Virtus 12 humildad

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MIGUEL ÁNGEL FUENTES

NATURALEZA Y EDUCACIÓN DE LA HUMILDAD

(TRES ENSAYOS SOBRE LA HUMILDAD) Virtus 12


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PRESENTACIÓN

En las páginas que siguen he reunido tres trabajos sobre la virtud de la humildad. El primero es un estudio desde la perspectiva espiritual y moral. Se trata de una reelaboración, muy ampliada, de las notas que conformaron el primer número de la colección “Virtus” (Miró la pequeñez de su esclava. Para una educación de la humildad1). En esta nueva versión he omitido algunos puntos más secundarios, a la vez que he añadido nuevos aspectos, necesarios para una exposición más completa. En el segundo analizo algunos atributos más propiamente psicológicos de la humildad; concretamente, si se me permite expresarme así, su valor “terapéutico”. En efecto, la simple observación humana nos pone ante la evidencia de que, con mucha frecuencia, una persona verdaderamente humilde tiene fundadas esperanzas de sanar de muchos problemas afectivos (o por lo menos de ejercer sobre ellos cierto dominio), mientras que el orgulloso, por el contrario, parece hundirse progresivamente en sus perturbaciones. El tercer escrito considera uno de los principales efectos benéficos de la humildad, que es el olvido de sí mismo; de este modo, la humildad prepara el camino para el auténtico amor humano que exige esta capacidad de salir de sí (olvido) para entregarse sin reservas a una persona amada o a un ideal perseguido. He añadido, finalmente, algunos apéndices para quienes quieran trabajar en la conquista o en la profundización de esta virtud que el P. Pío de Pietrelcina llamaba “umiltà giuliva” (la alegre humildad)2.

P. Miguel A. Fuentes, IVE San Rafael, enero de 2010 1

Fuentes, Miguel, Miró la pequeñez de su esclava. Para una educación de la humildad, Colección Virtus/ 1, San Rafael (2008). Las referencias completas de los libros citados se encuentran en la Bibliografía compilada al final del trabajo. 2 Cf. P. Pío de Pietrelcina, Carta a Erminia Gargani, 12-01-1917; en: Epistolario III, San Giovanni Rotondo (1994), 671.


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PRIMERA PARTE ASPECTOS ESPIRITUALES Y MORALES DE LA HUMILDAD

“Cuando no sabéis sobre qué hacer el examen de conciencia particular, nunca os equivocaréis si lo hacéis sobre la humildad o sobre la soberbia” (Beato José Allamano) “Delante de la Sabiduría infinita, créanme que vale más un poco de estudio de humildad y un acto de ella que toda la ciencia del mundo” (Santa Teresa, Vida, 15, 8)

No se puede ser cristiano cabal sin vivir seriamente la humildad; porque cristiano íntegro es quien imita a Cristo, y Éste destacó la humildad como una de las notas relevantes de su Corazón: “Aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29). El nombre de esta virtud esencial de la vida cristiana se deriva de humus, tierra, no sólo porque el humilde es el hombre que se reconoce tierra (Gn 2, 7: “Yahveh Dios formó al hombre con polvo del suelo”; Gn 3, 19: “vienes del polvo y al polvo tornarás”) sino porque también es en la tierra fértil de esta virtud donde germinan, crecen y se alzan todas las demás virtudes, o, sin ella, se condenan a ser sólo raquíticas figuras de la verdadera virtud. Con mucha razón dejó escrito San Agustín Roscelli: “En el Paraíso hay algunos que no fueron mártires, ni contemplativos, ni vírgenes, pero no hay ninguno que no haya sido humilde”. Teológica y moralmente hablando, la humildad no es la más importante de las virtudes. También en esto es ella humilde. La superan infinitamente la fe, la esperanza y la caridad, en la medida que éstas nos unen directamente a Dios. Incluso, si nos atenemos a la naturaleza propia de cada virtud, la justicia (legal) la antecede por su objeto (el bien común), y también la prudencia (la más noble de las cardinales por su sujeto y porque nadie es verdaderamente humilde si la prudencia no le indicase cómo). Pero bajo cierto aspecto la precede


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a todas, porque es el fundamento de toda la vida espiritual y sin este cimiento no puede edificarse absolutamente nada duradero. 1. Qué es la humildad Todos tenemos una idea aproximada de esta virtud, pero debemos reconocer lo que hace muchos siglos dijo San Juan Clímaco en su Escala espiritual: sólo quien la posee puede definirla. Cuenta este monje del Sinaí que, habiéndose propuesto definir la humildad, recogió lo que decían de ella muchos de los antiguos maestros espirituales: “uno decía que esta virtud era olvido atentísimo de todos los bienes que hubiésemos hecho; otro decía que es tenerse el hombre por el mas bajo de todos y por el mayor pecador; otro decía que era conocimiento del alma, mediante el cual ve el hombre su flaqueza, enfermedad y miseria; otro decía que era adelantarse a pedir perdón al prójimo y aplacar su ira, aunque el que le aplaca hubiese sido el agraviado; otro decía que era conocimiento de la gracia y misericordia de Dios; otro que era sufrimiento del ánimo contrito, y negación de la propia voluntad”. Y concluía: “Pues como oyese yo todas estas cosas, comencé dentro de mí mismo a examinar con mucha diligencia y vigilancia la doctrina de estos bienaventurados padres, y no la pude entender por solo lo que oí; por lo cual yo, el último de todos, como el perro que recoge las migajas de la mesa de estos beatísimos y santísimos padres, queriendo dar la definición de esta singular virtud, dije así: humildad es una gracia del alma que no tiene nombre sino sólo en aquellos que han tenido experiencia de ella. Humildad es don de Dios, y un nombre inefable de sus riquezas: porque lo que Dios da a quien da humildad, como no se puede comprender, así no se puede expresar. Aprended (dice el Señor) no de ángel, no de hombres, no de libro, sino de Mí; esto es, de mi enseñanza, de mi luz, y de las operaciones interiores que yo obro en vuestras alma morando en ellas; de aquí aprended que soy humilde, manso en el corazón y en las palabras, y en el sentido, y hallaréis descanso de batallas, y alivio de la guerra de vuestros pensamientos”3. Si sólo el experimentado la puede advertir consumadamente, no nos deberían sorprender las confusiones en que deambulan tantos 3

San Juan Clímaco, La escala espiritual, c. 25.


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cristianos respecto de este tema. De hecho, algunos piensan que humilde es quien aspira a vivir en paz; otros, lo confunden con el que huye las cargas y la autoridad; muchos lo identifican con quien se proclama a voz en cuello indigno, ignorante e incapaz; y no faltan quienes entienden que humilde es el que, por pretendida modestia, presenta la verdad como una opinión más. Pero en todos estos casos, se ha confundido la humildad con pereza, negligencia, timidez o debilidad. El beato Allamano4 cita la definición de san Bernardo (la humildad “es una virtud por la que, mediante un verdadero conocimiento de sí mismo, el hombre se siente miserable”5) para hacer notar el carácter particular de este hábito: se forma en el conocimiento como condición indispensable y regla de nuestro anonadamiento, pero su esencia está en la voluntad a quien toca refrenar el apetito innato de levantarnos por encima de nuestros méritos ante Dios y ante los hombres. Cuando hablamos de la humildad nos referimos a una virtud que tiene dos modalidades. La primera es de aspecto humano o adquirido; la segunda de carácter infuso. Hay una humildad humana, que se alcanza realizando repetidamente actos humanos humildes; por esta razón se la denomina “adquirida”. Muchos paganos la conocieron y la practicaron. Pero según algunos, por ejemplo Beaudenom, más que con la verdadera humildad, ésta, se confundiría con la modestia. La humildad humana es el fruto de un largo esfuerzo y se va arraigando lentamente en las facultades humanas; no se pierde con el pecado mortal, porque no está ligada necesariamente a la gracia y a la caridad. Siendo natural se apoya en convicciones alcanzables por la razón: la aceptación de la verdad sobre nosotros mismos y sobre Dios, tal como puede alcanzarlo la razón. Pero precisamente por eso es una virtud difícil de encontrar entre quienes no tienen fe, ni están regenerados por la gracia 4 Cf. Lorenzo Sales, La vida espiritual según las conversaciones ascéticas del siervo de Dios José Allamano. El beato Allamano, sobrino de San José Cafasso y continuador de su obra en el Convitto Eclesiástico de Turín, fue el fundador de los misioneros de la Consolata. Sales recoge su pensamiento sobre la humildad en un capítulo extraordinario (c. XXIII; pp. 379-402). 5 San Bernardo, Sobre los grados de la humildad y la soberbia, c. 1.


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“sanante”6, porque nuestra alma está debilitada, por las heridas del pecado original, que la hacen proclive al amor de sí misma y torpe para alcanzar la verdad de las cosas, dos obstáculos fundamentales para adquirir la humildad, incluso dentro de los límites naturales. Además de ésta existe una humildad infusa, es decir, comunicada directamente por Dios al alma7. Esta virtud, como todas las virtudes morales infundidas por Dios, nos da una capacidad de obrar actos de humildad sobrenatural y se apoya en las verdades que nos enseña la fe y en motivos que nacen de la caridad divina. Pero no da, en cambio, facilidad para obrar, lo cual depende directamente de la virtud adquirida, por eso, para la ordinaria actuación de actos sobrenaturales de humildad se requiere la compenetración de las dos virtudes8. Por 6 La gracia, después de la caída del hombre en el pecado original, tiene dos efectos: sana la naturaleza y además la eleva por encima de sus fuerzas naturales haciéndolo hijo de Dios. Al primer efecto se lo llama “gracia sanante”, al segundo “gracia elevante”. 7 Hay dos teorías (escuelas) sobre las virtudes morales sobrenaturales. La tomista enseña que existen dos organismos paralelos de virtudes morales: uno natural o adquirido, y otro infundido por Dios en el alma. Así tenemos una prudencia adquirida y una prudencia que Dios infunde directamente en el alma, y lo mismo se diga para la justicia, la fortaleza y la templanza; lo mismo sucede con la humildad. Este segundo conjunto de virtudes está postulado por la necesidad de hacer actos virtuosos de carácter sobrenatural en orden a alcanzar la vida; y tales actos virtuosos sobrenaturales no pueden provenir, evidentemente, de hábitos naturales. La necesidad de virtudes morales infusas también está planteada, según Santo Tomás, por las mismas virtudes teologales (que tienen por objeto el fin sobrenatural) las cuales exigen virtudes proporcionadas que versen sobre los medios que conducen al fin (cf. S.Th., I-II, 63, 3). Una segunda escuela enseña, en cambio, que no son dos conjuntos distintos de hábitos, sino que, al recibir la gracia, ésta eleva al plano sobrenatural los hábitos naturales, pasando a tener, entonces, una eficacia en el plano sobrenatural. 8 La doctrina tomista de las virtudes morales distingue entre la “capacidad” o “aptitud” de obrar en el plano sobrenatural (el simpliciter posse), que otorga toda virtud infusa, y la “facilidad” (el faciliter posse). La virtud infusa nos otorga lo primero, pero no lo segundo, que depende del reiterado ejercicio de nuestras facultades, hasta adquirir el hábito humano connatural. Por este motivo una persona, por más que sea adulta recibe, al ser bautizada, junto con la gracia y las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) las virtudes morales infusas y los dones del Espíritu Santo, pero no la habilidad para realizar ningún acto. Y lo mismo se diga del pecador que, arrepentido, pide perdón de sus pecados en la confesión: con la absolución recibe la gracia, las virtudes teologales, los dones del Espíritu Santo y todas las virtudes morales infusas, pero no experimenta inmediatamente ninguna facilidad o inclinación a obrar según estas últimas, lo que sólo experimentará cuando


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eso se dice que al afirmar que las virtudes infusas (y por ende, la humildad sobrenatural) son hábitos, el concepto de “hábito” debe entenderse en sentido amplio, porque si bien en algunas cosas guardan semejanza con los hábitos, en otras, en cambio, se diferencian de estos y tienen más en común con las potencias o facultades del alma; en efecto, coinciden con los hábitos porque, como éstos: cualifican al alma haciéndola prudente, justa, humilde, etc.; residen en las potencias operativas naturales a las cuales precisamente elevan; si están activos, el hombre puede usarlos cuando quiere y en el grado que quiere (intensa o remisamente); finalmente, pueden aumentar y corromperse. Pero se asemejan más a las potencias en lo anteriormente dicho: dan la aptitud pero no la inmediata inclinación para que ésta se transforme en actos concretos. La humildad sobrenatural supera infinitamente a la natural por las luces que la guían, que son aquellas de las verdades reveladas, como dice Garrigou-Lagrange: “La humildad está fundada en dos dogmas. Fúndase primeramente en el misterio de la creación ex nihilo, que los filósofos de la antigüedad no conocieron, explícitamente al menos, pero que la razón puede alcanzar; fuimos creados de la nada: he aquí el fundamento de la humildad, según la luz de la recta razón (por ahí se comprende la humildad adquirida). La humildad se funda, en segundo lugar (trátase aquí precisamente de la humildad infusa), en el misterio de la gracia y de la necesidad de la gracia actual para realizar aún el menor acto conducente a la vida eterna. Tal misterio está sobre las fuerzas naturales de la razón, lo conocemos por la fe, y queda expresado en estas palabras del Salvador: ‘Sin mi nada podéis hacer’ en orden a la salvación (Jn, 15, 5)”9. De aquí en adelante nos referiremos siempre a la humildad cristiana o sobrenatural, que, como hemos dicho, supone como soporte adquirido la humana, pero va más allá, entrando, por obra de la gracia, en el mundo propiamente sobrenatural. La humildad se relaciona, en primer lugar, con la inteligencia. “Noverim te, noverim me”, se lee en los escritos de san Agustín: comience a practicar los actos de virtud y aumentará en la medida en que estos actos engendren hábitos y estos se arraiguen en sus facultades. 9 Garrigou-Lagrange, R., Las tres edades de la vida interior, 671.


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Señor, que te conozca y que me conozca. No puede haber humildad sin un adecuado conocimiento de sí mismo. No resulta dificultoso comprender que la verdad sobre nuestras miserias sea un buen punto de partida para la humildad; pero muchos no logran aferrar que la verdad que está en la base de la humildad es la verdad íntegra, que incluye también nuestros aspectos positivos. “La humildad debe fundarse en el conocimiento verdadero y recto de nuestro ser, de nuestros méritos, tanto en el orden de la naturaleza cuanto en el orden de la gracia”10. Nuestros dones y méritos no obstaculizan la humildad porque todos ellos son esencialmente participados y recibidos de Dios. “¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorias como si no lo hubieras recibido” (1Co 4, 7). Es indudable que innumerables personas —muchos de ellos cristianos— no tienen presente el carácter donado de sus cualidades; pero precisamente por eso no “andan en verdad”. No solamente están privados del sustrato de una sólida humildad, sino que carecen de un concepto adecuado de sí mismos. Si el conocimiento de la condición de “participación” que tienen nuestros dones no es suficiente para hacernos humildes, se debe probablemente a que ignoramos lo que quiere decir “participación”. Al respecto explica Garrigou-Lagrange: “El acto propio de la humildad consiste en inclinarse hacia la tierra (...) inclinarse delante de Dios y de todo lo que hay de Dios en las criaturas. Mas inclinarse delante del Altísimo equivale a reconocer, no solo de manera especulativa, sino práctica, nuestra inferioridad, nuestra pequeñez e indigencia, que, aunque fuéramos inocentes, es en nosotros manifiesta; y además, después del pecado, consiste en reconocer nuestra miseria. Así la humildad se une a la obediencia y a la religión, mas difiere de ellas: la obediencia se fija en la autoridad de Dios y en sus preceptos; la religión, en su excelencia y en el culto que se le debe; la humildad, inclinándonos hacia la tierra, reconoce nuestra pequeñez y pobreza, y glorifica y ensalza la grandeza de Dios. La humildad así entendida se funda en la verdad, sobre todo en esta verdad: es infinita la distancia que hay entre la criatura y el criador. Cuanto comprende esta distancia de manera más clara y más concreta, 10

Sales, Lorenzo, La vida espiritual según las conversaciones ascéticas del siervo de Dios José Allamano, 389.


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el hombre es más humilde. Por muy elevada que esté una criatura, tal abismo es siempre infinito; y cuanto más va uno elevándose, tanto mejor la comprende. Por eso el que está más alto [en la santidad] es el más humilde, porque comprende mejor esa verdad”11. La humildad y el afecto. Pero la relación con el conocimiento sólo es la parte raigal de la humildad, mientras que lo esencial en ella pertenece al apetito: la humildad refrena el apetito de honor, o, mejor dicho, ordena el “apetito de excelencia”. De hecho, la soberbia no es el apetito de la propia excelencia sino el apetito desordenado de esta última. Esto supone que hay un honor recto, y, además, que toca a la virtud procurarlo. Este honor o excelencia de la que aquí hablamos no es otra cosa que el reconocimiento de los dones que objetivamente tenemos en cuanto recibidos de Dios; la humildad no se contrapone al reconocimiento de los mismos, sino a su exageración o al olvido (voluntario) de su carácter de recibidos (participados). Es conocidísima la exhortación de san León Magno: “reconoce, oh cristiano, tu dignidad”, de la cual el gran pontífice tomaba pie para exigir de los fieles un comportamiento acorde a los hijos de Dios. Que la humildad es una virtud que tiene por sujeto propio la voluntad (“la humildad pertenece esencialmente al apetito”, dice Santo Tomás12) quiere decir que consiste en una tensión volitiva, en un querer. Dice San Francisco de Sales: “no es humildad el simple estimarnos miserables, porque basta la inteligencia para eso; es humildad querer y desear que nos miren y traten como tales”13. La humildad es un hábito que, basándose en la verdad presentada por la inteligencia, modera el apetito para que éste ocupe su justo lugar ante Dios y ante el resto de los hombres. “Refrena la esperanza o confianza en sí mismo”, dice Santo Tomás14, en el sentido de que impide una falsa esperanza que es más bien presunción; así vista se complementa con la magnanimidad que empuja una esperanza tímida hacia las metas realmente adecuadas al hombre. Refrena el deseo de la 11

Garrigou-Lagrange, R., Las tres edades de la vida interior, 670-671. Cf. S. Th., II-II, 161, 2. 13 Citado por Sales, Lorenzo, La vida espiritual según las conversaciones ascéticas del siervo de Dios José Allamano, 391. 14 Cf. S. Th., II-II, 161, 2, ad 3. 12


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propia excelencia o exaltación indebida, la búsqueda de honores que no corresponden a los auténticos méritos de la persona. Desde este punto de vista la humildad conduce a la justicia, porque establece la respectiva posición de Dios y del hombre15. Se concreta en una doble dirección: una hacia el superior, otra hacia el igual y el inferior. Hacia el superior, especialmente respecto de Dios, se manifiesta como “la virtud de saber ocupar el puesto de creatura”, es la actitud correcta de la criatura ante el dominio absoluto de Dios. Hacia el igual y el inferior se manifiesta en el respeto por los dones que Dios ha puesto o puede llegar a poner en los demás. Pero la humildad cristiana tiene otro aspecto esencial y exclusivamente suyo (no lo conoce ninguna otra religión o filosofía) y es la humildad del superior frente al inferior, el inclinarse del grande hacia el pequeño, que es lo que Dios mismo hizo en Cristo. Y en todo esto la persona realmente humilde no falta a la verdad, que es, como hemos dicho, raíz de la humildad. De hecho, ante Dios jamás podemos rebajarnos lo suficiente como para dejar clara la distancia infinita que va de la creatura al Creador. Ninguna humillación (es decir, rebajamiento) sería excesivo en este sentido. Hasta a una santa Catalina que se definía “nada”, Dios la corrige para decirle: “nada más pecado”. El beato Allamano recordaba a aquel predicador que decía a sus ejercitantes sacerdotes: “¡Todos somos polvo! Monseñor polvo, Padre polvo, Canónigo polvo, Párroco polvo, todos polvo!” Y añadía: “Asimilemos. Nunca seremos suficientemente humildes”16. Tampoco faltamos a la verdad al menguarnos respecto de los demás hombres porque las comparaciones no sólo son odiosas, como dice el dicho, sino también muy difíciles. Las cualidades que unos no tienen, a veces se compensan con otros rasgos, especialmente con lo que “de Dios tienen [participado] los demás hombres”17; y no hay que restringir esta expresión a lo que actualmente tienen de Dios, sino a lo que pueden llegar a alcanzar más adelante por la gracia de la conversión. Quien se haya sentido mejor que el miserable ladrón que 15

Cf. Beaudenom, L., Formación en la humildad, 31-32. Sales, Lorenzo, La vida espiritual según las conversaciones ascéticas del siervo de Dios José Allamano, 392. 17 Cf. S. Th., II-II, 161, 3 ad 1. 16


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cargaba su patíbulo hasta el lugar de su justo suplicio, se habrá percatado de su error al escuchar en su favor y de labios del mismo Cristo, también crucificado, la promesa del Paraíso inmediato. De ahí que san Bernardo dijera con toda amplitud: “no os comparéis ni con los superiores, ni con los inferiores ni con nadie”18. 2. Humildad verdadera y humildad falsa Decíamos más arriba que muchos confunden la humildad con defectuosas caricaturas. Perfilarlas nos ayudará a comprender mejor la verdadera humildad19. (a) La humildad racionalista. Es la que se apoya tan solo en los juicios y puntos de vista de la razón; no en la fe. Conduce a no estimarse excesivamente a sí mismo, no menospreciar a las personas dignas, no emprender nada por encima de las propias fuerzas y no elevarse sobre los propios méritos. Si se quiere, produce buenos frutos, y la han practicado hasta paganos que la historia elogia por este motivo. Pero está encerrada en los límites de la razón, y por eso la humildad de los santos la ofusca, le parece absurda y no puede comprender la alegría ante la humillación, propia del buen cristiano. Es una humildad insuficiente, que se detiene en el umbral de lo sobrenatural y teme las humillaciones de Belén y del Calvario. Esta humildad está condenada a los límites que le impone la prudencia puramente natural, que en muchos casos se vuelve prudencia carnal y temor a guiarse por la audacia de la fe. (b) La humildad encogida y pusilánime es la que nos vuelve indecisos, tímidos y nos impide, por temor a la vanidad, obrar la virtud y hacer obras grandes. No comprende que no existe oposición entre humildad y magnanimidad, sino que éstas se complementan, como escribe Santo Tomás: “En el hombre hay algo de grande que deriva de los dones divinos y hay también defectos que se deben a la debilidad de la naturaleza humana. Ahora bien, la magnanimidad hace que el hombre se estime digno de grandes honores, considerando los 18 19

San Bernardo, Sermón 38 sobre el Cantar. Cf. Beaudenom, L., Formación en la humildad, 187-203.


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dones recibidos de Dios. En cambio, la humildad hace que uno se desprecie considerando sus propios defectos. De igual manera, la magnanimidad menosprecia a los demás en cuanto están destituidos de los dones divinos; en cambio, la humildad los estima como superiores en cuanto estima en ellos los bienes divinos. Así se ve que la magnanimidad y la humildad no son virtudes contrarias, si bien parecen tender a cosas opuestas: en realidad parten de consideraciones diversas”20. La humildad encogida es funesta especialmente en quien debe ejercer autoridad, “porque no se atreve a mandar, o lo hace con una timidez que priva a los subordinados de una fuerza que es su derecho. Uno se deja criticar y reprender sin pensar que entrega al menosprecio a Dios, presente en el superior; todo esto con gran detrimento del bien”21. (c) La humildad puramente exterior: “pocas almas escapan al error de tener por humildad las manifestaciones puramente externas de esta virtud. Jesús denostaba severamente a los fariseos, los cuales se creían humildes porque se prosternaban en las calles, sin renunciar a la convicción de su propia superioridad ni al menosprecio de los demás (...) Protestar que no valemos nada, mostrarnos deferentes con el prójimo, adoptar en la iglesia una actitud compungida... a esto llamamos humildad”22. Sin embargo, difícilmente estas personas esperan que se les crea; y se molestan mucho cuando son ofendidas o simplemente relegadas. San Francisco de Sales llamaba a esta actitud: “fantasma de la humildad”. El poeta lo expresó en magníficos y apretados versos: No exaltes tu nadería, que, entre verdad y falsía, apenas hay una tilde, y el ufanarse de humilde modo es también de ufanía. Te quiero humilde, sin tanto 20

S. Th., II-II, 129, 3 ad 3. Cf. Beaudenom, L., Formación en la humildad, 192. 22 Cf. Beaudenom, L., Formación en la humildad, 194. 21


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derramamiento de llanto y engolamiento de voz; te quiero siervo de Dios, pero sin jugar a santo23. Beaudenom atribuye el origen de este defecto a la adopción de fórmulas y actitudes forjadas en ambientes piadosos, que son sinceras en algunas personas, pero en otras no son más que un simple y vacío eco; falta a esta falsa humildad la sinceridad de la verdadera, el acuerdo entre la palabra, el gesto externo y el sentimiento y la convicción interior. Suele estar presente en aquellos que hablan mucho de sí mismos. Escribía San Francisco de Sales: “Muchas veces decimos que no somos nada, que somos la miseria misma y el desecho del mundo, pero nos molestaría mucho que nos lo tomasen al pie de la letra y se hiciese público lo que hemos dicho”. Y notaba: “Las palabras de autodesprecio, si no salen de un corazón lleno de cordialidad y bien persuadido de su propia miseria, son la flor más refinada de la vanidad, ya que es raro que quien las profiere se las crea, o desee realmente que se las crean quienes le escuchan”; y también: “El que habla mal de sí mismo, busca directamente la alabanza y actúa como el remero, que da la espalda al lugar a dónde quiere llegar”. Es tal nuestra vanidad, que preferimos hablar mal de nosotros mismos, para ser notados, antes que guardar silencio y pasar inadvertidos. El desprecio nos parece menos duro que el olvido. (d) La humildad superficial es la que no brota de convicciones profundas; no tiene un sentimiento real de su bajeza; se confunde porque admira y se cree obligada a imitar el menosprecio que los santos tenían hacia sí mismos, pero no entiende realmente la raíz de la verdadera humildad. (e) La humildad de ilusión. Dice Beaudenom: “Si hay ambientes que comunican la impresión superficial de la humildad, hay, también, temperamentos que forjan la ilusión de la misma. Son aquellos en los que señorea la imaginación (...) Existen almas [que]... admiran esta 23

José María Pemán, El divino impaciente; son palabras que pone en boca de san Ignacio dirigiéndose al genero pero aún altivo Francisco Javier.


