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Alberto Vazquez Figueroa - Sicario.pdf - LaFamilia.info

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SICARIO<br />

PLAZA&JANES EDITORES.S. A.<br />

Portada de GS-GRAFICS, S. A.<br />

Foto: ZARDOYA Primera edición: Junio, 1991<br />

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los<br />

titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la<br />

reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o<br />

procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento <strong>info</strong>rmático<br />

y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo<br />

públicos.<br />

© 1991, <strong>Alberto</strong> Vázquez <strong>Figueroa</strong> Editado por PLAZA & JANES


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 2<br />

EDITORES, S. A.<br />

Virgen de Guadalupe, 21-33. Esplugues de Llobregat (Barcelona)<br />

Printed in Spain — Impreso en España<br />

ISBN: 84-01-32378-9 - Depósito Legal: B. 19. 199/1991<br />

Impreso en Printer, Industria Gráfica, S. A.<br />

Sant Vlcenç dels Horts (Barcelona)


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 3<br />

Si usted quiere que le cuente mi historia, señor, yo se la cuento.<br />

No entiendo de qué puede servirle a nadie una historia semejante, pero<br />

si ha venido desde tan lejos sólo por conocerla, sus razones tendrá y no<br />

soy quién para negárselas.<br />

Me gustaría poder empezar diciéndole en qué día nací, en qué mes y en<br />

qué año, pero ni de eso, ni del lugar donde pudo ser, tengo una idea<br />

precisa, porque, si alguna vez mi nacimiento se registró en alguna parte,<br />

cosa que dudo, olvidado debió quedar en la memoria de mi madre, que<br />

es la única que pudo tener en su día clara conciencia de tal acto.<br />

Y es que mi madre era puta.<br />

Puta, borracha, ladrona y probablemente drogadicta por más señas,<br />

pues lo poco que recuerdo de su persona, va unido a la idea de botellas<br />

que rodaban por el suelo, hombres con los que se pegaba, hedor a<br />

vómitos y sonoros ronquidos que me impedían dormir casi toda la<br />

noche.<br />

También recuerdo un largo viaje en una época en la que tendría yo dos<br />

o tres años, aunque siempre sospeché que más que un viaje fue una<br />

huida; una precipitada fuga motivada por el hecho de que, al parecer, mi<br />

madre le había robado a un cliente y confiaba empezar con ese dinero<br />

«una nueva vida» lejos del pueblo.<br />

Que conste que nunca me importó el hecho de que mi madre fuera puta,<br />

pues desconozco las razones que tuvo para acabar de esa manera,<br />

aunque, si quiere que le diga la verdad, creo que desde aquel tiempo le<br />

tomé animadversión a las mujeres que abusan de quienes tan sólo<br />

buscan pasar con ellas un buen rato sin discutir el precio, y luego se<br />

encuentran con que les han dejado sin blanca.<br />

En la ciudad las cosas no fueron a mejor, pues a mi madre el dinero le<br />

debió durar muy poco, y la diferencia estuvo en que los clientes no eran<br />

los viejos conocidos que solían acudir a casa, sino que ahora tenía que


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 4<br />

salir a buscarlos a unas calles en las que la competencia era muy dura y<br />

el frío le calaba hasta los huesos.<br />

Eso hacía que bebiera aún más que de costumbre y que estuviera<br />

siempre de un humor de todos los demonios, aprovechando cualquier<br />

disculpa para propinarme una soberana paliza o quemarme con un<br />

cigarrillo el dorso de la mano, pues aseguraba que ésa era la única<br />

forma que conocía de que me quedara quieto unos minutos.<br />

Vivíamos en un cuartucho tan minúsculo que, cuando tenía que<br />

«ocuparse» por el día, me mandaba a jugar a la calle, pero cuando se<br />

trataba de servicios nocturnos me veía obligado a acurrucarme bajo un<br />

montón de mantas, sin hacer ruido ni movimiento alguno, y orinándome<br />

encima si es que no podía aguantarme.<br />

Si por alguna razón los clientes sospechaban, mi madre les tranquilizaba<br />

asegurando que quien dormía era un gato, convencida como estaba de<br />

que de saber que era un niño muchos no conseguirían concentrarse y<br />

acabarían por largarse aprovechando la disculpa para no pagar.<br />

Y es que mi madre no era atractiva.<br />

Apenas tenía más que piel cubriéndole los huesos, y como andaba<br />

siempre sucia y desgreñada le costaba embaucar a algún borracho, por<br />

lo que tenía que procurar que quedara contento si no quería tener<br />

graves problemas.<br />

¿En verdad le interesa que le siga contando todo esto? No, a mí en<br />

realidad no me molesta, y al fin y al cabo son cosas que pasaron hace<br />

ya muchos años.<br />

Es como si le hubiera ocurrido a otra persona.<br />

¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí...! Mi madre. Algunas noches observaba<br />

desde mi rincón lo que hacía con aquellos pendejos, y puede usted<br />

creerme si le digo que me importaba un carajo.<br />

Hay quien asegura que los niños tienen la obligación de amar a sus<br />

madres y sufrir cuando les colocan en semejante situación, pero le juro<br />

que para mí no fue nunca más que una bruja maloliente que de tanto en<br />

tanto me proporcionaba algo de comer, y que tampoco me demostró<br />

más afecto del que habría demostrado si en verdad hubiera sido un<br />

gato.<br />

Yo era, al parecer, cuanto tenía, pero estaba claro que no me tenía para<br />

quererme, sino tan sólo para hacerme partícipe de todas sus desgracias,<br />

desahogando sobre mí sus frustraciones.<br />

Darme una patada o quemarme con un cigarrillo le compensaba por no<br />

tener un vaso de ron a mano, y pegarme se había convertido en la única


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 5<br />

forma de escapar a su imagen las pocas veces que se miraba a un<br />

espejo.<br />

Por todo ello, la vida se me fue haciendo cada Vez más difícil, ya que en<br />

el pueblo raro era el día en que una vecina no me daba un pedazo de<br />

pan, pero allí, en la ciudad, nadie parecía reparar siquiera en mi<br />

presencia.<br />

Le aseguro, señor, o al menos ésa ha sido mi experiencia, que a los<br />

cuatro años se llega a soportar el hambre, el frío e incluso contemplar<br />

cómo un tipejo hediondo hociquea como un cerdo en la entrepierna de<br />

tu madre, pero lo que no se resiste en modo alguno es la espantosa<br />

sensación de saber que vives sin que a nadie le preocupe en absoluto lo<br />

que pueda ocurrirte.<br />

Por no darme, mi madre ni tan siquiera me dio un nombre; no ya un<br />

apellido; me refiero a un simple nombre de pila por el que designarme,<br />

pues cuando en alguna ocasión se refería a mí, decía siempre el Chico,<br />

y cuando estábamos solos en el cuartucho nunca me nombraba, pues<br />

resultaba evidente que yo era el único que podía escucharla.<br />

Cuando en un par de ocasiones le pregunté sobre ello eludió el tema, lo<br />

cual me obliga a suponer que en realidad jamás se preocupó de<br />

bautizarme, ni aun de dedicar un minuto de su vida a la sencilla tarea de<br />

buscar el modo de que pudiera diferenciarme del resto de los millones<br />

de hijos de puta que pululan por el mundo.<br />

Siempre fui, por lo tanto, el Chico, y cuando años más tarde la sociedad<br />

se empeñó en que debía tener una «Personalidad Jurídica», decidí<br />

adoptar el apellido «Grande», pues se me antojó tan bueno como<br />

cualquier otro y bastante en consonancia con las circunstancias de mi<br />

vida. Ya ve, por tanto, que «Chico Grande» no es en absoluto un apodo<br />

como la mayoría imagina, sino el nombre y el apellido que figuran en<br />

todos mis documentos.<br />

Una burla del destino para alguien que jamás tuvo infancia.<br />

Y además, tan canijo.<br />

Una tarde, mientras mi madre se «ocupaba» con tres tipos y otra golfa<br />

en algo que nunca he podido tan siquiera imaginar, teniendo en cuenta<br />

las reducidas dimensiones del cuarto y de la cama, me tropecé en la<br />

calle con Ramiro, un mocoso espigado, pero tan flaco que sus dos<br />

piernas apenas abultaban lo que una normal, que vagaba sin rumbo<br />

desde el día en que su madre, tan puta al parecer como la mía,<br />

desapareció por completo dejándole sin techo.<br />

Ramiro tendría apenas un año más que yo, pero sabía mucho de la vida,<br />

y tenía una ligera idea sobre dónde dormir caliente y conseguir algo de


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 6<br />

comer.<br />

Me fui con él.<br />

Me fui definitivamente, debido en parte al hecho de que en cuanto<br />

llegamos al centro de la ciudad caí en la cuenta de que no tenía la más<br />

mínima idea de dónde estaba mi «casa», ni cómo carajo tenía que<br />

arreglármelas para volver a ella.<br />

A decir verdad, nunca me pasó por la mente la idea de volver, y ni tan<br />

siquiera una sola vez en mi vida eché de menos a mi madre.<br />

El centro de la ciudad me fascinó al instante.<br />

Yo, que había vivido hasta aquel momento en un barrio de las afueras,<br />

nunca he sabido cuál, pero uno de esos de chabolas de madera y<br />

«calles» de barro en los que los días son casi siempre grises y las<br />

noches oscuras, pasé de pronto a encontrarme en mitad de una<br />

hermosa plaza, rodeada de altísimos edificios de iluminados ventanales,<br />

con lujosos comercios de letreros multicolores cuyos escaparates<br />

exhibían más cosas maravillosas que la más fantástica cueva de Alí<br />

Baba.<br />

Debí permanecer con la boca abierta cuatro días.<br />

Ramiro me enseñaba a vivir.<br />

«Sobrevivir» sería más bien la palabra justa en este caso, pues aunque<br />

fastuoso, el mundo al que había llegado se mostró de inmediato hostil y<br />

despiadado, ya que eran centenares los que, como nosotros, pululaban<br />

en busca de un mendrugo que echarse a la boca.<br />

Resulta difícil vivir de la caridad cuando la caridad se ha convertido en<br />

un oficio al que llegas el último, siendo el más pequeño, y sin poder<br />

ofrecer a la vista ningún defecto que mueva a la compasión del<br />

transeúnte.<br />

En aquel tiempo llegué a envidiar a los cojos y los mancos, puesto que<br />

lo único que tenían que hacer era tomar asiento en una esquina, exhibir<br />

sus miserias y permitir que el plato se les fuera llenando de brillantes<br />

monedas.<br />

Ramiro y yo, por el contrario, nos veíamos obligados a correr junto a los<br />

peatones tirándoles del abrigo o sollozando para no recibir la mayoría de<br />

las veces más que un empujón o un despectivo golpe con el dorso de la<br />

mano, si es que teníamos la suerte de que no nos pisaran con sus<br />

pesados zapatones.<br />

Me dolía el cuello de mirar hacia arriba.<br />

A mi nivel no estaban más que Ramiro, algún que otro niño y algún que


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 7<br />

otro perro.<br />

Fue entonces cuando comprendí que existía el mundo de los adultos, y<br />

que esos adultos no eran los miembros de mi especie encargados de<br />

protegerme, sino mis peores enemigos, porque desde su altura<br />

emanaban la mayor parte de los peligros que pudieran acecharme.<br />

Adultos eran los que nos corrían a bofetadas cuando entrábamos a un<br />

restaurante a pedir limosna a quienes se atiborraban de comida; adultos<br />

los que nos echaban de los portales calientes en los que buscábamos<br />

refugio por las noches, y adultos los que nos pateaban cuando nos<br />

sorprendían cagando bajo un árbol de la plaza.<br />

No nos permitían utilizar los retretes de los bares, pero no querían,<br />

tampoco, que nos bajáramos los pantalones a la vista de la gente, y lo<br />

que le estaba permitido a cualquier perro, nos lo prohibían a nosotros sin<br />

que entendiéramos los motivos.<br />

¿Qué podíamos hacer?<br />

Para utilizar un baño público debíamos pagar, pero a la gente rica que<br />

lucía anillos y relojes no les obligaban a que sus malditos perros los<br />

usaran en lugar de ensuciar las aceras.<br />

Yo nunca me cagué en mitad de una acera, se lo juro.<br />

Buscaba un rincón cualquiera de la plaza, entre los matorrales, pero<br />

hasta allí me perseguía un vigilante furibundo, que minutos antes había<br />

visto impasible cómo un inmenso pastor alemán dejaba caer su plasta<br />

donde cualquiera podía pisarla.<br />

¿Por qué tenía que ser peor mi mierda que la de un perro?<br />

Creo que fue entonces cuando empecé a odiar a los perros, y no porque<br />

estuvieran mejor cuidados y recibieran más cariño que yo, sino por el<br />

simple hecho de que podían cagar donde quisieran.<br />

¿Por qué sonríe?<br />

¿Le parece divertido que la sociedad acepte que un chucho pueda tener<br />

más derechos que un niño de cinco años?<br />

Si en verdad lo considera divertido será mejor que dejemos aquí mismo<br />

la charla, pues resulta evidente que no es usted alguien que pueda<br />

entender la mayoría de las cosas que pienso contarle.<br />

No. No me enfado. Tan sólo le pido que cuando esté reventando salga a<br />

la calle y trate de hacer sus necesidades a cinco metros de donde las<br />

hace un perro.<br />

¿Cree que a mí me gustaba que me vieran el culo? ¿Cree que resulta<br />

gracioso tener que echar de pronto a correr ensuciándote las piernas?


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 8<br />

Lo primero que Ramiro me enseñó fue a no cagar nunca bajándome los<br />

pantalones, pues si los vigilantes me sorprendían no podía huir y<br />

acababa apaleado y con mierda hasta el cuello.<br />

Por frío que hiciera tenía que quitarme los pantalones, aforrarlos con<br />

fuerza, abrir mucho las piernas y estar atento a mi espalda porque<br />

cuando menos lo esperaba una patada me lanzaba volando por los<br />

aires, o un «coño-e-madre» de jardinero me empapaba con su maldita<br />

manguera.<br />

¡Y Dios se apiade de ti si por casualidad estás estreñido!<br />

Y tenga muy presente que no le cuento todo esto por gusto, sino porque<br />

quiero que entienda que para un mendigo de la gran ciudad tan difícil<br />

puede ser cagar como comer, e incluso más, pues si no comes, pasas<br />

hambre, pero si no cagas, revientas.<br />

¿Vergüenza?<br />

A menudo me despierto sobresaltado porque en mis sueños me veo<br />

acuclillado en mitad de la calle mientras la gente me contempla con<br />

gesto de asco o disgusto.<br />

Algunos incluso me insultan.<br />

Recuerdo que en una ocasión en que tenía unos terribles retortijones<br />

porque había comido algo podrido que encontré en un cubo de basura,<br />

un tipo que pasaba se desabrochó la bragueta y comenzó a mearme<br />

encima.<br />

Yo aún no había cumplido los seis años, sudaba frío, y creo recordar<br />

que incluso echaba sangre por el ano, pero aquel adulto hijo de puta se<br />

descojonaba empapándome la cara.<br />

¿Ya no sonríe?<br />

¿Ya no se le antoja tan divertido?<br />

No se inquiete. Al fin y al cabo fue gracioso, puesto que de improviso<br />

apareció Ramiro con un palo y le atizó tal fustazo en la punta del capullo<br />

que el muy cabrón aún debe dar alaridos cada vez que se lo toque.<br />

Ramiro era ya más que mi hermano.<br />

Nunca tuve .ninguno, que yo sepa, pero imagino que un hermano es<br />

alguien con quien compartes los padres y compartes de igual modo<br />

alegrías y tristezas.<br />

Pero ni Ramiro ni yo teníamos padres, ni mucho menos alegrías, y como<br />

lo único que podíamos compartir eran miserias, nos sentíamos tan<br />

unidos como no creo lo haya estado jamás hermano alguno.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 9<br />

Una navaja, una manta y un cazo de latón era cuanto teníamos y en<br />

cierto modo nos bastaba, en especial cuando había algo con que llenar<br />

el cazo o cortar con la navaja, o un rincón en el que acurrucarse bajo la<br />

manta.<br />

Ramiro hablaba poco y mentiría si le dijese que nos contábamos<br />

nuestros sueños sobre el futuro y nuestras ilusiones, porque, a decir<br />

verdad, ignorábamos lo que significaba nada de eso.<br />

A lo más que llegábamos era a soñar despiertos sobre lo que significaría<br />

sentarse en uno de aquellos lujosos restaurantes para hartarse de<br />

comer caliente cosas cuyo sabor tan sólo conocíamos de recogerlas en<br />

los cubos de basura pasada la media noche, aunque en justicia debo<br />

admitir que era ése un recurso al que tan sólo recurríamos en último<br />

extremo y en muy contadas ocasiones.<br />

Los días de mucha lluvia, cuando caía uno de esos «palos de agua» en<br />

los que parece que una mano gigante exprime las nubes como si se<br />

tratara de un limón, el hambre se agudizaba, pues con ese tiempo los<br />

escasos transeúntes iban perdiendo el culo a refugiarse en los portales,<br />

sin tiempo ni ganas de detenerse para echar mano al bolsillo y darte una<br />

limosna.<br />

Los automovilistas cerraban las ventanillas y si te arriesgabas a<br />

colocarte en el borde de la calzada esperando que alguien se<br />

compadeciera de ti, lo único que conseguías era que al pasar por un<br />

charco un bus te empapara de los pies a la cabeza.<br />

Y la tiritera te daba más hambre.<br />

Eran malos los días de lluvia, sí. Muy malos.<br />

Tenías que dormir con la ropa enchumbada, al día siguiente te dolían<br />

hasta los huesos, y cuando te despertabas, si es que habías conseguido<br />

un lugar protegido en el que dormir, el hecho de escuchar de nuevo el<br />

rumor de la lluvia te producía tal sensación de angustia que preferías<br />

morir antes tener que enfrentarte a otro día semejante.<br />

No obstante, jamás pensé en suicidarme.<br />

Ni yo, ni ninguno de los chicos que conociera en aquel tiempo.<br />

Ya estaban allí el hambre y el frío para matarnos, y por lo tanto no<br />

íbamos a ser tan estúpidos como para facilitarles la labor.<br />

La experiencia me ha enseñado, señor, que cuanto más miserable es la<br />

vida por la que luchas, menos ganas tienes de perderla, sobre todo<br />

cuando, como en mi caso, jamás se ha conocido otra mejor.<br />

A los seis años me encontraba tan en el fondo del pozo, que el hecho de<br />

imaginar de un modo casi inconsciente que ya las cosas no podrían ir


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 10<br />

peor y todo lo que consiguiese de allí en adelante significaría un<br />

progreso, le daba un valor especial a mi vida evitando que se me pasara<br />

por la mente la idea de quitármela.<br />

Tal vez, de haber sabido cuan equivocado estaba en mis apreciaciones,<br />

la cosa hubiera sido muy distinta.<br />

Volviendo atrás podríamos decir que la mayor parte de nuestros sueños<br />

y nuestras ilusiones se limitaban a desear que nunca más lloviera.<br />

Cinco días de lluvia convierten a un niño mendigo en un niño ladrón.<br />

Y es que incluso la Naturaleza parece estar en contra de quienes, como<br />

yo, nos encontrábamos en la frontera de la muerte por hambre.<br />

En verano, cuando con el buen tiempo la gente anda tranquila y relajada<br />

soltando con más facilidad la pasta, el calor te quita el apetito, pero en<br />

invierno, cuando raro es el día en que consigues una triste moneda, el<br />

frío te da un hambre de lobo.<br />

Por ello alguna vez robábamos.<br />

No me gustaba hacerlo y le aseguro que no es porque tenga nada<br />

contra el hecho de robar en tales circunstancias, sino porque en verdad<br />

resulta harto peligroso.<br />

Fue robando como conocimos a Abigail Anaya.<br />

¡Imagínese! Apenas sería dos años mayor que yo, ya era ladrón, y sin<br />

embargo incluso tenía nombre y apellido.<br />

Ramiro era Ramiro, yo era el Chico, a casi todos los que iban por los<br />

alrededores no los conocíamos más que por el apodo o el nombre de<br />

pila, pero Abigail Anaya presumía de estar inscrito en el registro e<br />

insistía en que se le llamara por su nombre completo o no contestaba.<br />

Y se las sabía todas.<br />

No en vano fue su padre quien le enseñó el oficio, y tuvimos suerte,<br />

pues al viejo acababan de meterle en la cárcel y Abigail andaba<br />

buscando quien pudiera servirle de «reclamo», al igual que él había<br />

servido anteriormente.<br />

Ramiro y yo atraíamos la atención de los empleados de las tiendas<br />

mientras él realizaba el «trabajo». Y era un maestro.<br />

Iba siempre muy limpio y arreglado, con zapatos de suela y un precioso<br />

impermeable amarillo; con cara de «niño bien» y una lista de cosas «que<br />

su mamá le enviaba a comprar», aguardando su turno y ayudando a las<br />

señoras cargadas de paquetes.<br />

En ese momento entrábamos Ramiro y yo, tan sucios y hediondos, con


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 11<br />

ojos de hambre y el aire de quien va en busca de «afanar» un pedazo<br />

de pan o una salchicha, y mientras toda la atención se centraba en<br />

nosotros y en la forma de echarnos a pesar de nuestras protestas, él<br />

arramblaba con cuanto tenía a mano y desaparecía como por arte de<br />

magia.<br />

Nunca pude entender cómo diantres lo hacía. Abigail Anaya podía estar<br />

sentado ahí donde está usted y un segundo más tarde ya no sería capaz<br />

de averiguar dónde se había metido.<br />

O aparecía de improviso donde nadie podía imaginar siquiera que<br />

estuviese.<br />

El botín se repartía más tarde en cuatro partes; dos para él y el resto<br />

para nosotros.<br />

Era lo justo, pues si bien Ramiro y yo cargábamos con los coscorrones y<br />

las patadas, era Abigail quien corría el riesgo de que se lo llevaran a<br />

Sesquilé, de donde lo más probable sería que saliese con un par de<br />

dedos rotos o la cara hecha un mapa.<br />

Éramos niños y no tenían derecho a retenernos ni existía lugar al que<br />

enviarnos, y por lo tanto la única solución que nos quedaba era la de<br />

molernos a palos con la esperanza de que se nos quitaran las ganas de<br />

volver a las andadas.<br />

Pero no conseguían quitarnos el hambre, y el hambre vence el miedo a<br />

una simple paliza. Le garantizo, señor, que si hay algo capaz de superar<br />

el terror que un niño siente ante un policía del «Retén de la Treinta» o<br />

Sesquilé armado de una porra y dispuesto a romperle dos costillas, ese<br />

«algo» es el hambre que se le asienta en la boca del estómago y le<br />

acalambra hasta el punto de que llega un momento en que comprende<br />

que está en juego su propia capacidad de subsistencia.<br />

Y aquél fue un invierno especialmente duro.<br />

Frío, triste y harto lluvioso, con las calles muertas, los hoteles vacíos y<br />

los restaurantes sin clientes que dejaran sobras que pudiéramos recoger<br />

de los cubos de basura.<br />

¡Y éramos tantos!<br />

Día tras día, gente desesperada bajaba de unos pueblo? y de unos<br />

arrabales en los que el fango les alcanzaba las rodillas, y eran como la<br />

plaga de la langosta o una invasión de famélicos cadáveres dispuestos a<br />

resucitar a toda costa.<br />

Su hambre superaba mi hambre.<br />

¡Aún me cuesta creerlo!


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 12<br />

Lo recuerdo tanto tiempo más tarde, y me resisto a aceptar que hubo<br />

una época a lo largo de aquellos años de infinita miseria en la que me<br />

sentí, en cierto modo, superior a alguien, puesto que yo era, al menos,<br />

un «veterano» que sabía cómo desenvolverme entre tanta basura y<br />

alguna que otra vez conseguía comer algo o dormir sin mojarme.<br />

Fue por aquellos días cuando descubrí el auténtico significado de la<br />

muerte.<br />

Abigail Anaya había conseguido abrir la puerta de un camión de<br />

mudanzas y habíamos dormido allí los tres, apretaditos y templados<br />

pese a que fuera soplaba un viento helado, pero cuando al amanecer lo<br />

abandonamos descubrimos el cadáver de una mujer que se había<br />

guarecido debajo.<br />

Era relativamente joven, tenía ya la piel azulada, y parecía que nos<br />

estuviera sonriendo, tal vez tratando de hacernos comprender que allí<br />

donde ahora se encontraba las cosas eran bastante mejor que aquí en<br />

la tierra.<br />

Estaba descalza y vestía un poncho oscuro y una de esas faldas de<br />

colores de las campesinas de la montaña, y sin saber por qué nos<br />

sentamos a contemplarla hasta que llegó el dueño del camión que<br />

comenzó a lanzar reniegos y mentar a la «puta madre» de la difunta.<br />

Debía tener mucha prisa o muy pocas ganas de tratar con la justicia.<br />

Lo que ocurrió más tarde incluso a mí me sorprendió, y aún lo tengo<br />

muy vivo en la memoria, pues tras estudiar con cuidado la posición del<br />

cuerpo, el tipo puso el camión en marcha, maniobró adelante y atrás<br />

subiéndose a la acera sin siquiera rozarlo y se perdió de vista dejándolo<br />

tendido cara al cielo, permitiendo que la fina lluvia que comenzaba a<br />

caer de nuevo lo empapara.<br />

Aun así continuaba sonriendo.<br />

Algunos transeúntes tempraneros se detenían un momento a observar<br />

el extraño grupo que formábamos tres niños ateridos y una muerta, pero<br />

no fue hasta que abrieron la tienda de discos cuando alguien decidió<br />

llamar a los guardias, tal vez considerando que resulta feo empezar a<br />

tocar música a cuatro metros de un cadáver, por más que anduviera<br />

descalzo. ¿Le gusta la «salsa»? Personalmente prefiero la cumbia y<br />

quizá mi único placer de aquellos años se reducía al hecho de<br />

detenerme delante de una de las innumerables disqueras de la Carrera<br />

Séptima y bailar durante horas al son de una música que atronaba los<br />

oídos invitando a los que pasaban a comprar algún disco.<br />

Me fascinaban las carátulas.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 13<br />

