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ArribaAbajoLibro VI

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Sumario

Refiere Telémaco que rehusó la corona de Creta para volver a Ítaca: que también la rehusó Mentor a quien con este motivo instó la asamblea a que en nombre de la nación eligiese el que conceptuase más digno. Que a éste fin expuso lo que acababa de saber de las virtudes de Aristodemo, el cual fue al instante proclamado rey. Refiere finalmente que se embarcaron para Ítaca; pero que Neptuno, por complacer a Venus irritada, les hizo padecer un naufragio, de cuyas resultas acababa de recibirles Calipso en su isla.

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Libro VI

Salieron los ancianos del bosque sagrado, y tomándome de la mano uno de ellos, anunció al pueblo (que esperaba con impaciencia la resolución) haber yo obtenido el premio; y apenas acabó de hablar cuando se percibió un confuso ruido en toda la asamblea. Lanzaban todos aclamaciones de júbilo, que resonaban en la playa y montañas vecinas, diciendo: «¡Reine en Creta el hijo de Ulises, tan semejante a Minos!»

Detúveme un momento haciendo señal con la mano para dar a entender que deseaba me escuchasen; y entre tanto decíame estas palabras Mentor: «¿Renunciáis a vuestra patria? ¿la ambición de una corona os hará olvidar a Penélope, que os aguarda cual su única esperanza, y al grande Ulises, a cuyos brazos han resuelto volveros los   —116→   dioses?» Estas palabras penetraron en mi corazón haciéndome superior al vano deseo de reinar.

«¡Oh ilustres cretenses! exclamé aprovechándome del momento en que advertí un profundo silencio en aquella tumultuosa asamblea, no soy digno de gobernaros. El oráculo que acaban de citar manifiesta que cesará de reinar la dinastía de Minos luego que entre en esta isla un extranjero y establezca el imperio de las leyes de aquel sabio rey; mas no dice el oráculo que haya de reinar. Creeré en buen hora ser yo el de que habla el oráculo. Ya cumplí la predicción, pues arribando a esta isla he explicado el sentido verdadero de las leyes, y anhelo que mi explicación contribuya a hacerlas reinar con el hombre a quien elijáis. Pero doy la preferencia a mi patria, la pequeña isla de Ítaca, sobre las cien ciudades de Creta, y sobre la gloria y opulencia de tan poderoso reino. Permitid siga la suerte que me señalan los hados. Si combatí en vuestros juegos no era con la esperanza de reinar en Creta, sino para procurar merecer el aprecio y compasión de los cretenses, con el objeto de que me suministraseis medios de regresar con brevedad al lugar de mi nacimiento; pues quiero más obedecer a mi padre Ulises y consolar a mi madre Penélope que mandar a todos los pueblos del universo. ¡Cretenses! vosotros veis el fondo de mi corazón, me es preciso dejaros; mas sólo la muerte podrá borrar de él mi gratitud. Sí: hasta el postrer suspiro serán caros a Telémaco los cretenses, y se interesará en la gloria de ellos como en la suya propia.»

Apenas hube acabado de hablar se suscitó en la asamblea un sordo rumor, semejante al que causan las olas del mar embravecido cuando chocan en el furor de la tempestad. ¿Es por ventura, decían unos, alguna divinidad   —117→   bajo la forma humana? Sostenían otros conocerme por haberme visto en varios países; y otros por último exclamaban debía obligárseme a reinar en Creta. Volví a tomar la palabra, y apresuráronse todos a guardar silencio ignorando si iba a aceptar lo que había rehusado antes.

«Permitid, les dije, oh cretenses, que os manifieste mi opinión. Sois el pueblo más sabio de todos pero entiendo que la prudencia reclama una precaución que no habéis tenido presente. Debe recaer vuestra elección no en el hombre que mejor discurra sobre las leyes, sino en el que las practique con la más constante virtud. Yo soy joven, y por lo mismo carezco de experiencia, estoy expuesto a la violencia de las pasiones, y más bien en estado de instruirme obedeciendo para mandar un día, que en el de gobernar ahora. No busquéis pues, al vencedor en los juegos y ejercicios, sino al que se haya vencido a sí mismo, buscad al que tenga grabadas en su corazón vuestras leyes, y las practique en todo el discurso de su vida, pues así os las hará observar más con el ejemplo que con las palabras.»

Encantados al escucharme todos los ancianos, y advirtiendo que iban en aumento los aplausos de la asamblea, me dijeron: «Pues los dioses nos quitan la esperanza de veros reinar en medio de nosotros, ayudadnos al menos a elegir un rey que haga observar nuestras leyes. ¿Conocéis alguno que pueda gobernarnos según ellas?» «Conozco, les dije, un hombre a quien debo todo lo que estimáis en mí, no mi sabiduría, sino la suya acaba de dictar mis palabras, él me ha inspirado las respuestas que habéis escuchado de mi boca.»

Al mismo tiempo dirigieron todos la vista a Mentor,   —118→   a quien les presenté conduciéndole de la mano. Referí sus cuidados durante mi infancia, los peligros de que me había libertado, y los infortunios que experimenté desde que dejé de seguir sus consejos.

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     Al principio no habían reparado en él a causa de la sencillez y descuido de sus vestiduras, aspecto modesto silencio casi continuo, y exterior tranquilo y reservado; mas luego que comenzaron a mirarle con cuidado, descubrieron en su rostro cierta firmeza y superioridad, notando la viveza de sus ojos y el vigor con que ejecutaba hasta las menores acciones. Preguntáronle, y le admiraron, resolvieron elegirle rey, y se excusó sin alterarse diciéndoles prefería las dulzuras de la vida privada al brillo de la diadema; que los mejores reyes son desgraciados porque rara vez hacen el bien que desean, y causan muchos males involuntarios sorprendidos por la lisonja; que si es miserable la esclavitud, no lo es menos la dignidad real por ser una esclavitud disfrazada, pues   —119→   un rey decía, depende de todos aquellos a quienes necesita para hacerse obedecer. ¡Feliz el que no está obligado a mandar! Sólo a la patria debemos el sacrificio de nuestra libertad para contribuir a su bien cuando nos confía la autoridad.

No pudiendo los cretenses salir de su sorpresa, preguntáronle cuál era el hombre a quien debían elegir. «Al que os conozca bien, les respondió, pues al mismo tiempo que os gobierne temerá gobernaros. El que desea la corona ignora el peso de ella: ¿cómo, pues, llenará los deberes que impone no conociéndolos? La busca para sí, mas vosotros debéis desear un hombre que la acepte para vuestro bien.»

Llenáronse de admiración los cretenses al ver rehusaban dos extranjeros la corona a que tantos aspiraban, y quisieron saber quién los había conducido. Nausicrates que nos acompañó desde el puerto hasta el circo, les mostró a Hazaël con quien Mentor y yo arribamos desde la isla de Chipre; pero aumentose su admiración al saber que éste había sido esclavo de Hazaël; que persuadido de la sabiduría y virtudes de su esclavo le consideraba como su director y mejor amigo; que este mismo esclavo, obtenida su libertad, era el que acababa de rehusar el cetro; y por último, que Hazaël venía desde Damasco en Siria para instruirse de las leyes de Minos, pues tal imperio ejercía en su corazón el amor a la sabiduría.

«No osaremos rogaros que nos gobernéis, dijeron a Hazaël los ancianos; pues creemos pensaréis como Mentor. Despreciáis demasiado a los hombres para tomar a vuestro cargo dirigirlos, además, influyen poco en vuestro ánimo las riquezas y el brillo de la diadema, para que deseéis adquirir uno y otro en cambio de las penalidades que trae consigo el gobierno de los pueblos.» «No   —120→   creáis, cretenses, respondió Hazaël que yo desprecie a los hombres. No, no: conozco cuán grande es ocuparse en hacerlos buenos y dichosos; mas tal ocupación trae consigo penalidades y peligros, y el brillo que proporciona es un oropel que sólo puede alucinar a las almas orgullosas. La vida humana es corta: la grandeza inflama los deseos mucho más de lo que es capaz de satisfacerlos; y vengo de tan lejanos países no para adquirir bienes falaces, sino para buscar los medios de vivir contento sin ellos. Adiós, cretenses. No deseo otra cosa que volver a la vida retirada y pacífica; que la sabiduría ilumine mi entendimiento, y que las esperanzas de mejor vida que proporciona la virtud, cuando haya dejado de existir, me sirvan de consuelo en las penalidades de ella. Si algo tuviera que desear no sería el ceñir la corona, y sí el no separarme jamás de estos dos hombres que veis.»

«Decidnos ¡oh el más sabio y grande de todos los mortales!, exclamaron por último los cretenses hablando con Mentor, decidnos, pues, a quien podemos elegir por rey, no os dejaremos partir hasta que nos hayáis indicado la elección que debemos hacer.» «Cuando me hallaba confundido entre la multitud de espectadores, respondió Mentor, ha llamado mi atención un anciano robusto que manifestaba serenidad, y me han dicho llamarse Aristodemo. He sabido después se hallaban sus dos hijos entre los combatientes, sin que haya él dado al oír esto señales de gozo, diciendo que al uno de ellos no le desea los peligros del trono, y que ama demasiado a su patria para permitir reine el otro en ella. Esto me ha hecho conocer que es racional el cariño al uno de sus hijos por sus virtudes, y que no lisonjea al otro disculpando sus extravíos; y habiendo excitado mi curiosidad he preguntado la clase de vida del referido anciano. Ha   —121→   las armas largo tiempo, me ha respondido uno de vuestros ciudadanos, y su cuerpo se halla cubierto de heridas; mas su virtud, sinceridad y odio a la lisonja le habían atraído la enemistad de Idomeneo. Por esta razón no se sirvió de él en el sitio de Troya, temiendo a un hombre cuyos prudentes consejos no podría resolverse a seguir, y aún excitó su emulación la gloria que adquiriría en breve, olvidó sus buenos servicios; dejole aquí pobre, despreciado de los hombres soeces e infames que sólo dan estimación a las riquezas. Sin embargo, contento en la miseria, vive en un sitio retirado de la isla cultivando la tierra con sus propias manos; con él trabaja uno de sus hijos; se aman con ternura y viven felices. Su frugalidad y laboriosidad les proporcionan la abundancia de cuanto es necesario a una vida sencilla, dando ese sabio anciano a los pobres enfermos del contorno lo que sobra después de satisfechas sus necesidades y las de sus hijos. Proporciona trabajo a los jóvenes, y los exhorta e instruye, termina las discordias de sus vecinos y es el patriarca de todas las familias; mas causa la desgracia de la suya un hijo que desoye sus consejos, después de haberle sufrido mucho tiempo, esforzándose a corregir sus vicios, le ha arrojado de su casa, y desde entonces se ha entregado a los placeres y a una loca ambición.

He aquí ¡oh cretenses! lo que me han referido: vosotros sabréis si es cierto. Pero si es tal como me le han pintado, ¿a qué celebráis juegos y ejercicios? ¿a qué convocar tantos desconocidos? Tenéis en medio de vosotros un hombre que os conoce y a quien conocéis; que sabe el arte de la guerra y ha acreditado su valor, no sólo contra los dardos y las flechas, sino contra los rigores de la miseria; que ha despreciado las riquezas que proporciona la vil adulación; que aprecia el trabajo; que conoce   —122→   la utilidad que presta la agricultura; que detesta el fausto; que no se deja ablandar por el ciego amor hacia sus hijos, estimando las virtudes de uno y condenando los vicios del otro; en una palabra, un hombre que ya es padre de su pueblo. He aquí vuestro rey, si es cierto que deseáis lleguen a gobernaros las leyes del sabio Minos.»

«Verdaderamente, gritó el pueblo, es Aristodemo tal cual decís: merece la corona.» Hiciéronle llamar los ancianos, buscáronle entre la multitud en donde se hallaba confundido con las últimas clases del pueblo. Presentose con serenidad, y le anunciaron que le elegían por rey. «Sólo puedo aceptar, respondió, con tres condiciones. Primera, que dejaré el cetro dentro de dos años si no os hago mejores de lo que sois, o si resistís las leyes. Segunda, que tendré la libertad de continuar viviendo con frugalidad y sencillez. Tercera, que mis hijos no gozarán ninguna distinción, y que después de mis días serán tratados según su mérito como los demás ciudadanos.»

Resonaron mil exclamaciones de júbilo al oír estas palabras, los ancianos custodios de las leyes colocaron la corona en las sienes de Aristodemo e hicieron sacrificios a Júpiter y otros supremos dioses. Hízonos varios presentes Aristodemo, no con la magnificencia que es ordinaria en los reyes, pero sí con noble franqueza, dio a Hazaël las leyes de Minos, escritas por aquel mismo rey legislador, y un compendio de la historia de Creta desde la época de Saturno hasta el siglo de oro, proveyó su bajel de toda clase de frutos de Creta, desconocidos en Siria, y le ofreció además cuantos auxilios pudiese necesitar.

Como nos urgía partir hizo preparar una nave con gran número de buenos remeros y soldados, y nos suministró ropas y provisiones. Levantose al momento un   —123→   viento favorable para navegar a Ítaca, y por ser contrario a Hazaël le fue preciso detenerse. Vionos éste partir y nos abrazó como amigos a quienes no volvería a abrazar jamás. «Los dioses, decía, son justos: ven una amistad fundada sólo en la virtud; algún día volverán a unirnos en aquellos campos afortunados en donde dicen gozan los justos de una paz perpetua después de la muerte, y en donde se juntarán de nuevo nuestras almas para no separarse nunca. ¡Ah! si pudiesen mis cenizas ser recogidas con las vuestras.» Al decir estas palabras derramaba un torrente de lágrimas, y los sollozos enmudecían su voz, no llorábamos nosotros menos que él; y nos acompañó llorando hasta la nave.

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     «Vosotros, nos dijo Aristodemo, acabáis de hacerme rey: acordaos de los peligros en que me habéis puesto. Rogad a los dioses que me inspiren la verdadera sabiduría, y que sea tan superior en moderación a los demás hombres cuanto lo es mi autoridad. Por mi parte les   —124→   suplico os lleven con felicidad a vuestra patria para confundir allí la insolencia de vuestros enemigos, y que os dejen ver en paz a Ulises reinando en compañía de su cara Penélope. Telémaco, os doy un buen bajel lleno de soldados y remeros que podrán serviros contra esos hombres injustos que persiguen a vuestra madre. ¡Oh Mentor! vuestra sabiduría que de nada necesita, no me deja que desearos cosa alguna. Id los dos, vivid felices juntos, acordaos de Aristodemo; y si alguna vez pueden ser útiles a Ítaca los cretenses, contad conmigo hasta el postrer aliento.» Abrazonos, y en justa retribución de sus lágrimas no pudimos negarle las nuestras.

Entre tanto nos anunciaba próspero viaje el favorable viento que hinchaba nuestras velas. Ya el monte Ida se nos ofrecía semejante a una colina, ya desaparecían las playas, y se adelantaban al parecer hacia el mar las costas del Peloponeso para venir a encontrar el bajel; cuando de improviso cubrió el cielo una oscura tempestad que agitó las aguas, trocose en noche el día, presentose la muerte a nuestros ojos. ¡Oh Neptuno, vuestro soberbio tridente irritó las olas! Deseando Venus vengar el desprecio hecho a su divinidad hasta en el templo de Citeres, corrió en busca de Neptuno, y bañados en lágrimas sus hermosos ojos, pintole su dolor, al menos así me lo ha asegurado Mentor que se halla instruido de las cosas divinas. «¿Sufriréis, dijo Venus a Neptuno, que esos impíos burlen mi poder impunemente? ¡Se han atrevido a condenar cuanto se hace en mi isla, y los mismos dioses se sujetan al yugo de mi imperio! Considéranse sabios a toda prueba, y llaman locura al amor. ¿Olvidáis que he nacido en el seno de las aguas? ¿Por qué tardáis en sumergir en los profundos abismos de ellas a esos temerarios que me son insoportables?»

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    Apenas acabó de hablar alteró Neptuno las olas elevándolas hasta el cielo, y complacíase Venus considerando inevitable el naufragio. Turbado el piloto gritaba no poder resistir los vientos que nos impelían hacia las rocas, cayó roto uno de los mástiles, y al momento oímos el choque del bajel, que tropezando en un escollo abrió paso a las aguas. Entraban estas por mil partes, y sumergíase la nave, lanzaban gritos de dolor los remeros, y abrazándome yo a Mentor: «He aquí la muerte, dije, esperémosla con valor. Los dioses nos han libertado de tantos peligros para que perezcamos hoy. Muramos, Mentor, muramos; me sirve de consuelo morir a vuestro lado, inútil sería poner resistencia a la muerte contra el furor de la tempestad.»

«El verdadero valor, me respondió, halla siempre algún recurso. No basta prepararse a recibir la muerte con   —126→   serenidad; preciso es, sin temerla, hacer esfuerzos para rechazarla. Tomemos uno de los bancos de los remeros. Mientras que esta multitud de hombres cobardes y sobresaltados siente perder la vida olvidando los medios de conservarla, no desperdiciemos nosotros un momento.» Empuñó un hacha, acabó de cortar el mástil, que por hallarse roto se inclinaba a tocar con las aguas; lo arrojó fuera de la nave, se tiró sobre él, y me llamó por mi nombre alentándome para que le siguiese. A la manera que un grueso árbol, contra el cual se conjuran los huracanes, permanece inmóvil sostenido por sus profundas raíces, sin que la tempestad le cause otro daño que dar acelerado movimiento a sus hojas; del mismo modo se mantenía Mentor, no sólo animoso y sereno, sino dominando al parecer los vientos y las aguas. Seguile yo. ¡Ah! ¿quién hubiera podido dejar de hacerlo animado con su ejemplo?

Conducíamonos sobre el flotante leño que nos servía de grande auxilio, porque podíamos sentarnos sobre él, y se hubieran agotado bien pronto nuestras fuerzas si hubiésemos tenido que nadar sin descanso. Pero muchas veces retrocedía el leño de nuestra salvación impelido por la borrasca, y nos veíamos sumergidos en el mar. Entonces bebíamos sus aguas que arrojábamos por boca y nariz, y nos era forzoso luchar con las olas para asirnos de nuevo a él. Algunas veces cubríannos olas elevadas cual una montaña, y nos agarrábamos al leño con todas nuestras fuerzas, temerosos de que al violento impulso que recibía se nos escapase y quedásemos privados de nuestra única esperanza.

Mientras que nos hallábamos en tan deplorable situación, me decía Mentor con la misma serenidad que si estuviera sentado sobre este florido césped: «¿Creéis,   —127→   Telémaco, esté abandonada vuestra vida a los vientos y a las aguas? ¿Teméis perecer sin la voluntad de los dioses? No, no, ellos deciden de todo; a ellos, no a las aguas, debe temerse. Ora os vieseis en lo más profundo del abismo, ora elevado sobre el Olimpo contemplando los astros a vuestros pies, podría Júpiter sacaros del uno, sumergiros en el otro o precipitaros entre las llamas del oscuro Tártaro.» Escuchábale yo, y le admiraba sirviéndome de algún consuelo; pero no me hallaba en estado de responderle. Ni él me veía, ni yo podía verle. Pasamos toda la noche yertos de frío y desfallecidos, sin saber a dónde nos conduciría la tempestad. Por último, comenzó a amainar el viento, y bramando las aguas cual el que por haber estado largo tiempo irritado conserva sólo un resto de inquietud y se halla fatigado de los accesos de la ira, causaba un sordo rumor, y eran sus olas semejantes a los surcos que se ven en un campo labrado.

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     Presentose la aurora para abrir las puertas del cielo   —128→   al dorado Apolo, y nos anunció un hermoso día. Aparecía el oriente cual una grande hoguera; y las estrellas, escondidas por largo tiempo, volvieron a presentarse para esconderse de nuevo al comenzar Febo su carrera. Descubrimos a lo lejos la tierra, y el viento nos aproximaba a ella, entonces renació la esperanza en un corazón. No vimos a ninguno de nuestros compañeros, sin duda les abandonaría el valor y los sumergiría la tempestad a todos con el bajel. Cuando nos vimos cerca de la tierra, arrojábanos el mar contra las rocas, en donde nos hubiéramos estrellado; pero procurábamos presentarles el extremo del leño, del cual hacia Mentor el mismo uso que hace del timón el diestro piloto. Así nos salvamos de este nuevo peligro, y llegamos a encontrar una costa agradable y llana, y nadando sin dificultad arribamos sobre la arena. Allí nos visteis, gran diosa que habitáis esta isla; allí fue en donde os dignasteis recibirnos.

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ArribaAbajoLibro VII

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Sumario

Admira Calipso a Telémaco y sus aventuras. Y no perdona medio para retenerle en su isla y enamorarle. Sostiénele Mentor contra sus artificios y contra Cupido que llevó Venus consigo para socorrerla. Telémaco, sin embargo, y la ninfa Euchâris conciben una mutua pasión que excita al principio los celos de Calipso y su enojo luego. Jura por la Estigia que Telémaco saldrá de la isla. Va Cupido a consolarla y obliga a sus ninfas a que mientras Mentor se llevaba a Telémaco para embarcarle, quemasen el navío que a este fin había construido. Alegrase interiormente Telémaco de verle arder, y conociéndolo Mentor le precipita consigo al mar para ganar a nado otro navío que veía cerca de la costa.

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Libro VII

Cuando hubo acabado Telémaco esta narración, comenzaron a mirarse las ninfas que habían permanecido inmóviles con la vista fija en él, y se preguntaban llenas de admiración: «¿Quiénes son estos dos hombres tan favorecidos de los dioses? ¿Oyéronse jamás aventuras tan maravillosas? Ya es Telémaco superior a Ulises en elocuencia, sabiduría y valor. ¡Qué gallardía! ¡qué afabilidad! ¡qué modestia! ¡qué heroísmo! Si ignorásemos ser hijo de un mortal, creeríamos que era Baco, Mercurio, o el mismo Apolo. Pero ¿quién será ese Mentor, al parecer oscuro y de mediana condición? Al mirarle atentamente se encuentra en él cierta cosa inexplicable superior a los seres mortales.»

Escuchaba Calipso estas palabras con una turbación que procuraba ocultar en vano, y sin cesar dirigía la vista ora a Mentor, ora a Telémaco. Deseaba a veces volviese a comenzar éste la historia de sus aventuras; mas en breve   —132→   se arrepentía de ello, hasta que levantándose por último con precipitación, condujo a Telémaco a un bosque de mirtos, e hizo todos sus esfuerzos para cerciorarse de si era Mentor alguna divinidad que se ocultase bajo la forma humana; pero nada podía éste decirla, pues Minerva, que le acompañaba bajo la de Mentor, no se había dado a conocer a causa de los pocos años de aquel joven, no fiándose todavía de él para revelarle sus designios, además de que deseaba experimentarle en los mayores peligros, y los hubiera despreciado sabiendo le acompañaba Minerva, confiado en tan poderoso auxilio. Ignoraba quién era Mentor, y por esta razón fueron inútiles todos los ardides de Calipso para saber lo que deseaba.

Reunidas entre tanto las ninfas alrededor de Mentor, se entretenían en hacer varias preguntas a éste; ora acerca de la circunstancia de su viaje a Etiopía, ora de lo que había visto en Damasco, ora en fin si conocía a Ulises antes del sitio de Troya. Respondió a todas con afabilidad, y aunque sus palabras eran sencillas les fueron agradables en extremo.

Mas no las dejó disfrutar Calipso de su conversación por largo tiempo, volvió a donde se hallaban; y mientras recogían varias flores, cantando para divertir a Telémaco, llamó a Mentor a un sitio apartado con el objeto de hablarle. No es el dulce sueño más grato a los cansados párpados del hombre, cuyos miembros se hallan fatigados por el exceso del trabajo, que fueron lisonjeras las palabras de la diosa para seducir el corazón de Mentor; pero semejante éste a la escarpada roca cuya cima se oculta entre las nubes, y burla el ímpetu furioso de los huracanes, rechazaba inalterable los esfuerzos de la diosa, dejando le estrechase para que concibiese la esperanza de   —133→   que le envolvería con sus reiteradas preguntas y extraería la verdad; aunque en el momento en que se gloriaba de haber obtenido el triunfo, desvanecíanse aquellas por medio de una sola palabra de Mentor que la sumía de nuevo en la incertidumbre.

Así pasaba los días ocupada, ora en lisonjear a Telémaco, ora empleando los medios de apartarle de Mentor, de quien no se prometía extraer lo que deseaba, y valíase de las ninfas más hermosas para hacer brotar el amor en el corazón de aquel joven, cuya empresa fue protegida por una poderosa divinidad que vino en su auxilio.

Resentida Venus de haber visto menospreciado por Mentor y Telémaco el culto que se la tributaba en la isla de Chipre, no hallaba consuelo al considerar que aquellos dos mortales temerarios hubiesen burlado los vientos y las olas en la tempestad suscitada por Neptuno. Dio a Jove amargas quejas, sonriose éste y ocultando haber sido Minerva quien bajo la figura de Mentor salvó al hijo de Ulises, permitió a Venus procurase los medios de satisfacer su venganza.

Deja el Olimpo la diosa del amor; olvida los suaves perfumes que ardían en los altares de Pafos y Citeres en la Idalia; vuela en el carro tirado por las palomas; llama a su hijo; y aumentándose las gracias de su hermosura, le habla de esta manera:

«¿Ves, hijo mío, cuál desprecian esos dos hombres nuestro poder? ¿Quién nos adorará desde hoy? Ve, hiere con tus flechas sus insensibles corazones, desciende conmigo a la isla en donde se encuentran, yo dirigiré a Calipso mi voz. Dijo, y hendiendo los aires la dorada nube, presentase a Calipso que a la sazón se hallaba sola cerca de una fuente bastante lejana de su gruta.»

«Desventurada deidad, le dice, el ingrato Ulises os   —134→   despreció, y su hijo aún más endurecido que él, prepárase a hacer otro tanto; pero el Amor, el mismo Amor viene a vengaros. Yo os dejo, él permanecerá entre vuestras ninfas, cual en otro tiempo el joven Baco que fue alimentado por las de la isla de Naxos. Le verá Telémaco y no le conocerá; no le inspirará desconfianza, y en breve reconocerá su poder.» Apenas dijo estas palabras se remontó en la misma nube en que había descendido, despidiendo un olor de ambrosía que embalsamó todos los bosques de la isla.

Quedose el Amor en el regazo de Calipso; y aunque deidad sintió el fuego que abrigaba en él. Por aliviar su mal diote a la ninfa Euchâris que la acompañaba, mas ¡ay! ¡cuántas veces se arrepintió de haberlo hecho! Nada le parecía al principio más inocente, más agradable, ingenuo y gracioso que aquel niño, pues al verle jovial, lisonjero y siempre risueño, era indudable pudiese producir más que placeres; pero apenas se entregaron a sus caricias sintieron la fuerza de su veneno. El maligno y engañoso niño acariciábalas sin otro objeto que engañarlas, riendo de los daños que había causado o intentaba causar.

Mas no osaba aproximarse a Mentor, porque su aspecto severo le atemorizaba; conocía era invulnerable a sus flechas aquel desconocido. Aunque las ninfas experimentaron en breve el fuego que encendía en sus corazón ese niño falaz sin embargo ocultaban cuidadosamente la profunda herida que produjera en ellos.

Vio entre tanto Telémaco aquel hermoso niño que jugaba con las ninfas, y encantado de su belleza le abrazó, ora le ponía sobre la rodilla, ora le abrazaba de nuevo, experimentando una inquietud cuya causa le era desconocida; y mientras más se entretenía en tan inocentes   —135→   caricias, era mayor su turbación y desfallecimiento. «¿Veis, decía a Mentor, cuán diferentes son estas ninfas de las mujeres de la isla de Chipre, cuya inmodestia disminuía su hermosura? Estas bellezas inmortales encantan por su inocencia, recato y sencillez»; y al decir estos ruborizábase sin saber el motivo. Hablaba sin querer; mas apenas comenzaba a hablar faltábanle las palabras, y su discurso era oscuro, interrumpido, y algunas veces vacío de sentido.