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virtud, la desean, la aman y celebran su hermosura. Pero consideran como adquirida una virtud que sólo existe en su imaginación. Viven un ensueño de humildad. La sacudida de una humillación concreta y sensible las arranca de ese ensueño, y tornan en su amor propio. Había en ellas dos personas: un ser convencional y de pura fantasía que tenía la ilusión de la humildad, y un ser real que no ha despojado a su orgullo de su sustancia íntima. Si mi imaginación es viva, debo ponerme en guardia: ella es capaz de llevar a la humildad, como en todo, su poder de ilusión. Realiza las cosas en sueños; [pero] en el terreno práctico carece de alas. Rendida, si no desengañada, se duerme”24. Como podemos observar en las pinceladas que venimos dando de la auténtica humildad, estas caricaturas no son sino peligrosas pantomimas de la verdadera virtud. 3. La necesidad de la humildad Ya hemos dicho que la humildad no es la más importante de las virtudes; pero sin ella cualquier otra virtud carece de solidez. Todos los cimientos de la vida espiritual dependen de esta virtud. Más aún, también los fundamentos del equilibrio afectivo y psicológico dependen del adecuado desarrollo de esta virtud, como explicamos en la segunda parte. “La necesidad... es tan grande, que sin ella no hay dar paso en la vida espiritual”25. Debería bastarnos, para comprender la necesidad de esta virtud, con tener en cuenta la perfección con que la practicaron Jesús, la Virgen y todos los santos. Escribía santa Teresa: “No me acuerdo haberme hecho [Dios] merced muy señalada, de las que adelante diré, que no sea estando deshecha de verme tan ruin”26. Y santa Ángela de Foligno: “Cuanto más afligida, despojada y humillada profundamente está el alma, más conquista, con la pureza, la capacidad para las alturas. La elevación de la que se hace capaz se mide por la

24

Cf. Beaudenom, L., Formación en la humildad, 198-199. Rodríguez, Alonso, De la virtud de la humildad, c. 1, 155. 26 Santa Teresa de Jesús, Vida 22, 11. 25


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profundidad del abismo en la que tiene sus raíces y sus cimientos”27. El gran místico Ruysbroeck decía “que estar sumergido en la humildad es estar sumergido en Dios, porque Dios es el fondo del abismo, por encima y debajo de todo, supremo en altura y supremo en profundidad; porque la humildad, como la caridad, es capaz de crecer siempre... La humildad es de tal valor, que alcanza las cosas más elevadas para enseñarlas; consigue y posee lo que no logra la palabra”28. La beata carmelita árabe María de Jesús Crucificado decía: “Sin humildad estamos ciegos, en las tinieblas; mientras que con humildad el alma marcha tanto de noche como de día. El orgulloso es como el grano de trigo lanzado al agua: se hincha, engorda. Exponed este grano al sol, al fuego: se seca, se quema. El humilde es como el grano de trigo lanzado a tierra: se hunde, se oculta, desaparece, muere, pero es para reverdecer en el cielo. Imitad a las abejas, recoged por todas partes el jugo de la humildad. La miel es dulce; la humildad tiene el gusto de Dios; sabe a Dios”29. Eugenio del Niño Jesús, de quien hemos tomado varias de estas citas, añadía de su puño: “¡La humildad tiene el gusto de Dios! Dondequiera que se encuentre la humildad, Dios desciende, y dondequiera que Dios se encuentre en la tierra, se reviste, de ella como de un manto que oculta su presencia a los orgullosos y la revela a los sencillos y a los pequeños. Al aparecer Jesús en este mundo, llega a él como un niño envuelto en pañales. Es la señal dada a los pastores para que le reconocieran: ‘Y esto os servirá de señal, les dijo el ángel: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre’ (Lc 2, 12). Esta señal de humildad caracteriza siempre lo divino en la tierra”30. El P. Agostino de San Marco in Lamis, director espiritual del P. Pío, le escribía a éste en una carta de 1919: “El Señor ha determinado obrar grandes cosas, pero con la condición de que seamos

27

Santa Ángela de Foligno, citada por Eugenio del Niño Jesús, Quiero ver a Dios,

392. 28

Ruysbroeck; citada por Eugenio del Niño Jesús, Quiero ver a Dios, 392. Buzy, Vie de Sr. Marie de J C. ; citada por Eugenio del Niño Jesús, Quiero ver a Dios, 395. 30 Eugenio del Niño Jesús, Quiero ver a Dios, 395. 29


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verdaderamente humildes”31. La falta de humildad nos condena a recibir de Dios muy poco, pero no por su falta de generosidad sino por el obstáculo que ponemos a la gracia mediante nuestro orgullo. 4. Los grados de la humildad Muchos autores han intentado determinar los distintos grados de la humildad; así San Ignacio, San Anselmo, San Juan Clímaco, San Benito, etc. Son descripciones muy valiosas en las que cada autor aporta elementos de gran interés. Creo que podemos simplificar todas estas tradiciones espirituales señalando tres grados fundamentales que denominamos humildad razonable, sobrenatural y evangélica. (a) La humildad razonable consiste en vivir la verdad de lo que somos según nos ilumina la luz de nuestra razón. Nuestra inteligencia es capaz de captar tanto nuestros dones cuanto la limitación de los mismos, nuestras grandezas y miserias, la inconmensurable diversidad con que se distribuyen las cualidades y las limitaciones entre los hombres, de tal modo que siempre encontramos talentos mayores que los nuestros en otras personas (o, al menos, la capacidad de desarrollarlos), lo que nos obliga al reconocimiento. Nuestra razón también es capaz de mostrarnos la precariedad de nuestros méritos (lo que nos obliga a no alardear de cuanto podemos perder en un abrir y cerrar de ojos) y el carácter participado de los mismos (1Co 4, 7: “¿qué tienes que no hayas recibido?”). Es un “andar en verdad” a la luz de cuanto nos descubren las fuerzas naturales de nuestra inteligencia. (b) La humildad sobrenatural está en estrecha dependencia del espíritu de fe iluminado por el don de ciencia. Este don del Espíritu Santo nos ayuda a juzgar rectamente, con lucidez sobrehumana, acerca de todas las cosas creadas, refiriéndolas siempre a su fin sobrenatural, perfeccionando, así, la fe, dándole una luminosidad de conocimiento al modo divino. El efecto fundamental de este don es hacernos conocer con certeza y con luz celestial el valor real de las cosas 31

Agostino da San Marco in Lamis, Carta 541 a P. Pío; en: Padre Pío de Pietrelcina, Epistolario I, San Giovanni Rotondo (2007), 1151.


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creadas según los principios de la fe y su orden a Dios; nos muestra la diferencia entre lo temporal y lo eterno y la dimensión de nihilidad radical de lo creado en comparación con Dios; nos enseña a discernir certeramente el bien y el mal, los caminos y medios más aptos de la virtud e ilumina el alma sobre su estado interior, sobre sus afectos y los movimientos de su corazón. De este modo produce en el alma una humildad sustancialmente sobrenatural. Esta humildad consiste en un “andar en verdad” de acuerdo a la verdad divina sobre la creatura y el Creador. (c) Pero por encima de esta humildad podemos destacar un modo de humildad que podríamos llamar “evangélica” por consistir en la aspiración a practicar la humildad del mismo modo que la vivió Jesús. Añade a la anterior un modo existencial concreto, que es el que se verificó en la vida terrena de Jesucristo. Esta humildad (que no queremos llamar heroica para no dar la idea de que se trata de algo excepcional cuando debería ser el sincero objetivo de cuantos aspiren a la santidad) asume la perspectiva de la humillación y el anonadamiento voluntarios porque por tales vicisitudes pasó Nuestro Señor al encarnarse y, en particular, durante su pasión y muerte: “El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2, 6-8). El canónigo Beaudenom en su célebre tratado “Formación en la humildad”, al proponer el modelo de la humildad de Jesucristo señalaba en ella cuatro dimensiones que llamaba: humildad de oscurecimiento, de acción, de anonadamiento y de abyección. Humildad de oscurecimiento es la que encontramos plasmada en los misterios de la infancia, en los que el Señor se repliega voluntariamente en las sombras de Belén, Nazaret y Egipto; humildad de acción es la que se revela en el actuar público de Jesús: en su modestia en el vestir, su llaneza de lenguaje y su simplicidad de virtud (Jesús no fue un “rebuscado”); humildad de anonadamiento es la que brilla en todo su misterio, pues, como dice San Pablo, “se anonadó” al encarnarse; humildad de abyección es, finalmente, la asunción voluntaria de las humillaciones externas e internas que cargó en su ignominiosa pasión.


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Por tanto, la verdad a la cual se adecua el que es humilde con este modo evangélico de humildad es la verdad sobre el Hijo de Dios, quien nos brindó su ejemplo para que lo imitemos: “Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas” (1Pe 2, 21). De ahí que esta humildad sea fruto del don de entendimiento que produce un juicio penetrativo y discretivo de los misterios divinos, particularmente de los misterios de la vida y pasión de Cristo. Al margen de lo que acabamos de decir, hay que señalar que todas las descripciones y grados indicados por los distintos santos son inapreciables. La más célebre es la de la Regla monástica de San Benito, reestructurada más tarde por por Santo Tomás32. Sin embargo, más que grados, deberíamos ver en ella una descripción de los distintos aspectos de la humildad. Así, como raíz y fundamento de toda la humildad Santo Tomás, recogiendo la tradición benedictina, coloca el temor de Dios y la memoria de todos los beneficios que nos ha hecho, por lo cual el primer grado —o quizá sea mejor decir, el primer paso— de la humildad consiste en conservar vivo el recuerdo de todas las gracias divinas recibidas. No olvidemos que humildad es andar en verdad y la primera verdad es la del carácter participado (es decir, recibido y limitado) de todos nuestros dones. Luego siguen los pasos que apuntan a ordenar los movimientos de la voluntad (tratando de no moverse exclusivamente por la propia satisfacción), en la dificultosa obediencia (sometiéndonos a los mayores) y en la cosas duras (llevando con paciencia las asperezas y dificultades). A continuación se indican los pasos que ordenan humildemente la inteligencia haciéndonos reconocer nuestros defectos (confesando los propios pecados y errores), nuestra inutilidad si no contásemos con la ayuda de la gracia (2Cor 3, 5: “No somos capaces ni de pensar algo por cuenta propia; todo lo recibimos de Dios”), y considerándonos y comportándonos como los últimos de todos. Corresponde, luego, ordenar humildemente las manifestaciones exteriores, sometiéndonos a la vida común (evitando las singularidades), no desgastándonos en vana palabrería, ni hacerlo de 32

Cf. San Benito, Regla, c. 7.


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modo clamoroso, llamativo, petulante, o como dando cátedra; reprimiendo la altanería en la mirada y la falsa alegría o risa necia. Como puede observarse, no se trata de grados en el sentido de un progresión paulatina para alcanzar la perfecta humildad sino, más bien, de la conquista, por medio de la práctica de la humildad, de todas las dimensiones de nuestra personalidad. 5. Los efectos de la humildad A la humildad se pueden atribuir numerosos efectos benéficos, de los que destacamos cuatro33. (a) El primero es la paz, porque ésta es “la tranquilidad en el orden”, como dice San Agustín, y la humildad es el orden en todos los grados: nos hace sumisos a Dios, afables con el prójimo y resignados en medio de nuestras miserias. La paz, dice Isaías, es obra de la justicia (32,17); Santo Tomás añade que es efecto directo de la caridad e indirecto de la justicia, porque ésta elimina los obstáculos34 y el orgullo es uno de los principales impedimentos de la paz. El orgullo, en cambio, siembra inquietud. De hecho el orgulloso se queja constantemente de Dios, de los hombres, de las circunstancias; es ambicioso, le deprime el fracaso, no lo apacigua el éxito sino que siempre quiere más. Por eso dice el profeta Isaías: No hay paz para los malvados (Is 48, 22). La carencia de la verdadera humildad conduce irremediablemente al desconsuelo, la inquietud y al engaño. Por eso escribía San José de Calasanz al P. Arcángel Sorbino: “Por la lectura de su carta, veo que tiene necesidad de ser consolado y estoy seguro de que su perturbación nace de su poca humildad, la cual debería mostrar a todos, y mucho más al Superior de esa casa, que ocupa mi lugar; y si no pone remedio, crecerá la inquietud y se hallará lejos del verdadero camino de los buenos religiosos. Ponga, pues, toda diligencia en ser el más humilde de casa y será el más favorecido por Dios. El religioso que no camina por esta senda de la santa humildad, al final se hallará 33

Los tres primeros los tomo de Beaudenom, L., Formación en la humildad, 210-

218. 34

Cf. S.Th., II-II, 29, 3, obj. 3 y ad 3.


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engañado por el enemigo. Practique, pues, de veras esta santa virtud y encontrará la verdadera paz y enséñela también a los seglares”35. Kempis ha dejado escrito: “Hijo, ahora te enseñaré el camino de la paz y de la verdadera libertad (...) Procura hacer antes la voluntad de otro que la tuya. Escoge siempre tener menos que más. Busca siempre el lugar más bajo, y está sujeto a todos. Desea siempre, y ruega que se cumpla en ti enteramente la divina voluntad. Así entrarás en los términos de la paz y del descanso”36. La paz está ligada a la vivencia y práctica de la humildad. El orgulloso se ve a menudo turbado por sus fallas y miserias, por las contrariedades y las humillaciones. (b) El segundo efecto es el fervor espiritual. Dice Santo Tomás: “La humildad... da al hombre anchura [de alma] para recibir el influjo de la gracia divina”37; precisamente en eso consiste el fervor: en una vida donde actúa a sus anchas la gracia de Dios. Cuando la Escritura nos dice que “Dios resiste a los soberbios”, no quiere decir otra cosa que esta: el orgullo es un obstáculo para la acción de Dios. Por eso el corazón soberbio se vuelve espiritualmente seco; las cosas de Dios lo dejan apático y le sobreviene pronto y fácilmente el sofocante vicio de la acidia o tedio de la vida espiritual. (c) El tercer fruto es la fecundidad, porque a la humildad puede aplicarse claramente la expresión de Cristo: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24). La humildad nos sepulta en la tierra por el anonadamiento y el silencio voluntario. Consecuentemente, produce numerosos frutos apostólicos. Dios es celoso de su gloria, por eso no da, ordinariamente, éxito a la empresa apostólica del orgulloso, incluso siendo –aquélla– buena, porque el soberbio se atribuye con facilidad los frutos de sus obras, olvidando lo de San Pablo: “Yo planté, Apolo regó; mas fue Dios quien dio el crecimiento. De modo que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer” (1Co 3, 6-7). 35

San José de Calasanz, Carta 2390; Roma, 20 de junio de 1635. Kempis, Imitación de Cristo, III, 23. 37 S. Th., II-II, 161, 5. 36


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(d) El cuarto efecto es que hace al alma temible. El P. Agostino de San Marcos in Lamis escribía al P. Pío: “Satanás teme y tiembla ante las almas humildes”38. La humildad nos hace fuertes y pone en fuga a los demonios; del orgulloso, aunque fuese puro como un lirio, el demonio tiene poco que temer, porque sin la humildad todo lirio está expuesto al rigor del invierno espiritual que, tarde o temprano, lo marchitará. 6. El vicio opuesto a la humildad: la soberbia No se puede comprender adecuadamente la humildad sin contrastarla con el vicio que la corrompe, es decir, con el orgullo o soberbia39. (a) Apetito de la propia excelencia El sustantivo “soberbia” —del latín “superbia”— indica la acción de sobresalir, superar, destacar o exhibir. Desde el punto de vista moral, este vicio se define como el “apetito desordenado de la propia excelencia”. Al decir “apetito” se alude a un deseo ferviente o hambre de gloria. Este hábito anida en el apetito irascible pues tiene por objeto algo arduo de conseguir (la propia excelencia); pero apetito irascible debe tomarse aquí en sentido amplio, designando también a la voluntad cuando tiene por objeto un bien espiritual difícil de conseguir40. Se trata de un movimiento desordenado porque tiene por objeto una falsa superación: no la del “ser” sino la de la “apariencia”. No se trata, pues, de una sana aspiración a superarse realmente, lo que no puede ser condenado pues Jesucristo nos manda “ser perfectos como nuestro Padre celestial”, y que “nuestra justicia sea superior a la 38 Agostino da San Marco in Lamis, Carta 541 a P. Pío; en: Padre Pío de Pietrelcina, Epistolario I, San Giovanni Rotondo (2007), 1151. 39 Cf. S. Th., II-II, 162-165. 40 “Pero el irascible puede tomarse en dos sentidos. Primero, en un sentido propio, y así es parte del apetito sensitivo, como la ira tomada propiamente es una pasión del apetito sensitivo. En segundo lugar, puede tomarse el apetito irascible de un modo más amplio, de modo que pertenezca también al apetito intelectivo” (S.Th., II-II, 162, 3).


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de los escribas y fariseos” (cosas que implican un notable y continuo esfuerzo de superación). Más aún, la verdadera aspiración a las cosas más altas es impulsada por la virtud de la magnanimidad. Pero hay una diferencia esencial entre una y otra aspiración que explica Santo Tomás al hablar de dos modos con que puede aspirarse al honor: “son dignos de elogio los que desprecian los honores sin hacer nada inconveniente por conseguirlos y no los aprecian en exceso. En cambio, el despreciar los honores sin preocuparse de hacer lo que es digno de honor, sería vituperable. Y de este modo versa la magnanimidad sobre el honor, en cuanto procura hacer cosas dignas de honor, pero sin que por ello tenga en gran estima el honor humano”41. La soberbia —que se opone a la magnanimidad en forma de presunción, ambición y vanagloria— estima el honor humano y no la realidad digna de honor (en el fondo: la virtud), o si ésta es apreciada lo es principalmente en razón del honor que reporta y no por sí misma. De ahí que la soberbia, implique, para usar las palabras de San Isidoro citadas por el Aquinate, “aparentar más de lo que es” (super vult videri quam est) y “sobrepasar lo que es” (vult supergredi quod est)42. La soberbia no se relaciona con el verdadero esfuerzo de superación personal, sino con la “falsa estimación” de sí mismo y el deseo de ser estimado. Desde esta perspectiva es un “andar en el error” sobre uno mismo, estimándose falsamente por encima de lo que uno es. Se entiende que es un error advertido y aceptado, y por eso es pecado. Aceptar el error sobre uno mismo quiere decir aquí, en realidad, rechazar lo que la razón nos manifiesta respecto de nuestros límites. La soberbia, en su raíz más profunda, implica un rechazo del límite puesto por Dios a la creatura. De ahí que se dé tan claramente en quienes, de un modo u otro, usurpan el poder de Dios, los que, como se suele decir, “juegan a ser dioses” manipulando la vida humana y decidiendo quiénes han de vivir y quiénes deben morir. Se entiende así lo que dice San Agustín en la Ciudad de Dios: “el orgullo es la búsqueda de una excelencia perversa” (superbia est perversae celsitudinis appetitus)43. 41

S. Th., II-II, 129, 1 ad 3. Cf. S.Th., II-II, 162, 1. 43 San Agustín, De Civitate Dei, XIV, 13; citado por Santo Tomás, De malo, q. 8. a. 2. 42


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Atendiendo a ciertas expresiones de Santo Tomás, también hay que ver la soberbia como una especie de “credulidad”, es decir, como una inclinación a asumir como verdadero algo falso impulsado por el “deseo de creer” (en lo que consiste la credulidad). Dice el santo, contraponiendo la soberbia a la “verdadera estimación de sí mismo” que caracteriza a la humildad: “la soberbia (...) se cree más de lo que es; esto se debe al deseo desordenado de la propia excelencia, porque lo que uno desea ardientemente lo cree con facilidad”44. De ahí que esté bien definida como “apetito de la propia excelencia”; es ese apetito o deseo, el que empuja a creer que uno tiene excelencias que, en verdad, no se dan en la realidad. Así como no hay peor ciego que quien no quiere ver, del mismo modo, no hay mayor iluso que el que quiere ver fantasmas que no existen. La soberbia se opone de modo directo a la humildad porque es la actitud diametralmente opuesta al talante humilde. Pero de modo derivado también es capaz de destruir todas las demás virtudes, porque puede tomar ocasión de cualquiera de ella para ensoberbecerse. Así arruina la virginidad en quien se jacta de su pureza, la mortificación en quien se enorgullece de sus penitencias, etc. Con mucha razón San Isidoro decía que “la soberbia es ruina de todas las virtudes”, y en el mismo sentido San Gregorio apuntaba que “se yergue contra todos los miembros del alma”45. Por este carácter general pueden nacer de ella todos los vicios, y en tal sentido se cita la expresión del Eclesiástico que dice que “la soberbia es el principio de todo pecado” (Eclo 10,15). Es, pues, un vicio capital, o mejor “supercapital” pues no sólo es cabeza de todos los demás pecados, sino también de los demás vicios capitales, ya que implica intrínsecamente el desprecio de todas las leyes divinas. Pero no hay que exagerar el verdadero sentido de esta expresión entendiéndola como si todo pecado fuese causado por un acto de soberbia. Santo Tomás lo matiza adecuadamente al decir: “del carácter general de la soberbia se deriva que de ella pueden nacer todos los vicios, pero no es necesario que siempre suceda así (omnia vitia ex 44 45

S.Th., II-II, 162, 3 ad 2. Cf. S.Th., II-II, 162, 2 obj. 3 y ad 3.


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superbia interdum oriri possunt: non autem ad eam pertinet qued omnia vitia semper ex superbia oriantur). Porque, si bien es cierto que todos los preceptos de la ley pueden ser conculcados con un solo pecado por el desprecio que puede existir en él (y ese desprecio es soberbia), no es necesario que todas las transgresiones de los preceptos divinos procedan del desprecio, sino que a veces nacen de la ignorancia o de la debilidad; por eso San Agustín enseñó que ‘se cometen muchas faltas sin obrar por soberbia’”46. De todos modos, según San Gregorio Magno, al menos hay cuatro vicios estrechamente emparentados con ella: la presunción frente a Dios (atribuirse a uno mismo los bienes que hemos recibido de Dios), el creer que los dones que tenemos los hemos recibido en atención a nuestros méritos, el jactarse de poseer lo que en realidad no se posee, y, finalmente, el desprecio de los demás (que se manifiesta como altanería, injuria, burla, humillación, etc.). La soberbia es de suyo pecado mortal, aunque admite parvedad de materia47. En todo pecado, explicaba Santo Tomás, hay dos aspectos: la separación del bien inmutable (es decir, Dios) y la inclinación a un bien efímero (una realidad creada, como el placer, el poder, la honra, etc.)48. En el caso de la soberbia, el bien que encandila al orgulloso es, como ya hemos dicho, la propia excelencia, y desde este punto de vista no puede decirse que la soberbia sea el más grave de los pecados (porque es más grave, desde esta perspectiva, el deleitarse en torturar al prójimo, por ejemplo); pero considerando el aspecto de “aversión” o “alejamiento” de Dios (único Bien Inmutable), la soberbia revela su tremenda gravedad, porque mientras 46

S.Th., II-II, 162, 2. “Parvedad de materia” (“parvitas materiae”) significa “pequeñez en la materia”; por “materia” se entiende aquí la realidad moral lesionada (por ejemplo, la propiedad ajena en el robo, la verdad tergiversada en la mentira, etc.). Al decir que un pecado admite parvedad de materia, se da a entender que el pecado será leve si la materia es pequeña, y será grave si la materia es grave. Cuando se dice, en cambio, que “no hay parvedad de materia” se afirma que, desde el aspecto material, cualquier acto realizado contra lo que prohíbe el mandamiento en cuestión es suficiente para que haya pecado mortal (como ocurre en los pecados contra la castidad, en la blasfemia, en el odio a Dios, etc.). 48 Cf. S.Th., II-II, 20, 1 ad 1 (“in quolibet peccato mortali est quodammodo aversio a bono incommutabili et conversio ad bonum commutabile”). 47


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hay otros pecados en los que el hombre se aleja de Dios por su ignorancia o debilidad, en la soberbia se desprecia directamente a Dios al negar el sometimiento a su autoridad y a su ley. Por eso escribió Boecio que “si bien todos los vicios nos alejan de Dios, sólo la soberbia se opone a Él”49. En cuanto a grados de este vicio, San Bernardo señaló doce, opuestos a los correspondientes de la humildad enseñados por San Benito. Santo Tomás los hace suyos, aclarando, sin embargo, que además de los grados de la soberbia, también se incluyen aquí sus causas y sus consecuencias50. Esto equivale a decir que, como dijimos a propósito de los grados de la humildad indicados por San Benito, no debemos ver en esta enumeración una rigurosa gradación sino más bien las distintas facetas en que se revela un corazón soberbio. Así tenemos indicados como actos de soberbia: la curiosidad que busca verlo todo sin la debida mesura; la altanería que empuja a hablar de todo con petulancia; la alegría necia; la jactancia; la singularidad que nos hace aparentar más santidad de lo que tenemos; la arrogancia, que pretende preceder a todos; la presunción, que hace que nos creamos capaces de cosas superiores a nuestras fuerzas; la justificación y defensa de nuestros propios pecados; la confesión engañosa de los pecados (cuando se reconocen fingidamente, no por arrepentimiento, sino para evitar la pena debida por ellos); la rebeldía; la libertad y el deleite en hacer la propia voluntad; y, finalmente, la costumbre de pecar y el abierto desprecio de Dios. Más importante que los posibles grados son, en cambio, las distintas especies del orgullo, que pueden distinguirse según los bienes en que pone su objeto. Tenemos así51: 1º El orgullo que se apoya en los bienes exteriores: la belleza, la fortuna, el nombre, la sangre, el rango, el lugar de origen, el apellido, los honores. Este orgullo –el más común y estúpido, pero también el 49

Cf. S.Th., II-II, 162, 6. Cf. S.Th., II-II,162, 4 ad 4. San Bernardo, Sobre los grados de la humildad y la soberbia, c. 10. 51 Tomo estas ideas de Eugenio del Niño Jesús, Quiero ver a Dios, 400-409. 50


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menos peligroso, por ser más exterior– es ordinariamente el primero que cede ante la luz de la humildad; pero si no se lo combate es también la puerta a la dureza de corazón y a todas las demás formas de orgullo y petulancia. A la larga desemboca en dolorosas humillaciones, porque ningún orgulloso puede caminar por la vida sin tropezar, y cuando lo hace, el dolor de la afrenta es para él infinitamente más penoso que para el humilde. 2º El orgullo de la voluntad es el que se nutre de los bienes que la voluntad encuentra en sí misma: su independencia, su poder de mando o su fuerza. Se manifiesta por un rechazo de someterse a la autoridad establecida, por una confianza exagerada en sí y por el ansia de dominio. Es éste el que pronuncia el non serviam y el que desorganiza toda la sociedad, tanto la familiar como la civil, destruyendo la subordinación, que es el principio del orden y de la colaboración. Rehúsa o hace difícil la sumisión a Dios. No comprende las palabras de Jesús: “Sin mí, no podéis hacer nada”. 3º El orgullo de la inteligencia es la complacencia orgullosa en la propia luz, como ocurrió en los ángeles rebeldes. Se manifiesta en la proclamación de los derechos absolutos de la razón, en el libre examen de la Sagrada Escritura que se sustrae a toda autoridad magisterial, en el rechazo a sujetar la inteligencia a la oscuridad de la fe, en las pretensiones de la ciencia que no acepta límites para el conocimiento (ni siquiera el límite de la destrucción del inocente), en los pecados de agnosticismo, en el colocar la propia conciencia como juez supremo de toda conducta, etc. 4º El orgullo espiritual es el que se precia de los dones espirituales recibidos como propios y su imagen principal la trazó Jesús en la parábola del fariseo y del publicano (cf. Lc 18, 10-14): “¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todas mis ganancias”. “El orgullo espiritual se jacta... no solamente de sus obras como si fueran únicamente suyas, sino también de sus privilegios espirituales. Pertenecer a un estado, a una familia religiosa que cuenta con grandes santos, que posee una doctrina y una gran influencia, es una nobleza


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que obliga y puede también alimentar un orgullo espiritual que esterilice y ciegue ante las nuevas manifestaciones de la misericordia divina. Los dones espirituales personales pueden servir también de pasto al orgullo. Las gracias de oración enriquecen al contemplativo (...) [pero] la tentación puede llegar en seguida, sutil e inconsciente. Y casi necesariamente viene –tan tenaz es el orgullo y maligno el demonio– por utilizar estas riquezas espirituales para engreírse y aparentar, para servir a una necesidad de afecto o dominio, o simplemente para hacer triunfar las ideas personales. La personalidad, idólatra de sí misma, se pone en lugar de Dios mismo, y lo que había recibido para ser instrumento y medio lo utiliza para imponerlo como un fin y un dios a ella misma y a los demás. Corruptio optimi pessima: la peor corrupción es la corrupción de lo mejor. No se puede pensar, sin estremecerse, en ciertas caídas lamentables de almas favorecidas de Dios”52. En este sentido temía y advertía Santa Ángela de Foligno al dar su testamento espiritual a quienes la rodeaban: “Hijos míos, sed humildes; hijos míos, bondadosos. No hablo del acto exterior, sino de las profundidades del corazón. No os inquietéis ni por los honores ni por las dignidades. Oh hijos míos, sed pequeños para que Cristo os exalte en su perfección y en la vuestra... Las dignidades que hinchan el alma son vanidades que hay que maldecir. Huid de ellas, porque son peligrosas; pero, escuchad, escuchad. Son menos peligrosas que las vanidades espirituales. Demostrar que se sabe hablar de Dios, comprender la Escritura, realizar prodigios, hacer alarde de su corazón abismado en lo divino, he ahí la vanidad de vanidades; y las vanidades temporales son, tras esta vanidad suprema, pequeños defectos que se corrigen prontamente”. Dante caracterizó la soberbia en Capaneo, uno de los siete reyes de Grecia que se confederaron contra Tebas53. Lo describió trepado sobre los muros de la ciudad asediada y desafiando a Júpiter a que se atreviera a defenderla, a lo que el dios respondió fulminándolo con un rayo. En el infierno dantesco aparece en la misma salvaje actitud, 52

Eugenio del Niño Jesús, Quiero ver a Dios, 406-407 Capaneo es uno de los personajes de La Tebaida del poeta latino Publio Paminio Estacio. 53


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revestido de soberbia diabólica, de una dureza aislante que lo distingue del resto de los condenados de su propio círculo: porque mientras éstos padecen rostro arriba en continua agitación tratando infructuosamente de apartar de sí las llamas que caen sobre ellos, Capaneo parece no preocuparse de la lluvia de fuego. En sus palabras vuelve a desafiar a Júpiter y a Vulcano, y les dice: qual io fui vivo, tal son morto (tal como en vida, así soy en la muerte); y Dante pone en boca de su guía, Virgilio, estas magníficas palabras: O Capaneo, in ciò che non s'ammorza la tua superbia, se' tu più punito: nullo martiro, fuor che la tua rabbia, sarebbe al tuo furor dolor compito54.

