Trapería, Platería y yo

Calle Trapería, en Murcia

Murcia está de vacaciones. Agosto apura los días en los que la gente huyó a la cálida Costa Cálida. Allí, la sal azul, verde y rosa de San Pedro se pega en la piel como un amor de verano, los fuegos artificiales iluminan las noches aguileñas y los dos mares de la Manga se turnan el viento de Levante. Mientras, la capital de la región hiberna en el letargo estival, lamiendo la lengua de fuego de sus calles casi vacías.

Aun en el calor asfixiante, el horno de las panaderías sigue fraguando pasteles de carne y algunos valientes se refugian en las sombras que proyecta el ficus centenario de Santo Domingo. Cerca, la calle Trapería asoma más sola que en ningún otro momento del año y quizá de su larga vida: por su trazo, testigo y escenario, han desfilado murcianos y extranjeros desde el siglo XIII.

Cuando empieza a caer la tarde y la temperatura da una tregua, algunos transeúntes vuelven a poblar las estrechas arterias del corazón de la ciudad. Unos niños corren y un anciano arrastra su bicicleta. La vendedora de lotería encallada en la encrucijada con la Platería deja pasar las últimas horas. En esta perpendicular, los vestigios del pasado platero siguen latentes en el par de joyerías abiertas que hacen honor a su emplazamiento. Aunque ahora cada vez se compren menos joyas, pero se venda más oro.

Trapería, Platería y yo. Allí, en las Cuatro Esquinas, en verano un lunes es igual que un sábado.

Si enfilas la Trapería hacia el sur se distingue a lo lejos la silueta de la catedral. Regia, imperturbable. En el reloj de su torre, los segundos parecen minutos; y los soportales soportan estoicos los rayos del sol. Los modernos comercios con la persiana echada contrastan con su piedra antigua en tonos tierra. Color español, lo apodan algunos turistas. Dentro, las altas paredes ofrecen un alivio fresco y casi dan ganas de agradecérselo a algún dios. La fe se apaga rápido cuando fuera vuelves a la realidad.

Mirar la ciudad en verano es como verla con un catalejo a lo lejos, solitaria, distante, sabedora de que tiene mucho más que ofrecer. Ahora la sardina del río se ha quedado sin agua y da los últimos coletazos, como queriendo echar a volar y ser gaviota allí donde veranean los demás. Pero en otoño volverá la vida, como una renombrada primavera de huerta, frutos y hojas de limonero. Volverán los estudiantes, las sillas repartidas por las terrazas y las noches cálidas a la luz que aún dejó reflejada el sol. Volverán la música, los reencuentros y las despedidas. Volverá el trasiego de gente y, en las Cuatro Esquinas, Trapería y Platería volverán a sentir su sangre bullir. Un lunes ya no será igual que un sábado.

Termina de cernirse la oscuridad y la ciudad descansa como un gigante dormido. Murcia echa de menos a su gente y aguarda impaciente a que llegue septiembre. Si la escuchas con atención, en sus noches de silencio roto por el canto de las cigarras, sentirás cómo nos llama dulcemente: “¿Murcianos?” Y volverás a ella con un trotecillo alegre.

Un paseo de Patricia Ruiz Guevara.

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