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Alabados sean nuestros señores

Régis Debray

Alabados sean
nuestros señores
•••
Una educación política

Traducción de
Francisco Castaño

PLAZA & JANÉS EDITORES, S.A.


Título original: Loués soient nos seigneurs
Fotografía de Fidel Castro por Karsh, © Zardoya
Fotografía de Frani;ois :Mitterrand por V. Lusinchi, © Zardoya
Fotografía del Che por R. Burri, © Zardoya

Primera edición: julio, 1999

© 1996, Éditions Gallimard


©dela traducción: Francisco Castaño/ El Taller de Mario
Muchnik
© 1999, Plaza &Janés Editores, S. A.
Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona

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Printed in Spain - Impreso en España

ISBN, 84-01-01282-1
Depósito legal: B. 34.020 - 1999

Fotocomposición: Víctor Igual, S. L.

Impreso en Hurope, S. L.
Lima, 3 bis. Barcelona

L 012821
Índice

11 LIBRO l. Los comandantes


13 l. Trascenio
41 2. Alistamiento
107 3. La monarquía y el cruzado
155 4. Desenganche

209 LIBRO II. Los gobernantes


211 l. La investidura
229 2. Un señor
265 3. Consejos a las jóvenes generadones
307 4. De la fidelidad
341 5. Servicio inútil
373 6. Ite missa est

399 Pequeño léxico militante

467 Índice onomástico y toponímico


-Te noto muy calmado en política.
-Efecto de la edad -dijo el abogado.
Y resumieron su vida.
Los dos la habían echado a perder, el
que soñó con el amor, el que soñó con el poder.
¿Cuál podía ser la razón?
-Quizá la falta de una línea recta -dijo
Frédéric.
-En ti, es posible. Por el contrario, yo he
pecado por exceso de rectitud, sin tener en
cuenta mil cosas secundarias, más fuertes
que todo. Yo tenía demasiada lógica y tú, de-
masiado sentimiento.
Luego acusaron al azar, a las circunstan-
cias, a la época en la que habían nacido.

FLAUBERT,
La educación sentimental
LIBRO I

Los comandantes
1. Trascenio

La pulsión de dominio, siempre y en todas partes - La


gloria - Esa generación de serie B - La hegemonía versión
1960 - El Quinto Regimiento - Una revolución demasiado
mundial - Cristal de mitos, humo de utopías.
Odio la vida pública y a los políticos. Sin impedirme largos co-
queteos con la calaña, esta aversión me ha eximido de los cargos
corrientes, como los que aceptan los figurones. Apenas si hoy do-
mino este odioso y pueril complejo de superioridad ("valgo mu-
cho más que todos esos demagogos, manipuladores, matarifes,
cínicos, marrulleros, acaparadores, corruptos, etc."). Lo que más
temía en el griterío del foro era a los efímeros sin obra, la exci-
tación sin mañana, a los diez pobres de espíritu que nos martiri-
zan durante treinta años con su rostro, sus tics, el timbre de su
voz, amplificados cada día por la radio y la tele (que parecen ser
su única vocación), borrándose luego como figuras de arena bajo
las olas. Me pregunto ahora si no tomaba una incapacidad por
una repugnancia, hasta sublimar una debilidad física en entere-
za. Del político, que no es un mamífero superior como los demás,
sólo tenía el cerebro, poca cosa. Me faltaba lo principal: el aparato
digestivo y dental (vinos de honor, banquetes, copas de comienzo
de temporada, almuerzos en Lipp), los órganos de fonación (mí-
tines, entrevistas cara a cara, cenas debate), el equilibrio hormo-
nal (calumnias, emisiones satíricas y caricaturas), la terminación
prensil ágil y mecanizable (cócteles, giras electorales, mercados),
sin hablar de la memoria de los nombres,' del juego de piernas, de
la vigilancia diurna y nocturna, todas las cualidades innatas que
una caza no vedada y abierta todo el año (régimen representativo
obliga) impone al carnicero llegado (que a su vez se convierte en
pieza de caza). A esos débiles pertrechos naturales injertad un
resto de balbuceo infantil, una incurable inconstancia que prefie-
re zambullirse a nadar, un cierto gusto por lo frívolo y lo gratuito,
una tendencia a la neurastenia, la necesidad de pesados sueños y
tendréis, clásico cuadro, el apacible servidor de las Musas que un

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carácter debilucho protege de los furores de ese Marte demócra-
ta a los que no sobreviviría (campañas, tropas, enfrentamientos,
duelos). Con el sufragio universal, para ir a la batalla y regresar
hay que prestar un oído compasivo a las viejas damas, llevar su
servicio semanal, practicar el puerta a puerta piso por piso por-
que los votos se arrancan en lo alto de las escaleras, preocuparse
por las cacas de los perros, por los comedores escolares, por las
pensiones de viudedad, por la recogida de basuras y, como re-
compensa, que en la calle le abronquen los furiosos. En resumen,
pegarse al suelo, a la vida sencilla y brutal de una circunscripción,
a los ciudadanos de carne y hueso. Más claramente: amar a la gen-
te; y por tanto, tregua de hipocresía, amarse a sí mismo. Yo no te-
nía la fuerza. Pongamos que era misántropo. Nada peor que una
ambición a la que el cuerpo se rehúsa: por lo que he sacrificado
cualquier posición local -presidente de la República o de los Es-
tados Unidos de Europa- para apuntar desde la adolescencia al
imperio universal, quiero decir, lapsus, al imperio de lo Universal
sobre las mentes. ¿Qué habría hecho un Elegido con un mandato
electivo? (Un Elegido es un plumífero al que espera su foto en el
manual de historia de los cataclismos del 2095; que ha firmado
contrato con el editor aún no nacido y no tiene un minuto que per-
der para llegar a tiempo a la página, deslizar su cabeza en el lugar
previsto para él en dicho día.)
Me preguntaréis entonces por qué, gustándome sólo la lira de
Apolo, seguí los pasos de Luis Candelas. Por qué, cuando nada
nos gustaba tanto, a la edad de los pantalones bombachos, como
el papel biblia de la Pléiade, nos vimos en la trena a los treinta y
a los cuarenta en palacio. Respuesta: lo propio de las pasiones es
contradecir las vocaciones. Por voluntad y posición he buscado la
verdad, es mi tropismo cerebral. El cuerpo, por su parte, quería
el poder. ¿Sobre las palabras? Demasiado anodino. Todos los po-
deres: sobre los seres, las situaciones, las ideas, y en primer lugar
sobre los propios poderosos. ¿Cómo resistir a la bestia? Pasión es
peor que ardid, cálculo, estrategia de botica o de carrera. Es la
crueldad exquisita. El juego del jugador, el alcohol del alcohólico.
La fatalidad para descubrir ciertas venturas; ésta me ha.reserva-
do sólo angustias y las he cultivado. Inútil resistírsele, la pulsión
de dominio viene de las entrañas; esa concupiscencia es una es-
clavitud como la otra. Por entero ligada a su presa, Fedra palide-
ce a la vista de Hipólito y nada puede. ¿Qué puedo yo si con
dieciséis años palidecía sólo con ver las Memorias de Churchill en un
escaparate; si habiendo visto con mis propios ojos pasar a cien

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metros, en el año de gracia de 1958, por la avenida Henri-Martin,
al salir del instituto Janson-de-Sailly, el "Tiburón" negro de Char-
les de Gaulle (del que no presumiré de haber distinguido sus ras-
gos, aunque creyera adivinar en una décima de segundo su
pesada silueta en el asiento de atrás), con dos motoristas de es-
colta y un coche siguiéndoles, pero sin sirena, me ha privado del
sueño la noche siguiente? Perdonadme la vulgaridad; no estaba
en mí, o más bien estaba en una milagrosa elevación, una ascen-
sión a un estado superior. Fui marcado en la frente por este en-
cuentro como por una estrella, ya que no podía tratarse de una
coincidencia. Tenía diecisiete años. Este asunto de importancia se
me había subido a la cabeza.
Oís aquí las burlas: "el figurón", "otro colgado", "el poder, real-
mente ... ". Lo que dicen de uno, lo reconozco, es siempre fantasía,
y nada es más propicio al viejo juego de la vanidad que las lágri-
mas de los jubilados. En los asuntos públicos, ya decía el añora-
do Frarn;ois-René, "no hay nadie que haya llegado a ser durante
al menos veinticuatro horas un personaje histórico y que no se
crea obligado a rendir cuentas al mundo de la influencia que ha
ejercido sobre el universo". Pues bien, dejaré al vizconde por men-
tiroso. Mal haya de las ampulosidades melancólicas y de los me-
lindres de autoflagelación. Cuando se toca terreno reservado, el
efectismo literario debe arriar bandera. Optaré aquí por el can-
dor, ese riesgo menor, ,y bien sabe Dios que existe riesgo. Él co-
noce el double-bind donde están cogidas nuestras arrepentidas
altezas. Ególatras y livianos, si la abrimos; amnésicos y livianos,
si la cerramos. Las buenas costumbres mandan entregar las cuen-
tas al final del ejercicio; la cultura de flujo invita al "deslicémonos,
mortales ... ". Avanzad alegremente sin reparar en obstáculos, se
burlarán de vuestras palinodias. Volved sobre vuestras manchas
de sangre, os echaréis sobre el mea culpa en lugar de haceros
cortésmente olvidar. Y seréis fundidos con mantequilla rancia del
terruño: elegancias, coqueterías de señorito. Ahí sacrifiqué no
hace mucho más de lo que ahora me toca. Con ayuda de la edad,
el brío y las piruetas me cansan tanto como a vosotros.
Peor para mí, mejor para vosotros. El examen de conciencia es
un juego crepuscular donde el escrupuloso pierde todas las veces.
Habría preferido estar solo en el banquillo. Detrás de mi pequeña
historia, qué le vamos a hacer, no os engañéis, mi modestia debe-
ría despistaros, es al Otro, con su gran Hacha, al que se le verá el
plumero: el batacazo del sapiens sapiens atropellado desde la
Edad de Piedra por las relaciones de fuerzas. Y conozco la cólera

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de los conciudadanos a los que una vez más voy a servir -luego, a
ofender- paseando este espejo a lo largo de mis tropiezos, en los
que algunos reconocerán los suyos a regañadientes. Antipatía an-
tes o antipatía después, no hay tercer término. Enemigos, segui-
réis por anticipado vuestro camino porque no corrí bajo vuestros
colores. Amigos, que tanto habríais querido amarme, huiréis de
mí porque me voy de la lengua. La nuestra, la suya, la tuya -"oh,
desgraciado que crees que no soy tú".
¿Por qué un buen día renunciamos a todo lo que nos hizo correr
a lo largo de nuestra vida? Somos algunos millones los que hui-
mos, a los que nos gustaría "comprender lo que nos ha pasado".
También ésos deberán ir hasta el límite de lo decente, como este
vuestro servidor, para arrostrar la incómoda objeción de la cin-
cuentena a sus verdes años: "¿Por qué maleficio he vivido, sufri-
do y gozado por unas ideas (ansiedades o esperanzas) que no eran
mi tipo?" ¿Cómo mi conciencia política ha podido finalmente
arrancar mi alma, zas, ida, desvanecida sin regreso? ¿Cuántos en-
tre los contemporáneos muertos por una gran palabra, muertos
para sus hijos, para sus amantes, para las acacias, para el olor de
los toronjiles, para el roce de la muselina y de la seda, muertos en
fin para ellos mismos, no habrían ganado más haciendo la profe-
sión de fe de un Boris Vian posmoderno?: "¿Todo lo que no es un
color ni un perfume ni una música, es una niñería?" ¡A la ladro-
na de sensaciones, al hada malvada, que mata en nosotros al poe-
ta y al niño sería alentador imaginarla en cuclillas detrás de una
colgadura o un bastidor, a nuestra espalda, muy lejos! Seria una vez
más mentirse como todos esos que ennegrecen "el rostro demo-
níaco del poder" y se alivian con chivos expiatorios, los ministros
de paso. Sentarse en primera fila, impresionar, cambiar la opi-
nión, dar el tono, tirar de los hilos, estar en el ajo ... ¿es el atribu-
to de los políticos? ¡Si sólo se tratara de puestos, de escarapelas y
de perifollos! Pero, ay, la libido dominandi, como la llama san
Agustín, está agazapada sólo en nosotros mismos, en el hediondo
centro de un laberinto menos explorado que el de la hermanita
freudiana, arrulladora de espíritu de familia y de humor (en re-
sumidas cuentas acomodaticio) del que nu¡,stros literatos hacen
tanto caso. La pequeña sólo causa homicidios; la mayor, genoci-
dios. Entre suicidios y crímenes pasionales, la pasión amorosa
causa algunos centenares de muertes al año; entre guerras civiles
e internacionales, la pasión política causa centenares de miles
como media anual, decenas de millones en los tiroteos. Ahora
bien, si la relación en "peligrosidad" es de uno a mil, es de mil a

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uno en las bibliotecas. Conocemos mil veces mejor los resortes
del "amor sexual exclusivo" que los de la adhesión exclusiva a una
causa o a un jefe. ¿Y qué decir de los supervivientes? Mientras es-
cribo estas líneas hay sobre esta tierra millones de Swann enveje-
ciendo cuya Odette se llamó, en el Este, Stalin, Mao o Tito; en el
Sur, Fidel Castro, Mobutu o Sankara y, al Oeste, Mitterrand, Sra.
Thatcher o Nixon. Ningún Proust se digna ocuparse de ellos, como
si la cosa pública no fuera digna de microcirujanos de la pesa-
dumbre. Los sistemas la toman desde demasiado arriba, y los
chismes desde demasiado abajo. Que me perdonen si, en el um-
bral de este continente más negro que la sexualidad, confieso par-
padear. El miedo a lo peor.
Respons;,ble pero no culpable. Que no cuenten conmigo para el
quejica y el contrito: no fui ni estafado ni poseído. Y los compañe-
ros han pagado los gastos del baile mientras yo ascendía de grado
en mi rincón. Me cuidaré de dar golpes de pecho en los de mis se-
ñores sucesivos, seduto e abbandonato. Era demasiado mayor para
hacerme caer a mí mismo en la trampa. La "profesión: estafador"
es un empleo al alcance del primero que llega, todos los errores es-
tán de mi lado. Ni enrolado ni embaucado; una mitad de mí mis-
mo ha engañado a la otra, voluntad de poder contra voluntad de
saber. ¿Por qué entonces no culpable? Porque el hamo politicus,
que no es nuestra mejor parte, es el bípedo sin títulos ni condeco-
raciones, vosotros y yo, y no esa hez de descarriados que "hacen po-
lítica". "¿Todos somos judíos alemanes?" Sí, y también caudillos y
Médicis. El rostro de esos testaferros tan desprestigiados es nues-
tro fotomatón en formato de cartel electoral, exento de los disimu-
los y trapacerías que nos impone el "tamaño natural''. Por muy
asqueado que crea deber estar nuestro juicio sobre los jefes de clan,
de Estado o de secta, ¿pensamos que esos caníbales habrían tenido
semejante éxito si en primer lugar no hubieran hecho salivar a sus
víctimas? El conjunto de jefes oficial es la parte emergente del ice-
berg. Por debajo hay cinco mil millones 'de cómplices, nosotros,
aplastados por unos alter.ego más afortunados. Preferimos cambiar
gobernantes e ideologías. Comunista o fascista, "el pasado de una
ilusión" cumple de maravilla, en el estiaje de la creencia, su papel
de pantalla-memoria. La crítica de nuestros más recientes ismos
nos dispensa de escrutar el bello porvenir de las ilusiones, fruto de
una infatigable y reiterada esperanza. Pronto vendrán otros deli-
rios que no le irán en nada a la zaga a los últimos.
Excluido de las bellas letras, los dédalos del sacerdocio poéti-
co se me cerraron; pero no me imagino, cuando hemos murmu-

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rado a nuestros quince años "ser Chateaubriand o nada", que un
pequeño Víctor Hugo haga de chico de los recados en una papele-
ría. Cuando un mosquetero en ciernes se ha llamado ante el espe-
jo, cada mañana a la misma edad, "ser compañero de la Liberación
o nada", no se va a hacer diputado o senador. Aunque figure en el
Anuario administrativo, Orden a la que aspiraba, con ingenio de
descansillo, no es de los más representativos. El aviador ruso, el
pintorzuelo diletante, el dandi opiómano, tenían más posibilida-
des de acceder que el presidente o el primer adjunto. No se me
ocultaba que los aficionados en política acaban siendo los mejo-
res profesionales de la Historia. Para no marrar la mayúscula sería
pues un aficionado que no bromea, y trincaría, por su majestuo-
sa desenvoltura, a los cachorros de la ENA y de la semipropor-
cional. Outsider encargado de las catástrofes es un oficio a tiempo
completo. Se correspondía bastante con mis imperfecciones para
que viera en ello una vocación. Sería pues, como recomendaba
Lenin, un "revolucionario profesional" en tierra de misiones: el
colmo del amateurismo para un político burgués. Cambié de li-
breto al volver a casa, diez años después, sin abandonar mi preo-
cupación por estar al lado. Mi ideal: inclinar el globo sin que se
me fueran los ojos tras las cantonales. Que es como decir: reali-
zar una película sin producción ni equipo técnico. Soñé una His-
toria sin política, algo así como el cine sin industria del cine. Esas
economías son escasas en la vida moderna: guerras civiles, cata-
clismos, invasiones. Esperando a que escampe -Aníbal descen-
diendo los Alpes, Alarico lanzándose sobre Roma, o Hitler sobre
París-, el candidato avanza a la pata coja entre el escenario y las
bambalinas. ¿Acaso sabemos? Yo me ejercitaba en el zigzag entre
padre José y prima donna desde los bancos de la escuela secun-
daria: el primero de la clase pero tirando pelotitas a la última fila.
El favorito alborotador es mejor que el murciélago. Favorito, ved
mis plumas; desastre, ved mi pelo. Inatrapable. Creí sacar venta-
ja de estos juegos de rol. Error. Uno más uno, es entre dos. De-
masiado realista para un aventurero, demasiado fantasioso para
un hombre del aparato, y os veis desterrados de la carrera, confi-
nados a las ardientes paciencias. Que no vengan a reprocharme
que no he representado ningún "papel político de primera fila",
tampoco de segunda o de decimoprimera. Fingiendo comprome-
terse por el voto de obediencia, los hombres de gabinete tienen la
eminencia gris y la notabilidad infinitamente más chusca.

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El desmoronamiento del Imperio otomano dejó a Lawrence de
Arabia en paro técnico; algunos hay a los que el del III Reich tam-
poco nos hizo un favor. Me di cuenta un poco tarde, a pesar del
número de turistas alemanes en París, de que la orden había anu-
lado el bando en 1946. ¿Así pues eso era "nada"? "Joven, baje a la
tierra, no es usted ni T. E. Lawrence, ni Romain Gary, ni Jorge
Semprún; tampoco se va a creer un Jean-Pierre Vernant o un
Frarn;ois Jacob-no hay que confunilirse de época ni de personaje".
Más fácil de decir que de hacer. Los contemporáneos de Luis XIV
se amueblaban a lo Enrique 11. ¿Quién puede vanagloriarse de ser
contemporáneo de su tiempo? ¿Sin mi retrovisor, no habría ter-
minado en el cuerpo administrativo? Los pequeños realistas que
nos dan la tabarra con el eterno "¡Volved la vista al porvenir!", ¿no
estarían intentando desanimarnos de antemano? Hacer es reha-
cer o bien deshacerse. El anacronismo propulsa, los síncronos
son unos enchufados. Queda que emperadores y paisanos, nues-
tros predecesores en la renuncia, han sido los testigos de exaltan-
tes crueldades, mientras que las nuestras, desde 1945, fueron, al
menos en Europa occidental y hasta ayer, bastantes insulsas.
Nuestros Treinta Gloriosos: un fracaso para la gloria.

La gloria es menos vulgar que la celebridad; es una fama de efec-


tos retardados, como un capullo de crisantemos plantado por un
jardinero previsor al pie de una fosa recientemente removida. La
gloria, en el patio de mi instituto, me la representaba como un pa-
tio de prisión a las seis de la mañana, con un paredón y el jefe del
pelotón que me rinde honores antes de ordenar "¡Fuego!". Veía
los doce fusiles flo'recer como un mes de mayo -corona póstuma
y triunfal. Esta imagen piadosa, alucinación de un fanfarrón, creo
que nació de dos fotos superpuestas: una, anónima, de 1944 en
Francia, que mostraba a un resistente con la sonrisa en los labios,
la cabeza descubierta, las manos atadas, de pie delante de una fila
de soldados apuntando; la otra, de 1917 en México, firmada por
Casasola, muestra la ejecución de Fortino Samano ante un muro
de adobes de oscura mamposteria. Con un sombrero de fieltro de
ala amplia caída sobre los ojos, el puro entre los dientes, los pu-
ños en los bolsillos, arrogante y desgarbado, con un pie sobre el
reborde del agujero, el anarquista lanza un rictus burlón a sus
verdugos de uniforme, fuera de campo.
Poco importan los manejos con tal de que se tenga la imagen de
marca. Una vez informado, parece ser que el sonriente mártir era

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un miliciano ejecutado en la Liberación por crímenes de guerra, ya
que, al igual que los alemanes, la milicia hacía arrodillarse a los re-
sistentes prisioneros antes de abatirlos; y que Agustín Víctor Casa-
sola, fundador de la primera agencia fotográfica de México, era lo
bastante profesional para hacer posar al famoso Samano antes de
su ejecución. La gloria con la que yo soñaba, como buen alumno
(versión coloreada de Julien Sorel subiendo alegremente al patíbu-
lo -"andar al aire libre fue para él una sensación deliciosa"-), es al
colaboracionista Brasillach a quien ha ido a parar, fusilado en el
fuerte de Montrouge el 6 de febrero de 1945, y no al resistente Jean
Prévost con el que habría preferido mil veces identificarme, súbi-
tamente abatido en una carretera, anónimamente, el 1 de agosto de
1944. El delicado latinista tuvo derecho al honor de una muerte
de cara; el hermoso intrépido, a una ráfaga perdída. Todo pasa, pero
al revés. El adolescente se ve actuar; pone la pose en el espejo que
la acción viene a romper como una carcajada. Cuando eso me ha
sucedido de verdad -los seis fusiles alzados a díez pasos, las manos
atadas- en un patio de cuartel boliviano, al alba de un día de abril
de 1967, dos días después de mi detención, ni siquiera un segundo
he visto mi viñeta favorable. Ni paredón, ni cigarrillo. Unas inten-
sas ganas de mear; los párpados mal despegados, hírsuto y titu-
beante. Despertado con una patada en mi jergón, un chusquero me
empujó, con el cañón en la espalda, hacia un descampado y los pe-
queños reclutas indios que nos seguían tenían el mismo aspecto
pasmado que yo (en esos casos todo el mundo duda sobre la con-
ducta que hay que mantener). Yo me agarraba a mi sueño, bus-
cando, aunque de pie, prolongar con los ojos cerrados un sueño
interrumpido antes de tiempo. Una vuelta a la adolescencia. Era,
creo, una comida campestre a la orilla de un torrente en los Piri-
neos, en verano, con amigos y chicas. Como mis interrogadores me
habían prevenido la víspera por la noche que me mandarían al pa-
redón sospechaba algo, sin querer comprender de qué se trataba.
El sargento alineó a sus hombres, me apuntaron durante medio
minuto. El "¡fuego!" no llegó, el oficial giró in fine los talones. Aún
tenía el ánimo brumoso cuando, de vuelta a la celda, me esforzaba
en reconstruir la escena confusa y demasiado rápida donde yo sólo
había sido un comparsa cogido desprevenido "junto a sus pompas".
Ese simulacro de ejecución lo había vivido en el momento como
unas sobras oníricas, ni pesadilla ni éxtasis. La vida no es "ajuste";
¿por qué lo habría de ser la muerte?

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Veinte años más tarde me había salvado: mi locura de grandezas
no habria acabado mal. Cine, literatura, banca, industria ... Gran
Escritor, Gran Empresario, Gran Conciencia, Gran Alto Funciona-
rio, Gran Manitú de la Comunicación, éstos son objetivos de
guerra más sensatos que Gran Timonel de las masas trabajadoras.
Es la desventaja de la mitomanía política sobre la literaria, sea
cual sea en ese punto tributaria de la meteorología. Así como las
obras de arte crecen cuando la época mengua, así también el re-
corte de los acontecimientos debe ajustarse a sus dimensiones.
¿Habré hecho una elección equivocada? El período era talla mu-
chachito. En otros, la Pasionaria en Madrid bombardeado, los
procesos de Moscú, la llamada del 18 de junio, Churchill en los Co-
munes, Stalingrado, Buchenwald, Varsovia, Hiroshima. Sin suer-
te. En la Vía sagrada hubo que lanzarse con un impedimento que
la guerra de Argelia y el 68 realmente no salvaron, a pesar de cier-
tas esperanzas: la paz civil. Predilectos de los cataclismos, nues-
tros mayores se llevaban la palma. Pertenezco a una generación de
serie B, condenada por un blanco de la Historia al pastiche de los
destinos fuera de serie que nos han precedido, arramblando con
los de primera calidad y dejándonos los suplentes -subBlum, sub-
de Gaulle, subMalraux, subBemanos, subCamus, subquiensea. La
generación que tenía veinte años en 1930 o 1940 nos estableció las
claves y los motivos; la siguiente, la mía, toca acordes simultánea-
mente como un oso en la partitura de los mayores. Gestionamos
torpemente una cartera de clásicos inaccesibles que hemos trivia-
lizado y mitificado a la vez, de manera que, si se puede comparar
al historiófilo con el cinéfilo, de las tragedias del siglo finalmente
no habríamos conocido ni la VO en blanco y negro ni el remake do-
blado en color, sino un sketch de circunstancias para una sala mu-
nicipal de usos múltiples. Si a un político se le somete a examen,
se reclama "acosado como un judío bajo la Ocupación". Si otro
pasa tres meses en prisión preventiva, evoca "la eficacia de la tor-
tura nazi que encierra a la gente, sola". En 1968 los CRS se habían
vuelto ya SS, tres papeleras amontonadas se convertían en una
barricada y una granja en Ardeche en una "base roja" o un "nuevo
Yunnan". Las tevistas ilustradas denuncian cada mes un "Holo-
causto", nuestros intelectuales van a pasar el Ebro en Sarajevo el
fin de semana, en tanto que nosotros estigmatizamos un "Munich"
de la educación esperando un "tribunal de Nuremberg" para la
sangre contaminada. Hacemos frente al apartheid en los subur-
bios, entre publicistas se tratan de "colaboracionistas" y de "em-
pleados de la Propagandastaffel", mientras los más audaces "se

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pasan a la resistencia": desaconsejan un recital en un municipio de
extrema derecha. Escultores de cenizas, triscado res de migas ... El
sueño heroico y brutal ha pasado ante nuestras narices, casi ten-
dríamos mérito en chapuceamos una trayectoria en limpio, con
las mondas. ¿Es inherente al "hijo del siglo", sea cual sea el hijo y
el siglo, ese despecho de lo sucedáneo, cuando el sol de Austerlitz
ya se ha puesto y los Napoleón el Pequeño empiezan a pulular?
Quizá toca a cada generación conjurar esa impresión obscena de
parodia. La nuestra habrá jugado bien su partida. Nuestros jóve-
nes memorialistas compensan lo ordinario por el intríngulis del
asunto, las revelaciones escandalosas, los informes bajo la manga;
esos taimados juegan al gran visir para deshacerse de sus rabos de
cereza. Yo prefiero poner las cartas boca arriba: ni contemporáneo
capital ni gran testigo, es el verbatim de un final de partida lo que
aquí trazaré. Cuando llegué a mi siglo recogían las sillas plegables,
los invitados interesantes se eclipsaban, mientras la morralla se
lanzaba sobre pastelillos resecos. Así pues, lo que hice, oí o vi me
llevará menos que los cuentos chinos que me han empujado a sa-
car las narices fuera y, de vuelta a casa, a observar a mil notables
morderse las pantorrillas para ocupar cien buenos puestos. Quizá
todos los colegas acojonados podrán reconocerse en los cuentos
de hadas que me contaba in petto para hacérmelo creer. Ellos tam-
bién se preguntan. "¿Qué iba yo a hacer en esta galera?" Yo can-
turreaba "Llévame en una carabela ... ", y confundí una con otra,
sin pensármelo dos veces (en esos asuntos, por muy redundantes
y reincidentes que sean, sólo hay primeras veces). Ésta es la histo-
ria de mis carabelas. Sin esas pequeñas velas con la cruz latina in-
fladas al viento, ¿a cuántas galeras habríamos subido?

De acuerdo, mi generación no vio humear la chimenea de Bu-


chenwald ni tomó al asalto con veinticuatro años el ayuntamiento
en agosto del 44. Los ultimitos en salir a escena, pero no nos que-
jemos: fue justo antes de caer el telón. Nuestros empollones tuvie-
ro:1¡._ la suerte de hacer sus primeras armas en la última vertiente
del cesaropapismo bizantino, cuyo desnivel comunista estuvo a
punto de reconducir ayer al Occidente industrial a los tiempos
benditos y pastoriles de Josué, Samuel y David. Los ministros de
Dios en la tierra son, por tradición bíblica, de dos clases: los prín-
cipes y los clérigo$.. Antaño, en Judea-Samaria formaban uno solo,
hasta que la Cristiandad latina separara los dos reinos, tiara y dia-
dema. Con la hoz Y el martillo reinaba de nuevo en nuestras altu-

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ras bibliófilas el duplicado. El que más sabía sobre las cosas ocul-
tas desde la fundación del mundo era infaliblemente el que más
podía sobre sus congéneres (hacer babear, hacer soñar, todo es
uno). Lenin, Stalin, Mao, Enver Hodja y señores menores han
prestado su rostro a esta monarquía mística y científica. Todos
ellos, en su tierna edad, habían empezado por alinear silogismos
en el papel y criticar, pluma en mano, los del vecino: bibliotecario
como Mao, publicista como Lenin, profesor como Hodja. Todos
hombres de letras y retoños del Libro. El proletariado había re-
, compensado su presciencia, el Kremlin y la Ciudad Prohibida les
venían a ellos como las guindas al pastel. Millares de levitas, en el
Oeste, se daban por enterados. Empezando a los diez años por el la-
tín y el griego, siguiendo a los veinte por el materialismo históri-
co, dialéctico a los veinticinco, un canijo estudioso se preparaba
para su oficio de rey con una razonable esperanza de acabar como
titán en la brecha. Hijo bastardo de Bandung y de Karl Marx, de la
logorrea tercermundista y el epigrama renano, portavoz ateo de
una Historia que aún no lo era, aunque escupiendo sobre el sable
y el báculo, puedo decir que, hacia 1960, el dominio de las almas
y de los suburbios ya no era una promesa. Funcionario en prácti-
cas, opositor e interno: desde fuera, un vigilante de aspecto y bata
grises. El dirigente interior, entre dos in quarto, miraba de reojo la
cintura roja del planeta. Yo admitía compartir: tendría colegas en
el Directorio, Oficina ejecutiva volante, políglota y rigurosa. Al re-
vés que los cardenales del Grand Siecle, los estudiantes interna-
cionalistas contemporáneos de Brigitte Bardot, de los Beatles, de
las primeras teles portátiles y de los transistores llevaban la púr-
pura bajo el sayo (zamarra de seudogamuza o de pana). En ese Sa-
cro Colegio en gestación yo era uno de los más impacientes. La
salida me interesaba más que el ejercicio, la lectura crítica e in-
cluso síntoma] de las Santas Escrituras. Nadie entre nosotros, di-
cho sea de paso, soñaba con engañar, explotar o manipular a quien
sea. Se trataba más bien de inspirar, orientar, teleguiar a las "masas"
que de conducir en directo, como vulgares Duce. Por eso esos sen-
satos jóvenes airados, futuros comisarios de los pueblos del mun-
do, se mostraban ya como hombres de gobierno, buscando el
consentimiento y rehuyendo la violencia, despreciendo a los dic-
tadores, como todos los espíritus responsables.
Para una mejor comprensión de esta foto de clase, es necesario
un poco de geohistoria. Treinta años (un suspiro, ya sé); pero en-
tre el comunismo y nuestros hijos se ha abierto tal abismo que me
siento, preguntado sobre este ayer por la tarde, como un escriba

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de cancillería merovingia obligado a responder a las divertidas cu-
riosidades de un doctor en Filosofía del MIT: "Veamos, usted que
ha vivido bajo Chilperico, ¿cómo fue el final de los reyes perezo-
sos?" Sin querer trazar aquí la compleja genealogía de Clodoveo,
respondería sencillamente: "La era franca, young man, fue filosó-
fica y confraterna!". Visto desde París, hacia 1960, el mundo del
Este se parecía a una escuela doctoral donde díez catedráticos uni-
versitarios, uno por "país socialista", rivalizaban en rigor para es-
timular, fustigar a sus doctorancillas, las poblaciones alumnas. Se
trataba de quién aprobaría primero el concurso de entrada en el
comunismo, desenlace último, sin posible "después", del socialismo
de Estado, estadía inferior: ¿China? ¿La URSS? ¿Albania? ¿Cuba?
¿No habían sido, acaso, engendrados mil millones de hombres nue-
vos por dos espíritus sistemátkos, Marx y Lenin? A sus cofrades
recientemente fallecidos, los jerarcas agradecidos levantaban esta-
tuas gigantes; rojas pancartas en las calles exaltaban en letras de oro
la teoría, "gloria al marxismo-leninismo". La vida de los pueblos,
en el fondo, dejando aparte fruslerías, se resumía en una querella de
escuelas, en un cuerpo a cuerpo de ismos celosos: revisionismo
contra maoísmo, estalinismo contra eurocomunismo naciente, trots-
kismo contra estalinismo, materialismo consecuente contra hu-
manismo burgués. Se dejaba a las icas, utilitarios y subalternos
-estadística, informática, física, etc.- el cuidado de la intendencia;
hoy es al revés. Salimos de una posguerra en la que, en los inver-
naderos sobrecalentados donde crecía el estudiante de letras, la fi-
losofía dominaba en la cumbre. Antes fue la literatura; después
serían las ciencias humanas. Más que un director espiritual, como
lo era el escritor preclaro de antaño, el profesor de filosofía tenía
algo de comendador in partibus.
Esta preeminencia dejaba al planeta como tributario de los
destiladores de quintaesencias, su porvenir suspendido en nues-
tras retortas. La actualidad internacional, para quien sabía leer,
se revelaría desde entonces como un comentario más o menos
azaroso de los artículos de La Pensée, órgano teórico del PCF. La
primacía de esta disciplina reina estaba inscrita en la constitu-
ción de los regímenes proletarios y los planes quinquenales. Siendo
la primera de las asignaturas obligatorias, la filosofía se enseña-
ba desde la escuela primaria, condicionaba el acceso a la univer-
sidad y a las altas instancias; en Moscú como en Tirana o Hanoi,
los institutos de marxismo-leninismo próximos al Comité central
estaban mejor guardados de lo que lo está en París el Centro ope-
rativo de los ejércitos en el subsuelo del Ministerio de Defensa, en

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el boulevard Saint-Germain; la elite del pueblo se agrupaba en el
Partido, destacamento avanzado del proletariado, pero la elite de
la elite eran los exploradores de los arcanos de la Materia, opacos
al vulgo; y los treinta y siete volúmenes de pasta verde almendra
de las obras completas de Lenin tapizaban uniformemente el des-
pacho;biblioteca de Mao Zedong, y nuestras buhardillas, como
un arco de papel tendido entre la Ciudad Prohibida y la Ciudad
Universitaria, dando fe entre nosotros de la unidad de destino. Sin
duda habría mucho que decir del tan doméstico papel reservado
a la filosofía, como servidora del Partido, simple prestataria de
servicios. Se confundía entonces un poco demasiado la historia
de los dirigentes y la de las ideas. Se trataba asimismo de reponer
en su pedestal a la Teoría, cuyo abandono justamente había pro-
ducido el oportunismo desnortado en el que se encenagaban esas
burocracias de Estado y de partido. Tarea prioritaria, pero pelea de
familia, entre especialistas. Cada sociedad tiene sus jesuitas. Así
los doctores del proletariado sucedieron, en nuestras tierras, a los
doctores de la República burguesa (que habían sido en su tiempo
los discípulos de Comte, y más tarde de Alain), suplantando en el
Este a los viejos elefantes del Kremlin. El corazón del futuro latía
en nuestras personitas que, entretanto, campaban como buenas
chicas en lo provisional: una sociedad de patanes a quienes no
gustaba la gente de concepto, ni siquiera los de su campo. Si al
menos nuestros promotores inmobiliarios hubieran tendido so-
bre la plaza de la Concorde una pancarta "¡ Viva el liberalismo in-
mortal!" ... Si nuestros ediles hubieran hecho flotar sobre el Arco
de Triunfo un "¡Gloria a Tocqueville y a Raymond Aron!" habríamos
podido discutir. No había ni materia ni lugar. Sólo he visto honrar a
la filosofía con un mármol adecuado en el norte de Grecia, en la pla-
za Mayor de Salónica y de cada pueblo macedonio donde se le-
vanta, tótem municipal -en lugar de nuestro monumento a los
muertos-, el busto blanco de Aristóteles, el mejor hijo del país.
A este punto de historia universal se añadía, rareza en Occi-
dente, una particularidad hexagonal: las responsabilidades cívicas
del letrado o, si se prefiere, la politización de la cosa literaria. "La
República de los profesores", burlada y temida a principio de si-
glo, con lo que suponía, en un Jaures o un Herriot, presidente del
Consejo, de formación clásica y general, tenía desde hace cin-
cuenta años su principal cultivo de polen en el establecimiento
universitario parisino, agrupando bajo el régimen de internado
cuatro o cinco promociones de alumnos de ciencias y de letras: la
Escuela Normal Superior. Anticipando lo macro, ese microcosmos,

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había pasado, después de 1945, bajo la influencia de la extrema iz-
quierda gracias a la influencia de un puñado de adelantados. El
"socialismo científico" atraía a sus altares a un alumno de ciencias
por cinco de letras (eso se comprende). Cuando me admitieron, en
1960, el Hombre nuevo tenía como gran vicario al antiguo "prín-
cipe meapilas" del PREU de Lyon (el primero de la fila de los que
van a misa), Louis Althusser. ¿Realmente se había convertido? "Si
me adherí al marxismo", dirá un día, "fue a causa de su catolicis-
mo, pues encontré en el comunismo el mismo sentido de lo Uni-
versal. ¿Católico, qué iba a hacer en una iglesia, mientras que el
Partido me reclama para la tarea concreta de la liberación de los
hombres?". Cultivando el anonimato y rehuyendo a los periodistas,
este recluso, al que los acontecimientos pronto jalearían, dejó que se
agruparan en torno a él algunos seminaristas en busca de padre
prior. No por proselitismo, por cortesía: era un manso que se prote-
gía como podía de los tumultos exteriores, lejos de las violencias que
admitía por escrito tanto más cuanto más repugnaban a su carác-
ter. El consejo de regencia que presidía se reunía todas las semanas
en el "salón de actos" (el bien nombrado, ya que la proliferación ver-
bal cobraba para nosotros un valor de acto), o salón Cavailles (el
filósofo de las matemáticas fusilado por los alemanes). Ahí tuvo
lugar el famoso seminario estratégico de 1964-65, titulado Leer el
Capital, que poco después había de cambiar el curso del mundo,
mitad capitalista, mitad revisionista; el cual, desventura de cam-
pesino, descubrió retrospectivamente, al día siguiente de mayo del
68, que su fortuna se había decidido a puerta cerrada por unos
hermeneutas, en la cumbre. Pasaré aquí por encima de conceptos
y derechos de autor para ir al meollo del tema: el método de di-
rección. Piedra angular: la escuela de formación teórica. Se abría
en todas direcciones, al margen de las universidades y de las or-
ganizaciones juveniles. Con cuadernos mensuales, folletos a mul-
ticopista. El que tenía la posición justa se destinaba a la espera,
demora indeterminada pero encadenamiento ineluctable, al puesto
de mando. ¿Por qué? Porque sus tesis no podían ser reconocidas
como rectoras y directrices por las fuerzas motrices de la lucha de
clases, en conformidad con el axioma enunciado por Lenin: "El
marxismo es todopoderoso porque es verdad". De la verdad al po-
der, del "grupo de trabajo" al secretariado general, era todo dere-
cho. Lo decisivo era la "hegemonía intelectual", río arriba. Para
sacarle partido en dirección sin más, y transportarse asimismo al
cuartel general, había dos vías posibles en el plano táctico: influir
en la línea del interior, método propio del "oposicional", lo que lle-

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vaba a apoderarse de la Urúón de estudiantes comunistas, a la in-
filtración en el Comité central, a la persuasión individual de los di-
rigentes en su terreno; o provocar una escisión y volver el aparato
por fuera: la "agitación de masas". Lo que condujo a otros, her-
manos enemigos de los primeros, a las puertas de las fábricas, a
los Comités Vietnam de base, a la creación de nuevas uniones mar-
xista-leninistas. Althusser soñaba con acumular los beneficios re-
visonistas y maoístas, dejando libertad de elección a sus discípulos
del Círculo de Ulm, sin condenar ninguno.
Menciono de memoria este noviciado. Resbaló sobre mí como
el agua sobre un pato. Aplaudía de lejos esas acrobacias de es-
cuela, convencido de que jamás seguiría la rama de la Sorbona.
Demasiado nebuloso y aleatorio para mi gusto. El procedimiento
pecaba por defecto de sagrado, quiero decir de secreto. Abiertos
como estaban al remolón, nuestros secretismos carecían de reco-
vecos y jerarquía. Pese al esoterismos de los debates y la calidad
de los oficiantes, no me parecían lo bastante reservados como
para ser realmente decisivos. Sé bien que espesos anillos de si-
lencio separan lo alto de lo bajo (los ruidosos no son nunca peli-
grosos). Nuestras sequías analíticas sufrían además de una falta de
femenino y de húmedo, únicos fermentos fiables de sedición; un
poco demasiado maleables -colores, músicas, imágenes. Y ade-
más, al contrario que mis compañeros, la Historia por poderes no
me decía nada que valiera la pena: dejando demasiado espacio va-
cante entre terreno y libros, multiplicaban riesgos y eslabones in-
termedios. Actuar por tesis interpuestas era encomendarse para
la ejecución a bisoños expuestos a una interpretación aproxima-
da de los textos fundamentales, nuestras directrices indiscutibles.
Ya podía el "núcleo dirigente" formar "líderes de masas", segun-
do escalón en la toma de lo popular, hábiles en organizar a los au-
tóctonos y en hablar en público; forzosamente habría pasajes
vacíos, fallados entre el impulso escrito y las veleidades de la mul-
titud. Arrojadas al mundo, nuestras bulas sólo podían caer en ma-
nos inhábiles, incluso impías (nuestros dirigentes comunistas
locales -el brazo secular de la época- que apenas si inspiraban
confianza). El poder en la punta del concepto era aún, me temía,
una historia en dos tiempos: cabeza y piernas, breviario y fusil.
Más bien envidiaba a quienes habían mezclado en tiempo real
tinta, sangre y alquitrán. Encaramado a una formidable pila de
infolios, nuestro Maestro regentaba la taquilla del porvenir. En-
señaba las reglas de gramática sin preocuparse demasiado por las
frases que se formaran. Marxista, Althusser ignoraba decidida-

29
mente la economía; cientifista, las ciencias en activo; revolucio-
nario, las revoluciones en marcha (cuidándose mucho de ir a ver-
las). Quedaba lo esencial: Louis. Una bondad genial, intuitiva y
afectuosa. Su pitillo en los labios, su "¿ qué hay amigo mío?" que
dejaba caer con una voz mal despierta al abriros la puerta, la mi-
rada perdida, la corpulencia cansada, el fatigado tweed. Sus pe-
netrantes silencios, su humor suicida. Raramente se vio en los
doctores cabeza más colmada y más alerta. Ese neurótico lleno de
tacto que, deslizándose hacia la psicosis, habría de estrangular a
su mujer, a la que veneraba, poseía la inteligencia del corazón -el
de los demás, por desgracia, que un buen pedagogo tiene como
un honor preferirlo al suyo propio. Mi mentor se mató en 1980
por compañera interpuesta. La época era ya de Soljenitsin, de los
nuevos filósofos, de los boat people. Muchos de los candidatos a
la dirección filosófica del mundo, oscuramente han rechazado
-en su cuerpo- la pérdida de la hegemonía intelectual. En 1979,
uno de mis amigos marxistas se tiró desde lo alto de una torre;
otro, al fondo del Sena. Los menos aquejados se refugiaron en la
depresión, el silencio o el Talmud. Las luchas de influencias son
más graves de lo que creemos.
"El marxismo vuelve loco", concluyó en aquel momento un ex-
claustrado vindicativo. Así también se podía expresar un fraile-
zuelo paseante, francotirador y partidario de hacer novillos. A la
busca de un padre que pusiera manos a la obra. Una patria de-
masiado celeste no llena el estómago. En París, la abstracta fami-
lia de huérfanos a que me había unido al salir del instituto sólo
me daba a querer grandes tíos fantasmales -Thorez, Mao, Ho Chi
Minh-; cuando lo que yo buscaba eran hermanos de carne y hue-
so. Expatriarse para encontrar una fratría más que una asamblea
de "queridos camaradas y amigos" es una necesidad sin edad, que
no tiene mucho que ver con la bandera.

Con el Quinto, Quinto, Quinto


Con el Quinto Regimiento
Tengo que marchar al frente
Porque quiero entrar en fuego

Con Líster y con Galán


El Campesino y Modesto
Con el comandante Carlos
No hay miliciano con miedo

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Con los cuatro batallones
Que están Madrid defendiendo
Va toda la flor de España
La flor más roja del pueblo ...

La música sagrada, sin ninguna duda, ha provocado más conver-


siones que la teología. Como Dios por nuestras heridas, la entrega
entra en nosotros por nuestros estremecimientos y Morir en Ma-
drid todavía nos pone la carne de gallina. Lo sentí in vivo en ese
verano de 1961, antes del célebre documental, algunas semanas
después de Bahía Cochinos, en las calles de La Habana que habían
reunido a numerosos viejos republicanos españoles, entre los cua-
les el famoso Líster y El Campesino. Vislumbrarlos de lejos, en
una tribuna, me enardecía. Con Ania Francos, que conservaba
esos aires de familia en el fondo de su garganta; Frarn;:ois Maspe-
ro, hijo de un resistente muerto deportado; Rogelio Cruz Wer, mi-
litar guatemalteco y antiguo jefe de la Seguridad de Arbenz, con
quien compartía habitación en el hotel Rosita del Hornedo (el Che
le había llamado para el ministerio de Industria), y algunos "rojos"
españoles llegados de Moscú íbamos a lo largo del Malecón (paseo
marítimo que olía a salmón y a gasolina), a unirnos a una con-
centración de masas en la plaza de la Revolución. Hacia el final de
la mañana la brisa cálida se vuelve pegajosa, el asfalto se ablanda,
y para animarse, entre soportales y buganvillas, mis camaradas en
pantalón corto y mangas de camisa entonaban canciones de los
años treinta. Nunca olvidé aquélla; más que La Jeune Carde o Ban-
diera Rossa en italiano, suena en mí como un grito de adhesión,
una bandera sonora siempre alzada, cuando los soldados que
arrastra tras sí, con el puño levantado, han desaparecido en el ho-
rizonte. Uniéndome a ese coro ambulante tuve la sensación de
unirme a una interminable cadena de sacrificados felices, de los
que las Brigadas Internacionales, antes de nuestros resistentes, ha-
bían formado el penúltimo eslabón. Esa guirnalda de trágicos go-
zos daba la vuelta a la tierra y a los años. Entre la Europa latina
"antifascista" y la América Latina "antiimperialista", la identidad
de sonidos y de colores, la presencia física de hijos y de hermanos
supervivientes daban fe de que era precisamente en la Cuba de en-
tonces donde la guerra de España y la Resistencia francesa se con-
tinuaban en ultramar, al alcance de la voz. Más aún que los relatos
del derrocamiento del régimen progresista de Arbenz por la CIA y
sus mercenarios en 1954, que me hacía mi compañero de habita-

31
ción, un guatemalteco rechoncho que sudaba desde por la maña-
na a gota gorda, los himnos rojos me hacían sentir la unión lírica
de los tiempos. Pobres cantos culturales que, sin el brillo y los
abismos de los coros cristianos, hacían a los nuevos conversos el
mismo servicio: la apropiación maravillada de los santos miste-
rios, comenzando por el que, para mi jovencísima fe, dominaba a
todos los demás en esta nueva Iglesia del silencio, aunque siempre
cantarina: la invencibilidad de los vencidos. Siguiendo hacia atrás
el hilo de mis adhesiones tropiezo en esa dilatación vocal del cuer-
po, esa vox ecclesiae fusionadora, esas liturgias subiendo del vien-
tre y de nuestras fosas comunes que sumergen como un agua
bautismal la vieja preocupación por uno mismo. Vine como cate-
cúmeno, casi ateo. Como el joven Claudel, si se me permite la ex-
travagancia, antes de estallar en sollozos ante los acentos del
Magníficat una noche de diciembre en Notre-Dame de París. Ne-
cesitó luego cuatro años de combates interiores para, aceptando
plenamente su conversión, subir al altar a recibir el cuerpo de
Cristo. Con perdón sea dicho, es el tiempo que necesité para, en-
tre los que esperan en el umbral, al borde del misterio, domeñar la
conmoción, sobreponerle nuestro Meccano marxista-leninista y
ascender, cuatro años más tarde, hacia mi cripta tropical, dis-
puesto a recibir la comunión.
Venía de un país individualista, poblado de mónadas descon-
fiadas o guasonas. Se asociaba a las corales un ridículo de velada
scout, incluso un relente de cantera juvenil, cuando no de gran-
des ceremonias a lo Nuremberg. En mi infancia formé parte de
los Pequeños Cantores de la Cruz de Madera; la primera muda me
había cambiado la voz, y al perder de vista a Dios, a los quince
años, había roto con las salmodias y las lecturas colectivas en voz
alta. Los militantes de extrema izquierda se reunían más que los
demás, en el café, en la célula, en la habitación, pero en las ma-
nifestaciones y los mítines, discursivos y didácticos, La Interna-
cional sólo estallaba al final de la carrera, en la desbandada.
Mojigata o púdica, esta contrasociedad no tenía ni toque de
muertos ni salmo. Un único ritual de retorno: la desangelada "en-
trega de carnet". En esos reductos racionalistas, lejos de la cálida
oralidad de los pueblos del Sur, y donde se mantenía que la teo-
ría debe preceder y fundar a la práctica, las palabras escritas es-
taban obligadas a actuar directamente sobre las almas, sin pasar
por los cuerpos; analíticamente, distributivamente, sin integra-
ción litúrgica del neófito. La política y la izquierda en Francia po-
nían en pie un teatro de texto, no de posesión escénica y menos

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aún cantada. Es en Venezuela, en 1963, en la guerrilla de Falcón,
donde por primera vez me di cuenta en detrimento mío de la am-
plitud de mis carencias hírnnicas. Una noche, alrededor de un
fuego de campamento, los guerrilleros se pusieron a cantar, alter-
nando entre ellos cantos folclóricos del país; Douglas Bravo se vol-
vió hacia mí y me pidió que cantara algunas canciones de Francia,
especialmente del movimiento obrero. Me quedé cortado y rubori-
zado. Alouette, gentille alouette vino a socorrerme, sin relación con
el asunto; enlacé con un Canto de partisanos bastante lamentable,
y acabé en la primera estrofa de La Marsellesa. Me dio vergüenza;
no por no conocer de memoria las siguientes, sino por tener que
recurrir, para salir del paso, a esa tabarra eminentemente burgue-
sa, aunque marcial y con un texto bastante sanguinario (ya dema-
siado para las sensibilidades de hoy). Con su vasto repertorio y su
voz estentórea, Bernard Kouchner habría superado el reto cien ve-
ces mejor. Entre los estudiantes comunistas era nuestro tenor. Le
felicitaba a menudo por su oído y su memoria, sin saber que era,
en primer lugar, un asunto de corazón y de piernas, y que los hom-
bres de acción son gente de ritmo y de cadencia. ¿No hablan aca-
so los liturgistas cristianos de sus "acciones de canto"? El canto
acerca a Dios y se canta corno se reza: con el cuerpo.

¿Corno arranque de un "compromiso ideológico", vagas ondas lu-


minosas y sonoras? Era vaporoso y escaso, pero suficiente. Esos
castillos en el aire hubo que cubrirlos, decencia obliga, con una
ganga de madera. En lugar de ca11ciones o de pinturas tuve, de
vuelta en Francia, unas intervenciones estiradas en tres puntos de
nuestros círculos de estudio. Esas sacudidas nerviosas se volvían
así portátiles y manejables para otros que no las habían experi-
mentado. Sacrificándola al decoro, como buen lógico del estre-
mecimiento, exportqba la emoción corno dialéctica, lo que ya era
mentir. Traduciendo la efervescencia a especulación (lo que los
dirigentes cubanos hacían al mismo tiempo por cuenta propia,
vía la vulgata moscovita), se desfiguraba -traduttore traditore-
como episodio de lucha de clases internacional una aventura pa-
triótica que únicamente debía su anclaje a ese "Patria o Muerte"
que enardecía a los sin patria. El vestir parisino pecaba por exce-
so de galas sabias, cuando lo razonable, creo, habría sido dejar a
su ingenuidad bruta, a su tropicalismo intransferible, esa famosa
"fiesta cubana". Se la habría ayudado mejor haciendo eso, a per-
manecer en o a volver a la tierra.

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Bajo ese nimbo rojo y negro, la revolución, el militante se ama-
ñaba ante sí mismo un batiburrillo de cromos llegados de todas
partes, parecido a esos collages de fotos sobre las chimeneas. Mi
colcha de retazos interior me cuidaba mucho de exponerla; yuxta-
ponía daguerrotipos militares de las barricadas de 1848 en París y
clichés de bonzos en llamas en las calles de Saigón en 1961, pa-
sando por los iconos de Blanqui, Lenin, Rosa Luxemburgo, Bolívar,
Víctor Serge, Zapata, Beloyannís, Jean Moulin y Ho Chi Minh. Em-
blemas mal avenidos pero bien juntos por un idioma estándar, que
cumpliría el mismo papel federador que el latín de iglesia para el
mosaico de feudos medievales, o que el árabe clásico, un lenguaje
de verdad, para el Islam de hoy. En efecto, tenía el privilegio de ser
hablado de Hanoi a Caracas pasando por Roma y Brazzaville, uni-
ficando en la ilusión de un destino compartido la diáspora multi-
lingüe de los creyentes: el "marxismo-leninísmo". Seguí practicando
esta lengua muerta mucho después de haber perdido la fe, incluso
para explicar la necesidad de salir de ella. Nuestros léxicos son sig-
nos de pertenencia, y a veces de llamadas de socorro; no se elige
conscientemente un vocabulario para explicar mejor ciertas cosas
sino para conservar cierto compañerismo cuya nostalgia nos lace-
ra, a riesgo de sacrificar la comprensión de nuestro universo, que
requeriría herramientas de comprensión más contemporáneas o
mejor adaptadas a la proximidad alucinatoria de los suyos o, más
bien, de los que, convertidos en extraños, nos negamos a abando-
nar pese a los desacuerdos. Hablé "marxiano" una veintena de
años, libre de utilizar una lengua de la cabeza para satisfacer a un
corazón que no quería divorciarse de los militantes, esa comuni-
dad espectral que, en Francia, ya sólo malvive bajo el cráneo de al-
gunos coroneles Chabert del progresismo, calvos y graznando. Lo
más gracioso es que ese sánscrito en desuso, en una dependencia
ya emancipada de sus fuentes universitarias decimonónicas, pri-
vaba al oficiante de toda repercusión y en primer lugar en el áni-
mo de los neófitos de los que quería hacerse oír -empecinamiento
léxico que precipita el fin de la especie amenazada que él quería
conjurar adhiriéndose a su jerga.
Como un barniz o una laca, pero sin el sabor de la gelatina en
el estofado de ternera, ese medio tan poco jugoso enmascaraba lo
heteróclito de los materiales de desecho utilizados con fines de
edificación. Tomados de sólidas tradiciones nacionales, esos frag-
mentos de Historia, arrancados a su mantillo, se convertían en
cojitrancos si no eran falseados. Así es como se acaba por hacer
crecer, a partir de raíces naturales, una planta artificial: la Revo-

34
lución. Tan niajestuosa como evanescente, la idea planetario-pla-
tónica (frutal de una inversión realmente especulativa entre un ca-
lificativo y·un sustantivo) seguía planeando sobre sus epifanías
localmente decepcionantes -Argelia, Vietnam, Cuba, Guinea, etcé-
tera- como un hecho de imaginación global. La cristiandad tam-
bién había sido otro, y, a menor escala, cualquier país lo sigue
siendo'. mientras Dios le preste vida. ¿Qué es una nación sino una
comunidad de sonidos y de imágenes, unos y otras uniendo a in-
dividuos que se ignoran físicamente? La revolución mundial
·abarcaba demasiado para apretar mucho, al menos en la dura-
ción, que es en esas materias la única prueba que vale. La cuba-
nidad, la francidad o la italianita tienen una larga esperanza de
vida. Sus ismos se han cuarteado, barniz demasiado barato.

Por muy filósofo que fuese de formación, nunca he sido sensible


a las utopías. Si por esa palabra se entiende, con Georges Sorel,
un constructo intelectual más o menos arbitrario salido del cerebro
de un individuo y por mito la expresión de una fuerza instintiva,
colectiva y afectiva; la revolución respondía más a lo segundo que
a lo primero. Extrañamente, emanaba de un claroscuro más di-
námico y coloreado pero menos definible que el comunismo, casi
más envidiable que su promesa de una sociedad buena, como si
no fuera necesario creer en la sociedad sin clases para armar la
de San Quintín. A ese desorden justiciero, los maestros en imáge-
nes me han conducido con más seguridad que los maestros en el
pensar, que sólo me han servido para moler en conceptos el gra-
no de las proyecciones. El cine, la fotografía y la novela han for-
jado mis certezas, que la lectura de los teóricos justificaba a
medida, y mis años combativos deben más a Joris Ivens o a Chris
Marker, los documentalistas de la ilusión lírica, que a Bachelard,
Canguilhem y el propio Althusser, como si los primeros no deja-
ran de coser con una mano la continuidad épica que la "ruptura
epistemológica", que los filósofos enseñaban, desgarrara con la
otra. En realidad las ficciones podían más, como fuerza de cho-
que, que los documentales, y mucho más profundamente que con
Lenin o Mao, Rosa Luxemburgo o Maurice Thorez, figurillas edi-
ficantes, me identificaba, a la chita callando, sin querer confesár-
melo, con Gary Cooperen Por quién doblan las campanas, y con
Gian Maria Volonté en Il terrorista. Eisenstein y Dovjenko me pa-
recían frente a ellos pomposos y monumentales. Si esos gigantes
lejanos hacían relucir en la pantalla el fabuloso tiempo de los co-

35
mienzos, realmente no me lo hacían tocar con los dedos. Las
guerras secretas o perdidas, los héroes disfrazados detrás de las
líneas enemigas o errantes a la buena de Dios en una ciudad ocu-
pada, las desesperaciones susurradas y sin testigos me conmo-
vían más que la pompa de las muchedumbres subiendo la gran
escalera del Palacio de Invierno o bajando la de Odessa, epopeyas
debidamente acuñadas. Por más que la edad y la calma reinante
hayan descolorido los encantos del celuloide, el tedio que inspi-
ran los "proyectos de sociedad" en el papel jamás me ha abando-
nado.
Habiendo ayudado al traspaso el género femenino, mi pulsión
mítica tenía más tarde, pendiente fatal, que remitirse a la revolu-
ción en Francia. Pues el mito es mujer y la egeria en la barricada
-La Libertad conduciendo al pueblo- puede servir de insignia me-
dianera entre los dos polos de nuestro imaginario llamamiento,
las dos figuras de la idea democrática moderna, la nacional y la
internacional. Traspaso que se ha llevado a cabo al término de
una transición graduada, incluso retrógrada, que conduce, si uno
quiere burlarse, de la Pasionaria a Juana de Arco pasando por la
gaulliana princesa de los cuentos, la vivandera-egeria de 1830,
Casque d'Or y Louise Michel. Se puede acaso describir con las
mismas palabras las dos alegorías: Es una mujer fuerte de pechos
poderosos / De voz ronca y duros encantos / Y con el fuego en las
pupilas... El proletariado de Marx no es más que un concepto
masculino; el pueblo de Delacroix, una imagen carnal que, como
todo cuerpo de mujer, encarna para el inconsciente masculino el
puerto y el mar, la amarra y la partida ... Una de mis mayores di-
chas fue haber llevado un día de verano, en 1975, a Joan Baez a
cantar para Dolores Ibárruri (de vacaciones en el Midi) en una
terraza dominando el Mediterráneo, cerca de Mougins. La pri-
mera, pacifista, tenía treinta años; la segunda, comunista, ochen-
ta. Tan intensas la una como la otra, esas dos nobles damas se
entendieron de maravilla; y verlas juntas, separadas por el idio-
ma, las ideas generales y medio siglo, entonar al unísono La flor
más roja del pueblo, me ofreció el mejor ejemplo de reconciliación
posible entre el rojo y el verde. América y España superpuestas,
mientras dura una puesta de sol, en lo que cada una tenía de más
singular, el idealismo moral y el heroísmo caballeresco, dieron
esa tarde -tan rara sorpresa en casa- un rostro a la Francia ra-
diante y cyranesca con la que todavía sueño.

36
No ignoro a qué peligros expone la vulnerabilidad a las mitologías.
El Partido, el ejército, la Iglesia, esas flores carnívoras acechan en
la esquina al majadero que se encapricha con imágenes de Épinal.
Esas comunidades hechas de rituales, de insignias y de énfasis tie-
nen leyendas en reserva para seducir a los huérfanos de lo maravi-
lloso. Si pude, racionalista pese a todo, no perder la cabeza ni caer
en la red fue, me temo, independientemente de mi voluntad. Digan
lo que digan, en francés, la juventud y el pueblo, los mitos fascistas
son agresivamente machos mientras que los mitos de izquierda
conservan una dulzura completamente femenina, menos peligrosa.
A lo que se añadió un puñetero sentido de lo real que me llevó, qui-
siera o no, a buscar lo exacto o lo trivial, el detalle que desinfla ins-
tantáneamente la escenografía de éxito. La toma de la Bastilla, más
visceralmente que el asalto al cuartel Moneada por Fidel Castro en
1953, el cromo nacional aún me hace estremecer, mientras un ge-
nio malo me susurra al oído que el pueblo de Paris liberó ese día a
cuatro falsarios, dos locos y un jugador endeudado.
Aunque fuera el tiempo en el que la teoria vestía las conviccio-
nes de teoremas, y nuestras presunciones de previsiones, nunca
habría podido seguir el canon de la razón razonante; necesitaba
un fondo melódico y un picor en la nariz. No era quizá la peor ma-
nera de avanzar en lo incierto. "La miseria cargada con una idea",
decía Víctor Hugo, "es el más temible de los artefactos revolucio-
narios". De acuerdo. Pero una idea sin aroma, una línea justa sin
canción ni película ni cuadro es como un regimiento sin bandera
o un cerebro sin corazón: puro ectoplasma.
Primero de mayo: desfiles, mítines, exequias, conmemoraciones
y traslado de cenizas (como las de Jean Moulin al Panteón, con
Malraux como bardo salmodiando ante su Carlomagno, menhir ca-
qui azotado por el cierzo): en 1965 todo le llegaba junto al solitario,
la compañía y las certidumbres. Formar cuerpo, ser la alegría, era
todo uno. Lo gregario y lo hormonal, doble palanca de nuestras in-
corporaciones, a los pensadores de la militancia les traían sin cui-
dado. En nuestro claustro librepensador, en la calle Ulm, donde se
le miraba desde arriba, los más marxistas no veían en el folclore de
los "países socialistas" (los ceremoniales gaullistas, a domicilio, no
merecían ni mirada ni comentario), en el erotismo de masas de las
oriflamas y los cantos, de los uniformes y los retratos gigantes, más
que mojigangas decorativas, secuelas de una enfermedad infantil que
pasaria rápido, el "culto a la personalidad". Beaterías residuales,
simples accesorios de escena, que ocultaban el hueso duro: lucha
de clases, dictadura del proletariado, planificación. Contrariamen-

37
te a esos sabios, ingenuos de serlo demasiado, se nos ha revelado
claramente que la intrusión del cientifismo en las viejas religiones
de la salvación no suponía ruptura con el antiguo fondo de creen-
cias humanas; y era mejor, en cierto sentido. Reflejo de activista, lo
admito, que habrían recusado la mayor parte de nuestros teóricos
que, por muy movilizados que estuvieran, no juzgaban en dinámi-
co, sino por división estática de las sustancias. No alcanzaban a
comprender el impulso vital, y por tanto el cuerpo y la estética. La
Sorbona estaba por el antecedente de la Idea sobre la materia y la
Razón sobre las pulsiones. Desde el español García Lorca al turco
Nazim Hikmet, los poetas, hombres de corazón y de cadencia, sien-
ten mejor a los combatientes que los hombres de ideas, aunque es-
tén "en la izquierda", como lo muestra la guerra de España donde
incluso un filósofo como Miguel de Unamuno supo morir como
poeta. Y la Resistencia francesa, donde los poetas salvaron el honor -
de las letras mucho mejor que los ensayistas y los novelistas. Qui-
zá, mejor cortados para la idolatría, los que hacen pasar la moral
por la física eran más aptos para el don gratuito de uno mismo, con
un derroche incalculable de energía. Profesionalmente hablando,
la psicosis amorosa es el fuerte de los artistas y la debilidad de los
universitarios. No es que los "intelectuales" no se enamoren como
todo el mundo, sino que están más inclinados a la reclusión. Entre
los que tomaron partido por la Unión Soviética, por ejemplo,
¿cuántos no tenían una dulcinea rusa (de D'Astier a Vernant pa-
sando por Aragon)? Se decía: "el régimen de sus ideas", y era la mu-
jer de su vida. Una militancia de cabeza -digamos: André Gide- no
pega con la piel. De ahí la sinrazón del razonador cuando lanza pu-
llas contra "los filósofos que se pierden en abstracciones confusas".
Mis abstracciones no tenían nada de confuso; mis humos, nada de
abstracto. En lo abstracto, todo estaba limpio y claro, en el ángulo
derecho. ¿El imperialismo? "El estadio superior del capitalismo
monopolista de Estado ... " Definiciones categóricas que se fueron
más tarde en humo, mientras que las volutas del Quinto Regi-
miento no han cambiado de sitio. Me martillean la nuca despia-
dadamente. Así han cambiado, en algunos decenios, humo y
cristal. Sin duda las había distribuido mal al comienzo, atribuyen-
do a frágiles construcciones lógicas una perennidad de sensación.
Lo que yo tomaba por una poesía de complemento era nuestra pro-
sa, nuestro sustrato. Comprendo a los profesores, llevados por su
oficio a poner el carro delante de los bueyes: las razones no ense-
ñan mejor que las emociones. Se puede dar una clase de moral o
de economía política, no de flechazo, de sueño o de cólera. "Lasco-

"38
sas que pueden ser enseñadas", dice el precepto tao, "no merecen
ser aprendidas". Nuestros amores y nuestros cineclubs, ¿no han
servido acaso infinitamente mejor a la causa que nuestras escuelas
de mandos?

Este relato comienza a finales de 1965. Nacer a la Historia veinti-


cinco años después del nacimiento dispensa de tener que exten-
derse sobre el feto que fuimos antes. Esperé a esa edad para ser
iniciado, introducido en mi gotha de fusileros, del otro lado del
iconostasio que separaba a los fieles de los verdugos y mártires.
Saliendo del comentario de las cosas adversas, el amargo destino
de los profanos, fui al fin puesto en la confidencia de los asuntos
en preparación, justamente bautizada "secreto de los dioses". Con
la única fe de un texto excesivamente prosaico -"El castrismo o la
Larga Marcha de América Latina"- publicado algunos meses an-
tes en francés en la revista de Jean-Paul Sartre, Fidel Castro, se-
midiós en activo, me mandó llamar. Por un telegrama transmitido
vía su embajador en Francia, me reclamaba como su invitado per-
sonal en la Conferencia tricontinental que iba a inaugurarse in-
mediatamente en La Habana durante el periodo de fiestas.
Hasta esa tarde de diciembre, en la que soplaba un cierzo gla-
cial en las calles vacías de Nancy, cuando el hostelero me entregó
aquel pliego de papel azul en una habitación mal caldeada en la
que preparaba la clase del día siguiente sobre las cuatro figuras del
silogismo en la lógica formal, yo sólo había estado en el segundo
anfiteatro, comiéndome con los ojos a los jefes, bebiéndome sus
palabras, devorando el programa, meditando cada silencio. Un
año y medio en América Latina, desde 1963 a 1964, a pie, en mula,
en camión, en prisión y en tren. Seis meses en Cuba, en 1961, en
el patio de butacas, de frente, pero sin acceder al altar mayor. Esta
vez tenía salvoconducto, un azul caído de los telares. En este Odeón
conspirador donde la entrada entre bastidores equivalía a la inte-
gración en la compañía, el "ojo del Principe" no estaba situado,
como en el teatro a la italiana, frente al escenario, en el eje me-
diano del patio de butacas, en medio de los asistentes. La cima de
las perspectivas campeaba detrás del escenario, lejos de las mira-
das, en el envés del decorado, en alguna parte entre las pasarelas
de servicio y las remesas de accesorios. Hacia ese punto omega me
dirigía, si se puede decir que una mariposa nocturna "se dirige"
hacia la bombilla.
2. Alistamiento

El año 1965 - La imposible memoria política - Los


peligros del transporte aéreo - Lujos imprevistos - El
, entrenamiento - La exclusiva fraternidad del secreto -
Una redundancia: el "comunismo de guerra" - Entre
Víctor Serge y Richard Sorge - Respuesta al fiscal - El
reto progresista - No éramos lo que creíais,
El deus ex machina telegráfico puso fin a una exaltante elevación
de espíritu: las municipales en marzo, las senatoriales en sep-
tiembre. En diciembre las presidenciales.
Así se escribía, en ese año de 1965, la historia de Francia. Fú-
tiles efemérides. Acordaos de lo olvidable.
Socialistas y comunistas firmaron un acuerdo de frente popu-
lar en el Sena. A la pregunta de un periodista: "¿Cómo se encuen-
tra usted?", De Gaulle responde: "No estoy mal, pero tranquilícese,
no dejaré de morirme". Gastan Deferre domina en Marsella; lanza
el proyecto de "Federación demócrata y socialista". L'Humanité
denuncia el deslizamiento a la derecha. El Consejo permanente
del episcopado echa una bronca al semanario Testimonio cristiano
por haber publicado el artículo "Cristianos y marxistas hablan de
Dios". Fran<;ois Mitterrand llama a los franceses "a unirse al com-
bate por una nueva esperanza". "Contra el régimen del poder per-
sonal", añade, "hay que recrear la República de los ciudadanos".
"Italianos" y "chinos" son apartados de todos los puestos impor-
tantes en la Unión de estudiantes comunistas. El consejo nacional
del PSU, sin entusiasmo, se pronuncia a favor del apoyo a Mitte-
rrand. El 29 de octubre, hacia las doce treinta, delante de la Bras-
serie Lipp, en el boulevard Saint-Germain, dos hombres portadores
de carnets de policía invitan a Mehdi Ben Barka, líder de la oposi-
ción marroquí y uno de los jefes de fila del Tercer Mundo, a subir
a un coche. El 4 de noviembre De Gaulle anuncia su candidatura
en la televisión: "Si la adhesión franca y masiva de los ciudadanos
me compromete a seguir en funciones, entonces el porvenir de la
nueva República estará decididamente asegurado". Es la primera
campaña televisada. Pierre Viansson-Ponté, en Le Monde, observa
que :'los actores deben apostar fuerte para pasar la rampa. Ya que

43
en los mítines y manifestaciones sólo se reúnen los militantes ya
conquistados, hay que atraer a los indecisos y los tibios". El 3 de
diciembre, en la primera vuelta, De Gaulle es obligado a ir a una
segunda. Cambia de estilo y decide utilizar su turno de palabra.
El 19 es reelegido con el 54,5 por ciento de los votos emitidos.
¿Añagazas ridículas? Qué más da, si ya no es ahí, en el Oeste
donde eso sucede. Pobres compatriotas, zulúes que blandís vuestras
urnas como fetiches sin sospechar que las cosas serias se llevan a
cabo a vuestras espaldas. El movimiento que pasa por el Sur, eso es
lo que importa. Esta vez será la buena. Ya era hora: 1917, Lenin y
Trotski, revolcón; 1945: segunda oportunidad perdida, estalinismo
y telón de acero. Dialécticamente, a la tercera va la vencida. ¿Has-
ta dónde irá la escalada americana en Vietnam, "centro de lucha
mundial entre revolución y contrarrevolución"? Hasta el "Apo-
calypse now". Nuestro tiempo es el de la revolución, el capitalismo
está copado, los abandonistas no cambiarán nada. Las naciones
proletarias del Tercer Mundo han retomado la antorcha de las ma-
nos de un Occidente extenuado o comprado. Un Dién Bien Phu pla-
netario se prepara a lo lejos: los burgueses en la taza del váter y
decenas de millones de ritsos a cubierto en la selva, llevando la ar-
tillería a mano. "Esperamos la guerra", declara Chu En-lai al pasar
por Argel. "Estamos convencidos de que Estados Unidos va a bom-
bardear China y sean cuales sean los sacrificios que tengamos que
soportar seguimos convencidos de que el imperialismo americano
será aplastado, al igual que aplastasteis el imperialismo francés."
El último vals no tendrá nada de una cena de gala. Herido, el ti-
gre de dientes atómicos aún puede morder hasta hacer sangre. Qui-
nientos mil comunistas muertos en Indonesia, en un silencio
cómplice. Todavía más numerosos, los primeros soldados desem-
barcan en Vietnam del Sur, donde se desarrolla el ensayo general
-Johnson anuncia muchos más. Un cuerpo expedicionario ameri-
cano ha ocupado igualmente Santo Domingo en abril, para aplas-
tar un levantamiento popular espontáneo que se reconoce en
Francisco Caamaño. De Gaulle es el único en Occidente que ha con-
denado la agresión americana, ¿pero qué puede un país capitalista
contra la lógica del capitalismo, una burguesía nacional contra la
burguesía mundial? Malcolm X, al regreso de La Meca, ha sido ase-
sinado por el poder blanco (y no por decisión de Elijah Muham-
mad, con su delfín Louis Farraldian y los dirigentes de la Nación
Islámica). Fue en pleno Harlem, un 21 de febrero. Otro duro golpe.
Pero los Black Muslims, confío, no irán a la desbandada por algo
así (han anunciado el fin del mundo para 197 5). Por otra parte, Cas-

44
sius Clay ha vencido a Listan con los puños, en Louisville, Ken-
tucky: un tío Tom cede el ring a un negro concienciado.
Cuando Ben Barka fue asesinado en los alrededores de París
acababa de presidir, como jefe del Comité preparatorio (CPI) de la
Tricontinental, la postrera reunión de puesta a punto en El Cairo,
en septiembre. Las "tres A", la Conferencia de los tres continentes
-llamada oficialmente de "solidaridad de los pueblos de África,
Asia y América Latina"- es la heredera de Bandung, que había san-
cionado en 1955 el final de los imperios coloniales y contemplado
la entrada en la Historia de mil millones de chinos. En 1965, el
progreso con respecto al afroasiatismo de los orígenes tiene que
ver con la irrupción en escena de América Latina, vía la revolución
cubana. Tal ,como se lo hacía ver el marroquí a un escéptico, al pa-
sar por Praga: "La Tricontinental será un acontecimiento históri-
co por su composición, ya que las dos corrientes de la revolución
mundiatestarán aquí representadas: la corriente que surgió con la
Revolución de Octubre y la de la revolución nacional liberadora".
Estarán presentes en La Habana la URSS, China, Indonesia, India,
Japón, el FNL del Vietnam del Sur, la RAU, Guinea, Argelia, Gha-
na, Tanzania, el ANC de Sudáfrica, el Movimiento de liberación
nacional de México, el FRAP chileno, el FAR (Fuerzas Armadas
Rebeldes) de Guatemala, el FLN de Venezuela. El comité, que
permitía la coexistencia de los representantes oficiales de los paí-
ses comunistas y neutralistas y los delegados de las organizaciones
revolucionarias, ha exhortado a "la constitución de comités na-
cionales que habrían de ser el germen de los frentes populares
unidos antiimperialistas en cada país". La escisión del campo so-
cialista ha estado a punto de abortarlo todo (ni China ni la URSS
podían correr el riesgo de dejar el Tercer Mundo al otro). Había
sido necesaria la astucia procedimental de Ben Barka para salir
del callejón sin salifla: este último tuvo la idea de un comité den-
tro del comité, que hizo enrocarse a Cuba y Venezuela, cuestión de
desarmar a la delegación china que ve en Cuba un punto de apo-
yo del bloque soviético. Así pues, es la troika Vietnam-FLN vene-
zolano-Argelia la que lanza desde El Cairo la llamada: "Nosotros,
los pueblos del mundo". Convocatoria planetaria que Ben Barka
redactó, él solo, en una esquina de la mesa y ratificada al alba en
un salón del hotel por tres delegados felices de poder irse a dormir,
siendo uno de ellos mi compañero Oswaldo por Venezuela.
· Ya no es momento del "neutralismo positivo" de 1955 sino el
del asalto frontal. Nasser unifica el mundo árabe, Ben Bella con-
vierte a Argelia en la base de retaguardia de los exiliados futuros,

45
donde se organizan los jóvenes Nelson Mandela (ANC), Abou
Jihad (Palestina), Marcelino de Santos (FRELIMO) y algunas
decenas más. El Che pasó, en febrero, por el seminario afroasiá-
tico, para decirle públicamente cuatro verdades a la Unión Sovié-
tica: si la palabra comunismo tiene un sentido, dijo en resumen,
los ricos deben compartir, y el campo socialista financiar la revo-
lución del Tercer Mundo. Todavía se busca el panafricanismo en
Acera, detrás de Nk:rumah, pero la unidad africana avanza. El
Magreb estará pronto unificado gracias al contagio del socialis-
mo, y ese feudal de Hassan II saltará dentro de poco como un
tapón. "África es la América Latina de Europa", hacía notar
el propio Ben Barka. El Che la considera aún más madura para el
salto decisivo que su continente de origen. En el Congo-Kinshasa,
donde los paracaidistas belgas acaban de reconquistar Stanleyvi-
lle, el fantoche de Tshombé ve levantarse contra él un nuevo Con-
sejo ejecutivo revolucionario dirigido por Gaston Soumialot. Se
empieza a hablar de un tal Mobutu. En julio, el Che desembarca
en Tanzania con ciento treinta y seis oficiales cubanos, cinco de
ellos blancos. Amilcar Cabral, a la cabeza del PAIGC, ha liberado
la mitad de Guinea-Bissau; Agostinho de Neto y el MPLA se im-
ponen en Angola, Mozambique también toma las armas. En Gua-
temala, el Movimiento Revolucionario 13 de Noviembre (MR 13)
ha abierto un foco en la Sierra de las Minas; el FLN de Venezue-
la tiene tres en plena actividad y, en Cuba, Luben Petkoff adiestra
a un centenar de hombres: el desembarco con una quincena de
oficiales cubanos está previsto para -principios de 1966. En Perú
un comunicado militar, el 24 de octubre, ha anunciado la muerte
de Luis de la Puente Uceda, jefe del MIR (Movimiento de la Iz-
quierda Revolucionaria); Héctor Béjar ha tomado enseguida el
relevo. En Bolivia, César Lora, secretario general del POR
trotskista, fue muerto por el ejército en la mina Siglo XX; las mili-
cias de mineros armados se movilizaron como respuesta y ocupa-
ron la estación de radio. En Brasil, Francisco Juliáo organiza a los
campesinos del azúcar del nordeste. En París (ediciones Maspero,
La Joie de Lire, calle Saint-Séverin, 40, 75005, ODÉ68-02), Parti-
sans, revista bimensual (3,90 francos), llega a su número 18. En
él se pueden leer textos de Maxime Rodinson, Adolfo Gilly, Pierre
Vidal-Nacquet, Paul Barn (¿Qué es un intelectual?), Vó Nguyén
Giap, Bertolt Brecht, Frantz Fanon y Gérard Chaliand. Menos
mal que Maspero esta ahí para hacer lo que incumbiría al PCF, si
este último aún fuera una fuerza revolucionaria. Y que hay ci-
neastas para ver y hacer ver: Prima della revoluzione de Bernardo

46
Bertolucci, Los puños en el bolsillo de Marco Bellochio, Pierrot le Fou
de Jean-Luc Godard.
La orden del día de los estados generales donde se darán cita los
dos tercios de la humanidad no podía adolecer de ambigüedad, pese
a ciertas dificultades tácticas. Sería preciso neutralizar a la vez el
formidable chovinismo chino, impidiéndole dividir por todas partes
a las fuerzas vivas y utilizar a propósito el arsenal de los revisionis-
tas sin ceder a las sirenas de la coexistencia pacífica. La URSS ya
sólo piensa en la carrera hacia la Luna, lanzada por Gagarin y en la
que tiene todas las posibilidades de llegar primero. Se duerme, ron-
ronea, pero produce con qué pelear. Tras tantos sufrimientos, el mu-
jik tiene perfecto derecho a respirar un poco y a comer su gulash en
paz. Pero como esta retaguardia bien cebada teme las grandes sa-
cudidas habrá que forzarle la mano, sin romper abiertamente.
En el fondo de los Urales un "poeta del acero" trabaja para los
olvidados de la distensión: el tovarich Mijaíl Kalachnikov. En las
fábricas de. Kíev construye el mejor fusil del mundo, el AK-4 7. Esa
joya barata bien vale algunas amabilidades. Con su cargador de
treinta balas, su cañón corto, su resistencia al agua, su fiable sim-
plicidad, supera al AR-15 y al M-16 americanos, inútilmente so-
fisticados, encasquillándose por nada y cuyo cañón se calienta
demasiado. Delicadas vietnamitas de diecisiete años, entre dos
partidas de cartas, lo utilizan como ametralladora para abatir en
pleno vuelo a los cazabombarderos F-14 plagados de electrónica.
Nuestra honda apunta cada vez más certeramente, los días de Go-
liat están contados.
La limpieza llevará diez o veinte años. Después de eso, hacia el
año 2000 velaremos por la educación de las nuevas generaciones.
El socialismo triunfante concederá al hombre antiguo algunos
parques protegidos, nuestros futuros museos de etnología capita-
lista: Suiza, Países Bajos, Mónaco, Paraguay; y a esos bantustanes
del lucro enviaremos en viaje de estudio a los pioneros que lo me-
rezcan, para que se hagan una idea de la prehistoria y tiren
cacahuetes al brokercito que gesticula en su canasto. En cuanto a
los Estados Unidos de América, tenaz reducto, los negros pronto
se sublevarán en masa siguiendo a los Black Muslims, se unirán
con los latinos subiendo del Río Grande, para atenazar Wall Stre-
et. Las perspectivas nunca han sido mejores.

Más claro que el agua. Estaba dispuesto a compartir el Apocalip-


sis con los voluntarios de mi país. Siempre y cuando abrieran los

47
ojos. Nada fácil. La ceguera de los amigos de la otra orilla, a quie-
nes advertía benévolamente para que tomaran las dispqsiciones
que se imponían, me afligía. Aún me acuerdo, en aquel año, de un
encuentro en la calle Souflot, en París, con un condiscípulo his-
toriador, Michel B., que había entrado en la calle Ulm un año an-
tes, cacique de su promoción y con quien me sentaba en el Consejo
de disciplina de la Escuela como representante de los alumnos.
Este refractario al sentido común, de una ironía demoledora, que
alardeaba de corbata y no escondía sus muchas ambiciones, me
anunció en la esquina de un café en la calle Souflot que había de-
cidido entrar en la Escuela Nacional de Administración. Me reve-
ló sobre la marcha para qué servía ese extraño apéndice: fabricar
directores de gabinete, prefectos, ministros en serie. Me quedé es-
tupefacto. Yo había creído a mi colega mayor un Rastignac, un_
Rubempré, prendado de lo positivo; descubrí a un pánfilo soltan-
do una presa por atrapar una sombra. Servir a un gobierno bur-
gués, cuando los cuadros de mando proletarios iban a tomar la
sartén por el mango mañana al amanecer. .. ¡Qué ingenuidad!
Además de que correspondía a los de letras dar órdenes a los tec-
nócratas y no al revés, los retrasados que se dejaron abandonar en
la calle Saint-Guillaume me dieron durante mucho tiempo la im-
presión de delegados del acondicionamiento del territorio en el
Imperio romano, que optaban por la región Pompeya-Herculano
(red de comunicaciones, fiscalidad, orden público) en el año 79
menos l. En vano ensalcé ante este insensato la presencia en los
alrededores de los jóvenes combatientes del Vietcong, de los Sput-
niks, de los nuevos cohetes intercontinentales, de los T-34 y Mig-19,
sin olvidar la ciencia de la Historia de la que eran la recompensa
y los garantes. Mandatario de los arsenales de la justicia fracasé
en convencer a mi compañero, que me creía un tipo peregrino
porque me iba a los trópicos, donde se entablaban las partidas de-
cisivas, y al que consideraba un visionario porque se quedaba en
Francia, donde ya no pasaría nada. Compadecía a ese quimérico,
hombre excelente por otra parte, que muy pronto se encontraría
en el Elíseo en el gabinete del presidente Pompidou. Yo apostaba
por los valores seguros, lo tangible, lo duradero: la estrella roja.
Muchos fuimos los que nos divorciamos del aquí para desposar
el otra parte. Nada he visto pues de nuestros golden sixties, los con-
vulsos y los preciosamente pop. Me perdí los Chats Sauvages y los
Chaussettes Noirs, lo confieso apesadumbrado, como dos años an-
tes la "noche loca" de junio en la que, como respuesta a la llamada
del programa Salut les copains de Europe n. º 1, ciento cincuenta mil

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jóvenes invadieron la plaza Nation para escuchar al "ruidoso profe-
ta de los nuevos tiempos", Johnny Hallyday. Brel y Ferré me tapa-
ban a los Beatles. Adepto del be-bop, el twist no me parecía serio, ni
el yeyé, ni el rock, ni los teenagers, ni las clases de edad, ni el star-sys-
tem, ni Elvis Presley, ni la industria de las 45 revoluciones, ni lasco-
municaciones de masas. Ni la puesta en órbita, en el Sahara, del
primer satélite francés. ¿Eurovisión? Una diversión burguesa, un
engañabobos, un truco americano. No vi los self--services, hambur-
gueserías y hot-dogs, ya que el Maheu y el Capoulade, los viejos bis-
trots que formaban el ángulo de la calle Souflot y el boulevard
Saint-Michel campean en vis a vis para siempre. Nadie hablaba de
gays, de invitabilidad, de software, de vídeo. Fue mucho más tarde
cuando supe lo esencial de lo que había sucedido ese año en mi pa-
tria, a saber: que Courreges había declarado la guerra de las faldas
cortas; Sylvie y Johnny casados en justas nupcias; Madeleine Re-
naud representó a Duras, y que el madrás era in en decoración. Veía
sin verlos hombres con el pelo largo, mujeres en pantalones; poco
me importaban la primera gira de Bob Dylan, el pop-art y los Ro-
lling Stones. No adiviné el debate sobre la contracepción, en un país
de abortos, donde "tomar la píldora" era tan raro como el hasch,
la hierba o un porro; no supe que Mike Jagger tenía un look an-
drógino, ni que Jean Shrimpton, la chica más bella del mundo, era
sweet, sencilla y sexy. No comprendí la revolución copernicana del
Vaticano II. No leí La adoración de Jacques Borel, premio Goncourt
(prefiriendo Las cosas de Pérec, premio Renaudot, porque escribía
en Partisans y me había alquilado su apartamento parisino mientras
sociologizaba en Sfax). No capté nada del duelo Roland Barthes-
Raymond Picard, "nueva crítica o nueva imposturá'. No atravesé el
túnel del Mont-Blanc. No vi Le Pere Ubu de Averty en televisión.
Como tampoco, en el cine, Viva Maria, de Louis Malle, Simón del de-
sierto, de Buñuel, Los amores de una rubia, de Milos Forman. No vi
La 3¡7e section de Shoendoerffer (un veterano de Indochina, sospe-
choso). Ni El doctor Zivago llevado a la pantalla (Hollywood, sospe-
choso). Ni las retrospectivas de Dubuffet y de Nicolas de Stael. A la
sombra de Matisse no hay sitio para Warhol, que tiene en París su
primera exposición (genios y campeones, o son franceses o no son).
Veo grandes resplandores en el Sur, tomando el relevo de los que se
habían apagado en el Este. Doscientos millones de comunistas tie-
nen los ojos vueltos hacia Pekín y Moscú; quinientos millones de ca-
tólicos, hacia Roma. Yo miro hacia Argel.
El coronel Huari Bumedián derrocó a Ben Bella pero mi com-
pañero Oswaldo, antiguo profesor de sociología en la Universidad

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de Caracas, continúa el trabajo. Después de haber firmado en El
Cairo, en nombre de Venezuela, la llamada a los pueblos del mun-
do (solo, como un mayor), se instaló en la villa Susini con los
compañeros del FLN (no el argelino, el venezolano). Fundaron
una sociedad de importación-exportación, El Aceite Jujura. Cuba
regaló a Argelia diez mil toneladas de azúcar para que las reexpi-
diera a la China Popular a cambio de ciento veinte toneladas de
armas americanas heredadas de la guerra de Corea para enviar-
las a la guerrilla venezolana, privada de kalachnikovs por razones
evidentes. Oswaldo forma parte del equipo de quienes tienen por
misión reexpedir ese lote tan embarazoso por carguero, en pe-
queñas dosis repartidas en el interior de los barriles de aceite de
oliva (conservación fácil pero packaging difícil). Sartriano adies-
trado en el en sí para sí pero no en el caramillo, compra regular-
mente Les Temps Modemes -para distraerse- en una librería de
Argel, y fue a dar en el número de enero con el artículo que Clau-
de Lanzmann había publicado bajo el título: "El castrismo o la
Larga Marcha de América Latina". Justo en ese momento llega el
Che a Argel. Invita a Oswaldo a la embajada cubana en la que re-
side (Papito Serguera embajador). Cuestión de prepararse el por-
venir (¿no podía acaso ir él un día a Venezuela?); y, por el momento,
su pequeño proyecto de intervención en el seminario afroasiático,
que le pide que traduzca al francés. Los dos hombres juegan al
ajedrez en el jardín, hablan de las brillantes perspectivas y, curio-
samente, de Egipto y de sus pirámides. Oswaldo confiesa que
tuvo vértigo escalando Keops, el Che le riñe como a un chiquillo:
"Son los niños los que tienen vértigo, un revolucionario jamás tie-
ne vértigo". Oswaldo asiente y, para cambiar de tema, le muestra
el número de Les Temps Modemes que ese día llevaba por azar en el
bolsillo. El Che, que lee francés, se lo nacionaliza en el acto. Ese
pequeño azar decidió mi vida, quiero decir la imagen que de ella
guardarán algunos supervivientes (cada uno, espacio obliga, sólo
tienen derecho a una sola). Apenas si me he repuesto, treinta años
después.
Oswaldo dio la señal decisiva o fatal -unas hojas impresas de
mano en mano. El Che llevó ese ejemplar a Cuba en su equipaje
y se lo pasará algunas semanas más tarde, después de traducirlo,
al salir para el Congo, a Fidel Castro, que no lee francés. Lo que
a este último le dio la idea de invitar al autor (ese fidelista desco-
nocido en el batallón que parece que describe como buen cono-
cedor los callejones sin salida de la guerrilla urbana y las ventajas
de la rural). Respondí sí al telegrama de Fidel, que poco después

50
me envió a preparar la llegada del Che a Bolivia. Fue como anti-
guo compañero de Guevara como Salvador Allende me recibió a
mi salida de la prisión, en 1971. Fue como portador de un men-
saje de Allende a Mitterrand como yo conocí a este último cerca
de Pau, en 1972. Y fue como supuesto experto en el Tercer Mun-
do como el presidente electo me introdujo en el Elíseo, en 1981.
Todo se encadena, ligado a un mínimo ademán.
El disparador del desvarío, mi introductor ante los príncipes, el
primer eslabón, fue, pues, Oswaldo B. El mismo que me presentó
dos años antes, en un jardín de Caracas, a Élisabeth B., la madre
de mi hija. Mi lejano compañero apadrinó la vida y la muerte, jus-
ta aunque involuntaria confusión de poderes. No sabía lo que de-
sencadenaba al prestar Les Temps Modemes a un argentino de
paso (¡no prestéis nunca libros!), y yo no sabía lo que encadena-
ría al asistir a la Tricontinental (¡no salgáis nunca de vuestra ha-
bitación!). La primera dificultad es la que cuenta.
Se han visto, hacia 1940, pasmados del concepto que la Histo-
ria ha recuperado a salto de mata de una guerra boba. Puedo dar
testimonio de una bobería inversa: un adorador de las tempesta-
des atrapado en la bonanza tirando de los cabos para que la His-
toria ponga viento en las velas.

Si nuestras galeras dejan algún rastro en los archivos, ninguna es-


tela sobrevive de nuestras carabelas -salvo la media sonrisa de los
desembarcados. Su trayectoria breve y magnifica no está atesti-
guada. ¿ Cómo dar favorable acogida a los cuentos de hadas que
cambiaron de dirección sin ceder al malvado placer del escarnio?
En eso es en lo que la memoria política es todavía menos fiable
que las demás (y la física de las certezas menos avanzada que la de
las nubes). Nuestras militancias se deshilacharon en nebulosida-
des, como si las ideas eje por las cuales nos derrochamos sin echar
cuentas se evaporaran en la naturaleza. En el momento, embarcar
para Citera parecía demasiado evidente para que le encontrára-
mos una explicación; veinte años después, ahí está demasiado ex-
travagante para que le busquemos una. El regreso al "en cuanto a
sí" deja frente a frente a dos extraños que se miran desafiándose:
el ilusionado de antes y el desengañado de después. Es el momen-
to en que el ex se acusa de no haber guardado las distancias con la
actualidad de ayer (pero si lo hubiéramos hecho no habríamos he-
cho nunca nada). Debería más bien incriminar a las efemérides
oficiales, esas medias mentiras que sólo señalan los acontecimien-

51
tos fracasados, vencidos, más bien caídos de las nubes. ¿No serían
las nubes las que habría que poner en su lugar de honor? Pero qui-
zá ya no hay más memoria de los entusiasmos colectivos que de
los dolores físicos. De igual modo que se pueden rememorar los
tratamientos sufridos, nuestra habitación del hospital, el rostro
del médico, los frascos de suero, el color de las paredes, incluso el
nombre de los medicamentos, pero no el fuego del cólico nefrítico
que motivara todo ese despliegue de cuidados y de aparatos, así
podernos releer los discursos, panfletos, programas o verbosidades
en los que creímos (cuando no los redactarnos nosotros mismos)
pero no reconocer ese pedestal silencioso de evidencias que ga-
rantizaba la credibilidad y cuyo hundimiento bajo la línea del ho-
rizonte transforma esos cuerpos del delito indiscutibles en icebergs
fantasmales, entre sueño y pesadilla.
Evocando la Resistencia, un veterano comparaba el desvaneci-
miento de un "gran momento" al de la improvisación de jazz, esa
jam-session que hace levitar a intérpretes y público sobre la mar-
cha pero que, a falta de grabación, se sumerge en la nada. Si es
cierto que ese milagroso éxito de saxo sólo se ha tocado una vez,
existen numerosas grabaciones que cualquier curioso podrá con-
sultar después: almanaques, periódicos, libros, fotos, decretos y
palabras de autor. Esos materiales de historiadores no son para
nosotros, que querríamos revivir o sentir nuestros arrebatos,
nuestras nieves de antaño. Por exhaustiva que sea la documenta-
ción recogida, faltará a la llamada de los hechos la carabela, sin
la que esas crónicas, a causa de su propia exactitud, nos parece-
rán fabricadas por un falsario para calumniarnos mejor.
El posible emisor, que pone en movimiento una generación
tras otra sufre de un vicio redhibitorio: no se torna el pelo a sí
mismo. Ningún casete audio ni VHS para el miedo y la esperan-
za. Ningún proyecto previo en las restricciones. La historia de los
historiadores conservará huellas de los contenidos, no de los es-
tados de conciencia; de las profesiones de fe, consignadas, no de
los vaticinios flotantes, desaparecidos en la vergüenza, el temor
al ridículo, cuando no a la extravagancia; de los programas polí-
ticos, no de las previsiones atmosféricas. Los "antiguos comba-
tientes" tropiezan en este escamoteo de última hora que las
transforma en el acto, cuando van a contar su propio mini Ver-
dún, su propia Ornaha Beach o su propio Gulag, viejos chochean-
tes opacos (para ellos también). Un revolucionario es en primer
lugar un vigilante, un soñador al acecho, mucho más que el
hamo politicus en tiempo de calma. A falta de medios mecánicos

52
de conservación y sin soportes de fijación, el sabor de la inmi-
nencia no es más memorizable que un perfume, mientras que
únicamente esa ansiedad podría dar fe, como un original, de
nuestras motivaciones pasadas. A ese vigía es al que habríamos
querido ser fieles; con la vara de sus expectativas es con la que
mediremos, más tarde, la amplitud de nuestros fracasos. Sin
esos delirios desdibujados serían nuestros propios actos los que
se volverían delirantes.
Ese sentimiento de extrañeza que nos inspiran los testigos ma-
teriales de nuestro pasado lo podemos imputar a la deformación
de los recuerdos, a lo impalpable de un clima, al archipiélago de
las memorias (el período cumbre de un individuo nada le dice a
su vecino que no vio ahí sino calma chicha), al juego de cartas de
los credos colectivos (que transmuta lo más creíble de una déca-
da en lo "increíble" de la siguiente), incluso al tiempo que pasa y
enjuga todos los calores. Pero esas causas bien conocidas son aún
poco al lado de otra más fascinante: el carácter inasible de ese
tiempo misterioso y sin embargo tan trivial: el futuro anterior.
Adiestrados para el "todo y ya" del placer electrónico, ya no so-
mos, en videoesfera, lo bastante tolerantes con la espera. Las técni-
cas del directo, lo saltarina televisual dan a las ardientes paciencias
de antaño un giro caduco y fastidioso, el de una novela de for-
mación del siglo XIX. Aquí estamos en una puerta falsa con rela-
ción a lo que fuimos en los tiempos del libro, de los proyectos a
largo plazo y de los colectivos militantes. Como desterrados de
nuestra propia memoria. Cada época se define mucho más por
sus anticipaciones que por sus cumplimientos, y aún más la que
espera la revolución para mañana. Asimismo cualquier diáspora
de antiguos creyentes comulga de pensamiento no con los fraca-
sos que ha soportado sino con los proyectos que ha perseguido
largamente, y que al hilo de los años se han ido rodando al limbo,
remordimientos agridulces y compartidos que le dan el aire de fa-
milia. Basta con amputar una generación de militantes, esos Law-
rence prosaicos, del sueño árabe para transformarlos en chiflados
víctimas de cómicas insanias. De ahí nuestra incomodidad ante
las fotos en blanco y negro, las viejas películas documentales que
miramos, asombrados o despechados, y que nos parecen a noso-
tros que en ellas reconocemos a nuestros amigos, nuestras calles,
incluso nuestra propia silueta, chuscos como trucajes expediti-
vos, porque cuando vivíamos ese presente era un resto de resta
puesto descuidadamente al final de una hoja, un "para acordar-
me" esperando el final de la operación en marcha. Algo provisio-

53
nal sin importancia, una sucesión de obstáculos que descontar de
la parusía que vendrá, englobadora inminencia que hacía.más so-
portable, si no ridículo, esa caída de la bici, ese devaneo sin ma-
ñana, esa infame nota en el oral. Habitación desvalijada, gruesa
mancha de tinta sobre la chupa nueva, semana de esquí chafada
por el mal tiempo: esas pequeñas miserias que "chupan el aire"
cuando se vive el ahora le parecen livianas al optimista que ace-
cha el Apocalipsis, la gran desgracia que hará mañana nuestra fe-
licidad.
La felicidad de 1965 estaba políticamente determinada, supedi-
tada a batallas de ideas de las que la expresión, un poco insulsa,
elección de sociedad da impropiamente cuenta. Sin duda nunca
creí, en lo más intenso de esta esperanza, que "todo es política",
ni siquiera que la totalidad de un hombre pueda explicarse por
consideraciones de clase o de ideología. Pero las claves de la vida
íntima que, por naturaleza, no alcanza a comprender -el senti-
miento amoroso, el gusto por los cuadros, la curiosidad del más
allá- debería dejarlos al borde del camino, pospuestos hasta las
calendas griegas, cuando hubiera pasado la urgencia. Y es que el
yo no era menos aborrecible para el milenarista de 1960 embar-
gado -dejando a un lado todo lo demás- por la Historia, que para
los jansenistas de 1660 embargados por lo Eterno. Ningún objeti-
vo de guerra individual. La catástrofe esperada vuelve bastante
indiferente "las cuestiones personales". "¿ Qué vas a hacer más
tarde, querido?": ansiedad idiota. Más tarde será la revolución.
Muy bien. ¿Y después? Agujero negro. ¿Cuál será mi papel? Im-
preciso, pero importante, por supuesto. ¿Habrá todavía, después,
teatro, con carteles, divas y figurantes? Evidentemente no. Entra-
remos en la carrera a tiros, pulverizando sobre la marcha las es-
trategias de la carrera y las angustias de la representación: en
vísperas de un terremoto planetario, la mejor de las estrategias.
Pues yo daba por supuesto, presunción debida tanto más a mi
inexperiencia de la guerra que a mi convicción de ser inmortal,
que en la inminente conflagración me salvaría (es la ventaja de las
hecatombes cósmicas sobre las pequeñas matanzas, que uno se
salva de ellas más fácilmente). La supervivencia se daba por he-
cha, nada podía hacerme daño. De camino hacia su Jerusalén ce-
lestial, pasando entre los hombres, el recién bautizado del siglo XX,
como el del siglo primero, era de este mundo sin serlo. Su papel
consistía en pasar el testigo, de los mártires de ayer a los de ma-
ñana, como si los verdaderos pasadores de testigo no fueran los
propios mártires. Después del único bautismo que cuenta, el de

54
fuego, es cuando hacemos este sencillo descubrimiento, con la
amenaza de la muerte en primera persona (esa de la que nunca
hablan estrategas y doctrinarios).

No se atraviesan tres siglos en ocho horas impunemente. Para al-


guien más pesado que el aire la aeronave es una paradoja, y entre
Europa y América del Sur una imprudencia. Los viejos Britannia
de hélices de la Cubana de Aviación que unían en aquella época
Praga con La Habana hacían escala en Gander, en Terranova, Ca-
nadá -hasta dos días cuando había que reparar un motor o espe-
rar una pieza de recambio. Esas meritorias averías no bastaban
para el glissrmdo psicosomático, para este lento ajuste de los sen-
tidos que permitía hasta entonces la vía marítima. En los tiempos
en que los viajes eran algo más que transportes, el etnólogo, el
emigrante, o el turista en singladura en un transcontinental hacia
las Indias Occidentales tenían el tiempo disponible para tomar el
aire, para reacomodar la vista, el oído, el olfato al capricho de las
escalas. La aviación nos ha confiscado los piqueros y las gaviotas
reidoras, las luciérnagas en la noche, la danza de los delfines y de
los peces voladores a lo largo de la rada, las brisas de tierra ve-
teada, las albas violeta "exaltadas como un pueblo de palomas", los
puertos de donde salen en medio de los gritos barcos de remeros
cargados de frutas desconocidas. Esas privaciones de lo pintoresco
tuvieron menos importancia que un desajuste demasiado sucin-
tamente horario. Con la ayuda del anonimato de los aeropuertos
la vía del aire disimula los cambios de siglo entre continentes bajo la
sensación, engañosamente superficial sobre la pista de asfalto, a
la llegada, de una humedad insólita. En cuanto al pretendido
Nuevo Mundo, la fascinación ante unos espacios desmesurados
escamotea el huso ~ecular de las mentalidades que habrá que tra-
zar un día en la superficie del globo, como ya lo han hecho con
las veinticuatro franjas del huso horario. A la mentira aérea, en-
gaño internacional que disfraza los progresos de la navegación de
acercamientos culturales (cuando las distancias mentales se ahon-
dan a medida que las distancias físicas se reducen), se sumaba en
ese París-Praga-La Habana el tampantojo marxista-leninista, cin-
ta de imágenes y de palabras cosida con hilo rojo. Esta rutilante
capa de iconos y de eslóganes que se extendía de Asia hasta Amé-
rica, pasando por Europa y África (sin tocar, bien es verdad, los
Pacíficos norte y sur) recubría fallas geológicas que separaban
unas de otras las diferentes tierras del interior. Las instituciones

55
establecidas por encima semejan piezas de acarreo, precipitada-
mente acicaladas sobre pedestales, sobre siglos de costumbres de
evolución tardía. La sovietización delataba una cirugía plástica
precipitada, que habría injertado el mismo implante alógeno en
diferentes organismos más o menos retráctiles sin tener en cuen-
ta su sistema inmunológico, esa misteriosa defensa interna pro-
pia de las sociedades como de los individuos, aunque menos
conocida en las primeras que en los segundos, dedicada a la sal-
vaguarda de la propia integridad y que llamamos, a falta de algo
mejor, el "espíritu de un pueblo" o el "carácter nacional". ¿No es
acaso la ideología la pasión de los que no quieren saber nada de
la inmunología?
En el Caribe la exhibición de símbolos de pertenencia al "cam-
po de la paz", tanto más ostensible cuanto más reciente, había
modificado el vocabulario, no el pasado colonial, cargado de re-
flejos y de hábitos. El simpatizante de fuera, que creía tocar con
el dedo a la juventud del mundo, abordaba una franja pionera de
la caballería conquistadora, en los límites temporales de la cris-
tiandad. Llevaba en mi equipaje a Lenin, Mao, Giap, salterios fue-
ra del tema; para orientarme en esta vieja capitanía general del
Imperio español tendría que haber traído el Libro de Amadís y El
caballero liberado de Olivier de la Marche, libro de cabecera de
Carlos V. A falta de antecedentes, el viajero con equipaje se expoc
nía a tomar una vuelta atrás por un salto hacia adelante, y a los
caballeros de la Edad Media por pioneros del Hombre nuevo.
Porque se puede cantar La Internacional y hacer del pasado tabla
plena. ¿ Por qué la Historia tiene que ser cronológica, si apenas lo
es nuestra propia vida?

La Habana se presentaba aún como un rincón de América del


Norte hundido en el costado de un país criollo (a su vez, rincón
del África negra instalado en territorio hispano). Una ciudad lla-
na alrededor de una bahía, damero de cuadras ocre o azufre del
que se levantan en el aire vagamente marino algunos edificios que
no llegan a rascacielos (los hoteles Hilton y Riviera, el edificio Foc-
sa), además de, en la vieja Habana, una cúpula blancuzca de Capi-
tolio, réplica de la de Washington. Con sus aceras llenas de baches,
sus soportales descoloridos, sus pastelerías rococó desconchadas,
se había deteriorado mucho desde 1961, cuando aún me cruzaba,
en el Malecón, ese paseo de los Ingleses enjalbegado de rosa y de
azul, corroído por la sal y las brumas, con los vendedores ambu-

56
]antes de batidos de piña o de naranja, con los carritos de agua-
cates, mangos y papayas, con los limpiabotas (los vendedores de
tómbolas y loterías habían sido prohibidos). Viva el internaciona-
lismo proletario, Aquí no se rinde nadie, ¡Comandante en Jefe, or-
dene! Hasta la victoria siempre: omnipresentes a lo largo de las
calles y en las paredes, las inscripciones de colores chillones ha-
bían borrado los Palmolive y los Chesterfield de la era americana.
Se veían, bamboleándose por las calles, Buick y Chrysler multico-
lores, con el capó abollado y parachoques cromados sujetos con
cuerdas. Parada en seco en su auge por la revolución, corno can-
sada entes de estar acabada, la ciudad disimulaba mal, bajo su
nuevo barniz antiamericano, los volved a lo de siempre de hot
dogs y de c9ca-cola: un Broadway horizontal, con menos anun-
cios y más humedad. Había algo de barroco en las columnatas de
escayola y los porches rosa marchíto de las viejas mansiones,
pero nada evocaba los tiempos coloniales como una catedral sin
vida, algunas calles empedradas, un fortín de postal sobre las
olas, con cañones y almenas, como un decorado de cine abando-
nado. En su kitsch hollywoodiense 1940, los hoteles casino de Me-
yer Lansky y de Lucky Luciano, el Riviera y el Capri, donde Benny
Moré y Rita Montaner aún hacían flotar lánguidos mambos, bo-
leros anticuados; los pocos cabarets o restaurantes aún a flote,
Tropicana o "1830", esperaban a Humphrey Bogart y Lauren Ba-
call, pero desde luego no a un émulo de Felipe II surgiendo de un
Oldsmobile blindado. En el Nuevo Mundo es donde el Viejo nos
coge mejor en la trampa. Sumado a este alargamiento de los días,
esta parada de los relojes, de las construcciones y de la vida ur-
bana que suscitaba el ideal comunista allí donde estuviera en el
mundo, lo descolorido de los lugares podía desorientar al pere-
grino. Paseando por este decorado retro se imaginaba haber re-
trocedido veinte años en el siglo xx, cuando de hecho tendría que
navegar, desnortado y sin mapas, en sus contactos de alto nivel,
entre el Siglo de Oro y el Siglo de las Luces. A cámara lenta: las co-
sas de palacio van despacio, corno decían en Madrid en tiempos
del Escorial. La mínima ocupación -una llamada telefónica, una
comida en el restaurante, la compra de un paquete de puros- lle-
vaba diez veces más tiempo que en un país "normal".
Esta languidez internacionalista, común a los países cálidos y
a los "bastiones avanzados del socialismo" (que a menudo eran
una misma cosa), se agravaba en este país de desarreglo genera-
lizado de los relojes. Motivo: la arritmia caudillista. En las esferas
de decisión, la iniciativa más anodina dependía de una orden ex-

57
presa del Jefe; todo el mundo alteraba su reloj de acuerdo con sus
idas y venidas totalmente imprevisibles, de manera que sus le-
gendarios retrasos, amplificados por los de los intermediarios, re-
percutían de arriba abajo de la cadena de activistas, minoría más
expectante que actuante. Cada dirigente internacional, cada cons-
pirador digno de interés que desembarcara en esos años en La
Habana hacía la prueba de un juego sin reglas a través de la an-
gustiosa expectativa de la entrevista. El VIP de la revolución mundial
pasaba por tres etapas. La primera empezaba en el aeropuerto,
cuando su anfitrión de verde oliva le decía en voz baja: "Fidel
quiere verte", lo que le propulsaba ya a un círculo de happy few
muy por encima, y en el acto, al margen del peregrino de base,
pero le obligaba a estar localizable en todo momento, a vigilar sus
compañías y a prepararse para el milagro. La segunda se producía
en general la víspera de su partida prevista, duplicando in extre-
mis su estancia en una duración al menos equivalente; comenza-
ba con "Fidel va a verte", que implicaba la inmovilización
definitiva en el hotel (o en la Casa de seguridad), la suspensión de
cualquier otra cita y el inicio de una tensión nerviosa prolongada.
La tercera se abría cuando ya estaba, unos días o semanas más
tarde, a punto de estallar, con la llegada en tromba de un alto
mando, generalmente el propio Manuel Piñeiro (el jefe de los
servicios secretos), anunciando con una voz triunfal: "llega Fi-
del" ... En realidad, al igual que el indicativo futuro del anuncio
anterior significaba la esperanza y no la probabilidad, este pre-
sente no era el del acta sino el de la inminencia. El apogeo podía
aún durar desde treinta minutos a tres. días. No era raro que los
tres actos de esta obra requirieran varios meses.

Entre palmeras y bananos, todo era un quid pro qua. Hidalgos an-
drajosos como guerrilleros a la cabeza de un ejército de campesi-
nos supuestamente proletarios; un caudillo a la antigua campando
como líder de vanguardia; dirigentes "antiimperialistas" formados
en la cultura imperial, acostumbrados al "american way of life, fo-
rofos del béisbol, de los helados y de los comic strips, cambiando
en odio un amor caído (no más americanomaníaco y, en su tras-
fondo, americanófilo que Fidel Castro); sindiós predicando la cru-
zada, puritanos a quienes repugna cualquier cálculo económico
sumergidos en manuales de economía política; hijos de Bolívar
adiestrándose en jurar sólo por Marx, que detestaba a Bolívar (al
igual que Chateaubriand y por las mismas razones). La voluntad

58
erigida en fetiche, la impaciencia en argumento en medio de una
indolencia tropical, en el que cada asunto importante se aplazaba
hasta al día siguiente: mañana compañero; el culto de lo marcial
en el contoneo danzarín de las multitudes, donde se mezclaban
botas y arrastrar de chancletas, gorros militares y rulos; Cromwell
descamisados sobre un fondo de rumba y de relajo (Fidel y el Che,
que ni uno ni otro bailaba, gozaban tan poco de los ritmos afro-
cubanos como de las bromas y el humor criollos); la dialéctica cu-
briendo con sus cinco leyes estalinianas a la santería, el vudú local;
y los collares sagrados de Changó, el dios africano, tachando los
iconos del Che en las chabolas de planchas de madera en cuya
puerta se leía: Fidel, ésta es tu casa.
La América Latina se jacta con todo derecho de ser mestiza
-contrariamente a la anglosajona. El saludable sincretismo de las
razas se duplica con un sincretismo de los tiempos menos osten-
sible pero más original -rico en vértigos, en riesgos y en comici-
dad. En la Cuba revolucionaria el mestizaje alcanzaba cotas
tragicómicas, desorientando al adversario "imperialista" tanto
como al amigo "nueva izquierda". Los dos asistían por adelanta-
do e in vivo a una versión doblada al español de Los visitantes, esa
película burlesca donde se ve a unos escapados de Azincourt ha-
cer autostop en cota de malla y desbaratar, a fuerza de no enten-
der nada, las asechanzas de un siglo hostil.
Esos errores de reparto, enternecedores o exasperantes, se
convirtieron a la larga en estratagema de cara a un enemigo de-
masiado nórdico y racional para captar las reglas de un juego tan
barroco. Y explican para muchos esa inverosímil geografía e his-
toria: cuarenta años de marxismo-leninismo feudal en la que po-
dría haber sido a principios de este siglo, y lo será quizá a
principios del siguiente, la cincuenta y algo estrella de los United
Sta tes of Arnerica.
Que la fuerza dt;' una nación tiene que ver con sus finanzas y
su comercio y no con sus hazañas militares, y que el interés del
país debe tener prioridad frente al servicio de Dios -esta idea a fin
de cuentas deprimente se abre paso en las cortes europeas en los
alrededores del Renacimiento. No habían alcanzado las costas
cubanas, y en esta isla a trashora, los comandantes se habían im-
puesto como sagrada misión salvar a la humanidad, al tiempo
que purgaban a su propio pueblo con sus desechos más viscosos
(por algo llamaban gusano al exilado o candidato al exilio). Más
allá de las afinidades simbólicas entre cruzada y revolución, las
sobreimpresiones imaginarias entre rebeldes de pelo largo galo'

59
pando en los cañaverales y libertadores a caballo de la Indepen-
dencia (Martí relegando aquí a Bolívar), un medievalista habría
reconocido enseguida en el "Caimán barbudo" de las Antillas, y a
pesar de un desarrollo material más avanzado que el de los países
vecinos, una formación precapitalista inmersa, como las sociedades
adormecidas por rituales bajo el Antiguo Régimen, en lo sobre-
natural. Sobrenatural enraizado a la vez en las novelas de caba-
llería, la secta Abakua y en los orígenes latifundistas de la economía,
pero entorpecido por las tristes coacciones económicas y la me-
diocridad espiritual del marxismo de inspiración soviética. So-
brenatural sin paraíso, sin resurrección de la carne ni la amplia
panoplia de lo maravilloso cristiano, sin monasterios, sin cate-
drales y sin tumbas; desmentido además por el implacable dar-
winismo a la inversa de la selección burocrática (siendo el cedazo
comunista, en la selección por lo bajo de los caracteres y de las in-
teligencias, más lamentable que la media mundial); así pues, una
mística condenada de antemano a una entropía acelerada. Pero
un sobrenatural cuyo impulso primero permitió a ese pueblo al-
zarse por encima de sí mismo (como ya lo habían hecho, en su
tiempo, los franceses de 1792 y los rusos de 1917). Volando en au-
xilio de costumbres mentales tanto más movilizadoras cuanto más
arcaicas, un buen manejo de la radio, de la televisión, y un ins-
tinto de poder sin igual autorizaban a un clan de machos inventi-
vos, reagrupado en el Movimiento del "26 de julio" y enseguida
rebautizado "vanguardia socialista", a edificar, so capa de mate-
rialismo dialéctico, un Estado tan militarizado como espiritualista.
Además de la salud y la educación gratuitas, apreciables regalos,
la revolución colmaba a su grey de gratificaciones inmateriales,
hartazgo pronto llevado hasta los límites de la inanición física:
desfiles militares, exequias solemnes, exorcismos oratorios, con-
gresos de repetición, celebraciones enfáticas de los acontecimientos
fundacionales: 1 de enero, 1 de mayo y 26 de julio, recompensas
honoríficas a los trabajadores (entrega de banderas, diplomas,
medallas, etc.), peregrinajes regeneradores al cuartel Moneada, al
Pico Turquino (la cima de Sierra Maestra, a mil ochocientos me-
tros), culto de los dos santos mayores, José Martí y el Che, invo-
cación ritual alos manes de los mártires, en la escuela y en la
fábrica, exhibición de reliquias ( que irá hasta la repatriación de
las manos cortadas y momificadas del Che} Al igual que una so-
ciedad capitalista se presenta, como había señalado Karl Marx,
como una "inmensa acumulación de mercancías", la sociedad "so-
cialista" sustituía la carencia de bienes y servicios por una in-

60
mensa acumulación de ceremonias, y las más despojadas las más
entusiastas.

Abandonando la cubierta superior por el pañol me encontré en pri-


mera, no lejos del camarote del capitán, por encima de mi clase. En
el último piso del ex Hilton rebautizado "Habana Libre", en una
suite doble. No todo el que quiere merece el sacrificio; para des-
cender, el populista organizado comienza entonces por ascender
(en sentido inverso, el joven burgués diplomado que, antes de ha-
cerse cargo de los asuntos familiares, se va a lavar platos a un pub
en Londres o a hacer de chófer de un patrón en California). Y es
que en tiempos del comunismo ir al pueblo no significaba abrazar
la miseria. No siempre, o no enseguida. Las mocedades de Aquiles
son montañas rusas y los cambios de latitud favorecen los saltos de
estatus social. En Estados Unidos, tierra prometida, yo había deam-
bulado, sin un duro, a lo largo de los highways y de las calles de
Harlem. Dos años antes, cuando fui a unirme con los condenados
de la tierra en Venezuela, país que imaginaba miserable, caí sobre
la gran riqueza. Invisible detrás de sus muros en las ciudades de
Europa, se exhibía al aire libre en un country-club de ensueño, a
dos pasos de los barrios de chabolas llamados ranchos que coronan
la hondonada llena a rebosar de Caracas. Era, en plena aglomera-
ción, el mundo apenas trasplantado de Lo que el viento se llevó, con
sus céspedes, sus sirvientas negras, sus blancas verandas. Un gran
señor comunistizante, patrón de la prensa y buen novelista, me
abrió generosamente su quinta y vi con mis propios ojos dos clibu-
jos a pluma de Picasso en un cuarto de baño, un Balzac original de
Rodin junto a la piscina, unos Calder en el césped, unos Léger y
Max Emst en cada habitación. En ese ambiente y en esa época, a
una gran familia le parecía absolutamente natural tener cuatro co-
ches americanos en ~l garaje, cinco o seis criados fijos y champagne
en las comidas. En los países pobres es donde menos se esconde el
lujo, sin ser sinónimo de reacción. La alta sociedad comunistizante
de la posguerra, Internacional informal a caballo entre la cultura y
la política, llevaba un tren de vida acomodado pero aleatorio. In-
cluso una figura de pro, como Neruda o Asturias, podía pasar de la
noche a la mañana de la condición de proscrito a la de embajador,
o de la prisión central a una quinta a orillas del Pacífico. Los brus-
cos cambios tropicales ya no eran para mí un descubrimiento, pero
la vida de canónigo en pleno 'bastión adelantado" da una cierta
sensación de estar en falso. Uno se acaba acostumbrando.

61
El concilio de los pobres de la tierra se bañaba en el lujo, y
todo el areópago de los mandos del Tercer Mundo vivía provisio-
nalmente muy por encima de sus medios. El hotel que había ele-
gido el gobierno revolucionario para alojar a sus invitados, las
sesiones plenarias y las comisiones que ocupaban los salones del
piso bajo, era un palacio. Desastrados y como perdidos, los "man-
dos" erraban por un lobby todo de mármol y dorados con una tor-
peza de jóvenes suburbanos perdidos en el plaza Atenea. Un
profesor de instituto debutante no tiene precisamente ni los me-
dios ni la costumbre (se adquiere rápido) de pedir a un room ser-
vice por la mañana pancakes en almíbar de arce, por la tarde
daiquiris y cubalibres en los bares, y de poder elegir cada día en-
tre tres restaurantes: polinesio, italiano o criollo. Con el carnet
oficial de huésped nos bastaba con firmar; todo sería gratis, sin
gastos extra, sin ni siquiera una factura que mirar. Yo tenía vein-
ticuatro años y un coche con chófer día y noche a mi disposición;
una especie de ayuda de campo; una terraza, un ascensor reser-
vado. Un teléfono blanco aunque sin llamadas internacionales
(precaución y desvencijamiento obligan). La vida como en el cine.
Mis compañeros, una vez acabada la Conferencia, volvieron algu-
nos días más tarde a sus junglas o sus escondrijos, mientras que
nosotros nos quedaríamos allí hasta nuestro traslado, algunos me-
ses después, al barrio de Miramar, a una casa anónima y modes-
ta, lejos del centro y de las miradas indiscretas.
Aún no era la escasez del "período especial", pero me doy cuen-
ta de lo que una evocación como ésta puede suscitar en los cuba-
nos de hoy que no tienen un céntimo, sin contar los que ya, con
su cartilla de racionamiento, la libreta, se apretaban el cinturón.
No parecía, en la indigencia ambiente, que nos hicieran repro-
ches. Quizá una tradición de acogida, la costumbre de las fiestas,
un evidente consenso popular (en los que no emigraban) y la im-
posibilidad de que las críticas públicas se combinaran para hacer
aceptables unas condiciones de vida que, en cualquier país ca-
pitalista, habrían atraído la cólera del hombre de la calle que ve a
unos invitados extranjeros dándose la buena vida a su costa. El
Estado francés concede a sus huéspedes oficiales, jefes de gobier-
no o ministros -para las visitas llamadas de trabajo- tres días en
el hotel Crillon, y ni uno más, sin los extras. Yo tuve que revolver
Roma con Santiago, en 1983, para obtener del protocolo el pago
de una modesta factura de teléfono que el joven primer ministro
de Granada, Maurice Bishop, en visita oficial a París, material-
mente no podía pagar (lo mismo le sucedió al capitán Sankara, el

62
no menos joven y revolucionario presidente de Burkina Faso, y
como él asesinado algunos meses más tarde por un adversario).
La dirección competente temía sentar precedente, el espantoso
precedente, obsesión del Quai d'Orsay. Tacañería, rutina, ahorrillos
hereditarios, ignorancia de la escasez de bienes: el rico Estado
francé$, de fondos sórdidos y pingües donativos, no es generoso
con el extranjero. El pobre Estado antillano lo era. El "turismo re-
volucionario" de los intelectuales y viajeros insignes llegados de
Europa, que se había convertido en objeto de bromas, era la cara
·visible pero en nada representativa de una migración más discre-
ta y masiva, más implicada también. La revolución cubana ha
albergado durante años a decenas de miles de militantes y refu-
giados anónimos, de América y de África, sin pedirles un céntimo.
El turismo sexual ha sustituido después la acogida de los creyen-
tes. Me parece que el apartheid de las ideas escandalizaba menos
que el del dólar. La ideología se comparte mejor y se reparte me-
nos. Ni prostitutas ni garitos; mercado negro marginal; propina
insultante. Ningún servilismo en el personal hotelero (dependien-
te de la Seguridad y tan vigilado como vigilante). El que esos des-
pilfarros de la "solidaridad internacional" hayan contribuido al
empobrecimiento general, que los falsos gastos hayan formado
siempre parte de los presupuestos "totalitarios" no quita nada al
sentimiento de gratitud que conservo. ¿ Generosidad interesada?
Sin duda -y verdadera generosidad, de provechos improbables,
que hay que abonar en la cuenta tanto de un temperamento hos-
pitalario como de una ideología internacionalista. ¿Por qué elegir,
si las dos, entonces, coqueteaban con la felicidad?
¡Cómo no querer a título personal la liberación de los pueblos si
comienza por liberamos de todo contacto con chequera, declara-
ción de impuestos y facturas de la luz! En el momento no hice el
desglose. Me habría parecido ocioso distinguir entre los diferentes
tipos de bienestar: físico, haciendo músculos en los gimnasios; mo-
ral, adhiriéndose libremente a la necesidad histórica; económico, y
hasta ligeramente granuja, viviendo a expensas de la princesa. No
sin, en las primeras semanas, una cierta incomodidad, a la que tra-
taba de engañar lo mejor que sabía imputando esa opulencia im-
prevista al genio del lugar, para vestir el privilegio de extrañamiento:
un regalo del "realismo mágico", como decía Alejo Carpentier. El
Siglo de las Luces, mi biblia adolescente, daba a sus lectores una
primera impresión de esos esplendores sensuales. Entre la novela
del cubano y esa tardía confirmación se había intercalado la reali-
dad sin fases: dieciocho meses de vagabundeo, de norte a sur de

63
América Latina, entre 1963 y 1964, me habían vacunado contra los
eldorados. Mi compañera venezolana era de la tierra y, viajando
juntos, habíamos tenido suficientes connivencias sobre el terreno
para no caer en el vicio del exotismo: fijarse más en el paisaje que
en el paisanaje, fundir a los seres humanos en el color local. El tu-
rista disocia la geografía y la historia. Yo más bien padecía del de-
fecto contrarío, sustituyendo, en mis hojas de ruta, las indicaciones
de floras, desiertos y selvas por los cronogramas, organigramas, si-
glas y seudovaríos de los amigos y movimientos de extrema iz-
quierda. En ese inicio de 1966, el olvido de los alumnos, de los
glaciales pisos amueblados de Nancy y de los corredores del metro
de Chatelet daba todo su sabor a ese comunismo de cucaña, bueno
y barato, en el que ya el dinero no contaba. Extralúcido como su
amigo Breton, el surrealista Matta me había confesado antes de mi
partida su chasco tras su paso por Berlín Este: "En aquella Niza fu- -
neraria y sin árboles", me confesó en París, "los propios jóvenes vi-
ven como jubilados con mortales domingos, como en el asilo". No
sólo por las alambradas del muro, sino por un invencible tedio. No
veía más que una única salida para tanta gris monotonía, que el
Partido incluyera en sus estatutos: "Es deber de todo joven comu-
nista ir a capturar una ballena a Groenlandia y remolcarla hasta
Ceilán". El golfo de México tiene más tiburones que ballenas. Para
paliar el inconveniente, el Estado nos concedía anticipos cotidia-
nos de surrealidad. Mango fresco y zumo de guayaba en el desayu-
no; guacamole -aguacate, tabasco y cebollas- como aperitivo, con
daiquirí; una sublime mulata de ascensorista, palmeras y brisa a la
orilla de piscinas templadas. Pronto tendrían los trabajadores to-
dos esos mimos de libre acceso; la vanguardia político-militar los
saboreaba la primera; no hay nada de anormal en esto. ¿No es la
revolución el domingo de la vida, en sus albores? Por muchos lunes
desilusionadores que Fidel me había prometido desde mi llegada,
me era fácil prescindir del desplegable turístico en el que me ha-
bían alojado.

Con prórroga y decidido a desertar para no ir a Argelia había es-


quivado en Francia mis "obligaciones militares". Se desquitaron en
Cuba, con otro uniforme. Mi generación sólo conocía la guerra a
través de los libros: Sunzi, Clausewitz, Giap, Mao, citas escogidas
de Lenin. Me había metido a fondo por escrito, como cualquier ofi-
cial cadete del proletariado, en consideraciones "estratégicas" acer-
ca de esto y aquello. Esos molinetes no cuestan nada, ¿por qué

64
privarse de ellos? Dulce bellum inexpertis -la guerra es bonita para
quien sostiene la pluma. En los años anteriores, en mis tribulacio-
nes improvisadas, mi bautismo de fuego se había reducido a uno o
dos choques sonoros en un rancho de Caracas y una mina de Boli-
via; mi prisión, en Perú, a unos días de cárcel ("ingeniero químico
y terro.rista de origen checo", tituló un periódico local al día si-
guiente); y mis secretos de organización a algunas indiscreciones
sobre las disidencias internas de tal o cual movimiento. Ya era
hora, con veinticinco años, de ir al grano -sobre todo cuando la
prueba de afiliación, en las cohortes de creyentes, distinguía el gra-
no de la paja.
Después de la ordenación sacerdotal en Francia, el armarse ca-
ballero en el frente. Don Quijote al timón, hay que brillar con la
lanza y la espada. No con las palabras. El rito de paso que cons-
tituía el entrenamiento, lo había evocado Fidel desde los primeros
encuentros, como una formalidad, ni que decir ti.ene, indispensa-
ble. El período de formación para la guerra clandestina valía a la
vez como certificado de cualificación y sacramento de iniciación.
Acepté con entusiasmo, sin plantearme nada. Incluso era pregun-
tón, tantas ganas tenía de recuperar mi retraso para ponerme al
nivel de mis compañeros. Cansado de "estrategia" tenía ansia de
táctica. No fui "reclutado" y no me "comprometí". Iba al origen,
a los tejemanejes, allí donde las cosas se deciden, menos preocu-
pado por creer que por actuar, y en primer lugar por formar par-
te. Así fue corno al mes de mi llegada abandoné el traje de baño
por el uniforme verde oliva y la piscina de un hotel de lujo por
una reclusión en las montañas, a la intemperie -marchas forza-
das, sed alucinante, judías pintas y sardinas. ¡Qué alivio! Un par
de borceguíes levanta la moral en un dos por tres. Una hora de
kárate al día pone los verdaderos valores en su sitio. A lo largo
de 1966 di mis clases feliz, con una sola preocupación: rechazar
la licencia.
Era una academia militar al aire libre, donde el ejercicio físico
imitaba a los ejercicios espirituales de Loyola por su aspecto ex-
cesivo y devoto. Por lo demás, la felicidad del internado. Con su
horario, su pausa dominical, sus manuales por asignaturas y cua-
dernos de apuntes cuadriculados. Había defensa personal, un flo-
rilegio de artes marciales; tiro antipersonal, con fusil y con pistola,
montado y desmontado de armas; atentado y sabotaje; comunica-
ción (claves de codificación y desciframiento, radiotransrnisión,
morse); explosivos; chequeo y contrachequeo (métodos conspirati-
vos en ciudad); en fin táctica. Cada uno tenía sus disciplinas pre-

65
feridas. Mal cocinero, negado en aritmética, tuve pobres notas en
"explosivos": demasiadas fórmulas complicadas para el cálculo
de las cargas, con coeficientes y multiplicaciones (la calculadora
ha debido simplificar mucho las cosas desde entonces); demasia-
das sales, polvos, combustibles de nombres bárbaros. Esas sesiones
me recordaban las "ciencias naturales" de quinto, o las prácticas
de química con balanzas y probetas. Clorato potásico, nitrato de
amonio, fulminato de mercurio, ácido de plomo. Una pesadilla:
mezclas fallidas, resultados desiguales, errores de decimales. ¿Es
la cultura lo que queda cuando hemos olvidado todo? En esta dis-
ciplina me ha quedado de tanta aplicación el olor a almendra del
plástico C3, fundente y espiritoso como mazapán; la idea, tran-
quilizadora o inquietante, no lo sé, de que se puede fabricar una
bomba con cualquier cosa (juguetes, peines y virutas de madera);
y algunas fórmulas grabadas como alejandrinos: "los nitratos de
potasio disuélvense en el agua", "nada de pirotecnia para explosi-
vo líquido", "amatolita y cloratita son más potentes que amona] y
dinamonal". Así completé mis humanidades, tan inútiles como
las demás; pero si pasarnos la adolescencia deletreando las con-
jugaciones latinas (que no utilizamos en la vida corriente), bien
podemos consagrar seis meses de nuestra juventud a aprender
cómo matar limpiamente a nuestro prójimo, o a nosotros mismos
(si se nos permite distinguir esas dos operaciones). Salvo que esas
lenguas muertas se olviden como las otras; el adulto debe reci-
clarse periódicamente.
Me tomaba la revancha en tiro, que hacía mover el culo a los
gandules. Nuestras armerías eran la cueva de Alí Babá, para vol-
verse loco. Dudo mucho que ningún país en el mundo haya teni-
do "armotecas" tan completas y bien aceitadas, de libre acceso.
Desde el revólver al bazuka y el mortero, pasando por la carabi-
na, la granada y el fusil ametrallador, casi todas las armas ligeras
fabricadas en el planeta desde principios de siglo estaban a nues-
tra disposición, con los proyectiles correspondientes. Municiones
y fuego a voluntad. Chinas, soviéticas, americanas, europeas. De
vértigo. Pasar de Camilo Cienfuegos al Scorpion 7,65 checo, tipo
Smersh y Doctor No; del viejo Springfie]d, o del Garand 30,06 de
la Segunda Guerra Mundial al FAL belga y al AR-15 americano,
del bazuka clásico al RPG-2 chino, eso nos costaba, al final de la
jornada, moratones en el hombro y los dedos despellejados, pero
también una cierta alegría interior, como si la potencia del fuego
recobrara otras dentro de nosotros. En resumidas cuentas, la Aca-
demia de París me creía profesor de Filosofía en la Universidad de

66
"
e·' \.·' ·/'¿.',"º . ·j
i·¡·UCs. ·= l j .
~ ,._:::::i ' /
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La Habana y yo andaba a salto de mata en la provincia de Pinar
del Río, cursillista de un servicio "acción". Este ascenso en poder
bien valía una caída en el escalafón de la educación nacional.
Al anochecer, una o dos veces al mes, Fidel llevaba a algunos ele-
gidos al Punto Cero. Ese J:l@ÍgQDO estaba situado no lejos de la au-
topista central, a unos treinta kilómetros al este de la capital, pero
tan bien escondido por las colinas que los veraneantes que toma-
ban la autopista hacia la playa de Vatadero no podían sospechar
que pasaban junto a un "centro de subversión internacional" mun-
. dialmente conocido (por los servic1os-especializaclos), por donde
pasaron, en l9s_años.ses.entays..,te11ta,yaijgsrn_iles deaspirante~ a
guerrilléros de todos los países (entre ellos muchos futuros mirns-
tros, senadores, presidentes, perfectamente, aunque, o más bien
porque tardíamente, legalistas). A algunos centenares de metros del
litoral estábamos lejos de los cocoteros de tarjeta postal. U11os cuan-
tos cerros pelados bajo un cielo al rojo vivo con, en la depresión de
esas áridas dunas, unos ríos secos sepultados bajo los espinos y ma-
tas de palmeras desplumadas. El centro del campamento estaba
ocupado por los barracones de madera donde se llevaban a cabo las
clase_s_ clE iil§!DJcció.o: explosivos, armas, sabot¡¡j<;L_t;ra11sI11isicmes,
chequeo y contrachequeo en un meillollrbano. las autoridades eva-
cúaoan·enugarcuandó-eTComanfüirtte eñ-jefe venía a una hora tar-
día a verificar algún punto de doctrina, con los allegados del
momento, los comandantes Piñeiro, jefe de la Seguridad y de la In-
formación, llamado Barba Roja, evasivo y guasón; Vallejo, su médi-
co personal, flemático de larga barba blanca; Jesús Montané,
silencioso de barriga rechoncha; Papito Serguera, antiguo embaja-
dor en Argel, joven galán bromista y muy listo. A ese núcleo se agre-
gaban dos o tres latinoamericanos, responsables de los reemplazos
en el entrenamiento y, a guisa de interlocutor testigo, e11tre masco-
ta y valedor, "Debrai, el Francés". Como participaba en los ejercicios
de varias guerrillas nacionales (dominicana, venezolana, guatemal-
teca) me hallaba algo "descompartimentado", fuera de las normas
de "compartimentación" (combatientes de orígenes distintos, inclu-
so de organizaciones de la misma nacionalidad, incluso diferentes
fracciones de la misma organización, no debían encontrarse nun-
ca). Así fue como conocí muchos grupos a prueba en las cuatro E,S-
quinas de la isla, cacfa una esperanaoerdiab ele un
de;;:embarco o.
de7.l'nainfiltraciórr,,:iempre·tnmínentés y sie'inpre rechazados. Los
naturales de Sa:nro· Dorriirigo, que habían venido para tres meses,
debieron esperar cuatro años antes de volver a su país; entretanto la
mayor parte se había dispersado de desesperación.