“¡Oh, Capaneo, es tu mayor castigo / tu soberbia inextinguible: / ningún tormento, fuera de tu furia, / sería para tu cólera adecuado suplicio!”. La muerte ha fijado a Capaneo en su rabioso gesto contra Dios y permanece fijado en su pecado, en mismo acto de su culpa, eternamente petrificada. De todo soberbio puede decirse algo análogo: la rebeldía intrínseca a la soberbia es no sólo la consecuencia natural de este pecado sino también su único digno castigo. (b) La soberbia en los espirituales No en todos los hombres la soberbia aparece tan crasamente. Sin embargo, no quiere decir esto que no la padezcan. El P. Pío escribía a María Gargani: “Hija mía, debemos persuadirnos de esta verdad: el amor propio no muere antes que nosotros”55. San Juan de la Cruz describe cómo se presenta el orgullo en quienes están a punto de entrar en la contemplación por la noche de los sentidos, porque tampoco estas almas carecen de él, aunque en ellas se trate de “imperfecciones espirituales... acerca del hábito de la soberbia”. Esta soberbia “espiritual” se manifiesta de varias maneras56: 54 55

Infierno, XIV, 63-66. Cf. Padre Pío de Pietrelcina, Epistolario III, San Giovanni Rotondo (1994),

260. 56

Cf. San Juan de la Cruz, Noche oscura, I, 2.


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1º En la complacencia en las propias obras: “Como estos principiantes se sienten tan fervorosos y diligentes en las cosas espirituales y ejercicios devotos... les nace muchas veces cierto ramo de soberbia oculta, de donde vienen a tener alguna satisfacción de sus obras y de sí mismos”. 2º En la vanidad de hablar de cosas espirituales más para dar lecciones que para ponerlas por obra: “Y de aquí también les nace cierta gana algo vana, y a veces muy vana, de hablar cosas espirituales delante de otros, y aun a veces de enseñarlas más que de aprenderlas”. 3º En las críticas a quienes no parecen tener la devoción que ellos querrían: “y condenan en su corazón a otros cuando no los ven con la manera de devoción que ellos querrían, y aun a veces lo dicen de palabra, pareciéndose en esto al fariseo, que se jactaba alabando a Dios sobre las obras que hacía, y despreciando al publicano”. 4º En la inclinación a aumentar el fervor y hacer más obras, pero mezcladas de soberbia: “A estos muchas veces los acrecienta el demonio el fervor y gana de hacer más estas y otras obras porque les vaya creciendo la soberbia y presunción. Porque sabe muy bien el demonio que todas estas obras y virtudes que obran, no solamente no les valen nada, mas antes se les vuelven en vicio”. 5º En el fastidio con el director espiritual o el confesor cuando estos no les aprueban el espíritu: “A veces también, cuando sus maestros espirituales, como son confesores y prelados, no les aprueban su espíritu y modo de proceder (porque tienen gana que estimen y alaben sus cosas), juzgan que no los entienden el espíritu, o que ellos no son espirituales, pues no aprueban aquello y condescienden con ello. Y así, luego desean y procuran tratar con otro que cuadre con su gusto; porque ordinariamente desean tratar su espíritu con aquellos que entienden que han de alabar y estimar sus cosas, y huyen, como de la muerte, de aquellos que se los deshacen para ponerlos en camino seguro, y aun a veces toman ojeriza con ellos”.


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6º En la exterioridad y ostentación: “Presumiendo, suelen proponer mucho y hacen muy poco. Tienen algunas veces gana de que los otros entiendan su espíritu y su devoción, y para esto a veces hacen muestras exteriores de movimientos, suspiros y otras ceremonias; y, a veces, algunos arrobamientos, en público más que en secreto, a los cuales les ayuda el demonio, y tienen complacencia en que les entiendan aquello, y muchas veces codicia”. 7º En el buscar no ser tenidos en menos: “Muchos quieren preceder y privar con los confesores, y de aquí les nacen mil envidias y desquietudes. Tienen empacho de decir sus pecados desnudos porque no los tengan sus confesores en menos, y vanlos coloreando porque no parezcan tan malos, lo cual más es irse a excusar que a acusar. Y a veces buscan otro confesor para decir lo malo porque el otro no piense que tienen nada malo, sino bueno...” 8º Finalmente, en el ser cambiantes respecto de sus pecados: pasan de no darles importancia a hundirse en la tristeza si caen en alguno grave; y las dos cosas nacen de la misma soberbia: “algunos de éstos tienen en poco sus faltas, y otras veces se entristecen demasiado de verse caer en ellas, pensando que ya habían de ser santos, y se enojan contra sí mismos con impaciencia, lo cual es otra imperfección”. En general, “son enemigos de alabar a otros y amigos que los alaben, y a veces lo pretenden”. 7. La educación de la humildad57 La humildad y la mansedumbre son las virtudes más amadas por Jesucristo y en ellas quiso ser imitado: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). En 1630 escribía San José de Calasanz al Padre Esteban Busdraghi: “Para comenzar la vía purgativa como se debe, han de competir todos para ver quién es más

57

Sigo en algunas cosas lo que escribe San Alfonso M. de Ligorio en: Selva de materia predicables, Parte II, plática 6.


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humilde, pues el trofeo de la carrera se dará sólo a los humildes que entonces serán exaltados según se hayan humillado en esta vida”58. “La humildad, escribe Beaudenom, debe trocarse en inclinación y hábito”. Y explica con claridad: “El orgullo, difícil de conocer, es aun más difícil de dominar. Sus raíces están hundidas en lo más profundo de nuestra naturaleza. Su vitalidad es extraordinaria; aliméntase con poco y de todo; nunca se ve harto, y renace cuando se le creía muerto. Para dominarlo es necesario llegar al hábito de la humildad; a una inclinación que nos acompañe toda la vida y que combata sin cesar la inclinación opuesta, que no muere”59. Para educar este hábito y crecer en él son necesarias ciertas prácticas que indicaremos a continuación. (a) El trabajo en el conocimiento Ante todo, para alcanzar la humildad hay que hacer cierto trabajo en el plano del conocimiento. Porque la humildad brota de una luz divina sobre el alma que “sería inútil pretender adquirirla por sus propios esfuerzos”60; luz que, por otra parte, es necesario “recibirla bien” porque es una “luz, a la vez purificadora y humillante, que le descubre el mal que hay en ella”61. El objeto de este conocimiento es doble: 1º lo que somos ante Dios; 2º la actitud de Dios respecto del soberbio. 1º Saber quiénes somos La humildad es, como ya hemos dicho, la “verdad”: la verdad sobre nosotros y sobre nuestra realidad ante Dios. A esto tiende el pedido de Agustín: Noverim me, noverim Te: ¡que me conozca a mí, Señor, y que te conozca a Ti! De modo semejante se lee que rezaba San Francisco: “¿Quién sois vos, y quién soy yo?”. Son expresiones de quienes han comprendido la necesidad de ser humildes. No aspirará a la humildad quien no se convenza de la necesidad e importancia de 58

San José de Calasanz, Carta 1360. Beaudenom, L., Formación en la humildad, 28. 60 Eugenio del Niño Jesús, Quiero ver a Dios, 410. 61 Ibidem., 411. 59


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la misma. Entre los consejos que Don Quijote dio a Sancho descuella éste: “Has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey”. Los santos se humillaban hasta las entrañas de la tierra; cuanto más conocían a Dios, más pobres se veían y llenos de defectos. El Padre Pío de Pietralcina, siendo quiera era, había pedido desde sus primeros años –según confiesa en una carta del 5 de setiembre de 1918– un doble conocimiento: el conocimiento de sí mismo y el de Dios-Bondad. Dios lo escuchó y lo llevó poco antes de recibir sus estigmas “a la plenitud de estas vistas experimentales”. Los dos “cuadros opuestos”, el de sí mismo y el de Dios, lo aterraban, viendo el contraste entre él, creatura “vil e indigna”, y el Todo. Tal contrastante visión lo aplastaba y sumergía62. “Mi monstruosidad – llega a decir– aparece espantosa a mis ojos, como a los de DiosPureza, y de todo hombre; yo me aborrezco y me odio”63. Los soberbios, en cambio, al estar privados de luz, apenas si ven su bajeza. Debemos, pues, para andar siempre en verdad, separar lo que nos pertenece de lo que concierne a Dios. ¿Y qué tenemos nuestro? El polvo y la ceniza: “¿De qué se envanecerá el que es polvo y ceniza” (Eclo 10, 9). Nobleza, riqueza, talentos, ciencia, belleza, virtudes, y todos los demás dones naturales, ¿qué son sino el poncho regalado a un mendigo? “¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿a qué te mandas la parte, como si fuese tuyo?” (1Co 4, 7). Lo que tenemos, de Dios lo tenemos... y Dios nos lo puede quitar en cualquier momento. Y ¡ay del que se apropie de su don como si le perteneciese por derecho, porque lo va a perder antes que los demás! En el Apocalipsis se dice a una de las siete iglesias: “Dices ‘soy rico’... y no sabes que eres desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo” (Ap 3, 17). 62

Cf. Padre Pío de Pietrelcina, Epistolario I, San Giovanni Rotondo (2007), 1072-

1073. 63

Ibidem., 1096.


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San Francisco de Borja, cuando todavía era laico, oyó que un gran predicador le aconsejaba que si quería progresar en la virtud no pasara día sin pensar en sus miserias. Y dócil a este consejo dedicaba largos ratos (¡hasta dos horas diarias, dice San Alfonso!) meditando en su conocimiento y desprecio. “Dios es alto –dice San Agustín–: si tú te elevas, Él huye y se esconde de ti; si te humillas, desciende hacia ti”64. 2º Lo que Dios piensa del soberbio y del humilde En segundo lugar, aprovecha mucho tener presente la actitud de Dios ante la humildad y la soberbia: Él ama aquella y aborrece ésta. La Sagrada Escritura lo atestigua hasta el cansancio: “Dios resiste a los soberbios; pero a los humildes da la gracia” (St 4, 6); “Dios abomina a los soberbios” (Pr 16, 5); “La oración del humilde penetrará las nubes...; y no aflojará hasta llegar a la presencia del Altísimo” (Eclo 35, 21); “El Señor mira al humilde, pero al soberbio lo observa desde lejos” (Sal 137, 6); “Tres clases de hombres odia mi alma, y me indigna mucho su vida: el pobre soberbio, el rico mentiroso y el viejo adúltero necio” (Eclo 25, 2). Es más, “la soberbia es odiable a Dios y a los mismos hombres”, dice el Eclesiástico (10, 7). Al soberbio tal vez lo adulen por conveniencia, pero en el corazón es despreciado y aborrecido. Porque en esto las cosas salen al revés de como desean los hombres; San Jerónimo, hablando de la humildad de San Pablo dice: “Alcanzaba gloria huyendo de ella; porque así como la sombra sigue a quien de ella huye y parece que huye de quien la sigue, así la gloria sigue a quien la desprecia y se aleja de quien la busca”. Esto es lo que dijo el Señor: “El que se exalte, será humillado, y el que se humille será exaltado” (Mt 23, 12). Pero para adquirir este doble conocimiento (de nuestra propia nada y de la verdadera naturaleza de la soberbia) es necesario orar, meditar y examinarse. Orar: “Como para las demás virtudes, tenernos que rezar, pedirla a Dios y pedirla cada día (...) Pedirla en la santa Comunión y en la 64

San Agustín, Sermón 117, Sobre la Ascensión.


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visita el Santísimo Sacramento. Pedir la posibilidad de entrar en nosotros mismos, de poder conocer y ver lo que somos: nuestra nada y nuestras miserias. Y luego estar contentos de nuestra nada. Si no bajamos a esos detalles, nunca conoceremos la necesidad de la humildad y no nos la concederá el Señor”65. Meditar: “En segundo lugar, debemos meditar con frecuencia en la virtud de la humildad y en sus medios para combatir la soberbia, especialmente los que se nos facilitan en el ejemplo y las palabras de Nuestro Señor y de los santos. Estad seguros de que cuanto hacemos en el ámbito de la humildad nunca es suficiente. Nuestro Señor se hizo casi un gusano de la tierra. Sí, pensemos a menudo en sus palabras y en sus ejemplos y en los de los santos”66. Examinarse: “Cuando no sabéis sobre qué hacer el examen de conciencia particular, nunca os equivocaréis si lo hacéis sobre la humildad o sobre la soberbia. Y hemos de ir a fondo al examinarnos. No digamos simplemente: ‘Soy soberbio’, y pararnos allí. Examinaos y ved si cuando oís que se alaba a alguien no sentís un poco de envidia, si evitáis los trabajos humildes. No despreciéis las cosas altas, pero amad las bajas”67. (b) La verdadera práctica de la humildad Además de estos aspectos cognoscitivos, es necesario obrar. La humildad infusa, como hemos dicho más arriba, no es inmediatamente operativa; necesita de la adquirida para convertirse en una inclinación estable a vivir humildemente. Y este aspecto humano de la humildad “de ordinario no se dona sino que se obtiene mediante nuestra cooperación. Debemos tratar de hacer actos de humildad, por tanto. Dice san Bernardo: ‘Si quieres ser humilde, ama las humillaciones’. La humildad es una virtud, lo que comporta que sea un hábito que se adquiere repitiendo los actos internos. Y en primer lugar, actos internos de humildad”68. Estos actos internos son pensamientos de humildad, jaculatorias, etc.; sin importar que, por aridez de espíritu, 65

Sales, Lorenzo, La vida espiritual según las conversaciones ascéticas del siervo de Dios José Allamano, 392-393. 66 Ibidem., 393. 67 Ibidem., 393. 68 Ibidem., 393.


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estas expresiones nos resulten frías, pues siempre darán fruto. Pero no bastan los actos internos; se requieren también los externos. San Bernardo dice que los actos externos son efecto e indicio de la humildad interna. Quienes no los manifiestan ni siquiera tienen la humildad interna, digan lo que digan. ‘La humillación —dice el mismo san Bernardo— es el camino para llegar a la humildad’. Y exhorta: ‘Si quieres la humildad, no huyas del camino de las humillaciones’. Quien evita las pequeñas humillaciones, ni ama ni tiene la humildad. Es verdad que estas cosas externas no bastan y serán hipocresía si no las acompaña lo interior, pero tampoco basta lo interior”69. Entre estos actos, podemos destacar los siguientes: 1º Aborrecer el vicio de la soberbia Debemos ser conscientes de que, como dice la Escritura: “Preludio de ruina es la soberbia” (Pr 16, 18), y esa ruina suele llegar al orgulloso especialmente a través del desorden sexual. San Gregorio ha escrito –y la experiencia lo demuestra– que “el orgullo es semillero de impurezas, porque la carne precipita en la humillación a los que su altivez encumbra”70. La soberbia, dice San Alfonso, va fácilmente acompañada del espíritu de lujuria. Por eso el demonio no teme a los soberbios. Cuenta Cesáreo que cierto día llevaron un poseso a un monasterio cisterciense; el abad llevó consigo a un joven religioso, considerado como muy virtuoso, y dijo al demonio: “Si este religioso te manda salir del poseso, ¿te atreverás a resistirte?”. A lo que contestó el demonio: “A ese religioso nada temo, porque es soberbio”. Si las caídas en el vicio de la lujuria se relacionan con la soberbia como su castigo y consecuencia, no hay que olvidar que las tentaciones de lujuria, cuando no son consentidas, a menudo son permitidas por Dios para ayudar a la persona proclive al orgullo a mantener la humildad. Porque las tentaciones contra la pureza, especialmente si son humillantes, nos recuerdan que, como la estatua 69 70

Ibidem., 394. San Gregorio Magno, Moralia, 26,12.


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de Nabucodonosor, tenemos pies de barro, aunque nuestra cabeza pueda ser de oro. San Pablo hablando de sí mismo dice: “Para que no me engría con la sublimidad de esas revelaciones, fue dado un aguijón a mi carne, un ángel de Satanás que me abofetea para que no me engría. Por este motivo tres veces rogué al Señor que lo alejase de mí. Pero él me dijo: «Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza». Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2Co 12, 710). Hemos de tener, pues, en cuenta, que debemos huir de la soberbia como de la peste. 2º No gloriarnos del bien que hagamos Es cierto que Dios muchas veces se vale de nosotros para hacer grandes bienes. ¡Pero los hace Él! ¡Los necios creen que son ellos quienes obran! “ Por gracia de Dios soy lo que soy”, dice San Pablo (1Co 15, 10). Y también: “De nuestra parte no somos capaces ni siquiera de un buen pensamiento” (2Co 3, 5). De ahí la advertencia del Señor: “Cuando hayáis hecho todo lo que se os ordenó, decid: Somos siervos inútiles; hicimos lo que teníamos que hacer” (Lc 17, 10). ¡Qué fácil es decirlo, y qué difícil creerlo! A veces lo dicen nuestros labios, pero sin el convencimiento de nuestro corazón. Inútil quiere decir: “el que no sirve”. Y de hecho, ¿qué utilidad reportan nuestras obras a Dios? Con nuestros mejores actos, ¿qué le damos? Nos pregunta Job: “Si eres justo, ¿qué le das? O ¿qué recibe de tu mano?” (Jb 35, 7). Además, somos inútiles porque somos incapaces de corresponder lo que Dios merece por lo que es y por el infinito amor que nos ha manifestado al crearnos y redimirnos. De ahí que cada cosa que hacemos bien no sea sino una devolución de lo que Dios nos ha dado primero. Como el niño que en el cumpleaños de su padre le compra un obsequio... ¡con el dinero que le dio su propio padre! Así dice la Escritura: “Te devolvemos, Señor, lo que de tu mano recibimos” (1Cro 29, 14).


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Por eso decía San Agustín que “donde no precede humildad, todo cuanto bien hagamos será pasto del orgullo”. Teniendo cuenta de esto no resulta tan llamativa la dureza de una carta que San José de Calasanz dirige al P. Melchor Alacchi, en la que le decía: “He leído su última carta que ocupaba todo el folio; la mayor parte no contenía más que alabanzas propias; y estando todos nosotros, como descendientes de la raíz podrida de nuestro primer padre Adán, más bien manchados y profundamente inclinados al mal, nos sería más propio acusarnos por nosotros mismos y humillarnos grandemente que pronunciar una sola palabra en alabanza nuestra. Además, cuando uno se siente favorecido por Dios con gracias o sentimientos particulares debe humillarse para no perderlos, pues se pierden aún con poca presunción o estima de sí mismo. Reconozcámonos instrumentos inútiles del Señor dado que más bien obstaculizamos sus obras que las ayudamos”71. Los santos no sólo no se gloriaron de ningún mérito propio, sino que hubieran preferido manifestar a los demás cuanto redundara en desprecio propio. Es ejemplar la actitud del Padre Pío de Pietrelcina respecto de sus estigmas. El hecho de que fueran conocidos y que por ellos muchos lo consideraran santo, era su verdadero sufrimiento. En una carta llega a escribir: “Alzaré fuerte mi voz a Él y no desistiré de conjurarlo, para que por su misericordia retire de mí no el sufrimiento, no el dolor (porque esto lo veo imposible y siento que me quiero embriagar de dolor), sino estos signos externos que me son de una confusión y de una humillación indescriptible e insoportable”72. 3º Mantener la desconfianza sobre uno mismo “Maldito el hombre que confía en el hombre” (Jr 17, 5). Y nadie más necio que quien confía en sí mismo. Si Dios no nos ayuda, no nos podemos conservar en gracia: “Si el Señor no guarda la ciudad, en vano está alerta el centinela. Si el Señor no edifica la casa, 71 72

San José de Calasanz, carta 1817, Roma, 26 de junio de 1632. Pío de Pietrelcina, Epistolario I, op. cit., 1094 (carta del 22-10-1918).


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en vano trabajan los albañiles” (Sal 126,1).

¿Confiar en nuestras fuerzas, en nuestra ciencia, en nuestras cualidades? San Ignacio, predicando en Roma sin pompa alguna y con expresiones impropias, porque, como cuenta Ribadeneira, no sabía bien italiano, hacía tal provecho que sus oyentes iban a confesarse derramando tantas lágrimas que casi no podían hablar. En cambio, hay sabios que con toda su elocuencia y facundia no convierten ni un alma. Parecen haber recibido la maldición de Oseas: “¡Dales, Yavé... ¿qué les darás?! ¡Dales seno estéril y pechos secos!” (Os 9,14).

San Alfonso, escribiendo a un religioso sobre el modo de predicar, le pedía que rezase con él esta oración: “Oh, Salvador del mundo, que del mundo eres poco conocido y menos amado, especialmente a causa de tus ministros; Tú que para salvar las almas has dado la vida, por los méritos de tu Pasión da luz y espíritu a tantos sacerdotes que podrían convertir los pecadores y santificar la tierra entera, si predicasen tu palabra sin vanidad, con sencillez, como la has predicado Tú y tus discípulos. Pero no obran así, sino que se predican a sí mismos y no a Ti; y así el mundo está lleno de predicadores, pero mientras tanto el infierno se llena continuamente de almas. Señor, remedia esta gran ruina que por culpa de tus predicadores golpea la Iglesia. Y si es necesario, humilla una vez más, te pido, para ejemplo de los demás, con algún signo visible, a aquellos sacerdotes que por la gloria personal adulteran tu santa Palabra, de tal modo que se enmienden y así no se impida


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el aprovechamiento de los pueblos. Así espero, así sea”73. Como dice San Pablo, “la ciencia infla” (1Co 8,1). No hay que poner, pues, la confianza en uno mismo. “Sin Mí nada podéis hacer”, dice San Juan (15,5). “Nada”, comenta Agustín; “no poco, sino nada”. En cambio ¡cuán grandes cosas llegan a hacer los humildes! “Nada hay difícil para los humildes”, dice San León Magno. Desconfiar significa no poner la confianza en nosotros sino en Dios. Por eso el humilde se lanza a grandes cosas a pesar de sus miserias: porque no confía en sus fuerzas... ni pierde la confianza a pesar de sus debilidades. La humildad se imbrica aquí con la magnanimidad. En efecto, el humilde no cae en la “falsa humildad” de achicarse excusándose en que él “no puede”, o “no es capaz”, o “tiene muchos defectos”. En definitiva, ¿es él o Dios quien hace las obras? Si es Dios, ¿en qué lo limitan nuestros pecados o miserias? ¡Hay que obrar, pues, pero sin mirarnos, y atribuyendo todo a Dios! 4º Vivir la humildad sin pensar en ella La humildad no debe ser consciente de sí misma, de lo contrario se evapora. Lewis expone magníficamente este peligro poniendo este consejo entre las directivas que un diablo escribe a uno de sus aprendices: “Tu paciente se ha hecho humilde: ¿le has llamado la atención sobre este hecho? Todas las virtudes son menos formidables para nosotros una vez que el hombre es consciente de que las tiene, pero esto vale particularmente para la humildad. Sorpréndelo en el momento en que sea realmente pobre de espíritu, y métele de contrabando en la cabeza la gratificadora reflexión: ‘¡Caramba, estoy siendo humilde!’, y casi inmediatamente el orgullo —orgullo de su humildad— aparecerá. Si se percata de este peligro y trata de ahogar esta nueva forma de orgullo, hazle sentirse orgulloso de su intento, y así tantas veces como te plazca. Pero no intentes esto durante demasiado tiempo, no vayas a despertar su sentido del humor y de las proporciones, en cuyo caso simplemente se reirá de ti y se irá a 73

San Alfonso M. de Ligorio, Lettera I, Ad un religioso amico, ove si tratta del modo di predicare all'apostolica con semplicità, evitando lo stile alto e fiorito.


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dormir”74. Pemán ha escrito: “virtud que se saborea,/ apenas sí es ya virtud./ La belleza de las rosas/ es que siendo tan hermosas/ no saben que lo son”. 5º Practicarla en palabras, hechos y gestos Santo Tomás dice que de la disposición interna a la humildad nacen los actos externos que se expresan en “las palabras, los hechos y los gestos”75. Transcribo este valioso párrafo de la doctrina del beato Allamano recogida por Lorenzo Sales. “Las palabras. No hablemos alabándonos; si se me escapa una palabra de alabanza trataré de hacer una pequeña penitencia. Por otra parte, no hablemos sino raramente de lo que hemos hecho o de lo que éramos antes de entrar en el Instituto76. Todo eso, una vez entrados en la vida religiosa, ya no cuenta nada: ser nobles o ricos o no serlo, da lo mismo. Tampoco hablemos contra nosotros. Y si oímos hablar mal de nosotros a los demás, callemos. La soberbia busca en seguida una excusa. Cuando se nos reprende o corrige, en vez de pensar en seguida en nuestra nada, buscamos el modo de excusarnos. Y si no siempre nos excusamos externamente, lo hacemos internamente, lo que constituye un gran obstáculo a la verdadera y perfecta humildad. Estemos, pues, atentos a vencernos y no a excusarnos siempre. Y luego esforcémonos por estar contentos si se nos corrige o advierte. A veces no nos excusamos, pero demostramos que no recibimos a gusto la observación. Hasta en nuestros mismos pecados, aunque no existiera ofensa al Señor, deberíamos estar contentos al tener que reconocer nuestra debilidad y que todos advirtieran nuestra poca virtud. Los hechos. No hagamos nada para que nos vean, nada por soberbia. Sobre todo, aceptemos con gusto las humillaciones que el Señor nos envíe. Por ejemplo: tener un descuido en el examen, no tener éxito en un trabajo en el que nos hemos empeñado decididamente, que se nos grite un poco ásperamente aunque sea sólo 74

Lewis, C.S, Cartas del diablo a su sobrino. Cf. S.Th., II-II, 161, 6. 76 Se refiere a los misioneros de la Consolata, fundados por el beato Allamano. 75


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como prueba, que se nos rompa alguna cosa aunque hayamos tenido mucho cuidado. En todo lo que no es pecado debemos gozar de la humillación que venga y aceptar a gusto la humillación de que se nos ponga un poco aparte. El Señor puede permitir esto para probarnos, y los superiores también. No digamos: ‘¡No me quieren!’ Eso es melancolía de soberbia. Debemos estar contentos de que los superiores no nos estimen mucho. Sí, tratad de que en la comunidad no seáis considerados. Consideraos el último de la comunidad. ¡Feliz el religioso que vive sin que se den cuenta de él! ¿Qué importa la estima de los hombres?... Estuve cuatro años como director espiritual del seminario y nunca monseñor Gastaldi me ofreció una señal que me satisficiera. Me quería mucho y, sin embargo, nunca me dijo una palabra de congratulación. Invitaba a comer a su palacio a los profesores, pero conmigo no lo hizo nunca. Mirad, a veces los superiores no nos ofrecen palabras o gestos que digan que nos aprecian, aunque sea así. El mismo monseñor Gastaldi contaba que cuando era obispo de Saluzzo había un rector del seminario bueno y celoso que constantemente necesitaba que lo alabaran, que se congratularan con él, porque de lo contrario se desanimaba. Cuando a él lo promovieron para ser arzobispo de Turín, quiso formarnos de manera que no necesitáramos gestos de cumplimiento. Los gestos. Esto se refiere a todo nuestro comportamiento: tengamos los ojos discretos y que todo nuestro exterior aparezca como de persona humilde. Hay quienes en el gesto o la voz tratan siempre de que los vean, de prevalecer, de distinguirse. (La) humildad externa de nuestro comportamiento es propia de los religiosos que renunciaron al mundo y a sus vanidades para vestir los pobres hábitos de la vida religiosa y ser tratados mal por los hijos del siglo, a imitación de Jesús. Evidentemente, se entiende que lo que debe existir antes es la humildad interna sin la que la externa sólo sería apariencia y acaso vanidad”77

77

Sales, Lorenzo, La vida espiritual según las conversaciones ascéticas del siervo de Dios José Allamano, 394-396.