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    «¡Oh Telémaco!, le decía Mentor, nada eran los riesgos que corríais en la isla de Chipre comparados con los que ninguna desconfianza os inspiran ahora. El vicio cansa horror, indignación la impudencia; pero es mucho más   —136→   peligrosa la modesta hermosura, pues amándola se cree amar la virtud, dejándose llevar insensiblemente de los atractivos engañosos de una pasión, que sólo se conoce cuando no es tiempo de sofocarla. Huid, querido Telémaco, huid de esas ninfas que fingen pudor para engañaros más fácilmente; huid los peligros de la juventud, y sobre todo de ese niño a quien no conocéis. El Amor se halla en esta isla conducido por su madre Venus para vengarse del desprecio que hicisteis del culto que se la tributa en Citeres; él ha traspasado el corazón de Calipso que se halla enamorada de vos; inflamado también a las ninfas que la rodean; y vos, desventurado joven, vos mismo os abrasáis sin conocerlo.»

«Y ¿por qué, interrumpía Telémaco muchas veces, no hemos de permanecer en esta isla? Ulises ya no existe; pues hace tiempo le habrán sumergido las aguas; y Penélope no habrá podido resistir a sus pretendientes viendo no regresamos ni el esposo, ni el hijo, su padre Ícaro la habrá obligado a enlazarse con otro. ¿Regresaré para verla unida con nuevos vínculos, olvidada la fe que juró a mi padre? Quizá los de Ítaca le hayan olvidado también, y no podemos volver a aquella isla sino para arriesgarnos a una muerte cierta, porque los amantes de Penélope ocuparán todas las entradas del puerto para asegurar mejor nuestra pérdida cuando regresemos.»

«He ahí, respondía Mentor, los efectos de una pasión naciente. Búscanse con sutileza cuantas razones la favorecen, extraviándose con el recelo de no ver las que pueden condenarla, y siendo ingeniosos para engañarse y sofocar el remordimiento. ¿Se ha borrado de vuestra memoria cuánto han hecho los dioses para conduciros de nuevo a vuestra patria? ¿Cómo salisteis de Sicilia? ¿No se trocaron en prosperidad repentinamente las desgracias   —137→   que os afligieron en Egipto? ¿Qué mano invisible protegió vuestra vida contra los peligros que os amenazaron en Tiro? Y después de tan repetidas maravillas, ¿ignoráis aún lo que os prepara el destino? Pero ¿qué digo? sois indigno de su protección, yo parto, buscaré los medios de salir de esta isla, y vos hijo infame de padre tan sabio y generoso, quedaos a vivir sin honor en el seno de la molicie y rodeado de mujeres, haced, a pesar de los dioses, lo que Ulises juzgó indigno de su gloria.»

Penetró hasta el corazón de Telémaco el desprecio que envolvían estas palabras, conmoviéndole y experimentando a la vez dolor y vergüenza, temía la indignación y ausencia del sabio Mentor, a quien tanto debía; mas la pasión naciente, que aún no le era conocida, hacía fuese ya otro hombre. «¡Cómo pues!, replicaba bañados en lágrimas sus ojos, ¿en nada tenéis la inmortalidad que me ofrece la diosa?» «En nada tengo, interrumpía Mentor, todo lo que es contrario a la virtud y a los decretos del Olimpo. Aquella os llama a Ítaca para regresar a los brazos de Ulises y de Penélope, y os prohíbe entregaros a una loca pasión; y estos, que os han libertado de tantos peligros para prepararos una gloria igual a la de vuestro padre, os ordenan salir de esta isla. Sólo puede deteneros en ella el Amor, ese vergonzoso tirano. ¡Ah! ¿de qué os serviría la inmortalidad sin virtud, sin libertad, sin gloria? En ella seríais aún más infeliz, porque no tendría término.»

Sólo respondía Telémaco suspirando. Deseaba algunas veces que Mentor le arrancase de la isla, y parecíale otras tardaba en partir para no tener a la vista aquel amigo severo que le reprendía su flaqueza. Agitábanle alternativamente contrarios afectos; mas ninguno de ellos era permanente, pues veíase su corazón cual el mar, cuyas   —138→   olas se agitan al capricho de los vientos. Ora permanecía inmóvil tendido en la playa, ora en lo más espesa de algún bosque sombrío vertiendo amargas lágrimas y lanzando gritos semejantes a los rugidos del león. Enflaqueciose, resplandecía en sus hundidos ojos un fuego devorador; y al mirarle pálido, abatido y desfigurado, podía dudarse fuera el mismo Telémaco. Abandonábanle el vigor y gallardía, y semejante a la flor que exhala agradables perfumes al abrirse con la Aurora, y se marchita poco a poco al ausentarse Febo, desapareciendo con él sus hermosos colores; así desfallecía el hijo de Ulises, que se veía próximo al sepulcro.

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    Considerando Mentor que no podía Telémaco resistir la violencia de aquella pasión, formó el plan de libertarle de tan gran peligro por medio de un ardid. Había observado le amaba Calipso con frenesí y que éste amaba igualmente a la ninfa Euchâris, pues el cruel amor   —139→   para atormentar a los mortales hace que nadie ame a quien le ama. Resolvió excitar los celos de Calipso, y a debiendo Euchâris acompañar a Telémaco a una cacería, dijo a la diosa: «He advertido en Telémaco una inclinación a la caza que jamás había notado en él. Esta diversión comienza a alejarle de las demás, prefiriendo a todo las selvas, los bosques y las más escabrosas montañas. ¿Por ventura seréis vos quien le inspira esta ardiente pasión?»

Experimentó Calipso cruel enojo al escuchar estas palabras, y no pudiendo contenerse respondió: «Telémaco que ha menospreciado cuantos placeres le ofrecía la isla de Chipre, no puede resistir a la mediana belleza de una de mis ninfas. ¿Cómo osa vanagloriarse de haber ejecutado tan maravillosos hechos, cuando su corazón se debilita vilmente por la sensualidad, y cuando parece nacido para vivir oscurecido y rodeado de mujeres?» Observando Mentor con satisfacción que los celos inquietaban el corazón de Calipso, nada más dijo recelando inspirarla desconfianza; pero se manifestó melancólico y abatido. Descubríale la diosa sus pesares, y dábale sin cesar nuevas quejas; habiendo acabado de excitar su furor la cacería que Mentor indicó. Supo que Telémaco había procurado burlar la vigilancia de las demás ninfas para hablar con Euchâris; y proponiendo ya otra en que no dudaba ejecutase otro tanto, declaró su voluntad de asistir a ella para dejar sin efecto los proyectos de Telémaco, a quien, no pudiendo contener su resentimiento, habló de esta suerte:

«¿Para esto, o temerario joven, has arribado a mi isla por escapar del justo naufragio que te preparaban Neptuno y la cólera de los dioses? ¿Has pisado esta isla inaccesible a todo otro mortal para despreciar mi poder y el amor que te he manifestado? ¡Oh deidades del Olimpo y de la undosa Estigia, escuchad a una desventurada diosa!   —140→   ¡apresuraos a aniquilar a este pérfido, a este ingrato e impío! Pues que eres aún más duro e injusto que tu padre, ¡quieran los dioses hacerte sufrir males todavía más prolongados y crueles que los suyos! ¡No, no: jamás vuelvas a ver tu patria, la pequeña y miserable isla de Ítaca que no has tenido vergüenza de preferir a la inmortalidad! ¡antes perezcas mirándola de lejos en medio de los mares, y hecho tu cuerpo juguete de las aguas, sea arrojado sin esperanza de sepultura sobre la arena de estas playas! ¡Véante mis ojos devorado por los buitres! Vea también tu cadáver la que amas: véalo, si esto despedazará su corazón, y su desesperación producirá mi ventura.

Así hablaba Calipso con los ojos inflamados sin fijar la vista en ningún objeto. Temblábale la barba y cubríase su rostro de manchas lívidas y negras, que a cada instante le alteraban. Ora emparchase sobre ella una palidez mortal, ora cesaban de correr sus lágrimas con la abundancia que solían, agotadas al parecer por la rabia y la desesperación, humedeciendo solamente algunas sus mejillas, ora en fin articulaba las palabras con voz trémula, ronca e interrumpida.

Observaba la Mentor sin decir nada a Telémaco, considerándole como un enfermo desahuciado, aunque de cuando en cuando le miraba compasivo.

Conocía este cuán culpable e indigno era de la amistad de Mentor, y no osaba alzar la vista temiendo encontrar la de su amigo, cuyo silencio le condenaba. Quería algunas veces correr a sus brazos para darle una prueba de que no desconocía su error; mas ora le contenía la vergüenza, ora el temor de avanzar demasiado para huir del peligro, pues le parecía éste agradable, y no podía aún resolverse a vencer la vehemente pasión que le arrastraba.

Reunidos entre tanto en el Olimpo los dioses y diosas   —141→   guardaban un profundo silencio, y con la vista fija sobre la isla de Calipso esperaban la victoria de Minerva o del Amor. Jugando éste con las ninfas había introducido en la isla un fuego devorador, mientras Minerva, bajo la figura de Mentor, se servía de los celos inseparables del Amor, contra el Amor mismo; y Jove, que había resuelto ser espectador de la lucha, permanecía neutral.

Euchâris que temía se escapase Telémaco de sus lazos empleaba mil artificios para detenerlo en ellos. Ya iba a partir con él a la segunda cacería, vestida cual Diana, embellecida con nuevas gracias que derramaron sobre ella Venus y Cupido, de suerte que su hermosura era superior aquel día a la de la diosa Calipso; cuando viéndola ésta de lejos, y mirándose al mismo tiempo en el trasparente líquido de una fuente clara, se avergonzó, y ocultándose en lo interior de su gruta comenzó a hablar sola diciendo:

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«Inútil me ha sido el proyecto de inquietar a los dos   —142→   amantes manifestando mi voluntad de acompañarles a la cacería. ¿Y lo haré? ¿Iré para contribuir al triunfo de Euchâris, y para que mi belleza haga sobresalir la suya? ¿Será posible que al verme Telémaco se aumente su pasión hacia Euchâris? ¡Desventurada! ¿Qué he hecho? No, no iré; ni ellos tampoco: yo lo impediré. Buscaré a Mentor, le rogaré saque a Telémaco de la isla y le conduzca a la de Ítaca. Mas ¿qué digo? ¡ah! ¿qué será de mí después de la ausencia de Telémaco? ¿Dónde estoy? ¿Qué podré hacer? ¡Venus, cruel Venus, cómo me habéis engañado! ¡qué presente me habéis hecho! ¡Pernicioso niño, emponzoñado Amor, yo te abrí mi corazón con la esperanza de vivir feliz con Telémaco, y has introducido en él la desesperación y la inquietud! Las ninfas se han revelado contra mí, y el ser inmortal sirve sólo para hacer eterna mi desgracia. ¡Ah! si fuese libre para privarme de la vida hallaría término mi dolor. Pero toda vez que yo no puedo morir, preciso es muera Telémaco. Yo vengaré su ingratitud; heriré su pecho a los ojos de Euchâris. Mas ¡cómo me extravío! ¡Oh Calipso infeliz!¿qué intentas hacer? ¡Que perezca el inocente a quien has sumido en un abismo de infortunios! Yo encendí la llama fatal en el casto seno de Telémaco. ¡Qué inocencia! ¡qué virtud! ¡qué horror al vicio! ¡qué valor contra los placeres vergonzosos! ¿A qué emponzoñar su corazón? ¡Me hubiera abandonado! Mas ¿no será preciso que lo haga ahora también, o que sea yo testigo de su desprecio y de que vive sólo para mi rival? No, no; lo que sufro lo he merecido bien. Partid, Telémaco; id al otro lado de los mares: dejad sin consuelo a Calipso que no puede soportar la vida ni esperar la muerte: dejaría inconsolable, cubierta de oprobio y desesperación en compañía de la orgullosa Euchâris.»

  —143→  

Así hablaba sola en lo interior de la gruta; mas saliendo de ella con precipitación: «¿Adónde estáis, dijo, o Mentor? ¿De este modo sostenéis a Telémaco contra el vicio que le vence? Dormís mientras vela contra vos el Amor. Yo no puedo soportar por más tiempo la vil indiferencia que manifestáis. ¿Veréis tranquilo al hijo de Ulises deshonrar a su padre y olvidar el alto destino que le aguarda? ¿Es a vos o a mí a quien los padres de Telémaco han confiado su conducta? Busco yo los medios de curar la llaga de su corazón, y ¿no haréis nada vos para lograrlo? En lo interior y más apartado del bosque existen álamos robustos muy a propósito para la construcción de un bajel; de ellos se valió Ulises para construir el que le sirvió cuando salió de esta isla. En el mismo sitio encontraréis una profunda caverna en donde hay todos los instrumentos necesarios para cortar y unir las piezas de la nave.»

Apenas acabó de decir estas palabras se arrepintió de haberlas dicho; pero sin perder un instante Mentor, corrió a la caverna, halló las herramientas, cortó los árboles, y en un día construyó un bajel y le puso en estado de flotar, pues el poder e industria de Minerva no necesitan largo tiempo para ejecutar las más grandes obras.

Era terrible el estado en que se hallaba Calipso, por una parte deseaba saber si adelantaba su trabajo Mentor, y por otra no podía resolverse a faltar a la cacería en que Telémaco y Euchâris gozarían entera libertad. No le permitían los celos que perdiese de vista a los dos amantes, y procuraba dirigirlos hacia el sitio en donde se hallaba Mentor ocupado en construir el bajel. Oía los golpes del hacha y del martillo, que la estremecían; mas al mismo tiempo recelaba que esta distracción la ocultase alguna señal o mirada de Telémaco a la ninfa Euchâris.

  —144→  

«¿No teméis, decía ésta entre tanto a Telémaco irónicamente, que os reprenda Mentor por haber venido sin él a la caza? ¡Oh cuán digno sois de lástima por vivir sujeto a tan severo preceptor! Nada es bastante para templar su austeridad; afecta ser enemigo de todos los placeres, y no puede tolerar que disfrutéis de ninguno; las cosas más inocentes os las reprende como crímenes. En buen hora dependieseis de él mientras no os hallabais en estado de conduciros; pero no debéis permitir que os trate cual un niño después de haber mostrado tanta sabiduría.»

Penetraban en el corazón de Telémaco estas artificiosas palabras, y le llenaban de enojo contra Mentor, cuyo yugo deseaba sacudir. Temía volverle a ver y nada respondía a Euchâris por el estado de turbación en que se hallaba. Por último, al fin de la tarde y después de esta continua agitación, llegaron a una parte del bosque, muy inmediata al sitio en donde había estado Mentor trabajando todo el día. Vio Calipso desde lejos acabado el bajel, y al momento cubriéronse sus ojos de una espesa nube semejante a las pálidas sombras de la muerte.

Trémulas sus rodillas la sostenían con dificultad; corría por todo su cuerpo un sudor frío, y viose obligada a apoyarse en las ninfas que la rodeaban; tendiole Euchâris el brazo para sostenerla; mas le rechazó mirándola con indignación.

Cuando Telémaco vio la nave y no a Mentor, por haberse ya retirado después de concluido su trabajo, preguntó a Calipso a quién pertenecía y el objeto a que se destinaba. No pudo responderle ésta al principio; mas por último le dijo: «La he mandado construir para que parta Mentor, a fin de que nos embarace este amigo severo que se opone a vuestra dicha, y cuya envidia excitaría el veros gozar de la inmortalidad.»

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«¡Me abandona Mentor!, exclamó Telémaco, ¡qué será, pues, de mí! Si él me deja, sólo me quedáis vos, Euchâris.» Escapáronsele involuntariamente estas palabras en el exceso de su pasión, y aunque conoció el daño que había hecho al pronunciarlas, no le fue posible contenerse. Admiráronse todas las ninfas y guardaron silencio. Ruborizada Euchâris y con la vista en el suelo, permaneció detrás de ellas llena de turbación y procurando ocultarse; pero mientras que el rubor alteraba su rostro, gozábase interiormente. Apenas podía persuadirse Telémaco haber hablado con tanta indiscreción. Parecíale un sueño; mas sueño en que permanecía confuso y alterado.

Corría Calipso por el bosque sin dirección fija, más furiosa que la leona a quien arrebataron el fruto de sus entrañas, y sin saber a donde iba; hasta que hallándose a la entrada de la gruta en donde la aguardaba Mentor: «Salid, dijo, oh extranjeros que habéis venido a turbar mi reposo; huya lejos de mí ese insensato joven; y vos, anciano imprudente, vos experimentaréis la cólera de una deidad si no le sacáis inmediatamente de la isla. No quiero verle más, ni sufrir que ninguna de mis ninfas le hable ni le mire. Lo juro por las aguas de la Estigia, juramento que estremece a los mismos dioses; mas sepa Telémaco que no han terminado sus desgracias; ¡ingrato! saldrás de mi isla para ser blanco de nuevos infortunios. Quedaré vengada, te acordarás de Calipso; pero en vano. Irritado todavía Neptuno contra tu padre por haberle ofendido en Sicilia, y excitado por Venus a quien despreciaste en Chipre, te prepara nuevas tempestades. Verás a tu padre que aún existe; mas sin conocerlo. Te reunirás a él en Ítaca pero antes sufrirás una suerte cruel. Ve: yo invoco el poder celestial para mi venganza, y quieran los dioses que en medio de los mares, pendiente   —146→   de la elevada punta de una roca y herido del rayo, invoques inútilmente a Calipso, a quien colmará de gozo tu suplicio.»

No bien acabó de hablar así cuando ya se hallaba inclinada a adoptar resoluciones contrarias. El amor excitaba el deseo de detener a Telémaco. «Viva, decía, permanezca en la isla, tal vez llegará a conocer mi pasión. Euchâris no podrá, como yo concederle la inmortalidad. ¡Oh alucinada Calipso! tu juramento ha hecho traición a tu voluntad, ya estás ligada; y las aguas de la Estigia por las cuales juraste, no te dejan esperanza. Nadie la escuchaba; pero veíanse retratadas las furias en su rostro, y exhalaba de su pecho al parecer los envenenados hálitos del negro Cócito.»

Llenose Telémaco de horror. Conociolo Calipso; porque ¿qué no adivina el amor celoso? y el horror que manifestaba Telémaco aumentó el furor de la diosa, que corría por el bosque con un dardo en la mano llamando a las ninfas y amenazándolas de que atravesaría con él a las que no la siguiesen, cual la bacante que llena de alaridos los aires, haciéndolos repetir por los ecos de las elevadas montañas de Tracia. Corrían aquellas despavoridas en tropa al oír sus amenazas, y acercose a ella la misma Euchâris vertiendo lágrimas y mirando de lejos a Telémaco, a quien no se atrevía a dirigir la palabra. Estremeciose Calipso al verla a su lado, y en vez de apaciguarla la sumisión de la ninfa, excitó de nuevo su furor advirtiendo que la aflicción aumentaba las gracias de su belleza.

Hallábase Telémaco entre tanto en compañía de Mentor. Abrazó sus rodillas, pues no se atrevía ni aun a mirarle, y comenzó a derramar copioso llanto; quería hablar, mas faltábanle la voz y las palabras, e ignoraba   —147→   lo que hacía, lo que deseaba y lo que debía hacer. Por último, «¡oh mi verdadero padre!, exclamó, ¡oh Mentor! salvadme de tantos males. Ni puedo abandonaros ni seguiros. ¡Libertadme de mí mismo: dadme la muerte!»

Abrazole Mentor para consolarle, y le animó enseñándole a sufrirse a sí mismo sin lisonjear su pasión, diciéndole: «Hijo del sabio Ulises a quien tanto han protegido los dioses y a quien todavía protegen, por un efecto de su protección sufrís males tan horribles; pues el que no ha experimentado su flaqueza y la violencia de las pasiones, no puede llamarse sabio, porque no se conoce ni sabe desconfiar de sí mismo. Los dioses os han conducido hasta el borde del precipicio para que conozcáis su profundidad; pero sin dejaros caer en él. Conoced ahora lo que nunca hubierais conocido a no haberlo experimentado. En vano os hubieran hablado de las traiciones de Amor, que lisonjea para arrastrar a la perdición, y que bajo las apariencias del deleite oculta las más crueles amarguras. Se os presentó risueño, jovial y lleno de gracias y de encantos. Le visteis, arrebató vuestro corazón experimentando placer cuando os le arrebataba. Buscabais pretextos para desconocer la llaga que padecíais, y procurabais engañarme y engañaros vos mismo sin temor alguno. Ved los efectos de vuestra temeridad; pedís la muerte como la única esperanza que os queda. Agitada la diosa parece una furia infernal, abrásase Euchâris por un fuego devorador más cruel que las angustias de la muerte, y celosas todas las ninfas se hallan próximas a despedazarse; ¡he aquí los efectos del pérfido Amor, tan delicioso al parecer! Recobrad el valor. ¡Cuánto os protegen los dioses, pues os abren un camino fácil para huir del Amor y restituiros a la patria querida! La misma Calipso se ve obligada a arrojaros de la isla. La nave nos   —148→   aguarda: ¿por qué tardamos en dejar este suelo en donde no puede habitar la virtud?»

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    Mientras decía Mentor estas palabras conducía de la mano hacia la playa a Telémaco, y seguíale éste aunque con repugnancia y dirigiendo la vista a la espalda. Consideraba que Euchâris se alejaba de él, y no pudiendo descubrir su rostro miraba su hermoso cabello trenzado, sus vestidos flotantes y noble continente, y hubiera deseado poder besar sus huellas; y aun después que la perdió de vista, prestaba el oído imaginando escuchar su voz. Veíala aunque ausente, y pintada al vivo ante sus ojos, creía hablar con ella sin saber dónde se hallaba, ni poder escuchar a Mentor.

Por último, volviendo en sí, como si despertase de un profundo sueño, dijo a Mentor: «Me resuelvo a seguiros; pero no me he despedido de Euchâris, y preferiría   —149→   la muerte a abandonarla con ingratitud. Esperad a que la dé un adiós eterno, permitid que al menos la diga: «¡Oh ninfa! los crueles dioses, envidiosos de mi felicidad, me obligan a partir; pero antes me privarán de la existencia que os borren de mi memoria. ¡Oh caro padre! o dejadme este último consuelo, que tan puro es, o arrancadme la vida en este mismo instante. No, ni quiero permanecer en esta isla, ni abandonarme al amor. Éste no ha triunfado de mi corazón, sólo me anima la amistad y la gratitud hacia Euchâris. Me basta decirla adiós una sola vez, y partiré con vos sin dilación.»

«¡Os compadezco!, respondió Mentor, vuestra pasión es tan frenética que no la conocéis. Os parece estar tranquilo ¿y pedís la muerte? Os atrevéis a decir que no iba triunfado de vuestro corazón el amor ¿y no podéis apartaros de la ninfa que amáis? No veis ni escucháis sino a ella; estáis sordo y ciego cual el enfermo a quien la calentura hace delirar, y niega estarlo. ¡Oh alucinado Telémaco! ¿estabais resuelto a renunciar a Penélope que os aguarda, a Ulises a quien volveréis a ver, a Ítaca en donde debéis reinar, a la gloria y altos destinos que os han prometido los dioses por tantas maravillas como han obrado en vuestro favor? ¡a todos estos beneficios renunciabais por vivir deshonrado con Euchâris! ¿Y aún diréis que no os arrastra el amor hacia ella? ¿Qué, pues, os inquieta? ¿por qué deseáis la muerte? ¿por qué hablasteis tan enajenado en presencia de Calipso? No os haré el cargo de mala fe; pero me lastimo de vuestra ceguedad. ¡Huid, Telémaco, huid! la fuga es el único medio de vencer el amor. Contra tan terrible enemigo, el verdadero valor consiste en temerle y huirle; pero huyendo sin reflexionar y sin detenerse a mirar hacia atrás. No habréis olvidado los cuidados que me costáis   —150→   desde la infancia y los peligros que habéis burlado por mis consejos, o seguidlos ahora o sufrid que os abandone. ¡Si supieseis cuán doloroso es para mí el veros correr a vuestra perdición, y cuánto he padecido mientras que no me atreví a hablaros de esta suerte! menos padecería la madre que os llevó en sus entrañas cuando os dio a luz. He callado y sufrido mi pena; he sofocado mis suspiros con la esperanza de que volvieseis a mí. ¡Oh hijo mío! ¡hijo mío querido! consolad mi corazón, volvedme lo que me es todavía más caro que mis propias entrañas, restituidme a Telémaco a quien he perdido, volveos a vos mismo. Si la sabiduría vence al amor, vivo y viviré feliz; mas si el amor os arrastra a pesar de la sabiduría, Mentor no podrá ya existir.

En tanto que así hablaba seguía andando hacia la orilla, y Telémaco que aún no se hallaba con el valor necesario para seguirle voluntariamente, lo estaba ya para dejarse llevar sin resistencia. Oculta Minerva bajo la figura de Mentor, cubría a Telémaco invisiblemente con su egida, y esparciendo en torno de él un rayo divino, excitó en su corazón el ánimo que no había experimentado desde que se hallaba en la isla. Por último llegaron a la parte más escarpada de la orilla del mar donde existía una roca batida siempre por sus espumosas olas, desde cuya elevación miraron si la nave preparada por Mentor se hallaba en el mismo sitio; mas observaron un triste acontecimiento.

Resentido el amor de que aquel anciano desconocido, no solamente fuera insensible a sus flechas sino de que le arrebatase también a Telémaco, lloraba despechado, y fue en busca de Calipso que vagaba por lo más sombrío del bosque. No pudo ésta verle sin estremecerse, sintiendo renovaba las llagas todas de su corazón. «¿Sois   —151→   deidad, dijo el Amor, y os dejáis vencer por un débil mortal a quien tenéis cautivo en vuestra isla? ¿por qué le permitís salir de ella?» «¡Oh malhadado Amor!, respondió Calipso, no quiero escuchar tus perniciosos consejos, tú me has arrebatado la dulce paz en que vivía para precipitarme en un abismo de desgracias. Ya está hecho, juré por las aguas de la Estigia que dejaría partir a Telémaco. El mismo Jove, padre de los dioses, con todo su poder no osaría contrariar tan terrible juramento. Telémaco sale de mi isla; sal tú también, pernicioso niño pues me has hecho más daños que a él.»

Riose maligno el Amor, y enjugando sus lágrimas, dijo, «he aquí una gran dificultad. Dejadme obrar, no alteréis vuestro juramento, ni os opongáis a la partida de Telémaco; pero ni vuestras ninfas ni yo hemos jurado por las aguas de la Estigia dejarle partir. Yo les inspiraré el proyecto de incendiar la nave construida por Mentor con tal brevedad, y su actividad, que tanto os ha sorprendido, quedará sin efecto. Sorprenderase él también, y no le quedará arbitrio para arrebataros a ese joven.»

Hicieron renacer la alegría y la esperanza en el corazón de Calipso las lisonjeras palabras del Amor, produciendo igual efecto que la frescura del céfiro cuando sopla a orillas de un cristalino arroyo para aliviar las fatigas del ganado en la abrasada estación del verano. Serenose su rostro, templose el fuego de su vista, y alejáronse de ella por un momento la pesadumbre y cuidados que la devoraban, detúvose, y se sonrió Amor falaz, preparándola nuevo dolor mientras le acariciaba.

Gozoso el Amor de haberla persuadido, corrió a persuadir también a las ninfas, que vagaban dispersas por las montañas cual un rebaño de tímidas ovejas a quienes   —152→   alejó el lobo hambriento de los pastores que las custodiaban. Reuniolas el Amor y les dijo: «Todavía se halla Telémaco en vuestro poder, apresuraos a incendiar el bajel que ha construido el temerario Mentor para huir de la isla.» Encendieron antorchas al momento, y corrieron a la playa llenas de furor poblando el aire de alaridos, con el cabello flotante como lo hacían en las bacanales. Elévase la llama, consume el bajel construido de madera seca cubierta de brea, arrojando torbellinos de humo y fuego hasta las nubes.

Miraban Telémaco y Mentor aquella hoguera desde la roca en donde se hallaban, y percibían las voces de las ninfas, poco faltó a Telémaco para alegrarse, pues aún no estaba fortificado su corazón, y Mentor consideraba su pasión cual un fuego mal apagado que ardiendo oculto entre cenizas, arroja chispas de tiempo en tiempo. «Vedme aquí, dijo Telémaco, ligado de nuevo con las mismas ataduras, ninguna esperanza nos queda ya de salir de esta isla.»

