Certamen Literario 12 de Octubre, Día de la Hispanidad 2018

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OBRAS GANADORAS DEL CERTAMEN LITERARIO 12 DE OCTUBRE, DÍA DE LA HISPANIDAD

CULTURA / MALABO

2018



OBRAS GANADORAS DEL CERTAMEN LITERARIO 12 DE OCTUBRE, DÍA DE LA HISPANIDAD 2018


Jurados del Certamen • D. Ignacio Sánchez, exdirector del Centro Cultural Hispano-Guineano • D. Armando Zamora Segorbe, académico de la AEGLE • D. Francisco Ballovera Estrada, escritor ecuatoguineano • Dª. Elsa López, escritora española Créditos • Coordinación de la publicación: Carlos Nvó Obama • Corrección de estilo: Julio Sieiro Torrero • Maquetación: Capa Identidad Creativa NIPO Impreso 109-19-074-2 NIPO Digital 109-19-075-8 ISBN: 978-84-09-11908-0 ISSN de la serie Certamen 12 de Octubre: 2664-1577 • Catálogo general de publicaciones oficiales · https://publicacionesoficiales.boe.es • Biblioteca Digital de la AECID- BIDA · http://bibliotecadigital.aecid.es Esta publicación ha sido posible gracias a la Cooperación Española a través de la Agencia de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID). El contenido de la misma no refleja necesariamente la postura de la AECID. © Edición de la publicación AECID © De textos e imágenes sus respectivos autoras/es


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ÍNDICE

Biografías Eladio Andreu Camara | 9 María Jesús Asangono Evuna | 10 Keyla Oyó Sam | 11 Isabel Nguema Coba | 12

Textos Narrativa: Insomne | 15 Poesía: Mujer Voladora | 97 Narrativa Premio Especial Raquel Ilombe: Somos porqué eres | 111 Poesía: Premio Especial Raquel Ilombe: “Bosque Perfecto” | 133


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PRÓLOGO Son ya cuatro décadas de cooperación hispano-guineana desde que en 1979 se iniciaran los primeros proyectos binacionales enmarcados en la visita de Sus Majestades los Reyes don Juan Carlos y doña Sofía. En esos cuarenta años, se han generado diferentes iniciativas de desarrollo en sectores como el medioambiente, la sanidad, la educación y la cultura, conforme avanzaba el Tratado de Amistad y Cooperación firmado el 23 de octubre de 1980. Como parte de los proyectos previstos en las primeras Comisiones Mixtas de Cooperación surge precisamente el Certamen Literario 12 de Octubre – Día de la Hispanidad, convocado por el antiguo Centro Cultural Hispano-Guineano. Un Centro que dio paso, tras dos décadas de dinámica actividad, a los actuales Centros Culturales de España en Bata y Malabo. Un compromiso con la cultura que ha permitido la continuidad de procesos históricos como este certamen literario, gracias al cual podemos disfrutar de la presente publicación con los textos de la convocatoria del 2018. Es un ilusionante esfuerzo que no pasa desapercibido: Así, el pasado 23 de abril la Biblioteca de la Cooperación Española hacía públicos los datos de consultas de la Biblioteca Digital de AECID-BIDA… siendo la selección de textos del Premio Especial Raquel Ilombe de este Certamen el documento más consultado el año pasado. Al igual que la inquietud de la Escuela Diplomática por presentar en su sede de Madrid esta publicación en septiembre del año pasado. Con esa trayectoria no dudo que disfrutarán de esta muestra de la nueva literatura ecuatoguineana, preludio y compromiso de siguientes convocatorias. Guillermo López Mac-Lellan | Embajador de España


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AUTORES

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Eladio Andreu Cámara, nace en Malabo. Cursa sus estudios entre Bata, Annobón y Malabo. En el año 2016 se licencia en Ciencias Políticas y de la Administración por la Universidad Nacional de Guinea Ecuatorial. Como escritor, Andreu desde temprana edad siente afición por la literatura y el mundo de las letras, pero no es hasta el año 2012 cuando decide someter su primera obra al escrutinio de un certamen literario, llevándose consigo el primer premio con el relato corto “Los ojos de la Inocencia”; a éste, le precedió en 2016, “Fuego en la Mirada” y dos años después, en el 2018, gana su último certamen con “Insomne” una obra que rompe con la dinámica de sus anteriores obras.


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AUTORES

Maria Jesús Asangono Evuna, nacida en enero de 1969, en el Distrito Urbano de Nkumekien, Yebekuan, Mongomo, Provincia de Wele-Nzas. Desde muy pequeña se traslada a Estados Unidos, donde hará sus primeros cursos. Realiza sus estudios secundarios entre España y Guinea Ecuatorial en la rama de Ciencias. Consigue una beca para la República Popular China con el fin de realizar estudios de Ciencias de la Información. Es actualmente Directora General en la Jefatura de Estado, presidenta de la ONG Caritas Felices, Asociación dedicada a incentivar la Educación Infantil, Juvenil y Empresarial.


AUTORES

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Keyla Oyó Sam, nació en Móstoles, Madrid donde se crió y vivió hasta los catorce años. Cursó sus estudios primarios en el colegio Daniel Martín de Alcorcón. Cursó dos años de secundaria en el colegio Fundación Santamarca. Se trasladó a Malabo en el año 2013, y ha estudiado en los colegios Euroafricano de Malabo, CANIGE, Oris School Day, y NEGIS donde termina actualmente sus estudios. Joven escritora, activista, feminista y apasionada de las obras sociales, es miembro de la Asociación Africa HuNa, perteneciente al proyecto Barbarrio y líder del Proyecto FemiPro.


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AUTORES

Isabel Nguema Coba, hija de Milagrosa Coba Lokoja y Pedro Nguema Losoha. Nace en el seno de una familia humilde el 23 de agosto del año 2000 en la ciudad de Malabo, Guinea Ecuatorial. Quedó huérfana de padre a los 9 años. Finalizó sus estudios de bachillerato en el Colegio Español de Malabo. Actualmente cursa estudios de Filología Hispánica en la Universidad Nacional de Guinea Ecuatorial. Desde temprana edad siente afición por la música, el baile y la naturaleza que es la principal fuente de inspiración de su obra, “Bosque Perfecto”.


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Narrativa

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Eladio Andreu Camara


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Dedicado a mis padres: Gaudencio Andreu y Vicenta Cámara

I Era viernes, un 6 de mayo, una fecha que siempre recordaría como la noche más negra de mi vida. Me encontraba en el pub Pantalla, situado a unos cuantos metros del cementerio de Ela-Nguema, intentando olvidar, ahogar mis penas en alcohol y dejar de recordar. Una tarea muy difícil para un tipo como yo tan dado a las evocaciones, y más cuando estas tienen el agravante de algo tan fatídico como el desamor. Bebí un trago, cerré los ojos y me dejé acompañar por la música rocambolesca, mientras preciosidades envueltas en cortas faldas y tops de generosos escotes danzaban en la pista de baile buscando en el roce de una mirada la oferta soterrada de un ligue. En aquel instante se reproducía una música que hizo gritar a la gente de júbilo y comenzaron a bailar con ánimos redoblados. Pero todo aquello ocupaba un segundo plano para mí, porque las seis botellas que me había bebido no lograban acabar con aquel acerbo deseo de asesinarla, de agarrarla por el cuello y sentir su aliento apagarse en largas y agónicas sacudidas. Al contrario, me traían a la mente, de nuevo, con más tormento si cabe, uno a uno, los encuentros apasionados, vertiginosos y febriles con Vanesa. Ahora me sentía irritado e impaciente como el que espera una resolución, una ola o un viento de tormenta que lo arrasase todo, que terminase de una vez con esa confusión trayendo una mañana nueva que pudiera borrar los últimos diez meses entre sabanas, y cada hora que había pasado como un idiota extrañándola en los ratos libres y en los descansos para ir a comer que ofrecía la empresa. Me sentaba al frente del escritorio donde descansaba una foto de ella, sonriente, y allí, entre el olor a papel recién fotocopiado y a tinta de bolígrafo, con el sempiterno eco de pasos como fondo y el sonido de las impresoras, me tumbaba y cerraba los ojos rememorando las tórridas noches en compañía de aquella muchacha que sabía cómo complacer los deseos de un hombre, y para la cual no parecía haber secretos en lo relativo al sexo. Y, al igual que un jovencito enamorado, contaba las horas restantes para volver a estar en aquel pequeño roomanpala que había alquilado para ella, y que era el escenario de nuestros tórridos encuentros. Hoy, al ser sábado, había salido antes de la hora acordada intentando darle una sorpresa. Había comprado dos platos de chicharro a la brasa y unas botellas


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de cerveza, todos los alicientes para una noche que prometía ser inolvidable; pero, al llegar, la puerta estaba cerrada, lo que me extrañó. Cuando avancé hacia la ventana, mi cuerpo se debilitó por lo que vi, y mi mano, falta de voluntad, dejó caer lo que sostenía. En la tórrida estancia, el cuerpo desnudo de Vanesa yacía sobre sábanas azules, y las manos de su amante recorrían sus labios, su cuello y su pecho. Sus ojos, entrecerrados por el placer, se alzaban hacia el techo, estremeciéndose bajo las embestidas con que el amante la penetraba entre sus muslos pálidos y temblorosos. Las mismas manos que tantas veces me habían acariciado mientras ella, mujer falsa e hipócrita, me prometía amor eterno, ahora acariciaban el torso desnudo y empapado en sudor de aquel desconocido. No podía creerlo pero allí estaba, clavándole las uñas y guiándole hacia sus entrañas con la avidez de una fiera deseosa de carne, desesperada mientras restregaba su cuerpo contra el suyo, lamiéndole el cuello. En aquel momento sentí que me faltaba el aire, y que todo parecía irreal y desaparecía a mi alrededor. Debí de permanecer allí, suspendido, observándoles, por espacio de casi medio minuto, oculto entre las sombras de la noche, hasta que, sin saber por qué, me alejé de allí con la cabeza baja, sintiendo que todo el peso del mundo se me caía encima, sintiéndome el hombre más mísero y desgraciado del mundo. Después recorrí los cinco kilómetros que separan el barrio Coimpex del pub Pantalla, donde pensé que necesitaba aletargar esa imagen de ella gimiendo, ese olor a sexo enquistado en mi memoria, y esa voz que no dejaba de susurrarme a gritos que era un idiota y un poco hombre por no haber reaccionado en aquel momento. Me juré que no volvería a verla, que no volvería a mencionar su nombre o a recordar el tiempo que había perdido a su lado. Ahora, al acordarme por enésima vez de lo mismo, la ira que sentí en aquel momento volvía con saña renovada. Golpeé irreflexivamente la mesa haciendo tintinear las botellas vacías que descansaban arrinconadas allí, y atraje la atención de los ocupantes de las mesas contiguas. Les lancé una mirada de perro rabioso que les hizo volver la vista y continuar con sus cosas. Necesitaba más alcohol, quería beber hasta olvidar mi nombre y el de ella, en este orden, de modo que apuré de un trago el remanente en la botella, me sequé la boca con la manga de la camisa y me levanté en busca de más. Me detuve apoyado en la barra esperando ser atendido, pero no había nadie tras ella. Cuando me di la vuelta para buscar al camarero, me encontré con la estampa de una mujer despampanante. Avanzando hacia donde me encontraba, aquella imagen pareció apresarme en un ensalmo de lujuria, despertando en mí una ambivalente sensación, entre salacidad y obscenidad. Era bastante joven. Su


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rostro redondo y sus labios carnosos, pintados de un rojo intenso que destacaba en una piel pálida, la hacían parecer una muchacha. Su vestido largo contaba con un generoso escote, que dejaba entrever la hendidura de unos apreciables pechos que me atraparon en un hechizo de deseo, el cual, de un modo irreflexivo, me llevó a pasarme la lengua por los labios. El atuendo la cubría hasta el suelo, de modo que no se veían sus pies. Su largo cabello postizo brasileño se movía al caminar, danzando al son de sus pasos. Tenía un cuerpo portentoso, escultural. La gente se la quedó mirando mientras se acercaba a la barra. Se colocó a mi lado, esperando su turno. Entonces, bloqueado por la cercanía de la mujer, procedí a repasar su cuerpo con metodología acreditada. Inicié mi observación por aquellas curvas que se distinguían ocultas bajo aquel vestido intimidante. Procedí entonces a evaluar la afortunada distribución de su esbelto torso, ascendiendo lentamente. Este proceso se prolongó por un espacio indefinido de tiempo hasta que, inesperadamente, mis ojos se posaron sobre los ojos de la mujer, que me miraba con una sonrisa templada Me sobresalté al advertir la mirada penetrante de ella sobre mí, sabiendo que mi exhaustivo examen no había pasado desapercibido. Carraspeé intentando ocultar mi turbación. -¿Te gusta lo que ves?- preguntó sin dejar de sonreír. Tragué saliva sin saber si aquello era una pregunta sarcástica. -Mucho- dije sinceramente, con voz tímida. La mujer seguía con los ojos fijos en mí. -¿Te gustaría disfrutar de este cuerpo? Tragué saliva otra vez y, sin pensarlo, moví repetidas veces la cabeza. La mujer todavía me miraba con la misma intensidad, sin parpadear, y pude ver cómo sus dedos afilados, tocados de largas uñas pintadas de negro, me indicaban la salida añadiendo: -Te espero fuera. La vi tomar la salida entre la gente que bailaba y bebía en la pista. La luz parpadeante del lugar acariciaba el perfil de su cuerpo mientras se alejaba, aunque lo hacía demasiado rápido, como si sus pies no tocasen el suelo al caminar y se desplazase con sacudidas bruscas, demasiado ágiles para que la mirada las captase. Para entonces ya me había olvidado de quién era y de dónde estaba, y tan solo me preocupaba no perder un minuto más


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Fuera ya casi amanecía. Sobre el ceniciento cielo habían desaparecido las estrellas. Consulté el reloj. Marcaba las seis y cuarto. Buscaba a la despampanante mujer entre el gentío que se acumulaba alrededor cuando sentí que alguien me agarraba la espalda y, al darme la vuelta, la encontré mirándome fijamente y, por primera vez, me di cuenta de que no la había visto pestañear en toda la noche. -Vivo aquí cerca, vamos- añadió, mientras me ofrecía la mano esperando que la tomase. Se la cogí y sentí un escalofrío al contacto de su piel helada y lisa como el mármol. Caminamos casi en silencio en dirección a la carretera de Fiston. El largo vestido de aquella mujer barría el suelo empedrado y, de pronto, advertí que apenas conocía el nombre de aquella musa. Cuando le pregunté acerca de ello, se limitó a darse la vuelta, desarmándome con una de sus sonrisas, y continuó caminando aumentando aún más el misterio. Fue entonces cuando, casi por casualidad, creí ver lo imposible. Al pasar frente a uno de los faroles parpadeantes de la calle, la silueta que proyectaba mi cuerpo se dibujó sobre el suelo empedrado. Solo la mía. La de aquella mujer era invisible, como si su presencia no fuese más que una ilusión. De repente, me detuve paralizado por la visión. La mujer, un par de pasos por delante, sintió que mi mano se desligaba de la suya y advirtió el terror en mi rostro, que saltaba de la sombra a ella y viceversa. Se me acercó lentamente y me fijé en su vestido, extendido por el suelo. Entonces me di cuenta de otra cosa. Aquella mujer no parecía caminar. Se movía como un felino, como si aquel cuerpo ceñido en aquel vestido, que se fundía en la oscuridad de la noche, fuese de agua y hubiera aprendido a burlar la gravedad. Intenté correr, pero mi cuerpo no parecía responder a las órdenes de mi mente. Ella se acercó tanto que su aliento frio ardía sobre mi piel, y la evidencia de su cercanía encendió un deseo en lo más profundo de mi ser. Me tomó del brazo haciendo estremecer mi frágil estructura, sus labios fríos se posaron sobre los míos y, de pronto, desoyendo el poco sentido común que aún me quedaba, me encontré besándola, mi barba dura alrededor de su boca y mi barbilla pinchando su piel suave. Al principio me puse tenso, y, luego, como si una droga hubiera adormecido mi voluntad, me dejé llevar y me fundí contra ella con una disposición deliciosamente dócil. Mi cuerpo se abandonó suavemente a aquel contacto. El beso se hizo más profundo, más lento, se convirtió en algo intenso y erótico. El movimiento de aquellos labios fríos como el hielo, la calidez de mi cuerpo apretado contra el de ella, el tacto gélido de sus dedos en mi rostro, ligeros como plumas, ofrecía un cariz aún más irreal a todo aquello. Sentí el roce de sus uñas cuando sus dedos masajeaban mi camisa y, luego, la despedazaban con el frenesí de una fiera en celo. De repente, me encontré preso de una furia animal que me hizo tumbarla y embestirla con desenfreno. Mientras volvían a mi mente


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los recuerdos de la infidelidad de Vanesa, aquellos ojos entornados, ávidos de placer, que ahora veía en esa desconocida, hicieron que el corazón me latiera con tanta fuerza que sentía que se me salía del pecho, apretado contra el de ella, vacío de pulsaciones, casi inmóvil, como la corriente de un río. La mujer hincó sus uñas en mi espalda transportándome a un clímax que hizo a todos mis sentidos partícipes de una explosión de placer y que me dejó exhausto. Cerré los ojos lentamente. “El mejor sexo que he tenido”, pensé, y me rendí al sueño. Abrí los ojos con el resplandor de una luz cegadora y volví a cerrarlos por su intensidad. El roce de unas hojas agitándose al viento enmascaraba el rumor de los coches, que sonaba oculto en algún punto difícil de discernir. La cabeza todavía me daba vueltas. De repente, volvieron a mi mente retazos borrosos de lo que había ocurrido el día anterior y me incorporé, reanimado por los recuerdos. Lo primero que advertí fue que llevaba la camisa rota, sin botones, y que aquello que suponía que era mi lecho, en realidad era una… ¡tumba! Me levanté rápidamente, miré alrededor y lo que advertí me aterró aún más. Mi vista se alzó, descubriendo la ciudadela de sepulturas y árboles del cementerio municipal y arrancándome un grito de terror. Recogí burdamente mis zapatos y busqué la salida con el corazón acelerado, aunque, antes, mi atención se vio atraída por el sepulcro de mármol en el que había descansado, y pude leer: Sandra Andeme

1970-1989 El lugar olía a moho y a humedad. Avancé con paso raudo, mientras el perfume de aquella mujer empezaba a desvanecerse de mi pensamiento. Aunque a duras penas conseguía andar cuatro pasos en línea recta, pude llegar hasta una puerta, en uno de los laterales del gran cercado del cementerio, que daba al exterior. Entonces me di cuenta de otra cosa. No iba a llegar a tiempo al trabajo.

II Faltaban unos minutos para las doce. Llegaba casi cuatro horas tarde a trabajar cuando entré finalmente en casa. Tan pronto como lo hice, sentí la presencia de Vanesa en ella. Todo me recordaba su perfume, tocado de un olor dulzón, pero esta vez tenía un deje amargo, y hasta el sonido de mis pasos en el pasillo tenía otro eco.


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No me molesté en abrir las ventanas, ni encender la luz. Me adentré en la casa en penumbra, y me asomé a lo que había sido nuestro lecho y en el que tantas veces nos habíamos dormido, acurrucados, llenando el vacío del silencio con promesas que ahora sonaban más falsas que nunca. En el baño me desprendí de las ropas arañadas y me coloqué un apósito con alcohol en la espalda. El dolor había menguado hasta quedar en un latido sordo y una sensación general no muy diferente a una resaca monumental. En el espejo, los cortes que tenía en el pecho parecían líneas trazadas con una pluma. Desestimé la idea de ir al trabajo mientras me desnudaba en mi dormitorio. Solo entonces me di cuenta de que estaba exhausto y me dolía el cuerpo entero. Me metí en la cama y me tapé hasta el cuello, dispuesto a acabar con un sueño que se me antojaba insaciable. Esperé a entrar en calor escuchando aquel silencio frío, un silencio de ausencia y vacío que ahogaba la casa. Mañana sería otro día, me dije. Difícilmente peor que aquel. Poco imaginaba yo que las diversiones de aquella semana no habían hecho sino empezar. Cerré los ojos y dejé que la oscuridad se cerniese sobre mí. En sueños me encontré recorriendo un pasillo desierto y en tinieblas. Podía adivinar cientos de ojos tras la oscuridad, pero era incapaz de verlos aunque sabía que me observaban, murmurando palabras que no entendía. Sus voces llegaban de todas partes, confundiéndome. Entonces, a lo lejos, creí ver una especie de cama y corrí a su encuentro. Una niña de apenas cuatro años se ocultaba bajo varias sábanas con el miedo dibujado en el rostro, mientras una figura negra extendía su mano para alcanzarla. Yo trataba de llegar hasta ellas, pero el pasillo parecía alargarse a mi paso. Vi a la niña llorar, aunque sus lágrimas jamás llegaban al suelo. Entonces la figura se volvió hacia mí y me reveló su verdadero rostro. Sus ojos eran cuencas vacías y sus cabellos eran serpientes blancas. Reía cruelmente y, agarrando a la niña de la mano, aquel ente infernal se desvaneció, dejando en el aire un aliento fétido. Era el inconfundible hedor de la muerte, susurrando mi nombre. Abrí los ojos de repente. Sentí frío y el aliento de una brisa en la cara. La ventana estaba abierta y el viento profanaba mi habitación. Aturdido, me incorporé. No había luz. Fue entonces cuando me di cuenta de que el cajón de mi cama estaba abierto. Me froté los ojos, sin comprender. De pronto lo noté, intenso y penetrante. Aquel hedor a podredumbre. En el aire. En la habitación. En mi propia ropa. Como si alguien hubiese frotado el cadáver de un animal en descomposición sobre mi piel mientras dormía. Aguanté una arcada y, un instante después, me entró un profundo pánico. No estaba solo. Alguien o algo había entrado por aquella ventana mientras dormía. Lentamente, palpando los muebles, me aproximé a la puerta. Traté de encender


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la luz general de la habitación. Nada. Me asomé al corredor, que se perdía en las tinieblas. Sentí el hedor de nuevo, más intenso. El rastro de un animal salvaje. Súbitamente, me pareció entrever el final de una túnica negra perdiéndose en el fondo del pasillo. Me sentía muy mareado y débil, y con la sensación de seguir en aquel mundo paralelo en el que el sueño parecía cobrar un sentido más real. Intenté apresurarme y alcanzar a quienquiera que fuese aquel intruso, pero mis pies, faltos de fuerza, cayeron presa de la gravedad. Me rendí al cansancio, hasta que me di cuenta de que alguien estaba llamando con fuerza a la puerta del piso. Permanecí unos segundos aturdido en el suelo y en la oscuridad, buscando el interruptor de la luz. De nuevo, los golpes en la puerta. Los ignoré durante varios minutos, hasta que oí su voz y supe que no iba a rendirse. Me incorporé y me acerqué con dificultad hasta la entrada. Un rostro en la penumbra, mi hermana Silvia, escrutando fijamente la mirilla. Portaba una bolsa de plástico y se había colocado una mano en la cadera, esperando pacientemente. Respiré hondo un par de veces antes de abrir. Cuando lo hice, Silvia dio un paso atrás y me contempló horrorizada.

-¿Dónde has estado todos esos días?

Me hizo a un lado y fue directa a la galería, a abrir las ventanas de par en par.

-Dicen que llevas dos días sin ir al trabajo. ¿Qué te pasa?

-¿Cómo que días?- pregunté, realmente sorprendido -. Solo falté ayer martes. -¡Hoy es jueves! – Me miró, mostrando un semblante preocupado, mientras me señalaba su reloj de pulsera Casio. Su mirada se centró en los cortes de mi pecho.

-¿Qué son esos cortes? ¿Pero, qué te has hecho? ¿Estás bien?

Yo ya no escuchaba. Mi mente estaba dando vueltas a la idea de que había dormido dos días enteros. -Por favor, date un baño. Hueles a perro muerto. Yo voy a buscar el botiquín para curarte, y a ordenar esto un poco– dijo, mientras me empujaba hasta la pequeña estancia que me servía de letrina. Me metí en el baño sin dejar de sentir esa sensación de nausea y mareo. Mientras me echaba agua, cerré los ojos dejando que esta me corriera por el rostro durante un


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rato. Después apoyé las manos y la frente en las baldosas, cálidas por el contraste. Los acontecimientos del día anterior se habían sucedido simultáneamente, y no había tenido tiempo ni de darme cuenta en qué estaba metido. Pero ahora constataba que tenía miedo, mucho miedo. Me ceñí la toalla al cinto y me puse a disposición de Silvia, como un buen paciente, mientras ella ponía en práctica sus conocimientos de enfermería. Le conté lo que había ocurrido con Vanesa, omitiendo todo el resto. Mi hermana escuchó en silencio y después cerró su botiquín.

-Voy a prepararte algo de comer.

-No tengo apetito.

-Me trae sin cuidado. Vas a comer y punto- impuso.

Silva me preparó una sopa de yebé con lo poco que tenía en la despensa y, haciendo un esfuerzo, engullí los trocitos de malanga con semblante afable, aunque me sabían a piedras. Comimos en relativo silencio, con el parloteo incesante procedente del televisor, que, aunque nadie lo mirase, Silvia siempre mantenía encendido, como una psicofonía, ignorada por absurda y tolerada por costumbre. -Te dije que esa chica era una puta- estalló por fin mi hermana mientras recogía los cubiertos. Yo me limité a mirarla con mi semblante de perro apaleado. No podía argumentar que no me había advertido acerca de la promiscuidad de Vanesa. Antes de irse a su casa, Silvia me hizo prometer que estaría bien y que no caería en las garras de aquella furcia cuando volviese con sus lloriqueos y sus falsas muestras de afecto. Me senté en la silla con el vientre lleno y esperé un anochecer que no llegaba, sentado en el pequeño sofá mientras aún mi cuerpo acusaba un cansancio que estaba lejos de atenuarse. No quería tentar al sueño otra vez, así que me vestí y salí a la calle. Tenía que buscar respuestas a lo que me estaba pasando. Soplaba aquel frío cortante que precede al crepúsculo en verano, y la atmósfera estaba teñida del dorado propio del atardecer. Al cruzar el puente de Ela-Nguema me pareció oír pasos a mi espalda. Me volví un instante, pero no pude ver a nadie excepto a un par de jóvenes tomando cervezas en el bar de al lado y a un hombre envuelto en varias capas de ropa sucia. Había detenido su marcha y me miraba fijamente. Yo le sostuve la mirada durante un instante y, al reparar en su aspecto descuidado, su pelo enmarañado y sucio, me di cuenta que no era más que un loco, uno de los tantos que había en las calles de Ela-Nguema. Me di la vuelta y


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continué mi camino. Al llegar al pub ya era de noche y no pude dejar de maravillarme por el incontable número de personas que había fuera. Al acercarme, el sonido de múltiples canciones de cada uno de los bares contiguos llegaba a mis oídos, creando una cacofonía fastidiosa. Examiné con la mirada a todas las mujeres, intentando ver en ellas a la joven del día anterior, sin éxito alguno. Pregunté por ella al barman y a otros que reconocí de la misma noche, y, aunque muchos admitían haber visto a la mujer, nadie parecía conocerla. Salí fuera desalentado y examiné por enésima vez a los presentes sin encontrar lo que buscaba. Me estaba dando la vuelta para buscar un taxi cuando me chistaron para llamar mi atención. Al volverme me encontré al mismo chalado vestido de harapos de hacía un rato. No le hice caso y continué mi camino, hasta que le escuché decir con una voz que me pareció bastante lúcida. -Sé lo que buscas. La conozco- dijo después de unos segundos, elevando la voz para vencer el trecho que nos distanciaba. Me acerqué a él, súbitamente interesado, pero sin saber si aquello era fruto de sus desvaríos o realmente sabía lo que decía. El señor, por su parte, me observaba divertido, con esa lucidez que solo brilla de vez en cuando en los locos.

-¿Quién es? ¿Dónde la puedo encontrar?- pregunté en tono casi desesperado.

El viejo blandió una sonrisa a la que le faltaban la mitad de los dientes.

-Me tendrás que invitar a un par de cervezas.

Nos sentamos en unos de los bares inmediatos al pub Pantalla, mientras el espectáculo de jóvenes entrando en el antro con la promesa de una noche loca se escenificaba. Encendí un cigarro y el hombre pidió dos cervezas 33. Abandoné por un momento la mirada en una joven que, en aquellos momentos, vomitaba en la acera de enfrente mientras en el bar sonaba una música que me resultaba vagamente familiar. El loco le dio un largo trago a su cerveza 33, y después hizo un sonido seco y largo con la boca. Yo le observaba impaciente a través de las volutas de humo que expelía el cigarro. Después de rematar de un par de tragos la primera botella, procedió a verter el líquido dorado y espumoso de la segunda en un vaso. Elevó la copa con dedos temblorosos y se la llevó a los labios. Yo suspiré, impaciente, dispuesto a entrar en materia. El hombre me miró por encima del vaso, interrumpiendo su ingestión.

-¿Quién es ella? ¿Dónde la encuentro?


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El señor depositó el vaso en la mesa y se frotó las manos. -No lo sé. Lo que sí sé es que, hace unas semanas, hubo antes uno como tú que buscaba a una mujer como ella. Lancé el cigarro al suelo, realmente interesado.

-¿Qué fue de él?

-No lo sé. Tenía el mismo aspecto pálido que tú ahora, débil y desesperado. - El hombre me observaba divertido, leyendo el miedo en mi rostro. Me quedé mudo, mientras digería aquello, incapaz de creer lo que acababa de escuchar. -Ella no está viva, ¿sabes? No la encontrarás. Quién sabe si alguna vez vivió – dijo, mirándome por encima de su vaso. Bebió lo que le quedaba y se levantó, dispuesto a marcharse.

-¿Tienes pesadillas, hijo?

Yo asentí, abatido. El viejo movió de un lado a otro la cabeza y, con un rostro triste, sentenció:

-Eso es muy mala señal.- Escuché su voz apagada por la distancia.

