Cuadernos Hispanoamericanos 769-770

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Julio-Agosto 2014

Precio 5€

cuadernos hispanoamericanos

Nº 769-770

Julio-Agosto 2014

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DOSSIERS La Universidad Iberoamericana y el siglo XXI — La Nueva España. Perspectivas actuales Mesa revuelta Francisco Márquez Villanueva: Lozana — Entrevista Cristina Sánchez-Andrade


Fotografía de portada - Cristina Sánchez-Andrade © Miguel Lizana

cuadernos hispanoamericanos Avda. Reyes Católicos, 4 CP 28040, Madrid T. 915838401 Director Juan Malpartida

Administración y redacción Ana Mª Dafauce anamaria.dafauce@aecid.es Subscripciones Mª Carmen Fernández mcarmen.fernandez@aecid.es T. 915827945 Diseño original Ana C. Cano Imprime Estilo Estugraf Impresores, S.l Pol. Ind Los Huertecillos, nave 13 CP 28350- Ciempozuelos, Madrid Depósito legal M.3375/1958 ISSN 0011-250 X Nipo 502-14-002-5

Edita MAEC, Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación AECID, Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo. Ministro de Asuntos Exteriores y de Cooperación José Manuel García - Margallo Secretario de Estado de Cooperación Internacional y para Iberoamérica Jesús Manuel Gracia Secretario General de Cooperación Internacional para el Desarrollo Gonzalo Robles Directora de Relaciones Culturales y Científicas Itziar Taboada Jefe del Departamento de Cooperación y Promoción Cultural Guillermo Escribano cuadernos hispanoamericanos, fundada en 1948, ha sido dirigida sucesivamente por Pedro Lain Entralgo, Luis Rosales, José Antonio Maravall, Félix Grande, Blas Matamoro y Benjamín Prado. Catálogo General de Publicaciones Oficiales http:// publicaciones.administracion.es Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLA Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca. La revista puede consultarse en: www.cervantesvirtual.com


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Universidad iberoamericana y el siglo XXI 6

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J. Francisco Álvarez: Misión y función de la universidad en el siglo XXI Hebe Vessuri: Dinámica y tensiones de la internacionalización científica de América Latina José Joaquín Brunner: Políticas de Educación Superior en Iberoamérica: la gobernanza de los sistema Fernando Galván: Docencia e investigación universitarias en el ámbito iberoamericano Daniel Domingo Figaredo: La digitalización como factor de cambio en la eduación superior Fernando Tejerina y Flor Sánchez: La cooperación universitaria en una sociedad interconectada La Nueva España. Perspectivas actuales

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mesa revuelta

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Juan Francisco Maura: Señoras y esclavas blancas en las Américas: Isabel de Bobadilla y su esclava Isabel Pablo García Loaeza: Conformidad, continuidad y originalidad de las obras de Fernando de Alva Ixtlixóchtl Oswaldo Estreda: Crónica de un fracaso anunciado: Bernal Díaz y el viaje a las Hibueras Margarita Sánchez Martín: Educación y lectura femenina en el Virreinato de Nueva España Beatriz de Alba-Koch: Memoria política de la conquista y evangelización de la Nueva España Lozana Francisco Márquez Villanueva Rendición de cuentas. Memorias J. J. Armas Marcelo Adolfo Bioy Casares en Madrid Pedro Molina Temboury



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El legado de Edward Said: Orientalismo y la literatura comparada Cristina Almarcegui Philip Roth y la cuestión judía José María Herrera En el espejo de la canción. Sobre la poesía de Hugo Padeletti Walter Cassara Un mundo inacabado: células sin átomos Juan Arnau

entrevista

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Entrevista a Cristina Sánchez-Andrade: Carmen de Eusebio

biblioteca

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La persistente presencia de la fábula Juan Ángel Juristo La locura como forma de salvación Reina Rofé Cuestión de equilibrio: Heaney, ensayista José Luis Gómez Toré Figuras del guiñol Santos Sanz Villanueva El lector Stevenson Blas Matamoro Una épica del lenguaje Arturo García Ramos La miniatura de eternidad de Jeannne Herch Julio César Galán Mística sin Dios Eduardo Moga Por todos los diablos Julio serrano

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dossier

LA UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA

Y EL SIGLO XXI Cuadernos Hispanoamericanos

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Coordina J. Francisco Álvarez

Por J. Francisco Álvarez. Hebe Vessuri. José Joaquín Brunner. Fernando Galván. Daniel Domingo Figaredo. Fernando Tejerina y Flor Sánchez.


Por J‌ . Francisco Álvarez

Misión y funciones de la universidad en el siglo XXI

El interés y la preocupación por lo que ocurre con nuestras universidades y otras instituciones de educación superior es un problema que ocupa un lugar destacado en la agenda política de muchos países e instituciones supranacionales. En torno al asunto de las actividades que deben realizar las universidades y cómo deberían estas gobernarse se anudan o entretejen muchas de las diferencias políticas e ideológicas que constituyen buena parte de una auténtica vida democrática. Problemas como el mayor o menor papel del Estado en los servicios públicos, la mayor o menor independencia de investigadores y docentes en su quehacer específico, los problemas de financiación de las universidades y la correspondiente rendición de cuentas social, incluso los problemas de los correspondientes códigos éticos en la investigación, están presentes en el debate sobre el sistema universitario. Desde luego no es casual esa tendencia general a poner en discusión la actividad de la universidad, más bien refleja un cambio de fondo en el sistema económico y social vigente en el último siglo, que ha sido teorizado de muchas maneras pero que, por lo que aquí interesa, bien puede caracterizarse por la emergencia de la sociedad del conocimiento y el avance de la sociedad en red. Desde luego, no parece posible una descripción neutral de la situación de la universidad que esté ayuna de cualquier tipo de valoración; sin embargo, a partir de un compromiso explícito, aunque suficientemente general, de considerar el sistema público de educación superior como uno de los pilares de un sistema de Cuadernos Hispanoamericanos

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democracia avanzada, se intentará aquí comentar algunos procesos en los que está inmersa la universidad iberoamericana. Los diversos artículos de este dossier tratan de mostrar algunos de los ejes sobre los que se está debatiendo y en los que se están produciendo cambios notorios en el sistema de educación superior. Las nuevas formas de gobernanza de los sistemas nacionales de educación superior (Brunner), la internacionalización de las actividades (Galván), los nuevos tipos de coordinación interuniversitaria (Tejerina y Sánchez), la evaluación e internacionalización de la ciencia (Vessuri) o el cambio derivado de la transformación tecnológica (Domínguez) constituyen una buena muestra de los asuntos sobre los que hoy se debate en múltiples foros nacionales e internacionales para corregir, mejorar y potenciar el papel de las universidades. Vivimos en unas sociedades en las que el conocimiento ha adquirido un papel preponderante a la hora de contribuir a los cambios sociales y, además, en las que la necesidad y la posibilidad de formarse a nivel superior y de forma permanente casi se ha convertido en un derecho universal de última generación a la vez que en una necesidad social para el cambio de modelo productivo. A menudo se plantea que nuestras universidades no son lo bastante eficientes en el uso de recursos públicos, que no tienen el suficiente impacto internacional o que, aun aceptando que generan conocimiento a través de la investigación, lo hacen de forma que no le es útil a la sociedad. Y se acaba diciendo que, para mejorar y ser más competitivos, hace falta un nuevo sistema de gobernanza universitaria que suele reducirse a la forma en que debería ser elegido el rector y los órganos directivos principales de la universidad, dando por supuesto que la ineficiencia posible del sistema se deriva del sistema más o menos democrático que suele regir en las universidades iberoamericanas. Estas afirmaciones y tópicos no hacen sino perjudicar y menospreciar injustamente al mismo sistema que, con tanto esfuerzo, nuestra sociedad ha desarrollado. Se han elaborado muchos documentos sobre qué hacer con las universidades. En España, por ejemplo, se encargó el documento Estrategia 2015 y más recientemente, ya en plena crisis económica, se organizó por parte del Ministerio de Educación un panel de expertos que ha emitido un informe general sobre la situación de la universidad y algunas medidas para mejorar la eficiencia del sistema. Sin embargo, aunque dichos informes 7

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contengan algo más que un grano de verdad, o mejor dicho, describan algunos síntomas de clara ineficiencia del sistema universitario, me parece que quedan encerrados en una visión local que no sitúa a las universidades en el conjunto del sistema productivo y social. El problema de esos documentos es que no incorporan en sus análisis el enorme cambio que se está produciendo en nuestras sociedades, en las formas de gobierno y en la expansión de nuevas capacidades humanas. Las dificultades de adaptación a un nuevo modelo económico social aparecen de manera destacada en el intento forzado de ahormar nuestras universidades a un supuesto espacio europeo del conocimiento, el plan Bolonia, del que, lo menos que se puede decir, es que se ha mostrado francamente ineficiente, que no logra los objetivos propuestos y que, ahora en medio de una profunda crisis económica, nos muestra una vez más que pretender diseñar el futuro mediante un tiralíneas gerencial puede producir efectos perversos de muy diverso tipo. Ante la consolidación de un novísimo espacio sociotécnico, más o menos caracterizable con el término de sociedad digital, se están generalizando en exceso prácticas pretendidamente eficientes que, orientadas directamente contra el modelo de gestión democrático y participativo, ofrecen como alternativa al gobierno de las universidades un supuesto modelo empresarial gerencial que, no se sabe dónde, parece que funciona perfectamente y en todos los casos. No deberíamos obviar que los procesos que estamos viviendo en nuestro entorno se corresponden también con tendencias más amplias. Como ha señalado Guy Neave (2009) en su artículo “The Bologna Process as Alpha or Omega, or, on Interpreting History and Context as Inputs to Bologna, Prague, Berlin and Beyond”, estamos ante la ruptura del consenso neokeynesiano en educación superior, según el cual ésta servía a los objetivos colectivos de justicia social y progreso económico como retorno de la inversión pública en educación superior como un acto de solidaridad colectiva y como una extensión de aquella racionalidad que impulsaba el desarrollo del estado de bienestar. Es importante distinguir conceptualmente entre, por un lado, la gestión de los recursos, su distribución y asignación a los correspondientes objetivos, y, de otra parte, el gobierno, el buen gobierno, entendido como la orientación y dirección de los procesos junto al establecimiento de nuevas y eficaces orientacioCuadernos Hispanoamericanos

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nes estratégicas que sirvan “para poner de relieve el valor de lo público a través de la relación entre sociedad, mercado y Estado y conseguir de este modo un desarrollo socialmente sostenible” (Emilio Muñoz, “Gobernanza, ciencia, tecnología y política: trayectoria y evolución” Arbor v. 181 , n. 715 [2005] pág. 296) Hay muchos síntomas indicativos del malestar de la universidad, pero atendamos, por ejemplo, a uno muy particular: el exceso de evaluación externa de su rendimiento. El seguimiento y control por parte de comisiones diversas financiadas con fondos públicos y constituidas en los márgenes del sistema universitario que se legitiman a partir de una supuesta indispensable neutralidad, resulta paradójicamente inadecuado si se quieren corregir “males endémicos” de las universidades. Es un modelo de pensamiento que reproduce esquemas de control que en la reciente crisis económica se han visto cuando menos debilitados: no parece fácil defender sin matices la independencia de los bancos centrales o el papel de las agencias de calificación crediticia. Las agencias externas, en el caso del sistema universitario, caracterizadas generalmente por la opacidad, se establecen al margen y tratan de superar posibles ineficiencias de uno de los sistemas más acreditados en la academia, la evaluación pública entre pares. Proliferan hoy ese tipo de comisiones e instancias, que al parecer ofrecerán como por arte de magia, pero con muchísimo esfuerzo por parte de los evaluados, el resultado mejor para la planificación y selección de los “recursos humanos” y, todo se andará, serán las que terminen asignando los recursos económicos de acuerdo con criterios de productividad en la investigación, que no serán analizados por los grupos de pares reconocidos por la propia institución. Sin embargo, por ejemplo, en España no se aborda la cuestión de la financiación del sistema público de universidades que es un problema pendiente ya que no es posible querer elevar la posición de nuestras universidades en las clasificaciones internacionales de calidad universitaria manteniendo unos sistemas de financiación tan insuficientes y precarios. Hay que reconocer que en este aspecto es muy claro y contundente el citado informe de expertos encargado por el Ministerio de Educación de España, al apostar decididamente por un incremento muy notable del financiamiento público de la educación superior. Teniendo en cuenta los recursos que se aplican al sistema universitario, los datos acumulados de los últimos treinta años lo muestran como un sistema altamente eficiente, si queremos que sirva a las nuevas necesida9

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des de una sociedad global del conocimiento su financiamiento adecuado es imprescindible. Desde luego los becarios de las universidades y centros de investigación tienen razones más que suficientes para considerarse “precarios”, pero también nuestras instituciones educativas están en auténtica precariedad para las necesidades de hoy. Pretender incluir las buenas nuevas de Bolonia, mediante un incremento de la atención a los estudiantes, centrando el proceso formativo en ellos e impulsando la evaluación continua, en una planificación sistemática de la actividad formativa, con decenas y decenas de controles, revisiones, encuestas, guías, mecanismos de seguimiento, y hacerlo todo ello “a coste cero”, sin al menos proceder a una reformulación completa de los apartados del presupuesto universitario, es una tarea directamente destructiva del tejido universitario, de los objetivos de generación y transmisión del conocimiento que están entre los fines principales de la universidad. La universidad de masas, que se ha construido en las últimas cuatro décadas, es la que ahora tiene que responder ante la sociedad dando cuenta de su actividad desarrollando los sistemas adecuados para que se pueda ejercer esa evaluación social, pero ese tipo de evaluación no tiene porque quedar limitada a la evaluación de la calidad en el sentido de un obsoleto modelo industrial fordista. La multifuncionalidad del profesorado, los círculos de calidad, la exigencia de una formal actualización docente permanente, son todos procesos de formalización productivista que neutralizan la capacidad generadora de conocimiento de las personas que trabajan en las universidades. El generalizado “desencanto” del profesorado universitario y la reducción de la estima social de la profesión son simples muestras de esa tendencia formal-productivista. Estamos viviendo una preocupante deriva hacia el didactismo del control permanente y la evaluación externa constante, fruto de un modelo empresarial de control de calidad correspondiente a la fase manufacturero industrial y, para nada, adecuado al nivel del más reciente cambio sociotecnológico mediado por las tecnologías de la información y la comunicación. Se está reproduciendo en el sistema universitario lo que en otro momento se produjo en la educación general básica (la EGB) y que se empieza a conocer como la egb-ización de la universidad. Es decir, la transformación de los centros de excelencia de conocimiento avanzado en núcleos de pura transmisión de rudimentos que Cuadernos Hispanoamericanos

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Biblioteca central de la Universidad Nacional Autónoma de México

capaciten para una posible vida laboral, sustituyendo los costes empresariales que deberían aplicarse a la formación final de su personal. En otro momento, en la época de la innovación cerrada del viejo modelo industrial, podría tener algún sentido ese tipo fórmulas para facilitar la extensión de la formación profesional pero ahora llegan tarde. Cerrar la participación, en el momento en que aparece como tecnológicamente posible la más amplia corresponsabilidad de los usuarios como fuente de innovación, es bloquear una posible salida adecuada para nuestras instituciones de investigación y educación superior. Más autonomía de la universidad puede conducir a una mayor responsabilidad de la universidad. Más autonomía de sus diversos tipos de componentes y participantes puede ser la opción correcta en un momento de pérdida de rumbo, de apresuramiento burocrático, de modelos ineficientes de control que terminan siendo más complejos que el propio sistema a controlar. En la práctica no estoy proponiendo ninguna “revolución” institucional, más bien frente al intento de demolición en marcha lo que propongo es aprovechar las tendencias que hoy aparecen en las nuevas formas de acción social, en las formas de relación 11

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entre seres humanos que se posibilitan por la expansión de las tecnologías de la información y la comunicación, que son mecanismos de intercambio abierto de conocimiento, nuevas formas de conservación del conocimiento y nuevos modelos de su generación y aplicación. Las opciones viables y adecuadas para la actual situación de desarrollo de nuestra región no se restringen a la universidad de élites o a la universidad corporativo-empresarial, más allá de ambas cabe una universidad pública regida democráticamente, con participación activa de todos los miembros de la universidad y con una intervención directa de sectores sociales y económicos interesados en la institución universitaria, es posible una universidad democráticamente responsable que contribuya a la la construcción de la sociedad del conocimiento socialmente convergente. La Universidad como generadora, conservadora y transmisora del conocimiento, entendido como un bien público de acceso universal, no es una propuesta ingenua o falaz. Simplemente es una propuesta que abre nuevas posibilidades para todos aunque todos no sigan el camino de los estudios universitarios. Me parece conveniente retomar la cuestión de la misión de la universidad, sus objetivos y cómo se sitúa en el entramado generador de prácticas sociales e institucionales de nuestras sociedades. Para ello me parece que vale la pena recordar el importante ensayo de Ortega y Gasset Misión de la Universidad (1930), documento que es casi unánimente considerado una pieza de claridad conceptual y con importantes sugerencias “clarividentes y precisas”, como llegó a decir Manuel Sacristán en sus Tres lecciones sobre la universidad y la división del trabajo (1971). Ortega avanza algunas reflexiones que pueden ayudarnos para afrontar algunos problemas del presente que se pueden vislumbrar con precisión en su trabajo: Todo aprieta para que se intente una nueva integración del saber, que hoy anda hecho pedazos por el mundo. Pero la faena que ello impone es tremenda y no se puede lograr mientras no exista una metodología de la enseñanza superior (....) Ha llegado a ser un asunto urgentísimo e inexcusable de la humanidad inventar una técnica para habérselas adecuadamente con la acumulación de saber que hoy posee. Si no encuentra maneras fáciles para dominar esa vegetación exuberante, quedará el hombre ahogado por ella. Sobre la selva primaria de la vida vendría a yuxtaponerse esta selva secundaria de la ciencia, cuya intención era simplificar Cuadernos Hispanoamericanos

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aquella. Si la ciencia puso orden en la via, ahora será preciso poner también orden en la ciencia, organizarla -ya que no es posible reglamentarla-,hacer posible su perduración sana (Ortega y Gasset, Misión de la Universidad, Obras Completas, vol. IV, 1947) El proceso de Bolonia, por el que se ha tratado de avanzar hacia un modelo de reconocimiento de las enseñanzas que permita la movilidad de la mano de obra cualificada entre los países de Europa, en definitiva configurar un espacio común europeo de educación superior, aparece como un pío camino empedrado de buena intenciones pero que conduce a un cierto abismo por la mínima ubicación en el marco de la transformación tecnológica de la sociedad. Que no se contemple la movilidad virtual de estudiantes, la posibilidad de realizar estudios a distancia online y de adquirir así capacitación suficiente para desempeñar actividades y trabajos, que la universidad parezca seguir reducida a los espacios físicos de los viejos campus, indica que se ha querido avanza en una solución que ya está vieja antes de implementarse. Uno de sus efectos inmediatos, sin embargo, ha sido la justificación para incrementar la intervención del Estado en la competencias universitarias y, en la mayoría de los casos, para avanzar en el desmantelamiento de uno de los servicios importantes del estado de bienestar. Uno de sus resultados es la superespecialización y la pérdida de perspectiva sobre la interdisciplinariedad y la importancia de la ciencia básica. Los recientes cambios al respecto en el Reino Unido y la fuerte reducción presupuestaria que se está produciendo en casi todos los países europeos en relación con las universidades, señalan a un fenómeno que no parece que sea transitorio. Se abre un espacio de reflexión que lleva a tratar de comprender el nuevo papel que se les está asignando a las universidades en la preparación, por un lado, de una clase dirigente que reproduzca el sistema social jerárquico ahora en una nueva fase de revolución tecnológica y, de otro, en la formación cualificada de una amplia gama de profesionales que puedan desarrollar de manera adecuada las nuevas actividades productivas de una sociedad que amplía los productos que precisan o incorporan una amplia cantidad de conocimiento. Todos esos procesos materiales de cambio parecen muchas veces ajenos a la vida cotidiana de nuestras universidades pero la reflexión sobre ellos resulta fundamental para entender el conjunto de dificultades, presiones y tensiones que vive el sis13

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tema universitario en cada uno de nuestros países. Vivimos en un mundo en cambio profundo pero no deja de ser llamativa la consideración de Ortega y Gasset en el ensayo ya citado: El principio de economía no sugiere sólo que es menester economizar, ahorrar en las materias enseñadas, sino que implica también esto: en la organización de la enseñanza superioir, en la construcción de la Universidad, hay que partir del estudiante, no del saber ni del profesor. La Universidad tiene que ser la proyección institucional del estudiantes cuyas dos dimensiones esenciales son:una, lo que él es: escasez de la facultad adquisitiva del saber; otera, lo que el necesita para saber vivir (....) no ellos (los escolares), ni nadie en particular, sino el tiempo, la situación actual de la enseñanza en todo el mundo, obliga a que de nuevo se centre la Universidad en el estudiante, que la Universidad vuelva a ser ante todo el estudiante y no el profesor, como lo fue en su hora más auténtica Analizar cuestiones tan sensibles como los derechos de propiedad intelectual que ponen dificultades a la expansión del conocimiento como bien público y generalizar la cultura de lo abierto y compartido, resulta tarea clave para la expansión de centros de educación superior de calidad en nuestros países. El análisis de Hebe Vessuri en este mismo número muestra la especial relevancia de este asunto. La sociedad digital está contribuyendo a un nuevo modelo de sociedad del conocimiento que requiere la asignación de recursos de manera diferente a los hasta ahora habituales para conseguir la financiación de la institución pública universitaria. No vale con la simple revisión presupuestaria para hacer lo mismo con menos dinero, resulta básico revisar la misión de la universidad y sus funciones en una sociedad que puede disponer de un acceso universal a la información y a gran cantidad de recursos formativos. Desde luego, no deberíamos ser tan ingenuos como para considerar que la enseñanza superior es un mecanismo para la superación de las desigualdades sociales, ni tampoco que su extensión suponga una mejora clara de la movilidad social. Hace ya muchos años que Raymond Boudon y otros sociólogos mostraron ese efecto perverso, la extensión de la formación no significa una mejora de la posición relativa social. Desgraciadamente los últimos procesos del mercado de trabajo derivados de la crisis económica actual han mostrado en España su cara más oscura Cuadernos Hispanoamericanos

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provocando el desempleo y el despilfarro de conocimiento, lanzando al paro o a la emigración a una de las generaciones mejor formadas de nuestra historia. A pesar de todo ello, sin embargo, la ampliación de la formación universitaria y el fortalecimiento de su carácter de servicio público, contribuye a mejorar el nivel educativo y formativo de los ciudadanos, la calidad de la democracia y, evidentemente, facilita la transmisión y generación de conocimiento que se puede convertir en un bien público social. La pretensión de avanzar en la privatización del conocimiento y la supresión del nivel existente de compromiso social con la ciencia y el conocimiento, por la vía de la reducción de los compromisos estatales con la financiación de la universidad y la investigación básica, es una tendencia de fondo que se sustenta principalmente en las reformulaciones ideológicas del último cuarto del siglo XX. Frente a ella aparece un proceso de mayor calado, de mayor profundidad por estar vinculado a los procesos materiales de cambio tecnológico que hacen casi imparable el acceso universal al conocimiento. En la nueva sociedad red una tarea fundamental es la de formar expertos en conocimientos que pudieran ser orientadores, sugeridores de los caminos que podemos seguir para adquirir una sólida base conceptual sobre campos especiales del saber. El profesor de ayer, exclusivo depositario del saber, da paso hoy al “curator”, al experto que sugiere caminos, que orienta, que facilita la adquisición de conocimientos y capacidades adecuadas para la vida en la nueva sociedad digital. Pero no se trata de simples gestores de comunidades, como algunos proponen siguiendo una ingenuidad parecida a la de quienes creen que hoy en la sociedad red lo que hacen falta son más community managers, sino que se necesitan son auténticos cultivadores, generadores y cuidadores de conocimiento, para poder atender a esa principal tarea, a la que con otros términos se refería Ortega, ofrecer el conocimiento adecuado a amplisimas masas de estudiantes que ya no constituyen el tipo de masa generadora de mediocridad, que era la que Ortega tenía presente, sino que conforman auténticas masas inteligentes (Smart Mobs, en términos de Howard Rheingold) que encuentran en Internet, en los dispositivos móviles y en sus nuevas capacidades de interconexión vías muy nuevas para acceder al conocimiento. Las universidades tienen ante sí un interesante desafío, sin duda también muchos problemas y dificultades pero, si consiguen comprender la nueva situación, pueden vivir otro periodo interesante de su larga historia. 15

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Por H ‌ ebe Vessuri

Dinámicas y tensiones de la internacionalización científica de América Latina

Se puede observar una tendencia marcada en el nivel institucional a desarrollar la vertiente internacional como parte del aggiornamiento institucional a medida que avanza la economía global. Los documentos estratégicos institucionales suelen describir la internacionalización en términos de varios programas, actividades y estructuras con las que se busca facilitar las perspectivas internacionales en la organización universitaria (Friesen, 2012). De Witt (2011) llamó la atención recientemente sobre algunas confusiones respecto a la internacionalización. A veces se la confunde simplemente con estudiar o hacer una pasantía en el extranjero, o con la presencia en una misma institución de muchos estudiantes internacionales; o bien se piensa que la educación es internacional per se o se la define como un objetivo en sí misma. Sin embargo, este autor sostiene que si la intercionalización se considera como un objetivo en sí misma no dejaría de ser ad hoc y marginal mientras que en realidad se trataría de plantear como un proceso para introducir las dimensiones interculturales y globales de la educación superior con vistas al mejoramiento de los objetivos, funciones y logros de la educación superior, mejorando de esa forma no sólo la calidad de la educación sino también de la investigación. Un número creciente de gobiernos han incorporado a sus planes la internacionalización de la educación superior, enfocándose en los “programas internacionales”, con frecuencia con el inglés como medio de instrucción. Las tendencias de globalización económica se combinan de maneras sui generis con la provisión de servicio a grupos de población particulares. No es raro que los programas de internacionalización de la educación superior funcionen beneficiando desproporcionadamente a los estudiantes Cuadernos Hispanoamericanos

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de clase media y alta, aumentando así la brecha socio-económica. Las políticas han sido interpretadas diferentemente en distintos momentos, para ajustarse a situaciones cambiantes tanto internas como internacionales. Los países del sur global han estado enviando estudiantes a Europa y Estados Unidos desde los tempranos tiempos del desarrollo modernizador cuando la cooperación formalizada con instituciones extranjeras comenzó en los años 50 con ayuda euro-norteamericana. En muchas partes una cierta burocratización del fenómeno lo ha venido reduciendo paulatinamente a una definición pragmática de movimientos transfronteras de estudiantes, programas e instituciones, descuidando su análisis como proceso de integración de conocimientos envueltos en la dimensión internacional e intercultural de la docencia, investigación y servicios de la institución de educación superior (Knight, 2006). Sin embargo, un componente institucional que ha estado también crecientemente motivado a asumir iniciativas que se calificarían como “de internacionalización” ha sido el profesoral y sólo más recientemente ha comenzado a ser considerado desde el punto de vista de las políticas por las instituciones universitarias. Evidencias interesantes aportadas por Turner y Robson, 2007, sugieren que las motivaciones personales de los profesores/investigadores pueden divergir bastante de la visión institucional. Los profesores asumen nuevos papeles como parte del asociacionismo internacional, interdisciplinario, orientado al trabajo en grandes equipos que funcionan en redes. Su involucramiento en tales iniciativas suele ser personal, como lo ha sido tradicionalmente. Esto, por otra parte, incide en el prestigio institucional y éste en el del profesor respectivo. De esta forma, una creciente movilidad de ideas y de gente compacta a los sistemas de educación superior a través de asociaciones, programas de intercambio, consorcios y redes (Altbach y Teichler, 2001). Aquí queremos considerar otro aspecto, el de la internacionalización de los resultados de la investigación científica de América Latina y sus implicaciones para la producción y circulación de conocimientos (Vessuri, Guédon y Cetto, 2014). Partimos del supuesto que la colaboración científica internacional en la era de la globalización necesita conocimiento internacional. No obstante, reconocemos también que la competición y los procesos de mercado tienen creciente influencia en la manera como se implementa la internacionalización. La globalización enfrenta la paradoja de una creciente necesidad de conocimiento globalmente 17

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compartido mientras que al mismo tiempo se sigue restringiendo a conceptos de conocimiento certificados a través del control y regulación normativos basados en una tradición científica eurocéntrica, que vuelven invisibles muchas formas de conceptualización, teorización y prácticas cognitivas, siendo esto particularmente agudo en las ciencias sociales y las humanidades. Las transformaciones que acompañaron la institucionalización de la ciencia y la educación superior fuera de la región de la OCDE han descansado en buena medida en una noción poderosa de identidad científica que sirvió a los sistemas de educación e investigación en su construcción y/o reconstrucción, su expansión y autogobierno. El consumo de esta idea tuvo un marcado impacto sobre la formación educativa y de investigación. Los científicos en todas partes han aprendido a ver y evaluarse a sí mismos y al mundo de manera distintiva. A través de su proceso formativo absorbieron una ideología y práctica particular y aprendieron el lenguaje de la comunicación científica (Vessuri, 2013). La ciencia ha tenido un papel hegemónico, produciendo un “profesional internacional” dentro de un universo epistemológicamente compartido y un sistema jerárquico donde todo el mundo encuentra su lugar. Como institución social internacional, la ciencia ha replicado repetidamente un modelo en el cual los intercambios científicos ocurren entre metrópolis y provincia, imperio y puestos avanzados, centro y periferia, o, en la jerga actual, entre lo global y lo local (Vessuri, 1994). Hasta aquí, el centro ha estado asociado básicamente con Occidente. Las elites mundiales se educaron en instituciones euro-norteamericanas, en los paradigmas y sistemas de pensamiento de la tradición europea. El ‘currículum imperial”’ ha formado a generaciones de líderes en el mundo en desarrollo (Mangan, 1993). Sin embargo, aunque el peso del modelo educativo dominante continúa siendo fuerte, podemos esperar que en el futuro de la empresa del conocimiento las elites no siempre surjan de estas instituciones centrales. A pesar de que los países ricos y pobres enfrentan problemas diferentes y sus contextos sociales difieren ampliamente, sus instituciones de educación superior exhiben similitudes notables. Independientemente de la geografía, la base de recursos y la tradición histórica, la aceleración de la globalización conduce a configuraciones, problemas y soluciones comunes. La idea de la “universidad de investigación”, promovida en el discurso público, enciende la imaginación de muchos en los países del sur global, incluso cuando las condiciones posibilitadoras están ausenCuadernos Hispanoamericanos

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tes; frecuentemente, esos países tratan de copiar las condiciones sin suficiente análisis y crítica, con efectos a menudo negativos. Con todo, es crecientemente evidente que están surgiendo comunidades significativas de investigación en las regiones globales, entre otras en la nuestra, en países como México, Brasil, Argentina, Colombia, Chile y Venezuela. La existencia de comunidades científicas que endosan sus propias agendas, políticas y enfoques de investigación en la región latinoamericana, junto con desarrollos en las otras regiones globales, debe ser considerada como un factor significativo en la comprensión de los cambios geopolíticos en la fase actual. La era de la globalización produce cambios cuantitativos en la escala de producción de conocimientos científicos y crea nuevos problemas y enfoques. Entre ellos está la pregunta ¿Qué/ quién certificará al conocimiento en las nuevas condiciones? Alternativas de evaluación de la calidad existen, pero no han sido seriamente aplicadas. En la práctica la calidad científica se ha vinculado a los rankings de revistas, una movida que ha dejado la evaluación en manos de las grandes casas editoriales y sociedades científicas internacionales. Las herramientas para evaluar revistas las tienen compañías privadas: Thomson Reuters es dueño del Web of Science, Reed-Elsevier de SCOPUS y Google de Google Scholar. El diseño de las bases de datos internacionales incluye una cantidad de elecciones técnicas, económicas y lingüísticas. Sin embargo, su pretensión de representar el mundo de la ciencia de forma fiel y confiable, tiende a dejar estas elecciones en el olvido. Por ejemplo, el WoS de Thomson-Reuters cubre más de 46 millones de registros en todos los campos, pero éstos están marcados por un sesgo lingüístico. Sin embargo, la presencia de bases “internacionales” como ésta invita a las comparaciones internacionales y el WoS se usa con frecuencia de esa manera. El supuesto subyacente, por supuesto, es otra vez que el WoS cubre todas las revistas importantes en el universo de la investigación y que el resto no importa. Así, el WoS acaba siendo usado para apoyar una cantidad de operaciones estadísticas dudosas: seleccionar las “mejores” revistas (es decir, las que tienen mayores factores de impacto), comparar conjuntos de revistas por países, comparar los factores de impacto de revistas en una variedad de disciplinas científicas, como si todas las disciplinas citaran de la misma manera; comparar la productividad universitaria, etc. Raramente se expresa escepticismo acerca de tales métodos, aunque el cuerpo 19

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de literatura que critica estos enfoques crece constantemente. La creencia en una “ciencia nuclear”, ya sea como esencia o como representación adecuada de la ciencia mundial sigue siendo alta, particularmente entre las casas editoriales de revistas científicas porque proporciona una manera clara de gestionar su “negocio”. No obstante, esta creencia, basada en una noción falsa de “internacionalización” científica persiste porque, en las últimas décadas, logró adquirir un aire de autoridad y porque proporciona un procedimiento de evaluación simplista pero fácil de usar. La exacerbación y desfiguración de la publicación científica contribuye al fenómeno que constituye lo que se ha dado en llamar las “casas editoriales depredadoras” ( Spears, 2014) el cual consiste, básicamente, en la presencia en el mercado de revistas, que ofrecen los ingredientes convencionales de los sistemas de evaluación burocratizados del mundo contemporáneo para la publicación de un artículo científico por un precio; es un reflejo de la situación generada por la carrera desbocada de asignar valor y prestigio a través de un mecanismo como este de la publicación con referato. Pero la solución no es “quedarse con las editoriales establecidas como Science, Nature y Cell, aunque sus costos sean elevados”. Es el sistema el que está mal, provoca la entrada en una carrera competitiva, da lugar a que aparezcan revistas que ofrecen una vía rápida y “barata” a los jóvenes investigadores presionados para publicar y con dificultad de ser aceptados por las grandes revistas científicas. Estas monstruosidades que desvirtúan las bases éticas de la práctica de la comunicación científica son resultado del sistema. La peculiar manera de definir la calidad de las grandes bases de datos, tiende a ser ciega a las cuestiones del desarrollo: los rankings se usan para identificar campeones; el resto simplemente se descarta. No es que tengan nada en contra del desarrollo pero, al transformar la calidad en asunto de competición por el mejor ranking, se introduce la competición como la herramienta de gestión en el sistema de investigación mundial, y también se definen así las reglas de la competición. Colectivamente, a través de sus políticas editoriales, estas empresas deciden qué cuestiones son importantes y así crean una clase de política científica para el mundo que es colectiva, flexible, en buena medida no planificada, pero sin embargo estrechamente controlada. La eficiencia de toda la operación consiste en la exclusión silenciosa de grandes cantidades de revistas, la mayoría proveniente de los países en desarrollo, condenándolos a la invisibiliCuadernos Hispanoamericanos

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dad. No sorprende, entonces, que reaccionando frente al silencio el Sur trate de liderar procesos en los cuales grupos de científicos experimentan con diferentes alternativas, buscando lograr una escala que sea lo suficientemente grande como para llamar la atención en todas partes. La investigación institucionalizada en América Latina surgió a comienzos de la segunda mitad del siglo XX como una actividad de interés nacional. Inicialmente, los sistemas nacionales de investigación se apoyaron en los llamados “estándares dorados”, particularmente el SCI (Science Citation Index), ahora conocido como WoS (Web of Science). El uso casi exclusivo de indicadores del SCI para medir la calidad de la investigación ha pasado a ser un rasgo tanto de los consejos nacionales de ciencia como de las universidades latinoamericanas. Esta confianza en patrones de medida norteamericanos y europeos aseguró que sólo un pequeño número de investigadores fuera reconocido y dejó a la región sin una hoja de ruta hacia el desarrollo científico. Crecientemente, las revistas extranjeras, en su mayoría en inglés, fueron identificadas como la investigación “verdadera”, marginalizando y reduciendo a la insignificancia las publicaciones latinoamericanas. El hecho de que el SCI y SCOPUS nunca proporcionaran una cobertura igualitaria o incluso equitativa de disciplinas y regiones quedó en buena medida implícito. En esas condiciones, los países de la región nunca pudieron lograr un grado suficiente de autonomía en relación con los resultados de sus investigaciones para definir prioridades y cuestiones de investigación nacionales. De esta forma se ve que si bien la construcción de comunidades científicas nacionales como instrumento de modernización y desarrollo nacional fue un tema constante en América Latina, la implementación de políticas de evaluación basadas en las citaciones tendió a funcionar en contra del desarrollo. La noción de excelencia llegó a dominar las políticas; como esta noción se basa en la competición internacional, llevó inexorablemente a adoptar la agenda de investigación “internacional” y posponer indefinidamente la atención científica a problemas locales. Ser excelente ha significado competir exitosamente con los mejores científicos del Norte en sus propios términos, como si el Norte cubriera todos los ángulos posibles de la investigación científica, incluyendo aquéllos de interés para los países del Sur (Guédon, 2011). La situación se complicó más aún por la adopción de las nuevas herramientas de evaluación por los consejos nacionales de ciencia en momentos cuando los cambios radicales de la era digital co21

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braban velocidad en todas partes. En síntesis, los procedimientos de evaluación que habían sido implementados en el Norte en el auge de las revistas impresas comenzaron a tener efecto en América Latina en vísperas de la transformación digital. Encontrar maneras de internacionalizar la investigación latinoamericana ha sido una preocupación e inclusive una obsesión de los tomadores de decisiones desde los 80s. Sin embargo, el trabajar con viejos equipos y colecciones de bibliotecas incompletas y obsoletas puso a los investigadores en una desventaja mayor. Hacia el 2002, los resultados que daba la RICYT eran desalentadores: la participación de los autores latinoamericanos en la ciencia internacional todavía era menos del 3%. A esta altura, hubiera sido útil conocer la clase de investigación de calidad realizada y publicada en América Latina que, sin embargo, no había parecido de interés a los evaluadores de la “corriente principal”, ya sea porque el tema les era poco familiar o los nombres de los autores y/o las instituciones de investigación no les eran conocidos. En cambio, el mismo argumento se ha repetido una y otra vez de forma machacona: la investigación es de calidad si y sólo si se integra a la ciencia de “la corriente principal”(mainstream). Naturalmente, publicar en una “revista nuclear” (core journal) no ofrece garantía absoluta de calidad, así como no publicar en tales revistas no sugiere automáticamente mediocridad. Mucha investigación de calidad realizada en América Latina no ha sido sometida a revistas nucleares por razones que no es oportuno discutir aquí. La cuestión del bajo impacto recurre también con regularidad, pero se trata de un punto obvio, casi tautológico: si las revistas latinoamericanas no están integradas en las herramientas de rastreo bibliográfico o de citas de “la corriente principal”, obviamente quedarán en gran medida invisibles, y no sólo en los países de la OCDE sino en todas partes. Sólo recientemente los portales de internet comenzaron a corregir esta situación y América Latina está gradualmente construyendo su propio sistema de revistas y repositorios para asegurar la proyección internacional de sus resultados de investigación así como su preservación. Lo que falta por hacer es asegurarse que los resultados de investigación sean también reconocidos en todo el mundo por lo que valen y no por lo que índices como el WoS y SCOPUS piensan que valen. Una vez que la cuestión de la calidad se resuelva a través de medios editoriales adecuados, la cuestión del reconocimiento se vuelve crucial. ¿Cómo asegurarnos que el buen esfuerzo que se Cuadernos Hispanoamericanos

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haga no sea tratado con descuido benigno y actitudes despectivas? Esto lleva a examinar los instrumentos mismos que construyen el reconocimiento. El crecimiento del acceso abierto (AA) en América Latina es paralelo al crecimiento de los resultados de investigación en la región. Esto es así porque el AA ha sido crecientemente incorporado a las prácticas de publicación de investigadores en universidades intensivas en investigación. Con la digitalización y las redes, se crearon muchas nuevas revistas en un formato electrónico; para aumentar su visibilidad, se adoptaron estrategias de AA. A su vez, esta tendencia ha estimulado el desarrollo de grandes bases de datos no comerciales. Desde los años 90s han surgido más de 30 colecciones de revistas digitales en la región, reflejando el deseo de dar mayor visibilidad a la producción científica regional. La gran mayoría de estas colecciones han sido financiadas por instituciones de educación superior precisamente por esta razón. Inclusive antes de la Iniciativa de Budapest del Acceso Abierto (BOAI en inglés) de 2002, la región ya exploraba la posibilidad de construir colecciones nacionales de revistas electrónicas de texto completo en acceso abierto. De acuerdo con datos de Latindex, una de cada cinco revistas iberoamericanas está actualmente disponible en formato electrónico y ellas se están volviendo más accesibles a través de sitios institucionales web o de colecciones regionales. Esos portales de publicaciones de AA también ayudan a profesionalizar la producción de revistas, otro elemento importante en la construcción de su reputación. Algunas soluciones de software de fuente abierta, en particular los Sistemas de Revistas Abiertas (OJS en inglés), han jugado un papel verdaderamente crucial en este sentido. Ostensiblemente, el OJS favorece una forma “internacional” de una revista particular, pero lo hace sin afectar su contenido o su orientación editorial; meramente facilita la implementación del control sistemático de calidad, en particular la evaluación de pares, pero la política editorial continúa en manos locales. La inclusión de iniciatias regionales como SciELO y Redalyc en el sistema de evaluación de universidades y sistemas nacionales de Investigación y Desarrollo obviamente ayudó a dar peso al AA en la región. De hecho, América Latina es la región del mundo que más utiliza el modelo de publicación de AA. También porque el sentido de misión pública sigue siendo fuerte entre las universidades latinoamericanas, la efectividad del AA 23

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para compartir el conocimiento se ha escuchado fuerte y claro. De igual forma, el sentido común muestra que el AA mejora la presencia y el impacto de las publicaciones latinoamericanas de investigación. Estas iniciativas actuales demuestran que la región contribuye cada vez más al intercambio global de conocimiento mientras que posiciona la literatura de investigación como un bien público común (Alperín, Fischman & Willinsky, 2009). Y América Latina lo está haciendo en sus propios términos. Las iniciativas de AA han sido adoptadas por la mayoría de las universidades de investigación y los sistemas de evaluación científica en América Latina (Encuentro, 2012), y han comenzado a alterar la manera como se percibe la investigación local. El porcentaje de publicaciones de AA entre todas las revistas indexadas de América Latina es alta e inclusive revistas que estaban bien establecidas hicieron disponibles sus versiones electrónicas muy rápidamente. Las revistas de América Latina experimentan el crecimiento más rápido en el Directorio de Revistas de Acceso Abierto (DOAJ) (Brage, 2011). A través de una mayor exposición y medios más fáciles de comparación, el AA también ha ayudado a fortalecer la calidad de muchas revistas latinoamericanas. También ha generado una discusión vigorosa acerca del uso de bases de datos como el SCI y SCOPUS como medida del output científico. Dicho esto, las revistas indexadas en el SCI siguen siendo los medios más altamente recompensados para diseminar la investigación, aunque se puede imaginar un futuro diferente. Más que agregarse al conjunto científico actualmente dominante con las perspectivas de perder cualquier tipo de identidad coherente, sería más útil reforzar esta granularidad, en particular entrando en redes con las áreas de investigación de otras regiones en desarrollo, que tienen fuerzas comparables. Juntas se beneficiarían del efecto red y eventualmente pudieran llegar a tener suficiente fuerza como para entrar en asociaciones más equilibradas con las redes de los países más avanzados. Los nuevos nodos que pudieran y debieran colaborar, desde China a India, Sudáfrica y el sudeste de Asia, jugarían un papel reequilibrador de la ciencia mundial y su sistema de comunicación sólo si la calidad reemplazara a la excelencia, si la verdadera colaboración llegara antes que la competición descarnada. Esto significa que las herramientas que crean valor deben ellas mismas ser reevaluadas y reconstruidas. Este trabajo resume parte del trabajo Hebe Vessuri, Jean-Claude Guédon y Ana Maria Cetto: (2014) ‘Excellence Cuadernos Hispanoamericanos

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or quality? Impact of the current competition regime on science and scientific publishing in Latin America and its implications for development.’ Current Sociology, <http://dx.doi. org/10.1177/0011392113512839> El término internacionalización tiene múltiples facetas, su significado e interpretaciones aplicados a la educación superior y la investigación científica han evolucionado en el tiempo. Así se refleja en las varias terminologías y elementos asociados con la internacionalización, que indican fases y dimensiones. También aparecen diferentes racionalizaciones respecto a la internacionalización como consecuencia de los cambios en la educación superior (De Witt, 2011; Marginson, 2007; Kehm y Teichler, 2007).

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Por ‌José Joaquín Brunner

Políticas de Educación Superior en Iberoamérica La gobernanza de los sistemas Al revisar hacia dónde apuntan las políticas de educación superior en Iberoamérica durante los últimos años hemos podido comprobar (Brunner y Villalobos, 2014) que se orientan, por un lado, a extender y mejorar la equidad del acceso a los estudios superiores en el camino hacia una plena universalización de la educación terciaria y, por el otro, a estimular cambios en las organizaciones y funciones académicas del sistema para impulsar su adaptación a un entorno que está en continuo cambio. Además de esos objetivos específicos esas políticas educativas están tratando de reconfigurar progresivamente el gobierno de los sistemas nacionales utilizando nuevos instrumentos de política; por un lado, impulsando mecanismos de tipo mercado (MTM) para conseguir la transferencia de recursos adicionales a las instituciones de educación superior (IES) y, por el otro, mecanismos de regulación y evaluación, típicos del Estado posmoderno (Levy-Faur, 2012; Neave 2012). También hemos comprobado que se producen nuevas formas de gobernanza que resultan de complejas interacciones entre diversos stakeholders (partes interesadas): internos y externos al campo organizacional de la educación superior, públicos y privados, del Estado y la sociedad civil, nacionales y transnacionales, dominantes y dependientes, próximos y remotos, dotados de diversos capitales y orientados en distintas direcciones. Veamos brevemente algunos de esas tendencias en las políticas de educación superior. 27

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GOBERNANZA En el horizonte de la educación superior iberoamericana –como también está ocurriendo en otras partes del mundo (Santiago et al., 2008:cap. 3)emergen nuevas formas de gobernanza de los sistemas nacionales que van más allá de los procesos ordinarios de gobierno. Estamos ante una transición de múltiples dimensiones en las maneras de producir orden y control en las sociedades capitalistas contemporáneas, y en presencia de un desplazamiento “de la política a los mercados, de la comunidad a los mercados, de los políticos a los expertos, de las jerarquías políticas, económicas y sociales hacia la jerarquía descentrada de los mercados, las alianzas y las redes; de la burocracia a la regulocracia; de la provisión del servicio a su regulación; del Estado positivo al Estado regulador, del gran gobierno (big government) al gobierno pequeño; de lo nacional a lo regional supranacional, del poder duro al poder soft; de la autoridad pública a la autoridad privada” (Levi-Faur, 2012:7). Este tipo de desplazamientos se muestra también en los estudios sobre la educación superior. Así, por ejemplo, se percibe un movimiento que va desde una visión Estado-céntrica del gobierno de los sistemas a una visión descentrada que considera múltiples actores, agencias, partes interesadas (stakeholders) y comunidades que intervienen en la gobernanza de los mismos. El marco más general dentro del cual están ocurriendo estos cambios –tras una fase de políticas características del capitalismo neoliberal– es el de la emergenica del capitalismo regulador o regulatorio (Braithwaite 2008, Levi-Faur 2005 y Lobel 2012). Las nuevas formas de gobernanza suponen cambios en muchas dimensiones, entre otras, según Lobel, el incremento de la participación de los actores no estatales, la redefinición de la colaboración entre lo público y lo privado, la expansión de la diversidad y competencia del mercado, los procesos de descentralización, la integración de las políticas, los nuevos mecanismos de aprendizaje continuo y coordinación no coercitiva. Estas formas de gobernanza impulsan una transformación del gobierno de los sistemas nacionales de educación superior que se hallan en pleno desarrollo e involucra múltiples aspectos: desde la propia concepción de conducción de los sistemas hasta sus aplicaciones prácticas a nivel de políticas; desde la organización central de gobierno hasta sus expresiones descentralizadas en el nivel de las organizaciones proveedoras y su propio gobierno institucional; desde la legislación que define el marco de operación Cuadernos Hispanoamericanos

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del sistema hasta los incentivos que guían el comportamiento de los actores y las agencias; desde el funcionamiento de las burocracias involucradas hasta la aparición de redes público-privadas que participan en la formación y ejecución de las políticas. POLÍTICAS Sin duda, los objetivos de política sectorial perseguidos como parte de la gobernanza de los sistemas iberoamericanos varían de un país a otro, pero, al mismo tiempo, tienen una matriz común fácilmente identificable. A grandes rasgos, los objetivos que han regido la acción de política pública respecto a los sistema nacionales de educación superior durante el período 2009-2013 son básicamente dos: por un lado, la expansión del acceso a esos estudios con énfasis discursivo y práctico en la equidad, y, por el otro, la adaptación de la organización y funciones académicas de los sistemas a los requerimientos del entorno y las nuevas demandas de la sociedad, la economía, la política y la cultura. El primero de estos objetivos, la generalización del acceso a los estudios superiores, busca conducir el proceso fundamental y más característico de la educación superior a nivel mundial a partir de la segunda mitad del siglo XX (Schoffer y Meyer, 2005); cual es, el tránsito desde un acceso de elite hacia uno de masa y luego hacia uno universal. Prácticamente no hay ningún gobierno en Iberoamérica que durante el último lustro, igual que hicieron durante las últimas dos o tres décadas, no venga insistiendo, con diversos enunciados y justificaciones, en la necesidad de extender las oportunidades de cursar estudios terciarios y, en cualquier caso, de mejorar su distribución de acuerdo a criterios de equidad. Se ha pasado de la educación superior entendida como un privilegio de las elites a su comprensión como un derecho de las masas, a concebirla hoy casi como una obligación universal. El segundo objetivo –el de modernización adaptativa de las organizaciones y funciones académicas– aparece como más novedoso en América Latina. Se trata en este caso de revisar aspectos sustantivos del trabajo con conocimiento avanzado que es propio y distintivo de la educación superior: la división y organización de la producción, la transmisión, transferencia, difusión, archivo y gestión de este conocimiento y las actividades funcionalmente vinculadas a aquel trabajo. Esta perspectiva –llamada de la contingencia– postula que las organizaciones buscan un ajuste o congruencia con el cambiante entorno dentro del cual desenvuelven sus actividades y 29

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se adaptan en función de ese ajuste, buscando “balancear sus estructuras, procesos, prioridades y decisiones internas con un entorno complejo y cambiante” (Petersen, 2007:160). Es decir, las instituciones se convierten en organizaciones que transforman sus estructuras, funciones y gestión para hacer frente a las fuerzas externas que están alterando su medio ambiente y a las demandas y exigencias que se formulan a las instituciones. Las “universidades emprendedoras” de Clark (2004, 1998) son un buen ejemplo de esas transformaciones adaptativas, igual que otros fenómenos similares de transformación experimentados por algunas universidades de la región iberoamericana (Valera, 2010; Bernasconi, 2005). También las políticas públicas son una de las causas de ese entorno cambiante ya que pueden liberalizar o regular la competencia entre IES, crear nuevos mercados, reducir o elevar las barreras de entrada a los mismos, rediseñar o conservar la arquitectura de títulos y grados, impulsar o inhibir cambios curriculares, fomentar o frenar la diferenciación horizontal y vertical dentro o entre instituciones, premiar o sancionar nuevas prácticas e innovaciones organizacionales, alterar los regímenes de ingreso, promoción, evaluación y certificación de los estudiantes, exigir la adopción de estándares o la entrega de información, fundar nuevas instituciones, crear agencias públicas para el control de calidad o la supervisión de las instituciones existentes. De hecho, nuestros estudios muestran que todas estas políticas se hallan presentes en la región, aunque con diferente intensidad en cada uno los países representados. DISCURSOS Las políticas suelen ir acompañadas de relatos o discursos (Ball, 2010, 1993) que proporcionan maneras de entender el contexto en que se desenvuelven y sus cambios, al mismo tiempo que procuran legitimar los cursos de acción, planes y propuestas que forman parte de las dinámicas contemporáneas de la gobernanza de la educación terciaria. Un eje central de la nueva discursividad en el campo de las políticas públicas del sector universitario es el de la economía basada en el uso intensivo del conocimiento (knowledge economy) que redefiniría el entorno de tareas de las IES en términos de desafíos y demandas de competitividad, productividad, innovación, capital humano, emprendimiento, creatividad, flexibilidad laboral, destrezas y aprendizaje a lo largo de la vida. Esta orientación Cuadernos Hispanoamericanos

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discursiva es subrayada mayormente por organismos internacionales y forma parte del lenguaje, la ideología y las propuestas de política de la OCDE (Hunter, 2013) y el Banco Mundial (Bassett y Salmi, 2014). Un segundo eje central de estas discursividades lo proporciona la noción de desarrollo de capacidades –conocimientos y destrezas o competencias– como capital humano, vinculado desde otros enfoques menos economicistas con un cluster de conceptos que relacionan la educación superior con ciudadanía, bien público, movilidad, cohesión social, inclusión e integración, cultura deliberativa, beneficios sociales de la educación, dimensiones éticas de la formación, socialización de valores, emancipación personal, etcétera. En general, estos últimos enfoques son subrayados mayormente en los documentos nacionales de política y pueden formar parte, además, de ideologías críticas y modelos alternativos al del capital humano. Con un esquematismo sin duda excesivo pero útil para efectos del análisis, podría plantearse que en torno a estas perspectivas se articulan dos paradigmas de políticas (Hall, 1993) contrapuestos dentro del campo ideológico de la educación superior. En un extremo, el paradigma neoliberal que se articularía en torno al enfoque del capital humano; en el otro, el paradigma neosocialdemócrata o progresista que se hallaría reflejado, por ejemplo, en declaraciones de la UNESCO (2009, 1998) o en aquellos discursos que se presentan como una alternativa frente a la visión y prácticas del “capitalismo académico” (Slaughter y Rhodes, 2004). Sin embargo, desde el punto de vista de los objetivos enunciados por las políticas públicas, es probable que en la mayoría de los países predomine un cierto eclecticismo o una “tercera vía” discursiva a la hora de presentar y justificar estas políticas. Así, por ejemplo, una política supuestamente más cercana al polo neoliberal –como la formación masiva de capital humano calificado– no será justificada sólo en función de la competitividad de las empresas y la economía, sino también en relación con demandas de movilidad social y ampliación de las elites. Asimismo, una política de democratización del acceso no buscará legitimarse únicamente en relación con ideas del paradigma socialdemócrata, sino que invocará además las necesidades de la economía y la productividad y argumentará que por efecto de rebalse (spillover) el crecimiento y la productividad se ven favorecidos por una mayor dotación de recursos humanos técnicos y profesionales. De esta manera, discursos y prácticas se confunden a veces en la fase 31

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de la aplicación de las políticas, al tiempo que mantienen una tensión ideológica y a veces también instrumental en las etapas del diseño y de la evaluación de las políticas. INSTRUMENTOS Distinto es lo que ocurre con los medios de las nuevas formas de gobernanza, los cuales pertenecen en sus dos tipos principales a los mecanismos y procedimientos propuestos por la escuela de la Nueva Gestión Pública (NGP) aplicada a las organizaciones de la educación superior. Sintéticamente, la NGP se caracteriza como un enfoque y una caja instrumental que pone énfasis en: i) mejorar la efectividad y eficiencia del desempeño gubernamental; ii) la importación y adaptación de ideas y técnicas de gestión provenientes del sector privado; iii) el uso de la privatización y externalización de servicios públicos o partes de organismos gubernamentales para aumentar la efectividad y eficiencia; iv) la creación o uso de mecanismos de mercado o cuasi mercado o, al menos, la intensificación de la competencia como medio para la provisión de servicios y la ejecución de las políticas, y v) el uso de indicadores de desempeño o de otros mecanismos para especificar los resultados deseados de las partes privatizadas o autonomizadas del gobierno o de los servicios externalizados. Adicionalmente, significa pasar del control ex ante al control ex post (Pollitt y Dan, 2011) dentro del ciclo de implementación de las políticas públicas. En un buen número de sistemas nacionales de educación superior, este tipo de enfoque y, sobre todo, el conjunto de procedimientos que lo acompaña son utilizados intensamente, como da cuenta la revolución managerial asociada a la emergencia de nuevas formas de gobernanza (Amaral, Meek y Larsen, 2003). Así, por ejemplo, un estudio que comprende dieciocho países de diversas regiones del mundo concluye, por ejemplo, que el escenario al comenzar el siglo XXI muestra un incremento de la provisión y los proveedores privados, un fortalecimiento a nivel de las organizaciones de las prácticas de administración de arriba hacia abajo y un debilitamiento de las tradiciones de gobierno colegial (Locke, Cummings y Fisher, 2011). Otro estudio, que incluye a países de las Américas, Asia del Este y el Pacífico, reporta que “la vieja universidad aislada, autosuficiente, del tipo torre de marfil, se ha vuelto obsoleta y ha sido superada .. La tendencia hacia la formación de redes de investigación y aprendizaje, la internacionalización con su agenda Cuadernos Hispanoamericanos

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inacabada, las tecnologías de información y comunicación con su potencial apenas utilizado, la competitividad y el afán por crear nichos de mercado y la comercialización producen o producirán [sin embargo] efectos que no pueden fácilmente reducirse a un solo modelo” (Schuetze, 2012:9). Asimismo, existen diversos estudios que revisan la experiencia de gobierno de las universidades públicas y sus transformaciones bajo regímenes más complejos de gobernanza y uso de procedimientos de la NGP; por ejemplo, mediante su conversión en universidades emprendedoras, o por medio de la creación de fundaciones universitarias autónomas sujetas a convenios de desempeño. En particular, algunos estudios indagan sobre las transformaciones del régimen de gobernanza a nivel de algunos sistemas nacionales y cómo las políticas inspiradas en la NGP afectan a las organizaciones, sus unidades intermedias, su gestión y a los académicos en la línea de producción (Amaral, Tavares y Santos, 2013) ESCENA IBEROAMERICANA Con todo, la escena iberoamericana tiene características distintivas en varios dimensiones. Aquí sólo mencionaremos las principales. En primer lugar, la existencia de sistemas duales públicos/ privados con privatización y externalización por parte de los gobiernos nacionales de los procesos de expansión de la matrícula estudiantil, aunque en grados, ritmos y evoluciones diversos en tiempos recientes. Segundo, la preeminencia de mercados de educación terciaria creados inicialmente sobre la base de una política de alta desregulación, política que posteriormente cambia y comienza a introducir regulaciones, especialmente en aspectos de control de calidad, transparencia y fiscalización. Tercero, la difusión entre los gobiernos de la región, particularmente en la alta dirección de los ministerios de finanzas y planeamiento, y a veces también en las tecnocracias y redes de política pública del sector educacional, de un paradigma compuesto por una mezcla de visiones, ideas e instrumentos provenientes del enfoque de la NGP que da lugar a una determinada “techné de gobierno” que traduciría los requerimientos de la gobernanza global a nivel nacional. Cuarto, una relativa inmunidad de las universidades estatales a la incidencia de esa techné de gobierno o paradigma de políticas, debido al poder corporativo-colegial y estudiantil que 33

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exhiben estas organizaciones, las que, como señala González Ledesma (2014:142-143), gozan de una autonomía que “ha sido forjada contra los Estados, los cuales poseen muy poca influencia en los procesos internos de decisión de las IES”. Quinto, más bien, las universidades públicas iberoamericanas experimentan procesos parciales y desiguales de adaptación al nuevo contexto de políticas gubernamentales (Acosta, 2012, 2009), incorporando –en medio de conflictos, críticas y malestares– algunos rasgos tomados de la NGP y de las correspondientes prácticas y disciplinas de desempeño derivados de aquél. Por ejemplo, a propósito del caso de México, De Vries y Álvarez-Mandiola (2012) se preguntan si no estaría surgiendo allí un “peculiar modelo híbrido” mexicano, situado a medio camino entre el modelo colegial tradicional y el nuevo modelo managerial. Esta misma interrogante puede extenderse a la mayoría de los países iberoamericanos. Sexto, los cambios de gobernanza en la región, en efecto, no originan un nuevo modelo puro, sino uno que mezcla elementos (Acosta, 2014, 2012, 2009, 2003) tradicionales y renovados, burocráticos y colegiales, de influencia política y profesional, con rasgos democráticos y autoritarios, preocupado de la eficiencia pero crítico de su medición, profundamente arraigado a las condiciones locales a la vez que deseoso de un estatus internacional, dependiente del Estado pero crítico de sus políticas, con manifestaciones organizacionales de tipo empresarial y volcadas al mercado combinadas con otras contrarias a cualquier contaminación con los negocios de conocimiento y profundamente adversas a la comercialización. Tal como concluye un análisis de ese peculiar modelo híbrido, “el nuevo contrato entre el Estado y las universidades ha resultado en un incremento de la regulación estatal de la educación superior, que a su turno llevó a nuevas formas de gestión universitaria para mejor regular a la academia. El balance es un aumento de la burocracia en ambos niveles –estatal y universitario–, pero no una organización más eficiente y emprendedora” (De Vries y Álvarez-Mandiola, 2012:142). De lo que no cabe duda es que las políticas públicas dirigidas al sector de la educación superior en la región reflejan, en términos generales, la presencia de la caja de herramientas de la NGP aunque las medidas y procedimientos utilizados, la combinación de ellos, los tiempos, formas e intensidad de su aplicación varían ente los países individualmente considerados y pueden Cuadernos Hispanoamericanos

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ser diferentes, por ejemplo, entre grupos de países con sistemas de fuerte presencia privada (Brasil, Chile, Perú) o de predominio público (Argentina, Costa Rica, México, Uruguay). INSTRUMENTOS EMERGENTES Con todo, en el terreno de los instrumentos políticos parece existir una convergencia tendencialmente dominante a nivel regional. Así se deduce a lo menos de nuestros estudios sobre políticas durante el último lustro (Brunner y Villalobos, 2014). Desde la ya clásica representación de la organización de la educación superior conocida como Triángulo de Clark (1983), que analiza el balance entre gobierno, instituciones y mercado, las regulaciones y prácticas de evaluación responderían al desplazamiento del centro de gravedad de los sistemas nacionales (Brunner, 2009). Efectivamente, los instrumentos de política empleados con preferencia se alejan del polo gubernamental (jerárquico, burocrático, político) y del polo de control por las oligarquías organizacionales (autorregulación, preeminencia de los intereses corporativos) para situarse ahora más al centro de aquel Triángulo donde se entrecruzan en la coordinación de los sistemas nacionales las políticas gubernamentales, los intereses de las organizaciones académicas y sus stakeholders internos y las fuerzas del mercado, y donde, por otro lado, las políticas buscan especialmente incidir sobre las condiciones de funcionamiento de los mercados en que aquéllas se desenvuelven. Emplean para ello acciones como la creación de barreras de entrada, exigencias o estándares para la creación de programas y la dotación de insumos, determinación de aranceles oficiales de referencia, moderación de la competencia, prohibición o limitación del lucro, obligaciones de informar, transparencia, responsabilidad social corporativa y rendición de cuentas. En otros casos establecen dispositivos y procedimientos para la evaluación ex post del desempeño bajo la forma de esquemas de aseguramiento de la calidad, como acreditación de programas e instituciones, cumplimiento de estándares, solidez financiera de las organizaciones, demostración de haber superado los umbrales mínimos de insumos y condiciones de trabajo, exámenes externos de desempeño de los estudiantes y graduados, reglamentación de la carrera académica, currículos conducentes a empleabilidad y formación ciudadana simultáneamente, penalización de la falsa publicidad y la estafa y defensa de los derechos de los usuarios, entre otros. En cuando a los instrumentos de política de financiación, 35

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predomina el uso de mecanismos de tipo mercado (MTM) en sentido lato, incluyendo subsidios de base (fondos basales o institucionales) limitados según los países a una porcentaje variable de los ingresos de las IES públicas; utilización de fórmulas ligadas a desempeño o resultados; contratos de desempeño para objetivos y metas concordadas con la autoridad; fondos competitivos; licitaciones de recursos; diversos incentivos otorgados en función de variables definidas por el gobierno; estímulos por publicaciones y patentes registradas;; contribución de los graduados (voluntaria o impositiva); facilitación de las donaciones privadas, promoción de una cultura emprendedora dentro y entre las IES para la generación de excedentes y el financiamiento de subsidios cruzados internos, y, con creciente importancia, el cobro de aranceles y tasas en programas de pregrado, posgrado y de educación permanente conjuntamente con el establecimiento por parte del Estado de esquemas de subsidio a la demanda por la vía de becas y créditos subsidiados para los estudiantes. Estos aspectos de la política pública, particularmente las herramientas empleadas en la región para transferir recursos adicionales a las universidades (esto es, en adición a los recursos otorgados como subsidio institucional no-condicionado, que pueden estar más o menos atados a gastos predeterminados), son seguramente la materia más controvertida en el campo de estudios de la educación superior iberoamericana (Brunner, 2013; Verger, 2013; Gil Antón, 2012). De hecho, en América Latina (con la excepción de Cuba), , en la actualidad ningún sistema nacional es completamente público, habiéndose convertido todos en sistemas combinados que comparten en proporciones variables algunas (si no todas) las siguientes características: a) la entrega de una parte de los fondos públicos está condicionada a la obtención de ciertos resultados; b) las IES son alentadas a recuperar el costo real de la educación que ofrecen por medio de la venta de servicios y el cobro de tarifas, y c) hay una creciente participación de IES privadas en la cobertura total de educación terciaria (González, 2013). Cabe anotar que similares herramientas, reflejo de una mezcla de fines y medios de política pública en el campo del financiamiento y la regulación de la educación terciaria, aparecen referidas reiteradamente en la literatura sobre nuevas formas de gobernanza en diferentes regiones y países a nivel mundial (Johnstone y Marcucci, 2010). En este preciso sentido puede concluirse que los sistemas Cuadernos Hispanoamericanos

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nacionales de educación terciaria se hallan sujetos a una lógica de deslocalización, de acuerdo con la cual ciertos arreglos básicos dentro y alrededor de la universidad se abstraen de su contexto nacional debido a la intensificación de los flujos de personas (expertos y consultores, por ejemplo), de información y conocimiento, de recursos, y a la circulación de políticas y los discursos que las acompañan (Marginson y Van der Wende, 2009:46-50). En suma, también las políticas nacionales educativas –igual que otras expresiones del Estado nacional– parecen hallarse sujetas al fenómeno del isomorfismo organizacional que muestra como instituciones diferentes terminan adoptando modelos organizativos similares (DiMaggio y Powell, 1991). Estamos viviendo una importante difusión de una misma caja de herramientas por medio de diferentes mecanismos, aunque se mantenga la localización de su uso y la recepción e interpretación de las ideas se hagan dentro de un contexto nacional.

