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HACIA UNA PASTORAL DE ENGENDRAMIENTO Philippe Bacq1 Nadie puede pretender poseer “el” modelo pastoral adaptado a los desafíos de la época contemporánea. Lo que puede tener éxito con unos, puede ser un fracaso con otros. La coyuntura actual, lejos de ser un obstáculo a la evangelización ofrece “una nueva oportunidad al Evangelio”. La “pastoral de engendramiento” se inspira en un modo de vincularse con los textos fundacionales. No sustituye a los otros modelos de pastoral puesto que no pretende ser uno más. Se sitúa en otro plano. Implica aspectos de transmisión, de acogida, de propuesta, de iniciación, pero los integra en un estilo evangélico que le es propio y que le confiere un modo específico. El autor del presente artículo recorre, en primer término, algunas teorías pastorales que conviven hoy y luego manifiesta las connotaciones propias de la llamada “Pastoral de engendramiento”. La pastoral a lo largo del tiempo... En estos últimos años han surgido diferentes paradigmas pastorales, referidos todos de alguna manera al modelo tradicional que se elaboró progresivamente a partir del Siglo V. La pastoral de “transmisión” o pastoral de “encuadre” Durante siglos, este tipo de pastoral presidió la vida de las parroquias. En Francia se la llamaba corrientemente la pastoral “ordinaria”, en comparación a la pastoral de los movimientos. Su propósito era, antes que nada, “trasmitir” la fe como una herencia recibida. La pastoral consistía en trasmitir fielmente la doctrina, la moral, los sacramentos y la disciplina canónica de la Iglesia Actualmente algunos teólogos la llaman también “pastoral de encuadre”. Eso significa en primera instancia, una forma sistemática de repartir el espacio. El concepto territorial es, en efecto, central en este paradigma. ?Cuál es el ideal que se persigue? Tener una iglesia por localidad y por parroquia y un cura residente cerca de esa iglesia. La expresión sugiere también una cierta manera de “enmarcar” la vida de los creyentes o de los futuros creyentes desde su nacimiento hasta su muerte, apoyándose en dos pilares centrales: la celebración de los sacramentos y el cura párroco. El cura es el fundamento de la unidad parroquial: reúne la asamblea de fieles y celebra la liturgia para ellos; los instruye y vigila que respeten las normas canónicas de la Iglesia, dado que son las que aseguran en gran medida la unidad del cuerpo eclesial. Este paradigma pastoral, que tiene tras de sí varios siglos de existencia, está lejos aún de haberse superado en la época actual. Gilles Routhier considera acertadamente “que aún habite en el imaginario de la mayoraia de los católicos. Sin embargo, actualmente este modelo es cada vez más cuestionado. Las delicadas cuestiones que aún hoy se plantean sobre las respectivas responsabilidades que caben a sacerdotes y laicos pueden considerarse una reliquia suya. De un modo más radical aún, Jean Delumeau plantea una cuestión de fondo. Ese tipo de pastoral había construido con éxito la “cristiandad”, pero ¿había logrado realmente “cristianizar”? El autor recuerda que los grandes responsables del nazismo, incluido Hitler, ¡habían ido todos al catecismo! Podríamos agregar que las naciones europeas consideradas 1 Artículo publicado en Misión, Junio 2007, pág. 67 Internacional Lumen Vitae, Bruselas. 77. El autor es un sacerdote jesuita, profesor en el Cent ro católicas, no lograron evitar las dos guerras mundiales. Al término de muchos siglos de evangelización, ¿había logrado el Evangelio transformar realmente las personas? Una pastoral de acogida A partir de la Segunda Guerra Mundial y las transformaciones culturales que le siguieron, se agregó a la pastoral de “transmisión” una pastoral “de proximidad”, también llamada “de acogida”. En una sociedad que se había diversificado enormemente, importaba tomar realmente en cuenta a las personas, sus deseos y sus expectativas. El Vaticano II marcó una etapa decisiva en esta evolución. Los primeros documentos del Concilio expresaron con firmeza una nueva convicción de fe: el Espíritu de Dios está trabajando en el proceso de valoración de la