Alegoría del descubrimiento

Amado Salazar

Nací en esta cueva hace décadas y, al igual que los otros, jamás he puesto un pie afuera.

Los más viejos no saben de dónde venimos. Dicen que sus ancestros, si lo sabían, eligieron privarnos de su conocimiento. Tal vez por vergüenza, tal vez por compasión. Puede que incluso ambas, si hemos de creer a los heresiarcas. Yo sospecho que simplemente lo olvidaron. O quizás se refugiaron aquí precisamente para evadirse del acoso de su memoria.

No lo sé. Nadie puede saberlo. Pero eso es lo que yo creo y otros lo creen conmigo.

Eso nos basta por ahora. No nos inquieta el desconocimiento de nuestros orígenes; tampoco anhelamos su esclarecimiento: de poco nos serviría ya.

Pese a ello vivimos pacíficamente, tanto como la oscuridad nos lo permite. Sobrevivimos a base de escrupulosa frugalidad. No somos felices, pero tampoco conocemos la desgracia. Jamás hemos visto la luz y no la codiciamos, aunque a veces, muy excepcionalmente, soñemos con ella.

He oído que algunos despertaron ciegos tras soñar con una ráfaga de destellos.

Pero sólo son rumores. Nada más que vanos rumores.

Nuestro día a día es monótono. Asistimos a nuestra rutina con vigilante meticulosidad; quizás para no aburrirnos, quizás para darle sentido al aburrimiento. Por eso es comprensible que la especulación filosófica merezca nuestro mayor entusiasmo. También sabemos apreciar una buena historia, aunque lamentablemente sólo conservemos un puñado de éstas y todas enfadosamente similares.

Esta es una de ellas:

Hace siglos uno de nuestros mejores sofistas promovió el culto del laberinto, hoy extinto. Para aquel filósofo, nuestra caverna no era sino un laberinto por el que debíamos errar hasta merecer la liberación. «El laberinto —sostenía— es una quimera infinita, pero vulnerable a las armas de la razón. El día que consigamos domesticar nuestros pensamientos, caerá su reino de tinieblas y un mundo nuevo se abrirá a nuestros corazones.»

Sin embargo, cuenta la leyenda —sin que pueda comprobarse o desmentirse—, que cuando aquel sabio conquistó los confines de nuestra gruta, el pretendido laberinto, enloqueció irremediablemente.

Allí donde debía encontrarse la salida, no halló más que la embocadura hacia otra caverna, aún más inmensa que la anterior.

Deja un comentario

Crea un blog o un sitio web gratuitos con WordPress.com.

Subir ↑

Diseña un sitio como este con WordPress.com
Comenzar