Aquellas brillantes fotos de mujeres hermosas y grandes orquestas de<br />

tipos sonrientes que tocaban un sinfín de complejos instrumentos se me<br />

antojaba lo más parecido al paraíso que pudiera imaginar un niño, y<br />

cuando no llovía, tan sólo el hambre conseguía apartarme de los<br />

escaparates.<br />

Aunque durante aquel largo y maldito invierno incluso la música sonaba<br />

diferente.<br />

La cumbia y el merengue nacieron para bailarse bajo la luz del sol y<br />

sudar a chorros, pero no existe ser humano capaz de motivarse con su<br />

ritmo cuando tiembla de frío y un poncho empapado le pesa como una<br />

losa sobre la espalda.<br />

Y llovía, señor.<br />

Seguía lloviendo.<br />

Día tras día, minuto tras minuto; tan en silencio la lluvia y tan furtiva, que<br />

incluso el oído te engañaba, y en mitad de la noche tenías que buscar la<br />

luz de una farola para conseguir cerciorarte de que aún caía, monótona<br />

e implacable; sin el menor asomo de violencia, segura de sí misma y de<br />

su fuerza, indiferente a la desesperación del hombre y su impotencia.<br />

¿Ha visto alguna vez llover de esa manera? ¿Ha visto alguna vez<br />

paralizarse una ciudad por culpa de aguas mansas que penetran hasta<br />

en el último rincón de sus cimientos, inundando las calles,<br />

humedeciendo los cables, inmovilizando los carros, fundiendo las<br />

bombillas y enmoheciendo incluso el alma? Es como una maldición del<br />

Cielo que pretende demostrarte que para acabar con toda la mierda de<br />

aquí abajo no necesita tomarse siquiera la molestia de enfadarse,<br />

limitándose a mearte en la cabeza hasta que llega un momento en que<br />

suplicas que te ahogue si quiere, ¡que te hunda!, pero que deje por lo<br />

menos de empaparte.<br />

Y con la lluvia caían sobre la ciudad nuevos hambrientos.<br />

¿A qué venían? ¿Qué esperan encontrar entre tanto cemento? Raro era<br />

el amanecer que no alumbrase cadáveres de gentes que habían muerto,<br />

más aún que víctimas del hambre, de un paralizante terror y<br />

desconcierto; «cholos» cuyas raíces tal vez hubieran conseguido<br />

mantenerse en el barrizal en que se habían convertido sus lugares de<br />

origen, pero que no encontraban a qué aferrarse en el asfalto de una<br />

ciudad hostil y degradante.<br />

Ser pobre es una cosa.<br />

Pasar a convertirte en miserable es otra distinta.<br />

Tal vez usted, señor, no consiga entender la diferencia, o en su país no


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 14<br />

existan matices que delimiten la frontera entre el hambre que un ser<br />

humano es capaz de soportar con la cabeza alta, y el hambre que le<br />

obliga a inclinar la testuz como una bestia, pero allá en el altiplano quien<br />

se clava a su tierra vive sin esperanzas, pero quien emigra a la capital<br />

muere desesperado.<br />

Yo ya era un miserable desde el principio y sobrevivir me resultaba por<br />

tanto más sencillo, pues el agobio que produce la soledad de vivir entre<br />

millones de rostros indiferentes no pesaba en mi ánimo al igual que<br />

pesaba en el de cuantos llegaban de villorrios lejanos.<br />

Si un «cholo» entra en un supermercado con idea de apoderarse de un<br />

pedazo de pan, las luces de neón y los ojos de los vigilantes le paralizan<br />

de inmediato, y si un indio de la montaña se acuclilla a la puerta de una<br />

iglesia tendiendo en silencio la mano, no es que suplique, espera.<br />

Ninguno de ellos tenía un cómplice como Abigail Anaya, ni ninguno de<br />

ellos se sentía capaz de perseguir a un transeúnte a lo largo de cuatro<br />

cuadras hasta conseguir que, de puro hastío, se echara al fin la mano el<br />

bolsillo y te arrojara una moneda.<br />

No conocían los mejores restaurantes ni sus puertas traseras, ni al<br />

pinche capaz de guardarte las sobras, ni la forma de colarte en un portal<br />

justo antes de que lo cierren y esconderte en el último rellano para<br />

dormir tranquilo.<br />

No estaban en su mundo y agonizaban.<br />

Fue un invierno muy duro, señor, un invierno maldito; un invierno que<br />

nos dejó no sólo hambre y enfermedad, cansancio y muerte, sino que<br />

nos dejó, sobre todo, cientos de desgraciados campesinos que no se<br />

sentían capaces de volver a sus casas.<br />

La competencia comenzó a volverse insoportable.<br />

Eran como las moscas, o como ratas mojadas que al secarse muestran<br />

los dientes y advierten que están dispuestas a saltarte al pescuezo;<br />

fieras desesperadas a las que el sol parecía hacer revivir o sacar de las<br />

tumbas.<br />

Con el fin de las lluvias tomamos plena conciencia de cuántos eran en<br />

realidad y cuan grande era su hambre.<br />

Y Abigail Anaya fue el primero en comprender el peligro que corríamos.<br />

—Si permitimos que se instalen en «Nuestro Territorio» acabarán<br />

echándonos —dijo—. Porque esos «hijuemadre» cada vez serán más, y<br />

nosotros los mismos.<br />

En aquel momento quizá no lo entendí muy bien, pero ya me había<br />

hecho a la idea de que Abigail Anaya era no sólo el mayor, sino el más


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 15<br />

listo de entre todos nosotros, y de quien, casi siempre, dependía que<br />

pudiéramos conseguir algo de comer cuando las cosas se ponían<br />

difíciles.<br />

Lo que él llamaba «Nuestro Territorio» iba de la Plaza de Toros al<br />

Cementerio, entre la Avenida Eliecer Gaitán y la Calle Veinticuatro.<br />

No era mucho, pero para nosotros era lo mejor de la ciudad, con cines,<br />

restaurantes, puestos de flores e incluso un hotel de lujo cuyos turistas<br />

no lo pensaban mucho a la hora de soltarte un billete pequeño, y, por lo<br />

tanto, perderlo significaba tener que desplazarse hacia el centro donde<br />

los chicos mayores te rajaban la cara si tratabas de molestar a sus<br />

«clientes».<br />

A nuestros años —puede que yo anduviera ya por los siete u ocho—<br />

resultaba mucho más conveniente moverse por un barrio tranquilo,<br />

confiando más en la caridad que en cualquier otra cosa pues los<br />

pequeños hurtos en los mercados y en las tiendas constituían tan sólo<br />

un último recurso, mientras que más hacia el Este, desde la Veintidós a<br />

la Tercera, aquello era una jungla en la que cualquier desgracia podía<br />

sucederte.<br />

Sabíamos que aún no teníamos edad para exponernos a que un<br />

borracho nos violara en un portal oscuro, y, por desgracia, borrachos y<br />

violadores era lo que más abundaba en zona plagada de tugurios.<br />

¿Tiene idea de lo que significa que te rompan el culo si eres niño?<br />

Significa que a veces te destrozan, y te pasas el resto de la vida<br />

cagándote encima.<br />

Abigail Anaya lo sabía, su padre se lo había dicho, y por lo tanto le<br />

aterraba tener que abandonar el barrio que conocíamos, y en el que<br />

habíamos aprendido a desenvolvernos.<br />

Y no es que fuéramos los únicos; nada de eso. Lo frecuentaban muchos<br />

mendigos, pero fijos sólo estaban otros dos grupos: uno que tenía su<br />

base casi en las puertas mismas de la Plaza de Toros, y dos chicas y un<br />

chico con los que solíamos pelearnos los domingos junto a «La Casa<br />

Vieja» Abigail Anaya, que no era el mayor pero seguía siendo el más<br />

listo, consiguió reunirlos a todos, y éramos once.<br />

—O juntos o «envainados» —dijo—. Porque ya rondan por aquí dos<br />

«cholos» cabrones que nos sacan al menos la cabeza, y ésos son como<br />

los zamuros que donde uno se posa acuden todos.<br />

—Son fuertes.<br />

—Son dos.<br />

—Pero fuertes.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 16<br />

—Pero dos. Y nunca se hablan porque uno es de Boyacá y el otro del<br />

Tolima, y ésas son gentes que no se llevan bien y ni tan siquiera el<br />

hambre los arrejunta.<br />

Debían superar los quince años y andaban como al acecho, con la<br />

mirada esquiva, sobre todo el segundo, el del Tolima, un chicarrón que<br />

en tiempos mejores debió comer lo bastante como para desarrollar<br />

espaldas de «chircalero»..<br />

Los «chircaleros» se ganan la vida fabricando ladrillos y de tanto<br />

cargarlos, o se quiebran el espinazo o te pueden partir la cabeza de un<br />

golpe.<br />

Era sin duda alguna un «hijoeputa» muy peligroso para quien como la<br />

mayoría de nosotros apenas le llegaba al pecho, y Abigail Anaya tenía<br />

sobrada razón al alegar que si esperábamos a que se asociara, con<br />

otros de su tamaño y cuerda, tendríamos que irnos.<br />

De pronto comprendimos que todos aquellos que siempre habíamos<br />

creído no tener nada, teníamos algo, y que ese algo eran las basuras,<br />

los desperdicios y las limosnas de un pedazo de ciudad no mayor de<br />

cuatro calles.<br />

Y un Abigail Anaya que hablaba como los ángeles.<br />

Ese día se presentó descalzo y sin su brillante chubasquero amarillo;<br />

más sucio y desgreñado que de costumbre; más como los que no nos<br />

esforzábamos por encontrar una fuente en que lavarnos, e incluso su<br />

voz no era la voz con que se dirigía a los turistas o los dueños de las<br />

tiendas a las «que su mamá le había enviado a comprar un bojote de<br />

cosas», sino que parecía estar imitando al tuerto Hipólito, que era quien<br />

más palabrotas decía de cuantos conocíamos.<br />

Puede creerme si le digo, señor, que aquella tarde, allí, sentados en el<br />

prado que sube de la Carrera Diez a la Plaza de Toros, nació un líder, y<br />

que muy pronto a ninguno de los presentes se le ocurrió poner en duda<br />

una sola de sus palabras o sus órdenes.<br />

—Primero nos ocuparemos del «cholo» de Tolima —sentenció—.<br />

Después del otro.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 17<br />

Fue así como nació «La Gallada de los Tragavenados», sonoro nombre<br />

con el que nos autobautizamos con la intención de hacer cundir el<br />

pánico entre nuestros enemigos, aunque a decir verdad tal<br />

denominación no gozó de larga vida, puesto que muy pronto, y por una<br />

razón que a continuación explicaré, nuestra pandilla fue siempre<br />

conocida por el significativo apodo de «La Gallada del Cemento».<br />

Abigail Anaya, que tal como recordará se había erigido en nuestro jefe,<br />

estableció un turno de «trabajo» tan preciso, que a la semana teníamos<br />

una idea muy clara de cuáles solían ser los movimientos del «cholo» del<br />

Tolima, dónde comía, cagaba, dormía, e incluso se emborrachaba,<br />

hasta caer redondo en cuanto conseguía un puñado de pesos, la mayor<br />

parte de las veces robando los limpiaparabrisas de los carros que<br />

acostumbraban pasar la noche en «nuestra zona».<br />

Fue por aquellas fechas cuando comenzaron a remodelar la plaza de la<br />

fuente, ensanchando la avenida, y el sábado siguiente aguardamos<br />

pacientes a que, ya bien entrada la noche, «nuestro objetivo» se<br />

encaminara, tambaleante, al rincón de la entrada del cine en que le<br />

gustaba dejar pasar sus largas borracheras.<br />

Se despertó bien entrada la mañana, encajado en una vieja silla sin<br />

asiento en mitad de la plaza, y tras abrir los ojos, observarlo todo a su<br />

alrededor y preguntarse cómo diablos podía haber llegado hasta allí,<br />

descubrió que no podía dar un paso, puesto que tenía los pies<br />

enterrados hasta los tobillos en una masa de cemento que ya se había<br />

cuajado.<br />

¡Aún no puedo evitar reírme al recordarlo! ¡Demonio de Abigail, qué<br />

cosas se le ocurrían! ¿Se imagina verse convertido de pronto en estatua<br />

viviente en mitad de una plaza? La gente le contemplaba sin atreverse a<br />

aproximarse por miedo a caer de igual modo en aquella ancha placa de<br />

cemento que parecía capaz de hundirse bajo sus pies, mientras el pobre<br />

desgraciado daba gritos de espanto o aullaba de dolor cuando se<br />

desollaba la piel o se descoyuntaba los huesos en sus inútiles esfuerzos<br />

por escapar de tan absurda trampa.<br />

Y en verdad que escogió un mal día para quedar allí atrapado, puesto<br />

que ni los obreros trabajaban, ni parecía haber nadie decidido a cargar<br />

con la responsabilidad de liberarle de su inquietante cepo.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 18<br />

Dos policías prometieron dar aviso a una patrulla y no volvieron; un buen<br />

hombre buscó un teléfono pero no supo a quién llamar, y un par de<br />

mujerucas alborotaron mucho señalando que se hacía necesario<br />

ayudarle, pero tampoco aportaron solución válida alguna mientras cuatro<br />

o cinco mocosos se reían y uno de ellos le arrojó una banana con que<br />

calmar su hambre.<br />

A la hora de comer todos se fueron.<br />

Con el culo hundido en la silla sin fondo, el pobre «cholo» se sorbía los<br />

mocos.<br />

Se me antojó una mariconada, pero visto desde esta distancia debo<br />

admitir que al fin y al cabo, y aunque yo lo considerase ya casi un<br />

adulto, no tendría en realidad más que esos quince años de que le<br />

hablaba.<br />

El otro, el de Boyacá, hizo su aparición sólo un instante, observó lo que<br />

ocurría, nos miró, uno por uno, y pareció comprender cómo estaban las<br />

cosas, porque sin decir palabra dio media vuelta y se alejó en dirección<br />

al centro sin que nunca más volviéramos a verle.<br />

Luego empezó a llover.<br />

Los paseantes de tarde de domingo decidieron irse a casa o refugiarse<br />

en un cine, por lo que en la plaza no quedó ya más que el «choloestatua»<br />

y la totalidad de «La Gallada de los Tragavenados» que le<br />

observaban impasibles.<br />

Fue un momento mágico, señor, se lo aseguro; la primera vez a lo largo<br />

de mi vida en que experimenté la sensación de ser alguien y formar<br />

parte de algo; el día en que comprendí que por enclenque que los<br />

demás me considerasen y grande que fuera mi miseria y mi hambre,<br />

tenía una fuerza que me venía dada por el hecho de que éramos<br />

muchos los enclenques hambrientos y miserables.<br />

Aquel «cholo» era poco menos que un adulto que casi me doblaba, en<br />

peso y en edad, pero aun así lo tenía ahora allí, frente a mí, vencido y<br />

humillado, tan impotente como tal vez no lo había estado nadie jamás en<br />

este mundo.<br />

El miedo le había obligado a orinarse, sus pantalones aparecían<br />

húmedos, y un diminuto charco amarillo ensuciaba el cemento.<br />

Casi al oscurecer, Abigail Anaya se plantó frente a él mostrándole un<br />

escoplo y un pesado martillo.<br />

—¡Toma, lárgate y no vuelvas! —fue todo lo que dijo.<br />

Se lo arrojó a los pies, y como señal de victoria nos llevó luego al carrito<br />

de doña Alcira y nos pagó a todos una «arepa» de cochino y una


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 19<br />

«colita».<br />

¡Fue una gran cosa, sí señor! ¡Una gran cosa..! Abigail Anaya supo<br />

convertir a los desamparados miembros de «La Gallada del Cemento»<br />

en una especia de familia en la que todo era de todos y el hambre y la<br />

miseria se compartían en democracia, sin que nadie se fuera nunca a<br />

dormir con el estómago más lleno que cualquiera de les otros.<br />

Personalmente seguía prefiriendo a Ramiro, a quien me unían largos<br />

años de penurias y muchas cosas, pero debo admitir que El Jefe tenía<br />

una sangre fría, una intuición y un don de mando que le colocaban muy<br />

por encima del resto de los muchachos de los barrios próximos, por lo<br />

que pronto consiguió, que sin ser de los más fuertes, el nuestro se<br />

convirtiera no obstante en un grupo evidentemente respetado.<br />

No podíamos impedir, desde luego, que algunos adultos e incluso media<br />

docena de mocosos ejerciesen de forma esporádica la mendicidad en<br />

nuestra zona a plena luz del día, pero en cuanto se anunciaban las<br />

primeras sombras la convertíamos en un coto cerrado, e incluso<br />

procurábamos evitar que los sempiternos ladronzuelos nocturnos<br />

actuasen a sus anchas sobre los carros de nuestros convecinos.<br />

Como contrapartida, nadie se opuso a que nos instaláramos en un<br />

pequeño sótano abandonado de la Veinticinco y Novena, que se<br />

constituyó por tal motivo en nuestro auténtico y primer «hogar».<br />

Disponíamos de un camastro, varias mantas, gruesos cartones que nos<br />

aislaban de la humedad del suelo, una mesa, tres sillas, un sinfín de<br />

cajones en los que sentarnos, e incluso una bombilla al final de un largo<br />

cable que le robaba la corriente a un farol de la calle.<br />

Dormíamos amontonados unos sobre otros, pero al menos dormíamos<br />

en seco, seguros, y hasta cierto punto calientes.<br />

Siete chicos y cuatro chicas.<br />

No. Por aquel entonces no establecíamos diferencias. El sexo era algo<br />

que seguía estando por debajo del estómago, y aquéllos eran tiempos<br />

en los que nuestra única preocupación era el estómago.<br />

Amanda, Rita, Filomena y una «catira» que no recuerdo cómo se<br />

llamaba porque fue la primera en marcharse, vestían como nosotros,<br />

hablaban como nosotros, estaban tan sucias como nosotros, e incluso<br />

se pegaban como nosotros, y por lo tanto a nadie le preocupaba si a la<br />

hora de mear lo hacían en cuclillas o contra un muro.<br />

Si la memoria no me falla, Rita, Amanda y el Calvo Ricardito eran<br />

hermanos y habían llegado con sus padres; una pareja bastante joven y<br />

que ellos juraban que eran muy buenos, pero que sin embargo un buen<br />

día los dejaron esperando en un banco del parque para no volver nunca.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 20<br />

Ricardito contaba que fue la noche en que comprendió que los habían<br />

abandonado en la ciudad, cuando se le cayó de pronto el pelo y no le<br />

volvió a crecer ni aunque le frotáramos el melón con mierda de burro.<br />

NO se sorprenda; conozco miles de casos en los que padres<br />

aparentemente normales dejan de pronto a sus hijos y desaparecen sin<br />

dejar rastro.<br />

Y es que, pese a todo cuanto se diga, señor, el principal problema de mi<br />

país no se centra en la falta de recursos económicos, el «narcotráfico» o<br />

su desmesurada violencia, sino en el hecho innegable de que casi la<br />

mitad de sus habitantes no tienen la menor idea de lo que significa ser<br />

un padre mismamente responsable.<br />

Para un hombre lo más importante suele ser demostrar que es muy<br />

macho dejando preñadas al mayor número posible de mujeres, y para<br />

esas mujeres lo más importante suele ser tener al lado un hombre que<br />

las cuide y las proteja.<br />

El resultado lógico —los hijos— se convierte por tanto en un engorro del<br />

que todos prefieren no tener que hacerse cargo, lo cual ha conseguido<br />

que casi la mitad de la población urbana esté constituida por hijos<br />

abandonados o ilegítimos.<br />

O ilegítimos y además abandonados.<br />

Una mujer con dos o tres críos de distinto padre difícilmente encuentra<br />

quien se haga cargo de una familia que no es suya, y llega un momento<br />

en que antepone la posibilidad de encontrar un nuevo hombre a sus<br />

propios hijos.<br />

Al fin y al cabo ése es el mundo en el que se ha criado, y ése es el<br />

ejemplo que ve continuamente a su alrededor.<br />

Pero no pretendo extenderme en disertaciones que no vienen al caso.<br />

Ése es su oficio, y si quiere entender mejor de qué le estoy hablando,<br />

vuele hasta allí y véalo por sí mismo.<br />

Yo me estoy limitando a contarle mi vida, que ya es bastante, y mucho<br />

gasto de saliva va a costarme.<br />

¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí, ya recuerdo! En el sótano de «La Gallera<br />

del Cemento».<br />

¡Buena época aquélla! La mejor de mi infancia, si me apura, pues<br />

aunque no fuera larga, sí fue intensa, y como hacía buen tiempo y lo<br />

compartíamos todo, por primera vez abundaron más las alegrías que las<br />

tristezas, y los momentos felices que las largas noches de miedos y<br />

amarguras.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 21<br />

Once niños armados de palos, piedras y navajas son muy capaces de<br />

imponer respeto incluso a los adultos, y cuando le prometíamos al<br />

dueño de un carro, un abasto, o una taberna que nadie atentaría contra<br />

sus intereses, podía estar seguro de que así era.<br />

Cobrábamos en dinero o en especie, y siguiendo las indicaciones de<br />

Abigail Anaya, nuestra misión no era ya mendigar por las esquinas o<br />

revolver en los cubos de basura, sino tan sólo estar atentos a la<br />

presencia de tipos «sospechosos» o a que ningún extraño causara<br />

estragos en las propiedades de quienes habían llegado a un acuerdo<br />

previo con nosotros.<br />

Debo admitir que eso hacía que en el fondo me sintiera en cierto modo<br />

orgulloso de mí mismo.<br />

Creo que ha sido la única vez en que me he situado de parte de la ley.<br />

Aunque tal vez no fuera de la ley, sino del orden, términos que a<br />

menudo van unidos, pero que, como 'Usted bien sabrá, no tienen por<br />

qué significar lo mismo exactamente.<br />

Recuerdo una tarde en que un tiparrón armado de un cuchillo atracó a la<br />

taquillera del cine de la plaza y trató de huir por la Eliecer Gaitán abajo.<br />

¡Dios, qué carrera! Como en una película de gángsters.<br />

¿Imagina lo que debió sentir aquel fulano al verse perseguido por cinco<br />

niños de este tamaño que le tiraban piedras? Un tocho como mi puño le<br />

reventó en mitad de la espalda, y Rita, que tenía un brazo que ya lo<br />

hubieran querido para sí muchos lanzadores de béisbol, le atinó «en toa<br />

la cocorota» tumbándole de bruces.<br />

Aun así se puso en pie esgrimiendo el cuchillo, pero cuando nos vio con<br />

más piedras en la mano pareció comprender que acabaríamos<br />

matándole, dejó el dinero en el suelo y se dio media vuelta.<br />

¡Sí, desde luego! Lo hubiéramos matado.<br />

Usted no tiene ni puñetera idea de lo que nos jugábamos.<br />

Hay que vivir allí y pasar muchas calamidades para comprender lo que<br />

llega a significar «El Territorio de una Gallada», y tomar conciencia de lo<br />

que puede ocurrir si los componentes de esa «Gallada» no saben<br />

hacerse respetar.<br />

Al día siguiente no eres nadie.<br />

Nueve años. Poco menos, quizá. ¿Qué quiere que le diga? Ha pasado<br />

mucho tiempo y nunca tuve clara mi verdadera edad, pero la edad de un<br />

«gamín» bogotano tiene poco que ver con la edad del resto de los niños<br />

de este mundo.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 22<br />

Se vive y se muere infinitamente más aprisa.<br />

Sobre todo, se muere.<br />

A Hipólito le entró de pronto una cagalera de caballo y se pasaba las<br />

horas sentado en la bacinilla, más verde que una lechuga.<br />

Ya era flaco, pero a los cuatro días no le quedaba más que la piel y<br />

hablaba tan bajito que no podías saber si estaba tratando de decirte algo<br />

o tirándose un pedo.<br />

¿Ha visto alguna vez uno de esos pajaritos que se caen de los nidos y el<br />

sol los seca hasta el extremo de que quedan convertidos en una bola de<br />

plumas que apenas pesa? Así murió el pobre Hipólito, frito sobre la<br />

bacinilla; recostado en el muro con la boca abierta y media lengua fuera;<br />

tan tieso que se le quedaron las rodillas hacia arriba y tuvimos que<br />

acabar por enterrarlo de costado.<br />

Allí está en la plaza; a unos cuatro metros a la izquierda según mira la<br />

estatua, en pleno declive, donde nace la curva de la gran avenida.<br />

Poco después se marchó la «catira».<br />

Le crecieron los pechos, tuvo su primera regla, empezó a mirarnos por<br />

encima del hombro y al poco se buscó su propia vida puteando en el<br />

centro.<br />

¿Qué otra cosa esperaba? A aquella edad, y en tales circunstancias, o<br />

lo daba por dinero o se lo quitaban por la fuerza, y lo primero resulta<br />

siempre mucho más rentable que lo segundo.<br />

Jamás supe quién era ni de dónde había salido. No hablaba mucho y<br />

tampoco creo que tuviera muy claro cómo demonios había llegado a<br />

convertirse en mujer sin quedarse a mitad de camino, por lo que se<br />

limitó a seguir una inercia que le obliga a pasar de niña a puta sin<br />

posibilidad de cambiar un destino que no era otro que parir nuevos<br />

niños.<br />

Puede jurar que a estas alturas habrá echado al mundo cuatro o cinco<br />

mocosos que repetirán lo que ella hizo.<br />

Nos quedamos en nueve, pero aun así hubiéramos seguido siendo lo<br />

suficientemente fuertes como para controlar aquel pedazo de ciudad, a<br />

no ser por el hecho de que un mes más tarde el padre de Abigail Anaya<br />

abandonó la cárcel.<br />

Ramiro y yo éramos los únicos que sabíamos que iba a visitarle los<br />

domingos para llevarle ropa, comida, cigarrillos y la mayor parte del<br />

dinero que conseguía, y precisamente porque supimos guardar ese<br />

secreto ante los demás, nos ofendió que él se guardara a su vez el<br />

secreto de que estaban a punto de soltarle.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 23<br />

Dos semanas antes empezó a ponerse nervioso, y aunque se le<br />

advertía más alegre que de costumbre, se irritaba de pronto,<br />

impacientándose, cuando hacíamos algo mal o no obedecíamos al pie<br />

de la letra sus instrucciones, hasta que por fin dejó de darlas, consciente<br />

como estaba de que su liderazgo al frente de «La Gallada del Cemento»<br />

estaba a punto de concluir.<br />

¡Dios, cómo me dolió su marcha! Me sentí huérfano de nuevo, o tal vez<br />

sería mejor decir que por primera vez me sentí huérfano, pues cuando<br />

se es niño tu padre es aquel que te da seguridad y te protege, y aunque<br />

tan sólo fuera un par de años mayor que yo, ésa fue siempre la<br />

sensación que Abigail Anaya me produjo.<br />

Odié aquel hombre. Le vi tan grande, tan seguro de sí mismo y tan<br />

adulto, que no pude por menos que preguntarme para qué demonio<br />

podía necesitar a Abigail quitándonoslo a nosotros.<br />

Eran iguales, con la misma forma de caminar, de sonreír y de moverse;<br />

con idéntico aplomo y una voz sin inflexiones pero que puntualizaba muy<br />

bien cuanto importaba, sin permitir jamás que nadie se llamara a engaño<br />

sobre sus verdaderas intenciones.<br />

Y resultó evidente que, aunque no fueran más que dos, formaban una<br />

familia y eran felices juntos.<br />

No debió traerle.<br />

Han pasado muchos años y aún se lo reprocho.<br />

No. No debió demostrar cuan orgulloso se sentía de tener su propio<br />

padre y restregarnos por la cara que su apellido tenía una razón de ser<br />

justificada.<br />

He conocido «gamines», señor, que tenían madre. E incluso algunos a<br />

los que sus madres amaban sinceramente, pero le juro, señor, que<br />

Abigail Anaya fue el único que conocí que pudiera jactarse de que su<br />

padre le cogiera de la mano, le acariciara la mejilla o le alborotara<br />

cariñosamente el pelo.<br />

Sé que se le antojará una estupidez pero imagino que debe ser como si<br />

cuando usted era un mocoso hubiera descubierto que su mejor amigo<br />

era sobrino de Mandrake.<br />

¡Vaina! Fue cruel y pedante.<br />

Creo que, durante un tiempo, llegué a odiarle. Tenía zapatos de suela,<br />

un impermeable amarillo e incluso un auténtico padre. Demasiado, ¿no<br />

le parece? Ya veo que a usted no le impresiona, pero si tiene hijos le<br />

aconsejo que les coja de vez en cuando la mano.<br />

Les vi subir al autobús para sentarse juntos, y cuando me saludó por la


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 24<br />

ventana tuve la sensación de que Abigail Anaya había dejado de ser un<br />

líder capaz de perseguir a un ladrón a pedradas, para pasar a<br />

convertirse otra vez en un niño que se siente seguro porque ha<br />

delegado en un adulto la obligación de protegerle.<br />

Y es que en cuanto caía la noche, el miedo sí que podía llegar a ser<br />

superior al frío y al hambre.<br />

El hambre se calmaba con una «arepa»; el frío con un buen poncho,<br />

pero la sensación de inseguridad jamás te abandonaba y al oscurecer<br />

amenazaba con roerte las entrañas.<br />

Bogotá tiene fama de ser la ciudad más violenta del mundo; la más<br />

peligrosa y la más dura; aquélla donde el precio de una vida es el que le<br />

quiera poner quien pretende destruirla, y donde se cometen miles de<br />

asesinatos que ni siquiera se investigan.<br />

Recogen un cadáver y si a las veinticuatro horas nadie acude a<br />

reclamarlo, lo marcan con las dos fatídicas letras, «NN», y lo arrojan a<br />

una fosa común donde nunca protesta.<br />

Por eso, señor, si quiere cometer un asesinato impunemente, no se<br />

ande preocupando de coartadas ni de huellas. Limítese a llevarse la<br />

documentación del muerto para que pase así a convertirse en un simple<br />

«NN».<br />

Y hay mucho tarado suelto al que le encanta romperle el culo a un niño y<br />

acogotarle.<br />

También en su país tiene que haberlos, y le garantizo que si tuvieran la<br />

seguridad de que nadie iba a molestarse en atraparlos, rondarían de<br />

noche por los más oscuros callejones buscando un muchachito dormido<br />

al que tirarse.<br />

Allá en su tierra seguro que las viejas asustan a sus nietos con<br />

fantásticos cuentos de ogros y «hombres del saco», pero en mis tiempos<br />

hubo un fulano en «La Magdalena» que estranguló a tres «gamines»,<br />

para devorarles más tarde los testículos.<br />

Fue usted quien me pidió que se lo contara.<br />

Le advertí que mi historia no iba a resultarle agradable, pero aun así<br />

parece dispuesto a volver una y otra vez y sentarse a que le siga<br />

hablando de cosas que admito que incluso a mí a veces me hacen daño.<br />

Creía haberlo superado, es cierto; abrigaba el convencimiento de que<br />

cuanto ocurrió en aquellos primeros años estaba ya muerto y enterrado,<br />

pero recordar al padre de Abigail Anaya ha sido como abrir un cajón en<br />

el que encuentras de pronto un viejo reloj que habías olvidado.<br />

Le das cuerda, escuchas y por un momento te asombras de que


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 25<br />

comience a funcionar como si el tiempo no hubiese pasado. El<br />

segundero avanza con minúsculos saltos y descubres que continúa<br />

haciendo su trabajo con la misma monótona impasibilidad que hace ya<br />

tantos años.<br />

Por unos instantes sientes la tentación de usarlo nuevamente, pero al<br />

poco comprendes que pesa mucho, está anticuado y ni siquiera es<br />

automático.<br />

Se quedará en el mismo cajón por otros siete años, pero durante todo<br />

un día, mientras le dure la cuerda, será tan exacto como el que ahora<br />

cargo.<br />

En este instante, el recuerdo del día en que Abigail Anaya se marchó<br />

con su padre tiene para mí tanto valor como lo que me pudo ocurrir el<br />

mes pasado, o quizá más, porque después de tanto tiempo sé muy bien<br />

que aquél fue un acontecimiento que habría de marcar mi vida<br />

definitivamente, mientras que el mes pasado no aconteció gran cosa<br />

digna de recordarse.<br />

Y es que en cuanto nos faltó Abigail Anaya no fuimos nada.<br />

O tal vez sí; tal vez nos convertimos en una auténtica pandilla de<br />

«gamines» descontrolados, y eso era sin duda lo peor que hubiera<br />

podido sucedemos.<br />

Robar y mendigar se convirtió de nuevo en hábito.<br />

Sin la autoridad de Abigail la disciplina se relajó en poco más de una<br />

semana, y aun cuando continuábamos durmiendo hacinados en el<br />

pequeño sótano, ya cada uno iba a su aire, se buscaba la vida como<br />

buenamente podía, y jamás se detenía a meditar sobre si lo que estaba<br />

haciendo acarrearía o no consecuencias negativas al resto de la<br />

«gallada».<br />

Ramiro fue quien con más fuerza insistió en que deberíamos seguir la<br />

línea que habíamos llevado, y aunque Amanda y yo le apoyábamos, el<br />

resto no hizo caso, y pronto descubrimos que Ricardito y Pancho se<br />

habían aficionado al «bóxer» mientras que el Patacorta estaba<br />

enganchado al «basuco».<br />

¡Mala cosa el «basuco»! ¡Mala sobre todo cuando no tienes más que<br />

nueve años! Cuando aún no había cumplido los once, el Patacorta le<br />

rajó la barriga a un traficante para robarle trescientos gramos de vicio<br />

que se metió «palcuerpo», y al mes apareció en un portal con la<br />

garganta abierta de lado a lado y una oreja en la mano.<br />

¿«Bóxer»? Una especie de pegamento que se aspira, te produce<br />

somnolencia, te hace sentir bien y, sobre todo, te ayuda a olvidar el


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 26<br />

hambre por un rato.<br />

No. No es nada saludable desde luego, pero al menos no te engancha<br />

como la «coca», la «yerba» o el «basuco», ni te destroza los pulmones<br />

como esos locos que para atontarse aspiran el tubo de escape de los<br />

carros.<br />

¿Qué pregunta? Lo que se trata es de buscar la forma de escapar a la<br />

realidad que te rodea, y cuando no hay nada mejor hasta el humo de un<br />

coche puede servir de ayuda.<br />

¡Naturalmente! Yo lo he probado todo, pero quizá la única razón por la<br />

que puedo contarle cuanto le estoy contando, se basa en el hecho de<br />

que no permití que ni el «bóxer» ni el vicio me atraparan definitivamente.<br />

Una vez oí en la radio que sólo dos de cada diez «gamines» llegan a<br />

sobrepasar los quince años, y si soy uno de ellos se lo debo sin duda a<br />

que, por alguna extraña razón que nunca supe, mi cuerpo rechazaba<br />

esa mareante sensación de aturdimiento que tanto daño produce.<br />

Sobrevivir en las calles se iba haciendo cada vez más difícil, pero<br />

sobrevivir drogado se convertía sin duda en una hazaña imposible.<br />

Como las malas rachas tienen la jodida costumbre de venir<br />

acompañadas, pronto empezó de nuevo a llover y fue esa lluvia la que<br />

provocó la definitiva desbandada.<br />

Rita desapareció sin dejar rastro.<br />

Era muy linda. Pequeña y siempre sucia, pero linda con sus enormes<br />

ojos negros y su pelo muy largo. Lo único que supimos de ella nos lo<br />

contó un portero del «Tequendama», que vio cómo un señor la invitaba<br />

a subir a un carro, muy elegante a la puerta de la librería del otro lado de<br />

