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El Catoblepas, número 79, septiembre 2008
  El Catoblepasnúmero 79 • septiembre 2008 • página 3
Guía de Perplejos

De las apariencias

Alfonso Fernández Tresguerres

Apariencia, realidad y autenticidad

De las apariencias

A Julián García Suárez, que me sugirió el motivo
de este escrito y me «presentó» a Torquato Accetto

Es el asunto éste de la apariencia cuestión que ocupa a la filosofía desde sus inicios, y aun no sé yo si no podría decirse incluso que tal es el primer problema que se plantea y con el que se pone en marcha el pensamiento occidental. Al menos, parece aspecto clave en los primeros filósofos griegos, embarcados en la búsqueda de un sustrato inmutable y eterno capaz de explicar la realidad cambiante y efímera, que podría ser vista así, siquiera en algún sentido, como mera apariencia frente a la auténtica realidad constituida por aquel primer principio. Pero, en cualquier caso, lo que nadie discutirá (creo yo) es que esa contraposición entre lo aparente y lo real constituye la esencia misma del pensamiento de Parménides de Elea, al distinguir la vía de la verdad, que nos coloca frente al ser eterno, uno e inmutable, de la vía de la opinión, que no nos da sino el mundo sensible del cambio y la multiplicidad. Mas si la primera, basada en la razón, nos conduce a la verdadera realidad, la segunda, establecida sobre los sentidos, no puede sino mostrarnos una realidad engañosa, es decir, una mera apariencia.

A partir de Parménides, el problema de la apariencia ha remitido siempre al problema de la realidad, y seguramente no es exagerado afirmar que la forma en que se han entendido las relaciones entre ambas (apariencia y realidad) han sido básicamente dos: por un lado, que la apariencia oculta la verdadera realidad; y por otro, que la apariencia es la realidad misma, su manifestación, podríamos decir también.

La primera de ellas suele ser dominante en las filosofías de corte racionalista, y en la antigüedad su más claro exponente es, sin duda alguna, Platón, para quien el mundo sensible, es decir, éste que nos muestran los sentidos, no es más que un reflejo del mundo ideal y, por tanto, una mera apariencia de él, que constituye la verdadera realidad. Mas esto significa, al mismo tiempo, que todo lo que podamos decir de este mundo no alcanza el rango de verdadero conocimiento, sino que se queda en mera opinión, ya sean simples conjeturas (eikasía), ya constituya un conocer las cosas reales que conforman la physis (pistis), puesto que no son más que una copia imperfecta de las Ideas. Con todo, en el pensamiento platónico no se da, ni mucho menos, un desprecio absoluto de la apariencia, desde el momento en que siendo el mundo sensible una imitación o participación del mundo de las Ideas, alguna semejanza tiene que existir entre ambos, y, en cualquier caso, son las cosas sensibles las que en último término nos conducen a las Ideas mismas.

En cambio, en el empirismo estoico (y quizá también epicúreo) la distinción diríase diluirse. Al considerar como criterio de verdad la representación cataléptica, es decir, aquélla a la que debemos otorgar nuestro asentimiento por resultar enteramente indudable, los estoicos parece que están admitiendo no sólo la existencia del objeto de la representación, sino, además, que éste es tal y como se nos muestra. Y esto difícilmente puede interpretarse de otro modo que como la afirmación de que no existe realidad alguna detrás de lo que aparece, o lo que es lo mismo, que la apariencia es precisamente la realidad.

Y con la sola apariencia se queda el escepticismo, mas no porque como los estoicos la considere verdadera, sino porque ninguna otra cosa podemos conocer. Cabría pensar entonces, que los escépticos mantienen esa contraposición entre apariencia y realidad, y que, como Parménides y Platón, creen que la primera oculta a la segunda, es decir, que existe una realidad (verdadera, diríamos) detrás de lo que aparece, aunque, a diferencia de Parménides y Platón, piensan que no puede ser conocida, de tal modo que tenemos que vivir en y para la apariencia, haciendo de ella no sólo criterio del conocimiento, sino también de la acción.

«Pues bien, decimos que el criterio de la orientación escéptica es el fenómeno, llamando implícitamente así a la representación mental. Consistiendo, en efecto, en una impresión y en una sensación involuntaria, es incuestionable; por lo cual nadie seguramente disputará sobre si el objeto se percibe en tal o cual forma, sino que se discute si es tal como se percibe. Atendiendo, pues, a los fenómenos vivimos sin dogmatismos, en la observancia de las exigencias vitales, ya que no podemos estar completamente inactivos» [Sexto Empírico, Hipotiposis Pirrónicas, I, 22-23].

