Por
  • Carlos Martínez de Aguirre

Discrepar no es odiar

Discrepar no es odiar
Discrepar no es odiar
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Las libertades de pensamiento y de expresión, recogidas tanto en la Declaración de Derechos Humanos como en nuestra Constitución, son básicas en una sociedad abierta y democrática. Ambas están muy relacionadas, ya que la libertad de expresión protege el cauce a través del cual los ciudadanos exteriorizan sus ideas, creencias y opiniones, protegidas por la libertad de pensamiento. 

Consecuencia natural de esas libertades es la pluralidad ideológica en la sociedad, y la inevitable existencia de discrepancias entre los ciudadanos que las ejercitan.

Estas libertades tienen más relevancia, y su protección es más urgente, en cuanto afectan a materias en las que están implicadas convicciones más profundas, o realidades más importantes: discrepar sobre la calidad de una película (por ejemplo) no es lo mismo que discrepar acerca de la organización territorial del Estado, o acerca de la familia o la educación. Y es que pluralismo incluye la posibilidad (más bien, altísima probabilidad, si las libertades son reales) de que coexistan visiones contrapuestas acerca del ser humano, y de que esas visiones se manifiesten públicamente.

Las libertades de pensamiento y expresión siempre han resultado incómodas al poder político, porque lo cuestionan; también, a la ortodoxia social, es decir, al pensamiento socialmente dominante, al que hoy como ayer, pero hoy con nuevos y más eficaces mecanismos, le gustaría excluir del debate público (y, por definición, sin debate alguno, porque de eso se trata) a los discrepantes.

En una sociedad que de verdad quiera ser abierta y democrática, no solo es posible, sino que es necesario, saber discrepar sin odiar,
y no acusar de odio a quien discrepa para callarlo

En nuestros días, uno de los sistemas más eficaces de provocar esa expulsión del debate público es acusar al discrepante de odio, y hacerlo mediante el sencillísimo expediente de adicionar el sufijo ‘-fobia’ o ‘-fobo’ a la idea con la que quien disiente no está de acuerdo: así pasa a ser un ‘x-fobo’, que padece de ‘x-fobia’ (léase aquí, por ejemplo, transfobia, catalanofobia, homofobia, islamofobia, hispanofobia, y así sucesivamente), es decir, de odio patológico a quien no piensa como él, por lo que sus opiniones, argumentos, ideas, deben ser descartados desde el primer momento, y sin mayor discusión. Así, quien se atreva a discrepar de lo socialmente ortodoxo es considerado inmediata y automáticamente como un odiador) por el mero hecho de atreverse a disentir, y queda excluido de todo posible debate (y en ocasiones, también de muchos aspectos de la vida pública), sin otro argumento que esa pretendida fobia. Es un método fácil y poco exigente intelectualmente de acallar discrepancias.

De esta forma, pueden acabar quedando excluidas del debate público enteras visiones de la persona o de la sociedad, y padecen fuertemente las libertades de pensamiento y de expresión, y con ellas la calidad democrática de una sociedad. Más aún, cuando el efecto de esos mecanismos es provocar la autocensura de los ciudadanos, que ya no se atreven a pensar según qué ideas, o a expresar según qué opiniones, por miedo a la exclusión que acarrean.

Pero discrepar, pensar distinto, no es odiar: es solo eso, pensar distinto, y puede (debe) hacerlo con respeto a la persona de la que disiente. Manifestar argumentada y respetuosamente las propias opiniones, aunque sean contrarias a las socialmente dominantes, no manifiesta fobia alguna, sino que es un ejercicio ciudadano de las libertades de pensamiento y expresión.

En una sociedad que de verdad quiera ser abierta y democrática, no solo es posible, sino que es necesario, saber discrepar sin odiar, y no acusar de odio a quien discrepa para callarlo. Esta es una lección que cuesta aprender, y que se olvida con demasiada facilidad. Y parece que ahora vivimos tiempos de olvido...

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