, inclusive salió en el
diario varias veces. Me parece una crueldad porque son animalitos limpios, realmente
no molestan, pero sé que hay gente que nos los puede ver. Me acuerdo que me
contaron de una persona que venía al Jardín y tallaba en los árboles el número 666
porque decía que con eso les sacaba el mal a los gatitos. Creo que a ese hombre lo
metieron preso. Yo llegué a ver esos números en el árbol de corcho de la entrada de
Malabia (República Árabe Siria). Ahora casi se borró, pero si se mira con atención
algunas marcas quedan. ¿Gatos fantasmas? No creo en esas cosas. Igual, antes de
hacerse de noche, me voy. Por los robos».
ANTONIO H.: «Son mejores que mis nietos. Por lo menos, los llamo y vienen. A
mí me han rasguñado muchas veces, pero bueno, son animales. Si los jodés, se
defienden. Me acuerdo que en una época venía un pibe medio bobito. Se ve que en la
casa no lo soportaban y lo largaban acá. Este nene tenía la idea fija con los gatos y el
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agua. Se los llevaba cerca de la escuela (de Jardinería Cristóbal M. Hicken) en donde
hay como un pequeño arroyito. Los metía en el agua y los estrujaba como un trapo.
Así ahogó unos cuantos. Bueno, un día uno se le retobó y casi le saca un ojo».
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Preguntamos qué función cumplía.
—Bueno —dijo el calvo empleado municipal—, nosotros la utilizamos como
archivo pero tengo entendido que hace mucho era un dormitorio de huéspedes o de
los guardias.
Había un fuerte olor a humedad mezclado con otro como de azufre. El piso de
madera estaba repleto de cajas.
—¿Qué hay en esas cajas? —interrogamos sin poder reprimir nuestra curiosidad.
—Qué no hay, querrán decir. Básicamente libros viejos, revistas, juegos.
Con el permiso del empleado, revolvimos varias y, efectivamente, encontramos
muchos libros y publicaciones viejas, en su mayoría de botánica, pero también otras
que eran inquietantes. Por ejemplo, volúmenes sobre espiritismo en encuadernaciones
caseras, al igual que libros como Dagón y La llamada del Cthulhu, se destacaban
claramente.
Antes de despedimos intentamos averiguar algún dato más sobre los habitantes
del Parque.
—A mí particularmente no me molestan —aclaró el empleado—, pero los
guardias se quejan de los maullidos a la noche. Acá tuvimos un guardia que se jubiló
hace unos años que le tenía terror a los gatos, no los podía ver. Decía que eran
malignos y que tenían algo contra él. Inclusive que se juntaban acá, frente al «1»
(Invernáculo) y se lo quedaban mirando. Me acuerdo y me da risa. Tenía una cantidad
enorme de estampitas, no sé de dónde las sacaba. Las noches de luna llena eran las
peores. Me contaron que un día apareció todo rasguñado pero con una cara de
felicidad como nunca.
Ese dato, aunque anecdótico, sustentaba las versiones de las matanzas, pero no la
otra parte, es decir, la que afirmaba que el alma de los gatos asesinados venía a
perturbar a sus victimarios. La información era insuficiente.
Costó mucho entrevistar a los guardias del Botánico.
Nadie quería hablar.
—Se intentó de todo con los gatos —declaró JUAN L., el único que accedió a
nuestra petición— hasta vinieron a esterilizados. Pero los siguen tirando o algunas
veces aparecen solos, nomás.
—Tenemos datos muy confiables de que esas matanzas existieron.
—Para empezar, yo no trabajo hace tanto tiempo en el Botánico, además, a mí me
parece que los bichos se van muriendo, como todo.
Le mencionamos rápidamente el mito y pensó un largo rato. Nos comentó sobre
un empleado de apellido Torres que podía saber algo al respecto y que trabajaba en la
Escuela de Jardinería, la que está dentro del predio.
—Ahora si me permiten, tenemos que cerrar —dijo el guardia y extrajo un silbato
de entre sus ropas y comenzó a alejarse de nosotros arrastrando una cojera que antes
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no habíamos notado.
Al día siguiente, nos dirigimos a la Escuela de Jardinería Cristóbal M. Hicken.
A pesar de su edad, este hombre de 24 años estaba totalmente canoso, inclusive
las cejas. Algunas venas se le hacían visibles en los pómulos y tenía unos quistes
debajo del mentón.
Nos sentamos en un par de sillas de madera, mientras que él optó por sentarse
frente al sol. A simple vista era evidente que Torres estaba muy alterado, al borde del
colapso.
—No quiero sombra, nada de sombra —aclaró—. Ellos son los dueños de las
sombras.
Le pedimos que se calmara para poder hablar.
—Es que acá pasa algo muy malo, y alguien tiene que pararlo —dijo
enfáticamente mientras su mano derecha temblaba visiblemente.
Enseguida nos referimos a las matanzas de gatos.
—Eso no es nada.
—Los gatos fantasmales entonces.
Se rio y notamos una extraña deformación de sus encías, como si hubieran
crecido desmesuradamente.
—Si fueran unos fantasmitas, me cagaría de risa. Esto es algo peor, mucho peor y
está pasando. Hay que hacer algo.
Le preguntamos si se lo había planteado al director del Jardín Botánico.
—Yo tengo tres pibes. No me puedo dar el lujo de que me echen. Además, ellos
saben algo.
—¿Quiénes?
—Las autoridades. ¿Ven esta reja que está acá?, ¿la que rodea la Escuela? Antes
no estaba. Dicen que se roban material, pero eso es mentira, es por lo que pasa. Se
están haciendo fuertes, cada vez tienen más poder. Y los que dejan que vengan creen
que pueden dominarlos. Por eso les pido, hagan algo. Ustedes me preguntaron por los
gatos. Gracias a esos bichos, la cosa no se pone peor. No, no sé cómo se llaman, los
nombres no son de este mundo. Ustedes deben conocer gente. Les suplico, hagan
algo.
Así dio por terminada la entrevista. Dijo que era peligroso seguir hablando.
Finalmente, cuando le dimos la mano, percibimos otra peculiaridad. Lo que al
principio nos pareció un callo, terminó siendo una uña, una protuberancia gris en
medio de la palma.
Como era previsible, quisimos entrevistar al director del Botánico pero las dos
veces que lo intentamos o estaba en una reunión o simplemente no se encontraba.
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¿Adónde nos estaba llevando esta?
Había unos cuantos elementos que nos orientaban a alguien en especial: Howard
Phillips Lovecraft, autor de Dagón y La llamada del Cthulhu, los dos libros que
encontramos en las oficinas de la Administración del Parque. Sin embargo, era otro
libro de su autoría el que nos interesaba.
Este extraño escritor ya de por sí es un caso especial dentro de la literatura del
siglo XX. Personaje taciturno y esquivo, su fama se acrecentó después de su muerte.
La mayoría de sus trabajos rescatan la figura de lo que él llama «Los Antiguos», seres
malignos de antes que existiera el hombre y que están siempre al acecho para acceder
a nuestro mundo. Basaba gran parte de su estructura en un libro escrito
supuestamente por Abdul Alhazred —el árabe loco— en el siglo VIII en la ciudad de
Damasco. Ese libro se llama El Necronomicón.
Recurrimos, entonces, a un catedrático experto en el estudio de religiones
antiguas, que exigió no divulgar su identidad:
«Posiblemente se basó en las muy lejanas, por cierto, creencias de los sumerios,
que habitaban la zona de los ríos Tigris y el Éufrates. Lo que hoy sería Irak y parte de
Arabia Saudita. Hay toda una caracterología donde encontramos demonios mayores y
menores. Lo que agrega Lovecraft es que estas entidades desean ingresar a nuestro
mundo y volver a tener el poder que antes poseían. Este pasaje se invocaría a través
de distintos conjuros ubicados en este libro, El Necronomicón. Vendrían desde un
lugar subterráneo e invadirían nuestro mundo, degenerándolo, torciéndolo,
volviéndolo monstruoso, a imagen y semejanza de su propia naturaleza. Ahora bien,
no es casualidad que yo haya señalado a imagen y semejanza. Como bien se sabe, en
la tradición cristiana, por ejemplo, se dice que el hombre es imagen y semejanza de
Dios. Por lo tanto, y más allá del talento de un artista, nos encontramos delante de un
sistema de creencias que no necesariamente es mera ficción. Noten que yo no
mencioné a ninguno de estos engendros, porque el solo hecho de nombrarlos es una
forma de invocación. Así como también un Padre Nuestro es una invocación al
Señor, estas fórmulas, que he estudiado desmenuzándolas hasta su raíz, contienen
elementos que para alguien profundamente creyente como yo, son peligrosas».
Después de semejante declaración, no vimos el momento de buscar este polémico
libro. Lovecraft menciona que un ejemplar se hallaba en la Biblioteca de la
Universidad de Buenos Aires, allá por los lejanos años 20. No dimos con él, o al
menos nadie nos supo informar de su existencia. Pero encontramos en una librería,
una versión fragmentada del supuesto libro, publicado por la editorial Edaf. Las
introducciones se llevan una gran parte del libro y no se saca gran cosa de él, pero las
invocaciones están allí.
La investigación se espesaba con más datos que nos llegaban de diferentes
lugares. Según se cuenta, el fallecimiento del escritor no se había dado solamente a
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causa de un cáncer que terminó con su vida en 1937 a la edad de 47 años. Se decía
que estaba poseído por «Los Antiguos». En este punto hallamos un dato para
nosotros desconocido: su casa se habría poblado de gatos, que él mismo llevaba.
Oficialmente, el escritor alegaba que eran de «gran compañía» y que su belleza y
gracia lo hacían olvidar del «horror del mundo». Para algunos, una forma de contener
el mal. Otro dato curioso era que en el momento de su muerte y con sus últimas
fuerzas hizo rellenar con material el sótano de su vieja casa. ¿Podría ser que el poder
de la ficción se devorara a su creador? ¿O era un último gesto desesperado de un
artista frustrado para llamar la atención del mundo creando una verdadera mitología
lovecraftiana?
Centrándonos en nuestro mito, volvimos a revisar los archivos históricos, y
descubrimos que, bajo el Jardín Botánico, hay túneles de la época de Juan Manuel de
Rosas. Algunos fueron identificados, cerca del sector que da a la Avenida Las Heras,
pero la reconstrucción arqueológica se interrumpió abruptamente. Eso nos remite
inevitablemente a un relato urbano que analizamos en el primer libro: «El pozo sin
Fin» donde se describe un pozo de profundidad indeterminada ubicado en el viejo
barrio de San Telmo. En esa historia se hacen presentes una serie de hechos oscuros
producidos en los tiempos del Restaurador de las Leyes.
Ahora podíamos analizar ese mito y este desde otra perspectiva: hay algo en las
profundidades que, supuestamente, pugna por salir.
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Para no ser detectados, no fuimos por los caminos tradicionales, sino por el centro
del parque. Dada la escasa visibilidad, nos tropezamos varias veces.
Lo más curioso es que todo el tiempo nos sentíamos observados. La noche estaba
llena de ojos felinos, unas bolitas que flotaban en todas direcciones.
Maullidos. Cuando llegamos tan cerca como pudimos del Invernáculo 1, los
maullidos se incrementaron notablemente. No sacamos la vista de ahí. Tal vez
esperábamos ver tentáculos o algún otro miembro inhumano salir de las
profundidades de ese lugar.
Por el frío, los vidrios estaban empañados pero no podíamos arriesgarnos a ir más
cerca.
Más maullidos y gatos subiéndose directamente a las paredes del Invernáculo.
Dos, peleándose, y un fuerte olor a orín.
Miramos el cielo. La luna era una guadaña afilada sobre nuestros cuellos.
Estábamos en cuclillas y en silencio. Observando, registrándolo todo. Los ruidos
lejanos de la Avenida Santa Fe nos tranquilizaban un poco.
El gato negro sentado frente a nosotros azotaba la cola.
Y en eso… una forma humana.
Primero, vimos una sombra que agitaba los brazos; después, palabras.
No parecía una mujer sino más bien un hombre por el timbre de voz. Al verlo
llegar, algunos felinos lo miraron instantáneamente. Tenía algo en la mano.
Imaginamos otra vez cualquier cosa.
Nuestras miradas se dividían entre observar el Invernáculo y la forma humana.
Por un segundo, uno de nosotros creyó ver algo que se movía dentro. Solo fue un
segundo.
Y entonces vimos quién era.
Ni más ni menos que un guardia en ropa de dormir y con un palo.
—¡Dejen de hacer quilombo, carajo! —se escuchó por fin y bien claro.
El empleado mostró varias veces el palo y logró dispersar a unos cuantos gatos.
Estuvimos un largo rato más y finalmente, a las tres de la madrugada,
emprendimos la vuelta. Treparse desde adentro del parque fue un poco más difícil
porque la saliente solo estaba del lado de afuera.
Nos despedimos del gato negro que también custodió nuestro regreso y dejamos
atrás el Botánico en un taxi.
Meditando al día siguiente las particularidades de nuestra excursión, con respecto
a la cantidad de gatos en el Invernáculo, llegamos a una explicación sencilla: como la
mayoría de la especies vegetales son de clima tropical, se trata de tener el ambiente lo
más templado posible. Los felinos buscan calor. Los vidrios están tibios. Además,
recordamos que en nuestra inspección diurna habíamos descubierto algunos vidrios
rotos.
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¿Qué vimos moverse ahí adentro? Lo más probable es que fuera la sombra
proyectada de algún árbol.
¿Podía ser este un mito fabricado por los admiradores de Lovecraft? La increíble
coincidencia de que una de las calles que da al Botánico se llame República Árabe
Siria, lugar en donde se originaban los relatos de «Los Antiguos», parecería «ilustrar»
muy bien la leyenda.
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PARTE II
¡Maldición!
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Montecastro
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Por arte de magia
Aquel sonido también era magia. El sonido del aplauso. Era como una bandada de
palomas batiendo las alas a su alrededor, palomas como las que él, el mago Equis,
sacaba de su «pañuelo encantado». Y esos clamores que eran pájaros lo acariciaban
con sus alas, lo mimaban, lo amaban.
Eran ellos, los espectadores, los dueños del mejor truco de la noche: el aplauso.
Magia pura.
Su hijo estaba entre la multitud. Y le hacía caso: no aplaudía. «Ya sé que nadie
sabe quién sos, pero no importa, no me aplaudas, sería como estar mintiendo», le
decía, palabras más palabras menos, antes de cada show. Y Flavio, de cinco años,
obedecía, aunque no entendiera muy bien las razones que le daba su padre. ¿Acaso
no era para una gran mentira que lo tenía sentado ahí, mezclado con el auditorio?
Que nadie supiera la identidad de Flavio era clave. El acto final, el broche de oro
de la performance, el truco que más aplausos arrancaría del público transportando
al mago a lejanas cumbres de placer, dependía de aquel desconocimiento por parte
de la gente.
Equis lo «saboreaba», lo percibía en el aire: ese era el momento. Pidió, entonces,
un voluntario. Las manos en alto eran tantas que se confundían unas con otras. Por
el contrario, el calvo al que avergonzó durante toda la noche, se encogió todo lo que
pudo en su asiento. Estaba claro que no quería volver a hacer el papel de idiota. El
mago, en cierta forma, lamentaba que aquel hombre la hubiera pasado tan mal, pero
la ecuación era sencilla: bien valía el sacrificio de uno por la alegría de todos los
demás. Esta vez, sin embargo, dejaría de lado al calvo. En aquel mar de manos
ansiosas se alzaba, tal cual lo ensayado, la de Flavio. Equis eligió a su hijo como si
en su vida lo hubiera visto. Flavio subió al escenario. El mago lo cubrió con una
larga tela negra. Podía adivinarse el contorno de la pequeña silueta atrapada bajo el
lienzo. De repente un chasquido, una explosión, humo… y la tela cayó lentamente al
suelo sin resistencia alguna.
El «Ooooooh» del público estremeció a Equis. El mago sabía que se trataba del
prólogo al éxtasis.
Flavio, «el niño voluntario» para los concurrentes, había desaparecido.
Equis pasó a enseñar el oscuro manto, de un lado, del otro, para que todos los
presentes se percataran de que era eso simplemente, un trozo de tela. Luego lo volvió
a extender sobre el suelo del escenario, exactamente en el mismo lugar de donde lo
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había tomado. Dio un paso atrás, y con las manos dirigidas hacia el lienzo en
reposo, las palmas hacia arriba, los dedos en un rictus apasionado, exclamó:
—Vuelve, vuelve.
Nada. La tela inmutable.
—Parece que está muy cómodo allá donde lo mandé —improvisó Equis.
Risas.
Las manos del mago adoptaron otra vez aquel movimiento espasmódico, como si
estuvieran rasgando la trama dimensional por la que el niño debía volver a nuestro
mundo.
—Vuelve, vuelve.
Nada. La tela negra parecía detenida en el tiempo.
«¿Qué le ocurre a Flavio? —pensó Equis—. Lo único que tenía que hacer era
abrir la puerta-trampa oculta en el piso del escenario, la misma por la que se había
metido para esconderse de la vista del público, y subir lentamente, sujetando los
bordes del lienzo como él le había enseñado. Luego sería cuestión de levantar la tela
y, ¡voilà! He ahí al niño».
—¡Vuelve, vuelve! —ahora el mago gritó la orden, sin poder disimular sus
nervios. Tal vez el piso era demasiado grueso y Flavio no llegaba a escucharlo.
Su hijo siguió sin aparecer.
Equis lo intentó una cuarta vez, y una quinta, y luego una sexta.
La gente pasó de las risas al silencio, y de este al murmullo, a la inquietud.
No hubo caso. El mago tuvo que pedir perdón y el telón se cerró.
Oculto a la vista del auditorio, Equis abrió la puerta-trampa y descendió por la
pequeña escalera. Allí adentro no había nadie, el habitáculo bajo el escenario estaba
vacío.
Entonces surgió la voz. Provenía de más allá del telón.
—Te lo dije, Equis. Te iba a pesar.
El mago la reconoció. Era la voz del gitano. Seguramente había estado todo el
tiempo sentado como un espectador más. Aun así no se dio por vencido, buscó a su
hijo por cada rincón del escenario, tras bambalinas, por los pasillos. Pero todo fue
en vano. Flavio no estaba en ninguna parte. ¿El maldito lo habría raptado? Equis,
corriendo, atravesó el telón para increpar al gitano. Ya no quedaba nadie, se habían
ido todos los concurrentes. Pensó que la idea del rapto era absurda: él vio bajar a su
hijo por la escalerita, camuflado por la cortina de humo; él vio a Flavio cerrar la
puerta-trampa. ¡Y el habitáculo no tenía otra salida más que esa!
Una mano en el hombro. El dueño del lugar.
—Entienda que no puedo pagarle lo que arreglamos. La gente se fue molesta. El
truco no salió. Ya propósito, ¿su hijo? ¿Se quedó dormido ahí abajo?
—La maldición —fue la respuesta del mago—. ¡La maldición!
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Montecastro, un barrio de árboles, de tierras altas y casas bajas. Y lo de tierras
altas no es un dato menor: sus habitantes aseguran que pararse en la esquina de
Segurola y Camarones es como hacerla en la misma punta del Obelisco.
Montecastro, un barrio de jardines azotados por poderosos vientos, vientos que,
también según su gente, soplan aquí con más fuerza que en ningún otro barrio.
Pero sobre todo, Montecastro, es un barrio con magia. Una prueba fiel de este
último atributo es el relato con el que abrimos este capítulo. La historia de la
misteriosa desaparición de Flavio (Fabio en algunas versiones, Guillermo en otras) en
manos de su propio padre, el mago Equis, es un clásico en algunos rincones de estos
elevados parajes.
SEBASTIÁN H. (taller mecánico): «La historia tiene sus buenos años. Mi abuelo ya
me la contaba de chico. Siempre que salía el tema de la magia, se largaba a contar la
historia de Equis y su hijo».
ÁLVARO J. (jubilado): «Ningún mito, muchachitos. Pasan cosas extrañas bajo el
sol, y la de ese desgraciado mago fue una de ellas. El chico desapareció en serio. No
lo encontraron nunca».
FRANCISCA L. (ama de casa): «¿Cómo no me voy a acordar? No se habló de otra
cosa durante semanas. Vinieron magos de muchas partes, hasta del extranjero. Uno
podía percatarse porque iban por las calles del barrio vistiendo diferente. Habían
llegado para intentar traer al chico de vuelta. Pero ninguno pudo».
Los testimonios que dan fe de los hechos detallados en el mito coinciden, por lo
general, en la ubicación temporal de los mismos: fines de los años 20, comienzos de
los 30.
Dicha época coincide con un marcado crecimiento barrial en lo que a tránsito de
gente respecta; crecimiento que fue impulsado por diferentes circunstancias, de las
cuales las más importantes, tal vez, hayan sido las relacionadas con los medios de
transporte.
Por un lado se impuso la línea N°1 de tranvías que llegaba hasta Liniers por
Rivadavia, mientras que por otro hicieron su aparición por las calles del barrio los
primeros colectivos. Y por una simple regla mítica, a más gente, más historias.
¿Estaría entre esas nuevas historias el embrión de lo que luego sería el mito que
tratamos? ¿Se deberá a esto que a la desafortunada función de Equis se la identifica
con esta época?
También por aquellos años, más específicamente a fines de 1929, lo que convocó
a personas de todos los rincones de la ciudad fue la inauguración, por parte de la
familia Corradini, del «Cine Teatro Febo» en Álvarez Jonte al 4400, el cual no tenía
nada que envidiarle a los modernos teatros del Centro. Por su escenario pasaron los
más renombrados artistas de la época como Libertad Lamarque, Ignacio Corsini y
Azucena Maizani, entre otros. Algunas versiones aseguran que entre esos otros se
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encontraba el mago Equis, y que fue en este teatro en donde aconteció la misteriosa
desaparición que relata el mito. Es más, los que esquivan la parte sobrenatural de la
historia, dicen que Flavio se habría escondido en la fosa construida para la orquesta o
en alguno de los camarines que se ubicaban en el subsuelo, y que luego escapó del
edificio sin ser visto. Habría intentado huir así de su padre quien, dicen, lo maltrataba
además de obligarlo, en contra de sus deseos, a participar del show.
Un dato interesante: en 1958 se venden las instalaciones del «Cine Teatro Febo»,
dejándole el lugar a un banco que abrió sus puertas durante dos décadas. Existe el
rumor de que tanto empleados como clientes de dicho banco solían escuchar…
—… una voz pidiendo ayuda —según RÓMULO U., vecino de Montecastro—. Yo
la escuché estando en el banco. Era la voz de un chico, y venía de abajo, como si
estuviera enterrado bajo los cimientos. Cuando pregunté de quién era esa voz, me
dijeron que era del chico ese que desapareció en un show de magia, que se lamentaba
desde otra dimensión o algo así.
Como podemos apreciar, por más esfuerzo que hagamos, a una leyenda urbana no
se la puede mantener durante mucho tiempo desprovista de su carga sobrenatural.
Sin embargo, fue un testimonio que no solo negó la realidad del costado
quimérico del mito, sino que desestimó su total veracidad, el que nos condujo hacía
una línea de investigación por demás interesante. Helo aquí:
RAFAEL L. (casa de antigüedades): «Equis nunca existió. Fue un invento de la
gente de Montecastro para competir con Villa Luro. Es que ellos tenían a Baigorri».
Juan Baigorri Velar nació en Entre Ríos en 1891. Hijo de un militar, se recibe de
ingeniero, y se especializa en Geofísica en la Universidad de Milán, Italia. Es
contratado por diversas empresas petroleras, lo que lo lleva a viajar por diferentes
partes del mundo. En 1929 vuelve a nuestro país ante el ofrecimiento de un cargo en
YPF y se instala, con su esposa y su hijo, en Caballito, lugar en el que no duraría
mucho ya que la humedad presente en el barrio no era buena para sus problemas
bronquiales. Por consejo médico busca tierras más altas y es así que se muda a una
casa en Ramón Falcón y Araujo, Villa Luro, barrio que limita con Montecastro que,
como ya vimos, se alza sobre una de las zonas más elevadas de la Ciudad. Baigorri
también elige la nueva casa por el altillo que esta posee, ideal para ubicar su
laboratorio.
Algunos dicen que la inventó en Italia y la trajo en el equipaje, otros dicen que la
perpetró en aquel altillo de Villa Luro; la cuestión fue que en 1938 Juan Baigorri
Velar declara poseer una máquina que podía hacer llover en cualquier momento y
lugar. El artilugio en sí consistía en una caja cúbica con dos antenas prominentes, la
cual se conectaba a una batería. En su interior se alojaban, según su creador, una
argamasa de reactivos químicos.
Para probar que lo que decía no era ninguna locura, viajó a Santiago del Estero, a
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una estancia que había recibido su última lluvia 16 meses atrás. Una vez allí conectó
su aparato, expandió las antenas… ya las pocas horas el agua comenzó a caer del
cielo mojando la tierra agrietada.
El triunfo de Baigorri llegó a oídos del que era gobernador de la provincia, Pío
Montenegro, quien inmediatamente solicitó su presencia en una estancia de su
propiedad en la que no se registraban precipitaciones desde hacía ya tres años. El
ingeniero se hace presente en el sitio indicado. Esta vez le cuesta tres días de trabajo,
pero luego llueven 60 milímetros en dos horas.
A pesar de estas proezas, «el mago de Villa Luro» —como se lo comenzó a
llamar a Baigorri— tenía numerosos detractores entre los que estaba el Director del
Servicio de Meteorología Nacional, el señor A. Calmarini, quien llegó a decir que lo
que hacía Baigorri era un atentado a la ciencia. Nuestro personaje le envió a modo de
respuesta un paraguas con una tarjeta que decía: «Para que lo use el 2 de enero, a la
madrugada». Se refería al segundo día del año 1939.
Aquellos festejos de año nuevo se realizaron dentro de un clima sofocante, con
mucho calor y humedad, y con ninguna esperanza de lluvia, pues el cielo estaba
totalmente despejado. En la mañana del 2 de enero la gente regresó a sus trabajos y,
para asombro de todos, aparecieron las primeras nubes, raquíticas en un comienzo,
luego corpulentas, oscureciendo el firmamento hasta ponerlo negro. N o tardó en
desatarse una tormenta eléctrica con el agua cayendo a cataratas. «Como lo
pronosticó Baigorri, hoy llovió», titulaba el diario Crítica en su quinta edición de
aquel día mágico.
Las gestas del «mago de Villa Luro» no terminan con el cumplimiento de aquella
profecía. Entre muchas otras se le adjudica el haber hecho llover en la localidad de
Carhué hasta desbordar la laguna, luego de tres años que no caía una gota; así como
hacer lo propio en una zona de San Juan que no había recibido precipitaciones en los
últimos ocho años.
Medios extranjeros, como The Times de Londres, viajaron a Buenos Aires para
entrevistarlo. Hasta se dice que un ingeniero norteamericano le ofreció una suma
millonaria por su máquina de hacer llover, pero Baigorri no la aceptó aludiendo que
su invento era para fortalecer a su país.
El final de la historia de este mítico «mago» no puede ser más novelesco: muere
en 1972, a los 81 años llevándose su secreto a la tumba, pues nada más se supo de su
increíble creación. Algunos dicen que fue destruida junto a todos los papeles que
guardaban alguna información sobre ella, otros afirman que fue entregada, en forma
reservada, al ejército, amén de los vínculos que había mantenido su padre con el
General Julio A. Roca.
Cuando la tapa del ataúd que contenía los restos del ingeniero recibió el golpe de
la primera palada de tierra, comenzó a llover. Este detalle, arriesga la mayoría,
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confirma que aquel misterioso discípulo que poseyera la tan deseada máquina en el
momento en que enterraban a Baigorri, cumplió con la orden que este le diera en su
último suspiro: «Ponla a funcionar cuando yo me esté yendo».
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feliz. Pero antes de profundizar en este punto, veamos una opción realmente
interesante.
«La historia del mago que hace desaparecer a alguien y ya no lo puede recuperar
es vieja como la historia de la magia. Sé que hay muchas versiones literarias…», nos
dijo la escritora argentina Ana María Shua después de consultada por el tema. Y
acudimos a ella porque una de esas versiones literarias a las que se refiere es
justamente de su autoría. El cuento se titula «Fiestita con animación» y narra, con
magistral pluma, el caso de una niña que, en la celebración de su cumpleaños, hace
desaparecer a su hermanita siguiendo los pasos de un truco de magia que aprendió
por televisión. El problema residía en que la agasajada no sabía cómo realizar la
segunda parte del truco, el acto de aparición: le habían cambiado de canal antes de
que lo explicaran.
Otra versión literaria del mismo tipo de historia lo encontramos en un capítulo de
la novela de Stephen King, Tommyknockers, en el que es un muchacho el que hace
desaparecer a su hermano mediante un truco similar.
Y los de estos dos escritores no son los únicos ejemplos de ficciones basadas en la
misma idea. Como dice Ana María, hay muchos más. Esto demostraría lo atractiva
que resulta esta extraña situación para la mayoría de nosotros, la del truco que se
transforma en verdadera magia.
¿Puede estar, la historia de Equis y su hijo, basada en alguna obra de ficción?
Existen testimonios que coquetean con esta posibilidad, como los que nos recuerdan
el paso por el barrio de Roberto Arlt, nada menos.
Como a Baigorri, los médicos le recomiendan al escritor buscar tierras altas para
vivir, a raíz de una bronconeumonía. Es así que Arlt se termina instalando en una
casa sobre la calle Lascano, entre Segurola y Sanabria, en la que viviría entre 1924 y
1926 (nótese la coincidencia de estas fechas con las supuestas para los
acontecimientos del mito).
Durante el tiempo que permaneció en Montecastro, el escritor estuvo sumergido
en la escritura de lo que sería El juguete rabioso. Ahora bien, según algunas fuentes,
entre capítulo y capítulo de la que sería su obra más famosa, habría escrito, solo a
modo de ejercicio, para despejar la mente, un cuento corto acerca de un desgraciado
mago que pierde a su hijo al hacerla desaparecer definitivamente en uno de sus
trucos. Un cuento inédito, por supuesto, y del cual se perdió todo registro… salvo por
alguien anónimo que tuvo acceso a él y comenzó a difundirlo oralmente, de manera
tal que fue perdiendo su carácter ficticio, transformándose en la leyenda urbana que
nos ocupa.
Un cuento hecho mito. Una posibilidad.
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deambular por las calles del barrio con su aire desenvuelto y —por qué no— mágico,
como si supieran algo que el resto de los mortales desconocemos. Viven en terrenos
en donde yacen apilados los cadáveres oxidados de decenas de autos, y entre los
pastos y la chatarra van, vienen, hablan entre ellos, miran de reojo, sonríen.
Irrumpimos en una de estas locaciones y abordamos a un grupo de hombres que
conversaban enérgicamente. En un principio pensamos que eran todos gitanos, pero
luego percibimos que uno de los cinco allí reunidos era diferente, no tenía esos ojos
vivaces, su vestimenta carecía de colorido, no sonreía en ningún momento.
Definitivamente, no era gitano. Escuchaba al cuarteto que lo rodeaba con atención.
Parecían querer venderle algo.
Nuestra intervención no fue bien vista. La eterna sonrisa se borró del rostro de los
gitanos, y el otro dio un paso atrás, como si hubiera visto en nuestra aparición una
oportunidad para escapar de aquel asedio.
Con variedad de gestos, ademanes y unas pocas frases que más que dichas fueron
cantadas como si se trataran del estribillo de una extraña canción flamenca, los
gitanos nos dieron a entender que de números de magia no sabían nada ni les
interesaba, y que a los que les gustaría ver desaparecer era a nosotros.
Corrimos con una suerte similar en otros tres intentos de abordaje a otros tantos
grupos de esta comunidad. Cuando nos retirábamos con las manos vacías de aquel
¿cementerio de autos?, ¿desarmadero?, detrás de nosotros surgió una voz temblorosa,
pero potente, segura:
—¡Eh! ¡Manue'!
El singular llamado había sido pronunciado por una anciana ataviada con la
tradicional ropa de gitana y sentada en una extraña mecedora. Como el tal Manue' no
hizo su aparición, la anciana contraatacó:
—¡Eh! ¡Manue'!
Esta vez la mujer levantó una mano oscilante y su desteñido índice. Nos señaló.
Manue' éramos nosotros. Luego nos enteramos que para Gioconda, tal el nombre de
la anciana, Manue' era todo el mundo.
Al acercamos descubrimos que la mecedora estaba confeccionada con trozos de
chatarra. La mujer tenía los ojos entrecerrados, como si le molestara el sol.
De pronto, al dedo extendido se le unieron sus otros cuatro compañeros:
Gioconda nos mostraba la piel arrugada de toda su palma, lo que entendimos como
una señal de que debíamos detenemos, que a esa distancia de la anciana estábamos
bien.
—¡El Equi sta marrdito! —gritó, entonces. La palma volvió a ser un dedo,
nuevamente el índice extendido hacia nosotros, que ahora intuimos acusador—. ¡Se
lo ha gana'o! ¡El Equi merecía marrdición!
Y sucedió que sus párpados se abrieron mostrándonos unos ojos blancos de ciega,
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solo coloreados por algunos derrames brillantes. Y esta vez no gritó. Lo que dijo lo
recitó como si fuera una sentencia. El índice apuntándonos:
—Si haces mal, mal hará a ti.
Yeso fue todo lo que pudimos obtener de aquella anciana, y de aquella
comunidad. Por más que le insistimos a Gioconda sobre la historia de «El Equi», ella
guardó su índice, cerró los ojos y comenzó a mecerse envuelta en un rítmico chirrido,
como si, finalmente, hubiéramos desaparecido.
Algo se desprendió de la mecedora (¿el trozo retorcido de un caño de escape?), lo
que provocó que la anciana detuviera inmediatamente su vaivén.
—¡Eh! ¡Manue'! —gritó, pero ya no se refería a nosotros, su dedo no nos
señalaba. Habíamos dejado de existir para Gioconda.
Dábamos nuestros últimos pasos en el barrio, pasos un tanto lentos, no sólo por
las pocas ganas que teníamos de abandonar su mágica atmósfera, sino porque, amén a
la mítica altura de Montecastro, suponemos, uno se fatiga más rápido que en otros
barrios.
Un cielo cada vez más encapotado acompañó este último paseo, y justo cuando
transpusimos los límites barriales se largó un chaparrón, abundante pero breve, al
minuto ya no llovía más, repentino como si lo hubiera generado la máquina de
Baigorri, oculta en las cercanías, y fugaz como si luego lo hubiera hecho desaparecer
el mago Equis, enviándolo al mismo limbo secreto donde aún aguarda su hijo, aquel
chiquito de cinco años que, según la vertiente más difundida del mito, fue víctima de
una maldición gitana. ¡Si tan solo su padre no hubiera hecho aquello!
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Afuera del salón los esperaba un sujeto. Equis lo reconoció: era el gitano que
había tomado de punto. En un principio se asustó, pues el hombre tenía cara de
pocos amigos. Estaba enfadado, sin dudas, y lo miraba fijamente con aquellos ojos
extraños. Puso a su hijo detrás de él cubriéndolo con el cuerpo. Sin embargo trató de
aparentar tranquilidad.
—Hola, mi amigo —lo saludó Equis—. ¿Qué le pareció la función?
El sujeto no respondió.
—Y usted ha sido uno de los protagonistas —continuó el mago—. Espero que
haya sabido comprender la inocencia de mis bromas, todo ha sido con el mayor de
los respetos. Supongo que lo ha sentido así, ¿no?
—Te maldigo —fue la tajante respuesta del hombre—. A ti, y por ti, a tu hijo.
—No le permito…
—Yo te permití toda la puta noche. Ahora tú me permites a mí. Así que escucha:
si el mal haces, el mal volverá a ti.
Y entonces, inesperadamente, de los ojos del gitano brotaron lágrimas.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Equis.
—Son por tu hijo. El pobre no tiene la culpa.
Sin dejar de llorar, el gitano clavó aún con mayor intensidad su mirada en la del
mago.
—Te va a pesar —dijo, y luego se dio media vuelta y se fue.
Desapareció en la noche, como por arte de magia.
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Retiro
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La maldición del Italpark
28 de octubre de 2151
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Avenidas del Libertador y Callao?
Y sin embargo existió. Justo allí, donde hoy se alza el Parque Thays.
Creado en 1960 por Adelino y Luis Zanon, inmigrantes italianos, el Italpark llegó
a tener unos treinta y cinco juegos electromecánicos, convirtiéndose, en la década del
ochenta, en el parque de diversiones más importante de Sudamérica.
«Súper Indianápolis», «El pulpo», «El tren fantasma», «Monza», «Las tazas»,
«Dumbo», «Las sombrillas voladoras», «Cinerama», «La Interplanetaria»,
«Bonanza», «El Samba», eran solo algunas de las atracciones que aguardaban a los
visitantes en aquel limbo porteño, en aquella tierra de fantasía.
El parque de los hermanos Zanon se convirtió en un referente ineludible de la
Ciudad, incluso se vio convertido en escenario de varias películas nacionales, como
El tío disparate, con Carlitos Balá, Galería del terror, con Porcel y Olmedo, y Los
Parchís contra el Inventor Invisible, con Javier Portales y, por supuesto, Los Parchís.
Estos films se transformaron, casi sin quererlo, en algunos de los pocos documentos
que guardan imágenes del Italpark «vivo».
A treinta años de su inauguración, a este complejo de ensueño lo envolvería la
tragedia.
Julio de 1990. Roxana Alaimo y Karina Benítez suben al juego denominado
«Matter Horn». Antes de que termine la vuelta sucede lo inesperado: el carrito donde
están las chicas se desprende del mecanismo central y sale despedido a una velocidad
desesperante. El cubículo golpea contra la valla de contención del juego, y allí se
queda. Roxana, de 15 años, muere instantáneamente. Karina, con heridas de
importancia, sobrevive.
El que no sobrevivió fue el Italpark.
Luego del accidente, el parque se cierra provisoriamente para tareas de inspección
y reparación. Pero ya nunca abriría sus puertas. A cuatro meses de la tragedia, el
entonces intendente Carlos Grosso declaró al Italpark clausurado definitivamente.
Y, como pueden imaginar, fueron otras puertas las que se abrieron. Las que
conducen al mito, a la leyenda.
—La tierra está maldita —nos aseguró SEGUNDA P., vecina de Retiro, refiriéndose
a aquellos terrenos, y transformándose en la representante de una teoría que tiene
muchos adeptos en el barrio.
—La primera desgracia no fue la del Italpark —continuó Segunda—. ¿O no saben
lo que pasó con el Parque Japonés?
El Parque Japonés. Se inauguró en febrero de 1911 en el mismo lugar donde
luego funcionaría la kermés de nuestro mito.
De características faraónicas para la época, este antecesor del Italpark poseía
atracciones de todo tipo, desde réplicas del volcán Fujiyama y del Circo Romano,
hasta una modernísima montaña rusa llamada «Looping the Loop», todo rodeado por
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diferentes construcciones de un exótico aire oriental.
En diciembre de 1930, el Parque Japonés fue víctima de un terrible incendio que
sentenció su final. Un dato que no es menor: jamás fueron aclaradas las causas que
originaron aquel fuego abrasador.
Sesenta años después de aquel siniestro y como si alguna de las llamaradas que lo
formaron se hubiera prolongado en el tiempo hasta chamuscar cierto engranaje vital
del «Matter Horn», la tragedia volvería a condenar a la desaparición a un parque de
diversiones.
El tiempo. Ya hablaremos del tiempo.
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—Es difícil de entender, pero si una vieja como yo lo entiende… Cuando
Ordóñez decía que había maldecido con toda la furia, el tiempo no importaba. Él
usaba una palabra… ¡atemporal! Su maldición era atemporal. Valía para todos los
años.
Segunda hizo un gran esfuerzo para explicarnos a qué se refería con lo de
«maldición atemporal». Creemos haberla interpretado: la maldición de Ordóñez fue
lanzada con tanta «energía maligna» que la misma trasciende el flujo normal del
tiempo, se expande tanto hacia el futuro como hacia el pasado. O sea, el viejo Parque
Japonés se incendió… porque la tierra sobre la que se alzaba iba a ser maldecida por
Ordóñez casi sesenta años más tarde. Increíble. Maravilloso.
—Después de la maldición de mi amigo, la desgracia cayó sobre toda la cadena
de esas hamburguesas, y sobre el Italpark —comenzó su epílogo Segunda—. La
tierra sigue maldita y lo va a estar siempre. Como les dije, cuando Ordóñez maldecía
lo hacía en serio. ¿O por qué creen que no levantan ninguna construcción allí? ¿Por
los caños que pasan bajo tierra? Mentira. ¿Cómo hicieron, entonces, para levantar dos
parques de diversiones en el mismo lugar y no romper ningún caño? Tienen miedo, es
por eso que no edifican.
Haya sido por un antiguo cementerio indio o por las palabras enfurecidas de un
mortal indignado, la maldición, si es que realmente existe, parece no finalizar con el
desmantelamiento de los parques de diversiones. Los mismos parques siguen atados a
ella post mortem, de una manera que solo nuestro Olimpo porteño puede albergar.
Según nuestro análisis, todo habría nacido a partir de los comentarios de ciertas
personas que, mientras paseaban por un poco concurrido Parque Thays, creyeron oír
los sonidos de los juegos mecánicos, la risa de los chicos y el murmullo de una
multitud, como si el Italpark aún estuviera allí. Luego, estos rumores derivaron hacia
algo mucho más complejo e interesante, hacia una triste y no por ello menos hermosa
fábula urbana. Júzguenla ustedes mismos:
Violetas, azules y naranjas, con las inscripciones de «Italpark» y «Hnos. Zanon»,
así eran las fichas que se usaban para entrar a los diferentes juegos del parque.
Algunas de estas fichas, ante la repentina clausura, quedaron en poder de aquellas
personas que, al no llegar a usarlas el día que las adquirieron; las guardaron para una
próxima visita. Al verse privadas de esa «próxima visita», la mayoría las conservó
como souvenirs, como recuerdos.
Y aquí viene el mito dentro del mito, la maldición dentro de la maldición.
Se dice que si aquel que posee alguna de estas viejas fichas de colores se detiene,
de noche y con la ficha en la mano en el mismo lugar donde años atrás estaba la
puerta de entrada al Italpark, Avenida del Libertador y Callao, sucederá lo imposible:
el parque se materializará delante de sus ojos y, lentamente, la puerta se abrirá. Y así,
el dueño de aquella ficha podrá ingresar al Italpark… una vez más.
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Será como caminar por un pueblo fantasma. Los juegos, las boleterías, los puestos
de comidas; estará todo bajo un deprimente estado de abandono, todo descascarado,
oxidado, tapiado. El oprimente silencio se quebrará tan solo por el casual chirrido de
alguna vieja carcaza movida por el viento. Entonces, el exclusivo visitante lo verá: el
único juego abierto y en condiciones se tratará de aquel al que pertenece la ficha que
lleva en la mano. Le deberá entregar la misma al pálido boletero que allí se encuentre,
y así podrá jugar de nuevo a una atracción del Italpark.
Una vez terminado el juego, el visitante deberá salir de él y dirigirse hacia la
puerta principal, la misma por la que ingresó al parque. En este último tramo de su
singular experiencia, la persona no debe dudar, no debe dejarse llevar por la
curiosidad o por la añoranza o por ambas cosas y desviarse del camino hacia la
salida. Mucho menos acercarse a echar un vistazo en alguno de esos juegos
corrompidos por el olvido para los cuales no tiene fichas. Si lo hace, algo terrible,
algo indescriptible de tan horroroso, le pasará. Nadie sabe bien qué, pero existe la
seguridad de que se trata de una ley inquebrantable: aquel que no se retire del parque
inmediatamente después de terminado el juego, que se prepare para lo peor.
Por otro lado, si el visitante sale del parque como se aconseja, sin titubear, el
Italpark desaparecerá a sus espaldas para siempre. Al menos para esa persona.
—El parque está obligado a aparecer de esa manera hasta que se use la última de
las fichas —nos confesó JORGE C., empleado de la Terminal de Ómnibus de Retiro—.
Mi abuelo, que Dios lo tenga en su gloria, me contaba una historia parecida pero con
el Parque Japonés. Me juraba haber conocido a la persona que tuvo en su poder la
última entrada enterita, sin uso. Creo que se trataba de un coleccionista o algo así.
Bien, entonces, un día, cuando hacía años que el famoso incendio lo había destruido,
el Parque Japonés se le apareció, al coleccionista quiero decir. El tipo no se acobardó,
entró, jugó y la maldición terminó. Mi abuelo decía que, al fin, después de eso, el
Parque descansó en paz. Todo puede ser un cuento de viejos pero, por las dudas, yo
les pediría a todos aquellos que recuerden con felicidad al Italpark y guarden alguna
de esas fichas de colores, que vayan de noche a Libertador y Callao, y cumplan el
ritual.
Pensemos por un momento que estamos ante algo real. ¿Por qué no pudimos dar,
entonces, con alguien que haya vivido tan conmovedora experiencia? ¿Dónde está la
gente gritando lo increíble, lo milagroso que resultó entrar y jugar una vez más en el
Italpark?
La leyenda urbana cubre todos los flancos: se dice, primero, que no son muchos
todavía los que se animaron a verificar el mito. Segundo, que la mayoría de los que sí
se animaron, o suponen que se trató de un sueño, o quedaron traumados y tratan de
borrar el recuerdo de lo que vivieron. Y tercero y último, que los que cumplieron con
el ritual y salieron del «fantasma» del Italpark sin traumas mentales y sabiendo que lo
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que habían experimentado era real, son los menos. Su testimonio solo alcanza para
mantener vivo el mito y nada más. Y, por supuesto, no es fácil encontrarlos.
Luego de semejante panorama fabulesco, uno no podía hacer otra cosa más que
suponer, en el caso de hallar a un ex empleado del Italpark, que estaba ante una nueva
fuente de historias asombrosas y sobrenaturales. Pero, para sorpresa de estos
investigadores, sucedió todo lo contrario.
Carlos Barbagallo trabajó para el Italpark durante la década del setenta. Empezó
operando una calesita acuática llamada «Lagunare» (no confundir con el juego
«Piraguas», aclara él mismo) y terminó tras los mandos de, quizá, la montaña rusa
más famosa que funcionó en nuestro país: la «Super 8 Volante».
—Manejar la «Super 8» era lo más grande para nosotros —nos confesó Carlos—.
Si lo hacías, te ganabas el respeto de todos.
Cuando le preguntamos por el aura sobrenatural que envolvía al Italpark, Carlos
fue terminante.
—Nunca escuché ninguna historia de fantasmas, aparecidos, almas en pena o
tragedias por maldiciones con relación al Italpark, yeso que nosotros dormíamos en el
parque, en los juegos o en los vestuarios; es que terminábamos muy tarde a veces.
Jamás, pero jamás, pasó nada raro, yeso que el lugar era grande y con muchos
recovecos.
El mito nos muestra sus dos extremidades. Una tiene la cara de Segunda hablando
de la maldición atemporal de Ordóñez, alternando con el rostro de aquel hombre de la
Terminal de Ómnibus y la fábula barrial de las fichas sin usar; la otra tiene la cara de
Carlos Barbagallo, el ex empleado del Italpark y su tajante negativa a lo paranormal.
Usted decide a cuál de los dos semblantes le otorga el beso de la aceptación, si es
que se decide por uno.
Pero no podemos dejar este mito sin un último dato que, tal vez, incline la balanza
hacia el lado de la «maldición». O no.
El destino de los numerosos juegos mecánicos que dieron vida al Italpark es en sí
un misterio. Se dice que durante algún tiempo algunos pudieron ser vistos en
Avellaneda, más precisamente en el Shopping Sur. Pero cuando este complejo
también desapareció, a mediados de los 90, se les volvió a perder el rastro. Residentes
de Mar del Plata aseguran que aún pueden verse algunos cadáveres de estos juegos
entre las ruinas del parque que fuera la sucursal del Italpark en aquella ciudad
balnearia. También se afirma que muchos de estos ingenios se abandonaron en un
predio de los hermanos Zanon en Pilar, mientras que otros fueron vendidos a Brasil.
Incluso existe el rumor de que una gran cantidad de estos juegos los guarda,
celosamente, la gente de los ferrocarriles de Retiro, en un sombrío «Hangar 39». ¿Por
qué? Los Zanon no les habrían remunerado la importante participación que tuvieron
en el desmantelamiento del parque.
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Pero, quizá, la más firme de estas versiones sea la que ubica unas pocas de las
viejas atracciones del Italpark en un parque de diversiones que funciona en la
localidad bonaerense de Luján. Y este dato cobró aún más firmeza luego de que este
parque (llamado «Buenos Aires» y conocido también como Argenpark, tal su
denominación anterior) fuera noticia a raíz de una nueva tragedia: el primer domingo
de diciembre de 2007, Rodolfo «El Alemán» Herrneder, de 51 años, encargado del
mantenimiento de los juegos, murió al caer desde lo alto de una montaña rusa, luego
de ser embestido por uno de los carritos.
Aquellos que conocían a la víctima quedaron conmocionados y desconcertados
porque, según le dijeron al personal policial, Rodolfo extremaba las medidas de
seguridad ante cualquier situación que revistiera cierto riesgo para su persona, aunque
se tratara de aquella montaña rusa, juego que conocía como la palma de la mano.
La montaña rusa de la que cayó «El Alemán», según las fuentes, no es otra más
que la mítica «Super 8 Volante», la misma que estaba en Libertador y Callao.
Esta noticia fue recogida por algunos para presentarla como prueba de que la
maldición del Italpark no es ningún cuento, que los juegos que integraban el parque
porteño la llevan consigo. «La gente de Luján fue advertida —dicen—, se les dijo
que no le pusieran Argenpark a su parque de diversiones, que así llamarían a la
maldición. No hicieron caso y empezaron a pasar cosas. Ahora se llama parque
“Buenos Aires”, pero es demasiado tarde, el parque ya está maldito».
El universo de los mitos y las leyendas urbanas es como un laberinto de espejos,
la realidad y la ficción se deforman, se funden. ¿Con qué versión quedarse? ¿Cuál de
todos los espejos refleja la verdad?
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PARTE III
Desde el más allá
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Villa Ortúzar
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La llamada imposible
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contestó. Su madre sí lo hizo, pero no mediante texto: un minuto después de recibir
aquel mensaje, llamó directamente al celular de su hijo. Le manifestó que no le
gustaba que la insultara, ni siquiera por intermedio de un mensaje escrito, y le pidió
que le creyera, que Magalí no había llegado. Pablo le creyó y supuso que la bromista
era pura y exclusivamente su hermana… hasta que llegó a su casa.
