Patoruzu

Patoruzu. Imagen tomada de internet

 

Mi tío llegó a ser un incansable viajero y tuvo la oportunidad de recorrer decenas de países.  Mi padre me regaló, para mi colección de postales, una buena cantidad de impresionantes ejemplares de los lugares más recónditos del globo terráqueo, desde donde mi tío le enviaba saludos.  Todos aquellos lugares que mi abuelo conoció a través de tantos libros que leyó, mi tío los recorrió en vivo y a todo color.  A su regreso, tenía el detalle de llevarle un regalo a mi padre, ya fuera una reliquia de Roma, un vino francés, un estilete de Toledo, un cuadro de Cristo en 3D, de aquellos que abrían y cerraban los ojos, de Estados Unidos,  en fin.  No obstante, fue de un viaje a Sudamérica, a mediados de los sesenta, que trajo de regalo algo que realmente me impresionó durante mucho tiempo.

Al regreso de su periplo, mi tío llegó de visita a nuestra casa y como siempre, era toda una fiesta su llegada, principalmente por la alegría del encuentro con los primos, de tal manera que no estuve presente cuando le entregó el regalo.  Cuando se fueron, me extrañó que mi padre no presumiera, como siempre lo hacía, del presente de mi tío.  Cuando la curiosidad me venció, me atreví a preguntarle y el me llevó a su consultorio y de una gaveta del escritorio sacó un recipiente cilíndrico de plástico, como aquellos en que mucho tiempo empacaron a las muñecas.  En el interior había una cabeza, tal vez un poco más grande que una pelota de béisbol, de un color moreno, pero tirándole a grafito, con una espesa cabellera exageradamente negra, como la de un famoso cantautor que no corre riesgos con el color de su pelo.  Tenía los ojos cerrados y la boca estaba cosida con unas delgadas tiras de un material que parecía cuero.  Las facciones eran definitivamente indígenas.  Cuando salí de mi asombro al contemplar aquella pequeña cabeza, mi padre me explicó que se trataba de las famosas cabezas reducidas de los jíbaros ecuatorianos, que cortaban de sus enemigos muertos en combate y mediante un proceso secreto, lograban la reducción de la cabeza a fin de que no regresaran a vengarse. No obstante, él tenía sus serias dudas si era real o era uno de esos souvenirs que fabrican para turistas.

Para ese tiempo, ya me permitía bromear con mi padre, desde luego con los consabidos límites y le dije que por qué no dejaba la cabeza aquella encima de su escritorio y que podía decirles a los pacientes impertinentes que su caso le recordaba a otro paciente y que en ese momento volviera a ver a la cabeza.  Se limitó a sonreír y volvió a guardar la caja en la gaveta de su escritorio.

Mi madre le tenía cierta aprensión y pensaba que si acaso no se trataba de una imitación, tendríamos en nuestra casa la cabeza de algún cristiano, a lo que yo le replicaba que tenía cara de que no era bautizado.

Desde entonces, cada vez que tenía la oportunidad y la oficina de mi padre estaba sola, aprovechaba para observar aquella cabeza, primero tratando de ver algún indicio de su autenticidad o falsedad y luego intentando adivinar su vida y su muerte en combate, con una circunspección digna de Hamlet ante la calavera de Yorick.

Un día se me ocurrió bautizarlo como Patoruzu.  Cuando estudié en el Instituto Juan XXIII, el director Pbro. Etanislao García, cuando faltaba un profesor y no tenía cómo mantener quietos a los alumnos, sacaba su colección privada de paquines antiguos, la mayoría sudamericanos y los distribuía para su lectura.  Entre estos resaltaban los de Patoruzu, un personaje indígena de Argentina, que no tenía nada que ver con los jíbaros, pero que por afinidad trasladé el nombre al desafortunado de la cabeza.

En la familia nadie hablaba de aquella cabeza, sin embargo sospechaba que algunos de mis hermanos también llegaban a observar a Patoruzu y no es remoto que lo hubiesen utilizado para asustar a sus amigos y/o enemigos.

En nuestros traslados que tuvimos hacia la capital y viceversa, siempre había cosas que se extraviaron para siempre, sin embargo, aunque era la oportunidad que tuvieron mis padres para hacer perdidizo a Patoruzo, siempre aparecía en el escritorio de mi padre.