la calle.<br />

Lo más probable que al día siguiente se hubiera convertido en una<br />

«NN», pero cuando quisimos reaccionar era ya demasiado tarde.<br />

¿Y quién hubiera prestado atención a tres enanos zarrapastrosos que<br />

buscaban a una niña aún más zarrapastrosa? A Ricardito y Amanda los<br />

consolé tratando de convencerles de que probablemente el señor del<br />

carro había decidió adoptarla y ahora estaría feliz en una casa rica, pero<br />

jamás se lo creyeron.<br />

¿Quién podría creérselo? Bañada y perfumada aquella criatura que no<br />

pesaría aún cuarenta kilos, podría hacer las delicias de algún sádico, y a<br />

esa clase de gente no les gusta dejar testigos de sus actos.<br />

Hay un «gringo», aunque en realidad es europeo porque allí a casi todos<br />

los extranjeros rubios se les llama «gringos», que tiene una casa en el<br />

«Country» por la que se dice que han pasado más menores de edad


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 27<br />

que por un instituto.<br />

El tipo anda en la esmeralda, abasteciendo a los grandes joyeros<br />

franceses, y por lo que cuentan, ¡aunque vaya usted a saber si no son<br />

más que habladurías!, se ha cargado más niños que el Herodes aquel<br />

de la Edad Media.<br />

¿Qué importancia tienen unos siglos más o menos? Por lo visto el tal<br />

Herodes era muy bestia.<br />

Es posible que a Rita la mataran, acabara en el «Country» o tal vez se la<br />

llevaran a una de esas haciendas donde las cuidan bien y las convierten<br />

en criadas para todo o en fulanas selectas para prostíbulos de lujo.<br />

He conocido algunas. ¿De qué vale negarlo? Pero ésa es ya otra<br />

historia que contaré más adelante.<br />

Ahora le estaba hablando de aquellos lejanos días en que «La Gallada<br />

del Cemento» se deshizo como un pedazo de pan bajo la lluvia del<br />

invierno, obligándonos a volver a los amargos tiempos de hambre y frío,<br />

e incluso, a otros muchísimo peores que llegarían algo más adelante.<br />

¿Le sorprende que pueda haber cosas peores? Usted no ha visto nada.<br />

Lo que le estoy contando es el preludio de mi historia, pero si lo prefiere<br />

lo dejamos.<br />

Entiendo que a alguien que no está acostumbrado al tipo de vida que yo<br />

viví, las cosas que ocurrieron después pueden impresionarle, pero al fin<br />

y al cabo es usted quien insiste en conocerlas y no quiero llamarle a<br />

engaño.<br />

La vida se volvió muy dura.<br />

Muy, muy dura.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 28<br />

Ramiro y yo tuvimos que marcharnos del sótano.<br />

¿Qué importan los motivos? Nos fuimos, eso es todo.<br />

Llevábamos cinco o seis años juntos y no era cuestión de separarnos,<br />

por lo que agarramos nuestras cosas y nos instalamos en una vieja<br />

furgoneta abandonada en el aparcamiento del otro lado de la plaza.<br />

No era un mal sitio, aunque bastante húmedo y frío, pero de noche nos<br />

alumbraban las farolas del parque.<br />

Teníamos cartones con los que tapar las ventanas y conseguir una<br />

oscuridad casi total, pero lo cierto es que preferíamos que nos diera la<br />

luz porque sigo pensando que no existe cosa peor que las tinieblas.<br />

En cuanto caía la tarde cerrábamos por dentro con un hierro atravesado<br />

y podíamos dormir tranquilos, aunque cuando llovía muy fuerte había<br />

goteras y el estruendo sobre el techo apenas nos permitía pegar ojo.<br />

Una vez el granizo casi nos vuelve locos.<br />

Tuvimos que volver a mendigar, revolver en los cubos de basura, e<br />

incluso recurrir a arrebatarle a las señoras la bolsa de la compra.<br />

Inventamos un sistema bastante práctico a base de quemarles la mano<br />

con un cigarro.<br />

¡Dios, qué alarido pegaban! El gesto instintivo era soltar la bolsa y allí<br />

estábamos nosotros para atraparla en el aire y perdernos de vista en un<br />

instante.<br />

No era frecuente, no.<br />

Quizás una vez a la semana. Dependía de lo que consiguiéramos.<br />

En realidad lo que solíamos hacer era correr hasta un portal, agarrar lo<br />

que podía servirnos, y devolverle luego la bolsa a la señora si aún<br />

seguía dando gritos.<br />

¿Para qué queríamos pinzas para la ropa, escobas, limpiacristales,<br />

estropajos, o todo ese sinfín de cosas que compran las amas de casa y<br />

que no quitan el hambre? Lo más que sabíamos preparar en una<br />

improvisada hoguera era un puchero o unos espaguetis, y por lo tanto lo<br />

que nos interesaba era comida, ya que ninguno de los dos estaba en el<br />

vicio.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 29<br />

¡Vicio! «Basuco», «coca», «yerba»... ¡Ya sabe! Mucho más jóvenes los<br />

he visto enganchados para los restos, pero gracias a Abigail, Ramiro<br />

nunca le entró y creo que ya le conté que a mí no me gustaba.<br />

Alimentar vicio es mucho más difícil que alimentar nueve hijos, téngalo<br />

por seguro.<br />

Incluso en el país del «basuco» y de la «coca» el vicio cuesta una pasta<br />

y para eso no te basta con mendigar ni afanar bolsas. Tienes que<br />

convertirte en atracador o no te alcanza.<br />

Ramiro y yo nos conformábamos con comer e ir al cine.<br />

¡Me encanta! Me volvía loco el cine, y aún me sigue pareciendo lo más<br />

grande que existe. ¡Lástima que lo hayan aguado! ¡No me diga que ver<br />

una película por televisión no es como beberse un ron aguado...! Los<br />

Siete Magníficos, Duelo de Titantes, Grupo Salvaje, Fort Apache... ¡Eso<br />

sí que eran películas! En pantalla grande, con la sala a oscuras y<br />

comiendo palomitas de maíz hasta que te salían por las orejas.<br />

¿Sabe lo que creo? Que admirábamos a aquellos héroes porque en la<br />

pantalla eran mucho más grandes que nosotros. ¿Quién puede admirar<br />

a nadie que está metido dentro de una cajita de este tamaño? Puede<br />

que resulte simpático, pero nunca se convertirá en un ídolo.<br />

El cine costaba entonces cinco pesos o una patada en el culo si te<br />

agarraban tratando de colarte.<br />

Y casi nunca conseguíamos los pesos.<br />

¡Imagínese cuántas patadas me habrán dado si raro era el día que no<br />

intentara colarme! Pero si lo conseguía me veía hasta tres veces la<br />

misma película. Nos acurrucábamos bajo los asientos y en ocasiones<br />

incluso dormíamos allí esperando la sesión del día siguiente. Raíces<br />

Profundas la vi más de treinta veces, y me sentía como si yo fuese aquel<br />

niño que corría desesperadamente para presenciar cómo Alan Ladd<br />

mataba a todos los malos con una sangre fría impresionante.<br />

¡Claro que me gustaba Alan Ladd! ¿Qué quiere que le diga...? También<br />

yo soy retaco.<br />

¿Sabe qué era lo malo que siempre le encontré al cine? Que cuando se<br />

encienden las luces vuelves a la realidad, y ése es un golpe muy duro.<br />

Salir de un lugar en el que estás caliente, seguro y viviendo aventuras<br />

maravillosas en mundos tan distantes, para encontrarte de pronto en<br />

mitad de la calle, lloviendo, con hambre, y sabiendo que tienes que ir a<br />

meterte en un cajón de lata, es como si te soltaran un «batazo» en mitad<br />

de los morros.<br />

Me entraban ganas de llorar, pero que yo recuerde nunca lloré de niño.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 30<br />

Más tarde sí. Mucho más tarde.<br />

Con el paso del tiempo llegué a la conclusión de que los hombres deben<br />

llorar si tienen motivos para hacerlo, y lo que es a mí, motivos me<br />

sobraron.<br />

También me sobraban de pequeño, usted mismo puede verlo, pero en<br />

aquel tiempo aún estaba convencido de que era una muestra de<br />

debilidad que no podía permitirme. Un «gamín» que llorara era un<br />

«gamín» al que al día siguiente le cogían el culo. Tenías que defender lo<br />

que tenías, incluidas tus propias amarguras, puesto que en cuanto<br />

demostrabas el más mínimo gesto de debilidad te quitaban el sitio.<br />

Si «el hombre es lobo para el hombre», el niño es una auténtica piraña<br />

para el niño. Nada hay más cruel que un niño cruel, y en la calle la<br />

crueldad era la única asignatura que se estudiaba diariamente.<br />

Yo podía dar mi vida por Ramiro y Ramiro por mí, pero quitándole a él,<br />

todos los demás eran mis enemigos.<br />

Incluso Amanda y Ricardito el Calvo se pasaron al otro bando desde el<br />

momento mismo en que se disolvió la «gallada».<br />

Un día nos robaron.<br />

¿Se imagina? ¡Robarnos a nosotros! Entraron en la furgoneta y<br />

arramblaron con lo poco que teníamos.<br />

Y no por hambre, no. Hubiéramos compartido con ellos nuestra comida;<br />

fue para cambiarlo por «basuco».<br />

El vicio, ya le dije.<br />

Fue el vicio el que transformó el barrio en una jungla.<br />

Mendigar, suplicar, revolver los cubos de basura, o incluso cometer<br />

pequeños hurtos por hambre eran cosas que la gente aceptaba.<br />

Bogotá siempre fue así, que yo recuerde, y los bogotanos entendían que<br />

era el precio que tenían que pagar por culpa de unos pecados que casi<br />

todos compartían.<br />

Nos habían echado a un mundo que no habíamos pedido y<br />

constituíamos una pequeña carga que tenían que soportar<br />

pacientemente.<br />

Pero llegó el «basuco».<br />

¿Quién tuvo la culpa de que tantos «gamines» se enviciaran buscando<br />

una evasión a sus muchas tristezas? ¿Quién quiso hacerse rico<br />

ofreciéndoles un mísero consuelo que muy pronto se volvió contra ellos?<br />

Yo soy el menos indicado para culpar a nadie, usted lo sabe. No soy


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 31<br />

quién para hacer este tipo de preguntas, pero no puedo evitar pensar en<br />

ello y entender muchas cosas que nunca quise entender por mera<br />

conveniencia.<br />

¿Qué se podía esperar de quienes habían sido capaz de robar»» los<br />

más miserables? La gente comenzó pronto a cansarse de nosotros, y<br />

las patadas y los coscorrones fueron dejando paso a bestiales palizas<br />

sin razón aparente.<br />

El mundo pareció dividirse ese invierno en dos bandos irreconciliables;<br />

de un lado estábamos Ramiro y yo, ¡míreme bien y calcule lo que podría<br />

abultar en aquel tiempo!, y del Otro el resto de los seres humanos.<br />

Y los perros.<br />

Perros enormes que se nos echaban encima en cuanto nos<br />

descuidábamos.<br />

Dogos, mastines y sobre todo esos malditos dobermann de nefasto<br />

recuerdo.<br />

Mire este brazo, estas marcas y estos desgarros. El muy «hijoeputa» me<br />

enganchó por la ventanilla cuando me aproximé a pedir unos pesos, su<br />

dueño arrancó, y me arrastró colgando de los colmillos casi cuarenta<br />

metros.<br />

Dobermann que veo, dobermann que me cargo.<br />

Aquél fue en verdad un año de perros. Alguien debió hacer una fortuna<br />

vendiéndoselos a los ricos, y no había casa, ni coche y ni casi<br />

transeúnte medianamente acomodado que no anduviera con su bestia<br />

de un lado a otro incordiando a la gente.<br />

La ciudad se convirtió en una inmensa perrera.<br />

Pero no estaban bien enseñados y pronto comenzaron a morder a los<br />

criados, a los niños de la casa e incluso a sus propios dueños.<br />

¡Dios, qué desastre! No quedó culo sano, y murió más gente con la<br />

garganta abierta que por culpa del tráfico.<br />

Tuvieron que improvisar a toda prisa patrullas de perreros que no daban<br />

abasto, pues muchas de aquellas fieras se escaparon vagando por la<br />

ciudad y convirtiéndose en un auténtico peligro mayor aún que los<br />

«gamines».<br />

Al final ni siquiera se molestaban en echarles el lazo; los mataban de un<br />

tiro y a otra cosa.<br />

Quizás eso les dio la idea.<br />

Si había dado resultado con los perros, ¿por qué no con nosotros?


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 32<br />

Suena duro, lo sé, pero el problema empezó con dos muchachos que<br />

atracaron a la hija de un banquero. Les empujaba el vicio, ¡siempre el<br />

vicio!, y no se conformaron con quitarle unos pesos o los anillos. La<br />

violaron y a poco más la matan.<br />

Se quedó medio tonta.<br />

Cuando a una chica de barrio la violan, a veces se queda embarazada<br />

pero, por lo que tengo visto, las hijas de los ricos además se quedan<br />

tontas.<br />

Ignoro las razones, o quizá se deba a que la chica de barrio está hecha<br />

a la idea de que pueden joderla, mientras las otras, las de buena familia,<br />

no se lo esperan nunca y cuando les ocurre les coge de sorpresa.<br />

Fuera como fuera, el fulano se lo tomó a lo grande y contrató cuatro<br />

matones que se dedicaron a buscar a aquel par de canallas para<br />

cortarles los huevos y llevárselos a casa.<br />

¡Había tantos candidatos! «Dos chicuelos ya crecidos, de unos catorce<br />

años, mugrientos y apestosos, zumbados de "basuco" y ron barato y<br />

armados de navajas.» Como podrá comprender era una descripción que<br />

concordaba con la de unos doscientos muchachos de la zona.<br />

Debieron llenar un cesto de cojones porque dejaron los portales<br />

sembrados de cadáveres.<br />

Y las calles vacías por más de seis semanas.<br />

Cundió el pánico entre quienes se suponía que no temían ya nada, y<br />

durante casi dos meses el número de atracos o asaltos a mujeres<br />

descendió hasta unas cifras que pocos recordaban.<br />

Conmigo no iba la cosa.<br />

Ni con Ramiro tampoco, desde luego.<br />

Para violar a alguien tendríamos que habernos subido uno encima del<br />

otro y ayudarnos con el mango de una escoba, pero aun así nos visitó el<br />

espanto cada noche en forma de sombras y susurros que llenaban la<br />

plaza.<br />

Diez años, tal vez once, y nos pasábamos las horas con los ojos como<br />

platos y un nudo en la garganta, aguardando la visita de los feroces<br />

vengadores del honor de una muchacha cuyo padre tenía por lo visto<br />

mucha plata.<br />

¿Ha escuchado alguna vez cómo llora el viento de la sierra en Bogotá?<br />

Llega desde la cima del Monserrate, valle abajo, se lanza por las calles<br />

que cruzan de Este a Oeste, y se aleja hacia el cementerio para<br />

perderse al fin por la sabana y allí esconderse.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 33<br />

Pasada la medianoche ni un ánima en pena se aventura por las aceras y<br />

las plazas de la ciudad cuando sopla ese viento, y no es sólo que te<br />

corte la cara y te desfleque el alma; es que te susurra en los oídos<br />

palabras tan heladas que acabas aceptando que es como algunos<br />

aseguran «El Beso de la Vieja Inesperada».<br />

Hasta los difuntos se estremecen en sus tumbas cuando pasa.<br />

¡Imagine, señor, lo que puede ser ese viento colándose por entre las<br />

rendijas de una desvencijada furgoneta de puertas mal ajustadas, y la<br />

angustia que te invade cuando a las tres de la mañana crees escuchar<br />

que trae voces de asesinos que buscan nomás cortarte las pelotas!<br />

¿Sonríe? No. No me lo niegue. Sus labios no se han movido, pero en<br />

sus ojos he visto que ha sonreído.<br />

Si en verdad pretende tener una idea precisa de lo que le estoy<br />

hablando, tal vez le convendría pasarse una noche en las calles de<br />

Bogotá cuando sopla ese viento. Alquile un viejo carro, métase dentro y<br />

aguarde el amanecer helándose los huesos.<br />

Observe estos dedos que ya parecen garras. Tengo la mitad de años<br />

que usted y apenas puedo moverlos. «Artritis» dice el doctor que se<br />

llama, y nunca entendí muy bien qué vaina significa la palabra, pero de<br />

lo que estoy seguro es de que fue ese viento el que me encogió hasta<br />

los tendones dejándome esta mano como ahora la tengo.<br />

Y el que me echó abajo los dientes.<br />

¡Faltaría más! Como que me costaron diez mil pesos. Pero si lo que<br />

pretende saber es si además de míos son falsos, admitiré que lo son<br />

aunque usted debe admitir a su vez que resulta casi imposible<br />

adivinarlo.<br />

Hablábamos del viento.<br />

¿O será mejor decir que hablábamos del miedo? A los dos meses las<br />

cosas volvieron a su cauce, los matones se fueron, se acabaron las<br />

castraciones y las muertes, pero casi de inmediato recomenzó el eterno<br />

chorreo de robos, asaltos y violaciones.<br />

Fue por aquel entonces cuando hicieron su entrada en escena «Los<br />

Limones».<br />

Victorino, Otelo y Calixto Limón, primos hermanos, tenían al parecer<br />

bien merecida fama de violentos allá en su ciudad natal, Tuluá, en el<br />

Valle del Cauca, y por si no lo sabe le diré que, incluso entre los<br />

colombianos, el Cauca está considerada región harto violenta, donde la<br />

represión política de los años cincuenta alcanzó proporciones de<br />

auténtica catástrofe.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 34<br />

Asesinos a sueldo de la ultraderecha más reaccionaría, los<br />

terratenientes del Cauca habían utilizado a «Los Limones» para liquidar<br />

a la oposición liberal y campesina, y por lo que tengo entendido<br />

cumplieron tan a la perfección su macabro cometido que al fin no les<br />

quedó ya nadie digno de mención que empujar por delante.<br />

Dicen que fue una asociación de comerciantes de la Carrera Siete la<br />

que los trajo, aunque otros aseguran que fueron dueños de hoteles y<br />

restaurantes, e incluso hubo quien acusó a un comisario de Policía que<br />

prefería mantenerse al margen de tan sucio trabajo.<br />

Eran como una calcomanía el uno del otro; cetrinos, de nariz aguileña,<br />

medianos de estatura, flacos y silenciosos, con las manos ocultas<br />

siempre bajo los grises ponchos y el sombrero embutido sobre unos ojos<br />

que jamás te miraban, pero que parecían estarte acechando por más<br />

que te ocultaras.<br />

Establecieron su cuartel general en un cafetín de la avenida Lima, en la<br />

mesa del fondo, la espalda contra el muro y con la esquina del<br />

mostrador delante, sin que ningún cliente osara ocupar un lugar tan bien<br />

protegido por más que se supiera que «Los Limones» no acostumbraran<br />

hacer su aparición hasta mediada la tarde.<br />

Nadie supo jamás dónde vivían, nunca comían dos veces seguidas en el<br />

mismo restaurante, y nunca se acostaban con las mismas mujeres,<br />

saludables costumbres que habían adoptado en su lugar de origen y que<br />

les permitían continuar fumando sus eternos habanos a pesar de contar<br />

con tantos enemigos.<br />

Las primeras semanas no se hicieron notar, mas luego se<br />

transformaban al caer la noche en el mismísimo manto «De la Vieja<br />

Inesperada», pues donde quiera que iban dejaban a sus espaldas tal<br />

reguero de difuntos que se podría pensar que había pasado más bien la<br />

negra de la guadaña.<br />

Cadáveres sin nombre de chicos solitarios ni siquiera tenían tiempo de<br />

amontonarse en el Depósito, pues alguien había dado la orden de que<br />

los fueran echando a las fosas comunes antes de que se enfriaran.<br />

Otra vez el espanto.<br />

El terror en su más pura esencia y sin disculpas; la ley del tiro en la nuca<br />

o el tajo en la garganta, pues lo mismo les daba la bala o el cuchillo,<br />

sabiendo como sabían que nadie iba a exigirles explicación alguna de<br />

sus actos.<br />

¿Qué fue de las «galladas»? Incluso la más temida: la del «Cóndor»,<br />

que había implantado su ley durante años en pleno Parque Santander,<br />

se disolvió en el aire la madrugada en que su carismático líder, Gabino


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 35<br />

Cagafeo apareció ahogado en la fuente con la lengua cortada.<br />

Dos días antes había gritado zumbado de «basuco» que a un auténtico<br />

Cóndor ningún Limón le asustaba.<br />

Y empezaron de los quince hacia arriba, eligiendo muy bien a aquellos<br />

muchachos que habían visitado en alguna ocasión los odiados<br />

calabozos de «La Treinta» o Sesquilé.<br />

Todo el que tenía ya una ficha policial dejó muy pronto de tenerla, y los<br />

archivos oficiales comenzaron a vaciarse día tras día, pues guardar<br />

fichas de muertos es un trabajo inútil y una evidente pérdida de espacio.<br />

Quién les daba tales datos nunca pudo saberse, pero la fregona del<br />

cafetín de la avenida Lima juró más tarde que a menudo los veía<br />

estudiar largas listas donde tachaban nombres.<br />

Aunque suene macabro se puede asegurar que por aquellos tiempos<br />

alguien muy poderoso se propuso limpiar los bajos fondos de Bogotá, y<br />

a falta de los tan cacareados «Limones del Caribe» decidió emplear los<br />

mucho más eficaces «Limones de Tuluá».