Conoció Mentor que iba a caer de nuevo Telémaco en la flaqueza, y que por lo mismo no debía perder ni un momento; y descubriendo a lo lejos en medio de las aguas un bajel que no osaba aproximarse a la isla, pues todos los pilotos sabían que era inaccesible a los mortales, empujó a Telémaco, que se hallaba sentado en el borde de la roca, le precipitó en el mar y se arrojó en seguida. Sorprendido Telémaco de esta violenta caída tragó sus aguas, y quedó hecho juguete de las olas; pero volviendo en sí y viendo a su lado a Mentor, que le tendía el brazo para ayudarle a nadar, se ocupó sólo de alejarse de la isla fatal.

Las ninfas que habían creído retenerles en la isla lanzaron gritos de furor cuando advirtieron que no   —153→   podían impedirles la fuga, e inconsolable Calipso entrose en la gruta, en cuyas bóvedas resonaban sus repetidos ayes, y el Amor que vio trocado su triunfo en vergonzosa derrota, elevose en los aires sacudiendo sus ligeras alas, y voló presuroso al bosque de Idalia en donde le aguardaba su cruel madre, y más cruel aún que ésta, se consoló riendo con ella de los males que había causado.

A proporción que Telémaco se alejaba de la isla, sentía con placer que renacían en su corazón el valor y el amor a la virtud. «Experimento, exclamaba hablando a Mentor, lo que me decíais y lo que no podía creer por falta de experiencia: no se triunfa del vicio sino huyendo de él. ¡Oh amado padre mío! ¡cuánto me han protegido los dioses concediéndome piadosos vuestro auxilio! Merecía verme privado de él y abandonado a mí mismo; mas ya no temo a las aguas, a los vientos, ni a las tempestades, sino a mis pasiones. El amor solo es más temible que todos los naufragios.

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ArribaAbajoLibro VIII

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Sumario

El navío que vio Mentor desde la roca era tirio, y su capitán un hermano de Narbal llamado Adoam, el cual los recibió favorablemente, y reconociendo a Telémaco le refirió la muerte trágica de Pigmalión y de Astarbe, y la elevación de Baleazar que a persuasión de ella estaba en desgracia de su padre. Mientras Adoam da un refresco a Telémaco y Mentor se llegan alrededor del bajel los tritones, las Nereydas y demás divinidades del mar, atraídas del dulce canto de Achîtoas, toma entonces Mentor una lira y sobrepuja a aquel. Refiere después Adoam las maravillas de la Bética, describe el suave temperamento del aire y demás circunstancias de aquel país, la vida tranquila de los habitantes y la simplicidad de sus costumbres.

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Libro VIII

Era fenicio el bajel, dirigíase al Epiro; y aunque los que venían a su bordo habían visto a Telémaco en su viaje a Egipto, no pudieron conocerle en medio de las aguas; pero luego que Mentor se halló bastante próximo para que pudiesen entenderle, dijo en alta voz y alzando la cabeza sobre las olas: «¡Fenicios, protectores de todas las naciones! no neguéis la vida a dos hombres que la esperan de vuestra humanidad. Si os mueve el respeto a los dioses, recibidnos en vuestro bajel, nosotros iremos do quiera que vayáis.» «Os recibiremos con gusto, respondió el que mandaba la nave, pues no ignoramos lo que debe hacerse con los desconocidos, al parecer desgraciados; y al momento fueron recibidos.»

Apenas saltaron a la nave quedaron inmóviles y sin aliento, porque habían nadado largo espacio y con esfuerzo para vencer las olas; mas recobraron poco a poco las fuerzas; diéronles vestidos; y luego que estuvieron en   —158→   estado de hablar, rodeáronles los fenicios deseosos de escuchar sus aventuras. «¿Cómo habéis podido entrar en esa isla de donde venís?, les preguntó el comandante del bajel. Según dicen, la posee una deidad cruel que no permite arriben a ella; está defendida por rocas escarpadas en donde va a estrellarse el mar con braveza, y no es posible acercarse a ellas sin naufragar.»

Hemos sido arrojados a esa isla, respondió Mentor, somos griegos, nuestra patria la isla de Ítaca, vecina al Epiro adonde os dirigís; y aun cuando no quisieseis recalar en aquella isla situada en vuestro derrotero, bastaría nos condujeseis al Epiro, pues allí encontraremos amigos que cuidarán de proporcionarnos la corta travesía que resta, y os seremos deudores para siempre de la satisfacción de ver de nuevo lo que nos es más caro sobre la tierra.»

Así hablaba Mentor que llevaba la voz y a quien dejaba hablar Telémaco, porque los yerros que cometiera en la isla de Calipso le hicieron más prudente. Desconfiaba de sí mismo, conocía la necesidad de seguir siempre los sabios consejos de Mentor, y cuando no le era posible preguntarle su parecer, consultaba al menos sus ojos procurando adivinar sus pensamientos.

Mirando con atención a Telémaco el comandante fenicio, creyó acordarse de haberle visto pero era tan confuso este recuerdo que no podía descifrarlo. «Permitid, le dijo, os pregunte si hacéis memoria de haberme visto otra vez, como me parece hacerla yo; no me son desconocidas vuestras facciones, y desde el principio llamaron mi atención, mas no puedo recordar en dónde os haya visto, tal vez vuestra memoria ayudará a la mía.»

«Al veros, le respondió Telémaco con sorpresa, me ha sucedido lo que a vos: os he visto, os conozco; mas   —159→   no puedo recordar si ha sido en Tiro o en Egipto», y oyendo esto el fenicio exclamó repentinamente, cual aquel a quien abandona el sueño por la mañana y va recordando poco a poco el que desapareció al despertar: «Sois Telémaco con quien estrechó amistad Narbal al regresar de Egipto, y yo su hermano, de quien os habrá hablado sin duda muchas veces. Os dejé en su compañía cuando me fue preciso cruzar los mares para ir a la famosa Bética, situada cerca de las columnas de Hércules. Por esta causa os vi alguna vez, y no debe parecer extraño me haya costado tanto trabajo el reconoceros ahora.»

«Conozco, respondió Telémaco, que sois Adoam, os vi entonces pocas veces; pero os he conocido por las conversaciones de Narbal. ¡Qué gozo experimento al hallaros y adquirir noticias de un hombre que será siempre caro a mi corazón! ¿Permanece en Tiro? ¿se ve maltratado por el bárbaro y suspicaz Pigmalión?» «Sabed, Telémaco, interrumpió Adoam, que la fortuna os pone en manos de quien se empleará gustoso en complaceros. Yo os conduciré a Ítaca antes de pasar al Epiro, y la amistad del hermano de Narbal no será inferior a la de Narbal mismo.»

Al acabar de decir estas palabras advirtió comenzada a soplar el viento que aguardaba, hizo levar anclas, desplegar velas, partió el bajel, y llamando aparte a Telémaco y a Mentor, dijo al primero:

«Voy a satisfacer vuestra curiosidad. Pigmalión ya no existe: los justos dioses han purgado de él a la tierra. Como de nadie se fiaba, ninguno podía tener confianza de él. Contentábanse los buenos con lamentarse y evitar su crueldad sin resolverse a causarle el menor daño; pero los malos no creían aseguradas sus vidas sino acabando con la suya; pues no había tirio alguno que diariamente   —160→   no corriese el peligro de ser objeto de sus sospechas, y aún era mayor el riesgo de sus guardias, como custodios de su vida, por cuya razón le eran más temibles que los demás hombres y los sacrificaba, al menor recelo. Por este medio hallaba menos seguridad cuanto eran mayores sus esfuerzos para vivir seguro. Los depositarios de su vida corrían un peligro continuo a causa de su excesiva desconfianza, y no podían salir de tan horrible estado sino previniendo con la muerte, de aquel tirano los efectos de su suspicacia.

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    La impía Astarbe, de quien habréis oído hablar tantas veces, fue la primera que resolvió la ruina de Pigmalión, pues amaba en extremo a un joven tirio muy rico, llamado Joazar, y se prometió colocarle en el trono. Para conseguirlo persuadió al rey que su primogénito Phadaël había conspirado contra su vida, impaciente por   —161→   sucederle, y halló testigos perjuros que probaron la conspiración, cuya trama costó la vida al desgraciado Phadaël. El hijo segundo Baleazar fue enviado a Samos con el pretexto de que se instruyese de las ciencias cultivadas en Grecia y de las costumbres de aquel país; pero en realidad hizo entender Astarbe al rey que era preciso alejarle para evitar adquiriese relaciones con los malcontentos. Apenas partieron cuando corrompidos por aquella mujer cruel los que le conducían, procuraron naufragar durante la noche, arrojaron al mar al joven príncipe, y se salvaron a nado en los barcos extranjeros que les aguardaban.

Sólo Pigmalión ignoraba la pasión de Astarbe, imaginando ser el único objeto de sus amores. Así, depositaba una ciega confianza en tan perversa mujer aquel príncipe desconfiado, el amor le cegaba hasta el extremo; pero al mismo tiempo le inspiró pretextos la avaricia para sacrificar al amante de Astarbe, pensando sólo en despojarle de las riquezas que poseía.

Mientras Pigmalión era presa de la desconfianza, de la codicia y del amor, se apresuró Astarbe a privarle de la vida, creyendo que tal vez había descubierto sus infames amores con aquel joven; además de que sabía que la avaricia sola bastaba para que el rey cometiese cualquiera acción cruel con Joazar, y de todo ello dedujo que no debía perder un momento para evitarlo. Veía dispuestos a los principales ministros de palacio a teñir sus manos en la sangre del rey; oía diariamente hablar de nuevas conjuraciones; pero temía confiarse a alguno que la vendiese. Por último, le pareció más seguro envenenar a Pigmalión.

Comía éste las más veces solo con Astarbe, y preparaba él mismo los manjares que debía comer, pues no   —162→   quería fiarse de otras manos, y se encerraba en el sitio más retirado del palacio para ocultar mejor su desconfianza y para que nadie le observase mientras preparaba los alimentos. No osaba entregarse a ninguno de los placeres de la mesa, ni podía resolverse a comer lo que no sabía preparar por sí mismo; de consiguiente, no sólo no hacía uso de las carnes cocidas y sazonadas por los cocineros. Sino ni aun del vino, pan, sal, aceite, leche y todos los demás alimentos ordinarios, comiendo únicamente las frutas cogidas por su mano en el jardín, y las legumbres sembradas y condimentadas por él. Tampoco bebía otra agua que la cogida por él mismo en una fuente cerrada en cierto sitio del palacio, cuya llave guardaba; y aunque al parecer dispensaba tanta confianza a Astarbe, no por ello omitía las precauciones, haciéndola comer y beber de todo antes que él, con el objeto de que no pudiesen envenenarle sin envenenarla a ella, y de que no quedase a esta ninguna esperanza de sobrevivirle. Pero tomó Astarbe cierto contraveneno, que le suministró una anciana más perversa que ella, y protectora de sus amores, después de lo cual ningún temor le quedó de emponzoñar al rey.

Ved de qué manera lo consiguió. Cuando iba este a comenzar la comida, hizo ruido la anciana en una puerta y el rey que recelaba siempre iban a asesinarle, se llenó de turbación y corrió a cerciorarse de si estaba bien cerrada. Retirose la anciana, y quedó Pigmalión sobresaltado no sabiendo a qué atribuir lo que había oído, y sin atreverse a abrir la puerta para averiguarlo. Tranquilizole Astarbe, le aduló y le estrechó a que comiese; mas ya había derramado el veneno en su copa de oro mientras corrió a la puerta. La hizo beber primero Pigmalión, según su costumbre; bebió ésta sin recelo confiada   —163→   en el contraveneno; bebió también aquel, y poco tiempo después cayó desmayado.

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     Conociendo Astarbe que era capaz Pigmalión de matarla si llegase a concebir la menor sospecha, comenzó a desgarrar sus vestidos, arrancarse el cabello y lanzar gritos de dolor, abrazó al moribundo rey, a quien estrechaba entre sus brazos derramando un torrente de lágrimas que nada costaban a aquella mujer artificiosa, mas luego que le vio exánime, pasó de las caricias y tiernas señales de amistad al más horrible furor: se arrojó sobre él y le ahogó, temiendo que si volvía en sí quisiese obligarla a morir con él; y en seguida le arrebató el anillo real le quitó la diadema e hizo entrase Joazar a quien entregó uno y otro. Se persuadía que no dejarían de seguir su parcialidad todos los que la habían sido adictos, y que su amante sería proclamado rey; pero los más   —164→   solícitos de agradarla eran bajos y mercenarios, e incapaces de un sincero afecto, les faltaba también el valor, y temían a los muchos enemigos de Astarbe, cuya elevación les inspiraba mayor recelo por la simulación y crueldad de aquella impía mujer que deseaban todos pereciese por su propia seguridad.

Entre tanto era el palacio teatro del más espantoso desorden: ¡El rey ha muerto!, resonaba en todos los ángulos de él. Aterrados unos, corriendo otros a empuñar las armas, y todos al parecer ocupados de las consecuencias; pero sobrecogidos por el acaecimiento, que se extendió con velocidad de boca en boca sin que hubiese en la populosa Tiro quien lamentase la pérdida de Pigmalión, porque su muerte servía de consuelo y dejaba en libertad al pueblo.

Consternado Narbal por lo repentino de tan terrible suceso, lamentó como hombre de bien la desgracia de su soberano, que confiándose a la impía Astarbe se había vendido a sí mismo, y que prefirió ser tirano a llenar los deberes de rey, siendo padre de sus vasallos. Pensó en el bien de su patria, y apresurose a reunir a las personas honradas, a fin de oponerse a Astarbe, cuya elevación habría sido más insoportable aún que la anterior.

Sabía que Baleazar no había perecido cuando le arrojaron al mar, pues aunque lo aseguraron así a Astarbe persuadidos de ello, logró salvarse a nado favorecido de la oscuridad de la noche, y fue recibido en un bajel mercante de Creta, excitados de compasión los que iban a su bordo; que no había osado regresar al reino sospechando la intención de sacrificarle, y temiendo tanto a la cruel rivalidad de Pigmalión como a los artificios de Astarbe; que permanecía había mucho tiempo errante y disfrazado en las costas de Siria, adonde le dejaron   —165→   los mercaderes cretenses, llegando al extremo de verse obligado a guardar un rebaño para proporcionarse el sustento, pues halló conducto para enterar de todo a Narbal, creyendo podía confiarle su secreto y su vida como hombre de experimentada virtud; porque aunque maltratado Narbal por el padre, no dejó de amar al hijo ni de ocuparse de sus intereses, si bien no cuidó de otra cosa que de impedir faltase a lo que debía a su soberano y padre mientras este vivió, aconsejándole sufriese con paciencia su desgraciada suerte.

Si juzgáis que puedo regresar enviadme un anillo de oro, había avisado Baleazar a Narbal, y al momento comprenderé que ha llegado el tiempo de ir a reunirme con vos. Sin embargo, mientras existió Pigmalión no lo creyó oportuno, pues hubiera arriesgado la vida del príncipe y la suya según era difícil burlar la rigorosa vigilancia del Pigmalión; mas luego que aquel desgraciado monarca halló el fin que merecían sus delitos, se apresuró Narbal a enviarle la señal convenida. Partió Baleazar inmediatamente, y llegó a las puertas de Tiro cuando toda la ciudad se hallaba alarmada por ignorar quién sucedería a Pigmalión. Reconociéronle con facilidad los principales tirios, y también todo el pueblo; y como le amaban no por ser hijo de su rey, a quien odiaban todos, sino por su afabilidad y moderación, diéronle los prolongados infortunios cierto realce, que aumentaba sus buenas cualidades e interesaba a los tirios en su favor.

Reunió Narbal a los jefes del pueblo, a los ancianos que componían el consejo y a los sacerdotes de la gran deidad de Fenicia, quienes saludaron a Baleazar por su soberano y le hicieron proclamar por los reyes de armas, correspondiendo el pueblo con mil aclamaciones de júbilo, que hirieron los oídos de Astarbe encerrada   —166→   en lo interior del palacio con el cobarde e infame Joazar, abandonada de los pérfidos que la habían servido mientras vivió Pigmalión, por ser propiedad del malo temer al que lo es y no desear verle ensalzado desconfiando de él; pues el hombre corrompido conoce cuánto abusarán de la autoridad sus semejantes, y la violencia con que obrarán, al paso que se acomodan mejor con el bueno, prometiéndose encontrar en él al menos moderación e indulgencia. Sólo permanecían con Astarbe algunos cómplices de sus más atroces delitos, que esperaban el suplicio.

Forzaron el palacio sin que los malvados se atreviesen a resistir mucho tiempo ocupados de huir. Quiso Astarbe salvarse entre la multitud en traje de esclava; mas la conoció un soldado, fue detenida, y costó gran trabajo impedir que la despedazase el pueblo enfurecido. Ya habían comenzado a arrastrarla, mas la sacó Narbal de las manos del populacho. Solicitó hablar a Baleazar prometiéndose le alucinarían sus gracias, y le haría concebir la esperanza de que descubriría secretos importantes, y no pudo Baleazar negarse a escucharla. Al principio mostró a la par de su belleza tal modestia y dulzura que podía aplacar el más irritado corazón; adulando a Baleazar con alabanzas delicadas e insinuantes, manifestándole cuánto la amara Pigmalión, y suplicándole por las cenizas de éste tuviese clemencia de ella, invocó a los dioses como si los hubiese adorado sinceramente; vertió abundantes lágrimas; se arrojó a los pies del nuevo rey, concluyó esforzándose a hacerle sospechosos a los más fieles servidores. Acusó a Narbal de haber tomado parte en una conjuración contra Pigmalión, y procurado seducir al pueblo para alzarse rey en perjuicio de Baleazar, añadiendo que intentaba envenenar a éste. Inventó   —167→   calumnias semejantes contra todos los demás tirios que amaban la virtud, esperando hallar en el corazón del nuevo rey igual desconfianza que en el de su padre; mas no pudiendo tolerar la maldad de aquella mujer, la interrumpió y llamó a las guardias. Pusiéronla en prisión, y fueron encargados de examinar todas sus acciones los ancianos más sabios.

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    Descubrieron con horror que había envenenado y ahogado a Pigmalión, y que toda su vida era una cadena no interrumpida de atroces delitos. Iba a ser condenada al suplicio destinado en Fenicia para el castigo de los grandes crímenes, que consistía en perecer entre las llamas; pero cuando se persuadió de que ninguna esperanza le quedaba, se convirtió en una furia abortada por el averno, y bebió el veneno que llevaba siempre encima para darse la muerte cuando quisiesen hacerla sufrir grandes tormentos. Advirtieron los que la custodiaban que   —168→   padecía dolores violentos, y trataron de socorrerla; mas nunca les quiso responder, indicándoles por señas que ningún auxilio necesitaba. Habláronla de los justos dioses a quienes había irritado; pero en vez de dar señales de la confusión y arrepentimiento que merecían sus delitos dirigió la vista al cielo con desprecio y arrogancia como para insultar al Olimpo. Ya no existían las gracias y belleza que causaran la desdicha de tantos hombres. Su rostro moribundo sólo ofrecía los furores de la impiedad; vagaban sus ojos de un objeto en otro sin fijarse en ninguno, agitaba sus labios un movimiento convulsivo, y abierta la boca presentaba horrible magnitud, contraídas las facciones hacia gestos espantosos, y habíase apoderado de su cuerpo el frío y lividez de la muerte. Algunos momentos parecía reanimarse; mas era sólo para lanzar alaridos. Al fin espiró dejando llenos de horror y espanto a cuantos la miraban; y sus manes impíos bajaron sin duda a aquellos tristes lugares en donde las crueles Danaides sacan sin cesar el agua en vasijas horadadas; en donde Ixîon hace girar perpetuamente su rueda; en donde abrasado Tántalo de sed, no puede beber el agua que huye de sus labios; allí donde Sísifo da vueltas a una peña que torna a caer al instante, y en donde las entrañas de Ficio no serán devoradas jamás por el buitre que sin cesar las muerde.

Libre Baleazar de tal monstruo dio gracias a los dioses, y empieza su reinado por una conducta opuesta enteramente a la de Pigmalión. Se ha dedicado a restablecer el comercio, que desfallecía diariamente; sigue el consejo de Narbal en los asuntos de más importancia, pero sin ser gobernado por éste, pues desea verlo todo por sí mismo; oye los diferentes dictámenes que le dan, y resuelve enseguida conforme al que mejor le parece.   —169→   Ámale el pueblo, y poseyendo los corazones posee mayores tesoros que había reunido la cruel avaricia de su padre; porque no hay una sola familia que no le diese cuanto tiene si se hallara en necesidad urgente, y de este modo es más suyo lo que les deja que lo que aquel les quitaba. Ninguna necesidad tiene de precauciones para la seguridad de su persona, porque siempre vela en torno suyo la más segura guardia, que es el amor del pueblo. Todos sus vasallos temen perderle, y arriesgarían su propia vida para asegurar la de un rey tan bueno. Vive feliz, y lo es con él todo su pueblo, teme exigirles demasiado, y estos temen también no ofrecerle bastante porción de sus bienes. Les proporciona vivir en la abundancia; mas ésta no los hace indóciles ni insolentes, pues son laboriosos, inclinados al comercio, y constantes en conservar la pureza de las antiguas leyes. Se ha elevado la Fenicia al más alto grado de poder y de gloria, y debe esta prosperidad a su actual joven monarca.

Narbal merece su confianza. ¡Oh Telémaco! ¡si os viese ahora con cuánto placer os colmaría de presentes! ¡Qué satisfacción sería para él restituiros con opulencia a vuestra querida patria! ¡No soy yo feliz en ejecutar lo que él mismo desearía hacer, pasando a la isla de Ítaca para colocar en el trono al hijo de Ulises, a fin de que reine allí con tanta sabiduría como Baleazar en Tiro!»

Luego que Adoam acabó de hablar le abrazó Telémaco afectuosamente, encantado de la historia que acababa de referir, y más aún de las señales de amistad que recibía de él en su desgracia; y en seguida le preguntó aquel qué aventura le había conducido a la isla de Calipso. Contole Telémaco su salida de Tiro; el paso a la isla de Chipre; cómo había vuelto a encontrar a Mentor; el viaje a Creta; los juegos públicos para la elección de   —170→   rey, después de la fuga de Idomeneo; la cólera de Venus; el naufragio; el júbilo con que le recibió Calipso; los Celos que inspiró a esta diosa una de sus ninfas, y la acción de Mentor que le arrojó al mar cuando descubrió el bajel fenicio.

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    Hizo Adoam servir una comida espléndida, reuniendo cuantos placeres podían gozar para manifestarle el mayor júbilo; y durante ella, que fue servida por jóvenes fenicios vestidos de blanco y coronados de flores, quemaron los más exquisitos perfumes del oriente. Los bancos de remeros se hallaban ocupados por músicos que tañían varios instrumentos, interrumpiéndoles Achîtoas de tiempo en tiempo con la dulce consonancia de su voz acompañada de la lira, dignas una y otra de adornar la mesa de los dioses, y de arrebatar el oído del mismo   —171→   Apolo. Los tritones, las nereidas, las divinidades todas que obedecen a Neptuno, y hasta los monstruos marinos, salían de sus profundas grutas para venir en derredor de la nave encantadas de aquella melodía. Una comparsa de jóvenes fenicios de extraordinaria belleza, vestidos de delicado lino más blanco que la nieve, bailaron largo tiempo las danzas de su país, las de Egipto y las de Grecia. Resonaba en las aguas y hasta en las remotas orillas de tiempo en tiempo el eco de los clarines; y el silencio de la noche, la serenidad del mar el incierto resplandor de la luna reflejando sobre la superficie de las aguas y el oscuro azul de la etérea bóveda sembrada de brillantes estrellas, hacían más bella y majestuosa la escena que describimos.

Gozaba Telémaco tan sabrosos placeres por ser de natural vivo y sencillo; pero sin entregarse a ellos, pues desde que en la isla de Calipso tuvo desengaños vergonzosos de la facilidad con que se inflama la juventud, inspirábanle temor aun los más inocentes, sospechaba de todo, y mirando a Mentor procuraba leer en su semblante el juicio que debía formar de lo que veía.

Complacíase éste de verle indeciso aunque disimulaba conocerlo; mas encantado de la moderación de Telémaco, le dijo sonriéndose: «Comprendo lo que teméis, y es laudable vuestro temor; pero conviene que no seáis excesivamente tímido. Ninguno os deseará más que yo el goce de los placeres; pero sin exceso, y de aquellos que no enerven vuestro entendimiento, pues bastan los que distraen y se disfrutan sin dejarse arrastrar de ellos. Gocéis en buen hora los que no os priven de la razón y no os hagan semejante a una bestia feroz. Ahora deben hallar alivio vuestras penas. ¡Regocijaos, Telémaco, regocijaos! sed complaciente con Adoam, porque la sabiduría   —172→   desecha la austeridad y afectación, ella proporciona los verdaderos placeres; sólo ella sabe sazonarlos para hacerlos puros y duraderos, combinando el entretenimiento y la risa con las ocupaciones graves, preparando el placer para el trabajo y aliviando la fatiga de este con la diversión. Por último, la sabiduría no se ruboriza de aparecer jovial cuando es preciso.»

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    Luego que Mentor dijo estas palabras, tomó una lira y la tocó con tanta destreza que Achîtoas dejó la suya disgustado y lleno de envidia, encendiéronse sus ojos, alterósele el color del rostro, y se hubieran notado su turbación, sentimiento y vergüenza si los dulces acentos de la lira de Mentor no hubiesen arrebatado los oídos de todos. Ninguno osaba respirar temiendo turbar el silencio y perder sólo un acento de su divino canto, y todos temían cesase de cantar demasiado pronto; mas no era su voz afeminada sino flexible, sonora y expresiva.

Cantó primero las alabanzas de Júpiter, padre y rey   —173→   de los dioses y de los hombres, cuyo menor movimiento estremece al universo. Representó después a Minerva saliendo de la cabeza de Júpiter, es decir, a la sabiduría que formó dentro de sí mismo y que arroja bondadoso de sí para instruir al hombre dócil. Cantó Mentor estas verdades con voz tan expresiva y con tal veneración, que todos los circunstantes creyeron hallarse trasportados a lo más elevado del Olimpo y a la presencia de Júpiter, cuya vista es más penetrante que sus rayos; y por último la desgracia del joven Narciso, que enamorado locamente de su propia hermosura, y contemplándola sin cesar desde la orilla de una clara fuente, llegó a verse consumido de dolor, y fue convertido en la flor que lleva su nombre; y la muerte lamentable del bello Adonis, a quien despedazó un jabalí sin que pudiese Venus, enamorada de él, resucitarle a pesar de dirigir al cielo fervorosas plegarias.

No pudieron contener las lágrimas cuantos le escuchaban, pero se complacían al llorar. ¿Es Orfeo?, decía uno de los fenicios que llenos de admiración habían escuchado, del mismo modo domesticaba las fieras con su lira y daba movimiento a los troncos y a las peñas; del mismo modo encantó al Cerbero, suspendió los tormentos de Ixîon y de las Danaides, y aplacó al inexorable Plutón para sacar de los infiernos a la hermosa Eurídice. No, exclamaba otro, es Lino, hijo de Apolo. Os engañáis, replicaba otro, es el mismo Apolo; y entre tanto no estaba Telémaco menos sorprendido que los demás, porque ignoraba supiese Mentor cantar y tocar la lira con tanta perfección.

Achîtoas que había tenido tiempo para ocultar su envidia, comenzó a alabarle; mas avergonzábase al hacerlo, y no pudo terminar su discurso. Advirtiendo Mentor   —174→   su turbación, tomó la palabra como si quisiese interrumpirle, y procuró consolarle elogiando su habilidad cual merecía, mas no halló consuelo aquel, conociendo que Mentor le aventajaba aún más por su moderación que por su destreza en la lira y por los encantos de su voz.