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Creo que tan valiosos consejos podrán ser fácilmente adaptados por los llamados a otras formas de vida distinta de la religiosa a la que alude el beato, como el sacerdocio secular o el matrimonio. 6º Aceptar las humillaciones... ¡y buscarlas! Este es, en el fondo, el medio más difícil y en el que se separan las aguas de la verdadera y la aparente humildad. Algunos, dice San Gregorio, andan proclamando que son pecadores y dignos de desprecio, pero ellos mismos no lo creen, y ¡guay que los desprecien y reprendan! Cuenta Casiano que cierto monje que se declaraba gran pecador e indigno de estar en la tierra, fue corregido por su abad porque andaba ociosamente de celda en celda, en vez de estar retirado en la suya, según la regla. Al oírlo el monje se turbó y empezó a excusarse, por lo que el abad tuvo que decirle: “¡Cómo, hijo!, ¿hace poco decías que merecías toda clase de oprobios y ahora te irritas por una palabra de caridad que te acabo de decir?” Así sucede con muchos que quieren ser tenidos por humildes pero no quieren ser humillados en nada. En el fondo pretendemos “la alabanza de la humildad”. Pero, como dice San Bernardo, “buscar la alabanza de la humildad no es humildad sino destrucción de la humildad”. El verdadero humilde, cuando recibe desprecios, se humilla más, porque cree recibirlos en justicia, y además piensa que los demás se quedan cortos en los ultrajes que él merece. Hermosa es la historia de Macario, que nos transmiten los Padres del Desierto. El demonio, después que el santo monje pasara una noche en oración quiso herirlo, pero habiendo levantado un hacha contra él no pudo ejecutar el golpe; y dando voces decía: “Macario, grandes son tus fuerzas. Mucho puedes contra mí, aunque lo que tú haces también yo lo hago: tú ayunas algunos días, yo, en cambio, siempre, pues nunca pruebo manjar; tú a menudo velas de noche, y yo no duermo nunca. Confieso que sólo en una cosa me aventajas”. Y apremiado que dijese en qué, contestó: “Me vences sólo en la humildad”.


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En cuanto a buscar la humillación, téngase presente cuanto enseñó el ya citado beato Allamano: “Para progresar en la humildad no basta con recibir la humillación cuando llega, sino que hay que buscarla un poco. De ahí que debamos pedir al confesor o al superior que nos impongan alguna humillación, o que nosotros mismos nos la impongamos, o que tratemos de hacerlas espontáneamente. ¿Quién de vosotros se sentiría con fuerzas de hacer como hizo el beato Sebastián Valfrè, que cargó un día con un inmenso cuadro y lo paseó por las calles de Turín? ¿O quién aceptaría realizar lo que san Felipe Neri imponía a sus penitentes, ir por Roma afeitados sólo a medias?... Los santos llegaban a estas cosas raras, mientras nosotros... tenemos miedo hasta de que nos vean con nuestros familiares vestidos pobremente. Si estuvieran tan bien vestidos como nosotros nos gustaría que los viera todo el mundo... En fin, para lograr la humildad debemos amar y desear las humillaciones. Sin eso no puede existir la humildad. Al menos debemos alegrarnos cuando llegan. Si quieres la humildad, ama la humillación... Recordadlo: pedir a Dios la humildad, meditar en nuestras miserias, aceptar las humillaciones que Dios nos envía, buscarlas nosotros mismos. Así seremos realmente humildes, y sólo siendo humildes seremos santos”78. Evidentemente, el beato no pretende que imitemos a los santos que practicaron obras tan extravagantes bajo la inspiración de Dios; las singularidades siempre han sido sospechosas para los serios autores espirituales. Lo que al menos se nos exige es que no nos escabullamos cuando, sin buscarlas, nos llegan humillaciones especiales, ni las recibamos con acritud y desánimo. “Las humillaciones que nos ocasionan nuestras deficiencias, nuestras tendencias tal vez ya retractadas, nuestras derrotas o, incluso, los errores, cuando no la malquerencia del prójimo, son preciosos testimonios de la solicitud de Dios, que para la formación de las almas se sirve de todos los recursos de su poder y de su sabiduría. ¿Cómo juzgarlas de otro modo cuando se ve que toda gracia brota de la humillación como de su normal espacio? Aceptarlas es un deber; dar gracias a Dios por ellas indica que se ha comprendido su valor; pedirlas con san Juan de la Cruz es ya estar muy dentro en las 78

Ibidem., 396-397.


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profundidades de la sabiduría divina. Dice santa Teresa del Niño Jesús: ¡Coloquémonos humildemente entre los imperfectos; estimémonos como almas pequeñas a las que Dios tiene que sostener en todo momento... Es suficiente humillarse, soportar con dulzura sus imperfecciones; he ahí la verdadera santidad’”79. * * * En el sentido de todo lo expuesto, el P. Pío de Pietrelcina trazaba, en 1918, un verdadero programa de trabajo en la humildad a Ermina Gargani, una de sus hijas espirituales. Puede servir de resumen a estas notas pedagógicas sobre la humildad. Decía el gran místico: “Principalmente debes insistir (...) sobre la virtud de la cual [Jesús] se puso explícitamente como modelo [cf. Mt 11, 29]; quiero decir: la humildad. Humildad interna y externa, pero más interna que externa, más sentida que manifestada, más profunda que visible. Estímate, hija querida, tal como eres verdaderamente: una nada, una miseria, una debilidad, una fuente de perversidad sin límites o atenuantes, capaz de convertir el bien en mal, de abandonar el bien por el mal, de atribuir el bien o justificarte del mal y, por amor del mismo mal, de despreciar el sumo bien. Con esta persuasión fija en la mente, tú, hijita: 1.- no te complacerás jamás de ti misma; 2.- no te lamentarás jamás de las ofensas, no importa de dónde te lleguen; 3.- excusarás a todos con caridad cristiana; 4.- gemirás siempre como pobre delante de Dios; 5.- no te maravillarás para nada de tus debilidades, sino que, reconociéndote como aquella que eres, te avergonzarás de tu inconstancia e infidelidad a Dios, y en Él confiarás, abandonándote tranquilamente en los brazos del Padre celestial, como un niño en los brazos de su propia madre;

79

Eugenio del Niño Jesús, Quiero ver a Dios, 412. El texto de Santa Teresita está tomado de la Carta 243, a sor Genoveva, 7 de junio de 1897.


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6.- no te exaltarás en absoluto en las virtudes, sino que referirás que todo [viene] de Dios y dale a Él el honor y la gloria”80. 8. La humildad de los espirituales Teniendo en cuenta lo que hemos dicho, pueden entenderse mejor las hermosas líneas con que San Juan de la Cruz describe la humildad de los verdaderos espirituales, es decir, de las almas que van adelantando en la vida espiritual: “Los que en este tiempo van [creciendo] en perfección, muy de otra manera proceden y con muy diferente temple de espíritu; porque se aprovechan y edifican mucho con la humildad: - no sólo teniendo sus propias cosas en nada, mas con muy poca satisfacción de sí; - a todos los demás tienen por muy mejores, y les suelen tener una santa envidia, con gana de servir a Dios como ellos; - porque, cuanto más fervor llevan y cuantas más obras hacen y gusto tienen en ellas, como van en humildad, tanto más conocen lo mucho que Dios merece y lo poco que es todo cuanto hacen por él; y así, cuanto más hacen, tanto menos se satisfacen. Que tanto es lo que de caridad y amor querrían hacer por él, que todo lo que hacen no les parezca nada; - y tanto les solicita, ocupa y embebe este cuidado de amor, que nunca advierten en81 si los demás hacen o no hacen; y si advierten, todo es, como digo, creyendo que todos los demás son muy mejores que ellos. - De donde, teniéndose en poco, tienen gana también que los demás los tengan en poco y que los deshagan y desestimen sus cosas. - Y tienen más: que, aunque se los quieran alabar y estimar, en ninguna manera lo pueden creer, y les parece cosa extraña decir de ellos aquellos bienes. 80

P. Pío de Pietrelcina, Carta a Erminia Gargani, 15-02-1918; en: Epistolario III, San Giovanni Rotondo (1994), 713. 81 Es decir: “prestan atención”.


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Estos, con mucha tranquilidad y humildad, tienen gran deseo que les enseñe cualquiera que los pueda aprovechar; harta contraria cosa de la que tienen los que habemos dicho arriba82, que lo querrían ellos enseñar todo, y aun cuando parece les enseñan algo, ellos mismos toman la palabra de la boca como que ya se lo saben. Pero éstos, estando muy lejos de querer ser maestros de nadie, están muy prontos de caminar y echar por otro camino del que llevan, si se lo mandaren, porque nunca piensan que aciertan en nada. De que alaben a los demás se gozan; sólo tienen pena de que no sirven a Dios como ellos. No tienen gana de decir sus cosas, porque las tienen en tan poco, que aun a sus maestros espirituales tienen vergüenza de decirlas, pareciéndoles que no son cosas que merezcan hacer lenguaje de ellas. Más gana tienen de decir sus faltas y pecados, o que los entiendan, que no sus virtudes; y así se inclinan más a tratar su alma con quien en menos tienen sus cosas y su espíritu, lo cual es propiedad de espíritu sencillo, puro y verdadero, y muy agradable a Dios”83. 9. Para concluir: las letanías de la humildad El cardenal Merry del Val, que fue secretario de San Pío X, solía recitar todos los días después de la Misa unas hermosas letanías compuestas por él mismo. Será verdaderamente humilde quien pida con toda sinceridad y convencimiento lo que ellas contienen. En ellas encontramos un valioso programa de trabajo en el que podemos distinguir cuatro cometidos necesarios para alcanzar la humildad: (a) Ciertos deseos que debemos combatir: el afán de estima, cariño, alabanza, honra, preferencia, aprobación, etc. El afecto desordenado a estos bienes implican un amor desordenado hacia sí mismo. (b) Ciertos temores que debemos extirpar de nosotros: el miedo a la humillación, al desprecio, a la repulsión, a la calumnia, al olvido, al ridículo, a la injuria y a la sospecha. Todos estos temores implican un profundo amor a nosotros mismos; sólo se teme aquello que amenaza lo que se ama; y se teme en la medida en que se ama. 82 83

Se refiere a quienes están afectados del orgullo espiritual. San Juan de la Cruz, Noche oscura, I, 2.


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(c) Ciertas aspiraciones que debemos cultivar; debemos aspirar a que los demás sean: más amados, más estimados, mejor conceptuados, privilegiados, preferidos, y más santificados, que nosotros mismos, siempre y cuando nosotros alcancemos la medida que la voluntad divina ha previsto para cada uno de nosotros. (d) Ciertas cualidades que debemos pedir a Dios como los dones más apreciados para poder vivir la humildad; y estos son: conocimiento de nuestra nada, recuerdo de nuestras faltas, aborrecimiento de lo que es efímero, las virtudes de la obediencia, la sumisión, el espíritu de compunción, la prontitud para perdonar, la prudencia, el silencio, la paz, la caridad, y el deseo de perfecta imitación de Cristo en sus virtudes mortificativas. Fuera de este programa, el empeño en alcanzar la humildad es una utopía.

¡Oh, Jesús, manso y humilde de corazón! Escúchame. Del deseo de ser estimado, Líbrame, Señor. Del deseo de ser amado, Líbrame, Señor. Del deseo de ser elogiado, Líbrame, Señor. Del deseo de ser honrado, Líbrame, Señor. Del deseo de ser alabado, Líbrame, Señor. Del deseo de ser preferido a los demás, Líbrame, Señor. Del deseo de ser consultado, Líbrame, Señor. Del deseo de ser aprobado, Líbrame, Señor. Del temor de ser humillado, Líbrame, Señor. Del temor de ser despreciado, Líbrame, Señor. Del temor de sufrir repulsión, Líbrame, Señor. Del temor de ser calumniado, Líbrame, Señor. Del temor de ser olvidado, Líbrame, Señor. Del temor de ser puesto en ridículo, Líbrame, Señor. Del temor de ser injuriado, Líbrame, Señor. Del temor de ser sospechado, Líbrame, Señor. Que los demás sean amados más que yo, ¡Jesús, dame la gracia de desearlo! Que los demás sean más estimados que yo, ¡Jesús, dame la gracia de desearlo!


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Que los demás puedan crecer en la opinión del mundo, y yo pueda disminuir, ¡Jesús, dame la gracia de desearlo! Que los demás puedan ser elegidos y yo dejado de lado, ¡Jesús, dame la gracia de desearlo! Que los demás sean preferidos a mí en toda cosa, ¡Jesús, dame la gracia de desearlo! Que los demás puedan ser más santos que yo, con tal que yo sea todo lo santo que pueda, ¡Jesús, dame la gracia de desearlo!

Concédeme, Jesús: el conocimiento y el amor de mi nada, el perpetuo recuerdo de mis pecados, la persuasión de mi mezquindad, el aborrecimiento de toda vanidad, la pura intención de servir a Dios, la perfecta sumisión a la voluntad del Padre, el verdadero espíritu de compunción, la decidida obediencia a los superiores, el odio santo a toda envidia y celo, la prontitud en el perdón de las ofensas, la prudencia en el callar los asuntos ajenos, la paz y la caridad con todos, el ardiente anhelo de desprecios y humillaciones, el ansia de ser tratado como Tú y la gracia de saber aceptarlo santamente. María, Reina, Madre y Maestra de los humildes, ruega por mí. San José, protector y modelo de los humildes, ruega por mí. San Miguel Arcángel, que fuiste el primero en abatir a los soberbios, ruega por mí. Santos todos, santificados por el espíritu de humildad, rogad por mí. Oremos. Señor Jesús, que siendo Dios te humillaste hasta la muerte y muerte de cruz para ser ejemplo perenne que confunda nuestro orgullo y amor propio, concédenos la gracia de imitar tu ejemplo para que humillándonos como corresponde a nuestra miseria aquí en la tierra,


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podamos ser ensalzados hasta gozar eternamente de ti en el cielo. Amén.


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SEGUNDA PARTE HUMILDAD, VERDAD Y EQUILIBRIO

“«Sabio es el hombre a quien las cosas le parecen tal como realmente son» (...) Toda una categoría de enfermedades del alma consisten esencialmente en esta «falta de objetividad» egocéntrica” (Pieper)84.

La humildad no es solo una virtud fundamental del cristianismo, como hemos expuesto en la Primera Parte, sino también un pilar del equilibrio humano. Es digno de notar que en la mayoría de las perturbaciones afectivas y mentales que no implican lesiones cerebrales, uno de los principales obstáculos para su curación radica en la falta de humildad, a menudo manifestada en una exagerada autoafirmación del yo, en conductas autocompasivas (lamentos incesantes por los males que nos aquejan), en la autorreferencia, e incluso en la negativa a reconocer las propias perturbaciones (razón por la cual se niegan a ser ayudadas). De esta estrecha relación entre el alma y el cuerpo, es testigo Santa Teresa quien escribía en el libro de la Vida: “Como soy tan enferma, hasta que me determiné en no hacer caso del cuerpo ni de la salud, siempre estuve atada, sin valer nada; y ahora hago bien poco. Mas como quiso Dios entendiese este ardid del demonio, y como me ponía delante el perder la salud, decía yo: «poco va en que me muera»; si el descanso: «no he ya menester descanso, sino cruz»; así otras cosas. Vi claro que en muy muchas, aunque yo de hecho soy harto enferma, que era tentación del demonio o flojedad mía; que después que no estoy tan mirada y regalada, tengo mucha más salud”85. En otras palabras, la santa experimentó el benéfico efecto del 84 85

Pieper, J., Las virtudes fundamentales, Madrid (1976), 17-18. Santa Teresa de Jesús, Vida, 13, 7.


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buen olvido de sí misma, que es fruto de la humildad, como tendremos oportunidad de ver en la Tercera Parte de estas páginas. No debemos olvidar que ya los Padres de los primeros siglos cristianos señalaban junto a las causas propiamente orgánicas y a las preternaturales (acción del demonio) de las enfermedades mentales, otras causas espirituales, radicadas en los desórdenes viciosos de la persona; concretamente en los vicios capitales, entre los que descuella la soberbia86. Siendo así, la humildad se revela, evidentemente, como una indispensable clave terapéutica. 1. Humildad es andar en verdad Ya nos hemos referido más arriba a la descripción que hace Santa Teresa de esta virtud: humildad es andar en verdad87. Santo Tomás lo dice con palabras semejantes: “La humildad tiene en cuenta la norma de la recta razón, según la cual alguien posee una verdadera estimación de sí mismo”88. Incluso entre autores que analizan la humildad desde una perspectiva psicológica encontramos un enfoque equivalente: “¿Cuál es, entonces, la esencia de la humildad? Pensamos que la humildad encierra un deseo franco de verse a sí mismo adecuadamente, tanto las fuerzas cuanto las limitaciones. Las personas humildes no distorsionarán voluntariamente la información para defenderse, reparar o verificar su propia imagen”89. Para aferrar el alcance de este concepto debemos tener en cuenta que nos referimos a la “verdad existencial”. En efecto, hay verdades 86

Ha estudiado este tema, en los Padres orientales, Jean-Claude Larchet, Thérapeutique des maladies mentales. L'expérience de l'Orient chrétien des premiers siècles, Paris (1992),14-20; 97-132. El autor señala: “Para los Padres, una parte importante de los desórdenes que nosotros consideramos actualmente como puramente psíquicos revelan un hecho del dominio espiritual” (p. 98). 87 “Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y púsoseme delante –a mi parecer sin considerarlo, sino de presto– esto: que es porque Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad, que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira. A quien más lo entienda agrada más a la suma Verdad, porque anda en ella. Plega a Dios, hermanas, nos haga merced de no salir jamás de este propio conocimiento, amén” (Santa Teresa, Moradas, VI, 10, 7). 88 S.Th., II-II, 162, 3 ad 2. 89 Peterson and Seligman, Character Strenghs and Virtues, 463.


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que podemos denominar, sin pretender que estos términos sean plenamente satisfactorios, “absolutas”, o si se quiere “abstractas”; son aquellas verdades que tienen poca o ninguna incidencia en nuestras decisiones significativas. Es incuestionable que el sol aparece por el este y se pone por el oeste, pero si la ciencia de pronto nos demostrase que hemos estado engañados y que, en realidad, el sol se esconde en el este, nuestra conducta moral no se vería afectada mayormente. De modo semejante, ¿qué se nos da a nosotros que la sangre se mezcle en los sinusoides hepáticos del hígado o en otro lugar? Muchas de las verdades científicas, matemáticas, geométricas, etc. mantienen esa incidencia “neutra” en nuestra vida. Las que llamamos, en cambio, verdades existenciales son aquellas que comprometen intrínsecamente al hombre. Esto ocurre porque de esas verdades dependen nuestras actitudes fundamentales en cuestiones de suma importancia. Por eso, si bien se acepta sin dificultad que 2 + 2 = 4, cambian las cosas cuando se trata de probar la deshonestidad del adulterio o de la mentira; en estos casos, para muchos, las pruebas dejan de tener el mismo peso y aún siendo claras acontece que algunos se resisten a aceptarlas. La verdad existencial es la que influye en lo que debo hacer de mi vida, exigiéndome, a veces, sacrificios, renuncias y quizá la conversión moral. Y nunca es tan seria como cuando nos vemos obligados a reconocer que durante largo tiempo hemos estado equivocados. Lo atestiguan las luchas interiores de los grandes convertidos. Así, por falta de humildad o de amor a una verdad que nos humilla (aunque sólo inicialmente, se entiende, porque la verdad, una vez abrazada sin condiciones, siempre engrandece) es que muchos no llegan a la verdadera conversión del corazón. Las pasiones puede cegar o enturbiar las verdades más claras. Las verdades de fe son, por sus implicancias, existenciales, de ahí que San Agustín haya dicho que “sólo puede creer el que quiere” y en el mismo sentido Santo Tomas: “no cree la inteligencia sino bajo el imperio de la voluntad”. Por tanto, cuando decimos que la humildad es andar en verdad, nos referimos, evidentemente, a la verdad existencial sobre nosotros mismos; una verdad que puede llegar a ser, al menos para el pecador, incómoda y exigente.


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Para ser más exactos debemos decir que la humildad radica esencial o sustancialmente en el apetito, tanto en la afectividad sensible (la humildad es la templanza aplicada al instinto de preeminencia) como en la voluntad, y de modo raigal en el conocimiento90. Por ella la voluntad somete nuestro afecto a la verdad objetiva de las cosas, o mejor, a la verdad objetiva de lo que el hombre es respecto de Dios, del mundo y de sus prójimos. Ese “ajustarse” es el “andar” de Santa Teresa; la “verdad” descubierta es el camino por el que uno se obliga a andar. Pero no se puede uno ajustar a la verdad, si esta verdad no se conoce o si conocida no se acepta. 2. Antes que la verdad, el amor De lo dicho podrá comprenderse que la humildad como “ajuste a la verdad” exige una disposición previa de la voluntad: el amor de la verdad. No debe extrañarnos esta precedencia del amor (es decir, de la voluntad), en el plano existencial, sobre el conocimiento (y la verdad), ya que amor (bien) y conocimiento (verdad) se influyen mutuamente91. Explica Santo Tomás que el bien y la verdad en cierto sentido coinciden y son “intercambiables” bajo algún aspecto: el bien es captado por la inteligencia como algo inteligible (= verdadero) y la verdad es un bien para la voluntad92. Si la verdad no es captada como 90 “Pertenece propiamente a la humildad el que uno se refrene a sí mismo para no desear lo que es superior a él. Para esto es preciso que conozca lo que falta respecto de lo que excede sus fuerzas. Por eso el conocimiento de los defectos propios pertenece a la humildad como regla directiva del apetito. Pero la humildad consiste esencialmente en ese apetito. Por eso debemos decir que la humildad tiene como misión esencial el moderar los movimientos del apetito” (S. Th., II-II, 161, 2). 91 Queda bien claro en el estudio de las relaciones entre la prudencia (virtud esencialmente del intelecto práctico) y las virtudes morales: no puede haber virtud moral (justicia, fortaleza y templanza) sin la prudencia que les indica la medida del acto virtuoso; y al mismo tiempo no puede haber prudencia sin virtud moral que le predisponga el terreno, porque la prudencia investiga y determina el hábito virtuoso que aquí y ahora debe ser elegido porque el sujeto quiere ser justo, casto, valiente, etc.; en cambio, al vicio su prudencia (carnal y corrompida por los vicios) indica actos elegibles viciosos. 92 “Lo bueno y lo verdadero son intercambiables [convertuntur; la expresión indica que puede tomarse el uno por el otro, porque son aspectos de la misma


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un bien para el sujeto, éste no se mueve a buscarla, ni la acepta cuando se la presentan. A este respecto resulta luminoso cuanto dice San Pablo, al hablar de la venida del Anticristo: “La venida del Impío estará señalada por el influjo de Satanás, con toda clase de milagros, señales, prodigios engañosos, y todo tipo de maldades que seducirán a los que se han de condenar por no haber aceptado el amor de la verdad que les hubiera salvado” (2Ts 2, 9-10). El Apóstol hace fuerza en que la aceptación de la verdad depende del amor a la verdad. La verdad nos hace libres, dice el Señor (cf. Jn 8, 31) y nos salva; en muchos casos también nos sana, como hace en la persona humilde. Pero no se recibe la verdad a menos que uno la ame. La inteligencia y la voluntad interactúan: no se puede amar sino aquello que se conoce, pero no se puede conocer si no se está dispuesto a acoger sin reservas lo que la inteligencia puede llegar a revelarnos. Esta predisposición benigna hacia la verdad es la que nos permite primero buscar y, después, aceptar la verdad plena sobre nosotros mismos. Lo dice el dicho popular: “no hay peor sordo que el que no quiere oír”. Nos hacemos sordos y ciegos ante la verdad cuando la tememos en lugar de amarla. Para poder adquirir la verdadera humildad es necesario trabajar esta predisposición amorosa hacia la verdad, aun antes de saber cuál es: “Dios mío, muéstrame la verdad, aunque esta me duela, y dame fuerza para cambiar mi vida según tu verdad, aunque esto me repugne”. Sólo quien sienta así podrá llegar a la verdad total sobre sí mismo. Pero quien tema la verdad tapará sus oídos a lo que no quiera oír; y con los oídos tapados no se puede “andar en verdad”, es decir, alcanzar la verdadera humildad. Hace falta un gran amor a la verdad para poder ser humildes, porque a menudo, la verdad sobre nosotros mismos puede dolernos, y sólo un amor grande es capaz de abrazar un gran dolor. Porque amar la verdad significa aceptar lo que Dios tiene que decirnos sobre nosotros, ya que solo Dios nos conoce tal como somos: “todo está realidad] en la realidad; de aquí que lo bueno sea percibido por el entendimiento bajo la razón de verdadero, y lo verdadero sea apetecido por la voluntad bajo la razón de bien. No obstante, la diversidad de sus razones es suficiente para diversificar las respectivas potencias” (S.Th., I, 59, 2 ad 3). “La verdad y el bien en el sujeto que los posee se corresponden [convertuntur]: porque todo lo verdadero es bueno, y lo bueno verdadero” (S Th., II-II, 109, 2 ad 1).


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desnudo y patente a los ojos de Aquel a quien hemos de dar cuenta” (Hb 4, 13). 3. El obstáculo para la humildad Contra lo que el vulgo repite habitualmente, debemos decir que el amor no enceguece, salvo que se trate del mal amor. El verdadero no hace ciegos porque el amor empuja a la razón a conocer, y la verdad ilumina. Del mal amor, en cambio, podemos aceptar el pesimista proverbio. Así deberíamos decir: “el mal amor hace ciegos”. El desmedido amor a uno mismo está plagado de miedo: precisamente del miedo a la verdad sobre uno mismo, porque la verdad puede revelarnos que lo que amamos no es tal como queremos creer que es. “No quiero escuchar lo que me dicen de tal o cual cosa porque quiero seguir creyendo que es como yo pienso, aunque no sea así”. Esto nos hace acordar la escena central de la “La rosa del azafrán”, cuyo libreto, escrito por Federico Romero y Guillermo Fernández Shaw, relata la historia de un amor entre personas de clases sociales desiguales; para poder aspirar a la mujer que ama (una rica hacendada), un labrador se finge hijo de un terrateniente, pero luego, atormentado por obtener su amor mediante una mentira, confiesa la verdad a su pretendida, preguntándole al final de un dramático diálogo: “¿No me maldice tu orgullo si dejo de ser lo que era?”; a lo que ella responde: “Es que a mi orgullo le basta que los demás se lo crean”. En otras palabras, mientras haya orgullo de por medio, éste sólo soportará, cuanto más, una media verdad, o, lo que es igual: rechazará la otra media verdad (en este caso, la verdad que tendrían que conocer los demás). En este mismo terreno, Santo Tomás, preguntándose si se puede odiar la verdad, dice que ésta no puede ser odiada en sentido absoluto, porque estamos inclinados naturalmente hacia ella; pero se pueden, en cambio, odiar ciertas verdades concretas: por ejemplo la verdad que el médico tiene que comunicarnos sobre nuestra mala salud, porque no queremos saber que estamos enfermos; también la verdad que Dios (o nuestra conciencia, o los demás) tiene que decirnos sobre nosotros mismos porque no queremos reconocer que somos distintos de la imagen que nos hemos forjado ante nuestros propios ojos interiores. De ahí que muchos de nosotros llevemos interiormente “máscaras”, es


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decir, disfraces con que nos escondemos de nosotros mismos. Y “no queremos” despojarnos de tales embozos porque tenemos miedo. “Amicus Plato sed magis amica veritas”, dice Ammonio en su vida de Aristóteles: Platón es mi amigo, pero más amiga mía es la verdad. ¿Podemos reemplazar el nombre de Platón por el nuestro? Por tanto, no alcanzaremos la humildad si no combatimos el amor propio y desarrollamos la disponibilidad para conocernos tal cual somos. 4. La verdad sobre nosotros mismos La humildad no es “en primer término una forma de relacionarse con los demás, sino una forma determinada de estar en la presencia de Dios (...) La humildad (...) es la aceptación de una realidad primaria y definitiva”93; esta realidad es el carácter de criatura, que de algún modo, niega la soberbia. Pero en segundo término la humildad tiene una cara que mira al prójimo y regula nuestras relaciones con él. Es en el equilibrio exacto de estas dos líneas (la que va del hombre hacia Dios y la que va de él a sus semejantes) que se vive la verdadera humildad. Y ese equilibrio es el que señala el equilibrio del hombre. (a) Nuestra verdad frente a Dios Nuestra verdad frente a Dios se define en esta frase: “Dios nos ha creado para Sí”. En el carácter de seres creados reside toda nuestra medida; al poner en Dios nuestra origen (causa) y nuestro fin, toda nuestra grandeza. No somos dioses, ni podemos darnos el ser, ni perpetuarnos en la existencia; por cuenta nuestra no podemos siquiera añadir un palmo a nuestra vida (cf. Mt 6, 27); todo cuanto tenemos lo hemos recibido (1Co 4, 7). Pero aquello que hemos recibido, y que, en cuanto participado de Dios, es realmente nuestro, supera toda imaginación y es nuestra “capacidad de Dios”. El hombre es “capax Dei”: “el alma (...) es capaz 93

Pieper, Las virtudes fundamentales, 279.