—Mamá me abrió la puerta y se me tiró a los brazos, llorando —nos dijo Pablo
mientras esperábamos un café en un viejo bar de Villa Ortúzar, a dos cuadras del
departamento donde su madre seguía viviendo sola—. Una amiga de Maga la había
llamado unos minutos antes de que yo llegara. Le dijo que mi hermana había tenido
un accidente. Al rato llegó la policía. Nos dijeron que un tren había arrollado el auto
de Maga, que ella había muerto en el acto.
El accidente y el inmediato deceso de MAGALÍ G. acontecieron, según la policía,
cuatro minutos antes del mediodía, a las 11:56 de aquel 13 de febrero de 2007, justo
una hora antes de aquel primer mensaje de texto recibido por el celular de su
hermano. ¿Cómo es posible que Pablo lo recibiera, entonces? ¿Cómo es posible que
además recibiera los otros dos mensajes que indicaban a su hermana como remitente?
Ella no se los pudo haber hecho llegar: Magalí no solo no llegó nunca a la casa de su
madre, como aseguraba en sus mensajes, sino que en el momento en que fueron
enviados, ella ya estaba muerta.
¿Pudo algún siniestro personaje sustraer el celular del cuerpo sin vida de la
muchacha, husmear en la agenda de contactos del teléfono, elegir el número de Pablo
y, haciendo gala de un implacable humor negro, enviarle aquellos mensajes? No lo
creemos: el bromista tendría que saber que Pablo era el hermano de la víctima y,
según se desprende de los mensajes, también debía conocer el encuentro en la casa de
la madre de ambos. Demasiado.
Pablo nos da su respuesta.
—A mí no me lo saca nadie de la cabeza: fue el espíritu de mi hermana. Quizá
tardó en darse cuenta de que estaba muerta. Quizá lo sabía y se despidió así,
mandando mensajes de texto, como si nada hubiera pasado. No pienso borrar nunca
esos mensajes.
Podemos suponer que las palabras de Pablo son solo el reflejo de una necesidad,
la necesidad natural del ser humano de creer que la muerte física no es de carácter
definitivo, de vislumbrar algo más allá de la exhalación final; pero también debemos
tener en cuenta la existencia de cierto fenómeno cuyos resultados, nunca confirmados
oficialmente, han sido materia de debate en muchas partes del mundo; resultados que,
de alguna manera, avalan la opinión de Pablo. Algunos dirán que todo lo relacionado
con este fenómeno se trata de un fraude, de una mentira sostenida por la misma
necesidad a la que hicimos referencia, y tal vez tengan razón… aunque bien vale la
pena echar un vistazo.
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Todo habría nacido en los años 20, a partir de una entrevista que Thomas Alva
Edison, el mítico inventor, concedió a la prestigiosa revista Scientific American. En
un momento de la misma manifiesta:
«Si nuestra personalidad sobrevive, es estrictamente lógico y científico suponer
que retiene la memoria, el intelecto y otras facultades y conocimientos que
adquirimos en este mundo. Por lo tanto, si la personalidad sigue existiendo después
de lo que llamamos muerte, resulta razonable deducir que quienes abandonan la
Tierra desearían comunicarse con las personas que han dejado aquí. […] Me inclino a
creer que nuestra personalidad podrá afectar a la materia en el futuro. Entonces, si
este razonamiento fuera correcto, y si pudiéramos crear un instrumento tan sensible
como para ser afectado, o movido, o manipulado por nuestra personalidad —tal como
esta sobrevive en la otra vida—, semejante instrumento, cuando dispongamos de él,
tendría que registrar algo».
Y como si estas palabras se trataran de una profecía, por aquellos años comenzó
el florecimiento del fenómeno que algunos dieron en llamar «Transcomunicación
Instrumental» el cual puede definirse como «personas muertas comunicándose con
personas vivas a través de diferentes aparatos», una especie de línea directa con el
más allá. Y diremos que los teléfonos fueron uno de sus principales generadores.
Una de las primeras referencias que se tienen acerca de llamadas telefónicas
paranormales son las que protagonizó el espiritista brasileño Oscar D'Argonnel
alrededor del año 1925. Los detalles de estos contactos ultraterrenos quedaron
reflejados en su libro Vozes do Além pelo telefone («Voces del más allá a través del
teléfono»).
D'Argonnel asegura que mantuvo largas conversaciones con un espíritu que se
identificaba como Manoel dos Santos Silva, sacerdote en vida.
Como si por aquellos años todas las líneas de ultratumba condujeran a Brasil, se
cree que el escritor Coelho Neto, uno de los fundadores de la Academia Brasileira de
Letras, pudo escuchar la voz de Ester, su nieta recientemente fallecida, en el teléfono.
El 7 de julio de 1923, el letrado le habría confesado a Jornal do Brasil:
«Oí a mi nieta. Reconocí su voz. […] Mas no fue su voz lo que me impresionó, lo
que me hizo llorar, sino lo que ella decía. […] ¿Falsificación? ¿Qué falsificador sería
ese que conocía episodios ignorados por todos menos por nosotros, episodios
acontecidos en la más estrecha intimidad de mi familia? ¡No! Era ella, mi nieta, o su
alma comunicándose de aquel modo […]».
Dejemos Brasil y los años 20. Viajemos a Bélgica, a una fecha algo más reciente:
15 de enero de 1980.
Cuentan que la señora KATHE S., a dos semanas de la muerte de su progenitor,
llamó a la casa de sus padres. Cuando el teléfono sonó por cuarta vez recordó que la
única persona que podía atender, su madre, no lo haría: había salido de viaje junto a
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su hermana. Entonces, cuando se disponía a colgar, alguien, del otro lado de la línea,
contestó la llamada.
La voz que la mujer escuchó le resultó familiar. «¿Quién es?», preguntó Kathe.
Le respondieron llamándola por el sobrenombre que usaba de pequeña.
Aquella voz. Aquel apodo. Era imposible, pero era él.
«¿Eres tú Atti?», se animó a preguntar la mujer, usando ella también el antiguo
apodo de su padre. Y la voz le dijo «¿No me reconoces, Kathe?».
Con un último resto de cordura, la mujer alcanzó a contestar «Pero… tú has
muerto»; a lo que el hombre en el teléfono, luego de dejar escapar la particular risa de
su padre, dijo «¿Yo muerto? Yo no he muerto».
Kathe no lo soportó y, llorando desconsoladamente, colgó el auricular.
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necrológica en el diario. Decía algo así como “tu familia te ama aunque tu corazón
pertenezca a otro universo”. Dicen que el chico se pegó un tiro en una plaza».
Testimonios. Piezas de un rompecabezas, piezas que nos arman la historia que
leerán a continuación.
Un muchacho, en la mayoría de las versiones nombrado como Nicolás y con su
casa sobre la calle Charlone, recibe en su teléfono celular un mensaje de texto que
diría más o menos así:
El picnic es mañana al mediodía. Nos juntamos en Heredia y 14 de julio.
Nicolás estaba seguro de que el mensaje no era para él. No tenía agenda do
ningún picnic a confirmar. El remitente habría marcado su número por error, no era la
primera vez que le pasaba.
Aunque este mensaje era diferente. Dos cosas le llamaban la atención.
Una era el número de origen: si no contaba mal constaba de dieciséis dígitos.
Eran muchos números, hasta para uno de larga distancia.
La otra era la dirección citada en el mensaje. A Heredia y 14 de julio las conocía
muy bien, eran calles de su barrio. El problema estaba en que eran paralelas, no se
cruzaban nunca.
Nicolás estuvo a punto de borrar el mensaje y olvidarse. Pero la curiosidad es
poderosa. Ese número, esa dirección…
Con llamar no perdía nada.
Llamó desde su celular a aquel número interminable.
Cuando desde el otro lado le llegó un «hola» pronunciado por una voz de mujer,
se quedó mudo. Era la voz más hermosa que hubiera escuchado jamás. Un segundo
«hola». Nicolás sintió que podría escuchar aquel saludo por el resto de su vida. Llegó
un tercer «hola», y por el tono con el que fue dicho, el muchacho supo que sería el
último. Era ahora o nunca. Tenía que responder, tenía que despabilarse, salir del
hechizo.
Entonces él dijo su «hola» y la chica no cortó.
Se llamaba Aldana. Vivía en su mismo barrio, en Villa Ortúzar. Y parecía
disfrutar del diálogo tanto como él, pues lo terminó invitando al famoso picnic. Él
aceptó de inmediato. «Nos encontramos en la entrada a la calesita», le dijo ella.
Luego se despidieron y cortaron.
Nicolás se había «embobado» de tal manera con aquella voz que olvidó lo de las
dieciséis cifras del teléfono y, sobre todo, lo de la dirección equivocada. Pensó en
llamar de nuevo a Aldana, pero no quería quedar como un pesado.
¿Cómo llegaría al picnic entonces?
Tenía que ser racional: había una única plaza ubicada entre Heredia y 14 de julio,
al 1100 de ambas calles: la plaza «25 de agosto». ¡Y tenía calesita! Además Nicolás
recordó que a comienzos de aquel año la plaza se había reinaugura do y la habían
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dejado muy linda. El picnic se haría ahí, seguro. Aldana se habría equivocado y, en
vez de poner dos de las calles que se cruzan en la plaza, puso dos paralelas.
Allí fue Nicolás al mediodía siguiente. Se instaló con su mochila a las doce en
punto, en la puerta de la calesita.
Nunca había deseado tanto conocer a alguien.
Había comentado su conversación telefónica con uno de sus mejores amigos.
«Mirá que las que suelen tener linda voz por teléfono después no son lo que te
imaginás», fue la observación que recibió. Luego su amigo le había, citado el ejemplo
de la cantidad de locutoras radiales que seducían con su hablar y que en persona eran
una desilusión. Pero Nicolás sentía que, fuera como fuera el aspecto físico de Aldana,
él la aceptaría. A través de su voz se había enamorado de toda ella. Conocerla sería
un descubrimiento, nunca una desilusión.
Doce y media. La una de la tarde. Una y media. Nada. ¿Habría pasado algo? ¿Se
habría suspendido el picnic? No, le hubieran avisado al celular. Pensó en llamar, pero
una vez más el riesgo a quedar como un pesado lo detuvo. Podía esperar otro rato.
Dos de la tarde. Dos y media. Ya era suficiente; abrió la tapa de su teléfono para
llamar a Aldana. No tenía señal. Puta madre, tal vez habían querido avisarle de un
cambio de planes y no pudieron comunicarse. ¿Sería la calesita? ¿Algo en ella, algo
en su mecanismo que bloqueaba la señal de su móvil? Pero si se alejaba de ahí,
Aldana y sus amigos podían llegar justo en ese momento y pensarían que ya se había
marchado o que ni siquiera había ido.
Tres y cuarto. Ahora sí, algo había pasado. ¿O habría sido todo una broma? Se
alejó un buen trecho de la calesita, hasta que tuvo señal. Entonces llamó. Lo atendió
Aldana. Aquella voz le sacó toda la bronca de la espera.
«Quería conocerte —pensó Nicolás—, mierda, quería conocerte hoy».
—¿Por qué no viniste? —le preguntó Aldana—. ¿Te pasó algo?
Era un boludo. Seguro que se había equivocado de plaza. Todo por no preguntar.
Nicolás le explicó a Aldana dónde había estado, y por qué había elegido esa
plaza. Las palabras de ella lo desconcertaron:
—No me mientas. Nosotros estuvimos desde las once y media en la plaza que
decís, la «25 de agosto». Yo misma te esperé en la entrada a la calesita. Empezamos a
comer tarde, cerca de la calesita, por si llegabas. A las tres nos fuimos y vos no
estabas. ¿Y de dónde sacaste que Heredia y 14 de julio son paralelas? Se cruzan en
una de las esquinas de la plaza. Ahí me encontré con mis amigos antes de ir a
esperarte a vos. ¿Sabés?, no sé por qué, pero tenía muchas ganas de conocerte. Ahora
ya no.
Y le cortó.
Nicolás se quedó allí, inmóvil, tratando de asimilar el golpe. Tenía la boca abierta,
como si estuviera a punto de comerse el celular. La música de la calesita, algo lejana
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ahora, le indicaba que el Universo seguía corriendo a su alrededor.
Se habían desencontrado, no entendía cómo, pero se habían desencontrado. ¿A
qué hora dijo Aldana que habían dejado la plaza? A las tres. Eran las tres y media. No
podían estar muy lejos. La llamó. No atendió. La volvió a llamar. No atendió. Seguía
ofendida. Le mandó un mensaje de texto:
La llamó. Le dijo que no le había mentido, que no entendía cómo se habían des
encontrado, que le diera otra oportunidad, que él también quería conocerla. Nicolás le
preguntó dónde estaba ahora. Aldana le respondió que estaba llegando a otra plaza,
caminando por Estomba.
—Tiene que ser la plaza «Malaver» —le dijo él.
—Puede ser, no tengo ni idea de cómo se llama —le dijo ella.
—¿Podés esperarme en la esquina de Estomba y Girardot? Por favor.
—¿Girardot?
—Sí, justo en la esquina de la plaza.
Por un momento Nicolás pensó que ella le diría que las calles que le nombró no
se cruzaban.
—Okey —dijo Aldana, y él respiró aliviado—. Te espero ahí.
Nunca corrió tan rápido. Estomba y Girardot. En la esquina había una anciana y
un perro. Cuando él llegó, el perro salió corriendo hacia la plaza. La anciana dejó de
darle de comer a las palomas y se lo quedó mirando.
Nicolás llamó a Aldana.
—¿En dónde estás? —le preguntó.
—Ya llegué. En Estomba y Girardot.
—No puede ser. Yo estoy ahí. Debés estar en otra de las esquinas de la plaza.
—¡No! ¿Me estás jodiendo? No soy tan boluda. Estoy parada en Estomba y
Girardot.
—Perdoname, pero… no sé… algo anda mal. No te estoy jodiendo. ¿Qué tipo le
haría una jada así a una chica que no conoce, a una chica con la que tiene una cita,
que se muere por conocerla? Te juro que lo que más quiero en el mundo es verte,
pero… no entiendo. Por favor, describime el lugar donde estás, lo que llegás a ver.
Aldana pareció creerle. Hizo lo que él le pidió. La descripción fue perfecta, estaba
en la misma esquina donde él estaba. ¿Pero cómo?
—Una abuela —dijo Nicolás—. ¿Tenés cerca tuyo a una señora mayor, a una
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abuela, con maíz para palomas en la mano?
—No. No hay nadie. Estoy sola… y está empezando a lloviznar, me estoy
mojando. Por eso nos fuimos temprano de la «25 de agosto», porque vimos que se
venía la tormenta.
Aldana agregó algo más, pero Nicolás la escuchó como entrecortada, no pudo
entenderla. Miró la pantalla de su celular. Todavía le quedaba batería, la había
cargado a la mañana. Y tenía buena señal. Sería la tormenta… ¿pero qué tormenta, si
estaba bajo un sol radiante? Lo único que llovía era el maíz que, en su reanudada
tarea, la anciana lanzaba a las aves.
Entonces recordó algo. El número interminable de Aldana, los dieciséis dígitos de
su celular. No supo por qué, pero se le ocurrió que en aquello podía estar la clave, la
explicación a aquel misterio.
—El número de tu celular es raro, es muy largo —Nicolás tuvo que repetir su
observación unas tres veces, para que Aldana la escuchara. La estaba perdiendo.
—No, el raro es el tuyo —la voz de Aldana llegaba muy baja—. Te lo quise decir
desde un comienzo y me olvidé. Son pocos números y, además, no había conocido…
—la voz de la muchacha se perdió en la rítmica estática de fondo, ¿las gotas de lluvia
golpeando el móvil?
—No entendí lo último que me dijiste —le dijo Nicolás.
—Que no había conocido ningún número de celular que, como el tuyo, empezara
con 1548. Pensé que todos empezaban con… —volvió a perderla.
—¡Hola! —gritó Nicolás. Nada.
—¡Hola!
Nada. Solo estática.
Fue entonces cuando un hilo de voz casi inaudible le llegó desde el otro lado.
—Dios mío, creo que lo entiendo —alcanzó a escuchar Nicolás—. ¿Pero cómo es
posible? ¿Cómo? —¿estaba llorando Aldana?—. Espero que me sigas escuchando.
Respondeme esta pregunta: ¿quién es nuestro presidente?
Nicolás dudó por un momento, intentando comprender.
—Kirchner —respondió luego sin titubear.
—¿Quién?
—¡Kirchner! —gritó. Pero ya no obtuvo respuesta. Ni Aldana. Ni estática. Nada.
La había perdido.
Intentó volver a llamarla. Una máquina con voz de mujer le anunció que el
número marcado era inexistente. Insistió. La misma máquina diciendo el mismo
mensaje, mensaje que escucharía durante toda aquella semana, y durante la siguiente,
y la siguiente, siempre que marcara aquellos números malditos.
Aunque no pudiera comunicarse, la voz de Aldana continuaba en su mente:
«Dios mío, creo que lo entiendo».
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¿Y él? ¿Él entendía algo de lo que había pasado?
La clave, sospechaba, tenía que estar en la última pregunta que le había hecho
Aldana, en la perplejidad de ella después de que él se la respondiera.
Aquella reacción, aquel contundente «¿Quién?» le había llegado debilitado, como
desde el fondo de un pozo, pero aun así había podido apreciar sus matices. Aquel
«¿Quién?» no era el de alguien que había escuchado mal, no, aquel «¿Quién?» tenía
un tono especial, un tono que solo podía identificarse con el de un asombro
extraordinario, un tono que solo podía surgir de alguien que jamás había escuchado el
apellido del actual presidente, como si ese alguien habitara… un Universo diferente,
un Universo donde Argentina estaba presidida por otro mandatario, un Universo
donde los celulares tenían dieciséis números, donde las calles Heredia y 14 de Julio
se cruzaban…
¡Eso era lo que había entendido Aldana! ¡Que ella y él pertenecían a Universos
diferentes!
Dicen que Nicolás buscó durante meses a su «amor imposible»: si las dos plazas,
la «25 de agosto» y la «Malaver», existían en ambos Universos, ¿por qué no podría
pasar lo mismo con Aldana? La Aldana que habitara su Universo no lo reconocería a
Nicolás, pero él le explicaría…
¿Y él cómo haría para reconocerla, si jamás la había visto?
Nicolás estaba seguro de que, llegado el momento, sabría quién era su Aldana. La
descubriría por su voz, por sus pausas, por su manera de decir las cosas.
A pesar de las esperanzas de Nicolás, el final de esta historia sabemos que no fue
el más feliz. A los testimonios que ya citamos, en los que, recordemos, hasta se hace
referencia a un posible suicidio del muchacho, podemos sumarles otros, algunos
asegurando que Nicolás se convirtió en linyera y que aún hoy andaría por las calles
de Villa Ortúzar buscando a su Aldana, o incluso aquellos que dicen que murió de
tristeza en la mesa de un bar sobre Álvarez Thomas.
Quizá nunca sepamos cuánto de verdad permanece en la historia de Nicolás y
Aldana, tal vez nunca conozcamos el destino final de su protagonista masculino; pero
lo que sí es una certeza es que «el mito del picnic», como lo llamó Sebastián J., está
instalado en el barrio, y en consecuencia también se instaló la creencia de que Villa
Ortúzar es un lugar favorable para recibir, en nuestros celulares, mensajes o llamados
de procedencia misteriosa.
Lo que podemos decir a favor de este mito es que la ciencia aún no descarta la
existencia de Universos paralelos, realidades alternativas en donde la corriente de los
hechos, guiada por la relación causa-efecto, ha tomado otros caminos.
Juan Maldacena, físico teórico argentino reconocido internacionalmente, afirmó
en una entrevista concedida en julio de 2007 al diario El País de España que según
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las últimas teorías «… hay muchos Universos posibles, un número muy grande, y
podrían estar todos coexistiendo, pero vivimos en uno de ellos y no sabemos en
cuál…».
Ahora bien, la comunicación entre Universos, si es que hay más de uno, como
asegura Maldacena, es un terreno, por ahora, explorado solo en obras de ficción. Los
propios Dioses y El fin de la eternidad, dos de las mejores novelas del mítico
científico-escritor Isaac Asimov, son buenos ejemplos.
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Aeroparque
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El baile de los fantasmas
Cuando nos llegó la información, nos costó creer que tuviéramos una versión
vernácula del fenómeno. Pero después dijimos, ¿por qué no?
La existencia de «La Zona», como algunos llaman a lo que fue el área de estudio
para este capítulo, encaja en lo que podríamos denominar un reducido Triángulo de
las Bermudas local. En él cabían todo tipo de fenómenos, desde OVNI hasta
apariciones espectrales.
El material daba para mucho, pero nos topábamos con una barrera casi
infranqueable: el dolor.
En «La Zona» y sus alrededores habían ocurrido dos eventos con consecuencias
trágicas: la caída al río de una avioneta en la que viajaban destacadísimos bailarines
del Teatro Colón, y el accidente, con el posterior siniestro, del vuelo 3142 de la
extinta línea aérea LAPA. Pero también un episodio personal que involucró a un
familiar de uno de nosotros.
Ahondar en esta leyenda era una decisión muy difícil.
Determinamos seguir con la investigación, porque además de ser nuestro deber,
fue una forma de esperanza, de querer tener quizás una última información de un ser
querido. Y así, de la angustia inicial de los involucrados fuimos encontrando, como
dijimos, bisagras hacia una óptica positiva.
Del Triángulo de las Bermudas se han escrito libros que han sido best seller,
como el del multifacético Charles Berlitz; se han hecho muchos documentales
también y se han formulado numerosas teorías, desde las más lógicas hasta las más
extravagantes. Pero por los motivos que sean, en esa área, los eventos anómalos son
de una elevada concentración. Y no es ese el único lugar donde ocurren. Basta con
citar el «Óvalo del Diablo», ubicado en el Mar de la China, y otros sitios en tierra
firme, como veremos más adelante.
Investigando, nos empezamos a encontrar con todo tipo de hechos extraños que se
desarrollaban en «La Zona».
Entre fenómenos OVNI documentados en fecha reciente encontramos desde una
supuesta flotilla vista en 1999, hasta un hecho, registrado el 4 de noviembre de 2005
a las 4 AM, en el que un OVNI pasó muy cerca de algunos edificios de Palermo e
inclusive muy cerca del Aeroparque metropolitano Jorge Newbery.
Pero necesitábamos alguna pista más concreta. La información que teníamos era
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que una serie de avistamientos OVNI, en 2001, estaba relacionada, aparentemente,
con los cortes de luz o sobrecargas en el sistema eléctrico de «La Zona».
Fuimos hasta la usina de Puerto Nuevo. Inaugurada en 1927, este extraño edificio
es una postal irreal, una estética que podría hacernos recordar a la película Brazil. La
usina está en la punta de Puerto Nuevo, un poco más alejado de «La Zona».
Oficialmente, como es habitual, no había datos con respecto a aquel singular
avistamiento, pero un empleado (prefirió mantener su nombre en el anonimato),
además de quejarse de las condiciones laborales, nos aseguró que había ciertas
coincidencias.
—Ese año fue muy jodido, plena crisis, imagínense que lo último que queríamos
era un quilombo mayor. Me importa un pito si hay marcianitos verdes o caen soretes
de punta, el sistema tiene que funcionar siempre. Ese día (26 de diciembre) y en
medio del bardo del gobierno, se nos cayeron las líneas a las diez de la noche. Pero lo
más cómico es que teníamos todo controlado. Veníamos relojeando el consumo y
estaba bien. Después me contaron que a esa hora se vieron tres objetos sobre la
ciudad. Yo estaba de guardia y puedo decir que fue así. Igual, otros compañeros me
dicen que esto se ha repetido varias veces. No hay una explicación al respecto.
Al salir, aprovechamos para tratar de entrevistar a tripulantes de pequeñas
embarcaciones apostadas en Puerto Nuevo. Los resultados fueron negativos salvo por
una recomendación: «Pregunten en el Club de Pescadores, ellos siempre tienen cosas
para contar». El tono burlón habría hecho dudar al más confiado. Pero, como
aprendimos en nuestras investigaciones, nunca despreciamos las fuentes.
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De esos hombres ya no quedan. No se fabrican más de esos. Y estoy hablando de
Norberto Bevilaqua. Beto para todos. Un amigo de sus amigos.
Brevemente, en el rostro curtido de Remigio apareció otra expresión. Una
expresión de añoranza, de nostalgia lejana y unas lágrimas diminutas asomaron de
sus ojos profundos.
—Al principio nadie le creyó, pero Beto, a quien se le cruzara por el camino, le
insistía con lo que había visto. Era a finales de septiembre y estaba muy frío todavía.
Beto estaba empecinado con enganchar una boga. Y se quedó solo en el muelle, en la
punta. El día se venía a pique pero él estaba ahí. La tarde era clara a excepción de una
pequeña nube baja a escasos cien metros. En medio de esa nube bajísima había un
barco. Un velero no. Un buque de porte considerable. Beto, siempre curioso (era un
gran observador de aves), sacó su largavista y lo que vio lo dejó helado. Como dije
antes, si bien nunca lo pudo demostrar, Beto no dudó ni por un instante de qué barco
se trataba. Él conocía de embarcaciones. Era una cazatorpedera, era «La Rosales».
Le preguntamos si se refería a la misma embarcación que naufragó frente a las
costas de Uruguay en 1892 y que había salido del puerto de Buenos Aires y se dirigía
a España con motivo del cuarto centenario del descubrimiento de América.
—Esa misma, enterita, con tripulación y todo, pero cien años después. Beto
identificó perfectamente el nombre. También contó que la tripulación se mantenía
activa.