dignidad de la persona humana y sus derechos. Destacamos fuertemente el derecho de cada uno a elegir libremente su religión. Subrayaban la importancia del intercambio y del diálogo “por medio del cual, unos exponen a otros lo que han descubierto o creen haber descubierto, a fin de colaborar mutuamente en la búsqueda de la verdad”. Invitaban a todos y a cada uno, a adherir a la verdad “desde un asentimiento personal” oyendo la propia conciencia, porque afirmaban, “es ella la que el hombre debe seguir fielmente en todas sus actividades, para alcanzar su fin que es Dios”. A partir del Concilio, esas actitudes forman parte del corazón de una “pastoral de acogida”. Pero en lo concreto, dado el contexto de una secularización creciente, surgieron nuevas dificultades. La familiaridad con el misterio cristiano se diluyó en múltiples recomposiciones de lo religioso. Muy a menudo, las personas que demandan sacramentos están muy lejos de conferirles el sentido teológico que la Iglesia les da. ¿Cómo respetar sus demandas sin “hipotecar” el misterio de la fe? Pero, por otro lado, las personas que se acercan a la Iglesia para pedir una celebración sacramental, lo hacen porque para ellas tienen un sentido simbólico que valoran. ¿Cómo ubicarse entonces adcuadamente? Una pastoral de “proposición” Ante estas dificultades, los obispos franceses invitaron a desarrollar lo que llaman “una pastoral de propuesta”. La fe es siempre “objeto de una elección”. Implica responsabilidad del creyente. Importa velar por una apropiación personal que presupone una adhesión libre al misterio cristiano. Por otra parte “proponer” no significa simplemente “acoger”. Aquí, el gesto pastoral es activo, dinámico. Proponer es “tomar la iniciativa”, arriesgarse a anunciar públicamente la fe en una sociedad que tiene la tendencia a relegar lo religioso a la esfera privada. La “Carta a los católicos de Francia” provocó gran interés en otras Iglesias de Europa. Los obispos reconocen plenamente ciertos valores de la cultura contemporánea como la libertad, el pluralismo y la participación. No se sitúan en una actitud de superioridad frente a sus contemporáneos, pero no renuncian a proponerles abiertamente la tradición de la Iglesia. Sin embargo este intento puede prestarse a malentendidos. El verbo “proponer” en la práctica, ¿no corre el riesgo de adoptar “la postura de superioridad de aquel que tiene recursos para compartir, frente al que está más abajo y no los tiene?”. Monseñor Billé luego de recordar las grandes líneas del documento episcopal, concluía: “Sabemos bien que no existe Evangelio sin diálogo. No podemos aportar todas las respuestas sin antes haber escuchado las preguntas. No podemos escuchar solamente las preguntas para las que tenemos respuestas. Por otra parte, la calidad del diálogo a vivir, va más allá de la relación entre preguntas y respuestas. Se apoya en la obra que un mismo Espíritu realiza en el evangelizador tanto como en el evangelizando y el primero, conociendo lo que propone, acepta ser convertido por aquél que ha querido escucharlo”. Esta apreciación colorea fuertemente unan pastoral de propuesta. Por otra parte, el término “fe” plantea también una pregunta. La fe designa, propiamente hablando, la respuesta que los creyentes dan a Dios que se comunica con ellos cuando leen las Escrituras y participan en la vida eclesial. La Iglesia Católica, a lo largo de los siglos, ha objetivado su forma de creer en una doctrina, en una práctica sacramental o una disciplina canónica determinada, que a veces difiere o se opone a otras objetivaciones de fe, de las Iglesias de la Reforma y Ortodoxas por ejemplo. ¿Será cuestión entonces de revalorizar todas esas “mediaciones objetivas” de la fe católica? ¿No convendrá más bien, remontarse hacia la fuente, hacia “la experiencia creyente” de la Iglesia? Pero, ¿cómo acceder a la experiencia creyente si no es a través de la lectura del Evangelio? ¿No será más conveniente hoy, “proponer el Evangelio” que “proponer la fe”? Se plantea una tercera cuestión: la pastoral de propuesta se despliega en la esfera pública y apuntando a largo plazo. Pero ese objetivo lejano deja intacto