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de Dios, hecha a su imagen”94. En este sentido el psiquiatra Giuseppe Vattuone decía con su lenguaje peculiar: “respecto de su normal conciencia de ser grande al infinito en Dios, el hombre no puede errar engrandeciéndose de más, porque jamás podrá juzgarse más grande que la conciencia del propio infinito en Dios”95. De hecho, no puede pensarse nada más grande que el ser capaces de Dios, porque se trata de una capacidad de infinito. Capacidad, sin embargo, participada de Dios, y además que sólo puede colmar Dios; es decir, esperamos “a Dios de Dios”. Somos capaces de Dios, pero no podemos alcanzar a Dios si Él no se entrega a Sí mismo. Y somos creaturas, y, como tales, limitadas y capaces de errar y engañarnos; por eso “el hombre puede ser inducido a errar contra sí mismo, y esto únicamente puede ocurrir haciéndose más pequeño, juzgándose inferior a su ser infinito en Dios: hasta constituirse una conciencia injusta de inferioridad respecto de todos y de todo”96. Cuando el hombre olvida la verdadera dimensión de su grandeza (lo que ocurre al pecar y al errar sobre sí mismo), que es su “capacitas Dei”, se encierra a sí mismo y planta en su mente una idea de inferioridad injusta y dañina que tiene por resultado una conciencia de inferioridad respecto del prójimo y de los demás, y esto desata el miedo de ser inferior: “como consecuencia de esta injusta conciencia de ser inferior, ve a todos y a todo más grandes que él, tiene miedo de todos y de todo y vive en un continuo estado de defensa contra todos y contra todo, a quienes considera peligrosos para su existencia”97. De aquí pueden derivarse dos consecuencias: “El hombre que comete el equívoco de creerse inferior y no se corrige, puede sufrir su propio error, creándose el automatismo de conciencia esclava del error y envilecerse, autonegarse, como hace, por ejemplo, el «deprimido» de la patología mental; o bien, puede reaccionar compensativamente contra la idea de inferioridad, engrandeciéndose de modo anómalo o desmedido, como hace, por ejemplo, el «maníaco» de la patología mental. En todos los casos, tanto el «deprimido», que se envilece y se 94

S.Th, III, 6, 2. Vattuone, G., Libero pensiero e servo arbitrio, 59 (las cursivas son el autor). 96 Vattuone, G., Libero pensiero e servo arbitrio, 60 (las cursivas son el autor). 97 Ibidem. 95


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niega a sí mismo, cuanto el «maníaco», que se exalta a sí mismo en manifestaciones exageradas y fuera de lugar, expresan, personal e igualmente, la propia injusta conciencia de inferioridad y el miedo de sí, el miedo de no ser aquello que, en realidad, ambos son: infinitamente grandes, en Dios”98. Por esto Santo Tomás explica que “la humildad reprime al apetito para que no aspire a las cosas grandes al margen de la recta razón, mientras que la magnanimidad lo empuja [a la grandeza], según el dictamen de la recta razón. Queda claro, pues, que la magnanimidad no se opone a la humildad, sino que ambas coinciden en conformarse a la recta razón”99. Aspirar “al margen de la recta razón” es poner la grandeza en lo que no hace grande al hombre. De ahí que, a quien olvida la verdadera grandeza de la que hemos hablado (la infinitud en Dios), la magnanimidad lo acicatea, complementando el trabajo de la humildad. Por eso dice Pieper que ésta “es... hermana gemela y compañera” de la magnanimidad100. ¡Qué claras parecen, bajo esta luz, las palabras de Cristo que nos prometen que la verdad nos hará libres! Precisamente nos libera de la esclavitud de una conciencia enferma (de falsa grandeza o de falsa inferioridad) que deforma nuestra más esencial verdad: lo que somos frente a Dios. (b) La verdad sobre nuestros límites personales Pero este ser lanzado hacia el infinito de Dios que es todo hombre, está circunscripto en un espacio y un tiempo. La fidelidad al ser, que es parte esencial de la humildad, exige también el reconocimiento sincero y la aceptación de nuestra realidad temporalmente limitada, que en nada coarta nuestra capacidad infinita de Dios. Por eso Santo Tomás dice que a esta virtud toca el “refrenar la presunción de la esperanza o confianza en sí mismo”101, es decir, el 98

Ibidem. S.Th., II-II, 161, 1 ad 3. 100 Pieper, Las virtudes fundamentales, 277. 101 S.Th., II-II, 161, 2 ad 3. 99


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poner la esperanza en la falsa grandeza, o sea, el soñar despiertos falsas grandezas que a la postre producen desencanto y resentimiento contra nuestra realidad. Debemos aceptar la realidad en la que Dios nos ha puesto, que es la realidad que debemos transformar, santificándola. Pero insisto en este punto: “en la que Dios nos ha puesto”; por eso continúa el texto de Santo Tomas: “al reprimir la presunción de la esperanza, la razón principal se toma de la reverencia divina, que hace que el hombre no se atribuya más de lo que le pertenece según el grado que Dios le ha concedido. De donde se deduce que la humildad lleva consigo principalmente una sujeción del hombre a Dios”. La aceptación de nuestra realidad es un acto de aceptación de Dios (de sus planes) y de sujeción a Él. Se entiende así que ordinariamente el resentimiento consigo mismo (el rechazo a aceptar lo que uno es por naturaleza) vaya de la mano del resentimiento con Dios. La aceptación de nuestra propia realidad temporal implica aceptar nuestros propios límites. De hecho esta aceptación es una de las manifestaciones más importantes de la humildad. Escribía San Francisco de Sales a una religiosa: “Sabed que la virtud de la paciencia es la que mejor nos asegura la perfección, y, si tenemos que tenerla con los demás, también deberemos tenerla con nosotros mismos... Hay que sufrir las propias imperfecciones para conseguir la perfección; quiero decir, sufrirlas con paciencia, sin amarlas y acariciarlas; la humildad se alimenta con este sufrimiento”. Esto implica aceptar las circunstancias históricas que nos determinan: nuestra familia, éxitos y fracasos temporales, el momento histórico en que hemos venido al mundo, nuestra condición social, etc.; también la realidad física que hemos heredado, con la mayor o menor salud, habilidad, torpeza, defectos físicos, etc.; y lo mismo se diga de nuestra conformación afectiva, psíquica y espiritual. Nos rebelamos contra nuestra realidad cuando vivimos resentidos con lo que nos ha tocado “suerte” en la vida, cuando vivimos quejosos, cuando atentamos contra nuestra integridad física o psíquica, cuando permitimos que arraiguen en nosotros sentimientos de injusta inferioridad; también cuando alimentamos nuestra imaginación de falsas ilusiones y nos evadimos de la realidad fantaseando lo que


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hubiésemos sido si hubiésemos nacido con tales o cuales cualidades, o en tal o cual lugar, familia, condición, etc. Aceptar nuestra realidad, que es a la vez humildad y madurez de la persona, comporta la gratitud por lo que somos y tenemos, sea poco o mucho; capacidad de reírnos de nosotros mismos con sano humor (no la burla irónica e hiriente detrás de la cual, a menudo, escondemos quejas sobre nuestras limitaciones); la persona que sabe reírse de su propia torpeza, de su lentitud o exagerado apuro, de su gordura o flaqueza, de su falta de oído musical, etc., es una persona sana, que sabe captar la realidad de las cosas. Pieper ha hablado, en tal sentido, de “una secreta correspondencia entre humildad y humor”102. El sano realismo exige, también, luchar contra todo resentimiento y envidia de lo que no tenemos, y contra la tristeza por no tenerlo. También reclama el comprender que lo que hemos recibido revela una misión: el desarrollar esos talentos, ya sean cinco o solamente uno, como enseñó Jesús (cf. Mt 25, 14-30). (c) Nuestra verdad frente a los demás El punto más delicado de la vivencia de la humildad es la relación con los demás, que Santo Tomás soluciona con sencillez comparando lo que tenemos de Dios y lo que tenemos de nosotros mismos: “Pueden considerarse, en el hombre, dos cosas: lo que es de Dios y lo que es del hombre. Es del hombre todo lo defectuoso, mientras que es de Dios todo lo perteneciente a la salvación y a la perfección (...). Ahora bien: la humildad (...) se ocupa propiamente de la reverencia por la que el hombre se somete a Dios. Por eso, todo hombre, en lo que tiene de sí mismo, debe someterse a todo prójimo en cuanto a lo que éste tiene de Dios. Pero la humildad no exige que el hombre someta lo que él tiene de Dios a lo que otro también tiene de Dios (...). Por eso, sin faltar a la humildad, podemos preferir los dones que hemos recibido de Dios a los dones divinos que aparecen en los demás (...). De igual modo, la humildad no 102

Pieper, J., Las virtudes fundamentales, 280.


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exige que el hombre someta lo humano que tiene de sí mismo a lo que hay de humano en el prójimo. De lo contrario, convendría que todos se reconocieran más pecadores que los demás, siendo así que el Apóstol, en Ga 2,15, dice, sin faltar a la verdad: ‘Nosotros somos judíos de nacimiento, no pecadores [provenientes] de la gentilidad’. Sin embargo, puede uno considerar que hay en el prójimo alguna cosa buena que él no posee o puede ver en sí mismo algo malo de lo que el otro carece, y, en cuanto a eso, puede someterse humildemente a él”103. Así quedan esbozadas las ecuaciones fundamentales por las que se vive rectamente la humildad en relación con el prójimo. Mi capacidad de Dios es la misma que tiene todo hombre, y en esto ninguno es inferior ni superior a nadie, puesto que esta capacidad no depende de dones intelectuales ni volitivos sino de la libre donación que Dios quiere hacer de Sí mismo a los hombres. Y esta es la dimensión fundamental de todo ser humano. Los demás dones que hemos recibido de Dios, naturales y sobrenaturales, son, en cambio limitados y Dios los distribuye como quiere y según la misión que a cada uno ha asignado. ¿Cómo conciliar esto con la actitud de los santos que a todos tenían como superiores y se humillaban ante cualquier persona? ¿No va esto contra la verdad de la que hemos hablado? Lo explica Santo Tomás al decir que “uno puede, sin caer en falsedad, creerse y manifestarse más vil que los otros debido a defectos ocultos que reconoce en sí mismo y los dones de Dios ocultos en los demás (...) También puede uno, sin caer en falsedad, confesarse y creerse inútil e indigno para todo teniendo en cuenta las fuerzas propias, para atribuir a Dios todo lo que vale, según se dice en 2Co 3, 5: ‘No que de nosotros seamos capaces de pensar algo como si proviniese de nosotros mismos, sino que nuestra capacidad viene de Dios’”104. Y con toda sencillez declara que la humildad nos hace ver en el prójimo lo que éste ha recibido de Dios y nos empuja a someter a 103 104

S.Th., II-II, 161, 3. S.Th., II-II, 161, 6, ad 1.


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cuanto el prójimo tiene de Dios, lo que nosotros tenemos de nosotros mismos, en lo cual no se falta a la verdad105. 5. La humildad y el amor a la humillación En la Primera Parte hicimos referencia a la relación entre humildad y humillación. Podemos añadir algunas nuevas reflexiones. Ante todo, hay que destacar, como lo hace Pieper, que “en todo el tratado de Santo Tomás sobre la humildad y la soberbia no se encuentra ni una frase que dé pie a pensar que la humildad pueda tener algo que ver, como tampoco lo tiene ninguna otra virtud, con una constante actitud de autorreproche, con la depreciación del propio ser y de los propios méritos o con una conciencia de inferioridad”106. Ahora bien, teniendo en cuenta esta observación, ¿cómo se compagina esto con el amor a la humillación que han predicado los santos, del que hablamos en el párrafo precedente? Y más todavía, ¿cómo se armoniza la humildad en cuanto “ajuste a la verdad” con el gran principio espiritual de que no se alcanza la auténtica humildad si no se cultiva el amor y el deseo del menosprecio y de la humillación: “yo quiero y deseo y es mi determinación deliberada... de imitaros en pasar todas injurias y todo vituperio y toda pobreza”107? Creo que pueden indicarse distintas razones. Ante todo encontramos una razón natural: el deseo de la humillación se apoya en la verdad de lo que somos “sin Dios”, es decir, “nada” (“memento homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris” recuerda, hombre, que eres polvo y al polvo volverás). El santo que desea la humillación y que se alegra en medio de los vituperios, lo hace porque esto le recuerda la gran verdad de lo que el hombre es “al margen de Dios” y busca la humillación para que ésta

105

“No sólo debemos reverenciar a Dios en sí mismo, sino lo que hay de Dios en cualquier hombre, aunque no con la misma reverencia que tributamos a Dios. Por eso, mediante la humildad, debemos someternos al prójimo por Dios” (S.Th., II-II, 161, 3 ad 1). “Si preferimos lo que hay de Dios en el prójimo a lo que hay de humano en nosotros, no podemos caer en falsedad” (ibid., ad 2). 106 Pieper, J., Las virtudes fundamentales, 277. 107 San Ignacio, Ejercicios Espirituales, 98.


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lo preserve del olvidarse de que nuestra grandeza radica en Dios: en nuestra infinitud en Dios. Podemos añadir una razón moral: todos somos pecadores y el pecado ha hecho de nosotros una realidad deformada; la humillación nos recuerda aquello en lo que nos hemos convertido por nuestro pecado; nos refresca la verdad de lo que somos “contra Dios”, y nos preserva de olvidarnos de que nuestra grandeza es un infinito acto de misericordia redentora de Dios. En este sentido engendra lo que Santo Tomás llama “un laudable rebajamiento de sí mismo”108. Finalmente, podemos aducir una razón mística: la humillación nos permite introducirnos en el misterio de los sentimientos que Cristo tuvo durante su Pasión, y de alguna manera, compartir sus dolores y lo que por su amor Él fue capaz de hacer por nosotros; nos hace comprender la verdad de lo que “Dios ha hecho por nosotros”, y nos preserva de olvidarnos de que nuestra grandeza ha sido ganada a precio de sangre por alguien que nos ama hasta el extremo. Ninguna de las tres razones comporta una agresión a nuestra propia dignidad. El que quiere ser despreciado porque siente odio hacia sí mismo y pretende recibir de los demás desprecio y humillación para ahondar la animosidad que experimenta hacia sí mismo, no puede confundir esto con la humildad. En este caso se trata de una desviación del instinto natural. Pero al mismo tiempo es muy importante señalar que el realismo de los grandes autores cristianos ha demostrado que no se puede alcanzar la verdadera humildad mientras no se esté dispuesto, afectivamente al menos, y en los hechos, si llegara el caso, a abrazar la humillación con paciencia, serenidad y sin amargura y pataleo. Por un simple hecho: los que dicen que están dispuestos a ser humildes, pero no a ser humillados, tampoco están dispuestos a ser humildes; a lo sumo quieren convencerse a sí mismos de que aspiran a la humildad. Pero la verdadera humildad no rehúsa la humillación, porque no hay afrenta que pueda rebajar la dignidad que proviene de nuestra capacidad de participar de la naturaleza divina por la gracia, es decir, de llegar a ser hijos de Dios. Y quien realmente estima en su justo

108

S.Th., II-II, 161, 1, ad 2.


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valor esta dignidad está dispuesto a pagar mil veces, si fuera necesario, el precio de pasar por toda deshonra y agravio. 6. El orgullo disfrazado Como ya hemos dicho largamente, el orgullo es el vicio contrario a la humildad. Pero se trata, como lo viene diciendo la bimilenaria tradición cristiana, de la última raíz de todos nuestros defectos, lo cual quiere decir también algo muy importante: que tiene manifestaciones que lo revelan a la legua y otras en las que se disfraza hábilmente: en el narcisista, en el pedante, en el autoritario, y en el violento, brilla con carteles luminosos; en cambio, no se deja reconocer tan fácilmente en otros en quienes también produce serios estragos. Precisamente, la humildad podría liberar algunos de estos casos del doloroso cautiverio de su patología (psíquico-espiritual). Veamos algunos de estos modos clandestinos del orgullo. En primer lugar, mencionemos algunos casos de juicio propio109. Con este nombre se designa la pertinaz adhesión al propio parecer por encima del que nos ofrecen personas que, por un motivo o por otro, tienen autoridad de sobra como para ser reconocidas como buenos y prudentes consejeros. El que tiene juicio propio se aferra a sus propias opiniones en contra, o soslayando, el parecer de los prudentes. ¡Es un problema presente en la casi totalidad de los problemas psicológicos y a menudo un insalvable obstáculo para su curación! Así, a pesar de que muchos puedan decirle, a quien está dominado por este defecto, que no lo ven bien, que está actuando fuera de lugar, que está obrando equivocadamente, que necesita ayuda, etc., el “ischyrognomones”, como lo llama Aristóteles (es decir, “el de ideas fijas”), no se doblega y siempre cree tener la razón, o que no es comprendido, o que nadie mejor que él puede juzgar lo que le sucede110. 109

Cf. Fuentes, M., Cegó sus ojos. El juicio propio, San Rafael (2008); Colección Virtus/2. 110 Escribe Santo Tomás en su Comentario a la Ética a Nicómaco, de Aristóteles: “A estos, los hombres los llaman ischyrognomones, es decir, de duros de parecer [fortis sententiae] o pertinaces, porque difícilmente se los puede persuadir de algo y, si se llegase a persuadirlos de algo, no cambian fácilmente de esa persuación. Lo que parecer acontecer principalmente a los melancólicos, quienes difícilmente reciben


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Con el juicio propio se relaciona otro problema que, si bien se alimenta de él, pasa más allá; se trata de la negación de la realidad. También la raíz de esta actitud está en el orgullo. A menudo las personas que padecen problemas morales y psicológicos se niegan a reconocer sus problemas, sin advertir que tal negación o agudiza el problema o crea otro más grave. Si la humildad es “andar en la verdad”, es comprensible que la falta de humildad empuje a no querer reconocer la verdad sobre uno mismo y sobre los problemas que se padecen. En consecuencia, el estado interior de desorden moral o psicológico, crea mecanismos para evitar el reconocimiento de los propios problemas. Esto se realiza, ante todo, “redefiniendo la normalidad”: un fumador que no quiere admitir el deterioro que causa el cigarrillo a su salud sostendrá que es “normal” que una persona fume un paquete de cigarrillos al día; quien no quiere reconocer que el alcohol perjudica su lucidez, dirá que todas las personas “normales” beben dos o tres vasos de vino en sus comidas. Con el paso del tiempo –y el aumento de los daños físicos o de los disturbios emotivos– tales “medidas de la normalidad” aumentarán progresivamente; así si una de estas personas sostiene hoy que es “normal” dormir 10 horas diarias, mañana, cuando su cuerpo se habitúe y le exija más, dirá que es “normal” dormir 15 o levantarse ordinariamente a mediodía. Esta actitud desemboca fácilmente en un segundo modo de negación que consiste en “rediseñar la realidad” (lo que ocurre con más frecuencia de la que podemos suponer). Actúan así, por ejemplo, quienes niegan que beben a pesar de llegar ebrios a sus casas; los que dicen que “todo el mundo” obra de tal o cual manera, cuando tal generalización es indudablemente falsa; los que desmienten haber hecho, o estar haciendo, lo que es patente a los ojos de todo el mundo, etc. La costumbre de retocar constantemente la realidad crea en estas personas el hábito de encontrar el modo de decir que lo que ellos quieren hacer es bueno, útil, conveniente o necesario; y lo que ellos no quieren hacer es inútil, innecesario o perjudicial. Un tercer mecanismo para negar la realidad es la mentira consciente y la doble vida (que es una imbricación de mentiras): a esto algo, pero una vez recibido, lo retienen con fuerte, como hace la tierra” (In Ethic., VIII, lect. IX, n. 1440).


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se puede llegar fácilmente perseverando en la costumbre de mentir. Hay que tener en cuenta que la mentira, cuando se vuelve habitual, es un problema que termina perturbando el equilibrio de la persona tornándola, a veces, “incapaz de no mentir” y empujándola a creerse sus propias falacias, es decir, hace a la persona incapaz de distinguir entre la verdad y los delirios que él mismo elabora. Para salir de este problema –además de recibir, en muchos casos, ayuda profesional– es absolutamente necesario trabajar, en profundidad, la humildad ante la verdad. Y esto, en personas con problemas morales o psicológicos graves (más aún, si están revestidas de cierta reputación, buen nombre, u ocupan distinguidos puestos), es un gigantesco sacrificio; pero se trata de un sacrificio en favor de la cordura. Una tercera forma de orgullo disfrazado es la autocompasión, que puede llegar a transformarse en una patología: la neurosis de autocompasión (fijación enfermiza de ciertas características infantiles)111. Se trata de un afianzamiento del egocentrismo que caracteriza los primeros años del niño, en los cuales éste, instintivamente, dirige todas sus preocupaciones hacia sí mismo (llora para que le den de mamar, para que lo alcen, para que lo limpien, etc.). El niño gira en torno a su propio yo, y percibe su mundo comparando los demás consigo mismo, las cosas de los demás con sus cosas, etc.; consecuentemente forma sus apreciaciones por comparación afectiva con sus sentimientos: asocia la felicidad y el amor con la sensación de sentirse valorado, apreciado y privilegiado respecto de los demás, mientras que el dolor y el abandono los percibe relacionados con el sentimiento de postergación, olvido, rechazo, etc. De ahí los celos ante la llegada de nuevos hermanos o las generalizaciones infundadas (“nadie me quiere”, “siempre me retan”). La correcta educación infantil debe apuntar, por eso, a la superación de ese encierro que el mundo instintivo y afectivo del niño, todavía no imbuido de la luz racional que lentamente va desarrollándose en él, crea en los primeros años de la infancia. La educación del afecto infantil es un cultivo del sano olvido de sí 111

Ha tratado este punto, en relación con la homosexualidad, Gerard Van den Aardweg: Homosexualidad y esperanza, Navarra (1997).


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mismo, es decir, del salir de sí por la cortesía, la afabilidad, la misericordia, la compasión, la simpatía y la empatía hacia los demás. Hay cuatro tipos de fallas notablemente nocivas en esta necesaria iniciación educativa: ante todo, la omisión (el descuido de la formación del niño, de parte de los padres y los mayores); en segundo lugar, la exacerbación de las tendencias egoístas del niño (como ocurre en los que son hipermimados o súper protegidos y aquellos a quienes jamás, o muy pocas veces, se les niega ningún gusto o capricho); en tercer lugar, lo que podemos llamar demolición de las cualidades educables del niño (el abandono o el maltrato del niño, de parte de los padres y mayores; y más todavía el abuso físico y/o psicológico); en cuarto lugar, el rechazo, por parte del mismo niño, del apropiado cuidado de parte de sus padres y mayores (porque el desarrollo de la libertad del niño, en algunos casos, puede tomar también este mal camino, rehusando una equilibrada educación y exigiendo, en cambio, una atención excesiva, egoísta y abusiva). Los tres primeros problemas son fallas de los educadores; el último, del educando. Lo cierto es que, en todos los casos en que no se supera el egocentrismo, el instrumento de protesta contra los demás (incluso contra uno mismo y hasta contra Dios) es la queja; a través de ésta la persona se compadece de sí misma y acusa, a veces sólo implícitamente, a los demás. El ego reacciona con quejas, a menudo camufladas en juicios autocompasivos: “¡Nadie me quiere!, ¡doy lástima!, ¡se ríen de mí!, ¡no sirvo para nada!”, etc. Con el tiempo la queja puede generar un verdadero sentimiento de autocompasión e incluso de inferioridad. Cuando esta actitud se perpetúa en un adulto, nos encontramos con una persona autocompasiva; con un “niño quejoso” afectado de “la enfermedad de la queja”. Si este problema no se combate con sano realismo, es decir, con verdadera humildad, se termina forjando una personalidad enfermizamente infantil (egoísta, caprichosa, lamentosa, resentida, etc.). Muchas veces la persona no es consciente de este problema porque se presenta en él bajo de forma enmascarada: se sienten objeto de injusticias, frustrados; ven siempre el aspecto negativo de las cosas; se sienten decepcionados de todo, solitarios, huérfanos de afecto; etc. También suelen cargar con un poderoso (e infantil) deseo de llamar la atención. En las situaciones más extremas nos encontramos con


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personalidades narcisistas. Y sólo la sana humildad puede librarlos del ahogo de su autocompasión. Finalmente, entre los disfraces del orgullo, destaco el llamado sentimiento y complejo de inferioridad, y su prima hermana, la baja autoestima. La confusión de estos fenómenos (innegablemente dañinos) con la humildad ha hecho que algunos psicólogos hayan propuesto el orgullo nada menos que como método terapéutico de los complejos de inferioridad112. A menudo lo que denominamos baja autoestima esconde un orgullo sutil, porque este sentimiento no consiste solo en cierto injusto menosprecio de sí mismo sino en una mirada resentida hacia sí mismo y hacia los demás (a veces incluso respecto de Dios), ya que se trata de una tristeza de no poder ser lo que se querría ser. La baja autoestima es, a menudo, un sentimiento de frustración; de ahí que se acompañe con mucha frecuencia de sentimientos de envidia y de rencor respecto de quienes alguien considera superiores en importancia. La persona que tiene baja autoestima, y lo mismo se diga del que tiene sentimiento de inferioridad, suele mascullar en su corazón sueños de grandeza que, al percibirlos como irrealizables en la vida real, aumentan su desazón y su auto depreciación. En este sentido, estos sentimientos se relacionan con el orgullo humillado y no con la humildad. La persona que sufre de estos sentimientos no mira, en cambio, la verdadera grandeza que la adorna, que es su capacidad de infinito, es decir, de Dios. Precisamente porque en esto todos somos iguales, y, en el fondo, no se interesa por esta teológica igualdad. De ahí que no nos debería extrañar que los sentimientos de inferioridad den paso a reacciones maníacas con sentimientos de poder y grandeza. En cambio, la persona humilde tiene una mirada realista y reconoce, con igual cordura, que nada tiene de sí, y que todo lo tiene de Dios; y su miseria –que no ignora– no le produce apocamiento porque la ve transformada generosamente por Dios. Es la mirada de 112

Un ejemplo de esta confusión de perniciosas consecuencias es el artículo de Benedict Carey, publicado en “The New York Times” con el título: “La psicología rescata el valor del orgullo. Tras décadas de menospreciarlo, hoy se lo considera una emoción importante por sus efectos sobre el individuo y su entorno” (apareció también en La Nación, 11 de abril de 2009).


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María que confiesa al mismo tiempo que “el Señor se ha fijado en su bajeza” y que “ha hecho grandes cosas en ella”. La mirada humilde coincide con una altísima autoestima porque dirige la vista hacia el verdadero foco de grandeza que es “lo que somos en Dios y para Dios”. Por eso se ha escrito de esta virtud: La humildad no deprime: es la verdad, y lleva a Dios y a la confianza113. Al tratar de curar a la persona dominada por una baja autoestima y un sentimiento de inferioridad apelando a su orgullo y amor propio lo único que conseguimos es cambiar los síntomas del mismo problema: el orgullo aplastado se transforma en orgullo maníaco, por eso a menudo desemboca en mala euforia, temeridad, insolencia y descaro; y no es de extrañar que, pasado esos picos eufóricos, la persona vuelva a caer en un abatimiento más grave que el primero, cumpliéndose en él la parábola de Cristo: “el final de aquel hombre viene a ser peor que el principio” (Mt 12, 45). De aquí, pues, que, a las personas con baja autoestima o sentimiento de inferioridad, en realidad haya que inculcarles humildad, que les dará un sentido realista de sí mismas, sin amarguras, ni resentimientos, ni riesgos de producir ese efecto tan dañino como la misma falsa inferioridad: el sentimiento de superioridad resentida. 7. La esfera y la cruz La humildad entendida como verdad produce el descentralización del yo. Porque la verdad sobre nosotros mismos desvela el inmenso horizonte que se abre ante nosotros y el gigantesco marco en el que estamos colocados junto a tantas otras realidades, Dios y el prójimo. El orgullo y la soberbia producen, psicológicamente hablando, un efecto centrípeto: hace convergir todo en el eje de la propia persona.

