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Desde tiempos de David Ricardo los economistas han mirado con el lente de la utilidad inmediata, y han querido que los diamantes sean más útiles que el agua y el aire. La pregunta sobre el bien y el mal permite cuestionar tan errada valoración. 

El joven economista checo Thomas Sedlacek, quien fue asesor del recordado líder Vaclac Havel, escribió un fascinante libro que fue traducido al español con el título de  “Economía del bien y del mal. La búsqueda del significado económico desde Gilgamesh hasta Wall Street”, un texto publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2014. Estas son algunas de las reflexiones que despierta este texto.

La economía de los números y de las abstrusas fórmulas es apenas la punta del iceberg de la realidad. Lo que aún permanece cubierto por la bruma del misterio (y por la ignorancia voluntaria de los economistas y de otros estudiosos sociales), es lo más relevante, y tiene que ver con los grandes mitos y narrativas, y con las visiones del mundo que orientan  a los teóricos, y a los hacedores de modelos y de pautas de política económica.

La moderna ciencia económica no está libre de supersticiones. El gran mito (y la enorme quimera) de los economistas modernos es esa especie de “espíritu santo”, denominado mano invisible que,  por una extraña alquimia o desviación, permite que los vicios privados promuevan la prosperidad y el bienestar colectivo. Tal mito comenzó con textos literarios como del de Bernard de Mandeville (la fábula de las abejas, o cómo los vicios privados hacen virtud pública), continuó con reflexiones filosóficas de autores como David Hume y Adam Smith, y se completó algo más con posteriores argumentos de Friedrich Hayek. Hoy todos los economistas convencionales creen en el virtuoso funcionamiento de un mercado competitivo, esto pese a que la tal mano invisible parece más la contrahecha garra de algún satán, ¾a juzgar por los impactos negativos que en lo social y en lo ambiental tienen los mercados.

Sedlacek recaba en una preocupación de muchos, a saber: grandes obras económicas como la riqueza de las naciones de Smith y la teoría general de la ocupación, el interés y el dinero de Keynes fueron textos básicamente narrativos y plenos de profundas reflexiones filosóficas y discusiones sobre la ética. Esto contrasta con textos económicos más recientes como los de P. Samuelson y J. K. Arrow, que abundan en lenguaje matemático, y marginan la narrativa, la filosofía y erradican los juicios de valor por ser, supuestamente, contrarios a la ciencia.

Los economistas convencionales (básicamente neoclásicos), se han ocupado de estimar y maximizar utilidades. Su pregunta fundamental es, por tanto, si algo (un bien o un servicio, o la naturaleza misma) o alguien (cualquier ser humano o sensible), es útil y cómo propender por maximizar esa utilidad.

Sedlacek nos recuerda que la discusión sobre la utilidad hunde sus raíces en una antigua discusión entre los hedonistas y los estoicos. Los hedonistas sugirieron una utilidad sin restricciones ni trabas morales; los estoicos buscaron imponer límites morales a la utilidad.

Los modernos economistas ponen diversos énfasis en la utilidad: los lejanos G. Bentham y J. Mill quisieron que el ser humano fuese una máquina hedonista de maximizar placer y minimizar dolor; el más hereje J. S. Mill criticó el utilitarismo burdo de los cerdos satisfechos y buscó un utilitarismo con placeres y valores más elevados; defensores de modelos de escogencia democrática sin juego sucio y sin ruidos como Condorcet, Arrow y Sen han escogido unos estimativos ordinales de la utilidad (con la pretensión cientifista de omitir juicios de valor); viejos zorros más cínicos como Borda y los exponentes de la escuela de la elección pública gringa (J. Buchanan y G. Tullock), han sugerido que la democracia es un mercado más,  con juego sucio y compra y venta de votos, y entonces han optado por modelos que permiten “calcular” la intensidad cuantitativa de las preferencias; supuestos críticos de la economía convencional como D. Kahneman y A. Tversky han hecho modelos que muestran una racionalidad imperfecta y, sin embargo, se centran en el aspecto hedonista de la escogencia.

El planteamiento central de Sedlacek es que los economistas se deberían ocupar de los grandes interrogantes concernientes al bien y al mal, lo que implicaría abandonar el estrecho lente de caprichos y propensiones (utilidad) y entrar en discusiones relacionadas con los valores, y los mitos y narrativas que los sustentan. Implícitamente los economistas manejan criterios de lo bueno y lo malo, por ejemplo, los más disciplinados de la ortodoxia afirman que lo bueno es crecer, tener baja inflación, mucho trabajo, y un consumismo creciente.

La discusión sobre el bien y el mal implica un viraje fundamental: salir del positivismo y entrar en el terreno de la ética.  Dejar de asumir que la economía está más allá del bien y del mal, y que es pura ciencia despojada de juicios de valor en donde sólo se busca explicar “cómo son las cosas” y se olvida responder al interrogante “como debería ser el mundo”.  Abandonar la indiferente comodidad e indiferencia del egoísmo, con la que supone que cada individuo o unidad productiva se dedica a hacer bien su trabajo (y de paso maximizar su función de utilidad) y se olvida del resto del mundo. Retomar la sensibilidad moral (la empatía que estudió Adam Smith en su teoría de los sentimientos morales) y la preocupación por el resto de nuestros semejantes y de la naturaleza (lo que implica acercarnos más a enfoques como, por ejemplo,  el de Francisco de Asís y al de Kant).

A finales de los setenta el economista A. Sen, en clara rebeldía al interior del pensamiento convencional, mostró que los teóricos y hacedores de modelos habían reducido el ser humano a una especie de “tonto racional”, un ente maximizador sin sentimientos, sin afectos y sin relaciones sociales. Hoy el planteamiento de Sedlacek nos permite constatar que las filas de economistas convencionales y de los disciplinados ejércitos de tecnócratas que les siguen están superpobladas de “matemáticos tarados”, especímenes que saben de números pero olvidan lo más importante: el bien y el mal de teorías, modelos y políticas económicas que formulan.

En nuestro  contexto las preguntas sobre el bien y el mal podrían enriquecer la discusión sobre temas como desarrollo y medio ambiente, en perspectivas como las siguientes: ¿es bueno insistir en la extracción de oro, a sabiendas de que la demanda mundial de este metal precioso es prioritariamente para saciar a especuladores y vanidosos especímenes del consumo ostensible?; ¿acaso no es mala una economía que hace de los seres humanos unos maniáticos del crecimiento y del consumismo, y unos adictos al uso de combustibles fósiles que aceleran el calentamiento global?

Profesor Titular de la Facultad de Estudios Internacionales, Políticos y Urbanos de la Universidad del Rosario. Fue asesor del ex Alcalde Mayor de Bogotá Antanas Mockus en temas de acción colectiva; y fue consultor para el International Center on Nonviolent Conflict para el estudio de los movimientos...