el problema pastoral concreto que se plantea cuando algunas personas piden tal o cual sacramento sin darle el sentido objetivo que enseña la Iglesia. En ese caso, ¿cómo articular el respeto de las libertades y la propuesta de la fe? Una pastoral de iniciación Quizás para responder a estas dificultades, la pastoral de propuesta está generalmente asociado al término “iniciación”. Ser iniciados en la fe es familiarizarse progresivamente los unos por los otros en “el acontecimiento cristiano integral”. La participación en las actividades de la comunidad cristiana y la inmersión en la liturgia de la Iglesia con su dimensión de convivencia y fraternidad son especialmente valoradas en la pastoral de iniciación. Se apunta, por lo tanto, a transformar progresivamente las parroquias en verdaderas comunidades cristianas. Esta perspectiva es muy estimulante, pero también se enfrenta con algunos problemas. Gilles Routhier señala que todos los esfuerzos hechos durante los años 190 para suscitar verdaderas comunidades cristianas fueron casi en vano. Se progresó muy poco “hacia una Iglesia de sujetos donde cada uno participa”. El discurso oficial desarrolla un discurso comunitario, mientras que de hecho la parroquia funciona como un servicio público de lo religioso. Por otro lado, si se quisiera ir de una manera decidida hacia una Iglesia comunitaria, se chocaría enseguida con la resistencia de algunos que desconfían de la “comunidad”. Para ellos, el viejo control social ejercido por el párroco es preferible al “control social comunitario percibido como opresor”. Estas dificultades concretas se ven reforzadas por la dinámica emprendida en numerosas diócesis, de unificar las parroquias en unidades pastorales más grandes. Si esas “reestructuras parroquiales” no se acompañan con una dinámica local de proximidad, no pueden favorecer la construcción de “comunidades cristianas” como propone la pastoral de iniciación. Las nuevas unidades pastorales son necesariamente más anónimas que las parroquias locales y son más inadecuadas para el surgimiento de comunidades vitales y participativas. Hacia una pastoral de engendramiento La palabra “engendramiento” nos conecta con la experiencia humana más poderosa y a su vez más frágil. Evoca enseguida las palabras y gestos del hombre y la mujer que se aman y se unen para dar la vida. Al ofrecerse el uno al otro, la pareja engendra mutuamente sus propias identidades personales: se hacen más hombre y mujer, diferentes, únicos, incomparables y sin embargo, complementarios el uno del otro. Juntos dan la vida a un nuevo ser que a su vez los engendra como padres. La presencia de un recién nacido transforma radicalmente la relación de los esposos que lo trajeron a la vida. Por él acceden a una nueva identidad: se hacen padre y madre aprendiendo a adivinar las necesidades, los deseos, los miedos, las tristezas, las alegrías o las fantasías de su hijo. Luego empieza la larga paciencia de la educación que permite al hijo hacerse humano en medio de los humanos. La obra de engendramiento se opera en medio de relaciones de reciprocidad. Acontecimientos especialmente significativos irán marcando el ritmo de ese lento crecimiento de la vida. Momentos de alegría y de acercamiento mutuo pero también de sufrimiento y de separación. La obra estará completa en el momento en que, el que antes era niño, ahora un adulto, se despegue de sus padres y se lance en la vida, libre, autónomo y pronto para aportar a la sociedad toda la riqueza de su novedad. Suscitar la vida Aplicada de una manera analógica a la actividad pastoral, la expresión nos orienta, en primera instancia, hacia el don de la vida. El primer objetivo es suscitar la vida. No solamente la vida cristiana o espiritual, sino la vida en todas sus dimensiones, física, psicológica, intelectual, afectiva,... Y antes que nada, la vida en lo que tiene de más elemental, en lo que es necesario para existir simplemente con dignidad humana. Ese debería ser el primer signo distintivo de las comunidades cristianas de hoy: estar presentes en los lugares donde la vida es precaria y está amenazada. Ahora bien, nadie engendra bajo la presión