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 36<br />

La violencia, señor, es como una piedra al borde de un abismo. Lo mejor<br />

es no tocarla, y cuando se la toca se la puede frenar con un pequeño<br />

esfuerzo, pero si se permite que ruede arrastrando tras sí rocas<br />

mayores, llega un momento que ya no hay quien la controle.<br />

Así ocurrió en Colombia.<br />

Hubo un momento, y que conste que le hablo de oídas, pues eso es<br />

algo que ocurrió antes de que yo naciera, en que unos pocos creyeron<br />

que la violencia era una sinrazón de su exclusivo patrimonio, pues<br />

tenían gran cantidad de tierras y riquezas, pretendían conservarlas, y<br />

cuando empezaron a descubrir que alguien les discutía la legitimidad de<br />

todo ello, imaginaron que eran también los únicos propietarios de la ley<br />

de la fuerza.<br />

Lo fueron por un tiempo, más luego la piedra comenzó a rodar<br />

desmelenada y dudo que alguien pueda ya detenerla.<br />

Quince o veinte mil muertos anuales, ¡resulta imposible saber la cifra<br />

exacta!, es lo que se suele cobrar la violencia colombiana, y lo más triste<br />

es que ninguna de esas muertes resolvió jamás el más pequeño de<br />

nuestros problemas nacionales.<br />

«Los Limones» son un ejemplo muy claro en este caso, y se lo digo yo,<br />

que de violencia sé bastante.<br />

Mataban a destajo, pero no tenían en cuenta que cada día que mataban<br />

a un «"gamín" hijo de puta» nacían cuatro o cinco hijos de puta que<br />

acabarían convirtiéndose a su vez en «gamines».<br />

Era como tratar de contener el cauce de un río con las manos.<br />

Cuando alguien se acostumbra a convivir desde niño con el hambre y el<br />

frío, acaba también por acostumbrarse a vivir con el pánico.<br />

Y «Los Limones» habían pasado toda su vida asesinando en una ciudad<br />

pequeña y en el campo.<br />

Bogotá se les quedó muy grande.<br />

Su indiscutible éxito inicial se debió sin duda a la magnífica <strong>info</strong>rmación<br />

que recibían sobre la identidad y las costumbres de sus víctimas, pero<br />

cuando llegó un momento en que los nuevos candidatos a seguir el<br />

camino del Depósito tomaron precauciones y comenzaron a preparar a


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 37<br />

su vez el contraataque, la «cumbia» les sonó ya de otra manera.<br />

Como le conté ayer, Calixto Limón había adquirido el saludable hábito<br />

de no comer dos veces seguidas en el mismo restaurante ni acostarse<br />

dos veces con la misma puta, pero alguien descubrió que tenía la fea<br />

costumbre de jugar siempre al mismo número en la lotería de los<br />

sábados.<br />

¡No puede ni imaginarse cómo son mis compatriotas para la lotería...!<br />

¡Les vuelve locos!<br />

Juegan a todas, casi todos los días, y hacen infinidad de cabalas sobre<br />

las terminales que van a salir dependiendo de un sueño que han tenido;<br />

de la fecha, y de si vieron a un tuerto o un jorobado... ¡Yo qué sé<br />

cuántas cosas!<br />

¡Pura superstición!, pero gracias a ellos, miles de desgraciados malviven<br />

en Colombia.<br />

Montan sus puestecillos en la calle, muy pegaditos los unos a los otros,<br />

o te persiguen por los parques y los bares insistiendo en que te lleves el<br />

numerito de la suerte.<br />

Para Calixto Limón era uno que acababa en catorce, aunque en eso no<br />

debe hacerme mucho caso, quizá fuera otro distinto... ¡Cualquiera sabe!<br />

Catorce o el que fuera, ¿qué más da?, lo cierto es que él lo buscaba con<br />

ahínco, y había conseguido que una vieja vendedora de la Carrera Ocho<br />

se lo guardara siempre.<br />

Aquel sábado, «Los Limones», que en todo se fijaban, no le dieron sin<br />

embargo mucha importancia al hecho de que por culpa de unas obras,<br />

la viejita hubiera desplazado su mesa plegable un poquito a la izquierda;<br />

cinco metros escasos.<br />

Otelo y Victorino, con las manos ocultas bajo los ponchos, vigilaban.<br />

Calixto compró su numerito, señor, su numerito de la suerte, y en el<br />

momento en que iba a pagarlo, de la rejilla que estaba bajo sus pies y<br />

que sirve de ventilación a un pasaje subterráneo, surgió una barra de<br />

acero con la punta afilada que le entró justamente por el ano y le subió<br />

hasta la garganta.<br />

Allí se quedó «empalado» y lanzando tal chorro de sangre por la boca,<br />

que la pobre vendedora se empapó de arriba abajo en un instante.<br />

Y el hierro estaba fijo al suelo. No sé cómo lo hicieron, pero cuentan que<br />

mientras Calixto Limón lanzaba aullidos de dolor y agonizaba, entre<br />

Otelo y Victorino tuvieron que sacarlo como se saca un «pincho<br />

moruno» de su alambre, tirando de las nalgas y subiéndolas por encima


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 38<br />

de sus propias cabezas.<br />

La gente les miraba.<br />

Por lo que tengo sabido, se formó un corro de curiosos que observaba<br />

en silencio cómo dos hombres empapados en sangre se esforzaban por<br />

salvar a un tercero, sin que ni uno solo de los testigos hiciera el más<br />

mínimo gesto por ayudarles.<br />

Cuando al final se lo llevaron dejando atrás las tripas del que ya era un<br />

cadáver, alguien clavó en el hierro un enorme letrero que decía:<br />

«Aquí se exprimen limones.»<br />

Macabro sentido del humor, ¿no le parece?<br />

Así son por allá, y al fin y al cabo ellos se lo buscaron, pues hay que ser<br />

muy gallito y harto pendejo para creer que se puede llegar a una ciudad<br />

como la mía y ajustarle las tuercas.<br />

Son demasiados tornillos y demasiadas tuercas.<br />

¿Recuerda aquella película de Charlot en la que apretaba tornillos y<br />

acababa volviéndose loco? Eso fue lo que debió ocurrirle a «Los<br />

Limones».<br />

Cualquier asesino cuerdo que hubiese visto cómo toda una ciudad se<br />

ponía en su contra hubiese adoptado la sabia decisión de empadronarse<br />

en otro municipio, pero Victorino y Otelo Limón, que tanto habían<br />

matado, no quisieron aceptar las reglas de su juego y por lo visto juraron<br />

tomar cumplida venganza contra quienes le habían dado por el culo a<br />

Calixto con un pedazo de acero.<br />

Durante cuatro días nadie les vio siquiera el poncho, pero el sábado en<br />

la noche masacraron, y aunque debo admitir que la mayoría de los<br />

muertos se habían ganado a pulso su puesto en el cementerio, hubo por<br />

lo menos dos que no habían cometido más delitos que intentar ahogar<br />

en ron sus muchas penas.<br />

¿Por qué lo hicieron? Por venganza tal vez, aunque yo más bien me<br />

inclino a creer que cuando se está en ese oficio el único capital que<br />

tienes es el terror que impone tu presencia, y ellos no podían largarse<br />

con el rabo entre piernas después de lo ocurrido con Calixto.<br />

Tenían que dejar bien sentado que aunque ya tan sólo fueran dos,<br />

seguían siendo «Los Limones», por lo que tras dejar a sus espaldas un<br />

nuevo reguero de difuntos, se esfumaron.<br />

Pero cundió el ejemplo.<br />

Quienquiera que fuese el que los trajo debió llegar a la conclusión de<br />

que su labor había sido harto beneficiosa, y que valía la pena continuar


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 39<br />

con la tarea aunque quienes la llevaran a cabo no actuaran de una<br />

forma tan espectacular y sin tapujos.<br />

Comprendieron que de seguir con la labor había que hacerlo de un<br />

modo más discreto, y resultó evidente que asesinos anónimos era una<br />

especie que abundaba en las calles de aquella ciudad repleta de<br />

miserias.<br />

Rara era por tanto la noche que no apareciera algún nuevo cadáver, y<br />

fue por aquel entonces cuando empecé a escuchar unos términos que<br />

más tarde llegarían a serme muy familiares.<br />

«Para-militar» y «para-policial».<br />

Es una forma hipócrita de designar a unos canallas que no se<br />

diferenciaban del clan de «Los Limones» más que en el hecho de que<br />

los de Tuluá tenían el valor de dar la cara.<br />

Los otros se disfrazaban jugando a ser ciudadanos libres de toda<br />

sospecha, demasiado a menudo incluso pagados para hacer cumplir la<br />

ley o imponer la justicia, pero que al caer la noche solían transformarse<br />

en auténticos verdugos.<br />

Para ellos, «Sanear el País» no fue nunca sinónimo de necesidad de<br />

cambiar unas estructuras o una organización social que cualquier<br />

estúpido advertía que estaba enferma, sino que imaginaron que<br />

destruyendo algunos frutos del monstruoso árbol que habían creado, el<br />

árbol se secaría.<br />

Nadie acudió a ofrecernos un plato de comida, un lugar donde dormir, o<br />

un par de zapatos y una manta.<br />

Tampoco nos ofrecieron una escuela o tan siquiera un trabajo. Nos<br />

ofrecieron abandonar las calles o una bala entre los ojos.<br />

Y cada vez eran chicos más jóvenes.<br />

Ricardito el Calvo fue uno de ellos.<br />

Lo sorprendieron sentado en una acera, metiéndole al «basuco» con la<br />

vista perdida en un letrero luminoso que anunciaba una máquina de<br />

coser, y le tiraron el coche encima dejando que agonizara por más de<br />

cuatro horas en un charco de sangre.<br />

No le estoy pidiendo que me crea. Es usted muy dueño de pensar lo que<br />

quiera, pero le advierto que no pienso molestarme en inventar historias<br />

sólo por distraerle.<br />

Mentir requiere mucha imaginación, y yo de eso tengo muy poco. Lo que<br />

sí tengo es una excelente memoria.<br />

Un mes después nos quemaron la furgoneta.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 40<br />

Por fortuna habíamos ido a esperar las sobras de «La Casa Vieja», un<br />

restaurante de lujo que está a menos de doscientos metros, y que solía<br />

botar a la basura cosas muy buenas.<br />

Vimos pasar un coche verde, dio un par de vueltas, lanzó al aire una<br />

botella y adiós Furgoneta.<br />

Tan sencillo como eso.<br />

Todo lo que teníamos ardió en un par de minutos.<br />

El coche se detuvo justo en la esquina, y los dos tipos que iban dentro<br />

se quedaron mirando lo bien que lo habían hecho, puesto que de lo que<br />

había sido hasta momentos antes «nuestro hogar» no quedó más que<br />

un montón de hierros retorcidos y una mancha en el suelo.<br />

Ramiro se lo tomó por la tremenda, agarró un pedrusco y si no lo sujeto<br />

se lanza a romperles la cabeza, con lo cual lo más probable es que me<br />

hubiese quedado sin casa y sin amigo, puesto que el más joven de<br />

aquellos dos hijos de puta se echó de inmediato la mano al bolsillo<br />

sacando una pistola.<br />

¿Acepta que le diga que no tendría más allá de veinte años? No llegó a<br />

disparar, pero por lo que a estas alturas sé de cómo se empuña un<br />

arma, estoy por asegurar que si Ramiro decide tirar la piedra, el muy<br />

cabrón le vuela la cabeza.<br />

Tampoco lloré esa noche.<br />

Me sobraban razones para hacerlo, pero ni siquiera me enfurecí por lo<br />

que había sucedido, convencido como estaba de que aquélla era sin<br />

duda una noche de suerte, ya que lo lógico era que nos hubieran<br />

convertido en un par de «arepas» chamuscadas.<br />

El coche verde se alejó y a los pocos minutos hizo su aparición un<br />

extraño señor muy elegante que lo había visto todo desde la ventana del<br />

hotel.<br />

Era de Barranquilla, allá en la costa, y cuando supo que nos habían<br />

quemado la casa, nos cogió de la mano, nos condujo al «Tequendama»,<br />

y exigió que nos dieran una habitación aunque fuera en el sótano.<br />

Debía ser un tipo importante porque al final le hicieron caso.<br />

Dormimos en dos camas inmensas.<br />

Al día siguiente entró una vieja con cara de mala leche que dijo que el<br />

señor se había marchado, pero que nos había dejado mil pesos a cada<br />

uno a condición de que nos bañáramos.<br />

También nos había comprado ropa nueva.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 41<br />

La vieja nos bañó, nos dio la ropa y los pesos y nos puso en la calle.<br />

¿El señor? Nunca supe quién era, pero le juro que a partir de ese día<br />

jamás le hice daño a ningún barranquillano. Para mí, son sagrados.<br />

Sí. Ya sé que en Barranquilla hay mucho hijo de puta suelto, pero aquel<br />

hombre fue el único que hizo algo por mí sin pedir nada a cambio.<br />

Estábamos limpios, parecíamos niños bien, y teníamos dos mil pesos en<br />

el bolsillo.<br />

¿Qué cree que hicimos? Entramos en una pizzería y nos inflamos.<br />

Fue una sensación maravillosa eso de sentarte, enseñar tu dinero, y<br />

pedir una enorme pizza de jamón y cebolla.<br />

Y comértela sobre una mesa, con una «cola» al lado, sin nadie que te la<br />

quite, ni nadie que te venga a joder pidiéndote un pedazo.<br />

Y de postre un helado.<br />

Hay cosas que un hombre no debe olvidar por más que viva, y yo<br />

siempre recordaré al que me proporcionó mi primera cama mullida, mi<br />

primer baño, mi primera ropa nueva, y mi primer almuerzo como un ser<br />

civilizado.<br />

Al caer la tarde nos fuimos al mercadillo nos compramos una manta y<br />

como no teníamos aspecto de andar «gamineando» pudimos entrar en<br />

una casa de vecinos y dormir tranquilos en el último rellano.<br />

Esa noche sí que hablamos.<br />

Del hotel, de la pizza, de lo bonita que era la ropa e incluso del baño.<br />

Tres días más tarde nos topamos de pronto con el coche verde<br />

aparcado.<br />

¿Se imagina? El mismo coche verde con su techo oscuro, su<br />

parachoques abollado y su jaguar de peluche acostado en la parte<br />

trasera.<br />

Le reventamos la tapa del depósito, metimos un pedazo de trapo atado<br />

a un palo, y cuando estuvo bien empapado de gasolina, lo dejamos<br />

colgar un poco y le arrimé candela.<br />

¡Carajo! Eso sí que fue un petardazo.<br />

Quedó como la furgoneta, chatarra pura, y cuando el jovencito de la<br />

pistola salió de un restaurante dando alaridos, le dedicamos el más<br />

genial corte de mangas que se haya visto en Bogotá.<br />

¡Vaina cómo corrimos! Si nos coge nos mata, pero era un niñato de<br />

mierda que no aguantó el tirón más allá de tres manzanas.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 42<br />

Esa noche no pude pegar ojo de pura excitación, tan feliz como creo que<br />

no lo había estado jamás anteriormente.<br />

Tendría poco más de doce años, pero era la primera vez que<br />

demostraba que era algo más que un «gamín» de basurero o un sucio<br />

perro al que se puede apalear impunemente.<br />

Ya era un hombre.<br />

¡Un hombre! ¡Qué idea tan estúpida, señor, tan falta de sentido! Aquella<br />

noche no sólo no nos convertimos en hombres, sino que incluso<br />

empezamos a dejar de pertenecer a la subespecie de los «gamines» o<br />

los perros.<br />

A partir de aquel momento fuimos ratas.<br />

Se desató la represión, señor, se abrió la veda del niño mendigo, ladrón<br />

o abandonado, porque alguien llegó a la conclusión de que era una lacra<br />

para el país tanta misera como mostrábamos al mundo.<br />

A algunos los enviaron a «Casas de Acogida» o «Colonias Infantiles» en<br />

el campo, que no eran en realidad más que reformatorios que nada<br />

tenían que envidiar a un penal de asesinos, y en los que la «virginidad»<br />

duraba el tiempo justo de tener que levantarse del asiento.<br />

Lo primero que tenían que hacer los chicos si querían seguir vivos era<br />

darle el culo o acceder a chupársela a los más grandes, y al que salía<br />

«gallito» le abrían la barriga y le anudaban las tripas en el cogote a<br />

modo de corbata.<br />

Pregunte por ahí a quien haya estado, aunque dudo mucho que<br />

encuentre ya ninguno.<br />

Yo conocía a un par de ellos y quizá salgan a relucir más adelante si es<br />

que aún le continúa interesando lo que pienso contarle.<br />

La voz de lo que ocurría en los asilos corrió pronto por la ciudad, y todos<br />

cuantos no teníamos el más mínimo interés por convertirnos en maricas<br />

corrimos a escondernos.<br />

Te echaban el lazo como a un perro.<br />

Estabas tan tranquilo en una esquina pidiendo una limosna sin meterte<br />

con nadie y de pronto un «hijo-e-madre» te agarraba por el pescuezo y<br />

al instante aparecía una camioneta azul y te zampaban dentro.<br />

A Ramiro lo atraparon a la puerta del cine, pero le arreó tal tajo en el<br />

brazo al fulano que lo soltó en el acto.<br />

Ramiro era rápido con la navaja. ¡Muy rápido! La llevaba siempre aquí,<br />

escondida en la muñeca y en un abrir de ojos tiraba un viaje que hacía<br />

daño a juro.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 43<br />

Por desgracia, la ropa nueva, el baño caliente y los mil pesos nos<br />

duraron muy poco, y pronto fuimos una vez más «gamines» callejeros<br />

de la peor ralea.<br />

Conviene que comprenda a estas alturas que incluso entre los<br />

«gamines» existen diferencias, pues no es lo mismo «gaminear»<br />

teniendo madre y casa, aunque sea una chabola en las afueras, que no<br />

vivir con nadie.<br />

Si te atrapaban y podías demostrar que tenías un techo fijo y un familiar<br />

responsable, la cosa no solía pasar de unas patadas, pero los que como<br />

Ramiro y yo andábamos «por libre», sin un trabajo fijo y durmiendo en<br />

los portales, íbamos a parar al asilo por cojones.<br />

También podíamos acabar con un tiro en la nuca, o aplastados por un<br />

carro como Ricardito el Calvo.<br />

Dicen que en Río de Janeiro, donde son mucho más aficionados a todo<br />

eso de hacer números y apuntar las cosas, cuatrocientos cuarenta niños<br />

menores de catorce años fueron «exterminados» el año pasado sólo por<br />

andar mendigando en las calles, pero le garantizo que si algún día<br />

alguien se dedicara a contabilizar los de Bogotá, tal cifra parecería<br />

ridícula.<br />

Seis de cada diez de los niños que mueren en Brasil mueren<br />

asesinados, señor, ¡seis de cada diez!, ¿qué le parece? Y yo por mi<br />

parte le garantizo que nosotros no debemos andar muy lejos de tan<br />

amarga cifra.<br />

Somos pueblos a los que nos apasiona engendrar hijos y nos molesta<br />

cuidarlos.<br />

Tal vez algún día cambiemos.<br />

Tal vez nos eduquen de un modo diferente.<br />

Dudo mucho que contarle mi historia pueda hacer que nadie cambie, del<br />

mismo modo que porque un negro le cuente la suya dudo que sus<br />

primos puedan volverse blancos.<br />

Lo llevamos en la piel o en la sangre.<br />

Siempre será más fácil seguir teniendo hijos, abandonarlos y dejar que<br />

sean otros los que se ocupen del problema.<br />

La mañana que descubrimos el cadáver de un cojito oculto entre los<br />

árboles del Parque, comprendimos que la «arepa» se estaba<br />

chamuscando harto de prisa.<br />

Tenía las manos atadas a la espalda con un alambre que le cortaba las<br />

muñecas y un tajo en la garganta que casi le separaba la cabeza.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 44<br />

Y era mucho más pequeño que nosotros. ¿Entiende lo que ese hecho<br />

significa? Mucho más pequeño, cojo, e incapaz de hacerle daño a nadie,<br />

pero allí estaba, con los ojos abiertos como platos, contemplando las<br />

flores y más muerto que un viejo de noventa.<br />

De igual modo podíamos haber sido Ramiro o yo, ya que apenas la<br />

tarde antes habíamos rondado por allí como solíamos hacer casi todas<br />

las tardes.<br />

Resulta muy duro sentarse en la hierba a contemplar cuál puede ser tu<br />

fin a poco que te descuides.<br />

Resulta más duro aún cuando apenas tienes doce años y no puedes<br />

comprender la razón por la que alguien sea capaz de hacer ese tipo de<br />

cosas.<br />

Tampoco a mi edad lo entiendo, en eso tiene razón, pero créame si le<br />

digo que aquella mañana pasé uno de los momentos más amargos de<br />

mi vida sentado frente a un cojo sobre el que zumbaban ya las moscas,<br />

y sin saber qué hacer hasta que al fin pasó un guardia y le llamamos.<br />

Era un buen hombre. Tan bueno que incluso vomitó al contemplar aquel<br />

horrendo espectáculo, cosa que nosotros ni siquiera habíamos hecho.<br />

Luego nos pidió que nos marcháramos a casa, y cuando comprendió<br />

que no teníamos casa alguna adonde ir, nos miró con profunda tristeza y<br />

estoy convencido de que se compadeció sinceramente de nosotros.<br />

—Buscaros una —dijo—. Buscaros una o alejaros de esta ciudad<br />

maldita... ¡Sois tan niños! / Acojona que incluso un guardia demuestre<br />

de ese modo su impotencia, en especial si es tu vida la que se<br />

encuentra en juego, y resultaba evidente que aquel pobre individuo<br />

parecía resignarse ante el hecho de que fuerzas que estaban fuera de<br />

su control habían tomado la firme decisión de acabar con la «lacra<br />

social» de los «gamines».<br />

Según el diccionario, «lacra» es la marca que deja una enfermedad en<br />

las personas.<br />

Supongo que «lacra social» será, por tanto, la marca que deja una<br />

enfermedad en la sociedad.<br />

Los «gamines» éramos, en efecto, esa marca, pero no fuimos nunca la<br />

enfermedad en sí, e intentar acabar con nosotros sin acabar con el mal<br />

era como tratar de borrar las señales que le va a dejar el SIDA a un<br />

moribundo.<br />

Cuando ya ese cadáver apeste; cuando lo lleven a enterrar comido de<br />

gusanos, aún habrá individuos que pretendan ocultar sus pústulas, pues<br />

lo que en verdad importará no es que haya muerto, sino que haya


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 45<br />

muerto de una enfermedad tan mal mirada.<br />

¿Me sigue? Y si no me sigue, ¿que más da? ¡Qué terror, señor; qué<br />

largo día de terror! Vagamos como sonámbulos cogidos de la mano,<br />

pues aunque nunca lo habíamos hecho anteriormente, creo que sin<br />

sentir el contacto del otro hubiéramos sido incapaces de dar un solo<br />

paso.<br />

Algunos debieron tomarnos por maricas adolescentes, pero no estaban<br />

los tiempos como para preocuparte por tales pendejadas, pues lo que en<br />

verdad nos preocupaba era buscar la forma de encontrar un hogar y una<br />

familia que respondiera por nosotros.<br />

«Soy Fulanito de Tal, mi mamá se llama Fulanita de Tal, y vivo en Tal<br />

Número de Tal Calle.» ¿Sencillo, no? Muy sencillo si en cuanto cae la<br />

noche puedes ir a ese número de esa calle donde te está esperando esa<br />

supuesta madre.<br />

Aunque te arree dos bofetadas o te rompa un palo en las costillas, no<br />

importa. Lo que importa es que exista, pues eso significa que aunque te<br />

hayas pasado el día «gamineando» no eres verdaderamente un<br />

«gamín» y nadie va a mandarte a un reformatorio o asesinarte.<br />

Caía la noche.<br />

Llegaba, tan puntual como siempre, sin un minuto de retraso, y ya<br />

nuestras mentes infantiles se habían hecho a la idea de que con las<br />

tinieblas alguien se abalanzaría sobre nosotros para atarnos las manos<br />

a la espalda con un alambre y separarnos la cabeza del cuerpo de un<br />

solo tajo.<br />

¿Hay algo que pueda volar más lejos que el miedo que se apodera de<br />

un niño abandonado? Sólo una cosa: el miedo de dos niños que sin<br />

querer decir palabra se transmiten ese pánico con cada gesto y con<br />

cada mirada.<br />

Tomamos asiento en un banco observando cómo se iban encendiendo<br />

luces mientras las calles comenzaban a quedarse vacías, y le aseguro<br />

que quizá fue aquélla la primera vez que llegué a plantearme lo injusto<br />

que resultaba que con tantos edificios inmensos y tantas ventanas<br />

iluminadas no hubiera un solo rincón, ¡uno tan sólo!, en el que dos<br />

pobres muchachos asustados pudieran dormir en seco y sin peligro.<br />

Hasta aquel momento lo había visto como una simple circunstancia de la<br />

vida que me había tocado vivir, sin experimentar el más mínimo<br />

sentimiento de rebeldía por ello, pero creo que debió ser aquella noche<br />

cuando se me empezaron a revolver mil gatos en las tripas.<br />

Estábamos allí, solos y sin más pertenencias que una bolsa que


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 46<br />

contenía una manta raída, un pedazo de pan y otro de queso; sin que<br />

los pies nos llegaran al suelo ni la camisa al cuerpo, preguntándonos<br />

dónde podríamos pasar la noche sin miedo a los asesinos; tan<br />

desesperanzados y abatidos como jamás lo debió estar ningún niño<br />

anteriormente.<br />

¿Por qué? ¿Qué delito habíamos cometido a nuestra edad para merecer<br />

semejante castigo? Si usted tiene una respuesta, señor, le quedaría muy<br />

agradecido si me la comunicara, pero me temo que nadie en este<br />

mundo sabría responder a tal demanda.<br />

Estábamos allí porque a millones de adultos mucho más hijos de puta<br />

que nosotros les importaba un carajo que estuviésemos.<br />

Fue el propio Ramiro el que mucho más tarde comentó sin mirarme:<br />

—Sólo hay un lugar al que jamás irían a buscarnos.<br />

—¿Cuál?<br />

Señaló la redonda placa que se encontraba justo frente a nosotros, y<br />

añadió con un susurro:<br />

—Las cloacas.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 47<br />

—Las cloacas.<br />

¿Ha descendido alguna vez a una cloaca? No. Naturalmente que no.<br />

¿Qué se le ha perdido a alguien como usted en una cloaca? El hedor<br />

tumba de espaldas incluso a quien como yo estaba acostumbrado a<br />

llevar la peste encima, pero peor que ese olor o incluso que las ratas<br />

que correteaban de un lado a otro, era el temor que imponía aquella<br />

gigantesca catacumba en las tinieblas.<br />

Habíamos comprado una linterna, pero su propia luz aumentaba la<br />

sensación de oscuridad a cuatro metros de distancia, y no creo que sea<br />

necesario que le diga que hubo un momento en que pensé que prefería<br />

que me mataran al aire libre que pasar tan siquiera un hora en aquella<br />

gigantesca tumba pestilente.<br />

Pero Ramiro insistió en quedarse, encontramos una especie de nicho en<br />

el muro, a metro y medio del nivel del agua, y allí nos acurrucamos<br />

sobre la manta tratando de aislarnos de la tremenda humedad que<br />

rezumaban el suelo y las paredes.<br />

Fue una noche muy larga.<br />

La más larga quizá que había vivido, con el oído atento al chillido de las<br />

ratas que se superponía a menudo al rumor de las aguas que corrían sin<br />

descanso.<br />

Nunca olvidaré ese sonido, pues no se parece en nada a ningún otro, ya<br />

que es como el fluir de un riachuelo que resonara como una flauta de<br />

caña en vacías bóvedas de alturas diferentes.<br />

Es una sintonía macabra.<br />

Macabra y repugnante.<br />

Con la llegada del día, ¡cuánto tardó, señor, no se imagina!, una extraña<br />

claridad se filtró a través de los desagües de las calles, y aquellos<br />

interminables pasadizos y aquellas salas de muros desconchados<br />

semejaban la absurda fantasía de un decorado de terror de película<br />

muda.<br />

Más tarde, en una de esas salas en las que confluían varios canales,<br />

descubrimos un grupo de muchachos que dormían sobre un ancho<br />

saliente a tres metros de altura.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 48<br />

Estaba claro que no éramos los primeros en elegir tal escondite, ni<br />

seríamos desde luego los últimos, pues en los meses que siguieron las<br />

cloacas de Bogotá se fueron poblando de tal forma que podría llegar a<br />

pensarse que en lugar de mojones de mierda, aquellos riachuelos<br />

arrastraban diamantes.<br />

Me dicen que hoy son ya más de cinco mil y no me sorprende. Si nadie<br />

se preocupa de solucionar el problema que existe arriba, el número<br />

continuará aumentando hasta que llegue un día en que existan dos<br />

Bogólas muy diferentes.<br />

Dos años, sí. Dos increíbles años.<br />

Y el segundo fue en verdad espantoso, pues llovió a mares y el nivel de<br />

las aguas subió en los pasadizos hasta el punto de que en más de una<br />

ocasión llegamos a temer que alcanzaría el techo ahogándonos a todos<br />

como se ahogaban las cucarachas y las ratas.<br />

¿Enfermedades...? Los más pequeños solían quedarse con las rodillas<br />

muy pegadas al pecho, abrazándose las piernas como si tuvieran la<br />

invencible necesidad de abrazarse a algo en el último momento,<br />

tosiendo y tiritando hasta que de improviso dejaban de estremecerse.<br />

Lo mejor, si tenía suficiente caudal, era dejar que el agua se los llevara<br />

ya que subir con un cadáver por la escalerilla de hierro y sacarlo a la<br />

calle era un trabajo que superaba con mucho nuestras escasas fuerzas.<br />

De día volvíamos arriba.<br />

Debía resultar ciertamente dantesco ver cómo se iban abriendo las<br />

tapas de las alcantarillas para que surgieran unos rostros sucios,<br />

amarillentos y famélicos que guiñaban los ojos a la violenta luz del sol,<br />

aunque los transeúntes, acostumbrados a ver tantas cosas absurdas,<br />

pronto dejaron de sentir curiosidad por los topos humanos.<br />

Ya no pedíamos limosna.<br />

A partir del momento en que empezó a crecerme un ligero vello sobre el<br />

labio comprendí que resultaba inútil implorar la compasión de nadie, y<br />

no es porque me considerase en aquel punto un hombre prematuro, sino<br />

porque había llegado a la conclusión de que quienes permitían que<br />

tuviéramos que vivir como las ratas no conocían el significado del<br />

término compasión, ni yo la necesitaba.<br />

Todos los que estaban arriba eran mis enemigos.<br />

No importaba quien fuese. El simple hecho de saber que no tenían que<br />

descender cada noche a nuestro infierno privado les convertía en<br />

miembros de una especie diferente a la que cualquier daño que<br />

causásemos estaba justificado.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 49<br />