67
A Punto Cero, el Comandante en jefe venía a experimentar la
famosa manguera. Era la manía del momento: un nuevo tipo de
emboscada, caracterizada por el empleo de bengalas y una sabia
combinación de ráfagas. La estela luminosa permitía ajustar el
tiro a primera vista, uniendo lo preciso a lo graneado. Fidel había
hecho instalar un sistema de cables y de tomos de mano que tira-
ran, a poca velocidad a lo largo de una carretera empinada (el
guerrillero ataca a los vehículos en las pendientes), de un camión
GMT de adrales, con maniquíes sentados a ambos lados, como si
fueran paracaidistas enemigos. Desde un pequeño alto rociába-
mos con nuestros AK de culata corta ese blanco alejado pero con-
sentidor, según la orden convenida. El juego consistía en ser sólo
tres los que dispararan. Como yo había acabado, a la larga, por
incorporarme al trámite y que no apuntaba demasiado mal, el Co-
mandante me incluía en el trío de tiradores tumbados del que él
era el centro, aplicado y pedagógico. El objetivo era convencer a
un comandante latinoamericano -ese día "Ricardo", el jefe del
Ejército de la guerrilla de los pobres (EGP) de Guatemala (que se-
guía en activo)- de que sólo contaba con él para sacudirse las pul-
gas. Un asalto de ese tipo permitía a una tropa en autodefensa
estática pasar a la ofensiva. Así lo exigía la regla del foco, sacada
de la experiencia en la Sierra Maestra y que esas nuevas armas li-
geras hacían más factible. Sólo un irresponsable o un chiflado po-
dría no aprovecharse de esa ganga.
-Hoy con el AK-47 tres hombres tienen la misma potencia de
fuego que una compañía a principios de siglo. Es increíble, ¿no?
-¿Y bien? ¿Qué quiere decir eso, Comandante?-preguntaba uno
de nosotros, falsamente incrédulo, cuestión de no dejarle en paz
para que Fidel, desafiado, fuera hasta el final de la demostración.
-¿Están ciegos o qué? ¡Eso quiere decir que tres hombres pue-
den comenzar una guerra! Los inventores de estos fierros no sos-
pechan las consecuencias -retornaba nuestro campeón, entre dos
ráfagas (el tiempo en que dos soldados volvían a poner el camión
acribillado en su sitio).
Protestas burlonas en el entorno.
-¡ Usted exagera, Comandante!
-¿Realmente lo creen?
-¡Sería demasiado hermoso!
Cada uno se sabía su papel. Fidel miraba su Rolex fijándose en
el segundero.
-En nueve segundos nadie ha podido saltar del camión (una
vez más ayer lo ensayé con mis muchachos). Duración de una rá-

68
faga automática: entre dos y tres segundos. Poner el cargador:
cuatro segundos.
Al momento verificaba:
-Tres, más cuatro, más tres. Echen cuentas. Primera ráfaga,
treinta cartuchos, en el sentido de la marcha del vehículo. Eso es
fundamental, insisto. Si no, sólo las primeras balas acertarán, las
demás se habrán desperdiciado. Así pues, de la plataforma hacia
la cabina, y una vez alcanzado el conductor, vuelta a la platafor-
ma. -Apuntaba su AK y vaciaba el cargador-. Al cabo de tres se-
gundos, y simultáneamente, intervienen los otros dos. La clave
está en la simultaneidad. Tú, Régis, sobre la plataforma, en auto-
mático. Y tú, Ricardo, en semiautomático, para los que consigan
saltar a tierra. La última arma sigue disparando, tiro a tiro, en
caso de necesidad, para cubrir a los otros dos que se dirigen ha-
cia el camión, o lo que quede de él. En diez segundos hemos he-
cho besar la lona a diez. ¿De acuerdo?
Una vez fijado ese punto encadenábamos con los escalona-
mientos de las emboscadas: la primera contra una vanguardia, lo
que llevaba a toda la columna enemiga a retirarse, y entonces se-
gunda emboscada, en el camino de regreso, cerca de sus bases. Es
lo mejor cuando una tropa desmoralizada se acerca a sus acanto-
namientos y relaja la vigilancia.
-Atacas por la noche en tal o cual carretera, dos, tres veces. En-
tonces, el enemigo no vuelve a salir de noche. Vale. Bueno, lo ata-
cas de día, a pie. ¿Que monta a sus efectivos en camión? Bueno,
la manguera. ¿Que blinda sus vehículos? Bueno, las minas. Cuan-
do tu sorpresa ya no sorprende, inventas otra: tomar siempre la
delantera.
Estos regocijos nos ocupaban largas horas, en una farándula de
estelas plateadas, fuegos artificiales en horizontal. Concursos
de puntería, torneos sembrados de aclamaciones y de juramentos
en los que Fidel, como un señor, estaba en la obligación de ganar.
Aquel año estaba de moda el tiro nocturno; arma en la cadera, mi-
rada por encima del cañón, ojos bien abiertos, rectificando según
la trayectoria luminosa. Problema: las pavesas localizaban al ti-
rador. Solución: brevedad y movilidad. Regla: tener el fusil arma-
do para no ser detectado en la oscuridad por el chasquido del
seguro. Por otra parte las granadas de fragmentación, por la no-
che, son más útiles que por el día para romper un cerco: no se lo-
caliza al guerrillero, que no tiene que alcanzar un objetivo preciso.
Un día que por descuido levanté demasiado pronto el cañón se
me escapó un disparo y por poco le doy al Comandante en jefe en

69
la cabeza. Regicidio por inadvertencia ... En el calor de la acción
no me lo tuvo en cuenta.
Se daba por supuesto que nosotros, los buenos, ocupábamos
permanentemente las posiciones altas y los malos la hondonada
de las gargantas; que siempre estarían flaqueantes y nosotros
fuertes como un roble, la barriga llena, la cantimplora también,
con municiones a voluntad e informes seguros, senderos de acce-
so bajo control y guajiros -campesinos de los alrededores- gana-
dos para la causa. Esas condiciones, reunidas por naturaleza,
puesto que llevábamos a cabo la guerra del pueblo, no admitían
discusión (sobre todo porque nuestros ejercicios se desarrollaban en
montañas amistosas y protegidas).
En Falcón, en el verano de 1963, la guerrilla venezolana me ha-
bía mostrado una jungla muy distinta, por lo inhóspita, de los
bosques sanos y aireados de una isla sin animales salvajes o vene-
nosos. La treintena de guerrilleros que entonces conocí, en com-
pañía de dos hombres de imágenes, mis amigos Peter Kassowitz y
Christian Hirou, debían dedicar tanta energía y tiempo a los pe-
nosos trabajos de supervivencia física -agua, caza, transporte de
alimentos, mantenimiento de las armas, acecho día y noche- que
ya no les quedaban fuerzas a esos desdichados corroídos por las
enfermedades tropicales para pensar en entablar combate con
quien fuera. Para colmo de la mala suerte, el ejército venezolano
se cuidaba muy mucho de entrar en una zona tan apartada, sin po-
blación ni producción económica, contentándose con cercarla
para coger la presa cuando, sin fuerzas y sin recursos, tuviera que
salir del bosque. Debidamente reprendido por Fidel y los vetera-
nos de la Sierra Maestra, olvidaba rápido esas contraprestaciones,
que ellos atribuían a una estrategia equivocada y a una deficiencia
de mando. Mal pensado, mal hecho. No tenían en cuenta que la
Sierra Maestra cubana es casi bucólica. Una Arcadia a lo Bemar-
din de Saint-Pierre saneada por los vientos, donde nunca falta el
agua, sin cascabeles ni serpientes ni arañas venenosas, sin goros
(esas larvas que se incrustan y crecen bajo la piel antes de echar a
volar directamente desde la nalga o el brazo), convenientemente
poblada, amenizada por bananeros y palmeras y, por añadidura,
fácilmente accesible desde la segunda ciudad, Santiago de Cuba.
Los juegos de guerra del Comandante escasamente servían en las
selvas del continente -aquárium viscoso apenas translúcido, éter
resistente y acorchado donde el guerrillero se abre un túnel con
machete, los pies.sangrando en los harapos, el busto en escuadra,
con treinta kilos a la espalda, menos de mil calorías al día, un sue-

70
ño entrecortado por los tumos de guardia en la linde del campa-
mento, acurrucado por la noche en una hamaca húmeda bajo un
nailon con goteras. Si añadimos a eso disentería, tobillo roto, bala
en el hombro o el muslo, llaga purulenta por falta de penicilina,
diarrea, paludismo, ausencia de base de repliegue, tendremos el
absoluto desamparo del guerrillero abandonado a sí mismo.

Esta preparación semejante a muchas otras, imagino, se exaltaba


con una penumbra que la hacía muy superior al trivial período de
instrucción. Ese añadido de prestigio tenía que ver tanto con las
dimensiones del objetivo -la revolución mundial- como con la
confidencialidad de los lugares y ejercicios. La cosa militar, clási-
ca y mecánica, reunía así lo que Honoré de Balzac habría llama-
do asuntos de alta policía.
¿Qué sería de la guerra fundadora sin enemigos camuflados
que desenmascarar y sin agentes que infiltrar? Los rebeldes tenían
el talento para esos juegos crueles impuestos por las circunstan-
cias, y la cultura comunista de la organización, en ese punto, no
ha puesto trabas a su talento. La cultura de guerra en tiempo de
paz es el espionaje y la información. El mundo soviético se desta-
caba en eso. Fuera de los comandantes, felices poseedores de un
apellido, mis compañeros sólo tenían nombre, y eran alias; ni di-
rección personal, ni despacho, ni número de teléfono. Ni grado
reconocible ni uniforme, ya que en la ciudad iban de civil. Admi-
nistrativamente dependían no del Minfar (las fuerzas armadas)
sino del Minint (ministerio del Interior). Eran los "hombres de Pi-
ñeiro", jefe del departamento América, coordinador de las opera-
ciones clandestinas en el exterior, los miembros del Frente de
Liberación (en un medio feudal no se depende de una administra-
ción, se pertenece a tal o cual). Esa hermética francmasonería que,
desde dentro, parecía una pandilla de alegres muchachos, infor-
males y relajados (en la que un sovietól9go tontamente habría
imaginado a mis "oficiales habituales"), me formó in situ en la cul-
tura del misterio como dimensión constitutiva de las sociedades
revolucionarias (lo que es el principio de publicidad para las so-
ciedades burguesas). Por regla general, andarse con tapujos era
una manera de vivir y de gobernar en los países burocráticos del
Este, desprovistos de anuario de comercio administrativo, incluso
de guía telefónica, donde los mapas de carreteras estaban clasifi-
cados "confidencial-defensa" y a cualquier corresponsal de un pe-
riódico extranjero se le trataba como espía apenas disimulado. En

71
un comandante que contara con los favores del poder, era un gozo
descubrir lo mejor de lo mejor, reservado al más alto nivel: fajos
en bruto de cables provenientes de la AFP, la AP, o la UPI (lo que
oía o leía cada día cualquier francés en Francia realzado como se-
creto de Estado).
Las neurosis del ambiente me ganaban sin darme cuenta: en-
fermedad de la sospecha y delirio de interpretación. Tomada des-
de los extremos, a derecha o a izquierda, la visión policiaca del
mundo es un alucinógeno poderoso, que da a los intoxicados
-ventajas de los paranoicos sobre la morralla- las dichas de la
coherencia, más los gozos minuciosos de la verificación. Poco im-
porta que se tenga "todo falso" en el conjunto, si cada detalle con-
firma lo bien fundado del cuadro general. Por falta de tiempo,
Pierre Goldman, al volver de Venezuela a Francia, malograría su
cura de desintoxicación. La mía me ocupó diez largos años. El
hábito contrapolicíaco hace imaginar un agente en el primer fu-
lano, ve un doble fondo en cualquier pregunta anodina, descubre
en el perro atropellado la "desinformación" por el "agente de in-
fluencia". Poco a poco se fuerza la dosis para no tener "mono".
Vistos desde La Habana, dos de cada tres sociólogos y ocho de cada
diez periodistas, en cualquier sitio de América Latina, de cual-
quier nacionalidad y tendencia que fueran, paseaban una "tapa-
dera", enemigos camuflados o falsos amigos (soviéticos, por
ejemplo). Sin contar el personal de embajada, los funcionarios in-
ternacionales y los hombres de negocios de paso por la isla, agen-
tes estatutarios y casi tranquilizadores. Los autores extranjeros,
culpables de libros o artículos críticos sobre la revolución, eran al
instante descalificados: un "están cogidos" que dispensaba de ab-
sorber el veneno puesto que tan tristes señores sólo podían repe~
tir ignominias al dictado. Por regla general, todo disidente era
"un agente de la CIA", igual que Aquiles tenía los pies ligeros o
Atenea los ojos garzos. El epíteto innato bastaba en la prensa y en
los medios oficiales. En cuanto a los "órganos" -más exigentes-,
cuando un nuevo sospechoso entraba en su campo de visión el
único punto que merecía discusión era la identidad del servicio
extranjero al que pertenecía el desconcocido; pronto una decisión
caía desde las cimbras, tan perentoria como inexplicada; impara-
ble como todo rumor, aliviaba enseguida las inquietudes. Una vez
etiquetado el inclasificable (CIA, Intelligence Service, SDECE,
etc.) dejaba de interesar; todo estaba en orden, la hidra imperia-
lista era una y la misma con varios tentáculos; el siguiente. Que
fuéramos los delegados del Bien sobre la tierra se daba por su-

74
puesto; más extraño me parece hoy nuestra visión de las fuerzas
del Mal: una organización centralizada, monolítica, dotada de
una implacable coherencia en todos los puntos del globo. El im-
perialismo: una conjura planetaria y cínica, buscando las veinti-
cuatro horas del día manipular, intoxicar, infiltrar y corromper a
los m¡is ingenuos o los más débiles de entre los Justos. Cuando
pude conocer un poco, en Francia, esos servicios que con razón
llamamos "especiales" para conjurar toda generalización (espe-
cialmente como secretario del Consejo del Pacífico Sur, donde las
cuestiones nucleares eran capitales), recuperé, veinte años más
tarde, un estado de ánimo igualmente sincero y justificado -tela
de araña, nido de víboras y paraguas búlgaros- del "lado bueno",
con los frentes cambiados (la fechoría se convertía en hazaña y el
traidor en héroe). El comunismo se perfilaba en las declaraciones
y las notas de servicio parisinas en algo repugnante agazapado en
la sombra y avanzando por todas partes topos y tentáculos para
manipular, intoxicar, etc. Basta con hojear, en el propio Hexágo-
no, las memorias de los vigilantes de las murallas, en el Occiden-
te cristiano, para verificar que la cosa mejor compartida del
mundo, que no es el sentido común sino la paranoia, es transver-
sal a los regímenes y a los credos. Entre el Este y el Oeste, la sa-
tanización cruzada ha dado trabajo a miles de funcionarios. Cada
servicio, a un lado y otro del telón de acero, con la misma patéti-
ca indignación, ofrecía al escéptico las pruebas más materiales de
la infamia rival. Cada uno tenía a disposición un museo de los
horrores y diabólicas ingeniosidades traídas del otro lado: apara-
tos de escucha sofisticados, trampas para alimañas, restos de avio-
nes espía, microfilmes, transmisores en miniatura, más de cien
casos debidamente catalogados de topos desenmascarados, chan-
tajes descarados, agentes dobles devueltos, etc. Me bastaba, en
1966, con una hora de conversación con Manuel Piñeiro para te-
ner la certeza de que el Infame estaba al acecho, infatigablemen-
te; de igual modo en 1986, con el patrón de la DGSE, en sentido
contrario. Sin duda los dos tenían razón, y al mismo tiempo: nada
se parece más a una KGB que una CIA y viceversa. La deforma-
ción profesional que les era propia era un racionalismo desespe-
rante, que se acerca paradójicamente a la mentalidad primitiva
por su intratable coherencia y la transformación de toda cosa en
signo de otra cosa. Para un adepto al Gran Juego nada es fortui-
to, nada de libre albedrío. El hombre es todo, salvo sujeto de sus
actos: conductor o conducido, manipulador o manipulado, burla-
dor o burlado, pero nunca él mismo, tontamente, simplemente.

75
Los grandes espías, como los magos y los brujos, tienen en común
que ignoran el azar, que gobierna las pequeñas cosas, y la necesi-
dad, que gobierna las grandes. Bendita ignorancia que les dis-
pensa de devolver los trastos, convencidos de la inutilidad, al final,
de sus tinglados demasiado cuidadosos.
Individualmente y en conjunto, los compañeros del aparato te-
nían menos del "idiota especializado" que sus homólogos occi-
dentales (según la idea que me pude hacer mucho más tarde). Los
más fanáticos, extrañamente, no eran los que pensábamos. Nues-
tros bravos militares habrían podido envidiar su cultura política,
su jovialidad y su libertad de tono. Formados de entre el montón,
en la lucha contra Batista, esos latinos avispados y motivados se
parecían más, me imagino, a los agentes de nuestra Resistencia
que a los oficiales de carrera en los que la República francesa de-
lega obstinadamente ese tipo de reponsabilidades (prefiriendo sin
duda los simplismos del Gran Mudo -el ejército- a inteligencias
menos disciplinadas, pero civiles y por tanto menos "seguras").
Curiosos del "otro lado", los cubanos conocían el mundo norte-
americano desde el interior, leían a John le Carré y Gilles Perrault,
se interesaban por su cara a cara. Parecían menos expuestos a la
vanidad. Sin duda una "sociedad cerrada" reduce las tentaciones,
mientras que vemos a nuestros hombres de la sombra publicar
sus memorias y frecuentar los platós al día siguiente de su expul-
sión. La videoesfera alimenta la indiscreción y el exhibicionismo,
incluso en los que deberían sustraerse más a él. Socialmente, por
el contrario, lo que merece ser salvado en Occidente ofrece una
solución colectiva infinitamente superior. Relega esos ejercicios y
neurosis a los márgenes, pero los compensa, para saldar toda
cuenta, con una sobreabundancia de obras de ficción. De ese
modo nuestras sociedades se vacunan contra una demonología
tan embrutecedora como improductiva, impidiendo al delirio
ocultista hacer de ello una mancha de aceite. Películas, series, no-
velas de espionaje nos purgan irónicamente, según la vías proba-
das de la catarsis estética, de nuestras pulsiones fabuladoras y
paranoicas, mientras que estas últimas son mantenidas, oficiali-
zadas e inculcadas como un deber en cada súbdito de los "países
socialistas". Sabiduría republicana, eso es lo que es nuestro con-
finamiento en sus límites, en los lugares apartados y por un tiem-
po llamado a propósito "de excepción". Sabiduría venerable y
romana, ya que en una ciudad tan dotada para la guerra como
Roma, el templo de Marte estaba situado fuera del recinto sagra-
do de la Ciudad Eterna con el fin de que no fuera mancillada, y el

76
irnperiurn rnilitiae se apagaba nada más regresar de campaña el
cónsul.
Como la obsesión sexual y la frecuentación de los cines, la atrac-
ción de la información baja con la edad. Estaba demasiado sofoca-
do, al volver a Francia, para dar vuelta del revés la manía, como los
antiguos comunistas que sustituyeron la hidra imperialista por el
pulpo totalitario. Este símbolo de obsesivo, el neoliberal estalinis-
ta, ha desempeñado un papel dinámico en el periodismo y entre
bastidores. A falta de entrenamiento preferí cambiar de chaqueta a
darle la vuelta. Un presidente de la República, antiguo ministro del
Interior, puede pedir a las agencias paralelas pequeños servicios
para sus asuntos de dentro. Para los de fuera (los únicos atractivos
para mis ojos de aficionado), la materia de esos gabinetes oscuros,
bastante sombría, sólo realza una sana competencia administrati-
va, y para los que deciden, una atención fluctuante; la espuma que
se forma fuera nutre sucedáneos de novela, o faroles resumidos. El
propio Malraux, evocando a Guevara, en los circunloquios de una
conversación imaginaria con De Gaulle, en Les chénes qu'on abat,
no escapa a la norma: "¿Estaba en el maquis con su amante ruso-
argentina, agente rusa, de la que dicen que lo entregó?" "Pero si eso
era falso. Ella no había dejado de sugerirle que organizara dinami-
teros de minas, y que les subordinara los pueblos, con más o me-
nos células establecidas por los servicios americanos. Pero tenía
sus recuerdos de Cuba, y sus ilusiones maoístas [ ... ] Gracias a esta
mujer, sólo gracias a ella, los servicios rusos pudieron protegerle al-
gunos meses. Además, ella recibió cinco balas en el vientre como
consecuencia de un enfrentamiento del maquis, murió, y fue en-
tregado once días más tarde."
Un error por cada palabra: sin duda Tania no fue la amante del
Che, que se abstenía bastante bien; no era rusa, sino alemana de
la RDA, nacida en Argentina. Intérprete en Cuba, reclutada sobre
el terreno, enviada luego a La Paz como "agente fijo", no tuvo que
ir a las minas de estaño; la mataron cuarenta días antes que al
Che, con la retaguardia de Joaquín, al atravesar un río,. cogida en
una emboscada; ilusiones maoístas el Che ya no tenía, sobre todo
desde su viaje a Pekín, donde le habían mostrado tras un cristal a
un Buda viviente llamado Mao; a las aldeas perdidas de Valle Gran-
de, pobladas de analfabetos atemorizados, guaraníes que apenas
hablaban español, les habría costado esconder a unos James Bond;
y no veo cómo los servicios rusos, cuya primera preocupación no
eran los indios del Chaco, habrían podido proteger a alguien que
la dirección comunista local, mejor implantada, y sus propias au-

77
toridades políticas más bien tenían ganas de torpedear, Qué más
da: todo eso "queda bien en el cuadro". La única virtud que se re-
quiere del que cuenta: la firme resolución de ignorar los mapas y
el calendario. Negligencia permitida a los virtuosos del bluf{, que
saben, como el muy lúcido Malraux, reconstituir lo real 'con lo
imaginario (incluso si aquí su genial mitomanía se extravía), Por
el contrario, el farolero medio que invade quioscos y escaparates,
colma nuestra capacidad de asombro.

El caso cubano se distinguía a su favor de los europeos por su au-


sencia de hipocresía, Practicaba sus valores militares lealmente,
crudamente, sin inscribir en el frostispicio de un ministerio de la
verdad: "La guerra es la paz", como en el 1984 de OrwelL Ese so-
cialismo de guerra desdeñaba lo plañidero, del tipo Movimiento
por la Paz, "demócratas sinceros y hombres de buena voluntad";
las nanas moscovitas mir i drujba, "paz y amistad"; los cromos al-
bergues de la juventud, chicos y chicas chic dando la vuelta al mun-
do, con el pañuelo rojo al cuello y la mochila a la espalda. Al
poner en primera fila a los profesionales de la violencia, ese pro-
tocomunismo, aún sin etiqueta, asumía orgullosa, ingenuamente,
a la partera de la Historia, Nuestras sociedades de consumo in-
fravaloran la guerra. Las sociedades de poder, sea cual sea su de-
bilidad, la sobrevaloran. Sin darse cuenta de sus límites, El
jacobinismo a la francesa se exalta en el reclutamiento en masa y
la patria en peligro, pero puede sobrevivirles bajo formas más bo-
nachonas (la guerra escolar, el Plan "ardiente obligación", la enér-
gica reforma del crédito, etc.), Por muy pacifista que fuera su
presentación, o su disfraz, la estrella roja no ha dejado de decli-
nar en la paz; la beligerancia le era consustancial, y el "comunismo
de guerra" casi una fórmula redundante. En la guerra (interna-
cional o civil, la una después de la otra), nació, la ha perpetuado,
la ha sufrido, la ha gozado. En el fondo, guerra de partisanos,
guerra total, guerra convencional o de insurrección, ese sistema
no sabía hacer otra cosa, y el propio fascismo hizo otro tanto. El
comunismo, en todas partes o casi (dejando aparte Afganistán) ha
ganado la guerra y perdido la paz, Ha ganado la guerra de los tan-
ques y de los espías, perdido la de los vaqueros, la batidora, el
rock, las imágenes y las estrellas del espectáculo, Su historia, en la
propia Europa, testifica por (o contra) sus orígenes: nace en las
entrañas de la Primera Guerra Mundial, se acurruca en el período
de entreguerras, centellea de nuevo en Stalingrado y en el maquis,

78
se infla en la posguerra, y muere de paz. ¿En nuestra propia
conciencia colectiva las Brigadas Internacionales no borran acaso
los procesos de Moscú; el heroísmo del Ejército Rojo, el pacto ger-
mano-soviético, como, en Francia, Fabien y el Affiche Rouge han
borrado las deserciones y las componendas de 1940? En el imagi-
nario del militante francés, Tillan y Móquet absuelven a Thorez y
Marchais, los FTP compensan de los hombres del aparato. Los me-
jores militantes vinieron a los partidos francés e italiano durante la
. Resistencia y los abandonaron enseguida. Mauthausen y Buchen-
wald hicieron inclinarse a antiguos deportados demócratas hacia
el estalinismo, como a Pierre Daix; y cuántos pasivos o prisione-
ros, como Althusser al volver del campo de concentración, se unie-
ron al Partído después porque sintieron que sus miembros sabían
lo que otros habían desaprendido: hacerse matar. El respeto por
el hombre comunista (que no excluía una hostilidad lúcida al pro-
pio sistema) fue disminuyendo a medida que cicatrizaba en noso-
tros la guerra mundial. De igual modo, nuestra consideración
retrospectiva para "el gran pueblo soviético". En 1995, en un cine,
los chicos y las chicas de veinte años que veían el Schindler de Spiel-
berg se echan a reír tumultuosamente en la última escena (el oficial
del Ejército Rojo a caballo acogido como libertador por los judíos
detenidos). Mis vecinos creían que era un efecto cómico del guio-
nista para relajar la atmósfera. En 1945, los jóvenes franceses ha-
brían considerado sospechosa la discreta alusión de la escena. Tal
vez un día se llegue a un justo medio en los ánimos desapasionados.

En su diario de guerra, Ernst Jünger, al ver a Céline en la primave-


ra de 1944 asediar la embajada de Alemania en París para obtener
papeles y salvoconductos, anota que es "curioso ver cómo unos se-
res capaces de exigir con total sangre fría la cabeza de millones de
hombres se preocupan por su mísera vida". No era éste el caso de los
barones y duques: "Patria o Muerte"; lo que predicaban, se lo exi-
gían a ellos mismos. Entre comandantes, capitanes y tenientes (los
tres grados del Ejército rebelde en sus comienzos), aproximada-
mente quinientos partidarios de la guerra a ultranza han perecido
discretamente en "misiones internacionalistas". La primera, en
Santo Domingo, en 1959. Luego, en Nicaragua, Venezuela, Grana-
da, Argentina, Bolivia, Chile, Guatemala. Sólo la guerrilla colom-
biana se resistió a esta invasora fraternidad, rechazando en sus
filas y aún más a su cabeza cualquier injerencia cubana. Las expe-
diciones africanas, después de la desastrosa locura de Guevara en

79
el Congo, pusieron en acción, por el contrario, en Angola, Etiopía,
Somalia, Yemen, Guinea-Bissau, unidades regulares con medios
convencionales. Ciento cincuenta mil cubanos serían enviados a
Angola, quisieran o no, y por tumos: se les llamó "voluntarios" por
convención (los que querían quedarse en casa eran severamente
castigados).
Voluntarios, en los años sesenta, esos cubanos lo eran lo bas-
tante como para prescindir de la palabra, hasta el punto de dispu-
tarse el honor de ir a infiltrarse en países donde nada (y la mayoría
de las veces, nadie) les llamaba. El don de sí se ha deslizado de
Marx a Alá, de Hanoi o La Habana a Teherán o Argel. Decimos "fa-
natismo" para designar una dedicación desconsiderada, que expo-
ne su vida y la de los demás más allá de lo necesario (defensa
nacional o intereses vitales) y sin ánimo de lucro (mercenario o
"perro de la guerra"). ¿Cómo, entonces, distinguir a los "Patria
o Muerte" de los '1ocos de Dios"? En primer lugar, el garbo; el correr
tras el ron y las faldas; la guasa y la jovialidad. Eso corta radical-
mente con los afganos demacrados y macilentos (tal como los des-
cubrí veinte años después, en la frontera paquistaní, rígidas
figuras de la Inquisición, cubiertas en aquella época por la aureo-
la del "combatiente por la libertad" de los que Occidente de ma-
nera unánime, sus medios de comunicación, sus servicios secretos
y la intelligentsia francesa en particular, disfrazaban esos valerosos
oscurantismos). El contraste no es menos grande por lo que se re-
fiere a su situación espiritual. Cristianos a su pesar, esos agnósti-
cos descarados se creían no creyentes. Dando la vida a Alá o a
Cristo, el mártir gana en el cambio. Pasa de un purgatorio al pa-
raíso. La muerte del comando suicida a manos del infiel precipi-
tará su felicidad, salvando su alma de un cuerpo calamitoso. ¿Pero
qué sucede con una yihad laica? ¿Qué interés en la nada puede te-
ner un materialista? Un valiente en marcha hacia la leyenda
-como Guevara- puede esperar permanecer en el corazón de un
pueblo, la única vida eterna con la que puede soñar un descreído.
¿Pero y el clandestino que se infiltra de noche, con papeles falsos
en una playa lejana, cuando no hay ninguna guerra declarada? Me
vuelve a la memoria Tito Briones, el primer jefe de las tropas es-
peciales (con quien me había entrenado), muerto en una playa
venezolana en 1967. O Demetrio Escalona que acompañó a Caa-
maño en 1972 a Santo Domingo. Para aquél ninguna recompen-
sa póstuma. Su gobierno renegará de él para escapar a las re-
presalias, y la resistencia local (por poco precavida que haya sido)
hará lo mismo, por amor propio y patriotismo de organización.

80
Sólo una cultura histórica muy particular puede dar cuenta del
enigma de la muerte feudal sin la metafísica de la feudalidad.
Fue una suerte para el régimen de Fidel Castro que el "embar-
go" americano, contra el que no dejó de protestar, con razón, vi-
niera a relevar desde fuera el estado de guerra más o menos
abierta de los años de plomo, permitiéndole de ese modo la im-
becilidad imperial, después de la guerra fría, conjurar un estado
de paz y de libre intercambio con el exterior al que no habría po-
,dido sobrevivir. Lo obsidional fue y siguió siendo hasta el final su
oxígeno.

¿Qué había -:enido pues, a hacer, a algunos años luz de mi terruño?


¿Qué hacer? Pregunta demasiado ortodoxa. Rechaza y refleja
una inquietud menos confesable: ¿como quién? ¿A qué predece-
sor quería parecerme? Ningún tratado político socorrerá a esas
preguntas más pertinentes y menos frívolas, ya que cada respues-
ta es una novela que nadie puede escribir por nosotros. O ·más
bien se graba en nosotros a nuestras espaldas, en fragmentos, y
no sin imprevistos, a partir de historietas desperdigadas, trozos
de películas flotando en la retina. Subterráneo como es, ese mon-
taje, si por imposible lo lleváramos a término, no valdría para
ningún otro y llegaría demasiado tarde. Aun cuando pudiéramos
alcanzar nuestro objetivo y recompensar, con toda imprudencia,
a nuestro ego predilecto, como un retrato robot a partir de indi-
cios incoherentes, la suerte está echada: no seremos, está claro, el
que habíamos soñado ser. Lo habremos sido mucho menos, o de
través, y hasta al revés. El insecto de metamorfosis que es un jo-
ven de proyectos se distingue de las orugas en que no alcanza casi
nunca la forma de mariposa adulta, la que los entomólogos lla-
man imago. No es que yo tuviera una elevada imagen de mí mis-
mo: magnificaba a.mis compañeros, nuestras tareas y la época.
Quizá sea el destino de los humanos que tengan que imaginar
grandes avenidas para arriesgar unos pasitos.
Si ser grande es "abrazar una gran causa", a la gente de esta-
tura media siempre le interesará que le crezca el cuello. Mucho se
nos tenía que subir a la cabeza para imaginamos que un puñado
de tíos y de kalachnikovs iban a "hacer la revolución". Cada uno
se lo creía, amigos y enemigos. El fantasma que había desertado
de Europa recorría los Andes, lo bastante obnubilador para evitar
que se calibraran en su justa medida nuestros efectivos y nuetros
medios, supuesto que debíamos "liberar" un continente. Eso ha-

81
bría sido presunción en cualquier otra parte, pero la historia lati-
noamericana no se rige por las normas comunes; unos pocos lo-
cos intrépidos son suficientes allí para poner todo patas arriba.
En 1956, en México, Fidel se proponía desembarcar en Cuba con
trescientos hombres; consiguió ochenta y dos a final del año; que-
daron doce en pie al cabo de una semana, de los cuales siete ar-
mados. El primer ataque a una guarnición se hizo con treinta
guerrilleros. Al cabo de dieciséis meses había ciento cuarenta re-
beldes. Ochocientos invadieron la isla a finales de 1958, y en el
momento de la entrada en La Habana el Ejército rebelde no lle-
gaba a tres mil hombres (de los cuales, mil quinientos reclutados
en el último mes).
Ya estaba en el orden de grandeza microscópica de los Liber-
tadores. Un abogado se había apoderado de un país de siete mi-
llones de habitantes con los efectivos de una compañía; y un
insolente, Bolívar, de un continente de treinta millones de habi-
tantes, en 1811, con un regimiento. ¿Todo sería pues, "en las ori-
llas misteriosas del mundo occidental", cuestión de voluntad y de
táctica? Todo no, pero mucho. Desde la Conquista hasta los nue-
vos zapatistas es una constante, en las Indias Occidentales, esta
desproporción (entre la pequeñez de las causas y la enormidad de
los efectos). Con seiscientos hombres y dieciséis caballos, Cortés
pulverizó no solamente un imperio sino una civilización; con
ciento ochenta hombres y treinta y siete caballos, Pizarra quebró
la pirámide del Imperio inca decapitándola; y Bolívar, con un pu-
ñado de ingleses y de desharrapados de las orillas del Orinoco,
terminó con el más viejo imperio colonial del mundo. Rapidez y
mística suplen por defecto a las fuerzas sociales y materiales. Des-
de 1520 hasta 1960, esta historia caótica nos muestra un mismo
desfase entre sujeto de hecho y sujeto de derecho de las convul-
siones sociales; entre la "vanguardia" y las "masas", entre el pe-
queño motor y el gran movimiento. No sería irreal definir la
política en Macando corno el arte de lo imposible. En su lentitud,
muchos de estos países dan la sensación de avanzar a cabezazos,
sobresaltos voluntaristas entrecortados por extensas playas de
adormecimiento; y un puñado de niños bien dotados basta, de tar-
de en tarde, corno hemos visto últimamente en México, para sa-
cudir este sopor.
No era mi propósito dedicarme a la catequesis. Ni tornar la
pluma corno arma -corno buen intelectual. Ningún afán de con-
vencer -vencer bastaría. Nunca se me pasó por la cabeza enseñar
en las escuelas del Partido, parir artículos en Granma (el Pravda

82
local) o cantar las virtudes del Jefe. Me imaginaba como franco-
tirador en la sombra, tinta y sangre, marginal en el centro de las
cosas, machine-gun en una mano, máquina de escribir en la otra.
Me imaginaba entre los missi dominici del Centro, como enviado
del Gran Cuartel General, saltando de un maquis al otro, de una
capital a la otra. En tanto que "ojo de La Habana.,, al igual que
hubo, antes de la guerra, en París, Madrid y Berlín unos "Ojos de
Moscú" (el suizo Humbert-Droz, el checo Fried, el italiano To-
.gliatti). Los encargados de misiones ganan si son extranjeros en
su país de misión -por la objetividad de su mirada y la imparcia-
lidad de sus informes. Me identificaba, pues, con el "revoluciona-
rio profesional" de antes de la guerra, tipo ideal anticuado al que
la Mitteleuropa predisponía mejor que el mar Caribe. Ese nóma-
da irregular, dedicado al autocastigo, yendo y viniendo entre la
Underwood y la 9 mm, no tenía nada del brillo, del aspecto borras-
coso y un poco fanfarrón que asemeja al "insurgente" o al "rebel-
de" a un Hernani teatral (además de que los Andes o la Sierra
Madre son un decorado más sugerente que Bruselas o Berlín).
Y es que los introvertidos de la grafoesfera, al revés que las vide-
oesferas zapeadoras y bulliciosas, se proyectan de mejor gana en
personalidades del pasado engrandecidas por la exégesis y el te-
sauro que en figuras de actualidad, vírgenes de biografía y de
reputación muy aleatoria.
¿A quién quería exactamente parecerme? A un cruce de Serge y
Sorge. El primero, corrector de pruebas; el segundo, periodista.
Me veía en La Habana en el II Congreso de la Internacional Co-
munista, en 1920, recibiendo, como el autor de Lo que un revolu-
cionario debe saber sobre la represión, al americano John Reed, a
los franceses Alfred Rosmer y Raymond Lefebvre, al holandés
Sneevliet, al indio Roy, fundador del Partido Comunista Mejicano,
al húngaro Béla Kun. El hotel Habana Libre yo mismo lo rebauti-
cé hotel Lux. Yo sustituía las columnas de estuco y los artesonados
dorados del teatro Chaplin de La Habana donde se llevaba a cabo
la sesión de clausura de la Tricontinental. Mis Bujarin, Zinoviev y
Radek estaban en la tribuna, de verde oliva, y hablaban español;
pero la sala hablaba cinco o seis lenguas, por la que yo zigzaguea-
ba, políglota condescendiente. Yo había nacido en Bruselas en
1890 de padres rusos; me habían encerrado en la Santé por com-
plicidad con la banda de Bonnot; y pronto iría no a Berlín sino a
Caracas, corresponsal clandestino de un nuevo Inprekor, el boletín
mensuai de la Internacional bolchevique. Esta vez, progreso, me
zafaría de la GPU y Romain Rolland no tendría que arrancar a

83
Stalin mi liberación Gusto después del Congreso internacional
para la defensa de la cultura, Paris, 1935). Víctor, el escritor ruso
belga de la oposición de izquierdas, había muerto en México en
1947, discretamente; Richard, organizador alemán de la red so-
viética en Shanghai y Tokio, había sido ahorcado por los japone-
ses en 1944, gloriosamente. Ese sueño espurio combinaría los
incentivos de la alta moralidad trotskista y los del Reader's Digest
(estilo "el espía del siglo"). Fórmula de compromiso ideal, puesto
que un agente en tiempos de guerra, contrariamente al "perma-
nente" de tiempos de paz, afronta las mayúsculas sobre el terreno,
a cubierto de las fáciles desilusiones del moralista por los ajetreos
minúsculos y adherentes del clandestino. De ese modo conserva-
ría una doble pertenencia; a la República de las letras europeas y
a la Internacional de los agentes secretos, agente de enlace de las
estanterías ante las armerías. Entre correo y oficial: un elfo inasi-
ble e inmortal. A pesar de los clichés que les enfrentan como perro
y gato, el "revolucionario profesional" (mirada turbia, virilidad ve-
llosa, bombas con mecha bajo la chaqueta, vagabundeo perpetuo)
y el "hombre de letras" (mirada aterciopelada, manos femeninas,
bata casera, suavidad sedentaria) han patrullado las mismas zonas
del espíritu, y hasta los mismo barrios -así Lenin en Zúrich en
1916 que vivía en la casa al lado del cabaré Voltaire, cuna de Dadá,
donde charló un día con Tristan Tzara. No lejos de la casa de Ja-
mes Joyce y Romain Rolland. "Hombre de letras" es lo que pondrá
Lenin en la casilla "profesión", en su tarjeta de inscripción en el con-
greso del partido bolchevique en 1919. Jugaba al ajedrez con Gorki,
del mismo modo que Trotski hablaba de igual a igual con Diego Ri-
vera o André Breton. Revolucionario y literario, angora y bóxer;
dos animales de una misma fauna urbana, de un mismo condo-
minio, pronto privados de "nicho" (el tubo catódico y la devalua-
ción de lo político matan dos has been de un tiro).
Miembro de una Orden disciplinada y jerarquizada, el irregu-
lar clerical vivía en el siglo como recluso, del que bastante a me-
nudo tenía los lentes, la delgadez y el aspecto ausente. Cuando se
encontró con él, en 1941, en el carguero que les conducía a los
dos de Marsella a América, Lévi-Strauss descubrió en.Victor Ser-
ge "una vieja señorita de principios". Ex asiduo de las cárceles de
Francia, España y Rusia, el ex anarquista que se unió a Lenin en
1917, el intratable adversario de Stalin, perseguido por las poli-
cías roja, morena y tricolor, k evocó la imagen asexuada de un
monje budista. Nuestra tendencia a instalar a los revolucionarios
como marginales miríficos dándose la gran vida, cruce de Sergio

84
Leone y André Malraux, olvida que la subversión social, que dura
un siglo, ha tenido como ejes caracteres de orden, obsesivos y es-
crupulosos; preocupados por pasar inadvertidos, conservando el
anonimato, entregados en cuerpo y alma al futuro. No sé si ese
tipo psicohistórico estaba movido, como diría un nietzschiano,
por el r,esentimiento y el odio a la vida. Por haberme encontrado
con algunos ejemplares de todas las tendencias y nacionalidades
(trotskistas, anarquistas, comunistas), me acuerdo de que ese pe-
regrino monacal, rígido y rigorista, en las antípodas de la "figura
de pro", se reía de los bravucones como de los calaveras y que pre-
fería una penumbra estudiosa, hasta una cierta mojigatería, al de-
saliño de una bohemia egocéntrica y dionisíaca.
Lo que da a esa contrasociedad revolucionaria contornos tan an-
ticuados es la confusión que la videoesfera ha producido en nues-
tros espíritus entre la afición a aparecer que tienen nuestros
cizañeros caseros y la cultura del misterio en la que entonces se ins-
cribían las actividades subversivas. Al día siguiente de Octubre de
1917 había tan pocos cines como gafas negras. Dejando a un lado
a Chaplin y Emil Jannings, el cine mudo no producía estrellas; sólo
había actores en la ópera y en el teatro, espectáculos de elite. Entre
el agitador, el provocador exuberante de después del 68, del tipo
Jerry Rubin o Eldrige Cleaver, y esos monomaníacos metódicos,
hambrientos de lecturas y nada presumidos, que sirvieron de ar-
mazón anónima tanto al estalinismo como al trotskismo, herma-
nos enemigos, hay el mismo abismo que entre la Cruz Roja de 1930
y el charity business de 1980 (la estrella del "terrorismo interna-
cional" sería con relación al antiguo "agente de Moscú" lo que el
campeón de lo humanitario al camillero suizo). Es el abismo cro-
nológico y moral que separa el culto al Libro del culto a la Imagen
-y la tipografía del plomo, de la prensa electrónica. Mis poco fogo-
sos prototipos, esos "cuadros" transnacionales desaparecidos a me-
dia carrera, la mayor parte asesinados por Stalin, apenas iban al
cine, me imagino, o no lo suficiente. Esos solitarios demasiado dis-
ciplinados han podido dejar tm nombre en los archivos pero no un
rostro: los Borodin, Ignace Reiss, Pianitsky, Willy Münzenberg,
Koltsov, Hans Beirnler, el jefe de la centuria Thaelman en España,
Artur London, y tantos otros desconocidos por el público, con los
que me había cruzado aquí o allá en memorias o notas a pie de pá-
gina. Esas estrellas grises de las leyendas rojas, me consolaba de su
evanescencia prestándoles una larga y triunfante posteridad.
"Cuanto más hablen de mí, mejor", habría dicho un día Carlos,
la estrella del terrorismo de izquierda, "pues más peligroso pa-

85
rezco." Verdadera o falsa, ese tipo de fanfarronería habría desen-
tonado en nuestros medios donde reinaba un cierto esnobismo
del incógnito. Entrar en Revolución era hacer voto de oscuridad,
de pobreza y de obediencia -no de castidad. A los que más admi-
rábamos era a los que menos daban que hablar de ellos, o se las
arreglaban sin semblante. Con su genio publicitario, Fidel con-
centraba en su persona las luces de las candilejas, absorbiendo en
su provecho todos los deseos de figurar flotando entre sus parti-
darios. ¿O era que cada comandante había comprendido que te-
nía las de perder si quisiera competir con el Líder Máximo? Al
primer círculo le gustaba representar las arlesianas, engañar a los
proyectores. Sólo la elite de la elite accedía al nec plus ultra de la
desfiguración por los servicios técnicos del ministerio del Interior
(el equipo especializado de Ramiro Valdés). Así fue como el Che,
al final de su entrenamiento en la hacienda puesta a su disposi-
ción, al venir a La Habana a decir adiós a sus hijos, totalmente
irreconocible, oyó decir a su hijita, Aleidita, a la que había cogi-
do en sus rodillas, que le perdonaría esa familiaridad porque te-
nía el mismo acento argentino que su papá. Para el Hombre
nuevo significaba poco una foto de identidad. Los gentileshom-
bres de bastidores no buscaban hacerse ilustres por el ruido sino
por el secreto de un perinde ac cadaver. Con su dimisión oficial y
su marcha clandestina a Tanzania, en marzo de 1965, el Che, deus
absconditus, ¿es que no había consagrado su preeminencia con
una pura y simple invisibilidad?
Felizmente, el culto a la personalidad alrededor de Fidel procu-
raba a todos reaseguros narcisísticos. Es un rasgo común en los
círculos de allegados, que, en diferentes grados, poseen el arte de
repartirse el cuerpo del patrón, tal como está reflejado por sosias
y ventrílocuos. Aunque alejados de la galería de los espejos de la
Corte, los "hombres de la sombra" se benefician de un reflejo de
reflejo, que les da derecho a una celebridad por poderes (ya sea en
el Caribe, alrededor del Jefe, o en Francia, alrededor del Presiden-
te). El creyente ama al Jefe como a sí mismo, como nosotros mis-
mos le devoramos con los ojos. Ingestión a distancia, de la que
esperamos que nosUeve a tomar su tono de voz, a injertar en nues-
tro cuerpo los gestos de su mano, sus arrugas, su andar. He visto
la masticación mimética de una misma carne por mil bocas, mil
ojos ávidos engendrar, tanto en París como en La Habana, milagro
de ese canibalismo amoroso, cientos de comandantes o, más tar-
de, de presidentes, réplicas en miniatura del original, escoltándo-
lo en círculos concéntricos como las jerarquías de ángeles, con

86
rostros todos parecidos, que rodean en ciertos retablos flamencos
la figura del Padre (de ese modo nacieron, más peligrosamente, de
arriba abajo de la Alemania nazi transformada en pueblo-cerco,
. millones de pequeños Führer). El poder, enfermedad ópticamente
y no sexualmente transmisible, da así lugar a epidemias imitativas
propagándose a partir de un foco central, el Amado (reproducción
mejor preservada que la otra de los angustiosos virus que todos sa-
bemos).

Discreción, exhibición, todo tiene un término medio. Al


igual que un mismo temperamento personal puede ser
utilizado por dos sociedades o dos momentos de una sola
para curr¡plir funciones opuestas -la reflexión espiritual o
la insurrección general-, un mismo estilo de conducta
puede tomar una dirección contraria según el entorno en
el que se halle un interés de gloria. Ese camaleón se ha
visto en otras. Mirad si no: ese espécimen representaba
allí la desaparición y aquí regula los proyectores. Ecosis-
tema obliga: en la guerra subterránea, la oscuridad mar-
caba el poder; en la sociedad del espectáculo, el poder de
un individuo se mide por su visibilidad social. Y se decla-
ra, este animal, más a lo suyo en ese "nicho" que en aquél,
hace más por las torres de marfil que por las vueltas a la
pista, y es que ciertas ambiciones se encuentran más a
gusto en la abnegación que en la demagogia. Pido a los se-
ñores, a las señoras del jurado que no se dejen engañar
por los montajes del acusado ...

Frente a los defensores de la "vanguardia político-militar", las


trampas del eterno amor propio se duplicarían de sospechas pro-
piamente sociológicas. Cualquier cronista del "socialismo de los
intelectuales" descubrirá aquí un caso entre otros mil de sediento
astuto, sección "burocracias celestiales en formación". Requisito-
ria desengañada, tesis conocida;

El movimiento socialista, que se ampara tras la invoca-


ción de los proletarios, traduce los intereses materiales de
una categoría social distinta de la clase obrera, la intelli-
gentsia, que hizo su aparición en el XIX con la democrati-
zación de los sistemas educativos. El eslogan "el poder a
los trabajadores" en realidad disimulaba el feroz apetito

87
de una capa de "desclasados" (frustrados, insatisfechos,
amargados) en busca de dominio, a los que el orden tra-
dicional no ofrecía salidas a la altura de sus aspiraciones.
¿Es este individuo el tipo del "intelectual proletaroide",
quebrantando el destierro, el enésimo burgués antibur-
gués, fracasado presa de bovarysmo, sirvéndose del le-
vantamiento anticolonial como de un trampolín para una
negativa a hacer carrera más jugosa que una trivial búsque-
da del éxito personal? Lo que queda de supremacía inmate-
rial en un mundo materialista, ¿no es acaso al caballero de
la Justa Causa a quien le cae en suerte? ¿Al revolucionario
profesional "armado de la teoría científica de la Historia",
que iba a endosar a las clases trabajadoras la conciencia
que les falta? ¿A un futuro parásito del Estado, encara-
mado de por vida sobre un pasado de combatiente más o
menos apañado? ¿Ese exaltado se dice preparado para sa-
crificarse por un mundo mejor? No crean nada de eso:
quiere curar su pena de vivir y librarse de aprender un
verdadero oficio. No vayan a confundir el amor por los po-
bres y el odio de sí de un hijo de familia. El peor de los
egoísmos se viste de altruismo ...

Esos sarcasmos estarían en falso por el agarradero de fuerza ma-


yor -cuando la ocupación extranjera, la abdicación de una Repú-
blica transformada en "Estado francés" atañen a lo existencial al
afectaros a domicilio. Nadie acusará de esas segundas intenciones
al resistente europeo de 1941: responde presente, urgencia obliga.
¿Pero qué es lo que hace correr a un voluntario extranjero al que
ningún desastre empuja y que rechaza actuar como solista, fuera
de jerarquía, fuera de plan? Pues lo peor era que yo me quería mi-
litante organizado y disciplinado, no aventurero, ese electrón libre
que se sirve de los demás para embriagarse de sí mismo. Alma de
elite, escritor fuera de serie, el coronel Lawrence rebasaba mis me-
dios; me había replegado, lo hemos visto, a un remake latino-komin-
terniano que se me daba mejor. ¿Pero qué relación vital mantenía yo
con los masacrados latinoamericanos? ¿Con esos proyectos de de-
sembarcos en países lejanos, sin otras apuestas más que las ima-
ginarias para quien no estaba en ello? El olor de la pobreza, esa
mezcla de agrio y moho, no se me pegaba a la piel. Algunas sema-
nas en una mina de estaño a lo Germinal en Bolivia, cerca de Oru-
ro; algunos intercambios con peones en plantaciones de plátanos,

88
en Ecuador; contactos con uno o dos sindicalistas chilenos, en
Santiago. En total, sólo había congeniado con "cuadros", perma-
nentes o cabezas locas.
Al informe "causa de los pueblos contra la necesidad de hacerse
el interesante", el Ministerio Fiscal podría incorporar otro cuerpo
del delito: nuestro credo oficial. Nos decíamos un poco demasia-
do leninistas para ser verdaderos marxistas. Quien se obsesiona
con la política deja de lado a la sociedad. La revolución, sin la
,gente. El Estado, sin la vida: el vicio habitual del jacobino. Añadid
a ese pasivo un sentido exagerado de la organización. El organi-
grama es la cortesía del mando; como "coordinar", para "subor-
dinar". Lo óptimo: organizar a los demás, impidiéndoles que os
organicen primero. De este arte inmemorial, la cultura comunis-
ta había hecho una segunda naturaleza. "¿Internacionalismo pro-
letario?" Subordinación de la parte al todo, representado por un
centro, Moscú en este caso, el único habilitado para definir cuá-
les son los "intereses permanentes y generales del movimiento".
Pekín se había rebelado en contra, y desde 1958 presentó clara-
mente su candidatura al magisterio universal.

¿Estaba lejos, el inculpado no hablaba chino, y Mao era más


inaccesible que Buda? Por suerte, para él la rueda había gi-
rado gracias a Ben Barka y sus amigos de El Cairo. ¿Apar-
tándose de las tesis ultras y demasiado etnocéntricas del
Imperio del Medio, el Tercer Mundo, en 1965, había situa-
do su Roma en La Habana trasladando allí la sede de sus
instituciones representativas? Que no se agarre a eso, el in-
culpado retira de su faltriquera dos continentes de cinco.
¿La Tricontinental realmente no ha conectado con los mo-
vimientos africanos, demasiado caóticos, ni con los asiá-
ticos, donde el soberano chino estaba sobre aviso? De
acuerdo, actuaremos sólo con América Latina, una miseria,
veinticinco países. Al decidir que ahí estaría el epicentro, al
asociarse a su "Centro dirigente", La Habana, nuestro Bis-
marck de salón creía catapultarse al corazón de las cosas.
Así, a la satisfacción alucinatoria de hacer la Historia en ca-
liente en lugar de escribirla a toro pasado, se añadía la pre-
sunción que da alas a los timoratos. En el centro de la
escena, sobre un fondo de miserias bien reales, feliz de lo
peor con tal de que se le diera un papel en la película ...

89
Por ahora, me habían puesto a prueba enseñándome cómo dis-
poner seis pastillas de plástico en derivación con un sólo detona-
dor, para destruir un puente deprisa y corriendo. Quizá nunca
utilice ese saber hacer, más divertido en todo caso que ddetrear
la lista de categorías kantianas a un preuniversitario del instituto
Jeanne-d'Arc en Nancy. Más vale acumular lo nuevo que dar sali-
da a lo acumulado. Además de los beneficios de la formación con-
tinua, ¿no había hecho, a fin de cuentas, un buen cálculo?
¿Proceso de intención? No, de hecho consumado. La prueba:
me libré. Nadie somete a examen a los que dejaron la piel en una
cuneta. Al salvarla, con mis nombre de pila, barriga y carrera, de-
bía esperarme ver a Fran<;ois de La Rochefoucauld, el autor de las
Máximas (1613-1680), volverse hacia mí, con el dedo índice som-
brío. ¿Qué responder al fiscal de los insomnios? Perorata por pe-
rorata, me arriesgo mejor a ésta:

Querido duque, vos reducís el mundo a la Corte, porque


vuestro partido, la Fronde, ha perdido. Es despecho. Ba-
jo vuestro rasero, «el amor propio», todas nuestras accio-
nes vienen a ser lo mismo y ninguna vale nada. Bien veo el
interés en juego tras vuestro nihilismo saqueador: deva-
luar la naturaleza humana dejada a sí misma, para entro-
nizar la gracia y hacer volver a los altares a los que Versa-
lles ha repudiado. Pero han pasado tres siglos, y Dios tiene
ausencias. Hoy hay que arreglarse con las únicas fuerzas
disponibles, las nuestras. Que seamos monos, convengo en
ello, pero no por ello hay que concluir, querido colega cor-
tesano, que todos toquemos el mismo aire, y que suene de-
safinado. El mío, por ejemplo. Pero he oído por los alre-
dedores bastantes cavatinas que hacen llorar de felicidad
para saber que entre los titís también tocan. De acuerdo:
todas nuestras virtudes son "vicios disfrazados". Salvo
una: el valor, que no se falsea. Vos teníais mucho, vos, que
tornasteis las armas a los dieciséis años. Yo, que tengo me-
nos, solamente pude ver con mis ojos a los valientes en ac-
ción -en Venezuela, en Bolivia, en Cuba, e incluso en Fran-
cia. Suficiente para adivinar que una educación política
no es un tratado de moral sino una obra sin texto, impro-
visada a medida sobre un bastidor de partida, en la que
cada figurante merece una máxima muy suya, y que un
moralista del Grand Siecle, o un Ciaran del nuestro, deben
dejar su puerta entreabierta a algunas sinceridades irnpre-

90
vistas, que confirman la regla y que imponen si no el res-
peto, un poco de incertidumbre. Un "todos interesados"
que crea, por adelantado, el desierto a su alrededor me pa-
rece un sistema de explicación tan insuficiente como el
"todos podridos" de la taberna. Demagógica y vieja Fran-
cia, el colmo, estaréis de acuerdo.

Bromeo sobre la dignidad para dar el pego pero me ha sucedido


antaño ser cándida y neciamente desinteresado. No calculaba mi
adhesión y no esperaba nada positivo; poco me importaban las
consecuencias; ningún balance ventajas/inconvenientes. Sólo ha-
bía empleado mi deseo, y el inconsciente usa de ardides pero no
calcula. ¿Era ése el mejor camino para satisfacer los intereses de
un profe de secundaria debutante por ganar veinte años después
una cátedra de universidad, o las aspiraciones al Parnaso de un es-
critor en ciE;rnes? Viendo el resultado, aparentemente no. Debe-
ríais, entonces, explicarme, queridos desmitificadores, por qué se
podía partir con tan buen pie por un camino tan equivocado. En
ese espejismo de insurrecciones proletarias proliferando como
hongos de Río Grande a Tierra del Fuego, ¿qué había tan deseable
como para hacerme olvidar mis vicios egoístas de "sólo sé hacer
eso"? ¿No tenéis la respuesta? Yo tampoco, y ahí está un pequeño
Diógenes de más, buscando, linterna en mano, sus recovecos de
sombra. "Busco un hombre", que se perdió.

En cuanto a mi "cine", no me hagáis reÍl~ Al celuloide no le


gustan los Víctor Serge, ni siquiera los Richard Sorge. In-
cluso si Anthony Quinn como Stalin o Alee Guinness como
Trotski no hubieran sido más inverosímiles que como Fay-
sal o como beduino, el cinemascope prefiere las dunas do-
radas a los suburbios rojos. Excepto unos camellos y unos
kifis, las tribulaciones de Serge bien valen las de Lawrence,
dos años mayor que él, pero, ¿a qué guionista inspiraron?
Los ricos, que sólo prestan a los ricos, han admirado mu-
cho al autor de Los siete pilares de la sabiduría, que supo
imponer en vida una imagen halagadora de sí mismo (y
que defendía quizá a sus espaldas la causa de los Majors de
Hollywood). Y nada al héroe revolucionario del antiestali-
nismo. Para el dividendo-imagen, vale más el derrick que el
bolchevique.

91
Me acuerdo de que durante un viaje de exploración en Bolivia, al-
gunos meses antes de la llegada del Che sobre el terreno, entre dos
inspecciones de zonas posibles de acción, me había llevado El
asunto Toulaiev de Víctor Serge, en francés. Abandoné el libro, en
una pequeña pensión en Santa Cruz, para ir a ver Lawrence de Ara-
bia que se estrenaba en el cine de la ciudad. Allí estaban todos los
suboficiales de la guarnición. Algunas semanas más tarde, un in-
geniero uruguayo de gruesas gafas de concha llegaba a Bolivia
bajo el nombre de Alfredo Mena y cruzaba Santa Cruz en jeep ha-
cia la frontera argentina. Con su prótesis dental, su calvicie, sus
cejas reforzadas y sus zapatos sin tacón (para perder centímetros),
sin barba ni boina, el Che no se parecía en absoluto a un primer
actor de cine, sino a un ejecutivo medio barrigón y grisáceo. Me
contó más tarde que pasó frente al cine Edén, donde todavía es-
taba anunciada la película pero sin tener tiempo de pararse y
comprar una entrada. Total, nueva versión de la Caverna de Pla-
tón, los beduinos bolivianos clavaban sus ojos fascinados en Pe-
ter O'Toole en la gran pantalla sin ver a su propio Lawrence, en
carne y hueso, penetrar en sus selvas, ni visto ni oído.

He encontrado hoy esta página de un viejo cuaderno de viaje, es-


crita en el carguero que me devolvía a Francia, a fines de l 964, al
salir de Río de Janeiro.

Guerra - Falta de información, desmantelamiento de las


organizaciones, preponderancia americana. Aparato polí-
tico imperialista centralizado. Contra-aparato que crear,
informativo, no ejecutivo.
I. Boletín "Correspondencia internacional".
II. Base antiimperialista (voz consultiva/ejecutiva). Ob-
jetivo: unificar los movimientos. Discusiones libres. Reco-
gida de experiencias. Balances. Evaluaciones tácticas ->
consignas.
III. Fichero, centro de documentación. Archivos.
-hombres
- movimientos
- informes ---> poner a cubierto doc. secreta.
IV. Informadores. 2 tipos.
l. Corresponsales permanentes y responsables
2. Viajeros acreditados. Condiciones:
- conocer el continente

92
- principios leninistas
- neutralidad táctica
Crear una conciencia continental efectiva, no formal:
los problemas de cada organización nacional son los pro-
blemas de todos.
Nada de polémicas negativas: charlas.
Fonna definitiva del IC = Oficina de Información
+ contenido primero del IC = organizar la conquista del
poder.
Situación histórica análoga.

IC: Internacional Comunista, fundada en 1919, disuelta en 1943


(Correspond~ncia internacional era su boletín de enlace en los
años veinte). Para mí, entonces, un modelo insuperable. Compa-
rar, siempre es poco o mucho pontificar. Aquella comparación me
engrandecía, daba más valor a la tarea (hoy sería a la inversa). No
era sensata sino fortificadora (lo que es mejor, en el orden de la
acción). Intelectualmente, plantear una analogía entre la América
Latina de los años sesenta y el Occidente de los años veinte ape-
nas si era serio: "¡Compañeros, reemprendamos el trabajo donde
Lenin lo dejó, reconstruyamos el Komintern en América Latina, la
situación histórica es la misma!". Independientemente de los pa-
rámetros económicos y sociales, América Latina (expresión geo-
gráfica desprovista de sentido político y cultural, ya que las
Américas son varias y su latinidad superficial) jamás conoció la
carnicería de 1914-1918, la gran proveedora de las vocaciones del
período de entreguerras. Aquí no había, aparte de Chile, antiguas
democracias parlamentarias. La independencia política de los Es-
tados nacionales, adquirida desde hacía siglo y medio (que en
Cuba se remontaba sólo a 1898), unida a la ausencia de ocupa-
ción extranjera, militar y visible, descartaba cualquier compara-
ción posible con la "cuestión colonial", tal como se planteaba
desde la India al Turkestán, desde China al mundo musulmán, en
la época del congreso de Bakú (1920). Estas consideraciones ra-
zonables, suscitadas por el examen de los hechos, además de que
me habrían pasablemente desanimado (especialmente porque
anulaban la ventaja comparativa que daba un cierto conocimien-
to de los archivos del "movimiento obrero"), sobre todo habrían
interrumpido la buena tradición de la que el subversivo, en los
tiempos de la grafoesfera, era portador e incluso campeón. La no-
vedad histórica le repugnaba por instinto, y sólo había elección

93
entre la falsa novedad, fruto de una lectura precipitada, superfi-
cial, de los acontecimientos, 0 la distracción deliberada del ene-
migo para apartar del buen camino a los atolondrados. Tenía
demasiado sentido de la tradición como para improvisar. El indi-
viduo trivialmente conservador da lugar a un reaccionario; sólo
un conservador radical puede dar lugar a un revolucionario. En
una sociedad desnaturalizada, le sigue obligando a volver a las
fuentes. A principios de los años sesenta, mi edad dorada era Pe-
trogrado 1917; la cambié cinco años más tarde por la Sierra
Maestra 1956; era un progreso; en realidad cualquier fecha me
parecía buena con tal de que fuera pasada. El trabajo de traduc-
tor-intérprete de los acontecimientos en marcha que le toca en
suerte al militante, al cuadro, en ese sentido volvía a enlazar el sa-
grado ayer al hoy profano. Hicimos, a nuestro pesar, de grandes
plagiarios. Eso es, sin duda, lo que perdió a esta generación de revo-
lucionarios, después de tantas otras. Perdió en cuanto a los resul-
tados. Pero sin la voluntad de imitar en todo a los mayores,
¿hubiéramos tenido el impulso, la fuerza de querer que todo vol-
viera a empezar?
Lukács definía al intelectual revolucionario como "el que
adopta sobre el mundo el punto de vista de la totalidad". El de la
anterioridad, sin contradecirlo, parecería más exacto. Para cada
uno, la actualidad es una transacción entre una expectativa y una
multitud de reminiscencias. En el militante, tan fuertes son la es-
pera y la memoria que no le queda mucho sitio para el instante
presente. Son las sensibilidades retrospectivas, los temperamen-
tos satumianos quienes son propensos a querer volver a empezar
el mundo. Sean cuales sean las imágenes-acciones que les mue-
ven, la batalla o la huelga general, la mentalidad de los "refunda-
dores -ya que la refundación es la fantasía más constante de las
vanguardias- hace mejores migas de lo que se cree con un fondo
de melancolía.
Una larga cadena de ávidos lectores grafómanos, poniendo
punto y aparte más allá de las generaciones y de los continentes,
como una cordada de alpinistas sobre el vacío, creaba un linaje, el
nuestro, y cada uno tenía la sensación, en su rincón, de que debía
garantizarlo. ¿Por qué traicionar la clase de origen? En primer lu-
gar para seguir fieles a los libros de clase. Un buen alumno estaba
más expuesto que otros al "virus del sueño que inocula la acción".
Este sarampión se cogía por la lectura. En París, nuestro centro de
reagrupamiento no era por casualidad una librería llamada La
Joie de Lire (el gozo de leer) -si Maspero no había elegido el letre-

94
ro, era un justo y bello letrero. Para un alumno de Francia, la
carrera de relevos había empezado con Gracchus Babeuf y Buo-
narroti; se daban luego la mano los carbonarios de La Rochelle,
los descamisados de junio de 1848, los comuneros del Pere-La-
chaise, los espartaquistas de Berlín, los Kio y Gisors de las comu-
nas de. Shanghai y Cantón, los internacionalistas del Quinto
Regimiento y las Brigadas, los del Affiche Rouge y del Vercors. To-
dos esos voluntarios desdichados de la felicidad, racimos de semi-
condenados suspendidos entre el cielo y la tierra, ¿es que podíamos
abandonarlos a media subida, a unos pasos de la cima? ¿Decidir
que habían muerto para nada? ¿Dejar caer en el absurdo esas teo-
rías de Sísifo colgadas a nuestros faldones, eslabón demasiado dé-
bil? Esa sensación de deuda para con unos predecesores hace ya
tiempo desaparecidos, que nosotros adoptamos, autoproclamados
ahijados, como padrinos o tutores, bastaba para empujar a un joven
burgués rebelde fuera de los caminos trillados de su clase social.
El gozo de ver ha sustituido al gozo de leer, que impedía tan a
menudo mirar y escuchar a los seres de carne y hueso -cada me-
dio tiene sus defectos, ninguno es impune. La Parca catódica ha
cortado el sentido dinástico de obligación para con lejanos prede-
cesores. El ideal, la pasión subversiva habrán durado tanto como
la sacralización del libro, principal vector del germen genealógico,
con la inteligencia literaria como foco de infección, y el obrero ins-
truido como medio receptivo (el estado de nuestros conocimientos
mediológicos permite un paralelismo con la difusión de las enfer-
medades infecciosas -un gem1en, un vector, un medio- que es algo
más que una asociación de ideas y en absoluto un juicio de valor).
Blanco de las imágenes live, el telespectador de Occidente produ-
ce un culpable instantáneo: los famélicos del Kurdistán o de
Ruanda señalan con el dedo al ahíto a través de la pequeña panta-
lla. La larga historia de los Prometeos, solidaria con los hombres
y oficios del Libro, qesaparece bajo golpes de pecho sin herencia
ni descendencia. El brote, el aborto que soñaba con igualarse a los
héroes de antaño estaba entretenido en las bibliotecas, los archi-
vos, las huellas inscritas de las víctimas, como en esa multitud de
pequeñas casas editoriales, de librerías, de revistas confidenciales
y de "multicopias" que en todos los países propagaban el recuerdo y
las obras de los heresiarcas pasados -libertarios, blanquistas,
anarcosindicalistas, trotskistas-, como las de los ortodoxos del
movimiento. Con el cambio de transporte del papel a la pantalla,
de leedores a veedores, y el dejar fuera de juego los legajos del
abuelo, la vergüenza del heredero putativo -la vergüenza es el pri-

95
mer sentimiento revolucionario- que teme mostrarse indigno de
sus antiguos crucificados se relaja en impulsos teledirigidos: me-
nos orejeras, más compasión, pero en el escamoteo de los segun-
dos planos. Obedeciendo al ojo indiscreto de las cámaras, no al
dedo ansioso que pasa las páginas, parece como si desertáramos de
la historia por la geografía.
Incluso si ésta frecuenta la historia de la extrema izquierda po-
lítica desde hace doscientos años, el innovador pasadista es una fi-
gura de origen literario, de la que el escritor romántico ofrecía un
buen prototipo: ese agitador monárquico de las sociedades in-
dustriales quería volver a la Edad Media saltando por encima de
las Luces, y hacer de Lanzarote del Lago contra Voltaire. Nuestros
propios ancestros habían mostrado el ejemplo de la regeneración
retrógrada. Saint-Just se viste con la toga de Bruto; Lenin baila en
el patio nevado del Kremlin, en el centésimo día de la revolución
de Octubre: ha resistido tanto tiempo como la Comuna de París;
los obreros insurgentes de Berlín, en el invierno de 1918, se hacen
llamar Espartaco; Trotski estigmatiza al estalinismo como un
Thermidor, antes de ser él mismo descrito como Bonaparte por
los partidarios de un Stalin al que entonces veíamos como Pedro
el Grande, antes de reconocer en él a un nuevo Iván el Terrible.
Bis repetita placent: el eslogan de los pioneros, que quieren prohi-
bir a la Historia que se repita y no pueden impedirse, al hacer eso,
investir la actualidad de arquetipo.
En la práctica, la nostalgia o la obnubilación académica del pa-
sado, si dan motivos para ir, privan al plagiario de los medios para
lograrlo. Al igual que los estados mayores franceses de 1939 que
preparaban la Segunda Guerra Mundial con los métodos y las ar-
mas de la Primera, organizábamos la revolución por venir con las
herramientas de la precedente. Esa Internacional continental en la
que pensábamos (y que conoció poco después una vida efímera
bajo las siglas OLAS-Organización Latinoamericana de Solidaridad)
se traducía en mi ánimo por una pirámide de correos, informes y bo-
letines de enlace en papel biblia, a la que las radiotransmisiones y
el avión sólo aportaban un complemento a fin de cuentas exterior.
Esa construcción aparentemente racional conservaba la huella del
Grito del pueblo de Jules Valles, incluso de los catecismos de anver-
so y reverso de los saint-simonistas. Calcábamos, más allá del Ko-
mintern, las técnicas y las místicas del siglo x:uc la hoja clandestina
como soporte de la organización ... Chapuza casi contemporánea
del telégrafo, de los banquetes de Belleville bajo Luis Felipe y de los
"republicanos comunistas, con bigote, barba y pelo largo", que tan-

96
to asustaban a Chateaubriand cuando iba a la prisión Sainte-Péla-
gie a visitar al moderado Annand Carrel.
El lado aplicado y serio del revolucionario acaba por jugarle
malas pasadas. Había puesto en fichas la guerra de España: efec-
tivos, cronología, lineas de mando, estudiado los planos de las bata-
llas de Teruel y del Ebro, así como el reclutamiento de las Brigadas
Internacionales. Coleccionado las resoluciones de los seis prime-
ros congresos de la Internacional, desde 1919 a 1928. Todo lo que
~ra accesible en lengua francesa sobre las sublevaciones obreras
de Baviera (1918) y de Hamburgo (1923), las comunas de Shanghai
(1927) y de Cantón (1928), el Schutzbund austriaco (1934), creo
haberlo leído y anotado bien en los meses precedentes a mi viaje.
La compulsión paleográfica por lo capitular, cruzada con lo crea-
tivo antillano daba a luz un vanguardista más bien retro. Es un
error creer que las "ideas avanzadas" pueden absolver a las herra-
mientas periclitadas, como si el fin pudiera renovar los medios. Si
es verdad que un proyecto político tiene la edad de sus herra-
mientas y no de sus objetivos, el nuestro databa, en el fondo, de
los años 1848. Por su falta de arraigo en los medios indígenas, su
olvido de los "niveles de conciencia real", el origen estudiantil o
urbano de sus reclutas, el "foquismo" (doctrina del foco guerrille-
ro) o el "guevarismo" -Bolívar visitado de nuevo por Blanqui
(1805-1831) con Lenin en portada- tenían alguna posibilidad de
éxito en los hechos de lo que nos acusaban los diplomáticos chi-
nos en La Habana, para nuestra gran indignación: favorecer el
"bandidismo", o sea la formación de bandas armadas sin relación
en el pueblo. Auguste Blanqui. .. De un continente y de un siglo al
otro, ¿no era la misma acritud, la misma dureza represiva, la mis-
ma obsesión policiaca de los dos "lados de la barricada"? Excep-
to la manera de tomar las armas -la guerrilla y no el motín, la
selva y no el pavimento- ocupábamos un intervalo muy semejan-
te al de las minoría.s actuantes del socialismo utópico, del tipo
carbonario o "Sociedad de las estaciones". En alguna parte, en la
ideología, entre Robespierre y Lenin; en la tipografía, entre lamo-
notipia y la linotipia; y en la creencia, entre la fe del carbonero y
el dicasterio romano.
Aislados del campesinado ya lo estábamos. La gente del Libro
es rata de ciudad, había arrogancia e inconsciencia reclamándo-
se de una ruralidad de la que ignorábamos todo, como puros re-
toños de la cultura urbana. Un historiador de larga duración
vería quizá en el movimiento revolucionario contemporáneo, in-
cluido el tercermundista, una etapa más convulsa que otras en

97
la lenta torna de control de los campesinos por los urbanos, de la
cultura oral por la cultura impresa, lo que es tanto corno decir un
ardid de la modernización capitalista.
Metralleta, claves de descifrar, tinta simpática, hojas volande-
ras, detonadores químicos o folletos de agitación: esas panoplias
nos parecían indispensables. Nuestros años sesenta pertenecían
aún a la grafoesfera. Era un tiempo en el que la guerra se hacía a
tiros y poemas. El mismo en el que, en la Francia ocupada por los
nazis, Londres arrojaba en paracaídas poemas de Éluard con
Sten. En vísperas de Internet, los hijos de Gutenberg querían dar
a luz un mundo de cosrnonuatas con los fórceps del Carbonara,
sin ver venir la informática y las redes que poco después deberían
mojarnos la pólvora.
En 1961, en Cuba, había participado durante dos meses en la
campaña de alfabetización, en las montañas del Oriente, pedagogía
de corte militar llevada por la revolución a los campesinos de la
Sierra Maestra. Ese azar no me parece carente de significación. Ha-
blaba de la fe de la época en el alfabeto, y la mía propia, duplicada
por una total inconsciencia de las apuestas sociales de la imagen
-desde los tebeos a la televisión, decididamente despreciada. Las
virtudes regeneradoras de lo impreso siguen inspirándome la mis-
ma superstición que a un contemporáneo de Michelet o de Barbes
-mística elitista convencida de popularizarse gracias al formato re-
ducido, más fácil de esconder y de hacer circular. Propagandista, me
había quedado en el mismo arranque educativo -trocando una cla-
se de cuarenta alumnos en Francia, por un preu de doscientos mi-
llones. Educare quiere decir: hacer salir las tropas. ¿No tienen acaso
educador y duce la misma raíz en latín? No hay en ello nada ver-
gonzoso. El deseo de guiar a sus congéneres -anclado en el corazón
del mortal y condición de toda duración colectiva- no puede sola-
mente desden.ar el cambio objetivo de los sistemas técnicos en el
arte de transmitir. Los islamistas de hoy, con sus casetes audio, su
portátil y su correo electrónico llevan una era de adelanto, y no
treinta años, sobre los guevaristas de esa época. No se me oculta que
los satélites y la fibra óptica han abierto, entre nuestra mentalidad
de soporte papel y nuestras actuales comunidades virtuales, un abis-
mo no menos grande que entre los cazadores-recolectores del pa-
leolítico y los agricultores-ganaderos del neolítico, más importante
en todo caso que el que separaba a los copistas de 1450 de los im-
presores de 1550. Frente a los jóvenes habituados a los videojuegos
y a los CD-ROM, tengo la impresión de un saurio perdido entre los
mamíferos, como consecuencia de un despiste dai:winiano.

98
¡Cómo pasa el tiempo! Achata los relieves y cierra las fisuras. Nos
transforma en esas hormigas que vemos desde lo alto, en un sen-
dero, escalar el caballón herboso. Llega en esto el buitre de las
memorias. El día ha amanecido, el historiador se asoma a la ven-
tana, fresco y dispuesto, y, desconsolado, descubre más abajo, lejos
detrás, a esos pequeños excitados yendo en dirección contraria,
llevando claramente un camino equivocado. Si tiene buen cora-
zón, el Michelet de los asaltos frustrados intentará comprender
desde dentro a los insensatos. Si abandona la piedad por la mira-
da fria, la ronda de las ilusiones perdidas distribuirá las malas no-
tas a la pequeña tropa de extravagantes. Ese espectador exonerado
observará los comienzos a través del desenlace. ¿Cómo iba a te-
ner el tiempo, o ese don de empatía tan necesario y tan desacre-
ditado, de acordarse de que esos a los que así somete a examen se
han levantado con la luna, y que se han puesto en camino en una
media luz indecisa, entre noche y día? El historiador no sabe, no
quiere saber que nada se parece más, para el incierto medio tono,
a un crepúsculo que una aurora; o que un canto nupcial de balle-
na azul al chirrido de una puerta con los goznes herrumbrosos.
¿Tomábamos el verano indio de una utopía por una primavera?
Se ha hecho cierto; y sigue siendo molesto (para un supuesto an-
ticonformista, volver a interpretar un viejo clásico del repertorio:
el compañero de viaje encubriendo nuevas tiranías bajo el nombre
de liberación). Y sin embargo todavía no puedo conformarme,
adherirme a las impresiones telescópicas de los historiógrafos de
un ejército muerto. Demasiados recuerdos se resisten.
Sin duda la historia no es la memoria sino su crítica, sin lo cual
los memorialistas podrían pasar por historiadores. El profesional
está ahí para desbaratar la trampa del testimonio y desmontar las
mentiras del recuerdo. Pero podemos preguntamos si la famosa
perspectiva inherente a la larga focal no está llena de tantas inge-
nuidades como la inmersión de los actores, día a día, en sus hu-
mos motrices; y si, entre las ilusiones retrospectivas del sabio y
las ilusiones de perspectiva del militante, la menor de las menti-
ras es desde luego la que se dice. Incluso si ahora hay que contar
por decenios los cambios que, en la historia del Apocalipsis en su
primera forma, exigían siglos, la falsificación por omisión consis-
te en juzgar el objetivo apuntado por el objetivo alcanzado. ¿Qué
pensaríamos de un historiador del cristianismo que viera las pri-
meras comunidades de Antioquía y de Éfeso, en tiempo de san
Pablo, a la luz del triunfo constantiniano y de la religión de Esta-
do de Teodosio?

99
Me parece que tres distorsiones debidas a la distancia desfigu-
ran en este fin de siglo los compromisos revolucionarios de antaño:
el prejuicio totalitario, que haría pensar que el régimen soviético
daba conciencia y vida a nuestros proyectos; el prejuicio terrorista,
que confunde las "guerras de liberación" con esas campañas de
atentados ciegos que tanto hemos visto desde entonces; y el prejui-
cio romántico, que reduciría lo que para muchos era el resultado de
un cálculo estratégico a la llamada de otras tierras. "Régis Debray
es un aventurero sediento de sangre", resumía en junio de 196 7 la
Agencia de informaciones periodísticas de Miami, Florida, como
conclusión de una inspección de mis hechos y gestas, en una me-
moria ampliamente difundida en las dos Américas. Independiente-
mente de lo bien fundado de ese diagnóstico, me veo forzado a
resaltar que no era, en esa época, ni sovietófilo ni instalador de
bombas, y menos aún filántropo. Nadie puede decentemente acu-
sarme de haber querido la felicidad del género humano.

¿El desenlace totalitario? ¿La lentilla Goulag? La tristeza de las


herejías es que el tiempo injusto las reintegra a la ortodoxia que
rechazaban por encima de todo; bastan unos decenios para de-
volver en los ánimos a las ovejas negras al aborrecido redil. Al
igual que una cima de cuatro mil metros se confunde, a los ojos
de un alpinista que desciende, poco a poco con los contrafuertes
que deja tras él, la indiferencia por lo que estaba en juego, oscu-
ro ahora y bizantino, y la sustitución de las cosas por sus signos
ruedan mezclados en el absurdo, para nosotros que hemos regre-
sado al llano, todos los disidentes de una misma fe. Sumergir a la
"nueva izquierda" de los años sesenta en la marmita totalitaria
(como a la antigua izquierda trotskista nacida en los años veinte
en el caldero estalinista) conduciría a una jivarización abusiva de
los antiguos. No detestábamos menos, en nuestra dependencia
guevarista, a la oficialidad fusiladora de Budapest que al "social-
traidor" de París encubriendo la ratonera y los poderes especiales.
Detestar, bien es verdad, es un muy mal presagio: envejece. No se
inventa el porvenir con buenos sentimientos; con sentimientos
negativos se está seguro de entrar en él, pero a reculones: cada
uno, post mortem, tendrá la edad de lo que ha execrado.
En La guerra de guerrillas, en 1959, Guevara había resumido las
tres lecciones que aprender de Cuba: "1) Las fuerzas populares
pueden ganar una guerra contra un ejército regular. 2) No siem-
pre se debe esperar a que se reúnan todas las condiciones para hacer

100
la revolución: el foco insurrecto puede crearlas. 3) En la América
subdesarrollada, el terreno fundamental de la lucha armada debe
ser el campo". Si el primer y el tercer punto podían parecer ano-
dinos, el todas las condiciones engendró diez años de lucha a cu-
chillo con los comunistas de la región y los diversos aparatos del
mundo soviético. La disputa de las "condiciones" (previas, conco-
mitantes, consecutivas, parciales o totales) llegó a ser, incluso en
América Latina (también para los veteranos), tan evocadora
como lo son para nosotros, ateos, las disputas del "Filique" en el si-
glo x (¿El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo o para el
Hijo?) o, en el xvr, las de la predestinación y la gracia, que sin em-
bargo cortaron una y otra Occidente y a muchos cristianos en
dos. Únicamente un escolástico de la historia de las ideas políti-
cas podría c'omprender aún las feroces sutilezas del cisma "fo-
quista". Y sus explicaciones no ayudarían a remontar el curso de
nuestras creencias.
Esos partidos, esos Estados, esos aparatos nos horripilan de-
masiado para que no dejen rastro: en nuestras palabras, segura-
mente; en nuestras conductas, un poco. La amalgama desde la
otra orilla, sentimentalmente inicua, a escala de los protagonistas,
se juntará quizá con la verdad a vista macroscópica. ¿Comunístas?
Sin duda algún día apareceremos como que fuimos de la familia
por los objetivos, separados solamente por las vías y los medios.
Los tercermundistas dieron su "adiós al proletariado" y al mismo
tiempo a Europa, pero sin abandonar la idea axial de una clase
mesías, el campesinado de los países "coloniales y semicoloniales".
Esta sustitución de actores no cambiaba la metafísica del papel, y
mucho menos cuando como buenos fundamentalistas preconizá-
bamos la vuelta a las fuentes para encontrar la inspiración. La
época era del "revivalismo" laico. La vuelta a las fuentes que lleva-
ban a cabo en los textos de Marx los escoliastas europeos para de-
senmascarar las falsificaciones; otros, más inclinados a la acción
directa, la realizaban a través de Trotski, Lenin, Rosa Luxembur-
go, Kropotkin, etc. Esa posición de corrector raspando el palimp-
sesto, capa tras capa, nos transformaba en anticomunistas del
interior, puristas una pizca pedantes y que tenían con arrogancia,
como lo hacía Sartre al mismo tiempo, al anticomunismo de fue-
ra, prosaicamente liberal, por un "perro''. La preocupación que yo
tenía por investigar sobre los años heroicos del internacionalismo,
antes de que los huéspedes del hotel Lux en Moscú recibieran la
bala en la nuca, da cuenta de esta postura de arqueólogo propia de
cualquier impugnación religiosa a una religión establecida. Como

101
los reformados frente al papismo simoníaco, o los integristas de
hoy frente al Islam oficial. Había un buen comunismo desapareci-
do bajo el malo; bastaba con frotar los últimos decenios y,la ver-
sión apócrifa desaparecería por sí sola. Del hecho de que el mal
comunismo fuera el real no se seguía la idea de que el bueno fue-
ra imaginario, sino que el real se había equivocado, por distrac-
ción, relajamiento o error de "lectura" (como esa lamentable
confusión denunciada por los althusserianos entre el joven Marx
idealista y el estructuralista de la madurez). En resumen: variedad
avejentada de la antigua, la nueva extrema izquierda adelantaba a
su primogénita por el retroceso. El laborismo, Suecia, o incluso
Togliatti realmente no interesaban; pasábamos por encima de la
generación de nuestros padres para reunimos con nuestros abue-
los, y a esas ganas de renacimiento se añadía una instintiva des-
confianza hacia los descoloridos profetas de la patria chica -Jaures
en cabeza-, a los cuales preferiamos Guevara, Fanon o Giap, más
coloreados y atractivos. Reinventar la revolución exigía hacer in-
ventario minucioso de sus protocolos perdidos, rebuscando en los
centros de documentación. ¿Los partidos están cansados? No im-
porta, los héroes harán el trabajo. Animosos, aún les faltaba la re-
cocida sabiduría de los estudiantes de paleografía y archivos,
frecuentadores de los fondos del "movimiento obrero". Nos con-
cernía el ponerlos al día y al corriente. Hay que echar a andar a las
masas, repetíamos en La Habana, precisando, cuestión metodoló-
gica: las condiciones previas para alzarse es la decisión de alzarse,
y lo demás pa'el carajo. Moralmente irresistible, ese rústico dis-
curso del método me parecía demasiado poco cartesiano para
convencer a las ratas de ciudad, el marxismo urbano, razonador
suspicaz, animal de sangre fría del que no se podía esperar que vi-
niera a calentarse en contacto con la oralidad tropical, paratáxica
y sincopada. Haría falta argumentación y deducción, me parece,
para infundir respeto a la clericalla roja diseminada por todos los
confines del mundo -corazones tibios, espíritus retorcidos. Inclu-
so si discierno ahora en él el mal injerto de la idea sobre la pasión,
de la doctrina sobre la ocasión, mi folleto Revolución en la revolu-
ción fue el fruto de ese escrúpulo tipográfico. El Estado cubano lo
puso en circulación, el aire de la época le dio alas. Editado en es-
pañol con una tirada de trescientos mil ejemplares, en enero de
1967, por la Editora Nacional de Cuba, leído cada día en Radio
Habana, se diseminó bajo cuerda en los países hispanohablantes
(excluida España), antes de alcanzar, en traducción, los países más
extraños a nuestra cultura.

102
¿Missolonghi? ¿El romántico-aventurero? Por el uso que hice de
ello, mis años partisanos no fueron más byronianos y menos mate-
rialistas que mis años de establishment. Siempre tuve los pies en la
tierra, cambiando de tierra, cambiando de pie. No es por "romanti-
cismo" por lo que la gente de mi especie plantaba su tienda en los
extremos, sino para ir al extremo del principio de realidad. Jamás
habría soñado con pisarle los talones a unos marginados que no hu-
bieran tenido el centro en su colimador. Como tampoco fui izquier-
dista en Francia, a mi regreso, no estábamos allí por la violencia
purificadora sino por la violencia útil. Echándole la culpa tranqui-
lamente al "eslabón más débil". ¿La guerrilla? Un discurso de poder.
No todos los desclasados se parecen. Cuando un hijo de familia se
iba con armas y bagajes con los cultivadores de plátanos y de maíz
(sin embargo las montañas a las que se dirigía no estaban despo-
bladas), estaba movido por otros móviles que el "establecido" exal-
tado o el émulo de Simone Weil voluntaria para la fábrica en las
andadas de Mayo del 68. El centroamericano creía hacer de palan-
ca en el punto más útil de un sistema de fuerzas. La sierra quizá no
era el yacimiento de poder que imaginaba, pero lo que ese refracta-
rio pretendía, por un atajo, era el poder de Estado y no dar testi-
monio, ante Dios, la Historia o la Moral. La guerrilla era el arma del
débil, sí, pero para llegar a ser el más fuerte. No había nada en sí
irrealizable en ese proyecto, atestiguado en otras partes y en los he-
chos. ¿Habrá que recordar Dien Bien Phu y que la "guerrita" en Chi-
na, en Vietnam, en Argelia, modificó realmente el mapa del planeta
-lo que nunca hicieron las armas nucleares ni las divisiones blin-
dadas del Reich? ¿Qué puso fin a los imperios coloniales y a la he-
gemonía europea en el mundo? ¿Cómo los guerrilleros afganos, a su
manera, desencadenaron la caída de un coloso? ¿Que las únicas su-
blevaciones verdaderas de la historia contemporánea, desde China
a México, fueron, después de la Comuna de París, obra de campesi-
nos y no de obreros? ¿Es perder la chaveta decir: la vieja Europa ya
no es el epicentro ni el faro de la humanidad?
No le echaba la culpa señaladamente, es verdad, a la gran reta-
guardia soviética. ¿Pero cómo componérselas con lo real sin com-
prometerse? Sólo las grandes conciencias logran dar capote. Yo
siempre he fracasado. Quien quiera hacer, y no simplemente ser o
parecer, debe hacer con, un terzo incómodo. El propio Guevara,
que no pecaba, y no lo bastante, por realismo, pasaba sin ver-
güenza de los compromisos con las burocracias existentes, co-
menzando por la "delegación caribeña del sistema comunista
internacional". Renuncia a su puesto de ministro y a su nacionalidad

103
cubana pero no rompe ni con el Estado cubano ni con su Jefe.
¿Qué habria podido hacer en el Congo y en Bolivia sin los oficiales,
los hombres, las armas, las bases de entrenamiento, la radio, la lo-
gística, los dólares, los pasaportes falsos puestos a su disposición
por un socialismo en vías de degeneración? ¿Habría podído si-
quiera alcanzar su "puesto de combate" en África y en América?
¿No logró acaso salir vivo del Congo, con sus hombres, como con-
secuencia de un tácito amor con amor se paga entre La Habana y
Washington (donde se ignoraba quizá su presencia como él mis-
mo ignoró aquel acuerdo)? ¿Y qué habría sido de esa misma pe-
queña base trasera del "romanticismo revolucionario" sin los misiles
y la ayuda económica de la otra gran base que era la Unión Sovié-
tica en el otro extremo del mundo? Iba así, de lugar en lugar, la ca-
dena de solidaridades, la cascada de dependencias que había que
consentir para producir la brecha deseada. Para lograr en el Sur
una "tercera vía" entre el Este y el Oeste era forzoso apoyarse en
un campo contra el otro; y, en el "socialismo real", sólo se encon-
traba lo real que pudiera compensar el socialismo. El calificativo
nos parecía, a nosotros tercermundistas, más importante que el
sustantivo, por poco prometedor que fuera -pero "no teníamos
elección" (última palabra de la sabiduría política). ¿Quién habría
podido seriamente soñar en apoyarse en Washington para comba-
tir a la United Fruit? ¿En el Pentágono para derribar a los ejérci-
tos de torturadores entrenados por el Pentágono y que obedecían
al South America Strategic Command de Panamá?
Frente a las realidades burocráticas (no decíamos "totalita-
rias"), un cierto activismo permitía hacer el avestruz -la guerra es
la guerra. ¿Cómo? Diferenciando la Revolución intocable, y el ré-
gimen discutible. En ese campo atrincherado en el que penetrá-
bamos bajo una inscripción que cortaba el paso con letras
escarlata al aeropuerto José Martí, Ten-itorio libre de América, el
revolucionario ocultaba al cubano; pero a la hora de manifestar
una apreciación sobre los "desvíos", el cubano venía en nuestra
ayuda para no tener que "pensar la revolución". ¿Un guerrillero
ilustrado se volvía caudillo metomentodo? ¿El Granma, periódico
único, adaptaba eslóganes para llorar? ¿La Seguridad zarandea-
ba aquí y allá a algunos poetas, homosexuales, bailarines, inte-
lectuales y otros blandengues? ¿El ama de casa hacía cola seis horas
para los dos huevos semanales, libreta obliga? Una isla tropical y
en estado de sitio, respondía yo, es un poco estrecha para una
gran idea: falta de infraestructura y de mentalidad adecuadas.
Y además, esos gallos -pobrecitos- no deben hacer olvidar la par-

104
titura. Elevémonos, queridos camaradas, a un punto de vista de
conjunto. La lucha es mundial y sin la existencia del "campo so-
cialista" en nuestras retaguardias no hay relación de fuerzas via-
ble con el "imperialismo". Tanto peor para la retaguardia, si lo
cotidiano es un poco molesto (siendo tan atractivo enfrente, en el
Imperio). Que se tomen su dolor con paciencia esos cubanos, che-
cos y otros polacos, lo haremos mejor la próxima vez. Nuestro rei-
no no es el hoy. Ese "aguantad, ya llegamos" no tiene nada de lo
que sentirse orgulloso. No nos esperaron y tenían razón. Godot
no llegó y el porvenir tenía las espaldas anchas. Si me bastaron
una decena de años para sustituir la espera del incendio en el Sur
por la espera del "socialismo en libertad" en Europa (como el no-
vio de una p1;incesa de Las mil y una noches que no logra consumar
se rebaja a una paisana palpable aunque de menos reputación: la
socialdemocracia), puedo concebir que los rehenes de esos regí-
menes fosilizados están hartos, después de medio siglo o más, de
estar de plantón ante los escaparates vacíos.
En 1963 ya había entrevisto, como por el agujero de una cerra-
dura, en Praga, esa grisura del Este, sin personalidad ni transcen-
dencia. Fui a visitar a mis camaradas latinos allá en el exilio,
representantes de su partido en la Revista de la paz y del socialis-
mo (postrer avatar del Kominform), el salvodoreño Roque Dalton
y el venezolano Barreto. Nos burlábamos como de una astracana-
da kitsch y benigna. Comparada con los gamines de Bogotá, con
las bandas de las favelas y los indios exterminados de Guatemala,
con los millares de cuadros torturados y asesinados cada año sólo
en ese país, el purgatorio del este europeo, más desconsolador que
inhumano, oscilaba entre el mal momento que pasar y el lamen-
table accidente en el camino que pronto se olvidaría. La rejilla
Norte-Sur reducía la Este-Oeste a una gruesa rebaba en el campo
de los bien provistos. Era despreciar a la gente sencilla, en la "Eu-
ropa secuestrada" donde Milan Kundera laboraba en silencio,
pero ésta nos parecía seguramente menos,invisible que la Améri-
ca de los ranchos y de las favelas donde hay todas las posibilida-
des de morir a los treinta años. Y además, nuestro propósito no
era embellecer una revolución instituida (y por tanto inevitable-
mente traicionada), sino hacer surgir otras -"uno, dos, tres, varios
Vietnam". Esta inminente multiplicación de los panes acabaría
pronto con la crispación de nuestras fortalezas intolerantes. Al es-
tablecer puentes de fraternidad entre los continentes, al hacer
mancha de aceite por todo el planeta, la ola revolucionaria crearía
sociedades más viables por menos inseguras.

105
Por último, la etiqueta terrorista. Es un hecho: yo pasé en Cuba por
los mismos centros de entrenamiento que el joven "Carlos" algún
tiempo después. Si su carrera fue luego más brillante es que sin
duda tenía más cualidades, perseverancia y motivaciones. Y algu-
nos años menos. El "terrorismo" no estaba a la orden del día en
nuestros grupos de insurgentes (distintos en eso del Irgún o del
grupo Stern en la guerra judía de liberación) por muchas razones,
siendo la primera que la televisión no tenía ninguna importancia.
La videoesfera comienza en 1968, exactamente lo mismo que la
primera acción que se puede calificar, en la extrema izquierda
mundial, de "terrorista": el desvío de los aviones de la compañía El
Al por el FPLP de George Habas. Este tipo de operaciones no es la
continuación de la guerrilla por otros medios, sino un sustituto
publicitario en su ausencia, para compensar la incapacidad de una
organización de base popular débil para disparar sobre el terreno.
Entonces se trasplanta a la ubicuidad espectacular -la pantalla de
la televisión- un combate localmente imposible. Las vanguardias
guevaristas de la época (muy diferentes en eso del posrnoderno
Marcos) carecían demasiado dramáticamente de sentido mediáti-
co y de la menor preocupación por las relaciones públicas para an-
dar pensando en desviar un avión o lanzar un mensaje por las
ondas. En lo tocante a esto, eran más bien recatadas. La lucha ar-
mada tenía sus reglas protocolarias. Atracar un banco para luego
comprar armas -de acuerdo. Matar deliberadamente civiles en
plena calle -imposible. "Ejecutar" a un traidor o a un torturador
-sí. Liquidar fríamente a un prisionero -jamás. Cualquier enemi-
go herido capturado debe ser curado como si fuera un guerrillero.
El coche trampa, la bomba en el metro o en un café, el chantaje
con rehenes no sólo eran impensables para mis amigos: la sola
mención de un inicio de inicio de actividades de ese tipo habría su-
puesto la exclusión inmediata, si no la ejecución sin rodeos, del de-
generado. El "revolucionario profesional" -expresión que ahora ya
suena tan estrafalaria corno "funcionario de la revuelta"- era con
respecto al terrorista de hoy lo que un padre abad es a un gurú de
una orden del Templo Solar. Digamos que los primeros tienen en
común "la violencia" corno los segundos '1o sobrenatural". No po-
dría definir mejor lo que diferenciaba a la violencia revolucionaria
de la violencia represiva que recordando que, en aquella época, la
tortura de un prisionero era impensable en los adeptos de la pri-
mera, y en los de la segunda, corriente. Si se quiere reflexionar so-
bre ese detalle, se verá que hay una gran diferencia.
3. La monarquía y el cruzado

Revolución: del buen uso de una palabra - Fidel, el co-


loso puntillista - Moravia y Mussolini - Un rey de guerra
- Vértigos divinos - El tiempo, ese gran demoledor - El
Che, un hombre con prisa - Malentendidos póstumos -
Sublimación de un suicidio - Consigna: convertir la
derrota en victoria.
Si solamente hubiéramos escuchado esa palabra que comienza
por réve (sueño) y acaba como destrucción. Una faja publicitaria,
en francés. En un único aliento, el asalto del cielo y el batacazo.
Habríamos necesitado la atención con vuelo del poeta. A la má-
quina infernal que ha destruido, en el siglo xx, los sueños del XIX,
recuerdo que la lengua española le daba una reverberación sono-
ra extraña a la nuestra. En boca de los comandantes, revolución
se reencantaba, se recantaba, lírico aljibe. La r gutural, colérica,
cual rubicundo estruendo de tormenta subiendo del garguero, se
suavizaba in fine en un ción ceceante y azulado. Terror de la pri-
mera sílaba, caricia de la última: la acentuación local permutaba
las fases estándar del proceso. Tras la roja sangre, las sedosas mu-
latas (blusa azul escotada y boina miliciana sobre el ojo) abrian sus
brazos a los supervivientes. Por regla general, es más bien al revés:
los arrumacos primero, después el pelotón.
Durante cincuenta años, afiliados y adversarios de Europa han
vivido en el amor, el odio, el terror, la sospecha -en una palabra, la
obsesión del Partido. En las Américas, se inclinaban más bien por
una obsesión menos localizada y más sensomotriz aunque también
fatalmente encarnada. Algo novelesco, no ·de organización sino de
huida hacia adelante. Para comprender por qué decenas, centenas
de miles de hombres pudieron encontrar en él un motivo suficien-
te, qué digo, exaltante, para vivir y para morir, no serviría de nada
recordar el historial del vocablo, como parco semántico. Un no di-
cho cósmico trascendía el sentido literal, aplastándolo bajo una
carga deflagrante extraída de lo más silencioso del alma colectiva.
Desde que descenilió del cielo a la tierra, con mayúscula y pro-
nombre definido, en los alrededores de 1790 en Francia, revolu-
ción designaba, al pie de la letra, la "sustitución de la clase en el

109
poder, un cambio radical de Estado". Bajo mano, venía a relevar
un mito inmemorial: la renovación del mundo -metabolé de Platón,
mutatio rerum de Cicerón, conversio de san Agustín. El subrepticio
sobredimensionamiento perdió su credibilidad en algunos dece-
nios, tan gris e insípida se volvió la palabra, por una mezcla de de-
cepción y de inflación. Inglesa, americana, atlántica, de Octubre,
de palacio, de los claveles y de terciopelo, revolución se diluyó en
demasiadas salsas -verde, sexual, indumentaria, técnica, científi-
ca, tranquila. Sólo recupera su máscara de sombra en las proso-
popeyas de un gran contrarrevolucionario como Soljenitsin,
exhortando en plena floresta a los vendeanos a enarbolar la flor de
lis y la bandera blanca. Al inaugurar en 1993 un memorial a las
víctimas del Terror, en Lucs-sur-Boulogne, no lejos de Puy-du-Fou,
el profeta le restituye un resplandor de absoluto, pero es el abso-
luto del Mal. Entonces el opus Dei reverdece como opus diaboli, "el
desencadenamiento de la horda" recupera una dimensión hugo-
liana. "Las revoluciones", exclamó aquel día el gran ruso bajo las
ovaciones de los Blancos de Francia, "destruyen el carácter orgá-
nico de la sociedad, arruinan el curso natural de la vida, aniquilan
a los mejores elementos de la población." Argumentación inalte-
rada desde Joseph de Maistre. Revolución suscita desde entonces
en nosotros, no sólo en el linaje de sus víctimas sino en el de sus
autores y beneficiarios, las mismas imágenes repulsivas que re-
vuelta o motín en los salones del siglo XVIII: villanos sodomizando
a blancas castellanas. A esa crisis de epilepsia caníbal es a la que
precisamente la alta idea de revolución, que se quería universal y
racional, previsora y calculada, creía sacar a los miserables. Y he
aquí, nuevo capítulo en el gran libro de los cambios totales, que el
término vuelve, dos siglos después, a su acepción inicial: rotación
completa de un móvil alrededor de su eje. Vuelta al punto de par-
tida. La trayectoria se cierra sobre sí misma -coz del asno de la as-
tronomía a la política, leona exangüe. Dos siglos, millones de
cadáveres, una vuelta para nada.

Para un gobierno durante mucho tiempo en ejercicio, como se ha


visto no hace mucho en México, bajo el reinado del Partido Re-
volucionario Institucional (PRI), y más tarde en Cuba, su repre-
sentación en efigie reporta raras ventajas: escamotea los estanca-
mientos bajo la imagen de un impulso inaugural desvanecido en
los hechos pero verbalmente perpetuado. No dicen: "el gobierno
exige" o "el Estado ha decidido"; dicen: "la Revolución os pide

110
que" o '1a Revolución considera que". Permutar el sujeto ideal y
el sujeto efectivo de las decisiones, además de que confiere a una
dictadura de facto una legitimidad que la coloca por encima de las
leyes comunes (lo mismo que Patria o Nación para un régimen
"burgués"), permite asimilar lo que estanca a lo que se mueve re-
pintando el orden establecido con los colores de la insurrección.
El rebelde funcionarizado puede entonces fundir en ese sortilegio
tres ingredientes por lo común disociados: el precepto evangélico,
la historia universal y la defensa de intereses categoriales. El cor-
porativismo de los círculos dirigentes se funde con el mesianismo
de los dirigidos, de manera que la conservación de los privilegios
adquiridos por una clase de nuevos ricos sea tomada a pecho por
todos los pobres (eso funciona, al menos al principio). En el exte-
rior, donde el prestigio está al abrigo de la vida cotidiana, el em-
blema garantiza una consideración propiamente mítica -y Fidel
Castro, mezcla de Prometeo y de David, en los barrios pobres del he-
misferio, desde Caracas a Harlem, arrastra tras sí hasta el final a
todos los corazones. En el quincuagésimo aniversario de las Na-
ciones Unidas, en 1995, todavía fue, de lejos, el líder más aplau-
dido en la asamblea general: monstruo sagrado, principal atrac-
ción, campeón de los humillados-, su sola silueta electrizaba al
Tercer Mundo. América Latina venera en él a un resistente deco-
rativo, la del Norte a un agitador original. En Cuba, la captación
de energías populares .por la clásica trifulca hidropolítica sacó
ventaja, como siempre y en todas partes, de la baja del caudal ini-
cial. Pero a esta enésima "glaciación burocrática", la revolución le
confirió durante un cierto tiempo el atractivo de los deshielos pri-
maverales. Gobierno y oposición reunidos en un solo hombre, Fi-
del conservaba para sus partidarios -una inmensa mayoria- el
prestigio anarquizante del rebelde. ¿El zorro humanista de 1958
sospechaba que esa entelequia medieval tendría pronto una úni-
ca cabeza, la suya,, un mismo cuerpo, el suyo, y un mismo fin ... ?
Desde luego que no. El uso de la palabra.como escudo, como ca-
parazón institucional, tiene como virtud el transformar una mal-
versación de esperanza en alegato moral.
Bronce protector ideal, revolución vacía al autócrata en a/ácra-
ta, ante sus propios ojos y con toda sinceridad. Su ego es la revo-
lución, el pueblo, a quien ha dado todo, humilde plumífero. Para
decir "yo", Fidel no dice yo sino nosotros, como un Barbón; ese no-
sotros individual mezcla majestad egoísta y altruista abnegación;
da fe de que, haciendo las masas la revolución, su Comandante no
es más que la encamación provisional del Primer Principio y que

111
sólo existe como su delegado. Pero también que quien se niega a
obedecer al fideicomiso de la Providencia le hace el juego a la con-
trarrevolución, a la CIA, a Miami. "Con respecto a Dios, siempre
siempre estamos equivocados" decía Kierkegaard. Con respecto al
Jefe, los revolucionarios también, porque criticar aunque sea poco
sus ucases es insultar a su madre, a la propia revolución, a su pa-
dre y, ya puestos, a la moral, al honor, a la dignidad humana. Mi-
litantes inteligentes han tardado diez o incluso veinte años en
desprenderse de la palabra sagrada del Comandante por él consa-
grada. Ese divorcio desgarrador desemboca más que en la desi-
lusión en el suicidio y, para la mayor parte, en la ruina del sentido
de la vida. No hay nada aquí de aberrante. Fenómeno universal, esa
desgracia de la conciencia política (no la de los libros, la vital, la
sufriente, la encamada), expuesta a las desautorizaciones del he-
cho. El fidelista, el mitterrandista, el chiraquiano (por quedarse en
una órbita trivial o familiar) o, si se prefiere dar consistencia a la
cosa, el estalinista, el mussoliniano o el petainista, tienen en co-
mún que miran por instinto las vicisitudes del momento a través de
la persona y los ojos del Jefe. Lo que no supone que lo vean todo
de rosa, ni mucho menos. A menudo serán los primeros y los me-
jor informados de las zonas de sombra, errores, faltas, desastres,
vergüenzas, ligados a lo que los escépticos llaman prudentemente
"el régimen instalado" (comunista, liberal, fascista, socialista, na-
cional, etc.). Sencillamente, piensan que todos esos problemas,
innegables, tendrán mañana una solución, que se llama Fidel,
Franc;:ois, Philippe, Valéry o Jacques -es incluso ese pensamiento
el que les define como fidelistas, mitterrandistas, petainistas, gis-
cardianos o chiraquianos. El descubrimiento (vacilante, confuso,
contradictorio) de que es en la supuesta solución donde reside el
problema hace que se les venga el mundo abajo. Obliga al afiliado
a una dolorosa revolución de la mirada. El aficionado ingenuo a la
pintura, que mira a través del cuadro como por el marco de una
ventana que da a un paisaje, se pone a mirar la propia factura -la
pastosidad, la textura de la tela, el sistema de pinceladas. En un
Estado de sociedad que, contrariamente a la democracia, no ad-
mite la creencia de un recambio en su seno, o de visión alternati-
va sobre el mundo, el afiliado o el obediente se ve afectado de
catatonia por double-bind, como el ratón en su jaula entre dos des-
cargas eléctricas: si quiere seguir sirviendo a la Revolución en sus
principios originarios deberá "traicionar" al líder histórico que en-
carna el principio en los hechos; si quiere seguir sirviendo leal-
mente al líder (y todo el sistema que sostiene y salvaguarda su

112
dominio personal), deberá "traicionar" el espíritu de la Revolu-
ción, o la idea que de ella se hacía, y por tanto traicionarse a sí
mismo. En Cuba, el alcoholismo, la depresión melancólica o el ca-
ñón de la pistola resolvieron, tal cual, según los temperamentos, la
dificultad objetiva.
De la palabra clave, el uso es libre, y tan variado (cada uno con
sus desviaciones de sentido, su mala fe). Para muchos, yo entre
ellos, era un motivo de puesta en camino más que un medio de
. evasión. Me incitaba a liar el petate como puede hacerlo una lí-
nea de fuga, cuando el alejamiento de lo que estanca alrededor
importa más que las ganas de alcanzar un objetivo cualquiera. El
punto de mira permite al impaciente colocarse dos pasos por de-
lante de donde está y de no ser lo que es en el momento mismo
-bovarysmo· tónico. No fui un revolucionario feliz, por el mero
hecho, pero estaba feliz de serlo por dentro, sedentario movido
por la llamada luminosa de una escapada como viajero de la ma-
ñana, ausente ya de su vivaque y ante quien se abren todos los po-
sibles. Ese horizonte tiene como mérito estar fuera de nuestro
alcance, avanzar con el que marcha y por tanto moverlo. Le debo
el haber podido prolongar mucho más allá de la adolescencia la
embriagadora afición por las partidas, como un navío en dique
seco que conservara la sacudida nerviosa de su cascarón mucho
tiempo después de su puesta a flote. Y esa trémula dicha de zar-
par, nadie en el mundo me la ha comunicado mejor que Fidel,
personaje de suspense del que cada aparición, con sus zancadas
impacientes en la habitación donde da vueltas como fiera enjau-
lada, su dedo índice apoyado en vuestro pecho para tomaros por
testigo, su brazo por el hombro para una confidencia en voz baja,
se parecía para mí a un alzar el telón. En ese drama prometeico y
colectivo, que él orquestaba ante vuestros ojos, a corazón abierto,
tenía el arte, mediante una brusca entrada en materia, de involu-
craros como uno de los actores principales, indispensables para
el buen desenlace, sobre quien el regidor va a poder por fin apo-
yarse. Alistamiento al minuto que deja al interlocutor de ocasión
estupefacto de reconocimiento al mismo tiempo que de respon-
sabilidad, movilizado, elevado a cimas inesperadas, por miedo de
no "estar a la altura".

¿Era su singular aptitud para irradiar la actividad, la metamorfo-


sis de un buen mozo en titán, magia relacionada con los aires del
momento, el deslumbramiento por la palabra-sol que aureolaba

113
al personaje -revolución? Los contemporáneos de Pol Pot y del
"naufragio castrista", los turistas canadienses, franceses, españo-
les que se dejan desplumar a toda prisa en una ciudad fantasma,
entre fachadas leprosas y filas de prostitutas, no pueden adivinar
con qué cálida luz oro y púrpura ese contraluz cubría entonces a
un Elegido de la Historia -ese triunfador al que una foto había in-
mortalizado, a su llegada a La Habana, con una paloma posada
en el hombro, como el Espíritu Santo de los iconos medievales pi-
coteando el hombro de Gregario Magno. Yo veía en él mucho más
que a él, como si su persona diera en calado a todas partes rica en
ázoe, globalidad temblorosa que me hacía respirar hondo. No he
vuelto a recuperar desde entonces esa sensación de oreo, de aper-
tura hacia el porvenir que proporcionaban esos conciliábulos
densos de informaciones secretas llegadas de todas partes, y don-
de zigzagueábamos entre Vietnam y Tanzania, Buenos Aires y
Pekín, Argel y Bagdad. Era como para un ciclista cambiar de
desarrollo, del provincial al planetario, con una amplitud de pe-
dal a la que mi aislamiento cultural no me había preparado. Es
un hecho muy poco observado que los nacidos en países exiguos
o en ciudades-Estado (como hoy Singapur u Hong Kong, ayer Ve-
necia o Amsterdam) son más propensos a sentir en mundial que
los nacidos en vastos territorios continentales, más propicios a lo
cerrado y que, al encontrar pasto a domicilio, no experimentan la
misma necesidad de quitar el cerrojo al horizonte. Cuanto más
grande es un país, y da la espalda al mar (los puertos salvan), más
emparedadas están las vidas. Los insulares irradian. ¿Hemos nota-
do que los mejores estrategas vienen a menudo de lugares aislados
(Córcega o la isla de la Reunión) o del medio marino (Inglaterra
o Japón)? Dotado de una cultura autodidacta ávida, apañada pero
bastante amplia, Fidel vibraba con cada sacudida del planeta. Lle-
vaba a su isla en la piel, subsuelos y recovecos; olfateaba men-
talmente a América del Norte; sentía por instinto América del Sur
(exceptuado Brasil, que es un universo aparte); contentándose en
lo que respecta a sus antípodas, los países de Europa, con apro-
ximaciones periodísticas. Nuestras charlas -si la palabra no im-
plicara compartir la palabra a la francesa que su cortesía de
hidalgo acaso habría tolerado pero que la desigualdad de rangos
y su carácter, una vez pasados los preliminares, dejaban sin obje-
to- respetaban sin saberlo la etiqueta de Buckingham Palace,
aunque al borde de un campo de baloncesto o en un sendero de
montaña, sin previo aviso ni reglamento formal: nada de iniciati-
va temática. No salirse jamás del tema lanzado por el Soberano,

114
reanimarlo pero sin hurtarlo, es, después de todo, una regla uni-
versal, que rige tácitamente nuestras conversaciones con todos
los poderosos. Nos hablan de lo que ellos quieren, no de lo que
nosotros queremos, y a menudo acabamos por querer lo que ellos
quieren.
Este artista de lo oral no eludía taimadamente las preguntas ge-
nerales (que pronto dejé de hacerle y hacerme, temiendo tanto el
ridículo como la lesa majestad). El Caballo (sobrenombre popu-
lar) volvía por instinto a la cuadra: su Sierra Maestra, sus héroes,
Martí, Céspedes, Maceo, sus propias conspiraciones. Se dejaba
guiar por su naturaleza y nuestra locura. Pues la paranoia no es
una exclusiva del poseído en jefe: era, es siempre la de un entorno
-estalinista ayer, islámico hoy, Cristo Rey antes de ayer-, pero en
estado concentrado, llevado al máximo de eficacia infantil por la
fiebre obsidional. Si la extravagancia sólo afectara a la cabeza no
repercutiría en todos los rincones del cuerpo social amenazado, en
cada uno de los creyentes alzados contra las infamias de fuera. A
esa irradiación de calor, cual un Arquímedes regresando hacia su
Siracusa asediada, el gran orador tiende un espejo sonoro que lle-
va a la incandescencia el fervor ambiente. ¿No es este intercambio
de buenos procedimientos el que suscita al "líder carismático" e
incita a relativizar los poderes autónomos del "cabecilla"?
Su lado Micromegas habría encantado a Voltaire (a quien la
Corte y la persona de Federico II inspiraron el cuento del mismo
nombre): me ha hecho compartir su manía por los detalles (toda-
vía más fácil para un obsesivo). Megalómano minucioso, disimu-
lado expansivo, ingenuo astuto, Fidel prestaba una detallada
atención al hormiguero del día, pequeña corte improvisada que él
aplastaba sin gritar cuidado, al primer cambio de humor o de línea.
Como un jinete sus cabalgaduras, montaba a sus medios allegados
a rienda suelta, infatigable. Los hombres de poder son forzosa-
mente versátiles er:i amistad; no tienen tiempo que dedicarle a
quien ya no puede servirles. Este utilitarismo de las relaciones per-
sonales es más marcado en los "totalitarios", de una sola pieza, que
en los "liberales" que, gustándoles desdoblarse entre corte y aldea,
pueden conservar al abrigo a inútiles, viejos amigos sin rentabili-
dad evidente. El Cubano moderaba la ingratitud de la función por
un aumento de solicitud, sobresaliendo en esa figura que dicen tri-
vial (pero que, hasta donde se nos alcanza, excluye a Stalin y Mao
no menos que a Franco y Mussolini): el cruel amable. El talón de
hierro afectuoso. Me dejó pasmado, poco después de mi llegada,
por el puntilloso cuidado que se tomó por mi "cobertura", ocupán-

115
dose en primer lugar por incluirme en el jurado de la Casa de las
Américas, en una concesión de premios literarios; luego, por entre-
garme un certificado médico para justificar, ante el director de mi
instituto, por vía de la embajada de Francia, mi desaparición; des-
pués, agotados estos subterfugios, se inventó otro: un seudonom-
bramiento como profesor en la Universidad de La Habana, en la
que sólo entré una vez en año y medio, para encontrarme con la re-
dacción de la revista Pensamiento Critico. (Este grupo de filósofos
ávido de novedades y preocupados por el rigor crítico, donde tenía
verdaderos amigos, fue disuelto después de 1968 a causa de "des-
viacionismo ideológico".)
Con una voz aguda de soprano, sorprendente para quien se es-
pera al barítono tribunicio, red que poco a poco tomaría ampli-
tud como un oboe después de la obertura, borrándose bajo los
metales, me preguntaba pausadamente, al principio de cada en-
cuentro, sobre el avance de esos simulacros, sobre los desiderata
de mi compañera Élisabeth, la calidad de un vino de Burdeos que
un invitado le había regalado, el funcionamiento del aire acondi-
cionado del hotel, la conducta del chófer, el primo del director, los
amargos comparados del café cubano y del espresso italiano. Yo
que había creído en el adagio latino De minimis non curat prae-
tor, descubrí así, como advierte el cardenal de Retz, que "no hay
pequeños pasos en los grandes asuntos". Seis meses después de
mi llegada (el Che volvía entonces de Praga a Cuba para volver a
irse enseguida, pero yo no sabía nada) pasó a recogerme al hotel
en su coche para exponerme lo que cualquier agente inmobiliario
habría tomado por una pérdida de tiempo: las ventajas y los in-
convenientes del apartamento al que los servicios de seguridad
proyectaban trasladamos a mi compañera y a mí: vecindad, abas-
tecimiento, exposición de la terraza, entrada de servicio, garaje.
Y pedirme mi parecer. Yo pasaba de las cuestiones materiales. Él
no. Fidel, lo juro, tenía infinitas delicadezas, un calor humano y
unas deferencias que no he vuelto jamás a encontrar en sus pares.
Lo que se ganaba en amplitud de miras, al lado de los barbudos,
se perdía, por supuesto, en matices y complejidad. Cualquier im-
plicación fuerte en un combate suscita en el militante, que es un
soldado (miles), esa curiosa mezcla de dilatación arterial y estre-
chamiento cerebral. Es que al simplificar la existencia, la cultura
de guerra simplifica también el pensamiento; pérdida de sutileza
pero ganancia de tiempo; desaparecen las zonas ociosas o medias
de la conversación, entre el cotilleo y la lucubración, la guasa y la
exégesis, en la que demoran los "politizados" en tiempos de paz. En

116
reunión íntima, nunca oí a los comandantes "hablar de política".
En plan tertulia y cotilleo, como nuestros "profesionales", entre sí.
Ni siquiera como nuestros comentaristas demasiado cerebrales de
la actualidad, en plan billar o ajedrez. El profesional intriga per-
manentemente, el revolucionario conspira. ¿Qué diferencia? La in-
tensidad de las apuestas y una cierta indiferencia por los "costes
humanos", por los propios seres, reducidos a sus capacidades de
acción. Desdeñando cualquier psicología, los comandantes salta-
ban de una ética sin matices a una técnica diáfana. Con Fidel, la
"moral" consistía en una declinación somera, para atributo inme-
diato de las personas cuyo nombre surgía en la conversación, in-
numerables sinónimos que posee el español para "honor" (honra,
decoro, vergüenza, entereza, nobleza, etc.) y para su negativo
(blandengueria, claudicación, deslealtad, derrotismo, etc.). Valen-
tía o cobardía. Alternativa escueta: tener o no tener. Blanco o negro.
Chimenea de corrientes de aire, sin purgatorio en medio -un mis-
mo individuo podía subir o bajar (lo más corriente bajar), en un
abrir y cerrar de ojos, del cielo de los héroes al infierno de los pen-
dejos, blanduchos y desinflados (según como el individuo hubiera
respondido a las esperanzas puestas en él, es decir a los cálculos
políticos del Jefe). La técnica versaba sobre tal o cual detalle de eje-
cución: ¿treinta o cincuenta por ciento, el número de bombas lan-
zadas por la aviación que no explotan? ¿Setecientos cincuenta o
cuatrocientos metros, el alcance de una carabina de mira telescó-
pica? ¿Entre el nuevo fúsil FAL belga (7,62) y el viejo Garant ame-
ricano (30,06), qué fúsil elegir y por qué? ¿Es mejor, para una
columna en marcha cargar un bazuka chino, el RPG-2, ligero pero
con un alcance de ciento cincuenta metros, o un mortero de sesen-
ta, cinco veces más pesado con un alcance de dos mil metros? Cada
una de esas discusiones podían prolongarse una o dos horas; mo-
ral y técnica, toda una noche.
Ya no había lugar entre esos dos extremos para lo que un eu-
ropeo habría llamado las "cuestiones políticas de fondo" (de las
que habrian debido o podido depender los detalles operativos en
los que se encerraba, y nosotros con él, el Comandante): ¿qué po-
der es ése que hay que "tomar", y para hacer qué? ¿El "imperia-
lismo es un dragón con figura humana, una hidra de Lema, o hay
varios centros de decisión, varios polos de interés en Estados
Unidos? ¿Podemos realmente hablar de "sociedades neocolonia-
les" en América Latina, sin matizar y diferenciar entre ellas? El
Caballo no veía ahí más que argucias, pedanterías para "peque-
ños papas ideológicos". Si le citábamos tal o cual autoridad se

117
impacientaba. "No hay necesidad de buscar en Marx o Lenin có-
mo amañar un detonador con una linterna, o un mortero con la
culata de una escopeta de caza. Vosotros, los europeos, estáis en-
fermos de teoría pero la guerra no es una cuestión teórica." Tenía
totalmente razón. Yo preferia entrar en su juego. Desde entonces
me pongo siempre de parte de aquellos cuyo primer impulso es el
de mirar las cosas y no el de consultar los libros.

Si el trastero totalitario sirve a los publicistas como armario para


los cadáveres molestos, la palabra, que conserva su validez en el
campo de las artes (donde hay un parentesco desde Moscú hasta
Berlín), podría aplicarse, con mayor propiedad que a los regíme-
nes, a una psicología patronal. Totalitario sería entonces el hom-
bre de acción para quien su acción es todo, sin que nada más
cuente para él. El patrón Historia, sin pormenores, totalmente
identificado con su papel. Así entendida, la personalidad totalita-
ria atraviesa las edades, aflorando todo tipo de reinos de taifas
históricos, espirituales o policíacos, o las dos cosas. Una situación
de hostilidades generalizadas le dará las mejores posibilidades de
imponerse. La guerra reclama del protagonista la entrega sin re-
servas -el calor de la acción prolongada impide tanto la perspec-
tiva como la restricción mental. En esos extremos de intensidad,
la distinción entre hombre privado y hombre público no tiene va-
lor. Mitterrand no tuvo nunca que llevar a cabo una guerra seria
-y había dos Mitterrand, cuando hubo un solo Fidel y un solo
Che. Educado por la paz, y para ella, el líder democrático parte la
diferencia, y puede cultivar jardines secretos, sin dejarse comple-
tamente definir por su función; el jefe carismático no tiene partes
de sombra porque nadie guerrea a medias. Nuestros presidentes
tienen a mucha honra aparecer por encima o al lado de su trono.
En París no pueden encontrarse con un escritor sin darle a enten-
der que es del gremio y que, si no fuera por las cargas de su cargo,
también se habría enfrentado con novelas, ensayos y confesiones.
En otra parte es un pastor protestante extraviado, o un hombre
de negocios, o un actor de películas del Oeste que no ha encon-
trado su destino. En Francia es un Flaubert fallido, víctima de un
error de orientación. Continuando sin saberlo la ancestral, esta-
tuaria desconfianza de los aristócratas hacia los clérigos, los co-
mandantes no tienen esas coqueterías; miran a los intelectuales
como los visitantes del zoo; están sin coartada. Nada de juego ni
de laberinto: de una sola pieza y en línea recta. El demócrata se

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sabe transitorio. Vive según varios tiempos. Existía antes y existi-
rá después de su mandato; su puesto no es su persona. El tota-
litario, a su lado, representa un personaje lineal y monomaníaco,
monocromo y monocrono. El poder es su vida, no un oficio; se da
por completo a él, en cuerpo y alma, sin la esperanza de una ju-
bilación bien merecida, lejos de los asuntos -abstinencia impen-
sable. Un elegido por el pueblo se va a las ocho de la tarde del
Elíseo y pasa a otra cosa: cenar fuera, amigos, familia. Un elegi-
. do por la Providencia ignora esos tiernos laberintos. Para Castro,
que se decía casado con la Revolución (y para quien comportarse
como marido, hijo, amante o padre habría sido venir a menos),
jugar al baloncesto, acostarse con una chica, o cocer unos spa-
ghetti sólo era un pasatiempo destinado a recuperar fuerzas, una
pausa a lo largo del camino, sin quebrantamiento de las obliga-
ciones. ¿Quién puede imaginarlo cultivando rosas y jugando a las
cartas en una finca mejicana, rey en zapatillas acabando dulce-
mente sus días en un exilio dorado?

"¡Asombroso! ¡Un auténtico Mussolinil" Radiante, sin ironía apa-


rente, Moravia me susurra la palabra al oído. Está de pie en la tri-
buna de invitados, en este año de 1966, en la plaza de la Revolución,
y escuchamos a Fidel dirigirse a un millón de cubanos, a los que
mantiene encantados desde hace una hora larga de reloj. "Se bur-
la usted", le digo, juzgando la broma de bastante mal gusto. Ita-
liano por italiano, habría preferido a Garibaldi. "No, no, créame,
usted no había nacido, pero es exactamente eso." Lucía una son-
risa astuta pero embelesada. (Alberto Moravia, que más tarde se
convirtió en un amigo, antifascista nada sospechoso, siguió sien-
do "fidelista" y "pro cubano" hasta su muerte.)
Evalúo a distancia la sagacidad transversal de la declaración
-que me había ofendido, en el momento, como un sarcasmo.
Creo incluso que Moravia había encontri\do así, paradójicamen-
te, la clave del poder de seducción que ejercía esta isla oralizante
y declamadora sobre nuestros espíritus progresistas. El socialismo
científico, médium frío, sometido siempre a sus orígenes libres-
cos, carecía singularmente de pathos, de cuerpo y de entonación.
El comunismo, último avatar de las religiones del Libro, había en-
vejecido como monstruo de papel, aburrido y escolar, rebelde a la
improvisación. El lenguaje estereotipado estaba escrito y los ora-
dores del Partido leían sus discursos con una voz neutra y mono-
corde. Es incluso pasmoso ver, en los noticiarios soviéticos, a Stalin

119
en lo más duro de la Gran Guerra patriótica, en un Moscú ase-
diado por la Wehnnacht, llamar a sus compatriotas al arranque sal-
vador declamando ante el micro con un tono monocorde, el
rostro impasible, la nariz en el papel, un texto estereotipado,
como un secretario de célula leyendo un informe de actividades.
En ese mundo penoso y gris, en el que la emoción apenas semos-
traba, la irrupción de la teatralidad latina, de una retórica del
cuerpo y de la voz producía el efecto, y no solamente oratorio, de
una "revolución en la revolución". La ruptura con la dicción ad-
ministrativa a la que estábamos acostumbrados, sobre todo en
Europa, donde el oído había perdido la costumbre de las grandi-
locuencias propias de las grandes circunstancias y donde el talk-
show televisado aún no había privatizado la elocuencia como
murmullo, proporcionaba el frescor juvenil de un descubrimien-
to, como si fuera un regreso a las fuentes tonificantes de la actio
retórica en la Roma antigua. Recuperaba así la liturgia un vigor
vital de estilo fascista, si se quiere, sin la ampulosidad paródica y
el lado peplum de Mussolini. La televisión, que ha rematado en
ese terreno el efecto "charla al calor del fuego" inaugurado por la
radio de posguerra, nos ha entregado desde entonces esas ges-
ticulaciones retrospectivamente cómicas, sirviendo el ridículo
aquí como signo externo de una ruptura tecnológica, entre el pe-
ríodo y la frasecita.
Al hacer esto, la isla antillana invertía el esquema sexual sub-
yacente en el juego secular de la Razón en la Historia. Para el he-
redero de las Luces el libro era masculino y la muchedumbre
femenina. El cuadro leninista (y no sólo él) tenía como tarea de-
positar la simiente de lo escrito en el regazo de las masas, supues-
tamente letradas, inseminación científica que produciría, nueve
meses, años o decenios más tarde, un vástago legítimo: la Revolu-
ción. La población campesina y obrera, preñada de sus obras
(completas a ser posible), daría a luz en el dolor pero a su tiem-
po. Los fascistas cambiaron el reparto racionalista trasladando sus
fantasías infantiles de omnipotencia al hablar y feminizando la es-
critura. Dándole de nuevo a la oralidad y a las imágenes fuerza fe-
cundante y violenta. Y no solamente los jefes, los intelectuales
fascistas se querían también ellos machos de la palabra viva. Bra-
sillach, en Estoy en todas partes y en 1943, todavía acusaba a la
democracia de haber "privado a la nación de imágenes en prove-
cho de lo escrito agostado". Moravia resumía la paradoja por la
palabra adecuada que era también cierta: en La Habana, el inte-
lectual occidental podía ofrecerse, durante un mitin de masas,

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dos placeres en uno, generalmente incompatibles: el de ser co-
munista y fascista, o más bien, porque estaba prohibido y era im-
pensable rozar cualquier cosa que pudiera evocar el fascismo, el
placer de ofrecerse un arcaísmo de contrabando, violando, de ma-
nera inconsciente, una especie de prohibición.
Per:o sin duda estas comparaciones están demasiado marca-
das ert el rincón de las ideologías. Quizá allí sencillamente des-
cubríamos, más allá de la cálida inmediatez del Verbo, esa oscura
psicología de la creencia enunciada por san Pablo: ex auditu fi-
des. La fe por la audición. Para creer en alguien hay que oírlo, y
si es posible con varios registros -acorde profundo, cuerpo a
cuerpo de una voz y de un tímpano. Para creer que algo es así o
de otra manera basta leer o ver en silencio. Quien se alza de una
estima débilmente energética a una adhesión plenamente diná-
mica, practica el adagio paulino: escucha la voz del muecín ca-
yendo del minarete, del predicador en el púlpito, del líder en la
tribuna. Se vuelve tímpano.
Sin olvidar que en griego antiguo el mismo verbo designaba la es-
cucha y la obediencia. Upakuein, obedecer, es, literalmente, escu-
char debajo. De hecho, no nos imaginamos a un tribuno metiéndose
en el puño a una audiencia de abajo arriba. Fidel, encaramado a
un estrado de madera, detrás de su realzado pupitre de micrófo-
nos, dominaba una explanada de oyentes subyugados. Sigue sien-
do para mí una voz, una entonación que basta que la oiga por
azar en la radio para quedarme prendido.