«Recuerdo, dijo Telémaco a Adoam, me habéis hablado del viaje que hicisteis a la Bética después que salimos de Egipto; y como es un país del cual refieren maravillas que apenas pueden creerse, os ruego me digáis si es cierto lo que dicen.» «Lo haré con gusto, respondió Adoam, describiéndoos aquel famoso país, digno de vuestra curiosidad y superior a cuanto publica de él la fama; y al momento comenzó a hablar de esta suerte:

Corre el Betis por un suelo fértil, y bajo un cielo despejado y siempre sereno, el país ha tomado nombre del caudaloso río que desagua en el Océano, muy cerca de las columnas de Hércules, y del sitio en donde rompiendo sus diques el furioso mar separó en otro tiempo la tierra de Tarsis de la grande África. En aquel país se han conservado al parecer las delicias del siglo de oro. Son templados allí los inviernos, y nunca soplan los fuertes aquilones. Mitigan el ardor del verano los frescos céfiros a la hora del medio día; de modo que todo el año es un feliz enlace de otoño y primavera. En los valles y campiñas produce la tierra dos cosechas al año, los caminos están poblados de laureles, granados, jazmines y otros árboles siempre verdes y floridos, pacen en las montañas rebaños numerosos que producen finas lanas, estimadas de todas las naciones conocidas, encuéntranse allí muchas minas de oro y plata, mas aquellos naturales sencillos y felices en la sencillez, miran con desprecio estos metales sin querer contarlos entre las riquezas,   —175→   porque sólo dan estimación a las cosas que sirven verdaderamente a las necesidades del hombre.

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     Cuando comenzamos a comerciar con ellos encontramos la plata y el oro destinados a iguales usos que el hierro; por ejemplo, para rejas de arado, pues no haciendo ningún comercio exterior, no necesitan especie alguna de moneda. Casi todos ellos son labradores o pastores: hay pocos artesanos, y sólo cultivan aquellas artes útiles a las verdaderas necesidades, y aun no dejan todos de ejercitar las que lo son a su vida sencilla y frugal como dedicados a la agricultura y ganadería.

Elaboran las mujeres aquella hermosa lana de que fabrican telas finas de maravillosa blancura, hacen el pan y preparan los demás alimentos, siéndoles fácil este trabajo porque se alimentan de frutas o de leche, y rara vez de carnes. Destinan las pieles del ganado lanar a su calzado y al de sus esposos e hijos, construyen tiendas, unas de pieles enceradas y otras de cortezas de árbol; y elaboran y lavan los vestidos de la familia manteniendo el orden interior de las casas, y conservando en ellas admirable aseo. Las vestiduras son fáciles de hacer, porque en aquel suave clima usan un ropaje de tela fina y ligera   —176→   sin forma de talle, que cada cual distribuye en pliegues alrededor de la cintura dándoles la forma que más le agrada.

Además del cultivo de las tierras y de la custodia de los ganados, no se ejercitan los hombres en otra cosa que en trabajar el hierro y la madera; y aun no se sirven del primero sino para los instrumentos necesarios a la labranza. Las artes relativas a la arquitectura les son inútiles, pues no edifican casas; porque es, dicen, adherirse demasiado a la tierra establecer una morada mucho más duradera que la vida, y basta estar al abrigo de la inclemencia de las estaciones. En cuanto a las demás artes, tan estimadas entre los griegos, egipcios y otros pueblos civilizados, las detestan como invenciones de la vanidad y de la molicie.

Si les hablan de los pueblos que poseen el arte de construir opulentos edificios, de alhajas de oro y plata, de telas adornadas con bordaduras y piedras preciosas, de perfumes exquisitos, manjares delicados, o de instrumentos cuya armonía encanta; oíd su respuesta: «¡Cuán desdichados son esos pueblos que han empleado tanto trabajo e industria para corromperse! lo superfluo enflaquece, embriaga, atormenta al que lo posee, e incita a los que se ven privados de ello para que procuren adquirirlo por medio de la violencia e injusticia. ¿Puede nombrarse una sola cosa de las superfluas que no contribuya a pervertir al hombre? ¿Son por ventura los naturales de esos países más sanos y robustos que nosotros? ¿viven acaso más largo tiempo, o están más unidos entre sí? ¿gozan más libertad, viven más tranquilos y contentos? Por el contrario, deben sin duda vivir con más rivalidad entre sí, corroídos por la negra e infame envidia, agitados siempre por la ambición, por el temor y la avaricia,   —177→   y desconocer los placeres puros y sencillos, pues son esclavos de tantas necesidades ficticias en que hacen consistir su felicidad.»

Así hablan, continuó Adoam, aquellos hombres cuerdos, que han llegado a serlo estudiando a la naturaleza. Inspírales horror nuestra cultura; y debe confesarse que no es inferior la suya, a pesar de la apreciable simplicidad en que viven reunidos todos sin división alguna de sus tierras, y gobernada cada familia por el jefe, que es un verdadero rey. El padre de familias tiene derecho a castigar a cualquiera de sus hijos o descendientes cuando ejecuta alguna mala acción; pero antes de ejercer su autoridad debe oír el parecer de toda la familia. Sin embargo, tales castigos tienen lugar pocas veces, porque en aquella venturosa tierra hallan su mansión la inocencia de costumbres, la buena fe, la obediencia y el horror al vicio; y parece que Astrea, que suponen haberse retirado al cielo, existe todavía oculta entre aquellos moradores. No han menester jueces, porque les juzga su propia conciencia; y todos los bienes son comunes entre ellos, porque las frutas de los árboles, las legumbres y la leche de los ganados, producen tan abundantes riquezas que no tienen necesidad de dividirlas aquellos habitantes sobrios y moderados. Errantes las familias, trasportan sus tiendas de un lugar a otro luego que han consumido los frutos o agotado los pastos del sitio en donde habitaban. Por esta razón no tienen intereses que defender unos contra otros, y se aman cual hermanos sin que nada altere su amor; y esta unión, esta paz y libertad, es el resultado feliz de no conocer las vanas riquezas y engañosos placeres, pues todos son iguales.

No se encuentra entre ellos ninguna distinción, sino las que provienen de la experiencia de ancianos sabios o   —178→   de la sabiduría precoz de los jóvenes que compiten con los consumados en la virtud. Jamás se ha oído en aquel país favorecido de los dioses la voz cruel e inficionada del fraude, de la violencia, del perjurio, ni menos de las guerras ni procesos; y jamás tampoco se vio regada con sangre humana aquella tierra, pues apenas se derrama la del inocente cordero. Cuando se les habla de batallas sangrientas, conquistas rápidas o revoluciones de los estados que son frecuentes entre otras naciones, no pueden contener su admiración. ¡Qué!, dicen, ¿no están los hombres demasiado sujetos a la muerte, sino que todavía quieren dársela unos a otros? ¡Cuán corta es la vida! sin embargo, al parecer la consideran como de larga duración. ¿Acaso existen sobre la tierra para despedazarse y hacerse mutuamente infelices?

Por lo demás no pueden comprender los pueblos de la Bética por qué se admira tanto a los conquistadores que subyugan dilatados imperios. ¡Qué locura es, dicen, fijar la felicidad en gobernar a los demás hombres, cuando el hacerlo cuesta tantas penas si se les ha de regir con razón y justicia! ¿Y por qué complacerse en gobernarlos a su pesar? lo que puede hacer el hombre sabio es sujetarse a mandar a un pueblo dócil, cuyo gobierno le han encargado los dioses, o del que le suplican lo haga como padre y protector; mas gobernar a los hombres contra su voluntad, es quererse hacer desventurado por el falso honor de sujetarlos. El conquistador es un hombre a quien los dioses irritados contra el género humano, han enviado a la tierra en su cólera para asolar los imperios, para esparcir por todas partes el espanto, la desesperación y la miseria, y para convertir a los hombres en esclavos. El que ambiciona gloria ¿no encuentra bastante en regir con sabiduría a aquellos que los dioses han puesto   —179→   a su cargo? ¿O creen que no pueden llegar a merecer elogios no siendo violentos, injustos, altivos, usurpadores y tiranos de todos sus vecinos? Nunca debe pensarse en la guerra sino para defender la independencia de una nación, y feliz la que no siendo esclava de otra, carezca de la loca ambición de dominarla. Esos grandes conquistadores que nos pintan cubiertos de gloria, son semejantes a los ríos caudalosos, que saliendo de madre destruyen las campiñas fértiles que deberían sólo regar.

Después que Adoam acabó de hacer la descripción de la Bética, preguntole Telémaco encantado varias cosas curiosas. «¿Usan el vino, le dijo, aquellos naturales?»

«No cuidan de beberlo, contestó Adoam, porque jamás han querido elaborarlo; no porque les falte la uva, pues ninguna tierra la produce más delicada, sino porque se contentan con comerla cual las otras frutas, temiendo al vino como corruptor de los mortales. Es una especie de veneno, dicen, que pone furioso al hombre, y aunque no le hace morir, le convierte en bestia; y bien puede conservarse sin él, la salud y el vigor, al paso que usándole se corre el peligro de destruirla y olvidar las buenas costumbres.»

«Desearía saber, replicó Telémaco, qué leyes arreglan los matrimonios en aquella nación.»

«Nadie, contestó Adoam, puede tener más que una esposa, y debe conservarla mientras viva. En aquel país depende tanto el honor del esposo de su fidelidad para con la esposa, cuanto en otros se hace consistir el de esta en su fidelidad a aquel; y jamás pueblo alguno fue más honrado ni más celoso de la pureza. Allí es el bello sexo agradable, pero sencillo, modesto y laborioso; y los matrimonios pacíficos, fecundos e irreprensibles. Parecen los esposos una sola persona en dos cuerpos diferentes, y se hallan distribuidos entre ellos los cuidados domésticos.   —180→   El esposo arregla los exteriores, y dedícase la esposa a la economía interior, aliviando a aquel y pareciendo no haber nacido sino para agradarle, por cuyos medios adquiere su confianza, y le embelesa menos con su belleza que con su virtud, siendo tan duradero como su vida este verdadero encanto de la sociedad conyugal. La sobriedad, la moderación y las costumbres puras de aquellos naturales, les proporcionan una vida prolongada y exenta de dolencias; pues se encuentran ancianos de ciento y ciento veinte años, que conservan todavía el vigor y la jovialidad.»

«Réstame saber, volvió a preguntar Telémaco, por qué medios evitan la guerra con los pueblos limítrofes.»

«La naturaleza, respondió Adoam, los ha separado de ellos por el mar, y al norte por elevadas montañas; y los respetan además, a causa de su virtud. Discordes sus vecinos muchas veces, los han elegido por árbitros de sus diferencias, y confiádoles las posesiones o plazas que se disputaban; pues como aquella nación sabía no causó violencia jamás, nadie desconfía de ella. Excita su risa el oír que los reyes no puedan convenir en el arreglo de las fronteras de sus respectivos dominios, y dicen: «¿Podrán temer falte la tierra a los hombres cuando existirá siempre más de la que pueden cultivar? Mientras haya terrenos libres e incultos, ni aun quisiéramos defender los nuestros de los que intentasen apoderarse de ellos.» Entre los habitantes de la Bética no se encuentran ni orgullo, ni altivez, ni mala fe, ni deseo de extender su dominación; por lo que jamás han inspirado temor a sus vecinos, pues no pueden aspirar a ser temibles así es que los dejan vivir tranquilos, y aun abandonarían el país que habitan o se entregarían a la muerte antes que tolerar dominación extraña; por cuya razón ofrece tantas   —181→   dificultades el subyugarlos, cuanto son incapaces de subyugar a los demás, y de todo ello resulta la profunda paz que reina entre ellos y los pueblos limítrofes.»

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    Terminó Adoam este discurso refiriendo el modo de hacer su comercio los fenicios en la Bética. Sorprendiéronse, continuó, aquellos habitantes al observar que surcando los mares venían de remotos países los extranjeros; pero nos dejaron fundar una ciudad en la isla de Gades, y nos recibieron bondadosamente e hicieron partícipes de lo que poseían sin querer recibir ninguna recompensa; ofreciéndonos ademas liberalmente cuanto les sobrase de sus lanas, después de haber acopiado las necesarias para su uso. Y en efecto, hiciéronnos un rico presenté de ellas, porque se complacen en dar a los extranjeros cuanto les sobra.

Ninguna repugnancia tuvieron en abandonarnos las minas, pues eran inútiles para ellos; pareciéndoles no ser cordura en los hombres arrostrar tantas fatigas para ir a buscar en las entrañas de la tierra lo que no puede hacerlos dichosos, ni satisfacer ninguna necesidad verdadera. No penetréis tanto nos decían, en lo interior de la   —182→   tierra, contentaos con cultivarla y os dará bienes ciertos para alimentaros, sacaréis de ella frutos de más valor que el oro y la plata pues no aprecia el hombre estos metales, sino en cuanto le proporcionan los alimentos que sostienen su existencia.

Hemos intentado muchas veces enseñarles la navegación, y conducir a la Fenicia algunos jóvenes de aquel país; pero nunca han querido que aprendiesen sus hijos a vivir como nosotros. Contraerán, nos decían, necesidades de cosas que han llegado a serlo entre vosotros, querrán tenerlas, y abandonarán la virtud para procurárselas por malos medios llegando a hacerse semejantes al hombre que teniendo buenas piernas, y habiendo perdido el hábito se acostumbra al fin a ser conducido de un sitio a otro como impedido. En cuanto a la navegación la admiran a causa de la industria de este arte; pero la creen perniciosa. «Si tenéis, dicen, en vuestro país lo suficiente de cuanto es necesario a la vida, ¿qué vais a. buscar fuera de él?, ¿por ventura no os basta lo que a la naturaleza? mereceríais naufragar, pues buscáis la muerte en medio de las tempestades para satisfacer la avaricia de los mercaderes, y lisonjear las pasiones de los demás hombres.»

Encantado escuchaba Telémaco este discurso de Adoam, y complacíase de que todavía existiese un pueblo que siguiendo las leyes naturales viviese reunido, sabio y dichoso. «¡Oh!, exclamaba, ¡cuánto distan sus costumbres de las vanas y ambiciosa, de otros pueblos que se consideran más sabios que ellos! Tan corrompidos estamos que apenas creemos posible pueda ser cierta su natural sencillez, consideramos las costumbres de aquel pueblo como una feliz invención, y ellos deben considerar las nuestras cual un sueño monstruoso.»



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ArribaAbajoLibro IX

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Sumario

Siempre indignada Venus contra Telémaco, pide a Júpiter que le destruya; pero no permitiéndolo los hados concierta con Neptuno que le aleje de Ítaca adonde Adoam le conducía. Válense para ello de una engañosa divinidad que haga al piloto Athamas entrar a toda vela en el puerto de Salento, creyendo arribar a la isla deseada. Entran con efecto, y el Rey Idomeneo recibe a Telémaco en su nueva corte a tiempo que estaba preparando un sacrificio a Júpiter por el suceso de la guerra que tenía con los mandurienses. Consultadas por el sacerdote las entrañas de las víctimas, da al Rey las esperanzas más halagüeñas y le persuade de que será deudor de su felicidad a los dos nuevos huéspedes.

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Libro IX

Mientras que así se entretenían Adoam y Telémaco, y olvidaban el descanso sin advertir se hallaba ya la noche en medio de su carrera alejábalos una deidad enemiga y falaz de la isla de Ítaca adonde procuraba en vano arribar el piloto Athamas. Aunque favorable Neptuno a los fenicios, no podía soportar por más tiempo hubiese escapado Telémaco de la tempestad que le arrojara sobre los escollos de la isla de Calipso. Estaba aún más irritada Venus de ver triunfase aquel joven después de haber vencido al amor y a todos sus atractivos, y en el exceso de su dolor abandonó a Citeres, Palos e Idalia, y todos los homenajes que se la tributan en la isla de Chipre, pues no podía permanecer en los lugares en que había despreciado Telémaco su poder, y dirigiose hacia el Olimpo donde se hallaban reunidos los dioses en derredor del trono de Júpiter. Desde allí ven rodar los astros a sus pies; el globo de la tierra como una pequeña bola de barro, y los inmensos mares cual una gota de agua que la humedece, los más dilatados imperios son a sus ojos un corto desierto que cubre la superficie de la   —186→   tierra, y los pueblos innumerables, y los ejércitos más numerosos, hormigas que se disputan un poco de yerba; juegos pueriles, los más importantes negocios que agitan a los débiles mortales; y flaqueza y miseria lo que estos llaman, gloria, grandeza y sabia política.

En aquella mansión tan elevada sobre la tierra, ha colocado Júpiter su inmutable trono. Desde él penetra su vista hasta los profundos abismos, y registra lo más recóndito de los corazones. Sus miradas apacibles y serenas esparcen el gozo y la calma en todo el universo; mas por el contrario, se estremecen los cielos y la tierra cuando sacude su cabellera, y deslumbrados los mismos dioses con los rayos de gloria que brillan en torno suyo, aproxímanse a él temblando.

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    Acompañábanle todas las deidades celestes cuando se presentó Venus engalanada con sus gracias inseparables. Su túnica flotante tenía más brillo que los colores de que   —187→   se adorna Iris en medio de la oscuridad de la nube, cuando viene a prometer a los sobresaltados mortales el término de la tempestad anunciándoles el tiempo sereno, ajustada a la perfecta cintura que ciñen al parecer las Gracias, y cogido el cabello con una trenza de oro. Sorprendió su hermosura a todos los dioses, cual si jamás la hubiesen visto, quedando deslumbrados sus ojos como sucede a los mortales cuando después de una prolongada noche se presenta Febo a alumbrar con sus rayos. Mirábanse unos a otros llenos de sorpresa, y sus ojos venían siempre a fijarse en ella; mas la vieron bañada en lágrimas, y advirtieron pintado en su rostro el más acerbo dolor.

Acercábase entre tanto hacia el trono de Júpiter con planta veloz, semejante al vuelo rápido del ave que atraviesa el espacio inmenso de los aires. Mirola complacido, sonriose benigno, y levantándose la abrazó diciendo: «Hija querida, ¿cuál es vuestra pena? no puedo ver con indiferencia vuestras lágrimas, no temáis abrirme vuestro corazón, pues conocéis mi ternura y bondad.»

«¡Oh padre de los dioses y de los hombres!, contestó Venus con voz agradable, pero interrumpida de profundos suspiros, vos que todo lo veis, ¿podéis ignorar la causa de mi dolor? No se ha contentado Minerva con haber arrasado hasta los cimientos la opulenta ciudad de Troya que yo defendía y vengádose de Paris, que prefirió a la suya mi belleza; sino que conduce por toda la tierra y por todos los mares al hijo de Ulises, el cruel enemigo de Troya. Acompañado Telémaco por Minerva, se ve impedida ésta de presentarse aquí con las otras deidades. Ella condujo a Chipre al temerario joven para que me ultrajase. Ha despreciado este mi poder, no solamente desdeñándose de quemar incienso en mis altares,   —188→   sino manifestando horror a las fiestas que celebran en honor mío, y ha cerrado su corazón a todos los placeres que proporciono. En vano, accediendo a mis ruegos, ha irritado Neptuno los vientos y las olas contra él para castigarle, pues arrojado Telémaco a la isla de Calipso por un naufragio horrible, ha triunfado del mismo Amor a quien yo había enviado para seducir el corazón del joven griego. Ni su juventud, ni las gracias de Calipso y de sus ninfas, ni los tiros abrasados de Amor, han podido vencer los artificios de Minerva. Ella le ha arrancado de aquella isla; y heme aquí confundida: ¡un inexperto joven triunfa de mí!»

«Cierto es, hija mía, respondió Júpiter para consolar a Venus, que Minerva protege el corazón de ese joven griego contra todas las flechas de vuestro hijo, y que le prepara una gloria que jamás mereció otro alguno. Me llena de indignación que haya despreciado vuestros altares; mas no puedo someterle a vuestro imperio. Por amor hacia vos, permito que aún vaya errante por mar y tierra, y que viva lejos de su patria expuesto a toda clase de males y peligros; pero no permiten los destinos que perezca, ni que sucumba su virtud a los placeres con que lisonjeáis al hombre. Consolaos, pues, hija mía, y contentaos con sujetar a vuestro imperio a tantos héroes y a tantos seres inmortales.»

Al decir estas palabras dirigió a Venus una sonrisa llena de majestad y de gloria, brilló en sus ojos una chispa de luz semejante al más vivo relámpago, y besándola con ternura se difundió un olor de ambrosía que perfumó todo el Olimpo. No pudo dejar la diosa de manifestarse sensible a esta caricia del más poderoso de los dioses; y a pesar de sus lágrimas y dolor, apareció el gozo en su semblante y dejó caer el velo para ocultar el rubor   —189→   retratado en sus mejillas, y la turbación en que se hallaba. Aplaudieron todos los dioses las palabras de Júpiter, y sin perder Venus un momento fue en busca de Neptuno para concertar con él los medios de vengarse de Telémaco.

Refirió a Neptuno cuanto le había dicho Júpiter, y respondiole aquel de esta suerte: «Ya yo sabía el orden inmutable de los destinos; pero si bien no podemos abismar a Telémaco en las aguas, no olvidemos al menos nada de lo que le haga desdichado y retarde su regreso a Ítaca. No puedo permitir perezca el bajel fenicio que le conduce, porque amo a los fenicios, les llamo mi pueblo, y ninguna otra nación frecuenta más mi imperio; pues por ellos ha llegado a ser el mar vínculo de la sociedad universal de todos los pueblos. Me honran con sacrificios continuos sobre mis altares; son justos, sabios y laboriosos para el comercio, y llevan por todas partes la comodidad y la abundancia. No, no: no puedo permitir naufrague ningún bajel fenicio; pero haré pierda el piloto su derrotero y le aleje de Ítaca adonde quiere arribar.»

Satisfecha Venus con esta promesa riose maligna, y regresó sobre su aéreo carro a los floridos contornos de Idalia, en donde danzando en torno suyo sobre las flores que embalsaman aquella deliciosa mansión las gracias, los juegos y la risa, manifestaron su gozo al verla.

Envió inmediatamente Neptuno una divinidad engañosa semejante a los sueños; sin otra diferencia que estos engañan mientras se duerme, al paso que aquella encanta los sentidos del que se halla despierto. Este maléfico dios, circundado de una tropa innumerable de mentiras aladas, que volaban en torno suyo, vino a derramar cierto licor sutil y encantado en los ojos del piloto Athamas,   —190→   que contemplaba atento la claridad de la luna, el curso de las estrellas y las costas de Ítaca, cuyas escarpadas rocas descubría ya a corta distancia.

Desde este momento ya no vieron los ojos del piloto cosa alguna verdadera. Presentábasele un cielo aparente y una tierra fingida, parecíanle las estrellas cual si hubiesen trocado su curso; que todo el Olimpo se movía por leyes nuevas, y que se había cambiado la misma tierra. Para alucinar al piloto, ofrecíase siempre a sus ojos una falsa Ítaca mientras se alejaba de la verdadera; y cuanto más se acercaba a la imagen engañosa de sus costas, más se alejaban estas huyendo de él, sin que pudiese apurar la causa. Juzgaba algunas veces percibir el rumor que se oye en los puertos de mar, y preparábase según la orden que había recibido para abordar secretamente a la pequeña isla situada cerca de la grande, con el objeto de ocultar a los amantes de Penélope conjurados contra Telémaco el regreso de este joven príncipe. Otras veces temía los escollos que se hallan en aquella costa, y le parecía oír el horrible rumor de las olas que van a estrellarse contra ellos; mas de repente notaba hallarse todavía lejos la tierra. A sus ojos eran las montanas semejantes a las pequeñas nubes que oscurecen el horizonte a las veces mientras el sol se pone. Hallábase Athamas sobrecogido, y el influjo de la engañosa divinidad, que encantaba su vista, le hacia experimentar un desaliento que jamás le fuera conocido; y aun se inclinaba a creer que dormía y le preocupaban las ilusiones, del sueño.

Entre tanto mandó Neptuno soplar al viento del oriente para arrojar el bajel sobre las costas de Hesperia, y obedeció con tal violencia que llegó en breve al punto que había señalado. Ya la aurora anunciaba el día;   —191→   ya las estrellas que temen los rayos del sol iban, llenas de envidia a ocultar en el océano su oscuro brillo, cuando gritó el Piloto: «Por fin, ya no puedo dudar, nos hallamos cerca de la isla de Ítaca. Alegraos, Telémaco; dentro de una hora podréis ver a Penélope y tal vez encontrar a Ulises sobre su trono.»

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    Estas palabras despertaron a Telémaco, que se hallaba inmóvil en los brazos del sueño, y levantándose corrió al timón, abrazó al piloto, y miró atentamente la costa vecina cuando apenas acababa de abrir los ojos; y viendo no eran las de su patria, exclamó estremecido: «¡Ay! ¿adónde estamos? ¡no es mi cara Ítaca! Os habéis engañado, Athamas, conocéis mal esta costa distante de vuestro país.» «No, no, replicó Athamas, no puedo engañarme mirando las riberas de esta isla. ¡Qué de veces he entrado en su puerto! conozco hasta las menores rocas, y las   —192→   playas de Tiro no están más grabadas en mi memoria. Reconoced aquella montaña, ved esa roca que se eleva cual una torre, ¿no escucháis las olas que rompen contra las otras rocas que parece amenazan al mar con su caída? ¿No observáis el templo de Minerva que compite con las nubes? Ved allí la fortaleza y el palacio de vuestro padre Ulises.»

«Os engañáis, Athamas, respondió Telémaco, yo veo por el contrario, una costa bastante alta pero unida, una ciudad que no es Ítaca. ¡Oh dioses! ¡así burláis al hombre!»

Mientras hablaba Telémaco de este modo, despejáronse los ojos de Athamas repentinamente. Desapareció el encanto: vio las costas como eran verdaderamente y conoció su error. «Lo confieso, Telémaco, exclamó, alguna deidad enemiga había encantado mis ojos, creía ver a Ítaca y se me presentaba su imagen; pero en este momento ha desaparecido cual un sueño, y veo otra ciudad que sin duda es Salento, acabada de fundar en la Hesperia por Idomeneo fugitivo de Creta; veo los muros que edifican y que aún no se hallan acabados, y el puerto que todavía no está fortificado del todo.»

En tanto que Athamas observaba las varias obras nuevamente hechas en aquella naciente ciudad, y lamentaba Telémaco su desgracia, les hizo entrar el viento que obedecía a Neptuno a toda vela en una rada en donde se hallaron al abrigo y muy cerca del puerto.

No ignoraba Mentor la venganza de Neptuno ni los artificios de Venus, que había quedado complacida del engaño del piloto Athamas; y luego que estuvieron en la rada dijo a Telémaco: «Júpiter quiere probaros, mas no desea vuestra perdición, por el contrario, lo hace para abriros el camino de la gloria. Acordaos de los trabajos de Hércules, y no se borren de vuestra memoria los de   —193→   Ulises. El que no sabe padecer no es de corazón esforzado; y debéis cansar a la fortuna que se complace en perseguiros oponiéndola el sufrimiento y el valor. Juzgo que os debe ser menos temible el cruel influjo de Neptuno que las caricias lisonjeras de Calipso. No retardemos la entrada en el puerto, es un pueblo amigo, arribamos a donde habitan griegos. Tal vez Idomeneo tan perseguido de la fortuna compadecerá nuestras desgracias. Al momento entraron en el puerto, en donde fue recibido sin dificultad el bajel fenicio por hallarse estos en paz y comerciar con todos los pueblos del universo.»

Observaba Telémaco con admiración aquella ciudad naciente, semejante a la planta nueva, que nutrida por el fresco rocío de la noche, siente al comenzar la mañana los rayos del sol que la hermosean y vivifican y crece, abre el tierno botón, extiende la verde hoja y ensancha la olorosa flor con mil nuevos colores, apareciendo con mayor brillo cada vez que se la mira. Así florecía la nueva ciudad de Idomeneo situada a la orilla del mar. Cada día, cada hora se aumentaba su magnificencia, mostrando de lejos a los extranjeros nuevos ornamentos de arquitectura que se elevaban hasta el cielo. Resonaban en toda la costa los gritos de los obreros y los golpes del martillo, y veíanse suspendidas en el aire gruesas piedras. Desde la aurora animaban los jefes al trabajo, y el rey Idomeneo daba las órdenes por sí mismo, haciendo adelantar las obras con increíble actividad.