¿Preferiría que le quitasen el reloj, o pasar una semana en las<br />

alcantarillas rodeado de ratas? Naturalmente. Con sólo haber bajado allí<br />

una vez, preferiría que le quitaran el reloj, la cartera o lo que fuese con<br />

tal de no tener que volver jamás a un lugar semejante.<br />

En ese caso, si eran ellos los que nos condenaban a vivir allá abajo,<br />

¿qué derecho tenían a quejarse? ¿Quiénes son «ellos»? Todos. Incluso<br />

usted si alguna vez estuvo allí.<br />

Todo aquel que transite por las calles de Bogotá consciente de lo que<br />

ocurre con los «gamines» y no se esfuerce por remediarlo, merece que<br />

le asalten y le roben, e incluso merece que le violen y le maten.<br />

Totalmente en serio. ¿Por qué habría de mentirle? Según la ley, si<br />

alguien es testigo de un crimen y no intenta impedirlo, es cómplice del<br />

asesino y debe ser severamente castigado.<br />

¿Conoce un crimen peor que el crimen del que le estoy hablando? ¿Se<br />

le antoja que pegarle un tiro al amante de tu mujer, al amigo que te ha<br />

traicionado, al policía que trata de detenerte, o incluso al cajero de un<br />

Banco que quieres robar, es acaso peor que contemplar cómo cientos<br />

de niños son cruelmente exterminados sin tratar de evitarlo? Si usted lo<br />

cree, yo no lo creo.<br />

A mi modo de ver existe una forma de moral activa, y otra pasiva. La<br />

primera es la de quienes cometen los delitos, y la segunda la de quienes<br />

no se atreven a cometerlos pero permiten que otros lo hagan.<br />

No sé si me explico, pero considero que el mundo rebosa de individuos<br />

que imaginan que porque no infringen personalmente la ley ya son<br />

honrados.<br />

Y eso no es cierto. Sé que no lo es y lo que opinen sobre ello los demás<br />

me sabe a mierda.<br />

Recuerde que conozco bien el sabor de la mierda. Viví con mierda hasta<br />

el cuello dos larguísimos años.<br />

Tal vez sin proponérmelo o sin tomar clara conciencia de ello, llegué a la<br />

conclusión de que cada vez que una de aquellas criaturas moría allá<br />

abajo, alguien de los que seguían arriba tenía que pagarlo.<br />

Admito que casi siempre le pasábamos la factura a la persona<br />

equivocada, pero eso no era ya culpa nuestra. Ministros no entierran<br />

todos los días.<br />

Si buscas amor y no te lo dan; buscas compasión y no te la dan; buscas<br />

comprensión y no te la dan, y al final buscas un simple trabajo y<br />

tampoco te lo dan, pero te ofrecen a cambio vivir entre las ratas o morir<br />

en un parque, acabas por abrir de par en par la navaja y clavársela en el


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 50<br />

hígado al primero que pasa.<br />

Había quedado atrás el tiempo de arrebatar bolsas de la compra o entrar<br />

armando jaleo en un mercado.<br />

Eso ya no funcionaba ni estábamos en edad de seguir haciéndolo.<br />

Ahora formábamos una «gallada» dura, de las bravas; de las que<br />

realmente temen los bogotanos cada vez que tienen que salir a la calle.<br />

Éramos siete, y el jefe era un tal Darío el Tenazas, pues llevaba unos<br />

alicates enormes que enseñaba a quienes íbamos a atracar.<br />

—¿Pinchazo o pellizco? —solía preguntar sonriendo, pues el muy<br />

«coño-e-madre» sonreía incluso a la hora de degollar a alguien. Y si<br />

decían pinchazo, malo, pero si elegían pellizco a fe que era muchísimo<br />

peor.<br />

Un pinchazo podía ser grave o leve, dependiendo de su estado de<br />

ánimo, pero el pellizco era espantoso porque agarraba con los alicates<br />

un pedazo de carne del costado y retorcía con saña hasta arrancarla de<br />

cuajo provocando un destrozo impresionante.<br />

El pobre desgraciado al que Darío «pellizcaba» solía caer redondo,<br />

inconsciente un par de horas, y la marca le quedaba hasta el fin de sus<br />

días.<br />

Yo no simpatizaba en exceso con Darío, pero no estábamos allí para<br />

hacer amistades sino para subsistir de la mejor forma posible, y el<br />

Tenazas le echaba cojones a la vida y sabía cómo imponer respeto a las<br />

bandas rivales.<br />

Ahora, conociendo como conocíamos tan a la perfección los mil<br />

vericuetos del complicado laberinto de las cloacas, no nos veíamos<br />

obligados a «trabajar» un barrio determinado, sino que podíamos salir a<br />

la calle donde nos apeteciera, dar el golpe y desaparecer en un instante<br />

sin que existiera un solo policía en la ciudad que experimentara el más<br />

mínimo interés por atraparnos.<br />

Allá abajo éramos invencibles.<br />

«Intocables» más bien, puesto que ni todo un ejército sería capaz de<br />

cogernos cuando nos encontrábamos en el corazón de una «ciudad»<br />

que era totalmente nuestra.<br />

En ciertos puntos incluso habíamos conseguido conectar con pasadizos<br />

de la red telefónica, y aunque solían ser estrechos y mal ventilados<br />

ofrecían una segunda oportunidad a la hora de trasladarnos de un lado a<br />

otro, o ponernos a salvo si surgían problemas.<br />

La subida de las aguas, las ratas y las enfermedades constituían sin


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 51<br />

embargo suficientes peligros en sí mismos y lo cierto es que jamás nos<br />

consideramos en absoluto amenazados por las gentes de arriba.<br />

Fuera el riesgo era mayor.<br />

La Policía y los «paramilitares» nos acechaban, y todo aquel muchacho<br />

de más de catorce años que no tuviese un trabajo fijo o pareciese<br />

sospechoso de pertenecer a alguna «gallada» peligrosa corría el riesgo<br />

de recibir un balazo en la cabeza en pleno día sin que curiosamente<br />

jamás se presentase luego ningún testigo de los hechos.<br />

No nos permitían vivir honradamente y por lo tanto robábamos.<br />

Entonces nos acosaban y en respuesta aumentábamos la violencia de<br />

nuestras fechorías. Era una especie de serpiente que se mordiera la<br />

cola, y que iba creciendo y engordando a costa de devorarse a sí<br />

misma.<br />

¿Le ha gustado? A veces incluso alguien como yo puede tener un<br />

pensamiento profundo, ¿no le parece? Sobre todo habiendo vivido tanto<br />

tiempo bajo tierra.<br />

Un día, cuando Darío el Tenazas le espetó su célebre frase, «pinchazo o<br />

pellizco», a un enano de cara de cretino y pinta de dependiente de<br />

mercería, el tipo sacó de improviso el pistolón más grande que haya<br />

visto en mi vida, y replicó también sonriendo: «¿Y yo te vuelo la cabeza<br />

o los huevos?», y mostrando una credencial de la «secreta» se lo llevó<br />

preso a Sesquilé.<br />

La cosa no hubiera tenido mayor importancia, y entraba dentro de las<br />

reglas del juego, de no haber sido porque tres días más tarde, el pobre<br />

Darío apareció tirado en un portal. Con sus propios alicates le habían<br />

arrancado más de veinte pedazos de carne, incluidas la nariz, las orejas<br />

y los testículos, y habían dejado que se desangrara hasta morir entre<br />

atroces dolores.<br />

No estuvo bien.<br />

Admitirá que semejante salvajada iba mucho más allá de lo admisible, y<br />

si lo que pretendían era asustarnos aún más se equivocaron, puesto que<br />

incluso la técnica del terror pierde su eficacia cuando la rosca se pasa<br />

demasiado.<br />

Hasta las bandas rivales se lo tomaron a mal y acordaron, sin necesidad<br />

de que se lo pidiéramos, que nos ayudarían a vengar al Tenazas.<br />

Diez días más tarde avisaron que un fulano que respondía a la<br />

descripción del enano sonriente solía desayunar en un bar de «La<br />

Candelaria».<br />

Ramiro fue a comprobarlo.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 52<br />

En efecto, desayunaba exactamente a las ocho, se limpiaba los zapatos,<br />

se echaba un trago de ron, y se lanzaba a la calle, a cazar delincuentes.<br />

Me tocó a mí.<br />

No me pregunte por qué. Me tocó.<br />

Conseguí una caja de «bolear» y los muchachos se preocuparon de que<br />

el viejo que solía limpiarle los zapatos al enano decidiera quedarse en<br />

su casa esa semana.<br />

Al cuarto día me presenté lo más aseado posible, atendí a dos clientes,<br />

y acudí, remolón, a la llamada del enano.<br />

Estaba sentado en un taburete de la barra y casi no alcanzaba a poner<br />

el pie en la caja, pero le dejé el zapato izquierdo brillando como un<br />

espejo.<br />

Luego me ofreció el derecho, abrió un periódico y ya no le vi la cara.<br />

Yo había escondido el revólver en un trapo, y sin desenvolverlo, disparé<br />

de abajo arriba por tres veces.<br />

Luego salí corriendo sin detenerme a comprobar el resultado.<br />

Ramiro, que se quedó en la calle a curiosear, me comentó después que<br />

lo sacaron cubierto con una manta y con los pies por delante.<br />

No insista. Lo hice y basta.<br />

Suponga que tenía que hacerlo, pues aunque como ya le dije, Darío no<br />

era en realidad amigo mío, hay cosas que no se deben consentir y<br />

quizás había llegado a la conclusión de que era el momento justo de<br />

dejar de ser un niño asustado.<br />

Debió ser algo parecido a lo que siente una tía a la que todos se cogen<br />

gratis y decide un buen día sacarle provecho al coño. Si el mundo quería<br />

seguir jodiéndome, que tuviera por lo menos algún motivo, y este de<br />

«echarme al pico» a uno de la «secreta» se me antojó harto gratificante.<br />

¿Inconsciente? Aseguran que tan sólo dos de cada diez «gamines»<br />

llegan a los quince años, y a mí debía faltarme ya muy poco. Si a esa<br />

edad no se es inconsciente, ¿para cuándo iba a dejarlo? Yo estaba<br />

hasta los cojones, señor. Hasta las mismísimas pelotas. Matar a un<br />

policía, un cura o al lucero del alba, ¿qué más daba? Lo que importaba<br />

era reventar por algún lado y nadie me ofrecía otra oportunidad que<br />

hacerlo con un arma en la mano.<br />

Intente ponerse en mi lugar y dígame cuánto tiempo lo hubiese<br />

soportado.<br />

Yo no sé mucho del mundo, señor, pero alguna idea tengo de lo que


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 53<br />

ocurre o de lo que ocurrió antes de nosotros, y cuando veo en la<br />

televisión cómo viven los pueblos más miserables, o cómo se mueren de<br />

hambre los niños en África, me da mucha pena, pero advierto que<br />

mueren en brazos de sus padres, que al menos les dan cariño cuando<br />

no tienen otra cosa que darles.<br />

Los niños de Etiopía son como esqueletos vivientes, lo admito, pero<br />

cuando la cámara muestra aquel desierto barrido por el viento y la<br />

sequía, entiendo que nadie pueda hacer nada por remediar su hambre.<br />

Y aun así les llevan alimentos desde muy lejos.<br />

Pero allí en Bogotá, señor, allí la cosa es muy distinta.<br />

Allí, sobre las cabezas de los niños hambrientos, se levantan edificios<br />

gigantescos, corren las esmeraldas, se derrocha el dinero, y el<br />

«narcotráfico» mueve sumas tan prodigiosas, que con un solo día de<br />

sus ganancias, ¡uno tan sólo!, se pondría fin a tanta miseria injusta.<br />

¡Ésa es la diferencia! Y ésa es la razón por la que todo el que ha vivido<br />

aquella tragedia, y ha tenido que dormir en las alcantarillas por miedo a<br />

que le maten, está en su perfecto derecho a cagarse en el mundo y en<br />

todos sus habitantes.<br />

Me cargué a aquel pendejo y creo que no tengo que darle explicaciones,<br />

ni a usted ni a nadie.<br />

Está claro que no pertenecemos a la misma especie, por mucho que se<br />

esfuerce en hacerme creer que los dos somos seres humanos.<br />

Si «Ser Humano» es el que consiente que criaturas supuestamente de<br />

su misma especie vivan en las cloacas, no tengo el más mínimo interés<br />

en que me consideren «Ser Humano».<br />

Y si ése es su concepto de la justicia, no acepto esa justicia.<br />

Ni yo, ni ninguno de los míos.<br />

Constituimos una raza aparte.<br />

¿Mejor? ¿Por qué mejor? ¿Qué quiere decir con eso de mejor? Ni mejor<br />

ni peor, tan sólo diferente, y si me apura, le diré que por el simple hecho<br />

de ser diferente, ya tiene que ser mejor sin duda alguna.<br />

Para los que son como usted, matar a un policía que se está limpiando<br />

tranquilamente los zapatos constituye al parecer un crimen abominable.<br />

Para los que son como yo, volarle los cojones al «hijo-e-madre» que se<br />

los arrancó a sangre fía al Tenazas, no es más que una forma lógica de<br />

devolver «ojo por ojo y huevo por huevo».<br />

Y «últimadamente», como diría un venezolano, no tengo por qué carajo


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 54<br />

darle explicaciones, pues no es usted mi padre, ni el juez, ni el cura de<br />

la parroquia.<br />

No es más que alguien que ha venido a escuchar lo que tengo que<br />

contarle.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 55<br />

Ramiro quería aprender a leer.<br />

A leer y a escribir, lógicamente. Por lo visto una cosa va siempre ligada<br />

con la otra.<br />

Desde muy niño Ramiro siempre se quedaba mirando los letreros, las<br />

carteleras de los cines y las revistas de los quioscos con la misma<br />

expresión con la que contemplaba los escaparates de las pastelerías, y<br />

no había nada que le humillase más en este mundo que el hecho de<br />

tener que preguntarle a alguien cómo se llamaba una película, o qué<br />

querían decir aquellas letras.<br />

Para él las letras eran como una cosa mágica; una especie de hechizo o<br />

brujería que podía llevarle a mundos muy distintos, y siempre insistía en<br />

el detalle de que si ninguno de cuantos vivíamos en las alcantarillas<br />

sabíamos leer, mientras que la mayoría de los que estaban fuera sí<br />

sabían, estaba claro que eso de conocer las letras tenía que servir de<br />

mucho.<br />

Yo le respondía que si me tocaban veinte mil pesos a la lotería poco<br />

necesitaría saber leer para vivir fuera de allí, pero casi por las mismas<br />

fechas en que decidí que con una pistola en el bolsillo no tenía ninguna<br />

necesidad de regresar a las cloacas, Ramiro pareció llegar a la<br />

conclusión de que, por el contrario, el único camino era aprender.<br />

¡Pobre Ramiro! Se presentó una mañana en una escuela que estaba<br />

allá abajo, en «La Capuchina», y lo primero que le dijeron fue que para<br />

inscribirse tenía que acudir con sus padres o «tutores».<br />

Nos volvimos locos intentando averiguar qué sería eso de «tutores»<br />

hasta que nos aclararon que un «tutor» es quien se responsabiliza de un<br />

niño o algo parecido.<br />

Naturalmente, Ramiro no tenía tutores y mucho menos, padres.<br />

Luego fue a otro sitio, y le pidieron que presentase al menos una partida<br />

de nacimiento o cualquier otro papel que acreditase que estaba vivo.<br />

Ramiro agarró una cuartilla, se sonó los mocos y se la mostró a la<br />

secretaria preguntando si ése no era un papel que demostrase que<br />

estaba vivo y bien vivo.<br />

Lo echaron a patadas.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 56<br />

Peregrinó por cuatro o cinco sitios hasta que al fin una señorita de<br />

«Santa Inés» le aceptó en su clase, aunque era de risa porque todos los<br />

alumnos de aquel curso eran unos chiquitirrines que no levantaban dos<br />

palmos del suelo y la verdad es que daba vergüenza sentarse allí a<br />

cantar aquello de «La "B" con la "A", "BA". La "B" con la "E", "BE".» La<br />

maestra me pidió que me quedara, pero le juro que se me antojó lo más<br />

ridículo del mundo.<br />

Entonces no comprendía que muchísimo más ridículo sería ir por ese<br />

mundo sin saber leer ni escribir, y siempre lamentaría el hecho de que<br />

aquella mañana me sintiera demasiado importante como para sentarme<br />

en un banco de párvulos.<br />

Al fin y al cabo, yo ya había matado a un hombre.<br />

A veces me pregunto qué hubiera sido de mi vida si hubiera decidido<br />

seguir el ejemplo de Ramiro quedándome a aprender las letras, y le<br />

hubiera imitado también en todo lo demás, puesto que a los pocos días<br />

vino a decirme que había aceptado el empleo que le había conseguido<br />

la maestra en una panadería de la Carrera Catorce.<br />

El trabajo consistía en empezar a descargar sacos de harina a las tres<br />

de la tarde y no parar de faenar hasta las cuatro de la mañana, y como a<br />

las ocho tenía que estar en la escuela, el pobre andaba siempre<br />

sonámbulo y desriñonado.<br />

El «sueldo» era de cincuenta pesos al mes, todo el pan que quisiera y<br />

un rincón en el que dormir entre sacos de harina, de forma que parecía<br />

totalmente un fantasma, ya que si daba un salto levantaba una nube de<br />

polvo que le rodeaba como si se hubiera escondido en ella.<br />

Mucho más tarde, y en recuerdo de aquella difícil época, Ramiro adoptó<br />

el apellido «Blanco», quizá porque de ese modo siempre tenía muy<br />

presente que había pasado gran parte de su juventud «Metido en<br />

Harina».<br />

Yo lo echaba de menos.<br />

Me sentía casi huérfano, y en ocasiones me aferraba a la idea de que tal<br />

vez también podría encontrar un trabajo semejante, pero lo cierto es que<br />

no lo encontré y aunque pasé una temporada «boleando» zapatos, y<br />

dos o tres meses recogiendo cartones y botellas que le vendía a una<br />

vieja usurera, aquello no daba para comer, y menos aún para pagar un<br />

sitio donde dormir caliente.<br />

Los domingos solíamos coger un bus para ir a bañarnos a un riachuelo<br />

de las afueras, y si hacía sol lavábamos la ropa y la tendíamos a secar<br />

sobre la hierba.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 57<br />

Ramiro cargaba siempre con tres panes enormes, los muchachos y yo<br />

poníamos el queso, el chorizo y las cervezas, y tras jugar un partidillo de<br />

fútbol en cueros vivos, comíamos de maravilla y a la caída de la tarde<br />

volvíamos a «casa».<br />

¡Dios, qué hermoso que era aquello! A veces el agua estaba helada,<br />

pero con las carreras entrábamos en calor rápidamente, y aunque en los<br />

días nublados la ropa al final aún estuviese húmeda, valía la pena<br />

librarnos de tanta mierda como llevábamos encima.<br />

¿Qué daño hacíamos? Le pregunto a usted, señor... ¿Qué daño<br />

hacíamos? No éramos más que un grupo de muchachos que se divierte<br />

jugando a la pelota en un prado de las afueras de una ciudad una<br />

mañana de domingo.<br />

Ni siquiera las vacas se molestaban.<br />

Había mucha vaca por allí, pero al parecer nuestro fútbol no les<br />

interesaba, y en cuanto comenzábamos el partido se alejaban con aire<br />

de aburrimiento.<br />

¿Qué daño hacíamos?, repito.<br />

Veo que no se le ocurre nada.<br />

A mí tampoco. Un millón de veces me han acudido a la mente aquellas<br />

escenas, y otras tantas me resulta imposible descubrir la razón por la<br />

que alguien llegase a la conclusión de que hacíamos algo malo.<br />

Un buen día, Mingo, que como estaba medio tuberculoso jugaba de<br />

portero y observaba de lejos lo que hacíamos, se cayó de repente.<br />

Tardamos en darnos cuenta, y cuando al fin nos aproximamos gritando<br />

que se pusiera en pie y parara la pelota descubrimos que estaba muerto<br />

y sangraba por un agujero que tenía junto a la oreja izquierda. Le habían<br />

disparado desde unos árboles, a más de doscientos metros de distancia<br />

y sin duda tuvo que ser con un rifle de mira telescópica.<br />

¿Qué quiere que le diga? Alguien a quien no les gustaban los<br />

«gamines» ni tan siquiera limpios y en pelotas.<br />

Lo cazaron como si fuera un venado en una pradera, y lo asesinaron por<br />

el simple placer de probar puntería, aprovechando al mismo tiempo para<br />

quitar de en medio una «lacra social» a todas luces peligrosa.<br />

Mingo no debía haber cumplido aún los once años y se pasaba la vida<br />

tosiendo y escupiendo sangre.<br />

Quizá quien le mató le hizo un favor evitándole futuros sufrimientos, pero<br />

aquel día, en aquel momento era feliz, pues no le habían metido aún<br />

más que tres goles.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 58<br />

Como portero jamás le hubiese quitado el puesto a Higuita. Era un<br />

desastre.<br />

Le pedimos prestado a un campesino un azadón y lo enterramos detrás<br />

de la portería.<br />

¿Qué quería que hiciésemos? Seguro que le gustó más que una fosa<br />

común.<br />

Al domingo siguiente buscamos un campo algo más alejado de los<br />

árboles.<br />

No ocurrió nada, pero tres semanas después volvieron a tirotearnos<br />

desde el bosque, aunque en esta ocasión no consiguieron acertarnos.<br />

Recuerdo muy bien aquella tarde.<br />

¡Vaina si la recuerdo! Habíamos comido ya y estábamos tumbados en la<br />

hierba gozando de un tibio sol y un cigarro, aunque también algunos le<br />

metieran el vicio.<br />

A un par de metros Nina se había quedado dormida.<br />

Nina era como un chico más, aunque quizá más sucia, pero ese día<br />

también se había bañado y por primera vez nos dimos cuenta de que le<br />

había salido vello allí abajo y que tenía ya unas minúsculas tetitas.<br />

Supongo que unos once o doce años. Era tan flaca y esmirriada que<br />

resultaba difícil averiguarlo.<br />

El Pingüino, Ramiro, Elías, y yo, que éramos los mayores, la<br />

observábamos nerviosos y sin saber qué diablos hacer, cuando<br />

empezaron a sonar los tiros y las balas silbaron sobre nuestras cabezas.<br />

A unos tres metros había una especie de hondonada y los cinco nos<br />

precipitamos dentro, mientras el resto del grupo echaba a correr o se<br />

escondía también donde buenamente encontraba.<br />

Seguían disparando muy de tarde en tarde, y allí nos quedamos,<br />

apretujados en tan pequeño espacio, desnudos y asustados.<br />

Al rato el Pingüino dijo de pronto: «Abre las piernas», y Nina las abrió sin<br />

protestar siquiera.<br />

Siempre tuve la impresión de que ni entre los cuatro conseguimos<br />

desvirgarla.<br />

Sería por el miedo a las balas, porque los otros tres miraban, o porque<br />

ninguno lo había hecho anteriormente, pero lo cierto es que pese a que<br />

ella se mostró de lo más asequible, apenas empezar ya habíamos<br />

terminado.<br />

No pretenda hacerme creer que su primera experiencia sexual fue un


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 59<br />

éxito.<br />

Aquélla fue un auténtico fracaso.<br />

Elías quiso intentarlo de nuevo, pero empezaba a oscurecer y Nina le<br />

hizo notar que para ser el día de su iniciación como mujer tenía más que<br />

suficiente.<br />

Para ser el día de mi iniciación como hombre me había quedado<br />

«guindando» de un cocotero.<br />

Tardaría en bajar de él, pero ésa es una historia que mejor dejamos<br />

para más adelante, cuando le llegue el momento.<br />

Habrá notado que me gusta ser metódico. Ordenado y metódico,<br />

colocando cada cosa en su sitio y refiriéndome a cada situación a su<br />

debido tiempo.<br />

Puede que sea la lógica reacción a mi infancia en las calles y mi<br />

juventud en las cloacas. Ramiro y yo íbamos a todas partes con una<br />

vieja bolsa en la que no llevábamos más que una manta raída, un cazo,<br />

y media docena de chucherías, y si en una precipitada huida las<br />

perdíamos, el asunto no tenía mayor importancia, puesto que no<br />

estábamos unidos a ningún objeto por lazos de afecto o de recuerdos.<br />

Luego, muchísimo más tarde, cuando conseguí tener algo, me gustaba<br />

saber siempre dónde estaba y conservarlo aunque no sirviese ya de<br />

nada.<br />

Llegar a los quince años sin haber tenido ni tan siquiera un nombre<br />

marca mucho, puede creerme.<br />

Y a partir de aquel domingo no tuve ni tan siquiera un hermoso recuerdo<br />

de mi «primer amor».<br />

La segunda vez que me acosté con Nina la cosa anduvo algo mejor,<br />

pues ya no era virgen y había adquirido alguna experiencia.<br />

A los tres meses se había tirado a la mitad de los taxistas de Bogotá y<br />

se había recorrido gratis la ciudad.<br />

Hay que ver lo aprisa que aprenden las chicas.<br />

Ramiro también aprendía harto de prisa aunque no tanto. Un día me lo<br />

encontré leyendo un periódico en la puerta trasera de la panadería y<br />

casi no podía creérmelo. Era capaz de saber qué película ponían en<br />

cada cine de la ciudad, de qué iba el argumento, e incluso si la crítica<br />

opinaba que era buena.<br />

Yo no tenía ni idea de que en los periódicos escribieran sobre esas<br />

cosas. Siempre supuse que sólo se referían al fútbol, el béisbol, el<br />

Gobierno y los difuntos.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 60<br />

De ese modo supimos de cines que estaban muy lejos y a los que nunca<br />

habíamos ido.<br />

A estas alturas puedo admitir que empecé a sentirme celoso de que<br />

Ramiro hubiese aprendido a leer, y no por el hecho de que quisiera<br />

aprender también, que en aquel tiempo me tenía sin cuidado, sino<br />

porque le dedicaba a los libros y los periódicos tanta atención que a<br />

veces me olvidaba.<br />

Se impacientaba cuando me hablaba de temas de los que yo no tenía la<br />

más mínima idea, y empezó a darme la sensación de que aun sin<br />

quererlo se consideraba superior a mí por el simple hecho de haber<br />

aprendido a escribir su nombre.<br />

Entre la panadería, la escuela y los libros me dejaba cada vez más<br />

tiempo solo, y reconozco que en parte se debió a ello el que ocurrieran<br />

tantas cosas como ocurrieron más tarde.<br />

Si Ramiro no se empeña tanto en aprender a leer, tal vez me hubiese<br />

comportado de un modo diferente sin llegar a cometer tantas<br />

estupideces.<br />

Supongo que le parecerá una tontería, y en el fondo lo es. Creo que lo<br />

que pretendía era demostrarle que eso de leer y escribir no era nada del<br />

otro mundo y yo podía ser tan importante como él a poco que quisiera.<br />

Al fin y al cabo era cosa sabida que habíamos matado a un policía.<br />

Demasiado sabida para mi gusto, porque una mañana el Elías vino a<br />

avisarme de que un mariquita de la casa de María Ladillas le había<br />

contado que los de la «Secreta» andaban preguntando por un canijo de<br />

la «gallada» del difunto Darío el Tenazas que por lo visto se había<br />

metido a «bolear» con un revólver en la caja.<br />

—No bajarán aquí a buscarte —dijo—. Pero ándate «ojo pelao» cada<br />

vez que asomes las orejas.<br />

Al Elías le gustaba emplear expresiones venezolanas porque había<br />

vivido en Maracaibo hasta que expulsaron a su madre que era de<br />

Cúcuta, allá en la frontera.<br />

Siempre soñaba con volver a Maracaibo.<br />

Le mataron.<br />

Si le digo, le miento. Tan sólo sé que lo mataron en un asunto de vicio.<br />

Le metía de frente, y ya se sabe que el «basuco» no es buen<br />

compañero de viaje.<br />

A partir del día en que Elías me contó aquello, toda la gente empezó a<br />

olerme a policía de paisano que pretendía volarme la cabeza, por lo que


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 61<br />

me pasaba tantas horas abajo que se me puso cara de cucaracha.<br />

Ramiro me convenció de que si continuaba en las alcantarillas acabaría<br />

enfermando, por lo que decidí cambiar de aires y me largué a trabajar<br />

una temporada a una fábrica de ladrillos de las afueras, más allá de «El<br />

Dorado».<br />

Ríase usted de los esclavos. El oficio de «chircalero» es el más duro<br />

que haya inventado hijo de puta alguno, si es que acarrear ladrillos<br />

sobre un suelo embarrado puede llamarse oficio.<br />

En los chircales primero se amasan y se cortan los bloques, aunque eso<br />

lo hacen los auténticos obreros; los que tienen un jornal fijo, papeles,<br />

contrato de trabajo y todas esas cosas. Luego, cuando se juntan<br />

muchos: veinte o treinta mil quizás, hay que llevarlos al horno, apilarlos,<br />

