El medioambiente informativo está estos días lleno de sustancias químicas estimulantes de modo que hay en juego algunos prestigios personales y algunas carreras deportivas  profesionales están en serio peligro. Los «aficionados» se indignan, los seguidores claman al cielo, las redes sociales — ese nuevo anónimo multitudinario que ha empezado a formar parte del juego de la opinión pública— arden, los políticos declaran, las tertulias entrecruzan veredictos, el ánimo nacional vibra y la bandera del orgullo patrio se infla al viento de las ofensas de ciertos guiñoles humorísticos del país vecino. Es el doping: «administrar fármacos o sustancias estimulantes para potenciar artificialmente el rendimiento del organismo con fines competitivos» dice el DRAE.
 
 

Yo ni entro ni salgo en el tema de si hay o no hay dopaje. Dicen los que saben que en el caso del ciclismo, lo que no hay es ya ciclismo, sino que todo el mundo que sube a una bicicleta para hacerse doscientos kilómetros algunos de ellos subiendo rampas de inclinaciones imposibles, son todos organismos artificialmente estimulados no ya para ganar, sino simplemente para  soportarlo. Pero, ya digo, yo ni entro ni salgo.

 

Me interesa el tema desde el punto de vista medioambiental y simbólico, en este caso deportivo. En alguna entrada anterior — aquí y aquí— distinguía yo entre el deporte, el espectáculo y el circo, la virtualidad que han creado los medios convirtiendo el espectáculo deportivo en un inmenso negocio de ficción.

 

Constante ruptura y superación de marcas deportivas sin las que no hay noticia en las crónicas periodísticas; encuentros olímpicos que, profesionalizados, han convertido la virtud del «más rápido, más alto, más fuerte» en el vicio del más gente, más focos, más publicidad, más dinero, pero que, sin embargo, seguimos viendo como si todavía fueran juegos florales amateurs en los que lo importante es participar;  cifras millonarias en los fichajes de lo que seguimos llamando fútbol y presupuestos gigantescos en enormes empresas que son marcas corporativas, pero a las que seguimos llamando clubes; itinerarios inhumanos en las rutas de la serpiente multicolor de la publicidad que nos obstinamos en seguir llamando pelotón; millones de euros invertidos en la mejora tecnológica de la F1 con sus hombres anuncio a los que seguimos llamando pilotos…

 

¿No estamos ante la mentira, la ficción, la apariencia  de asistir a un espectáculo al que seguimos llamando deporte que ha sido potenciado artificialmente por los medios para aumentar su rendimiento económico con fines comercialmente competitivos? ¿No es esto un dopinges decir, un engaño, una trampa, una manipulación, una mentira, una apariencia, una ficción, quimera, artificio, artimaña, un timo—generalizado?

 

Dejémonos de monsergas y llamemos a cada cosa por su nombre: espectáculo, sí. Negocio, también. Pero deporte, lo que se dice deporte, sin doping, el que hacemos mi organismo y yo en mi bicicleta sin que nadie se entere cada sábado.