Remigio tomó aire y continuó.
—Ese barco ya estaba condenado de entrada. A la salida del puerto fue
colisionado por otro barquito. Beto notó algo de humo a estribor. Antes que me digan
algo, no se trataba de una embarcación actual con el mismo nombre. Hacer semejante
cosa sería la yeta máxima para un barco. Y otra cosa: Beto la vio (era tan sólida como
mi caña) mientras duró esa nube. Cuando se disipó la nube también lo hizo «La
Rosales».
¿Una persona con mucha imaginación? ¿Había visto algo en realidad? No
podíamos preguntárselo directamente porque Norberto Bevilaqua había fallecido
hacía más de cinco años.
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animales.
—Vengan —nos dijo—, esto que les cuento es posta. Yo los conocía a los pibitos,
así que nadie me puede versear. Esto me lo contó uno de los dos que zafó.
Caminamos por la explanada pasando la mitad. Ya teníamos una idea de hacia
dónde nos dirigíamos: al barco de ferrocemento. Una auténtica rareza pero algo
definitivamente real.
Dada la escasez de metal después de la Primera Guerra Mundial, se había
buscado este proyecto alternativo. Los barcos datarían de fines de los años 10 y
principios de los 20. Hay uno que se conserva en buenas condiciones en el río Luján
y que sirve a modo de muelle del Club Náutico Belgrano. En cuanto al de la
Costanera, no hallamos datos contundentes de su procedencia y tampoco desde
cuándo está ahí. Lo cierto es que en los días en que la marea es baja queda gran parte
del casco al descubierto.
—Esto fue hace siete años y pico —aventuró, de pronto, Nicanor—. Un día de
verano que te hacías sopa, y eso que acá siempre sopla vientito. Hoy justamente no
sopla ni tampoco está muy bajo el río, pero cuando está bien chato, se ven esas tablas,
al lado del barco de cemento. Ahí estaban estos tres: Jonathan, Maurito y Leopoldo.
»Los pibes se cruzaron al barquito (ya habían ido un montón de veces) y juntaban
piedras y se cagaban a piedrazos. La cosa es que de repente, el cielo se puso muy
fulero y empezó a soplar un viento raro, helado. La gente se tomó el palo
rápidamente. Yo estaba en la otra orilla en ese momento, la que da al muelle de los
Pescadores. Como empezó a llover con relámpagos y todo, me llevé a los animales a
la camioneta. Se asustan mucho, pasa lo mismo con los petardos de fin de año. Como
se puso feo, el Jonathan fue el primero en rajar del barco. Yo vi cuando salió
corriendo. Todavía quedaban los otros dos jodiendo a los piedrazos. Y esto me lo
contó Maurito: en un momento, Leopoldo levantó una piedrita, canto rodado era.
Hubo un chispazo, como un flash gigante y Leopoldo desapareció. Así se los digo, d-
e-s-a-p-a-r-e-c-i-ó. Al principio se pensó en un accidente, o que sin querer, Maurito le
hubiera dado en la saviola y Leopoldo se hubiese caído o dentro del barco o al río.
Por supuesto, vino la Prefectura y toda la pelota. Revisó un par de días y listo, lo
dieron como perdido. Como son pibes de la calle no se mataron mucho en buscarlo.
Cuando lo volví a ver a Maurito, ese pibe perdió la sonrisa. Y hay algo más, algo que
yo no escuché, pero flacos que vienen acá, sobre todo pescadores, me lo aseguraron:
durante varios días después de que Leopoldo desapareció, se escuchaba a alguien que
lloraba. Venía del barco, de arriba del barco, pero nadie vio nada.
Como dijimos al principio, las desapariciones o apariciones no se han dado solo
en el mar, como en el caso concreto del Triángulo de las Bermudas, sino también en
tierra firme. Son bastantes conocidas las supuestas desapariciones de batallones
completos. Por citar algunas, en 1707, cuatro mil hombres desaparecen en los
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Pirineos. En 1858, seiscientos cincuenta argelinos que peleaban al servicio de Francia
no dejan rastros en Indochina y a plena luz del día, o más recientemente, durante la
invasión japonesa a China, en 1939, unos tres mil hombres se esfuman con equipo y
todo cuando tocaban territorio asiático. Pero si de desapariciones dramáticas y
llamativas hablamos, podríamos citar el caso de Oliver Lerch, del pueblo de South
Bend, estado de Indiana en Estados Unidos: Nochebuena de 1890. Aproximadamente
veinte personas reunidas en aquella granja de los padres del joven Oliver. En un
momento, la madre le pide a Oliver que vaya a buscar agua del pozo. Cinco minutos
después, los testigos escuchan misteriosos gritos. El padre, acompañado de algunos
de los invitados, se adentra en la noche apacible. Entonces oyen a Oliver gritar
«¡Auxilio, me han agarrado!», y lo más grave es que la voz ni siquiera venía de la
tierra (algunos pensaban que había caído al pozo), sino que parecía llegar desde el
aire, desde arriba… La voz cada vez más desgarradora seguía pidiendo ayuda, y
siempre como si Oliver estuviera flotando a unos quince metros del suelo. El padre y
sus acompañantes descubrieron las huellas de Oliver en la nieve… pero se cortaban
abruptamente a mitad de camino entre la casa y el pozo. Después de esa noche, jamás
se supo del pobre Oliver Lerch.
¿Cabía la posibilidad de que Nicanor hubiera tenido conocimiento de esta crónica
o de alguna de las versiones que viajan de boca en boca?
Detectando nuestra incredulidad, Nicanor nos dio un dato:
—¿Qué? ¿No me creen? Bueno, vayan a ver a Don Eliseo.
Fuimos. ¿El lugar?: el club CUBA (Club Universitario de Buenos Aires), en
Núñez, y en teoría, alejado de la denominada «La Zona».
ELISEO P., dueño del velero «El talismán», tenía una curiosa historia para
relatarnos.
Con un semblante similar a Popeye pero canoso, Eliseo nos recibió en su velero
actual.
—«El talismán» se lo vendí a un colombiano y me compré este que es más
amplio. A pesar de que me daba mucho trabajo porque era todo de madera, extraño a
«El talismán». Estos nuevos de fibra de vidrio son bien prácticos pero tienen menos
personalidad.
Eliseo nos confirmó que su antigua embarcación había salido del club una tarde
de sudestada y se encontró, pasada la tormenta, con que era otra la escollera.
¿Adónde habían ido a parar?
—Estaba de novio con mi ex mujer, quería impresionarla. Yo sabía que las
condiciones no eran buenas pero solo lloviznaba. La idea era dar una vueltita corta y
listo. Esta rosca se formó de la nada. Alcancé a bajar la mayor (vela) porque con una
tormenta así nos podía tumbar. En una de esas, sonó un trueno impresionante y
después el barco, que tenía una escora importante, se estabilizó. Desaparecieron las
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nubes, la tormenta, el agua, y soplaba una brisa del noroeste. Mi ex, que estaba en la
cabina, salió de inmediato. Los dos pensamos que nos habíamos dado un golpe.
¿Dónde estábamos? Era el río, no habían dudas, pero todo se veía raro. En un
momento, vimos a un flaco con una tabla de windsurf pero… el flaco volaba con la
tabla, o eso nos pareció. Volaba a unos centímetros del agua. Además el río
propiamente dicho estaba cambiado, no tan marrón, como si le hubieran puesto una
sustancia de color azul. Traté de orientarme. Sabía que, más o menos, debíamos
encontrarnos a la altura del Aeroparque, pero ahora no reconocía nada. En su lugar
había una playa generosa. Vimos también unos enormes globos aerostáticos que
llevaban gente. Antes de salir habíamos tomado unas copitas pero no podían pegarnos
tanto. Instintivamente, decidí usar la radio de a bordo para contactar con alguien.
Cuando estaba entrando a la cabina la lluvia me dio en medio de la cara y de repente
nos hallábamos en medio de la tormenta otra vez.
¿Un imaginativo relato para contar entre camaradas?
Eliseo asegura que fue como él lo cuenta.
Cuando salimos del CUBA nos topamos con alguien que ya habíamos detectado
antes. Esta persona nos miraba y tomaba notas, consultaba el reloj y volvía a
mirarnos. Esa cara nos era conocida: ya la habíamos visto en el Muelle de
Pescadores, frente al barco de ferrocemento, inclusive cuando fuimos a la Usina de
Puerto Nuevo. Para ser correctos, lo reconocíamos por su gran estatura y el color de
pelo. Su cara estaba semioculta detrás de unos anchísimos anteojos y una bufanda
mullida.
Esta vez se nos acercó.
—Nosotros sabemos la verdad —afirmó, la voz parecía atorarse en los hilos de la
bufanda, y nos extendió un papel con un número de celular y un nombre, un extraño
nombre: Ángel 23.
Cuando levantamos la vista de aquella anotación, el misterioso mensajero ya
caminaba dándonos la espalda, emprendiendo su regreso. Le gritamos un par de
preguntas, pero aquel hombre permaneció imperturbable en su retirada.
Inquietante y para tener presente. Pero antes queríamos investigar el dolor.
Los primeros bailarines del Colón, Norma Fontenla, José Neglia y otros siete
bailarines, salían en un vuelo hacia Trelew para dar una función a beneficio. Era el 10
de octubre de 1971.
Se embarcan a las 18:45 en el bimotor, un Beechcraft Queen Air. En el aparato
los espera el experimentado piloto Orlando Golotilec, instructor y miembro de la
Fuerza Aérea, así como de líneas comerciales.
A las 19.10, el piloto pone en funcionamiento el aparato.
19.15: la torre de Control del Aeroparque recibe un llamado del piloto
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manifestando que el avión tiene fallas en el motor izquierdo. La torre le da pista libre.
No seria la primera vez que Golotilec debería sortear una prueba semejante: tres años
antes había logrado aterrizar otra nave luego de perder un ala.
Su voz aún suena firme, confiada.
19.21 (aproximadamente): la torre de control recibe otro llamado, pero esta vez el
mensaje es contundente, dramático:
—¡Vamos al agua, vamos al agua, vamos al agua!
19.30: un helicóptero de Prefectura Naval sobrevuela el Río de la Plata y
rápidamente visualiza el timón de cola. El bimotor yace en el lecho del río a tres
metros de profundidad. Cerca navega un pequeño velero que se salva de ser
colisionado por la avioneta.
No hay sobrevivientes.
Ambas tragedias, tanto la del '71 como la del '99, tuvieron como escenario ese
Triángulo de las Bermudas porteño denominado «La Zona».
Por respeto a los sobrevivientes del más reciente de los dos siniestros, no tratamos
de interrogar a nadie directamente. La angustia no desaparece, aun pasados casi 10
años, y la resolución definitiva del juicio todavía sigue pendiente. Pero las historias se
filtran inexorablemente, sobre todo una: la de los bailarines fantasmas del Colón.
Entonces tratamos de buscarlas de una forma indirecta.
MARIANO R. iba con su coche por la Avenida Costanera aquella noche de agosto:
—Yo me salvé de pedo, como todos los que estábamos ahí nomás. Si el semáforo
hubiera estado en verde, no sé qué pasaba. Todavía sueño. Sueño con ese monstruo
de metal que se va a llevar todo por delante. Algunas veces sigue de largo, otras me
agarra y siento cómo me quemo. Me despierto gritando. Mi mujer ya está tan
acostumbrada que sigue durmiendo lo más bien.
»El asunto de los fantasmas de los bailarines no lo escuché, pero sé que dicen que
en el golf, a la noche y cada tanto, se ven siluetas de gente que se mueven en la
oscuridad. Ya sé, puede ser la neblina, pero el cagazo te lo pegás igual.
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En el golf, hablamos con Luis C., empleado del lugar.
—Para mí son pájaros… Ya sé que es raro, porque generalmente a la noche los
pájaros no vuelan. Pero yo sé por qué se los digo. Lo de los bailarines fantasmas, eso
sí, me la contaron muchas veces.
Le preguntamos qué versión conocía.
—Parece ser que la puerta de la izquierda estaba trabada. Con el fuego y el
choque la gente estaba atontada, las pobres azafatas hacían lo que podían. Lo que se
cuenta es que un grupo de personas vestidas con ropa de ballet se pararon en la salida
de la derecha y les marcaron el camino para que pudieran salir. Eso es lo que se dice.
Un mecánico del Aeroparque al que llamaremos Nero nos confirmó el mito.
—No solo eso, algunos pilotos dicen haberlos visto en la punta de la pista. Son
nueve, siempre son nueve.
—Pero ¿qué hacen? —preguntamos.
—Nada, bailan.
Algunos ya están acostumbrados y no les da miedo. Me contaron que un piloto de
LAN Chile logró sacarles fotos, pero nunca las vi.
La información era insuficiente y algo nos decía que si queríamos indagar bien a
fondo tendríamos que arriesgarnos a contactar a ese tal Ángel.
Al mejor estilo de una película de suspenso, la persona que dijo llamarse Ángel
23, nos esperaba junto a una camioneta Chevrolet oxidada. Cubría su rostro con una
bufanda. Completaban su camuflaje unos anteojos enormes, pasados de moda. No sin
temor nos subimos a la camioneta.
—Quédense tranquilos, no los vamos a secuestrar —dijo enseguida Ángel 23,
como leyéndonos el pensamiento—, pero tomamos nuestras precauciones.
Entonces pidió amablemente que nos pusiéramos unas vendas negras tapándonos
los ojos, y sobre ellas unos anteojos parecidos a los que él calzaba. Lo hicimos y
seguimos viajando durante un largo rato. Más de media hora después nos detuvimos.
Nos hicieron bajar y lo primero que percibimos fue un fuerte olor a pasto recién
cortado. Había máquinas de algún tipo, las oíamos funcionar, pero nunca pudimos
precisar en dónde nos encontrábamos.
Lo sorprendente de Ángel 23 es que se adelantaba a nuestros movimientos.
Abrió una puerta que, de tanto ruido, parecía que jamás podría volver a cerrarse y
nos tomó con firmeza de los brazos.
—Es por acá.
Entramos a un lugar cerrado (ya las máquinas eran un leve murmullo) y el olor a
pasto recién cortado fue reemplazado drásticamente por una especie de incienso. Otra
vez, Ángel 23 se nos adelantó:
—El incienso favorece la meditación.
Nos hicieron sentar sobre una superficie blanda. Por un momento no pasó nada.
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No estábamos solos, eso era seguro. Podíamos percibir un par de respiraciones
fuertes. Empezamos a inquietarnos. Esta vez una voz femenina respondió a nuestras
dudas.
—Como dijo Ángel 23, no los hemos secuestrado, simplemente tomamos algunas
precauciones. Lo que llevamos a cabo es muy serio y no queremos que se nos
malinterprete. Muchos de nosotros somos personas reconocidas en cada una de
nuestras especialidades.
—¿En qué consiste lo que ustedes hacen? —preguntamos.
La mujer hizo una larga pausa. Las respiraciones fuertes parecieron
incrementarse; también los murmullos, algo así como mantras, se intensificaron.
—No somos una secta ni una logia, sé que piensan eso. Simplemente
reconocemos algunas capacidades diferentes y nos hemos unido para mejorar el
mundo. Seguimos básicamente los lineamientos de Carl Jung, por eso también se nos
conoce como Jungies, aunque suena un poco despectivo para algunos. Básicamente,
el universo es información y energía. Nosotros tomamos esa información y tratamos
de hacer un bien.
—Suena ideal, demasiado utópico —arriesgó uno de nosotros.
—Tal vez lo sea, pero también hay motivos estrictamente personales. Ángel 23
me mencionó que estaban interesados en los eventos del accidente de LAPA. Bien. Yo
«soñé» el accidente. Era tan vívido que recuerdo haber sentido que yo misma estaba
ahí, ¡que me quemaba! Veía sufrimiento, llamas, mucho dolor, mucho fuego, gente
corriendo. Pero no podía precisar en ese momento que se trataba de un sueño
premonitorio. Cuando esa misma noche ocurrió la tragedia, lloré durante días enteros.
A las pocas semanas, los Jungies se contactaron conmigo. Ahora, cuando ocurre algo
así, estoy preparada. Muchos estamos en este preciso momento, me refiero a
soñadores como yo, formando una red mundial. Entramos en estado Alfa. Tratamos
de ver más allá y así salvar al mundo de eventos horripilantes. Para darles un
ejemplo, algunos miembros pudimos salvar vidas el 11 de septiembre de 2001,
evitando que varias personas fueran a trabajar ese día fatídico.
—Pero si es tan secreta, ¿por qué acudieron a nosotros?
—Por sus libros. Nos pareció un buen momento para ir acercándonos un poco a la
gente. Y a gente de mente amplia, como suponemos que son sus lectores.
—¿Qué saben de «La Zona»? —preguntamos.
—Hay muchas cosas que tampoco nosotros entendemos… todavía. Aunque
podemos pensar en las «zonas», en general, como una especie de agujeros témporo-
espaciales, algo así como agujeros de ozono en el espacio-tiempo. Para darles un
ejemplo, en el legítimo Triángulo de las Bermudas se habla inclusive de agujeros de
gusano, pequeños orificios espacio-temporales que conectarían diferentes partes del
universo.
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—Por eso también los OVNI.
—Así es.
—¿Y los fantasmas o espectros?
—Cómo explicarlo… no les voy a decir nada nuevo. Ustedes bien saben que los
que se denominan fantasmas son almas atrapadas en un plano de no ascensión por
diferentes motivos, y pueden tener una carga positiva o negativa, según la muerte que
tengan.
—¿Y los bailarines fantasmas, más puntualmente?
—El caso de los bailarines es complejo, pero digamos que «La Zona» los trajo
ofreciéndoles, a los sobrevivientes, su corporización. En este caso ayudaron pero…
Alguien interrumpió a la mujer. Era una voz gruesa, muy gruesa.
—Es suficiente. Ahora deben irse. Ya les dijimos demasiado.
Fuimos levantados del suelo pero no sentimos que nadie lo hiciera, como si
fuéramos impulsados por una fuerza invisible. ¿Algún tipo de droga que nos hacía
alucinar? ¿Ese incienso tenía algo extra?
Otra vez el olor a pasto y la voz de Ángel 23 a nuestras espaldas, ahora sí
tomándonos del brazo. La puerta de la vieja camioneta se abrió y de alguna manera la
volvieron a cerrar. Antes de arrancar pasó algo que fue culminante: la voz gruesa y
tremendamente poderosa habló una vez más.
—Un momento. Sé que uno de ustedes dos perdió un familiar en «La Zona», y no
hace tanto tiempo. Quiero que sepan que, si bien lo que ocurrió no fue bueno y su
alma está atrapada entre los dos mundos, el nuestro y el de ellos, su carga es positiva,
como lo fue en vida, y ha ayudado inclusive en este plano. Quería que lo supieran.
Volvimos en silencio, pero uno de nosotros no pudo reprimir sus lágrimas durante
casi todo el viaje, mojando los vendajes negros; el mismo que después volvió a ese
lugar de la Costanera a hablar con su padre, su fantasma o su recuerdo. A hablarle al
viento, al río. Simplemente a hablar con su padre.
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PARTE IV
Buenos muchachos
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Mataderos
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El alquimista
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El otro caballero de raros métodos fue, según cuentan algunos, Sir William
Fafanda, quien entre los años 1930 y 1939 habría sostenido que la inmortalidad se
escondía en el chimpancé, a pesar de tratarse de un animal que, como todos, poseía
una existencia transitoria. «Si pudiéramos beber el alma de estas criaturas —habría
declarado el singular investigador—, pasaríamos a ser impermeables a la vejez».
¿Cómo «beber» el alma de un chimpancé? Según Fafanda debíamos aplastar bajo
nuestra axila el testículo de una de estas bestias, pues allí anidaba su alma. Y en ese
lugar, bajo la axila, debíamos dejar el genital destrozado, hasta que los líquidos
liberados fueran absorbidos por los poros de nuestra piel.
Cuando le preguntaban a este misterioso Sir por qué no mejor comer los
testículos, este respondía que los poros de la axila eran «… los más aptos de todo el
cuerpo humano para beber el espíritu salvaje del chimpancé. Además, el genital del
simio no debe ser diseccionado previamente a dentelladas o con utensilio alguno.
¡No! El testículo debe colapsar entero bajo la axila, para no perder ni una gota de su
preciado contenido…».
Nos reservamos nuestros comentarios con respecto a este método.
Otros que buscaron afanosamente el elixir que derrotara a la vejez, fueron los
alquimistas. Algunos de ellos lo llamaron aurum potabile, y estaban convencidos de
que podía obtenerse al disolver o licuar la Piedra Filosofal en agua destilada (se
nombraba «Piedra Filosofal» a cierta sustancia que, según este grupo de estudiosos,
podía, entre otras propiedades extraordinarias, transmutar cualquier metal en oro).
Hay quienes creen que el hecho de que no se conozcan con certeza las fechas de
la muerte de ciertos alquimistas se debe a que finalmente estos tuvieron éxito con sus
experimentos y descubrieron la preciada poción; tal es el caso de Salomón Trismosin,
Jean Lallemant y el famoso Conde de Saint Germain.
Acerca de ellos existen numerosos testimonios afirmando que fueron vistos con
vida, sin signos de vejez, en diferentes momentos de la historia, con cientos de años
de diferencia entre una aparición y otra.
Del Conde de Saint Germain se ha llegado a decir que ya vivía en tiempos de
Jesucristo, continuando sus «avistamientos» hasta el día de hoy.
Y aquí podemos decir que nace nuestro mito urbano, aquel que da fe de la
presencia de un verdadero alquimista entre nosotros: el Alquimista de Mataderos.
La historia que cuentan los vecinos de este rincón de Buenos Aires hace
referencia a un hombre, descendiente de aquellos célebres experimentadores, que
habitaría en algún lugar del barrio. Esta condición, la de pertenecer al linaje de los
alquimistas, lo hace merecedor de una envidiable posesión: el tan mentado aurum
potabile. Pero hay un detalle que hace aún más especial a esta persona. Escuchemos
cómo lo cuentan algunas voces de Mataderos:
OSVALDO P. (quiosquero): «Hace rato que no escucho la historia, pero me la sé de
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memoria. Dicen que en el barrio hay un tipo, nieto del Conde de Saint Germain o de
alguno de sus colegas, que tiene el secreto de la juventud eterna. Lo insólito es que
este hombre no es ningún pibe, sino que es un anciano encorvado y todo arrugado».
FLAVIO J. (vecino): «Por alguna razón no quiso permanecer joven, pero, aunque
esté viejo, no se muere nunca».
MERCEDES S. (local de ropa): «Yo lo vi un par de veces. Para mí es un viejo
ermitaño y nada más, de esos viejos que no le dan bola a nadie, que se mantienen
apartados. Lo que pasa es que la gente inventa cosas y las dice como si fueran ciertas,
y los que se las creen las siguen contando. Mirá si un tipo que sepa el secreto de la
juventud eterna, va a dejarse envejecer, por más que siga saludable».
A su manera, Mercedes termina describiendo la matriz del mecanismo del boca en
boca, el aurum potabile de las leyendas urbanas.
Pero toda historia que pretenda ingresar en ese circuito debe tener un origen, una
piedra fundacional, por tenue que sea. En el caso del Alquimista de Mataderos
debemos remontarnos a los tiempos de otro origen: el origen del barrio mismo.
A finales del siglo XIX se decide trasladar los mataderos de Parque Patricios, los
cuales databan de 1872, después de que un desborde del Riachuelo los inundara
seriamente.
Para los nuevos mataderos se eligió un sitio alejado de la ciudad, en el medio de
lo que algunos conocían como los fondos de Flores, y otros simplemente como la
Pampa. «… El lugar es el finis terræ; después de allí comienza el reinado de la nada»,
manifestaba el periodista Soiza Reilly refiriéndose a lo desolado de aquel territorio.
La zona fue bautizada como Nueva Chicago por la empresa constructora
encargada de las flamantes instalaciones. El nombre homenajeaba a la ciudad
norteamericana que recibió a los técnicos argentinos que fueron a conocer sus
modernos sistemas de faena, matanza y comercialización de la hacienda. Sin
embargo, las personas que fueron poblando los territorios alrededor de los recintos en
construcción fueron imponiendo, poco a poco, el nombre con el que finalmente se
identificó a aquel reducto: Mataderos.
Y con aquellos corrales de matanza bovina llegarían extraños rituales, entre ellos
uno que nos recuerda inmediatamente nuestra leyenda: beber una copa de sangre del
ganado recién degollado era todo un privilegio, pues se decía que curaba cualquier
tipo de enfermedad y, por ende, alargaba la vida.
Suponemos que esta creencia guarda una profunda relación con lo sangriento y
tortuoso que en aquellos tiempos resultaba el aniquilamiento de las bestias
condenadas. Y cuando decimos sangriento y tortuoso sospechamos que nos
quedamos cortos. Échenle un vistazo si no a una crónica que data del año 1825, que
si bien no se refiere exactamente a los corrales de Mataderos (que aún no existían),
describe con asombro y hasta con miedo la sanguinaria rutina que se aplicaba en la
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matanza del ganado. Dicha crónica pertenece a un inglés llamado Head y fue escrita
durante su breve estadía en Buenos Aires:
«… los matarifes se sentaban o acostaban en el suelo junto a los postes del corral,
y fumaban cigarros; mientras, el ganado, sin metáfora, esperaba que sonase la última
hora de su existencia; pues así que tocaba el reloj de la Recoleta, todos los hombres
saltaban a caballo, las tranqueras de todos los bretes se abrían y, en poquísimos
segundos, se producía una escena de confusión aparente, imposible de describir. Cada
uno tenía un novillo salvaje en la punta del lazo; algunos de estos animales huían de
los caballos y otros los atropellaban; muchos bramaban, algunos eran desjarretados y
corrían con los muñones; otros eran degollados y desollados. […] Estuve más de una
vez en medio de este espectáculo salvaje y algunas veces, realmente, me vi obligado
a salvar, galopando, mi vida…».