Me levanté dispuesto a seguirle. Aún tenía un millón de preguntas que hacer, pero me acordé de pagar. Saqué la billetera y aboné los mil francos de la cerveza. Después, no alcancé a ver al hombre. Crucé la carretera. La figura había doblado el recodo de una esquina y se alejaba cojeando ligeramente. Le grité, apretando el paso. Al verse perseguida, la figura bajó su ritmo. Corrí y le alcancé rápidamente. Después hablé con voz queda, intentando apelar a su compasión: -Escúchame, ella me ha hecho algo. No puedo cerrar los ojos, no puedo dormir sin sentir que me muero, que algo me come por dentro. Tengo que buscar la manera de acabar con ello. Hice una pausa esperando que mi discurso hubiese causado pena al hombre y que hubiera cambiado su parecer. Esperé, esperanzado, a que se aviniese a echarme una mano. Sin embargo, el hombre me miró en silencio.


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-Si me ayuda, le compraré otras dos cervezas- convidé.

Me rasqué los bolsillos sacando un billete de 2000, unas cuantas monedas y un cigarrillo doblado por la humedad. Se lo ofrecí. El hombre me miró y su rostro se iluminó. -Está bien. Te ayudaré- dijo, mientras se ponía el cigarro en la boca y tomaba el resto de dinero. Encendió el cigarro con desenvoltura. Esperé a que finalizara el ritual de goce propio de los fumadores, como si cada cigarro tuviese un sabor diferente. El señor paladeo el humo con satisfacción. -Vete a la calle Bata y pregunta por un tal Diosdado. Dile que te envía Edú. Él podrá ayudarte. El viejo se dio la vuelta y continuó su marcha. No me moví. Por un momento me limité a observar el andar taciturno de aquella mente que parecía privada de lucidez. Me pareció que estaba cantando fuera de tono.

III Eran las doce cuando llegué a la calle Bata, y el enjambre que rondaba sus calles y sus bares se batía en una retirada lenta que anunciaba el final de la noche. Pregunté aquí y allá por la dirección del tal Diosdado, y no tardé mucho en dar con su casa, una modesta construcción que languidecía a unos metros de la playa, desde donde se escuchaba el rumor del romper de las olas que me recibió con su canción eterna de agua viva, ahogada por la distancia. La casa lucía descuidada y, de no ser por las luces que se apreciaban dentro, habría aventurado que estaba abandonada. Las hierbas parecían haber tomado el control del exterior de la vivienda, y las ramas de un árbol atravesaban las ventanas de la casa como brazos suplicando entre los barrotes de una celda. Aquel rincón se me antojó un tanto siniestro. Rodeado por un silencio mortal, únicamente la brisa y las olas del mar susurraban una advertencia sin palabras. Suspiré hondo y caminé hacia la casa, apartando las hierbas que cubrían parte de la vereda que conducía a la entrada. Desde el interior se escuchaba Freedom, de Lucky Dube, a un volumen bajo. Golpeé con los nudillos varias veces y esperé paciente. Casi medio minuto después estaba a punto de golpear de nuevo cuando escuché el sonido de los pasadores y, después de unos segundos,


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tras la puerta asomó el rostro de un hombre muy flaco. Al contraluz de la calle, su silueta semejaba un tronco azotado por el viento. Su único atuendo lo constituían unos pantalones muy cortos, y dejaba al aire un escuálido torso que dibujaba una figura torva apoyada en la puerta. Su rostro estaba escudado tras una poblada barba descuidada. Me observó unos instantes, calibrándome sin prisa. Su mirada tenía algo de ave rapaz.

-¿Qué quiere?- dijo con voz grave y quebrada, desde el umbral de la puerta.

-¿Eres Diosdado?

El señor dudó un instante antes de asentir.

-Me envía Edú. Dice que tú puedes ayudarme.

El hombre me observó con curiosidad y su mirada se ensombreció. Parecía dudar, pero al cabo de un par de segundos abrió la puerta y me invitó a pasar. Al entrar, un aroma fuerte a cigarro y a Moon Tiger me golpeó brutalmente las fosas nasales. Diosdado me condujo por un amplio pasillo, y se sentó en una estancia solamente iluminada por el brillo de una pantalla en la que se visionaba el telediario de Televisión Guinea de las nueve. El haz del televisor descubría relieves sinuosos en los muros. Me dediqué a contemplar en silencio las sombras de la pared desde mi posición. Eran crucifijos, y estaban dibujados por todas partes. Pendían de la techumbre, ondeando del extremo de cordeles, y cubrían las paredes fijados con clavos. Se contaban por decenas. Podían intuirse en los rincones, grabados a cuchillo en los muebles de madera, arañados en las baldosas, pintados en rojo sobre unos espejos que ponían los pelos de punta. Estaba debatiéndome entre la fascinación morbosa hacia aquellos crucifijos y el sentido común, cuando advertí dos brillantes ojos amarillos encendidos en la penumbra de la pared, clavados en mí como dagas. Tragué saliva hasta que me di cuenta de que era un cuadro en el que se veía la mano alargada y deforme de una sombra que intentaba agarrar a una niña que gritaba y corría en un intento desesperado por escapar de las garras de aquel ente maligno que quería atraparla. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal. Era exactamente igual que en mis sueños. Parecía ser una copia exacta de la pesadilla que tuve. En el otro cuadro, una niña se cubría y cerraba los ojos, fuertemente resguardada bajo la sabana, mientras la misma sombra parecía susurrar algo. Sus labios, ligeramente entreabiertos, estaban delineados de tal forma que creaban una falsa apariencia de vida, lo que atrapó mi mirada durante unos segundos eternos, hasta que Diosdado, inclinándose a mi lado, rompió el hechizo.


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-¿Te gustan? Los vendo. Si compras tres, te doy uno de regalo.

-¿Cómo los pintaste?- pregunté, sin dejar de contemplar el cuadro, maravillado. El hombre volvió a su canapé tapizado de terciopelo marrón, parcialmente cubierto por una sábana, dos gruesas mantas y una almohada. Intuí que dormía allí, y que, de hecho, gran parte de su vida transcurría en aquel sofá. Diosdado empezó a liar un porro.

-¡Qué va! No los pinté yo. Lo hizo mi hermano.

Esperé a que terminase la primera calada antes de preguntar.

-¿Tu hermano?

El extraño me miró sorprendido entre las volutas de humo que desprendía el porro. -El que te ha enviado, Edú. Él antes pintaba cosas más alegres, sabes… Paisajes, el sol y esas cosas. Después, su pincel se ensombreció, al igual que su corazón, y se volvió loco- dijo moviendo la cabeza, abatido. Yo tomé asiento a su lado, súbitamente interesado.

-Cuéntame cómo fue todo, y te compro los cuadros.

El hombre se incorporó bruscamente, atraído por la oferta. Me miró despacio antes de responder: -Los dos van a ser 20.000 francos, y te llevas otro de regalo- dijo con el rostro iluminado. Saqué dos billetes violetas del bolsillo y se los entregué. Diosdado dio otra calada y se dispuso a contar la historia de Eduardo Edú. -Eduardo Edú fue el último hijo de una familia humilde. Nuestro padre no era más que un agricultor que había venido a Malabo en busca de una mejor vida y, al llegar, se encontró con una realidad muy diferente a sus expectativas. Se casó con mi madre y no tardaron en tener vástagos, tres para ser exactos. Pero de esos tres, solo uno lograría destacar en lo académico. Edú llegó a ganar una beca del Gobierno y se fue a España, donde estudió bellas artes. Volvió después de siete largos años tras los que, de verdad, creía que nunca volvería a verle, pero dicen que


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uno siempre retorna al lugar donde alguna vez fue feliz. Edú volvió al lugar que le vio nacer pero se encontró con una Malabo muy distinta de la que dejó casi una década atrás, y no tardó en enamorarse de una joven de apenas 19 años, Sandra Andeme. El destino, voluble en su ser, gusta de jugar con el futuro de los más débiles, o quizá fuera Dios quien intentaba poner a prueba la fe de Eduardo haciendo que conociese a aquella mujer, mitad diablo y mitad ángel, que le brindó segundos de felicidad y hundió toda su vida en la desgracia. La llegada de Sandra a su vida trajo consigo el éxito que tanto ansiaba mi hermano, y su talento no tardó en hacerse notar. Sus cuadros se exponían en los centros culturales y se tasaban por cientos de miles de francos. Su nombre fue sinónimo de ingenio y éxito. Algunos incluso llegaron a apodarle el Sorolla de África. Su éxito y notoriedad iban cada vez en aumento, tanto que sus cuadros llegaron a exponerse fuera de Guinea: en Abidjan, Douala y Madrid. Un día, sin avisar, vino a verme muy alterado En sus ojos había un miedo atroz. En sus palabras, en todos sus gestos, se advertía una gran agitación interior. Sus pupilas se movían constantemente, de un lado para otro. Me preguntó si creía en la brujería. Me dijo que creía que estaba hechizado. Yo le invité a entrar y a tranquilizarse. Mi hermano vaciló un instante pero acabo entrando. Le observé escrutar todos los rincones de la habitación. Yo le sonreí, tratando de infundirle confianza, y le ofrecí un vaso de coñac. Lo vació de un trago, sin andarse con protocolos. Me dijo que no podía quedarse porque tenía una misión: tenía que quemar un lugar, y por eso necesitaba mi ayuda. Yo le escuché sin juzgar, pero todo aquello me parecía bastante absurdo, y así se lo hice saber. No podía ayudarle. Le pedí que se calmara, que mañana iríamos a ver a un médico, y se encolerizó. Me dijo que yo no le estaba tomando demasiado en serio, que siempre le había tenido envidia.

Diosdado bajó la mirada y se quedó en silencio. Esperé unos segundos hasta que me di cuenta de que el señor se había ido muy lejos. -No volví a verle hasta después de una semana. Mi hermano ya estaba loco. Dormía en las calles y comía de los contenedores de basura. Al parecer, toda aquella paranoia acabó por trastornarle. Le acogí e intenté que recuperase su salud. En una ocasión, me levanté en mitad de la noche, alertado por unos ruidos en el comedor,


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y encontré a Eduardo con el pincel en la mano, deslizando trazos sobre el lienzo con mano temblorosa, sin dejar de repetir: “Ongura, viene a por mí”. Me acerqué a él y constaté que sus ojos estaban blancos como el mármol. Estaba en trance, pintando aquello que soñaba. Diosdado le dio una larga calada a su ya casi consumido porro y se levantó trabajosamente, dirigiéndose hacia un armario de donde extrajo un cuadro, y me lo tendió. Lo tomé con sumo cuidado, y pude ver el rostro de Sandra, la protagonista de mis pesadillas, pintada de una forma espectacular. Era tan real que la imagen de sus labios de hace dos noches me vino a la memoria, y se diluyó en el rostro que observaba. El realismo y los detalles eran impresionantes, rozando la finura de una instantánea. Conservaba el mismo rostro perfectamente delineado y aquella mirada, tan bien captada por el pincel de Edú, que parecía analizar más allá de lo que podían ver los ojos. -De vez en cuando le vuelve la lucidez. Ese fue el último cuadro que pintó estando lúcido. Me lo dejó en la mesa y se fue.

IV Eran casi las cuatro cuando volví a casa cargado con los dos cuadros. No volví a dormir, temeroso de mis propios sueños. Intentaba digerir todo aquello que me había contado Diosdado. Preparé café y bebí un par de tazas, esperando, insomne. Quizá fuera el exceso de cafeína que corría por mis venas, o tan solo mi conciencia que intentaba volver, como la luz después de un apagón, pero pasé el resto de la madrugada dándole vueltas a una idea que era de todo menos reconfortante. Resultaba difícil pensar que aquellas pesadillas tan realistas, por un lado… mi desmejoramiento físico, por otro… y aquella extraña experiencia sexual con aquel ser, que sin lugar a dudas era un fantasma, no estuviesen relacionados. En esas y otras reflexiones estaba inmerso cuando el albor del amanecer acarició la ventana de mi casa. Salí fuera y contemplé el paisaje de Ela Nguema asomándose bajo un cielo de plomo que amenazaba tormenta. Me vestí, busqué mi maletín de trabajo y caminé sin prisa hacia la estación del autobús. Al llegar, las primeras gotas empezaban a golpear las hojas de los árboles y estallar sobre el camino, levantando volutas de polvo como si fuesen proyectiles. A través de la cortina de lluvia, la gente huía a refugiarse bajo árboles y marquesinas; otros, más avezados, caminaban raudos y arqueados, soportando con temple el flagelo de


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las gotas de lluvia sobre la espalda. Gracias a Dios no tuve que esperar mucho para ver aparecer el primer autobús. Apenas venía cargado. Me senté en la última fila de asientos, junto a la ventanilla, y allí, envuelto bajo el rumor sordo y melifluo de la lluvia y la tibieza del interior, me rendí a un sueño tímido. Me encontré sumido en una oscuridad creciente, y el llanto de una niña llegaba a mis oídos nítidamente. Aunque no la podía ver, di un giro de noventa grados buscando el origen del lamento, y detrás de mí encontré a una pequeña, de espaldas, en mitad de la oscuridad. Me acerqué lentamente, agarré su brazo y, al darse la vuelta, descubrí una figura sin rostro que parecía sonreírme. Yo intenté retroceder, pero la niña me agarró la muñeca con una fuerza hercúlea. Me desperté con un enorme alarido de terror que inundó el interior del autobús, asustando a los pasajeros y al conductor, que, en un acto reflejo, apretó el pedal del freno haciendo un chirrido estridente y frenando en seco, haciendo que algunos perdiesen el equilibrio. Una vez el coche se hubo detenido, todos los ojos se posaron en mí. Algunos me miraban sobresaltados con la incertidumbre dibujada en el rostro; otros, con animadversión. Yo permanecí quieto unos segundos, tomando conciencia de dónde estaba y de lo que acababa de hacer. Sentí que me costaba respirar y que algo me oprimía el pecho. Un sudor frío me cubría la frente y las manos, sin saber cómo reaccionar, y, sin pensarlo dos veces, descendí del vehículo seguido de cerca por las miradas acusadoras del resto de pasajeros. No me preocupé en pagar. Caminaba lo más rápido posible, huyendo de aquellas miradas fustigadoras, entregándome a la tímida lluvia helada. A pesar de la distancia aún podía sentir sus miradas posadas en mí, e incluso alcancé a escuchar un “akiee ” sofocado por la distancia. Me encontraba muy cerca de mi destino, así que decidí continuar el resto del camino a pie. Llegue al barrio Los Ángeles quince minutos después. En aquellas horas de la mañana, las calles de Malabo se teñían de un gris pálido y el pavimento estaba humedecido por la lluvia y el gélido viento del amanecer. La morada de Nahana Ndong ocupaba el primer piso de una de las múltiples casas pintadas de amarillo que conformaban ese barrio. Crucé un vestíbulo cavernoso desde el que una escalinata ascendía en espiral. Mientras subía y mis pasos se perdían en el eco de la escalera, me dediqué a ordenar los impulsos, pues apenas podía llamarlos pensamientos o ideas, que me habían llevado hasta allí. Suspiré antes de llamar. La joven que me abrió la puerta podría haberse escapado de un catálogo de moda,


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alta y delgada, con una espesa mata de pelo afro. Evanescente e inocente, tocada de un aire místico.

-¿Es la casa de Nahana?

Ella asintió débilmente con su mirada encendida de curiosidad. Buenas tardes- empecé-, mi nombre es David. Me gustaría hablar con tu madre. Vi la perplejidad dibujarse en su pálido rostro, dudando. La muchacha pareció calibrar opciones durante un par de segundos, al fin se decidió y sonreí aliviado cuando abrió la puerta y me invitó a pasar. Después se asomó y miró a ambos lados del pasillo antes de cerrar. Era de constitución frágil y desprendía un aroma a agua de jazmín. Calculé que debía de tener diecinueve años o poco menos, ya que parecía más joven. La casa olía a museo, como si el aire que flotaba en ella llevase allí atrapado décadas. Las paredes vestidas de terciopelo negro estaban cubiertas con estampas de santos, vírgenes y mártires en agonía. Me condujo hasta el salón y me indicó que esperase. Segundos después, se perdía en los intestinos de un pequeño pasillo. Me quedé solo, esperando. Las dudas resonaban en mi cabeza como el eco de un golpe. Había ido a por respuestas, pero no estaba seguro de tener las preguntas, y ambas cosas mezcladas constituían una ominosa combinación. Una mujer de avanzada edad franqueó el umbral del pasillo. “Nahana Mangue”, pensé. La mujer me miró con curiosidad y me indicó que me sentara en una silla apoyada contra la pared. Observé que hacía esfuerzos por dominar el temblor de sus manos mientras apoyaba un bastón en el sofá. Su cuerpo hedía a enfermedad bajo una máscara de colonia. Me examinaba en silencio, y pude advertir que sus ojos destilaban recelo. -Buenos días, señora. Soy David- dije, usando la misma fórmula -. Necesito información acerca de lo que le ocurrió a Sandra el 6 de mayo. Una sombra cruzó los ojos de la anciana.

-Lo siento, no puedo ayudarte- cortó.

-Señora, es muy importante para mí.

-¿Por qué? ¿Por qué es tan importante para ti esa mujer?– atacó, con cierta hostilidad


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Traté de sonreír dócilmente, pero la anciana captó la nota de desesperación en mi voz.

-Soy periodista. Escribo sobre ella- mentí.

La mujer hizo una mueca burlona. -Señor David, si quiere llegar lejos en la vida debe aprender a mentir- dijo, mientras cogía su bastón y se ponía en pie -. Mi hija le acompañará a la puerta. La vi tomar el camino del pasillo y, en un intento desesperado por llamar su atención, solté: -Sueño con ella. Cada vez que cierro los ojos está presente. No puedo sacarla de mi mente. El estrepitoso estruendo de un vidrio rompiéndose estalló al fondo del pasillo. La anciana detuvo su marcha y se volvió. Me observó con curiosidad, sin ocultar cierta sorpresa.

-He hablado con un tal Diosdado. Él dijo que usted podía ayudarme.

-¿Qué le hace pensar que yo podría ayudarle- preguntó, fingiendo indiferenci - o que yo tenga algo que ver con ese tal Diosdado?

-Me dijo Diosdado que usted era muy amiga de la madre de Sandra.

-Eso era antes, hace muchos años - respondió la mujer, como si pensara en otra cosa. Alzó los ojos para mirarme de frente y, con calma, volvió a tomar asiento en el mismo lugar de antes. Después me miró fijamente. -¿No solo la viste, verdad?- Hizo una pausa para mirarme a los ojos -. Hubo algo más intenso entre los dos. Yo asentí. La mujer suspiró lánguidamente, dándome a entender que aquello no era nada bueno. -Sandra y yo estuvimos muy unidas, aunque de eso hace mucho tiempo. Tanto, que he olvidado cómo se siente el tener una amiga de verdad- Hizo una pausa-. La quería de verdad, y me dolió mucho terminar con nuestra amistad. Yo


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no tenía otras amigas y, cuando ella llegó aquí, nos hicimos inseparables. Hacíamos todo juntas: pasear. íbamos a comprar… pero, sobre todo, hablábamos. Está bien tener a alguien con quien hablar. Asentí, animándola a continuar. -Así que, cuando nos distanciamos… bueno, fue muy triste para mí. Yo creía que con el tiempo ella cambiaría de parecer y quizá…pero eso nunca ocurrió.La mujer volvió a suspirar lánguidamente.

-¿Qué razón lleva a dos buenas amigas a separarse?

La mujer elevó el rostro, saliendo de sus elucubraciones. Tardo un par de segundos en responder.

-El mal.

Fruncí el ceño pero no dije nada. La mujer suspiró. Calculé que debía de rondar los sesenta o sesenta y cinco años. El eco de la que tenía que haber sido una belleza deslumbrante apenas se había evaporado. -Una vez ella me llevó a una especie de reunión. Era noche cerrada, una de las noches más oscuras que jamás había visto en mi vida. Allí encontramos a otros, eran como cinco personas. Al principio fue divertido. Hablábamos de mitología, de la cultura y los tótems, de las leyendas en Guinea y esas tonterías, y, poco a poco, comenzaron a dejar esos temas para centrarse tan sólo en la brujería, la magia, los símbolos mágicos… A mí esto me divertía menos, pero Sandra estaba fascinada, y tengo que reconocer que tenía su atractivo y su interés. Siempre había sido una rebelde, un alma libre que odiaba las reglas y los patrones de conducta. A ella le gustaba todo eso de las reuniones clandestinas, pertenecer a un grupo secreto… Bajó la mirada y se quedó en silencio. Esperé unos segundos hasta que me di cuenta de que la mujer se había ido muy lejos.

-Señora…- la llamé suavemente.

Ella levantó la mirada y sonrió un poco.

-¿Qué ocurrió después? ¿Qué la hizo abandonar?

-Sacrificios. Empezaron a hablar de la necesidad de ofrecer sangre para hacer efectivo un buen conjuro y decidí que no me gustaba. Lo hablé con ella.


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Le dije lo que pensaba y que debíamos dejarlo, pero ella se puso hecha una furia. Me dijo que yo no entendía la importancia de lo que hacíamos, el poder del que hablábamos. Vaya, que me di cuenta de que le habían lavado el cerebro. Me acusó de ser una traidora y acabamos mal. Yo no volví a reunirme con el grupo, pero durante meses recibí sus recordatorios -¿Recordatorios? -Cosas que pasarían inadvertidas para otros, pero que yo sabía bien lo que eran. Gotas de sangre frente a la puerta de mi casa… Y los peores eran los sueños. Para que nunca hablase del grupo.

-¿Sabe si continúan reuniéndose?

-No.

-¿Puede darme la dirección del lugar dónde lo hacían?

-¿No me has escuchado? Si lo hiciera, algo horrible podría pasarle a mi hija o a mí. Hemos terminado- cortó. Dicho esto, se levantó y me dio la espalda. Con un grito llamó a su hija para que me acompañase hasta la puerta. Justo antes de salir del salón me volví a echar un último vistazo a la anciana y pude ver que temblaba. Ruth me guio en silencio hasta el vestíbulo y, una vez allí, me sonrió a modo de disculpa. -Mi madre es una mujer difícil, pero de buen corazón- justificó -. La vida le ha dado muchos sinsabores y a veces su carácter la traiciona...

Me abrió la puerta y se me quedó mirando. Leí una duda en su mirada, como si quisiera decirme algo, pero temiese hacerlo. -¿Nchama?- llegó la voz quebrada de la anciana desde el interior del piso-. Date prisa. Una sombra cubrió la faz de Nchama.

-Ya voy, madre, ya voy...

Le ofrecí la mano en señal de agradecimiento. Ruth la estrechó y sentí que algo se


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deslizaba entre nuestros dedos. Me tendió una última mirada desolada y se metió en el piso cerrando la puerta tras de sí. En la soledad de aquel pasillo constaté que tenía un papelillo en las manos. Ponía: plaza Waiso a las 6.30. Consulté el teléfono, tenía casi cinco horas por delante. También constaté que había recibido 3 llamadas y dos mensajes de Vanesa. No me atreví a leerlos.

V Se desplomó la tarde rápidamente, con una brisa fría y un manto azulado que resbalaba entre los resquicios de las calles. Creo que nunca había sido tan puntual en toda mi vida. Descendí del coche que frenó justo al lado del Centro Cultural Francés cuando apenas faltaban diez minutos para las seis. Me recibió el olor a pescado de las vendedoras de al lado y, a mi paso, un par de palomas alzaron el vuelo. Distinguí la silueta de Ruth Nchama sentada en una de las sillas de la plaza, enfundada en un vestido de color marfil que dejaba sus hombros al descubierto. Sostenía en las manos un lápiz y garabateaba en una cuartilla. Su rostro delataba una gran concentración y no advirtió mi presencia. Su mente parecía estar en otro mundo, lo cual me permitió observarla embobado durante unos instantes. Estaba más hermosa, diferente del aspecto de cenicienta que presentaba por la mañana. El rugir de una ráfaga de viento hizo volar varios de sus papeles y rompió la magia del momento. Me apresuré a cazarlos. El bolígrafo se detuvo en seco, y sus ojos se alzaron hacia los míos cuando le entregué aquello que parecían ser dibujos. -Gracias. Enseguida cerró el cuaderno, me hizo hueco en la silla y me indicó sin palabras que tomase asiento a su lado. Obedecí.

-Cuéntamelo todo.

Le conté mi historia, sin reserva alguna, desde mi fatídico descubrimiento hasta las pesadillas realistas que tenía, rehuyendo su mirada y sonriendo nerviosamente a veces, esperando que mis palabras no fuesen tomadas por disparates de una mente privada de razón. Pero Nchama escuchaba en silencio, sin juzgar. Nos acogía el atardecer y aquel silencio que une a los extraños, y, por primera vez en mi vida, me sentí con valor de decir cualquier cosa. Cuando hube terminado, Nchama se limitó


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a dedicarme una sonrisa y, un segundo después, se puso de pie. -Vamos. Me guio a través de las calles de Malabo. Yo desconocía el rumbo, y no tenía más pista de sus intenciones que una misteriosa sonrisa. Caminaba sin prisa y yo le seguía el ritmo, acostumbrándome a sus pasos y al perfume de su cuerpo tocado de un aroma a limón.

-¿Dónde vamos?- pregunté mientras dejábamos el ICEF atrás.

-Paciencia. Ya lo verás.

Descendimos hasta la calle de la iglesia Claret, y dejamos atrás a un grupo de musulmanes apostados alrededor de la mezquita. Desde allí, giramos en dirección al mercado público y dejamos la ciudad bajo el cielo grisáceo de la tarde. Mientras avanzábamos hacia un destino que me estaba siendo ocultado, Nchama me contó que ella estaba muy familiarizada con ese tipo de cosas. Antes de instalarse en Malabo, había vivido toda su vida en el pueblo con su abuela, que era la curandera, y que la había iniciado en aquellas prácticas.

-¿Sabes qué es el Kong?- preguntó sin dejar de caminar.

-¿Te refieres al maleficio?

Nchama asintió. -Para la creencia popular, el Kong apresa el alma de una persona convirtiéndole en un esclavo de los deseos del hechicero o la bruja. Ese maleficio puede llevarse a cabo de miles de maneras, pero la más efectiva, la más poderosa, es el encuentro íntimo. La posesión de un cuerpo es el modo más seguro de capturar un alma. Detuve mi marcha, asimilando las palabras de Nchama.

-¿Quieres decir…que estoy embrujado?

Nchama también se detuvo. Me dedicó una mirada de conmiseración. -Si, pero solo pueden apresarte a través de tus sueños. Esos sueños que has tenido, esas sombras que intentan atraparte, son reales. En realidad es lo que quieren hacer, aprisionar tu alma.


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Me miró en silencio. Caminé lentamente rehuyendo su mirada e intentando procesar toda aquella información. Desde algún lugar remoto en mi conciencia llegaban gritos que me impedían creer la hipótesis de Nchama, pero era cierto y debía admitirlo: estaba hechizado. Nchama caminaba a mi lado en silencio, intentando no interrumpir el hilo de mis pensamientos. La noche había caído cuando llegamos al cementerio de Ela Nguema. Los muros del camposanto se alzaban en una endeble fortaleza de cemento coronada con bombillas que aportaban una débil luz dorada. Siguiendo sus instrucciones, nos acomodamos en un discreto rincón, bajo un árbol al lado de la capilla del camposanto. Desde allí teníamos una buena visión del solitario cementerio rodeado por las luces, como centinelas que velaban el sueño de su amo. -Es una suerte que no hayas acudido a un médico. La medicina occidental solo habría empeorado tu situación. Los sueros y sedantes inducen al sueño profundo. y eso hace… -¿Qué hacemos aquí?- la interrumpí abriendo las manos en demanda de alguna explicación.

-Un poco más de paciencia.

Transcurrieron cinco o diez minutos en un silencio solo interrumpido por el vaivén de los vehículos. Una eternidad. Es de noche. Tomo conciencia de mi cuerpo. Me encuentro en un lugar abierto, parece un campo. Un viento gélido me hace temblar de frío y me llevo las manos a los brazos, masajeándolos, intentando aportarles algo de calor. Miro alrededor. Hay algo entre la oscuridad. Es una persona, una mujer. Su vestido danza al son de la música del viento. Es Sandra Andeme, con el mismo vestido blanco que llevaba en la pintura, un crucifijo de oro sobre el pecho. Nada más en su aspecto hacía recordar a la mujer risueña y confiada que sonreía en el cuadro. Había en sus ojos un dolor profundo y desconcertante que hacía aflorar en su rostro una mueca de profunda confusión, como si no entendiese nada, como si lo que le ocurría le resultase imposible de aceptar. Permanecía en pie, quieta, desorientada, apática, zarandeada por un viento implacable que parecía soplar desde todas las direcciones, imprimiéndole un balanceo rítmico que resaltaba más la sensación de desamparo. Se abrazaba la cintura con el brazo izquierdo, procurándose así un pequeño refugio que resultaba insuficiente para obtener algún consuelo, y, de vez en cuando, lanzaba miradas alrededor que eran sondas buscando. Hasta que encontró


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mis ojos. Abrió la boca, sorprendida como una niña en su cumpleaños, y comenzó a hablar. Yo veía cómo se movían sus labios amoratados por el frío, pero ningún sonido salía de ellos. Me incorporé hasta quedar sentado mientras centraba toda mi atención en intentar entender lo que la mujer me decía, pero estaba muy lejos y el viento arreciaba, ensordecedor, y se llevaba los leves sonidos que brotaban de sus labios, que repetían una y otra vez las mismas palabras que no podía entender hasta que señaló hacia mi dirección. Al volverme, una sombra se acercaba, tendiendo un oscuro manto a su paso. Eché a correr con todas mis fuerzas, pero al alcanzar a Sandra sentí que me detenía y me agarraba de los hombros, zarandeándome con fuerza y abofeteándome. “Despierta… despierta”. Me desperté confuso y con un escozor en el cachete izquierdo. Nchama me miraba con el rostro preocupado. Podía ver sus ojos escrutando entre la oscuridad. Me froté la mejilla, mientras sentía escapar la sensación angustiosa que la mujer del sueño había conseguido transmitirme a medida que descendían las pulsaciones de mi corazón.

-¿Me has pegado?- dije, acariciándome la mejilla.

Nchama se rio mudando la expresión de inquietud. Era la primera vez que escuchaba su risa. -Te lo has merecido por quedarte dormido- explicó, haciendo un esfuerzo por dejar de reír-. ¿No has escuchado lo que te dije sobre los sueños? Estaba a punto de protestar cuando Nchama alzó la mano, haciéndome callar antes de que hubiese despegado los labios. Señaló hacía la bóveda del cementerio. Una figura camuflada en un traje negro avanzaba hacia el interior del camposanto. La figura se confundía con la oscuridad de la noche y solo era delatada por la linterna que guiaba sus pasos. Por alguna razón, sentí un escalofrío.

-¿Quién es?- susurré.

Nchama me cortó poniéndome el dedo índice en los labios. Cuando la figura hubo cruzado la arcada principal, Nchama me dirigió una mirada nerviosa y se acercó a susurrarme algo al oído. Sentí sus labios rozarme la oreja y unas cosquillas.

-No hagas ruido, sígueme- musitó en una voz casi imperceptible.

La figura avanzaba entre las tumbas como un espectro. Nchama caminaba


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lentamente, intentando que sus zapatillas All Star, sobre la vereda, no delatasen su empresa. Yo caminaba a su lado con el corazón latiendo a mil por hora. El cementerio de Ela Nguema yacía sumido en un letargo de tinieblas. Su ciudadela de tumbas, cruces y sepulturas maquinaba arabescos al paso de la linterna del desconocido. La oscuridad creaba siniestras siluetas y catapultaba mi imaginación a interpretar docenas de criaturas intrigantes al acecho. Caminamos entre las sombras de la noche guiados por la silueta anónima que avanzaba a unos veinte metros de nosotros, combada sobre su cintura. La figura se aproximó a una lápida y se detuvo, dándonos la espalda. Ocultos tras un pequeño árbol, espiamos a aquel desconocido. Depositó la lámpara sobre el suelo y permaneció por espacio de casi cinco minutos en silencio al pie de la tumba. Finalmente se inclinó y entonó una especie de invocación gutural en un idioma que no parecía ser de este mundo. Su voz era como un eco espectral cuyo efecto me heló la sangre. Súbitamente, algo resonó fuera del recinto, muy parecido a un aullido. Exploré el manto de sombras que nos rodeaba. Escuché de nuevo aquel sonido inclasificable. Hostil. Maléfico. Intercambiamos una mirada muda. Sentí la mano de Nchama cerrarse sobre la mía con fuerza. Temblaba igual que yo.

-¿Qué es eso?- pregunté en un hilo de voz.

-No lo sé.

Una película de sudor me afloraba en la frente. Me giré hacia Nchama y comprobé, a media luz, que a ella le estaba sucediendo otro tanto. Aquel murmullo sobrenatural continuaba agitándose en la sombra. Parecía provenir de todas partes. Dos diminutos puntos rojos brillaron entre la oscuridad, acercándose a la mujer invocados por su canto diabólico. Era un perro, un enorme mastín cuyos ojos encendidos, de un blanco intenso, indicaban que su naturaleza estaba más allá de lo normal. -Vámonos de aquí- sugerí con un tono febril que delataba el miedo que sentía. Yo caminé marcha atrás tirando de ella, que parecía petrificada ante aquella visión, pero, al hacerlo, unas ramas crujieron bajo nuestros pasos. La figura giró la cabeza bruscamente hacia nosotros. -Nos ha visto...- susurré, refugiándome con Nchama tras una gruesa tumba surcada de inscripciones.


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Asomé la cabeza lentamente por encima de la lápida y husmeé a tiempo de ver que la figura alargaba un huesudo dedo señalando el lugar donde nos escondíamos. El corazón me dio un vuelco. El diabólico perro ladró varias veces y emprendió el ataque acercándose a velocidad endiablada, ladrando a pleno pulmón. Sus ojos parecían traspasar la oscuridad con ansia feroz, y sus fauces olían el rastro de la muerte pegado a nuestros talones. Tiré de Nchama y corrí, esquivando tumbas y salvando todo tipo de obstáculos. El eco de los ladridos se hacía cada vez más patente, ganando terreno. Nos movíamos entre las negras sombras y la ciudadela de tumbas como fantasmas, en el más absoluto silencio, con la sangre golpeándome muy fuerte en las sienes y el corazón, y los pulmones quemando igual que si me los estuvieran sacando del pecho para volverlos del revés, oyendo detrás los ladridos del perro. Escuchaba la respiración acompasada de Nchama tras de mí, y sentí que mi mano se desligaba de la suya. Se quedaba atrás. Algo tiraba de ella hacia las sombras. Nchama aulló de terror y pude ver el rostro sin mirada, de cuencas vacías y negras, del perro mordiendo su zapato con unos dientes afilados como navajas. Su cara estaba cubierta por una máscara de piel muerta. Alcancé una rama del suelo, me lancé con todas mi fuerzas contra el perro y lo derribé.

-¡Venga!-la alenté, ofreciéndole mi mano.

Aquello pareció animarla. Echó un último vistazo hacia atrás, se tragó el desagradable gusto a miedo y la agarró. Yo la impulsé haciéndola correr más rápido. Cerca del barrio de Marina, volamos hacia la puerta mientras la figura del perro se alzaba de nuevo. Ya casi vislumbrábamos la salida cuando el sabueso emergió de la oscuridad y nos la bloqueó. Sus fauces amenazantes me hicieron dudar. Enfilé hacia la izquierda tirando de Nchama.

-Por allí no hay salida- dijo Nchama, entre jadeos.

Pisábamos las tumbas violando su sacra naturaleza, y el eco de nuestros pasos se perdía entre los ladridos alterados del sabueso asesino a solo unos centímetros de nosotros. La sien me empezó a palpitar el doble de rápido que mi corazón cuando atravesamos una pequeña arboleda, y la valla de cemento de dos metros y medio de altura que rodeaba el camposanto nos dio la bienvenida. Me detuve y me apoyé contra el muro, resollando. Nchama se escudó tras de mí y me miró por encima del hombro. El sudor de su frente pareció brillar entre la oscuridad. Respiraba agitadamente por la nariz y la boca; parecía al borde del colapso. Miré desesperadamente alrededor buscando una solución.

-Hay que escalar la valla.


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Nchama examinó el muro con los ojos desmesuradamente abiertos, moviendo la cabeza de un lado a otro.

-No puedo escalar eso- dijo con voz trémula

Un ladrido sonó muy cerca de donde estábamos. Nchama se dio la vuelta y vi el miedo reflejado en su mirada.

-Te alzaré, rápido- ordené, mientras ofrecía mis manos a modo de escalón.

El perro ya había doblado el recodo de la esquina y su visión parecía haber paralizado a Nchama.

-¡Date prisa!- grité-. Pon los pies sobre mis manos.

El perro se acercaba cada vez más. Me mordió la pernera del pantalón y tiraba de ella con furia animal. Empujé a Nchama con fuerza, y ella se impulsó y trepó en un segundo, ayudándose con las piernas. Golpeé al perro con el pie libre. Retrocedió y su ladrido se convirtió en una especie de gemido.

-¡Toma mi mano!- gritó Nchama desde lo alto de la valla.

Se había apoyado en el muro y me ofrecía ayuda. Yo retrocedía mientras el perro ladraba dispuesto a atacar de nuevo. Salté y tomé la mano de Nchama, al tiempo que sentía una punzada aguda en el pie izquierdo. Una de las fauces del perro me había alcanzado y los dos colgábamos de la mano de Nchama, que gritaba haciendo un esfuerzo hercúleo por soportar nuestro peso. Si me soltaba, caería en las fauces del sabueso sin tiempo a luchar. Golpeé varias veces al perro en la boca hasta que se descolgó y logré alcanzar el borde del muro. Me aupé y saltamos hacia el otro lado. Cuando choqué contra el suelo fue como si una bomba atómica de fuego blanco y calor cegador me estallara en el pie. Respiré hondo e intenté no gritar, pero se me debió de escapar algún sonido. Nchama me agarró del brazo. Al otro lado aún se escuchaba el rugir de ladridos.

-Rápido- jadeó-, salgamos de aquí.

La habitual muchedumbre noctámbula que rondaba en las noches de Malabo se había recluido, y la ciudad ofrecía el aspecto de jungla abandonada. Corrimos calle abajo con el temor de ver reaparecer al perro. Después, ya caminando en silencio, escuché suspirar a Nchama en la penumbra y


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me sentí insignificante, sin saber qué hacer o qué decir. Algo en aquel cementerio la había turbado profundamente.

-¿Estás bien?

Nchama asintió en silencio, con los ojos casi cerrados.

-¿Qué era eso de ahí adentro?

Súbitamente, algo resonó no muy lejos de nosotros. Exploramos el manto de sombras que nos rodeaba. Escuché otra vez aquel sonido inclasificable. Noté entonces un hedor a podredumbre, nauseabundo y penetrante, el mismo que había sentido en mi casa. Llegaba desde la oscuridad como el aliento de una bestia salvaje. Tuve la certeza de que no estábamos solos. Había alguien más allí. Observándonos. Nchama contemplaba petrificada la muralla de negrura. La tomé de la mano y la guie hacia la carretera. Allí pillamos un taxi, rumbo a la ciudad de Malabo.

VI Eran casi las tres de madrugada cuando descendimos del vehículo, que nos cobró el doble del importe por ser medianoche. La ciudad se presentaba desierta en aquellas horas de la madrugada, cuando el sonido de nuestros pasos y voces rompían el relativo silencio reinante. Un suave viento mecía los árboles y la tímida luz de las farolas inmovilizaba sus sombras, proyectadas en la acera junto a las de los edificios. Yo, caballeroso, le ofrecí mi cazadora a Nchama, que parecía tiritar. No sé si era por el frio o por nuestra reciente aventura. Envuelta en la prenda, Nchama aspiró el aroma que emanaba de ella y se la colocó. Después me lo agradeció con la mirada. Observé alrededor y sentí aumentar aún más la sensación de soledad y reposo reinante en las calles de la ciudad. Nchama caminaba algo adelantada. Yo la tomé de la mano, deteniendo su avance.

-Explícame qué fue eso del cementerio- exigí-. ¿Quién era esa cosa?

Nchama suspiró. -Hoy es noche cerrada- anunció mirando alrededor -. En noche cerrada, los brujos salen a recoger los frutos de sus hechizos. Ese perro no era normal, había algo diferente en él. Hay alma en él. Es una persona atrapada en el cuerpo de ese animal. Son personas que, como tú, estaban hechizadas y, al morir, pasaron a


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formar parte de la lista personal de esa bruja.

-Dios mío- susurré.

Caminamos en silencio hasta la entrada de la casa de Nchama. A pesar de estar sumido en mis pensamientos, comprobé que se volvía a mirarme de vez en cuando, preocupada por mi silencio, pero ni ella ni yo dijimos nada. -¿Por qué haces eso?- pregunté, cuando nos detuvimos frente al umbral-. ¿Por qué me ayudas? Nchama se encogió de hombros. No lo sé- Hizo una larga pausa -. De niña también tuve pesadillas, mejor dicho, una pesadilla que se repetía constantemente. Soñaba que era un bebé y una mano negra me agarraba del cuello y me degollaba. Casi siempre despertaba alterada y con la sensación de estar a punto de ahogarme, con una opresión en el pecho, igual que tú. No nos habíamos dado cuenta que allí se acababa nuestro trayecto: habíamos llegado al umbral de la casa de Nchama. Me devolvió la chaqueta, la tomé en silencio. Me disponía a explicarle la extraña aparición que había creído presenciar cuando ella se puso de puntillas para besarme en la mejilla. El roce de sus labios bastó para que las dudas se evaporasen.

-Cuídate y no te duermas- susurró.

La contemplé en la quietud de la noche y asentí con la cabeza. Segundos después su frágil figura se perdía tras cruzar el umbral de la puerta, mientras su aroma de jazmín se desvanecía en el aire. Me disponía a emprender el camino de vuelta cuando descubrí que en el piso de arriba la luz estaba encendida y la silueta de una figura se recortaba a contraluz, observándome, igual que un centinela en su atalaya con los brazos cruzados en señal de clara hostilidad. Era la madre de Nchama. Pasé la noche en vela, dándole vueltas al relato que Ruth me había explicado y al relato de Nahana Ndong. Analicé los datos que tenía, una y otra vez, esperando encontrar en ellos alguna clave secreta entre los puntos y las comas.

VII


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Antes de ir al trabajo decidí volver al mismo lugar del día anterior, volver al cementerio y averiguar a quién pertenecía aquella tumba. Cuando cruzaba los muros del camposanto vi las primeras gotas golpear las hojas de los árboles y estallar sobre el camino, levantando volutas de polvo como si fuesen proyectiles. Intenté seguir el mismo sendero que habíamos tomado días atrás. Aún podía ver nuestras huellas sobre el fangoso terreno, aunque empezaban a ser borradas por la débil lluvia. El murmurar de las gotas llegaba tenue y ahogado por el llanto del día. Sonidos de animales entre los árboles me hacían estremecer, trayendo reminiscencias de la aventura de la noche anterior. Oí el canto lejano de los pájaros, entre el murmullo de la lluvia. El viento suspiraba a través del bosque y hacía rodar las hojas en todas las direcciones, formando una espesa y crujiente alfombra bajo mis pies. No me resultó fácil encontrar el sepulcro entre la ciudadela de tumbas y mausoleos que se arremolinaban dentro de los muros del camposanto. La estructura quedaba situada a la sombra de un pequeño árbol. Era bastante austera, contando apenas con una capa de cemento y algunas flores. En la lápida, el nombre de Mercedes Ondúa destacaba en letras mayúsculas. Me dije que aquel nombre me sonaba de algo, esforzándome en hacer memoria, y solo conseguí la desagradable sensación que produce estar a punto de recordar algo que se pierde de nuevo entre las tinieblas de la mente. Consulté el reloj y me di cuenta de que se me estaba haciendo muy tarde para el trabajo. Miré una vez más a mi alrededor mientras me dirigía hacia la puerta, y la carga ominosa y ausente del maldito perro de ayer cobraba de nuevo cuerpo en torno a mí. Apunté aquel nombre en un papel y salí del cementerio lo más rápido que pude. Los desvelos de la noche anterior habían dejado huellas oscuras bajo mis ojos, aunque eran casi las nueve cuando llegué a la redacción. No parecía haber mucha actividad en el interior; sólo un par de compañeros que, al igual que yo, se estaban incorporando a sus puestos. Les musité un par de palabras de saludo y me interné en el edificio. Estaba de camino al pequeño cuartucho que me servía de despacho, hablando entre dientes, absorto y algo trastocado por el acoso del sueño, cuando topé con un tipo regordete y de aspecto bonachón. Llevaba un pantalón caqui y una chaqueta marrón claro. Frunció las cejas al verme.

-¡Eddy!- dijo, y sus labios dibujaron una sonrisa.

Me aclaré la garganta. Obi Frank era uno de mis colegas, además de mi superior. Uno de los pocos con los que había hecho buenas migas. Era un tipo de ojos penetrantes y temperamento nervioso que siempre nos incitaba a ser originales. Era uno de los pocos privilegiados que conocía el secreto de la escritura creativa. Decía que la magia de la redacción era una diosa seductora y caprichosa. En sus manos,


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las letras se transformaban en líneas maravillosas que iluminaban el entendimiento y abrían puertas en el alma. “Escribir es un arte”, afirmaba Frank. Me echó un largo vistazo antes de indicar: -Vaya, al fin apareces por aquí. Después de días ausente, sin dar señales de vida. ¿Te encuentras bien? Yo asentí levemente. Él me miró sin mucha convicción. Sus ojos, ocultos tras unos lentes oscuros, se deslizaban, examinándome en silencio.

-Necesito que me ayudes. Quiero que me digas lo que sabes de esa mujer.

Le entregué el papelito en el que había apuntado el nombre de la mujer de la tumba. Frank pareció leer el nombre varias veces, haciendo un ejercicio mental de memoria. -Ya me acuerdo de esa mujer y de su tragedia. Fue algo horrible ¿Tiene algo que ver con algún delincuente?

-Sí- mentí.

-Pues en el almacén hay varios ejemplares que hablan de la tragedia. Yo mismo, hace dos años, leí un reportaje sobre ello.

-¿Puedes conseguirme uno?

Descendimos las escaleras que conducían al almacén. Era una sala al fondo de un largo pasillo, que en aquel momento me parecía más largo de lo normal. Frank lideró la marcha cruzándolo sobre sus zapatos de marca y dejando una huella invisible de caro perfume. A pesar de los cinco años que llevaba trabajando en el periódico, solo había tenido ocasión de estar en aquel lugar dos veces. Al entrar, encontré el despacho muy diferente a lo que imaginaba. La sala presentaba un amasijo de estantes y carpetas dispuestas en pilas de equilibrio imposible, apuntalando las paredes. Frank se abalanzó hacia la pila de periódicos amontonados junto a la pared y comenzó a revisarlos, uno a uno, separando los que no necesitaba. El suelo estaba cubierto de una película de polvo, una alfombra de cenizas que crujía bajo nuestros pies. Tardamos casi diez minutos en encontrar lo que buscábamos.

-Esos son los dos ejemplares que cubrieron la noticia del suceso.


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Estaba a punto de ofrecer una excusa cuando mis ojos se desviaron hacia la pila de revistas que descansaban en la mesa. Un nombre destacaba, en negrita, captando toda mi atención. Mi mirada se ensombreció al leer el titular. Mercedes Ondúa y Tobías Nchuchuma pierden la vida en un trágico incendio.

-¿Qué te ocurre?

Elevé la vista y me encontré con el rostro preocupado de mi compañero. Yo negué con la cabeza, abstraído, sin poder apartar la vista del ejemplar.

-¿Estás bien?

Yo volví a asentir. Frank sonrió nerviosamente y me puso una mano sobre el hombro. Su rostro se ensombreció como si alguien hubiera apagado una luz frente a sus ojos. -No parece que estés bien. Estás como ido, te veo desmejorado- me dijo, mostrando un semblante turbado. Hizo una pausa esperando una reacción de mi parte. Sin embargo, permanecí callado. Simplemente no sabía qué responder.

-Mira, tómate unos días de descanso y vuelve la próxima semana.

Su voz era cálida, reconfortante, una de esas voces dotadas de un poder tranquilizador y una rara serenidad. Después de darle las gracias fui a mi despacho a por un par de cosas y abandoné las instalaciones un minuto después. En el exterior, nubes albas se arrastraban sobre los tejados y reflejaban el color de las calles mojadas por la lluvia de hacía unas horas. Caminé hacia el quiosco más cercano, ajeno al trasiego del clima, con la fija idea de buscar un lugar donde refugiarme y leer a gusto. Me cobijé en el bar Azul, junto al cruce de Carretero, que daba a la calle. Desde la terraza podía apreciar el tráfico y el sonido de los coches que se arremolinaban en torno a él. Pedí una cerveza y desplegué el periódico buscando la noticia. La encontré en la página 13. El artículo rezaba: Tragedia en Calle Annobón. Una vez más, un incendio vuelve a cobrarse la vida de varios ciudadanos de nuestra ciudad capital. Esta vez se trata de la vivienda de Mercedes Ondúa, situada en pleno centro de la ciudad y que era una joya arquitectónica colonial, de las pocas que quedaban


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en la ciudad. Según testigos presenciales, el incendio ocurrió a las dos de la madrugada. El fragor de la tormenta impidió escuchar los gritos de los inquilinos del inmueble. La causa del incendio, según los oficiales de policía, debió ser un cortocircuito provocado por la precaria instalación eléctrica. En el suceso perdieron la vida la señora Mercedes Ondúa, dueña del inmueble, y su marido, Tobías Nchuchuma, que no pudieron huir de las llamas. Sus cuerpos, reducidos a cenizas, fueron hallados en sus camas, como si nunca hubieron despertado de la pesadilla de sus vidas. Abajo estaban las fotos de ambos fallecidos. Miré la portada. Aquel periódico databa de diecinueve años atrás, era del 7 de mayo de 1989. El día antes murió Sandra. Me costaba mucho creer que aquellos dos eventos no estuviesen conectados de alguna forma. Debía descubrirlo y la única manera de hacerlo era yendo a ese lugar. Seguro que encontraría respuestas allí. Doblé el periódico y aboné la consumición. La llovizna había vestido las calles de plata cuando salí del bar. Eran casi las cuatro de la tarde. Hice el camino hacia Los Ángeles sumido en elucubraciones e imaginándome a aquellas personas quemándose en silencio en aquel siniestro incendio. Sus gritos extinguidos por el fragor de la tormenta. Muriendo a gritos, pero en silencio. Al llegar a la casa de Nchama, encontré la puerta abierta y a Nahana barriendo. Absorta en sus pensamientos, me pareció una anciana de esas que parecían oponer resistencia al paso del tiempo. Me recibió con los brazos cruzados en actitud claramente hostil. La saludé cortésmente pero ella fingió no escucharme.

-Nchama no está, si es a quien buscas- me dijo secamente.

Estaba claro que aquella mujer no quería hablar conmigo. No me quería en su casa y respiraría aliviada cuando me viese marchar, alimentando la esperanza de no volver a verme.

-¿Sabe dónde la puedo encontrar?

La mujer detuvo su tarea y me miró con hostilidad. -No, y si ella te importa lo más mínimo no la busques, no despiertes al mal en ella. No debe meterse en ese mundo. No sabéis a qué os enfrentáis. Ella es peligrosa. La mujer se detuvo de pronto tomando conciencia de cuánto había dicho, replegándose sobre sí misma.


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-¿Quién es ella?

La mujer movió la cabeza de un lado a otro repetidas veces mientras retomaba su tarea y balbucía palabras ininteligibles. Me pareció que había envejecido quince años en un soplo.

-¿Te refieres a Sandra?- inquirí tanteando el terreno.

La señora me miró en silencio con el miedo dibujado en el rostro, moviendo de un lado a otro la cabeza.

-¿A quién? ¿A Nchama?

Un horrible gemido surgió de las entrañas de aquella pequeña mujer al escuchar aquel nombre. Se abalanzó sobre mí y yo, sorprendido, reculé. -¡Váyase de mi casa! ¡Váyase de mi casa y no vuelva nunca!- gritó empujándome hacia el pasillo-. ¡Fuera! ¡Váyase! -¿Quién era esa mujer?- pregunté mientras ella me cerraba el paso para obligarme a irme. La puerta se cerró ante mí, aunque desde el interior me siguieron llegando, amortiguados. los sollozos de la anciana. Descendí las escaleras lentamente con el peso de sus palabras en la espalda, sin saber qué significaba todo aquello, qué tenía todo aquello que ver con Nchama. No sabía qué hacer. Caminé pensando en el temor de aquella mujer que parecía convivir con el miedo al pasado. Tal vez eso mismo le estaba robando la lucidez. De regreso a mi casa, comenzó a llover. Me entregué a la lluvia helada sin rumbo fijo. Caminaba con la mirada caída, arrastrando la imagen de aquella anciana y sus palabras. A cada paso, la ciudad se desvanecía a mi alrededor. Crucé frente al Mercado Central, donde los comerciantes se apresuraban a cubrir sus mercancías con lonas para que la lluvia no las echara a perder. Me detuve en la estación y allí alquilé un taxi que me llevó de vuelta a Ela Nguema. La casa estaba fría, oscura y silenciosa. Intenté accionar el interruptor pero, al parecer, la tormenta se había llevado el fluido eléctrico. Me dirigí a mi cuarto y observé la lluvia tras la ventana. La plaza de Ela-Nguema estaba en aquellos momentos anegada por la lluvia. Los niños corrían bajo el aguacero y, al fondo, se


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vislumbraba la iglesia de san Fernando. En otro tiempo yo había hecho lo mismo. Me quité la ropa empapada y me enfundé un pantalón más cómodo. Me tendí en el sofá sin molestarme en encender una linterna, y me abandoné a la penumbra y al sonido de la lluvia en el tejado. Tomé un libro y pasé las primeras páginas, Cerré los ojos un instante e intenté no pensar en nada, y solo recuerdo haber parpadeado un segundo cuando de pronto me venció la fatiga. Tuve otra pesadilla. En mis sueños, la silueta encapuchada de una mujer circulaba en un carro tirado por una camada de perros diabólicos que escrutaban la oscuridad buscándome. Sus ojos rojos perforaban la oscuridad. Desperté al filo de un alba gris de cristales empañados, con el corazón latiéndome a un ritmo vertiginoso, gritando, envuelto en sudor frío y sin saber dónde me encontraba. Me levanté con dificultad, apenas podía tenerme en pie. Rescaté uno de los frascos de píldoras del cajón y engullí tres o cuatro de golpe. Me guardé el bote en el bolsillo y enfilé el pasillo, no del todo seguro de poder llegar al salón de una pieza. Al alcanzar el corredor me pareció ver un parpadeo en la línea de claridad que había bajo la puerta principal, como si hubiese alguien al otro lado de la puerta. Me acerqué lentamente a la entrada, apoyándome en las paredes.

-¿Quién es?– inquirí, tanteando el terreno.

No hubo respuesta ni sonido alguno. Dudé un segundo, y luego aparté la tela de la ventana y me asomé. La silueta de Nchama se perfiló a través de la cortina de lluvia que caía con ímpetu, fundiéndose con ella. Su ropa blanca estaba empapada y tan pegada a su piel que se transparentaba y permitía adivinar las formas de su cuerpo. Me pareció que llamaba, pero el sonido plañidero de su voz se perdía entre el murmullo de la lluvia cada vez más intensa. Abrí la puerta y Nchama me obsequió con una sonrisa, realmente contenta de verme. -¿Qué haces aquí?- pregunté, elevando la voz por encima del fragor de la tormenta.

-Me dijeron que me habías buscado. Pensé que era importante.

Sentí el corazón acelerado en las sienes, no sabría decir a ciencia cierta si a causa de la lluvia o como consecuencia de las transparencias que el baño permitía entrever en la ropa empapada de Nchama.


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-¿No me invitas a entrar?- preguntó, sacándome de mi ensimismamiento.

Me hice a un lado torpemente. La observé en la penumbra del salón. Su cuerpo estremecido por el frio y su cabello desordenado le daban un porte indómito, cautivador. Me metí en la habitación y le entregué una camisa mía de cuando era adolescente.

-Ponte eso. No vayas a resfriarte.

La mujer observó la prenda con una mueca de desagrado.

-Ni hablar- objetó-. Yo no me pongo eso.

-Es lo único que he encontrado de tu tamaño- repliqué -. Te quedará muy bien- dije sin dejarla oponerse, mientras la empujaba hacia mi habitación y le dejaba algo de intimidad. Cinco minutos después, Nchama regresaba al salón con una ropa dos tallas más grande y un pantalón FUBU cuyos pliegues se arrastraban por el suelo. Parecía sacada de un videoclip Hip Hop retro de los 90. Tuve un que hacer un esfuerzo enorme por no desternillarme.

-Como hagas una broma, te mato– amenazó, apuntándome con el dedo.

Yo asentí, entre risas disimuladas. Nchama puso los ojos en blanco, murmurando algún improperio que no alcancé a oír mientras se acercaba a la ventana y apartaba el visillo que la custodiaba. Alzó la vista hasta el resquicio de cielo atrapado entre las cornisas que cerraban la angosta calleja. El rumor de la lluvia era ahora menos intenso. -Toma- dijo, mientras me tendía una especie de collar raro, con varios grabados cuyo significado no lograba descifrar. El extremo estaba tocado con unas pequeñas plumas rojas. Yo la miré sin entender muy bien. -Es un “oburan”, una especie de atrapa-sueños. Evitará las pesadillas que tienes cada vez que cierras los ojos. Dediqué unos minutos a observar el artefacto que parecía más un collar de artesanía que otra cosa.


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-Entonces, ¿para qué me buscaste?- preguntó Nchama.

Me levanté, me puse el collar, saqué el periódico del interior del maletín y se lo ofrecí. Nchama me interrogó con la mirada y yo le señalé el artículo. Leyó con avidez y el brillo que iluminaba su rostro pareció mitigarse.

-Es horrible– musitó, sin dejar de leer.

La observé mientras sus ojos correteaban por las líneas del artículo.

-Creo que si encuentro esa casa tendría la respuesta a todas mis dudas.

Me observó, maquinando algo, y sonrió con malicia. “Ahí viene”, pensé. -Ha dejado de llover. Deberíamos ponernos en marcha- dijo con energía, liderando la marcha. -No creo que sea buena idea que vengas. No quiero tener problemas con tu madre- dije después de unos segundos, elevando la voz para superar la distancia que nos separaba.

-No los tendrás. Sé cuidar de mí misma. ¡Vamos!- dijo. …

Eran las cinco cuando caminábamos rumbo al casco viejo de Malabo. No había ni rastro del sol que la tarde anterior había brillado con ímpetu. Llovía de ese modo que los malabeños conocemos tan bien y que era inequívoca señal de que lo haría durante todo lo que quedaba del día. De camino a la calle rey Bonkoro descubrí que estaba hambriento y nos refugiamos en un pequeño restaurante senegalés donde un aroma a espagueti y tomate flotaba entre el rumor del tintineo de cubiertos y de un televisor que transmitía un partido de fútbol. Nos sentamos en una mesa al fondo, aislados del resto de comensales. Yo pedí un plato de arroz con pollo y Nchama, solo una Coca Cola. Tan pronto como el camarero dispuso el plato sobre la mesa, me lancé a dar buena cuenta de la comida sin ningún remilgo; nunca había sentido tanta hambre. Nchama permaneció inusualmente callada, concentrada en su bloc, dibujando, ajena al ruido del restaurante. No apartó los ojos de su libreta en veinte minutos, hasta que tragó, con desagrado, un sorbo de la Coca Cola que ya hacía rato que se había quedado caliente y asquerosa. Exilió la lata a una esquina de la mesa. Se rio, nerviosa al advertir mi mirada, y me di cuenta de que la soledad que desprendía aquella joven quemaba.


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Cuando salimos del restaurante eran apenas las seis, pero el manto dorado del atardecer había adquirido tintes oscuros, como si se acercara una noche prematura y fría. La sombra de un temporal se avecinaba, y tendía lentamente una extensa y plomiza sombra sobre el cielo. Al llegar al cruce de la calle Annobón, nos detuvimos a contemplar las edificaciones, consultando el artículo periodístico. Ninguna de ellas se parecía al inmueble. Al cabo de un tiempo y de varias vueltas, Nchama señaló una ruina cuyas paredes habían sido invadidas por el musgo y la vegetación. El techo a medio cubrir ofrecía un aspecto miserable.

-Creo que es esa- dijo.

Yo movía la cabeza, incrédulo, mientras comprobaba que aquella casa no coincidía con la fotografía del artículo. Aunque habían pasado veinte años, quizá alguien compró el terreno e intentó reedificar sobre la vieja mansión.