Nosotros, europeos pasteurizados, nos encogemos de hombros


ante esas truculencias folclóricas. Esos reyes del pronunciamien-
to, esos bandoleros con patillas. El escaso tamaño del país anti-
llano y su apenas rostro lo destinan a las noticias menores, retoño
barroco de un tron,co comunista hendido por el rayo. Muy injus-
tamente. Fidel Castro es un falso energúmeno; nos cuenta nues-
tra historia olvidada; que parezca excéntrica a la gente seria es
pn1eba de la amnesia que reina en el "centro del mundo", en nues-
tras sociedades demasiado bien peinadas y como desodorizadas.
Lo olvidado, lo inhibido, es la guerra.
Hay jefes y jefes, como hay guerra y paz. Hay dos Mahomas en
uno. El predicador misericordioso de La Meca no es el jefe militar
de Medina ordenando degollar a judíos y politeístas. En Francia
he tratado diez años con un dirigente de gran valor físico al que no
le gustaban la guerras, las armas, el uniforme, el maniqueísmo, los

121
estados mayores, los servicios secretos, la escueta división entre
amigos y enemigos, rechazándolo por instinto, actuando con as-
tucia lo mejor posible. He tratado con otro en el Caribe casi igual
de tiempo, a quien no le gustaban la paz, los diferentes matices del
gris, las cotas mal cortadas, prestándose a ello sólo a regañadientes.
Mitterrand, Fidel Castro; Presidente, Comandante; señor de paz, se-
ñor de guerra. La Meca, Medina. Planeta de día, planeta de noche,
¿todo depende de las condiciones?
El Comandante (el único absoluto, artículo definido) debería
hacernos recordar que "La guerra, soy yo" precedió y fundó "El
Estado, soy yo". Desde luego la guerrilla es la guerra de antaño, de
antes del 14, la "guerrita" nacida en España, sin armas pesadas,
sin artillería, sin aviación, y que ya desconcertó a Napoleón por su
vetustez inaprensible. No la guerra industrial y técnica, carnicería
que enfrenta capacidades colectivas más que voluntades indivi-
duales. Una hermana pequeña de la guerra feudal. Un asunto de
alma, de corazón y casi de cuerpo a cuerpo, en que cada uno pone
a prueba su valor frente al prójimo (y esta guerra ideal, arcaica, en
Cuba fue notablemente corta y poco sangrienta). Llamar presi-
dente al Comandante en jefe habría sido ofenderle, degradarle.
Durante cuarenta años en traje de faena, botas, cinturón, pistola,
el líder cubano sólo ha abandonado el uniforme al final del re-
corrido, para visitas al extranjero; el traje dos piezas y la corbata
se ofrecían como prenda de buenos modales, un adelanto sobre el
certificado de buena conducta esperado, para confundir al adver-
sario liberal. Diplomacia y dólar obligan (ese Fregoli también po-
día vestirse de golf, con green y caddies, para forzar las puertas del
club de las fieras de buenos modales etiquetado "comunidad in-
ternacional").
Este conspirador nato posee el arte de llevar la contraria. Es el
primero que conspira contra los equipos gubernamentales a los
que entrega las riendas -tomando enseguida distancias si sus mi-
nistros se hacen impopulares-, hasta el punto de encarnar, a los
ojos de sus vasallos, tanto el Estado como la protesta contra el Es-
tado, contra esas burocracias incapaces e insensibles. Como entre
nosotros Felipe el Hermoso, Luis XI o Enrique II, el rey populis-
ta la toma con la aristocracia para apoyar la causa de los humil-
des. Aunque haya acumulado sobre su cabeza tal número de títulos
que harían palidecer a Stalin o Mao, Franco o Duvalier, el jefe del
ejército eclipsaba de lejos al jefe de partido, de Estado, de Go-
bierno y de otras cien instituciones y organismos que también era
para cumplir. Su residencia privada en La Habana se ha conver-

122
tido hoy en un campamento militar, el de las "tropas especiales";
entonces era todavía un campamento volante por montes y valles,
de una "casa de seguridad" a otra, sin una escolta de motoras en
el mar, de limusinas en carretera. Castro apenas adivinaba a Fi-
del, rey sin altanería ni ceremonia, sin cumplidos ni distancia,
como ese Luis XII del Renacimiento que recibía al embajador
Maqufavelo nada más llegar. El país es su castellanía, el Estado su
patrimonio. Lo administra como un latifundista su hacienda.
Propietario supereminente, dueño de relojes y medidas, mantie-
ne en ello a sus sargentos, sus prebostes, sus guardabosques; ofi-
ciales y secretarios regionales son sus feudatarios, presidentes y
ministros, sus ayudas de campo; el presupuesto nacional, sin dis-
cusión ni control público ni siquiera contabilidad, es su cofrecito
personal; la 'Corte, su puesto de mando; el segundo comandante,
pronto vicepresidente y viceprimer secretario, su hermano menor
Raúl. Los grandes feudales rodean a los príncipes de sangre. Ni
vida privada ni vida de familia; ni casa ni fiestecitas. El Jefe no es
ni un marido, ni un padre, ni un hijo, es Jefe a tiempo completo.
Sus casamientos desiguales, olvidados; sus amantes, del país y de
otras partes, innumerables pero desperdigadas y anónimas; los
bastardos concebidos por obras reales, en número impreciso (se
han contado unos once hasta hoy), mantenidos a distancia. Un
solo punto fijo en la capital: Celia Sánchez, su compañera y se-
cretaria en la Sierra Maestra, en cuya casa eligió vivir en La Ha-
bana; ella tampoco, esta pantera huesuda, pequeña, diligente y
discreta abandona jamás el uniforme. Administra su retaguardia,
se encarga de mantener el hilo con lo civil. El Gran Inabordable
surca sus confines, sin programa ni calendario, jeep por caballo,
kalachnikov por espada, distribuyendo limosnas y larguezas a los
indigentes que le suplican.
La escolta se componía de una decena de guajiros de verde oli-
va, sin distintivos particulares. En su coche, sentado atrás, se pi-
saban fusiles ametralladores tirados en desorden; y en la calle 11,
en la pequeña casa de Celia Sánchez, en el último piso, donde él
dormía en calzoncillos y camiseta en una litera de somier metáli-
co, tomábamos el desayuno ante un arsenal amontonado bajo la
cama. Nunca se sabe. Excepto ese detalle y los aparatos de gim-
nasia de la habitación contigua, el Jefe vivía en un cuarto de pa-
redes desnudas, en un alegre desorden de libros y de papeles.
Protección personal todavía campechana, a base de connivencias
y de movilidad. El Jefe era inaprensible, todavía no como el dés-
pota, en su fortaleza bajo buena guardia (los mil hombres del ba-

123
tallón especialmente dedicado a la seguridad de Palacio), sino
como el guerrillero que "muerde y huye", desaparece sin prevenir,
toma la dirección opuesta a la que acaba de indicar en voz alta, bi-
furca a medio camino. Imprevisible, sabiamente, instintivamente
impuntual. Nada de itinerario fijo, nada de horario: la magnífica
informalidad del condottiere. Una entrevista de media hora puede
durar dieciséis horas, pero una visita oficial será acortada sin ex-
plicaciones. Le dejó lo fastidioso del protocolo a un presidente de
la República, Osvaldo Dorticós, jurista de buena disposición, fi-
gurante estoico y compartimentado. No nos dormíamos antes de
las tres o las cuatro de la madrugada -hábito del guerrillero que
se embosca por el día y se desplaza por la noche. Sus levantarse
y acostarse ritmaban, como la hora al sol, los relojes del Estado.
Lo que implicaba dos ritmos cotidianos: el, ordenado y previsible,
de los oficiales-ministros, jefes de servicio y altos funcionarios, en
su puesto en horario laboral, para despachar los asuntos corrien-
tes; y el, sin agenda ni horario, de los comandantes jamás locali-
zables, tampoco ellos, en su mayoría sin función bien definida
pero dotados de dos atributos visibles de la soberanía delegada:
la barba y la pistola (ya fuera al cinto, bajo la guayabera, o bien a
la vista sobre la cadera). En ese puesto de mando volante al que
embajadores y dignatarios extranjeros, incluidos los soviéticos,
prácticamente no tenían acceso, un ministro en traje civil parecía
un hidalgo infanzón o mozo de armas. No habiéndose jugado la
piel cuando y allí donde hacía falta, en la sierra purificadora y no
en la corrupción de las ciudades, esos perros viejos no tenían sino su
merecido: el papeleo de los decretos y las reverencias ante los "países
hermanos", objeto de un desprecio irremediable (con la excep-
ción, misteriosamente, de Bulgaria). La propia Unión Soviética
recibía sus pullas -"un país gigante gobernado por enanos", me
repetía Fidel, no sin perspicacia y con tono afligido, dejándome el
cuidado de concluir que más valía aún una isla pequeña gober-
nada por un gigante. Para redimir a los Jruschov, Mikoyan y otros
Bulganin estaba felizmente el recuerdo de Stalingrado, de los par-
tisanos, del mariscal Jukov y de la batalla de Kursk (el mayor en-
frentamiento de blindados de nuestra historia) que procuraban a
los soviéticos "de antes" el primer lugar en el palmarés mundial
de la heroicidad. Primacía histórica mantenida por las películas-
río de la Mosfilm (que Raúl Castro se hacía proyectar en su sala
de cine personal), de las novelas edificantes traducidas al español,
tales como Y el acero fue templado de Nikolai Ostrovski o Un ver-
dadero hombre de Boris Polevoi, que daban lectura por la noche

124
en nuestros barracones. El Ejército Rojo absolvía al Partido so-
viético; la retirada de Kruschev en la crisis de octubre había con-
firmado la congénita pusilanimidad de los civiles, burócratas
regordetes a los que una inexplicable abulia confiaba, en el Este,
la última palabra. Ni que decir tiene que el segundo círculo, el de
los viejos comunistas, veía al primero, los hombres del "26 de Ju-
lio" (el movimiento fidelista original), como a una camarilla de
"pequeños burgueses irresponsables", de cizañeros aficionados.
Catapultado a la guardia cercana del Jefe, por encima de la cabe-
. za de los oficiales, estaba, bien es verdad, más al corriente de lo
reservado que de lo administrativo, tanto menos cuanto que este
Estado se complicaba poco por la normalidad (hasta el punto de
haber podido sobrevivir sin Constitución durante diecisiete años).
Se puede adivinar qué comentarios suscitaba en los paladines de
la ortodoxia el aterrizaje de un "pequeño protegido", francotira-
dor extranjero, peor aún, de un país capitalista, y por añadidura
fuera del Partido. No metería entre esos miembros del aparato a
Carlos Rafael Rodríguez, antiguo dirigente comunista instruido y
cosmopolita, entonces número tres del régimen (después de Fidel
y Raúl). Como numerosos ex estalinistas, se mostraba más liberal
con los heréticos que los bolcheviques de última hora.
Nacido de los juegos de la guerra y del azar, ese monarca to-
davía improvisado no fue coronado en Reims o en Westminster.
No cura llagas. Nada tiene que ver con Cristo, la Virgen y los san-
tos. Pero tiene su propia trascendencia: la Revolución; sus gestas
y sus predecesores; su raza, y sus historiógrafos; tiene sus criados,
sus duques y sus condes, sus liturgias, su generosidad, su santa
voluntad, su "secreto", sus jaulas y máscaras de hierro, sus órde-
nes selladas, sus Bastillas; su inagotable buen corazón y sus ma-
los consejeros -"si Fidel estuviera al corriente, eso no ocurriría"
era la frase más pronunciada en el país, desde las chozas hasta las
ciudades. Pues no se dice Castro sino Fidel, como se decía Luis o
Enrique. Únicamente los soberanos son llamados por su nombre
-la ubicuidad virtual permite una especie de familiaridad. Bien es
verdad que ese rey Estado no es un rey Ley sino un rey Espada.
Las leyes fundamentales del reino no lo dominan; puede todo so-
bre ellas y ellas no pueden nada sobre él. Es un rey in statu nas-
cendi, que extrae su sacralidad de sus hazañas personales y no,
como el rey cristiano, de un Estado o de una tradición preexisten-
te. Es un puro rey de guerra. ¿Tan extraño es, después de todo,
que un rebelde acabe por ser rey? La guerra tiende a hacer almo-
narca y rebelde viene del latín re-bellum: "el que vuelve a empezar

125
la guerra". Toda guerra que se prolonga sin medida es una mo-
narquía que se acerca. Que un capitán feliz diga a sus compañe-
ros: "La guerra ha terminado, pasemos a otra cosa", y ahí está su
deposición en la orden del día. (Los republicanos tienen esa va-
lentía, que le falta a los caudillos. Sólo ellos, Washington, Cle-
menceau, o De Gaulle, saben cerrar las puertas del templo de
Jarro.) "El rey es un artesano de la guerra como el zapatero lo es
de los zapatos", decía Mariana, el español del Siglo de Oro.
En la época de la Tricontinental, monarquía habría parecido
cómico o fuera de lugar; guerra estaba en todas las bocas y en
cada encrucijada. Los anales recordaron la "crisis de los misiles"
de octubre de 1962, el gran escalofrío de aquel decenio. Sobre el
terreno, el vértigo nuclear se vivió como una enésima peripecia,
sin especial relieve. Mis amigos me hablaron de ello como de un
momento delicado en su vida. Nuestra guerra fría era allí calien-
te, sucia y de perpetua actualidad, y comenzó en 1959, antes de
que se hablara en La Habana de Marx y de Lenin. El atentado de
la CIA contra el carguero El Coubre, en pleno puerto de La Haba-
na, ochenta muertos; las bombas en los cines, los incendios en los
campos de caña, los sabotajes de las centrales azucareras; el de-
sembarco en Bahía Cochinos, preparado por el bombardeo de los
aeropuertos; las armas arrojadas en paracaídas en el Escambray,
en el centro de la isla, donde tres mil "vendeanos" le hacían la
vida imposible al Ejército rebelde; los comandos mafiosos zar-
pando de Miami para asesinar a Fidel; las atractivas espías infil-
tradas cerca de él como en las novelas de estación -esas agresiones
no eran asunto de los comandantes. Habrían prescindido de ellas,
pero a fin de cuentas esa guerra de "baja intensidad" les iba como
un guante. Además de que la lucha clandestina era su única es-
pecialidad indiscutible, avalaba su preeminencia, al tiempo que
reagrupaba de maravilla al buen pueblo tras esta nueva nobleza
plebeya, que debía todo al Jefe. Toda la isla podía convertirse en
un campamento militar, y el uniforme verde oliva (como las pal-
meras), en símbolo de la adhesión y en punto de mira colectivo.
Además de que en Cuba los períodos de pluralismo habían sido
demasiado cortos y ridículos para constituir una tradición liberal,
o dejar una nostalgia, los hábitos de clandestinidad no ayudaban
a facilitar el regreso. Como mostró la Resistencia en la propia
Francia, una organización clandestina jamás es democrática sino
vertical: nada de estatutos escritos, no hay tiempo para consultar
a las bases, para reunirse, para informar. Demasiada democracia
en la guerra subterránea es la muerte o la fragmentación. Un jefe

126
de red o de movimiento no es un dirigente elegido obligado aren-
dir cuentas, y controlable por sus mandatarios. Funciona por la
confianza, el aplomo, la autoridad personal. El grupo de direc-
ción, alrededor de él, forzosamente tendrá mucho de clan, de ca-
marilla la del adversario o rival, mientras represión, amenazas de
infiltración y caídas obliguen al conductor del juego al "ejercicio
solitario del poder". Dura lex sed lex. Los veteranos de una lucha
clandestina, sea donde sea, raramente resultan buenos demócra-
tas respetuosos de los procedimientos. Visto desde dentro, ese es-
'tado de guerra clandestina perpetuada, con lo que supone de
determinación, de rapidez de ejecución y de compartimentación,
hacía que nos pareciera natural, cuando no francamente desea-
ble, la ausencia de libertad.

Un ideal aristocrático se deslizaba quizá más cómodamente bajo el


discurso igualitario que en el culto burgués de los méritos y de los
notables, como si la exaltación ritualizada de las "masas" exaltara
en cada uno, por espíritu de contradicción, las ganas de distinguir-
se. La aportación de esa vanguardia fortificada al grueso de la tro-
pa comunista (que se extendió a través de los movimientos de
liberación del Tercer Mundo entrenados y formados en la isla desde
1960 a 1990), es no haber abolido la dura jerarquía igualitaria, sino
invertido sus polos, sustituyendo la Gnosis por el Gesto. Demiurgo
heroico-sentimental: basta querer para obtener. Normalmente, en
Rusia y en China, los más competentes del Partido dirigían las
jerarquías del ejército (rojo o popular), y ponían por las nubes al in-
geniero y al técnico, exaltando presas, canales, complejos indus-
triales y cosmódromos. A esta hybris tecnocientífica, fuera del
alcance de un campesino pobre, correspondía bajo el trópico el cul-
to macholeninista del superhombre armado, del que Toshiro Mifu-
ne, el samuray de las palículas japonesas, ídolo de todo el país
(privados por el bloqueo de Gary Cooper y John Wayne), ofrecía la
encarnación más ejemplar. "Las mejores espadas son las que per-
manecen en la vaina" -la sabia advertencia del rónin tan del gusto
de Kurosawa que sirve de moraleja a Sajuro pasaba sin embargo
inadvertida. La valentía rebajaba la clarividencia, la nación-batalla,
el país-taller; y la política, asunto de cojones más que de prudencia,
continuaba la guerra por otros medios.
De ahí el tiempo consagrado por la sangre azul a los ejercicios
físicos, a los torneos de tiro, como a la pesca submarina y a la
caza, atributos del primus ínter pares, Fidel. Anulado el poder del

127
espíritu, conjurado el del oro, idealmente sólo la espada queda en
liza. Ella escribe la Historia a fuerza de hazañas viriles que los le-
trados, detentadores de lo escrito, explicarán después al' buen
pueblo mediante cursillos, clases y citas. En la feudalidad, las fun-
ciones políticas no estaban separadas de las funciones militares.
Como aquí el "brazo armado" de la cabeza pensante. Nada de co-
misarios políticos para duplicar o vigilar al jefe de unidad militar.
Era a los civiles a quienes les tocaba obedecer a los guerrilleros -el
Che en Bolivia exige desde un principio la subordinación del Par-
tido Comunista. Pura herejía, a ojos de la tradición. Y los soviéti-
cos no pararán hasta restablecer, tras la desaparición de Guevara,
la primacía de los comisarios sobre los condestables.
Los caballeros de antaño no cultivaban la tierra de la que vivían.
Al principio de la revolución, sus homólogos tropicales, antiguos
labradores muchos de ellos, se imaginaron a su vez exentos del tra-
bajo productivo, como por otra parte de las obligaciones fiscales o
económicas, tanto más cuanto que la noción de impuesto había de-
saparecido y que la mayor parte de los servicios urbanos eran gra-
tuitos o casi: el teléfono, el hospital, el alojamiento, la escuela y el
consumo eléctrico. Siendo ministro de Industria, Ernesto Guevara
se esforzó por interesar a los revolucionarios en la producción eco-
nómica dotándola de prestigio guerrero. Militarizando el vocabu-
lario y a los propios asalariados: "brigadas" de cortadores de caña,
"contingentes" obreros, "batallas" de la producción. Y enviando a
los soldados del Ejército rebelde a participar en el "trabajo volun-
tario", como cortadores de caña. Gracias a estas cargas, prestacio-
nes de sudor ritualizadas, casi litúrgicas, el Estado reconciliaba la
primacía doctrinal del "trabajo productivo" con la supremacía mo-
ral del combatiente, la "ciencia" marxista con el mito popular.

En esta tosca monarquía, sin legistas ni cuerpos intermediarios,


cuya traducción simplista es lisa y llanamente una dictadura, los
hombres de poder se mueven en un espacio sin volante ni degra-
dé, en blanco y negro. Allí donde el militante sólo puede sobrevi-
vir como cortesano, los curricula vitae son entrecortados, llenos
de intermitencias, y los altibajos se suceden sin razón aparente.
Eso genera hombres corroídos por la angustia, sin estudios ni
carrera, sin término medio entre planear y hundirse. En los gra-
dos superiores de la pirámide, es la posibilidad o no de acceder a
la cima que divide a los vencidos de la existencia de los triunfa-
dores. Estar en la viva (estar en el ajo), tener acceso (a Fidel) -ese

128
estatus casi sobrenatural aunque eminentemente precario no de-
pendía de la función oficial ni del rango protocolario sino de
amistades imprevisibles y decisivas. Tenía en ascuas a esos qui-
nientos importantes de uniforme que se agitaban en las alturas
luchando no por tener, esto o lo otro, sino por ser, alguien. La pri-
macía µo miraba la tarjeta de visita, sin significado (salvo la per-
tenencia al Buró político, distinción real; ministros, directores,
Comité Central tenían un papel cosmético), pero con esta única
facultad mágica: ser o no ser de quienes le ven. Un batacazo ino-
Pinado no deslizaba al ascensionista del in al out (como en nues-
tras benignas rúbricas de las revistas), sino del ser a la nada. Esa
fulminación súbita, irrevocable, y conocida rápidamente por el
Todo La Habana, provocaba depresiones de varios años; pocos
accidentados salían indemnes. Numerosos fueron los suicidios de
dirigentes que habían "perdido el acceso"; desde los más ilustres,
como el presidente de la República, Osvaldo Dorticós, o Haydée
Santamaría, la heroína de los primeros días, la legendaria presi-
denta de la Casa de las Américas, hasta oscuros ministros en fun-
ciones súbitamente desenganchados y humillados.
La carrera de cualquiera a la intimidad del Jefe se traducía a la
llegada por una carrera de velocidad al precipicio. ¿Cómo explicar
esa paradoja de la libido dominandi si uno no cree en la pulsión de
la muerte? Por el sortilegio al que no escapa ningún realzado.
Cuando el nuevo favorito ha accedido al sanctasanctórum, con
las partidas de ajedrez en la calle 11, el balón volea en el gimna-
sio hacia las doce de la noche, las competiciones en el polígono
de tiro al alba, las comidas familiares a la hora del desayuno con
vino y queso francés en un trozo de mesa, la vida corriente es tan
fácil y familiar, tan trivialmente cotidiana y distendida, que ex-
cepto el cambio de ritmo (dormir por el día hasta las tres de la
tarde y ponerse realmente en marcha a la hora de la cena) tiene
la sensación de que, no ha pasado nada de muy "brujo". El pro-
pulsado está totalmente sorprendido de ver cómo se abre un foso
impalpable entre él y los demás -familia, colegas, amigos. Ésos ya
han comprendido. Lo saben en el perímetro mágico, o maldito,
de los grandes secretos. Olfatean por instinto los peligros del em-
brujamiento, de la aspiración hacia lo alto, disciernen mejor que
él la trampa bajo lo milagroso, la desgracia, el alejamiento sin fra-
ses, si no peor, la cárcel, el suicidio o la degradación; porque el
atolondrado habrá tenido una palabra desgraciada, un paso en
falso o no, pero un rival, a su espalda, se lo habrá dicho al Jefe su-
premo con aire afligido. Entonces los amigos bajan la voz y se

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apartan del futuro apestado, ya no se atreven a hacerle preguntas.
Ahí está "maldito". Fascinante pero temible, un hombre aparte,
tan expuesto a la ebriedad como a la catástrofe. Todos los vasallos
se dejan atrapar en ese maleficio. El Jefe es un hombre como los
demás, desconcertante de simplicidad, que se entusiasma por
nada, como un niño; que se encapricha de un desconocido y no lo
suelta; lo lleva por arriba y por abajo, mañana y tarde, hasta el
punto de que poco a poco el ascendido se deja ir, baja la guardia.
Va a ceder a la "vana gloria" (como la llamaba Loyola), a presu-
mir ante un tercero, un rival que espera su hora. Va a dejar caer,
por teléfono, al pedir un favor personal (tres veces nada: un pe-
queño sobre de divisas, un coche Lada último modelo, la autori-
zación de salir del país para un primo) a tal o cual ministro o
subalterno al que nota perplejo o reticente al otro extremo del
hilo, un fulminante "Ponte a ello, ayer noche vi al Jefe"; y unos
días más tarde, inexplicablemente, un rayo partirá al presuntuoso.
El Jefe ya no da señales de vida. Invisible, inabordable. El fiel de-
samparado -comandante, ministro o diplomático- descubre en-
tonces el abismo ontológico que le separaba sin saberlo de quien
se creía el amigo, el brazo derecho, el alter ego. Descubre que los
hombres necesitan a Dios pero que ese Dios, contra todo prover-
bio, no necesita a los hombres. Y que esta disimetría está en la
base de todo. Demasiado tarde: una vez "caído" ya no se volverá
a levantar. Sólo le quedará, vuelto a la tierra, intentar en vano re-
montar la pendiente solicitando, como quien no quiere la cosa,
bajo cualquier pretexto anodino, a tal o cual intermediario posi-
ble con el Palacio, intercesores más o menos indulgentes; pero
aquéllos se cuidarán bien de coger el teléfono al contagioso. Y en-
tre los antiguos compañeros con quienes se cruce por casualidad,
unos días más tarde, si no son unos años (en una embajada, una
recepción o en cualquier tribuna), quizá pueda, por muy peligro-
so que se haya vuelto, pillar a uno para preguntarle, como des-
cuidado, si Fidel recibió su mensaje de explicación, si todo está
okay, si se aclaró el malentendido. Pero "Fidel" (como dice el fi-
delista trivial, "Castro" marcando al enemigo declarado) pone en
alerta al posible intercesor, y la mirada del supuesto mensajero al
momento se vela con una conmiseración turbada. Ésa es la prue-
ba de que el caído en desgracia ya no cuenta. Porque en el círcu-
lo inmediato, en el corazón del corazón, para evocar en su ausencia
al Jefe, se utiliza una perífrasis gestual, la equivalente en sociedad
oral al impronunciable tetragrama hebraico (esas cuatro letras
YHWM de que se servían los escribas judíos para nombrar a Dios

130
sin nombrarlo). Se lleva uno dos dedos al mentón para esbozar el
contorno de una barba, o al hombro para sugerir la estrella de
plata en la hombrera. Así hacen esos arcángeles de rostro huma-
no de quienes dicen, bajando la voz, que "trabajan directamente
con Fidel", los miembros del Despacho o del Grupo de Apoyo. Ha-
cen o más bien hacían. El gesto poco a poco perdió sus virtudes
diferenciadoras al ser imitado por los pequeños (cualquiera, en la
calle o en su cocina, señala así al Supremo). Hubo que inventar
otra manera de pregonar su connivencia con "allá arriba". Reve-
rencia, éxtasis o canguelo, connivencia, o todo a la vez, la celeste
milicia de los ayudantes emplea una perífrasis, nombre de código
que cambia con la moda, los interlocutores, la inexorable degra-
dación de las contraseñas. Es, por ejemplo, La Iglesia, El Hom-
bre, El Uno. Así en el Antiguo Testamento Elohim o Adonaí, para
circunscribir el lugar del Sujeto. Omnis potestas a Deo. Todo jefe,
ya lo decía san Pablo, viene y tiene de Dios. Basta confesarlo para
aliviar la herencia; y autorizada esa catarsis que atenúa, incluso
anula, el terror milenario, establece la diferencia entre la entidad
gobernante de hoy y su ancestro teocrático. El "Dios" de parodia,
amable burla, con que humoristas y periodistas revestían en
Francia al presidente Mitterrand, subrayaba a contrario que sólo
era un hombre como los demás. El nombre desactivaba la cosa,
conjuraba su regreso, liberaba las ganas. Un Dios de verdad, in-
tolerante y fulminante, a imagen del Viejo de la horda primitiva,
tiene poder de vida y de muerte sobre sus criaturas, a las que na-
die recomendará el rasgo de humor. El que un allegado llamara al
Comandante en Jefe "Dios", ante testigos, en voz alta, habría sido
la señal de una demencia suicida, tanto como de una rigurosa ob-
jetividad el hecho de que no habría tenido bastante con el resto
de su vida para expiar. Tanto como el afecto y la piedad, la onmi-
presencia de los micrófonos (real o no, pero supuesta por todos,
incluidos los íntimos, en casa, en la oficina o en el coche) esti-
mulaba la metáfora. poética en el hombre adicto cuando hacía
alusión al Soberano, acantonando a los pajes y a los condes en el
discurso indirecto propio de la teología negativa (el Ser supremo
sólo podía ser representado en vacío, más allá de toda determi-
nación humana o positiva).
Dios tiene sus cóleras pero no se ríe (Cristo tampoco). La más
profunda diferencia entre el divino demócrata y el divino autó-
crata: he visto muchas veces a Mitterrand reír a carcajadas, has-
ta llorar, escuchando una historia graciosa, un chiste de la vida
(como los que le traía Roger Hanin, hombre de ingenio y amigo

131
cálido). Reír en público, para un rey, es siempre descubrirse, des-
nudarse. Por muy chistoso de cara seria que fuese, Frarn;:ois Mit-
terrand consentía de buen grado en esa confesión de debilidad.
Nunca vi reír a Fidel (tampoco al Che). Contar un buen chiste o
acordarse de una película cómica. Sabiendo desde siempre que la
risa es sacrilegio, y por tanto regicida, al Jefe le horrorizaban los
gags y sospechaba de las bromas. No era cuestión de decoro ni de
etiqueta, ni siquiera un rasgo de carácter, sino de metafísica. Un
buscador de absoluto poseído por la Causa suprema no puede pen-
sar en verla relativizada por una agudeza. De lo sagrado ninguno
puedo apartarse y aún menos carcajearse. Al pesar lo prohibido
desde lo alto sobre las criaturas, sátiras y parodias en régimen re-
ligioso (compensadas en lo bajo por un culto secreto a la burla y
por devastadoras epidemias de buenos chistes, como medida de
defensa antitrágica, espontánea y clandestina) hacía lo serio obli-
gatorio, pero era, en la cúspide, natural, evidente y por así decir
sobrehumano. No es la omnipotencia lo que hace a Dios, sino la
omnisuficiencia. El psicorrígido es para sí mismo su propio uni-
verso, no tiene afuera. Esta clausura sobre sí mismo indispensa-
ble para lo sagrado, a falta de la cual se expondría al riesgo de
incredulidad por fractura, produce jerarquías cerradas, como de-
cimos de una sociedad, de un rostro o de una puerta. Tercos, se-
guros de sí, marchando derechos, dueños de sí mismos como del
universo.
Mortal gravedad de los inmortales. Se parten la crisma por ex-
ceso de verticalidad.

Los antiguos combatientes tienen medallas, banquetes, pensiones


y ministerio. En el lado "revolucionarios profesionales", nada de
asociación de antiguos combatientes, nada de soldado desconoci-
do, nada de llama que avivar. Es un contrato de duración limitada
(Lenin, que inventó el término y la cosa, no tuvo ese cuidado), un
empleo en el que el "desarrollo de carrera" se revela fastidioso,
cuando no fatal. Los pintores y los burdeos mejoran con los años.
El liberado que asciende se estropea. El veterano virará a tirano
o a forajido, burócrata o delincuente (no está prohibido combi-
nar). Como el clandestino llegue hasta el final, su guerrera se cu-
brirá de chatarra, su cráneo con una gorra de plato levantada por
delante, su lengua de palabras pastosas y grasas. No logrando mo-
rir, sobreviviendo al reflujo, el Rebelde acaba en Padrino. Yelmo-
vimiento de liberación en mafia. Así para la clase de tropa: si

132
quiere cortar con el trabajo del duelo, se deslizará por las mismas
demoras -entre diez y treinta años-, y casi sin saberlo, de una
aristocracia esotérica a un lumpen parasitario, ya sea de las juris-
dicciones militares de excepción a las salas de lo criminal, y del
cuartel político al del derecho común. Al principio, por la buena
causa; .al final, por la supervivencia.
Cuando la esperanza estaba ahí, todavía con una apariencia de
organización tras ella, ha asaltado uno o dos bancos para comprar
,armas, mantener la red de apoyo, resarcir a los homólogos del país
vecino. Para reducir al mínimo los riesgos, le parecerá más saluda-
ble raptar a un industrial inofensivo para pedir rescate; y aún más
lucrativo echar una mano a los narcotraficantes por un porcentaje.
Esa escalera .se baja sin dificultad. ¿Dónde colocar la frontera entre
ilegalidad y gran criminalidad, guerrillero y desperado, "impuesto
revolucionario" y "extorsión"? En esas guerras rampantes y sub-
terráneas, sin declaración ni capitulación formales, cada insurgen-
te puede trazar una línea por su cuenta, convenciéndose de que la
distracción siempre podrá servir para un relevo, más tarde, cuando
se reanude la lucha. Las estadísticas establecen en uno por mil los
casos de éxito (si así puede llamarse a la "toma de poder"), lo que
nos deja novecientos noventa y nueve "revolucionarios sin revolu-
ción" abandonados en la jungla de las ciudades como electrones li-
bres (por un gobierno que exiliará o liquidará o corromperá muy
pronto a sus propios héroes). El ex entonces se convierte en un pro-
blema de la sociedad. En Colombia, la reconversión de los insur-
gentes a la vida legal ha supuesto tantas dificultades como para
nosotros la financiación de la Seguridad Social o la tranquilidad de
los suburbios; el Estado y la Iglesia han puesto en funcionamiento
"programas de reinserción" con resultados moderados. En Vene-
zuela, el presidente de la República financió de su bolsillo la com-
pra de fincas o de acciones para los pequeños señores de la guerra
en paro. Con razón; hasta tal punto la deriva de un idealista en
gángster puede gangrenar una sociedad. La metamorfosis de los
comandantes sandinistas o salvadoreños en businessmen sin com-
plejos ha dado que pensar a más de uno. "Perdieron los principios,
los valores, el sentido de la lucha", me decía de ellos, con despre-
cio, mi viejo amigo guatemalteco Ricardo, dirigente de una guerri-
lla todavía en activo, que se ha negado durante mucho tiempo
a parar. Esta descomposición se asemeja a un fenómeno físico:
la vuelta al mundo profano parece desintegrar al misionero con la
misma necesidad que la vuelta a la atmósfera pulveriza el cuerpo
de una lanzadera espacial, una vez pasada la combustión.

133
"¡Dimisión! ¡Dimisión!" De ese grito con fama de hostil que lan-
za la Asamblea al ministro culpable yo haría con gusto un suspiro
votivo, una súplica para que el hombre de la Historia recupere la
perfección propia de su ser, vía la abdicación, el exilio o el suicidio
-catástrofe prometedora. El requerimiento se dirige preferente-
mente a los reyes de la guerra, que no deben en ningún caso, por la
estética de la función, llegar a viejos; mientras que los reyes de
la paz toman con el tiempo, en su mayor parte, una pátina de vie-
jo marfil que les favorece (un Mitterrand está bajo de forma a
los treinta y en su mejor a sus sesenta). Yo esperé mucho tiempo,
como la mayoría de sus antiguos partidarios, que Fidel dimitiera
un buen día, o mejor, que se ofrecería una inmolación ofensiva -lo
contrario del cianuro en el fondo de un búnker en ruinas. Muchos
fidelistas soñaron para Castro -para no ver a Castro cómo echaba
a perder a Fidel, cómo lo relegaba a las mazmorras de una leyen-
da intransmisible- un final parecido al del sueco Gustavo Adolfo,
muerto en Lützen a la cabeza de sus tropas en 1632: el Jefe lan-
zándose contra las alambradas de Guantánamo, como José Martí
arremetiendo contra el español con el sable desnudo, y cayendo
fulminado por una bala yanqui. Esta apoteosis de postal hacía
poco caso del instinto de conservación de los realistas: los buenos
políticos prestan más atención a su salud que su perfil póstumo.
Por eso, a fin de cuentas, Castro, siempre preocupado por su "re-
taguardia", ganó la batalla de los puestos y perdió la de los sueños
-al revés que el Che, al que al final sus limitaciones como político
le vinieron bien. Qué importa si eligió entrar en la leyenda para sa-
lir de un callejón sin salida, personal y político: la saga guevarista
salvó el fracaso revolucionario del atolladero moral. ¿Hay algo
más "payaso triste" que un viejo anticuado perorando en medio de
los escombros acerca de la juventud del mundo? La sustitución del
número de actor por la canción de gesta frustra nuestra egoísta pe-
tición de dignidad (para los demás). Castro no jugó limpio a este
respecto, cuando Guevara nos satisface porque, "montando a su
Rocinante", ya no se bajó. Fidel, Che: el tiempo ha degradado al
Monarca y sublimado al Cruzado. Injustas transfiguraciones, res-
pecto a las competencias y hazañas respectivas. El Che no asegu-
raba lo ordenado de los asuntos, prefería el comienzo al laboreo.
Es cierto. Pero existe una justicia superior, opuesta a la razón de
Estado aunque igualmente eficaz y que podríamos llamar la razón
del más débil. Es el perdedor quien gana.

134
Morir por las ideas sí I pero de muerte lenta .. ./ Pues al forzar el
paso sucede que morimos / por ideas que un día después ya no se
llevan ... ¿Nos dio pruebas Brassens con sus palabras? Las ideas
del Che ya no se llevan, si es que no dan escalofríos. Forzó el
paso, y ahí está más vivo que ayer. Su silueta aún se pasea entre
los pobres -su póster da beneficios a los ricos, los aficionados al
"romanticismo". Como Kennedy en su Occidente. No envejecer,
asesinado como el argentino o el americano, en su defecto coro-
nado como Bolívar o De Gaulle, es el mejor pasaporte para el
más allá. La muerte lenta es una abjuración, el hilo roto antes de
tiempo, una consagración que marca en la frente con una señal
sacramental. ¿De qué sirve prolongar un reino algunos años si
supone quit;:irle un siglo al resplandor de un nombre? Los viejos
jefes aferrados a las pequeños goces del poder, a la delectación de
nombrar, ascender y distinguir, hacer y deshacer, ¿ignoran que
en tales dominios la prolongación equivale a un acortamiento?
(Al presentarse para un segundo septenio, sin idea motriz ni gran
disputa que sostener, para mostrar su maestría en el pequeño
juego de las seducciones y de las maniobras, Mitterrand corría
un cierto riesgo.) Lo que pierde el individuo físico, su mito se lo
devolverá centuplicado. En el teatro del mundo todos los prime-
ros papeles pierden la partida, porque, en la acción política, más
que ninguna otra sometida a la entropía, ninguno puede ganar,
en el sentido de "alcanzar sus objetivos", "cumplir su contrato",
"poner sus actos a la altura de sus palabras". Ni siquiera los más
afortunados, que se cuentan con los dedos de una mano, han po-
dido escapar, como Bolívar, al acta de su derrota, al para qué fi-
nal. En el personal político, la última criba opone a los que
logran el fracaso y a los que lo pierden (por demasiado querer
permanecer). De Gaulle, el Che y Allende sólo han alcanzado,
mientras vivían, uno la "participación e independencia nacional",
otro su "guerra de liberación continental", el de más allá el "so-
cialismo en libertad". Pero, por muy diferente que haya sido su
sueño, su fracaso nos ayuda a tener otros, como su muerte nos
ayuda a vivir.
El demócrata francés y el autócrata cubano, que no se encontra-
ron por casualidad en París, en el crepúsculo de su carrera, tienen
en común haber "durado mucho": sobre su silueta, la posteridad tie-
ne todas las posibilidades de pintar en un mismo color matizado.
Gris sobre gris. Ése es un juicio menos moral que estético: a con-
trapelo de los siglos académicos (como el siglo del propio Luis XIV),
el gusto moderno prefiere los croquis, los estudios a los lienzos aca-

135
bados y lamidos, los aforismos y fragmentos a las prosas demasia-
do pacientemente hiladas; los destinos truncados en flor, los robles
que abatimos antes de la cuarentena a los centenarios beneméritos.
En política como en pintura y en literatura, nada da sensación de
acabado sin una dosis de inacabado, como si, también en este terre-
no, acabado y truncado no hicieran sino uno.

Para convencerse de la poca importancia de las ideologías en la


conducta de sus mejores campeones, basta con considerar lo
opuesto del camino elegido por los dos principales comandantes.
No por ser marxista y comunista se elige la corona de espinas o
la corona sin más. Según el filtro de una cultura o de un tempe-
ramento, esa doctrina justificaba del mismo modo el acomodarse
a las circunstancias -durar cueste lo que cueste- como el amor
supremo a la soledad -la vía Espartaco. En el cruce de los dos ca-
minos, Fidel y el Che se encontraron, como lo harían más tarde,
más burguésmente, Mitterrand y Mendes France, pues la eterna
bifurcación propia de la visión política del mundo no impide, por
un corto momento, al astuto y al intransigente coincidir y hasta
cooperar -pero no por mucho tiempo. Los franceses eran rivales
sin ser íntimos, mientras que el argentino y el cubano formaban
un tándem de complementerios en las antípodas. Fraternalmente
unidos aunque de familias diferentes, Fidel vivía en la horizontal
de los asuntos, el Che en la vertical del sueño.

Desavenencia, divorcio, exilio: el rumor volvió a representar a


Stalin y Trotski. El militarote y el paladín. El impudente y el im-
prudente. Eso tranquiliza. Es un cañamazo ya probado. Y falso.
Quiso el azar que yo fuera el último trujamán entre los dos com-
pañeros de armas. Oí a Fidel a solas, antes de mi partida para
Nancahuazú, hablarme toda una noche del Che, con esa mezcla
de tacto, de orgullo y de inquietud que un hermano mayor puede
tener por uno pequeño que marchó a la aventura, del que conoce
bien los defectos y a quien por ello quiere más. Oí cómo el Che,
antes de mi supuesto regreso a La Habana (tras un rodeo por los
países vecinos), me hablaba de Fidel, dándome para él numero-
sos mensajes, personales y políticos (su radio-emisor ya no fun-
cionaba). Con una devoción sin resquicios. Sin duda hay, en el
abandono a sí mismo del antiguo brazo derecho, puntos de per-
plejidad que los propios supervivientes -quedan tres- no se expli-

136
can. Puedo sin embargo dar fe de que jamás hubo ruptura del Che
con Fidel -y que los contrastes de sensibilidad no rompieron la
relación de fidelidad. Si existe un misterio es ahí donde está, en
esa fidelidad a toda prueba del nómada por el único jefe sedenta-
rio que ha reconocido como suyo. Tiene que ver con la psicología,
no con la ideología. Antes de encontrar a Fidel en México, el Che
era una palanca sin punto de apoyo que no habría podido levan-
tar nada si el cubano no le hubiera proporcionado un suelo y un
trampolín. Eso constituye una deuda. Sacado por un caudillo
pragmático de los izquierdismos de adolescencia, este outsider
sin territorio le debía nada menos que su entrada en el mundo
real y la posibilidad de hacer en él sus pruebas.

Culturalmente todo los oponía. Guevara era en principio un hom-


bre del Libro -cuando los criollos son gente de tradición oral, reacios
a la síntesis, a la organización, al encadenamiento lógico. Menta-
lidad narrativa, localista, anecdótica, a la que no predisponían la
educación europea y la frialdad razonadora, un tanto melancóli-
ca, del argentino. Fidel, que sólo leía libros de Historia (obsesio-
nado como está por los historiadores de mañana y por su imagen
póstuma) y para quien la teoría jamás ha sido un problema, re-
húsa el debate de ideas, no escucha el argumento del adversario.
Estudioso y preocupado por fundar su gestión en verdad, el Che
buscaba el argumento y al adversario: se preocupaba de distin-
guir lo objetivo de lo subjetivo, y no solamente lo útil de lo inútil
(obligación de medios, no de resultado: podemos equivocamos,
¿hemos buscado al menos?). Había devorado, muy joven, a Julio
Verne, Conrad, Larca y Cervantes; aprendido francés e inglés; leía
los tratados de economía tomando notas. En Cuba invitó a los he-
réticos: al trotskista Mandel, al maoísta Bettelheim, para escu-
charlos. En Bolivia, ya sin fuerzas, aún llevaba libros al hombro.
Tiempo antes se había hecho una pequeña biblioteca escondida
en una gruta, al lado de las reservas de víveres y del puesto emi-
sor: libros de medicina, pero también Mi vida de Trotski, opúscu-
los de Mao y las poesías de León Felipe. Una fuerte lluvia lo
estropeó todo, y abroncó duramente al portador de la mala noti-
cia. Todos creíamos tener para unos años, de idas y venidas, como
alrededor de una base roja a la china. Entre las misiones que me
había encargado estaba la de traerle, en mi próximo viaje, algu-
nos libros para completar sus reservas. Me acuerdo de que la lis-
ta comenzaba por la Historia de la decadencia y caída del Imperio

137
Romano del inglés Gibbon. Prueba de que pensaba tener tiempo
por delante, una vez estabilizada su retaguardia. La summa de Gib-
bon, terminada en 1788, para mí era sólo un lejano recuerdo es-
colar, un poco como El siglo de Luis XIV de Voltaire (no he leído ni
uno ni otro). Al Che la parecía de actualidad (hoy que los historia-
dores analizan la decadencia del Imperio americano, esta curiosi-
dad incongruente da prueba de una cierta premonición).
Así pues, un rumiante de lo escrito, pero devorado por la im-
paciencia. No queriendo o no sabiendo hacer antecámara, como
los hábiles, esos gerentes de las esperas colectivas. Importándole
poco si era comprendido o no, sin buscar los medios de ganarse
a las "masas" para su punto de vista, como hacen los políticos. Ni
siquiera a sus propios lugartenientes: no explica sus órdenes, no
informa a la tropa, no le pregunta nada, jamás le concede la pa-
labra. Más déspota con los suyos, en ese sentido, que Fidel. En el
Congo, en Bolivia, deja a todos sus subordinados en la oscuridad
y guarda en su poder no sólo sus planes sino sus razones. Estra-
tega, no táctico. Apunta a lo más lejos, sin preocuparse por los in-
tervalos y el terreno. "Crear dos, tres, varios Vietnam" ... ¿Pero
cómo reproducir el Vietnam en el Congo y en Bolivia, lejos de los
arrozales y de Confucio? ¿Cómo acostumbrar a africanos y lati-
nos a excavar bajo tierra laberintos de topos, a permanecer du-
rante semanas inmóviles en un agujero, conectados con el aire
libre por una caña hueca? ¿Cómo repetir a distancia la Sierra
Maestra, cuando Batista, por ejemplo, no tenía tropas helitrans-
portadas, y que sus colegas enseguida se invistieron, tras la victo-
ria, de rebeldes cubanos?
Siempre con un compás de adelanto sobre la música, me decía
de él Fidel. Sí, siempre con prisa -de exponerse al fuego enemigo,
de tomar Santa Clara, de entrar en La Habana, de distribuir las
tierras, de romper con Estados Unidos, de hacer entrar a los co-
munistas en el gobierno, de paralizar la Banca nacional echando
a los expertos, de tachar públicamente a la Unión Soviética de neo-
colonialista, de invitar a que entrenase en Cuba a Jonás Savimbi
y Roberto Rolden, aliados inciertos, sin pensárselo dos veces; de
partir precipitadamente para Tanzania, sin prevenir a las autori-
dades legales ni en la frontera ni sobre el terreno; de poner a to-
dos ante el hecho consumado, importándole un bledo saber si
"las condiciones objetivas y subjetivas se dan o no juntas". El Che,
que lo politizaba todo, no era un experto en política; y sobre ese
punto, Fidel se había mostrado -en esa especie de confesión en
voz alta de la que me hizo testigo, una noche de enero de 1967-

138
de una irreprochable lucidez. Acondicionar los intervalos es asun-
to de los legos. El regular en el siglo se negaba a ello porque ne-
gaba el tiempo. Su objetivo: ayudar a nacer al Hombre nuevo con
fórceps dentro de unos decenios. Los desorganizados que aban-
donaban la fila de espera en lugar de hacer cola ante el buen Dios
eran estigmatizados como "izquierdistas" y arrojados fuera de la
Iglesia. El argentino se burlaba bastante de los doctores como
para arrostrar la excomunión, "tomando su impaciencia por un
argumento teórico", abiertamente y sin artimañas.
Al Che le gustaba compararse con un cristiano de las cata-
cumbas frente al Imperio romano que era la América del Norte.
Tras haber refutado la idea de que Cuba era una "excepción his-
tórica", y convencido, como todos nosotros, de que "la cordillera
de los Andes sería pronto la Sierra Maestra de América del Sur",
puso sus miras en la rebelión congoleña. Se llevó hábilmente, en
1965, a un centenar de militares de raza negra -pensando que el
color hacía "africano"- con el fin de proseguir la guerra con él has-
ta los confines del lago Tanganika: la locura acabó en desastre, y
Mobutu tomó el poder sin pegar un tiro, tres días después de la
marcha de los cubanos. Sus compañeros, que le habían seguido
en servicio impuesto, apenas si sabían contra quién combatían, ni
con quién ni por qué. El Che se explicó esta derrota por la inep-
titud personal de sus aliados locales, los epígonos de Lumumba,
reagrupados en un fantasmal "Consejo Nacional de la Liberación"
que distribuía falsos comunicados de victoria desde su habitación
de hotel en París o Dar-es-Salaam. Luego fue a plantar su cruz no
lejos de Argentina, la tierra de su madre, de sus novias, de sus tan-
gos, donde le habria gustado morir. Segundo fracaso. Sus partida-
rios enseguida lo explicaron por la traición moral de la dirección
comunista del terruño. Todo era bueno para salvaguardar las me-
táforas históricas que sirven de íntimo motor a los "refunda-
dores". Qué importa, los puros de las catacumbas sólo sienten
desprecio por las transacciones, los rodeos y los hombres tal
como son. Van derechos a lo peor. Adepto de los atajos, el Che ig-
noraba lo que los cristianos llaman la economía de la salvación.
Desde el bautismo venezolano hasta el calvario boliviano practi-
có el tiro tenso. Como quien quiere evitar en la muerte el trabajo
del duelo.

Tenía veinticuatro años cuando, estudiante de medicina bastante


pasota (se llamaba a sí mismo matasanos), encontró su camino

139
de Damasco en pleno centro de los Andes venezolanos. "Yo os lo
digo, se acerca la hora, es ahora cuando los muertos van a oír la
voz del Hijo de Dios y los que la hayan escuchado vivirán." Naci-
do en el año 10, san Pablo, patricio internacionalista, anunciaba
el acontecimiento para la tercera década del siglo primero. Naci-
do en 1928 después de Cristo, el argentino de buena familia to-
davía no desesperaba en el segundo tercio del siglo xx. Una boca
de sombra, un extranjero un poco lunático con el que se cruzó
por la noche en un pueblo indio de montaña, le había transmiti-
do, al final de este recorrido iniciático, "con una risa de niño tra-
vieso" -anotó al día siguiente en su cuaderno de viaje- la Buena
Nueva: "El porvenir pertenece al pueblo que, paso a paso, o de
golpe, va a conquistar el poder, aquí y en todas partes en la
tierra". Misionero que descubre su misión, transforma en ese
mismo instante el vaticinio en fantasmagoría: "Vi sus dientes y la
mueca traviesa con la que precedía a la Historia, sentí su apretón
de mano [ ... ] y ahora sabía que en el momento en que el gran es-
píritu rector diera el enorme golpe que dividiría a la humanidad
en apenas dos facciones antagonistas, yo estaría del lado del pue-
blo. Y sé, pues veo grabado en la noche que yo, el ecléctico dise-
cador de doctrinas y psicoanalista de dogmas, aullando corno un
poseso, tornaré por asalto las barricadas o las trincheras, teñiré
mi arma en la sangre y, loco furioso, degollaré a cuantos vencidos
caigan entre mis manos. Y corno si una inmensa fatiga reprimie-
ra mi reciente exaltación, me veo caer, inmolado en la auténtica
revolución que estandariza las voluntades, pronunciando el mea
culpa edificante. Ya siento mis raíces dilatadas, saboreando el
acre olor de la pólvora y la sangre, de la muerte enemiga. Curto
mi cuerpo, listo para la batalla, y preparo mi ser como un recin-
to sagrado para que en él resuene, con nuevas vibraciones y nue-
vas esperanzas, el aullido bestial del proletariado triunfante".
Iluminación digna de los "fanáticos del Apocalipsis" -visitación
mística corno la que tenían los héroes luteranos de las guerras de
campesinos. Cada uno disparata y divaga cuando le toca. Esos
fantasmas vengadores los olvidarnos al despertar o tan pronto
como salimos de las salas oscuras para pasar a las "cosas serias".
El visionario, vidente "hastaelfinista", se distingue del soñador
corriente en que no se frota los ojos para volver a la tierra. Hace
de una visión nocturna su objetivo de pleno día: "Alzar ejérci-
tos de proletarios internacionalistas, unidos todos bajo la misma
bandera de la Redención de la Humanidad". El Che levantó la
bandera, los ejércitos no acudieron; la apuesta, dirá, aún no está

140
perdida. Hay que empeñarse; la victoria es para después -y en el
fondo, ¿es realmente indispensable? Es ceñir la espada lo que
hace la cruzada, no la toma de Jerusalén. "Qué importa dónde
nos sorprenda la muerte con tal de que nuestro grito de guerra
sea oído." Lo fue, en ese caso, en Nicaragua, en El Salvador, en
otros diez lugares, y treinta años después de su muerte, los zapa-
tistas mejicanos de Chiapas lo han retomado como eco. A su vez,
ponen el oído en tierra, acechando el temblor decisivo. ¿Se harán
,matar? Otros se alzarán desde el fondo de un valle, invocando el
nombre de sus mayores. Así se transmite la antorcha.
El calvario había comenzado como road movie. Hay que irse
para encontrar la verdad -el príncipe Siddhartha también tuvo que
romper el qpullo. ¿Quién no se acerca a los hombres alejándose
de sus compatriotas? Fue surcando su continente durante dos años
en una vieja moto, entre 1951 y 1952, desde la pampa a los llanos,
con su compañero Granado, especialista en lepra; cómo Ernesto
Guevara, jugador de rugby asmático de suelas de viento, hizo tres
descubrimientos a la vez: que había indios en América, proleta-
rios encorvados en las minas y, felizmente, comunistas un poco
por todos los lados para alzar la cabeza. Una noche de mucho
frío, acurrucado en una caseta, en Chuquicamata, al norte de Chi-
le, Ernesto prestó su manta a un minero desconocido que dormía
a su lado. Al día siguiente escribe en su libreta de ruta: "Es uno
de los días que más frío he tenido en mi vida, pero en el que me
he sentido más cercano de esta especie humana tan extraña para
mí". En la especie, Castro estaba como pez en el agua. Guevara se
mantenía a la orilla, o por encima, como un extraño atravesado
por furtivos impulsos de ternura. Como si se hubiera construido su
propia ciudadela; él mismo dos comandantes, dos estilos de man-
do, dos visiones del mundo: la constructiva y la sacrificial. Sar-
cástico y poco demostrativo, el Che se atraía a los hombres
dándoles las menos pruebas posibles de afecto, y Fidel los captu-
raba por una exuberancia comunicativa. Fidel confía en el conta-
gio lírico, el Che en el poder del ejemplo. El cubano establece la
diferencia entre una causa y un programa, digamos entre lo que
exige la doctrina y lo que permite la realidad. Es un político.
Quiere durar. El argentino todavía prefiere lo imposible a lo posi-
ble. Es un místico. Quiere morir. La belleza del perfil y la "llama-
da del héroe" no explican por sí solas su apoteosis. Es la desapari-
ción brutal, antes de los cuarenta, precocidad erística, la que saca
del lote común al artista, al político o a la estrella del espectácu-
lo (¿ qué habría sido Pollock sin su accidente-suicidio, o James

141
Dean, e incluso Valentino?). ¿Ángel fulminado por una veleidad
de la fortuna? No. El Che tiene bien merecida su muerte, .la in-
cubaba desde hacía diez años.
¿El poder? Su valor supremo no era conquistarlo y menqs aún
conservarlo. Sacar de esta indiferencia a un Robin Hood o a un
rebelde de capa romántica manifiesta una cierta distancia al res-
pecto (buena y necesaria para el ideal). Por inclinación y deci-
sión, el individuo real era indiscutiblemente más duro y menos
compasivo que su hermano mayor ávido de poder personal. Me-
nos demagogo que Fidel y aún menos demócrata. Los hermosos
retratos de Korda y Burri nos han legado un afectuoso soñador
-cuando dulzura y bondad no eran sus rasgos más sobresalientes.
Feraz malentendido éste: la revuelta antiautoritaria del 68 to-
mando a ese partidario del autoritarismo de tomo y lomo como
emblema, desde París a Berkeley. Una ola de sensibilidad permi-
siva y naturista, poniendo por las nubes a un puritano encorseta-
do. Esa vuelta al "clericalismo de ambulancia", que ha sustituido
en el pináculo al militante por el médico, blandiendo la efigie de
un "médico del mundo" antes de tiempo pero que, desembarcan-
do en Cuba en 1956 con unos expedicionarios armados, había
inaugurado su biografía con ese gesto emblemático: abandonar
su maletín de enfermero para recoger el fusil de un camarada
muerto. La simplificación póstuma de un vivo complicado deter-
mina, en cualquier época, el trabajo de la leyenda (inversa y com-
plemento del trabajo del duelo). La obra natural del tiempo, "ese
gran escultor", tuvo aquí tres ayudantes: las cantinelas populares,
la recuperación oficial y los póster de Occidente. En Cuba, la re-
ligión de Estado hizo del héroe su piedra angular. Los escolares
recitaban cada mañana: "Todos los pioneros seremos como el
Che". Y los militantes: "Sus enseñanzas fortalecen nuestro traba-
jo". Se convirtió en "el hombre sin manchas, el modelo del nuevo
hombre". Liturgias populares que en nada merman la autentici-
dad de un afecto popular y espontáneo. Es todo un continente
quien ha transfundido en el eremita armado sus nostalgias y
deseos. El pueblo le ama. ¿Amaba él al pueblo? Sí, y a la huma-
nidad -más en idea que en carne y hueso y en masa más que en
unidad.
Toda leyenda es una suma de contrasentidos, ésta no es una ex-
cepción. ¿El "apóstol de la resistencia a la burocracia"? El minis-
tro de Industria preconizaba una planificación ultracentralizada,
con control administrativo de la producción y de la gestión. Desde
que suprimió los "estímulos materiales" -cuanto mejor se trabaja

142
más se cobra- en beneficio de los "estímulos morales" -cuanto más
se trabaja más se honra uno-, el sistema desembocó en una des-
vitalización de los órganos de base en beneficio de un aparato de
dirección tan hipertrofiado como ineficaz. En esas condiciones,
¿una economía administrada no es sinónimo de una todopodero-
sa burocracia? Queriendo industrializar al galope una economía
agraria, creando un estancamiento en las materias primas y las
capacidades de autofinanciación, las pequeñas unidades indus-
triales fueron destrozadas, y la caña de azúcar desorganizada.
Pérdida en los dos tableros. ¿El Che "libertario, indulgente, abier-
to", contra un Fidel cruel y dogmático? Allí donde Fidel, en 1959,
enviaba al paredón a cinco esbirros del antiguo régimen, el Che
no habría retrocedido ante diez. La pena de muerte no era un
caso de conciencia para esos dos jefes de guerra -no hay guerra a
muerte y menos aún de guerrilla sin doce balas en el pellejo para
los traidores y desertores, en cualquier tiempo y país. La pena ca-
pital les era natural, por lo que Diderot habría llamado un "idio-
tismo" de oficio. Pero hay una diferencia entre deshonrar a un
adversario o a un rival antes de enviarlo al paredón, y la salva sin
frases ni calumnias. El Che se contentaba con la segunda. Pero
fue él y no Fidel quien inventó en 1960, en la península de Gua-
najay, el primer "campo de trabajo correctivo" (nosotros diríamos
de trabajos forzados) -no sin ir él mismo, para ponerse a prueba.
Pureza de los ángeles exterminadores: el Che no habría tolerado
jamás en su entorno a homosexuales, desviados o "corrompidos",
a diferencia de Fidel. Su formación política, más antigua y sólida
que la de su jefe mayor, recuerda más a Netchaiev ("duro consigo
mismo, el revolucionario debe serlo con los demás") que a Tols-
tói. "No tengo ni mujer ni casa ni hijo ni padre ni madre ni her-
mano ni hermana. Mis amigos son mis amigos cuando piensan
políticamente como yo", escribió en una carta. Y el joven francis-
cano que quería curar a los leprosos de Perú, si un día evocó al
revolucionaría ideal movido por un profundo sentimiento de
amor, acabó por hacer de su testamento un largo grito de odio fú-
nebre: "el odio eficaz -dijo- que hace del hombre una eficaz, vio-
lenta, selectiva y fría máquina de matar''. Los islamistas dicen eso
con muchas más florituras.
Lo que opone el guerrillero político al "guerrillero heroico" es
lo que opone un príncipe de la Iglesia, majestad indulgente, al
anacoreta que se crispa sobre su disciplina para evitarse la tenta-
ción del compromiso. O el capitán de equipo, centrista por nece-
sidad, al alero izquierda al que nada obliga a ceder. Por muy

143
dictador que haya sido, el cubano estaba más dispuesto a la tran-
sacción que su lugarteniente, menos sujeto que él al principio de
realidad. En tierra de adopción, sin el poder último de decisión,
el argentino no pudo dar toda su talla gubernamental, pero apues-
to a que habría sido un Supremo más cortante y drástico, menos
tornadizo y zigzagueante que el otro. Más alejado de los asuntos,
no tenía que aguar su vino ni jugar a los Horados y Curiacios con
el adversario imperial. El arte político -dividir al adversario y ga-
nar tiempo- no era su fuerte. En Cuba, ese Maquiavelo a la in-
versa se habría hecho un máximo de enemigos en un mínimo de
tiempo: los viejos estalinistas, que detestaban el "izquierdismo";
los burgueses de la ciudad, que desconfiaban del "comunista"; y
los término medio, a los que le repelía ese sectario demasiado ra-
dical y para colmo "extranjero". Después de lo cual, gladiador
abandonado, bajaba a la arena -Congo, Bolivia- a declarar la
guerra a Estados Unidos y a la Unión Soviética con un puñado de
escopetas. Unir de un solo golpe dos imperios contra él, más los
partidos comunistas del lugar y las fuerzas armadas locales -un
lance difícil. Todos los extremos contra un extremista, el cual
rehusó buscar ni un solo apoyo en el centro. El menos experto ve-
ría en esta proeza de misántropo una obra maestra de antiarte po-
lítico.
Tanto mejor. El Che, nuestro anti-Príncipe. No es por ser ex-
traño al juego político por lo que ha entrado en la memoria polí-
tica del tiempo. No llevó a cabo un combate de ambición sino de
redención. No tenía una concepción medida y calculada de su
guerra particular, sino moral, como la que se tiene en una guerra
civil. El valiente quiere rehacer el alma del mundo, no retocar el
mapa. Guerra santa, pues, limitada al extremo en sus medios,
pero total por lo impreciso de los objetivos perseguidos, sin otro
final posible que el aniquilamiento del adversario o, en su defec-
to y más seguramente, de sí mismo. Una guerrilla de religión, la
voluntad como credo. El más célebre adepto de la guerra revolu-
cionaria, en el fondo, no abrazaba en modo alguno el objetivo so-
briamente realista que fue el de sus homólogos asiáticos (Mao,
Giap u Ho Chi Minh).
Fue consigo mismo con quien se las tuvo que ver: el Che fue su
mejor enemigo. Ahí yace la tragedia del personaje. No amaba a
los demás -excepto a su madre, Fidel, dos o tres compañeros de
adolescencia- porque no se amaba a sí mismo, ya que había pa-
sado su infancia sobreponiéndose a una constitución bastante
frágil y a un asma incurable. Se "adiestró" muy joven desde la

144
adolescencia con el rugby y muchas mortificaciones. Los que re-
nuncian y los santos aprenden pronto a castigarse y prefieren la
obediencia a la libertad. El dominio de sí mismo, el rostro noble
del masoquismo, el Che lo llevó hasta la voluntad de voluntad,
como un formalismo de la ascesis. A fuerza de someter un cuer-
po rec;alcitrante aprendió a someter a los demás, por una vuelta
de dureza. El físico decide, es de nacimiento. Fuerza de la natu-
raleza, Fidel no tenía que forzar la nota: ese Depardieu criollo re-
vienta la pantalla. Se identifica tan bien con los demás que los
demás se identifican con él: el cabecilla nato es histérico como un
espejo. El Che no tenía ni su arranque, ni su solidez, ni su facun-
dia, como tampoco su calor geográfico ni la cordialidad del tro-
pical. Los astutos suplen ese tipo de infortunios aprendiendo el
abe de las relaciones públicas. El Che tenía demasiado orgullo
para rebajarse a los melindres de la comunicación, que transfor-
maron a un genio de la propaganda, Castro, en divo de la televi-
sión. Los documentalistas se quejan de que hay pocas imágenes
del Che en los archivos filmados del Instituto Cubano de Cine; nadie
había dado orden a los cámaras, era la elección de un autodes-
tructor ocupado en "construir el socialismo" y que se castigaba a
sí mismo dejando de buen grado al Jefe Máximo la exclusiva de
los spots y de la comedia del poder. El celuloide lo descubrió des-
pués de su muerte, para transfigurarlo. Existen una o dos fotos
del Che tomadas nada más ser capturado: medio vagabundo, me-
dio troglodita, el pelo enmarañado y los pies envueltos en trapos,
totalmente irreconocible. Para dar garantías a la opinión extran-
jera, los hombres de la CIA y los militares bolivianos procedieron
al aseo del cuerpo, a vestirlo, a maquillarlo, en fin a devolverle su
rostro de antaño. Y fueron sus enemigos quienes ofrecieron al
mundo ese cadáver erístico del que salió una leyenda -los ojos
abiertos, la cabeza levantada por una tabla, tendido sobre un la-
vadero de cemento a modo de lecho de pompa. Y si en Cuba nun-
ca gozó, estando vivo y fuera de los cuadros muy politizados, de
la misma popularidad difusa que Camilo Cienfuegos o Fidel Cas-
tro (menos amado a fin de cuentas que Camilo, desaparecido en
1960), cultivó un carisma a contrario, por la lejanía. Al poder de
sugestión, voluble y expresivo, oponía, no sin ironía, el poder del
laconismo, que pone de igual modo en tensión a los allegados. La
electricidad puede pasar entre los hombres por el cortocircuito.
En una palabra: Fidel era un hombre muy simpático y poco re-
comendable; el Che un hombre antipático y admirable. Mucho
menos amable y afable que el primero, para sus allegados y su-

145
bordinados. Lo contrario del revolucionario sin escrúpulos, para
quien el fin justifica los medios, pero la pasión de la integridad
puede tener algo de cruel. Insensibilidad, "inflexibilidad": cara so-
brehumana, cruz inhumana de una misma medalla. Aquello de lo
que fui testigo en Bolivia va en el sentido de todos los testimonios que
he podido recoger de los veteranos del Congo y de la Sierra. Con
sus hombres, el "jefe exigente", de "implacable y rigurosa discipli-
na", no vacilaba ante el abuso de poder, con un júbilo sornbrio bas-
tante mal disimulado. Cada vez más frío y distante, ese puro se
endureció con los años. Enviar a primera línea, sin armas, a un re-
cluta ordenándole que le coja el fusil al enemigo, con cuchillo o
con las simples manos, era una de las costumbres: así lo hacía en
la Sierra Maestra. Amenazar con el paredón, corno desertor, a un
viejo combatiente emérito que tropezó en medio de un vado y per-
dió su fusil en la corriente por descuido es una señal de mal ca-
rácter. Sancionar por una falta sin importancia -un bote de leche
condensada birlado-- a un subordinado hambriento y agotado no
con cuatro horas de guardia, por la noche, en lugar de dos, sino con
tres días sin comer es ya más riguroso. Corno humillar a un cam-
pesino sin experiencia, ante toda la tropa, para enseñarle a andar
derecho. Mirar sin pestañear a sus compañeros, en el Congo, an-
dando con los pies descalzos en la jungla, ya que "los africanos
bien que lo hacen", eso no está falto de crueldad. O bien obligar a
los que se habían acostado con una negra a contraer al punto ma-
trimonio ante él. Capricho de puritano pero que empujó a uno de
ellos, ya casado en Cuba, al suicidio.
Ante la muerte de sus más antiguos compañeros, el Che guar-
daba para él sus sentimientos, absteniéndose de cualquier signo
externo de compasión. "Un arañazo", decía encogiéndose de horn'
bros, ante alguno que perdía sangre. Sus mortíferas broncas re-
pentinas, sus descargas tan temidas, hacían saltar las lágrimas. Le
vi, ante todos sus hombres reunidos, degradar a "Marcos", el jefe
de su vanguardia, el comandante Pinares, y tratarlo de comemier-
da porque, en su ausencia, había ordenado antes de la hora una re-
tirada del campamento central. Corno no concedía la palabra a los
que había maltratado o castigado, ni les ofrecía una segunda opor-
tunidad (lo contrario que Fidel), los resentimientos y las tensiones,
particularmente entre cubanos y bolivianos, más susceptibles, se
acumulaban en Nancahuazú, sin escapatoria posible, por temor a
vejaciones suplementarias.
Una distancia infinita, interior, separaba en Bolivia al Che de
los suyos, corno un muro de silencio y de temor. "Ya no soporto a

146
ese tipo. Está imposible o se ha vuelto loco. Nos trata como a crios
indecentes. Pídele a Fidel que me haga volver a Cuba", vino a con-
fiarme Marcos después del altercado, en voz baja, durante mi
turno de guardia. En Cuba era comandante en toda la regla, miem-
bro del Comité Central, gobernador de la isla de Pinos, llamada de
la Juventud. En esta jungla, sollozaba como un niño rabioso. A
Marcos lo mataron poco después, y su cuerpo fue devorado por
los perros salvajes; Benigno sobrevivió. Va camino de los sesenta
años. Sigue profesando todavía una total lealtad al Che. Le vio lle-
gar a su choza, siendo un jovencísimo campesino de la Sierra Maes-
tra, unos días después del desembarco, cuando el Che todavía era
sólo el médico atraído por la guerrilla, y lo siguió a todas partes
hasta su muerte. Le pregunto si recuerda alguna señal, algún ges-
to de afecto del Che para con él. Reflexiona largo tiempo. "Sí, un
día, en Bolivia, era a finales de septiembre. Yo tenía una bala alo-
jada en el hombro, con mucha fiebre. Sólo podía disparar con la
mano izquierda. Me echó la bronca y luego me tomó por los hom-
bros, sin decir nada, y me dio su ración de cigarrillos. Le pregun-
té por qué. «El herido eres tú. Los necesitas más que yo.» Fue
amable, ¿no?"
¿ Qué sentimientos hacían que sus hombres le siguieran siendo
afectos? El miedo y la admiración. Miedo de sus descargas y cas-
tigos. Admiración por su valor, su rectitud, su carácter. Vejaciones
y desaires venían como a cimentar una especie de veneración. "El
Che no envía a la gente a la muerte quedándose en la retaguardia.
Sube a primera línea con sus hombres. Puede ir a socorrer a un
herido bajo las balas. Dice las cosas a la cara. Es inteligente, ha-
bla bien, incluso si dice muchas groserías. Y cuando había que
repartir entre veinte un minúsculo pan de azúcar -la chancaca
boliviana, paralelepípedo rojizo y duro al diente-, o dos huevos
duros, o un choclo -la mazorca de maíz hervida- hacía partes
iguales entre todos, y la suya era la nuestra." En la selva zaireña
sus únicos dos privilegios eran un cocinero para él y su estado
mayor, y una caja de puros que compartí~ gustosamente. En Bo-
livia, un termo de café amargo y la exención de los turnos de
guardia. Su ayuda de campo, Turna, le ayudaba a colgar su ha-
maca. El moralista no hacía trampas. Verdugo de sí mismo y de los
demás, en un mismo impulso compulsivo. Llevando la solidaridad
al límite, la indiferencia también -un día sí, otro día también.
Se ha hablado de crueldad mental. La cosa sólo deberia chocar a
los atolondrados que queman el día sin la noche, y el héroe positi-
vo sin negativo. Esos inconsecuentes olvidan la doble naturaleza de

147
los mártires: sacrificados y sacrificadores, suicidio y homicidio. Y
que los hombres "capaces de morir por sus ideas", como se dice sin
pensar mucho en ello, tienen la misma capacidad para matar por
ellas: por regla general, la muerte se da y se recibe con la misma fa-
cilidad.
Estoicismo, dice el moralista; sadomasoquismo, responde el
psicólogo. Los dos se parecen. Si la perversidad consiste en hacer
sufrir a otro por las contradicciones que no sabemos resolver en no-
sotros, y que a nosotros mismos nos hacen sufrir, ¿qué campeón
de la justicia habria podido concernir al psiquiatra? Nada sabe-
mos de la psique de Cristo, que los Evangelios sin duda han idea-
lizado; ¿qué especialista ha examinado a san Pablo, Loyola o
Teresa? Si el Che hubiera encontrado a su Freud la revolución del
siglo XX habría perdido a su mesías. ¿Cuántos grandes hombres,
cuántos canonizados de tal o cual credo nos quedarian si hubieran
pasado por el diván? El pintor Degas contaba que su madre le había
llevado, siendo aún niño, a casa de madame Le Bas, la viuda del
gran convencional. La piadosa señora sufrió un sobresalto al des-
cubrir en la pared los retratos de Robespierre, Couthon, Saint-Just.
"Eran unos monstruos", exclamó. "No -le respondió tranquila-
mente su jacobina anfitriona-, eran santos." Piadosa pero engaño-
sa antítesis. Sin duda habían sido las dos cosas. Si hay "asnos de
genio", ¿por qué no ha de haber monstruos de santidad?

La virtud teologal de la esperanza puede camuflar una desespe-


ración secreta. Entre un suicidio y un sacrificio, ¿qué Dios vería
la diferencia? Siempre es posible envolver uno en el otro. Esta su-
prema cortesía fue la del Che: no se mató, se dejó morir.
En Cuba el suicidio político tiene su abolengo, que se remonta
a la independencia. Los dos héroes fundadores de la nación, Car-
los Manuel de Céspedes, jefe del ejército mambís, o independen-
tista, que liberó a los esclavos en 1868, y José Martí, el poeta
libertador que cayó en 1895 en una carga de la caballería contra
la infantería española, mostraron el camino, con alguna ambi-
güedad. La tradición fue retomada en 1951 por Raúl Chibas, líder
del "partido ortodoxo" y primer maestro del joven Fidel Castro. El
político denunciaba la corrupción del régimen pero, ¿quién cree
a un político? Se burlaban de él. Entonces se disparó una bala en
la cabeza, en la radio, durante una emisión en directo; creyeron
entonces en su buena fe, pero demasiado tarde. Castro no olvidó
la lección. Es un shogun, no un samuray. Hecho para mandar, lue-

148
go para vivir. Por muy caballeresco que se sea, por mucho que se
sepa que "un cadáver es honorable, un prisionero no", la expe-
riencia indica que "se puede salir un día de la cárcel, no del ce-
menterio". Sin hacer dengues inútiles, Fidel se declaró prisionero
tras el fracaso del asalto al cuartel de Moneada, donde sesenta y
dos de,sus hombres habían dejado la vida; y en la sierra, por muy
valiente que fuera, nunca se exponía más de lo necesario. El Che,
en ese mismo tiempo, jugaba con las balas en Alegría del Pío, en
El Hombrito, en Santa Clara, corriendo riesgos que Fidel, sin
duda a sabiendas, juzgaba inútiles. Tenía la vocación. La belleza
del muerto. Seducción de ascendencia hispánica donde la sangre
semilla de Tertuliano, el padre de la Iglesia, se mezcla con la san-
gre del buey de las tauromaquias. El padre de la nación cubana,
Martí, murió de acuerdo con una profesión de fe que un parti-
dario de Franco, un Millán Astray, habría hecho suya: "Creo en
la muerte como en el soporte, en la levadura y en el triunfo de la
vida". Este vértigo es el lujo moral del marginal, que no tiene que
rendir cuentas más que a sí mismo y a la posteridad; está de-
saconsejado para el responsable en ejercicio. La antítesis del aven-
turero y del militante, que no es una patraña, puede hacerse
extensivo al héroe y al dirigente.
Bien es verdad que no se abrió las venas, no era Werther. El
Che fue asesinado por orden de tres generales bolivianos con el
visto bueno del gobierno americano. El Che no anunció su suici-
dio, ni siquiera lo pensó claramente, como el Schopenhauer de la
leyenda sentado ante una mesa bien abastecida. Está por entero
en sus actos, o más bien en esa ausencia de iniciativas, ese fata-
lismo (una palabra que le era muy querida desde hacía ya tiempo),
esa tozudez apática, rutinaria, ese empecinamiento que marcó
sus dos últimos meses en la jungla boliviana. Su conducta de
fracaso venía de más lejos. Sin remontamos a la Sierra Maestra
o al discurso suicida de Argel se pueden encontrar huellas en su
decisión, en el Congo, de marchar directamente hacia la América
andina, a pesar de su debilitamiento, sin ni siquiera pasar por
Cuba para prepararse -idea que Fidel le hizo cambiar a duras pe-
nas; la inverosímil ligereza con que, en el mes de agosto de 1966,
aceptó partir para una región boliviana inexplorada, a partir de
un informe verbal de su adjunto "Papi" hecho a la ligera, sin pro-
ceder a una investigación política, geográfica, social del terreno,
sin tratar de construir una mínima red de apoyo en los alre-
dedores, ni reclutar un solo boliviano de la zona, mientras que en
otras regiones, más propicias, Alto Beni y Chaparé, le abrían los

149
brazos. Tal es el tabú que a mí mismo me ha costado veinte años,
hasta confesarme esta paradoja, corroborada por cien indicios,
de que el Che Guevara no fue a Bolivia para ganar sino para per-
der. Así lo exigía su batalla espiritual contra el mundo y él mismo.
Algunos lamentan que no haya prevenido de ese detalle a los com-
pañeros cubanos y bolivianos que llevaba con él. Su subconscien-
te había sin duda omitido de advertirle a él mismo. Hemos olvidado
un poco rápido, es verdad, esos escalones vivos de una subida al
Calvario, suprimidos de las biografías, fotos, telefilmes y álbumes.
Esa treintena de comandantes, capitanes y tenientes que se veían
instalados en una región liberada de los Andes para muchos años
y que desaparecieron sin dejar huella mucho antes de tiempo. De
la sombra donde se hunden esos espectros sin rostro, en la propia
leyenda guevarista, la injusticia me parece a la medida de una ab-
negación quizá superior, por su anonimato aceptado, a la de Fer-
nando, alias Ramón, alias Che.
Octubre de 1967. Veintidós lisiados. Siete cubanos, de los cua-
les dos heridos graves. Siete bolivianos, de ellos tres enfermos.
Uno llora de sed. Dos peruanos, uno impedido. Espectros en ha-
rapos que dan miedo. Los perros les ladran a su paso, por todos
los lados. Se evita a esos apestados. La columna de sonámbulos
titubea a través de las aldeas casi vacías. Incluso una noche acam-
pó entre dos pueblos a cinco kilómetros de distancia, en medio de
la carretera, sin ninguna precaución. El Che va al encuentro de los
campesinos. Corre tras ellos, les habla, se identifica, sabiendo que
tan pronto como se dé la vuelta irán a denunciarlo. De este modo
el ejército boliviano seguía su desplazamiento casi al mismo tiem-
po. Multiplica las imprudencias. No quiso deshacerse de las mu-
las que retrasaban la marcha. No es que su voluntad se debilite:
la aplica a hacer todo lo que haga falta para acabar limpiamente y
rápido. Deja que le sigan la pista, anda de frente, negando la evi-
dencia. Insensible a los muertos, aparentemente, dejando sangrar
a un herido en un rincón durante una hora, burlándose de él por-
que no ejecutó sus órdenes. El 20 de septiembre sus hombres,
agotados, le piden que haga un alto para ponerse a cubierto, re-
cuperarse, cuidar a los enfermos y heridos, coger plátanos, maíz,
ahumar una vaca. Responde: "No hay tiempo para descansar". Se
ha empeñado en tomar la aldea de Muyupampa, sin necesidad,
sólo por comprar medicamentos en la bodega, cuando habrían
bastado dos hombres, una exploración discreta. Sus hombres de
confianza más curtidos, veteranos del Ejército rebelde, Orlando
Pantoja, Benigno, Pacho, vienen a hablarle:

150
-Retirémonos de aquí, Femando.
Les escucha, sarcástico:
-¿Por qué, tenéis miedo? Sigamos hasta el final.
-¿Hasta dónde?
-Donde sea, ya veremos después.
-¿])espués de qué?
-Iros a tomar por culo.
El Che sigue. En realidad quiere llegar a Valle Grande para
comprar víveres y medicamentos, y desde ahí llegar a la provin-
cia de Sucre porque ésos eran los planes hace seis meses. Todo ha
cambiado, pero él no cambia de plan. Camina. Sin botas. Nato le
ha cosido unas alpargatas demasiado grandes: la suela con un
neumático,. el empeine con dos pieles de carnero como correas.
Vomita. Las aguas sulfatadas le dan diarrea. Bajo la luna, las can-
timploras, relojes, cacharros y cinturones brillan en la noche. To-
davían tienen la fuerza de recoger tierra seca, orinar encima para
ablandarla y recubrir con ella las partes metálicas. Pero los ma-
chetes y las armas hacen ruido. El Che exige permanecer en las
zonas habitadas. Es inútil ponerse a cubierto.
"Esperad un poco", decía a sus compañeros, en los últimos
días, con una sonrisa esquinada. "Quién sabe si un angelito va a
caernos del cielo sin gritar cuidado." Paracaidistas, comando de
socorro, ¿por qué no? En la Chanson de Roland, Dios envía al va-
liente agonizante en Roncesvalles, rodeado de sarracenos, a su
ángel querubín para "llevar el alma del conde al paraíso". Esta
vez, Dios se abstuvo.
Y en el cadáver esquelético expuesto en el depósito de Valle
Grande, fotografiado y filmado por obscenos objetivos, se unen
los dos ideales funerarios de la cristiandad: la víctima expiatoria
que muere para redimir los pecados de los suyos, y el paladín in-
molándose en silencio por su Carlomagno, como el conde Rolan-
do negándose hasta el final a tocar el olifante.

Para quien ha llegado a la república por la revolución, una som-


bra velará siempre los brillos del foro. Fiestas de la Bastilla, eufo-
rias electorales, alegrias de ascensos y nombramientos: se puede
-¿se debe?-probar sin que nos abandone un regusto de fraude que
vale casi por el memento mori susurrado por el esclavo al triunfa-
dor romano. La mínima experiencia revolucionaria arrastra a la
roca Tarpeya a cualquier okupa de Capitolio. Lo que ponía exul-
tantes a mis amigos a mí me entristecía como un mal presagio.

151
Los suicidios de Bérégovoy y Grossouvre los anonadaron; yo es-
taba, me temo, mejor preparado para ello. Y sin embargo no me
acostumbro todavía a la hecatombre latina de aquellos años de
plomo. Me deja una melancolía apenas nauseabunda, como ante
un osario excesivamente generoso, donde los inmolados, de' algu-
na manera, hubieran puesto demasiado de su parte. Todas las car-
nicerías militares inspiran, nada más pasadas, el mismo asco ante
el estropicio de vidas humanas. En el caso de aquellas guerrillas,
y con respecto a las dos guerras mundiales, el latinoamericano
podría considerarse afortunado si compara las cifras. Pero si los
sacrificados de la revolución no se cuentan por millones sino por
decenas de millares, lo deliberado de la matanza compensa, me
atrevo a decir, el cambio de escala en lo macabro. Militante y mi-
litar tienen la misma raíz. Es normal que a un asesino al que el
rebelde decide librar una guerra sin cuartel se lo cargue a él y a
sus congéneres, lo mejor que pueda. Lo que es menos comprensi-
ble es ver, a espaldas del enemigo, a los amigos matarse a sí mis-
mos o los unos a los otros, y la retahíla de suicidios, fratricidios,
parricidios e infanticidios que ofrece la historia de una revolución
vista desde dentro inspira el desolado horror de una especie de sa-
crificio dentro del sacrificio. La degollina, como mucho, si es pre-
ciso; la interdegollina, no, es demasiado. Puedo hacerme a la idea
(a falta de imágenes que restituyan lo insostenible) de que misan-
tiguos camaradas de entrenamiento, el poeta guatemalteco Otto
René Castillo y Nora Páez, fueran capturados en su tierra, en Za-
capa, torturados y quemados vivos por el ejército guatemalteco,
en 1967. Sigo sin poder admitir que a mi "socio", mi viejo amigo
Roque Dalton, un grandísimo poeta de El Salvador moderno, lle-
no de humor, de insolencia y de alegría de vivir, fuera asesinado
de un balazo en la cabeza en 1978 por el joven jefe de su propia
organización, en la casa de El Salvador donde se escondía, cuan-
do había vuelto al país para lanzar sobre el terreno la lucha ar-
mada que pregonaba en sus libros. Ni que el viejo Marcial, el
dirigente salvadoreño de los FPLE, pusiera fin a sus días en Ma-
nagua después del asesinato, llevado a cabo por sus hombres, de
una camarada y rival, Ana María.
Quizá la revolución de la edad moderna bajo sus diferentes fa-
cetas, sufriente y militante, consiga un día insertarse en una larga
historia de la pulsión de muerte, como un resurgir del sentimien-
to sacrificial en el Occidente dolorista -Isaac, Sansón, Jesús, Blan-
dine, Juana de Arco ... En las capitales de América Latina un
sociólogo cínico diría que esta escuela del sufrimiento ha servido

152
a los temperamentos suicidas de lugar de cita ideal, como en Pa-
ris el último piso de la torre Eiffel o en Tokio cualquier terraza de
rascacielos.
En tiempo de paz cada sociedad elige su Minotauro, y éste, mi-
rándolo bien, es menos absurdo que el automóvil, que en Europa
se cobra cada año -sacrificio estático sin fe como acompaña-
miento- su tributo de carne, como un rescate consentido por ade-
lantado a nuestra maquinaria industrial y mercantil. Un psicólogo
"burgués" matizaría esta comparación sugiriendo que un tipo hu-
mano condenado por la historia objetiva estará más tentado que
otro por un ideal nihilista. El suicidio sería entonces el "olvída-
me" último y sin duda inconsciente del inadaptado que transfi-
gura su rechazo al medio en inmolación ejemplar. La apoteosis
del perdedor: a la vez comprobación y sublimación de un callejón
sin salida. ¿El mundo exterior lo quiere? Es él que no quiere nada,
lo toma a broma, y a sí mismo con él. "Piojo que puede pum ya
no es piojo," decía el poeta surrealista. El suicidio sería en ese
caso no el rasgo sino el acto supremo de humor negro de los que
no lo tienen (ese sexto sentido que les falta a los revolucionarios,
con excepción del mexicano Marcos que confirma la regla). Bar-
bey d'Aurevilly, ultramonárquico y dandy, consideraba al final de
su vida que ya sólo le quedaba elegir "entre el cañón de la pistola
o el partido de la Revolución". Era en Francia, a finales del siglo
pasado. Un héroe del nuestro habría podido responderle que se
pueden tener los dos en uno, y que así se transfigura un revés en
victoria.
4. Desenganche

Mis huevos de Colón, la nación y el odio - Los peligros


de la felicidad - Las rupturas no tienen agenda - Meta-
morfosis cubanas - Familias, os amo - Una huida hacia
adelante - La lucha del amo y del esclavo - ¡Ay de los ex-
tranjeros! - Un proceso desgarrador - La cultura olvida-
da de la guerra - Reconocimiento de deuda.
Año Nuevo 1971. 1) Está lo nacional. 2) Está el odio. Con esas dos
actas irrecusables, que habría podido levantar al salir de mi in-
pace, la misa estaba dicha. Si el animal político no era un loco fu-
rioso, yo debería haber abandonado el puesto sin pedir más
explicaciones. ¿No están ahí los ingredientes básicos de la quími-
ca de la Historia? Ningún experimento parece poder sustraerse a
ello en el fondo, cuando los contra nada valen en la ciencia y en
el arte (aunque artistas y científicos deban ceder -la carne es dé-
bil-, como individuos). Esos huevos de Colón me han quemado la
mano. No tenían su sitio en ese pret-ii-porter de wishfull thinkings
que me servía de comodín, ni en esos planes sobre el cometa que
bautizamos "estrategia mundial" para hacernos los importantes.
Absorber esas dos trivialidades me costó muchas contorsiones.
¿Pero alguna vez se consigue? Si actualmente puedo pasar por un
patriota aceptable, sigo teniendo dificultades con el odio.
Fue en prisión donde llegué a ser libre. Emancipación modes-
ta, totalmente intelectual. Entre cuatro paredes, preservado de los
calores comunitarios (ventajas de las celdas de aislamiento, ya sea
en plena canícula), ,tuve todo el tiempo libre para proceder a una
nueva "reconstrucción de posiciones". La "cuestión nacional", s_e-
gún el título oficial, nos había saltado ; la cara. El Che m.-;i~¡2,-de
eil.a,yvoívíóalaguerrilla-;-pn1cticada como artículo-dé exporta-·
cion, a:-finaecuentasíñofeñsíva.... ---- .. ...
---zGuélia5ía, pues, aprendido yo de asombroso? Que mi grupo
sanguíneo, si se me permite la metáfora, no era latino. De donde
se deducía este escándalo: si bolivianos y cubanos no se habían
encontrado, ni siquiera en la guerrilla; si, siendo europeo, había
tenido tanta dificultad en que me aceptaran los kambas y los co-
llas del Altiplano, es que la revolución no bastaba para construir
-~---~,..~"-"---•-- --"- --

157
un_filg~lo común, la gran patriag~)Q_'i.,ªpátridas. Decimos: "nacer",
de donde viene-nacioñ~Es-i:ina falsa activa. Habría que decir,
como en inglés o en latín, "soy nacido", acto_¡:,asivo. Lo q_t1_t;,.soy,
ü:r~mediªbl<"rn~rr.t1cJ s_e_):¡_a representadoa"nte m~s_ig -rní.-Heredo
de unaHis!9I!ª gue in!~!J!are-relia~~ oc:lc:sñacer_QeI_o~g1:1e -.:U-priri-
cipío-nolie hecho. La supranacionalid:ia no es asunto de voiúri.tad.
No-se-elíg;e-Üría comuñíaád comoiiri-reloJ ·e-ñun escaparate. Y en
cada uno de esos hijos de Bolívar hablando marxista empezaba a
ver al patriota que se ignora. No todos. Algunos sabían, como mi
amigo René Zavaleta, que había sido ministro de Minas en La
Paz, bajo el gobierno de Paz Estenssoro. A menudo me había re-
petido, antes de incorporarme al campamento de los guerrilleros:
"Quiero fundiciones de acero para mi país. Entre otras ventajas,
eso haría nacer un Proust quechua. Allí donde no hay altos hor-
nos no hay magdalena". Yo todavía no había establecido la estre-
cha relación entre la siderurgia y la búsqueda del tiempo perdido,
correlación que parece -en la distancia- caer por su propio peso.
El olvido de la industria es el privilegio de los industrializados,
como el desprecio del dinero es el atributo de los ricos. Altos hor-
nos para todos. Cualquiera que sea el anacronismo, o el incon-
veniente ecológico (todavía inadvertido, es cierto) me habría
adherido con gusto a un eslogan así: la acumulación primitiva del
capital es el punto de partida del sindicato obrero, del debate par-
lamentario y de los grandes libros de memorias. Cada pueblo te-
nía derecho a ello. Por otra parte, tenía claro que esos voluntarios
cubanos, chilenos y bolivianos vestían -de rojo misionero, bajo el
nombre de internacionalismo- un orgullo y una memoria com-
pletamente autóctonas (como en nuestro país, los adeptos del
gran viento cosmopolita visten con ese hermoso nombre la cultu-
ra nacional de Estados Unidos, que como buenos provincianos
¡ del imperio confunden con el mundo mismo). En el fondo esos
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,guerrilleros,__ esasjuch1ts armadas protestaban contra la .ausencia
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de un Estado republicano, yhasta-deuh Estado sin más; justicia


parcíar;ninguna soberanía. Ellasexpre-safián en
lo esencial (y lo
siguenñaciendo como-se ha-visto en MexlcoJTa-petición de na-
c _ ~ ~ ~ . ~ e g o . ¿Y yo~-aqué me oponía?
¿Qué sentimientos negativos me movían a actuar? ¿El odio a
la "democracia", como el fascista? Evidentemente no. ¿Al "capi-
talismo" como modo de producción material? Tampoco: sabía
demasiado poco de economía, importándome un bledo, como
para analizar bajo ese ángulo la iniquidad reinante. Dadas mis
circunstancias -Indochina, Argelia y Bandung obligan-, los es-

158
pantapájaros se llamaban "imperialismo" y "colonialismo" (dos
términos actualmente fuera de circulación). Sin duda desacredi-
taban de rebote a los anteriores, ya que el capitalismo (otro de-
monio desaparecido ... ) como sistema social no era a todas luces
inocente, y que una democracia que explota, deporta, bombardea
las mechtas, aldeas, del otro lado del mar se parece bastante si no
a un trampantojo, al menos a una media verdad. ¿Pero en qué
consistía a fin de cuentas el "antiimperialismo" de un europeo
:trasplantado? El nacionalismo de izquierda era la denominación
común de los latinos de mi campo. "Patriotismo de izquierdas"
recomendado a las periferias oprimidas pero denunciado, en los
países soberanos, como "chovinismo", estrechez ciega y peligro-
sa. La doctrina castigaba como prohibido en el norte lo que alaba-
ba en el sur del planeta. ¿Sin embargo los jacobinos de 1793, los
comuneros de 1871, los resistentes de 1944 no se llamaron a sí
mismos "patriotas"? La incoherencia afectaba igualmente al
"gran hombre". Sólo hay héroes en otra parte. Las naciones pro-
letarias tenían el monopolio de la sublime casta, que vampiriza-
ba a los burgueses. Por eso nos parecía normal lanzar pullas
contra el hombre providencial-ni Dios, ni César, ni tribuno- para
pisarle los talones a los grandes manitús de los confines, sin pre-
guntarse ni un momento si el pájaro raro no podía anidar de ma-
nera estable ...
Hasta 196 7 me dio vergüenza ser francés. Era menos malo que
yanqui, descrédito al que me exponía mi pelo rubio de gringo. Por
eso me aplicaba, por precaución, a marcar las distancias con lo
americano hablando español con un redoblado acento francés.
En los medios anticonformistas el Asterix se veía favorecido por
un supercrédito inveterado, que le confería, incluso si Carnot y
Robespierre no podían plantarle cara a Lenin o Trotski, a falta de
certificado de proletario, .un derecho de primogenitura plebeya.
Con la Comuna de París y La Internacional escrita por un com-
patriota, Eugene Pottier, el precedente 93 autorizaba a corregir
los trabajos de los alumnos como profesor indulgente. Un mástil
con el gorro frigio dominaba la plaza de la Revolución en La Ha-
bana, y había oído La Marsellesa cantada en español por los mine-
ros bolivianos desfilando, fusil al hombro, en las minas de estaño
de Siglo XX y Huanuni. La prolongación, no del boulevard Saint-
Michel hasta el mar, sino del Vercors hasta los Andes no era sólo
el producto de mi imaginación, y oí a más de un latino que no ha-
blaba ninguna lengua extranjera -ensayando, al saber de dónde
era yo- las palabras universalmente conocidas de partisans y de

159
maquis (emblemas ingenuos de francidad desde entonces susti-
tuidos, entre los no francófonos, por croissant y parfum). Su re-
flejo halagaba la vanidad nacional. Esta manera de vivir a crédito
de este pasaporte rozaba sin duda el abuso de confianza: un ga-
chó expatriado podía entonces aprovecharse de un prestigio que
lejanas glorias habían ingresado en la cuenta bancaria "Francia",
sin que él haya puesto nada de su bolsillo. Hacia 1960, De Gaulle,
Jean-Paul Sartre y Brigitte Bardot formaban alrededor del fran-
cesito de paseo un trío servicial y ambulante que llegaba sin es-
fuerzo hasta los suburbios de Bogotá o de La Paz. Ya fuera
ignorante del gaullismo, filosóficamente hostil al existencialismo
y sexualmente inclinado por las morenas, cualquier galo migra-
torio encarnaba más o menos esta Santísima Trinidad cuya in-
material escolta le daba una cierta aureola, corno un brillo de
gloria indirecto. Fuimos numerosos los que sacarnos partido en
esos años a esta refracción, y la puesta de sol francesa puso fin a
esta usurpación de aura a fin de cuentas involuntaria. ¿Es que no
vernos en cada extranjero de paso llevar la sombra de su país? Un
soviético en París, aunque píe como un gorrión, resonaba ayer
corno barítono de todos los coros del Ejército Rojo, como rever-
beran hoy en el más ridículo de los americanos los reflejos super-
puestos de Neil Arrnstrong, Ted Turner y Clint Eastwood. Digamos
que el francés hoy ha recuperado su talla exacta, la de un peque-
ño cantón de Europa, postigo occidental del nuevo Imperio del
Medio, entre el Atlántico y el Pacífico.
Extrañamente, los retazos que me llegaron de Mayo del 68 -ru-
mores de periódico, de radio, de cartas-, lejos de acercarme en
espíritu al pavimento natal más bien me alejaron. Aunque tran-
quilizado por ver que las buenas tradiciones -barricadas, énfasis
y banderas rojas- no se habían perdido, de lejos, el psicodrarna
anarco no me decía nada que valiera la pena. A pesar de ciertos
atavíos viejo-marxistas y el buen color, la kermés, a simple vista,
punitiva y puritana, olía a chamusquina; se trataba de disfrutar
sin trabas y no morir por la Causa. Esos aderezos californianos,
esos juegos del deseo y del devenir que creaban lo insólito de la
cosa, olían a falsificación diabólica. Esos jovencitos eran dema-
siado amables, demasiado "simpáticos". Faltan demasiada expe-
riencia, buenas lecturas. Y con razón, ya que abrían de par en par
al Viejo mundo las puertas de la videoesfera americana; esos gri-
tones eran descubridores; yo pertenecía a la prehistoria. Como
esos coleccionistas decadentes que acumulan en su palacio roma-
no desconchado terracotas, pastoras Luis XV y urnas etruscas, vie-

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jos búhos a los que el sol y el barullo de las piazzas acaban por as-
quear, sin duda estaba a punto de unirme a esa especie de aven-
tureros anticuarios a los que un sentido exagerado del patrimonio
acaba por disuadirlos de las aventuras.
Para quien arrastraba, obligación estatutaria, el arcaico deber
de expiación, el sacrilegio sesentaiochista radicaba en la ausencia de
sacrificios humanos. La sangre no había sido derramada. Una re-
volución sin muertos era la vida del Cristo sin Gólgota, el thriller
,sin cadáver: la Historia muy barata. ¿ Qué peso tiene una fe sin
muertos? ¿Cómo nuestro Moloch podía tomarse en serio ese pas-
tiche bribonzuelo cuyos ministros recién salidos del pavimento no
habían asumido, a semejanza de los guillotinadores guillotinados
del noventa X tres, de los fusiladores fusilados de la Comuna, y del
propio Guevara, el doble papel de Minotauro y de devorado? Hace
ya mucho que he dejado de irritarme contra ese juego de signos
desapasionados -al menos en Francia- al cual, bajo el nombre de
izquierdismo, ese Insurgente de Valles en versión bromas y enga-
ños sirvió de preámbulo. Lo admitimos mejor cuando ya no somos
revolucionarios, que no en vano rima con reaccionarios. El punto
de vista "valgamediós" sólo era esclarecedor al margen, sobre la
volatilidad del movimiento y la futura inconsistencia de esta me-
moria. La carencia de sacramento por la sangre (sacralidad y sa-
crificio tienen lazos comunes) debía en efecto confinar al
homenaje cultural las conmemoraciones decenales del mayo del
68, que sólo dan lugar a debates de ideas en los papeles y los estu-
dios, como si el acontecimiento de referencia no alcanzara, en lo
más oscuro del inconsciente nacional, a convertirse en hito o pie-
dra angular. Aún hay fieles, llevados por una compulsiva obliga-
ción sanguínea, que celebran en Paris la Comuna, la Resistencia,
y la ejecución de Luis XVI -en el muro de los Federados, en el
monte Valérien o en la plaza de la Concordia. Mayo del 68 tuvo sus
campeones, sus filósofos -Foucault, Deleuze, Baudrillard y "todo
el que cuenta"-, no sus conjurados ni sus hechizados, como si el
acontecimiento sólo complaciera a los hombres de genio, y poco.
Como si estuviera grabado en nuestras inteligencias y no en nues-
tra carne, no logrando suscitar una francmasonería de vengadores
juramentados como las que levanta cada vez que pasa el "duro se-
gador de ancha hoja".
Cuando en 1969, por una especie de telepatía, un gaullista de
izquierda del que no sabía gran cosa, Philippe de Saint-Robert,
entregó a mi compañera, que venía a visitarme, una profesión de
fe gaullista, se me heló la sangre en las venas. Le respondí en el

161
acto, desafiando a la censura, con una carta que puedo repro-
ducir porque él mismo lo hizo, después de haberla conservado
mucho tiempo en la manga para no perjudicarme. Las críticas
que, en homenaje a las esperadas palinodias de los intelectuales,
ironizarían, en 1990, sobre mi "tardía conversión gaullista" no
han tenido en cuenta que ésta ya tenía veinte años de edad. Soy
consecuente con las ideas, aunque no tenga muchas, ni muy
nuevas.

Camiri, agosto de 1969

Querido Philippe de Saint-Robert,


He recibido su Jeu de la France, le doy ahora las gra-
cias por ello con un retraso que las circunstancias y mi
régimen celular pueden, espero, excusar. Esta misma car-
ta le parecerá extraña viniendo de un desconocido, desde
tan lejos, cuando casi todo podría enfrentarnos, después
de tantos acontecimientos, como dicen. En realidad hace
tiempo que quería conocerle personalmente, tras haber
leído artículos suyos aquí y allá. Su libro me habrá per-
mitido sin duda conocerle, pero una carta no vale por un
encuentro, y abandono el proyecto que me había hecho
de enviarle un a modo de informe de lectura, que perma-
necerá, pues, en estado de borrador para uso personal. La
cuestión es demasiado importante, me llena, me invade
demasiado como para tratarla puntillosamente; me refie-
ro, desde luego, a la idea y al hecho de la nación. Para us-
ted, a la idea y al hecho de Francia. Me gustaría decir que
para mí también, si eso fuera plausible; y sin embargo,
hay un sabor a exilio en ciertos combates que usted tiene
la suerte de ignorar, yo no. Usted menciona oportuna-
mente unos poemas de guerra de Aragon, creo, "aquellos
que miraban más allá de la nación, pero que en primer lu-
gar miraban por ella". Hermosa, sencilla fórmula que me
conmueve, poco importa, pero sobre todo que expresa a
su manera el auténtico internacionalismo cuya fórmula
buscamos por todos los rincones de la tierra, por todas
partes donde unas naciones luchan por nacer y se sienten
solidarias de una lucha idéntica en su esencia, pero que
se lleva a cabo en otra parte. Tiene usted algunas páginas
sobre la idea de nación que, además de su belleza un
poco clásica, llegan hondo. Me servirán, me atrevo a de-

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cir, para dos textos futuros, si me está permitido publicar
un día.
Es una pena que no haya podido prolongar ciertas lí-
neas filosóficas o históricas, que, desarrolladas, quitarían
quizá a algunos asertos su filo algo simple. Su rechazo de
lo que usted llama la "ideología" implica otra, igualmente
"ideológica". Si la nación es una permanencia saludable,
no por ello es una abstracción sin historia y sin contenido
social. Hay una Francia que explota, saquea y mata: Indo-
china, Argelia. Hay una Francia que libera, piensa y hace
vivir, en la medida en que reconquista su independencia,
que el general.De Gaulle, bien es verdad, había comenza-
do a devplverle ... ¿hasta cuándo, hasta dónde? Dolorosas
preguntas que yo repito en mi rincón, desde hace algunos
meses. Pero no quiero entrar en el fondo de un terna al que
defiende su complejidad. No por gusto del compromiso.
Quizá sepa un día que no siempre me muerdo la lengua, y
que tengo por "Francia", por la princesa de los cuentos,
por "la Libertad guiando al pueblo" una pasión tan exi-
gente corno la suya. Una cosa es segura: quien no com-
prenda que la unificación económica y técnica del planeta
Tierra correrá pareja con la acentuación de sus particula-
ridades nacionales, quien no se haga cargo de esta asom-
brosa dialéctica, que es el tejido de nuestro presente, ya es
hora de que pase de una vez por todas por un imbécil. Ya
sea socialista, pacifista y rnundialista. Cuántos contempo-
ráneos que se creen modernos entrarán reculando en el si-
glo XXI, con la ilusión de un cierto XIX ...
Todo lo que sigan haciendo, usted y sus amigos, por
salvar lo esencial del naufragio que nos acecha, esa "cier-
ta idea de Francia" que implica su independencia y el
mantenimiento de su soberanía real, que implica, corno
consecuencia, su apoyo a la soberanía de los demás pue-
blos -su acción, su organización quizá, pueden contar
con un simpatizante más, un joven francés corno cual-
quiera que, porque arna a su país y a su pueblo, acudió a
Bolivia. Cada uno juega, corno puede, a su manera, el jue-
go de Francia.

¿Me había vuelto un cateto otoñal? ¿Un moderno de épocas bajas,


desclasado por la última ola transnacional? No hay ridículo que

163
por bien no venga: esta vejestoriedad me ha dado algunos años de
adelanto sobre los hijos de Mayo en el descubrimiento de los ar-
caísmos propios de lo posmodemo. Los izquierdistas de las me-
trópolis se creían todavía chinos, "judíos alemanes", fedayines
palestinos, bodois vietnamitas, guerrilleros bolivianos, o lisa y lla-
namente proletariado internacional, como los trotskistas. Yo ya
sabía que sólo era francés, o mejor europeo, y nadie escapaba a ese
encogimiento con el lavado, ingrata amputación de ubicuidad. Al-
gunos se reconocerán más tarde, según, judíos judaizantes en ye-
shiva o bretones bretonantes en Quimper. Kippa o boina, el origen
se venga. ¿Cómo engañar su finitud? En 1971, cuando salí de la
cárcel, me crucé en Santiago de Chile con un compatriota trots-
kista de paso. Acabamos hablando de que aún se podía preservar
un margen de independencia "gaullista" en la órbita americana.
Sin andar pregonando, le di conocimiento de la persistencia des-
concertante de los reflejos nacionalistas, y que acaso había que
pensárselo mucho. Presintió en mis palabras la vieja canción del
terruño, un retroceso chovinista bueno para arruinar la esperanza
de una estrategia planetaria. "La nacionalidad", me dijo, "no es
más que un azar geográfico -no se puede fundar nada sobre un
azar, y menos aún un proyecto de liberación humana. Las nacio-
nes, ya ves, no tienen mucha importancia." Me abstuve de hacerle
ver que el planeta Tierra también es un azar astrofísico, y que él y
yo éramos azares biológicos. Lo que no nos impedía curar nues-
tras pupas -en la bola terráquea y en nuestras personitas. Toda
muerte también es un accidente, de donde no se deduce que cada
uno pueda hacer de su vida un suceso. No llevé la mentalidad pue-
blerina hasta el extremo de hacerle notar que todo lo que existe
existe por azar y en cierta manera, anyhow somehow. Que había
algo necesariamente bruto, insuperable y sin razón, en los más re-
finados y que eso se llamaba el destino, desde los Atridas. Siempre
nos desacreditamos, a los ojos de un espíritu sistemático, al opo-
ner una contingencia a una finalidad -un sórdido alguna parte al
por todas partes utópico. Como mucho os concederá una distrac-
ción folclórica, como se reconoce el derecho al error -nadie es per-
fecto. No por eso deja de ser que el lugar y el hecho ofendan a la
idea justa, que prefiere la ley del ningún sitio y de los planos a cua-
dros. La idea fija deduce las contingencias de un luminoso primer
principio y margina al azar, como un resto de salvajismo, al que
expulsar offlimits. Lo opaco, lo ondulado, lo oblicuo, la mugre del
tiempo, la rareza de las cosas y lo que hay de animal en el hombre
no tienen cabida en las "ciudades" radiantes. "Los grandes reloje-

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ros" están ahí para erradicarlos, con la ayuda, hoy, de la PAO y del
cálculo numérico. Frente a tantas buenas razones (a las que pron-
to se sumarían los mercados, los satélites y los ordenadores; en re-
sumen, los hechos de mundialización) me volví a meter mi gran
estupidez, la nación, prudentemente en el bolsillo (más vale plegar
la bandera que desgarrarla).

El odio, pasión no menos oscura que la idea de nación, nada tuvo


de sorpresa de alambique, al término de una larga decantación.
Fue un hallazgo relámpago, completamente físico, al día siguien-
te de mi detención en el pueblo de Muyupampa, en traje civil, al
poco de hab!"r sido identificado y reconocido por los desertores
como el "Danton" extranjero cuya presencia en la guerrilla tanto
les había intrigado. Se presentó ante mí sin cumplidos ni previo
aviso, bajo la especie de un formidable puñetazo en el plexo (que
no deja jadeante, sino asfixiado). Seguido al punto de un lincha-
miento en regla por un equipo de suboficiales locos de rabia, fue-
ra de sí, que interrumpió in extremis la llegada fortuita de un
capitán. Unos agresores emboscados les habían matado varios ca-
maradas unos días antes, esos sargentos se desquitaban conmigo
de su impotencia, satisfacción espontánea, ojo por ojo, diente por
diente. En plena crisis sacrificial tenían cogido al chivo expiatorio,
bueno bajo cualquier punto de vista: extranjero, desarmado, res-
ponsable de no se sabe qué, pero representativo del enemigo.
Odiar, es odiar a todos los demás en uno solo. Los días, las sema-
nas, los meses siguientes fueron para mí una inmersión en ese
elemento consistente, ese aceite negro y viscoso que nunca había
probado hasta entonces, del que jamás había sospechado que hi-
ciera girar esas pequeñas máquinas cuyos fabricantes de tesis y
modelos de sociedad dibujan el alzado en el papel, sin mala in-
tención.
Mi falta de preparación sobre este capítulo era total. Un letra-
do sin notoriedad no es objeto de odio; tampoco yo era sujeto emi-
sor o transmisor. El marxismo es una cultura del antagonismo, no
de la venganza. Había acariciado una utopía virginal: la violencia
sin el odio. Esta inmaculada concepción sólo existe en las cabe-
zas. Cuando se predica la guerra santa, en la que hay que execrar
al infiel por su linda cara, se pregona el odio sin rodeos. Cuando
se recomienda la guerra justa, como razonador laico, sólo se va
contra maldades impersonales: imperialismo, colonialismo, fas-
cismo. Había abrazado la lucha de un conjunto abstracto contra

165
su doble invertido, Revolución contra Opresión, sin rencor, sin
poner nombres, cuerpos, ojos bajo esos Grandes Transparentes.
Era tener en poco las solidaridades instintivas, el fuego de la ac-
ción. Romeo ama a Julieta en su rincón pero los Montescos odian
a los Capuletos; estos asuntos de familia nos esperan en cada
esquina y sólo los nómadas escapan a los reflejos comunitarios;
por eso salen a la superficie cosas sin ningún valor. En el prado,
el duelista que más odia al otro tiene todas las posibilidades de
ganar. En la carrera del fanatismo yo partí en solitario, serio im-
pedimento. Necesité algunos días para superarlo, ponerme a la al-
tura de los sentimientos que me manifestaban. Para elevar el
reflejo tribal al nivel de representatividad colectiva que me conce-
dían, un poco demasiado generosamente, impulsivos torturadores.
Los muros de La Paz y de las ciudades bolivianas se cubrieron
poco después de cartelitos y de pintadas -¡Muera Debray!-, algu-
nas de las cuales, creo, habían surgido por sí mismas; viudas de
guerra y las familias de los soldados muertos en emboscadas des-
filaban reclamando la cabeza del criminal; editorialistas francófi-
los sopesaban las carreras comparadas de los tres franceses que se
habían hecho más ilustres en la planificación: Landru, el doctor
Petiot y ese crápula que llevaba mi nombre. Tras los muros de mi
celda podía oír a unos hombres borrachos -no recuerdo mujeres-
gritar "¡Al paredón!". Más tarde, al bajar del furgón celular para ir
a la sala del tribunal militar, vería sus puños tensos, rictus y escu-
pitajos. Tal fue en resumen mi bautismo, mi "bienvenido al club"
de los furibundos y de los poseídos que revive allí donde esté la tri-
fulca política, y aún más la guerra de religión. Nadie accede a
la luz de los proyectores sin que un día u otro se le eche al cuello
la execración de los desconocidos. Yo me había consagrado a la
sombra y me encontraba, de mala gana, en la portada de los pe-
riódicos -felonía de la que aún no me he repuesto. La malevolen-
cia puede entrar en la columna del debe de un plan de carrera; mis
contabilidades internas siempre la habían excluido. Muchos jefes
de partido o de gobierno se dejan el pellejo en el país del odio -bajo
las balas de aislados puestos al rojo vivo por el medio que le rodea.
¡Y si sólo hubiera las multitudes, las pendencias, los muros abom-
bados de rojo! Mucho he aprendido acerca de lo que esconden
buenas costumbres y respetabilidad leyendo el Mercurio del 12 de
septiembre de 1973, el decano de la prensa chilena, el equivalente
de nuestro Fígaro, incluso del New York Times. Este austero perió-
dico al que me refiero, al día siguiente del golpe de Estado militar
puso en su portada el anuncio de búsqueda, con las fotos, de una

166
veintena de personalidades de izquierda: "capturar vivos o muer-
tos". El órgano central de la burguesía chilena sólo vio ventajas al
verlos poco después torturados o fusilados. Ya habían sido ejecu-
tados in situ (entre otros), detrás de la Moneda, mis amigos Pedro
Olivares, Jaime Barrios, Claudia Jimeno; los tres, socialistas, pro-
fesores,Y consejeros del presidente Allende. Eso le pareció normal
a los obispos, banqueros, senadores, médicos y patronos de esa In-
glaterra de América Latina. Ya no nos hacemos idea de ese salva-
jismo, el de nuestra preguerra y de la Ocupación, y que sigue
siendo la suerte de los países del Sur, aunque sean educados y aco-
modados como el Chile parlamentario de antes de Pinochet.
El odio al burgués, a Occidente, al yanqui es abstracto. En-
mascara bastante a menudo la falta de curiosidad y una cierta
pereza de espíritu, propia de los sedentarios. Me gustaban de-
masiado los viajes para ser totalmente su víctima. En cuanto al
odio a sí mismo, uno se arregla, incluso se puede vivir de él. Es
una taciturnidad recocida, una incomodidad familiar. El odio
que los deniás nos profesan no se domestica tan fácilmente. Es
una quemadura desconcertante, siempre nueva, y que no se de-
tendrá jamás. Esa estridencia, ese silbido característico de las
aversiones viscerales desencadenado por tal o cual nombre pro-
pio, lo he oído, igual a sí mismo quince años más tarde en mi
país, en mayo de 1981, cuando los espíritus normalmente pon-
derados ventearon mi nombramiento para el Elíseo, en forma de
notas firmadas por académicos, de calificativos electorales, de
sueltos-espantajos. Recortes de prensa, cartas anónimas, insul-
tos en la calle: cada día que pasa devuelve al distraído al pie del
muro. Ni siquiera falta el amigo tranquilizador, mensajero a su
pesar: "Chico, no sabes lo que soporto por tu causa -pero estáte
tranquilo, que aguanto bien". A veces me gustaría cambiar de
piel. Imposible echar la culpa, a la manera victimaria de Jean-
Jacques, a las conspiraciones de los malvados en la sombra. Hay
naturalezas, es así de sencillo, que catalizan el aborrecimiento y
la acrimonia. Prefiero además cargar las tintas cogiendo a con-
trapié a los idólatras de mi entorno, como una figura de la tele,
con banalidades situacionistas o una molesta laguna. Fácil repu-
tación de gruñón; responsabilizo a la naturaleza como provoca-
ción para tener un poco de mérito. Por más que la piel se endu-
rezca, uno no se acostumbra a esta animosidad segura de sí
misma y estereotipada con la que siguen gratificándome perso-
nas altamente estimables sin haberme leído ni visto jamás; a esta
merma de sí mismo, bautizada "tristeza" por Spinoza y "depre"

167
por cualquier hijo de vecino, que a la larga establecen los araña-
zos de la hosquedad. Roen cada día un poco de nuestra capaci-
dad de atrevimiento y desviación. La tribu literaria considera
maligna mi prosa. Sin razón. No ignoro que quien da golpes no
puede quejarse por recibirlos. Es la ley de la guerra spirituiile, lo
acepto. Sin renegar de un cierto regocijo polémico -fatal alivia-
dero de la voluntad de poder en un escritor- siempre me he li-
mitado al vapuleo de ideas, para desescombrar, evitando el bajo
placer de denigrar a los hombres. Nada me es más ajeno que el
ataque personal, la caída, envuelto en llamas, de un individuo.
No puedo hacer, en un periódico, la crítica de una publicación si
no es para hablar bien. Reagrupé en libros fragmentos críticos
bajo el título Elogios I y II: panegíricos del Tintoretto, de Cour-
bet, de Claude Simon, de Muglioni y de los grandes republicanos
franceses; el gacetillero no decía ni pío; ¿publicaba unas páginas
irónicas Contra Venecia para hablar de la felicidad que Nápoles
me había dado un día? Ahí estaba ya elevado a tropa de choque
y malvado de honor. Como me odian, quieren que yo me odie. Lo
siento, esa autoalergia se me ha pasado. La política es un mun-
do regido por una sabiduría simplista, resumida en el antiguo
precepto griego: "Ama a tus amigos, odia a tus enemigos". Pre-
fiero lo contrario, que es más fecundo: mira los defectos de tus
amigos, y aprende a reconocer las cualidades de tus enemigos.
Ese consejo me lo aplico a mí el primero. Cuando miro con los
ojos de mis detractores -algo a lo que me obliga la simpatía que
la mayor parte de ellos me inspira- hago mía su animadversión:
ayer por cínico que acaba-de-probar-su-sistema-con-los-cobayas-
indios, hoy por el perturbador-generosamente-pagado-que-hace-
carrera-a-la-contra. Esos intrigantes me revuelven el estómago,
no me reconozco en ellos. Por el contrario, me conozco lo sufi-
ciente como para evitar los símbolos sociales a los que decidí co-
ger ojeriza; la menor coincidencia con el individuo real me haría
caer en sus brazos. Los que habrían sido mis enemigos, si tuvie-
ra suficiente tenacidad como para coleccionar, se convertirían,
de rechazo, en mis mejores amigos. Quien se ha convertido, en
defensa propia, en un personajillo de Landerneau sabe bien que,
aunque diera la espalda a la feria en la plaza, la quedará pegada
a la piel esa pasión que apesta y mata. Es la servidumbre del
hombre público; pero puede, como compensación, contar con la
solidaridad de los suyos. Un escritor, un filósofo, un aislado no
tiene tal salvavidas, "los míos" -el partido intelectual al que re-
pugna el espíritu de cuerpo de sus competidores electorales. Tie-

168
ne pues que alimentarse, para remontar la corriente en solitario,
de ese generador. Envidiable ayuda, que drogó a Zola, espada-
chín donde los haya: "El odio es santo", escribía. "Es la indigna-
ción de los corazones fuertes y poderosos, el desdén militante de
aquellos a quienes enfada la mediocridad y la estupidez." Nada
grande. se ha hecho sin odio, habría podido precisar Hegel evo-
cando nuestras pasiones motrices. Al faltarle a mi subsuelo esta
fuente de energía, el gran aliento panfletario me está prohibido.
Las pequeñas cóleras son repentinas; y no tengo suficiente asi-
duidad como para odiar metódicamente, uno por uno, al infati-
gable ejército de los odiosos.

Enero de 1971. A la sacrosanta mugre estuve a punto de olvidarla


al desembarcar en el Chile de la Unidad Popular, a mi salida de la
cárcel. Todo allí me sonreía: el porvenir, las mujeres, los eucalip-
tus ... Y el propio Salvador Allende, al que le gustaba reírse, el
buen vino y los bellos trajes de alpaca. Yo me temía que "el so-
cialismo en libertad" acabaría por zozobrar; pero que lo hiciera
en sangre, no, impensable. Eso no le gustó a Allende, ese pronós-
tico de fracaso, puramente electoral y aritmético, tan anodino
con respecto a los cuchillos que se afilaban a escondidas. Me
arriesgué a decirlo sin malicia, en nuestras primeras conversa-
ciones, de las cuales una, grabada para la galería, entre Santiago
y Viña del Mar, su residencia de verano (Miguel Littín sacó de ahí
un bonito documental, a pesar de los reiterados incidentes técni-
cos). Con un orgullo bonachón, el presidente, que tuteaba a todo
el mundo y se dejaba tutear campechanamente, me mostró sobre
su mesa la foto dedicada del Che con estas palabras: "A Salvador
Allende, que va al mismo sitio por otros caminos". Pensamos: "a
la revolución". Había que leer: "al suicidio". Entonces, se nos ha-
bría recriminado ante un sobrentendido tan fuera de lugar. El so-
cialista chileno, regularmente elegido, con un apoyo popular
creciente (que pasó en un año de una mayoría relativa a una ma-
yoría absoluta), iba a la muerte por el camino más largo, como el
propio país iba al baño de sangre con buen humor. Quien no ha
conocido el verano austral en Chile en ese primer año del Frente
Popular no ha conocido la dulzura de vivir.
Para la mística de la lucha armada, la tentación de la felicidad
era una idea nueva y subversiva. Para mí, el vértigo fue sensorial,
ligado tanto a la libertad recuperada como al cambio de aire, al
acento cantarín, a la urbanidad amable que me rodeaba. ¿Era el

169
vino blanco, las tiendas, el arte de vivir, las "lolitas" de tacones al-
tos de los hermosos barrios de Providencia, el lado "clase media
alta" del Santiago burgués? Este país de acogida me daba a probar
un sabor aperitivo de Francia. Al lado del seco y duro Altiplano,
de una Bolivia encerrada en sus hielos, su adobe y su rocalla, sin
salida al mar, Chile, con sus casas de madera de tonos pastel, des-
plegaba una gracia femenina, un encanto suave, yodado y prima-
veral. Había en el ambiente algo alegre y ligero, que proporcionaba
al acostumbrado a las estepas la misma extrañeza que al saltar en
avión de Baviera a Toscana, incluso si el océano Pacífico, con su
frialdad gris, ventosa y algo áspera, daba a esta Italia de América
una nota céltica, como un recuerdo de cabo de Raz o de Irlanda. El
golpe de Estado de 1973 hizo caer un telón de sangre sobre ese al-
borozo campechano que, por un momento, evocaban para un fran-
cés, según la imagen que había podido hacerse en la distancia,
nuestro verano del 36. Nada sombrío ni salvaje en este impulso de
utopía veraneante, desprovisto de ascetismo y grandilocuencias.
Los grupos de izquierda, donde las relaciones amorosas parecían
ocupar un amplio espacio, respiraban una confianza ingenua en el
porvenir, sin la acritud de las cantinelas mortíferas. "La democra-
cia es un ejercicio de modestia", dice Camus. Éste lo era indulgen-
te. Allende jamás derramó sangre, ni encarceló ni exilió. Nada de
partido único, ni policía política ni milicias armadas. Lo que pasa
por grandeza, en la revolución, es a menudo barbarie revestida de
religión. Chile era un país demasiado civilizado o demasiado sen-
sual para caer en lo feroz, incluso si el superego colectivo, en la iz-
quierda, permanecía preso, como el del propio Allende, en el
campo magnético de las leyendas. El estilo de vida de los dirigen-
tes socialistas desmentía felizmente sus inflamadas peroratas. Si lo
pensamos bien, esta tercera vía de compromiso -la "vía chilena",
como se decía entonces- ofrecía a un intoxicado de profecías una
perfecta cámara de aire de descompresión. La extrema izquierda
local quería ver en ello un realce de la vieja saga; era mucho mejor:
la voluntad de revolución como pasión movilizadora, pero sin el
sistema de autoridad y encuadramiento del comunismo. Esta
fórmula ideal es el mar en la montaña, Europa en América; pero
justamente es a eso a lo que se parece Chile, donde la geografía loca
de una lengua de tierra montañosa ha puesto playas soleadas al
lado de las nieves eternas: la contradicción se ofrecía como semi-
tonos a la vista, como brisas ligeras en la piel. El "socialismo en li-
bertad'' es lo salado-azucarado, el dulce de leche después de la
banasta de ostras y erizos de mar; eso se paladeaba, allá, muy co-

170
rrientemente. Si la felicidad es una idea democrática, inventada en
Grecia por las primeras ciudades de hombres libres, las largas es-
tancias que hice en Chile entre 1971 y 1973 aceleraron mi reeduca-
ción secular. Subversión en la subversión. Casi me descristianizaron.
Salí de allí "útil para el servicio", reformista consentidor, el pie en el
estribo, sin intención ninguna de "cambiar la vida". Más allá de los
debates parlamentarios, de los periódicos saliendo en todas direc-
ciones, de la alegre batahola que reinaba en las calles y las oficinas,
más allá del relajo de la costumbres y del eclecticismo doctrinal,
todo en ese país magníficamente femenino transmitía este mensa-
je libertario y pagano: no es el sufrimiento el que salva. Cadetes del
Alcázar, voluntarios para la horca, abstenerse. Quien se pone a
creer en la felicidad en política traicionará tarde o temprano a la
revolución. La politización de la felicidad emprendida por el Siglo
de las Luces habría constnlido un arma de doble filo, cuyo uso pu-
ritano escondió al principio, alrededor de 1793, los nuevos em-
pleos gozadores. En esto Saint-Just no se desenvolvía mal. Curar
de lo irreal o convertirse a lo terrestre expone a los peores aban-
donos de los devotos de las religiones seculares. Una primavera
del alma es un exclaustrado más.
Sin embargo ese país de mesura, de sabiduría y de placeres op-
timistas fue el más salvajemente golpeado por el odio de clase.
"La Historia universal no es el lugar de la felicidad. Los períodos
de dicha son páginas en blanco, ya que son períodos de concor-
dia a los que le falta la oposición ... " La concordia -relativa- duró
tres años, y la "oposición" hegeliana tomó una forma totalmente
inesperada de bombardeos, asesinatos, torturas, exilios, desapa-
riciones y fosas comunes.
Radical-socialista en su forma de ser y de gobernar, radical sin
más en su modo de despedirse, Salvador Allende (si se me permi-
te enrolar a un gran señor en un museo Grévin tan intimista aun-
que edificante a su,manera) vino a ocupar retrospectivamente su
sitio en medio de mi galeria de monstruos sagrados, con Castro y
Guevara a la entrada, y Mitterrand al otro extremo, muy cerca de
la puerta de salida. Este señor de transición se acerca a los pri-
meros por su muerte de samuray y lo resuelto de sus conviccio-
nes, al segundo por su vida de demócrata y astutos rodeos. Este
mitigado disminuye el brillo del personaje, más que injustamente
olvidado y como borrado de los anales de una izquierda gestora
que tiene miedo de sus g_randes sombras y no quiere oír nada de
su pasado, que va más allá. Nada de capilla ardiente para ese so-
cialdemócrata inmolado en el campo del honor. Sin duda faltó, al

171
mito mundial que no existió, la foto-testigo, la máscara erística y
redentora del sacrificado, como el Che -los militares chilenos se cui-
daron bien de no cometer el mismo "error'' que sus colegas bolivia-
nos, en el aseado y exhibición de los restos mortales. Escamotearon
todo. Queda en mi Bildung personal, como homenaje interesado y
muy insuficiente, una figura sobria y discreta, ligeramente detrás
de las demás, garantizando un interregno entre el jefe de guerra,
el gran inspirado obsesivo y sin piedad, y el juez de paz ladino: un
justo medio, más proclive al recurso de derecho que al puñetazo,
pero que sabe, in fine, descolgar el fusil.
A la largueza en la clemencia, en la izquierda, respondió en la
derecha la más obscena bmtalidad. Y el propio Allende, el antihéroe
de los guerrilleros de la época, murió el 11 de septiembre de 1973
como héroe romano: se suicidó con una bala de kalachnikov entre
los escombros de su despacho de la Moneda, bombardeado por la
avición. Una manera de decirle a los "facciosos", que tomaban al
asalto el palacio presidencial, que la Junta no tendría al placer de
atarle vivo a su carro. Algo así como: "No me obliguéis a pediros
que salvéis mi vida, seríais capaces de concedérmelo". Con su ba-
rriguita de notario regalón y sus maneras de senador de Lot-et-Ga-
ronne, el francmasón estoico, en el último y decisivo minuto,
pasaba a la categoría superior. La salida con señorío hace cien ve-
ces más que "transformar la vida en destino": transforma el desti-
no en voluntad. Habiendo hecho a los suyos tan suntuoso regalo,
ya no quisieron más. Cuando su hija Beatriz, escapada del palacio
antes del desenlace, llegó a La Habana unos días más tarde, anun-
ció a la muchedumbre reunida en la plaza de la Revolución, en
presencia del Comandante, que su padre había muerto en comba-
te, asesinado por la soldadesca (nombre corriente del soldado ene-
migo). Muerto en combate es la medalla de los héroes oficiales.
Ella misma estaba equivocada debido a un testimonio erróneo,
pero como se necesita ser víctima para crear un justo, todo estaba
en orden. Cuando se supo la verdad poco después, los militantes
se taparon la cara y defendieron aún más la tesis del asesinato.
Donde hay un tabú hay una mentira. La izquierda chilena necesi-
tó años para integrar la falsa nota sublime, a medias palabras, y
ccinITmchos miramientos. En cuanto a Beatriz, sólida combatien-
te que había temido infringir la regla, se suicidó en 197 6, en La
Habana, dejando una carta a Fidel Castro que nunca ha sido pu-
blicada.

172
¿Quién puede decir cuándo dejó de amar? Podemos dar con la fe-
cha en que hemos dejado escapar, por un gesto, una mirada, una
sonrisa, el inicial "te amo"; pero el día en que nos hemos mur-
murado in petto: "En el fondo, ya no la amo", sin contar el, siem-
pre retrasado, más doloroso pero menos decisivo y por lo demás
para nada indispensable, de "A propósito, ya no te amo" articulado
en voz alta -esas fechas no se inscriben en ninguna agenda interior.
Se hurtan traidoramente a la lectura. ¿Evitamos la evidencia o el
recuerdo porque sería doblar las campanas? ¿Sin duda presenti-
mos en esos desapegos irremediables pérdidas de sustancia, irre-
mediables disminuciones de vitalidad que casi habrían podido
llamarse, si no existiera la obra maestra del mismo nombre, "los
días de nuestra muerte"? Quien ha nacido varias veces, otras
tantas ha muerto; pero preferimos evocar nuestros nacimientos a
nuestras muertes sucesivas. Así es como se amontonan en una
memoria algo avergonzada abortos amordazados, nuestros do-
bles que no han sobrevivido y que patalean en vano para remon-
tar la corriente. Cada uno de esos alter ego podrían señalamos (si
aceptáramos oírle) una pertenencia ida, una familia disuelta nada
más formarse, y su hilera formaría un alineamiento de crucecitas
blancas en un cementerio abandonado. Atravesamos a toda mar-
cha el sendero de esos yo desaparecidos, esos nosotros que no exis-
tieron, por miedo de tener que rememorar las astucias sioux que
tuvimos que emplear cada vez para cortar el cordón umbilical
con las pequeñas comunidades a las que hemos faltado al com-
promiso, por muy tranquilizadoras y reconfortantes que hayan
podido ser. Que el campo magnético de las capillas fuera de na-
turaleza política, artística, esotérica o anodina (digamos trotskista,
surrealista, francmasona, o sencillamente amistosa), permanece
en nosotros el malestar, la poco lúcida impresión de habemos
despedido a la francesa.
¿Cómo dejamos de formar cuerpo con un grupo de pertenen-
cia? Raramente como catástrofe, como quien cae de un tren en
marcha. O más bien, si es verdad que uria parte íntima del viaje-
ro se desenganchó, digamos su parte razonadora, otra, más secre-
ta y contumaz, se pondrá instintivamente a correr a lo largo de la
vía para volver a coger el tren, del que su don lógico sin embargo
acaba de comprobar que iba por una vía equivocada. En ese paso
laboriosamente negociado del sufrimiento a la simpatía, luego al
resentimiento y finalmente a la indiferencia, que marca las etapas
de una desincorporación, análoga al desvanecimiento de la ansie-
dad amorosa en descaro, proceso que puede durar varios lustros,

173
lo que llamamos la conciencia política, esa mosca cajonera, se bam-
bolea, discute, gesticula, como perfecta ilustración del consejo de
Rouletabille: "Ya que estos misterios se nos escapan, finjamos ser
los organizadores". Erótica o política, la hlstoria reconstruida de
una separación de cuerpos, tan estrafalaria como el enamora-
miento, vaivén de bruscos alejamientos y regresos del fuego, de
menosprecios y recaídas, tendería a sugerir que sólo se puede sa-
lir de un delirio por medio de otro. Pero si, aunque debamos repre-
sentamoslas después como "vueltas a la razón", nuestras rupturas
no son menos irracionales que nuestros flechazos, el final de una
historia de amor con una capilla, una banda, un partido o un
hombre es para nosotros infinitamente más brumoso que su na-
cimiento. Con relación a los comandantes, el alejamiento me ha
llevado una buena decena de años -lentitud en el alivio de la que
no tengo razones para sentirme orgulloso.
"¿Qué queda de nuestros amores?" En primer lugar, el estupor
de haber amado. Lo que aviva el apuro, y nos advierte de los zig-
zagues del descreer, es el desagradable descubrimiento de que he-
mos hecho un esfuerzo inaudito para derribar una puerta abierta,
que los indiferentes, muy a menudo sin conocer nada del tema,
franquean desde hace mucho tiempo sin pensárselo. Las cadenas
imaginarias son las más pesadas, y es bastante humillante que-
marse la sangre durante años para confesarse in fine, sudando la
gota gorda, que dos más dos, igual a cuatro. Casi me caí de las nu-
bes el día en que Fran1;ois Mitterrand, a quien acompañaba a La
Habana en 1975 (en un grupo en el que figuraban Gastan Deffe-
rre, Lionel Jospin, Edmonde Charles-Roux, André Rousselet y
Didier Motchane), al salir de una fastidiosa y formal entrevista en-
tre las dos delegaciones francesa y cubana donde Fidel había mo-
nopolizado la palabra durante dos horas, masculló delante de mí
en un tono desdeñoso, fatalista y apenas impaciente: "Evidente-
mente, no se podía esperar otra cosa de un dictador". Mi nuevo
padre había despachado el correo como quien expide los asuntos
corrientes, mientras que el otro había "puesto el disco". La pala-
bra me estremeció. Me esforcé, durante los días que siguieron, en
atenuar su brutalidad. Dictador, me decía, es un poco superficial,
no toma en cuenta el bloqueo, la idiosincrasia, la cultura históri-
ca del país, etcétera. Hace falta un muy complejo trabajo de ajus-
te óptico para ver la nariz en medio de la cara de un "ideal del yo"
al que estamos tan acostumbrados que ya no lo miramos. Por esas
fechas ya estaba dispuesto a discutir, digamos a plantarle ca-
ra a la palabra. Diez años antes, imputándolo sin pestañear a la

174
grosera malevolencia del "enemigo", me habría encogido de hom-
bros. No es que la palabra no haya parpadeado en mi cabeza, ante
tal rasgo de arrogancia o cual delirio estadístico. Relámpagos rá-
pidamente tapados, señales durmiendo en la memoria, piedreci-
tas que un Pulgarcito interior y providencial deja caer a lo largo
de nuestro camino y que realmente sólo nos avisarán cuando ha-
yamos llegado a buen puerto.
El jefe a la muchedumbre: "Os sorprenderé por mi ingratitud".
La muchedumbre a su jefe: "Te sorprenderé por mi amor". Deje-
mos a los historiadores la cuestión de saber si la naturaleza cam-
biante de los arrebatos de la masa modifica el hero instinct o el
group rnind. Lo que parece cierto es que "el nacimiento del amor
en Occidente" interesa más a los especialistas que su extinción.
Nosotros no lo hacemos mucho mejor que ellos, en lo tocante a
nuestro pequeño Occidente interior.
Cada punto de la red comulga con el culto del Patrón, quien es-
tablece el lazo entre todos y cada uno y por quien la cohesión lle-
ga a desconocidos a los que de otra manera todo separa. El centro
de las almas y el eje del mundo, se rivaliza por ganar o conservar
su amor (de nada es nunca absuelto el hombre) con un temor ob-
sesivo y mudo: perder su protección. Desmerecer. Decepcionar. En
ese caso, seréis expulsados de la tropa y la vida perdería todo sen-
tido. En Camiri, el aislamiento físico reduplicaba vértigos de re-
pudio -apaciguados de cuando en cuando por los mensajes y los
guiños de ojo. ¿No sentí yo, además, la mayor euforia cuando, al
llegar a Santiago de Chile, la víspera del primero de enero de 1971,
mi amigo Coco Paredes, íntimo de Allende y jefe de la policía chi-
lena, me entregó un telegrama de Fidel en el que este último me
daba pruebas de su afecto y me decía su alegría por verme libera-
do? Sí, conocí una mayor aún con la ceremonia del día siguiente:
cuando Ariel, uno de los responsables del departamente de Améri-
ca, encargado de Bolivia, vino a mi casa para entregarme en nom-
bre de Piñeiro, y no sin cierta solemnidad, la insignia de casta: una
Star 9 mm, de fabricación española. "La CIA y los fascistas se creen
todavía en su casa en Santiago", me dijo. "Con eso, al menos po-
drás pasear por la calle." Conservé esa pistola una decena de años
-hasta la generalización de los detectores en los aeropuertos.