En los orígenes del barrio, en los primeros tiempos de los nuevos corrales de
Mataderos, el sistema de matanza no difería mucho del descrito por Head, salvo que
este se practicaba sobre un piso de empedrado en lugar de hacerlo sobre playas
cubiertas de barro y restos de cadáveres. La sangre de las reses derivaba hacia el
arroyo Cildáñez, actualmente entubado, tiñéndolo de rojo y convirtiéndolo para los
pobladores en el «arroyo de la sangre».
Algunos documentos cuentan que había quienes se arrojaban a este arroyo y
bebían de él, suponiendo que «… las virtudes que la leyenda adjudica a la sangre de
la hacienda recién sacrificada se mantienen, aunque debilitadas, en los primeros
tramos donde el hilo de agua se hace escarlata».
¿Qué extraño equilibrio anidaba en aquellos mataderos, en donde convivía tanta
muerte caótica con la posibilidad de engañar a la vejez?
Lo cierto fue que el mito de la sangre bovina se fue apagando a medida que, con
el correr del tiempo, disminuía la labor en la hacienda; y siguió así hasta desaparecer
por completo en 1929 cuando la matanza de animales se trasladó al edificio del
Frigorífico.
Incluso podemos especular con la teoría de que la leyenda del Alquimista fue
surgiendo a modo de reemplazo del extinguido mito, como si el barrio no pudiera
continuar sin una cercana promesa de vida eterna.
Sin embargo, a pesar de nuestras conjeturas, no son pocos los que en Mataderos
piensan que la historia del Alquimista es mucho más que un simple «cambio de
figuritas mitológicas». Ellos dicen que el Alquimista existe realmente:
LEONEL F. (vecino): «No sé dónde vive exactamente, pero desde que tengo
memoria anda por el barrio. Y siempre lo vi igual. Ahora hace un tiempo largo que le
perdí el rastro; el viejo es así, se encierra por una temporada y después sale. Dicen
que si tenés la suerte de que te convide un mate estás salvado. Al menos por ese año
no te enfermás de nada».
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ANA R. (vecina): «Esa es una historia muy antigua, pero nadie se pone de
acuerdo. Algunos lo llaman Don Justo, otros Don Miguel, otros Don Ramiro. Y
señalan siempre a un viejo distinto. Yo igual creo que el hombre existe, y le conviene
toda esa confusión. Hay quienes llegan a hablar de su mate como si se tratara del
cáliz de Cristo».
SARA G. (lencería): «Yo lo que sé, lo sé por mi abuelo. De chica, un día el nono
me dijo “¿Sabés, Sarita?, lo que se dice del Alquimista es cierto. Mirá”. Y me mostró
dos fotos. Una muy antigua que no sé de dónde la había sacado. Era de cuando se
inauguraron los mataderos en marzo de 1900 La otra foto la había recortado de un
diario. Mostraba la toma del frigorífico Lisandro de la Torre en 1959. Me acuerdo
que me asusté mucho cuando el nono me señaló que había un hombre mayor que
aparecía en ambas fotos. Ahí estaba, idéntico, mezclado entre la gente, en una imagen
y en la otra. Era el mismo. Ya estaba viejo en 1900, y sesenta años después estaba
igual. Nunca pude olvidarme de su cara, de su barba, de sus ojos. Mi abuelo decía
que ese hombre era inmortal, que se llamaba Miguel, como el ángel de la Biblia, y
que todavía vivía en el barrio. A mí, una vez, me pareció verlo».
Lamentablemente el abuelo de Sara murió hace treinta años. Y las fotos se
esfumaron con él.
Pero el tema se hallaba lejos de morir. Todo lo contrario: estaba a punto de
dispararse en una dirección inesperada.
Si hay algo que hemos aprendido con el pasar de tantos mitos es que el ser
perseverantes siempre nos conduce a algo singular, sorprendente. Y esta
investigación no fue la excepción.
RAFAEL E. apareció cuando cumplíamos nuestra décima jornada de «rastrillaje
barrial». Nos conectó con él el dueño de un puesto de diarios sobre la Avenida
Directorio, quien se asomó entre sus revistas y se ofreció a ayudarnos a encontrar lo
que sea que estuviésemos buscando, ya que hacía un par de días que nos veía
deambulando por el barrio sin rumbo fijo. Cuando le revelamos el motivo de nuestro
peregrinaje, nos habló de Rafael.
—Él sabe —nos dijo—. Y además le gusta hablar del asunto. Yo le creo la mitad
de las cosas. Un día me dijo que recibía mensajes de Perón por la radio. Pero a
ustedes les puede servir.
Debíamos esperarlo hasta las seis y media de la tarde.
—Nunca falta —nos aseguró—. Se acostumbró a cuando el Crónica sacaba la
Quinta y la Sexta, y como ahora no salen más le tengo que guardar la edición de la
mañana.
Y así fue. Rafael se hizo presente seis y media en punto. El dueño del puesto nos
presentó al hombre, de unos cincuenta años, lentes de marco grueso, gorra de cuero
con visera, rompevientos, pantalón de gimnasia y mocasines al tono. Todo un
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personaje. Ya con el diario bajo el brazo, el recién llegado se dispuso a escucharnos.
No hizo falta mucho preámbulo para que Rafael hablara. Apenas nombramos la
leyenda del Alquimista de Mataderos, sonrió y comenzó.
—Van a pensar que es el típico caso de la historia contada por el amigo del
amigo, pero es así nomás: soy amigo de uno de los mejores amigos del hombre que
están buscando. Yo tampoco quería creerlo en un principio, pero es hacerlo o
reventar. Don Justo, el Alquimista, no se muere más.
Ante semejante certeza, tomamos la palabra.
—¿Usted llegó a verlo en persona?
—Sí, una sola vez, el día que mi amigo me llevó a su casa.
—Entonces sabe dónde vive.
—Sí, pero no se los puedo decir. Lo prometí. Son muchos los que saben que Don
Justo está acá, en el barrio, pero muy pocos los «elegidos» que conocen la dirección
exacta de su hogar. Y él quiere que siga siendo así. Dicen que entre esos pocos
«elegidos» hay famosos, gente de la farándula que lo visitan periódicamente, como
Nacha Guevara y Teté Coustarot, pero eso sí que no se los puedo asegurar.
—¿Es cierto que el mate de este hombre tiene algo de milagroso?
—Don Justo siempre le agrega a su mate unas gotitas del elixir de la vida, una
cantidad que no te hace eterno, pero te deja con una salud de fierro. Así se mantiene
él, tomando sus mates, y está siempre igual.
—Entonces los famosos que citó vienen por el mate también.
—Les repito que tengo mis dudas de que esas visitas existan. Pero de ser cierto,
sí, pienso que vendrán a matear con Don Justo para seguir evitando la vejez.
—Pero él no la evitó, él se mantiene viejo.
—Eso es cosa de él.
La conversación se extendió unos pocos minutos, pero Rafael no nos dijo mucho
más. Parecía apurado. Y realmente lo estaba.
—Me tengo que ir —se excusó—. Está por empezar el partido y no me quiero
perder nada. Les voy a dar la dirección de mi amigo, me agarraron en un buen día. De
todas maneras no creo que los reciba.
Nueva Chicago, el equipo de fútbol más popular del barrio, jugaba en menos de
una hora.
Rafael nos dio la dirección de Ernesto, tal el nombre de su amigo y, según sus
palabras, mano derecha del mítico Alquimista. Le dimos las gracias y Rafael se
despidió con un extraño consejo.
—Conozco los libros de ustedes. Muéstrenselos a Ernesto, sobre todo el segundo.
Luego dio media vuelta y se alejó, el diario siempre bajo el brazo. Lo último que
le vimos hacer fue meter una mano en el bolsillo de su rompevientos y sacar lo que
nos pareció una radio portátil. Se la llevó al oído y dobló la esquina, desapareciendo
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para siempre.
¿La previa del partido o un mensaje del más allá?
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La puerta comenzó a desandar el corto camino que había recorrido. Entonces
recordamos el consejo de Don Rafael. Con la velocidad de un vaquero en un duelo,
«desenfundamos» el ejemplar de Buenos Aires es leyenda 2 que habíamos llevado y
lo pusimos delante del ya casi inexistente espacio que separaba la hoja del marco.
—Somos escritores, queremos mostrarle nuestro traba…
La puerta se cerró con un ruido a madera rota. No habíamos sido lo
suficientemente rápidos. Esperamos unos instantes. Nada. Pensamos en insistir, en
golpear a la puerta una vez más. De hacerlo las cosas podían ponerse peor, sin dudas.
Tal vez otro día…
—¿Por qué pusieron una paloma en la tapa? —la puerta se había abierto unos
centímetros otra vez. La voz del hombre salía por el nuevo resquicio.
—Por muchas razones, pero digamos que ilustra la primera investigación del
libro, acerca de un mito urbano referente a las palomas de Plaza Congreso.
No extendimos más nuestra explicación por miedo a que nuestro interlocutor
pensara que nos abusábamos de su repentina predisposición a escucharnos.
El silencio se extendió durante unos segundos. Entonces la puerta se abrió hasta
la mitad. Detrás de ella había un anciano de pelo y barba gris. Se paraba bien erguido.
Era flaco y muy alto. Mediría, estimamos, cerca de los dos metros. Desde aquellas
alturas nos miraban unos ojos vivaces que resaltaban en la penumbra del interior de la
casa.
Brotó un «Pasen» desde algún lugar debajo de aquellos ojos, y la figura del
anciano retrocedió, hundiéndose en las sombras.
Nuestras investigaciones nos han regalado momentos en los que creemos estar
dentro de un capítulo de Los Expedientes Secretos X, en los que nos sentimos en la
piel de los inolvidables Mulder y Scully.
Este fue uno de esos momentos.
Cruzamos el umbral.
Ruido a madera rota.
La puerta se había cerrado a nuestras espaldas.
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que se trataba de Ernesto, amigo de Rafael, aunque amigo no fue la palabra que
utilizó…
—Casi no me quedan amigos. A Rafael lo conozco y punto. He tenido buenas
charlas con él. Nada más. ¿Puedo? —Ernesto se refería al ejemplar de Buenos Aires
es leyenda 2 que sosteníamos.
—Es todo suyo —le dijimos mientras se lo extendíamos. Ernesto lo tomó con
manos arrugadas y callosas—. Acéptelo como un regalo, como un agradecimiento
por su hospitalidad.
—Seamos honestos, caballeros: no soy bueno recibiendo gente. Así que lo de
hospitalidad guárdenselo para otra ocasión. Me gustan las palomas.
—Ah, sí… qué bueno —dijimos rogando que no se pusiera a revisar el primer
capítulo del libro. Allí no se describían a las palomas justamente como animalitos
inofensivos.
—Me gustan en serio. Son de otro planeta.
Esa última afirmación, dicha por otra persona, habría significado algo así como
«son extraordinarias» o «me apasionan». Dicha por Ernesto sonó a que realmente las
aves provenían del espacio exterior.
Para nuestro alivio solo consultó el índice y dejó el libro sobre el escritorio.
—¿Y bien? —dijo acomodándose en su asiento. Tomamos la pregunta como una
invitación a abrir el juego sobre nuestra leyenda urbana. Y así lo hicimos. Le
hablamos de los rumores, del mito, de lo que decía la gente del barrio, de lo que decía
Rafael.
—El Alquimista existe —sentenció Ernesto luego de escucharnos. Siguió un
largo silencio, sus ojos quemándonos la vista. Temimos que aquel fallo fuera todo,
que hubiéramos llegado hasta allí solo para esas tres palabras. Pero no, el anciano,
gracias a los dioses del Olimpo porteño, continuó. Y lo hizo en otro tono, menos
forzado, hasta casi podríamos decir que disfrutó de la charla que mantuvimos a
continuación.
—Justo, tal el nombre que utiliza ahora, es uno de los pocos amigos que tengo.
Ha utilizado muchos otros nombres y seguirá utilizando otros tantos. Lo conocí hace
mucho tiempo, antes que trajeran los mataderos a estas tierras.
—Pero eso fue a finales del siglo XIX —retrucamos.
—Están bien informados. Acá, como me ven, tengo ciento cincuenta y seis años.
Aquel anciano aparentaba ochenta años, noventa como mucho; aunque su altura y
aquellos ojos le daban un aire… extraño. Continuó diciendo:
—Justo me dio de su mate durante unos cuantos abriles, hasta que dije basta,
hasta que estuve preparado para el final. Y aquí estoy, esperando ese final que parece
no querer llegar, como si a la Muerte le hubiera ofendido el que la esquivase durante
tanto tiempo.
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Ernesto suspiró, como recordando algo entrañable, y siguió hablándonos. No
queríamos interrumpirlo, pretendíamos aprovechar al máximo esta inesperada
verborragia.
—Cuando Justo me reveló su secreto, no le creí. Siempre me pareció inteligente,
con una memoria envidiable, con un conocimiento de la historia humana fabuloso,
pero de ahí a que fuera descendiente de alquimistas, a que tuviera en su poder la
receta de la fuente de la juventud, había un abismo. Pero con el correr del tiempo no
pude hacer otra cosa más que creerle. Me contó historias que sucedieron
cuatrocientos, quinientos años atrás con un detalle asombroso, me mostró fotos,
dibujos, grabados, papiros, de diferentes épocas. En algunos aparecía su imagen,
fotografiada o dibujada; en otros lo nombraban y hasta lo describían. Sin embargo, la
mayor prueba eran sus ojos. No había dudas, aquellos ojos habían amado mil veces,
habían llorado mil muertes, habían participado en miles de batallas, habían
presenciado miles de descubrimientos, habían confiado mil veces el mismo secreto
que me confiaron a mí.
Otro suspiro. Una breve tos. Luego un nuevo silencio. Era el momento de avivar
la conversación con una pregunta.
—¿Por qué Justo no se mantuvo joven?
—Siempre le gustaron los viejos. Decía, y lo sigue diciendo, que cualquier viejo,
por pobre que haya sido su vida, tiene una buena historia para contar. Le gustaba la
mezcla de experiencia y tranquilidad que da la vejez. Justo eligió ser un viejo eterno,
le agrega a su mate la cantidad necesaria del «vino especial», como yo le digo, y listo,
así se mantiene.
Le comentamos lo de la casualidad de que él viviera en la misma calle donde, se
decía, vivía el Alquimista.
—Ninguna casualidad —Ernesto volvió a su tono ermitaño—. Somos vecinos
desde hace largo rato.
Le hablamos del nombre de la calle, de su origen según el rumor barrial.
—Domingo Viejobueno fue la identidad anterior de Justo. Él fue el Coronel
Viejobueno. Así que el rumor no está del todo errado, el nombre de la calle termina
haciéndole honor a mi amigo.
Ernesto se puso de pie.
La entrevista había terminado.
—Y siguiendo con los honores que merece mi amigo, espero que reflejen su mito
con el debido respeto. Será una forma de homenajear también a tantos compañeros de
aventuras. Recuerden estos nombres: Honoria de Funes, José Michelini, Don
Pabellón, Nicolás Decusa y su madre, Catita Roemer. Todos inmortales, al menos en
mi memoria.
Le agradecimos a Ernesto el habernos recibido. Su «de nada» fue sepultado por el
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ruido de la puerta de calle al cerrarse.
Caminando de vuelta por los senderos de Mataderos, pasamos en limpio tan
singular encuentro. Nos detuvimos en los nombres del final, en aquellos
contemporáneos de Ernesto. José Michelini nos resultaba muy familiar. Es que se
trata de otra leyenda del barrio, ya que se dice que su casilla de madera era la única
construcción existente al momento de ponerse la piedra fundamental del Mercado
Nacional de Hacienda, en abril de 1889.
¿Habrían dejado su marca barrial los otros «amigos» de Ernesto?
Decidimos sacarnos la duda consultando algunos documentos históricos del
barrio.
De repente, revisando una antigua crónica nos sorprendió un nombre: Honoria
Alegre de Funes. Se trataba de la primera maestra de una de las primeras escuelas de
Mataderos, abierta en mayo de 1911. ¿Se trataría de aquella mujer citada por
Ernesto? Era muy posible. Si tomábamos como cierta la extraordinaria edad que nos
dijo tener, Ernesto sería un hombre de unos sesenta años en la época en que se
inauguró la escuela.
Lo de «Don Pabellón» parecía insondable, destinado al anonimato, no
encontrábamos referencia alguna que pudiera estar relacionada con aquel extraño
nombre… hasta que revisamos un ajado y amarillento documento que listaba los
pocos establecimientos que funcionaban en Mataderos en el lejano año de 1895. Uno
de ellos era un reñidero de gallos, propiedad de un hombre conocido como Pabellón.
¡Eureka!
Alentados por el éxito conseguido, buscamos datos de alguien llamado Nicolás
Decusa así como de su citada madre. Pero esta vez sí fue en vano. Después de horas y
horas de hurgar en la historia de Mataderos no encontramos ningún registro con esos
nombres. Madre e hijo, de haber existido, tal vez no hubieran hecho nada que valiera
la pena documentar.
Tuvimos que esperar unos seis meses para quedar mudos al ver, al fin, uno de
aquellos nombres impreso.
Revisábamos una vieja revista de astronomía para otra de nuestras
investigaciones, y al repasar una nota sobre el tamaño y forma del Universo, leímos:
«… Nicolás de Cusa siempre sostuvo que el Cosmos era infinito, y que las lejanas
estrellas que llenaban el cielo no eran más que lejanos soles como el nuestro…».
El verdadero nombre de este estudioso alemán era Nicolaus Krebs, pero fue
conocido como Nicolás de Cusa por su ciudad natal, Kues. ¿Sería este nuestro
Nicolás, compañero de Ernesto? Un dato que prácticamente despejaba toda duda: el
nombre de su madre era Catherina Roemer.
El único problemita se centraba en que este alemán había nacido en el distante
año de 1401 para morir en Italia en 1464…
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¿Por qué Ernesto incluyó, entonces, esta personalidad en su listado de honor?
¿Nos estaría queriendo decir algo? Él nunca pudo haber vivido en la época de Nicolás
de Cusa, salvo que tuviera muchos más años de los que declaró.
Si a esto le sumamos que vivía en la calle Viejobueno, y que conocía más que
nadie al mítico Alquimista… su voz suena como si siguiéramos delante de él: «Sin
embargo, la mayor prueba eran sus ojos. No había dudas, aquellos ojos habían amado
mil veces, habían llorado mil muertes, habían participado en miles de batallas, habían
presenciado miles de descubrimientos». Ojos así no se olvidan, ojos como los de Don
Ernesto.
El mito seguirá siendo mito. Algunos dirán que la historia del Alquimista es solo
la reformulación de la leyenda que hablaba de las bondades ocultas en la tibia sangre
de las reses, otros dirán que es todo un invento de un par de abuelos aburridos y
seniles, y otros seguirán yendo y viniendo por las tres cuadras que dura Viejobueno,
con la esperanza de que algún día les salga al cruce un anciano de barba gris y les
ofrezca un mate.
En cuánto a nosotros, aún seguimos lamentando el habernos inclinado por el café
en nuestra visita a la casa de Don Ernesto.
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Villa Lugano
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El abrazo de Sansón
¿Quién alguna vez no soñó con tener una fuerza descomunal y sentirse invulnerable a
cualquier trauma físico? Sin duda, eso nos daría una confianza ilimitada y nos
sentiríamos dignos de respeto. Sin embargo, la pregunta más importante es: si nos
concedieran ese poder, ¿cómo lo manejaríamos?
En la mitología y también en la historia, tenemos muchos ejemplos de hombres
con una fuerza colosal. Pero concentrémonos en tiempos más modernos.
Vladimir Kudenka, un capitán del Ejército Rojo, oriundo de Ucrania, podía cargar
casi una tonelada de troncos de árboles, después de haberlos cortado él mismo.
Chandra Brahambarapati, integrante de un circo de la India, se decía que podía
levantar —por unos segundos— dos elefantes, uno por brazo.
O en la actualidad, Rigoberto Molina, conocido popularmente como «El Bola», el
hombre más fuerte de Cuba, es capaz de arrastrar camiones y hasta vagones de
ferrocarril que pesan toneladas. Este hombre de 1,75 metros de altura y 107 kilos de
peso dice que su fuerza es algo interno. «Tengo fuerza de voluntad para hacerlo
porque lo hago por amor. Me complace que las personas se sientan felices viendo mi
humilde esfuerzo», declara.
También encontramos ocasionales actos de fuerza de gente común, sin ninguna
preparación atlética. Los ejemplos son interminables. Vale citar el caso de Martina
González, una madre que iba con su hijo en un colectivo de la línea 60. Este, después
de una mala maniobra, vuelca. Se desprenden varios asientos, que atrapan a su
pequeño hijo. La única forma de intentar un rescate es volviendo el vehículo a su
estado original. Aún malherida, pero con toda la determinación, esta madre, y solo
ayudándose con un pedazo de paragolpes, logra equilibrar el colectivo.
Actos que no tienen lógica pero son posibles.
Y llegamos al caso particular de nuestro mito.
De chico, sus padres se dieron cuenta de que su hijo era diferente. Se dice que a
los 6 años, el turquito Alí (apodado de esa manera a causa de sus cejas abultadas, de
sus ojos negrísimos y porque hablaba poniendo «s» al final de casi todas las
palabras), ya se apartaba de la escala normal.
Un día, mientras cursaba primer grado, la maestra vio una rata. Entonces, Alí
levantó un mueble enorme, él solo, y la rata huyó aterrada. Unos años después, en el
recreo, jugaba a la calesita humana: varios compañeros se le colgaban de los brazos y
él los hacía girar.
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Nunca usaba la fuerza porque sí. Era muy pacífico.
Hasta que un hecho capital cambió para siempre su vida: en un incendio que
consume por completo su humilde casa, fallecen sus padres (en algunas versiones se
menciona a dos hermanos). Imaginemos esa escena: Mí viniendo de la escuela y
llegando despreocupado a su hogar, cuando escucha la sirena de los bomberos. Al
principio no se inquieta, pero a medida que se acerca ve claramente que los bomberos
y los policías están en su cuadra, a la altura de su casa. No, tiene que ser un error, es
por la rifa, claro, todos los años pasan, pero son demasiados… ¿y qué hace esa gente
ahí?, ¿por qué tantos vecinos? Empieza a correr, presiente que algo terrible pasó.
Unos brazos pretenden acercarse, pero los aparta como si fueran el humo que brota de
los cimientos de lo que fue su hogar. Corre en silencio, no hay más sirenas, no hay
más colores. El mundo, su mundo se evapora con las llamas.
Necesitan más de cinco personas para poder frenarlo. Es en ese momento, debajo
de esa montaña humana y tragándose las lágrimas más amargas, que implora al cielo
y hace un juramento.
A partir de entonces es criado por un tío. Para poder distraer al muchacho y dadas
sus condiciones especiales, lo estimula, anotándolo en una institución deportiva del
barrio: el Club Social y Deportivo Yupanqui. Aquí hacemos notar que los destinos,
tanto de este querido club como de nuestro personaje mítico, se tocan. Tal vez, la
leyenda se nutre de estas coincidencias.
Fundada en 1935, esta institución debe su nombre a una ocurrencia de su
fundador, el señor Alfredo Gibaut, quien halló en la palabra quechua «yupanqui» el
reflejo de todos sus deseos, ya que significa «de ti hablará la posteridad». Al igual
que del protagonista de nuestra leyenda. Pero hay un suceso que profundiza el
paralelismo con Alí. La noche de carnaval del 28 de febrero de 1961, un incendio
estuvo a punto de destruir por completo el lugar.
Alí, según se cuenta, habría llegado allí a principios de los 70.
Fuimos a las instalaciones actuales del club, en la calle Guaminí al 4500, para
averiguar algunos datos más.
Como era de esperarse, las autoridades actuales no sabían del turco. Tuvimos que
indagar pacientemente, pero la búsqueda valió la pena. Encontramos un personaje
que merece ser retratado. Uno de nuestros viejos vizcachas, memorias vivientes de
los barrios porteños. Un señor de más de 8o años, o al menos es lo que aparentaba, de
nombre Silvano. La ironía del destino quiso que al amigo Silvano, como no tiene
dientes, le silben los labios. Las palabras parecían moldearse en su boca en una
especial forma de música y entonar una canción nostálgica más que relatar una
historia.
Nos hizo pasar a su casa, una burbuja de tiempo fijada en los años 50.
—Uffff, yo estoy acá hace más tiempo del que me puedo acordar. Si se descuidan,
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hasta armé la pista del aeródromo de Lugano.
Silvano se refería al primer aeródromo del país, creado en 1910 y llamado con ese
nombre y que funcionó hasta el año 1934.
Le preguntamos por Alí.
—Por supuesto que me acuerdo de ese muchacho. Todavía lo puedo ver con la
musculosa y los pantalones cortos. Yo trabajaba de jardinero. Bueno… hacía de todo.
El club casi cierra después del incendio y estaba en muy mal estado. Tenían un
pequeño gimnasio. El pibe era grandote, pero no una mole. Calladito, calladito, iba
todos los días y hacía sus ejercicios. Se empezó a hacer amigo de la gente, y con el
tiempo empezaron a comentarse cosas.
