01. Puertas

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La cascarita que la piel produjo para curar la herida de la palma de la mano acabó por volver a arrancarla generando un nuevo goteo de sangre que se deslizó hasta la muñeca y se dio cuenta cuando sintió la humedad en la manga de la remera. Sacó la mano del bolsillo de la campera y la sacudió un poco para aliviar el dolor y después chupó la herida como si estuviera succionando el veneno de una serpiente. Su otra mano hacía bailar el juego de llaves en el bolsillo delantero del jogging. El ruido de las llaves chocando entre sí le generaba una melancolía de hogar, cuando podía reconocer quién volvía según el ruido de la llave en la cerradura. A veces también se daba cuenta por cómo cerraban la puerta. Su madre lo hacía delicadamente, a su hermana siempre se le resbalaba el picaporte y el estruendo se oía en el vecindario, y su padre dejaba que se cierre con el viento, ese mismo que se lo llevó.

Él, en cambio, tenía un ritual. Casi siempre cruzaba la reja baja de la entrada con un salto y después caminaba por el sendero del jardín sin tocar las líneas de las baldosas. Daba dos golpecitos a la puerta anticipando su presencia y usaba la llave si del otro lado no escuchaba voces. Se acuclillaba porque Limbo, un perro callejero de pelaje largo y color gris, lo recibía moviendo la cola y le bailaba entre las piernas. Meñique, el gato negro de ojos verdes que rescataron de una tormenta y que se acostumbró a dormir en la mesa ratona del hall, saltaba y se paraba sobre los hombros porque siempre le gustó acaparar. A esa hora su hermana siempre estaba bañándose y su mamá se acercaba con un mate recién cebado. Y recién cuando la más chica de la familia gritaba que hacía frío envuelta en una bata fucsia, él cerraba la puerta.

En ese momento, ni siquiera era capaz de volver a cruzarla.

Retrocedió tres o cuatro pasos y asomó media cara por la ventana que daba a la cocina. Las cortinas no le permitieron ver del otro lado, pero sabía que no había nadie porque su madre acostumbraba a abrirlas cada vez que cocinaba. Es que le gustaba responder a los saludos de los vecinos que pasaban regalándoles algún bocado de algun postre. Pero también sabía que hacía más de dos años decidió no volver a abrirlas, y esa culpa es también la que no le permitió volver a entrar a la casa que lo vio crecer.

No sabía si la música provenía del cuarto de su hermana o de otro lugar, pero caminó casi en puntas de pie hasta la reja e intentó no hacer ruido con el pasador oxidado. Su casa siempre le gustó porque su madre la construyó sola y luchó durante años para mantener el calor de un hogar familiar. Viajó sentado en el asiento del chango del supermercado cuando la acompañó a comprar baldes de pintura y observó cómo los peones de la mudanza trasladaban los muebles mientras su abuelo les gritaba que no rompan nada meciendo con un brazo a su segunda nieta que había nacido hacía seis meses. Sonrió cuando descubrió que en una pared todavía estaban las marcas de las ruedas de la bicicleta de las veces que intentó hacer un truco, observó por última vez la fachada no queriendo olvidar ningún detalle, dejó de mover las llaves en el bolsillo del pantalón y se alejó despacito.

–¿Y? ¿Cómo te fue?

–No lo hagas nunca más –Peter se subió al asiento copiloto del auto que lo esperaba en la esquina. Benjamín levantó la vista del celular y lo encandiló con los ojos cuando lo miró.

–¿No entraste? –negó con la cabeza y recuperó el aire cuando dejó caer la espalda en el respaldo– ¿Estuve más de media hora esperándote al reverendo pedo?

–Jodete.

–Peter...

–Nunca te dije que iba a entrar.

–Supuse que eventualmente ibas a hacerlo después de haber viajado dos horas.

–La próxima dejá de obligarme a hacer cosas para las que no estoy preparado –sentenció con la mirada al frente y los brazos cruzados.

ECLIPSEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora