Educación y vida urbana: 20 años de Ciudades Educadoras

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Educación: el presente es el futuro

escala social, ese relato le proporcionaba una sensación de respeto por su propia persona. Si bien es clara, la historia de la vida de Enrico no es sencilla. Me sorprendió especialmente cómo vivía a caballo entre el mundo de su antigua comunidad de inmigrantes y el mundo de su nueva y neutral vida suburbana. Entre sus nuevos vecinos Enrico vivía como un ciudadano tranquilo y modesto; no obstante, cuando regresaba al viejo barrio, los que seguían allí le brindaban mucha más atención por ser un hombre al que le había ido bien, uno de los veteranos dignos que regresaba todos los domingos para ir a misa, actividad seguida de almuerzo y de tardes de café en las que se hablaba de todo un poco. Se ganó el reconocimiento de persona única entre aquellos que lo conocían lo suficiente para comprender su historia; de sus nuevos vecinos, en cambio, se ganó un tipo de respeto más anónimo haciendo lo que todo el mundo hacía: mantener limpia la casa y bien cuidado el jardín y vivir sin incidentes. La espesa textura de la experiencia particular de Enrico residía en el hecho de que era reconocido de dos maneras según la comunidad en que se moviera, dos identidades que eran el producto del mismo y disciplinado manejo del tiempo. Si el mundo fuera un lugar feliz y justo, los que disfrutan de respeto devolverían por igual la consideración que se les tiene. Así pensaba Fichte en Los fundamentos del Derecho natural, donde hablaba del «efecto recíproco» del reconocimiento; pero la vida real no actúa con tanta generosidad. A Enrico, por ejemplo, no le gustaban los negros, aunque había trabajado pacíficamente muchos años con otros porteros que eran negros; no le gustaban tampoco los inmigrantes no italianos, como los irlandeses, aunque su propio padre solo chapurreaba el inglés. Tampoco podía admitir las peleas familiares, y no tenía aliados de clase. Sin embargo, lo que menos le gusta-

ba era la gente de clase media. Decía que nosotros lo tratábamos como si fuera invisible, un «cero a la izquierda»; el resentimiento del portero se complicaba con su miedo a que, a causa de su falta de educación y su baja categoría social, tuviéramos un secreto derecho a hacerlo. A su capacidad de resistencia oponía la lastimera autocompasión de los negros, la injusta intrusión de los extranjeros y los privilegios inmerecidos de la burguesía. Aunque Enrico sentía que había alcanzado cierto honor social, no toleraba la idea de que su hijo Rico repitiera su historia. El sueño americano de movilidad social ascendente era un poderoso motor para mi amigo. «No entiendo una sola palabra de lo que dice», alardeó ante mí Enrico varias veces cuando su hijo llegaba del colegio y se ponía a hacer los deberes de matemáticas. Oí también a muchos otros padres decir de sus hijos cosas como «No lo entiendo», en tonos más duros, como si los críos los hubieran abandonado. Todos violamos de una manera u otra el lugar que nos ha sido asignado en el mito familiar, pero la movilidad ascendente le da a ese pasaje un giro peculiar. Rico y otros jóvenes que ascendieron en la escala social a veces sentían vergüenza por el acento de clase trabajadora y por los modales toscos de sus padres, pero con mayor frecuencia se sentían ahogados por la interminable estrategia de contar hasta el último céntimo y manejar el tiempo con cuentagotas. Estos niños privilegiados querían embarcarse en un viaje menos forzado. Ahora, muchos años más tarde, gracias a mi encuentro en el aeropuerto, tuve oportunidad de ver cómo le habían ido las cosas al hijo de Enrico. Debo confesar que no me gustó mucho lo que vi en la sala del aeropuerto. El costoso traje de Rico puede haber sido solo el plumaje requerido por el trabajo, pero el anillo –signo distintivo de una historia familiar de élite– parecía al mismo tiempo una mentira y una traición al padre. No obstante, las circunstancias quisieron


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