113

“[El sentimiento de inferioridad] causa a sus víctimas no pocos sufrimientos, desde el rubor, temblores, palpitaciones, tartamudeos, etc., que aparecen y desaparecen con ella sin más consecuencias, hasta las fobias o la inhibición psíquica, que paraliza o entorpece los músculos cuando el miedo llega a las fronteras de la emoción-choque. La humildad no deprime: es la verdad, y lleva a Dios y a la confianza. La timidez, con frecuencia, aumenta la soberbia, o es causada por ella” (Irala, N., Control cerebral y emocional, 239-240).


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Ella es el centro del mundo y solo reconoce la realidad que, de una manera u otra, tiene relación consigo mismo. Por esto el orgullo impide crecer. Porque la persona orgullosa avanza tanto como el perro que persigue indefinidamente su propia cola: gira siempre en el mismo lugar y se agota en una cacería infructuosa. La humildad, en cambio, coloca a la persona en su propio lugar frente a Dios, frente al prójimo y frente al mundo. Y la abre a Dios como su único fin y fuente de grandeza, al prójimo como compañero de viaje hacia Dios y al mundo como el camino hacia Dios. El movimiento psicológico de la humildad es el de una cruz abierta (por el reconocimiento y el servicio) hacia arriba (Dios), hacia ambos lados del horizonte (prójimo) y hacia abajo (el mundo). Y la cruz puede extender sus brazos indefinidamente. Por eso la humildad hace crecer sin límites, es decir, nos hace libres. Pero se entiende que una humildad correctamente entendida exija un cultivo adecuado. Los rumbos que han tomado nuestra educación y cultura presentan a menudo obstáculos para el cultivo de la humildad. Dos psicólogos de nuestro tiempo, en un actual estudio del carácter, señalan, sólo a modo de ejemplos, cuatro actitudes educativas que son contrarias al crecimiento de la humildad: (a) el exagerado énfasis que se pone en la actuación, la apariencia, la popularidad y otras fuentes de auto evaluación externas, particularmente cuando se combinan con ideales perfeccionistas; (b) las excesivas o inadecuadas alabanzas y críticas; (c) la frecuente comparación de los niños con sus hermanos o compañeros, especialmente si estas comparaciones incluyen invitaciones a la competición; (d) el insinuar al niño que él es superior o inferior a otras personas. “Prácticas de este tipo pueden predisponer al niño a buscar fuentes externas de aprobación para conseguir un sentido de seguridad, y también pueden empujarlo a hacer comparaciones competitivas y envidiosas”114. ¡Lamentablemente las arriba enumeradas son algunas de las actitudes más corrientes entre muchos padres y educadores contemporáneos!

114

Peterson and Seligman, Character Strenghs and Virtues, 471.


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8. La importancia de la humildad Santo Tomás dice que “la humildad es una disposición para el libre acceso del hombre a los bienes espirituales y divinos”115. No sólo los bienes que son “al mismo tiempo” espirituales y divinos, sino tanto a los bienes espirituales (incluso humanos) como a los divinos. Por eso decimos que sin esta virtud no hay verdadero acceso al auténtico equilibrio humano. El orgullo es un defecto que descalabra y un obstáculo para la vida espiritual, para la santidad y para la misma salud mental. Por eso mismo la humildad preserva de ciertas perturbaciones que están ligadas a la enfermiza obsesión consigo mismo, y puede volver a poner en su lugar una cabeza que ya se ha dislocado (mientras no se haya llegado a un punto humanamente irreversible). En este sentido podemos suscribir las apreciaciones de Allers: “Para permanecer firme ante los conflictos, las dificultades, las tentaciones, es necesario ser simple. Para curar una neurosis no es necesario un análisis que descienda hasta las profundidades del inconsciente para sacar no sé qué reminiscencias, ni una interpretación que vea las modificaciones o las máscaras del instinto en nuestros pensamientos, en nuestros sueños y actos. Para curar una neurosis es necesaria una verdadera metánoia, una revolución interior que sustituya al orgullo por la humildad, el egocentrismo por el abandono”116. La humildad nos vuelve libres de la preocupación sobre nosotros mismos; cuando los hombres luchan por mantener una cierta imagen de sí mismos, suelen terminar creando una pesada carga psicológica, y este peso puede llegar a ser tan gravoso que dispare la necesidad de escapar del problema, a menudo por medios destructivos (como las drogas, el masoquismo, el caos sexual, los desórdenes alimenticios e incluso el suicidio). Una actitud humilde, en cambio, y más si está acompañada de la capacidad de auto-trascendencia (el salir de sí para buscar a Dios o para ayudar al prójimo), disipa este peligro117. “La 115

S.Th., II-II, 161, 5 ad 4. Allers, R., El amor y el instinto. Estudio psicológico, en: Andereggen Seligmann, La psicología ante la gracia, Buenos Aires (1999), 338. 117 Cf. Peterson and Seligman, Character Strenghs and Virtues, 470. 116


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persona humilde es capaz de conservar toda su energía emotiva y psicológica al no tener que defender constantemente su propia imagen de las cosas que la amenazan”, han dicho, en una perspectiva puramente psicológica, Peterson y Seligman; es decir, reconocen su capacidad de sanar. ¿No tenemos quizá una aleccionadora advertencia histórica en el hecho de que uno de los principales detractores de la humildad cristiana, F. Nietszche, haya terminado completamente loco mientras los verdaderamente humildes gozan de una serena cordura?


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TERCERA PARTE EL OLVIDO DE SÍ

En nuestras páginas anteriores se ha hecho mención al olvido de sí como un efecto de la verdadera humildad. Pero “olvido de sí” es una formulación ambigua que puede designar algo sano o un defecto vicioso. En ambos casos se relaciona con el amor, bueno o malo. Positivamente se olvida de sí quien ama algo o alguien más grande que sí mismo, ya que la entrega de sí al objeto de su amor supone el “dejarse a sí mismo” en orden a vivir “para” y “del” amado. Pero se olvida malamente de sí quien marchita todo amor ordenado, incluso el amor por sí mismo; esto es, obviamente, un “olvido enfermizo”. Diremos un par de palabras del primer “olvido de sí”, al que llamaremos “olvido sano”, aunque para que resalte un poco mejor su naturaleza debamos también referirnos accidentalmente al segundo. 1. Olvido y amor El sano olvido no contradice el amor natural que debemos tener por nosotros mismos. Dios ha englobado el amor de sí mismo en la segunda parte del mandamiento fundamental: “amarás al prójimo como a ti mismo” (cf. Mt 22, 39); esto significa que el amor de sí también es parte del amor sobrenatural (“entre las cosas que por caridad ama el hombre como pertenecientes a Dios, está que se ame también a sí mismo por caridad”, dice Santo Tomás118). Caminamos, en estos temas, sobre un terreno paradójico: no hay amor ordenado si uno no se ama a sí mismo; pero el amor genuino implica olvidarse de sí mismo. Como puede conjeturarse, “amor de sí” y “olvido de sí” no se contraponen cuando se entienden correctamente. Jesucristo lo expuso diciendo: “el que pierda su vida por mí, la encontrará; pero quien quiera conservarla, la perderá” (Mt 10, 39). En esta fórmula se 118

Santo Tomás, S.Th., II-II, 25, 4.


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conjugan dos dimensiones: querer encontrar la propia vida, es decir, llevarla a plenitud, significa amarse a sí mismo de veras; pero no es posible a menos de aceptar perder esa vida; por supuesto, en una pérdida transformante. El olvido de sí se convierte, de este modo, en el verdadero acto de amor hacia sí mismo, siempre y cuando la realidad a la que uno acepta entregarse y por la cual decide olvidarse de sus propios intereses actuales, sea capaz de devolvernos a nosotros mismos de un modo renovado, más perfecto y pleno: “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24). El sano olvido de sí mismo es signo de la autenticidad de cualquier amor. Jesús ha dicho: “nadie tiene mayor amor que quien da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13), es decir, quien es capaz de olvidarse de sí, hasta morir por quienes ama. Esto lo entiende el hombre común cuando piensa en las exigencias que el amor a la Patria impone a un soldado; también lo siente la leona que arriesga su vida defendiendo a sus cachorros. Y es lo que esperamos del amor de los padres hacia los hijos, del que experimentan mutuamente los cónyuges, del cariño de los hijos por sus padres y del amor entre hermanos. Elisabeh Lukas lo llama: “autoolvido natural y abnegado”119. Cuando no existe olvido de sí, el amor se corrompe carcomido por el egoísmo; porque este vicio es, precisamente, un amor desordenado hacia sí mismo que bloquea la entrega total e incondicional al otro. No debería resultarnos difícil entender que todo amor que no quiere comprometerse definitivamente es una mezcla de amor en bajas dosis con una alta cuota de egoísmo; más concretamente delata el miedo a entregarse. Mientras más exigua sea la entrega de sí, menor es el amor; el extremo negativo de esta línea es aquel acto en el que no hay entrega alguna sino sólo búsqueda y 119

“Para empezar, nos adentraremos en la capacidad natural y abnegada de olvidarse de uno mismo. Viktor E. Frankl nos enseñó que el ser humano encuentra su identidad trascendiéndose así mismo. Según él, ‘[...] el ser humano apunta más allá de sí mismo. Nos remitimos a algo que no somos nosotros. A algo o a alguien. A un sentido que hay que satisfacer o a otro ser humano con el que nos encontramos. A una cosa a la que servimos o a una persona a la que amamos’” (Lukas, E., Libertad e identidad, Barcelona [2005], 38-39).


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manipulación del otro para la propia satisfacción. Si queremos trazar una especie de termómetro del amor, deberíamos poner en un extremo la entrega total de sí mismo y en el otro, el provecho del prójimo en lucro propio; entre uno y otro encontraremos todos los matices de amores mezquinos y de egoísmos mediocres. Pero nunca es tan nocivo el egoísmo como cuando se parapeta tras el disfraz del amor. Este egoísmo engaña principalmente a la misma persona que lo experimenta. En su dura novela “La máscara de carne”, el célebre Maxence van der Meersch, relata las reflexiones que su personaje, un muchacho atormentado por profundos sentimientos homosexuales, hace acerca su madre: “«Mamá-Yo». Un día me atreví a llamarla así. Exasperada, me dio un cachetazo. Sin duda porque sabe que merece el apodo. «¡Mamá-Yo!» ¡Aún en su amor por mí! Porque es cierto que me ama, pero por ella, no por mí. Todo debe venir de ella. Le agrada vernos dichosos. Pero nuestra dicha debe emanar de ella. Dinero, bienestar, vestidos, regalos, favores... todo debe dárnoslo ella. Sufre y se fastidia si algo nos viene de otras personas (...). En casa todos sabemos que los primeros espárragos, las primeras fresas, las primeras cerezas de la temporada debe comprarlas mamá, debe traerlas a casa al volver del trabajo. Mi padre, mis hermanas y yo nos abstenemos tácitamente de comprarlas, hasta que mi madre nos ha dado la «sorpresa». Si ella lo olvida, tanto peor; no hay más remedio que esperar. Las cerezas nuevas, si no las ha comprado ella, serán sosas y terriblemente caras. Un paseo, una excursión en familia cuyos detalles no hayan sido prefijados por ella, desde la fecha hasta las paradas, no la complacerá, será inevitablemente un fracaso. A lo largo de todo el viaje se mostrará desagradable. Lanzará amargas alusiones a la comida demasiado retrasada, al mal camino, al restaurante, al mal tiempo, al gasto inútil, al dinero derrochado... Y ella ni siquiera sabe que tras estas observaciones que quieren a la vez no herir y herir, hay, en el fondo, perfectamente visible y evidente para mí, la hostilidad de que hayamos organizado algo sin su concurso, de que ese viaje, ese placer, esa pequeña fiesta no se la debamos a ella (...). Un amor que todo lo acapara, que lo quiere todo; que no acepta ninguna alegría, ninguna dicha que no proceda de ella; que aun al darse se busca a sí misma; que en el fondo, no es, más que egoísmo. «Mamá-Yo». A mamá, mi sufrimiento le duele solamente porque la hace sufrir a ella”.


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¡El verdadero amor es una donación al otro que implica el verdadero olvido de sí! La caridad que hace el bien para “experimentar que hace el bien”, no busca hacer el bien, sino sentirse bien o creerse bueno. Y eso no es caridad, es un egoísmo que, accidentalmente, coincide en su realización exterior, con los actos de la caridad. 2. El vicioso olvido Si el egoísmo es uno de los vicios extremos que se oponen al sano olvido de sí mismo, el otro confín vicioso es, en cambio, una forma degenerada de olvido que Elisabeth Lukas llama “auto-olvido embriagador”. Como ocurre con otras virtudes, al olvido de sí se contrapone un vicio que lo contradice patentemente (como a la generosidad se opone la tacañería) y otro que, en cambio, se le parece pero caricaturizándolo (como la prodigalidad asemeja una súpergenerosidad). Precisamente este “ruinoso auto-olvido” es una caricatura que poco tiene que ver con la donación de sí; más propiamente es una auto-agresión. El genuino olvido de sí nace no sólo de un gran amor hacia otra persona sino también de un grande amor hacia sí mismo; tan grande que se entrega para encontrarse transformado en algo más alto. Decía Viktor Frankl: “El hombre es humano en la medida en que se pasa por alto y se olvida de sí mismo entregándose a una causa a la que servir o a una persona a la que amar. Al sumergirnos en el trabajo o en el amor nos trascendemos a nosotros mismos y de este modo nos autorrealizamos”120. En Hombrevida escribe Chesterton: “Si no se casas con Dios, como hacen nuestras monjas en Irlanda, tienes que casarse con algún hombre... La tercera y última posibilidad que te queda es casarte contigo mismo, contigo mismo, contigo mismo, el único compañero que nunca se siente satisfecho, y jamás satisface”. En la autoagresión no hay deseo de realizarse sino de desintegrarse, aunque tal movimiento se disfrace de búsqueda del propio yo, como ocurre en quien se da a la bebida, a la droga, al sexo desenfrenado o a cualquier comportamiento enloquecedor. Quien se droga o se emborracha busca la disolución del yo en un sueño de 120

Frankl, V., La Voluntad de Sentido, Barcelona (1983), 241.


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placer que diluya la existencia (o sea, su propia conciencia) convertida en una realidad gris, monótona y angustiante. Se diga otro tanto de quien busca la embriaguez en la velocidad, el riesgo, el peligro, la pornografía, el libertinaje, etc. Persigue una anestesia de la existencia, como hace notar Lukas: “el auto-olvido embriagador hace que el individuo se olvide precisamente de este «deber universal autotrascendente» y se entregue a una agitación interior que no se puede eliminar si no es con una dosis de anestesia que permita pasar unas cuantas horas vegetando sin el menor síntoma de intranquilidad. En este período exento de compromiso, la alegría muere. La atención, que ya no tiene ningún sentido que la «cautive», rodea al ego con sus brazos y lo arrastra al remolino de la autocompasión. «¡Oh! ¿Qué me está pasando?» «Qué tengo?» «¿Cómo me siento?» Mirarse al espejo es estremecedor. Se va esbozando una mueca cada vez más sombría”121. Ante la pregunta “¿cómo puedo dejar de preocuparme tanto?”, hecha por un joven aturdido de temores, encontré dos respuestas; la primera de una muchacha: “duerme mucho así no tienes tiempo de pensar en nada”. La segunda, de un adolescente que aconsejaba como un viejo: “tú sólo piensa en ti mismo y en nadie más”. Aquélla era una invitación al olvido insalubre; ésta a un egoísmo destructivo. Mala dialéctica: o pensar sólo en uno mismo, o dejar de pensar en todo, incluso en uno mismo. En el fondo, ambos vicios entrelazan sus raíces, e incluso se confunden, pues el olvido destructivo sólo es “olvido de sí” en las apariencias, mientras que en el fondo sus raíces se hunden en el egoísmo; un egoísmo ciertamente muy disfrazado; pero aunque nos disfracemos de personajes completamente distintos de nosotros, jamás dejamos de ser nosotros mismos, como un niño camuflado de viejo sigue siendo niño, y la mujer vestida de varón no deja de ser mujer. El egoísmo puede enmascararse de dejadez, pero no deja de ser egoísmo; como en la «Mamá-Yo» de párrafos arriba se celaba tras el antifaz del amor, sin dejar de ser grosero narcisismo. De todos modos, el egoísmo parapetado tras el olvido nocivo se desnuda cuando buscamos las vertientes que alimentan su cauce. Esto 121

Lukas, E., Libertad e identidad, op. cit., 40-41.


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exige una explicación. Al hablar de los modos de “dependencia” que puede sufrir una persona, Elisabeth Lukas, distingue cinco fundamentales: la dependencia de la aprobación de los demás en general (es un dependiente quien vive pensando que está “bien” o es “bueno” lo que despierta complacencia en los demás, y “mal” lo que ocasiona rechazo); la dependencia de la aprobación de algunas personas determinadas (del cariño o rechazo de un padre, de una madre, de una novia, de un líder, etc.); la dependencia de las modas transmitidas por la sociedad (el que depende de lo que hoy se usa, de lo que hoy se viste, de lo que todos dicen, de lo que todo el mundo hace, de lo que todos compran, etc.); la dependencia de los estados anímicos propios (es bueno lo que me hace sentir bien; malo lo que me entristece o deprime); finalmente, la dependencia de condiciones arbitrarias que solemos poner nosotros mismos (por ejemplo, quien piensa: “haré tal cosa siempre y cuando también los demás hagan lo mismo”, “pediré perdón si también él, o ella, reconoce que se equivocó”). Todas estas dependencias ponen en peligro la libertad de la persona: peligro de ser manipulado (como en la primera), de ser sometido (en la segunda), de ser manejado por ideologías (en la tercera), de volverse adicto (en la cuarta), de sofocar la libertad, incapaz de querer el bien por sí mismo (en la quinta)122. Nuestro “mal olvido” se relaciona con el cuarto modo de dependencia. Nace de la servidumbre de las propias sensaciones y de los efectos internos, es decir, de cómo nos sentimos después de un acto determinado. En tal aspecto, se considera “bien-bueno” lo que nos hace sentir bien, eufóricos, contentos; “mal” lo que nos hace sentir aburridos, dolidos, o a disgusto. Se busca, pues, el propio bienestar emotivo, y con este criterio se camina por la vida. Pero buscar, como criterio fundamental, la satisfacción de los propios sentimientos, es la quintaesencia del egoísmo. Y es precisamente como consecuencia de esta actitud (cuando ese bienestar afectivo se ve amenazado por la desventura, la tristeza, el malestar, etc.) que se busca calmar el dolor, tapar la tortura, escapar del calvario, tapando los oídos a la vida, o aturdiéndose en un vértigo narcótico de placer, en el divagar disparatado de la fantasía, en una anestesia de los sentidos, en un embotamiento de la razón. Y para conseguir esta huida del sufrimiento 122

Cf. Lukas, E., Libertad e identidad, op. cit., 27-32.


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no se miden los medios, aunque el precio sea la droga, el alcohol, el cibersexo o la prostitución. De aquí que el ruinoso olvido de sí sea una especie de egoísmo subrepticio, que persigue el mismo fin que el egoísmo descarado. 3. Un olvido necesario Volviendo al sano y necesario olvido de sí mismo, que no es sino la abnegación que es intrínseca a todo amor verdadero, debemos decir que no está claramente presente en los amores imperfectos. En efecto, todo amor imperfecto, es decir, el aún demasiado preñado de sensibilidad, está contaminado de egoísmo. Este egoísmo, aunque quizá en dosis apenas perceptibles, bloquea la plena maduración que el amor ejerce sobre la persona amante, y conlleva el riesgo de sofocar el amor en un egoísmo creciente, pudiendo desembocar en ese falso olvido que es atontamiento; esto último ocurre cuando el amor, desenfocado de su verdadero objeto (es decir, cuando se ama lo que no se debe amar) se convierte en fuente de dolor (porque lo que no puede ser objeto de un amor verdadero —por ejemplo, el poder, el placer, la violencia, etc.123— no da más que una satisfacción fugaz, a la que sucede invariablemente el vacío). El hombre normal y sano, al contrario del neurótico, no está centrado sobre sí, como ha señalado Frankl: “El ser humano no se interesa primariamente por su estado interno y, a menos que sea neurótico, está volcado hacia las cosas y hacia sus semejantes”124. El mismo autor ha dicho: “en último término, el hombre se trasciende a sí mismo; el ser humano es un ser autotrascendente”125. El egocentrismo es una característica neurótica. De ahí que todos nosotros, conscientes de que, a causa de nuestra limitación e imperfección, tenemos un amor mixturado de egoísmo, debamos practicar positivamente la ascesis del genuino olvido de nosotros mismos para preservar nuestro amor y darle alas.

123

Quiero decir con esto, que estas realidades no pueden ser buscadas por sí mismas; no estoy negando que algunas de ellas, como el caso del placer, acompañen en muchas circunstancias al amor. 124 Frankl, V., El Hombre Doliente, Barcelona (1984), 51. 125 Frankl, V., El hombre en busca de sentido, Barcelona (1989), 125.


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En muchos casos quienes ya han iniciado el camino del “autoolvido embriagador” por cualquiera de las puertas que se abren al tenebroso mundo de las adicciones (al sexo, al alcohol, al juego, a la droga, etc.) deben entregarse con urgencia y prudencia a esta purificación del corazón, que es el verdadero olvido de sí. No tienen otra salida para volver a la normalidad. Escribe Pifarré: “El bloquear esta natural apertura hacia los demás, curvándose la voluntad de la persona sobre sí misma y sus propios sentimientos afectivos, produce una serie de estados anímicos de enfermiza y obsesionante ‘autoobservación’ y excesiva atención consigo mismos. Con la aplicación de su método de la ‘logoterapia’, y de su peculiar técnica de la ‘derreflexión’ u olvido de sí mismo, Frankl, pretende ayudar a aquellos de sus pacientes que han quedado aprisionados y obturados en estos estados patológicos de monopolizadora autoobservación”126. Y añade a continuación esta cita de Frankl: “La excesiva autoobservación genera la hiperintención y la hiperreflexión. Ésta puede contrarrestarse con la técnica de la logoterapia llamada derreflexión, en la que los pacientes en lugar de observarse a sí mismos, tratan de olvidarse de sí mismos, y esto exige su autoolvido”127. Estamos totalmente de acuerdo con este acierto terapéutico que no es, por otra parte, exclusivo de la logoterapia sino patrimonio de la gran tradición espiritual cristiana128. Por eso, a menos que el hombre sea capaz de lograr este acto de olvido de sí, se condena a ser ciego ante la realidad: “Toda la realidad humana —escribe Frankl— se caracteriza, en efecto, por su autotrascendencia, esto es, por la orientación hacia algo que no es el hombre mismo, hacia algo o hacia alguien, mas no hacia sí mismo, al menos no primariamente hacia sí mismo. Cuando yo me pongo al servicio de algo, tengo presente ese algo y no a mí mismo, y en el amor a un semejante me pierdo de vista a mí mismo. Yo sólo puedo ser plenamente hombre y realizar mi individualidad en la medida en que me trasciendo a mí mismo de cara a algo o alguien que está en el mundo. Lo que debo tener presente, pues, es ese algo o alguien, y no 126

Pifarré, Lluìs, Víctor Frankl, la felicidad como apertura, www.arvo.net. Frankl, V., La Voluntad de Sentido, op. cit., 246. 128 Al señalar las valiosas reflexiones de V. Frankl y su escuela, no estoy haciendo una invitación a la práctica de la logoterapia, la cual, si bien es una propuesta científicamente seria, debe ser purificada de ciertas connotaciones relativistas. 127


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mi autorrealización. Es más: debo relegarme a mí mismo, postergarme, olvidarme; debo pasarme por alto como el ojo debe pasarse por alto para poder ver algo del mundo. Si no lo hace, en caso de opacidad o hemorragia en los medios de refracción (cristalino y cuerpo vítreo), su transparencia sufre y se produce un trastorno visual. El hombre atento a la realización de sí mismo nos recuerda el fenómeno del bumerán. Suele decirse que el bumerán vuelve al cazador que lo arroja, pero esto no es exacto, ya que sólo vuelve cuando el cazador ha errado el blanco. Exactamente igual le sucede al hombre: sólo vuelve sobre sí mismo, sólo (hiper)reflexiona sobre sí mismo cuando no encuentra el sentido capaz de hacer la vida «digna de vivirse». Si el hombre es, en el fondo, un ser en busca del sentido, y si la búsqueda tiene éxito, se siente feliz; el sentido, tal como se le manifiesta, es lo que le da el motivo de ser feliz. Pero la persecución del sentido no sólo hace feliz al hombre, sino que le hace también capaz para el sufrimiento”129. 4. El camino del olvido ¿Cómo alcanzar el sano olvido de sí? No es posible sin ciertas actitudes virtuosas. Ante todo, es necesaria la práctica de la humildad de la que venimos tratando en estas páginas; es decir, la renuncia a centrar todo sobre uno mismo. Hay personas esclavas de sí mismas. Su principal preocupaciones son: ellas mismas, sus cuitas, sus dramas, sus sufrimientos; su atención gira en torno a ellas. En la Segunda Parte hemos mencionado el problema de la autocompasión y del niño quejoso que hace girar todas las cosas sobre sí mismo como un “rey sol”. Frente a esto, la humildad, que es fundamentalmente profundo realismo, se alza como el asiento básico del verdadero olvido, porque sólo puede olvidarse de sí la persona cargada de realismo, que sabe cuál es su lugar en un universo material y espiritual que no gira sobre uno mismo sino sobre Dios: somos seres limitados en un cosmos limitado, en el que el único Ilimitado es su Creador. Jamás alcanzará un sano olvido quien yerre creyéndose el eje de la fiesta universal o 129

Frankl, V., El hombre doliente, op. cit., 65.


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deseando serlo; nunca podría hacerlo quien se sintiese como la Currita Villamelón —condesa de Albornoz— de Coloma: “el único fin de su vida, natural anhelo de su vanidad inmensa (era): sobreponerse a todo el mundo, ser siempre la primera y lograr que todas las lenguas le rindiesen vasallaje, ocupándose constantemente, para bien o para mal, que eso poco importaba, de su persona y de sus cosas. De ella hubiera podido decirse lo que de cierto personaje dijo un escritor elegantísimo: Si asiste a una boda, quisiera ser la novia; si a un bautizo, el recién nacido, si a un entierro, el muerto”130. Chesterton ha señalado el drama del hombre excesivamente solemne respecto de sí mismo; por eso marcaba como un “vicio” este modo de seriedad respecto de la propia persona, o sea, creerse demasiado central e indispensable en la vida: “eso de tomarse en serio es una inclinación o falla natural, porque es la cosa más fácil de hacer... Satanás cayó por la fuerza de su seriedad”. En consecuencia, “hay que elevarse hasta el alegre olvido de sí mismo”131. En segundo lugar, no puede alcanzarse el olvido de sí, mientras no se ame con intensidad. Dice San Pablo de la caridad que “no busca su interés” (1Co 13, 5); o sea, se olvida de sí. La mayoría de las características que san Pablo da de esta “virtud-reina”, implican el propio olvido. Como ya hemos dicho, el olvido de sí es una de las dos caras del amor. Sólo puede olvidarse de sí mismo quien se embarca en la empresa de enamorarse de algo o de alguien. Por eso Santo Tomás enumera el éxtasis entre los efectos del amor. Éxtasis significa “salir de sí”; y explica el santo doctor que este salir de sí se da tanto en la inteligencia como en el afecto; en la primera cuando levanta su conocimiento a algo superior, que lo sobrepasa; en el segundo cuando el afecto arrastra el alma fuera de uno, hacia lo que ama132. “Donde está tu tesoro está tu corazón”, dice Cristo (Mt 6, 21). Y sigue el Angélico diciendo que la preparación de este éxtasis se produce por la meditación: “la meditación intensa de una cosa aparta la mente de las otras”. La profunda consideración de las bondades de una cosa o de una persona arrastra nuestro corazón, como sucede al Amador del 130

Luis Coloma, Pequeñeces. Chesterton, Ortodoxia, cap. VII. 132 Cf. Santo Tomás, S.Th, I-II, 28, 3. 131


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Cantar con los ojos de la Amada: “Me robaste el corazón con una mirada tuya” (Ct 4, 9). En tercer lugar, la generosidad del corazón. De Prosper Mérimée (1803-1870) escribió Jean Freustié, que sufría “una especie de imposibilidad para salir de sí mismo”; así retrataba el irremediable hedonismo anidado en el corazón de este hijo único y malcriado por un padre indiferente y una madre atea y volteriana que transmitieron al desgraciado poeta lo que Trahard llamó “la negación de lo divino”. San Pablo recordaba el ejemplo de Cristo: “Conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza” (2Co 8, 9). En cuarto lugar, el olvido de sí exige capacidad de abnegación. Olvidarse de sí exige morir a sí, mortificarse, renunciar a menudo a los propios gustos, comodidades, ventajas y ganancias. Esto, en ocasiones, equivale a olvidar los propios criterios de pensamiento (¡pero no los principios inmutables que vienen de Dios!), los propios intereses, la propia libertad, nuestro propio lucro material, etc. “Siendo libre de todos, escribe Pablo a los corintios, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más que pueda” (1Co 9, 19); y Jesucristo lo había puesto en el programa de sus discípulos: “el que quiera ser el primero entre vosotros, se haga esclavo de todos” (Mc 10, 44). En quinto lugar, es necesario ocuparse de algo que no sea uno mismo. Viktor Frankl, a quien ya hemos citado varias veces, observó a menudo que muchos de los problemas de sus pacientes estaban causados por una hiperreflexión, es decir, por vivir volcados sobre ellos mismos133. También observó que en la medida en que se distanciaban de sus problemas, estos tendían a sosegarse e incluso a solucionarse. La técnica por la cual el logoterapeuta ayuda al paciente a distanciarse de sí mismo, ocupando su atención sobre otras realidades, la denominó derreflexión. El olvido de sí es una especie de derreflexión que se logra cuando sacamos la cabeza por las ventanas de nuestra existencia individual y observamos que el mundo no acaba 133

Hiperreflexión significa una hipertrofia de reflexión sobre uno mismo.


