El Heraldo
Carme Solé Vendrell/ Literatura Random House
El Dominical

Lo cómico como sensor cósmico

Por qué reímos, cómo funciona el humor, qué función tiene. El autor trata de responder a estas preguntas conteniendo una carcajada y recurriendo al carnaval, a García Márquez, Chaplin, Woody Allen, Sófocles, Groucho Marx y Torombolo Welsh.

El humorista nunca será un espíritu sistemático.
El humor le ha abierto los ojos para lo inconmensurable.

Kierkegaard

Hay una palabra muy usada en Barranquilla que relaciona directamente el carnaval con la risa: «relajo». «Se formó el relajo», dicen cuando comienza el carnaval y su desorden. La palabra tiene el mismo significado de otra más local: «recocha», que el diccionario de la Real Academia Española no reconoce con el significado coloquial de euforia o alegría desbordada; la define más bien como algo recocido, como un cocedero, como un proceso mediante el cual un ingrediente se ablanda hasta perder su rigidez original. En ese estado de máxima flexibilidad, de supremo relajo, de alta cocción, cualquier acartonamiento o rigidez resultan risibles, caricaturescos, por puro contraste. A una persona recocida por la recocha, soluble a la continuidad de la vida, se le queda atorado el automatismo o congelamiento que encuentra atravesado en su día a día y le toca expulsarlo con una risotada. 

En el libro La risa, el evento cómico para Henri Bergson es una articulación mecánica que imita torpemente la elasticidad de la existencia: «un rígido mecanismo que encontramos como un intruso en la continuidad de las cosas humanas». La risa se da como expresión de esa disonancia, es una chispa producida por la diferencia de potencial entre la afirmación de la vida humana, sus complejidades y pulsiones internas, y las negatividades de un sistema de fuerzas impuesto desde afuera. En la película Tiempos modernos está bien recreado ese contraste: vemos a Charles Chaplin tratando de emparejarse sin éxito a una cadena de montaje hasta terminar metido de cabeza en ella. La risa disuelve la tensión entre esos dos planos definitivos que siempre están detrás de toda pareja de categorías opuestas: el mundo físico, pesado, inerte de la materia y el mundo ingrávido, movedizo del espíritu o de la energía. 

Lo cómico surge cuando sorprendemos, desde nuestra consciencia intuitiva de una realidad inagotable y plástica, inercia, acritud o reducción en lo que creemos vivo; cuando advertimos una diferencia sustancial entre el contenido de la vida y la forma poco fluida que a veces adopta. Nos da risa, por ejemplo, un personaje que intenta contener la fuga de una represa con las manos o alguien que intenta parar la hemorragia de una amputación con una curita, pero no porque creamos que el personaje cómico sea incapaz de albergar lo inmenso o asumir lo trascendente, sino porque intuimos que detrás de sus limitaciones y de las nuestras hay un alma que no se acostumbra a las dimensiones terrenales, a sus parámetros físicos, a sus limitaciones racionales.

Puede que por momentos nos dé lástima el protagonista del cuento Un señor muy viejo con las alas enormes, pero la compasión queda neutralizada cuando sospechamos que dentro de ese adefesio encerrado en el gallinero y expuesto como animal de circo, subsiste un verdadero ángel. La risa refrenda el sustrato metafísico del hombre; concibe su abundancia espiritual y rechaza las pruebas externas de su pequeñez. Si no fuera así, es decir, si algún evento fuese la corroboración de que el hombre es un animal sin alma, la reacción espontánea no sería la risa sino la piedad. 

Eso explica la risa que nos da cierta escena oscura en una película de Woody Allen. Un bisoño donjuán trata de conquistar a una mujer sombría en una exposición de arte. Ella está contemplando una pintura de Jackson Pollock y él la aborda preguntándole qué le sugiere el cuadro. Ella responde: «La negatividad del universo, el terrible vacío y la soledad de la existencia: la nada. El suplicio del hombre que vive en una eternidad estéril, sin Dios, como una llama diminuta que apenas parpadea en un inmenso abismo, sin nada salvo desolación, horror y degradación, que le oprimen en un cosmos negro y absurdo». «¿Qué haces el sábado?», le pregunta él. «Suicidarme», responde ella. «¿Y el viernes por la noche?». 

"Cuando la risa es genuina y no una simple convención social o una chanza insensible, revela una conciencia mayor de las cosas, una captación del marco completo en el que se desarrollan los actos.

En un chiste del humorista barranquillero Torombolo Welsh, un hombre llega a una iglesia para confesarse por un atraco. El cura le pone de penitencia entregar el diez por ciento del botín a la primera persona con que se encuentre en la calle. El atracador le da el monto a una antigua prostituta del barrio que viene caminando por el andén. La mujer los rechaza pues «cobra el doble», dice. Él repone que viene de parte del padre y ella contesta que el cura es asunto aparte porque es cliente antiguo. 

Cuando la risa es genuina y no una simple convención social o una chanza insensible, revela una conciencia mayor de las cosas, una captación del marco completo en el que se desarrollan los actos. Solo así el espectador está en condiciones de advertir los contrastes y desajustes de la realidad. Mientras en el drama y la tragedia los personajes están ensamblados a sus actos y a sus circunstancias como un todo integrado que encierra incluso el desenlace de la historia, en la comedia impera la sorpresa, los giros inesperados, la ruptura reiterada del protagonista con la historia, la tendencia a minar en cualquier punto o a disolver en su conjunto la racionalidad o causalidad del argumento en función de una articulación mayor: la trama inconmensurable que señalaba Kierkegaard como único trasfondo posible del humor y la vida. Los tropiezos, accidentes y torpezas de los personajes y su escisión con el entorno fracturan también al espectador: lo doblan o parten de la risa buscando precisamente esa mayor apertura, una mayor articulación para el alma.

En la tragedia de Edipo Rey, ya sabemos de antemano que Layo no podrá evitar que su hijo lo asesine y se case con su madre Yocasta, incluso todo lo que haga por evitarlo preparará el terreno para ello. Si en las tragedias los personajes no pueden insertar un elemento nuevo que no esté contemplado en la secuencia original de la historia y en el engranaje de los acontecimientos, en las películas de Groucho Marx el protagonista es capaz de sacar de su gabardina cualquier clase de objeto que necesite: un mazo de madera, un pez, una cuerda, un lazo, un cartel de una mujer en ropa interior, una taza de café caliente, una espada o una vela encendida por los dos extremos, y resolver con libertad cualquier situación que se le presente. El solo título de una de sus cintas más célebres, Plumas de caballo, habla de esa capacidad de la comedia de combinar lo aparentemente insoluble y de invocar lo impredecible, de insertar elementos dispares o situaciones nuevas dentro de la secuencia principal de la historia para dinamitar el argumento y el destino de los personajes, conectarlos con la trama completa de la vida. 

La comedia no se toma en serio ninguna historia, ningún suceso por más severo que sea, porque su modelo ideal es siempre más amplio que el contexto inmediato de cualquier narración y de cualquier discurso. Por eso los griegos denominaban a la comedia ática «el espejo de la vida». Todos, en algún momento, nos hemos reflejado en ese espejo: en medio de las lágrimas, de pronto algo te hace reír y es como si en esa distensión se disolvieran por un momento las penas y el contexto de nuestras desgracias, como si se creara un paréntesis o una burbuja desde el vacío aislante de la risa, adonde no pudiera llegar el dolor ni las consecuencias del infortunio, pero sí el eco del universo, su crujido constante al partirse de la risa: al quebrar el espacio y expandirse indefinidamente.

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