Cuando me trasladé a México en la década de los ochenta, por un buen rato me olvidé de Patoruzu, hasta que un día, estando en una oficina en espera de una reunión que parecía no querer empezar, observé en un estante, un libro sobre las tribus indígenas de América Latina.  Lo tomé y me puse a hojearlo, habiendo encontrado un interesante capítulo sobre los jíbaros, que en realidad se llaman shuar y la reducción de cabezas se hace con la del jefe de la tribu perdedora y es realizada directamente por el jefe de los shuar a través de un ritual.  El motivo de la reducción es simbólico y tiene por objeto encerrar el alma del enemigo en la cabeza reducida, para evitar la venganza posterior.  Así fue que me enteré de que Patoruzo era jefe de alguna tribu.

Para cuando regresé a Nicaragua a mediados de los noventa, ya Patoruzo había caído en el olvido y al final de cuentas, la casa de mis padres podría decirse que no existe más y las cosas que ahí había están dispersas en los más inverosímiles lugares.

Hace relativamente poco, salía de realizar algunas diligencias en las oficinas de SERVIGOB de la Avenida Bolívar.  Al tomar la acera hacia el sur, hay un trecho en el que hay vencer obstáculos como si fuera un video juego, pues están instalados unos puestos informales de comida y fritanga que ahí mismo preparan y existe el riesgo de que lo salpiquen de manteca.  Estaba estudiando la ruta menos peligrosa para pasar entre ellos cuando veo que viene de sur a norte un individuo, de escasa estatura, moreno tirándole a grafito, cabello extremadamente negro, con cola de caballo y vestido formalmente, camisa manga larga, abotonada hasta arriba.  Cuando se acercó miré su rostro y me quedé impresionado, pues era igualito a Patoruzu.  La diferencia radicaba en que este individuo tenía los ojos abiertos, pequeños y oblicuos que se movían como si fuera guardaespaldas.  Lo que realmente me dejó helado, es que alrededor de la boca, tenía unas pequeñas manchas circulares, como si se tratara de cicatrices viejas, en pares, arriba y debajo de los labios.  Lo quedé mirando fijamente, mientras pasaba a mi lado, pero él no pareció reparar en mí, pues caminaba apresuradamente y siempre con la mirada de un lado al otro.

No pude con la curiosidad y lo seguí un trecho, mientras seguía caminando hacia el norte, ingresando finalmente al edificio de la Asamblea Nacional.  Un tanto anonadado, como Lázaro después de haber resucitado, regresé hacia el sur y esta vez sin pensarlo mucho caminé entre las fritangas sin mayor problema.

Desde entonces me inquieta aquel asombroso parecido.  He hablado con mis hermanos para ver qué destino pudo haber tenido el Patoruzu y nadie me ha podido dar razón.  Me sigo preguntando si acaso el Patoruzu era real o una vacilada para turistas y si era real, qué fue de él y más aún, por qué tan espeluznante parecido con el individuo de la Bolívar y peor aún, qué podía hacer Patoruzu en la Asamblea Nacional.  Tal vez, sólo queda recordar a Albert Einstein cuando dijo: “El misterio es la cosa más hermosa que podemos experimentar”.

 

6 comentarios

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6 Respuestas a “Patoruzu

  1. Muy interesante artículo, Orlando- Gracias por compartir. Saludos

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  2. Oscar Martinez

    Que gran misterio Don Orando!  Quien podrá haber sido?  No sera que al ver a una persona con cierto parecido a Patoruzu, la mente reacciono y lo hizo ver casi idéntico y ademas con las mismas manchas circulares en la boca como e Patoruzu origina?  La mente nos puede jugar una buena pasada.  Sin embargo como bien dijo usted que dijo Einstein:  «El misterio es la cosa mas hermosa que podemos experimentar.Su historia me ha llevado a recordar los paquines que leía cuando era muy niño, y si la mente no me falla, creo que fue el primer paquin que yo lei.  Patoruzito.  Esta revista venia de Argentina.Saudes,  Oscar Martinez  

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  3. Marcos Sandoval

    Excelente artículo, como siempre, saludos

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  4. Luis Villavicencio

    Interesante y buena narracion…..gracias Orlando…..siempre esperando un nuevo articulo que leer.

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  5. Marco Antonio Cortez Castillo

    Muy interesante anecdota, que lastima que Patoruzu se halla perdido.
    Gracias Doctor por compartir. Saludos

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