Febrero de 1971. Hijo pródigo, vuelvo a casa. Todavía no es Francia.


Vuelo directo Santiago-La Habana. En Chile estaba de permiso.
Llega el momento de ponerse a disposición del Alto Mando.

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Había dejado a un jefe desgreñado, encontré a un Líder Máxi-
mo -ceñido de verdades flamantes. Nuestra primera entrevista
-una prueba de reajuste mutuo- no se celebró en su despacho sino
en la Casa de seguridad, en la ciudad, donde fui directamente con-
ducido desde el aeropuerto y donde me visitó al día siguiente de
mi llegada. Aún conservo en mi retina el monolito verde oliva en
el recuadro de la puerta que daba a la calle, macizo faraónico, im-
permeabilizado; una torpeza, como un apuro compartido. Ya no
éramos exactamente sincrónicos, a pesar de los abrazos. ¿Era yo
quizá el testigo algo molesto de un pasado superado, recuerdo
inoportuno? Se puso a alabarme la sagacidad, la solidaridad de la
gente de Moscú. Me volvía a la memoria nuestra última conversa-
ción nocturna a solas, cuatro años antes, sus invectivas exasperadas
contra los soviéticos, sus hombres sobre el terreno, sus mezquin-
dades y su apetito por controlarlo todo hasta la asfixia. Lo que ha-
bía en el individuo de "movido" o de inquieto se había paralizado,
como envarado. Ese febril se había vaciado en su estatura: como
si el segundo cuerpo del rey, el teológico, hubiera reabsorbido al
otro, el camal. Representaba, encarnaba. Todo a la vez: Yo-Parti-
do-Estado-Proletariado-Nación-Humanidad. Incrustadas una en
la otra, esas muñecas rusas constituyen un lastre de plomo, pesa-
do para la agilidad mental. Ya no podía tutearle; el usted se impo-
nía por sí mismo. Quien ha encontrado las llaves del poder eterno
irradia esa sacralidad interior que los historiadores de las religio-
nes llaman lo "numinoso". Una solemnidad totémica se había am-
parado de mi compañero, en camino de estar seguro de todo y
sordo a todos.
Yo había conservado la imagen de una revolución incierta, en
borrador y como búsqueda; descubrí a mi regreso un sistema de
gobierno racionalizado, jerarquizado y ceremonioso. Menos pa-
sional, más impositivo. Mis interlocutores se habían convertido
en responsables -es la suerte común de las aventuras que se su-
mergen en la adversidad del poder, cuando las pesadas gracias de
Estado ceban a una pandilla de compañeros como altos funcio-
narios de puestos asignados, separados por un protocolo, unos
cometidos intercambiables, un organigrama. El engrandecimien-
to del rebelde en jefe de Estado había producido aquí una buro-
cratización a la vista, a ritmo acelerado (el cálido invernadero
tropical acorta los plazos de germinación). La mutación de los
marginales en potentados estaba lejos de estar acabada, como si
los compañeros de las primeras horas ya no fueran admitidos a
compartir la tienda del Máximo Jefe. Muy pronto, el antiguo ca-

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marada (etimológicamente, quien comparte la cama) al que le ha-
bía tocado, en la Sierra Maestra, dormir bajo la misma manta de-
bería, por disposición reglamentaria, cuando se encontrara en su
presencia, mantenerse a diez pasos del Comandante en Jefe, fir-
me, con los ojos bajos. Está obligado a esperar a que el Máximo
le dirija la palabra para abrir la boca. El caudillo bonachón (al
menos: a mis ojos, inexpertos) de 1965 no vivía en un barrio re-
servado, donde todo paseante de civil pertenece a la Seguridad;
no tenía todavía los tres Mercedes blindados -berlinas estricta-
mente iguales para que nunca se sepa en cuál se encuentra-, los
centenares de hombres de las unidades especiales de protección
desplegadas en las calles de alrededor, todos los semáforos puestos
de antemano en verde en su camino, la ambulancia que le sigue,
el probador, 'el cámara filmando cada gesto, el chaleco antibalas.
Sus íntimos podían acceder a su despacho (las pocas veces que el
Jefe iba por allí) sin tener que dejar pistola, navaja suiza o lima
de uñas en el despacho del ayuda de campo, para pasar luego a
un pasillo iluminado, pórtico de seguridad disimulado detrás del
cual un oficial de la escolta igualmente disimulado les observa en
una consola de vídeo, hasta una puerta corredera cerrada que
sólo el Jefe, avisado por el micrófono por el susodicho oficial
que recita los nombres y cualidades del impetrante, puede abrir
desde el interior por telemando; y entonces, en el despacho trans-
formado en refugio antiatómico y antiquímico, la audiencia co-
mienza, cronometrada.
Otro hombre en otro país. El estiramiento soviético se había su-
perpuesto al dejarse ir criollo. A medio camino entre los fervores
caídos y el cartón piedra, el régimen, boa impedida, digería pesa-
damente sus reveses: la "salida" fallida del Che, la derrota de las
guerrillas en el exterior, el fracaso de la cosecha de diez millones
de toneladas, la quiebra de los planes agrícolas. Hice la ronda de
los amigos para unir los hilos, interrogándoles prudentemente so-
bre los cuatro años transcurridos. Su relato me dejó entrever un
poco del desorden eléctrico que había presidido en las grandes
batallas perdidas: la Lucha contra la Burocracia, la Ofensiva re-
volucionaria, la Cosecha gigante de azúcar ... La militarización de
la economía había alcanzado unos grados no ya retóricos sino or-
ganizativos. Fidel había disuelto los ministerios y enviado a los
comandantes a las provincias para tomar la dirección de la pro-
ducción, a partir de puestos de mando fijos construidos a partir
de la nada. Por lo demás, el "aparato" calcaba el modelo Gran Her-
mano. ¿Por qué ese súbito cambio? A esta pregunta ingenua, el

177
comandante Serguera, mi amigo "Papito", fidelista de la primera
hora, antiguo embajador en Argel y francófilo, no me respondió
directamente. Se dirigió con una sonrisa triste hacia su bibliote-
ca, hojeó Economía y sociedad de Max Weber y me lo tendió, sin
decir palabra, por la página titulada: "La institucionalización del
carisma". Todo estaba dicho, en efecto. La sovietización del Esta-
do permitía yugular a la pequeña nobleza militar aún turbulenta.
Al burocratizar el antiguo "Ejército rebelde", donde la nomenkla-
tura soviética sustituía los tres grados de los comienzos (teniente,
capitán, comandante), al someter el todo a un partido artificial
provisto de sus atributos decorativos -congresos, Buró político,
Comité Central, etc.-, el rey de guerra empujaba fuera a los incon-
formistas -todos los que, testarudos o corazones puros, no sabían
mentir. Pasada así por el molde, esta revolución en pleno vigor
quedaba lista para el envejecimiento precoz de las homólogas del
Este. Como esas ciudades completamente nuevas de América
del Sur de las que Lévi-Strauss observa que "pasan de la frescura a
la decrepitud sin detenerse en la vejez", las revoluciones de este si-
glo habrían pasado de la adolescencia a la esclerosis sin haber he-
cho una pausa en la edad madura. Una aurora soleada, un largo
invierno, una primavera abortada, el agujero negro: la pendiente
abrupta del "socialismo real" fue también, para muchos, la de los
comunistas individuales. ¿Pero no es un destino bastante común
-y no me excluyo del lote- ese salto del fervor al hastío por enci-
ma de la lucidez? ¿Quién no ha conocido a esos entusiastas pasa-
dos al otro extremo, a los que abandonamos tontos de remate sin
sospechar nada, y que encontramos en el umbral de la eda(l ma-
dura, astutos como zorros sospechando de todo ... ?

Allende tenía más del tío de América que del padre espiritual, y
como sobrinito impertinente, afectuoso aunque incrédulo, le visi-
té en varias ocasiones, hasta el mes de agosto de 1973, unos días
antes del drama. Ya tenía un papá sobre mis espaldas, que cabal-
gaba sobre millares de hijos adoptivos (cada uno creyéndose,
como es justo, el pequeño preferido, el discípulo reservado).
Y cuando se ha dado con un padre, esa rareza en vías de desapa-
rición, hay que intentarlo dos veces antes de abandonarlo.
¡Familias, os amo! Incluso demasiado ... La revolución, leí más
tarde, quería ser una ruptura con el pater familias. ¿Dónde tenía yo
la cabeza? Lamentable contrasentido: yo había hecho de ello, des-
de el principio, una revuelta por el Padre (el genitor biológico no

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tiene realmente nada que ver en el asunto). Tan frustrado de admi-
ración y de sujeción que pedí más patriarca. Padre nuestro que es-
tás en los cielos, dadme aquí abajo un padre individual, vertical y
severo, un gigante que me levante del suelo en un periquete, me su-
jete soóre sus hombros y me haga ver a los enanos, mis congéne-
res, de~de toda su altura. Me hacía el niño para salir de la infancia,
¿pero cómo romper el cascarón sin alguien con quien reunirse a lo
lejos, tanto más irresistible cuanto más extraño a nuestro mundo?
El don de sí nos hace crecer elevándonos a las alturas super-
.terrestres donde reina el Epónimo: el Fidel de los fidelistas, el La-
can de los lacanianos, el Mitterrand de los mitterranistas ... o el
Cristo de los cristianos. El clan "liberación" me había ofrecido esta
familia sobrenatural, si no contra natura, desafiando la fatalidad
tan bien resumida por Napoleón III que algo sabía de esto: "Se so-
porta a la familia, se elige a los amigos". Mi castrador de reempla-
zo, después de todo, sólo se lo debía a mis méritos -razón de más
para aferrarse a él.
El torniquete de las afiliaciones, que rompe una familia para
rehacer otra, es más molesto o divertido, las dos cosas sin duda,
en el lado izquierdo. La orilla opuesta se juega el todo por el todo en
la economía, término griego que designa todo "lo que atañe a la
casa", mientras que la antigua derecha exaltaba la obediencia,
la natalidad y los buenos padres de familia (el ideal reaccionario
venía a ser la transformación de un pueblo en una gran familia). La
izquierda, por tradición, rechaza los valores de naturaleza y de he-
rencia, en beneficio de la libertad individual y de la voluntad gene-
ral. El aprieto viene de que sólo se puede dar cuerpo a ese rechazo
de lo natural introduciéndolo en las familias de sustitución no me-
nos asfixiantes que la biológica --partidos, sociedades o asociacio-
nes. Por suerte, llegan de cuando en cuando los tiempos de guerra
para hacer saltar esos corsés; entonces se constituyen otros con
nuevos gastos, a PL\lso: redes, movimientos clandestinos, grupos
paramilitares-, esos hogares sin estado civil. El "aparato" cubano,
pequeña familia cálida y ruda, había sido a lo largo de mi encarce-
lamiento mi cuerpo de referencia, mi puerto de amarre -que me
enviaba, por diversos rodeos (mi compañera en primer lugar), ins-
trucciones y ánimos. Trabajaba en un plan de evasión cuando la
llegada de un gobierno de izquierda a La Paz, en 1970, lo dejó sin
objeto. La comunidad de los riesgos es la más adherente de todas:
voluntaria como un contrato y fusionadora como una tribu.
Desafiliarse, matar al Padre, dar con otro, afiliarse de nuevo,
matar de nuevo ... Ahí está la dicha de Sísifo: en la búsqueda de

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una sociedad perfecta, comulgante y no comunicante, ese círculo
mágico del que el ashram y el kibutz, sobre todo para quien nun-
ca fue allí, dan, de lejos, la imagen más aproximada. Ese festín en
el que se abren todos los corazones no es un espejismo; he comi-
do en su mesa -la Nochevieja de 1967, en la plaza de la Revolu-
ción de La Habana, donde cien mil cubanos banquetearon codo
con codo, con congri, cerveza e himnos. Al menos ésa es la ima-
gen que yo conservo. La batida de una familia libre -que los pesi-
mistas juzgarán equivalente a un círculo cuadrado pero que no
podemos impedirnos imaginarla perdida por descuido y por tan-
to recuperable mañana- es lo que parecen ser las militancias para
una adolescencia prolongada. Queremos ser reconocidos, que se
hagan cargo de nosotros, que un calor y un tutor venga a tener
bajo sus órdenes al solitario que nos negamos a ser, al desampa-
rado en que tanto nos costará convertirnos. Estamos dispuestos a
sacrificar ese hermoso fantasma, nuestro poco de soberanía,
nuestra apariencia de dignidad. Por fuerza, los trabajos de duelo
cansan; nos hacemos a la idea de no ser amados, de dar vueltas
sin padre, a la buena de Dios; sustituimos a los compañeros por
amigos, algunos; y sobrevivimos, al margen, sin volver a pensar
en los días elegidos. Hacerse mayor, en suma, no es ir por la no-
che a las reuniones. Es, entre dos tristezas -quedarse solo en casa
o quedarse frío en medio de los exaltados-, elegir la menor.
Desde luego, el "asesinato del Padre" es un cliché que permite
quedar bien. Como si yo hubiera sido un hijo particularmente
sanguinario. Sólo tuve que levantar actas de defunción, una tras
otra, sin precipitar las cosas. Mis padres se suicidaron moral-
mente por su cuenta, como unos mayores. Althusser acabó como
asesino; Castro, tirano; Mitterrand, consensual. Aquí es donde
cierro mi redoble de tambores para proceder dignamente a los fu-
nerales. Mi declaración de quiebra: un registro obituario.

Vivir dividido, dividirse para sobrevivir, es el viejo ardid de los hi-


jos compartidos, nadadores entre dos aguas. En la dependencia
estalinista, el chantre esquizofrénico y el potentado paranoico
componen una pareja clásica (digamos, para el formato grande,
Ehrenburg y Stalin, Aragon y Thorez). A escala minúscula, mi
desdoblamiento era sin doblez. Si no era más inteligente, me que-
daba de corazón. Tiene sus tácticas el corazón, sus combates de
retraso, sus astucias. Sabe sin saber. No quiere saberlo. Sabe muy
bien pero sin embargo ...

180
Defensa elástica. Se evacua una posición avanzada, insostenible,
por una segunda más atrás que parece más segura -el tiempo de
ver. En 1968 el comandante había aprobado, aunque con sobren-
tendidos y circunloquios, la invasión de Checoslovaquia por lastro-
pas del pacto de Varsovia; y este desengaño, que mi compañera me
hizo saber durante una visita a Camiri, contribuyó no poco a ha-
cerme recuperar mi condición de europeo -abofeteado. Escribí una
carta dirigida al Jefe para comunicarle mi desacuerdo desolador,
pero circunscrito. De ahora en adelante, le decía educadamente,
sólo tendría jurisdicción sobre América Latina; sobre mí, ya que
me encontraba allí atrapado; pero para Europa y el resto, del que
no conocía nada, ¡que sea lo que Dios quiera! Esta primera ruptu-
ra de incondicionalidad nadaba bastante bien entre dos aguas. El
"caso Padilla" (autocrítica policíaca de un buen poeta cubano) me
sorprendió poco después de mi salida de prisión y no arregló las co-
sas, obligándome a refinar la restricción mental. Los europeos que
protestaron me llevaban la ventaja de haber pasado sólo algunos
días en La Habana; asqueados, esos intelectuales evocaban un re-
surgimiento del estalinismo y no escondían su rencor de antiguos
simpatizantes. Yo elegí hacerme el idiota; ¿no era acaso todo este
asunto una idiotez? Instinto de conservación. Un estudio más de-
tallado, un diagnóstico más ajustado, ¿no me habrían llevado por
deducción a persuadirme de: 1) que había soportado casi cuatro
años de cárcel por un error de apreciación; 2) poco a poco, mis ca-
maradas, el Che incluido, deberían haber sido mis adversarios, y 3)
que yo mismo estaba para el asilo? En cuanto al primer punto, era
un poco pronto; en cuanto al segundo, todavía ahora lo excluyo ins-
tintivamente; sólo puedo admitir el tercero. De paso por París, en
1971, f1.ü a visitar a Sartre a su estudio del boulevard Raspail, Es-
taba solo. Me abrió la puerta con aspecto huraño, me invitó titu-
beante a sentarme, y me escuchó con aplicación hablar ante él en
favor de una mala causa perdida: la revolución asediada, la man-
cha sin significado, no hacerle el juego al enemigo, etc. Me replicó
que Castro ya no era el que él había conocido en los tiempos en que
escribía en France-Soir "Huracán sobre el azúcar", que se pasaba
sin darse cuenta del lado de los opresores y que todo eso le traía
malos recuerdos, la Unión Soviética y compañía. No me atrevía a
contestarle que "todo eso" me los traía a mí muy buenos, y que la
tasa más alta de escolaridad del continente latinoamericano bien
valía el exilio interior de un poeta. Ni que Castro, al lado de Mao
que el Sartre maoísta dejaba adular en tomo a él, seguía siendo un
monaguillo. Nos separamos cada uno contrariado con el otro; él

181
llevaba veinte años de adelanto, y yo diez de retraso. Fue nuestra
primera y última entrevista a solas. ¿Así que Cuba no era una tierra
de felicidad y de libertad? ¡Pues sí que estamos bien! La felicidad,
replicaba yo, es para los gilipollas; la libertad, para los ricachones.
Que Herberto Padilla y sus amigos me perdonen, no estaba en mi
mejor forma.
El "corazón" se las apaña para ponerse en regla con la razón. Pa-
gué así tributo a la inteligencia crítica (lip service, dicen en inglés)
redactando una autocrítica "orientada al porvenir", con lenguaje
estereotipado. Fue La crítica de las armas, en 1973, tres volúmenes
de informes sobre el fracaso de la guerrilla "foquista" en Venezue-
la, en Guatemala y en Bolivia, después de una investigación, entre-
vistas y recogida de documentos. La cosa apaciguó mi compulsión
plumífera (ni un desastre sin atestado, ni un asalto al cielo sin un cro-
quis de las escaleras y un alzado de las nubes). La empresa, tan ári-
da como inútil, me ocupó dos años completos; un fiasco perfecto;
demasiado militante para los simples curiosos; no lo suficiente
para los protagonistas. Tenían razón al no leerlo: la racionalidad
analítica jamás ha hecho que la causa de los pueblos adelante.
Retomé la tradición de las caminatas por la montaña detrás de
Fidel. Me acuerdo de haberle sorprendido una tarde con un fide-
lismo exagerado. Se había encaprichado entonces con chismes a
la japonesa, desde el reloj de cuarzo a los minitransistores, pasan-
do por los nuevos equipos de exterior. Una tarde, al pararse para
montar el campamento cerca de una fuente, en un claro, se puso
a sacar de su mochila ultramodemas hamacas, nailon, uniforme
de recambio, escudilla, antorcha, de materiales ligeros, a extender-
los sobre la hierba y a detallamos las ventajas de cada artículo. No
pude resistirme a sacar, en voz alta, la conclusión de esas demos-
traciones. "En resumen", le dije, "cuando la mochila del guerrillero
haya pasado de veinticinco a doce kilos, el mundo habrá cambiado
de fase." Como no soportaba los juegos de palabras, el Jefe torció
el gesto y se apresuró a frenar mi seguidismo incondicional: "Dan-
ton, vas más rápido que la música", me respondió sin discutir la
hipótesis misma. Fue a la fuente a calcular en cuánto tiempo po-
día llenarse una cantimplora vacía. Tenía el don del infantilismo
serio. Niño travieso pero siempre metódico.
El mejor remedio para el ateísmo naciente: las devociones. En
aquellos años me reincorporé al entrenamiento. En Bolivia nada
había terminado; en el Salvador, adonde iba Roque Dalton, todo
volvía a empezar. Había que prepararse. La Gringa me daba ejem-
plo: esta bella alemana, militante del "Ejército boliviano de libe-

182
ración", regresaba de Hamburgo -donde había ejecutado a un
alto torturador de la policía boliviana- y preparaba su regreso a
La Paz, donde pronto sería a su vez muerta. Con ella y Giangia-
como Feltrinelli, el editor de El doctor Zhivago, que había venido a
La Paz poco después de mi detención, en 196 7, enviado por Cuba,
formábamos un trío. Seguíamos juntos un entrenamiento en Pun-
to Cero. Giangiacomo era tan nulo en química como yo, pero mil
veces menos razonable en política. Se encontró su cuerpo despe-
dazado algunos meses más tarde, al pie de un poste eléctrico gi-
gante cerca de Milán, donde había intentado aplicar, torpemente,
nuestros apuntes de clase. Me contaba proyectos peregrinos de de-
sembarco en Sicilia, de maquis en los Alpes, de sabotaje. No me lo
tomaba en serio. "No digas gilipolleces", le decía en voz alta, mien-
tras manipulaba mis hilos y mis pilas sobre un jergón, "esas cosas
no tienen que ver con Europa, no te confundas de época". Este ar-
tesanado no tenía otro destino, evidentemente, que la América de
los dictadores. Me miraba sin decir nada, con sus ojos de miope,
las gafas en la punta de la nariz, con una suave sonrisa, convenci-
do de que el fascismo estaba a las puertas de Roma, que los "ne-
gros" preparaban un golpe de Estado y que sería necesaria de
nuevo una Resistencia bis. Los revolucionarios viven y mueren
por metáforas. Ese hombre generoso había puesto en práctica el
"dejad todo" de André Breton, abandonando su editorial, sus mi-
llones y sus castillos para establecerse como proletario en una
clandestinidad defectuosa, a ver si recreaba los partigiani y cantaba
a coro Bella Ciao como en los buenos viejos tiempos. Muerto en
el campo del honor de las analogías. Uno más. Honor para él.
No era el pacto con el diablo, sino el peso de las connivencias,
las deudas de gratitud. Mis camaradas cubanos eran los únicos
que sabían que yo había mentido en toda regla a lo largo del jui-
cio. Mi sistema de defensa fue: observador, periodista, bobo de
paso. Eso no se sostenía pero, además de estar muy dotado para
dármelas de imbécil. eso dejaba a La Habana fuera de la causa.
Es verdad que había llevado un arma y participado en la primera
emboscada; había disparado, sin duda no había matado; no había
venido a entrevistar a nadie sino a recibir instrucciones. El gene-
ral De Gaulle había telegrafiado a Barrientos. Pero los cubanos,
mucho más que los franceses, habían orquestado mi salvamento
inspirando las campañas de solidaridad, inflando el asunto, acre-
ditando urbi et orbi mi papel de idealista desorientado. Nunca se
sabe qué mal saldrá de un bien. Al querer salvarme, mis amigos
le habían cerrado, sin saberlo, toda puerta de salida al Che. Los mi-

183
litares no fallaron, era de cajón, al calcular las repercusiones que
habría supuesto un Guevara vivo en sus manos. Si eso no fue
determinante, pudo tener su importancia. He contado por'lo me-
nudo en Las máscaras el lío político-policíaco -es inútil volver so-
bre ello, así como sobre el papel molesto jugado en segundo plano
por el argentino Bustos, detenido conmigo. La desproporción en-
tre el ruido que hicieron en torno a mi caso y la función muy se-
cundaria que había cumplido explica, creo, mi diligencia. Como
no había merecido tanto honor, debía recuperarme después.
No sabemos nunca las consecuencias de lo que hacemos, o no
hacemos. Apenas ayer supe de un curioso encadenamiento de
causa y efecto. Fui a explorar el Alto Beni, una zona accidentada
muy propicia para la guerrilla, al norte de Bolivia, en el verano de
1967. Antiguos conocidos me vieron y los comunistas lo supieron.
Mi presencia alertó al secretario del Partido Comunista, Mario
Monje, que llegó a la conclusión, acertadamente, de que Fidel le
había mentido al pedir que ayudaran al Che a volver a Argentina
y al asegurarle que los guerrilleros tan sólo estarían de paso por
su país. Ayudé involuntariamente al Partido Comunista a com-
prender que el primer objetivo era por supuesto Bolivia, ¿si no
por qué un "agente cubano" inspeccionaría y atravesaría una zona
situada al norte del país si la frontera con Argentina está al sur?
Fue entonces cuando el aparato clandestino del PCB se las inge-
nió para empujar al Che hacia la salida, incitando a otros agentes
cubanos a elegir como zona de operaciones el extremo sur boli-
viano, zona desierta totalmente contraindicada, una auténtica ra-
tonera.
Ésa es la verdadera responsabilidad: aquella de la que no po-
demos responder, y que descubrimos veinte años después. ·

La Habana, 1973, 1976, 1979. El Komintern latino se había para-


do en seco, como la ofensiva guerrillera; ya no había escapatorias
como forma de evasivas. Era forzoso abrir los ojos sobre lo que
sucedía, y que yo no quería ver, y no sobre lo que mañana cam-
biará todo. Fue en esos años de "reflujo revolucionario" cuando
logré explicarme claramente el malestar que sentía en cada es-
tancia en la isla, y especialmente esa curiosa impresión de que, en
una sociedad en principio orientada hacia el porvenir, los indivi-
duos no tenían, por así decir, ninguno. Si la igualdad de oportu-
nidades es en países capitalistas un ideal materialmente fuera de
su alcance, Y demasiado escarnecido por la desigualdad de las

184
condiciones entre los barrios de una misma ciudad, entre París y
sus suburbios, entre el campo y la ciudad, la desigualdad feudal,
reino del hombre sobre el hombre en estado puro, se revela aún
más desesperante.
El dinero o el Partido. Dos fetiches, dos añagazas: económica en
el capitalismo real, política en el antiguo socialismo real. Donde do-
mina el dinero la esperanza está permitida, puesto que el juego está
abierto, hay margen; donde domina el Partido está cerrado, y el
margen significa la exclusión definitiva. Reina el numerus clausus.
Hay que ser miembro del Comité Central para tener coche, y esta
pertenencia se decide desde arriba: nadie tiene su vida en sus ma-
nos. La sociedad comunista era una sociedad de estatuto, si no lo
era de casta, en la que el acceso a las cosas era decidido por unas
personas: el caso de la figura feudal. En Cuba los comandantes
concentraban todos los poderes: militar, político, económico y es-
piritual. En el caso de la figura capitalista, el acceso a la gente está
decidido por las cosas y las vías del éxito pueden ser diversas. Si
una está cerrada se puede intentar otra. Nuestras dependencias son
más anónimas, y sobre todo disociadas: si mi banquero me niega
un crédito, al mismo tiempo un ministro puede recibirme y el di-
rector jefe de mi periódico abrirme su sección de cartas de los lec-
tores. En un país en el que una cabeza entraña todos los cuerpos es
imposible andarse con rodeos con la jerarquía, es uno u otro: el di-
nero, la influencia y el renombre. De ahí un eje de separación que
no opone cardinalmente el rico al pobre, sino el poderoso al débil,
los grandes a los pequeños. "En el vocabulario carolingio", escribe
Duby, "la palabra pauper marcaba ante todo la sumisión al poder;
no se oponía a dives (el rico) sino a potens".
Sin duda no era una sociedad de casta o de orden en sentido
estricto, donde preeminencia y relegación se reciben en la cuna.
No obstante, si puede haber aparentemente comunismo en lo ca-
rolingio es que la oposición del "poderoso" en la cima al anónimo
más abajo se daba en Moscú y en otras partes por un fundamen-
to moral, cuando la del rico al pobre, entre nosotros, se da por un
estado de hecho. Además, la escalada de las alturas dominantes,
en el sometido del socialismo real, no podía constituir el objeto
de las mismas expectativas, ni siquiera de una competición pla-
nificable -vistos los imprevisibles bruscos cambios de línea y la
arbitrariedad de las alturas (los milagros de ascensión se pagaban
con otras tantas desgracias inexplicables). Un pequeño patrón en
quiebra tiene estadísticamente más posibilidades de rehacerse
que un pequeño jefe comunista destituido de volver a salir a flo-

185
te. El pobre, entre nosotros, tiene razones para envidiar al rico,
pero al menos no tiene ninguna para inclinarse ante sus cualida-
des morales. El ganador capitalista ha ganado la lotería, 'pero el
hombre de piedra se supone que está hecho de piedra: allí, nada
de lotería ni de juegos de azar ... El débil feudal envidia pero debe
también admirar al potens, cuyos discursos de justificación son
los de la religión impuesta a todos, de modo que el grande -ven-
taja agravante- se supone que encarna los valores del pequeño.
De donde resulta una movilidad social escasa, una "sociedad blo-
queada", no por disfunción sino en su propio origen.
En Cuba, el "deber internacionalista" permitió en cierta medi-
da desbloquear la esperanza de la gente de abajo (varones y en
condiciones de empuñar las armas). Válvula de seguridad exte-
rior, la expedición a tierra santa para luchar con los infieles vino
en el momento oportuno, en los años setenta, al democratizar el
privilegio de cruzada, que pasó entonces de las tropas especiales
al ejército regular. Contra una indulgencia plenaria concedida por
el Líder Máximo, varios centenares de miles de reclutas y de ofi-
ciales fueron firmemente invitados a ganar puntos de santidad en
ultramar, Angola y Etiopía. Templarios al partir; al regresar, men-
digos.
La desventura de esos misioneros, inevitablemente me hace
pensar en ese capítulo de La fenomenología del espíritu titulado
"La lucha del amo y del esclavo", fragmento de valentía del que
fueron, de mala gana, un buen ejemplo. La palabra clave de esa
célebre odisea de las conciencias, una de las más utilizadas en
Cuba, es "prestigio". Se recitaba entre los revolucionarios como
un verbo, al derecho y al revés. Nunca medí su peso de vida y de
muerte como en el momento en que, en nuestro campamento en
Nancahuazú, "Marcos", el comandante Pinares, contestó al Che
que acababa de humillarle en público tratándolo de cobarde y
mujerzuela: "Mejor muerto que desprestigiado". Los dos hom-
bres, en cierto modo, representaban una vez más el drama del re-
conocimiento tal como, ciento cincuenta años antes, Hegel lo
había muy exactamente diseccionado. Permítaseme un poco de
filosofía; no por el placer del comentario escolástico, sino porque
incide aquí en lo más vivo. Una conciencia, para ser conciencia de
sí, debe hacerse reconocer por otra conciencia de sí. El hombre se
distingue del animal porque en él la conciencia de la vida se ele-
va por encima de la vida, y en que su deseo de ser reconocido por
otro sobrepasa el de perseverar en su ser. Ciertamente el hombre
es un lobo para el hombre, pero un lobo espiritual. El lobo ani-

186
mal lucha por la vida; el lobo espiritual lucha por la muerte, si tal
es la condición para que sea reconocido por su amo como igual o
superior a él. Al poner su vida en juego, el prestigioso muestra
que se ha liberado del primero de los esclavismos, el de la vida. Se
coloca como hombre libre, frente al vil que se niega a someterse
a la causa (aceptando, por ejemplo, las misiones peligrosas del Co-
mandante en Jefe) porque prefiere la pequeña existencia del me-
nesteroso, sufriendo la resistencia de las cosas, transformando
. día tras día sus condiciones materiales de existencia. El riesgo de
muerte, en el vasallo que aspira a la soberanía, forma parte de una
estrategia inconsciente de dominio ya que es la proeza de fe y de
sangre la que constituye al amo como amo de los serviles. Pero la
historia de la abnegación no se detiene aquí. El "Patria o Muerte"
se remite a la muerte, es pues un ser esencialmente moral; el gu-
sano (apodo para "villano") se remite a las cosas, es un animal
económico, hundido en el universo de la necesidad. Tembló de
miedo ante la idea de perderlo todo, y esquivó este miedo en el
trabajo. Porque el esclavo trabaja, aprende un oficio, se las arre-
gla, hace chapuzas, trafica, se larga a Miami, se busca un curro,
funda una empresa. Durante ese tiempo, los amos delegados, los
comandantes que deben todo a la revolución, es decir al Jefe, se
van a hacer reconocer imaginariamente por él en Venezuela, en
Etiopía, Yemen, Angola, Nicaragua. Afrontan la muerte, pero no
la materia. La política, pero no la economía. Y los supervivientes
que vuelven a casa, a Cuba, se ven a los cincuenta años coroneles
o generales sin un céntimo, con sus tres huevos a la semana, sus
dos litros de gasolina al mes y una nevera estropeada por las ave-
rías eléctricas. Recientemente se veía en La Habana a un general
en la reserva mendigar a la salida de una "tienda diplomática"
para extranjeros. Mientras tanto, desembarca en la casa vecina el
primo de Miami con las manos llenas de regalos. Se había mar-
chado en el éxodo ,de Mariel, en 1980, y su primo el general, en-
tonces capitán, había ido al puerto de embarque, vestido de civil,
a tirar huevos podridos al infame, al mezquino, al traidor, con mi-
llares de "revolucionarios" llevados al lugar en autobús, por la
buena moral de las tropas y los cámaras extranjeros. Y he aquí
que diez años después el antiguo "gusano" se pavonea regiamen-
te por su antiguo barrio. Incluso va a ofrecerle a su antiguo per-
seguidor un billete de cien dólares -el equivalente de un año
de salario o de pensión para el caballero apeado. El ex humillado
humilla a su amo, el cual pasa a estar inexorablemente bajo su de-
pendencia, financiera, mental, material. El antiguo miembro de

187
"Liberación", el samuray jubilado, o en prisión (por poco que su
amo y señor haya juzgado útil ponerlo a la sombra), descubre en
ese instante que la vía del dominio era un callejón sin salida y la
de la servidumbre "la verdadera vía de la liberación humana" (por
retomar los términos de mi maestro Jean Hyppolite, en su Géne-
sis y estructura de "La fenomenología del espíritu"). Descubre la va-
nidad del ideal de prestigio, que había hecho suyo, para conseguir
el reconocimiento de sus pares y la decisiva, del amo de los amos, el
Comandante en Jefe. Su vanidad o, más exactamente, su perver-
sidad, porque entrevé, al acercarse a los sesenta, que el deseo que
antaño sentía de combatir y de morir le había sido insuflado por
el amo absoluto, que este encantamiento no era realmente el
suyo, y sólo tenía como función última colmar el incolmable de-
seo del Supremo -deseo de ofrecerse como espectáculo la vida y
la muerte de sus subordinados para gozar, a través de ellos, de su
propio poderío. El Jefe erigió en religión nacional la concepción
sacrificial del mundo, al tiempo que prefería, para su propio go-
bierno, una concepción más sobriamente conspirativa. Muchos
súbditos murieron de credo oficial; él vivió, buen gestor del sa-
crificio de los demás. Pero contrariamente al amo espiritual, el
amo de los cuerpos tiene un defecto en su coraza; no se remite a
su poder inmediatamente; su poder efectivo pasa por la media-
ción de los que creen en él y en su poder, como para aceptar ser-
virlo y morir por él. Aún más fiduciario que el maestro de lo
sagrado, del saber o de las artes, el amo de la espada domina a
crédito, en razón de la reverencia que le manifiestan sus víctimas.
Es su deudor, como Dios, en el fondo, lo es de los hombres, que,
si no creyeran en él, le habrían hecho desaparecer.
En 1958 un campesino muy joven cogió las armas en la mon-
taña. En 1965 parte con el Che para África y en 196 7 le sigue de
nuevo a Bolivia. Superviviente y ascendido a coronel, le da una
paliza a su vecino de rellano que quiere refugiarse en una emba-
jada. Unos años más tarde, al descubrir que le han engañado, re-
cupera el alma del rebelde. Entonces, abandona uniforme y pistola
y se vuelve a plantar tomates a su granja. "La mejor respuesta a
ese poder es el no poder", me decia ayer Benigno, héroe curtido
de su país, superviviente de diez misiones peligrosas y que ha
vuelto a su arado. Nada de estilo Gandhi o Cincinato. Este cam-
pesino-soldado valiente y lúcido ha comprendido lo que sucede
cuando no se quiere desarmar para defender con uñas y dientes
su puesto de jefe: uno se subleva tras Bolívar y se forja un Tapio-
ca. Él ya no soporta el bloqueo como coartada, la reconstrucción

188
sin tregua del enemigo, la defensa de la patria como medio de po-
licía. No es lo mismo, en efecto, establecer una dictadura de ex-
cepción para hacer la guerra, que hacer la guerra perpetuamente
para legitimar una dictadura de por vida. Para realizar ese distin-
go desde el interior, cuando no se ha ido a la universidad a leer
Hegel e Hyppolite, se necesita rumiarlo veinte años. Personal-
mente, los buenos autores no me han permitido hacerlo mucho
más corto.

Lo que además saben presidentes, generales, cardenales y agentes


secretos -a saber, que es más difícil hacer la paz que hacer la
guerra; mandar tropas a un territorio que evacuarlas; exfiltrar un
agente que infiltrarlo; colgar que tomar los hábitos-, los "profe-
sionales"· se cuidan bien de advertírselo a los jovenzuelos. Estos
últimos deberán aprender a sus expensas que cuesta más desen-
gancharse que engancharse. Yo ya no era un barbilampiño, pero
me empeñaba en retomar el servicio. Lo que prueba que en estas
materias el sentido común no es lo que nos activa o desactiva.
Después de mis semiintelectuales descubrimientos semi físicos -la
nación y el odio-, lógicamente habría debido concluir, y en honor
al errare humanum, perseverare diabolicum, cambiar de actividad,
volver a las bibliotecas. Dejar mi mochila, volver página. No hice
nada de eso. Con el Jefe y los suyos, sin casi ya ideas en común,
conservé muchas afinidades. Hasta marchar a Nicaragua en 1979
para luchar con el uniforme sandinista. Nadie me empujaba a ir,
y mucho menos los cubanos, que me frenaron lo mejor que pu-
dieron reteniéndome en La Habana, desde donde se dirigían las
operaciones. De hecho, llegué a Managua el día de la "victoria";
sólo pude participar en las "operaciones de limpieza" contra la
guardia nacional de Somoza replegada hacia el norte del país.
Se puede hacer una cosa con conciencia y aplicación sabiendo
que es idiota de manera inconsciente; también se puede, a la in-
versa, dejar que su inconsciente os dicte acciones que se rechazan
en conciencia. Si el revolucionario es aquel al que animan una
clara seguridad en el porvenir, la certeza de tener razón, la nitidez
de perspectivas (de una manera que él llamará "espantosa" cuan-
do haya dejado de serlo pero que por el momento le parecía la
más natural, la gran salud del espíritu), yo ya estaba demasiado
perplejo, en los años setenta, para tomarme por tal. Al mismo
tiempo que me llamaba abiertamente reformista, para Europa, al
mismo tiempo que hacía concienzudamente mi autocrítica, se-

189
guía predicando la revolución en América Latina. Con toda mi
mala fe -que no excluye la buena fe de las conductas, en la su-
perficie. Eso, creo, para enfrentarme con dos sentimientos Ilegados
de una zona más oscura que aquella en que tejen, se deshilachan
y se zurcen nuestras convicciones sucesivas (la conciencia y los
sentimientos juntos, eso sería demasiado hermoso): la culpabili-
dad del superviviente, que nos impulsa a damos prendas, y el
miedo al orfelinato, que nos disuade de soltar amarras. Lo que
acabé por hacer, poco a poco y sin demasiado desgarramiento, a
medida que pude echar el ojo a unos padres adoptivos más natu-
rales, me atrevo a decir, y, muy rápidamente tras Allende, el pro-
pio Franc;:ois Mitterrand. Desnudaba a un rey para vestir a otro.
Los reyes mueren como los padres, la paternidad es inmortal. La
verdad sea dicha, sólo pude gritar "¡El rey Fidel ha muerto!" en el
momento en que pude encadenar, igual piedad, igual aliento, con
"¡Viva el rey Franc;:ois, su roble y su rosa!". Un espectro expulsa a
otro -así sobreviven las almas militantes.
En esos cambios de personas en la cima se pueden ver señales de
inmadurez; o bien descubrir a través de ellos los movimientos pen-
dulares de un empecinado querer vivir. Descreer, desafiliarse, es mo-
rir un poco. Hay que aferrarse, prolongar el arrendamiento para
paliar el incesante aplazamiento de las promesas. Nancahuazú,
Santiago, La Habana: creemos que hemos llegado, no es más que
una escala para aprovisionarse de agua y de víveres y levar anclas de
nuevo, mal que bien. En 1965 yo había seguido la vuelta a un pri-
mer plano de las esperanzas de Europa en el Tercer Mundo; en 1975
yo volvía a marchar en sentido inverso para salvaguardar lo que me
quedaba de fe -traspaso de esperas del Tercer Mundo hacia una re-
pública socialista de Europa, bomba anidada en el corazón del
Viejo Mundo. "Y si la noche es larga, es que ya llega el día": esta se-
guridad astronómica (que Brecht ha usado mucho) me ha protegi-
do durante mucho tiempo del desengaño terminal -ese momento de
vacío, que nuestras supersticiones conjuran mal que bien, en el que
Godot descubre que no había nada que esperar, y no más allí que
aquí. El acceso a la edad adulta, parece ser. Final de las hermosas
certezas, de las suertes que tentar, de las alucinaciones del amor.
Consunción general. Los ojos se abren, y las zapatillas salen del ar-
mario. Un enésimo desencantado se arrincona, con regreso emo-
cionado a sus extravagancias de juventud, a punto ya para la puesta
de las Memorias. "Espectador comprometido" -se llama uno enton-
ces- para ganar en los dos tapetes; y veneramos esta sabiduría de las
naciones, sentencioso disimulo de abandono. Pobres de nosotros.

190
Varadero, 1979. Luis Alberto L., a pesar de su nombre, es de ori-
gen y familia franceses. Llegó a Cuba en 1957, se unió a los re-
beldes, combatió con el Che en Santa Clara. Lo conocí en 1961;
era primer teniente y trabajaba en la Dirección política de las
fuerzas armadas. Daba clases en la terraza del ministerio, a partir
del manual de Politzer. Abandonó el uniforme en 1968. El partido
lo consideraba un poco "libertario", incontrolable y vagamente
sospechoso. Fidelista de corazón, ejerce el psicoanálisis en el
. Hospital nacional. Cansado de la "espionitis" ambiente, me habló
de sus ganas de marchar a Nicaragua. Aunque yo tenía las mis-
mas ganas le aconsejé más bien que regresara a Francia. Ya no
tiene allí lazos ni, añade, motivaciones. Espera que la revolución
centroamericana se muestre más abierta, más acogedora con los
alógenos, con los marginales. "Quizá", le dije, "pero actúa rápido.
Esto no durará". Mostró su acuerdo, pero con una sonrisa un
poco triste.
Nadie, con el pretexto de que ha servido a los mantenedores del
statu qua, me apartará de la idea de que las sacudidas colectivas, por
variable que sea el designio visible, obedecen a las reglas de las ma-
reas, simplonas, incorregibles y recurrentes, como las atracciones
de la luna y del sol sobre el mar. Entre esas '1eyes de bronce" que pa-
recen actuar con la regularidad de una bomba aspirante e impelen-
te, como la clásica sucesión de los místicos por los aprovechados, o
de la comunión de los creyentes por la coalición de los apetitos, no
veo otra más depresiva que la acogida fraternal dada a los simpati-
zantes extranjeros; seguida, algún tiempo más tarde, de su margi-
nación a la sombra o a la muerte. Ninguna constricción más
repetitiva -desde París 1789 hasta La Habana 1959-, y menos estu-
diada por los historiadores de las revoluciones (de las que esta xe-
nofobia es la zona de sombra preferida), que ese repliegue territorial
del género humano, esa retracción de los deseos de universalidad de
los origenes bajo el \'.hovinismo sin pudor de los finales de ciclo. Los
sans-culottes de 1790 adoptan al venezolano Miranda, al prusiano
Anacharsis Cloots, "amigo del género humano", al "citizen Paine";
tres años más tarde están en el agujero o huidos. Los bolcheviques
de 1920 acogen con los brazos abiertos en Moscú alemanes, france-
ses, americanos, indios, etcétera, que serán los primeros opositores
y los primeros fusilados. Y el falso rostro del Komintem fue final-
mente disuelto en 1943. La "patria en peligro" ya no canta La Inter-
nacional. Los hijos de la revolución mundial se reconocen como
hermanos -pero la caza nacional de brujas sabe de entrada distin-
guir entre el primo por alianza y el hermano de sangre.

191
Yo vi prevalecer el derecho de familia sobre el derecho a las afi-
nidades en el Caribe, donde fueron inexorablemente apartados, al
hilo de las crisis, los millares de voluntarios por las nuevas legio-
nes de Bolívar -empezando por Guevara el argentino (cuyas car-
tas de adiós, hechas públicas prematuramente, hacían imposible
el regreso a Cuba). Los dos franceses o binacionacionales que ser-
vían en el Ejército Rebelde no duraron mucho, una vez que la
guerrilla terminara. En el Chile de Allende el mismo proceso, ade-
más amortiguado, hasta que la junta militar, para hacer la heca-
tombe menos inaceptable, orienta sus proyectores sobre los.
"mercenarios extranjeros". En Nicaragua los "internacionalistas"
argentinos y chilenos, salvadoreños e incluso cubanos, fueron más
o menos sutilmente devueltos a sus casas para no herir el senti-
miento popular. ¿Pero por qué buscar lejos? ¿Qué suerte reservó la
República española a las Brigadas Internacionales? ¿Y la Resis-
tencia francesa a los resistentes españoles, a los judíos polacos de
la MOI, a los "nombres impronunciables" del Affiche rouge? ¿Qué
huellas han dejado en las placas de nuestras calles o en nuestros
manuales escolares?
Los voluntarios y aventureros que prestan ayuda a una in-
surrección extranjera porque les habla a su corazón y dice luchar
por el Hombre, pronto flotarán como zombis entre su patria de
origen que reniega de ellos y su patria de adopción que desconfía.
Esos hombres generosos, que lo han dado todo, no serán inclui-
dos en los grandes libros y la deuda pública. Como si ese no man's
land de la memoria fuera la sepultura que cada pueblo asigna,
con toda la buena fe, a los acreedores que él no eligió.

Julio de 1989. Los apodaban los Jimagua, "los Gemelos". Había he-
cho amistad con ellos en el verano de 1961. Esos Cástor y Pólux de
verde oliva recorrían La Habana en un Studebaker descapotable
color frambuesa, en envidiable compañía. Hijos de buena familia
educados en Estados Unidos, habían elegido, tras haber participa-
do en la lucha urbana del "26 de julio", la revolución socialista me-
jor que la reproducción de los .privilegios y una carrera fácil en
Florida. Esos sportmen inconformistas, cultivados y revoltosos, hi-
cieron donación a la Causa de su yate, de su villa sobre el mar, de
su pequeño avión y de su herencia. Y a Fidel, esos temerarios le en-
señaron la pesca submarina, los deportes náuticos y la caza. Me
volví a encontrar a mis dos entusiastas en 1966 en los pasillos de la
Thcontinental, luego en las escuelas de la guerrilla. Estaban entre

192
los animadores de Tropas, como se llamaba la unidad de elite, las
"tropas especiales" del Mirústerio del Interior, al margen de la je-
rarquía, destinadas a las intervenciones exteriores. El equivalente
de los comandos de marines franceses o de los boinas verdes ame-
ricanos, con la excepción de la formación política. Esos quinientos
hombres (que aumentaron más tarde hasta dos mil) constituían el
batallón sagrado, sin funciones policiacas. Fue una unidad de Tro-
pas, trescientos hombres, la que en 1975, enviada vía Argel a la ca-
pital angoleña, Luanda, le evitó in extremis de caer en las manos del
ejército sudafricano. Tony y Patricio hablaban inglés, pero no ruso,
y ningún consejero soviético penetraba en el recinto de ese "servi-
cio de acción" (como, por otra parte, tampoco en el departamento
"América" donde informar al KGB era considerado un delito). Fi-
delista en el alma y comunista por necesidad (o más bien por azar,
como nueve cubanos de cada diez), el tándem dependía directa-
mente del Comandante en Jefe, del que todos los consideraba como
hijos adoptivos. Actuaban, por supuesto, sin orden escrita. Con '1os
Gemelos" se podía empalmar desde desmontar la Uzi, la delicada
pistola ametralladora, a la evocación de un Miró o del último Nor-
man Mailer; a esos amantes del combate les gustaba pintar y leer:
Tony se había casado con una joven filósofa de la universidad. Esos
dos vividores desenvueltos hacían palidecer a mis bolcheviques es-
colares y ajados. Habíamos simpatizado.
No fueron seleccionados para acompañar al Che al Congo, por
blancos de piel, ni luego a Bolivia, porque eran más expertos en la
lucha urbana que en la rural. Lo lamentaron. Volvimos a tomar
contacto en 1971, justo a mi salida de la cárcel; estaban en Santia-
go, organizando la retaguardia de las guerrillas vecinas. Esos dos
corsarios, siempre de buen humor, que tenían del Rey patente de
corso, pasaron luego de una "misión internacionalista" a otra. Los
vi durante los años siguientes a pie de obra en Nicaragua, donde di-
rigían el frente sur, y en Jamaica; se les vio, o más bien no se les vio,
en el Líbano, en Estados Unidos y en otras partes. Hasta el día en
que Tony fue repatriado y entregado, por orden expresa de Fidel, a
otra clandestinidad, el contrabando de Estado. Responsable del
departamento Moneda Convertible del Mirústerio del Interior; sec-
ción "Operaciones navales". Para burlar el bloqueo americano y
conseguir un máximo de divisas, costara lo que costara. Misioneros
armados reconvertidos a la importación-exportación, entre viajan-
tes de comercio y traficantes de rebotica, '1a Revolución" les coh-
minó a uno y otro a burlar la ley lo mejor que pudieran. La cocaína
tiene una relación de riesgos y ganancias insuperable; Washington

193
iba a soltar información; La Habana debía ganarle la partida, sa-
crificando a cambio algún peón. A fuerza de "jugar a los hombres"
(como le decía Napoleón a Las Cases), se acaba por comerlos. Los
peones del Capablanca barbudo, él mismo gran jugador de ajedrez,
pasaron en un abrir y cerrar de ojos del tablero a la cazuela.
Último flash. En el banquillo de los acusados del "proceso
Ochoa", Tony y Patricio de la Guardia: el primero, coronel de los~
servicios de inteligencia; el segundo, general de brigada, antiguo jefe
del Estado Mayor central del Ministerio del Interior, para limitarse
a unos títulos sin significación. De civil, camisetas a cuadros, aire
ausente, frente al tribunal de suboficiales de uniforme. El primero
será fusilado al mismo tiempo que el general Ochoa, de valor admi-
rable y sonriente, y algunos más, por "tráfico de drogas". El segun-
do, condenado a treinta años de cárcel, porque la acusación no ha
podido encontrar contra él el mínimo indicio de cualquier "delito".
Todos los ingredientes del ritual exorcista fueron sacados del
armario para la "Causanº 1": el abogado de oficio que comienza
excusándose por tener que defender a un crápula; la acusación del
fiscal, extravagante; las interrupciones de la sesión para consultar
con las alturas; los acusados con la cabeza baja, consintiendo, a
los que el Jefe ha prometido salvarles la vida si representan su pa-
pel convenientemente. Yo que creía que esta casa de locos estaba
reservada para los historiadores de una demencia ya representada,
ya juzgada ...
Fidel, justificando después en público las condenas a muerte,
mencionó a los Jimagua de pasada, aunque ya no supiera exacta-
mente, precisó, de quién se trataba.
Una coincidencia me condujo al día siguiente, 11 de julio de
1989, a Moscú para una ceremonia franco-soviética que conme-
moraba el bicentenario de la Revolución francesa. Medio Polit-
buró hacía de figurón en el escenario de un teatro astroso. Patio
de butacas distinguido. Discursos oficiales. Después de Thierry de
Beaucé, por el Quai d'Orsay, tomo la palabra sobre el destino de las
revoluciones y "cómo acabarlas sin traicionarlas. Nuestra res-
puesta fue la República. Queridos amigos soviéticos, ahora que la
contrarrevolución llega a vuestro país, como siempre después de
una revolución, ¿por qué no construir, vosotros también, un Es-
tado republicano?". Marsellesa, televisión, rosas rojas. Las dos de-
legaciones se retiran a unos bastidores no menos astrosos. Tomo
aparte a Shevardnadze, ministro de Asuntos Exteriores, y a Ale-
xandr Yalcovlev, encargado de la ideología en el Buró político e
inspirador de la perestroika, para pedirles que intervengan, que

194
consigan al menos un aplazamiento. Levantan los ojos al cielo.
"Ya no tenemos verdaderos medios de presión, y Castro es muy
soberbio. Hace lo que le da la gana." Les doy la razón, aunque a
fuerza de ver a Fidel etiquetado como "satélite" por la buena
prensa me había hecho alguna ilusión. Insisto. En vano. Mis in-
terlocutores -¿quién se lo reprocharía?- tienen la cabeza en otra
parte. Moscú no hará nada.
¿Y quién se interesaiia por un remake pasado de moda? Un
, "proceso de Moscú", en 1989, no es serio. ¿Cómo convencer a unos
europeos sanos de espíritu que se entretengan en una mojiganga
fuera de temporada? Los que saben, los veteranos, se encogen de
hombros: comprenden demasiado bien. Los jóvenes no se lo pue-
den creer: es, demasiado gordo. Y en América Latina, donde la jus-
ticia es habitualmente una parodia y donde ya no se lleva la
cuenta de las ejecuciones sumarias, este "incidente del trayecto"
deja a la opinión insensible.
Cuando volví a Paiis, Ochoa y Tony de la Guardia habían sido
pasados por las armas.
A sus camaradas del pelotón, antes de marchar al paredón, con
lágrimas en los ojos, Tony gritó: "Haced que mis hijos no sean sol-
dados como yo, que he sido traicionado. Que yo sirva al menos de
experiencia". Esto se supo después. En el país del secreto, todo
está filmado, tanto el amor en las habitaciones como la muerte al
aire libre.
El Saturno comunista se diferencia del jacobino en que los hi-
jos sacrificados están obligados a expresar al Padre su reconoci-
miento por el justo castigo con el que les acaba de honrar (en
perjuicio de su felicidad y de su propia tranquilidad de espíritu).
Diversos indicios permiten pensar que Ochoa y sus coinculpados
plantaron cara al pelotón amigo despreciando a Castro, conser-
vando, paradoja de un largo hechizo, la imagen de un cierto Fidel
en el fondo de su corazón. El cual explotó bajo las balas de ese
mismo Jefe al que Tony había servido, amado hasta la locura, y
que se hizo proyectar, nunca se sabe, el video de la ejecución.
Desde esta fecha yo llamo, a Fidel, "Castro". El cambio de nom-
bre no se ha llevado a cabo sin animosidad. Con tristeza y en si-
lencio, como después de una derrota íntima. No estoy seguro de
haber envejecido mejor que mi antiguo mentor (sin duda más ex-
puesto a las desfiguraciones de la edad que un memorialista mar-
ginal). Hay que tener cuidado de no odiarse a sí mismo en los
padres difuntos.

195
México, 1990. Comprendo a los latinoamericanos, todos esos ami-
gos que, como Gabo y tantos otros, siguen simpatizando con el·•
país rebelde (tanto más cuanto que no tienen que vivir en él), con ·
el Comandante encanecido en su oficio. García Márquez hace lo
que puede para humanizar al inhumano, pensando que ése es un
asunto de familia, cerrada a los niños mimados de los derechos
humanos, a los europeos que dan lecciones. No le quito la razón,
aunque todo eso me parezca retro, desfasado, insostenible: prue-
ba de que me he convertido, como él dice, en desesperadamente
francés. Lúcido, quizá, pero inoperante.
Desde el interior, a puerta cerrada, no nos vemos envejecer. Una
pareja que no sale de su burbuja (ideología o cultura) sigue siendo
joven, ya que no descubrimos su edad sino en los ojos de los ex-
traños, al cambiar de ambiente. Además, el tiempo que pasa es una
trampa: se hace pasar por amigo del político y es su peor enemigo.
Una injusticia entre otras de ese oficio. Por un lado, se considera
la duración como una prueba de seriedad, y el empecinamiento
por una señal de profesionalidad -la incursión breve, de aficiona-
dos irresponsables. Por otro, somos los primeros en vituperar los
finales de reino interminables, los presidentes que se aferran. Nos
echan la vida a perder: la longevidad se va de la lengua. No se con-
tenta con hacer alarde de una decadencia que no queremos ver
-sobre todo en el prójimo, donde nos agrede imperdonablemente
(nos acostumbramos mejor a la nuestra). Nos lee en voz alta un
Libro repugnante, del que los militantes, guiados por un muy cer-
tero instinto de conservación, no quieren saber nada; un libro
amoral cuya intriga se va dilatando sobre varias generaciones, de
manera que nos es fácil, en nuestra escala de tiempo, eludir sus
conclusiones. Ese libro taoísta, chistoso y desconsolador, es el Li-
bro de los cambios (el manual del saber hacer político). Por muy
ridículo que pueda parecerle a nuestros señores, la anécdota cu-
bana se ha convertido, a mi modo de ver, por esa ley más dura para
quien quiere cambiar el mundo que para sus dóciles gerentes, en
una lección de cosas, abstract sonoro y brillante. Joint ventures,
cuentas en el extranjero, tráficos off-shore y bajo mano: el Estado
espiritualista de los sixties engendró treinta años después una so-
ciedad aún más materialista que la nuestra, en la que todo lo que
no es divisas y ganancia se hunde en el ridículo. En Cuba como en
China, como reacción contra su juventud robada, el ex comunista
sólo jura por el billete verde, con el entusiasmo del nuevo canalla.
Los guerrilleros quisieron matar el dólar en su cabeza, y en reci-
procidad el dólar los mata, bienes y personas.

196
Los ricos quizá se equivocaron al cantar victoria. ¿ Qué cultura
no habrá sido pulverizada por lo que reprime? Al pensar sólo en
la guerra, los "totalitarios" fueron abatidos por la economía: al
querer hacer al Hombre nuevo, fabricaron el becerro de oro. Al
pensar sólo en la economía, ¿cómo estar seguros de que nuestros
liberales podrán hacer frente a la guerra para dar mañana media
vuelta? Si ése fuera el caso, y como en el Evangelio donde los últi-
mos serán los primeros, los rezagados del siglo XX se nos aparece-
rán como pioneros del XXI ( cierto gusto por el pasado encontrará
entonces un nuevo empleo futurista).
¿Se puede sacar un sentido ejemplar de ese lento giro del rojo al
negro? No habrán sido necesarios treinta años para que el ¡Patria
o Muerte! de.los orígenes se deslice al ¡Viva la Muerte! del general
franquista (como las "Brigadas de respuesta rápida" inventadas en
La Habana para aterrorizar a los manifestantes recuerdan, hasta
el punto de confundirse, a los squadristi de Mussolini). Para que
un ultrarrevolucionario se vuelva ultraconservador, o un Cid Cam-
peador roce al Pere Ubu. El oponente de primera hora dirá que el
gusano estaba en el fruto; y el autócrata totalitario de setenta
años, en el bravucón totalitario de veinte. Podría añadir que el
poscomunismo será su peor castigo y que fue por lana y volvió
trasquilado. Lógica del efecto perverso, de la que la tradición lla-
mada reaccionaria hace un pretexto retórico que sirve para todo
(para no emprender ninguna reforma y dejar las cosas como es-
tán), pero cuya realidad experimental no puede ser sin embargo
negada. Un "antiimperialismo" demasiado furibundo estibará a la
Cuba del próximo siglo al imperio; gran número de cubanos, al fi-
nal del nuestro, ya sueñan con irse a Miami, y, tras la muerte del ti-
rano, los habaneros no dejarán de aplaudir la bandera estrellada
sobre el Malecón, como ayer en Tirana o en Praga. Ciclo astronó-
mico de las revoluciones. Prostitución, desigualdades, cárceles, dó-
lares ... Alcázar ha sustituido a Tapioca, Castro a Batista, y mañana
su reverso, eadem sed aliter. Pues el Libro de los cambios, como toda
tragicomedia, tiene su versión alegre y en este caso ilustrada: es
Tintín y los pícaros de Hergé.
En los manuales escolares del 2190, los tres pequeños giros de
la isla antillana serán objeto de una nota a pie de página, sección
"Rarezas del siglo xx". Pero en el Guinness del poder absoluto, mi
mentor permanecerá en cabeza: ha ganado a Stalin y a Franco. La
dictadura más larga de este siglo podrá dar algún dolor de cabe-
za a los futuros doctores en dominaciones que chocarán contra
esta hazaña técnica: un caudillo en la era de los gerentes, que se

197
convierte a sus setenta años casi en el decano de los jefes de Es-
tado del planeta, habiendo sobrevivido a diez intentos de asesi-
nato, cinco desastres internos (cada uno de ellos le habría costado
el puesto a un tiranuelo corriente), al derrumbe de su protector y
abastecedor extranjero, al hostigamiento (obsesivo y contrapro-
ductivo) de la mayor potencia del mundo a sus puertas, y, hacia
el final, al éxodo de sus balseros escapándose en cámaras de aire
desafiando a tiburones y ciclones.
En cuanto a las bambalinas de la hazaña, ninguna contabilidad
entregará lo esencial: centenares de miles de vidas rotas, humilla-
das, desfiguradas; la omnipresencia devoradora de la delación y
los pequeños espionajes; los exilios, muertes, detenciones arbitra-
rias; el prodigioso despilfarro de sinceridades y de entusiasmos;
las exasperaciones que se gastan, las desesperaciones encerradas
en sí mismas, doble lenguaje y doble juego en cada etapa de la pi-
rámide. Contrariamente al ruso y como el brasileño, ese pueblo
afroeuropeo no tenía dotes reales para el sufrimiento, sino más
bien para el <lanzón y la rumba, las supersticiones, el amor físico,
el juego, la guasa y el ron. Triturado por la guerra a ultranza y el
partido único, vistió el uniforme a contracostumbre. Pasmosas
fueron su tenacidad y su disposición, mayoritarias y auténticas
durante tantos años. El castrismo no escatimó la cárcel (arrambló
con treinta y cinco mil sospechosos en dos días, cuando lo de Pla-
ya Girón, para parar en seco cualquier quinta columna), pero casi
nunca "torturó" (en la acepción cruda, latinoamericana del térmi-
no, sustituida por la indirecta, la psicológica, a la manera El cero
y el infinito). Hasta el proceso Ochoa, las purgas no fueron liqui-
daciones. Con respecto a eso, ese fortín bajo bloqueo, merecerá
una cierta consideración de los historiadores del Gulag. Pero el
monopolio de la información, el amarre primero, el enrase des-
pués de la sociedad civil, el encuadramiento de los cuerpos y de los
espíritus (con esos comités de defensa de la Revolución instaura-
dos en 1961 en pleno estado de sitio, para vigilar cada barrio), todos
los secretos caseros del Estado policiaco "popular", bien aireados
ya, no habrían bastado para hacer aceptables para una gran par-
te, durante tanto tiempo, incuria y penuria. Ha sido necesaria una
movilización de sueños y de corazones como la Europa del Este no
conoció jamás; ha sido necesario en primer lugar un gran drama-
turgo. Como una mujer libre de cincuenta años demasiado a me-
nudo repudiada o despreciada por sus antiguos dueños, españoles
primero, americanos luego, esta isla se creyó finalmente amada
por un superhombre, y se entregó a él, como para tomarse la re-

198
vancha. El clásico "Gobernar es hacer creer", tan querido por Hob-
bes y Churchill, tomó en este caso especial la consistencia de una
adhesión novelesca a un echador de venturas, entre pajarero y pres-
tidigitador. Un animal escénico y de Estado hizo, durante un cuar-
to de siglo, de una población más bien guasona y distraída, una
gran sala sudorosa, aguantando la respiración, bloqueada en su
asiento. Representando la Revolución, grandiosa figura de la iner-
cia, como un suspense con secuelas, la estrella americana mantuvo
a "su" pueblo en vilo, cautivo de un drama épico del que él mismo
garantizaba la representación, el guión y la realización. En la vida
cotidiana más que mediocre del cubano de base, en la que no suce-
día gran cosa, al menos estaba el cine al aire libre de la plaza de la
Revolución. Cada uno esperaba el próximo "discurso de Fidel" como
el enésimo episodio de un folletín político-policíaco de elevado pre-
supuesto. "¿Con qué nos va a salir ahora?" "¿Quién ha matado a
quién?" "¿Y ahora, dónde están el bueno y el malo?" El desarrollo del
melodrama permite olvidar las vacas flacas; como las vacas gordas
anunciadas no llegan nunca, el animador tiene cada vez más difi-
cultad para tener cierto éxito, el público acaba por adormecerse, re-
funfuñar y largarse (sin atreverse a silbar). La magia se agarrota.
Basta de camelo. ¿Qué puede la matanza del César sobre unos vien-
tres vacíos -qué circenses televisado puede sustituir al panem en
casa?
La guerra agotó la demasiado pequeña y tardía monarquía cas-
trista (como había sangrado la España de Felipe II, la primera po-
tencia de su tiempo). Los antillanos nos contarán un día cómo el
compañerismo se convierte en mafia, y los paladines en merca-
chifles. Cómo se pasa insensiblemente del caballero andante al ji-
netero (jinete que vive del turista vendiéndole chicas y ron). Cómo
la mecanización del heroísmo, la tabarra de los Patria o Muerte,
Socialismo o Muerte, Marxismo-leninismo o Muerte, los cromos
sansulpicianos del "guerrillero heroico" y los eslóganes norcoreanos
han permitido poco a poco yuxtaponer un mercantilismo de neó-
fitos, intramuros, y un idealismo retórico en la fachada. Perpe-
tuado por la hagiografía y la iconografía de los escaparates, el
recuerdo edificante de los templarios de la hoz y el martillo sólo
sirve entonces para dorar la píldora. "Nuestros héroes (Camilo, el
Che y los demás) derramaron su sangre por vosotros, estáis en
deuda con ellos, y no es caro pagar con racionamiento, cortes de
electricidad, farmacias vacías, despidos, salarios de miseria, ex-
clusión de los hoteles, playas reservadas a los extranjeros." Que-
da que a pesar de un final en forma de pescadilla que se muerde

199
la cola, de la gran diferencia entre discursos y conductas, de esa
"gran mentira" característica de nuestro siglo, más flagrante allí
donde el discurso levanta el vuelo y se engola, la isla caribeña ha
aportado una valiosa y a fin de cuentas original contribución.

París, 1995. ¿Remordimientos? ¿Añoranzas? ¿Arrepentimiento? Bien


oigo la acusación. Con la crema de la intelectualidad tercermun-
dista, saldría fiador durante un decenio de esta ilusión asesina. No
del todo impunemente. Confidente, francotirador o flanqueador,
pagué, con algunos años de prisión, mi óbolo a la magia totalitaria.
Lo que no me exonera de toda responsabilidad.
Totalitario: imposible albergar a los compañeros, a mi juventud
y nuestras carabelas bajo esa palabra que totaliza demasiado fá-
cilmente. El individuo-pormenor no sale ganando. Del público en
el teatro, Valéry decía que era "un gigante más tonto que sus par-
tes". Es el caso del Leviatán contemporáneo: espantoso como
todo, visto de lado y desde arriba; atractivo desde abajo y discre-
tamente considerado en sus partes constitutivas. A los que toman
vistas aéreas que confunden fascismo y comunismo en la red "to-
talitaria", con el éxito prometido a los flashes de sobrevuelo, me
cuidaré de oponer las razones de orden factual que deberían in-
citar a una mejor "definición"; historiadores como Paxton, Ker-
shaw y otros ya han desmontado esta noción reloj blando. Sin
entrar en la controversia filosófico-histórica, la confusión de los
ismos me inspira un sentimiento porfiado de injusticia, mientras
desfilan por mi memoria decenas de rostros encontrados en el ca-
mino. Lo que me deja callado, súbitamente soñador, ante esos pa-
noramas apresurados de trama inconsistente, cabe en una
palabra: la superior calidad humana de los militantes que hicie-
ron girar la inhumana máquina. Es un hecho que los hombres y
las mujeres que hoy admiro, muy a menudo han pasado, en su ju-
ventud, por la extrema izquierda -por poco mancillados que es-
tuvieran de política. Como si ahí se hubiera llevado a cabo una
selección de los caracteres, a la entrada en la vida. Lista bastante
nutrida, que por limitarse a los ilustres iría desde Julien Gracq,
escritor, hasta Georges Charpak, físico, pasando por cien nom-
bres menos conocidos. Hasta tal punto que todavía hoy si me su-
cede simpatizar con un desconocido de mi edad encontrado en
un tren o un avión, habrá nueve posibilidades sobre diez de que
en un giro de la conversación sepa algunos días más tarde y sin
gran sorpresa que también él "pasó por eso". Pero el bastante se-

200
lecto partido de los "antiguos del Partido" nunca valdrá la ronda
de las siluetas íntegras y esbeltas de todas las nacionalidades que
se pone a dar vueltas en mi cabeza ante la palabra de mala repu-
tación: "comunismo" (cuando las de buena reputación, "socialde-
mocracia" y "centrismo", me evocan la imagen poco atractiva de
notables barrigudos o de jóvenes ejecutivos en terno). Todo eso se
puede resumir en la actualidad en el reflejo ridículo del paseante
de la Francia profunda, al ver caer la noche: mochila, empapado
por la lluvia y flaqueándole las piernas, a quien un fulano con el
que se cruza en la carretera le hace saber que el refugio de etapa
con el que contaba en el pueblo de llegada está lleno y que tendrá
que alojarse en una casa particular, granja, corral o cabaña. El ca-
minante de 1995, súbitamente perplejo, tras sus compañeros de
camino, murmura in petto: "¡Ah, si al menos hubiera un militante,
un compañero, un veterano o uno en activo en este pueblucho ... !
Estariarnos seguros de poder llamar a su puerta, y alrededor de un
vaso de tinto podríamos al menos reponer fuerzas". Más de una
vez me ha sucedido lamentar, perdido en un rincón perdido de
Auvergne o de Ardeche, no tener en el bolsillo una lista de los mi-
litantes comunistas de la región. Es verdad que a ella añado men-
talmente los militantes cristianos (y los miembros de ONG
caritativas). Es gente de la que se puede estar seguro de que no
soltarán los perros contra los extraños que empujan el portillo de
madera del jardín. Y que dirá, a la hora de cenar, que donde co-
men cuatro comen ocho. Ése no es un tipo de argumento que las
ciencias políticas juzguen de recibo; eso me basta para juzgar fi-
nalmente corno bastante frivolos a los sabios doctores que pasan
un poco rápido sobre este aspecto de las cosas.
Tanto corno la leyenda dorada de las revoluciones de antaño y la
imantación natural que ejercen sobre nuestro imaginario judeo-
cristiano los perseguidos (cuyos jefes perseguidores abusan tanto
mejor cuanto que podernos conservar de ellos la imagen de los
perseguidos que ellos mismos fueron en los principios de su carre-
ra), el "factor humano" explica la mayor parte de las conversiones
a una causa por sí misma dudosa. Es que para juzgar un sistema
social hay que considerarlo corno propio, en todas sus facetas,
por piezas. Para creer en él, basta con dar con un tipo maravillo-
so, o varios, que respondan por el ismo lejano y disuadan al sim-
patizante de abrir pausadamente el informe. En eso se parecen la
fe revolucionaria y la fe religiosa, y más por los mecanismos de
adhesión que por la naturaleza de los fines perseguidos. Corno la
religión revelada, el "socialismo científico" era un germen que se

201
activaba por el encuentro humano. Dijeran lo que dijeran los teó-
ricos, no fue un saber oponible a otros saberes sino, para sµs adep-
tos, la revelación de tal o cual persona, modelo de identificación
en el que pudieron descifrar su propia existencia y ponerla en tela
de juicio. Había tanta distancia de la Summa de santo Tomás a los
votos monásticos como del Capital de Marx a las inmersiones mi-
litantes: de ahí lo falso de las acusaciones argumentadas de los
dogmas "estalinistas", que apenas concernían al que pega carteles
(como se decía ayer), tanto como una controversia acerca de la
doble naturaleza de Cristo a la hermanita de los pobres. ¿Es que
acaso no es como consecuencia de los compañerismos, de los tra-
tos personales y no de los análisis de texto, que sólo venían des-
pués, como los más cerebrales, los más apasionados por la
argumentación se lanzaron a las aguas glaciales del cálculo parti-
dista?
¡Qué sencillo sería todo si el comunismo no hubiera sido más que
una máquina de fabricar campamentos! La desdicha, o la dicha, no
sé, es que producía, entre dos crímenes, fraternidad, abnegación,
optimismo, valor y generosidad. Máquina de corromper y de
enaltecer. De volver a los hombres peores y mejores de lo que son.
De hacerlos felices, pues la felicidad está en la lucha y la necedad
también. Como todos los emblemas de agrupación, la bandera
roja fue una buena escuela de arrojo y de imbecilidad. Desde ese
punto de vista, sierras y páramos me proporcionaron la ocasión
de una regresión del lado del espíritu y de una avanzada del lado
del corazón: la segunda compensa ampliamente, en mis balances
íntimos, a la primera.

¿Me atreveré a decir mi deuda, bien sopesado todo? Si debo a mi


primer genitor, Louis Althusser, un importuno prurito de verdad,
es el segundo, Fidel Castro, quien me condujo al hito del rigor. Me
hizo tocar con el dedo esa fastidiosa verdad que, por vías acadé-
micas y más desapacibles, Raymond Aron, en esa misma época,
inculcaba a los hijos de la feliz burguesía de mi país: "La acción
política es respuesta a una situación, no exposición de teorías o
expresión de sentimientos". Mi tirano tutelar sólo habría añadido
a la fórmula del profesor, que lo habría comprendido perfecta-
mente: "La acción está ahí para responder a una situación de hos-
tilidades". En el linaje de Maquiavelo y Clausewitz, ni que decir
tiene. A esta señorial familia, convenientemente honrada por mis
dos barqueros, me abstendré de añadir al Che, que no era ni mu-

202
cho menos un hijo de María -no más, me atrevo a decir, que san
Sebastián y Baden-Powell. Y sin embargo el guevarismo -más
que el propio Guevara, desviacionista demasiado heroico- me in-
trodujo en la ortodoxia no monetaria sino guerrera. Ella no tiene
edad. "Polemós, rey y padre de todas las cosas", decía Heráclito,
sin col).sideración con Eros. Envidio a los que tienen la suerte de
vivir sin horizonte, a esa inocencia tenderé de ahora en adelante.
No doy un céntimo por una cultura política que no sea también
una cultura de guerra. Decapante y resbaladiza, antidemagógica
(al menos en período de prosperidad), repugna a los hombres de
ideas y os echa a perder la reputación ante los demás. No tengo
nada de experto en cuestiones estratégicas, pero son las únicas,
en política, que me parece que valen una conversación. Más allá
de un simple interés por las "cuestiones de defensa", ocurre lo
mismo con una visión del mundo poco simpática y poco frecuen-
tada por una izquierda de demasiadas amables utopías. Contra
ese idealismo fofo que mima las buenas voluntades con la vieja
nana, sistemáticamente ridiculizada por los hechos pero que ayu-
da a cada generación a dormirse -arbitraje internacional, seguri-
dad colectiva, fuerzas de paz y de interposición-, me inmurnzó el
decenio de los comandantes. Lo jurídico-europeo le ha dado en
estos últimos tiempos un vigor nuevo. Si el eurodelirio de este fin
de siglo liberal -"Europa es la paz" - siempre me ha parecido pre-
cario, es porque en tierras lejanas me dieron una idea general de
las sombrías lógicas de poder, abriéndome un postigo de muerte
sobre la vida que no he podido nunca desde entonces cerrar.
La sola idea de guerra parece chapada a la antigua al civismo
planetario que tiene los favores de la opinión. Esta condescenden-
cia generalizada prospera tanto mejor cuanto que nuestros medios
de destrucción vuelven abstracta la relación internacional, como
la propia matanza que, a gran escala, fuera de los actos terroris-
tas, sólo se materializa para nosotros como reflejos televisuales, en
el fondo de nuestra caverna doméstica. Nuestros complejos militar
o industriales han despersonalizado la función guerrera incorpo-
rando la valentía a los sistemas de armas, ajustando a la variación
de precios la capacidad militar sobre el producto nacional bruto,
colocando al ingeniero por encima del pendenciero. Después
de 1945 la pacificación nuclear del mundo desarrollado acabó de
transformar al gran capitán en calculador de equilibrios. Nada fue
menos "guerrero" que las silenciosas disuasiones subterráneas o
submarinas, gracias a las cuales el mundo rico pudo vivir en paz
durante medio siglo. Las pocas inmersiones en las que pude parti-

203
cipar, a partir de Brest, con nuestra fuerza oceánica estratégica,
me hicieron sensible al carácter asombrosamente apacible del ace-
cho nuclear. El papel de un submarino lanzacohetes no es escupir
fuego, sino acarrear escuchas en silencio a trescientos metros de
la superficie, para recoger "señales" y tratarlas por logiciales. ¿Esas
altas tecnologías tienen efectos emolientes? Quién sabe si dema-
siados horrores posibles no han perjudicado el honor real de nues-
tras sociedades... Al acompañarse el progreso de las técnicas
militares de una regresión equivalente de los valores marciales hay
quizá una relación inversa, a largo plazo, entre la potencia des-
tructora de las panoplias y el prestigio moral del soldado. Este úl-
timo seguiría pues una curva descendente, desde el hoplita griego
hasta el oficial de tiro ante su consola. Ya el arquero amenazaba al
caballero, y la ballesta a la espada. La expansión de las armas de
fuego -bombardas, culebrinas, mosquetes y arcabuces- derribó
una sociedad caballeresca fundada en la armadura y la espada, y
los nuevos instrumentos de dominio -el satélite de observación y el
avión AWACS, que sustituyeron al barco de vapor acorazado y al
cañón de tiro rápiilo del siglo XIX- nos autorizan incluso la expe-
dición "a muerte sin previo aviso" (del lado centro y mercenarios
indígenas).
En las relaciones de hegemonía, frente a las demás civilizacio-
nes, nuestras democracias fortificadas se juegan el resto a la téc-
nica. Encubriendo lo espiritual, en lo que somos débiles, por lo
material, en lo que somos fuertes. Contra el Corán, el misil To-
mahawk. Con sus comandos suicidas, los islamitas hacen lo con-
trario (o de necesidad virtud, visto su débil equipamiento). El
occidental se remite a sus instrumentos para salvar su puesto y su
vida. Con lo informático y lo espacial, hoy se beneficia de un sal-
to hacia adelante militar al menos equivalente a la revolución de
los siglos xv y XVI que produjo "bastiones", mosquetería y navíos
de combate a vela. Así nuestros antepasados pudieron parar en
seco el empuje islámico de la edad clásica: primero a Lepanto,
ante Viena luego. El rico de la antigua cristiandad está todavía en
su derecho de esperar otro tanto de sus prodigiosos sistemas de
armas. Podemos sin embargo preguntarnos si, cualquiera que sea
su "superioridad" en valores humanistas, el occidental, del que
nuestras mentalidades de dominante femenina hacen un ser-
para-la-vida, no se encuentra en inferioridad espiritual frente al
ser-para-la-muerte adiestrado por las sociedades falócratas de
fuerte creencia, las que llamamos subdesarrolladas. La intoleran-
cia del superdesarrollado a las pérdidas de vidas humanas ilustra

204
la parálisis tragicómica de las grandes potencias frente a los mi-
cro-Estados resueltos, a las bandas decididas, a los "fanáticos"
(esa palabra que sirve tan a menudo para no pensar). Siendo la
disuasión nuclear inoperante sobre el débil, las operaciones aéreas
impedidas por el relieve, el camuflaje o la piel de leopardo, pode-
mos asistir a la vuelta desconcertante a la mina, al fusil, hasta al
cuerpo a cuerpo. ¿Hasta cuándo podrán las democracias "resta-
blecer el orden" o salvaguardar nuestros "intereses vitales" sin pa-
gar la factura de la sangre? Resurgirá entonces la angustia arcaica
de la pregunta operativa entre todas para la que el individualismo
activo no tiene respuesta: ¿si nada vale una vida, para qué hacer-
se matar? ¿Qué queda de una gran potencia "totalitaria" -dos-
cientos cincuenta millones de habitantes- como la URSS en
Afganistán,, cuyos babuchkas ya no podían soportar, en los años
setenta, tres mil ataúdes? ¿Qué queda de la "superpotencia" sin ri-
val de doscientos cincuenta millones de habitantes que debe reti-
rar sus tropas de un confín de África porque dieciocho de sus
soldados de infantería han sido abatidos en la operación? Hoy
más que nunca, para evaluar la potencia de un Estado, sin dejar-
se deslumbrar por sus presupuestos o sus armadas, conviene ob-
servar qué relaciones mantienen sus jóvenes con la muerte, si Dios
se hace cargo de ella, si hay o no un paraíso.
En cuanto a los "cascos azules", gendarmerías multinacionales
y demás laboriosos montajes, esas falsas buenas ideas nos sirven
de escapatorias. Diez razones, todas justas y complicadas, expli-
can la debilidad congénita de esas "fuerzas" de la ONU, pero la
más simple la eludimos prudentemente: los soldados de la paz,
sin "interés por actuarn, nunca encontrarán en una resolución ju-
rídica una razón para morir. No se trata de los individuos, desde
luego, sino de la sustancia ética de nuestras sociedades (de la que
vienen en su mayor parte esos contingentes), donde la esperanza
media de vida, la escasa natalidad y el escepticismo ambiente
contribuyen a hacér de un ciudadano que cae en el antiguo "cam-
po del honor" un escándalo moral, y hasta una falta política em-
barazosa para el gobien10.
Hemos estado a punto de convencemos de que Marte había
muerto en Hiroshima y que Hermes el mensajero, nuevo estratega,
serviría en adelante de árbitro entre los pueblos. La superpotencia
soviética, acorazada de bombas y de blindados, ¿no se desmoro-
nó acaso como un castillo de naipes? Que la potencia en el año
2000 tenga más que ver con los haces de ondas que con las tone-
ladas de acero, con la velocidad que con la extensión, es un he-

205
cho. En la era informática, lo ligero "pesa" más que lo pesado; y
un ciervo de diez cuernos tiene menos posibilidades de ponerse a
la cabeza de la manada que un corzo de un año sin candil. Que
los parámetros de la supremacía hayan sido desplazados al mis-
mo tiempo que nuestros parámetros científicos y técnicos (como
había diagnosticado Michel Serres) es una evidencia que atesti-
guan la continua ascensión de los dos vencidos de la Segunda
Guerra Mundial, Alemania y Japón, así como el desmoronamien-
to de un falso "gigante" militarizado en exceso y a la antigua. Las
guerras, que marcan la diferencia, se volverían económicas, cultu-
rales, tecnológicas, hasta narcóticas (siendo el tráfico de drogas la
guerra del Sur contra el Norte). ¿Se puede concluir que única-
mente los atrasados tienen tiempo que perder en preocupaciones
y presupuestos militares? La posmodernidad parece representar
Cartago, con pantallas y parábolas, contra Esparta. Como si nues-
tras sociedades pudieran hacer trampa mucho tiempo con la
cuestión religiosa: ¿a qué le atribuimos nosotros un precio infini-
to? ¿Por qué, por quién estamos dispuestos a pagar el precio más
elevado?
Es una trivialidad recordar que "la primera formación estatal
fue en su origen una organización militar", y que la distinción
amigo/enemigo estructura lo colectivo. Sin embargo a los políti-
cos finos no les gusta la guerra, y hacen todo, como en 1940, para
hurtarse al minuto de verdad. Los comprendemos. Es embarazo-
so admitir que el "arte de vivir juntos" pueda acabar en el arte del
mutuo exterminio. No es facha interrogar a Aristóteles a partir de
Clausewitz. Al desalojar al lobo en nuestros manuales de ciencias
políticas, ese lobo que fue el comunismo, empuje mahometano en
pleno Occidente ateo. ¿Quién puede ver en ese tiro por la culata
una aberración pasajera y sin mañana, que el reino de la econo-
mía conjura para siempre?
Por muy delirante que haya sido su culto a las armas y a los
héroes, los comandantes, los guerrilleros latinoamericanos me
abrieron los ojos a la contienda humana. Gracias a ellos no pue-
do por menos de mirar todo período de paz como una curiosa
guerra. Si la guerra es un mal y la paz una prórroga, se deriva una
regla de conducta: no querer la guerra, como el fascista; no creer
en la paz, como el dormilón. Es fácil adormilarse: la paz tiene eso
de perversa que se considera en el momento normal y natural,
cuando el historiador puede verla como un intervalo interesante
pero precario (de 1500 a 1800, 270 años de guerra en Europa, y
del años 1 al 600, 587 en China). Cegados por nuestras prolife-

206
rantes superestructuras jurídicas, y la creencia, siempre rena-
ciente aunque siempre desmentida por los hechos, de que el co-
mercio y la industria hacen retroceder las "pasiones belicosas",
nuestra posguerra democrática soñó con disolver el uso de la
fuerza en el reino de los juristas y la oleada de los supermercados.
Buscó un seguro de paz en los códigos, los reagrupamientos eco-
nómicos y la tasa de crecimiento. El europeo helvetizado de ese
modo se transformó en juez de paz de un planeta ardiendo, pero
sin conocimiento del sumario ni de las reglas del juego. Se tapa la
cara ante los bárbaros de los confines -sin ver que él mismo es el
producto de un pasado que bien vale el presente de los que juzga
"fanatizados" o "tribalizados". La mejor prueba de que el Occi-
dente cristiano está aún en posesión, hasta que el Asia confucio-
nista le suceda en el puesto de piloto, de la regencia espiritual de
nuestra casa de locos, es esa diseminación entre su posición do-
minante en el funcionamiento de los ideales legítimos y su aleja-
miento de los laboratorios de verdades que son el hambre, la
inseguridad, la fe conquistadora y la guerra. En esta materia, dis-
tinta de las ciencias exactas y naturales, la reputación mundial de
nuestros ideólogos nunca podrá ocultar lo poco que de realidad
tienen nuestros debates de ideas. Es a los mastodontes del Norte
industrial de después de 1945, dotados de las mejores bibliotecas,
profesores y fondos de archivos, tranquilidad, silencio, becas opu-
lentas y asistentes serviciales, a los que los dos tercios más des-
pojados del planeta se encuentran que han delegado, quieras que
no, el cuidado de desarrollar la norma de referencia. Ahora bien,
protegidas por la orden egoísta de la disuasión nuclear (la paz en
el centro, la guerra en los escalones), al abrigo de un paréntesis
de paz sin precedentes, las nuevas generaciones de nuestros paí-
ses se han convertido en extrañas a lo que hay de fundamental y
recurrente en el orden maldito de lo colectivo. Dotado de intelec-
tualidades moraliz;¡.ntes y gustosamente pacifistas, protegido por
sus circunstancias de toda curiosidad malsana por la cosa militar,
este "primer mundo" (sobre todo europeo), entregado a su nueva
religión escandinava, ya no tiene la experiencia histórica corres-
pondiente a sus capacidades especulativas. No se puede ser a la
vez y por mucho tiempo el centro pensante, juzgante y aprecien-
te del planeta, y permanecer en la periferia de sus tormentos: la
tarifa de aprendizaje será pesada. Ese desajuste entre lo estrecho
del tarro y la amplitud de nuestras miras reguladoras vuelve bal-
días, me parece, las sofisticaciones impresas que se amontonan
por millares en los expositores de las librerías, más deudores del

207
comentario libresco que de la observación de los hechos. El adep-
to a los viejos maestros de la sabiduría que prefiere, según dice
Maquiavelo, "la verdad efectiva de la cosa a su imaginación", en-
contrará con qué consolarse de esos encallamientos fin de siglo
en la nueva puesta en movimiento del viejo tren de los horrores:
guerras, alianzas, fronteras, ardides, armisticios -sound and fury
as usual. La proliferación nuclear como el desmoronamiento de
"la paz por el derecho", sobre el propio suelo europeo, al menos
tendrán esto de bueno: abandonar los discursos edificantes, pre-
cipitar el regreso de los filósofos de fábrica y de lo novelesco de
alta densidad. ¿ Sin las hecatombes napoleónicas, Hegel y Sten-
dhal, Schopenhauer y Tolstói habrían existido? No hay que de-
sesperar del porvenir.
Si estoy de vuelta de la historia que hacen los hombres, sobre
la que cada uno es libre de sus hipótesis, de la que me hizo y que
me permite un poco más de certidumbre, encuentro en el umbral
a un sultán de las islas. Aunque me hubiera conservado bajo su
mano, ese Scaramouche de barba florida me habría dilapidado
sin cumplidos, pero si no me hubiera hecho decidirme nunca ha-
bría salido del cómodo "sorboniense" hacia las nimiedades de las
que los grandes autores se burlan -intendencia, armamento, lo-
gística, máquinas. Gracias a lo cual, más preocupado por el
"¿cómo funciona?" que por el "¿qué quiere decir?", por fin aban-
doné la preocupación bélica al término de una última recaída, en
Francia, en la curiosidad técnica. El porqué del cómo lo llamé me-
diología, y ahí me he quedado. Malicia de los efectos perversos:
un logorreico me previno contra el logocentrismo. Un realista
quimérico, un feroz sutil del Caribe me ha malquistado, gracias a
Dios, con el hombre culto parisino y el radical distinguido neo-
yorquino. Heme aquí patán, seguiré desdeñable. Realpolitik. No
ser sino hacer. El instinto de realidad. El sentido del detalle. La
resistencia al odio, al desprecio. Otros espíritus voladores caye-
ron a tierra por caminos más honorables: la Resistencia, una te-
sis de medicina, un diario por hacer, un gobierno civil. ¿ Qué
puedo hacer yo? Los amantes de las nubes no aterrizan solos, un
ogro me sirvió de ángel amortiguador. No es una historia como es
debido, es la mía, perdonen, ya no cambiaré.
LIBRO II

Los gobernantes
1. La investidura

Aquel día de mayo de 1981 - El armario de los secretos


- El sueño de Casiodoro - No hace falta soñar.
Fue el monje Joaquim de Flore (1130-1202) quien se dirigió al
planeta el 21 de mayo de 1981. Misterios de las improvisaciones.
Sorprendido por el problema en el último minuto, copié al cister-
ciense milenarista y endosé, la víspera por la noche, el fuego sa-
grado a quien corresponda: tres hojas formato A4 con cuerpo 16.
En el salón de actos del Elíseo, ante las cámaras, por la boca del
presidente de la República francesa recientemente elegido, el re-
ligioso calabrés proclama con gran pompa el advenimiento de la
"tercera edad". Será la buena. Después del Antiguo Testamento,
luego de la dilaceración del Hijo, la reconciliación del Espíritu
Santo. En la ejecución del plan divino, el pueblo-Mesías había
arrastrado los pies. Para alcanzar el milenarismo perdido deberá
trabajar duro, hasta tal punto "está en la naturaleza de una gran
nación concebir grandes designios". Está con todas las letras en
el discurso del flamante jefe de Estado. El país, precisé por escri-
to, "debe iluminar la marcha de la humanidad". Y con razón: la
patria de los Miserables recobra su bien de familia, el socialismo
-hijo legítimo de los jacobinos que nos habíamos dejado robar, en
191 7, por unos mujiks mal pulidos y, desde 1945, por indígenas
demasiado hambrientos. En lo sucesivo Roma estaría en Roma.
Nuestro celebrante casi hace que me enfade al apartarse del per-
gamino. El debe de la iluminación global se redujo en la lectura a
un "puede iluminar" blandamente virtual. "Para este fin, añadí en
el palimpsesto, Francia puede contar consigo misma." Aquí, mi
portavoz se enmienda al invertir: debe en lugar de puede. Siempre
esos poco más o menos, esas pequeñas artimañas. Decididamen-
te incorregible. Bueno, un error de pronunciación, pasemos. En
la euforia general, perdono esas fruslerías a nuestro trujamán
-hacer, es hacer con, ¿hace falta repetirlo?-, incluso si creyó bue-

213
no in extremis entrelazar la trama ternaria del iluminista con los
tópicos al uso, consensuales y humanistas (cuya responsabilidad
declino), como "el camino del pluralismo" o "la confrontación de
las diferencias en el respeto a los demás". Qué importan esas con-
cesiones si en lo sucesivo la mayoría política se acerca a la mayo-
ría social. Lo importante es lo construido, el decir sagrado bajo
las florituras, el tres místico del profeta medieval (que pronto hará
danzar el triunfo hegeliano del espíritu). Cayendo de América en
Europa, como Caribdis en Escila, me encontré, ya se ve, en el
asiento trasero. Después de Julio Verne, la Jerusalén celeste. Al
igual que el Nuevo Mundo, tabla rasa iluminada por delante, es el
lugar ideal para ensayar fórmulas nuevas, las de los veranos fer-
vientes -reducciones de los jesuitas, falansterios de los fourieris-
tas, el hombre nuevo del Che-, el mundo antiguo, donde el
pasado ilumina el presente, es un lugar de recapitulación, ideal
para la edad madura que llega, en otoño, a recolectar viejísimas
heredades.
La consumación de los tiempos es un vals de tres tiempos. En
ese día inaugural (como puede leerse, y no se lee, en el Boletín Oft-
cial), la Francia redentora abordaba pues "la tercera etapa de una
larga marcha, después del Frente Popular y la Liberación", se-
llando "la nueva alianza del socialismo y de la libertad", es decir
"la más alta ambición que ofrecer al mundo de mañana". Sí, el án-
gel del último día sacará al primate carnívoro del atolladero. Es-
bozo del punto omega, este mayo lluvioso iniciará la nueva puesta
en perspectiva de los siglos industriales: después del momento ca-
pitalista, 1850-1920, primer fracaso; su negación totalitaria, 1920-
1980, segundo fracaso; he aquí la negación de la negación, de la
que el planeta empezaba ya a desesperar, el socialismo en libertad,
1981-2981 (aunque una escuadra de batidores, nosotros, deba de-
jarse en ello la piel). Francia, "el tercer pueblo", después de judíos
y cristianos, conduciría Babilonia a nuestra común verdad final.
En esas odiseas dialécticas la primavera acaba siempre por hace-
ros volver a casa tras largas tribulaciones (menos útiles, a fin de
cuentas, de lo que parecían). En la última fila, tratando de pasar
desapercibido, sonrisa de esfinge y ojos sumisos, me regocijo al
oír resonar bajo las arañas, esotéricas y televisadas, las volutas del
eterno Evangelio. ¿Recuperación de fe? ¿Llama mal apagada? El
recitante oficia de buena gana, sin timidez aparente -me pidió
"un sermón que tuviera carácter". Está servido.
Fue realmente el único. Nadie escuchó la perorata. Enormes,
colosales, rimbombantes, nuestros ofrecimientos escritos de re-

214
dención pasaron inadvertidos. La prensa del día siguiente apenas
hizo mención de este vuelo de campanas. Localmente, la orden
del día universal resbaló sobre las cabezas de los gnomos dis-
puestos en herradura alrededor de los presidentes del Consejo
Constitucional y de la República. Otros, me temo, tenían las agi-
tadas .cabezas en otra parte: "¿Por qué Marie-Claire Papegay, la
secretaria del Presidente, no se quiso poner al teléfono? ¿Estoy a
bien con Pierre Mauroy? ¡Si me hubieran dicho que iba a ser pri-
mer ministro! ¿Y mi despacho, en qué piso, cuántas teclas en mi
teléfono y qué coche, R25 o CX? Con tal de que el fotógrafo esté
ahí cuando dentro de un momento le dé un apretón de manos al
Bien Amado ... " Así daban vueltas los cerebros de los importantes,
cada una para sí, colegiales en fila bajo nuestro cobertizo del pa-
tio escolar de zancadilla y pescozón. No escuchaban a su mesías.
Demasiado contentos por estar ahí. Murmurando como el apun-
tador en su agujero, enmascarado por un telón de notables, me
habría creído taimado. Cuando vi al ayuda de campo entregar los
tres folios al Entronizado de pie frente al micro, me reí para mis
adentros de mi impostura. Cuando este último se los metió con
indiferencia en el bolsillo, para pasar a las cosas serias, felicita-
ciones y chácharas, lloré solapadamente por mi inocuidad, adivi-
nando ya que en el principio no fue el Verbo, y que esos bellos
juramentos llegados desde el fondo de las edades no tenían es-
trictamente ninguna importancia, words, words, vano sudor. Una
sola foto, dicen, vale más que un largo discurso. La prueba: del in-
troito tricolor nos ha quedado un solo cliché de abrazo, mil veces
reproducido, entre un gran saliente y el impetrador de la Repú-
blica. ¿Quién se sirvió de quién, en suma? ¿Yo, de mi portavoz,
para que colara el mensaje? ¿O él, de su portapluma, para hacer
ruido con la boca -obligación protocolaria de los demócratas en
ceremonia pública? ¿Quién utiliza a quién? En política es la pre-
gunta última. Se me ocurrió entonces, ganso de la misa, por pri-
mera vez.
"Mi vocación es política en la estricta medida en que es reli-
giosa -apuntó un día Franc;;ois Mauriac-. Estoy comprometido con
los problemas de abajo por razones de arriba." Repatriado a lo
alto, el testigo de Dios había dejado lo de bajo al menudo perso-
nal al que se pasa, cada siete años, el gran collar de la Legión de
Honor por el cuello, y a nosotros, clérigos sin clero, las razones,
que no han variado mucho desde san Agustín. Tendríamos que
volver a poner en funcionamiento el ascensor entre cielo y tierra.
Estaba herrumbroso. Al republicano-socialista, presunto repara-

215
dor, no estaba muy seguro de verlo acontecer, pero era la ocasión
soñada de tener el corazón limpio, aquí y ahora: entre los hijos de
Michelet, en la última línea recta del post 1789. Encargado de las
relaciones suelo-éter, no habría garantizado un porvenir radiante;
Michelet, aquí abajo, jugaba su última carta. Se doró la píldora,
ese día, a las poblaciones locales. Lejos de sumarnos a su entu-
siasmo, vía esa profesión de fe críptica, Joachim y yo les entregá-
bamos la última advertencia. Les notificábamos la verdadera
naturaleza de lo que estaba en juego, ni más ni menos. ¡Por algo
se trataba de un cambio de mayoría! Tras los dos fiascos de los
predecesores, el sadocomunista en el Este y el masotercermun-
dista en el Sur, ya iba siendo hora para Occidente de recuperarse.
Una vez expedido nuestro plenipotenciario en el cabriolé Citroen
CM descapotable, con el aún reciente primer ministro de pie a su
lado, en dirección al Arco de Triunfo, llama del soldado descono-
cido -hay que distraer a los papanatas-, me volví hacia Bérégovoy
para meterle en el ajo, en el vestíbulo de honor, ya que acababa
de evocar en voz baja a Blum y el verano del 36. "No es un nuevo
comienzo", insinué subiendo la gran escalera de palmeras de
bronce construida por Murat, el rey de Nápoles, "es una conclu-
sión". "Y tú que lo digas", me respondió, vivaz, el nuevo secreta-
rio general de la Presidencia, mostrándome con el pulgar grandes
nubes negras. "Se van a mojar, los pobres. ¿Vas al Panteón esta
tarde?" Donde se ve que la Historia con mayúscula también está
hecha de malentendidos. Pero era él quien tenía razón: el cielo es-
taba desapacible.
Era ya un poco tarde, convengamos en ello, para repescar el
Hexágono, Europa y al género humano. El servicio de Sevres y los
tenedores de plata dorada de la comilona que siguió a la entroni-
zación real -la emoción abre el apetito- sólo me medio desorien-
taron. Llegábamos como gendarmes a los altares del sacrificio,
electoralmente vencedores, religiosamente deshechos (a pesar de
los coros de la Ópera confiados a Lang y de un almuerzo de dos-
cientos cubiertos con "la crema de los intelectuales y artistas del
mundo entero" -Melina Mercuri, Julio Cortázar, Gabriel García
Márquez, Elie Wiesel, William Styron, etc.-, el fondo del aire más
que rojo era festivo). Aunque no consignada en parte alguna, una
atmósfera, lo supe después, pesa infinitamente más que un pro-
grama como es debido. Entre la gracia y la desgracia aún imagi-
naba un ascenso posible, con dos o tres empujoncitos, después de
la ayuda feliz en el hotel de la Pompadour. Pasados los primeros
temores las masas agnósticas nos estarían luego agradecidas.

216
El aire se volvía pesado. Despertado por el Himno a la alegría,
Jaures desearia buena suerte a su sucesor desde el fondo de su pan-
teón. La esperanza siempre rebrotada de las desgracias públicas,
que consume a los mejores, cumplía su plazo. Las nubes que re-
vientan, descargan tormentas durante largo tiempo deseadas. En
fin, lo peor podría empezar, justo después de las fiestas en el jardín.
Insurrección de los barrios altos, motines militares, incendio de las
Tullerías, provocaciones de los servicios especiales, guerra de Es-
paña, atentados ... ¿Quién habría apostado por el estancamiento
político, el fango habitual? Allende había diferido durante tres años
la cuchilla; por más que la apuesta estratégica fuera escasa, la CIA
no lo dejó escapar; la mitad de su gabinete fue pasado por las ar-
mas, la otra.al campo de concentración. ¿Cuánto tiempo permane-
ceríamos nosotros indemnes? Ya un año, seria un milagro: el
tiempo de mostrar el camino por donde otros, más tarde, seguirían
nuestros pasos. Yo miraba con el corazón encogido a mis compa-
ñeritos de gabinete, distribuidas las celebridades, llenos de la ale-
gría insensata de quien llega a estos asuntos sin sospechar nada.
Jugábamos a arrellanamos en los sillones Imperio de seda azul
vincapervinca, alzando la nariz sobre los trofeos de madera dorada,
los amores y genios sobre las puertas, los retratos ovales del Salón
de Embajadores, las tapicerías bíblicas, las ánforas gigantes del jar-
dín de invierno. El olor a sangre que flota alrededor de los tronos
no parecía afectarles. Esos neófitos, seguros de pasar entre las go-
tas, subían a la carreta con caras de recién casados. Viejo novio de
la derrota, la mía estaba más sombria; los veteranos saben que no
se bromea con el Malet-Isaac. Al igual que una alta función "capta"
al fulano que acaba de acceder a alla, un desenlace shakespeariano
agarraria sin tardar por el cuello a los cuerpos constituidos, pim-
pantes y lustrosos como para pasar revista, que alrededor del Ele-
gido hacían tintinear sus chapas, cordones y birretes. ¿Cuántos de
nosotros sobreviviríamos al futuro golpe de Estado? Hombrecillos,
como todo lo que prefiere el éxito a la gloria, los carienrojecidos
condecorados no perdían nada por esperar: nuestro destino sería
más grande que nosotros mismos. (Me cuidaba de advertir a los
viejos de la vieja IV República, a cuya espalda había escuchado mi
homilía de cordero místico. Esos bienaventurados no habrian com-
prendido: se creían de regreso a René Coty y el presidente Queuille
-y yo en vísperas de una Comuna de Paris bis. Cada uno sus fan-
tasmas. Los suyos, al menos, marcaban el rumbo.)
"Pórtate bien. No te dejes ver demasiado, eso nos perjudicaría",
me susurró, ya al día siguiente, un joven colega. "Supongo que te

217
das cuenta de que éste no es tu sitio." Asentí con mucho gusto.
Él pensaba ya en los próximos sondeos. Corría el rumor de que
habría comunistas en el gobierno; chicos de los recados, trans-
puntines, comparsas, quizá, pero eso como máximo. "Nuestros
amigos americanos" sacaban el vozarrón, el vicepresidente Bush
que amenazaba con desembarcar en persona en París; nuestros lí-
deres de opinión veían rojo; "los hombres del Presidente" estaban
incómodos. "No es el momento de cargar las tintas", masculló
uno de ellos. Enarca pero sensible a las desavenencias de la opi-
nión, me recordó que yo tenía "un serio problema de imagen".
Habitualmente, lo modero por el sentido de la conveniencia. Esta
vez, atolondradamente acababa de asomar la cabeza por el lado
izquierdo del escenario, dando al patio, por la alta ventana sobre
la escalinata de peristilo, al final de la cual acechaban los repor-
teros que habrían podido verme. Retrocedí enseguida, para no
comprometer. Mis camaradas me lo agradecieron.
El primer secretario del partido socialista tranquilizó poco
después a un periodista que se inquietaba al ver a un peligroso
marxista entre los "consejeros cercanos" del Presidente: "No es
más que un amigo personal, entre otros muchos, al que no hay
que atribuir importancia política". Comprendí que aquel hombre
de paz llegaría lejos. Únicamente junto a Gaston Defferre, Jean-
Pierre Chevenement me manifestó, al mismo tiempo, su simpatía.
Este hombre de carácter tendría dificultades.
Para satisfacción general me vi pues asignado al rincón más
exiguo de la primera casa de Francia. Una habitación esquinada,
al fondo de un dédalo, del lado de las dependencias, lejos de los
santuarios de decisión bañados por el silencio del parque. Ese ca-
llejón sin salida le iba bien a un diletante poco serio al que se ha-
bía encargado de lo oficioso y de lo paralelo que tuviera que ver con
nuestras relaciones con el Tercer Mundo (callejón sin salida me-
diático que no interesaba a nadie en el entorno, y con razón). Mis
superiores, encantados, creían mortificarme; me devolvían a mis
viejos disfrutes -célula, desván, subsuelo. La afectación jerarqui-
zante de los cuchitriles colmaba mis deseos, el olor a cerrado me
exalta. Sólo aflige a los "relacionales". Los saraos me inhiben, los
objetivos me dejan frío, los espumosos me ponen los pelos de
punta, y más de diez personas alrededor de una mesa, me dan ga-
nas de huir. Eso preserva.
El azar (que sirve a los humildes y a los agorafóbicos) hizo de
un confín de exilio la cueva de Alí Babá. Inversión cristiana de los
últimos en los primeros debida a la incomodidad de un laberinto

218
estrecho y grisáceo (desde entonces lo han pintado), de tal modo
nuestro Palacio de la Suprema Annonía, retranqueado con res-
pecto a las fachadas pomposas, se parece más a una subprefectu-
ra del Aveyron que al castillo de los rumores. ¿No había acaso
descubierto, deambulando a través de los pasillos, escaleras y dé-
dalos ocultos, al empujar una puerta por descuido; que el famoso
"teléfono rojo" que unía Moscú con París, únicas capitales nuclea-
res del continente europeo, a la manera del que unía la Casa Blanca
y el Kremlin, no era más que un teletipo al fondo de un cuchitril,
cobertizo de escobas y detergentes diversos que olía a lejía? ¡Oh
desencantos! ¡Oh amargura! Niños que tembláis ante los miste-
rios, cuidaos de violar el umbral de los templos.
Inencontr:able y coqueto, mi despacho comunicaba con un anti-
guo baño reacondicionado como cuarto trastero, del que nuestros
dignatarios, encaramados en lo alto, ignoraban incluso su exis-
tencia. En esta hondonada limítrofe, entre oficina de pedidos y
depósito de espera, desembocaban por vías inexplicadas todos los
canales de información que irrigaban hora a hora el cuartel gene-
ral: notas de consejeros, telegramas del Quai d'Orsay, informes de
estado mayor, fichas de las oficinas de información. Esos afluentes
en sobres MMU (muy muy urgentes) iban in fine a dormir allí, en
simples carpetas de cartón apiladas en un armario metálico verdus-
co, bajo una sencilla cerradura de maleta, cuyos accesos la Sra. C.,
documentalista del sector internacional, protegía celosamente. La
última poseedora de los secretos, encargada de la recolección y
clasificación de este maná ininterrumpido era una damita de pelo
gris, sin señas particulares. La persona más importante de la Re-
pública, ignorada de todos, llegaba y se marchaba en metro. Ad-
mitida en la Presidencia en la época de Vincent Auriol, había visto
pasar mucha gente bajo esos artesonados descoloridos. Pero gen-
te decente, distinguida, catalogada, de la que el Whos Who podía
responder. De más edad que la mayor parte de las secretarias de
la Casa que se habían refugiado en su administración de origen
para escapar de la violación de los ilotas, así como del espectácu-
lo del saqueo de las cajas fuertes por los partidarios del reparto,
había permanacido firme en su puesto, mártir Blandine de los ar-
chivos de la suprema magistratura. En los primeros tiempos con-
siguió disimular los sobresaltos, creo que con la preocupación,
muy loable, de poder prestar declaración ante la posteridad -una
posteridad que no dejaría de tomar enseguida, una vez restable-
cidas las jerarquías naturales, la forma severa pero justa de una
Corte Suprema o de algún tribunal de excepción (a la altura de las

219
felonías que se tenía derecho a esperar de socialcomunistas ebrios
de impunidad). Lectora puntillosa de París-Match, del Quotidien
de Paris y del Fígaro, especialmente de las alarmantes adverten-
cias de Jean d'Ormesson que subrayaba con lapiz rojo, tan pron-
to como se replegaba a su búnker, no se le escapaban, desde
luego, las potencialidades justicieras de su puesto de observación.
Las saboreaba de antemano con una valerosa determinación, a
veces atacada de vértigo. Al igual que el ojo de Dios entre los na-
zis había tenido que trocar la sotana por el uniforme SS, el invi-
sible ratón gris, sin traicionar su deber de reserva, seguía trotando
sobre la moqueta para alimentar con papeles la "célula diplomá-
tica", en el ir y venir de ujieres de chaqué o de civil, como quien
no quiere la cosa, pero con los ojos bien abiertos y el oído al ace-
cho para cuando llegara la hora de presentarse a declarar. Nos
cruzábamos a menudo, intercambiábamos incluso algunas corte-
sías varias veces al día, debido a una disposición de los espacios
descabelladá que la obligaba a atravesar mi despacho en cuanto
franqueaba la puerta del suyo. Colmo de la buena o mala suerte,
por una coincidencia de doble filo que podría valerle mañana una
acusación de complicidad pasiva tanto como una condecoración
por arrojo detrás de las líneas enemigas, la pastorcita del Estado
de derecho bordeaba por fuerza el antro de un lobo, de un topo,
de un extremista -atrevámonos con la palabra: un ideólogo- in-
filtrado en las altas esferas por la KGB, como se lo daban a en-
tender, de tarde en tarde, sus gacetilleros preferidos.
Durante un mes o dos, despavorida, me fusiló con la mirada
cada vez que me atreví a cerrar nuestra puerta acolchada pero me-
dianera con la esperanza de burlar su vigilancia -obligándome a
batirme en retirada. Pretextaba díez urgencias y cinco prioridades
para no dar curso a mis relaciones detalladas pidiendo la difusión
de documentos, súplicas indirectas y sin duda tímidas. Hasta el día
en que, después de un tenaz y delicado trabajo de aproximación
(sobre el que prefiero no extenderme), dí brutalmente un puñetazo
(en la mesa), lo que la llevó a ceder en un detalle crucial: el rincón
del cajón donde depositaba la llave del armario de todos los peli-
gros. Desde entonces tuve permiso para meter la nariz, en autoser-
vicio, día y noche, mañana y tarde, en todos los informes secretos
y prohibidos, nutridos por centenares de notas acumuladas desde
hacía varios años sobre cuestiones estratégicas llamadas "Este-Oes-
te", que daban lugar a tantas especulaciones histericoides: SS20,
Pershing, misiles Crucero, MBFR, Alianza Atlántica, Pacto de Var-
sovia, equilibrio de fuerzas, sin contar los informes USA, URSS,

220
RFA, OTAN, UEO, CEE, ANZUS, ANSEAN, y más. Como la cabra
del señor Seguin, la testaruda Sra. C. se había rendido, levantando
]a tapadera de las marmitas donde se cocía el porvenir. Un glotón
en ]as cocinas. Como un pinche en Maxim's viendo que vuelven a él
]os manjares intactos, probaba de todos los platos, haciendo poco
caso de la compartimentación entre Casa civil y militar, circuito
gabinete y circuito secretariado general, consejeros de esto y de
aquello. Así es -beneficio imprevisto de una estrategia de elevación
estoicamente diminutiva, como la tienen los discípulos de Ignacio
y los mosqueteros de la reina- como me convertí en el hombre me-
jor servido de Francia, el mejor informado sobre el estado del mun-
do, justo después del generalísimo (a lo más tardar al día siguiente).
Pues a diferencia del jefe del Estado, como del ministro de Asuntos
Exteriores o del director de Asuntos Políticos, distraídos por un ex-
ceso de obligaciones protocolarias, mundanerías ociosas y viajes
inútiles, yo tenía todo el tiempo para leer, anotar, comparar, recor-
tar. Agrestes mano a mano, cumbres industrializadas, correspon-
dencia francoamericana y conciliábulos francofranceses, la médula
sustantiva caía a hora fija en mi cartapacio, como verbatims calen-
titos, sin trucajes de complacencia ni tijeretazos. En el corazón del
acontecimiento puesto que a distancia estaba en la procesión y re-
picando, atracándome de lo real, satisfaciendo mi glotonería de ci-
fras, gráficos y menudencias. Mi satélite de observación personal
daba la vuelta a la tierra en veinticuatro horas. Cambiaba de órbita
a voluntad, saltando de las notas de fondo (de diez a treinta pági-
nas, que ignora el "decididor'', limitado a una o dos) a los infonnes
de final de misión de los embajadores (que no se elevan jamás), a
los telegramas diplomáticos (tres colecciones al día), o a las fichas
sin membrete de los servicios. Desconectado por arriba, vuelto a
conectar por descuido, la embriaguez del poder sacaba partido -a
mi nivel- de ebriedad de saber, más allá del perímetro de mis atri-
buciones. Con la certidumbre de hallarme en la línea de llegada ex
aequo con los primeros eunucos de Palacio, gracias al proverbio de
un filósofo: "Saber para prever a fin de poder". Reminiscencia es-
colar que vino oportunamente a dulcificar mi confinamiento en los
suburbios palatinos, lejos del "diván" en el lado derecho del esce-
nario, dando al jardín, allí donde se toma una decisión por mi-
nuto. En el lado que da al tiempo de la reflexión, al menos había
una compensación: echar una ojeada por la ventana a las her-
mosas damas del faubourg Saint-Honoré dedicándose a sus pa-
ñuelos Hermes.

221
¿Devuelto a la antecocina por unos ostrogodos? Pues bien, en el
reino bárbaro treparía hasta "señor de las antecocinasn a pulso.
Algún día, en los libros de Historia aparecería como si hubiera
sido para Frarn;:ois El Prudente lo que fue Casiodoro para el em-
perador Teodorico (o, para los modernistas, Commynes para Car-
los el Temerario). Civilizaría a los tecnócratas, ahogaré a los
economistas en el latín y el griego, edificando un arca de Noé ar-
queocristiana a espaldas de los enganchados a las cifras, de los
comunicantes de "signos fuertes". Al igual que el prefecto del pre-
torio del siglo VI se sirvió de los nórdicos de pelo largo, plagiarios
iletrados con pesadas joyas de oro para extender por el imperio
las Santas Escrituras y las bellas letras, yo establecería en el esta-
blishment núcleos de comisarios de cuentas y de publicistas con
san Agustín, Auguste Comte y André Gorz. Y mi nuevo Teodorico
podría decir orgullosamente: "Otros pueblos tienen las armas igual
que nosotros, pero sólo el soberano de los romanos dispone de la
elocuencia".
¿De qué modo procedería? Pedagógicamente. Corrigiendo los
prejuicios de las elites gobernantes, oponiendo a una opinión
equivocada por los malos sacerdotes de los medios de comunica-
ción la autoridad de la cosa misma, la verdadera verdad, el fondo
de la historia. Me era forzoso proceder indirectamente. Tendría el
oído del hombre que tenía el oído del pueblo. El gobierno de ca-
rambola, en cierto modo. De rebote en el blanco. Es la vieja para-
doja del atajo-rodeo. No me gusta hablar para no hacer nada.
Menos aún para mis pares. Amigos, enemigos (y el más íntimo de
todos, vuestro servidor) me han reprochado a menudo ignorar a la
"base", hacer caso omiso a los anónimos y a los soldados rasos, Es
que a todas las ruines inclinaciones del caudatario -prurito de ho-
nores, afición por lo mullido, los flashes y los pequeños sobornos-,
desdeñan añadir una preocupación urgente: ir a la cabeza hace ga-
nar tiempo. Primer beneficio: la rapidez. El consejero es un hom-
bre con prisa. "Se me preguntará si soy príncipe o legislador para
escribir sobre la política. Respondo que no", advirtió Jean-Jacques
Rousseau, reformador a paso lento, "por eso escribo acerca de la
política. Si fuera príncipe o legislador no perdería el tiempo di-
ciendo lo que es necesario, lo haría o me callaría". Al dar calaba-
zas al hombre del hacer, el junco pensante se convence de que va
a recuperar el tiempo perdido garrapateando para nada sus doce
tesis sobre la Democracia 2000; pasar al fin al acto, silenciosa-
mente, Y aniquilarse en el trazo de fuego de los decretos. Al reu-
nirse con. la miserable raza del lado derecho del escenario (como

222
dicen los frustrados dél jardín), el comprometido voluntario ataja
a través de las palabrits, atajo de audacia en el que hay que ver una
medida de economí;i (de la que el veleidoso sólo sabrá después lo
que ha costado, muy a menudo a otros más que a él).
"Capacidad de producir el máximo de resultados con el míni-
mo de gastos": ese minima:x cívico es tan antiguo como la ciudad
y la filosofía. "Es demasiado tarde para actuar sobre algo", decía
Malraux, "sólo se puede actuar sobre alguien". Este atestado de-
solado es de todos los tiempos. Condujo y despidió a Platón de Si-
racusa, a Aristóteles de Alejandría, a Séneca de Nerón, a Descartes
de Cristina, a Voltaire de Federico II, y al propio Malraux del gran
Charles: los cabezas de cartel también velaban por el rendimien-
to. La primera huella consignada de ese cálculo equivocado de pro-
ductividad se halla en la carta VII del viejo Platón, donde cuenta
por qué respondió afirmativamente a la carta de Dión invitándo-
lo a Sicilia para asistir a su tío el tirano Dionisia II, en calidad de
ayuda en la decisión. "Como me preguntaba si debía ponerme en
camino y responder a esa invitación o tomar partido, lo que sin
embargo hizo inclinar la balanza fue que, si alguna vez se debe-
ría acometer la realización de mis concepciones en materia de ley
y de régimen político, era el momento de probar. En efecto, sólo
tenía que convencer a un hombre y eso bastaría para asegurar to-
talmente el advenimiento del Bien. Fue pues en ese estado de áni-
mo y dispuesto a realizar esa tarea como abandoné Atenas; no
por los motivos que me atribuyeron algunos, sino por miedo so-
bre todo de quedar entonces a mis propios ojos por alguien que
no es nada más que un pico de oro y que, en cambio, se muestra
incapaz de acometer resueltamente una acción." Suscribo en su
integridad los motivos del detenido de Siracusa. Que se diga que
Platón y Debray se han encontrado por fin en la definición de
añagazas y cimbeles. Un comunicado de la AFP sería bienvenido.

Nunca he sabido comunicar. Esa cocina tiene sus recetas, que me


superan. Es mi talón de Aquiles. Me explico en griego, mis guiños
no hacen sonreír a nadie, mis frases "sinuosean" como serpientes
de mar. Por suerte, están los elegidos del pueblo para hablar en
pueblo al pueblo. Impedido en el lado de las chozas, fui al casti-
llo a tomar como traductores a esos técnicos de superficie. El
alcalde y sus consejeros de imagen relevarán a lo verdadero ante
las mentes sencillas. Esa buena gente sabe arreglárselas para
hacer vibrar la cuerda, acunar, zarandear. Serán pues nuestros

223
cableoperadores. Les colaremos el programa, por detrás, a los
obreros del saber hacer. Encauzar el mensaje es asunto suyo. No-
sotros, las gentes del saber, desde hace dos mil quinientos años no
tenemos oficio. Tenemos la vocación, como otros el odio o la pes-
te: separar lo verdadero de lo falso, descubrir los espejismos,
afrontar la realidad desnuda, sin pestañear, sol o muerte.
A un emborronador de cuartillas ingenioso se le despacha a la
estratosfera. Cliché burgués y demasiado cómodo. Un filósofo, de
la peor ralea, materialista y crítico no es de los que caen en "lapo-
lítica literaria de las nubes". Tenemos una divisa en nuestra cor-
poración: "No hay que soñar". Es triste. Un filósofo es alguien que
no quiere contarse cuentos. El problema, como se ve aquí mismo,
es que no se hace la historia sin contarse muchos, in petto; y que
un militante que no sueña con los ojos abiertos sirve para que-
darse en casa. Había tenido suficientes extravagancias. Las razo-
nes de lo alto me eran familiares desde los bancos de misa; eran
los problemas de abajo los que yo quería diseccionar, en conjun-
to y en detalle. Por ascesis. Nuestros palacios cretenses no sólo
son nidos de sicarios y de "sinecuristas", como canturreaban nues-
tros trovadores; desde hace diez mil años que hay minotauros en
el fondo de los laberintos. Os pegan la nariz a las rugosas reali-
dades que abrazar, prueba mortal para los ideólogos, esos habla-
dores a los que no les gusta estar entre la espada y la pared, donde
me gusta estar; ya no es posible entonces enjuagarse la boca
como el charlatán de las salas de redacción que sueña con con-
ducir sin concretar y prefiere el gran proyecto de sociedad a una
pequeña producción. Lo real, era la apuesta, mi vértigo. Hic Rho-
dus, hic salta. Lo real se parece a la imaginación en que no per-
dona. A la jactancia y a los retóricos. Los engranajes requieren lo
exacto. Poned al anatematizador ante un combinado interminis-
terial durante ocho días -o estará curado para siempre de su yaka
o se deshará en lágrimas y se largará con su mamá. El jacobino
corta en carne viva. Es un hombre práctico.
"La verdad, la amarga verdad", la divisa sirve de epígrafe a Rojo
y negro, está firmada por Danton. Fue mi alias en América Lati-
na., ¿No podríamos alcanzar el súmmum de la impertinencia asu-
miendo el papel antaño apreciado, hoy tan desprestigiado, de
"consejero del Príncipe"? Lo contrario, para aquel a quien no cie-
gan los estereotipos, del "palaciego" -que quiere gustar dorando
la píldora. Los cortesanos de la opinión, los intelectuales fantas-
mones están ahí para hacer llorar a las marujas afuera: yo dejaré
los grandes principios a los espadachines de las palabras. ¿La ver-

224
dad de Danton? Un filo de cuchilla de afeitar que embotan nuestras
"libres opiniones" impunes, que afilan las terroríficas obligacio-
nes de la puesta en práctica. Atareándome doce de las veinticua-
tro horas en el mismo acontecimiento, los ojos secos, estaría en
relación con las cosas mismas. De este lodo, de la mierda extraí-
da del armario de los secretos sacaría, después del tamizado y del
refinado, lapidarios estudios de factibilidad. No se gobierna sin
laconismo.
En un hospital de locos, nuestros reyes electivos, pensaba yo,
pobre loco, necesitan en su patio trasero parapetos para llamar-
les al orden escarnecido del hecho. Me impuse esta incómoda
misión: encargado de la defensa de las largas duraciones ante tri-
bunales de lo efímero, abogado del pasado y del porvenir, de la
viuda y del huérfano de nuestra videoesfera, protegía a mi Prín-
cipe contra las magias electrónicas de la media luz. No habría que
elegir entre el servicio a la verdad y al Estado, puesto que se me
pagaba (módicamente) por depositar a los pies del jefe las pepi-
tas de oro de lo posible. Escoltaba a mi campeón en medio de
conferencias y de asechanzas; no para embriagarle de lirismos
parlanchines sino para deslizar en su bolsillo, pasados por el ta-
miz, notas, telegramas e informes, un estado del mundo en dos
folios. Mi pluma servil será su flamante espada. Una estrategia
previsora necesita reflexivos exactos, almas de acero, insensibles
a las pullas y a las banderillas, tallando en el smog mediático vis-
lumbres de porvenir. Lo conciso stendhaliano, el trazo de punta
dura harían más daño al desorden establecido que las amonesta-
ciones y anatemas de los devoradores de revistas.
Yo operaba a hurtadillas, de espaldas a los efectos fáciles, con
conocimiento de causa. Complejo lo real, se ha repetido suficiente-
mente, pero racional; el batiburrillo de news oculta tendencias lar-
gas e ininteligibles, relaciones constantes pero desconocidas entre
varias series de fenómenos. Yo desenmarañaría esas relaciones,
extrayendo de causas complejas razones simples; viajaría para
observar a simple vista África, Asia, y América; desvelaría los mó-
viles profundos de las tiranías y de los terrorismos; averiguaría yo
mismo y enviaría a mis ayudantes a los pueblos primitivos, reco-
lectando sus informes, ponderando los prejuicios, resumiendo las
opciones; demostraría, con los documentos en la mano, por cro-
nología y estadísticas, allí donde el vulgo se indigna o se encole-
riza, víctima de su buen corazón. Excéntrico, lejos de las vanidades
germano-pratinas y de las desazones electorales, dueño del códi-
go y _de los relojes, me anticiparía sobre las guerras de mañana,

225
entre naciones, religiones y civilizaciones. A falta de poder guiar
en directo a las multitudes, instruiría a mi Señor sobre el camino
que hay que seguir. Él avanzaría sin reparar en obstáculos, salta-
ria por encima de la agenda mediática de sus ministros, con
olímpica zancada. A veces me mostraría, púdicamente, su reco-
nocimiento; me haría subir a su santuario, el salón dorado que ya
servía de despacho al General; yo me sentaría, ladeado, como ha-
cen los familiares, ante el escritorio Cressent, palisandro y tafile-
te rojo, el ojo gris azulado, la frente grávida de preocupaciones,
pero aún disponible; entonces, con palabras veladas pero tiernas,
enfrascado en mi última nota cuyo margen cubriría con gruesos
caracteres azules, se preocuparía por mis deseos, mi retaguardia
(pues, al igual que "toda carta merece respuesta", le gusta repetir,
"todo servicio merece recompensa"). Murmuraria ruborizándo-
me, con los ojos bajos: "Sólo cumplo con mi deber, Presidente.
Amo a la República, permitidme servirla en conciencia, como
ciudadano; quiero decir: sin esperanza". Él levantaría la cabeza,
intrigado; insistiría, me propondría de un tirón, por orden cre-
ciente de importancia, la medalla de las Artes y las Letras, un si-
llón en el Consejo económico y social, la villa Médicis, un puesto
en Gas de Francia. Entonces me erguiria, pasaria del carmesí al
pálido para tomar altura. "No compréis mis servicios, mi Prínci-
pe. Son gratuitos. Las sinecuras para los demás, no faltan menes-
terosos. ¿No será pues posible jamás separar el amor por el bien
común y el consumo de honores sociales?" Con este quousque
tandem Catilina de la mejor inspiración, me levantaría orgullosa-
mente, no sin hacerle saber con un ceño enojado el desprecio que
me inspira su desprecio por los humanos. Se quedaría boquia-
bierto, en su sillón Regencia, apoyado en el cojín de terciopelo
verde. Y me retiraria en silencio a mis aposentos, con la majes-
tuosa tristeza de un Colbert incomprendido.

¿Tengo derecho a abordar las cosas serias como un guasón? No.


La ilusión achispada inspira las fanfarrias de obertura. Da a todas
las salidas un airecillo de vuelo planeado, de tocata barroca. Lo
sé: moral y filosofía políticas exigen un tono responsable. Sea.
Pero en la Corte, más que en ninguna otra parte, la verdad sale de
la boca de los bufones y esas woodyallenerías indican por sí mis-
mas lo que cabe en nuestras locuras-Maquiavelo, en nuestros vue-
los de ambición, de divagaciones primarias; el pueril envés de
nuestros ternos; digamos las componentes cómico-psíquicas de la

226
cuestión Poder. Señalaría pronto más crudamente por qué pelda-
ños descendí de la Comuna de París al Palacio Real, o de Casio-
doro a Courteline -de la carabela a la galera. Sin duda debo
explicar en primer lugar por qué deriva previa me encontré em-
barcado allí, por qué viaje, y qué capitán justificaba tanta fatui-
dad por mi parte. Se llamaba Frarn;:ois Mitterrand. Fue presidente
de la República francesa de 1981 a 1995; otros señores tuvieron o
tendrán más lustre, carisma, visión-o menos, ¿quién sabe? Ése es
el que me dieron muy antiguos sueños, mi época y mi lugar de na-
cimiento. Uno no elige su vida. Deja hacer a su tiempo, su im-
paciencia y su rey.
¿Fue un buen o un mal rey? Otros lo debatirán. Lo que es se-
guro, para rrü, es que era un gran señor.
2. Un señor

El camino de Sauveterre - El tiempo de las cerezas - La


virtu y la virtud - Mejor geógrafo que historiador - La cul-
tura del imbroglio - El oro y el plomo.
2. Un señor

El cam'ino de Sauveterre - El tiempo de las cerezas - La


virtu y la virtud - Mejor geógrafo que historiador - La cul-
tura del imbroglio - El oro y el plomo.
--
Desde antes 'del final de su mandato, el "retrato de Franc;ois Mit-
terrand" daba lugar a un campeonato cívico-literario, figura im-
puesta en revistas, platós y cenas. ¿Qué hombre de letras, excitado
por sus colegas, no ha tenido que decidirse a ofrecer -catorce
años obligan- su "misterio Mitterrand", como el colegial de anta-
ño, el 1 de septiembre, su "cuente el día más bello de sus vaca-
ciones"? Ahora me toca a mí. Ese pozo sin fondo, ¿no ha
vomitado aún sus sombras? Sólo puedo añadir nimiedades, pero
sólidas, como se vuelven las partículas en suspensión en un vino
que forma posos tras una larga fermentación. Mi bodega de re-
cuerdos está hecha de tal manera que lo agrio se va con los años.
¿En qué fundar mi presunción? En algunos documentos, y en
la perspectiva. Conservé en mi poder mis "papeles de agente", vio-
lando decididamente unos reglamentos que ya no existían, a fal-
ta de República. Los saqueadores de pecios, que comercian con la
memoria nacional, me lo reprocharán tanto menos cuanto que
los autógrafos en mi poder no habrian llevado a la horca a nadie.
Nada de diario de a bordo. Demasiado descontento de lo poco
que me sucede cada día, demasiado impaciente por el mañana,
nunca pude obligarme a esa minucia masoquista. ¿Y qué habría
tenido yo de importante que consignar? "Favorito de cámara" y
no del consejo, al margen de las grandes deliberaciones, no tuve
que conocer asuntos cotidianos. Sus colaboradores'' inmediatos
veían al presidente todos los días. Yo pertenecí, entre 1981 y 1988,
al segundo círculo, a "aquellos que se entrevistan con el jefe del
Estado cuando lo desean y que pueden hablarle un poco de todo".
Los "comandos", el "escuadrón volante", los "mosqueteros", decía
el gacetillero con razón. Situados fuera de la jerarquía, los "en-
cargados de misión ante" tenían el acceso directo, pero errático.