Y lo mismo vale (entiendo yo) para el homo mensura de Protágoras: no se niega que exista una realidad oculta por la apariencia, sino que nos sea dado conocerla, y, en consecuencia, será bueno y verdadero lo que al hombre le parece que lo es, ya entendamos «hombre» como especie, como grupo humano o como individuo (tal como hace Platón), lo que introduciría matices sin duda decisivos en el escepticismo de Protágoras, pero sin que eso afecte sustancialmente a lo que ahora que estamos diciendo, y que no es otra cosa que el escepticismo sólo puede establecerse como tal mediante la distinción entre apariencia y realidad y la duda de que ésta pueda ser conocida e incluso de que podamos saber con certeza cuándo la apariencia la oculta o cuándo, por el contrario, la manifiesta.

Algo similar puede decirse, acaso, de los llamados socráticos menores: de los cínicos, como sucede con Antístenes, que considera imposible toda definición; de Aristipo y los cirenaicos, que aconsejan atenerse a los meros fenómenos, o de los megáricos, precedentes, en algún sentido, del propio escepticismo.

En el pensamiento cristiano (al menos en aquél que arranca de san Agustín, al proceder al bautizo del mundo de las Ideas de Platón, convirtiéndolo en la mente de Dios) aun cuando quepa sospechar que la auténtica realidad es Dios, la apariencia no queda sin más descalificada, sino que, al contrario, profundizando en la valoración positiva de la misma que podemos vislumbrar ya en Platón y que encontramos sobre todo en el neoplatonismo, el mundo será visto ya como imago Dei (en el ejemplarismo agustiniano), ya como teofanía o manifestación de Dios (Scoto Eriúgena) y, en suma, como un primer paso ineludible en el itinerarium mentis in Deum (san Buenaventura).

Pero nada de eso equivale a afirmar, como sucede en los estoicos, que la apariencia sea la propia realidad. Ni tampoco es eso, ya en la época moderna, lo que, desde Hobbes, sostiene el empirismo, cuando, reconociendo la subjetividad y relatividad de la apariencia, se nos dice que, con todo, no podemos ir más allá de ella, porque de quien tal posición se encuentra próxima es, en realidad, del escepticismo; como próximos a Platón se encuentran los racionalistas, al considerar factible un conocimiento de la realidad, una vez superados los errores y la subjetividad inherente a la sensación.

Kant, por su parte, distinguirá entre la apariencia meramente ilusoria y la apariencia real –si así puede decirse—, esto es, el fenómeno, producto de las intuiciones puras de la sensibilidad, vale decir, de nuestra estructura cognoscitiva espacial y temporal, y que constituye la base, mas también el límite de nuestro conocer, sin que nos sea dado llegar a la cosa-en-sí más allá de su apariencia fenoménica. Y acaso su pretensión de alcanzar el saber absoluto, conduce a Hegel a considerar a Kant un escéptico y un empirista, y le obliga a no admitir la distinción kantiana entre fenómeno y noumeno, sino, al contrario, a identificarlos, y a afirmar que la apariencia no se opone a la esencia, sino que es la esencia misma en tanto que existe en su inmediatez [Enciclopedia, § 131]. O como dirá en otra ocasión:

«La esencia no se distingue del ser y no es la esencia sino porque aparece y esta determinación desarrollada es lo que constituye el fenómeno. Por consiguiente, la esencia no está ni antes ni después del fenómeno, pero en cuanto es la esencia que existe, la existencia es fenómeno» [Lógica, II, B, CXXXI].

Desde luego, tampoco esto tiene mucho que ver con el posible realismo ingenuo de los estoicos, porque la apariencia hegeliana es enteramente objetiva, y no dependiente, por tanto, de la subjetividad: se trata –eso dice Hegel— de cómo, de hecho, se manifiesta la esencia misma.

Y valoración no menos positiva tiene la apariencia en los fenomenólogos, al entender que es en el fenómeno donde se nos muestra la esencia. Como afirma Sartre, en la Introducción a El ser y la nada:

«La apariencia no oculta la esencia, sino que la revela: es la esencia.»

