Fortaleza y necrópolis

Micenas: la gran ciudad de los griegos de la Edad del Bronce

En la época de la guerra de Troya ciudades griegas como Argos, Pilos y Micenas traficaban por todo el Mediterráneo y se relacionaban en pie de igualdad con los grandes soberanos del próximo oriente.

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Puerta de los Leones. La entrada monumental a la fortaleza de Micenas fue erigida hacia 1250 a.C., y debe su nombre al relieve de leones rampantes, de tres metros de alto, que corona el dintel.

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Recortadas en el horizonte sobre lo alto de una escarpada colina, las ciclópeas murallas de Micenas encerraban, para los griegos de la Antigüedad, el violento destino de sangre del señor de guerreros Agamenón. Según la leyenda, transmitida primero por Homero y luego por los poetas trágicos, el rey que había enviado mil naves por mar contra la poderosa ciudad de Troya había perecido a su vuelta a Micenas víctima de una conspiración urdida por su primo, el noble Egisto, y Clitemnestra, su propia esposa, convertidos en amantes. 

Agamenón es el representante mítico de una generación de señores de la guerra que en torno a 1500 a.C., en el cénit de la Edad del Bronce, desplegaron su dominio sobre las llanuras situadas a los pies de sus fortalezas y en los confines del Mediterráneo. 

Desenterrando a los héroes 

Los griegos de la Antigüedad no dudaban de que Micenas era la fortaleza del mítico linaje de los Atridas, al que pertenecía Agamenón y cuyos destinos estuvieron marcados por la tragedia. En fechas tan tardías como el siglo II a.C., el infatigable viajero Pausanias creyó localizar en las ruinas de Micenas las tumbas de todos los protagonistas del drama: Atreo, su hijo Agamenón, Clitemnestra, Egisto... Siglos después, los arqueólogos encontraron en las líneas de Pausanias la excusa para emprender en Micenas las excavaciones que devolvieran a los viejos guerreros homéricos al terreno de la historia.

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Las tumbas de los reyes. El llamado Círculo A de tumbas, donde se hallaron ricos ajuares funerarios, quedó en el interior de la ciudadela tras una ampliación de la muralla en 1300 a.C.

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Sin embargo, su esfuerzo fue en vano. Sería un arqueólogo amateur, Heinrich Schliemann, quien en 1876 inició sus excavaciones en el interior de los muros de la ciudad fortificada (no en el exterior, como habían hecho sus predecesores) y allí, junto a la puerta de los Leones, el monumento más antiguo de Europa, halló unas tumbas con los restos de diecinueve adultos y dos niños, junto con toda suerte de armas de bronce, joyas de oro, vasijas y tres soberbias máscaras mortuorias de oro, pertenecientes, sin duda, a quienes cerca de tres mil años atrás habían manejado las riendas de Micenas. 

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La dama de Micenas. Fragmento de fresco con figura femenina. Siglo XIII a.C. Museo Arqueológico Nacional, Atenas.

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Schliemann estaba convencido, según anunció triunfalmente, de que había descubierto el tesoro de los míticos Atridas. Pero se equivocaba: las fechas de las tumbas eran anteriores en tres siglos a la época en la que los antiguos griegos databan la guerra de Troya. En realidad, lo que Schliemann había descubierto bajo una de aquellas máscaras era una civilización entera de la Edad del Bronce que, desde mediados del segundo milenio hasta poco antes de su final, allá por el siglo XII a.C., se había adueñado del Mediterráneo oriental desde sus poderosos centros de poder situados en territorio griego. 

Caudillos de hombres 

En efecto, en torno a 1500 a.C., en el Peloponeso y otras áreas de Grecia continental se produjo un aumento de la población, así como una expansión hacia el exterior y un crecimiento general de la economía. Ello fortaleció el poder económico y político de los caudillos griegos de la Edad del Bronce radicados en la zona, que pasaron de ser meros conductores de tropas a formar una élite de reyes guerreros que al morir se hacían enterrar con sus codiciadas armas y tesoros. Es más que probable que donde primero se hicieron sentir estos cambios fuera en Micenas, un centro de poder situado en la encrucijada de una ruta que unía el Egeo con el golfo de Corinto. 

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Electra y Orestes, hijos de Agamenón, rey de Micenas. Relieve del siglo V a.C. Museo Kanellopoulos, Atenas.