231
A la ecuanimidad le queda la distancia, entre divertida y afligi-
da, que da el agotamiento de los despechos. Fran,;ois Mitterrand
durante mucho tiempo guardó conmigo, inexplicablemente, una
lejana indulgencia; yo también, y perdón por la simetría; nuestra
ruptura "ideológica", al principio de su segundo septenio, no mer-
mó una cierta ternura por el hombre privado, libertino respeta-
ble, por la elegancia y el valor. Indulgencia sin relación alguna
con la del padre por sus hijos espirituales, Fabius, Lang o Attali;
ternura, no de compañeros de una vida, como Fran,;ois de Gros-
souvre o Paul Guimard (por limitarme a los íntimos que conocí
mejor), sino de amigos por el momento cómplices, a los que todo
viene a separar salvo el rechazo a repudiarse. Esto es lo que me
evitará la tentación de los empleados: desquitarse en el ocaso de
la vida, y sobre el papel, de todo lo que no se atrevieron frente al
Patrón, cuando hizo falta.
Que el balance de un principado se haya podido resumir al lle-
gar a su fin, en el ánimo del público, en unas radioscopias del
Príncipe, de pie, en familia o en conciencia, dice mucho sobre la
época y el personaje. Entre los reyes que han hecho Francia, nin-
guno habrá guiado tanto la mano de los retratistas, biógrafos y
radiógrafos. Entre nosotros, nunca hay una gran distancia entre
el escritor y el Narciso, ni entre la cosa escrita y la cosa pública.
Lo extraño en este hombre de pluma es su metamorfosis final en
hombre de imagen, ocupando las pantallas con sus estados de áni-
mo, confesándose en directo, poniendo su yo en escena a través
de innumerables reportajes, películas, entrevistas, libros, diálo-
gos. Allí donde De Gaulle hablaba de Francia, Mitterrand hablaba
de sí mismo. El primero no tenía interés por sí mismo. Sus recove-
cos íntimos -¿pero, tenía?- le y nos dejaban indiferentes. El segun-
do nos tranquilizaba porque se nos parecía: una común
preocupación por sí mismo une a cualquier fulano al jefe del Esta-
do. En 1969, De Gaulle puso fin a treinta años de Historia con un
comunicado de prensa de dos frases, y volvió a su casa sin recibir
a un solo periodista, sin salir ni una vez en la televisión, encerrado
con las palabras hasta su último aliento. Desde 1994, el segundo
hizo durar todo un año la ceremonia de despedida, transformando
la crónica del tiempo en diario íntimo. Nos provocó el interés por
su vida en familia, por su adolescencia, por sus citas, por sus viejos
amigos. Se "panteonizaba" con pequeñas pinceladas, borrando sus
gallos, supervisando sus huellas, seleccionando sus testigos, rele-
yendo a sus amigos línea a línea, filmando sus confidencias, multi-
plicando los contrafuegos, hasta autorizar a su antiguo consejero

232
especial a violar la decencia y la ley al fotocopiar los secretos de
Estado. Hablando a cara descubierta de sus sinceridades, de su fi-
nal ya próximo, de sus sufrimientos físicos, del más allá; auscul-
tado por los periodistas semana tras semana: "¿Cómo está usted,
señor Presidente?" "¿Qué tal lleva su tratamiento?" "¿Qué senti-
miento le inspira su muerte cercana?" Esta obscenidad mediática
pareció natural a todos, o casi, y resultó una muy bella salida. Has-
ta tal punto lo sagrado republicano, hasta tal punto la función
presidencial se había ya audiovisualmente humillado ante "el mi-
serable mantoncito de secretos". Me incorporé al Estado en 1981,
con la ingenua idea de que las instituciones están ahí para huir de
eso que Hannah Arendt llamaba "la futilidad de la vida indivi-
dual", lo an?dino de los humores y de los compañerismos. Esta
elevación, que despersonaliza tanto la obediencia como el dere-
cho de mandar, ¿no es acaso la razón de ser de la Ley? Ha sido ne-
cesario acostumbrarse al vuelco del principio por el hecho
televisivo, sumado al gusto presidencial por la introspección pú-
blica. El poder supremo pone de ahora en adelante al desnudo,
por la obligación técnica de transparencia, todo lo que tiene de
apolítico un político profesional. Cuanto más largo es el reino,
más impudor tiene el strip-tease; la crueldad del desnudarse alcan-
zó al final del doble septenio abismos de refinamiento, pena y com-
pasión. ¿Y él mismo? Don Juan, cráneo desafiante, al borde de la
tumba, a la moral, a la nación y a sus amigos, se prestó a la pues-
ta al desnudo d_e su pasado con una complacencia provocadora.
Como una lupi cada vez más potente con el tiempo, la duración
de un reino agranda el mal como defecto, el defecto como vicio y,
en fin, como crisis de confianza. Nosotros somos todos falsos,
manipuladores, enredadores, tortuosos, amnésicos, de mala fe, etc.
Pero podemos ocultar nuestro juego (o en su defecto, pedir cle-
mencia), porque a fin de cuentas ninguno de nosotros ha presidi-
do los destinos franceses durante menos tiempo que Luis Felipe
o Napoleón III pero más que Napoleón I, desde Brumario hasta
Waterloo. Y lo que la oficialidad en videoesfera (donde privado ya
no se opone a público) tiene de más despiadado, es quizá esa ma-
nera suya de expropiar en vida a un hombre público de su propia
vida, hasta nacionalizar su intimidad -sus órganos, su cáncer, o
su agenda.

¿Por qué me colgué durante diez años de ese señor que no era mi
tipo? Egotismo por egotismo tengo derecho a responder a esa pre-

233
gunta, tanto más cuanto que fuimos algunos millones los que nos la
planteábamos, cada uno a su manera, a la hora de rendir ¡;:uentas.
Sin mis años de exilio nunca habría puesto mis miras y mi
imaginario en el antiguo adversario del general, para otorgarle la
más alta misión: alcanzar el colmo de los manes, un fulgurante
Jaures-De Gaulle. Al desembarcar a comienzos de 1973 del Chile
de Allende, que me había confiado un mensaje para su homólogo
francés, una amiga común me condujo hasta él. Celebraba un mi-
tin en Pau, para ya no sé qué elección local. Descubrí a un tribu-
no social-católico, de verbo amplio, incluso enfático; y por la
noche, en la cena, un espíritu fuerte y conciso, con colmillos afi-
lados: ese paso sin transición de lo solemne a lo sarcástico (o, en
sus escritos, de la elegía a la cabronada) dejaba perplejos a los re-
cién llegados. Con una ventaja: esos cambios bruscos alejaban a
los tibios. Me hizo subir al día siguiente en su coche y, durante
tres días, surcamos en alegre camaradería un Suroeste cómplice y
reidor. Descubrí la Francia cantonal, con la que sólo había trata-
do en idea a través de libros y mapa mural. Tocando por fin tierra,
más ebrio que Lindbergh en Bourget, lo estaba pasando de ma-
ravilla. Aquella Francia III República de consejeros generales re-
chonchos y de ayuntamientos-escuela con balcones, de patios de
granjas y de monumentos a los muertos, donde Jules Guesde toma
del brazo a Giraudoux, la había soñado pero nunca visto real-
mente. Padecía una tal falta de "francitud" que un mantel a cua-
dros rojos y blancos, un campanario con gallo de vdeta, una bien
rodada r bastaban para hacerme tocar la tierra prometida.
Esas alucinaciones le parecerán tontas a quienes jamás han sa-
lido, porque hay que expatriarse para aprender por el cuerpo de
qué patria estamos amasados. Al revés que los paraísos, todos
perdidos, las naciones sólo existen encontradas, y no valen nada
si uno no las pierde de camino. Campo de prisioneros, Ocupa-
ción, exilio, largo periplo: todo es bueno, hasta tal punto se hacen
encuentros con tan poco. Será en las calles vacías_ de Vancouver o
Puerto Montt, en invierno, en medio de las autopistas flanquea-
das de rótulos y de supermercados que hacen allí las veces de ciu-
dad, donde un europeo se acuerde de esa extraña zona del planeta
donde hay gente en las ciudades después de las seis, donde hay
gente en los bares o los pubs que hablan alrededor de una mesa
de cosas de antaño, y que esa región habitada por el tiempo se lla-
ma "Europa". Disculpo de buena gana a aquellos a quienes nun-
ca le han salido al paso unas ventanas azules de Bretaña y unas
tórtolas grises de París si alardean de su desprecio por el fran-

234
chute y por los quiquiriquís. La esencia de una nación, ese punto
de fuga que avanza con nosotros, nos provoca y nos mueve a su
antojo, final de línea de una odisea sin cesar continuada y fallida,
es la nostalgia; pero es justamente el tipo de sentimientos que
ninguna escuela, ninguna familia, ningún libro puede enseñaros.
Tuve que habitar vocales, consonantes, diptongos demasiado in-
hóspitos -oh la jota española, las, la z, que le hacían la guerra a
mi lengua, allá, en el fondo de mi garganta y que durante tanto
tiempo me delataron como intruso- y saboreaba el gozo insensa-
to de poder juguetear inadvertido en mi lengua materna. Mitte-
rrand, cantón tras cantón, me hablaba de los hombres, de las
batallas, de los paisajes; los vallecitos a nuestro alrededor cobra-
ban vida cqn historias, grandes o pequeñas, desde las últimas
legislativas hasta Enrique IV; me hablaba de sus abuelos, su ge-
nealogía; me devolvía la juventud francesa que no tuve, con una
geografía nueva por añadidura. Me recuperaba a su costa. Él no
era Penélope, yo no era Ulises, pero aquella Galia narbonesa co-
mentada en directo se convertía en mi Ítaca: ya está, hemos lle-
gado, ya no nos movemos. Entre mi madre y la Justicia tuve que
elegir diez años antes; ¿sería po~ible reconciliarlas? ¿Vislumbrar
la igualdad en casa, en francés? A Mitterrand, sin duda, le impor-
taban un bledo mis mitos, mi madre y lo demás, con excepción de
la lengua, pero me había dicho sí, puesto que a la pregunta que
no le hacía no me había respondic:lo no. Así pues, sería él. ¿Qué?
Poca cosa: el mediador entre la señora Francia y su millonésimo
huérfano.
La cristalización se efectuó entre Juran\;on y Béarn. Como la
rama de Salzburgo tan querida por Stendhal, deshojada por el in-
vierno y hundida en las profundidades abandonadas de una mina
de sal, el líder de la izquierda emergió de aquel hundimiento en
Aquitania "provisto de una infinidad de diamantes móviles y des-
lumbrantes". Como yo venía de una humanidad fraternal, exube-
rante, la que se da abrazos en Santiago o Caracas, ese juramento
un poco seco, de usted y abrochado, podía desconcertar. El in-
consciente amoroso salvó la dificultad. Al momento adorné su
rostro, su silueta, su patronímico con mil perfecciones que se ven
entre las terrazas de Pau y las termas del Béam, en la carretera de
Sauveterre: vallecillos, torrentes, hayedos, viñas, quintas, jardines
a la francesa del castillo de Laas, viejos puentes cubiertos de mus-
go del Oloron, campos peinados de maíz. Mi provincia al fin en-
contrada, en realidad revelada a un parisino que se orientaba diez
veces mejor en los Andes que frente a los Pirineos. Aquella Fran-

235
cia carnal y casi biológica arrastraba tras ella otra, impalpable y
soñada, que yo conocía mejor y que nunca me había abandonado
ya que era una Francia de memoria y de Historia. Entre'!os ojos
del narrador y el rostro de Albertine, "centro generador de una in-
mensa construcción que pasaba por el plano de su corazón", se in-
terponían demasiadas sensaciones indefinibles, gratas o dolorosas,
como para que ninguna foto de la bienamada pudiera dar cuenta
de ello, como para que él mismo estuviera en situación de perci-
bir más tarde las metamorfosis del ser amado, porque ella era
"como una piedra alrededor de la cual ha nevado". Entre mis
treinta años y aquel grave quincuagenario a quien ya perseguían
(el enemigo de clase es despiadado) dudosos rumores de petenis-
mo, de patriotas argelinos guillotinados, de expedición de Suez y
de Observatorio, vino a interponerse una nebulosa de imágenes de
Épinal y de deseos durante demasiado tiempo reprimidos; toda
una vía láctea de 14 de Julio en el pueblo de La Marsellesa de Re-
noir, la bufanda de Jean Moulin, las gafas redondas de Walter
Benjamín y las barricadas de agosto del 44 titilaban a lo lejos
como luces de Bengala. Humo incluido. Un día de septiembre
de 1994 lo volví a ver en el claustro de la calle Ulm, adonde había
venido a hablar a los estudiantes por el bicentenario de la Escue-
la Normal Superior. Veinte años después. En aquel viejo señor de
rostro pulido por el sufrimiento, simplemente entrado en años,
sencillamente presidencial, con el busto arqueado, como todos
los viejos jefes, no reconocí a mi barquero clandestino de héroe
como tampoco Saint-Loup, en la fotografía de Albertine que le
tiende el narrador, al ser celeste del que le había hablado tantas
veces su amigo, al que había creído hasta entonces un hombre
sano de espíritu y del que el pequeño Marce! descubre, conster-
nado, el incomunicable delirio. No es que Mitterrand hubiera
cambiado tanto; era la nieve que se había derretido. Así son los
asuntos del corazón, de los cuales los que llamamos públicos, y
que en el fondo lo son muy poco, no son la variante menos desa-
lentadora.

En el codo con codo militante, en medio del desparpajo optimis-


ta y campechano como era el de los comensales y de los mítines
de la "gente de izquierdas" antes de la fractura de su fe, hacia fi-
nales de los años setenta (y que para nosotros emparenta el pre-
Soljenitsin con una preguerra algo fabulosa), nuestro campeón
marcaba ostensiblemente las distancias paseando en medio del

236
guirigay una especie de flema cáustica y glacial. ¿Timidez natural
u "origen de clase" obliga? Muy normal, decía para mí, Blum su-
fría los mismos achaques. En esas señales de atrincheramiento,
en esa reserva quizá involuntaria, y hasta dolorosa, veía yo in-
cluso la marca de una historia muy nuestra, una prueba suple-
mentaria de autenticidad: el movimiento progresista, desde siempre,
está conducido, en Francia, por grandes burgueses que traicionan
a su clase. Pisaba terreno conocido. "No es militante quien quie-
re. Si el yo va primero, estamos separados para siempre." Cono-
cía esta maldición de nacimiento lo suficiente para disculparla en
otro. En todo caso, aquel socialista autocentrado no ocultaba que
tenía un ego, y que no lo traicionaría por una hostia o un sermón
de su nueva Iglesia. No amenazaba histeria. Yo veía de buen au-
gurio ese plomo interior. Por fin un burgués que juega limpio y no
engaña a su plebe.
"Los franceses", dice Paul Thibaud, detractor agudo, "se dan
cuenta de que la altura del personaje no tenía otro referente que
el de una idea de sí devoradora y destructora de todo". Media ver-
dad. Sin la otra mitad, la aventura empezada en Épinay en 1971
no habría pasado de la crónica ministerial. La idea que nuestro
jefe se hacía de sí mismo, si era preexistente a la que nosotros nos
hacíamos de él, y en nada dependía de ella, no era devoradora y
destructora sino afable e incluso complaciente. Invitaba a todo
hijo de vecino a representar en su persona sus propios referentes.
Era el doctrinario que se agarra a su propia imagen y quiere or-
denar el mundo alrededor de una idea fija de sí. El egocentrismo
rígido, abrupto, hace paranoicos corrientes, estériles: el déspota
clásico. Mitterrand fue un egocéntrico servicial y productivo, por-
que nunca hizo de su ego un dogma cerrado. Lo abría a todos. De
tanto ver en él a un personaje de novela, muchos comentaristas
olvidan lo que diferencia a la novela del tratado, sin tomar la me-
dida del novelista .. Su obra habrá sido su propio personaje e in-
ventará a sus héroes a medida, todos solidarios y diferentes:
extrema derecha, petenista, giraudista, gaullista, tercera fuerza,
anticomunista, anticapitalista autoritario, liberal indulgente, eu-
ropeísta, Unión sagrada. Un novelista se domina y no se identifi-
ca con sus criaturas: porque es todos sus personajes a la vez no
es ninguno de ellos, y cada uno se expresa, llegado su turno, con
sus tics, su acento, su propio vocabulario. Cuando es bueno, un
autor de ficción es siempre sincero; porque, enteramente suyas las
convicciones de sus múltiples dobles, cada lector puede, según su
propio pasado o sus afinidades electivas, identificarse con tal o

237
cual personaje sin perjudicar por ello a los demás. La novela de
esta vida ha sido escrita por todos nosotros; si hubo "mentira" so-
mos su coautores.· Cada militante, cada colaborador e incluso
cada elector pudo colocar su pequeña historia en uno de los seg-
mentos de la suya, proyectar su película en esta pantalla de án-
gulos variables y complacientes. Aquel espejo facetado o espejuelo
(según con qué ojo lo miremos) que aquel líder supo componer
con sus fragmentos de vida sucesivos permitió, por efecto de una
generosidad sutil aunque a fin de cuentas pasiva, a todos nuestros
narcisismos, abstractos o individuales, amalgamarse, sumarse al
suyo propio, hasta hacerle franquear, en 1981, "la barrera del 50
por ciento". Aquel egotista habrá colectivizado el disfrute del po-
der, por proyección. Hubo sitio, en aquella pantalla gigante, para
casi todos los sueños, todos los relatos, todos los egos imaginarios
del tiempo, generación tras generación, desde el "Estado francés"
hasta la sociedad bursátil, pasando por la República consular y la
socialdemocracia. A cada uno su guión internacional, la salva-
guarda de Occidente, la defensa de Israel, la solidaridad atlántica,
la alianza de la otra cara soviética, el apoyo al Tercer Mundo, la
independencia francesa, pero una sola pantalla para todos. Yo soy
vosotros. Él es nosotros: hermoso mecanismo de creencia que
permitió desde 1971 al federador de los socialistas, misterio uni-
ficador, agrupar en tomo a él arcaicomarxistas y neocalifomianos;
al vencedor de 1981 uncir a su carro a los pálidos psicorrígidos y
a los morenos chispeantes; a la encarnación de la Francia unida,
en 1988, amalgamar en la "generación Mitterrand", en la segun-
da vuelta, antirracistas al día y nostálgicos del Mariscal.
Habitualmente, un carácter reflexivo no permite ese juego de
superficies reflectantes. Lo extraordinario, en aquel introvertido
singular, fue la alianza de un yo denso y duro, en el interior, ce-
diendo a la coyuntura sólo lo estrictamente necesario, con una
plasticidad igualmente dúctil, de puertas para afuera. De ahí su
fortuna política. Las fórmulas de composición pueden variar, más
o menos toscas o desarrolladas, según las químicas individuales,
pero la regla vale para todos los elegidos: en democracia, el cuer-
po del jefe es un cuerpo heterogéneo, como lo es el cuerpo elec-
toral. Francia no es homogénea; o si tiende a serlo, no lo era
todavía hace treinta años. Teniendo en cuenta las filiaciones, los
intereses y las novelas colectivas que coexisten en una población,
quien tiene que hacerse elegir por la mitad más uno de sus com-
patriotas no puede hacer otra cosa, estadísticamente, sino timar
a un tercio largo (o sea una mitad larga de su propio campo). Lo

238
mejor de lo mejor consiste en crear un tercio móvil, de manera
que los decepcionados de la mañana sean los tranquilizados de la
tarde y viceversa, lo que reparte los resentimientos y evita la for-
mación de tapones explosivos. Es conocido el adagio: "O el polí-
tico engaña a sus electores, o engaña a1 interés del país". Aquel
presidente fue a este respecto ejemplar: de un extremo al otro de
la opinión, por una especie de alternancia en la alternancia, cada
sensibilidad pudo sentirse -por turnos- expresada, cuidada y trai-
cionada. Para mi película interior, la pantalla no se inmovilizó
hasta diez años después, ante los actos del jefe del Estado en ejer-
cicio, estilo inacción incompatible con el mandato que secreta-
mente le había confiado a mi reformador, en la terraza de Pau;
pero para comprender la lógica empleada en aquel estilo he ne-
cesitado diez años más. Las delegaciones de imagen tienen esos
abatimientos: la cristalización es un flash; el desamor, una gan-
grena.
Se ha hablado demasiado, me parece, de cinismo y de ausen-
cia de convicciones en aquel hombre púdico que se quejó más de
una vez, y con razón, de que no le creían cuando decía creer pro-
fundamente en lo que hacía, con todas sus fuerzas, con todo su
corazón. Se percibe como ambigüedad una sucesión de sinceri-
dades superpuestas, con el inevitable cono de sombra que pro-
yecta la más reciente sobre la precedente; se ve un laberinto en
una sinuosidad trazada con líneas rectas de sentido contrario
-que fue casi el único, en su entorno, en poder poner una detrás
de otra: ¿es culpa suya si su medio siglo fue sinuoso? Ese gran
acompañante del tiempo se amoldó a sus caprichos, a sus empu-
jes con tanta buena fe que fue incapaz, un día, de volver sobre la
víspera para un comienzo de contrición. Se absolvió en cada mo-
mento, porque fue precisamente sincero y absoluto. Sencillamente,
ninguna convicción nueva obra en detrimento de las convicciones
anteriores; se amontonan una sobre otra, como las generaciones
en una pirámide de edades. Antigaullista de derechas recicló el
credo de su juventud después de 1958 en el antigaullismo de iz-
quierdas, más amplio y de mayor alcance, sin retocar nada de sus
redes y reflejos anteriores, como se construye una nueva casa con
materiales de derribo, una segunda novela con los personajes de
la primera. Sin que el novelista vea en ello contradicción pues el
tío Goriot no tiene por qué oponerse a1 primo Pons, ni Las ilusio-
nes perdidas a Esplendor y miseria de las cortesanas. Si repasamos
esta vida, descendemos el curso del siglo xx por su centro: una
hermosa novela del XIX, de aprendizaje y de desilusión. ¿Novela de

239
aventuras? Sí, si damos a esa última palabra todo su sentido. Para
el militante, la finalidad es esencial, y su persona accesoria. Para el
aventurero, la finalidad es accesoria, cualquier finalidad' se niega
por sí misma porque está subordinada a su sola persona. El aven-
turero cultiva la negatividad; el militante trabaja con disciplina en
un orden abierto a todos. Aquel individuo tenaz no estuvo cierta-
mente dominado por una causa. Pero por su tolerancia para con
las ilusiones de los demás, su disponibilidad para las finalidades
que cada período se da, habrá inventado esta nueva figura: el
aventurero positivo.

Mi cabecita daba vueltas, a mi regreso de América, sobre una


gran novela inacabada, demasiado barroca para la inspiración
nacional: el gaullismo de extrema izquierda. La República a la
que dio estilo Michelet, con las palabras de Trotski. Era la morri-
ña. La vida está hecha de malentendidos, Francia también: la
suya olía a tierra y a muertos, tranquila y segura de sí misma,
intacta; la mía era una hadita precaria y paseante, a la que no se
le tiene tanto apego porque sólo habita las mentes, charnegas a
poder ser, pero a la que hay que vigilar cada día porque puede
desvanecerse en cualquier momento. Mitterrand escuchaba mi
delirio, divertido, demasiado cortés para desengañarme; publiqué
poco después en L'Unité, para la campaña de 1974, un peán a mi
princesa roja, Francia, escarnecida por una burguesía que se ha-
bía vuelto otra vez vichysta, humillada ante la pasta y América,
donde la Butte-Rouge respondía por adelantado al monte Valé-
rien. Mi nuevo amigo no me hizo ninguna observación sobre
aquellos excesos patrióticos: prueba de que nos entendíamos a
medias palabras, reforzada la connivencia. ¿Su joven escolta de
"convencionales" y él no parecían realmente estar en esa onda?
¡Pues vaya asunto! Bien sabemos que un hombre no es lo que cree
ser, es la b con la a, ba, del materialismo. Patriota y montañés por
dos, esos girondinos y yo, me daba así un tiempo de adelanto so-
bre su destino. Esta pirueta tiene un nombre, entre los dialécticos:
la unión de los contrarios. Cuando dos adversarios se enfrentan
en duelo singular, acaban siempre por parecerse. David se con-
vertiría en Goliat, inútil protestar, es la ley. Por otra parte, en
cuanto al lustre y al descaro, mi nuevo héroe no había empezado
mal: ¿qué hay más gaullista que su no al gaullismo, en 1958? ¿Y
su travesía del desierto, no había sido acaso una disidencia, ya
que todos los caciques de la IV República, salvo Mendes, se ha-

240
bían rendido al-rancho? Enmarañado en "las fuerzas del dinero",
De Gaulle no tenía "la base social de su proyecto político". Sólo la
izquierda, a mi modo de ver, con su desinterés innato y sus fuer-
zas obreras, podía llenar esa casilla vacía, la independencia de los
pueblos, por el momento ocupada por las barrigas de la era Pom-
pidou, vacante demasiado ridícula para no ser provisional. Así
pues, nosotros expulsaríamos a los usurpadores. Cuando un go-
bernante ha elegido durante un cuarto de siglo la oposición, no
llega al poder sino para hacer historia, más que política. Ésa fue
mi apuesta mitterrandista, en 1981, como lo había sido en 1974.
Me jactaba de no haber nacido el día anterior, y el tiempo, toda-
vía marxistizante, estaba en el ánimo de lo serio. Además infames
sombras volvían a veces a perturbar aquel voluntarismo pascalia-
no. Me acue~do muy bien de que no voté por el amigo de las com-
ponendas de dientes largos en las presidenciales de 1965. En la
Unión de los estudiantes de la época, en rebelión contra el partido,
se le había negado a aquel "tipo poco claro" el derecho a representar
a las "masas trabajadoras de las ciudades y los· campos". ¿El pete-
nismo? Una calumnia, de acuerdo; el Observatorio, una provoca-
ción dilucidada. Pero, ¿y "Argelia es Francia"? ¿Pero y el secuestro
de Ben Bella sin dimisión del gobierno? ¿Pero y el asesinato legal
de Yveton, aquel comunista de Argel que no había matado a nadie,
con su aval? Yo sabía demasiado y no suficiente; sabía y no sabía;
no quería saber. Nuestro deseo y el ambiente habían borrado al no-
table centro derecha, al cazador de moros, al atlantista militante.
El malamado no tenía que retocar su pasado: de eso nos encargá-
bamos nosotros mismos. No camuflaba nada, contraía el tiempo,
saltaba del 41 al 44, de la evasión lograda hasta el balcón del ayun-
tamiento donde hablaba de Gaulle -a quien sujetó de una pierna,
nos contaba, para impedir que cayera. Sus últimos viajes al Chile
de Allende, a la China de Mao, sus citas de Marx, del Che y de Al-
thusser, el impulso de una época en borrador emborronaba las pis-
tas, atestiguando la metamorfosis de un "republicano oportunista"
en socialista taimado. En este estadio, aquellas objeciones de pi-
chama sólo lo eran todavía para la "pequeña izquierda", a la cual
yo había vuelto la espalda al ir a unirme, en 1965, a las altas ins-
tancias de la eficacia histórica, las que no hacen tortillas sin romper
los huevos. ¿Habríamos preferido Savary, Daniel Meyer, Mendes
France? Ciertamente, pero en un mundo de Padrinos no se ocupa
el terreno con premios a la virtud. Del mismo modo que sólo se
vence a la naturaleza obedeciéndola, un burgués sólo vence a su
naturaleza tras haber cedido a ella -¿dónde estaría si no el mérito?

241
Es del estiércol de donde nacen las rosas. Tenaz pionero del Apo-
calipsis, nuestro charenteño tarde o temprano precipitaría tempes-
tades políticas y sociales que le endurecerian o le quebrarian;
Nasser o Neguib importa poco, el nuevo socialismo "pasaria" con o
por encima de él. Al orden de las razones dialécticas se sumaba en
mi caso un goce altanero y pícaro, Escudero del Principe negro, se-
ñalaba fecha. Para el día en que el Caballero blanco dejara caer la
máscara, revelando a los santo Tomás de la izquierda moralizante
que era el auténtico, "el hombre de negocios del genio del univer-
so", el mediador de la historia de Francia y del verdadero socialis-
mo tal que en sí mismo al fin. Al acoger en mi regazo, misericordia
taimada, al antihéroe de los izquierdistas, me preparaba para aquel
papel sublime: la rehabilitación in extremis del héroe desconocido.
Saboreaba de antemano el agradecimiento de mis pequeños cama-
radas, cuando aquellos atolondrados vieran con sus propios ojos la
lucha de clases salir hirsuta de las urnas para saltarles al cuello.
Todo lo que se les pedía a cambio era deslizar una papeleta de voto.
Nada caro, la Historia con mayúscula.

Los seventies: aquel tiempo de derrotas electorales fue nuestro


tiempo de cerezas (el amor al fracaso es una virtud de izquierda).
¡Qué hermoso estaba el 81 bajo los soportales y los plátanos del
73 ! Se dice que la República es clemente con sus hijos pródigos;
sus instituciones de entonces lo eran menos: la Educación na-
cional me cerraba sus puertas; ninguna redacción me abria las
suyas, salvo para los trabajos a destajo; estaba en la estacada. Mit-
terrand fue el único que me acogió sin hacerme preguntas, sin
preocuparse por el qué dirán. Aquel moderado maravillosamente
imprudente siempre supo dar hospitalidad a los huérfanos de las
causas perdidas; de extrema dérecha después de la Liberación, de
extrema izquierda después de Mayo del 68. Dios es ambidextro,
es su función; y su mano izquierda no fue menos osada que la
otra, al tiempo que creaba, de ese lado, más ingratos (la lealtad es
una virtud de derechas). Hace falta una buena dosis de intrepidez
para practicar lo que los expertos llaman la recuperación. Le es-
toy agradecido a aquel viejo solitario por abrir a uno más joven
su pequeña familia. No era una caballería, ni una sagrada fami-
lia, pero, en cuanto al abrigo, me arreglo con poco. Curioso en-
torno (del que ignoraba que yo sólo era uno entre tantos). Los
mitterrandistas de la tercera hora (yo era de la sexta) esperando
a los expertos de la novena, y a los enarcas de la undécima,

242
componían una Joven Guardia de ambiciosos aún treintañeros,
muchos de ellos antiguos de la Convención de las instituciones re-
publicanas, recién salidos del congreso de Épinay. Una gran dife-
rencia de edad protege al Príncipe contra sus sombras de juventud
y los resentimientos de los excluidos: nada de susceptibilidades
que llevar con tiento, ni de recuerdos molestos que temer; ningún
puesto que compartir ni señuelos que agitar. Los cachorros de
lobo pueden esperar. Más vale asesinos en ciernes que rivales a
los que vigilar: no se siente uno en confianza. Blanquista recon-
vertido en "radicalsocialista", me gustó aquella hermandad fugaz.
Allí el tono era libre, crudo y vivo. No estaba acostumbrado a la
ferocidad ágil de los animales políticos en libertad, cuando los
conjurados se encuentran entre ellos. Mitterrand está a sus an-
chas en las reuniones íntimas, liberado de los ismos y de las po-
ses. Rápido, desengañado. Va enseguida al grano: la relación de
fuerzas, la física de las ambiciones, la lógica de los intereses y de las
alianzas. Aquella crueldad aguda, aquellas ojeadas y patadas, sin
florituras, reforzaban mi confianza. Laconismo de los capitanes.
Los habladores, al pie del muro, decepcionan siempre.
Llegué en el buen momento. Aquel pequeño círculo era dema-
siado profesional, y demasiado cerca ya de las alamedas del po-
der para formar una capilla, como las sociedades de pensamiento
tan del gusto de los aficionados de la izquierda intelectual; pero
aún muy lejos del objetivo, y frescos de corazón, como para for-
mar una camarilla, crispada en sus rituales, sus entradas. Pronto
conocería el paso de la banda a "la Casa del Presidente" -pero
cuando el clan no es todavía serrallo, es lo máximo de la camara-
dería: aún reina la buena fe, el buen humor. Se está espabilado,
aún no desvergonzado. La ausencia de discriminantes jerárquicos
previene las vejaciones, las envidias importantes; la comunidad
de las ilusiones crea la de los individuos. Mis reservas mentales
eran más locas que tácticas, nada de ansiedad superflua. No ha-
biendo jamás soñado con entrar en el Partido Socialista, sin co-
mité director ni feudo electoral a la vista, no me molestaba. La
red, no ya la muchedumbre, sin partido en el medio: lo óptimo
para un marginal que necesita compañía, que tiene demasiada
experiencia para tomarse en serio un programa, demasido orgu-
llo para entrar en un organigrama.
En 1974, como en 1978, había una gran concurrencia del ver-
dadero pueblo alrededor del "representante del Programa co-
mún" (sobrenombre que hacía sufrir a nuestro campeón pero que
ninguno de sus allegados se tomaba a lo trágico). Ya conocemos

243
el esnobismo involuntario de las aglomeraciones. Al igual que en
arte declaramos bello el objeto, cuadro o estatua, delant\" del cual
nos agrupamos, en política adornamos con todas las virtudes al in-
dividuo que nos da una comunidad. Los hombres temen de tal
manera la soledad que admiran todo lo que les permite estar juntos:
la alegría del agrupamiento justificaría por sí sola a los partidos,
al tiempo que les asegura una clientela y un porvenir ilimitados.
Los mítines de campaña, en 1995, cuando la gran cuestión entre
izquierda y derecha era "¿IVA o CSG?", despedían tanto calor, mo-
vilizaban tanta juventud, generosidad y fervor como los de 197 4,
cuando la cuestión era: ¿viejo mundo o nuevo mundo, capitalis-
mo o socialismo? En la izquierda la oferta disminuye, la deman-
da sigue siendo igual. Y la esperanza. Eso que llaman "el final de
la política" jamás impedirá a los corazones bien nacidos dilatar-
se al contacto de los unos con los otros, ya sea en el Ve!' d'Hiv' o
en Bercy, y los "grandes momentos" de una juventud militante se
repiten de generación en generación, señales de un impulso que
llega de tan profundo que disuade de cualquier examen racional
de los motivos o de los envites (los cuales, en el fondo, poco im-
portan). Esos ejercicios de levitación colectiva que son, cada siete
años, el mitin final de las presidenciales, y las grandes manifesta-
ciones de primavera, sólo me habrían dejado excelentes recuer-
dos si no hubieran desembocado en un gobierno. Pues tanto
como la marcha hacia el poder fusiona a los militantes y suscita
en ellos la alegría (que, al decir de Spinoza, aumenta la potencia
de vivir), su ejercicio dispersa los equipos e inspira a los indivi-
duos, de nuevo segmentados, tristeza, disminución, según el mis-
mo, del sentimiento interior de potencia. Después de 1981, cada
abeja de la apicultura mitterrandista se encontró encajonada en el
fondo de un alveolo llamado despacho, en aquella colmena de
secciones verticales, miel improbable, reina invisible, al que lla-
mábamos el Castillo. "No quiero gabinete", nos dijo el Presidente
nada más ser elegido, en su despacho aún gaulliano, alfombras
Gobelins y muebles Boulle. "El entorno, no lo conozco. Como co-
lectividad, no debe existir. Hay individuos que prestan su ayuda,
punto," Primera ingratitud del Príncipe: la dispersión de la gente
de confianza.
Si hace honor al sentimiento de su importancia, el mejor mo-
mento del escriba es antes, no después de la victoria -como el de
una bella muchacha cortejada, antes de la rendición. Sea cual sea
el régimen. El bolchevismo hizo uso de todos sus teóricos hasta el
golpe de Estado de octubre, como Mussolini de los suyos en Italia.

244
Los hombres de ideas son muy del gusto del pretendiente, inopor-
tunos para el ganador. Son los mismos, pero la necesidad carece
de ley. Para ocupar el sillón hacen falta ideas generales sobre el
porvenir; para conservarlo se necesitan las menos posibles. Parti-
cularmente en Francia, donde, como decía Balzac en 1840, "un
hombre especial nunca puede ser un hombre de Estado, sólo pue-
de ser un engranaje de la máquina y no el motor". Por eso el "apo-
yo de los intelectuales" es más necesario a un combatiente en
campaña que a un vencedor en plaza, aunque necesite los extre-
mos de la mesa para sus almuerzos de gala. Una oposición hace
funcionar las cosas con debates, manifiestos y proyectos; un go-
bierno, con prefectos e inspectores de Hacienda, de escaso inge-
nio. Lo que puede decirse de manera más noble: existe un tiempo
para el proyecto de sociedad, otro para el cierre del presupuesto.
El jefe de partido debe hacer soñar, el jefe del Estado tiene que
mandar hacer. Otros deberes, otras necesidades. De ahí esta para-
doja: el acceso de un responsable de partido al puesto supremo,
que tendría que despejar las perspectivas y del que esperaríamos
una visión más elevada sobre la condición humana, suscita en el
recién elegido una inexorable reducción del horizonte y, entre sus
gurús predilectos, el paro técnico. Dejan de ser útiles. En el fondo,
desde el día en que empecé mi carrera oficial como consejero, el
21 de mayo de 1981, se había cumplido mi tiempo. Sólo podía ser-
vir para los remordimientos de aquel ser taciturno, o para los pun-
tos y comas de sus discursos. Como él desdeñaba los primeros
tanto como yo los segundos, nuestra unión no podía llegar a vieja.
No es que yo tuviera el alma delicada. En Francia, entre 1960
y 1980, cualquier "intelectual de izquierdas" (especie que no fue
jamás la mía) ejercía de Hércules en el cruce de caminos: tenía
que elegir entre Virtud y Voluptuosidad, Mendes y Mitterrand,
Deber y Poder. Lo más transparente de la izquierda moral siguió
el camino de la renuncia, con riesgo de ir a dar, llegados los se-
senta, a incurables languideces. La vía serpenteante de los ma-
rrulleros sólo se abría a los majaderos, que tenían mala prensa.
Un mendesista convertido en mitterrandista renegaba de sus opi-
niones; un miterrandista pasado a Mendes ponía cara larga. Al fi-
nal de los años setenta, los sajones eran más numerosos que los
veteranos. Es el movimiento de la vida: del desierto al oasis.
Los dados habían rodado para los que habían llegado tarde, y
el dilema, en 1973, era menos corneliano. Como me era simpáti-
co todo lo que repele al intelectual de principios, mis malas incli-
naciones me imponían la elección equivocada, sin escrúpulos de

245
conciencia. Cuestión de tropismos. Pierre Mendes France sólo
merecía respeto, sin nada de blando o de impulsivo .. Ante la
conciencia de la República, aquel laureado de la oposición gene-
ral, inscrito en el cuadro de honor de la época, el super ego sólo
podía inclinarse. Su filiación era la mía, las Luces y la República;
su perfil, racionalista y riguroso. El inconsciente se oponía, en-
contraba en aquella figura de Justo, tótem de las elites, un no sé
qué de insípido y de poco sexy; de demasiadoJimpio. ¿Era el lado
"perfecto de las costumbres" del padre severo? ¿O el poco atracti-
vo que inspira el virtuoso que ya no corre ningún riesgo? Austeri-
dad, rectitud, honradez, estimación de experto, ciertamente; pero
comodidad también. La moral hecha política nunca ha hecho una
política, salvo algunos meses en Matignon. La Historia ha dado
su veredicto, injusto. Mendes France fue un hombre de pro, que
no fundó ni una república, ni un partido, ni una doctrina; aquel
rebelde no trastocó de manera durable ningún interés estableci-
do. Como si se excusara por actuar, mejor politólogo que político,
un poco demasido Antígona para mi gusto y no suficientemente
Creonte. ¿Qué parte asignarle en aquel melancólico al rechazo de
medrar, más que honorable, y cuál a una cierta voluntad de impo-
tencia, que lo es menos? De lejos me parece (pues por así decir nun-
ca nos encontramos) que este alumno modelo, que seguro que no
iba al cine por la tarde, tenía más inteligencia que psicología.
Frans:ois Mitterrand no era "Coco de Oro", de acuerdo. Pero a mi
modo de ver tenía menos frío en los ojos porque se atrevía a
obrar, aceptar los sufragios comunistas, hablar de revolución en
público y de policía en privado. Sobre todo le veía más relieve y
más biografía. Hombre de principios, Mendes tenía demasiados
para meterse con la pluma, las sombras en el cuadro, la chusma
y las mujeres bonitas. Aquel hombre rigorista, que se interesaba
demasiado por las ideas y no tanto por las formas, no tenía ojos
para los claroscuros, los marginales, los fuera de juego. El gusto
por los seres extravagantes que tenía el guardabosques de las Lan-
das, y la libertad de su vida personal me enmascaraban su lado
políticamente más esperado, clásicamente maniobrero. Mendes
escondía sin duda más extravagancia bajo su existencia más con-
formista. Fuera lo que fuese, mi rechazo instintivo de las almas
buenas me inclinaba hacia el amigo de los escritores, esos cana-
llas que van al grano, a lo más negro de la vida, y me alejaba de
los profesores que se andan por las ramas con una regla y un
compás. Además el abrazo dado al hermano pequeño por el her-
mano mayor, bajo las arañas en fiesta del Elíseo, después del

246
anuncio del fin de los tiempos, se rile reveló como el homenaje de
la virtu a la virtud.
Favorecida por el avance en la muerte, menos expuesta a la
farfolla de lo que dura, la memoria de Mendes durante mucho
tiempo le hizo sombra, entre los puristas y las vírgenes, a la de
Mitterrand. Pero seamos justos. Si tuvieron el uno y el otro una
envergadura histórica, y· fuera de todo énfasis, ninguno de los
símbolos de la izquierda francesa del medio siglo habría hecho
resonar en los corazones y en el mundo la pequeña nota heroica,
como Saint-Just o De Gaulle. Mendes habría podido ser el gran
intendente del general; para inventar su propia leyenda le habría
hecho falta a aquel hombre de temple "una mínima vena de locu-
ra", una parte irracional, un sueño alocado y b~llo. Que haya de-
votos para forjar unas vidas paralelas entre un sabio y un genio
muestra hasta qué punto el espíritu de lo serio puede conducir al
delirio de los politólogos. Nadie alcanza lo sublime sin rozar lo
burlesco. De Gaulle estaba tocado: oía voces, hablaba a los muer-
tos y de sí mismo en tercera persona. Un gran,hombre es un
barroco serio, lo bastante tenaz para desarmar las risas. La epo-
peya comicoheroica de la Francia libre comienza con unas cuan-
tas gracias, y cuando René Cassin, antes de firmar la primera
convención juridica que unía a Gran Bretaña con los tres pelados
de Carlton Gardens, en junio de 1940, pregunta a De Gaulle: "¿En
nombre de quién firmo, mi general?", y se oye responder: "¡En el
nombre de Francia, Cassin!", miró a su alrededor para asegurar-
se de que ninguna persona en su sano juicio fuera testigo de la es-
cena. Les habrían tomado por dos locos furiosos. Hasta el "¡Viva
Quebec libre!" de 1969, De Gaulle fue grande por sus salidas de
tono y sus extravagancias.

Nuestro abogado, casi demasiado inteligente, habria dado el me-


nos intelectual de los presidentes de la V República, y ahí fue don-
de enseguida me apretó el zapato, desde 1983. "El intelectual es
aquel que ordena su vida alrededor de una idea" (definición alta
del espécimen, aunque idealmente exacta), y él vivió, en lo que a
esto respecta, en el desorden. Es a las propias ideas a lo que pa-
recía insensible. La visión estética del mundo que me había se-
ducido en el observador me repelió enseguida en el actor; el arte
por el arte, en esta materia, permite durar, no crear. Habíamos
sido víctimas de un quid pro quo. Lo creí un táctico por táctica; y
lo era por carácter. Le atribuí un oportunismo de método; sería su

247
destino. Había admirado al refractario a las verbosidades; sos-
pechaba que lo era también a cualquier pensamiento amplio de
la Historia. Contrariamente a la sabidmia, a la sagacidad no se la
oye hablar. Pero la agudeza, la rapidez de la ojeada crean una lu-
cidez de corto alcance. Una buena nota, una mala nota, es lo mis-
mo. El antiintelectualismo, en resumidas cuentas, es una cosa
demasiado seria para permitírselo a simples empiristas. El suyo
me había parecido dar prueba de una valerosa libertad de espíri-
tu, mezclada con dandismo y astucia: revelaba una alergia a la sín-
tesis, y me temo, a la propia idea de verdad. Por su lado, como yo
le redactaba discursos con ritmo y puntuación, se creía apoyado,
situación clásica, por el "universitario que sabe escribir"; yo no
"redactaba": yo sudaba sangre y lágrimas para traducir ideas-
fuerza venidas de las entrañas en lirismo prefectoral. En el fondo
me había tomado por un literato haciendo carrera, tras un rodeo
por el exotismo: "Ya verá, Régis, cuando esté usted en la Acade-
mia, sí, sí, no proteste ... " Yo protestaba, él reía -sin malicia. Cada
uno su profesión. La mía era pulir las frases, hasta el birrete. Que
se puedan tener convicciones o, peor, un pensamiento un poco or-
ganizado del mundo y de la Historia indicaba o una coquetería
suplementaria, vuelva a la casilla anterior, o un antojo peligroso,
véase más adelante, casilla "ideología", humo tóxico. Para esta fa-
milia de ingenio, un filósofo nunca es otra cosa que un escritor
impedido. Encontrándose a gusto en compañía de la gente de le-
tras, por lo incisivos en el detalle y fáciles en el fondo, achacaba
mis asperezas a una falta de humor, una vaga misantropía, una
susceptibilidad excesiva, ignorando que si las palabras son an-
guilas, las ideas, como las piedras, tienen aristas.
Su paso por Vichy y las revistas "teóricas" de la revolución na-
cional, en las que había colaborado, no sin aplicación, lo habían
vacunado sin duda contra las doctrinas, hasta el punto de identifi-
car, escaldado, cualquier idea general con un extravío dogmático.
Es un elemento de explicación. Queda que sus primeras contribu-
ciones, en 1942 y 1943, en la Revista del Estado nuevo y en Oficio
de jefe revelan, bajo una fraseología de época, una constante que
se amplificará: detrás de una mística de lo camal, un rechazo or-
gánico a esa herramienta para hacer historia que llamamos la
"abstracción". "El error extraído de mis libros de historia", escri-
bía bajo la Ocupación, "y que me había enseñado a colocar a lapa-
tria entre los ideales me había llevado poco a poco a viajar a la
abstracción. Y rápidamente se habían descolorido, momificado,
unos trazos robustos y altivos". Treinta años más tarde, socialista

248
oficial, el amante de la gleba persiste y firma, relegando a los amigos
de la idea entre los elfos de quimeras: "Una cierta idea de Francia",
la expresión es del general De Gaulle, "no me gusta. No necesito
una idea de Francia. Francia, la vivo". Trivialidad de adolescente
esta antítesis entre lo cerebral y la verdadera realidad vivida, lo
frío y lo caliente: si hubiera hecho un mes de filosofía, en COU, ha-
bría sabido la diferencia entre razón y sistema. Pero los escritores
de la derecha sensible, desde Barres, consideran la clase de filoso-
fía como un lugar de perdición, y a los maestros republicanos
como castradores de energía. Nuestro joven desarraigado no tuvo
su Bouteiller, ni su Renan. "Pequeño feroz" en estado bruto, sin in-
tervención de un pedagogo, pudo dar rienda suelta al "culto del
yo". El instinto es natural, el argumento artificio. De ese salvajis-
mo asentado, hereditariamente burgués, resulta una concepción
escéptica y despectiva del oficio, según la cual la política no tiene
por qué preocuparse de lo Verdadero, a reserva de caer en lo peli-
groso o lo aparente. "O bien, pensamos, la verdad es lo que yo creo
y que impongo a todos, o bien la verdad es lo que conviene y me
sirve; asunto de fanático o, si no, de circunstancias; en ambos ca-
sos, pamplinas." Así razonan los literarios, esos conocedores del
alma humana a quienes no se la dan con un razonamiento. Sabor,
sí; saber, no. Conclusión: navegamos a ojo, de manera aproxima-
da, o nos vamos a pique. Excelente para el cabotaje de puerto en
puerto. Para alta mar se, necesitan instrumentos.
Un detalle habría tenido que ponerme la mosca detrás de la
oreja: en sus círculos concéntricos de amigos de cincuenta, trein-
ta o diez años, ningún "desarraigado superior", gran universita-
rio, investigador, enseñante. La universidad, un aparcamiento de
juventud, sólo los mediocres se quedan (el hombre de teatro, en
Jack Lang hacía olvidar al profesor de derecho). Atrapado entre
religión y literatura, el mundo austero de la Educación era para
Mitterrand terreno extraño, como el racionalismo laico y la bús-
queda desinteresada de lo Verdadero. Al visitar Alemania eligió a
Jünger frente a Günter Grass; y habla con total seriedad de los vi-
dentes, los curanderos indonesios y de los torcedores de cucharas
a distancia. De la Escuela, ese espiritualista no tiene ni la mística
republicana ni la experiencia del becario -ningún respeto por las
entrañas. Un asunto social entre otros, como la salud y la vivien-
da; un sector más que gestionar, que supervisar, que ablandar
-profesión Presidente obliga. En el hombre entregado al concepto,
herramienta operativa, asidero del mundo, desenmarañamiento y
penetración, sólo ve un pedante o un doctrinario, Diafoirus o Ro-

249
bespierre. Para ese prejuicio de sensibilidad, cualquier visión fi-
losófica es violín o guillotina, deseo piadoso o presunción. Los
dos primeros años en el Elíseo yo organizaba por él almuerzos no
de gala, sino de trabajo agrupando por temas precisos a algunos
"grandes intelectuales": Fernand Braudel, Simone de Beauvoir,
Louis Dumont, Pierre Nora, Claude Lanzmann, Pierre Vidal-Nac-
quet, Michel Foucault, y otros; o encuentros sobre zonas sensi-
bles: la India, la URSS, el Islam, con especialistas, historiadores y
sociólogos; el encargo se volvió una carga. Desconfiado, temiendo
que le colaran un a priori a los postres, eludía cualquier discusión
a fondo. Resultado: mundanerías pretenciosas; ni rentables, por-
que no había fotógrafos, ni provechosas, porque "cuando llegue el
momento ya veremos". Y volvimos a lo agradable: Fran9oise Sa-
gan, Antoine Blondin, Fran9ois-Marie Banier: estilo, anécdotas,
encanto y causticidad, las verdaderas raíces; más, para las recep-
ciones de la tarde, el todo París de las letras y de las artes, trivial
atributo concedido al ministro de Cultura, formidable gancho.
Había fracasado. El lector de La Table Ronde, de La Parisienne y
de La Revue des Deux Mondes no se metería nunca con Temps mo-
dernes, con Esprit o con Débat (sin que nadie le pida que llegue
hastaAnnales, Hérodote o Mots). El camino de los saberes estaba
cortado. Se acabaron las grandes perspectivas. Habría que arre-
glárselas con los sofistas de la "nueva filosofía", los panfletarios
derechistas que tienen buena mano y cabezas buscadoras con ol-
fato. Para ellos los papeles principales y los otros.
La Compañía de Jesús nos habría arreglado todo eso. Pero, ¡ay!,
curas de Angulema y maristas del "104" no estaban a la altura. De-
finir, clasificar, distinguir, ordenar; proceder por etapas y divisio-
nes; oponer, eliminar, reunir: esas precauciones se aprenden desde
la infancia, en los Padres. Es la razón de una educación clásica.
Contrariamente a la leyenda, aquel literato no tuvo una seria. El
heredero prometedor fue abandonado en. la facultad de derecho y
a su talento: demasiada sutileza, insuficiente sistema. Es de Gau-
lle quien tiene el estilo jesuita: claro, nítido, dominado. A pesar de
lo drapeado y lo sonoro, una lengua militar, sin trampa ni sfuma-
to ventajoso; señal de una organización racional del trabajo y de
un método de mando probado, con escalones jerárquicos, coordi-
nación por jefes de estado mayor y reparto de competencias por
despachos. El oficio de la guerra lo exige pero la abogacía puede
prescindir de ello. Al no tener ni la formación militar ni la cultura
organizativa del jefe de empresa, Mitterrand no pudo suplir con
una experiencia práctica de la nitidez su falta de educación abs-

250
tracta. En ese caso, Lamartine reina, "el estilo es el hombre". Hablo
con conocimiento de causa: el cuidadosamente descuidado, el
abandonado prudente, los fui haciendo míos por el camino. Alto
funcionario desde 1981 para las profesiones de fe, para las aren-
gas de Cancún y, en otras partes, para las respuestas diplomáticas
al Tercer Mundo embarazoso, me deslicé enseguida, con la ayuda
del aprendizaje, de la oratoria a lo íntimo e incluso a lo intimista.
Al final del primer septenio, yo practicaba el Mitterrand sin parar
y devorando kilómetros. Según el esquema habitual de las entre-
,vistas de prensa "vayamos más lejos con": preguntas escritas pre-
viamente, respuestas subcontratadas a un esbirro, y por último
fotos de un gran periodista con el Presidente bajo los árboles (para
sellar la autenticidad del conjunto). Aún redacté, antes de su ree-
lección, para una gran revista de actualidad, una larga confesión
supuestamente oral y transcrita del magnetófono, con suspiros y
observaciones accidentales, que el presidente releyó sin suprimir
ni un "eh" ni un "ah". Directamente del don al cliente. Hacer es-
lalon sin tropiezos, repetirse si es necesario; no cerrar ninguna
puerta, tres puntitos, yo qué sé qué más: zigzaguear, sobrevolar,
sugerir; ternas y variaciones, espirales, fintas. No asentar nada, no
asumir nada; nada de espinas, lo enderezado, lo fluido, lo vaporo-
so. Y que cualquier fórmula en la primera página pueda ser com-
pensada en la segunda por otra de sentido contrario, que la anule.
Así, a cualquier cita sacada de contexto se opondría otra, contra-
dictoria aunque complementaria, en un desmentido que no lo se-
ría del todo. ¿Cómo le ciraría yo la piedra a mi inasible patrón?
Nunca habría podido introducirme en su sombra si sus dobles
fondos, sus evasivas no hubieran sido los míos, por un cierto lado.
Él, al fin y al cabo, era mi otro yo, mi sosias aumentado y astuto,
el alter ego del foro: un filósofo no está hecho de piedra ni de ideas
puras, sería demasiado hermoso.

Nadie gobierna inocentemente, algunos gobiernan profundamen-


te. Un De Gaulle coge las cosas por la raíz; un Mitterrand, por las
hojas. Tener principios está bien; remontarse a los primeros prin-
cipios es mejor; y esto aclara aquello. Las quejas contra el floren-
tino de Jarnac nos han apartado de lo esencial: una cierta carencia
de radicalidad. ¿Los que se obnubilan con la "parte de sombra"
no son ellos mismos los que dejan la presa para la sombra? Nin-
guna laguna de memoria, ninguna mancha negra escapará a los
sabuesos, salvo quizá el vínculo que une déficit de valores y falta

251
de rigor; culto al capricho y "cultura general". Lo que se le incul-
caba con ese nombre al estudiante de derecho de los años trein-
ta, como en la actualidad a los candidatos al gran oral de la ENA,
es una soltura verbal que confiere a generalidades de buen tono
el barniz de un humanismo comodín, tanto más conveniente
cuanto más impreciso. Un poco escaso para saciar un gran apeti-
to de comprender, cuando todo se tambalea. Gracias al campo de
concentración y a los años negros, que lo emanciparon, nuestra
semilla de jefe pudo añadir a esa sopa demasiado clara la expe-
riencia del caos y algunas lecturas personales. Pero la intriga y la
artimaña acapararon demasiado rápido al escritor fallido, des-
pués de la Liberación, y no profundizó en nada. Este crecimiento
acelerado dio a luz un ser mixto, necio y mordaz. Escritura vigo-
rosa, pensamiento aproximado. Salta del detalle malvado, bos-
quejado del natural, el apunte del novelista, a la generalización
piadosa, sacada de los periódicos o de la sabiduría de las nacio-
nes. Escuchando o leyendo a este fino ingenio se va de la pepita
al cliché, soñando con una parada en alguna parte entre Jules Re-
nard y el Eclasiastés, o respirar novedades de término medio, más
practicables. Nada como una trivialidad, es cierto, para parecer
profunda: el "dar tiempo al tiempo" durante mucho tiempo des-
lumbró a la crónica que ignora que ese dicho español, dar tiempo
al tiempo, es un tópico por el que ningún bachiller se atrevería a
poner las manos sobre el fuego más allá de los Pirineos. En ma-
teria internacional, que es la más importante, la altura sentencio-
sa dará por ejemplo la "eterna oposición" entre persas y árabes, la
dureza de los imperios para con los débiles, "Francia es mi patria,
Europa es mi porvenir", "El equilibrio de fuerzas entre el Este y
el Oeste", única clave de la paz", etc. ¿Pero qué entiende por esas
"fuerzas"? ¿Las panoplias militares? ¿Los materiales, fuerzas muer-
tas? ¿Las economías, las culturas, fuerzas vivas? ¿Qué quiere de-
cir entonces equilibrio, y cómo calcularlo? ¿Y la disuasión del
débil al fuerte no estaba ahí precisamente, para anular las viejas
nociones de equilibrio como paridad aritmética? ¿Qué quiere de-
cir el Oeste, en realidad, y el Este, históricamente? Un "hombre
cultivado" no interroga a la do:r:a de su medio; no le da vueltas a
los lugares comunes de su época, los que sirven para argumentar
pero sobre los que no se argumenta. Sondear las palabras, des:
construir las evidencias, repensar lo usual de nuevo fresco consi-
guen lo urgente, desembocan en la paradoja y chocan con el
sentido común. La desviación al prejuicio no es "políticamente
rentable", pero será justamente él quien distinga, medio siglo des-

252
pués, al gran político del hombre de la Historia. El primero mo-
derniza las respuestas sin cambiar las preguntas, el segundo cam-
bia de problemática y salta al siglo siguiente. Frente a la deriva de
los continentes, De Gaulle se remonta a las causas e inquieta, Mit-
terrand corre tras el efecto y tranquiliza.
Los abogados no están hechos para descubrir nuevos mundos,
ni guerrear en los confines. El golilla saca partido de los códigos
existentes, sin forjar otros. Se trapacea, se contemporiza, se arre-
gla; se negocia el mal menor en la rinconera de una ventana; se
salvan cabezas, una por una, caso por caso. Sin visión de conjun-
to; sin poner en cuestión las prácticas. Poca imaginación, mucha
marrullería. Cultura de cumplido, donde se acaba por creer que a
los hombres se les coge por las palabras y a los toros por el rabo.
Aquel jurista' nunca colgó su traje: no tenía necesidad de ejercer,
la abogacía la llevaba en el alma. Su política extranjera no fue la
continuación por otros medios de la guerra, que detesta, sino de
la abogacía, de donde salieron tantos talentosos superadaptados,
para quienes entrar en política equivalía a pasar del Palacio a los
palacios, de una bohemia acomodada a otra. Así se hacía bajo la
IV República; pero en la ortodoxia de este período sólo se vio, en
medio de los altos funcionarios de la siguiente, al herético de la
V. No era un rebelde sino un anticuado. Confundí al uno con el
otro.
No es extraño que un licenciado en derecho, un notable enrai-
zado, aunque entonando el "cambiar de vida" del momento, estri-
billo tonto y fugaz, no pudiera nunca romper en su fuero interno
con el marco de pensamiento de su medio. En política interna-
cional, De Gaulle podía nomadizar porque se había vuelto libre
con respecto a las fórmulas de su tiempo; sedentario, amigo de los
planisferios rosas y de los oteros, mejor geógrafo que historiador,
Mitterrand tergiversa y compone. Prefiere andarse con rodeos con
los efectos secundarios que hacer añicos las causas primeras. Con-
tra los abusos, dentro del sistema. Resistir al Mariscal, sin cortar
con Vichy; hacer evolucionar el colonialismo en el África negra,
sin arriesgarse a una franca descolonización; templar la arrogan-
cia americana, entrando en el rebaño de la OTAN; moralizar el di-
nero que todo lo ensucia, halagando a la cesta de la compra y
botando a Tapie. El "sí pero" es su inclinación natural. Supo supe-
rarla, y ese endurecimiento le honró, por su no a De Gaulle en 1958
y sus veinte años en la oposición. Clamó bien alto su hostilidad a la
pena de muerte, en 1981, en vísperas de un escrutinio decisivo.
Es la prueba de que aquel hombre táctico tuvo sus convicciones.

253
Y sin embargo ese "pese a nosotros" del orden establecido dará
lugar a un inconformista finalmente conforme. Los burgueses
emancipados son así: originales a medias, rebeldes que van a
misa. Se tiene más de una casa, pero se vuelve a dormir a la pro-
pia. Se abandona sin romper, se va uno sin divorciarse: la familia
es sagrada -y cómoda. Así se acondicionan vidas privadas tan he-
réticas como ortodoxas. Algunos se deciden, cortan los puentes. Él
conserva un pie en tierra, en la otra orilla. Rubicón, ¿y eso qué és?
Donde se denuncia un doble lenguaje cínico e intencionado yo veo
más bien un impedimento casi físico, y social, de quemar las na-
ves; la leve esquizofrenia propia de las semidisidencias, a quien in-
funden respeto los poderes de hecho, las capacidades y las fortunas
que se ofrecen. Atípico en el estereotipo, sabiendo por instinto
hasta dónde no llegar tan lejos, un lamartiniano devorado por la
maniobra que inspira la misma ambivalencia a los demás que la que
inspira él mismo. Un vaivén, a la izquierda, de esperanzas y de de-
cepciones; a la derecha, de inquietudes y de alivios. Alrededor de
ellos, mientras viven, todo está mitigado, apoyo y oposición. En su
conducta, nada realmente entusiástico, nada demasiado grave tam-
poco. Sus partidarios no se dejarían matar por ellos, no más que
sus adversarios contra: eso se equilibra. Los únicos irreductibles,
en contra o a favor, son los necios que no han comprendido bien.
La embestida en el interior de los consensos no deja de tener sus
ventajas inmediatas, para dividir el campo contrario y proceder en
el propio a las adhesiones mayoritarias -las instituciones más los
banqueros, los enfermeros más los grandes patronos, los raperos
y los carcas. Para lo póstumo y el largo plazo, la semimedida tie-
ne inconvenientes.

Transformar una debilidad, el eclecticismo, en capacidad exige


sangre fría y un ápice de aplicación. Se requieren dos virtudes,
que son también dos técnicas: la compartimentación y la indife-
rencia. La primera regula el actuar; la segunda, el sentir. Por muy
superdotado que estuviera el invulnerable en una y otra, las dos
cosas combinadas convierten cada día en una ascesis. Entrena-
miento del alma y del cuerpo, que hace del arte política una de las
bellas artes y eleva al virtuoso casi a la categoría de un Marco Au-
relio, excepto el imperio y las Máximas.
Un alto funcionario o un jefe de Estado corriente apenas si tie-
nen necesidad de esta disciplina personal puesto que separan su
vida política de su vida privada -separación normal desde el mo-

254
mento en que el Estado se diferencia de la familia, como sucedió
entre nosotros entre la edad feudal y el inicio de la monarquía
centralizada. Nuestro demócrata es un Valois: de la cámara a la
antecámara, del despacho al camarín, el serrallo es omnipresente
y sin rodeos. Eso se llama "personalizar las relaciones". Fusio-
nando servicio y vasallaje, aviva el psicodrama a su alrededor; y
en la nebulosa llamada entorno, la carrera por los puestos se agu-
diza en carrera por la proximidad. Un fin de semana en Latché,
Pentecostés en Solutré, el domingo por la noche en la calle Bievre,
era hacer puntos. No estar era retroceder tres casillas. Descon-
cierto perpetuo en la Corte y casa de tócame Roque en el Castillo.
En aquella jaima de emir un poco perverso, reclutada al azar de
la suerte, "la Casa del Presidente", según la apelación protocola-
ria, cancillería, harén, escolta y cargo no tenían fronteras claras, de
manera que cada consejero, hombre o mujer, llegaba a preguntar-
se si estaba allí como legista, sicario, confidente, poeta, chambelán,
loco, favorito, prometida o repudiada. Circulación e incertidumbre
mortíferas. Depresiones, crisis nerviosas, suicidios. Algunos se vol-
vieron majaras, la mayor parte se volvió chupona, una elite sirvió.
El ejemplo venía de la cima. Si aquel Príncipe hubiera sido el
calculador sin entrañas que dijeron, su gabinete sólo habría esta-
do poblado por administradores y expertos. Aquel arca de Noé
maridó lo peor y lo mejor porque aquel hombre de clan más que
de Estado mezclaba siempre, peligrosamente, lo personal con lo
funcional, la connivencia con la competencia. Aquel hombre frío
funcionaba con lo afectivo -para lo bueno y para lo malo, fideli-
dad y nepotismo. Conducía con las riendas flojas aquel volumi-
noso Cafamaún, cerraba los ojos, esquivaba, perdonaba. Habría
sido necesario que un amigo matara a su padre y a su madre para
encontrarse con la puerta a la Corte cerrada. Franc;:ois de Gros-
souvre, el acólito de los días malos soportaba en el otoño de su
vida una febril campaña de desprestigio, en la que se mezclaban
confidencias, resentimientos, hechos exactps y fantasías. Conser-
vó coche, despacho, apartamento y teléfono en Palacio hasta la
venganza final: el suicidio acusador, delante de las narices de su
señor demasiado lejano. Creo, no obstante, que fue por buen co-
razón y delicadeza por lo que el señor de la casa, informado de
todo, lo conservó hasta el final bajo su techo, para no humillarle.
Reflejo de "padrino", quizá; generosidad, desde luego. Ambos no
son incompatibles.
Cuando una vida ha cogido en un nudo tantos hilos eléctricos,
cada paso en falso os pone a merced de un cortocircuito. Hay que

255
unir y aislar a la vez -aislar al principio para poder combinar los
hilos, a la salida. La divisa de semejante revoltijo es "dividir para
sobrevivir" -complacer viene luego, reinar será regalo. Si Badin-
ter se encuentra con Bousquet en el almuerzo, Ornar Bongo a la
madre Teresa en el salón, o el gran maestre francmasón al her-
mano Roger de Taizé en el vestíbulo, es el lapsus linguae. El pa-
trón tiene que templar todas las gaitas, pues cada uno tiene su
competencia y tendrá, o ha tenido, su circunstancia. Para que to-
dos tengan parte en el juego, cada peón debe convencerse de que
es favorito del jugador de ajedrez, el único que guarda el verda-
dero pensamiento del reino. Así pues, cuidado con los horarios,
con los planos de mesa, con los itinerarios: un cruce sucede tan
deprisa. Una jornada presidencial es una obra de Marivaux, un
Casi fan tutte de cómplices y aparecidos, unos portazos apagados
de puertas talladas en la pared entreabriéndose y cerrándose por
turnos en un despacho mal iluminado; es máscaras y "bergamás-
caras"; carpa y conejo; una embriaguez picaresca, una metamor-
fosis a voluntad, una divina representación de papeles. Júpiter se
realiza en sosias. El poder supremo es la desmultiplicación máxi-
ma, el más alto gozo: ser varios, por todas partes a la vez, fisgón
de mil ojos, saboreando en el espejo la hilera sin fin de sus dobles
burlones. Representar cada día Anfitrión exalta las fuerzas vitales:
embriaguez nietzschiana, ubicuidad de superhombre inaprensi-
ble. El resistente de los pseudos haciendo malabarismos con sus
contactos y sus máscaras se junta con el Presidente saltando de
Consejos de defensa a su pisito de soltero, de ceremonias radio-
televisadas a calaveradas pillinas. El hombre más a la vista de un
país se reúne así con el más secreto; todo jefe de Estado tiene dis-
frutes de conspirador, y Mitterrand fue casi tan feliz de un casti-
llo al otro, como el joven Morland en moto de una red a la otra.
¿Es de aquella época de la que conservó ese gusto muy mauria-
ciano del susurro, de la palabra insinuada entre dos puertas, del
aparte capital? Estirado en los cónclaves, las comidas de cumplido,
las reuniones de cien personas, liberado por el conciliábulo, reidor
y distendido en los encuentros íntimos, aquel Presidente tan come-
dido quedará en mis recuerdos como ese que, cuando se dispersan
en el vestíbulo del Elíseo los invitados de un almuerzo de trabajo,
os da una voz doblando el índice, o bien os saca aparte con un ges-
to: "Quédese un minuto, Régis, tengo algo que decirle ... "
Semicapacitado, a la larga: el tramposo, es el riesgo, acaba
ahogado en su trampa. Sucede que el laberinto a la Feydeau de-
semboca en un callejón sin salida, y que por querer tener todos

256
los hilos en la mano uno se enreda dentro. El "asunto Greenpea-
ce" fue el ejemplo tragicómico de que demasiado secreto perjudi-
ca la acción secreta misma. No tanto la propia operación, idiota
desde su principio, desmesurada en sus medios y desbaratada so-
bre el terreno en Auckland por un imponderable, como su revela-
ción por cajas chinas, que tuvo al país sin aliento durante seis
meses. Habría bastado con que el Presidente reuniera alrededor
de una mesa a las cinco o seis personas que habían tenido que ver
con aquel montaje para aclarar el embrollo en veinte minutos.
·Esa puesta en claro nunca tuvo lugar, suponía un cara a cara. Al
mostrar mi extrañeza por ello ante un general amigo mío, bien si-
tuado, el muy astuto me hizo comprender sonriendo que el pa-
trón sería el primero en sentirse incómodo por una reunión así.
Pues habiendo, a unos días de distancia, respondido con un so-
brentendido a Lacoste, el jefe de la DGSE; con otro, diferente, a
Hernu, el ministro; y con un tercero al jefe del estado mayor par-
ticular, cada uno se habría vuelto hacia el autor de aquel desor-
den. Creyendo al otro en el ajo, nadie soñó en ponerle música a
los silencios a medias presidenciales. Sutil partida de escondite
de la que salió una criminal estupidez, y se hizo cargar con el mo-
chuelo a lejanos "almirantes del Pacífico", de espíritu liberal pero
supuestamente infantiloides, y al verbo "anticipar". Falta de mé-
todo. Es el mismo que encontramos en el estiaje diplomático, en
la reticencia monárquica con respecto al debriefing, que exige
todo un aparato administrativo. Nada más terminar una reunión
privada con un homólogo extranjero, un jefe de Estado o de go-
bierno informa a su ministro y a sus colaboradores de lo que se
ha dicho, con el fin de que éstos hagan llegar lo esencial a todos
los eslabones de la cadena afectada, hasta la embajada en el lugar.
Saliendo de esas entrevistas como si nada, el Presidente amigo de
tapujos dejaba a sus diplomáticos en la vaguedad. Tenían que
mendigar un poco de información ante el intérprete que tomaba
notas (obligado él mismo a la discreción); incluso tirar de la len-
gua al día siguiente a un subalterno japonés para saber, en inglés,
lo que el Presidente francés había decidido, rechazado o sugerido
al primer ministro de Japón. Es humillante-y "aficionado". La re-
tención de información, viejo truco feudal para acrecentar o con-
servar el poder, es un vicio contagioso. Transformaba a cada
consejero y a algunos ministros en pequeños seres tenebrosos pa-
seando por la ciudad su misterio para acreditar su importancia.
De ese modo el embrollo llegó a ser en el Elíseo una cultura co-
lectiva, a contrapelo de las técnicas modernas de la decisión y de

257
la comunicación. Las personas lógicas que por entonces conci-
bieron el proyecto de un "Consejo de seguridad nacional" a la
francesa chocaron contra un non pussumus caracterológico que
habria parecido absolutista a Luis XIV: para tener las manos li-
bres, y ninguna otra obligación que para conmigo mismo, tengo
que conservar la boca cosida, acumular el mayor número de se-
cretos posible, oír sólo pareceres con cuatro ojos. La distancia es
el abe del mando; el enigma por el enigma es la majestad barata:
un erróneo buen cálculo. Nietszche decía que los verdaderos no-
bles son "los verídicos, los que no necesitan disimular". Si los
grandes políticos se reducen a grandes simuladores, no actuarán
bien como grandes señores.

Con la indiferencia, ese agnosticismo del corazón, tocamos lo más


íntimo, la última zona de sombra, donde perdemos pie. Ese no
sentimiento no impide las amistades, los amores, los apegos; los
multiplica, los acrecienta sin gastos; manteniéndolos a distancia,
bajo control, hace menos costosa la felicidad. No depender nunca
de los afectos, destino de los apasionados, eso facilita una cierta
perseverancia del corazón, como la desimplicación permite eva-
luar más certeramente los accidentes del terreno. Nuestro elegido
domeñó ese difícil arte: que la gente se encariñe con él, sin que él
se encariñe con la gente. Se tensa por curiosidad, se afloja por can-
sancio (los gastos de seducción dejan el corazón agotado), pero el
desinterés agarra el anzuelo in extremis. Soberanía desdeñosa por
una nivelación de los ,candidatos a la captura: ¿él u otro ... ? Y ese
alisado se extiende de los individuos a las situaciones, de las si-
tuaciones a las finalidades, rebajadas por la soberbia. Todo es
igual, todo viene a ser lo mismo. El soldado de la Wehrmacht y el
FFI, hermanos en el valor y el patriotismo. Blanco o negro, Pétain
o De Gaulle, derecha o izquierda, ¿qué diferencia? Ni aprobación
ni adhesión: se toma, se pasa, se deja. Y se almacenan los seres,
por si acaso. En las almas corrientes la indiferencia es una indo-
lencia; o aumenta con la edad, como un taedium vitae, un decai-
miento. En aquel flemático siempre emprendedor, el desapego fue
una insolencia y una fuente de energía.
Al viejo que le montaba una escena, anunciando que iba a ma-
tarse si seguía tratándole con frialdad, el Presidente, silencioso
durante todo el tiempo, habría respondido solamente: "Esté se-
guro ,de que asistiré a sus exequias". Esq es lo que contó Gros-
souyre,aun confidente, la víspera de su suicidio. Exacto o soñado,

258
ese· laconismo es digno de lo antiguo y de las concepciones estoicas
de la acción. El sabio asiente a los acontecimientos del mundo.
Exento de toda caída, el emperador ve con un mismo ojo la glo-
ria y la ausencia de gloria, la salud y la enfermedad, al amigo vivo
y al amigo muerto. Aspirando sólo al dominio de sí mismo, el
maestro se limita, para lo demás, a los comportamientos conve-
nientes: honrar a los dioses, despachar los asuntos y enterrar a los
amigos. Al cumplir su deber de apatía, el estoico agudiza su vo-
luntad; consiente tal o cual acción pero no quiere ni constreñirse ni
encerrarse en ella. Despreocupado de todo lo que no depende de
él, buenos o malos vientos, traición de los cómplices o fidelidad,
salvaguarda su fuero interno, que sólo depende de él. "Solamente
eso te pertep_ece: representar convenientemente el personaje que
te fue confiado." La indiferencia nutre la "paradoja del come-
diante" de Diderot: "No es su corazón, es la cabeza la que hace
todo. A menor circunstancia inopinada, el hombre sensible la
pierde; no será ni un gran rey, ni un gran ministro, ni un gran ca-
pitán, ni un gran abogado ... En la gran comedia, la comedia del
mundo, todas las almas cálidas ocupan el escenario; todos los
hombres de genio están en el patio de butacas". Aquel insensible
solícito jugó su juego a caballo entre candilejas: tribuno echando
fuego por los ojos sobre las tablas, desengañado de mirada fría en
el patio de butacas. Talleyrand observa a Gambetta de soslayo,
esas dos medias mentiras crearon la verdad de un hombre. Du-
plicidad, grita la vox populi. No, desdoblamiento, responde Dide-
rot, es la representación que corta en dos. Leed a Retz cuando
aconseja que hagáis ver que se lleva a cabo una acción que otros
podrían reprocharos no haberla hecho en absoluto, no haciéndo-
la: de ese modo llamó a Condé, su enemigo, el). su auxilio; de ese
modo Roc¡ird fue ascendido a Matignon. Mitterrand, apolítico de
corazón, hará todo el tiempo una política de cabeza -ese fue su
genio, y su límite. ¿Podía siquiera confesarse lo que esta distan-
cia para consigo y los demás encubría de descreimiento profun-
do? Moderado en todo, salvo en nihilismo -su único principio
radical.

La longevidad deteriora. ¿Quién va a entrar en las memorias? No


un fundador. Ni un justo. Un gran carácter, curiosamente realzado
por raquíticas acciones. Grande por la firmeza de ánimo, la resis-
tencia a los golpes, los obstáculos salvados, y sus propias paradojas.
¡La Bruyere burlado! ¿Qué microscopio de moralista clásico podría

259
encuadrar al audaz timorato, al condottiere centrista, al delicado
despectivo, al calculador imprudente, al cauteloso brillante, al vir-
tuoso metepatas, y así sucesivamente? El hombre oblicuo toma
nuestros encasillamientos al sesgo, desarma nuestras antítesis, sus-
tituye el o por el y. Arreglaos con eso, mis gatitos. Yo he reinado.
Y nosotros, los húsares, los veteranos amotinados por una
campaña de Italia, lo hemos amado -tanto más cuanto que él no
nos amaba. Hemos seguido saltando de impaciencia a ese Kutu-
zov alucinado como Bonaparte, porque nos prometía las llanuras
magníficas, y que pasaríamos los Alpes tras él para reunirnos con
Fabrice en Milán y dar con las duquesas en Parma. Le dimos
nuestra fe, a él que tenía poca. Europeo ciertamente convencido
pero socialista de ocasión, que se hizo elegir, en 1981, sobre el so-
cialismo y no sobre Europa, y ondeó luego en la superficie de las
cosas. Encontrarse al término de aquella Larga Marcha -1965-
1995- en Charente interior, Chardonne como Stendhal, fue la de-
silusión de una generación distraída. "Nos habíamos vestido para
otro destino" -no para una carrera, ni para este regreso a la tierra.
¿Hay que estar resentido contra él por esta humillación? Impedi-
mento para las almas, a distancia, el radicalsocialismo respeta al
menos las vidas y los cuerpos. Los cruzados tenían un ideal, Le-
nin también, ¿Mitterrand no? Felizmente, en algún sentido. Eso
ahorra los muertos, los sacrificios inútiles. Cuando falta el Abso-
luto falta el heroísmo pero también las calamidades, y la parte de
sombra sigue siendo benigna: bajo aquel sátrapa bonachón, lega-
lista y tolerante, ni se mató ni se secuestró ni se proscribió. Ni tor-
turas ni máscaras de hierro ni mazmorras. Escuchas telefónicas
y jugarretas judiciales: en materia de príncipes, se han visto peo-
res. Dejemos aquí los moralismos gazmoños y nuestras decepcio-
nes más o menos vanidosas, nosotros, a quienes la Sanseverina
ha dado el enésimo plantón. Conservemos la mirada fría. Ver a un
genio de la acción enredarse en lo anodino, a un gran luchador
terminar en una arena de provincias, por haber encarnado más
que a sí mismo, pone triste. Lo que aflige al aficionado a las emo-
ciones es un extraordinario sentido de los medios al servicio de fi-
nes tan poco extraordinarios, en Europa, como la cohabitación y
la alternancia democrática, concebidos como distribución de eli-
tes, mitad y mitad. No se trataba al principio de ocupar un ala en
la propiedad del barón sino de construir otra, sin baronía. "La
Historia me hará justicia", dice los últimos días, "he garantizado
la alternancia en el Estado": sí, dentro de los moldes, sin que afec-
te a los del partido único. Notables de izquierdas, pues, ocupan en

260
la actualidad un escaño en la Trilateral y en el Consejo de Estado,
tienen ficha de asistencia, dirigen periódicos y cenan en el Siglo.
Que les aproveche, pero quienes les han elegido tenían sin duda
otras miras en la cabeza. Al establishment liberal le bastó con dos
septenios, dentro y fuera, para cooptar a las "nuevas capas", anti-
guos inconformistas, nuevos conformistas. Balance positivo, cier-
tamente, pero, ¿para quién y para qué? Nuestro objetivo de
guerra en 197 4 y 1981 no era exactamente el spoil system y la ro-
tación de los puestos, más el franco fuerte y una total libertad de
prensa, o del dinero en la prensa. Para hacer volver a los amigos
de la IV República bajo los pórticos de la V, para reconciliar la
cervecería y el castillo, las elites orleanistas con los Barbones,
para sustituir a los tecnócratas del crecimiento de 1960 por los
tecnócratas 'de los grandes equilibrios de 1980, ¿había que movi-
lizar toda la esperanza, todos los pífanos y tambores?
De Gaulle tenía mil años de hlstoria sobre su cabeza, Mitterrand
tuvo a Mitterrand, lo que no era poco pero no suficiente. A aque-
lla autonomía un poco corta él la llamó "libertad". Aquel irónico
creyó en efecto que se llegaba a ser un hombre libre despren-
diéndose de los valores y de los fines supremos -cuando es al con-
trario. Para quien está seguro de poder recurrir a todo (rufianes
incluidos) ya no hay tabú, ahí está catapultado más allá del bien
y del mal. Lo que pasa es que medios sin fines, pragmatismo sin
fe, sólo hacen la mitad del programa. El Che estaba en posesión
de la otra. De un continente al otro, pasé de la fe sin método al
método sin fe. Es demasiado tarde para que encuentre a mi hom-
bre ideal, el que reuniría los dos fragmentos de la tesela. La bo-
nanza de los tiempos no se presta a ello y un gran hombre, en
política, siempre es el encuentro de un gran carácter y de una
gran circunstancia. Del lado izquierdo, que es el mío, no he visto
a nadie de primera fila lograr esta unión del sueño y la razón, o,
como diría Freud, del principio de placer y del principio de reali-
dad, que De Gaulle supo efectuar en su orden, subordinando un
romanticismo de los fines a un clasicismo de método. No hay
suerte. ¿Mala serie o artimañas? Muchas fatigas y compromisos
para verse finalmente reconducido al divorcio de los dos reinos,
fundamento de esta conciencia desgraciada que inspira la iz-
quierda intelectual y de la que hice todo lo posible por separarme,
cayendo en las aguas sucias de la eficacia. Tal es quizá el destino
del "hombre de izquierdas" contemporáneo, especie orgullosa na-
cida en el siglo XIX del cruce entre la Revolución como mito y el
Libro como herramienta, anacronismo técnico en vías de extin-

261
ción en la videoesfera, nueva ecología planetaria. Nos habíamos
contado historias, vivíamos en lo imaginario por encima de sus
medios reales. Como Francia en el mundo, la izquierda en Fran-
cia, desde 1945, viajaba en primera con billete de segunda. Un re-
visor charentino llegó, afable y pícaro, y volvimos como quien no
quiere la cosa al compartimiento adecuado. Mutis excepción fran-
cesa, mutis arrogancia. Mutis también guerra de religión. Apaci-
guamiento, modestia, relajación. Una democracia como las
demás, ¡vaya! Un giro a la izquierda, un giro a la derecha. ¡Uf! En
resumen, aquel presidente socialista libró a una última genera-
ción de socialistas soñadores de un siglo de mentiras que tanto
bien nos habían hecho.
Las fidelidades sobreviven a los "grandes hombres", porque lla-
mamos así a los pequeños que se subordinan a más grandes que
ellos. Mitterrand se llevará las suyas a la tumba, o las nuestras en-
seguida después. Y con razón: ego sin trascendencia, voluntad sin
finalidad, pasará a la posteridad como una larga estrella fugaz.
Los aventureros políticos, al revés que los literarios, producen co-
metas sin cola. De aquél, que no tendrá muchos seguidores póstu-
mos, creo sin embargo que sería un error hacer el chivo expiatorio
de nuestras ilusiones perdidas, sin cuestionar su legitimidad. ¿El
cabeza de turco de los fervores apagados, no paga acaso los platos
rotos del tiempo? ¿Es él quien nos ha decepcionado, o la cosa po-
lítica a través de él? ¿Era Mitterrand la ilusión o la propia políti-
ca? ¿Y no era nuestra ilusión? Sí, el tráfico de sueños no es un
delito como el tráfico de influencias, pero hace más daño, y a po-
blaciones enteras. Habíamos confiado nuestras locuras a aquel ge-
nio de la adaptación, nos las devolvió cambiadas en vil plomo:
equilibrio del comercio exterior, Gran Mercado y RMI. ¿Teníamos
pues oro en la cabeza? Gritamos traición, al ladrón. "¡Nuestros
sueños, devolvednos nuestros sueños!" ¿Hacemos bien soñando
todavía, y sobre estas realidades? ¿La actividad política, no con-
siste, trivialmente y en definitiva, en traducir la esperanza a ges-
tión, el absoluto a calderilla, como el fotograbador transforma una
superficie en puntos, un negativo en color en papel blanco y ne-
gro? Traddutore, traditore -sí, pero sin esa traición nuestros libros
de historia tendrían muchas páginas en blanco.
Amé al seductor, al pastoril, al amigo -menos al Narciso de Es-
tado. Las dinámicas íntimas, no las fluctuaciones públicas y con-
sensuales. Pero al jefe que ha decepcionado a más de uno le estaré
agradecido, finalmente, por esta decepción. Le reconoceré incluso
sus descubrimientos tardíos (dos mil años de retraso): no hay que

262
dar al César lo que es de Dios; la política como religión nacional
toca a su fin; no es sano confundir un sacerdocio con un oficio. Los
hay más degradantes. ¿En qué consiste ese oficio? En hacerse ele-
gir, en saber esperar, en estrechar manos, en almorzar en restau-
rantes, en engañar, en tejer redes, en despedir los ascensores, en
soltar amenas simplezas en los estudios, en pasar revista a la pren-
sa por la mañana y en cazar con jauría. Eran costosos malentendi-
dos los míos, pero es una lástima para el porvenir. El tiempo de los
profesionales, luego de los prudentes, ha llegado. El problema es
que los profesionales, por mucha ciencia y conciencia que tengan,
no tienen por una vez ninguna imaginación. En política como en
otras partes, sólo los outsiders tienen ideas nuevas. La perspectiva
de ver, en cada final de unas presidenciales, al antiguo enarca plan-
tar cara al antiguo enarca permite presagiar duelos muy tristes.
Resumamos este período que, me temo, no hará época, to-
mando, para mayor seguridad, la peor de las hipótesis en cuanto
al protagonista. Llevado por un resto de céfiro milenarista; "sur-
feando" sobre la última ola de esperanza revolucionaria levantada
en Francia por Mayo del 68, último resurgimiento de la religión
del siglo XIX en el xx; sirviéndose de la vieja corriente del golfo,
igualitaria tanto mejor cuanto que no venía de allí, sin tomar pues
las palabras por las cosas ("cambiar la vida", "ruptura con el ca-
pitalismo", "programa común", etc.), un cínico perspicaz sigue el
movimiento; y como tiene tozudez, lo acompaña hasta su térmi-
no. Debería haberse ahogado con él, hacia 1983. Para sobrevivir,
este socialista se metamorfosea, vía el mito Europa, en liberal a
su pesar y vuelve a hacer pie in extrernis a la orilla extrema del si-
glo, playa políticamente tranquila. De ese modo, una izquierda
religionaria que llevaba una República y dos revoluciones técni-
cas de retraso sobre el curso de las cosas, gracias a este hombre-
puente pudo pasar en una generación de 1848 al New Deal, o de
Marx a Roosevelt. El vasallaje socialista saltó, en quince años, de la
tendencia a la "escudería", del militante al aficionado, del pro-
grama al sondeo, de concebir a gestionar, de la convicción a la
opinión, del proyecto de sociedad a la ambición personal. En
1980 yo oía hablar de patronos, no de empresarios. En 1995 el ex-
perto socialista_ya no dice "la clase obrera" sino "el factor traba-
jo". Habríamos podido desear un tratamiento menos brutal,
mejor controlado y sobre todo más franco, pero la gente de iz-
quierdas tiene algo en ella bastante infatigable, bastante inmor-
tal, para resistir a esta caída de peso, con peligro a dejar en ello
un poco de su alma. Y además, ¿no había que pasar por eso, im-

263
pidiendo como impedía avanzar la grasa de las palabras muertas?
Porque no se trata sólo de Francia, la resaca fue internacional, y
la era mitterrandista, la forma francesa de una desdramatización
universal, más elocuente aquí que en otras partes por haber teni-
do como escenario el país de Europa que pasaba, desde Marx, por
"la patria de la política". Hemos sufrido las consecuencias de una
cura mundial de adelgazamiento. España, Italia, y toda la Euro-
pa latina fueron golpeadas de frente en el mismo momento. Aquí
estamos, pues, más ligeros, en lo físico y en lo moral. Ése sería el
contenido general de esa voluntad puramente individual, y hueca
por serlo demasiado; la verdad de nuestra ilusión; o, si la Verdad
definitiva de un episodio histórico no existe, al menos la que pue-
de permitir que nos recuperemos mal que bien. "Se ruega no po-
ner música al final de estos versos", decía Víctor Hugo a su
posteridad. Un hombre de Estado hoy debería prohibir a la suya
de poner Idea al margen de sus actividades. Espiritual al final de
este temporal. "Nada de discursos", pidió precisamente Mitterrand
en sus últimas voluntades. Manteniéndose catorce años a flote, la
ex izquierda francesa conoció un notable éxito político y un no
menos notable fracaso filosófico. Esto sacó partido de aquello.
No nos dio razones para vivir, nos quitó algunas. ¿Y desde cuán-
do, nos responderá, el papel de un gobierno sería el de dar a los
hombres razones para no matarse? Ya no estamos en 1793, 1848
o 1944. ¿ Cómo quitarle la razón? El sentido de la vida, para eso
están las Iglesias. A cada uno su oficio.
Digno mandatario de un fin de siglo poco digno (¿pero qué si-
glo fue fiel a sus comienzos?), trujamán involuntario de un men-
saje que lo supera, la desventura de estos años de viento reclama
sin duda una lectura a lo Hegel, pero cabeza abajo. Perderá su im-
portancia, pero también su amargura. El no genio del universo
tiene también sus hombres de negocios. Al igual que el otro des-
pués de la batalla de Iéna vio pasar bajo sus ventanas el espíritu
del mundo a caballo, yo podré decir a mis nietos, con una media
sonrisa, que vi algunas veces al espíritu de un mundo sin espíritu
pasar en un R25 blindado bajo las ventanas de mi despacho, ante
los penachos rojos de los guardias republicanos, haciendo crujir
la grava blanca de un patio de honores.
3. Consejos a las jóvenes generaciones

Partir temprano - Sobre todo nada de celo - El desapego


profesional - Las equivocaciones de los sutiles - Una
sola realidad, la imaginaria - Valor sin límites del pre-
texto falso - La corrupción no es un drama - La carrera
en solitario - Del buen uso de los cócteles.
¿Y a vosotros que después de nosotros viviréis, qué os importan
los desengaños de un viejo loco?
Escuchadme.
No he venido, burgrave encargado de lo sombrío, a mesarme
las canas para entregar un enésimo boletín de derrota. Lúgubre-
mente, noblemente, para haceros cómplices. Vosotros lo habéis
impugnado: no tengo el alma lo bastante buena para la pompa fú-
nebre, ni los cajones tan llenos corno para añadir un memorial a
tantos otros. Sólo quiero seros útil.
¿Qué podéis recordar de lo que no fue un drama? Nada espe-
cialmente palpitante, ya lo sabéis. Dejemos de lado el guirigay de
los consejos, de las conferencias, de las cumbres; ha sido aireado;
fotocopiadoras y derechos de autor dieron a las costumbres una
seria ventaja sobre la ley, que fijaba en treinta años el plazo de de-
cencia; el secreto prohibido de la mañana se cuenta desde ahora
por la tarde en la tele. Algunas indicaciones prácticas que atañen
al "arte de la prudencia" estarán más cerca de prestaros servicio.
Los rhás jóvenes no necesitan especialistas en agridulce que dise-
quen el sentido muerto de la Historia sino informaciones detalla-
das para abrirse un camino entre cáliz y delicias. Es necesario,
¿verdad?, que la guardia descendente pase las consignas a la guar-·
dia ascendente. Alegremente, en plan servicial, para ayudar a los
Mazarinos novicios a cumplir bien su destino. Lo que haré aquí,
corno un veterano del taller que ya sólo piensa en los aprendices,
por honor del oficio.
¿Mazarino? Mirad atentamente. Un maestro artesano y una
obra maestra. No vernos que se pueda añadir gran cosa a los quin-
ce axiomas y cinco preceptos de su Breviarium politicorum de
1683. En estas materias tan sutiles como inalterables la fecha de

267
aparición cuenta bastante poco, pero cada época olvida su latín y
hay que recordárselo. Comenzad pues por aprender los irrefuta-
bles "axiomas" del gran malamado:

l. Actúa con todos tus amigos como si fueran a convertirse en


tus enemigos.
2. En una comunidad de intereses, el peligro comienza cuan-
do uno de sus miembros llega a ser demasiado poderoso.
3. Cuando te preocupes por conseguir algo, que nadie se dé
cuenta antes de que lo has conseguido.
4. Hay que conocer el mal para poder impedirlo.
5. Lo que puedas arreglar pacíficamente, no lo intentes arre-
glar por la guerra o por un proceso.
6. Más vale sufrir un leve perjuicio que, con la esperanza de
grandes ventajas, hacer que progrese la causa de otro.
7. Es peligroso ser demasiado duro en los negocios.
8. Más vale el centro que los extremos.
9. Debes saber todo sin decir nada, ser amable con todos sin
entregar tu confianza a ninguno.
1O. La felicidad consiste en permanecer a igual distancia de to-
dos los partidos.
11. Conserva siempre cierta desconfianza respecto a todos y es-
táte convencido de que no tienen mejor opinión de ti que tú
de los demás.
12. Cuando un partido es numeroso, incluso si no eres de ese
partido, no hables mal de él.
13. Desconfía de aquello hacia lo que te incitan tus sentimientos.
14. Cuando hagas un regalo o cuando des una fiesta medita tu
estrategia como si fueras a la guerra.
15. No permitas más fácilmente que se te acerque un secreto de
lo que dejarías que un prisionero decidido a degollarte se
acercara a tu garganta.

¿Necesitaré igualmente recordaros sus "preceptos" básicos?

l. Simula.
2. Disimula.
3. No confíes en nadie.
4. Habla bien de todo el mundo.
5. Prevé antes de actuar.

268
¿Os parecerá este breviario seco y anticuado? Que cada uno lo
complete, lo vista y lo remoce. La experiencia de un humilde y
marginal encargado de misión evidentemente no bastará para ello,
pero ninguna nota a pie de página está de más en ese vademécum
que cada generación perfila y que la siguiente olvida, antes de dar
los mismos pasos, las mismas máximas, descubriendo el Medi-
terráneo. Aunque sea vano esperar alguna lección de la Historia y
que aquí cada suplente se crea un pionero, me avergonzaría si no
cumpliera la obligación elemental que incumbe a los veteranos de
los vestíbulos: ayudar a los jóvenes a ganar tiempo en los senderos
de la gloria. Sólo tengo para eso una autoridad: el fracaso, nuestro
mejor maestro. ¿El mío sólo fue simple y previsible? Por supues-
to. Los ¡cataplún! del consejero áulico están programados desde
hace veinte' siglos que cae de lo alto -en prisión, en el oprobio o en
el ridículo. Escriba del Nilo, guardián del sello, escritor del serra-
llo, intelectual de la corte, lamepríncipes, pelotillero, estafador: la
gradación de los motes sucesivamente utilizados por las almas
buenas para designar a los desgraciados que quieren dar alguna
responsabilidad a la inteligencia indica por sí mismo la tendencia
histórica. La pendiente es descendente. No desespero de verla ma-
ñana vuelta a subir por algunos jóvenes entregados al bien público
y que ambicionen representar un gran papel en grandes aconteci-
mientos -o vistiendo su ambición de abnegación (¿ qué Dios reco-
nocerá a los suyos?). Dejemos ahí el suplemento de alma, optemos
por algunos complementos de información. Si la sangre fresca
hace lo contrario de lo que yo hice (yo, que he representado un pa-
pel subalterno en acontecimientos corrientes), habrá mayores po-
sibilidades de conseguirlo.
¿El libro de oro de la melancolía ya no tiene hojas vírgenes?
Mejor, abrid vuestros cuadernos, para los apuntes técnicos; son
los únicos que valen.

l. Salid temprano. No se requiere otro viático para "hacer gabine-


te" (así se llama al grupito de colaboradores personales de un pre-
sidente o ministro). Pasillos y antecámaras envejecen precozmente;
razón de más para meterse pronto. Edad límite: treinta años. En
Occidente, el aumento de la esperanza media de vida se acompaña
con un rejuvenecimiento equivalente del personal gubernamental,
de manera que la edad media de las nomenklaturas no deja de ba-
jar. Los bienpensantes se alarman por ello, y no soportan ver a
"unos mequetrefes de menos de treinta años dar, sobre temas que

269
no conocen, órdenes a curtidos directores de administración". El
jefecillo sin más aprendizaje que un paseo por los campos durante
una estancia en provincias, que cortocircuita a las direcciones com-
petentes, maquina de la mañana a la tarde y no puede recibir a un
vi~itante diez minutos sin perder tres comunicaciones telefónicas
para hacer notar su importancia, es un espectáculo que puede en
efecto inquietar. A pesar de los riesgos de petulancia, la edad joven
se impone no obstante por muchas razones.
En primer lugar, el joven proletario tiene un mejor rendimiento
que el viejo; y es-que es un proletariado sui generis quien puebla las
dependencias de palacio. El producto del trabajo de un miembro
del gabinete siempre dispuesto a cargar con lo que sea sólo perte-
·nece a su patrón. Ideas, discursos, viajes, contactos, lecturas, todo
eso vuelve al superior jerárquico inmediato, director de gabinete o
secretario general. El homenaje a quien corresponda hace al con-
sejero técnico; y la transmisión en mano del producto acabado (al
ministro o al presidente) hace al consejero especial, el favorito, el
"instrumento ciego". Suyo el beneficio material y moral del traba-
jo de los subordinados. De ahí la importancia decisiva que convie-
ne dar al emplazamiento de los despachos, que cada uno tenga
interés en apostarse lo más cerca posible del jefe, en los últimos es-
labones de la cadena de transmisión. Ahí es donde se convierte en
poder la plusvalía extraída a los explotados al principio de la cade-
na. Además de que esta condición choca menos cuando es la de un
joven levita, la fortuna de trabajar para otro, sin reciprocidad evi-
dente, es más fácil para el perro rabioso que para el viejo loco. A
este último le repele más el despilfarro y se sabe que no hay nin-
guna otra profesión en la que la pérdida de energía sea más elevada
que la actividad militante y política en general. No sería desespera-
do comparar esta última con una gigantesca máquina de Tínguely,
pero construida con carne humana, tintineando y rugiendo con to-
dos sus músculos y neuronas, consumiendo un máximo de tiempo,
de sueños, de sudor y de abnegación -para producir casi nada. In-
put considerable, output inconsistente. Pasada una cierta edad,
cuando el tiempo empieza a faltar; se es más sensible a las pérdidas
en fila, se está más téntado por calcular, por mirar al gasto. Si pre-
ferís la metáfora más noble del paquebote, digamos que el con-
traste entre la oscuridad y la pesadez de los trabajos preparatorios
en la sala de máquinas y la apabullante personalización de las re-
percusiones sobre el puente inspira un malestar cierto, cuando no
se está en primera clase y que hay que ir cada mañana al carbón.
De ahí el interés por hacer que le atribuyan a uno rápid¡:¡mente un

270
feudo o un mandato para unirse a los elegantes que pasean indo-
lentemente por el declc. Si queréis más glamour; digamos que un go-
bierno moderno son trescientas manitas afanándose en el vestidor
para cinco top-models, que saben cómo dar vueltas bajo los focos
pero les importa un rábano el corte de los vestidos y las dificulta-
des de la alta costura.
A los veinticinco años se puede uno privar de descendencia
para participar mejor en la gloria presente y futura de su señor. A
los cuarenta y cinco se tiene la nostalgia de sus pelotas perdidas,
le da a uno por soñar en no se sabe qué injertos reconstituyentes.
El vicio anima, el ego piensa en el ego, en el tiempo que huye, en
los días y en las noches que se ha llevado el viento, en las sucias fa-
tigas que se, han sufrido para arrancar de los puestos a los compa-
ñeros (embajadas, carteras, direcciones, empresas, etc.), que nunca
acabarán de castigaros, en los fines de semana pasados por entero
discutiendo en improbables y estériles reuniones sobre reformas
que nunca se llevarán a cabo; con el espeso informe confidencial
sobre la reforma audiovisual que el Presidente os ha encargado a
toda prisa haciéndoos comprender que el otro, el oficial del que
tanto se habla, es para la galería, informe que consumió vuestra
primavera y todo vuestro verano, que entregáis en propia mano,
en septiembre, en el día indicado, y que el Presidente coloca des-
cuidadamente en un cajón porque, os dice, un italiano formidable,
un tal Berlusconi, nos va a arreglar todo esto. En resumen, uno se
vuelve más avaricioso o menos "primo". Uno se desengaña, re-
funfuña. Uno se deteriora.
Luego, un lobo joven sufrirá menos con la maldad propia del
entorno; él mismo tiene los colmillos lo bastante sólidos para no
asustarse de las denticiones. Los palacios nacionales son lugares
urticantes y crueles, jungla flordelisada más que las otras sujeta a
las luchas darwinianas por la vida. Esos lugares peligrosos ganan
visitados los domingos, día del patrimonio, cuando los carniceros
responsables pasean a su progenie por los castillos del Loira. De-
jarse excluir in extremis de un viaje que ha preparado uno mismo,
de un almuerzo restringido sobre el informe que os habían en-
cargado, de un conciliábulo antes de la decisión del que habíais
tenido la iniciativa; dejarse robar una buena idea, descubrir su
nota copiada por un superior con cambio de firma, o dejarse
imputar una fuga a la prensa organizada por un rival para desa-
creditaros, etc.: larga sería la lista de afrentas corrientes. Que ex-
plica la cómica insistencia, la obscena desmesura de las "disputas
de subalternos" en las verídicas historias del reino, aunque ama-

271
nuales y balances les traigan sin cuidado. Es la parte olvidada de
las memorias de Estado; demasido ridículo o demasiado familiar
para atreverse a volver sobre ello, una vez retirado de esos asun-
tos, pero ahí está el fondo de salsa no datada, lo agrio intersticial
y conjuntivo. Los más afectados acaban por olvidarlo, como de-
saparece en el oído un bajo continuo de acompañamiento por de-
bajo de las variaciones melódicas del concierto. ¿ Quién podría
decir la cantidad de putadas y vejaciones que representa una jor-
nada de importante, de un subdirector de administración en el
"nivel más elevado"? El primer ministro descubre en el periódico
la llegada de un Jaruzelski a París; fue cortocircuitado por el mi-
nistro de Asuntos Exteriores, que dejó al Presidente el cuidado de
informarle, el cual no hizo nada. A tragarse el sapo. El Presiden-
te a su vez descubre viendo la televisión que su segundo le desa-
prueba con medias palabras. Acaba de nombrarlo, ¿qué puede
hacer o decir? A tragarse el sapo. El secretario general de la Pre-
sidencia descubre por casualidad que el patrón mantiene reunio-
nes importantes a sus espaldas. A tragarse el sapo. Un saco lleno
de sapos en medio de un nido de víboras, y eso, cada día que Dios
trae, de arriba abajo de la escala. Todos tragan, callan y esperan.
Hace falta estómagos jóvenes para digerir y volver a empezar al
día siguiente como si tal cosa. En el ejército de civil que es una
burocracia de Estado, las minicrueldades jerárquicas son tanto
más aceradas, estudiadas, ajustadas cuanto más reina entre altos
y simples suboficiales, vestidos con el mismo traje, una especie de
llaneza igualitaria y relajada.
Por último, volviendo a casa hacia las nueve de la noche, el jo-
ven turco estará en mejores condiciones de superar noche tras no-
che, después de diez citas seguidas, esa impresión de vacuidad
dulzona, la del zapeador después de una hora de zigzag entre diez
programas de tele idiotas; esa sensación de inmovilidad agotado-
ra que inspira la rueda sin fin del trabajo político-administrativo;
esa sospecha que os coge entre dos luces de que las actividades
cruciales a las que os habéis consagrado anhelantes desde por la
mañana a las siete eran insustanciales, inoperantes, irremedia-
blemente acuosas. Tanto como la prohibición de pensar que con-
lleva el agotamiento gestor, el incumplimiento propio de una
esfera en la que nadie ve el final de sus actos deja en la boca un
cierto sabor a ceniza que, pasada una cierta edad, incitaría casi a
seguir a Séneca en su bañera. Siendo jóvenes resistiréis mejor.

272
2. Sobre todo, nada de celo. No os precipitéis en el momento cru-
cial-nuevo presidente, nuevo gobierno, nueva mayoría. Es el mo-
mento de huir de antecámaras, teléfonos y entornos. Si ya habéis
adquirido un poco de visibilidad social (mejor que un nombre,
una carrera o una obra: un rostro), salvaguardadla preciosamen-
te. Retiraos del juego en el momento mismo en que todo hijo de
vecino patalea para tener su parte en él. Cuanto más tarde entréis
en liza, mejor seréis recibidos. Ocultad vuestras intenciones, y
vuestras convicciones, si las tenéis. Seguid siendo tal como sois:
un hombre de principios, que no transige, lejos de las refriegas
subalternas. Ved a dónde la adhesión entusiasta y resuelta a una
causa partidaria conduce a los "buenos militantes" y "fieles se-
guidores": a, las cocinas. Los "centristas", de los que dicen que son
blandos e inconstantes, están en el gran salón con honores y lar-
guezas. Para los que les gusta demasiado servir está la escalera de
servicio; entrad por la puerta grande. Es una regla, partido o go-
bierno, que los últimos en llegar, los más duros de convencer; así
pues, a los que hay que cuidar más es a los que hay que mimar
prioritariamente. De ahí el interés en no pertenecer a ningún par-
tido, equipo o movimiento: eso "marca", y os aparta de los mejo-
res puestos. Cada facción que llega al poder busca en primer
lugar enmendarse; para mostrar su amplitud de espíritu reserva-
rá sus favores para los que no pertenecen a ella. Esta obligación
democrática le otorga un insólito vigor a los axiomas 8 ("Más vale
el centro que los extremos") y 1O ("La felicidad consiste en per-
manecer a igual distancia de todos los partidos") del previsor Car-
denal. Si vuestras debilidades por tal o cual son por desgracia
conocidas poned mala cara, poned vuestras condiciones, al tiem-
po que os dejáis ver, pero de lejos: vendrán a buscaros. Mostraos
en la pequeña pantalla, conseguid alguna gacetilla en las revistas,
el deseo es mimético.
Veis, me contradigo. Después de haberos dicho: "Leed Taniza-
ki, buscad la sombra, lo acolchado y las oscuras profundidades de
los gabinetes", os digo: "Huid la sombra, sed gritones y ruidosos".
Es la propia fortuna que es fluida y versátil. De ahí este consejo:
elevaos en la sombra, y sabed que la sombra no paga. Si se os da
a elegir entre una crónica regular en la prensa, una travesía del
Atlántico en solitario o una colección de haikus, y un puesto de
secretario de Estado o de alto consejero oculto, no dudéis ni un
minuto. No cedáis al viejo deseo de estar en el ajo, a la angustia
de perder la oportunidad, a la atracción de los arcanos. No vayáis
a vestir camiseta y dorsal sólo para pasar seguidamente al otro

273
lado de los muros, allí donde se guisan, eso creéis, los grandes se-
cretos. Quedándose fuera es como mejor se influye en el dentro;
en video esfera (donde el in y el out han permutado), salir en una
revista en colores servirá mejor a vuestra marcha adelante que
dar el último toque a una nota confidencial bien informada. Au-
mentando lo más rápido posible vuestras luminancias es como
aumentaréis vuestras oportunidades. Las luces de las candilejas
llevan derecho al serrallo, el cual corre el peligro de cerraros
como contrapartida las luces de la ciudad (si tomáis en serio las
viejas reglas del juego, sentido del Estado y deber de discreción).
La época ha trastornado el "honesto disimulo" antaño recomen-
dado por nuestros grandes jesuitas. Hoy es prudencia exhibirse
con periodistas, cantantes, actrices, humoristas, presentadoras y
publicistas; e imprudente cultivar la amistad de un presidente de
subsección de lo contencioso, de administradores civiles o, peor
aún, de profesores agregados, esas vías sin salida. Vuestros al-
muerzos, vuestras cenas son preciosos, invitad a los primeros a
vuestra mesa; huid de los segundos, acabará por saberse.
Pensad en ello bien. "Administración", por etimología, quiere
decir: ir hacia lo minus, gente de pocas y pequeñas manos. La se-
guridad de carrera se compra con una oscuridad segura. Podría
ser una falta de ambición, para una voluntad de poder nueva, alis-
tarse del lado del poder público cuando los poderes de hecho se
convierten en privados. Y nuestro derecho público impotente. Al
unirse a la clase llamada un poco a la ligera decisoria, un miem-
bro de la clase discutidora corre el riesgo de sacrificar al deber de
discreción su principal baza: la flexibilidad de los espíritus, la
conformación de las opiniones. El propio Príncipe, conectado
permanentemente con periódicos, radios y teles, puesto en perfu-
sión por su servicio de prensa, vibra y reacciona ante todo ese tra-
jín extramuros. Prestará más atenc.ión a una "tribuna" de periódico
que a una nota silenciosamente depositada en su mesa, puesto
que la primera de un periódico, leída por un millón de personas,
ejerce una presión social que debe tener en cuenta, mientras que
una nota que nadie sino él leerá no es un peligro. Sólo tendrá la im-
portancia que su único lector, él mismo, quiera buenamente conce-
derle; no causa sensación; permanece en su poder, a su discreción,
bajo su mano; si no le hace ningún caso no tiene repercusión. Por
el contrario, estará obligado a responder a una reprobación públi-
ca repetida, a una corriente de opinión bien asentada, a una "sen-
sibilidad que se expresa". ¿Pero qué debe el Amo a aquel que
eligió para alimentarle y criarlo con su propia mano? Nada. Para

274
que te preste oídos el Presidente, hablarle al oído no es lo más efi-
caz. El Amo depende de la opinión; convertíos en líder de opinión
y el Amo dependerá de vosotros. Cada uno sólo corteja a aquellos
de los que depende. Los mejor acreditados en Palacio ya no son
los que pensamos: son los que lanzan pullas en la pequeña pan-
talla o en los papeles contra los acreditados de Palacio, pero que
se distinguen de estos últimos en que a ellos, al menos, se les cree.
Si ya pertécéis a la elite de los que tienen algo que decir sobre la
actualidad, evitad tomar partido por algo que no sea una noble cau-
sa sin objeción posible (la democracia, la libertad de conciencia, el
rechazo de las fatwas y de los genocidios). Mantened las distancias,
continuad siendo Gran Conciencia. Moderad la mundología con
una contención de buena ley. Que vuestros editoriales sigan siendo
sin indulgencia, casi educados, más bien socarrones. Será entonces
cuando el Presidente os invite a un desayuno privado, favor reser-
vado a los divos del campo contrario; será entonces cuando los mi-
nistros de Estado, en pleno cóctel, pmeben a tutearos, os cojan del
brazo, tiren de vosotros hacia un hueco para un largo aparte, a la
vista de todos y para el mayor castigo de los "adheridos". Os con-
vertiréis en envite en la 'batalla en marcha", a quien engatusar, a
quien neutralizar, y por qué no, que digan, a quien hacer cambiar
de opinión. Es en esa encmcijada de la carrera, en que la seducción
mutua va a brillar con todas sus luces, cuando la Gran Conciencia
debe imperiosamente mantenerse firme, negarse a confirmar el fle-
chazo, aceptar las confidencias sin desvelar sus artimañas. Para un
hombre de pluma digno de ese nombre, alquilar sus servicios a
un poderoso es la mejor manera de no llegar a serlo él mismo. Todo
el arte del hombre de principios está ahí: exhibir sus talentos sin ena-
jenarlos. Que se convierta en "un hombre de confianza" y estará fue-
ra de juego. "De confianza": dejad a los acólitos esa expresión que
mata. Y la incondicionalidad a los pánfilos. Un gilipollas enseña sus
alas, el astuto las oculta y sólo muestra las garras. Desglosando de
entrada los intereses, la personalidad en público ganará si sigue
siendo ese ser enigmático, receloso, imprevisible y difícil que ya
es, en privado. Franco con respecto a la pena de muerte, terco con
respecto a la política árabe. Rico de incomprensiones desconso-
ladoras y de divinas sorpresas. Mujeres o Conciencias, sólo se
hace el gasto por las inseguras y las inesperadas. Los leales no ne-
cesitan caricias. Un presidente en ejercicio sólo lee, escucha, mira
distraídamente los alegatos o los rostros de los suyos; conseguida
de antemano, no tiene información realmente nueva que esperar de
ellos. Concentra su atención sobre sus adversarios reconocidos,

275
porque la oposición vuelve perspicaz, como la adhesión vuelve
esponja. Sólo dirige su catalejo, asiduamente, a un justo medio
"recuperable"; y se encaprichará precisamente de quien no se
deja recuperar del todo. Esta titilación se llama, entre los publi-
cistas, el "deber de independencia" (de algunos dicen de "irreve-
rencia"). Este espíritu de rebelión sospechosa, que crea la
superioridad de las Conciencias centrales sobre los pequeños em-
pleados de Estado, Baltasar Gracián, acordaos, ya se la recomen-
daba al Cortesano (bajo el epígrafe "Saber entretener la espera
ajena"). "No hay que echar todo el resto al primer lance: gran tre-
ta es saberse templar, en las fuerzas, en el saber, e ir adelantando
el desempeño." Los eclesiásticos del siglo XVII realmente tenían el
ingenio agudo. Nada debe ser perdonado al Príncipe y a nuestro
público -ni su fuerza ni su debilidad ni vuestra conciencia. Y
cuando crean abriros los brazos, pueda su sombra seguir siendo
todavía la de una cruz.
¿Es necesario mencionar la suerte reservada por todos los re-
gímenes a los adictos de la primera hora? Son los obreros de la
decimoprimera quienes se alzan con la puesta. Habría que ver que
los que estuvieron a las duras estén también a las maduras, que los
veteranos de Vercors o de Buchenwald reciban además unas car-
teras en la Liberación; que los republicanos en el exilio del Se-
gundo Imperio vengan a importunar a la República de los Julios;
o que los socialistas de 1960 se encuentren en los puestos claves
del socialismo de 1990. Eso habría sentado peligrosos preceden-
tes. No olvidéis nunca esta verdad primera. Como tampoco que el
combatiente de las sierras no es el que gana las revoluciones, ni
el investigador en el trabajo el intelectual con patente, no se re-
clutan los ministros con futuro entre los viejos militantes. La ga-
lera política opera en un dos por dos; os toca a vosotros elegir
vuestro momento, si tenéis la intención de vivir en el lado de los
remeros o en el lado de los capitanes.

3. Una fe moderada. Seguid siendo profesionales. No os dejéis po-


seer por vuestro asunto, llevados por él, heridos, insomnes. Sólo
el aficionado se apasiona. El profesional juega ligeramente al
lado. De ese modo podrá seguir estando suelto, disponible, pre-
parado para su próximo papel o cartera. Ser presa de sentimien-
tos fuertes hace bajar la guardia, expone a la emoción, al farfulleo,
a caer en la trampa. Desensibilizaos. Mirad bien las banderas y
billetes ganadores. "Haré tres observaciones." O también, para

276
comenzar una intervención que será algo larga: "Medio minuto,
si me permiten". Es frío, seco y preciso. ¿Se dejan llevar por la có-
lera, por la indignación? ¿Se lanzan a pecho descubierto a una
empresa? Se prestan a "un ejercicio" (la palabra de los diplomáti-
cos habla por sí sola). Tienen la pinta despejada, como la nuca; el
aspecto desocupado y dispuesto, invulnerable, no jocoso, oreado
-como su mesa, notablemente limpia y despejada (al jefe de coci-
na se le reconoce en la superficie de trabajo inmaculada). En
cualquier areópago identificaréis en unos minutos al antiguo
alumno de la Escuela de administración por una cierta frigidez
íntima, que lo hace sonriente, eficaz y rápido. Entre expeditivo y
hastiado. Este experto de sangre fría conservará justamente su
sangre fría allí donde otros, vulnerables por vehemencia, pierdan
pie. Ascendido a ministro, pasará en un abrir y cerrar de ojos, con
soltura, de un mitin en las afueras a cenar en Maxim's, o de una
interpelación con lágrimas en los ojos por los condenados de la
tierra, a una reunión de alegres comensales con grandes patronos
de la industria media hora más tarde. La ausencia de fuego inte-
rior facilita ese desdoblamiento, ese desapego donde sería un
error ver una marca segura de insinceridad o de dandismo, pues
es en primer lugar la del discernimiento en terreno accidentado,
y las más de las veces, frente a la cantidad de agresiones exterio-
res, un acorazamiento de autodefensa. ¿De qué sirve salir a tiem-
po en efecto si uno no cuida de su cabalgadura? Poner demasiada
alma en la vida impedirá ir lejos. Un hombre habitado es un tor-
pe; un hombre obsesionado es un peligroso. Natanael, te haré ol-
vidar el fervor.
No seáis tampoco demasiado concienzudos, pasaríais rápido
por aficionados. Para que le tomen a uno en serio en el medio, no
hay que tomarse nada demasiado en serio. Lo aprendí demasiado
tarde. Por eso empecé mal (y por tanto mal acabé). En 1981 me
tomé mi tarea a pecho, como un novato. Con un entusiasmo de
beocio. Quería obrar bien. Conociendo un poco mi asunto pero
ignorante de las técnicas administrativas, me lancé al estudio sin
abandonar mi despacho (en lugar de invitar a comer a los perio-
distas). Si me hubieran ascendido a ebanista de un día para otro,
me habría entregado con las mismas ganas a la marquetería.
Nombrado encargado de misión en el sector internacional forcé
el paso para alcanzar al enarca, sus conocimientos y su léxico,
tragándome cursos y tratados, desde el Breviario de redacción
administrativa y el Manual de protocolo hasta las obras especiali-
zadas y los fascículos de La Documentación francesa. Ornamen-

277
tador de notas, acicalador de informes, no es un estado, eso se
aprende. Para cumplir lo que yo creía mis deberes hice mis pri-
meras armas con una aplicación de cateto. Llevé mi torpeza has-
ta querer precisar mi situación, poniendo en el papel, tres meses
después de mi entrada en activo, la concepción que yo tenía de
una posible coherencia con respecto al Tercer Mundo (como se le
llamaba todavía), con propuestas de iniciativas escalonadas y en-
lazadas, región por región. Memorándum clásico de una treinte-
na de páginas -objetivos, costes y ventajas, medios y métodos.
Esta puesta en limpio me parecía que respondía a un triple deber
de lealtad (aquí está en el fondo lo que yo pienso), de transparen-
cia (¿estamos pues de acuerdo?) y de eficacia (para la buena mar-
cha del servicio). Mandé subir mi disertación a las alturas, donde
desapareció en un agujero negro. Me había adelantado sólo para
obtener unas vagas directrices de lo Alto, un mínimo parecer.
Después de lo cual, me imaginé, podría actuar en plena armonía
(o bien volver a mi casa si la distancia se revelaba demasiado
grande entre el pupitre del Jefe y mi pasatiempo favorito). Nin-
gún eco, sino quince días más tarde, como respuesta a mis pre-
guntas orales, una sonrisa presidencial tan benevolente como
incómoda: "Interesante, sí, eh, ya veremos, ¿verdad?". ¿Al menos
se había "enterado"? Del Quai d'Orsay, por el contrario, me de-
volvieron a los dos días mi copia anotada al margen, debidamen-
te salpicada de síes y de noes argumentados, inteligibles. El
ministro había tenido en cuenta el castigo, párrafo a párrafo. ¡Qué
le vamos a hacer!, el terreno estaba reservado, yo servía al sobe-
rano, el feudatario del Quai no podía hacer más. Claude Cheysson
no era politicus sino politécnico. Dos oficios incompatibles. Una
facundia un poco cortante, un tono entusiasta, ideas personales,
un carácter abierto pero abrupto, una rectitud estrafalaria que le
hacía violar diez veces al día los preceptos del Cardenal y de los
abades de la buena escuela de antaño: "No abrirse ni declararse
en absoluto"; "A los príncipes les gusta ser ayudados pero no su-
perados"; "Si alguna vez la pasión se ampara del espíritu, que sea
sin perjudicar al empleo, sobre todo si es uno éonsiderable". Con
esos grandes funcionarios excesivamente competentes y demasia-
do poco psicólogos, la manera perjudica a la cosa. Esos ingenios
cuadriculados sostienen que no existe ningún problema que un
buen método de trabajo no pueda resolver (cuando el especialis-
ta sabe que no existen "problemas que una ausencia de decisión
baste para resolverlos"). ¿Impide la agudeza desvelar sus artima-
ñas? El espíritu matemático del antiguo alumno de la Escuela po-

278
litécnica y su falta de marrullería llevaban al imprudente a decir
lo que pensaba y a hacer lo que decía. La franqueza es quizá el
colmo de la diplomacia, y de la buena estrategia, pues son los tác-
ticos quienes sólo salen de la ambigüedad en detrimento suyo. En
el interior, sin embargo, la táctica es todo. Por eso su desconoci-
miento de los consejos generales y su desdén de lo literario debían
poco después costarle su puesto a la excelencia profesional, con la
partitura y el alzado chocando el uno con la otra. Si la de su mi-
nistro -constructivista- seguía el método en el sentido de Descar-
tes, la manera de actuar impresionista del jefe del Estado tenía
que ver con el arte poética según Verlaine: Tampoco hace falta que
vayas / A elegir tus palabras sin error / Nada más querido que la
canción sombría I En que preciso e indeciso se unen / Son bellos
ojos tras un velo ... Tantos velos que la mirada se pierde en ellos, y
a veces el camino. El primer titular de Asuntos Exteriores del pri-
mer septenio habría dirigido una política exterior sin miramien-
tos, con el viento contrario. Le faltó a este espíritu demasiado
explícito y seguro de sí el arte del malentendido, que exige volver
a entrar en el juego si por desgracia llega a distraerse. ¿Ignoraba
que llevarle un largo de adelanto al acontecimiento es amotinar
las potencias y los prejuicios contra sí? Nuestro Príncipe mante-
nía que los asuntos de fuera deben someterse a los de dentro. De
ese modo un intuitivo superdotado sustituyó pronto al provoca-
dor lógico en el departamento, como un violonchelo a un clarín.
Ante la ausencia de esclarecimiento patronal para sacarme de
la niebla me hice una objeción evidente: un gran profesional no
tiene tiempo que perder con un niño. Las orientaciones tácticas y
estratégicas, aunque atañen a su sector de atribución, se regulan
en el piso de arriba. Una investigación cerca de mis pares mejor
colocados me enseñó que, competentes o no, todos los eliseanos
estaban en el mismo caso. La brida al cuello, ningún plan de ruta,
destino desconocido. El nuevo jefe de los servicios secretos, por
ejemplo, nombrado a la ligera por ser amigo de un amigo y sim-
plemente por oídas, estaba abandonado a sí mismo. Nunca ob-
tuvo del jefe del Estado el menor "encuadre", instrucciones de
conjunto u orientaciones regionales, de manera que tuvo que re-
mitirse a las buenas tradiciones y a la lectura de los periódicos
para adivinar a quién había que tener por amigo y a quién por
enemigo. A decir verdad, cada uno ya sabía: seguir como antes,
como modesta sucursal del Gran Líder de Occidente, al menos se-
ría lo menos arriesgado. Un cierto claroscuro deja tal cual los in-
tereses. Es la ventaja del dejar hacer, dejar mear, de servir a la vez

279
a la reconducción de los reflejos condicionados y al hechizo re-
formador.
Bien mirado, ese silencio sobre los fines perseguidos, más allá
de la ecuación individual de alguien experimentado, revelaba un
secreto universal: la pasmosa condición de aficionados de los pro-
fesionales. Cada uno imagina sus decisiones como fruto de sabias
combinaciones, largamente maduradas, a partir de informes. Lo
más a menudo tienen que ver con cabezonadas, arranques de hu-
mor, viejas pesadeces, antojos o manías. Una antigua relación de
provincias, la recomendación de un primo o de una cuñada vista
y no vista, un reflejo del ascensor, una casa solariega acogedora
deciden un nombramiento para la dirección de un puesto públi-
co, de un ministerio o de una dirección administrativa -segura-
mente mejor que el examen de una biografía, de una obra o de un
carácter. Y eso sucede con las grandes elecciones como con las pe-
queñas, línea general o selección de agradecidos. El especialista
se mueve por intuición, dice, por instinto. A la buena de Dios, fre-
cuentemente. Lo mismo da decir: a ojo de buen cubero, de farol,
por cómo sopla el viento. Me pareció, mirando desde más cerca,
que los aficionados son más propensos a sopesar y a preguntarse
sobre el fondo y las finalidades. Esta aplicación no facilita las ne-
cesarias movilidades y polivalencias. ¿Habéis notado que, entre
los ministros de aquella época, los que han dejado huella, Badin-
ter, Cheysson o Lang, no eran entonces ni elegidos ni intercam-
biables? Su ministerio era su vida; pensaron en ello durante años;
lo cogieron con todas sus ganas y su mejor voluntad. El profesio-
nal, en cambio, que sirve para todo, pasará sin inquietudes ni re-
mordimientos, de la Cultura a las Telecomunicaciones, o de la
Justicia a la Salud.

4. No seáis demasiado sutiles. Desconfiad de los cultivados y de los


eruditos (y peor para vosotros si el consejo 4 parece contradecir al 3,
como el 2 al l. Eso os enseñará la dialéctica). Es el error de los su-
balternos el pesar demasiado los pros y los contras. Los ayudantes
son más inteligentes que los jefes, por eso precisamente no son je-
fes. ¿Qué pensaban en el fondo de sí mismos Platón de Dionisio,
Maquiavelo de Lorenzo, Turgot de Luis o Diderot de Catalina la
Grande? Que no sabían lo que hacían. Sí, pero de todos modos lo
han hecho. Los demás hablaron de ello. El saber es un árbol con
la fruta seca y demasiados considerandos perjudican a la decisión,
como demasiada lucidez al amor. En el fondo, la facultad que po-

280
see una pequeña oca graciosa de inspirar al poeta transido los can-
tos más sofisticados sólo tiene igual en la de un rústico con las
riendas de suscitar en el gran cerebro sabias lucubraciones y má-
ximas de puro bronce. Entre Laura y Petrarca, corno entre Odette
y Swann, hay la misma distancia que entre Lorenzo de Médicis y
Maqui¡:ivelo, corno entre Carlos X y Chateaubriand, el tarugo que
decide y el ventrílocuo que redacta. Raros son los períodos en los
que el texto y el comentario están a nivel (el gaullista fue quizá uno
de ellos, cuando un Mauriac o un Malraux podían actuar con ar-
mas iguales sobre el original). Al igual que es ridículo quererse
más responsable que los propios responsables, debernos admitir
que hay profundidad en la aparente superficialidad, en el expedi-
tivo descaro de los que deciden. A ello debernos el asunto llevado
con decisión'y el malta presto de los buenos gobiernos. (Y no cuen-
to el caso en el que un agradecido demasiado orgulloso torna una
delicadeza de su bienhechor por descaro. ¿Cuántas veces le oí a
Frarn;ois Mitterrand decirme a propósito de éste o aquél: "Se inte-
resa por tal cosa. Encuéntrele algo ahí dentro. No honorífico, sino
remunerado". No era la función lo que importaba, sino el amigo.
Este último, ¡qué le vamos a hacer!, no comprendía que el Presi-
dente hacía corno que tenía en cuenta la función del recién ascen-
dido sólo por ser agradable con él. Este último se quejaba poco
después: "El Presidente no se interesa por lo que hago. Me ha dado
algo para que me entretenga". ¿ Cómo decirle que el Amo había ac-
cedido a su deseo por pura amabilidad, solamente para agradarle,
y que el meollo le importaba un bledo?)
La inteligencia de quien torna decisiones no es la del intelec-
tual, hasta tal punto el ejercicio plácido de la autoridad necesita
de inconsciencia y de audacia para responder al acontecimiento
inmediatamente ce por be. "Uno se compromete y después ve",
decía Napoleón, el autor de "La guerra es un arte simple y todo
de ejecución". Sabéis que aceptar las consecuencias de lo que se
quiere diferencia al discurso simpático y hueco de los hombres de
ideas, del discurso ingrato pero lleno de los hombres de acción.
Es el idealista de la paz por el derecho quien no ve contradicción
(corno Blurn en el 36, con España) entre querer la solidaridad mi-
litante y rechazar el compromiso militar. Es el corazón puro de la
"izquierda moral", que puede alzarse a la vez contra el "imperia-
lismo americano" y contra nuestras ventas de armas (sin darse
cuenta de que un país que produce armamento tiene necesaria-
mente que vender y que si él no lo produce no le quedaría más
remedio que abastecerse en el abastecedor imperial, que se con-

281
vertiría en productor único, y en consecuencia pasar bajo su fé-
rula, y por tanto reforzar su dominio sobre el resto del mundo,
clientes y aliados). Si os hago crédito de este realismo mínimo
(sin el cual habrías tomado el camino de las universidades o del
monasterio), permitidme que llame vuestra atención sobre un
punto menos familiar. A fin de cuentas, no sabe uno lo que hace.
¿Por qué? Porque uno no sabe lo que hará mañana, lo que hicimos
ayer. Los tirones de efectos perversos, como los efectos felices, esca-
pan al cálculo; no se prevé el alcance de una decisión insignificante,
ni la insignificancia de una grande y solemne. Esos deslizamientos
incontrolables justifican que uno no se lo piense mucho antes de
firmar. Lo más importante de la firma es que se ponga; después
tendremos tiempo de verlas venir; antes, no hacemos más que su-
frir. Es inútil molestarse, alea jacta est y que pase lo que tenga que
pasar. Por eso la incultura es la estocada secreta de los hombres
de Estado. Y lo que puede pareceros "debilidad de los argumen-
tos" en el Soberano es la fuerza distintiva de la soberanía. Si su
depositario no tiene la suerte de ser un buitre, ojalá almacene sus
curiosidades en exóticas reservas, lejos de su coto cerrado.
"Yo no sería rey", decía Luis XIII, "si tuviera los sentimientos de
los simples individuos". Respetad la simplicidad de los reyes. Si que-
réis a cualquier precio algo complicado, dejad que actúe el tram-
pantojo de la escena pública. El teatro toma prestado lo más claro
de su credibilidad a la involuntaria conjura de los bastidores, de las
tablas y del patio de butacas. Los actores en escena, estrategas de
efecto retardado, ponen -tras su mutis- a atiborrar de segundas in-
tenciones el relato de sus "golpes" azarosos: evocan en sus Memorias
(ellos o sus turiferarios) su visión del porvenir, su profundo conoci-
miento de los hombres, "la vocecita interior". Los contemporáneos-
espectadores del palco, viendo sólo algún buen detalle en el
proscenio -moneda única, tratados que rectificar, gestos de asenti-
miento--, no pueden sospechar de qué caprichos e incidentes de úl-
tima hora esos hechos consumados son el resultado, fecha tope
obliga. Y los hilanderos de la actualidad en los principales cameri-
nos, que supuestamente conocen el envés del decorado, ellos mis-
mos se devaluaron al confesamos que los bastidores del reino están
vacíos de grandes designios, y que sus pequeños secretos indiscretos
tras las puertas no valen un comino. De los políticos en escena nos
gusta creer que "esconden su juego"; es suponerles demasiado; la
mayoría ni lo tiene. Lo que de ningún modo impide que un juego se
perfile a lo largo de los años. Al igual que andar es una sucesión de
caídas recuperadas, una estrategia es una sucesión de restablecí-

282
mientos tácticos llevados a cabo in extremis, o de huidas hacia ade-
lante unidas una a la otra (los que construyeron la Unión Europea
bien lo saben: cada paso significativo, desde el "Gran Mercado" a la
"unión monetaria", luego a la "política exterior y de seguridad co-
munes", fue una tirada de dados para salir del mal paso precedente).
El tiempo que pasa tiene como efecto casi mecánico tranquilizarnos
a destiempo, reinyectando causas y razones a ese ir dando tumbos,
añadiendo intenciones a lo fortuito. Confiad en el catalejo de los ob-
servadores. Añadirá mil pasos de sombra, retorcidos y sagaces, a
una escena que, demasiado brutalmente iluminada de súbito, repe-
lería por sus trivialidades. No imitéis al etnógrafo que se indigna
cuando ve al explorador acampar en "pueblo primitivo", la tribu bra-
sileña en vías de desaparición cuyas sutilezas mitológicas y el muy
arduo sistema de parentesco superan el entendimiento del preten-
cioso occidental. Extrañaos más bien de los excesos de inventiva de
los analistas y politólogos que, sin duda para halagar a la clientela
con platos refinados, se empecinan, sobre el papel, en "complejizar"
un encadenamiento de imprevistos. ¡Cuántos hombres sutiles de al-
tos vuelos, por denegación de las apariencias, ponen en los titubeos
de un empírico la mirada de Agatha Christie! Será milagro a des-
tiempo ver cómo la Historia escrita transfigura un '1ogro" en un pó-
quer mentiroso o en una partida de ajedrez. El "pragmatismo" es
una virtud, sin duda, y el "instinto", el "olfato", cualidades. Pero no
os ocultéis lo que cubren esas hojas de parra: chulería y desconcier-
to. Flotador a la deriva en el océano al que, por falta de carta mari-
na, los recursos y las corrientes le siguen siendo desconocidas, a un
gobierno se le tiene por sagaz si permanece a flote, de manera que
puede sustituir la inteligencia de las cosas por un carácter bien tem-
plado, el que se necesita para afrontar a una echadora de cartas lla-
mada Coyuntura con una máscara de Gran Maestro del ajedrez.
Tened presente que la interpretación más descabellada (la que
nos hará exclamar: "¡Vaya guión!, ¡vaya novela!") tiene todas las
posibilidades de ser la más traída por los pelos, aunque sea la más
tranquilizadora. Al reencantarniento a posteriori del pasado lo
avala ese movimiento espontáneo que nos lleva a medir la causa
por el efecto. Pese a nuestras pascalíanas divisas, es humillante
admitir que la nariz de Cleopatra o el retraso de Grouchy hayan
podido estar en el origen del nacimiento de un imperio o del final
de otro. Es endeble, lo admito. ¿Qué puede haber más fastidioso
para nuestro amor propio que la investigación histórica al esta-
blecer que el atentado de Sarajevo, en 1914, disparador de una
mostruosa carnicería con todo lo que trajo (comunismo, fascis-

283
mo, etc.), fue cosa de un electrón libre como agente con dos ca-
bezas locas, de ningún modo "teledirigidas", y no un tenebroso y
coherente complot urdido a distancia por los servicios serbios o
rusos? No había nadie detrás de Lee Oswald. ¿Y qué pasaba por
la cabeza de Gorbachov cuando un atolondrado lanzó la palabra
perestroika? Un paso en falso, una avalancha: ¿quién se va a creer
en la ladera de enfrente? Al igual que el mayor secreto, el más pe-
sado de levantar, para un amante de los misterios es que no hay
secreto, lo más duro de admitir, para el adepto al "juego de ma-
rionetas" es que no hay, en las bambalinas, nadie que maneje los
hilos: ninguna sinarquía, ningún comité internacional, ningún te-
nebroso tramando en la sombra sus complots.