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Por ‌Fernando Galván

docencia e investigación universitarias en el ámbito iberoamericano

Al enfrentarnos al análisis de la situación actual de la docencia y la investigación en las universidades iberoamericanas, trascendiendo los límites de nuestros respectivos países, quizá lo primero que viene a nuestra mente, como solución a muchos de nuestros problemas y desafíos, es la necesidad de internacionalización de nuestras estructuras, de nuestro sistema de enseñanza superior y de generación de ciencia. Creo que existe un gran consenso en esto; y es un consenso que no se halla solo en la comunidad universitaria, sino que va mucho más allá. Está en los planes estratégicos de las instituciones y de los países, tanto en los desarrollados como en los llamados ahora “emergentes”. Basta con considerar lo que están haciendo, por ejemplo, los gobiernos de países como la República Popular China, Brasil, Ecuador, Chile…; y obviamente países europeos como el Reino Unido, Alemania, Francia, Holanda, o los países nórdicos. En muchos de estos países hay programas específicos para responder a los desafíos que implica la internacionalización de la Universidad y de la Ciencia en este mundo globalizado, es decir, respuestas que pretenden contestar adecuadamente a cuestiones como las siguientes: Que haya movilidad de estudiantes entre las universidades de todo el mundo. Que haya movilidad de profesores e investigadores. Que haya proyectos de investigación y publicaciones compartidas (co-autoría) entre grupos y autores de varias universidades de diversos países. 39

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ue haya títulos de Grado, Posgrado (Máster y Doctorado) Q compartidos y reconocidos mutuamente entre diversas universidades. Que haya una política institucional por parte de la universidad para promover todas esas acciones y, de modo singular, el uso de la lengua franca internacional, el inglés. Que haya una política de comunicación interna y externa que dé visibilidad a las estrategias de comunicación. Que haya un impulso a la implicación también del personal de administración y servicios de la universidad por incorporar la internacionalización como una de las estrategias de su trabajo y misión. Que las universidades se integren en redes, consorcios o asociaciones internacionales de cooperación que favorezcan los elementos señalados con anterioridad. Uno de los factores que emerge como conformador de esos elementos de internacionalización es el modelo de organización que la universidad diseñe para llevar a cabo esas políticas. En un artículo publicado en 2008 en la Canadian e-Magazine of International Education, que contiene un análisis de los aspectos más destacados de un estudio de la AUCC (“Association of Universities and Colleges of Canada”)1, sus autores, Tom Tunney y Robert White, señalaban el incremento de interés por la dimensión internacional de la universidad en los planes estratégicos de cada institución. Por dar una cifra, nos dicen que en el año 2000 el 84% de esos planes estratégicos o planificaciones de largo plazo incorporaban la dimensión internacional, y que solo seis años después, en 2006, ese porcentaje se había elevado al 95%. Posiblemente hoy, ocho años después, ese porcentaje sea ya del 100%.. Otra de las cuestiones más reveladoras de este estudio es la escasez, detectada por los investigadores, de recursos económicos para promover la movilidad de sus estudiantes en el extranjero, para ayudar a las universidades a desarrollar productos o proyectos educativos dirigidos a un mercado internacional, y también la ausencia de fondos para investigación dirigidos específicamente a la colaboración científica con socios de otros países. Voy a analizar brevemente esta cuestión de los recursos en relación con los programas de movilidad de nuestros estudiantes y profesores e investigadores en España, y de manera especial en lo referente al programa más potente en movilidad, el Programa Erasmus de la Unión Europea, para hacer una reflexión sobre su Cuadernos Hispanoamericanos

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proyección en el ámbito iberoamericano. El Programa Erasmus comenzó a desarrollarse en 1987 y desde entonces se han movilizado casi tres millones de estudiantes, con una duración media de las estancias de seis meses, así como 300.000 profesores y Personal de Administración de los treinta y tres países que componen el Espacio Europeo de Educación Superior (los veintisiete de la UE, más Croacia, Islandia, Liechtenstein, Noruega, Suiza y Turquía). Como es sabido, el programa ha pasado por varias etapas, durante las cuales ha recibido nombres diferentes: Erasmus (1987-1994), Sócrates (1995-1999), Sócrates II (2000-2006), Programa de Aprendizaje Permanente (2007-2013) y Erasmus + (2014-2020)2. El Programa de Aprendizaje Permanente, que finalizó en 2013, y contó con un presupuesto global de casi 7.000 millones de euros, es decir, unos 1.000 millones/año, constaba de cuatro acciones principales de movilidad internacional dirigidas: a estudiantes (tanto para estudios como para prácticas en empresas), a profesores (para impartir docencia) y a personal administrativo, a fin de mejorar su formación en temas concretos. El coste de estas acciones de movilidad fue de 450 millones anuales, lo que hace suponer que aproximadamente la mitad del presupuesto anual se destinó a mantener la estructura organizativa de la movilidad, a Programas intensivos (IP) de estudio, innovadores, y de corta duración, para estudiantes y profesores, a Cursos intensivos de lengua (EILC) de los idiomas menos comunes y a Visitas preparatorias (PV) para facilitar los contactos interuniversitarios con fines asociativos. Para el siguiente periodo, que comienza en 2014, el programa se denomina Erasmus +, e integra una gran diversidad de acciones, que hasta ahora conocíamos como Comenius, Grundtvig, Leonardo, Erasmus Mundus, Tempus, Alfa o Edulink, entre otras. El presupuesto que tiene asignado Erasmus + es de 14.700 millones de euros y el objetivo es conseguir, durante los siete años que abarca, la movilidad de dos millones de estudiantes universitarios, 800.000 profesores y formadores, 650.000 estudiantes de Formación Profesional, 500.000 jóvenes voluntarios europeos; y firmar más de 25.000 Acuerdos Educativos, entre otros aspectos. Las cifras del número de personas e instituciones destinatarias de estas acciones de movilidad, a día de hoy, son significativas y la previsión para los próximos siete años no hace sino confirmar la importancia del Programa Erasmus en sus diferentes períodos. No creo que sea necesario referirme a los importantes logros al41

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canzados mediante estas acciones, pues me parece que están en la mente de todos, tanto las que tienen repercusión a nivel individual, como las relativas a nivel institucional e incluso en el ámbito nacional y regional. Soy, por supuesto, de los que creen que, si el Programa Erasmus no hubiera existido, habría que inventarlo. Analizando los datos sobre intercambios Erasmus en cada país, destaca el importante papel de España, una vez finalizada con éxito la reordenación del sistema universitario español de acuerdo con el Espacio Europeo de Educación Superior (EEES). En el curso académico 2010/11, el Programa de Aprendizaje Permanente movilizó 231.408 estudiantes y España se convirtió, por primera vez, en el primer país emisor de estudiantes (algo más de 36.000) y receptor de estudiantes (en torno a 37.500) en valores absolutos. Si se calcula en relación con su población estudiantil, los mayores emisores son, por este orden, Luxemburgo, Liechtenstein, España, Letonia y Lituania. Ese mismo año, se desplazaron también 31.620 profesores y 11.197 PAS (Personal de Administración y Servicios) a través de los programas de docencia y formación. Pero sin duda, esta iniciativa, siendo la más importante, no es la única. En los últimos años, a las universidades españolas llegan algunos miles de estudiantes latinoamericanos gracias a iniciativas impulsadas por gobiernos de países iberoamericanos, cuyo objetivo no es otro que promover y mejorar la cualificación de sus estudiantes en las mejores universidades extranjeras, a través de acciones de movilidad internacional. Los estudiantes van a las mejores universidades del mundo, entre ellas las españolas. Ocurre así con el Programa “Ciencias sin Fronteras” de Brasil, o el Programa “Becas Universidades de Excelencia” que impulsa la Secretaría Nacional de Educación Superior, Ciencia, Tecnología e Innovación del Gobierno de Ecuador; y el Programa “Becas Chile”, del Ministerio de Educación chileno, entre otros. Y están también, a otro nivel (no gubernamental), las que promueve el Banco Santander dentro de sus acciones en Universia, que son de carácter multilateral. En mi opinión, estas iniciativas ejemplares, que son hoy una realidad en algunos países de Latinoamérica, y que persiguen la internacionalización de la universidad, deben ser complementadas con un programa global de movilidad académica entre continentes, con un planteamiento similar al del Programa Erasmus. Formulé esta propuesta en una intervención que tuve en una Mesa Redonda sobre el desarrollo del espacio euro-latinoameCuadernos Hispanoamericanos

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ricano de educación superior, sobre movilidad, reconocimientos y titulaciones, en la I Cumbre Académica CELAC-UE (Espacio de Asociación de América Latina y el Caribe y la Unión Europea para la Educación Superior, Ciencia, Tecnología e Innovación), que se celebró en Santiago de Chile en enero de 2013. Entonces decía –y lo traigo ahora a colación aquí porque creo que es una reflexión relevante en medio de nuestra crisis económica actual— que, en junio de 2012, la Comisión Europea decidió conceder la cantidad de 100.000 millones de euros para rescatar el sistema bancario español. Al final, parece que solo fueron necesarios unos 60.000 millones. En contraste, el programa Erasmus +, que comienza en 2014, como ya mencioné antes, cuesta solo 14.700 millones de euros para los próximos siete años y va a promover la movilidad de dos millones de estudiantes tan solo en educación superior y de 800.000 profesores y formadores. Unos enormes beneficios por solo 14.700 millones, frente a esos 100.000 millones (o 60.000 millones) destinados a los bancos. Sé que a los bancos españoles había que rescatarlos, pues en ellos residía, y reside, la salud financiera del país. Por tanto, no cuestiono el hecho ni la cifra en sí. Pero la pregunta que de inmediato nos asalta es, si hay disponibles hasta 100.000 millones para ello, por qué se destinan solo 14.700 millones para una empresa como Erasmus +, que abarca un periodo de siete años, hasta 2020. Creo que nuestro deber, como universitarios, es reclamar que invertir en educación superior es promover el desarrollo social, cultural y económico de los países, y los mejores estudiantes latinoamericanos y europeos esperan su oportunidad. Sería, por tanto, deseable que se invirtiera, por parte de la Unión Europea y de los países latinoamericanos, una cuantía importante para crear un programa similar al Erasmus + en el ámbito iberoamericano. Son más que evidentes las ventajas de todo tipo que un programa de estas características, suficientemente financiado por América y Europa, implicaría para las universidades de habla española y portuguesa a ambos lados del Atlántico, y para sus profesores, investigadores y estudiantes, que comparten lenguas y culturas, aunque evidentemente no fuera solo un programa de ámbito iberoamericano, sino euro-latinoamericano. Es decir, no estaría reducido a los intercambios entre las universidades de la Península Ibérica y Latinoamérica, sino que abarcaría el resto del continente europeo, con lo que ello significaría de posibilidades de enriquecimiento cultural e idiomático para todos, europeos y latinoamericanos. 43

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Y sobre la lengua y la internacionalización de las universidades creo que habría que apuntar algo también, para plantearnos la cuestión del uso del inglés y del español como “lenguas francas” internacionales. Las cifras demuestran, con toda crudeza, que el inglés es efectivamente la lengua más estudiada y usada en el mundo, y sin duda la más hablada como lengua extranjera. Puede parecer paradójico, sin embargo, que el inglés no sea la lengua que más hablantes nativos tiene; incluso el español tiene más hablantes de lengua materna que el inglés, aunque evidentemente el chino tiene muchos más. Las cifras más recientes apuntan a que el inglés lo hablan, como lengua materna, alrededor de 400 millones de personas (incluso menos, según algunas fuentes), mientras que el español –extendido por toda América (y ya no solo México, el Caribe, la América Central y la del Sur, sino también los Estados Unidos)— lo hablan como su primera lengua unos 420 millones. Sin embargo, el inglés es la lengua más extendida como lengua extranjera, o segunda lengua, en todo el mundo: son aproximadamente 1.500 millones de personas (entre hablantes nativos y extranjeros) los que usan el inglés para comunicarse en situaciones y contextos muy diversos, frente a apenas 500 millones en el caso del español3. No debe sorprendernos, por tanto, que en el ámbito de la Ciencia el inglés (como en otro tiempo fue el latín) sea hoy la lengua internacional dominante, incluso en España. En un estudio reciente publicado por el Instituto Cervantes y el British Council, en colaboración con Santillana, titulado Word for Word. The Social, Economic and Political Impact of Spanish and English / Palabra por palabra. El impacto social, económico y político del español y del inglés se recogen datos de un estudio de 2010 del CSIC (Centro Superior de Investigaciones Científicas español), según el cual la producción científica española en la Web of Science entre los años 2004 y 2009 fue de 233.308 publicaciones en inglés y solo 22.719 en español, lo que representa un 90,78% de publicaciones en inglés, frente a un 8,84% de publicaciones en español4. Las cifras y porcentajes en otras lenguas son prácticamente insignificantes: 548 publicaciones en francés (un 0,21%), y 116 en alemán (un 0,05%). Por campos de conocimiento el inglés predomina en las ciencias y tecnologías, mientras que la lengua vernácula (en nuestro caso, el español) suele predominar en las humanidades y ciencias sociales (con la excepción de la economía y los negocios). Por tanto, cabría deducir que si ocurre que el inglés es la lengua de la Ciencia, y también la lengua Cuadernos Hispanoamericanos

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Biblioteca central de la Universidad Nacional Autónoma de México

de la ciencia que producimos en España, la presencia del inglés en la Universidad debería ser igualmente relevante, pues es en las universidades donde se produce la mayor parte de la ciencia. No podemos olvidar que vivimos en un entorno universitario globalizado, y cada vez más dinámico. Nuestros alumnos, nuestros profesores e investigadores, e incluso nuestro personal de administración y servicios, necesitan moverse a centros de otros países, para aprender, para compartir, para desarrollar proyectos conjuntos. Y no me refiero solo a la construcción y difusión de la Ciencia. Hablo también de la formación de profesionales y de la docencia, la otra gran misión que tiene la Universidad. Quedarnos encerrados entre los muros de nuestros campus es manifiestamente insuficiente. Es más, las lenguas extranjeras, y especialmente el inglés, son hoy en muchos países de Europa, el instrumento de aprendizaje de los estudiantes. Es muy fácil comprenderlo. ¿Cómo podría un país como Alemania, que ha perdido el liderazgo lingüístico en la Ciencia, preservar su liderazgo científico, que ha sido indiscutible hasta hace relativamente pocas décadas? ¿Cómo podría un país pequeño y con una lengua de muy escasa proyección internacional, como Holanda, mantener universidades en posiciones relevantes a nivel internacional? 45

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La respuesta es bien sencilla: a través de la enseñanza de grados y posgrados en la lengua internacional de hoy, el inglés. Es decir, la presencia de las lenguas extranjeras, y del inglés en concreto, en la Universidad no es ya la tradicional de la enseñanza de la lengua como una materia más, una asignatura instrumental que los estudiantes necesitan para completar su formación universitaria. No; el asunto ahora es otro: el inglés es el instrumento a través del cual se aprenden contenidos de todas las materias del currículum. Esto se conoce con sus siglas en inglés, CLIL (“Content and Language Integrated Learning”), o su versión española AICLE (“Aprendizaje Integrado de Contenidos y Lengua Extranjera”), que es hoy posiblemente el campo de estudio y desarrollo teórico de las lenguas más prometedor. Consideremos solo unos pocos datos numéricos, que creo que son muy elocuentes. En Europa, solo en cinco años, entre 2002 y 2007 –y cito a un investigador español buen conocedor del tema, David Lasagabaster, profesor en la Universidad del País Vasco— ha habido un incremento del 340 por 100 en programas de estudios universitarios que se imparten completamente en inglés, pasando de 700 en 2002 a 2.400 en 2007. Holanda es el caso más espectacular: en 2008 este pequeño país (con apenas 17 millones de habitantes), que tiene 62 centros de enseñanza superior, contaba con 774 programas de estudios en inglés; Finlandia, con 53 centros de carácter universitario, tenía 235 programas en inglés; Suecia, con apenas 39 centros, contaba con 123 programas en inglés5. Es posiblemente fácil encontrar la explicación de este fenómeno: al ser países tan pequeños y con lenguas nacionales de muy escasa difusión en el mundo, ¿quién va a ponerse a aprender neerlandés, finés o sueco para ir a estudiar a esas universidades?… Pero ¿y Alemania? ¿Qué ocurre en Alemania, la patria de la Ciencia europea durante todo el siglo XIX y buena parte del XX? Las cifras no son tan espectaculares, por supuesto, pero sí importantes: en sus 291 instituciones de educación superior, había, en 2008, 415 programas en inglés, y estoy seguro de que la cifra ha aumentado en estos seis últimos años. La situación en España en esa fecha (2008) era muy distinta: en las 84 instituciones españolas de educación superior (se incluyen no solo universidades, sino Escuelas de Negocios, por ejemplo) había solo 18 programas de estudio impartidos totalmente en inglés… Las cifras hablan por sí solas: 774 programas en Holanda, 415 en Alemania, 235 en Finlandia, 123 en Suecia… solo 18 en España. Las universidades de esos países europeos están claramenCuadernos Hispanoamericanos

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te más internacionalizadas que las españolas, pues la existencia de esos centenares de programas de estudios que se imparten en inglés (muchos de posgrado) lo que indica es que a esas universidades acuden estudiantes de todo el mundo, estudiantes que obviamente no ven rentable estudiar neerlandés o sueco, o incluso alemán, para formarse como químicos, como ingenieros, como médicos, etcétera. Este es sin duda uno de los grandes retos de la enseñanza superior de nuestros sistemas universitarios, la atracción de talento internacional, y sin duda la lengua de impartición de nuestra docencia es un instrumento muy relevante al respecto. La calidad de la enseñanza y de la producción científica en muchas universidades españolas y en un grupo importante de universidades iberoamericanas (sobre todo en México, Colombia, Brasil, Argentina y Chile) es indiscutible, e incluso rankings de sesgo claramente anglófono, como el “QS World University Ranking” (entre otros), así lo ponen de manifiesto. Los datos que aporta una publicación reciente, El español, lengua de comunicación científica, coordinada por José Luis García Delgado, José Antonio Alonso y Juan Carlos Jiménez, son muy elocuentes6. Es cierto que en ámbitos como las ciencias experimentales, la tecnología, o la medicina, la lengua dominante para el intercambio científico es el inglés, pues el conocimiento y la innovación en esas áreas se difunden casi exclusivamente a través de revistas científicas que publican en un elevadísimo porcentaje (superior al 90%) en lengua inglesa. Sin embargo, en las áreas humanísticas y de ciencias sociales, no son solo las revistas, sino también los libros, los instrumentos empleados para dar difusión al nuevo conocimiento… Es natural que así sea, si consideramos que las reflexiones en ciencias sociales y en humanidades están muy vinculadas a las propias materias y a la cultura que las genera y, en muchas ciencias sociales y humanidades, a las lenguas propias de esas culturas. Lo han descrito muy bien los autores de un artículo contenido en el libro citado en el párrafo anterior, Ramón Ramos Torre y Javier Callejo Gallego: la reflexividad propia de las ciencias sociales y las humanidades hace que el problema de la lengua en la que se expresa la ciencia se particularice. Las ciencias sociales son reflexivas no solo porque sus saberes pueden y suelen formar parte del conocimiento común de los actores (sociales, culturales, económicos, psicológicos, etc.) a los que estudian (que leen y saben sociología, antropología, 47

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economía, psicología, etc.), sino también porque, una vez incorporados a esos saberes comunes, se convierten en parte del objeto que las mismas ciencias observan e intentan hacer inteligible. Un átomo no lee libros de física y no se puede convertir en partidario o detractor de Max Planck y actuar en consecuencia; es obvio, por el contrario, que un actor social puede leer los trabajos de Max Weber o de Keynes, y además hacerse weberiano o keynesiano y actuar en consecuencia. Esto último es de gran trascendencia. En efecto, cancela la distinción típica observador/observado al hacer de las observaciones algo predicable tanto del observador (que las hace y las sostiene), como del mundo observado (que las incorpora). […] entonces el problema de la lengua en las ciencias sociales es mucho más complejo que en el resto de las ciencias. […] Es propio del historiador utilizar el lenguaje común incluso en sus comunicaciones en revistas especializadas. Una persona con un nivel cultural medio puede leerlas, recoger su información e incorporarla a sus definiciones de realidad7. Aunque este no es el tema de esta reflexión, conviene resaltar que la evaluación de las ciencias sociales y de las humanidades está generalmente mal enfocada en muchos países y sistemas universitarios, ya que lo habitual es considerar como base los criterios bibliométricos, aplicables con mayor éxito a las ciencias experimentales, la tecnología y las ciencias biomédicas, pues en estas áreas los avances científicos se difunden habitualmente a través de revistas científicas y no mediante monografías (libros), y en medios que se expresan en un porcentaje muy elevado (cercano al 100%) en lengua inglesa. En todo caso, conviene decir aquí que el español (o el portugués) sí tienen una presencia muy relevante en los ámbitos humanísticos y de ciencias sociales; y que tal presencia debería ser tomada en consideración en las evaluaciones de la producción científica, por lo que estas influyen en la motivación de la investigación en estos campos. En tal sentido, la reivindicación que cumple hacer es la de poner en valor las lenguas compartidas en el ámbito iberoamericano para ser los vehículos de fortalecimiento internacional de la docencia y la investigación en nuestras universidades. El español goza, cada día más, de mejor y mayor presencia en el mundo (el caso de los Estados Unidos es sin duda muy llamativo, pues en pocas décadas este país se convertirá posiblemente en el primero de hablantes de español como lengua materna –ahora ya es el segundo, después de México, y por delante de otros como España o Colombia, por Cuadernos Hispanoamericanos

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ejemplo). Y el portugués está llamado a ser un idioma de futuro, con perspectivas claras de crecimiento internacional, gracias a su presencia en África, un continente que necesariamente avanzará en potentes líneas de desarrollo. La cercanía lingüística entre español y portugués, y su fuerte implantación en más de dos decenas de países iberoamericanos, así como su escasa dialectalización (a pesar de su considerable extensión geográfica), convierten estas lenguas en instrumentos muy adecuados para favorecer la internacionalización de nuestros sistemas universitarios y científicos. Hay que apelar a la responsabilidad de nuestros gobiernos, y en particular a la de las estructuras supranacionales, para que permitan y faciliten el fortalecimiento del espacio iberoamericano del conocimiento. Enseñar y publicar en inglés –que sin duda es necesario, como he señalado en estas páginas— no puede ser, sin embargo, la única vía para internacionalizar nuestros centros de enseñanza superior y nuestra investigación.

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Tom Tunney y Robert White: “Internationalization at Canadian Universities”, Canadian e-Magazine of International Education 1.3 (septiembre 2008): www.emagined.apps01. yorku.ca.

Word for Word. The Social, Economic and Political Impact of Spanish and English / Palabra por palabra. El impacto social, económico y político del español y del inglés (Instituto Cervantes, British Council y Editorial Santillana, Madrid, 2011, p. 314).

2

Para información más detallada sobre el Programa Erasmus, y otros programas de movilidad internacional, véanse los siguientes informes: European Commission: Erasmus –Facts, Figures & Trends. The European Union support for student and staff exchanges and university cooperation in 201011 (Publications Office of the European Union, Luxemburgo, 2012. ISBN 978-92-79-23827-7; doi: 10.2766/31281); Line Verbik y Veronica Lasanowski: “International Student Mobility: Patterns and Trends”, The Observatory on Borderless Higher Education (Association of Commonwealth Universities & Universities UK, Londres, septiembre 2007. URL: www.obhe.ac.uk); y Rahul Choudaha y Li Chang: Trends in International Student Mobility (World Education Services, Nueva York, febrero 2012; URL: www.wes.org/RAS).

5

Véase Eva Alcón y Francesc Michavila: La Universidad multilingüe (Tecnos, Madrid, 2012, p. 113).

6

José Luis García Delgado, José Antonio Alonso y Juan Carlos Jiménez (coords.): El español, lengua de comunicación científica (Fundación Telefónica y Ariel, Madrid y Barcelona, 2013).

7

Ramón Ramos Torre y Javier Callejo Gallego: “El español en las ciencias sociales”, en el libro citado en la nota anterior, pp. 60-62. Son muy útiles y reveladores, en este aspecto, los numerosos cuadros estadísticos que se aportan en este ensayo, pp. 74-95, ya que ofrecen información muy interesante sobre el uso de las lenguas en el ámbito de las ciencias sociales en diversos países y en los medios de difusión científica más relevantes.

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Para datos al respecto, véanse las estadísticas de Ethnologue: www.ethnologue.com. Muy útiles son también los anuarios publicados por el Instituto Cervantes, que de manera periódica actualizan los datos y cifras de hablantes y estudiantes de español en el mundo.

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Por ‌Daniel Domingo Figaredo

La digitalización como factor de cambio en la educación superior

El giro digital está incidiendo profundamente en la configuración de las universidades tradicionales. Lo hace de un modo especial en la medida en que apela directamente a sus métodos y formas de organización. Por más que las universidades lleven años introduciendo nuevas tecnologías y procedimientos de gestión, hasta ahora no han respondido adecuadamente al cambio estructural que demanda el modelo digital, caracterizado por la alta conectividad y la hibridación de lo físico y lo tecnológico. Como alternativa a las carencias de las universidades aparecen nuevos agentes que actúan en el espacio público de las redes, tratando de ofrecer respuestas que se adapten mejor a las necesidades de un nuevo tipo de estudiante y utilizando las capacidades del mundo digital para expandir el campo de la investigación. Trataré de analizar aquí algunos de los factores de cambio en la educación superior relacionados con el fenómeno digital, ofreciendo datos que muestran los intereses de los nuevos estudiantes que acceden a la enseñanza superior, el cambio que representa la pedagogía digital, la condición de apertura aplicada a docencia e investigación y la fragmentación que se produce en la acreditación del conocimiento. Esta aproximación cuestiona la estrategia seguida por las universidades en su transición hacia las nuevas formas de investigar e impartir docencia que son posibles e inevitables gracias a los medios digitales. UNIVERSIDADES, PARA QUÉ TIPO DE ESTUDIANTES Las revoluciones tecnológicas avanzan cuando un conjunto sig51

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nificativo de la sociedad utiliza ampliamente las nuevas herramientas impulsoras del cambio. Una vez que la apropiación de las tecnologías es masiva se suceden innovaciones de todo tipo que afectan a la mayoría de niveles de la sociabilidad, ya sea porque modifican las prácticas cotidianas de las personas o porque alteran la estructura misma de las sociedades. En términos generales, la última revolución tecnológica —la de las tecnologías digitales— ha seguido un patrón semejante al de sus predecesoras, si bien, en esta ocasión, las universidades se han visto afectadas por los cambios con una mayor intensidad. La explicación reside en la forma en que están afectando al ecosistema de la educación superior algunos de los componentes propios de la digitalización. Veamos algunos de ellos y su influencia en términos de cambios para la concepción de la educación superior en nuestros días. Aquí las universidades —como campo de estudio— se toman de un modo genérico, tomando en consideración los principales esquemas aplicados a la gestión de la docencia y el desarrollo científico en una escala global. Entre los rasgos distintivos del fenómeno digital se encuentran el cambio radical que se produce en la forma en que las personas conectadas acceden a la información y generan conocimiento, y la capacidad de propagación que tienen las modificaciones que acontecen en niveles micro hasta impactar en la estructura social. El escenario de cambios profundos y acelerados que se genera como consecuencia de esos dos factores justifica que durante los últimos años hayan aparecido una serie de desajustes, conocidos como “brechas”, relacionados con el diferente uso de las nuevas tecnologías dentro de una misma sociedad. La existencia de esas brechas hace que dentro de una misma sociedad convivan personas capaces de explotar en su día a día todo el potencial tecnológico, con otras que permanecen completamente ajenas a los cambios y siguen guiadas por patrones analógicos (Castells, 2001; Van Dijka & Hackerb, 2003). Como ha sucedido en otros ámbitos de la producción, la cultura y la vida social, las universidades se han visto afectadas por diferentes tipos de brecha digital de un modo recurrente durante los últimos años. Internamente, se han encontrado con que la actividad de algunos profesores y personal pionero en la aplicación de tecnologías en sus prácticas cotidianas se ve contrarrestada por el inmovilismo y la resistencia al cambio de los grupos; y hacia fuera se va produciendo un desfase en la oferta de titulaciones y la metodología docente utilizada respecto a los nuevos intereses y hábitos de los Cuadernos Hispanoamericanos

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públicos destinatarios (Katz, 2008; Bates y Sangrà, 2011). La brecha que se produce entre las expectativas de los estudiantes y los objetivos y procedimientos de las universidades no sólo pone en cuestión el encaje del modelo de educación superior en la sociedad actual, sino que tiene como principal efecto negativo la desafección de un número creciente de estudiantes hacia el mundo de la academia, y específicamente hacia los planes de estudios reglados que se ofrecen en los campus. Movimientos como UnCollege (Stephens, 2013), el enfoque del Edupunk (Kamenetz, 2010), los recursos educativos abiertos (UNESCO, 2012), las prácticas de aprendizaje entre pares (Schmidt et al., 2009), los estudios sobre el exceso de graduados en la economía (Carnevale et al., 2014) o la proliferación de cursos abiertos masivos, son diferentes manifestaciones de un mismo fenómeno que viene a cuestionar los esquemas tradicionales de la universidad en lo referente a su oferta de titulaciones y métodos docentes. Desde luego, las universidades no permanecen inmóviles ante el fenómeno de la digitalización. Sin embargo, existen determinadas barreras a la innovación en el interior de esas instituciones que impiden que los cambios que se vienen aplicando respondan claramente a las necesidades de los destinatarios de sus servicios. Lo que se acentúa aún más cuando, fruto del nuevo escenario digital, algunos de los cambios que son necesarios podrían afectar al modelo de las universidades, llegando a cuestionar su actual papel hegemónico como garante de la producción y validación de conocimientos. Como toda organización altamente burocratizada, las universidades están obligadas a negociar y consensuar con los grupos de poder internos la aplicación de cualquier cambio que afecte a partes sustanciales del modelo establecido. Esa lógica basada en la toma de decisiones jerárquicas “de-arriba-abajo”, con sistemas de validación lentos y guiados por el propio interés, es radicalmente contraria a la de la cultura digital y es una causa de primer orden de la creciente desconexión de la universidad con los grupos a los que dirige su acción (Álvarez et al., 2011; Castells, 2000; Fountain, 2001; Kallinikos, 2006a y 2006b; Sassen, 2001). Junto con la burocracia, la falta de visión también impide liderar el cambio hacia lo digital. Un ejemplo de ello lo representan las estrategias tecnológicas elaboradas por cada universidad. Desde las últimas décadas, se plantea sistemáticamente la aportación de recursos destinados a infraestructuras, cuando los informes de los organismos supranacionales ponen el énfasis en 53

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otras dimensiones de carácter aplicado, como puede ser la alfabetización digital de los profesores y estudiantes y el uso de los nuevos medios para generar aprendizajes más eficaces. Como paso previo al diseño de estrategias para prestar servicios de enseñanza a públicos jóvenes, en una sociedad donde se da una plena apropiación tecnológica, es oportuno considerar qué tipo de instituciones son hoy las universidades y a qué tipo de estudiantes dirigen su acción. Si consideramos lo relativo a la gestión de las infraestructuras, tenemos que la universidad actual ya no es simplemente un sitio tranquilo donde asistir a sesiones impartidas por un docente y donde los estudiantes pueden acceder a contenidos distribuidos en soportes físicos. Es más bien un lugar, físico y virtual, configurado como una interfaz que permite que los estudiantes aprendan a través de las conexiones facilitadas por un experto y utilizando recursos de todo tipo, desde libros físicos a aplicaciones en dispositivos móviles. Es una zona de “recursos de mezcla” diseñada con el objetivo de empoderar a los estudiantes para desarrollar habilidades de nivel superior en un campo del saber determinado (Domínguez y Álvarez, 2012). Con respecto al nuevo perfil de estudiantes, hay que considerar que la alfabetización digital de los jóvenes que acceden a la universidad no puede ser vista como un mero proceso mecánico de adquisición de habilidades instrumentales, sino que se corresponde con la construcción de significados a través de los nuevos dispositivos de mediación. Esta definición más amplia de la alfabetización tiene un impacto directo en los tipos de servicios, contenidos y programas que deberían proporcionar las universidades, así como sobre la naturaleza del trabajo que realiza el personal docente y administrativo. Si bien la gestión de los nuevos medios no es el único aspecto de la vida de los estudiantes que es importante para las universidades, sin embargo, es probablemente el elemento que hace más evidente la necesidad de cambio en los servicios que se ofrecen para y con el grupo de edad de los jóvenes, que son el principal público de las universidades. En 2013, el Pew Research Center’s Internet dio a conocer los resultados de una serie de informes sobre el uso de la tecnología por parte de la juventud, con la mirada puesta en lo que significa esa utilización en las instituciones educativas. Entre los principales rasgos de la actividad de los jóvenes estadounidenses obtenidos en esas investigaciones (Rainie, 2013; Lenhart, 2014) en relación con el uso de las bibliotecas y los contenidos educativos destacan los siguientes: Cuadernos Hispanoamericanos

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los jóvenes viven en un ecosistema de información diferente; los jóvenes viven en un ecosistema de aprendizaje diferente; los niveles de lectura de los jóvenes igualan o superan los niveles de los adultos; los jóvenes acceden a contenidos educativos más que otros ciudadanos, pero no necesariamente los aprecian tanto; el 95% de los jóvenes utilizan Internet; el 75% de los jóvenes son usuarios de Internet móvil; los jóvenes viven en un mundo en el que están conectados con otras personas y con numerosos recursos de aprendizaje. Aunque los datos respecto a la juventud iberoamericana no sean los mismos, parece razonable suponer que exhiben una tendencia relativamente similar. Ese mundo crea entornos participativos y de colaboración que van más allá de las conexiones tradicionales que ofrecen los métodos de enseñanza en el aula. Algo similar sucede cuando acceden a recursos de investigación y con la capacidad de consultar información científica, gestionarla y transferirla a casos aplicados. Los cambios en las prácticas de acceso a la información proporcionan a los nuevos estudiantes una amplia capacidad multitarea y les capacitan para transitar más rápidamente entre actividades personales y laborales sin que se generen deficiencias cognitivas notables. Más bien, los jóvenes conectados son capaces de aprender más en parte debido a que pueden realizar búsquedas de información más efectivas y acceder a la inteligencia colectiva a través de Internet (Beheshti, 2012; Farrelly, 2011; Rainie, 2013). Si las universidades quieren servir más eficazmente a los jóvenes conectados de hoy y contribuir de ese modo a generar valor en la comunidad, están llamadas a modificar sus prácticas y explorar áreas más allá de los métodos de aprendizaje tradicionales en el aula. No es suficiente con utilizar sólo las herramientas que los jóvenes están usando como Internet, las redes sociales o los dispositivos móviles. Se trata de avanzar hacia modelos de aprendizaje conectado para crear entornos de práctica educativa ricos y que hagan posible la implicación de los estudiantes a través de las tecnologías digitales. ENSEÑANZA DIGITAL Digitalizar las universidades para transformar la enseñanza, la investigación y la gestión es la principal tarea pendiente de los sistemas de enseñanza superior. En los últimos años los campus se han dotado de equipamientos informáticos, han dispuesto entornos virtuales de aprendizaje donde los estudiantes pueden contactar con los profesores y acceder a contenidos digitales, y también 55

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han digitalizado buena parte de sus procesos administrativos, de matriculación y de gestión de expedientes. Sin embargo, sigue habiendo una distancia significativa entre las prácticas de aprendizaje en las universidades y las de los estudiantes en su mundo interconectado. Esta situación demanda analizar la naturaleza de la enseñanza digital para tratar de comprender cómo se aprende en un entorno interconectado y qué métodos son más eficaces en esos nuevos ciber-espacios. La visión dominante sobre la tecnología, entendida como simple expansión de lo existente y sin percibir las nuevas capacidades que nos ofrece, ha llevado a diseñar y construir los límites digitalmente codificados de los campus virtuales como si fueran un simple reemplazo de las fronteras sólidas de la clase: los foros de discusión se disponen como las sillas, las videoconferencias se utilizan para replicar la presencia de un instructor y los cuestionarios automatizados ofrecen retroalimentación en el mismo sentido que las calificaciones escritas. Una situación similar se ha producido en la digitalización de los sistemas administrativos. Se replican los procedimientos burocráticos en todos sus detalles y pasos, sin modificar su organización aunque ahora se les busque su traducción y realización mediante tecnologías informáticas. En resumen, puede decirse que el modelo que con frecuencia Cuadernos Hispanoamericanos

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han seguido la mayor parte de las universidades en el diseño de sus entornos virtuales de aprendizaje y en la dimensión administrativa, ha seguido la lógica de digitalizar el mundo físico tal cual se encontraba y no han generado nuevos servicios de valor adecuados a la realidad digital. Curiosamente otros agentes han avanzado en la producción de servicios nuevos que se han expandido de manera exponencial (caso de Google Scholar, Coursera, EdX y otros). Comprender el alcance de la enseñanza digital —ya sea enteramente virtual o en entornos híbridos; y todo el aprendizaje actual es necesariamente híbrido—, supone ser consciente de la variación que sufre el territorio de la enseñanza cuando las prácticas de aprendizaje tienen lugar en escenarios mediados digitalmente. La primera consideración en ese sentido pasa por determinar los límites del aula, ya que desde el momento en que se introducen dispositivos digitales en el proceso de enseñanza y aprendizaje las paredes físicas se convierten en una convención arbitraria y el aprendizaje se expande por toda la web (Morris, 2013; Stommel, 2013). Los estudiantes ahora poseen la capacidad de seleccionar y controlar los entornos donde se desarrolla su propio aprendizaje, lo que supone que pueden tener un sentido de sí mismos como estudiantes similar al que los profesores tienen de sí mismos como maestros. Por ello, los métodos de enseñanza digitales se centran principalmente en el aprendizaje y, singularmente, deberían preocuparse por capacitar a los estudiantes para utilizar la web de manera que apoye su aprendizaje. En la práctica esto supone actuar, por ejemplo, facilitando el uso de dispositivos digitales en las aulas físicas y, al mismo tiempo, animando a los estudiantes a conectarse unos con otros en entornos plenamente digitales en las formas en que ellos deseen (Morris, 2014). Además de la actividad estrictamente docente, las características organizativas y administrativas de las universidades también tendrán que adaptarse al nuevo enfoque pedagógico. Los procesos burocráticos pueden reorganizarse e integrarse en un conjunto de servicios disponibles para los usuarios a través de plataformas digitales convergentes. Los medios digitales permiten establecer un contacto directo entre los agentes internos y externos de la organización, lo que es enormemente positivo para dar respuesta continuada y adaptada a las necesidades de los usuarios. Las organizaciones concebidas como interfaces pueden filtrar la información de dentro y fuera procedente de ambos agentes para mejorar su funcionamiento al servicio de sus fines (Freire, 2008). 57

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En mi opinión resulta indispensable avanzar hacia la pedagogía digitalizada y con un modelo de organización más participativo e interactivo para afrontar los retos de las instituciones de educación superior, pero no resulta suficiente. El problema del encaje social de la universidad tiene un carácter estructural y unas consecuencias profundas, y su actualización también supone considerar otro tipo de requerimientos de fondo que llegan desde la sociedad. Numerosos colectivos han hecho suyas las condiciones de posibilidad —affordances— de los nuevos medios y están reclamando a la academia un nuevo enfoque en la gestión de los procesos de docencia, investigación y transmisión de conocimientos. Un ejemplo de ello es el movimiento de lo abierto. EL MOVIMIENTO DE LO ABIERTO Una decisión central que enfrentan las universidades en la actualidad tiene que ver con su posicionamiento en un entorno digital donde el acceso a los recursos educativos y de investigación es cada vez más amplio. Hoy en día las universidades están en condiciones de actuar como plataformas abiertas al conocimiento, por lo que uno de los aspectos clave en cualquier estrategia digital es el de la apertura institucional haciendo uso de internet como plataforma. La apertura puede traducirse como el grado en que las personas trabajan y estudian en el sistema universitario, accediendo a cualquier información de base digital sin encontrar limitaciones. Esta tendencia afecta por igual a las dos grandes líneas de acción de las universidades: la ciencia y la enseñanza. Por un lado, para el desarrollo de la ciencia la apertura es mucho más que una conveniencia. El giro digital está redefiniendo la esencia del proceso de investigación tanto en cuestiones de forma como de fondo, puesto que afecta tanto a los procedimientos como a las implicaciones éticas del “hacer científico” y se manifiesta tanto en las disciplinas sociales como en las experimentales (Eynonab, Schroedera & Fryc, 2009; Beaulieu & Estalella, 2012). El volumen y la velocidad de producción de publicaciones en Internet y los repositorios de datos digitales ya han superado los límites de los métodos de investigación convencionales. El costo decreciente del acceso a Internet, la capacidad de almacenamiento y de procesamiento digital, combinado con el ritmo vertiginoso de la innovación técnica, hacen posible flujos masivos e instantáneos de datos en todo el mundo. En muchos casos, esos flujos son alimentados por dispositivos de captura de datos, como por ejemCuadernos Hispanoamericanos

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plo el Internet de las cosas, las mediciones sísmicas en tiempo real o las transacciones financieras diarias que rastrean las tendencias económicas. Otros proceden del empoderamiento social relacionado con la apropiación tecnológica, como los periodistas ciudadanos que utilizan dispositivos móviles para subir imágenes a la Red o los millones de ordenadores personales federados que observan el universo formando parte de investigaciones astrofísicas. Estos flujos masivos de datos digitales son las nuevas materias primas para la investigación. Sin la apertura de las redes digitales que expandan la acción de los laboratorios tradicionales, es dudoso que puedan resolverse los problemas grandes y complejos en campos como la economía, el cambio climático y la salud (Hall, 2014). Junto con la investigación, las universidades también han sido tradicionalmente garantes de la educación superior reglada. En ese terreno, la combinación de recursos educativos abiertos y metodologías de trabajo en red permite que docentes e investigadores situados en diferentes localizaciones puedan colaborar para mejorar la calidad de los contenidos y compartir las mejores prácticas al servicio de la enseñanza. Asimismo, los estudiantes que acceden a esos recursos o que realizan secuencias completas de formación, ya sea en forma de cursos o en otras modalidades, generan enormes conjuntos de datos que pueden analizarse para ser utilizados en favor de la calidad del conjunto. Parece claro que el modelo que se debe aplicar en esta tarea difiere del que se viene empleando en las prácticas docentes en el aula o como métodos de evaluación de las enseñanzas tradicionales. La analítica de aprendizaje que surge con las nuevas prácticas abiertas en Internet puede ir más allá y abre una vía para plantear nuevas cuestiones de investigación sobre la calidad de la enseñanza digital. El análisis de la información que ofrecen los datos de las prácticas académicas de los estudiantes en entornos digitales, combinado con técnicas de visualización del proceso de enseñanza y aprendizaje, puede ofrecer soluciones para que los estudiantes mejoren su rendimiento y desarrollen nuevas habilidades (Siemens, 2013). Como en los casos anteriores, este escenario de apertura que alcanza a todas los ámbitos de acción de las universidades, plantea retos y demanda modelos institucionales innovadores y adaptados a la nueva realidad.

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EL NUEVO CONOCIMIENTO EXPERTO Y LA ACREDITACIÓN UNIVERSITARIA Quizás el mayor impacto que puede producirse en la academia como consecuencia del giro digital es el relacionado con las nuevas formas de acreditar el conocimiento. En la base de este cambio se encuentran dos aspectos directamente relacionados con la idiosincrasia del fenómeno digital: uno es la capacidad de granular o descomponer los recursos educativos construidos a partir de unidades de información digitales; y el segundo, la capacidad de distribuir esos recursos a través de redes digitales, que permite superar los modelos propios de las economías de la escasez y aplicar otros abiertos y en red, que toman en consideración la metáfora de la abundancia, donde el conocimiento colectivo que se acumula como consecuencia de la interacción social masiva supera con mucho el que se puede generar en una única institución (Anderson, 2006 y 2008; Sunstein, 2006; Weller, 2011). La acreditación que proporcionan las universidades a través de sus títulos oficiales es un mecanismo que sigue bajo la órbita de la escasez. El elemento central de las metodologías tradicionales se basa en la valoración de un experto. En la medida en que los expertos escasean —en comparación con el nivel de conocimiento en la población general—, disponer de ellos proporciona un valor intrínseco a cualquier institución que sea capaz de congregarlos. A partir de esa situación, lo que está por ver es cómo afecta el nuevo escenario de abundancia al valor de las titulaciones y al papel hegemónico de las universidades como agentes que acreditan conocimientos. Las credenciales —ya sean títulos o certificados— han sido durante mucho tiempo el eje de la propuesta de valor de la educación superior. Su valor social radica en que proporcionan una señal con la que hacer suposiciones rápidas sobre la potencial contribución de un candidato a una organización y su capacidad para prosperar en un puesto de trabajo o desempeñando una determinada función. Por su parte, el futuro estudiante concede un gran valor a esas credenciales ya que da por supuesto que serán aceptadas directamente en el mercado de empleo y por parte de otros agentes sociales. Si bien este modelo se ha mostrado imperfecto en numerosas ocasiones, era el principal modo de reconocer las competencias y habilidades de los estudiantes en las sociedades pre-digitales. La masificación y la abundancia están alterando ya ese orden de cosas y sitúan a la educación superior en una situación Cuadernos Hispanoamericanos

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donde los diferentes elementos del sistema se comportan de un modo desagregado. El valor de los títulos de papel tiende a disminuir cuando los empleadores u otros agentes sociales están en condiciones de recurrir a formas más eficientes e integradas de determinar las aptitudes de un sujeto. Actualmente, la identidad digital de una persona muestra una gran cantidad de información evaluativa acerca de su potencial y conocimientos. Existen multitud de entidades operando en Internet que presentan muestras y carpetas de datos personales utilizando tecnologías que garantizan la validez de las acreditaciones obtenidas en situaciones de prácticas educativas digitales. Esas nuevas plataformas miden los indicios de aptitud de las personas con un nivel de granularidad, especificidad y adecuación a la tarea superior al que resulta de aplicar los métodos tradicionales de las universidades. La consecuencia es que hay sectores enteros de la economía de la innovación que están dejando de confiar en las credenciales tradicionales y no incluyen la titulación universitaria entre sus requisitos de acceso a un puesto (Wiley, 2008; Staton, 2013 y 2014). La abundancia también lleva asociado el replanteamiento del llamado conocimiento experto —expertise—, especialmente cuando se trata de reconocer ese conocimiento superior en un contexto de práctica social abierta en Internet. En un contexto de apertura y expansión de los escenarios donde sucede el aprendizaje, resulta muy cuestionable la noción de que los únicos validadores del conocimiento o las únicas fuentes de innovación puedan ser los expertos acreditados formalmente, como sucede con los doctores en las universidades. La colaboración abierta permite realizar intercambios meritocráticos complejos, y el capital social que resulta de esa colaboración se puede acumular en forma de reconocimiento y reputación dentro de la comunidad. Comprender estas dinámicas de evaluación abierta es importante para replantear la misión de las universidades y su capacidad de acreditar las nuevas competencias de los estudiantes en un mundo digital. Como hemos visto, las habilidades necesarias en un mundo digital son radicalmente diferentes de las evaluadas y acreditadas en el pasado. En la medida en que las comunidades educativas abiertas tienen ciertas características únicas que son ideales para el desarrollo y el reconocimiento de estas nuevas habilidades, surge la posibilidad de plantear nuevas dimensiones sobre las que construir una vía intermedia entre la acreditación formal del mundo académico y la informal que puede realizarse en las comunidades digitales (Schmidt et al., 2009). 61

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Un escenario del tipo que he venido dibujando creo que está emergiendo y puede contribuir a crear nuevas oportunidades y experiencias de formación y acreditación en las universidades. En definitiva, sería oportuno que las universidades aprovechasen la transformación digital para satisfacer una creciente demanda de educación superior que, por ahora, no está siendo cubierta por unas instituciones tradicionales que presentan serias resistencias al cambio. Son muchos cambios los necesarios, pero estas instituciones centenarias tienen ante sí un reto interesante y muchas tareas si quieren seguir contribuyendo al importante papel que les ha correspondido como espacios de producción y transmisión del conocimiento y la cultura.

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Por F‌ ernando Tejerina y Flor Sánchez

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La cooperación inter universitaria en una sociedad interconectada

El proceso de cambio que se está produciendo en los modelos de universidad sugiere que puede ser interesante analizar algunos aspectos del mismo. No pretendemos ir mucho más allá de un intento de análisis conceptual sobre algunas tendencias que vislumbramos y que se relacionan con problemas que van desde la financiación a la tan traída y llevada cuestión de la gobernanza de la universidad. En el mes de julio de 2014 se celebrará en Río de Janeiro un encuentro de rectores de las universidades iberoamericanas integradas en Universia, una red de más de mil doscientas universidades iberoamericanas, en el que también participarán unos doscientos rectores de universidades de otras áreas geográficas, habiendo finalmente representación de las universidades de los cinco continentes. Esperamos que en ese encuentro se reflexione sobre ciertas modificaciones profundas que se están produciendo en las universidades, que incluyen desde su ubicación espacio-temporal hasta la forma de relacionarse con la sociedad pasando por tendencias que impelen a revisar las prácticas y los objetivos de una institución de larga historia dedicada a la producción, conservación, transmisión, difusión y aplicación del conocimiento. En muy diversos foros se viene insistiendo en que el problema de las universidades españolas es su ineficiencia, diagnosticada por su posición en los rankings, y derivada de la dificultad para gobernarlas adecuadamente (afirmaciones que en la mayoría de los casos no van acompañadas de otros datos empíricos, ni de propuestas sobre cuáles deberían ser los modelos eficaces). La casi imposibilidad metafísica de un mejor gobierno es para algunos el resultado directo de la tendencia a organizar la parCuadernos Hispanoamericanos

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ticipación interna de manera colegiada, en forma de claustros, consejos de gobierno, y con estructuras de decisión más o menos democráticas. Más allá de enfoques centrados en lo público o lo privado, diversos documentos como el Horizonte 2015 y el informe de expertos encargado por el Ministerio de Educación de España han obviado, en nuestra opinión, el profundo cambio que se está produciendo en nuestras sociedades y universidades. Son trabajos que analizan lo nuevo con instrumentos conceptuales inadecuados y no atienden a la expansión de nuevas capacidades que emergen en los sistemas de educación superior a nivel local y global. En los últimos seis años el impacto de las medidas de “austeridad”, con los recortes de financiación a las universidades, se ha producido en medio de una reforma de los planes de estudio y la reformulación de la oferta educativa que está produciendo crecientes dificultades entre el profesorado y los estudiantes, ya que, por un lado, los profesores ven crecer su dedicación a tareas administrativas y reducido el tiempo disponible para la formación y la investigación, y por otra los estudiantes ven como un supuesto plan de atención específica, pero aún con menores recursos, no se traduce en un proceso de innovación educativa. El tema de la financiación del sistema público de universidades en España es un problema pendiente y ahora agravado. No es posible elevar la posición de nuestras universidades en las clasificaciones internacionales de calidad universitaria manteniendo unos sistemas de financiación insuficientes y precarios. Con los recursos que se aplican al sistema universitario, los datos acumulados de los últimos treinta años muestran que es un sistema altamente eficiente (ver, p.e., Julia, 2014) pero que sitúa a las instituciones educativas en auténtica precariedad para las necesidades actuales y no aporta los recursos que requiere la proyección internacional de las universidades. A GRANDES CAMBIOS, PEQUEÑAS INTERVENCIONES Ahora bien, y a pesar de la situación difícil por la que atraviesan muchas universidades españolas, nos parece que cabría una gestión de la situación que afronte las situaciones de incertidumbre con la heurística de “a grandes males, pequeños remedios”. No parece posible ni conveniente pretender abordar y resolver todo a la vez, con un proyecto reformador global, sino detectar cuáles son los elementos causales claves que pueden favorecer un cam65

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bio en el conjunto del sistema universitario español. Aceptando el hecho incontrovertible de que ha mejorado mucho el nivel de nuestras universidades en los últimos 30 años (en número de universitarios, en producción científica, en reconocimiento internacional de las universidades y participación de los investigadores en proyectos internacionales, en la relación con el tejido productivo y empresarial,….) , resulta que esta universidad de masas, que se ha construido en las últimas cuatro décadas, ahora tiene que responder ante la sociedad de dos maneras. Por una parte, dando cuenta de su actividad, a partir del desarrollo de los sistemas adecuados que permitan realizar esa evaluación social. Y por otra, mostrando el carácter transformador de la actividad docente e investigadora que desarrolla y su impacto social. Los responsables de establecer los nuevos modos de gobierno y gestión de las universidades, harían bien en revisar y valorar la posible adaptación de los modelos gerenciales y de organización que han mostrado ser eficaces en los recientes desarrollos de la sociedad digital, generando las condiciones que permiten la práctica de la innovación abierta y la innovación social. Esos casos de éxito, llámense modelo Lego, Google, la AppStore de Mac u otros, son ejemplos para salir de la crisis y avanzar aprovechando el esfuerzo de los usuarios y la generación colectiva de conocimiento. No se trata de desmantelar la Universidad, aunque haya tendencias que hablan de la post-universidad, sino gestionarla de otra manera. La fuerte reducción de los presupuestos de las universidades que se está produciendo en casi todos los países europeos señala a un fenómeno que no parece que sea transitorio. Se trata de una auténtica tendencia de la sociedad digital conformadora del modelo de sociedad del conocimiento que requiere la asignación de recursos de manera diferente a la hasta ahora habitual, para conseguir la financiación de la institución pública universitaria. Y en este nuevo modo de hacer se hace imprescindible la cooperación interuniversitaria para gestionar los recursos disponibles. Si aceptamos que la sociedad red, la sociedad digital, en la que se inscribe hoy la actividad universitaria, afecta a aspectos muy diversos de nuestras vidas y prácticas (Alvarez 2009), que transforma la vida cotidiana, las diversas manifestaciones culturales, los negocios, las esferas más diversas de la vida privada y social, resulta oportuno analizar la forma en que se generan los bienes públicos en este nuevo tipo de sociedad. Algunos de los Cuadernos Hispanoamericanos

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problemas de nuestro sistema universitario tienen que ver con temas de cooperación, coordinación sistémica y orientación estratégica. Lo que realmente es ineficiente es la coordinación y dirección del sistema en su conjunto, la inexistencia de esa coordinación provoca problemas de ineficiencias y gastos absurdos repetitivos (un caso notable aparece en el espacio de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), con decenas de universidades tratando de desarrollar la misma aplicación informática para los mismos objetivos, pagando cada una a veces incluso al mismo proveedor pero sin cooperar entre ellas). La experiencia muestra que gran parte de las actividades o líneas estratégicas vinculadas a las TIC tienen una incidencia muy decisiva en la orientación del gobierno y en la forma de dirección (gobernanza). Como ocurre en otros muchos ámbitos afectados por la penetración social de las tecnologías digitales, la integración de éstas en la acción de la universidad no puede verse únicamente como el resultado de una simple suma de factores. Con la digitalización de las actividades universitarias no se trata sólo de cubrir los objetivos tradicionales de la universidad, haciéndolo ahora con herramientas interactivas, con un acercamiento más directo a los usuarios. Lo interesante es analizar si el cambio tecnológico permite la realización de algún tipo de actividad que antes no era posible, que nos dote de nuevas capacidades (y nuevas responsabilidades) y que, de hecho, provoque una expansión de los objetivos que tradicionalmente tenía la institución universitaria que incluya los que ahora deben alcanzarse. Con las tecnologías digitales aparecen nuevas posibilidades y capacidades que ahora pueden desarrollar las universidades; capacidades colectivas y potenciación de capacidades individuales que hasta ahora solo era posible considerar desde planteamientos teóricos. Algunas de las aproximaciones a este fenómeno potencialmente expansivo tienen que ver con la apertura sin límite en el acceso al conocimiento –donde hay un móvil o una tableta hay un aula-, la colaboración vinculada a los procesos de generación de conocimiento, investigación e innovación, el impulso de acciones formativas distribuidas llevadas a cabo por parte de la ciudadanía, o nuevas formas de acreditación de conocimientos en el marco de estructuras más flexibles pero que aseguren la calidad y la certificación de los procesos de formación y aprendizaje. EL CONOCIMIENTO COMO BIEN COMÚN Y SOCIAL Gracias a la digitalización, las universidades poseen hoy las ca67

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pacidades materiales y tecnológicas suficientes para promover de manera efectiva la generación colectiva de conocimiento, mediante la producción de escenarios de interacción en red donde participen colectivos suficientemente numerosos de poseedores de habilidades y conocimiento experto. Hace ya medio siglo desde que Kennet Arrow (1962) reflexionaba sobre la economía de la información y analizaba determinadas propiedades del conocimiento que lo convertían en un bien público. Otros autores, como por ejemplo Dasgupta & Serageldin (2000), también han analizado la naturaleza pública del conocimiento: estamos ante un bien que no se “desgasta” cuando se comparte y, una vez que es público, no resulta fácil excluir a otros de su uso; incluso el incremento del coste producido por un usuario adicional, es casi nulo; y además, el conjunto del conocimiento no disminuye sino que a veces incluso aumenta cuando se utiliza extensivamente, algo diferente a lo que ocurre con otros bienes públicos. Además, la información solamente es útil para quienes poseen la adecuada formación intelectual y el conocimiento “tácito” que puede ser más difícil de adquirir que el conocimiento ya codificado. Hasta el espacio físico del aula ha cambiado, ya no es un recinto con paredes que limitan el lugar donde sucede la transmisión del conocimiento, “las aulas son transparentes”. Ahora esos espacios han introducido un componente “ciber” –lo ciber, lo ciborg, indica hibridación- ya no sólo con otros seres humanos, sino también con máquinas (Mayans, 2002), que rompe esas paredes y permite acceder a esos viejos recintos cerrados desde cualquier lugar del mundo, a través de todo tipo de dispositivos de mediación dotados de conectividad. Así es como cabría comprender la gran transformación que está suponiendo el acceso libre a los recursos educativos y formativos. Los repositorios de recursos educativos abiertos2, son un buen ejemplo de acción de responsabilidad social de las universidades. Pocas acciones pueden considerarse de mayor responsabilidad social que colocar el conocimiento de manera libre y gratuita en manos de cualquier persona que tenga interés. Esa es una forma radical de extensión universitaria que era imposible en una fase anterior del desarrollo tecnológico digital y que actualmente se puede considerar una “obligación moral” de las universidades. El caso del proyecto de Google de digitalizar los fondos bibliográficos (libres de derechos de propiedad o “huérfanos” de esos derechos) de las universidades y ofrecerlos en abierto, es un ejemplo claro de las capacidades de acción expandidas. Se trata Cuadernos Hispanoamericanos

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en este caso de un profundo beneficio social y una mejora, también, de las condiciones de trabajo de los investigadores, que ven como tienen acceso a millones de libros (y a sistemas sofisticados de búsqueda) que, hasta no hace mucho, solamente podían ser utilizados por los pocos privilegiados que tenían la oportunidad de acceder a las sedes físicas de las bibliotecas y, además, disponer de los correspondientes permisos. En estas primeras décadas del siglo XXI vivimos en medio de un profundo cambio del marco tecnológico y se avanza en la configuración de una sociedad en la que cada vez parece tener menos sentido mantener una estricta separación entre “lo real” y “lo virtual”. Nuestras experiencias de todo tipo pasan a ser una combinación (blended) de procesos que se realizan en un espacio intercalado entre lo “virtual” y lo “físico”. En la práctica podríamos hablar ya de una sociedad híbrida en la que gran parte de nuestras vidas (el aprendizaje, el trabajo, las relaciones más variadas) se expresan, organizan y expanden mediante herramientas y plataformas digitales que configuran auténticas redes sociotécnicas. Estamos inmersos en una triple revolución generada por el teléfono móvil, Internet y las redes sociales que está transformando nuestras individualidades en otro tipo de individuo entrelazado y entretejido que se conoce como Networked Individualism (L. Raine y B. Wellman, 2012). Más allá de los futuribles que señalaban los pioneros de la sociedad digital, nos encontramos de hecho sumergidos en una realidad que integra como un componente clave lo digital, las capacidades de acción e interacción a distancia, el acceso desde cualquier lugar, la disponibilidad del conocimiento requerido sobre cualquier tema en el momento preciso (ubicuidad de los procesos) y, particularmente, la posibilidad de acción colectiva en red sin tener que compartir el mismo espacio físico. Por lo que respecta a los espacios del aprendizaje y el conocimiento, la aparición de bienes híbridos se expresa en servicios como los que se comenzaron a organizar en torno al proyecto OpenCourse Ware (OCW) por el MIT -Massachusetts Institute of Technology- y su transformación más reciente (MITx, Edx, MOOC) que tienen ya una primera expresión en la emergencia de nuevos medios de reconocimiento e intercambio (caso de los badges o insignias de reconocimiento de competencias y habilidades adquiridas en la red, que incluso pueden servir de acreditaciones de dedicación, participación o asistencia a eventos online). 69

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DE LOS RECURSOS EDUCATIVOS EN ABIERTO A LA ENSEÑANZA EN ABIERTO Poco a poco se avanza en las universidades en adoptar, como objetivo estratégico central, la disponibilidad en abierto y libre de sus recursos educativos y de su producción científica. Se trata de un objetivo básico de su responsabilidad social como instituciones vinculadas a la generación, conservación y difusión del conocimiento. Un buen número de universidades iberoamericanas han firmado la llamada Declaración de Berlín sobre acceso abierto (Max Planck Society, 2003). También muchas universidades apoyaron la iniciativa OCW, en conexión con Universia en la mayor parte de los casos, por la que han puesto en abierto muchísimos de sus cursos y han ampliado los repositorios abiertos y las publicaciones en abierto. La transformación hacia lo abierto continúa hoy hacia formas como la de los cursos masivos, abiertos, online (MOOC) en los que además se comienza a implementar cierto tipo de certificación y que están generando formas muy diversas de monetización. Esta es otra forma de combinar la tradicional economía académica tangible con la intangible. Hay mucha discusión respecto a los cursos masivos abiertos online (MOOC) pero posiblemente lo más importante no sea si se establece finalmente uno u otro modelo sino lo que supone de tendencia hacia lo abierto, lo cooperativo, lo interconectado, como expresión de las posibilidades que ofrece la red a la formación superior. Estamos ante un cambio social de primer orden, que se expresa en la aparición de nuevos “bienes públicos” adecuados a la sociedad de hoy. Grandes corporaciones y empresas de la comunicación están participando en la generación de elementos nucleares de nuestra sociedad. Por ejemplo, Google, Amazon, Skype, Microsoft, Apple están contribuyendo a la generación de auténticos bienes públicos y parecen dispuestas a cooperar con muchas de las instituciones públicas (incluyendo universidades) interesadas en la producción de esos bienes para facilitar el acceso libre de los ciudadanos a ellos y, sobre todo, para impulsar la producción de conocimiento a la altura de las posibilidades tecnológicas. Más allá de un simple acuerdo restringido para disponer de las aplicaciones de Google o de Microsoft relacionadas con la educación superior parecería razonable avanzar hacia acciones cooperativas de las universidades para obtener mejores resultados de esa cooperación. Cuadernos Hispanoamericanos

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Corresponde a las universidades insistir en el componente cooperativo e interactivo, en el componente 2.0, para facilitar un acceso más general, universal, al conocimiento y la cultura. Quizás en esa dirección en el ámbito iberoamericano Universia pudiera ser un agente facilitador de proyectos conjuntos para dar servicios de valor a los diversos colectivos universitarios. La disponibilidad de los contenidos educativos y los resultados de la investigación se han transformado profundamente al estar digitalizados y disponibles online. La tradicional “escasez” de medios para obtener determinados fines se difumina y podemos hablar con propiedad, en el caso del conocimiento, de modelos económicos basados en una cierta forma de “abundancia”. ALGUNAS EXPERIENCIAS DE COOPERACIÓN EN LA PRODUCCIÓN DE CONOCIMIENTO Y FORMACIÓN Las tecnologías están produciendo cambios muy radicales en las formas de generación, reproducción y transmisión del conocimiento. Hay muchas experiencias en las universidades, y fuera de ellas, que están transformando los tradicionales espacios de la educación superior. Un caso interesante, por lo que supone de cambio de modelo y de indicador de tendencias, es la Universidad P2P (por sus siglas en inglés, red peer-to-peer, red entre pares o red punto a punto) que facilita herramientas para hacer posible el aprendizaje permanente, de modo que éste coexista con los tradicionales enfoques de la educación superior formal. Dos aspectos cruciales a tener en cuenta en este tipo de modelos, por su incidencia en las formas tradicionales de la universidad, son la apertura a la colaboración en la generación del conocimiento y los procesos abiertos de reconocimiento de competencias que superan el monopolio tradicional de la universidad. El primer aspecto se refiere al conjunto de prácticas denominadas crowdsourcing, generación productiva de masas, que consiste en contar durante el desarrollo de un producto o servicio con la participación de los públicos destinatarios de esos mismos productos o servicios. En el caso de la universidad, todos sus servicios podrían integrar la capacidad de acción de los públicos destinatarios y habilitar canales de participación que mejoren su impacto. Eso representaría la innovación de usuarios (Erik von Hippel, 2012). El segundo aspecto, el reconocimiento abierto de competencias puede suponer un impacto de gran calado en los grupos 71

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sociales donde la universidad pretende extender su acción. Las tecnologías digitales permiten dar respuesta a cómo acreditar que verdaderamente una persona ha seguido con interés una lectura, un debate o un grupo de trabajo, cuando no se trata de actos presenciales, pero además facilitan el reconocimiento parcial y modular de capacidades y competencias que trascienden el modelo global y genérico del título universitario tradicional. Algo de esto se está produciendo en lo que se conoce como sistema de badges (insignias) que se utiliza ya en muchos sistemas de formación digital. OPEN EDUCATIONAL RESOURCES UNIVERSITY (OERU) Posiblemente uno de los rasgos más característico de la nueva situación, pero que nos conecta con otros momentos de la historia de las universidades, es la expansión imparable del conocimiento como bien público impulsado, ente otras cosas, porque Internet ofrece oportunidades únicas para que todo el mundo pueda compartir, utilizar y reutilizar ese conocimiento (UNESCO. Convocatoria del proyecto OER, Open Education Resources, 23 febrero de 2011, Dunedin, New Zealand). Muchas de las iniciativas que se conectan con el movimiento de los recursos educativos en abierto (OER) no habrían sido posibles sin el logro de una serie de hitos en los últimos años en favor de la conceptualización y reconocimiento de los beneficios universales de abrir el conocimiento a la sociedad. En este sentido, en la Iniciativa de Budapest para el Acceso Abierto (2002) se decía: Por “acceso abierto” a la literatura científica, nos referimos a su disponibilidad gratuita en la web pública, permitiendo a cualquier usuario leer, descargar, copiar, distribuir, imprimir, buscar o enlazar los textos completos de los artículos, recorrerlos para indexación exhaustiva, pasarlos como datos para crear software, o usarlos para cualquier otro propósito legal, sin barreras financieras, legales o técnicas distintas de las inseparable de acceso a la propia web. La única restricción en la reproducción y distribución, y la única función del copyright, es que se debe dar a los autores el control sobre la integridad de su trabajo y el derecho a ser adecuadamente reconocidos y citados. En muy diversos lugares aparecen indicios que señalan hacia un horizonte de cambio que, más pronto que tarde, terminará por Cuadernos Hispanoamericanos

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producir transformaciones en las estructuras más profundas de las instituciones universitarias, en la forma de su gobierno y en el tipo de relaciones que mantengan con la sociedad. Este tipo de acciones parecen conformar ya hoy la agenda de algunos países como USA, India y otros. USA, en palabras de su secretaria de exteriores Hillary Clinton -junio de 2012- invierte ya unos 2.500 millones de dólares en recursos educativos en abierto, y los problemas de la calidad de la enseñanza a distancia y online, es uno de los retos principales para el cambio educativo del presente. La colaboración en el plano de la educación superior entre India y USA tiene ahí uno de sus objetivos principales. El tránsito de las universidades tal como las conocemos a las universidades de la sociedad digital aconseja una acción clara que no deje los procesos restringidos al simple “crecimiento” o al cambio derivado de la incorporación de tecnología digital. Las universidades podrían y deberían impulsar: la apertura y el acceso libre al conocimiento. la colaboración interuniversitaria vinculada a los procesos de generación de conocimiento, investigación e innovación. La transferencia de conocimiento a la sociedad y el emprendimiento. las acciones formativas distribuidas con participación activa de la ciudadanía. las nuevas formas de acreditación de conocimientos en el marco de estructuras más flexibles. Avanzar en los procesos de cooperación interuniversitaria constituye uno de los elementos decisivos en la construcción de ese nuevo tipo de universidad que emerge en la sociedad digital y a la que hay que incorporarse en condiciones de restricción económica. Para ello, las universidades tendrán que dejar atrás prácticas que lastran tan necesaria cooperación y trabajar conjuntamente en la racionalización de la oferta universitaria, en analizar y atender mejor las demandas sociales, en desarrollar programas formativos interuniversitarios, en la creación de consorcios para la contratación y prestación de servicios, en impulsar la innovación social mediante el desarrollo de acciones formativas coordinadas. Hay que señalar que, en línea con estas propuestas, empiezan a aparecer algunas iniciativas donde varias universidades unen sus recursos para ofrecer algún programa formativo o titulación universitaria. En este sentido nos parece interesante resaltar el importan73

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te papel que pueden desempeñar las diversas asociaciones y organismos de cooperación interuniversitaria, como es el caso de Universia que nació en el año 2000 como el portal de los universitarios iberoamericanos, apoyándose principalmente en la vinculación de las universidades asociadas por medio de sus principales órganos de dirección y representación, los rectores. En la actualidad, Universia se ha convertido en la mayor red de Universidades de habla hispana y portuguesa, en una experiencia de éxito en la facilitación de la interacción entre las universidades, y es muy probable, y deseable, que evolucione hacia una red de universidades en red en la que la cooperación interuniversitaria pase a tener un papel decisivo en la relación entre las universidades y el tejido productivo o empresarial y los grupos de investigación. Sus “usuarios” (universidades, estudiantes, profesores, personal de administración y servicios, y otros muchos agentes interesados en el sistema universitario, desde la ciudadanía en general al sector empresarial) están llamados a jugar un papel destacado como impulsores del cambio. Una buena práctica a tener en cuenta es la iniciativa del JISC del Reino Unido http://www.jisc.ac.uk/ que es un referente en la información sobre el sistema y las tecnología digitales para docencia e investigación. Tal como se pone de manifiesto en el apartado e) de la Declaración de París sobre recursos educativos en abierto (UNESCO, 2012) conviene “apoyar a las instituciones, a los profesores formados y motivados, y a otras personas interesadas en producir y compartir recursos educativos, accesibles y de alta calidad, teniendo en cuenta las necesidades locales y la gran diversidad de los interesados en estudiar. Impulsar que los OER pasen por una adecuada evaluación de la calidad y de evaluación por pares. Animar el desarrollo de mecanismos que faciliten la evaluación y la certificación de los resultados de aprendizaje obtenidos mediante el uso y aplicación de recursos educativos abiertos (OER)”. Las universidades en su proceso de transformación provocado por la sociedad digital, parecen estar conformándose como instituciones híbridas que ya no serán como las que conocemos. En este proceso podría ser interesante impulsar cambios que apoyen esa transformación en la docencia, la investigación, la innovación, el emprendimiento y la difusión del conocimiento en abierto.

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BIBLIOGRAFÍA

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El presente trabajo es fruto de reflexiones sostenidas en el comité editorial de Universia-España, al que también pertenecen Alfredo Albaizar , J. Francisco Álvarez, Ramón Capdevilla, Antonio Hervás, Teresa Lozano, José Morillo-Velarde, Toni Sanz y Jaume Sureda. Quienes firmamos este artículo lo hacemos principalmente como notarios y portavoces de este grupo en el que hemos trabajado de manera tan comprometida en los últimos años.

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Entre otros, a modo de ejemplo, podrían citarse los siguientes casos más representativos: MIT Open Courseware, http://ocw.mit.edu; Utah State University, http://ocw.usu. edu/; OpenLearn (Open University - UK), http://www.open. ac.uk/openlearn/home.php; Connexions (Rice University), http://cnx.org/; MERLOT, http://www.merlot.org/merlot/index.htm; OER Commons, http://www.oercommons.org/; Directory of Open Access Journals (DOAJ), http://www.doaj. org/; United Nations University (UNU), http://ocw.unu. edu/; Open Learning Initiative (Carnegie Melon), http://oli. web.cmu.edu/openlearning/; Yale University, http://oyc.yale. edu/; webcast.berkeley (Podcasts and Webcasts), http:// webcast.berkeley.edu/

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dossier

LA NUEVA ESPAÑA PERSPECTIVAS ACTUALES

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Coordina Juan Francisco Maura Por Juan Francisco Maura. Pablo García Loaeza, Oswaldo Estreda. Margarita Sánchez Martín. Beatriz de Alba-Koc.

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Por J‌ uan Francisco Maura

Señoras y esclavas blancas en las Américas La Isabel de Bobadilla y su esclava Isabel Hasta no hace mucho, conocidos historiadores e investigadores han negado la presencia de mujeres españolas en los primeros años del descubrimiento y conquista de las Américas. Como ya escribí en 1997, en mi primer libro sobre españolas en América, “mucho se ha escrito del hombre, del caballo, incluso del perro, pero muy poco sobre la participación de la mujer en la conquista y colonización del Nuevo Mundo”1. Afortunadamente, de un tiempo a esta parte se ha despertado tal interés en el mundo hispano y en los Estados Unidos, tanto a nivel académico como a nivel estatal, que todas las antologías e historias de las Américas no tendrán más remedio que incluir las vidas de estas mujeres pioneras que han sido secularmente olvidadas. Digo que no tendrán más remedio porque, muy a su pesar y gracias a la documentación existente, el mundo de habla inglesa tendrá que reconocer de una vez por todas que ciento veintisiete años antes de que llegase el archiconocido barco “Mayflower”, con sus dieciocho mujeres a bordo (de las que solo cinco sobrevivieron), ya habían llegado españolas a las Américas. Sin duda, en el mundo anglosajón ha existido cierto rechazo por todo lo católico en general e hispano en particular, queriendo mostrar el descubrimiento y conquista de América como un proceso violento y masculino, en el que la presencia familiar y colonizadora de la mujer no tendría cabida. No obstante, las cosas están cambiando y, como decía el poeta, “todo lo mudará la edad ligera/ por no hacer mudanza en su costumbre”2. Aunque las razones son diversas, no son el tema central de este corto artículo3. Dicho esto, no se puede pasar por Cuadernos Hispanoamericanos

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el tema de los primeros años de la presencia femenina en la conquista americana sin mencionar a una mujer. En este caso no se trata de una española, sino de una estadounidense, de Boston más concretamente; una mujer que por diferentes avatares de la vida dedicó la mayor parte de su existencia a estudiar en varios archivos españoles, en particular el de Simancas, los miembros que formaron la tripulación de Cristóbal Colón en sus primeros viajes. Me estoy refiriendo a Alice B. Gould (1868-1953), nombrada académica correspondiente de la Academia de la Historia de forma unánime el 9 de enero de 1942. Gracias a esta excepcional investigadora disponemos de los nombres de las tres primeras mujeres que llegaron al Nuevo Mundo. Monserrat León Guerrero, que ha dedicado su investigación doctoral al segundo viaje colombino y ha tenido acceso a las fichas de Alice B. Gould, conservadas en la Real Academia de la Historia, nos da sus nombres (León 184)4. Se trata de dos Catalinas y una María: las Catalinas era comerciantes y María no tenía cargo definido (León 241)5. Sin embargo, aunque desde un primer momento las mujeres hayan estado presentes en las Américas y cada vez en mayor número, la casi totalidad de los historiadores las han ignorado y, lo que es peor, han negado su presencia6. Mujeres que por propio derecho no se limitaron a seguir a sus maridos sino que fueron buscando un mundo mejor y una libertad que muchas veces no disfrutaban en su propia metrópoli. Fueron de todos los estratos sociales, desde encumbradas virreinas hasta humildes esclavas blancas, tan españolas como las primeras. Algunas de estas esclavas lograron su libertad haciéndose pasar por sirvientas o dedicándose a la prostitución, oficio que estaba apoyado por las autoridades para evitar “males mayores” (Españolas, 35). Si tuviésemos que destacar a la mujer de mayor rango social de las primeras que pasaron al llamado Nuevo Mundo (1509), deberíamos mencionar a la virreina María de Toledo, nuera de Cristóbal Colón, que ayudó a su marido Diego a conseguir una serie de privilegios que de otra manera no hubiese obtenido. Pese a pertenecer a una de las familias de mayor abolengo de España, al ser hija del comendador mayor de León, sobrina del duque de Alba y prima del cardenal fray Juan de Toledo, no dudó en pasar al Nuevo Mundo” en 1509 junto con su marido Diego Colón y acompañada de toda una corte de damas, sirvientas y esclavas domésticas (Españolas de Ultramar, 47)7. No obstante, y después haber trabajado durante varios años 79

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sobre personajes femeninos que pasaron a las Américas en los primeros años de la conquista, si tuviese que escoger a una de estas formidables mujeres, elegiría a una: Isabel de Bobadilla (hija). Las razones son varias, sobre todo por ser el epítome de la mujer colonizadora fuerte e inteligente, y según cuentan las crónicas, una de las más bellas de las que pasaron a las Américas, además de bondadosa y discreta. Su padre fue Pedro Arias Dávila, fundador de Panamá y poblador de Nicaragua, hombre de pocos escrúpulos, de lo que daría buena cuenta el pobre Núñez de Balboa, que pagó con su vida la rivalidad que mantuvo con él. Su madre fue hija de Francisco de Bobadilla, gobernador que reemplazó a Cristóbal Colón en la Española y su tía, Beatriz de Bobadilla, Señora de la Gomera, ayudó a Colón en su primer viaje. Isabel, a su vez, se casó con Hernando de Soto, veterano conquistador del Perú que dejó su vida en la conquista de la Florida. Su hermana María estaba destinada a ser la mujer de Vasco Núñez de Balboa y su otra hermana, Leonor, cuenta Garcilaso que se casó con el “segundo” de Hernando de Soto, el capitán Núño de Tovar, en secreto (Garcilaso; Vol. 1, Cáp. 8, p. 267). La bella Leonor quedó viuda tras la muerte de su marido en la conquista de la Florida, casándose nuevamente en el Perú con Lorenzo Mexía, asesinado de forma violenta por uno de los seguidores de Pizarro, y una tercera vez con Blas de Bustamante. Había estado en Cuba, en Panamá, en Perú siendo testigo de los ejércitos diezmados de Florida, las flotas destruidas de las Antillas, las intrigas de gobernantes y conquistadores en Tierra Firme, las luchas civiles en el Perú... Como escribe Analola Borges “llevaba la vida de Indias incrustada en la propia carne” (Borges 440)8. Isabel de Bobadilla se casó con Hernando de Soto, gobernador de Santiago de Cuba, en 1537. Cuando Soto tuvo que abandonar Cuba para ir a la Florida, dejó la gobernación de la isla a su mujer, quien, como ahora veremos, no lo tuvo fácil en ningún momento. Estamos, por lo tanto, ante la primera mujer que ocupó un cargo de tal categoría, unos años antes que Beatriz de la Cueva en Guatemala (1541). En cuanto a la semblanza de esta extraordinaria mujer, contamos con las descripciones del Inca Garcilaso de la Vega que, en el capítulo 13 del libro I de su Historia de la Florida, nos dice que era de una hermosura extrema así como de una gran bondad y discreción (Vol. I, cap. 13, 168 y 261). Pero esta gran mujer, una vez que su marido partió a la conquista de la Florida, nunca más volvió a verlo, por mucho que Diego Maldonado y Gómez Arias Cuadernos Hispanoamericanos

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fuesen a buscarlo al lugar de encuentro convenido en octubre de 15409. Durante tres años consecutivos repitieron la búsqueda, dejando mensajes en los árboles y contratando a los naturales del lugar para llevar cartas tierra adentro, pero don Hernando nunca más volvió a aparecer. Se dice que cuando Isabel de Bobadilla se enteró de la muerte de su marido, su vida se apagó para siempre. Más tarde volvió a España con una esclava blanca de nombre “Isabel”, a la que dio libertad para que pudiera regresar a Cuba y casarse con el pescador Alberto Díez (Indiferente General, 1969, L.4, fol. 34). Valiosa información que nos permite ver cómo mujeres de las más diversas clases sociales, esclavas y aristócratas, se embarcaban juntas con destino al Nuevo Mundo. Sin embargo, pese a haberse escrito muy poco sobre tan singular mujer, no todo es positivo; encontramos a un autor del siglo XX que la critica por tener en sus venas sangre judía de ascendencia materna (Majó, 72-74)10. Afortunadamente, poseemos una serie de cartas conectadas con esta mujer, algunas dirigidas al futuro rey Felipe II, que nos dicen mucho más sobre su categoría humana, así como del trato que dio a algunos de los esclavos domésticos que estaban a su servicio11. En ellas, Isabel de Bobadilla defiende los derechos de su esclava morisca Isabel de la burocracia del Consejo de Indias. Una vez viuda y ya de vuelta a España, Isabel de Bobadilla la ahorró, esto es, le dio libertad para que pudiese volver a Cuba a convivir con su marido. Estas cartas, pese a ser oficiales, no están exentas de una fuerte carga dramática y emocional, ya que describen la lucha por la libertad de una persona, de una mujer muy ligada, sin duda a la viuda del adelantado de la Florida. Esta mujer valiente, que no dudó en hacerse cargo de la gobernación de Cuba, tampoco dudó a la hora de dirigirse al hombre más poderoso de España del momento, cuando pensó que los derechos de su esclava merecían el sacrificio. Las dos Isabeles eran españolas: una esclava y la otra señora. Las señoras, a menudo enviudaban por las lógicas vicisitudes de la conquista y frecuentemente heredaban la encomienda o repartimiento de su marido. Desde un principio, la legislación española apoyó a aquellos pobladores que fuesen a América con sus mujeres, sobre todo teniendo en cuenta la cantidad de mano de obra indígena que tendrían a su cargo. Dentro del segundo grupo, esto es, el de mujeres españolas esclavas que fueron al Nuevo Mundo, existe la creencia generalizada de que durante los primeros años todos los esclavos que cruzaron el Atlántico eran africanos elegidos para suplir el trabajo 81

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manual de los indígenas. Se trata de una idea errónea dado que, tanto en España como en muchos países europeos y musulmanes, la esclavitud era una práctica común y admitida, lo mismo que la existencia de esclavos en los diferentes pueblos del llamado “Nuevo Mundo” a la llegada de los primeros españoles. En otras palabras, la esclavitud no fue algo exclusivo de los primeros años de presencia española en las Américas. Podemos comprobar cómo en la misma metrópoli algunas monjas heredaban esclavos de sus padres, como fue el caso de Leonor de Tapia tres años antes del descubrimiento de América (RGS,LEG,148908,80. 1489-08-13 Jaén). Por otro lado, se puede verificar que algunas de esas esclavas que pasaron a las Américas con sus señores fueron cristianas y “blancas”. La primera mención que he podido encontrar de esclavos blancos que pasan a las Américas aparece en una real cédula dada al conquense Alonso de Ojeda (14681515) en Medina del Campo el 5 de octubre de 150412. Pero lo que llama más la atención, es el razonamiento dado para llevar a estos esclavos, que en su mayoría fueron herrados en la cara, a las Américas (AGI, Indiferente General, Legajo 1963, Libro 9, fols. 318r-318v). El Archivo General de Indias guarda una serie de documentos de primer orden en donde nos aclaran los motivos de llevar esclavas blancas al Nuevo Mundo. Se decía que, con la llegada de dichas esclavas blancas, los conquistadores dejarían de casarse con indígenas, “gente tan apartada de razón”. De ello se deducen dos planteamientos: el primero es que muchos conquistadores se estaban casando con indígenas; el segundo es que esa “falta de razón” era atribuida no a la raza, sino a la falta de adoctrinamiento cristiano. La importancia de la religión en esa época era muy superior a lo que hoy en día nos podemos imaginar. Existe un documento que demuestra la veracidad de lo anteriormente referido. Se trata de una carta escrita por el rey Fernando el Católico en 1512 que refleja cuál era la opinión oficial, por la que si un español tuviera que elegir entre una castellana conversa o una española cristiana esclava, debería optar siempre por esta última: Así mismo decís que el almirante y los oficiales que de la Española os han escrito que no se debían enviar esclavas blancas a la dicha isla porque allá había muchas mujeres doncellas de Castilla que eran conversas y por no casarse con ellas se casarían con las dichas esclavas de que podría redundar mucho deservicio a nos y daño a la dicha isla y por que así yo lo he mandado ver y platicar y se halla que no es ningún inconveniente por que se dejen de enviar Cuadernos Hispanoamericanos

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Beatriz de Bobadilla

las dichas esclavas procurad que haya efecto lo que sobre esto de enviar esclavas a la dicha isla os tengo mandado y en ello poned recaudo y diligencia que yo de vosotros confío...Logroño a diez días del mes de diciembre de mil quinientos y doce años yo el Rey...(AGI, Indiferente General 419, Legajo 4, Fol. 34 r). Es importante tener en cuenta la fecha del documento, 1512, dado que viene a confirmar que ya había muchas mujeres de Castilla, en este caso conversas, en tierras americanas. Otro documento oficial relacionado con esclavas blancas e Isabel de Bobadilla y firmado por la reina en 1538, describe a dichas esclavas como cristianas de buena vida y fama: 83

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Nuestros oficiales que residís en la ciudad de Sevilla en la Casa de las Indias Doña Isabel de Bobadilla mujer del adelantado don Hernando de Soto nuestro gobernador y capitán general de la provincia de la Florida me ha hecho relación que ella tiene tres esclavas blancas que son buenas cristianas y mujeres de buena vida y fama las cuales querría pasar consigo para servicio de su persona y casa a la isla de Cuba y me suplicó le diese licencia para ello o como la mi merced fuese por ende yo vos mando que os informéis y sepáis qué esclavas son las susodichas y constandos que son cristianas antes de que hubiesen doce años y que son criadas de la dicha doña Isabel y llevándolas consigo a la dicha isla de Cuba se las dejéis y consistáis pasar sin que en ello le pongáis ni consistáis poner impedimento alguno... yo la Reina (AGI, Indiferente General 1962, Libro 5, Fols. 331 recto. y 331 vuelta). Pero éste no es el único documento sobre estas esclavas de doña Isabel con el que contamos. Sabemos que la esclava Isabel se casó en la Habana en 1538 y que tuvo dos hijas. Como ya indiqué, años más tarde, una vez en España con sus hijas, parece que dicha esclava quiso regresar a Cuba con su marido, el pescador Alberto Díez. Sin embargo, los miembros de la Casa de Contratación de Sevilla pusieron muchos impedimentos, ante lo que Isabel de Bobadilla, en vez de conformarse, decidió escribir al entonces príncipe Felipe en 154613. La carta de apoyo a Isabel del futuro monarca es suficientemente explícita: Oficiales del emperador mi rey señor que residis en la cibdad de Sevilla en la Casa de la Contratacion de las Indias por parte de doña Isavel de Bobadilla viuda muger que fue del adelantado don hernando [fol. 318v] de soto me ha sido hecha relacion que el tiempo quella y el dho su marido pasaron a las Indias entre otra gente que llevaron fue una esclava blanca herrada en la cara naçida en esa ciudad que se llama Ysabel e que despues de muerto el dho su marido ella la aorro la qual dha Ysabel se caso en la habana con alberto diez pescador de quien tiene ya dos hijas e que para su servicio al tiempo quella vino a estos rreinos trajo consigo a la dha Ysabel y dexo alla en la dha villa de la habana al dho su marido y casa y que aora la dha esclava se quiere volver donde quedo el dho su marido e que vosotros no la quereis dexar pasar deque rrescibe agravio e me fue suplicado vos mandase que libremente dexasedes pasar a la dha villa de la habana a la dha Ysabel morisca o como la mi merced fuere... porque vos mando que dexeis e consistais pasar a la dha villa de la habana a la dha Ysabel a hazer vida con el Cuadernos Hispanoamericanos

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dho su marido y llevar consigo los hijos que del toviere sin que en ello le pongais ni consintais poner ynpidimento alguno/ fecha en la villa de Madrid a XIII de enero de 1546 (AGI, Indiferente General, Legajo 1963, Libro 9, fols. 318r-318v). Este documento de primer orden nos da información sobre la situación de las esclavas de Isabel de Bobadilla, así como de su señora y de la actitud de Felipe II, que consideró que los derechos de la esclava morisca Isabel estaban por encima de los motivos del Consejo de Indias para no permitirla salir de España. Dicha esclava, “herrada en la cara” había sido comprada para servir en la casa del entonces adelantado y gobernador de la Florida, Hernando de Soto. A menudo se considera que estos esclavos, al haber tenido un pasado no cristiano, ya fuese judío o islámico, no pertenecían al grupo de los españoles. Sin embargo, llama la atención la facilidad de estos grupos en adaptarse y ser aceptados por la mayoría (Lockhart 151). Pero lo más destacado es la actitud de Isabel de Bobadilla que, desde el momento en que enviudó, decidió liberar a su esclava Isabel para que esta pudiera volver a Cuba junto a su marido, el pescador Alberto Díez, para lo que tuvo que enfrentarse al mismísimo Consejo de Indias y pedir ayuda al príncipe Felipe14. Una buena parte de las esclavas “conversas” eran españolas de nacimiento y de origen caucásico. En realidad, “las moriscas conversas” eran tan españolas como las cristianas y su integración social no supuso ninguna novedad. Fue un proceso que había venido produciéndose a lo largo de toda la Reconquista. Recuérdese que un grandísimo número de cristianos se convirtió al Islam durante los primeros años de dominación musulmana. Pero también había mujeres mulatas nacidas y educadas en España, que hablaban español como su primera lengua y que, a menudo, conseguían su libertad y ocupaban posiciones equivalentes a las de las españolas cristianas (Lockhart 151). En cuanto a los dueños de estas esclavas hay que decir que entre ellos también había judíos y musulmanes (Martín Casares, La esclavitud en la Granada del siglo XVI, 134)15. Pero los pesares de Isabel de Bobadilla no acabaron en esto. Un interminable, costosísimo y emocionalmente doloroso pleito con el conquistador Hernán Ponce de León la acompañará hasta casi los últimos años de su vida. Emocionalmente doloroso, porque Hernán Ponce de León, que llegó a las Américas de la mano de Pedrarias Dávila, padre de doña Isabel, y que luego fue a la 85

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conquista del Perú con su marido Hernando de Soto, será quien al final la traicione tras la partida de su marido a la Florida. El Archivo General de Indias guarda diferentes documentos relacionados con este pleito, que dejan al descubierto como el comportamiento de Hernán Ponce de León fue tan vil, que incluso el mismísimo Inca Garcilaso de la Vega le dedicará un capítulo en su obra La Florida del Inca. Durante las campañas que ambos habían compartido, llegaron al acuerdo de repartir a la mitad los bienes obtenidos en sus empresas americanas en calidad de socios. Sin embargo, a la hora de la verdad, Hernán no quiso cumplir su parte del pacto. A su vuelta de Perú, Hernán Ponce, se vio forzado por el mal tiempo a hacer escala en el puerto de la Habana, algo que de ninguna manera deseaba, ya que su intención era ir directo a España llevando consigo todo el tesoro que traía del Perú. Aunque fue recibido por el gobernador Hernando de Soto como un hermano, Ponce de León no quiso bajar del barco, fingiendo cansancio. Esa misma noche, sus hombres desembarcaron para esconder el tesoro que traían en alguna parte de la orilla, siendo sorprendidos por los hombres de Hernando de Soto. Aún así, al día siguiente el gobernador volvió a renovar sus lazos de amistad con Ponce de León y éste, avergonzado, le entregó diez mil pesos de oro para invertir en la empresa de la Florida que estaba a punto de iniciarse. Una vez Hernando de Soto partió hacia su expedición, lo primero que hizo Hernán Ponce fue reclamar el dinero entregado al teniente de gobernador Juan de Rojas. Enterada de lo sucedido, Isabel de Bobadilla mandó que a causa de los muchos contratos que Hernán Ponce y su marido tenían, sería ella misma quien se encargaría del asunto y que si tenía que devolverle algo, así lo haría. Mientras se desarrollaban las diligencias, Hernán Ponce debería permanecer en la isla. Enterado y con miedo de tener que dar la mitad de sus bienes a su socio, Hernán Ponce decidió abandonar la isla en secreto y dirigirse a España con su tesoro, prefiriendo pleitear desde su tierra lo que adicionalmente quería sacar de su antiguo amigo16. La muerte de Hernando de Soto obligó a Isabel de Bobadilla a pleitear el resto de sus días con persona tan desleal. No en vano las últimas palabras del capítulo final del primer libro de la Florida del Inca terminan de esta manera: “Muchas veces la codicia del interés çiega el juizio a los honbres aunque sean ricos y nobles a que hagan cosas, que no les sirve mas que de aver descubierto, y publicado la baxeza y vileza de sus animos” (Inca Garcilaso, Lib. 1, caps 14 y 15)17.Afortunadamente, tal como queda reflejaCuadernos Hispanoamericanos

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do en el siguiente documento de 1550, Isabel de Bobadilla pudo luchar y exigir sus derechos hasta el final, sin dejarse arredrar por semejante individuo, pese a que este tenía contactos en la corte y ostentaba el cargo de “veinticuatro” en Sevilla: [Y] reconvino al dho Hernan Ponçe de Leon diziendo que la mitad de todos los bienes que el avia traydo a estos reynos de las Yndias y tenia e poseia hera y perteneçia al dho adelantado Soto su marido por rrazon de la dha companya y de las escrituras q en virtud y confirmacion della despues avia fecho y otorgado...y mas ciento e cincuenta mill maravedis de juro en cada un año q ha si mismo le avia mandado por todos los dias de la vida de la dha doña Isabel y seis mill ducados para los repartir y dar en (fol. 118r) casamiento a çiertas donzellas y criadas suyas y otras cosas... (Archivo General de Indias,PATRONATO,280,N.2,R.117, fols. 2r-2v). Desgraciadamente, una real cédula de cinco años después y por tanto uno de los últimos documentos que poseemos sobre esta singular mujer, nos informa de que “padece mucha necesidad”: [S]e hizo almoneda de todos sus bienes los quales desque sacaron la dha almoneda muchas personas que residen en çiertas partes de las Yndias ansi en el peru como en la nueva spaña y porque la dha doña ysabel no esta pagada de su dote y arras y padeçe mucha necesidad y para esto le conviene que aya brevedad en la cobrança de los dhos maravedies porque se vendieron los dhos bienes ... (AGI, Indiferente,425,L.23,F.193V-194R). Isabel de Bobadilla pasará a la historia, no solo como la primera gobernadora de las Américas, sino como una gran dama y mujer, capaz de luchar por lo suyo y por los suyos hasta el final de sus días, aunque esto le costase terminar en la pobreza.

