"Pero Noé halló gracia a los ojos del Señor. Noé era un hombre justo, irreprochable en sus generaciones. Noé caminó con Dios". (Génesis 6:8-9)
En esta espantosa y lúgubre historia de la degeneración y destrucción del viejo mundo, de su caída y de su ruina final, aparece en mi texto una estrella radiante e ilustre, que brilla con singularidad de luz celestial, de bondad espiritual y de servicio sincero a Dios, en la más oscura medianoche del reinado universal de Satanás, y en medio de las más extrañas confusiones, corrupciones idolátricas, crueldades, opresiones y lujuria que jamás haya tenido la tierra. Noé, un hombre muy valioso y predicador de la justicia, y su familia, fueron los únicos exceptuados. El verdadero culto a Dios se limitó a ellos, cuando todo el mundo, además, yacía ahogado en la idolatría y el paganismo, listo para ser tragado en una tumba universal de aguas, que ya estaba formada en las nubes por la mano airada e irresistible del Dios todopoderoso, que ahora estaba tan implacablemente -pero muy justamente- provocado por esas generaciones rebeldes y crueles, que no permitiría que su Espíritu luchara más con ellos; sino que resolvió inexorablemente abrir las ventanas o compuertas del cielo, dando extraordinaria fuerza de influencia en lo alto, y abundancia a las fuentes del gran abismo, ordenándoles que arrojaran todo el tesoro y montón de sus aguas; y quitando el poder retentivo a las nubes, para que se derramaran inconmensurablemente, para sepultar a todas las criaturas vivientes que respiraban en el aire. De donde, por cierto, antes de entrar en mi texto, toma esta nota.
Doctrina. Los siervos de Dios son hombres singulares. No me refiero a ninguna fantasía de opinión, furia de celo o turbulencia de facción, verdaderamente llamada así; sino a la abstinencia de pecado, pureza de corazón y santidad de vida.