Luego que arribó el navío fenicio dieron los cretenses a Telémaco y a Mentor todas las señales de sincera amistad. Apresuráronse a avisar a Idomeneo de la llegada del hijo de Ulises. «¡El hijo de Ulises!, exclamó, ¡de Ulises mi querido amigo! ¡de aquel héroe por quien hemos arrasado la ciudad de Troya! conducidle aquí, quiero   —194→   darle una prueba de cuanto amé a su padre»; y presentándole inmediatamente a Telémaco, pidiole este hospitalidad diciéndole quien era.

«Aunque no me hubiesen dico quién eráis, le respondió Idomeneo afable y risueño, creo os hubiera conocido. He aquí al mismo Ulises, ved sus ojos llenos de fuego, y cuyas miradas eran tan vigorosas, su aspecto tranquilo y reservado que ocultaba tanta gracia y vivacidad, reconozco hasta aquella sonrisa expresiva, aquella actitud no afectada, aquella agradable voz insinuante y sencilla, que persuadía antes que hubiese tiempo de desconfiar de las palabras que articulaba. Sí, sois sin duda el hijo de Ulises y también lo seréis mío. ¡Oh hijo, hijo mío querido! ¿qué acaso os conduce a esta costa? ¿por ventura buscáis a vuestro padre? ¡Ah! Ninguna noticia tengo de él, la fortuna nos ha perseguido a entrambos. Él ha tenido la desgracia de no regresar a su patria, y yo la de volver a la mía para encontrarla hecha blanco de la cólera celeste.»

Mientras que Idomeneo decía estas palabras, fijaba la vista en Mentor, como si no le fuese desconocido su rostro, aunque sin poder recordar su nombre.

«Disimulad el dolor, que no sabría ocultar cuando debiera manifestaros mi gozo y reconocimiento a vuestras bondades, interrumpió Telémaco bañados en lágrimas sus ojos. El sentimiento que manifestáis por la pérdida de Ulises, me enseña a sentir la desgracia de no poder encontrarle. Ya ha largo tiempo que le busco por todas partes; mas los dioses irritados no me permiten hallarle, saber si ha naufragado, ni regresar a Ítaca, en donde desfallece Penélope agitada por el deseo de que la libren de sus importunos amantes. Creí encontraros en la isla de Creta; mas supe allí vuestro cruel destino, y nunca   —195→   pensé acercarme a la Hesperia en donde habéis fundado un nuevo reino. La fortuna que burla los proyectos humanos, y que me hace vagar por todos los países distantes de Ítaca, me trae al fin a vuestras costas; y entre todos los males que he padecido, es éste para mí el más tolerable, pues si bien me aleja de mi patria, al menos me deja conocer al monarca más generoso.»

Abrazó Idomeneo tiernamente a Telémaco, y conduciéndole a su palacio le dijo: «¿Quién es ese prudente anciano que os acompaña? me parece haberle visto muchas veces.» «Es Mentor, contestó Telémaco; Mentor el amigo de Ulises y a quien ha confiado mi infancia. ¡Cómo podría yo deciros lo mucho que le debo!»

Acercose Idomeneo, y dando la mano a Mentor: «Nos hemos visto otra vez, le dijo. ¿Os acordáis del viaje que hicisteis a Creta y de los buenos consejos que me disteis? pero entonces me arrastraba la juventud a los vanos placeres; y ha sido preciso me instruya la desgracia para que aprenda lo que no quería creer. ¡Pluguiera a los dioses que os hubiese creído, respetable anciano! Advierto con sorpresa que no os habéis demudado en tantos años; pues veo la misma frescura en vuestras facciones, y el mismo vigor en vuestro cuerpo, sólo el cabello se ha encanecido algún tanto.»

«Poderoso rey, respondió Mentor, si supiese adularos diría también que conserváis la floreciente juventud que brillaba en vuestro rostro antes del sitio de Troya; pero quiero más desagradaros que ofender la verdad, a más de que vuestro razonamiento me ha hecho conocer que os disgusta la adulación, y que nada se arriesga en hablaros con sinceridad. Estáis bien trocado, me hubiera costado trabajo conoceros. No desconozco la causa, pues sin duda habréis padecido grandes infortunios; mas   —196→   habéis ganado mucho padeciendo, pues llegasteis a ser sabio. Fácil es consolarse de las arrugas que afean el rostro cuando se ejercita la virtud, y el corazón se fortifica con ella. Sabed también que los reyes se consumen más pronto que el común de los hombres, porque la prosperidad y las delicias que proporciona la vida sensual destruyen más todavía que los trabajos de la guerra; y en la adversidad, los afectos morales y la fatiga del cuerpo los envilecen, prematuramente. Nada más dañoso a la salud que aquellos placeres en que no puede el hombre moderarse. De aquí procede que ora en la paz, ora en la guerra, experimenten los reyes placeres y penas que anticipan la vejez antes de la edad en que debe agobiarles naturalmente. Una vida sobria, moderada, sencilla, libre de inquietudes y de pasiones, arreglada y laboriosa, conserva el vigor de la juventud en los miembros del hombre cuerdo, que sin estas precauciones está siempre expuesto a verla desaparecer, en las veloces alas del tiempo.»

Encantado Idomeneo del discurso de Mentor, habíale escuchado mucho tiempo si no le hubiesen avisado hallarse dispuesto el sacrificio que debía tributar a Júpiter. Acompañáronle Mentor y Telémaco seguidos de un numeroso pueblo, cuya curiosidad excitaban los dos extranjeros. Decíanse unos a otros los salentinos: «¡Qué diferentes son estos dos hombres! descúbrese en el joven cierta viveza y amabilidad, las gracias de la belleza y de la juventud resaltan en su cuerpo y facciones; mas sin afeminación y pareciendo vigoroso, robusto y endurecido en el trabajo, sobresale en él la lozanía de la juventud. El otro de edad más avanzada, no ha perdido aún el vigor. A primera vista se descubren también en él menos gracias y elevación; pero mirándole atentamente, se observan señales de sabiduría y de virtud en su   —197→   exterior sencillo, y una majestad que sorprende. Sin duda cuando han descendido los dioses sobre la tierra para comunicar con los mortales, tomaron la figura de extranjeros o de viajeros.»

Llegaron entre tanto al templo de Júpiter que había adornado con toda magnificencia Idomeneo, descendiente de este dios. Estaba circuido de un doble orden de columnas de mármol, cuyos capiteles eran de plata, y cubierto todo él de mármoles con bajos-relieves que representaban a Júpiter metamorfoseado en toro, el rapto de Europa, su paso a Creta al través de las aguas; y sin embargo de hallarse bajo formas tan extrañas, inspiraba respeto su divinidad. Veíase después el nacimiento y adolescencia de Minos; y por último a este sabio rey, de edad más avanzada, dictando leyes a toda la isla para hacerla feliz por siempre. Observó también Telémaco los principales sucesos del sitio de Troya, en donde adquiriera Idomeneo renombre de caudillo célebre. Buscó a su padre entre los combates que veía representados; y le reconoció cogiendo la cabellera de Rheso, a quien acababa de matar Diomedes; y después disputando con Ayax las armas de Aquiles a presencia de todos los capitanes del ejército griego; y finalmente, saliendo del caballo fatal para derramar la sangre de tantos troyanos.

Reconociole al momento Telémaco por estos famosos hechos que oyera referir tantas veces, con especialidad a Néstor, y comenzó a correr su llanto, se alteraron sus facciones, y apareció lleno de turbación. Advirtiolo Idomeneo a pesar de que procuraba Telémaco ocultarlo, y le dijo: «No os cause vergüenza el dar a conocer cuánto os conmueven la gloria e infortunios de vuestro padre Ulises.»

Reuníase de tropel el pueblo bajo los anchurosos pórticos formados por el doble orden de columnas que   —198→   rodeaban el templo. Allí había dos tropas de jóvenes de ambos sexos que cantaban himnos en loor de la divinidad que tiene en su mano los rayos. Iban todos vestidos de blanco, coronada la cabeza de rosas, suelto el cabello a la espalda, y habían sido escogidos entre los de más gallarda presencia. Ofrecía Idomeneo a Júpiter un sacrificio de cien toros para hacérsele propicio en la guerra que había emprendido contra sus vecinos. Humeaba por todas partes la sangre de las víctimas, y caía a borbotones en grandes vasijas de oro y plata.

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    Durante el sacrificio tuvo el anciano Theofanes, favorecido de los dioses y sacerdote del templo, cubierta la cabeza con uno de los extremos de su purpúrea ropa talar; consultó después las entrañas aún palpitantes de todas ellas, y colocándose sobre la trípode sagrada exclamó: «¡Oh dios! ¿quiénes son estos dos extranjeros que el cielo nos envía? Funesta sería para nosotros sin ellos la   —199→   guerra comenzada; y antes de acabar de edificar a Salento, quedaría arruinada. Yo veo a un joven héroe, a quien la mano de la Sabiduría misma... no es permitido decir más a mi labio mortal.»

Cuando decía estas palabras resplandecían sus ojos, veíasele fiero el semblante, y se ocupaba al parecer de otros objetos que los que tenía presentes; inflamado el rostro, alteradas las facciones, fuera de sí, erizado el cabello, cubierta la boca de espuma, inmóviles y alzados los brazos, y con la voz mucho más vigorosa que la de ningún mortal. Por último, faltábale la respiración y no podía contener dentro de su pecho el espíritu celestial que le agitaba.

«¡Oh afortunado Idomeneo!, volvió a exclamar, ¡qué ven mis ojos! ¡cuántas desgracias evitadas! ¡qué paz interior! y en lo exterior ¡qué de combates! ¡qué victorias! ¡Oh Telémaco! tus infortunios son mayores que los de tu padre, el fiero enemigo yace entre el polvo oprimido por los golpes repetidos de tu acero, y caen a tus pies puertas de hierro e inaccesibles murallas. ¡Oh poderosa deidad! que su padre... ¡Oh joven! al fin volverás a ver...»

Espiró la voz entre sus labios, y calló a pesar suyo lleno de admiración.

Quedó todo el pueblo sobrecogido de temor; y trémulo Idomeneo no osó decirle que acabase. El mismo Telémaco sorprendido, pudo apenas comprender lo que acababa de escuchar, y persuadirse de haber oído tan altas predicciones. Mentor fue el único a quien no causó alteración el espíritu celestial. «Ya oísteis, dijo a Idomeneo, la voluntad de los dioses. Contra cualquiera nación que hayáis de combatir; tendréis la victoria en vuestras manos; y seréis deudor al hijo de Ulises del triunfo de vuestras armas. Evitad la envidia, y aprovechaos   —200→   solamente de los beneficios que os proporcionan los dioses por su medio.»

No habiendo aún vuelto en sí Idomeneo, procuraba hablar inútilmente, pues permanecía inmóvil su lengua, menos tardío Telémaco, dijo así a Mentor: «Tanta gloria prometida, no me envanece; mas ¿qué pueden significar aquellas últimas palabras: ¿Tú volverás a ver? ¿será a mi padre o solamente a Ítaca? ¡Ah! ¡por qué no acabaría! me ha dejado en mayores dudas. ¡Oh Ulises! ¡oh padre querido! ¿seréis vos, vos mismo a quien vuelva a ver? ¿será cierto? Pero me engaño: ¡cruel oráculo! te complaces en burlar a un desgraciado, sólo una palabra más y llegaría a su colmo mi ventura.»

«Respetad, interrumpió Mentor, lo que revelan los dioses, y no tratéis de descubrir lo que quieren ocultar; pues la curiosidad temeraria merece ser confundida. Por un efecto de la bondad y sabiduría de los dioses, ocultan en impenetrable noche el destino que aguarda a los débiles mortales. Útil es prever lo que depende de nuestra voluntad para ejecutarlo bien; pero no lo es menos ignorar lo que depende de la de los dioses, y lo que quieran hacer de nosotros.»

Penetrado Telémaco de este razonamiento, contúvose, aunque con mucha dificultad.

Vuelto ya en sí Idomeneo, comenzó a alabar al poderoso Júpiter que le enviaba al joven Telémaco y al sabio Mentor para proporcionarle la victoria contra sus enemigos; y después de la opulenta comida que se siguió al sacrificio, habló de esta manera a los dos extranjeros:

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    «Confieso que no conocía bastante bien el arte de reinar cuando regresé a Creta después del sitio de Troya. Sabéis, caros amigos, las desgracias que me han privado   —201→   del cetro de aquella poderosa isla, pues según decís habéis estado en ella después de mi partida; y felice yo, si los crueles golpes de la fortuna han servido para instruirme y hacerme más moderado. Crucé los mares cual un fugitivo a quien persigue la venganza de los dioses y de los hombres, y toda mi grandeza anterior sirvió sólo para hacer más vergonzosa e insoportable mi caída. Vine a refugiar mis Penates en esta costa inhabitada, donde sólo hallé tierra inculta cubierta de malezas, bosques tan antiguos como la tierra, y rocas casi inaccesibles a donde alejó a las bestias feroces. Perdida ya la esperanza de regresar a la afortunada isla que me habían dado por cuna los dioses para que reinase en ella, me vi reducido al extremo de considerarme dichoso con la posesión de esta tierra salvaje que debía ser mi patria, formándola   —202→   con un corto número de soldados y compañeros que quisieron seguirme en la desgracia. ¡Ah! ¡qué cambio!, exclamaba yo, ¡qué ejemplo tan terrible se ofrece en mí a los reyes! Deberían mostrarme a cuantos reinan para que mi ejemplo les instruyese. Imaginan no tener nada que temer a causa de su elevación sobre los demás hombres; pero ella misma hace que deban temerlo todo. Lo era yo de mis enemigos; amado de mis súbditos; gobernaba una nación pujante y belicosa; la fama había llevado mi nombre a los más remotos países. Reinaba en una isla fértil y deliciosa; cien ciudades me daban cada año el tributo de su opulencia, reconociéndome todas ellas como un vástago de la familia de Júpiter nacido en aquel país, y amábanme como nieto del sabio Minos, cuyas leyes los hacían poderosos y felices. ¿Qué faltaba, pues, a mi ventura sino haber sabido gozar de ella con moderación? Mi orgullo y la adulación a que daba oídos hicieron vacilar mi trono. Del mismo modo caerán cuantos reyes se hagan esclavos de sus deseos o escuchen el consejo de hombres lisonjeros.

Esforzábame durante el día para aparecer alegre y lleno de esperanzas, a fin de alentar a los que me habían seguido. Edifiquemos, les decía, una ciudad nueva para hallar consuelo de lo mucho que hemos perdido. Estamos rodeados de pueblos que nos han dado ejemplo para nuestra empresa. Ved a Tarento que edifican cerca de nosotros: en ella funda Falante un nuevo reino con algunos lacedemonios. Filoctetes da el nombre de Petilia a la gran ciudad que levanta en esta misma costa; y Metaponte es todavía una colonia semejante. ¿Y haremos acaso menos que esos extranjeros errantes cual nosotros? La Fortuna no nos es menos propicia.

Pero en tanto que así procuraba yo suavizar los   —203→   trabajos de mis compañeros, ocultaba un dolor acerbo en el fondo del corazón; sirviéndome de consuelo me dejase la luz del día, y viniese la noche a envolverme en sus tinieblas para lamentar con libertad mi deplorable suerte. Era desconocido el sueño a mis ojos, y brotaban dos fuentes de amargo llanto. El nuevo día me daba nuevo esfuerzo para comenzar el trabajo con más ardor; y he aquí, Mentor, la causa de que me halléis tan avejado.»

Luego que acabó Idomeneo de referir sus penas, pidió a Mentor y a Telémaco le auxiliasen en la guerra en que se hallaba empeñado. «Os restituiré, les dijo, a Ítaca cuando haya terminado; entre tanto enviaré bajeles a todas las costas más lejanas para que adquieran noticias de Ulises, y le sacaré de cualquiera de los países desconocidos adonde le hayan conducido las tempestades o el enojo de alguna deidad. ¡Ojalá exista todavía! A vosotros os conduciré en los mejores bajeles que se hayan construido en la isla de Creta con las maderas cortadas en el Ida, cuna del poderoso Júpiter, cuyos leños respetarán y temerán las aguas y las rocas; y el mismo Neptuno, en el exceso de su enojo, no osará inquietarlas contra ellos. Vivid seguros de que regresaréis sin dificultad a Ítaca; y de que en la travesía corta y fácil, ninguna divinidad enemiga podrá ofenderos. Despedid el bajel fenicio que os ha conducido, y ocupaos sólo de adquirir la gloria de establecer el nuevo reino de Idomeneo para que pueda reparar sus desgracias. De esta manera, oh hijo de Ulises, seréis considerado digno de tal padre, y aunque los destinos le hubiesen sepultado en el tenebroso reino de Plutón, la Grecia entera entusiasmada creerá verte revivir en vos.»

«Despidamos el bajel fenicio, interrumpió Telémaco. ¿Por qué tardamos en tomar las armas para atacar a   —204→   vuestros enemigos? Ya lo son nuestros; y si vencimos en Sicilia peleando en favor de Acestes, troyano y enemigo de la Grecia, ¿no seremos aún más animosos y más favorecidos de los dioses haciéndolo en defensa de uno de los héroes griegos que arrasaron la ciudad de Príamo? ¿Por ventura nos permite dudar de ello el oráculo que acabamos de escuchar?»

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Sumario

Informa Idomeneo a Mentor del motivo de la guerra. Cuéntale como los mandurienses le cedieron desde luego la costa en que fundó la ciudad y se retiraron a los montes vecinos; y que habiendo sido maltratados algunos por los suyos, le diputaron dos ancianos con quienes arregló los tratados de paz que hicieron, que después de una infracción de estos tratados, hecha por unos vasallos suyos que los ignoraban, se disponían a hacerle la guerra. Estando refiriendo esto Idomeneo se presentaron los mandurienses a las puertas de Salento llevando en su ejército a Néstor, Filoctetes y Falante, a quienes el Rey creía neutrales. Sale Mentor de la ciudad y propone a los enemigos condiciones de paz.

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Libro X

«¡Oh hijo de Ulises!, exclamó Mentor al ver a Telémaco inflamado del noble ardor de las lides, me complace hallar en vos tanta inclinación a la gloria; pero recordad que no la adquirió vuestro padre entre los griegos en el sitio de Troya, sino mostrándose más sabio y moderado que todos ellos. Aunque invencible e invulnerable Aquiles, y sin embargo de que estaba seguro de llevar la muerte y el terror por donde quiera que peleaba, no pudo tomar aquella ciudad y pereció al pie de sus muros, que triunfaron del vencedor de Héctor; mientras que Ulises, cuyo valor conducía la prudencia, introdujo el fuego y el hierro en medio de los troyanos, siendo debida a él la destrucción de las elevadas y soberbias torres que amenazaran por espacio de diez años al poder de toda la Grecia. Cuanto Minerva es superior a Marte, tanto el valor discreto y previsor sobrepuja al valor fogoso y   —208→   temerario. Instruyámonos, pues, de las circunstancias de esta guerra que vamos a sostener. No me arredran los peligros ¡oh Idomeneo! pero creo debéis explicarnos antes de comenzarla, si es justa, contra quién la hacéis, y por último con qué fuerzas contáis para prometeros un resultado feliz.»

«Cuando llegamos a esta costa, respondió Idomeneo, encontramos en ella un pueblo salvaje que vagaba por los bosques, manteniéndose de la caza y de las frutas que espontáneamente producían los árboles, conocido bajo el nombre de mandurienses, y retiráronse a las montañas aterrados al observar nuestras armas y bajeles; mas encontráronse con los salvajes fugitivos varios soldados que desearon internarse en el país y perseguir la caza, a quienes dijeron sus caudillos: «Hemos abandonado las placenteras orillas del mar para cedéroslas, y sólo nos quedan montañas inaccesibles en donde al menos era justo nos dejaseis gozar de paz e independencia. Os encontramos ahora errantes, dispersos y más débiles que nosotros, y sin dificultad podríamos sacrificaros, y hasta impedir que vuestros compañeros tuviesen noticia de vuestro infortunio; mas no querernos teñir nuestras manos en la sangre de los que son hombres como nosotros. Id: acordaos de que debéis la vida a nuestros sentimientos de humanidad, y no olvidéis jamás recibisteis esta lección de generosidad y mansedumbre de un pueblo que llamáis salvaje.»

Regresaron a nuestro campo y refirieron cuanto les había sucedido. Todos se admiraron al saberlo, y juzgaron como afrenta debiesen la vida algunos cretenses a aquella tropa de fugitivos, que a su entender eran más semejantes a los osos que a los hombres; y fuéronse a la caza en mayor número que los primeros, llevando toda   —209→   clase de armas. Encontraron en breve a los salvajes, y les acometieron. Fue cruel la pelea. Volaban las flechas de una y otra parte cual el granizo que cae en los campos durante la tempestad; mas viéronse los salvajes obligados a retirarse a las escabrosas montañas, sin que los soldados se atreviesen a internarse en ellas.

Poco tiempo después me enviaron dos ancianos respetables para pedirme la paz, conduciendo varios presentes, que consistían en pieles de fieras que habían muerto, y algunas frutas del país, y después de haberme ofrecido uno y otro, me dijeron, trayendo en una mano la espada y en la otra una rama de oliva:

«¡Oh rey! tenemos como ves la espada en una mano y la oliva en la otra. He aquí la paz y la guerra: elige. Apetecemos más la primera, y por ello no hemos reputado como afrenta cederte las placenteras orillas del mar en donde el sol fertiliza la tierra, y produce esta deliciosos frutos; porque es más dulce que ellos la paz que nos ha hecho retirar a las altas montañas cubiertas siempre de hielo y nieve, y en donde nunca se ven las flores que hace brotar la primavera, ni las frutas que produce el otoño. Miramos con horror esa brutalidad que bajo los nombres de ambición y de gloria arrasa locamente las provincias, y derrama la sangre de los hombres que son todos hermanos. Si te conmueve esa falsa gloria, no te la envidiamos, por el contrario, te compadecemos y suplicamos a los dioses nos preserven de semejante furor; y si las ciencias que con tanto esmero cultivan los griegos, y la civilización de que se glorian, no les inspiran otra cosa que tan detestable injusticia, nos creemos demasiado dichosos por no gozar de tales ventajas. Cifraremos nuestra gloria en ser siempre ignorantes y bárbaros, pero justos, humanos, fieles, desinteresados, avezados a   —210→   contentarnos con poco, y a despreciar la vana cultura que acostumbra al hombre a desear mucho, estimando únicamente la salud, la frugalidad, la libertad, el vigor del cuero y del alma, el amor a la verdad, el temor a los dioses, el afecto a nuestros semejantes, adhesión al amigo, lealtad para con todos, moderación en la prosperidad, firmeza en la desgracia, valor para decir atrevidamente la verdad en todas ocasiones, y horror a la lisonja. Tales son los pueblos que te ofrecemos como vecinos y aliados. Si irritados los dioses te cegasen hasta el extremo de desechar la paz, conocerás, aunque tarde, que los que por moderación la desean, son más terribles en la guerra.»

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    Mientras que así hablaban los ancianos no separaba yo de ellos la vista. Era larga y descuidada su barba, el cabello corto pero encanecido, espesas las cejas,   —211→   penetrante la vista, su aspecto, firme, la voz grave y llena de autoridad, y todas sus acciones llanas e ingenuas. Las pieles que les servían de vestiduras las llevaban atadas a la espalda, dejando desnudo el brazo más nervioso y fornido que el de nuestros atletas. Respondí a los dos mensajeros, que deseaba la paz, y arreglamos de común acuerdo y con buena fe muchas condiciones, tomando a los dioses por testigos, y enviándoles a sus hogares colmados de presentes.

Mas aún no estaban cansados de perseguirme los dioses que me arrojaron del reino de mis progenitores. Algunos cazadores, que no pudieron estar enterados de las condiciones de la paz que acababa de ajustarse, encontraron el mismo día una gran tropa de bárbaros que acompañaba a los mensajeros cuando regresaban a su campo, les atacaron con denuedo, mataron gran parte de ellos, y persiguieron a los demás hasta los bosques; cuyo suceso encendió de nuevo guerra por creer no podían ya fiarse de nuestras promesas y juramentos.

Para hacerse más poderosos contra nosotros, llamaron en su auxilio a los locrienses, apulienses, lucanienses y brusios, y a los pueblos de Crotana, Nerita, Mesapia y Brindes. Traen los lucanienses carros armados de agudas hoces, cada uno de los segundos viene cubierto con la piel de alguna fiera muerta por su mano, y están armados con gruesas mazas dudosas y guarnecidas de púas de hierro, se aproxima su estatura a la de los gigantes, y se hacen sus cuerpos tan robustos por los ejercicios penosos a que se dedican, que inspira temor el verlos solamente. Procedentes de la Grecia los locrienses, recuerdan todavía su origen, y son más humanos que los otros pueblos; pero unida la disciplina de las tropas griegas al vigor de los bárbaros y al hábito de soportar una vida   —212→   campestre, se han hecho invencibles. Llevan escudos ligeros, tejidos de mimbre y cubiertos de pieles, y son largas las espadas que usan. Igualan los brasios en la carrera a los ciervos y gamos, sin dejar huella alguna cuando corren por la arena, y sin que aun la yerba más tierna parezca hollada por su planta. Véseles caer de golpe, sobre sus enemigos, y desaparecer con igual velocidad. Son los de Crotona diestros en extremo para disparar las flechas, y ningún griego podría tender el arco como lo hacen ellos comúnmente; pues si hubiese alguno que les igualase obtendría el premio en nuestros juegos. Sus flechas están emponzoñadas con el jugo de ciertas yerbas venenosas que traen según dicen, de las orillas del río Averno, cuyo veneno es mortal. Los de Nerita, Mesapia y Brindes, sólo poseen las fuerzas del cuerpo y un valor sin arte. Lanzan a ver a sus enemigos gritos espantosos, y se sirven de la honda, oscureciendo el sol con la nube de piedras que arrojan; pero pelean sin orden.

Ya sabéis, Mentor, lo que deseabais, pues conocéis el origen de esta guerra y también a nuestros enemigos.»

Impaciente Telémaco por pelear, creía no restaba otra cosa que empuñar las armas; pero le contuvo Mentor hablando a Idomeneo de esta suerte:

«¿Cuál es la causa de que hasta los locrienses, originarios de la Grecia se unan a los bárbaros contra los griegos; y que florezcan en esta costa tantas colonias de aquella nación sin que hayan tenido que sostener iguales guerras que vos? ¡Oh Idomeneo! decís que los dioses no se han cansado de perseguiros, y yo os digo que no han acabado todavía de enseñaros; pues tantas desgracias como habéis sufrido no os han bastado para aprender lo que debe hacerse para evitar la guerra. Lo que acabáis de decir acerca de la buena fe de los bárbaros,   —213→   hasta para convenceros de que hubierais podido vivir en paz con ellos, si el orgullo y la fiereza no diesen origen a las más peligrosas guerras. ¿Por qué no darles rehenes y recibirlos de ellos? ¿por qué no enviar con los mensajeros algunos de vuestros caudillos para que los condujesen con seguridad? ¿por qué no haber procurado apaciguarlos después de renovada la guerra, haciéndoles ver fueron atacados ignorando la alianza que acababa de jurarse? Era preciso haberles ofrecido cuantas seguridades reclamasen, y establecido penas rigorosas contra cualquiera de vuestros súbditos que las quebrantase. ¿Y qué ha sucedido después de comenzada la guerra?»