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Pero Micenas no fue la única: en Pilos, Tirinto, Argos, Atenas o Tebas se constituyeron igualmente comunidades independientes que gravitaban en torno a ciudadelas fortificadas gobernadas por un wanax (rey). Los palacios de todas estas ciudades ejercían su poder sobre un amplio territorio circundante, como parecen apuntar las grandes distancias existentes entre ellos. Aunque, en términos generales, las relaciones entre las distintas fortalezas debieron ser estables, es obvio que las murallas ciclópeas que las defendían –construidas por los Cíclopes, los gigantes que forjaron el rayo de Zeus– presuponen la existencia de hostilidades entre los diversos centros de poder. En este sentido puede recordarse el mito griego que refiere el asedio de la famosa ciudad de Tebas por parte de siete guerreros venidos de Argos, el corazón del mundo micénico. 

Musee romanite urne chiusisarcofago terracota etrusca

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Combate entre Eteocles y Polinices, urna de terracota etrusca del siglo II a.C. procedente de Chiusi. Museo de la Romanidad, Nîmes.

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La historia, bien conocida a partir de la tragedia de Esquilo titulada Los siete contra Tebas, narra cómo los hermanos Eteocles y Polinices, maldecidos por su padre Edipo, decidieron alternarse en el trono de Tebas para conjurar la maldición de su progenitor. Pero en el momento de ceder el cetro, Eteocles se negó. Polinices reaccionó organizando una expedición de siete guerreros, uno por cada una de las puertas de la fortaleza, dando lugar a épicos combates que los poetas y artistas griegos recrearon una y otra vez en sus obras. 

¿Sería este episodio la traducción mítica de la doble destrucción de Tebas atestiguada por la arqueología? A pesar de que desconocemos las causas reales que llevaron al incendio y destrucción de uno de los más potentes enclaves micénicos, sí que se puede concluir que la rivalidad de dos centros de poder –como sería el caso de Tebas y la vecina Orcómenos– podía generar enfrentamientos armados entre ellos; aunque también es verosímil plantear las luchas de poder entre príncipes de diversas familias. 

La caída del reino de Minos 

Volviendo a las tumbas que descubrió Schliemann, es especialmente interesante observar que los objetos que allí se encontraron habían sido fabricados por artesanos cretenses. En torno a 1500 a.C., la isla de Creta era la sede de una civilización –la cretense o minoica– que aventajaba notablemente a la que estaba cobrando forma en el continente, y que se había erigido en dueña del Mediterráneo gracias al poder de su flota. En Grecia, las dinastías gobernantes de Pilos, Tirinto, Argos o Micenas fijaban su mirada en su refinado estilo de vida y reclamaban los servicios de los artistas isleños. Sin embargo, un inquietante dato en el que coinciden los estudiosos apunta a que los tesoros de las tumbas micénicas no eran el fruto de un cordial intercambio entre potencias vecinas, sino el botín procedente de incursiones llevadas a cabo en suelo cretense, si es que no habían sido fabricados en suelo griego por artesanos conducidos hasta allí como prisioneros. 

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Los tesoros de Creta. Piezas como esta cabeza de toro con cuernos y roseta de oro, hallada en una tumba de Micenas, dan fe de la relación entre Creta y Micenas en el siglo XVI a.C.

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Los micénicos debieron de aprovechar también la catástrofe que supuso para Creta la explosión del volcán de Tera, en torno a 1500 a.C. El maremoto o tsunami consiguiente provocó la destrucción de la flota minoica y el colapso de sus centros de poder, incluidos los magníficos puertos de Festos y Cnosos, dejando al alcance de los príncipes micénicos un botín demasiado apetecible como para dejarlo escapar. Fue entonces cuando los señores de la guerra micénicos, guiados por su empuje guerrero, y aprovechando el profundo conocimiento que tenían de Creta y sus defensas, conquistaron la isla y colocaron al frente de los palacios a sus propios gobernantes. 

Dueños de los mares 

La conquista de Creta consolidó la cada vez más intensa presencia de las ciudades micénicas en el Mediterráneo oriental, donde sus comerciantes desarrollaban una intensa actividad mercantil. A finales del siglo XV a.C., los micénicos controlaban la ruta marina del metal, desde Oriente hasta Occidente. Al mismo tiempo, desde sus fortalezas enviaban al exterior productos agrícolas y manufacturas, y recibían las materias primas necesarias para el trabajo de los metales, así como marfil, especias y ámbar, obtenidas a menudo a través de varias colonias que los micénicos fundaron en lugares estratégicos. A esta actividad comercial se añadían expediciones guerreras, con un objetivo más crudo: la rapiña, fuente inagotable de riqueza para los belicosos príncipes micénicos. 