-Salgamos de dudas- comentó.

Nchama tiró de mi mano guiándome hacia el portal de una de las casas aledañas y golpeó la puerta. Yo la miré atónito, sin comprender qué pretendía. Al cabo de un rato, una anciana se asomó, escrutándonos con la mirada.

-¿Qué quieren?- dijo la mujer, casi gritando.

Nchama pronunció unas cuantas palabras en fang, con voz de monja claretiana, entre las que solo entendí “ebuan” y “nda”. La señora se aproximó unos pasos y nos dedicó una mirada de sorpresa.

-Bia djeng e nda te - dijo Nchama, señalando el edificio del periódico.

La sonrisa dulce de Nchama y, particularmente, la estampa de jóvenes enamorados que representábamos, parecía haber ablandado su recelo. El efecto de sus palabras fue automático: la mujer se relajó, nos miró con ternura, asintió aprobatoriamente y nos invitó a entrar mientras balbucía sendas palabras en fang que escapaban de mi entendimiento. Nchama me tomó de la mano como una novia enamorada mientras disfrutaba de mi perplejidad con risas soterradas. La casa de la anciana parecía ser lo poco que quedaba de lo que algún día fue un hogar. En las paredes colgaban fotos de una familia numerosa que hacía parecer aún más solitario aquel lugar en el que discurría su ermitaña vida. Distinguí varios crucifijos y varias figuras de santos colgadas en las paredes. Tomamos asiento y Nchama se sitúo muy cerca de mí. Nuestras manos seguían ligadas, y ella se dedicó a jugar con mi muñeca mientras la anciana ponía ante nosotros una bandeja con una jarra de agua. Su mirada me rozó


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con cierta picardía, como si quisiera felicitarme por la diferencia de edad. -Se ven muy enamorados. La casa que buscan es esa de allí- dijo la mujer, señalando un ventanal. Desde aquel lugar se podía ver una pila de ladrillos amontonados y cubiertos por la vegetación. Me incorporé y me aproximé a contemplar el edificio abandonado. Nchama se unió a mí, suspirando por lo bajo. -Sea lo que sea lo que quieran de esa casa, no se lo recomiendo- dijo la anciana, detrás de nosotros, con voz trémula. Nchama se volvió hacia ella repentinamente y descubrió un rostro empalidecido.

-¿Por qué?

La mujer la miró en silencio durante unos segundos, inexpresiva. Parecía idiotizada, como si no la comprendiese. Al cabo de un par de segundos dijo con voz turbada.

-Vuelvo en un minuto.- Sus palabras transmitían gran excitación.

Los pasos apresurados de la mujer se perdieron en el pasillo. Nchama y yo nos miramos en silencio, sin comprender. La mujer no tardó en regresar trayendo consigo una antigua caja de cartón que colocó sobre la mesa y abrió lentamente. Estaba repleta de fotos, entre las que rebuscó hasta hallar una. -Esta es la única foto que conservo de la antigua propietaria. Es de cuando ella estaba embarazada- dijo en tono melancólico -. La de las trenzas soy yo. La mujer nos tendió una foto arañada por los años en la que se veía a dos mujeres muy jóvenes, una con un abultado vientre que evidenciaba un embarazo en estado avanzado, y la segunda mujer, en la que apenas se reconocía un pálido reflejo de la anciana, sonreía a la cámara con gesto tímido. Observé que nuestra anfitriona hacía esfuerzos por dominar el temblor de sus manos mientras nos la enseñaba. -Señora, nos gustaría saber qué fue lo que realmente ocurrió con ellasolicité. La mujer suspiró lánguidamente, tomó asiento y alzó el rostro. La sombra de la tristeza nublaba su mirada y cualquier atisbo de sonrisa había desaparecido de su cara.


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-Ella vivía en aquella casa. Esa casa siempre estuvo maldita, nunca ha habido nada bueno en ella. Siempre gente rara, siempre mala gente. Yo no les tengo miedo. Esta es mi casa y aquí estoy protegida— Me acordé de las grandes cruces en las paredes que, al igual que en la casa de Nahana Mangue, custodiaban la entrada como centinelas —. En esa casa han pasado cosas horribles. Yo no conocí a la familia propietaria original. tenía apenas 10 años cuando ocuparon la casa, y solo me acuerdo de algunos pequeños detalles de sus vidas, Mi madre me contó que perteneció a dos sexagenarios. El marido era un leñador que, a pesar de su senectud, se mantenía fuerte como un roble. Su mujer era una anciana que apenas salía de las cuatro paredes de su casa, con la única compañía de sus perros, y de la que se rumoreaba que era una bruja. Un día, de repente, ya no se vio a ninguno de los dos, y así pasaron los días hasta que un olor a podredumbre invadió los alrededores de la vivienda y tuvieron que llamar a la policía — La mujer se detuvo un instante mientras evocaba la imagen —. La policía encontró el cuerpo del antiguo leñador troceado mientras la sangre seca bañaba todo el piso. Ellos dijeron que la mujer le golpeó varias veces con un hacha, lo mató a golpes antes de cocinarlo y dárselo a sus perros. Nunca se vio el cuerpo de la mujer. ¿Cómo fue posible que una inválida pudiera hacer aquello? ¿Se imagina lo salvaje que tiene que ser alguien para golpear a un hombre hasta matarlo? Nchama la miraba en silencio, sin responder. Se había sentado muy rígida y en los dos últimos minutos no había quitado los ojos de la mujer. -Después de muchos años, la casa volvió a ser ocupada por una joven pareja. Unos afirmaban que el joven era el mismo chaval de hacía 25 años. Su esposa no tardó en hacer buenas migas conmigo y con más de uno en el barrio. Su candidez e inocencia eran contagiosas. Pero él era un hombre malo, un lobo que llevó piel de cordero solo hasta el día en que se casó con ella. Lo supe desde la primera vez que lo vi. Era celoso y posesivo, nunca le permitió trabajar fuera de casa, a pesar de que ella había estudiado enfermería. Poco a poco, fue obligándola a cortar la relación con sus amigas y alguna vecina cercana. Ese hombre, que se autoproclamaba pastor de la Iglesia Redimida, no la golpeaba, pero la obligaba a vestir como una pueblerina, nunca llevaba tacones ni maquillaje, ni siquiera la dejaba ir a la peluquería porque decía que aquella era la forma en la que se vestían las rameras. Merche llevó el pelo largo recogido en una trenza hasta el día en que murió. Durante años, traté de convencerla para que lo abandonase, pero ella sabía, y yo tuve que admitirlo, que si lo dejaba no pararía hasta encontrarla y acabar con ella. La mujer se detuvo y miró a un punto perdido en el interior del pasillo. Cuando habló de nuevo, su voz delató remordimiento.


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-Unos años después se mudó a vivir con ellos una jovencita muy rara llamada Sandra. Fue entonces cuando comenzaron las sesiones de culto. Para entonces, Mercedes ya estaba embarazada. Nunca me comentó nada acerca de aquellas celebraciones, lo descubrí una vez que fui a buscarla. Era un día de luna llena. Había un montón de coches aparcados enfrente de la casa. Golpeé la puerta y Tobías, el marido, me recibió en la entrada. Dentro parecía haber mucha gente aunque el lugar estaba muy oscuro, solo iluminado por la lumbre de algunas velas dispuestas en el suelo. Se escuchaba el sonido de varias voces que parecían entonar una oración. Tobías no me invitó a pasar, aunque tampoco tenía intención de hacerlo. Le pregunté por Merche y me respondió de mala gana que ella estaba donde debería estar una mujer decente, en su casa. Acto seguido cerró la puerta en mis narices. Una lágrima resbaló por el rostro de la anciana. Se apresuró a secarla con el envés de su mano, mientras tomaba otro retrato de la caja y se dedicaba a contemplarlo. Una mujer, pálida y ojerosa, sonreía feliz a la cámara, mientras sostenía un bebé en los brazos. -Esa es Mercedes con su hijo, Fernando– dijo, mientras extendía la foto a Nchama, quien se contagió de su alegría al observar la imagen -. Ese querubín fue un rayo de luz en su vida. Como toda madre primeriza, tuvo dudas al principio, pero cuando nació se volvió loca de contenta. Su marido no quería tener hijos, ¿saben? Era ella la que los deseaba. Durante años le pidió que necesitaba uno. Imagino que era para tapar el vacío que él nunca pudo llenar con su indiferencia y sus maltratos psicológicos. Pero un buen día, como por arte de magia, el hombre cambió de opinión y Mercedes se quedó embarazada, y entonces su vida cambió. Lo amó en cuanto lo vio y cuidó bien de él, Dios sabe que lo hizo. Desde el instante en que nació el pequeño Nando fue una buena madre. -¿Qué hizo él?— pregunté sin poder contenerme, a pesar de que sabía que en aquel momento no debía interrumpirla. Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas. -Toda esa relativa tranquilidad cambió una mañana en la que ella se levantó para hacer el desayuno. Después de ir al baño regresó para coger al niño y vio algo extraño en él. En los pequeños dedos de sus manos tenía una especie de mancha negra. Todas las uñas y yemas estaban manchadas con eso. Era algo de color negro que no supo identificar a pesar de tener conocimientos de enfermería. Enseguida me buscó. Entró en mi casa con el rostro preocupado y yo le pregunté qué sucedía.


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Me mostró entonces los dedos del niño. Consultamos rápidamente a un curandero y este, abriendo los ojos, hizo un gesto de asombro y miedo. Con mucha frialdad nos dijo algo que yo jamás olvidaría: “Una bruja anda rondando a tu niño. Debes tener mucho cuidado”. Ella sospechó de Sandra y se lo comentó a su esposo, pero él no quiso escuchar y la tomó por loca. A la noche siguiente ella se durmió abrazada a su hijo, alerta siempre. Sin embargo, un sueño muy pesado le hizo perder la conciencia. Al día siguiente pasó lo más aterrador para ella: su hijo había muerto. Encontró el cuerpo inerte junto a la ventana, algo que al principio no parecía raro, puesto que él se movía mucho durante la noche. Lo raro en todo aquello era la posición. Sus piernas sobresalían por la ventana, como si alguien intentara tirar de él y sacarlo por ahí. Las marcas negras en los tobillos indicaban que, en efecto, algo deseaba robárselo. Los médicos no supieron explicar las causas de la muerte del lactante. No hubo ni enfermedad: murió mientras dormía, asfixiado. Alguien le había robado el aliento. Su marido, después de la muerte, en un intento por consolarla, le dijo que todo iría bien, que a partir de ese día todo iba a ir bien, que ella no debía preocuparse, él se haría cargo de todo lo concerniente al entierro. Ella, destrozada por la desgracia, quería ver el cuerpo de su hijo, pero, cada vez que sacaba el tema, él desviaba la conversación diciéndole que no se preocupase, que iba a dejarle embarazada enseguida y que, en nueve meses, tendría otro hijo para ocupar el lugar de Nando. Entonces ella gritó desesperada que no quería otro niño, que ningún hijo iba a poder sustituir a su niño, que cómo se le ocurría pensar aquella monstruosidad. Lentamente Merche se fue transformando en cautiva de sus propias sospechas. Empezó a dudar de aquel grupo de culto que acudía a su casa los domingos, de Sandra, que en aquel momento también se encontraba embarazada, y a sospechar que ellos se lo llevaron, que su marido y su grupo satánico habían maquinado todo aquello para sus fines ocultos. La anciana permaneció un largo rato en silencio. Hacía ya casi media hora que empezó su relato y yo temía que no tuviera fuerzas para terminarlo. Al final, con la mirada fija en la fotografía, retomó el hilo de la historia: - Y, entonces, Mercedes cambió. Perdió toda la alegría, la pobrecita. Estaba seria todo el tiempo, pensativa. Tenía un odio oculto hacia Sandra. Nunca estuve tan segura como entonces de que abandonaría a su marido. Hasta le dije que podía venir a casa, o que podía darle algo de dinero para que fuese a otro lugar, pero ella estaba serena como nunca. Me dijo que no me pondría en peligro yendo a mi casa,


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y que tenía que acabar con todo aquello. Al día siguiente tuvimos el mayor incendio de la historia de la ciudad, de la vieja historia de la casa maldita. La tragedia adquirió un toque espeluznante cuando la policía desveló que sospechaba que el incendio había sido provocado y los dos cuerpos carbonizados que se encontraron calcinados en el interior de la vivienda eran de la joven pareja, Tobías y Mercedes. Nunca más supe de la joven Sandra. Media hora después nos encontrábamos escoltados por la anciana, y la conversación se desvió por otros derroteros. A un gesto mío, Nchama agradeció a la mujer su amabilidad, y yo hice otro tanto. Nos acompañó hasta la salida y, mientras nos despedíamos, la escuché decir: -Es muy bonito ver una pareja tan joven y tan enamorada. Espero que sean muy felices- dijo mirándonos con rostro melifluo, mientras sus arrugas dibujaban una sonrisa. Nchama deslizó una mano sobre mi brazo y apoyó su cabeza en mi hombro, personificando el papel de prometida enamorada que tan bien se le daba. Yo me limité a sonreír. -Gracias. Después de lo que nos ha dicho, seguro que no nos acercaremos a esa casa. La anciana volvió a sonreír complacida al saber que seguíamos sus advertencias. Después se metió en su vivienda y cerró la puerta tras de sí.

VIII Cuando salimos de allí, las campanas de la catedral daban las doce de la madrugada y el clima había cambiado. La lluvia había cesado un momento, arrastrada por el viento que barría el cielo y desplazaba a gran velocidad la compacta masa nubosa, pero sin conseguir abrir claros, lo que reafirmaba la certeza de que volvería a llover en cuanto amainase el aire. Me froté la cara. Los signos de la fatiga empezaban a rondarme como lobos hambrientos. Nchama caminaba a mi lado como un fantasma más en las calles vacías y mojadas de Malabo. Sentí de pronto una necesidad tremenda de orinar. Me excusé con Nchama y me alejé aprovechando la intimidad que ofrecía un resquicio entre paredes para satisfacer mi necesidad funcional, acompañando el acto con un silbido. Al poco rato el viento había cesado y, de repente, había demasiado silencio. Un silencio aciago que hizo que sintiera un espasmo en la espalda, una sensación desagradable que me hizo girar la cabeza


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olvidándome de mear. Me volví y me encontré con la figura de Nchama alejándose, pero la silueta que vi tenía algo diferente, algo andaba mal. La ropa holgada y blanca de Nchama relucía entre la oscuridad, y sus ojos se clavaban sobre la casa abandonada a unos metros, como invocada por una voz oculta que gobernaba sus sentidos, aislados del resto de su cuerpo, y como si solo fuera capaz de avanzar hacia aquella lúgubre mansión. Su rostro brilló, alumbrado por la luz, cuando un rayo cruzó el vacío, iluminando con un fogonazo el cielo casi negro y cambiante como un océano. Supe al instante que algo no funcionaba. Hasta se me pasó por la cabeza que sufría algún tipo de trance y que estaba caminado sonámbula hasta allí. Era la única explicación que se me ocurría.

-Ruth- susurré con una voz casi inaudible.

Me armé de valor y di un paso al frente. Apenas lo hice, Nchama se volvió con una rapidez y una agilidad felinas, como si hubiese olido una presencia en el aire.

-Hay algo allí dentro.

Sus ojos brillaban en la oscuridad de la noche.

-Ruth, no sigas- balbucí, desconcertado.

Nchama ya se había colado por la angosta abertura de la verja haciendo caso omiso de mis reparos. Su silueta se deslizaba bajo un sendero de luna entre la maleza. Yo dudé un instante antes de desobedecer a aquella voz interior que me desaconsejaba seguir los pasos de aquella lanzada muchacha. Maldije mi suerte y fui tras ella. Al otro lado de la verja se extendía un camino empedrado que rodeaba la casa hasta la entrada principal, situada en la parte delantera. El suelo bajo nuestros pies estaba cubierto de hojarasca y apenas podíamos ver más allá de nuestras narices. Solo el respirar acompasado de Ruth y el crujir de las hojas bajo sus pies delataba su presencia a unos metros de mí. Saqué mi móvil Nokia y accioné la linterna. Observé la fachada del caserón. Las imágenes que había imaginado al escuchar el relato de la anciana se materializaron frente a mis ojos. Imaginé la casa en mejores tiempos, el sol acariciando la piedra ocre de los muros y salpicando el estanque de la fuente, que ahora yacía seca y agrietada. Aquel lugar, que antaño había sido un hogar, había quedado reducido a un mausoleo de objetos abandonados y calcinados. Los postigos de las ventanas meciéndose en la brisa nocturna producían un sonido escalofriante. En ese preciso instante, creí oír el eco de una voz, una voz que susurraba a mi espalda. Me volví, pero no había nadie allí. Dejé escapar un suspiro y me situé muy cerca de Nchama. Un hedor indescriptible nos golpeó el


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olfato. Un perfume putrefacto que parecía provenir de las mismas entrañas de la casa.

-¿Qué tal si salimos de aquí?- propuse.

Nchama me arrebató el móvil de las manos y se encaminó hacia la entrada murmurando en fang algo que creo era algún tipo de comentario despectivo, y caminó lentamente hacia aquella puerta. Los relieves a su alrededor mostraban escenas incomprensibles que personificaban extrañas criaturas. Cada una de ellas, a su vez, se asociaba con otras, creando un abismo de enigmas que parecían enviarme un mensaje soterrado. Me quedé pasmado, dudando entre echarme atrás o seguirla. Vi su figura adentrarse en la mansión y ser tragada por la oscuridad del interior de la casa, y, de repente, me sentí muy solo bajo el manto oscuro de la noche, que parecía crear siniestras siluetas que imaginaba que eran criaturas intrigantes al acecho. Inspiré profundamente y caminé resuelto a alcanzar a Nchama. El interior de la casa estaba bañado por una densa neblina de polvo atrapado en una claridad mortecina que flotaba como una nube de vaho. El olor a polvo mezclado con el hedor a putrefacción impregnaba el ambiente. Me tapé la boca y me enfrenté a un mundo de sombras indescifrables. Los restos de la casa de Tobías y Merche yacían en la oscuridad, sumidos en un sueño perpetuo. -No se ve nada- murmuré, reprimiendo mis ansias por salir de aquel lugar cuanto antes. -Tenemos que esperar a que nuestros ojos se acostumbren a la oscuridad. Es cuestión de segundos— sugirió Nchama sin dejar de avanzar. El alcance de la linterna abría las sombras a dos o tres metros frente a nosotros, antes de evaporarse en un disco exangüe que se hundía en la oscuridad. El suelo parecía quejarse devolviéndonos crujidos en respuesta a nuestros pasos. El hedor que habíamos percibido al entrar seguía presente y, a medida que avanzábamos hacia el interior, una brisa fría y húmeda que parecía surgir de la parte trasera nos acariciaba el rostro. Llegamos a la sala de lo que parecía ser el comedor. La mayoría de las puertas habían sido arrancadas. Las habitaciones estaban desnudas de mobiliario o cortinajes. Recorrimos el pasillo inspeccionando aquellos espacios muertos. El suelo estaba cubierto de una película de polvo, una alfombra de cenizas que crujía a nuestros pies. Quedamos enfrentados a una galería de distribución de la que partía un amplio corredor rematado por una hilera de ventanas interiores por las que se


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filtraba la claridad de la luna, y en donde destacaba la foto enmarcada de una joven. Nchama me quitó la linterna y apuntó hacia el cuadro. La visión que se desplegó ante nuestros ojos me arrebató la fuerza de los músculos. Una intensa oleada de frío me recorrió el cuerpo. Era Nchama. La joven representada en el cuadro era ella. Sus facciones, el color de sus ojos, de su cabello, cada marca sobre la piel, cada línea de su rostro… estaban reproducidas con precisión y detalles escalofriantes. Una obra de arte solo superada en detalles por la realidad. Me giré hacia ella y la encontré aturdida. La fuerza de aquella imagen la golpeó con violencia. Intentaba hablar, pero no lograba articular palabra. Solo consiguió asentir lentamente, pero el movimiento torpe de su cabeza y todo su cuerpo estremecido delataba el miedo cerval al que estaba sometida. Nchama se acercó mansamente hasta el pie del retrato, sosteniendo en alto la linterna. Lo acercó a la luz y dejó que sus ojos leyesen las palabras impresas en letras plateadas. Esperanza. Eduardo Edú, 2006 Lentamente, a medida que mi mente comprendía lo que todo aquello significaba, un intenso escalofrío se me clavó como una aguja helada en la base de la nuca.

-El pintor-dije para mí.

Los dos nos miramos en el vacío de aquella lúgubre habitación, compartiendo un silencio que lo decía todo, hasta que, súbitamente, volví a escuchar el siseo de una voz a mi espalda. Al volverme, cuanto mis sentidos pudieron advertir era una negrura impenetrable. Sin embargo, sentí que había algo allí entre la oscuridad que nos rodeaba, podía sentirlo. Nchama, que también parecía haberlo escuchado, apuntó la linterna hacia el lugar de donde podía provenir la voz.

-No deberíamos seguir- desaconsejé.

Otra vez Nchama hizo caso omiso a mis palabras y siguió el rastro de la voz. Rodeamos la planta, yendo tras aquel sonido, hasta alcanzar la esquina sureste del caserón. La pista se desvanecía allí. Nchama se detuvo frente al umbral de lo que a todas luces debía haber sido la cámara principal, el dormitorio del matrimonio. Apenas quedaba un mueble y las inclemencias del tiempo habían arrancado parte del techo, por donde se filtraba algo de luz. -Aquí no queda nada- dije mirando hacia atrás e intentando aparentar calma.


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Nchama se adentró en el cuarto de amplios ventanales. Parte de los listones de madera del suelo habían sido arrancados, y los restos de una hoguera improvisada delataban pedazos carbonizados de sillas y lomos ennegrecidos de libros. Se acercó a la puerta muy despacio. Yo la seguía muy de cerca. La puerta se abrió con un lánguido chirrido y, un instante después, Nchama soltó otro aullido que me erizó todo los pelos del cuerpo. Segundos después me abrazó y ocultó su rostro en mi pecho.

-¡Dios mío…!- sollozó

-¿Qué ocurre?- pregunté desconcertado.

-¿Está muerto?- inquirió la muchacha, señalando con la linterna al bulto que descansaba en el suelo. Yo tomé la linterna de las manos de Nchama y escruté la penumbra tragando saliva. Una figura con los brazos extendidos yacía inerte, boca arriba. El rostro del cadáver estaba blanco como el yeso, y los ojos parecían dos óvalos de mármol pulido surcados de líneas oscuras en una red de capilares en torno a las pupilas. La cabeza estaba ladeada y una parte de su cara quedaba expuesta. Pude ver que le habían arrancado parte del rostro, como si algún animal se lo hubiese comido a bocados. Nchama dejó escapar un sollozo y cerró los ojos.

-¿Eso lo hizo el perro?

Me volví hacia ella, que me observaba consternada, temiendo la respuesta. Yo asentí tímidamente. Nos miramos en el silencio de aquella penumbra durante un par de largos segundos, hasta que escuchamos el sonido de una profunda respiración al fondo de la estancia, superponiéndose al resto de sonidos que nos envolvían. Nos dimos la vuelta lentamente, temerosos de lo que íbamos a ver. Fue entonces cuando una silueta oscura se recortó en el fondo del pasillo. Los dos retrocedimos unos pasos y el perro, que parecía haber despertado de su letargo, se levantó y gruñó, mostrando sus facciones a la claridad de la luz. Había algo más en aquella siniestra figura que un simple animal. Algo se había refugiado en su interior, convirtiéndolo en un animal infernal, una presencia palpable y maléfica. El perro lanzó un ladrido y un espasmo de terror me martilleó el estómago e hizo que el teléfono se me cayera de las manos, dejándonos en la más absoluta oscuridad. Me agaché y tanteé el suelo buscándolo, y todo lo que mi mano pudo alcanzar fue un trozo de madera.


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-Huye hacia la salida- le murmuré a Nchama mientras blandía el tronco.

La muchacha, paralizada por el pánico, ignoró mis palabras.

-¡Haz lo que te digo!- grité enérgicamente.

El tono de mi voz despertó a Nchama. Asintió temblando e inició su camino en dirección a la puerta. Apenas había recorrido un par de metros cuando el rostro del perro se volvió hacia ella mostrando unos afilados dientes, como un depredador atento y paciente. -No lo mires y sigue corriendo- indiqué, sin cesar de blandir el tronco frente al perro. Nchama dio un paso más. La criatura ladeó la cabeza hacia ella y la joven dejó escapar un gemido, retrocediendo hasta colocarse a mi espalda. El perro dio otro paso hacia nosotros. Eché un rápido vistazo en dirección a la puerta. Mediaban más de seis metros hasta ella. No teníamos escapatoria posible, pero si lograba distraer a la bestia, Nchama sí. -Cuando te lo diga, echa a correr hacia la puerta y no pares hasta que estés fuera de la casa.

-¿Qué estás diciendo?

-No discutas ahora- protesté, sin apartar los ojos de la criatura.

Reculaba hacia la puerta a medida que el perro se acercaba. Le sostuve la mirada, aunque sentía cómo se me encogía el estómago y mi pulso se aceleraba cada vez más. Suspiré hondo y arremetí contra la bestia, lanzando golpes con el tronco a diestra y siniestra. -¡Corre! Uno de mis mandobles hizo blanco en la cabeza del perro, pero antes de que pudiese retirarlo para lanzar otro ataque, las fauces del animal aferraron mi arma. Unos dientes poderosos como cuchillos de caza la hicieron añicos ante mis ojos. El perro dio un salto hacia mí. Pude sentir la vibración del piso bajo el peso del animal. Eché a andar hacia atrás, buscando desesperadamente una estrategia para detener el inminente ataque de aquella bestia, cuando tropecé con el cadáver y perdí el equilibrio cayendo de culo. El animal se acercaba cada vez más. Yo me


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arrastraba por el suelo. Sentí sus pupilas de perro posarse sobre las mías. Se relamió los labios. Me estaba sonriendo. Me di la vuelta y empecé a arrastrarme a gatas, buscando desesperadamente la salida, cuando sentí las fauces del animal sobre mis tobillos, al tiempo que un dolor punzante me hizo gritar con todas mis fuerzas. Creí que iba a perder el conocimiento. Cerré los ojos y recé por que así fuese. En aquel momento sonó un disparo, un estallido ensordecedor rebotando contra la pared. Al abrir los ojos encontré el cuerpo del perro despedido contra el muro con tal fuerza que abrió una brecha en forma de cruz en las baldosas ennegrecidas. Temblando, herido, respirando entrecortadamente, yo no podía ni hablar. En el umbral estaba el pintor, Eduardo, y Nchama. Edú alumbró con una linterna, inspeccionando al animal. Mientras lo hacía, pude ver una gota atravesar el haz de luz. Y otra. Y otra más. Gotas brillantes de color escarlata. Sangre, sangre negra. Nos miramos en silencio. Vi como el rostro de aquel hombre palidecía y su mano firme empezaba a temblar. El animal se estaba despertando. -Corred- fue lo único que nos dijo-. ¡Salid de aquí! Alzó la escopeta después de lanzarme una última mirada. Leí en ella primero terror, y, después, la rara certeza de la muerte. Despegó los labios para decir algo más, pero jamás llegó a brotar sonido alguno de su boca. Una figura oscura se precipitó sobre él y le golpeó antes de que pudiera mover un músculo. Nchama me tomo de la mano y enfilamos el pasillo corriendo con dificultad, dejando atrás el sonido del fragor de la batalla entre el pintor y el perro diabólico. Pero yo no podía avanzar tan rápido como ella. La pierna me dolía horrores. La puerta de abrió violentamente a nuestra espalda. Yo protegía a Nchama, que se escudaba detrás de mí, retrocediendo en posición defensiva. Tenía los hombros tan agarrotados por el miedo que podía oír hasta el crujido de mis clavículas. Examiné el campo visual que se abría ante nosotros a toda velocidad. La criatura avanzaba palmo a palmo en nuestra dirección. La alternativa de ganarle la carrera con la pierna mala era muy remota. Antes de recorrer dos metros el perro estaría sobre nosotros. De repente, mis ojos se posaron sobre la ventana cuyos postigos habían sido arrancados.

-¡Rápido! ¡Salta por la ventana!— grité, arrastrándola hasta allí.

-¿Qué?— gimió Nchama, incrédula.


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Nuestras miradas se encontraron en la penumbra. Dos metros más allá, el sabueso mostraba sus fauces teñidas de sangre y baba. Los ladridos de aquel animal embrujado sonaban próximos, muy próximos, y avanzaban inexorablemente.

-No tenemos elección.

Nchama asintió tomando aire. Tomó mi mano y, cerrando los ojos, saltamos al vacío. Nos encontramos con una caída en vertical de casi cuatro metros. El viento del exterior me heló el sudor que me bañaba el rostro y, segundos después, caía sobre la pierna mala, torciéndome el tobillo. Una oleada de dolor me asaltó y me retorcí en el suelo. Abrí los ojos y sólo vi un pozo de negrura. Una silueta se incorporaba a mi lado: Nchama. Colocó mi brazo sobre sus hombros, y así pude alcanzar el otro lado de la verja. Una vez allí, nos giramos para mirar atrás. En la ventana, la misma figura encapuchada de la noche anterior se recortaba en un retazo de sombra. Vestía de oscuro. Una mano apoyada en un bastón. Nos observaba en silencio, el rostro oculto bajo las sombras de la noche, con su mirada fija en la mía, desafiándola, y, a su lado, el perro que segundos antes nos quiso dar caza permanecía dócil mientras su amo le acariciaba el lomo. Me pareció advertir una sonrisa. Una sonrisa canina, cruel y llena de odio. Sin mediar palabra, ascendimos entre los arbustos hacia un callejón que conducía a la Casa Mayo. Empezó a lloviznar y las campanas de la catedral sonaban a lo lejos. Caminamos unos cuantos kilómetros hasta que noté que un reguero de sangre salía de mi pierna. Me apoyé contra la pared. Las rodillas me flaqueaban y me senté, acurrucado, exhausto. Sentí que la sangre se me acumulaba en la cabeza y que me mareaba. Nchama se acercó a mí con el rostro preocupado. Me guio sigilosamente hasta uno de los bordillos y me hizo sentar. Se arrodilló junto a mí y examinó cuidadosamente mi pierna a la luz parpadeante de una farola. El corte era más profundo de lo que había pensado y el contorno había adquirido un tono purpúreo. Me entraron náuseas. Yo sentía que los parpados me pesaban más que losas. -No, no, no…- dijo estremecida mientras me observaba, temerosa de sus sospechas. Yo sentí un temblor intenso recorrer mi cuerpo y me abandoné al cansancio, al frio que se apoderaba de mí y a la oscuridad que se adueñaba de mis ojos. Todo se volvía negro a mi alrededor. Lo poco que recuerdo es sentir a Nchama levantarse y correr, no recuerdo muy bien hacia dónde. Solo la veía correr a través de la espesa cortina de lluvia que empezaba a caer con furia. Sus pasos acelerados golpeaban con fuerza el empedrado y, de repente, todo se volvió negro.