S. Sed realistas, creed en los símbolos. No creáis en lo "real", como


hice yo. Preocupado por lo verdadero, todo fue falso. No confiéis
en los hechos, en la razón, en el fondo de las cosas. Lo real es una
categoría técnica, cambia con nuestras máquinas, y las nuestras
no son las de Mazarino. Lo real, para un posmoderno, son los me-
dios de comunicación y los hechos, las imágenes de los hechos.
Yo llevaba un realismo de retraso. Quería servir a la República
como, antes, otros servían a la revolución: poniendo los medios
de lo posible al servicio de lo imposible. Así actuaba el iluminado
realista. Las condiciones lo han destronado: ha llegado la hora de
los jactanciosos bien iluminados. Olvidad La documentación fran-
cesa y cultivad el trato. Un hombre con fama de importante es un
hombre importante: cuidad vuestra reputación, más que vuestros
proyectos. ¿Pero no ha sido siempre así? No se gobierna a los
hombres en función de la realidad de las cosas sino de las repre-
sentaciones que una sociedad se hace de ellas. Éstas no son asunto
de esquemas ni de cifras sino de amor y de odio. Las represen-
taciones del adversario son diabólicas, las del protector son an-
gélicas. Llevad el agua a ese molino, sin abrir demasiado el
expediente. En política, dos y dos son cuatro, es el principio del
fin. Tomad, un ejemplo.
Me pregunté hacia 1983 lo que había que entender concreta-
mente por el término gulag en la URSS de aquella época. Tres mi-
llones de detenidos era, entre nosotros, la cifra televisiva y
consensuada. Después de muchos desciframientos, verificacio-
nes, viajes (incluido Moscú), entrevistas, cálculos y ruines traba-
jos, obtuve una aproximación de tres mil "prisioneros políticos"
en las veinticinco repúblicas de la Unión (que, desde luego, querían

284
ignorar esta categoría penitenciaria). Lo publiqué y dos periódi-
cos, ese mismo día, me acusaron de ser un agente de influencia
del KGB, encargado de desinformar a los franceses. Después de
la caída del comunismo, los nuevos responsables rusos antico-
munistas publicaron la cifra exacta: trescientos. En vuestro uni-
verso un hombre prevenido vale por medio. De ahí la mala
reputación creada a los agrimensores, calculadores y registra-
dores en los medios bien informados ("¡El honor no es un asunto
de cantidad, señor!"). No os desacreditéis con los datos exactos,
bebed en las mejores fuentes. La Historia real tiene su ritmo, la de
nuestras imágenes tiene otro. Hay que ajustar el paso al segundo,
si no queremos bailar a contratiempo. Hablar de la realidad del
gulag en Frapcia entre 1930 y 1960 os colocaba al margen de la
intelligentsia reinante; describir su realidad en 1980, también.
Cuando había seis millones de presidiarios en la URSS, bajo Sta-
lin, las recepciones de la embajada soviética en París estaban en
boga; bajo Brézhnev -algunos millares- dejarse ver allí resultaba
fatal. Cuando el totalitarismo se quedaba en agua de borrajas era
cuando había que ser ferozmente y únicamente "antitotalitario".
En política, donde nadie tiene razón solo, no es racional seguir
siendo racional, como tampoco es realista conformarse con la
realidad. Hay que coger para el mundo la "manta" del mundo,
aunque ella, o más bien porque ella lo esconde poco a poco. Tam-
poco tenéis que informar, sino comunicar. Son dos "ejercicios" ri-
gurosamente opuestos. Distribuid vuestro tiempo y vuestras
energías según el modelo de la asociación humanitaria o de lucha
contra el cáncer, del intelectual titular, y del hombre de Estado en
videoesfera: un tercio para llevar a cabo el trabajo, dos tercios para
que hablen de vosotros. No olvidéis que hay dos y solamente dos
vías de acceso a una buena posición: el Lot-et-Garonne y Paris-
Match, feudo electoral o imagen fuerte. Fijaos en cómo funciona
el Estado catódico-electivo y haced lo mismo: en cuatricromía en
portada, los editoriales en las primeras páginas, los ecos en el me-
dio, investigaciones e informes de relleno. Lo "relacional" río arri-
ba, lo factual río abajo. El primer deber de un gobernante es dar
gusto al público, darle coba, redundancia -amigo simpático, no
padre severo. Lo que se le pide no es conocimiento sino recono-
cimiento (por lo que el actuar colectivamente, en su farfulleo ar-
caico, se acerca más al terreno religioso que al terreno científico).
El comunicador tiene la eficacia del sacerdote, del hechicero de
la tribu. El informador molesta y perturba inútilmente las certe-
zas. Ajustad la oferta a la demanda.

285
¿Era la alegría interior de servir a una gran causa? ¿La ausencia de
televisión, de maquillaje, de sondeos? En América Latina, nuestras
armas eran ridículas, nuestros proyectos delirantes, nuestros sudo-
res sin gran efecto, y cuando le doy vueltas en mi cabeza a aquellos
años emana un no sé qué de serio, de auténtico y de luminoso. Con
minutos radiantes, de los que la felicidad física toca la irrealidad,
sensación mágica que tuve en 1966, durante una solitaria explora-
ción a pie por las junglas de Bolivia, varios meses antes de unirme
a Guevara. De mi paso con "los hombres de poder" en Francia, país
que cuenta, Estado reputado, situación "seria", quizá porque el
cuerpo no sacaba nada del derroche, ningún recuerdo de gozo
puro, pleno. Pese al interés de los viajes, la riqueza de las informa-
ciones recogidas, la vanidad de la pequeña importancia, no puedo
librarme de una sensación de ficticio y de hueco. Mauriac decía
que en política no se puede ser feliz dos veces ...
Ahora que las "divergencias políticas" con mis amigos de en-
tonces, agudas espinas en el momento pero rápidamente mitiga-
das, van a dar a esa corta memoria de superficie donde se inscribe
en nosotros la crónica del tiempo que corre, me llega de esos años
gris rosado, como una niebla meona, un smog de hondonada, una
tenaz impresión de farsa, por demás más próxima a lo falaz que
a lo fraudulento. Baña ese mundo y ese episodio de vida, tan tra-
bajoso sin embargo, tan ajetreado, en un halo de cosa apagada e
insulsa, demasiado desconsoladora para disfrutar una vez pasado
con una bella melancolía (compensación autorizada de los "fu-
nestos vagabundeos").
Antiguos miembros de los gabinetes o ministrillos de paso so-
mos numerosos, creo; en este apuro -salvo que no es lo que uno
piensa. La sensación de malestar, de confusión sin gloria que m<'l
queda de aquellas maceraciones burocráticas (como a cualquiera,
me parece, que poco o mucho haya participado en la cotidianeidad
de los asuntos) no es la de haber estado en contacto o haberse prin-
gado en "sucias historias", a.pesar de la negrura que se asocia por
tradición con las calles laterales del poder ("antecámaras" o "serra-
llo") y desencadena enseguida en nosotros, ante palabras como "ra-
zón de Estado", reflejo condicionado por cien lecturas escolares, la
imagen de maldades, sombrías maquinaciones o turbias intrigas
(los "asuntos" que toman hoy el relevo de los venenos, máscaras de
hierro y gabinetes oscuros de Alejandro Dumas y compinches). De
cerca, lo novelesco de aquello se deshace a la vista. Sobrevive más
bien un "tengo un aspecto astuto", vergonzoso, de esos que se mur-
mura en el día que palidece, después de un baile de máscaras en

286
dudosa compañía, cuando cada uno se quita el lobo y la capa -el
sentimiento de haberse mancillado en un show de dudoso gusto.
Un carnaval de bondades estudiadas, una puesta en escena de be-
llos gestos, un diluvio de bellos discursos fabricados por otros es
todo lo contrario de las fechorías eficaces que vendrían a sazonar,
por la buena causa, una tenebrosa "novela de la energía nacional",
de la que casi larnentariarnos no haber visto desarrollarse aunque
sólo fuera un capítulo ante nuestros ojos (desde el entresuelo, si no
en el escenario, vestido de feroz en pleno ejercicio). No veo nada in-
digno ni escandaloso en una mentira valerosa y circunstanciada
corno la que consiste, para un presidente recién elegido, en no re-
velar un cáncer. Nada que merezca la horca en ese engaño, aunque
se hiciera so capa de transparencia. Aquel falso gran secreto, útil
para algo, rehabilitaría casi a las medias verdades pasaporte pues-
tas cada día en circulación para divertir a la concurrencia, dar de
qué hablar a los medios de comunicación. Cuando oigo "el poder y
sus sombras" no puedo impedirme hoy añadir, in petto, "chines-
cas", y la restricción se añade al malestar. Lo que me viene a la boca
no es un "¡En qué apuro me he metido!"; más bien: "¡Vaya camelo,
todo eso!" Tongo, ostentación, charlatanería, nada por aquí, nada
por allá, te la han jugado.
Nos gustaría recurrir, a guisa de excusa, a la antigua y respeta-
ble razón de Estado (cuyos partidarios parece que son cada vez
más escasos). Eso supondría que hemos percibido en alguna par-
te la razón y un Estado, por alguna similitud unidos. No es el
amoralismo lo que sorprende en los pequeños y grandes mecáni-
cos de esta fábrica de artificios; es una imitación bastante barata. Los
tipos falsos de las comedias comunicantes (entre los que Mitterrand,
por cierto, no se encontraba, corno tampoco el pequeño cuadro
de grandes funcionarios que alrededor de él hacía girar la máqui-
na en una anónima y ya anticuada lealtad al servicio del Estado)
me parecen menos interesantes, hasta más sospechosos que los
hombres de linaje de los melodramas literarios (desde un punto
de vista novelesco, se entiende). El Elíseo (corno, supongo, la
Casa Blanca, el Krernlin, o cualquier otro lugar de organización
de los espejismos centrales): una linterna mágica mejorada por la
ingeniería audiovisual y un amplio espectro de "efectos especia-
les". El Estado audiovisual: un derivado del abate Robertson y de
su famoso fantascope, más bien que de Mesrner y de su cubeta,
hasta tal punto el camelo vistoso puede más que las otras clases de
simulacros. "El arte de hacer aparecer espectros o fantasmas" te-
nía en el siglo XVIII el hermoso nombre de fantasmagoría. Hoy lo

287
llamamos política. Uno se extraña de que esa histérica y cotidiana
mezcla de proyectores y teleapuntadores pueda suscitar otra cosa
que no sea un "Entretenidas, de acuerdo, pero no muy serias, to-
das vuestras historias". Es cierto que en el cine mi gusto va por Lu-
miere más que por Mélies: no estaba hecho para el Teleestado.
Remanencia auditiva: globalmente "frufrutante", en oposición
con el fragor del cañón o con el tronar de la tormenta. La del
charlatán que manda ensalzar, fruncir la mercancía, la del vende-
dor de feria que camela con el sentido primero de "dar a una pie-
za de tela una presentación ventajosa inflando los pliegues", para
hacer creer al parroquiano que hay más tela en el lote puesto a la
venta. El farol es un oficio, no tan difícil como dicen. Al cabo de
un año o dos se le coge el tranquillo; y en mi humilde nivel, para
mi propio gobierno, llegué a distinguir cuatro grados en la escala
del camelo, por orden ascendente.
C 1: constitución con trompetas y clarines de una célula de cri-
sis, o antiterrorista, en la cumbre, de un grupo de contacto, de una
task-force (una "célula de crisis" en el Quai d'Orsay es alguien en
un despacho al lado de un teléfono, que recibe los despachos de
la AFP y los telegramas sobre el asunto, los clasifica cuidadosa-
mente y se pregunta qué hacer con ello).
C 2: nombramiento en una región dada de un embajador itine-
rante o de un enviado personal del Presidente (cuyos informes se
quedarán en el cajón, pero que "toma el pulso" y "mantiene el
contacto"); envío de una misión humanitaria de urgencia (con
gran equipo televisivo).
C 3: Las cumbres internacionales de gran espectáculo, esos
"tiempos fuertes" de la música americana en los comunicados
prefabricados; la declaración común del Consejo europeo (ama-
nera de acción); el gran dictamen sobre la cuestión del día (la re-
forma del Estado, el medio audiovisual, la droga, la audiencia, los
suburbios, etc.) -que no será leído por nadie, y aún menos por sus
destinatarios (Presidente, primer ministro, ministros, etc.), pero
que dará lugar a provechosas ceremonias con altas personalida-
des en cartel (coloquio, entrega, alocución, etc.)
C 4: Consejo supremo de esto, Comité consultivo de aquello, Cor-
tes generales (comodín), Conferencia de premios Nobel en París
alrededor del Presidente, Colegio mundial de los creadores. El ni-
vel C 4 es casi siempre "Cultura y comunicación". El frufrú per-
fecto: la cultura cuando ha cortado con la civilización, de la que
debería ser un relevo. Cuanto más inconsistente la exhibición, ma-
yor el ruido alrededor: reportajes, aperturas del telediario, prime-

288
ras planas de las revistas. Quitadle a esos prestidigitadores la claque
y los anuncios: se queda la corriente de aire ... que no se queda.
Para el "consejero eliseano", encargado de una de las veinte
ventanillas de amenidades dispuestas como aureola alrededor del
hacedor de lluvia central, el señuelo es una rutina rebelde a cual-
quier escenificación y sin brillo. Consiste esencialmente en recibir
solicitantes y pedigüeños, diez o quince al día, como a escondidas,
escuchar o hacer como que se escucha, tomar notas ostensible-
mente y deshacerse del pelma en sus objetivos, encantado, pro-
,visto de una carta debidamente formalizada, salvífica y calmante.
El C cero, nivel del encargado de misión corriente, el escamotea-
dor de base, será el prestidigitador por vaivén, el cubiletero de las
administraciones, el trilero que remite -de un despacho "desgra-
ciadamente incompetente" a otro que, ése sí, estará "plenamente
capacitado". Cada titular remite al solicitante con gesto desolado
al de enfrente que sabrá "prestar la atención que tal expediente
merece", el cual a su vez sólo podrá deplorar el error de orienta-
ción cometido por el primero y lo enviará a un tercer subdirector.
Eso supone mucho trabajo. Uno no se imagina la cantidad de pel-
mazos que 1) tienen un problema urgente, vital, espantoso que
solucionar y 2) tienen el morro de encargárselo personalmente al
presidente de la República, tanto por desconocimiento de las vías
de recurso y de los mecanismos administrativos como por una
confianza conmovedora, que sería risible si no fuera multimile-
naria e incoerciblemente mágica, en la omnipotencia del curan-
dero de escrófulas bajo su roble. Cada pequeño vicario de la
realeza sagrada firma entonces un modelo de carta cuyo duplica-
do no dejará de enviárselo al demandante perjudicado al que re-
cibió ocho días antes para demostrarle el caso que hace de la
escandalosa injusticia de que fue víctima. El interesado que no se
sabe ininteresante e ignora las señales codificadas que indican el
rompehuevos-directamente-al-archivo, se deshará en agradeci-
mientos y juramentos de eterna gratitud. El formulario dirigido
por el alto consejero a la subdirección del ministerio -"recogida
de la máxima urgencia"- termina con un aparentemente impe-
rioso "Le ruego que me tenga informado del curso de este asunto
al cual, como ya tuve ocasión de decírselo, concedo la mayor im-
portancia", del mejor efecto. Allí donde el eterno agradecido verá
el signo de una singular generosidad y de un "ordenado" absolu-
tamente-pasmoso-a-un-nivel-tal-de-responsabilidades, el destina-
tario descodificará sin melindres: "Y sobre todo no volváis a
tocarme las pelotas con ese tipo". La subdirección competente sabe

289
el abismo que separa el terciopelo de un "tener a bien" (que no hay
que confundir con un "tener en cuenta", que se destina a un igual
y no a un subordinado) con el "no dejará de informarme", mano de
hierro a medias desguantada comprometiendo al personal subal-
terno a no remolonear. Justo un escalón por encima (C 1),,, está la
carta "para la firma del Presidente", en papel con membrete (sen-
sación de garantía). Tres o cuatro al día, del tipo: Señor Presidente
(o: Decano, Diputado, Ministro, Secretario General o simplemente
Querido amigo, según los títulos del "alto solicitante").
Tras haber sabido con un vivo interés su preocupación concer-
niente a los problemas de (resumir aquí la cuestión planteada), he
pedido a uno de mis colaboradores más allegados, el Señor X, que
asiste al secretariado general en estas cuestiones cruciales, que se
informe enseguida dirigiéndose al Ministro.
Espero que las dificultades aparecidas puedan ser superadas sa-
tisfactoriamente para las diversas partes afectadas y en el respeto a
las mejores tradiciones que siempre han inspirado a la República en
este ten-eno.
Le ruego que acepte, Señor... , mis más cordiales saludos (a ele-
gir, añadido manuscrito, firma con tinta azul).
Para la rutina de los viajes oficiales, el hacer creer deberá au-
mentarse con una nota ligeramente personal, pero no demasiado,
digamos, sentida. Y eso será entonces la inmemorial alocución,
con ocasión de la memorable cena de reciprocidad ofrecida por el
presidente de la República en la embajada de Francia en Brasilia
en honor del inmemorable presidente de los Estados Unidos de
Brasil: "Déjeme decirle, Señor Presidente, querido amigo, cuán
sensible soy a las palabras que acaba de pronunciar. Nuestro en-
cuentro hará época en la historia de las relaciones entre nuestros dos
países. Relaciones modernas, estrechas y confinadas, que corres-
ponden a lo que son nuestros dos países, y de los que su capital
ofrece la penetrante y admirable imagen. Es a ese mensaje de
amistad y de confianza del que es usted portador, Señor Presi-
dente, al que nos corresponderá mañana dar la respuesta que
pide, que merece, y por qué no atrevernos a decirlo, que exige.
Permítame pues levantar mi copa. etc." (Yo tenía cuarenta años
largos cuando rendí a mi país tan señalados servicios diplomáti-
cos. No permitiré que nadie diga que es la fuerza de la edad.)
Si existe un secreto profesional compartido, una connivencia
un poco canalla entre los miembros de la internacional tribu, iz-
quierda o derecha, este, sur u oeste, gira sin duda alrededor de un
"Se les entretiene con nada". En el fondo, es verdad, sujetos, ciu-

290
dadanos o militantes, somos un buen público. En el momento, las
falsas apariencias funcionan, o casi.
Por haber trabajado en el interior de la chistera de conejos, e
incluso si está borrosa la frontera entre la trampa y el music-hall,
me cuidaré mucho de acusar a los ases de la mistificación. Sería
demagügia denunciar a los falsarios y chalanes que embaucan a
la gente sencilla. Un prestidigitador no engaña a nadie; no es un
bribón; trabaja por encargo, como los truquistas profesionales del
cine. Nunca dejaremos de pedir magia, proezas y oropel. El ilu-
,sionismo gubernamental es una magia de sustitución; colma un
cierto vacío de creencia en lo sobrenatural. Cada uno sopla in pet-
to a su presidente, su ministro, su diputado: "Engáñame, y hazlo
de manera que me lo pueda creer. Así pues, cuida tus trucos".
Sólo me creo la mitad, pero aplaudo al artista.
Ya veis hasta qué punto iba en dirección contraria -como "es-
píritu crítico" lanzado a la caza de lo falso. El pretexto falso era
nuestro deber fabricarlo, contar con él; en una palabra, garanti-
zarlo -economía de mercado obliga.

6. Sed decididamente demócratas, y no delicados (o republicanos).


Impactad. Dad codazos, dejaos ver. No penséis en excelencia sino
en notoriedad. No hay más patrón que valga. Es vuestra potencia
de fuego. Os lo tendrán en cuenta desde la primera ojeada, con
tanta seguridad en la estima como la que necesitaréis en el frente
para sobrevivir. No olvidéis, al tiempo de hacerlo, de denunciar la
infamia del famoso: "El papa, ¿cuántas divisiones?", lanzado por
Stalin en Yalta. Ni de observar que los moralistas más asqueados
por ese cinismo ponen la fórmula en práctica, no frente al Santo
Padre (del que todos saben que vale por un centenar de ellas), sino
frente al primero que se cruce en su camino: "Y él, ¿cuántos votos
representa?", "¿Qué superficie tiene?", "¿Qué índice de audiencia?".
De la respuesta a esas preguntas que ni siquiera tienen conciencia
de planteárselas -de tal modo las han interiorizado- dependen,
ante nuestros pares, la duración de la entrevista, el calor con que
nos estreche la mano, el sacar el libro de la pila formada en la
mesa o la invitación de un fulano a comer; en resumen, la dosis de
consideración. Forzosamente, ésta no se nos puede dar del todo y
a todos, hace falta un criterio. Permítase incluso ver en esta medi-
da inmediata de los humanos, en este arte de dividir a los vivos a
la primera ojeada en pesos pesados, medios y ligeros, la más pe-
netrante definición del "olfato", del "sentido" político, que debe-

291
ríais hacer vuestro lo más pronto posible. "¿Para qué puede ser-
virme este hombre?" -esta pregunta pragmática y pertinente cons-
tituye nuestro denominador común. Se convierte al punto en un
"cuántas divisiones" modernizado, conforme a la naturaleza de las
fuerzas enfrentadas en período de paz -¿cuántos electores, lecto-
res, teleespectadores? ¿Qué cota, audiencia, qué porcentaje? ¿Qué
influencia, qué crédito en su medio? Así se distribuirá vuestro
tiempo útil. Yo había achacado a una distracción, un cansancio el
hecho de que en 1981, poco antes de las elecciones, el candidato
único de la izquierda, al encontrarse con su comité de apoyo du-
rante una calurosa recepción, haya aislado enseguida como inter-
locutores en el barullo a un animador de variedades televisivas y a
un ilustre humorista. Pasó la mitad de su tiempo platicando en un
aparte con esas dos cabezas de cartel del espíritu de los tiempos,
evitando (no cuidadosamente: instintivamente) a los profesores de
universidad sin nombre, los actores de teatro sin cartel, los poetas
sin fama, autoridades espirituales a su manera, que sus colabora-
dores intentaban en vano presentarle. Discriminación visual muy
cierta compartida por todos los candidatos en liza ~pues es un ras-
go de especie. Caracteriza la clasificación instantánea del vecino,
ya sea en la circunstancia más trivial, profesionalismo del que Sta-
lin cometió el error de hacer una formulación demasiado concisa
y densa. Cuando el politicus hace la guerra, cuenta en divisiones;
cuando hace campaña, en clientelas. Siempre pesos y medidas.
Clasificación por puntos. A cada especie social, sus patrones. ¿Qué
hay de malo en ello? No se puede juzgar con respecto al absoluto,
todo gremio tiene sus criterios de ordenación. No es, sobre todo,
una cuestión de conciencia moral sino de conciencia profesional
(a la cual debe siempre reducirse la primera). En mi profesión, el
box-offzce es de naturaleza distinta: un filósofo no somete una te-
sis a votación, un escritor no aprecia un estilo según la lista de li-
bros más vendidos. Un teorema comparte con un poema la misma
situación absurda de carecer de punto de comparación. Si algo va-
len es por ellos mismos, y de una vez por todas. (Lo que llamamos
"incompatibilidad de caracteres" no es más que un asunto de há-
bitos. No es tan fácil cambiar de oficio y de ambiente. Para subir
a la torre Eiffel, deshaceos de ese lastre de retrasados.)

7. No hagáis un drama de la "corrupción". Evitadla, moderadla,


hasta donde podáis llegar. Sabed que es inevitable y para nada dra-
mática. Es suave, fluida y sin relación inmediata con Liechtenstein

292
o comisiones en el mercado público. Tan natural que el "corrup-
to", como el cornudo, es a menudo el último en enterarse de su
nuevo estado. ¿Quién habla de comerse el sombrero? Uno lo mas-
tica, con la cabeza en otra parte. Uno roe, mordisquea. Sin eruc-
tos ni pesadez de estómago. El cataclismo en el escalafón contrarresta
la crisis de conciencia. Creo poder atestiguar que el ascenso de cla-
se del· antiguo "pequeño burgués proletaroide", llevado por un
azar electoral o el largo brazo de un protector a un "puesto de
mando", es un proceso que le pasa sin saberlo más que una elec-
ción que le compromete, un buen día. Un deslizamiento sin gran-
des palabras, nada de la súbita renuncia de los relatos edificantes.
Lo que sólo después se traducirá en fórmulas hechas -"micro-
1 11
cosmos", "izquierda caviar "nomenklatura rosa se anuncia en
', -

el fuero interno del advenedizo (si puedo ofrecerme como mues-


tra) en forma de incongruencias tan minúsculas que aún le cuesta
mencionarlas diez años después: endomingarse cada día de la se-
mana con traje y corbata; meterse indolentemente en un gran ci-
lindrada gris metalizado, que le espera por la mañana a la puerta
de casa, sentándose al lado del conductor, posición ostentosa del
notable que quiere seguir siendo pueblo; oyéndose invitar por te-
léfono a un "pequeño almuerzo de trabajo" en el Plaza-Athénée,
lugar normal de trabajo no pensado hasta ahora; asistir a Rigolet-
to un sabado por la noche desde un palco presidencial vacío en
una sala de ópera llena hasta rebosar; estrechar la mano con un
gesto lleno de sobrentendidos, en el bullicio de un cóctel, a un
gran patrón de la industria, un nabab libanés o antillano off-shore,
una estrella de la televisión todo sonrisas (lo que uno nunca ha-
bría, en su vida anterior, juzgado posible ni realmente deseable).
Incluso se le coge rápidamente gusto a esos abrazos con las emi-
nencias que uno no conoce ni por asomo, y a que a uno le parezca
completamente natural esta connivencia entre completos extraños
(los first-class people que forman una única gran familia, que se
desplaza en cohorte a París, Nueva York o Milán, inmutable y son-
riente como el big business y el show-biz, de donde provienen esos
mascarones de proa). Luego será el primer viaje oficial en el sé-
quito del Presidente, ese día fatídico que os llevará no a la corte
real de Suecia sino, antevíspera de la partida, al Cuerno de Caza,
a alquilar un chaqué y una camisa de plastrón y botones de nácar.
Las "obligaciones" se encadenan, pasan los meses y os dais cuen-
ta de que ya va siendo hora de hacerse un esmoquin a medida, en
lugar de adaptar de cualquier modo una chaqueta paterna, un
pantalón del hermano mayor y una pajarita encontrada en el fon-

293
do de un armario. El Who'.s Who, mientras tanto, os ha enviado
por correo vuestro currículum que os ha parecido grotesco, pero
siempre menos que una carta de rectificación o, el colmo de la co-
quetería minuciosa, la misma tachada y anotada, de manera que
al no contestar nada. por negligencia, seis meses más tarde os des-
cubrís integrados, cooptados, armados caballeros entre '1os cuadros
dirigentes de la nación", para mayor regocijo de Charlie-Hebdo; y
que al ver esto os decidís -"pues bien no, nada de esmoquin" - re-
nunciando de rechazo, con un orgulloso gesto de mentón -la suer-
te está echada- a aquellas ceremonias del Elíseo que obligaban
a vestirse por encima de vuestros medios o, en todo caso, de
vuestras costumbres y de un "ideal del yo" cornpulsivarnente mal-
quistado con las tarjetas que lleven abajo a la derecha, trágico
paréntesis, "traje de etiqueta y vestido largo". Renuncia final al es-
moquin que cortará en seco una ascensión prometedora (la socie-
dad a fin de cuentas se divide en dos: los que tienen un esmoquin
en el armario y los demás, corno antaño las levitas y los mandilo-
nes), pero que, por el momento, tiene más de cobarde alivio que de
voto monástico; ya que ese despojamiento preventivo os va a per-
mitir no tener que volver a responder, con voz de falsete, que "todo
eso, no vayas a creer, es gracioso, nada más", al cruzarte a la entra-
da de casa, por una siniestra coincidencia, a las ocho y veinte de la
tarde, con algún "viejo camarada" risueño "que hizo el 68" y que no
está en el pesebre, o no todavía, y que no pudo ocultar, al veros su-
bir a un R25 con chófer, disfrazado de pingüino o de crupier de ca-
sino, una mirada, mezcla en dosis variables (variando, según el
origen social del testigo sorpresa y su "nivel de expectativa", es de-
cir el espesor de su propia agenda y el número de sus viejos con-
discípulos integrados en el nuevo establishment) de envidia brutal
y sin literatura, o de conmiseración a lo Flaubert para con el vete-
rano-de-las-barricadas-que-se-ha-echado-a-perder, o de sartriano
reproche al cabecilla-convertido-en-hijoputa-titular.
Los deslizamientos progresivos del éxito, por desdeñables, inclu-
so deliciosos, que os parezcan en tiempo real, retrospectivamente
será cuando tornen un aspecto más notable ( o menos inconfesable).
Cuando, pasados los años, ciertos "patinazos aislados", que tie-
nen ya que ver con la brigada financiera y no con la crónica de las
ideas, dejando de hacer reír en privado, indignen a algunos mi-
llones de almas buenas en la lectura de las páginas "Tribunales"
de su periódico habitual (para los desafortunados), o de las pági-
nas "Políticas" (para los más precavidos). Sin llegar hasta epílogos
tan conocidos y carcelarios, las premisas versallescas de la des-

294
viación vuelven el espectáculo de un triunfador "de izquierdas", y
en primer lugar para él mismo, más entristecedor que el recorrido
que juzgaríamos con razón más propio del "anibista" llamado de
derechas. Este último, en efecto, fuera de las campañas electo-
rales donde tales consideraciones de circunstancia se supone que
no tienen importancia, no habrá tenido que echar pestes durante
años contra "el reino del dinero que ensucia y mata", los tecnó-
cratas sin corazón y las elites aisladas del pueblo, antes de hacer-
se él mismo apadrinar en la cena del Siecle, invitar al foro de
Davos, o convidar por un director general a tomar un bocado en
un restaurante de mil francos por cabeza. Que la corrupción de un
joven Alcibíades empiece por un traje príncipe de gales y por unas
camisas a medida de casa Charvet hará sonreír a más de uno.
Cada uno sabe, sin embargo, con saber no social sino físico, que
un socialista que ya no coge el metro durante seis meses porque
tiene un chófer (con el añadido, para los VIP, de un guardaes-
paldas) es un comediante en acto y un impostor en potencia (diga-
mos lisa y llanamente, un neoliberal cien por cien). Añadid al CX
en ejercicio una o dos invitaciones al trimestre al 20 Horas, y el
cambiazo será natural, elegante, tanto más sentido por el afecta-
do cuanto que lo sentirá cada vez menos. Si el delito de iniciado
no existe todavía al cabo de esos decaimientos anestésicos, coro-
larios de la llamada cultura de gobierno, Thermidor y Directorio
harán acto de presencia en los analistas chistosos. Queda por es-
tablecer -replicará en este punto un cacique de la Vieja Casa que
tales infantilismos exasperan- cómo un ministro de Estado "sali-
do de un medio modesto", o presumiendo de ello, puede permane-
cer incorruptible y conservar su habitación en casa de su amigo
carpintero sin convertirse en Robespierre. (El ejemplo de Olof
Palme, en Suecia, el antiguo primer ministro socialdemócrata,
sugiere que no es imposible. Yo vi cómo le pedía, una noche, a
uno de sus colaboradores después de una cena de pie y a toda pri-
sa en Estocolmo en su despacho, que le llevara a casa porque su
coche oficial se lo retiraban después de las ocho y que el suyo es-
taba averiado.)
Ese vago cosquilleo, ese ligero "malestar" que experimenté an-
taño, durante algunas semanas, en el Habana Libre al desembar-
car en la Tricontinental, me ha perseguido veinte años depués
sobre las alfombras de la Savonnerie rosa (aunque al cabo de un
año nuestros amigos a cuyo cargo estaba ya no hayan hablado en
el extranjero o en público, y con razón, del "gobierno socialista
de Francia" sino del "gobierno francés"). Todavía lo experimento

295
hoy, aunque vaya a la asamblea en bici o a pie, hecha limpieza de
toda "posición oficial", cada vez que hago causa común con los
parroquianos más visibles de nuestra intelligentsia protestataria,
los peces gordos de nuestro acuario. Cada vez que me encuentro
en uno de esos trescientos metros cuadrados sitos en el obispa-
do metropolitano donde azacanean maestresala y niñera, y donde
el señor de la casa, intransigente con los principios y atento con
el oprimido, manda servir a los compañeros un Moet et Chandon
mientras dicta por teléfono a Libération nuestra última encíclica
exigiendo el envío inmediato del contingente para salvar de la
matanza a tal o cual minoría. Bronceado, al regreso de un fin de
semana en el Danieli o de una semana en las Seychelles, con el
chófer a la puerta, nuestro campeón a gusto en todas partes, que
tutea a los grandes, empezando por los periodistas que cuentan,
y que tiene dificultades para seleccionar entre las diarias peticio-
nes de entrevistas, no sabe lo que es el dinero pero sabrá darle eco
corno nadie a las llamadas de urgencia, a las convocatorias "con-
tra la pared e indefenso" -al tiempo que se burla de los privilegia-
dos franchutes de los sindicatos y de la mezquindad del asalariado
normal. Esta correlación entre el tren de vida personal y la exi-
gencia moral en política -que hace de nuestra red "derechos hu-
manos" una aristocracia al cuadrado en la aristocracia del mérito
que es ya de suyo la alta intelligentsia- no le quita ciertamente
nada a la generosidad del detalle y a lo bien fundado de los valo-
res esgrimidos por nuestras plumas por encima de las cabezas fofas,
a pesar de sarcasmos fachas y pullas de costumbre. Simplemente
acrecienta (la sudodicha correlación) mi respeto por los que viven
de acuerdo con sus sermones, donde hoy veo en primera fila a los
militantes cristianos, curas en el trabajo de la Misión de Francia
o laicos benévolos de Acción Obrera, y otros, cornunistoides o asi-
milados. Incluso a la hora de los "instalados", nunca entró en mis
sueños hacerme profesor en Sarcelles y, parado de lujo, habito
esos mismos barrios altos, me cuento y me cuentan en el número
de los happy few metomentodo a los que el hiato entre el vivir y el
predicar apenas importuna. Mucho mejor: ese hiato alimenta este
intervencionismo con clase y en todas las direcciones, ese tono
perentorio y apenas sugerido en el que se reconoce en sus obras
y sus pompas al "intelectual comprometido". En esta familia po-
lítica, a la que no constriñe ninguna titularidad oficial u obli-
gación de empleo, el desfase pasa inadvertido. Se nos podría
reprochar no hacer lo que decirnos y no decir lo que hacernos si
no hubiéramos cogido la costumbre de vivir en un planeta y de

296
hablar de otro, sin sentirnos en nada descuartizados por este gran
descarrío.
Para quien no tiene buenos reflejos existen recuerdos un poco
viscosos. Voy a confiaros uno. Un desliz, entre otros. Anodino, fa-
tal. Desesperadamente corriente, como tantos os han de ocurrir,
a cada cual su turno. Pregunta: ¿Cómo acaba uno heredando gra-
tis dos soberbias defensas de fino marfil, regalo de un déspota de
África negra? ¿Hay que cazar y matar al elefante? No, a la gacela.
¿Hay que dedicar un panegírico en alejandrinos a un Nerón de
bolsillo, en este caso un coloso de aspecto bonachón, un sargen-
to-presidente con las cárceles llenas (lo que sabremos mucho más
tarde)? Respuesta: una escapada a ciegas basta. Sigamos. Un día
de invierno, agotado por el trabajo, yendo por un pasillo del Pa-
lacio en compañía de mi amigo B., murmuro:
-Si al menos pudiera irme una semana al sol...
Sin mala intención. Mi excelente compañero (de la célula afri-
cana) me contesta, porque le gusta agradar:
-Que por eso no quede, yo te lo arreglo.
Sin segundas intenciones. Dos días después caen sobre mi
mesa dos billetes de avión para una capital africana, y un telefo-
nazo:
-Todo arreglado, irán a buscarte al aeropuerto.
-Magnífico, ¿cuánto te debo?
-Deja, ya veremos eso después.
-Sabes, de África negra -le digo- no conozco nada ni a nadie;
una playita bastaría ...
-Ya verás, son magníficos y tendrás una paz regia. No te preo-
cupes de nada, los compañeros están al corriente.
Bueno, cuelgo, aliviado, pensando en todo lo que me he evita-
do: la cola en el mostrador del Club Med, el chárter a Orly que lle-
vará cinco horas de retraso, el bungalow que no tendrá vistas al
mar, la mesa de huéspedes bajo la enramada, etc. Viaje en prime-
ra clase, jefe de gabinete del Presidente a la llegada, hotel de lujo,
aire acondicionado en la habitación: amiga canadiense contenta,
funcionario del Elíseo encantado. Dos días después, invitación a
comer en el palacio presidencial. El desastre. Imprevisible. ¿Cómo
escabullirse? ¿Darse la buena vida sin pagar la cuenta? Imposible.
Cálido recibimiento, bebidas embriagadoras, recuerdo de los ami-
gos comunes, proyectos locos.
-Mañana me doy una vuelta por el Norte, les llevo conmigo
-me dice el cordial coloso al final de la comida.
-Por supuesto.

297
-¿Usted caza?
-Cuando hay que comer, Presidente, sí. Si no ...
-Ya verá, eso proporciona un buen contacto con la selva.
Cortejo de Mercedes, helicóptero, rebaño de gacelas a la vista.
Nos apostamos. Disparo. Bambis por todas partes. Imposible no
dar en el blanco. Veo a una que se desploma en mi línea de tiro.
Paracas uniformados se agitan a nuestro alrededor. Volvemos. ¡Uf!
Pensemos en otra cosa. Vuelta a la capital. Me despido. Salida
para el aeropuerto al día siguiente por la mañana; despedida, la-
mentable recuerdo de la muerte gratuita e, in extremis, la catás-
trofe. En el momento de subir al avión llega corriendo el ayuda
de campo con una gran sonrisa y un enorme pernil de gacela bajo
el brazo (larga pata exquisita, pezuña delicada, cuarto trasero en-
cantador, todo, para echarse a llorar). "De parte del general, para
usted, recuerdo de una cacería feliz." Vergüenza, y más vergüen-
za. Imposible colocarla en una maleta, un frigorifico, un portae-
quipaje. Dirección: la bodega. Esquivo las miradas: no solamente
el crápula asesina antílopes sino que se empeña en almacenar los
cadáveres. En el aeropuerto de París, confusión general. Imposi-
ble dejar el paquete tras de sí, cobardemente. Bambi en desorden
en el carrito, a través del vestíbulo, bajo la mirada indignada,
horrorizada de los vecinos y en particular de los más jóvenes, ín-
timos de Disney. Nunca llegaré a subir "eso" a mi casa. ¿Y cómo
deshacerse de ello? ¿Enterrar la cosa en los jardines de Luxem-
burgo? Veo un rincón recoleto, pero haría falta una pala y por la
noche está cerrado. ¿Un cubo de basura? La portera me denun-
ciará, y sería vergonzoso. A la altura de la Puerta de Pantin, ali-
vio. De repente me acuerdo que eso se come. Caza, con castañitas
asadas. Seguidamente dirección Elíseo. Dando rodeos llego a las
cocinas, con mi víctima bajo el brazo, un poco sanguinolenta. No
me llega la camisa al cuerpo. Principesco, el jefe de los chefs, Mar-
cel Le Servot, acepta de buena gana el trueque, proteínas raras por
conciencia tranquila.
-Esto viene de Rambouillet, ni visto ni oído, ¿de acuerdo?
-De acuerdo.
Tenía pues el alma en paz cuando, ocho días más tarde, llamaron
a la puerta de mi domicilio. Era un miembro de la embajada del
país de mis vacaciones. Tenía un paquete, tan alto como él, que de-
sembaló delante de mí, en mi despacho: dos defensas de elefante,
del más bello redondeado, empaladas cada una en una peana de
madera. El paquete estaba abierto, la postal de felicitación de año
nuevo también. ¿Pedirle al desconocido que volviera a embalar todo?

298
Era ofender, se mire como se mire, a un lejano pero hospitalario y
generoso donante. ¿Aceptar el regalo? Era corrupción pasiva y pren-
da dada para no se sabe qué reciprocidad. De los dos males elegí el
menor. Por suerte, los costosos ornamentos ocupaban demasiado si-
tio y, no sabiendo dónde meterlos, los bajé enseguida al sótano, no
sin regocijarme pensando en la cara que pondrá mi progenie cuan-
do llegue el día de la herencia, ante el sorprendente patrimonio. Por
suerte, robaron en mi sótano poco después, lo que evita tener pre-
sente ante mis ojos los estigmas ebúrneos de mi muy corruptible li-
, viandad. Por suerte, no he vuelto a poner los pies en aquella selva ni
he vuelto a ver a su general presidente de entonces. Pero tengo bien
merecida la página asesina del boletín ciclostilado de unos jóvenes
demócratas ~e dicho país en el exilio consagrada dos meses más tar-
de a los poco apetitosos safaris de un "supuesto ex revolucionario"
y de un opresor en activo. Aquel pernil de gacela, aquellas defensas
carísimas todavía me visitan en plena noche.

8. Preparaos para la soledad. Lo sé: no hay derecho. No estaba en


el programa, era incluso lo que habíais creído olvidar al correr tras
lo colectivo perdido; pues tal era vuestro deseo inconsciente, como
el de millones más: empujados por Eros, huir de Tánatos en Tá-
natos, así es desde la noche de los tiempos, desde que hay jóvenes
voluntarios para experimentar el sombrío orgullo de desaparecer
en infinitas servidumbres. Seréis devueltos no obstante a vosotros
mismos, y sin haberos separado mucho. Tendréis que componé-
roslas. No hablo de la soledad terminal y normal, común y previ-
sible, la del destituido o del dimitido, del parado o del jubilado
que, recién vuelto a casa aliviado de su grado, su puesto o su man-
dato (en el aparato del Estado o del partido, en su servicio, en la
empresa, el periódico, la administración, la casa editorial, etc.), ve
enmudecer su teléfono, vaciarse su buzón, blanquear de un día
para otro las hojas de su agenda. No es más que el efecto banal y
mecánico de una ley de funcionamiento admitida por todos (in-
cluso si no nos gusta mucho hablar de ella, tan trivial y mecánica
como es), según la cual una persona cuando llega a ser inutiliza-
ble (de la que no podemos esperar nombramiento, invitación a cenar
o a viajar, subvención o condecoración) se convierte en persona in-
frecuentable (funcionalmente hablando, dejando a un lado cual-
quier consideración personal), que tachamos de nuestra agenda
sin mala intención (o más bien que ella misma se ausenta de ella).
Hablo de una soledad de juventud, de carrera, de función y por así

299
decir de plenitud. De algo que esté al otro extremo de lo que ha-
bíais soñado al oír las palabras socialismo, o nación, o civismo, o
república o pueblo. Si esas palabras tenían un sentido en común,
por muy diferentes que fueran, era el de señalar una virtual supe-
ración del cada uno para sí, un más allá posible al habeas corpus,
al tedio de ser una isla más en un archipiélago de paso. Sin duda
vosotros no pensáis celebrar la unidad océana del individuo y de
su comunidad en no sé qué abolición regresiva y romántica de las
actitudes de reserva; no sois idiotas, no soñabais realmente con un
comunismo utópico o monástico, con un falansterio, con una Ica-
ria de buenos salvajes en pleno París con los chalecos que se abro-
chan por la espalda, compartiendo el peculio, las tostadas con
mantequilla por la mañana y las veladas escutistas por la noche,
todos para uno, uno para todos; no planeabais ser sólo uno en el
cuerpo del Presidente, del ministro o del primer secretario, como
ciertos predecesores vuestros sólo eran uno en Jesucristo. Sin su-
poneros un alma de "monje caballero", una vocación propiamen-
te mística, japonesa o sacerdotal, sin suponer realmente posible ni
en el fondo deseable la nacionalización de los egos después de la
de la siderurgia, la colectivización de los narcisismos después de
la de los instrumentos de crédito, os habéis hecho a pesar de todo
una cierta imagen digamos militante del servicio gratuito, del don
de sí mismo, susceptible de reagrupar a gente de procedencia o de
obediencia diferente en un servicio regido por un mismo ideal. La
imagen no de un cuerpo de élite, falange o fraternidad secreta, de
una sociedad de los Trece, de una "cita de amigos" surrealista o de
una escuela de mandos de Uriage; no de una unanimidad gremial
de tebanos apiñados en sagrado batallón, no de una cohesión to-
témica de zulúes postrados ante el tótem o la bandera. No. Pero os
atrevéis todavía a imaginar algo así como un círculo restringido,
una cofradía de amigos, un espíritu de equipo, una banda, una
francmasonería sin trucos ni bajo cuerda, digamos una especie de
solidaridad instintiva o maquinal entre adeptos a una misma con-
cepción del mundo, unidos entre ellos por un jefe de fila que en-
carne por su vida y su persona el supuesto ideal (parto aquí del
supuesto de que estáis un poco harto de ser individuos privados,
aún sensibles a las sirenas roncas de la fraternidad humana, insa-
tisfechos de las tendencias a la degradación reavivadas por el cul-
to liberal al dios dinero; en resumen, que tenéis madera de buen
empleado, cuando no de buen camarada).
¿Necesito añadir que sonabais enfáticos y que ibais desencami-
nados, y que la secretaría de los palacios de la República os devol-

300
verá rápidamente a la tierra? ¿ Que aparte del gimnasio e incluso
del salón de festejos, en el bullicio de los invitados (en una entre-
ga de la Legión de honor, en una recepción del 14 de Julio, en un
simposio de los alcaldes de Francia, etc.) os sentiréis más bien
abandonados a vosotros mismos? Solos en vuestro coche oficial,
solos e,n vuestro despacho decorado gracias a vuestro esmero con
un Nicolas de Stael prestado por el Patrimonio nacional, vuestro
pequeño cuartel general de terciopelo granate con un empleado
de protocolo y registro, hijo de la prudencia y amigo de la carre-
ra. Os habréis convertido en uno de los novi viri del momento, un
ejemplo representativo de las famosas capas ascendentes a los
que periódicamente se les da acceso, porque los desheredados y
los dominados depositan periódicamente su confianza en futuros
dominantes que aprendieron cómo hablar a los pobres antes de
aprender a comportarse bien, antes de incorporarse a Chez Ed-
gar, Neuilly, el golf de Saint-Cloud, el Polo de Bagatelle, el Jockey-
Club, el Racing, el Interaliado, Megeve, Roland Garras, todos los
lugares estratégicos de una clase que, para salvar los muebles,
sabe cómo hacer sitio a los recién llegados. Así pues, bienvenidos
al club. Nada alevoso en ello, una alternancia mecánica y simple,
periódica y previsible.
Desde aquí os oigo protestar contra ese desengaño fácil, contra
esa denigración apesadumbrada o, peor, sarcástica; o peor aún,
neurasténica. ¿Decís que no hay que extrapolar? En parte es ver-
dad. Hemos servido, mis amigos y yo, a un gran solitario. Un dife-
rente, un secreto, un individualista a quien se le daba de maravilla
revolver los organigramas a su alrededor, componiendo jerarquías
imprevisibles, aleatorias, en completo desorden, y que, en cuestión
de grupos, sólo toleraba las redes (concurrentes, yuxtapuestas y
activables sólo por él, en tanto que necesidad). Esta ventajosa ca-
pacidad de soledad nos valió el mejor entrenamiento en la ley del
medio: en una sociedad competitiva, el hombre de poder es un
solitario con contactos. Es el número y la variedad de vuestras
conexiones lo que dará la medida de vuestro poder: vuestras cone-
xíones telefónicas; el número y la densidad de las teclas en la con-
sola de vuestro "clasificador", rematado por un "interferidor" bien
destacado; el hilo acústico que pone instantáneamente al actor en
relación, por línea directa y sin filtro, con los otros actores, los
activos de la red. Eso crea un gremio, en cierto sentido, pero
estrictamente utilitario, en circuito cerrado, y sin consecuencias.
No galvaniza ningún movimiento de conjunto en la periferia; sólo
excita las ganas de estar dentro, los celos de lograrlo, es decir de

301
adquirir uno mismo un buen colchón de relaciones. No forma
una contrasociedad en el interior de la ganancia y el provecho am-
biente; avala y reconduce la sociedad competitiva triunfante por
todas partes. Nada más ni menos arriba que abajo. Las éticas son
colectivas o no son (¿quién cree sólo en algo?). Todos los apresu-
rados, los superdotados, los superinformados que os rodearán y
se llamarán cincuenta veces al día no tendrán ya nada que les res-
palde: nada de tradición obrera o de dinastía sindical; nada de
memoria militante o de nobleza de organización, como en los so-
cialdemócratas de Suecia e incluso de Alemania. No saben nada
de las canciones de lucha, ni de las grandes exequias reservadas a
los dirigentes socialistas, lejos del Te Deum y de las catedrales, en
las plazas, en la Bolsa del Trabajo o en los grandes vestíbulos de
alcaldías revestidas de negro (como en Estocolmo para los fune-
rales del antiguo primer ministro asesinado, con las oriflamas
violeta y los guiones burdeos de las secciones del partido, orde-
nados por centenares detrás del armón de artillería donde estaba
puesto el ataúd). Nada de la secular estela del socialismo y del
comunismo, con sus congresos numerados, sus escisiones, sus
agarradas; nada de un honor diferente que tuvo sus reglas, sus
ritos y sus propias banderas; todo eso es hoy letra muerta; po-
niendo al desnudo tácticas individuales, codicias individuales,
biografías individuales, sin esas banderas que lastren o que obli-
guen, que vienen de más lejos que nosotros y que nos llevan más
lejos. Hermosos recorridos en una palabra, entonados, sin tras-
piés, con la misma cordialidad exacta y triste que esa en la que vo-
sotros mismos ya os bañáis, a la edad en que otros cantaban el
Canto de los partisanos -"¿Cómo-está-usted-querido-amigo. Su-
señora-esposa-nos-acompañará?"
Además una gestión de carrera supone el conocimiento de los
cursos, en alza o en baja, que dan el encanto a esta bolsa de repu-
taciones por naturaleza fluctuantes, de la que pronto seréis uno de
los títulos a los que vigilar (entre algunos centenares más). Por eso
tendréis que proceder, al menos una vez a la semana, a establecer
la posición vía los rituales de ajuste jerárquico llamados cócteles o
recepciones (Elíseo, ministerios, embajadas, Casa de América La-
tina, Club Interaliado, etc.). Si no conocéis vuestra cotización, los
demás (que han venido con la misma preocupación que vosotros)
os la harán saber en pocos minutos; fiaos de la mano invisible del
mercado que da a un torbellino mundano, de apariencia aleatoria
y browniana -formado por millares de trenzados, entrevistas fu-
gaces, giros sobre el ala o movimientos giratorios-, una muy fina

302
estructura de orden que tendréis que descodificar rápidamente.
Este orden es el de las dominancias que prevalecen en el instante
t en lo establecido, sistema móvil de preponderancias que siem-
pre hay que renegociar, pero que este tipo de reuniones permite a
la vez registrar y regular a través de multitud de mensajes cinéti-
cos, pósturales, vocales y ópticos que se intercambian entre com-
pañeros reunidos en departamentos estancos. El volumen sonoro
y la acentuación de los cherami (sobre la primera sílaba, buena
señal; sobre la segunda, inquietante); el deslizamiento más o me-
nos evasivo de las miradas de conocidos de las que habéis, de le-
jos, interceptado el barrido visual; los movimientos centrífugos o
centrípetos de los vecinos inmediatos en cuanto entráis en el
terreno, a un paso de la puerta, os servirán de indicadores preli-
minares. La refriega será caliente, conservad vuestra sangre fría.
Como decía el mariscal Foch en 1914 cuando las operaciones se
complicaban: "¿De qué se trata?" De un grupo de fusión, de ori-
llas fluctuantes y de centro generalmente móvil (según el Invita-
do principal o el Anfitrión, Presidente de la República, Primer
Ministro o super Director General), en cuyo interior cada impor-
tante se mueve a través de mil vicisitudes y obstáculos fortuitos
según una lógica sencilla: tratar de subir la pendiente que debe a
cualquier precio orientarle hacia el Centro (él mismo en constan-
te desplazamiento), pendiente que los demás, los más desampa-
rados, intentarán a cada instante hacerle descender. El ojo como
faro giratorio para ver de dónde viene el peligro, y bloquear in ex-
tremis los trabajosos acercamientos del pesado que como quien
no quiere la cosa se acerca a él para retenerle según pasa y des-
viarle, con un queridamigo meloso de usurpador o de hipócrita
-cada Importante trata de despegarse de uno menos importante
que él, que por su parte intenta pegarse a uno más importante.
Esos centenares de maniobras giratorias y de sentido contrario
reposan sobre un presentimiento compartido, con esperanza para
unos y temor para otros, según el cual la notoriedad es contagio-
sa y la no notoriedad también: ser visto en conversación con un
Importante vuelve importante; pero al revés, ser sorprendido en
conversación prolongada con un anónimo, por muy empresario
que sea este último, amenaza con hacer bajar vuestra propia co-
tización. El acercamiento al Central supone pues una zigza-
gueante labor de contorneos y de enderezamientos, aprendizaje
penoso para el no iniciado. No os dejéis desalentar por la dificul-
tad; las técnicas del cuerpo se aprenden solas; vuestras secuencias
gestuales se coordinarán por sí solas con las demás. Mezcla ines-

303
table de crueldad y de elegancia, de brutalidad y de soltura, la ri-
tualización de las dominancias permite en la esfera social una re-
gulación natural de la vida colectiva, casi tan espontánea como en
un grupo de macacos rhesus aislado detrás de una reja. Por eso
los esquemas sensomotrices de esos ceremoniales de adaptación
llegarán a ser los vuestros en el espacio de algunos meses -como
una segunda naturaleza. Siempre encontraréis en esas reuniones
congéneres de mayor graduación que pronto no tendrán más re-
medio que estrecharos la mano, y llegará el día en el que os deis
cuenta de vuestro valor exacto ya no en la insistencia de una mi-
rada o en la rapidez de una fuga sino en la presión de los dedos,
sólo por el tacto, con los ojos cerrados. Descubriréis que el ba-
lanceo rítmico de los antebrazos alineados en un mismo plano
vertical, a lo que el etólogo expeditivo reduce en Occidente el "in-
tercambio de un apretón de manos" disimula en realidad tres se-
ñalizaciones implacablemente incompatibles. La primera: una
presión del pulgar sobre el dorso de la mano contraria, acompaña-
da de un oblicuo movimiento del brazo, hacia el exterior, permite
dar a comprender a un peligroso que se le saluda preventivamente,
porque es inevitable, pero que se le agradecerfa que dejara el paso
libre. La segunda: cuando el movimiento oblicuo es centrípeto y
el pulgar aprisiona firmemente la mano del homólogo en la di-
rección de su propio polígono de sustentación, es que se le reco-
noce suficiente superficie como para pararse en su compañía uno
o dos minutos e intercambiar algunas palabras a la vista de todos.
La tercera es un gesto más anodino pero más audaz, que permite
no revelar nada de sus propias estimaé:iones y dejar al otro en
stand by, víctima de una flotación generalizada de los precios que
sólo podrá inquietarle si no le enloquece: es el apretón de manos
de espera, neutro, sin presión ni hacia adelante ni hacia atrás, en
un eje sádicamente vertical. Entrenaos. La neutralidad es la tácti-
ca de los amos que, en esas burbujas especulativas, saben mante-
ner la incertidumbre sin dar demasiada esperanza al fulano, sin
tampoco privarle de ella de entrada. He conocido expertos a los
que estos ejercicios repetidos proporcionaban terminaciones an-
teriores tan sutilmente inervadas como las de un Glenn Gould o
de un parlamentario de la N República.
No vayáis a creer que esas delicadezas de comportamiento son
un hecho exclusivo de los politicus entre ellos. Los intelectuales,
que viven en la incesante ansiedad de su imagen y del mayor o
menor ascendente que ejercen a su alrededor (sin hacer de la be-
lleza de una forma o de la verdad de las cosas su primera preo-

304
cupación, como los artistas y los sabios), no son menos hábiles
que los electivos y los elegidos en la estimación social del socius,
en los indicadores sin fallo ni perdón del peso comparado de sus
colegas. El ballet de cortesías propio de nuestra tribu parisina, al
que el cóctel anual de Senil, a primeros de junio, ofrece un mar-
co hospitalario y verdecido, muestra las inflexibles seguridades
en las trayectorias de los danzantes estrella, las muy científicas
medidas en los saludos recíprocos del cuerpo de ballet, sus para-
das cronometradas y sus reagrupamientos jerárquicos, que harían
palidecer de envidia a las reuniones en comparación espontáneas
de la "gente político-mediática". No me extrañaría que una etno-
grafía comparada de esas tribus haga resaltar, en las galas rituales
de Matignor,, del Senado o de la Asamblea, avances, encuentros o
prevenciones individuales más verosímilmente gratuitos o menos
fácilmente explicables que los, calculados al segundo y al milíme-
tro, de dos mil intelectuales, de los que ninguno puede soportar
al otro, reunidos una noche en mil metros cuadrados, entre tres
buffets y diez plantas verdes.
Hay que vestir a la verdad con paradojas: completamente des-
nuda, chocaría demasiado. Si he adoptado para dirigirme a voso-
tros este tono de guasa algo fácil, no es, o no sólo, para hacer honor
a la jovialidad desdeñosa que tan bien sienta al viejo-de-la-vieja-
guardia-a-quien-ya-no-se-la-volverán-a-dar. Recordad que lo espi-
ritual es la excusa de lo científico, como "el humor es la cortesía
de la desesperación". Cada uno de esos codicilos apresuradamen-
te añadidos al testamento del gran Italiano resume cosas vistas,
oídas, llevadas a cabo y archivadas. Dicho esto, no vayáis a creer
que, si nada aquí es falso, aquí está toda la verdad. Por encima de
la línea de flotación está felizmente la tecnoestructura, que es lo
esencial. Los cohetes espaciales, las telecomunicaciones, el petró-
leo, los océanos, los aviones y los satélites -esas cosas serias no
admiten pamemas.,Lo que queda de Estado en Francia se aferra
a esas empresas públicas o parapúblicas y aún encontraréis (no
por mucho tiempo, apresuraos) "gente buena" al servicio del in-
terés general, que hace el trabajo escrupulosa y desinteresada-
mente. Es cierto: se habla mucho de los mercachifles, y no lo
suficiente de los íntegros. He conocido algunos. ¿Nombres? ¿Por
qué no? ¿Me tomaríais por un literato dando vueltas en el trape-
cio con red, muy por encima de las contingencias? Desengañaos.
Puedo citaros antiguos colegas con los que me crucé en aquellos
años por los parajes eliseínos: además de Hubert Védrine, espíri-
tu independiente, Jean-Louis Bianco, Christian Sautter, Franc;ois

305
Stasse, Jean-Daniel Lévi, Élisabeth Guigou, Michel Vauzelle, y
muchos más. No compartía todas sus ideas; nuestras opcü:mes de
vida son diferentes; pero es bueno recordar que también existen,
bajo el artesonado, hombres y mujeres que intentan poner un
poco de orden en el caos, honradamente.
4. De la fidelidad

Una carta dolorosa - Son los demás quienes traicionan


- Las dos fidelidades, la china y la japonesa - ¿Curiosa
coincidencia? Me apartan, me aparto - Para la imagen,
lo peor es siempre seguro - ¿Cómo aprender a romper?
Nunca he sido un hombre libre - La deuda incalculable
- Un santo: Pierre Brossolette - "Las ventajas de una
11
buena posición.
No me vanaglorio de mis abjuraciones. Son otros tantos remor-
dimientos. Me despiertan antes del alba. Disecar a un patrón al
borde de la tumba, al que se ha jurado, diez años antes, respetar,
a quien se debe el poco de respetabilidad que uno mismo ha ad-
quirido y con quien se mantenía antaño las relaciones más cóm-
plices; traicionar su confianza; escupir en la sopa; apuñalar por la
espalda; trepar, enano, a los hombros del gigante, para crecerse
un poco: ya conocemos, ¿verdad?, esas palabras livianas, esas pa-
labras de pasillo y de cena. No necesito escuchar detrás de las
puertas -el monólogo interior no está hecho para los perros.
No hay asunto más grave, en el compromiso, que la fidelidad.
Mucho más que en amor, si se pueden separar esos géneros de
una misma locura, si se puede olvidar por un instante que la pa-
sión política, mucho más que la homosexualidad autorizada de
los machos, fue el erotismo propio del siglo xx (la adhesión a una
causa se distinguía tan poco del apego a un líder como la necesi-
dad sexual del deseo erótico). No hay asunto que soporte menos
la broma que todo lo que atañe a la única moral que cuenta en
este terreno. Los Casanovas del foro no deberían hacernos gracia,
polucionan el espacio sagrado, le preparan la cama a los bárba-
ros. A riesgo de aburrir con minucias e insignificancias, quiero
responder seriamente a la pregunta más seria. Como se puede ha-
cer a la carta de un amigo, a la reconvención de un allegado, que,
como nos mira desde lejos, nos cala mejor de parte a parte. Un
examen de conciencia sobre hechos desprovistos de toda impor-
tancia puede tener una minúscula para la fractura de los corazo-
nes humanos -la única excusa para quien se expone al ridículo de
hablar de sí mismo.

309
París, 18 de junio de 1990

Mi querido Régis,
Tus humores te extravían y me desconciertan. ¿Crees
realmente que se pueda militar para la llegada al poder de
un jefe de Estado, recibir por ello luego la recompensa con
un puesto envidiado por todos, verse impuesto en un esta-
tuto especial pese a un entorno hostil, llevar a cabo presti-
giosas misiones, formar parte del Consejo de Estado -y
pasar por un hombre neutro, distraído y despegado? ¿Exac-
tamente: sin apegos?
Pues ninguno de esos puestos está ligado solamente al
servicio del Estado. Todos son, por el contrario, depen-
dientes del capricho del jefe del Estado. De la confianza
que ha puesto en ti -que tú has merecido que ponga.
Nunca he dicho, en efecto, yo, que rompiera con Mit-
terrand. Por la sencilla razón de que nunca hice juramento
de fidelidad. Eres tú, quien, al albur de la conclusión de un
libro (que me gusta), y de una entrevista (hecha a toda pri-
sa), señalas tu decepción, tu pesar, tu chasco. Para mí, no
debiéndole nada al poder, no esperando nada del Príncipe,
he alternado libremente elogios sorprendidos y requisito-
rias desencantadas, ditirambos y procesos. Me ofrecieron,
en 1982, ser embajador; lo rechacé. Quizá por otra parte
me equivoqué. El rumor pretende que habrías deseado ser
ministro con Roland Dumas y que te lo negaron. Me habría
alegrado por ti. Nuestras situaciones no son las mismas ...

Es a Jean Daniel a quien debo ese dedo en la llaga después de que


yo publicara un breve opúsculo consagrado a De Gaulle (a causa
del centenario de su nacimiento), divorcio consumado con su
amigo, mi patrón. Si quiero ahora contestarle sin darle el pego,
voy a tener que explorar mis subsuelos, lugares poco relucientes.
No habría traído aquí los reproches privados, crucificantes y no
infundados del director del Nouvel Observateur si no resumieran
lo mal que yo pensaba, por un cierto lado, de mi mala acción y la
náusea que entonces yo me daba, tras aquel giro manifiesto. En
el calvario de una educación política, la defección, el perjurio, la
felonía -es la estación más dolorosa, la más crucial también, la del
"muere y renace". Quizá entonces más valdría morir para la polí-
tica que esforzarse por renacer. ..

310
Acordarse en primer lugar de que son los demás los que traicionan,
por naturaleza. Y en particular los hombres públicos, a los que es-
tamos demasiado inclinados a condenar por contradicciones, si no
es por prevaricaciones, expuestos como están por la publicidad que
se le da a sus hechos y dichos, mejor consignados que los nuestros.
Expuestos a la calumnia de los ignorantes, la más inicua (como lo
es un primer ministro talentoso a causa de una sangre contamina-
da, que nada tiene que ver con él). Además de la diferencia de vul-
nerabilidades debida a la iluminación (los unos obrando bajo los
'proyectores, nosotros en el claroscuro) como a los riesgos objetivos
del oficio (infinitamente superiores allí donde el paso azaroso es
consustancial al andar), un diletante tendrá más posibilidades,
frente a las metamorfosis de un profesional, de jugar a la paja y a
la viga. No soy una excepción en el lote, es el del género humano.
Por mucho que sepamos que, tras la fachada engañosamente úni-
ca de una fisionomía (que, porque la creemos reconocible, da el
pego), un hombre es una casucha en el interior de un piso amue-
blado con cualquier cosa; que sepamos hasta qué punto ese agente
doble es no solamente diferente de la imagen unificada que se hace
de él el prójimo sino diferente en todo instante de él mismo; espe-
ramos más homogeneidad, incluso más personalidad, de las perso-
nas que nos rodean, y a fortiori de las personas destacadas que de
nosotros mismos. Por eso somos más intolerantes para con las va-
riaciones de los demás que para con las nuestras propias, que mi-
nimizamos espontáneamente. Lo que nos parecerá, cuando nos
volvamos sobre nuestra vida pasada, como una muda o una adap-
tación, necesaria y natural, se convertirá en el prójimo en lamenta-
ble palinodia. De igual modo que lo que es en nosotros audacia
rentable es claramente una impostura en nuestro rival, y no dejaré
de llamar mudanza al cambio de mi adversario. Así es: nosotros
claudicamos pero queremos que nuestros representantes anden de-
rechos. Nos concedemos el derecho de no hablar con una sola voz,
nosotros, pobres diablos a los que tanto nos cuesta cohabitar con
nosotros mismos, pero si por ventura el presidente y el primer mi-
nistro, en una conferencia en el extranjero, llegan a contradecirse,
denunciaremos la disonancia, nos burlaremos de la casa de tócame
Roque, y diremos: "Francia ya no está gobernada". Cada uno pre-
fiere pecar por exceso de rectitud que por exceso de inconstancia,
hasta tal punto se da más valor a terminar como mártir de su ética
que como víctima de las circunstancias.
"Mírate en el espejo, amigo, antes de despotricar." Acojamos la
objeción guasona como hermana mayor. Educa. "Que yo sepa"

311
(como dice el "profesional" antes de precisar que él "habla por boca
de" su vecino -paraguas destinado a amortiguar el impacto de un
hecho desconocido y adverso que podría surgir de improviso), no
veo con qué justificar el trivial "¿Fulanito? Ah, sí, el antiguo iz-
quierdista, convertido en mitterrandista y ahora neogaullista ... ".
Risas en la sala. Por más que me haga mil nuevas presentaciones,
que eche los bofes por nada, que convoque como testigo del bur-
lón nuestra viciosa inclinación a adjudicamos el papel más lucido
(no-ha-variado-ni-una-pulgada-en-sus-convicciones), no puedo re-
conocerme en esa ingrata verosimilitud. "Izquierdista", ya lo he di-
cho: si el calificativo tiene un sentido, no lo merezco; nada más
regresar a Francia, en el humo de después del 68, sostuve que si
un cambio profundo fuera posible seria solamente en un marco le-
gal y electoral (malquistándome por eso con todos los extraparla-
mentarios del terruño). "Sobre la base de este análisis" me adheri
a Mitterrand desde 1972 (prestándole una vocación gaullista algo
forzada, hasta tal punto toma uno sus deseos por realidad). No re-
niego de ese apoyo al único posible de entonces, incluso si no fue
el ideal esperado. En cuanto a mi "gaullismo", confío en que no
tenga nada de partidario ni de oportuno y aún menos de improvi-
sado. A riesgo de caer en el defecto genérico que acabo de señalar,
sólo me reconozco, en cuanto a la doctrina, una "muda" y sólo
una, o en cuanto al detractor, una apostasía y no dos: la que co-
menzó en los alrededores de 1968, después de mi primer aprendi-
zaje, y que me hizo abandonar la fe marxista-revolucionaria en la
unidad cosmopolita y de los oprimidos, a medida que descubría
la roca nacional (o, más ampliamente, mental y cultural), así
como las envidiables singularidades del modelo republicano. Des-
de entonces, si he podido variar en mi apreciación de las perso-
nas, de su mayor o menor aptitud para fijar en Francia, contra
viento y marea, la idea nacional-republicana, no he cambiado la
clave de lectura de los acontecimientos (y todo me indica, mezcla
de pereza y de resignación, que ahí me quedaré).
Y aún me cuidaré, locuelo de mi posición (como todo escritor),
gozando del privilegio que me otorga mi oficio que es anteponer
la lealtad para con el destino a cualquier otra, juzgar a un políti-
co con las dos manías del político (cuando se abandona a las fa-
cilidades de su propio oficio): todo el mundo cambia, salvo yo;
mis adversarios no son honrados, si no no serían mis adversarios.
Fran(;ois Mitterrand tenía demasiada sutileza para ceder a esta
última vulgaridad, "la tendencia desastrosa de los hombrecillos",
como decía Lawrence, y cuyo equivalente en la gente de ingenio

312
podría ser el "ninguno tendrá ingenio como nosotros y nuestros
amigos", que inspira los ataques cruzados en el seno de la intelli-
gentsia. Tenía en cambio suficiente oficio para poder cambiar de
utopía en plena travesía, pues así es el genio del politicus, saber
adaptarse al tiempo que hace. Lo que le llevó a trocar a medio ca-
mino la utopía socialista por la utopía europeísta. Fue por aquélla
por la que me alisté en 1974 y 1981; nadie nos hablaba entonces
de la "Europa federal" excepto el campo contrario; luego, era el
testigo. Lejos de tomar el camino contrario de su predecesor, Gis-
, card d'Estaing, como era lógico que así lo anunciara haciendo
campaña contra él, se introdujo fielmente en sus huellas. Por eso
se vio a un socialista hacer avanzar a la sociedad liberal avanza-
da, a un laico entronizar la escuela privada, al elegido por los fun-
cionarios interinizar la desarticulación de los servicios públicos,
al firmante de una moción de congreso que prometía la ruptura
con el capitalismo adoptar la política financiera más a la derecha
que el país haya conocido desde la Liberación, y a un jacobino de-
clarado, en el país de Colbert y de Napoleón, dar un empujón a
una Europa hanseática (habrá otras, por suerte). ¿Por qué criti-
carle el derecho a cambiar, o peor aún achacar esa adhesión a me-
diocres motivaciones ("todo lo que permite durar es bueno")?
Faltándome a mí mismo, en ese capítulo, espíritu de sistema, me
avergonzaría hacer de Catón denunciando zigzagues, torcimientos
y contorsiones. Todo el mundo sabe bien que no hay línea recta en
política -aún menos que en arte (donde nadie acusará a Picasso
de haber abjurado de sí mismo al abandonar el período azul por
el rosa) y en amor (donde cada uno puede ser polígamo y estar
muy sinceramente enamorado de aquellas a las que engaña). "Go-
bernar" quiere decir llevar el gobernalle, y ningún navío se desli-
za recto en el mar: para conservar el rumbo hay que maniobrar.
Mi non pussumus era más trivial: aficionado, puedo permitirme el
lujo de una fe simple, e incluso de sacrificarle "posiciones" y "si-
tuación", porque en mi caso no son sacrificios: no tengo que vivir
de ellos al tener otras fuentes de ingresos posibles, otras maneras
de hacerme ver, otras vanidades a las que recurrir. Incluso tengo
todo que ganar, para la reputación, sirviéndome de mi cláusula de
conciencia, como el gacetillero cuando su periódico cambia de di-
rector y de línea. De lo que abusé, hasta taparme la nariz ante el
cocinero en los hornos. Hasta sospechar que el capitán tenía
como único rumbo permanecer al timón. Hasta lanzar sentencio-
sos dicterios: "La política, señor, son pequeños compromisos al
servicio de una gran causa, no al revés". ¿Quién soy yo para ha-

313
blarle así con altanería? Nada. Un sofófilo, sostenido por nada
que no sea su pequeña reserva mental e inclinado, como los pre-
tenciosos de su especie, a leerles la cartilla a los especialistas.
Cada uno su especialidad. Intentemos al menos seguir siendo
profesionales en nuestra calidad de aficionados, sin caer en la
tentación de incluimos, con los mejores, en la "moral de la con-
vicción, abandonando a los menos buenos a la "moral de la res-
ponsabilidad" (infatigable antítesis Ciencias Políticas). No es menos
fácil, en definitiva, evadirse de las realidades en los ideales que
del ideal en las realidades. De esas dos defecciones de signo con-
trario la menor variará según el papel que uno se ha asignado en
la distribución, el cual decidirá si el idealismo o el realismo, la
credulidad o la picardía, será nuestra deformación profesional o
nuestro punto débil. Mi error habrá sido haber imaginado posible
un tercer término o un justo medio. Como, desde el cuerpo hasta
la educación, todo me empujaba hacia el testimonio y la doctrina,
he querido remontar mi pendiente para hacerme útil pringándo-
me en sucios asuntos (otros van desde el prurito intervencionista
hasta el absentismo casi budista). No me ensucié demasiado,
pero no he servido para nada. De ahí la felicidad de seguir siendo
marginal, preferible a las voluptuosidades de lo que llamo dema-
siado de prisa "corrupción". En cuanto a la cuestión de saber lo
que más vale: no contar para nada en el juego de fuerzas, o que
los principios no cuenten nada, a fin de presionar sobre las fuer-
zas y el acontecimiento, más vale dejarla abierta por la página
"Libre opinión". Y venir a depositar una vez al año, el uno de
mayo, la rosa roja en el Pere Lachaise al pie del muro de los Fe-
derados, con algunas docenas de chiflados que, en un gesto de
piedad ridícula y necesaria, vengan a calentar sus viejos huesos
ante la fosa común de los últimos comuneros, con un último rayo
de sol y de fidelidad.

Confucio tiene esta virtud por la más.alta de todas. ¿Habría des-


de entonces que estar de acuerdo con Shotoku Taishi, el regente
de la emperatriz Suiko, cuando como buen confucionista inscri-
bió en la Constitución de los diecisiete artículos éste: "Someterse
absolutamente a la intención del emperador"? Existen dos fideli-
dades, la grande y la pequeña: la china y la japonesa, para consi-
go mismo y para con su señor. Todo se juega a dos letras, una i y
unan de más o de menos: ¿fiel a qué, o bien fiel a quién? En China
hay que ser en primer lugar leal consigo mismo, fiel a su concien-

314
cia; en Japón prima el deber de obediencia al superior. Puede
ocurrir que, por fidelidad a su señor, un señor feudal japonés se
vea obligado a traicionar su propia conciencia; y que un vasallo
chino, porque sabe cuál es su deber, esté obligado a traicionar a
su señor. ¿Seremos chinos o japoneses? "Fidelidad", cuántos cri-
menes se cometen en tu nombre ... "Traición", cuántos suicidios ab-
surdos y falsos casos de conciencia... Cuántas fidelidades que
fueron felonías, cuántas traiciones que fueron lealtades ... Un co-
munista que, hacia 1935 o 1936, admitiera públicamente la infa-
mia de los procesos de Moscú y el trabajo forzado en Siberia
traicionaba a los suyos, al Partido y todo lo que hasta entonces
había dado un sentido, una unidad a su vida. Uno más que "grita
con los lobos", se "une a la arrebatiña", "sirve objetivamente a nues-
tros enemigos". Pero ese desertor sagaz no traicionaba la idea de
revolución socialista, que incluso salvaba del desastre arrancán-
dola, como los trotskistas, de una encarnación execrable. Mien-
tras que los camaradas ciegos traicionaban en el fondo la Idea a
la que creían servir (y en cuyo nombre condenaban a los videntes
a muerte o a la infamia). Hasta aquí es fácil, pero, ¿lo es real-
mente en un segundo examen? Pues debilitar al Partido era inne-
gablemente disminuir las posibilidades de la revolución. ¿Podía
haber una revolución proletaria en Occidente sin y contra el prin-
cipal partido obrero, que portaba la Idea, forjaba los cuadros y las
tropas? ¿Le quedaba al hombre honrado una tercera vía: no decir
esta boca es mía, hacer como el avestruz? Éste se negaría a elegir
entre justificar y denunciar la desviación, guardaría silencio para
no hacerle el juego a nadie. Pero, como decía Simone Weil, "a
fuerza de no querer saber, se llega a no poder saber". Aquí esta-
mos otra vez condenados a la rueda. ¿Dónde está el honor, defi-
nitivamente, cuando se ha vísto, al igual que el Géricault de La
Semana Santa eligiendo bajo los Cien Días seguir a Luis XVIII
contra los hijos de la revolución, a un Aragon permanecer hasta
el final en el partido estalinista íntimamente execrado, "elegir por
honor el deshonor"? ¿Cuándo tantos hombres han puesto su or-
gullo en quererse esclavos ... ? Es fácil decir que de dos traiciones
hay que elegir la menor. Queda por saber si es la fidelidad del co-
razón o del espíritu, Tokio o Pekín, quién importa más, y sobre
eso no habrá nunca unanimidad (se sabría). A cada uno le toca
encontrar la respuesta. Dependerá de la edad, en una pequeña
parte: normalmente, comenzamos nuestra carrera como un sa-
muray fanatizado y la terminamos en la piel de un viejo sabio
manchú. Y del oficio, en una grande: un indivíduo entrenado en

315
las ideas, apasionado por unos valores y unos proyectos, antepo-
ne el "¿a qué?"; para un soldado, un hombre de corazón, un acó-
lito, será el "¿a quién?", porque pone el sentimiento por encima
de la ideología. Esto se parece a un trabajo de bachiller, sección
filosofía moral. Por desgracia es más complicado. Pues sucede
que los amigos de las ideas tienen también un corazón. ¿Ignora el
ideólogo el sabor del pan partido en familia, de las ensoñaciones
en voz alta bajo las hayas, de las confidencias en el rincón del ho-
gar donde se dora el champiñón, con la trufa y el armagnac? Por
su lado, el amigo de juventud de buena pasta, poco tacaño con los
programas, ¿no tiene también sus pequeñas ideas, una coheren-
cia propia que vale tanto como cualquier otra, más pomposa o
abstracta? Temo que no haya respuesta adecuada para el tema de
bachillerato; que todas sean defectuosas y desafortunadas. Lo que
nunca impedirá al primero en llegar tirar la piedra contra las "los
no fiables", hasta tal punto el linchamiento tiene poder calmante
sobre las conciencias.
Con la gran desventaja de sus lealtades, es cosa probada que el
hombre de pensamiento será más fácilmente lapidable que el cora-
zón de oro. Abraza la lógica de las ideas, cuando seguir la lógica de
las fuerzas es el destino de la gente de poder. Porque es más riguro-
sa, luego más abstracta, la inteligencia exige líneas rectas, mientras
que la voluntad zigzaguea para ajustarse al acontecimiento: por lo
que el intelectual es naturalmente propenso a traicionar al político.
El qué filosófico se vuelve contra el quién político, porque a menu-
do el quién se acomoda a cualquier qué. Como el juego de las fuer-
zas cambia más rápido que nuestras ideas, buenas o malas, el
hombre de acción habrá tenido tiempo de cambiar tres veces de
chaqueta antes de que el doctrinario a su lado se percate de que se
ha cambiado de ortodoxia. Pero es el práctico quien, al simbolizar
para las multitudes la causa que de hecho niega, fijará en definitiva
la norma de lo recto y lo desviado. Así es. No lloremos. Al contrario,
alegrémonos de los raros momentos en que coinciden ritual y fe. No
existe mayor alegría que la coincidencia de las dos fidelidades, a la
conciencia y a un jefe. Es raro que esa dicha dure mucho, es la de
los comienzos, antes de que el camino y nuestro credo se bifurquen;
de ahí la predilección de todos nosotros por los preliminares (em-
pecé diez novelas, sólo terminé dos, y cada vez a regañadientes:
acabar, es acabar de cualquier manera). No moralicemos esas fa-
talidades, a cada cual su propensión, su visceralidad. A cada cual
su mal menor. Lo mismo da saberlo por adelantado sin embargo:
quien se frote contra esos cactus algo de sí mismo dejará en ellos.

316
Como las ideologías que se suplantan una y otra encabezando
el cortejo, los decepcionados se suceden en el camino de los is-
mas, y se parecen más de lo que piensan, más que nuestros pro-
pios ismos. Tras los aparecidos del "comunismo totalitario", aquí
están los del "socialismo democrático". No me perdonaría con-
fundir un molino de palabras girando loco con una máquina de
vapor de moler hombres; los costes del desenganche bajan con la
profundidad de los compromisos; pero es del interior, siempre, de
donde vienen las peores represalias, es su propio dedo vuelto ha-
cia él lo que el antiguo devoto debe afrontar. El vasallaje hace al
hombre. Al romper nuestra fe, concha protectora, es una parte de
nosotros mismos lo que se desploma, y por culpa nuestra: el ex-
claustrado renace, un fiel sombrío. La privatización de los jura-
mentos de fidelidad que siguió a la desaparición de los antiguos
marcos colectivos de creencia no ha hecho la defección más in-
dolora; al contrario. Los "intelectuales comunistas" (en la época
de Claude Roy, de Roger Vaillant o de Edgar Morin) vivían en un
cara a cara obnubilante, desde luego, pero con un fantasma, el
Partido, de dirigentes lejanos, que provenían de otra clase social,
que vivían en otro planeta. No hubo "intelectuales socialistas"
para tomar el relevo (tanto mejor para la socialdemocracia); pero
hubo "los amigos del primer secretario", "los íntimos del Presi-
dente", con, en lugar de las "tomas de posición" o de las "cartas al
Comité Central", un juego de recompensas y de desgracias, de en-
fados y de idilios. Se sustituía la adhesión de jure por un vasallaje
de facto, aunque sin promesa solemne ni fe jurada; los camaradas
de antaño, por los vasallos. Esos vínculos personales, que le va-
lieron privilegios a los ascendidos, creaban enseguida un aumen-
to de pena y de reprobación, hasta tal punto se perdona más
fácilmente una divergencia de ideas que un incumplimiento de la
amistad. Al pasar del mundo totalitario al democrático, la apos-
tasía cambió de tono, del mayor al menor. Pero lo que perdió de
altura religiosa lo recupera en indignidad personal. Sangra me-
nos y rechina más. Todo hará rechinar, seamos justos. Al seguir
siendo miembro del clan, oídos y ojos cerrados, estoico ante las
difamaciones de los "perros" y el diluvio de los "asuntos", el fiel
compañero tampoco se librará del desprecio. A cada cual según
su grado. Pérdida de prestigio en ambos casos. Leal para con el
patrón, soy oportunista. Leal para con la Idea, soy un amigo in-
fiel. ¿Cuál de los dos calificativos nos servirá mejor? Un ejemplo
ilustre pondrá a cada cual sobre la pista: quizá por haber seguido
fiel a Platón y a su escuela, sin sentirse obligado con la secta de

317
un mago oriental en boga -Jesús llamado Cristo- Juliano, el em-
perador leal entre todos a la fe de su ciudad se convirtió para
siempre en el Apóstata. Siga usted sin decir esta boca 'es mía a
su bienhechor en las travesías más inciertas: habrá trocado su
ideal por un plato de lentejas y le abrumarán con una cita de
Montaigne: "Un cortesano sólo puede tener ley y voluntad de de-
cir y pensar favorablemente de un señor que, entre tantos miles de
vasallos, lo ha elegido para alimentarlo y criarlo con su mano".
Advierta usted por el contrario de la jugarreta del señor recor-
dando sus programas de antaño (por cuya fe se comprometió us-
ted a su servicio): será un cortesano hipócrita, que se venga con
grandes palabras de un amargo desengaño. ·

Y quizá nuestro acusador no esté equivocado. ¿Cómo repartir la


razón en una decisión de alejamiento, entre un semiconsciente
cálculo de intereses (a partir de aquí pierdo más que gano) y el re-
conocimiento objetivo de un desacuerdo? ¿Entre el narcisismo
herido y el idealismo frustrado? ¿Abandonamos una tribu entu-
siasta (como lo era la mitterrandiana) porque vemos cómo se
eclipsa el ideal, o bien porque nos cansamos de abrazar sombras?
¿Abrimos los ojos porque el Príncipe nos aparta, o nos apartamos
porque hemos abierto los ojos (y que el Príncipe, persona astuta,
lo adivinó)? La honradez moral implica plantearse esas pregun-
tas, quizá la honradez intelectual pide no responder a ellas; hasta
tal punto lo propio de la ambición política es movilizar embaru-
lladamente lo que de peor y de mejor tiene un individuo, que sólo
se desenmarañan post-festum, sobre el papel. ¿Me atreveré a po-
nerme como mal ejemplo de esta regla general? En 1988, dimití
porque no veía ya nada socialista (a lo que habría podido acomo-
darme), ni siquiera, en el fondo, republicano (lo que, en cambio,
me dolía demasiado) en la política generalmente seguida por los
míos, a la que el cliché un poco gastado, "compromiso sin premi-
sas con el sistema", le iba como un guante. Algunos meses antes,
extraña coincidencia, deseé dirigir la Misión del bicentenario de
la Revolución, y se trató de nombrarme secretario de Estado para
el Pacífico Sur, o de "relaciones con los países en vías de desarro-
llo", cerca del ministro de Asuntos Exteriores. Sobre el primer
punto, el presidente de la República dijo que sentía mucho saber
de mi candidatura demasiado tarde, después de que Jean-Noel
Jeanneney hubiera aceptado el puesto; y el buen equilibrio, tanto
político como administrativo del nuevo gobierno ya pletórico, ex-

318
cluía que un curioso ciudadano viniera a entorpecer las cosas. Lo
que seis meses más tarde sería un cuchicheo en la ciudad: "¿Fula-
nito? Ah, sí, intrigó mucho para colocarse; le contrariaron en sus
pretensiones; tomó las de Villadiego. Todos iguales, ya ve usted".
Para una apreciación ligera, los bípedos implumes están he-
chos así, ¿por qué buscar más lejos? Para el espécimen entregado
a lo suyo es inicuo y desolador. A riesgo de descender a lo ínfimo
y lo infame, precisemos. Después de haber seguido durante dos
años en el Elíseo los preparativos del bicentenario de la Revolu-
ción francesa; después de haber lealmente contribuido y servido a
la Misión de Baroin, primero, luego de Edgar Faure; después de
haber asistido a la desaparición de los dos; después de haber bus-
cado durante tres meses un sustituto para Edgar Faure, sondeado
a cinco personalidades; después de haber, por último, oído al quinto,
Jean-Noel Jeanneney, en mi despacho, subordinar su sí a condi-
ciones legítimas y fundadas pero que me parecieron inalcanza-
bles, le dije al día siguiente por la tarde al Presidente: "Pensándolo
bien, si no se encuentra a nadie, y como en cualquier caso conoz-
co el expediente, y tanto, podria ocuparme de ello yo mismo". No
hubo suerte: en el desayuno, esa misma mañana, había por fin
convencido a Jeanneney para que cediera, en el momento oportu-
no. Era una excelente elección. "A ti te reservamos para el 93", me
soltó de manera chistosa Charasse, hombre fino bajo lo espeso.
Ese pequeño contratiempo ajustaba las cuentas a todos: yo no
daba evidentemente el tono que convenía dar a esas ceremonias
(tenía otro en la cabeza, es cierto -de ahí mi veleidad). En cuanto
al segundo punto, el del "ministro", éste es el asunto. Se había
creado en 1986 (antes de las legislativas), por iniciativa mía y a la
vista de los estragos causados por el atentado del Greenpeace, un
Consejo del Pacífico Sur. Yo era su secretario general. Si quería-
mos al mismo tiempo proseguir con nuestras pruebas nucleares a
fin de salvaguardar la autonomía estratégica del país (credo que
compartía decididamente) y conseguir que se aceptase una pre-
sencia francesa en la zona, sin lo que las pruebas de Mururoa lle-
garían a ser problemáticas, había que repensar, reorganizar y en
primer lugar unificar todos los servicios relacionados con este
campo de actividades. Ese Consejo, tras un buen comienzo, lo dejó
a media luz entre 1986 y 1988 la derecha (que no podía tolerar te-
ner que reunirse con un extremista que olía a azufre). En 1988,
cuando los nuestros volvieron a los asuntos, estaba claro que si no
se le daba a ese organismo de coordinación administrativa un mí-
nimo de autoridad y de continuidad políticas, todo se iría a pique

319
y Francia, en el Pacífico y más allá, se encontraría pronto con un
muro. Yo conocía ya suficientemente la región y los atolones de
Mururoa como para hacer ese sencillo diagnóstico. Por mi parte,
tenía otros deseos personales como para andar arrastrando una
vez más mis botas por Canberra, Wellington o Papeete, pero creía
lo suficiente en la causa de la disuasión, y en que permite amplios
márgenes de autonomía, como para "ceder a la afectuosa presión
de mis amigos" si fuera necesario. Sospechaba que la disuasión
nuclear (una de las piedras angulares de una "independencia na-
cional" inscrita como corazón del corazón en la Constitución, pero
cuyo solo enunciado le parecía retrógrado, si no ridículo, a sus
guardianes) no justificaba para los responsables grandes sacrifi-
cios en términos de política interior; que la "bomba" repugnaba a
los movimientos ecologistas que tenían entonces el viento a favor
(y que convenía atraerlos para consolidar una mayoría incierta);
que, verde o rosa, el repliegue en el Hinterland europeo excluía ya
que nuestro país se mezclara en asuntos lejanos de ultramar, y se
preocupara aún de una política mundial, para la que todos saben
"que ya no tiene medios"; por último, nuestras "fuerzas vivas",
como lo más preclaro de las clases dirigentes europeas, habían, en
el fondo, elegido Washington y sus agentes ejecutivos (OTAN y la
Alianza Atlántica), para "asegurar la estabilidad", incluida la pro-
pia Europa, a menor coste. Pero como la querida harta de back-
street que pide a su protector que la lleve a un estreno a la Ópera,
yo también me decía que ya era hora de que supiera a qué atener-
me. ¿Se atreverá finalmente a "salirme"? ¿Pregonar la relación?
¿Asumir ante todos esa antigua pero molesta camaradería? Tur-
bias motivaciones: cívicas e incívicas, nacionales e interesadas. En
cuanto al Consejo de Estado, por donde nunca debí pasar, burla
definitiva, irremediable cacharro, fue menos un salvavidas finan-
ciero de hombre ansioso (incluso si un debutante en el Consejo ga-
naba entonces menos de veinte mil francos al mes) que un
remedio para salir del paso de un universitario rechazado. De-
seando abandonar el Elíseo de puntillas en 1984, me las ingenié
para que me nombraran "ingeniero técnico administrativo" en el
CNRS, el grado más bajo en la jerarquía de los investigadores con
marca de fábrica; me habría incorporado a un laboratorio de in-
vestigación sobre relaciones internacionales, donde me habría
gustado seguir mis estudios en el terreno latinoamericano. Un
voto de desconfianza contra mí terció en el centro y se me dio a en-
tender que se veía con muy malos ojos el desembarco de un pseu-
dointelectual incompetente que debía ese empleo al solo capricho

320
del Príncipe (que no estaba al corriente de nada). Un impostor pue-
de engañar a todo el mundo salvo a su propio mundo. No me lo
mandaron a decir. Esto me dio un primer indicio de la suerte que
me esperaba por el lado de los cuerpos constituidos del Espíritu,
por haberme revolcado un día en el fango oficial. Al saber esto, el
exceler¡te Paul Legatte me ofreció comenzar en el puesto de rela-
tor del Consejo de Estado en su primer escalón. Nombrado en
1985 en el tumo externo, como un tercio del Consejo, me declara-
ron, a petición mía, en excedencia sin sueldo a partir del 1 de julio
de 1988. No se me oculta que esos tres años inestética e inmoral-
mente pasados a costa del contribuyente, a pesar de un trabajo co-
rriente y regular, justifiquen las peores sospechas.
Sopesado todo, ¿qué platillo inclinará la balanza? El fiel osci-
la. En las balanzas de mis recuerdos se inclina hacia la frustra-
ción política. En las del rumor, hacia la ambición despechada.
¿Es necesario precisar hacia cuál finalmente se inclinó?

Una motivación posiblemente honorable apenas volverá a tener


éxito como una sutileza intelectual. Es la condición del mensaje,
tener que rozar el suelo para atravesar la indiferencia ambiente.
Nuestras pequeñeces se perciben mejor y de más lejos que lo que
podamos tener en nosotros de digno o de estimable. Esta óptica
paradójica, propia del espacio moral, invierte las proporciones
del espacio físico. Lo que nos parece, en nosotros mismos, desde-
ñable o lateral, indiferente y hasta inexistente, ocupará un lugar
central y desmesurado en el campo visual del vecino. No se pue-
de hacer nada: lo mediocre es más comunicativo que lo demás.
Hay ahí una ley del intercambio social análoga a la de la caída de
los cuerpos o de los vasos comunicantes, sobre el que los medios
de comunicación contemporáneos, que no lo han inventado, ope-
ran como una lupa .de aumento. De donde resulta que nuestras
"sociedades de comunicación", alegre y malvadamente llevadas
por la ley del género al escarnio bajo todas sus formas, susciten
un serio problema de moral colectiva. Sea cual sea la jerarquía de
valores que reine aquí o allí, una sociedad se respeta a sí misma
gracias al crédito de intenciones que damos espontáneamente al
prójimo, a ese principio de caridad del que cada cual hace que
cada cual se beneficie. Sus consecuencias sociológicas superan
nuestros intereses sociales inmediatos, pero nos corresponde a tí-
tulo individual, frente a esa ley de la gravedad sui generis, tomar
nuestras disposiciones, a todos los efectos. Debo saber por ade-

321
lantado que los demás interpretarán de la peor manera mis ini-
ciativas o mi inercia. Y que el paréntesis tendrá más importancia
que mi tesis. Tanto arriba como abajo. Dedique usted en el trans-
curso de una conferencia especializada, ante un patio de butacas
de lingüistas, un largo, laborioso y complejo desarrollo sobre los
valores de pertenencia comparados entre lenguas, dialectos y jer-
gas, y que se le escape en el giro de una frase, o en respuesta a una
pregunta de la sala, una salida de tono ad hominem más o menos
graciosa o pérfida, inspirada por un personaje destacado (para
poner un poco de sal en sus desarrollos abstractos o para desper-
tar la atención flaqueante de los oyentes); será ese bajo placer de
veinte segundos lo que ocupará lo esencial de las reseñas del día si-
guiente, reduciendo sus dos horas de fatigas a una salsa de acom-
pañamiento, incluso a un simple pretexto para "ofrecer el plato
fuerte" o "ajustar cuentas con fulanito". Esa ocurrencia descortés
no la habíamos preparado; se nos vino a la lengua sin pensarlo, sor-
prendiéndonos a nosotros mismos. ¿Pero no es esa precisamente la
prueba de que la llevábamos en nosotros- y que nos llegaba de lo
más profundo? ¿Un síntoma, un lapsus no dicen más verdad que
una composición escrita?
Con una vída sucede como con las pruebas de un libro que de-
volvéis, laboriosamente corregidas, a un corrector profesional:
hojea delante de vosotros tres páginas del fruto de vuestras en-
trañas, al azar, y enseguida descubre, con una náusea más o menos
educadamente reprimida (según los caracteres), tres monstruosas
erratas que se os habían misteriosamente escapado. Ahí están,
ese cuerpo del delito, irrecusable, para ruborizar al más ignaro.
Por más que hayáis trabajado de un tirón, meticulosamente, en la
elección de la palabra justa, en las transiciones, en las acometi-
das, ya no veis más, sospechoso señalado por el dedo, que esas
sandeces que en realidad son faltas no de ortografía sino de fran-
cés, que reflejan un desconcertante desprecio no de la sintaxis
sino de la más elemental honradez. ¿Y os atrevéis a publicar eso?
Nuestra vida pública, no es a un corrector, es a un periodista in-
discreto y bien informado a quien se la entregamos cada mes (y
para los más expuestos, cada noche). Se puede uno fiar de la cor-
poración, que posee un ojo seguro. Ninguna falta de gusto o de
gramática, ninguna mezquindad, ningún ridículo se librará de la
atención de los testigos. Cometeriamos un error si víéramos en ello
malevolencia o ensañamiento. Como para el corrector de impren-
ta, la censura es una función reguladora. Tiene sus coacciones de-
sagradables pero necesarias, indispensables para la buena marcha

322
no de la libreria sino de la democracia, con lo que supone de trans-
parencia y de control de los medios gubernamentales, intelec-
tuales y administrativos por los gobernados, teleespectadores y
sujetos. Pero más allá de esta utilidad colectiva y práctica, lejos de
incriminar a los "perros" o a los "hurgadores de cubos de basura",
deberíamos tener (aunque sea superior a nuestras fuerzas) un mo-
tivo de reconocimiento más personal hacia el despreciador de oficio;
deberíamos (aunque nos cueste) mirarle como, mutatis mutandis,
el fiel católico, el miércoles de ceniza, al cura que marca su frente
,con una cruz gris mascullando: Memento, hamo, quia pu/vis es et
in pulverem reverteris. Polvo somos y en polvo nos convertiremos
para los demás, tal que en nosotros mismos al fin. Así seremos
juzgados al final por el qué dirán (ese tribunal de apelación que
agrava los veredictos en primera instancia, fiable superviviente al
que el gacetillero del periódico sirve en cierto modo de heraldo de
armas). Sin ese corifeo que se adelanta en el escenario y en el fu-
turo, que se dirige solo con una voz estentórea, por desgracia, a
todo el anfiteatro, ¿sabriamos siquiera nuestro papel y qué lugar
ocuparemos finalmente en el reparto?
El suelto nos hiere pero nos hace un favor. Tenemos demasia-
da tendencia, en nuestro fuero interno, a quedarnos con la ver-
sión elevada de nuestros actos; no es malo que la versión ramplona
sea sistemáticamente divulgada, como contrapunto, por los jue-
ces oficiando a cielo abierto (incluso si nuestro amor propio hu-
biera preferido, mirándolo bien, un dispositivo a la inversa: que
al público se le instruya por nuestra solicitud de lo mejor, y que lo
peor nos sea susurrado al oído por un procurador molesto pero
discreto). Las dos tendencias forman una "horquilla", como dicen
los estadísticos; por grande que sea la desviación de las medidas,
siempre será prudente, para sí mismo, quedarse con la media
como el valor más verosímil. Así, entre el Canard enchafné, que
mantiene a sus lectores informados poco a poco de nuestras ca-
nallerias, sin dejarse influir por nuestros bellos discursos (almi-
donados de valores y de ideas), y la Revista de metafísica y moral,
que sabe saludar como es debido la riqueza de nuestras referen-
cias y el rigor de nuestras concatenaciones, ignorando nuestros
ardides y nuestros pequeños intereses de imagen, se abre una in-
decisión bastante espaciosa para que se pueda trazar en ella con
toda tranquilidad, a lo largo de una línea mediana, un camino pri-
vativo. Ese sendero protegido (tanto como se puede) desemboca-
rá en la "honrada mediocridad" que probablemente nos caracteriza,
en esas zonas morales templadas donde radicaba antiguamente la

323
virtud -clasicismo reflejo que podrá servirnos, por ahora, y a fal-
ta de un examen más profundo, de consolación. El rumor del que
Jean Daniel se hacía eco ignora ese justo medio; prefiere lo es-
candaloso a lo trivial, con riesgo de tergiversar las cartas. Es el
juego.

Nunca aprendí a romper, improviso cada vez, lamentablemente.


Contraer nos es innato, cortar es un arte. El destierro, el encanto,
el silencio y sus cadenas: todo se rompe a la vez, ahí está real-
mente el quid. "Cortemos aquí, señor." Sea, pero, ¿por qué hoy?
Contemporizamos, esperamos otra cosa para mañana, abogamos
por las circunstancias atenuantes, el malentendido. Un edificio de
fe no se derrumba como un rascacielos en un seísmo: se agrieta,
resquebraja, y se colmata poco a poco. Cuando, a finales de 1983,
dando la vuelta al parque con el señor del lugar, me explayé con
él (estábamos solos) sobre el apuro de un ingenuo "antiimperia-
lista" frente al atlantismo desbocado de nuestra política exterior,
la oficial, sin considerar el rebajamiento de nuestros servicios se-
cretos a mozos de armas del Gran Líder de Occidente, el Presi-
dente reconoció que en efecto había trabajado por cuatro por ese
lado, pero a título provisional y conservativa. "No podemos batir-
nos en dos frentes, Régis, el interior y el exterior. Comunistas en
el gobierno, incluso en el extremo de la mesa, es ya muy duro de
tragar para Reagan y el gran capital. Si además me enfrento a
América, me convierto en Allende. ¿Es eso lo que quiere usted?"
No, yo no quería eso. "Espere un poco y verá. Bueno, los sandi-
nistas en Nicaragua, ¿qué me propone usted?" Tuvimos entonces
un pequeño detalle para retrasar el estrangulamiento de Nicara-
gua por el imperio y sus "contras". Era el otro imperio el que aca-
paraba toda la atención de los medios de comunicación, y por
tanto del Estado: nuestros servicios secretos tenían mil delicade-
zas con los afganos. Hice el viaje (entonces un must) al Paso de
Khaiber, en la frontera afgano-paquistaní, para conferenciar con
unos señores de la guerra del siglo XN bajo la enseña de los dere-
chos humanos, en nombre del Presidente; estuve luego con el dic-
tador paquistaní y los responsables de los servicios secretos,
grandes amigos de los americanos y por tanto nuestros. A la vuelta
recomendé que les enviaran el armamento que nos habían pedido,
con la segunda intención de que ese precedente podría servir en
otras partes. Era idiota, Claude Cheysson me convenció de ello, y
Mitterrand no siguió mi consejo, afortunadamente. Después de lo

324
cual marché a unas antípodas, concretamente a Vietnam, para re-
animar lo que pudiera ser aún de nuestras relaciones. Pham Van
Dong, el primer ministro, me habló de Francia con palabras de Víc-
tor Hugo, sin saber que en París se hablaba yuppi y se veía Dallas.
El gobierno no llegó más lejos con Hanoi, al haber puesto Wash-
ington su veto; cuando Estados Unidos levantó la prohibición
para ellos mismos fue cuando descubrimos, diez años más tarde,
salvados todos los obstáculos técnicos como por milagro, que ese
país antiguamente francófono existía. Era demasiado tarde, des-
, de luego, América y Japón ocupaban ya el lugar (los satélites ra-
ramente se anticipan). Algunos viajes, contactos, mediaciones del
mismo tipo por todos los confines del mundo me dieron el pego
durante todavía dos años. La creencia no es una llama de meche-
ro que apagamos de un papirotazo; es un candil que se reanima
en el instante en que se apaga. En 1986, un liberalismo revan-
chista ganó las elecciones legislativas para privatizar la televisión,
suprimir los impuestos sobre las grandes fortunas, zurrar a los es-
tudiantes y a los inmigrantes. La buena sangre republicana se heló
en las venas. Pedí entonces volver a Palacio que había abandona-
do, asqueado, dos años antes para formar una muralla delante de
nuestro jefe ultrajado, apretar las filas a su alrededor -la guardia
muere y no se rinde.

La cuestión del honor en política no creo que se le plantee a nues-


tros intelectuales de honor; esa nobleza intransigente enarbola en
sus escudos la divisa "¡Yo soy un hombre libre, señor!" De hecho,
"un intelectual digno de ese nombre", como dicen los dignatarios,
no se rebaja al yugo de una disciplina colectiva, menos aún a un
empleo subalterno en una pirámide cualquiera de quienes toman
decisiones públicas. "El espíritu libre conserva su autonomía de
juicio; no obedece a)os escarceos de un partido o de un jefe; planta
su tienda aparte, observa desde lejos, juzga por sí mismo." Can-
ción conocida. Canción ligera. Da por resuelto el problema. Su-
pone un sujeto militante reducido a un ojo sin emociones ni
recuerdos, un intelecto aislado, libre de adhesiones honorables,
trenzado a lo largo de un episodio vital compartido. No tiene en
cuenta que nuestras convicciones pasaron la prueba de fuego en-
carnadas por profesionales "en situación", de los que llegamos a
ser allegados en la misma medida en que nosotros, aficionados,
militamos por ellas -profesionales a quienes pronto nos une una
multitud de verdaderos y menos buenos sentimientos. El aire

325
puro de la independencia no tiene en cuenta el hecho lamentable
de que cuando el espíritu no se satisface con ser espíritu puro, se
alía con el corazón (y el cuerpo). Se paga un precio por esa coali-
ción, por esa ley de encamación de las creencias colectivas según
la cual no se puede creer en algo intensamente sin unirse a al-
guien, reunirse en alguien, y le valdrá al militante tanta dicha
para hoy como desdicha para mañana. Entre los inconvenientes
que esta servidumbre involuntaria causa a la "libertad de espíri-
tu", tan del gusto de las noblezas de pluma, hay algunos que no
saltan a la vista, sino decididamente a la cara, llegado el momen-
to. El primero es que un plebeyo convencido y consecuente con
sus convicciones transforma su pasión por actuar en voluntad de
servicio, para darle todas las oportunidades a dichas conviccio-
nes. De esta vocación resultará un cierto abandono de soberanía.
El segundo es que al desaparecer los motivos llamados "ideológi-
cos" que tenemos para entregamos a una causa, más fácilmente
que nuestros sentimientos de afecto o de lealtad para con la o las
personas que, para nosotros, las encarnan, las connivencias so-
breviven a las certidumbres. De ahí un cierto malestar íntimo. El
tercero es que no tener las ideas de sus amigos, ni los amigos de
sus ideas (lo que le sucederá más pronto o más tarde a cualquie-
ra que mire el camino desde los lados), coloca ante el dilema: in-
gratitud (para con los amigos) o impostura (para con las ideas).
De ahí una cierta reprobación pública.
La "perseverencia", ya lo vemos, es una bonita sucesión de mo-
lestias. Si eso consiste en poner los actos de acuerdo con los prin-
cipios, esa valentía espiritual, accesoriamente física, lleva a entrar
en un grupo de pertenencia, mejor colocado que un observador ais-
lado para introducir un poco de esos principios en la vida. La per-
severancia se transforma en ese estadio en espíritu de cuerpo. Pero
los cuerpos tienen desgraciadamente una cabeza, al igual que los
partidos y los Estados tienen un jefe. El espíritu de cuerpo, en ese
segundo estadio, vuelve a ser perseverancia, pero en un sentido
más lamentable, desarrollo desagradable y cálculo del primero. En
el sentido de "los que siguen", en las obras de Racine, o "los que van
detrás", en el bosque (cuando los jabatos siguen a la jabalina o los
potrillos a la yegua). En el sentido en que, para servir a una causa,
nos unimos al "séquito" de su campeón. Entonces es cuando el su-
jeto militante ideal se convierte en sujeto cortesano efectivo; el ex-
plorador avanzado, en un peón más en la comitiva, la escolta, la
marcha. Si esa diminutio capitis sólo afectara al prestigio social del
adherido individual, una "servidumbre y grandeza del servicio mi-

326
litante" acabaría con la dificultad. Lo molesto es que los grandes lí-
deres son también hombres atractivos, que ganan al conocerlos. Lo
que los espectadores irónicos llaman "vasallaje", los comprometi-
dos lo viven como una solidaridad elemental, un afecto espontáneo
y altamente motivado; los "séquitos" son igualmente pandillas sim-
páticas y los "acólitos" alegres soldados con quienes da gusto irse
de juerga, a la playa, al cine, hacer travesuras de colegiales (sobre
todo en los viajes oficiales, esas partidas de placer muy cero en con-
ducta, en los que por fin hay tiempo de no ocuparse de nada -equi-
,pajes, expedientes, citas- y aún menos de esos países lejanos que
atravesamos como sonámbulos y de los que a veces nos cuesta, dos
días después, recordar el nombre). De ahí se deriva que, entre un
estimable espíritu de camaradería y un despreciable ir-detrás-de,
no hay ninguna muralla de China. Resumamos. Al principio tenía-
mos: "Soy consecuente, luego soy". Al llegar, tenemos: "Para seguir
siendo lo que soy, ya no soy". Entre los dos habrá existido un largo,
un indesenmarañable cuerpo a cuerpo entre la fidelidad del espíri-
tu y la fidelidad del corazón, nuestro cerebro y nuestra delicadeza,
entre el chantaje orgulloso-intelectual que nos hacemos a nosotros
mismos (si acompaño a esta decadencia soy el peor de todos) y el
chantaje afectivo-moral que nuestros amigos rios hacen, ellos o la
imagen que nuestro superego se hace (si abandonas ahora el barco
eres realmente una rata). Con dolores en las articulaciones, la ar-
tritis propia de la conciencia que cambia y vuelve a cambiar. Algu-
nos tienen el valor de cortar por lo sano; afectivamente rezagado, he
zigzagueado varios años (por indecisión, sin ánimo de maniobra:
como el veleidoso que soy). Remitirse al habitual: "ya sé pero sin
embargo", para ahorrarse tener que concluir: no es el reposo abso-
luto, pero permite ganar tiempo.
Necesité diez años para dejar a Fidel Castro; cinco para aban-
donar a Mitterrand (después de la dimisión del corazón y la deci-
sión razonada del a)ejamiento); no habrá una tercera separación;
no queda ya tiempo. Una de las causas y no la menor del retra-
so en la ruptura como es debido es demasiado risible como para
escribirla con pelos y señales: el miedo no tanto de verme priva-
do del amor de Dios si llegaba a descubrir que ya no le amo con
amor (lo que era de prever en la medida en que todo es trueque,
allá arriba como aquí abajo, y en que al propio Dios le debe cos-
tar trabajo amar a quien no le ama) sino de apenarle locamente
si le colocaba en posición de no poder volver a amarme. Lo que
supone -confesemos, confesemos- que el buen Dios no me qui-
taba ojo, que me miraba desde lejos, cada mañana, por el rabi-

327
!lo del ojo; mejor: que no me quitaba los ojos de encima día y no-
che, no pudiendo, en resumidas cuentas, prescindir de mi amor,
a cuya desaparición, por muy Dios que fuera, probablemente no
sobreviviría. Conclusión: un afiliado se desafiliará tanto más rá-
pido y mejor de lo que ose imaginarse el padre tal cual es: bas-
tante distraído, y aún más, que le importan un carajo sus hijos.
Creo que no me ha faltado franqueza y, además de las conver-
saciones, conservo a buen recaudo innumerables cartas y notas
privadas en las que daba cuenta al patrón, desde 1982, de mis in-
quietudes, objeciones y desacuerdos. No sin subterfugios, como
cuando le informé por escrito, ya en 1983, con orden y precisión,
de las severas críticas que en el transcurso de un almuerzo priva-
do en casa de Paul-Marie de la Gorce y con esa misma intención,
Couve de Murville, el antiguo ministro de Asuntos Exteriores del
general De Gaulle, desgranó en mi presencia sobre la política ex-
terior seguida desde 1981: las suscribí por entero, y no lo oculté
en mi informe. Herido en lo vivo, Fran<;:ois Mitterrand respondió
con su mejor estilo y punto por punto (sin convencerme real-
mente). Al poco tiempo decidí publicar unas reflexiones concer-
nientes a las relaciones exteriores, no sin someter a la censura
previa del jefe del Estado (al cual, durante siete años completos,
sometí todos mis proyectos de publicación, artículos y libros, in-
cluida Las máscaras) los manuscritos correspondientes. Había,
evidentemente, cosas más urgentes que hacer y se abstuvo de
cualquier comentario. Ese silencio que le honraba (al que contri-
buían tanto su cortesía como su desinterés, su liberalismo como
su escepticismo) no dejaba de inquietarme. Como esas síntesis
iban, y de qué modo, a contracorriente de los líderes de opinión
(que aprobaron con mucho y saludaron la política exterior del
jefe del Estado), de la propia opinión (que siempre se ha adheri-
do a la política exterior de los jefes de Estado sucesivos) y no la
tomaban con nadie especialmente, sin personalizar la polémica,
no hicieron gracia. A nadie o casi, entre los críticos, se le ocurrió
ver ahí una desconstrucción radical de proyectos y procedimien-
tos a los que, por otra parte, yo servía lo mejor posible.
Oponiéndome desde el interior, provocando sin motivo, suspiré
por una destitución pública. Por desgracia, nuestro monarca, al
que le importaban un carajo los estados de ánimo a su alrededor,
no despedía nunca a sus escuderos. El Inmóvil dejaba pudrir,
apartaba, confiando en la inercia de los viejos apaños para alla-
nar los chichones y curar las llagas. Como la puerta de este indi-
ferente sólo cerraba por fuera, necesitaría dar yo el portazo motu

328
proprio. Mejor, en cierto sentido: sólo hay un placer superior al de
ser distinguido, el de dimitir. Tironeado, lo rechacé buscando mil
maneras indirectas. Hasta publicar una larga carta abierta de
quejas en la que me dirigía a él. Ese libro debería haber llevado
como título Amonestaciones (si esa palabra del derecho público
de antaño no hubiera tomado un sentido desviado demasiado ri-
dículo), y se tituló finalmente, más temerosamente, Viva la Repú-
blica, grito sedicioso pero convencional de aspecto. La cosa le
gustó y llevó la elegancia hasta felicitarme calurosamente en una
reunión privada por la inconveniencia. Sólo me quedaba enviar-
le, por la vía interior, una breve carta de dimisión (el 6 de julio de
1988, si se quiere saber todo). En esa fecha, en la cima de los son-
deos, justo después de su reelección, el padre de la nación nave-
gaba altivo sobre las olas del consenso: yo no podía reprocharme
abjurar de un dios en peligro. Después de lo cual, para mi humi-
llación, mandó que me impusieran una medalla de bronce del pa-
lacio del Elíseo para poner sobre la chimenea, y que me fuera
concedida la Legión de honor por su jefe de gabinete, Jean-Clau-
de Colliard. Como se recompensa a un criado después de quince
años de buenos y leales servicios. Yo no dije esta boca es mía. El
desdén es una virtud de jefe; me pregunto con espanto si no ha-
bré merecido esta injuriosa y mecánica gratificación como liqui-
dación final: una condecoración roja en el ojal. Había servido, ya
no servía, el siguiente. Más allá de la pena, el desastre.

De mis distancias tomadas, de mis objeciones hechas públicas, en


las que es de buen tono ver sólo ingratitud y resentimiento, con-
servo aún mala conciencia. Como quien se va a cencerros tapa-
dos, deudor indelicado. Débito, crédito, pasivo, vencimiento, saldo,
fianza: la lengua del banquero desafina cuando se trata de senti-
mientos. Hacia ese hombre que quería infligirme una Legión de
Honor tenía una deuda de reconocimiento -de esas que no valen
en el terreno de los juicios políticos, como tampoco se puede ha-
cer valer en justicia una deuda de honor, pero bastante grave para
contrarrestar cien razonamientos tácticos y estratégicos. ¿No me
había beneficiado, como los demás, de su gusto por los canallas y
los irregulares? Gusto que sólo era el envés de una cualidad, más
bien rara en su ambiente, esa mezcla de curiosidad intelectual y
de valentía moral que le incitaba a dar una oportunidad a los
marginales, a cazar futivamente fuera del qué dirán. Además de
que al tener exactamente los mismos no tenía motivo para repro-

329
charle tal o cual defecto personal, grandes o pequeños, aún habría
tenido menos razones para quejarme de ese empirismo \fesorga-
nizador que aplicaba sabiamente a los asuntos. Sin él, nunca ha-
bría accedido al sanctasanctórum. Para atreverse a introducir allí a
un dudoso aventurero, para no ceder a las advertencias de los servi- ·
cios de policía, a las reservas de los amigos, a la hiel de los corre-
veidiles, a las reprobaciones del State Department (que enseguida
le pidió, una semana después de su entrada en funciones, vía su
encargado de asuntos en París, que se me retirara el pasaporte di-
plomático, el cual suspendía prácticamente la prohibición que te-
nía desde hacía veinte años de penetrar en territorio americano),
hacía falta un buen descaro y una bravura de gentleman. In-
consciencia, le murmuraban. En él, la nobleza del carácter neu-
tralizaba la prudencia del político sin apagarla del todo (de ahí el
puesto bastante subalterno que fue al principio el mío en el orga-
nigrama elisiano: el buen jefe no arría la bandera, la iza a media
asta). Sin duda no dependía todavía de sondeadores y comunica-
dores consultados a cada momento. Sin duda conocía, desde ha-
cía diez años que seguíamos en contacto, mis escrúpulos legalistas,
mi culto al Estado-nación, mi pragmatismo; en resumen, qué le-
jos estaba de la imagen del guevarista-izquierdista-terrorista que
llevaba en la piel, por el lado derecho. Yo había sido de sus cola-
boradores más cercanos en 1974, en el transcurso de su segunda
campaña presidencial (pasando felizmente desapercibido). Había
participado en la Carta de las libertades que en 197 5 había pedido
a un pequeño comité de libertarios razonables guiados por Ro-
bert Badinter (Attali, Bredin, Fabius, Schwartzenberg, Serres y yo
mismo). Queda la extraña fuerza de inercia de las reputaciones,
como si la aceleración electrónica de las noticias aumentara otro
tanto la viscosidad de los clichés. En materia de imagen de mar-
ca, contrariamente a los delitos de sangre, no hay ni prescripción
ni amnistía (más vale poner una bomba sin dejarse coger que pa-
sar por un amigo de los terroristas). Tenía publicaciones doctora-
les, pero mis libros eran de una tirada demasiado confidencial
como para invertir la corriente, que me creía rojo, cuando yo era
rosa claro y filosóficamente negro. La protesta general suscitada
en 1981 por mi nombramiento le había desconcertado, como
quien saca un espantapájaros de un viejo armario para escobas.
Ya sea para con la intelligentsia, la DST o el Wall Street Joumal, él
no había sospechado hasta qué punto tenía mala imagen -yo tam-
poco. Con gentileza, me ocultó su desagrado y me mantuvo la
confianza. Cualquier otro político que no fuera él, calculador co-

330
rriente, habría estimado que lo que le costaba en Washington,
Bruselas o Saint-Germain-des-Prés un pequeño gesto de amistad
no valía ciertamente lo que podía hacerle ganar en Dar-es-Salaam
o Tegucigalpa (esas capitales que no estaban en el centro de sus
preocupaciones).
Ese, tipo de cuentas pendientes obliga al silencio.

Si decir la verdad es en cualquier circunstancia un acto insensato,


decir a quien se ama las cuatro verdades tiene mucho de heroís-
mo. Se hace a costa de uno. No es que la jerarquía sea particu-
larmente rencorosa. Es soberbia, ni más ni menos de lo que se es
abajo. A ese defecto extendido ella añade solamente esta caracte-
rística, que le da toda su fuerza, la terca valentía del jefe nato a
quien ninguna de sus palinodias puede desamar, de no volver ja-
más sobre el pasado próximo o lejano para decir: "Aquí me equi-
voqué", o "Allí debería de haber hecho otra cosa". Ese rasgo de
carácter, común al latino y al francés, lo puedo atestiguar, parece
transpartidario y transcultural. A un hombre de poder se le reco-
noce en que es fisiológicamente incapaz de reconocer que se con-
tradijo, que cambió de opinión, o se desdijo, o incluso que nos la
pegó, o más aún que mintió. Es de una pieza y seguirá siéndolo
hasta su último aliento, como su recorrido rectilíneo y su proyec-
to nunca cambiado (y eso tanto más cuanto más haya multiplicado
las andanadas). Por lo demás, los jefes son suceptibles, vulnera-
bles, y aún más frágiles que vosotros y yo. Necesitan constante-
mente, infantilmente, infinitamente, protección; a nosotros nos
toca mimarlos. ¿Por qué? Porque son más que nosotros, a pelo, el
blanco de injurias y de críticas crueles; por eso su búsqueda de re-
fugio (traducid: "Corte"), de un puerto de seguridad mínima, animal
y mental. "¿He estado bien?": primera ansiedad del Presidente in-
terrogando a sus colaboradores después de una alocución televi-
sada. "¿Qué os he parecido? ¿Debo hacer otra toma?" ¿Quién se
atrevería a decirle en ese instante de extrema indefensión: "Una
mierda, Presidente. Un desastre. Grotesco"? Ese agresor es la hi-
pótesis imposible, pues cuando se ama se quiere proteger, dismi-
nuir los sufrimientos, los temores del otro, y no sería pues del
"entorno". Este último, por muy maledicente que pueda ser a es-
paldas del jefe, quiere en su presencia que el Inquieto se tranqui-
lice en nosotros, como nosotros en él. Formamos instintivamente
la tortuga alrededor de su cuerpo, los escudos sobre su cabeza.
Ponemos los carros en círculo, como cuando los sioux aulladores

331
se abalanzan sobre los buenos acorralados blandiendo sus toma-
hawks. Y así es la situación cotidiana de un presidente por natu-
raleza expuesto al plomo fundido de los malvados y a las dagas
que se desenvainan en la sombra. Entonces, formar bloque, es se-
guir la corriente; es sano e insano; para el Amado, le tapa la vis-
ta, no le ayudará a hacer frente, como todos saben; eso fomenta
el adulador y el yes man. Pero si rompo el perímetro de defensa,
si dejo entrar en el refugio las miasmas de fuera, le hago el juego
al Enemigo, que tiene como único objetivo que el Jefe dude de sí
mismo, para hacerle hincar la rodilla. Así es la dinámica embru-
tecedora y cálida de los entornos. "Buena gente, sí, pero, ¡qué gi-
lipollas! Demuestran ser unos tontainas." Evidentemente, están
ahí para eso. ¿El Jefe ya no ve a través de ellos? Felizmente para
él, en cierto sentido. El libre debate sin tabúes ni orejeras, diga-
mos el ejercicio de la democracia de ideas alrededor de los patro-
nes demócratas (siendo demócrata aquel del que es posible
alejarse sin incurrir en lo peor, como es democrático no el gobier-
no que ha sido elegido por una mayoría sino aquel del que los go-
bernados pueden deshacerse sin arriesgar la prisión o su vida),
constituye, para el círculo de los allegados, un círculo cuadrado
sentimental. Romperlo requiere fuerzas excepcionales y casi so-
brehumanas. A este respecto, no conozco santidad más admira-
ble que la de Pierre Brossolette, el más gaullista de los resistentes,
que le hizo llegar al general De Gaulle, a Londres, el 2 de no-
viembre de 1942, una carta personal, fuera de la vía jerárquica,
para decirle lo que nadie se atrevió a decirle (excepto sus enemi-
gos) sabiendo sus muy graves defectos de carácter:

[ ... ]Le hablaré con franqueza. Siempre lo he hecho con los


hombres, por grandes que fueran, que respeto y aprecio. Lo
haré con usted, a quien respeto y aprecio infinitamente.
Porque hay momentos en que alguien tiene que tener el va-
lor de decirle bien alto lo que los demás murmuran a su es-
palda con caras desconsoladas. Ese alguien, si a usted le
parece bien, seré yo. Estoy acostumbrado a estas tareas in-
gratas, y generalmente costosas. Lo que hay que decirle, en
su propio interés, en el de la Francia combatiente, en el de
Francia, es que su manera de tratar a los hombres y no per-
mitirles que traten los problemas nos suscita una dolorosa
preocupación, incluso diría una verdadera ansiedad. Hay
asuntos sobre los que usted no tolera ninguna contradic-
ción, ni siquiera un debate. Son, por otra parte, de manera

332
general, aquellos sobre los que su posición es la más exclu-
sivamente afectiva, es decir, aquéllos precisamente a pro-
pósito de los cuales deberia tener el mayor interés en ser
verificada por las reacciones de los demás. En ese caso, su
tono hace comprender a sus interlocutores que para usted
su;desacuerdo sólo puede provenir de una especie de debi-
lidad del pensamiento o del patriotismo. En ese algo de
imperioso que caracteriza sus modos y que lleva a dema-
siados colaboradores a no entrar en su despacho si no es
con timidez, por no decir inferioridad, hay probablemente
grandeza. Pero ahí hay, esté seguro de ello, aún más peli-
gro. El primer efecto es que, en su entorno, los menos bue-
nos sólo abundan en las ideas de usted; que los peores
hacen una política de la adulación; y que los mejores dejan
de prestarse gustosamente a entrevistarse con usted. Llega
usted así a la situación, descansada en medio de sus preo-
cupaciones cotidianas, en que ya sólo encontrará asenti-
miento halagador. Pero usted sabe también como yo a
dónde ha llevado ese camino a otros como usted en la His-
toria, y a dónde corre el riesgo de llevarle a usted mismo ...

Ni que decir tiene que, mutatis mutandis, yo nunca habría tenido


el valor de enviar a mi Presidente bien amado, en sobre muy ur-
gente, una tan rigurosa y altruista requisitoria. Sugiero no obs-
tante esto a nuestras autoridades: que un facsímil de esta carta
sea colgado en todos los pasillos y despachos del palacio. No para
que obligue al consejero a compararse, luego a inquietarse. Las
circunstancias no son ya las mismas, ni los tiempos. Hacerse ma-
tar por un jefe del que se han calado al radar todas las debili-
dades, como lo hizo Brossolette detenido tirándose por la ventana
de la Gestapo en 1Q44, ¿quién se lo puede pedir a quién? No sería
razonable contar con la excepción para, fundar los comporta-
mientos de la honrada medianía. No se forma un clero con san-
tos y mártires. ¿Pero qué valdrían, qué sería de los fieles y los
clérigos sin, sobre su cabeza, la imagen del sobrehumano?