Yo, desde hace un tiempo, me he otorgado a mí mismo el derecho a decir lo que me parece y a hablar de lo que se me aparece, sin darme en mucho lo que otros tengan a bien pensar de mis maquinaciones, entre otras cosas porque me hallo firmemente persuadido de que por muchas que sean las tonterías que salgan de mi magín ni siquiera voy a ser original, puesto que apenas hay necedad que no se le haya ocurrido alguna vez a alguien. De manera que, como mucho, seré un tonto más, pero no un tonto distinguido. Y así, respecto al asunto del que estamos tratando, comenzaré por decir que ni siquiera acabo de ver dónde está el problema. Desde que sabemos que el mundo que percibimos es, en gran medida, una construcción nuestra, desde el momento en que somos sensible sólo a unos determinados estímulos a los que respondemos con unas determinadas sensaciones que organizamos de una determinada forma; o desde que sabemos también que espacio y tiempo son relativos, pensar que las cosas que se nos aparecen son lo que en realidad son, o dicho de otro modo, que la apariencia constituye la auténtica realidad, se me antoja excesivamente ingenuo. Y no ya porque, como tantas veces se ha dicho, por ese camino tendremos que acabar considerando reales los sueños, las alucinaciones o las ilusiones de todo tipo (no sólo ópticas); y ni siquiera porque, como señala Aristóteles, no tendríamos forma de diferenciar el parecer del experto del de el ignorante, sino principalmente porque lo que a nosotros se nos muestra es (por lo que antes decíamos) sólo una forma posible de manifestarse la realidad. ¿Con qué derecho diremos que la ventana que nosotros percibimos es más real que la que percibe una mosca; que es, en una palabra, la ventana real? Sin duda, podremos decir muchas cosas: que es, por ejemplo, mejor o más perfecta, en tanto que más rica en detalles (lo que es enteramente lógico, si pensamos en la abismal diferencia que existe entre los instrumentos con los que una especie y otra procesamos los estímulos), pero decir que es más real o que es la real, es afirmación no sólo gratuita, sino también falsa. Si nuestros umbrales de sensibilidad fueran otros distintos de los que son, veríamos una ventana diferente a la que ahora vemos, como oiríamos otros sonidos o captaríamos otros olores. Pero no menos erróneo resultaría que, por ello, consideráramos completamente engañoso o falso el mundo que se nos aparece, porque la realidad que a nosotros se nos muestra no es menos real que aquélla que provoca ese aparecer. La mesa sobre la que escribo o la manzana que como no son menos reales ni verdaderas que aquéllas que la física o la química me dicen que son. ¿O acaso hay que concluir que no existe más realidad que la constituida por las cualidades secundarias de los cuerpos, y aun más allá de ellas, por las ondas electromagnéticas y los átomos? Mas esto no significa tampoco que toda apariencia, por el hecho de serlo, sea siempre real o verdadera. Acierta Aristóteles cuando afirma que, en tanto que sensación e imagen, la apariencia sensible puede ser verdadera o falsa, y que sólo el juicio intelectual sobre la misma puede pronunciarse al respecto. Sí. Pero habría que añadir que tal juicio no se establece en la relación entre esa apariencia y la realidad, sino en la que existe entre dicha apariencia y otra apariencia. El palo que en el agua vemos torcido parece real y verdaderamente torcido y sólo advertimos que tal apreciación es falsa cuando la contrastamos con el palo derecho y comprobamos que en modo alguno puede el agua torcerlo, aunque así lo parezca, pero, a su vez, el palo real no es sino otra apariencia.

Tan absurdo es, pues, sostener que toda apariencia es real y verdadera como empeñarse en buscar tras ella algo más verdadero o real que ella misma. Porque sucede que, como acabamos de decir, lo que entendemos por realidad de una apariencia falsa, no es más que otra apariencia. De manera que la llamada realidad no es sino una nueva apariencia, a menos que únicamente consideremos real eso que hay detrás de todo aparecer, y que al final no serian más que ondas electromagnéticas, átomos y partículas elementales. Y acaso ni aun así, porque tal vez esas realidades últimas no nos son conocidas más que como apariencias ellas mismas (un átomo, si a eso vamos, no sería más que una apariencia conformada por otras partículas que casi nunca son tan elementales como parece). Acaso la mecánica cuántica podría servirnos de apoyo en esta tesis, si es que yo he entendido algo de lo que dicen quienes se ocupan ella y si es que lo que dicen se encuentra atinado. De manera que va a resultar que la realidad y la verdad es algo que se resuelve siempre en la apariencia.