La huella del comercio micénico está presente en todo el Próximo Oriente y a lo largo del Mediterráneo, incluso más allá de las zonas frecuentadas por los expertos marinos cretenses. Su paso por Sicilia y la Italia meridional está bien atestiguado gracias a los hallazgos de cerámica micénica. Por su parte, Cerdeña tuvo especial importancia debido a sus minas de cobre, material que les llevó a las costas de la península Ibérica; allí, en los yacimientos de Cuesta del Negro (Córdoba) y El Oficio (Almería) se han localizado cuentas de pasta de vidrio, piezas de fayenza y puntas de jabalina de factura claramente micénica. Los micénicos llegaron incluso a trabar un contacto fluido con Europa septentrional y central (principalmente Cornualles y tal vez Bohemia), con el fin de obtener estaño, producto vital para la fabricación del bronce. 

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Tesoro de Atreo, uno de los grandes túmulos funerarios construidos extramuros de Miceas.

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Por otra parte, se ha demostrado la existencia de colonias micénicas estables en varias islas del Egeo, así como un contacto permanente con enclaves de Egipto (como un yacimiento vecino a El Fayum), Siria, Levante y Anatolia. A este respecto, nuestros conocimientos relativos al tráfico comercial se basan fundamentalmente en los tres pecios de la Edad del Bronce localizados en el cabo Gelidonia, Uluburun e Iria, en las costas de Turquía. Si bien ninguno de ellos tiene visos de ser una nave micénica, no cabe duda de que los tres estaban implicados en el comercio con el mundo micénico. 

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Caza del jabalí en un fresco procedente del palacio micénico de Tirino, Museo Arqueológico de Atenas.

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De todos ellos el pecio que ha aportado una información más reveladora es el de Uluburun, donde el grueso del cargamento que se ha preservado consistía fundamentalmente en materias primas, en particular metales (unos trescientos lingotes de cobre de 25 kilos cada uno), pero también vidrio, maderas y resinas. Entre los artículos de lujo destacan unos lingotes de vidrio de azul obsidiana que, procedentes de Egipto, tenían como destino los talleres micénicos; o las cargas de marfil de elefante e hipopótamo, material empleado en la fabricación de cascos. Las ánforas contenían, asimismo, productos muy apreciados en los intercambios entre principados y ciudades-estado de Siria y Egipto, como piñones de aceituna, semillas de vid, coriandro y granada, y olorosa resina de terebinto. 

Pero los contactos de las ciudades micénicas no eran sólo comerciales, sino también políticos. Los grandes puertos orientales de Egipto y el Levante, como la deslumbrante Ugarit (en Siria), recibieron las embajadas de los príncipes –a la vez guerreros y comerciantes– de Micenas. 

Un final inesperado 

En los archivos encontrados en las ruinas de Hattusa, la antigua capital hitita, se hace constante referencia a un poder militar llamado Ahhiyawa, término que se puede poner fácilmente en relación con los akhaioi o «aqueos», que es el nombre con que Homero denominaba a los griegos micénicos que atacaron Troya. Existen misivas en las que el tabarna (rey) de los hititas saluda a su «hermano» el rey de Ahhiyawa, lo que en el lenguaje diplomático de la época equivalía a reconocerlo como a un igual con el que se intercambiaban regalos para estrechar lazos de amistad. Y no era, desde luego, algo insólito que los griegos enviaran a sus hijos al país de Hatti para recibir adiestramiento en el manejo del carro de combate, elemento que los príncipes micénicos usaron para aumentar su prestigio personal como atestigua un famoso fresco hallado en Pilos o los versos de Homero, que llama a Néstor –precisamente el soberano de Pilos– «señor de carros de guerra». 

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Interior del tesoro de Atreo. Los reyes de Micenas se enterraron siempre con sus tesoros y posesiones más queridas.

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De forma sorprendente, a finales del siglo XII a.C., las poderosas ciudades-fortaleza micénicas quedaron reducidas a cenizas y escombros. Aunque los estudiosos aún no han sido capaces de determinar cómo ocurrió, se ha recurrido normalmente al comodín de la «invasión doria» para explicar el derrumbe de esta espléndida civilización de la Edad del Bronce. Pero aunque nunca lleguemos a saber con certeza las causas de un final tan demoledor y rotundo, lo que sí podemos asegurar es que la fama y el prestigio de sus príncipes traspasaron la marea de los siglos, y cuando los poetas griegos echaron su vista atrás contemplaron a los viejos guerreros micénicos combatiendo junto a los dioses.