"Evidentemente hay tantas ventajas en tu posición ... Comprendo


que disimules tus convicciones ... " En esos términos un amigo,
con convicciones exigentes aunque indulgente, apaciguó mis es-
crúpulos de conciencia (política) después del "hito de rigor" Y de

333
las primeras oraciones públicas al dinero. Oía el eco, amortigua-
do por la camaradería, de otra vox populi, la que nos reprocha no
que nos marchemos a contratiempo, sino que sigamos contra- a
empleo, enviscados como estamos en las redes y privilegios del
"poder". ¡Oh, los desdichados! ¿Saben de qué impotencia hablan?
¿Conocen las desventuras agridulces del intermediario? ¿Del casa-
mentero que no sabe aún que los seres humanos (y no solamente
las administraciones, los cuerpos de policía, los Estados) detestan
hablarse los unos a los otros, sentarse alrededor de una mesa, ai-
rear los malentendidos, uno a uno, cara a cara? ¿Los quid pro qua
"farsescos" a lo que se expone el que quiere en cada ocasión que
griegos y troyanos coman juntos para reconciliarse. Lo chusco del
boy-scout que llega en plena pelea "como el humilde dios de la
sopa, condescendiente, entornando los ojos en el vapor de la car-
ne y de la col", resuelto a hacer lo necesario para que todo se
arregle para bien? ¿Qué en particular? Nada de nada, la rutina, el
cotidiano sinsabor.
Hacer que nombren, íntimo triunfo, a una lejana relación para
un puesto cinco veces mejor pagado y mucho más prestigioso que
el que ocupa uno mismo (o "encontrarle una salida", con que "re-
colocarse"), a la salida de minúsculos brazos de hierro cada vez
más agrios, cuya apuesta para cada consejero o ministro nego-
ciando entre bastidores la tajada es que sea finalmente elegido su
candidato (ese casi desconocido adoptado como no lo sería un
hijo o un hermano). Lo que no creará un ingrato sino diez des-
contentos: todos los demás postulantes rechazados. O sea cargar
once resentimientos. ¿La cosa vale la pena?
Hacer de consejero malo del buen rey, sainete de repetición, éxi-
to asegurado. Un ejemplo entre cien. Nadie quiere recibir en Pala-
cio a un profesor de medicina conocido, bocazas anticonformista
de tomas de posición valientes, que quiere que se le confíe ur-
gentemente una misión oficial en Palestina (en tiempos en que a
Arafat se le consideraba un apestado). Un amigo os habla de ello,
hacéis todo lo posible por verlo. Ese hombre que apenas conocéis,
lo apreciáis; por muy divo que sea, se sale de lo corriente; esa mi-
sión os parece algo excelente; los tres días siguientes vais a interce-
der ante el Presidente, el secretario general, vuestros colegas que os
mandan a paseo; no les dejáis en paz; acabáis irritándolos seria-
mente: "Vamos a ver, insistes realmente en colocar a tu amigo, nos
ataca los nervios, ya veremos más tarde". El otro, comido de im-
paciencia, os hostiga por teléfono; al final os ponéis y como, por de-
licadeza -ociosa juventud a todo sometida- no queréis dejar que se

334
adivine lo que piensan de su persona en las alturas, inventáis un
pretexto, forzosamente tonto, por el cual esta misión es inoportu-
na e incluso sin objeto. Tres días para nada, cesad el redoble. Dos
mas más tarde abrís el periódico y descubrís una larga entrevista
del mismo en la que explica a lo largo de toda la columna la ver-
güem;a que siente como ciudadano al ver a un calamitoso como vo-
sotros ocuparse de asuntos tan graves, que no habéis dejado de
poner obstáculos mientras que si hubieran puesto al corriente
de ese proyecto de misión al propio Presidente, evidentemente ...
Os entran unas ganas de descolgar el teléfono: "Escuche, amigo, he
perdido el tiempo cubriéndole la apuesta; no es la mía, es la suya;
no le debo nada, y el Presidente piensa en tres personas que harían
tan bien como usted el trabajo, y además en silencio. Váyase a to-
mar por etilo". Dobláis el periódico y no marcáis el número. Por
inútil quedaréis a los ojos de todos. ¿La cosa vale la pena?
Hacer de go between, interponiéndose en la esquina de una calle
entre la mujer golpeada y el marido furioso, bofetadas garantizadas
en las dos mejillas. Ejemplo, entre cien. Todo el que cuenta en París
escribe desde hace meses al Presidente para que obtenga la libera-
ción de un "gran poeta cubano preso, que se ha quedado paralítico
por las torturas". Vais a La Habana, pasáis media noche en una en-
trevista privada con Fidel Castro. Os explica, con documentos en la
mano, lo que ya sabíais, a saber: que el detenido, agente de policía
bajo el régimen anterior, hace ginmasia como un atleta y en su vida
ha escrito un soneto. Comprendéis las razones de Fidel pero le ex-
plicáis las vuestras, a saber: que ése no es un motivo para mantener
a un opositor veinte años a la sombra, y que no puede pretender cré-
ditos de cooperación franceses sin responder a las peticiones fran-
cesas en cuanto a derechos humanos. Fidel cede al final a vuestros
argumentos (y estará resentido con vosotros desde el día siguiente
por la tarde por ese momento de debilidad). Os pide a cambio un re-
cibimiento oficiosq y discreto de ese "héroe prefabricado en el exte-
rior". Os comprometéis a ello. El cual héroe, llegado a Orly en un
avión del Glam, se niega a salir del avión por miedo a tener que an-
dar en público, y especialmente delante del comité de grandes inte-
lectuales franceses llegado para festejar al hemipléjico en su silla de
ruedas. El piloto, que no habla español y tiene un horario que cum-
plir, se impacienta con este pasajero pesado y manda llamar al Elí-
seo para que envíen volando a alguien que se lo quite de encima. Os
toca a vosotros -¿quién si no, puesto que sois los únicos que cono-
céis este incomprensible, embarazoso y barroco embrollo? Llegáis
al aparcamiento y acabáis convenciendo al excarcelado para que

335
ponga fin al bluff, más le vale, y cuanto antes mejor, y de hecho el
comité quitó todo valor a la sorpresa. Un periodista de la AFP sólo
os ha visto bajar del avión y su noticia indicará, erróneamente, sin
preguntaros nada, que habéis venido a recibir oficialmente y en
nombre del presidente de la República al célebre y prestigioso poe-
ta de la oposición. Cabreo de Fidel Castro, que se considera engaña-
do, con razón. Cabreo del liberado, militante de extrema derecha que
no parará de explicar luego que debe su liberación a todo el mundo
menos al infame comunista que sois. La Habana y Miarni por una
vez de acuerdo, aplastar al más débil. ¿La cosa valía la pena?
Para ser honrado, hay que confesar que no son solamente nobles
consideraciones sobre los valores republicanos las que llevan a di-
mitir. No dimitimos, nos escabullimos -lo que no impide vestir des-
pués un abandono por cansancio corno protesta moral. Estarnos
hartos, simplemente, de recibir golpes de todos los lados, nos pre-
guntarnos si vale realmente la pena hacerse eunuco y sordomudo
para servir a un trono vacío. Cuidémonos de dar excesivo valor a
semejante abandono de puesto. ¿Qué es, en definitiva, un "puesto
de responsabilidad"? Es la alianza del gesto y de la palabra. Un es-
critor no tiene nada más que ganar, cuando reina la ley de lo peor,
que su propia aprobación -insuficiente. ''Tintin gaucho", "pistolero
de broma" figuran entre los más suaves, los más amistosos ca-
lificativos que me han valido diez años de América Latina. "Carre-
rista" y "aprovechado" saldan un decenio de servidumbre a la
oficialidad nacional. Tras los estigmas del exotismo, los de la no-
menklatura. En bureau (despacho), hay hure (sayal). Pase. Habria
por añadidura que soportar, chitón y boca cosida, que el empleado
sea reputado por lacayo y el sayal por librea. Disminuido volunta-
rio, descubría, en las revistas especializadas de los sociólogos, el
móvil que me había empujado a los brazos de las sirenas: cuando
los intelectuales no son capaces, están obligados a recurrir a las ar-
mas políticas para triunfar en las luchas intelectuales. Asistente
social fuera de escala había creído trabajar para los demás, sin ho-
rarios, sin vacaciones, más y mejor de lo que nunca lo había hecho
por mi cuenta y en mi nombre; error, descansaba cómodamente en
la seda, con la nariz en el salmón y los pies en la mesa. Me pre-
gunto, sin embargo, si, en cuarenta años de vida responsable, mi
único acto de verdadero valor no fue el incorporarme a los despa-
chos socialistas, en 1981, para servir. Ni "enarca" ni miembro del
partido, sin consejo municipal o diputación en mente, nada me
obligaba a ello. Mi alistamiento no estaba en función de mi situa-
ción; peor aún, contradecía todas las tesis que acababa de avanzar,

336
en un libro de filosofía, sobre la razón política como añagaza cons-
titutiva y causa sin esperanza; me desacreditaba por mucho tiem-
po entre mis iguales, los que no beben de ese agua. Pues bien, me
juzgaba mal, una vez más: deshonor de los poetas, yo saciaba sola-
padamente mis pulsiones de criado. Me quedaba, después de todo,
por de,scubrir lo más gracioso, que parece un gag; el ministerio pú-
blico me llevaba ventaja en la queja; en el último acto me había
realmente convertido en un chupatintas. La normalización de 1989
me habria hecho reír en 1981. Servir, sí; servir para nada, posible-
mente -pero servir en la continuidad, a la reconducción, no. No ha-
bía venido para gestionar un período de vacas flacas, sino para
atacar al becerro de oro. ¿La Revolución francesa? Era triste con-
memorarla para enterrarla. En resumen, habiendo marchado a la
montaña, nos habíamos unido a la Gironda a falta de algo mejor; y
he aquí, segundo septenio, que había que incorporarse al Marais,
perseverancia obliga -sin comité público de salvación en el hori-
zonte. Peor que lo infame: lo habitual. Es pedir demasiado al
bravo soldado Svejk. Entonces el primo se rebela, en un último
arranque, de esos que os dan, en pleno coloquio en las chim-
bambas sobre "Televisión y democracia" o sobre "El porvenir del
hombre": "¿pero qué coño he venido yo a hacer aquí?" Ese tema re-
quiere ejecutantes honrados, pero, ¿qué tiene que ver conmigo?
Pues lo más sarcástico es todavía el malentendido intercambio
de puesto (que forma parte del aprendizaje): los despreciables sen-
timientos que vuestro enemigo os imputa cuando corréis a Palacio;
es cuando vuelven en masa cuando nos disponemos a huir de ellos.
Para delirar (como lo hice en 1981) con una parroquia en estado de
sitio, última sesión, todos al carbón -cuando uno mismo sólo es
una "máquina de libros"-, civismo y patriotismo bastan; en esas
austeras virtudes fundidas bajo la lámpara renacen, como orgullo
y vanidad, los mezquinos intereses del yo: reabrir su tenderete dan-
do al patio, sus in quarto, y sólo por gusto, algunos tragaluces dando
a la eternidad (lo verdadero, el bien, lo bello). Entonces, volvemos a
casa.
Entonces, ante vosotros, ya no sois el caballero felón, el conde
Ganelon. Ni siquiera Du Guesclin, simple gentilhombre perdido
entre los altos barones del reino, futuro condestable, rodilla en
tierra, ante su Carlos V: "Majestad, las envidias son tan grandes
que debo tener cuidado. Os ruego pues que al instante me descar-
guéis de este oficio y se lo confiéis a otro que lo acepte de mejor
gana que yo y sepa ejercerlo mejor". Entonces os transportáis en
sueños a un ashram perdido del Himalaya, donde respondéis en voz

337
baja, cráneo rapado, vestido azafrán, a las preguntas de un monje
budista intrigado por las vías de renuncia en Occidente. Evoca
ante vosotros a Carlos V y al duque de Windsor, vuestros predece-
sores. Se pregunta sinceramente cómo se puede descender por su
propia voluntad de los Olimpos y confiarse desnudo: quién al Dios
de los cristianos, quién a una americana divorciada, quién a Buda.
¿Por qué, cuando el laurel triunfal os cosquillea el occipucio, re-
nunciar sin avisar a cargos y dignidades para encerrarse en un mo-
nasterio en Yuste (1556), en el casino de Monte Cario (1935) o en
un rincón ignorado de Nepal (1988)? Protestáis y le pedís, con los
ojos bajos, que no os coloque en el mismo plano, a despecho de las
semejanzas superficiales, que Carlos de Habsburgo, emperador
del Sacro Imperio romano-germánico, rey de Aragón y de Castilla,
de Cerdeña, Sicilia y Nápoles, rey de las Indias y de las tierras fir-
mes de la mar océana, y que el principe de Gales, K.G., K.T.,
G.C.B., conde de Chester, duque de Cornualles y de Rothsay, duque
de Carrick y barón de Renfrew, gran capitán de Escocia, converti-
do durante algunos meses en Eduardo VIII. Modesto republicano
nacido en Paris, abonado telefónico e inscrito en el censo electo-
ral, sólo habéis ganado una victoria sobre vosotros mismos; difícil,
es verdad, en una época que sólo tiene ojos para los megalómanos,
pero a fin de cuentas menos complicada. Algún día quizá decidáis
romper vuestro voto de incógnito, salir de la sombra para echar
luz sobre las razones que tuvisteis para entrar en ello. Algún día
quizá diréis toda la verdad sobre la chabacaneria de las tribus que,
desde América hasta Europa, habíais decidido tomar bajo vuestra
ala; sobre la ingratitud de los presidentes o déspotas que habéis
hecho y deshecho, como el niño tira un juguete roto, sin contar el
millón de amnésicos que os deben su carrera; sobre la molestia de
los pedigüeños y de los tejemanejes, la amenaza de las afrentas pú-
blicas y de los atentados, la fatiga de los viajes oficiales, entrevistas,
rúbricas, consejos restringidos; sobre el hostigamiento de la pren-
sa, la soledad, o la usura o la tristeza del poder. El más bello obje-
to del deseo, es cierto, nadie renuncia a él antes de tiempo sin
mayor razón. Algún día quizá pondréis fin a las conjeturas que
han rodeado vuestra abrupta retirada. ¿Cobardía, falta de valor,
súbita náusea o designio de una mano larga, don para la melan-
colía o secreto reconocimiento de incapacidad? Cansados de vues-
tras injusticias y cansados de vuestras buenas acciones, ¿estabáis
cansados de tener la suerte del mundo en vuestras manos? Eso
será lo más probable, el rumor ganador. Pero que quede claro: no
habéis tirado la toalla. Después de una madura reflexión, aunque

338
sin amplia consulta, tendréis que volver a sacar la pluma del estu-
che para contar por lo menudo -cebos, triquiñuelas e incluso re-
caídas-, con peligro de violar las conveniencias, vuestra ascensión
hacia la paz de los reinos interiores.
Cualquier alfombra voladora de Oriente y de Occidente será bue-
na para despegar de la sórdida realidad-tal-como-es: un escribidor
en penuria, dispuesto a firmar cada día la petición del día con tal de
que le dejen en paz, solo con sus videos y sus viejos libros. Diga, se-
ñor, por favor, ¿no quiere usted ocupar en mi lugar este hermoso
despacho y este bello coche? Gracias, señor, y viento fresco.
5. Servicio inútil

Mi sarta de insensateces - Dar primero no compensa


nunca - Extraña política exterior - No hay estratega feliz
- Por qué es ridículo amar a su país - Admirable Améri-
ca - El esnobismo en política - Dimisión = oxígeno.
A lo odioso he de añadir una pincelada de ridículo. Tengo que de-
cir aquí dos palabras de política, para la claridad del debate. En-
trar en las "contingencias sistemáticamente mediocres". Hablar de
amigos, enemigos, camarillas, visiones del mundo, grandilocuen-
cias: tediosa desvergüenza. Cuando cercamos lo político en sí mismo
(porque realmente necesitamos una cobaya y éste está disponible),
imposible dejar de lado la política si queremos localizar sobre qué
patina la pequeña mecánica interna que nos hace cantar y discan-
tar, dando a nuestros arrebatos y a nuestras fugas un vago aire de
familia. Es muy mal asunto, la política, para un escritor. Inmis-
cuirse como ciudadano si no hay más remedio, nadie es perfecto.
Debatir sobre ella es la inversión a fondo perdido, el tonel de los
Danaidas. La política, por desgracia, he ahí nuestra miseria / Mis
mejores enemigos me aconsejan que la haga / Ser rojo por la noche,
por la mañana blanco, a fe mía que no / Quiero si me han leído que
puedan releerme ... A fe mía que sí, somos unos cuantos, como
Musset, los que esperamos la relectura ... Piadoso deseo: si nadie
me ha leído anteayer, no veo por qué alguien me ha de leer maña-
na. En la categoria "ensayos de actualidad", por definición, no hay
clásico -"lo que se enseña en clase y merece ser imitado". No es
que el romanticismo ahogue esta línea de productos, sino que se
pudren nada más salir. Cuanto más sagaz el análisis del tumbo,
más rápida la perención; cuanta más estabilidad tiene lo de usar y
tirar, menos posibilidades tendrá de permanecer. Esperando la co-
yuntura congelada, como ya lo son el filete de bacalao fresco o el
cuscús real, esos productos de gran consumo y superficial circu-
lación que alimentan la voluminosa '1iteratura política", ese avión
a pedales, vivirán tanto tiempo como un yogur. Consumir antes de
fin de mes. Una puesta de sol en el Kilimanjaro, un bosquecillo

343
de hayas en Saintonge, una noche de amor, no tienen fecha de ca-
ducidad. El hindú saboreará, el luterano también, dentro de cien
años como dentro de veinte (con ayuda del traductor). Lo político
no tiene edad, pero la política, o "todo lo que será menos intere-
sante mañana que hoy", estafa a los ladrones de supervivencia que
se dejan atrapar en ella. La santa cólera del panfletario, como la
penetración del cronista -es la parte maldita de las bellas letras,
la que hará bostezar a nuestros nietos o suscitará, en el 2096, la
risa burlona del paseante de los muelles del Sena chamarileando a
los libreros de viejo. La revista de moda parece menos perecedera;
las fotos, el eterno femenino y la precisión del léxico tendrán más
porvenir que la "intervención" del polemista. Mire usted, prescin-
diría de la sonata de los cadáveres, pero ya ve: he jurado hacer lo
que sea para que me comprendan.
Las opiniones son abrigos reversibles: mantienen igual el calor
al derecho que al revés, lo que complica la crónica de la moda.
Diré en pocas palabras de qué lado llevaba la "traición-fidelidad",
la "perseverancia-tozudez", o el "tipo majo-crápula", del que hay
que recordar que es el mismo tweed visto en blanco por Zig y en
negro por Puce. Todas esas indicaciones sin voluntad de criticar
ni intención de persuadir a nadie. La lengua del prosélito me ha
abandonado, el ardor militante también. Convencer, influir, la
ambición sería un exceso poco razonable -mis razones de enton-
ces, que ya parecían entonces pura locura a un noventa y cinco
por ciento de los electores de mi país. Sólo puedo pedirle sobre
eso a mi conciudadano la magnanimidad de la que hace gala ha-
bitualmente hacia el filatélico o el halterófilo que comenta ante él
las últimas peripecias de su club en La Garenne-Colombes. Tam-
bién nos es fácil dar muestras de paciencia para con deportistas o
coleccionistas porque esos gachós no se meten en nuestro terreno.
En el terreno que nos ocupa, cada cual se siente propietario, ple-
namente capacitado no sólo para meterse en lo que le importa
sino para cerrarle el pico al excéntrico que no es de su opinión,
en su calidad ya sea de infantiloide leve, ya sea de cabronazo.
Esta alternativa (no hay un tercer término) no facilita las mejores
condiciones de escucha (y no más en 1996 que en 1556 o en el 496
de nuestra era).
Yo llevaba el lado izquierdo. De izquierdas he seguido porque
nunca hice economía política. En los años setenta y ochenta (de
este siglo) creía identificarme en su presencia con los dominados y
explotados (términos enojosamente reversibles también). Favora-
ble, en casa, a una "coalición" (revés: una "combinación") de los so-

344
cialistas, por más razonables, de los comunistas, por más pobres, y
de los gaullistas, por más "una cierta idea de Francia" -cada com-
ponente neutralizaba los peligros del vecino. La situación interior,
el jueguecito de los clanes y de los jefes de fila me dejaban, a decir
verdad, bastante indiferente; sólo veía en ello un medio, una servi-
dumbre bastante desagradable que permitía volverse hacia el juego
de los intereses, la "gran política", la única digna de pasión. En ese
terreno por naturaleza incierto, mis certidumbres, reconozcámos-
lo, lindaban con lo estravagante. Contrariamente a Michel Fou-
, cault que veía en el Gulag el "peligro históricamente ascendente",
me parecía desde 1981 que el comunismo era una causa mundial-
mente descendente, y la Unión Soviética un coloso con pies de
barro, incapaz de transformar sus arsenales en poder, y aún menos
en influencia. Debíamos pues pasar esa página y mirar lo nuevo
(como detenidamente y en vano intenté explicarlo en 1985 en Los
imperios contra Europa). Si Europa tiene que existir un día en Oc-
cidente, es su relación con América la que le creará problemas (ya
que la diferencia es más difícil que la confrontación). Tenía la de-
bilidad de creer que la democracia en Europa occidental, al abrigo
de cualquier finlandización (era ella quien "estonizaba" cada día
aún más a Rusia), se encontraba como el Pont-Neuf, mientras que
el reparto de Yalta se desmoronaba ante nuestros ojos de año en
año. Que era irrealista hablar de "bloque totalitario" o de "mundo
del Este", lo que equivalía a meter a Hungría, Alemania Oriental y
Bulgaria en el mismo saco, cuando cada uno de esos países culti-
vaba un comunismo centrífugo -lo nacional prevalecía siempre so-
bre la ideología (comunista o europeísta). Que lo que despuntaba,
en cambio, la tensión antagonista que daba su garra al período ya
no era "democracia y totalitarismo" sino "modernidad y tribalis-
mo", o "técnica y religión". La mundialización técnico-económica
trayendo la balcanización político-cultural como una sombra diri-
gida (como intenté detenidamente y en vano explicarlo en 1981 en
la Critica de la Razón política) por un vínculo lógico y necesario; ha-
bría que hacer frente a un temible ascenso de las pulsiones de per-
tenencia, pero también a la reaparición de una vieja idea nueva: la
de nación electiva y no étnica, fundada como logicial y ya no como
material (como intenté detenidamente y en vano explicarlo en 1984
en El poder y los sueños). La parte de sueño que constituye la paz
por el derecho, la idea de un "nuevo orden mundial" garantizado
por las Naciones Unidas como juez de paz universal -más valía re-
nunciar a ello por adelantado. No había nada operativo que espe-
rar de la ONU, salvo para ratificar más tarde acuerdos concluidos

345
entre potencias, acuerdos que durarán el tiempo que ellas tengan
interés en respetarlos. Contribuir a unas peace-keeping forces bajo
la bandera azul de nadie, y confiar en ello, disminuiria la autoridad
de los contribuidores sin resolver los conflictos sobre el terreno (ex-
plicaba detenidamente y en vano en 1984). No nos equivoquemos
de peligro principal. La alianza de Dios y de los ordenadores, más
explosiva en el mundo árabe-musulmán que en otras partes, con la
posibilidad de un cortocircuito tribal-nuclear, hacía del islamismo
una fuerza ascendente, el único "totalitarismo" hoy en condiciones
de funcionamiento. Convenía pues que los europeos dejaran de
exagerar la "amenaza soviética", sobrevaloración que no hacía más
que mantener su tendencia a abdicar su soberanía en las manos de
los Estados Unidos, los cuales, a este respecto, imponían indebida-
mente a la opinión europea muestras periódicas a través de cien ca-
nales de desinformación. Bajo este punto de vista que llamarán
"culturalista" (por oposición al "economicismo", común a las con-
cepciones del mundo marxista y liberal), "la Europa de Bruselas,
esa superación de la Historia", se me aparecía como el ejemplo
mismo de una huida hacia adelante en el exorcismo. No es que la
solidaridad, la interdependencia en el seno del Viejo Mundo no
sean un devenir positivo y real que mantener con todo tipo de coo-
peraciones bi y multilaterales entre gobiernos, empresas, televisio-
nes y cadenas de montaje. Pero los conjuntos populares viables no
se construyen, piedra a piedra, como una catedral o un juego de
mecano, sobre acuerdos en la cumbre de base económica. Brotan
como vegetales o embriones, sobre sentimientos, una lengua, me-
moria y proyectos; lo vivo se corrige, se cuida, se protege pero no
se regula sobre el curso de las monedas. Mientras tanto, si lo na-
cional solo no tiene los medios, lo supranacional tendrá aún menos
la voluntad, y lo multinacional nunca será más que un instrumento,
un multiplicador de fuerzas y no una fuente de fuerza. Contra-
riamente a los pequeños países del continente, que sólo encon-
traban ventajas en la puesta a nivel de las bazas de poder por el
voto por mayoría simple o cualificada en los consejos y los recin-
tos europeos, Francia, me parecía, tendría pronto más que perder
que ganar en ese ensueño federal, versión tecnocrática del ilumi-
nismo, salvo volver a representar El puente sobre el río Kwai a be-
neficio de inventario. En cuanto a los areópagos de izquierda, no
veía claro cómo podrían combinar a plazos su credo socialista y su
credo europeo. Salvo que pongamos a Víctor Hugo al servicio de
la Bolsa, el internacionalismo obrero en taparrabos de la mundia-
lización capitalista, y que disimulemos la Europa liberal real, la

346
de los banqueros, que descuajeringa la República y los servicios
públicos, bajo la Europa social de nuestros banquetes, compla-
ciente pero sin realidad. Mientras tanto, como intentaba deteni-
damente y en vano explicarlo en 1989, en Todas direcciones,
estudio encargado por la Fundación para los estudios de la de-
fensa nacional, una Europa puede esconder otra, los separatismos
levantan la cabeza y nuestros esquemas de defensa así como nues-
tros medios de intervención son obsoletos. Era antes del caso yu-
goslavo.
He aquí, toscamente resumida, la sarta de insensateces que en-
tre 1980 y 1990 intenté propalar, primero solapadamente, por me-
dio de notas confidenciales, ante nuestros gobiernos, y luego
descaradamente, con algún otro (como Jean-Claude Guillebaud y
Emmanuel Todd), en el ánimo público. Aquí sonrisas compasivas
y allí risas abiertas acogieron como conviene esas pamplinas. En
un Estado poco terrorista pero él mismo aterrorizado por los po-
deres de opinión, para tener peso en el serrallo hay que dar la ta-
lla en la tele, o en su defecto en los periódicos. Al comprender al
cabo de tres años este sencillo mecanismo, me decidí a sembrar
la gangrena a puñados, publicando libros sobre esos temas, en lu-
gar de meterla en los sobres acolchados MMU. Buen cálculo,
completo fiasco. Los sabios llaman a eso un "bucle de retroacción
negativa": como mis obras no se vendían en librerías, mis notas
no eran creíbles en Palacio. ¿Cómo rivalizar como flautista con
las grandes cajas de resonancia que repercutían por todas partes
El síndrome f,nlandés, o también Cómo acaban las democracias, o,
televisualmente sobrecogedor, el despliegue de los carros rusos a
través de la gran llanura central o, filosóficamente analizado, el
carácter eterno De la naturaleza de la URSS? Sólo se hablaba del
"lento deslizamiento que nos obliga a aceptar el imperialismo so-
viético". Entre lo mal inspirado que yo estaba y lo mal informados
que estaban nuestros vigías en las murallas, la relación de fuerzas
era de uno a cien (mis tiradas no superaban el millar de ejempla-
res). Un publicista sin público es tan desolador como el actor có-
mico que no hace reír: o disuelve al público a causa de que no
conoce nada de la naturaleza de la risa (que únicamente él domi-
na), o cierra el puesto. La última solución me pareció la más sen-
sata. El inglés tiene una palabra para designar a quien ni siquiera
es necesario echar del tren porque no ha logrado subir a él: a ma-
verick. En francés decimos: "inofensivo". La astucia, en este
infortunio, consiste en transformar una exclusión sufrida en
marginalidad afectada (como el artista pintor del XIX suspendido

347
en las academias y que elige instalarse en la posición "bohemia").
Puse pues en mis invendidos la etiqueta "originalidad de espíri-
tu", aviso de derrota pero valor seguro.

Es un error, me temo, repetir que no se discute ya más de políti-


ca que de gustos y de colores pues todas las opiniones valen. Es-
tán los juicios que pueden hibernar sin perjuicio, consultarse diez
o veinte años después, y los demás. El sentido histórico, en defi-
nitiva, consiste en llevar dos jugadas de ventaja sobre las conse-
cuencias de las operaciones. Todo depende de la cronología. Un
rasgo de genio en abril se convierte en una trivialidad en diciem-
bre. No es lo mismo decir "la cuestión no es saber si Alemania
será derrotada, sino qué lugar tendrá Francia en la victoria"
-como De Gaulle en Londres en junio de 1940-, que proclamarlo
en los Campos Elíseos en 1944, como usted y yo. No es lo mismo,
para un francés o un italiano de veinte años, inscribirse en el Par-
tido Comunista en 1943 y en 1945: la intrepidez también, como la
perspicacia, es asunto de fecha y lugar. Ése es el verdadero in-
conveniente. Como las sociedades, no más que los individuos, no
conservan memoria de las fechas, lo que previó, una vez que sale
el tiro, ya no se le ve más; la brecha se cierra como una trampa, se
funde en lo grisáceo, de manera que el discernimiento pasa tan
desapercibido después como antes. Es una curiosa brujería la que
vuelve intempestivo cualquier enunciado de verdad que tenga que ver
con el tiempo presente.
De acuerdo: París está lleno de genios políticos desconocidos,
pitonisas dejadas de lado, Casandras sin empleo. Somos, en cada
generación, algunos miles de inutilizables los que moriremos per-
suadidos de haber sido infrautilizados, después de una vejez a la
que tanto talento echado a perder y una vocación desapercibida
habrán hundido en la hipocondría. No me libro más que cual-
quier otro de esta comedia común; tanto es así que me niego a co-
ger el autobús 63 para evitar que se me encoja el corazón al pasar
a lo largo del Quai d'Orsay como un extraño. Ministro in partibus
de Asuntos Exteriores, sucesor en línea recta de Talleyrand, Cha-
teaubriand y Tocqueville, no me es fácil asimilar que un politicas-
tro de cortas miras ocupe mi residencia particular y se recueste en
el sillón de Vergennes en el momento mismo en que me pisa los
pies algún don nadie bajo sus ventanas. Pues sí, ciertos itinerarios
despiertan inútilmente el despecho más penoso: la expropiación
sin indemnización de la que nadie quiere levantar acta. Será pues

348
murmurando el muy clásico "Ah, señoras y señores, habrían vis-
to lo nunca visto" cómo afrontaré sobre ese punto las pullas de los
guardianes de la decencia lanzadas a las "mentiras interesadas de
la memoria, a las habilidades del ego siempre dispuesto a recom-
poner en su beneficio la óptica de los recuerdos". Mis amigos es-
tán honradamente convencidos de que me he equivocado en cada
momento crucial porque ellos mismos se equivocaron, en el buen
momento, con todo el mundo. Todos atravesamos un desierto ar-
chicolmado, donde los espejismos se convierten en realidad si so-
mos más de un millón de sedientos gritando juntos milagro. No
pido la amnistía ni el olvido de las ofensas, pero que echen un ojo
al expediente y ya dirán si me pavoneo con las profecías retros-
pectivas de historiador. Sería más que feliz, en realidad, abste-
niéndome de todo juicio de circunstancias; los míos sólo me han
valido irrisión porque no han acertado demasiado. Afortunado
azar que debo a una enfermedad genética: veo, oigo la ideología
en el rumor del tiempo, como otros el lenguaje directamente en
una página de literatura. En el artículo serio de la mañana se des-
taca, aumentado diez veces, lo que nos hará gracia al día siguien-
te por la tarde. Lo que se llama en efecto ideología no es solamente
la idea de mi adversario; es lo que cada ambiente, cada decenio
decide tener por real, y que el decenio siguiente (o el ambiente de
al lado) considera imaginario, y ruede la bola, un año con otro.
En ese titular en portada -un flameante editorial, un anuncio en
el metro- se ven palabras anodinas titilar como un catafaro de bi<
cicleta por la noche. Ese incurable defecto de visión, más cercano
al estrabismo que al discernimiento, no se lo deseo a nadie. Vuel-
ve asocial y asincrónico, especialista en desafinar y fracasar. Pen-
sar contra sí es la regla de la salvación personal. Pensar contra sus
intereses es la condición de la salvación colectiva, pero además de
que uno se ahoga enseguida es la muerte política garantizada. Así
es la aporía de nuestros gobernantes: no se gobierna en Francia
contra los notables, y éstos siempre han llevado dos jugadas de re-
traso sobre las partidas internacionales en marcha. En resumen,
Mitterrand hizo bien no cortando nunca el cordón con los sena-
dores, manteniendo el fuego lento a distancia. Sobrevolando
Cuba en avión, en 1975, con Castro a su lado, escribía impertur-
bable treinta postales, enviadas a sus corresponsales de Charente
y de la Nievre, mientras el caudillo le exponía el próximo plan
quinquenal. No he visto al Presidente ni una sola vez en país ex-
tranjero no dar prioridad sobre cualquier otra obligación o con-
versación a la muy devota ceremonia de las postales, para el

349
consejero general, el hostelero de la región o la prima Julie. En el
Hexágono, en el propio Elíseo, cuando recibía para almorzar a un
jefe de Estado extranjero, en el momento del café o antes, no de-
jaba de mandar que se sentara cerca de él el parlamentario de la
Comisión de Asuntos Exteriores o el presidente de la asociación de
amistad franco- "loquesea", para encarrilar de nuevo la conversa-
ción, a saber: las parciales del domingo próximo en Loir-en-Cher.
En una buena democracia, ya sea consular o de opinión, la políti-
ca exterior, que nunca ha hecho que elijan a nadie, viene muy le-
jos después de las cosas serias. Se lleva mejor con el despotismo
ilustrado. Control parlamentario débil, sondeos no pertinentes,
opiniones borreguiles, temas de difícil acceso -al tiempo que cons-
tituía el terreno reservado al Príncipe de tiempos antiguos, y a
conjurados sin vínculos locales. Dejo a la reflexión lo que el gusto
por la alta mar revela en materia de incapacidad democrática.
Si doy crédito a mi pequeña experiencia personal, cuando más
cerca está una retórica de las realidades positivas, menos influen-
cia tiene en las ideas, y más se aleja de las realidades prácticas. En
Francia, todo lo que yo haya podido escribir de verdadero, en el
momento, ha sonado a falso; en América Latina, todo lo que dije
que era falso, como el porvenir ha demostrado, ha sonado justo.
Para Fracia, eso se explica. Las mentes con fama de positivas, abru-
madas por urgencias y recargadas de papeles, se manejan con mu-
cha ingenuidad en el fondo y con exactitud en el detalle, entelequias
fabulosas, irrealidades gruesas como una muela vacía, tales como
"el Este", "el Oeste", o "el Sur"; "el Campo Demócrata" "Europa", "el
1

Totalitarismo", "Occidente". En las notas canónicas, atiborradas de


ideología hasta los morros, emanando de los despachos más serios,
estados mayores o Secretariado General de la Defensa Nacional (las
que el Presidente asimilará tal cual por no tener tiempo de variar
sus fuentes, de comparar las diversas producciones nacionales so-
bre el mismo tema, las que el ministro retomará sin apenas cam-
biar una coma en sus respuestas a la Asamblea, sin cuestionar el
sentido de las palabras que recalca co.n voz grave), se deslizan así
diez extravagancias que tienen un aire sensato, y que harán pasar
por un extravagante al que es un poco más exigente con ellas. Las
ideas platónicas a las que son tan aficionados nuestros prácticos,
sustraídas a la Historia, cosificadas de una vez por todas, son pura
metafísica, de lo que un metafísico se dará cuenta más fácilmente
que un burócrata. Son sin embargo autoridad, en y por el círculo
del reconocimiento social, en virtud del cual el oficial general cree
en la simpleza que le obsesiona porque encuentra la misma en su

350
periódico habitual; el periodista, por su parte, la cree avalada por
el intelectual de renombre que la utiliza en su informe publicado
por la fundación Saint-Simon, obra esta que bebe en las mejores
fuentes administrativas y especialmente en las notas de los servi-
cios de estudios del ejército. Así se fabrica el pensamiento confec-
cionado en serie de una sociedad, o sea el conjunto de cuestiones
que no son cuestión para nadie (salvo a los ojos de los filósofos y
de los anarquistas, que se parecen al menos en que lo social para
ellos no es autoridad). De ello resulta que el debate, en los medios
bien informados, consiste la mayor parte del tiempo en discutir de
manera muy informada de cosas que no existen. Los puntos débi-
les de las notas de los expertos (a los que lo policy making enmas-
cara generalmente lo politics) son, habitualmente, los puntos de
partida y de llegada, lo presupuesto y la finalidad. "La Unión Eu-
ropea, ¿para hacer qué?", o "la Alianza Atlántica, ¿para qué sirve?",
son preguntas desagradables en todas partes, pero más que en
otras en la sede de las Comunidades, en Bruselas, y en las cumbres
de la Alianza, donde sea. No tienen equivalente en la incongruen-
cia de que: "Europa, sobre el mapa, empieza y se acaba ¿dónde?"
O esta otra: "La alianza defensiva sí, pero, ¿contra quién?"

La política exterior parece todavía más extraña que la otra. Cuan-


to más despolitizada está, más se muestra afable y mejor avenida.
La "autoridad de la cosa" ha sido sustituida por la del signo, un go-
bernante da el pego con nada de nada. Entre la cólera y el prejui-
cio no hay sitio para el hecho. Un viaje espectacular del Presidente
al Beirut a sangre y fuego permitirá a los franceses olvidar que
Francia pierde todas sus posiciones no solamente en el Líbano
sino en una región en la que había contado mucho. Otra incursión
relámpago a Sarajevo encantará a los fotógrafos y escamoteará lo
insostenible de una política humanitaria. Con ayuda de la televi-
sión, una buena gestión de símbolos, con un zas de name dropping,
da a luz una diplomacia por el morro; y el "os tengo deslumbra-
dos", de una política exterior electoral de las más plausibles. En el
litigio doméstico donde cada cual pagará al contado, lo adultera-
do, lo inconsciente no pueden eternizarse ni el bromuro televisivo
servir de panacea. Cotas y puntos de sondeo, indicadores econó-
micos, resultados electorales, curvas del paro permiten separar
participantes y proyectos. En período de paz, el macrocosmos
imaginario y complicado de las relaciones internacionales, sin vi-
dentes, se transforma rápidamente a los ojos de los telespectado-

351
res en campos cerrados del Bien y del Mal, donde la realidad in-
termediaria no tiene ya nada que hacer. La visión puramente mo-
ral conviene a la vez a una cierta impotencia de los gobiernos y a
nuestra demanda de hermosas imágenes. Lo simbólico requiere la
exageración; y nuestro maniqueísmo, más allá de las fronteras, se
entrega a ello con delectación. Enviados al paro técnico por nues-
tras democracias convertidas en escépticas para los asuntos co-
rrientes, el diablo y el buen Dios se toman la revancha en los
vándalos zulúes. A los politólogos les corresponde decir lo que se
puede suponer de previsión en los asuntos llamados internaciona-
les (erróneamente, hasta tal punto se entrecruzan lo local y lo
mundial). Lo que no deja de sorprender es la poca consideración
de que gozan ante los gobiernos los escasos organismos que, preo-
cupados por la información, se esfuerzan por conservar la razón
(como el excelente Centro de Análisis y de Previsión del Quai d'Or-
say, el equivalente francés de los policy planning staffs anglosajo-
nes). Aunque estén más enterados en las administraciones que en
los periódicos, esos consultores muy rara vez son consultados por
nuestros elegidos; mucho menos, en todo caso, de lo que lo son los
institutos de sondeo o los observatorios de opinión por los candi-
datos a la búsqueda de "estrategias de campaña ganadoras". Cuanto
más escaso lo que está en juego, más meticulosos los preparativos.
No se regatearán por ese lado los créditos para acumular encues-
tas sobre intención de voto, estudios de las curvas de buenas opi-
niones, análisis de popularidad presidencial (componentes positivas
y negativas, potencialidades, rectificaciones), estimaciones por si-
mulación informática de los potenciales electorales en las próxi-
mas legislativas, orientaciones de campaña (sobre muestras
representativas de las diversas fracciones del electorado), conse-
jos-imagen para el próximo "Las cartas sobre la mesa". Para la
guerra o la paz se contentarán con aproximaciones, ideas vagas y
buenos detalles. En las luchas internas, para lo que es elegir la fe-
cha de una entrevista, el nombre del próximo primer ministro o
con qué jingle entrar en campaña, el staff bruñe el arsenal y refina
los considerandos. El candidato que arriesga su puesto toma con-
fianza; el diplomático, que arriesga menos, ¿puede contentarse
con mostrarla? No es que imaginemos posible un conocimiento
exhaustivo de los factores en juego ni que una decisión pueda de-
ducirse de un recuento. Sin soñar, muy al contrario, con bifurca-
ciones claras y tajantes (cuando hay sobre todo laboriosos
"procesos decisorios" que proseguir por el impulso adquirido), ni
siquiera un acuerdo posible sobre los criterios de apreciación (¿a

352
qué llamaremos aquí perder, o ganar?), cuesta mucho resignarse a
la pantalla de humo. Los asuntos electorales seguirán siendo siem-
pre más fáciles de manejar y modelizar. ¿Qué mejor que un duelo
electoral en segunda vuelta, entre dos y nada más que dos jugado-
res, juego de suma nula, delimitado en el espacio y en el tiempo,
para un adepto a la "investigación operativa" a la que ofrece un
caso de figura ideal? Los modelos matemáticos, por desgracia, no
dicen esta boca es mía ante esas partidas inciertas de jugadores
múltiples, menos personalizadas, sin arbitro ni tiempo fijo como
las que desarrolla, de una manera inasible, difusa e ininterrumpi-
da, el transcurrir del mundo.

Aunque me hubiera dado más trabajo del que ya me he dado para


pulir una armazón demasiado áspera -"hacer las cosas sencillas"
exigía el doble de trabajo-, aunque hubiera asegurado mejor el
servicio posventa, en el ring seguiría estando ese obstáculo que
franquear que es la paradoja. La de Si vis pacem para bellum ("Si
quieres la paz, prepárate para la guerra"). La inversión de los con-
trarios, que carecteriza en este terreno al buen razonamiento (si
no justo, consistente), merece maldición.
En estrategia es una ley elemental que el camino malo será el
bueno. Cuando una compañía avanzando a través de un terreno
accidentado llega a una bifurcación entre un sendero y una carre-
tera provincial, más le vale coger el sendero, probablemente me-
nos vigilado y más inesperado por el enemigo. El principio exige
muchas matizaciones en su aplicación, de las que una podría con-
sistir en coger justamente la provincial para desbaratar el cálculo
del cálculo (como la historia judía tan conocida, en la que el ju-
dío polaco yendo a Varsovia le dice a su compadre ''voy a Varso-
via" para que el otro crea que va a Lodz cuando va a Varsovia).
Queda ese v,icio imperdonable del segundo o tercer grado; fatal-
mente paradójico, el estratega trastorna nuestras causalidades
simples y lineales. En un "duelo de comunicación" es un impedi-
mento temible. Incomprensibles, chocando en sus sofismas, los
defensores de esta postura mental forman los más antipáticos de
los hombres de paradojas; sólo una crisis o una guerra, cuando se
viene abajo el cartón piedra, puede darles una oportunidad. Im-
perfección aún más redhibitoria hoy, cuando las capacidades de
simplificación están centuplicadas en nosotros por el choque de las
imágenes y abreviamiento de los tiempos de exposición. La ima-
gen funciona en el primer grado. Positiva, pone todo en presente,

353
ignora la negación, la anticipación y el juego de los contrarios.
Nuestro universo cotidiano es el de WYSIWYG (What you see is what
you get), el universo estratégico de "lo que veis y oís es lo contra-
rio de lo que tendréis". Invertid lo plausible y encontraréis lo pro-
bable. Poned la imagen patas arriba y os encontraréis con lo real.
Ahora bien, cuando el polvo en los ojos se convierte en la sustan-
cia de las cosas, lo que no funciona políticamente es lo que mejor
funciona mediáticamente, y viceversa. La comunicación de ma-
sas se convierte en una escuela de inoperancia; el angelismo coti-
diano, que quiere a cualquier precio hablar al corazón, alimenta
una ineficacia propiamente inmoral. Todo lleva a temer que la pe-
queña pantalla consagre la política de los lugares comunes, con-
virtiéndose lo menos operativo en lo más creíble. El "derecho de
injerencia" sería un ejemplo de ello, más espectacular que los de-
más. ¿Pero por qué ir tan lejos? La inmoral maniobra de unirse al
Partido Comunista para mejor deshacerse de él -como hizo Mit-
terrand, excelente estratega de interior- hizo poner el grito en el
cielo ya que había de qué escandalizarse. En lo internacional se
juega a uno contra cien. ¿Cómo convencer a hombres y mujeres
de corazón y de sentido común de que el armamento nuclear, es-
pantoso, es un factor de paz porque es espantoso? ¿Que la "bom-
ba" valora la seguridad con respecto al riesgo -yo viviré porque
podemos morir, tú y yo- tan firmemente como un "escudo espa-
cial", si fuera técnicamente posible, haría nacer el riesgo de una
certidumbre de seguridad? Haría falta media hora de explicacio-
nes, y la atención habría desconectado antes. ¿Cómo convencer a
los indignados del derecho de gentes que las mejores represalias
que se puedan ejercer contra el violador empedernido no es cor-
tar los contactos con él sino multiplicarlos, en particular en el pla-
no cultural? ¿Cómo persuadir en tres minutos a los fieles del Tío
Sam de que para contar en Estados Unidos, y obligarle si llega el
caso, el aliado debe ir contra él, en el Este y en el Sur? ¿Que el ca-
mino de Washington puede pasar por Moscú, o al revés? De Gau-
lle pudo hacer que aceptaran sus vueltas y revueltas gracias a la
autoridad intramuros contra el desorden; y nada más irse, su pro-
pio campo volvió a las lógicas familiares y decepcionantes del
sentido común.
En el mercado de las buenas ideas, charlatanes del absurdo, la
gente de mi especie sólo tiene en su maletín mistificaciones para
proponer. He aquí una: nada mejor que una educación "conser-
vadora" para inspirar una sociedad progresista -sólo una escuela
retrógrada, cerrada por norma a las condiciones ambientes, pue-

354
de abrir las mentalidades al porvenir y a lo universal, contenien-
do al mismo tiempo las violencias de fuera. Otra: no hay mejor
remedio para el nacionalismo que la nación republicana, el de-
bilitamiento de ésta provoca el refuerzo de aquél. O también:
cuantas menos cabezas nucleares tengáis, más disuasivos seréis,
por ser más creíble su empleo llegado el caso. ¿Preferís ésta? Un
particularismo como el de Quebec, con las apariencias del atiza-
dor, entraña un núcleo futurista, que haríamos bien en meditar.
O ésta: habrá más nacionalismos a la salida de la "construcción
europea" que a la entrada; y el mejor favor que Francia puede
hacerle a Europa, a riesgo de volverle la espalda, es afirmar su
diferencia nacional; los demás europeos le estarán agradecidos
mañana, pues desafiando el unanimismo será como se construya
la unión. Una última: porque estamos penetrados por el espíritu
americano, enamorados de sus ciudades, de su música, de su cine
y de su manera de ser, es por lo que debemos negarnos a impor-
tar esos valores tal cual y a someternos a ellos. Un depósito lleno
de invendibles. Con proposiciones de este tipo -sobre todo si pre-
tendemos apoyarlas sobre hechos y argumentos- no se es compe-
titivo. Cuando ya sólo hay sitio para un "a primera vista", ¿cómo
minar el imperio de las falsas buenas ideas? Volvemos a encontrar
la página pero no se rebobina la cinta tan fácilmente. Ahora bien,
¿qué es la falsa buena idea? Aquella de la cual sólo podemos in-
tentar demostrar su inanidad en un segundo examen, porque en el
primero todo le da la razón. Pese al magnetoscopio, no tenemos·
tiempo de volver a pasar la cinta; y la televisión, donde una inter-
vención de más de cinco minutos exaspera, hace a la frasecita in-
defendible, y al simpático, ganador siempre. Que el superestado
federal, por ejemplo, sea la prolongación natural del lento movi-
miento emancipador que nos hace pasar de la tribu a la provin-
cia, luego de la región á la nación, y ahora a los Estados Unidos
de Europa, es muy probable. Ante una asistencia joven y de men-
talidad abierta, apasionada por la paz y por la solidaridad, que se
imagina que la historia va en línea recta, sin bifurcaciones ni re-
tornos -nos avergonzaríamos de volver sobre esta idea feliz, simple
y lógica. Si viviéramos doscientos años valdría la pena consagrar
cincuenta sosteniendo apuestas de ese tipo. Mientras esperamos
el verdadero suero rejuvenecedor, considero más oportuno (aun-
que bastante desagradable) confiar en esa bonita crueldad, mo-
derada como está por la lentitud de los procesos y nuestra aptitud
para cambiar de tema en el momento oportuno, con la cual las
mayores ilusiones de una época abandonan los lugares de punti-

355
llas. El discurrir de las cosas me parece a este respecto más con-
vincente, y menos crispante, que los aguafiestas del día, para di-
sipar las añagazas complacientes que habrán ocupado en'el gusto
del momento (el de la antevíspera) los decenios en los que todos
nosotros habremos jadeado y delirado. Cuando la refutación de
las tesis actualmente en vigor se haya llevado a cabo, ¿quién guar-
dará recuerdo de lo que fue refutado, a saber, de nuestras eviden-
cias, tratados, convenciones y eslóganes actuales? Me inclino a
pensar que todo eso habrá ido a parar al mismo anticuado, entre
latoso y conmovedor, que las laboriosas antítesis alineadas contra
esas mismas evidencias, tratados, convenciones, eslóganes -en re-
voltijo- alegatos y diatribas, por el sello de conmiseración que
cada época pone en las grandes causas de la precedente: "ilusio-
nes de una edad caduca".

Pensándolo bien, pese a las conveniencias y las piedades apren-


didas, es muy ridículo amar a su país corno se arna a una perso-
na o a Dios. Nadie negará que hay franceses en alguna parte en
Europa (corno, entre otros, ingleses y portugueses), es un hecho;
pero pretender que exista algo corno la nación francesa, británica
o lusitana, es una lucubración. ¿Os habéis encontrado con Bélgi-
ca o Italia? ¿Qué os autoriza a tratar a una suma indefinida de in-
dividuos diferentes corno a una joven o a un héroe de novela?
Concederle los caracteres de una persona a una porción de tierra
emergida es señal evidente de trastorno mental. Los historiadores
que han descrito cómo en los siglos pasados el amor a la patria
ha sustituido en las mentes sencillas al amor a Dios no saben qué
decir. El francesito-que-arna-a-Francia, corno el inglesito-que-
arna-a-Inglaterra, etcétera, se siente tan desamparado -cuando se
le pregunta si es realmente razonable- corno el creyente en Dios
forzado a explicarse delante de los no creyentes (los cuales, ma-
yoritarios, no se cortan para burlarse de él). Dios, que es todo
para el cristiano, no es nada en sí ni.para los descreídos. La for-
tuna ambigua de las patrias, esas redundancias incomunicables,
es que están todas en la cabeza. (Si al menos los alucinados pu-
dieran hacer frente común contra lo tangible, organizar un rea-
grupamiento preventivo de todas las minorías ridículas, donde las
más antiguas instruirían a las más jóvenes sobre los modos de su-
perar la adversidad ... Por desgracia, todos esos cultos, aunque
compatibles sobre el fondo de las cosas -que es que esas cosas no
tienen fondo, al ser demasiado fundamentales para tener uno-

356
son demasiado malévolos y celosos como para considerar una co-
laboración técnica. Cada religión tiene sus sectas y sus herejías, la
nacional como las demás. En nuestro país -la rama Vercingetorix-
Carnot-Jaures se lleva a matar con la rama Clodoveo-Juana de
Arco-Maurras- es difícil imaginar a las "dos Francias", ya reñidas
a muerte, aceptando consejos en catequesis pastoral de un tercero
en discordia, dividido el país a su vez entre católicos, protestantes
y ortodoxos que entre ellos mismos no se llevan mejor.)
Francia no existe más de lo que existe Dios, e incluso mucho
menos, estadísticamente hablando -visto el número de cabezas en
que habita. Un uno por ciento de la población mundial (0,8 por
ciento de su superficie). Esperar de ese uno por ciento artístico
que cambie el decorado para el noventa y nueve por ciento res-
tante es al trastorno mental ya señalado lo que la psicosis es a la
neurosis. El síndrome de Cyrano. En el marco de ese culto a las
pequeñas diferencias, el narcisismo más extendido sobre el plane-
ta, la sobrevaloración del yo colectivo alcanza, con el factor F
como Francia, cimas innegablemente patológicas. Arrogancia,
nostalgia de grandeza, excepción, ejemplaridad -los síntomas son
conocidos. El gallo de pueblo exaspera tanto a nuestros competi-
dores europeos, a los que debemos llamar "socios" porque sólo tie-
nen intereses complementarios, como a los franceses que profesan
esa otra religión revelada pero mejor acreditada que es la Unión
Europea. Con la suficiencia jacobina llevaba una credulidad de re-
traso (el "voluntarismo republicano" es lo que queda de mesianis-
mo revolucionario cuando ya no hay mesías, convirtiéndose así la
República en la revolución de los decepcionados). Imaginándome
que se podía abrazar su siglo sin entrar necesariamente en la fila
-y aún menos sin "defender su rango", como las viudas nobles y
los jefes de sección-, había creído que Francia volvería a ser, con
los herederos del 89 y 93 a la cabeza, "la chinchorrera del mundo".
¿No era amada por \odo lo que en el mundo rechazaba a Moscú y
Washington? Nuestros socialistas up to date ya tenían bastante que
hacer con la empresa Francia amenazada de quiebra como para
ocuparse por añadidura de Chanteclerc. Su trascendencia estaba
en otra parte: era el individuo, la sociedad civil, los derechos hu-
manos. Su modelo supremo, la democracia americana. Si Europa
era nuestro porvenir, América era nuestro presente.

Grande fue mi sorpresa al comprobar que los soldados del año II en-
cargados de hacer temblar los tronos y las Dominaciones -"morid

357
para liberar a todos los pueblos, vuestros hermanos"- acechaban,
temblando ellos mismos, la mínima "reacción norteamericana"
(no se hablaba todavía de los "mercados"). Un mal artículo del
Wall Street Joumal o del Washington Post hundía a los servicios de
prensa en un mutismo depresivo, del que el nuestro sólo salía al
comprobar cómo, en el espacio de una hora, tras tocar a rebato,
todos los consejeros se encontraban en el puente y, al ver las reu-
niones febriles sucederse en la sala Fournier para parar los contra-
fuegos posibles: envío de banqueros a Washington en "misión de
buena voluntad", cenas que organizar inmediatamente con los
corresponsales en París, giras de grandes artistas y de grandes pa-
tronos, llamadas telefónicas a las relaciones que cada cual podía
tener al otro lado del Atlántico. El pánico a no estar como es de-
bido, a desentonar en el salón -peor, a no ser admitido- da alas a
la imaginación más asentada. Los preparativos del paso del empe-
rador de Occidente por París hacían andar a todo el Palacio de ca-
beza, con ocho días de adelanto. En una casa más bien indolente,
a la que se da cuerda como a un viejo reloj rústico en los rituales
maquinales de cuartel (diana, relevo, cubrir carrera y fanfarrias),
se veía nacer un ajetreo ansioso. La cuenta atrás había comenza-
do. Un ejército de plumeros, secadores, trapos, grúas, escaleras y
cortacéspedes se desplegaba por todos los rincones para sacar
brillo a los cobres, encerar, pulimentar, rastrillar la grava, rastri-
llar los arriates, sustituir los naranjos; los consejeros de paso len-
to corrían por todos los lados en los pasillos; los más jaraneros se
contristaban, inabordables. Se sentía madurar un gran aconteci-
miento, al mismo tiempo que aumentar el nerviosismo al hilo de
los días (y uno no podía dejar de pensar en la casita del farmacéu-
tico de provincia preparándose con mucha antelación para la gran
cena decisiva en la que el gobernador en persona haría acto de pre-
sencia). Una lista de invitados circulaba bajo cuerda en medio de
murmullos y consternaciones. ¿Quién asistiría al almuerzo? ¿Al
café? ¿Con el resto de la delegación americana, en el salón de al
lado? Los que habían vislumbrado su nombre ocultaban su exal-
tación, los demás su desamparo. La llegada, la víspera, del Secret
Service para inspeccionar los lugares -Ray-Ban, auriculares, altas
siluetas elegantes, gestos a la vez ligados y precisos, sexy y con-
tundentes- nos ponía a todos en las ventanas, pasmados: cine de
verdad. No dábamos crédito a nuestros ojos. Nuestros gorditos de
los "viajes oficiales", desesperadamenta aplicados, achaparrados
y con los pantalones retorcidos, trataban de seguir sus pasos, ja-
deantes, farfullando en un mal inglés para responder lo mejor que

358
podían a las preguntas lacónicas de los nuevos amos del Palacio,
de zancadas felinas y desdeñosas. Volvíamos la cabeza, avergon-
zados. ¿ Cuándo dejará nuestra infantería patriótica y rolliza el
vaso de tinto por la naranja exprimida? ¿Cuándo estaremos a la al-
tura, cuándo tendremos la baniga lisa? Vaya, esa elegancia admi-
rable de los superhombres de escolta nunca será la nuestra. Pero
esta tristeza se desvanecía al hilo de las horas (incluso si el Secret
Service, a la vista de todos, controlaba a partir de ese momento la
situación: parque, vías de acceso, escaleras) y la excitación llega-
ba a su cima la víspera por la tarde, cuando una señorita del pro-
tocolo me informaba con tacto que podía considerarme como
libre el día siguiente, más valía llevarse un expediente o dos a
casa, al menos me dejarían en paz. Hay circunstancias en las que
un "antiamericano" que no quiere molestar debe quedarse en
casa. Así es como viví cada visita a París, o a Versalles, del "pla-
netarca", como los griegos llaman al Presidente americano: como
un coitus interruptus, lenta ascensión sin conclusión.
Se decía que Francia tenía una gran tarea ante ella: "pasar de la
nostalgia del poder al objetivo de la influencia". Es el deber de los
medianos, hombres y países, que ven cómo se consumen cada día
sus reservas de soberanía (empezando por lo que las hace dife-
rentes de los demás). El mediano es un entredós; se propone para
los buenos oficios, como corresponde a los adjutores Dei, pacien-
tes con relación al Todopoderoso, agentes con relación a los pe-
cadores. Francia queria pues servir de intermediaria entre América
arriba del todo y África abajo del todo, donde los presidentes lo-
cales reciben al nuestro -que se hace cinco en tres días, exacta-
mente como un presidente americano de gira por Europa- con la
misma ansiosa excitación, el mismo deseo de que todo esté im-
pecable, que nos caracteriza a nosotros cuando se trata de "ofre-
cer al huésped de la Casa Blanca un marco y una seguridad
dignas de él". Tal es la naturaleza factual de las relaciones de po-
der: se reproducen idénticamente en escalas diferentes. El incon-
veniente del país mediano es que se siente demasiado grande para
interesarse por los pequeños, mientras sigue siendo demasiado
pequeño para interesar a los grandes. Si intrigamos a los notables
americanos en 1981, porque creían esas rosas un poco equívocas,
vagamente peligrosas, a las que vigilar de cerca, pude ver por mil
señales, en años siguientes, relajarse la curiosidad y la considera-
ción por un "aliado impecable" -hasta tal punto conseguimos
borrar la pequeña diferencia. Una vez puesto en órbita un satéli-
te aburre, Cabo Cañaveral mira para otra parte. Moderados en

359
adelante por Alemania, el nuevo director continental, nuestros
amigos norteamericanos ya no tienen demasiado tiempo que per-
der en Europa con los franceses, concienzudos pero un poco len-
tos (como nosotros con los senegaleses, esos demasiado buenos
alumnos). Y senegalés fui yo mismo en Norteamérica (adonde no
había ido desde 1961, por falta de visado de entrada). Con el
mismo asombro y la misma exaltación que, antaño, el empollón
de Dakar educado en el culto de sus ancestros los galos y de "ami-
ga mía, vamos a ver si la rosa" descubre qué es lícito en el Barrio
Latino e incluso está bien visto burlarse del gobierno y de los ma-
nuales escolares, yo surcaba esos admirables Estados Unidos, el
último lugar de Occidente donde se puede meter uno con el im-
perialismo americano sin pasar por un retrasado o un neonazi. El
afán de emulación normal en país colonizado obliga a esos natu-
rales del país a ir a la metrópoli para descolonizarse el espíritu; y
la declaración que os hacen pasar en casa, en París, por un "an-
tiamericano" cascarrabias y fascistizante parece sagaz o normal
en un comedor del New York Times o en una sala de conferencias
de la Rand Corporation. Por mi parte, contaré entre el número de
ventajas paradójicas de este período eliseano la de haberme vuel-
to más bien "proamericano" (por seguir con esos términos idio-
tas). Es Estados Unidos, por ejemplo, quien ha vuelto in, en
nuestro establishement, la lucha contra el apartheid sudafrica-
no, causa hasta entonces marginal, piadosamente confinada en
los círculos comunistizantes o "cathos de izquierda". Al encon-
trarme con Olivier Tambo en Estocolmo en 1982 tomé la iniciati-
va, atolondradamente, de invitarle poco después a París. El
dirigente en activo de la ANC fue recibido a la chita callando; fue-
ra de Claude Cheysson y de Danielle Mitterrand, rigurosa y fiel,
que lo acogieron con los brazos abiertos, nadie se interesó por él.
Algún tiempo más tarde la comunidad negra americana salía a la
calle, Time y Newsweek se movilizaron, Ted Kennedy fue a rega-
ñar en su país a los afrikaners. La causa estaba ganada y de una
cosa a otra el viaje a Soweto se convirtió entre nosotros en un
must. En 1981 el nombre de Nelson Mandela dejaba oficialmen-
te indiferente; diez años más tarde era alguien junto al que había
que fotografiarse. El "imperio americano" había arrastrado a la
izquierda francesa a la izquierda. Como civil servant experimenté
también una cierta envidia por esa Roma deteriorada que provee,
de una manera muy gramsciana, a los medianos de hegemonía
y de proyección de fuerza, tanto intelectual como financiera y mi-
litar. ¿En qué parte que no sea Washington se siente de igual modo

360
resonar al planeta entero, con tantas conexiones con él? Viajando
a través de los think-tanks de la US foreign policy -Hoover Insti-
tute, Georgetown, Johns Hopkins, Carnegie, Harvard, etc.-, vien-
do la tolerancia, la audacia crítica, la libertad de tono reinante en
las revistas y los coloquios de la "comunidad estratégica", he me-
dido mejor el tutelaje de las periferias, la estrechez provincial que
impregna las visiones de nuestras autoridades del mundo exte-
rior. Lo más divertido es que están en su mayor parte inspira-
das por una metrópoli que no cree en ellas. En 1985 en París, en
, nuestros periódicos, clubs y fundaciones sólo se hablaba de una
formidable revolución tecnoestratégica que venía del "escudo es-
pacial" y de los "rayos láser". Se llamaba el SDI, la "iniciativa de
defensa estratégica", que dejaba en lo sucesivo sin objeto, decían,
la disuasión nuclear y nuestra "bombita". Yves Montand animó
en televisión una gran emisión explicativa para escenificar esa
ruptura decisiva, que nos permitiría quizá detener in extremis las
oleadas del Ejército Rojo. El efecto sobre la opinión local fue enor-
me. El azar quiso que yo me encontrara algunos días antes en
Estados Unidos, huésped del subsecretario de Defensa en la admi-
nistración Reagan, Richard P., número dos entonces del Pentágo-
no. Había simpatizado con aquel feroz antisoviético, especialista
en John Donne. y los poetas barrocos ingleses tanto como en la
planificación nuclear (doblete vivamente desaconsejado a un
francés, mientras que la ida y vuelta entre la universidad y la ad-
ministración es allí algo aconsejado). Me explicó con precisión
que ese pseudohíto cósmico era un truco de comunicación mon-
tado expresamente bajo su responsabilidad, por iniciativa del Pre-
sidente, para forzar financieramente a los soviéticos y conseguir
algunos créditos suplementarios en "investigación y desarrollo".
Por lo demás, una tontería destinada al consumo externo. De lo
que informé detalladamente, a mi regreso, al presidente Mit-
terrand, a quien Védrine por su lado había puesto en guardia con-
tra esa vasta diversión. Es uno de los milagros americanos que
pueda nacer una afinidad personal entre un patriota antiimperia-
lista curioso y un patriota imperial avispado. Y todavía es otra
complejidad, ésta propia de un Estado de derecho complicado:
cuando mi amigo pasaba por París, y aunque estuviera en lo alto
de la escala jerárquica, en virtud de un reglamento que concede
al embajador americano en Francia un derecho de fiscalización
sobre los interlocutores locales de todos los miembros de la ad-
ministración de viaje por su país de residencia, no se le concedía
autorización para ponerse en relación conmigo. Por eso se las in-

361
geniaba para vernos a escondidas, en los salones traseros de un
bar, para charlar clandestinamente sobre alejandrinos y kilotone-
ladas. ¿Cómo no nos va a gustar un país en el que encontramos
hombres libres incluso en el centro de la oficialidad?

1989. Que la conmemorac1on de la Revolución francesa haya


coincidido con su entierro, que los socialistas hayan presidido la
desaparición de la idea socialista en este país, que la izquierda
haya hecho una política de derechas -todo eso, anecdótico, re-
cuerda una constante aún subestimada y que a los futuros decep-
cionados de cualquier orilla les vendría bien tener en cuenta
cuanto antes: la forma política del esnobismo que constituye el
desmarque de sí mismo. El placer infantil con que nos dedicamos
a desmentir la idea que los demás se hacen de nosotros, a hacer
que se alegre el vecino-adversario actuando al revés de lo que es-
pera (el pulgar en el mentón, "¡te he pillado, eh, tramposo, a que
sí!"). El partidario del reparto pone tanto cuidado en seducir a los
hombres de negocios como un general de división en hablar de
metafísica con un profesor o que un liberal convencido en practi-
car lo social. Ese paso cruzado, casi instintivo, no es ajeno a nues-
tras divinas o malditas sorpresas (según se sea adversario o
partidario). Siempre se puede contar con un socialista para lim-
piar las últimas huellas del paso de Jaures por esta tierra, y con
un gaullista para borrar hasta la sombra de una obligación gau-
llista (como si cada nuevo equipo quisiera en primer lugar con-
vencer a los adversarios que pueden hacerlo igual de bien, si no
mejor). A veces me pregunto si el permanente discreteo de los
profesionales, que no ponen en el programa y con razón, no de-
bería legitimar en el aficionado de base el voto de frentes al revés
(voto a la izquierda para tener una política de derechas, voto a la
derecha para tener una política de izquierdas). Pero no es conve-
niente, se me dirá, levantar la liebre, pues si la cosa se extendiera
volveríamos al punto de partida. Basta de bromas: la ironía de la
historia tiene de qué helar cualquier veleidad de prejuicio. El
"efecto perverso" sería una traducción de ello casi demasiado
anodina. Sabemos perfectamente que antes de tomar una medida
simpática hay que prever por adelantado sus efectos contrarios
antipáticos. Prohibir la publicidad de los alcholes o del tabaco es
bueno para la salud pública, malo para la libertad de prensa (que
extrae sus recursos de la publicidad). Descentralizar el poder pú-
blico es bueno para la democracia local; y también para la co-

362
rrupción general y las mafias transnacionales. La bandera azul
estrellada de Europa, la de la Virgen Santa, baja los humos de las
naciones-Estado pero anuncia el regreso de los grandes señores
feudales. Tocqueville mostró cómo los jacobinos habían ejecuta-
do lealmente el programa estatista de los Barbones que habían
decapitado, y los conservadores de todos los tiempos han argüido
para no hacer nada que cualquier modificación brutal del statu
qua produciria indefectiblemente un regreso al pasado. Lo que
complica más aún ese círculo vicioso conocido, el desfase entre la
· personalidad de los actores y el contenido de su acción. La histo-
ria entera se parece a una obra de Brecht donde los mejores ha-
cen lo peor y donde los peores hacen lo mejor sin saberlo. Es
Madre Coraje: nos identificamos espontáneamente con la madre
en medio de las desgracias de la guerra; la cantinera arrastra su
carricoche, lucha por la paz, bella fuerza de vida; y he aquí que se
pone las botas con la soldadesca y provoca, involuntariamente, la
pérdida de sus hijos. En 1960 nunca se me habría ocurrido ir a
Rabat pero· ya he peregrinado a Túnez para encontrarme con los
portavoces de los resistentes argelinos en armas. ¿No era Ben Bella
más simpático que Hassan 11? En 1970 seguía detestando (y legí-
timamente) el poder marroquí y admiraba el orgulloso naciona-
lismo argelino. Veinte años después nos es forzoso comprobar
que el rey de Marruecos, tan grande como político como antipá-
tico como individuo, ha construido un país habitable, donde se
puede respirar, hablar, leer y pensar, mientras que los héroes de
la lucha armada argelina, individualmente tan estimables, han
engendrado la Argelia que ya sabemos.
Para comprender la diferencia que conviene establecer entre el
actor y sus actos, y todo lo que implica ese hiato, Brecht reco-
mendaba el distanciamiento. Es más fácil en el teatro, ante un
episodio de la guerra de los Treinta Años, que en la calle y la his-
toria inmediata. ¿La gente simpática hace cosas antipáticas (y vi-
ceversa)? Quizá, pero los primeros se asoman cada día a la
pequeña pantalla y me hablan en el aparato; tienen un rostro, una
voz, un impulso comunicativos. Las cosas de las que habláis, en
cambio, son para mañana, me conciernen menos, y lo peor no
siempre es seguro ...

Me esforcé y no lo logré. En distanciarme y relativizar. En tener


la perspectiva del buen profesional. En admitir el uno por ciento,
que es una realidad; en comprender lo que significa para una Re-

363
pública "convertirse en una democracia adulta de ánimos pacifi-
cados"; lo que significa para un antiguo grande cultivar su "poder
de proposición y de influencia", en saber que la política de Occi-
dente se haría en lo sucesivo en Washington y la nuestra en lapa-
pelera. No logré felicitarnos, a nosotros franceses, a nosotros europeos,
por el estatuto de autonomía interna del que conservamos el goce
("la independencia en la interdependencia", decía Edgar Faure
para los tunecinos,'el cual sabía cuidar las susceptibilidades). No
pude realizar en el tiempo deseado (y no saco de ello orgullo al-
guno, ya que presumo de realismo) el repliegue sobre el patrimo-
nio, sobre el país de cultura -perfumes, abadías, grandes mesas,
museos-, sobre la dulce Francia donde tan bien se vive. No pude
resignarme a vernos así empujados fuera de la Historia, con pal-
maditas en la espalda y bonitos cumplidos. Fracasé incluso en
roer el hueso de la francofonía oficial, producto de síntesis y de
consolación: Francia es un reino de lenguaje, por supuesto, pero
hace falta algo más que una lengua para crear un reino (¿qué se-
ría un dialecto sin cañones, sin máquinas-herramientas ni telefil-
mes?). Era sin duda mi ilusión creer que se puede seguir siendo
una gran nación al dejar de ser una gran potencia. Esa creencia
no me resulta indolora, y frente al más rápido, al más apabullan-
te declive de nuestra Historia (fuera de las derrotas militares más
rápidamente remediadas), sufrí dolores de amputado. ¿Amputa-
do de qué? De una huella, de una ausencia, de una mayúscula
desvanecida. Los afortunados que no las han inscrito en sus neu-
ronas lo llevan mejor. Cuando el servicio inútil se convierte en do-
loroso es cuando se deja de retroceder. ,
Soy el primero en reconocer lo absurdo de todo esto. El pri-
mero en reírme de los viudos patéticos del romanticismo que se
arrancaban los cabellos porque el cielo está vacío. Llaman al buen
Dios. Nadie responde. Abandono. Desesperación. Soledad. Orgu-
llo estoico. Dios no quiere responder, Dios los provoca con inso-
lencia. Pero si no hay nadie allí arriba, preciosos míos, os calentáis
la sangre para nada. Simplemente no existe abonado en el núme-
ro solicitado. Nada que esperar. La nada. Inútil hacer girar las
mesas. El viudo nacional conserva el énfasis un poco chusco de
Alfred de Vigny en el monte de los Olivos, incluso si el Narciso pa-
triota ha sustituido el enfurruñamiento divino por la desgracia
histórica.
¿Qué puede hacer un seminarista un poco tocado al que intro-
ducen en el arzobispado por la puerta de servicio y que descubre
que los príncipes de la Iglesia reunidos en el salón son ateos? Col-

364
gar sus hábitos en el armario. Esperando días mejores. Es una
manera como cualquier otra de salvar los muebles. ¿ Cómo servir
a un Estado que ya no cree en sí mismo? ¿Cómo dejar el nombre
en los anuarios, incluso si ya no se escribe al margen desde hace
años? Esta sensación de impostura, como de estar a disgusto, de-
semboca tarde o temprano en la dimisión. La mía será tardía, es
el ingenio de descansillo.

París, 28 de diciembre de 1992

Al Señor Marceau Long


Vicepresidente del Consejo de Estado
Palais-Royal, París

Señor Presidente,
La cortesía, la apertura de espíritu, el sentido del deber,
por no mencionar la competencia profesional de los
miembros del Consejo de Estado que tuvieron a bien, en-
tre 1985 y 1988, considerarme como uno de los suyos, a
pesar de los pocos títulos que ofrecía a su consideración,
dejarán en mí un profundo recuerdo. Esto no es, Señor
Presidente, una cláusula de estilo. Descubrí en ese cuerpo
a fin de cuentas bastante desconocido, sobrecargado de
trabajos ingratos y mal remunerados, una cualidad de
conciencia y a veces de abnegación que vuelve desagrada-
bles los clichés de sus detractores.
Me había parecido más conveniente, en 1988, retomar
por un tiempo mis estudios de filosofía y de historia que
continuar unas investigaciones de jurisprudencia en una
subsección de lo Contencioso, tarea manual estimable pero
de un interés intelectual limitado. Un simple principio de
economía de h:¡s fuerzas podía explicar mi licencia. Al no
haber en la actualidad ningún otro "acomodo" en la fun-
ción pública ni en el sector privado, todo, empezando por
el respeto y la amistad que siento por muchos de mis cole-
gas, y acabando por la dificultad de tener que vivir de la
pluma, deberla persuadirme para volver al Palais-Royal.
Pero las "conveniencias" se han convertido entretanto en
consideraciones personales sobre el valor hoy del servicio
al Estado. De nada servirla el ardid de buscar lo conve-
niente y la comodidad: al final es demasiado incómodo sa-
crificar las convicciones al bienestar. Así pues lamento,

365
Señor Presidente, tener que presentarle mi dimisión. Verme
"dado de baja", según la fórmula oficial, me será menos pe-
noso que asistir día tras día y en los primeros palcos i:t la
disminución de la República.
Permítame explicarme.
El Consejo de Estado es un lugar superior. Haría falta
además que hubiera un Estado al que aconsejar. ¿De qué
sirve servir a algo que ya no sirve? ¿Por qué cuidar de un
cuerpo cuya alma se apaga? Del Estado republicano, el
que sobrevivió un año con otro bajo nuestros ojos, al ha-
ber desertado de sus propios principios y finalidades sólo
tiene las apariencias. La amplitud de la catástrofe impide
imputárselo a tal facción, partido o coalición provisional-
mente en el poder más que a tal otra. El dejarlo en sus-
penso parece colectiva y colegialmente asumido por los
gobernantes de hoy, de ayer y de mañana.
So capa de "modernización", la rebaja de los servicios
públicos a empresas comerciales y el interés general por
todas partes sustituido por la sola lógica de la rentabili-
dad; so capa de "regionalización", la vuelta forzosa de los
reyezuelos, de los feudos de familia y de los notables, es
decir, la regresión feudal de lo que se había supuesto uno
e indivisible; so pretexto de "tolerancia" y de "derecho a la
diferencia", el laicismo deshecho en la escuela y la ins-
trucción pública entregada a las comunidades religiosas,
a los intereses cambiantes de los jefes de empresa, a los
humores del orden local; so capa de "construcción eu-
ropea", la dejación de responsabilidades con los vecinos,
la abdicación de todo querer propio, el cual no se con-
funde con el amor propio; bajo el nombre de "solidaridad
occidental", la nación alineada, alienada con las hegemo-
nías de fuera, hasta el envío puro y simple de las fuerzas
francesas, por todas partes por donde andan comprome-
tidas, teatros de operaciones o de comedias onusianas,
bajo mando americano; con la anestesia de las imágenes,
las virtudes privadas sustituyendo a las obligaciones cívi-
cas, la caridad-espectáculo de un día a la organización
más laboriosa de una injusticia, y el ideal boy-scout a la
ayuda pública para el desarrollo; bajo las invocaciones a
la "sociedad civil", una pléyade de autoridades adminis-
trativas independientes, de comités de sabios, de organis-
mos especializados, de camarillas de todas clases, en

366
lugar del ciudadano y de sus representantes elegidos, es
decir el abandono de la ley deliberada en común por el
reglamento incontrolado; en fin, el ascenso a puestos pro-
piamente políticos, al término de una perniciosa confusión
de. los géneros, de caballeros de fortuna y de comunica-
dores; en resumen, la lenta destrucción de la República
por aquello que la niega, en lo moral y en lo propio: el
mercantilismo individual y la demagogia mediática. Tal
es el cuadro que se nos ofrece. Perdóneme si soy miope.
Sé bien que la democracia a la francesa que se llama-
ba "República" no es la forma acabada del devenir huma-
no y que nuestra alta jurisdicción no es responsable del
discurrir de las cosas ni del mundo tal como va. Tampoco
ignoro que la avalancha mimética de nuestras elites hacia
el modelo americano de vida y de pensamiento se remon-
ta al menos a la marcha del general De Gaulle, en 1969; y
que el período de Restauración planetaria que atravesa-
mos en la actualidad apenas si anima a la fidelidad a los
principios originados en la Revolución francesa.
Ciertos ingenuos, entre los que estaba, habían esperado
mucho de una alternancia política, en 1981, para invertir
ese movimiento o enderezar esa deriva. Los discursos pro-
nunciados permitían pensar que nos hacíamos por ese
lado otra idea del hombre y de la cosa pública. Cuando la
nueva religión del provecho en el interior y de la normali-
dad en el exterior hubo ganado claramente a sus adversa-
rios de antaño, pedí muy respetuosamente al presidente de
la República que tuviera a bien eximirme de las funciones
que ejercía cerca de él. El Consejo de Estado me pareció
entonces como un hogar de resistencia posible al aire de los
tiempos. ¿No está libre de la tiranía de la opinión, de las
presiones de los poderosos y de la necesidad de cuidar su
"imagen"? No le ocultaré, Señor Presidente, que he llega-
do, en estos últimos tiempos, a ponerlo en duda. Y cuan-
do leo en el encabezamiento del boletín de información de
nuestra Casa (diciembre de 1992) esta divisa exultante
"¡Consejo de Estado, aún más de Europa!", siento alguna
inquietud por las ideas reguladoras de la República a las
cuales tengo la debilidad de entregar mi fe.
Las últimas decisiones, entre ellas la resolución Nico-
lo, tomadas por el Consejo desde 1987, contrariamente a
toda su jurisprudencia anterior, han sometido ya las leyes

367
francesas a los reglamentos comunitarios, extrañamente
asimilados, para la circunstancia, a tratados internaciona-
les. Primacía del derecho europeo sobre el derecho nacional
que ratifica, a las claras, la inanidad de nuestros debates
legislativos, la inutilidad de nuestro Parlamento y la vejez
del viejo principio según el cual el pueblo es origen de
todo poder. Me pregunto simplemente si al desaparecer la
soberanía popular será la supranacional o más bien in-
franacional la que ocupe su lugar, y si la vasta impotencia
europea podrá realmente sustituir a nuestra modesta po-
tencia pública. Un fallo de 1992 ha legalizado desde en-
tonces el velo y otros signos religiosos en las escuelas de
la República. Al ser Francia el único país laico de Europa,
por principio constitucional, ya va siendo hora sin duda
de atenuar esta anomalía. Uno contra once, no era razo-
nable ...
Para un republicano, una resolución que legaliza no
vuelve más legítimo lo que no puede serlo en sí. O enton-
ces, mutatis mutandis, tendríamos que haber considerado
respetables las leyes raciales promulgadas por el Estado
francés en 1940 porque fueron validadas en toda regla y
después del examen del Consejo de Estado de la época,
y aprobadas por la opinión mayoritaria. "Y así no pudien-
do hacer que lo que es justo sea fuerte, hemos hecho que
lo que es fuerte sea justo ... "
Usted sabe mejor que yo, Señor Presidente, porque su
altura de miras y su sentido incomparable del Estado se
lo permiten, que el miedo a perder el último tren lleva las
más de las veces a equivocarse de andén. No estoy segu-
ro, por mi parte, de que contribuyamos a proteger a los
ciudadanos contra el regreso de los bárbaros eligiendo
adaptarlos, es decir acomodarlos, a las relaciones de fuer-
za del momento. Lo que creo, o creo saber, de la Historia
de Francia me informaría más bien de lo contrario.
Le ruego que acepte, Señor Pres,dente, la expresión de
mis sentimientos tan deferentes como desolados.

Deferente era verdad, y lo sigue siendo; desolado, una media ver-


dad, por desgracia. Una vez echada esta carta al buzón, después de
media hora de idas y venidas por la acera, el pecho, confesémos-
lo, se desbloqueó. Detrás del despecho del monaguillo que descu-

368
bre su tabernáculo vacío despuntaba un alivio poco glorioso: la
vuelta al vagabundeo. Sin impedir la pena, la cólera o las ganas de
luchar aún por sus fantasías, esos reencuentros liberaban un es-
pacio casi veraneante de imprudencia. Diez años de vigilancia, en
lo tocante a los pulmones. Despreocupado como estaba todavía
del París sofocante de las letras y de las ideas -que por compara-
ción confiere a los "círculos del poder" un encanto primaveral de
parques para niños-, pude creerme restituido a los tiempos oxige-
nados de los actos, de los pensamientos para nada, sin "acción" ni
reacción. En fin confiarse al tiempo perdido, sin temer a su som-
bra, al micro que anda por ahí, a la cámara invisible. No se aprecia
lo bastante ese lujo moral, vicio reservado a los despreocupados y
del que nos priva demasiado rápido la asiduidad de los grandes
personajes: la metedura de pata, el paso en falso. El privilegio de
tener emociones sin precauciones. Sin pegarse al terreno, tomar el
viento o el pulso. De frecuentar demasiado a los prudentes se aca-
ba por convertirse en uno de ellos. Todo el mundo sabe que la pru-
dencia es la madre de la seguridad. Sólo que hay una buena y una
mala prudencia, y no sabía qué fácil es pasar de una a la otra. ¿En
qué se reconocen esas hermanas gemelas? La prudencia del hom-
bre de acción responsable es una virtud libremente asumida; la
prudencia de los hombres inactivos obsesionados por su imagen
interviene bajo la coerción. No es ya moral, es defensa civil. Esos
grandes ansiosos bajo vigilancia no pueden bajar la guardia ni un
minuto. Nada de circunspectos: tetanizados, atrapados. No es cul-
pa suya si están más expuestos que la media al trastorno de las in-
tenciones. Nuestros hechos y gestos se vuelven contra nosotros, es
la suerte común; nada más despegar giran sobre el ala, se ponen
de espaldas, y vuelven a girar como kamikazes para aplastarnos en
el suelo. En el ágora mediática, sala de ecos tapizada con espejos
deformantes, donde lo que se dice de lo que decimos o hacemos se
convertirá tarde o temprano en lo que dijimos o hicimos en reali-
dad, el robo de los actos y de las palabras es una industria. Un sa-
queo organizado y consentido que tiene fuerza de ley. Todos tuercen
y retuercen torcidamente al prójimo con toda su fuerza, por tur-
nos. Entonces las presas se inmovilizan, con puertas y ventanas
cerradas, se hacen el muerto o el idiota. Doble lenguaje, doble
vida. Nuestros representantes declaman, engullen, inauguran,
brindan, aman, se exhiben, dan vueltas, todo para engañar a ese
miedo pegajoso, sin día de asueto. Nada de canguelo lívido, los
obuses en la trinchera, el bosque en llamas bajo la ventana. Ése es
un miedo saludable, memorable, útil, como una bofetada de áni-

369
mo. Para la gente de manivela (y los que giran alrededor, parásitos
de parásitos), la primera preocupación es cómo pasar entre las bo-
fetadas. Entonces saltan de un miedillo a otro, lo que, a la larga,
les da mal aspecto. Eso se ve en los hombros un poco encogidos,
en una chepa, una sonrisa un poco helada; en una cierta manera
de achaparrarse, de andar de lado, de reducir trapo para ofrecer
menos agarre al viento. En privado algunos se desarrugan, se sa-
cuden, vuelven a encontrar su cuerpo, su timbre de voz, palabras
propias. El hombre o la mujer públicos se descubren a puerta
cerrada, off the record; ya no se les reconoce porque son ellos mis-
mos. Es conmovedor, esas vueltas a la infancia en reuniones priva-
das, en los raros momentos en los que los vulnerables olvidan
minas y ametralladoras. No es que nuestros elegidos, siempre a la
busca de "soluciones audaces", carezcan de "valentía política" para
"afrontar los problemas". Esa valentía casi estatutaria forma parte
de la función. Para dar pruebas de audacia en las "grandes eleccio-
nes de la sociedad" (siempre en lenguaje editorialista o parlamen-
tario), además fue necesario salvar la piel. Permanecer "en la
carrera", en el "pelotón de cabeza". En el patio de los pequeños, o
mejor, de los mayores, pero siempre en el ajo, en el flujo. Sólo este
perdurar se paga con diez o veinte años de angustia, con un pe-
queño gran miedo al día. Miedo a pararse, si hace demasiado; de
perder la ocasión, si no hace lo suficiente; a hundirse, si se queda
a medio camino. Miedo a mojarse y a caer en la trampa, a la mí-
nima palabra de más, al magnetófono que se queda enchufado, a
la foto embarazosa, al apretón de manos que marca de por vida,
del que el adversario hará un cartel y el biógrafo una sobrecubier-
ta. Miedo a no sonreír ante el objetivo (ese tipo es siniestro) o des-
ternillarse (ese tipo es un payaso). Miedo al periódico del día
siguiente y al recepcionista del hotel, que le verá subir la escalera
con una mujer que no lleva su apellido. Miedo al sondeo desfavo-
rable, miedo al miércoles por la mañana, día en que sale el Canard
enchainé, el Boletín oficial de la parroquia. Miedo al Exocet lanza-
do un domingo por la tarde contra él desde su propio campo, a las
sonrisas en los bancos de la oposición del lunes, a adoptar una
postura el martes que el acontecimiento del jueves va a contrade-
cir, a hacer una mala elección el viernes y a no cubrirse a tiempo
el sábado, a perderse su 7 sur 7 (célebre programa de televisión) el
domingo. El genio, dicen en la profesión, está en no cometer erro-
res. Y el peor de los errores, en términos de oficio, es quedarse
solo: separarse de la base, del electorado, del patrón, de los "ami-
gos". De ahí la vigilancia de cada día. Nunca se sabe de qué estará

370
hecho mañana, ni cómo van a ir las cosas (esa huelga del sector
público, ese golpe de Estado en Rusia, esa reforma de la Seguri-
dad Social, esa coalición renqueante). De ahí una reserva de bue-
na ley, una ponderación de larga duración, sembrada de pequeñas
frases como cardos en un prado; justo lo que se necesita para que
no te pisen. Para cosquillear a la opinión sin chocarla, salir del
bosque sin descubrirse, unirse sin bajarse los pantalones, tomar
distancias sin romper, rectificar el tiro sin desdecirse, decir sin de-
cir, hacer sin hacer. El ideal para quien debe coger sin dejarse co-
.ger: un estar alerta falsamente indolente, una indiferencia atenta
y aguda, el retroceso en el acecho. La cuerda floja, toda una vida.
Nuestros príncipes son los menos libres de los hombres: esos vigías
funámbulos nunca se pertenecen. Pocas cosas dependen de ellos;
ellos dependen de todo y de todos.
Un día, al abandonar Venecia, Durero exclamó: "¡Cómo voy a
echar de menos el sol! Aquí soy un gentilhombre y en mi país un pa-
rásito". Cuando un parásito se desengancha tenemos un gentilhom-
bre. Entregado a sí mismo, dispensado de esperar, liberado de las
miradas. Todos pueden convertirse en gentileshombres en una Re-
pública, desde el momento en que hay la ocasión, o la oportunidad,
o la locura de vivir a su gusto, a su ritmo, porque no hay que ponerse
cada mañana un medidor de audiencia en el pecho ni al paso de la
tropa. El que puede no gustar sin sufrir por ello, y "mantenerse solo
en una opinión que la muchedumbre abandona", ocupa, en una de-
mocracia de opinión, la posición del noble. No tiene que apelar al jui-
cio ajeno para verificar lo bien fundado del suyo; le trae al fresco dar
pábulo y "enturbiar la imagen". No conozco más embriagadora li-
bertad que ésta: no tener público. Tener que responder sólo ante uno
mismo, y no intentar nunca coincidir con el discurrir del mundo.
Era servidumbre depender de un señor que depende a su vez de
todo lo que no depende de él. Y pura locura querer un señorío para
sí. Para vivir a gusto entre los esclavos del tiempo, para navegar
por esos parajes, tendría que haberme parecido bien el aire de los
tiempos -sondeos, cotas y hit-parades. Mezclar el agua y el aceite.
Un creador debe vivir y pensar incluso contra, al margen de eso;
un político vive y piensa en función de eso. Artista o ilustrado, un
individuo que aprecia la calidad debe hacer sonar la alarma en
cuanto sienta que empieza a ser aceptable o popular; el hombre
público debe inquietarse en cuando deja de serlo. ¿Dónde recogí
esta verdad primera?
La imprudencia, primer paso hacia la soberanía. La impopu-
laridad, el segundo.
6. Ite missa est

Los tribunales del Cielo - Arar el mar - Sólo hay progre-


so técnico - A las duras como a las maduras - Un ani-
mal que necesita amos.
"Ambición: satisfactoria. Asiduidad: mediocre. Aptitudes: pasa-
bles. Resultados: insuficientes." Ante los tribunales del Cielo, los
holgazanes de mi clase se presentarán con un mal libro escolar, y
es muy molesto. Dios ya no es francófono, y no nos hará regalos.
Nada que esperar del tribunal de historia (san Luis, Retz, Bona-
parte y De Gaulle); pasemos por alto, mortales, de minimus non
curat praetor; felizmente, en el mismo pasillo, en la puerta de al
lado, me aseguran que están los Tres Mosqueteros, que hacen pa-
sar a los no admisibles, para una sesión de recuperación ("com-
pensaciones imaginarias, novelas y relatos"). Cuento con un guiño
para distender el ambiente: "D'Artagnan, les diré, no le ha fallado
a las circunstancias pero las circunstancias le han fallado a D'Ar-
tagnan ... ". ¿Es un buen truco para robarle una sonrisa? No es se-
guro. Es la cantinela de los suspensos, a la larga se cansan de ella.
Qué más da. Todos los presuntuosos anónimos corren detrás de
ese "lo habría podido hacer mejor" -garabateado al final de su
vida por un examinador capacitado- que no arregla nada pero
que salva la cara, tan vanidosos somos.
¿Le echaré la culpa a nuestra mala estrella? Demasiado fácil.
Se hablará en favor del traspié como el Frédéric de Flaubert. Pa-
semos sobre la ausencia de peripecias realmente dignas de inte-
rés. La Fronde, Waterloo, junio del 40 -esas desgracias sólo le
suceden a los demás. Pasemos también sobre las bufonadas de la
circunstancia. Cuando la tendencia era al anti-Estado, era cas-
trarse a contratiempo, hacer de chico de los recados de la curia
justo en el momento en que la empresa rebajaba la administra-
ción; el cliente, el usuario; el pequeño juez, los grandes ministros;
el personal contratado, el personal estatutario; el periodista, el
enseñante; la iniciativa privada, el servicio público; la ley del mer-

375
cado, el reglamento; las colectividades territoriales, el Estado cen-
tral; la media europea, la excepción francesa; y lo que hay de
mediocre en América, lo que había de hermoso en Europa. Esa
superioridad de clase, o ese reajuste, o ese desclasamiento, ha ali-
mentado el main stream del que cada patriota se ha zafado a su
manera para no hundirse con él. ¿Qué es un cambio de transpor-
te frente a un cambio de civilización? Un fin de milenio no equi-
vale al fin del mundo, sino de un mundo, de acuerdo. Queda que
nos ha sido concedido asistir no al fin de un mundo, sino de tres
a la vez. Estaba en nuestro tema astrológico que vengan a expirar
tres ciclos de historia de desigual extensión sobre un solo lapso de
vida: el ciclo Imprenta comenzado en el siglo xv, el ciclo Repú-
blica comenzado en el xvm, y el ciclo Proletariado comenzado en
el XIX. 1448, 1792 y 1917, el Libro, la Razón y el Porvenir, los tres
pilares de nuestra religión laica se desmoronaron ante nuestras
narices, a nuestros pies. ¿ Cómo seguir diciendo la misa sin mirar
el misal? Nunca en el pasado tantas rupturas se consumaron si-
multánemente. Inútil deplorar o denunciar. Saboreemos más bien
el privilegio. Esto tardará en volverse a producir.
Cuando entré en religión hacia 1960, la política manchaba de
grasa los dedos y olía a tinta fresca. Un hecho no era creíble has-
ta que no se leía en el periódico; hoy, hasta que no se ve en la tele
no existe. Es arriesgado pero no ridículo querer modificar la His-
toria haciendo hablar a sus silencios y a sus muertos sobre el pa-
pel. La gente de la imagen ha suplantado a la gente del Libro en
el puesto de mando (por eso el profesional de la influencia que es el
intelectual se mete en la televisión y en el cine). Confiarse al pa-
pel y no a la imagen era mantener la ballesta en la era del mos-
quetón. Mantener el porvenir en la punta de la pluma, ese delirio
necesario del escritor reformador para violar la página que de-
fiende su blancura, ya no nos está técnicamente permitido. ¿ Cuán-
tos de nosotros no hubiéramos temblado por ello? (Por fin ellos
van a saber la verdad, ellos ya no podrán seguir como antes. Con
lo que les lanzo ahí, a los lectores ávidos de saber, el Partido co-
munista no tendría más remedio que proceder a su autodisolu-
ción y los socialistas elegir otro comité dirigente. ¿La ENA va a
cerrar? ¿El Quai d'Orsay a llamar a nuestra delegación perma-
nente en las Naciones Unidas? Es probable. ¿Qué le voy a hacer?
La verdad manda. ¿Apenas sale mi libro lo ahogan bajo otros
veinte del mismo calibre y el mismo tema? ¿Recibe tres líneas de
comentario aquí y allí? ¿Desaparece de las librerías al cabo de tres
semanas? Clásica conjura de silencio. El próximo, en cambio, ya

376
veréis ... ) Nosotros, las manos de pluma, hemos pasado de lo es-
tratégico a lo pintoresco: aquí estamos de encajeros de café, pun-
to de Venecia o punto de Alern;on. La supervivencia textil, el tejido
de textos, trama y cadena. Nadie nos impide proponer a los bi-
bliófilos frases cosidas a mano, una curiosidad entre otras. Para
las cosas serias, mirad la pantalla.
Si al menos hubiéramos pasado de la Revolución a la Reforma,
de primera a segunda clase, o de la poesía a la prosa, sólo habría-
mos vivido un decrescendo, entre una deceleración y una dismi-
, nución. Hemos, más verosímilmente, cambiado de partitura. Nos
hemos bajado del tren. No hemos cambiado de período sino de
tiempo. Cuando tenía veinte años el tiempo era una hoja de ruta,
una orden de movilización. Estaba iluminado por delante, y nos
llamaba hacia adelante. La política era el gran asunto porque el
tiempo estaba suspendido como los puentes; vivíamos en el sus-
pense de la revolución de Octubre, ese gran cambio de rumbo, y
de la Revolución francesa, camino inacabado, interminable o más
bien que terminar mañana. El tiempo era un vector indicando del
pasado hacia el porvenir (no programable sino previsible; no ra-
diante sino inédito, diferente de lo ya conocido). El tiempo era un
gran viaje, nos llevaba de un menos hacia un más. Teníamos como
destino otro mundo, que aún no existía en ninguna parte pero nos
estaba prometido; y en nombre de esa misma promesa teníamos
el ánimo y el corazón para denunciar las falsificaciones.
¿Por qué sentirse hoy bajo requerimiento? ¿Y hacia dónde
avanzar? Fin de viaje. Todo el mundo abajo. Ya no hay suspense,
señores pasajeros: acontecimientos sin final. Ya no hay obra.
Nada de bajar y subir el telón. El mundo ha dejado de ser un tea-
tro y la Historia de ser un drama, del que esperamos el último
acto. Lo que se eclipsa en este fin de milenio (sin duda el menos
milenarista de los tres o cuatro últimos de los que se conserva va-
gamente huella) es 1a idea, la espera, la obsesión del desenlace.
¿Pero era razonable acechar uno, y hubo alguna vez un final
cualquiera sobre ese escenario? El ruido y la furia, ¿era necesario
hacer de ello un drama?

Como muchos tuberculosos, Simón Bolívar tuvo un final lúcido.


Antes de morir en Santa Marta escupiendo sus pulmones, en me-
dio de los árboles del cacao y de los ceibas, solo frente a las olas,
aquel octogenario de cuarenta y siete años dio parte en una carta
al general Flores, el 9 de noviembre de 1830, de "algunas conclu-

377
siones ciertas a las que había llegado": América del Sur era ingo-
bernable, lo único que se podía hacer era emigrar, y el estado final
más probable en esta parte del mundo sería "el caos primitivo". Y
añadió esta precisión: "El que sirve a una revolución ara el mar".
La palabra del final del hombre a caballo, ¿no debería servir de di-
visa a miles de peatones, conservadores o subversivos? Podría ser
en efecto que el humorístico testamento del gran venezolano en-
cerrase una bastante buena noticia. Pues, a diferencia de las aguas
estancadas, lago o pantano, el mar, la mar, "perra espléndida" en
el decir exacto de Valéry, está "sin cesar empezando"; y cada ola,
que nace de borrar a la anterior, se ofrece a nuestros ojos como
promesa de juventud. Requiere reja nueva y alegres labradores,
convencidos de que lo harán mejor que los demás. Cada quince
años aproximadamente (intervalo medio de la ondulación hoy),
en la cresta de la ola agonizante, buenos reanimadores nos ex-
hortan a "reinventar la política", tan deteriorada en el último pe-
ríodo, a recrear la democracia, a reformular, refundir, relanzar.
Izquierda o derecha, acudimos entonces con nuestro arado para
arar la ola creciente. No haría falta mucha perspectiva para dar a
ese ritual "reinventar", a los rituales renovados de la reinvención
crónica (siempre "en un nuevo espíritu"), el ritmo pendular de un
eterno retorno. Nuestros responsables nos conminan a volver a
empezar, y como el mal creyente teme irse a pique con su creen-
cia se aferra como a un salvavidas a la primera "perspectiva de
porvenir" que se le tiende. Así daremos a la próxima oscilación el
atractivo exaltante de un renacimiento, hasta la cresta de la ola si-
guiente que nos sumergirá, a nosotros o a nuestros hijos, en el
asco o el remordimiento. Pero no por mucho tiempo. Volveremos.
Mítines llenos a reventar, fervores en las calles, elecciones, tomas
de riendas. Enseguida se echa a perder. Se recupera. Vuelve a
caer. Empieza otra vez. Los ritmos de la esperanza militante, de
tipo maniacodepresivos, se acoplan a las neurosis individuales
del mismo nombre; de ahí la armonía natural en los vaivenes del
fervor partidista y ese desarreglo del humor tan frecuente. ''Tene-
mos derecho a hacer todo", decía Picasso, "a condición de no vol-
ver a empezar nunca". Si nuestros políticos, en conciencia, tomaran
como lema esa palabra de artista, no lo quiera Dios, apostemos a
que ya no habría candidatos en las próximas elecciones. Ni parti-
dos, ni congresos, ni programas. No parece. Cada recién llegado,
en ese terreno, nos promete una copia nueva, vuelve a empezar la
antigua, y apenas hemos denunciado la palinodia cuando nos vol-
vemos hacia la siguiente.

378
Si tanto me han gustado los esbozos y los inicios, ya sea en
América o en Francia, es porque el nacimiento de un ordine nuo-
vo (con más estrépito con que lo hace el ascenso de un nuevo
equipo en un Estado ya con pátina) da la sensación de que labre-
cha, esta vez, va a estar emparentada con la alquimia. Que un
pueblo, o un genio, o una doctrina, va a crear ahí formas nunca
vistas de contrato social -ya se llamen autogestión, dictadura del
proletariado o participación. Que vamos a romper por fin con el
academicismo del pasado -ya se llame Estado de clase, alienación
de masas o dominio de las elites. Que el político va a poder in-
ventar. El "hito histórico", la "gran fecha", es el instante en que
vemos a la ola crecer, con sus estremecidas crestas de espuma, en
que nos persuadimos de que ella al menos será diferente. Es esa
sensación de inminencia la que crea la patética belleza de los co-
mienzos, ese gozo ansioso común a los descubridores de martin-
galas y a los pioneros de los tiempos nuevos los que hacen que
vuelvan a florecer revoluciones victoriosas o crisis de régimen.
Asistí en 1961 a la proclamación del socialismo en las calles to-
davía rozagantes de La Habana; vi en 1979 la entrada del peque-
ño ejército sandinista en una Managua alborozada, sombrío solar
transformado en Campos Elíseos de 14 de julio donde se mezcla-
ban civiles y combatientes, hasta no saber quién desfilaba delan-
te de quién; vi en 1981 un cortejo de machos encorbatados subir
abrazados por los hombros al Panteón. Y en cada virada vibraba
en mí, en una aura de mañana clara, la palabra del joven Hegel:
"La gran obra de arte, divina en su esencia, es la organización co-
lectiva, pensamiento grande que atormenta el espíritu de los
hombres en todas las épocas de crisis social".
Idea fija, engañosa, que traslada al registro político esperas
propiamente estéticas. "Divina" y diabólica no solamente porque
reduce a los organizados potenciales al estado de arcilla, de masa,
de material ofrecido al modelado de un escultor realzado -metá-
fora cuya experiencia "totalitaria" ha mostrado la estéril cruel-
dad-, sino porque suponiendo este acto de creación posible, ese
modelador nunca sería un artista en sentido propio: cualquiera
que sea su arbitrariedad o su megalomanía sólo logrará, en el fon-
do de las cosas, chapucear a partir de unas instrucciones de uso
inalterables, bordar sobre un bastidor subyacente y coercitivo, la
incompletud, con márgenes de invención hoy restringidos a casi
nada. No existe un modo "cínico y utilitarista de ejercer el poder"
-y otro, "moral y desinteresado" (como dice, frente a toda prime-
ra izquierda al final de ciclo, la segunda izquierda evangélica que

379
la adelanta por las palabras pero no por los hechos). Sin duda hay
varias maneras de concebir una política, y de pensar lo político,
ya que el discurso es libre; el ejercicio parece mucho más baliza-
do. La creatividad contemporánea en eso está en lo más bajo.
Nuestros desencantos han llevado el compás de las expectativas.
Si caímos desde lo alto en 1989 es porque desde 1789 (en Francia),
eran desmesuradas. Entonces es cuando la esperanza en tiempos
radicalmente nuevos ha sustituido en los ánimos al espectáculo,
instructivo o divertido, de la eterna comedia que, aligerada corno
estaba de cualquier desenlace o efecto teatral ontológico, podía
hasta entonces bastarse a sí misma y ocupar a los cartógrafos del
corazón humano. Desde hace dos siglos no sería exagerado ver en
el chasco el más pequeño denominador común de los participantes
en el combate político, sean cuales sean el color y la época -el es-
tribillo que recorre las memorias (cuando no son obras de propa-
ganda, hechas para galvanizar o edificar). No es hasta la vida de
nuestros vencedores, que dieron su nombre a nuestros aeropuer-
tos, nuestras bibliotecas, nuestras plazas, cuando se le puede lla-
mar "amarga victoria". ¿Qué dicen, en definitiva, no los ilustres
capitanes sino los soldados de la esperanza que sobrevivieron lo su-
ficiente para volver sobre su combate pasado? ¿Qué dicen los Jules
Valles de la Comuna, los Sadoul del comunismo? Que han sudado
sangre y lágrimas para desembarazarse del Viejo Mundo, y que vol-
vió a ser corno antes ... Como en 1938, en 1945; como en 1788, en
1796; como en 1916, en 1996. Letanía de tristezas. Por muy admi-
rables que sean esos Sísifos para mí, me pregunto si su desilusión
no es todavía ilusión, como un último faldón del velo maya dejado
ante los ojos de nuestros más bellos desengañados.
Si tuviera el descaro de tomar mis incomparablemente más
modestos fracasos por una iniciación, dándole a treinta años de
decepciones una moraleja de fábula (a riesgo de privar a esas tri-
bulaciones de ese suspense que, de bote en falso en rebote, daba
pese a todo ganas de seguir), estaría tentado por este consejo de
sentido común: para libraros de los sortilegios, romped también
con el desencanto. Un desencantado es todavía un buen cliente
para los encantadores. Olvidad la amargura. A menudo prepara
una enésima arrogancia, como la apostasía una segunda conver-
sión al revés. Sin Mane, Thecel, Phares que enarbolar por encima
de las cabezas, sin legitimidad de sustitución en mi sombrero me
cuidaré bien de llamar a quienquiera que sea a orar y a arrodi-
llarse ante la panacea de mañana. No he recuperado la salud y no
estábamos enfermos; en un manicomio, cada uno gasta de lo

380
suyo. A semejanza de los delirantes del foro que se las dan de
buen doctor, la política que se erige como solución es una enfer-
medad que se da por una medicina. Al menos habré aprendido a no
ver ya en el "alto responsable", más neurótico que la media, a un
posible terapeuta para nuestras propias neurosis. Aventureros op-
timistas anuncian que "el fin de las utopías y de las ideologías"
permitirá una vida pública modesta y grata. Aunque lo deseo tan-
to como ellos, temo que tendrán que abandonar sus pretensiones.
La peor de las ilusiones sería la de una sociedad sin ilusiones. La
,expresión "mentira de Estado" es una redundancia: allí donde
hay institución hay superstición, es la lógica quien lo quiere.
Las ilusiones motrices se deben trocar, evidentemente, cada
vez que podamos, una más mortífera por otra que lo sea menos.
Pero, además de que las virulencias comparadas de los credos no
se ven a simple vista ni en el momento, no se ve cómo renunciar
a ellas sin decaer. La gracia, si se puede llamar así, reside en que
sanar radicalmente de la necesidad de ilusión equivaldría a mar-
chitarse, como agente histórico responsable; para curarse de esos
delirios hay que repetir. Un militante puede jugar con las dosis,
no con el principio (a reserva de abandonar el escenario). Mal in-
curable, cuidados interminables. Comprendo que a la pena pro-
visional inspirada por tal o cual fracaso, el hombre de corazón
tiene que oponer la Historia que dura. Desde luego. ¿Pero si la
Historia que dura repite, de provisional en provisional, las mis-
mas penas? Treinta años es menos de abrir y cerrar de ojos en
el devenir de una sociedad. Lo que la corriente se llevó. Estoy
de acuerdo. ¿Pero cómo servirse como de una prueba del poco
tiempo otorgado a tal o cual deriva si el rio de Heráclito hace bu-
cles, si cada sociedad se baña poco más o menos en la misma
agua que la precedente? Lo que valía para nosotros no desapare-
cerá con nosotros .. Esa perennidad de las fuerzas delirantes debe-
ría permitir que acojamos la caída de cada ola con una sonrisa de
compasión cómplice, y que palmeemos amablemente el hombro
del decepcionado, al que el fracaso mitterrandista, sandinista,
castrista (y mañana otro ismo hoy en crecimiento) lleva a la de-
presión: "Tranquilízate. Desastres, ha habido otros, y el de maña-
na no valdrá mucho más, ni menos. Eadem semper omnia".
Una época que recapitula sin saberlo las precedentes y las sub-
secuentes, el duelo de lo político, ¿no es la política misma, traba-
jo interminable, penitencia sin fin? Podéis mandar a la porra este
relato, pero no impedir que un adolescente deportivo y un poco
soñador vuelva a empezar otro de la misma especie, el año próxi-

381
mo, donde sólo habrán cambiado los nombres de las personas, las
fechas y los lugares -otro escenario, el mismo cañamazo. Tirad
vuestro hábito a las ortigas, un fulano se meterá en él un segun-
do después. Como el animal humano compone sus variaciones
musicales sobre dos temas dados: la sexualidad y la agresividad
-rústica danza en dos tiempos-; como el poder y el deseo siguen
haciéndonos correr y que no renovemos al cambiar de regímenes
o de máquinas las dos pulsiones fundamentales de la especie, no
hay ni antes ni después para jugar y perder en esta rayuela cuyas
reglas cada generación descubre al final de la partida, sin lograr
que realmente la siguiente se interese por ellas. Ésta está conven-
cida, porque se acaba de inventar una enésima Sociedad de Na-
ciones, una red numérica de amplia banda, y que una forma de
despotismo acaba de desmoronarse, de que se las tiene que ver
con un reparto de cartas enteramente nuevo y de que, para ella,
irá mejor que la última vez (para los imbéciles o los desafortuna-
dos de la generación precedente).
La intensidad de las inversiones, en imaginación, en energía y
en tiempo -ahí estaría el hecho nuevo- irá probablemente a la
baja. Entrando en el porvenir retrocediendo (no hay manera de ha-
cerlo de otro modo), los militantes del medio siglo, víctimas de
ese movimiento casi mecánico que vierte las esperas de un inicio
de siglo ascendente sobre su pendiente descendente, han pedido
mil veces demasiado a la acción política. Y eso, cuando la oferta
disponible no podía ya satisfacer a la demanda onírica y social.
En ese sentido, educativo y sobriamente pragmático, quizá se
puede ver, en la inexorable desaparición del Príncipe en el senti-
do superlativo que Maquiavelo daba a la palabra, en la desapari-
ción de las altivas figuras que han prestado su nombre al mito de
las soberanías todopoderosas y de las decisiones ex nihilo, a lo
Churchill o a lo De Gaulle, la ocasión de una reforma intelectual
y moral. El sorprendente estrechamiento de los márgenes de ini-
ciativa, de los grados de libertad no hace mucho atribuidos al Es-
tado-nación por la planetarización en marcha como a los titulares
del ejecutivo (en democracias donde 'un juez, un periodista tienen
más poder que un ministro o un secretario general de la Presiden-
cia), ¿desvela un secreto que nos negábamos a ver? Si así fuera, en
lugar de quejarse deberíamos más bien (para superar mejor el
abatimiento que inspira el disparo fallido cuando la pistola es de
un tiro) alegrarnos de la impotencia comprobada de los supues-
tamente poderosos. Personalmente, alrededor de 1960, estaba muy
lejos de pronosticarla e incluso, en 1981, de diagnosticarla en el

382
momento, cuando estallaba ante los ojos. La desconcertante di-
minutio capitis de los caciques de la tribu bien podría ser que acu-
se o ilustre el carácter constantemente sobrevalorado del factor
político en la hechura del Horno sapiens -sobrestimación que no
poco debe a la complacencia y la inveterada sobrexposición de la
historia-batalla, de los treinta reyes que hicieron Francia, del vals
de las Repúblicas y de las reformas constitucionales. "Sobredosis"
regionalista mundialmente relevada, desmultiplicada por todas
partes por la "imagen del Presidente". Las dimensiones de la pan-
,talla doméstica, propicias al primer plano, otorgan una prima de
presencia a los líderes, campeones, estrellas y escamoteadores
de escena, en el mismo momento en que se confirma su papel de
simulacro o de comparsa. El volante de los conductores responde
cada vez menos, nosotros estamos cada vez más obligados a te-
nerlos delante de las narices. El contraste entre su visibilidad y su
ineficacia simultáneamente acrecentadas aumentará sin cesar el
número de descontentos y de ánimos frustrados.

Hacia 1960 quise ir "allí donde suceden las cosas"; me jactaba de


asumir la condición humana en sus obras vivas, soñaba con ca-
rearme con su núcleo más duro. Cualquiera que sean las apa-
riencias doctrinales o las vacilaciones de localización -Tercer
Mundo o Europa, Revolución o Reforma- fuimos unos cuantos
millones los que prestamos el juramento de Napoleón: "La trage-
dia, hoy, es la política". Me pregunto si la fórmula no ha enveje-
cido aún peor que el adolescente ultrapolitizado que yo era en
aquellos años partisanos. La famosa palabra se ha desinflado; ahí
está toda arrugada, buena para el diccionario o los temas de ba-
chillerato. No es que no haya ya tragedia, ni ya no sea legítimo
prodigarse. Es verdad que la especie humana es más que nunca
una partida en marc;ha (y en vías de aceleración); que nada es me-
nos arriesgado en nuestra naturaleza que hoy; que aún le está
más permitido que antes a un individuo instruido y liberado, por
simple curiosidad, sentido de las responsabilidades o instinto de
conservación, tomar parte en la empresa sapiens sapiens, sector
"investigación y desarrollo". El joven ambicioso que quiere entrar
en el juego, hoy, con la idea de modificar por poco que sea el re-
parto de cartas, está claro que le interesa volverse hacia la genética,
las ciencias cognitivas o la neurobiología. "Las cosas suceden" del
lado big science y tecnologías punta, no del lado de los proyectos
de sociedad o de los programas de gobierno, cuya sola evocación

383
hace sonreír desde ahora a cualquier occidental medianamente
informado. Lo que seguimos llamando, por costumbre, la res-
ponsabilidad política ocupa el espacio residual de un entredós
incómodo, cada vez más laminado, entre dos tipos de condicio-
namientos: psicoculturales por un lado, tecnoindustriales por
otro, ambos insuficientemente expuestos en nuestra tradición
cultural y escolar. La evolución de las mentalidades colectivas, en
el subsuelo, y la de las prótesis técnicas, a la vista de todos (y tan-
to más invisibles cuanto más evidentes) aparecen como los dos
parámetros decisivos de la aventura incierta. ¿Pero no ha sido
siempre así? Dejemos aquí de lado, si es posible, las placas geoló-
gicas de las religiones, de deriva lenta, como la de los continen-
tes, y cuya temporalidad no está a nuestra escala. Quedémonos en
la superficie, del lado de los acontecimientos. Omitido, pues, lo
fundamental, quiero decir, en cuanto a los nombres propios, de
los Confucio, Jesús, Buda, Laotsé y Mahoma que trabajan sub-
terráneamente el alma colectiva. ¿Qué habría pensado Napoleón
a la vista de la máquina de vapor? ¿Carlomagno, a la vista del re-
loj mecánico? ¿Ricardo Corazón de León, a la vista de la brújula
y del codaste? ¿No hizo Edison infinitamente más por el ensan-
chamiento de las posibilidades humanas, o los hermanos Lumiére,
que Washington y Lenin? ¿No son el automóvil primero, el sonido,
la imagen a domicilio, disco y televisión, esos aceleradores de in-
dividualismo, quienes han echado a perder el proyecto de civili-
zación socialista? Nuestro verdadero Prometeo, hoy más que ayer,
es Dédalo, el patrono de los pequeños artesanos entre los griegos.
El "fabricante de chismes" contribuye más a la hominización de
lo contemporáneo que el hacedor de sistemas, y las verdaderas
decisiones de futuro se toman en los laboratorios y los talleres de
investigación. ¿Qué sería de la revolución feminista sin la lavado-
ra y los anticonceptivos? ¿Qué sobreviviria de la "aldea global" y
de las solidaridades humanitarias sin la electrónica y la informá-
tica? ¿Qué hay más determinante para nuestro futuro a corto y
medio plazo que la explosión demográfica que ha hecho pasar en
un siglo la esperanza media de vida de cuarenta y cinco a setenta
y cinco años, y el planeta de mil a cuatro mil millones de ocu-
pantes? Ese salto hacia adelante no fue ni programado ni puesto
en marcha, y a menudo ni siquiera percihido por los altaneros de
las cumhres, que no tienen el gusto de saber lo que sucede abajo
o a sus espaldas. Primero fue la quinina, las sulfamidas y la peni-
cilina, que cambiaron la vida de los cuerpos, igual que los neuro-
lépticos para el dolor psíquico, el RU 486 para la libertad de las

384
mujeres. Hay revoluciones para los enfermos, ya que, físicos o
mentales, sus sufrimientos tienen una base orgánica, susceptible
de un abordaje técnico. No hay revoluciones en el ser en su con-
junto de los sanos ya que su malestar aquí tiene un fundamento
lógico, el axioma de incompletud, que hipoteca lo colectivo y da
al grupo su cimiento identificativo, sobre el que la manipulación
técnica no tiene dominio.
El ciberpunk tiene el mismo dispositivo óseo-muscular que el
cazador de mamuts de Neandertal en posición vertical, y que se
sepa el paso de la monarquía absoluta a la democracia de opinión
no se acompañó de una transformación zoológica del primate car-
nívoro sometido a las mismas servidumbres alimenticias y repro-
ductoras que hace cuarenta mil años. No más de lo que depende de
nosotros poseer un estómago de rumiante, una dentadura raspan-
te o unos caninos desarrollados (como los gorilas), depende de no-
sotros poder definir una identidad colectiva sin oponerla a otras, ni
circunscribir un territorio sin abrirlo a un punto de coherencia exó-
gena y por eso mismo sagrado: héroe fundador, jefe carismático o
sacrosanta Constitución. A la estabilidad neuroanatómica del indi-
viduo responde la constricción de organización estructural del gru-
po: no tenemos la libre disposición ni de una ni de otra. Esta
constricción fundamental, que intenté definir en otro lugar como
un "axioma de incompletud", lejano eco del teorema del lógico Gó-
del (no pudiéndose cerrar ningún sistema social con la sola ayuda
de los elementos interiores al sistema falta un elemento trascen-
dente para dar consistencia), hace de la vida política de los huma-
nos una "amarga, sombría y sonora cisterna, sonando en el alma
un hueco siempre futuro". Señalar ese defecto constitutivo no equi-
vale a negar las evoluciones positivas ni las mutaciones del medio
ambiente debidas a los progresos técnicos (entre los cuales, en pri-
mera fila, el médico). Éstos no suprimen el imperativo de balbuceo,
lo desplazan. Entre los demás animales, el destino de especie está
fijado por su patrimonio genético. La invención técnica permite en
cambio al sapiens sapiens librarse de la inmovilidad zoológica de
otras especies. En las servidumbres de escasa flexibilidad del estar-
juntos, el hombre tropieza con constricciones de repetición de las
que sus herramientas progresivamente le han liberado frente a la
materia, y eso desde los bifaces de Neandertal, hace cien mil años.
El margen de juego que sus prótesis le dan con relación a la natu-
raleza y a la especie -la pasión política, sin cesar reactivada por la
estructura delirante del grupo como tal, se lo arrebata con relación
al tiempo y a su alter ego. La técnica que evoca erróneamente a

385
Frankenstein, y de la que nos repiten machaconamente que nos
vuelve esclavos, es nuestra principal herramienta de liberación. La
política, en la que todos hablan de libertad, es el cantón de las ser-
vidumbres involuntarias. La felicidad y la desgracia no están ubi-
cadas allí donde lo cree nuestro humanismo; va siendo hora de
redistribuir buenas y malas casillas, aunque deban sufrir por ello el
sentido común y nuestros literatos. Pobres aparatitos -máquinas,
que a menudo pasan inadvertidas para las grandes mentes- están
más cerca de emancipamos que los visionarios que se disputan con
gran estruendo la pantalla de la caverna.
Sería un error, sin embargo, si opusiéramos a los benefactores
de la humanidad, que serían sabios e ingenieros, esos malhechores
crónicos que serían ideólogos y demagogos. Quedaría por explicar
por qué, después de milenios de falsas promesas, deslumbramien-
tos y desilusiones, los vendedores de esperanza siguen acudiendo
a la cita. Es la crónica quien crea el enigma, no la nocividad, has-
ta tal punto los diversos usos que se pueden incorporar a la fun-
ción "gobernalle": desde el consejero de marketing al speech
writer se revelan insumergibles. La respuesta está en nosotros, no
en ellos: de esos Fénix, que mueren de noche y por la mañana ven
su renacimiento, nadie puede privarse. No es culpa de los políti-
cos, ni nuestra, si la investigación científica y técnica no puede in-
ventar una vacuna contra la guerra, el espíritu de ortodoxia o el
racismo. No hay paralelismo posible entre la historia de las rela-
ciones del hombre con las cosas y la historia de las relaciones del
hombre con el hombre. No siendo de la misma naturaleza, no se
desarrollan según el mismo tiempo. Cuando la segadora trillado-
ra llega a estar disponible ya puede una sociedad poner la hoz (y
el martillo) en el museo de las artes y tradiciones populares, el
agricultor no volverá a ella. Cuando las técnicas de sondeo y el su-
fragio universal se trivializan, el que colocara a Hitler en el mu-
seo de los mostruos del cuaternario, entre los fósiles de animales
tiránicos definitivamente anticuados, sería un insensato. La sega-
dora da mejores resultados que la guadaña, pero Asurbanipal no
es más mortífero que el presidente Mao, por la misma razón que
el abate Pierre no es moralmente superior a san Pablo, y que Pi-
casso no es mejor pintor que Velázquez. La noción de progreso no
tiene más sentido en la historia del dominio del hombre por el
hombre que en la historia de las religiones o del arte; no es que
estemos en esto condenados al inmovilismo, sino que sobre esas
vías de incesantes metamorfosis, ruidosas de inversiones y revi-
siones, en las que todo es posible y en todo momento, el "trin-

386
quete de irreversibilidad" no sirve. Ninguna "vuelta atrás" queda
excluida aquí por principio. Podemos estar seguros de neutralizar
algún día el virus del sida sin matar a su portador; pero no se vis-
lumbra por qué operaciones un grupo estable podría sustraerse a
los mecanismos de la delegación de poder, a su encarnación en un
representante que representará siempre más que a sí mismo, ni
cómo anular la premaduración biológica del niño de pecho sin
poner al bebé en desventaja. El hombrecito es el único mamífero
que no puede, en el primer estadio de su crecimiento, asegurar su
supervivencia por sus propios medios. Un recién nacido necesita
ciento ochenta días para doblar su peso; cuarenta y siete un ter-
nero y sesenta un caballo. Coerción orgánica del desamparo,
compartida por el contemporáneo de Pericles como por el de Mit-
terrand, ambos sujetos, en su cuerpo y en su demasiado lenta ma-
duración, a la angustia de abandono, a la busca del padre protector
o de una seguridad en la figura de autoridad. Esos complejos bio-
lógicamente determinados, para los fetos persistentes que somos,
¿habrían cambiado fundamentalmente en el siglo VI antes y el x:x
después de Cristo? No se ve hoy fuente de más desconsoladores
malentendidos que la confusión hecha espontáneamente entre la
historia repetitiva, reversible y programada de las relaciones del
hombre consigo mismo, y la historia acumulativa, "abierta" e
irreversible de las relaciones del hombre con la materia. El hamo
demens da vueltas en redondo, únicamente el hamo faber avanza.
Si se me permite cargar las tintas, todas las desgracias del siglo
que se acaba, en su vertiente liberal y marxista (dos caras de una
misma presunción), le vienen de haber olvidado que en el mito de
Protágoras, nuestro blasón de familia, si Prometeo logra arreba-
tar el arte del fuego a los dioses para dárselo a los hombres, fue-
go del que construirán arados y herramientas, no es para él y para
nosotros más que un remedio para salir del paso, ya que el arte
de gobernar permaneció en manos de los olímpicos. Prometeo
sólo llevó a cabo la mitad de su misión; y quizá su éxito en el
equipamiento técnico del omnívoro oportunista no es más que un
premio de consolación, simple contrapartida de un "jaque mate"
en la competencia política. En lo tocante al ordenamiento de la
ciudad, los humanos seguirán siendo simples aprendices que vol-
verán a emprender cien veces su labor. Está escrito con todas sus
letras en el umbral de nuestra cultura, la nuestra, occidentales de-
masiado seguros de nosotros mismos: la especie humana es sólo
medio éxito; y la cosa política, su parte de fracaso, prevista y re-.
conocida como nuestro mito inaugural.

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En definitiva, hay menos motivos para alegrarse de los círculos
viciosos de la sujeción que para lamentarse. Por mi parte, no veo
nada humillante en el hecho de que las fuerzas que actúan en la
era de Internet y de Airbus sean las mismas que las que existían
en la era de los faetones o del corredor de maratón. Se podría por
el contrario sacar provecho de ello, para reír como para llorar.
Entre las numerosas ventajas que se pueden sacar de una incom-
pletud constitutiva, no eterna sino transversal a cualquier histo-
ria empírica posible, contamos con la facultad que tiene el hamo
politicus, nombre noble del hamo demens, de sentirse en cual-
quier parte como en su casa, en cualquier tiempo y lugar. En ese
continente negro, donde no se debe jurar ni reír por nada, no hay
anacronismos que deban hacemos temblar, ni excentricidades de
las que podamos sentimos indemnes. No hay cadáver vergonzoso
que no puede volver a levantarse, ni "loco de Dios" que no nos
agreda desde el interior -puesto que habita en el fondo de noso-
tros. Se necesitan ciertos choques cronológicos para tener la fu-
gaz intuición de este pensamiento desagradable. Al saltarnos la
división de las culturas y de los tiempos, esas mises en abyme ex-
human raíces enterradas pero siempre virulentas, que se obser-
van a simple vista en ciertos paroxismos, más abrasivos que los
juegos de la paz. Nos resulta difícil representarnos al papa Urba-
no II exhortando, en un día de noviembre del 1095, en la plaza de
Clermont, a unos centenares de creyentes en armas, a "expulsar a
la vil ralea de las regiones habitadas por nuestros hermanos", ali-
berar Jerusalén. No podemos ver a los arzobispos con báculo pa-
sar entre las filas con el estandarte con una cruz roja y bendecir
la espada de los caballeros con la rodilla en tierra. Pero podemos
ver y oír en el sur del Líbano, casi mil años más tarde, a unos a.ya-
tolás chiítas, con vestido negro y turbante blanco, detrás de Baal-
bek, pasar entre las filas de los combatientes islámicos antes de
una incursión suicida en Israel, bendecir su fusil, abrazar a cada
uno de ellos. Y el anguloso rostro de esos "fanáticos" de ojos bri-
llantes está sin duda igual de inflamado que el de sus antecesores
francos. La medicina preventiva no ha erradicado esos "furores
epidémicos", como ha hecho con el cólera o la mosca tsé-tsé. El
desconcierto que sentí un día de julio de 1978 viendo en Managua
a los comandantes sandinistas instalar su puesto de mando en el
de Tachito Somoza, el jefe de la guardia nacional que acababa de
largarse, organizar inmediatamente después los controles, distri-
buir los distintivos de acceso y las barreras jerárquicas, es quizá
de la misma naturaleza que el del paleontólogo que ve dibujarse

388
sobre la pared de una gruta todavía desconocida, a la luz de una
antorcha, los contornos carbonosos de una cabra montesa o de
un mamut. O el que inspira al etnógrafo la aparición en pleno
bosque de un indio en taparrabos y con cerbatana, que se en-
cuentra con su primer blanco. Oír la primera palabra nacer en la
boca del primer hombre: vieja fantasía del origen, de la que
la ciencia debe desistir pero que el antropólogo no puede dejar de
acariciar a su pesar. Es el que atormenta al contemporáneo, el
simple telespectador de las metrópolis, y no sin razón, a la vista
de los gestos fundamentales como la entronización de un recién
llegado o los funerales de un viejo jefe. Un presidente ya no es la
imagen visible de Dios, ¿pero el vínculo religioso y oscuro que une
a un pueblo con su representante simbólico ha cambiado con el
paso de la unción a la elección? ¿No hemos visto en los rostros
que miraban pasar el ataúd del presidente Mitterrand en la pe-
queña pantalla algo de la aflicción que podía embargar a los su-
jetos enlutados de un Capeto, al paso de su cortejo fúnebre? Los
dobles funerales del antiguo presidente, familiares y nacionales,
Jarnac y Notre-Dame, ¿no han recuperado los rituales del antiguo
desdoblamiento funerario de nuestros monarcas -los dos cuerpos
del rey, carnal y simbólico, requiriendo dos ceremonias distintas?
Es alrededor de los ritos de paso esenciales, entrada y salida, re-
surgimientos del inconsciente colectivo, donde aflora, en· el vérti-
go de nuestras sociedades profanas, nuestro tiempo inmóvil.
En ese terreno de perpetua incompetencia seguimos siendo
contemporáneos de la guerra del Peloponeso, de los Doce Césares
y del Siglo de Oro. Tucídides, Suetonio y Saint-Simon podrán dar
a los espíritus curiosos del año 2000 luces dignas de interés para
una mejor comprensión de su telediario vespertino. Son las repe-
ticiones inútiles del poder y del amor los que hacen de un Sha-
kespeare, según dijo Renan, "el historiador de la eternidad". Y de
la actualidad, tal cqmo la desgranan las hojas al día, ese depósito
de eterna presunción, de eterna hostilidad, de eterna estafa al que
podemos ir, en cualquier edad, a mancillar nuestras almas de jo-
vencita en una revigorizante cura de verdad.
Si no hay, en esta sección de la existencia, lecturas o espectácu-
los inútiles, sin duda no los habrá nunca decisivos; y el orgullo que
tenemos al sentirnos al mismo nivel que el rey Lear y Falstaff
(como lo estamos, en el registro angustias amorosas, con Romeo
y Julieta) debe moderarse por el malestar, si no la vergüenza de
comprobar que no lo hacemos mucho mejor que esos desdicha-
dos, como si toda la experiencia, el saber, la riqueza acumulada

389
desde los isabelinos no nos hubieran servido aquí gran cosa. Sin
duda los obreros de lo jerárquico seguirán teniendo interés en leer
a Baltasar Gracián o a Mazarino, mientras que los tratados de
mecánica del siglo XVI o los libros de observaciones astronómicas
del XVII no hay razón ninguna para que interesen a los físicos y los
astrofísicos de hoy. Si esas obras ya sólo son leídas, con razón, por
los historiadores de las ciencias, las primeras pueden ser leídas
con placer por cualquiera, pero sin provecho visible ni incidencia
sobre su comportamiento. No existe una sola de las trescientas
máximas y consejos que componen El político, El oráculo manual
de 1647, en la que un íntimo del Elíseo, de la Casa Blanca o de la
Moncloa no deba y pueda hoy inspirarse en su propia conducta y
el desciframiento de las demás. Lo admirable es que pueda igual-
mente seguir orientaciones prácticas consignadas en el siglo XVII
por un jesuita de Aragón, confesor del virrey y capellán en el ejér-
cito de un marqués, sin ni siquiera haberlas conocido, como si
esos protocolos de experiencia los conociéramos por herencia,
como si existiera en las generaciones, en el terreno de las tácticas
de competencia y de supremacía y a despecho de lo que nos ense-
ña la biología, una transmisión de caracteres adquiridos. Inde-
pendiente de los credos, de las circunstancias y de las lenguas. Las
relaciones de poder tienen sus reglas de oro que no se aprenden en
los libros, como tampoco el desmontaje de los mecanismos de la
manipulación de "varios por uno" nos quita las ganas de recurrir
a ello en caso de necesidad. Frarn;:ois Mitterrand no tomó ejemplo
de Luis XIV, "Es necesario que siempre", escribía este último a
su hijo el delfín, "repartáis vuestra confianza entre varios; la envi-
dia sirve de freno a la ambición de los demás". El hijo de Jarnac
no se dijo: "Mira, no lo había pensado, interesante, probémos1o".
No lo pensó, como tampoco leyó lápiz en mano el Testamento de
Luis XIV; actuó. Y quienquiera que ocupe ese mismo lugar lo vol-
verá a hacer, pues más le vale. Y quienquiera, recién salido de las
escuelas de derecho o de ciencias políticas, que se lance a su vez a
la carrera no necesitará tacones altos o chorreras de encaje para
volver a hacer el duro camino resumido por La Bruyere: "Bus-
camos, nos apresuramos, ambicionamos, nos atormentamos, pedi-
mos, nos niegan, pedimos, obtenemos". Ese mostruo universal,
abisal y superficial, simplista en sus fines y complicado en sus
medios, como usted y como yo, es de ayer y de mañana; habla es-
pañol, inglés, francés y otras cien lenguas, todas ajustadas a la
intención, aunque igualmente desorientadas por el infinito, el ina-
gotable laberinto.

390
El inconsciente político es un saco de malicias; reserva sus peo-
res jugarretas a los que apuestan por las "cajas de ideas" y las te-
lecomunicaciones para cambiar radicalmente las reglas del juego
dominador. En cada época éste lo dispone a su gusto, pero reco-
nozcamos que encontramos en los pertrechos democráticos de la
autoriµad un yo no sé qué de déja-vu que desbarata los proyectos
quiméricos del anarquizante (el cual se cuida mucho de ponerse
manos a la obra) tal cual las revoluciones del futurista reputadas
como capaces de cambiar el aspecto del mundo (así las redes vir-
tuales, las infovías que anuncian, parece ser, la edad de oro de una
democracia sin sargentos ni secretos, igualitaria y libertaria, libre
de fronteras y de relaciones de una sola dirección). Esta irónica in-
sistencia otorga a las "rupturas", "desvíos" y demás "ya nada será
como antes" una virtud muy relativa; tendría con qué revígorizar
a los pesimistas tanto como deprimir a los optimistas. La televi-
sión, por ejemplo, lo ha cambiado todo en cuanto al funciona-
miento de las dominaciones imaginarias -y nada. Abramos el
primer libro de historia del siglo XIX, nos informará bastante bien
sobre el nuestro. Maldecimos la inconstancia, la inconsistencia del
zapping electoral entre nuestros conciudadanos mientras que un
sociólogo expone que "la opinión pública no existe". No era en
1997 sino en 1837 cuando un politólogo anotaba: "No existe opi-
nión pública en París sobre las cosas contemporáneas; sólo existe
una sucesión de aglomeraciones destruyéndose la una a la otra,
como una ola del mar borrando la ola que la precede". Sonreímos
al leer bajo la pluma de Proudhon que "socialismo y amor de las
plazas van a menudo parejos"; nos desolamos al ver que en la pri-
mera elección del presidente de la República francesa por sufragio
universal (masculino), Lamartine obtuvo 8.000 votos y Luis-Na-
poleón Bonaparte 5.434.000. En el juego de las citas y de los re-
cuerdos, donde hay para todos los gustos, cada uno hará sus
crucigramas. La mejor crónica de 1968 y de la generación Mit-
terrand se publicó en París en 1869, y es La educación sentimental,
una crónica de 1848. La fecha no influye para nada.
La rueda de las ilusiones, de la que la incompletud es el cubo,
admite subcontratos más utilitarios, como son las diferentes ma-
neras de imputación derivada que consiste en buscar el origen en
la aparición "fatal" de una maquinaria, de un acontecimiento o de
una doctrina de lo que más nos choca en los extravíos de los que
somos testigos y que nos gustaría pensar que son accidentales o lo-
calizados, teóricamente, y no prácticamente escandalosos. Para un
contrarrevolucionario francés, por ejemplo, los hombres espera-

391
ron a Rousseau y el Terror para degollarse a gran escala, como,
para un anticlerical, tuvieron que esperar a santo Domingo o a la
Saint-Barthélemy para exterminarse divinamente. ¿Quién' no co-
noce exorcismos del tipo sin el nazismo, no habría genocidios; sin
Karl Marx, no habría Gulag; sin televisión, no habria Estado es-
pectáculo? Aquí tenemos causalidades tranquilizadoras. Pero ade-
más de esos beneficios discutibles, siempre de buen provecho, no
olvidemos que el eterno retorno de las religiosidades de grupo y de
las alucinaciones colectivas que necesariamente suscitan, da todas
las oportunidades a la variable "entusiasmo" al lado de la variable
"decepción". Eso confiere tanta legitimidad, después de todo, a la
melopea reactiva como al himno boy-scout al futuro. Mal que le
pese a todos los que confunden determinismo y fatalismo, y toman
una gramática de lo indestructible por un prejuicio de demolición,
no existe ninguna negativa a actuar sobre su presente en el que
busca identificar las regularidades que actúan en la larga duración.
En ese sentido, nuestras coerciones de repetición deberán tanto
menos incitar a la resignación cuanto que tienen el feliz efecto, de-
masiado inadvertido, de dejar periódicamente lo antiguo como
nuevo. Nadie ha pillado más sabrosamente la paradoja como Jean
Dubuffet al confiarle a Paulhan sus desilusiones de posguerra y al
añadir que sin embargo nada ha terminado; pues, "al revés que la
de las chicas, en cuanto a la virginidad del mundo, hay un princi-
pio de rebrote, una permanencia de rebrote que coexiste con la
permanencia de caída". ¿De ese primaveral reflorecimiento, sere-
namente astronómico, en el que lo virgen viene después de lo ajado,
el himen después del divorcio (tanto más cuanto que la memoria
funeraria borra el final de cada estación de la esperanza, Frente
Popular, Resistencia o socialismo, con sus últimos desordenes,
para quedarse sólo con las promesas de los primeros días), quién
se atreveria a quejarse? Algunos, como el propio Dubuffet, sacarán
de ello "una falta total de fe en cualquier política"; otros, menos eli-
tistas, menos "anarquistas de derechas" y felizmente menos nume-
rosos que el campeón del arte bruto, verán ahí una razón más para
volver a ponerse los arreos, con la certidumbre, esta vez, de "hacer
realmente que las cosas avancen". Hay mulas, por suerte, que se
enganchan más fácilmente que otras a la noria de las grandes es-
peranzas. Es bueno para nuestro porvenir común que "el combate
continúe", con músculos y sueños tan frescos. La esperanza es una
pasión vana pero no totalmente inútil.
¿Es posible desengancharse una noche, sin huir? Sería igual de
innoble sacar ventaja de los errores para persuadir a los menos

392
gastados o a los más jóvenes para que abandonen la arena sin vol-
ver a preocuparse por los ferroviarios y por los inmigrantes, como
me parecería igual de injusto verse tachado de enchufado por los
novatos que suben al combate con una margarita en los labios.
Para cortar con esos inevitables reproches de deserción me ha-
bría gustado poder sacar ventaja de una consideración casi cuan-
titativa, algo como un umbral de tolerancia en el fracaso, una tasa
media de duelo más allá de la cual un veterano sería libre de co-
ger el retiro sin indemnización pero sin oprobio particular. Hay
que formar parte de la raza de los héroes para encarnizarse -vox
clamans in deserto- más allá de ese grado de resistencia, física y
psíquica, que varía según los temperamentos individuales. Co-
nozco santos así; yo no soy uno de ellos; el Espíritu sopla donde
quiere. La gracia en este caso depende de la naturaleza, del ca-
rácter de cada uno.
Yo no le recomendaría a nadie que herborizara en el talud del
foso de los leones, hasta tal punto el deber de resistencia a lo peor
se impone a todos. No porque un surfista de las olas no haya des-
viado el curso de las mareas, a pesar de sus bellas resoluciones
iniciales, hay que dejar que devoren a los cristianos en la arena
mirando para otra parte. En materia de compromisos públicos,
los retornos de balancín a menudo hacen pasar de una añagaza a
otra a quienes se dan demasiada prisa en concluir. Aún menos in-
criminaré la voluntad de poder delpoliticus. Por muy bambolea-
do que haya llegado a estar ese ludión, su ambición (que cada uno
es libre de colocar donde quiera) alimenta, a través de inmensos
derroches de energía, las prodigiosas máquinas de hacer y reha-
cer de la comunidad. Lo mismo que el deseo sexual, por muy
egoísta que sea, es necesario para la conservación de la especie, la
pulsión de dominio, por ferozmente exclusiva e individualista que
sea, lo es igual para la reprodución de las instituciones humanas.
En ese sentido, los hombres vanos no trabajan en vano, y noso-
tros deberíamos incluso estarles agradecidos por entregarse de tal
modo, con su deseo de poder y de figurar, al interés general (que
es también el nuestro). A su manera, estos obsesos crean "labor
de progreso" al impedir la vuelta al desorden inicial, al seguir día
tras día extrayendo del montón un todo. Esos egoístas son al-
truistas a su pesar. Y me gustaría creer que, al abandonarlos yo
mismo por egoísmo, podría igualmente servir mejor, a mi mane-
ra, a la causa del Progreso. Es sin embargo a esta mayúscula a la
que yo le vuelvo la espalda, avaricia o retraimiento, dejando a las
vestales de la idea progresista el cuidado de reanimar la llama en

393
medio del desierto, para replegarme a mi jardín, el que cada Cán-
dido se va a cultivar a la caída de la tarde. Lo debo en parte a un
viejo arbolista como Frarn;:ois Mitterrand, que me recordó in fine
que cada una debe tender sus redes a su altura, con sus. talentos
propios, y del lado que pueda. Los líderes que se sucedert, nos va-
mos repetiendo (lo que hacemos desde hace seis mil años), ¿sa-
crifican nuestro ideal militante (que les hacemos compartir sin
pedirle apenas su opinión) a su carrera y a su fama? Tanto mejor:
esos manitús que huyen por todos los lados nos enseñarán a no
volver a sacralizar lo efímero y a devolver al duro deseo de durar,
extrayéndose del flujo, la gama completa de sus medios. La vuel-
ta a la tierra de nuestros ex grandes hechiceros ayudará a todo
hijo de vecino a no equivocarse de ambición, ni de rastro. Corre-
dor de fondo, ¿por qué extenuarse en el sprint?