de una ideología. El engendramiento no puede originarse desde el gusto por el poder, ni desde la ansiedad o la culpabilidad. Se da en el plano del “deseo” que se afecta ante la presencia del otro, se ofrece en diálogo y entra en relación con él. El estilo del evangelio, es determinante en esto. Cuando Jesús encuentra un leproso (Mc 1,41) o a la viuda de Naím (Lc 7,13) o a las multitudes desamparadas que acuden a él (Mc 6,34), “se conmueve de compasión” dicen los evangelios. Desde esa emoción surgen las palabras y los gestos que restauran, dan fuerza y coraje para seguir adelante. Este “modo de ser” evangélico es también el de las comunidades cristianas referidas a Él. Surge gracias a una relación renovada con Cristo y con los otros que Marcos sugiere con estas palabras “Estar con Él y ser enviado” (cf Mc 3,14) Primero se da la relación con Cristo: ella se alimenta en la oración y en la vida sacramental de la Iglesia. Pero esa relación está atravesada por un impulso que lleva hacia los demás, no desde una actitud de superioridad ni de mera piedad, sino con el modo de ser de Él, en una actitud de respeto y simpatía. Favorecer la relación armónica de lo masculino y femenino La palabra “engendramiento” subraya también una determinada calidad en la relación de hombres y mujeres en la comunidad cristiana. Nadie engendra solo ni con un igual. El engendramiento une armoniosamente el aporte de lo femenino y lo masculino. Suscita entre hombres y mujeres relaciones válidas en sí mismas, por el mero placer de estar juntos y de construir los unos con los otros una nueva identidad. Es cierto, que hoy las mujeres están cada vez más asociadas a la vida de la Iglesia, pero las instancias de poder y de decisión están aún en manos de hombres y muy en particular, de los ministros que la Iglesia ha ordenado a su servicio. Esta situación corre el riesgo de polarizar la atención en el ejercicio del culto y en el poder que ello implica, por sobre los cargos y las funciones específicas de los sacerdotes y laicos. Además el quehacer del engendramiento remite a cada cual a un modo de ser hecho de acogida y donación. Invita a reconocer plenamente los carismas en todos y cada uno. Invita muy especialmente a los hombres a desprenderse de una manera demasiado masculina de pensar la Iglesia y de construirla a su imagen, especialmente teniendo en cuenta una situación cultural donde la mayoría de los católicos son mujeres. ¿Son nuestras parroquias lugares donde las relaciones entre cristianos y cristianas se desarrollan de manera agradable? Si no lo fueran ¿cómo podrían ser fuente de vida? El placer, la alegría, lo agradable caracterizan el engendramiento: nadie engendra por deber... Entrar en relaciones de reciprocidad Solo existe el engendramiento mutuo. La pastoral que lleva este nombre se desarrolla en un ambiente comunitario donde las personas llevan entre ellas relaciones de proximidad. Según la expresión de Pablo, los cristianos se vuelven así “miembros los unos de los otros” poniendo “cada uno por su parte” los carismas recibidos del Espíritu al servicio de la comunidad y acogiendo los dones acordados a los demás. Así se engendra “la estima recíproca” y “el afecto mutuo” (Rm. 12,4-10), siendo el objetivo, que “los miembros se preocupen unos por otros” (1Cor 12,22-24) y se edifique “la casa de las relaciones mutuas” que es la Iglesia, el cuerpo de Cristo (Rm 14,17-19,34). La pastoral de engendramiento supone por lo tanto que las parroquias desarrollen células eclesiales a escala humana. Ella se acerca en esto a una pastoral de iniciación. Pero no apunta, sin embargo, a transformar toda a parroquia en un medio homogéneo. Ella vela porque siga siendo un medio abierto a todos. Lo que es verdadero para la parroquia lo es también para el conjunto de la Iglesia. Ellas se construye a sí misma por el diálogo retomado sin cesar con las mujeres y los hombres de su tiempo. Ella se deja engendrar así a una vida nueva que se manifiesta en la renovación constante de las mediaciones institucionales objetivas. Las fronteras que distinguen a los cristianos de los demás no desaparecen, pero se hacen porosas, permeables a la