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Véase mi libro, Women in the Conquest of the Americas. New York: Peter Lang, 1997.

Véase mi trabajo: “Esclavas españolas en el Nuevo Mundo: una nota histórica”. Colonial Latin American Historical Review 2 (1993): 185-194.

2

Garcilaso de la Vega, Soneto XXIII.

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4

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Real Cédula dando licencia a Alonso de Ojeda, vecino de Cuenca, para que en el viaje que ha de hacer a las Indias pueda llevar seis esclavos blancos casados en los reinos de Castilla. INDIFERENTE,418,L.1,F.139V(2). Fecha 5 de octubre de 1504. Alonso de Ojeda, que viajó con Colón en su Segundo viaje, es conocido entre otras cosas por haber bautizado al país que hoy se llama Venezuela.

El riquísimo sincretismo cultural y a menudo racial de pueblos euro-mediterráneos, como son el español y el portugués, no ha sido siempre entendido ni aceptado por pueblos de tradiciones mucho más endogámicas de la Europa septentrional. El factor geográfico de la península Ibérica, el ser puente entre mares y continentes, que duda cabe, ha jugado un gran papel en ese contacto con otras culturas.

Felipe subiría al trono de España diez años más tarde, en 1556.

Véase, Montserrat León Guerrero, El Segundo Viaje Colombino, (Tesis Doctoral) Valladolid: Universidad de Valladolid, 2000, p. 184. Véase también A. Rumeu de Armas, “La Carta Relación del segundo viaje”, p. 450, en Libro Copiador de Cristóbal Colón. Madrid, 1989. Tuve oportunidad de ver en la Real Academia de la Historia las citadas fichas con los nombres de Catalina Rodríguez y de Catalina Vázquez (que se encuentran en las fichas de Alice Gould sobre el Segundo Viaje de Colón guardadas en la RAH, caja 4); no así los de María Granada. Con letra menuda y con comentarios en inglés y español, doña Alicia apuntaba todos los préstamos y ventas que estas mujeres contrataron con otros miembros de la tripulación.

14

No se piense en ningún momento que Isabel de Bobadilla fue la única en pasar esclavos blancos. Por esas mismas fechas otros estaban pidiendo licencia para hacer lo mismo. Real Cédula a los oficiales de la Casa de la Contratación, dando licencia a Gomez Hurtado, vecino e Sevilla, para enviar dos esclavas blancas, cristianas antes de que tuviesen edad de doce años, a Hernando Gómez de Cabrera, alguacil mayor de la provincia de Tierra Firme. AGI. PANAMA,235,L.6,F.185V. 1 de marzo de 1538.

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Aurelia Martín Casares, La esclavitud en la Granada del siglo XVI. Granada: Universidad de Granada, 2000.

5

Véase mi artículo, Mujeres españolas empresarias en las Américas”. Cuadernos Hispanoamericanos. 643 (2004): 76-85.

16

Asunto: Isabel de Bobadilla, viuda de Don Hernando de Soto, adelantado de la provincia de la Florida, estante en Sevilla, otorga poder al licenciado Cristóbal Muñoz de Salazar, juez de la Audiencia de los Grados de esta ciudad, para que cobre a Fernando Ponce de León, veinticuatro de Sevilla, 16.800 maravedís, resto de los 316.800 maravedís en que le vendió un juro de heredad de 26.400 maravedís, situados en las rentas del almojarifazgo mayor de Sevilla. Libro del año: 1545. Oficio: 1, Escribanía: Alonso de la Barrera. Folio: 391. Fecha: 4 de marzo. Signatura: 68. Citado en el Catálogo de los Fondos Americanos del Archivo de Protocolos de Sevilla. Tomo XI, Siglo XVI, n. 1433. p. 381. Sevilla: Instituto Hispano-Cubano de Historia de América: Sevilla, 2009.

6

Véase mi libro, Españolas de Ultramar, Colección Parnaseo-Lemir. Valencia: Publicaciones de la Universitat de València, 2005. http://parnaseo.uv.es/Editorial/Maura/INDEX.HTM

7

Véase, Soledad Acosta de Samper, “Las esposas de los conquistadores”. Boletín de la Academia de la Historia del Valle de Cauca, 25. 108 (1957): 140-154.

8

Véase, Analola Borges, "La mujer pobladora en los orígenes americanos". Anuario de Estudios Americanos 29 (1972): 389-444.

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Todavía existe un fuerte en el antiguo puerto de la Habana donde dicen que Isabel esperaba la vuelta de su marido, aunque la construcción original fuese de madera.

17

Inca Garcilaso de la Vega, La Florida del Ynca, Lisboa: Impreso por Pedro Crabeeck, 1605, cap. 15, 25v.

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Véase, Ricardo Majó Framís, Vida de los navegantes y conquistadores españoles. 3 vols. Madrid: Aguilar, 1963.

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Por ‌Pablo García Loaeza

Conformidad, continuidad y originalidad de las obras

de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl El martes 18 de noviembre de 1608, las autoridades indígenas de varios pueblos de la provincia de Otumba1 ratificaron la exactitud de una historia de los reyes de Texcoco presentada por don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl (c. 1578-1650), afirmando que “no tiene ninguna falta y defecto y es muy cierta y verdadera … y así lo tenemos de memoria heredada de nuestros padres y abuelos, y estamos muy ciertos de ser esto verdad, y se halla pintado y escrito en nuestras antiguas historias”. Además reconocen, para mayor crédito del autor, que es “descendiente de los dichos reyes” 2. En ningún lado se menciona que el padre y el abuelo materno de Alva eran españoles—omisión importante en la valoración posterior de sus escritos. La aprobación va aunada al Compendio histórico del reino de Texcoco, compuesto por trece relaciones que recapitulan la historia de la región desde sus primeros pobladores hasta 1526. La última de la serie es más extensa que todas las demás juntas y uno de los textos más polémicos de Alva. Intitulada “de la venida de los españoles, y principio de la ley evangélica”, narra los eventos de la conquista española a partir de la llegada de Hernán Cortés en 1519 y hasta su regreso de su malhadada expedición a la región de Hibueras, hoy Honduras. Sin embargo, el capitán español no es el protagonista del relato. La decimotercia relación se distingue por presentar al in89

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fante Ixtlilxóchitl, antepasado homónimo del historiador, como el verdadero conquistador de México. Este príncipe texcocano, descendiente directo de los grandes señores toltecas y chichimecas y legítimo heredero de su autoridad y títulos, dice Alva, “se halló personalmente en todos los ochenta días que duró la guerra de México sin faltar uno tan solo, siendo el primero en todas las ocasiones, como buen capitán, arriesgando su vida muchas veces por librar a los españoles de sus enemigos.” Por ello, le parece reprensible que, “siendo este príncipe el mayor y más leal amigo que tuvo [Cortés] en esta tierra, que después de Dios con su ayuda y favor se ganó, no diera noticia de él y de sus hazañas y heroicos hechos siquiera a los escritores e historiadores para que no quedaran sepultados”. El texto de Alva, que Edmundo O’Gorman acertadamente clasificara como un memorial de méritos y servicios, pretende remediar tan injusto olvido puntualizando las numerosas e inapreciables contribuciones del infante Ixtlilxóchitl al éxito de las operaciones militares. Por ejemplo, en una ocasión en que los mexicas pusieron a los españoles en retirada, Cortés no tuvo más remedio que echarse al agua con sus hombres. Apareciendo justo a tiempo, Ixtlilxóchitl “mandó a sus soldados que detuviesen a los enemigos, y él llegó presto y diole la mano a Cortés y le sacó del agua, que ya uno de los enemigos le iba a cortar la cabeza, y le cortó los brazos, aunque esto se lo aluden a ciertos españoles”3. En efecto, en La conquista de México (1552) Francisco López de Gómara cuenta que Cortés estaba socorriendo a la gente que estaba en el agua cuando “echaron mano de él ciertos mexicanos, y lleváranselo sino por Francisco de Olea, criado suyo, que cortó las manos al que le tenía asido, de una cuchillada; al cual mataron luego allí los contrarios; y así, murió por dar la vida a su amo”. En esto llegó Antonio de Quiñones, capitán de la guarda, quien “trabó del brazo a Cortés, sacole por fuerza de entre los enemigos, con quien fuertemente peleaba”4. En contra de tales aseveraciones y a favor de las suyas propias, Alva alega que su relación está basada en los informes de don Alonso Axayaca y las relaciones y pinturas de los naturales, especialmente de una que tengo en mi poder, escrita en lengua tulteca o mexicana, que ahora llaman así, y firmada de todos los principales viejos de Tezcuco y confirmada y testificada por los demás de la ciudad más principales y antiguos de esta tierra, que son las que yo sigo en mi historia por ser las más verdaderas, y que los que las escribieron o pintaron se hallaron personalmente Cuadernos Hispanoamericanos

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a estas ocasiones, demás de que algunos de ellos me lo han dicho vocalmente y contado de la manera que sucedió, que ha pocos años que se han muerto, los cuales yo alcancé ya muy viejos5. No obstante, una lectura atenta revela que la relación de Alva sigue de cerca la historia de Gómara. Un eco entre muchos es la réplica que dan ciertos guerreros mexicanos a la oferta de paz que les hace Cortés, en el texto de Gómara, pero Ixtlilxóchitl6, en el de Alva. A Cortés, “respondiéronle que no hablase de amistad ni esperase despojo ninguno de ellos, porque habían de quemar todo lo que tenían, o echarlo al agua, do nunca pareciese, y que uno solo que de ellos quedase, había de morir peleando”. A Ixtlilxóchitl, “le respondieron que no tratase de amistad ni aguardasen ningún despojo de ellos porque habían de quemar todo cuanto tenían y echarlo en el agua, como hicieron con el tesoro, donde nunca más pareciese, y que uno solo que quedase había de morir defendiendo su patria”7. Hacía el final de su relato, Alva reconoce que Gómara “conforma en lo que es de tiempo y lugares que anduvieron con mi historia,” pero de inmediato insiste en que no ha “tratado de conquistadores, que dicen, por no ser de mi historia, demás de que hartos historiadores han tenido que se han acordado de ellos, lo cual no han hecho de Ixtlilxúchitl y sus vasallos y porque también las pinturas, a quien yo sigo, no hacen relación de ellos, sino es en las partes que yo los señalo”8. La cuestión no es desmentir a Alva. La historia de Gómara se convirtió tempranamente en una referencia ineludible9. Para el siglo diecisiete, era muy probablemente una de las fuentes de las versiones autóctonas que pretendían corregirla. Un contemporáneo de Alva Ixtlilxóchitl, Domingo de San Antón Muñón Chimalpahin, conocido sobre todo por los anales que escribió en lengua náhuatl, produjo una copia del texto de Gómara que sólo modificó con unas cuantas precisiones. Así, las historias indígenas y las españolas no discrepan mayormente en los hechos sino en el papel que les asignan a los distintos actores, encumbrando generalmente a los que son del bando con el que se identifica el cronista. Alva no pierde ninguna oportunidad de destacar las virtudes caballerescas de su tatarabuelo10. El valor, la piedad y la lealtad de Ixtlilxóchitl suelen contrastarse con la vileza de Cortés. La muerte de los principales gobernantes indígenas durante la expedición a Hibueras ejemplifica los inconvenientes que tenía que afrontar el príncipe texcocano a causa de la iniquidad del capitán español. Cortés había mandado ahorcar a esos señores in91

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ventando por excusa que conspiraban en su contra. Al descubrir el atropello, Ixtlilxóchitl montó en cólera, pero tras escuchar las razones de aquél, “aunque con harta pena se apaciguó, acordándose de muchas cosas y de la fe que tenía recibida, que haciendo él otra cosa se perdería todo y la ley evangélica no pasaría adelante, y sería causa de muchas guerras, echándolo todo a buena parte y disimulando cuanto pudo esta traición”11. El antecedente inmediato de la misma es también un episodio clave en la obra de Alva Ixtlilxóchitl pues incluye una síntesis los temas cardinales de toda su producción historiográfica. Además pone en evidencia los aspectos que definen su visión histórica y provocan tanto la devoción de sus seguidores como la censura de sus detractores. Alva cuenta cómo, una noche hacia el final de la difícil jornada, contentos de que se acercaba el día del regreso, los principales líderes indígenas se burlaban entre sí. Cohuanacoch, señor de Texcoco12, le explicaba a “su alteza” el rey Cuauhtémoc que la provincia que iban a conquistar había de ser para él pues, como bien sabía, la ciudad de Texcoco gozaba de preferencia según las leyes de la triple alianza establecida por sus antepasados13. Divertido, el rey Cuauhtémoc le respondió que en el pasado así hubiera sido, y justificadamente, pues la ciudad de Texcoco era la antigua patria de donde procedía su estirpe y linaje. Sin embargo, le señaló que ahora no iban sólo sus ejércitos sino que los ayudaban los hijos del sol y que, por el amor que le tenían los españoles, la provincia sería para su corona real14. Entonces el señor de Tlacopan, Tetlepanquetzal, dijo que no sería así porque todo iba al revés y si antes su reino era el último en las reparticiones ahora había de ser el primero. Respondiendo a las burlas de estos personajes, el general Temilotzin pronunció el siguiente discurso: ¡Ah, señor! cómo se burlan vuestras altezas sobre la gallina que lleva el codicioso lobo y que no hay cazador que se la quite, o como el pequeño pollo que se lo arrebata el engañoso halcón cuando no está allí su pastor, por más que lo defienda la madre, como lo ha hecho mi señor el rey Quauhtémoc [que] como buen padre defendió a su patria, pero el imperio chichimeca careció la paz y concordia que es buen pastor en los reinos, nuestra soberbia y nuestra discordia nos entregaron a manos de estos extranjeros para padecer los largos y ásperos caminos, las hambres, fríos y otras mil calamidades que padecemos, desposeídos de nuestros reinos y señoríos, y olvidados de nuestra regalada patria como si fuera nuestra enemiga; pero todo lo podemos dar por Cuadernos Hispanoamericanos

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bien empleado, pues estos nuestros amigos, los hijos del sol, nos trajeron la luz verdadera, la salud de nuestras almas y la vida eterna que tan lejos estábamos de ella, gozando la gloria del mundo con las horribles tinieblas, haciendo lo que nuestros falsos dioses nos mandaban, sacrificando nuestros prójimos, entendiendo que acertábamos en estas nuestras antiguas costumbres, íbamos en los abismos del infierno. ¡Oh sapientísimos reyes Nezahualcóyotl y Nezahualpilli, cómo fuera para vosotros este tiempo dichoso tan alabado y ensalzado pues tanto lo deseasteis ver y nos contradijisteis nuestros errores! Muchas veces más bienaventurados nosotros que lo gozamos, y nuestros trabajos bien empleados que han de tener dos premios, el uno en esta vida, cuando no sea más que la honra y fama sin interés de riquezas que son perecederas, y el otro, en la vida eterna donde está el Tloque Nahuaque, que llaman los castellanos Jesucristo; y así señores, consuélense vuestras altezas y lleven con paciencia estos trabajos … y hagamos lo que hace Ixtlilxúchitl que no verán vuestras altezas señal de tristeza en su rostro, y el primero en los trabajos, que por esta buena ley tiene olvidada su patria, deudos y amigos …. Estas palabras enternecieron a los señores y principales, que siguieron discutiendo esos asuntos y cantando romances de las profecías de los antiguos filósofos15. El parlamento también delata al elocuente orador como portavoz del historiador. El imperio chichimeca cuya ruina lamenta Temilotzin es el eje central de todas las obras históricas de Alva Ixtlilxóchitl. Este imperio habría sido fundado por Xolotl a mediados del siglo X en el territorio del antiguo imperio Tolteca, poco antes devastado por conflictos internos: visto por Xólotl su destrucción y la tierra despoblada, tomó posesión de ella conforme a sus modo, diciendo que, sin perjuicio ni quitándosela a nadie, la tomaba por suya; y tomó e hizo demarcación sobre ella, primeramente en la que cupieron sus vasallos que trajo consigo … y a los otros seis señores, que vinieron después que él estaba en esta tierra, repartió los pueblos y lugares acomodados a su propósito, y luego asimismo tomó posesión de todo lo restante desde la Mar del norte hasta la del Sur, en donde después él y sus descendientes la fueron poblando16. Gracias a una larga serie de alianzas matrimoniales, todas las dinastías importantes del Valle de México podían rastrear sus orígenes al primer Gran Chichimeca. Sin embargo, sus descendientes directos eran los gobernantes de la ciudad-estado de Texcoco, in93

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cluyendo al renombrado Nezahualcóyotl, al sabio Nezahualpilli y al invencible Ixtlilxóchitl que, según Alva, fuel el último poseedor del prestigioso título imperial. No cabe duda de que la historia del imperio chichimeca que se halla en los textos de Alva está basada en datos históricos y auténticas tradiciones autóctonas. Ávido coleccionista de pliegos y testimonios, Alva logró reunir un famoso archivo que incluía documentos pictóricos referentes a la historia antigua de Texcoco tales como el Códice Xólotl, el Mapa Quinatzin y el Mapa Tlotzin, que todavía se conservan. A pesar de reflejar preocupaciones contemporáneas a su producción a mediados del siglo XVI, tanto la forma como el contenido de estos materiales muestran su cuño indígena17. No obstante, la interpretación de Alva Ixtlilxóchitl está fundamentalmente influida por modelos importados. La estructura de su obra la emparienta con etnogonías europeas entre las que se destaca la prototípica Historia de los reyes de Bretaña, escrita por Geoffrey de Monmouth en el siglo XII18. Geoffrey cuenta que el fundador de la nación bretona fue Brutus quien, cómo Xólotl, tomo posesión pacífica de un territorio despoblado y disponible que luego repartió entre sus vasallos. Supo que lo encontraría por un sueño que auguraba una morada conveniente para su pueblo, donde nacería de su cepa una raza de reyes que sometería toda la tierra19. El resto del relato es la realización de ese y otros vaticinios, incluyendo los del sabio Merlín que anunciaban la destrucción del reino y su renacimiento. No podía ser de otro modo pues una de las pautas fundamentales de esta historia como de la historiografía medieval en general era la profecía20. Alva también concibe la historia de la nación chichimeca como un trayecto profético. Desde el principio, cada evento apunta y contribuye al ineludible establecimiento de la religión católica. En el primer capítulo de su obra más amplia y elaborada, conocida justamente como Historia de la nación chichimeca, un apostólico Quetzalcóatl anuncia “que en los tiempos venideros, en un año que se llamaría ce ácatl, volvería, y entonces su doctrina sería recibida y sus hijos serían señores y poseerían la tierra”. Siglos más tarde, durante la inauguración del gran templo de Huitzilopochtli en 1467, año ce ácatl en el calendario cíclico nahua, Nezahualcóyotl reitera la advertencia: “en tal año como éste se destruirá este templo, que ahora se estrena ¿Quién se hallará presente?, ¿si será mi hijo o mi nieto?, entonces irá a disminución la tierra, y se acabarán los señores … y en este tiempo Cuadernos Hispanoamericanos

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llegará el árbol de la luz, y de la salud y el sustento”. En 1510, apareció un gran resplandor que fue interpretado como señal de que los pronósticos de Quetzalcóatl estaban próximos a realizarse. Nezahualpilli, sucesor de Nezahualcóyotl y “consumado en todas las ciencias que ellos alcanzaban y sabían, en especial la astrología confirmada con las profecías de sus pasados”, reafirmó “que todo se cumpliría sin remedio alguno”21. Los conquistadores españoles llegaron en 1519, otro año ce ácatl. Infelizmente, la Historia de la nación chichimeca es una obra inconclusa. El relato completo de lo que pasó después se encuentra en la decimotercia relación del Compendio histórico. Ahí consta que Ixtlilxóchitl, nieto de Nezahualcóyotl, no sólo se halló presente, sino que fungió como el agente principal de la profecía, contribuyendo más que nadie al establecimiento de la ley evangélica. Alva enfatiza que, tras la victoria militar, Texcoco fue donde primero se plantó e Ixtlilxóchitl el primero en bautizarse. Luego se dedicó a enseñarles “a sus hermanos, deudos y parientes la doctrina cristiana … en donde les decía largas arengas y sermones trayéndoles a la memoria grandes cosas, de tal manera que los enternecía con las palabras tan buenas, tan santas que les decía como si fuera un apóstol”22. Lejos de ser inusitado, el fervor del infante de Texcoco es patrimonio y expresión de su linaje. En su discurso, Temilotzin destaca cómo el abuelo y el padre de Ixtlilxóchitl, los sapientísimos Nezahualcóyotl y Nezahualpilli, contradijeron las creencias tradicionales. Nezahualpilli siguió en todo los pasos de su padre Nezahualcóyotl, el personaje más sobresaliente de la historiografía de Alva. Casi un tercio de la Historia de la nación chichimeca está dedicado a contar la vida de este preclaro gobernante. Su epitafio compendia las muchas virtudes de quien fue, según Alva, el más poderoso, valeroso, sabio y venturoso príncipe y capitán que ha habido en este nuevo mundo; porque contadas y consideradas bien las excelencias, gracias y habilidades, el ánimo invencible, el esfuerzo incomparable, las victorias y batallas que venció y naciones que sojuzgó, los avisos y ardides que usó para ello, su magnanimidad, su clemencia y liberalidad, los pensamientos tan altos que tuvo, hallaráse por cierto que en ninguna de las dichas, ni en otras que se podían decir de él le ha hecho ventaja capitán, rey ni emperador alguno de los que hubo en este nuevo mundo; y que el en las más de ellas la hizo a todos, y tuvo menos flaquezas y vicios que ningún otro de sus mayores; antes las castigo con todo cuidado y diligencia, procurando siempre más el bien común que el 95

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suyo particular; y era tan misericordioso con los pobres … teniendo muy particular cuidado de la viuda, del huérfano, y del viejo y demás imposibilitados … Tuvo por falsos a todos los dioses que adoraban los de esta tierra, diciendo que no eran sino estatuas de demonios enemigos del género humano; porque fue muy sabio en las cosas morales y el que más vaciló, buscando de donde tomar lumbre para certificarse del verdadero Dios y creador de todas las cosas … y dan testimonio sus cantos que compuso en razón de esto, como es el decir, que había uno solo … y aun muchas veces solía amonestar a sus hijos en secreto, que no adorasen aquellas figuras de los ídolos, y que aquello que hiciesen en público fuese sólo por cumplimiento23. En suma, Nezahualcóyotl representa lo mejor de una civilización prehispánica que, en la opinión de su descendiente y principal biógrafo, se puede comparar favorablemente con “las de los romanos, griegos, medos y otras repúblicas gentílicas que tuvieron fama en el universo”24. Cuadernos Hispanoamericanos

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Anteriormente, la labor cronística de los misioneros franciscanos había ligado la historia secular y religiosa del Nuevo Mundo a las corrientes principales de la civilización medieval cristiana: la historia greco-romana y la tradición del viejo testamento25. Lo que hacía posible vincular los tres causes era el itinerario providencial que, de profecía en profecía, avanzaba indefectiblemente hacía la plena realización de la voluntad divina. La historiografía de Alva Ixtlilxóchitl comparte la misma base conceptual, en parte como resultado de una probable educación franciscana. No obstante, su perspectiva histórica se distingue por la caracterización de Nezahualcóyotl y sus descendientes como verdaderos precursores del cristianismo y agentes materiales de su establecimiento en la Nueva España. Su trabajo también sobresale por el alcance cronológico, la riqueza de detalles y la fluidez de la narración, sobre todo en la Historia de la nación chichimeca, su obra cumbre. Se señala, finalmente, por ser la expresión de un espíritu patriótico que, haciendo caso omiso de cualquier anacronismo o incongruencia, se identifica proyectando sus propios valores sobre el pasado local. Este ánimo se manifiesta claramente en las palabras de Temilotizn. La noción de patria engloba un discurso que empieza lamentando su pérdida y termina celebrando la incorporación a la nueva patria cristiana que Ixtlilxóchitl ha contribuido a establecer conforme a las enseñanzas de sus antepasados. En suma, los textos de Alva ofrecen la historia local no sólo dignificada, sino plenamente redimida. Todo debidamente documentado porque, según explica el autor, con mucho trabajo, peregrinación y suma diligencia en juntar las pinturas de las historias y anales, y los cantos con que las observaban … juntando y convocando a muchos principales de esta Nueva España, los que tenían fama de conocer y saber las historias … que por ir compuestos con sentido alegórico y adornados de metáforas y similitudes, son dificilísimos de entender … pude después con facilidad conocer todas las pinturas e historias y traducir los cantos en su verdadero sentido26. Tales afirmaciones, aunadas a su prosapia y talento literario, lo recomendaron especialmente con una serie de historiadores hispano-americanos que, aprovechando su obra como evidencia y como modelo, procuraron ahondar sus raíces en la patria que querían para sí mismos. Los papeles y manuscritos de Alva Ixtlilxóchitl pasaron de manos de su hijo a don Carlos de Sigüenza y Góngora (16451700), notable intelectual criollo y perene panegirista de su pa97

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tria. En una nota incluida al principio del Compendio histórico, Sigüenza advertía que el texto de Alva “se debe leer con grande cautela pues por engrandecer a su progenitor don Fernando Cortés Ixtlilxúchitl falta en muchas cosas a la verdad”27. Negativo en apariencia, el comentario ratificaba el linaje indígena reclamado por el historiador. Por otro lado, la suspicacia de Sigüenza no le impidió seguir el modelo estructural dinástico, profético y precristiano de la Historia de la nación chichimeca para representar los alcances de la civilización prehispánica en el Teatro de virtudes políticas que constituyen a un príncipe: advertidas en los antiguos monarcas del mexicano imperio (1680)28. Este texto es la descripción explicativa del arco triunfal patrocinado por el cabildo de la Ciudad de México para darle la bienvenida al Marqués de la Laguna, nuevo virrey de la Nueva España. Según la dedicatoria de Sigüenza, por “destino de la fortuna” se presentaba entonces la ocasión ideal para que “renaciesen los mexicanos monarcas de entre las cenizas en que los tiene el olvido, para que como fénixes del Occidente los inmortalizase la fama”29. El monumento efímero ofrecía al flamante administrador una lección de historia que era al mismo tiempo una invitación a reconocer la soberanía relativa de las autoridades criollas30. La exaltación del pasado local subrayaba la ascendencia social, política y económica de la élite novohispana que asumía para sí los esplendores de una antigüedad equivalente a la europea. Al morir, Sigüenza y Góngora legó su biblioteca al colegio jesuita de San Pedro y San Pablo, donde Francisco Xavier Clavijero (1731-1787) pudo consultar materiales que luego aprovechó en la composición de su Historia antigua de México (1780-1781). El texto incluye una “Noticia de los escritores de la historia antigua de México” en la que se identifica a Fernando de Alva Ixtlilxóchitl como texcocano, descendiente por línea recta de los reyes de Acolhuacán. Este noble indio, versadísimo en las antigüedades de su nación, escribió … algunas obras eruditas y muy apreciables … y de ellas he tomado algunos materiales para mi historia. El autor fue tan cauto en escribir que para quitar toda sospecha de ficción, hizo constar legalmente la conformidad de sus relaciones con las pinturas históricas que había heredado de sus nobilísimos antepasados31. Con esta exaltación de la identidad expresa de Alva, Clavijero confirmaba la autoridad que, en un círculo virtuoso, acreditaba tal identidad. Estas dos cuestiones, la autoridad y la identidad, son fundamentales a la concepción de la Historia antigua de MéCuadernos Hispanoamericanos

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xico. En el prólogo, Clavijero explica que había emprendido la obra “para servir del mejor modo posible a [su] patria, para restituir a sus esplendor la verdad ofuscada de una turba increíble de escritores modernos” que sin suficientes conocimientos pintaban desde Europa un retrato monstruoso de América32. Clavijero dedica la mayor parte de su obra a demostrar los logros culturales de los antiguos mexicanos. Entre los ejemplos que ofrece se destaca Nezahualcóyotl, “uno de los mayores héroes de la América antigua”. Clavijero ensalza su valor, su fortaleza y constancia en las adversidades, su rectitud en la administración de justicia y su caridad. “Pero mucho más que por su magnificencia,” explica el jesuita, “se hizo célebre este rey por las superiores luces de entendimiento, que manifestó no solamente en la singular cultura y policía que estableció en su reino, sino aun por las artes y ciencias que poseía”, deleitándose particularmente en el estudio de la naturaleza. “Investigaba curiosamente las causas de los efectos que admiraba en la naturaleza y esta continua consideración le hizo conocer la insubsistencia y falsedad de la idolatría”33. Siguiendo en lo principal la orientación de Alva, Clavijero actualiza la caracterización de Nezahualcóyotl para satisfacer las convenciones de su siglo, presentándolo como un filósofo naturalista conforme a parámetros occidentales34. Si bien es cierto que la dinastía texcocana que sirve de eje a la Historia de la nación chichimeca no ocupa sino algunos capítulos de la Historia antigua de México, la imagen que Clavijero quiere dar del pasado prehispánico en general corresponde a su concepción de Texcoco: “la patria de las artes y el centro de la policía … donde había los mejores artífices … donde estaba el mayor número de poetas, oradores e historiadores; … en una palabra, Texcoco era, por decirlo así, la Atenas de Anáhuac, y Nezahualcóyotl el Solón de aquellos tiempos”35. Tal era la visión que le ofrecía Alva Ixtlilxóchitl al espíritu patriótico que la obra de Clavijero ayudó grandemente a fomentar. El mismo espíritu patriótico llevó a Carlos María de Bustamante (1774-1848) a la Secretaría del Virreinato donde se conservaban copias manuscritas de las obras de Alva Ixtlilxóchitl. A principios del siglo XIX, Bustamante publicó por primera vez algunos fragmentos de la Historia de la nación chichimeca en el Diario de México, incitando “las gratas emociones que sienten muchos al leer los fragmentos de antigüedad”36. Luego imprimió un volumen titulado Tezcoco en los últimos tiempos de sus antiguos reyes (1826) que trasunta los capítulos relativos a Nezahualcóyotl 99

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y Nezahualpilli para conmemorar el “lugar que en otros tiempos fue el emporio de las ciencias, el taller de las artes, la ciudad grande por excelencia”37. En la portada del volumen, aparece un verso de Garcilaso de la Vega sugerente de la relación familiar que el texto invita a entablar con el pasado prehispánico: saepe legant, laudent, celebrent post fata nepotes (tras los hados a menudo lean, alaben y celebren los nietos). Bustamante también dio a conocer la decimotercia relación bajo el escandaloso título de Horribles crueldades de los conquistadores de México y de los indios que los auxiliaron para subyugarlo a la corona de Castilla (1829). Las intervenciones del editor son especialmente reveladoras pues no sólo refrenda la caracterización de Alva como un fidedigno historiador indígena, sino que invierte del todo el sentido original del texto al leer un memorial de servicios como una delación de las ignominias cometidas por Ixtlilxóchitl contra su propio pueblo. Bustamante cita a Clavijero para identificar al autor de la relación, insistiendo en “la gran copia de erudición [que] consiguió, tanto por los mapas y figuras antiguas que sabía interpretar muy bien, y estar muy instruido en las memorias y cantares de sus antepasados que había aprendido desde niño, como por las tradiciones do sus mayores, tratando además con muchos sujetos ancianos y sabios”. En vista de tantas pruebas “de la sabiduría y veracidad que caracterizaron a Ixtlilxóchitl”, el editor pregunta ¿quién será el que desconozca el mérito de esta relación …? ¿Quién el que no admire la fidelidad y la entereza, no menos que la sencillez y candor con que refiere hechos de la mayor atrocidad e interés para la historia del pueblo mexicano como la muerte del emperador [Cuauhtémoc], y otros reyes que decapitó Cortés …? ¿Quién no se pasmará al ver que así haya escrito a presencia y de mandato de un gobierno empeñado en exaltar la gloria del conquistador de México, y de canonizar sus más horrendos crímenes …? ¿De dónde pudo venir tanta energía a Ixtlilxóchitl, a un indio pobre, abyecto, miserable, y de una clase especialmente oprimida y despreciada por la autoridad española? Vínole de la verdad misma. En los primeros años de la independencia, la verdad que promovía Bustamante era que los conquistadores de México fueron “unos malvados invasores, que con achaque de darnos el cielo, nos quitaron la tierra, y causaron toda clase de males”38. Todas estas aseveraciones implican una correspondencia entre México independiente y un supuesto México prehispánico que el patrioCuadernos Hispanoamericanos

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tismo criollo, representado por Sigüenza y Góngora, Clavijero y el propio Bustamante, pudo imaginar gracias en no poca medida a la labor historiográfica de Alva Ixtlilxóchitl. La clave principal de este largo trayecto es la voluntad de continuidad histórica. El afán de conectar el pasado con el presente resurgió en Europa a partir del siglo XII, cuando el encumbrar la ascendencia se convirtió en un medio privilegiado de legitimar la posición de la nobleza hereditaria. En particular, las casas reales buscaron en la genealogía la justificación de su potestad, remontándose a veces hasta la mitología. Ese esquema pasó a reflejarse en las historias nacionales, incluyendo las obras españolas auspiciadas por Alfonso X39. El paradigma establecido entonces seguía vigente en la Nueva España del siglo XVII cuando, habiendo aprendido la lección de los frailes franciscanos, Fernando de Alva Ixtlilxóchitl quiso contar la historia de la nación chichimeca. Siguiendo el modelo dinástico-profético Alva supo enlazar el pasado prehispánico con el presente novohispano de tal modo que quedaba libre de las máculas morales que le atribuían los historiadores españoles, gracias en particular a la capacidad de Nezahualcóyotl, y de tal suerte que incluso la conquista quedaba plenamente integrada como un destino y un triunfo mayormente indígenas, gracias sobre todo a las virtudes y proezas de Ixtlilxóchitl. Si éste parece tener olvidada su patria es porque—pace Bustamante—tiene la vista puesta en la nueva patria cristiana donde han de vivir sus descendientes. El fin concreto de la empresa historiográfica de Alva era enaltecer a sus antepasados indígenas—haciendo caso omiso de los españoles—para justificar su propia posición dentro del esquema colonial. Su éxito más inmediato se manifiesta en una larga carrera administrativa respaldada por una cédula de 1620 en la que el rey manda que, en consideración de los méritos de su linaje y de los servicios prestados por su esforzado ascendiente, “don Fernando de Alva Ixtilsúchil reciba merced y favor” y que se le ocupe “en oficios y cargos … que sean de su calidad y suficiencia”40. No obstante, los rasgos particulares de su perspectiva histórica delatan, al margen de la filiación étnica, los albores de una identidad novohispana deseosa de distinción, del reconocimiento simultáneo de su diferencia y de su dignidad41. El fundamento de esa distinción es la antigüedad prehispánica, que ya en los textos de Alva se encuentra refundida en los términos sancionados por la tradición occidental y revalorizada según las normas culturales y políticas imperantes. A partir del siglo XVII, ese 101

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modelo serviría una y otra vez para tomar postura ante las autoridades europeas y eventualmente para justificar la independencia de México. Hoy en día, los trazos de la Historia de la nación chichimeca están intrínsecamente integrados a la historia oficial de la nación mexicana. Un imaginario retrato de Nezahualcóyotl adorna el billete de cien pesos mexicanos en curso actualmente. La originalidad de las obras históricas de Fernando Alva Ixtlilxóchitl no se encuentra en su novedad estructural o temática pues muestran conformidad con la historiografía medieval y, aunque es más difícil de discernir, indudablemente conservan un fondo de tradición auténticamente nahua. Su versión de la conquista guarda asimismo gran consonancia con la historia de Gómara. En cambio, el trabajo de Alva se puede considerar original en el sentido de ser fuente de una línea historiográfica específica, promotora del sentimiento patriótico que desemboca en el nacionalismo mexicano. Más allá de su debatida identidad indígena, española o mestiza, y más allá de las críticas que ha recibido por desnaturalizar la historia aborigen, el hecho es que este autor no ha recibido el reconocimiento que merece como un heraldo de esa trayectoria. Sólo en los últimos tiempos se ha empezado a considerar sistemáticamente la influencia fundamental que tuvo su obra y las diversas continuidades que la explican.

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El actual municipio de Otumba se localiza en el Estado de México. Históricamente, la provincia del mismo nombre estaba sujeta al altepetl, o ciudad-estado, de Texcoco.

Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Obras históricas, tomo I, op. cit., p. 492.

23

Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Obras históricas, tomo II, op. cit., p.136. La intuición cristiana de Nezahualcoyotl ha sido celebrada como ejemplo de la sofisticación cultural e intelectual prehispánica por autores como Ángel María Garibay (Historia de la literatura náhuatl, México, Porrúa, 1953-54), José Luis Martínez (Nezahualcóyotl, vida y obra, México, SEP, 1972) y Miguel León-Portilla (Toltecáyotl: aspectos de la cultura náhuatl, México, FCE, 1980). También ha sido condenado como una tergiversación, más recientemente por Jongsoo Lee (The Allure of Nezahualcoyotl, Albuquerque: University of New Mexico Press, 2008).

2

Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Obras históricas, tomo I, edición de Edmundo O’Gorman, Ciudad de México, UNAM, 1975, p. 519.

3

Ibid., p. 468, 211, 472.

4

Francisco López de Gómara, Historia de la conquista, Caracas, Ayacucho, 2007, p. 266.

5

Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Obras históricas, tomo I, op. cit., p. 467.

6

Francisco López de Gómara, Historia de la conquista, op. cit., 273.

24

Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Obras históricas, tomo I, op. cit., p. 525.

7

Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Obras históricas, tomo I, op. cit., p. 475.

25

John Leddy Phelan, The Millennial Kingdom of the Franciscans in the New World, Berkeley, University of California Press, 1970, p. 116.

8

Ibid., p. 514. Gómara menciona un par de veces a Ixtlilxochitl, a quien describe como un mancebo “esforzado y de hasta veinticuatro años” (op. cit. pp. 258, 306).

26

Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Obras históricas, tomo I, op. cit., p. 525.

9

Cristián Andrés Roa-de-la Carrera, Histories of infamy: Francisco López de Gómara and the ethics of Spanish imperialism, Boulder, University Press of Colorado, 2005, p. 1.

27

Ibid., p. 168.

28

Pablo García [Loaeza], “Saldos del criollismo: el Teatro de virtudes políticas de Carlos de Sigüenza y Góngora a la luz de la historiografía de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl”, Colonial Latin American Review 18.2, 2009, pp. 219-235.

10

Rolena Adorno, The Polemics of Possession in Spanish American Narrative, New Haven, Yale University Press, 2007, p. 127.

11

29

12

30

Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Obras históricas, tomo I, op. cit., p. 503.

Carlos de Sigüenza y Góngora, Seis obras, edición de Irving Leonard, Caracas, Ayacucho, 1984, p. 167.

Según Alva, Cohuanacochtzin era co-regente de Texcoco junto con su hermano Ixtlilxóchitl. Sin embargo, el historiador explica que era Ixtlilxóchitl quien “comandaba todo, que sólo el tributo y reconocimiento le daban a Cohuanacochtzin, pero en todo lo que era gobierno … no se entremetía” (Obras históricas, tomo I, op. cit., p. 494).

Antonio Lorente Medina, La prosa de Sigüenza y Góngora y la formación de la conciencia criolla mexicana, México, FCE, 1996, p. 37.

31

Francisco Javier Clavijero, Historia antigua de México, edición de Mariano Cuevas, México, Porrúa, 1968. p. xxviii.

32

Ibid., pp. xxi, 422-423.

13

La Triple Alianza fue establecida hacia 1428 por Iztcoatl, Nezahualcóyotl y Totoquihuaztli, gobernantes de Mexico, Texcoco y Tlacopan respectivamente. A la llegada de los españoles en 1519, la alianza dominaba una extensa región en torno al Valle de México.

33

Ibid., p. 113-115.

34

Giovanni Marchetti, Cultura indígena e integración nacional: la Historia antigua de México de F. J. Clavijero, Xalapa, Universidad Veracruzana, 1986, p. 98.

14

35

El parlamento de Cuauhtémoc resulta particularmente irónico. Un pasaje anterior narra cómo Cortés lo torturó para que revelara el paradero de sus tesoros, hecho que Alva denuncia como una “gran inhumanidad” (Obras históricas, tomo I, op. cit., p. 480).

Francisco Javier Clavijero, Historia antigua de México, op. cit., p. 115.

36

Diario de México, 26 de diciembre de 1809, tomo XI, p. 728

37

Carlos María de Bustamante, Introducción, Tezcoco en los últimos tiempos de sus antiguos reyes, México, Mariano Galván Rivera, 1826, s.p.

15

Ibid., pp. 501-502.

16

Ibid., p. 422.

38

Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Horribles crueldades de los conquistadores de México y de los indios que los auxiliaron para subyugarlo a la corona de Castilla, edición de Carlos María de Bustamante, México, Alejandro Valdés, 1829. pp. ii-iii, xii. Se ha actualizado la ortografía, conservando las itálicas.

17

Eduardo de J. Douglas, “Figures of Speech: Pictorial History in the “Quinatzin Map” of about 1542”, The Art Bulletin 85.2, 2003, p. 290. Susan Spitler, “The Mapa Tlotzin: Preconquest History in Colonial Tetzcoco”, Journal de la Société de Américanistes 84.2, 1998, p. 77.

18

39

Pablo García Loaeza, “Deeds to be praised for all time: Fernando de Alva Ixtlilxochitl’s Historia de la nación chichimeca and Geoffrey of Monmouth’s History of the Kings of Britain”, Colonial Latin American Review 23.1, 2014, pp. 53-69.

Gabrielle M. Spiegel, “Genealogy: Form and Function in Medieval Historical Narrative”, History and Theory 22.1, 1983, pp. 47-48. Robert Folger, “A Genealogy of Castilian Historiography: From Nomina Regum to Semblanzas”, La Corónica 32.3, 2004, p. 60.

19

Geoffrey of Monmouth, The History of the Kings of Britain, traducción de Lewis Thorpe, Londres, The Folio Society, 1969, p. 65.

40

Alva fue Juez gobernador de varias localidades indígenas e intérprete del Juzgado de Indios en la Ciudad de México. El texto de la cédula aparece en el nutrido apéndice documental incluido por O’Gorman en Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Obras históricas, tomo II, op. cit., p. 343.

20

Richard W. Southern, “Presidential Address: Aspects of the European Tradition of Historical Writing: 3. History as Prophecy”, Transactions of the Royal Historical Society 22, 1972, p. 160.

41

José María Kobayashi, La educación como conquista (empresa franciscana en México), México, Colegio de México, 1985. p. 264.

21

Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Obras históricas, tomo II, edición de Edmundo O’Gorman, Ciudad de México, UNAM, 1975, p. 8, 132, 181. 103

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Por Oswaldo Estrada

Crónica de un fracaso anunciado Bernal Díaz y el viaje a las Hibueras

Cuánto ha dado que hablar Bernal Díaz desde que en el 2012 Christian Duverger pusiera en tela de juicio su existencia, su participación en la conquista de México, su memoria prodigiosa, su capacidad inigualable para internarse en la conciencia de Hernán Cortés, y sobre todo su autoría de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Si existe un más allá, como el que imagina Duverger en el epílogo de su inclasificable libro Crónica de la eternidad1, seguramente el viejo soldado cronista querría tomar la pluma una vez más para aclarar, como lo hiciera antaño al leer a Gómara, Illescas y Jovio, que el historiador francés “va todo errado,” que “en todo escribe muy vicioso,” y que “es todo burla lo que escribe acerca de lo acaecido en la Nueva España” (XVIII, p. 30)2.Conocemos demasiado bien a Bernal Díaz como para aceptar que el autor de su voluminosa crónica es Hernán Cortés, escritor de las Cartas de relación (1519-1526). A diferencia de su capitán, Bernal Díaz defiende con su pluma el valor de su experiencia como soldado de a pie y la participación de todos sus compañeros en la conquista de México. Bernal nos deja oír los rumores de un mundo en ebullición con una serie de dichos populares, cuentos, mitos y anécdotas íntimas, dotando de personalidad a muchos personajes que alimentan el suspenso y la acción de un capítulo a otro. ¿Hace falta recordar lo obvio? Ante la aparición de un libro como el de Duverger todo parece indicar que sí... Es cierto que la Historia verdadera (terminada hacia 1568 y publicada por primera vez en 1632) retrata a Hernán Cortés como el hombre más capaz de realizar la conquista de México. Pero Bernal Díaz registra no sólo sus posturas caballerescas, su Cuadernos Hispanoamericanos

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fuerza de convencimiento y su don de mando sino también sus defectos, su codicia ciega y una serie de fallas que lo desprestigian ante sus soldados, en la Nueva España y en la Península Ibérica. Ya he dicho en otro momento que Cortés nace en la crónica de Bernal Díaz como el hombre más importante de su momento histórico; crece al mismo tiempo que sus aspiraciones de verse rico y famoso; se desarrolla con virtudes y defectos, con lágrimas, sonrisas, temores, anhelos; y muere en la narración de manera figurativa mucho antes del verdadero final de sus días 3. El Cortés que aparece en la Historia verdadera es un excelente líder, quién puede dudarlo, pero es también altanero y presumido, calculador, egoísta, manipulador, leal con algunos pero desleal con muchos otros; tal vez, incluso, es el asesino de su primera mujer. ¿Por qué querría Cortés, como arguye Duverger, describirse así y además en compañía de tantos personajes menores, o ayudado por Doña Marina en los episodios más cruciales de la conquista? Duverger propone con argumentos poco convincentes que Hernán Cortés escribe la Historia verdadera en España, que sus hijos la llevan a la Nueva España, que luego la envían a Guatemala, que ahí llega a manos de Bernal Díaz y que su hijo, Francisco Díaz del Castillo, se apropia de la crónica para legitimarse como descendiente de un valiente conquistador. Hay que leer el libro para seguir esta hipótesis de principio a fin, pero sobre todo para constatar que en varios momentos, pese a su innegable armazón crítica y a su lectura de documentos históricos, la tesis “fabulosa” —¿o debo decir “sensacionalista”?— se deshace en una serie de conjeturas que sólo nos ubican en un laberinto de “posibilidades”. Según Duverger: El poseedor del manuscrito puede haberle pedido a Bernal esconder el documento y luego habría muerto; y el legado se habría vuelto muy estorboso. O Bernal pudo haber aprovechado de cualquier oportunidad para apropiarse del manuscrito. No sabremos nunca en qué condiciones el invaluable documento pasó a manos de nuestro guatemalteco de oscura biografía. Sea lo que fuera, los sobresaltos de la conjura de los tres hermanos [los hijos de Cortés] alcanzaron a Díaz del Castillo en su refugio, y el viejo gruñón y pleitista se convierte por la fuerza de las circunstancias en guardián del templo y depositario de la memoria de Cortés. ¿Es casualidad o complicidad del destino? (p. 215) No debe sorprendernos que al revisar este texto donde abundan las licencias de la ficción, no pocos miembros de la comunidad 105

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académica hayan descalificado los postulados de Duverger, quien señala a Bernal Díaz como “un fantasma, un prestanombres” (p. 107). Con razón, al leer Crónica de la eternidad, el renombrado historiador y antropólogo Miguel León-Portilla descalifica al libro por estar hecho de “meras suposiciones” o “fantasías”. Héctor Aguilar Camín reconoce el valor de su andamiaje histórico, pero considera que la tesis de Duverger está del todo “desorbitada”. No menos juicioso es José Joaquín Blanco al señalar con elegancia las “barrocas especulaciones” de Duverger4. Quisiera pensar que tal vez estamos ante un problema de género. Que si Duverger llamara a este libro de “historia” una “novela” todo quedaría solucionado. Pero no. Las buenas novelas históricas, me recuerda Seymour Menton, también deben ser coherentes. Sus mentiras deben ser lógicas, aun ante la distorsión de la historia, aun cuando el autor pone en nuestras manos una narración de flagrantes omisiones, exageraciones, anacronismos5. Al fin y al cabo, el pasado se reescribe, al decir de Fernando Aínsa, para enfrentar memorias individuales y colectivas, para fraccionar y pluralizar las verdades absolutas del ayer, o para lograr encuentros provechosos no sólo entre la historia y la literatura sino entre la nostalgia, la amnesia histórica y el olvido selectivo6. Para demostrar que Hernán Cortés es el autor de la Historia verdadera, Duverger señala algunos paralelismos entre las Cartas de relación y la voluminosa crónica. En ambos casos el autor recalca ciertos binarismos y una voz protagónica (con la salvedad de que el “nosotros” de Bernal apunta hacia un “yo”); también registra descripciones acumulativas que se sostienen en base al uso repetitivo de la conjunción “y”; además reconoce que en ambos conjuntos narrativos se expresa la imposibilidad de contar con palabras precisas el nuevo paisaje americano (pp. 184-185). Lo cierto es que, pese a estas similitudes, las Cartas de relación soy muy distintas de la Historia verdadera. Duverger fija la mirada sobre todo en la Segunda Carta de Cortés, fechada el 30 de octubre de 1520. Me pregunto, sin embargo, si hubiera llegado a las mismas conclusiones analizando la forma, el contenido y la perspectiva narrativa de la Quinta Carta de relación, firmada el 3 de septiembre de 1526, sobre todo en comparación con los múltiples capítulos de la Historia verdadera en los que Bernal Díaz narra el fallido viaje a las Hibueras. ¿Le convendría a Cortés ser autor de un relato como el que ahí nos entrega el soldado cronista? ¿Le convendría, acaso, ser el héroe que después de haber conquistado el trono mexicano se derrumba por sus propias acCuadernos Hispanoamericanos

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ciones, por sus malas decisiones, por su incontrolable ambición y arrogancia? HE MENESTER VOLVER MUY ATRÁS DE NUESTRA RELACIÓN A pesar de la vigente valoración de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España como una crónica que supera los marcos historiográficos del siglo XVI debido a sus caracterizaciones ingeniosas, al manejo calculado del tiempo y el espacio, y al empleo de diversas técnicas narrativas que hoy nos parecen novelescas, pocos son los estudios críticos que analizan el viaje a las Hibueras. Esto es comprensible. Por estar hecha de detalles grandes y pequeños que no siempre resultan sorprendentes o trascendentales, las más de las veces la crónica de Bernal Díaz del Castillo nos parece más interesante en aquellos episodios en los que el viejo soldado escritor retrata la transculturación del náufrago Gonzalo Guerrero; el cristianismo bíblico de doña Marina ante una madre que le pide perdón por haberla entregado como esclava; y las lágrimas de los caciques de Cempoala que le piden perdón a sus dioses porque los teules españoles los hacen rodar por las gradas de sus pirámides. Cómo olvidar el encuentro real maravilloso entre Hernán Cortés y Moctezuma a las puertas de Tenochtitlan, la desastrosa Noche Triste en que el capitán español pierde a la mitad de sus hombres, o el miedo constante que sienten los soldados al exponer sus vidas en numerosas batallas sangrientas que culminan con la conquista definitiva de México, en 15217. Tal vez por esta misma razón algunas ediciones y traducciones de la historia bernaldina ni siquiera incluyen el viaje a las Hibueras, o simplemente se limitan a resumirlo como un mal paso de Cortés y sus soldados por el territorio centroamericano de la actual Honduras. Aun cuando este relato de viaje “puede aislarse del resto de la Historia [verdadera] y leerse como una unidad autónoma”8— lo cual bien podría afirmarse sobre varios episodios intercalados a lo largo del texto— en él Bernal retoma sus constantes novelescas de tal forma que nos hace sentir que sin la exposición psicológica de las Hibueras y de todo lo que sucede en ese tiempo-espacio inhóspito, su manuscrito quedaría incompleto. Y es que ahí, perdidos en medio de frondosos bosques y soportando continuas tempestades, los soldados pierden toda la fe que antes hubieran depositado a ciegas en manos de Hernán Cortes; ahí se entretejen los hilos que lo llevarán al desprestigio y a la ruina; y ahí también 107

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muere metafóricamente negándose y negándoles a sus soldados lo mejor de la Nueva España. Si el mayor reto de Bernal Díaz es recuperar las hazañas de los soldados que participaron en la conquista, sobre todo en una lucha feroz con los documentos que ya se habían publicado al respecto9, el viaje a las Hibueras le brinda otra oportunidad invaluable para destacar la colectividad de la gesta conquistadora, la valentía de sus compañeros, y desde luego su protagonismo ante la desgracia y la escasez. La historia que tenemos entre manos es en principio sencilla. Guiado por su afán de explorar y conquistar, a principios de 1524 Cortés envía a Cristóbal de Olid hacia el territorio de las Hibueras. La razón del viaje, como confirma José Luis Martínez, es encontrar un paso conveniente que una los dos océanos, y por supuesto: conquistar, pacificar y poblar el camino recorrido hasta llegar a las Islas de la Especiería10. Bernal Díaz lo explica así en el capítulo CLXV de su crónica: Como Cortés tuvo nueva que había ricas tierras y buenas minas en lo de Hibueras y Honduras… y le dijeron que creían que había por aquel paraje estrecho, y que pasaban por él de la banda norte a la del sur, y también, según entendimos, Su Majestad le encargó y mandó a Cortés por cartas que en todo lo que descubriese mirase y adquiriese con gran diligencia y solicitud de buscar el estrecho o puerto o pasaje para la Especería, ahora sea por lo del oro o por buscar el estrecho, Cortés acordó de enviar por capitán para aquella jornada a un Cristóbal de Olid. (p. 415) Claro que no es la primera vez que Bernal menciona el viaje a las Hibueras. No olvidemos que desde la primera página de la Historia verdadera el cronista se autoriza como uno de los primeros descubridores de la Nueva España “y Cabo de Honduras e Higueras” (I, 1). De hecho, ya desde el capítulo XXXVII, sabemos que “después de conquistado México y otras provincias, y se había alzado Cristóbal de Olid en las Hibueras, fue Cortés allí y pasó por Guazacualco” (p. 61). Para alimentar el suspenso del viaje que narrará in extenso porque ya se acerca el momento de hacerlo, con su acostumbrado estilo Bernal muestra a Olid despidiéndose de Cortés “con mucho amor y paz” (CLXV, p. 416). Acto seguido dice que guiado por los malos consejos de Diego Velázquez y por su ambición de mandar, Olid se rebela ante su capitán. Y como Cortés “nunca supo cosa ninguna hasta más de ocho meses” (CLXV, p. 417), también Bernal nos deja con el gusto de este relato en los labios. A cambio, nos entretiene a lo largo Cuadernos Hispanoamericanos

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de varios capítulos con jugosos cuentos sobre diversas batallas, rumores de todo tipo y sendos actos de conquista espiritual, intrigas contra Cortés en la corte del emperador Carlos V, y murmuraciones sobre las maneras injustas en que el futuro Marqués del Valle “se tomó todo el oro, lo más y mejor de la Nueva España para sí, y nosotros quedamos pobres en las villas que poblamos con la miseria que nos cayó en parte” (CLXIX, p. 442). Nada más distinto del estilo ordenado, directo y mesurado que hallamos en las Cartas de relación. Bernal Díaz pasa revista a todo lo que observa a su alrededor. Fija la mirada, por ejemplo, en los doce franciscanos que llegan a la Nueva España y en la devoción que ante ellos despliega Hernán Cortés, aunque luego lo muestra comprando favores y asegurando su futuro matrimonio con doña Juana de Zúñiga, o escribiendo cartas duplicadas a su padre, a sus deudos y al emperador para cuidarse las espaldas. Cuando después de varios capítulos Cortés se entera de la rebelión de Olid, aparece en la Historia verdadera “muy pensativo” (CLXXIII, p. 455), hasta que envía a Francisco de las Casas para prender al agresor. Como si hubiera estado ahí para verlo, Bernal se explaya en explicaciones suculentas sobre la manera en que cae preso y es degollado Cristóbal de Olid. Además retrata a Cortés impaciente y apurado, arrepentido por haber enviado a otro en su lugar y emprendiendo el desastroso viaje a las Hibueras “porque le decían que aquella tierra era rica de minas de oro; y a esta causa estaba muy codicioso” (CLXXIV, p. 458). No exagera Rolena Adorno al señalar que el mayor logro de Bernal Díaz es su persuasión retórica, esa forma de narrar que se sale de lo puramente histórico y nos sugiere literariedad11. Claro que Bernal no estuvo presente en el desencadenamiento de estos sucesos, o en varios lugares a la vez. Pero lo pone por escrito de una forma tan verosímil, apelando a nuestras emociones, que le creemos, aun a sabiendas que lo más probable es que en numerosos momentos de su Historia verdadera el cronista aumenta y corrige, imagina intercambios, inventa. Esto no lo entiende Christian Duverger. Por eso sostiene que muchas de las escenas de la Historia verdadera donde Bernal recrea diálogos y situaciones como testigo de vista son “tan ridículas como imposibles”, o meros “agregados” de su hijo Francisco Díaz del Castillo (p. 218). Decir esto es obviar las licencias que se toma Bernal Díaz para justificar que su historia es verdadera, que su relato, a diferencia del de Gómara o de las cartas de Cortés, guarda detalles inéditos. El viaje a las Hibueras narrado por Bernal Díaz se ha leído 109

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como un periplo “dantesco” donde Cortés y los suyos se enfrentan ante su propio horror12; como la narración de un desplazamiento que escenifica un fracaso y un profundo desencuentro13; y como un “relato intercalado” que presenta cierta autonomía debido a la exposición de la partida, el viaje o tránsito, la llegada a un punto lejano y desconocido, y el retorno14. Todo esto es cierto. Aquí, como en muchos relatos de viajes del siglo XVI, como la Quinta Carta de Cortés, encontramos la narración de un recorrido o itinerario, el viaje como eje del relato, la experiencia del viajero, la descripción del paisaje y la reelaboración de materiales preexistentes15. Pero si el viaje a las Hibueras narrado por Cortés en su Quinta Carta es un viaje circular, en tanto que se regresa al punto de partida —a diferencia del viaje en línea recta a Tenochtitlan que hallamos en la Historia verdadera, o de la travesía zigzagueante a la Florida narrada por Álvar Núñez Cabeza de Vaca en sus Naufragios (1542)—, en la versión de Bernal Díaz nada vuelve a su lugar, todo cambia en medio y al final16. Y es que el soldado cronista, aun cuando sabe a priori el resultado desastroso de dicha empresa, nos interna en una historia multifacética, hecha de rumores, de reveses y derechos, obstáculos, caracterizaciones certeras, evoluciones, desavenencias. Y ESTUVIMOS EN EL VIAJE MÁS DE DOS AÑOS Y TRES MESES Hernán Cortés comienza su Quinta Carta de relación prometiéndole al emperador un resumen de lo más sobresaliente de su expedición a las Hibueras. Con un tono templado, Cortés señala: “diré las cosas notables y más principales que en el dicho camino me acaecieron, aunque hartas quedarán por accesorias que cada una de ellas podría ser materia de larga escritura” (p. 221)17. Por eso encontramos en su carta una justificación sucinta de la expedición, el momento de la partida, los esfuerzos del viaje, la reconstrucción textual del itinerario con sus dificultades, sufrimientos y carencias, el arribo al destino deseado, y su regreso a México para solucionar los disturbios de la ciudad18. Como bien señala Jimena Rodríguez, gracias a esta exposición, “el narrador sale ileso de su texto, porque logra convertir la expedición a las Hibueras en un servicio prestado a la Corona: el capitán soporta un viaje extenuante de dos años porque buscaba el ‘segundo México”19. Bernal, en cambio, no escatima en detalles. Si al principio de su crónica murmura de Cortés, diciendo que se viste de gala Cuadernos Hispanoamericanos

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para guardar las apariencias, aun cuando no tiene dinero para hacerlo, esta vez lo muestra mucho más vanidoso, partiendo a las Hibueras como todo un rey. En el viaje, señala Bernal, lo acompañan un clérigo y dos frailes franciscanos, un mayordomo, un maestresalas, un botiller, un camarero, médicos, muchos pajes, mozos de espuelas, cazadores halconeros, volteadores, jugadores y maromeros, hasta un titiritero. Cortés viaja con la vajilla de oro y de plata, con una manada de puercos para comer por el camino y “venían con los caciques que dicho tengo sobre tres mil indios mexicanos, con sus armas de guerra” (XLXXIV, p. 459). Además, lo acompañan Doña Marina y muchos caballeros y capitanes de confianza. “Todos los conquistadores viejos amigos de Cortés”, le piden que no se vaya, “y todos juntos le hicieron un requerimiento a Cortés que no salga de México, sino que gobierne la tierra, le ponen por delante que se alzará toda la Nueva España” (CLXXIV, p. 459). Pero Cortés no hace caso. Sordo a los consejos de los demás, sigue su camino. Cuando en el trayecto el factor Gonzalo de Salazar le canta: “¡Ay, tío, y volvámonos! ¡Ay, tío, volvámonos, que esta mañana he visto una señal muy mala! ¡Ay, tío, volvámonos!”, airoso Cortés le responde cantando: “¡Adelante, mi sobrino! ¡Adelante, mi sobrino, y no creáis en agüeros, que será lo que Dios quisiere! ¡Adelante, mi sobrino!” (CLXXIV, p. 459). Bernal sabe de antemano que las predicciones del factor se vuelven verdad, que en breve el factor y el veedor Chirinos obtendrán poderes que utilizarán para gobernar mal en México, pero nos deja en suspenso. En vez de revelar toda la historia, como anticipo de las revueltas en México el cronista incluye los versos de un tal Gonzalo de Ocampo: ¡Oh, fray Gordo de Salazar factor de las diferencias! Con tus falsas reverencias engañaste al provincial. Un fraile de santa vida me dijo que me guardase de hombre que así hablase retórica tan polida. (CLXXIV, p. 460) Con estos “libelos” y con los “sollozos” del factor, “que parecía que quería llorar al despedirse,” Bernal detiene por varios capítulos la inmediata traición y la revuelta que en México se avecina, “hasta que hayamos hecho esta tan trabajosa jornada, que estuvi111

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mos a punto de perdernos, según adelante diré, y porque en una sazón acaecen dos cosas y por no quebrar el hilo de lo otro, acordé de seguir nuestro trabajosísimo camino” (CLXXIV, p. 461). La travesía que Bernal Díaz narra a continuación es tormentosa. En Coatzacoalcos, el propio cronista y más de doscientos cincuenta soldados se unen a la expedición no por gusto sino porque Cortés los obliga a hacerlo. Bernal, al mando de una tropa compuesta por treinta soldados y tres mil indios mexicanos, emprende recorridos inútiles. Hay que cruzar ríos, pueblos abandonados; hay que buscar alimento. Bernal se queja de un Cortés que da órdenes en medio de un paisaje desolado, “que fue cosa bien desconsiderada y sin provecho aquello que mandó.” (CLXXV, p. 462). Los días pasan lentamente, mientras los españoles no tienen qué comer “sino yerbas y unas raíces de unas que llaman en esta tierra quequexque montesinas, con las cuales se nos abrasaron las lenguas y bocas” (CLXXV, p. 463). No hay una ruta concreta, no hay un camino a seguir. Los españoles abren caminos con sus espadas en medio de bosques densos, pero no llegan a ningún lugar de provecho. Para colmo de males, todo parece indicar que están caminando en círculos, “y una mañana tornamos al mismo camino que abríamos” (CLXXV, p. 463). Cortés estalla de ira y sus soldados comienzan a perder fe en él y en su errado viaje. “Íbamos muertos de hambre,” cuenta Bernal, tanto así que los indios comienzan a comerse (CLXXV, p. 464). Si en su afán por proyectar una dimensión inédita, los primeros cronistas de Indias incluyen en sus escritos acontecimientos y temas aparentemente fantásticos, numerosas batallas, pruebas horripilantes y sacrificios humanos20, mucho de esto aparece en el viaje a las Hibueras descrito por Bernal Díaz, donde el hambre insaciable impregna al relato de terror. O al menos eso sentimos al leer: Antes que más pase adelante quiero decir que con la gran hambre que traíamos, así los españoles como mexicanos, pareció ser que ciertos caciques de México apañaron dos o tres indios de los pueblos que dejábamos atrás y traíanlos escondidos con sus cargas a manera y traje como ellos, y con el hambre, en el camino los mataron y los asaron en hornos que para ello hicieron debajo de tierra, y con piedras, como en su tiempo lo solían hacer en México, y se los comieron; y asimismo habían apañado las dos guías que traíamos, que se fueron huyendo, y se los comieron. (CLXXV, p. 464) A partir de aquí, el hambre atraviesa todo el relato del viaje bernaldino a las Hibueras como un verdadero discurso de escasez y Cuadernos Hispanoamericanos

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desilusión, opuesto al de la abundancia, el exceso y la utopía21. En su Quinta Carta de relación, Hernán Cortés comenta muy brevemente que encontraron a un indio que había comido “un pedazo de carne de [otro] indio” (p. 228) y que por eso lo mandó quemar, frente a todos. Pero en ningún momento dice que fue por hambre sino por idolatría. Habla, sí, de las necesidades de toda su gente, sobre todo porque llegan a pueblos abandonados, quemados, y menciona también el hambre propio y el de sus soldados ante la evidente falta de alimentos. En la crónica de Bernal, sin embargo, el hambre es constante e inclemente. Los soldados se pelean por la poca comida que encuentran a los alrededores y maldicen a Cortés. Cuando Bernal, en sus momentos más protagónicos consigue alimento, la gente se lo arrancha de las manos, le sacan en cara a los allegados de Cortés el no haber compartido la manada 113

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de puercos, y hasta dejan al propio capitán sin su ración de maíz. Amante de los detalles, Bernal no pierde la ocasión para contarnos que al verse sin comida Cortés “renegaba de impaciencia y pateaba; y estaba tan enojado, que decía que quería hacer pesquisa quien se lo tomó” (CLXXVI, p. 467). Además, haciéndose el importante, Bernal muestra a Cortés rogándole que le de un poco de comida, en un discurso que delata su desesperación: “¡Oh, señor y hermano Bernal Díaz del Castillo, por amor de mí que si dejaste algo escondido en el camino, que partáis conmigo, que bien creído tengo de vuestra diligencia que traeríades para vos y para vuestro amigo Sandoval!” (CLXXVI, p. 467). En medio del hambre que se intensifica con el paso inútil de los días, Bernal cuenta que a Cortés le llegan rumores de que Cuauhtémoc, a quien llevan prisionero, planea la matanza de todos los españoles para reconquistar el trono mexicano. Cortés también relata este episodio en su carta, con el cual justifica en una breve oración la orden de ahorcar a Cuauhtémoc y al señor de Tacuba por planear la insurrección. Nada más distante de la forma en que Bernal instala a sus lectores en un cuadro dramático. En la Historia verdadera, a punto de ser ahorcado, mientras los frailes franciscanos lo encomiendan a Dios a través de doña Marina, el último tlatoani le dice a Cortés: “¡Oh, Malinche: días había que yo tenía entendido que esta muerte me habías de dar y había conocido tus falsas palabras, porque me matas sin justicia! Dios te la demande, pues yo no me la di cuando te me entregaba en mi ciudad de México” (CLXXVII, p. 470). Bernal narra su propia tristeza ante la muerte de estos “tan grandes señores”, señala que fue un acto injusto y muestra a Cortés “muy pensativo y descontento”, sufriendo de insomnio y quebrándose la cabeza debido a sus malas acciones y al hambre incontrolable de toda la tropa (CLXXVII, p. 470). Y DEJAMOS PERDIDO CUANTO TENÍAMOS El resto del viaje es un constante deambular sin sentido. El hambre continúa y cada vez mueren más compañeros. No deja de llover. Los devoran los mosquitos “de día como de noche” (CLXXXI, p. 482). Los soldados construyen puentes y abren caminos. Se ahogan hombres y caballos al cruzar algunos ríos. Los indios los atacan y hasta “hirieron al mismo Cortés en la cara y a otros doce de sus soldados” (CLXXX, p. 481). Bernal, por supuesto, aprovecha varios momentos del relato para destacar su protagonismo y hacer que Cortés le deba favores. Todos, señala el cronista, Cuadernos Hispanoamericanos

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“renegaban de Cortés y aun de su viaje, y tenían mucha razón” (CLXXXII, p. 483). Las digresiones de Bernal Díaz son numerosas. Lo sabemos. Pero el cronista se las ingenia para volver al camino principal de su narración. Y lo hace en el momento preciso. Al llegar a Centroamérica, por ejemplo, Bernal nos muestra a un Cortés transformado por el viaje: “Y estaba flaco que hubimos mancilla de verle, porque según supimos había estado a punto de muerte de calenturas y tristeza que en sí tenía… y dijeron otras personas que estaba ya tan a punto de muerte, que le tenían ya hechos unos hábitos de Señor San Francisco para enterrarle con ellos” (CLXXXIV, p. 489). Es el comienzo del fin. A través de una carta, Cortés se entera que en México los dan por muertos, que han perdido sus propiedades y sus encomiendas. Indignados, cuenta Bernal, “echábamos dos mil maldiciones… y se nos saltaban los corazones de coraje” (CLXXXV, p. 494). Cortés se encierra a llorar en su aposento porque sabe que difícil será el regreso a México. “Porque demás de estos males y escándalos había otros mayores,” señala Bernal, “que había escrito el factor a Su Majestad que le habían hallado en su cámara de Cortés un cuño falso con que marcaba el oro que los indios lo traían [a] escondidas, y que no pagaba quinto de ello” (CLXXXV, p. 493). En un relato de enredos digno de una comedia, Bernal explica cómo los hombres de Cortés le preparan el terreno para que pueda volver, aunque el capitán, en medio del desastre, “todavía quería conquistar y poblar aquella tierra” (CLXXXVIII, p. 497). Todas sus impertinencias pronto le pasan factura, sugiere Bernal. Los dos años del viaje han abierto una profunda herida en los soldados desesperados que le quieren “perder la vergüenza” (CLXXXVII, p. 496). Tampoco el capitán es el mismo de antes: “y como Cortés estaba flaco del camino, no le conocieron hasta que le oyeron hablar” (CXC, p. 503). Después de muchas peripecias, a Cortés lo reciben con los brazos abiertos en México, pero demasiados son sus enemigos y los rumores en torno a su persona. Por orden de Carlos V, Cortés pierde la gobernación de la Nueva España. Entre las muchas cosas que le achacan en su juicio de residencia, surge el viaje a las Hibueras, con el cual Cortés deja a México “en condiciones de perderse” (CXCI, p. 508). Dramático, como siempre, Bernal nos cuenta: “¡qué priesa se daban de dar quejas de Cortés y de presentar testigos! que en toda la ciudad andaban pleitos, y las demandas que le ponían” (CXCII, p. 509). Si no hubiera dejado México, sugiere entre líneas Bernal… Si no hubiéramos ido 115

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en ese viaje… Cuando Bernal Díaz finalmente regresa a México, después de la llegada de Cortés, el nuevo gobernador le niega a él y otros soldados que fueron a las Hibueras nuevas encomiendas de indios hasta que el rey ordene lo contrario. Cortés no puede hacer mucho por ellos porque él también ha perdido gran parte de sus bienes, y sobre todo porque “ya no le tenían acato ni se daban nada por él” y “muchas personas se le desvergonzaban y no le tenían en nada” (CXCIII, p. 515). Desde la perspectiva de un presente insatisfactorio y nostálgico por un pasado que parece irrecuperable22, Bernal Díaz recuerda lo mucho que antaño había sido apreciado Cortés: “como en tiempo de los romanos solían tener a Julio César o a Pompeyo, y en nuestros tiempos teníamos a Gonzalo Hernández, por sobrenombre Gran Capitán, y entre los cartagineses Aníbal o de aquel valiente nunca vencido caballero Diego García de Paredes” (CXCIII, p. 515). Pero de “los blasones pasados” poco queda (CXCIII, p. 517), mas aun, murmura el viejo cronista, porque a Cortés lo culpan, entre otros delitos, por las muertes de Luis Ponce de León, Marcos de Aguilar y la Marcaida, su primera mujer. Cortés es desterrado de México por el tesorero Alonso de Estrada, y aunque llega a Castilla como un gran señor para convertirse en Marqués del Valle de Oaxaca, Carlos V le niega la codiciada gobernación del territorio que ha conquistado para España, “y de allí adelante comenzó a decaer de la gran privanza que tenía” (CXCV, p. 526). Ya nada vuelve a ser igual. En la Nueva España hay riñas constantes entre los viejos y los nuevos conquistadores, los más difaman a Cortés, y cuando éste vuelve de España no le hacen los mismos recibimientos de antes. Con su dinero el Marqués del Valle emprende otras exploraciones y llega hasta California, realiza derroches de todo tipo, pero nada de esto le sirve. Observándolo de lejos, Bernal concluye: “Y si miramos en ello, en cosa ninguna tuvo ventura después que ganamos la Nueva España” (CC, p. 544). ¿En qué se beneficiaría Hernán Cortés de escribir algo así sobre su propia persona, si en verdad fuera, como sostiene Christian Duverger, el autor de la Historia verdadera? A diferencia del relato a las Hibueras que hallamos en la Quinta Carta de relación, en su crónica novelesca Bernal Díaz narra a paso lento el derrumbe gradual de su héroe, derrumbe del que ya no se recupera. En sus cartas Cortés expone un pensamiento científico: las tretas de guerra, la ciencia de la dominación y la ciencia de la política dentro del contexto americano y la formación del imperio español23. Cuadernos Hispanoamericanos

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Bernal, en cambio, nos interna en un ambiente de suspenso y sentimientos, misterios sin resolver, eventos que nos hacen pensar en su presente y su pasado, en una escritura vibrante que todavía hoy se proyecta hacia el futuro. Cómo creer que este estilo tan personal, tan comprometido hasta la médula, tan fuera de serie, no es el de Bernal, el viejo dicharachero y rezongón, amante de las fábulas y el detalle peculiar, de los gestos y dilemas de un mundo original.

