"Cosechar es hablarle a la tierra con reverencia", dicen.

 

Texto, Fotografías y video: Lucía Hinojosa y Diego Gerard

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“Cosechar es hablarle a la tierra con reverencia”, dicen.

 Trazamos el camino de la ciudad de México hasta el municipio de Colipa en Misantla, una localidad montañosa en la zona norte de Veracruz. Pasamos por una transformación palpable y visible de ecosistemas a través de tres estados. Al volante va Francisco Musi; a su lado, Sofía Casarín. Juntos conducen Tamoa, un proyecto de comercialización de maíz y otros cultivos de México –frijol, cacao y chile–, basándose en principios como la preservación de semillas criollas de autoconsumo, las tradiciones que las rodean y el comercio responsable.

El paisaje cambia, deslizándose por las ventanas. Nosotros nos aclimatamos para lo que vendrá, mientras Francisco y Sofía nos cuentan de lo que encontraríamos a nuestra llegada: desde las familias que siguen apostando por sembrar el chile jalapeño criollo a pesar de estar en una zona en donde el limón es el producto dominante, hasta los platillos que se elaborarían con él. Durante tres días seríamos testigos del trabajo en comunidad y la atención que se le da a la tierra, así como partícipes del proceso de cosecha, capado y ahumado por los que pasa el jalapeño criollo de la región antes de su consumo familiar y comercialización.

Día 1 – Cosecha

Misantla, Veracruz, 6:30 AM. El día comienza con las cumbres de los cerros cubiertas por nubes, agujas de lluvia cayendo en círculos concéntricos sobre los charcos acumulados. En los altos de la sierra, donde el jalapeño criollo ya cuelga urgente de las puntas de sus matas, esperamos a que las nubes se evaporen, a que el resplandor del sol que apenas se ve detrás de ellas se fortalezca. Los minutos pasan rápido, y esta lluvia, que llegó temprano y fuera de temporada, podría arruinar el proceso anual de cosecha de Gabino Aquino.

Cerca de las 10 de la mañana, quizás con una dosis de urgencia propia, Gabino da la orden y nos guía de su casa a la parcela de chile a través de una pradera empinada, de suelo fangoso, cubierta de limones y naranjos, el ocasional papayo, las contadas matas de café como vestigios de épocas anteriores. Al llegar a la parcela, vemos algunos agujeros de cielo azul entre todo el gris iluminado, y el sol comienza a levantar la humedad del suelo, un vapor rezumante que parece nacer de las matas del chile mismas y que se eleva a lo alto de las pocas pencas de maíz. Gabino nos equipa con un sombrero y una cubeta, y designa las filas y los surcos por los que cada uno de nosotros debe trabajar.

 Una vez sobre los surcos, con la espalda inclinada en ángulos irresponsables, el rojo intenso del jalapeño criollo se asoma entre el verde dominante del campo. Mientras avanzamos sobre las veredas, llenando cubeta tras cubeta, el mineral del sudor nos cubre el cuerpo, lo recorre. El único alivio llega con las escasas y tímidas ráfagas de viento que apenas peinan las pencas de maíz, que apenas enfrían nuestros poros abiertos. Es entonces que el valor del trabajo de las jornaleras y jornaleros toma su verdadera dimensión: el trabajo pesado que alimenta al país, y que claramente está tan pobremente remunerado.

La jornada termina con cubetas llenas, con matas vacías, con la carga de regreso a casa de Gabino y Minerva, delineando el mismo camino por el que habíamos bajado, ahora con el cielo parcialmente abierto. Con cada paso permanece la creciente urgencia: el proceso natural se ha retrasado y el cielo bien podría volver a cerrarse. A la distancia, donde las montañas se ven más borrosas, vemos caer un rayo mudo, un ominoso heliógrafo de luz que por un solo segundo ilumina los valles entre las cadenas de la sierra. Gabino lo ve, pero prefiere no reconocerlo.