«Entiendo respondió, Idomeneo, no hubiéramos podido sin deshonra buscar de nuevo a los bárbaros que reunían aceleradamente a cuantos se hallaban en edad de empuñar las armas, e imploraban el socorro de todos los pueblos vecinos, a quienes han procurado hacernos sospechosos u odiosos. Me pareció que era el partido más seguro apoderarme sin dilación de ciertos pasos de las montañas que se hallaban mal guardados. Conseguímoslo sin dificultad, y por este medio nos vemos en estado de arruinar a los bárbaros. He hecho construir torres en ellos, desde donde pueden nuestras tropas acribillar con las flechas a cuantos enemigos quieran bajar de las montañas e invadir nuestro país. Podemos entrar en el suyo cuando queramos, y asolar sus principales habitaciones; y de consiguiente, estamos en disposición de resistir, aunque con fuerzas inferiores, al sinnúmero de bárbaros que nos rodean. Pero se ha hecho muy difícil la paz entre ellos y nosotros, porque no les entregaríamos esas torres sin quedar expuestos a sus incursiones, y porque las miran como fortalezas de que intentamos servirnos para redimirlos a la esclavitud.»

  —214→  

«Sois monarca sabio, replicó Mentor, y queréis os digan la verdad sin disfraz, no como esos hombres débiles que temen escucharla, y, que faltos de valor para corregir sus yerros, emplean su autoridad en sostenerlos. Conoced, pues, que ese pueblo bárbaro os ha dado una lección maravillosa cuando vino a solicitar la paz. ¿La pedía acaso por debilidad? ¿le faltaban el valor o los recursos para haceros la guerra? Ya veis que no, pues está aguerrido y le sostienen tantos aliados temibles. ¿Por qué no imitáis su moderación? Porque un mal entendido honor y una falsa gloria os han acarreado esta desgracia. Teméis hacer demasiado soberbios a vuestros enemigos, y no demasiado poderosos dando lugar con vuestra altivez e injusticia a que se unan contra el vuestro tantos pueblos. ¿De qué sirve a esas torres que tanto celebráis, sino para poner a todos vuestros vecinos en la necesidad de perecer o destruiros para preservarse de la esclavitud que les amenaza? La habéis edificado para vuestra seguridad, y por ellas os veis en tan grande peligro.

La justicia, la moderación, la buena fe, y la seguridad en que se hallen vuestros vecinos de que sois incapaz de usurpar sus dominios, he aquí el muro más fuerte que puede defender un estado. Las murallas inexpugnables pueden caer por varios accidentes imprevistos, pues la fortuna es caprichosa e inconstante en la guerra; pero el amor y la confianza de los vecinos, cuando han conocido la moderación, hace no pueda ser vencido jamás un estado y casi nunca invadido, aún cuando se le ataque, injustamente, porque interesados en su conversación los demás, toman inmediatamente las armas para defenderle. Este apoyo de tantos pueblos, que hallarían su verdadero interés en sostener el vuestro, os hubiera hecho mucho más poderoso que esas torres, que hacen irremediables   —215→   vuestros males. Si hubieseis cuidado desde el principio de evitar la envidia de vuestros vecinos, prosperaría la ciudad en una paz venturosa, y seríais arbitro de todas las naciones de la Hesperia.

Detengámonos ahora a examinar de qué modo puede repararse lo pasado.

Me dijisteis que se hallan en esta costa varias colonias griegas, las cuales no es posible dejen de estar dispuestas a socorreros; pues no habrán olvidado el nombre de Minos, hijo de Júpiter, ni vuestros trabajos en el sitio de Troya, en donde os señalasteis tantas veces entre todos los príncipes griegos en favor de la querella común a toda la Grecia. ¿Por qué no procuráis atraerlas a vuestro partido?»

«Todas están resueltas a permanecer neutrales, respondió Idomeneo, no porque carezcan de voluntad para auxiliarme, sino porque excita su admiración la demasiada opulencia que han advertido en esta ciudad desde su fundación: y estos griegos, como los demás pueblos temen abriguemos el designio de privarles de su libertad. Han juzgado que después de subyugar a los bárbaros de las montañas, llevaríamos adelante nuestra ambición; y en suma, todo se declara contra nosotros; pues aún los que no nos hacen guerra ostensible, desean nuestro abatimiento: así que ningún aliado nos deja la envidia.»

«¡Singular extremidad!, replicó Mentor. Deseando parecer muy poderoso, arruináis vuestro poder, mientras que en lo exterior de vuestros dominios sois objeto de temor y de odio para los vecinos, agotáis los recursos en lo interior de ellos por los esfuerzos necesarios para sostener la guerra. ¡Oh desventurado Idomeneo, a quien la misma desgracia no ha podido acabar de instruir! ¿necesitareis aún otra caída para saber prever los males que   —216→   amenazan a los más poderosos monarcas? Dejadme obrar, y referidme por menos cuáles son las ciudades griegas que rehúsan vuestra alianza.»

«Tarento, contestó Idomeneo, es la principal, fundada hace tres años por Falante. Reunió éste en Laconia gran número de jóvenes, nacidos de las esposas que olvidaran a sus maridos ausentes mientras duró la guerra de Troya, y que procuraron aplacarles a su regreso confesando su falta. Pero nacidos aquellos jóvenes fuera de matrimonio, no conocían al padre ni a la madre, y de consiguiente vivían licenciosamente. Reprimía sus excesos la severidad de las leyes, y se reunieron bajo la conducta de Falante, jefe atrevido, intrépido, ambicioso, cuyos artificios se insinúan en los corazones; y pasando a estas costas han hecho de Tarento otra Lacedemonia. Filoctetes, que tanta gloria adquirió en el sitio de Troya llevando a ella las flechas de Hércules, ha edificado también los muros de Petilia, menos poderosa a la verdad que Tarento, pero gobernada con más sabiduría; y finalmente, existe cerca de aquí la ciudad de Metaponte, fundada por el sabio Néstor con los pilienses.»

«¡Qué!, replicó Mentor, ¿existe en la Hesperia Néstor y no habéis sabido atraerle a vuestros intereses? ¡Néstor que tantas veces os vio pelear con los troyanos, y con quien os unió la amistad!» «La he perdido, contestó Idomeneo, por los artificios de estos pueblos que sólo tienen de bárbaro el nombre; pues han logrado persuadirle quería yo tiranizar a la Hesperia.» «Le desengañaremos, interrumpió Mentor. Antes que viniese a fundar su colonia, y de que emprendiésemos nuestros viajes para buscar a Ulises, le vio Telémaco en Pilos; aún no habrá olvidado la memoria de aquel héroe, ni las señales de ternura con que recibió a su hijo. Pero lo principal es que desaparezca   —217→   su desconfianza, porque las sospechas que habéis inspirado a vuestros vecinos han encendido la guerra, y sólo disipándolas puede extinguirse su llama, dejadme obrar, vuelvo a deciros.»

Al oír esto Idomeneo abrazó a Mentor, y conmovido su corazón podía apenas hablar. Por último, con voz interrumpida le dijo: «¡Sabio anciano, a quien me envían los dioses para reparar mis muchas faltas! confieso hubiera excitado mi indignación cualquiera que me hubiese hablado con la libertad que vos, y que ningún otra habría podido moverme a buscar la paz. Había resuelto morir o vencer a todos mis enemigos; mas es justo dar crédito a vuestros consejos antes que a mi pasión. ¡Oh afortunado Telémaco! con tal conductor ¿quién podrá extraviaros jamás? Sois dueño de todo, Mentor, pues os acompaña la sabiduría de los dioses, y Minerva misma no podría dar tan acertados consejos. Id, prometed, concluid, dad cuanto sea mío, Idomeneo aprobará todo lo que juzguéis oportuno ejecutar.»

En tanto que así razonaban llegó a sus oídos repentinamente un ruido confuso de carros, de caballos que relinchaban, de hombres que lanzaban alaridos espantosos, y de trompetas que repetían sonidos marciales. ¡He aquí los enemigos, gritaron, que habiendo hecho un largo rodeo para evitar los pasos defendidos, vienen a sitiar a Salento! Consternados ancianos y mujeres, ¡Ay!, exclamaban, ¡era preciso abandonar la patria querida, la fértil Creta, y seguir a un malhadado rey al través de tantos mares para fundar esta ciudad que será convertida en cenizas como Troya! Desde lo alto de las murallas acabadas de edificar se descubría la basta llanura en donde ofuscaba la vista el brillo de los cascos, corazas y escudos de los enemigos, y veíase la tierra cubierta de lanzas,   —218→   cual el campo en que hondean las doradas mieses que Ceres produce en las campiñas de Enna en Sicilia, en la abrasada estación del verano, para recompensar las fatigas del labrador, descubríanse también carros armados de agudas hoces, y se distinguía sin dificultad cada uno de los pueblos que concurrían a aquella guerra.

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    Subió Mentor a una elevada torre para observarlos mejor, siguiéndole Idomeneo y Telémaco; y apenas llegó a lo alto de ella, vio a Filoctetes y a Néstor con su hijo Pisístrato. Era fácil conocer a Néstor por su venerable ancianidad. «¡Cómo, pues, exclamó Mentor, habíais creído que Filoctetes y Néstor se contentaban con no auxiliaros! ¡Vedlos allí! ¡han tomado las armas contra vos! y si yo no me engaño, aquellas tropas que marchan en tan buen orden y con tanta lentitud, son lacedemonios mandados por Falante. Todo se declara contra vos, no hay uno solo entre los pueblos que habitan esta costa que no hayáis convertido involuntariamente en enemigo vuestro.»

Bajó acelerado Mentor de la torre, se dirigió a una de las puertas de la ciudad, situada a la parte por donde   —219→   se acercaba el enemigo, y la hizo abrir sin que Idomeneo se atreviese a preguntarle el motivo. Salió de la ciudad, hizo seña para que nadie le siguiese, y se adelantó hasta donde se hallaban los enemigos, a quienes sorprendió ver se aproximaba a ellos un hombre solo. Mostroles de lejos una rama de oliva en señal de paz, y luego que pudieron oírle pidió se reuniesen los caudillos, y haciéndolo estos efectivamente les habló de esta manera:

«¡Ilustres varones reunidos de tantas naciones que florecen en la rica Hesperia!, bien sé venís movidos por el interés de vuestra independencia. Aplaudo vuestro celo; mas permitid os indique un medio fácil de conservar la libertad y la gloria sin derramar sangre humana. Néstor, sabio Néstor que me escucháis, ¡bien sabéis cuán funesta sea la guerra aún para aquellos que la emprenden con justicia y protegidos de los dioses! Guerra, he aquí el mayor de los males que afligen a la humanidad. No habréis olvidado lo que padecieron los griegos por espacio de diez años delante de los muros de la desventurada Troya. ¡Qué de discordias entre sus caudillos! ¡qué inconstancia en los sucesos! ¡cuántos griegos sacrificados por la mano de Héctor! ¡qué calamidades producidas por la guerra en las ciudades más poderosas durante la ausencia de sus reyes! Naufragaron unos en el promontorio Caphareo, y hallaron otros muerte funesta en el tálamo conyugal. ¡Oh dioses, en vuestro enojo armasteis a los griegos para aquella famosa expedición! ¡Pueblos de la Hesperia, quieran los dioses no daros jamás una victoria tan funesta! Se convirtió en cenizas Troya, es cierto; pero sería preferible para los griegos permaneciese aún en toda su opulencia, y que el cobarde Paris gozase de sus infames amores con Helena. Filoctetes, vos que os habéis visto infeliz y abandonado por tanto tiempo en   —220→   la isla de Lemnos, ¿no teméis volver a encontrar iguales desgracias en una guerra semejante a aquella? Bien sé que los habitantes de la Laconia experimentaron también las turbulencias propias de la ausencia dilatada de los principales capitanes y soldados que fueron a pelear contra los troyanos. ¡Oh griegos que habéis pasado a la Hesperia! Sólo os han traído a ella los infortunios producidos por la guerra de Troya.»

Luego que acabó de hablar de esta suerte, se acercó Mentor hacia los pilienses, y conociéndole Néstor se adelantó también para saludarle. «Con placer, le dijo, os vuelvo a ver, Mentor. Hace muchos años que os vi por primera vez en la Phocida, cuando contabais la corta edad de quince; y desde entonces preví seriáis tan sabio como efectivamente habéis llegado a serlo. ¿Por qué casualidad os vuelvo a hallar en estos lugares? ¿Por qué medios intentáis terminar esta guerra? Idomeneo nos ha obligado a atacarle; pero sólo deseábamos la paz, pues cada uno de nosotros tenía para ello un interés urgente. Sin embargo, no podíamos prometernos de él seguridad alguna, por haber violado todas las promesas hechas a sus más próximos vecinos. La paz con él no lo sería sino pretexto para deshacer nuestra liga, único recurso que nos queda. Ha manifestado a todos los pueblos sus intenciones de destruir nuestra independencia, y no nos ha dejado otro medio de defenderla que procurar destruir su nuevo reino. La mala fe de Idomeneo nos ha reducido al duro trance de aniquilarle, o recibir de él el yugo de la servidumbre. Si encontráis algún recurso para que podamos fiarnos de él, y asegurar una paz ventajosa, depondrán voluntariamente las armas todas las naciones que aquí veis confesaremos con satisfacción que es vuestra sabiduría superior a la nuestra.»

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     «Sabio Néstor, le contestó, no ignoráis que Ulises confió a mi cuidado a su hijo Telémaco. Impaciente éste por descubrir el destino de aquel, pasó a Pilos, en donde le recibisteis con la cordialidad que podía prometerse del fiel amigo de su padre, y aún le disteis por compañero a vuestro propio hijo. Hizo largos viajes por mar, pasando a Sicilia, Egipto, e islas de Chipre y Creta; pero los vientos, o más bien los dioses, le han arrojado a esta costa cuando deseaba regresar a Ítaca, y hemos arribado precisamente para evitar los horrores de una guerra cruel. No ya Idomeneo, sino el hijo del sabio Ulises y el mismo Mentor, os responden de cuanto se os prometa.»

Mientras se hallaba razonando con Néstor de esta suerte en medio de las tropas confederadas, le observaban desde los muros de Salento Idomeneo, Telémaco y cuantos cretenses empuñaban las armas, con la mayor atención por si comprendían el efecto que causaban sus palabras, y aun hubieran deseado escuchar de cerca a los dos sabios ancianos. Había sido considerado siempre Néstor   —222→   como el más elocuente y experimentado de todos los reyes de la Grecia. Él moderaba durante el sitio de Troya el ardor fogoso de Aquiles, el orgullo de Agamenón, la arrogancia de Ayax y el valor impetuoso de Diomedes. Corría de sus labios cual un arroyo de miel la dulce persuasión, hacíase oír su voz de todos los héroes, que enmudecían cuando empezaba a hablar, y solo él podía apagar en el campo griego la discordia fatal. Sin embargo de que comenzaba ya a experimentar los efectos de la senectud, respiraban todavía sus palabras afabilidad y energía, contaba lo pasado para que la experiencia instruyese a la juventud, y hacíalo con gracia aunque pausadamente.

Mas había perdido al parecer la elocuencia y majestad aquel anciano sabio a quien admiraba toda la Grecia desde que Mentor se dejó ver, debilitándose la veneración debida a su senectud, ya abatida cuando se comparaba con Mentor en quien los años habían respetado la robustez y el vigor. Su lenguaje era enérgico, aunque grave y llano; circunstancias que empezaban ya a faltar a Néstor. Producíase con laconismo, mas con precisión y viveza, no incidía en repeticiones ni decía jamás lo que no era necesario para decidir el punto de que se trataba; y a pesar de que hablase muchas veces de una misma cosa para inculcarla o llegar a persuadir, era siempre por imágenes nuevas y comparaciones palpables, poseyendo cierto estilo insinuante y jovial cuando quería adaptarse a las necesidades de los demás para convencer de alguna verdad. Ambos ancianos atrajeron la atención de tantos pueblos reunidos.

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ArribaAbajoLibro XI

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Sumario

Viendo Mentor a Telémaco en el campo de los aliados, vase a juntar con él y contribuye con su presencia a que sean aceptadas las condiciones de paz que aquel les había propuesto en nombre de Idomeneo. Entran los reyes como amigos en Salento, ratifícanse los tratados, se dan recíprocos rehenes, y hacen un sacrificio entre la ciudad y el campo en confirmación de la alianza.

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Libro XI

En tanto que los confederados enemigos de Salento se apresuraban a acercarse para observarlos y escuchar de cerca sus sabios discursos, se esforzaban Idomeneo y los suyos a leer con ojos ansiosos en sus acciones y rostros.

Impaciente Telémaco separose de la multitud que le acompañaba, corrió a la puerta por donde había salido Mentor, y mandó abrirla. Creía Idomeneo tenerle a su lado, mas en breve se llenó de sorpresa viéndole correr fuera de la ciudad y llegar a donde se hallaba Néstor, que le conoció; y aunque con paso trémulo y tardío se adelantó a recibirle. Le abrazó Telémaco, permaneciendo así algún tiempo sin decirle cosa alguna; mas al fin exclamó: «¡Oh padre querido! no temo llamaros así, porque la desgracia de no hallar al que verdaderamente lo es, y las bondades con que me habéis favorecido, me dan derecho a servirme de nombre tan tierno, ¡padre!   —226→   ¡caro padre mío! vuelvo a veros; ¡ojalá pudiera abrazar del mismo modo a Ulises! Si alguna cosa alcanzase a consolarme después de haberle perdido, sería sin duda el hallar en vos otro Ulises.»

No pudo Néstor contener las lágrimas conmovido de gozo al ver las que corrían por las mejillas de Telémaco. La hermosura, afabilidad y noble calma de aquel joven desconocido, que cruzaba sin la menor precaución por entre número tan crecido de tropas enemigas, llenó de sorpresa a los confederados. «¿Es, preguntaban, el hijo de ese anciano que ha venido a hablar con Néstor? Sin duda, en los dos se descubre igual sabiduría, sin embargo de que se hallan en edades opuestas, en este comienza a florecer, y en el otro produce ya con abundancia los más sazonados frutos.»

Mentor, a quien llenó de satisfacción la ternura con que Néstor acababa de recibir a Telémaco, aprovechó tan feliz ocasión y le dijo: «Ved aquí al hijo de Ulises, tan caro a toda la Grecia y a vos mismo ¡sabio Néstor!, aquí le tenéis, yo os le entrego en rehenes y como prenda la más preciosa que se os puede dar de la fidelidad de las promesas de Idomeneo. Bien comprenderéis no puedo yo querer suceda la pérdida del hijo a la del padre, y que la desventurada Penélope pueda reconvenir a Mentor por haber sacrificado a su hijo a la ambición del nuevo rey de Salento. ¡Pueblos reunidos de tantas naciones diferentes! con esta prenda que ha venido a ofrecerse espontáneamente, y que os envían los dioses protectores de la paz, empezare a proponeros las condiciones de ella, para que sea sólida y duradera.»

Al pronunciar la palabra paz, dejose oír un confuso rumor en todo el ejército. Temblaban de cólera aquellas diferentes tropas, creyendo desperdiciaban todo el tiempo   —227→   que tardaban en comenzar la pelea, e imaginaban que los discursos entre los dos ancianos no tenían otro objeto que entibiar su furor y arrebatarles la presa; y los mandurienses con especialidad, se llenaban de impaciencia al considerar podría prometerse Idomeneo engañarles de nuevo. Intentaron varias veces interrumpir a Mentor recelando que sus palabras llenas de sabiduría hiciesen impresión en sus aliados; y empezaron a desconfiar de todos los caudillos griegos. Notándolo Mentor se apresuró a dar pábulo a su desconfianza para dividirlos.

«Confieso, les dijo, que los mandurienses tienen motivos para quejarse y pedir alguna reparación de los daños que han sufrido; pero tampoco es justo que los griegos que establecen colonias en esta costa, sean sospechosos y odiosos a los antiguos habitantes del país, cuando por el contrario deben estar los griegos unidos entre sí para obligarlos a que les traten bien, basta sean moderados y que no intenten jamás usurparles sus tierras. Cierto es que Idomeneo ha tenido la desgracia de inspiraros recelos; pero es fácil que desaparezcan. Telémaco y yo nos ofrecemos por rehenes que respondan de la buena fe de Idomeneo, y permaneceremos en vuestro poder hasta que se haya cumplido enteramente todo lo que se os prometa. Lo que inflama vuestro furor, oh mandurienses, añadió alzando la voz, es que las tropas de los cretenses se han apoderado de los pasos de las montañas por sorpresa, y que esto les facilita la entrada en el país adonde os habéis retirado por dejarles las orillas del mar, a pesar vuestro, siempre que lo intenten; y esos pasos que han fortificado con altas torres, guarnecidas de soldados, son el verdadero móvil de la guerra. Respondedme: ¿hay otro alguno?»

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    «¡Qué no hemos hecho para evitar la guerra!, dijo a esta sazón el caudillo de los mandurienses adelantándose algunos pasos. Los dioses son testigos de que no hemos renunciado a la paz sino después de perdida la esperanza de ella, a causa de la inquieta ambición de los cretenses, e imposibilidad en que nos han puesto de fiarnos de sus juramentos. ¡Nación insensata que nos ha reducido a nuestro pesar a la dura necesidad de adoptar contra ella el partido de la desesperación, y de no poder hallar nuestra seguridad sino en su ruina! Mientras se conserven los pasos de las montañas, viviremos persuadidos de que quieren usurparnos nuestras tierras y reducirnos a esclavitud.   —229→   Si fuese cierto que no piensan en otra cosa que en vivir en paz con sus vecinos, se contentarían con lo que les hemos cedido sin dificultad, y no se empeñarían en conservar las entradas en un país contra cuya independencia no formarían ningún proyecto ambicioso. Pero no los conocéis bien ¡sabio anciano! Nosotros hemos llegado a conocerlos por desgracia. ¡Hombre favorecido por los dioses!, no retardéis esta guerra justa y necesaria, sin la cual jamás podrá la Hesperia prometerse una constante paz. ¡Nación ingrata, engañosa, cruel, que los dioses irritados han enviado para turbar nuestra paz y castigarnos de nuestros defectos! Mas después de habernos castigado nos vengaremos. ¡Oh dioses! no seréis menos justos contra nuestros enemigos que contra nosotros.»

Conmoviose toda la asamblea al escuchar estas palabras; y parecía que Marte y Belona corrían por entre las filas encendiendo en los corazones el furor de las lides que Mentor procuraba disipar. Volvió este a tomarla palabra y les dijo:

«Si sólo tuviese promesas que haceros, podríais negaros a confiar en ellas; pero os ofrezco cosas ciertas y presentes. Si no os satisface tenernos en rehenes a Telémaco y a mí, haré os den doce cretenses de los más valientes y nobles; pero es justo los deis también por vuestra parte, pues si bien deseáis la paz sinceramente, accede a ella Idomeneo sin temor ni bajeza. La desea como vosotros decís haberla deseado; por prudencia, por moderación, no por apego a una vida muelle ni por flaqueza al considerar los peligros con que la guerra amenaza a los hombres. Está dispuesto a vencer o morir, aunque sin dejar de serle más agradable la paz que la mayor victoria. Se avergonzaría si temiese ser vencido; pero teme ser injusto, y no se ruboriza de querer enmendar sus   —230→   yerros. Os ofrece la paz con las armas en la mano; sin que aspire a proponeros las condiciones de ella con altivez, pues la desdeñaría si fuese forzada. Desea que todos queden contentos de ella, que ponga término a la rivalidad, sofoque los resentimientos, y cicatrice las llagas que abriera la desconfianza. En una palabra, las intenciones de Idomeneo son las que pudierais desear vosotros mismos, y sólo se trata de convenceros de ello, lo cual no será difícil si queréis escucharme con calma y sin preocupación.

¡Pueblos valientes, oídme pues!, y vosotros, prudentes caudillos, escuchad también lo que ofrezco a nombre de Idomeneo. No es justo entre en las tierras de sus vecinos, ni tampoco que estos puedan ejecutarlo en las suyas; y consiente en que los pasos que ha fortificado con torres elevadas, sean guardados por tropas neutrales. Néstor, Filoctetes, sois griegos, y sin embargo os habéis declarado contra Idomeneo en esta ocasión, de consiguiente no podéis ser sospechosos como demasiado afectos a sus intereses. Si lo que os mueve es el interés común de la paz y de la independencia de la Hesperia, sed depositarios y custodios de los pasos que promueven la guerra pues no sois menos interesados en impedir que los antiguos pobladores de Hesperia destruyan a Salento, nueva colonia de griegos semejante a las que habéis fundado, que en no dar lugar a que Idomeneo usurpe los dominios de sus vecinos. Mantened el equilibrio entre los unos y los otros, y reservaos la gloria de ser jueces y medianeros en vez de llevar el hierro y el fuego al seno de un pueblo que debe seros caro. Me diréis que estas condiciones os parecerían ventajosas si pudieseis aseguraros de que las cumplirá Idomeneo de buena fe; mas voy a satisfaceros.

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Hasta que se hayan depositado en vuestras manos todos los pasos fortificados, habrá para seguridad recíproca los rehenes que os he indicado; y cuando la salud de toda la Hesperia, la de Salento y la del mismo Idomeneo se halle en vuestras manos, ¿estaréis satisfechos? ¿De quién podréis desconfiar entonces? ¿Será de vosotros mismos? No os atrevéis a fiaros de Idomeneo, y éste es tan incapaz de engañaros que quiere fiarse de vosotros. Sí, quiere confiaros el reposo, la vida, la independencia de su pueblo y la suya propia. Si es cierto que sólo deseabais una paz ventajosa, ya la tenéis para quitaros todo pretexto de retroceder. Mas no imaginéis, vuelvo a decir, reduzca a Idomeneo el temor a haceros estas proposiciones, la prudencia, la justicia le empeñan en tomar este partido, sin el recelo de que atribuyáis a debilidad lo que es efecto de virtud. Cierto es cometió yerros en un principio; pero hoy fija su gloria en conocerlos por medio de las ofertas con que previene vuestros deseos, y si bien el pretender ocultarlos aparentando sostenerlos con arrogancia y altivez es efecto de flaqueza y de vanidad, y de hallarse en ignorancia estúpida de los propios intereses; el que, por el contrario, los confiesa a su enemigo y ofrece repararlos, manifiesta la incapacidad de cometerlos de nuevo, y debe ser más temible a sus enemigos por su firmeza y prudencia si no lograse la paz. Evitad llegue el caso, de que os cause igual daño algún día; porque si rehusáis la paz y la justicia que se os presentan, una y otra serán vengadas, pues Idomeneo que debía temer estuviesen los dioses irritados contra él, volverá su enojo contra vosotros. Pelearemos Telémaco y yo por la buena causa, y tomo por testigos de las justas proposiciones que acabo de haceros a todas las deidades del cielo y de los infiernos.»

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     Al acabar de decir Mentor estas palabras alzó el brazo para enseñar a todos los confederados el ramo de oliva que llevaba en la mano como signo de paz. Los caudillos que más de cerca le miraban se llenaron de asombro al advertir el fuego divino que brillaba en sus ojos. Descubríanse en él cierta majestad y autoridad superiores a cuanto se ve en los más poderosos mortales. Arrebataba los corazones el encanto de sus palabras insinuantes y enérgicas, semejantes a aquellas que en el profundo silencio de la noche detienen en medio del Olimpo el curso de la luna y de las estrellas, aplacan el agitado mar, imponen silencio a los vientos y a las olas, y suspenden las corrientes más rápidas.

Hallábase Mentor en medio de aquellos pueblos enfurecidos como Baco cuando rodeado de tigres olvidaban estos su fiereza y venían, movidos de su dulce voz, a lamerle la planta y sometérsele cariñosos. Al principio guardó profundo silencio todo el ejército, mirábanse los caudillos, sin poder resistir a aquel hombre ni comprender   —233→   quién fuese; e inmóviles los soldados tenían la vista fija en él. Ninguno osaba hablar, temiendo tuviese alguna cosa que decir todavía e impedir fuese oído; y aunque nada podía añadirse a cuanto había dicho, hubieran deseado todos hablase más largo tiempo. Conservaban en la memoria las palabras de Mentor, pues cuando hablaba se hacía querer y respetar; y permanecían todos como suspensos para no perder ninguna de las que pronunciaba su labio.