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1

12

Duverger, Christian. Crónica de la eternidad. ¿Quién escribió la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España? México: Taurus, 2012.

Florencia, María Christen. “El viaje a las tinieblas. La expedición a las Hibueras según Bernal Díaz del Castillo”. Espacio, viajes y viajeros. Ed. Luz Elena Zamudio. México: Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Iztapalapa y Editorial Aldus, 2004, p. 19.

2

Díaz del Castillo, Bernal. Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Ed. Joaquín Ramírez Cabañas. México: Porrúa, 1998. Indico el número de los capítulos con números romanos y el de las páginas correspondientes con arábigos.

13

Añón, Valeria. “Desplazamientos, fronteras, memoria: Bernal Díaz del Castillo y el viaje a las Hibueras”. Acta Poética 27.2 (2006): pp. 305-321.

14

Rodríguez, Jimena. “El viaje como relato intercalado en crónicas de la Conquista. La expedición a las Hibueras en la Historia verdadera”. Centro y periferia. Cultura, lengua y literatura virreinales en América. Ed. Claudia Parodi y Jimena Rodríguez. Madrid: Iberoamericana / Vervuert, 2011, p. 60.

3

Estrada, Oswaldo. La imaginación novelesca. Bernal Díaz entre géneros y épocas. Madrid: Iberoamericana / Vervuert, 2009, p. 85.

4

Los comentarios de León-Portilla, Aguilar Camín y Blanco aparecen en la revista Nexos, en abril del 2013. Web.

5

Menton, Seymour. Latin America’s New Historical Novel. Austin: U of Texas P, 1993.

15

López de Mariscal, Blanca. Relatos y relaciones de viaje al Nuevo Mundo en el siglo XVI. Un acercamiento a la identificación del género. Madrid: Ediciones Polifemo / Tecnológico de Monterrey, 2004, pp. 26-30.

6

Fernando Aínsa defiende estos postulados en Reescribir el pasado. Historia y ficción en América Latina. Mérida, Venezuela: Centro de Estudios Latinoamericanos “Rómulo Gallegos” / Ediciones El otro, el mismo, 2003. Además retoma esta tesis en un artículo reciente: “Los guardianes de la memoria: novelar contra el olvido”. Cuadernos Americanos 137 (2011): pp. 11-29.

16

odríguez, Jimena N. Conexiones Transatlánticas: viajes R medievales y crónicas de la conquista de América. México: El Colegio de México, 2010, pp. 45, 205.

17

Cortés, Hernán. Cartas de relación. Nota preliminar de Manuel Alcalá. México: Porrúa, 1994.

7

En La imaginación novelesca, analizo estos y otros momentos que nos dan la impresión de estar construidos en el texto desde una perspectiva mucho más cercana al renacimiento y al mundo plurivalente de la novela que a la era medieval y a diversos documentos historiográfícos de la época en que escriben Bernal y otros relatores de Indias, como el propio Hernán Cortés o Francisco López de Gómara.

18

Rodríguez, Jimena N. Conexiones Transatlánticas: viajes medievales y crónicas de la conquista de América. México: El Colegio de México, 2010, pp. 194-204.

19

Rodríguez, Jimena N. Conexiones Transatlánticas: viajes medievales y crónicas de la conquista de América. México: El Colegio de México, 2010, p. 202. Desde luego, la tesis de Rodríguez nos hace pensar en el modelo “desmitificador” que observa Beatriz Pastor en la Quinta Carta de relación. Al respecto, véase su libro Discursos narrativos de la Conquista. Mitificación y emergencia. Hanover: Ediciones del Norte, 1988, pp. 171-191.

8

Florencia, María Christen. “El viaje a las tinieblas. La expedición a las Hibueras según Bernal Díaz del Castillo”. Espacio, viajes y viajeros. Ed. Luz Elena Zamudio. México: Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Iztapalapa y Editorial Aldus, 2004, p. 21.

9

Adorno, Rolena. “Bernal Díaz del Castillo. Soldier, Eyewitness, Polemicist”. The True History of the Conquest of New Spain. Bernal Díaz del Castillo. Ed. Davíd Carrasco. Albuquerque: U of New Mexico P, 2008, p. 393.

20

Adorno, Rolena. De Guancane a Macondo. Estudios de Literatura Hispanoamericana. Sevilla: Renacimiento, 2008, p. 147.

10

Martínez, José Luis. Hernán Cortés. México: Universidad Nacional Autónoma de México / Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 417.

21

Sobre diversas manifestaciones de estos discursos, desde la época colonial hasta nuestros días, véase el libro de Julio Ortega, Transatlantic Translations. Dialogues in Latin American Literature. London: Reaktion Books, 2006, pp. 7-30.

11

Adorno, Rolena. “Bernal Díaz del Castillo. Soldier, Eyewitness, Polemicist”. The True History of the Conquest of New Spain. Bernal Díaz del Castillo. Ed. Davíd Carrasco. Albuquerque: U of New Mexico P, 2008, pp. 396-397.

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22

Prendes Guardiola, Manuel. “Sobre el discurso de la nostalgia en Garcilaso de la Vega y Bernal Díaz del Castillo”. Literatura Mexicana 22.1 (2011): p. 12.

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Por Margarita Sánchez Martín

Educación y lectura femenina en el Virreinato de Nueva España

Entre todas las cosas que los hombres hallaron (…) para pulir y adornar la vida humana, ninguna fue tan necesaria y provechosa como la invención de las letras Nebrija, Gramática de la lengua Castellana, 1492 En el contexto de la Historia cultural la aproximación al fenómeno de la lectura, su historia y aprendizaje, las condiciones de su desarrollo e incluso la caracterización de los lectores puede abordarse desde ópticas diversas y complementarias. Tal vez una de las que más interés suscita es la que permite analizar la actividad de leer dentro de un contexto social determinado. Para el Virreinato de Nueva España, una serie de estudios publicados en los últimos años proyectan nueva luz sobre los procesos de enseñanza-aprendizaje en la lengua de los conquistadores. Es el caso de La educación en la Historia de México, de J.Z. Vázquez (2009) o de Historia mínima de la Educación en México, obra coordinada por D. Tanck de Estrada (2010). Desde una perspectiva puramente institucional y normativa la preocupación de los monarcas españoles por la educación de los indígenas americanos se hace patente desde fechas muy tempranas. Ya en 1503 los Reyes Católicos ordenan a Nicolás de Ovando, gobernador de La Española, levantar en cada pueblo una escuela en “la que todos los niños que hubiere en cada una de las dicha poblaciones se junten dos veces al día para que allí el capellán les enseña a leer y a escribir”. 119

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Esta de 1503 es solo la primera de las numerosas instrucciones, ordenanzas y provisiones que pretenden garantizar y regular el aprendizaje del castellano, inseparable del aprendizaje de la nueva doctrina que acompaña a la conquista. Como corolario, el aprendizaje de la lectura –y, en menor medida, de la escritura- debían asegurar la continuidad de la nueva lengua así como acelerar su ritmo de difusión. Otra consecuencia lógica de la empresa evangelizadora en su dimensión educativa es el papel protagonista de la Iglesia. Al igual que venía sucediendo en España y en Europa durante siglos, los principales agentes de la educación en las Indias serán clérigos y frailes misioneros. También en América los monasterios albergarán las primeras bibliotecas en latín y en español y las primeras instituciones educativas y culturales responderán a la iniciativa de religiosos y obispos. Al impulso del primer obispo de la ciudad de México, fray Juan de Zumárraga (Durango, Vizcaya 1458 – Ciudad de México, 1548) se debe, por ejemplo, la fundación de la primera institución educativa de enseñanza superior en el virreinato de Nueva España. Se trata del Colegio de la Santa Cruz de Santiago Tlatelolco, destinado a los indígenas, que comenzó su andadura en 1533. Iniciativa de este prelado vasco fue también la instalación en 1539 de la primera imprenta del Nuevo Mundo. En ella el propio obispo Zumárraga publicó el primer catecismo impreso en América: Doctrina breve para la enseñanza de los indios en 15431. Si en un primer momento el estímulo educativo de la Corona española se dirigió de forma preferente a sus nuevos súbditos, los indios, pronto serán objeto de idéntica preocupación doctrinal y formativa los españoles, criollos y mestizos. En líneas generales se trasladan a las tierras recientemente conquistadas los modelos y planteamientos educativos vigentes en España. En esta transposición, ¿qué papel jugaron las mujeres?, ¿tuvieron acceso al incipiente sistema de enseñanza que se estaba imponiendo desde la metrópoli?, ¿actuaron ellas también como educadoras?, ¿su educación copia el modelo masculino o presenta rasgos originales?... Nuestro objetivo en las páginas que siguen es dibujar las líneas maestras de la educación femenina en Nueva España, focalizando la atención en los primeros aprendizajes de las mujeres novohispanas, su educación elemental también llamada “de primeras letras”. Cada vez son mas los autores decididamente empeñados en Cuadernos Hispanoamericanos

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la investigación del papel femenino en los primeros siglos de la América española a pesar de que las dificultades para abordar este tipo de estudios son enormes. Ante la inexistencia de un corpus documental único –en especial para los primeros tiempos de la conquista- se hace necesario espigar informaciones diversas en múltiples fondos cronísticos y archivísticos tanto españoles como americanos. Forzosamente el historiador debe explorar documentación emanada de la Corona y de otras instancias públicas así como de archivos eclesiásticos sin olvidar los privados. Se hace necesario asimismo releer producciones cronísticas y literarias para rastrear en ellas referencias a la presencia femenina. La dispersión, variedad, dificultades de acceso, carácter fragmentario y abundantes silencios de las fuentes hacen de esta labor una empresa que podríamos calificar de titánica. En este sentido consideramos digno de mención el estudio de J.F. Maura, Españolas de Ultramar en la Historia y en la Literatura2. Con el objetivo declarado de “rescatar del olvido y del silencio” a las mujeres que de un modo u otro participaron en la conquista y colonización del Nuevo Mundo, el profesor Maura emplea con destreza y rigor todas las fuentes con las que –a día de hoy- contamos para acometer tan apasionante como difícil estudio. Para el tema específico de la educación de las mujeres Pilar Gonzalbo3 y Josefina Muriel4 abrieron nuevos campos de análisis. Otra estimable iniciativa se debe al Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación (objeto de idéntica preocupación doctrinal y formativa) de la Universidad Nacional Autónoma de México cuyo proyecto de edición de obras de autoras novohispanas de los siglos XVI y XVII ha dado ya sus primeros frutos. La colección Escritos de Mujeres, coordinada por Clara Ramírez y Claudia Llanos tiene como propósito presentar las creaciones de mujeres hispánicas de diversos estados civiles y variados estratos sociales. Hasta la fecha se han editado las Crónicas de la fundación del convento de Carmelitas Descalzas de la ciudad de México, escritas por dos de sus fundadoras, sor Inés de la Cruz y sor Mariana de la Encarnación y el Diario de la visionaria laica María Jesús de Ocampo. Está prevista la publicación de un cuarto volumen con la obra de sor Isabel Manuela de Santa María. Muchas de estas piezas nunca se habían dado a la imprenta por lo que la colección es un paso fundamental para conocer mejor el mundo de las mujeres escritoras del Nuevo Mundo. El 121

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Barroco novohispano no se entiende sin sor Juana Inés de la Cruz pero tampoco se agota en la que es, sin duda y con justo título, la poetisa americana por antonomasia. La historia cultural de un pueblo no se limita ni debe contemplar en exclusividad a sus figuras señeras, como la mencionada sor Juana Inés de la Cruz 5. Semejante reduccionismo nos daría una visión muy sesgada y poco fiel por lo que a continuación intentaremos aproximarnos al aprendizaje de las primeras letras de las mujeres mexicanas. La inmensa mayoría de ellas mujeres anónimas que, con frecuencia, no han dejado mas huella documental que una referencia genérica. Al igual que sucedía con los varones, evangelización y educación caminaron en paralelo. En 1528 los franciscanos fundaron el primer colegio para niñas indias en el antiguo palacio de Nezahualcayotzin en la ciudad de Texcoco. La instrucción de las pequeñas en la doctrina cristiana se realizaba a través de un coro que separaba a las alumnas del presbiterio y del recinto destinado a los fieles. Lo inadecuado del método (maestro y discípulas ocupaban espacios distintos y ni siquiera llegaban a verse) y la falta de modelos femeninos para las jóvenes indias anima a los frailes a solicitar del rey el envío de mujeres españolas dispuestas a una dedicación exclusiva al adoctrinamiento y educación. Ante el silencio de la administración española, los religiosos seguirán atendiendo a niños de ambos sexos. El solícito fray Juan de Zumárraga apelará una y otra vez a la Corona para que facilite el paso a las Indias de mujeres que puedan cumplir adecuadamente esta tarea. El plan del obispo de México era instalar una escuela para niñas en cada pueblo importante de su diócesis. En 1536 escribe al Consejo de Indias que “hay una gran necesidad que se hagan casas en cada cabecera y pueblos principales donde se críen y doctrinen las niñas y sean escapadas del diluvio maldito de los caciques”. Una segunda carta fechada el año siguiente contiene su agradecimiento al monarca por la escuela de educación para mujeres 6. Hasta que llegaron al Nuevo Mundo las primeras religiosas y maestras españolas los franciscanos de México contaron con la inestimable ayuda de Dª Catalina de Bustamante. En 1514 esta extremeña cruzó el Atlántico con su esposo, Diego Tinoco, y con sus dos hijas y se instaló en Santo Domingo. En 1528 encontramos a Catalina, ya viuda, en Texcoco donde recibe el encargo de formar y educar en la fe cristiana a las niñas del primer colegio femenino de América. Las repetidas solicitudes Cuadernos Hispanoamericanos

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de maestras que el obispo Zumárraga dirige a España encuentran un ánimo favorable en la persona de la Isabel de Portugal 7, esposa de Carlos V. Dos años después, en España, la emperatriz tendrá ocasión de escuchar de labios de la propia Catalina la importancia de esta tarea pionera y la acuciante necesidad de brazos que unirse a la empresa. En 1535 Catalina de Bustamante vuelve a hacerse a la vela en Sevilla pero en esta ocasión acompañada de cuatro maestras mas. Durante las primeras décadas del siglo XVI la necesidad de maestras es acuciante. Religiosas o laicas, monjas profesas o terceras son buscadas con ahínco. Una decena de Reales Cédulas conservadas en el AGI y fechadas entre 1529 y 1530 nos permiten seguir las gestiones realizadas para su reclutamiento –que era voluntario-, la organización de su viaje primero atravesando España desde Salamanca hasta su embarque en Sevilla y, desde aquí, hasta Nueva España. Se las busca, se las anima a emprender la aventura de abandonar la seguridad de su tierra natal, se agradece su disponibilidad, se agilizan los trámites y traslado de sus personas y bagajes, su alojamiento y manutención, se organiza la escala que las llevará del puerto de Veracruz a la ciudad de México y, finalmente, se facilita su instalación en América8. Muchas de estas mujeres ven el mar por primera vez; para todas es su primera travesía al Nuevo Mundo; para casi todas, la última vez que pisarán España. No es difícil entrever en todos los cuidados con que se las rodea el intento de conjurar su incertidumbre y lógicos miedos al dejar atrás todo lo que les es conocido. En la escuela de San Francisco de Textoco fundada por Dª Catalina las niñas permanecían en régimen de internado. La dirección y gestión diaria recaía en mujeres laicas, generalmente vinculadas como terciarias a una orden religiosa. Señala J. Maura en su estudio ya citado, esta no constituye una excepción puesto que desde comienzos de la conquista fueron varios los centros docentes regentados por mujeres en los que la enseñanza no estaba impartida por monjas. Entre los siglos XVI y XVIII las escuelas de niñas aparecen en la documentación con el nombre de escuelas de amiga o de “migas”9. Las escuelas o casas de amiga constituyeron el primer paso de la educación elemental privada a cargo de mujeres que, con ciertos conocimientos, eran retribuidas por sus servicios docentes a las niñas de una incipiente clase media en ultramar. En el Archivo General de la Nación de México (en adelante AGN) se conservan los planos de la reforma de la iglesia y escue123

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la de San Juan de Iztacalco10 en los que se preveen dos espacios señalados como sala para la miga y dormitorio de la maestra, respectivamente. Para muchas mujeres novohispanas su contexto educativo será el convento. El papel de los conventos de monjas en la educación de las niñas durante el periodo virreinal es básico: al no existir aun monjas de vida activa y ante la insuficiencia de instituciones docentes, la mayoría de las comunidades religiosas femeninas11 acogían en sus claustros a las llamadas “niñas educandas”12. La actividad educativa incardinada en la vida conventual se prolongaría durante siglos: ni el veto conciliar ni el rechazo de los obispos terminaría con esta práctica. A mediados del siglo XVI el Concilio de Trento prohibió el alojamiento de laicas Cuadernos Hispanoamericanos

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en los conventos. También los prelados trataron de evitarlo por la ruptura que dicha práctica suponía para la clausura y por el deterioro que la presencia de niñas y jóvenes causaba a la austeridad propia del convento13. A pesar de todas las prescripciones en contra, en los conventos hispanos era práctica común la presencia de niñas que, durante los años de su aprendizaje se sometían a un régimen de vida conventual hasta que abandonaban la institución para contraer matrimonio. El Cedulario de Puga14 recoge una extensa petición de los obispos de la Nueva España a Carlos V datada en México a 4 de Diciembre de 1537 en la que los prelados argumentan prolijamente y defienden la idoneidad de la educación de femenina en régimen de clausura o semiclausura. Entre el elenco de argumentos a favor destacan: la adecuación de esta forma de vida a la que, antes de la conquista, caracterizaba a las indias (recogimiento, encierro, sometimiento a la autoridad paterna), la eficacia de la vida en el convento para aprender la doctrina cristiana y beneficiarse del buen ejemplo y honestidad de las religiosas, el efecto multiplicador de lo aprendido por estas jóvenes que, una vez casadas, llevarán su buen ejemplo a sus maridos y hogares, etc. Asimismo se solicita que la enseñanzas recaiga en manos de las monjas, señalando que las maestras laicas desplazadas desde España carecen del compromiso de obediencia y clausura y, por tanto, han abandonado su tarea docente en el convento cuando han tenido mejores oportunidades fuera de él. El texto hace referencia a indias pero muchas de las razones que se alegan podían hacerse extensivas a mujeres españolas y criollas. Por su indudable interés para ilustrar los intereses y objetivos de la educación femenina de la época, trasladamos un fragmento de dicha petición15: Parécenos cosa provechosa y muy necesaria haber en esta ciudad de México un monasterio suntuoso de monjas profesas, de la manera de Castilla, con que ellas tengan cuidado de las hijas de estos naturales y las doctrinasen y tuviesen en todo recogimiento y enterramiento, porque de esta manera serian enteros cristianos ellos y ellas y tomarían doctrina de la honestidad y recogimiento de las dichas monjas y sus padres las darían de mejor voluntad que las dan en estos monasterios, donde no hay esa guardia y encerramiento ni lo puede haber de la manera que agora están y por esto las dan de mala gana16, porque en su gentilidad las solian tener muy encerradas y como nadie las viese y haciéndose así, allende de la doctrina que tomarían en las cosas de nuestra santa fe católica 125

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para cuando de allí saliesen a se casar, enseñarían a sus maridos y casas las cosas de nuestra santa fe y alguna policía honesta y buen modo de vivir, y porque para este efecto Vuestra majestad mandó edificar un recogimiento y casa en esta Ciudad, cabe la iglesia mayor, en el cual al presente se recogen algunas hijas de los naturales y se han caso y casan cuando son de edad; y hemos visto el mucho provecho que de estar en el dicho recogimiento y doctrina se ha seguido y vemos el mayor que se seguirá si las maestras que a éstas enseñaren hubiesen profesado, porque las mujeres que de esas partes han venido, como no fuesen obligadas a clausura ni obediencia, salen y andan fuera y disponen de sí a su voluntad sin haber lugar de ser compelidas para que estén en las dichas casas, y no se nos vayan como las mas se han ido, porque les aventaja partidos en casa de seglares. A la educación en escuelas gobernadas por maestras laicas y a la educación en el convento podemos añadir una tercera modalidad formativa: la educación privada encomendada a un preceptor o maestro. Este puede ser hombre o mujer, laico o eclesiástico con el que se suscribe un contrato en el que además de la duración y el salario se especifica el contenido de la enseñanza.Como ejemplo transcribimos a continuación el contrato fechado en México el 4 de marzo de 1600, entre Joan de Salinillas y el sacerdote César Castellanis. Beneficiarios de la enseñanza del padre César serán el propio Salinillas, su esposa Dª Úrsula Martel y Miguel de Bárcena Balmaseda. Digo el Padre Cesar, Presbítero que es verdad que recibo de Joan de Salinillas, conbiene a saber, cinquenta pesos de oro comun los quales me da y paga por razon de que le tengo de enseñar a leer en qualquiera libro de romance sueltamente de corrido y escrevir una letra bastarda a vista de quien lo entienda dentro de seis meses primeros siguientes que comiençan a correr y se contar dende el dia de la fecha deste y ansimismo tengo de enseñar a doña Ursula Martel, su muger, y a Miguel de Barzena Balmaseda a leer latin muy bien a la dicha doña Ursula Martel y al dicho Miguel de Barzena Balmaseda en un libro de corrido sueltamente y a escribir una letra bastarda que por todo lo qual me ha de dar y pagar cinquenta pesos de oro comun, acabado que les haya enseñado a lo que tengo puesto y conçertado. Y si no cumpliere todo lo que dicho tengo puesto y concertado con vos el dicho Juan de Salinillas me obligo con mi persona y bienes devolver los dichos cinquenta pesos con mas las costas de la cobrança. Y tenes condiciçion que os tengo de enseñar Cuadernos Hispanoamericanos

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mas las cinco reglas de contar ordinarias a vos, Juan de Salinillas y a Migues de Barzena Balmaseda. Y por verdad di esta. Firmada de mi nombre. Testigo Bernaldino de Valdes y Francisco Martinez y Nicolas Ruiz, vecinos de esta ciudad de Mexico. Fecho a quatro de marzo de mil y seiscientos años. [Rúbrica] Cesar Castellanis. AGN, Indiferente Virreinal, Caja 5173. Exp. 104 Según los términos del contrato, se fija un plazo de seis meses para dominar los los distintos aprendizajes detallados en el documento: en el caso de Joan, leer “de corrido” en lengua romance; en el caso de su esposa y de Miguel, leer latín de un libro que aporta el propio maestro. Por lo que se refiere a la escritura, el objetivo es mas homogéneo: los tres discìpulos deberán escribir en letra bastarda, es decir, la de uso común en la época. La principal diferencia estriba en el tercer bloque de contenidos que forman este conciso curriculum: según este contrato Dª Úrsula queda exenta del estudio del cálculo y principales operaciones aritméticas (“las cinco reglas del contar ordinarias”). La falta de otros datos sobre esta familia (edad, ocupación, etc.) no nos permite afinar mas en la interpretación del documento que presentamos. No obstante, es significativo que se prive a la esposa de un aprendizaje matemático básico que, en el caso de la dedicación a actividades comerciales o manufactureras, le hubiese permitido llevar una contabilidad elemental. No parece ser el caso de Úrsula Martel, a juzgar por la abultada cantidad que su esposo paga en concepto de honorarios a César Castellanis. Los datos del documento parecen hablarnos de una mujer acomodada y culta que, en el apenas medio año debe leer latín “muy bien”. En suma, tres parecen haber sido las modalidades básicas de escolarización de lniñas y jóvenes en Nueva España: educación en la escuela de la maestra, educación en el convento o educación en el propio domicilio. En todos los casos el contenido de la educación apenas variaba. El mayor peso, como en el caso de los varones, correspondía a los contenidos religiosos (doctrinales, dogmáticos y cultuales). Hasta el punto de que podemos afirmar que el aprendizaje de la lectura era, sobre todo, un vehículo que facilitaba su acceso a la doctrina al tiempo que la lectura reiterada de un elenco de libros necesariamente limitado, contribuía a fijar y asentar los principios básicos de la nueva religión traída por los españoles. Las nuevas creencias llevan aparejadas un nuevo sistema de valores que es preciso comunicar. Comportamientos, actitudes, la 127

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determinación de lo correcto, lo adecuado, en definitiva lo que se considera digno de esfuerzo porque es virtud y, por el contrario, lo que debe rechazarse como nocivo también deben ser aprendidos por la población recientemente bautizada. La necesidad de proporcionar a las niñas modelos de actuación concretos e imitables mas allá de la literatura piadosa explica la investigación a que son sometidas las maestras que viajan desde España. Por encima de sus conocimientos se valora la ejemplaridad de su vida. Es frecuente encontrar en los documentos expresiones que ilustran este baremo: en 1529 el provincial de los franciscanos solicita que se busque “seis mujeres de vida honesta y buena fama para que pasen a Nueva España a enseñar la fe católica”17. En 1530 fray Juan de la Cruz comisionado para formar una expedición de religiosas que viajen de España a México para “”enseñar a las indias las cosas de la fe”, tiene la obligación de realizar pesquisas e informar de “la calidad de la persona, edad y habilidad” de cada una de las candidatas. Sin esta relación no puede expedirse la licencia preceptiva para el viaje a Ultramar18. Catalina de Bustamante es calificada en similares términos por el obispo Zumárraga: mujer “honrada y honesta y muy virtuosa matrona”19. Como garantía de la calidad moral de las maestras -han de ser mujeres “de buena vida y costumbres”-, las solicitudes para ejercer como tales o abrir escuela debían acompañarse de una certificación positiva del párroco de la solicitante y de una fe de bautismo20. Para los varones se aplicó la Ordenanza de los Maestros del Nobilísimo Arte de Leer, Escribir y Cantar. Sus cláusulas prohibían el ejercicio de la profesión a negros, mulatos e indios21. Los españoles debían ser maestros titulados (poseedores de una carta de examen)22 y, al igual que las maestras, acreditar ser hombres de buenas costumbres23. Además no se exigía exclusividad por lo que podían simultanear la docencia con otra ocupación profesional (con restricciones para determinados oficios). Era preceptiva la obtención de licencia y el respeto a la distribución de escuelas fijada por las autoridades que, para evitar la competencia desleal, establecían una distancia mínima de dos cuadras de separación entre una escuela y otra. Presumiblemente algunas de estas condiciones exigidas a los maestros se podrían aplicarse a las maestras. Al menos las relativas a la nacionalidad y licencia para ejercer. Las horas en la escuela se distribuían entre el aprendizaje de la doctrina cristiana, la lectura –no necesariamente ni siempre completada con la escritura- y la práctica de habilidades Cuadernos Hispanoamericanos

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y labores consideradas “propias de su sexo” como el hilado, bordado y costura. Esta formación se completaba en ocasiones con cálculos aritméticos simples. Solo una minoría de mujeres, por lo general las que optan por entrar en religión, aprenden a escribir, gramática y latín24. La metodología para el aprendizaje era básicamente memorística y repetitiva, recurriendo al canto25, la forma catequética (pregunta y respuesta que repite la pregunta) y los juegos de palabras como reglas mnemotécnicas sencillas y accesibles. Las ilustraciones, al encarecer la edición, eran poco frecuentes en estos materiales destinados a la enseñanza de las primeras letras26. En cuanto a los textos para la enseñanza empleados por estos maestros de primeras letras, catecismos, cartillas, catones y silabarios viajaban de Sevilla a Veracruz como preciados materiales didácticos. En un primer momento se utilizan las mismas cartillas en todo el territorio de la Corona castellana27; en seguida comienzan a elaborarse gramáticas bilingües y otros materiales mas adecuados a las necesidades educativas de la población americana. Los documentos informan de miles de ejemplares salidos de la imprenta puesta en marcha por el obispo Zumárraga. En 1960 Torres Revelló confeccionó una detallada nómina de las cartillas de para la enseñanza utilizadas y/o editadas en la América de habla hispana28. Este género didáctico presenta una serie de rasgos comunes: arranca con un abecedario seguido de un silabario abreviado o extenso y una síntesis de la doctrina cristiana. Su morfología es también sencilla: un pliego de papel de marca doblado tres veces con lo que resulta un cuaderno en octavo, con ocho hojas, es decir, 16 páginas. Solían venderse sin encuadernar y sin coser, con el fin de abaratar el importe. Se trata, por tanto, de ediciones modestas, de pequeño formato y sin ilustraciones. Maestras y niñas de escuela empleaban las mismas cartillas que sus homónimos masculinos, al no existir referencias en sentido contrario ni en los repertorios ni en los contratos de venta. Aprender a leer era, para la mayoría de las niñas que asistían a las escuelas de primeras letras, la principal destreza educativa a la que podían aspirar. Su aprendizaje no se simultaneaba con el de la escritura, destreza mucho menos extendida que la de la lectura. El método lector mas extendido era alfabético o de deletreo. Tras conocer las letras por su forma y repetir las secuencias contenidas en cartillas y silabarios, se comenzaba a practicar la lectura “de corrido” que siempre se realizaba en voz alta. 129

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Leer en voz alta no es simplemente reconocer las palabras. Ni siquiera es solo y entender su significado. Leer en voz alta es un acto social que exige dominar el ritmo, la cadencia, la entonación. La Ortographia castellana del P. Francisco Pérez de Nájera publicada en Valladolid en 1604 proporciona valiosas pautas para “domar la lengua” con sonidos ásperos y que “quede mas ágil y suelta”. Añade que hay que “enjuntar las silabas y no tartamudear”. Una vez dominado el “vicio” del silabeo, “quando se soltaren a leer, [hay] que enseñarles a conocer los puntos y distinçiones de la escriptura para que lean con claridad y sepan dónde han de alentar, hacer pausas y pararse; y assi mesmo mudar el tono, como se haze hablando en las interrogaciones…”. Para concluir esta visión caleidoscópica de la educación femenina en Nueva España, insistimos en la vigencia del tema de estudio para obtener una imagen menos sesgada del papel de la mujer en el desarrollo de la América hispana.Con sus limitaciones, carencias e indudables torpezas la valoración de un incipiente sistema de enseñanzas orientadas a la mujer y protagonizado en buena medida por ellas mismas no deja de ser positivo. En especial si tenemos en cuenta que lectura y escritura dejan de ser actividades exclusivamente masculinas.

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se gaste en ello, y les provean de mantenimientos y demás cosas que se les ha ordenado, AGI, México, 1088, L. 1, f. 192v.

1

Son apenas un ejemplo de la ingente tarea pastoral, educativa y asistencial llevada a cabo por este –aparentementeincansable prelado. Vid. Fray Juan de Zumárraga, primer obispo y arzobispo de México: estudio biográfico y bibliográfico, con un apéndice de documentos inéditos o raros por Joaquín García Icazbalceta, México, 1881.

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2

Universidad de Valencia, 2005. El propio subtítulo del libro: Aventureras, madres, soldados, virreinas, gobernadoras, adelantadas, prostitutas, empresarias, monjas, escritoras, criadas y esclavas en la expansión ibérica ultramarina (siglos XV a XVII), da idea de la envergadura de su investigación.

Góngora se refiere a estas escuelas de amiga en su letrilla: Hermana Marica, mañana que es fiesta no irás tú a la amiga, ni iré yo a la escuela

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AGN, Mapas, Planos e Ilustraciones, 280.

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Con las notables excepciones de las monjas recoletas, agustinas y capuchinas mientras que, en sentido contrario, dominicas y concepcionistas se dedicaron con ahínco a las labores docentes.

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GONZALBO AIZPURU, P., Las mujeres en la Nueva España. Educación y vida cotidiana. México, 1987.

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Sobre la historia de la enseñanza en las comunidades monásticas novohispanas durante los siglos XVI y XVII vid. MURIEL, J., Notas para la historia de la educación de la mujer durante el virreinato. Colegio de niñas de Oaxaca, Estudios de Historia novohispana, México, 1968, vol. II, pp. 1-9; El monacato femenino en el Imperio Español: monasterios, beaterios, recogimientos y colegios. Homenaje a Josefina Muriel. Memoria del II Congreso Internacional del Monacato Femenino en el Imperio Español, México, 1995; y LORETO LÓPEZ, R., Leer, contar, cantar y escribir, un acercamiento a las prácticas de la lectura conventual, Estudios de Historia Novohispana, 23, México, 2000, pp. 67-95.

4

MURIEL, J., La sociedad novohispana y sus colegios de niñas, México, 1995

5

Entre las primeras escritoras del Nuevo Mundo, J.F Maura, o.c., p. 160 y ss. cita a Dª Francisca Gonzaga y Castillo, Sor Jerónima de la Asunción o a Dª Ana María del Costado de Cristo

6

Archivo General de Indias (en adelante AGI), Patronato, 184, R.28.

7

El AGI custodia varias cartas de la emperatriz Isabel que muestran bien a las claras su preocupación por la educación de niñas en el Nuevo Mundo. Mantiene correspondencia con fray Antonio de la Cruz, quien le informa de sus gestiones de búsqueda de religiosas y mujeres de vida honesta que deseen ir a Indias a enseñar la doctrina cristiana; y comunicándole que se está tramitando con toda diligencia el despacho de las bulas para el obispo de México, Fray Juan de Zumárraga. Madrid, 23 de octubre de 1529. AGI, México, 1088, L. 1, f. 84r-85r. Por una Real Cédula de Dª Isabel, fechada en Madrid a 27 de Noviembre de 1532, ordena al Presidente de oidores de la Audiencia de Nueva España que provean que las beatas que fueron a esa tierra para enseñar las cosas de la fé a las niñas de los caciques y de otras personas principales de ella, sean sustentadas en lo que necesiten para su mantenimiento y vestuario, por los padres de dichas niñas. AGI, México, 1088, L.2, fol. 154r-154v.

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Algunas de estas instituciones llegaron a albergar a cientos de niñas, alojadas en varios dormitorios comunes, con el previsible menoscabo del silencio y sosiego preceptivos para las religiosas contemplativas.

14

GONZÁLEZ DE COSÍO, F., Un cedulario mexicano del siglo XVI. Versión paleográfica, prólogo y notas de _____, México, 1973.

15

GONZÁLEZ DE COSÍO, F., o.c., doc. 25a.

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De la resistencia de los indios a que sus hijos ingresasen en las instituciones docentes creadas por los conquistadores españoles nos da noticia también una Real Cédula fechada en Valladolid a 26 de Febrero de 1538 y dirigida a la Audiencia de Nueva España. En la copia que se custodia en el Archivo General de Indias (AGI, México 1088, L. 3, f. 1) podemos leer: que ha habido información “que los niños hijos de los principales desa tierra que estan en los monesterios y las niñas que estan en las casas con sus mujeres honrradas para que las enseñen reciben muy bien la dotrina cristiana y la crianza de su puericia” pero “que sus padres los dan de mala gana a los religiosos y mujeres que les han de enseñar la dicha dotrina y por no darselos los asconden y que en casa de sus padres o no reciben la fe o son prevertidos en ella de que Dios nuestro señor es deservido a que convernie (sic) que se tomasen los dichos niños y niñas para los poner a sus doctrinados a los dichos monesterios y casas de mujeres onestas”.

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Para que pasen a Nueva España a enseñar la fé católica, asegurándoles se les proveerá de lo necesario para el pasaje y matalotaje a aquella tierra y viaje desde sus casas a Sevilla, AGI, México, 1088, L. 1, f. 50v-51v. Y las favorezca y anime, para que lo hagan con más voluntad, AGI, México, 1088, L. 1, f. 152v-153r. , agradeciéndoles su disposición, y rogándoles que cuando reciban esta cédula, se dispongan para viajar hasta Sevilla, para aguardar allí la preparación del viaje a Nueva España, AGI, México, 1088, L. 1, f. 150v-151v. Que fray Antonio de la Cruz, vaya a Salamanca para preparar el viaje hasta Sevilla de las cuatro religiosas que van a ir a Nueva España a enseñar la doctrina cristiana, AGI, México, 1088, L. 1, f. 148v-149r. Que todos los concejos, justicias, regidores, etc. de todas las ciudades, villas y lugares que hay desde la ciudad de Salamanca hasta la ciudad de Sevilla para que, cada uno en su término de aposento, que no sea mesón, y sin que tengan que pagar dinero alguno, a dos beatas de Salamanca y dos sobrinas de una de ellas, que van a Nueva España a enseñar a las indias las cosas de la fé, y hagan entregarles las carretas, bestias de guías y mantenimientos a su justo precio, AGI, México, 1088, L. 1, f. 160r-160v. Al alcalde mayor y demás justicias de la ciudad de la Veracruz de Nueva España, para que, cuando llegue la última religiosa que va de estos reinos con una niña, la hagan llevar a la ciudad de México con las otras cuatro religiosas que han pasado allá para enseñar a las indias las cosas de la fé, y se ordena a los oficiales reales paguen lo que

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AGI, México, 1088, L. 1, fol. 50v-51v.

18

Íbidem, fol. 162r-163r.

19

MAURA, J.F., o.c., p. 150.

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Poco mas conocemos de las condiciones que debía cumplir la mujer para abrir escuela o ejercer de maestra.

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Parece que hubo excepciones a esta regla. En 1696 se otorga licencia al indio Lázaro de Santiago para poner una escuela en la ciudad de Santiago de Querétaro. , sin que por ello pida salario ni estipendio alguno a las comunidades de indios ni sea en perjuicio de la enseñanza que hubiere en las parroquias y doctrinas del dicho lugar. AGN, Real Audiencia, Indios 058, Cont. 19, Vol. 33, Exp. 112.

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La documentación habla de ser “examinados en el arte de

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leer, escribir y contar” así como de someterse a los “veedores del arte de leer y escribir”.

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AGN, Real Audiencia, Indios 058, Cont. 18, Vol. 32, Exp. 261. Orden al alcalde mayor de la jurisdicción de Tehuacán para que separe al maestro de escuela Diego Pérez del ejercicio de la maestría en San Pedro de Tetitlan y nombre a otra persona capaz y de buenas costumbres. Fechado en Puebla en 1695. La crueldad en el trato con los niños y los abusos también fueron causa de la expulsión de AGN, Indiferente Virreinal, Caja 5278, Exp. 015, Ayuntamientos. Pedimento de Joan de Pareja por el gobernador, alcaldes, oficiales y común del pueblo de Ixtlahuacan de los Reyes, ante la audiencia para que se anule la escritura a Francisco Perdono teniente de este pueblo, para la enseñanza de los niños de la escuela del pueblo y se pide nombrar a otro instructor ya que comete vejaciones en contra de los niños y les cobra 200 pesos.

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Significativamente los docentes se agrupaban bajo el título de Maestros del Arte de Leer, Escribir y Cantar.

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A pesar de estas limitaciones técnicas y de precio, no podemos dejar de mencionar el esfuerzo de adecuación a un nuevo mundo y a una nueva mentalidad que supone el género de los catecismos pictográficos. Vid. GARCÍA AHUMADA, E., La inculturación en la catequesis inicial de América, Anuario de Historia de la Iglesia, 3 (1994): 215-232. En la misma línea de acercamiento al pueblo que se pretende educar-evangelizar están las tempranas ediciones de Vocabularios y textos bilingües (en castellano y “mexica”) e incluso trilingües (castellano, latín y “mexica”). Vid. Cartilla Mayor en Lengua Castellana, Latina y Mexicana, México, 1691.

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La referencia más antigua que conocemos sobre cartillas para enseñar a leer enviadas al Nuevo Mundo, corresponde al año 1512, cuando la Casa de la Contratación de las Indias, en Sevilla, compró dos mil ejemplares a "Jacome [Cromberger] Alemán", a dos maravedíes cada una, para entregar al franciscano fray Alonso de Espinar, que iba a embarcarse con destino a América. Vid. Infra TORRES REVELLÓ.

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RUIZ BARRIONUEVO, C. Libros, lectura, enseñanza y mujeres en el siglo XVIII novohispano, Revista de Filología de la Universidad de La Laguna, 25, (2007), pp. 539-547. En líneas generales las informaciones de este artículo pueden hacerse retroceder al menos hasta la centuria precedente, visto el inmovilismo característico de la educación de la mujer durante todo el Antiguo Régimen. Es comprensible que fueran precisamente las monjas quienes contasen con un mayor nivel de instrucción: a la necesidad de la lectura para el rezo del oficio divino se unía el uso de la escritura para la gestión de la institución y la ventaja de tener a su disposición bibliotecas que fueron enriqueciéndose a lo largo de los siglos.

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TORRES REVELLÓ, J., Cartillas para enseñar a leer a los niños en América española, Thesaurus, Tomo XV, 1960, pp. 214-234.

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Por Beatriz de Alba-Koch

Memoria política de la conquista y evangelización de la Nueva España Los asuntos de la fe ocuparon un lugar central en la conquista de la Nueva España y fueron registrados en crónicas, historias y representaciones artísticas tanto seculares como religiosas1. La importancia de memorar la llamada “conquista espiritual,” generalmente posterior a la militar e indisociable de ésta, puede verse en la reconstrucción de los diálogos catequísticos llevados a cabo en 1524 entre los primeros doce franciscanos que llegaron a la Nueva España y los señores principales indígenas que sobrevivieron al sitio de Tenochtitlan. Ese encuentro, plasmado por Bernardino de Sahagún en sus Colloquios y doctrina christiana de 1564, nos servirá de marco para entender mejor el texto que aquí nos ocupa2. Aunque Sahagún no participó en el encuentro, pues llegó a la Nueva España en 1526, comienza los Colloquios con la siguiente reflexión: Cosa muy digna de reprehensión y aun de castigo sería delante de nuestro Señor Dios a los que vimos y experimentamos y palpamos con nuestras manos las grandes marauillas que nuestro Señor Dios ha obrado en estos nuestros tiempos, si no dexásemos memoria dellas por escripto a las generaciones que están por venir, para que por todas ellas el padre de las misericordias sea alabado3. Dejar memoria escrita, para Sahagún, era algo más que redactar una relación de los acontecimientos. La finalidad del registro histórico debía ser tanto patrimonial como laudatoria, ofreciendo a la nueva sociedad que se estaba gestando un reconocimiento de los designios divinos. Por eso Sahagún, quien por sesenta años 133

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trabajó en la evangelización, describe en los Colloquios la labor de su orden en términos maravillosos: “Casi en todo el orbe cristiano es notorio que después de la primitiva yglesia acá no ha hecho en el mundo nuestro Señor Dios cosa tan señalada como es la conuersión de los gentiles que ha hecho en estos nuestros tiempos en estas yndias del mar océano.”4 La visión exaltada del trabajo de los franciscanos que aquí expresa Sahagún es acentuada en la revisión que hizo en 1585 de su Historia general de las cosas de la Nueva España de 15795. Mientras que en los Colloquios Sahagún afirma que en la conquista “acontecieron grandes y muy milagrosas hazañas,”6 en su reescritura de la sección dedicada a la conquista de su Historia general encabeza esos milagros con el triunfo militar de Hernán Cortés en Tlaxcala, haciendo de la conquista y de la evangelización un solo “negocio” que presenta en términos milagrosos: A este Negocio muy grande, y muy importante, tuvo nuestro Señor Dios por bien de que hiciese camino, y derrocase el muro, conque esta infidelidad estaba cercada y murada, el valerosísimo Capitan D. Hernando Cortes; en cuya presencia, y por cuyos medios hizo Dios nuestro Señor muchos milagros en la Conquista de esta Tierra donde se abriò la puerta, para que los Predicadores de el Santo Evangelio entrasen à predicar la Fé Catolica à esta gente miserabilisima, que tantos tiempos atras estuvieron sugetos à la servideumbre de tan inumerables ritos Idolatricos, y de tantos y tan grandes pecados con que estaban embueltos, por los cuales se condenaban, Chicos, Grandes, y Medianos7. Es claro que en esta representación de la conquista Sahagún atribuye un papel providencial y protagónico a Cortés, al tiempo que posiciona ventajosamente a la orden franciscana como aquella que capitaneó la conversión de los indígenas. Pero no toda rememoración de la conquista y evangelización de la Nueva España comulgaba con la visión de Sahagún. Una perspectiva muy otra, en efecto, es la que ofrece el Coloquio de la nueva conversión y bautismo de los cuatro últimos reyes de Tlaxcala en la Nueva España, un auto sacramental sin fecha ni autoría definitiva que se ignora si fue alguna vez representado. Muy poca atención ha recibido esta obra en la cual, según la acotación de la misma, los reyes “reciben el santo bautismo, decláranse los misterios de la santa fe católica y del santísimo sacramento del altar”8. No obstante su carácter doctrinal, por tratarse de una pieza de teatro sacro, la conquista, como veremos, es central al tema. Sin embargo, Cuadernos Hispanoamericanos

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la campaña militar de Cortés, la conversión de los indígenas y la presencia de lo maravilloso juegan en el auto papeles radicalmente diferentes a los que les da Sahagún, evidenciando la subjetividad de la memoria política. En efecto, el Coloquio ofrece una importante reelaboración patriótica de la conquista que subraya la perspectiva de los “hijos de la tierra” de Tlaxcala en el campo de poder del virreinato. LA MATERIA HISTÓRICA Y SU REPRESENTACIÓN EN EL COLOQUIO Al momento de la llegada de los españoles y sus aliados totonacas, la confederación de las cuatro cabeceras de Tlaxcala —Tizatlán, Ocotelulco, Quiahuiztlán y Tepeticpac— mantenía con dificultad su independencia del imperio mexica. La confederación sufría penuria económica por los embargos que le imponía Motecuhzoma Xocoyotzin, y era sometida a las llamadas “guerras floridas” a fin de que Tenochtitlan tuviese víctimas para sus dioses. Uno de los eventos clave de la conquista fue la alianza que en 1519 estableció Cortés con los tlaxcaltecas, antes de llegar a Tenochtitlan. Esta alianza no fue inmediata; después de unas tres semanas de enfrentamientos y de que los españoles quemaran varias poblaciones, el “senado” tlaxcalteca decidió pactar con los invasores9. Narra Bernal Díaz del Castillo, en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, que para sellar la alianza con los invasores, los señores principales de Tlaxcala concertaron darles a Cortés y a sus capitanes cinco de sus hijas y sobrinas, “las más hermosas que tenían, que fuesen doncellas por casar”10. El propósito con el que les daban estas doncellas lo explica Bernal en boca de Xicoténcatl el Viejo, el cual pide a los españoles11 que las tomen como sus mujeres para hacer con ellas “generación,” emparentándose así tlaxcaltecas y españoles. En sus Cartas, Cortés omite este suceso, pero Bernal dice que Cortés coaccionó a los donantes a la conversión, regresando a las doncellas a casa de sus padres hasta que éstos dejaran los sacrificios humanos y aceptaran el cristianismo. Muy lógicas reticencias a la conversión son las que Bernal reporta tuvieron los señores de Tlaxcala ante el proselitismo de Cortés, que manifestaron del siguiente modo: “[E]l tiempo andando entenderemos muy más claramente vuestras cosas, y veremos cómo son, y haremos lo que es bueno. ¿Cómo quieres que dejemos nuestros teules, que desde muchos años nuestros antepasados tienen por dioses y les han adorado y sacrificado?”12 Bernal indica que, ante esta negativa, el capellán 135

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de Cortés, el fraile mercedario Bartolomé de Olmedo, le pide que desista, alegando que la conversión no puede hacerse por la fuerza. El episodio se cierra con el bautismo de las cinco doncellas, sin la conversión de sus padres. Estas mujeres tlaxcaltecas se suman a las que anteriormente, en señal de paz y vasallaje, ya habían sido ofrecidas a los conquistadores y que éstos también habían bautizado. A ese propósito Bernal declara que “las primeras cristianas que hubo en Nueva España” fueron las veinte esclavas que les regalaron en Tabasco, entre ellas doña Marina13. En Cempoal los españoles recibieron ocho doncellas más que también bautizaron. Bernal es el único historiador partícipe de la conquista que menciona un bautismo durante la primera estancia de Cortés en Tlaxcala y queda claro que quienes recibieron el sacramento fueron mujeres. Sin embargo, en Tlaxcala floreció otra versión. El historiador mestizo de Tlaxcala, Diego Muñoz Camargo, rico ganadero, comerciante y hombre político quien escribiera la historia de su patria hacia 1580, no menciona el bautizo de las mujeres principales. En cambio, ofrece un dato insólito que constituye la base del auto que aquí nos interesa y que, de haber sucedido, sin duda habría sido triunfalmente proclamado por Cortés y Bernal. Muñoz Camargo afirma que tras la inicial reticencia a la conversión, los cuatro señores principales aceptaron el cristianismo y fueron bautizados por Juan Díaz, el clérigo que acompañaba a Cortés, apadrinándolos éste y sus capitanes. Xicoténcatl el Viejo, recibe el nombre de Vicente; Maxiscatzin, el de Lorenzo; Zitlalpopocatzin, el de Bartolomé y Tehuexolotzin el de Gonzalo14. Además, trescientas mujeres, “que eran esclavas que estaban dedicadas para el sacrificio de sus ídolos y estaban presas y condenadas a muerte,” fueron dadas a los españoles15. Por no estar bautizadas, Cortés las rechaza inicialmente, pero termina por aceptarlas “para el servicio de Marina”16. Y añade el historiador de Tlaxcala que, “viendo que algunas se hallaban bien con los españoles, los propios caciques y principales daban sus hijas propias con el propósito de que si acaso algunas se empreñasen, quedase entre ellos generación de hombres tan valientes y temidos”17. Así, la hija de Xicoténcatl el Viejo, “que se llamó Doña María Luisa Tecuelhuatzin,” fue dada por mujer a Pedro de Alvarado18. La reformulación del bautismo en Tlaxcala por la pluma de Muñoz Camargo fue exitosa. Historiadores posteriores tal Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Juan de Torquemada, Agustín de VeCuadernos Hispanoamericanos

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tancourt y hasta Francisco Xavier Clavigero incluyen en sus narraciones el bautismo de los señores tlaxcaltecas aunque variando los nombres de los nuevos cristianos. En cambio, Francisco de Pareja, al hacer la crónica de los mercedarios, coloca a fray Bartolomé en el lugar del clérigo Díaz, para mayor gloria de su orden y, en su versión, solamente Xicoténcatl y las doncellas principales reciben el bautismo. Relata Pareja: Y luego se contentó [Olmedo] conque se desembarasase un cu que esta allí cerca, nuevamente hecho, y se quitase de él los ídolos, y lo encalasen y limpiasen para poner en él una Cruz, y una imagen de Nuestra Señora, en un altar donde desde luego dijo misa, y ahí bautizó al gran cacique Xicontenga el viejo y le puso por nombre Don Lorenzo de Vargas, y siempre fué éste muy buen cristiano y muy leal amigo de Cortés, y le ayudó fielmente en cuanto después se ofreció, y bautizó asímismo á la hija de este Xicotenga Doña Luisa, la cual se la entregó al capitan Pedro de Alvarado, que despues fué adelantado de Guatemala, y á la sobrina de el Mase escais le puso por nombre Doña Elvira; y asímismo bautizó á las demas indias poniéndoles sus nombres de pila con Dones, por que eran Señoras principales hijas de Señores de aquella provincia de Tlaxcala; con que se reconoce el fervoroso espíritu de Fr. Bartolomé de Olmedo, y el ministerio santo en que se ocupaba en la conquista de este Nuevo Mundo19. No ha quedado registro pictórico del sacramento ofrecido a las mujeres principales tal lo narran Bernal y Pareja. En cambio, el fundacional bautismo de los hombres principales, tal lo relata Muñoz Camargo, fue objeto de la representación pictórica que se cree formaba parte de los ahora desaparecidos murales del palacio o casas reales de Tlaxcala, pintados hacia 1560, así como de los murales del convento franciscano de Tlaxcala20. Las escenas de esos murales fueron copiadas por Muñoz Camargo para ilustrar su Descripción de la ciudad y provincia de Tlaxcala, que el autor entregó personalmente a Felipe II, y fueron también fijadas en el Lienzo de Tlaxcala, uno de los muchos documentos de méritos de la provincia21. La sustitución del bautismo de las doncellas por el de los señores de Tlaxcala puede explicarse por la ventaja que ofrecía a los tlaxcaltecas, como prueba o alegoría de la temprana y total aceptación de la supremacía española por parte de los gobernantes locales. Gracias a la aceptación de esta “nueva ley,” Tlaxcala pudo mantener el rango de provincia mayor y apelar directamen137

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te al rey; obtuvo privilegios para sus señores, entre otros el derecho a portar armas, montar a caballo y tener escudos nobiliarios y, sobre todo, logró exenciones de impuestos. Sin embargo, estos privilegios no siempre fueron respetados y de ahí surgió la constante necesidad que había de hacer memoria. En el siglo XVII, y todavía a finales del XVIII, el bautismo de los cuatro señores, ahora representados con atributos de reyes europeos, fue la piedra angular del programa iconográfico del orgullo patrio tlaxcalteca o, como lo llama Jaime Cuadriello, de las “glorias de la república de Tlaxcala”22. CONVERSIÓN DIVINA Y NEGACIÓN DE LA CONQUISTA EN EL COLOQUIO Con ese contexto en mente vayamos al Coloquio. Salen uno por uno los reyes y se lamentan de que su dios se ha vuelto silencioso. Los cuatro reyes han tenido sueños premonitorios que quieren consultarle a su dios. Acuerdan ofrendarle en sacrificio dos doncellas pero el sacrificio no se lleva a cabo pues sale el demonio. Éste les anuncia la llegada de los españoles, advirtiéndoles que los extranjeros son codiciosos y su ley engañosa. El demonio se va y llega el embajador del rey de Tabasco con un dibujo de los hombres y animales que han desembarcado en sus playas. Los reyes le hacen preguntas al embajador acerca de la recién llegada “extraña nación”23. El embajador se va y los reyes se quedan dormidos. Este dormirse, que a primera vista podría parecer incongruente, es esencial para representar que los reyes escuchan directamente la palabra de Dios, a la manera de la antigüedad bíblica. Sale en seguida un personaje identificado solamente como “ángel” que se asume es el mismo que los reyes ven en sueños. El ángel anuncia: El Señor de los cielos y la tierra mi criador y mi señor me envía a daros esta nueva de alegría, compadecido de la antigua guerra que Lucifer os causa noche y día24.

El ángel es San Miguel ya que les dice a los reyes que él fue quien echó a Lucifer del cielo. Les habla de Cristo, que “anda disfrazado,” y les advierte que deben buscarlo y acatar la voluntad divina en estos términos: Su voluntad ha sido que el camino que traen los españoles no os dé espanto, Cuadernos Hispanoamericanos

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que El lo ha ordenado porque celo tiene de remediar vuestro crecido llanto. Y así, pues es esto bien, conviene adorar al Señor que os ama tanto y a convidaros a Su mesa viene25.

El tema eucarístico del auto aprovecha bien la visión providencial de la conquista, explícita aquí en las palabras de San Miguel. Sin embargo, lo que distingue la visión de la conquista en este auto de otras versiones del mismo evento es el contacto directo que los señores tlaxcaltecas tienen con la divinidad, un evento milagroso que sucede antes de que entren en contacto con los españoles. Esta revelación divina de la que han sido objeto los reyes tlaxcaltecas permite entender su siguiente reacción, cuando el ángel se ha ido. Xicoténcatl, el primero en despertar, pregunta: ¿Qué Cristo es éste que vi que más claro que la luz no sé qué dijo de cruz que el corazón le vendí? 26 En cambio, Zitlalpopocatzin, que en sueños ha visto a los españoles, al despertar desea que éstos vengan “causando a este mundo espanto”27. Los reyes deciden enviar “plumas de valor, / oro y piedras,” a los españoles y se van28. Salen ahora soldados españoles, el clérigo Díaz, Marina y Cortés, llamado en el auto por su título de Marqués del Valle [de Oaxaca]. Reciben el regalo de los reyes de Tlaxcala y el Marqués se arrodilla para, según las acotaciones, dar “gracias a Dios por tan buen principio” 29. Le pide protección a la Virgen y se van. Al igual que en el primer cuadro del auto, de nuevo salen uno por uno los cuatro reyes. Xicoténcatl tiene un momento de tribulación, pero concluye que “seguir a Cristo es mejor”30. Maxiscatzin se arrepiente de haber adorado al demonio y clama: “Vengan los hijos del sol, / que cristiano quiero ser.”31 Zitlalpopocatzin afirma: “A un Dios que no he visto creo” y le implora: Señor, mirad mi afición que es grande, pues que sabéis que antes de haberos visto tan cautivo me tenéis que estoy adorando a Cristo sin haber visto quién es32. 139

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Tehuexolotzin, también desea la llegada de los españoles: [V]engan vuestros cristianos que yo los ayudaré con el alma y con las manos. Cristiano pretendo ser y a un Dios que sabe querer pienso seguir desde hoy . . .33 Antes de irse, cada uno de los cuatro reyes afirma que adora ya la fe de Cristo, que quiere ser cristiano y recibir el bautismo. Estos parlamentos hacen claro que la conversión de los reyes al cristianismo se ha hecho por milagro, antes de la llegada de los españoles, y sin haber sido catequizados. El Coloquio, entonces, niega rotundamente que la conquista, ya sea militar o espiritual, haya sucedido en Tlaxcala. Y conforme a ello, el pacífico encuentro de Cortés con los cuatro reyes, en el siguiente cuadro, no es entre vencedores y vencidos. Al contrario, se reconocen como iguales los soldados españoles y los visionarios tribunos tlaxcaltecas. Xicoténcatl y el Marqués se abrazan puesto que, como éste último declara: “Que al fin adoráis a Dios.” A lo cual responde Xicoténcatl: “Todos le adoramos ya”34. Después del abrazo de reconocimiento, proceden al bautismo, que no es más que la sacramentación de una fe que ya poseen. Las palabras del clérigo Díaz, en el momento del bautismo, subrayan que no ha sido la intervención de los españoles la que ha llevado a los indígenas a convertirse. Sin saber de la aparición en sueños de San Miguel a los reyes, el clérigo asume que los tlaxcaltecas, como cualquier otra nación, debieron tener algún conocimiento de Dios. Pregunta Díaz: ¿[H]ay nación bárbara o culta gente astuta o ignorante, que no sepa deste Dios el evangélico examen? 35 Así, para hacer compatibles las creencias de los tlaxcaltecas con el cristianismo, el Coloquio no sólo recurre al portento, sino a una visión neoplatónica de la religión prehispánica, como famosamente lo hiciera años después sor Juan Inés de la Cruz en su loa para El Divino Narciso36. El cuadro se cierra con un parlamento del Marqués que, “contento” por el bautismo de los señores de Tlaxcala, admira lo Cuadernos Hispanoamericanos

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logrado hasta ahí, ofreciendo un breve resumen de su campaña. Menciona las doncellas recibidas en Tabasco, entre ellas a Marina, indicando que fue “uso y costumbre de la paz que guardan / los reyes y señores de esta tierra”37. Cortés, a su modo, quiere ahora hacer lo mismo. Dice: Y así quiero yo hacer en este día ofreciéndole a Dios aquestas almas de aquestos cuatro valerosos reyes, primera ofrenda que de aquí ha salido; a quien también pidamos nos dé gracia de alcanzar las victorias que nos guardan hasta llegar al celebrado México que me tiene tan tímido y perpléjico38.

El bautizo de los reyes tlaxcaltecas, aunque no su conversión, es la ofrenda que hace el tímido y perplejo Cortés a la cristiandad39. Espera que los recién bautizados reyes, al igual que sus hijas, “hagan generación,” es decir, que se multipliquen. El aumento de la grey en el Nuevo Mundo fue una cuestión de capital importancia para la católica España de entonces, sobre todo al considerarse la grey que se perdía en Europa por la reforma. Cuando el demonio, que no se ha dado todavía por vencido, sale de nuevo, Xicoténcatl implora la protección de Jesús y Maxiscatzin le dice: “Bravo Xicoténcatl, tente / y arrímate aquesta cruz”40. El adjetivo “aquesta,” que es mencionado dos veces, implica que hay una cruz en el tablado y el demonio huye al verla. Cortés ahora urge a sus aliados a partir con él a Tenochtitlan. El cura explica el sacramento de la comunión y todos abandonan la escena. El auto se termina con un villancico cantado por dos ángeles acompañados de guitarrones. EL COLOQUIO Y EL PENSAMIENTO SINCRÉTICO NOVOHISPANO Sin que se le nombre como tal, la referencia a una cruz en el auto no puede ser otra que a la Cruz de Tizatlán la cual, según el imaginario tlaxcalteca, fue milagrosamente hallada en el sitio mismo donde se abrazaron Cortés y Xicoténcatl. Esta cruz marca el lugar en donde el cristianismo sería, de ese momento en adelante, una identidad común “más allá de la eventual alianza militar”41. Además, la presencia de la cruz en el auto alude a la visitación de Santo Tomás en Tlaxcala, cuestión que haría más especial aún a esa tierra. La creencia de que Santo Tomás predicó en Tlaxcala 141

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tuvo particular aceptación gracias a que existía ahí un culto preferencial a Camaxtli-Quetzalcóatl, la figura a la que fue asimilada el santo42. El Coloquio es de interés para el desarrollo del pensamiento sincrético novohispano ya que permite jalonar algunas de sus manifestaciones. El dominico Diego Durán, un contemporáneo de Sahagún, fue el primero en identificar a uno de los apóstoles de Cristo con la figura prehispánica Topiltzin, el gran sacerdote de Tula. Casi un siglo después, Carlos de Sigüenza y Góngora no sólo asimila al dios Quetzalcóatl con Santo Tomás, como lo había hecho antes el jesuita Juan de Tovar, sino que lo transforma en un vehículo para exaltar el pasado indígena. El Coloquio, que puede colocarse cronológicamente entre los escritos de Durán y de Sigüenza, pudo ser un antecedente para este último ya que se observan afinidades en la postura patriótica de Sigüenza con la que es expresada en el auto. Cabe señalar que la visitación apostólica en Tlaxcala seguía siendo importante a finales del siglo dieciocho como lo evidencia el óleo de 1791 de Juan Manuel Yllanes del Huerto titulado La predicación de santo Tomás en Tlaxcala y la introducción de la devoción de la Santa Cruz. Esta obra fue comisionada para la iglesia parroquial de San Simón Yehualtepec por el cura José Ignacio Faustinos Mazihcatzin, un descendiente del antiguo señor de Ocotelulco. Como lo demuestra Jaime Cuadriello, este óleo es la pieza clave del programa iconográfico del orgullo patrio tlaxcalteca43. El Coloquio, entonces, hace del bautismo de los reyes de Tlaxcala “la mitificación más acabada de la instauración de la ‘nueva ley”44, manifestando el carácter religioso del patriotismo tlaxcalteca. Se representa la conversión de los tlaxcaltecas al cristianismo no como mérito de los españoles, sino como obra de Dios; la “nueva conversión” anunciada en el título sería esta versión distinta, más alegórica que historial, de su conquista y evangelización. Además, la presencia en el auto de la Cruz de Tizatlán, que incorpora salvíficamente a Tlaxcala en los designios de la Providencia al aludir a la visitación de Santo Tomás, también resta primacía a España pues la predicación de sus soldados y evangelizadores no sería la primera en el Nuevo Mundo. UNA CIFRADA REFUTACIÓN A LA VISIÓN LOPESCA DE LA CONQUISTA Y DE LA CONVERSIÓN El autor del Coloquio lleva su patriotismo local al contexto más amplio y de mayor difusión del teatro peninsular por medio de un muy barroco artificio de ocultamiento y revelación: cifrado Cuadernos Hispanoamericanos

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en el incongruente nombre de “Hongol” que es dado al demonio en el auto, se refuta una visión europeizante de la conquista. El nombre Hongol, inspirado en personajes de La Araucana, fue rastreado por Winston Reynolds a la comedia de Lope de Vega, El Nuevo Mundo descubierto por Cristóbal Colón, donde aparece como “Ongol” y de donde también provienen veinticuatro versos transcritos literalmente en el Coloquio45. El autor del Coloquio llama Hongol al demonio y transcribe los versos de Lope para hacer obvia la intertextualidad con El Nuevo Mundo y, así, movernos a comparar su obra con la comedia. Aunque Lope presenta la cristianización de la población americana como razón imperial de la conquista, sus taínos son rudos y sus españoles codiciosos. Violencia, abuso sexual, lascivia y doblez caracterizan a ambos; solamente Colón es presentado con visos hagiográficos. Los versos que preguntan “¿Qué haré? ¿Dejaré mi Ongol / por este Cristo extranjero, / Dios-hombre y Dios español?” son puestos por Lope en boca del cacique Dulcanquellín para denotar sus dudas sobre la conversión46, del mismo modo en que son utilizados para que Xicoténcatl exprese sus dudas sobre lo mismo47. Aunque los versos son idénticos, los taínos y los tlaxcaltecas reaccionan a la conversión de manera muy distinta. Mientras que los tlaxcaltecas quieren ser cristianos, aun antes de encontrarse con los españoles, la conversión de los taínos es precedida por un violento rechazo a la evangelización. En efecto, azuzados por el demonio, Dulcanquellín y sus hombres derriban la cruz que Colón había erigido en la playa y matan a varios españoles. Cuando, milagrosamente, la cruz se yergue de nuevo, el cacique concluye: “Sin duda que es verdadera / la cristiana religión”48. Aunque los indígenas de ambas obras teatrales necesitan del portento para convertirse, la inicial resistencia violenta de los taínos subraya la desconfianza y rudeza con la que Lope los dota49. Un contraste aún más significativo entre las dos obras se observa en la manera en que se presenta el bautismo de los indígenas. En El Nuevo Mundo quienes reciben el sacramento son, según las didascalias, “seis indios bozales, medio desnudos y pintados”50. Junto con papagayos, halcones y “un plato de barras de oro”51, Colón se los presenta al Rey indicando: “Estos vienen ya enseñados, / y os piden, señor, bautismo”52. El que los “indios bozales” no tengan nombres ni hablen concuerda con el aspecto simple e indómito que tienen en la comedia y permite reducirlos a un mero componente del botín americano. En contraste, en el Coloquio, el bautismo es esencial al programa de orgullo patrio 143

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tlaxcalteca para sellar in situ la alianza con Cortés, y es precedido por la milagrosa conversión de sus reyes que ellos mismos expresan elocuentemente. Así, la visión metropolitana que Lope ofrece de la población americana es negada por la que el Coloquio ofrece de los tlaxcaltecas. En Tlaxcala importaba mucho el continuado reconocimiento de la corona y, por eso, quienes por ella hablaban insistían en presentar esta tierra, en palabras de Antonio Rubial García, como “primera sede del cristianismo novohispano y a los indios como sujetos de una elevada espiritualidad y como discípulos fieles de la predicación apostólica”53. Los objetivos de Lope, sin embargo, no eran éstos, y es claro que esto debió molestar o motivar a quien escribió el auto. ALGO MÁS PARA ENTENDER EL COLOQUIO El Coloquio forma parte de un libro de manuscritos de Cristóbal Gutiérrez de Luna, fechado en Tlaxcala en fin de año de 1619. Gutiérrez de Luna se identifica a sí mismo como “criollo de México”54. Se ha especulado que era jesuita pero sólo sabemos que para 1573 estaba ordenado55. Ningún bibliógrafo registra el Coloquio; el manuscrito no está firmado, y la letra con la que está escrito no es la de los otros tres manuscritos firmados por Gutiérrez de Luna. La intertextualidad con El nuevo mundo permite establecer que el auto debió escribirse entre 1604, año en que fue listada la comedia de Lope o, más probablemente, entre 1614 cuando se publica la comedia y 1619 en que queda incluido el Coloquio en el libro de manuscritos de Gutiérrez de Luna. Una mirada a los manuscritos con los que se encuentra el Coloquio puede ofrecer alguna luz para entender por qué Gutiérrez de Luna pudo interesarse por este texto, o tal vez escribirlo. Dos de los manuscritos se centran en la poderosa figura de Pedro Moya de Contreras (1528-1591), tercer arzobispo y sexto virrey de la Nueva España quien estableciera ahí la Inquisición en 1570, celebrara el primer auto de fe en 1574 y aboliera la esclavitud de los indígenas en 158556. El tercer manuscrito de Gutiérrez de Luna es la Relacion del invencible capitan don fernando Cortes y de los valientes caballeros que con el pasaron a la conquista de la nueva españa57. La presencia del Coloquio al lado de este texto problematiza la visión de la conquista que glorifica a Cortés. En el Coloquio, gracias al portento y no a los frailes, los tlaxcaltecas se vuelven cristianos, y los “hijos de la tierra,” como aliados imprescindibles de Cortés, ocupan un lugar tan o más importante que él en la conquista. La equiparación del Nuevo MunCuadernos Hispanoamericanos

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do con el Viejo fue una operación muy propia del patriotismo de los criollos que, como explica Rubial García, “deseosos de ser considerados iguales a los españoles, debían demostrar que esta tierra estaba contemplada en el plan divino como un área donde habitaba la divinidad, y tal demostración sólo era posible si constataba que Dios había obrado en ella milagros y portentos como prueba de su protección”58. El Coloquio permite observar cómo la materia histórica es reformulada para realzar mejor el valor del terruño y lograr ciertos objetivos de reconocimiento. Al trocar el bautismo de las doncellas principales por el de los señores de Tlaxcala, la provincia ganaba prestigio y posicionamiento a costa de elidir a sus mujeres de la escena. De igual modo, la traslación de un evento político-militar al plano providencial instrumentalizaba a los actores sociales, reduciendo los eventos históricos a meros accidentes de lo milagroso, superponiendo el plano divino al material. Pero no era ésta la primera vez que la conquista se veía en términos milagrosos. En la revisión de 1585 de su Historia general, Sahagún afirma que la conquista “fue muy semejante al milagro que nuestro Señor Dios hizo con Josué, Capitán de los hijos de Israel, en la Conquista de la tierra de promisión”59. En la segunda mitad del siglo XVI, la militancia con la que los franciscanos habían capitaneado la evangelización empezaba a declinar, llevándolos a subrayar su alianza con Cortés y a valerse de la retórica del portento para glorificar la historia de su orden. Para Tlaxcala, en cambio, la imagen de Cortés cual Josué debía matizarse. Al parecer de los tlaxcaltecas, era imperativo recordar a los vicarios de Dios y del César lo que, en toda justicia, se les debía y, para ello, la memoria o desmemoria debía estar al servicio de su nación. El que se olvide cómo fue la conquista al rememorar los bautismos en Tlaxcala es una prueba de la maleabilidad de la historia al servicio de los intereses de la política y la fe.

