Page 7 - llano en llamas
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Los Torricos me dijeron que no estaba lejos el lugar adonde íbamos. "En cosa de un cuarto de hora
                    estamos allá", me dijeron. Pero cuando alcanzamos el camino de la Media Luna comenzó a oscurecer y
                    cuando llegamos a donde estaba el arriero era ya alta la noche.


                            El arriero no se paró a ver quién venía. Seguramente estaba esperando a los Torricos y por eso no
                    le llamó la atención vernos llegar. Eso pensé. Pero todo el rato que trajinamos de aquí para allá con los
                    tercios de azúcar, el arriero se estuvo quieto, agazapado entre el zacatal. Entonces le dije eso a los
                    Torricos. Les dije: Ese que está allí tirado parece estar muerto o algo por el estilo.

                            No, nada más ha de estar dormido me dijeron ellos. Lo dejamos aquí cuidando, pero se ha de haber
                    cansado de esperar y se durmió.


                            Yo fui y le di una patada en las costillas para que despertara; pero el hombre siguió igual de tirante.

                            Está bien muerto les volví a decir.


                            No, no te creas, nomás está tantito atarantado porque Odilón le dio con un leño en la cabeza, pero
                    después se levantará. Ya verás que en cuanto salga el sol y sienta el calorcito, se levantará muy aprisa y
                    se irá en seguida para su casa. íAgárrate ese tercio de allí y vámonos! fue todo lo que me dijeron.


                            Ya por último le di una última patada al muertito y sonó igual que si se la hubiera dado a un tronco
                    seco. Luego me eché la carga al hombro y me vine por delante. Los Torricos me venían siguiendo.


                            Los oí que cantaban durante largo rato, hasta que amaneció. Cuando amaneció dejé de oírlos. Ese
                    aire que sopla tantito antes de la madrugada se llevó los gritos de su canción y ya no pude saber si me
                    seguían, hasta que oí pasar por todos lados los ladridos encarrerados de sus perros.


                            De ese modo fue como supe qué cosas iban a espiar todas las tardes los Torricos, sentados junto a
                    mi casa de la Cuesta de las Comadres.


                            A Remigio Torrico yo lo maté.

                            Ya para entonces quedaba poca gente entre los ranchos. Primero se habían ido de uno en uno, pero
                    los últimos casi se fueron en manada. Ganaron y se fueron, aprovechando la llegada de las heladas. En
                    años pasados llegaron las heladas y acabaron con las siembras en una sola noche. Y este año también.
                    Por eso se fueron. Creyeron seguramente que el año siguiente sería lo mismo y parece que ya no se
                    sintieron con ganas de seguir soportando las calamidades del tiempo todos los años y la calamidad de
                    los Torricos todo el tiempo.

                            Así que, cuando yo maté a Remigio Torrico, ya estaban bien vacías de gente la Cuesta de las
                    Comadres y las lomas de los alrededores.


                            Esto sucedió como en octubre. Me acuerdo que había una luna muy grande y muy llena de luz,
                    porque yo me senté afuerita de mi casa a remendar un costal todo agujerado, aprovechando la buena luz
                    de la luna, cuando llegó el Torrico.

                            Ha de haber andado borracho. Se me puso enfrente y se bamboleaba de un lado para otro,
                    tapándome y destapándome la luz que yo necesitaba de la luna.
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