acción del Espíritu. La Iglesia no teme renacer constantemente en su identidad siguiendo los llamados del Espíritu que ella discierne en las evoluciones culturales contemporáneas. Este rejuvenecimiento de la Iglesia provoca una manera renovada de pensar, decir y vivir la fe. Este aspecto dinámico, evolutivo, de una Iglesia en génesis no es tan valorado dentro de otros paradigmas pastorales. Sin embargo, la pastoral de engendramiento no deja de lado los aspectos organizacionales e instititucionales indispensables que le brindan fuerza y estabilidad. No rechaza los proyectos pastorales y tiene especial cuidado en los procedimientos usados para su óptima puesta en práctica. Pero ella elabora las estructuras necesarias, según lugares y circunstancias, poniéndolas al servicio de promover las relaciones que son su prioridad. Forma, antes que nada, equipos de trabajo y cuida de crear entre los miembros, una calidad de relación inspirada en el evangelio. Dentro de esta perspectiva recibe las distintas iniciativas que brotan a nivel local, estando atenta también a integrarlas en la pastoral de conjunto de una unidad pastoral más amplia. Apoya las pequeñas realizaciones parciales y diversas que considera manifestaciones del Reino. No duda en promoverlas y coordinarlas entre ellas. Las entrelaza, por así decirlo, en un tejido de tipo artesanal más que producido en serie: se piensa a sí misma como una pastoral “de costura a mano”. Nacer juntos a una nueva identidad La cuestión que se plantea no es cómo puede la Iglesia suscitar nuevos cristianos. Las cuestiones planteadas son más bien de este orden: ¿Qué pasa entre Dios y estos hombres y mujeres que viven en los albores del siglo XXI? ¿Qué caminos recorre Él para alcanzarlos a su propia vida? ¿En qué invita a la Iglesia a transformar su manera tradicional de creer y de vivir para permitir ese encuentro? De la misma forma, en todo diálogo pastoral interpersonal, el animador u animadora adopta una actitud de discernimiento. Antes de proponer la fe o de desear iniciar en la fe, está atento a la relación que Dios desea instaurar con quienes se le dirigen. El acento cambia. Descentra de sí misma a la Iglesia; la pone al mismo tiempo a la escucha de Dios y del mundo, en una actitud de desprendimiento, humildad y “no-control”. Acompañarse mutuamente Desde esta perspectiva, el acompañamiento se vuelve una verdadera prioridad. Construir grupos que relean juntos su vida a la luz del Evangelio ofrece hoy un real porvenir a la vida de las parroquias. Acompañar es también formar cristianos que impactarán por su manera de vivir y que estarán dispuestos a tejer aquí y allá manojos de Evangelio. Hoy, el llamado a vivir el Evangelio pasa de uno a otro como por contagio, como en los escritos fundacionales (Cf. Rm 16,1-23). Esto plantea de lleno la cuestión de la formación de los animadores y animadoras pastorales. Adquirir el arte de releer un diálogo pastoral para discernir en él la acción del Espíritu se vuelve el mayor desafío de la pastoral del mañana. Proponer el Evangelio El mayor desafío pastoral está en discernir cómo Dios mismo trabaja en la sociedad contemporánea. Pero ¿cómo realizar ese discernimiento? Antes que nada, proponiendo incansablemente el Evangelio. Leerlo en grupos donde los lectores sean cercanos unos de otros, dejarse trabajar por el texto: es el corazón mismo de una pastoral de engendramiento. En el fundamento de esta actitud pastoral existe una fuerte convicción: sólo la Palabra de Dios puede abrir, hoy como ayer, “la puerta de la fe” (cf. Hech. 15,27) Dejar que el Evangelio vuelva a nosotros. Esa decisión inicial puede cambiar de mandera radical la manera de encarar la fe cristiana en relación a la forma comúnmente aceptada en una pastoral de encuadre. Los textos, en efecto, no proponen una sola manera de creer, bien enmarcada, reglamentada y que se impondría a todos por igual. Las maneras de creer de los judeo-cristianos y de los paganos convertidos son diferentes. Unas son las insistencias de los evangelios sinópticos, otras las del cuarto evangelio. La exégesis está cada vez atenta a la gran diversidad desde los orígenes, algo que