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IX Me desperté en algún lugar oscuro y cálido. Pero entonces abrí los ojos y ya no estaba oscuro, solo sombrío. Era mi habitación pero parecía más limpia y ordenada que de costumbre. Me encontraba estirado boca arriba. Sentí que había estado allí durante un buen rato. Respiré hondo y mi pierna embotada comenzó a latir. Se me escapó un gemido. No soy un quejica, pero me dolía mucho. Tenía la garganta seca y los labios cortados. Al girar la cabeza sentí un dolor en la mandíbula, justo donde me había golpeado al caer por la ventana. Tenía el hombro izquierdo cubierto de unas gruesas vendas blancas firmemente sujetas con esparadrapo. Parecía limpio, excepto por los moratones que se extendían por debajo de las vendas hacia el pecho y el brazo. Me di cuenta de que estaba desnudo, y la lista de candidatas que podían haberme desvestido era terriblemente corta. Hice lo que pude por no moverme demasiado, pero la molestia no desapareció. Al cabo de unos minutos decidí que la herida me dolería hiciera lo que hiciera, así que me incorporé con dificultad. Levantarme no fue un problema, aunque las piernas me temblaban un poco. Di un giro de trescientos sesenta grados, mirando alrededor, tratando de dilucidar a dónde había ido a parar mi camisa. Entonces salió alguien de la oscuridad de un rincón de la habitación. Cuando me vio de pie se apresuró a ofrecerme un punto de apoyo. Nchama me ayudó a sentarme al borde de la cama. -¡Qué bien que ya estés mejor!- dijo con entusiasmo -. Tuviste mucha suerte -añadió señalando la pierna -. La herida no es muy grave, pero perdiste mucha sangre. Fruncí el ceño.

-No me siento muy afortunado.

Nchama se encogió de hombros.

-Al menos estás en buena forma física.

Vi que me miraba el tórax y un poco más abajo. Sentí que la sangre me subía a la cara.

-¿Tú me pusiste las vendas? Y, eh… - hice un vago gesto con los dedos de


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la mano que sujetaba la toalla y preservaba mi pudor. Nchama asintió sonrojada. Se aproximó y se agachó al borde de la cama mirándome la pierna vendada. -Te he traído ropa limpia. La tuya estaba empapada en sangre. Remángate y pon la pierna aquí -dijo Nchama, buscando en el botiquín y acercando un pequeño banco para apoyar la pierna. Hice lo que me ordenaba y extendí la pierna sobre el banquito. Nchama se arrodilló junto a mí y la examinó cuidadosamente.

-¿Te duele?

Mi improvisada enfermera tomó unas hierbas y las aplicó al corte.

-Esto va a escocer...

Cuando el remedio mordió la herida, aferré el borde de la cama con tal fuerza que debí de dejar grabadas mis huellas dactilares en él.

-Lo siento- murmuró Nchama, soplando sobre el tajo.

Respiré profundamente y cerré los ojos mientras ella seguía aplicando el remedio meticulosamente. Al final, tomó una venda del botiquín y la aplicó sobre el corte. Aseguró el esparadrapo con mano experta, sin apartar los ojos de lo que estaba haciendo.

-No iba a por ti- dijo Nchama.

No supe bien a qué se refería.

-Ese perro maldito- añadió sin mirarme- me buscaba a mí.

Sentí su aliento sobre mi piel mientras aplicaba una gasa limpia. Yo la detuve, tomándola de la mano, con la perplejidad dibujada en el rostro.

-¿Por qué lo dices?

Nchama alzó la mirada y me observó en silencio. Creí que iba a decirme algo, pero simplemente se incorporó y se dio la vuelta, ocultando el miedo que dibujaban sus ojos.


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-No lo sé, solo sé que corres peligro conmigo. No soy una mujer normal. Toda mi vida ha sido igual. Desde que nací no he dejado de ver fantasmas, cosas de otra dimensión. Soy como un imán para esas cosas. Me levanté movido por el resorte de aquellas duras palabras que parecían torturar a su dueña. Me situé tras ella. Iba a agarrarla del hombro, pero me contuve.

-No digas eso.

-Es cierto. No te habría pasado nada de eso si yo no hubiese insistido en entrar en aquella casa. Nchama se dio la vuelta y se enfrentó a mi mirada con el rostro compungido. Quise tomarla la mano para consolarla pero ella la apartó lentamente.

-Será mejor que me aleje de ti- dijo con voz quebrada.

Yo fruncí el ceño sin acabar de comprender todo aquello.

-Pero no es culpa tuya…

-Sí lo es. Sabía que allí había algo y fui tras ello. Igual que el día del cementerio… - Hizo una larga pausa -. Temo que si hay una tercera vez no llegues a contarlo. La miré en silencio.

-Eso no es del todo verdad. Te conozco, hay algo que no me estás contando.

Nchama movió la cabeza de un lado a otro. -No es cierto. No me conoces, hay cosas de mí que no sabes- dijo inclinando la cabeza y jugueteando con su blusa de colores. Se hizo un silencio. Nchama me puso las manos sobre los brazos, se inclinó y me besó en la mejilla. Nos miramos en silencio y, sin saber por qué, me perdí en el fondo de aquellos ojos marrones y me aventuré a buscar la humedad de sus labios. Casi temblando, sentí que se le aceleraba el pulso, que se entreabría su boca y que sus dedos buscaban mi rostro. Nuestros labios se rozaron unos segundos; y en el último instante, Nchama se retiró y bajó la mirada, insegura. Me pareció que iba


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a llorar y, antes de que yo pudiese disculparme o decir nada, se alejó corriendo y desapareció por el pasillo. La miré como se mira a un tren que se escapa y se me cayó el mundo de las manos. Escuché sus pasos alejándose y luego el sonido de la puerta al cerrarse. En su ausencia, noté por primera vez el silencio que embrujaba aquella casa.

X Transcurrieron un par de días. Nunca había sentido tanta soledad. Dicen que una vez que uno se siente realmente acompañado, sabe lo que es la verdadera soledad. Tal vez eso me pasaba a mí. El atardecer del tercer día tardó mucho en llegar. Tumbado en aquella cama, sentía que las horas transcurrían más lentas que nunca, y la realidad parecía ser apenas un soplo vano que se escapaba de mi percepción. El olor a jazmín de Nchama, el recuerdo de sus labios y de los escalofriantes hechos que habíamos compartido, me impedía pensar, y mucho menos comer. Ella era la única persona con quien podía compartir mi angustia, la única que comprendía mi miedo y, sobre todo, la única que me podía ayudar. Me levanté con dificultad. La pierna me dolía horrores pero no había otra alternativa. Sentía que si permanecía una hora más en la cama me suicidaría. Atardecía rápidamente mientras caminaba con lentitud hacia la plaza de Ela Nguema. El sol se esfumaba fundiéndose a negro con un último fulgor plateado que parecía flotar sobre los árboles, extendiéndose hasta el horizonte, como si la tarde se resistiese a dejar paso a la oscuridad, rebelándose en aquel último acto de luz y belleza que solo contribuyó a entristecerme más. Crucé el cine Mar y, de repente, me acordé del pintor y de la última imagen suya que vi. Me sentí en el deber moral de hacer saber a su hermano su muerte, así que me encaminé hacia la calle Bata. La casa de Diosdado me acogió con su peculiar lobreguez, con la constante de la brisa y el canto perpetuo de las olas del mar. Diosdado me recibió en el mismo salón sucio, con el mismo aspecto sórdido. Parecía que no hubiese pasado el tiempo desde la última vez que estuve allí. A pesar del leve temblor en las manos con el que me sirvió agua, se mostraba sobrio y controlado.


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-No me diga que viene a por más cuadros, porque no me quedan- dijo mientras sonreía, dejando al descubierto unos dientes amarrillos. Yo negué con la cabeza y Diosdado leyó la tristeza en mis ojos.

-¿Pasa algo?

-Es tu hermano. Está muerto- solté de golpe.

Diosdado se quedó pasmado unos segundos.

-Lo encontramos en una casa abandonada en…

-La calle Annobón- Diosdado me miró. Yo confirmé sus sospechas con un movimiento afirmativo -. Lo sabía. Hundió la cabeza en la palma de sus manos, sin llorar. Tardó un tiempo en volver a hablar y, cuando lo hizo, su voz, desnuda de su tono alegre, hacía aguas y sonaba casi tan vieja como su mirada. -Supongo que era cuestión de tiempo- esbozó una sonrisa amarga -. Poco quedaba de mi hermano en ese hombre. Entonces supe que sus remordimientos le pesaban mucho. Le puse una mano en el hombro.

-Estoy seguro de que él te perdonó por no creerle.

Diosdado negó de nuevo. Sonreía, pero las lágrimas caían sin cesar, calladas. -David, eres joven y le pones voluntad, pero aún no has aprendido a mentir lo suficientemente bien como para engañar a un viejo con el corazón podrido de miserias. Bajé la mirada. El hombre me palmeó varias veces la espalda, se levantó con dificultad, hurgó entre el armario y volvió a sentarse. -La última tarde que nos vimos me trajo este sobre. Estaba muy inquieto, preocupado por algo que no me quiso contar. Me pidió que lo guardase y que, si pasaba algo, te lo entregase.

-¿Si pasaba algo?


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-Ésas fueron sus palabras.

Diosdado me tendió el sobre. Lo guardé en el bolsillo del pantalón. -Te voy a pedir que me dejes solo, aquí con mis recuerdos- dijo, mientras observaba un retrato que colgaba de la pared y que mostraba a dos jóvenes vestidos con pantalones de campana que sonreían a la cámara. En ella sí se podía apreciar el parecido entre los dos. Estaba saliendo cuando Diosdado me llamó. Se metió en el cuarto y reapareció instantes después con un objeto envuelto en un pañuelo. Me lo tendió.

-Cuídate. Es posible que lo mismo que mató a mi hermano vaya a por ti.

Dentro del pañuelo descubrí un arma. Asentí y se lo agradecí con la mirada.

Anochecía rápidamente mientras caminaba de vuelta. Cuando salí a la calle me pareció que la negrura se arrastraba por Ela Nguema, pisándome los talones. Apreté el paso y no aflojé el ritmo hasta que llegué a la plaza, que me recibió con una imagen gris. La lluvia de los últimos días la había dejado desierta, y sus columpios y toboganes parecían descansar en el olvido. Me senté bajo la luz cónica de una farola y procedí a abrir el sobre que me había entregado Diosdado. Repicaban las campanas de la parroquia de San Fernando anunciando que eran las seis, cuando empecé a leer el manuscrito de Eduardo Edú. Su caligrafía, ligeramente curvada y muy equilibrada, resaltaba la definición de sus líneas, como si hubiese querido buscar en las palabras la lucidez y el orden que la vida le había arrebatado. ¡Hola David! Siento haberte mentido la primera vez que te vi. Debes saber que las oportunidades son como las aguas de los ríos, nunca pasan dos veces, y debes decidirte rápido. Si te pones a pensarlo, en esta vida todo son decisiones ¿Cómo sabemos cómo guiarnos? ¿Cuál es el criterio a seguir para no tomar una mala decisión? ¿Acaso existen las malas decisiones? La respuesta es sí, y lo sé por pura experiencia porque mi vida entera ha sido un cúmulo de malas decisiones y he tenido que pagar muy caro por ellas.


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Siempre he pensado que el destino, voluble en su ser, gusta de jugar con el futuro de los más débiles, o quizá fuera Dios quien intentaba poner a prueba mi fe haciendo que conociese a aquella mujer, mitad diablo y mitad ángel, que me brindó segundos de felicidad y hundió toda mi vida en la desgracia. Tan pronto como la vi en la galería del Centro Cultural supe que era especial, y en el momento en que nuestros ojos se rozaron en una tímida mirada, creí ver en los ojos de la muchacha la certeza de que ambos sentíamos lo mismo, que nos devoraba el mismo deseo. Me acerqué a ella y observé que contemplaba el cuadro que había pintado meses atrás: “Complicidad”. Ambos nos miramos y sonreímos en el silencio de aquella galería. La saludé y ella me sonrió sonrojada, con esa mirada capaz de hacerte perder en ella. Entonces supe que quería inmortalizar aquella sonrisa, aquella mirada, en un cuadro, y compartir con el resto del mundo el yugo de aquellos ojos marrones. Sandra fue un soplo de aire fresco en mi vida, mi musa, el rostro que conjuraba antes de pintar y la mujer que, en lo sucesivo, protagonizaría todos mis cuadros. Los dos nos rendimos a un amor sin reservas, aunque clandestino, al principio. Yo le entregué todo mi ser y mi tiempo. Me volqué en cuerpo y alma en ese amor, y yo estoy seguro que ella también; pero había algo que nunca llegaría a poseer: su alma. Porque el alma de aquella mujer no le pertenecía a ella o, simplemente, porque ella no tenía. Una tarde Sandra me dijo que quería compartir algo más intenso conmigo, algo especial, espiritual. Yo acepté porque al lado de ella era como un títere. Nos dirigimos a una pequeña mansión en el casco urbano. Fue allí donde vi por primera vez a Tobías Nchuchuma, el tutor de Sandra. Un hombre dotado de una gran verborrea y cuyos ojos parecían sondear el fondo de las almas. Asistimos a una especie de misa muy singular y, cuando todos se hubieron marchado, Sandra hizo las presentaciones. Nunca olvidaré lo primero que me dijo aquel señor. “Así que pintor,¿eh?. Eso lo puede hacer cualquiera. El verdadero pintor es el que pinta las almas”. Tobías sonreía con aire juguetón y malicioso, como un colegial que disfruta desvelando un secreto. Empecé a frecuentar aquel lugar más de lo que a mí me hubiera gustado. Una noche nos quedamos cuatro personas en el salón. Habíamos tomado un coctel dudoso y todo empezaba a resultar confuso. Empezaron a hablar de una tal Ongura en algo que parecía un poema, una especie de credo. De repente, como estimulada por el cántico, mi mente empezó a evocar imágenes confusas que me golpeaban con fuerza. La habitación parecía girar en torno a mí. Me levanté confuso. Al parecer aún me quedaba algo de cordura. Tenía que salir de aquel lugar, aquello no era normal. Me puse en pie y casi me caigo del mareo. Abría la puerta buscando la salida cuando una mano se posó sobre mi hombro. Me giré y allí estaba ella, más hermosa que nunca, sonriéndome como si no hubiese pasado nada, como si nada más existiese en el mundo. Sentí que todo alrededor desaparecía y perdía sentido: solo estábamos ella y yo. La contemplé acercarse lentamente. Era incapaz de respirar.


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Para entonces ya me había olvidado de quién era, de dónde estaba y de los tótems demoniacos que parecían rodearnos. Ella posó sus labios sobre mí y fue como viajar en el tiempo mientras cada músculo de mi cuerpo quedaba petrificado. El frío contacto de su boca hizo que una descarga eléctrica recorriera mi espina dorsal y, sin saber por qué, cerré los ojos, olvidando los cánticos que se elevaban en la otra sala. Sandra me tomó de la mano y me guio hasta una habitación. Me dejé llevar por ella hasta el lecho, donde caí, literalmente, de culo. La luz de las velas acariciaba el perfil de su cuerpo. Yo también acaricié y besé cada centímetro de su piel como si quisiera memorizarlo de por vida. Luego me hizo tenderme sobre el lecho y cubrió mi cuerpo con el suyo hasta que sentí que cada poro me quemaba. Posé mis manos en su espalda y recorrí aquella línea milagrosa que marcaba su columna. Su mirada impenetrable me observaba a apenas unos centímetros de mi rostro. Posó sus labios sobre los míos y, por espacio de una hora, me hizo desaparecer del mundo. Anticipaba cada uno de mis movimientos y guiaba mis manos por su cuerpo sin prisa ni pudor. Cuando nuestras miradas se encontraron, me sobresalté; no había rastro humano en los ojos de Sandra. Estaban blancos, albos, y su cuerpo se contorsionaba en violentas convulsiones, presa del placer. Más tarde, cuando apenas me quedaba aliento, Sandra se quedó extasiada, apoyó la cabeza sobre mi pecho y me acarició el pelo durante un largo silencio, hasta que me dormí en sus brazos con la mano entre sus muslos.

-Lo siento- creí escucharla decir antes de rendirme en un sueño profundo.

A la mañana siguiente me desperté en mitad del cementerio, sobre la tumba de una tal Engracia Obono. Desde aquel día no volví a ver a Sandra. Decidí que cuanto más lejos estuviera de ella mucho mejor. Las pesadillas aparecieron después. Me levantaba sin fuerzas y sintiendo que me ahogaba, que alguien me intentaba robar el alma. Mi hermano me llevó a un curandero, pero sus esfuerzos y remedios no parecían dar resultado. Entonces me acordé de la amiga de Sandra, una chica del vecindario llamada Nahana. Nahana Ndong me ayudó a luchar contra mis fantasmas y a llenar el vacío que había dejado Sandra en mi corazón. Pasaron varios meses sin noticias de ella hasta la noche del 6 de Mayo, cuando reapareció con un bebé entre sus brazos, fruto de aquella noche misteriosa de pasión. -Es tu hija- dijo, borrando todo asomo de duda de mi rostro. Aquella fue la última noche que vi a Sandra. Se perdió entre la cortina de lluvia sin apenas darme tiempo a reaccionar. Al día siguiente nos enteramos de que había muerto en circunstancias extrañas. Estaba más que claro; el causante era, sin duda


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alguna, aquel que decía ser pastor y que la había embaucado en aquella pantomima a la que llamaba religión. En la madrugada del día siguiente me hice con un depósito de gasolina y decidí ponerle fin a aquel museo del mal. La certeza del descubrimiento casi me mareó. Suspiré, liberado de la presión que había acumulado en los últimos minutos. Ahora muchas cosas cobraban sentido. Miré alrededor buscando en el silencio de la plaza vacía a alguien con quien compartir mi hallazgo y desasosiego, porque, lejos de sentir alivio al ver mi sospecha confirmada, sentía miedo. En los pasos perdidos de Eduardo Edú reconocía ahora los míos, irrecuperables ya. Me levanté, devorado por la ansiedad. Todos mis reparos, mis recelos y temores se deshacían ahora en cenizas, insignificantes. Me vencía la fatiga, el remordimiento y el miedo, pero me sentí incapaz de quedarme allí, escondiéndome del rastro de mis acciones. Me enfundé el abrigo, metí el manuscrito doblado en el bolsillo interior y corrí hacia mi casa. Había empezado a lloviznar cuando salí de la plaza y el cielo se deshacía en lágrimas que bañaban lentamente las calles de Malabo. Debía encontrar a Nchama y acabar de una vez por todas con aquella angustia, pero antes debía pasar por casa. Llegué media hora después, sumido en miles de elucubraciones, intentando encajar las múltiples piezas de aquel complejo rompecabezas, y apenas me di cuenta de que la puerta estaba abierta. Aquello me desconcertó y me puso en alerta inmediata. Caminé con sigilo y con el corazón en un puño. Tuve que llevarme la mano al pecho al ver aparecer a Vanesa en la puerta del cuarto de baño, envuelta en una corta toalla que dejaba al descubierto sus largas y bien torneadas piernas. Me había olvidado que le había entregado una llave hacía meses. -¡Eh, cariño! ¿Dónde has estado? Llevo toda la semana llamando y enviándote mensajes y nada, no me respondes. ¿Te pasa algo? Yo negué con la cabeza. -Entonces, ¿a qué viene esa actitud? Me han dicho que te han visto deambulando con otra chica- Vanesa puso las manos en la cadera en actitud enfadada -. ¿Quién es la furcia, eh? Sin saber por qué me eché a reír. Lo hice durante medio minuto. Me reí tanto que llegué a contagiar a Vanesa, aunque ella lo hacía, nerviosa, sin entender la situación.

-¿Por qué te ríes? ¿Acaso hice algún chiste?

-Sí. Me parece gracioso que llames a alguien furcia cuando eres la reina de


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las furcias. Vanesa me miró agrandando los ojos y fingiendo escarnio.

-Oye… ¿A qué viene eso? ¿Estás borracho?

Le conté lo de la otra noche. Lo hice con pelos y señales y me sorprendió porque no me dolió tanto como las otras veces, y, en aquel mi salón, contemplando la figura de Vanesa mirándome muerta de vergüenza, no pude sentir más que asco. -Ahí tienes tu respuesta. No contesté a tus llamadas porque no quiero nada más contigo.

-Lo siento…

Vanesa se acercó a mí con el rostro compungido y en actitud de súplica. Intentó tocarme pero yo la detuve con un gesto autoritario.

-Por favor, devuélveme las llaves. Desaparece.

La muchacha me miró con tristeza. Intentó balbucir algunas palabras pero al final desistió y se metió otra vez en el cuarto de baño Me había sorprendido la entereza con que la había tratado, aunque no me sentía orgulloso. Estaba a punto de sentarme cuando escuché un grito tan horripilante que sentí que la sangre se me helaba en las venas. Segundos después, Vanesa escapaba del cuarto de baño buscando con premura la salida. El corazón me dio un vuelco en el pecho al notar el miedo en sus ojos desorbitados.

-¡Hay algo allí dentro!- dijo mientras corría.

La toalla resbaló, y apareció el espléndido cuerpo desnudo de la muchacha, pero ella no se detuvo. Tal vez ni siquiera lo apreció. Salió lanzada por la puerta sin ofrecer ninguna explicación. Me metí en el baño buscando la causa del terror de Vanesa. Accioné el interruptor. Aunque no alcancé a ver nada, un olor nauseabundo delataba la presencia de aquel ser sobrenatural. De repente me asaltó una preocupación. Nchama podría estar en peligro. ….


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Media hora después descendía de un taxi en el barrio Los Ángeles frente al surtidor de Total. Aboné la carrera y me entregue a la llovizna, caminando sin prisa y ordenando mis ideas. El edificio de Nchama no tardó en dibujarse bajo la lluvia. Cuando llegué, subí las escaleras del piso de tres en tres y, al llegar al descansillo, me pareció que algo andaba mal. La puerta estaba abierta. Dudé un instante antes de empujarla, y se lamentó con un lánguido quejido. Todo parecía revuelto. La mesa, vacía y cubierta por una capa de polvo. -¿Nchama?– susurré, pero el viento se llevó mi voz tras reverberar en las paredes. Silencio. Llegué al gran salón de los cuadros. Nahana Mangue parecía acusarme desde todos ellos. Fue entonces cuando escuché un llanto débil proveniente del fondo del pasillo. Caminé lentamente hacia él sin saber si era real o fruto de mis imaginaciones. Volví a escuchar el llanto. Venía de detrás de una puerta entornada al final del pasadizo. Caminé lentamente, con la sensación de estar invadiendo un espacio privado. Empujé la puerta. Nchama estaba acurrucada en una de las butacas, inmóvil como una estatua. Tan sólo sus lágrimas se movían. Nunca había visto a una persona llorar así. Me heló la sangre. Tenía la vista perdida en la ventana. Estaba pálida. Demacrada. Vestía el mismo vestido de color marfil de cuando la conocí, pero parecía haber perdido su color. Me pregunté cuántas horas llevaría así, en aquel sillón. Me arrodillé frente a ella y le sacudí la mano. -Nchama… Nchama no conseguía articular palabra. La mano estaba tan fría que me asustó. Súbitamente elevó el rostro y, al reconocerme, se abrazó a mí, temblando como una niña. Sentí que se me secaba la boca. La abracé a mi vez y la sostuve mientras lloraba en mi hombro.

-Es mi madre, David. Está muy grave en el hospital.

Nchama estalló en sollozos. Yo me zafé lentamente, agarrándola de los brazos.

-¿Cuándo? ¿Qué pasó?

Nchama me contó que, la misma tarde en la que nos despedimos, llegó a casa y encontró que habían forzado la puerta. Todos los cuadros estaban rotos, la casa estaba patas arriba y, tumbada en el suelo, sin apenas poder respirar, estaba su madre. Una lágrima de sangre le recorría la frente. Se acercó a ella luchando contra la histeria y puso el oído en su pecho, escuchando sus débiles latidos. Gritó socorro


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con todas sus fuerzas hasta que aparecieron sus vecinos, que la ayudaron a llevarla al hospital. Al parecer, algún intruso había entrado buscando algo, pero no se llevaron nada. Después del truculento relato, nos quedamos clavados el uno frente al otro, silenciosos como tumbas. Tras unos segundos, rompí el silencio.

-Lo siento…

Nchama asintió.

-Se está recuperando, aunque sigue muy mal.

Respiré hondo buscando la manera de contarle a Nchama todo lo que había descubierto sobre sus verdaderos padres. La muchacha pareció advertir la indecisión en mi rostro.

-¿Qué ocurre?

Me levanté para no enfrentarme a su mirada. Saqué el sobre del bolsillo y se lo entregué. Me miró con desconfianza antes de tomarlo. -¿Qué es eso?- dijo, mientras sus ojos recorrían las primeras líneas del papel, que atraían su atención. Medio minuto después, Nchama buscó apoyo en la cama, empujada por el significado de las palabras de la carta. Me senté al lado de ella, esperando paciente a que terminase de leer, estudiando sus reacciones a cada párrafo que desgranaba. Parecía blanca como si la realidad la estuviese golpeando de repente, haciéndola despertar de aquel disfraz de vida que Nahana Ndong había preparado para protegerla de su verdadera identidad, de aquella cepa de médium arraigada en ella que, al verse reprimida, se exteriorizaba a través de sus sueños. Cuando hubo terminado, me miró mordiéndose el labio inferior, perdida entre el mar de pensamientos que la asaltaban. Yo guardé silencio. Iba a decir algo, pero me quedé callado como si aquello lo resumiera todo. Al cabo de un momento ella sonrió de nuevo, esta vez de modo más sombrío, como si lo hiciera para sí misma después de escuchar palabras no pronunciadas. -¡Vamos!- dijo levantándose de repente, recuperando el vigor que la definía y caminando hacia la salida a paso vertiginoso.


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-¿A dónde?

-Mi madre tiene mucho que responder.

IX Desde el taxi, el hospital de Malabo me pareció una ciudad cuyos habitantes eran zombis a medio camino entre la vida y la muerte. Nchama se había sumido en sus pensamientos y viajaba junto a mí en silencio. Al llegar caminamos por el pabellón de Urgencias y nos metimos en un pasillo que olía a hospital. Una mezcla de enfermedad, alcohol y ambientador. El poco valor que me quedaba en el cuerpo se me escapó en una exhalación, tan pronto puse un pie en aquel edificio. Atravesamos una sala flanqueada por camas cuyos inquilinos estaban ocultos tras las cortinas, y a través de ellas se podían adivinar las siluetas de los ocupantes. Nchama me pidió que esperase en el pasillo y entró en la habitación. Intuía que Nahana preferiría que yo no estuviese allí. Aguardé. El corredor era una galería de puertas y voces. Rostros cargados de dolor y pérdida se cruzaban en silencio. Después de casi cinco minutos, finalmente, Nchama se asomó a la puerta y asintió. Tragué saliva y me dejé guiar. Había cuatro camas separadas por ásperas cortinas. Nahana ocupaba la última cama a la derecha, junto a la ventana. Durante un largo instante nos miramos en silencio. La carta descansando en la mesita de noche aclaraba que la anciana sabía ya de su existencia.

-Tienes derecho a odiarme- dijo Nahana entonces.

Nchama movió la cabeza de un lado a otro.

-¿Por qué iba a odiarte?

-Porque te mentí, Nchamita.

Los ojos de la mujer se posaron sobre los míos y, por primera vez, no advertí animadversión en ellos, solo tristeza.