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Lozana Por Francisco Mรกrquez Villanueva


Entre las no demasiadas satisfacciones que suelen acompañar a una larga vida en nuestro oficio cuenta la de ver llegar el día en que una laguna, de siempre frusradora, queda por fin puesta en luz. Es el sentir que invade ante el caso de La Lozana Andaluza (1528) de Francisco Delicado en su derecho a contar entre los logros primordiales del período clásico, si bien imperdonablemente regateado por Menéndez Pelayo en su desdichada sentencia de no mostrarse digna de “ningún crítico decente.” En dependencia de un ejemplar único en una bilioteca de Viena, permaneció en absoluto olvido durante siglos, hasta su descubrimiento por Ferdinand Wolff en 1845 y primera edición moderna a cargo de eruditos españoles. Circulante, pero objeto con todo de obvia repulsa, se hallaba aún condenada a una cuarenena de tres cuartos de siglo. Y es tiempo también de reconocer el lógico desconcierto ante la clase de desafío con que semejante integral sexualización del lenguaje se alzaba ante el canónico sprachhtabu decimonónico. Si a ello se suman arduos problemas en la fijación de un texto rebosante de vulgarismos y léxico dialectal multilingüe, aparte de las extravagancias tipográficas de una oralidad hispano-italiana maravillosamente salvaje, se comprende que la parálisis crítica no cediera hasta aparecer el primer facsímil de La Lozana andaluza en 1950. Se vio este seguido de inmediato por el trabajo innovador de Antonio Vilanova como cabecera de un copioso deshielo que, provisto tanto de buenos oficiales como de un instrumental crítico avanzado, cubre la segunda mitad del siglo XX. Cuadernos Hispanoamericanos

Dicha afluencia no ha dejado de incrementarse con la llegada del nuevo siglo. Aunque La Lozana andaluza contara hasta veintiocho ediciones a partir de 1871, solo el primer decenio del nuevo siglo cuenta ya tres de ellas, a cargo de Carla Perugini (2004), Jacques Joset y Folke Gertnert (2007) y Tatiana Bubnova (2008), con especial relevancia de la segunda, debido sobre todo a su copiosa y cuidada anotación. Tan frondoso brote no registra nuevos datos relativos a la biografía del autor y su nacimiento en Córdoba, acotable entre 1475-1489, con un absoluto silencio a partir de 1534 y solo Carla Perugini aventura la posibilidad de una llegada como soldado a Italia. Paso importante por partida triple es la convicción acerca de su procedencia judía, bien lo fuera de nacimiento o de segunda generación —mucho más probable— como converso de filas. A partir de Calixto III (1445-1558) Roma acoge a un gran número de españoles, reforzados por una oleada de ellos a raíz de la Inquisición (1481) y del exilio de los judíos españoles en 1492. Asimismo ex illis, se agrega a la corriente la misma Lozana, que busca a su llegada la ayuda orientadora de conocidos o paisanos judeo-andaluces, con los que inmediamente pega la hebra. Ahora bien, la presencia benévola de esta otra inquieta exiliada determina uno de los aspectos más salientes de la obra y ayuda a comprender la medida en que el sello judeoconverso ha de considerarse una clave interpretativa que dista de hallarse agotada. El prólogo de Joset-Gertnert decide sin sombra de duda dicho origen y anota cómo anteriores escépticos le oponían algunos textos de sabor antisemita, a que

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los editores (p. XXXI) no extienden el mismo valor probatorio. Su alcance sin embargo no dependería de su mayor o menor virulencia, pues como alega Tatiana Bubnova eran muy frecuentes y lo decisivo —precisa añadir— es la presencia de manifestaciones similares en La Celestina, Diego de San Pedro, Villalobos, Francesillo e via dicendo. Por saberse amenazados y cuanto más pública era la mácula, tanto más urgía la repulsa inequívoca no de no ser “limpios” —cosa innegable—, sino en vituperio conspicuo de la etnia que les compromete. Se trata, pues, de un mecanismo de defensa secundum quid. Y Delicado no hace en esto excepción de la regla. El otro humanismo de Francisco Delicado es el título del estudio preliminar que en las primeras páginas (IX-XXV) firma el hispanista Jacques Joset. Constituye un necesario abordaje al tema de la prostitución y al insoslayable compromiso con el realismo de la obra, equivalente por lo demás a desentrañar un aspecto esencial de la literatura de imaginación en el lapso que transcurre entre La Celestina y Cervantes. De la mano del historiador Jacques Rossiaud salta allí a primera línea el fenómeno de la prostitución en la sociedad urbana bajo-medieval, cuando la fornicación entre solteros es dada casi por regular el tema de la lujuria mercantilizada aparece en las Letras de Francia, Italia y España —recordemos la Carajicomedia— no a manera de escándalo sino “de un baño cultural compartido por Aretino, Rabelais y Delicado” (Joset, p. XIII). Se ha realizado ahora un balance comparatista con la producción italiana, centrada en la batallona cuestión de Pietro Aretino y Delicado: primero si

hubo influencias y en todo caso la duda acerca de quién influyó a quién, que es preferible dejar para más adelante. También entran en danza otros italianos como Bernardo Dovizi —cardenal de Bibiena—, Maquiavelo y Ariosto, cuyo acercamiento arroja magros resultados, pues son humanistas puros y orientados hacia lo representable, en claro eco de la comedia clásica. Francisco Delicado, atraído por su maestro Nebrija hacia una latinidad bética, apunta en cambio hacia la sátira menipea, con Luciano, Apuleyo, Juvenal, además de privativas herencias hispanas del siglo anterior, como Fernando de Pulgar, Juan del Encina o Antón de Montoro —pariente carnal de Lozana— y hasta la materia de arrastre cancioneril que supone el paratexto de la Carta de excomunión contra una cruel Donzella de sanidad. Netamente apartada de toda tentación de las tablas, La Lozana andaluza no existiría sin La Celestina de Rojas, como ya señalaba Antonio Vilanova en 1952. Acogida al surco de esta última no cabe, en rigor, empadronarla en el capítulo de “imitaciones y continuaciones.” El subtítulo sin desperdicio proclama el “retrato” de la Lozana como escrito “en lengua española muy clarísima, compuesto en Roma […], el cual demuestra lo que en Roma pasaba y contiene muchas más cosas de la Celestina.” Delicado se postula allí iniciador del nuevo género de un verismo a todo trance, desgajado a la vez que hecho posible por uno de entre los acordes presentes, aunque no de un modo monopolizador ni exhaustivo, en el ilustre modelo. El susodicho enunciado reviste un claro acento publicitario, donde aquel insobornable natural

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de Martos se muestra autoinvestido de superador y no de continuador. El más obvio punto de encuentro viene dado sin duda por su mamotreto XIV bajo la enfática sugestión numérica del acto catorceno y su escena de la desfloración de Melibea, enfrentada a la del amor que consuman Lozana y Rampín y de veras antológica en la historia literaria del acto sexual. Frente a la reconcentrada economía de un hilo narrativo que en La Celestina no admite lapso ni diversiones, el “retrato” opta por la polivalencia de una serie de puros documentos visualizados a través de un diálogo adscrito no a otro asidero que la intrínseca magia de la palabra humana. Naturalmente era el gran descubrimiento de Fernando de Rojas, pero que los humanistas a la italiana solo entendían como materialidad retórica y no como supremo e incodificable principio creador. Solo que en lugar de proyectarlo como clave para la revelación del mundo interior de sus personae, Delicado lo pone a prueba en el inverso rumbo que supone la extroversión de aquellas para la conquista —entiéndase literaria— de un mundo exterior complejo. Esto es, el fascinante torbellino de “cosas” que en Roma “pasaban.” Capital eterna del mundo cristiano, Roma era una pequeña ciudad que acogía una fuerte demografía de tonsurados atraídos por las oportunidades de su alta esfera ecclesiástica. Enriquecida por los papas del Renacimiento y puesta aparte por el altísimo número de célibes, no es de extrañar que deviniera un escandaloso paraíso de prostitución, que dio muy mala fama a lo que pronto se llamó la Roma puttana. La ciudad garantiza a Cuadernos Hispanoamericanos

las mujeres el pingüe negocio del amor venal, lo mismo que a los hombres el de beneficios, prebendas y sinecuras. En sostenida oleada materialista, la ciudad eterna abraza por moneda el sexo, por encima incluso del oro y Delicado insiste una y otra vez en que no inventa nada en aquel su “retrato”. Nadie como él, que en efecto contrajo allí una sífilis monumental, mejor preparado para dar cima a la representación literaria de aquella vida abocada, por lo viciadamente dolce, a un terrible desenlace. La corriente que, a partir de Boccaccio, enfoca a la ligera el tema del sexo como faceta muy visible de la renaciente vida urbana —los humanistas y novellieri— no recoge el distinto giro que esta asume en la España del siglo XV. Porque si bien la nueva proyección colectiva de la lujuria se da allí como en todas partes, es sin embargo dada como lacra siniestramente vista en asociación con el conjuro diabólico, la ramería y el crimen, como conspicuamente ilustra la egregia Celestina de Fernando de Rojas. Dicha actitud clausura en España el despreocupado tratamiento hispano-árabe destilado por el Libro de buen amor del Arcipreste de Hita. Aunque el cristianismo mantenga similares principios, la tradición judía no solo predica la santidad del matrimonio y prohibe la prostitución a las mujeres sino que, por contraste, los ampara y hace viables mediante el matrimonio desde la primera juventud y su honor y protección por la comunidad pero, lo que hace una gran diferencia, por extenderlo a todo su estamento rabínico. Es bastante fácil de comprender con esto la aversión de ex-judíos a un mundo cristiano donde la licencia sexual

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era de hecho vista con lenidad, si no ya vista como irremediable flaqueza humana. Espíritus selectos que, lo mismo clérigos que seglares, participan de una religiosidad cuyo sello paulino les asimila a una especie de erasmismo avant la lettre, a la vez que los enfrenta con la naciente Inquisición y, en su conjunto, el mundo oficial. Con el jerónimo fray Hernando de Talavera —primer arzobispo de Granada— como inspirador, se escandalizan de la apertura de mancebías en provecho del fisco, así como de la participación de cabildos e iglesias en el negocio del lenocinio, coloreándolos como grupo de tácita oposición, por supuesto sui generis, que dieron un sabor bien especial y propio a la entera literatura del Renacimento en España. Bajo este encuadre Delicado comienza por revestir, pues, cierta normalidad que muy pronto se ve confrontada por aquel plante personal frente a la compacta tradición celestinesca. Su Lozana es carne de prostitución lo mismo que alcahueta diversificada en las mismas ciencias auxiliaries —medicina, cosmetóloga, consejera, etc.— que eran también de rigor desde los días de Juan Ruíz. Solo que a diferencia de sus antecesoras no las sigue en el aspecto fundamental de que, tal como ella proclama, sus tercerías se limiten al círculo de su profesión, lo cual significa un retroceso a la lena clásica de la comedia latina, simple agente o consejera de meretrices y ajena por entero a la corrupción de inocentes, que por el contrario es el sello de la alcahueta hispano-semítica, tomada a la ligera en el personaje Trotaconventos del Libro de buen amor y por demoníaca en Celestina. Lozana aclara, y no miente, que

su actividad profesional se limita en esto “a caballeros y putas de reputación”, lo mismo que sabe muy bien dónde yacen las fronteras infranqueables: “¿[…] qué español ha de querer tan gran cargo de corromper una virgen?”. La absoluta novedad de La Lozana andaluza no es otra que el abordaje sin guiño ni tapujo de la sexualidad de su protagonista. El sexo es un acorde presente en La Celestina en toda su franqueza, solo que transcendentalizado en haz con otros no menos conspicuos, en su proyección hacia la eterna y profunda queja ateleológica o sin respuesta de la naturaleza humana. La protagonista de Delicado, lejos de ser otra intoxicada Melibea, es un personaje independiente que asume sin problema su destino de mujer en función amoral, pero no por ello problematizada, de una sexualidad poderosa y asumida como fuente de alegrías. Para ella es un un simple dato el de cómo la señoreó desde la niñez, con pérdida precoz y ni siquiera historiable de la virginidad, mientras ella y su madre vagan por Andalucía, con estancias documentables en Jerez y en Carmona, lugares de mucho tráfico y afamados por eso de nada santos. La historia de su vida con Diomedes es pintada, a grandes brochazos, como un dilatado arranque pasional en rápida carrera hasta su abandono en la playa de Liorna para una vida de prostitución en Italia, destino aventurero pero en absoluto de lamentar ni dramatizado. Lozana halla en Roma un ambiente hecho a la medida de su falta de escrúpulos igual que de maldad, en oficio de ramera pero cada vez más orientado hacia un poco de tercería interna de la

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profesión, así como del comercio de cosméticos, curandería y oniromancia, con renuncia total a la hechicería, que es el otro gran vicio celestinesco y calificado de despreciable necedad. Y al mismo tiempo, sobre todo amor. Amores episódicos, pero bien gozados como el del eclesiástico que la deja embarazada —no se menciona depués ningún parto—, el del autor, aquel otro que fue más listo que ella, el de los pajes todavía inexpertos que son una de las debilidades de

Lozana. Y el de Rampín, otro judeoespañol, incomparable para Lozana en su proeza erótica, joven no falto de defectos, pero también factótum indispensable fuera del lecho y en verdad todo un esposo, amado para siempre y sin asomo de literatura por aquella mujer que nunca contrajera matrimonio. Como con magno acierto calificó Claudio Guillén, en su libro Múltiples moradas, la Lozana se muestra una antepasada de Molly Brown.

NOTA DE LA REDACCIÓN: Con este inédito de Francisco Márquez Villanueva (Sevilla, 1931—Boston, 2013) queremos rendir homenaje al gran estudioso de nuestras letras.

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Rendici贸n de cuentas Memorias Por J.J. Armas Marcelo 153

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VENEZUELA Y CANARIAS, 1976 Uno de los grandes inconvenientes derivados de la sentencia condenatoria que tuve que sobrellevar, durante años, tras el consejo de guerra, fue mi “mala conducta política”. El régimen de Franco, incluso en sus postrimerías, exigía para obtener el pasaporte una documentación que necesariamente incluía papeles de “antecedentes penales” y “buena conducta política”. Más de veinte veces pedí la documentación para obtener el pasaporte. Quería viajar por el mundo, no quedarme entre la Península y las islas. Quería conocer París, ir a Londres, visitar Roma, alongarme hasta Atenas. Tenía en aquel tiempo la obsesión de viajar y la frustración real, no sólo mental, de no poder llevar a cabo mi ilusión y mi proyecto. Y quería viajar a América, a Venezuela, a Cuba, a Perú, a Argentina, de donde había venido a Canarias mi abuelo materno. Quería viajar todo el tiempo, pero no podía. Faltaba un elemento esencial, el pasaporte, que se me negaba taxativamente. Los papeles de “penales” y la “buena conducta política” venían manchados desde el consejo de guerra y el Ministerio de Gobernación no sentía misericordia alguna con un tipo como yo, con pocas influencias en los círculos resolutivos y con ganas de dar la vara siempre en la misma dirección, en este caso concreto, pedir siempre el pasaporte, aunque me lo rechazaran todas las veces. Tenía la ilusa idea de que algún día iban a cansarse y, finalmente, me darían el pasaporte para que los dejara ya en paz. Además, veía entrar y salir de España a los más o menos “tolerados” socialistas, a sindicalistas castigados a cárcel, a conspicuos comunistas, como Cuadernos Hispanoamericanos

el caso del hoy nacionalista canario José Carlos Mauricio, que entraba y salía del país como si fuera general de división del Ejército y no como lo que era, un connotado miembro de la dirección del PCE. De modo que hasta que murió Franco, y hacia mayo de 1976, se me negó por las instancias oficiales la obtención del pasaporte. Como diría el entonces decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de la Laguna, el académico de la Lengua Gregorio Salvador Caja, yo estaba “quemado” para cualquier proyecto público. ¡Cómo no iba a estarlo para obtener el pasaporte! La muerte de Franco vino a representar para muchos españoles, y para mí también, una especie de suceso milagroso porque, sobre todo, daba al traste con las ínfulas del régimen de sobrevivir a la muerte de su fundador. El franquismo oficialmente comenzó a desmoronarse el 20 de noviembre de 1975 y seis meses más tarde, en medio de muchas ilusiones y mucha confusión diaria, los “malditos” del régimen comenzaron a ser mirados con otra “consideración”. Recién llegado Suárez, cuyas huestes proclamaron desde la UCD que llegaban para quedarse más de cien años en el poder, el gobierno de España quería dar la imagen de que, en efecto, España estaba cambiando a toda velocidad e iba a cambiar mucho más, hasta girar hacia una plena democracia, homologable con la de sus vecinos los europeos. Oreja Aguirre dio entonces, a principios del verano, el visto bueno de un viaje que Olarte Cullen quería hacer a Venezuela como Presidente del Cabildo Insular de Gran Canaria, pero también como miembro destacado del partido del gobierno, que

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era uno de los organismos vivos que tenían el destino de transformar España en una democracia plena. Y decidió que yo fuera la avanzadilla de una “delegación” insular, compuesta por el mismo Olarte, Fernando Bregaza Pardomo, que había estado adscrito políticamente al Partido socialista Autonomista de Canarias y, después, a Unión Canaria, integrada o a punto de integrarse en la UCD nacional, y Fernando Redondo Rodríguez, más o menos cercano, si no miembro del mismo PCE en Canarias. Esa “delegación” se desplazaría a Caracas en pleno verano del 76. Yo tenía que ir por delante, hacer los contactos oficiales con los dirigentes canarios emigrados y residentes en Venezuela, que eran multitud –la octava isla-, hablar con las autoridades venezolanas al más alto nivel, fraguar reuniones posteriores con relevantes personalidades caraqueñas, con o sin relación con Canarias o España, establecer los puentes necesarios para que cuando el resto de la expedición estuviera ya en Caracas, con Olarte al frente, todo saliera como se había pensado. Y la imagen de Canarias, de España, pero sobre todo de Olarte quedara “integrada” en la mente de los canarios de Venezuela y los propios venezolanos en el futuro democrático del país. Tenía, pues, que ir por delante, tenía que viajar al extranjero “oficialmente”, pero no tenía pasaporte. Grave complicación. Pero quien tenía aún la ley en la mano, el franquismo residual, conocía la trampa y su truco. El entonces gobernador civil de Las Palmas, el asturiano Manuel Fernández- Escandón, muy cercano al sindicalista más o menos socializado Socías Humbert, me dio la milagro-

sa solución, que a mí en principio se me antojó arbitraria y sin serntido. –Le dices a tu gestoría que pida tal día como hoy los “penales” y la “buena conducta” y que tal día como mañana, pero no más allá de mañana, vuelva a pedir los mismos papeles –me dijo Escandón. Así lo hice, sin apearme del todo de mi inicial escepticismo. El caso es que, en efecto, “tal día como hoy” el gestor pidió desde Canarias a Madrid, vía gobierno civil, mis “penales” y mi “buena conducta”. Llegarían “manchados” y, una vez más, se me denegaría el pasaporte. Pero “tal día como mañana, pero no más allá de mañana”, la gestoría volvió a pedir los papeles. Y esta vez vinieron limpios. “No constaban”, en los servicios oficiales de los que se requería la documentación para mi pasaporte, ni antecedentes penales ni mala reputación política. ¿Qué había pasado, qué milagro estaba sucediendo en el país para que ayer mismo estuviera “penado” y hoy apareciera “limpio” y reluciente? Sucedía que en aquel entonces los servicios de información, toda la documentación oficial del Estado, no estaba informatizada. Los papeles pedidos salían hoy de su lugar exacto y caminaban por los despachos de rigor hasta que regresaban a su sitio referencial más o menos dos días después de haber salido. Quedaban por medio veinticuatro horas en las que “no constaba” en mi expediente ningún elemento negativo. Y así se preparaban los papeles, con el marchamo inicial y resolutivo de “no consta”, porque “lo que constaba” estaba caminando por las mesas de despacho las veinticuatro horas necesarias para otorgar o denegar el

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pasaporte. Escandón lo sabía. Y lo único que hizo fue darme las vías y los procedimientos de escape, el mecanismo perfecto para burlar la vigilancia ya obsoleta del régimen franquista sobre los ciudadanos sospechosos. Así, de manera tan rocambolesca, obtuve mi primer pasaporte, tras la muerte de Franco, para volar a Venezuela casi un mes antes del resto de la expedición y desplazarme durante cinco días de asueto personal al Perú, a visitar a Vargas Llosa y ver in situ los lugares que aparecían en las novelas que había leído y me habían impresionado, el Colegio Leoncio Prado, el barrio de Miraflores, la ciudad de Lima. Mario estaba en esos momentos pasando una larga temporada en la capital de su país, antes de ir de viaje de nuevo a Europa, y allí le había prometido que nos veríamos a mediados de julio. Viajé a Venezuela con al corazón saltando de emoción porque al fin podía hacer lo que tanto había soñado durante tanto tiempo: ir a América. Llevaba conmigo, además, una especie de sensación de clandestinidad porque conmigo, secretamente, viajó para una estancia de unos días en Macuto, en la costa venezolana, Nathalie, el amor de mis scherzos juveniles, y uno de los personajes esenciales que aparecen, sombreados desde la realidad, en El camaleón sobre la alfombra bajo el nombre literario de Natalia Ferrer. Estaban, pues, puestas todas las condiciones para el aceleramiento emocional que llevaba colgando del alma, la aventura de conocer Venezuela y sus gentes, y la aventura sentimental que Nathalie me había regalado al acompañarme. Cuadernos Hispanoamericanos

Llegué a Maiquetía, al aeropuerto Simón Bolívar, un día que todavía no había amanecido. Tardé bastante en entrar al país y mucho más en llegar a Caracas, ya con el sol en alto, al Hotel Tamanaco, donde tenía reservada mi habitación. No dejaba de admirar el paisaje, de tratar de entender lo que significaban los “ranchitos” que rodeaban la capital venezolana con su cinturón de miseria, en contraste con la riqueza del país que entonces tenía la moneda más estable de América Latina y una de las más estables del mundo: el bolívar. El resto era un solo contacto que Alfonso Armas Ayala me había dado antes de salir de Canarias: Guillermo Morón, su amigo y el mío, director de las Academias de Venezuela en aquel momento, escritor, historiador, hispanófilo. Pero, sobre todo, amigo. Amigo de sus amigos y amigo de Canarias y de España, adonde viajaba todos los años para ver a sus amigos y amigas que eran –y lo son hasta hoy- una multitud, que lo admiraba y quería. –No “chou” –me dijo el tipo de la recepción del Tamanaco cuando me atendió luego de un largo rato de espera. Le había entregado mi reserva y el hombre seguía negando con la cabeza. Y yo no lograba entenderlo. -No “chou”, no “chou”, le digo –repetía empecinado mirándome al mismo borde de la irritación. Yo también negaba con la cabeza, para que el hombre entendiera que no lo estaba entendiendo. –Le digo –me aclaró por fin- que usted tenía que haber llegado ayer, pues, pero no “chou”… Su reserva ha sido cancelada hace veinticuatro horas, pues…, usted no se presentó… Él mismo tuvo la amabilidad de

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llamar al Hotel Macuto, en la costa, donde se había hospedado Nathalie, y hacerme una reserva a mi nombre por dos días, cuando hubiera una habitación libre para mí en el Tamanaco. Volví a bajar a Maiquetía por la carretera vieja, la única que había entonces, porque autopistas y túneles no estaban terminados todavía. Volví a ver los “ranchitos” y la geografía de la miseria en un país rico por naturaleza. Y todo eso había sucedido en muy pocas horas. Allí, en Venezuela, el ritmo del tiempo era otro y yo trataba inútilmente de aplicar mis métodos de aceleración a un ánimo, el venezolano popular, que camina en cuanto puede, y lejos de Caracas (que es un frenesí en sí mismo), con otro paso, mucho más lento y relajado, como que el tiempo no corre

en la dimensión que parece que lo hace. Estaba en América y, en cierto modo, en el Caribe. El hecho de haber leído ya entonces casi toda la obra de Arturo Uslar Pietri, los libros y crónicas de Miguel Otero Silva, las novelas y los cuentos de Salvador Garmendia, el País portátil de Adriano González León, algunas novelas de Rómulo Gallegos, un par de tomos y además la síntesis de la Historia de Venezuela de Guillermo Morón, Los pasos perdidos de Alejo Carpentier y otros libros sobre Venezuela; el hecho mismo de haber leído –y comprendido el Bolívar de Madariaga, de modo que mi ídolo histórico americano fuera –ya definitivo- Francisco de Miranda (y no El libertador) y de saber quiénes habían sido Guzmán Blanco y Juan Vicente Gómez,

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no me había convencido del todo de que Venezuela, América en general pero todo el Caribe en particular, tenían otra medida del tiempo, otra dimensión de la realidad, otra concepción de la vida. De modo que, más calmado, en medio del sol y al borde del mar, me instalé en el Macuto, llamé a Nathalie a su habitación, que se quedó muy sorprendida al verme “regresar” tan pronto, y la invité a desayunar en una de las terrazas del hotel hoy ya desaparecido. Le rogué que me concediera unos minutos. Iba a llamar a Caracas a mi amigo y contacto Guillermo Morón, que ya estaría en su despacho de trabajo. Así fue. Hablé con Morón, le conté mis peripecias y que volvía a estar en la costa, en Macuto. Dentro de dos días, le dije, nos veríamos en Caracas, cuando ya estuviera definitivamente instalado en el Tamanaco. Volví a llamar a Nathalie desde mi habitación a su habitación. –Somos libres durante unos días –recuerdo que le dije-. Bajemos a desayunar. Y sí, fuimos absoluta, desenfrenada, caribeña y venezolanamente libres por espacio de tres días, el tiempo que tardé en regresar a Caracas y ella a Madrid, donde vivía. Fue obligada mi visita al entonces embajador de España, también último de Franco, de cuyo nombre no me acuerdo, pero sí del “alias” que le daba cierto ámbito diplomático español y el establishment político venezolano: El Pichirri. Era un cursi, un estirado y medio analfabeto, que lo preguntaba todo no para informarse y aprender, sino para hacer valer una autoridad de la que a todas luces -y eso se notaba a primera vista- carecía. En aquella época, yo era más imCuadernos Hispanoamericanos

pertinentemente intransigente que ahora y detestaba la vanidad sin sustancia en cualquiera que tratara de ejercerla. El pobre Pichirri lo hacía. No acababa de entender bien qué era eso de “la España nueva” de la que su gobierno desde Madrid le mantenía informado, aunque él hacía como que todo seguía igual. En mi visita, yo le expliqué cuanto se trataba de hacer con el viaje de Olarte a Venezuela, al fin y al cabo, le recordé que había trescientos mil canarios (contando a sus descendientes) naturalizados venezolanos. Acercarse a esa colonia, la octava isla, no era un despropósito. Le cité los nombres de canario-venezolanos notables, empezando por la Historia, Francisco de Miranda, “el único español cuyo nombre está escrito en el Arco de Triunfo de París”, le dije. Puso un gesto de estupor deficil de olvidar. Seguí exponiéndole el proyecto, pero nada: encefalograma plano. Y ya al final hice el elogio, nada desmesurado por otro lado, del sabio Agustín Millares Carlo, que había vivido en Venezuela parte de su exilio, antes de regresar ya en su vejez, que fue larga, a su tierra natal, la isla de Gran Canaria… -¿Y quién es Agustín Millares Carlo? –me preguntó tan tranquilo aquel inverosímil embajador de España en Venezuela. Esa misma mañana, se lo conté escandalizado a Guillermo Morón que, por toda respuesta, soltó una carcajada mientras gritaba “¡pero qué ignorancia, qué bruto el embajador!”. Después me invitó a mis primeros tragos caraqueños, que se alargaron durante un rato hasta que visitamos la Librería Suma en Sabana Grande, donde me presentó a Alexis Márquez Rodríguez, que había ido hasta

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allí a conocerme. Sabana Grande es un barrio central y peatonal en la disparatada ciudad de Caracas (“inhóspita”, la llamaba Caupolicán Ovalles), un lugar de remanso donde podía perderse el tiempo hablando en largas tertulias que siempre estaban moldeadas por un sentido del humor que los venezolanos llaman a su manera: “mamadera de gallo”. De modo que “mamar gallo” es hacer bromas, rizar el rizo del chiste, tomarle el pelo a alguien o a un grupo entero de gente que entra en el juego en medio de la francachela. Y Sabana Grande fue, en aquel primer viaje a Caracas y lo sería en todos los siguientes, un destino cotidiano para mí, exactamente en el lugar conocido por sus propios contertulios como la República del Este, que contaba además con su muy particular “Triángulo de las Bermudas”, formado por tres bares-restaurantes – el Camilo’s, el Alfredo y el Vecchio Mulino-, sus vértices irreductibles, de los que una vez dentro ni se quería –tal era el ambiente de jarana y jolgorio- ni se podía salir. Allí, en el Vecchio Mulino, uno de los tres vértices del “Triángulo de las Bermudas” de la República del Este, en Sabana Grande, conocí personalmente muy pronto en aquel viaje a Caupolicán Ovalles, “el padre de la patria”, y ya luchando a brazo partido con su novela del Libertador –que titularía, años más tarde, en el momento de su publicación, Yo, Bolívar, Rey-, a Pancho Maciani, a Adriano González León, a David Alizo, a Denzil Romero, a decenas de escritores, poetas, cuentistas y novelistas que formaban la llamada República del Este en Sabana Grande por oposición geográfica al Palacio de Miraflores, residencia del

Presidente de la República de Venezuela, situado al oeste de Caracas. Ovalles y algunos conspicuos republicanos del este de Caracas habían convencido a un amigo suyo, bastante rico en bolívares y propietario entre otros negocios de una floreciente empresa de pompas fúnebres, para que financiera una publicación que se llamaba República del Este, donde se rendía culto a la amistad, a la dipsonamía y a la camaradería intelectual y literaria. Se “mamaba gallo” por escrito en muchas de sus páginas y la inmensa mayoría de los anuncios estaban destinados y ocupados, como no podía ser manos, por la empresa de pompas fúnebres de quien financiaba la revista. Durante un tiempo, República del Este salió a la calle sin mayores problemas, pero a los cuatro o cinco números (que yo guardé por mucho tiempo, hasta que se me perdieron junto con otros documentos en el momento mismo de mi divorcio y traslado de mis cosas a mi nuevo domicilio, en 1988) comenzó a tener graves problemas, los mismos que en breve tiempo dieron al traste con la gloriosa aventura. Aunque la revista acabó enterrada en la empresa de pompas fúnebres caraqueña que la había hecho posible unos meses antes, la otra República del Este, la geográfica y de carne y hueso, se mantuvo enhiesta a golpe de trago, aguardiente de caña, interminable whisky “en las rocas”, vodka –que tomaba yo mismo con una desmesura tropical digna de mejor encomio- y ginebra. Navegaba esa república en el alcohol amistoso, extravagante e interminable en horas, desde el mediodía hasta el anochecer, del Camilo’s al Vecchio Mulino, del Vecchio Mulino al Alfredo, y de ahí de nuevo, otra vez y

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mil, al Camilo’s y vuelta a empezar, sin salir durante horas de aquel dejarse llevar por el trago a lo largo y ancho de un mar de sargazos lleno de amigos inolvidables cuyo ingenio verbal ha resultado, al final, mucho más efectivo en el simple discurso de la juerga que en el resultado literario. Allí, en el Camilo’s, vi una vez al mismo Salvador Garmendia de Los pies de barro, el mismo que había armado poco tiempo antes un revuelo extraordinario en el “tout” Caracas con su cuento «El inquieto Anacovedo», discutiendo a gritos, a eso del mediodía y con un solajero exterior de justicia, con otros dos escritores el desarrollo del capítulo siguiente –el del día siguiente- de la telenovela de éxito que pasaban por uno de los canales más vistos de todo el país. ¡Se dedica a esto!, me dije asombrado mientras lo seguía como podía por los vericuetos que iba inventándole a cada personaje de los que yo desconocía el total de sus aventuras. Le llevó horas de trago a Salvador Garmendia llevarles la contraria a sus interlocutores, coautores como él de la telenovela, y convencerlos de que lo mejor para el episodio de mañana era lo que él estaba proponiendo: matar al pretendiente de la protagonista y liberarla de la tentación en la que, de otra manera, tendría que caer irremisiblemente en las próximas horas. -¡Claro, vale! –me dijo con interjecciones y grandes aspavientos, retorciendo de risa su rostro, cuando yo le pregunté si era verdad que él escribía también los textos de algunas telenovelas-, ¡pero cómo te crees tú que yo podría vivir así en Venezuela si no fuera por las telenovelas! De manera que el “cónsul venezolano en el boom de la novela latinoaCuadernos Hispanoamericanos

mericana”, título que le había otorgado sin más el propio Carlos Barral cuando intentó publicar sin éxito en España (la censura no lo dejó pasar) Los pies de barro, aquel mismo cónsul que yo había conocido en la casa barcelonesa de Vargas Llosa pocos años antes, el novelista y el cuentista venezolano que yo había admirado tanto al leer sus libros, era también un libretista de novelas de televisión, lo que ya llamábamos desde entonces un “escribidor”. En mi inocencia todavía bastante feliz, viví con escándalo el conocimiento repentino de aquel secreto y se lo dije, en medio de otras confidencias, a Adriano González León. –Lo mejor de Salvador, vale, fíjate bien, es la cara de cuadro de Picasso que se le pone en cuanto se echa unos palos –me dijo muerto de la risa. Tenía toda la razón González León. En cuanto Garmendia se tomaba tres tragos, lo que sucedía con harta frecuencia, su rostro se desfiguraba y se transformaban en cualquiera de los personajes que Picasso pintó en su época cubista. Era uno de los grandes motivos de risa y discusión a gritos que se llevaban a cabo en los cabildos cotidianos de la República del Este: la cara que llegaba a ponérsele casi de repente a Salvador Garmendia después de resolver algunos de los graves problemas del capítulo de mañana en la telenovela y de relajarse con los amigos del este echándose unos palos de aguardiente. Uno de los asuntos importantes que se dilucidaban todos los días en la geografía del Este era el caso de las mujeres: las que venían a pasar el rato, las que se quedaban más tiempo, las que habían sido misses de Venezuela, las que eran amigas o sólo conocidas, las peligrosas,

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las divertidas, las tristes, las divorciadas, las casadas, las separadas o a punto de caer en ese estado. Recuerdo bien que había un trasiego exasperante de mujeres en el “Triángulo de las Bermudas”. Algunas se repetían, ya eran “adictas” (o “adeptas”, según la terminología de Ovalles) y otras eran “las nuevas”, que llegaban a las procelosas costas de aquella Ítaca caraqueña, olisqueaban el amor o la aventura, se quedaban o se iban para no volver más, aunque siempre eran reemplazadas por nuevos bellezones que estaban deseando formar parte de aquella tribu disparatada. ¡Y yo había creído durante los primeros momentos que eran misóginos!, que sólo se atrevían a mirar a las mujeres desde lejos, y a través de los cristales oscuros de sus gafas. –Aquí somos todos como tú, “animales de mujeres”, vale…, sin mujeres no vamos a ninguna parte –me bromeó exaltado Caupolicán Ovalles. La verdad es que en ese primer viaje a Caracas hice amistad profunda con algunas de aquellas mujeres que llegaban a abrevar a la República del Este, en Sabana Grande. Conservé por espacio de los años siguientes la cercanía de alguna de ellas, cuya aventura vital aparece retratada y convenientemente ficcionada en ciertos episodios de mi novela La Orden del Tigre. Fue un amor pasional que no tenía pasado ni futuro, sino un presente continuo que a veces terminaba con el primer sol de la mañana en el restaurante abierto del Tamanaco desayunando unas reparadoras y heladísimas cervezas acompañadas con un buen plato del popular “pabellón criollo”. De la mano de Guillermo Morón, que a veces me acompañaba en mis me-

nesteres, trabajaba casi todos los días desde muy temprano –otra sorpresa: a pesar del ritmo del tiempo, Venezuela era muy madrugadora- hasta las primeras horas de la tarde. Visitaba autoridades, a veces desayunaba con empresarios, comerciantes insulares, hacía planes con profesionales venezolanos para la inminente visita de Olarte, trataba de vender su imagen lo mejor posible a canarios y a venezolanos. Pero me costaba mucho trabajo. La mayoría estaba dispuesta a creerse que España caminaba hacia una democracia plena, pero me miraban con escepticismo cuando trataba de hacerles ver que muchos de los que habían estado en la etapa final del régimen de Franco siendo gobiernos en ciertas instituciones del Estado, en realidad, se estaban preparando para la nueva etapa. -Estaban estudiando –les decía yo-, empezando por Suárez, el nuevo presidente que ha elegido el Rey… Pero, ¿por qué negarlo hoy?, costaba mucho trabajo en los primeros meses de Suárez vender en el extranjero la transición democrática española que luego fue aplaudida por el mundo entero. Mucho más duro resultaba hacer ver que Olarte Cullen sería una de las figuras de esa democracia nueva en España. A veces recordaba en Caracas la reunión y el almuerzo que habíamos tenido en Madrid con líderes socialistas y ugetistas y el comentario remilgoso y torpe, fuera de la realidad, que me había hecho después de aquella comida, ya en privado, sobre Felipe González porque no había venido a encontrarse con nosotros en público. – -¿Y éste Felipe González, qué se cree? Si él es Secretario General del PSOE, yo soy presidente del Cabildo In-

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sular de Gran Canaria. Sic transit gloria mundi, pero cuando lo recordaba en Caracas, en el curso de la preparación de su viaje a Venezuela, con la secreta ambición de ocupar en pocos meses la embajada de España en Caracas tras ser nombrado embajador por Suárez, me doblaba de la risa en medio del “Triángulo de las Bermudas” o en las madrugadas de la boite del Tamanaco, otro de los destinos normales de mi asueto en ese viaje en Venezuela. Al final de la jornada de trabajo, las dos o tres de la tarde, lo que en Caracas es tarde entrada, volvía al despacho de Morón, en la avenida Miranda, hablaba un rato con él y me acercaba a Sabana Grande o me iba directo al Tamanaco donde a veces había quedado citado con alguna de aquellas bellas mujeres de la República del Este. ¿Y las noches de entonces? Mis noches se limitaban casi siempre a unas páginas de lectura más o menos amable y a ocho horas de sueño, interrumpido por las incomodidades de mi hiperplasia benigna. La edad trae estos inconvenientes, ya se sabe, y yo los tuve desde joven. Y también se sabe que lo mejor de todo en la edad es poder contarlo con salud y tal como se recuerdan los episodios del pasado, casi siempre en defensa propia. Las noches de entonces eran, también en Venezuela, un constante fulgor de candela, un constante prenderle fuego al tiempo, como una tea ardiendo de alcohol, casi siempre con amigas que surgían hoy y desaparecían mañana dejando tras de sí una estela de buenos recuerdos. Las noches venezolanas empezaban casi siempre en un local abierto hasta el amanecer llamado Juan Sebastián Bar, Cuadernos Hispanoamericanos

donde dábamos repaso al día con los amigos que habían podido sobrevivir al curso irremisible del último día pasado. De ahí, luego de unas horas de alcohol y francachela, saltábamos las más de las veces a otro local de tragos nocherniegos, el Coche de Isidoro, igualmente abierto hasta el amanecer, sin tasa, a todo tren, música, carcajadas, sonidos todos espectaculares que resonaban hasta llegar vivos cerca de la escultura caraqueña de la diosa María Lionza. Había noches, sin embargo, no menos gloriosas, en las que me tomaba la libertad de refugiarme en la espléndida boite del Tamanaco para asistir al gran espectáculo caraqueño de aquella temporada: la actuación de una brillantísima Olga Guillot, en la cúspide universal de su carrera de cantante de boleros, y la no menos especialísima actuación, al final de la noche, de la gran estrella del baile Iris Chacón, “la Terremoto del Caribe”, una puertorriqueña blanca, blanquísima y bellísima, que bailaba y se movía como negra sobre cualquier escenario. La dos vivían también, como yo, en el Tamanaco. Con las dos tomé en más de diez veladas de aquella temporada larga una bebida nada agradable para mí, un licor de café que al final de la noche me revolvía el estómago hasta prenderle fuego: sambuca. De quien realmente creo de verdad hoy que llegué a ser amigo circunstancial fue de Olga Guillot. La cubana hacía gala de un humor nocturno lleno de ingenios laterales, resultaba a todas luces una mujer ideal para divertirse hablando y bebiendo un rato de la noche y acabábamos hablando ella de Cuba y echando pestes de Fidel Castro y yo cantando la palinodia de la nueva España democrática.

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-Pero, muchacho, figúrate tú –me comentaba la cubana-, España, lo más que yo quiero en el mundo… Y a mí, claro, me quieren mucho en España, cada vez que voy a cantar es un clamor, ¿pero no lo sabes tú? Al final de la noche, horas después de acabado el espectáculo en la boite, subíamos los dos juntos, la Guillot y yo, en el ascensor, tarareando cualquier bolero de los que la artista había cantado aquella noche. Después, al llegar al piso donde ambos teníamos nuestras respectivas habitaciones, caminábamos de la mano camino hasta la puerta de su alcoba, hasta donde yo la acompañaba con la dificultad natural del bebedor de madrugada. La Guillot abría la puerta de su habitación, se volvía hacia mí, me sonreía y me extendía su mano derecha, que yo besaba suave y amistosamente mientras susurraba unas buenas noches a las que le quedaban casi siempre ya pocos minutos. Veinticinco años más tarde, recordé con nostalgia aquella relación amistosa y venezolana con Olga Guillot, y creo publiqué algo sobre ella en el ABC, desde las noches de la boite del Tamanaco hasta el instante mismo en que la estaba viendo actuar y cantar en el Centro Cultural de Madrid. En efecto, el fervor del público la mantuvo en el escenario a golpe de aplausos entusiastas. Durante todo el espectáculo y el tiempo que la cubana nos regaló después, con cuatro boleros más, fuera de la función normal. Y yo, mientras aplaudía, la recordaba en mi primer viaje a Venezuela. –Pero, muchachón, ¿no lo sabes tú? A mí me adoran en España, si vieras como es cada vez que voy a cantar, no te

lo puedes ni imaginar… - la estaba viendo cantar en Madrid y recordaba que me decía la Guillot en la boite del Tamanaco, Caracas, Venezuela, veinticinco años atrás. Sobre Iris Chacón, “la Terremoto del Caribe”, a la que más de una vez llevé a ver a actuar a algunas amigas de la República del Este, escribí hace años una Tercera del ABC. En efecto, era un terremoto de mujer. Absolutamente blanca, la puertorriqueña bailaba y se movía sobre el escenario artístico de la boite del Tamanaco como una negra de nación, “una cintura caliente” y extraordinaria de las que acaban por cortar la respiración incluso de los más experimentados espectadores. Era una bailarina única a la que Luis Rafael Sánchez, puertorriqueño como ella, eligió como personaje de su novela La guaracha del Macho Camacho, un texto literario que refleja la vida cotidiana de San Juan de Puerto Rico, sus mitos y costumbres, en una época determinada a través de las voces populares, de la jerga puertorriqueña que en ese mismo momento estaba tomando por asalto definitivo el Bronx y otros barrios neoyorkinos. Uno de esos mitos vivientes del Puerto Rico de entonces había llegado a ser, con toda razón, la bailarina Iris Chacón, “la Terremoto del Caribe”. Entre el frenético ritmo vital del Juan Sebastián Bar, el Coche de Isidoro y la boite del Tamanaco transcurrieron casi todas mis noches caraqueñas en aquel primer viaje venezolano, imperecedero e inolvidable. Hay que decir que, en efecto, hubo noches llenas de cansancio en las que, por fin, pude dormir lejos del mundanal ruido de Caracas y su vida bullanguera, siempre inmediata y a

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disposición de quienes estuvieran dispuestos a gozarla. Cierto también: eran otros tiempos, Venezuela era –al menos lo parecía- muy rica y quien viniera de una España postfranquista quedaba deslumbrado por al exhibición de la vida, el desparpajo del alcohol y la democracia que estaba a punto de corromperse en Venezuela. De los canarios de Venezuela, de los del oficial Hogar Canario venezolano y de quienes siendo canarios me ayudaron a componer la visita de Olarte, me quedan pocos buenos recuerdos. José Antonio Rial, el autor de La prisión de Fyffes, el escultor Juan Jaén y Julián Henríquez son dos nombres que quiero –y tengoque citar treinta años más tarde, dentro del silencio de mi memoria en el que deseo que continúen todos los demás. En su mayoría, los inmigrantes canarios a Venezuela eran gentes que se habían naturalizado sin perder la memoria cercana de las islas. Venezuela les había dado una hospitalidad que habían ido buscando y se mostraban en su mayoría altivos y hasta muy vanidosos por las conquistas sociales –los saltos hacia arriba en la escala social y económica- que habían conseguido en Venezuela. De modo que los isleños venezolanos tenían esas dos características: el derecho a la memoria de las islas de donde venían y, sobre todo, el derecho a ser y sentirse además venezolanos. Lo que ya no me gustaba tanto, y en más de una ocasión, se lo hice saber a algún conspicuo dirigente de los canarios-venezolanos eran las ínfulas de exagerada vanidad que exhibían sin pudor ni vergüenza muchos inmigrantes nada más que por haber dado el salto económico distinto al de sus compatriotas que Cuadernos Hispanoamericanos

habían quedado en las islas. –Aquí es distinto. Aquí somos señores, no como en las islas –recuerdo que me dijo Elías Quintana, un electricista palmero que, algunos años más tarde y cuando llegó la crisis económica venezolana, imploraba a toda máquina “la repatriación” a la Isla Bonita a las autoridades autonómicas canarias. Ya no alardeaba de su condición de venezolano, “por encima de cualquier otra cosa”, sino de su derecho a “volver a ser español, porque soy canario”. Así les pasó a muchos isleños, más o menos importantes, que se creyeron importantes mientras Venezuela flotaba en la paradoja del cambio inamovible de 4´30 bolívares por un dólar. Hoy en día, en tiempos de Chávez, y a pesar de que el petróleo se ha subido y sigue subiéndose a las nubes, la moneda venezolana está por encima de 2.000 bolívares al cambio con el dólar. Nada incomprensible si se estudia a fondo el proceso de la depauperación democrática venezolana en los años anteriores a la llegada del chavismo, cuando dirigentes políticos y empresarios, la inmensa mayoría de la clase dirigente venezolana, iba socavando con su comportamiento los cimientos del respeto democrático y los pilares económicos del país. -¿Y cuánto es un bolívar? ¡¡¡Todas las pesetas!!! –me repetía, de broma, desde luego, un importante escritor venezolano cada vez que me veía en el umbral de uno de los vértices del “Triángulo de las Bermudas”. Todas las pesetas: eso es lo que me costaba entonces a mí, a cualquier español, un bolívar. No digamos “un fuerte”. Pero las cosas cambian y se deterioran con toda rapidez cuando las clases diri-

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gentes de un país naturalmente rico se dedican a saquearlo antes de invertir en educación y respeto cívico y republicano. Venezuela era -y es- un hermoso y gran país. Y su gente es gente trabajadora que ha recibido con los brazos abiertos durante la temporada de vacas gordas a los emigrantes insulares que, por su parte, trabajaron la agricultura venezolana –muchas tierras de cuatro cosechas- con un tesón digno de reconocimiento. El ejemplo clásico es el estado Lara, transformado en vergel y granero de Venezuela luego de haber sido durante muchos años un erial casi desértico. Pero los líderes políticos de los principales partidos venezolanos, Rafael Caldera de COPEI y Carlos Andrés Pérez de AC, no supieron o no quisieron profundizar en las raíces del respeto republicano y poco a poco la democracia venezolana, nacida tras el Pacto de Punto Fijo a la caída de la dictadura Pérez Jiménez, se vino abajo con presidentes mediocres como Luis Herrera Campins o Jaime Lusinchi, conspicuo republicano del Este a quien conocí en ese primer viaje mío a Caracas en algunas de las muchas expediciones al “Triángulo de las Bermudas”. Pero en aquellos momentos de esplendor, Caracas era la capital más relevante económicamente de cualquier país latinoamericano: era la riqueza. Y la fuerza del petrodólar le daba todavía muchos impulsos a la economía. -¿El gas? Aquí el gas se bota, vale –me dijo un escritor venezolano cuando yo le pregunté por Maracaibo y la riqueza petrolea. -¿Y hay evasión de capitales? –le pregunté. –Pero ¡que más da! –me contestó un

poco molesto-, si aquí el dinero viene a Venezuela a invertir y no se va a ningún lugar. Chévere cambur, pensé entonces y pienso ahora, cuando veo la ruina económica de Venezuela, siempre con petróleo por medio, con y a pesar del petróleo, el mejor tesoro y el mayor problema de Venezuela. En medio de aquel verano venezolano, a las puertas de la llegada de Olarte Cullen a Caracas como presidente del Cabildo Insular de Gran Canaria, Carlos Andrés Pérez, el presidente venezolano del gobierno de Acción Democrática, anunció en el mes de julio de 1976 la nacionalización del petróleo venezolano. Chévere cambur. El Estado se quedaba con la mayoría de las acciones de las petroleras venezolanas o de las que siendo extranjeras actuaban en Venezuela y allí estaba “el hombre que camina”, CAP, para proclamárselo orgullosamente al país entero. Y por televisión. En los meses precedentes, la nacionalización del petróleo venezolano había sido un constante debate en los medios informativos venezolanos, de modo que cuando cayó la breva no hubo ni mayores escándalos ni aplausos exagerados ni protestas excesivas. Al contrario, todo pareció un paso natural en el desarrollo económico entonces pujante de Venezuela, un paso natural del que se dejó de hablar pocos días después, cuando yo todavía estaba en Venezuela, luego de mi viaje de seis días a Lima para conocer la ciudad y ver a Vargas Llosa. Patricia fue a buscarme al aeropuerto Jorge Chávez y me hospedé en casa de la viuda de un escritor peruano muy reconocido, Díez-Canseco, en el mismo barrio de

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Miraflores del que Vargas Llosa hablaba una y otra vez en muchas de sus novelas, sobre todo en La ciudad y los perros y en Los cachorros. De modo que Miraflores fue lo primero que conocí de Lima, de la mano del propio Vargas Llosa. Luego fuimos al Callao, una mañana de sol limeño, y en un momento determinado, detuvo el coche y señaló la puerta cercana de una pequeña casa de un solo piso. –Mira, ahí vivía “el Jaguar” -me dijo, no sé hoy todavía si ejecutando un paso de escritor dentro de su propia ficción. Otra de aquellas mañanas de mi primer viaje limeño decidimos acercarnos al Colegio Leoncio Prado, donde Vargas Llosa había estado de adolescente y cuya experiencia había dado lugar precisamente a La ciudad y los perros. Pedimos permiso al oficial de guardia. Mario le dio su nombre, pero el oficial –creo recordar que un teniente de infantería- no lo reconoció. Sólo nos permitió entrar en el recinto militar durante unos minutos, y sólo hasta la altura de la estatua del “héroe epónimo”. Fue suficiente. Mario señaló desde allí extendiendo el dedo índice de su mano derecha… -El campo de fútbol –dijo-. Ahí formábamos todos los días… Al terminar la jornada, que acababa siempre con una cena en un buen chifa –un chino peruano- o un buen restaurante, peruano o italiano, yo me refugiaba en mi habitación alquilada y me emboscaba en la escritura de un diario que incluía todos los detalles vividos durante ese día. En todo caso, creo que –aunque lo tenía en proyecto desde algunos años antes- ese diario, la escritura de ese diario limeño que rememoraban mis lecturas de las novelas de Vargas Llosa, fue el gerCuadernos Hispanoamericanos

men literario de lo que sería después mi ensayo Vargas Llosa. El vicio de escribir, que escribí a lo largo y ancho de más de quince años. En origen, traté de que el libro fuera una larga y profunda entrevista con Vargas Llosa donde pudiéramos pasar revista a toda su biografía, su experiencia literaria, sus aventuras intelectuales y políticas. –Eso es como escribir mi autobiografía –me contestó Vargas Llosa cuando le hablé del proyecto. –Lo que tienes que hacer –me había aconsejado Barral cuando le hablé de mi ambición de escribir el libro- es un ensayo literario, biográfico y político. Por mucho que te cueste, tú puedes hacerlo –me animó. Y lo hice. Con mucho trabajo, pero lo hice, sabiendo como supe siempre y sigo sabiendo hoy que aquel viaje a la Lima de Vargas Llosa fue el origen de mi Vargas Llosa. El vicio de escribir. ¿Y Lima? Mientras en Venezuela me sentí siempre un venezolano más, que no sentía en ningún instante la condición del extranjero, en Lima fue todo lo contrario: me resultaba muy difícil no sentirme extraño. En todo caso, miraba Lima desde fuera, desde el alma de un visitante nada turístico que buscaba los lugares literarios que había conocido a través de las novelas de Vargas Llosa y habían terminado por fascinarme. Paseé una y otra vez el centro histórico de la capital del Perú, a veces me aventuré incluso, siempre en taxi, por barrios entonces lejanos del centro, como el Surquillo; caminé Salaverry una y otra vez, arriba y abajo, entré y salí de la avenida Wilson una veintena de veces; tomé pisco sauer en el Hotel Crillón y me contaron las leyendas

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del Sheraton Lima, que antes había sido prisión, donde por las noches se oían aún los gritos y lamentos de los condenados. Pero la ciudad, Lima, la horrible, según Sebastián Salazar Bondy, no terminó nunca de enamorarme. Y siempre, ¿por qué escribir hoy otra cosa?, me sentí un extranjero, a pesar de los agasajos de los muchos amigos limeños y peruanos que iba conociendo en mis cinco días de estancia en la capital del Perú. En los viajes que he hecho después a Lima, esa sensación de extrañamiento no ha terminado por desaparecer, a pesar de la cercanía de la lengua y de los amigos que he ido ganando poco a poco en Lima. –Entonces, si vas a La Paz te vas a encontrar en el Nepal –bromeó hace poco conmigo el escritor y amigo Alonso Cueto cuando le hablé de esa perenne sensación mía en Lima. A los pocos días de mi regreso a Caracas, pasó Vargas Llosa de camino para Europa por el aeropuerto de Maiquetía. Lo esperamos en la puerta del avión, ante su sorpresa al verme allí, a pie de pista, el profesor Efraín Subero, el coronel del ejército venezolano Ely Santeliz y yo. Pasamos a la sala de autoridades, donde se desarrolló toda la conversación durante la escala de los Vargas Llosa en el Simón Bolívar. –Quiero decirle una cosa –intervino un siempre discreto Santeliz en la conversación literaria entre Subero y Vargas Llosa-. Todo lo que usted cuenta del Leoncio Prado es verdad… Silencio expectante de Mario y todos los presentes. –Estuve interno en ese colegio militar y sé que es verdad –terminó Santeliz. La visita de Olarte a Caracas tuvo

el éxito previsto. Todo estaba organizado “para que saliera bien” y así salió. De modo que Olarte Cullen tenía en la mano el nombramiento de embajador de España en Venezuela pocos días después. El Ministerio de Asuntos Exteriores del gobierno Suárez también lo sabía, por la voluntad del propio Suárez. Y entonces Olarte se echó atrás y se bajó del barco. ¿Qué había pasado? Había pasado lo de siempre en aquellos años, que García-Alcalde había abandonado “el juego” a medio camino y ahora no se sentía con ganas de acompañar y seguir el destino de Olarte en Venezuela. Visto lo visto, después de treinta años, tenía toda la razón. Me quedé en Caracas unos días más, tras acabar el viaje oficial. Como siempre, merodeaba por el “Triángulo de las Bermudas” todos los días y allí pude conocer fugazmente a Francisco Herrera Luque, un escritor fascinante, psiquiatra que llegó a ser embajador de Venezuela en México. Hasta entonces solo lo conocía de haber leído su Boves, el Ugorallo, pero en esos días leí la monumental Los amos del valle y En la casa del pez que escupe el agua. Quedé fascinado con la lectura de esas novelas. Por fin encontraba un escritor del mismo establishment venezolano, del cogollo del cogollo, que no encontraba inconveniente en desmitificar las leyendas de la patria y los hechos apostólicos del Libertador Simón Bolívar, desvelando con un humor de verdadera “mamadera de gallo” los orígenes sabidos pero silenciados de la familia del Libertador. Herrera Luque, Pancho, como era conocido entre los escritores venezolanos de la República del Este, era además un escritor muy popular, “muy leído por el pueblo soberano”,

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decía él mismo riéndose tal vez de sí mismo, y para mí resultaba entonces un tanto incomprensible que aquel personaje exquisito, siempre pulcramente vestido y con maneras de hombre mundano y viajado, escribiera la historia desmitificada de Venezuela, tan nacionalista entonces como ahora, y fuera leído, respetado

y seguido más que lo que se leía entonces a Uslar Pietri o a Otero Silva, dos santones literarios de la novela venezolana contemporánea. Muchos años más tarde de aquellos episodios, sigo leyendo hoy a Herrera Luque con el mismo placer que la primera vez que visité Venezuela, en julio de 1976.

NOTA: Fragmento de las memorias, del curso título, de J.J.Armas Marcelo . Cuadernos Hispanoamericanos

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ADOLFO BIOY CASARES EN MADRID Por Pedro Molina Temboury 169

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El centenario del gran escritor argentino y la hospitabilidad de Cuadernos me ofrecen la oportunidad de hacer pública estas notas, escritas hace más de veinte años. Junto a una aproximación personal a la vida y obra de Bioy Casares, constituyen la crónica de la Semana de Autor que me correspondió organizarle cuando trabajaba para el Instituto de Cooperación Iberoamericana y que culminó, nada menos, con la concesión del Premio Cervantes. Unos meses atrás, en junio, había regresado a Buenos Aires, mi residencia hasta hacía bien poco, para transmitirle la invitación. La Semana consistía en unas jornadas dedicadas a la obra de un escritor ya consagrado en nuestra lengua, con participación de colegas y especialistas, protagonizada el año anterior por otro inolvidable compatriota, Manuel Puig. En el caso de Bioy, resultó decisiva la mediación de Fernando Rodríguez Lafuente que me había sucedido como director del ICI de Buenos Aires. Me acompañó en la visita a su casa, animándole, desde la buena relación que mantenía con él, a emprender el viaje a un país que, para mi sorpresa, a los setenta y seis años, sólo había visitado en un par de ocasiones. Quizás su célebre contención de gentleman criollo le ayudó a disimularlo, pero mi impresión fue que más allá de agradecerlo, de aquel homenaje, a sus años, no esperaba gran cosa. Vivía recluido en su casa de Buenos Aires, sin hacer la menor vida pública y tampoco podía decirse que en España fuese un autor de moda. Aunque por supuesto no era un desconocido: sus libros más famosos, como La Invención de Morel o El Sueño de los Héroes seguían reimprimiéndose, sin excesivo bombo editorial, en la misma colección de Cuadernos Hispanoamericanos

bolsillo de Alianza en la que se editaron por primera vez en los años sesenta. Aquella había sido su década de esplendor y desde entonces el tiempo le había ido convirtiendo en un escritor mítico, pero convertirse en un mito no es una garantía de ser leído. Ese mismo año de 1990 había sonado como firme candidato al Príncipe de Asturias, que había acabado ganando Uslar Pietri. Desde prácticamente su creación, figuraba entre los propuestos para el Cervantes, lo que probablemente le había llevado a descreer de ganarlo. Obtenerlo mientras se encontraba en Madrid, justo el día en que se acababa la Semana de Autor, constituyó la apoteosis de una serie de gratas sorpresas que fueron encadenándose durante su estancia: descubrir que contaba en España con un público numeroso y joven como el que cada día llenaba el salón de actos de lo que hoy es la AECID; la devoción de los escrito­res y especialis­tas que se sucedieron hablando de sus obras y hasta el asedio im­previs­to de unos perio­distas que exhibían un interés sor­pren­dente por su persona, que él mismo parecía no compar­tir. Fue uno de esos periodis­tas quien le habló por primera vez de que esta vez sí parecía ir en serio lo del Cervan­tes y a lo largo de esa semana el rumor creció mien­tras crecía también la incomodidad de Bioy Casares. Lejos de su ciudad, de sus hábitos, en el terri­torio extraño del hotel Mindanao, protagonista de una historia que se desar­ro­llaba fuera de su con­trol y que probablemente hubiera preferido vivir a solas, en su casa de Buenos Aires, como si se tratase de la lectura de un relato fantástico. Todo ocurrió en una semana. Había viajado solo y además de asistir a todas las conferencias, me tocó acompañarle en

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idas y venidas, sirviéndole de guía, de escudo protector y secretario improvisado. Hablamos mucho. Sobre todo habló él, y yo procuré aguzar la atención y escuchar. A la manera borgiana, todo se conjuró entonces: el hecho de que en aquellos días, con el Cervantes planeando sobre su cabeza, Bioy Casares no conociera prácticamente todavía a nadie en España le hacía mostrarse vulnerable – luego ya no, en sus posteriores estancias, para recoger el premio o como jurado en una ocasión-, una vulnerabilidad que aún detecto en estos apuntes que a modo de retrato, intentando retener la experiencia, escribí por entonces. Siete instantáneas de un escritor admirado cuyas obras devoré en mi juventud sin pensar que llegaría conocerle, hechas desde una perspectiva insólita, tras las bambalinas, lo que hoy se llamaría el backstage.

la de su esposa, la igualmente escritora Silvina Ocampo, a quien imagino encontrar a su lado? Acceder a un recinto tan privado, impregnado de literatura, no es fácil. Camino entre grandes librerías en las que se amontonan libros de lomos encuadernados cuyos títulos no dispongo de tiempo para reconocer, ninguno de una edición posterior a los años cincuenta. Una luz cenital ilumina el despa­ cho de altos techos y amplios ventanales, velados por cortinas, donde nos recibe Bioy. Los muebles de la sala, los objetos, excluyen la más mínima noción de lo moderno. Algunos están cubiertos de telas blancas como preparados para una mudanza que nunca va a tener lugar porque el escritor es inseparable de esta casa. O quizás los está vendiendo poco a poco, últimos vestigios de una herencia familiar que ha ido menguando con los años pero que aún le permite el privilegio de no tener que trabajar en otras cosas. Mientras le contamos a qué hemos venido, se limita a escuchar, sentado en una silla rígida, nada confortable. Es el lum­bago- explica y en seguida disculpa que no nos acompañe su mujer, que se encuentra indispuesta. Lo esperábamos. Todo el mundo habla en Buenos Aires de su permanente mala salud, lo que la vuelve aún más inaccesible que Bioy. A nuestro alrededor, la ausencia de ruido, de otras voces, tamizan el tiempo, lo suspenden, pero también inquietan. Quizás bajo una de esas telas blancas, como un fantasma, nos está escuchando Silvina. Bajo otra, Borges.

I BUENOS AIRES, JUNIO 1990 La casa de Bioy ocupa una planta entera en uno de los más señoriales edificios de Buenos Aires en el barrio más señorial también: La Recoleta. Una mansión de prin­cipios de siglo, de estilo francés, con buhar­dillas y techos de pizarra. Bioy Casares vive en ese gran apartamento desde siempre; y casi siempre, cada vez que un colega o lector telefonea para saludarle, charlar o presentarle sus respe­tos, una voz femenina responde que el señor se en­cuentra en el campo, un campo innominado que no se sabe donde está y del que tampoco se sabe cuándo regresará. Lo mismo ocurre cuando se le proponen conferencias, homenajes u opiniones ex­traliterarias. ¿La voz de la empleada II uniformada que me acompaña a través La Biela es más alegre. Es el café más de los largos pasillos en penumbra? ¿O afamado y viejo de la Reco­leta y una 171

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institución en Buenos Aires. A escasos metros de su casa, Bioy Casares acude cada día a tomar una taza de té en una mesa que siempre tiene reservada. La Recoleta, barrio bien, paqueto, por donde pasean mujeres lindas y galanes con posibles, es en realidad una terraza, llena de cafés y restaurantes que miran a un cemente­rio romántico que se parece al Père Lachaise. Esplendor mundano a las mismas puertas de la muerte. Allí Bioy, más cercano, descendido del pedestal olímpico que le brinda su casa, incluso parece un mortal más, aunque en vez de chimentos y frivolidades, de lo que nos habla es de las cartas de Byron y de los auto­res que suele releer: Conrad, Benjamín Constant, Stevenson, Proust, Eça de Queiroz, Johnson, Mon­ taigne, Baroja. Ya animado a viajar, objeta la inclusión en el programa de la Semana de Autor en Madrid de una mesa dedicada a estudiar su relación con la novela poli­cíaca: en su opinión, él no ha escrito otra cosa en su vida que historias de amor. La Biela, una referencia permanente en la vida literaria y galante de Bioy. El café donde le contó a Borges, apenas conocerle, el primer esbozo de su cuento El perjurio de la nieve que no completaría hasta una década más tarde. Mucho tiempo después, con su amigo ya muerto, los camare­ros de La Biela le ofrecieron un brin­dis de cham­ pán la tarde antes de volar a España. III MADRID, NOVIEMBRE 1990 Bioy observa la habitación de su hotel en Madrid y en reali­dad está midiendo la amplitud del cuarto y no la mayor o menor comodidad de la cama. Debido a sus problemas de espalda, suele dormir sobre una estera que lleva en su equipaje Cuadernos Hispanoamericanos

y clasifica los hoteles según la limpieza del suelo en que la tiende. Disfruta esa ligereza, el simple gesto de enrollar y desenrollar la estera que separa el día de la noche. También le gusta el pan: el tacto, el sabor y la visión del pan. En sus relatos aparece el pan muchas veces. No bebe más que agua y come mucha carne. Salvo por esto último, la edad, aunque quizás lo haya sido siempre, parece haber profundizado sus tendencias ascéticas, que chocan con su estirpe de aristocráticos terratenientes. Una clase por cuyos intereses ha mostrado siempre un indiferente desapego. Cuando durante la Semana de Autor le preguntan por el compromiso de los escritores, su respon­sabilidad social, explica pacientemente que sería tan mal político como mal médico. No tiene soluciones que ofrecer ni se siente capaz de gestionar intereses públicos; sus cuen­tos, sus palabras sólo saben dirigirse a los individuos, no a los pueblos. Si alguna vez confió en un político, siempre le decep­cionó posteriormente; cuando le fuerzan aún más, declara que abo­rrece el poder y que si Borges o él hubieran tenido que definirse al respecto hubiesen elegido el anar­quismo. Bioy Casares es exquisitamente educado y en seguida se vuelve popular entre los camareros y recepcioni­stas del hotel Mindanao. Todos saben que es un gran escritor, aunque lo disimule, hablando con ellos de cualquier cosa que no sea de sí mismo. La familia Bioy es originaria del Bearn y tuvo grandes estancias en Argentina. Los Casares son vascos, muy cercanos a la Navarra francesa y su abuela materna se llamaba Lynch, otro ilustre apellido patricio. Su padre, Bioy Domecq, le pagó la edición del primer libro, 172


Retrato de Adolfo Bioy Casares © José Carlos Darraidou - Pintor

aunque tuvo el detalle de ocultárselo y él no llegó a saberlo hasta después de su muerte. Tres tíos Bioy se suicidaron, pero el sobrino siempre fue un optimista, en su literatura y en la vida, desinteresado por el existencialismo tan presente en la obra de Sábato, el contemporáneo

con el que tanto se ensañaron él y Borges. Aún así, en un perió­dico madrileño de los que le entrevistan en esos días, declara que a su edad encuentra la vida angus­tiosa, pero que él tiene demasiados proyec­tos en marcha para querer morirse. En [Tlón, Uqbar, Orbis Tertius],

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Borges pone en boca del per­sonaje Bioy Casares una cita de los heresiarcas de Uqbar a propósito de que los espejos y la cópula son abominables porque multi­ plican el número de los hombres. En torno a la célebre frase, el autor de El Héroe de las Mujeres, conocido por sus mil aventuras galantes, precisa que él no ha tenido nunca nada en contra de la cópula. Tampoco contra los espejos: en la nitidez de uno de ellos, frente a su imagen repetida y otra - contemplada por primera vez, a hurtadillas, en el espejo de consola del cuarto de su madre- descubrió la literatura fantástica. De la multiplicación sí abomina: puede ima­ginarse un mundo superpoblado de gente, pero en él que ya no existen per­sonas. IV Como de la mayoría de sus lectores, El Sueño de los Héroes es la novela favorita de Bioy. También muchos escritores lo declaran durante las jornadas, desde An­tonio Muñoz Molina a Martín Casariego. Marcelo Pichón Rivière, su gran amigo y crítico argentino, descubre en la novela el triunfo de la trama que se impone definitivamente a la invención pura que repre­sentaba La Invención de Morel. Bioy lo objeta, señalando que Borges no hubiese estado de acuerdo, porque no le gustaban las historias de amor y prefería siempre el arbitrio de la invención a la libertad de los personajes. El origen de El Sueño de los Héroes es un sueño semi olvidado al despertar, que él mismo se esforzó por recuperar escribiéndolo. Pero la definición más hermosa del libro se le escapa a Bioy Casares tras las conferencias, mientras vuelve a hablar de Byron, esta vez de sus memorias, perdidas para sus Cuadernos Hispanoamericanos

lectores, porque su viuda las hizo destruir: recuerda haber leído que alguien dijo de esas páginas que estaban escritas al estilo de Caravaggio y fue en Italia, mirando sus pin­turas, donde descubrió el significado del elogio: en los cuadros de este a cada personaje le ilumina una luz propia. No sé si él lo piensa, pero es demasiado elegante para decirlo. Lo que hace tan especial El Sueño de los Heroes no es su trama sino sus personajes. Al estilo de Caravaggio, Emilio Gauna, Clara, Larsen, el brujo Taboada, el doctor Valerga, pasean por la novela cada uno su luz - y su sombra- distinta, viva. Cuando escucha hablar de La Invención de Morel, escrita con apenas veintiséis años, Bioy parece siempre sorprenderse de que un texto tan breve pueda suscitar análisis tan enjundiosos. Quizás por diversión, incómodo de las largas disquisiciones que cada día se le dedican y a las que asiste, mudo, desde el estrado, esta vez se encarga de poner en cuestión las interpretaciones de los ponentes. Incluso a Borges, que en su prólogo dejó escrito que no hay imprecisión ni hipérbole en calificar La Invención como una trama perfecta, a lo que Bioy contrapone “la escri­tura de pan rayado” con la que, por miedo a la falta de oficio, escribió esa primera novela. También rechaza las genealogías ilustres que todo el mundo da por hecho que inspiraron el nombre de Morel: Moreau - de La Isla del Doctor Moreau, de Wells-, Moro -Utopía-. Según su aportación en vivo, eligió el nombre simplemente porque se pronunciaba igual en español o francés. Para purgar los vicios de sus primeros escritos juveniles, optó por situar la trama y los personajes en un mundo absolutamente

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ajeno a su experiencia: Una isla exótica, el puerto de la Guaira en Venezuela, personajes franco- canadienses... Intentaba con ello evitar toda tentación autobiográfica, pro­yectarse a si mismo en la obra y seguramente la inquietante perfección del relato es el resultado de todas esas sabias precau­ciones. También se habla mucho de sus cuentos, por supuesto. Superan con creces el centenar y varios de los ponentes, incluso entre el público, declaran haberlos leído todos. Pero cuando Bioy siente que intentan circunscribirle a ser autor de literatura fantástica, le estorba el adjetivo y declara que sólo le interesa hablar de literatura a secas. V Si le interrogan a Bioy sobre Borges, él no responde nunca pontificando ni enjuiciando el valor de su obra. Fueron demasiado cercanos, una cercanía que todo el mundo conoce y que le libera de la necesidad de construir un discurso elaborado sobre su amigo. Durante más de veinte años, Borges cenó en su casa, noche tras noche, compar­tiendo lecturas, conversaciones y argumentos. Debido a ello no existe para Bioy distancia posible que le permita mirarle desde fuera de la amistad, más allá de lo íntimo. Habla a menudo de él, pero siempre de modo fragmentario, enlazando anécdotas. En ellas, mitad por modestia o debido a la diferencia de edad, suele situarse ante Borges en el papel de quien recibe las lecciones, no de quien las imparte. Como excepción re­cuerda una noche, cuando todavía era un escritor novel, en la que discutieron sobre las formas de enfrentar la escritura: él defendió de forma vehemente una literatura casi au-

tomática, inconsciente, una escritura-río. Creyó haber convencido a Borges, que apostaba entonces, conforme a su estilo, por una escritura controlada, el ar­tificio frente a lo espontáneo. Pero a la mañana siguiente, y para siempre, Bioy Casares se levantó convertido en un escri­tor deliberado, receloso de cualquier espontaneísmo. Básicamente, se divertían. En su Olimpo par­ticular de la mansión de La Recoleta, los inmortales recitaban versos ripiosos, des­cubrían autores perdidos, paradojas, libros raros. Bioy menciona entre esos libros, Horacio en España de Menéndez Pelayo. Noche a noche inventaban la Biblioteca de Babel de sus caprichos literarios, una estirpe propia de escritores. Aunque sus estilos siempre fueron distintos, incluso en el humor. En la ironía de Borges brilla un tinte de amargura que no existe en Bioy, mucho más vitalista; y que este atribuye a la ceguera que le sobrevino apenas cumplidos los cuarenta años. A quienes contraponen, con afán crítico, su elegante distanciamiento con la excesiva generosidad de Borges, sobre todo del último, para con­ceder entre­vistas o escribir libros en colaboración, Bioy les recuerda la imagen del escritor ciego sentado en la soledad de su escritorio, inmóvil, a la espera de alguien a quien dictarle un relato, un texto, o bien de una persona que le leyese un libro. Borges hizo alguna declaración polí­tica desafor­tunada, con la que Bioy no coincidió en su momento. Pero también elogia que era va­liente hasta lo te­merario, un valor que en su madre ad­quiría dimensiones épicas: una llamada anónima, en tiempos de proscrip­ción del peronismo, avisó a la madre de que iban a atentar contra la vida de su hijo. Imperturbable, ella les aportó datos de sus costumbres y

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sus recorridos para facili­tarles el traba­jo. -La señora Borges-, dice Bioy cuando la menciona. De María Kodama, su viuda, en cambio no habla. Se limita a decir que a lo largo de su vida, Borges no entendió nunca nada de mujeres y creía que estar enamorado consistía en sufrir por ellas. Situar a Bioy en el papel de discípulo y a Borges en el de maestro no deja de ser una simplificadora distribución de roles comúnmente aceptada, que al primero no parece molestarle. Incluso lo fomenta, obviando que también podría decirse que en su amistad, él asumía siempre el papel de anfitrión y Borges el de convidado. Las diferencias de clase y fortuna debieron pesar, pero lo decisivo es que Bioy tenía sólo dieciocho años cuando se conocieron, siendo Borges ya un escritor de opiniones formadas y no sólo sobre literatura. Una tarde que regresa de un almuerzo con una admiradora argentina radicada en Madrid, Bioy me comenta que resul­tó muy agradable porque no hablaron más que de tenis - su deporte favorito- y de anécdotas deportivas; sin embargo, enseguida añade que Borges hubiese desaprobado esa conversación por su falta de altura, de interés esté­tico. Bioy Casares fue siempre un gran depor­tista, Borges en absoluto. En la estancia familiar del Rincón Viejo, en Pardo, donde escribió La Invención de Morel y donde ambos, junto a Silvina Ocampo, seleccionaron la Antología de la Literatura Fantástica, intentó Borges montarse por primera y única vez en un caba­llo; subió por el lado iz­quierdo y se bajó de inmediato por el derecho, el peor de los crímenes, me explica Bioy, que puede cometer un gaucho. Y por si la alusión a su ceguera puede resultar un tanto melodrámatica me aclara que según él mismo Cuadernos Hispanoamericanos

confesaba, el mundo de su amigo no era el de la oscuridad total, el negro sin matices: él veía siempre una difusa luz vio­leta. VI Contado durante la Semana. Un viaje o El mago inmortal es un cuento que Bioy escri­bió en Buenos Aires y trata de un hombre de nego­cios que viaja a Montevideo y en la habitación de un hotel pasa la noche en vela escuchando a una pareja que hace el amor ruidosamente en otro cuarto. Desde París y casi al mismo tiempo, Córtazar escribió un relato en el que un viajero en Mon­tevideo pasa la noche en vela mientras escucha en la habitación contigua del hotel, la conversación entre un hombre y una mujer. En el cuento de Bioy, la pareja se ama; en el de Cortázar, la mujer llora. El Hotel de Cortázar es el Cervantes; en el cuento de Bioy, el hombre de negocios quiere ir al Hotel Cervantes, pero el taxista termina lle­vándole a otro. A la mañana siguiente, el protagonista de Cortázar descubre que la noche anterior no durmió ninguna mujer en el cuarto vecino; el de Bioy ve salir de la habita­ción a un hombre solo, un viejo centenario que se llama Merlín. ¿Literatura fantástica? Para quienes piensan que nunca existió química entre ellos, Bioy explica que tanto Cortázar como él celebraron felices la extraña coincidencia. El Héroe de las Mujeres es el título de unos de sus cuentos que más podría aplicarse para describir a Bioy. Incluso a los setenta y seis años sigue siendo un hombre apuesto, con un físico en forma pese a sus problemas lumbares, el pelo bien cortado, una elegancia natural y unos cálidos ojos azules. De joven resultaba aún más seductor, deportista, escritor, un tipo

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refinado, cosmopolita y divertido… pero sobre todo alguien que sabía escuchar y también guardar secretos, muy alejado de la presunción típica del conquistador masculino. De las decenas de amantes que se le atribuyen, escritoras y damas de la alta sociedad porteña, muchas perfectamente casadas, nada dice o confirma, ni siquiera insinúa. Su pudor es célebre. Hace dos años, Manuel Meseguer, el corresponsal de la Agen­cia Efe en Buenos Aires esperaba con ansiedad una de las colaboraciones de Bioy - siempre breves y escasas, pero que él llama con pereza,” mis ensayos de Efe”- que prometía ser una exclusiva periodística, ya por su mismo título: Las mujeres de mi vida. La decepción fue grande porque en las dos mínimas cuartillas no había un nombre ni una situación, ni siquiera un párrafo que pudiera ser considerado ya no erótico, sino galante. Ahora que Bioy anuncia su autobio­grafía, no hay que esperar tampoco mayores confesiones. El mismo cuenta de una mujer a la que preocupaba que pudiese mencionarla en sus memorias; cuando quiso tranquilizarla diciéndole que no aparecería nada de ella en el libro, a aquella amante no le gustó,- ¿ y por qué no me sacas?- dijo. VII Cuando el jueves quince de noviembre los teletipos dieron la noticia de que le habían concedido el Premio Cervantes, el hotel Mindanao se llenó de perio­distas, cámaras de televisión, locutores de radio que que­ rían registrar las primeras palabras del pre­miado. Sin embargo, los recepcionistas no le localizaban. No había salido, tampoco estaba en la habitación. Tras un cuarto de hora de carreras nerviosas, le descubrieron al fin en un salón perdi-

do hablando con una periodista de algún medio de poca relevancia, cuya cita había concertado varios días atrás. El ya sabía del Premio, pero para no molestar a la periodista, ni siquiera se lo había dicho. Luego vino el tumulto, las entre­vistas rápidas, la rueda de prensa. De todas las preguntas, la que más le molesta a Bioy es aquella de si el Premio Cervantes cambiará su vida. También le preocupa la obliga­ción de preparar un discurso para el momento de la entrega del Premio en Alcalá de Henares. A pie de escalera, una perio­dista joven y guapa le pregunta como se siente al recibir tantos millones. A Bioy le divierte la cuestión, ¿cómo te sentirías vos? - responde. Ese dinero debe llegar a tiempo para paliar el agotamiento, si es que no están ya secas del todo, de la fortuna de su familia y la de los Ocampo. Por lo demás, la idea que Bioy Casares tiene del Cervantes, o que finge tener, es nebulosa: quiere saber si es cierto lo que le ha dicho otro periodista acerca de que es un premio sólo para escritores latinoameri­canos, del que están excluidos los españoles. La otra gran alegría que recibe ese mismo día es que a Silvina le han otorgado en Buenos Aires el Premio del Fondo de las Artes. La consagración, se acabó la tranquilidad. A los setenta y seis años, Adolfo Bioy Casares es el hombre del día en España. En todos los periódicos que pueda hojear se ve a si mismo en las portadas. Una fama súbita que toma con divertido escepticismo porque a su edad ya ha vivido suficientes guadianas de apariciones y desapariciones públicas. Veinte años atrás, Marcelo Pichón Rivière, participante en la Semana que le ha acompañado desde Buenos Aires, le dedicó en un periódico de allí un artículo titula­do El Gran

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Olvidado. En el hablaba de un escritor que habiendo publicado ya La Invención de Morel, El Sueño de los Héroes y varias decenas de cuentos perfectos había caído por entonces en el más profundo de los

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olvidos. Nadie escribía un artículo, ni una reseña, ni un comentario sobre sus libros. Lo que no impidió, aclara Bioy, que aquellos fueran los años más felices de su vida.