*

Sin duda, resulta obligado, al hablar de la apariencia, ocuparse de esta dimensión ontológica y gnoseológica de la misma, a la que acabo de referirme acaso con menos acierto que atrevimiento. Pero igual de importante es hablar de la apariencia en su sentido ético, moral e incluso urbanístico.

La apariencia, en ese segundo contexto, presenta, a mi juicio, dos aspectos enteramente diferenciados: uno de ellos siempre positivo y deseable, en tanto que el otro recorre diversas gamas, que van desde aquel aparentar que puede ser aceptado y que incluso cabe considerar necesario, en según qué casos, hasta su manifestación más execrable y ridícula.

La apariencia positiva es aquella que se encuentra al servicio de la urbanidad y de las buenas maneras. En términos ontológicos y epistemológicos, se entiende por salvar las apariencias (o los fenómenos) apelar a la considerada verdadera realidad de algo para poder explicar su aparecer. En el sentido urbanístico al que ahora nos referimos, no hablaríamos de salvar, sino de guardar las apariencias (o las formas). Se trata de aquél conjunto de buenas maneras que es deseable mantener siempre en la relación con el prójimo, y en más de un sentido también con uno mismo. Pero la apariencia aquí no es por fuerza sinónimo de falsedad, porque bien podría suceder que el individuo sea tal y como se muestra. Mas aunque eso no sea así, es decir, aun en el caso de que uno no sea siempre lo que por sus buenas maneras aparenta ser, se trata, en cualquier caso, de un comportamiento apropiado frente a otros que no lo son (siempre, claro está, que a ello no le muevan otros intereses menos nobles y más allá de la mera buena educación, en cuyo caso estaríamos hablando de otra cuestión distinta: hipocresía, tal vez, o mera ruindad). Como acertadamente observa La Bruyère:

«La cortesía no siempre nace de la bondad, de la equidad, de la complacencia, de la gratitud; pero al menos las aparenta y presenta al hombre por fuera como debiera ser por dentro.» [Los Caracteres, «De la sociedad y la conversación», 32].

De manera que aun en el supuesto de que el individuo no sea lo que parece, el que se muestre educado y cortés, resulta en toda ocasión deseable, y hasta me atrevería a decir que no hay en ello más engaño o falsedad de los que puedan darse en el hecho de que tal proceder educado nos obligue a renunciar a determinados actos o actitudes que pueden ser (o lo son de hecho) perfectamente admisibles (y hasta en ocasiones obligados) en la intimidad. Pero es que ser sincero y natural no obliga, por fuerza, a llegar a los extremos a los que llegaron algunos cínicos. En el ámbito de la urbanidad, guardar las formas no es sino tener buena educación, pero las exigencias que ésta nos impone de puertas afuera no son ni más falsas ni menos naturales que aquellas licencias que ocasionalmente podemos otorgarnos puertas adentro. ¿Dónde está escrito que sea más sincero y natural lanzar al aire nuestras ventosidades en vez de reprimirlas? Para cada cosa existe siempre un tiempo y un lugar. Y así:

Minime sputatur, screator sum, itidem minimemuccidus
[«No escupo en absoluto, ni soy baboso, ni tampoco mocoso»,
Plauto, Miles gloriosus, III, 640],

cuando me hallo en público, aunque cabe esperar, desde luego, que las dos últimas cosas no las seamos tampoco en privado.

La apariencia, así entendida, no se opone, pues, necesariamente, a una realidad más verdadera o más deseable (y si ocasionalmente oculta una que lo sea menos, bien está). Mas en el segundo sentido al que antes me refería: aquél que puede ir desde lo admisible a lo despreciable, y que más que con la urbanidad tiene que ver con la ética y la moral (también, ciertamente, con la psicología), no sólo existe siempre ocultación (que puede darse o no en la urbanidad), sino también falsedad y engaño (sin los paliativos que podemos otorgar a lo falso y engañoso que ocasionalmente pudieran conllevar unas buenas maneras). Sin embargo, como acabamos de apuntar, en uno caso todo eso es perfectamente admisible y se halla por completo justificado, en tanto que en el otro resulta siempre despreciable

Tal modalidad de apariencia (lícita, una, y vituperable, la otra), frente a la meramente urbanística, es lo que, en sentido estricto, podemos entender por aparentar. Y si bien, como se hace en ontología y epistemología, no sería del todo erróneo enfrentar igualmente este tipo de apariencia a la realidad y verdad, me parece, sin embargo, que a lo que verdaderamente se contrapone es a la autenticidad.