Día 2 – Capado

Amanece sin lluvia. Las nubes circundan, forman lentos espirales grises, pero no amenazan. No realmente. Los picos de los cerros entran y salen de ellas. Las praderas verdes en las montañas muestran con claridad las líneas de siembra hasta volverse el bosque endémico tropical que cubre gran parte de la sierra, lo que alguna vez fueron cañaverales, pero que han atravesado el inevitable proceso de diversificación.

 Las mesas para capar se extienden en el patio de casa de Gabino y Minerva, con una gran cubeta en medio, y cajas de chile fresco en cada esquina. Alrededor de las mesas, mujeres y hombres de la comunidad se reúnen para la labor del capado, que consiste en una incisión que logra remover las semillas del chile sin desvenarlo –semillas que llegada la época de siembra, cumplirán con la función de preservación. Mientras la comunidad realiza el capado, se escucha el murmullo de la conversación, la risa casual, el raspado de la navaja en la piel húmeda del chile, la caída de las semillas como un palo de lluvia.

Al fondo del patio, Gabino comienza a alimentar el ahumador con ramas caídas en las cercanías. Todo su material está perfectamente calculado. La flama que trae desde su cocina, danzante sobre un papel, comienza azul y medrosa, pero en cuanto atrapa las astillas de la madera local, crece y gana su color amarillo. Después de un tiempo, la flama arrecia y el humo comienza a salir por las rejas superiores del ahumador, donde reposará el chile, donde se deshidratará. El humo se espesa, gana altura y se dispersa hasta la invisibilidad. El murmullo de las capadoras persiste debajo de la imagen.

El día termina sobre las mesas donde se capó el jalapeño, pero con una comida en comunidad, creada en la cocina de Minerva, el jalapeño criollo ahumado de la cosecha previa transformado en salsas dándole vida a los tamales, los tacos de res y el pescado frito.

Día 3 – Ahumado

Después de una noche de aguaceros torrenciales, reina la duda. ¿Qué habrá sido del fuego que debía durar 36 horas alimentando al ahumador? ¿Qué habrá sido de la primera capa de jalapeño criollo que ya se ahumaba sobre las rejas? Cuando llegamos a casa de Gabino, las flamas ardían como resistiendo con violencia. Alguien las alimentaba con más madera.

Entre el silencio de la duda, de la preocupación, entre el tamborileo de la llovizna sobre los techos de lámina, vemos el humo escapar entre lonas de nylon que Gabino había colocado como protección. En el aire se percibe una especie de lucha entre la humedad prevalente del ecosistema y la sequedad del humo, que ya carga con el marcado aroma del chile.

Al interior de las lonas, el jalapeño criollo ya ha cambiado de color y se arruga con el pasar del humo, deja los remanentes de sus semillas sobre las rejas del ahumador. Por debajo de esas rejas, debajo de los montículos de chile y su zumbido, persiste el rugido de las llamas. Treinta y seis horas se cumplirán hasta que lo que tomamos del campo termine su proceso. Pala en mano y con ojos medio perdidos de nostalgia, Gabino observa, atiza y voltea el chile, recordando a tantos campesinos emigrados a los Estados Unidos, asumiendo la derrota en el campo mexicano. “El campo da –nos dice Gabino–, sólo hay que saber darle de regreso.” La relación e intercambio de trabajo, respeto y amistad que se forja entre Tamoa, Gabino, Minerva y su comunidad significa un camino alternativo que preserva y reevalúa el trabajo del campo y sus procesos. Es un acto de resistencia. Un esfuerzo por perpetuar no sólo las semillas criollas de nuestro país, sino sus tecnologías nativas, afectivas y culturales, ligadas al territorio y a la identidad en colectividad y comunidad

Gracias a Gabino y Minerva y a la comunidad de Misantla por compartir este chile que tan pocos conocen y enseñarnos conocimientos generacionales, a Lu y Diego por observar y escuchar con atención genuina, a @paolamj y @monicadelagrange de HojaSanta por permitir vincular historias y vidas. Y a @araceliaguilar166 por enseñarnos el camino de los chiles.