Por último, después de tan prolongado silencio se percibió un sordo rumor que fue extendiéndose poco a poco. Mas no era ya aquella confusa gritería de los soldados que temblaban de indignación, sino un murmullo favorable. Descubríase ya en sus rostros cierta serenidad y blandura, y al parecer iban a caer las armas de las manos de los mandurienses, tan irritados antes. El feroz Falante vio con sorpresa enternecidas sus entrañas, y los demás empezaron a suspirar por la dichosa paz que acababan de ofrecerles. Más sensible Filoctetes por la experiencia de sus infortunios, no supo contener sus lágrimas: y no pudiendo Néstor hablar, arrebatado por el discurso que acababa de pronunciar Mentor, le abrazó tiernamente, y todo el ejército a la vez, cual si hubiese sido esta la señal, comenzó a gritar diciendo: «¡Sabio anciano, tú nos desarmas! ¡La paz, la paz!»

Intentó hablar Néstor un momento después; pero impacientes todas las tropas temieron quisiese oponer alguna dificultad, y volvieron de nuevo a gritar: «¡La paz, la paz!», sin que pudiese imponérseles silencio hasta que pronunciaron la misma voz todos los caudillos del ejército.

Conociendo Néstor no hallarse en estado de pronunciar un largo razonamiento, le dijo: «Ya veis, Mentor,   —234→   el efecto de la palabra del hombre honrado. Cuando hablan la virtud y la sabiduría, sofocan todas las pasiones.» Los justos resentimientos se han rociado en amistad y en deseos de una paz duradera. Al tiempo que hablaba así Néstor, alzaron el brazo todos los caudillos, en prueba de su consentimiento.

Dirigiose Mentor hacia las puertas de Salento para hacerlas abrir, y para manifestar a Idomeneo saliese de la ciudad sin precaución alguna, y entretanto abrazaba Néstor a Telémaco diciéndole: «Hijo el más amable del mayor sabio de la Grecia, ¡ojalá lo seáis cual él y más feliz. ¿Nada habéis sabido acerca de su destino? La memoria de un padre a quien sois tan semejante, ha contribuido a sofocar nuestra indignación.»

Aunque feroz el carácter de Falante, y a pesar de que jamás había visto a Ulises, no por ello dejaron de afectarle sus desgracias y las de su hijo; y cuando instaban a éste para que refiriese sus aventuras, volvió Mentor en compañía de Idomeneo, seguidos de toda la juventud cretense.

Excitose de nuevo la ira de los confederados al ver a Idomeneo; más las palabras de Mentor sofocaron aquel fuego que ya comenzaba a arder. «¿Qué tardamos, les dijo, en concluir esta alianza santa que protegerán los dioses sirviendo de testigos? Tomen ellos venganza del impío que ose quebrantarla, y en vez de afligir los estragos de la guerra a los pueblos, inocentes y fieles a ella, agobien al perjuro y execrable ambicioso que holle los respetos sagrados de los derechos que establezca; detéstenle a un tiempo los dioses y los hombres; no goce jamás el fruto de su perfidia; vengan a excitar su rabia y desesperación las furias infernales, bajo figuras las más horribles y asquerosas; muera repentinamente y sin   —235→   esperanza de sepultura; sea devorado su cuerpo por buitres y perros hambrientos; sea sumido en los infiernos en el más profundo abismo del Tártaro, atormentado perpetuamente con mayor rigor que Tántalo, Ixión y las Danaides. Pero no, más bien sea esta paz indestructible cual el elevado Atlas que sirve de apoyo a los cielos que la respeten todas las naciones y gocen los frutos de ella de generación en generación que el nombre de los que acaban de jurarla sea caro y venerable a sus últimos nietos; que esta paz, fundada en la justicia y buena fe, sirva de modelo a cuantas ajusten en lo sucesivo todas las naciones de la tierra; y por último, que los pueblos que aspiren a ser felices por medio de la unión fraternal, procuren imitar a los que habitan hoy la Hesperia.»

Dichas estas palabras juraron la paz, bajo las condiciones convenidas, Idomeneo y los otros reyes, dándose en rehenes doce individuos de cada parte. Quiso Telémaco ser uno de los que debían recibir los confederados; pero no pudieron estos consentir que lo fuese Mentor, por serles preferible permaneciera al lado de Idomeneo para que respondiese de la total ejecución de lo pactado. Inmolaron entre la ciudad y el campo de los confederados cien terneras blancas como la nieve, e igual número de toros del mismo color, cuyas astas estaban doradas y adornadas de flores. Resonaban hasta en las montañas más lejanas los bramidos espantosos de las víctimas que caían bajo la cuchilla sagrada, humeaba y corría por todas partes la sangre; y entre tanto se vertía con abundancia un exquisito vino para las libaciones. Consultaban los arúspices las entrañas aún palpitantes, y quemaban los sacerdotes sobre los altares el incienso que formaba una espesa nube, cuyo perfume se esparcía por toda la campiña.

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Los soldados entre tanto no se miraban ya como enemigos; por el contrario, entreteníanse con la relación de sus aventuras. Reposaban de sus fatigas, y gustaban anticipadamente las delicias de la paz. Muchos de ellos que habían seguido a Idomeneo en el sitio de Troya, reconocieron a los de Néstor que pelearon en aquella guerra. Abrazábanse afectuosamente, y contábanse mutuamente cuanto les acaeciera después de arrasada aquella opulenta ciudad, emporio del Asia; y descansando sobre el matizado suelo, coronábanse de flores y bebían mezclados el vino traído de la ciudad en grandes vasijas para celebrar tan feliz jornada.

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    «Desde hoy, interrumpió Mentor dirigiendo su voz a los reyes y capitanes que se hallaban reunidos, desde hoy formaréis un solo pueblo, aunque con nombres diferentes y bajo caudillos diversos. Por este medio disponen   —237→   los justos dioses, llenos de amor hacia el hombre a quien han formado, el vínculo eterno de su perfecta unión. El género humano es una familia sola, esparcida por la superficie de la tierra, y todos los pueblos hermanos, que deben amarse como tales. ¡Desgracias, desventuras sobre la cabeza del impío que busca la gloria a costa de la sangre de sus semejantes, que es la suya propia!

Necesaria es la guerra algunas veces, no hay duda; mas para oprobio del género humano se la considera inevitable en ciertas ocasiones. ¡Poderosos monarcas! no digáis que debe desearse para adquirir gloria, porque esta si es verdadera no puede hallarse fuera de la humanidad. El que prefiera la suya a los sentimientos que aquella inspira, es un monstruo de orgullo a quien no debe llamarse hombre. Jamás alcanzará una gloria verdadera inseparable de la moderación y la bondad. Podrán lisonjearle para satisfacer su loca vanidad, sin embargo, cuando hablen de él en secreto, y quieran hacerlo con sinceridad, dirán: Tan indigno es de la gloria cuanto la busca injustamente. No merece la estimación de los hombres, pues los ha estimado tan poco prodigando su sangre impelido por la más insensata vanidad. Feliz el monarca que ama a sus vasallos y es amado de ellos; que se fía de sus vecinos e inspira a estos confianza; que en vez de hostilizarles impide se hostilicen, y que hace envidien todas las naciones extranjeras la fortuna que gozan sus vasallos con un rey semejante.

Cuidad de reuniros de tiempo en tiempo, vosotros que gobernáis las poderosas ciudades de Hesperia. Celebrad de tres en tres años un congreso general, en donde reunidos cuantos reyes os halláis presentes, sea renovada la alianza con nuevo juramento para consolidar la amistad prometida y deliberar sobre los intereses comunes.   —238→   Mientras viváis unidos tendréis paz interior en este delicioso país, prosperaréis, en la abundancia, y seréis fuera de él invencibles; porque únicamente la discordia, abortada por el infierno para atormentar al hombre insensato, puede turbar la dicha que os preparan los dioses.»

«La facilidad con que aceptamos la paz, respondió Néstor, debe convenceros de cuán distantes nos hallamos de apetecer la guerra por vanagloria o injusta codicia de engrandecernos en perjuicio de nuestros vecinos. Mas ¿qué puede hacerse viviendo cerca de un príncipe violento que no conoce otra ley que su interés, y que no desperdicia ocasión alguna para invadir los demás estados? No penséis que hablo de Idomeneo, no, no pienso así de él; hablo de Adrasto, rey de los daunos, que a todos nos inspira temor. Desprecia a los dioses; juzga que el hombre existe sólo para ensalzar su gloria por medio de la esclavitud; desdeña al vasallo si ha de ser a la vez padre y soberano de él, pues sólo quiere esclavos y adoradores, de quienes se hace tributar homenajes propios de la divinidad. La ciega fortuna ha protegido hasta el día sus injustas empresas; y nos apresurábamos a atacar a Salento para deshacernos del enemigo más débil que comenzaba a establecerse en esta costa, a fin de dirigir enseguida nuestras armas contra el más poderoso que ha ocupado ya varias ciudades de nuestros aliados, y vencido en algunas batallas a los de Crotona. Hace Adrasto cuanto es posible para satisfacer su ambición, la violencia y el artificio, todo es para él igual con tal que destruya a sus enemigos. Ha logrado acumular grandes tesoros; se hallan disciplinadas y aguerridas sus tropas; experimentados sus capitanes, le sirven todos bien, y vela por sí mismo sin cesar sobre los que le obedecen, castiga severo las menores faltas, y recompensa con liberalidad   —239→   los servicios que le hacen. Su valor alienta el de sus tropas, y sería un rey completo si la justicia y la buena fe sirviesen de regla a su conducta; mas ni teme a los dioses ni le inquieta el remordimiento de la conciencia. Considera la reputación como cosa inútil, mirándola cual un vano fantasma que sólo debe contener a las almas débiles; siendo para él bienes sólidos y reales poseer grandes riquezas, inspirar temor, y hollar con su planta a todo el género humano. En breve se presentará su ejército en nuestros dominios, y si la unión de tantos pueblos no nos pone en estado de resistirle, desaparecerá toda esperanza de independencia. Interesa a Idomeneo como a nosotros oponerse a un rey que no puede tolerar viva independiente ningún pueblo, vecino, porque si fuésemos vencidos, amenazaría igual desgracia a Salento, apresurémonos, pues, a evitarlo reunidos.»

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Hablando así Néstor se iban acercando a la ciudad,   —240→   pues había rogado Idomeneo a los reyes y caudillos principales entrasen en ella para reposar aquella noche.

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ArribaAbajoLibro XII

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Sumario

Pídele Néstor a Idomeneo que les ayude contra los daunos; pero Mentor, que quiere establecer el mejor orden en la ciudad y hacerla agricultora, les contenta con cien nobles cretenses capitaneados por Telémaco. Parten con efecto y empieza Mentor a realizar su proyecto por una exacta revista de la ciudad y del puerto, informase de todo, hace que Idomeneo establezca nuevas ordenanzas de policía y de comercio, que divida el pueblo en siete clases cuya jerarquía y nacimiento se distinga por la diversidad de los trajes, y hácele por último que modere el lujo y las artes inútiles para que sus profesores se dediquen a la agricultura.

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Libro XII

El ejército confederado armaba las tiendas, estaba cubierta la campiña de ricos pabellones de toda clase de colores, donde se prometía hallar sueño benéfico el fatigado guerrero. Cuando entraron los reyes en la ciudad con su comitiva, se admiraron de que en tan corto tiempo se hubieran podido levantar tantos edificios magníficos, ni impedido la guerra se embelleciese y creciese a la vez aquella ciudad naciente.

También excitó su admiración la sabiduría y vigilancia de Idomeneo, que había sabido fundar tan bello reino, y de ello deducían todos que ajustada la paz con él, serían muy poderosos los aliados si entrase en la liga contra Adrasto. Propusiéronlo a Idomeneo, que no pudiendo desechar tan justa proposición, ofreció tropas.

Pero como no ignoraba Mentor cosa alguna de las que son necesarias para que florezca un estado, conoció no ser las fuerzas de Idomeneo tan grandes como   —244→   parecían, y hablando a solas con él le dijo de esta suerte:

«Ya veis no han sido inútiles mis cuidados: Salento está libre de las desgracias que le amenazaban. En vos solo consiste elevar su gloria hasta los cielos, igualando en el gobierno de vuestro pueblo al sabio Minos vuestro abuelo. Seguiré hablándoos con libertad, pues supongo lo queréis así y que detestáis la lisonja. Mientras que estos reyes ensalzaban vuestra magnificencia, consideraba yo la temeridad con que habéis procedido.»

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     Al oír Idomeneo la palabra temeridad se alteró su rostro, se le turbó la vista, se estremeció, y faltó poco para que interrumpiese a Mentor manifestándole su resentimiento; mas éste le dijo con modestia y respeto, pero con tono franco y atrevido:

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«Bien conozco que la palabra temeridad os ha causado extrañeza; otro que yo hubiera hecho mal en servirse de ella, porque es preciso respetar a los reyes y conducirse con delicadeza aun cuando se les reprenda, pues demasiado les hiere la verdad por sí misma sin añadir a ella palabras fuertes. He creído toleraríais que os hablase así para haceros conocer vuestro error. Mi objeto ha sido habituaros a oír dar a las cosas su verdadero nombre, y a comprender que cuando os den consejos acerca de vuestra conducta, jamás se atreverán a deciros lo que piensan; y si queréis no ser engañado, deberéis comprender siempre más de lo que os digan sobre aquello que os sea desventajoso. En cuanto a mí templaré las palabras según la necesidad, pero os es inútil que sin interés ni consecuencia os hablen con dureza en secreto. Ningún otro se atreverá a ello, y envuelta en bellos disfraces la verdad la veréis a medias.»

«He aquí, contestó Idomeneo perdido ya el primer impulso de su enojo y avergonzado al parecer de su delicadeza, lo que puede la costumbre de ser adulado. Os debo la salud de mi nuevo reino, y no hay verdad alguna que no me crea dichoso al escucharla de vuestro labio; pero compadeced a un rey emponzoñado por la lisonja, y que ni aun en la desgracia ha podido hallar hombres generosos que le digan la verdad. No, jamás encontré quien me amase bastante para desagradarme diciéndome la verdad desnuda.»

Al decir estas palabras abrazaba afectuosamente a Mentor, y humedecían las lágrimas sus ojos. «Con dolor, le contestó el sabio anciano, me veo obligado a deciros cosas duras; ¿mas puedo engañaros ocultándoos la verdad? Poneos en mi lugar. Si fuisteis engañado hasta ahora, habéis querido serlo, temiendo a los consejeros demasiado   —246→   sinceros. ¿Habéis buscado acaso a los hombres más desinteresados y capaces de contradeciros? ¿cuidasteis de oír a los menos solícitos de agradaros, a los más imparciales en su conducta, a los más capaces, en fin, de condenar vuestras pasiones e injustos sentimientos? Cuando hallasteis al lisonjero ¿le habéis huido? ¿habéis desconfiado de él? No, no, sin duda no habéis hecho lo que aquellos que aman la verdad y son dignos de conocerla. Veamos ahora que haréis al veros humillado por la verdad que os condena.

Decía, pues, que lo que tanto elogian en vos, merece ser vituperado; porque mientras teníais tantos enemigos exteriores que amenazaban vuestro reino, apenas empezado a fundar sólo os ocupabais de lo interior de la nueva ciudad elevando edificios magníficos. Esto es lo que os ha costado tantas vigilias como habéis confesado vos mismo. Habéis agotado vuestras riquezas sin cuidar del aumento de la población y cultivo de las tierras fértiles de esta costa. ¿No era preciso considerar como los dos fundamentos esenciales de vuestra pujanza el tener muchos hombres buenos, y tierras bien cultivadas para alimentarlos? Requeríase para ello una larga paz a los principios para favorecer la multiplicación de brazos, debíais ceñiros al fomento de la agricultura y establecimiento de sabias leyes, pero la ambición os ha arrastrado hasta el borde del precipicio, y esforzándoos para aparecer grande, habéis arriesgado vuestra verdadera grandeza. Apresuraos a enmendar los yerros, suspended todas esas grandes obras, renunciad al lujo que arruinará a esta nueva ciudad, dejad respire en la paz vuestro pueblo, dedicaos a proporcionar la abundancia para facilitar los matrimonios. Sabed que en tanto seréis rey, en cuanto tengáis pueblos que gobernar, y que vuestro poder debe   —247→   medirse no por la extensión de las tierras que ocupéis, sino por el número de hombres que las habiten y estén obligados a obedeceros. Poseed un país bueno, aunque de mediana extensión, pobladlo con brazos innumerables, laboriosos e instruidos, procurad que os amen; y por tales medios seréis más poderoso, más feliz y mayor vuestra gloria que la de todos los conquistadores que asolan tantos reinos y provincias.»

«Qué haré, pues, con estos reyes? contestó Idomeneo. ¿les confesaré mi debilidad? Cierto es que he descuidado, la agricultura y aun el comercio tan fácil en esta costa, ocupado únicamente en edificar una ciudad opulenta. ¿Será preciso, mi querido Mentor, llenarme de oprobio haciendo ver mi imprudencia a tantos monarcas reunidos? Si es preciso quiero hacerlo, lo haré sin dudar por más que pueda serme sensible; porque me habéis hecho ver que el buen rey que se consagra al bien de sus pueblos, debe preferir la salud del reino a su propia fama.»

«Dignos son esos sentimientos de un monarca padre de su pueblo, replicó Mentor, en esa bondad, no en la magnificencia vana de Salento, reconozco en vuestro corazón, el de un verdadero rey; más preciso en atender a vuestro honor por el interés del reino. Dejadme obrar, yo haré entiendan estos monarcas que os halláis empeñado en restablecer a Ulises, si aún existe, o al menos a su hijo en el trono de Ítaca, y que pretendéis arrojar por fuerza de aquella isla a los amantes de Penélope. Comprenderán sin dificultad que esta empresa exige tropas numerosas y consentirán en que les deis un corto auxilio contra los daunos.»

«Conocéis caro amigo, mi honor, y la reputación de esta ciudad naciente, cuya debilidad ocultaréis a todos   —248→   mis vecinos, replicó Idomeneo aliviado al parecer de la pena que oprimía su corazón. ¿Pero qué apariencia de verdad puede tener el decir que quiero enviar mis tropas a Ítaca para restablecer en el trono a Ulises o a su hijo Telémaco, mientras que éste se compromete a ir con ellos a la guerra contra los daunos?»

«Nada os inquiete, replicó Mentor, sólo diré lo que sea cierto. Los bajeles que enviéis para establecer vuestro comercio, irán a las costas del Epiro y harán dos cosas a un tiempo: llamar a las vuestras a los mercaderes extranjeros a quienes alejan de Salento excesivos impuestos, y procurar nuevas de Ulises. Si existe no debe distar mucho de estos mares que separan la Grecia de la Italia, pues aseguran haberle visto en Feacia; y aun cuando ninguna esperanza nos quedase de hallarle, harían vuestros bajeles a su hijo un señalado servicio, pues esparcirían en Ítaca y en todos los países vecinos el terror del nombre del joven Telémaco, a quien creen muerto como a Ulises. Los amantes de Penélope se llenarán de sorpresa cuando sepan que puede regresar Telémaco sin dilación con el auxilio de un aliado poderoso, recibirá consuelo aquella, y se negará a elegir nuevo esposo, los de Ítaca no se atreverán a sacudir el yugo de su actual dominación; y de esta manera os ocuparéis en beneficio de Telémaco, mientras lo está él con los aliados en la guerra contra los daunos.»

«¡Feliz el monarca que encuentra el auxilio de prudentes consejos!, exclamó Idomeneo. El amigo sabio y leal prestan mayores utilidades, a un rey que los ejércitos victoriosos. ¡Pero más feliz todavía el que conoce su dicha y sabe aprovecharse de ella haciendo buen uso de los consejos acertados! porque ocurre muchas veces que alejan de su confianza a los hombres sabios y virtuosos, cuyo   —249→   mérito les inspira temor, para dar oídos a los lisonjeros cuya traición no temen. Yo cometí este error, y os referiré todas las desgracias que he sufrido por un falso amigo que lisonjeaba mis pasiones con la esperanza de que protegiese las suyas.»

Fácilmente persuadió Mentor a los reyes confederados debía cuidar Idomeneo de restablecer a Telémaco en Ítaca, mientras que éste les acompañaba; y se contentaron con llevarle en su ejército a la cabeza de cien jóvenes cretenses, que era la flor de la nobleza venida con este rey desde Creta. Habíalo aconsejado así Mentor a Idomeneo diciéndole: «Durante la paz debe cuidarse de multiplicar la población; pero enviarse a las guerras extranjeras a los jóvenes nobles para evitar que la nación se afemine y llegue a ignorar el arte de la guerra. Esto basta para mantener en toda ella cierta emulación de gloria en la inclinación a las armas; desprecio de las fatigas y aun de la muerte, y por último, la experiencia del arte militar.»

Partieron de Salento los reyes confederados satisfechos de Idomeneo encantados de la sabiduría de Mentor, y llenos de gozo por llevar en su compañía al joven Telémaco, que no pudo sofocar los efectos de su dolor al separarse de su amigo. Mientras que aquellos se despedían de Idomeneo y le juraban una eterna alianza, abrazaba Mentor a Telémaco anegado en lágrimas. «Soy insensible, decía éste, al júbilo que debía inspirarme el correr a la gloria; sólo experimento el dolor de dejaros. Paréceme que vuelvo a padecer el infortunio que me hicieron sufrir los egipcios, arrebatándome de vuestros brazos y privándome hasta de la esperanza de volveros a ver.»

«Bien diferente es esta separación, replicó Mentor con   —250→   afabilidad para consolar a Telémaco; porque es voluntaria, será de corta duración, y corréis a la victoria. Vuestro amor hacia mí debe ser más animoso y menos tierno, acostumbraos a la ausencia, hijo querido, no siempre viviré con vos; y es preciso que la prudencia y la virtud os conduzcan más bien que mi presencia.»

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Al decir estas palabras Mentor, bajo cuya figura se ocultaba la diosa, cubría ésta a Telémaco con su égida, y derramaba sobre él el espíritu de la sabiduría y de la previsión, el valor intrépido y la moderación, que rara vez se hallan reunidos.

«Corred, le decía, a los mayores peligros, siempre que sea útil arrostrarlos; porque más deshonra a un príncipe evitarlos en los combates que no ir jamás a la guerra, y no debe ser dudoso al soldado el valor de su caudillo. Si es necesario a un pueblo conservar los días del monarca, lo es todavía mucho más que nunca sea dudosa la   —251→   reputación del valor de éste. Acordaos de que el que manda debe dar ejemplo a los que obedecen, para animar a todo el ejército. No temáis ningún peligro, y pereced en la lid antes de que se dude de vuestro valor; porque los aduladores que más se esfuercen a alejaros del riesgo, serán los primeros que dirán en secreto que sois flaco de corazón, si lo logran con facilidad.

Mas no busquéis los peligros sin utilidad; porque el valor no es virtud cuando no le dirige la prudencia, sino desprecio insensato de la vida y ardor brutal, el valor arrebatado nada tiene de seguro. El que no se domina en las ocasiones de peligro, es más fogoso que valiente, y debe estar fuera de sí para ser superior al temor; porque no puede vencerle cuando su corazón se halla en el estado natural, que si no le inclina a huir, le sobresalta al menos haciéndole perder la libertad del ánimo que necesitaría para dictar órdenes acertadas, aprovechar las ocasiones, destruirá sus enemigos y servir a la patria. Posee el ardor de un guerrero, pero no el discernimiento de un caudillo; y aún le falta el verdadero valor del simple soldado, porque éste debe conservar en la pelea la serenidad y moderación necesarias para obedecer. El que se expone temerariamente, turba el orden y disciplina militar, presentando un ejemplo de temeridad que expone muchas veces a grandes desgracias todo un ejército; y los que prefieren la vana ambición al interés de la causa común, merecen castigos en vez de recompensas.

Guardaos bien, hijo querido, de buscar con impaciencia la gloria porque el verdadero medio de hallarla es aguardar tranquilamente la ocasión de alcanzarla. La virtud se hace más digna de respeto cuando es más sencilla, más modesta y más enemiga del fausto; y a medida que crece la necesidad de arrostrar el peligro, deben   —252→   aumentar siempre los auxilios de la previsión y del valor. Por lo demás, acordaos de que es preciso no excitar la envidia, y no seáis por vuestra parte rival de la prosperidad de ninguno, load siempre al que merezca elogio; pero con discernimiento, diciendo lo bueno complacido, y ocultando lo malo condoliéndoos de ello.

Nunca decidáis en presencia de esos caudillos ancianos y llenos de una experiencia que os falta, escuchadlos con deferencia, consultad con ellos, rogad a los más consumados que os instruyan, y no os avergoncéis de atribuir a sus instrucciones vuestros mejores hechos. Por último, jamás deis oídos a los que intenten excitar vuestra desconfianza y rivalidad, habladles con ingenuidad y confianza, y si creéis que os han faltado, descubridles vuestro corazón. Si son capaces de conocer la nobleza de semejante conducta, obtendréis su estimación y lograréis lo que deseaseis; y si por el contrario, desconociesen vuestros sentimientos, penetraréis por vos mismo la injusticia que debéis soportar, adoptaréis medidas prudentes para no comprometeros mientras dure la guerra, y de nada tendréis que arrepentiros. Pero sobre todo nunca digáis los motivos de queja que creáis tener contra los caudillos del ejército, a aquellos aduladores que se ocupan en sembrar la discordia entre los que obedecen.

Yo permaneceré aquí para auxiliar a Idomeneo en la necesidad en que se halla de ocuparse en beneficio de su pueblo, y para hacerle enmendar los yerros a que le ha arrastrado el mal consejo de la adulación al establecer su nuevo reino.»

No pudo dejar Telémaco de manifestar su sorpresa y desprecio acerca de la conducta de Idomeneo; mas replicole Mentor con severidad: «¿Os maravilláis, le dijo, de que obren como hombres los más dignos de estimación,   —253→   y aún de que manifiesten debilidades propias de la humanidad en medio de los escollos innumerables e inseparables de la dignidad real? Cierto es que Idomeneo ha sido educado en el fausto y la altivez; ¿pero qué filósofo por encontrar defensa contra la adulación si hubiese ocupado su lugar? Sin duda se ha dejado prevenir por los que obtuvieron su confianza; pero los reyes más sabios son engañados muchas veces por más precauciones que tomen para evitarlo, porque un monarca no puede pasar sin ministros que le alivien y de quienes se fíe, pues le es imposible hacerlo todo por sí. Además los reyes conocen con mayor dificultad que los demás hombres a aquellos que les rodean, porque en su presencia están siempre enmascarados, y emplean toda clase de artificios para engañarles. ¡Ah! ¡demasiado lo experimentaréis, Telémaco! No se encuentran en los hombres las virtudes y los talentos que se buscan; y aunque es bueno estudiarlos para penetrar en sus corazones, cométense yerros cada día, y jamás se logra sean mejores como lo exige la utilidad pública. Todos son obstinados y rivales, y ni llega a persuadírseles ni se les corrige con facilidad.

Cuanto es mayor el número de pueblos que hay que gobernar, debe serlo el de los ministros que hagan lo que el monarca no puede hacer por sí mismo, y de consiguiente más necesidad tienen de hombres en quienes depositar la autoridad, y mayor también el peligro de engañarse en la elección. Critica hoy sin piedad a los reyes, quien si reinase mañana cometería más yerros que ellos con otros infinitamente mayores; porque la condición del hombre privado, si reúne facilidad para producirse bien, oculta los defectos naturales, realza los talentos, y aparece digno de todos los empleos de que se ve distante, pues sola la autoridad sujeta la capacidad del   —254→   entendimiento a una prueba difícil que pone de manifiesto grandes defectos.

El poder es semejante al vidrio que aumenta los objetos. En los empleos elevados aparecen mayores los defectos, y de grande consecuencia las cosas más pequeñas; y las menores faltas experimentan contratiempos violentos. Ocupase el mundo entero en observar incesantemente a un hombre solo y en juzgarle con el mayor rigor, mientras que al hacerlo carecen de experiencia acerca del estado en que se halla, y sin conocer las dificultades desconocen también que es hombre, según exigen sea perfecto. Por bueno y sabio que sea un rey, al fin es hombre; su talento y su virtud tienen límites. No siempre puede reprimir las habitudes, el genio y las pasiones, hállase rodeado de personas interesadas y artificiosas, y no encuentra los auxilios que procura, padece cada día algún error, arrastrado ora por sus pasiones, ora por las de sus ministros; y apenas ha enmendado uno cuando vuelve a incidir en otro. Tal es la condición de los reyes más ilustrados y virtuosos.