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EL LEGADO DE EDWARD SAID

ORIENTALISMO Y LITERATURA COMPARADA Por Cristina Almarcegui 179

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Hace diez años moría Edward Said, Catedrático de Literatura Inglesa y Comparada de la Universidad de Columbia en Nueva York desde 1977. Conocido sobre todo por su libro, Orientalism (1978), fue uno de los críticos literarios y culturales más destacados de Estados Unidos. Sus escritos sobre Oriente Medio y la relación con Occidente tuvieron una gran influencia en disciplinas científicas, como la Lengua Inglesa, la Historia, los Estudios Culturales, la Antropología y las Ciencias Políticas. Said combinó su trabajo académico en el campo de la cultura, las artes y la crítica humanista con un papel activo públicamente, como crítico de ópera, especialista de los medios de comunicación, publicista y asesor político. Estas últimas actividades siguiendo lo que habían hecho los filósofos franceses de finales de los años setenta del pasado siglo, cuyos textos nadie mejor que los comparatistas norteamericanos supieron asimilar e incorporar en sus trabajos. En el mundo académico de este país, los estudios poscoloniales se han convertido en un método comparado y los estudios franceses han devenido transnacionales. Said nació en Jerusalén, creció en El Cairo, donde estudió en el Colegio Victoria y, después, en la escuela Mount Hermon de Massachusetts Se licenció en Literatura Inglesa en la Universidad de Princeton y defendió su Tesis de Doctorado, Joseph Conrad and the Fiction of the Autobiography (1966) en la misma especialidad en la Universidad de Harvard. A pesar de una trayectoria intelectual avalada por la publicación de más de quince libros, entre los que siguen destacando, Beginnings (1975), The World, Cuadernos Hispanoamericanos

the Text and the Critic (1983) y Culture and Imperialism (1993), se le recuerda más por su defensa de la causa palestina. Primero como miembro del Parlamento en el exilio de 1977 a 1991, más adelante desmarcándose de Yasir Arafat y terminar defendiendo un Estado binacional. Este artículo pretende analizar el legado de Said en el campo de la literatura comparada a partir de su obra más conocida, Orientalism, y realizar el estado de la cuestión de ambas disciplinas en los últimos años. La publicación en 1978 del libro agitó el campo de los estudios comparados en Estados Unidos. En primer lugar, porque se consideraba pionero, pues introducía en su objeto de estudio a Oriente (el mundo árabe e islámico). Después, porque obligaba a cuestionarse la forma en que filósofos, escritores y viajeros occidentales (europeos y norteamericanos) habían representado el mundo árabe y su religión mayoritaria, el islam, durante siglos, haciendo especial hincapié desde el siglo XVIII al XX. A pesar de ello, Orientalism no estaba desligado de las revisiones políticas y culturales de finales de los años setenta. Se incluía dentro del debate inaugurado a partir del primer tercio del siglo XX de cómo Occidente había modelado el saber europeo sobre el resto del mundo y la revisión crítica de los métodos con que había estudiado a Oriente desde 1945, época de disolución colonial. Autores como el sociólogo egipcio Anouar Abdel-Malek o el antropólogo y también sociólogo francés Jacques Berque ya habían afirmado a finales de los años sesenta algunas de las propuestas que avanzaba el texto de Said. Por ejemplo, Oriente debía ser es-

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tudiado desde una perspectiva dinámica, contemporánea y participativa. Además de investigar sus irregularidades y minorías para ir más allá del acercamiento a lo pintoresco, misterioso y aberrante, es decir, lo exterior. Orientalism analizaba y denunciaba la forma en que los escritores occidentales habían representado a Oriente. Con sus obras, se había configurado el conocimiento del Otro, en realidad, fruto de una construcción. Oriente no era un objeto inerte y pasivo por naturaleza, sino una construcción humana. A lo largo de generaciones de intelectuales, artistas, escritores y orientalistas, Occidente había generado su imagen de Oriente. Said daba el nombre de orientalismo a estos presupuestos y definía el término en torno a tres objetivos. En primer lugar, era la disciplina académica con la que Oriente había sido objeto de conocimiento. En segundo, una forma de pensamiento que distinguía ontológica y epistemológicamente a Oriente de Occidente. Esta se había forjado durante siglos y agrupaba obras de autores tan diferentes, como Esquilo, Dante, Flaubert y Marx. Y, en tercero, una proyección de poder de Occidente para dominar, reestructurar y tener autoridad sobre Oriente con objeto de disponer de un discurso al servicio colonialista e imperialista. Este último enfoque Said no lo abandonará en sus investigaciones posteriores, sobre todo en Culture and Imperialism, en el que vuelve sobre algunos de los presupuestos de Orientalism pero ampliando el estudio a representaciones musicales y visuales. Un libro con una redacción y una estructura mucho más claras que el de 1978. La idea, al igual

que defenderán una parte de los comparatistas norteamericanos, proviene del filósofo Michel Foucault, que Said reconoce como fuente de su crítica textual. La cultura y la historia no pueden ser investigadas sin analizar su configuración de fuerza o poder. Así, continuará Said, la relación de Occidente y Oriente es una correspondencia de poder y de complicada dominación. Los textos sobre Oriente y la disciplina académica orientalista están vinculados a una voluntad de dominio, por lo que se erigen como fuente de otras realidades. La de las relaciones que establecen con el mundo, como las políticas, sociales y culturales. De nuevo, una afirmación extraída de la obra de Foucault, quien se plantea cómo un orden cultural determinado puede ser estudiado a partir de sus definiciones discursivas, pues se encuentra lleno de hábitos, normas no escritas y supuestos que pueden ser utilizadas como fuente de conocimiento social. Una realidad que la literatura comparada norteamericana desde hace más de tres décadas hace suya y, por extensión e influencia, la última europea que continúa sus presupuestos defiende. El comparatista duda de todo lo aprendido, no da nada por supuesto y entiende su papel de intelectual como una función ideológica, necesariamente contaminada por su contexto social y cultural. En la actualidad, cualquier concepto puede ponerse en duda y deconstruirse. La gran influencia de las teorías postestructuralistas ha dado lugar a un punto del panorama crítico en el que ya no “existe la inocencia”. De este modo, denunciaba Orientalism, los textos fueron desposeídos

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de sus relaciones con otras disciplinas y los discursos de los orientalistas se convirtieron en autorreferenciales. Los estudios orientales se transformaron en pequeños guetos al alcance únicamente de los especialistas que compartían la misma disciplina. Unos presupuestos situados en las antípodas de la función del intelectual que defenderá Said, en la que sobresale el deber de interrogarse crítica, social y políticamente para implicarse e influir en la sociedad civil. Oriente se homogeneizó y se objetualizó, como un concepto que pudiera ser analizado y comprendido. Así mientras era un espacio estático e invariable, Occidente era dinámico y variable. Orientalism mostró la necesidad de cuestionarse las representaciones de Oriente hasta 1978 y, lo más importante, que había que crear una manera nueva de hablar y acercarse a Oriente, sobre la que Said, al menos en esta publicación, nada propuso. La obra se erigió como una de las precursoras de la teoría del discurso poscolonial y dio lugar a la investigación del discurso colonial como una subdisciplina académica dentro del campo de la teoría cultural y literaria. Igualmente, ayudó a desarrollar las llamadas culturas del Otro y a que el debate oriental se insertara en la descolonización (Turner, 1994). Paradójicamente, sería desde los campos de estudio que Orientalism estaba generando, como los estudios poscoloniales, subalternos y las culturas del Otro, donde aparecerían las primeras propuestas para acercarse de otra forma a Oriente. Y, asimismo, desde donde surgieron las críticas más relevantes a los presupuestos de Said. Repasemos las más importantes. Cuadernos Hispanoamericanos

En primer lugar, Said se mostró “excesivamente” occidentalizado, es decir, solo se fijó en textos europeos para ejemplificar sus afirmaciones. La obra fue tachada de humanista y defensora de una ética del individuo. En la reedición de Orientalism de 1995, Said aseguró que nunca quiso que la obra fuera únicamente una máquina teórica y dijo que se consideraba un “humanista residual”, señalando la influencia de Giambattista Vico como definitiva. Asimismo Said propuso una imagen estática e inamovible de Oriente. Esto es un bloque monolítico y homogéneo que, como una sinécdoque, podía reemplazar a todo un espacio. De este modo, él mismo aplicaba la lectura esencialista que había denunciado y omitía el hibridismo y la heterogeneidad que se encontraban insertos también dentro del poder colonial. Como afirmarán Mona Abaza y Georg Shatu, el orientalismo fue un lugar de intercambio cultural hasta que llegó Said y lo redujo a un espacio compacto. En Oriente, también existían otros discursos, aquellos que representaban la resistencia, la oposición y la contradicción al mismo orientalismo. Finalmente, en el prólogo de 1995, Said amplió el concepto y lo definió como un sistema de pensamiento que abordaba una realidad humana heterogénea, dinámica y compleja, tal y como los estudios poscoloniales habían defendido y le habían mostrado Por otra parte, Orientalism parecía dar por supuesto otro Oriente verdadero, del que Said, de nuevo, no hablaba. El orientalismo obligaba a pensar en términos binarios o, lo que es lo mismo, que también existía un occidentalismo.

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De esta forma Occidente era considerado como un ente homogéneo carente de heterogeneidad. El occidentalismo tampoco era la respuesta al orientalismo. Cómo afirmó el antropólogo James Clifford, posiblemente uno de los críticos más lúcidos de Orientalism, Said estaba dicotomizando y, por lo tanto, esencializando, lo que siempre había sido un continuo: Oriente y Occidente. Fueron sobre todo los Subaltern Studies, el grupo fundado básicamente por historiadores que buscaban crear una alternativa al discurso dominante sobre la historia de la India, los que completaron una parte de las afirmaciones de Said. Fue desde las lagunas que adolecía su proyecto comparado desde donde se amplió y se redefinió el concepto de cultura hasta dar lugar a los nuevos estudios culturales. Said no había reparado en las hibridaciones y los eclecticismos de las culturas, como la oralidad, la literatura femenina, los discurso no urbanos, en resumen, las representaciones de excluidos y olvidados del poder, y debía introducirlos en su estudio. Más adelante, en la revisión de 1995, reconocía los aciertos del grupo. Orientalism tampoco podía escapar a las críticas que el propio Said había hecho al orientalismo. Algunos de los presupuestos que denunciaba fueron aplicados por él mismo para elaborar su tesis. Said sesgaba las representaciones de Oriente. Empleaba los instrumentos de la tradición teórica occidental para criticar precisamente dicha tradición. Utilizaba solo textos del siglo XVIII y XIX anglosajones y franceses y omitía aquellos que no pertenecían al género literario. Limitaba sus afirmaciones a

Oriente Medio y no hablaba del Magreb, la India o el Pacífico. Asimismo evitaba interpretar los textos social y económicamente. Es decir, rehuía los presupuestos que había mostrado en su obra Beginnings (1975) e intentaría aplicar a partir de entonces. Cada autor y obra tienen que ser interpretados desde diferentes puntos de vista, de modo que cada lectura e interpretación permitan generar nuevos valores de la obra. Y uno de los grandes aciertos de Orientalism, que apenas ha sido reseñado, constituye el que Said utilizara como campo de estudio la literatura de viajes, pues el conocimiento de Oriente provenía de las obras de los viajeros que con sus experiencias mostraron el mundo. El viaje permitía reconocer la heterogeneidad y la complejidad de la geografía a partir de miradas diversas no especializadas, como la de geógrafos, comerciantes, escritores y diplomáticos. Los viajeros fueron capaces de cruzar fronteras, atravesar territorios, abandonar las posiciones fijas (Said, 1991) y, como resultado, crear unos discursos híbridos y polimorfos. La formación intelectual de Said para escribir Orientalism también fue reprobada. El orientalista Bernard Lewis, por ejemplo, la tachó de un conocimiento insuficiente en el campo del islam, la historia árabe y las disciplinas orientalistas. En este sentido, llama la atención el poco interés que los estudios orientales mostraron por la obra, posiblemente porque repararon enseguida en sus insuficiencias. A pesar de ello, una revisión por su parte, cuya labor al fin y al cabo fue criticada por Said, habría sido muy necesaria. Otros autores señalaron la contra-

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dicción de que la transformación del concepto orientalismo y orientalista procediera del campo de la literatura comparada. Sorprendía que un crítico textual hubiera trabajado sobre temas vinculados a la filosofía y al arabismo y, además, su trabajo hubiera sido atendido desde campos tan diferentes como la antropología, la historia del arte, etc. A pesar de ello, las lagunas y carencias de Orientalism se debían más a la contextualización dentro de la teoría del relativismo cultural que a una exigua formación intelectual de Said. Otra crítica destacada fue la estrecha relación que Orientalism estableció entre imperialismo y orientalismo. El debate orientalista se había aproximado demasiado al imperialismo en sus planteamientos. El orientalismo no podía considerarse únicamente como la justificación intelectual europea para dominar cultural y económicamente a Oriente. Las representaciones de Oriente iban más allá de un discurso político y de poder, y tenían otros significados. El estudio de categorías como el tiempo y el espacio permitían la creación de formas estéticas y narrativas que se escapaban a una interpretación política (Daunais, 1996). Al mismo tiempo que existían otras formas para estudiar el orientalismo, híbridas y eclécticas, como el lenguaje musical, arquitectónico y teatral (Mackenzie, 1995). Por otro lado muchas de las afirmaciones de Said fueron tachadas de ideológicas. En ellas, se veía claramente cómo dudaba entre lo que era “verdad” y lo que formaba parte de su ideología (Mackenzie, 1995). Según Maxime Rodinson (1994), Said prefirió interpretar Cuadernos Hispanoamericanos

ideológicamente las representaciones culturales antes que analizarlas. En síntesis, a través de estas afirmaciones, se puede afirmar que Orientalism se construyó sobre una paradoja. Cuando las tesis que defendía se aplicaban a la obra, surgía la ambivalencia. Y, aunque Said contestó de forma general a las críticas en el prólogo de 1995, sus respuestas se justificaron muy débilmente. Pues, y aquí es donde se encuentra la crítica más impartante al libro, se remitió a sí mismo como contestación. Recurrió a su experiencia personal, al esfuerzo que comportaba la construcción de su identidad, a su condición de exiliado, de pertenencia a dos culturas diferentes para responder a las carencias y las lagunas conceptuales de su libro. Un hecho y postura que todavía sorprenden y resultan ajenas a la tradición académica y comparada europea. Sin embargo, la defensa de la experiencia personal como justificación conceptual procede de la inserción del multiculturalismo en el campo académico, lo que hizo que se transformara la función del comparatista. Antes, teorías como la nueva crítica o la deconstrucción exigían que el investigador o académico defendiera la abstracción y se alejara de la implicación personal en el estudio. Desde hace unos años, se busca dicha implicación en la crítica del texto. Por ejemplo, no es ajena a los estudios teóricos literarios la inclusión de un prólogo en los resultados de las investigaciones en el que el autor apela a sus circunstancias personales para justificar y, sobre todo, explicar desde “qué lugar” se sitúa para escribir su investigación. La literatura comparada se institu-

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yó en Estados Unidos como una disciplina académica a causa del exilio de los intelectuales europeos durante la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces, la disciplina ha sufrido muchos cambios. El más importante, el deslizamiento de los estudios filológicos de los intelectuales que la fundaron hacia los estudios culturales y postcoloniales. La orientación europeísta se ha modificado de tal modo que ha sido sustituida por otras literaturas, culturas y civilizaciones alejadas de la tradición y el llamado canon occidental. La visión universalizadora o europeísta se ha visto reemplazada por la pluralidad multicultural. La comparación ya no se lleva a cabo entre movimientos, autores y libros sino entre sistemas críticos y valoraciones diversas. De allí que en la actualidad la teoría haya devenido imprescindible tanto en los estudios literarios como culturales y resulte difícil desvincular estos últimos de los culturales. En estos términos, la discusión del futuro de la literatura comparada parece haberse reducido al campo académico americano, como si la literatura europeísta perteneciera a una tradición muy antigua y solo restara la de Estados Unidos y su creciente diversidad étnica. Sin embargo, fuera de que sea una nueva manera de integrar los textos literarios y culturales de otras etnias, hay que reconocer que el interés por las literaturas no occidentales aumenta cada día. Pues, a pesar de la transformación que ha sufrido la literatura comparada, el objetivo desde sus comienzos es que el conocimiento sea lo más universal y global posible. De allí también que el campo de estudio se haya ampliado e incluya las relaciones de la literatura con otras

formas culturales y de representación. Una transmisión de conocimientos entre campos diversos que abre nuevas posibilidades para el pensamiento crítico. Esta universalización, que antes se entendía como el canon occidental, ha devenido una globalidad ideológica, en vez de estética, que permite que los comparatistas investiguen los vínculos entre textos de diferente origen cultural y las relaciones de estos con el cine, las artes plásticas, la arquitectura, etc. Por vez primera, no es el teórico de la estética quien puede deslizarse de una disciplina a otra, sino el comparatista literario que, sabedor de que no existen medios puramente visuales o verbales, puede interpretarlos. Un desplazamiento enriquecedor ya que añade al propio campo de estudio las conclusiones de otros lenguajes. El investigador estudia a partir de su propia disciplina otras materias y retorna a la suya ampliándola. Al mismo tiempo que fomenta las otras, pues las estudia desde un campo ajeno. De este modo, las diferentes disciplinas caminan en una relación de acompañamiento, más que de similitud o exclusión, en la que se ayudan mutuamente. En el contexto actual, donde la literatura comparada ha insertado el estudio de los textos literarios y culturales de otras etnias y, por lo tanto, ha aplicado una mirada postcolonial para su investigación la pregunta más urgente que habría que hacerse es: ¿tiene valor la literatura comparada hoy en día o ha dejado paso a los estudios postcoloniales? Las últimas revisiones de dichos estudios, surgidas desde su interior y a partir de los investigadores que los configuraron, como Homi Bhabba o

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Gayatri Spivak, reconocen que se han convertido en otra forma de poder. Los estudios postcoloniales y los textos que han investigado no deben convertirse en otro canon, ni proyectarse como forma única de investigación. Como reconoce el profesor de Estudios Iraníes y Literatura Comparada de la Universidad de Columbia quien, junto con los dos académicos anteriores imparten las asignaturas de Teoría Postcolonial en sus respectivas universidades, estamos asistiendo al fin del poscolonialismo. El sujeto postcolonial ha significado durante los últimos treinta años un sujeto colonial erigido y mantenido sobre una ilusión: que la emancipación del imperio era posible. Lo que se ha convertido en una teoría que los estudios comparados han aplicado en casi todas sus investigaciones, alejada, por otro lado, de la práctica y la realidad. Es necesario desmantelar también el status quo de académicos como Said o Spivak. Para ello hay que descentrar completamente a Occidente, quien ya no puede erigirse como un interlocutor principal. Dabashi, junto con el teórico social y cultural Ashis Nandy, y el proyecto de investigación Baraza. Iniciativa del liderazgo de la mujer africana, reconocen el callejón sin salida crítico intelectual en el que se ha entrado en los últimos años. Para que cambie, los estudios de las áreas de Oriente Medio, Asia del Sur y África deben transformarse y reflejar la progresión y la innovación del pensamiento. El orientalismo debe ser releído, reformulado e insertado en los últimos acontecimientos políticos, sociales y culturales, y sobre todo en el contexto de Cuadernos Hispanoamericanos

las revueltas árabes. Cuántas veces me he preguntado en los últimos tres años qué reflexión habría hecho Said sobre Oriente tras ellas. Dabashi, en su libro Post-Orientalism: Knowledge and Power in Time of Terror (2008), una de las contribuciones más importantes y contemporáneas a Orientalism, pues entre otras cosas amplia el campo de estudio a Irán y a otras representaciones culturales, avanzaba ya una respuesta posible: Oriente y Occidente no han estado tan separados históricamente como se ha defendido. Las revueltas árabes han cambiado la geografía imaginativa de Oriente. En sus inicios, consiguieron que estallaran las imágenes negativas, prejuicios y estereotipos acuñados sobre él a lo largo de los siglos. Por primera vez, desautorizaron los clichés orientalistas sobre la incapacidad de árabes y musulmanes de sostener un sistema democrático. Como ya le gustaba afirmar provocadoramente en público hace dos décadas al filósofo, Tarek Ramadan: la igualdad, fraternidad y solidaridad no son conceptos que pertenezcan solo a Occidente. Tres años más tarde, la llamada “primavera árabe” parece oscurecerse y las incertidumbres respecto a la conclusión de su proceso en todos los países en los que ha tenido lugar continúan vigentes. Sin embargo, en cada uno, ha dejado la impronta de una movilización popular en la que los habitantes hicieron uso de su propia condición de ciudadanía. De este modo, han surgido nuevos espacios de cuestionamientos del Estado. El futuro parece incierto, pero el orden inamovible y férreo anterior se ha desmoronado. El mundo ya no puede dividirse en las categorías imaginarias de Oriente y

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Occidente, y tampoco entre Occidente y el resto. El espacio público se ha ensanchado y expandido, y se está cargando y redefiniendo para acomodarse a los nuevos acontecimientos. Como afirma Dabashi en la conversación que mantuvo con Nandy en la red on line, Humanities and Social Sciences: “es necesario un discurso que muestre las nuevas relaciones entre las ideas del sujeto humano y las idea de las comunidades humanas”. De los dos homenajes principales que, a lo largo del 2012, han tenido lugar para conmemorar los diez años de la muerte de Said hay que resaltar varias ideas. En primer lugar, los temas en los que se dividió el simposio de la Haus der Kultur der Welt de Berlín, los cuales permiten aproximarse al estado de la cuestión del estudio de las investigaciones sobre el orientalismo y la literatura comparada. A partir del método que Said defendió en sus investigaciones, la interdisciplinaridad, así como la inserción de su trabajo en el contexto sociocultural y global de las revueltas árabes, se trataron los temas siguientes: “Las trampas del orientalismo” “Compromiso, resistencia e imaginación,” “Las anti narrativas de estilo tardío,” “Poder, debilidad y organización” y “Más allá de los límites del poder”.

El segundo homenaje, en la Universidad de Utrecht, contó con los teóricos más destacados en el campo de la literatura comparada y aportó una de las ideas más importantes en la actualidad para avanzar en la investigación del orientalismo: el concepto de muthanna. Basado en la noción árabe del mismo nombre, significa la relación que mantienen dos entidades entre sí, las cuales no forman una dualidad sino una pareja. En este sentido, es necesario imaginar y examinar situaciones que van más allá de la lógica binaria de las dicotomías y oposiciones. Oriente y Occidente no han estado desvinculados entre sí. Ha habido que separarlos, sobre todo a partir de época de disolución colonial, para estudiar con más detalle a Oriente y, quizás por primea vez, no tener como objeto su apropiación. Una vez separados, la lógica del conocimiento muestra que mantuvieron una historia de cruces, encuentros y convivencias. Y, por lo que respecta a la literatura comparada, como ya dijo Babbha, los estudios culturales o las literaturas no-canónicas no han usurpado el lugar de la literatura canónica, sino que han generado una hibridación que pone en evidencia el encuentro del centro con las periferias.

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· Bernard Lewis, “Orientalism: an exchange”, en New York review of books, nº 29, 1982, pp. 49-56. · John M. Mackenzie, Orientalism. History, theory and the arts, Manchester University Press, Manchester, 1995. · Anouar Malek- Abdel, “L’orientalisme en crise”, en Diogène, nº 44, 1963, pp. 109-141. · Maxime Rodinson, La fascination de l’Islam, Libraire François Maspero, París, 1980. · Edward W. Said, “Identity, authority, and freedom: the potentate and the traveler”, en Transition, nº 54, 1991, pp. 15-22. · Edward W. Said, “Epílogo de la edición de 1995” en Orientalismo, Debolsillo, Madrid, 2002. · Bryan S. Turner, Orientalism, postmodernism and globalism, Routledge, Nueva York, 1994.

BIBLIOGRAFÍA · Alonso Montero, Xesús. 1995. Lingua e literatura galegas na Galicia emigrante. Xunta de Galicia. · Mona Abaza y Georg Stauth, “Occidental reason, Orientalism, Islamic fundamentalism: a critique”, en Aa. Vv., Globalization, knowledge and society, Sage, Londres, 1990. · Berque, Jacques, “Perspectives de L’Orientalisme contemporain”, en Ibla, nº 20, 1957, pp. 217-237. · Homi K. Babbha, “Signs taken for wonder”, en Ashcroft, Bill, Griffiths, G., Tiffin, H., The post-colonial studies reader, Routledge, Nueva York, 1984, pp. 29-35. · Jacques Berque, “Perspectives de L’Orientalisme contemporain”, en Ibla, nº 20, 1957, pp. 217-237. · James Clifford, “Sobre Orientalismo”, en Dilemas de la cultura, Barcelona, Gedisa, 1995, pp. 303-326.

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Philip Roth y la cuestión judía Por José María Herrera

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El apellido Roth es uno de los más ilustres de la literatura contemporánea. Tres autores de primera categoría lo han llevado, los tres judíos, originarios de la misma tierra, aunque sin conexiones familiares entre sí: Joseph, Henry, Philip. El primero, nacido en Brody, ciudad hoy ucraniana, vivió la caída de los Habsburgo, la pérdida de la patria (el efímero reino de Galitzia y Lodomeria) y el ascenso del nazismo. La sana envidia que como judío del Este mostró en Judíos errantes hacia los judíos occidentales, bien integrados en apariencia, se volvió al final de sus días zozobra y tribulación. Henry también llegó al mundo en la provincia austrohúngara de Galiztia, pero emigró siendo niño con su familia a Estados Unidos. Su novela más conocida, y durante cincuenta años, su única novela, Llámalo sueño, es la historia de un chiquillo recién llegado a América que habla yiddish con sus padres e inglés con sus amigos. Publicada en 1934, refleja el carácter opresivo del gueto, una opresión debida más a la incapacidad del inmigrante para entender que ahora forma parte de una comunidad indiferente al origen de las personas que al hostigamiento externo. El último de los Roth, Philip, nacido un año antes que la novela de Henry, es un americano de segunda generación que nunca sufrió exclusión ni discriminación por el hecho de ser judío. Sus detractores han sido los propios judíos, a quienes ha criticado a lo largo de su carrera con ferocidad nietzscheana. Americano por encima de todo, Roth ha confesado su ineptitud para tomarse en serio las subdivisiones humanas: razas, religiones, credos. Esta manera de clasificar a los hombres no concuerda Cuadernos Hispanoamericanos

a su juicio con el espíritu integrador de su patria ni con la indiferencia social de los tiempos. Criado en un barrio de Newark, Nueva Jersey, cuando Estados Unidos combatía a la Alemania nazi, su impresión nunca fue la de alguien rodeado por una mayoría agresiva, sino la de un ciudadano en un país constituido mayoritariamente por personas integradas en minorías culturales o raciales que procuraban transformarse a fin de adaptarse a su estilo de vida. Vivir prisionero de una identidad, sentirse víctima de ella en un lugar donde las raíces no cuentan, le ha parecido absurdo. “Cualquiera que se tenga por norteamericano pero diga que también es algo más –declaró en cierta ocasión Theodor Roosvelt– no es en absoluto norteamericano”. La dolorosa experiencia de sus abuelos, emigrados judíos habituados a la barbarie y violencia de sus perseguidores, no es la suya. Aunque Norteamérica, a la que tanto le costó abolir las leyes de segregación racial, no se ha conducido siempre bien con los judíos, nadie nacido en los años treinta puede decir que haya sido tratado allí como un ciudadano de segunda. Prueba de su integración es que los rabinos y la sinagoga han ejercido sobre ellos menos influencia que el boxeo, el beisbol o el jazz. Si Henry Roth, al evocar su infancia en Una estrella brilla sobre Mount Morris Park, escribe que en su fiesta del bar mitzvach (por la que el joven de trece años deviene adulto) pensó “que estaba cautivo de una identidad de la que no tenía probabilidades de librarse nunca”, Philip, una generación más joven, se ve a sí mismo como un tipo corriente que cuenta con todo y no está dispuesto a renunciar a nada a causa de sus orígenes.

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Verdad que esta atmósfera cambió a finales de los cuarenta con la llegada de los supervivientes del holocausto y la fundación del Estado de Israel, pero la tesis de que el mundo sería mejor si eran eliminados los judíos, aunque también tuvo sus partidarios, no podía arraigar en Estados Unidos, un país que se vanagloria de defender la igualdad de los hombres ante la ley. El pueblo judío, el único que cuenta la historia desde la creación del mundo, lleva siglos en la diáspora, padeciendo la hostilidad de las naciones. Esto no significa que toda su historia haya sido dolor y persecución. Cuando menos ha conocido tres épocas doradas: la helenística previa a la destrucción del segundo templo, la hispánica anterior a la expulsión de los Reyes Católicos y el medio siglo europeo que precedió al nazismo. Mientras en la Europa del Este, la Rusia zarista especialmente, seguían la opresión, el desprecio y el pogromo, en la occidental, debido a la atmósfera liberal que reinó antes y después de la Primera Guerra Mundial, fueron desapareciendo las restricciones y la asimilación avanzó. Lo único que se exigía a los judíos era dejar de serlo, algo que la mayoría deseaba. Si bien no todos pensaban que esto fuera posible –Freud escribió que cuando un judío renuncia a lo que comparte con los otros judíos aun tiene en común con ellos lo esencial– fueron más los que confiaron en la asimilación y la ruptura con el pueblo elegido. El paso solía acarrear la aceptación de los principios ilustrados y las ideas liberales. No por azar llamaban ilustrados los judíos del Este a quienes vestían a la europea y se rapaban la barba. La renuncia a las tradi-

ciones de sus antepasados que otorgaba a los judíos oportunidad de integrarse en la moderna sociedad europea resultó sin embargo, a la postre, catastrófica. El mundo alemán, dominado por el discurso romántico, se revolvió contra ellos de forma inaudita. Es difícil afirmar si Alemania fue antisemita por ser racista o por ser romántica; en todo caso abundaban los alemanes convencidos de que el cosmopolitismo y la codicia de los judíos eran una de las causas fundamentales de los males patrios, especialmente la derrota en la Primera Guerra Mundial, que tantos sinsabores acarreó a los perdedores. ¿Acaso no fue una ingenuidad confiar en una raza que había flotado a lo largo de siglos entre otros pueblos como parásitos culturales?, ¿no había demostrado la publicación en Rusia de Los protocolos de los sabios de Sión la existencia de una organización sionista mundial ligada a la francmasonería que trataba de usar el comunismo para sublevar a las masas, subvertir el orden establecido y tomar el poder acabando con las antiguas naciones? El nazismo, consciente de que el mejor aglutinante es un enemigo interno, alimentó estos prejuicios. De un lado Alemania, con sus inmarcesibles reservas de autenticidad; de otro los judíos, el desarraigo cultural, el corrupto capitalismo, la inhumanidad comunista. La guerra acabó con el sueño nazi, pero: ¿quien dice que no volvería a pasar algo parecido en Estados Unidos?, ¿no podía sucederle a Roth lo que a Wittgenstein cuando, tras la anexión de Austria por Alemania, se vio convertido de repente en un judío alemán?, ¿cometerían los judíos americanos el mismo error que los judíos asimilados de Europa presumien-

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do de no serlo sin darse cuenta de que esa presunción alcanza sólo a los otros judíos, no a los gentiles que jamás olvidan su origen? Roth nunca se ha dejado intimidar por estos argumentos. Por convincente que parezca la idea de que los judíos son siempre la primera víctima en cualquier baño de sangre que se organice en la historia, la derrota del nazismo y el triunfo de la democracia constituyen a su entender un principio. No se puede seguir mirando atrás. Los cambios acaecidos a lo largo del siglo XX son lo bastante profundos como para seguir haciendo caso a quienes afirman que toda integración es una huída de la comunidad de los perseguidos o que la única solución para los judíos es el establecimiento de un Estado en permanente lucha contra enemigos exteriores. Se trata de liberarse de la tiranía de los muertos, de la mentalidad de gueto, de la idea de que hay un problema judío y un pueblo elegido. “Ser elegido es también siempre el requisito para ser condenado”. Por eso, en vez de plantear soluciones al problema, Roth ha procurado disolverlo eludiendo la mala conciencia judía, esa forma de concebir la existencia humana según la cual el sufrimiento es algo inherente a su naturaleza caída. Para él América es la tierra que borra el pecado original, la tierra prometida en la que el pueblo judío ha quedado al fin liberado del oprobio de la persecución. Estos pensamientos le han causado innumerables problemas desde el comienzo de su carrera. Ya uno de sus primeros relatos, El defensor de la fe, publicado en 1959, suscitó entre los ortodoxos judíos reacciones adversas. Cuadernos Hispanoamericanos

Se le acusó de alimentar a los antisemitas, de odiarse a sí mismo, de repudiar la religión. Dos representantes de la Liga Antidifamación (asociación consagrada a defender los derechos civiles y legales de los judíos) le exigieron explicaciones. Cuando al año siguiente obtuvo el National Book Award por Goodbay, Columbus se desató una dura campaña en su contra. Fue acusado de burlarse de sus raíces, de traicionar a su pueblo, de añadir dolor a las víctimas de una persecución milenaria. Él se defendió denunciando la actitud estética de sus detractores: ¿creen estos que las obras de ficción deben ocuparse sólo de defender buenos sentimientos?, ¿ignoran el carácter liberador de la ficción, la naturaleza hipotética de la narrativa, el derecho de los autores a explorar nuestro ser desde perspectivas distintas de la cotidiana?, ¿o es que se trata sólo de lectores que se sienten satisfechos sólo si la novela que abren antes de dormir ronronea sobre la cama como un animal doméstico? El problema es que Roth, en vez de emular por ejemplo a su admirado Malamud, quien se ocupaba de judíos heroicos dignos de elogio o de fracasados que arrastran en un mundo más precario que hostil los arraigados complejos de la inmigración y la opresión, ha cultivado esa cosa freudiana de hurgar en los bajos fondos. Aunque los rabinos se quejan de que esto puede acarrear un daño irreparable a la causa judía, él no tiene la menor duda de que mostrar a los judíos como son no es ofrecer argumentos a quienes los han perseguido, deportado y asesinado. Exigir a los escritores judíos que se ocupen sólo de personajes ejemplares a fin de que los gentiles no deseen matar-

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los es una necedad similar a la que empuja a las feministas a acusar de machismo a cualquier autor que eluda presentar a las mujeres como seres ideales y maravillosos sujetos a la invariable opresión masculina. “La literatura –le gusta decir al escritor de Newark- no es un concurso de belleza moral”. Seguro de sus ideas y su posición como judío americano, Roth contraatacó a finales de los sesenta con una provocativa novela, El mal de Portnoy. Obscenidad, parodia, difamación, blasfemia, todos los recursos de la comedia fueron puestos al servicio de un proyecto: tratar el sentimiento de culpa, esencia de lo judío, como algo grotesco. Estamos en 1969, uno de los momentos de mayor desorientación social vividos en Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial, la época de Johnson, el sucesor de Kennedy, y la Guerra de Vietnam, con todo lo que trajo consigo de reivindicación personal y lucha contra la hipocresía de una sociedad narcisista, puritana y represora. La desconfianza en la autoridad y el orden público parecía que no podía ser más profunda, el blindaje moral de los americanos empezaba a agrietarse y la franqueza del protagonista de la novela resultó más atractiva que repugnante. Aunque se trataba de un judío, su experiencia coincidía con la de cualquiera que hubiera comprendido las debilidades humanas y desconfiara de los buenos sentimientos, ese contexto banal e idealizado con que en América se tiende a enmascarar la realidad o a juzgarla rencorosamente. El escándalo fue formidable y ha seguido luego al autor durante toda su vida. Si no conocía por experiencia la persecución antisemita, pronto

supo en qué consiste la represión que los judíos se infligen a sí mismos debido al antisemitismo. Pero tampoco entonces cederá, al contrario, muy a su estilo, dará otra vuelta de tuerca más al conflicto con sus detractores convirtiéndolo en el drama de rencores familiares de Zuckerman, su alter ego. Roth ha declarado que lo judío de sus libros no radica en el tema –la vida de personas que lo son-, sino en cierta clase de sensibilidad: “el nerviosismo, la excitación, la discusión, la dramatización, la indignación, la obsesión, la susceptibilidad, la actuación y por encima de todo el habla”. “Hablamos demasiado, decimos demasiado y no sabemos pararnos”. Como se dice en Operación Shylock: “la impertinencia es el estilo judío”. Lo es, evidentemente, en El mal de Portnoy, un monólogo en el que el protagonista, sumido en un estado de honda conmoción interior, refiere su vida al doctor que lo está psicoanalizando. El relato arranca con la evocación de unos padres volcados en la crianza de su vástago -madre perfeccionista y protectora, padre sacrificado- que, a causa de un sentido pacato de la vida y sus peligros, acaban desquiciándolo. Portnoy atribuye su carácter débil, morboso e histérico, que identifica con lo judío, a sus progenitores. Autocontrol, sobriedad, vergüenza, respeto a la ley, angustia moral … “¿es esto lo que llegó hasta mí desde los pogromos y las persecuciones, de las burlas y los insultos inferidos por los gentiles a lo largo de dos mil años?” Ansioso por gozar de la vida y liberarse de la culpabilidad y el rencor, está convencido de que los buenos sentimientos que le inculcaron lo han perturbado. Examina su vida y la de

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la gente que conoce y advierte que la felicidad o el éxito social y profesional nada tienen que ver con ellos, que los buenos sentimientos sólo sirven para bloquear el deseo. Ni que decir tiene que el conflicto entre un superego autoritario y un ello anárquico se decantará del lado de este. Portnoy rechaza a Dios y la religión, reniega de su familia y su raza, abomina de su historia milenaria y sus atávicas costumbres. “¿Para qué estas reglas alimenticias prohibitivas sino para proporcionarnos a los niños judíos práctica en ser reprimidos?” Los rabinos pusieron el grito en el cielo, aunque resulta dudoso que lo que les indignara fuera realmente el uso que pudiesen hacer los antisemitas de la burla que había en la novela y no, más bien, el que podrían hacer los propios judíos. Roth no había entrado en el templo con un látigo en la mano para expulsar emulando a Cristo a los mercaderes, había entrado como Nietzsche con un martillo y una mochila llena de dinamita. El mal de Portnoy no es un libro para recomendar a aquellos a los que gusta colocarse del lado de la virtud. Su protagonista no sólo no hace ningún esfuerzo por ocultar sus pasiones, sino que se concentra en ellas para escarbarlas como un animal coprófago. La rectitud pública, los buenos sentimientos, la inocencia, todo eso que vuelve reconfortante la vida de la mayor parte de la gente, le parece a él hipócrita y mentiroso. Se diría que Roth ha creado el personaje para darse el gusto de invertir el proceso de sublimación. Esta vena subversiva sustentada en una radiografiante hiperlucidez (convendría entender este concepto de forma análoga a como comprendeCuadernos Hispanoamericanos

mos el concepto pictórico de hiperrealismo), se convierte en su medio estético más personal, al margen de la cuestión de los judíos. La crítica feroz de Nixon en Nuestra Pandilla, el toque kafkiano de El Pecho o el carácter dionisíaco de La gran novela americana, obras que se publican inmediatamente después de El mal de Portnoy, tienen en común precisamente ese carácter subversivo. Roth cambia el tono y cambia de blanco, pero porque se vuelve aún más radical. En vez de lanzar sus dardos contra los valores establecidos –a los que había dedicado sus primeras novelas, Deudas y dolores o Cuando ella era buena-, apunta a cualquier discurso con pretensiones de autoridad. En 1974, con Mi vida como hombre, aparece el personaje de Zuckerman, protagonista o narrador de otras nueve novelas suyas –El escritor fantasma, Zuckerman desencadenado, La lección de anatomía, La orgía de Praga, La contravida, Pastoral Americana, Me casé con un comunista, La mancha humana y Sale el espectro. Con él reaparece la cuestión judía. Nathan Zuckerman, igual que Roth, es un escritor judío de Newark al que acompaña la polémica desde que obtuvo el éxito con su procaz Carnovsky. Su infancia en la típica familia hebrea, sus graves problemas filiales, su matrimonio con una mujer desquiciada, el encuentro con el maestro, el éxito, las dificultades de la fama, la muerte de los progenitores, la ruptura con el hermano, en fin, la vida misma del personaje surge ante nosotros como en un fresco. Los primeros títulos, escritos entre 1974 y 1986, se centran en esto; los últimos, de 1997 a 2007, tienen por objeto los temas que trata como na-

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rrador. Ni que decir tiene que la cuestión judía está más presente en las primeras obras, cuya culminación es La Contravida, que en las segundas, donde son abordados problemas circunstanciales: el fracaso del sueño americano, la triste era McCarthy, los excesos de la corrección política, ejemplos todos de esa suerte de disonancia cognitiva que parece sufrir la sociedad americana y que le lleva a menudo a confundir lo conveniente con lo real. Quienes crean en la omnipotencia de la causalidad probablemente encontrarán alguna conexión entre la aparición de Zuckerman y el ataque de cinco mil carros de combate sirios y egipcios a Israel el día del yom kipur de 1973. No es que Roth o su personaje estuvieran muy preocupados por el destino inmediato del pequeño Estado judío -los israelíes neutralizaron la ofensiva y en tres semanas se plantaron en los suburbios de El Cairo y Damasco-, pero como la respuesta internacional, incluido el Consejo de Seguridad de la ONU, fue de rechazo hacia las acciones judías, tal vez se vieron obligados a manifestarse. La actitud hacia los judíos ya había comenzado a variar en 1967, con la guerra de los Seis Días, pero ahora se produjo un giro casi radical. La magnanimidad mostrada con Israel desde que en 1948 proclamó su independencia desapareció de golpe cuando se vio que aquel exiguo Estado dedicado a la agricultura se había convertido en una potencia. Las cosas se complicaron y, como suele pasar desde que existen intelectuales comprometidos, aumentó la confusión. Aunque cuando se concedió a los judíos el derecho a crear un Estado propio nadie pen-

só en satisfacer sus hipotéticos derechos sobre los territorios bíblicos, los sionistas aprovecharon la crisis para reivindicar nuevos dominios indispensables (a su juicio) para garantizar la defensa de aquellos. Los árabes, cuyos Estados no eran mucho más viejos -habían surgido tras la caída del Imperio Otomano-, se habían negado a aceptar la decisión de Naciones Unidas de entregar tierras a los colonos judíos y, por lo tanto, no sólo se oponían a la expansión de Israel, sino a su sola existencia. El conflicto, irresoluble de suyo, estaba destinado a enconarse y los únicos cambios previsibles eran los que se pudieran producir en la opinión internacional, cada vez más decantada por los árabes. Los judíos, decían algunos, habían vuelto a engañar a todo el mundo. Una cosa era disponer de un Estado gueto y otra ser una potencia militar. El juego del poder trasladó el debate a Washington, cuyo apoyo era esencial para la supervivencia israelí, y la presión de los sionistas, inventores de esa táctica política tan extendida de apelar a una tragedia para justificar tales o cuales reivindicaciones, alcanzó máximos históricos. Había que olvidar discrepancias y hacer frente común contra los enemigos del pueblo elegido. Esto incluía a judíos críticos como Roth. Este, sin embargo, pese a las circunstancias aparentemente tan calamitosas para el pueblo de sus antepasados, apenas modificó sus posiciones. Se sentía antes que nada americano, un americano lo bastante lúcido como para percatarse de que el holocausto se estaba convirtiendo en una cortina de humo con el que los israelíes tapaban sus excesos, y aunque era perfectamente consciente de los vicios y defectos de

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la sociedad americana, consideraba muy superior su régimen a otro fundado en la idea de exclusión. En La contravida, la gran novela judía de la serie Zuckerman, este visita Israel tratando de persuadir a su hermano Henry para que torne a Estados Unidos. Henry es un tipo modélico, cuyos esfuerzos vitales parecían hasta cierto momento encaminados a hacer la ordenada vida de un hombre maduro, pero traiciona a su mujer y acaba llevando una doble vida lujuriosa que lo trastoca todo. En una de las versiones de la historia –La contravida no es una novela con argumento, nudo y desenlace-, Henry rompe con su mundo, marcha a Israel y se hace sionista. Nathan aprovecha un viaje para entrevistarse con él. Antes tiene un interesante diálogo con un judío de origen ruso que escapó a Palestina tras la revolución y que le habla de las ventajas de vivir en un Estado judío. Por supuesto, él no las comparte. Un universitario secularizado y ateo, que no es refugiado, socialista o nacionalista, sino nieto de un judío de Galitzia que marchó a América al advertir que Europa era mal sitio para su gente y no deseaba fundar una patria, sino salvar el pellejo, no ve nada interesante en el empeño de vivir como sus antepasados, o sea, rodeado de enemigos. El discurso de Nathan parece concebido para marcar distancias con el proyecto israelí, pero en realidad lo que hace es mostrar sus contradicciones internas. No hay que saber mucho de judaísmo para darse cuenta de que entre el sionista que aspira a construir el Estado de Israel y el judío ortodoxo que piensa que todo lo que no venga de Dios no vale la pena, media una distancia difícil de recorrer. ¿Cómo conCuadernos Hispanoamericanos

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ciliar el rechazo religioso a la violencia, a la indignación y la sublevación, con la forja de un Estado que trata de subsistir en medio de feroces enemigos?, ¿cómo casar la ortodoxia, o sea, la creencia en la letra de la revelación y la aceptación del destino de los judíos en la diáspora como parte de la divina providencia (algo que sólo podría cambiar la venida del Mesías), con la instauración de un Estado judío que, para constituirse, tenía que rechazar de alguna manera esa fe? Si los judíos devotos que trataban de salvar el judaísmo se habían visto obligados a aceptar tácitamente en nombre de Israel muchas de las premisas de sus adversarios, los sionistas parecían condenados a comportarse igual que los promotores del holocausto. Estas contradicciones se agudizaban aún más en la medida en que el Estado de Israel, en su afán por terminar con el desamparo judío y responder a siglos de ridiculización y menosprecio, ha acabado convirtiéndose a causa de la presión de sus vecinos en una especie de Estado gueto que, en vez de servir de espacio para transformar al judío en hombre normal, se ha convertido en caldo de cultivo de todas las variantes de la demencia, incluida la peor de todas, el aplastamiento de otras razas. En un proceso que arrancó en 1967, los judíos han pasado de ser víctimas a ser verdugos. Para asumir este nuevo papel han usado el holocausto como estrategia de justificación, una maniobra muy sucia que ha funcionado a la perfección en Estados Unidos, donde los judíos, cargados quizá de culpa porque no sufrieron la barbarie europea o tal vez queriéndose garantizar un refugio para el caso de que las cosas se pongan malas otra vez, han


psicosemitizado el problema respaldando las fantasías morales de Israel. La conclusión de Nathan Zuckerman es tajante: la existencia de un Estado no dota a un pueblo de identidad, peor aún, cabe la posibilidad de que la destruya, o de que la convierta en una identidad paranoica. El sionismo, con su creencia en que la integración de los judíos constituye una especie de segundo holocausto, repugna a Zuckerman, quien siempre ha visto con muy buenos ojos la pérdida de la identidad racial o religiosa que supone ser norteamericano. Esta convicción se manifiesta también estéticamente. En El escritor fantasma nos enteramos, por ejemplo, de su admiración por dos novelistas judíos contemporáneos: E. I. Lonoff y Felix Abravanal. Las pistas que se ofrecen allí hacen pensar que detrás de estos nombres están Bernard Malamud y Saul Bellow. Malamud nació en Nueva York en 1914. Sus padres, igual que los de Bellow, nacido en Quebec un año después, venían de Rusia. Ambos experimentaron el problema de la pérdida de identidad más intensamente que el hostigamiento racial y ello quizá les permitió guardar cierta distancia frente al judaísmo, distancia que explica que no desafiaran los tabúes ni cuestionaran tampoco los viejos tópicos: la conexión entre el judío y la conciencia y el gentil y el apetito; el carácter inocente, virtuoso y pasivo del judío frente al gentil corrupto, etc. El hombre de Kiev, novela en la que Malamud recrea los heroicos sufrimientos de un judío acusado falsamente de asesinar a un niño ruso por motivos rituales, constituye un buen ejemplo. Alexander Portnoy, el héroe de Roth, no se parece en nada a este tipo de judío perspicaz y

cauto sobre el que la fatalidad cae sin remedio. La distancia entre uno y otro es enorme. Sin embargo, Malamud y Bellow, igual que su coetáneo Henry Roth, quien habla de su generación como “de la primera generación de astutos sinvergüenzas urbanos”, se sintieron libres para romper con la tiranía del yiddish -lengua de la diáspora y de los escritores judíos internacionales: Aleijem, Scholem Asch, Hirshbein, Singer-, cuyo mantenimiento era esencial para los ortodoxos partidarios de poner trabas a la asimilación. Aunque no cuestionaran sus raíces, tomaron distancia, y esto fue decisivo. Bellow, por ejemplo, inicia su primera gran novela, Las aventuras de Augie March, con estas palabras: “Soy un norteamericano de Chicago”. Roth ha relacionado su actitud con la de los músicos judíos de la época: Copland, Gershwin, Berstein, … Tampoco ninguno de ellos compuso nada pensando en una minoría racial. Eso los hizo grandes. Por eso dice Roth en El oficio que Saul Bellow “fue el Cristóbal Colón de la gente como yo, los nietos de inmigrantes que quisieron ser escritores americanos detrás de él”. Aunque la cuestión judía –“el tema cuya obsesiva indagación siempre me ha parecido que podía dejarse para otro día”- se le ha impuesto a Roth como una fatalidad, el único libro que la aborda directamente es uno de 1993: Operación Shylock. Aclaremos sin embargo que “directamente” no es quizá la palabra idónea para describir lo que encontramos en la novela: un cuadro del problema a partir de perspectivas en colisión. El fondo común es la idea de que la cuestión judía ya sólo afecta a los judíos americanos, nietos de los inmigrantes que huyeron de

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Europa antes del ascenso nazi y trataron luego de crearse una nueva identidad en inglés, y los judíos de Israel, formados por los supervivientes del holocausto y la persecución soviética, la mayoría hablantes de yiddish, aunque tan ansiosos por romper con su pasado como para adoptar el hebreo como lengua oficial de su nuevo país. Roth se entera de que alguien se está haciendo pasar por él en Israel y defendiendo allí una fantasía demencial: el diasporismo, o sea, el reasentamiento de los judíos en Europa. Su tesis es que el Estado de Israel ha hecho más peligrosa la supervivencia de los judíos y que, una de dos: o los árabes vencen y los destruyen o son ellos los que, usando la bomba atómica, terminan con sus enemigos y concitan de nuevo el odio universal. Convencido de que Hitler no debe salirse con la suya, el otro Roth argumenta que, a pesar de su mala experiencia, Europa ha sido también para los judíos la tierra donde alcanzaron su plenitud histórica. Además, los europeos están profundamente arrepentidos y ya no hay nada que temer de ellos. Israel, por supuesto, debe seguir siendo un país, aunque compuesto sólo por judíos originarios de países islámicos. Al reducirse drásticamente la población podrán volver sus fronteras a lo pactado en 1948 y restaurar la paz con los árabes. El falso Roth justifica al sionismo por lo que significó en la época en que los judíos estaban al borde de la extinción, pero los critica ahora por haberlos llevado a una situación sin retorno. “El sionismo se ha vuelto contraproducente y el Estado que

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ha creado, con su totalitarismo judaico, constituye una amenaza para todos los judíos del mundo”. El plan puede parecer sin duda pueril, demencial, como dijimos antes, pero: ¿no fue exactamente lo mismo lo que pareció a finales del XIX el proyecto del padre del Estado judío, Theodor Herzl? Henry Ford, el famoso empresario automovilístico, autor de varias docenas de artículos donde se acusaba a los judíos de conspirar para apoderarse del mundo, decía que la historia consiste básicamente en bobadas. Aunque después de leerle resulta difícil quitarle la razón, las bobadas de la historia, todo eso que nos hace perder el tiempo, son … la materia de la vida. No hay modo de situarse más allá de ellas, en el mundo de las ideas inteligibles. Aunque Roth se haya lamentado a menudo de haber despilfarrado el tiempo ocupándose del asunto judío, su esfuerzo por no ser absorbido por los prejuicios reinantes en un mundo determinado por la ignorancia y el odio, es cualquier cosa menos algo inútil. Si la historia demuestra que todo lo que el hombre crea está condenado a derrumbarse, lo único con lo que de verdad deberíamos contar es la naturaleza y aquello que depende de ella, fundamentalmente dos cosas: el deseo y la voluntad de poder. Estos han sido los dos grandes caballos de batalla de Roth, el deseo, la otra cara del judaísmo, con su rechazo de lo sexual, y la política, la cual sobrevive hoy a la extinción de la religión y la ideología en formas demagógicas que amenazan con acabar con la cordura.

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mesa revuelta

En el espejo de la canci贸n. Sobre la poes铆a de Hugo Padeletti Por Walter Cassara

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(Pág. anterior) Dibujo de Hugo Padeletti

Antes, cuando no existían esos abrumadores y gélidos bancos de datos que en la actualidad nos documentan acerca de todas las materias, condenándonos a una amnesia y a una indiferencia paulatinas, el renombre de un poeta se iba haciendo de boca en boca, casi siempre al margen de los suplementos literarios y en paralelo a los badenes académicos, y sus libros —casi siempre levísimos, casi siempre furtivos— pasaban de mano en mano como los viejos cromos, como las cañas, entre unos pocos connaisseurs que eran, por lo general, jóvenes y tenaces postulantes a la Musa. No se trataba de elitismo o esnobismo, sino más bien de lo contrario, se trataba de una vía de acceso natural —y hasta cierto punto, popular— al discurso poético, a medio camino entra la oralidad y la palabra impresa. Esto promovía las relaciones interpersonales y la trasmisión de una suma de valores y categorías, heredados de una generación anterior, que aun pudiendo ser arbitrarios y espurios, conformaban un pequeño ecosistema en el cual la gente se movía con cierta libertad de acción, y en el cual se iba gestando el consenso o el disenso en torno a determinados autores. Más allá de la superficie escrita, se imponían las voces irisadas de los poetas, a diferencia de lo que ocurre ahora, cuando la voz se nos aparece como un mero accidente de los textos, un compuesto inorgánico más en la polución enciclopédica y en la Cuadernos Hispanoamericanos

desertificación casi absoluta de la memoria oral. Hacia finales de los ochenta, cuando yo empecé a leer poesía a conciencia y empecé a hacer mis propias incursiones de campo entre mis coetáneos, en un Buenos Aires donde apenas existía el teléfono de línea y la hiperinflación galopaba hacia un nuevo record histórico, el panorama lucía bastante más lacónico que lo que se muestra ahora: por un lado, campeaban los seguidores de Juan Gelman —que junto con las legionarias de Pizarnik formaban todo un frente zombi de infantería—, y por el otro estaban los simples y anónimos lectores de poemas, ansiosos por descubrir algún territorio nuevo. Por lógica, si los primeros se movían en un hemisferio más común y establecido, los segundos se aventuraban —o trataban de hacerlo— en cotos de lectura menos rastrillados, que podían abarcar desde Héctor Viel Temperley y Leónidas Lamborghini, pasando por Joaquín Gianuzzi y Amelia Biagioni, hasta llegar a Francisco Madariaga o Arnaldo Calveyra, por aludir sólo a unos pocos autores locales que resonaban, desde las sombras, en aquellos tiempos. A estos nombres, vendría a sumarse unos años después, la figura señera de Hugo Padeletti. ¡Qué extrañas son las madrigueras de la memoria! Yo, que no podría enumerar de corrido una lista de presidentes

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constitucionales de mi país, me acuerdo perfectamente, aunque no soy muy aficionado al futbol, de casi todas las luminarias del Mundial de México 86: Sócrates, Francescoli, Platini, Rummenigge, Butragueño, Laudrup… y por supuesto, Diego Armando Maradona. Me acuerdo también del primer poema de Padeletti que leí y que memoricé casi al instante, pese a que no tengo grandes habilidades mnemotécnicas: “Me he sentado a la puerta y he mirado pasar// los años como ramas hacia el humo./ Los pesados membrillos fueron humo/ también. Y las granadas,// alveolada codicia de incendiados// veranos,/ se abrieron sin salvarse:// amarilla, astringente, con amargo// sabor medicinal,/ la cáscara en el clavo”. Eran apenas diez líneas, fáciles de retener, diez líneas incluyendo la primera que funciona también de título; diez líneas que se destacaban por su precisión conceptual y por su ostensible musicalidad, brillando solitarias en un paisaje inmediato que propendía a insonorizar y a uniformar toda textura elocutiva; diez líneas que no castigaban con el típico chorro onanista de imágenes, que no apelaban a la televisión por cable ni al obligado falsete de la voz, y que “cantaban” de cabo a rabo, sin avergonzarse de las rimas y sin disculparse por esgrimir una dicción acendrada y lírica. Pocas veces uno tenía la oportunidad de leer un poema así, que no se desmereciera y se humillase frente a la prosa. ¿Cómo dejarlo pasar, cómo no almacenarlo en el menguado repertorio de las ofrendas sonoras? En la época a la que me refiero, una

buena parte de los poetas locales que frisaban los cuarenta años, algunos ya reconocidos como adalides por las nuevas generaciones, cuando no sonaban como pésimos traductores de inglés (era el caso de los autollamados “objetivistas”), sonaban como enloquecidos profesores de semiótica (era el caso de los autollamados “neobarrocos”). Luego, existían también, como siempre, unos pocos sastres que esquilaban endecasílabos y cortaban ajados sonetos a medida. En cambio, Padeletti —nacido en 1928— venía de mucho más atrás, con un bagaje propio que nada tenía que ver con los gustos dominantes de la época, al margen de que se había pasado veinte años destilando su obra casi en secreto, impasible a las modas y las discusiones que empezaban a calentar los ánimos. Lo novedoso en su forma de escribir era que simplemente “sonaba a poesía”. Por lo demás, oscilaba entre el verso libre y una pauta métrica bien nítida, y empleaba (esto era, sin duda, lo que más llamaba la atención) toda clase de rimas y paronomasias, exentas de los habituales guiños paródicos. En lo personal, me sorprendió la cantidad de versos que se ponían cómodamente a tiro de mi memoria, por lo general —como ya dije— bastante nula a todo ejercicio de retentiva. Como si hubieran madurado o preexistido en napas de agua subterráneas, mucho antes de llegar a la página impresa, aquellos versos aceptaban el papel sólo como un estadio de transición, una fase secundaria en su ciclo natural, que continuaría y se transformaría más allá de las sedimentaciones provisorias en su devenir-libro. Y cuando digo que “sonaba a poesía”, apunto tan sólo a señalar que

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sus imágenes se materializaban ante todo en el oído, ya que se sostenían en una cadencia reconocible a simple vista, una gramática acústica que cualquier persona con un grado mínimo de escolarización, podía llegar a percibir como poesía o música hecha con palabras. Y ello se debía, entre otras cosas, al rescate de la rima. Acaso con excesiva simplificación, W. B. Yeats afirmaba que una persona humilde, cuando lee una historia, cualquier tipo historia, lo que espera en el fondo es que le relaten el clásico cuento de la abuela. Algo parecido podría decirse respecto de un poema, la gente común espera siempre, de un modo u otro, que contenga rimas. En el plano de la narrativa, este patrón popular, en la actualidad, puede haber variado ligeramente, puede que esa persona aguarde que le cuenten una crónica policial, un relato pornográfico o uno de vampiros, pero si se trata de un poema, todavía hoy seguirá esperando que rime, que produzca alguna clase de sonido o tenga algún “cantito”. Esto no es tanto una prueba de lo desfasada que ha quedado la lírica moderna respecto de los paradigmas tradicionales —o viceversa—, como un testimonio de que ningún placebo retórico, en el pasado o en el presente, ha conseguido substituir la eficacia que tiene una buena rima. “Volverán las oscuras golondrinas/ en tu balcón sus nidos a colgar/ y otra vez con el ala a sus cristales/ jugando llamarán…”, la poesía moderna, con todas sus variantes espectaculares y agónicas, en el fondo, quizás no sea más que esto, pero ¿cómo explicárselo a los críticos, y sobre todo a los poetas? En realidad, Cuadernos Hispanoamericanos

lo que la gente común espera no es tanto la rima como ciertas pautas rítmicas que acompañen el significado de las palabras; espera una gradación, un canon (si cabe llamarlo así). Huelga decir que las volubles estructuras del verso libre, a grandes rasgos, no cumplen en absoluto con estas expectativas. Y en buena parte, la gente común tiene razón al no entender la “atonalidad” de la poesía moderna; los textos que recordamos, los que han pasado a formar parte de nuestro imaginario y nuestra sensibilidad, son aquellos que nos subyugaron con algún tipo de cadencia implícita, que por algún motivo nos sigue resonando, cercana y verosímil. Pienso que tal vez esa sea la brecha que separa a César Vallejo de Pablo Neruda, por mencionar dos autores fundamentales en la construcción de la modernidad hispanoamericana. Aun con todo lo abrupta que es su sintaxis, puedo recordar unos cuantos versos de Trilce, incluso he llegado a memorizar algún texto entero; en cambio, no podría recordar una sola línea de Residencia en la tierra, por más que lo intentara y por más que haya sido una lectura impactante en mi juventud. Más allá de las connotaciones morales o eclesiásticas que puede acarrear el término, para mí “canon” es sinónimo de canto y polifonía, remite a la dimensión órfica de la música, al misterio de la voz humana y su anhelo supremo: la unicidad. En poesía, yo llamaría canon a ese tipo de resonancia que emerge desde las canteras inconscientes de la lengua, a ese relumbrón de palabras que se nos impone y nos domina antes de que podamos medirlo, antes incluso de que cristalice en imagen o en símbolo. Es la fuerza en-

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cantatoria que trasuntan algunos tópicos clásicos, pero es también la forma que adopta cualquier frase que nos emociona o deslumbra, no tanto por el sentido como por el modo de enunciación, que nos impulsa a repetir y a continuar el paso. “La Andrómeda del Tiempo, impar en la belleza y el agravio”, no sé muy bien qué significa este verso de Alberto Girri, no sé si podría afirmar con rigor que se trata de un verso, pero a pesar de su longitud y de su oscuridad conceptual, yo reparo ante todo en su erizada cadencia, que reverbera en mi mente con el fuste de un tópico, la extrañeza de un dictamen esotérico. Pienso que en la memoria de todo poeta, en el backup sentimental de todo lector de poesía, discurren libremente estas líneas sueltas, este semillero de acuñaciones sonoras — voluntarias e involuntarias— que a veces pueden llegar a fijarse, mediante el uso y la pericia técnica, en un canon objetivo o en una fórmula admitida por la tradición. Desbrozar el vasto campo teórico que sugiere el concepto de tradición o canon en el horizonte de la literatura moderna, podría conducirnos a digresiones mayores. Además, en el ámbito hispanoamericano, la dificultad quizás estribe en hallar una obra, posterior a la de Ruben Darío, que funcione como un paradigma consensuado en ambas márgenes del Atlántico. A diferencia de lo que ocurrió con la poesía angloamericana, no tuvimos un autor que ejerciese un magisterio universal sobre la lengua, como lo hicieron Pound y Eliot a comienzos del siglo XX. A lo sumo encontramos algunos referentes locales, que raras veces logran saltar las empalizadas vernáculas. En la poesía argentina, los críticos han du-

dado mucho a la hora de establecer un patriarca indiscutido de la vanguardia; para unos debería ser Oliverio Girondo, para otros Borges, algunos mencionan a Juan L. Ortiz o Alfonsina Storni, pero son contados con los dedos de la mano los que hablan de Ricardo E. Molinari. La poesía de Padeletti abreva en la lírica pura de Molinari, pasada por el tamiz experimental de Edith Sitwell. Quizás sería más correcto hablar de lo que T. S. Eliot llama “imaginación auditiva”, vale decir: un tipo de sensibilidad encaminada al pensamiento y al ritmo, “que confiere vigor a cada palabra, que se hunde en lo más primitivo y olvidado, disolviendo la mentalidad antigua en la mentalidad moderna”. Creo no equivocarme ni simplificar demasiado las cosas si digo que en la poesía producida en Argentina, al menos en buena parte de ella, hacia fines de los años ochenta, hubo un empobrecimiento generalizado e intencional de la imaginación auditiva, un desapego absoluto de las sonoridades tradicionales del poema. En todo caso, se empezó a trabajar con un oído más bien empastado y puesto en el grotesco, en el trash y en la neutralidad de la prosa —el barroquismo acromático de John Ashbery como máxima exaltación—. No es un juicio de valor, no podría serlo de ninguna manera puesto que yo mismo hice mi lúdica contribución a la orquesta con unos poemas de corte neoclásico o decadente, que en su momento cuando se publicaron en una revista, me valieron el mote (a mucha honra) de “Píndaro lo-fi ”; pequeños himnos paganos, totalmente robotizados por el oído de la época, que divirtieron por un rato a dos o tres amigos de Apolo. El hombre que ha

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sido educado en una escuela artificiosa —señalaba Wallace Stevens— “se vuelve furiosamente realista. El mallarmeano se convierte en literato proletario”. Baja fidelidad, era todo lo que las Musas nos pedían. Desde el principio, desde la aparición de Poemas 60/80, el ya legendario “libro de tapas blancas”, a Hugo Padeletti —que dio a conocer su obra tardíamente, a los sesenta y un años de edad— se lo consideró un maestro, pese a que su poesía, ostensiblemente culta, refinada y musical, iba a contrapelo del criterio que predominaba en aquel momento. ¿Pero se lo leyó realmente o sólo se lo podó en función de las necesidades y los gustos de la época? Sin duda, se insistió hasta el cansancio en lo más obvio, se remarcaron sus filiaciones vitales con las filosofías del Oriente y con el arte zen; se habló de Carl Jung, del yoga, el Ying y el Yang, el haikai, etc., pero se descartó lo que sobraba o incomodaba, se prescindió del talante esencial de su escritura, apuntalado sobre todo en elementos prosódicos heredados de la tradición lírica, elementos tan perceptibles, tan difíciles de disimular como la rima y el verso aliterativo. ¿Qué lugar ocupaba la rima en la imaginación acústica de mil novecientos ochenta y nueve, y en la tradición de la poesía moderna escrita en español? Yo me atrevería a afirmar, grosso modo, que hasta la aparición de Poemas 60/80, la rima —pura y dura— era un recurso estilístico olvidado en el baúl de la abuela, que nadie se arriesgaba a emplear abiertamente, sin el disfraz de la asonancia o sin el amparo de una broma. El modernismo no había hecho mucho más que exhibirla como un animal exótico, de Cuadernos Hispanoamericanos

modo que seguía durmiendo allí su sueño eterno, sepultada bajo la imponente fragosidad de oro del barroco. Padeletti se puso a hurgar entre las reliquias, exonerando a la rima de la cárcel culterana y de todas sus servidumbres métricas, para devolverle esa naturalidad con la cual fluía en los cancioneros medievales, antes de que se convirtiese definitivamente en criada de la Retórica. En poesía, el tamaño y la decoración cuentan tan poco como en la cama. ¿Cuánto valen los diez mil hexámetros de la Eneida comparados con un fragmento de Safo? ¿Qué pueden todas las proezas sintácticas de Góngora contra la sencilla excelencia de las cantigas galaico-portuguesas? En una época fuertemente prosaica, que se recreaba en sonoridades enrarecidas o desangeladas, Padeletti nos recordó que en ocasiones, basta sólo con sacarle brillo a la vieja rima para que un poema libere el antiguo potencial mítico que subyace en su articulación. Chesterton escribió alguna vez que rimar es un ejercicio asequible a la mayoría de las personas, cualquiera puede hacerlo, como nadar o correr, pero sólo unos pocos consiguen hacerlo muy bien. Indudablemente, la rima exige un gran dominio técnico, ya que debido a su poder de cohesión y su vistosidad, puede hacer que un poema suene perfecto o puede arruinarlo para siempre. Padeletti trabaja las homofonías —así como toda clase de paralelismos fonéticos— con tal desenvoltura que casi no se advierte el artificio (y no se advierte porque no intenta disimularlo); su modelo no pareciera provenir exclusivamente del idioma español, donde la rima siempre nos suena algo pesada y pobre, sino también

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de la lengua inglesa, donde es un recurso que ha sido empleado, históricamente, con mayores libertades estéticas, en acertada convivencia con la aliteración y con estructuras métricas mucho más volubles que las nuestras. Hay que reconocer con Pound que el estándar renacentista terminó atrofiando el gusto por la lírica, al menos terminó por asfixiar a la rima en una pauta puramente desinencial, condenándola a cumplir con las labores de bordado en la artesanía del verso. Para comprobarlo, basta echarle una mirada, por ejemplo, a los sonetos de Garcilaso: la abrumadora cantidad de sonidos estacionarios, de monótonos “ados” e “idos” que saturan los finales de línea, testimonian que el recurso no ocupaba un rol muy protagónico, o que en todo caso tenía sólo una función secundaria, la de acompañar el movimiento armónico del endecasílabo. En cambio, en la lírica provenzal, cabe suponer que la rima y la aliteración funcionaban como instrumentos más destacados, capaces por sí mismos de crear nuevas sonoridades y de introducir variantes rítmicas, así como de producir fortuitas acuñaciones sintagmáticas, que actuaban como una regla de construcción inherente al verso. En la poesía actual escrita en nuestra lengua, Padeletti es de los pocos que detentan el secreto de este arte que consiste en hacer que el poema se refracte en el antiguo espejo de la canción, consiguiendo que el sonido de una palabra se engarce y metamorfosee en el otro, para forjar maravillosas aleaciones de significado, totalmente persuasivas y únicas. Pocas cosas y sentido común y la jarra de loza, grácil,

con el ramo resplandeciente. La difícil extracción del sentido es simple: el acto claro en el momento claro y pocas cosas— verde sobre blanco. Este breve poema es un auténtico prisma sonoro en miniatura, además de una lección de austeridad. Si nos detenemos a analizarlo, notamos que sobre el primer sintagma, “pocas cosas” —que contiene, aparte de la aliteración, una asonancia en “o-a”— van germinando y esparciéndose las demás gradaciones vocálicas y los acentos, con pinceladas que parecerían aleatorias en principio, pero que en verdad se ajustan con absoluta precisión a las imágenes y al concepto. Hay una sola consonancia (“cosas/loza”) que no es pura, pero que funciona como si lo fuese a nivel de la equivalencia semántica, ya que el primer sustantivo, abstracto, queda como lacrado por la rudimentaria materialidad que propone el segundo. Hay también paralelismos fonéticos que solapan un significante con el otro, quizás no tanto auditivamente como a través del ojo y por el contraste de vocales abiertas y cerradas, como ocurre en “grácil/difícil”, donde se esconde entre líneas una rima perfecta: “grácil/fácil”, por lo demás sugerida en la sinonimia que “fácil” establece con “simple” y “claro” en los versos siguientes. En conjunto, el texto podría funcionar a la vez como un bodegón pictórico y un Ars poetica; de hecho, las palabras adquieren una notable resolución plástica o espacial, sostenidas

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como lo están en un mínimo bastidor discursivo, que aproxima el poema al género aforístico, a un tiempo que lo desvía de la elocuencia musical del verso, en un sentido estricto. Cuando se dice que un verso es musical, no es porque suene necesariamente eufónico o cadencioso, sino porque nos da una idea y una imagen precisas de la poesía, nos inclina a considerar el poema en la escala más adecuada. Lo mismo podría decirse de la rima, su valor no está en la belleza sonora, (¿qué belleza puede haber en dos fonemas que se acoplan?), sino en la precisión con que hace que el

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sonido se mida y afine con el sentido. Por eso la poesía, como afirmaba Montale, “es un arte endiabladamente semántico”, su música —que se sostiene en las convenciones del lenguaje y la gramática— nunca puede renunciar al sentido. Esto, quizás, sea su condena y su lastre, pero es también su carácter esencial. En última instancia, la poesía de Hugo Padeletti nos enseñó que el poder de la rima no estaba en la ilusión del referente, ni mucho menos en el perfilado decorativo de un verso, sino en su poder de reflexión y en su autonomía formal.

