26 de diciembre | Madrid
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En esta entrega, la periodista Patricia Simón reflexiona sobre la incapacidad de Naciones Unidas y sus miembros de hacer algo por frenar el exterminio de palestinos en Gaza.
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🇵🇸 Que lo paren
Por Patricia Simón
«Estamos cerca de la hora más oscura de la humanidad» — Richard Peeperkorn, representante de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en los Territorios Palestinos Ocupados.
Una se da cuenta de lo que significa envejecer cuando empieza a desconfiar de la capacidad del ser humano para hacer del mundo un lugar más digno, más deseable, más bello. Y, desde hace unos años, cada vez resulta más difícil no sentirse muertos en vida ante tanta ostentación de infamia e impunidad.
La creación en 1945 de las Naciones Unidas —una asamblea con vocación de dar voz y voto a todos los pueblos—, supuso la culminación del sueño de los utópicos, esa gente a la que desde los albores de los tiempos han desacreditado tachándola de ingenua, de idealista, de soñadora. La aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos fue uno de los mayores consensos alcanzados en la historia de la humanidad. Pese a su eurocentrismo, nos invitaba a perseverar en la búsqueda de unos principios universales que superasen la idea del Estado-nación y volvía a ser una victoria para quienes consideramos que la ley legítima es la que convierte la decencia en norma. Sobre ese espíritu fraternal se levantó el armazón legislativo, de tratados y tribunales, con el que esperábamos avanzar hacia la idea de una humanidad común; el impulso y la aspiración de quienes incorporamos el derecho internacional humanitario, las sentencias de la Corte Penal Internacional o las resoluciones de la Asamblea General de la ONU a nuestro argumentario vital y profesional. A sabiendas de que eran imperfectas, racistas, cobardes, papel mojado casi siempre, pero también el único dique internacional frente a quienes promulgan la vuelta a la ley del ojo por ojo y diente por diente.
John B. Bury, autor del libro La idea del progreso. Una investigación sobre su origen y evolución, publicado en 1920, recogía en sus páginas que la ruina dejada por la Primera Guerra Mundial llevó a los supervivientes a preocuparse por las generaciones futuras y que «esta obligación hacia la posteridad aparece como corolario directo de la idea del progreso». Creer en el progreso, por tanto, supone un principio ético, pero es también un acto de fe que requiere un «optimismo en la voluntad», como sostenía Gramsci, incompatible con el fracaso de la humanidad que vivimos estos días. La mano alzada del representante de Estados Unidos en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, Robert A. Wood, vetando un alto el fuego en la Franja de Gaza no solo ha revalidado la carta blanca a Israel para seguir exterminando al pueblo palestino, sino que ha herido de muerte a la ya carcomida ONU y ha dado la puntilla definitiva a los valores sobre los que construimos nuestra identidad a partir de 1948 para evitar volver a devorarnos como hizo Saturno con sus hijos.
En la década de 1930, el filósofo, traductor y ensayista Walter Benjamin se preguntaba en una carta a un amigo: «¿De verdad alguien puede dormir tranquilo?». En Occidente llevamos décadas en vela, quebrados por la incoherencia de seguir envolviéndonos en banderas de buenas intenciones mientras nos sabemos cómplices de invasiones, guerras y expolios.
Para muchos de nosotros, estos dos meses asistiendo impotentes al genocidio en directo de Gaza han terminado de dinamitar cualquier resquicio de esperanza que pudiéramos conservar en nuestra capacidad para poner coto a la autodestructiva naturaleza humana. La aquiescencia de la Unión Europea y el apoyo entusiasta de Estados Unidos a la impunidad israelí nos han arrebatado el asidero de los derechos humanos, dejándonos desorientados, sin un rumbo hacia el que dirigir nuestro pensamiento, nuestra emoción, nuestra creatividad. Y tras ese pesimismo nihilista que nos acorrala, siempre está el riesgo de atrincherarse en el cinismo, el peor envejecer, el de quienes creen que la salvación está en que nada les afecte porque nada es mutable.
Por el contrario, es la historia la que nos salva al dotar de significado nuestros días. Nos recuerda que, pese a todo, vivimos mejor que nunca, que no hay crisis que dure eternamente, que nuevos avances serán fraguados por quienes volverán a ser tildados de ilusos y locas –nosotras siempre locas–, por quienes conservan, a fuerza de ejercitarla, la fe de la juventud. Así que, por imperativo ético con nuestros predecesores y con las próximas generaciones, «organicemos el pesimismo», como proponía Benjamin, dotémoslo de significado político, convirtámoslo así, como prescribe Garton Ash, en «pesimismo constructivo» que genere conciencia y acción.
Pero también, mientras reunimos las fuerzas, aullemos todo este dolor acumulado porque, como advirtió Saramago, «si nos dejamos llevar por los poderes que nos gobiernan y no hacemos nada por contrarrestarlos, se puede decir que nos merecemos lo que tenemos».
Y nadie se merece lo que estamos viviendo estos días.
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Feliz martes,
Posdata: cuando ser woke te arruina las fiestas.