Qué bonito es mi pueblo, Valcheta. Estoy orgulloso de vivir acá

¿Qué misterios no tiene mi pueblo? ¿Qué personajes no transitaron sus calles? ¿Qué vecinos pioneros no dejaron improntas? ¿Qué maravillas no se han dicho de Valcheta?

El pueblo de uno tiene un valor consuetudinario, inmanente. Bajo su cobijo eligieron mis padres formar una familia. Aquí dejaron sueños y esperanzas. Aquí trabajaron. Aquí tuvieron sus alegrías y sus tristezas. Aquí dejaron amigos. Aquí la vida les dio premios y bendiciones. Aquí retornaron de la gran ciudad con sus hijos. O sea conmigo y mi hermano. Aquí como dice el Antiguo Testamento descansan para siempre.

Yo fui gestado en una vieja casa ya desaparecida de la calle Remedios de Escalada, en frente a la sastrería de Arborello. Por razones de nacencia vi la luz de la vida en el sanatorio “Maternidad del Sur” de la ciudad de Bahía Blanca.

Y en un largo viaje en tren cruzando el río Negro y tirando una moneda a sus aguas regresaron conmigo a Valcheta. Otra vez las alamedas, las riberas, el arroyo, las loradas y el trabajo, siempre el trabajo.

Recuerdo vagamente a los parientes de mi madre, los bailes al aire libre, la publicidad callejera y por altoparlantes, el surtidor de don Jacinto Direne, las acequias, los frutales. Y también al Doctor Pizaresky que me atendió cuando enfermé de hepatitis.

Puedo decir que Valcheta, mi pueblo, fue la cuna de mis primeros cinco años de edad. Aquí me deslumbré con los ardientes veranos y conocí las heladas crudas de los inviernos.

La vida para los pobladores de Valcheta nunca fue fácil. Inmigrantes, colonos, apellidos mapuches y tehuelches, provincianos del Norte, maestros de otras regiones, médicos. Todos ellos soñaron con un futuro mejor y forjaron familias. Y Valcheta fue generoso con ellos.

Después de mis años citadinos en Bahía Blanca el retorno al pago era inevitable. Volver a caminar sus calles, ver el regador, intimar con los amigos, visitar las chacras, alternar por las peñas en el auge del folclore,  ir de serenata y todas las alternativas sencillas pero sanas de la vida pueblerina.

El olor a ligustros de sus cercos y de los rosales en los jardines me atrapó para siempre. Las caminatas a la vieja estación de trenes, al puente ferroviario, los baños en los pozones del arroyo y los viajes interminables por la ruta 23 toda de ripio.

Será por todas esas sensaciones juntas que quiero tanto a Valcheta y me duele cuando algún forastero de los que nunca faltan habla mal de ella o de su gente. Es que para sentir un lugar hay que vivirlo. Ese es el sentido de pertenencia.

Valcheta ha sido generoso conmigo. Aquí he formado mi hogar con Irma, aquí he tenido a mis cuatro hijos, aquí tengo mis amigos, aquí me siento querido y estimado. Pero un detalle muy importante; Valcheta me ha dado la paz necesaria para escribir y desarrollar mi tarea literaria. Por eso a diferencia de otros escritores bajo mis trabajos coloco siempre el nombre de mi pueblo. Y lo hago porque estoy orgulloso de vivir en Valcheta.

A veces me duele que en épocas de campaña política los valcheteros se peleen por banalidades sin importancia. Yo quisiera que estén unidos porque la unión hace la fuerza. Primero debe estar el pueblo y después nuestras inclusiones políticas.

Cuando me toca viajar por algunos días me acuerdo esa frase de Atahualpa Yupanqui de su canción “La añera”: “Cuando se abandona el pago/ y se empieza a repechar/ tira el caballo adelante/ y el alma tira pa atrás”.

Siempre me parece dejar atrás mi infancia, mi hermano, mis padres, mi pueblo, el agua de su arroyo, las arboledas y el sosiego y la paz de la casa paterna. Es que “el hombre es pura arenita en medio de tanta huella”.

Yo quiero mucho a mi pueblo y cuando estoy en otros lugares me pongo contento si alguien habla bien de Valcheta.

Los hombres, en especial los políticos, son pasajeros y efímeros, pero el pueblo es permanente, porque es nuestro, porque es el solar nativo, porque tiene tradiciones que vienen de lejos, porque su impronta ha marcado nuestras vidas.

Cuando uno regresa después de muchos años siente una gran nostalgia. Todo pasará, pero los pueblos quedan.

HE VUELTO: Después de andar ahíto de caminos/ solitario de ocasos y de fuegos/ señalando los puntos del espacio/ cual la roseta vana de los vientos/ de sufrir intemperies y basaltos/ cruzando latitudes a destiempo/ ¡Oh, tierra de mis padres bienamada/ a tu regazo acogedor he vuelto!  A beber en el gua de tu arroyo/ promesas con frescura de misterios/ conjugando en el Cerro de la Cruz/ la magia de tu caserío disperso. A trepar mi nostalgia en la altura/ donde habitan los álamos enhiestos/ para andar a destajo tus veredas/ como aquel hijo pródigo he vuelto.  Para aspirar tu aroma a ligustrinas/ cuando se pintan de verde los cercos/ en el verano ardiente que madura/ los racimos con gusto a vino nuevo/ para andar en tu espacio pueblerino/ intimando con los amigos viejos/ cuando crecen de noche las guitarras/ y nos llenan el alma de renuevos.  Para tender el oído en el terruño/ de donde brota tu mandato egregio/ como el agua que corre en las acequias/ renovando belleza y sortilegio. Para mirar con ojos asombrados/ el aire transparente de tus inviernos/ y para reposar en tu regazo/ mis urgencias errantes de viajero.  Para encontrar la parte que me falta/ y colmar mi estado de contentamiento/ he retornado a las raíces puras/ que son mi fortaleza y mi sustento. / Para alborotar pájaros dormidos/ vuelvo a correr las calles de mi pueblo/ y como quién pregona campanarios/ una alegría preludia mi regreso.  Para hallas en la paz de tu simiente/ el legado mayor de mis ancestros/ y elevar al azul del infinito/ la gracias de mis preces y mis rezos. / Para darte mis horas de reposo/ y soñar tus bellezas aun despierto/ mientras el sol de los atardeceres/ ejecuta el mejor de los conciertos.  Para encender la lámpara de greda/ que alegra el corazón solariego/ como si me corriera por las venas/ íntegro tu paisaje valchetero. / Para mirar las estrellas fugaces/ que celebran la fiesta de tu cielo/ cuando la vía láctea replatea/ y el arroyo se colma de reflejos. / Para buscar el frescor de tus mimbres/ al solar de mis mayores he vuelto, / y el alma se apesebra de bonanza/ y todo tiene placidez de huerto.  Para beber el vino de mi aldea/ con las ansias urgentes del sediento/ mientras clama mi voz lentamente/ ¡Qué bonito, qué bonito es mi pueblo”.

Jorge Castañeda

Escritor – Valcheta

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