cargar la leña, esperar que se cuezan, retirar las cenizas, y cuando ya<br />

los ladrillos están fríos, sacarlos con cuidado y cargarlos en los<br />

camiones.<br />

Si teníamos suerte ahí es donde entrábamos nosotros, que cobrábamos<br />

por bloque o por ladrillo transportado.<br />

Lo malo es que cada vez que rompíamos uno nos descontaban dos, y<br />

cantidad de días, cuando había llovido mucho, el barro te hacía resbalar<br />

y al menor descuido te ibas al suelo con todo el material.<br />

Dos... Yo no solía acarrear más de dos bloques en cada viaje, puesto<br />

que apenas podía con ellos y si se me rompían tenía que hacer luego<br />

dos viajes gratis.<br />

Trescientos metros; quinientos tal vez, dependiendo de donde<br />

estuvieran las filas de bloques.<br />

Los días que había carga tenía que levantarme a las cuatro de la<br />

mañana, ponerme en la cola y pasar entre los primeros, ya que en<br />

cuanto tenían el cupo completo cerraban la puerta.<br />

También convenía estar pronto para colarme entre los que empujaban<br />

desde atrás, sin darle oportunidad al portero de que me pidiera los<br />

papeles.<br />

Sin papeles no podías ni acarrear ladrillos legalmente.<br />

¿Y a mí qué me cuenta...? Pregunte a quien lo sepa.<br />

Si no había carga, no llegaba de los primeros o no me dejaban pasar, no<br />

cobraba el jornal.<br />

Y si había llovido mucho, el suelo estaba resbaladizo y rompía<br />

demasiados bloques, que eran los más delicados puesto que el ladrillo<br />

ya cocido resultaba más resistente y más fácil de transportar, me


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 62<br />

quedaba con lo comido por lo servido y me había deslomado casi gratis.<br />

Terminábamos a las seis de la tarde y si todo había ido bien me daban<br />

diez pesos.<br />

Dormíamos unos cuarenta en un cobertizo adosado a la fábrica. Sin<br />

fachada, tan sólo dos paredes y un techo, pero lo habían colocado justo<br />

pegado al muro posterior del horno, de tal modo que cuando lo habían<br />

encendido se estaba calentito.<br />

Los demás días prendíamos hogueras con restos de leña.<br />

Los domingos Ramiro acostumbraba a venir a verme. No estaban las<br />

cosas como para ir a bañarnos o jugar al fútbol, ya que me dolía tanto la<br />

espalda que malditas las ganas que tenía de dar un solo paso.<br />

Ramiro traía tres panes y solíamos cambiar dos por latas de atún o de<br />

sardinas, para sentarnos a comer en un rincón del cobertizo y que me<br />

contara la película que había visto el sábado o me hablara de lo que<br />

había leído en los periódicos.<br />

Fue una época triste.<br />

Triste y deprimente. Hacía frío, llovía a mares y yo me sentía<br />

completamente fuera de mi ambiente. Le confieso que en cierto modo<br />

incluso echaba de menos la vida en las cloacas.<br />

Bogotá era el mundo en que había crecido, había aprendido a<br />

desenvolverme y donde de vez en cuando podía ir a un cine o pararme<br />

ante una tienda de discos a bailar una cumbia.<br />

Había coches, anuncios, gente que pasaba y carritos que vendían<br />

«arepas» o empanadas, de modo que cuando no estabas entre las<br />

cucarachas y las ratas tenías la sensación de que por lo menos vivías.<br />

Pero allá en la fábrica era como si todos se hubieran vuelto de barro.<br />

Un fango rojizo cubría el suelo, las paredes, los techos, los camiones e<br />

incluso a las personas.<br />

Te bañabas y el agua salía roja; lavabas la ropa y por más que la<br />

restregaras no había forma de desprenderle aquel color maldito, e<br />

incluso la comida te sabía a un barro que tenía metido hasta en las<br />

mismísimas narices.<br />

Y la gente a tu alrededor aparecía amargada, porque cuando no había<br />

carga no había jornal, y cuando la había llegaban a la noche agotados y<br />

convertidos en auténticas piltrafas.<br />

Por otra parte, la fábrica estaba en mitad de un inmenso descampado, a<br />

más de dos kilómetros de las casas más cercanas, y había que echarle<br />

muchos cojones a la vida para lanzarse a atravesar aquel fangal bajo la


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 63<br />

lluvia por el simple placer de beberse una cerveza o comprar cigarrillos.<br />

Cuando no llovía bajaban las putas, y ya podrá hacerse una idea de qué<br />

clase de putas tenían que ser para decidirse a venir hasta allí en busca<br />

de unos clientes que apenas tenían un pedazo de pan que echarse a la<br />

boca o fuerzas suficientes como para montarse a una fulana.<br />

¡Un infierno! La vida del «chircalero» es el peor de los infiernos, pero<br />

usted parece empeñado en que siga contándole estas cosas por tristes<br />

que resulten.<br />

¿De verdad no cree poder encontrar un argumento mejor para su libro?<br />

Supongo que debe conocer muchos lugares hermosos y muchas<br />

historias divertidas sobre las que escribir, y sigue sin caberme en la<br />

cabeza que se moleste en venir a que le cuente calamidades.<br />

No venderá un solo ejemplar, se lo aseguro. Nadie tiene por qué<br />

sentirse atraído por tanta miseria, y si lo está es porque no le funciona la<br />

cabeza.<br />

El chircal es capaz de destrozar a hombres muy fuertes, y con mayor<br />

razón aniquila a un muchacho tan endeble como lo era yo en aquellos<br />

tiempos, por lo que llegó un momento en que Ramiro se plantó<br />

asegurando que no volvería a la ciudad si no volvía conmigo.<br />

Me costaba un tremendo esfuerzo caminar, tenía una tos que me<br />

rasgaba las entrañas y había días en que se me caían tantos bloques<br />

que eran más los que destrozaba que los que llegaban enteros a su<br />

destino.<br />

Me escondió en la panadería, detrás de un montón de sacos, y allí pasé<br />

una semana descansando, tranquilo y bien comido, aunque el problema<br />

estribaba en que cuando el dueño estaba cerca tenía que morderme un<br />

dedo para no toser delatando mi presencia.<br />

No era mala gente y Ramiro parecía muy contento con él, pero estaba<br />

convencido de que le despediría si descubría que estaba convirtiendo su<br />

local en un hospital para «gamines».<br />

Hacía mis necesidades en un cubo que Ramiro sacaba por las noches,<br />

dormía cuando no trabajaban los obreros, y comía tanto pan que el<br />

cerebro se me convirtió en pura miga.<br />

Engordé un montón de kilos.<br />

No era difícil; al volver del chircal una simple manzana me hubiera<br />

hecho parecer embarazado.<br />

Fue entonces cuando el Pingüino me propuso asaltar el bus del<br />

Monserrate. Lo había estudiado bien, sabía a qué hora solían subir los<br />

turistas que cogían luego el funicular al Monasterio, y en qué punto de la


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 64<br />

carretera podíamos bajar para internarnos en el bosque y llegar a la<br />

Carrera Veintiséis antes de que el conductor tuviera tiempo de denunciar<br />

el atraco.<br />

Me pareció un buen plan pero necesitaba por lo menos diez días para<br />

estar en condiciones de pegarme semejante carrera monte abajo.<br />

Ramiro intentó disuadirme alegando que pronto uno de los repartidores<br />

ascendería a oficial y tal vez podría conseguir que me dieran el puesto<br />

que dejara vacante, pero yo eché mis cálculos y llegué a la conclusión<br />

de que, aun en el improbable caso de que me dieran el empleo, como<br />

repartidor de pan tardaría año y medio en ganar lo que podría ganar en<br />

el asalto.<br />

Fue un jueves y éramos tres: el Pingüino, el Papafrita y yo.<br />

Para hacérselo breve le diré que al Pingüino lo dejaron tieso, al Papafrita<br />

le pegaron un tiro en una pierna y nunca más volví a verle, una vieja<br />

«gringa» quedó tendida en mitad de la carretera chillando en extranjero<br />

y yo perdí la pistola con que liquidé al de la «Secreta».<br />

Y no perdí la vista de milagro.<br />

Como botín, ciento cuarenta pesos.<br />

Ha oído bien: ciento cuarenta pesos y tres estampitas de la Virgen,<br />

porque el único que largó de inmediato la cartera fue un cura muy gordo.<br />

¡Qué inconsciencia, señor! ¡Qué gente tan inconsciente...! Estás en un<br />

autobús, en plenas vacaciones, tres muertos de hambre armados te<br />

ruegan que les entregues la poca plata que llevas y el reloj, y en lugar<br />

de obedecer para regresar tranquilamente al hotel a buscar más dinero,<br />

te lías a tiros y organizas una auténtica masacre.<br />

Yo ese día ni siquiera apreté el gatillo; en cuanto cayó el Pingüino me<br />

tiré en marcha y me estampé contra un árbol dejándome las nances,<br />

pero cogí puerta, bosque abajo y no paré hasta el Planetario.<br />

Hay pendejos a los que les gusta ir por el mundo armados y jugando a<br />

ser héroes.<br />

¿Héroe por no perder mil pesos y un reloj? ¡No friegue...! Tendrían que<br />

meterlos a todos en la cárcel, y no porque ese día se cargaran al<br />

Pingüino y escoñaran el Papafrita, sino porque son los que te obligan a<br />

que la próxima vez tengas el gatillo alegre y al menor movimiento<br />

sospechoso le vueles la caja de la memoria a un inocente.<br />

Supongo que esa noche contaría muy orgulloso cómo se cepilló de un<br />

solo tiro a un mocoso armado de una navaja, dejó cojo a un segundo y<br />

logró que un tercero se estrellara contra un árbol, pero lo que no contó<br />

en su cuento es que tres meses más tarde le pegué un balazo a un


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 65<br />

turista porque se dio excesiva prisa al echar mano a la cartera.<br />

Cuando vives en la selva se te afilan las garras y a menudo te crecen<br />

demasiado los colmillos.<br />

No crea que trato de disculparme echándole la culpa a otros; tan sólo<br />

pretendo que entienda mis razones.<br />

Todo lo que soy y lo que hice a partir de aquel momento me lo debo a<br />

mí mismo, ya que un «gamín» que ha conseguido salvar todos los<br />

obstáculos llegando a convertirse en adolescente, está obligado a tener<br />

más sentido común y más seguridad en sí mismo que un hombre de<br />

treinta años.<br />

La vida en las calles enseña harto de prisa, pero la vida bajo las calles te<br />

obliga a correr más que Fittipaldi.<br />

Se equivoca si imagina que voy a tener empacho alguno en admitir que<br />

me convertí en un auténtico atracador.<br />

Me habían echado al mundo para serlo, en ello estaba, y pronto llegué a<br />

la conclusión de que si quería seguir con vida tenía que aprender a<br />

hacerlo bien.<br />

Chapuzas como la del atraco al bus del Monserrate no conducían más<br />

que al depósito de cadáveres, un cartel en el dedo gordo del pie con las<br />

letras «NN» y una fosa común.<br />

Y la competencia era muy fuerte.<br />

Fuerte aunque desorganizada, porque la mayoría de los asaltantes de la<br />

ciudad eran chicos desesperados que solían actuar bajo el síndrome de<br />

la abstinencia o los efectos del «basuco».<br />

Ya le he hablado antes del vicio, ¿no es cierto? Ya le he comentado lo<br />

mal compañero de viaje que acostumbra ser, y puedo añadir que es aún<br />

peor compañero en el trabajo. Nadie que esté en su sano juicio debe<br />

intentar dar un golpe llevando al lado gente que esté enganchada a la<br />

droga y visto el personal que conocía, tomé la decisión de actuar en<br />

solitario.<br />

Casi en cada calle o en cada plaza de Bogotá se abre alguna<br />

alcantarilla, y yo sabía muy bien que una vez abajo ni todo el Ejército,<br />

Armada incluida, podría localizarme.<br />

Con el tiempo perfeccioné un sistema sencillo, eficaz, de muy escasos<br />

riesgos y magníficos resultados. Abría la tapa de una alcantarilla, la<br />

rodeaba con una valla que le había robado a unos obreros, y asaltaba<br />

luego algún pequeño establecimiento que estuviera a menos de<br />

doscientos metros de distancia al doblar la primera esquina.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 66<br />

Cogía el dinero, echaba a correr, me metía en las cloacas y a los diez<br />

minutos estaba ya en otro barrio.<br />

Como jamás lo repetía en la misma zona y los espaciaba en el tiempo,<br />

nunca tuve problemas.<br />

El problema estribaba en que aunque ya dispusiera de algún dinero y<br />

pudiera comprarme ropa y zapatos, seguía siendo un «gamín» sin casa,<br />

familia, ni trabajo, y en cuanto a un policía le diese por detenerme me<br />

metería en un lío.<br />

Pero en una película, creo recordar que era de Bogart, aprendí lo que<br />

significaba tener una «tapadera» y decidí buscarme una.<br />

Alquilé una madre.<br />

Así, como lo oye. En realidad lo que alquilé fue una habitación<br />

amueblada con madre incluida, pues más aún que un lugar donde<br />

dormir, me interesaba tener una persona que diera la cara por mí en<br />

caso necesario.<br />

No me resultó difícil encontrarla, ya que doña Esperanza Restrepo había<br />

sido muchas cosas en su vida, sobre todo puta, pero ya no encontraba<br />

quien diese un peso por sus servicios, y malvivía de alquilar un<br />

cuartucho y vender «chance» a las puertas de la Universidad.<br />

«Chance» es un juego ilegal que gusta mucho a los bogotanos. Eligen<br />

un número, dan una cantidad, el vendedor lo apunta en una libreta, y si<br />

coincide con las últimas cifras de la lotería cobran dependiendo de lo<br />

que han apostado.<br />

Aunque para que la comisión del vendedor llegue a ser consistente tiene<br />

que tener muy buenos clientes, y harto sabido es que los estudiantes<br />

andan siempre en la «carraplana».<br />

Por ello doña Esperanza Restrepo no le hizo ascos a la idea de<br />

alquilarme el cuartucho por el doble de lo que solía cobrar, y aceptar<br />

otros cien pesos por contarle a todo el mundo que yo era uno de los<br />

hijos que había dejado al cuidado de su abuela en Medellín.<br />

¿A quién carajo le importaba si aquel zorrastrón mugriento había tenido<br />

uno o cien hijos en Medellín? Tenía ya por tanto una dirección oficial y<br />

una persona adulta que respondiera por mí.<br />

Me faltaba un trabajo, y no me resultó difícil encontrar el que más me<br />

cuadraba. Cuando salía a la calle compraba en el quisco veinte<br />

ejemplares de El Tiempo y me largaba a venderlos por ahí por lo mismo<br />

que me habían costado. No ganaba un centavo, pero quien me viera<br />

creería que era un pobre muchacho que se había levantado a las cinco<br />

de la mañana para conseguir un montón de periódicos y patearse las


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 67<br />

calles intentando venderlos con el fin de llevar algún dinero a casa.<br />

Además, con la disculpa de ofrecerlos podía entrar sin levantar<br />

sospechas en los comercios y hacerme una idea de las facilidades que<br />

ofrecían para un posible atraco.<br />

Dieciséis, supongo, pero a esa edad un «gamín» tiene la obligación de<br />

saber más que la mayoría de los viejos o nunca llegará a viejo.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 68<br />

Ramiro enfermó.<br />

Más que enfermo, lo que debía estar era agotado, y aun siendo tan flaco<br />

como siempre fue, había adelgazado a tal extremo que parecía un<br />

empolvado esqueleto que alguien hubiera sacado de un armario y<br />

obligado a caminar moviéndolo con hilos como a las marionetas.<br />

Y estornudaba.<br />

¡Vaina lo que llegaba a estornudar! Cuando le daba la racha le llegué a<br />

contar hasta veinte seguidos y no es que estuviera resfriado, es que<br />

parecía que aquella harina que le impregnaba la ropa y hasta el último<br />

poro del cuerpo, le hiciera de pronto reaccionar de esa manera.<br />

Doña Esperanza le preparó un baño caliente y le compré ropa nueva<br />

tirando la vieja con la que se podrían haber fabricado media docena de<br />

panes, pero aun así continuó con los estornudos, y le confesaré que<br />

aunque me diera pena me daba también mucha risa, pues había veces<br />

en que parecía una ametralladora maricona.<br />

Tuvo que dejar el trabajo en la panadería e incluso dejar de ir a la<br />

escuela una larga temporada, pues aunque, la maestra le tenía en gran<br />

aprecio, desmadraba al resto de los alumnos que se pasaban la clase<br />

pendientes del momento en que el desgraciado Ramiro se disparase.<br />

Se vino a vivir a casa, ya que aunque el cuarto era pequeño, la cama<br />

bastaba para los dos, y entenderá que pese a lo preocupado que me<br />

sentía por su lamentable estado físico, me alegraba volver a tener a mi<br />

lado a todas horas a la única persona que podía considerar que formaba<br />

parte de mi irreal familia.<br />

Durante un mes le di de comer de todo excepto pan, y cuando ya la<br />

cosa fue a mejor e insinuó que era tiempo de regresar a la escuela y al<br />

trabajo, le hice comprender que eso significaría tanto como volver a las<br />

andadas y recaer al poco tiempo, dado que lo que estaba claro era que<br />

una constitución como la suya no soportaba tanto «merequetené».<br />

Jaleo, lío, agite, movimiento... ¡Yo qué sé! Consulte el diccionario.<br />

Supongo que a estas alturas, entre lo que le he contado y lo que está a<br />

la vista, habrá llegado a la conclusión de que quienes nos criamos en<br />

calles y cloacas no somos en absoluto «supermanes», sino más bien<br />

gente escuchimizada a la que el simple hecho de seguir respirando nos


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 69<br />

suele costar el doble que a los que se alimentaban bien y tomaban<br />

vitaminas.<br />

Ramiro era de ésos; una racha de viento lo tumbaba, y, por si fuera<br />

poco, ese mismo año agarró una solitaria que casi me arruina.<br />

¡Lo que llegaba a comer el muy hijo-e-puta!<br />

¿Usted cree que es justo tener que jugarse la vida atracando a la gente<br />

para poder alimentar a una asquerosa solitaria? ¡Era increíble!<br />

Se ponía de pie y le caían pedazos de gusano patas abajo, y por más<br />

que le recetaran purgantes y más purgantes, ni a tiros conseguía<br />

librarse de ella.<br />

Andaba jodido.<br />

Jodido y acomplejado, y pasó una temporada en la que se podría creer<br />

que le afectaba más tener aquel bicho en las tripas, que haber convivido<br />

dos años con ratas y cucarachas.<br />

Por fin la echó. ¡Dios, qué alegría! Temí que se muriera sudando frío<br />

sentado en el retrete, pero cuando al fin comprendimos que había<br />

expulsado seis o siete metros de aquella repelente lombriz blanca y<br />

aplastada decidimos celebrar por todo lo alto su cumpleaños.<br />

Ni puñetera idea de cuándo había nacido, pero como tenía que elegir<br />

alguna fecha acordamos que fuera aquel once de marzo.<br />

Y como además éramos tan amigos y a mí me daba también igual haber<br />

nacido un día u otro, llegamos al acuerdo de que ése sería también mi<br />

día, con lo cual siempre lo celebraríamos juntos.<br />

Ya sé que suena a pendejada, pero recuerde que no tendríamos más<br />

que dieciséis o diecisiete años mal cumplidos.<br />

Y tan mal cumplidos. Más nos valía haber cumplido tan sólo dos o tres<br />

decentemente.<br />

Volvimos a la pizzería. La misma pizzería en que comimos por primera<br />

vez como personas; elegimos el mismo menú en la misma mesa, y nos<br />

planteamos con la seriedad de dos adultos un futuro en el que hasta<br />

aquel momento jamás habíamos pensado, probablemente porque jamás<br />

imaginamos que llegara a presentarse.<br />

Teníamos claro que habíamos conseguido el milagro de sobrevivir y eso<br />

era ya en sí mismo todo un triunfo tanto mayor cuanto más inesperado.<br />

¡Eran tantos los que se habían quedado en el camino! Hipólito, Ricardito<br />

el Calvo, Mingo, Darío el Tenazas, el Pingüino, el Papafrita, el<br />

venezolano Elías y un sinfín de otros cuyos rostros ni siquiera recordaba<br />

ni deseaba recordar.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 70<br />

Y si la suerte había querido que nos librásemos por el momento de la<br />

desagradable visita de «La Vieja Inesperada», no era cuestión de seguir<br />

confiando tan sólo en el azar, sino que había llegado el momento de<br />

echarle una mano a la fortuna y planificar mejor las cosas.<br />

Uno de los dos tenía que aprender, y estaba claro que era a Ramiro a<br />

quien le gustaban los papeles y las letras, mientras que yo había<br />

demostrado saber desenvolverme a la perfección en los ambientes<br />

callejeros.<br />

Acordamos por tanto que él dedicaría todo su tiempo a la escuela, y a<br />

echarme de tanto en tanto una mano facilitándome la huida, mientras<br />

que yo me ocuparía de las «finanzas», sin correr excesivos riesgos ni ir<br />

nunca más allá de lo estrictamente necesario.<br />

Me costó convencerle, y tan sólo lo conseguí a base de hacer una<br />

concesión de la que nunca tuve que arrepentirme: acepté que me<br />

enseñara a leer el periódico y a escribir mi nombre.<br />

Poco después conseguimos papeles.<br />

Documentos, ya sabe.<br />

Falsos, naturalmente, ¿qué otra cosa esperaba?, pero lo cierto es que,<br />

por primera vez éramos «gente», teníamos nombre, apellido y una<br />

dirección en la que recibir correspondencia.<br />

Nunca recibí una sola carta. ¿Quién coño iba a escribirme? Jesús,<br />

Chico, Grande Restrepo y Ramiro Blanco Restrepo.<br />

Es que por doscientos pesos más, doña Esperanza consintió en que<br />

Ramiro apareciese también como hijo suyo.<br />

¡Jo, qué madre! Daba vergüenza verla, pero tenga por seguro que ni la<br />

mía, ni la de Ramiro, debían tener a aquellas alturas mucho mejor<br />

aspecto.<br />

Fue una época espléndida.<br />

De lo mejor que yo recuerde.<br />

Con tres mil pesos al mes nos arreglábamos, y había que tener muy<br />

mala suerte o muy mal ojo a la hora de elegir para no conseguirlos de un<br />

solo golpe, lo cual hacía que el resto del tiempo lo dedicáramos a<br />

nuestras cosas; es decir, Ramiro a estudiar y yo a «vender» periódicos,<br />

patearme las calles y verme todas las películas que estrenaban.<br />

De vez en cuando incluso conseguíamos llevar al cine a un par de<br />

chicas para meterles mano en las últimas filas.<br />

Seis o siete meses, creo. Cuando se es tan feliz no suele contarse el<br />

tiempo.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 71<br />

Me metieron un tiro en una pata.<br />

Aquí puede ver la cicatriz y por contento me di, porque lo cierto es que<br />

aquel tipo pudo meterme la bala en la espalda, pero debía ser una<br />

buena persona o calculó que por un puñado de pesos no valía la pena<br />

cargarse a un mocoso.<br />

¿Quién se iba a imaginar que el encargado de una floristería tan<br />

pequeña pudiera cargar con un revólver? ¡Hijo de puta! Por suerte la<br />

bala me atravesó de parte a parte, limpiamente, y salvo que largaba<br />

sangre como por una cañería, el resto no ofreció otro problema que el<br />

hecho de que dolía de cojones y pasé más de un mes cojeando.<br />

Procuramos que la vieja no se enterara, ya que la creíamos muy capaz<br />

de denunciarnos, Ramiro se ocupó de comprar alcohol y vendas, y me<br />

tiré una larga temporada sin salir del cuarto alegando que había trincado<br />

unas purgaciones de caballo.<br />

Más tarde supimos que doña Esperanza siempre sospechó la verdad,<br />

pero como era una astuta arpía se libró muy bien de decir una palabra,<br />

pues de ese modo no se implicaba en el asunto y podía protestar<br />

ignorancia en caso de que la Policía viniera a hacer preguntas.<br />

¡Qué coño Policía! La Policía bastantes problemas tenía con luchar<br />

contra unos «narcos» que les andaban poniendo bombas a todas horas,<br />

y no tenían tiempo que perder con un minúsculo atracador de tres al<br />

cuarto.<br />

Pero a nosotros el susto no nos lo quitaba nadie, y cada vez que<br />

resonaban pasos en la escalera se nos ponían los huevos en la<br />

garganta.<br />

No era miedo a la cárcel, señor. La cárcel no entró nunca en mis planes.<br />

Era miedo a que si me llevaban a Sesquilé lo más probable era que a<br />

los cuatro días apareciera en un portal o un descampado con el mismo<br />

aspecto con que apareció Darío el Tenazas.<br />

Las cárceles de Bogotá eran para otra clase de gente.<br />

Demasiada gente. Ya no sabían dónde meter a tanto delincuente, y le<br />

aseguro que en aquellos días un insignificante pistolero como yo, una<br />

«lacra social» tan diminuta, no tenía sitio en celda alguna, y su destino<br />

era el cementerio.<br />

Había llegado el momento de plantearse seriamente si valía la pena<br />

arriesgarse a que me metieran un balazo en la espalda por mil pesos, o<br />

era cuestión de empezar a aspirar a empresas más réntales.<br />

¿Pero cuáles? Ramiro hizo algunas preguntas y consiguió averiguar que<br />

el Lindo Galindo, un chulo que se había hecho rico explotando miañas y


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 72<br />

era dueño de cinco de los mejores prostíbulos de la ciudad andaba<br />

buscando un guardaespaldas que los tuviera bien puestos.<br />

El Lindo Galindo medía un metro noventa y aunque ya era un hombre<br />

maduro, conservaba gran parte de la prestancia que le había valido el<br />

apodo, al igual que una despectiva forma de hablar que me obligó a<br />

aborrecerle desde el primer momento.<br />

Me miró de arriba abajo y comentó ronco y desabrido:<br />

—Yo lo que necesito es un guardaespaldas, no un guardaculos.<br />

Soy rápido con el revólver, señor, bastante rápido —en serlo me va la<br />

vida—, y antes de que el gigantesco matón que tenía a su lado pudiera<br />

hacer siquiera un gesto saqué el arma y se la metí en uno de sus<br />

preciosos ojos negros.<br />

El Lindo Galindo dejó de ser lindo más de un minuto, pero me contrató<br />

en el acto.<br />

Comenzó por pagarme seis mil pesos con derecho a tirarme todas las<br />

putas que quisiera en horas de asueto.<br />

Quedaban excluidas, lógicamente, las de «La Casa Roja».<br />

Y es que las de «La Casa Roja» eran algo muy especial, sí señor, y<br />

aunque han perdido bastante aún siguen siéndolo.<br />

¿Nunca ha estado en «La Casa Roja»? Se la recomiendo. Pasar un par<br />

de días allí es una experiencia que todo hombre que se precie de serlo<br />

debe tener una vez en la vida.<br />

No es que fueran putas excepcionales; es que eran diosas.<br />

Aquel cerdo conocía bien su oficio, sabía dónde encontrar a las mejores<br />

chicas, y sabía cómo enseñarles personalmente los más sofisticados<br />

trucos.<br />

He visto a ministros, embajadores, banqueros, empresarios,<br />

esmeralderos y hasta «narcos» de primera línea, perder la cabeza por<br />

una de aquellas muchachas, y le podría señalar a más de cuatro<br />

«señoras» de alto copete, casadas con tipos harto importantes, cuyo<br />

olor más íntimo aún impregna las sábanas de aquella bendita casa.<br />

Y es que no sé cómo carajo se las arreglaba, pero el Lindo era capaz de<br />

tener de esporádicas pupilas a muchas «niñas bien» de las que uno<br />

jamás hubiera imaginado que pudieran dedicarse, ni tan siquiera como<br />

inocente pasatiempo, a tal oficio.<br />

Supongo que en cierto modo, para una determinada clase de mujer de<br />

una determinada esfera social, frecuentar una corta temporada las<br />

camas de «La Casa Roja» debía tener un innegable morbo, y significaba


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 73<br />

desde luego una satisfactoria experiencia que no sé si más tarde sus<br />

esposos apreciarían en todo su valor.<br />

De lo que no cabe duda es de que mi jefe fue el maestro de por lo<br />

menos dos generaciones de magníficas amantes.<br />

Me caía fatal pero en el fondo de mi alma «machista» le admiraba.<br />

¡Joder, cómo le gusta sonreír como un conejo! Ríase abiertamente o<br />

cállese la boca.<br />

Era un chulo y todas ellas muy putas, pero a mí se me llevaban los<br />

demonios al comprobar que hiciera lo que hiciera seguía siendo un<br />

segundón que nunca podría aspirar a beneficiarme a alguna de aquellas<br />

maravillosas criaturas.<br />

Diez mil pesos... Tal vez más, y como comprenderá no era cosa de<br />

gastarse el sueldo de dos meses en un capricho semejante.<br />

Por la cara, ni flores.<br />

¿Me ha visto bien? Y además en aquel tiempo era aún más flaco y tenía<br />

granos.<br />

Entiendo que un guardaespaldas con acné juvenil suena ridículo, pero<br />

ellos sabían que es a esa edad cuando uno está dispuesto a dejarse<br />

matar más fácilmente, les había demostrado que era el más rápido,<br />

disparaba bien, y jamás me arrugaba.<br />

Mi país está lleno de chicos que matan y mueren a esa edad.<br />

De hecho, el mayor porcentaje de «sicarios» decididos a todo son aún<br />

más jóvenes.<br />

No. No podía considerárseme un auténtico «sicario». Aún no mataba por<br />

dinero. Cobraba por impedir que jodieran a mi jefe, o por evitar que<br />

algún indeseable hiciera daño a las muchachas.<br />

Había una, Virginia, ¡qué nombrecito, señor, para una puta!, que me<br />

traía por la calle del viento.<br />

Y lo sabía. La muy cabrona lo sabía y le encantaba verme sufrir<br />

enseñándome las tetas, lanzándome indirectas, o dejando que los<br />

clientes la manosearan hasta ponerme cachondo cuando yo estaba<br />

cerca.<br />

Un día no pude aguantar más, y aun a sabiendas de lo que jugaba, le<br />

pedí que me permitiera verla a solas. Cuando se fueron los clientes nos<br />

encontramos en su dormitorio y se tumbó en la cama al tiempo que me<br />

pedía que le enseñara el revólver.<br />

Lo hice y cogiéndome la mano se lo colocó bajo la barbilla y añadió:


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 74<br />

—Amartíllalo.<br />

La muy puta me obligó a levantar el percutor y sólo entonces dejó que<br />

se la metiera.<br />

¿Ha probado a follarse a alguien con el dedo metido en el gatillo de un<br />

revólver amartillado? No. Desde luego que no, y no se lo recomiendo.<br />

Los huevos se te suben a la garganta y no hay modo de concentrarse.<br />

Aquella jodida estaba loca. Loca de atar, porque cuando al fin se corrió<br />

hasta quedar como bayeta de mostrador, se limitó a sonreírme y señalar<br />

que podía volver cuando quisiera siempre que no olvidara el arma.<br />

Me fui de allí más caliente que mono de feria en domingo.<br />

Le quité la pólvora a las balas.<br />

¡A ver si iba a dejar que volviera a joderme! Le gustaba follar con un<br />

revólver en la garganta y el percutor alzado tras comprobar que tenía<br />

balas, pero lo que no sabía, y fue una idea que le debo a Ramiro, es que<br />

yo había vaciado la munición dejándola inservible.<br />

Por último me contó que siendo casi una niña la habían violado con<br />

ayuda de un revólver.<br />

¿Quién entiende a las mujeres? Cuando alguien me asegura que las<br />

conoce, me río en su cara, le cuento la historia de Virginia, y le suplico<br />

que dé una explicación de por qué se comportaba de aquel modo.<br />

¿Entiende usted de mujeres? Más le vale. Me hubiera hecho reír.<br />

Al fin descubrió el truco y me largó escaleras abajo amenazándome con<br />

contárselo al jefe si volvía a molestarla.<br />

La verdad es que a mí ya no me importaba un carajo y estaba hasta el<br />

forro de tener que joder con una mano en alto. Se me cansaba el brazo.<br />

Me alegra que le divierta. No todo lo que le cuento tiene que ser una<br />

tragedia. En «La Casa Roja» y en las otras que frecuentaba más a<br />

menudo ocurrían cosas realmente graciosas, porque hay que ver cómo<br />

cambia la gente cuando se baja los pantalones.<br />

Recuerdo que en cierta ocasión una chica de Cali llegó a la final del<br />

concurso de «Miss Mundo» o «Miss Universo», no recuerdo muy bien<br />

cuál de los dos.<br />

¡No sabe cómo son de guapas las caleñas! Algo fuera de serie, se lo<br />

aseguro.<br />

Además, aquella prodigiosa criatura pertenecía a una de las familias de<br />

más solera de su ciudad y se había prometido en matrimonio con un<br />

millonario mexicano.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 75<br />

Pues le aseguro que, el Lindo Galindo consiguió que trabajara en «La<br />

Casa Roja» dos veces al mes, aunque tan en secreto que únicamente<br />

media docena de escogidísimos clientes podían disfrutar de ella<br />

pagando sumas astronómicas.<br />

Yo era el encargado de recogerla en un apartamento de «El Pedregal» y<br />

meterla en el garaje de la casa con todo el sigilo del mundo.<br />

El jefe debió ganar una fortuna.<br />

Pero un día apareció disfrazada con una peluca rubia y tuve que<br />

acompañarla al aeropuerto donde tomó un avión hacia Puerto Rico.<br />

Al día siguiente la Miss se casaba en Cali con su bello mexicano.<br />

Descubrí el truco: el jodido Galindo, que por lo visto se conocía a todas<br />

las putas del mundo, había encontrado una muy parecida, y durante<br />

meses les metió gato por liebre a toda aquella cuerda de pendejos,<br />

porque el muy ladino había averiguado que la auténtica Miss venía cada<br />

dos semanas a Bogotá a tirarse a un ministro.<br />

Mientras la caleña se encerraba con el ministro un par de días, él hacía<br />

creer a todo el mundo que en realidad estaba en «La Casa Roja».<br />

¡Listo el chulo! Muchas veces me he preguntado por qué razón un<br />

hombre tan astuto como Galindo, que se acostaba con las mejores<br />

mujeres, ganaba una fortuna, vivía como un rey y se codeaba con todo<br />

el que era alguien en Bogotá, sintiera de pronto aquel ansia<br />

desesperada por meterse en el negocio de las piedras.<br />

Y ése es un negocio difícil, señor, muy difícil. Difícil y peligroso.<br />

En mi país suele decirse que los que están en el negocio de las piedras<br />

tienen la sangre verde porque el hechizo que ejerce sobre ellos los<br />

transforma hasta el punto de que ya no ven la vida más que a través de<br />

ellas.<br />

¿Ha probado a ver el mundo a través de una esmeralda? Resulta muy<br />

hermoso, pero tenga por seguro que absolutamente distorsionado.<br />

El Lindo Galindo no supo entenderlo y tal vez imaginó que tras haber<br />

enredado a tantas mujeres y haberse burlado de tantos cabrones, podía<br />

atreverse con unos esmeralderos que, según él, no eran más que una<br />

partida de bestias analfabetas que andaban perdidos en sus selvas y<br />

montañas destripando la tierra y esperando que alguien como él viniera<br />

a enseñarles lo que era la vida.<br />

Lo que quedó claro es que supieron enseñarle lo que era la muerte.<br />

¡Dios, qué gente! He conocido tipos duros a lo largo de estos años;<br />

duros entre los duros, capaces de descuartizar a su madre y cenar junto


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 76<br />

a sus pedazos sin perder el apetito, pero en cuanto dejamos a la<br />

espalda Chiquinquirá y pusimos rumbo a Muzo, empecé a sentir un<br />

vacío en el estómago que me hizo comprender que aquella endiablada<br />

carretera llevaba a los mismísimos infiernos.<br />

Era la primera vez que salía de Bogotá, y admito que eso me tenía algo<br />

nervioso, pero créame si le digo que más que miedo era una especie de<br />

presentimiento harto asqueroso el que se me había clavado entre las<br />

tripas o quizá más abajo.<br />

Éramos tres «protegiendo» al jefe y las cinco mejores chicas de la casa,<br />

incluida Virginia, pero aunque los otros habían demostrado a menudo<br />

tenerlos muy en su sitio, en cuanto empezamos a toparnos con la gente<br />

del «Rey Verde» comprendí que no éramos más que palomas de ciudad<br />

en el país de los cóndores.<br />

Yo alardeaba de haber matado a un policía, pero aunque hubiese<br />

acabado con todo un batallón, seguiría siendo un aprendiz frente a<br />

aquellos salvajes.<br />

Controles y más controles con gente cada vez de peor calaña; todo un<br />

ejército de asesinos que protegían una inmensa fortaleza a la que no<br />

nos permitieron aproximarnos ni a tres kilómetros.<br />

Las chicas estaban aterrorizadas y alguna incluso empezó a sollozar<br />

rogando que diéramos media vuelta.<br />

Demasiado tarde.<br />

Al llegar a un último control nos quitaron las armas, y a los otros dos<br />

guardaespaldas y a mí nos «rogaron» amablemente que regresáramos<br />

a Bogotá en uno de los coches y procuráramos mantener la boca<br />

cerrada.<br />

La última vez que vi al Lindo Galindo estaba más verde que las<br />

esmeraldas que había ido a buscar, y las chicas apenas se mantenían<br />

en pie.<br />

Se los llevaron en una furgoneta y ahí mismo nos volvimos a la ciudad.<br />

Le garantizo, señor, que eso fue todo.<br />

Jamás volvió a saberse ni de Galindo ni de las chicas, por lo que me<br />

quedé sin empleo de la noche a la mañana.<br />

Pese a lo que le hayan podido contar, le juro que nada tuve que ver con<br />

la tan mentada desaparición de don César Galindo y sus muchachas, y<br />

esa ridícula historia de que las violamos y asesinamos es pura<br />

invención. Regresamos más corridos que soldado con permiso y<br />

tampoco supe nunca qué fue de aquellos dos matones.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 77<br />

Debieron entender que estando por medio gente de «sangre verde» lo<br />

mejor era olvidar el asunto y que te olvidaran.<br />

Aún hoy, con todo lo que he visto y lo que sé, procuro mantenerme a<br />

distancia de los esmeralderos, pues aprendí que el suyo es otro mundo<br />

y les pertenece. Con su pan se lo coman.<br />

Comprenderá que no me siento en absoluto orgulloso de mi<br />

comportamiento de aquellos días. Nada orgulloso.<br />

Me pagaban por defender a un hombre de sus posibles enemigos, pero<br />

cuando ese hombre se empeña en meterse en el mismísimo nido de los<br />

cóndores y cuatro asesinos te apuntan con metralletas, comprendes que<br />

seis mil pesos son una cantidad ridícula si te la quieren pagar en puro<br />

plomo.<br />

¿Qué fue lo que ocurrió? ¡Cualquiera sabe! Galindo debió pensar que<br />

aquellos bestias no habían visto nunca una mujer de verdad y sus cinco<br />

putitas le abrirían todas las puertas, pero no tuvo en cuenta que cuando<br />

alguien maneja un negocio de millones de dólares dispone de las<br />

mejores mujeres del mundo aun en plena selva.<br />

Imagino que al «Rey Verde» debió ofenderle el hecho de que un<br />

pendejo de ciudad, por muy «Rey de Putas» que creyese ser, tratase de<br />

engañarle en su propia casa, se lo echó a los caimanes, y dejó que sus<br />

hombres se divirtieran con las chicas hasta arruinarlas.<br />

Eso debió ser lo que pasó, aunque no podría jurarlo. El resto son<br />

patrañas.<br />

Fuera lo que fuera, me crea o no, lo cierto es que perdí un empleo de<br />

cojones y me encontré en la calle.<br />

Resultó muy triste volver a los atracos y a llenarme de mierda en las<br />

cloacas, sobre todo teniendo en cuenta que mi sistema «había hecho<br />

escuela», y ya eran muchos los que trabajaban de ese modo.<br />

Los policías «pelaban el ojo» en cuanto veían una tapa de alcantarilla<br />

abierta y tomaron la puta costumbre de apostarse a la espera para<br />

acribillarte en cuanto aparecías corriendo para intentar colarte dentro.<br />

Pasamos un par de meses apurados.<br />

Me quedaba algún dinero, pero doña Esperanza insistía en cobrar y<br />

Ramiro asistía a una academia privada que costaba una pasta.<br />

Valía la pena, porque aprendía harto de prisa y tenía el cuartito lleno de<br />

libros que nunca conseguí entender para qué coño servían.<br />

Yo ya sabía leer un poco, pero las cosas que Ramiro estudiaba eran<br />

como de genios y por más que intentara explicármelas no conseguía


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 78<br />

entenderlas. Al paso que iba, muy pronto sería capaz de llevar la<br />

contabilidad de una empresa, y cuando se ponía a hacer números me<br />

dejaba con la boca abierta.<br />

Aunque por muchos números que hiciera las cuentas no salían, y estaba<br />

claro que si no daba un buen golpe o encontraba a alguien a quien<br />

«proteger», en un mes nos veríamos los dos «comiéndonos un cable».<br />

Por desgracia, mi prestigio como posible guardaespaldas se había ido a<br />

hacer puñetas. Que te paguen por cuidar a alguien, y desaparezca con<br />

cinco chicas más constituye una carta de presentación poco<br />

recomendable, sobre todo cuando corre la voz de que la Policía te anda<br />

buscando para hacerte unas cuantas preguntas.<br />

Mi fama en aquellos momentos era más bien la de frío asesino capaz de<br />

liquidar a su propio jefe y a cinco putas de un solo carajazo.<br />

Fue entonces cuando me hablaron de don Matías José Bermejo.<br />

Por lo visto don Matías José Bermejo andaba fregando a mucha gente<br />

desde un puesto clave en el Departamento de Planificación,<br />

especulando con terrenos, permisos de construcción y chanchullos que<br />

nunca entendí, pero que por lo que tengo oído mueven dinero en bruto.<br />

Alguien quería levantar una torre muy alta, allá por la plazuela<br />

Sanmartín, pero cuando ya lo tenía todo listo, don Matías José Bermejo<br />

se inventó una triquiñuela legal y le paró la obra.<br />

Por lo que me contaron, su plan era arruinar al constructor y cuando<br />

estuviera ya «pidiendo cacao» comprarle el terreno y cuanto tenía por<br />

cuatro pesos para concederle entonces el permiso a alguno de sus<br />

compinches.<br />

Lo hacen con frecuencia. Consulte a un abogado. Así es, y así ocurren<br />

las cosas.<br />

El constructor debió calcular que las corruptelas de don Matías José<br />

Bermejo le iban a costar unos veinte millones de pesos, mientras que a<br />

mí con cuarenta mil me arreglaba.<br />

Me lo dieron todo hecho: la hora, el restaurante, la mesa en que solía<br />

sentarse, la gente que le acompañaría, el lugar donde se situarían sus<br />

matones, e incluso el tipo de chaleco antibalas que utilizaba.<br />

Yo conocía bien la cocina de aquel restaurante. Había ido mil veces a<br />

pedir las sobras, y aún tenía un amigo pinche que había ascendido a<br />

camarero.<br />

Se «transó» por dos mil pesos.<br />

Me proporcionó uno de sus viejos uniformes, me franqueó la puerta de


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 79<br />

atrás en el momento justo, y me puso una bandeja en la mano.<br />

Recuerdo que don Matías José Bermejo alzó el rostro y abrió la boca<br />

con la intención de pedirme algo, pero se quedó como pasmado cuando<br />

vio el revólver y escuchó la tenue detonación que le quitaba la vida.<br />

Fue como si hubieran descorchado una botella, y le garantizo que casi<br />

nadie se dio cuenta de lo que había ocurrido hasta que me encontré en<br />

la calle.<br />

No. En absoluto.<br />

Dudo que haya venido hasta aquí para escuchar cómo justifico mis<br />

actos. No es el caso. Ha venido para que le cuente mi historia, y eso es<br />

lo que estoy haciendo. Don Matías José Bermejo sabía muy bien que<br />

jugaba con fuego cuando se dedicaba a arruinar a la gente, y buena<br />

prueba de ello está en el hecho de que no salía a la calle sin un par de<br />

gorilas que me sacaban con mucho dos cabezas.<br />

Un paso en falso y me achicharran. Él decía las cosas por un precio, y<br />

yo, que estaba empezando, por otro muchísimo más bajo. Ésa es la<br />

única diferencia. Si lo entiende, bien, y si no lo entiende tampoco<br />

importa porque existen millones de cosas que jamás conseguiremos<br />

entender por más que nos expliquen.<br />

Mi primer muerto fue por venganza. El segundo por dinero. Si es usted<br />

capaz de decidir cuál de las dos razones tiene más peso, le felicito. Yo<br />

nunca lo he sabido.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 80<br />

Fue un trabajo bien hecho.<br />

Está feo vanagloriarse, pero convendrá en que en su estilo fue<br />

impecable, y «dar de baja» a un tipo tan bien protegido como don Matías<br />

José Bermejo sin causar un rasguño a testigos inocentes ni permitir que<br />

sus matones tuvieran ocasión de levantar el culo de la silla fue una<br />

proeza memorable en un país en el que se acostumbra a matar<br />

mosquitos a cañonazos.<br />

En Colombia, si alguien molesta, lo normal es enviarle un «coche<br />

bomba» que destroza a veinte transeúntes o a un drogadicto que<br />

ametralla ciegamente a todo el que se le pone por delante.<br />

Y no son modos.<br />

Porque lo peor del caso estriba en que la supuesta víctima acostumbra a<br />

salir ilesa en tales lances, y su lógica reacción es devolver el regalo<br />

provocando una nueva y estúpida masacre.<br />

Puede escribir sin miedo a equivocarse que casi la mitad de los entierros<br />

de mi país se deben a la triste circunstancia de que el pobre difunto se<br />

encontraba en un buen lugar en un momento inoportuno.<br />

Es lo que llaman en el argot «Un Muerto Tampax».<br />

Y es que lo más paradójico de nuestra especial «violencia» es que muy<br />

pocas veces afecta directamente a los auténticos violentos.<br />

Cuando una bala le atravesó la cabeza a Gonzalo Rodríguez Gacha, el<br />

Mexicano, aquel que fuera brazo armado del «Cártel de Medellín», tenía<br />

ya en su haber más de mil de esos pobres «Muertos Tampax» que nada<br />

tenían que ver con sus negocios, y tal vez ni siquiera conocían su<br />

existencia.<br />

Y es que su gente era muy chapucera.<br />

El Mexicano era capaz de ofrecerle un contrato a un chiquillo ciego de<br />

«crack», permitiéndole que entrara en un colegio para cargarse a un tipo<br />

aunque tuviera que llevarse por delante a quince párvulos.<br />

Y no son modos, repito; no son modos.<br />

En el ambiente en que me tocó desenvolverme, lo normal es que una<br />

vida no valga nada, y estoy de acuerdo en ello, pero también opino que<br />

si una no vale nada, dos pueden valer muchísimo.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 81<br />

Ramiro, que se lo leía todo, me comentó que quien entrevistaba durante<br />

la cena al cerdo de don Matías José Bermejo, era una famosa periodista<br />

a la que asesinaron no hace mucho, pero que durante todos estos años<br />

ha llevado a cabo una labor muy importante en favor de la infancia<br />

abandonada.<br />

¡Imagínese que yo hubiera sido un loco enganchado al vicio y aquella<br />

noche me la cargo! Flaco servicio le hubiera hecho a los míos.<br />

Los niños de Bogotá, naturalmente; los que continúan viviendo en las<br />

cloacas. Ésos son lo únicos seres humanos a los que aún, pese a los<br />

años transcurridos, continúo considerando en cierto modo como míos.<br />

Y no es que recuerde a ninguno en especial de aquellos tiempos, no; la<br />

inmensa mayoría han muerto o andan desperdigados por esos mundos<br />

de Dios. Es que cada uno de ellos, sea quien sea, me obliga a pensar<br />

en los dos asustados chiquillos que pasaran tantas noches de hambre,<br />

frío y espanto, aguardando a un despiadado ejecutor, y eso me obliga a<br />

sentirme cerca de ellos.<br />

No. Ramiro no aprobó en absoluto lo que había hecho; si le digo otra<br />

cosa le miento. Por más que me sintiera en cierto modo satisfecho por<br />

cómo había llevado a cabo el encargo, él se mostraba frontalmente<br />

opuesto a la idea de que pudiera llegar a convertirme en un auténtico<br />

«sicario»; un vulgar asesino a sueldo de los que infestan, por desgracia,<br />

las calles de Bogotá.<br />

—No hemos pasado tantas calamidades para acabar en eso —me<br />

decía—. No nosotros.<br />

Nunca entendí por qué razón Ramiro abrigaba aquel firme<br />

convencimiento de que «nosotros» teníamos que ser de algún modo<br />

diferentes al resto de los «gamines» que habían conseguido sobrevivir,<br />

ni qué carrizo esperaba que nos ofreciera en el futuro una vida que tan<br />

poquísimas cosas nos había ofrecido en el pasado.<br />

Fueron sin duda los libros. Eso de tanto leer le llenó de mierda la cabeza<br />

impulsándole a imaginar que lo que esos libros contaban tenía algo que<br />

ver con lo que en realidad nos ocurría, y no era cierto.<br />

Tal vez alguno de los protagonistas de sus libros consiguiera salir de las<br />

cloacas para alcanzar el triunfo a base de estudio, esfuerzo y<br />

constancia, pero lo que yo tenía muy claro era el hecho de que si no<br />

cometía más atracos o aceptaba un nuevo contrato, a Ramiro se le<br />

acababa el chollo y no seguiría estudiando.<br />

Las cosas se ponían cada vez más difíciles, la crisis aumentaba de día<br />

en día, y ni siquiera Ramiro podría haberse aprendido todos aquellos<br />

libros si hubiese tenido que trabajar doce horas descargando sacos de


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 82<br />

harina o tragando barro en la fábrica.<br />

La tos le habría matado.<br />

Para abandonar las alcantarillas o el chircal no existía otro camino que<br />

el camino de la violencia, puesto que se mire por dondequiera que se<br />

mire, en Colombia la violencia circula por todos esos caminos.<br />

Los políticos alcanzan el poder gracias a la violencia; los empresarios la<br />

emplean o la sufren; los abogados viven a su costa; los jueces y los<br />

periodistas mueren por ella; los policías y los militares la han convertido<br />

en su oficio, y los narcotraficantes la adoran.<br />

Pocas cosas existen en mi país que no estén directa o indirectamente<br />

ligadas a la «Violencia Histórica», y a menudo me pregunto si no hubiera<br />

sido mucho mejor sumirnos de una vez en una auténtica guerra civil,<br />

zanjar nuestros problemas, y empezar de nuevo partiendo desde cero.<br />

Esta otra fórmula, este continuo goteo de sangre a menudo inocente, no<br />

conduce más que a avivar la hoguera de los rencores hasta que llegue<br />

un día en que ese fuego nos achicharre a todos.<br />

Al igual que el indio que nace en la selva aprende a sobrevivir de lo que<br />

esa selva le ofrece, o el «cholo» de la montaña se adapta al frío, los que<br />

nos criamos en Bogotá crecimos en el convencimiento de que matar y<br />

morir, robar o ser robado, herir y que te hieran es la base de la<br />

existencia, e intentar escapar de ese círculo vicioso e infernal una<br />

absurda quimera.<br />

Hubiera sido como intentar vivir en China sin entender el chino.<br />

Comprendo que le resulte difícil asimilarlo, pero si desde que tiene uso<br />

de razón no hubiese oído hablar más que de robos, atracos, asesinatos,<br />

raptos y violaciones, esa violencia se hubiera convertido en algo tan<br />

natural para usted como el fútbol, el cine o los toros, y al alcanzar la<br />

mayoría de edad tal vez la hubiese aceptado como medio de vida, al<br />

igual que podría haberse convertido en torero o futbolista.<br />

No le hable a un «gringo» de banderillear y estoquear a un animal, pero<br />

en Sevilla no creo que haya un solo niño que no sueñe con convertirse<br />

en «matador» famoso.<br />

Cuestión de costumbres.<br />

¿Diferencias entre un hombre y un toro...? Por lo que a mí se refiere,<br />

sale ganando el toro.<br />

No es cinismo, no. Para ser cínico hay que ser más listo y más leído de<br />

lo que yo lo soy. Es que es así.<br />

Ramiro lo entendió, aunque muy a su pesar, y no hubo después un sólo


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 83<br />

día que no se lamentara, pero cuando llegó al fin el momento de<br />

plantearnos el futuro sin ningún tipo de engaños ni tapujos, llegamos a la<br />

conclusión de que de alguna forma debíamos oficializar nuestra curiosa<br />

situación.<br />

Éramos como hermanos, o más aún que hermanos, ya se lo he dicho, y<br />

aunque de muy distintos gustos y ambiciones, ambos teníamos<br />

consciencia de que para salir del hoyo en el que el destino y nuestros<br />

padres nos habían metido, hacía falta no sólo mucha suerte, sino<br />

también esfuerzo y una buena planificación y disciplina.<br />

Había miles o millones de personas a nuestro alrededor que pugnaban<br />

de igual modo por escapar del hambre y la miseria, y la única forma que<br />

encontramos de sacarles ventaja fue unir lo mejor de nuestras fuerzas.<br />

Él sería la cabeza y yo el brazo armado, y por lo tanto, a partir de la<br />

muerte de don Matías José Bermejo, no volví a aceptar personalmente<br />

encargo alguno, y quien pretendía contratarme debía tratar con Ramiro,<br />

que era quien daba la cara y aceptaba «oficialmente» el riesgo del<br />

trabajo.<br />

Más tarde planeábamos juntos la estrategia, y a la hora de la verdad era<br />

yo quien actuaba mientras que a esa misma hora él se encontraba<br />

siempre en la academia, con lo cual disfrutaba de una irrefutable<br />

coartada.<br />

Y nunca fuimos ambiciosos.<br />

Era un dinero fácil, eso es muy cierto, pero la misma facilidad con que<br />

se ganaba nos obligaba a ser muy cautos a la hora de gastarlo, por lo<br />

que en apariencia seguíamos siendo un par de muchachos que<br />

luchaban duramente por la «arepa» diaria, sin que jamás hiciéramos<br />

alarde de súbita riqueza.<br />

No haber caído en el vicio fue sin duda una suerte, pues ese vicio, al<br />

igual que el juego o las mujeres, es lo que acaba perdiendo a los de<br />

nuestro oficio, que gastan siempre más de lo que ganan volviéndose<br />

imprudentes.<br />

Ramiro demostró harto de prisa una gran intuición a la hora de aceptar<br />

los encargos, y siendo como era mitad hombre y mitad libro, se empeñó<br />

en rechazar de plano todos aquellos de los que en un futuro pudiéramos<br />

tener que arrepentimos.<br />

Si se corría el riesgo de llevarse por delante a un «Muerto Tarnpax» se<br />

negaba, y de igual modo estudiaba muy a fondo la personalidad del<br />

elegido y las razones por las que tenía que ser dado de baja.<br />

—No estamos en esto para matar delfines —decía—, sino para quitar de


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 84<br />

en medio a unos pocos tiburones, lo cual no tiene por qué molestar a<br />

nadie.<br />

Por suerte, por las calles de Bogotá pululaban tal cantidad de<br />

«tiburones» en aquel tiempo, que no resultaba en exceso difícil elegir<br />

uno sin temor a llevarse por delante a los delfines, y al ser casi siempre<br />

esos «tiburones» gente mucho más avisada y dura de roer, la tarifa era<br />

también más alta.<br />

Narcotraficantes y esmeralderos andaban a la greña entre sí o con<br />

políticos, policías y militares, y por lo tanto bastaba con sentarse a<br />

esperar una señal de aviso.<br />

Dueños de tabernas casi siempre, les llegaba la noticia de que andaban<br />

buscando una pistola y cuando Ramiro pasaba por allí le daban el<br />

«cante» a cambio de un pequeño porcentaje.<br />

En Medellín se suele hacer en plena calle y sin recato alguno, pero es<br />

que el caso de Medellín ya clama al cielo. Los muchachos se paran en<br />

cualquier esquina de Itagüí o Antioquia y al rato llega el cliente que les<br />

propone con todo descaro el «trabajito». Y sus precios llegan a ser de<br />

risa: desde cien dólares por un pendejo sin protección, a veinte mil por<br />

un ministro pasando por los ciento cincuenta que pagan los «narcos»<br />

por cualquier uniformado que se les ponga a tiro.<br />

No es serio, señor. Admita que no es serio.<br />

El resultado está a la vista: cinco asesinatos diarios en una ciudad de<br />

apenas dos millones de habitantes, sin contar los trescientos muchachos<br />

de menos de veinte años que los paramilitares se cepillan cada año con<br />

la disculpa de que pueden ser auténticos «sicarios».<br />

En Medellín te basta con ser joven y ser pobre para que te liquiden en<br />

las aulas del colegio, al salir de una discoteca y aun en tu casa.<br />

Y no importa que seas chico o chica.<br />

Este año, de cada diez muertos, siete tenían menos de veinte años...<br />

¿Qué le parece? Es que esos antioqueños son muy brutos.<br />

Conozco una señora a la que le sacaron a los dos hijos de la cama a<br />

media noche, el mayor de dieciséis y el pequeño de apenas trece, y le<br />

indicaron que fuera a tomar asiento a la orilla del río, aguas abajo, que<br />

por allí pasarían con el alba.<br />

Yo a eso nunca he jugado, señor, se lo aseguro. Una cosa es convivir<br />

con un cierto tipo de violencia, y otra muy diferente enfangarse en un<br />

terror tan desmadrado.<br />

Los míos se podría decir que eran en cierto modo cadáveres «selectos»,<br />

y sonría una vez más. Durante casi año y medio Ramiro y yo trabajamos


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 85<br />

lo justo y sin errores, y no tengo empacho en afirmar que ojalá todas las<br />

muertes, digamos «necesarias», que por desgracia tienen que ocurrir en<br />

mi país se llevaran a término de una forma tan limpia y eficiente.<br />

Poco a poco, esa «violencia ciega» que tanto daño nos hace iría<br />

desapareciendo.<br />

Es como operar un tumor en un dedo; si empleas un hacha amputas el<br />

brazo; si empleas un buen bisturí apenas causas daño.<br />

¿Qué importa la cifra? Cuando das de baja a alguien que no merecía<br />

haber nacido, no estás cometiendo un crimen; estás enmendando un<br />

error de la Naturaleza.<br />

Y la mayoría de ellos ni siquiera estaban inscritos en el Registro.<br />

Oficialmente no existía.<br />

¿Sabe la cantidad de problemas que acarrean esos muertos anónimos?<br />

En Bogotá existe en estos momentos un juez que tiene tres mil casos de<br />

asesinatos pendientes de resolver y admite en público que más de la<br />

mitad de los expedientes tendrá que archivarlos porque ni siquiera tiene<br />

una idea aproximada de quién era el difunto.<br />

Yo me llamo Jesús Chico Grande, ya se lo dije, pero mi nombre es falso,<br />

y falsa mi cédula, mi pasaporte, mi carnet de conducir e incluso mi<br />

certificado de matrimonio puesto que nunca llegué a casarme.<br />

¡Y no puede ser de otra manera! Me ponga como me ponga, si mi madre<br />

no me inscribió, y si me inscribió no sé dónde coño pudo hacerlo, ante la<br />

ley no existo, sobre todo por el hecho de que yo me he preocupado de<br />

existir lo menos posible.<br />

Y como yo, millones de colombianos a algunos de los cuales una bala<br />

atraviesa un buen día la cabeza sin que nadie eche de menos.<br />

¿Cómo puede hablarme en ese caso de cifras? Con nombre y apellido,<br />

inscritos en el Registro y con deudos y familiares, tal vez fueran tres, sin<br />

contar a don Matías José Bermejo. Del resto ni se sabe.<br />

No quiero que me malinterprete; no es desprecio: es que usted está en<br />

otra onda y dudo que capte ciertos matices que para los míos resultan<br />

evidentes.<br />

Naturalmente que entiendo que incluso un beduino o un esquimal tienen<br />

una identidad concreta pese a que ni en el desierto ni en el polo exista<br />

un Registro, pero es que ese esquimal y ese beduino suelen tener<br />

padres y formar parte de una tribú o un determinado grupo social, cosa<br />

que en nuestro caso no acontece.<br />

La mayoría de la gente que he conocido no tenía familia o al menos<br />

jamás me habló de ella.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 86<br />