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mesa revuelta

UN MUNDO INACABADO: CÉLULAS SIN ÁTOMOS Por Juan Arnau

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La reciente publicación de Naturaleza incompleta, de Terrence Deacon, suscita la necesidad de un comentario. La razón es simple, el volumen se adentra en el epicentro de la batalla entre las ciencias y las letras, y lo hace con un talante tan conciliador, con tan buenas intenciones, que acaba por despertar en este lector beligerancias latentes. Deacon es un buen ciudadano, ocupa una cátedra en la Universidad de California (Berkeley), celebra, como buen americano “nuestro poder científico y tecnológico”, y se entusiasma ante “la incesante indagación en los secretos de la naturaleza”, a la que ha dedicado buena parte de su carrera, examinando neuronas al microscopio. Ahora, con las credenciales del laboratorio, nos cuenta en extenso su visión del mundo, y, aunque le falta finura filosófica (y algunos conocimientos de esta disciplina), no está enajenado completamente por la visión científica dominante. Digamos que se rebela educadamente y eso se ve desde el planteamiento mismo del libro. La idea que se plantea es antigua. ¿Cómo influye lo ausente en lo presente? ¿Cómo medir las propiedades fisicoquímicas de lo que no está? ¿Qué tienen que decir las ciencias acerca de los propósitos, las intenciones y, en general, de todo lo que resulta significativo? ¿Acaso tienen esos anhelos una fisicalidad completamente nula? ¿Acaso han de permanecer excluidos del dominio de las ciencias y habitar los suburbios, más o menos caóticos, de creencias y supersticiones? En este punto Deacon alza su educada protesta y lanza su propuesta en más de quinientas páginas de un inglés un tanto farragoso, analizando los valoCuadernos Hispanoamericanos

res y la experiencia consciente, ilusorios para el devenir físico del mundo, desde la ventana de la biología molecular y las neurociencias. Desde Darwin, life is a mistake ha sido la consigna dominante en disciplinas científicas. La vida, y la conciencia que lleva aparejada, son vistas como eventos fortuitos en un universo frío e inconsciente. Y no deja de ser revelador ver con qué interés este paradigma predominante abunda en el despropósito del mundo. ¿Qué deseo escondido ha suscitado esta perspectiva? Richard Dawkins nos exhorta a descartar creencias pueriles sobre el sentido del universo, Francis Crick, descubridor de la función y estructura del ADN, afirma sin remilgos que nuestras alegrías y nuestras penas, nuestros recuerdos y aspiraciones, el sentido de la identidad y el libre albedrío, no son más que el comportamiento de un vasto conjunto de células nerviosas. Y se quedan tan tranquilos con su condición de marionetas bilógicas. Después de todo no está tan mal ser un autómata si se dispone de una cátedra bien remunerada o de un Nobel, como en el caso de Crick (ya es hora de empezar a ver en este premio la santidad académica, culminación de un esfuerzo institucional). La actual teoría del todo confirma, tácitamente, que no existimos (o que lo hacemos como meros autómatas, lo que supone, cuanto menos, un considerable rebajamiento del sentido del ser). Y uno se pregunta: ¿Qué credibilidad merecería un zombi o una marioneta? Así están las cosas y Deacon propone una alternativa. Las razones de lo urgente de su propuesta se remontan,

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como veremos, a Aristóteles. El problema se puede plantear así: el significado de una frase, de una doctrina o de una filosofía, es inmaterial, no está en el sonido, tampoco en la grafía escrita, ni siquiera en el hervidero neuronal (o si lo estuviera sería tan complicado acceder a él que lo más sensato es renunciar). Desde el punto de vista de la física ese significado carece de las propiedades necesarias para tener incidencia en el mundo: carece de masa, de momento, de carga eléctrica. Y sin embargo incendia las almas y electriza a aquellos que lo viven intensamente. Quizá no haya nada en el mundo que sea más influyente. Y resulta entonces que el significado, junto con otros fenómenos como el propósito o el valor, las aspiraciones o las nostalgias, por carecer de “presencia”, quedan fuera de las ciencias experimentales. La característica fundamental de todos ellos es que están ausentes. “Lo ausente importa –afirma Deacon- y sin embargo nuestra actual compresión del universo físico sugiere que no debería ser así”. La ciencia moderna explica lo presente, y lo hace desde un punto de vista material y energético. Sólo la física cuántica ha tratado de incorporar lo ausente, lo posible, con sus funciones de probabilidad, pero ello ha resultado muy complejo. Esta visión mecanicista ha obligado a prescindir del carácter finalista tan característico de las representaciones mentales, asumiendo que todo fenómeno causalmente relevante debe tener o manifestar un sustrato material o una diferencia energética. Y aunque ha habido propuestas alternativas a esta tendencia general a ignorar la intencionalidad en el ámbito de la física (Bohm), la biología (Varela) o la filosofía

(Chalmers), los fenómenos ausenciales han terminado por resultar incompatibles con la ciencia moderna. “Así, a pesar del papel obvio e incuestionable que tienen las funciones, los propósitos, los significados y los valores en la organización de nuestros cuerpos y mentes, y en los cambios que tienen lugar en el mundo que nos rodea, nuestras teorías científicas siguen obligadas a negarles todo lo que va más allá de una legitimidad heurística” (p. 25). Aquí está la verdadera zanja que separa las ciencias de las humanidades. Las ciencias están obligadas en cierto sentido a ser inhumanas, a no considerar todo aquello que es importante en la vida de las personas, que pasa a considerarse ilusorio e irrelevante para el devenir físico del mundo. El propio progreso científico se basa precisamente en dicha ceguera. El dios frío e indiferente del gnosticismo ha vuelto. Su heraldo nihilista lleva implícito la negación misma de nuestra propia existencia, fortuita e irrelevante en un mundo arrastrado por fuerzas que nos guían y que se limitan a la interacción material y energética. En su rebeldía moderada frente a este estado de cosas, Deacon propone un neologismo: lo entencional. Un término que encapsula dos significados: lo intencional (mental) y lo funcional (biológico). Un modo de agrupar los propósitos mentales (sueños y aspiraciones) junto a las funciones orgánicas (del corazón o la molécula). Lo entencional facilita así una etiqueta para todos los fenómenos intrínsecamente incompletos, en el sentido de estar en relación con, constituidos por, u organizados para, conseguir algo no intrínseco. Lo entencional tiene en común “una orientación a una ausencia

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constitutiva específica, un algo particular y preciso que falta, que es su atributo definitorio esencial”. Y el propio autor define su agenda. Explicar cómo surgen los fenómenos intencionales a partir de sus formas más simples. Y lo hace combinando dos estrategias: una retórica de lo elemental y una superstición del origen. Pero no perdamos el hilo que sigue Deacon: “La causalidad intencional aparece como una suerte de magia, al menos desde el punto de vista puramente fisicoquímico, porque supone la influencia inmediata de algo que no está presente”. Pues, como ya se ha señalado: “los científicos han asumido el compromiso tácito de ignorar las propiedades entencionales y vetar su introducción en la explicación científica” (p. 45). Uno de los modos de justificar esta decisión es decir que fenómenos como la función o la intención no son sino atajos de descripciones mecanicistas bien comprendidas pero farragosas y arduas. Frente a ese posicionamiento, Deacon confiesa el motivo que guía su trabajo: la metáfora taoísta del vacío. Una cita del Tao Te Ching preside el inicio del libro: “Treinta radios convergen en el centro de una rueda, en un vacío que le permite rodar/ La arcilla se modela para encerrar un vacío que pueda llenarse. / En los muros se abren puertas para permitir el acceso a su protección. / Aunque sólo podemos trabajar con lo que está ahí, el uso viene de lo que no está ahí.” Con esta propuesta de prestar atención a la ausente, cuestionando la creencia en que lo eficaz sólo lo es si implica energías y fuerzas materiales, regresa el viejo debate sobre las formas platónicas, y cuando Deacon dice que “los procesos intencionales tieCuadernos Hispanoamericanos

ne una circularidad dinámica distintiva y característica, y que su potencia causal no se localiza en ninguna materia última, sino en su propia organización dinámica” está resucitando la antigua crítica de Aristóteles a su maestro. Dar sentido a “la eficacia de la ausencia” será el reto del libro. Tras una crítica de los homúnculos científicos, la apelación a un principio abstracto que es tratado como una “caja negra” imposible de abrir (lo que antes eran elfos, dioses, hadas y duendes), Deacon se sirve del concepto aristotélico de entelequia, según el cual dentro de cada organismo debe haber un principio activo que guíe su crecimiento y desarrollo. Una plantilla que asegure, por muy adversas que sean las circunstancias, que de una bellota no crezca un olivo o de un huevo un antílope. La causa eficiente nunca es completamente eficiente. Ese principio activo intrínseco a la sustancia del ser funciona como un élan vital y constituye la evidencia de que los procesos vitales se orientan hacia un fin, algo así como una forma encarnada (aquí se distanciaba de su maestro) y que hoy día se describe mediante la metáfora cibernética de programa (conjunto de instrucciones) o la biológica de gen, que no es considerado por el autor como un homúnculo, pues se puede “abrir”. Esto nos permite advertir una de las estrategias fundamentales de la propuesta: una retórica de lo elemental (extensión natural de atomismo). Explicaré brevemente a qué me refiero. Las cosas se pueden analizar en sus elementos constitutivos, elementales, simples, o desde la perspectiva de su complejidad. Desde arriba o desde abajo. Hay una retórica de lo ele-

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mental como hay una retórica de lo complejo, aunque es evidente que la organización es algo extra, algo que se añade, algo que hace que el conjunto sea algo más que la suma de las partes. A pesar de que la ventana cuántica ha permitido ver el antifaz de la retórica de lo elemental, mostrando que no hay realidades últimas desprovistas de partes, y aunque las perspectivas desde abajo tienen además otras complejidades (véanse los argumentos de Berkeley sobre por qué no siempre está claro qué constituye una parte), Deacon, y en general todos aquellos que trabajan con microscopios, tanto biólogos moleculares como físicos de partículas, tienden naturalmente a esta retórica de lo elemental. Y se lanzan a la búsqueda de lo indivisible, a diseccionar el mundo y favorecer las explicaciones en el nivel más bajo, que es una forma de establecer “cajas negras” en miniatura. La idea general de comprender lo complejo mediante lo elemental no siempre es legítima, deja en el camino el concepto de emergencia, la posibilidad de que el todo sea mayor a la suma de las partes, y olvida con demasiada frecuencia que los sistemas vivos, aunque contenidos, son sistemas abiertos. El propio autor lo reconoce: “explorar homólogos más simples ha sido la principal estrategia de este libro” (p. 476). Lo básico para el biólogo, la célula, es lo más iluminador. Este minimalismo metodológico, que desvía la atención de lo interactivo y lo social, solo se ha compensado recientemente con la dedicación a las propiedades de los sistemas con derecho propio. Al filósofo que busca una inteligencia de la vida le interesa la vida del hombre, no la de la célu-

la, sabe que la vida del hombre depende de la vida de la célula, pero también sabe que no se agota en ella. Para aquel interesado en la cultura mental y la experiencia consciente, en cómo desenvolverse en la vida y cómo evitar sus pozos negros, para aquel que quiera profundizar en el conocimiento, los afectos y la creatividad, el modelo del cigoto no es suficienteEsta postura filosófica y humanista, la de considerar la importancia de los valores, las emociones y las experiencias en la vida humana, esa idea de Nietzsche (que Deacon cita al final del libro), según la cual las ciencias están ahora obligadas a resolver el problema de los valores, es alternada con la retórica de lo elemental propia del biólogo. Pero no todo queda en reduccionismo y de ahí lo interesante de la propuesta. Pues son las propiedades dinámicas asociadas a la vida y la cultura mental (función, representación, propósito y valor), a las que se va a prestar atención mediante el prisma de moléculas complejas capaces de adoptar configuraciones autogénicas y de los llamados procesos teleodinámicos (explicados in extenso en los capítulos 9 y 10). Decon, como era de esperar, se distancia de todas las aproximaciones que pudieran hacer caer la balanza del lado del pampsiquismo. No le queda otra, un académico norteamericano que no rinda pleitesía a sus popes (Dawkins, Dennet) quedaría inmediatamente marginado de los mecanismos de retribución científica (citas, impacto, premios, cátedras), de ahí que aunque reconoce iniciativas heterodoxas como la de Chalmers, trata de navegar, aunque lateralmente, en la corriente dominante. Admitir que lo mental impregna todo el cosmos o reconocer al

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menos que en cada fenómeno físico hay presente algo mental, es invertir la escala de valores científicos que predomina en el mundo anglosajón (solo desde Rusia, y con amor, se pueden hacer estas cosas). Curiosamente Deacon cita, entre quienes “promovieron alguna variante de la misma idea”, a Leibniz y a Spinoza, junto con Schopenhauer y William James, como exponentes de este enfoque “que no tiene influencia alguna en la moderna neurociencia cognitiva”. No se cita a Berkeley, el más implicado en el asunto y, por tanto, el más descartado. Pero se trata de nadar y guardar la ropa, y se afirma que la idea de una mentalidad que impregna el cosmos puede ampliarse para incluir en ella una perspectiva donde las propiedades entencionales sean constituyentes fundamentales del universo, dejando abierta la posibilidad de que la mayoría de los sucesos físicos carezcan de aspecto consciente aunque exhiban propiedades como las finalidad o la información, al hilo, supuesto, de William James, que sostenía que hay una mentalidad potencial intrínseca en todas las cosas que solo se expresa en situaciones físicas concretas, y un poco a lo Whitehead, con su concepto de prehensión (asimilación de ocasiones adyacentes). La concrescencia de Whitehead, un eco del antiguo kairós y del ocasionalismo de Malebranche, resonará en el colapso de la función de onda cuántica (precursor físico de intencionalidad). Las disciplinas científicas anglosajonas tienden a hacer primar el mecanismo sobre la intención, lo físico sobre lo funcional (un propósito encubierto de objetividad). Los biólogos moleculares y los neurocientíficos se las ven constanteCuadernos Hispanoamericanos

mente con organizaciones funcionales, y han sido entrenados para reemplazarlas por mecanismos físicos. Toda referencia a la intención o al deseo se considera heurística (palabra griega que significó indagación o descubrimiento y que ahora se utiliza para referirse a todas aquellas soluciones por tanteo, vagas o poco rigurosas). Deacon cree que el universo no siempre tuvo propiedades entencionales, sino que éstas emergieron de lo físico, pero al menos reconoce que hoy el mundo está preñado de lo entencional, siendo más necesario que nunca explicar (y no soslayar) esa condición de las cosas. El volumen tiene al menos el buen gusto de refutar los modelos computacionales de la mente y desmantelar la analogía del ordenador: su agencia aparente es la agencia desplazada de un diseñador humano. Y Deacon cita a Haldane: “Para el biólogo la teleología es como una amante: no puede vivir sin ella pero no quiere que lo vean el público con ella”. Willard. O. Quine estaba convencido de que el mayor logro de Darwin había sido refutar la causa final de Aristóteles, pero biólogos como Deacon la resucitan, modificándola, adaptándola a los principios inviolables de la física. La maquilla para sea de nuevo aceptada en el mundo enajenado del azar y el poder tecnológico. El organismo no puede ser únicamente el lugar de encuentro pasivo de fuerzas ajenas a él mismo (si así fuera, como se dijo, de la bellota podría brotar el olivo). Para que haya evolución tiene que haber procesos orientados a un fin, y Deacon cuestiona la visión de la evolución como un mero mecanismo

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ciego, como un proceso enteramente no teleológico. No quiere caer en extremos como el pampsiquismo o el reduccionismo materialista, que eluden la transición materia-mente, eliminándola e uno u otro sentido y bloqueando el análisis precipitadamente. Para defender su argumento se aleja aquí de la retórica de lo elemental (de la que se sirve generalmente): las mentes no están hechas de mentes más simples y así sucesivamente hasta llegar a una mente estúpida de sencillos mecanismos. Cualquier intento de mostrar que no hay distinción entre los procesos entencionales (mente) y los mecánicos (materia) elude la cuestión clave y es reduccionista a su manera. Se trata de abrir una vía media entre ambas posturas y explicar cómo es posible que los procesos materiales de nuestros cuerpos den lugar a experiencias conscientes. Y su desafío es mostrar cómo se construye lo teleológico a partir de antecedentes no teleológicos. El capítulo dedicado al concepto de emergencia está arrebatado por lo que podría llamarse una superstición del origen. El origen del lenguaje, el origen de la vida y finalmente el origen de la teleología, de lo entencional, de los deseos y de las funciones que obedece el órgano o la célula. En el polo opuesto estaría la superstición de lo cíclico, de aquellos que piensan que todo origen es reaparición, entre los que se encontraría los filósofos del samkhya, para quienes el efecto está ya en la causa y lo que se aparece no es sino un mero despliegue (una creencia que ya sostuvo Nagarjuna con su doctrina de anutpada: nada surge). Una tercera vía media considera la relación entre causa y efecto como una relación

de reciprocidad o complementariedad. Pero Deacon se sitúa en la primera y va del origen del universo al de las estrellas, los metales pesados, los núcleos atómicos, los planetas y la vida en la Tierra. Así pues, habrá también un origen de la conciencia. William James sostenía que cada acto de la libertad había un surgimiento ex nihilo, aquí sucede lo mismo, cada nueva formación carece de las propiedades de sus antecedentes, como un conejo extraído de una chistera. Para salir al paso de estos problemas, Deacon ofrece el concepto de ligadura, quizá uno de los más inspirados del volumen. La segunda ley de la termodinámica es la expresión más acentuada de una tendencia al cambio asimétrica en la naturaleza. De hecho, la autorreproducción de la célula puede verse como un esfuerzo por contrarrestar una ubicua degradación termodinámica. Deacon trata de ligar este concepto, creo que sin mucho éxito, con la noción de “hábito” de Peirce: una tendencia o inclinación que puede o no expresarse. La cuestión decisiva, tan vieja como la filosofía, es si estas leyes son un asunto mental o son realidades. En el realismo metafísico de Peirce, antinominalista, los tipos generales son los aspectos más importantes del ser. Hábitos y pautas son la expresión de la redundancia y la redundancia es el signo de una organización dinámica. ¿Son dichas regularidades, como creía Hume, una quimera de la mente? Deacon propone resolver este dilema prestando atención a los atributos no expresados, a lo no realizado. Y sobre estos atributos negativos fundará su noción de ligadura. Una ligadura es una restricción, un confinamiento dentro de límites prescritos:

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pero no se trata aquí de un límite físico, como la membrana de la célula, sino de que las ligaduras son lo que no está pero podría haber estado (eco del viejo concepto aristotélico de potencia). El concepto de ligadura es así complementario de los conceptos de orden, hábito y organización, pues lo que está organizado tiende a exhibir regularidades redundantes. Los sistemas dinámicos pueden tener restringidos sus grados de libertad de cambio, tanto extrínseca como intrínsecamente. Un ejemplo mecánico de ligadura sería un tren que circula sobre unos raíles. Uno biológico las restricciones impuestas por el ADN sobre la Cuadernos Hispanoamericanos

variedad de reacciones químicas que se producen en el organismo. La vida es una inversión local de la segunda ley de la termodinámica. Los procesos inorgánicos generadores de orden son más raros, pero haberlos, haylos. Lo que sucede en todos estos procesos de autorganización es una inversión de la flecha termodinámica. La segunda ley de la termodinámica puede considerarse una tendencia general del cosmos, pero tiene excepciones puntuales. En dichas singularidades o resquicios se hace posible la vida, de ahí el life is a mistake, la tentación de explicar la vida como un accidente fortuito. Deacon utiliza el

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término morfodinámica para referirse a este hecho: ciertos fenómenos tienden a organizarse espontáneamente debido a una perturbación constante. Desde la piña del pino, con sus ocho brazos en sentido horario y trece brazos en sentido antihorario, a la formación de hojas y ramas en plantas que siguen la serie de Fibonacci. Dicha organización no depende de ninguna plantilla o forma arquetípica inherente sino que viene inducida por una influencia externa (no son causa formal sino causa eficiente). Se trata de una forma eficaz de buscar el sol y repartirlo entre las hojas, un fenómeno debido a la percepción y curiosamente espontáneo, no es impuesto: emerge. Lo mismo podría decirse de las franjas de los tigres y cebras, de las conchas de ciertos caracoles o de la coloración en las alas de las mariposas. Y hay más, la morfodinámica se extiende también a la geología y a la mecánica de fluidos. El siguiente paso es el concepto de teleodinámica, que se abre con una cita de David Bohm, que cobrará sentido al final de este artículo, y que viene a decir que mientras la física se apartaba del mecanicismo en los años de la revolución cuántica, la biología y la piscología tendían a él. La teleodinámica es una forma de organización que exhibe rasgos de finalidad. Me ordeno: me simplifico. El orden es simple, sencillo, da paz. El caos es complejo, perturbador, da guerra. La teleodinámica es un fenómeno de fusión, de acoplamiento de varios procesos morfodinámicos, en los que interviene la co-creación, la ligadura complementaria y la sinergia recíproca. Tiene que ver con la autopoyesis de Francisco Varela y es la realización dinámica de la causalidad fi-

nal, es decir, un tipo de autoorganización que se configura en torno a un potencial autorrealizador: “una dinámica organizada por su consecuencia que es su propia consecuencia”. El proceso ha sido largo y ha llevado a la autorreparación y autorreproducción de los organismos vivos más simples tras 3500 millones de años de evolución. En este punto Deacon glosa una historia curiosa, la de la profecía de Schrödinger, el creador de la célebre ecuación cuántica, sobre el destino de la biología. En los años cuarenta, en una serie de conferencias que acabarían recogidas en un libro titulado ¿Qué es la vida?, Schrödinger sostuvo que los organismos vivos deben sortear una de las tendencias fundamentales del universo, la segunda ley de la termodinámica. Para un físico se trata de un truco que va contra las leyes mismas que rigen la química de los organismos. ¿Cómo podía la química incorporar la información necesaria para guiar al organismo en su defensa frente al incesante aumento de entropía? La química de la vida trabaja para mantener a raya la degradación termodinámica y para ello tiene que alimentarse de fuentes de energía disponibles en el exterior. Aquí es decisivo el contacto: la música, la pintura o la literatura pueden ser muy bien esas fuentes. Deacon pone como ejemplo la lectura: las letras de una página proporcionan una fuente pasiva de ligaduras cognitivas. La segunda pregunta que planteó Schrödinger fue que los organismos debían disponer de un registro de pautas y ser capaces de preservarse y trasmitir dichas instrucciones a las futuras generaciones. Lo que resultó ser una descripción bastan-

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te precisa de la molécula de ADN. Años después sus descubridores se inspirarían precisamente en esta visión. La contención es la expresión más clara de la importancia de la ligadura para la preservación de la vida. Un autógeno (“sistema autogenerativo en la transición de fase entre la mofodinámica y la teleodinámica”) genera y preserva ligaduras dinámicas. Pero la ligadura es la manifestación de lo que no ocurre, es decir, nos enfrenta a la causalidad ausencial, a la ausencia eficaz, que es la esencia de la causalidad teleodinámica. Deacon conecta esta visión del autógeno con la noción de yo. Po un lado, hay quienes sostienen, como Dennett, que ahora hay yoes pero que hubo un tiempo en el que no los hubo. Por el otro hay quienes suscriben que el yo es siempre una reaparición. Es decir, que el llamado problema de la experiencia subjetiva no es realmente un problema, sino la realidad más accesible y diáfana. Obviarla, tratar de justificarla o de incorporarla a un sistema físico o biológico, es empezar la casa por el tejado. Y aunque para las disciplinas científicas este enfoque sea el único posible, es el más metafísico. De ahí que la discusión sobre lo subjetivo haya progresado tan poco, empeñada como está en analizar el ángulo del yo desde los niveles más simples en lugar de comenzar por los más complejos. “En biología se da por sentado que el desarrollo, mantenimiento y producción de los organismos son procesos enteramente reflexivos… el yo es el origen, la meta y el beneficiario de la organización funcional molecular o mental” (p. 476) Esta generalmente ha sido la justificación para empezar por lo más simple, aunque Cuadernos Hispanoamericanos

de este modo el yo se convierta en un extraño. Si el yo y lo otro se definen mediante una contención y unas ligaduras, por algún tipo de interfase dinámica (membrana, corteza o piel), traspasable mediante procesos químicos en lo diminuto, o mediante el lenguaje, la percepción, el arte y los afectos en los organismos desarrollados, es cuando esa delimitación se convierte en problemática. La interfase es el lugar donde se gestiona la distinción entre el yo y lo otro (lo trascendental, por usar el lenguaje de Kant, el espacio entre sujeto y objeto). Identificar el yo subjetivo, como hace Deacon, con un centro teleodinámico neural, supone reincidir en los enfoque biológicos del yo. El yo, como él mismo afirma, es algo sui generis, “algo que emerge a cada momento de lo que no está ahí”, es ex-nihilo (una definición que gustaría a William James). La subjetividad no es algo sobrenatural, simplemente es la expresión de lo que no está ahí, de ahí que carezca de sentido buscarla físicamente, “la sede de la perspectiva del yo es una dinámica circular, donde los fines y los medios, el observador y lo observado, se transforman incesantemente unos en otros.” Y casi sin quererlo nos ofrece una magnífica definición de la empatía: “la tendencia espontánea a minimizar el desequilibrio entre el yo y lo otro”. El análisis de lo sensible se inicia diciendo que la sensitividad humana tiene sus raíces en procesos mucho más simples. Los organismos no se limitan a reaccionar mecánica y termodinámicamente a las perturbaciones del entorno, sino que inician cambios internos para compensar esas modificaciones. En ese sentido la sensitividad es activa y no pa-

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siva (aquí Berkeley), es más, es creativa: puede haber sensitividades emergentes (de ahí que la célula sea un modelo limitado). Se añade que la emergencia de la sensibilidad debe ser al mismo tiempo una explicación de la emergencia de los valores éticos (una dirección loable en la que no se profundiza). Personalmente creo que el análisis neurológico no es una ventana útil para el estudio de la sensibilidad. Para estos casos siempre es mejor el laboratorio del yo, con sus técnicas de meditación y atención, que las resonancias magnéticas o los microscopios electrónicos. Ese debería ser el corolario que se deduce de todo lo anterior, pero Deacon no acaba de dar ese paso. Es decir, por un lado reconoce que no puede haber una correspondencia simple entre las propiedades entencionales y las mecánicas, entre lo teleodinámico y lo termodinámico (“la sensitividad de orden superior, como al conciencia humana, no es reducible a formas de sensitividad de orden inferior, como la sensitividad neuronal, o la vegetativa de organismos sin cerebro, o la de las células, por la misma razón que los procesos teleodinámincos no son reducibles a procesos termodinámicos” p. 519), pero por otro admite, para no salirse de la ortodoxia cientifista, que lo intencional emerge de una base mecánico-estadística (p. 498). Insistiendo en que “sólo mediante el examen de la dinámica de los procesos emergentes de nivel inferior seremos capaces de explicar adecuadamente la sensación” (p. 499). Pese a estas afirmaciones, un tanto precipitadas, a veces parece dudar: “¿no nos seguiremos quedando fuera?” Indudablemente sí. Pero Deacon no se rinde y propone

“una metodología sin precedentes” para resolver el problema mente/cuerpo. No acaba de aceptar que la construcción de la objetividad es un proceso de carácter convencional, un acuerdo entre diferentes comunidades científicas, una discriminación sobre qué es un laboratorio y qué no lo es, una elección de ventanas. Deacon sueña con un termómetro de la conciencia y se atreve a afirmar que cerebros muy pequeños (como los de los mosquitos) sólo podrán tener una conciencia ínfima, como si ésta ocupara lugar. Su propuesta, la formulación en negativo de la causalidad biológica, la pretensión de introducir los fenómenos intencionales en las ciencias biológicas, la sugerencia de que lo ausente puede tener un papel relevante en la causalidad, su empeño en hacer sitio a los significados y los propósitos en disciplinas que generalmente los han marginado, es digna de alabanza. Que sea una novedad es ya más dudoso. El libro menciona a Francisco Varela, pero nada dice de los trabajos de Alicia Juarreo y Evan Thompson, que no cita y que seguramente conoce. La idea del autógeno o sistema autogenerativo ya está presente en Varela y el recurso a la causa final de Aristóteles ocupa gran parte del trabajo de Juarrero. En ocasiones Deacon se atreve con afirmaciones que parecen sacadas de un manual de budismo. “Pensar en ligaduras cambiará la manera de entender el orden” (p. 206). Los hechos siguen pautas, como los trenes o la música: raíles y partituras. La ligadura prestará atención a los rasgos posibles no expresados, a lo que pudo haber sido y no fue, a grados de libertad no exhibidos. Este modo neg-

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ativo de evaluar el orden tiene la ventaja de evitar la dependencia del observador. Para este lector no acaba de quedar muy claro qué se gana con esta inversión de la perspectiva, por muy sugerente que sea. Ya hemos mencionado que uno de los modos de legitimar su propuesta consiste en vincular el concepto de ligadura con el de hábito de Peirce (“si no todos los estados posibles de un proceso se realizan, si hay un sesgo en su probabilidad, tendremos un hábito”). Y se justifica arguyendo que una ligadura es relacional, no relativa a una representación, sino a otras opciones dinámicas: los hábitos se determinan según otros hábitos, las ligaduras se realizan según otras ligaduras. El concepto de emergencia ha sido generalmente la herramienta de demolición del reduccionismo y otras retóricas de lo elemental. Pero la emergencia misma ha sido puesta en entredicho y el concepto de ligadura podría esquivar los ataques sin, a su vez, promover el antirreduccionismo. Aquí es donde se ve claramente que Deacon se queda a medio camino. Su intuición es certera: es posible que sean las ligaduras y no las propiedades de las partes las que determinan el proceso causal. La ausencia, lo que no se realiza, carece de partes y no puede descomponerse, ni siquiera eliminarse. Un viejo tema que remite al “preferiría no hacerlo” de Bartleby, al “sólo lo que no ha ocurrido no envejece” de Schiller y al “cómo no hablar” de Derrida y que, si se extienden las resonancias, alcanzaría los caminos no forzados del tao y del dharma. Deacon ha tenido una intuición feliz: considerar lo no realizado, pero como biólogo Cuadernos Hispanoamericanos

molecular no termina de liberarse de las retóricas de lo elemental, a fin y al cabo su objeto de estudio es la célula y no los organismos complejos que formulan estas afirmaciones. Ello nos lleva a la objeción fundamental que puede esgrimirse contra este libro. Deacon se comporta como un boyscout del método científico, como si todas las disciplinas científicas marcharan en la misma dirección, como si todas ellas colaboraran entre sí y tuvieran lenguajes coherentes. Como si, en su carrera, las disciplinas científicas no estuvieran buscando constantemente estrategias de legitimación para imponer sus propios enfoques y metodologías. Como si todas ellas estuvieran construyendo un mismo objeto y no objetos diferentes que ponen en liza junto con sus vocabularios y sistemas conceptuales excluyentes. Como si su construcción fuera una tarea neutral e inocua. Como si hubiera átomos dentro de la célula. Como si no hubiera pleito entre hablar de células, partículas, personas o sociedades. Como si las teorías no fueran ventanas. O como si todas ellas se asomaran a una misma realidad. Cualquiera que conozca un poco las metodologías científicas sabe que si se prepara un experimento de laboratorio para observar los hábitos y transacciones de la célula, el experimento mismo (la ventana) nos oculta el átomo que supuestamente la compone. Para ver el átomo hay que asomarse por otra ventana, curiosamente abstracta (la ecuación de Schrödinger) y a experimentos en los que la célula es simplemente una quimera. Podemos ver la célula o podemos ver el átomo, pero no los dos a la vez. Una visión oscurece la otra y nos vemos obligados a elegir.

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Supongo que por todo lo dicho queda clara la ventada elegida por este lector: la antropología filosófica. Desde ella puede verse una infinitud finita, con sus membranas dinámicas y traspasables por el arte, el lenguaje o las emociones. Deacon parece aproximarse a este enfoque con su planteamiento sobre lo ausencial, un intento noble (e ingenuo) de borrar la frontera entre las ciencias y las humanidades. Pero mediante su propia metodología cava obstinadamente en la zanja que las separa, empecinado en buscar en el lugar equivocado, sobrevolando la física de partículas y la bilogía molecular, la química y la neurología cognitiva, como si todas ellas mostraran un mismo mundo. Necesitaría un curso rápido de

historia de la ciencia para advertir estas estridencias. La teoría del todo, la solución total, física o biológica, tan en consonancia con la era tecnológica y el bussiness de la ciencia, es la gran estafa o la gran ingenuidad (a veces se confunden), no exenta de vanidad. Es curioso como pervive en ella el platonismo (tan denostado, por otra parte). La metáfora del reloj, del mecanismo único y constante, inalterable, sigue siendo efectiva. Quizá las leyes del mundo puedan cambiar. Todo dependerá de hacia donde vaya el mundo. Si las personas cambian (de mito, de consigna), ¿por qué no habría de hacerlo el universo?

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entrevista

Entrevista a Cristina Sánchez-Andrade Por Carmen de Eusebio Cristina Sánchez-Andrade (Santiago de Compostela, 1968), es crítica literaria, traductora y coordinadora de varios talleres de narrativa. Licenciada en Ciencias de la Información y en Derecho. Es autora de las novela Las lagartijas huelen a hierba (1999), Bueyes y rosas dormían (2001), Ya no pisa la tierra tu rey (Anagrama, Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2004), Alas (2005), Coco (2007), Los escarpines de Kristina de Noruega (finalista del Premio Espartaco de Novela Histórica 2001), El libro de Julieta (2011) y Las Inviernas (Anagrama, 2014).

CARMEN DE EUSEBIO - Hace poco publicó su última novela Las Inviernas. Se trata de una narrativa claramente apoyada en la tradición oral. ¿Considera que el testimonio oral es importante para la novela o le atrae por otras razones? CRISTINA SÁNCHEZ-ANDRADE A través del testimonio oral pensé que podría captar con mayor intensidad la cultura espiritual y esa dimensión mágica tan características del pueblo gallego. En los cuentos está todo ese legado de premoniciones, videncias y apariciones derivados de la superstición o de la religión. Muchas cosas que aparecen en la novela las escuché o las vi de pequeña en Galicia. Y creo que ese territorio de la infancia es muy importante a la hora de escribir, porque ahí se forja la tensión Cuadernos Hispanoamericanos

entre lo real y lo imaginario que afecta al adulto para siempre. Torrente Ballester decía que si se creía culto no era por lo que aprendió en la Universidad sino por lo escuchado en casa de su abuela. Y para García Márquez, Macondo no es un lugar sino solo el pasado, que también transcurre en la vieja casa de los abuelos, en Aracataca. Allí pasaban cosas realmente mágicas, que dan (daban) la razón al escritor cuando decía que para él lo que escribía no era realismo mágico, sino realismo a secas. Ahora, el componente oral no tiene por qué estar en todas las novelas o relatos. Hay cuentos que sirven para ser contados en voz alta y otros no. En el caso de Las Inviernas la narración oral está presente no solo porque las historias que entreveran la novela son reales

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plena Guerra Civil española. Utilizar la memoria y los testimonios, aunque en este caso son ficción, ¿también es una manera de recuperar la memoria histórica? C.S-A - No. El tema histórico o la guerra civil en este caso no me interesa más que como escenario o excusa. En realidad yo partí del momento real en la historia de España en que Ava Gardner viene a España para rodar Pandora y el holandés errante en Tossa de Mar. Fue en los años 50, y a partir de ahí, coloqué a mis personajes en el tiempo. Para que tuvieran una conexión con el mundo del cine, -porque, como sabes, ellas quieren ser actrices y hasta llegan a presentarse como dobles de esa película en Tossa de Mar-, hice que tuvieran que exiliarse a Inglaterra de adolescentes. Este contacto con un país y unos ambientes mucho más desarrollados que los nuestros en aquel momento (piensa que en muchos pueblos gallegos y no gallegos, aún no tenían ni electricidad) les otorga otra dimensión que les hace ser y sentirse distintas al resto de la gente. También hay una delación, la del personaje del abuelo, don Reinaldo, por C.E - Esta es la historia de dos hermanas parte de toda la aldea. Pero más que su que regresan a Tierra de Chá, de la que sentido histórico o político, me interesa tuvieron que huir, cuando eran niñas, en la delación como fenómeno, como culpa sino porque también los personajes se dedican a contarse historias junto al fuego del hogar, en la lareira de la casa. Todos estos cuentos que escuché de mi abuela son historias sin una estructura concreta, en donde lo que importa es la psique del personaje gallego. Por ejemplo, la historia del cura que sube el monte todos los días, con gran esfuerzo, para dar la extremaunción a la vieja que no acaba de morir y que por fin un día, exhausto, le dice: “A morir, coño, que para eso estamos”. O la del niño que mamaba hasta los siete años y pegaba mordiscos al pecho de la madre. O la del maestro de ferrado. En los años 50 a todos estos maestros gallegos sin titulación, que cobraban en ferrados de maíz o centeno (de ahí el nombre), les hicieron pasar una prueba, un examen oficial en Coruña y esto fue todo un acontecimiento en la época. Pues bien, a todas estas historias había que darles un hilo conductor. Y no ha sido fácil… pero también te digo que había más cuentos que tuve que dejar fuera porque ya sí que no encajaban.

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colectiva que arrastra la aldea de Tierra de Chá. El hecho de que nadie, ni siquiera el cura, fuera capaz de impedir que condenaran a don Reinaldo, el miedo colectivo, la fragilidad y hasta la comodidad de no querer verse involucrados en problemas. Esto es lo que me interesa: el proceder “borreguil” de la gente cuando se encuentra bajo el cobijo de la masa y el cómo la masa anula la voluntad particular del individuo. En general, es algo que de una manera u otra surge siempre, inevitablemente, en mis novelas. Por ejemplo, en Ya no pisa la tierra tu rey, el personaje es colectivo, una congregación de monjas que habla, actúa e interacciona como masa. La abadesa del convento constantemente les reprocha que no tienen voluntad propia y así es. C.E -Una de las perspectivas que aborda en el relato es la colaboración de la población con las fuerzas militares, ¿cree que el miedo era una de las causas de la colaboración? C.S-A - Sí, el miedo, la cobardía, la comodidad, el afán de seguridad... Es esto que te comento. Por supuesto que todo hay que verlo en su contexto histórico, claro. Y seguramente, si a mí me ponen en esa situación, pues también “canto” como un pajarito. Pero lo peor es que esa aldea vive carcomida por la culpa… la culpa propia, de cada uno de los individuos, de la que quieren responsabilizar a otro. Toda la novela es una búsqueda de alguien a quién responsabilizar o echar la culpa. Cuando llegan las Inviernas se sienten recelosos y es por esto. Porque ha ocurrido algo en el pasado y necesitan encontrar culpables. La llegada de las mujeres les remueve la conciencia.

Por eso, sobre todo al principio, no las aceptan. En realidad no las aceptan nunca y quieren que se vayan. Entonces empieza todo ese asunto de la venta de los cerebros. Don Reinaldo, el abuelo de las Inviernas, ha contratado con todos y cada uno de los habitantes de Tierra de Chá la venta de su cerebro a cambio de dinero. Cuando la vieja, que tiene ya más de cien años, está a punto de morir, se le ocurre que quiere recuperar su contrato de contraventa, no vaya a ser que el cerebro le sirva de algo en el cielo. Y a partir de ahí, se genera una psicosis colectiva: todos quieren recuperar su contrato de compraventa. Y ¿por qué? ¿Porque realmente creen que van a necesitar el cerebro en la otra vida? Creo que no. Creo que es la culpa y el miedo lo que les hace actuar así… inconscientemente. La culpa es muy poderosa, el peor enemigo de la conciencia. No sabemos hasta donde puede llegar. Estoy pensando ahora en un relato de Cortázar sobre la culpa, “Cartas de mamá”. Aparentemente todo lo que sucede, lo que ahí se relata, es una “alucinación” de la culpa. Es la conciencia la que arranca los peores pensamientos. C.E - Otro de los puntos de vista a los que se enfrenta, en la novela, es al tema del exilio forzado de los niños. Dolores y Saladina fueron enviadas a Inglaterra y eso marcará toda su vida. Es uno de los exilios menos mencionados por la historiografía, más centrados en Rusia, Francia e Hispanoamérica. ¿Por qué le interesó especialmente? C.S-A - Todo surgió a partir de un documental que vi y que me impresionó. Creo que se llama “Los niños de Guer-

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nica”. Cuenta la historia de unos niños que, en mayo de 1937, en medio de la Guerra Civil y tras el bombardeo de su ciudad, fueron evacuados a Inglaterra para ser protegidos de los desastres de la violencia y de las penurias de la pobreza. Después de una despedida muy fría por parte de los padres (que no querían ni mirar a los hijos para que éstos no les vieran llorar), cerca de 4000 niños zarparon en el buque La Habana. Tras 48 horas de viaje, llegaron al puerto de Southampton. Cada uno de ellos llevaba únicamente dos mudas de ropa y un cartón con sus datos personales. En Eastleigh, se construyó, con la ayuda de donaciones y el trabajo de voluntarios, un campamento que sirvió como refugio temporal mientras se les encontraba un alojamiento permanente en otras colonias de Inglaterra. De los 4000 niños que llegaron a Inglaterra se calcula que el 10% se quedó a vivir allí, pasaron juntos la 2ª Guerra Mundial y establecieron fuertes lazos de comunidad entre ellos, llegando a salir de allí varios matrimonios. Son los propios niños, ya ancianos, quienes cuentan su experiencia. Lo que hacen básicamente es comparar la vida de los que se quedaron en el exilio y los que volvieron a sus hogares después de la guerra, y resulta emocionante. Al ver el documental me llamó mucho la atención una mujer que se quedó en Inglaterra, se casó con un inglés y ya no hablaba ni una palabra de español. Pero el testimonio que más me emocionó fue el de un hombre muy lúcido que hizo el viaje cuando tenía siete años. Yo tengo hijos y solo pensar que uno se marcha así, a lo mejor para siempre, con esa edad, me parte el corazón. Bueno, pues el hombre hablaba Cuadernos Hispanoamericanos

muy bien español, con un ligero acento inglés, y vestía elegantemente, con camisa a cuadros. ¿De qué tenía aspecto? En realidad no parecía ni inglés ni español. Ninguno de ellos tiene aspecto de ninguna parte. El señor recordaba que al llegar al campamento de Eastleigh, había banderitas por todas partes. El día antes, había tenido lugar la coronación de Eduardo VIII y probablemente, se daba cuenta después, pensando que venían los niños vascos, las habían dejado. Contaba que los ingleses les trataron muy bien y que muchos niños, sabiendo lo que les esperaba en España, no querían volver. Él fue de los que nunca volvió. Estudió distintos oficios y más adelante una carrera universitaria. Hizo cursos de poesía y de pintura. Un máster. Lo más impresionante es que, muchos años después, se reencontró con sus hermanos, los que se quedaron en España y claro, imagínate, no tenía nada que ver. Me interesó mucho esto; cómo puede llegar a evolucionar alguien desgajado de su ambiente. Este señor era culto, hablaba idiomas, tenía una experiencia vital interesantísima. En cambio, los hermanos que se habían quedado en el País Vasco estaban tal y como los dejó, pobres, analfabetos, aunque ya ancianos, claro. Apenas habían cambiado, seguían siendo pastores. Y esto es un poco lo que hago con mis personajes de las Inviernas. Ellas han tenido una experiencia en Inglaterra que las marca para siempre y las hace distintas al resto de la gente de la aldea. El ser distinto, tiene sus consecuencias y muchos riesgos. Al hilo de esto, recuerdo un relato impresionante de Kafka, muy cortito, que se llama “Comunidad”. Son cinco amigos que tienen que aceptar a un

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sexto. En un momento del relato dice: “Desde entonces vivimos juntos, y tendríamos una vida pacífica si un sexto no viniera siempre a entrometerse. No nos hace nada, pero nos molesta, lo que ya es bastante; ¿por qué se introduce por fuerza allí donde no se le quiere?”. Es vida misma. Hay “comunidades” por todas partes, en el trabajo, en los grupos de amigos, incluso en el seno del hogar. En el momento en que uno nuevo intenta “ingresar” en una comunidad ya cerrada, surgen los problemas. Es lo que les ocurre a las Inviernas. No las quieren en la aldea… y no las quieren precisamente porque su llegada hace que los habitantes de Tierra de Chá se planteen muchas cosas que siguen latentes. C.E - En la narración introduce otros géneros y subgéneros de la literatura oral, por ejemplo: las canciones, los cuentos, las leyendas… ¿Hay en usted una búsqueda de los orígenes de la novela? C.S-A- El escritor de ficción busca siempre revelar un misterio. Puede incluso estar revelándoselo a sí mismo al tiempo que lo descubre a los demás. Más que buscar los orígenes de la novela, lo que busco es ese misterio que yo misma desconozco. Son los personajes los que me van desvelando todo. Justo cuando empecé a escribir Las Inviernas, éstas me desvelaron un secreto. Pero había más, y yo simplemente sentía que tenía que seguir escribiendo porque estas dos mujeres no paraban de contarme cosas. Por ejemplo, no supe acerca del asesinato del marido de Dolores, el pescador de pulpos y fanecas, hasta unos párrafos antes de que lo cometiera (o cometieran), y cuando descubrí que eso era lo que iba

a pasar, comprendí que era inevitable y que ese asesinato era lo que estaba detrás de otras cosas. El asesinato provoca un shock en el lector (o risas o lo que sea) porque en mí como escritora, también lo ha provocado. Parece un poco extraño que diga esto, porque al fin y al cabo soy la autora, es decir, el Dios de este pequeño universo, que en teoría hace y deshace a su antojo. Pues bien, no es exactamente así. Después de un tiempo, he llegado a la conclusión de que hay que empezar a escribir para que los personajes adquieran autonomía y empiecen a tomar decisiones. Existe el libre albedrío en Literatura; en la vida creo que no…. En la vida soy más determinista. Y no sólo los personajes. Puede ser que a través de esos cuentos, leyendas y canciones que jalonan el texto también vayan surgiendo cosas con las que yo como escritora no contaba. Esto es lo bonito del proceso de la escritura. Por ejemplo, en la novela aparece el relato del Camión de Taragoña que Dolores le cuenta a Saladina. Trata de un señor, un loco, que corre de pueblo en pueblo, en taparrabos, día y noche, sin un objetivo concreto. Es un cuento real, uno de los que contaba mi abuela, basado en un personaje que existió, un loco que corría por la zona de Taragoña, en Galicia. Yo había leído también un relato precioso de Patrick Süskind que me encantó y que tiene mucho que ver con esto (inconscientemente, seguro que me ha influído), con esta forma de “huida del mundo”: La historia del señor Sommer. Es una historia infantil para adultos, con cierta atmósfera de cuento de hadas de los hermanos Grimm y evoca los recuerdos de la niñez a través de la voz de un niño. El señor

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Sommer, como el Camión de Taragoña, siente necesidad de huir del mundo y de protegerse de las desagradables sorpresas de la vida. Y al igual que el hombre contemporáneo, que llena su existencia con trabajo, lugares a los que acudir y absurdas metas que alcanzar, este personaje ventila sus días caminando de un lado a otro, de la mañana a la noche, con un bastón y una mochila vacía, solo y en silencio, en busca de su trágico final. Filosofía del absurdo, al más puro estilo de Camus o Sartre (pero con un toque de humor y optimismo), que vuelve a poner de realce el problema de la inconexión del ser con el mundo exterior. Pues bien; todo esto está y lo descubrí en el propio proceso de escritura. El cuento del Camión de Taragoña es un correlato más de la propia inconexión de las Inviernas. C.E - El secreto que guardan las hermanas, y el silencio de los lugareños con respecto al abuelo introduce en el relato una dosis de intriga. ¿Es el silencio, lo no dicho, un espacio de fabulación y cohesión en lo literario? C.S-A - Claro, es un poco lo que comentaba antes, la idea del secreto que se va desvelando a todos, a los lectores e incluso a mí como escritora a medida que la historia avanza. Cuando las Inviernas llegan a Tierra de Chá, los paisanos las reciben con desconfianza porque temen que salga a la luz el secreto oculto durante tanto tiempo, que, sin ánimo de destripar la novela, tiene que ver con el misterio de la compraventa de cerebros. Y ellas, por su parte, que no saben nada de esto, piensan que los habitantes de Tierra de Chá van a descubrir su propio Cuadernos Hispanoamericanos

secreto. Por tanto, hay desconfianza y miedo mutuos por dos asuntos distintos. La intriga aporta tensión. Y es verdad que la intriga, o la tensión, tienen mucho que ver con lo que no se dice, con lo que se nombra de soslayo. Las hermanas están constantemente refiriéndose a “lo suyo”. Comentan que no pueden salir y mezclarse con la gente de la aldea por “lo suyo”… y se preguntan si las llamarán las Inviernas por “lo suyo”. Aquí lo bonito es que cada lector puede pensar que se refiere a una cosa distinta… Y luego, los paisanos también tienen su espacio de silencio con respecto a lo que aconteció con el abuelo. Aunque, como es un secreto compartido por todos, al final tiene que salir… La tensión, por su parte, va de la mano de la intensidad. Me refiero a esa intensidad en la Literatura que toca zonas profundas de nuestra psiquis. Cuando una novela o un cuento logra tocar el inconsciente, la libido, toda la parte más subliminal…, ya está el lector enganchado. Creo que en una novela no tiene que estar todo dicho y explicado. Uno como lector debe de quedarse con esa gratificante sensación de que ha despertado connotaciones y aperturas mentales y que hay algo que sigue expandiéndose en su mente. C.E - En ocasiones, los personajes quedan anulados por la forma que tiene de narrar y reflejar el momento presente y pasado, tanto en lo social, en lo económico y lo ideológico. ¿Es el ritmo el que manda en la narración, el que ordena los hechos? C.S-A - Pero no creo que los personajes queden anulados, o eso espero, porque como comentaba antes, los personajes

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más. Todo está imbricado. Las Inviernas son Tierra de Chá, la casa con pozo e higuera, el tojo, el monte, el olor de la tierra, la iglesia… y Tierra de Chá es las Inviernas. Fíjate que cuando tienen que salir de ese espacio, cuando van a Tossa de Mar a buscar un papel de actrices en la película de Ava Gardner, uno nota que C.E - El espacio que describe (la aldea se sienten como “pez fuera del agua”. De de Tierra de Chá) es mucho más que un hecho, el entorno les es tan desconociambiente. ¿Buscaba mostrar el misterio do que no puede aguantarlas ahí mucho tiempo. de la realidad de las cosas? C.S-A - Delibes decía que una novela es un hombre, un paisaje y una pasión. El C.E - En el fondo, la novela se plantea espacio es un elemento más, importan- cuestiones sobre el bien y el mal. El tísimo en la novela. Además de situar abuelo, en la guerra, trata de ayudar a sus al lector en el tiempo, el espacio afecta vecinos y, sin embargo, es denunciado a la atmósfera y sobre todo sirve para por ellos; Dolores había sido maltratada transmitir una emoción. Hay veces que por su marido y lo mata. Existen otros el escenario o paisaje es un personaje ejemplos con el mismo planteamiento, son el motor de la historia. Sin ellos no hay narración. Sí hay una vuelta al pasado en muchos capítulos, pero esto es porque los propios personajes están recordando lo que sucedió antes de que las Inviernas se exiliaran a Inglaterra, antes y durante la guerra.

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también, en anteriores libros suyos, este planteamiento ya se presentaba. ¿Es un tema de su interés y por ello recurrente? C.S-A - Es verdad que lo que pretendía el abuelo era solo ayudar y los vecinos acaban denunciándole. Y parte de la culpa, de ese voto de silencio, tiene que ver con esta delación colectiva. Aquí me interesaba más el tema de cómo los individuos nos escondemos en la masa. Porque ¿quién ha denunciado a don Reinaldo? Todos y nadie. En cuanto a Dolores, no es exactamente que haya sido maltratada. Es que se casa (principalmente por despegarse de su hermana y porque piensa que va a tener una vida distinta) y descubre que eso de la vida matrimonial no era lo que pensaba, que incluso es peor que lo que tenía. Sobre todo, es que es víctima del chantaje emocional de su hermana. Saladina la quiere junto a ella y le ha hecho saber que no va a compartirla con nadie. Por eso vuelve a casa. El tema del bien y el mal por supuesto que me interesa. Decía Flannery O’Connor que el mal es un cocodrilo que surge de improviso a la orilla de un río tranquilo y nos arrastra hasta el fondo, aquello que más tememos pero que sin embargo más deseamos, ese fondo de tinieblas que nos angustia conocer, pero que al tiempo necesitamos tocar… Eso es lo que le pasa a Dolores y también a los vecinos de Tierra de Chá que delatan al abuelo. Como lectora me interesa mucho ese trasfondo perturbador e inquietante, la sensación de que el cocodrilo puede aparecer en cualquier momento.

una pareja indivisible y singular: una es bella y la otra fea; Dolores es determinante y Saladina sumisa. ¿Las diferencias y actitudes morales de los personajes supone una trama inexplicable que los hace necesarios el uno del otro? C.S-A - Es algo que también a mí me interesaba trabajar en la novela. Esta relación de amor-odio, entre hermanos o entre seres muy próximos. Entre Dolores y Saladina hay, como digo, un chantaje emocional constante. Ambas se necesitan y casi te diría que no pueden vivir la una sin la otra, pero también, sobre todo Dolores, tiene la intuición de que jamás conseguirá vivir su vida si no se separa de su hermana. Separarse de su hermana supone quedarse completamente sola en el mundo, y a esto no está dispuesta. Además, solo Saladina sabe lo que ha pasado con su marido, y en varias ocasiones, la chantajea con contarlo si la deja.

C.E - Cuéntenos algo de sus inicios como escritora. ¿Es algo, como en los músicos o en otras vocaciones, que se suele olvidar y que, como bien supo Ortega y Gasset, es fundamental? C.S-A - Siempre supe que me gustaba escribir. Lo que no supe hasta encontrarme con mi primera novela publicada, Las lagartijas huelen a hierba, es que me dedicaría de manera más o menos profesional. De hecho, todavía me siento un poco rara en el oficio, y cuando me preguntan cuál es mi profesión, me suena extraño decir eso de “escritora”, me parece que hay otra hablando por mí. Me suena un poco fantasioso, como impostado, preC.E - Me ha interesado mucho la caracte- tencioso… porque, ¿qué es esto de ser rización de las dos hermanas, personajes escritor? ¿qué es esto de levantarse y principales de la novela. Ambas forman ponerse, casi sin desayunar, frente al orCuadernos Hispanoamericanos

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denador a contar, uno a uno, los demonios que nos atormentan y obsesionan, las nostalgias, las culpas, los rencores…? En todo caso, después de ocho novelas publicadas, no creas que tienes mucho ganado en cuanto a seguridad o soltura como escritor. Mi experiencia es que, al empezar a escribir una nueva, te encuentras exactamente en el mismo lugar de incertidumbre e impotencia que con la primera. De verdad, no exagero. Vuelves a estar ahí, al borde, con la sensación de que si franqueas ese borde, caes verticalmente en la nada. Caes allí donde el camino parece cualquier cosa menos el camino, allí donde las personas son algo diferentes de las personas y se llaman de otro modo... Lo difícil es asimilar que el tiempo de escritura no lo controlas tú sino la propia escritura; que a veces hay que dejar que ese tiempo corra sin otro objetivo que el de dejar que los sentimientos y las ideas se sedimenten, maduren en el texto, se aparten de toda impaciencia. Porque además se escribe con una vida por medio, claro está, con sus altibajos, con sus momentos de felicidad y de infelicidad, de dolor, y la mía es muchas veces bastante intensa... Entre la vida y la literatura no hay una línea divisoria, es más, estoy absolutamente convencida de que lo que uno escribe acaba siendo el reflejo de la vida, o al revés. Son vasos comunicantes. Cuando se escribe algo sincero (y si no somos sinceros no hay literatura, al menos buena literatura) uno se mete dentro, se hunde hasta el fondo de la ciénaga. Por desgracia (o tal vez por suerte) uno no puede permitirse el lujo de dejar la vida aparte. El dolor, la felicidad, el miedo, la apatía jamás quedan intactos. Se pueden disfrazar, sí, y

muy bien (de eso se trata), pero creo que no existe ni una sola buena página que no esté ligada a los sentimientos que inquietan el corazón del escritor. Cuando uno escribe una novela, un cuento, una conferencia, un artículo, debe de poner en él lo mejor que posee, todo lo que en ese momento le parece fundamental. La escritura llega con el trabajo y la rutina. Muchas veces, cuando oigo a la gente que empieza a escribir que es muy difícil publicar, les pregunto: ¿pero tú has escrito una novela?, ¿tienes un manuscrito de 300 páginas? Publicar es difícil, claro que lo es, pero más difícil es tener el tesón y la fuerza de voluntad de acometer el trabajo de escribir una novela sin ninguna garantía. Porque incluso a gente que ya tenemos media docena de libros publicados nadie nos garantiza que se nos publique lo siguiente. Y muchas veces es descorazonador. Uno pierde el norte con mucha facilidad. No sabe si lo que está escribiendo merece la pena, y sin embargo, sigue escribiendo. Esto es lo realmente difícil. El trabajo en solitario. Trabajo de años, sin ver un euro, claro está. Pero bueno, como decía Truman Capote, cuando Dios te da un don, también te da un látigo; y el látigo solo sirve para la autoflagelación. A mí me animó mucho, en mis inicios, ganar algún concurso de relatos. Desde luego que si lo piensas, no significa nada, pero para el que está empezando es un empujón muy importante. Y creo que a partir de ahí he tenido mucha suerte porque todo lo que he escrito lo tengo publicado en editoriales muy buenas. No tengo nada guardado en un cajón a la espera. Lo que sí que puedo decir es que pulo muchísimo los textos, que hay un trabajo

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muy grande detrás de cada texto. No sé si esto es bueno o malo. Ojalá escribiera los libros en dos meses. William Faulkner escribió Mientras agonizo en dos meses… muchas veces lo pienso. Todavía tengo la esperanza de poder escribir así, “poseída” o algo por el estilo. C.E - Al final del libro en AGRADECIMIENTOS, usted agradece a sus tías que heredaran el gusto por contar de su abuela. ¿En su caso, además de la tradición oral, qué literaturas le ha interesado más como novelista? C.S-A - Depende del momento, uno va cambiando de gustos. O más bien va descubriendo cosas nuevas, que es lo bueno. Para escribir este libro, que tiene ese “sonido” de cuento oral, leí mucho a los grandes escritores gallegos: Alvaro Cunqueiro, Castelao, Rafael Dieste, Ánxel Folle… Casi todas las historias de estos escritores se basan en lo que escuchaban en las tabernas, en la botica de su padre (Cunqueiro), en sus visitas a

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la aldea… Son magníficos. Últimamente tengo mucho interés por la literatura norteamericana denominada del “gótico sureño”. Creo que la tradición cuentística norteamericana del siglo XX no sería la misma sin el perturbador e inclasificable universo narrativo de cuatro escritoras sureñas, auténticas renovadoras del género: Flannery O’Connor, Carson MacCullers, Eudora Welty y Katherine Anne Porter. Se trata de una literatura imbricada en la tradición y el fervor religioso del viejo Sur, una prosa que tiene el poder de arrastrarnos hacia dentro, a lo más profundo de nosotros mismos. Por cierto que, estas escritoras, especialmente Flannery O’Connor, fueron una gran influencia para García Márquez (y del resto de escritores del boom hispanoamericano), aunque no se suela aludir a ellas cuando se habla de los inicios de gran escritor premio Nobel, recientemente fallecido.

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biblioteca

La persistente presencia de la fábula [02] La locura como forma de salvación [03] Cuestión de equilibrio: Heaney, ensayista [04] Figuras del guiñol [05] El lector Stevenson [06] Una épica del lenguaje

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La miniatura de eternidad de Jeanne Hersch [08] Mística sin dios [09] Por todos los diablos

[01] Juan Ángel Juristo [02] Reina Roffé [03] José Luis Gómez Toré [04] Santos Sanz Villanueva [05] Blas Matamoro

[06] Arturo García Ramos [07] Julio César Galán [08] Eduardo Moga [09] Julio Serrano 231

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Cristina Sánchez-Andrade: Las Inviernas Ed. Anagrama Barcelona, 2014.

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Por Juan Ángel Juristo

La persistente presencia de la fábula Desde que leí Las lagartijas huelen a hierba, su primera novela, publicada en 1999, he seguido la obra de Cristina SánchezAndrade con cierta fascinación. La palabra es exacta, pues entendí desde aquella extraña novela, que trataba de la búsqueda de la identidad, que me las tenía que ver con una escritora de voz propia, es decir, una artista que persistía en un mundo construido al modo de un muro y de anchas paredes, además. Aquella novela poseía una estructura literaria muy original, sobre todo en lo que concernía a los ambientes creados por su autora, algo en que incidió en Bueyes y rosas dormían, en el que el lugar descrito, Pueblo, es un espacio opresivo, donde el tiempo en que se desarrolla la acción no está muy definido pero que en su abstracCuadernos Hispanoamericanos

ción consigue una intensidad narrativa poco común. Conviene incidir en esta cualidad de la autora, la de conseguir describir ambientes opresivos asfixiantes desde una atmósfera deliberadamente alejada de referencias muy concretas, porque es recurso pertinente en ella. En Ya no pisa la tierra tu rey, novela con la que obtuvo el Premio Sor Juana Inés en la Feria del Libro de Guadalajara, México, en 2004, por ejemplo, se vale esta vez de las monjas de un convento para dar cuenta de la opresión del entorno. Luego, en Coco, donde se enfrenta a la personalidad de la diseñadora Coco Chanel, no da cuenta de ese clima, por la sencilla razón de que no ha lugar, pero vuelve a ello en Los escarpines de Kristina de Noruega , una

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hermosa novela de corte histórico que relata el viaje que en el siglo XII realiza esta princesa a España para casarse con Alfonso X El Sabio. Novelas, ya digo, con ciertas dosis de fascinación que se acrecentó cuando publicó Alas, un libro extraño donde la autora fabula con el Libro del Génesis y nos presenta a un Dios que tantea mientras va creando las cosas y se asombra de ellas, las alas de los ángeles, por ejemplo, o Adán y Eva mientras El Ángel de la Luz interviene también como narrador, creando un ámbito de contrastes enormes, luz y oscuridad, que recrea en cierta manera lo buscado en el poema de John Milton, El paraiso perdido. Ahora Cristina Sánchez-Andrade ha publicado Las Inviernas, donde existe esa vocación de atemporalidad que la caracteriza pero que por razones obvias, recoge noticia del rodaje de Pandora y el Holandés Errante, que protagonizaron Ava Gardner y James Mason, tiene que ambientar en los años cincuenta. Hay una razón para esa atemporalidad y es que la autora vivió su infancia rodeada de historias contadas en las aldeas gallegas, historias de claro trasfondo mítico y fantástico que la marcaron, y aunque Cristina Sánchez-Andrade lleva viviendo en Madrid muchos años, se resiste a escribir una obra de trasfondo urbano. Es probable que esa fascinación que me producen las obras de esta escritora estribe en que su literatura procede de dos mundos: el que Walter Benjamin llamó el del narrador, basado en la experiencia de un mundo que se muestra quieto, propio de una sabiduría que se quiere ancestral, y , luego, el mundo de la novela, el mundo de la Modernidad, donde el yo del autor impregna de continuo lo narrado, donde entromete su yo. El autor, aquí, ya no es oráculo sino que esconde, sin mostrarlo, una actitud crítica frente al mun-

do. Cristina Sánchez-Andrade siente una inclinación acentuada por recoger esa experiencia de la tradición oral, esas historias que recorren el mundo del campo gallego, no hay que olvidar que hasta bien entrados los años cincuenta en Galicia se vivía en el agro de modo parecido a lo que describen los poemas campestres de Virgilio. No cabe duda de que las historias circulaban a la luz de la lumbre y que se cambiaban al contarlas al modo del narrador que introducía su propio tempo retórico: el trasfondo seguía siendo el mismo, un mundo donde lo fantástico tomaba lugar propio, el terreno de la fábula, donde podía ocurrir cualquier cosa, sobre todo si rompía con el sentido común. Rastrear en Cristina Sánchez-Andrade influencias de Álvaro Cunqueiro, de Wenceslao Fernández Florez o de Torrente Ballester en las historias gallegas que cuenta, sobre todo en su buscada atemporalidad, rastrear caracteres de sus personajes en los de Alfonso Castelao, es tarea un tanto tópica, además de baladí. Sucede que el mundo que describen es el mismo y recogerlo lleva a un cúmulo de similitudes. Por ejemplo, las inviernas son dos hermanas, Dolores y Saladina, que regresan después de muchos años en Inglaterra a la Terra Chá, la tierra llana de Lugo, a su aldea natal. Una es guapa, la otra fea: una se ha ganado la vida cosiendo y planchando; otra, limpiando en hoteles. Se necesitan la una a la otra, se quieren pero también se odian... Galicia está llena de historias protagonizadas por dos hermanas e incluso en la Alameda de Santiago de Compostela, muy cerca del monumento a Rosalía de Castro se encuentran dos estatuas coloridas de las Dos Marías, dos hermanas, costureras, que todos los días se ponían de punta en blanco para caminar por ese paseo. El que la auto-

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ra tenga en cuenta este tipo de historias al conformar la novela es asunto casi natural: se da por hecho porque el lugar está impregnado por este carácter narrativo. Sucede lo mismo con el caso del abuelo de las inviernas, don Reinaldo, asesinado y de quien circulan leyendas que el tiempo agranda y distorsiona hasta límites legendarios, que es de lo que se trata. Se dice de él que trató de comprar los cerebros de los habitantes de la aldea; sucede también con el cura, que da la extremaunción de continuo, no hay día que no suba la cuesta que le lleva a casa de ella, a una anciana que, por supuesto, nunca se muere; sucede, la historia es digna de un cuento de terror, con el dentista Ternoamor, que arranca los dientes a los muertos y los implanta como prótesis a sus pacientes; un maestro torturado por los nacionales por recitar poemas; un marino, Ramonciño, que mamó de la teta de su madre hasta los siete años... en fin, una galería de personajes tremendos, propios de un mundo de leyenda, de un mundo brutal, despiadado, un mundo mágico, también, en definitiva. Pero Ava Gardner llega a Tossa de Mar y entramos entonces en la Modernidad. Tiene gracia que esa entrada en la narración moderna se de con la irrupción de la fábrica de sueños como se llamó al cine y que las hermanas se enteren gracias a la radio. El mundo mítico, legendario parece quebrarse por unos instantes, al fin al cabo, Dolores y Saladina siempre tuvieron como oscura vocación secreta ser actrices, pero al final persiste lo ancestral, se lo come todo. Creo que es justo en esa alternancia entre las historias de la aldea, donde nada es lo que parece, o lo que parece lo es sólo a medias, sin que la certeza aparezca nunca nítida, por haber hay hasta una vidente, Violeta Cuadernos Hispanoamericanos

da Cuqueira y una vaca, Greta, que las inviernas destetan a diario y que no se tiene certeza de donde procede, y la otra historia, paralela, la de la llegada de Ava Gardner a esa localidad de la Costa Brava, y la alternancia entre las dos que se sucede a lo largo de la novela, lo que hace de ésta algo sujeto a cierta rara excelencia. La calidad en una novela tiene que ver mucho con el equilibrio entre las partes. Creo que en esta narración esa alternancia está muy bien lograda, incluso en ciertas situaciones que parecerían morosas, ya que esa morosidad implicaría cierta inmersión en la verosimilitud de un mundo que parece no cambiar nunca. La Modernidad aparece en la historia de Ava Gardner, que irrumpe en un mundo cerrado, hostil, nebuloso,pero sobre todo en el sentido del humor desplegado en la novela. Este aspecto es casi obligado. Sin él no habría la distancia con que acometer esta truculenta historia que, por otro lado, está muy bien contada, con un estilo preciso, pero lleno de imágenes enormemente poéticas pero muy medidas. Destacan las descripciones de los lugares de la aldea, los establos en los pisos bajos de las casas, donde animales y hombres conviven en sus voces, las tabernas, las cocinas, de donde surgen los chismes de comadres, las historias legendarias también, junto al olor de la comida... Es de agradecer que la nostalgia esté desterrada de la narración. Hubiera restado intensidad narrativa y, al contrario, el humor desplegado otorga un tinte de verosimilitud dramática a lo que de otro modo hubiera quedado como escenas truculentas del mundo rural. La mirada, pues, es muy moderna, la única con que hoy día nos es posible mirar ese mundo.

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Alicia Dujovne Ortiz: Dora Maar. Prisionera de la mirada Vaso roto Ediciones Madrid-México, 2013.