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- He vivido durante años con el temor de que esto ocurriera, pero nunca llegué a pensar que sería así, de esta manera. Yo ya soy demasiado vieja y me faltan ánimos y salud para combatir fuerzas que me sobrepasan y que cada día me resultan más difíciles de comprender. Nchama tomó la mano apergaminada de Nahana y la acarició suavemente. La anciana le dedicó una mirada de agradecimiento. -Hubo un tiempo en que yo también fui joven. Cometí muchos errores, pero acogerte y criarte como hija mía no fue uno de ellos. La fortuna nunca fue generosa conmigo, al menos así me lo pareció en un principio. En mi mundo, las ilusiones, por muy pequeñas que fueran, raramente se hacían realidad. A mis veinte años, mi único deseo cada noche al irme a dormir era poder reunir algún día el valor suficiente para dirigirle la palabra al joven que se había mudado al barrio, y que había robado cada suspiro, cada recuerdo de mi mente, llegando a protagonizar mis más profundos deseos. Pero cuando conocí a Sandra, incluso aquel anhelo llegó a escapárseme de las manos, convirtiéndose en un sentimiento de ardor que llegó a envenenar mi al alma durante meses, pues una vez que ella entró en mi vida me robó hasta la ilusión de vivir. Sandra había llegado a Malabo a vivir con su tío, Tobías, a finales de 1988. Tenía por entonces poco más de veinte años y era natural de Niefang. Conocí a Sandra en la escuela secundaria. Era una joven muy hermosa, esquiva y retraída, que parecía vivir en su propio mundo de ideas, rehuyendo el trato personal. No hablaba con nadie, no jugaba durante el recreo y, después de las campanadas de salida, hacía el largo camino desde el centro Bioko Norte hasta el casco urbano a pie. Era bastante peculiar, siempre iba muy poco arreglada. En una sala en la que todas las jovencitas se acicalaban como en un concurso de moda, Sandra se presentaba sobria. No llevaba tacones ni maquillaje, ni siquiera iba a la peluquería, y llevaba el pelo largo recogido en una trenza. Tal vez por eso fue el blanco de muchas burlas. Una vez me acerqué a ella y no tardamos en hacer buenas migas y a pasar mucho rato juntas. A raíz de eso, descubrí que mi amiga no era muy normal. Sandra era una muchacha triste. Padecía de una venenosa obsesión con la muerte y todos los temas del ámbito fúnebre. Su madre había muerto cuando tenía nueve años en un extraño accidente doméstico que los médicos del pueblo clasificaron de paludismo. Pero el día antes de aquel infausto incidente, Sandra se despertó con un enorme grito que inundó la pequeña estancia que le servía de habitación. Su madre se acercó, alarmada por los chillidos, y encontró a la niña con el corazón acelerado y con la sensación de estar sumida todavía en aquella horrible pesadilla. Su madre la abrazó susurrándole palabras de consuelo. Aquella noche Sandra había soñado que su madre era víctima


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de un hechizo que se conocía como “Kong”. Al día siguiente, Sandra había sido quien había encontrado el cadáver estirado sobre la cama y con los ojos desmesuradamente abiertos. Fue entonces cuando fue enviada a Malabo con el último familiar que le quedaba, el señor Tobías Nchuchuma. Por aquella época circulaban en Malabo toda clase de historias acerca del tío de Sandra y sobre cómo había hecho su fortuna. Su vida personal y su identidad estaban plagadas de misterios y enigmas. La primera vez que vi a Eduardo Edú en persona fue en una exposición del Centro Cultural de España. La lluvia había llegado a traición y las calles estaban anegadas. Yo había hablado a Sandra sobre mi amor platónico y ella me acompañó a la exposición. Nos quedamos esperando a que la lluvia amainara en la galería, mientras los asistentes partían hacia la salida. Pronto estábamos solas en el corredor. Apareció un hombre enfundado en un abrigo negro. Parecía observarme entre el humo de un consumido cigarrillo. Sentí que la sangre se me subía a la cabeza al reconocer en él a Eduardo, mirando en mi dirección, y se me aceleró aún más el pulso al verle acercarse. Agaché la cabeza ruborizada, pero mi emoción se convirtió en desconcierto cuando pasó a mi lado y descubrí que toda esa atención que creía dirigida a mí, en realidad era para Sandra. Les vi conversar afablemente mientras me quemaban la envidia y los celos. Las semanas siguientes fueron peores, pues resultó que Sandra y Edú tenían algo más que una relación superficial y pasajera. Empezaba a sentir tanto odio hacia Sandra que decidí poner fin a nuestra amistad. Pasé muchos meses sin tener noticias de ella cuando escuché que alguien golpeaba la puerta y, al abrir, me sorprendió encontrarme con Eduardo Edú. Parecía haber envejecido desde la última vez que le había visto. Me abrazó sin mediar palabra; parecía desesperado. Le invité a entrar, y en la penumbra biliosa del salón me contó toda la experiencia paranormal que había vivido. «Hace días que no duermo», dijo. Yo le abracé con fuerza, y en el silencio que se produjo me dijo que siempre supo que yo estaba enamorada de él. Lo había notado en cada mirada mía. Me abrazó a su vez, y cuando le pregunté por qué había venido a mí, me contestó que había comprendido que, si había alguien que podía ayudarle a olvidar a Sandra, esa era yo. Supongo que fue entonces cuando le besé, y nos amamos como si fuese la última vez. Aquella noche Edú durmió como un niño toda la noche y, cuando el sol le rozó la cara, abrió los ojos y me estrechó entre sus brazos. «No tienes derecho a quererme», me dijo. En el fondo, Eduardo Edú era un espíritu atormentado que, sin saberlo, me necesitaba a mí mucho más que yo a él. Nahana permaneció largo rato en silencio. Observando la reacción de Nchama y con la mirada fija en ella, la anciana retomó el hilo de la historia:


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-Uno no se da cuenta del vacío en el que ha dejado pasar el tiempo hasta que vive de verdad. A veces, la vida nos ofrece la felicidad a cortos sorbos, dulces como la miel, en los que disfrutamos de un placer intenso pero efímero. Cuando ese breve momento se acaba, el resto de tu existencia se transforma en un recuerdo al que intentas regresar en vano mientras te queda aliento en el cuerpo. Para mí, ese momento fueron los meses que viví en compañía de Eduardo Edú y de los fantasmas que le perseguían y que convivían con nosotros. Pero entonces tanto me daba. Le habría acompañado al infierno si me lo hubiera pedido. No puedes huir de tus fantasmas eternamente, y, en nuestro caso, del fantasma de nuestro pasado. La mujer que, de alguna manera, unió nuestras vidas, acabó poniendo fin al idilio que vivíamos apenas unos meses después de que hubiera empezado. Era una noche de mayo. La lluvia no llegó hasta el anochecer, y cuando empezó a caer se desplomó en cortinas de gotas frenéticas que, en apenas unos minutos, cegaron la noche y anegaron tejados y callejones bajo un manto negro que golpeaba con fuerza paredes y techumbres, llevándose consigo el fluido eléctrico. Habíamos dormido después de una cena frugal. Eran casi las doce cuando varios golpes en la puerta sonaron atropelladamente elevándose sobre el fragor de la lluvia. Cuando Eduardo abrió, se encontró con la figura de Sandra perfilándose a través de la cortina líquida que caía con ímpetu. Su ropa estaba empapada y protegía un bulto contra su pecho. Su rostro revelaba una gran agitación. La lluvia le azotaba el rostro, barriendo sus lágrimas. No dijo nada. Entregó el bulto a Edú, que iba a decir algo cuando reparó en que aquello que portaba era un recién nacido. Apartó las sabanas y los diminutos ojos del bebé le atraparon en un hechizo. El pequeño rostro de la criatura se contraía en muecas exageradas y se agitaba como si buscase algo. Elevó su pequeño puño rosado hasta su boca y lo succionó con fuerza, mientras entreabría los ojos y le miraba. La mirada de Eduardo se llenó de lágrimas. Elevó el rostro al tiempo que un rayo iluminaba la oscura noche, y pudo ver que la figura de Sandra se alejaba sin apenas dejarle tiempo a preguntar. A la mañana siguiente nos enteramos de que Sandra había fallecido. Aquel golpe fue demasiado duro para Edú. De alguna manera, el ver el milagro de la vida en la pequeña criatura y, a la vez, la muerte de su amada, provocó una debacle en su mente que acabó por robarle la lucidez y, lentamente, se fue transformando en prisionero del remordimiento y la culpa, rompiendo finalmente el frágil nexo que le unía con el mundo exterior. Se refugió en su propio laberinto de soledad. Al día siguiente me despertó el repiqueteo de la lluvia al alba. La cama estaba vacía y la habitación inundada de tiniebla gris. Encontré a Edú sentado frente a la cuna del bebé, acariciando la mejilla de la criatura. Alzó la mirada y me


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brindó una sonrisa indiferente, lejana, que decía que nunca sería mío. En la otra mano portaba un depósito de gasolina. “ Cuida de la niña”, susurró. Yo negaba lentamente. Entendí sin palabras lo que tramaba. Intenté acercarme a él y arrebatarle el combustible. Se apartó bruscamente. Traté de agarrarle el brazo, pero me empujó contra el muro. Le vi salir de la casa murmurando palabras incoherentes. Era un hombre al que ya no conocía. Eduardo Edú estaba loco. Cuando salí tras sus pasos, ya no había rastro de él. Las calles desoladas sangraban bajo la lluvia. Grité su nombre, caminando por la ciudad desierta. Nadie respondió a mi llamada. Cuando regresé a casa eran casi las cuatro de la mañana. Al día siguiente, los periódicos y la televisión sólo hablaban del gran incendio de la calle Annobón. Supe entonces que Edú tenía algo que ver con aquello. Quise proteger a Sandra y hui con mi madre al pueblo, lo más lejos posible de todo aquel peligro. Como amigas, Sandra y yo habíamos compartido nuestros más íntimos secretos. Yo le comenté que estaba locamente enamorada de mi vecino, que desde la ventana había examinado su rostro, escondida tras la cortina. y había conocido su rutina de paseos matutinos. Ella me introdujo en su mundo de brujería. Me habló de una secta a la que acudía cada sábado. Hasta llegué a asistir algunas veces, en calidad de invitada, a sus sesiones de ocultismo, en las que hablaban de una especie de “diosa” llamada Ongura y del Día del Pacto. La anciana agachó la cabeza y permaneció un momento en silencio. Cuando retomó la palabra, su voz pareció rota por la tristeza. -El Día del Pacto resultó ser una ofrenda colectiva de sus fieles a Ongura. Cuando me lo explicaron decidí no formar parte de ello. Yo me incliné hacia adelante, interesado.

-¿Quién es… Ongura? ¿Y de qué tipo de sacrificio se trataba?

La anciana negó abatida. Tardó varios segundos en contestar, como si escogiese las palabras adecuadas. -Ongura era una mujer con un gran poder espiritual. Una bruja cuyo espíritu y fuerza son tan fuertes que han sobrevivido al paso del tiempo. Igual que todas las brujas, Ongura se alimenta de los niños, de sus almas. Dicen que las brujas no descansan después de la muerte. Siempre hay una parte latente, en hibernación, esperando ser despertada.


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voz.

-Los bebés son los sacrificios- confirmó Nchama, con un temblor en la

-Penetra por la noche en la estancia de los que duermen. Se sienta sobre sus pechos y, en ocasiones, aprieta su cuello causándoles una terrible sensación de ahogo que se puede sentir dentro de la propia pesadilla. Son conscientes de que están en un sueño, pero no pueden despertarse ni salir de él. Nchama asintió. Mis ojos saltaban de Nahana a Nchama comprender.

sin

acabar

de

-Cada uno de los fieles debía ofrecer a Ongura un sacrificio, el primogénito. Todos habían hecho la ofrenda, incluido el mismo Tobías, pero cuando le tocó a Sandra... supongo que se echó atrás. Nchama se quedó en silencio durante unos segundos. Desvió la mirada de los inquisitivos ojos de Nahana y miró a través de la ventana hacia el oscuro cielo de Malabo. Los demás permanecimos en silencio, conscientes de que, a pesar de la quietud aparente en la mente de la joven, sus engranajes giraban a toda velocidad. Incluso yo estaba logrando encajar todas las piezas de aquel complicado puzzle. Cuando Nchama volvió a mirar al interior de la sala y a Nahana, las dudas en su rostro habían sido sustituidas por la determinación.

-Yo soy el sacrificio que falta, ¿verdad? Por eso quiere acabar conmigo.

La anciana asintió abatida. Tardó varios segundos en contestar como si escogiese las palabras adecuadas. -Por eso tienes esas pesadillas. Volvimos a Malabo después de dieciocho largos años, y encontré una ciudad bastante cambiada. Pensé que aquellos años lejos de aquí habían cicatrizado las viejas heridas y borrado los recuerdos de mi vida pasada, pero resultó ser todo lo contrario: me encontré, de nuevo, con los viejos fantasmas. Tropecé con Edú unos meses después, en un callejón de la ciudad. Estaba sucio y harapiento, solo lo reconocí por los ojos. Era apenas un pálido reflejo de lo que algún día había sido. A causa del aspecto desequilibrado en el que se encontraba, supe que el dolor y la debacle de aquellos meses habían acabado por pasarle factura. Aunque la edad había menguado su hermosura. yo no dejaba de mirarle sin dejar de preguntarme si la mente no me estaría jugando una mala pasada. Fue entonces cuando él me sonrió. Edú tenía la sonrisa más bonita del mundo. Es lo único que la locura y los años no le habían arrebatado.


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La anciana hizo una pausa para mirar a Nchama. Apenas parpadeaba. Las revelaciones que habíamos oído de los labios de Nahana parecían haberla petrificado. Suspiré profundamente y deseé no haber asistido a aquella extraña sesión familiar. Me sentía profundamente incómodo al encarnar el papel de intruso en aquel drama. Trataba de imaginar la tormenta interna que la historia de Nahana debía de haber desatado en Nchama, y maldecía la brusquedad con la que el miedo y el cansancio habían llevado a la anciana a desvelar acontecimientos cuya trascendencia iba probablemente mucho más allá de lo aparente. Ella desvió los ojos hacia mí. -Dos días después apareciste tú con tu historia y supe que se abría el mismo capítulo de mi vida, un capítulo que tal vez nunca estuvo cerrado. No podía contar a Nchamita la historia de sus verdaderos padres por temor a que me odiase. Nchama tomó la mano de la anciana.

-No te odio madre. Te debo la vida.

Se hizo un silencio y pudimos escuchar el jadeo dificultoso de la anciana. -Tienes que huir de aquí. Vete lejos, escapa de esta ciudad maldita y no vuelvas. Como os dije antes, las brujas no mueren del todo, Ongura está presente en aquella casa y, de alguna forma, en Tobías, que logró sobrevivir al incendio y quiere acabar con aquello que empezó diecinueve años atrás. Te quiere a ti para culminar su ritual. Nchama movió la cabeza de un lado a otro.

-No voy a huir. No voy a dejarte aquí.

-¡Debes hacerlo!

El aparato que marcaba las pulsaciones de la enferma empezó a pitar al mismo tiempo que sus latidos se aceleraban. Salí al pasillo en busca de asistencia alertado por las señales del monitor. Busqué en varias habitaciones, gritando auxilio. Dos minutos después regresaba con una enfermera y un médico que tenía aspecto de no haber dormido en una semana. Nchama ya no estaba en el cuarto. Nahana hizo amago de incorporarse. La enfermera y el doctor la sujetaron contra la camilla.


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-Se va, David. Alcánzala, no dejes que lo haga- dijo Nahana, entre jadeos.

El doctor alzó los párpados de la anciana con los dedos y le examinó los ojos. La enfermera me obligó a abandonar la estancia mientras la enferma me lanzaba una última mirada de auxilio.

-Cuida de mi hija, David. No dejes que cometa una locura- gritó.

Nahana sintió la punzada de la aguja en el hombro derecho. Sus músculos se aflojaron y sus pupilas se dilataron. Después sus ojos se cerraron, rindiéndose al descanso que le ofrecía la química. Tardé mucho en alcanzar a Nchama. Caminaba a grandes zancadas, haciendo caso omiso a mis llamadas que retumbaban en el pasillo, rompiendo la quietud del hospital a aquellas horas. Tuve que hacer un gran esfuerzo por salirle al paso. Se detuvo de mala gana, con un profundo suspiro.

-Apártate, David- dijo cruzando los brazos, como si tuviese frío.

-Oye, Ruth- dije, poniéndole una mano en el hombro-, hablemos un momento. Nchama me miró brevemente y después se relajó un poco. Suspiré aliviado, guiándola hacia uno de los asientos del pasillo. -Tengo que hacer algo, David - dijo hundiendo la cabeza entre sus manos, ahogando un sollozo. Le puse la mano en el hombro, intentando consolarla.

-Ella no quiere que hagas nada. No quiere que arriesgues tu vida.

Nchama movió la cabeza de un lado a otro. -Hasta cuando, David – dijo, con la voz rota por el llanto -. Ella lleva huyendo diecinueve largos años. Ha sacrificado su vida para ponerme a salvo. Tal vez sea el momento de afrontar mi destino y entregarme a él. -Tienes que quitarte esa idea de la cabeza. Ella se ha sacrificado por ti. Haz que valga la pena todo ese sacrificio- Hice una pausa para observarla -. Quiero que me prometas que no vas a pensar en eso.


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Permaneció en silencio. Inconscientemente, o tal vez golpeado por la intensidad del momento, la tomé de la mano y esperé a que se tranquilizase. Ella me miró con los ojos inundados de lágrimas. -Prométeme que no harás ninguna locura, ni buscarás a ese hombre insistí. Nchama asintió sin convicción. La agarré del brazo con otra mano.

-Júramelo. Por la memoria de tu madre.

Nchama desvió la mirada al tiempo que una lágrima traicionera resbalaba de su mejilla, pero yo no la soltaba.

-Está bien- concedió en voz baja-. Te lo prometo.

La abracé mientras respiraba profundamente. Después del abrazo sostuve su mirada un ratito más, no del todo satisfecho. Parecía haber madurado en un instante. … Nos quedamos en el hospital a esperar la mañana, sentados al lado de la cama en la que descansaba Nahana Ndong, velando sus sueños. Sentados apretados en aquel banco, Nchama me confesó intimidades que no había compartido con nadie más. Me habló de sus años en Zagayong, de aquella pesadilla que la había acompañado durante casi toda su vida. Me contó que en sus sueños nunca oía entrar a aquel ser sobrenatural, no escuchaba sus pasos ni su respiración. Le delataba el olor, el olor de su piel, de su pelo… pero, sobre todo, de su aliento, un aliento que olía a podredumbre, oscuro y penetrante, y que estaba grabado en su memoria a cincel. Un olor que constituía una alarma, el rastro de su enemiga, de su asesina. No recordaba cuántas veces se había retorcido entre las sábanas clamando piedad, y alternando su ruego con la orden que jamás debía ser contravenida y que gritaba en su cerebro: “! No abras los ojos, no abras los ojos, no abras los ojos, no abras los ojos, no abras los ojos!”. Los mantenía muy cerrados, dejando pasar un considerable lapso de tiempo, hasta que sentía que la bruja se había marchado, pero al abrirlos siempre se encontraba con el rostro de aquella anciana desconocida combada sobre su cama, mirándola fijamente. Intentaba gritar, pero de su garganta no brotaba más que el aire. Intentaba moverse, pero sus miembros parecían pesar toneladas y permanecían inmóviles, sepultados por su propio peso en el mullido colchón.


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Mientras, la mujer estallaba en carcajadas mostrando unos dientes putrefactos, a la vez que se inclinaba un poco más, hasta que las puntas de sus cabellos rozaban su rostro, y susurraba:

-Tú me perteneces.

En esos momentos se despertaba con un horrible alarido y con el respirar agitado, envuelta en sudor, mirando alrededor, sintiendo el dolor en sus miembros, la tensión por haber estado inmovilizada y el rastro de Ongura pegado a la piel.

Yo correspondí a su confianza compartiendo también mis turbaciones y hablándole de los planes con Vanesa, de aquellos castillos en el aire que había construido y que habían sido barridos por el viento de la realidad de aquella manera tan cruel. Media hora más tarde sentí que Nchama apoyaba su cabeza en mi hombro y se deslizaba hacia un estado entre el delirio y el sueño. La escuché murmurar palabras a las que no encontré sentido hasta que, lentamente, cayó dormida apoyando la cabeza sobre mi pecho, buscando el calor de mi cuerpo. La tiniebla del crepúsculo se filtraba desde la ventana, dibujando el rostro de Nchama sobre mí. En aquel momento me di cuenta de lo mucho que la había echado de menos, lo mucho que me importaba y lo vulnerable que me parecía ahora que la miraba. Al rato, la fatiga empezó a rondarme también. Deposité cuidadosamente su cabeza sobre el banco, la abrigué con mi cazadora y me retiré al exterior para huir de las garras de Morfeo. Rondaban las tres de la madrugada y el hospital de Malabo yacía sumido en un letargo de pasillos vacíos que seguía recordándome que la muerte andaba libre. Salí fuera para encontrar las calles desiertas y la ciudad dormida. Encendí un cigarro y caminé por el cruce Hospital, contemplando en silencio aquel Malabo indiferente que solo se ve en las madrugadas, y dejando que el frío fuera calando hasta aclararme la mente. Anduve callejeando sin rumbo durante más de una hora hasta llegar a los pies de la catedral de Malabo. Crucé hasta la siguiente calzada y me entregué a contemplar el puerto. Varios buques permanecían anclados en el muelle con las luces encendidas, ofreciendo un espectáculo de luz que capturó mi atención durante unos instantes mientras apuraba el último cigarro de la cajetilla. Regresé caminando sumido en mis pensamientos. Cuando crucé el umbral, encontré la estancia vacía y una silla desnuda donde descansaba la cazadora con la que había cubierto a Nchama. Me apresuré a cogerla y a hurgar en el bolsillo,


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buscando el arma con el corazón en un puño. No estaba, De repente, lo tuve claro. Nchama iba a cometer una locura. Aquel pensamiento se me clavó en el alma como si acabase de ser asaeteado. La alarma que el peligro latente provocó en mí me hizo retroceder un paso más, lo que casi me llevó a perder el equilibrio.

X El cielo estaba tomando el tono azulado de la madrugada cuando avisté la fachada posterior de las ruinas de la casa de Tobías. Estaba en calma y no había signo aparente de presencia alguna. Me había provisto de un depósito de gasolina y un mechero. Iba a acabar con aquella pesadilla de una vez por todas, al igual que hizo mi predecesor hacía diecinueve años atrás. Suspiré profundamente y, muy despacio, me aproximé y crucé la verja. Abrí el depósito y empecé a verter su contenido por toda la fachada, hasta que sentí aquel hedor penetrante que ya había olido varias veces y me pareció entrever una silueta en el interior. -¿Nchama?- llamé, casi susurrando, y mi voz se transformó en un eco espectral cuyo efecto me heló la sangre. Vacilaba si continuar adentrándome más o no, cuando oí una voz lejana. Miré por última vez hacia la entrada de la calle. Inspiré con fuerza y me metí en el corredor, desconcertado. Me detuve al escuchar algo. Era la voz de Nchama pero sonaba diferente, como un siseo reptil, susurrando una palabra. Mi nombre. La voz provenía del interior de la casa. -¿Nchama, eres tú? -tartamudeé, intentando controlar el temblor que invadía mis manos. Di un paso hacia la oscuridad y atravesé el umbral de la puerta. Estaba varado en un pasillo de sombras, indeciso, incapaz de mover un músculo. De pronto, la puerta detrás de mí se cerró con una fuerza brutal, asustándome y sumiéndome en un mundo de oscuridad. Después volvió el silencio, un silencio ominoso. Busqué el mechero del bolsillo y lo encendí. La visión que me descubrió era fantasmal. Un corredor cuadrangular se perdía en la negrura. Humedad y podredumbre. Chillidos de ratas huyendo. El suelo estaba recubierto de madera carbonizada que todavía olía a hollín. Avancé sin más claridad que la que provenía del encendedor, sin dejar que la oscuridad me rodease por completo. A medida que me adentraba en el corredor mi olfato se fue acomodando al olor del lugar. Advertí también que la temperatura


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iba ascendiendo. Una humedad pegajosa se me adhería a la piel, la ropa y el pelo. Di un paso hacia adelante y escuché de nuevo aquella voz murmurando mi nombre, proveniente de un lugar impreciso: una voz de mujer. Di un giro de noventa grados buscando con la mirada el origen de la voz. Fue entonces cuando advertí que, en el otro extremo de la estancia, tras el velo que ondeaba en el palanquín que rodeaba un lecho, había alguien. Una silueta yacía tendida sobre una cama rodeada de cortinas. Avancé lentamente unos pasos hacia ella.

-¿Nchama?- susurré, hipnotizado por la visión.

Recorrí los metros que me separaban del lecho y me detuve al otro lado. El corazón me batía con fuerza y respiraba entrecortadamente. Despacio, empecé a separar los cortinajes. Quedé petrificado por el espanto que me produjo la horrenda visión. Aquella figura no tenía labios, ni mejillas. Era un rostro sin rasgos, apenas un muñeco carbonizado. Las cuencas de los ojos se habían agrandado y ahora dominaban su expresión. Su rostro era apenas una máscara de piel negra y cicatrizada, devorada por el fuego. Una terrible certeza me golpeó de súbito. Aquel hombre era el extraño que habíamos visto en el cementerio, el mismo de la otra noche y, probablemente, el intruso que había entrado en mi casa. Era real. Me retiré unos pasos, y un escalofrió recorrió mi cuerpo cuando la figura abrió los ojos de repente. No había sentido tanto miedo en la vida. Un gélido escalofrío recorrió mi espina dorsal y quise aullar, pero tenía como agarrotadas las cuerdas vocales. Solo conseguí emitir un incoherente gorgoteo grotesco. Mi rostro parecía estar lívido, inundado de un súbito sudor frío. La macabra figura me miraba en silencio. Había una mueca horrible en su desfigurado semblante, de piel quemada y muerta. Parecía… parecía reír sardónicamente. Y, de pronto, mis músculos obedecieron la imperiosa orden surgida de mi cerebro. Eché a correr alocadamente, buscando desesperadamente la salida. La figura se incorporó de un salto y eso me asustó aún más porque vi perfectamente, con ojos desorbitados, que aquel horrible espectro no movía las piernas para desplazarse por la habitación. Era como si sus pies flotaran a ras de suelo. Corrí sin cesar hasta que me detuve a un metro, bloqueado por la pared. No tenía salida. Me di la vuelta, pero la figura se me adelantó, cerrándome el paso. Yo retrocedí ante el avance de la figura sintiendo que las piernas empezaban a fallarme y pegando mi espalda a la pared más cercana, incapaz de realizar el menor movimiento. Sentía todo mi cuerpo cubierto de un sudor frío, mortalmente frío. La figura avanzó lentamente hacia mí. Tuve la convicción de que iba a morir. Unas manos sarmentosas y arrugadas se fueron levantando despacio y se posaron en mi hombro. Emití un prolongado aullido de terror. Aquellas manos fueron subiendo despacio hacia el cuello, sin que pudiera moverme. Otra vez deseé gritar con todas las fuerzas de mis pulmones, pero el profundo terror me tenía completamente paralizado, sin capacidad de reacción. Cuando las manos tomaron


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contacto con mi piel, noté que estaban heladas. Ambas se cerraron en torno a mi cuello, apretándolo con una fuerza descomunal. La boca, de labios helados, se movió, y de ella brotó una voz rasposa:

-¿Dónde está ella? ¿Dónde está Nchama?

-No lo sé…- dije con voz ahogada.

La figura emitió una risa más fuerte que las anteriores, y sentí que un gélido sudor me corría por la espina dorsal. Sabía que no iba a salir con vida de allí.

-Entonces morirás. Al igual que ella.

En ese momento, mi propio instinto de conservación me impulsó a luchar desesperadamente por mi vida, y me debatí con inusitado coraje, intentando zafarme de la férrea soga que formaban las sarmentosas manos en torno a mi cuello. Lancé varios puñetazos desesperados, y mis puños cortaron el aire, a pesar de que tuve la certeza de haber alcanzado a la figura en pleno rostro. ¡Era… era como si mis puños pasaran a través de la figura! Aquello acabó con mi resistencia. Unas uñas largas, duras como los colmillos de un lobo, traspasaron mi piel, rasgándola sin misericordia. Hice un sobrehumano esfuerzo, y levanté la rodilla, intentando golpear el bajo vientre de la horrible figura, y de nuevo se perdió en el aire el rodillazo. Sentí que un fétido aliento me azotaba el rostro. Mis ojos se abrieron desmesuradamente, a consecuencia de la constante presión de aquellos dedos, delgados como huesos, en mi cuello. Las largas uñas continuaron desgarrando la carne provocando un dolor terrible que casi me hizo perder la conciencia. Entonces me pareció escuchar una voz gritar por detrás de aquella monstruosidad salida del mismísimo infierno. -¡¡Suéltalo!! La figura se volvió. Nchama estaba a un par de metros, apuntándole con mi arma. La sonrisa del monstruo se contrajo en una mueca de odio. Sus manos aflojaron la presión sobre mi cuello y caí presa de la gravedad. La siniestra figura cruzó la habitación, aproximándose a ella. Las manos de Nchama temblaban y reculaba. Sus ojos alucinados permanecían clavados en los diabólicos rasgos del fantasmal ser, mientras este avanzaba inexorablemente. En aquel momento vi a Nchama cerrar los ojos y sonaron dos disparos. Los proyectiles alcanzaron, sin ninguna duda, a la siniestra figura, que emitió su peculiar risita, y siguió su lento avance hacia una Nchama que no dejaba de mirar el abdomen del vagabundo donde había hecho blanco el proyectil. Entonces fue cuando se desencajó, aterrorizado, su rostro. Todo


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el ser de Nchama se estremeció. ¡De los orificios no manaba sangre! ¡La figura seguía avanzando hacia ella, imperturbable!

-¡¡Corree!!- la alenté desde el suelo.

Pero Nchama parecía petrificada. La horrenda figura avanzó, deslizándose sobre el polvo de la estancia con su larga capa arrastrándose por el suelo. Me di cuenta que aquello sí que era real, a diferencia del resto de su cuerpo. Me puse de pie con dificultad, tenía que hacer algo y, de repente, una idea me azotó la mente. Me acordé de lo que me dijo Nahana Ndong: “Aquel ser se alimenta de aquella casa, de los seres que han muerto en ella”. Nchama retrocedió nuevamente, sintiendo que las piernas empezaban a fallarle. La helada transpiración cubría su macilento rostro, desencajado a causa del horror. -Ven, Nchamita- invitó la tétrica figura, tendiendo las escuálidas manos -. Solo será un instante. Toda su resistencia resultó inútil ante la fuerza sobrenatural de aquella tenebrosa figura, que la inmovilizó con suma facilidad, y clavó los dedos huesudos en su garganta. Nchama lanzó un grito de dolor, que me hizo redoblar los esfuerzos. La vi patalear, sintiendo que la vida se le escapaba. Saqué el mechero del bolsillo. Corrí rápidamente, movido por los gritos agónicos de Nchama, y prendí fuego en la capa del fantasma, que ardió con violencia. La figura soltó a Nchama y comenzó a gritar histéricamente, envuelto en llamas, hasta perderse por una de las puertas. Ayudé a Nchama a incorporarse, La muchacha temblaba convulsivamente;

-Hay que quemarlo todo. Tiene miedo al fuego.