Dejo a un lado concepciones como la existencialista, para quien la autenticidad es el ser propio de una conciencia que reconoce su radical soledad, su libertad y su inevitable condena a la muerte y a la angustia, y me limitaré a entender por autenticidad aquello que real y verdaderamente se es, frente a lo que se aparenta ser. Y ni siquiera hablo del hombre como tal, que puede extraviarse (Jaspers), distraerse (Pascal) o alienarse o ser alienado (en términos hegelianos y marxistas) de su verdadero ser. Ni tampoco necesito entender por yo auténtico lo que Ortega denomina el yo insobornable, aquél que no puede dejar de ser lo que es, ya que, por suerte, no pocas veces podemos dejar se ser lo que somos, sin que eso suponga el abandono de la autenticidad, sino, hipotéticamente, la consecución de una otra autenticidad mejor o más deseable (aunque también menos, desde luego). Quien es un tonto y no puede dejar de serlo, no tiene un yo insobornable, sino estúpido, o si se prefiere, es insobornablemente estúpido. Pero no es eso. Mi pretensión, por el contrario, es mucho más modesta y concreta (espero, también, que menos metafísica). No hago ahora antropología filosófica, sino psicología doméstica: me refiero, sencillamente, al individuo concreto, a éste o aquél que simulan ser lo que no son.

Y por lo pronto, conviene comenzar por decir que el aparentar es disposición exclusiva del hombre (y en menor medida de algunos animales), mas nunca de la realidad. Jamás puede la realidad ser inauténtica, sino que es siempre pura y simple autenticidad: ni puede dejar de ser en cada momento lo que es ni aparentar no serlo. Una cosa puede parecer lo que no es, pero no aparentarlo. El aparentar es siempre una disposición activa y voluntaria, y como tal sólo puede darse en un ser dotado de voliciones y deseos.

El aparentar estriba, pues, en una ocultación de lo que se es –del yo auténtico— con el objeto de parecer lo que no se es –creando así un yo inauténtico o ficticio—. Y eso es engañar. De donde resulta que aparentar es constitutivamente una falsedad y un engaño; aunque tampoco faltan las ocasiones en las que a nadie se engaña en verdad, y lo único que se consigue es convertirse en motivo de escarnio o risión. Y como puede observarse, a diferencia de lo que sucede en la ontología, aquí sí puede decirse con toda contundencia que la apariencia se opone a la realidad, y que es esencialmente falsa frente a una realidad verdadera o auténtica.

Más, ¿por qué y para qué se aparenta? Los motivos son diversos, y diversa es la valoración ética y hasta estética que puede merecernos quien simula ser lo que no es.

Existe, sin duda, un aparentar que nada tiene, creo yo, de objetable, y sí, muchas veces, de útil. Me refiero a aquél que tiene que ver con el simular o el disimular, y, en último término, con la astucia. Porque ridículo es pensar que uno haya de ser en toda ocasión transparente, y mostrar a todos y siempre lo que se es o lo que se piensa. Existe, ciertamente, como dice Torquato Accetto, una «disimulación honesta», que más que al servicio de engañar se halla al de evitar ser engañados, y más que a utilizar se encamina a no permitir que nos utilicen. Porque la disimulación, así entendida, es

«el arte de fingir en cosas que por necesidad parece que la requieren […] no siendo otra cosa la disimulación que un velo compuesto por tinieblas honestas y respetos violentos, de lo cual no se produce lo falso, sino que se da algún descanso a lo verdadero, para demostrarlo a su tiempo» [Torquato Accetto, La disimulación honesta, IV].

Y quien no sepa cómo y cuándo usar de este recurso, no es un hombre sincero, sino un necio o un ingenuo que antes que como un individuo bondadoso ha de ser visto como un pobre diablo. Y quien, de nuevo en el terreno de la urbanidad, sea incapaz de practicar cuando conviene un hábil disimulo, más será por cortedad de luces que por exceso de sinceridad. Pero si referida a la urbanidad no tiene por qué entenderse que la disimulación es una falsedad, en lo tocante a la astucia lo es, sin duda alguna, por más que en según que casos pueda ser del todo admisible y aun necesaria. Entiendo, pues, las palabras de Accetto, y estoy plenamente de acuerdo, como una justificación de la misma. E igualmente concuerdo con él en que tal proceder va encaminado a sacar a la luz una verdad más alta o una falsedad más ruin. Mas que en la astucia se engaña y se falsea la realidad, lo considero incuestionable (al menos en aquellos casos en los que ser astuto no estriba, precisamente, en eludir cualquier disimulo y en decir la verdad a la claras y en directo).