Hizo una pausa en su testimonio. Sacó un cigarrillo algo maltrecho, lo miró con
sorpresa pero igual lo encendió. El humo se le escabullía por esa boca desdentada sin
ninguna contención. Por un momento, Silvano se asemejaba a un hongo de humo.
¿Sería del mismo material su testimonio?
—Había una persona, un tano bruto que se llamaba igual que el Diego. Pero este
Maradona era el triple de grande. Había trabajado en el ferrocarril y amasó algo de
guita haciendo repuestos para los trenes, si no me equivoco. Como había puesto algo
de plata para levantar el club, se creía el dueño. Pero claro, ¿quién se animaba a
decirle algo? Todo el mundo sabía, encima, que fajaba a la mujer. Un día la «jermu»
lo vino a buscar con los dos pibes, y el bestia la empujó. Justo ahí estaba el muchacho
este, que le dijo un par de cosas a Maradona. El tano le contestó que no se metiera en
lo que no le importaba y también lo empujó. Me acuerdo que se escuchaban gritos y
ruidos muy fuertes. Yo estaba dándole estuco a una pared y me fui corriendo a ver
qué pasaba. Me encontré al tano y al muchacho tirados en el piso. El tano estaba
encima. Chau, pensé, lo aplastó al pobre pibe. Lo insultaba en italiano y estaba
colorado como una ciruela. El tano parecía un lobo marino como esos de Mar del
Plata, encima de una foquita. Pero el pibe gritó algo, se zafó del brazo y salió de
abajo no sé cómo. El tano se levantó y el pibe lo agarró de atrás. Lo abrazó, un abrazo
de Sansón, y después ¡lo levantó más de un metro! Le dio varias vueltas en el aire y
lo largó. Fue a dar contra unos cajones de gimnasia… los partió todos y, encima,
después se le cayó un bolsa de pelotas de básquet. Cuando se intentó levantar, el pibe
rompió la bolsa con las pelotas y se las empezó a lanzar. Era como que tenía un arco
en el brazo. El tano terminó llorando y suplicando por favor. Con eso, se ganó el
respeto de todos. Además, empezó a colaborar en la organización de eventos para
levantar el club. Así fue que conoció a Martín Karadagián.
Esta referencia merece un capítulo aparte. Silvano citó a una figura que de por sí
ya es toda una leyenda. Un hombre que marcó a varias generaciones con «Titanes en
el Ring», un espectáculo de lucha libre con coloridos personajes y situaciones
absurdas que se transformó en un icono popular. Figuras como La Momia, El
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Caballero Rojo o El Indio Comanche. Personajes secundarios como El hombre de la
barra de hielo, La viuda misteriosa o La mujer del paraguas. Episodios entrañables
como cuando el mismo Martín Karadagián peleó contra ¡el hombre invisible!
—Ellos salían de gira —rememoró Silvano—. Iban por los barrios y alguien los
convenció para que vinieran. Me acuerdo que ese día vino con Ararat, el hombre
montaña, un gordo peludo casi más grande que el tano; El Caballero Rojo también
estaba. Yo me encargué de hablarle del pibe. Cuando Karadagián lo vio, quedó
impresionado. Sobre todo después de voltear al gordo Ararat. Es como Sansón, le
dije. Se entusiasmó enseguida y quiso llevárselo con la troupe. Pero cuando se avivó
de que era menor de edad, se echó para atrás. Una lástima. Ya se había imaginado
para Alí un traje de romano, con una barba y todo. Le gustó lo de Sansón y le iba a
poner ese nombre. Una pena. Igual, el pibe no sé si hubiera agarrado, porque no
quería foto ni nada de eso. Creo que por un juramento que hizo.
Por un tiempo, el derrotero de nuestro héroe se pierde. Algunas versiones señalan
que se fue a trabajar a un frigorífico del barrio de Mataderos; otras, al mercado de
Hacienda de Liniers. En relación con estos casos, se cuenta que podía sacrificar una
res de un solo golpe. Pero esta variante no parece propia de nuestro personaje.
Queremos hacer hincapié nuevamente en la supervivencia de los mitos. La
leyenda se adapta a los diferentes momentos. De los ingenuos 60, los politizados 70,
la esperanza de los 80, el espejismo de los 90, llegamos a la problemática actual y
vemos a nuestro protagonista en esa lucha.
Como mencionamos antes, Villa Lugano fue protagonista de los inicios de la
aviación. Cerca de los terrenos, se erige un tótem característico del lugar. Estamos
hablando del barrio General M. N. Savio, conocido popularmente como Lugano 1 y
2. Un complejo de edificios construidos en los 70 con la intención de dar vivienda a
familias de bajos recursos. Es una zona de una extrema complejidad social. En este
lugar, se escucha todo tipo de historias. La de Alí no podía estar ausente, aunque aquí
toma características épicas.
Como dijimos, los mitos reflejan la temática actual, por lo tanto, teníamos que
entrevistar a los chicos de un hoy incierto. Un grupo de adolescentes que casi siempre
andan juntos. Muchos no terminaron el secundario. Algunos trabajan y se sienten
orgullosos por demás, de su barrio. Se manejan por apodos y se hacen llamar
«Malacate».
Lalo, alias El Pipi: «A los ratis que venían a cometear, les repartió a todos juntos.
Cazó una bolsa de arpillera y la llenó de ladrillos y se la tiró como si fueran papelitos.
Lo que digo es posta. Esos no jodieron más».
Tal vez en este mito se da un fenómeno similar al que vimos en el primer
volumen de nuestra saga literaria, el caso del Golem de Once, un ser creado de arcilla
por un Rabino, como protección; aquí nuestro hombre superforzudo ejerce una
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función similar, protegiendo a determinados grupos sociales o actuando ante
injusticias contra ellos.
Jonathan, alias El Raro: «Estaba esperando el Premetro en la Estación Larrazábal,
cuando pasa un chabón con una bicicleta, recolgado el vago, y el Premetro se lo lleva
puesto. Suerte que estaba llegando, porque si venía a full lo hace puré. Pero la
bicicleta y la pierna del chabón quedaron enganchadas. ¡Cómo gritaba ese flaco!
Todos gritaban, pero nadie sabía qué hacer. No se animaban a mover el tren. En eso
apareció el turco Alí; era él, estoy seguro. Tenía un fierro. Se puso en las vías y, te lo
juro por mi vieja, levantó el coche y pudieron sacar al flaco».
Kevin, alias El Púa: «Esto me lo contó mi viejo. Hacía poco nos habíamos
mudado. Yo ni pintaba nacer y mi hermano mayor era muy pendejo, ni caminaba.
Parece que los vecinos reclamaban por una rajadura en una columna del 4 (torre 4 del
Lugano 1). Rompían las bolas, pero nadie del gobierno venía. Una noche escucharon
ruidos muy feos, de algo rompiéndose. Los vecinos salían a los piques, en
calzoncillos, las minas en bolas. Dice mi viejo que cuando llegó abajo, estaba el turco
sosteniendo la columna. Estaba rojo como un tomate. Pidió si alguien tenía una
mezcladora. Como mi viejo trabajaba en una construcción y se traía algunas cositas,
le alcanzó todo. El turco abrió la boca y alguien le metió la mezcla en la boca.
Después escupió esa pasta en la columna. Entre varios muchachos le trajeron unos
fierros que son para el hormigón armado y también los puso en la columna como si
fueran alambrecitos. “Por ahora aguanta”, dijo. Y aguantó hasta que lo arreglaron».
Esta anécdota sumamente febril pero pintoresca, podría haber tenido su probable
origen en el gran terremoto ocurrido en el año 77, con epicentro en la ciudad de
Caucete, San Juan, y que tuvo una onda expansiva que se hizo sentir en nuestra
ciudad. Las torres de más de 20 pisos tuvieron una oscilación importante. Lo
suficiente para alarmar a cualquiera.
Por último, preguntamos si alguien sabía en dónde estaba Alí y de qué se trataba
ese famoso juramento del Sansón porteño. La única chica del grupo nos contestó.
Melina, alias Coqui: «Emilio sabe, es su mejor amigo. Juramento no sé, pero al
que nos quiere joder le decimos que no se metan con nosotros, que conocemos al
turco».
Después de esto, los Malacate se juntaron, empezaron a hacer algunos
movimientos espasmódicos y, bajando las viseras de sus gorras, nos improvisaron un
tipo de rap muy particular, uno que permite la utilización de la boca, no solo para
cantar, sino para imitar los ruidos de cada uno de los instrumentos. Empezó El Púa y
terminó El Raro:
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Que nadie venga con lo malo,
porque acá están los Malacate que le dicen:
¡arreglalo!».
¿Podía ser que lo que había dicho Silvano tuviera algún sentido?: «El abrazo de
Sansón».
Este héroe bíblico, que aparece en el Libro de los Jueces (capítulos 13 al 16),
vivió en el siglo XI a.C. En ese momento, los israelitas eran dominados por los
filisteos. Un ángel le avisa a la mujer de Manóaj que tendrán un hijo que liberaría a
Israel de la opresión filistea. Pero le advierte que su primogénito no debe ingerir
bebidas alcohólicas ni comer nada impuro y, por supuesto, «la navaja no debe pasar
por su cabeza», si no perderá toda su fuerza.
Sabemos que en el caso de nuestro Sansón se puede arriesgar que su fuerza
extrema la obtiene después de aquel trágico siniestro en el que perdió a parte de su
familia. Pero ¿cuál fue ese juramento?
Encontramos al tal Emilio en la plazoleta Aeronáutica Argentina (Avenida
Francisco Fernández de la Cruz y Larrazábal).
—¿Ven este avioncito que está puesto ahí? —nos dijo de entrada, refiriéndose al
Mirage III C emplazado en la plazoleta como homenaje a los pioneros de la
aeronáutica de nuestro país—. Cuando se armaron los quilombos de saqueos en el
2001, el turco se mandó a la plazoleta, levantó el avión del pedestal y amenazó con
tirárselos por la cabeza con cuetes y todo a los que afanaban los supermercados. Está
bien que no tiene motor pero ¿saben lo que pesa eso? Los tipos se quedaron tan
cagados que la cosa se calmó. No salió en ningún lado porque todos miraban lo que
pasaba en el centro. Pero yo estaba ahí, y sé lo que pasó.
Sin que nos ganara el asombro, tratamos de preguntar en qué consistía su
juramento.
—Después de lo del incendio, le pidió a Dios que si le daba mucha fuerza,
pelearía contra la injusticia y le daría una manito a los que más necesitan. Yo lo
conocí en un comedor infantil. El turco no se cansaba nunca, qué lo parió.
—¿Alguna foto? —interrogamos.
—Nada. No quería fotos, decía que era parte del pacto con Dios. Además, tenía y
tiene una razón muy inteligente. Como la gente no sabe realmente cómo es ni siquiera
su nombre real, los garcas deben cuidarse. Les puedo decir que obviamente es
enorme, con unas cejas que parecen dos almohadones. Nada más.
—¿Pero dónde está ahora? —preguntamos ansiosos.
Por primera vez, Emilio nos miró directamente a los ojos. Unas ojeras gigantes y
unos pequeños ojos con expresión derrotada.
—Me gustaría saberlo. Es que se metió con la pesada de la merca. Al turco lo
mataba el tema del paco y estaba muy obsesionado con darle una patada en el orto a
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todos los dealers que encontrara.
Queríamos saber qué había pasado.
—Minas, al turco le gustan con locura las minas. Las quiere bien, las trata bien.
Un día le prepararon una partuza con tres putas, pero de calidad, ni parecían trolas las
muy guachas. Y yo creo que por ahí se le va la fuerza que tiene, ¿me explico?
Después de eso, entraron unos tipos y lo molieron a palos. El pobre turco no entendía
nada. Lo metieron en una caja atado de pies y manos, y lo mandaron al Amazonas de
Colombia.
—¿A la selva colombiana?
—Sí, eso. Pero yo creo que el turco va a volver. Tiene que volver. Nos hace
mucha falta. Los brazos se te cansan de tanto pelear en este mundo al revés, los puños
se te pelan mucho y vos sabés que no podés confiar en nadie.
Y como en la historia bíblica, todos, inclusive nosotros, esperamos ese último
regreso del héroe, o al menos de la leyenda, un último acto que equilibre las fuerzas.
Un abrazo de Sansón.
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Villa Pueyrredón
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Villa Noel
Para llegar hasta la persona de carne y hueso en quien se basa la leyenda de Papá
Noel debemos retroceder unos mil setecientos años. En aquellos lejanos tiempos, más
precisamente alrededor del año 280 de nuestra era, nace en el pequeño poblado de
Patáras, distrito de Licia, en lo que hoy es territorio turco, un tal Nicolás (del griego
Nikolaos).
Y la leyenda nace con él, ya que, según atestiguan ciertos escritos, nada más
nacer, Nicolás, se sostuvo de pie por sí mismo.
Hijo de una familia rica, hereda una fortuna cuando la peste se lleva a sus padres,
dejándolo huérfano en su adolescencia.
Aquí es donde se gesta su fama de persona bondadosa y caritativa, ya que se
cuenta que, luego de su desgracia, repartió gran parte de su fortuna entre los pobres y
partió hacia la ciudad de Mira, uno de los principales puertos de Licia, donde se
ordenaría como sacerdote.
Son muchas las historias extraordinarias que se le atribuyen a Nicolás.
Una de las más conocidas, la cual contribuiría a popularizar su buena relación con
los pequeños, habría sucedido durante uno de sus viajes, cuando ya había sido
consagrado como obispo. Las versiones son muchas y, en algunos casos,
contradictorias, pero, aun así, terminan delineando la siguiente historia: cierto
hombre, trastornado por la terrible hambruna que asolaba sus tierras, decidió asesinar
a tres niños para luego poner sus carnes en salmuera. Nicolás habría sorprendido al
asesino luego de que este ya hubiera acuchillado reiteradas veces a sus víctimas. El
sacerdote consiguió llegar hasta donde estaban los moribundos, se arrodilló sobre el
charco de sangre que los rodeaba, rezó y los jóvenes sanaron inmediatamente.
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Otra de sus aclamadas caridades consistió, según las crónicas, en la desinteresada
ayuda que brindó a tres muchachas sumidas en la pobreza. Era tal la miseria en la que
se hallaban estas mujercitas que les resultaba imposible casarse, por lo que su padre
pensaba prostituirlas para poder sobrevivir. Fue entonces que el bueno de Nicolás,
cierta noche, lanzó unas monedas de oro por la chimenea de aquella humilde casa, las
cuales cayeron justo dentro de unas medias que las jóvenes habían colgado para que
se secaran. Con aquel dinero pudo casarse la mayor de las muchachas. Nicolás repitió
aquella acción en las dos noches siguientes, salvando a las tres chicas de un oscuro
destino.
Chimenea, medias, regalos, noche… átomos primordiales del mito de Papá Noel.
Así y todo, el amado San Nicolás fue encarcelado y torturado, como parte de las
persecuciones a los cristianos que llevó a cabo el emperador Licinio entre los años
316 y 318. Se cuenta que cuando fue liberado, gracias a otro emperador, Constantino,
su aspecto distaba mucho de la rechoncha imagen del actual Santa Claus. Denegrido
y raquítico, lleno de cicatrices y con el rostro quemado, el sacerdote regresó a Mira.
Según consta, murió el 6 de diciembre del año 345. Y fue esta la fecha que se
tomó en algunos países europeos para instalar la leyenda: San Nicolás repartiría
regalos a todos los niños buenos durante la noche del 5 al 6 de diciembre. En aquellas
primeras versiones llevaba sus vestiduras eclesiásticas, generalmente verdes y
blancas, montaba un burro o un caballo y, además de los numerosos obsequios,
transportaba un manojo de varas para los niños desobedientes.
Uno de los países que alimentaba esta creencia era Holanda. Allí San Nicolás era
Sinter Klaas, y tenía un ayudante, un tal Zwarte Piet o Pedrito el Negro. Los
holandeses que luego emigraron a Norteamérica llevaron con ellos al santo de los
regalos y dejaron a su ayudante.
En la tierra del Tío Sam, con la complicidad de escritores, dibujantes y la misma
gente, Sinter Klaas se convirtió en Santa Claus, su caballo fue reemplazado por un
trineo tirado por renos (tal vez el legendario equino no pudo soportar el sobrepeso
ganado por su patrón), y el 6 de diciembre original se corrió al 25, fusionándose con
la Navidad cristiana.
Las últimas pinceladas a la actual versión de San Nicolás se dieron en 1931, en la
campaña navideña de Coca-Cola, donde aparece con su traje rojo, cinturón y botas
negras.
Hasta aquí la metamorfosis mítica que dio origen a Santa Claus, Papá Noel para
nosotros (del francés Bonhomme Noël), que transformó a un sencillo sacerdote en
casi un superhéroe con residencia en el Polo Norte.
Ahora volvamos allí donde empezamos: Argentina. Buenos Aires. Villa
Pueyrredón.
Hasta no hace mucho tiempo, en la noche de Navidad, los habitantes del barrio
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recibían sus respectivos regalos… de las manos del mismísimo Papá Noel. O, al
menos, eso es lo que dice el mito urbano.
¿Cómo es esto?
La historia comienza cuando un viejo residente de Villa Pueyrredón, al que
todavía se lo suele citar con nombre y apellido, Patricio Luis Pretiche, Don Patricio
para la mayoría, gana el Gordo de Navidad. El hombre había jugado solo por
tradición: para él comprar un billetito en todas las Fiestas, era tan importante como el
pan dulce. Y decimos solo por tradición porque Don Patricio tenía un muy buen pasar
económico merced a una herencia familiar que bien guardada estaba en el Banco.
Alma bondadosa, el afortunado ganador decidió invertir el dinero del premio en la
felicidad de los niños de su amada Villa Pueyrredón. Fue así que, un poco en honor al
premio ganado, otro poco aprovechando su natural barriga y su barba canosa y
enrulada, se convirtió en el Papá Noel del barrio, un Papá Noel con todas las letras.
Algunos comentan que este buen hombre no habría podido tener hijos con su
difunta esposa, y que ahí residía la raíz de su amor a los niños.
—Todavía recuerdo cuando Don Patricio vino a contarme su idea —nos reveló
LUCRECIO M., padre de Marcelo, el mismo cuyas palabras abrieran este capítulo—.
Me pidió que las cartas que los chicos le escribieran a Papá Noel se las dejáramos en
el buzón de su casa, y que no compremos ningún regalo, que él se iba a encargar. Y
así fue. Se apareció la noche de Navidad, a eso de las doce menos cinco, vestido de
rojo y riéndose ¡jo, jo, jo!, con los regalos que Marcelito y Josefina habían pedido.
Por las dudas, con mi señora habíamos comprado otras cositas, así que ese año los
pibes se llenaron de juguetes. Y después nos enteramos. Don Patricio había hecho lo
mismo con cada familia del barrio. Era un fuera de serie.
Cuentan que en aquella Navidad, a la que algunos sitúan a comienzos de la
década del ochenta, si bien en algunas casas se recibieron los obsequios antes de la
medianoche y en otras después, los adelantos o los retrasos, según el caso, no fueron
de importancia. Así que, sencillamente, todos quedaron contentos: los chicos por
haber recibido sus regalos de manos del mismísimo Papá Noel, los grandes por la
alegría de los pequeños y porque se ahorraban el dinero de las dádivas, y Don
Patricio por haberle podido brindar a su barrio una Navidad diferente.
De más está decir que estaba todo dado para que aquel «evento» barrial se
repitiera en la siguiente Navidad. Y, según el mito, así sucedió, Don Patricio volvió a
calzarse el traje rojo. Y en la Navidad que le siguió a aquella volvió a hacerlo. Y en la
siguiente también. Y parece que cada año que pasaba mejoraba sus entradas: dicen
que, a pesar de su edad, más de cincuenta por aquella época, comenzó a ingresar por
alguna que otra ventana, y hasta aseguran que había una o dos casas a las que entraba
por la chimenea.
¿Serán estos últimos rumores síntomas de que el boca en boca metió la cola
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exagerando una historia relativamente sencilla?
Es posible.
Como todo mito, este tiene dos extremos. En uno están las personas que
defienden la veracidad de las andanzas navideñas de Don Patricio, como Marcelo y
su papá, mientras que en el otro están los que desconfían de todo el asunto, como
ABEL O., mozo de un bar sobre la calle J. L. Cabezón, quien nos dijo:
—La historia del Papá Noel ese la escuché mil veces y siempre le cambian algo.
Que a mí me conste, el tipo ese ni existió. Mirá que llevo cuarenta años de mozo en el
barrio y nunca lo vi. A mi casa, por lo menos, no vino a dejarme ni un sorrentino.
FERNANDA D., dueña de una librería, también guarda sus objeciones al mito:
—Villa Pueyrredón no será grande como Palermo pero tampoco son tres
manzanas locas. Por más que le busques la vuelta es imposible que una sola persona
recorra todas las casas del barrio en hora, hora y media. No se puede. Lo de Patricio
es un lindo cuento y nada más.
Matemática y físicamente, Fernanda tiene razón. Pero no es tan fácil matar un
mito, pues aun agonizando se revuelve buscando una oportunidad, una posibilidad de
seguir existiendo.
Versiones que hablan de un gemelo de Don Patricio que lo ayudaría a repartir los
regalos (una suerte de Zwarte Piet porteño) o de cierta máquina teletransportadora,
bien pueden tratarse de una muestra de esos manotazos desesperados que da la
leyenda urbana al sentirse atacada.
Y parece que esa lucha por persistir da sus réditos, al menos en este caso, ya que
terminamos escuchando en la boca de algunos vecinos una variación de la historia
que resuelve los problemas planteados en los últimos dos testimonios. Esta línea
alternativa afirma que Don Patricio fue realmente el Papá Noel que se cuenta, pero su
recorrido se habría restringido a tan solo una docena de hogares, aquellos donde vivía
gente que apreciaba. De ahí que no acusara serías impuntualidades en su labor. De ahí
que Abel, el mozo, no recibiera nunca su visita.
No es una opción descabellada. Es más, quizá se trate de la más lógica de todas, y
funciona muy bien como base real del mito urbano: luego el boca en boca, con su
tendencia a exagerar las historias, habría extendido el itinerario de nuestro personaje
a toda Villa Pueyrredón.
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desaparecieron. Y fue así que se encontró cerca de los ochenta años, sin familia y casi
en bancarrota.
Aquella Navidad porteña no fue tan feliz, y menos en Villa Pueyrredón. En el
barrio no hubo Papá Noel, al menos en persona, como estaban acostumbrados sus
habitantes.
Se dice que en un primer momento, en agradecimiento a tantos ¡jojojos!, los
vecinos realizaban una colecta mensual para ayudar a Don Patricio, pero parece que
la buena voluntad no era suficiente porque en los días previos a la Navidad de 2002 o
2003, depende la versión, aquel hombre que nunca había tenido problemas de dinero,
aceptó una changa: hacer de Papá Noel en una galería comercial, para que los chicos
se saquen fotos con él.
Patricio Luis Pretiche volvía a calzarse su mítico traje. Si bien no repartiría
regalos de casa en casa, el fin era el mismo: llevar alegría a los más pequeños.
Cuentan, entonces, que en una de esas calurosas tardes de mediados de diciembre,
la cola, a la espera de un saludo y una foto, era inmensa. Y aquella Diosa Fortuna que
le sonriera unas décadas atrás, haciéndolo poseedor de un dineral, ahora, no contenta
con lo del Corralito, le volvía a dar la espalda a Don Patricio: el aire acondicionado
del complejo se descompuso de repente, lo que provocó que, por primera vez, no la
pase nada bien dentro de aquel traje rojo y blanco. El anciano comenzó a transpirar y
transpirar, de gotas a ríos, de ríos a cataratas, la presión le fue bajando, hasta que ya
no pudo mantenerse en pie y tuvo que permanecer sentado. Sin embargo, a pesar de
su sufrimiento, él no demostraba nada, seguía como si estuviera en el Polo Norte,
sonriéndole a cada chico que se sentaba en su regazo.
Él amaba a los niños.
Y sucedió que, así como estaba, sentado en su trono de terciopelo, empapado de
sudor bajo el colorido traje, Don Patricio se descompuso del todo y, sin que tuviera
tiempo a nada, sufrió un infarto fulminante.
Dicen que el débil quejido que emitió se perdió en el barullo de la galería, y que
hasta pudo haberse confundido con un cansino jojojo.
Don Patricio había muerto… y nadie se dio cuenta. Su grueso cuerpo quedó en la
misma posición, sentado en el trono. Su cabeza se ladeó un poco, el gorro se inclinó
ocultándole los ojos.
Y nadie se dio cuenta.
Los chicos se siguieron sacando fotos. Algunos pensaron que Papá Noel estaba
cansado, que por eso ya no se reía y se quedaba en su asiento. Pero habían esperado
tanto aquel momento que, ni bien les tocaba, se sentaban en el regazo de su ídolo, lo
abrazaban, clic, y a buscar la foto.
Nadie sabe con certeza cuánto duró aquello, pero gente como ADOLFO A. no
pueden olvidar el instante en el que se supo la verdad.
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—Fue terrible. Yo estaba haciendo la cola con mi hijo, y el chico que pasó a
sacarse la foto estaba emocionadísimo. Se tiró encima de Papá Noel para abrazarlo, y
el viejo se desplomó sobre el pesebre, haciéndolo pedazos. Todos los nenes
empezaron a gritar. Nunca se me va a borrar de la mente la cara de aquel chico, el que
había pasado: estaba pálido, asustado, como si a Papá Noel lo hubiera matado él.