es especialmente esclarecedor para vivir en nuestra cultura pluralista. Pero de un texto a otro también se perfilan convergencias, que son capitales del punto de vista de una pastoral de engendramiento. A lo largo de la lectura se dibujan dos grandes tipos de creyentes. Hombres y mujeres signos del Reino En primer lugar, una multitud de hombres y mujeres se hacen hijos de Dios por su forma de vivir las relaciones con los demás. Dios se comunica con ellos sin que necesariamente tengan conciencia de ello. Desde el comienzo de su relato, Mateo centra nuestra atención en esa gran muchedumbre cosmopolita a la que Jesús enseña en la montaña (cfr. Mt 5,1-12). Llevan una existencia que podemos decir que ya es sacramental en sí misma, dado que es signo y realiza en lo cotidiana el estilo de vida del mismo Dios. Al final de su relato Mateo llegará a decir que Cristo resucitado se comunicó con esas personas sin que ellas siguiera lo supieran (cfr. Mt 25,41-40) El Concilio Vaticano II, a su modo, retoma e interpreta la misma enseñanza. En efecto, afirma que todos ls seres humanos que viven según su conciencia, han recibido, al igual que los cristianos, las primicias del Espíritu que los hace capaces de vivir según la ley del amor. Esta convicción esclarece la manera como los evangelistas presentan la actitud pastoral de Cristo. Sin cansarse, página tras página, narran los múltiples encuentros de Jesús con quienes, por el azar de las circunstancias se cruzan en su camino. En los evangelios sinópticos, Él responde a sus deseos en un auténtico diálogo desde la verdad y les comunica un “plus” de existencia. Son restaurados desde dentro, engendrados a una nueva vida. Pero jamás Jesús los invita a hacer un acto de fe explícita en Él. Tampoco los convida a hacer parte del grupo de los discípulos que lo siguen. En términos actuales diríamos que no pretende hacerlos cristianos. ¡Esto es algo extraordinario! Él demuestra un inmenso respeto por la libertad de todos y cada uno, en lo que tienen de únicos y los remite simplemente a la verdad de su propia existencia: “Levántate, toma tu camilla y vuelve a tu casa” le dice al paralítico (Mc 2,11). Es más, a sus ojos esos hombres y mujeres ya son creyentes: “Ten confianza hija, tu fe te ha salvado” le dice a la mujer que sufre de flujo de sangre desde hacia muchos años (Mt 9,22). Ante la demanda del centurión, exclama lleno de admiración: “De verdad les digo, que no he encontrado en Israel fe semejante” (Mt 8,10). Sin embargo, ninguno de ellos reconocerá en Él a Cristo ni lo llamará así. Ellos están “habitados” por un deseo de vivir, y se dirigen a él porque perciben que puede comunicarles esa vida que ansían. ¿No podremos plantearnos, entonces, que muchas de las personas que se dirigen a la Iglesia para pedir un sacramento por ejemplo, son de alguna manera comparables a esos que se acercaban a Jesús sin vincularse de un modo duradero con Él, ni hacerse sus discípulos? ¿No está también llamada la Iglesia a reconocer la fe que ya los anima y a revelarles, de una manera u otra, ese “felices ustedes” que resuena en el sermón de la montaña' ¿Y si buscara nuevas maneras de celebrar la presencia del Reino en la vida de esas personas sin por eso pretender que se integren a la comunidad cristiana? La identidad de los discípulos Los discípulos también son invitados a ser hombres y mujeres del Reino, pero con ellos sucede algo totalmente nuevo. En primer término, muchos de ellos están presentes desde el comienzo de los relatos y estarán presentes durante todo el Evangelio hasta el final. Algunos son llamados directamente por Cristo para seguirlo. Otros – es claramente el caso de las mujeres – se unen espontáneamente al grupo que progresivamente se forma a su alrededor (cfr. Lc 6,1-3). Ellos también son engendrados a la vida de Dios, pero lo son durante todo el tiempo que viven en compañía de Jesús, lo que no sucede con los otros actores del Evangelio. A su vez, siguiendo a Jesús, esos hombres y mujeres lo engendran progresivamente a una nueva identidad: Él se convierte, gracias a ellos, en el iniciador y el pastor de una comunidad visible y duradera que será en germen