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en nuestra nariz sino que empieza donde ésta termina. Todos los discípulos de Buda sufren, como su maestro, de tortícolis existencial. El mirar hacia afuera, hacia el mundo visible y el invisible que se abren a nuestra visión, puede curar nuestra miopía de ojos cansados de fijar la vista demasiado cerca y también nuestra miopía espiritual. Interesarnos de veras por los problemas de los demás, especialmente de los que sufren como nosotros o más que nosotros, es una buena terapia derreflexiva. En sexto lugar, hay que vencer el miedo a la entrega, que es, al mismo tiempo, miedo a darse y miedo de amar, porque se intuye que no hay amor sin verdadera donación. No es fácil convertirse en un “amante”; es sencillo, en cambio, ser un fornicario. El que fornica bebe el licor del placer sin comprometerse; y si lo bebe en copa ajena, es adúltero. En ninguno de los dos casos merece el nombre de “amador”, porque el que ama es el que se entrega verdaderamente, sin dejar su capa en el balcón para tomarla al vuelo en la fuga traicionera. “Mi amado es para mí, y yo soy para mi amado”, dice la esposa del Cantar (Ct 2, 16). Es lamentable que el romanticismo haya profanado la palabra que cifra la entrega total —amante— hermanándola con la que expresa el egoísmo lascivo. El miedo es, pues, una de las grandes cadenas que inmovilizan el olvido de sí. Lo expresó maravillosamente Francis Thompson en su conocido poema “El lebrel del Cielo” (The Hound of Heaven), donde el alma huye despavorida de Dios, entregándose a las cosas de la tierra, pidiendo a un tiempo refugio y placer, porque “teme” el amor de Dios, en el que sabe que no hay medias tintas; tiembla ante ese amor absorbente y total: “Tú quemas el carbón con que dibujas”. Porque ese Dios que la persigue quiere todo: ¡quiere mi corazón, quiere mi vida, quiere mi podredumbre, quiere mi oscuridad para su lumbre! Y el alma escapa, asustada, de un amor que cree voraz y destructivo, cuando sólo en la rendición total a ese Amante —entrega ciertamente anonadadora— hallará la plenitud de dicha que ella busca insaciable:


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¿Quien hallarás que te ame? Solamente yo, que cuanto te pido te he quitado, para que me lo pidas de prestado y lo dé misericordiosamente. Lo que tú crees perdido está en mi casa: Levántate, toma mi mano y pasa. —Oh loco, ciego, enfermo que te abrasas, pues buscas el amor, a mí me buscas, y lo rechazas cuando me rechazas. Finalmente, y quizá sea lo más importante, este olvido de sí hay que pedirlo como una gracia sobrenatural, pues es obra de Dios, como nota San Juan de la Cruz: “el Espíritu de Dios hace [a las almas] saber lo que han de saber, e ignorar lo que conviene ignorar, y acordarse de lo que se han de acordar sin formas (o con formas) y olvidar lo que es de olvidar, y las hace amar lo que han de amar, y no amar lo que no es en Dios”134. Se alcanza pues en la oración verdadera, la cual es, ella misma, como notaba Fray Luis de Granada, olvido de sí y memoria de Dios135. 5. Los grados del olvido Esto nos muestra que el olvido de sí puede admitir varios grados. Hay un olvido inicial que consiste en no buscar el primer puesto en todo; este olvido coincide con el comienzo de la humildad. Un grado 134

San Juan de Cruz, Subida 3, 1, 9. En su “Libro de la Oración y meditación”, escribe, citando a Simón de Casia: “Oración es obra espiritual en cuerpo material; vista fija del ánima, que mira a Dios con ojos de fe; orden del ánima racional para con Dios, a quien húmilmente se sujeta; asistencia del ánima ante Dios; habla que llega a las orejas divinas; suave clamor en el sentido del corazón; abnegación de todas las otras obras corporales cuando ésta se hace; recogimiento de los sentidos; olvido de sí mismo y de todas las criaturas; puerto del espíritu vagabundo y derramado; presentación de sí mismo ante la cara del Juez; condenación y sentencia contra sí mismo; desconfianza de sus propias obras; prevención antes de la venida del Juez; juicio antes del Juicio; espejo verdadero del ánima; lumbre clarísima del entendimiento; luz invisible para las obras invisibles; sombra que refrigera los ardores de nuestra concupiscencia; resignación de sí mismo en las manos de Dios, que no quiere otra cosa más, que hacer su santísima voluntad” (Fray Luis de Granada, Libro de la Oración y meditación, Tratado primero). 135


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más alto sería ponerse en el último lugar, lo que hace todo santo, pues, como dice Chesterton, el santo se guía por el principio que dice que siempre que está ante un prójimo, se encuentra en presencia de un superior; probablemente porque en todo prójimo ve una imagen de Dios. Luego el olvido de sí hace que no pensemos absolutamente en nosotros mismos. Un paso más en este olvido nos lleva a morir a los propios gustos: “si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16, 24). Finalmente, la cumbre del olvido se alcanza al dar la vida por los demás, como hace el mártir: “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13). El ejemplo supremo de lo que venimos diciendo lo encontramos en Jesucristo. De Él escribe San Pablo: “el Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2, 20). Esta “entrega” o “donación” del amante al amado, es, objetivamente analizado, un despojo de sí, un vaciamiento y olvido, como explica el mismo Apóstol a los filipenses: “Cristo (...) siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre” (Flp 2, 5-9). 6. La incomprensión del olvido Todos los males de nuestro amor —es decir, la dificultad de amar, la imperfección en el amar y la incapacidad de crecer en el amor— nacen de no comprender que la didáctica del amor pasa por darse hasta el anonadamiento. Es la paradoja del vaciamiento que da plenitud, la cual, sin embargo, no debería sorprendernos, pues conocemos de sobra la paradoja contraria del codicioso que, mientras más tiene más vacío experimenta y, consecuentemente, más quiere tener. Tal vez el miedo a darse y entregarse (y, por tanto, el temor al olvido de sí mismo) provenga de la incomprensión de este gesto esencial del amor. Confusión que afecta a muchos. No lo entienden, por ejemplo, quienes tienen un espíritu mercantil. Éstos sólo están dispuestos a dar a cambio de recibir; quieren amar a “contra reembolso”; dar sin recibir es, para ellos, una


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estafa136. Jamás podrán, pues, olvidarse de sí mismos, es decir, darse sin obtener algo a cambio. Tampoco sienten correctamente los que están dominados por una mentalidad productiva; estos dan, porque en el dar experimentan la más alta expresión de poder; en el acto mismo de dar comprueban su fuerza, su riqueza, su poder, su vitalidad; se perciben desbordantes, pródigos, vivos, y, por tanto, dichosos; pero en este sentido, dan porque al dar se buscan y se encuentran a sí mismos; buscan la felicidad que les proporciona la experiencia de vitalidad que brota de sí mismos, el consuelo de sentir que dan y que son buenos. Es la «Mamá-Yo», posesiva, absorbente y acaparadora que describe la pluma de van der Meersh. Es un egoísmo refinado. Tampoco lo entienden quienes ven el olvido de sí como una especie de «virtud-negra», si se me permite la expresión. Es la visión que me parece percibir en una categoría de hombres y mujeres espiritualmente estreñidos, secos de carne y de corazón que los enemigos del cristianismo nos venden como imagen del virtuoso, cuando no es más que su caricatura. Estos sienten la virtud como fatalidad y los mandamientos como capricho divino, pagando, a menudo, las consecuencias de una educación puritana, como de su personaje Matilde, escribe Navarro Villoslada en su “Ante-Cristo”: “estaba amamantada en las máximas rígidas y austeras de una moral indiscreta. Parecía en sus primeros tiempos una novicia, predestinada al claustro por la vocación de sus padres: para ella el mundo no ofrecía ningún género de atractivos, y prematuramente misántropa, consideraba la tierra como un sendero de espinas que es necesario atravesar llorando”. Este tipo de personas, consecuentemente, viven la virtud con resentimiento, como la inevitable rutina de la consorte de un sádico. Tal vez a éstos se refiera Fromm al escribir: “para ellos la norma de que es mejor dar que recibir significa que es mejor sufrir una privación que experimentar alegría”. Porque para esta suerte de personas, olvidarse de sí jamás podría ser algo jubiloso; es algo que “hay que hacer”, aunque, por supuesto, masticando ajenjo. Sin embargo, el olvido de sí no es ninguna de estas adulteraciones. Hay en él algo paradójico y demasiado incrustado en 136

Me inspiro libremente en Fromm (cf. From, Erich, El arte de amar, Buenos Aires [1977]).


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las raíces de nuestra naturaleza; y, por eso mismo, se nos escapa. El auto-olvido es una donación total a la que el amor auténtico nos impulsa sin ningún interés; pero, al mismo tiempo, es un impulso que no parece carecer de interés, aunque tal interés (y tal vez esto lo explique) emerge en un nivel infinitamente superior: el del fruto espiritual. Busca instintivamente fructificar en una realidad más alta y transformada: el hijo en el amor conyugal, la amistad, la unión divina, la transformación mística, la felicidad eterna. Así lo expresa Fromm desde su perspectiva de psiquiatra: “¿Qué le da una persona a otra? Da de sí misma, de lo más precioso que tiene, de su propia vida. Ello no significa necesariamente que sacrifica su vida por la otra, sino que da lo que está vivo en él —da de su alegría, de su interés, de su comprensión, de su conocimiento, de su humor, de su tristeza—, de todas las expresiones y manifestaciones de lo que está vivo en él. Al dar así de su vida, enriquece a la otra persona, realza el sentimiento de vida de la otra al exaltar el suyo propio. No da con el fin de recibir; dar es de por sí una dicha exquisita. Pero, al dar, no puede dejar de llevar a la vida algo en la otra persona, y eso que nace a la vida se refleja a su vez sobre ella; cuando da verdaderamente, no puede dejar de recibir lo que se le da en cambio. Dar implica hacer de la otra persona un dador, y ambas comparten la alegría de lo que han creado. Algo nace en el acto de dar, y las dos personas involucradas se sienten agradecidas a la vida que nace para ambas. En lo que toca específicamente al amor, eso significa: el amor es un poder que produce amor; la impotencia es la incapacidad de producir amor”137. De modo más sublime lo dice un teólogo como Santo Tomás al explicar por qué Dios, al amar al hombre, necesariamente deposita en él un germen espiritual —la gracia—: “el efecto propio del amor divino en el hombre parece ser amar a Dios, ya que lo principal en la intención del amante es ser correspondido en el amor por el ser amado, pues la inclinación del amante tiende principalmente a atraer al amado hacia su amor; y si no ocurriera esto, sería necesario destruir el amor”138. En el ejemplo supremo de esta donación —la encarnación de Dios— el Verbo divino se anonada, se vacía de Sí (cf. Flp 2, 7), porque el impulso del amor le imprime ese movimiento; pero la 137 138

From, E., op. cit., 37-38. Santo Tomás, Suma contra Gentiles, III, 151.


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finalidad de todo amor —instintiva, si se quiere—, es hacer del amado “un amante del amante”, es decir, despertar la respuesta amorosa. Porque, como decían los antiguos filósofos, el amor pide reciprocidad, o mejor: genera amistad. El grano de trigo quiere ser espiga, pero no puede serlo a menos de morir a sí mismo, aunque el movimiento natural que Dios ha puesto en su dinamismo interior sea la tendencia a ser fruto en la espiga. 7. El olvido y la didáctica amorosa De ahí, pues, nuestra conclusión: la didáctica del amor, es decir, el aprendizaje del amor, se logra únicamente, pasando por la escuela de la renuncia y del olvido de sí, que nace de la humildad; a su vez el amor verdadero supone, engendra y exige el olvido de sí, como condición transformante, como dice San Juan de la Cruz: “salir de sí, esto es, de su modo y amor bajo el alto amor de Dios”139. Los que quedan bloqueados por el egoísmo, o nunca salen de sí mismos, o, cuando el mismo egoísmo los ahoga en la desilusión, terminan por fabricar un olvido que no es generosidad del alma sino anestesia de la vida; y ambos olvidos construyen dos civilizaciones opuestas: “Dos amores hicieron dos ciudades. El amor a sí mismo hasta el olvido de Dios hizo la ciudad terrestre; el amor a Dios hasta el olvido de sí mismo hizo la ciudad celestial”140. Quizá por eso, San Juan de la Cruz, hablaba, en carta a la Madre Ana de Jesús, el 6 de julio de 1591, del “fruto deleitable del olvido de sí, y de todas las cosas”.

139

San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 1, 12. En efecto, la célebre expresión de San Agustín admite que vertamos “contemptum” por “olvido”: “Fecerunt itaque civitates duas amores duo, terrenam scilicet amor sui usque ad contemptum Dei, caelestem vero amor Dei usque ad contemptum sui” (De Civ. Dei, XIV, 28). 140


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APÉNDICE SUBSIDIOS PARA TRABAJAR LA HUMILDAD 1. Meditaciones sobre la humildad Propongo a continuación algunos textos bíblicos que pueden ayudarnos a meditar sobre la virtud de la humildad. 1º El valor de la oración del humilde La oración del alma humilde se vuelve poderosa ante Dios. La humildad vuelve el corazón poderoso ante Dios. Pero la oración del orgulloso, incluso siendo frecuente y prolongada, está esterilizada por su orgullo. Como dice Santa Teresa: “Sola la humildad es la que puede algo, y ésta no es adquirida por el entendimiento, sino con una clara verdad, que comprende en un momento [...] lo muy nada que somos y lo muy mucho que es Dios”141. •

“Entonces clamaron mis humildes, y sus enemigos temieron; clamaron mis débiles y sus enemigos quedaron aterrados; alzaron su voz éstos, y ellos se dieron a la fuga” (Jd 16,11).

“El deseo de los humildes escuchas tú, Yahveh, su corazón confortas, alargas tus oídos” (Sl 10,17).

“La oración del humilde las nubes atraviesa, hasta que no llega a su término no se consuela él. Y no desiste hasta que vuelve los ojos el Altísimo, hace justicia a los justos y ejecuta el juicio” (Si 35,17-18).

2º Nuestro verdadero poder viene de Dios De nuestra parte poco podemos en el plano humano y nada en el divino; somos impotentes para producir cualquier acto que esté por encima de nuestra naturaleza, y el pecado nos ha debilitado incluso para aquello 141

Santa Teresa de Jesús, Camino de perfección, 32, 13.


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que está dentro de nuestra naturaleza. Por eso, sin Dios, nada somos y nada podemos. Pero el orgulloso no se resigna a esta gran verdad; sólo el humilde sabe sus límites y los reconoce, obteniendo de Dios su ayuda misericordiosa. “Si no tenéis humildad, podéis decir que no tenéis nada” (San Juan María Vianney, Cura de Ars). •

“No está en el número tu fuerza, ni tu poder en los valientes, sino que eres el Dios de los humildes, el defensor de los pequeños, apoyo de los débiles, refugio de los desvalidos, salvador de los desesperados” (Jd 9,11).

“Cuando dice uno «Yo soy de Pablo», y otro «Yo soy de Apolo», ¿no procedéis al modo humano? ¿Qué es, pues Apolo? ¿Qué es Pablo?... ¡Servidores, por medio de los cuales habéis creído!, y cada uno según lo que el Señor le dio. Yo planté, Apolo regó; mas fue Dios quien dio el crecimiento. De modo que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer” (1Co 3, 4-7).

“Si Dios no construye la casa, en vano se fatigan los constructores; si Dios no guarda la ciudad, en vano vigilan los guardias” (Sl 127, 1).

3º Jesús vivió la humildad Toda la vida de Jesús está signada por esta virtud. Dice San Agustín: “Aprende, pues, ¡oh hombre!, y conoce a qué extremos llegó Dios por ti. Aprende (en Belén) esa lección de humildad tan grande que te da un maestro sin hablar todavía. En el paraíso tú tuviste tal honor que pudiste poner nombres a todos los animales, y aquí tu Creador se ha hecho tan niño, que ni aun puede dar a la suya el de madre. Tú, en aquel vastísimo lugar de ricos bosques, te perdiste desobedeciendo. Él se ha hecho hombre mortal en tan estrecha posada para buscar, muriendo, al que estaba muerto. Tú, hombre, quisiste ser Dios y pereciste. Él, Dios, quiso ser hombre y te salvó. ¡Tanto pudo la soberbia humana que necesitó de la humildad divina para curarse!”142.

142

San Agustín, Sermón 183.


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“Sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada” (Lc 2, 6-7)

“Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 29-30)

“He aquí que a ti viene tu rey; es justo y victorioso; viene humilde y montado en una asna” (Zac 9, 9).

“Un escriba se acercó y le dijo: Maestro, te seguiré adondequiera que vayas. Le dice Jesús: Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Mt 8, 19-20).

4º Anonadamiento y exaltación de Cristo La humildad de Cristo llegó al extremo del anonadamiento. De esta manera nos ha dejado bien clara la gran verdad que san Beda exponía diciendo: “Quien no quiere humillarse no puede tampoco ser salvado”143. •

“Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres” (Flp 2, 5-7a)

“Y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2, 7b-8)

“Y por eso Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en 143

San Beda, Comentario sobre el Evangelio de San Lucas, 1.


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los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: «¡Jesucristo es el Señor!», para gloria de Dios Padre” (Flp 2, 811).

5º Dios se revela a los humildes Los caminos de Dios están ocultos a los que no cultivan en su corazón la virtud de la humildad. Ésta es la llave que abre la puerta de los secretos divinos. No hay sabiduría verdadera que no se levante sobre el sólido fundamento de la humildad. “La fe –dice San Agustín– no es propia de los soberbios, sino de los humildes”144. Y San Gregorio Magno: “La verdad huye del entendimiento que no encuentra humilde”145. •

“Había en la misma comarca unos pastores, que dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño. Se les presentó el Ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz; y se llenaron de temor. El ángel les dijo: «No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». Y de pronto se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace». Y sucedió que cuando los ángeles, dejándoles, se fueron al cielo, los pastores se decían unos a otros: «Vayamos, pues, hasta Belén y veamos lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado». Y fueron a toda prisa, y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre (Lc 2, 8-16).

“En aquel tiempo, tomando Jesús la palabra, dijo: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños” (Mt 11, 25).

144 145

San Agustín, Tratado sobre el Evangelio de San Juan, 72, 1. San Gregorio Magno, Hom. 18 sobre los Evang.


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“¡Oh Dios, Señor nuestro, qué glorioso tu nombre por toda la tierra! Tú que exaltaste tu majestad sobre los cielos, en boca de los niños de pecho dispones baluarte frente a tus adversarios, para acabar con enemigos y rebeldes” (Sl 8, 2-3).

“(Jesús) llamó a un niño, le puso en medio de ellos y dijo: Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos. Y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe” (Mt 18, 2-5).

6º El humilde es amado de Dios y de los hombres “Dios defiende y libra al humilde, y al humilde ama y consuela, al humilde se inclina, y al humilde da grande gracia, y después de su abatimiento lo levanta a honra. Al humilde descubre sus secretos, y le trae dulcemente a si y le convida” (Imitación de Cristo, II, 2). •

“Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso. Hazte pequeño en las grandezas humanas y alcanzarás el favor del señor. Porque grande es el poder del Señor; pero son los humildes quienes le glorifican. No pretendas lo que te sobrepasa, ni investigues lo que supera tus fuerzas. Atiende a lo que te ha sido encomendado, que las cosas misteriosas no te hacen ninguna falta. No te preocupes por lo que supera a tus obras, porque ya te han enseñado más de lo que alcanza la inteligencia humana. Pues las especulaciones desviaron a muchos y las falsas ilusiones extraviaron sus pensamientos. Corazón obstinado mal acaba, y el que ama el peligro en él sucumbe. Corazón obstinado se acarrea fatigas, y el pecador acumula pecado tras pecado. La desgracia del orgulloso no tiene remedio, pues la planta del mal ha echado en él sus raíces. El hombre prudente medita los proverbios, un oído atento es el anhelo del sabio” (Si, 3, 17-29).

“Y ¿en quién voy a fijarme? En el humilde y contrito que tiembla a mi palabra” (Is 66,2)


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“Y dijo María: Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada” (Lc 1, 46-48)

7º Dios nos manda ser humildes “Si me preguntáis qué es lo más esencial en la religión y en la disciplina de Jesucristo, os responderé: lo primero la humildad, lo segundo la humildad y lo tercero la humildad”146. •

“Se te ha declarado, hombre, lo que es bueno, lo que Yahveh de ti reclama: tan sólo practicar la equidad, amar la piedad y caminar humildemente con tu Dios” (Mi 6,8).

“Buscad a Yahveh, vosotros todos, humildes de la tierra, que cumplís sus normas; buscad la justicia, buscad la humildad; quizá encontréis cobijo el Día de la cólera de Yahveh” (Sof 2,3).

“Así dice el Señor Yahveh: La tiara se quitará, se depondrá la corona, todo será transformado; lo humilde será elevado, lo elevado será humillado” (Ez 21,31).

“Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro” (Col 2,12-13).

“Hijo, conserva tu alma en la humildad, y júzgate como tú mereces” (Si 10, 31).

8º Dios ama al humilde y resiste al soberbio

146

San Agustín, Epístola 118.


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La Sagrada Escritura insiste en la gran verdad de que Dios rechaza y resiste el corazón del orgulloso; mientras que el del humilde se vuelve irresistible para Él. La humildad hace al hombre amable por Dios. “Dios defiende y libra al humilde; al humilde ama y consuela; al hombre humilde se inclina; al humilde concede gracia, y después de su abatimiento le levanta a gran honra. Al humilde descubre sus secretos, y le trae dulcemente a Sí y le convida” (Imitación de Cristo, II, 2). •

“Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes. Someteos, pues, a Dios; resistid al Diablo y él huirá de vosotros” (St 4, 6-7)

“De igual manera, jóvenes, sed sumisos a los ancianos; revestíos todos de humildad en vuestras mutuas relaciones, pues Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes. Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios para que, llegada la ocasión, os ensalce; confiadle todas vuestras preocupaciones, pues él cuida de vosotros” (1Pe 5, 5-7)

“María exclamó: Mi alma engrandece al Señor Dios, mi Salvador (...) que desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los que son soberbios en su propio corazón. Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada” (Lc 1, 51-53).

9º El Fariseo y el Publicano Con esta parábola Jesús describe las dos actitudes contrapuestas de la humildad y el orgullo. Enseña en ella que no está la santidad en el cumplimiento externo de nuestros deberes para con Dios, sino en el espíritu de humilde sumisión a Dios que debe animar nuestras obras; sin la humildad, las obras externas son incapaces de abrirnos camino al Corazón de Dios. Todo el texto está tomado de Lucas 18, 9-14. •

“Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola: Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los


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demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias”. •

“En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!”

“Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado”.

10º Huir del fariseísmo El orgullo y la vanidad fácilmente se vuelven parte de la personalidad, impregnando todas las manifestaciones del orgulloso. Uno ejemplo notable lo tenemos en los fariseos y escribas del tiempo de Cristo, duramente fustigados por Nuestro Señor en su “discurso contra los fariseos”. “Si sólo tuviera un sermón que predicar sería un sermón contra el orgullo” (Gilbert Keith Chesterton). •

“Entonces Jesús se dirigió a la gente y a sus discípulos y les dijo: En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced, pues, y observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen. Atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas” (Mt 23, 1-4).

“Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres; se hacen bien anchas las filacterias y bien largas las orlas del manto; quieren el primer puesto en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, que se les salude en las plazas y que la gente les llame Rabbí” (Mt 23, 6-7).

“Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar Rabbí, porque uno solo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos. Ni llaméis a nadie Padre vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre:


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el del cielo. Ni tampoco os dejéis llamar Directores, porque uno solo es vuestro Director: el Cristo” (Mt 23, 8-10). •

“El mayor entre vosotros será vuestro servidor. Pues el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado” (Mt 23, 11-12). 11º La voluntaria humildad de Jesús

Jesús asume la humilde tarea de los siervos, haciéndose “siervo de los siervos de Dios” (servus servorum Dei). De este modo nos invita a inclinarnos humildemente los unos ante los otros, por medio del servicio. “Señor –exclama San Agustín– ¡Vos, que sois el Hijo único de Dios vivo, y el Señor y Dueño de todo el mundo, vos me lavaréis a mí los pies, que soy un grande pecador y una hormiga de la tierra!”. Todo el texto está tomado de Juan 13, 1-17: •

“Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.

“Durante la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echa agua en un lavabo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido”.

“Al llegar a Simón Pedro; éste le dice: «Señor, ¿tú me vas a lavar los pies a mí?» Jesús le respondió: «Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora: lo comprenderás más tarde». Le dice Pedro: «No me lavarás los pies jamás». Jesús le respondió: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo». Le dice Simón Pedro: «Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza». Jesús le dice: «El que se ha bañado, no necesita lavarse; está del todo limpio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos». Sabía quién le iba a entregar, y por eso dijo: «No estáis limpios todos»”.


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“Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa, y les dijo: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis "el Maestro" y "el Señor", y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros. «En verdad, en verdad os digo: no es más el siervo que su amo, ni el enviado más que el que le envía. «Sabiendo esto, dichosos seréis si lo cumplís”.

12º Dios confunde a los orgullosos con la humildad “Aun las buenas acciones carecen de valor cuando no están sazonadas por la virtud de la humildad. Las más grandes, practicadas con soberbia, en vez de ensalzar, rebajan. El que acopia virtudes sin humildad arroja polvo al viento, y donde parece que obra provechosamente, allí incurre en la más lastimosa ceguera. Por lo tanto, hermanos míos, mantened en todas vuestras obras la humildad”147. El texto que sigue está tomado de 1Co 1, 27-29. •

“Dios ha escogido más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte”.

“Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es”.

“Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios”.

2. Actos para alcanzar la verdadera humildad Sucede a muchas personas que quieren sinceramente trabajar en la virtud de la humildad, que encuentran dificultades a la hora de

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San Gregorio Magno, Hom. 7 sobre los Evang.