La versión «oficial» encuadra el siniestro acontecimiento en una galería cerrada,
como citamos; pero algunos, como Adolfo, no opinan lo mismo.
—Ninguna galería. Pasó al aire libre, en el Centro Comercial. ¡Me lo van a decir
a mí, que estuve presente! No se rompió ningún aire acondicionado, no, era un día
que hacía un calor de locos, más de cuarenta de térmica. El pobre viejo se tuvo que
haber cocinado dentro de ese traje.
Por un lado Adolfo parece opinar certeramente, ya que para Navidad y Año
Nuevo suelen hacerse celebraciones a cielo abierto en el Centro Comercial de Villa
Pueyrredón.
Pero por otro lado el sentido común indica que, de haber sucedido los hechos en
este tipo de festejos, los empleadores de Don Patricio deberían haberlo ubicado,
aunque más no fuera por su edad, en algún lugar climatizado. Y aquí la versión del
aire acondicionado roto vuelve a ganar validez.
Desandamos algunas de las calles del Centro Comercial, como Artigas, Griveo y
Mosconi, buscando mayor información acerca del día final de Don Patricio. Muchos
de los comerciantes dijeron no haber oído nunca la historia, y los pocos que sí la
conocían, la tildaron de fábula navideña sin bases reales.
¿Escepticismo o pocas ganas de manchar el negocio propio con una muerte?
Quizás ambas cosas… o quizá ninguna, quizá todo el asunto se trate de eso, de una
fábula. ¿Pero cómo se originó entonces? MAVI G., una paseante de aquel Centro
Comercial, fue la que nos brindó una posible pista:
—Yo no estaba en el Centro, ese día. Aunque después me lo contó medio barrio.
Parece que un tipo vestido de Papá Noel se descompuso y se desmayó; pero nada
más, el hombre no se murió, al rato volvió en sí. Me dijeron que los chicos que
esperaban para sacarse una foto entraron en pánico. Lógico, pobrecitos; ver a Papá
Noel en ese estado fue un shock para ellos.
Y luego tendríamos una vez más el boca en boca haciendo de las suyas. No es
difícil imaginar a algunos de esos chicos huyendo de aquella galería inmediatamente
después del incidente, demasiado asustados como para aguardar y enterarse de la
recuperación de su ídolo. Para ellos Papá Noel había muerto delante de sus narices y
así lo transmitirían.
Una cosa más: en ningún momento Mavi identificó al Santa Claus desvanecido
con nuestro Don Patricio.
—Que yo sepa, era un tipo cualquiera —nos dijo—, nadie de importancia.
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Ahora, si analizamos las dos mitades de esta leyenda urbana, tanto la que describe
la «época de oro» de Don Patricio como la que relata su final, veremos que cada una
parece valerse por sí misma, como si en un origen hubieran existido por separado.
¿Estaremos ante la fusión de dos mitos que tiempo atrás supieron ser independientes?
De ser así, las últimas palabras de Mavi bien pueden tratarse de un eco de aquella
condición perdida.
La ecuación parece sencilla: dos leyendas urbanas surgidas, cada una, de hechos
reales luego exagerados por el boca en boca, ambas compartiendo un protagonista de
características similares. Solo habría que conseguir que sendos protagonistas sean la
misma persona y listo, mitos fusionados. ¿Pero cómo hacer que un adinerado
habitante del barrio termine trabajando por unos pesos en un Centro Comercial? ¿Se
agotó su fortuna? No es muy creíble, Don Patricio era bueno, pero no tonto. ¿Se la
robaron? Esta versión pudo haber existido durante un tiempo, pero al tildar a Villa
Pueyrredón de «peligrosa» no les caería muy simpática a sus habitantes y habría
perdido fuerza. Y así, mutando, tanteando una y otra variante, respetando las leyes
darwinianas del mito (la supervivencia de la versión más apta), en algún momento
alguien relacionó los hechos de finales de 2001 y descubrió que era la amalgama
perfecta: Don Patricio había sido víctima del corralito.
Nunca sabremos si la leyenda urbana se construyó de esta manera, pero no deja
de ser una posibilidad, interesante por cierto.
Una última observación. Tal vez se trate de una coincidencia, pero no podemos
hacer la vista gorda.
Las crónicas dicen que, para aquella célebre campaña de Coca-Cola de 1930 que
consolidó la iconografía de Santa Claus, el primer modelo que se tomó para delinear
el aspecto del personaje fue un vendedor jubilado llamado… Lou Prentice. ¿No les
suena? Lou Prentice, Luis Pretiche. Sí, el nombre completo de nuestro Papá Noel
barrial: Patricio Luis Pretiche. ¿Será esta la prueba de que Don Patricio no existió, de
que alguien inventó la historia y que luego su protagonista fue tomando el nombre,
porteñizado, de este olvidado vendedor, en quien se basa la actual figura del Padre
Navidad? ¿Habrá que darles la razón a aquellos que aseguran que el desinteresado
periplo de Don Patricio es solo una fábula navideña?
Pero por más que ataquemos, una y otra vez, la veracidad de este relato, solo
volveremos a comprobar lo difícil que es echar por tierra un mito: cuanto más
apretamos el nudo, más lucha por existir.
Piensen si no en el mito de Papá Noel, pero no en el barrial, piensen en ese mito
que vivió en cada uno de nosotros cuando éramos niños, ese que llenó de magia
nuestras primeras Navidades, ese que fue derribado por aquel desconsiderado
compañero de escuela. Papá Noel son los padres. ¡Qué idea tan absurda! Idea que, sin
embargo, terminábamos por creer, porque todos la creían, porque nuestros mismos
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padres se revelaban como tales. Pero ¿qué autoridad tenía ese compañero para
desacreditar semejante leyenda? ¿Qué sabían, en definitiva, nuestros padres de la
existencia o no de aquel ídolo? Ellos dejaron de creer en Papá Noel por las mismas
razones que nosotros, y luego habían tomado su lugar, y a sus padres, nuestros
abuelos, les habría pasado algo semejante, y así. El escepticismo hacia Papá Noel
tiene todo el aspecto de un mito, pues se trata de una costumbre que se transfiere de
generación en generación sin hacerse grandes preguntas: Papá Noel no existe y punto.
¿Cuál es la leyenda entonces? ¿La que nos habla de aquel gordito vestido de rojo que
nos visita el 24 de diciembre a la noche o la que nos asegura que nuestros padres se
hacen pasar por ese mismo gordito?
No es fácil matar un mito. Y el de Papá Noel no es la excepción. O me van a decir
que, en el fondo, oculta por un manto de «madurez», no guardamos la esperanza de
que Papá Noel realmente exista.
Aquel regalo junto al arbolito, ese que no dejamos nosotros ni vimos que fuera
dejado por nadie, ese de envoltorio brillante; podemos suponer que fue dejado por
algún familiar sin que nos diéramos cuenta, o podemos pensar que lo dejó… ¿por qué
no?… Él.
Este es uno de los antiguos barrios de Buenos Aires y como tal, cercano a las
derivaciones del Mar Dulce, como denominó el español Juan de Solís al Río de la
Plata.
Los inicios del barrio vienen del siglo XVII, cuando empezaron a instalarse
construcciones rústicas que almacenaban cueros y otros productos que entraban o
salían de la ciudad. Estas construcciones se conocían como «barracas». Ya en el siglo
XIX era utilizado por las familias más adineradas del país como lugar de
esparcimiento, lo que produjo la edificación de esmeradas casonas y casas quintas.
Familias como los Álzaga, los Balcarce o los Montes de Oca se codeaban y lucían sus
poderosas mansiones. Ese momento de esplendor se interrumpió de manera abrupta
debido a la epidemia de fiebre amarilla de 1871, que se lleva la vida de al menos 13
000 personas. La peste alcanza tales dimensiones que produce una reestructuración
definitiva de Buenos Aires. En el caso de Barracas, las familias, dueñas de esas
prodigiosas mansiones, huyen hacia el norte de la Capital.
Acá queremos detenernos para puntualizar lo que podría ser un antecedente de las
leyendas actuales.
Cuando se produce el brote de fiebre, en un conventillo de San Telmo se
celebraba el carnaval. Cuenta la leyenda que, al año siguiente, junto con el Rey
Momo, la máxima autoridad del festejo, aparece un muchacho negro de apellido
De inmediato, recordamos lo que nos había dicho María acerca de que Ernestina
llevaba un changuito muy pesado. La historia cerraba muy bien. Pero lo que seguía
iba a ser más sorprendente.
Al recorrer la calle California, en la que supuestamente se había refugiado
Hassan, el Flautista, empezaron a aparecer, como por arte de magia, los testimonios
que se nos habían negado.
TITO O. (empleado de un salón de fiestas, en California al 1300): «Antes no
hablábamos porque teníamos miedo. Ese chabón era como de la mafia. Te tocaba la
flauta de prepo y si no le dabas plata, se te venía la malaria. Yo todavía no trabajaba
acá, pero la dueña me contó que vino un par de veces y ella le tuvo que dar algo. No
quería plata, quería oro. Dice ella que le dio un anillo de su abuela. Ahora que la vieja
del agua lo limpió, no jode más».
Nos aseguraron que Hassan, el Flautista, no volvió a aparecer, pero hay gente que
no se confía. Muchos vecinos de Barracas llevan, en todo momento, unas monedas,
por si acaso, no vaya a ser que aquella dulce melodía los sorprenda a la vuelta de la
esquina.
El mito que investigábamos era simple y seductor: dicen que en cierta ocasión, hace
mucho tiempo, pudo verse un barco pirata navegando por las aguas del Riachuelo, e
incluso anclando en su antiguo puerto. Y, como ya nos ha pasado otras veces, al
sumergirnos en el mito, fuimos conducidos a otro.
El origen del asunto parece estar cientos de años atrás, allá por 1537, cuando el
marino y comerciante genovés León Pancaldo pretendía llegar a Perú con su valiosa
carga, vía el Estrecho de Magallanes. Sucedió que nunca llegó a Perú, ni siquiera al
Estrecho. Una de sus embarcaciones encalló frente a la desembocadura del Riachuelo
y se vio obligado a desembarcar en el puerto de Buenos Aires, en tierras que hoy
pertenecen al barrio porteño de La Boca. En aquel tiempo aún se encontraba la
población fundada por don Pedro de Mendoza, la cual, con la excusa de haberle
encontrado dos esclavos entre la tripulación, le decomisó a Pancaldo toda la
mercancía que llevaba y lo obligó a venderla allí mismo. Entonces los habitantes, en
medio de su escasez, le compraron todo… a crédito, crédito que el marino jamás
cobró, muriendo triste y pobre, tres años más tarde.
Hasta aquí la versión «oficial». La otra versión, la «extraoficial», asegura que el
embaucado genovés pudo rescatar, antes de que le decomisaran todo, lo más preciado
de su cargamento y alcanzó a enterrarlo en algún lugar de las tramposas tierras donde
había encallado. Y nunca llegó a desenterrarlo.
¿En qué consistía aquello tan valorado por Pancaldo?
La leyenda habla de un tesoro, por supuesto: joyas, oro, piedras preciosas. Es que
León Pancaldo había protagonizado innumerables aventuras por Asia y Europa,
llenando sus barcos de quién sabe cuántas riquezas.
Así fue que el rumor de que algo inmensamente valioso se escondía en los lejanos
parajes del Río de la Plata habría recorrido los siete mares y, como consecuencia de
ello, los buscadores de tesoros comenzaron a invadir las aguas rioplatenses. Y no
podían faltar, entre ellos, los míticos piratas.
Como dijimos al comienzo: un mito basándose en otro; los míticos corsarios tras
la leyenda de un tesoro perdido en lo que hoy es La Boca.
¿Cuánta fuerza puede tener un mito, o dos en este caso? La suficiente como para
atravesar navegando más de cuatrocientos cincuenta años y seguir vigente…
CRISTINO J.: «Donde hay piratas hay un tesoro. Esa historia viene del tiempo de la
República de La Boca».
Tal vez lo más parecido a un ataque pirata fue lo que ocurrió en 1607.
Cuentan que en cierto día de marzo de aquel año, cuando tocaban las doce de la
noche, llegaron al puerto, nadando desesperadamente, un grupo de marineros que
aseguraban haber saltado de una nave saqueada por piratas. Y según las
investigaciones de la época, estaban en lo cierto: unos quince piratas holandeses,
Según algunos, fue otro el acontecimiento que pudo haber dado origen a la
leyenda.
MIGUEL M.: «Las historias de tesoros y piratas se multiplicaron luego de lo del
Graf Spee».
El Almirante Graf Spee fue un acorazado que integró la marina de guerra de la
Alemania nazi. Considerado como una obra maestra de la ingeniería naval, salió de
su país de origen en 1934 y, luego de una agitada existencia de persecuciones y
enfrentamientos, llegó a finales de 1939 al puerto de Montevideo con la intención de
Y como si se hubiera tratado de una profecía, aquel fue el destino final del Graf
Spee, hundido por sus propios tripulantes al verse desbordados por los navíos
británicos recién llegados. El acorazado explotó y se hundió a la vista de la gente del
puerto de Montevideo. Mientras el gigante metálico agonizaba, su dotación de
marinos era trasladada a Buenos Aires.
Días después, Hans Langsdorff se suicidaba de un tiro en su habitación.
Estos sucesos dieron pie a incontables mitos. Desde incursiones de submarinos
nazis en las playas de Necochea, Miramar y Tres Arroyos, hasta fortunas ganadas por
ex marinos del Graf Spee en el Casino de Mar del Plata (ver «Negro el once» en
Buenos Aires es leyenda 2).
Y como bien dijo Miguel, también generaron una proliferación de historias de
piratas y tesoros.
Si bien los piratas fueron protagonistas de una época anterior al hundimiento del
Spee, el enfrentamiento con los cruceros ingleses y el hundimiento del acorazado
alemán a la vista de los ojos del puerto, puede pensarse como una experiencia que
reflotó viejas historias de corsarios, historias que no tardarían en llegar a Buenos
Aires.
Los mismos sucesos habrían tenido el poder de generar los más diversos rumores
de tesoros hundidos, como antes lo hiciera, según vimos, el desembarco «forzoso» de
¿Qué es la vida?
Podríamos definirla como una progresión de recuerdos. Vivencias, momentos
fijados en nuestras neuronas.
La seguridad de abrazar a tu madre, el orgullo que sentiste por el aplauso al haber
hecho ese truco de magia, jugar al fútbol bajo la lluvia con tus amigos, el olor de un
asado, tu primer beso, el color de sus ojos al atardecer, el llanto de tu primer hijo, ese
vino, hacer las valijas, la ansiedad de ese viaje, ese gol que festejaste tanto, el
segundo sin respirar por el miedo mirando aquella peli, otra vez amigos, besos,
sonrisas, el agua tibia en tus pies. Recuerdos. Hermosos recuerdos.
Sería terrible perderlos. Pero peor sería que alguien los robara.
Al principio, nadie quería hablar del tema. Entonces, nos sumamos a la movida de
La cuestión era saber el origen del mito. Ariel nos dijo que buscáramos en un
hogar para ancianos, ubicado en las inmediaciones del Parque Centenario. Alguien le
había contado que Los Albinos habían «practicado» ahí.
Después de varios días, logramos obtener el testimonio de EMANUEL G.,
enfermero de ese geriátrico, un pequeño hombre con un guardapolvos enorme.
—Les aclaro que yo nunca los vi. Esto primero me lo contó un enfermero que
trabajó hasta el año pasado y después un abuelo de acá me lo confirmó. Ellos
trabajaban de voluntarios. Eran muy callados, pero laburaban bien. Hacían las camas,
les ponían y sacaban las chatas a los viejos, los llevaban al jardín que ven ustedes ahí,
a tomar sol. Todo iba bien hasta que empezaron a caer como moscas. Obviamente, si
se te muere la clientela te empezás a preocupar. Al principio se pensó que era una
especie de virus.
Emanuel se arregló el guardapolvo pero era inútil. Las arrugas eran demasiadas,
inocultables. Luego continuó.
—El director notó que la tasa de mortandad más alta se localizaba en donde se
movían los albinos, que por otra parte nadie sabía distinguir, porque eran casi iguales.
Otro dato curioso es que todos los que morían tenían un gesto de felicidad en la cara.
—¿Cómo es eso? —preguntamos mientras Emanuel no dejaba tranquilas las
mangas de su guardapolvo.
—Imagínense un vampiro, un vampiro sediento… Estos albinos eran medio
pendejos y no tenían medida. La cuestión para mí es muy sencilla. Hasta orgánica. Si
vos sacás todos los recuerdos, hasta el corazón deja de funcionar, olvida su función, y
estas ramitas secas que son los vejetes no oponían resistencia. Igual, me sigo
quedando con lo que decía don Remigio.
—¿Quién?
—Un jovato divino, un personaje querido por todos, pero bueno, no podía durar
para siempre. Don Remigio había sido químico o algo así, o al menos es lo que decía.
Importante era, porque el gobierno le bancaba su estadía acá. Su muerte no tiene nada
que ver con los Albinos. Don Remigio vivió hasta los cien. Y no quiso vivir más. «Ya
está, pibe», me dijo esa mañana, «cien es una linda cifra. Hice todo lo que se me
cantó en este mundo. Vamos a conocer los otros mundos, nomás». Ese mismo día
palmó. Pero a lo que voy, es que un día, mucho antes, lo encontré apretando con
fuerza una pelotita de goma con sus dientes, ¡tenía todos los dientes el hijo de puta!
Si bien Ávalos no nos quiso revelar cuál era la farmacia o droguería, ciertos
rumores nos llevaron a una que se ubicaba en las cercanías del monumento al Cid
Campeador.
Antes de entrar, nos topamos con dos pequeños gemelos. Idéntica ropa, idéntica
sonrisa. Nos dedicaron una breve mueca de simpatía y siguieron de la mano de su
madre.
La farmacia es ya una recuerdo de por sí. Una aliada de la memoria, como Las
Violetas, que se resiste a los cambios, pero los termina aceptando de alguna manera.
Fotos de los antiguos dueños se mezclan con los nuevos. Todos de guardapolvo. Era
lógico.
Mencionamos a Ávalos y su preparado, y el farmacéutico se nos quedó mirando
Entonces, por si acaso, abrimos dos sobres de azúcar, pensando en esos dos
pequeños gemelos.
Por suerte, todavía los recordamos.
Nos topamos con ella por casualidad. Uno de nosotros debía ir al médico y para hacer
tiempo se quedó en la Plaza Vicente López. Mientras la sombra de un frondoso
gomero le daba una pausa al calor de enero, se encontró con algo muy curioso: un
mini altar con la foto de una chica llamada Belén y una pequeña estatuilla. Era la
imagen en colores de una adolescente muy bonita y muy delgada sonriendo a cámara
con un gesto tímido. Por un extraño efecto de la impresión, de su cabeza salía un
destello considerablemente luminoso, lo que le daba un halo de particular santidad.
Porque de eso hablamos. De una ¿santa? y en pleno barrio de Recoleta, entre
edificaciones ostentosas y pasto prolijamente cortado.
Decidimos investigar, y la información se acumuló inexorablemente. Capas y más
capas de datos y teorías se superpusieron para convertir a esta leyenda en una de las
más polémicas pero, a su vez, alucinantes que nos tocó investigar.
El primer rumor dice que fue una invención de la gran artista plástica Marta
Minujín, que vive muy cerca de la Plaza Vicente López. Según se dice de ella, le
pareció «divertido tener una santita postmoderna en el barrio» y, en consecuencia,
habría armado ese pequeño altar y «tratado» la foto para que se pareciera a la imagen
que uno tiene de una santa. Pero al entrevistar a un mozo del coqueto restaurante
ubicado en Vicente López y Ayacucho empezamos a dudar.
—Acá guardamos todos los dibujitos que hace en las servilletas —nos dijo—.
Ella misma dice que los guardemos, porque en el futuro pueden valer mucho.
Cuando le mencionamos a Belén, pensó unos segundos antes de responder.
—Ahora vuelvo —nos contestó.
Ya con el pedido en nuestra mesa, una picada de gran variedad que incluía
muchos tipos de quesos y fiambres, sacó unas fotos de su bolsillo.
—Estas obritas me las dejó sólo a mí. Son fotos de mi señora y de mi nene. En la
que está mi hijo pintó la foto con algo, y lo hace parecer un angelito, ¿no? Con esa
chica hizo lo mismo. Antes de irse de viaje me mostró la foto, no le pregunté de
dónde la había sacado, pero estaba muy entusiasmada. Nunca me dijo que la
existencia de esa piba fuera un invento suyo.
Con esos datos escasos salimos a recorrer la zona.
Por lo que pudimos investigar, Belén llevaba comida a los indigentes que se
juntan delante de la Iglesia del Corazón Eucarístico de Jesús, frente a la plaza.
Generalmente, una monja de la congregación da números para que la entrega de un
También el mito nos llevó a la muy conocida villa 31, ubicada detrás de la
Estación propiamente del Retiro, en la que supuestamente estuvo.
El lugar podría ser el paraíso de un artista posmoderno. La villa 31 representa los
deseos y las frustraciones, todo junto. Antenas parabólicas se mezclan con callejuelas
de tierra y como fondo, no tan lejos, la desarrollada y promocionada zona de los
docks de Puerto Madero.
Hablamos con PEDRO V., delegado vecinal.
—No lo digo por ustedes, muchachos, pero ya me hinchan las pelotas los que
vienen para darse un poco de corte acá, hasta hacen desfiles de moda y después que
se apagan las luces y la cámara, se van como si nada. Cualquier periodista de esos de
cuarta cree que haciéndonos una notita se va para arriba. ¿Cuál era la pregunta?
—Sobre una chica de nombre Belén que ayudaba en el barrio.
—Menos plata y soluciones para que seamos un barrio como la gente, tenés de
todo. ¿Belén dijeron? —Pedro llamó a una mujer que aparentaba unos 70 años—.
Esta es Matilda, ve de un solo ojo pero con el que le queda se entera de todo.
Pedro le alcanzó una desvencijada silla de madera y apenas la señora se sentó,
A quien corresponda:
Debo decir en mi descargo que lo he pensado muy bien. No es una decisión
alocada, por cierto. He visto lo que mi familia hace con la servidumbre, las
injusticias se multiplican día a día. Madre, Padre, tal vez jamás me perdonen,
pero me niego a ser cómplice. Ya no más. Mi refugio en Dios no es nuevo. He
considerado la posibilidad de meterme a monja en un convento pero tendría
una utilidad más fútil. Tengo que estar en las calles. Detrás de estas fachadas
aristocráticas se esconden secretos, pequeñas y grandes miserias humanas en
mi barrio. La tarea es mucha e interminable pero siento que Dios me guía y
ha de cuidarme.
Amorosamente, Belén.
Dejamos para el final este último testimonio de la que denominamos «La mujer
de la mochila». Le dicen así porque casi siempre se la ve con una voluminosa
mochila a cuestas, tanto en verano como en invierno. Frecuenta la calle Montevideo
casi Santa Fe y pide dinero a los automovilistas. Cuando le preguntamos el porqué de
esa mochila permanente, la respuesta nos dejó descolocados.
—Estoy esperando a La Santa que me prometió el lugar más hermoso de la
Tierra, en donde ya no tendremos hambre.
—¿Quién?
—Belén, Belencita… Van a venir los dos, yo sé que sí. Ella me lo prometió, va a
venir con su hijo y nos vamos los tres.
Más allá de los evidentes trastornos mentales de este personaje, nos parece
improbable que alguien la programara para dar esa respuesta. ¿O si? Casualmente y
poco después de comenzada esta investigación, empezaron las obras de remodelación
de la Plaza Vicente López y el altar fue sacado de allí.
De tener algo de cierto, nada podrá con el mito de Belén, y quién sabe también,
de su supuesto hijo Emanuel. Solo el tiempo lo dirá.
Amén.
Atrápenme si pueden.
JACK EL DESTRIPADOR
Se filtró en la bruma como un pulpo de humo, confundiéndose con las paredes, los
adoquines, el sudor de esas noches agotadas, exhaustas de tanto mal y para cumplir
esa doble misión: liberarlas del sufrimiento y limpiar del mundo esa escoria inmunda
y alejada de la mano de Dios.
Extrajo un espejuelo que había tomado prestado a su madre para poder ver cómo
lucía. No cabían dudas, ese disfraz funcionaría a la perfección.
Pero antes, la tarea de hacerse pasar por un cliente. No tendría problemas con
eso tampoco. Además, sentía cómo sus venas empezaban a latir enérgicamente. Las
sienes eran como martillos orgánicos exigiendo ese sacrificio. ¡Hazlo ya!, ¡ya!,
¡hazlo ya!
Ahí estaba esa cara regordeta, esos gestos vulgares, esa perdición que se notaba
en los ojos. Se enfrentaría a la nada, a la negación del espíritu. Por un momento,
dudó. ¿Se podía acaso matar lo que ya estaba muerto?
Sus propias palabras le sonaron ajenas.
«Una copa y unos peniques», alcanzó a oír que esa criatura caída en desgracia
le contestaba.
Buscó un lugar oscuro, mientras hacía sonar sus palabras como el canto de un
pájaro de otro mundo, de una dulce música que ella tenía el privilegio de escuchar.
Pero lo bueno no podía durar y ella lo sabía, así había sido siempre. Cuando vio la
hoja del cuchillo brillar en la oscuridad no se sorprendió, cerró los ojos.