Sospecho que si se observa con detenimiento se hallará que en el mundo animal el aparentar se encuentra siempre relacionado con la astucia, y consiste en simular o disimular lo que se es o lo que se pretende tratando de obtener con ello ventajas en la lucha por la supervivencia. Mas frente a este aparentar dictado por imperativos puramente biológicos –y que yo creo que es el único atribuible al animal—, el que hallamos en el ser humano es infinitamente más complejo, se origina en motivaciones muy diversas y no siempre es fácil separar en el sus raíces biológicas de las meramente culturales.

Porque además del aparentar deseable en la urbanidad y aceptable en la astucia, encontramos otro que es siempre despreciable, que constituye una radical falsedad y que con frecuencia es una de las formas más estruendosas de ridiculez. Me refiero a todo aquello que las personalidades histriónicas llevan a su punto culminante y que, en pocas palabras, consiste en intentar parecer más de lo que se es, en insinuar –y a veces en decir abiertamente— hallarse en posesión de bienes, excelencias y aptitudes completamente irreales. Estoy firmemente persuadido de que detrás de un individuo de tales características encontraremos siempre actuando una rotunda insatisfacción con uno mismo y un sentimiento de absoluta menesterosidad e inferioridad. El aparentar no es, en estas circunstancias, sino un intento desesperado de forjarse una imagen aceptable de si mismo y de alcanzar alguna mínima parcela de poder. Lo trágico del asunto es que un individuo así casi nunca consigue engañar a nadie, excepto a algún pobre infeliz más tonto que él y que lo admira y lo mira con arrobo. Pero para los más,

Is deridiculost quaqua incedit omnibus
[«Dondequiera que él llega es objeto de risa universal»,
Plauto, Miles gloriosus, II, 90],

porque no hace sino ponerse en evidencia cuando patea el suelo mientras se atusa el pelo o se ajusta la corbata y juguetea con las llaves del coche; o cuando refiere anécdotas sin cuento de sus viajes imaginarios o de sus conquistas y sus amistades no menos ficticias o exageradas; o cuando da a entender que si se conforma con su posición (aun siendo excelsa como es), no es debido a que no pueda aspirar a más, sino a que no es ambicioso y antes ama la vida tranquila que las servidumbres de los honores y la fama. Lo curioso es que algunos acaban por creerlo, y si no en lo tocante a posesiones o títulos nobiliarios, que sobre eso no pueden engañarse, sí terminan por creerse en la cúspide del saber y la agudeza, del estilo y la elegancia, del saber hacer y el saber estar, y, en suma su yo auténtico se encuentra tan escondido entre sus mentiras y sus poses que no sería capaz de dar con él ni la mismísima madre que los echó al mundo (para desgracia del mundo).

Hay un aparentar educado, hay un aparentar astuto, y hasta admito que haya un aparentar noble, que nace del orgullo y que conduce a que quien no ha comido no lo pregone a los cuatro vientos y pida limosna, sino que simule estar ahíto. Pero que quien no puede alimentarse sino de pan y agua nos venga dando lecciones sobre tipos de caviar y cosechas de cava, es para mí una de las cosas más grotescas y risibles que me haya sido dado conocer.

Existe también, por supuesto, quienes aparentan ser menos de lo que son, y que conforman una especie no menos ridícula y acaso más mezquina que la anterior, porque con su rebajamiento no buscan sino ser ensalzados, y hasta con frecuencia, tras su aparente humildad se encuentra algún interés más despreciable aún que la persecución de elogios. Pero existe un remedio infalible para desenmascararlos y librarse de ellos: darles la razón. Y hasta hay algunos que son sinceros y parecen hallarse gobernados por una irrefrenable vocación de santos, y cuya actitud tiene siempre algo de viscoso y repelente. De tal manera que si ante un individuo adicto a la apariencia histriónica, o ante ese otro que busca la gloria efímera mediante la aparente humillación, se anhela un poco de aire fresco, ante éstos que parecen perseguir la gloria eterna, uno experimenta el impulso irrefrenable de lavarse las manos después de haber estrechado la suya.

 

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