Juntos empezamos a prenderle fuego a todo. Los jirones de las cortinas de aquella tétrica habitación, la cama, la madera… Un instante después, la puerta se abrió con una fuerza incontenible y golpeó contra el interior de la habitación, prácticamente arrancando los goznes que la sujetaban. Una garra de uñas afiladas como largas cuchillas de acero emergió de las sombras. Entonces, mis ojos distinguieron, con absoluta claridad, al sabueso que buscaba al intruso que se había atrevido a quemar a su amo. Sentí que el aire se me iba de los pulmones y, con la lucidez del terror, descubrí sus dos ojos rojos mirándome fijamente: era el perro de Tobías. Mi mano perdió la voluntad y dejó caer el encendedor al suelo. El sabueso gruñó y se le iluminaron los ojos, encendidos con una furia escarlata. Comenzó a moverse hacia mí. Abrí los ojos como platos y las manos empezaron a temblarme. Inmóvil, contemplé cómo su rostro se alzaba con infinita lentitud y gruñía mostrando una


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boca iracunda y babeante de brillantes colmillos en la penumbra. La silueta de aquella criatura infernal se deslizaba directa hacia mí. El brillo que proyectaban sus ojos horadaba la oscuridad. Estaba atrapado. Me lancé hacia un corredor que conducía hacia una de las habitaciones y cerré la puerta a mi espalda. Inútil. La criatura se precipitó contra ella y la derribó, lanzándome contra el suelo. Rodé sobre trastos viejos y busqué desesperadamente refugio bajo los restos de una mesa muy pequeña, y me arrastré alejándome del alcance de las garras. Decenas de platos y vasos estallaron en pedazos a mi alrededor, extendiendo un manto de cristales rotos. Distinguí el filo de un cuchillo de sierra entre los escombros y lo agarré desesperadamente. El perro se agachó frente a mí, como un lobo en la boca de una madriguera. Blandí el cuchillo hacia aquel rostro y la hoja se hundió en él como en el barro. El perro se retiró medio metro con un quejido y pude levantarme, pero, al intentar correr, me trastabillé y caí al suelo, al tiempo que notaba la sombra de la criatura alzándose sobre mí. Aquel animal debía pesar una tonelada, pues apenas podía cargar con su peso. Sus fauces intentaban clavarse en mi yugular, Sentí su aliento fétido. Una de las garras me desgarró el pecho de un zarpazo. Lancé un grito y golpeé al sabueso con el cuchillo que portaba. El animal se zafó y yo retrocedí unos pasos. Me di cuenta que estaba agotado, no podía continuar luchando. En aquel momento, la bestia se levantó y pegó un salto en el aire. Seguía siendo enorme, poderoso y más aterrador que nunca. Tenía las fauces abiertas en dirección a mi cabeza, y podría arrancármela de cuajo. Estaba demasiado débil para luchar y, convencido de que había visto el rostro de la muerte y que solo me restaba esperar, cerré los ojos, rindiéndome. Fue entonces cuando el sonido de un disparo me golpeó como una bofetada en la cara. Permanecí con los ojos cerrados unos segundos. Después los abrí lentamente, a tiempo de ver el cuerpo de aquel perro tendido sobre el pasillo central, boca arriba, con las mandíbulas desencajadas. Me puse en pie con cierta dificultad. Intenté caminar, pero tuve que esperar unos minutos porque las piernas me temblaban. Crucé sobre el cuerpo inerte del sabueso. El vacío en sus ojos opacos me infundió una profunda sensación de frío. No había nada en ellos. Nada. Al fondo, en la puerta, la silueta de Nchama todavía sujetaba el arma. La adrenalina la había paralizado por completo. Me acerqué a ella. Todavía tiritaba y la abracé, realmente contento. Nchama soltó un grito al advertir la herida en mi hombro sangrando a borbotones.

-¿Estás bien?- dijo, incorporándose y palpando la herida.

Yo asentí en silencio.

-Salgamos de este maldito lugar– sugerí.


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En aquel momento escuchamos un sonido de pasos en alguna zona por encima de nosotros, seguido de algunos llantos de bebés.

-David, hay alguien - apuntó Nchama, apoyándose en mí.

La visión de aquel ser calcinado envuelto en una manta negra se iluminó en mi mente. -Pues no nos quedaremos aquí para comprobarlo– repliqué, arrastrando a Nchama hacia la salida-. Rápido. Nchama se detuvo en seco negando con la cabeza. Yo la miré un largo rato sin comprender.

-El fuego se ha propagado- dijo.

En efecto, un espeso humo empezaba a colarse por el resquicio inferior de la puerta. Nchama y yo nos miramos en silencio, indecisos. Sentí una oleada de calor y el olor a madera quemada me mareó. Súbitamente, una de las puertas salió proyectada del marco envuelto en llamas. Un río de fuego inundó la galería. Y tras él, la figura de Tobías envuelta en llamas, tropezando una y otra vez, gritando desesperadamente el nombre de Nchama. Pero se incorporaba con rapidez, y en seguida reemprendía la persecución. Tomé a Nchama de la mano y huimos perseguidos de cerca por la figura ígnea. Toda la casa empezaba a desmoronarse a causa del fuego. La madera crepitaba sobre nosotros y una ola de calor abrasador nos envolvió. Todo el edificio agonizaba a nuestros pies. Corrimos desfallecidos hacia el extremo de la galería en busca de una salida. Estábamos atrapados por el fuego. Miré desesperadamente a mi alrededor y solo vi una salida. Un punto de luz asomaba entre el humo cada vez más abundante. Había esperanza. Busqué a Nchama con la mirada y no la encontré. Se había desmayado y yacía tumbada en el suelo. A mi alrededor todo se desmoronaba. Mis ropas humeaban. Podía sentir las llamas en la piel. Me ahogaba, pero no la podía dejar ahí. Tobías se acercaba a ella. Estaba a un par de metros cuando una de las vigas se desplomó sobre él y lo derribó. Tomé el peso muerto de Nchama. Pesaba más de lo que me habría aventurado a imaginar. Mis piernas flaqueaban. Dudaba mucho que pudiese llegar a la salida. Caminé hasta el umbral de la puerta, donde me desmoroné exhausto, abandonándome al cansancio que dominaba mi cuerpo y a la oscuridad que se apoderaba de mis ojos. Los cerré y todo se hizo confuso. Sentí que alguien se arrastraba entre las llamas. Entreabrí los ojos y me pareció ver una figura envuelta en un resplandeciente vestido blanco: era Sandra. Me pareció que me sonreía, una sonrisa de gratitud. Después volví a


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desmayarme, y luego todo se volvió negro.

EPÍLOGO Abrí los ojos y la intensa luz me hizo cerrarlos de repente. Volví a abrirlos, gradualmente, y lo primero que advertí fue que, para estar muerto, tenía demasiada sed. Lo segundo, el rostro de Nchama, agachada justo a mi lado, me observaba con los ojos vidriosos. Parecía haber llorado. Al fondo, la casa de Tobías seguía en llamas.

-¿Estamos muertos?

Nchama sonrió y rompió a llorar, negando con la cabeza.

-Pensé que te habías muerto- dijo con la voz rota.

Nchama se arrodilló junto a mí y, de repente, sin poder controlar su emoción, gimió y se echó en mis brazos, justo donde tenía la herida. Yo me quejé con una mueca. Nchama se disculpó tomando mi mano y acariciándola suavemente. -Estoy bien- le dije, limpiando las lágrimas que descendían de sus mejillas-. Gracias por preocuparte.

-Ya van dos veces que me salvas la vida.

Yo la miré perdiéndome en aquellos ojos marrones.

-Soy un héroe– dije, con la voz débil e incorporándome.

Nchama sonrió. -Mi héroe particular– dijo, mientras se inclinaba y me desarmaba con su mirada. Las palabras parecían sobrar en aquellos instantes. Sentía su corazón latir junto al mío. El perfume a jazmín se hacía más notable mientras acercaba sus blandos labios hacia los míos. Sentía aumentar el calor de mi cuerpo, y la evidencia de su cercanía encendió un deseo en lo más profundo de mi ser, aumentando el temblor que


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parecía apoderarse de mí. Nuestros secos labios lentamente se rozaron, primero solo un poco, hasta que se fundieron en uno. Nos besamos ávidamente, pero entonces oímos el sonido lejano de las sirenas. Nos separamos bruscamente mirándonos en silencio mientras nos asaltaba la misma idea. Teníamos que huir de aquel lugar.

FIN


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Poesía

MUJER VOLADORA

María Jesús Asangono Evuna


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MARÍA JESÚS ASANGONO EVUNA | MUJER VOLADORA

POEMA 1 …Y tu amor me convirtió en una mujer voladora, alas nacidas al despertar de ese nuevo amor y único. Soy una mujer de luz que grita silenciosamente lo que oculta su alma enamorada. Soy una mujer voladora que emigra al otoño de tu sexo cálido y abrigado, fuente de mi placer. …Y decidí volar en el mundo de nuestros sentimientos, porque en él ni camino ni me mantengo en pie, en él soy ave que goza. Nuestro amor germina en ese universo de sensaciones donde vuelo y cobro una nueva vida, esa vida que solamente tú sabes crear. …Y soy gavilán cuando besas mis labios, mientras mi cuerpo cae al abismo de esa sensación, y allí soy heroína, una mujer voladora. Las caricias de nuestras bocas me llevan a la dimensión de las almas amantes, tango de pelvis que me subyuga, y veo a Dios, siempre al compás de tu ritmo. !Oh, bendito momento! Corazón que desea que esa hora permanezca eterna, infinita, mientras mis ojos delatan una completa rendición, y vuelo convertida en el ave de amor.

POEMA 2 Me colmas, me derramas, me acabas y me das un nuevo comienzo de unión, y en ese instante soy tuya. Me derrito, tiemblo, muero y me ofreces inacabables treguas de pasión, y en cada tregua sigo siendo tuya. Me dominas, me moldeas, me subyugas y, finalmente, me regalas tu calma tras mil tempestades, y entonces cada átomo de mi ser sigue siendo tuyo.


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Y, al término, me despiertas la conciencia y solo a ti pertenece mi alma, porque, en ese tiempo infinito, todo se convierte en Amor

POEMA 3 Es curioso como siento tu presencia antes de que mis ojos te capten. Me sorprende cómo tu esencia de hombre llega a mi olfato antes de que levante la cara para mirarte. Y es que… esta conexión carnal de nuestras mentes es primitiva, como la de los primeros seres, cuando los sentidos eran jueces y jurado de sus actos. Por eso mi quererte es primario e impúdico. Es un gozo y un veneno del que me emborracho sin miedo a morir. Por eso mi quererte es visceral, profundo, porque me nace de las entrañas, y cada día, como una flor nocturna, muere con cada amanecer. Por eso mi quererte es eterno, vive en mí, incandescente, hasta que este corazón que te escribe se apague.

POEMA 4 Vives en mi mente como el personaje principal de mi historia, y en él eres Rey. Estás presente incluso cuando no estás, porque te imagino dentro, llenando mis espacios, dibujándolos; haciéndome, convirtiéndome en ti. Y te imagino fuera de mí y tus ojos atraviesan los míos, se unen a los míos, haciéndose uno, porque hasta en la lejanía estás dentro de mí, materializándote a cada instante, incluso cuando estás en mis pensamientos. Porque algo de ti siempre vive en mí, se hace corpóreo en cada instante en que pienso en ti.


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POEMA 5 Nuestros universos se alinearon para describir un amor único, el que debe existir entre ángeles que, sin tocarse ni verse, se aman con el amor más intenso. Tú eres sustancia mía y no de otra... Porque yo te describo con la fuerza del amor que Dios me dio para dártelo a ti, solo a ti. Y de esta manera únicamente te quiero yo, con el sexto sentido a flor de piel. Te siento, sí, tan cerca de mí. Te he convertido en mi héroe, mi galán, mi caballero, porque tengo el poder de imaginarte en todas las formas y colores. Pienso en ti con la luz más hermosa jamás vista ni recreada. Te miro de la forma más intensa porque, a cada paso y respiración, te hago y te deshago. Y este sentimiento que nace de todos los átomos de mi ser me condena, una y mil veces, solo para seguir pecando de amor.

POEMA 5 Pasó un vendaval por mi morada y a su paso no dejó en pie nada. Era un viento de fuego, calor, soberbia y dolor, que en su recorrido arrasó con todo, y solo quedó nada… A mí no vino silencioso. Irrumpió sin darme tiempo a salvar el alma. Mató todo lo que encontró, y quemó con fuego lo poco que quedó. Él es así... Como el niño que rompe impetuosamente lo que reclama. Volverá el viento, el arrogante, a exigir lo que no dejó. Quién sabe si, al volver, encontrará algo de lo que ama…


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POEMA 6 Vivo enredada entre el sudor, lágrimas y saliva del primer acto. Vivo un sueño de piernas, brazos y besos. No estoy segura de estar viva. Quizás aún estoy soñando con tu enredo. Cierro los ojos para así seguir viviendo mi vida enredada dentro de tus sueños

POEMA 7 Quiero gemir bajo la fuerza y el calor de tus abrazos. Puede que gimiendo rompa el hechizo que tienes sobre mí. Quiero gritar cuando entras en tu hogar. Puede que la furia de mi llanto libere por momentos el tormento de mi corazón. Quiero llorar con fuerza cuando te vas. Quizás llorando te des cuenta que eres el timón que mi barco ha perdido. Quiero susurrarte, despacio y al oído, que recojas de mí lo que queda, y, así, mostrar al desvalido que te queda bondad. Quiero que te lo lleves todo y así no gritar más.

POEMA 8 No hay nada más bello que mirarte a los ojos y ver tu alma asomarse en ellos. Qué puede ser más bonito que tu sonrisa cómplice de los secretos que solo tú y yo guardamos de nuestros encuentros prohibidos. No hay nada más hermoso que el sonido de tu carcajada, anuncio de la complicidad


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erótica que solo nuestras mentes comparten, y, mientras, reímos, gozamos. ....Me miras y te ríes. Bendito sea ese sonido que a mí viene como un soplo fresco en verano, que viene a mitigar el calor de tu cuerpo junto al mío, mientras nuestras miradas amantes se ríen.

POEMA 9

Tu boca me dice que no me ama, cuando tus ojos me desmienten cada sílaba pronunciada en cada frase dicha. Te apartas de mí y me rechazas, mientras los movimientos de tu cuerpo reconocen solo el hogar de mi cuerpo, tu refugio. No mientas más al cielo, ni a las estrellas. No mientas más a tu alma ni a la mía, que las palabras engañosas solo dejan un rastro de dolor. No mientas más a tus noches ni a mis sábanas, que en ellas se grabó todo tu amor. No mientas más hoy, y dame el descanso que anhelo. No mientas más mañana, porque cada nuevo día es solo la confirmación de nuestro amor.

POEMA 10 Inmensa como el mar es la sensibilidad de mi alma de Amazona que sucumbe ante tu pecho. Y como una guerrera voy arrasando, pero caí a la primera escaramuza, a la embestida de tu virilidad. Te descubrí entre tantos otros, y perdí mis armas de Valquiria ante el primer asalto del


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brillo de tus ojos. Es tan débil mi voluntad… Seguiría el camino que me lleva a ti una y otra vez, solo para siempre caer rendida en tu lecho.

POEMA 11 Pececillo mío, pececillo mío, tú serás, como dices, un pez de babas escurridizas y de hogar impenetrable, pero… Pececillo mío, no soy pescador de río ni de mar. Más bien yo soy el mismo río Wele de aguas negras y profundas, donde tú vives feliz los atardeceres. Yo soy mujer de aguas turbulentas y oscuras, el Pozo y el Gozo de los peces. Nunca he de pescar en mis aguas porque soy la sirena que nada junto a ti, y por amor no te pescaré ni te dañaré. Te dejaré beber de mis aguas hasta que tu pasión por mí se apague

POEMA 12 El amor maduro es el que fluye desde dentro de la paz del alma y te nutre. Se entrega sin condiciones ni guiones, porque la letra de esa canción la escriben experiencias, vivencias y gozos ya sentidos. Y surge cuando crees que ningún amor encenderá tu corazón, en un momento de entrega vital. Como una explosión de viejas sensaciones que te devuelven esos años pasados, pero de infinito y penetrante sabor.


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Cuando llega, amas solo por amar y te entregas totalmente, sin pensar ni esperar, y ese es su atractivo. Porque él ahora es su templo, donde consagraremos nuestros besos y ensalzaremos nuestros gemidos. Es un amor reposado porque tú vendrás con el deseo libre, y te irás saciado de mí, para siempre volver. Sin un plan ni un futuro, porque nuestras caricias nacerán siempre en tiempo presente. He tenido muchos amores, pero este, el que brota de un alma en sosiego, es el verdadero, el amor maduro.

POEMA 13 El invierno se instaló en mi corazón, y el frío aparece en mis ojos. Y, en él, aquella fuente donde nacían versos de amor es el mismo lugar donde mueren mis palabras. El frío está firmemente instalado en mí y, cuando cae una lágrima, es granizo que repiquetea y repiquetea dentro, en lo más hondo, ensordeciéndome ante tus verdades falsas. Me agarras de la mano y te siento como una serpiente que siempre estuvo trepando sobre mí, sobre el cuerpo de Eva, la maldita. ....Y por ello le dedico poco tiempo a mis pensamientos, a mis pensamientos sobre ti.

POEMA 14 Estamos destinados a encontrarnos en esta vida para amarnos, y si muriese hoy te volvería a encontrar en la siguiente vida para quererte, porque antes de ahora hemos


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sido amantes, mucho antes de, incluso, conocerte. Estaba escrito en el universo que tu aroma me seguiría hasta el lugar de mi descanso, y me despertaría siempre en los amaneceres. No importa la distancia, no importa el tiempo. Despertándome con tu olor de hombre. La razón a mi vida y la sal de mis días. Porque tú y yo estábamos condenados a amarnos, ahora y antes. Estábamos predestinados, hoy y mañana, a continuar una historia perdida, perdida incluso antes de comenzarla, porque leo en tus ojos, cada vez que me miran, que en otra vida tú ya me amaste.

POEMA 15 Tus labios son fuente del manantial eterno donde sacio mi sed de hembra, y en el que, en mis sueños, te poseo. Ahí soy dueña de tu alma, que a mi mereced está, y mientras duermo soy dueña de tu flujo, de tu esencia… Dueña de todo. En la culminación de mi delirio, te doblegas y bebes la poción de amor que solo a ti se destina. Quisiera yo, sin remedio, ser dueña de tu voluntad. Así podrías comprender mi desespero, mi llanto... por tenerte siempre. El llanto real... Cada vez que me haces gemir y me convierto en mujer voladora

POEMA 16 ¿Te pasó que, después de besar muchas bocas, conocieras aquella cuyos besos, al acariciarte, describiesen tu cuerpo, y de ella admirases las palabras que capturaban tu imaginación?


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¿Te pasó que, en el pasar de tu vida, conocieras corazones que amaran tu cuerpo, y tú amaras solamente un alma, un reflejo tuyo, tu ser complementario? ¿Te pasó descubrir que querías con todas tus fuerzas, solo para confirmar, un milisegundo de tiempo después, que ese amor floreció en tierra ajena, y que ni el tiempo eso pueda cambiar? ¿Muchas veces he amado? ¿Muchas veces he suspirado? ¿Muchas veces he llorado? No hasta conocerte a ti. ¿Cuántas veces he gritado en lo profundo de mi ser hasta quedarme completamente sorda, por querer lo que parecía estar, sin estar ahí? Solo fue una vez en esta vida, al amarte a ti, mi amor gemelo.

POEMA 17 Eres el que alienta mi fe en el amor con la mirada y el sexo. Cuando pierdo toda esperanza de amar, encuentro nuevamente el credo del amor en el susurro de tus gemidos. Eres ese que levanta mi ánimo irritado con los remolinos de tu sonrisa traviesa, acento tierno del ovalo de tu cara, y me hace creer nuevamente en la vida. Eres la persona en la que, en los ratos tranquilos, ojos y boca se confabulan para sacar lo que quisiera ocultar, para no delatar lo perdida que me encuentro en ti. Eres aquel hombre que, en el atardecer de mi ser, he imaginado perfecto, en mis sueños...., donde te conviertes en el rey de mi inspiración de incansable poesía… Mi amor maduro.


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POEMA 18 Me enamoré de ti sin quererlo yo, y me hundí en un terreno de arenas movedizas. El esfuerzo de mi cuerpo para alejarse del tuyo, solo me acerca irremediablemente más a ti. En vano fue todo cuanto hice por alejarme de tus mieles resbaladizas, y, por más que me desprenda, algo de ti siempre queda prendido en mí. …Y es que tu amor es espeso, y se pega entre mis dedos, mi pelo y mi piel. El rastro de tu olor no me abandona, ni en la distancia ni en la soledad. … Y es que me enamoré de ti sin querer, y el aguijón de tu amor se me quedó clavado profundamente en tu hogar, Quisiera sacarlo, pero me emborracha su veneno blanco, viscoso y denso. Tu amor. Me enamoré de ti sin quererlo tú, y desde entonces te perdí

POEMA 19 Me despierto en mitad de la noche, y digo tu nombre. La lluvia y el viento baten fuerte contra mí ventana, y digo tu nombre. El calor me sofoca, el sudor me ahoga, no distingo apenas nada a esta hora del día, y en mi boca solo se pronuncia tu nombre. El sexo es largo, los minutos se prolongan, no hay tregua ni perdón, la oscuridad nos cobija y el pecar es nuestro hábito, y aún con todo digo tu nombre.... Tu nombre es mi vida, tu nombre es mi mantra, es mi minuto de silencio. Tu nombre es mi inconsciencia, la ley que me gobierna, el sonido que quiero escuchar.....


MARÍA JESÚS ASANGONO EVUNA | MUJER VOLADORA

Ahora, en este instante...Tu nombre.

CANTO FINAL 20 Y tu amor me convirtió en una mujer voladora, alas nacidas al despertar de un viejo y nuevo amor, que es único. Soy una mujer de luz que grita silenciosamente lo que oculta su alma enamorada. Soy una mujer voladora que emigra a tu otoño, cálido y abrigado, universo de mi ensoñación y fuente de mis versos. … Y me convertiste en una mujer voladora


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ELADIO ANDREU CAMARA | INSOMNE


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Narrativa Premio Especial Raquel Ilombe

SOMOS PORQUร ERES

Keyla Oyรณ Sam


KEYLA OYÓ SAM | SOMOS PORQUÉ ERES

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1 ROSA Las expectativas son los sueños que no se cumplen.

-Vamos Val, abre la boca– le dije a mi hermana pequeña, suplicándole por séptima vez. -¡No!– declaró rotundamente, sacando la lengua y cruzándose de brazos. Me froté las sienes. Estaba agotada porque me había pasado la noche entera estudiando… y consolando a mi madre. Esa de la que huía en ese mismo momento. Mi padre y ella “hablaban” de nuevo. No tardé en oír de nuevo los característicos berridos de mi padre y ninguna respuesta por parte de mi madre. Mi hermano mayor, Kevin, entró a la cocina y buscó algo para comer. Encontró las sobras del pescado del día anterior y lo puso a calentar en el microondas. Luego cogió a la pequeña Valeria en brazos. -¿Otra vez están discutiendo?– preguntó metiéndose un trozo de pan en la boca. -Sabes perfectamente que no discuten. No respondió. Se limitó a menear la cabeza como si estuviera loca y se fue. Odiaba esa situación, la odiaba a muerte. Todos en esa casa sabíamos que el estúpido de mi padre pegaba a mamá. Los únicos que se salvaban eran Val y Dedé, los dos peques de la casa. Kevin hacía oídos sordos y solo le importaba lo suyo. Luego estaba yo, que era la única que curaba a mamá tras las palizas de mi padre, esas de las que nunca hablaba. Alex estaba constantemente deprimido y parecía que nadie se daba cuenta de que cada vez pasaba menos tiempo en casa. Diana apenas tenía trece años y, a pesar de que había hablado numerosas veces con ella, no sabía qué hacer con respecto a toda esa situación. Cuando acosté a Valeria, empezaron los golpes. No lo soportaba, aunque mi madre me hubiera pedido muchas veces que no me metiera en medio, ya que la única vez que lo hice mi padre me obsequió con un puñetazo en el estómago. Avisé a mi hermana Diana de que iba a dar una vuelta, porque sencillamente no podía soportarlo.


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Para bien o para mal, nuestra casa estaba construida en un terreno amplio, y el patio, amurallado, estaba lleno de hierba y flores silvestres. Me senté en el oxidado columpio que ya nadie utilizaba, salvo mi padre para sus citas clandestinas, y no tan clandestinas, con chicas de mi edad. A los quince minutos salió tan campante, se dio cuenta de donde estaba, me saludó y se permitió incluso el lujo de sonreírme. Capullo de mierda. Corrí hacia casa y fui al cuarto de mis padres. Mi madre estaba tendida en la cama, de costado. Lloraba de una manera desconsolada, pero sin hacer ruido. Me senté en el suelo frente a ella para mirarla y tuve que morderme la lengua para no llorar. Tenía el ojo morado, cerrado totalmente por la hinchazón, el labio partido, huellas de dedos en el cuello, multitud de marcas por todo el cuerpo, unas viejas y otras que se empezaban a formar. Tenía la ropa rajada de tal forma que no tuve duda de que también la había forzado. Fui a por el botiquín y allí, en el baño, me permití llorar. Por toda la mierda que tenía que pasar mi madre y de la que ella era incapaz de salir. Y, sobre todo, por no poder hacer nada más y tener esperar a que le pegase para curarle las heridas.

2 BAPU Las cosas malas no ocurren a la gente mala. Las cosas malas ocurren a todo el mundo. Especialmente a las personas que no lo piden.

Hacía calor aquel día. Incluso para ser febrero en pleno Malabo. El sol se colaba por todos los huecos, puertas y recovecos. Podías sentir el calor hasta en la garganta. No sed, calor. Bapu lo sentía. Salía de clase, eran las cuatro de la tarde y el sol estaba en pleno apogeo. El uniforme de tela barata se le pegaba en la piel y la hacía sudar. Tenía


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ganas de llegar pronto a casa: su hermano le había conseguido capítulos nuevos de Naruto Shippuden y estaba ansiosa por verlos. “Si llego en 20 minutos podré incluso dormir un poco para descansar”, pensó, mirando su pequeño reloj de pulsera. No vivía lejos, pero tenía que coger un taxi para llegar a tiempo. El sol seguía en lo alto. -¡Ela Nguema!– chilló al cuarto taxi que pasó. Al fin ese pitó, señal de que podía subir. Se acomodó en el asiento de atrás. Había un señor de entre treinta y muchos y cuarenta y pocos años hablando por teléfono. El taxista, que parecía de la misma quinta, dijo: -Vamos a dejar antes a este señor en Buena Esperanza. ¿Te parece bien? Bapu consideró las opciones y dijo que vale. Ni siquiera estaba anocheciendo. Eran las cuatro y veinte según el reloj del salpicadero. El coche se internaba cada vez más en Buena Esperanza, perdiendo incluso de vista las casas del bloque Z. -Perdone- dijo Bapu tímidamente y con una sensación de opresión en el coche -, pero si va tan lejos me puede dejar aquí. Llegaron a la carretera de los pueblos, la que iba a Baney. -¿Señor? No hubo respuesta. -¿Señor? Nadie respondió. Bapu ya sentía ganas de llorar. Sabía lo que iba a pasar, pero no quería aceptarlo. Intentó salir del coche en marcha, pero el seguro estaba puesto. El hombre que estaba a su lado la agarró del cuello, casi ahogándola, y dijo: -Más vale que te estés quieta.


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Llegaron a un lugar apartado donde solo había bosque. Las lágrimas no paraban de salir de los ojos de Bapu. La tendieron bruscamente en el suelo, rompiéndole la camisa de su uniforme, clavándole las uñas en sus muslos, agarrando sus muñecas hasta enrojecérselas. Bapu comenzó a pedir, chillando, que la dejaran, que no lo hicieran, por favor. Nunca había experimentado un miedo tan grande. Sus gritos parecían los de un animal malherido, pero un puñetazo en la mandíbula consiguió callarla. Fue entonces cuando la forzaron, la penetraron, primero por turnos y luego a la vez. La golpearon unas cuantas veces más cuando notaban que ella se resistía. Bapu se desmayó un par de veces, pero siempre recordaría aquella tarde con claridad. Hubo un momento en el que ya ni gritó, ni lloró. Dejó que aquellos hombres terminasen para que no la golpearan más. La tarde se convirtió en una noche sin luna, en la que el viento aullaba entre los árboles. Y cuando parecía imposible ver nada, la abandonaron allí, semidesnuda y malherida. Marcada para siempre. Y ella solo deseó morir.

3 IRENE Soluciones permanentes para problemas temporales.

-¡Irene! ¡LEVÁNTATE YA!– grita la madre exasperada. Son las ocho y cuarto. Si no se levanta pronto, llegará tarde a clase. -Sí, mamá, ya voy. Irene sale con calma de su cuarto mientras su madre termina de ponerle el pañal al pequeño de sus cuatro hijos menores. De inmediato, al ver a su hija se escandaliza. Irene va hecha un desastre. El cuello del polo está desabrochado y su falda es más corta de lo que debería. -¿Te parece normal ir así a clase?


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-El uniforme me va pequeño– responde ella, escuetamente. -“El uniforme me va pequeño”– dice su madre tratando de imitar su voz. Es una discusión frecuente en las últimas semanas. Entonces procede a hacer lo mismo que lleva haciendo durante meses. El primer paso es fingir que va al colegio, luego tomar una dirección completamente distinta y dirigirse a casa de su novio, Jamal. Como siempre, no está solo y la casa apesta a marihuana. Va al baño a cambiarse de ropa para procurar que no huela después, y se sienta junto a él después de darle un beso en los labios. -Ey, nena.– Está colocadísimo. Irene no tarda en coger el porro que le ofrece y aspirar. Se siente genial. Así lleva ciento treinta y cuatro días. Empezó un día después de la enésima pelea con su madre. Ella no quiere ser abogada, ni economista, ni ninguna de esas cosas que su madre dice que son “respetables”. A ella le gusta pintar y dibujar, pero su madre opina que eso no es una carrera, ni un trabajo. Es un hobbie y nada más. Entonces Irene la encontró tirando su bloc de dibujo y sus pinturas, diciendo que así no llegaría a nada y que era una completa pérdida de tiempo, y esa fue la gota que colmó el vaso. Lloró desconsolada. Conoció a Jamal una semana más tarde, y comenzaron a salir dos días después. Su relación se basa, sobre todo, en su afición a los narcóticos y en la facilidad de Jamal para conseguirlos. La cosa se puso peor cuando su madre anunció que no pagaría sus estudios en el extranjero para que fuese a pintar garabatos y gastase su dinero a lo tonto. Fue el mazazo definitivo que necesitaba para comenzar a probar cosas más duras, a robar a su madre, a faltar a clase ¿De qué le servía todo eso si no podía cumplir su sueño? En esa ocasión Irene no se niega a nada. Ella y su novio comparten la botella de vodka, mientras los demás, que no se enteran de nada por el efecto de tanta droga junta, ríen y duermen a ratos. Después del vodka viene el tequila, e Irene tiene la mente cada vez ofuscada. ¿En qué momento se ha quitado la ropa? ¿Quién es ese tío que está a su lado? ¿Es Jamal? ¿Es una chica acaso? No lo sabe. Le cuesta respirar, ve puntitos negros y suda muchísimo. El corazón se le dispara, y, sin más, el aire ya no llega a sus pulmones.