Tomó ese rostro hinchado por el alcohol y empezó su trabajo. Matar lo que ya
estaba muerto. Pero debía asegurarse. Después de todo, tenía sangre, casi podía
decir que la sangre huía de ese cuerpo corrupto.
Sus manos volaban trazando círculos imaginarios, abriendo canales de pureza.
Y se entusiasmó.
No estaba mal después de todo que fuera así.
Se sentía agitado, eufórico de completar su obra, superando sus más íntimas
expectativas.
Un ruido a cascos puso punto final a su labor.
A quien se refería Federico G. era a EFIGENIO B., columna basal para intentar
desentrañar uno de los misterios más importantes de la historia policial. Nos costó
varios meses poder contactar a Efigenio. Estaba semirretirado y ya no daba
entrevistas. Cuando le contamos de nuestra investigación, comenzó a ceder. Igual, no
íbamos con las manos vacías. Repasamos los datos que teníamos hasta el momento:
En la casa de 11 de Septiembre 1990 mencionada por Federico G., que había
pertenecido a Valentín Alsina, fundador y ciudadano ilustre del barrio, se había
alojado por espacio de unos días un personaje que tiene peso propio en este mito. Nos
referimos a Albert Víctor, duque de Clarence, hijo del príncipe de Gales y nieto de la
reina Victoria, indicado como uno de los principales sospechosos de ser Jack el
destripador. Albert había arribado con su hermano George el 31 de diciembre de 1880
en la cañonera Elk. Fue hospedado por el ministro inglés Horace Rumbold, quien
alquilaba la propiedad en esos tiempos. Finalmente, partió rumbo a Montevideo el 5
de enero de 1881.
Muchacho de pocas luces, cuenta la historia que su padre lo quería mantener
ocupado conociendo el mundo, aventurándose en «tierras exóticas» para cultivar su
Como todas las mañanas, Estela se despertó un par de minutos antes de que se
encendiera la radio.
Estaba en la cama, boca arriba.
Como todas las mañanas lo primero que observó fueron aquellas manchas en el
techo. De tanto mirarlas creía reconocer en aquel entramado amarillento el rostro de
Luis.
Eso era lo único que le quedaba de su esposo muerto: unos hongos inmundos
imitando sus facciones. Eso y las melli, por supuesto. Si era por ellas que vivía.
La radio se encendió. Seis menos cinco. Había paro de subtes.
Estela fue hasta el cuarto de sus hijas. Las melli dormían sobre sus camas
enfrentadas. Tenían los cuerpitos prácticamente en la misma posición. Parecía como
si un espejo cortara la habitación en dos, como sí una fuera el reflejo de la otra.
Eran hermosas. Eran Luis. Eran su vida.
Como todas las mañanas Estela se pegó una ducha, se secó, se vistió y tomó mate
hasta que sonó el timbre: era Tito, ella cuidaría de las chicas hasta su regreso.
Estela besó a sus hijas dormidas y se fue.
La calle era un infierno.
El paro de subtes parecía haber hecho brotar gente de todos lados, como si
salieran de las paredes, como si surgieran del mismo asfalto.
Los colectivos iban a paso de hombre.
Hubiera dado cualquier cosa por poder volver a su hogar, por quedarse con sus
hijas, por hacerles el desayuno, llevarlas al cine.
Pero bien sabía que aquello era imposible, que tenía que ir a esa inmunda
peluquería a maquillar viejas. Solo así podía darles de comer a sus amores, solo así
podía ahorrar para pagarles el tratamiento que les salvaría las vidas. Los médicos le
habían dicho que era un virus nuevo, mortal si no se lo combatía, sobre todos en
chicos de tan poca edad. La medicación era cara, muy cara. Por eso tenía que subir
al colectivo.
Llegó tarde.
Ninguna de sus máscaras faciales hubiera podido arreglar la cara de pocos
amigos con la que Betty, la dueña de la peluquería, la recibió. De nada sirvió que
Estela le dijera lo del paro de subtes y los embotellamientos. Betty la dejó sin
descanso por ese día. No se perdía de mucho. Quince minutos a la mañana y media
La tragedia de Estela (algunas versiones la nombran como Stella Maris, otras con
el extraño y redundante nombre de Estela-Estela) es contada y recontada, con más o
menos palabras, por ciertos habitantes de San Cristóbal, barrio en el que habría
estado, si es que aún no está, la peluquería de Betty.
Los que dicen conocer la historia aseguran que Estela, luego del entierro de sus
dos hijas, se suicidó. Los que arriesgan más detalles cuentan que llegó a su casa, se
puso de pie bajo el techo del dormitorio, se introdujo un revólver en la boca y gatillo.
Si bien toda la habitación quedó salpicada de sangre y materia encefálica, fue el techo
el sector que más restos de Estela recibió. Y aquellos restos se transformaron en
manchas, manchas que nadie pudo limpiar, manchas que se agregaron a las otras
manchas, las de humedad, las que Estela veía todas las mañanas.
—La que fuera la casa de Estela y las melli —nos dijo JESUSA P., habitante de una
típica «casa chorizo» sobre Avenida Independencia— es ahora la planta baja de un
Para sacudimos un poco las tinieblas y volver a nuestro camino, decidimos atacar
el mito que investigábamos con especulaciones de carácter más científico, y
consultamos a una profesional del maquillaje la posibilidad de que una venganza
como la de Estela se llevara a cabo.
Nos asombramos cuando a GISELLE B., cosmetóloga matriculada, no le resultó tan
extraña la idea de un maquillaje eterno:
—Existen productos especiales que se utilizan para tapar cicatrices y manchas
permanentes en la piel. Suelen tener más cuerpo que los maquillajes comunes, por
eso es que pueden llegar a ofrecer mayor resistencia a ser removidos. Algunos duran
las veinticuatro horas del día, y más también. Si algo como la depilación definitiva ya
es una realidad, no veo por qué no puede serlo el maquillaje eterno. Quizás estos
productos especiales sean el comienzo de algo así. Aunque la única veta comercial
que les encuentro es esa: tapar imperfecciones que los demás no tapan. No podrían
utilizarse para belleza. Ninguna mujer quiere, por más linda que la hayan dejado,
llevar el mismo maquillaje facial de por vida.
Giselle no solo nos sorprendió en el campo de la cosmetología, sino también en el
nuestro, el de la mitología.
—La historia que están investigando —nos comentó— se parece a una que, hace
un tiempo, anduvo de boca en boca en nuestro ambiente.
Le pedimos más detalles, por supuesto. Giselle los entregó:
—Habían lanzado una nueva línea de lápices de labios y, al parecer, una de las
partidas que pusieron en el mercado era defectuosa; creo que tenían un componente
químico en una concentración mayor a la debida. Las primeras quejas hacían hincapié
en el sabor del lápiz, decían que era muy amargo. Y entonces se murió una chica que,
luego se supo, llevaba puesto el nuevo cosmético. Aunque los médicos llegaron a la
conclusión de que la joven había muerto por una causa que ahora no recuerdo, una
embolia cerebral, creo, no pudieron evitar los rumores que señalaban al lápiz de
labios como el asesino. El rumor bastó para que aquella partida anómala fuera
retirada del mercado. Y luego alguien echó a rodar el cuento: un pariente cercano de
Caprichosas complejidades en la trama cósmica han generado una insólita moda entre
los porteños: el odio a los mimos. La gente que la practica no habla de una simple
molestia o de cierta incomodidad, no, la palabra que utilizan es esa, odio. La moda ha
llegado a tal punto que hemos podido ver a mimos masacrados en la apertura de
programas televisivos, agrupaciones antimimos perpetrando sádicos planes, sitios en
internet haciendo públicas sus macabras ideas en contra de estos payasos mudos.
Como muestra de esta tendencia y de los oscuros sentimientos que despierta,
transcribimos el siguiente pasaje que integra una de las tantas páginas que conforman
el cyberespacio, cuyo tipo ha tomado el onomatopéyico nombre de «Blog»:
Aquellos movimientos lentos y estilizados, me resultaban particularmente
repugnantes; y cada vez que tenía la desgracia de toparme con uno [un mimo], nacía
en mí un placer morboso por asesinarlo de un modo violento. Imaginaba al mimo
atropellado por un automóvil que cruzaba el semáforo en rojo a más de 80 km/h; el
mimo era lanzado varios metros por encima del coche, y luego caía sobre el
parabrisas del auto que venía detrás, destrozándolo; el conductor pierde el control al
intentar frenar, pero por supuesto no puede evitar estrellarse contra una camioneta
mal estacionada: el mimo queda atrapado entre la parrilla del auto y la caja de la
camioneta.
No revelaremos la dirección del sitio que refleja semejante texto, pero si el lector
siente deseos de visitarlo, solo le bastará con utilizar un buen buscador de internet.
Son inevitables las sospechas de conexión entre este odio hecho moda y el mito
que trataremos en este capítulo, sobre todo después de leer el texto extraído de
internet, ya que nuestra historia, la leyenda del Mimo zombi, comienza cumpliendo el
siniestro deseo del internauta.
Cuentan que en una esquina del barrio de Almagro, hasta no hace mucho,
podíamos observar cómo, todos los fines de semana, un inocente mimo aguardaba
cada semáforo en rojo para pisar el asfalto y hacer las delicias de los pacientes
conductores. Segundos antes de que la luz cambiara a amarillo culminaba su rutina y
se disponía a pasar su singular gorro entre los bólidos, permitiendo a los involuntarios
espectadores premiar su breve performance con unas monedas y, por qué no, con
algún que otro billete. El mimo recién subía a la vereda una milmillonésima de
segundo antes de que el semáforo pasara de amarillo a verde.
Ya vimos que desde el punto de vista «mágico» son muchas las posibilidades de
éxito en la zombificación practicada al cadáver de un mimo.
Ahora veamos, según lo que se entiende por zombi, qué tan posible es que
nuestro muerto-vivo de Almagro se comporte como la leyenda urbana nos cuenta.
No se ha llegado a un acuerdo con respecto al verdadero origen de la palabra
zombi. Puede que derive del nombre que recibe en algunos lugares de África una
especie de serpiente divina, o que sea una deformación de nzambi, término que en
ciertas zonas del Congo y Angola significa dios, aunque también se le encuentra
relación con zemí, voz caribeña que se refiere a la representación material de un
espíritu muerto.
En lo que sí se suele estar de acuerdo es en la descripción de lo que es un zombi.
La Real Academia Española incorpora la palabra y nos da su definición, que es un
perfecto resumen de casi todas las que podemos escuchar:
«Persona que se supone muerta y que ha sido reanimada por arte de brujería, con
el fin de dominar su voluntad».
Se dice que el fin que persigue el brujo o houngan que convierte a un muerto en
zombi consiste en hacer del «resucitado» su esclavo, su bestia de carga, con la
tranquilidad de que no encontrará ningún tipo de resistencia, ya que el zombi posee
únicamente una sombra de vida: es un autómata que solo realiza las funciones
esenciales para subsistir, además de escuchar las órdenes de su amo y cumplirlas.
En Haití, tierra de zombis, muchas familias se aseguran de que sus muertos no
sean esclavizados por un houngan. Algunos sostienen que se debe matar al recién
fallecido por segunda vez, por lo que inyectan al cadáver un implacable veneno o
directamente lo decapitan; otros piensan que si el espíritu del muerto se encuentra
entretenido no oirá la voz del brujo ordenándole salir de la tumba, es así que dentro
del sepulcro dejan semillas de sésamo, para que el espíritu las cuente, o agujas y
carretes de hilo, para que se distraiga enhebrando. Están también los que
directamente entierran a los suyos en las cercanías de una carretera o algún camino
concurrido, lugares evitados por los «hacedores de muertos-vivos» a raíz de la falta
de privacidad que demandan sus rituales.
Luego de analizar todo lo expuesto, descubrimos que no son pocas las posturas
que uno puede tomar frente al mito. Para poner un poco de orden en esta diversidad,
las separamos en tres lineamientos.
En primer lugar podemos sostener que, a grandes rasgos, la leyenda urbana del
Mimo zombi es real. Podemos creer en un Xavier con el coeficiente intelectual por
sobre la media de sus hermanos de ultratumba, o suponerlo tan estúpido como el
resto; pero tanto si elegimos a uno como a otro, caminaremos con cierto miedo por
las calles de Almagro, rogando no cruzarnos en el camino de esta vengativa criatura.
¿Será el miedo de los vecinos y sus ocurrentes trucos para escapar de nuestro
¿Cuál era, entonces, la relación entre Genaro Badía y ese hombre muerto en el
Riachuelo?
Paralelamente a la investigación, nuestros esfuerzos se concentraron en ubicar a
Genaro. Teníamos la información de que durante años se había ganado la vida
haciendo árboles genealógicos. Teníamos algunos datos e hicimos el intento. En
todos los casos, hacíamos la misma pregunta:
—Estamos interesados en saber el origen de una dama y un caballero que
vinieron con Pedro de Mendoza. La dama se llamaría Zamara y el caballero Lamar
(dos de los nombres más frecuentes que, según la leyenda, se le darían a la bruja).
En este caso, la persona que nos atendió contestó de inmediato y con vehemencia.
—¿Quiénes son ustedes? Este teléfono está intervenido por la policía, y va a ser
rastreado de inmediato, ¡hable!, ¡hable, ya!
Le explicamos lo más sintéticamente posible y al notar nuestras intenciones la
voz pareció relajarse un poco, inclusive sincerarse un tanto.
—Es que está muy fuerte otra vez la muy desgraciada y tengo que estar muy
atento. Si ustedes investigaron un poco sobre mis cosas, sabrán que me la tiene
medio jurada. Hagan algo: hablen con Nora, ella les va a clarificar un poco la
cuestión. Yo no salgo demasiado de casa, y no estoy para entrevistas.
Alcanzamos a anotar el número de esta tal Nora y después nos cortó la
comunicación sin darnos tiempo para preguntar nada más.
Cuando marcamos el número de Nora, nos atendió un contestador automático en
el que una voz muy susurrante bajo una melodía típicamente new age nos avisaba:
—Soy Nora. Tus problemas tienen solución. Si me encontraste es el primer paso
para que salgas adelante. Dejame tu teléfono y me comunicaré.
Parecía una típica autodenominada vidente, tarotista y demás rubros, una más de
los cientos de engañadores profesionales. De todas maneras, dejamos nuestros datos.
Pasaron los días y al no recibir ninguna respuesta proseguimos nuestra propia
línea de investigación.
Al principio se había tornado dificultosa porque era tomada en tono de burla. Las
contestaciones más frecuentes mencionaban a parientes, en forma admirativa o
despreciativa, hasta que por fin la información mítica empezó a fluir.
Tratando de recopilar más datos fuimos directamente al puente Uriburu.
ALBERTO C.: «Mi primo estaba en la parada del 160, en la del puente. Hacía un
frío de cagarse y de repente, aparece una mina, caminando. Al principio, mi primo
pensó que se trataba de un trava, un gato o una piba que habían violado, porque
estaba prácticamente en bolas. Me dice que la flaca esta era la cosa más grossa que
jamás vio. Una morocha alta, unas gambas larguísimas. Igual le daba miedo, algo de
Llegamos a una casa antigua, llenos de desconfianza. Pero apenas nos abrió la
puerta nos llevamos la primera sorpresa.
—No se queden ahí, entren que hace frío —nos dijo una mujer de mediana edad,
proporciones considerables, aspecto sajón. Esto incluía un tinte de color pelirrojo, las
infaltables pecas pero también unos rasgos indígenas, sobre todo en los ojos algo
rasgados—. Pasen que ya tengo preparadas las cartas y la bola para adivinar el futuro.
Es un chiste, las brujas nos valemos de otros elementos.
Ya estábamos ahí, el ambiente poseía un aroma agradable y afuera realmente
hacía mucho frío, el invierno más riguroso en años. La pregunta se impuso
naturalmente.
—¿Usted se considera bruja?
—Así es, como también soy enfermera y de eso vivo. Pero no se puede renegar de
la sangre. Antes de que me pregunten por mi aspecto (esto es pura lógica y no estoy
adivinando sus pensamientos), mis bisabuelos eran irlandeses y vinieron para el
tendido de las líneas férreas. En las prolongadas ausencias de su marido, mi bisabuela
se enamoró de un autóctono, y de ahí nació mi abuela. Lo más increíble es que ella y
mi madre eran mucho más anglo que yo. Nada es casualidad.
—Pero ¿qué hace exactamente una bruja?
—Muchas cosas. Puede predecir el futuro, manejar los elementos, dañar o curar a
personas o animales, transportarse por los aires sin medios mecánicos, discernir los
Esa noche era bastante fría para la época. Había poco tránsito por el puente, lo
que acentuaba la sensación de soledad, de una boca enorme aguardando tragarnos
irremediablemente. Pero no estábamos solos. Al costado de la subida había tres
formas. Una era la de Nora. Había un señor mayor, de pie, pero apoyado en un bastón
y una persona joven a su lado.
—Vinieron —dijo de inmediato Nora—. Me imagino que sabrán a quién tengo a
mi lado.
No hacía falta decirlo: era el mismísimo Genaro Badía. Y a su lado, después nos
enteramos, estaba su bisnieto, Sebastián.
—¿Qué van a hacer? —preguntamos.
—Vamos a «convencer» a esta señora —contestó con decisión Genaro— para que
se quede tranquila y que algún espíritu se la lleve.
Entonces Nora se desembarazó de una campera liviana y quedó al descubierto
una túnica ritual de color blanco.
—Vamos a hacer un círculo protectivo —dijo Nora—, y en cada uno de los
cuatros puntos cardinales pondremos velas. También tenemos ajenjo que es muy
poderoso y otras sorpresitas. Con eso voy a intentar conjurar a esta señora.
—Pero tenemos entendido que Halloween tiene que ver con el hemisferio norte y
por lo tanto…
—¿Y de dónde se creen que viene? Estas tipas son de origen celta, celtas que
llegaron a España.
—Vamos, Nora —interrumpió bruscamente Genaro—, ya casi es la hora.
Nos preocupaba el tránsito, pero Genaro dijo que tenía todo arreglado, por lo
Días después llamamos al teléfono de Genaro Badía, para que nos relatara las
impresiones de aquel 31 de octubre. Una voz más joven que reconocimos como la de
Sebastián por fin nos atendió.
—Ah, ustedes. Miren, mi bisabuelo falleció.
—¿Cómo?
—Sí, por favor no llamen más.
—Pero qué ocurrió.
—Murió, era muy grande, la gente se muere.
—Perdone la insistencia, pero ¿de qué murió?
En ese momento se escuchó que tapaba el tubo del teléfono y apenas un
murmullo se filtraba de fondo.
—Dejó algo para ustedes. Es una carta. Díganme dónde se las mando y
terminemos con esto.
Como ya ustedes sabrán, estos seres pueden aprovechar sus dones para el
bien, como nuestra amiga Nora, o para el mal, como Zamara. De todas
maneras, estoy satisfecho con lo que hicimos y estoy muy tranquilo. Ahora le
toca a gente como ustedes ocuparse de estos seres que existen con nosotros y
por nosotros.
Un abrazo, Genaro.
Todo hasta donde se podía ver se cubría ya de aquella nevada. Nevada irreal,
nevada de dibujos animados. Y mortal, terriblemente mortal…
«Ese mes podía hablar con las plantas, lo digo totalmente en serio».
Así declaraba Gaby, una chica con un aspecto curiosamente vegetal: muy
delgada, huesitos nudosos, el pelo muy pajizo, como para no que no quedaran dudas
de su contundencia.
«Percibí lo que sentía un malvón, por ejemplo. No hablan, pero transmiten ideas
concretas, cosas básicas. Sé que esto es ridículo, imposible, pero hay muchísimas
cosas ocultas. Igual, después de que me alcanzaron el librito del japonés… nada me
parece imposible».
¿A qué libro se refería?
Gaby nos dejó un segundo y al cabo de unos minutos volvió con un pequeño
volumen: Los mensajes ocultos del agua de un tal Masaru Emoto.
En ese particular libro, un doctor en medicina alternativa efectuó un curioso
experimento. Encontró en las gotas congeladas a 20 grados centígrados durante tres
horas e iluminándolas, que se formaban diferentes cristales. Y como buen oriental,
muy paciente, hizo interminables experimentos, con diferentes tipos de agua. Notó,
por ejemplo, que el agua de un manantial creaba cristales más formados que el agua
corriente de red. Y fue más lejos. Puso música clásica y después realizó el
experimento. Increíblemente, los cristales se agrupaban en forma más armónica que
con una melodía en teoría más disonante, como una de heavy metal. Pero esto no le
alcanzó y probó cubriendo los recipientes de experimentación con palabras. Los
cristales expuestos a la palabra gracias diferían en estética de los que lo habían sido a
la palabra tonto. El libro es complementado con cuantiosas ilustraciones, inclusive
Tal vez la lluvia sea una advertencia de algo que está por venir o tan solo y
cuando miremos el cielo y sintamos las gotas de agua en nuestro rostro sea lluvia,
solo lluvia.
Esta leyenda podría empezar con un simple aviso en cualquiera de los diarios de
Buenos Aires:
El universo de este tipo de estafas es ilimitado. Más bien parece algo bien real y
cotidiano. ¿Entraría en la categoría de mito urbano? La historia que vamos a
relatarles ahora sí.
Columbo nos dio una posible dirección, pero nos advirtió del peligro: «como dije,
estos no son principiantes, tengan cuidado».
Decidimos ir directamente a esa mítica oficina, y lo que ocurrió fue una de las
cosas más extrañas de las que hayamos tenido memoria.
«He soportado las peores torturas, pero no hay nada más terrible que un agudo y
constante dolor de muelas».
Con estas palabras se habría manifestado una víctima anónima del Tercer Reich,
quien, al ser liberada, rogaba por un dentista que aplacara el tormento que le
provocaban, hacía ya unos días, un par de muelas cariadas.
Luego de semejante confesión, ¿cómo no querer salir corriendo, aunque sea a
altas horas de la noche, en busca de alguna guardia odontológica o de algún dentista
particular, cuando uno de nuestros dientes nos hace ver las estrellas? Muchas veces el
dolor es tan profundo que ni siquiera nos importa quién nos atienda con tal de que lo
haga lo más rápido posible.
Y esto lo sabe muy bien el protagonista del mito de este capítulo. Lo sabe y lo
aprovecha al máximo.
—Es como el mito del Doctor Colombo (ver «El falso médico» en el primer tomo
de esta saga) o como el cuento de que te duermen para sacarte los órganos —razona
JULIÁN V., vecino de Paternal—. La idea es jugar con el miedo y la urgencia de la
gente.
Y nuestro amigo razona muy bien.
Sin embargo, son muchos los que no encuentran en la razón «anestesia»
suficiente para paliar una posibilidad tan perturbadora, la posibilidad de que exista un
dentista que atienda urgencias y que, en vez de curar a sus pacientes, se ensañe con
ellos causándoles dolor hasta morir. Porque el mito es ni más ni menos que ese: un
dentista particular a la espera del próximo inocente que se siente en su silla, que se
deje maniatar hasta quedar inmovilizado, todo con tal que le drenen la putrefacción
que lo hace llorar de dolor, entregadito como una oveja mansa para que el torno
agujeree, rompa, agujeree, rompa, agujeree…
Si bien puede escucharse localizar a este psicópata en el barrio de Balvanera, la
mayoría cree que su infernal consultorio se alza sobre alguna de las calles de
Paternal.
DOMINGO J. (almacén): «Eso es lo que dicen, que el dentista asesino atiende acá,
en el barrio. Y con los tiempos que corren, no me parecería nada raro. Además, para
mí, todo el que estudia para dentista está medio pirucho. Hay que tener ganas de
escarbar bocas ajenas, de meter mano en la podredumbre de otro».
LARRY J. (cuidador de perros): «Yo cuido los perros del barrio pero no soy del
Penúltimo día en el barrio. Eran las doce del mediodía, pero parecían las doce de
la noche: el cielo negro sostenía a duras penas una tormenta que se adivinaba épica.
Un rayo se incrustó en la tierra y por el estruendo que lo acompañó no podía
haber caído muy lejos de donde estábamos.
Quizá fuera la sugestión «dental» que nos dominaba, pero imaginamos a aquel
rayo como un gigantesco torno perforando la superficie del mundo, como si este
último se tratara de una simple muela. ¿Y qué éramos nosotros, entonces, solitarios
peatones bajo la amenaza de un diluvio? Los microbios. Las caries.
Cayó otro rayo. Y otro. El agua parecía revolverse dentro de las nubes. Y
entonces nos llegó el sonido de lo que pensamos sería el estruendo de un cuarto rayo
que no habíamos llegado a ver. Pero no, el sonido se alargó, se arrastró… como el
encendido de una motosierra.
Cada uno sacará sus conclusiones acerca de este delirante encuentro. Lo que
podemos decir es que este singular testimonio, al menos, volvió sobre ciertos
elementos del mito urbano: el sadismo del dentista, la inmovilización del paciente-
víctima y la música clásica en el consultorio. Y agregó otros, como el origen alemán
del asesino y la existencia de una esposa.
VÍCTOR COVIELLO. Nació en Buenos Aires en 1967. Fue nominado varias veces con
el «Premio Más Allá», el mayor galardón del género fantástico y de ciencia-ficción
en la Argentina, y que ganó en 1997 con «El chip verde». Sus relatos fueron
publicados en diversas antologías y próximamente editará un libro para jóvenes:
Buenos Aires de terror, con el sello Emecé. Colabora con Axxon, la primera revista de
formato electrónico del mundo. Es publicitario y librero.