la futura comunidad cristiana. Pero ellos también accederán progresivamente a una nueva identidad: en los evangelios sin es solamente a ellos que Jesús planteará un día: “Y ustedes, quién dicen que soy yo?” (Mc 8,28) Pero no lo hace enseguida, ni en el comienzo de su relación. Se arriesga a hacerlo luego de mucho tiempo de tenerlos como compañeros. Simón responde en nombre de todo el grupo: “Tú eres el Cristo”, iniciando así la confesión de fe de la Iglesia. Por otra parte, Pedro está aún en los comienzos de su camino de fe. Comprende aún muy mal el título que acaba de adjudicar a Jesús. Lo reviste de una connotación de poder y de gloria que llevará a Jesús a dar a los discípulos una enseñanza totalmente nueva: Él es el Cristo, sí, pero a la manera del siervo sufriente de Isaías que vino para servir y no para ser servido (Mt 20,28). Hasta el final del relato los propios discípulos no comprenderán esa enseñanza. Su fe en Jesús está lejos de ser pura. Incompleta y en parte ilusoria, mezclada con malentendidos y errores, ella es sin embargo la matriz de la fe de la Iglesia, que a lo largo de su historia, se mantiene, ella también imperfecta en su forma de expresarla. Este hecho da que pensar. ¿quién puede determina la calidad de su propia fe y apreciar la de otros y según qué criterios? ¿Cómo trazar con precisión una frontera entre los hombres y mujeres el reino y los discípulos? Mateo habla de Simón el leproso que recibe a Jesús en su casa (Mt 26,6) y de José de Arimatea que “era enseñado por Jesús” (mt 26,57). ¿Podemos hablar propiamente de discípulos? ¿Y a esos hombres y mujeres que recibían en su casa a los doce cuando estaban de misión? (Mc 6,1-13) La frontera no está clara y los narradores no se preocupan demasiado por definirla. Dejan campo abierto y no disipan todas las incertidumbres. ¿Y si fuera ésta la manera que tiene Dios de no fijar demasiado las cosas? En épocas de cristiandad, la Iglesia tenía claramente definidas las condiciones canónicas que era necesario cumplir para ser considerado católico y recibir válidamente los sacramentos. Esto era coherente con la pastoral de encuadre que desarrollaba en ese momento. Pero hoy, los cambios culturales en curso ¿no la están invitando a volver a la maleabilidad de sus orígenes? ¿No estará a veces la Iglesia, en su afán de hacer las cosas bien, demasiado apurada por “llevar a su granero”? (Cf. Mt 13,30) A la manera del Evangelio Los cristianos que entran en la perspectiva del engendramiento están convencidos de que el Evangelio invita a todos los seres humanos a llevar una vida auténtica, de acuerdo a sus conciencias. Se animan, por lo tanto, a “proponer el Evangelio” a todos, invitándolos a llevar adelante su existencia de acuerdo a las bienaventuranzas. Esta propuesta de sentido es hoy especialmente importante, dado que muchos de nuestros contemporáneos están más vulnerables ante la multiplicidad de posibles estados de vida. Están perdiendo sus puntos de referencia. En ese contexto, la propuesta del Evangelio mantiene todas sus posibilidades. La persona de Cristo puede ser significativa para muchos porque encarna de manera única e incomparable un modo extremadamente humano de vivir. En su nombre, los cristianos cuestionan vivamente y de manera pública algunas dinámicas de la cultura contemporánea que desnaturalizan la dignidad humana. La propuesta del Evangelio es para ellos, por lo tanto, el eje central de su pastoral. Pero están tanto más libres al anunciar el Evangelio que permiten que la Buena Nueva haga surgir desde lo hondo de cada uno y cada una la “respuesta de fe” que sube al corazón y los labios: la de un hombre o mujer del Reino o la de un discípulo, sabiendo que entre estas dos figuras, el Espíritu suscita gran diversidad de respuestas, y con muy diferente modalidad. Los signos de los tiempos nos invita a dejar que el Espíritu del mismo Cristo trace diversos caminos de vida para todos y cada uno. Respetar las conciencias, es aceptar un despojamiento, una pérdida de dominio, una renuncia a la manipulación. Es quizás bajo esta forma, especialmente, que la Iglesia es trabajada por el misterio pascual de toda vida.