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Le ha pasado eso sobre lo que tantas veces había bromeado, y que, incluso, había fingido. Lo que su colega español llama… “que te dé un amarillo”

4 ANDREA No todas las cárceles tienen barrotes. Muchas cárceles se esconden bajo casitas de chocolate.

Todo comenzó al cumplir yo los quince. No fue inmediato, pero no me di cuenta hasta que fue demasiado tarde. Desde que me bajó la regla mis padres me miraban de otra forma, pero, sobre todo, mi madre. Recuerdo que se sentaba con las vecinas y conmigo, y se comparaban entre ellas, utilizando como ejemplo a nosotras, sus hijas. -Creo que mandaré a Kelly a Francia para que estudie– dijo Pepina, que, además de vecina, a veces ayudaba a mi madre con el bar. -¿Aún sigue con su novio, ese blanco?– preguntó mi madre intentando aparentar que no le importaba. -Sí– respondió Pepina–. La cuida de maravilla. Incluso a mí me trajo un perfume de Dior carísimo.– Puso cara de suficiencia. Mi madre me miró (yo estaba frente a ella) y mostró una expresión extraña que nunca olvidaré. A los 16 conocí a Alberto. Tenía 20 años más que yo, pero eso no lo supe hasta después. No los aparentaba. Lo conocí en una fiesta. En ese momento no sabía que era el amante de mi amiga. Dijo que nunca había conocido a alguien como yo. Más tarde una conocida me dijo que tenía suerte. “Ya me gustaría a mí tener un chico así. Tiene dinero, eh, y encima guapo”. Lo era, de veras que lo era. Una


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semana después comenzamos a salir. Me sentí como una reina. Me llevaba en su cochazo Range Rover último modelo. Íbamos a comprar a las mejores tiendas y satisfacía todos mis caprichos. Me convertí en la envidia de mis amigas. Un día, me llevó a su casa (una de ellas). Nos habíamos besado con anterioridad pero nunca habíamos ido más allá. Al parecer él había decidido que había llegado el momento. Comenzó a acariciarme y me asusté. Era demasiado pronto. Se enfureció. -¡¡DESPUÉS DE TODO LO QUE HE HECHO POR TI!! ¡¡ERES UNA DESAGRADECIDA!! Me sentí culpable, así que cedí. A partir de entonces algo cambió. Fue su forma de tocarme y acariciarme cuando estábamos en público. Estaba segura de que era culpa mía. Así que antes de terminar aquel año me quedé embarazada. Dejé las clases y me fui a vivir con él. Mi madre recibía dinero de su yerno y regalos caros, y mi padre hizo negocios con mi suegro. Tuvimos a nuestro primer hijo. Pero parecía que nada de lo que hacía era suficiente. Se mostraba hosco conmigo y yo me esforzaba por complacerle. Se lo merecía, después de todo lo que había hecho por mí. Me quedé embarazada de nuevo nada más cumplir la mayoría de edad. Justo después nos casamos. Mi segundo bebé fue una niña. La llamé Rosa, por la flor. Pero a cada nuevo bebé (y tuvimos seis en total), él se aburría más de mí. Un día le vi trayendo a casa a una chica un poco más joven que yo, creyendo que no lo vería. Era culpa mía, ya no le satisfacía. Por eso necesitaba a otra. Y seguí pensando que era culpa mía, incluso cuando me pegaba.


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5 ANA Los ideales son la clave

Ana tenía diecisiete años, una madre y un padrastro. Una casa, comida tres veces al día, agua corriente, agua mineral y luz. Se suponía que era lo necesario para vivir. Pero no lo era. Iba a clase. No era la mejor de las alumnas pero se esforzaba todos los días. Ana era la mayor de cuatro hermanos, y, a pesar de tener lo necesario para ser feliz, no podía. Era ella quién iba a atender la tienda de su madre nada más salir de clase, y quien se encargaba de los niños nada más salir de la tienda. Ana no se hubiera quejado si hubiese podido ir a pasear con sus amigas (aunque solo tuviese una), pero no podía, entre otras cosas, porque no le quedaba tiempo. -¿Para qué quieres que te visiten? – preguntó su padrastro cuando Ana pidió permiso para que algunos compañeros viniesen a verla –. Deja esas tonterías. Los niños aún no han cenado. Su madre no hablaba mucho. Aceptaba todo cuanto su marido decía. Ana terminaba la jornada cuando acostaba a los niños, y limpiaba los platos de la cena tras haber servido a sus padres. Lo único que mantenía a Ana lejos de la depresión eran los libros y la música. Conseguía evadirse del estrés de cuidar a los niños casi 24 horas al día, de que sus padres la ignoraran salvo para ordenarle algo. Fue en los libros donde encontraba historias fascinantes sobre traición, amistad, aventura y… familia. Pero también se ponía triste. Las madres y los padres de esas historias, más allá de lo material, se preocupaban por sus retoños. Les enseñaban valores. Ella había tenido que aprenderlos sola. Cuánto más leía, más rabia le daba su familia. Ella debía ayudar en casa, eso estaba claro. No ser madre/hija a tiempo parcial.


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Había guardado para sí sus preciados tesoros, había callado también su sueño más profundo, sus miedos más escondidos. No tenía con quién hablar, así que lo escribía todo. Tenía diarios enteros que escondía bajo la cama, junto a cuadernos repletos de historias que un día soñaba con publicar. Apenas tenía tiempo para estudiar, y sus padres nunca le preguntaban al respecto. Tan solo les interesaba el resultado final. Pero eso a Ana le daba igual. Tenía un sueño, un sueño que pensaba cumplir. Antes, su determinación era inquebrantable, pero ahora tenía el apoyo de un grupo, y, aunque tenía que hacerlo a escondidas, estaba contenta de contar con gente que la apoyaba, sobre todo una que se había convertido en su mejor amiga. Miró su móvil. Alguien la llamaba. Era ella. -Hola Ana. -Hola, Juliana. Y es que los ideales y los sueños son más fuertes que cualquier cosa, pero si van acompañados de otra amistad igual de fuerte, entonces se hacen invencibles.

6 KIMBERLI Las mayores mentiras suelen ser las que nos decimos a nosotros mismos.

Mi madre os dirá que fui una niña normal, que nunca hubo nada raro en mí. Que sacaba buenas notas. También dirá que no lo entiende, que yo soy lo que más quería. Sí, claro. El alcohol y yo. Cuando no estaba borracha, me hablaba del pasado, de cómo yo fui fruto del amor que había entre mi padre y ella.


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Mis compañeros de clase dirán que yo era una chica estupenda, un poco peculiar, pero nada más. A pesar de que tres de ellas me tendieran una emboscada para tratar de ver qué había bajo mis muñequeras. Cicatrices, como las de mis piernas. A pesar de que la mitad de ellos sólo conocían mi existencia, nada más. Probablemente, en la tele dirán que morí por una enfermedad que venía padeciendo. Y lo más triste es que eso no se aleja demasiado de la realidad. Estuve enferma durante tanto tiempo que olvidé lo que era estar bien. Nadie lo vio, tampoco me hubieran creído. Nadie me escuchó. Solo era una chica más. Una del montón. Lo que me pasaba no era algo bueno. ¿Qué iba a decir cuando me preguntaban qué tal estaba? ¿Que me moría lentamente a los ojos de todo el mundo y nadie lo veía? ¿Que hallaba más consuelo en una cuchilla sobre mi piel, que en cualquier palabra de cariño? ¿Que me sentía sola y llena de… de… un vacío inmenso? Me daba asco, no soportaba mirarme al espejo. Era una persona de mierda metida en un cuerpo de mierda. Lloraba cada vez que me observaba, y sentía que todos a mi alrededor se sentían asqueados por la persona que era. La gente se dio cuenta del cambio, y me llamaron guapa por estar delgada. Me di cuenta de que no era yo. Cuando llegué a los cuarenta kilos y me convertí en un montón de huesos con carne pegada, al menos mi cuerpo era más “normal” Pero ya no podía comer, estaba asquerosamente delgada, ya no podía pasar un minuto en pie sin que me temblaran las piernas, y los cortes en mi piel tampoco ayudaban demasiado. Se acumularon tanto que olvidé cómo era mi piel antes de las cuchillas. Entonces ocurrió. Un día corté de más.


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Había dejado de existir.

7 YOLANDA La conejita de Zootropia ya lo dijo: intentando hacer del mundo un lugar mejor.

Hoy me acuerdo mucho de ella. Cómo no iba a hacerlo. Hoy es el sexto aniversario de su muerte. Camino mirando al frente escuchando Feels Like Summer de Childish Gambino. Ella la bailaba como nadie. Hace algo de frío, pero estoy contenta: he salido de la universidad antes. Ni siquiera he pasado por la residencia. Nadie de mi familia sabe lo que estoy a punto de hacer. Nadie, y creo que eso lo hace un poco más especial. He estado trabajando durante tres años para llegar al día de hoy. Siento que el corazón me palpita con fuerza en el pecho y no puedo evitar acordarme con tristeza de su carta. Esa de la que nadie sabe de su existencia. Porque es algo entre ella y yo. La he leído tantas veces que me la sé de memoria.

Yoli:

Es una de las pocas veces que estoy sobria. He pasado un tiempo…no sé…no sé ni lo que escribo. Hablar es lo tuyo, no lo mío… Te echo de menos, prima, aunque ya no nos veamos todos los días… He renunciado a todo. Me niego a ser una marioneta más…. ¿Tan malo es ser diferente? Esa mujer que se llama “madre” no me entiende, y sé que suena a cháchara adolescente, pero es la verdad. Nunca se ha molestado en preguntarme qué andaba en mi cabeza… No aspiro a sentarme ocho horas al día en una oficina haciendo algo que ni siquiera me gusta. Y eso me mata más que cualquier droga que pueda tomar. Amo dibujar, lo sabes. Ni escribir ni hablar son mis fuertes, pero… cuando dibujo siento que puedo hacer cualquier cosa, diseñarla, imaginarla, crear cosas que parecen imposibles… ¿Tiene sentido lo que digo, prima? Porque para mí sí lo tiene, y mucho. Prima, esto es algo que tengo que pedirte. Necesito que lo hagas por mí. Últimamente no me acuerdo de nada, pero hoy sí lo he recordado… Mi memoria está hecha una mierda. En otro de mis momentos lúcidos escondí una caja bajo una de las baldosas del patio. Es la única que está floja. Creo que es demasiado tarde para mí…pero… ¿podrías guardarla? No quiero que se fosilice ahí. Guárdala para mí, prima.


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Miro al cielo y las nubes grisáceas, y sé que ella estaría contenta por lo que pasará hoy. Su recuerdo me da fuerzas. Ella fue una de mis primas más queridas, y lo sigue siendo, aunque en los últimos años la relación con su madre hizo que ella se cerrara cada vez más a la gente. Llego al edificio en cuestión. Es lo que me esperaba y más. Gris, de dos plantas, bastante grande y elegante. Los carteles anuncian el evento de hoy. A pesar de que he estado involucrada en todo el proceso, no puedo evitar emocionarme al verlo. Entro y veo bastante gente. Yo era la última que faltaba por llegar para la inauguración. Mi socio me sonríe y, tras dar un discurso, me cede la palabra: -No puedo negar que estoy emocionada. Es un gran momento para mí. Sobre todo en una situación como esta, aunque sea lejos de mi país. Sé que…le hubiera gustado, a pesar de todo. Miro sus obras, que han pasado de ser dibujos en un cuaderno a cuadros que todo el mundo puede admirar. -Me complace inaugurar este Centro para Jóvenes Artistas Irene Villarubia. Un lugar donde los artistas podrán encontrar apoyo y financiación para sus proyectos. Todos aplauden. Me seco una lagrimilla, pero estoy feliz. Sé que seré feliz viendo como este lugar da cobijo a gente como ella. He cumplido, prima.

8 CELIA Los secretos dejan de serlo cuando se comparten.

Hace un calor increíble, aunque sea agosto. Menos mal que en Malabo es época lluviosa. Salgo hoy por la noche. Nunca había ido a Guinea antes. He pasado estos diecinueve años de mi vida bajo el cielo de Madrid. Mi madre vino aquí con su hermana mayor cuando ella tenía apenas dieciséis. Voy dos semanas, a conocer a mi familia. Mi tía vendrá conmigo. Esa fue la condición que puso mi madre para permitirme viajar. Ella no quiere saber nada de


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Guinea. Camino de vuelta a casa, después de pasar la tarde con mi mejor amiga, Camila, en el Cien Montaditos de la calle Mayor. Las paranoias de mi amiga sobre las enfermedades que puedo pillar en Malabo se acabaron cuando le expliqué que lo que los extranjeros llaman malaria, allí se llama paludismo, y es tan común como un resfriado. Ya en casa, mi tía me explica que mi madre ha tenido otro episodio. Desde hace un tiempo, creo que antes incluso de nacer yo, mi madre sufre crisis nerviosas y ataques de ansiedad. Por eso mi tía siempre se ha quedado con ella. Lo siento mucho por mi madre. Mi tía, en cambio, me saluda con un abrazo cuando me ve. Tiene los ojos vidriosos y dice que tiene que hablar conmigo. -Tu madre no sabe que te voy a contar esto, y es probable que me mate si se entera de que te lo he dicho. -Me estás asustando.– Me acaricia la cara con ternura. -Sé que solo le preguntaste una vez y que nunca volviste a hacerlo para no incomodarla. Lo que yo te voy a contar ahora es la historia de tu madre y por qué vino a España. Me quedo a cuadros, es algo que no me esperaba. Una de las incógnitas más grandes de mi vida. Nunca he sabido quién es mi padre. He tenido una vida normal y feliz en España, solo empañada por esa pregunta sin respuesta. Una pregunta que va a ser contestada ahora. -Verás, tu madre nunca hizo nada para provocar todo lo que ocurrió…La pobre Bapu… solo tenía quince años… Durante casi cuarenta minutos mi tía habla sin cesar, llorando por su hermana pequeña. -Estuve durante un año trabajando como camarera, haciendo turnos dobles, ahorrando todo lo posible para los billetes. Bapu había entrado en un bucle de depresión. Apenas prestó atención a su embarazo. Nuestros padres no la apoyaron, y yo sabía que dependía de mí para que no se convirtiera en una mujer amargada. Pero cuando naciste…- sonrió con tristeza– se puso a llorar y dijo que eras lo más bonito que había visto en su vida, aunque estabas llena de placenta y sangre.


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Noto mis mejillas húmedas. No sé en qué momento me he puesto a llorar. -Le devolviste las ganas de vivir. Todavía ahora, aunque tenga secuelas de aquello, te quiere más que a nada. Pero, aunque hayan pasado casi veinte años, tu madre no ha podido olvidarlo nunca, y tiene miedo de lo que pueda pasarte. La entiendo. -¿Por qué me cuentas esto ahora? -Porque de ti depende ir o no. Eres mayor de edad, pero si algo llega a ocurrirte estando allí, ninguna nos lo perdonaríamos. Sé perfectamente lo que tengo que hacer. Algún día, quizá dentro de veinte o treinta años, viaje a mi país de origen. Pero no ahora. Ahora no. -No iré. No puedo dejar a mamá sola después de saber esto.

9 JOYA Rosas rojas para el amor.

Me dolía muchísimo, jamás podré olvidarlo. Parecía que la tripa se me iba a desgarrar. ¿Acaso tenía ahí dentro un híbrido alien? Aunque no me extrañaría nada, con lo que era el padre de mí bebé. -Malditas enfermeras ¿¿¡¡Es que no hay nadie en este puto hospital!!??– Mi mejor amiga, Sami, chillaba mientras esperábamos a que alguien viniera. Llevaba ya un tiempo con las contracciones, y mi amiga estaba roja de rabia. Las enfermeras que pasaban por ahí la miraban con desagrado y descaradamente. Sami, con su pelo azul, sus piercings y su ropa negra, destacaba, lo quisiera ella o no. Buscaba con la mirada a Alex, pero de alguna manera sabía que no vendría, y que tendría que pasar por todo eso yo sola. Estaba asustada, como no. Mi madre y mi padre me habían retirado la palabra, y me habían mandado (y cito textualmente) al lugar donde yo me hubiera quedado embarazada.


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Mi exnovio y padre de mi bebé tampoco hizo nada al respecto. La única que me ayudó fue Sami, que habló con sus padres para que me quedara en su casa. Ellos me apoyaban, pero me sentía muy mal por tener que acudir a la familia de mi amiga y no poder estar con la mía en un momento tan importante. Ni siquiera tenía diecisiete años. Las contracciones siguieron durante un rato, hasta que la enfermera decidió que podía empezar a empujar. Fue más doloroso de lo que había imaginado. Pero Sami estuvo conmigo, aguantando mientras apretaba su mano. Pensé que me moriría apretando. Cuando tuve a mi hijo en mis brazos, me sentí genial. Tenía miedo y no sabía cómo iba a ser todo a partir de ese momento, pero tenía que ser fuerte por él. Cinco meses después, Alex consiguió un trabajo y una casa. Me propuso irme a vivir con él. No estaba segura, pero no quería seguir abusando de la hospitalidad de los padres de mi mejor amiga, ya que aún no me había recuperado del todo del parto y no podía trabajar. Así que me fui a vivir con él. Un día, mientras dormía al niño, Alex volvió borracho a casa, y trató de pegarme con una botella de whisky. Si había algo que había aprendido de Sami era a tener carácter. Así que, antes de que me diera él, le di yo con un bate en las costillas. Una semana después ponía rumbo a España. Jamás permitiría que un salvaje me pusiera la mano encima. Ni siquiera el padre de mi hijo.


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10 WILÈLÓ Lo siento, pero no lo siento.

Querida mamá: Me voy. Pensarás que soy una desagradecida y mil cosas más, pero no puedo aguantarlo más. Me voy. No tengo miedo a que me digas que no vuelva nunca, porque no lo pienso hacer. Si alguna vez nos vemos por Malabo, Bata, Baney o Annobón, ten en cuenta que, aunque no me quieras hablar, yo te quiero. Has dado mucho por mí, no sólo pariéndome. Sé lo mucho que luchaste para que saliéramos adelante, mamá. Pero no puedo más. Siempre he tratado de complacerte en todo lo posible. Jamás pensé que no me creerías, que le pondrías a él por delante de mí. Ya sé que esas telenovelas estúpidas que ves dicen que el amor es ciego. ¿ Es que acaso no me quieres? Soy tu hija. Te quiero más que a nada, y es como si tú no lo vieras. Tu marido intentó forzarme y tú te pusiste de su lado. Que yo le provocaba, que ya era una mujer y que aquello era completamente normal ya que, según tú, entra en su instinto masculino. Quizá algún día podamos hablar de todo esto, pero ya no puedo estar cerca de ti, y mucho menos de él. Por si no ha quedado claro: me voy. Te quiero muchísimo, mamá. Aunque tú no lo veas. Hasta pronto.


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11 LARA Ella se ha cansado…de tirar la toalla. No ha mirado ningún espejo pero se siente toa guapa -BEBE

Eran las once de la noche. Sentía que las horas pasaban más despacio de lo normal. Como de costumbre, oí la verja de la entrada abrirse, y al coche de mi padre desaparecer. Por fin. Saqué “la caja” de debajo de la cama, esa que había escondido de tal manera que ni siquiera la de la limpieza sabía lo que era. Me limpié la cara y procedí a maquillarme. -Malditos pelos- murmuré, mientras me los arrancaba de la barbilla. Pronto todo eso se acabaría. Tras maquillarme con un look sencillo pero elegante, elegí mi peluca favorita. Mi pelo era aún algo corto para mi gusto y, de todas formas, en el colegio no podía dejármelo como quería. La siguiente parte del ritual siempre me daba algo de ansiedad. No soportaba mirarme en el espejo. Mi ídolo, Leyna Bloom, me recomendaba decirme lo bonita que soy y las cosas que más me gustaban de mí mientras me vestía. Aunque me entraran ganas de llorar. Respiré hondo. Me ponía nerviosa ver esa cosa entre mis piernas. Sin querer me puse a llorar, pero me miré y, decidida, empecé a decir: -Soy bonita…, soy inteligente… y creativa… Solo hay que ver cómo he reutilizado mi vieja ropa. Me puse una camiseta que había ajustado y unos vaqueros con unas sandalias. A pesar de saber que no iba a ninguna parte, me sentí completa. En mi cuenta de


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Instagram tenía más de tres mil seguidores, gente que sabía lo que era y me apoyaba. Yo, en cambio, por seguridad, no seguía a nadie que fuera de mis alrededores. Era ese momento del día en el que era feliz, pero a la vez inmensamente triste. Estaba sola, y no podía hablar con nadie de lo que me pasaba. No estaba enferma, ni loca. Había nacido en el cuerpo equivocado. Y ya está. Pero sabía que, si alguien se enteraba, me pasaría lo que les pasaba a los que son como yo. Escuché a mi madre decir que pegaron a un chico con una botella en la cabeza por atreverse a ir a una fiesta. No soportaba estar así, tener que encerrarme en mi habitación para ser yo. Comencé a llorar de nuevo, más fuerte que antes, y me tendí en la cama, sin importarme que se me corriera el maquillaje. Y ocurrió lo inesperado. Mi madre entró en la habitación. Mi madre casi nunca entraba allí. Debió de oírme llorar. Pero yo solo podía pensar en su cara. La sorpresa estaba impresa en su rostro y sus ojos, abiertos de par en par. Ninguna de las dos sabía qué decir. -Mamá yo…lo…lo… Puedo explicártelo. Ella siguió parada frente a mí. -Luis…- empezó a decir. -No mamá, no soy Luis. Soy Diana. -…No lo entiendo. Se lo expliqué lo mejor que pude. Se sentó conmigo en la cama mientras le hablaba de mi transexualidad. Esperaba que se enfadara conmigo, que me chillara y que me echara. -Mamá… -Yo te quiero igual….hija. Esa noche lloré abrazada a mi madre, y dejé de sentirme sola


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12 TÚ Estoy sorprendida. Nunca esperé que la herencia que me dejó mi abuela consistiría en este libro que ahora sostengo en mis manos, y en el que estoy escribiendo. Este capítulo doce es para mí. Mi abuela también me dejó una carta explicándome por qué me cedía este pequeño libro. Escribió: Todas estas mujeres pasaron por mi vida en algún momento. Pensé que merecían ser recordadas. Ahora te toca a ti seguir con el libro, continuar con tu historia. Allá donde te lleve, recuerda siempre amar la vida que vives y no vivir anclada en el pasado. Eres fuerte, querida, pero el mundo es un lugar peligroso, y debes estar preparada para ello. Como tu abuela, que te quiere también, te digo que solo se vive una vez. Nunca pienses que es un día más, porque en realidad es un día menos. Nunca dejes de amar y ayudar, pequeña. Tú eres todas nosotras, y las que estaban antes de nosotras.

Sé feliz.

Y eso haré. Este es el capítulo de mi vida, y no he hecho más que empezar a escribir en él.


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ELADIO ANDREU CAMARA | INSOMNE


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Poesía: Premio Especial Raquel Ilombe

BOSQUE PERFECTO

Isabel Nguema Coba


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I La esencia de la naturaleza se rinde ante tu belleza. Incluso los malos observadores detectaron tu riqueza. Estás llena de galardones. ¡Naturalmente Formosa! Pues, quien te visitó, lo que andaba buscando, vio. Quedarse más tiempo quiso, pero… Esté donde esté, te anhelará. Eres un patrimonio histórico. La gente no da abasto para hacerte fotos. Estar en tu interior y sentir tu contacto… ¡Es algo mágico!

II Tus caminos son estrechos y llenos de naturaleza. Quien no quiera recorrerlos no quiere descubrir tus secretos. Callaron los dudosos al ver tu vitalidad. No hay nada superior a tu diversidad. Los turistas hablan de ti en todas partes.

ISABEL NGUEMA COBA | BOSQUE PERFECTO


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Los naturalistas quieren crear una amistad y los biólogos desean estudiarte.

III No eres famosa, eres Fermosa. Eres de los que quisieron llevarte a su país… Multinatural… Eres única. No hay pesimista que se oponga a tu perfección. Hablar de ti no es política ni demagogia. Eres un recurso activo a eterno plazo. Milenio tras milenio, siglo tras siglo. Conservarte es un deber de todos.

IV Tu grandeza es tu fortaleza. No discriminas y tratas a todos por igual. Te gusta la felicidad y la unidad, sobre todo el respeto y el amor. Entiendes a todos, pero nadie te entiende. Solo tú puedes ver el dolor que cada uno guarda en su interior, pero, aun así, eres imparcial y flexible. No quieres perder el equilibrio y tienes mucho miedo por lo que te han hecho los predadores.


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No es poco trabajo purificar tanto oxígeno contaminado.

V Tú alimentas al volcán para que no se enfade, como protección al hombre, y él te traiciona talando tus extremos, malgastando algo aprovechable. A veces te avergüenzas de nosotros, pero entiendes que eres nuestra madre y tienes fe en que, algún día, te corresponderemos. Pero nuestra falta de visión hace que este día se prolongue. Pese a todo, siempre nos perdonas…

VI No hay fruto que no brote en tu calor. Tu clima es vital y tu suelo, fértil. Quien te dio la espalda se arrepentirá. Volverá a ti y perdón te pedirá. Eres una economía de base, un lugar llamativo y rentable, una fuente de ingresos permanente,

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una fuente natural de energía renovable. Tú adornaste las costas y embelleciste los cabos.

VII Tienes la paz en tu interior. Los árboles longevos te guardan mucho respeto, y respetan tu tradición. La enseñaron al hombre, pero él no la acató, y se transformó en un estúpido talador.

VIII La capacidad de regeneración brilla en ti, y el talento que tienes para conservarte es tremendamente admirable. Desde la ciudad, es un misterio mirarte. Ocasión que aprovecharía cualquier pintor para dibujar su cuadro más perfecto. Sonríes como una princesa. Eres la heredera de tu herencia. Tu castillo es Bioko y tu trono es tropical.


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IX Cuidas a muchas especies endémicas. Las proteges del peligro, pensando en el futuro, en un bosque que tiene sus normas, un bosque disciplinado. No hay mariposa que posarse sobre ti no quiera. Las aves te descubren volando libremente. Los pájaros se lucen manifestando su alegría. Esta isla es mía. No la cambio por nada. Los loros dicen lo mismo, pero loreando…

X ¡Como vuelan las palomas! Los murciélagos no se quejan, porque las luciérnagas les hacen el pasillo a condición de que respeten lo establecido.

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Águilas y martines se cansaron de pescar y fueron a comer las setas de la caldera de Luba. Las arañas atrapan a los insectos para que no estropeen las plantas ni coman las cosechas, pues, el que puede ayudar, ayuda a mantener todo en orden… Excepto el ser humano. Nos saltamos las normas de nuestros bosques.

XI Hasta ahora, has producido el mejor cacao de la historia. Aunque no estés en auge, ¡tienes más valor del que te damos! Los libros lo dicen. Fuiste, eres y serás especial. Adornas las mesetas, las bahías y estepas; los relieves, alturas y llanuras; las zonas bajas, medias y altas. Decoraste el monte más elevado. Solo falta que salga el sol. Así, apreciaríamos el pico y sus columnas.


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Tu grado de perfección es infinito.

XII Los ratones se escaparon del bosque para vivir en la ciudad. Es un castigo para el hombre, por no respetar la tradición. Para evitar daño y rencor, el bosque quitó el veneno a las serpientes. Pero, el hombre… ¿A dónde va con el tribalismo? ¡Por eso la serpiente recuperó su veneno! Los caballos se adaptaron al frio de Moka. El ganado vacuno, porcino, ovino… tiene todo a su disposición. ¿Quiénes se esconden en sus madrigueras? ¡El puercoespín, el antílope, la ardilla! Alimentándose de plantas y nueces.

XIII Toda fruta de aquí, ¡sabor tropical! No desprecies la sandía, ni las semillas del cacao. Nuestro café no es común. Tampoco nuestro suelo. La técnica es tradicional y eficaz.


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La cebolla no está saliendo a flote comparándola con el tomate, pero, con el tiempo, irá cogiendo ritmo. El tren de la agricultura está cerca de nuestra estación. A ver si subimos todos y volvemos a la plantación. No nos falta lluvia ni abono. El bosque nos necesita…

XIV Te brindo mis respetos. Mis honores a su merced. Son las seis de la mañana desde el colegio MESSILE de Moka, tras visitar el centro de la biodiversidad, el día anterior. Ahora estoy haciendo las maletas apreciando como bailan tus árboles, árboles que vivieron la historia de un país, árboles que superaron los malos recuerdos, adornan tu paisaje en el otro extremo de tu prolongación. No es artificial, y no pago un centavo por mirar. Como si estuviera viendo un dibujo animado,


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me pongo a flipar. Ahí desfilan los roedores dando a todos los buenos días. Aeroterrestres, saliendo de sus nidos, buscando el desayuno. Entonces es cuando tu brisa me acaricia, y siento el ciclo fluir en mí, pero no me salen raíces.

XV Querido bosque perfecto: Ahora que he de irme. Querría quedarme más tiempo. Eres la naturaleza, y te comunicas con la fuerza divina. Pues dile al señor que siempre reflexionaré. Preséntale todo lo que en mi ser has visto. No tengo nada que darte. Por favor, haz que llegue mi mensaje. Dile al Todopoderoso que no pido sabiduría por capricho, y dile que me rindo ante su genialidad. La naturaleza es una creación suprema. Lamento, yo, hombre, ponerla en peligro. ¡Oh, bosque perfecto!


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Dile al señor que perdón le pido. Que tu alma y tu espíritu protejan a Guinea Ecuatorial.


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ELADIO ANDREU CAMARA | INSOMNE

OBRAS GANADORAS DEL CERTAMEN LITERARIO 12 DE OCTUBRE, DÍA DE LA HISPANIDAD

Publicación que recoge las obras ganadoras del Certamen Literario 12 de Octubre, Día de la Hispanidad, convocado por el Centro Cultural de España en Malabo en octubre de 2018. Con estas obras el CCEM sigue creando una colección que sirva de apoyo y estímulo a los escritores noveles de la sociedad ecuatoguineana, y al mismo tiempo difundir las historias que los ganadores de este evento literario nos quieran contar. Malabo, octubre de 2019


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