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Por Reina Roffé

La locura como forma de salvación La biografía Dora Maar. Prisionera de la mirada comienza con una escena que transcurre hacia el final de la vida pública de una de las mujeres más enigmáticas del siglo XX. Sucede el 15 de mayo de 1945 en el restaurante Le Catalan de la calle SaintAndré des Arts, de la ciudad luz. Picasso llega exultante y hambriento, pide un chateaubriand y comenta con sus amigos, entre otros el poeta Paul Éluard y su mujer Nusch, la conversación que ha mantenido con el combatiente Malraux en ese día de una primavera promisoria con París ya liberada. En torno a la mesa se encuentran reunidos los comensales, pero hay un lugar vacío que, finalmente, y apenas durante diez minutos, ocupará Dora Maar, modelo del célebre Man Ray, compañera de un

George Bataille que tanto dio que hablar con su novela Historia del ojo, catalogada, en un principio, como pura pornografía. Dora, la misma que retrató Picasso durante los casi diez años que duró su relación pasional; la hierática y siempre triste Dora, ella misma fotógrafa reconocida y pintora, que dejó importantes testimonios fotográficos del Guernica en su proceso de creación, cuando todo entre ella y el artista malagueño era, al parecer, entendimiento intelectual y amoroso. Ese tiempo se había acabado. Dora se levanta y sale del restaurante abruptamente, los signos de un antiguo malestar se manifiestan en su rostro de forma severa, ya sin disimulo ni pudor. No soporta más a Picasso, no se aguanta entre esa gente. De

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pronto, es una reina, necesita sentirse así después de haber sido humillada demasiadas veces. Picasso la sigue y también acude en su rescate el poeta Paul Éluard, quizás un secreto enamorado de Dora, que en varias ocasiones le recriminó a Picasso el trato desconsiderado que tenía con alguien que tanto le había ofrecido. Dora enloquece, la locura es una manera tajante de zafar de algo o de alguien que causa un dolor intolerable. Picasso, que no dejaba a sus mujeres -como señala Alicia Dujovne Ortiz, la autora de esta bien nutrida biografía-, sino que las iba sumando, termina por abandonar a Dora. En realidad, la pone en manos de un doctor, quizás Lacan (cercano al grupo del pintor), que le aplica una terapia de electroshock, aunque Dujovne no pueda afirmar que realmente se trate del afamado Jacques Lacan. De cualquier modo, esos tratamientos anulaban al paciente, eran prácticas brutales que podían dejar las mismas o peores secuelas que ciertos tipos de torturas y perversos experimentos científicos practicados en regímenes totalitarios o en campos de concentración como el de Auschwitz. De hecho, y aunque Dora se recuperó de su episodio psicótico, nunca volvió a ser lo que era: una artista con vida propia, elogiada por Cartier-Bresson, que la consideraba una fotógrafa notable, con peso dentro del surrealismo, parte activa en los círculos vanguardistas del París de los años veinte y treinta, y que se codeó con las figuras más relevantes del arte moderno: Balthus, Braque, André Breton, René Clavel, Paul Eluard, Stravinsky. Amiga y colega de Brassaï y de otros que la vieron moverse con soltura y determinación tanto entre la alta burguesía como en la bohemia de los cafés, donde fue un personaje admirado no sólo por su elegancia de alta cosCuadernos Hispanoamericanos

tura, sus tocados extravagantes, su extraña belleza, sino también por sus capacidades como artista. Llamaban particularmente la atención sus fotografías de excluidos sociales, de perdedores, de esos seres que pasan desapercibidos en el bullicio o vocinglería de un mundo narcisista, indiferente del otro, insensible. Había captado, a través de los personajes de su composición fotográfica, algo que ella ya percibía de sí misma: un futuro de exclusión; en su caso, de clausura voluntaria. Pasó los últimos 40 años de su vida recluida en su casa de la rue de Savoir. Paulatinamente, se alejó de todos. Ella, que había sido simpatizante de izquierda, que había vivido libremente su sexualidad, se convirtió al catolicismo en una suerte de entrega total, transformándose en la típica beata que sólo salía para ir a misa, y a primera hora de la mañana, no fuera a tropezar con alguien que pudiera reconocerla. Uno de los asuntos interesantes esbozados en esta biografía, que interpela al lector, es cómo se puede pasar del deslumbramiento y el amor al asco por “toda esa gente horrible”, que Dora Maar no quiso ver más, aquellos que le rendían pleitesía a Picasso, un hombre petulante que no podía parar de crear, pero tampoco de cometer infidelidades, de mostrarse burlón y despiadado. Decisión por la que Dora pagó un alto precio. Cerrar las puertas implicó, al mismo tiempo, sacrificar su obra, anular su repercusión. ¿Qué perduró de ella? Un halo de la mujer fabulosa, de mandíbula prominente, de rasgos clásicos, de tupida y seductora melena que conquistó a Picasso por su físico y también por su inteligencia, una inteligencia que la hacía demasiado problemática y por eso se volvió inconveniente, acabó aburriendo al pintor que, para mayor inqui-

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na, la retrató una y otra vez como la mujer que llora, rota, alterada, reflejo del abandono al que la sometía y al que se sometería ella en su lucha por superar una época de masoquismo y autodestrucción. La tristeza de Dora, sin embargo, venía de lejos. Desde joven, parecía ya un poco extraña, como fuera del mundo, solitaria, callada, muy seria. De hecho, de las fotografías que le tomaron, sólo en dos se la ve sonreír apenas. Había nacido en París el 22 de noviembre de 1907. Su madre era francesa, pero se nacionalizó croata para casarse con Joseph Markovitch, un arquitecto que realizó obras importantes en la Argentina, donde dejó claras huellas de su actividad, que aún hoy pueden apreciarse. Por este motivo, Dora vivió en la Argentina entre 1910 y 1920, desde los tres a los trece años. Estudió en Buenos Aires, donde cursó la escuela primaria. De ahí que supiera hablar español de forma fluida; evidentemente, el conocimiento de este idioma fue otro de los lazos que la unió, para bien o para mal, al prolífico malagueño. Si bien de Dora Maar existe en nuestra lengua una bien documentada biografía de Victoria Combalia, ésta de Alicia Dujovne Ortiz aporta elementos que hacen atractiva su lectura y no repelen volver sobre los pasos de la amante más significativa de Picasso. Resulta particularmente interesante el minucioso recorrido que realiza la autora por los lugares de la infancia de Dora, la Buenos Aires que Dujovne conoce al detalle; y, asimismo, las interpretaciones que surgen a partir de ciertos relatos: la relación con sus padres, en especial con el croata Markovitch, el fresco de distintas etapas y el foco de atención sobre los llamados “años locos”, cuando París proyectaba sus luces y sus sombras, y se consideraba

el centro cultural más relevante del mundo. La galería de artistas y famosos que pululan en estas páginas, con sus historias y batallas íntimas, va ampliando el espectro para dilucidar una época y la figura de Dora, esa mujer de ojos escrutadores que, cuando hablaba, podía mostrarse irónica, incluso hasta un poco malvada, como si, de tanto en tanto, pudiera replicar de esa manera contra las ofensas recibidas. Los improperios de una sociedad y de unos personajes que le suscitaban enajenación y fastidio. La sensible, orgullosa y soberbia Dora no estaba hecha para envejecer en un ambiente conflictivo y aparatoso, siempre al acecho. Su capacidad de resistencia cedió. Tenía que salir de allí como de una habitación llena de humo. Su orgullo, precisamente, le impidió vivir en un incendio permanente, era demasiado sombrío. Si ya estaba vencida, su espalda se fue encorvando, tenía que llevar la joroba de forma secreta, en la mayor intimidad, fuera de la mirada malintencionada de los otros. Debía, por otra parte, preservar del deterioro a la icónica y misteriosa mujer de las fotos de Man Ray y evitar, así, exponer su transformación, su metamorfosis integral, que reservó para ella y Dios. “¿Qué es un fantasma?, preguntó Stephen. Un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres”, escribió James Joyce en el Ulises. Definición perfecta aplicable a Dora Maar, que falleció completamente sola, en 1997, a los 89 años. Había guardado durante décadas 130 Picassos, una fortuna de la que no quiso disfrutar. Sólo una vez, autorizada por el pintor, y en un momento de apuro económico, vendió algunas obras. Todo lo demás, incluso sus propias fotografías, permane-

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ció en su casa (un apartamento que reflejaba su total renuncia) como vestigio de una época glamorosa que repudió hasta el final. Hay muchas Doras en la biografía de la autora argentina, muchas donde buscarse y por donde seguir los desvíos de una vida que se volvió impalpable hasta que alguien se fijó en ella, la rescató del olvido, la colocó en un lugar de reconocimiento. Hacia el final, Dujovne Ortiz nos dice en primera persona: “Pensé que ella había conocido en su existencia dos momentos felices: antes de Picasso, cuando recorría los suburbios de Londres y Barcelona cámara en ristre, y después, sobre todo después: concretamente entre 1958, cuando resolvió

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separarse de esas gentes horribles, y 1973, año de la muerte de Joseph Markovitch y Pablo Picasso, cuando también murieron sus tres monjes blancos, cuando también dejó de ver a André du Bouchet, cuando solo las iglesias al alba le vieron la curva de la espalda”. André du Bouchet es el poeta que, en un valioso testimonio, describe a Dora, aún en su retiro, como una mujer “capaz de gozar de la vida, de amar sus flores, de cocinar”. En su recuerdo, estaba “llena de bondad, sentía las cosas, la naturaleza, los seres”, mientras se reafirmaba en su imperturbable soledad, en su prisión gozosa.

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Seamus Heaney La reparación de la poesía. Conferencias de Oxford Ed. Vaso Roto Traducción Jaime Blasco Madrid 2014.

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Por José Luis Gómez Toré

Cuestión de equilibrio: Heaney, ensayista Aunque no hubiera recibido nunca el Premio Nobel, somos muchos los lectores de poesía que consideramos que Seamus Heaney (Derry, Irlanda del Norte, 1939-Dublín, 2003) es uno de los nombres de referencia en la lírica del siglo XX. Por ello tal vez no resulte ocioso recordar que no contamos todavía en español con una edición de sus poesías completas como quizá tampoco lo sea constatar que las traducciones de algunos de sus títulos fundamentales (pienso, por ejemplo, en Norte) hace tiempo que están agotadas. El libro que acaba de editarse en Vaso Roto no es un libro de poesía, aunque sí sobre poesía. Asistimos en él a la otra cara de la escritura de Heaney, la que constituye su destacable labor de ensayista, de la cual ya conocíamos algu-

na muestra como Al buen entendedor (publicada por Fondo de Cultura Económica) o De la emoción a las palabras (aparecido en Anagrama). El ensayo no supone en Heaney una ocupación al margen de su escritura poética, y no solo porque la poesía sea el tema central de sus textos. El ensayo se nos presenta aquí, como en no pocos poetas contemporáneos, como una suerte de envés de su obra lírica. En primer lugar, porque nos encontramos ante un poeta doctus, cuya poesía nada libresca se nutre, sin embargo, de numerosas lecturas, frente al tópico que opone literatura y vida normalmente en detrimento de la primera. Con todo, hay una razón quizá más determinante y es ese hilo secreto que vincula pensamiento

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y poesía, sobre el que reflexionó Benjamin a raíz de la concepción de los hermanos Schlegel y del llamado círculo de Jena, una concepción que se cifra en la enigmática afirmación de que “la idea de la poesía es la prosa”. Desde esta perspectiva, la poesía se muestra como un discurso necesariamente incompleto, que delata la imposibilidad de una palabra definitiva y que, por tanto, persigue para completarse a otra escritura igualmente fragmentaria, en un diálogo nunca interrumpido, lo que de alguna manera apela a esa dimensión secretamente comunitaria de la palabra poética y que (volviendo a los Schlegel) nos remite a una concepción de la poesía como “discurso republicano”. Todo esto viene a cuento porque los ensayos aquí recogidos acaban dibujando un horizonte común que no es solo estético sino también moral y, en cierto sentido, político. El hecho de que ese horizonte solo aparezca con claridad al final (a pesar de que se nos ofrecen numerosos indicios a lo largo de las páginas del volumen) tiene que ver con uno de los aspectos más atractivos de este libro. Heaney se muestra como un crítico ejemplar que respeta siempre la perspectiva particular no solo de cada poeta (Christopher Marlowe, Dylan Thomas, Philip Larkin, W. B. Yeats, Oscar Wilde…) sino también de cada obra. No obstante, esa lectura atenta y respetuosa de su material no le impide esbozar una comprensión global del hecho poético así como del contexto en el que este se inscribe (un contexto que no disuelve, sino que por el contrario perfila y resalta la autonomía de la obra). Ese cuidado equilibrio entre la obra en sí y un panorama más amplio, entre el primer plano y el plano general está en buena parte motivado por el hecho de que los textos Cuadernos Hispanoamericanos

aquí incluidos fueron en su origen conferencias impartidas por el poeta en Oxford, durante el tiempo (1989-1994) en el que este ocupó la Cátedra de Poesía de dicha universidad. No obstante, Heaney sabe hacer de la necesidad virtud y, entre la diversidad de nombres de los que se ocupan sus ensayos, emerge siempre una mirada inequívocamente personal, la de un poeta que reflexiona sobre su propia responsabilidad como artista en medio de circunstancias convulsas. Unas circunstancias que son, en su caso, las de un escritor nacido en Irlanda del Norte, cuyo conflicto en las fechas en las que se escriben estos ensayos estaba lejos de haber dejado atrás su fase sangrienta. La compleja posición de la literatura irlandesa aflora aquí y allá en estos textos, no solo por el origen de algunos de los escritores aquí estudiados como Yeats o Brian Merriman, sino también porque Heaney es muy consciente de que todo escritor escribe desde algún lugar: ese lugar de la escritura que puede ser un espacio nunca del todo físico, pero también una tradición o un sistema de creencias o una comunidad más o menos extensa de la que se siente (o no) parte. La posición de aquellos autores como Yeats o el propio Heaney, irlandeses que escriben en inglés, en una lengua a la vez propia y ajena, se convierte en una suerte de conflicto interiorizado pero también en una ocasión para abrir horizontes, para romper dicotomías y fronteras demasiado rígidas. Y es que en el fondo esa vivencia problemática de la lengua es la de todo escritor que merezca tal nombre. Esa tierra de nadie de la escritura constituye el espacio originario no solo del escritor irlandés en lengua inglesa, sino tal vez el de toda poesía. El carácter extramuros de la palabra poética

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autoriza a esta a ofrecer un conato de diálogo desde una posición fronteriza, una situación en la que revelan su carácter falaz e impositivo los discursos monolíticos del poder y de la ideología. De ahí que la reparación de la poesía a la que se alude en el título no resida tanto en el reflejo directo de unas circunstancias concretas como en la capacidad de la escritura para extender horizontes, para abrir mundos. Como dice el autor, “El mundo no es el mismo después de leer a Shakespeare, a Emily Dickinson o a Samuel Beckett, porque estas lecturas lo amplían” (páginas 213-214). Heaney se enmarca conscientemente con una larga tradición de defensa de la poesía, con relevantes ejemplos en las literatura de habla inglesa. Se trata en su caso de una defensa que no cae en el ingenuo wishful thinking de creer que la poesía basta por sí sola para transformar de raíz un mundo atravesado por la sinrazón y la violencia, pero que tampoco se complace en el pesimismo de la escritura concebida como mero ejercicio retórico en el vacío. Esa dimensión en el fondo moral, que no moralista, de la poesía no se construye sin embargo de espaldas a la lengua, sino que el poeta cumple esa función ética precisamente atendiendo a la especificidad de lo poético, ya que “La poesía no puede permitirse renunciar a su capacidad esencial de invención, a la dicha de ser un proceso verbal así como de representar las cosas del mundo” (página 26). Lo que también supone reivindicar no solo la validez, sino también la necesidad, del goce estético: “Se empieza por el placer y se llega a la sabiduría, no a la inversa” (ibídem). Si la poesía puede y debe seguir siendo relevante en una sociedad que parece haberla olvidado, únicamente puede lograrlo a costa de no renunciar a sí

misma, a ese potencial inscrito en el propio lenguaje. Por ello, la concepción de la poesía de Heaney supone, pese a la carga de dolor con la que a menudo carga el poema, una forma de alegría, al menos en el sentido spinoziano del término, como ampliación de nuestras potencialidades vitales. Así, por ejemplo, aun en la negatividad que parece teñir la obra de un Larkin puede apreciarse una tímida forma de afirmación, puesto que “la testaruda y desvergonzada actividad de la poesía misma es la manifestación de la “alegría” y también una reparación […]” (página 218). La poesía cumple para Heaney en cierto modo una función de equilibrio, pero no en el sentido de una compensación ilusoria de nuestras frustraciones vitales o de un mero consuelo frente a las grietas de la experiencia. La lengua del poema parece dotada de una especial capacidad de detección de la hybris particular de cada época, de sus inevitables zonas de ceguera. Así, la poesía puede ejercer ese equilibrio también como una forma de desmesura frente a los prejuicios de su tiempo (por ejemplo, desde la sabiduría del exceso de un Marlowe) o desde la lúcida voz del aguafiestas que pregona su desencanto en medio de la euforia general. En coherencia con esta visión del acto poético, asistimos a un brillante ejercicio de crítica literaria, que evita tanto la unilateralidad del formalismo, siempre tentado de borrar todo rastro de historicidad del poema, como la reducción del poema a reflejo de la ideología dominante o de las tensiones que atraviesan una sociedad. Esto último supone un lúcido distanciamiento de la práctica corriente de los Estudios Culturales, de tanto peso en el mundo universitario anglosajón, sin que ello supon-

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ga, sin embargo, el retorno a posiciones esencialistas. Si para Heaney hay en Louis MacNeice una mirada doble que dibuja un camino para la compleja identidad norirlandesa, no menos importante es la lección de vida que nos ofrece un poema de Elisabeth Bishop, de la que en apariencia está ausente una dimensión política. En la mirada de Heaney pareciera esconderse un débil aliento utópico y, no obstante, una lección constante de la escritura es saber que, como dijo Valente, lo nuestro es el exilio, no el Reino. Confundir esa promesa siempre demorada con determinadas concreciones políticas es, por tanto, como poco peligroso. Una lección para el conflicto del Ulster, pero también para una época que, pese a ciertas euforias postmodernas, no es inmune a las diversas formas de

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escatología secularizada que pretenden hacer del Estado, la Nación, la Historia o el Mercado espacios de salvación. Y es que “la tierra prometida de la coherencia perdurable y el perpetuo regreso al hogar no es un lugar que pueda lograrse con ayuda de una reforma constitucional ni de la integración territorial” (página 252). La poesía tampoco nos salva, pero, al menos en sus momentos más lúcidos, nos advierte del carácter necesariamente postergado de las grandes promesas. La poesía, a menudo en contra de los propios poetas, se resiste a calmar esa añoranza, esa herida que tal vez debe permanecer abierta, con sucedáneos políticos o religiosos. De ahí su descentramiento constitutivo. De ahí su marginalidad: su relevancia.

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Miguel Sánchez-Ostiz: Con las cartas marcadas Ed. Pamiela Pamplona, 2014.

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Por Santos Sanz Villanueva

Figuras del guiñol

El novelista y ensayista Miguel SánchezOstiz está entre quienes encabezaron hace ya dos decenios esa significativa tendencia de la penúltima literatura española a la confesionalidad. La negra provincia de Flaubert, de 1986, inauguró su afición al dietarismo, al que ha añadido una decena de títulos que, con alguna laguna, dan cuenta de los pormenores de su vida y milagros desde entonces con frecuencia que engloba uno o dos años por libro. El último de la serie, Con las cartas marcadas, recoge las experiencias de 2013 en el país vasco-navarro de sus dolores, en una estancia en Bolivia y en un viaje a Turquía. El dietarismo de Sánchez-Ostiz posee personalidad propia. Mientras otros habituales del género apenas tienen nada interesante que contar, porque llevan una exis-

tencia plana y nunca se asoman a la calle, y su vida interior carece de auténtica conflictividad, Sánchez-Ostiz vive un mundo problemático, incluso con riesgos físicos, y su conciencia no conoce sosiego. De hecho, esta literatura del yo surge en su caso como una necesidad expresiva, no como ejercicio de estilo ni expresión narcisista. En realidad complementa y forma un todo con la beligerante cosmografía de su apasionada obra narrativa. Ambas dan respuesta a un único leitmotiv vital, el que condensa de pasada con fórmula sentenciosa en un apunte de 2013: “vivir es perder”. El sentimiento de pérdida -o de lacerante derrotaimpregna un libro cuyo título dice por sí solo la tramposa imagen de la vida actual que tiene el autor. Los comportamientos sociales, la

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ideología, la política, la memoria histórica y la cultura constituyen los mimbres con que Sánchez-Ostiz manufactura el cesto de la actualidad. En la línea de los escritores que apuestan por una intervención ética sobre la realidad, el autor derrama apuntes con su correspondiente glosa acerca de la presente degradación colectiva, el odio y el cainismo en las relaciones personales, la deriva autoritaria con el consiguiente menosprecio de los valores individuales, la hipocresía individual... Su actitud es de una enardecida denuncia que lleva a los límites del ataque a las propias instituciones y lo colocan en peligrosa proximidad de los antisistema. Nunca ha sido complaciente Sánchez-Ostiz, pero ahora quizás alcanza límites antes preservados. No se trata, sin embargo, de un salto en el vacío sino del lúcido reconocimiento de un fracaso biográfico. No puede ser la misma la fe en la posibilidad de cambiar el mundo de una novela implacable como Las pirañas, publicada en 1992, con utópicos cuarenta años, que la de este diario adentrado en la sesentena. Cuando nada de los viejos problemas se ha resuelto y todo parece ir a peor. Cuando la impotencia o la desgana se imponen y podría, dice, escribir un libro titulado “El asco de nunca acabar”. Semejante pesimismo no acalla a Sánchez-Ostiz. Todavía se revuelve contra la obstinación en ignorar las raíces y secuelas de nuestra guerra civil. Y se indigna con el tráfico de grasa humana en Bolivia. Y, en cuestiones más menudas, señala la complacencia del pintor Antonio López con el conservadurismo navarro. Cito estos pocos asuntos para ilustrar la alerta desde la que escribe el autor bajo el criterio de no caer en lo políticamente correcto. Su escritura conecta, a pesar del sentimiento preCuadernos Hispanoamericanos

sente de inutilidad, con autores con quienes se identifica a través de referencias o menciones del diario. Con nuestro amargo exilado Luis Cernuda o con el vitriólico colombiano Fernando Vallejo. Si a estas admirativas menciones se suman los elogios que dedica al gran éxito del año pasado de Rafael Chirbes, En la orilla, tenemos la base de la estética de nuestro autor. La cual no se cierra, por otra parte, con ese encendido sociologismo sino que se completa con un rasgo muy destacable, un sentimiento paisajista redentor. Algunas de las mejores páginas del libro están en las descripciones de una naturaleza virginal que se le ofrece al escritor con notas paradisíacas, como la salvación frente a un entorno social y material tan hostil. Ahí, en las montañas de su tierra, y en ciertos placeres gastronómicos también propios de su espacio originario, encuentra alivio o escapatoria a las circunstancias. No sería, de todas maneras, Con las cartas marcadas cosa de más fuste que un alegato con deliberados ribetes de libelo si no lo sostuviera esa prosa creativa que marca por igual toda la obra de Sánchez-Ostiz. La vehemencia del pensar y sentir se vuelca en un estilo enfático, proclive a la interrogación y a la exclamación, y con registros léxicos peculiares. Enseguida sabemos por el vocabulario, unas veces de procedencia conversacional y otras resultado de ingeniosas creaciones propias, quién es el autor: viejorrerías, trabucaire, trile, filfa, aprovechategui, pesebrista, lambiscón, hampón, chalacaneo, jatorra, andoba, manguta, bandarra, lambeculos... Sin duda, obedece a un apego verbalista, pero se trata de algo más sustancial, de la manifestación lingüística del atormentado y agresivo fondo moral de la obra y del escritor.

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También contiene este diario de 2013 un pronunciamiento sobre la función del escritor y de la literatura. Con significativa frecuencia insiste Sánchez-Ostiz en este asunto. “Creo que —dice— como escritor o te la juegas y apechugas con las consecuencias o te haces cronista castizo y te apalancas en el casino del alma, dices a todo sí, compartes, ríes las gracias ajenas, te dejas llevar por quienes te hacen ser alguien en el cotarro social”. Esta postura lleva implícitos varios interrogantes a los que da cumplida respuesta. Sobre qué escribir: de lo que tengo delante. Con qué actitud: sabiendo “dónde estás, con quién estás, de quién eres, hasta dónde llega tu independencia” y, confiesa, “con miedo, con auténtico canguelo”. Con qué registros: “Me aburre lo equilibrado y lo manso”. La respuesta global a estas cuestiones remite a una conciencia de la escritura como una actividad necesaria que elude el oportunismo (escribir aunque el asunto no esté de moda

ni “venda nada”) y el entretenimiento (“no hay tiempo para juguetes literarios”), y obedece a una exigencia íntima (“un concierto de voces interiores entre la imprecación y la burla, entre el gemido de dolor y la carcajada como cuchillada, entre el alegato fiscal y el despiporre”). Mantiene Miguel Sánchez-Ostiz viva la personalidad de intelectual comprometido en momentos en que tal figura anda en horas muy bajas. Heredero de esa centenaria misión, la cumple a su manera, que es la del observador desencantado de una actualidad donde se oculta una crisis general de valores. Esta situación de decadencia la contempla con la perspectiva de un espectador que mira enfurruñado y sarcástico el gran teatro del mundo. Pero la imagen no recrea una comedia burguesa o una tragedia al modo clásico. Este diario es un guiñol donde se mueven azacanados y maliciosos los títeres contemporáneos.

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Robert Louis Stevenson: Escribir. Ensayos sobre literatura Ed. Páginas de Espuma Selección y traducción de Amelia Pérez del Villar Madrid, 2013.

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Por Blas Matamoro

El lector Stevenson

¿Qué ocurre cuando un escritor discurre sobre libros que no ha escrito, libros ajenos, sobre su propia literatura como si fuera objetivamente de otro, cuando sale de su taller sin olvidarlo y se convierte en lector? A estas cuestiones parece contestar Stevenson en la provechosa selección de sus artículos. La literatura tiene para Stevenson una doble categoría fuerte: profesional y social. Debe ser una carrera “pobre y valiente” como la del misionero, el patriota y el filósofo, una prueba de excelencia que – nada menos – haga lo mejor y lo máximo para la especie humana. Agradable como un juego y útil como un buen sermón, todo por añadidura. Por ser menos mimética que la pintura y la escultura, resulta más convencional y, al tiempo, más completa y, en consecuencia, más sorprendente. Su procedimiento es Cuadernos Hispanoamericanos

la omisión, con lo cual gana en lo emotivo. Tiene un espacio privilegiado que le otorga sentido: la narración. Y es, por fin, social: “Toda obra literaria que refleje con fidelidad unos hechos o que transmita una impresión placentera, es un servicio público.” Hasta aquí estamos en una propuesta realista. Se supone que el narrador –los realistas fueron, por excelencia, narradores –conoce cabalmente los hechos y es capaz de reflejarlos fielmente. Luego se verán las reservas que el realismo canónico le merece. De momento, hay un elemento que pone en crisis lo anterior: la invención. Es un sueño inducido luego convertido en un sueño diurno. ¿Son los sueños del escritor los hechos antes referidos? En su polémica con el preciso, astuto, escrupuloso, reticente y partidario de que el arte diga la

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verdad, según retrata Stevenson a Henry James, se sostiene que el arte no puede competir con la vida y triunfar. No imita a la vida sino a su discurso, aquello que de la vida admite ser conformado, el verbo. Entre los ruidos del mundo, el arte es una música. El escritor – señalo por mi parte – es un escuchante de la vida y escribe novelas para señalar sus inconmensurables diferencias con ella, no sus parecidos. Es independiente, ya que la vida de un hombre no puede ser tema de una novela. Cualquier otra cosa, sí. La realidad de la vida es innombrable, por lo cual el lenguaje verbal resulta ser paródico y sólo puede ser absuelto por la convicción, una cualidad moral de quien escribe. Esta es la almendra de la estética stevensoniana: la independencia de la literatura que se gana sometiéndose a una creencia moral. Errada o acertada, la absuelve su estar convencido. Entonces: la fidelidad no es tanto a los hechos puros y duros sino a la selección ética que de los mismos efectúa el escritor por medio del lenguaje. Insisto: el paradigma es la narración, acaso porque el teatro tiene la servidumbre de la palabra oral y de la duración que exige tener sentado al espectador no más de cierto tiempo, y la poesía queda anclada en un momento elemental, la obediencia a la música del mundo. Por eso los libros más influyentes son las ficciones, es decir: los personajes antes que los autores. Aquéllos nos anulan el Ego y logran que veamos la vida con ojos ajenos. Hamlet y Rosalinda más que Shakespeare, D´Artagnan más que Dumas. Puede pensarse que el drama es superior en cuanto a personalidad de personajes – valga el eco – porque los actores están en él con su cuerpo, pero sólo ponen

en escena la poesía de la conducta, en tanto la ficción narrativa es la poesía de la circunstancia. El sueño diurno del novelista encuentra en ella su consumación y su apoteosis. Stevenson, que también intentó el teatro, vio en éste al único arte real por su inmediatez, hecho con seres vivientes y en tiempo real, tan real para el cómico como para el público, que lo comparte. En esto sólo es comparable a la música pues, efectivamente, toda sinfonía dura lo que dura, lo mismo que una pieza escénica. La “irrealidad” de la novela consiste en lo contrario: una acción de años cabe en una página. El narrador es fiel a partir de su escucha. Actúa como un estenógrafo (sic) de las voces que emiten sus personajes. De ahí que su modelo sea la música, la cual comparte con la literatura su carácter de efímera, de ligada y sostenida en el tiempo, que pasa y no vuelve, frente a la inmovilidad objetal de un cuadro, una estatua o un edificio. A menudo, Stevenson vuelve sobre esta interdependencia entre las dos artes efímeras. Llega hasta caracterizar la letra como una melodía inaudita e interior que se plasma en caracteres silenciosos y visuales, semejantes a una partitura. La única precisión consiste en que los patrones de la poesía están dados por la preceptiva – al menos así parecía ser en tiempos de Stevenson – en tanto la prosa ha de inventar constantemente sus patrones. No se precisa si éstos se dan con antelación a la obra o en su proceso pero me inclino a esta alternativa. Inventar es dar con algo, normalmente, como en los sueños, por inducidos que sean, inopinado. En cualquier caso, hay una sola manera de ser agudo narrando: la exactitud. Vamos entrando en el taller, allí don-

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de, antes que escribir, se aprende a escribir. Stevenson es rasante: se aprende copiando. La facultad del aprendiz – traduzco: su ta lento – consiste en saber identificar un modelo perfecto y siempre lejano. Más que con la vista, con el oído y de nuevo, musicalmente. En medio del vocinglerío ajeno, aparecerá la voz propia. Esa no se copia o, si se quiere, se copia a sí misma. Aquí se abre un gran tema que no trataré: la historicidad de la literatura. Siempre, lo sepamos o no, venimos a escribir a cuento de lo ya escrito. Borges, buen lector de Stevenson diría que la literatura es un palimpsesto. Una astilla se desprende entonces del primitivo planteamiento, de apariencia realista: el deseo. Como en los sueños, el escritor trabaja más con lo que desea que con lo que ha vivido, que suele ser una crónica de deseos insatisfechos o erróneamente identificados. O de objetos del deseo esquivos a su cumplimiento. Hasta es posible y acaso generalizable como proyecto, escribir una novela sin ninguna historia, apenas, nada menos, con un plus de intensidad, lo cual es tan verdadero que recae en la vaguedad. En efecto: ¿cuánto mide o cuánto pesa el dichoso plus? La obra en acto debería ser su prueba pero ¿de qué aparato, de qué plusómetro dispone el lector? De todos modos, el propósito de escribir un libro sobre nada – cabría afinar: sobre nada previo a la escritura – aproxima a Stevenson con alguien que nos parece alejado de él: Flaubert. Y la narración sin historia acaso anuncia a Kafka y a Beckett, campeones en narrar lo inenarrable. En cuanto al realismo, aparte de lo dicho, cabe apuntar que Stevenson tenía una imagen demasiado sucinta de él. Realismo es, apenas, gusto por el detalle. Lo inició un romántico, Scott, y lo elevó a obligación otro Cuadernos Hispanoamericanos

romántico, Balzac. Reducido a su extremo, no pasa de ser una técnica y, a menudo, los realistas nos abruman con sus espectáculos de tecnicismos. Apegado al hecho y al brillo del instrumento, el realista nos deja sin ideales. La expuesta crítica es objetable. Stevenson analiza con minucia técnica la “realidad” de muchos versos, aplicando la clasificación acentual de la poesía griega clásica. Por otra parte, según su misma búsqueda de patrones, no debe ignorar que una técnica no puede aislarse de la obra sino que es la obra. Un contenido amorfo, un qué sin cómo, es una abstracción ajena al texto, que es la única realidad literaria de sí mismo. El escritor es un artesano pero el diseño perfecto y rotundo es incomunicable, no es verbalizable. Bastaría con volver sobre la música y hasta con la pintura que, en tiempos de Stevenson, con el impresionismo, empezaba a ser una cuestión de óptica, de visión momentánea convertida, de modo ineluctable, en una técnica pictórica Lo problemático de Stevenson es que fue un romántico, partidario del ideal y la intensidad, a la vez que devoto de los detalles que hacen verosímiles sus ficciones, que le otorgan su ficticia realidad. Estos vaivenes se advierten en el examen que hace de sus lecturas. Como principio general, valora como óptimas las narraciones en las cuales el lector consigue meterse en el rol de un personaje – ser devorado por la ficción, si cabe traducir – y viceversa, o sea cuando al leer reconocemos un parecido – o sea que ya éramos el héroe sin saberlo – o descubrimos el íntimo deseo de ser como él. En este palmarés los dos lugares modélicos son El vizconde de Bragelonne y Robinson Crusoe. Luego el escrutinio avanza a saltos: los Evangelios, en

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especial Mateo; Montaigne (conmueve de modo sonriente las creencias y ortodoxias, descompone convicciones en vez de fortalecerlas); Whitman (lo mismo pero con la pólvora de la verdad); Spencer (por su piedad y su integridad más que por sus teorías), Marco Aurelio (por el estoicismo que sirve a Montaigne y por ofrecer una noble amistad). Fuera de esta selección de aprobaciones, hay juicios críticos donde alternan aprobaciones y reservas: Goethe (cometió todos los pecados del genio, consciente de sus deberes y derechos como si fuera un inquisidor); Dickens (sus personajes son como animales que habitan un zoológico administrado por un tirano oriental); la literatura contemporánea suya (efímera y pobre); Marcial (un bufón indecoroso y un amable caballero); Thackeray (un hombre con cierta indolencia mental); Meredith (lee repetidamente El egoísta pero no puede considerarla más que una sátira de singular calidad); Poe (lo admira pero en ciertos cuentos sólo halla tecnicismos y falta de sinceridad y de espontaneidad, reproches románticos si los hay); Verne (por la ciencia llega a lo fantástico, al filo de lo imposible, pero sus personajes son muñecos con los que juega de modo instructivo, al igual que un niño con sus juguetes, lo que en parte quiso ser el mismo Stevenson); Walter Scott (describiendo a los escoceses es delicado, fuerte y verosímil, fuera de ellos es remanido y borroso como descriptor, que goza con los placeres del arte pero sin investigar sus esfuerzos, atenciones ni angustias, resulta ser un muchacho ocioso como todo romántico); Victor Hugo (una genialidad algo deforme); Walt Whitman (un teórico de la sociedad y un profeta antes que un poeta, una obra deliberada y pre-

concebida que pretende entusiasmar al lector y lanzarlo a una acción sobre el mundo porque la belleza estimula a vivir bien, no a ser buenos sino a reconocernos como buenos, una creencia en Dios tan segura que resulta blasfema). Stevenson no pretende ser un crítico si por tal se entiende un lector sometido a lealtades teóricas o filosóficas. Más bien huye de semejante cosa como de un peligro que lo anularía en tanto lector, es decir sujeto que está en relación con un texto o una textualidad. Se puede coincidir o disentir de sus exámenes, como asimismo se puede hacer con cualquier otro lector de este mundo y del otro. En cualquier caso, aunque su perspectiva sea, en ocasiones, la de un apasionado partidario o adversario de tal o cual escritor, se legitima en sus atenciones. Dicho de otro modo: está siempre cerca de lo que lee, lo cual hace que lo leído le resulta siempre próximo y al lector de sus lecturas, también. Quizá por sus fundamentos pueda ser considerado un romántico aunque matizado fuertemente por la polémica realista de la que se supo y se admitió partícipe. Seguramente, lo más certero de su labor, en el campo citado, sea su autorretrato en tanto artista, propuesto como un modelo que él ha seguido y que los demás podemos aceptar o rechazar: una síntesis entre el niño candoroso y el ardiente cazador que se entrega a la fe irracional del jugador. Es un Hijo del Goce – va con mayúsculas porque es un título honorífico, acaso un rasgo de estirpe – que se complace haciendo sus cosas y trata de complacer a los demás, que son los que pagan, aun a precio de romper la rígida dignidad humana. Con todas estas virtudes y vicios, cumple una tarea insigne: mostrar a sus semejantes eso de lo que

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se ocuparán la ciencia y, finalmente, la filosofía. Es decir: vindicando el sitio privilegiado y comprometido que compete ocupar al arte. Su herramienta es pobre, pues las palabras son menos que las cosas, lo real es más rico que las palabras, pero son ellas

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las que, desde su humildad, nos hacen humanos. Vivimos en un enorme y trágico parque infantil llamado mundo, donde se habla el dialecto de la vida y donde se escribe la lengua de la literatura.

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Sergio Álvarez: 35 muertos Ed. Alfaguara Madrid. 2013.

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Por Arturo García Ramos

El precursor aislado

Las proporciones de la última novela del escritor colombiano Sergio Álvarez bien podrían justificar que fuera definida como una dilatada excentricidad. Pero debe considerarse la materia que afronta y juzgar entonces de qué modo puede reflejarse, si hay desproporción o ha sabido amonedar los hechos sometiéndolos a les mots justes capaces de dotarla de entraña artística. Entre los años 60 y el final del siglo XX, Colombia fue el escenario de la violencia practicada por los detentadores del poder, la guerrilla revolucionaria y los grupos organizados de narcotraficantes. Proclives a las estadísticas, hoy las cifras se barajan sin el espanto y la tragedia que disimulan y vuelven en aséptica contabilidad lo que fue un inimaginable infierno de bombas, secuestros, torturas y muertos. El nú-

mero que exhibe el título de la novela, explica los años del final del siglo pasado en que la sociedad colombiana perdió la oportunidad del desarrollo, el bienestar social y la organización de una sociedad más libre, más capaz. Hacer recuento de todo ello es acaso una labor imposible y puede decirse que los escritores colombianos han venido haciéndolo en las últimas décadas, situando ese estigma nacional como una de las principales obsesiones de su literatura que parece así liberar el espíritu mediante la catarsis. Para explicar el propósito que había tenido al escribir Guerra y paz, Tolstoi cifraba la intención de su inmensa obra en la angustiosa y enigmática pregunta que le planteaba la decisión irracional del ser humano para perderse en el laberinto de la guerra

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y la violencia con consecuencias devastadoras para la humanidad. “¿Por qué millones de hombres trataron de matarse unos a otros?”, se preguntaba el escritor ruso. Y se respondía con humildad y desesperación afirmando que la única certeza que nos es posible alcanzar es la de la imposibilidad de explicarnos esa persistente autodestrucción que devora a los humanos y convierte la guerra en un acontecimiento siempre presente. Sergio Álvarez se ha incorporado a esa temática que en la literatura colombiana ha dejado algunas obras memorables, en el relato corto como en la novela. A los nombres de Hernando Téllez, García Márquez, Fernando Vallejo, se han añadido los de Héctor Abad Faciolince, Santiago Gamboa o Jorge Franco. Las generaciones van sucediéndose y el laberinto de la violencia sigue atrapándolos hasta conformar casi una tradición literaria en la que este autor se inserta con voz singular y cuya originalidad brota de la desmesura, de la acumulación y desproporción de lo que cuenta. En las casi quinientas páginas de la novela se acumulan los hechos con tal velocidad que el ritmo de la narración se vuelve un frenético amontonamiento de sucesos que se reparten entre la orilla del ingenuo idealismo revolucionario y la represión violenta de una maquinaria estatal corrupta y fanática. El puente entre ambas orillas lo representan el sexo y las drogas, dos pasiones igualmente violentas, que desbaratan cualquier intento de orden individual o social. La historia es una y es múltiple. Tiene como hilo conductor la vida de un protagonista que viene al mundo como uno de los efectos colaterales de la violencia que asola la nación colombiana hacia 1965. A punto de casarse con un soldado, Nidia Lozano Cuadernos Hispanoamericanos

pierde a su novio el día en que las fuerzas de seguridad cercan a un famoso bandolero, Alirio Beltrán, el Botones. Despechada por la fatalidad de un destino que se empeña en hacer de ella una víctima de una batalla que no es la suya, se refugia esa misma noche en los brazos de Fabio Coral, un pretendiente cuarentón que ve así la posibilidad de cumplir sus sueños gracias a la colaboración de un bandido. Queda embarazada y el protagonista, el “pelao” será el apelativo con el que se le nombre en toda la novela, viene al mundo al tiempo que su madre muere en el parto, y nace así marcado por el signo de la violencia. Para que su orfandad sea completa, su padre se suicidará poco después y pasará la infancia bajo el cuidado de su tía Cristina, quien hechizada por los sueños revolucionarios se enrola en un movimiento obrero de filiación chino-comunista. Esa etapa le va a poner en contacto con los ideales revolucionarios y sus contradicciones. Su tía Cristina es una revolucionaria sensual que siembra el caos entre los miembros del grupo. Junto a ella aparece el revolucionario homosexual que se enfrenta a la conducta viril machista que defienden los guerrilleros. La revolución propone el bienestar social, pero cada uno desea su propia felicidad y la dicha amorosa no se puede satisfacer en el nosotros sino en el yo y el tú. Pronto, la vida desordenada y la orfandad en que vive le ponen en contacto con el crimen y la delincuencia. Los ideales pasarán entonces a un segundo plano y el “pelao” comienza una existencia rocambolesca sometida a los avatares más disparatados. Sobrevive participando en pequeños robos hasta que en su primer intento como narcotraficante es apresado por el ejército y convertido en soldado. Del ejército será expul-

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sado y vuelve a desempeñarse como ratero junto a su amigo Sanabria. Juntos van a toparse con una secta hindú cuando huyen porque los han sorprendido robando a los transeúntes del aeropuerto y en ese trance se sentirán atraídos por encontrar el equilibrio espiritual como conversos al ejercicio del yoga y la filosofía del oriente. Pero lo celos y la sensualidad vienen a cada tanto a acabar con cualquier posibilidad de orden vital. La disputa por una mujer le lleva a enfrentarse con Sanabria y este se encarga de denunciar a la secta y de que sean detenidos. Abandonado, el protagonista viaja a Itagüí, donde se asocia con un titiritero y va dando funciones por diversos lugares del país. Se enamora de su hija, queda embarazada y ella da por terminada la relación y decide abortar. Cuando es expulsado de la compañía un atentado con bombas le revela que el titiritero y su hija han utilizado las giras como máscara de sus actividades terroristas. Regresa a Bogotá, quiere reencontrar la felicidad con una antigua novia, pero con quien se empareja es con la hermana, con la que acabará teniendo un hijo. Los negocios ilícitos de su suegro lo llevan a la cárcel donde su vida apenas vale nada hasta que es protegido por un antiguo correligionario, Quique, quien le proporciona además el modo de ganarse la vida al salir de prisión. Trabaja ahora para un grupo paramilitar como escribano que falsifica los documentos que sirven al comandante jefe para despojar a sus legítimos propietarios de las tierras, ponerlas a su nombre y, de paso, “salvar Colombia”. Este comandante Castro le identifica como comunista y para redimirse de toda sospecha debe hacer su bautismo entre los paramilitares asesinando a un sindicalista. Llegado el momento no puede ejecutar el plan y huye. El

dueño de la pensión en la que se refugia le sugiere que busque papeles falsos y huya del país. Para ejecutar el plan contará con la ayuda de un antiguo camarada revolucionario, ahora adivino que se anuncia en los periódicos, quien le facilitará la salida de Colombia a Madrid. Vive en el centro de la ciudad junto a un ex-policía colombiano que se gana la vida como traficante. Conoce a una colombiana que estuvo secuestrada y acabó huyendo también del país, reconocerá en ella a la hija de Felipe, un antiguo camarada. El compañero de piso desaparece dejándole en herencia la deuda que tiene contraída con el capo que le distribuye la droga y la muchacha colombiana, María Paula, decide abandonarlo e ir a París a reencontrarse con su padre, poniendo con ello fin a las esperanzas que el “pelao” se había hecho de reconstruir su frustrante existencia. Teñida de sentimientos nobles, la novela de Tolstoi presupone una épica a pesar del daño y la destrucción que el escritor ruso denuncia. La novela de nuestro tiempo ha desterrado la épica y en el planteamiento de Sergio Álvarez se prescinde de cualquier justificación que apele a la defensa de la dignidad, la justicia o el espíritu patriótico. Baste reparar en que el protagonista que el autor colombiano propone es vapuleado y desengañado en todos los frentes: tanto en el que alentó el ideal de la guerrilla y el cambio a través de la revolución, como en la farsa del interés nacional que representan los integrantes de los grupos paramilitares. No hay ideal ni nobleza que se salve, pero tampoco se encumbra la actuación del protagonista, antihéroe desideologizado, incapaz de poner rumbo a su existencia cuando en su trayecto se cruza una mujer que lo atraiga. Hablando de Guerra

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y paz Tolstoi distinguía entre dos tipos de actos: aquellos de los que somos responsables individualmente y los que no dependen de nuestra voluntad, sino de la participación en las actividades de otros. Cuanto más abstractos e individuales son nuestros actos, tanto más libres somos –sugería- e inversamente, somos menos libres cuanto más sometidos estemos a los actos colectivos, cuyas decisiones no nos corresponden sino que las acatamos. Ese conflicto resume certeramente el laberinto de la violencia que se refleja en esta novela a propósito de la sociedad colombiana si atendemos al curso de los acontecimientos que traza el protagonista. Pocos son los actos que le pertenezcan, es un hombre sin atributos que carece incluso de nombre propio, nada tiene de heroico ni de personal porque es el fruto de los hechos que le han dado vida desde el momento mismo de nacer. No hay una dimensión relevante de conflicto moral que impida actuar al protagonista. Actúa instintivamente, por impulsos que en ocasiones parecen gratuitos. Es apenas al final del libro, cuando ya no tiene remedio ni puede encauzar su vida, cuando toma conciencia de ciertos valores y, en especial,

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de la imposibilidad de escapar de la violencia que el destino de ser colombiano le impone. El determinismo lo condiciona de un modo absoluto e impide cualquier proyecto de vida individual. Tal vez por eso, para subrayar el pesimismo con que se presenta la absorción que la violencia hace de cuanto constituye la vida en el país caribeño, Sergio Álvarez acumula los hechos hasta convertir la trama en una inextricable red de sucesos en los que la motivación psicológica, la evolución del personaje o la relevancia de unas acciones sobre otras ya no cuenta. Porque lo que se pretende es dar una impresión, lo más dinámica posible del caos que todo lo subsume. A riesgo de perder la verosimilitud, el relato avanza frenéticamente hacia episodios cada vez más excéntricos e irracionales y pierde interés cuando se acomoda a los estereotipos –como sucede en la parte final de la novela. Su formidable lujo es el lenguaje, la creación de una lengua expresiva y soberana que se sirve de la jerga callejera, la poesía o el ritmo folklórico de las canciones populares.

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Jeanne Hersch: Tiempo y música Ed. El Acantilado Barcelona. 2013.

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Por Julio César Galán

La miniatura de eternidad de Jeanne Hersch En cierto modo la crítica es un modo de hacer memoria, de rastrear notas, búsquedas y subrayados. En esta persecución de sentido de un texto realizamos un ejercicio de prelectura, lectura, contralectura y deslectura, siempre y cuando el libro lo merezca, en este caso, la reunión de tres textos, dos de ellos para revistas y una dedicatoria, más tres conferencias bajo el título de Tiempo y música, seguro que ejercerán una atracción para aquellos lectores gustosos de sondear estos asuntos. Antes de llegar al camino, al centro y al final de esta obra, es significativo referirse al “Saludo de Czeslaw Milosz”, el escritor y traductor polaco expone la reciprocidad del alimento intelectual, la amistad y las afinidades, como también los desencuentros. Además, nos aporta detalles reveladores que posteriormente se

confirman y de este modo, este texto no se convierte en un elogio lleno de subjetividad y desmesura sin contenido. Todo ello puede resumirse en ese “no sucumbir a la tentación del sueño que nos arrastra hacia lo vago, lo impreciso y lo descarnado.” Clave de estilo que se sobresale en cada uno de sus ensayos, desde L’ilusion philosophique (1936) pasando por Temps alternés (1990) con su temporalidad como “valor absoluto”, hasta llegar a su penúltima e impresionante entrega, El gran asombro (2010), cuyo recorrido hace despertar la conciencia y la indagación. De las diversas reseñas que han salido en España sobre Tiempo y música tenemos lugares comunes que se convierten en puntos de encuentro en torno a esta obra: “uno de los aspectos más trascendentes de

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su pensamiento y obra es la capacidad de buscar la espiritualidad más allá de los límites intrínsecamente religiosos, localizándola dentro del mundo artístico.” Esa huida hacia la claridad se edifica en un principio sobre las secciones, “Música y tiempo vivido” y “La contradicción en la música”. En el primero de ellos se nos aleja de toda abstracción y nos acerca desde el instante inicial a lo concreto: el concierto. A través de la oyente Jeanne Hersch asistimos a una sinfonía sin rostros, a un tiempo práctico que sobresale por encima del acto y cuyo centro se expresa en el presente, como un planeta que orbita alrededor de su sol. Y todo ese ahora se sostiene sobre una “pequeña duración” que pasa y no discurre. Sin causa y sin efecto, con la posibilidad de decidir un destino se representa también ese presente, esa música, fuera ya del tiempo de la naturaleza o en superposición con él. A la claridad y cercanía de Jeanne Hersch hay que añadir también su sencillez y franqueza: “Existe además un tercer tiempo al que desearía llamar «eternidad histórica». Para empezar debo confesar que no sé muy bien que quiero decir con ello”. Pero a continuación con brevedad luminosa nos dice que esa querencia de “eternidad” aparece de la complejidad humana (de nuevo esa espiritualidad) y para una mayor llaneza expone una serie de ejemplos de esa eternidad como intemporalidad (matemática y geométrica). Uno de ellos se encuentra en esa posible exclusión entre infinitud e historicidad que descubre su reconciliación, según J. Hersch, en lo sobrenatural de la tradición judeocristina (recuerden que Stanislaw Vincenz la llamaba “hija del desierto” en filiación con los profetas bíblicos). En esa ramificación de conceptos vividos se establece su eternidad en relación Cuadernos Hispanoamericanos

con esa trascendencia a modo de imposibilidad de representación de lo percibido. Y Jeanne Hersch vuelve al concierto como si fuera un ejemplo auditivo de leer levantando la cabeza de R. Barthes. Esto da paso a ese planteamiento interesante sobre la receptividad activa ya que la música crea un tiempo vivido. Esa bifurcación tiene que ejercitarse en el deber de la libertad y en la unificación “del espíritu, del sentimiento y del cuerpo”. Pero para ello la escucha se convierte en el centro de la receptividad, es decir, J. Hersch crea un enlace con esa pequeña duración, dando lugar, desde el punto de vista argumental, a una serie de círculos concéntricos; así, lo irreconciliable se vuelve conciliable y puede expresarse la contrariedad de ese tiempo intemporal que la música refleja. Estamos ya en la “Contradicción de la música” y en Salzburgo, lugar donde J. Hersch expone esta conferencia en julio de 1985 en el Festival de la ciudad austriaca. Tras unas palabras de humildad que se alejan de la charlatanería y la insustancialidad, actos habituales en las conferencias y ensayos, se introduce en la pregunta de ¿cómo se produce ese tiempo intemporal? Para su resolución nos aporta una serie de pistas sobre el mismo: simultáneo y sucesivo, libre y necesario, objetivo y subjetivo, expresando una estela de contradicciones como reflejo de la propia paradoja extrema que origina y pervive en la música. Pero se llega a tener conciencia de lo siguiente: “Decir que es «a la vez» esto y aquello, no es decir demasiado. Cuanto más es esto, más es aquello”. Tras este ajuste de cuentas con lo escrito, cómo se puede volver retomar la reflexión y el desciframiento, pues con la constancia de la lucidez y el acierto del juicio (las treinta y cuatro primeras páginas

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son una flecha y una diana). El enlace es A. Rimbaud y con su figura se establece “la unidad de esta doble naturaleza” en la música y más allá llega lo real: la industria que produce esa melodía, ritmos y cadencias. Esa confección conlleva un interrogante que nos acerca a dos opciones: la recepción de la música con libertad o con ese aturdimiento que más que llevarnos a lo libre, nos aleja. Dejo al lector que se adentre en el bosque de palabras de la autora suiza para descubrirlo. Jeanne Hersch remata este segundo apartado de Música y tiempo con dos referencias literarias: una, el discurso de su amigo, Gabriel Marcel, que lo titula “La música como patria del alma” y que nuestra protagonista le da vuelta en “La música como ausencia de patria”, para reflejar el destierro y el deseo de acabar con él; la segunda, F. Kafka, como ejemplo de trascendencia y de “equilibrio en medio de esta modernidad”. EL SÍ MISMO: ENTRE LA ARMONÍA Y EL RELOJ La puerta giratoria para entrar en la segunda parte de esta reunión textual se llama “Para Bernat Ducret”, este inédito de una página vuelve a resaltar expresiones claves como “receptividad activa”, “tiempo intemporal” y “miniatura eternidad”. A través de él nos encontramos con otro apartado y otra pregunta: “¿La música trasciende el tiempo?” (vuelvo a la memoria de los subrayados y las dobleces). Al analizar mi recuerdo crítico me viene a manera de ejercicio de traducción esta sugerencia: a veces, escuchar se convierte en trascender y recibir en un impulso por medio del cual heredamos algo de libertad, la de la música y su tiempo. En sí resulta un modo de sacar lo más interior e íntimo de uno mismo y de ob-

servar la contradicción no como un defecto sino como una vía de conocimiento. No teme J. Hersch a las grandes y gastadas (atesoradas) palabras: tiempo, trascendencia, libertad…esta última entra de lleno a lo largo de estas páginas en coincidencia con la palabra necesidad (y de pleno con su significación y sentido). Una vez más aparece el hilo de la contradicción en forma de camino. La verdadera música aúna lo necesario y lo libre, todo envuelto por esa concepción del tiempo de su maestro Karl Jaspers y por esa semejanza con la catarsis de la tragedia griega, que purifica cualquier elemento contradictorio. Otra referencia significativa (muy justas y reveladoras) se presenta en Fronteras de la poesía de R. Maritain desde el enlace entre el “componente oscuro” o esa clara oscuridad de la creación poética y musical: como reflejo de todas sus contradicciones. En fin, la presencia y la ausencia de una patria que dura una pequeña eternidad. El cierre de Tiempo y música viene con dos textos publicados en revistas, “Entre lo efímero y lo permanente. Una meditación sobre el tiempo” e “Historia entre tiempo y trascendencia”. En el primero de ellos después de unas páginas de tránsito nos encontramos con el centro del mensaje: “existe una palabra que intenta tener un sentido más allá del tiempo: la eternidad.” Ese momento eterno tiene su reflejo en la duración y la música entra dentro de esos parámetros en amarre de fugas. La búsqueda de lo verdadero, lo coherente, aquello que se escapa de lo simple y de lo descifrable, nos indica el refugio contra la tormenta de horas. Y llega Heráclito con su pantha rei lleno de transformaciones, de diversos significados y J. Hersch nos instala en otra afirmación humilde: no sabemos ni sabre-

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mos qué es el tiempo. El decaimiento de esta reunión de textos para revistas y conferencias se encuentra en estas páginas, debilidad en cuanto a dispersión, en cuanto a una reducción de la intensidad de la exposición y de su significación (aunque también pueden verse como un descanso para el lector (oyente); corren las páginas cincuenta y ocho y cincuenta nueve…hasta llegar a las dos últimas páginas de este apartado, las cuales nos devuelven a la intensidad y la plena significación de cada párrafo. El

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último apartado, en forma de conclusión, lo titula “Historia entre tiempo y trascendencia”, el más breve de todos, traza un círculo cuyos puntos de apoyo reflejan el pasado y aquello que vendrá, sus interpretaciones y sus intermedios. Para realizar esa acción coloca en el centro la historia humana y su tiempo a través de sus paradojas y discontinuidades. Esta figura euclídea sella sus secretos con las constantes que la han mantenido brillante: esa pequeña duración o miniatura de eternidad.

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Hugo Mujica: Del crear y lo creado Poesía completa 1983-2011 Ed. Vaso Roto Madrid, 2013.

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Por Eduardo Moga

Mística sin dios Hugo Mujica (Avellaneda, Buenos Aires, 1942) publicó su primer poemario, Brasa blanca, tardíamente, con 41 años, y desde entonces no ha hecho sino reescribirlo, como demuestra este Del crear y lo creado, que recoge su poesía completa. Toda ella brota de un sustrato de dolor, y lo recrea. La conciencia de la nada en la que se asienta el ser, y de la que participamos durante un tiempo fugacísimo, permea toda su palabra. Esa nada, sin embargo, no impide la experiencia de lo humano, que constituye una desventura radical. Nacer es una herida en el flujo inmaterial de la existencia, y morir es otra, más sombría, acaso, pero no menos incomprensible. Un conjunto muy amplio de referentes da cuerpo a este desconcierto nuclear: el dolor está presente en casi todos los rincones de la realidad; el miedo ahoga

al yo; la sed –de amor, de comunicación, de eternidad– acompaña a todas las gargantas, aunque nunca sea saciada; el vacío es el aire que respiramos; en la caída vivimos, en la caída caminamos; la ausencia –uno de los motivos más reiterados, y opresivos, de la poesía de Mujica– nos define y nos corroe; la ceguera es la mejor metáfora de la ininteligibilidad de todo, y prefiguración de la oscuridad definitiva; la pérdida nos acucia: se vuelve nuestra carne; el abismo es a lo que nos abandonamos y lo que somos; el tajo, la agresión, la herida, nos signan diariamente, eternamente; al olvido aspiramos, para que la aflicción nos olvide; y la muerte, en fin, a la que Mujica presta una atención especial en Casi en silencio (2004), quizá porque ya se divisa en el horizonte, nos ratifica en nuestro ser, a la vez

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que nos redime de él. Algunos versos sintetizan inmejorablemente este proceso de aniquilación, este convencimiento de que el tránsito de la vida, pese a su insignificancia, o acaso por ella, solo infunde dolor: en uno de los primeros poemas de Brasa blanca, habla Mujica de «este largo erial de ser hombre», y, en uno de los últimos, de «la fatiga de habitarme»; en Responsoriales (1986), Mujica expresa una convicción ya relatada por los existencialistas sartrianos, y antes que ellos, por los barrocos, y antes que ellos, por los estoicos: «Se vive hacia morir». También Antonio Gamoneda ha actualizado esa fatalidad, recordando que él no escribiría poesía si no supiera que camina hacia la muerte. Pero no solo mediante conceptos manifiesta Hugo Mujica su disconformidad con el ser, sino también con una heterogénea panoplia de símbolos: la noche (así se titula uno de sus poemarios, Noche abierta, de 1999) es uno de los principales, metáfora de la oscuridad mortuoria, pero también del vientre alumbrador; el muro representa la imposibilidad de superar la naturaleza del hombre y la espesura de las cosas: el peso indecible de la realidad, aunque en él se abran grietas, hendiduras efímeras por la que atisbar lo que siempre han querido ver los poetas: el otro lado; el otoño, con sus hojas muertas y sus lluvias angustiosas, infunde la melancolía de lo derrotado; los mendigos encarnan el abandono individual y el colectivo, la miseria del ser y la miseria arraigada en la sociedad, que es otra forma de la miseria existencial; el recuerdo de la infancia, cuando un niño descalzo contemplaba «la lejanía/ temblando en la playa», se erige en emblema de una pureza frustrada, de un paraíso que no llegó a existir; las ventanas, y mirar por ellas –como asomarse a los resquicios Cuadernos Hispanoamericanos

de los muros–, constituye un modo de defenderse del mundo: de aplacarlo, aunque siga sin entenderse, de acceder incruentamente a él, y quizá en ello haya un trasunto de un hecho biográfico: los muchos meses que el poeta, sumido en una depresión, pasó solo, en una habitación, viendo, desde la ventana, apagarse y encenderse las luces de la ciudad de Nueva York; los árboles se hincan, con igual firmeza, en lo hondo y en lo alto, como quisieran hacer los hombres, y los pájaros, aéreos, simbolizan la libertad deseada, la plena fusión del espíritu con el ser; por último, los espejos nos preguntan quiénes somos y nos responden: nadie, y a menudo no tienen azogue, como nosotros no tenemos identidad. Es muy frecuente también, en los libros recogidos en Del crear y lo creado, cuanto simbolice el despojamiento y la renuncia, metáforas, a su vez, del vacío que nos reclama y nos constituye. Abrazando el vacío, lo superamos; aceptándolo, nos aceptamos. Los poemas de Mujica apelan sin descanso a la desnudez: sus protagonistas –esos protagonistas sin voz, que son solo voz– están desnudos, o descalzos, o transitan por el desierto: por espacios tan ausentes como ellos, y tan ilimitados. En Noche abierta, en fin, se documenta la busca del otro, la persecución del otro. El poeta aspira a quebrar su aislamiento, pero constata su fracaso y lamenta cuanto lo impide: la separación, la incomunicación, la soledad, la lejanía, tan irreductibles como la muerte. La desnudez ansiada en los poemas condice con su esencialismo formal. La poesía de Hugo Mujica se inserta en la tradición del adensamiento y la brevedad, como la de Antonio Porchia, o Alejandra Pizarnik, o Carlos Vitale, o Silvia Baron Supervielle, por mencionar solo a autores

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argentinos, aunque esta última escriba en francés. Una brevedad que solo se matiza a partir de Paraíso vacío (1993), cuando los poemas, a veces en prosa, se alargan ligeramente, son menos centelleantes y más discursivos. Pese a su voluntad de concentración, la poesía de Mujica persigue la ingravidez, el aleteo del instante, el destello diamantino –y, a la vez, negro– de algo que sucede o algo que nos anega. Su brevedad tampoco le resta cromatismo ni materialidad. Por el contrario, lo acentúa, porque los accidentes de la materia –y, en primer lugar, del cuerpo– dan entidad, hacen visibles, las evoluciones del pensamiento. Un sofisticado arsenal de figuras retóricas, que subrayan los aspectos sensibles de la dicción, como las sinestesias («un gemido/ enrojeciendo/ el amanecer»), las aliteraciones («valle sin lluvias/ la caricia callada») y los poliptotos («como llegando donde uno partió/ pero después, después/ de no haber partido»), refuerza la carnalidad discursiva. Por otra parte, la poesía de Hugo Mujica es radicalmente paradójica, más aún, configura una estética del oxímoron que la vertebra por completo. Los tres versos que forman este poema de Sonata de violoncelo y lilas (1984), de tan aliterativo título, son paradojas: «y seré la noria de mi propia estatua/ hasta cincelarla polvo,// hasta esposar el viento». No es extraño que Mujica la practique con asiduidad: la paradoja, al reunir elementos disímiles u opuestos, reduce la fractura del ser; la paradoja nos permite creerlo todo reconciliado; y cuanto más distemos de creerlo, más la utilizaremos, y más nos favorecerá. En Del crear y lo creado los sustantivos se imponen a los verbos, dibujando una percepción remansada pero incisiva. Igualmente, lo pequeño, incluso lo ínfimo, prevalece sobre lo mayor, aun-

que desde lo pequeño el poeta se impulse a la eternidad: «como una flor/ en la grieta de un muro// como esa flor/ todo// en apenas todo». He dicho que se impulsa, pero, en realidad, lo que hace es encapsularse, embutir lo máximo en lo mínimo, el todo en la parte, lo absoluto en lo relativo. La mirada –aunque «ver la ensombrece»– se adhiere a cuanto la rodea, pero vierte lo capturado dentro, donde el yo la transforma en palabras: es prensil y luego introspectiva; se aleja, pero inmediatamente se entraña. En la poesía de Mujica, todo se corresponde con todo, o eso pretende: la batalla se libra entre el todo y la nada, o entre el todo y nadie. De ese combate, enconado y sin resolución, el poeta, y nosotros con él, extraemos el convencimiento de que no hay separación entre las cosas, de que, existan o solo sean una ilusión, perduren o solo sean muerte desde el principio, todo constituye un único ultraje y una única realidad. No es difícil advertir, para lo configuración de lo antedicho, dos influencias fundamentales, aunque, en realidad, compartan una misma raíz: la mística occidental y el zen, que no es sino una de las formas de la mística oriental. Hugo Mujica ha sido monje de la Trapa, en cuyos monasterios vivió siete años, y hoy es sacerdote, de lo cual quedan numerosas trazas léxicas en su obra, algunas de especial intensidad simbólica, como el binomio paraíso/infierno, exponente del combate que libra sin fin la naturaleza humana, y al que se refiere alguna alusión intertextual, como estos versos de Y siempre después el viento (2011): «Un hombre, en selva oscura,/ canta en el camino:/ camina su cantar», en los que el sintagma en cursiva pertenece al «Infierno» de Dante. Por otra parte, Mujica ha sido discípulo del Swami Satchidananda Saraswati

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y practicante del zen. La dimensión espiritual de su poesía, arrolladora, se entrelaza con esas dos visiones, silentes, acaso extáticas. La influencia oriental es evidente desde la hermosa cita, del poeta chino PoChu-I, que encabeza su primer libro: «Mi vida es como la grulla que grita/ unas pocas veces bajo el pino/ Y como la callada luz de la lámpara/ en la espesura de los bambúes». La voluntad de anulación, el ansia por vaciarse de aquí, por renunciar al ser y abrazar el olvido, se enraíza en un pensamiento que cifra la ausencia de sufrimiento en la ausencia de deseo. «Lo que importa es que nada importe», proclama, con coherencia, Mujica. Por su parte, la mística de Occidente busca asimismo la superación del yo, y de su ominoso lastre existencial, mediante su disolución en la divinidad, o, dicho con mayor exactitud, mediante su fusión con el Todo sobrenatural. Ahí está también Mujica, que cita a San Juan de la Cruz: «Mas cómo perseveras,/ ¡oh vida!, no viviendo donde vives». Propio de ambas místicas es la recurrente metáfora de la oscuridad como luz, nacida con el salmista, en la tradición occidental, y cultivada por todos los creadores que se han esforzado por integrar las discrepancias del ser en un solo oxímoron redentor, y presente en muchas religiones orientales en una tenaz oposición al principio de no contradicción. Por eso «la noche es luz», y «los ojos encienden la sombra», y el sol es ciego, como quería Humberto Díaz-Casanueva, el magistral poeta chileno al que Mujica cita, dos veces, en Brasa blanca. También es característica del impulso unitivo de ambas místicas la inflexión amorosa y su deriva erótica, que impregna amplios trechos del Del crear y lo creado: un «tú» innominado es el destinatario de un afecto sin satisfacción, hecho de Cuadernos Hispanoamericanos

fractura y aislamiento. El silencio es, asimismo según el paradigma del misticismo, la consecuencia natural de la experiencia purgativa y de todo el proceso ascensional, que culmina en la inefabilidad de la unión con Dios. Mujica defiende, sobre todo en el primer tramo de su producción, que ser es decir, y que solo existe en el nombrar. La palabra es el corazón, el núcleo del yo, lo que da la vida y la justifica, lo único que el vacío no puede rasguñar: «deletreamos/ silencios/ balbuciendo el latido». Sin embargo, más adelante, a partir de Para albergar una ausencia (1995), el silencio se enseñorea gradualmente del discurso, o de lo que el discurso quiere llegar a ser, aunque siempre de forma paradójica: se trata ahora de «hacer del silencio palabra», y al revés, como expresa rotundamente el poema «Confesión», que inicia Y siempre después el viento: «decir sin que se oiga nada». La experiencia monástica del silencio cobra, en la ruptura del silencio que supone la poesía de Hugo Mujica, una importancia seminal. Por último, otro rompimiento, ilativo y sintáctico, denota el conflicto existencial, la pugna por expresar lo inexpresable, el afán por trascender los límites de lo decible y, en ese mismo acto, de lo que existe. Así se refleja en el espléndido poema «Trama», del significativamente titulado Paraíso vacío, o en este otro, de Responsoriales: «las horas/ y tu morirme las manos.// es vísperas de siempre:/ amanece olvido». Las formas reflexivas anómalas estrangulan aún más el lenguaje, como si el poeta quisiera hacerse lo que ve, como si quisiera ser, no el sujeto sintiente, sino el objeto de sus sentimientos: «me nazco// tan lejano me nazco», dice en Brasa blanca. La fractura normativa destaca por producirse en un entorno implacable, aunque sutilmente estructurado en

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binomios, emparejamientos y repeticiones, entre las que sobresalen las anáforas. Del crear y lo creado, integrado por muchos libros, constituye uno solo. Toda la obra de Hugo Mujica guarda una coherencia absoluta, aunque algunos la consideren una repetición. Sutiles modulaciones –los poemas en prosa, una narratividad relativizadora– matizan la previsibilidad de la forma, y solo ocasionalmente la busca de una expresión punzante conduce a un retorci-

miento que podría calificarse de conceptista. Ese peligro se corre, con mayor frecuencia, en un volumen como Sed adentro (2001), donde los versos tienden a enroscarse en sí mismos, a buscar en sí todas las revueltas, todas las negaciones posibles. Pese a estos fugaces excesos, la propuesta de Hugo Mujica es una de las más penetrantes, y de las mejor cinceladas, que ha ofrecido la poesía en español de las últimas décadas.

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Mijaíl Bulgákov: El maestro y Margarita Ed. Nevsky Prospects Traducción: Marta Rebón Madri, 2014.

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Por Julio Serrano

Por todos los diablos

La tradición china recoge una noción, la de lo “invisible-visible”, que consiste en cultivar el arte de no mostrarlo todo, con el fin de mantener el aliento vivo de una obra. Se decía que no había que temer lo inacabado, sino más bien lo demasiado acabado, porque en lo que está perfectamente cerrado no hay espacio para la bruma. Solo permitiendo entrar en la obra una ráfaga de vacío, pensaban, podía producirse la magia del arte. El maestro y Margarita (1966), la última y más importante novela de Mijail Bulgákov (Kiev, Rusia, 1891-Moscú, Rusia, 1940), comparte con esta lejana idea la presencia en ella de lo inacabado. Y es que su autor, desesperado por la situación general de un país apresuradamente convertido en baluarte del ateísmo y el materialismo y por la censura que sufrían sus obras, arrojó al Cuadernos Hispanoamericanos

fuego el manuscrito de la novela en 1930. Esa obra le hacía temer por su vida ya que se perfilaba como una novela teológica sobre el bien y el mal y ensalzaba la valentía personal sobre la ideología reinante. Poco después escribiría a Stalin pidiéndole que se le permitiera marchar del país o que se le ofrecieran los medios para poder vivir en Moscú, y Stalin, que debía considerar a Bulgákov una figura secundaria, respetó su vida ofreciéndole además trabajar en el Teatro del Arte. No es que Bulgákov fuera ni mucho menos un autor que sirviese a la propaganda comunista, pero misteriosa o caprichosamente fue parcialmente respetado. No tardaría Bulgákov en sacar fuerzas para emprender la reescritura de La novela del diablo, nombre del antecedente inmediato de El maestro y Margarita. Le llevó toda su

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vida rehacer lo que había destruido y trabajó hasta en ocho versiones la inasible novela que parecía resistirse a ser cerrada. Falleció cuando estaba corrigiendo las pruebas finales de su novela y parecía que iba a lograr terminar su obra, el 10 de marzo de 1940, a la edad de cuarenta y nueve años. Pero, como dice el diablo en la novela: “lo grave es que (el ser humano) es mortal de repente, ¡esa es la gran jugada! Y no puede decir con seguridad qué hará esta tarde”. Luchando contra la volatilidad de la obra, la edición que la editorial Nevsky Prospects propone parece ser la más completa y ajustada hasta la fecha. Parte de la edición de 1989-1990 de Liadia Yanóvskaia, quien compiló las distintas versiones de la novela tratando de ajustarlas lo máximo posible a los últimos deseos de Bulgávov. Para ello contó con la ayuda de la viuda del autor, Yelena Bulgákova (la Margarita de la novela). Las versiones anteriores carecen de buena parte del material de la que ahora se edita. No obstante, aun siendo la edición más exhaustiva no puede escapar, como tampoco pudieron las versiones anteriores, de la presencia de la muerte (la real del autor) actuando en la misma obra impidiendo la perfección cerrada de la narración y dejando una puerta abierta a la conjetura de lo que podría haber sido. La muerte se instala así en la obra no sólo como tema sino también como presencia de lo inacabado, algo que, aun escapándose a la voluntad del autor, paradójicamente integra la obra y la completa. Por otra parte, lo inasible en la novela viene también dado por la literatura misma, por la propia concepción de Bulgakov de la literatura como magia, heredada de su misticismo y de sus pasiones como lector: Gógol, Goethe, E.T.A. Hoffmann, H.G. Wells,

Jonathan Swift, Rabelais o Cervantes, aunque por encima de todos ellos, La Biblia. Hijo de un profesor en la Academia de teología de Kiev y nieto de clérigos de la Iglesia Ortodoxa Rusa, fue un espíritu religioso sin caer en fanatismos, más blasfemo que ortodoxo y con unas afinidades que chocaban con la cristología dogmática. Inasible por desmesurada, la novela metafísica El maestro y Margarita es una especie de cosmogonía cuyo tiempo se mide en milenios y en diferentes planos de realidad. Es por ello que la bruma se filtra entre sus páginas, y con ella la fantasmagoría y el misterio, haciendo que las páginas de este libro parezcan esfumarse de las manos. En este sentido se acerca al ideal chino que antes mencionábamos: el escritor crea un microcosmos vital en el cual deja un vacío para que el macrocosmos puede obrar. Moviéndose entre ambos mundos con destreza gatuna, campando a sus anchas entre estas páginas habita el diablo, eje vertebral de la novela y verdadero diseñador de las vidas humanas (frente a Stalin, el dictador-impostor). Espontáneamente va apareciendo de manera indirecta e irónica en boca de todos los personajes (“¿Pero quién diablos se habrá creído, ¡vete al diablo!”, “¡por todos los diablos!”, “vendería mi alma al diablo”, “¡diablos!”) y obediente a su invocación deja en ellos caprichosas consecuencias. Como un niño que juega con hormigas, aplastándolas, cerrando su hormiguero o desordenando su trayecto, el diablo juega con los personajes y con sus almas. La trama nos lo presenta por primera vez justo en el momento en el que el editor de una revista literaria, Berlioz (quien responde al prototipo de la nueva élite intelectual al servicio del Estado) encarga a

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un joven poeta, Iván Nikoláievich, un largo poema antirreligioso en el que debía mostrar que la figura de Jesús nunca había existido realmente. Voland, que es el nombre que adopta el demonio en la novela, acude a la tierra ante la puesta en duda de Dios por los hombres para aclarar, a su manera, esta cuestión. Bajo la forma de un especialista en magia negra, aparece en el Moscú de los años treinta, sembrando el caos al introducir en el pensamiento de sus habitantes la sospecha de la verdadera existencia de dios, el diablo, la magia y el mundo sobrenatural. Como en los personajes de Dostoievski, el diablo genera en sus víctimas una escisión mental, ya que como hijos de la modernidad por una parte y de una sociedad antirreligiosa por otra, las apariciones son atribuidas a trastornos psíquicos y los personajes acaban en centros psiquiátricos. Todos son dañados (¿beneficiados en opinión de Bulgákov?) por la pérdida de la razón, torturados por haber sido escindidos entre un yo que es objeto de maquinaciones diabólicas y otro que trata de someterse a la realidad social que le niega lo sobrenatural. Como si de una espiral se tratase, la novela tiene varios planos, se encoje y se dilata, se enrosca y se expande hacia otras dimensiones. Intercalada en sus páginas hay una pequeña novela que nos lleva hacia atrás en el tiempo. En ella se narra la pasión de Cristo, enfocando la atención hacia Poncio Pilato, que es el personaje que verdaderamente interesa al autor, quien por sumisión al poder condena a un inocente, Yeshua Ha-Nozri. La narración nos presenta a un Poncio Pilato culpable de “el mayor defecto… la cobardía”, pero al mismo tiempo nos acerca al drama del pecador arrepentido, humanizando a Pilato y acerCuadernos Hispanoamericanos

cándonos a su remordimiento por haber ordenado matar a un hombre al que de alguna manera admiró. Torturado por su intuición, siente haberse perdido algo de vital importancia al condenar a Yeshua Ha- Nozri a la muerte sin haber terminado de escuchar lo que podía decirle y su culpa le llevará al crimen. Bulgákov nos presenta a Pilatos como asesino de Judas, negando el suicidio de Judas de la narración bíblica. Esta narración intercalada funciona como una suerte de alegoría: las mismas debilidades, flaquezas, cobardías y miedos, solo que en distintas épocas. La espiral de los vicios humanos se despliega una y otra vez bajo distintos escenarios mientras el diablo juega a desvelar miserias, iniquidades y vicios varios que la humanidad repite. La segunda parte de la novela tiene como tema el amor. En ella aparecen los que dan título a la obra, el maestro (Bulgakov ficcionado), que no es sino el autor de la narración sobre Pilatos, y Margarita (inspirada en Yelena Bulgákova, la tercera y última esposa de Bulgákov), la amante del maestro, quien vende su alma al diablo por amor. El maestro vive encerrado en un manicomio tras perder el juicio por sus desventuras literarias y sus vidas trascurren en varios planos, por una parte el plano en el que podríamos convenir que es el de la realidad, en el que el maestro está encerrado en un manicomio donde permanece hasta el final de su vida; por otro lado tenemos el plano fantástico, el de lo sobrenatural, en el que se produce el reencuentro entre los dos amantes gracias las contraprestaciones del diablo que le ha otorgado a Margarita el reencuentro a cambio de su alma. Y por otro lado tenemos el ámbito de la creación, el libro del maestro sobre Pilatos, que es, para ambos, dador de sentido.

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Que veamos a Bulgakov en el maestro, encerrado y preso en un manicomio, es propio tanto de cierta tradición rusa, como de la necesidad de enmascarar las propias ideas, más inofensivas si son dichas en boca de aquel que ha perdido el juicio. La figura del yurodivi, el loco santo y sabio, inocente y puro, aparece con frecuencia en la tradición rusa. Lo encontramos, por ejemplo, en el príncipe Mischkin de El idiota de Dostoievski o en el Ikonnikov de Vida y destino de Vasili Grossman, a través de los cuales podemos acceder a muchas de las opiniones de su autor, sólo a salvo si se esconde entre un proscrito, un loco abandonado a su delirio. Para Bulgákov, la locura es una forma de sabiduría y así lo recalcaría también en la adaptación teatral que hizo de Don Quijote, personaje fundamental de su imaginario. Bajo la compleja trama subyace el tema del bien y del mal. Para Bulgákov, ambas nociones son inseparables y le parece erróneo el intento de deslindar un concep-

to del otro. Dios y el diablo son cómplices en toda la novela, desde el inicio hasta el final cuando pactan el destino último del maestro y de Margarita. La posibilidad de un bien absoluto es negada por el diablo: más bien señala que para alcanzar esa utopía de luz desnuda habría que arrasar la vida, inseparable de sus sombras. También Vassili Grossman al afirmar en Vida y Destino, “no creo en el bien, creo en la bondad”, manifestaba esa misma desconfianza ante aquello que el hombre hace en nombre del bien. Frente a la peligrosa utopía, religiosa o social, del Bien con mayúsculas, Grossman nos decía preferir “una bondad sin testigos, pequeña, sin grandes teorías”. Muchos crímenes han sido cometidos amparados en ese bien ideológico exento de bondad. La desconfianza de Bulgákov hacia la utopía, le lleva a buscar el reverso y a mirar al diablo, como “una parte de esa fuerza que siempre quiere el mal y siempre hace el bien” (Goethe, Fausto).

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