Los reinados mejores y de mayor duración son demasiado cortos e imperfectos para enmendar en su último período lo que involuntariamente erraron al principio. Acompañan a la diadema todas las miserias, y la impotencia humana sucumbe al enorme peso de ellas; así que, es preciso compadecer y disculpar a los reyes. ¿No son dignos de compasión por tener que gobernar a tantos hombres, cuyas necesidades son infinitas, y que dan tantos sinsabores a los que intentan gobernarles bien? Hablando francamente puede decirse que los hombres merecen compasión, porque debe gobernarlos un rey, que es hombre como ellos; pues para dirigirlos sería preciso un dios. Pero también son dignos de ella los reyes   —255→   por ser hombres; es decir, débiles e imperfectos, si se considera que han de gobernar a la innumerable multitud de seres corrompidos y engañosos.»

«Idomeneo perdió por culpa suya el reino de sus progenitores en Creta, respondió con viveza Telémaco; y sin vuestros consejos hubiera perdido otro en Salento.» «Confieso, replicó Mentor, que ha padecido grandes errores pero buscad en Grecia y en los países más civilizados un rey que no los haya cometido indisculpables. El hombre más grande tiene en su temperamento y en su carácter defectos que le arrastran, y los más dignos de elogio son aquellos que poseen bastante valor para conocer y reparar sus extravíos. ¿Pensáis que Ulises, el grande Ulises vuestro padre, modelo de todos los reyes de Grecia, no tiene también sus debilidades y defectos? ¡Cuántas veces hubiera sucumbido a los peligros y dificultades que le ha presentado la fortuna si no le hubiese conducido Minerva paso a paso! ¡Qué de veces le ha detenido o guiado para conducirle siempre a la gloria por el camino de la virtud! No esperéis hallarle sin imperfección cuando le veáis reinar lleno de gloria en Ítaca, le veréis sin duda. Grecia, Asia y todas las islas le han admirado a pesar de sus defectos, que han realzado mil cualidades maravillosas. Demasiado feliz seréis en poderle admirar también, y en estudiarle sin cesar como el modelo que debéis seguir.

Telémaco, acostumbraos a no esperar de los hombres más grandes otra cosa que lo que puede hacer la humanidad. La inexperta juventud se entrega a una crítica presuntuosa, que le hace ver con disgusto los modelos que le es preciso seguir, y que le conducen a una indocilidad incurable. No solamente debéis amar, respetar, imitar a Ulises por más que no sea perfecto; sino estimar en mucho a Idomeneo, sin embargo de lo que he reprendido en   —256→   él, porque es naturalmente sincero, recto, equitativo, liberal, benéfico y perfecto su valor, detesta el fraude cuando le conoce, y sigue libremente las inclinaciones de su corazón. Sus talentos son proporcionados al lugar que ocupa. La ingenuidad con que confiesa su error, su dulzura, sufrimiento para permitir le diga las cosas más desagradables, el valor con que enmienda públicamente sus yerros, y se hace superior a la crítica humana, manifiestan un alma verdaderamente grande. La fortuna o el consejo de otro pueden preservar de ciertos errores al hombre de mediana capacidad; mas sólo una virtud extraordinaria alcanza a empeñar a un rey, largo tiempo seducido por la adulación, a que repare los que haya padecido; y es mucho más glorioso levantarse de este modo que no haber caído jamás.

Ha padecido Idomeneo errores en que inciden casi todos los reyes; pero es muy raro el que procura enmendarlos, y no podía yo dejar de admirarle cuando me permitía contradecirle. Admiradle vos también, querido Telémaco, por utilidad vuestra, más bien que por su reputación, os doy este consejo.»

De este modo hizo conocer Mentor a Telémaco el peligro de ser injustos, dejándose llevar a una crítica rigorosa contra los demás hombres, y sobre todo contra aquellos que tienen que vencer las dificultades del gobierno; y enseguida le dijo: «Tiempo es de que partáis, adiós. Yo os aguardaré, caro Telémaco. No olvidéis que el que teme a los dioses nada tiene que temer de los hombres. Os veréis en los mayores peligros; pero sabed que Minerva no os abandonará.»

Al oír Telémaco estas palabras juzgó hallarse en presencia de la diosa; y aun hubiera creído ser ella quien las decía para inspirarle confianza, si no le hubiese   —257→   recordado la idea de Mentor añadiendo: «No olvidéis, oh hijo mío, la solicitud con que os he cuidado durante la infancia para haceros sabio y valeroso como Ulises. Nada hagáis que no sea digno de los grandes ejemplos que os ha dado, y de las máximas de virtud que he procurado inspiraros.»

Ya el sol comenzaba a elevarse y doraba las altas cimas de las montañas, cuando salieron de Salento los reyes confederados para reunirse con sus tropas, que acampadas alrededor de la ciudad se pusieron en marcha bajo sus órdenes. Relucía por todas partes el hierro de las agudas picas, ofuscaba la vista el brillo de los escudos, y se elevaba hasta las nubes un torbellino de polvo. Acompañáronles Idomeneo y Mentor hasta el campo, y se alejaron de los muros de la ciudad. Por último, se separaron después de haberse dado mutuas pruebas de verdadera amistad; sin que dudasen sería durable la paz luego que conocieron el bondadoso corazón de Idomeneo, que les habían pintado muy diferente de lo que era, sin duda juzgando de él no por sus sentimientos, sino por los consejos lisonjeros e injustos a que había dado oídos.

Después de la marcha del ejército condujo Idomeneo a Mentor a todos los cuarteles de la ciudad. «Veamos, decía éste, cuántos habitantes existen en ella y su campiña: enumerémoslos para saber cuántos labradores hay, y lo que produce la tierra de trigo, vino, aceite y otras especies, para deducir si basta a alimentarlos, y si puede hacerse un comercio útil de lo superfluo con los extranjeros. Examinemos también el número de bajeles y marineros para formar juicio de vuestras fuerzas.» En efecto, visitó el puerto y las naves, informándose acerca de los países adonde navegaban para comerciar, en qué mercancías   —258→   traficaban para la exportación e importación, gastos de viaje, anticipos que mutuamente se hacían los traficantes y sociedades que formaban, con el objeto de averiguar si eran equitativas y las observaban con fidelidad y por último, el riesgo de los naufragios y de otras desgracias propias del comercio, para evitar la ruina de los mercaderes, que alucinados con la ganancia emprenden lo que es superior a sus fuerzas.

Manifestó su deseo de que fuesen castigadas con severidad las quiebras, porque las que no adolecen de mala fe, son casi siempre efecto de la temeridad; dictando al mismo tiempo reglas para evitarlas. Estableció magistrados a quienes diesen cuenta los negociantes de los efectos, beneficios y gastos de las empresas; y no se les permitió arriesgar capitales ajenos ni más de la mitad de los suyos. Hacían las empresas por compañías cuando no podían verificarlo por sí solos; y el método de éstas era inviolable por el rigor de las penas impuestas a los que faltaran a ellas, y absoluta la libertad del comercio, pues lejos de gravarlo con impuestos, se ofrecían recompensas a los que atrajesen al puerto de Salento traficantes de cualquiera otra nación.

Por este medio corrieron en breve a Salento muchos pobladores. Su comercio era semejante al flujo y reflujo de las aguas del océano, acumulándose en la ciudad las riquezas cual se suceden incesantes sus olas. Era libre la entrada y salida de toda clase de géneros; y tan útiles los que se introducían como los que se exportaban, dejaban unos y otros beneficio en Salento. En su puerto presidía la más recta justicia a cuantas naciones concurrían a él; y la sinceridad, el candor y la buena fe, llamaban al parecer desde aquellas elevadas torres a los negociantes de los países más lejanos, viviendo con toda seguridad en   —259→   Salento como en su propia patria los que ora venían de las playas de oriente donde sale el sol cada día del fondo de las aguas, ora del vasto mar en donde cansado de su carrera este astro benéfico apaga sus abrasados rayos.

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En lo interior de la ciudad visitó los almacenes tiendas de artesanos y todas las plazas públicas. Prohibió a los mercaderes extranjeros que introdujesen efectos de lujo para no alentar la molicie. Ordenó los trajes, alimentos, muebles, capacidad y adorno de las casas para cada clase de habitantes. Proscribió todo adorno de oro y plata, diciendo a Idomeneo: «Sólo hallo un medio para que sea este pueblo moderado en sus gastos, y es que vos le deis ejemplo. En vuestra exterioridad debe resplandecer cierto aspecto de majestad; mas vuestro poder se señalará sobradamente por las guardias y ministros principales   —260→   que os acompañen. Contentaos con un traje de lana muy fina teñida de púrpura, vistan igual tela los primeros personajes del estado, sin otra diferencia que el color y la sencillez de la bordadura de oro que llevaréis al extremo del vuestro; y la variedad de colores servirá para distinguir la diferencia de condiciones sin necesidad de oro, plata ni pedrerías.

Arreglad las clases por el nacimiento. Colocad en la primera a aquellos cuya nobleza sea más antigua y opulenta. Los que tengan mérito y autoridad se hallarán bastante satisfechos al verse postergados a aquellas antiguas ilustres familias que viven en la dilatada posesión de las primeras honras; y los que no les igualen en nobleza cederán sin dificultad con tal que no les habituéis a desconocer su origen en una fortuna súbita, y dispenséis elogios a la moderación de los que sean modestos en la prosperidad, sirviéndoos de regla invariable que la distinción menos expuesta a los tiros de la envidia, es aquella que proviene de una serie dilatada de ascendientes.

También será ejercitada la virtud, y hallará el estado quien le sirva solícito, si concedéis coronas y estatuas como recompensa de las buenas acciones, y señaláis este principio de nobleza para los hijos de aquellos que las ejecuten.

Las personas de mayor jerarquía vestirán de blanco con una franja de oro en la parte inferior del vestido, adornará su dedo un anillo de oro, y llevarán pendiente del cuello una medalla del mismo metal con vuestra efigie. Los de la jerarquía inmediata vestirán de azul con la franja de plata y el mismo anillo; pero sin la medalla, los de la siguiente de verde sin franja ni anillo; pero con la medalla de plata, los de la cuarta de amarillo, de color de rosa los de la quinta, del de flor de lino los de la   —261→   sexta y los de la séptima, compuesta de la plebe, del blanco y amarillo mezclados.

Los esclavos de las siete clases enumeradas usarán el color de ceniza oscuro, y de esta manera se distinguirá cada uno según su condición respectiva, desterrándose de Salento las artes todas que se dirigen a fomentar el lujo; y los que hoy se emplean en ellas, se dedicarán al escaso número de las necesarias, o bien a la agricultura o al comercio. Pero no se permitirá jamás ninguna alteración en la clase de telas ni en la hechura de los vestidos; porque es indigno de los hombres destinados a una vida seria y noble entretenerse en inventar adornos afectados, y también el que lo permitan a sus esposas a quienes sería menos vergonzoso caer en semejantes excesos.»

Imitando Mentor al diestro jardinero que corta del árbol la madera inútil, procuraba evitar el lujo que corrompe las costumbres, estableciendo en todo la frugalidad y sencillez. Ordenó al mismo tiempo los alimentos que debían usar los ciudadanos y los esclavos. «¡Qué oprobio es, decía, haga consistir su grandeza el hombre de más elevada clase, en los manjares que debilitan el alma y arruinan insensiblemente la salud del cuerpo! Deberían cifrar su dicha en la moderación, en la posibilidad que tienen de hacer bien a sus semejantes, y en la reputación de las buenas acciones. La sobriedad halla sabrosos los alimentos más simples, conserva la robustez, y proporciona los placeres puros y constantes. Es necesario, pues, limitéis vuestros alimentos a los mejores; pero preparados sin ningún aderezo, porque es un arte para emponzoñar a los hombres excitar su apetito más allá de la verdadera necesidad.»

Conoció Idomeneo, haber obrado mal dejando corromper las costumbres de los habitantes de Salento, con   —262→   infracción de las leyes dictadas por Minos acerca de la sobriedad; pero le hizo advertir Mentor, que hasta las leyes, aunque renovadas, serian inútiles si el ejemplo del rey no les daba, la autoridad, que no podían adquirir de otro modo. Reformó Idomeneo su mesa sin dilación, admitiendo sólo en ella el pan exquisito, el vino del país, que es agradable en extremo, pero en corta cantidad y algunos manjares sencillos, a imitación de lo que hicieron los demás griegos durante el sitio de Troya, y nadie osó quejarse de una ley que el monarca se imponía a sí mismo, corrigiéndose todos de la profusión que comenzaba a advertirse en las mesas.

Proscribió enseguida Mentor la música tierna y afeminada, que corrompe a la juventud, y condenó con igual severidad la que embriaga no menos que el vino excitando a la impudencia y liviandad; circunscribiéndola a las fiestas de los templos para cantar las alabanzas de los dioses y de los héroes que dieran ejemplos de las más señalados virtudes. Tampoco permitió sino en los templos las columnas, medallones, pórticos y demás adornos de arquitectura, dictando modelos con sencillez y elegancia para edificar en corto espacio casas cómodas y alegres, capaces de numerosas familias; de forma que convertidas a un aspecto sano, fuesen las habitaciones separadas unas de otras, conservando con facilidad el orden, y el aseo sin grandes desembolsos.

Procuró que todas las casas de alguna consideración tuviesen, un salón y un pequeño peristilo con aposentos reducidos para las personas libres; mas prohibió severamente la superfluidad y magnificencia. Estos diferentes modelos, proporcionados al número de cada familia, sirvieron para hermosear una parte de la ciudad, y para darle regularidad sin crecidas expensas, mientras que la   —263→   otra parte de ella, edificada según el capricho y fausto de los particulares, era menos agradable y cómoda a pesar de su magnificencia. Aquella parte de la ciudad fue acabada en poco tiempo, porque la costa inmediata de la Grecia suministró buenos arquitectos, y se trajeron del Epiro y de otros países gran número de operarios, con la condición de que después de acabar su trabajo se establecerían en las inmediaciones de Salento, y se les adjudicarían terrenos para ponerlos en cultivo y poblar la campiña.

Pareciéronle a Mentor la pintura y la escultura artes que no debían abandonarse; pero sin permitir se dedicasen muchos a ellas dentro de la ciudad. Estableció una escuela presidida por profesores de gusto exquisito que examinasen a los alumnos. «Nada indigno o mediano, decía, debe permitirse en estas artes que no son absolutamente necesarias. Por lo mismo dedíquense a ellas los jóvenes cuyo genio prometa mucho y tiendan a la perfección, los demás han nacido para las artes menos nobles, y han de ser empleados con mayor utilidad en las necesidades ordinarias de la república. Empléense en buen hora los escultores y pintores en conservar la memoria de los hombres grandes y de los memorables hechos, en los edificios públicos o en los sepulcros ha de trasmitirse el recuerdo de lo que se obró por una virtud extraordinaria, o para utilidad de la patria.»

Pero la moderación y frugalidad de Mentor no impidieron autorizase los grandes edificios destinados a las carreras de carros y caballos, a los combates de la lucha y del cesto, y de todos los que ejercitan el cuerpo para hacerle más ágil y vigoroso.

Expelió un considerable número de mercaderes que vendían varias telas de países lejanos, bordaduras de alto   —264→   precio, vasijas de oro y plata con efigies de dioses, de hombres y de animales, y por último aguas de olor y perfumes; y aún quiso que los muebles fueran sencillos y construidos de manera que durasen largo tiempo, de modo que los salentinos que se lamentaban de su pobreza, comenzaron a experimentar las muchas riquezas superfluas que conocían; pero riquezas engañosas que les empobrecían, haciéndose efectivamente ricos a proporción que tenían valor para desprenderse de ellas. Despreciar tales riquezas, se decían unos a otros, es enriquecerse, porque agotan el estado, disminuyamos, pues, nuestras necesidades reduciéndolas a las que establece la naturaleza como verdaderas.

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     Reconoció sin dilación los arsenales y almacenes para cerciorarse de si se hallaban en buen estado las armas y demás necesario para la guerra; porque siempre, decía,   —265→   se debe estar en disposición de emprenderla para no verse nunca reducidos a la desgracia de soportarla. Halló faltaban muchas cosas, y al momento reunió a los operarios para que labrasen el hierro, acero y alambre. Veíanse fraguas encendidas, y torbellinos de humo y de llamas semejantes al fuego subterráneo que vomita el monte Etna, estremecíase la yunque a los repetidos golpes del martillo, que resonaban en las playas y montañas vecinas; de modo que podía creerse estar en aquella isla en donde animando Vulcano a los cíclopes, forja rayos para el padre de los dioses, esta sabia previsión producía que en el seno de la paz se viesen los preparativos de la guerra.

Enseguida salió Mentor de la ciudad con Idomeneo, y halló incultas grandes porciones de tierras fértiles, mal cultivadas otras por el descuido y miseria de los labradores que carecían de brazos para el cultivo, y también de valor y fuerzas para perfeccionar la agricultura; y viendo Mentor desolada aquella campiña, dijo al rey: «Aquí está dispuesta la tierra a enriquecer a los habitantes; mas no hay número suficiente de estos. Hagamos cultivar estas llanuras y colinas a los muchos artesanos que existen en la ciudad, y cuya industria sirve únicamente para corromper las costumbres. Verdaderamente es una desgracia que estos hombres dedicados a las artes no estén ejercitados en el trabajo, porque aquellas requieren una vida sedentaria; pero he aquí los medios de remediarlo. Dividiremos entre ellos los terrenos incultos, y llamaremos en su auxilio a los pueblos vecinos, que bajo su dirección harán los más penosos trabajos, si se les ofrecen recompensas proporcionadas con los frutos de las tierras que cultiven, permitiéndoles poseer parte de ellas, incorporándose por este medio a vuestro pueblo   —266→   que todavía no es bastante numeroso; y con tal que sean laboriosos y dóciles a las leyes, no tendréis mejores vasallos, y acrecentarán vuestro poder. Los artesanos de la ciudad trasportados al campo, educarán a sus hijos habituándoles al trabajo e inclinándoles a la vida campestre. Además todos los operarios extranjeros que trabajen en edificar la ciudad, se obligarán a desmontar cierta porción de tierra y también a cultivarla, agregadlos a vuestro pueblo luego que hayan acabado su trabajo, pues se complacerán en pasar sus vidas bajo la dominación que hoy es tan suave. Como son robustos y laboriosos, servirá su ejemplo para excitar al trabajo a los que hayan salido de la ciudad, con quienes se mezclarán, y en lo sucesivo se verá poblado todo el país por familias robustas y dedicadas a la labranza.

No os desveléis por el aumento de la población, en breve será innumerable si facilitáis los matrimonios. Los medios no ofrecen dificultad. Casi todos los hombres tienen inclinación a él, y sólo la miseria les impide realizarlo, si los libertáis de impuestos, vivirán sin grande trabajo con sus hijos y esposas; pues jamás fue ingrata la tierra, alimenta siempre con sus frutos a los que la cultivan cuidadosamente, sin negar sus beneficios mas que a aquellos que se desdeñan de emplear en ella su trabajo. Cuanto mayor es el número de hijos de un labrador, lo es también su riqueza si el príncipe no los empobrece, porque desde la infancia comienzan todos ellos a serle útiles. Apacenta el menor los carneros; los de más edad conducen ya los rebaños, y los mayores trabajan al lado de su padre. Entre tanto prepara la madre una comida sencilla para el esposo y los queridos hijos, que deberán regresar fatigados del trabajo del día, cuida de ordenar las vacas y ovejas, y se ven correr ríos de leche, enciende   —267→   un gran fuego, a cuyo derredor se entretiene en cantar durante la noche toda la familia inocente y pacífica mientras llega la hora de entregarse al sueño; y prepara también el queso, la castaña y las frutas conservadas con tanta frescura como si acabase de cogerlas del árbol.

Regresan los pastores y cantan acompañados de la flauta las canciones nuevas que han aprendido en las cabañas vecinas, oyéndoles la familia reunida. Entra el labrador con el arado, cuyos cansados bueyes se aproximan con la cabeza inclinada y paso lento a pesar del aguijón que les hostiga, y allí acaba el trabajo con el día; las adormideras, que por disposición de los dioses esparce el sueño sobre la tierra sofocan con sus encantos el cuidado y la pesadumbre, produciendo en la naturaleza un sueño agradable, y todos duermen sin prever el trabajo del siguiente día.

¡Feliz el hombre exento de ambición, desconfianza y artificio. si le dan los dioses un rey bueno que no turbe su inocente júbilo! ¡Pero qué horrible inhumanidad arrebatarle por miras de ambición y de opulencia los frutos de la tierra, debidos únicamente a la liberalidad de la naturaleza y al sudor de su frente! La naturaleza por sí sola arrojará de sus entrañas fecundas lo que baste a un infinito número de hombres moderados y laboriosos; pero el orgullo y la molicie de algunos sume a los demás en una espantosa pobreza.»

«¿Que haré, replicó Idomeneo, si descuidan el cultivo los que disemine en estas fértiles campiñas?»

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    «Lo contrario, respondió Mentor, de lo que se hace comúnmente. Los príncipes codiciosos y faltos de previsión cuidan únicamente de cargar de impuestos a los vasallos más vigilantes e industriosos para aumentar sus tesoros, porque se prometen ser pagados más fácilmente;   —268→   y al mismo tiempo cargan menos a aquellos a quienes la pereza hace más miserables. Alterad este mal orden que agobia a los buenos, recompensa al vicio, e introduce una negligencia tan funesta al monarca como al estado, poned tasas, estableced multas, y si es preciso otras penas rigorosas contra aquellos que descuiden sus campos, a la manera que castigaríais al soldado que abandonase su puesto en la guerra; y por el contrario, dad gracias y conceded exenciones a las familias que multiplicándose aumenten a proporción el cultivo de sus tierras, en breve se multiplicarán y se animarán todos al trabajo, que llegará a ser ocupación honrosa, y no se verá despreciado el labrador. Volverá a honrarse el arado manejándole la mano victoriosa que haya defendido a la patria; y no será inferior el mérito de cultivar durante una dichosa paz el patrimonio de los ascendientes, que haberlo defendido con valor durante la agitación de la guerra. Florecerán los campos, se coronará Ceres con doradas espigas,   —269→   hollando Baco con su planta la uva, hará correr raudales de vino más dulce que el néctar, repetirán los hondos valles el canto de los pastores, uniendo la consonancia de sus voces e instrumentos a orillas de cristalinos arroyos, en tanto que retozando los ganados sobre la yerba y entre las flores no teman al carnívoro lobo.

¿No seréis demasiado feliz proporcionando tantos beneficios, y haciendo vivir en sosiego a tantos pueblos a la sombra de vuestro nombre? ¡Oh Idomeneo!, esta gloria es de mayor precio que asolar la tierra y esparcir por todas partes, y aún en vuestros dominios en medio de las victorias como entre el extranjero, la carnicería, la turbación, el horror, el desfallecimiento, la consternación, el hambre y la desesperación.

¡Feliz el monarca favorecido de los dioses y dotado de un corazón capaz de formar las delicias de su pueblo, y de mostrar a los venideros siglos el período de cuadro tan risueño! Toda la tierra se humillará a sus pies para suplicarle que la gobierne en vez de resistir su poder.»

«Pero cuando los pueblos se vean felices en la abundancia y en la paz, respondió Idomeneo, les corromperán las delicias, y emplearán contra mí las fuerzas que les haya dado.»

«No lo temáis, dijo Mentor; ese es un pretexto de que se valen siempre para lisonjear a los príncipes pródigos que quieren agobiar con impuestos a sus pueblos. El remedio es fácil. Las leyes que acabamos de establecer para la agricultura los harán laboriosos; y en medio de la abundancia sólo tendrán lo necesario, porque hemos proscrito las artes que alimentan lo superfluo. Esta abundancia se disminuirá por la facilidad de los matrimonios y por la multiplicación de las familias; y siendo estas numerosas y poca la tierra que cultiven, la cultivarán   —270→   sin descanso. La ociosidad la molicie hacen a los pueblos rebeldes e insolentes; el vuestro tendrá pan en abundancia, pero sólo pan y frutos adquiridos con su propio sudor.

Mas para que sea moderado ha de fijarse desde ahora la porción de terreno que pueda poseer cada familia. Ya sabéis que las hemos dividido en siete clases según sus diferentes condiciones, y es preciso no permitir que ninguna de ellas pueda poseer más de la absolutamente necesaria para la subsistencia del número de personas de que conste. Siendo invariable esta regla, no hará el noble adquisiciones sobre el pobre, tendrán todos terrenos, pero de corta extensión, y serán excitados a cultivarlos bien; y si la dilatada serie de los tiempos llega a producir falta de tierras, formaranse colonias que aumenten el poder del estado.

También creo debéis evitar el excesivo uso del vino, si se han plantado muchas viñas, que las arranquen; porque es el origen de muchos males causando enfermedades, riñas, sediciones, ociosidad, tedio al trabajo y desórdenes domésticos. Resérvese pues, como un remedio, o cual un raro licor que sólo se emplee en los sacrificios y festividades extraordinarias; mas no esperéis que esta importante regla sea observada si vos mismo no dais el ejemplo.

Deben guardarse además inviolablemente las leyes de Minos para la educación de la infancia, estableciendo escuelas públicas en donde se enseñe el temor a los dioses, el amor a la patria, el respeto a las leyes, y la preferencia del honor sobre los placeres y aun sobre la misma vida.

Haya magistrados que vigilen a las familias y sus costumbres, velad también vos mismo que sois rey, es decir, pastor, para hacerlo noche y día sobre vuestro rebaño;   —271→   y de este modo evitaréis gran número de excesos y delitos, los que no podáis evitar castigadlos severamente al principio; pues el hacerlo así envuelve clemencia, porque el escarmiento contiene los efectos de la impunidad. Poca sangre vertida oportunamente, ahorra mucha y produce el temor sin necesidad de ser rigoroso.

¡Pero qué máxima tan detestable la de creer que sólo puede hallarse la seguridad en la opresión de los vasallos! No facilitarles instrucción, no conducirlos a la virtud, no hacerse amar, estrecharlos con el terror hasta el extremo de la desesperación, ponerlos en la dura necesidad de o no poder jamás respirar libremente, o sacudir el yugo de una dominación tiránica; ¿es acaso el medio seguro de reinar sin inquietud? ¿es el verdadero camino que conduce a la gloria?

Acordaos de que los monarcas menos poderosos son aquellos cuya dominación es más tiránica. Todo lo toman y lo arruinan: sólo ellos poseen el estado, mas éste se aniquila, vense incultos y casi desiertos los campos, deterióranse las ciudades y agótase el comercio; y el rey que no puede serlo solo, y a quien hacen grande sus pueblos, se empobrece también poco a poco por el aniquilamiento insensible de aquellos de quienes extrae el poder y las riquezas. Se agota el numerario y faltan hombres; pérdida la mayor y más irreparable. Su tiránico poder convierte en esclavos a los vasallos, que le adulan, le adoran al parecer, aunque tiemblan hasta de sus miradas. Pero aguardad la más leve revolución; y este poder monstruoso, llevado hasta el extremo de una excesiva violencia, no será duradero, pues no hallará recurso alguno en el corazón de los vasallos, porque ha irritado a todas las clases y obligado a sus individuos a que suspiren por un cambio que mejore su suerte. Derrocado el ídolo,   —272→   al primer golpe, se quiebra y son pisados sus pedazos. El desprecio, el odio, el temor, el resentimiento, la desconfianza, en una palabra, todas las pasiones se arman contra la autoridad aborrecida; y el rey que en la prosperidad no encontraba uno solo bastante atrevido para decirle la verdad, no encontrará tampoco en la desgracia quien le disculpe ni quien le defienda contra sus enemigos.»

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Persuadido Idomeneo por los discursos de Mentor, repartió sin tardanza los terrenos vacantes entre los artesanos dedicados a oficios inútiles, y ejecutó cuanto ya tenía resuelto; reservando únicamente los que destinaba para los operarios que no podían cultivarlos hasta que hubiesen concluido los edificios de la ciudad.

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