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concretar sobre qué actos examinarse o qué precisos propósitos deberían señalarse para practicar esta virtud. En este sentido, una de las obras mejor logradas es el escrito de Gioacchino Pecci (más tarde Papa León XIII), mientras era obispo de Perugia (1846-1878). Se trata de 60 puntos mostrando cómo se debe vivir para conseguir la virtud de la humildad148. Recojo, a continuación, algunos de esos puntos, que pueden resultarnos de mucho provecho, a los que he añadido algunas notas explicativas a pie de página. Para un trabajo serio, puede tomarse alguno de estos puntos y examinarse diariamente durante algún tiempo, por ejemplo, una o dos semanas o más, según los frutos alcanzados. Una vez arraigado dicho aspecto de la humildad, se puede seguir con otro. 1º “Abre los ojos de tu alma, y considera que no tienes nada tuyo de que gloriarte. Tuyo sólo tienes el pecado, la debilidad y la miseria; y, en cuanto a los dones de naturaleza y de gracia que hay en ti, solamente a Dios, de quien los has recibido como principio de tu ser, pertenece la gloria”149. 2º “Concibe un profundo sentimiento de tu nada y hazlo crecer continuamente en tu corazón a despecho del orgullo que te domina. Persuádete en lo más íntimo de ti mismo que no hay en el mundo cosa más vana y ridícula que querer ser estimado por dotes que has recibido en préstamo de la gratuita liberalidad del Creador; puesto que, como dice el Apóstol, si las has recibido, ¿Por qué te glorías como si no las hubieses recibido?” 3º “Piensa a menudo en tu debilidad, en tu ceguera, en tu bajeza, en tu dureza de corazón, en tu sensualidad, en la insensibilidad por Dios, en tu apego a las criaturas y en tantas otras inclinaciones viciosas que nacen en tu naturaleza corrompida; y que esto te lleve a 148

Para un examen particular sobre la virtud de la humildad, también puede verse lo que dice Alonso Rodríguez, De la virtud de la humildad, cap. 28. 149 Pongo entre comillas lo que es textual del librito de León XIII. No he trascripto los textos íntegros sino aquellas partes que considero más útiles para nuestro propósito.


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abismarte de continuo en tu nada y a ser muy pequeño y muy bajo a tus ojos”. 4º “Imprime en tu espíritu el recuerdo de los pecados de tu vida pasada150; persuádete de que el pecado de soberbia es un mal tan abominable, que cualquier otro en la tierra y en el infierno es muy pequeño en comparación con él; este pecado fue el que hizo prevaricar a los ángeles en el cielo y los precipitó a los abismos; el que corrompió a todo el género humano y desencadenó sobre la tierra la multitud infinita de males que durarán lo que dure el mundo, lo que dure la eternidad”. 5º “Considera, además, que no hay pecado, por enorme y detestable que sea, al que no se incline tu naturaleza herida y del que no puedas hacerte reo151; y que sólo por la misericordia de Dios y por el auxilio de su gracia te has librado hasta el presente de cometerlo (según aquella sentencia de San Agustín, que ‘no hay pecado en el mundo que el hombre no pueda cometer si la mano que hizo al hombre dejara de sostenerlo’) Lamenta interiormente un estado tan deplorable y resuelve firmemente reputarte entre los más indignos pecadores”. 6º “Piensa a menudo que más pronto o más tarde has de morir (...); ten siempre ante los ojos el tribunal inexorable de Jesucristo, ante el cual todos necesariamente hemos de comparecer; medita en los 150

Téngase en cuenta que esta memoria de los pecados pasados debe ir acompañada de la gratitud del perdón ya recibido. No es intención de León XIII suscitar aquí el estéril dolor del desesperado, ni una conciencia escrupulosa. 151 El pecado original ha impreso en nosotros una herida que nos inclina al pecado, y el bautismo, borrando el pecado, deja, sin embargo esa inclinación, para que luchemos y, mediante esta batalla, hagamos mérito para la vida eterna. Dice el Catecismo: “En el bautizado permanecen ciertas consecuencias temporales del pecado, como los sufrimientos, la enfermedad, la muerte o las fragilidades inherentes a la vida como las debilidades de carácter, etc., así como una inclinación al pecado que la Tradición llama concupiscencia, o «fomes peccati»: «La concupiscencia, dejada para el combate, no puede dañar a los que no la consienten y la resisten con coraje por la gracia de Jesucristo. Antes bien ‘el que legítimamente luchare, será coronado’(2 Tm 2, 5)» (Concilio de Trento)” (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1264).


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eternos dolores que esperan a los malos en el infierno, y especialmente a los imitadores de Satanás, que son los soberbios. Considera seriamente que el velo impenetrable que esconde al ojo mortal los juicios divinos te impide saber si serás o no del numero de los réprobos, que en compañía de los demonios serán arrojados eternamente a aquel lugar de tormentos para ser víctima eterna de un fuego encendido por el soplo de la ira divina. Esta incertidumbre te servirá para mantenerte en una extrema humildad y para inspirarte un saludable temor”152. 7º “No creas que vas a adquirir la humildad sin las prácticas que le son propias, como son los actos de mansedumbre, de paciencia, de obediencia, de mortificación, de odio a ti mismo, de renuncia a tu propio juicio, a tus opiniones, de arrepentimiento de tus pecados y de tantos otros; porque éstas son las armas que destruirán en ti mismo el reino del amor propio, ese terreno abominable donde germinan todos los vicios y donde se alinean y crecen a placer tu orgullo y presunción”. 8º “Mientras te sea posible, mantente en silencio y recogimiento; mas que esto no sea con perjuicio del prójimo, y cuando tengas que hablar hazlo con contención, con modestia y con sencillez. Y si sucediera que no te escuchan, por desprecio o por otra causa, no des muestras de disgusto; acepta esta humillación y súfrela con resignación y con ánimo tranquilo”. 9º “Evita con todo cuidado las palabras altaneras, orgullosas o que indiquen pretensiones de superioridad; evita también las frases estudiadas y las palabras irónicas; calla todo lo que pueda darte fama de persona graciosa y digna de estimación. En una palabra, no hables 152 De estas palabras, expresadas con el estilo solemne y conminatorio de los antiguos predicadores, retengamos lo esencial: no se puede alcanzar la verdadera humildad si no meditamos en nuestras postrimerías: hemos de morir y no sabemos cuándo; seremos juzgados por un tribunal divino, justo y verdadero; ignoramos si nos salvaremos o condenaremos; pero sabemos con certeza que los soberbios se condenan y se salvan los humildes, como expresó, movida por el Espíritu Santo, la Virgen Santísima: “Dispersó a los que son soberbios en su propio corazón... y exaltó a los humildes” (Lc 1, 51-52).


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nunca sin justo motivo de ti mismo y evita todo aquello que pueda cosecharte honras y alabanzas”. 10º “En las conversaciones no te mofes ni zahieras a los demás con palabras y sarcasmos; huye de todo lo que huela a espíritu del mundo153. De las cosas espirituales no hables como un maestro que da lecciones, a no ser que tu cargo o la caridad te lo impongan; conténtate con preguntar a persona prudente que pueda aconsejarte; porque el querer dárselas de maestro sin necesidad es echar leña al fuego de nuestra alma, que se consume ya en humo de soberbia”. 11º “Conforme a la máxima del Evangelio, busca siempre el lugar más bajo, en la sincera persuasión de que precisamente por serlo es el que más te conviene (...) Conténtate con cosas sencillas y modestas, que son las que más se compadecen con tu poquedad”. 12º “Cultiva siempre en tu interior la santa costumbre de acusarte, reprenderte y condenarte. Sé juez severo de todas tus acciones, que van siempre acompañadas de mil defectos y de las continuas pretensiones del amor propio”154. 13º “Evita como un mal gravísimo el juzgar los hechos del prójimo; antes bien, interpreta benignamente sus dichos y hechos, buscando con industriosa caridad razones con que excusarlos y defenderlos. Y si fuera imposible la defensa, por ser demasiado evidente el defecto cometido, procura atenuarlo cuanto puedas, atribuyéndolo a inadvertencia o a sorpresa, o a algo semejante, según las circunstancias; por lo menos, no pienses más en ello, a no ser que tu cargo te exija que pongas remedio”. 14º “No contradigas nunca a nadie en la conversación cuando se trate de cosas dudosas, que pueden tomarse en un sentido o en otro. 153 Verdad de enorme importancia espiritual: el espíritu mundano se opone diametralmente al espíritu de humildad. Es imposible alcanzar la humildad sin desarraigar en nosotros las raíces mundanas de nuestros afectos. 154 Signo de un corazón humilde es el acusarse a sí mismo conforme a la verdad; de la soberbia, en cambio, es propio el tener siempre excusas a flor de labios para justificar o disimular los propios errores y faltas.


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En las discusiones no te acalores, y si tu opinión la estiman falsa o menos buena, cede modestamente y permanece en un humilde silencio. Cede también y observa igual proceder en las cosas que no tienen importancia, aun cuando estés cierto de la falsedad de la opinión contraria. En las demás ocasiones en que sea necesario defender la verdad, actúa con energía, pero sin furor ni despecho, y está seguro de que obtendrás más éxito con la dulzura que con el ímpetu y con el desdén”155. 15º “La ira es un vicio aborrecible en toda clase de personas, y máxime en las espirituales, que debe su violencia al orgullo que las sustenta; esfuérzate, pues, en acumular un caudal de dulzura, para que cuando te ultrajen, por honda que sea la herida de la injuria, seas capaz de conservar la calma. En esas ocasiones no alimentes ni guardes en tu corazón sentimientos de aversión o de venganza para quien te ofendió; antes bien, perdónale de corazón, convencido de que no hay mejor disposición que ésta para alcanzar de Dios el perdón de las injurias que le has hecho”156. 16º “Sufre con paciencia los defectos y la fragilidad de los otros, teniendo siempre ante los ojos tu propia miseria, por la que has de ser tú también compadecido de los demás”. 17º “Si alguien, por error, te reprende y te dice malas palabras, o si censura tu conducta uno que es inferior a ti o más merecedor que tú de reprensión, y que debería más bien ocuparse de sus cosas, no desprecies sus indicaciones, ni rechaces los consejos que te da, ni dejes de examinar con calma y a la luz de Dios tu conducta, y todo 155 Estos son importantes consejos precisamente en uno de los terrenos en que más se manifiesta el orgullo: en la defensa apasionada de las cosas que sólo son opinables. Suele evidenciarse en estos casos los defectos de la terquedad, el juicio propio, la vanidad y el apego a la propia opinión; defectos todos que obstaculizan el desarrollo de la humildad. 156 Algunos de los frutos más comunes del orgullo se ponen de manifiesto en el carácter iracundo, intolerante, violento, acalorado, prepotente, autoritario; asimismo en la lentitud para perdonar, el resentimiento, el odio y la sed de venganza. Para luchar contra estos vicios o defectos, es necesario comenzar por adquirir la humildad, sin la cual, rebrotarán incesantemente estos males, haciendo estéril todo trabajo espiritual.


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ello con la íntima persuasión de que caerías a cada paso si la gracia de Dios no te preservara”. 18º “Nunca anheles ser amado de manera singular”. 19º “Convéncete de que no eres buen consejero de ti mismo, y por eso, teme y desconfía de tus opiniones, que tienen una raíz mala y corrompida. Con esta persuasión, aconséjate, en lo posible, de hombres sabios y de buena conciencia, y prefiere ser gobernado por uno que sea mejor que tú a seguir tu propio parecer”157. 20º “¿Has recibido de Dios grandes talentos? ¿O eres, por ventura, un grande del mundo? Esfuérzate en conocerte tal y como eres y procura convencerte de tu debilidad, de tu incapacidad y de tu nada; debes hacerte más pequeño que un niño; no andes tras las alabanzas de los hombres, ni ambiciones los honores; antes bien rechaza aquéllas y éstos”. 21º “Cuando se te presente la ocasión de prestar algún servicio bajo y abyecto al prójimo, hazlo con alegría y con la humildad con que lo harías si fueras el siervo de todos. De esta práctica sacarás tesoros inmensos de virtud y de gracia”. 22º “Si cometes alguna falta que es motivo para que te desprecie quien la presenció, siente un vivo dolor de haber ofendido a Dios y de haber dado un mal ejemplo al prójimo, y acepta la deshonra como un medio que Dios te envía para hacerte expiar tu pecado y para hacerte más humilde y virtuoso. Si, por el contrario, el verte deshonrado te atormenta y te contrista, es que no eres verdaderamente humilde y que estás todavía envenenado por la soberbia”158.

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El saber pedir consejo y seguirlo (¡muchos hacen lo primero pero no lo segundo!) es uno de los actos fundamentales de la humildad; y es condición indispensable para crecer en la santidad y en la sabiduría. 158 Uno de los signos más claros del orgullo (y medida del grado de orgullo que tenemos) es la intensidad de la humillación que nos causan nuestros errores; a veces el concepto que tenemos de nosotros mismos hace que no seamos capaces de perdonarnos nuestras propias equivocaciones; no tanto por la ofensa a Dios que estas


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23º “En la misma proporción en que deben causarte disgusto las alabanzas a ti dispensadas, debes experimentar alegría por los elogios y honores a los demás y, por tu parte, debes contribuir a honrarles en la medida en que la franqueza y la verdad te lo permitan. Los envidiosos no saben soportar las glorias del prójimo, porque estiman que van en disminución de las propias; precisamente por esto deslizan hábilmente en las conversaciones ciertas palabras ambiguas o frases de doble sentido, dirigidas a menguar o a hacer dudosos los méritos que, con resentimiento por su parte, adornan a los demás”. 24º “Cuando oigas que difaman a tu prójimo, siente un verdadero dolor, y busca una excusa para el maledicente; pero tienes que salir en defensa de la persona que es blanco de la murmuración, y con tal destreza, que tu defensa no se convierta en una segunda acusación; así, ora insinuarás sus cualidades, ora pondrás de relieve la estima que merece a los otros y a ti mismo, ora cambiarás hábilmente de conversación o harás ostensible tu desagrado”159. 25º “No habiendo cosa más provechosa para el progreso espiritual que el ser corregido de los propios defectos, es muy conveniente y necesario que los que te hayan hecho alguna vez esta caridad se sientan estimulados por ti a hacértela en cualquier ocasión. Luego que hayas recibido con muestras de alegría y de reconocimiento sus advertencias, imponte como un deber el seguirlas, no sólo por el beneficio que reporta el corregirse, sino también para hacerles ver que no han sido vanos sus desvelos y que tienes en mucho su benevolencia. El soberbio, aunque se corrija, no quiere aparentar que ha seguido los consejos que le han dado, antes bien los desprecia” 160.

puedan suponer, sino más bien por la caída de nuestra imagen ya sea ante nosotros mismos o ante el prójimo. 159 El verdadero humilde no tolera que se murmure delante de él, ni que se acuse sin fundamento; y menos aún se asocia a la difamación, a la calumnia y al chisme. 160 Inequívoco signo de humildad es el aceptar con alegría y agradecimiento las correcciones y el desear recibirlas; vengan de quienes vinieren.


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26º “Para crecer más en esta virtud y para endulzar y familiarizarte con las humillaciones te sería muy provechoso que te representaras a menudo en la imaginación las afrentas que te pueden sobrevenir y te esforzaras en aceptarlas, aun a costa de la naturaleza recalcitrante, como prenda segura del amor que Dios te tiene y como medio seguro de santificación”161. 27º “Que no pase un solo día sin que te hagas los reproches que te podrían dirigir tus enemigos, no sólo para endulzártelos por anticipado, sino para humillarte y para despreciarte a ti mismo”162. 28º “Aunque en medio de los desprecios y de las contradicciones conserves la paz y la alegría, no creas por esto haber alcanzado la humildad, porque, a menudo, la soberbia no está sino adormecida, y basta con que se despierte para que comience a hacer estragos”. 29º “Si quieres que Dios te conceda más fácilmente ese beneficio, toma por abogada y protectora a la Santísima Virgen. San Bernardo dice que María se ha humillado como ninguna otra criatura, y que siendo la más grande de todas, se ha hecho la más pequeña en el abismo profundísimo de su humildad”. 30º “La frecuencia en la Confesión y en la Comunión te proporcionará la ayuda más eficaz para perseverar en la práctica de la humildad”.

3. Remedios preservativos y curativos del orgullo Por su enorme perspicacia psicológica, transcribo las páginas dedicadas a nuestro tema, del pequeño opúsculo del gran sacerdote educador San Enrique de Ossó y Cervelló, fundador de la Compañía de Santa Teresa de Jesús (más conocida como “Teresianas”), que llevan el título de Remedios preservativos y curativos de las enfermedades del alma. 161 Prepararse para la humillación, la hace menos dolorosa y no permite que nos tome por sorpresa. 162 Al verdadero humilde la acusación de sus enemigos no le hace mella, porque, antes que ellos, él mismo ya se ha acusado ante Dios de esas fallas y defectos.


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Precisamente, la primera de las “enfermedades” tratadas por el beato es: “[el] amor de la propia excelencia, del honor, vanidad, de donde nacen muchos defectos, excusas y defensa de las culpas”. Escribía el gran pedagogo español cuanto sigue a continuación163.

Como he de ofreceros en este tratadito, amadísimas hermanas, algunos de los remedios más escogidos para cuidar y recobrar la salud de vuestra alma, que es lo que más os importa en este mundo, y lo que antes que todas las cosas debéis amar, me ha parecido oportuno empezar por la humildad que es el fundamento de toda santidad y perfección. La humildad es la verdad, dice la Santa Madre [Santa Teresa de Jesús], y como Dios es Dios de verdad, por eso ama tanto la humildad. Cualquier falta en esta virtud es de grandes y terribles consecuencias, por insignificante que parezca a los ojos de quien la comete. Así como hay a veces en la salud del cuerpo señales o síntomas que parecen nada a quien los padece considerados en sí mismos, pero que a los ojos de un médico inteligente revelan una gravísima enfermedad, y es menester, al descubrir un granito imperceptible, cortar un brazo, o aplicar el hierro candente para impedir la muerte, así ciertas señales de vanidad, orgullo y otros semejantes, suelen ser indicios de la enfermedad gravísima de la soberbia. Para conocer y curar esta terrible enfermedad lo primero que se ha de ponderar son sus frutos pésimos, que son el alimento más frecuente del alma enferma. He ahí algunos de los síntomas de esta grave enfermedad. En las cosas de obediencia, si no le reportan gloria, el alma soberbia halla gran dificultad en practicarlas. Si ocurre alguna vez que en alguna cosa no se haga gran caso de ella, se ve dominada de la impaciencia y de la tristeza. En los oficios que hace si no es alabada de todos decae de ánimo. Al contrario, tomará alas, despreciará a los otros y se hará intolerable, insolente, si es alabada en sus cosas. Las obras que hace casi siempre van manchadas por la falta de pureza de intención; obra por respetos humanos y no por Jesús. Muchas cosas buenas deja por hacer, porque no halagan su orgullo, las 163

Enrique de Ossó y Cervelló, Remedios preservativos y curativos de las enfermedades del alma; en: Escritos, Roma (1977), 267-309 (sobre la humildad: 269272).


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cuales de otro modo haría. No admitirá la dirección y la corrección. Faltará a la unión fraterna. Jamás reconocerá su pecado, su falta y hasta defenderá su mal proceder. ¡Cuánta maldad! Donde se defiende lo malo ¿qué cosa buena se puede esperar? Visto el diagnóstico y pronóstico de la enfermedad, veamos sus remedios. En primer lugar persuádase que la cura de este mal no es leve o fácil, y por consiguiente aplique los siguientes remedios. 1º Haga por muchos días meditación seria sobre la humildad, su hermosura, utilidad y necesidad. ¿Qué fuiste? ¿qué eres? ¿qué serás? ¿qué debías ser?... Asimismo medite seriamente sobre la iniquidad de la soberbia, su fealdad, sus daños, etc. Pida la salud a Dios con oración continua de sí y de los demás. 2º Al descubrir por medio del examen los frutos venenosos de esta pestífera raíz de la soberbia, recurra en seguida a la oración, y allí se reprenda, allí gima. Jamás atribuya sus defectos, en esta parte, a otra causa, ni a otros más que a propia culpa o soberbia. 3º Dedíquese constantemente a obras contrarias. Ejercítese en los oficios más humildes de casa que ayudan a alcanzar esta virtud, pero mucho más en los actos y cosas que más le repugnan y que menos son codiciadas de las otras, y si se le da a escoger, escoja siempre lo más humilde. 4º Proponga ella misma a la Superiora aquellos medios y remedios que más repugnan al sentido. Persuádase que, si quiere seriamente curar, debe conspirar contra sí misma, con la ayuda de la Superiora, para hacerse violencia, y así con dobles armas y fuerzas pelear contra sí misma y unida con la Superiora buscar humillaciones y mortificaciones. 5º Las públicas reprensiones, no sólo por costumbre, sino de corazón pida para humillarse y confundirse. Dénsele a veces sin pedir, ni pensar, advirtiéndoselo antes para que con mejor preparación y fruto las reciba. 6º Reverencie a la que tiene alguna razón especial de emulación; pero ésta trabaje según las informaciones de la Superiora en humillarla exteriormente y despreciarla. 7º Jamás cuente sus cosas, aunque sea con pretexto de edificación. Porque lo que es manjar para los buenos daña al enfermo;


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ni es propio de orgullosos buscar la gloria de Dios en estas cosas, sino más bien la suya propia. 8º En la lucha contra este enemigo debe tener siempre en cuenta el perseguirle continuamente, sin tregua ni descanso, haciendo siempre actos contrarios y diciendo con la Escritura: Perderé, destruiré el nombre de Babilonia y sus reliquias, y su germen, y descendencia toda. Perseguiré a mis enemigos, y los aprisionaré, y no volverá atrás hasta haberlos destruido. 9º Finalmente persuádase que si no pelea varonilmente, no sólo cada día se hallará más débil, sino que conocerá menos esta peligrosísima enfermedad, de suerte que haciéndose cada día más orgullosa y amiga de alabanza le parecerá que es más humilde y santa; porque tal es la naturaleza y el letargo de esta enfermedad que hace que sea desconocida de quien la tiene.


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BIBLIOGRAFÍA SOBRE LA HUMILDAD Lamentablemente, sobre esta virtud no encontramos en nuestra lengua tanta bibliografía como hallamos para otras virtudes. Señalo a continuación algunas obras en varias lenguas. Adnès, P., L'Humilité vertu spécifiquement chrétienne d'aprés Saint Augustin, «Rev. d'ascétique et de mystique» 28 (1952) 208-223. Alberdi, A., El concepto de humildad en Santo Tomás: “Vida sobrenatural” 31 (1936). Azcona, José Luis, La Doctrina agustiniana de la humildad en los tractatus in Ioannem, Madrid (1972). Beaudenom, L., La formación de la humildad, Barcelona (1955). Bernardo, San, De los grados de la humildad y de la soberbia (De gradibus humilitatis et superbiae, PL 182, 941-972), en español en: Obras completas, Madrid (1955), tomo II. Canice, F., Humility. The fundations of the spiritual life, Maryland (1951) Carlson, S., The Virtue of Humility, Iowa (1952). Casanovas, Ignacio, Tres maneras de humildad, en: Comentario y explanación de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, Barcelona (1945); Tomo II, documento III, 48-71. Cathrein, V., L'umiltá cristiana, Brescia (1944) Cervantes Cervantes, José, El tercer grado de humildad según san Ignacio, Madrid (1962). Ciampi, Carlo Maria, Della umiltà e della superbia : istruzioni dette a giovani, Torino (1868). Dolhagaray, P., Humilité, Dictionaire de Théologie Catholique, VII, 321-329. Eugenio del Niño Jesús, Quiero ver a Dios, Madrid (2002), 4ª ed.; Tercera Parte, cap. 4. Francisco de Sales, San, Introducción a la vida devota, P. III, cap. 4-7. Franchi, Giuseppe M., c.o., Trattato pratico ed istruttivo dell'amore al proprio disprezzo indirizzato al conseguimento della vera umiltà, Napoli (1876). Fullam, L., The Virtue of Humility: A Thomistic Apologetic, Lewiston, NY (2009).


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Gaetano Maria da Bergamo, o.f.m.cap., Motivi di eccitamento all'umiltà del cuore estratti dalla Divina Scrittura e da' Santi Padri, Padova (1749). Gaetano Maria da Bergamo, o.f.m.cap., L'umiltà del cuore ideata in pensieri ed affetti ad eccitarne la pratica: con un esame pratico sopra l'istessa umiltà, ed una dottrina morale sopra la superbia, Bassano (1812). García Vieyra, Alberto, Sobre la humildad: Mikael 28, 41-51. García Vieyra, Alberto, La soberbia: Mikael 31, 63-81. Garrigou-Lagrange, R., Las tres edades de la vida interior, Madrid (1975), II, III, c. 12-13, 669-694. Juan Bautista de la Concepción, L'umiltà cristiana, Siena (1983). Luna y Luca de Tena, F. La humildad explicada, Madrid (2007). Marmion, C., L'Humilité, «Vie spirituelle» 6 (1922) 177-203, 257291 Maucourant, F., Prueba religiosa sobre la humildad, Bilbao-Madrid (1948) Monléon, Jean de, o.s.b., I dodici grandi dell'umiltà: commento ascetico al capo VII della regola di San Benedetto, Viboldone [Abbazia di Viboldone] (1958). Peci, G. (León XIII), La práctica de la humildad, Madrid (2007) Peterson and Seligman, Humility and Modesty, en: Character Strenghs and Virtues, New York (2004), 461-475. Pisante, Michele, Il cammino dell'umiltà, Roma (1952). Prijatelj, Francisco, La antinomia, conciencia del proprio valerhumildad en el epistolario de s. Teresa de Jesús, Burgos (1964). Rodríguez, Alonso, De la virtud de la humildad, en: Ejercicio de perfección y virtudes cristianas, Parte segunda, tratado tercero, Madrid (1898), tomo II, 153-322 (hay ediciones más modernas). Rodríguez, Alfonso (san), De la virtud de la humildad, en: Opúsculos espirituales, tratado IV, Barcelona (1886), tomo II, 583-705. Sales, Lorenzo, La vida espiritual según las conversaciones ascéticas del siervo de Dios José Allamano, Madrid (1977),c. XXIII, 379402. Sertillanges, A. D., Le fondement spirituel: humilité, «Vie spirituelle» 48 (1936) 157-159. Tomás de Aquino, Santo, Suma Teológica, II-II, 161 (De humilitate), 162-165 (De superbia; De peccato primi hominis); De malo, q. 8.


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Tarasievitch, John, Humility in the light of St. Thomas, Fribourg (1935) (Disertación doctoral de la Universidad de Fribourg, Svizzera). Vattuone, G., Libero pensiero e servo arbitrio, Napoli (1994).


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INDICE PRESENTACIÓN PRIMERA PARTE. ASPECTOS ESPIRITUALES Y MORALES DE LA HUMILDAD 1. Qué es la humildad 2. Humildad verdadera y humildad falsa 3. La necesidad de la humildad 4. Los grados de la humildad 5. Los efectos de la humildad 6. El vicio opuesto a la humildad: la soberbia (a) Apetito de la propia excelencia (b) La soberbia en los espirituales 7. La educación de la humildad (a) El trabajo en el conocimiento 1º Saber quiénes somos 2º Lo que Dios piensa del soberbio y del humilde (b) La verdadera práctica de la humildad 1º Aborrecer el vicio de la soberbia 2º No gloriarnos del bien que hagamos 3º Mantener la desconfianza sobre uno mismo 4º Vivir la humildad sin pensar en ella 5º Practicarla en palabras, hechos y gestos 6º Aceptar las humillaciones... ¡y buscarlas! 8. La humildad de los espirituales 9. Para concluir: las letanías de la humildad SEGUNDA PARTE. HUMILDAD, VERDAD Y EQUILIBRIO 1. Humildad es andar en verdad 2. Antes que la verdad, el amor 3. El obstáculo para la humildad 4. La verdad sobre nosotros mismos (a) Nuestra verdad frente a Dios (b) La verdad sobre nuestros límites personales (c) Nuestra verdad frente a los demás 5. La humildad y el amor a la humillación


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6. El orgullo disfrazado 7. La esfera y la cruz 8. La importancia de la humildad TERCERA PARTE. EL OLVIDO DE SÍ 1. Olvido y amor 2. El vicioso olvido 3. Un olvido necesario 4. El camino del olvido 5. Los grados del olvido 6. La incomprensión del olvido 7. El olvido y la didáctica amorosa APÉNDICE. SUBSIDIOS PARA TRABAJAR LA HUMILDAD 1. Meditaciones sobre la humildad 2. Actos para alcanzar la verdadera humildad 3. Remedios preservativos y curativos del orgullo BIBLIOGRAFÍA SOBRE LA HUMILDAD

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