Con qué facilidad cualquiera se toma por otro. Sería desolador si


no nos encontráramos en el camino con algunos hombres provi-
denciales que nos hacen volver a nosotros. Los tomamos por guías
y son de hecho nuestros asistentes, coadjutores a su pesar y al nues-
tro. Por muy alejados que hayan estado de nuestra vocación, lejos
de desviamos para siempre, descubrimos, al final de la carrera, que
nos han dado ganas de volver a ella. No eran tentadores colocados
ahí para distraemos sino salvadores llegados, aunque un poco tar-
de, para persuadirnos de que no les siguiéramos, colocando entre
ellos y nosotros una señal: vía sin salida. ¿No habríamos podido re-
cuperar nuestro espíritu por nuestros propios medios? No. Mi ini-
ciador en la filosofía, Jacques Muglioni, me lo había advertido. Un
día de primavera de 1956 cogió una tiza para escribir en la pizarra
de nuestro COU, en Janson-de-Sailly, una sentencia que a mis die-
ciséis años le hizo gracia: "El hombre es un animal que, cuando
vive entre los miembros de su especie, necesita maestros" (Kant).
Y añadió de palabra, optimista: "Necesita maestros para prescindir
de maestros". Mal hijo de las Luces, necesité jefes para prescindir de
jefe. Sin duda no hay que confundir bajo esa palabra "maestro" el
que educa instruyendo y el que rebaja dominando, el hombre de
autoridad y el hombre de poder. El latín tenía un nombre distinto
para cada una de esas funciones, magíster y dominus. Unos amos
de la tierra me sirvieron de maestros de escuela. Ésa fue mi suerte,
y mi desgracia; treinta años de formación permanente, la del ba-
chiller desaparece tan rápido. Así pues, loado seas tú, oh mi maes-
tro vespertino, "tú que sobre la nada sabes más que los muertos",

394
campeón en todas las categorias de lo caduco, agregado de camelo
y precario, laureado en fumífero, yo te rindo homenaje. Arrullán-
dome con vanidades, me desengañaste de las mías. Eso llevó tiem-
po, era un tonto. Despertaste en un olvidadizo, salido de los palacios
de la muerte, la memoria perdida de los linajes; te debo el más pre-
cioso, que no es entrever por dónde pasa en los asuntos del día
la movediza, incierta línea fronteriza que separa la transacción,
inherente a la acción sobre las cosas y los hombres, de la capitula-
ción, que desanima a los que siguen para que insistan. De eso, cada
uno puede discutir según sus quimeras o sus intereses del momen-
to. Lo más durablemente precioso es poder localizar esa línea de
puntos, mucho más neurálgica, muy interior ésta, que separa lo pe-
recedero de, lo que lo es menos -o la madera verde de la muerta en
un viejo árbol desplumado. La dificultad se plantea porque esta lí-
nea de partición vital entre todas no es la misma para todos; cada
familia de mentalidades aloja de manera distinta su ser y su nada;
de ahí la importancia para el hombrecito de aprender a su debido
tiempo a qué especie pertenece. Con ayuda de la época, que empu-
jaba la rueda de la eterna espera, ya había visto en esos hombres
sin obras, esos sembradores de olas, mis verdaderos congéneres;
busqué un lugar en su séquito; me apliqué para hacerme ver. Y para
soñar en volverme insustituible precisamente en la especie en la
que los especímenes son más intercambiables, en el sector de los
derroches más improductivos, perdí de vista mi pequeño patrimo-
nio genético, mis verdaderas, mis únicas inclinaciones. El colmo de
la ingratitud seria encima imputar a mis intercesores meteduras
de pata biológicas que me conciernen a mí solo.
Anoto de pasada, oh mi dueño y señor, en lo que a ti respecta,
sabes muy bien distinguir. Las vanas agitaciones no hacen dar vuel-
tas a la cabeza de los hombres vanos hasta el punto de hacer que
confundan la roca y el polvo. Tienes todo el tiempo para observar,
es cierto; mueren viejos los políticos; tienen tiempo de tomar sus
disposiciones. Que "el poder conserva", basta para recordarlo ver
esa excitación, esa vitalidad, ese fuego interno que te prolonga más
allá de los sesenta y cinco años la edad de la jubilación en la fun-
ción pública, y que te cubre los viejos cuerpos baldados con un no
sé qué vivo en la ojeada, fogoso en la corva que permite a todos los
que aguardan en la brecha resignarse. Hasta pasados setenta y cin-
co u ochenta años. Pero después, ¿qué? Después, nada.
Lo has adivinado desde hace tiempo, bajo la piel. Entonces, an-
gustiado sin saberlo, mandas construir. Tu mediateca, tu estadio,
si eres alcalde. Tu sede de la región, tu museo, si eres presidente

395
de un consejo de importancia. Una pirámide, un arco, si eres em-
perador en tu reino. Eso te consuela, oh maestro constructor, col-
gar tu nombre de un monumento. Sobrevivir en hormigón, piedra
tallada, cristal o metal. Es lo que te queda de tus derechos reales
de antaño: respetables presupuestos para inversiones (y tanto peor
para el funcionamiento -después de nosotros el diluvio, el efecto
colosal primero). Ésta es una justa compensación que te concedes
por nada; en tu lugar yo haría algo parecido; no te envidiaria tan-
to si yo mismo hubiera construido mientras tanto una chabola. Al
desesperar de dar forma a los espíritus, a lo largo, y al no soñar ya
con rehacer el mundo, a lo ancho, te esfuerzas en el decorado y la
altura. Tus adversarios clamarán contra la desmesura, lanzarán
pullas contra el pequeño Luis XIV y unos despilfarros versallescos.
Se dice pronto. Cada cual busca dominar como puede el fluido te-
levisivo, lo efímero del electrón y del pixel. Cuando se renuncia a
la Gran Historia, quedan los Grandes Trabajos, en vertical. Son
preocupaciones de epígonos. Te das perfecta cuenta de que Pom-
pidou hizo más por la armazón parisina que Charles De Gaulle -y
Napoleón III que el primero de ese nombre. Cuando el monarca
forjaba una leyenda sólida, el arquitecto manejaba el compás del
albañil. Hoy los papeles se han cambiado: las abejas inauguran los
crisantemos y los hacedores de colmenas se convierten en Miguel
Ángel. No te enfades conmigo, presidente, ministro, alcalde, deci-
didor, si te confieso que esas erecciones tan bien iluminadas por la
noche me recuerdan, cuando deambulo por París, que el artista no
eres tú, sino ellos. Su obra, de ellos, de Pei, Perrault, Tange o Nouvel,
se verá por todas partes y por mucho tiempo. En cuanto a noso-
tros, dueños y servidores, estamos en el mismo caso: nos ponemos
a pirriarnos por lo grandioso a medida que empequeñecemos; me
pagan para saberlo; acosé al gran hombre por todos los rincones
del mundo, y tú plantaste a lo largo del Sena el Gran Louvre, el
Gran Arco, la Muy Gran Biblioteca. Juegas al volumen, no a la
distancia. ¡Qué obsesión por el tamaño -como si la grandeza se
calculara en metros ... ! Nueces vacías a menudo, bastante poco
funcionales; pero no importa, la fachada salva. El vistazo. Las fo-
tos efectistas, los desplegables, el papel glaseado. ¿Quién se atre-
veria a pedir lugares de vida o de trabajo de verdad, cordialmente
habitables, de interior, sin nada para mostrar? No hay tiempo: su-
perficie y volumen. Los príncipes sólo tienen el de llenamos los
ojos de brillanteces y dejar al marcharse sus blasones en el suelo,
en la baldosa de hormigón, detrás de una gran puerta corredera y
acristalada.

396
Sé lo que piensas: que muerdo la mano que tan bien me ali-
mentó (y no es culpa nuestra si lo que alimenta se pudre, si lo que
se pudre sirve para crear, si lo muerto y lo vivo se reactivan así
uno a otro). No niego que exista algún veneno en el elixir que aquí
te sirvo; la gota de despecho es más fuerte que yo; me gustaría tan-
to revisar todo lo que te consagré, a ti Castro, Allende, Mitterrand.
Si me dieras como desquite una segunda vida para corregir las
pruebas de la primera, para volver a darle una apariencia de esti-
lo, o si estuviera en tu poder concederme un serio añadido, esta-
ríamos en paz. Dispersión, febrilidad, miopía, amor propio, prisa
-tus imperfecciones, a la larga, llegaron a ser mías, uno no se des-
hace de ellas en un abrir y cerrar de ojos. No dispongo de grandes
presupuestos ni blasones para consolarme de la nada vibrionaria
con un bungalow a mi manera. Nadie se arranca del flujo de los
días por un golpe de varita mágica. Es demasiado tarde para la
obra; habría sido necesario jugar de entrada a la distancia, cortar
en el mineral acto seguido; es tan duro, tan largo, la mínima hue-
lla. El artista es un animal de cuerpo blando, tendencia molusco,
no crustáceo. Se arrastra por la arena. Se agita todo por dentro.
Sin prisa. Hasta tal punto necesita machacar y rumiar para fa-
bricar su concha, formar al final lo duro con lo blando (papel,
lienzo o celuloide). Hasta tal punto necesita lentitud el lamentable
anónimo, estancado en su campaña anodina y sin fasto, pegado a
su mesa como un mejillón, para rezumar un abrigo habitable mu-
cho tiempo después de su muerte (como cada cual, ermitaño in-
satisfecho, pasa a lo largo de su vida de una concha, de una obra
a otra, huroneando entre todos esos generosos moluscos que nos
han precedido sudando su caliza de palabras para depositarla,
por turno, en nuestros anaqueles de supervivientes, y así sucesi-
vamente, hasta el infinito). ¿Puedes imaginar que ese ser blando,
incierto y huidizo, al que no haces mucho caso, contruya sobre
casi nada una morada abierta al primero que llegue y cuyo nom-
bre rivalice un día con el tuyo -envoltorio de frases, de pigmentos
o de notas, mucho más acogedora y nutricia que una torre de cris-
tal en el extremo de una explanada?
Esta obra de largo aliento que ya no tengo tiempo de segregar,
apenas el de adivinarla en el pensamiento, que debería de haber es-
crito puesto que te conocí, que podría haber escrito si no te hubie-
ra conocido, habría sido algo así como una "novela de aprendizaje"
a través de las locuras de mi siglo. Habría trazado algunos frag-
mentos precipitadamente, un borrador hecho de prisa y corriendo
y sin consecuencias; encontrarían esos legajos amarillentos una

397
tarde nevada de diciembre, desperdigados al pie de mi camastro; el
oficial del juzgado llegado para levantar el atestado y que tendría
cosas que hacer en otro sitio, no vería malicia en ello; apresurado,
bajaría al sótano para echar a la caldera esos garrapatos todo su-
cios, con los viejos periódicos y otros cien desechos: facturas, fotos,
peines, cartas, agendas; y veo desde aquí -ridículo megalómano,
cine de visionario- esas patas de mosca encabritarse, fosforecer
unos segundos, enrojecer y desaparecer como un trineo de niño
grabado Rosebud en un hogar de chimenea pseudogótica, bajo las
bóvedas de cartón piedra de Xanadú.

,
Pequeño léxico militante

Esperar
Aura
Comparar
Elección
Comprometido
Enemigo
Entornos
Izquierdas
Alturas
Ilusión
Incompletud
Información
Inocencia
Disfrute
Fraseología
Ruptura
Secreto
Suicidio
Hay excelerites vocabularios políticos. Este modesto "breviario de
podredumbre" quisiera remediar su propia excelencia -no para
contradecirlos sino para completarlos. Confinados en las esferas
superterrestres de las instituciones y de las doctrinas, nuestros
manuales de referencia son quizá demasiado sabios como para
que les falten los puntos de enganche internos, fútiles o incon-
gruentes, de los que suspendemos cotidianamente nuestra preo-
cupación. Si nuestra vida política mezcla inextricablemente
nuestros desatinos con la razón, como se ha visto aquí demasia-
do, nadie se reconoc.erá en ella sin abandonar el empíreo de las
ciencias oficiales, sin descender a lo anodino, sin prestar oído a
los gazapos, lapsus y carraspeos, donde dormita una gramática
desconocida.
Los diccionarios consagrados tienen grandes entradas. Este
glosario personal y último sólo propone entradas de servicio o sa-
lidas de socorro. En esas materias delicadas, un índice general es
de una utilidad más bien limitada; que cada desorientado inven-
te el suyo, explorando a tientas su laberinto, distinguiendo las
puertas falsas de las buenas. Aquí van las palabras clave que me
abrieron algunas cerraduras. Esto es, en resumen, una educación
política: descubrir que no hay llave maestra y hacer camino cons-
truyendo su propio manojo de llaves. El problema, entonces, es
que la definición afecta a la confesión y el índice a la declaración.
Ése será el precio del rigor.
Esperar

Inmutablemente, la conciencia política del mundo pone en posición


de espera (de las próximas elecciones, de la salida de la crisis, del
sondeo de mañana por la mañana, del próximo puesto, de la lucha
final). Aunque esta característica a-flore más claramente en la iz-
quierda del espectro, debemos ver en ella una propiedad de especie.

l. Del pronóstico a la profecía, de la política de espera a la Gran


Noche, la muestra de acechos comprende todas las variedades
de la expectación. Las sectas revolucionarias llevan la espera
de tiempos mejores hasta el éxtasis; el partido del movimiento
se contenta con una sana economía; el centrismo practica una
gestión comodona. El propio partido del orden se cuidará de
indicar que no hay nada (muy nuevo) que esperar del mañana.
En el acecho, sólo el grado marca la diferencia.

2. Ejemplar será el militante que pase su vida (incluido el último


suspiro) en un andén de estación donde se afana en juntar las
maletas para subir a un tren que no saldrá (o que, si se mueve,
lo hará en la dirección equivocada, dejándole al final más lejos
del objetivo de lo que estaba a la salida). En realidad, si el cre-
yente de izquierdas tenía un destino, la Revolución, el Socia-
lismo, la Paz, la Felicidad, no ha tenido punto de llegada. Este
infatigable caminante, con una buena voluntad a toda prueba,
es el hamo viator de la tradición cristiana, de la que el revolu-
cionario del "es medianoche en el siglo" fue una variante más
que niña buena: sacrificada. Siempre en la salida, forzado a la
inmovilidad por el espíritu acomodaticio de las "masas aliena-
das", el dirigente proletario tascaba el freno saboreando día a

403
día los "signos precursores de la crisis mundial del capitalis-
mo". Si captaba uno por la mañana, por la tarde lo perdía de
vista. Tener vocación es consagrarse al pródromo. Existir a pla-
zos, pero sin término.

3. La espera, que sería una virtud de izquierdas, tiene como con-


trario y complemento la atención, fuerza de derechas, que se
fija en lo que está. Como no espera la luna, un temperamento
conservador verá pocos fuegos fatuos. Menos febril, más agudo,
parece gozar de una mejor aptitud para la lentitud y la obser-
vación. Todo indica que las grandes acciones se ejecutan en po-
sición de espera -del Mesías, de la Gran Noche, del día D- y las
grandes obras en posición de atención. En la espera, la mirada
looks through; en la atención, looks at, por el abandono de los
horizontes lejanos. Nos gustaría reconocer en esos dos caracte-
res dos edades de la vida, como el amor y la ambición que se su-
ceden, en los clásicos ... ¿Consolará esta hipótesis a los que han
corrido tanto tiempo a lo largo de los raíles que no llevan a nin-
guna parte, sin perder el tiempo en pararse en los seres y en las
cosas? Desearíamos que hubiera individuos como civilizacio-
nes que, en la elección de su color preferido, empiezan por el
rojo y acaban por el azul. Qué feliz es una vida cuando empie-
za por la historia -el rojo- y termina en el azul -la geografía.
Ése no parece ser el caso de la "generación infierno". Si al me-
nos las víctimas del no future pudieran volverse sobre los her-
barios, las colecciones de minerales o de mariposas, seguir las
huellas de un pliegue herciniano en los flancos de una meseta
calcárea ... La velocidad es un pesado obstáculo -zapping, motos
y clips- porque impide a nuestro sistema nervioso discriminar
en el verde manzana, oliva, almendra, esmeralda, pistacho, cés-
ped, billar, veronés o jade, confundiendo esas riquezas capitales
bajo un pobre "verde". El ideal: abrazar una causa sin cerrarse a
los matices, a la magnífica diversidad del mundo. En realidad,
los que esperan demasiado miran mal; los que captan el matiz
se olvidan pronto de esperar. Lo mejor sería sin duda repartir el
tiempo: uno para los mitos, otro para las cosas, juventud-gran-
des líneas, madurez-colores. Lo peor: no esperar nada, sin po-
der estar atentos. Ni futuro ni presencia. Improbable. ¿Qué
adolescencia ignora el amor, qué edad madura la ambición?

4. La espera tiene el mérito de hacemos vivir el presente en futuro


perfecto, según la propiedad del tiempo sagrado. En los am-

404
bientes de extrema izquierda que conocí, esta inversión crono-
lógica producía dos veces al año un 'balance y perspectivas". El
ejercicio consistía en enumerar en los momentos bajos de la ac-
tualidad los "síntomas de descomposición", "los crujidos en el
armazón", "postreros sobresaltos", crisis general, estadio últi-
mo, y principio del fin. "No vivimos, esperamos vivir", decía Pas-
cal. Traducción: "esto no puede durar", "esto va a estallar", "no
le queda mucho tiempo". Una normalidad relativa se transforma
con este sesgo en síntoma prometedor, el esperado tiempo fuer-
te se anuncia en los tiempos débiles de lo vivido. Es toda la his-
toria del mundo que se esperaba a sí misma, según el círculo sin
fin del delirio escatológico. El siglo sólo sería legible por los beo-
cios a partir de su conclusión, cuando todo estuviera consuma-
do: el punto de fuga unificador, sin estar en el cuadro, lo hacía
posible. Definición del eskaton: un acontecimiento que seguirá
a otros pero él mismo no pueder ser seguido por ningún otro.
¿Las sombrías llanuras se parecen? Sí, como los propileos del
paraíso. Vieja costumbre mesiánica: el hunilimiento de Judá, en
el 586 a.C., era ya para el profeta Daniel el preluilio inmediato
del Advenimiento. La doctrina de las dos edades, tal como se lee
en los rollos hebraicos, estipula que esperando la edad mayor, la
pequeña, la nuestra está llena de "puertas estrechas, difíciles y
laboriosas, escasas y llenas de peligros". La continuación de los
tiempos ha confirmado esa afirmación.
Entre la revolución proletaria y nosotros se interponían, en
los años partisanos, estrangulamientos: muro de Berlín, vopos
en torres de observación, crisis de los misiles, baladronadas de
Kruschev, batallas fronterizas chino-soviéticas, vietnamitas
abandonados a sí mismos, y otras mortificaciones. La "oración
de la mañana" que era la lectura de los diarios obligaba a sor-
tear las fintas, las fechorías de un Dios perverso que se di-
vertía despistándonos para ponemos mejor a prueba (en las
vísperas del Apocalipsis, el Anticristo y el Cristo se vuelven her-
manos gemelos). El maligno genio lograba su propósito; como
prueba, los revisionistas, abandonistas, derrotistas, socialtrai-
dores, gente de poca ciencia, que se dejaban caer del tren uno
tras otro, engañados por las últimas noticias. Así eran las tram-
pas de ''una situación mundial particularmente compleja" (que
nuestros teólogos utilizaban como "un complejo sobredetermi-
nado de contradicciones, cuyos aspectos secundarios no pue-
den hacer olvidar el aspecto principal"). Un ojo adiestrado de
militante "historiza" las acciones más o menos bárbaras de los

405
líderes al igual que el ojo del fiel "espiritualiza" los gestos de
los oficiantes. La letra de los informes mata esas li,turgias; el
espíritu de los intérpretes las vivifica. Como en los ágapes to-
témicos donde cada concelebrante mastica una víscera y don-
de un muslo del antepasado se transmuta, por la operación
sobrenatural de la fe, en misterio de la Eucaristía: "Comed, éste
es mi cuerpo; bebed, ésta es mi sangre", teníamos nuestros pe-
riódicos y nuestros libros, santas tablas impresas, donde acon-
tecimientos bastante siniestros por sí mismos se transformaban,
después de la exégesis, en signos de liberación. Interpretadas a
una buena distancia, las revoluciones reales (rusa, china, corea-
na o albanesa), rituales bárbaros y tenebrosos, se convertían
en entremeses rusos previos al banquete celeste, sabor antici-
pado de Luz.

S. La espera era más prosaica en las tierras santas de la Idea, don-


de comer hasta saciarse y volver al trabajo chupaba las fuer-
zas del fulano, extenuación devoradora, demasiado modesta
para retener la atención de los fervientes en el exterior. ¡Qué
"signo de los tiempos", sin embargo, la cola delante de las tien-
das! Se estaba lejos del milenio en las filas de espera ante el
panadero en Varsovia, Moscú, La Habana. Pero las segundas
parecen, retrospectivamente, una expiación de la primera,
puesto que nosotros somos castigados por donde nosotros he-
mos pecado. Desgraciadamente, no era el mismo nosotros: el
castigo comunista caía sobre los demás, como los polacos o
los vietnamitas, cuyo mesianismo secular no era la fe mejor
compartida. El socialismo imaginario, el de las catacumbas,
nació de la espera; el socialismo real, el de los Estados, murió
de ella -hartos finalmente sus rehenes de hacer cola ante los
escaparates vacíos.

6. Mañana será otro día y si la noche es larga ... ¿No es físicamen-


te necesaria La Gran Promesa para aguantar el tipo en los peores
momentos? Genevieve Anthoníoz de Gaulle, antigua deportada,
relata que en Ravensbrück dos grupos de mujeres permanecían
de pie: las cristianas y las comunistas. "En cuanto una de noso-
tras perdía la fe, sus posibilidades de sobrevivir disminuían a
ojos vista." Madeleine Riffaud lo confirma en cuanto a sus ca-
maradas comunistas. Dos linajes, una sola familia. Los campos
y nuestras heroínas revelan verdades comunes de las que cual-
quiera puede mediocremente dar testimonío. En el "trullo", en

406
la penumbra, para no perder pie, un detenido debe inventarse
cada mañana una cita con un rayo de luz bajo la puerta, un re-
levo de centinela, una cisterna a lo lejos. Conozco hombres li-
bres _con el horizonte más cerrado que ese hombre encerrado.
El horario en redondo, enchufar la tele, echarse un whisky al
coleto, comer, dormir, parlotear, parir libro tras libro, sin una
buena escapatoria a otra parte, es sobrevivir más que vivir. Un
mundo sin fin del mundo, donde no se espera nada más, encie-
rra también una catástrofe, por otra vuelta de malicia: tan per-
judicial para la moral de las tropas como para la moral a secas.
Aura ( del jefe)

Ciencias ocultas. Especie de halo que envuelve el cuerpo, visible


sólo para los iniciados (Petit Robert).

1. El rostro, el cuerpo de los dirigentes irradian un "algo" singu-


lar, una luz sutil y hechizante -a los ojos de sus partidarios. Se
habla entonces de magnetismo, de carisma, o de "magia". La
historia es testigo de que la presencia física no es indispensa-
ble para el efecto de deslumbramiento (Hitler, buen orador,
pero enclenque y sin belleza; Stalin, apagado y bajo, etc.). Si
existe ilusión óptica, procede de una necesidad general. No po-
demos dejar de ver a nuestros capitanes de esperanza a con-
traluz, nimbados de una mayúscula. El aura: halo del jefe a
contrapalabra.

2. Sólo obedecemos bien a los vicarios. El axioma de incom-


pletud permite comprender por qué el denominador común
de un grupo siempre será, en su retina, más (moralmente)
que lo que es (realmente). Esta regla de elevación tiene sus
altibajos, y las épocas de fuerte tenor mitológico y como con-
secuencia de poderes fuertes la confirman con más esplen-
dor que los períodos prosaicos o escépticos como el nuestro,
en el que la libertad de cultos y la separación entre lo espiri-
tual y lo material nos conceden la gracia, oh cuán precaria,
de poderes políticos débiles y sin prestigio. Queda ese juego
de prestidigitación: aunque sea arrancado a un voto mayori-
tario, el puesto supremo se beneficia, por encima de él,
de una fuente (invisible) de luz (visible) -Júpiter, Dios, la
Nación, Europa, la República, Occidente- que aureola su
envoltura carnal. Tribunos, césares, zopencos, condottieros,

409
comandantes o presidentes, los credos cambian con las épo-
cas y los procedimientos de acreditación; permanece esa
corona involuntaria y dorada que permite al jefe de fila
mantener con su grey, sin ni siquiera abrir la boca, este dis-
curso subliminal: "Yo soy el Camino, la Verdad, la Vida. Soy
la Virtud, el Socialismo, la República, la Revolución, Euro-
pa" (como el Santo Padre es Pedro y a la vez no lo es). Esta
irradiación por detrás desde el punto de mira colectivo, en
la cima óptica de una pirámide de creyentes, construye lo
más claro del ascendente que ejerce sobre nosotros el de-
legado de lo Englobante. La transfiguración del jefe por
la Palabra lo convierte en un charlatán involuntario (aun-
que los mejores sepan representarlo conscientemente). En
todo caso, acrecienta la devoción en los servidores de la
Palabra ya que cada uno consiente a un Principio sacri-
ficios que no haría por un Príncipe; la reverberación dis-
minuye en cambio el discernimiento de sus tropas, vol-
viéndolas hipermétropes. En el foro distinguimos peor los
rasgos y la vida del protagonista, ahí, ante nuestras narices,
que la lejana señal de adhesión que lo magnifica a nuestros
ojos: Cristo salvador por un monarca de derecho divino,
Virtud por Robespierre, Patria por Pétain, Revolución por
Castro, Izquierda por Mitterrand. El portaestandartes me-
jora a nuestros ojos, como lo hace cualquiera de perfil per-
dido.

3. Cuando el proyector mitológico se apaga, algún tiempo más tar-


de, es como una top-model que pasa de una iluminación de es-
tudio a la luz natural (que nos parecerá veinte años después
artificial, a los ojos de los retirados que seremos entonces), que
se quita las pestañas postizas, los tacones altos, volviendo a ser
una "mujercita" entre las demás. El potentado sustituye al so-
berano, por corte de corriente. Quitadle la gracia de Dios a
Luis XIV, queda un tentetieso; la Virtud a Robespierre, un pisa-
verde sin salida; la Victoria a Napoleón, un aventurero afortu-
nado; Revolución al Líder Máximo, un déspota incompetente; el
Socialismo al Presidente, un amb1cioso hábil, etcétera. La can-
tinela de los decepcionados (de la monarquía, de la República,
de la izquierda, de la derecha): "¡Así que ese tipo no era más que
eso!" Eso: el mismo, menos la fluorescencia de la Palabra. Los
años se encargan solos del resto.

410
4. Recordemos que el imaginario colectivo no puede fundir una
luminaria de mil vatios sin encender al instante una segunda
en el extremo opuesto, que fundirá a su vez, llegado el mo-
mento. Y así a continuación. La escena está siempre ilumina-
da (la política sin Grandes Palabras o la ocuridad absoluta).
Comparar

Nueve errores políticos de cada diez provienen del razanamiento por


analogía, origen de tantas determinaciones como meteduras de pata.
Al igual que en arte, el aficionado siente mejor comparando las obras;
frente al acontecimiento, cada uno tiende a reaccionar por compara-
ción con el pasado, principio de razón pero también de grandes ton-
terías. Aunque en principio vuelto hacia el porvenir, el "progresista"
parece más vulnerable al virus de la analogía que el "conservador" (en
principio vuelto hacia lo caduco).

1. Desde la adolescencia he visto a una decena de Hitlers reapare-


cer en el horizonte (desde el egipcio Nasser al serbio Milosevic,
pasando por Gaddafi, Jomeini, Saddam Hussein, y diez despre-
ciables reyezuelos de un día). Cuando afecta a nuestros intere-
ses, esta comparación, condición previa obligada a la ruptura
de hostilidades, responde a un reflejo condicionado y a una bue-
na preparación táctica de la retaguardia. Pero independiente-
mente del "buen truco" para galvanizar a las tropas, ¿qué
cronista no ha comparado, con total buena fe, nuestros años no-
venta con los años treinta o, últimamente, la guerra de Bosnia
con la guerra de España -inepcia histórica "rentable" (en valor
emotivo)? Quizá es necesario, para que una actualidad aún mal
descifrada nos diga algo, que le hagamos hablar en una lengua
conocida. ¿ Sólo tendríamos elección entre un enigma silencio-
so, el acontecimiento en bruto, y un discurso de ventrílocuo? Al
igual que el físico no puede determinar a la vez la velocidad y la
posición de la partícula, al observador del curso de las cosas le
cuesta aprehender al mismo tiempo la originalidad y la regula-
ridad del acontecimiento nuevo, como si cada uno de los dos
términos hiciera huir al otro. Para que lo insólito o lo inespera-

413
do tenga sentido debemos inscribirlo bajo una ley, referirlo a
una constante, y como consecuencia, por algún lado, abolirlo
en su diferencia. Así creí yo que De Gaulle en 1958, llevado al
poder por los pretorianos de Argel, repetía el golpe de Estado
del 2 de diciembre. Y a bosquejar al nuevo Napoleón amorda-
zando a Marianne por detrás -cartel comunista que pegué en
1958 en las calles del Barrio Latino. Se creyó que las barricadas
estudiantiles del 68 en París hacían una revolución a lo 1848;
que la victoria de la izquierda en mayo del 81 era un nuevo re-
frito del Frente Popular, y Mitterrand un nuevo Blum, etcétera.
El analogador se equivoca cada vez, pero se da y nos da gusto.
Complacencia aún más necesaria para el activista que para el
periodista. Los indios insurgentes de Chiapas, en 1994, toman
el nombre de Ejército zapatista. Nacido en 1870, ejecutado en
1919, en el México feudal de Eisenstein, Zapata vivía en un mun-
do sin relación aparente con el de las maqui/adoras y los rasca-
cielos de Ciudad de México. ¿Pero cómo crear algo nuevo sin
insertarse en una tradición? ¿Cómo prever sin comparar? ¿Te-
ner ascendiente sobre el porvenir sin ayudarse con ejemplos y
mitos? La voluntad de sacudirse los espectros vivientes, curio-
samente reanima a los fantasmas del pasado. En el carácter
agresivo, cuanto más grande es la voluntad de ruptura más
fuertes son las ganas de un nuevo comienzo.

2. Plusmarquista en conmemoraciones, cartógrafo sin valor, mejor


historiador que geógrafo (a contrapelo del hombre de orden, si
está permitido generalizar), el individuo de "ideas avanzadas" pa-
radójicamente parece más inclinado a iluminar el después que el
antes. Como si dar razón de lo menos por lo más conocido cons-
tituyera un reflejo de autodefensa frente a la inasible novedad.
En el fondo, ¿qué otra cosa hace el historiador? Desde el mo-
mento en que repone el acontecimiento en una serie, también él
deja de observarlo en su disposición manifiesta y tenderá a sa-
crificar lo que tiene de original a lo que tiene de regular. ¿No fue
la analogía la primera forma de comprensión histórica? Tucídi-
des comparaba sistemáticamente las guerras del Peloponeso con
las guerras médicas (que se desarrollaron un siglo antes); Plutar-
co bosquejaba a sus ilustres por pares y contrapuntos, como "vidas
paralelas". Voltaire transforma su Carlos XII en nuevo Alejandro,
Julio César se ha reencarnado cien veces en veinte siglos. Quizá
el culto probado del revolucionario por las revoluciones pasa-
das le sirve no sólo para legitimar su acción presente, sino para

414
reanimar su propio entusiasmo que, si no, amenazaria con en-
friarse, convenciéndole de que después de todo es posible. Que
no es un utopista ni un alucinado sino un hombre que, insertán-
dose en una historia larga, abraza a su tiempo precediéndolo.
Y quizá no sabe hasta qué punto tiene razón.
¿No se podría, de hecho, superponer a vuelo de pájaro lastra-
yectorias de las diversas revoluciones abiertas por el ciclo 1789
(francesa, rusa, china, cubana, etc.) y extraer una cierta constan-
te en los avatares: efervescencia, normalización, represión, ago-
tamiento, apertura y vuelta al statu qua ante? ¿Y no se puede
comprobar, sobre el conjunto del período, una misma función
paradójicamente nacionalista (a la inversa del lenguaje interna-
cionalista de los actores)? Jacobina, bolchevique, maoísta, viet-
namita, coreana o castrista, una revolución lanza, continúa o
concluye una afirmación "nacionalitaria", de manera que aque-
llos que han roto una cierta continuidad histórica acaban, sin
quererlo, por recoser ellos mismos el desgarrón. Los jacobinos
concluyeron la obra capetiana, los bolcheviques en el exterior
retomaron la tradición imperial de los zares, Mao Ze Dong res-
taura la China de los Ming: lo que demostró Tocqueville en el
ejemplo francés parece valer para todos los demás.

3. En la navegación del día a día, conservar la buena distancia con


la actualidad es tan difícil como antaño encontrar el paso del
noroeste. Sin suficiente distancia, nos volcamos sobre el apunte
sin perspectiva; demasiado, en el delirio de interpretación. Un
reportero tiende a la toma directa en detrimento del sentido; un
editorialista prefiere salvar su red, su clave de lectura, antes que
atrapar al pez. La izquierda revolucionaria se emparentaba en
este sentido con la "prensa burguesa": prefería interpretar an-
tes que descubrir. Es el peligro del sectario: cuando el a priori
mata al a posteriori. A la cabeza de los zapatistas mexicanos fin
de siglo, "Marcos", periodista-poeta, parece ser la excepción
que confirma la regla, de tanto como logra hacer el funámbulo
entre los mitos y los hechos. Los sinsabores, los fracasos sufri-
dos desde hace un siglo han conducido a la especie retro a una
saludable compensación. Queda ese hecho insólito: para el es-
clavo de la memoria que es por tradición el revolucionario, la
repetición equivale a sosiego y la novedad a trastorno (por eso
el reportaje y la investigación son necesarios en la izquierda
respondona como en la revolucionaria, aún más reñidas que la
izquierda gestora con el mundo real y actual).
Elección

Sinónimo de adhesión. Elección por el sujeto militante de aquel al


que va a dar, según sea, su voto, su tiempo, su vida. Quien escoge,
elige. Incluso si no es elegido, todo jefe es elegido (objeto de una in-
vestidura afectiva, singula1; de su "electorado" -tropa, feudo o co-
munidad). Ahora bien, esta simpatía física, entre el elegido y el
elector, tiende a identificar opuestos más que semejantes, las afini-
dades electivas se producen las más de las veces a contrario.

l. Cuanto menos constituido está un cuerpo político, aun cerca-


no a la muchedumbre de bordes fluctuantes (por oposición a
los ejércitos, iglesias y partidos estructurados), más desarrolla
un vínculo afectivo fuerte entre sus miembros para compensar
la falta de coacciones exteriores. La fijación libidinal sin fina-
lidad sexual sobre un objeto común, el jefe epónimo del grupo
(fidelista, kennedista, mitterrandista, etc.) preserva a este últi-
mo de la disgregación alimentando en cada uno el espíritu de
cohesión y de sacrificio. Sin este "amor desexualizado, homo-
sexual y sublimado por otros hombres" -por retomar los tér-
minos de Freud-, ninguna comunidad humana (religiosa o
política, confundiendo a ambas la política de alta tensión) po-
dría tomar cuerpo con el alma colectiva, el estado amoroso que
hace de ello una unidad viva. Sin esta elevación del egoísmo en
altruismo, o, para ser más exactos, menos boy scout, sin la de-
saparición de un narcisismo rudimentario bajo otro más ela-
borado, el propio proceso de civilización apenas habría sido
posible. La desgracia está en que esa elevación, o sublimación,
está igualmente preñada de pulsiones agresivas, y que la fuen-
te de energía que construye la civilización permite también la
barbarie. La libido dominandi llamaría pues a un Montesquíeu

417
para regular el equilibrio de las tendencias, porque sólo el amor
de un tercero puede limitar el amor de sí mismo. Demasiada
preocupación por uno mismo pone al grupo en peligro, dema-
sida preocupación por el grupo pone el yo en peligro. El final
de un "gran amor" provoca el sálvese quien pueda de los des-
pechados o de los asqueados, en el mismo momento en que su
formación colectiva necesitaría cerrar filas alrededor del Ama-
do para sobrevivir. El desamor por el Amo de la Justicia hace
salir de la funda los espejos y los cuchillos al mismo tiempo.
Guerra civil entre diadocos. Cada uno vuelve a sí mismo, pero
el "nosotros" se deshace. Inútil apelar al interés común de los
subjefes del Imperio en descomposición: el afecto no se ra-
zona.

2. Si nos remitimos al comienzo de la historia de amor, la crista-


lización a la que puede compararse el nacimiento de un grupo
electivo, veremos que son los contrarios quienes se encapri-
chan el uno con el otro (como en México en 1955, los jóvenes
Guevara y Castro, personalidades opuestas). Signos de fuego y
signos de agua, signos de aire y de tierra se buscan. ¿Por qué
las atracciones viriles habrían de obedecer a una ley menos
tonta que la atracción entre los sexos, que imanta el rubio ba-
jito con la morena alta y trae cada semana charters de hermo-
sas nórdicas a Grecia y a Túnez? ¿Qué hay de más normal que
un coloso de ideas cuadradas, Leo ascendente Leo, subyugue a
un endeble lector de Proust, Virgo ascendente Virgo? La pola-
ridad regula también las relaciones interiores de los escindidos
que somos nosotros (los hombres del común no son de una
sola pieza como los hombres de poder) entre nuestras caras
diurna y nocturna. Empujará a tal indeciso a predicar el vo-
luntarismo, a un escrupuloso a preconizar el golpe de fuerza,
a un alma sensible a alabar la moral de las manos sucias, y a
un sentimental a repetir que no se hace buena política con bue-
nos sentimientos. Ejemplos: el refinado Drieu de la Rochelle eli-
giendo al bruto Doriot, el anticonformista Aragon al conformista
Stalin, el internacionalista Malraux al "nacionalista" De Gaulle,
etc. Por eso la mayoría de nosotros no tiene el carácter de sus
opiniones, y es que adoptando por modelos de identificación
los individuos que menos se le parecen, es esa concesión re-
lámpago del deseo quien modela sus tomas de posición y no el
progreso interior de una convicción razonada. Volviendo a mi
caso personal y al relato anterior, mis señores no eran los que

418
más se me parecían. La corriente pasó de entrada con Fidel
(creando su pragmatismo extravertido la diferencia de poten-
cial); con el Che, un poco menos, por ser de la misma familia:
introvertidos, papívoros, caracterialmente secundarios, eu-
ropeos de temperamento (los argentinos son los europeos de
América Latina). Enamorarse de su contrario es descarriar. ¿Si
Mentor se parece a Telémaco, qué va a enseñarle? Por lo que el
vínculo de fidelidad no se libra menos de la lección de moral
que el vínculo amoroso: entra en esas dos servidumbres (si se
las puede llamar así, pues amar a otro distinto de sí mismo es
liberarse de sí mismo) una parte demasiado grande de invo-
luntario.

3. Sin caer en las imágenes de la muchedumbre-hembra entre-


gándose a su líder-macho (tan queridas por Hitler como por
los psicólogos finiseculares que leyó de cerca), está permitido
ver en la adhesión política un hijo legítimo de Eros, como lo
era para Platón el arrebato filosófico. Al igual para él la bús-
queda de lo verdadero no era meditación solitaria sino engen-
dramiento de un discípulo por un maestro, que permitía al
alma prolongar hacia el Bien el impulso de un cuerpo amoro-
so, de igual modo la adhesión de un individuo a un movimien-
to colectivo no se produce al término de una reflexión lógica,
sino por conversión afectiva hacia un hermano mayor tomado
como arquetipo y modelo. Se podría prolongar el mito del Ban-
quete interpretando la elección de un líder como el acto por el
cual una conciencia de hermano menor reconoce, en su doble
invertido, lo que le falta para alcanzar la perfección cívica que
ha contemplado "antes de su vida terrestre, en compañía de los
dioses". Así se reconstituiría aquí abajo, en una síntesis fan-
tasmal, el hombre completo de una vida anterior, como el an-
drógino primordial del mito, con sus dos rostros, sus cuatro
brazos y piernas, antes de que esa bola autosuficiente se cor-
tara en dos mitades, siguiendo cada una su camino pero siem-
pre ansiosas la una de la otra.
La admiración que manifestamos espontáneamente por nues-
tro complemento, nuestra gloriosa mitad, sería la alegría pre-
sentida de los reencuentros, la aspiración de rehacer la unidad
perdida. ¿Vamos a nuestra perdición? Sí, pero para curarnos
de la herida de haber nacido, así y no de otra manera, que nos
hace tan imperfectos. Ese impulso adivinatorio e instintivo ha-
cia el otro ideal (cada uno el suyo) sería señal no tanto de al-

419
truismo como de un narcisismo terapéutico destinado a reparar
esa secreta amputación. A través de una prótesis viva de dones
opuestos a los nuestros encontraríamos, pero por poderes, la
plenitud olvidada. La alienante y a veces adorante adhesión del
militante a un jefe de fila, grotesca cobertura de una reconci-
liación moral consigo mismo, ya no pondría de manifiesto en
ese caso la necedad de la esponja adherente a su roca sino una
inteligencia propiamente sobrehumana, por algo animales que
puedan ser las manifestaciones, puesto que nos ayudaría a le-
vantarnos de una caída, a escalar el cielo de nuevo. En esta hi-
pótesis, la locura de una elección política debería interpretarse
como el avatar moderno, accesible a los feos y a los solteros, de
lo que era la locura erótica para los griegos, "locura venida de los
dioses", los cuales no hacen nada al azar.

4. Extrapolación optimista, lo reconozco. Se puede imaginar una


aproximación al fenómeno más aguafiestas y decir, a la vísta
de las situaciones más trivíales: elegir éste o aquél es exagerar
desmesuradamente la diferencia entre un político y otro. La
verdad se encuentra sin duda entre Platón y Bernard Shaw, in-
cluso si el beneficio de la edad nos hace deslizarnos solapada-
mente del aristócrata ateniense hacia el desesperado inglés.
Comprometido (intelectual)

Expresión que se ha vuelto obscena, casi tanto como la palabra "in-


telectual". Evitarla.

l. Bonito empleo sin embargo. Querido por los alumnos, que co-
nocen la partitura de memoria (Calas, Dreyfus, L'Espoir, Ber-
nanos, El silencio del mar ... ), y acariciado por los correveidiles.
¿Nuestro cantante de ópera nacional mete la pata? Toda Fran-
cia se lo perdona, con el ojo embebido. La sandez forma parte
de su encanto, redhibitorio para el figurante, enternecedor en
los tenores. ¿Va a tener que esconderse un año o dos en su ca-
merino para hacerse olvidar, y que la posteridad, buena chica,
llame a su puerta con los brazos cargados de rosas? "¡Buenos
días, señor Zola! ¡Señor Barres! ¡Señor Malraux!" Flashes, lá-
grimas, ministros, coloquios, placas, tesis, aniversarios. Cada
decenio, un petulante centenario, que no sospecha nada, le
echa más ardor para retomar el mejor papel. (En los años se-
senta -faltaban titulares- estuve a punto de representar el inter-
mitente del espectáculo. Tenía el aspecto de un buen suplente.
Como una cebra para representar a un tigre, pero el regidor ve
las cosas desde lejos.)

2. Con la afluencia de jóvenes primeras figuras al Conservatorio,


imposible escapar al sentimiento de parodia, de pantomima, o
simplemente de usura, como si ese must del teatro francés en-
cogiera cada día con el uso. "Intelectual comprometido", eso
no es serio, eso ya no tiene importancia. Hasta el punto de que
el papel de composición deja en las memorias una imagen al-
terada por demasiadas superposiciones: puño en alto, o brazo
extendido, en un estrado, de pie detrás de Doriot, el aspecto

421
forzado, el distintivo Mao en el ojal, distribuyendo Je suis par-
tout en los bulevares, no, La Cause du peuple, no, error, la Decla-
ración de los Derechos Humanos. Como si lo esencial estuviera
en la postura de desafío, la palabra excesiva, la complicidad ca-
racoleando. Poco importa que los Hemingway caseros desde-
ñen la carabina, el jeep y la pesca con tal de que añadan la
fachenda al marcar el paso, la voz de falsete, dos tonos más
alta -el french touch. El comprometido repugna a las jerarquías,
militar, política o administrativa. Sin diócesis asignada, ese gi-
róvago sólo obedece a sí mismo y gobierna a los espíritus en di-
recto. Día y noche, sin horas de oficina -es su fuerza- pero con
preferencia en el eje de los objetivos -es su debilidad-. A nues-
tro animador no le gusta la grasa, no es regular, no examina un
informe, no presta atención a las fechas, no mira un mapa, no
recorta una cifra, escrúpulos de destajista. Pega un berrido y
pasa la página. (Yo era demasiado chupatintas, demasiado
puntilloso para aspirar a los "efectos de caballería". La alta trai-
ción perjudica menos al terrorista de la frase que la alta función
pública.)

3. El tema del compromiso no habría tenido eco después de la


guerra si el autor de la doctrina no se hubiera comprometido
a tiempo. El extremismo literario raramente lleva a lo extre-
moso.
Valiente pero distraído, Sartre atravesó los años negros sin
pegar un tiro. ¿Habría, si no, descargado su metralleta después
de la batalla, aterrorizando a todo su pequeño mundo con una
toma de armas retardada? No habiéndolo hecho suficiente-
mente antes, quizá ese valeroso lo ha hecho un poco demasia-
do después: ese afán de emulación expiatorio intimidó a más
de un civil culpable, en la "intelligentsia progresista" de los
años de la guerra fría. El "partido de los fusilados" representa-
ba el papel de maravilla. "Venga, no diremos nada, pero firma
aquí", dice Aragon, padrino sin piedad. Poetas, pintores y can-
tantes no rechistaron. La llamada de Estocolmo, el Movimien-
to de la Paz, era el pagaré de confesión que había que suscribir,
como buenos compañeros de viaje, si querían que la clase
obrera les perdonara haber pintado y cantado en la hora ale-
mana mientras otros cantaban en los suplicios. La mala con-
ciencia del rezagado no debía perturbar a Romain Gary, en sus
escondites diplomáticos, a él que, compañero de la Liberación,
llegó a Londres en 1940. Ni a Jorge Semprún, veterano de los

422
campos de concentración, clandestino en España. Los artistas
como los sabios tienen sin embargo una apreciable ventaja so-
bre los "intelectuales": en los duros tragos tienen derecho a es-
currir el bulto. ¿No era Sartre al principio un artista? ¿Por qué
haber obedecido?

4. Cavailles y Pulitzer actuaron cuando hacía falta, sin pregonar


los considerandos. Me los imagino, después de la guerra, vol-
viendo en silencio, el uno a las matemáticas y el otro al joven
Marx, como Jean Prévost a Stendhal y Marc Bloch a los Cape-
ta. Como Vernant lo hizo al griego y Canguilhem a la medici-
na. Todos esos hombres hicieron la guerra sin que les gustara,
eso vale más que lo contrario. Tenaces y buenazos. Filósofos
combatientes, y no "intelectuales comprometidos". Sonrientes
samuráis. Los japoneses tienen una expresión para describir
ese ideal ético: sentótekina tentan, el desapego combativo.

5. Desearía poder decir: no fui nunca un intelectual comprometido.


Enemigo (papel motor del)

Entrar en política es granjearse enemigos. Triunfar es descubrir una


multitud de enemigos personales a los que no se conoce personal-
mente. Salir (tras fallecimiento o cambio de rumbo) es convertirse
en el amigo de todo el mundo, para un postrer abraza. Así pues, la
primera operación sería heroica, y la última un poco cobarde, si
todo eso no fuera eterno y casi mecánico.

1. El compromiso menos odioso, la más serena "bajada a la are-


na" no impedirá a quien torna partido que haga la guerra en
tiempos de paz. Y muy pronto que los congéneres se dividan
en amigos y enemigos, efectivos o potenciales (la categoría del
neutral encubre ya sea un camuflaje, ya sea una vacilación). La
política, a pesar de que las tenga, traslada la hostilidad de las
fronteras al interior; del extranjero que era, el enemigo se hace
interior (agazapado en el país, el Estado o el partido). Sea cual
sea el campo de lucha (partisana, literaria, económica o amo-
rosa), el mundo del guerrero es a la vez funcional y abstracto,
vilmente pragmático y noblemente simbólico, tan poco propi-
cio a la duda corno a la atención. Un mundo de seres sin ros-
tro ni biografía, sin singularidades, en el que cada uno se ve
comido (en la mirada del guerreador) por la posición que ocu-
pa en el teatro de operaciones, su capacidad dañina o su utili-
dad. El enemigo, en ese sentido, hace la vida fácil.

2. Por oposición a la situación de guerra, en la que hay que herir


y matar al otro físicamente, aquí, se aniquila verbalmente y se
hiere al otro por la palabra (diferencia entre el enemigo y el ad-
versario). Lo encasillo, lo califico, lo descalifico, lo desacredito,
etcétera. Lo esencial sucede en el lenguaje. Cuando un arqueó-

425
logo encuentra los huesos de un guerrero, encuentra una es-
pada al lado, en la tumba. Cuando un biógrafo desentierra a un
político, encuentra fórmulas asesinas en la Biblioteca Nacional.
Prueba de buena salud. La guerra fue feliz. Los cuerpos se pu-
dren, y las apuestas, y las situaciones -no las palabras, buenas
o malas. Las segundas sobreviven a las primeras.

3. Mientras estarnos vivos es todo lo contrario. Sobrevivimos muy


bien a nuestras propias maldades. Se produce una tal selección
biológica en nuestro interior que, si conservarnos grabadas en
nuestra memoria todas y cada una de las injurias que hemos so-
portado, olvidarnos enseguida las que nosotros mismos lanza-
rnos. Le darnos la mayor importancia a las primeras, mientras
que a las segundas, las nuestras, nos parecen evidentemente
desdeñables (pues demasiado bien conocernos su carácter con-
tingente o jocoso). Así corno los ataques, calumnias, ultrajes
que nos dirigen revelan a nuestros ojos la negrura del alma del
adversario y la infamia intrínseca de la ideología que le ciega,
así también imputamos los horrores que nosotros proferimos al
calor de las circunstancias o a las necesidades de la competen-
cia. Inflexibles con el prójimo, nos amnistiamos a nosotros mis-
mos enseguida, en cuanto se calman la exaltación colectiva y el
delirio paranoico que hacen del insulto tanto un deber moral
corno un automatismo psíquico. Si es verdad que por naturale-
za lo colectivo es tonto (incluido, si tornara cuerpo, un colectivo
de premios Nobel), y que hay pues un nivel mínimo incom-
prensible, la gilipollez comunitaria está en función de la tem-
peratura ambiente. En las crisis internacionales cada uno se
supera. Cuando baja la fiebre ya nadie quiere oír hablar de ello.
Y los cizañeros de esta levitación repentina y compartida sólo
verán un patinazo más o menos embarazoso en su pasado en-
tusiasmo, que se apresuran a olvidar. Un disidente se convierte,
en tiempos de cohesión, en un cobarde "al que fusilar por la es-
palda", corno lo exigen abruptamente comentaristas por lo co-
mún ponderados. Hemos visto ese furor odioso, en la gente más
educada, caer sobre Jean-Pierre Chevenernent, ministro de De-
fensa, al inicio de la guerra del Golfo, cuando tuvo el valor, di-
mitiendo, de poner sus actos de acuerdo con su pensamiento.
Al encontrar a una periodista habitualmente sutil y socarrona
que había reclamado para él, de pasada en un artículo, el Tri-
bunal Supremo por deserción ante el enemigo, nada menos que
eso, le pregunté, tres meses después de los acontecimientos, si

426
no lamentaba los excesos de su pluma. Con ojos como platos:
"¿O sea, de qué queria yo hablar?" Ya no se acordaba de que
había impreso, claramente, "traición". Me asombró su mala fe.
Una semana más tarde me encuentro a Adolfo G., antiguo trots-
kista mexicano de origen argentino. Le digo lo mucho que me
alegra hablar con él: es para mí un modelo de rectitud revolu-
cionaria, de inteligencia y de lucidez. Me mira con el mismo
aire perplejo y suspicaz con que yo miraba a la insultadora am-
nésica del antiguo ministro, y me recuerda que veinticinco años
antes le acusé por escrito de agente de la CIA, de desviar fondos
secretos y de dividir el frente guerrillero (automatismos de épo-
ca). Me ruborizo y caigo de las nubes. "¿Yo, tales gilipolleces?"
Me enseña el libro y la página. Lo había olvidado todo. Otro yo,
otro tiempo, otro mundo -ese en el que al heterodoxo se le tra-
taba como enemigo y en el que era natural desacreditar super-
sona para no discutir sus ideas (y por tanto, las nuestras
propias). Conclusión: una injuria de menos para hoy es un ru-
bor de menos para mañana.
Entornos (agrura de los)

Estado o partido, escuela o camarilla, psicoanálisis o astrofísica,


los dignatarios del pináculo se parecen todos por la igual distribu-
ción, alrededor, de sus pequeñas indignidades. Que el afecto de los
entornos sea tan escasamente sinónimo de ceguera, como su luci-
dez de desafecto, constituye uno de los más excitantes misterios de
los "círculos del poder".

Los moralinas consideran sin razón a la corte, pandilla, camari-


lla, banda o guardia cercana -según los términos convenidos-
como lugares de adulación. Ese género de sarcasmos señala al
profano no introducido. En realidad, en el "primer círculo" es
donde peor se habla del Jefe, en el segundo un poco menos, en el
tercero apenas. Que no haya hombre grande para sus criados es
un tópico que se comprueba frecuentando un buen número de
"casas" (del líder de opinión, del gurú de escuela, o del líder sin
más). La domus es viperina; y la capilla, blasfematoria. De ahí la
estupefacción del catecúmeno en marcha amorosa hacia su san-
tuario: cuanto más se· acerca a los altares, más derecho tendría de
ver declinar las reservas, crecer la veneración por el objeto de un
culto cada vez más inflexible. Es a la inversa. Cuanto más progre-
sa· el neófito en la intimidad del patrón, más oye a los acólitos, diá-
conos y subdiáconos -viejos compañeros, alter ego, fieles del primer
momento, brazo derecho o izquierdo- contar "horrores". Divul-
gar los pequeños secretos -avaricia, doble juego, patrañas, cóle-
ras, etc.-, bromear sobre las manías, desmontar trucos y faroles.
Acceder al primer círculo es ser por fin admitido por los avis-
pados a denigrar al que es el centro, pero con sonrisas de entera-
do, en comandita y según ciertas claves. Ese espabile equivale a

429
cooptación y rito de paso: "El patrón no es para nada lo que tú
crees, muchacho". Guiños, caras cómplices, palmaditas en la es-
palda. "¿Sabes la última ... ?" "¡No es posible. Anda que, no falla
una!" El Ausente ocupa obsesivamente el comentario, .cada uno
no hace más que hablar de él -esa machaconería designa a la co-
munidad cotilleante como la de los "íntimos de"-, pero con una
mezcla de desengaño y de sorna que el impetrante deberá hacer
suya poco a poco (eso requiere algunos años) para "estar" real-
mente. Tema que está latente bajo esos pingos de antecámara y de
secretariado particular: "Engaña a los demás, bueno, pero a no-
sotros no nos engañan". Todos los entornos que he conocido me
recuerdan a los friegaplatos y pinches de cocina de un restauran-
te de tres tenedores reunidos en la antecocina, después de cerrar,
y leyendo en voz alta, palmeándose los muslos, la última crónica
gastronómica que pone por las nubes "una mesa por todos los
conceptos excepcional". Cuando conocemos el reverso del deco-
rado, el elogio de nuestro propio jefe por un desconocido siempre
nos parece gracioso.
Los cocineros en cambio sacarán los cuchillos si oyen sus pro-
pias pullas en una boca extraña. Y tomarán por un traidor, una
basura, alguien en quien no se puede confiar, a cualquiera de ellos
que repita o cite en el exterior lo que se dicen cada día entre ellos,
sin pensarlo. La ley mafiosa del silencio no prohíbe las habladu-
rías, más bien las incita, pero en los lugares idóneos: en la vecin-
dad inmediata del Soberano. El leal tiene como señal distintiva
no la admiración incondicional del Soberano, sino el a puerta
cerrada tierno del descrédito.
Izquierdas (psicología de las)

Para el naturalista, el hamo politicus se subdivide en hamo senes-


ter y hamo dexter. Clasificación apresurada. La observación del
terreno, a diestra como a siniestra, señala en realidad tres tipos de
comportamientos correspondientes a tres grupos consanguíneos o
tres poblaciones relativamente estables: el revolucionario, el pro-
testón y el gestor. (Proust: "Lo que acerca, no es la identidad de las
opiniones, es la consanguinidad de los espíritus".)

Aunque exista también una derecha revolucionaria (llamada fas-


cista), protestona (llamada poujadista) y gestora (llamada de go-
bierno), y porque los azares de los viajes de exploración me han
hecho atravesar los tres pueblos de izquierda (diez años en cada
familia), me limitaré aquí a consideraciones de historia natural
que tengan que ver con el género senester (el poner en frente las
dos tablas del díptico permitiría sólo una etología científica del
politicus).

1. Aunque comulgando con el dogma de una superioridad de


principio y genérica sobre el género dexter -la cual, siendo ad-
quirida, ya no necesita demostrarse-, las tres izquierdas (la IR,
la IP, y la IG) son tanto menos caritativas unas con otras que,
a fuerza de codearse y de tener, eso creen ellas, las mismas pro-
piedades y objetivos, acaban por confundirse a sus propios ojos,
imaginándose dotadas de los mismos fines de guerra, de los
mismos valores y de los mismos ancestros. Es una ingenuidad
llena de efectos perversos, y podríamos releer los dos siglos
transcurridos en rivalidades exterminatorias, en guerra civil de
las izquierdas, como el efecto real de una identificación iluso-

431
ria, por desconocimiento de todo lo que separa digamos a los
mamíferos de los artrópodos. El ser vivo que, bajo el nombre
de "revolucionario", hace secesión con la vida inmediata (para
precipitar el advenimiento de lo que debe ser y será) no está su-
jeto a las mismas jurisprudencias que el que la pone en acusa-
ción en su repetitiva iniquidad, menos aún que el que le da un
consentimiento de principio para poder enmendarla en los por-
menores. El sentimiento del no, no tiene los mismos criterios
del delito o de la felonía que el sentimiento del sí. Así fueron
interpretadas corno actos de canibalismo suicida, puesto que
eran intraespecíficos, conductas de agresividad perfectamente
normales entre especies diferentes. Teniendo que repartirse un
mismo territorio físico y moral hubo devoración en bucle, y
esta cadena alimenticia de palabras, de personalidades y de or-
ganizaciones nutriéndose las unas de las otras aseguró una
cierta estabilidad demográfica al conjunto. Si las "fuerzas del
progreso" no dejan de deplorar esos desgarramientos intesti-
nos, que impiden la victoria definitiva de la Humanidad y del
Bien sobre el Mal y la Reacción, un amigo de los equilibrios
ecológicos, más preocupado por la integridad de las especies
que por la desgracia de los especímenes, se felicitará por ver que
a la escala del siglo cada una de esas izquierdas sirvió a las
otras dos de antepecho, a la vez aguijón y correctivo. Si fueran
libres de soltar la brida a su instinto principal sería para cada
una la catástrofe y la extinción sin frases. La IP recordando a
la IR, globalizante y rnilenarista, que también hay individuos
en la tierra y heridos que cuidar enseguida. La IR recordando
a la IP, volátil y emotiva, el sentido de la eficacia y la organiza-
ción; y la IG, a las dos precedentes, el sentido de lo posible y de
lo factible. Viéndose la especie realista recordar a su vez, por la
competencia vital de las otras dos, que "la verdadera vida está
ausente" -verdad primera que previene la asfixia. Esas luchas
internas esconden sin duda una armonía preestablecida, al
igual que el melón de Bemardin de. Saint-Pierre estaba hecho
para ser comido en familia.

2. Si la postura de espera, característica del hamo politicus, com-


pone un fondo de psicología común, la izquierda sacrifzcatoria,
o revolucionaria, vive una historia sin presente, en la esperan-
za exasperada de la salvación colectiva y la incesante evocación
de los heroísmos pasados; la izquierda intelectual, o protesto-
na, vive una historia sin pasado, escandalizada corno está, cada

432
día, por el surgimiento inexplicado, desvergonzado, de lo in-
tolerable; la izquierda profesional, o gestora, despreocupada de
la posteridad, se ha desembarazado del futuro, pues la Histo-
ria dará su veredicto en las próximas elecciones, y es hoy cuan-
do hay que reparar la cabina del ascensor. La IR es mística,
perseguidora, orgullosa, centrípeta y disciplinada -en ella se
muere joven. La IP es vanidosa, inestable, reactiva, centrífuga
y moralizante -de ella no se muere. La IG es obstinada, me-
nesterosa, robusta y tolerante -en ella se muere viejo, y se deja
vivir. La primera es una vocación, la segunda una actitud, la
tercera una profesión. Ahí hay sistema, allá talento y aquí mano
izquierda: cada una su virtud principal, principio de vicio posi-
ble. El mártir, el buen corazón, el complaciente (o, al decir del
competidor, el violento, el pico de oro y el fullero). Lógica de la
idea, lógica del sentimiento, lógica de las fuerzas -izquierda del
ejemplo, izquierda de los principios, izquierda de los resulta-
dos-, eso hace tres cableados nerviosos, tres tipos de inteligencia,
tres sistemas de puntos de apoyo y de prejuicios. Ciertamente,
el observador puede experimentar, ante esos universos menta-
les de finalidades incompatibles, el mismo "estado de cómodo
descuartizamiento" que recomienda Julien Gracq al aficionado
a la literatura moderna tironeado entre Céline y Montherlant,
Joyce y Fran9oise Sagan, pero a condición de que rectifique a
cada instante su visión "por medio de coeficientes y de correc-
ciones de ángulos aprendidas". Para hacer eso, el naturalista
debe, él también, alejarse, dejando de entusiasmarse por una o
por otra, una manera de ponerlas en perspectiva. Si no, con-
denará en lugar de comparar. Pues cada especie no desconfía
de nada, salvo de las otras dos. Denuncia los malos instintos de
la vecina, sin inquietarse por los suyos. Entre esas tres herma-
nas enemigas sucede el mismo tranquilizador malentendido
que entre izquierda y derecha: cada género explica sus flaque-
zas como accidentes individuales y las del género adverso
como manifestaciones de su esencia. (Para ella misma, la iz-
quierda es desinteresada por naturaleza, sólo a sus descarria-
dos les gusta el dinero; pero la derecha la encuentra tal que en
sí misma a través de ese hatajo de ladrones incompetentes e hi-
pócritas que son la comidilla, reconociendo, en el montón, al-
gunas almas íntegras y duras en la tarea. En sentido contrario,
se admitirá que el hatajo de gandules, conservadores incultos
y patrioteros, inclinados por naturaleza al mercantilismo y a la
vista corta, que constituye a la derecha como esencia genérica,

433
admite en su seno algunos "tipos bien", entregados a la cosa
pública, pero es para confirmar la regla.)

3. Cada ramificación del horno senester propone una gama de mues-


tras que va desde lo admirable a lo ridículo, y so pena de caer
en el panfleto (hablando, por ejemplo, de las águilas, los pavos
reales y los faisanes), convendría considerar cada categoría
bajo su mejor perfil (la crítica de las bellezas no compensa en
la polémica, pero da a la clasificación biológica su rendimien-
to óptimo). Los ismos son las anteojeras del observador políti-
co. Reducid al pueblo del martirio al fanatismo, al pueblo del
testimonio al exhibicionismo, al pueblo de los responsables al
oportunismo, y la misa está dicha desde el introito. Habrá que
abstenerse de ello, sin olvidar sin embargo que las perversio-
nes colectivas son postes indicadores, y que recurrir a lo rnos-
truoso puede poner sobre la pista de una norma de conducta.
La categoría de los temerarios no ha proporcionado por azar
cómitres y pequeños Robespierres; la de los justos, Savonaro-
las de tablado y vanidosos "intelectuales de izquierda"; la de
los profesionales, inculpados por desviación de fondos y Topa-
zes. La distorsión patológica sanciona injustamente pero reve-
la el carácter propio de la especie, desviación normalmente
dominada pero riesgo genético presente en cada individuo. La
violencia, corno ultima ratio, estaba preñada de esos gulags;
corno el rnoralisrno, de esas camisas blancas; y la eficacia a
cualquier precio, del tribunal correccional. Cada linaje es cas-
tigado por donde tiene su inclinación, y se expone a los peli-
gros de su virtud. Pessima corruptio optimi.
Alturas (atracción de las)

Ver sin ser visto, ver antes que los demás y más que ellos: atributo
y facultad de la supremacía. La posición del mirón invisible que los
satélites de observación militar confieren a los Estados dominan-
tes, las elevaciones de terreno la aseguraban antaño a los domi-
nadores, y cada uno puede, a su pequeña escala, aprovechar. Las
ceremonias de la mirada están íntimamente unidas al ejercicio de
la autoridad, la escalada de los altos lugares forma parte de los pre-
parativos: entrenamiento idóneo para las mocedades del Jefe. A fal-
ta de alpinismo, la ascensión ritual de una eminencia (Solutré en
Borgoña, Pico Turquino en Cuba, etc.) satisfará a jóvenes y viejos.

l. ¿Dominar el paisaje no es ya hacerse desear por el congénere?


¿No vienen a ser lo mismo dominación y punto culminante? En
materia de vivienda siempre he tenido el complejo de nido de
águila -bastante trivial y que no transforma necesariamente a
los enfermos en Zaratustra o en Adolfo Hitler sopesando Eu-
ropa desde lo alto de Berchtesgaden. Pero es un hecho que Gi-
raudoux destacó en el primer acto de su Guerra de Troya
("Azotea de una rimralla dominada por una azotea y dominan-
do otras murallas"): nuestros responsables son más proclives
que los demás a mirar el mundo de arriba abajo. Murallas, jar-
dines suspendidos, espolones y tejados de mausoleos, como
hoy balcones y miradores, corresponden en la imaginería de la
servidumbre a lugares idóneos para que los jefes acampen. El
objetivo legítimo les coge a contrapicado. Como Dios en laico-
nografía cristiana. Efecto óptico de imposición. El niño levan-
ta la cabeza hacia su padre, desde abajo: la visión de abajo
arriba pone de nuevo en marcha el antiguo terror, agranda lo
pequeño. Al revés, acostumbrarse a ver a los hombres en des-

435
plome más pequeños de lo que son es ya convertirlos en solda-
ditos de plomo a lo lejos en la llanura. Es prepararse a "jugar
a los hombres".
Yo habría sido incapaz de elegir domicilio, en el campo, en-
cajonado en un valle, una hondonada, ni siquiera el flanco de
un otero. Quería la Tebaida en lo alto de una cresta, con el ven-
tanal sobre el abismo, despejado sobre las lejanías. Ningún lu-
gar me exalta más que el monasterio encaramado en lo alto del
monte Athos, con sus balcones de tablas, saledizo calado sobre
el precipicio -o los escitas de la Santa Montaña en lo alto de su
pico, donde reza el anacoreta, el atleta del exilio. El "loco de
Cristo" toma a sus congéneres de lo alto. O, en la propia Fran-
cia, la aldea medieval de Thines en Ardeche, con sus muros de
arenisca y sus tejados de loza, su cementerio y su iglesia ro-
mánica, dominando abruptamente un ramal de gargantas ar-
boladas -aún sueño con adquirir allí un refugio.

2. Esas eminencias nos resultan queridas (tanto más cuanto que


somos de talla mediana), porque acercan a Dios pero también
por la toma de posesión ocular que nos permiten como un de-
recho de pernada sobre las tierras circundantes. No sólo están
los monjes y los ascetas. Los príncipes japoneses recién coro-
nados escalan la montaña para poder abrazar de una sola ojea-
da su territorio. La altitud purifica a la injerencia panóptica de
toda curiosidad, indiscreción malsana; absuelve al mirón de sus
fealdades: ya no espía, contempla. Pero lo más envidiable de
esas alturas es que no la hay más alta en el vecindario: ya que
nadie puede echarnos el ojo, nos garantizan la última vista,
como quien conserva la última palabra.

3. El ejercicio agudo de la mirada despierta o traiciona un placer


bastante sospechoso de sobre-velar, que la escucha no permi-
te. No hay disimetría posible en la audición: tampoco hay mu-
chos melómanos entre los jefes políticos. Es un club en el que
se inquieta más al pincel que al piano. Duros de mollera, los
grandes capitanes tienen en general el ojo vivo y penetrante.
El "ojo del Príncipe". Por la mirada nos hacemos dueños y se-
ñores de la naturaleza, pero de las naciones también, incluso
en primer lugar. El oído no respeta las distancias, sumerge a
todos los auditores al nivel de un mismo baño sonoro, sin
perspectiva ni vuelo. El oído le va bien a la presa, el ojo al pre-
dador. Desconfiad de los que manejan monóculo, gemelos, ca-

436
talejo: se empieza por los anteojos, se sigue por la escopeta de
cañones recortados, y se acaba sobre un caballo blanco en
Austerlitz.
A lo que el técnico responderá que el gusto por las cumbres
era solidario de una forma ya arcaica del poder, entendido y
ejercido como una fuerza o coacción ejercida de arriba abajo.
En la época de las redes, de las pantallas y del remate control,
un jefe puede establecerse en llano, incluso en el subsuelo, sin
diminutio capitis redhibitoria.
Dudo de que esas disposiciones funcionales hagan desapa-
recer el placer singular del mirador.
Ilusión (fecundidad de la)

Cada uno se' complace denunciando las anteojeras de la "gente bien


instalada", en nombre de su propia amplitud de vista. A los imbéci-
les y a los fanáticos, con la cabeza llena de ilusiones, oponemos el
espíritu escéptico de la gente razanable (nosotros). La antítesis tie-
ne todo para gustar: los cerrados de mollera de un lado; los ladinos
del otro. El problema es que cubre bastante bien la oposición entre
los actores y los espectadores. La ilusión, o la providencia de la gen-
te de acción. Traducir "se ilusiona" por "se envalentona". Y "ciega-
mente" por "animadamente".

l. "Los hombres hacen la hlstoria", decía Marx, "pero no conocen


la historia que hacen": en esta fórmula trillada es la segunda
proposición la que da validez a la primera. El "pero" es un "por-
qué". Quien no se ciega no avanza. Los hombres no se metelian
a hacer la hlstoria si supieran de antemano cuál; esa prescien-
cia les asquearta de seguir, porque la mayor parte del tiempo
hacen lo contrario de Jo que habían querido.
La pertinencia de una elección política está en función de
las escalas de observación. Ningún protagonista resistiría a la
vista de un zoom hacia atrás que recolqcara la acción que lle-
va a cabo, sobre un plazo de cinco o diez años, en un cuadro
cronológico ampliado cinco veces, al tamaño del siglo: es ne-
cesario a menudo menos de cincuenta años para que estalle el
trastocamiento de las consecuencias en las intenciones. Los
que dominan la marejada desde lejos, suave mari magno, están
mejor colocados para presentir el desenlace; los que tiran des-
de los bordes del ojo del huracán están preservados por sus
certidumbres de una clarividencia que al momento les enviaría
al fondo.

439
2. Es en la propia Europa, antes del final de las últimas dictadu-
ras, donde el deber de anteojeras se ha revelado más peryerso.
Como su organización era un instrumento -siendo el Partido
Comunista el más sólido o el único que se ofrecía al español
antifranquista, al alemán antifascista o al francés antipetenis-
ta para llevar a cabo la lucha-, el militante, ya estuviera ins-
truido e incluso informado, no tenía ni el tiempo ni las ganas,
en pleno cuerpo a cuerpo, de hacerse el difícil. Si quiere batir-
se, un guripa desarmado no va a denigrar el revólver oxidado
que ha encontrado tirado. Será después de la batalla cuando el
militante deje de mirar a través del partido para mirarlo a él.
Descubriendo, por esa conversión de la mirada, que sólo había
sido una herramienta de su herramienta, la cual se servía de su
abnegación para reproducirse a sí misma y proseguir su carre-
ra ciega hasta el muro final. El fuego de la acción le va mal a
esa inversión de óptica, que se confesará plenamente cuando
"la guerra ha terminado", como dice Jorge Semprún (el cual no
se decidió, como hombre de honor que es, a cuestionar públi-
camente a su partido hasta después de la muerte de Franco).
Cuando un paisano lo ve claro, tiende a quedarse en la cama.
Los audaces lúcidos son escasos. ¿Cuántos hombres de la His-
toria han unido clarividencia a largo plazo y resolución a cor-
to plazo? En Francia, De Gaulle, y no solamente en 1940; y en
el siglo precedente, pero sólo por momentos, Bonaparte (pues
es en Santa Elena, en la impotencia del espectador libre de
compromisos, cuando Napoleón comienza a percibir el senti-
do general de su empresa).
Esos grandes clásicos de la lucidez apenas han tenido, por
lo que sé, émulos en América Latina -exceptuando a Bolívar,
que se alzó al mismo grado de humor sintético en los últimos
meses de su vida. Queda que el hombre a caballo abrió los ojos
una vez que hubo puesto pie en tierra.

3. Leo, en una obra sobre los intelectuales de preguerra, un para-


lelo Gide-Bergamín en total provecho del francés. En 1936,
nuestro gran escritor resistió todos los chantajes por denunciar
con lucidez y valor la impostura de la URSS estalinista, mien-
tras que el español quiso "friolentamente" guardar sus ilusiones.
Desde luego. ¿Pero fue Gide a combatir en España en 1937?
¿Fue su comportamiento, bajo la Ocupación, de una particular
valentía? Cuando se alaba la lucidez de un individuo no se de-
bería, me parece, dejar de observar cómo su rechazo de las ilu-

440
siones y cegueras ha repercutido luego en su conducta. Si no
la foto está trucada, por recorte.

4. Todo sucede como si a cada descenso de nuestra facultad de


juzgar correspondiera un refuerzo de nuestra capacidad de ac-
ción, de manera que a una lucidez sin sombras, si fuera posi-
ble, correspondería una atonía abúlica, como una sombría
resignación al mundo tal como va. Dime, soldadito, cuál es tu
credulidad y yo te diré cuál es tu valentía; y si los conductores
de hombres van a poder contar contigo.
Nuestra razón política, llena de creencias y de mitos, sería
una sinrazón con respecto a la razón crítica y científica, pero
ésta, aplicada en el foro, ¿no sería no menos grotesca, o fatal?
"Las cosas del mundo menos razonables", decía Pascal, "se
vuelven más razonables a causa del desarreglo de los hom-
bres". Se puede tener por envidiable, a este respecto, "el ideal
democrático de una vida política transparente en sí misma, re-
gida por la razón y manejada por individuos libres y autóno-
mos", de pasión constante y emotiva cero. No se da mucho por
su puesta en práctica, fuera de breves treguas o de lugares muy
protegidos, como Suiza, ese punto vélico de la tela europea
donde todos los vientos se encuentran para anularse.
Incompletud (ley lógica de la)

El equivalente, en el universo político, de la ley de la gravedad en el


mundo físico. La rueda de los furores y desencantos. El invariante de
las variaciones. Como eco al teorema del lógico Godel (que demostró
que siempre habrá una proposición indecidible en un sistema deter-
minado de axiomas), la incompletud postula que el fundamento de
una colectividad, no pudiendo ser interno a esa colectividad, cada
una está a la búsqueda de otra cosa que lo que ella es.

No es el lugar para entrar en los detalles de una demostración he-


cha en otra parte, en la Crítica de la razón política. Como la in-
completud está en el fundamento del credo y de la actividad
política, no se puede no volver aquí sobre esta ley de formación
de grupos estables articulando, por un vínculo lógico negociable
en sus formas pero por principio ineluctable, el cierre de un terri-
torio -imaginario o material, o los dos juntos- y su apertura a un
punto exógeno de cohesión. Lejos de oponerse, como quería
Bergson, lo cerrado y lo abierto se suponen el uno al otro, obte-
niéndose la cohesi6n interna por referencia externa. El paso del
amasijo al conglomerado, o del montón al todo que constituye el
"milagro" de una formación colectiva, es prueba de una doble fi-
jación: posición de una frontera, recinto o límite (territorial, doc-
trinal o legendaria), y posición de un punto de ausencia -un estar,
un decir o un escrito-, agujero fundador heterogéneo al conjunto
considerado del que viene a cristalizar la homogeneidad. Suspen-
dido como está de un valor fundador inverificable e indemostrable,
el cuerpo político está soldado al fiduciario. Funciona a crédito, a
la adhesión y al imaginario. No pudiendo "cerrarse" ningún siste-
ma con la sola ayuda de los elementos interiores al sistema, la de-

443
marcación práctica de un colectivo supone la puesta en relación
de los individuos con un dato sin posible atestación empírica, ob-
jeto de un acto de fe, establecido por la creencia: héroe fundador,
mito de origen, sacrosanta Constitución, mayúscula reguladora
(la idea de República, por ejemplo), sociedad sin clases, etc. Ese
punto de fuga, simbólico o transfigurado, vedado por definición
a la manipulación técnica o crítica, constituye lo sagrado del
colectivo al que une (al carecer de evidencia lo sagrado no hay ne-
cesidad de lo divino para existir); su operador externo de legi-
timidad, sin lo cual desaparecería la personalidad colectiva
afectada, por implosión o dilución. Por muy diversas y atenuadas
que sean las manifestaciones, la credulidad colectiva sería pues
signo de una lógica formal de consistencia, excluyendo la autova-
lidación y la autogestión de una comunidad por ella misma. La
incompletud da a las colectividades humanas su estructura deli-
rante, variable en sus efectos, irremediable en su causa.
Información (lamentable retraso de la)

"Pero cómo,' así que no sabía usted que ... " Estupefacción. El sujeto
militante tiene de pronto vergüenza de haber dado su fe a un mode-
lo, a un país, a un hombre del que no sabía (lo que todo el mundo
sabía), a elegir: que marchó a trabajar a Alemania durante la guerra,
que colaboró en Vichy, que fue Argelia francesa en su juventud, que
no ha escrito ninguno de sus discursos, que tiene una cuenta en
Suiza, que recibió una maleta de billetes en tal capital extranjera, et-
cétera. O bien, más grave (régimen, país), que se encarcelaba a los
disidentes, fusilaba a los prisioneros, reprimía a los homosexuales,
etcétera. ¿Cómo pudo ayer... ? ¿Y cómo aún puede, hoy, mirarse en
el espejo? Sujeto contrito y desgraciádo.

Depresión infundada. Lo patético de ese remordimiento de repeti-


ción ("ah, si hubiéramos sabido ... ") procede de una falta de infor-
mación acerca de la naturaleza de la información. Ésta no es un
objeto puesto a disposición, que sólo dependiera de nosotros el cap-
tarla o no. La información es una cierta relación del viviente con su
medio. Cada uno busca proteger su propio mundo, cuando convie-
ne; y como lo real es por naturaleza desagradable (siendo como es
el principio de placer el antagonista del principio de realidad), cada
organismo -individuo o sociedad- debe hacer la criba de lo que pue-
de o no absorber. Llamemos a ese filtro la "autodefensa informati-
va". Frente a un hecho molesto, me cierro, me retraigo como una
ostra bajo el chorro de limón. Hay malas noticias que no se pueden
físicamente oír, que no se deben oír en el momento en que rompen
una clausura vital o arruinan nuestras empresas en curso.
Una información es o no verídica; es pertinente en una situación
vivida, o no. Nietzsche había prevenido: primero vivir, luego infor-

445
marse. E informarse justo lo suficiente para vivir. La célebre fór-
mula de Napoleón -"Uno se compromete y luego ve"- es más una
comprobación que un consejo. Un "uno ve y luego se compromete"
seóa más lógico, en abstracto, si nuestras elecciones de vida de-
pendieran del estado de nuestras informaciones. Felizmente o des-
graciadamente es al revés. En política el deseo de participar pre-
cede o gobierna nuestra apertura a las realidades, nuestro deseo
de saber. Entrar en la orquesta, para el sujeto militante, es más im-
portante que escuchar la música tocada por la orquesta; cuando
sale del foso es cuando la melodía puede tomar forma en sus oídos.
La suerte del Gulag en Occidente ilustra bien este inconsciente
termostato. Inasimilable por los medios intelectuales franceses (por
razones de homeostasis interna) entre 1920 y 1960, en los tiempos
en que existía a gran escala, el Gulag provoca en Paós fracturas fur-
tivas y marginales (Kravchenko, Koestler, David Rousset, etc.); las
defensas inmunitaóas del microcosmos les ponen rápidamente fin.
Sólo atraviesa las clausuras de nuestra integódad (nosotros: "la in-
telligentsia progresista de Occidente") a partir del momento en el
que este organismo colectivo ya es desestabilizado sino confortado
en sus nuevos ideales por la desagradable realidad (evidentemente,
cuando la información llega a nosotros, en Occidente, es cuando el
Gulag, sobre el terreno, ha sido más o menos desmantelado).
Después de las revelaciones aportadas sobre la juventud y las
largas amistades del heraldo de la izquierda, ciertos partidarios
suyos dijeron en 1994: "Si lo hubiéramos sabido, no habría sido
jamás candidato ni elegido en 1981". Error probable: con las vi-
vificantes creencias de la época no habóamos querido, no, no
habríamos podido leer ese libro de Péan -que para nosotros ha-
bóa quedado como una curiosidad marginal- para puristas de ex-
trema izquierda o hurgabasuras de extrema derecha.
Los optimistas que conceden a la verdad un poder milagroso,
terapéutico o más bien taumatúrgico -"si hubiéramos sabido,
evidentemente no habóamos ... "-, olvidan el busilis de la historia,
que vale para los individuos y aún más, para los grupos en activo:
la verdad está subordinada a la vida. Ella misma es una ficción
necesaóa del egoísmo vital pero no la más acabada: de todas las
ficciones, el error es aún la más nutritiva.
Qué lástima que Nietszche no naciera antes que Marx. Los
marxistas eran demasiado curas para comprender al primero,
pero Marx bastante impío, bastante bulímico y transgresor para
"cargar con" este terrible descubrimiento.
Inocencia (técnicamente imposible)

"Nadie reina inocentemente" (Saint-Just). En otras palabras, no


hay ganador pardillo.

La tajante ocurrencia del montañés que decapitó a Luis Capeta,


más conocido como Luis XVI, vale para toda la realeza -política,
literaria, mediática, académica, profesional, etc.-, desde que la en-
tronización no es hereditaria o por veteranía. Evitemos tomar la
observación por lo trágico: es todo un aserto técnico. Imposible
subir los escalones del trono y "adivinar" sin, en uno u otro mo-
mento de la ascensión, forzar el destino, violar una conveniencia,
arrimar el ascua a su sardina: pequeña trampa, semimentira, cua-
si timo, zancadilla, jugarreta, inelegancia, corrupción. Toda posi-
ción de supremacía, sin ni siquiera llegar al Nobel o a la cima del
Estado, se debió pagar con un empujoncito borderline, haciendo
del feliz ganador más o menos un impostor. Lo que explica las re-
ticencias -sonrisas esquinadas o muecas- de los bastidores de la
hazaña en la evocación del "gran hombre". Sabemos, porque está-
bamos allí, que tal .descubrimiento de laboratorio no es exacta-
mente el del laureado coronado, el cual ninguneó a sus ayudantes
en su primera conferencia de prensa (habiendo hecho ellos el tra-
bajo); que tal acto de candidatura a la suprema magistratura se ha
planteado para tirarse un farol, habiendo embaucado la víspera al
candidato mejor colocado en el partido; que tal bestseller ha sido
en parte copiado del manuscrito de un desconocido que, curiosa-
mente, no ha podido ser editado; que tal modelo de coche, que tal
plano de arquitecto, que tal manual de bioquímica, etc.
¿Las cocinas del éxito huelen mal? No importa, la Historia sir-
ve los platos en el comedor y las puertas del office se cierran au-

447
tomáticamente detrás de ella. La naturaleza autoborradora del
éxito disipa a plazos los malos olores.
La inculpación de Saint-Just hay que contraponerla a la discul-
pa hegeliana: "La Historia efectiva es su propio tribunal". De ma-
nera que todo se arregla; el pequeño medio, cansado de guerra,
pone de acuerdo, refunfuñando, a la gran prensa; los "ruidos de
cagaderos" se pierden poco a poco bajo los aplausos de la sala; los
falsos pretextos mediáticos se convierten en verdad que va a misa.
Todo el mundo acaba por creer en ellos. Consagración. Unanimi-
dad. Vox populi. Funerales nacionales.
Nadie reina inocentemente, de acuerdo, pero la inocencia vie-
ne a la larga a recompensar al falto de delicadeza suficientemen-
te caradura para aferrarse al puesto, tapándose los oídos y, al
hacerlo, validar su usurpación.
No es seguro que esta historieta ofenda a la moral.
Disfrute (del poder)

Ausente de los diccionarios y tratados de ciencias políticas; inusita-


do en las Memorias de los oficiales, donde abundan por el contra-
rio voluntad, deber, vocación, resolución, grandes objetivos y finos
cálculos (sin hablar de fidelidad, valor y temperancia, materiales
. constitutivos de toda estatua interior que se precie). Prueba de que
la politología es a las voluntades lo que la sexología es a los senti-
mientos amorosos: una coartada que da vueltas alrededor del tiesto.

1. Al igual que el amor se vuelve vergonzoso mientras triunfa la


pornografía, el puro placer de dominar, cuando ya sólo se oye
hablar de "carreras" y de "posiciones", debe ocultarse como
una indecencia. Barthes sostenía que la "sentimentalidad del
amor debe ser asumida por el sujeto amoroso como una trans-
gresión fuerte, que le deja solo y expuesto". ¿Qué decir enton-
ces del sujeto ambicioso? Es extraño que esta emoción íntima
y bruta, la del animal humano accediendo a la más modesta
preeminencia (doméstica, de clan, corporativa: decano, pa-
triarca, director, etc.), pase por la mismísima obscenidad, en
un siglo más politizado sin embargo que todos los precedentes.
Ese descrédito censura la pequeña voluptuosidad feroz tan se-
guro como el gesto tierno. Le ha conferido al discurso ambi-
cioso, en su forma más elemental, la "extrema soledad" que el
semiólogo reconocía en el discurso amoroso, ridículo, no ac-
tual, abandonado por las lenguas y los saberes. Uno y otro sólo
están sujetos a una afirmación, exigua y tenaz, en primera per-
sona.

2. Sí, he disfrutado de los coches con conductor, con divisa, con


banderola, del ballet de motoristas a toda máquina, de las ca-

449
lles recorridas en dirección contraria con las sirenas ululando,
de los correos discretos entregando los sobres a tiempo y en
propia mano, de los comedores privados y sin pagar, de las no-
tas sin encabezamiento ni firma de los servicios, de las líneas
protegidas, de las destructoras de papel, de los teclados telefó-
nicos de treinta teclas, de no volver a hacer cola en los aero-
puertos, donde se pasa directamente de la sala de autoridades
a la pista, de los aviones dispuestos a despegar en cuanto mon-
tarnos, de los periódicos y semanarios depositados en la mesi-
ta, de las autopistas sin embotellamientos. Sí, disfruté también
de una casa con terraza con vistas colgantes; de ver por mi ven-
tana, en verano, a mi vecina de enfrente rehogar su comida, en
el piso de abajo, sin ser visto por ella; increpar en voz alta a un
personaje que no puede responderme porque está muerto o
impedido; de retrasar mi propia respuesta a la carta de un pe-
ticionario, o peticionaria, que sin embargo dependen de ella.
¿Quién intentará el tratado de los pequeños vicios inmundos?
¿De las pequeñas ventajas de la función? Lo sexual tiene cu-
riosamente más libertad para ser dicho en público que la do-
minación: una vez levantado el primer tabú, la censura se ha
lanzado en su totalidad sobre la pulsión de dominio. ¿Cómo
evocar esos espasmos discretos ligados a la relación humana
más anodina desde el momento en que se vuelve disimétrica y
sin reciprocidad posible? Además del valor, nos falta el lengua-
je. No nos atrevernos y no sabernos.

3. En nuestras elites mediático-políticas donde las perversiones,


proezas y fantasías sexuales no se llevan mal, encontré a tan
escasos personajes importantes atreviéndose a declararse ena-
morados, asumiendo el desenlace tan tonto del amor, corno
importantes asumiendo sin evasivas las incoercibles y mudas
ganas de reconocimiento, de titulares y de mando. El contras-
te es aún más flagrante en el medio intelectual. Esa nobleza
rneritocrática, a la que se entra por aposición, donde se vive de
clasificaciones puntillosas y mutuas vejaciones, sólo está sin
embargo poblada por grandes y pequeños enfermos, obsesio-
nados por la prelación y el rango, disfrutando de reinar en los
colegios, comisiones de especialistas, o de anticipo sobre re-
caudaciones, comités editoriales, consejos científicos, jurados
(lugares todos donde tiene cogido al colega y al competidor).
Pero es así: así corno los que corren tras las faldas pueden pre-
gonar sin ruborizarse sus desventuras, los que corren tras las cá-

450
tedras magistrales, las jefaturas de redacción y las direcciones
de los programas deben callar las suyas. La respetabilidad de
un intelectual sufrirá más confesando que amó en su juventud
a un tirano que a los muchachos o a una prostituta de una sola
pierna. Entrad en una libreria y ved si el flechazo por Hitler, o
la pasión por Mussolini, si el encaprichamiento por Mobutu,
Tito o Pétain llenan las estanterías. Sólo encontraréis castas
consideraciones generales sobre el Leviatán, la alienación y la
servidumbre voluntaria.
Decididamente, falta el cuerpo.
Fraseología (echar pestes contra)

"Sería hora de acabar con el reino de las palabras huecas y las fór-
mulas vacías" (aquí y allá).

l. Como llamamos fraseología a la retórica de nuestros adversa-


rios, llamamos "palabras" a las ideas en que ya no creemos e
"ideas" a las palabras que en vez de ellas hemos preferido un
momento después, y en cuyo nombre nos burlamos del verba-
lismo de nuestros mayores o de nuestra juventud. En 1965, de-
mocracia, derechos humanos, Europa sonaban en mis oídos
como cascabeles herrumbrosos; en 1995, revolución, imperia-
lismo, lucha de clases, resuenan como tambores reventados.
¿Qué reparto se hará, en el 2050, entre pitos y flautas? Algunos
sociólogos consideran el "poder de las palabras" como un
mito; cuestión de definición; el poder de los mitos, ése sí que
no es una palabra. Por lo que el animal enfermo de la Historia
puede ser considerado incurable.
¿Queréis curaros de la política? Es sencillo. ¡Operaos de la
retórica! Ese programa común al personal dirigente de cual-
quier época y país peca de ingenuidad. Desgraciadamente ina-
plicable, es una añagaza más. ¿Cómo seleccionar con certeza
las piedras filosofales, distinguir el "cliché pernicioso" de los
"verdaderos valores"? La tabla podrida de Zig será el salvavi-
das de Puce: vuelta a la casilla de salida, Zig y Puce para ese
viaje no necesitaban alforjas.

2. Además no podemos prescindir de grandes palabras -de valo-


res de referencia- en la dirección de los asuntos, las que em-
pleamos son transparentes como cristales. No vemos aquello a
través de lo cual vemos. Un revolucionario no podía, por ejem-

453
plo, "pensar la revolución" (que le pensaba a él y lo programa-
ba). Si los relojes pensasen sus resortes, ¿darían acaso la hora?
Un "europeo" que invoca a cada momento "la necesaria cons-
trucción de la Europa unida" considera un sacrilegio cualquier
intento de "igualación" de la entidad Europa. El practicante
que dice sus oraciones cada día se pregunta qué ocurre con ese
Dios al que reza.
Su Majestad la Palabra magnetiza a sus sujetos tanto mejor
cuanto que opera en secreto, sin notas a pie de página, sin ins-
trucciones de uso. Soles interiores, negros a fuerza de deslum-
brar, las palabras maestras por las que guiamos nuestros pasos
en la ciudad son aquellas, en el fondo, que menos comprende-
mos. Sé de qué me hablan cuando me señalan por su nombre
a mi hija, un cuadro, al tendero de la esquina; pero, ¿la Justi-
cia, el Progreso, la Libertad? Sólo los historiadores, esos astró-
nomos con retraso sobre la vida de las estrellas, podrán explicar
dentro de un siglo a nuestros tataranietos lo que nuestra inge-
nuidad entendía por esas grandilocuencias de definición débil
(como las imágenes del mismo nombre), y en qué trampas nos
hicieron caer. ¿Serán entonces astros muertos? Es probable.
En período de actividad esos astros se esconden detrás de su
propio resplandor. Los cronistas no ven ni gota porque esos
planetas gravitan en órbitas seculares, poniendo de manifiesto
la larga historia de las mentalidades (tan alejada de las próxi-
mas o de las últimas presidenciales como la tectónica de pla-
cas de la jardinería). Como nuestras ambiciones de adulto se
agarran a ilustraciones infantiles. ¿ Cuántas decisiones graves
han salido del tebeo o Monte-Cristo, Leclerc en Koufra, Marius
en su barricada, Peter O'Toole en su camello?
En cuanto a los moralistas, el Comité Central de las pala-
bras burla su vigilancia porque su arbitrariedad aparece sólo
después. Nadie rechista en el momento, sólo los sectarios de la
Palabra contraria, obediencia por naturaleza inaudible.
Ruptura (dolores de la)

En lo político-pasional, donde existen relaciones felices, no hay más


divorcio que en otras partes. Más vale saberlo por adelantado para
no presumir de sus fuerzas.

1. Es el pliegue de los afectos lo que vuelve tan difícil "pasar la pá-


gina". Pasar a otra cosa, sin detenerse en ello y de una vez por
todas, como Julien Gracq entregando el carnet del Partido Co-
munista ante la noticia del pacto germano-soviético, o Lévi-
Strauss abandonando de buenas a primeras las Juventudes
Socialistas (y el pacifismo que le había hecho aprobar los acuer-
dos de Múnich). Previendo las fijaciones sentimentales, la rela-
tiva brevedad de esas militancias ayuda al desapego sin frases.
Las inmersiones de larga duración vuelven por el contrario la
ruptura (con un partido, una dependencia, una cabeza de fila)
vacilante, chirriante, cacofónica. Como si una obscena y glan-
dular insistencia hiciera befa de los progresos, los descubri-
mientos de la inteligencia. Es que nuestros ritmos internos son
inconvenientes, desfasados entre nuestra parte afectiva, capa
pesada y lenta de depurar, y nuestra parte discursiva, más aler-
ta, sensible a las presiones del hecho y del argumento. Más
"irresponsable". Renunciar a algo es más fácil que reñir con al-
guien. Sigue siendo más indoloro para una conciencia (política)
rendirse a la verdad que para una memoria (emotiva) desdecir-
se. Incomodidad de tener que combinar las dos, que conjurar las
palabras nuevas que nos explican nuestro pasado y las viejas
músicas que todavía lo hechizan. De ahí los gazapos, las in-
coherencias del militante que empieza a interrogarse, "abre los
ojos", "rompe el encanto". El cuerpo a cuerpo de las informacio-
nes y de las complicidades. El trabajo que le cuesta a las tripas

455
ser sincrónicas, cuando el cerebro sigue su camino, presuntuo-
so. Cada antiguo esto o aquello está cargado con un peso de
ternuras que tira hacia atrás, de manera que un derrotismo in-
telectual implacable puede hacer buenas migas, en un mutante,
con un cierto irredentismo sentimental. ¿Si hay sadomasoquis-
tas, por qué no habria de haber abstencionistas comprome-
tidos? (Yo me impliqué a fondo y a tiempo completo en la
campaña electoral de Mitterrand en 1981, después de haber es-
crito dos años antes Francia, -fin de emisión, al que yo no tendria,
quince años después, nada que suprimir, donde explicaba en to-
das las páginas que no había nada original que esperar de un
país normalizado y vuelto a centrar.) Y si oyera esta noche a una
muchedumbre en mi calle cantar Bella Ciao o Los cuatro gene-
rales, con las pancartas y los eslóganes de 1965, por supuesto
que bajaría a la calzada para ir tras sus pasos, sin ignorar la aña-
gaza de esas exaltaciones contagiosas, de resultados probable-
mente contraproducentes (agravando la inicial iniquidad que se
queria abolir). Se puede pensar una cosa y hacer la contraria, ya
que pensamos sobre la cosa política conscientemente pero en-
tramos en ella empujados por su inconsciente.
¿De qué sirve no "contentarse ya con las palabras" si esos ai-
res olvidados nos ponen de repente la carne de gallina, si cier-
tos timbres de voz siguen afectándonos, en el mismo momento
en el que las frases que pronuncian nos parecen delirantes e in-
sostenibles? "Bien lo sé ... pero sin embargo." Si me llaman "ca-
marada" o "compañero", algo en mí vibra, intacto y fresco
como en el 40. En vano me jacto de ver bastante claro en el
análisis de las cosas si no me remito a la evaluación objetiva de
una coyuntura por la conducta que lógicamente de ella se de-
duce, que debería adoptar y no puedo. Así el celo sirve duran-
te años a una fe extinguida.

2. El bloqueo afectivo, la machaconería de las dichas pasadas no


carecen de efectos cómicos, como el juramento de borracho
que lanzamos para la galería: "No, no volveré a las reuniones,
no volveré a comprar Le Monde; por otra parte, no volveré a in-
tervenir jamás en esos debates ineptos, inútiles; no me volve-
rán a pillar". Al día siguiente el deseo de influir puede más, con
sus alucinaciones. (¿ Cuántas veces no habré canturreado ese
"vámonos, vámonos" de ópera cómica? ¿No habré añadido a
tal o cual "obra de intervención" una nota final perentoria se-
ñalando que ésa seria mi última palabra, que todo eso ya no

456
me interesaba, que no volvería a escribir jamás de política, que
el esfuerzo no sirve para nada? Lo que no deja de ser demasia-
do cierto, pero no me impedía repetir un año después con un
libro de estrategia diplomático-militar o una "libre opinión"
sobre la Europa de Maastricht, la guerra del Golfo o Yugosla-
via, sin efecto alguno, como era natural, por ir contra corrien-
te.) Que nuestras fulminaciones no tengan ninguna influencia
sobre la marcha de las cosas y de los espíritus podemos admi-
tirlo; pero que ya no la tengan sobre nuestros propios reflejos
'es ofensivo.

3. Si el horno politicus no fuera doble sería fácil de enmendar, de


razonar. Toda "toma de conciencia" estaría seguida al momen-
to por efectos. Pascal: "Los hombres están tan necesariamente
locos que sería estar loco por otra vuelta de locura el no estar
loco". A esta sensatez que no se sabe locura se refiere Octavio
Paz -ese gran lírico comprometido pero cerrado al fervor de
los demás- cuando escribe: "La política es el teatro de los es-
pejismos", trivialidad piadosa, al tiempo que añade, trivialidad
esta vez arriesgada: "Solamente la crítica puede preservamos
de sus hechizos nefastos y sangrantes". Optimismo que no tie-
ne en cuenta la doble naturaleza de todo individuo implicado
en los asuntos públicos (a fortiori si es un "intelectual"). Teoría
y práctica no van de común acuerdo. La crítica tiene todas las
posibilidades de revelarse impotente ya que, al igual que hay
dos historias en la Historia, la de las máquinas, que avanza, y
la de los cuerpos, que se estanca, el individuo que cree en los
espejismos es distinto al que ejerce su espíritu crítico, inclu-
so si psíquicamente sólo son uno. El hechizado y el exorcista,
el delirante y el lúcido pueden cohabitar al mismo tiempo en
un solo individuo o una misma época social. Hannah Arendt y
los gauleiters son contemporáneos, como los Ensayos de Mon-
taigne y la Saint-Barthélemy. Llevamos los' dos en nosotros, a
nuestra manera (el genio y el horror nos faltan).
Cada uno repite a lo largo de su vida la historia del cance-
rólogo brillantísimo que, partidario de decir la verdad a los pa-
cientes, una vez que a él mismo le afectó la enfermedad, al
punto se lo ocultó y murió en la certeza de que una mala gripe
se lo llevaba.
Secreto (necesidad del)

Consustancial al deseo de acceder a una "situación de poder": des-


cubrir lo que nos está escondido. Al placer de ejercerlo: ocultar a los
demás lo que importa. ¿Tengo poder? Me callo porque sé lo que vo-
sotros no sabéis. ¿Vosotros no lo tenéis? Os manifestáis y gritáis en
la calle (por ignorancia de lo que hay que saber}.

l. "Sacristía" y "secretario" tienen la misma raíz, secernere, poner


aparte, distinguir. Lo profano es de libre acceso, lo sagrado es
secreto, el secreto está bajo el sello, los sellos tienen guardia-
nes tras un doble recinto. Zigurat, acrópolis, torre, ciudadela o
puesto de mando subterráneo -un lugar de poder está indica-
do por los muros que lo esconden a la vista desde fuera. Hoy:
por las barreras metálicas, el filtro en la puerta, los guardias re-
publicanos, centinelas, ujieres, vigilantes que apartan ostensi-
blemente al vulgum. El poder está allí donde no podemos
entrar como Pedro por su casa, tras el puente levadizo donde
hay que enseñar la patita blanca (huella magnética o tarjeta
tricolor). El punto central: la sala de la cifra; el signo de reco-
nocimiento: el mensaje codificado, la línea críptica. El presti-
gio del poder está menos unido a la exhibición de fuerza que al
hermetismo, al a puerta cerrada y al silencio. "El prestigio no
puede existir sin misterio ya que se venera poco lo que se co-
noce demasiado bien", escribe De Gaulle (el único de su cam-
po de prisioneros, indica Lacouture, al que sus camaradas
nunca vieron desnudo bajo la ducha). Un secreto de Estado es
una redundancia y un Estado sin secretos no lo es. Conclusión:
la voluntad de volver a cualquier precio transparentes las esfe-
ras estatales parece o dimisionaria o hipócrita (permitiendo in
extremis la hipocresía escapar a la dimisión). Nada más sacrí-

459
lego y más inepto que la publicación de un parte médico pe-
riódico del jefe del Estado, que todos los demás remilgos pu-
blicitarios importados de América por unos tontos (que
ignoran que en Estado Unidos Dios se hace cargo personal-
mente del espacio reservado, mientras que un Estado laico está
obligado a tener su sanctasanctórum en el interior de sí mis-
mo). En las iglesias bizantinas el santuario está cerrado por el
iconostasio. En una sociedad atea, por el secreto de Estado.

2. Las teorías delirantes del poder como ocultismo generalizado y


conspiración permanente (de tipo situacionista), y; al otro ex-
tremo de la cadena, las obras informadas sobre la parte de
sombra de un régimen (red tenebrosa, servicios de informa-
ción, misiones ultrasecretas y relevos de desinformación),
paradójicamente consolidan la apología del régimen en cues-
tión. Mantienen el imaginario ancestral de la sombra, el mito
monárquico de una omnipotencia escondida tras la apariencia
anodina, el largo brazo teledirigiendo a los inocentes sin que lo
sepan. El investigador lleva a cabo un trabajo cívico y necesa-
rio pero no puede ignorar que acrecienta así la fuerza de suges-
tión y el prestigio, la parte de misterio y el poder de los poderes
que denuncia. Si corre la cortina de la ducha hace pensar que to-
davía hay otras, en otra parte o detrás.

3. La puerta en las narices, el cartel "prohibida la entrada", el


servicio de orden que nos empuja con un brazo musculoso re-
crean la situación de infancia. No vamos al despacho de nues-
tro padre o al salón cuando hay invitados. Hay discusiones en
las que los niños no pueden participar. Es lo que vuelve la vida
interesante, nos hacía escuchar en las puertas y espiar por los
agujeros de la cerradura. Llega luego el terrible descubrimien-
to: que las discusiones a las que los niños no estamos admiti-
dos son ellas mismas infantiles. Estamos entonces resentidos
con nuestros padres, por haberles creído.
Nada más decepcionante que la trivialidad de las "altas
esferas", la frivolidad de los apartes entre jefes de Estado,
las trivialidades que se intercambian a solas. La animación, las
conversaciones de los "grandes de este mundo" no son sustan-
cialmente diferentes de las nuestras. Los santuarios de las es-
trellas y semidioses, vistos desde dentro, tienen baños, manchas
en las alfombras, olores de cocina, y se oyen las mismas bron-
cas y simplezas que en nuestros apartamentos. Pues no es lo

460
sagrado quien exige el recinto, es el recinto quien hace lo sa-
grado. La prueba: en cuanto nos encontramos en la calle, sin
acceso, nos vuelve a tomar el sentimiento de que allí, tras los
muros del Palacio o las barreras metálicas, hay una vida agita-
da, sobreexcitada, "a cien por hora", de la que estamos exclui-
dos porque es inaccesible al común de los mortales (como una
estrella de la pantalla recupera para nosotros su impalpable y
fabulosa diferencia en cuanto nos ha abandonado).

4. Podemos conservar algunas bastillas, algunas ciudadelas infran-


queables. Sería demasiado desmoralizador arrasarlas todas. ¿Cayó
el Muro? ¿Se declara ciudad abierta? No, no nos rendiremos.
Exigimo~ de nuestras sociedades que levanten otros muros, que
ciertos lugares sigan militarmente prohibidos y que se manten-
gan las entradas prohibidas, por lo menos muy severamente con-
troladas. El sueño del poder está a ese precio (y en particular
nuestra confianza en la aptitud de nuestros gobernantes para
mandamos porque no pueden decirnos todo ní mostramos
todo).
Suicidio (malestar ante el)

Antes las salidas voluntarias, la corporación posmodema sigue bajo


la influencia del concilio de Arles del 452, que prometió el infierno
al suicida como presa de un furor diabólico (aliqua furoris rabie
constrictus ). La censura cristiana del suicidio ha resistido muy
bien la secularización de nuestras sociedades. Entre los no creyen-
tes, el suicidio del político sigue siendo sacrilegio.

Un antiguo primer ministro, un consejero del Presidente se ma-


tan. Un breve pánico se apodera de los allegados, de los amigos,
de cada hijo de vecino, como ante una inconveniencia, una in-
comprensible enormidad que hace tambalearse la imagen que te-
níamos tanto de esos hombres como de la cosa pública.

1. ¿ Cómo explicar esta paradoja: nuestra vergüenza difusa ante el


ejemplo mismo de la firmeza de ánimo? En primer lugar por-
que hay en ella malas maneras para con los profesionales de
las palabras. La política es lenguaje, y el silencio llama al si-
lencio. La muerte voluntaria es jugarle una mala pasada a los
sermones y a los elogios fúnebres. Imperdonable. Humilla nues-
tra capacidad de explicación, se mofa de la recuperación parti-
daria, deshace la presunción intelectual. ¿ Cómo insertar en un
bello concierto de razones el disparo por el que lo irremediable
irrumpe en el progreso, la diferencia individual en el supuesto
unanimismo y el vértigo en nuestras lógicas? La plenitud del
acto subraya la pobreza de los discursos (incluidos los psicoa-
nalistas) o denuncia su retórica. No es que carezca de sentido,
es que tiene demasiado; eso nubla el ingenio. El tribuno está
allí para aducir lo sencillo, apaciguar la angustia con claras

463
certezas. Todo suicidio es enigmático, la ambigüedad hace su
fuerza, apolítica y salvaje. Es cada vez diez en uno; uno ~olo re-
sume la serie de los posibles (a los que hay que restar, en nues-
tras latitudes, el suicidio de acompañamiento, a la manera sati
hindú o guerrero galo). Podemos leer en él una señal de desá-
nimo, de ánimo, de reconvención, de resolución, de melanco-
lía, de venganza, de culpabilidad. ¿Cómo seleccionar? ¿Con cuál
quedarnos? ¿Y qué hacer con un punto de interrogación? Si-
lencio. Nada. Meditación. Ensoñación. Música fúnebre. El Ré-
quiem de Mozart derrota cualquier política, domina y apabulla
cualquier discurso.

2. Es en el "campo popular" donde hoy el acto aristocrático por ex-


celencia (los esclavos en Roma tenían prohibido el suicidio, re-
servado a los hombres libres, únicos dignos de ceñir esa corona)
es a la vez el más frecuente y el mejor censurado. ¿Por qué tan
frecuente? Quizá porque llegada demasiado tarde a un mundo
demasiado viejo, la especie militante de la que se ha apoderado
el spleen ya no tiene el recurso del compromiso monástico que
permitía al cristiano morir para el mundo sin tener que matar-
se y al jansenista saborear la espiritualidad del aniquilamiento,
retirándose entre los solitarios de Port-Royal, sin suprimirse fí-
sicamente. ¿Por qué la censura, especialmente en el universo co-
munista, que hubiéramos podido creer materialista, y por esa
razón espontáneamente de acuerdo con las sabidurías de la An-
tigüedad, cínica, epicúrea ("No hay necesidad de vivir en la ne-
cesidad", decía Epicuro) y estoica (Catón de Útica acosado por
César: "Ahora, soy mi dueño")? Porque los fundadores tenían
que ver más con Cristo que con Séneca. El Manifiesto del Parti-
do Comunista tuvo como primer título catecismo comunista, o
profesión de fe (como lo revela la correspondencia Marx-Engels
de 1848). San Agustín puede pues abrumar a Jaures sobre ese
punto. El obispo de Hipona sólo preveía derogación de la regla
en caso de citación divina. Contemporáneo de los mártires, más
indulgente, Tertuliano había admitido que se puede lograr imi-
tar a Jesús matándose para escapar de los malvados. Santo To-
más condena categóricamente el cuádruple atentado (contra
Dios, la naturaleza, la caridad y la sociedad). Tal es el superego
teológico del militante que no puede dejar de presentir en el sui-
cidio de un correligionario un delito de huida o de deserción, en
lugar de ver en ello una prueba de suprema responsabilidad. La
vida del revolucionario pertenece a la revolución como la del de-

464
voto de Dios no tiene derecho a disponer de ella solo: reflejo me-
dieval del supuesto emancipado (la Edad Media negaba la se-
pultura al suicida, cuando no hacía pasar al cadáver a jucio).

3. Sin duda hay en este tabú un interés puramente práctico, el del


jugador de ajedrez en conservar sus piezas, que llevó a Napo-
león a censurar el suicidio por amor del granadero Gobain en
un parte célebre de la Grande Armée: ¿cómo "jugar a los hom-
bres" si los peones tienen el mal gusto de ahorcarse? A fortiori,
la suprema rebelión contra el orden de las cosas no cabía en la
ortodoxia bolchevique ("suicidio" era inencontrable en la Gran
Enciclopedia soviética así como en la prensa de los partidos).
La sana c;loctrina, más tolerante con el infarto que con el suici-
dio, con lo accidental que con lo voluntario, hará de ello un
monumento de debilidad o de extravío, sin significación parti-
cular -un hueco, no una cima. ¿No es acaso criminal terminar
con la vida, que es promesa de felicidad, cuando no hay edad
para luchar contra el capital? En eso la izquierda más exigen-
te no tenía la teoría de su práctica. Laura, la hija de Marx, y
su marido el cubano Paul Lafargue pusieron fin a sus días
en 1911, a la edad de setenta años. Innumerables los suicidios
de comunistas de la época álgida, desde Mayakovski a Pavese,
pasando por Joffé, Esenin, Glazman, Dazai y tantos otros.

4. El tema apenas ha interesado a los demógrafos. Veinte cada


cien mil todos los años en las poblaciones europeas. La tasa es
estable en todas las sociedades. ¿Cuántos en el pueblo de iz-
quierdas? Siempre menos que en la extrema izquierda, donde
la tasa de sucidios a simple vista no fue inferior a doscientos
cada mil. Un hombre o una mujer que se compromete en la vía
del no radical tenía cien veces más de probabilidades que otro
de violar la prohibición conciliar. Los defensores de Massada
lo mostraron: sólo un ser sujeto a una absoluta moral sosten-
drá que "la nada vale más que una vida sin justicia". La elección
individual o colectiva de la nada sigue chocando al optimismo
histórico que sirve de decorado convenido al "campo de la es-
peranza" (somos poco numerosos los que defendemos la causa
de una izquierda pesimista). Del lado bolchevique, ciertos sui-
dicios -el del trotskista Joffé en 1928, por ejemplo- se dieron
como actos ofensivos y militantes, verdaderos banderines
de enganche. ¿Miseria de la revolución, grandeza del revolu-
cionario? Esos disparos de pistola restallan como orgullosos

465
"despertad". Orgullo, sí, si el grito se entiende como "soy de-
masiado bueno para lo que tenéis que ofrecerme". Se puede
también entender como una manera de recordar a los empa-
chados de la vida que lo real no es nuestra ley y que la vida im-
porta menos a los hombres libres que sus razones de vivir. Era
el mensaje de Jan Palach en Praga, o del bonzo en Saigón. Así
se ha hecho siempre y en todas partes la división entre lo no-
ble y lo vil, los samuráis y los militarotes. A estos últimos se los
reconocía en Japón en que ignoraban el seppuku ritual. Si un
mercenario derrotado, si un político derrotado se vuela la
cabeza, es que no eran ni mercenario ni político. Para que
conste. Entonces, la muerte de un militante honra a toda su
comunidad con esperanza y, reinsuflando vida a los principios
que enarbola en sus banderas, da un nuevo impulso a los vi-
vos. Es lo menos, si la de ellos se ve así realzada, que rueguen
por el reposo del alma del sacrificado.
Índice onomástico y toponímico

Acera 46 Argelia 23, 45, 50, 64, 103, 163,


África 45-46, 55-56, 63, 104, 188, 241,363,445
205,225,253,297,359 Argentina 77, 79, 92, 139, 184
Agustín, san 18, 110,215,222,464 Aristóteles 27, 206, 223
Alain (Émile Chartier) 27 Armstrong, Neil 160
Alarico 20 Aron, Raymond 27,202
Albania 26 Asia 45, 55, 207, 225
Alemania 79, 87, 206, 249, 302, Asturias, Miguel Ángel 61
345,348,360,445 Attali, J. 232, 330
Allende, Beatriz 172 Auriol, Vincent 219
Allende, Salvador 51, 135, 167,
169-172, 175, 178, 190, 192, Babeuf, Gracchus 95
217,234,241,324,397 Bacall, Lauren 57
Althusser, Louis 28-29, 35, 79, Badinter, Roger 256, 280, 330
180,202,241 Baez, Joan 36
América del Norte 56, 114, 139 Bagdad 114
América Latina 3-1, 39, 45-46, 50, Balzac, Honoré de 61, 71, 245
59, 64, 72, 74, 89, 93, 101, 111, Banier, Frarn;:ois-Marie 250
117, 152, 167, 181, 190, 195, Barbey d' Aurevilly, Jules 153
224,286,302,336,350,419,440 Bardot, Brigitte 25, 160
Amsterdam 114 Barka, Ben 43, 45-46, 89
Angola 46, 80, 186-187 Bam, Paul 46
Aníbal 20 Barres, Maurice 249, 421
Anthonioz de Gaulle, Genevieve Barrientos, general 183
406 Barrios, Jaime 167
Aragon, Louis 38, 162, 180, 315, Barthes, Roland 49
418,422 Batista, Fulgencio 76, 138, 197
Arbenz,Jacobo 31 Baviera 97, 170
Arendt, Hannah 233 Beatles, los 25, 49
Argel 44, 49-50, 67, 80, 114, 149, Beauvoir, Simone de 250
178,193,241,414 Beimler, Hans 85

467
Bella, Ben 45, 49,241,363 Burkina Faso 63
Bellochio, Marco 4 7 Bush, George 218
Benjamín, Walter 236
Berlín 64, 72, 83, 95-96, 118,405 Cabra!, Amílcar 46
Berlusconi, Silvia 271 Caamaño, Francisco 44, 80
Bernanos, Georges 421 Campesino, Valentín González el 30
Béjar, Héctor 46 Camus, Albert 170
Bérégovoy, P. 152,216 Canaris, almirante 72
Bianco, Jean-Louis 305 Cantón 95,97, 160,235,386
Bishop, Maurice 62 Caracas 34, 50-51, 61, 65, 83, 111,
Blanqui, Louis-Auguste 34, 97 235
Bloch, Marc 423 Carlomagno 37, 151, 384
Blondin, Antaine 250 Carlos el Temerario 222
Blum, Léon 216,237,281,414 Carlos V 56, 337-338
Bogart, Humphrey 57 Carlos X 281
Bogotá 105, 160 Carnal, Lazare 159
Bolivia 46, 51, 65, 79, 88, 90, 92, Carpentier, Alejo 63
104, 128, 137-138, 146-147, 150, Carré, John le 7 6
163, 170, 175, 182, 184, 188, Carrel, Armand 97
193,286 Cartago 206
Bolívar, Simón 34, 58, 60, 82, 135, Casasola, Agustín Víctor 21-22
158, 188,192,377,440 Cassi, René 24 7
Bongo, Ornar 256 Castillo, Otto René 152
Borel, Jacques 49 Castro, Fidel 19, 37, 39, 50, 58-59,
Bosnia 413 64-65, 67-70, 72-73, 81-82, 86,
Brasil 46, 114, 290 107, 111-119, 121-128, 130-132,
Brasillach, R. 22, 120 134, 136-138, 141-149, 171-172,
Brassens, Georges 135 174-175, 177, 179-182, 184,
Braudel, Fernand 250 190, 192-195, 197, 199, 202,
Bravo, Douglas 33 327, 335-336, 349, 397, 410,
Brazzaville 34 418-419
Brecht, Bertolt 46,190,363 Castro, Raúl 123-124
Ere!, Jacques 49 Catalina la Grande 280
Breton, André 64, 84, 183 Cervantes, Miguel de 137
Brézhnev, Leonid I. 285 Céline, Louis-Ferdinand 79, 433
Briones, Tito 80 Céspedes, Carlos Manuel de 61,
Brossolette, Pierre 307, 332-333 115, 148
Bruselas 83,331,346, 351 Chaliand, Gérard 46
Buchenwald 23-24, 79, 276 Chaplin, Charles 83, 85
Buenos Aires 114 Charles-Roux, Edmonde 174
Bujarin, Nikolai I. 83 Charpak, Georges 200
Bulganín, Nikolai A. 124 Chateaubriand, Fram;:ois René 20,
Bulgaria 124, 345 58,97,281, 348
Bumedián, Huari 49 Chevenement, Jean-Pierre 218, 426
Buñuel, Luis 49 Cheysson, Claude 278,280,324,360
Buonarrotí, Philip¡Íe 95 Chibas, Raúl 148

468
Chile 79, 93, 141, 164, 167, 169- Degas, Edgar 148
171, 175,192,234,241 Delacroix, Eugene 36
Chilperico 26 Deleuze, Gilles 161
China 26, 44-45, 50, 93, 103, 127, Diderot, Denis 143, 259, 280
137, 196, 241, 307, 314, 327, Dién Bien Phu 44, 103
406,415 Dionisia II 223
Christie, Agatha 283 Dorticós, Osvaldo 124, 129
Chu En-lai 44 Drieu de la Rochelle, Pierre 418
Churchill, Winston 16, 23, 199, Dubuffet, Jean 49, 392
382 Dumas, Alejandro 286, 310
Cicerón 110 Dumas, Roland 310
Cienfuegos, Camilo 66, 145 Dumont, Louis 250
Claudel, Paul 32 Duras, Margueritte 49, 149, 276,
Clausewitz, Karl van 64, 202, 206 373,433
Clay, Cassius 45 Durero, Alberto 371
Cleaver, Eldrige 85 Duvalier, Fran~ois 122
Clemenceau, Georges 126 Dylan, Bob 49
Clodoveo 26
Cloots, Anacharsis 191 Eastwood, Clint 160
Colbert, Jean-Baptiste 226, 313 Ecuador 89
Colliard, Jean-Claude 329 Edison, Thomas Alva 384
Comte, Au guste 27, 222 Eduardo VIII 338
Congo-Kinshasa 46 Egipto 50
Conrad, Joseph 137 Ehrenburg, Ilya 180
Cooper, Gary 35, 127 Eisenstein, Serguei Mijáilovich 35,
Corea 50 414
Cortázar, Julio 216 El Cairo 45, 50, 89
Cortés, Hernán 82 Éluard, Paul 98
Coty, René 217 Enrique II 21, 122
Couthon, Georges 148 Enrique IV 235
Couve de Murville, Maurice 328 Ernst, Max 61, 79
Córcega 114 Escalona, Demetrio 80
Cruz Wer, Rogelio 31 España 31, 36, 38, 84-85, 97, 102,
Cuba 26, 31, 35, 39, 45-46, 50, 59, 122, 199, 217, 264, 281, 413,
64, 70, 72, 77, 82, 90, 93, 98, 423,440
100, 102, 106, 110-111, 113, 116, Esparta 206
122, 126, 137-139, 142, 144-149, Estados Unidos 16, 44, 47, 61, 72,
182-183, 185-187, 191-192, 196- 117, 138, 144, 158, 192-193,
197, 349,435 290, 325, 346, 354-355, 360-
361
Daix, Pierre 79 Etiopía 80, 186-187
Dalton, Roque 105, 152, 182 Europa 21, 31, 46, 55, 61, 63, 78,
Daniel, Jean 310, 324 81, 101, 103, 105, 109,114,120,
Dar-es-Salaam 139, 331 153, 160, 170, 181, 183, 189-
Dean, James 142 190, 198, 203, 206, 214, 216,
Deferre, Gastan 43 234, 252, 260, 263-264, 313,

469
320, 338, 345-347, 350-351, 328,332,348,354,367,375,382,
355-357, 360, 363, 367-368, 396,406,414,418,440,459
376, 383, 409-410, 435, 440, Géricault, Théodore 315
453-454, 457 Ghana 45
Giap, Vo Nguyen 46, 56, 64, 102,
Fabius, L. 232, 330 144
Fanon, Frantz 46, 102 Gibbon, Edward 138
Farrakhan, Louis 44 Gide, André 440
Faure, Edgar 319, 364 Gilly, Adolfo 46
Federico II 115, 223 Giraudoux, Jules 234, 435
Felipe, León 137 Giscard d'Estaing, Valéry 313
Felipe el Hermoso 122 Godard, Jean-Luc 47
Felipe II 57, 199 Goldman, Pierre 74
Feltrinelli, Giangiacomo 183 Gorbachov, Mijaíl 284
Ferré, Leo 49 Gorce, Paul-Marie de la 328
Flaubert, Gustave 9,118,294,375 Gorz, André 222
Foch, mariscal 303 Gould, Glenn 304
Forman, Milos 49 Gracián, Baltasar 276, 390
Foucault, Michel 250, 345 Gracq, Julien 200, 433, 455
Francia 21, 32-34, 36, 39, 43, 48, Granada (Estado de) 62, 66, 79
64-65, 72, 74-75, 77, 79, 84, 86, Grass, Günter 249
90-92, 95, 98,103, 109-110, 116, Grecia 27,171,418
118, 121, 126, 131, 153, 160, Gregorio Magno 114
162-163, 170, 175, 191, 201, Grossouvre, Fran-'ois de 152,232,
208, 213-214, 218, 221, 226, 255,258
232, 234-238, 240-242, 245, 247, Guardia, Patricio de la 194
249,252, 262-264, 285-286, 290, Guardia, Tony de la 194
295-296,301,305,311-312,320, Guatemala 45-46, 68, 79, 105, 182
325,332, 345-346, 348-351, 355, Guesde, Jules 234
357, 359, 361, 364, 368, 379- Guevara, Ernesto Che 31, 46, 50-
380, 383,421,436,440,456 51, 59-60, 77, 79, 86, 92, 100,
Franco, Francisco 115, 149 102-103, 107,116,118,128,132,
Francos, Ania 31 134-151, 157,161,169, 171-172,
Freud, Sigmund 148,261 177,181,184, 186,188,191-193,
199,203, 241,261,286,418-419
Gaddafi, Muammar el- 413 Guigou, É!isabeth 306
Gagarin, Iuri 47 Guillebaud, Jean-Claude 347
Gambetta, Léon 259 Guimard, Paul 232
García Lorca, Federico 38, 137 Guinea 35, 45
García Márquez, Gabriel 196, Guinea-Bissau 46, 80
216 Guinness, Alee 91, 197
Garibaldi, Giuseppe 119
Gary, Romain 21,422 Habas, George 106
Gaulle, Charles de 17, 43-44, 77, Hallyday, Johnny 49
126,135,160,163,183,232,241, Hamburgo 97, 183
247,249-251,253,258,261,310, Hanoi 26, 34, 80, 325

470
Hassan II 46, 363 Kant, Immanuel 394
Hegel, Georg Wilhelm Friedrich Kassowitz, Peter 70
169,186,189,208,264,379 Kennedy, John F. 135, 360
Hemu, C. 257 Kennedy, Ted 360
Heniot, ·Édouard 27 Kierkegaard, Sóren 112
Hikmet, Nazim 38 Kouchner, Bemard 33
Hiroshima 23, 205 Kruschev, Nikita S. 125, 405
Hirou, Christian 70 Kun, Béla 83
Hitler, Adolf 20, 386, 409, 419, Kundera, Milan 105
435,451 Kurdistán 9 5
Ho Chi Minh 34, 144 Kurosawa, A. 127
Rolden, Robert 138
Hong Kong 114 La Bruyere, Jean de 259, 390
Rugo, Víctor 20, 37, 264, 325, 346 La Habana 31, 39, 45, 55-56, 58,
Hussein, Saddam 413 67, 74,80,82-83,86,89,97, 102,
Hyppolite, Jean 188-189 104, 114, 116, 120, 123, 126,
129, 136, 138, 159, 172, 174,
Ignacio de Loyola, san 65, 130, 180-181, 183-184, 187, 189-192,
148 194,197, 335-336,379,406
India 45, 93, 250 La Paz 78, 158, 206
Indonesia 44-45 La Rochefoucauld, Franºois de 90
Inglaterra 114, 167 Lamartine, Alphonse de 251, 391
Italia 170, 244, 260, 264, 356 Lang,Fabius 216,232,249,280
Ivens, Joris 35 Lang,Jack 216,232,249,280
Lansky, Meyer 57
Jacob, Franºois 21 Lanzmann, Claude 50, 250
Jagger, Mike 49 Las Cases, Emmanuel, conde de
Jamaica 193 194
Jannings, E mil 8 5 Lawrence de Arabia (Thomas Ed-
Japón 45, 114, 206, 257, 315, 325, ward Lawrence) 21, 92
466 Lefebvre, Raymond 83
Jaruzelski, general 272 Legatte, Paul 321
Jaures,Jean 27,217,362,464 Lenin 20, 25-28, 34-35, 44, 56, 64,
Jeanneney, Jean-Noel 318-319 84, 93, 96-97, 101, 118, 126,
Jihad, Abou 46 132, 159, 260, 384
Jimeno, Claudio 16 7 Leone, Sergio 85
Johnson, Lyndon B. 44 Léger, Femand 61
Jomeini, ayatolá 413 Lévi, Jean-Daniel 306
Jospin, Lionel 174 Lévi-Strauss, C. 84, 178, 455
Joyce, James 84, 433 Littín, Miguel 169
Juana de Arco 36, 152 Líbano 193, 351, 388
Jukov, mariscal 124 Líster, Enrique 30-31
Juliao, Francisco 46 London, Artur 85
Jünger, Ernst 79, 249 Londres 61, 98,332,348,422
Long, Marceau 365
Kalachnikov, Mijaíl 47, 123, 172 Lora, César 46

471
Luciano, Lucky 57 Meyer, Daniel 57, 241
Luis XI 122 Médicis, Lorenzo de 19,226, 281
Luis XIII 282 México 21-22, 45, 64, 82, 84, 103,
Luis XIV 21, 135, 138, 258, 390, 110, 137, 158, 196,414, 418
396,410 Miami 100, 112, 126, 187, 197,
Luis XVI 161, 447 336
Luis XVIII 315 Michelet, J. 98-99, 216,240
Lukács, Gybrgy 94 Mifune, Toshiro 127
Lumiere, hermanos 288, 384 Mikoyan, Anastasi I. 124
Lumumba, Patrice-Émery 139 Milán 183,260, 293
Luxemburgo, Rosa 34-35, 101 Millán Astray, José 149
Milosevic, S. 413
Maceo, Antonio 115 Mitterrand, Fran~ois 19, 43, 51,
Madrid 23, 31, 57, 83 118,122, 131-132, 134-136, 171,
Mailer, Norman 193 174, 179-180, 190, 227, 231-
Maistre, Joseph de 110 232, 235-238, 240, 242-243,
Malcolm X 44 245-247, 249-251, 253, 256,
Malle, Louis 49 259-262, 264, 281, 287, 310,
Malraux, André 37, 77-78, 85,223, 312, 324, 327-328, 349, 354,
281,418,421 360-361, 387, 389-391, 394,397,
Managua 152,189,379,388 410,414,456
Mande], Nelson 46, 360 Mobutu, Sese Seko 19, 46, 139,
Mao Zedong 19, 25, 27, 30, 35, 56, 451
64, 77, 89, 115, 122, 137, 144, Modesto, general Juan 30
181,241,386,415,422 Monje, Mario 184
Maquiavelo, Nicolás 123,144,202, Montaigne, Michel de 318,457
208, 280-281, 382 Montand, Yves 361
Marchais, Georges 79 Montaner, Rita 57
Marche, Olivier de la 56 Montané, Jesús 6 7
Marcos, subcomandante 106, 146- Montesquieu, barón de 417
147, 153,415 Montherlant, Henry de 433
Mariana, Juan de 126 Moravia, Alberto 107, 119-120
Marivaux, Pierre 256 Moré, Benny 57
Marker, Chris 3 5 Morin, Edgar 317
Martí, José 60, 104, 115, 134, 148- Moscú 23, 26, 31, 49, 79, 83, 85,
149 89, 101, 118, 120, 176, 185,
Marx, Karl 25-26, 36, 58, 60, 80, 191, 194-195, 219, 284, 315,
101-102, 118, 126, 202, 241, 354,357,406
263-264,392,423,439,446,465 Motchane, Didier 174
Maspero, Fran~ois 31, 46 Moulin, Jean 34, 37, 236
Matisse, Henri 49 Mozambique 46
Mauriac, Fran~ois 281, 286 Mónaco 47
Mendes France, Pierre 136, 241, Muglioni, Jacques 168
245-247 Muhammad, Elijah 44
Mercuri, Melina 216 Murat, J. 216
Messmer, Pierre 287 Musset, Alfred de 343

472
Mussolini, Benito 115, 119-120, Petkoff, Luben 46
197,244,451 Pérec, Georges 49
Münzenberg, Willy 85 Periódicos y revistas
Annales 250
Nancy 39, 64, 90 Débat 250
Napoleón Bonaparte 96, 260, 313, Esprit 250
375,391,440 France-Soir 181
Napoleón I 233 Granma 73, 82, 104
Napoleón III 179, 233, 396 Hérodote 250
Nasser, Gama! Abdel 45, 242, 413 Inprelwr 83
Neruda, Pablo 61 L'Humanité 43
Neto, Agostinho de 46 La Parisienne 250
Nietzsche, Friedrich 445 La Pensée 26
Nixon, Richard 19 La Revue des Deux Mondes 250
Nora, Pierre 250 La Table Ronde 250
Nueva York 293 Le Fígaro 166, 220
Le Monde 43, 456
O'Toole, Peter 92, 454 Les Temps Modernes 50-51
Olivares, Pedro 167 Libération 2 96
Ormesson, Jean d' 220 Mots 250
Ostrovski, Nikolai 124 Panorama Mundial 73
Oswald, Lee 284 Paris-Match 220, 285
Pensamiento Crítico 116
Pablo, san 99, 121, 131, 140, 148, Quotidien de Paris 220
386 Testimonio Cristiano 43
Padilla, Herberto 181-182 Wall Street Journal 330, 358
Países Bajos 47 Pétain, Philippe 258,410,451
Palme, Olof 295 Picard, Raymond 27, 83,202
Paraguay 47 Picasso, Pablo 61, 313, 378, 386
Paredes, Coco 175 Pinochet, Augusto 16 7
París 21, 26, 30, 32, 34, 37, 45-46, Piñeiro, Manuel 58, 67, 71, 73, 75,
48-49, 62, 64, 66, 79, 83-84, 86, 175
94, 96, 100, 103, 118, 135, 139, Pizarra, Francisco 82
142, 153, 159-161,. 181, 185, Platón 92, 110, 223, 280, 317,
191, 195, 200, 217-219, 227, 419-420
250, 272, 285, 288, 293, 298, Plutarco 414
300, 310, 325, 330, 335, 338, Polevoi, Boris 124
348, 358-361, 365, 369, 391, Pompidou, Georges 48, 241, 396
396,414,446 Pottier, Eugene 159
Pasionaria, Dolores Ibárruri, la Praga 45, 55, 105, 116, 197, 466
23, 26 Presley, Elvis 49
Paz, Octavio 457 Prévost, Jean 22, 423
Paz Estenssoro, Víctor 158 Proust, Marce! 19, 158,418,431
Páez, Nora 152 Puente Uceda, Luis de la 46
Pekín 49, 77, 89,114,315
Perrault, Gilles 76, 396 Quinn, Anthony 91

473
Rabat 363 Savimbi, Jonás 138
Racine, Jean 326 Sánchez, Celia 123
Radek, Karl S. 83 Schopenhauer, Arthur 149, 208
Reagan, Ronald 324, 361 Semprún, Jorge 21,422,440
Reed, John 83 Serge, Víctor 34, 41, 83-84, 91-92
Reiss, Ignace 85 Serguera, Papito 50, 67, 178
Renard, Jules 252 Serres, Michel 206, 330
Renaud, Madeleine 49 Séneca 223,272,464
Renoir, Jean 236 Shanghai 84, 95, 97
Reunión, isla de la 114 Shaw, Bemard 420
Ricardo Corazón de León 384 Shrimpton, Jean 49
Riffaud, Madeleine 406 Sierra Maestra 60, 68, 70, 94, 98,
Rivera, Diego 84 115, 123, 138-139, 146-147, 149,
Robespierre, Maximilien de 97, 177
148,159,295, 410 Singapur 114
Rodin, Auguste 61 Soljerútsin 30, 110
Rodinson, Maxime 46 Somalia 80
Rodriguez, Carlos Rafael 125 Somoza, Anastasia 189, 388
Ro!land, Romain 83-84 Sorge,Richard 41, 83,91
Rolling Stones 49 Soumialot, Gastan 46
Roma 20, 34, 49, 62, 76, 89,120, Spielberg, Steven 79
160,183,213,360,464 Spinoza, Baruch 167, 244
Rosmer, Alfred 83 Stael, Nicolas de 49, 301
Rousseau, Jean-Jacques 222, 392 Stalin 19, 25, 84-85, 91, 96, 115,
Rousselet, André 174 119, 122, 136, 180, 197, 285,
Rousset, David 446 291-292, 409,418
Roy, Claude 83, 317 Stalingrado 23, 78,124
Ruanda 95 Stasse, Fran\Oois 306
Rubin, Jerry 85 Stendhal 208, 235, 260, 423
Styron, Wiiliam 216
Sagan, Fran\Ooise 250, 433 Suecia 102, 293, 295, 302
Saigón 34, 466 Suiza 47,177,441,445
Saint-Just, Louis 96, 148, 171,
247, 447-448 Taizé, Roger de 256
Saint-Pierre, Bemardin de 70, 432 Talleyrand, Charles 259, 348
Saint-Robert, Philippe de 161-162 Tanzania 45-46, 86, 114, 138
Salónica 27 Tegucigalpa 331
Sankara, Thomas 19, 62 Teherán 80
Santamaría, Haydée 129 Teodorico 222
Santiago de Chile 89, 235 Teodosio 99
Santiago de Cuba 70 Thatcher, Margare! 19
Santo Domingo 44, 67, 79-80, 392 Thibaud, Paul 237
Santos, Marcelino de 46 Thorez, Maurice 35, 79, 180
Sartre, Jean-Paul 39, 101, 160, 181, Tirana 26, 197
422-423 Tocquevi!le, Charles Alexis Clérel
Sautter; Christian 305 de 27,348,363,415

474
Todd, Emmanuel 34 7 Venezuela 33, 45-46, 50, 61, 74,
Togliatti, Palmiro 83, 102 79, 90, 133, 182, 187
Tolstói, Liev N. 143,208 Vernant, Jean-Pierre 21, 38, 423
Tomás de Aquino, santo 202, 242, Veme, Julio 137, 214
464 Védrine, Hubert 305, 361
Trotski, León 44, 84, 91, 96, 101, Vian, Boris 18
136-137, 159, 240 Viansson-Ponté, Pierre 43
Tshombé, Mo1se 46 Vidal-Nacquet, Pierre 46, 250
Tucídides 389, 414 Vietnam 29, 35, 44-45, 103, 105,
Turkestán 93 114, 138, 325
Turner, Ted 160 Vigny, Alfred de 364
Túnez 363, 418 V6 Nguyen Giap 46, 56, 64, 102,
Tzara, Tristan 84 144
Volonté, Gian Maria 35
Ulbricht, Walter 72 Voltaire 84, 96, 115,138,223,414
Unamuno, Miguel de 38
Urbano II 388 Warhol, Andy 49
URSS 26, 38, 45-47, 104, 124, 138, Washington, George 126
144, 181, 205, 220, 250, 284- Wayne, John 127
285, 345,347,440 Weber, Max 178
Weil, Simone 103, 315
Vaillant, Roger 317 Wiesel, Elie 216
Valdés, Ramiro 86 Wolf, Marcus 72
Valentino, Rodolfo 142
Vallejo (médico personal de Fidel Yakovlev, Alexandr 194
Castro) 67 Yemen 80, 187
Vallés, Jules 96, 161, 380 Yugoslavia 457
Varsovia 23, 181,220,353,406
Vartan, Sylvie 49 Zapata, Emiliano 34, 414
Vauzelle, Michel 306 Zavaleta, René 158
Velázquez, Diego 386 Zola, Émile 169, 421
Venecia 114, 168, 371, 377 Zúrich 84
ESTE LIBRO HA SIDO IMPRESO
EN LOS TALLERES DE
HUROPE, S. L.
LIMA, 3 BIS. BARCELONA

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