Los «marginales» acostumbramos serlo incluso en eso, y no es porque<br />

nos guste vivir solos, no somos osos, es porque la falta de costumbre<br />

nos impide adaptarnos a la vida familiar aunque aspiremos a tenerla.<br />

Y cuando se consigue formarla hay que procurar mantenerla siempre al<br />

margen, ignorada y oculta, puesto que una mujer o unos hijos suelen ser<br />

un blanco demasiado fácil, y una cómoda forma de neutralizarte.<br />

Un detalle de esta terrible «violencia colombiana» sobre la que tanto le<br />

machaco, y que la diferencia de cualquier otra violencia conocida, se<br />

centra en el hecho abominable de que aquí no se respeta ni a las<br />

mujeres ni a los niños, y que si el enemigo pretende causarte daño, te lo<br />

causa allí donde más pueda dolerte.<br />

Tendremos ocasión de hablar de ello más adelante aunque no sé si me<br />

siento preparado para hacerlo.<br />

Ahora hacíamos referencia a mis muertos «selectos», pese a que la<br />

mayoría de ellos fuesen tremendos «coños-e-madre» que no tuvieron<br />

otro mérito que morir con mucho más estilo de lo que jamás habían<br />

vivido.<br />

Y no cabe duda de que eso me lo agradecían los clientes.<br />

Al llevar a cabo eficazmente un trabajo no sólo cumplía lo pactado, sino<br />

que al propio tiempo evitaba a quien me había contratado la<br />

preocupación de temer represalias, y admitirá que ése es un detalle muy<br />

de agradecer en una sociedad en la que las aguas bajan siempre<br />

revueltas.<br />

En menos de dos años llegamos a acumular prestigio y experiencia.<br />

Pero nunca puedes fiarte.<br />

Está claro que en este oficio, por más que afines, siempre hay que tener<br />

en cuenta imponderables y cuando recibes un encargo en apariencia<br />

sencillo, puede esconder tanto veneno como una serpiente mapanare.<br />

Ramiro aceptó el trabajo y se ocupó de los detalles, para lo cual acudió<br />

tres veces a una sala de billar de la zona de «El Ejido» que solían<br />

frecuentar muchos panameños que andaban metidos en el negocio del<br />

vicio como «mulas» que poseían sus propias «rutas» de sacar «coca»<br />

del país, y actuaban a comisión de los pequeños traficantes.<br />

Por lo que nos contaron, la sala de billar hacía las veces de «lonja»<br />

donde se establecían los contactos, y donde incluso por una «prima» de<br />

tres mil dólares el kilo se podía asegurar la «mercancía» en caso de que<br />

el viaje no se «coronase» a plena satisfacción del contratante. Por lo<br />

que sé, ese sistema de seguros tan sólo duró tres años.<br />

El fulano «marcado» se llamaba Guerrero, lo recuerdo muy bien: <strong>Alberto</strong>


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 87<br />

Guerrero, y por lo que Ramiro me explicó se había quedado con la<br />

«mercancía» de un socio que estaba ahora en la cárcel y andaba<br />

buscando la forma de hacerla llegar a Miami.<br />

Era ese socio el que hacía el encargo, y aunque no podía cubrir la tarifa,<br />

había que tener en cuenta que estando encerrado no disponía de<br />

suficiente liquidez, por lo que se le podía dejar una parte al fiado.<br />

No. No es costumbre.<br />

Una muerte no es como un televisor, que puede pagarse a plazos, pero<br />

en este caso el cliente era serio y había que tener en cuenta las<br />

circunstancias. Que un socio te robe y además te mande a la cárcel no<br />

es de recibo.<br />

—Cuando <strong>Alberto</strong> Guerrero se inclina sobre la mesa, es como si hubiera<br />

cuatro bolas —me explicó Ramiro—. Y la más grande es su cabeza.<br />

Lo vi nada más entrar, jugando en el rincón de la izquierda, y era tan alto<br />

que cuando se erguía su rostro quedaba por encima de la lámpara, por<br />

lo que permanecía casi siempre en penumbras y resultaba muy difícil<br />

distinguirle las facciones.<br />

Jugaba pero que muy bien, con carambolas de auténtica fantasía que<br />

consiguieron que durante unos minutos me olvidara de la razón de mi<br />

presencia allí, fascinado, al igual que una docena larga de mirones, por<br />

la increíble facilidad con que manejaba el taco y la delicadeza con que<br />

tocaba la bola para darle el efecto exacto y colocarla allí donde quería.<br />

Jugaba contra el dueño del local; una especie de ballena sudorosa que<br />

había llegado a subcampeón panamericano, y aunque el gordo tenía sin<br />

duda más oficio y le iba ganando, el juego del calvo llamaba la atención<br />

por su exquisita belleza.<br />

Naturalmente.<br />

Enséñeme un chico de la calle que no se haya pasado media vida<br />

metido en un billar y me enseñará un marciano.<br />

El panameño tenía madera de maestro y yo sabía apreciarlo.<br />

Y eso constituyó un gran fallo.<br />

Cuando tienes que dar de baja a alguien no debes involucrarte nunca en<br />

nada que le ataña, o experimentar por él ningún tipo de sentimiento, ni<br />

aun el tan intrascendente de desear que gane una simple partida de<br />

billar contra un gordo grasiento.<br />

¡Qué error, señor! ¡Qué error tan imperdonable! Era muy cierto aquello<br />

de que cuando <strong>Alberto</strong> Guerrero se inclinaba sobre la mesa su monda<br />

cabeza semejaba una bola, con un cráneo tan redondo como no he visto


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 88<br />

ningún otro, pero aunque era ese blanco perfecto el que reclamaba mi<br />

atención en el momento en que saqué mi arma creyendo que no podía<br />

fallar a menos de tres metros de distancia, la carambola que consiguió<br />

me distrajo una décima de segundo; apenas el tiempo que dura un<br />

pestañeo, pero lo suficiente como para que el gordo percibiese el brillo<br />

del cañón al penetrar bajo el haz de luz, y con una rapidez de reflejos,<br />

inconcebible en un tipo de su aspecto, me arreó tal golpe con el taco de<br />

billar que me partió en dos la muñeca.<br />

Como lo oye. Y en lugar de la cabeza del panameño, fue la bola roja la<br />

que saltó en pedazos metiéndole una esquirla en la quijada.<br />

La pistola había ido a parar a casa del carajo, pero en el acto cinco tipos<br />

sacaron las suyas, y estaba claro que no lo hacían con la amable<br />

intención de prestármela para que rematara mi tarea, sino más bien la<br />

de freírme a tiros, por lo que tuve que rodar bajo las mesas, correr como<br />

un conejo y lanzarme al fin a través del ventanal para caer sobre un<br />

coche aparcado y ocultarme en un cubo de basura.<br />

Sangraba como un cerdo por más de una veintena de lugares, tenía<br />

cristales hasta en el culo, y al caer me había roto dos costillas aparte de<br />

la fractura de la muñeca.<br />

Y por si no se le antoja suficiente, una docena de jodidos panameños<br />

me andaban buscando.<br />

He pasado noches peores, no se lo niego, pero de aquélla guardo un<br />

pésimo recuerdo debido al hecho de que me sentía tan indefenso como<br />

un niño en la cuna ya que la mano izquierda me sirve para bien poco y<br />

la derecha me colgaba como un trapajo inútil.<br />

Resulta curioso advertir con cuánta facilidad puede uno llegar a<br />

resignarse ante la idea de la propia muerte, pues le aseguro que a las<br />

dos horas de estar allí, y tras comprobar que matones armados<br />

continuaban dando vueltas por los alrededores preguntando aquí y allá<br />

si habían visto a un canijo ensangrentado, llegué a la conclusión de que<br />

cuando el camión de la basura pasara nuevamente, lo más probable<br />

sería que se llevara muy lejos mis despojos.<br />

Pero con la primera claridad del día me llegaron, muy claras, las<br />

primeras notas de una «cumbia» y quien la silbaba no podía ser otro que<br />

Ramiro, ya que por lo general le tenía loco tatareándola una y otra vez,<br />

lo que hacía que no pudiera concentrarse en los estudios.<br />

El pobre llevaba horas buscándome, pues al llegar a la academia y ver<br />

que no estaba comprendió que algo grave ocurría, se fue al billar, y allí<br />

se enteró del resto de la historia.<br />

Me sacó de «El Ejido» dentro de un saco y en una carretilla.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 89<br />

¡Jodido Ramiro! Tenía recursos para todo.<br />

A estas alturas quizá ya se ha dado cuenta de que la mayoría de las<br />

argucias que en ocasiones me atribuyo fueron en realidad idea de<br />

Ramiro, que era el más listo y el único capaz de resolver una situación<br />

tan difícil como aquélla por el sencillo método de buscar una carretilla y<br />

alejarme de allí como si fuera un fardo.<br />

Pero a partir de ahí las cosas se pusieron muy difíciles, pues al tal<br />

<strong>Alberto</strong> Guerrero le molestó cantidad el hecho de que no le permitiera<br />

acabar la partida, dedujo que debía ser su ex socio quien pagaba, y por<br />

doscientos gramos de «coca» encontró quien le hiciera salir de la cárcel<br />

pero bastante frío y en una caja de madera.<br />

Habíamos perdido pieza y cliente de un sólo carajazo, y le aseguro que<br />

eran unas pérdidas demasiado importantes para nuestra maltrecha<br />

economía.<br />

La Amapola se encargó de curarme, y es cosa sabida que ese sucio<br />

maricón entiende mucho de abortos pero jamás ha conseguido dejar un<br />

hueso en su sitio. ¿Cómo lo ve? Más que una muñeca parece una<br />

alcayata y aún doy gracias a Dios de que no me dejara manco para los<br />

restos o me rompiera el culo.<br />

Un mes tumbado en una cama, sin más ocupación que espantar moscas<br />

y escuchar la radio es mucho tiempo y te ofrece un sinfín de cosas<br />

importantes sobre las que reflexionar.<br />

Admitirá que mi pasado era algo asqueroso que prefería olvidar lo más<br />

pronto posible, y el presente también, era de puta pena, por lo que no<br />

me quedaba más opción que pensar en un futuro, que en apariencia<br />

tampoco ofrecía rosadas perspectivas.<br />

Me pregunté qué porvenir se me ofrecía como asesino a sueldo, y mis<br />

propias respuestas se me antojaron en verdad decepcionantes.<br />

Puede que allá en Europa, o incluso en Norteamérica tengan una idea<br />

diferente sobre lo que puede llegar a ser un pistolero profesional de los<br />

que salen en las películas, y que por lo visto cobran una fortuna por<br />

cargarse a la gente, pero le garantizo que en mi país resulta más<br />

rentable ser taxista, cobrador de la luz o incluso limpiabotas, pues<br />

cuando cometes un error como el que cometí en el salón de billar, te<br />

conviertes de nuevo en un simple y asqueroso «sicario».<br />

Y un «sicario» colombiano es la escoria entre las escorias; una especie<br />

de animal irracional que tan sólo sabe matar como una bestia.<br />

Y matar de ese modo sabe cualquiera.<br />

Llevar a cabo un trabajo limpio y perfecto no resultaba sencillo, y


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 90<br />

siempre podían presentarse situaciones como la que me acababa de<br />

dejar prácticamente fuera de combate, desmoronando de la noche a la<br />

mañana la difícil labor de todo un año.<br />

Había que empezar de cero, y aun de menos de cero, y no me sentía<br />

con fuerzas. Tantos muertos, ¡no me pregunte cuántos!, para continuar<br />

encerrados en aquel mísero cuarto, comer la misma mierda y no haber<br />

avanzado un solo paso en la dirección correcta.<br />

Doña Esperanza Restrepo era la única en cierto modo beneficiada por<br />

mis muertos, y no podía evitar preguntarme si valía la pena haberlos<br />

enviado al otro mundo para que un viejo putón desorejado pudiese<br />

echarse al coleto una botella de ron cada mañana.<br />

Nos tenía trincados por los huevos, pues sabía tantas cosas sobre<br />

nosotros que con abrir la boca estaríamos fritos, y yo empezaba a<br />

preguntarme si no era ya del todo punto idiota continuar fingiéndonos<br />

sus hijos.<br />

Siempre se ha dicho que resulta conveniente que un conductor novato<br />

se dé pronto un buen golpe para que aprenda a ser prudente en el<br />

futuro, y le aseguro, señor, que el incidente del billar fue el golpe que me<br />

sirvió para entender que no debía continuar recorriendo un camino tan<br />

poco productivo y arriesgado.<br />

Si de allí en adelante me veía en la obligación de matar, mataría, pero lo<br />

que tenía muy claro por muy estúpido que pudiera ser, era el hecho<br />

evidente de que en mi país matar tan sólo por dinero no era un negocio<br />

mínimamente rentable.<br />

Tal vez fuera miedo lo que sentía, ¿por qué voy a negarlo?, pero aunque<br />

lo fuera influyeron otras muchas razones que no vienen al caso.<br />

No. Jamás me remordió la conciencia, se lo aseguro. Ni por aquellos<br />

muertos ni por ningún otro. Supongo que la conciencia molesta cuando<br />

creemos haber obrado en desacuerdo con los principios que nos<br />

inculcaron en nuestra infancia, y a estas alturas ya debe saber que a mí<br />

no me inculcaron nada.<br />

No fue cuestión de arrepentimiento, que bien muertos están y pocos<br />

fueron para tanto hijo de puta corno anda suelto, sino tan sólo una<br />

profunda reflexión sobre los pros y los contras de un oficio de futuro muy<br />

negro.<br />

Tenga por seguro que si me hubieran pagado un millón de pesos por<br />

cadáver, a estas alturas tendría mi propio cementerio, pero cuando se<br />

ponían en una columna los riesgos y en otra los beneficios, no<br />

cuadraban las cuentas.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 91<br />

Asesinar a una persona puede ser un error. Asesinar a muchas<br />

personas, un crimen continuado, e incluso, una canallada, pero asesinar<br />

a muchas personas sin obtener beneficio alguno es un error, un crimen<br />

y, sobre todo, una auténtica pendejada.<br />

¿Supongo que al menos me dará la razón en eso? Cuando Doña<br />

Esperanza estaba a punto de beberse hasta nuestro último peso y<br />

empezábamos a plantearnos seriamente la posibilidad de volver a los<br />

atracos callejeros, a Ramiro le llegó la noticia de que andaban<br />

reclutando gente para el Oriente; era un trabajo bien pagado y<br />

adelantaban cinco mil pesos como cuota de enganche por los primeros<br />

meses.<br />

No me hacía puta gracia poner el pie en la selva, se lo aseguro. La única<br />

selva que había visto eran los pedazos de monte bravo que había<br />

vislumbrado en mi desgraciado viaje con el <strong>info</strong>rtunado Galindo y sus<br />

putas, y la idea de convivir con mosquitos, arañas y serpientes me<br />

horrorizaba, pues los únicos bichos a los que he conseguido<br />

acostumbrarme en esta vida han sido ratas y cucarachas.<br />

Aun así, llegué al convencimiento de que una temporada lejos de<br />

Bogotá, los bogotanos, los panameños y todos cuantos creían tener<br />

alguna cuenta pendiente conmigo, podría resultar una excelente idea,<br />

por lo que acepté que Ramiro me acompañase al aeropuerto una<br />

lluviosa mañana de setiembre.<br />

Eso de volar no es para gente... ¡Oiga! ¿A quién se le ocurre? Nos<br />

metieron en un avioncito apenas más grande que esta habitación, con<br />

una sola hélice que daba vueltas allí delante como si cada vez fuera a<br />

ser la última, más agitados que puta en noche de sábado, y con tal<br />

estruendo que tardé luego tres días en poder escuchar los gritos de los<br />

loros.<br />

En el último momento Ramiro se arrepintió y pretendió impedir que me<br />

fuera. Yo de macho decidí subirme a aquel trasto, y le juro que diez<br />

minutos después era yo el arrepentido y hubiera dado un año de vida<br />

por volver a poner los pies en tierra.<br />

¡Esa gente está loca! Loca de atar, se lo aseguro.<br />

Aquel pedo con alas correteó bajo la lluvia, tosió tres veces, dio un salto,<br />

se balanceó como una hoja y se metió de cabeza entre las nubes, aun a


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 92<br />

sabiendas que justo enfrente se encontraban las montañas.<br />

¡Qué miedo, Señor, qué miedo! Éramos cinco y el hijo de la gran puta<br />

del piloto, un negrito que canturreaba como si se encontrara en el<br />

retrete, y que sin duda así se lo parecía porque lo cierto es que el resto<br />

nos andábamos cagando.<br />

Si aquél fue mi bautizo de aire; me bautizaron echándome encima el<br />

Niágara, porque aquella cosa se movía, saltaba, caía, subía, bajaba,<br />

rugía, tosía, callaba... ¡Dios!, prefiero no recordarlo.<br />

Al cabo de una hora desaparecieron las nubes, dejamos atrás las<br />

montañas y empezamos a volar sobre una selva tan tupida que casi<br />

podríamos haber aterrizado sobre las copas de los árboles como sobre<br />

un colchón mullido.<br />

De vez en cuando se distinguía el cauce de un río y muy de tarde en<br />

tarde tres o cuatro chozas o una columna de humo, y creo que fue ese<br />

día cuando empecé a comprender que el mundo tenía que ser<br />

verdaderamente grande.<br />

Lo que no conseguía entender, ¡y juro que continúo sin hacerlo!, era<br />

cómo carajo se las arreglaba aquel negrito de mierda para encontrar el<br />

camino, porque lo único que hacía era seguir moviéndose a ritmo de<br />

merengue y darle golpecitos con el dedo a un montón de relojes que<br />

tenía delante, aunque cada uno marcaba una hora distinta.<br />

Con todos los respetos, no me parece serio eso de que la vida de seis<br />

personas dependa de un cacharro que da vueltas y una serie de relojes<br />

absurdos, porque si aquel pendejo se equivoca al comprobarlos seguro<br />

que agarramos un atracón de hierba.<br />

Luego, de pronto, el muy jodido señaló el río que estábamos cruzando y<br />

comentó que por allí pasaba la frontera, por lo que a partir de aquel<br />

momento estábamos ya en Perú.<br />

—¿Perú? —repetí desconcertado—. ¿Qué coño hacemos nosotros en<br />

Perú?<br />

—¡Tú sabrás! —replicó sin volverse—. Aquí me han dicho que te traiga,<br />

y aquí estoy.<br />

Que yo recordase, ni Ramiro ni nadie había comentado una sola palabra<br />

sobre Perú, pero como no era cosa de ponerse a discutir a gritos con un<br />

negro al que todo parecía importarle tres puñetas, me limité a maldecir<br />

por enésima vez la hora en que se me ocurrió embarcarme en aquella<br />

aventura, y cerrar el pico.<br />

Diez minutos después empezamos a dar vueltas como idiotas y aunque<br />

allá abajo todo seguía igual y no se distinguía más que el verde de los


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 93<br />

árboles, daba la impresión de que buscábamos dónde posarnos.<br />

De pronto, y como por arte de magia, donde antes no había más que<br />

vegetación se abrió un pequeño claro que se fue alargando como si<br />

alguien lo dibujara, y al poco pudimos ver una serie de tipos que corrían<br />

apartando montones de ramas, para dejar a la vista una pista de<br />

aterrizaje en la que hasta a un helicóptero le costaría posarse.<br />

Confié en que continuaran alargándola pero no dio más de sí y cuando<br />

comprendí que aquel negro loco se disponía a aterrizar, comencé a<br />

gritar aunque tan sólo fuera por unirme a los gritos de los otros cuatro<br />

desgraciados.<br />

Desde aquel día, odio a los negros y no es por cuestión de piel, sino<br />

porque aquel piloto de mierda consiguió que me orinara en los<br />

pantalones mientras el muy desgraciado no dejaba de canturrear y de<br />

moverse como si se encontrara en una discoteca.<br />

Se dejó caer y frenó de tal manera que me estampé la nariz contra el<br />

asiento delantero, y comprenderá que después de que me estrellara<br />

contra un árbol en el asalto al bus, mi nariz no está para muchos golpes.<br />

Salí de allí a cuatro patas, meado, sangrando, cagándome en todo lo<br />

cagable y dispuesto a despellejar al negro y a todo el que se me pusiera<br />

por delante, pero la bofetada de calor que me pegó en el rostro casi me<br />

tira de espaldas, y tuve la sensación de que en lugar de encontrarme al<br />

aire libre me había metido en el horno del chircal.<br />

¡Cómo es la selva! Yo, que nací y me crié a casi tres mil metros de<br />

altura, y tan sólo un día de mi vida bajé un poco, me encontré de pronto<br />

casi al nivel del mar, con cuarenta grados de temperatura y más mojado<br />

que en la ducha.<br />

¡Y los bichos! Le juro que había mosquitos más grandes que la avioneta<br />

aunque necesitasen menos pista de aterrizaje.<br />

La primera noche me pusieron la cara como un Cristo, y aunque me dejé<br />

barba y el pelo me caía por los hombros, me picaban incluso en los<br />

labios y los párpados de tal forma que parecía un imbécil dándome<br />

continuas bofetadas.<br />

Más tarde me atacaron los «sututus», y eso sí que es harto asqueroso<br />

porque son como gusanos diminutos que se meten bajo la piel y te van<br />

perforando hasta que te dejan la espalda en carne viva.<br />

Y niguas que anidan bajo las uñas, y amebas que producen una<br />

cagalera que te obliga a pasar tanto tiempo en cuclillas que se te<br />

acalambran las piernas, pendiente además de que no aparezca de<br />

pronto una serpiente y te muerda los cojones.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 94<br />

Y escarabajos cornudos más largos que mi dedo, arañamonas peludas<br />

del tamaño de una mano, y otra a la que llaman mígale, no mayor que<br />

una uña, pero que si te pica más vale que te pegues un tiro, porque no<br />

hay quien te salve y además agonizas entre espantosos dolores.<br />

Y jaguares, pumas, caimanes, anacondas... ¡la hostia, señor!, se lo<br />

aseguro.<br />

Y por si todo eso no basta, aún queda el Ejército, la Policía y los indios<br />

salvajes.<br />

¡Y para colofón, «Sendero Luminoso»! ¡Chiflados! Guerrilleros<br />

«maoístas» que andan cepillándose a cuantos se les ponen por delante.<br />

¿A quién se le ocurre? Hay que estar loco para seguir siendo «maoísta»<br />

a estas alturas y jugarse la vida por lo que dijo un jodido chino de los<br />

tiempos de Buda.<br />

No. No tengo ni idea de cuándo murió el tal Mao ni falta que me hace. Ni<br />

tampoco tengo la más puñetera idea de en qué época vivió el tal Buda,<br />

pero sí sé que los dos eran chinos, y que quien va por la selva con un<br />

puño levantado y un libro rojo en la otra mano, matando a quien no sea<br />

comunista prochino, merece que lo entierren con los huevos en la boca.<br />

Ya le contaré yo cosas de esos tipos, ya... Me las sé todas.<br />

A mí la política siempre me la ha traído floja, y opino que gobernar un<br />

país es algo demasiado serio como para dejarlo en manos de políticos,<br />

pero como de lo que ahora le estaba hablando es de la asquerosa selva,<br />

mejor será que volvamos a ella y a sus bichos.<br />

Un «laboratorio».<br />

¿A qué cree que había ido...? ¿A descapullar monos? Aquel lugar<br />

infecto era un «laboratorio» clandestino en el que se transformaba hoja<br />

de «coca» en auténtica cocaína.<br />

No. Muy sencillo. Yo no trabajaba en el «laboratorio»; eso queda para<br />

los «cocineros», pero aunque mi misión fuera la de impedir que nadie se<br />

acercase, en mis ratos libres aprendí cómo es la cosa.<br />

Cada dos o tres días llegaba una avioneta, daba un par de vueltas y en<br />

cuanto le hacíamos una señal con un espejo, dejaba caer grandes<br />

fardos de hojas de «coca» que teníamos que recoger rápidamente.<br />

Luego, los «cocineros» las extendían sobre un plástico y las «salaban»<br />

con carbonato de sodio. Al día siguiente lo echaban todo en un bidón de<br />

gasolina, lo dejaban doce horas, y le añadían ácido sulfúrico rebajado<br />

con agua. Lo pasaban por la prensa y así obtenían el «guarapo».<br />

El «guarapo» es el primer paso; lo que llaman «pasta», y que suele


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 95<br />

tener ya entre la mitad y una tercera parte de pureza. Eso se mezcla con<br />

permanganato de potasio y amoníaco, se deja secar al sol y se obtiene<br />

la «base» que ya es cocaína casi pura.<br />

Entonces viene lo peligroso; la auténtica «cocinada» en la que es<br />

necesario emplear éter, y al menor descuido aquello explota y todo se<br />

va a tomar por el culo, pero si el «cocinero» es bueno obtiene «cocacristal»,<br />

la mejor del mundo, y se gana mil quinientos dólares por kilo.<br />

Si es malo, hay que recoger sus pedazos de las copas de los árboles.<br />

El «laboratorio» no era en realidad más que una gran choza oculta entre<br />

la maleza y nada había allí que valiera un peso, excepto la «mercancía»,<br />

pero, que yo recuerde, hubo días en que esa «mercancía» podía valer<br />

muy bien diez millones de dólares a precios de mayorista, y ésas son<br />

cifras que por desgracia despiertan la curiosidad de mucho maleante.<br />

¿Sabe usted lo que son los «cri-cri»? Según los venezolanos, los «cricri»<br />

son las ladillas de las ladillas, y allá en la selva tomamos la<br />

costumbre de llamar «cri-cri» a los traficantes que pretenden vivir a<br />

costa de robar a los traficantes.<br />

Pagar a los campesinos, plantar la «coca», recolectarla, llevarla a los<br />

«laboratorios» y «cocinarla», requiere una inversión y un esfuerzo muy<br />

considerable, tan sólo justificado por los inmensos beneficios que<br />

produce ese jodido negocio.<br />

Pero hay quien opina que es aún mucho mejor negocio vagabundear por<br />

la selva con los ojos muy abiertos, grandes orejas y una buena nariz<br />

para el amoníaco.<br />

Y de entre los «cri-cri», señor, los peores solían ser los soldados y<br />

policías, puesto que ellos lo tenían todo a su favor, gozaban de absoluta<br />

impunidad y, a la hora de entrar en un «laboratorio» y destruirlo,<br />

procuraban siempre no dejar testigos.<br />

No les gusta que luego vayan contando por ahí que en realidad<br />

incautaron cincuenta o sesenta kilos de «mercancía» en lugar de los<br />

treinta que han declarado oficialmente, y que el resto se han preocupado<br />

de esconderlo en el monte para revenderlo a buen precio un par de<br />

meses más tarde.<br />

¿Le sorprende? Aún no hace un mes que un tribunal de Miami ha<br />

condenado a treinta años de cárcel al que fuera ministro del Interior de<br />

Bolivia, Luis Arce Gómez, por su vinculación con el «narcotráfico».<br />

Se supone que ese coronelito era el principal encargado de combatirnos<br />

y, sin embargo, en los dos años que estuvo en el poder, mangoneó más<br />

cocaína de la que yo haya visto en mi vida.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 96<br />

Con tal ejemplo, ¿qué espera que haga el pobre «guripa», o el sargento<br />

que se juega la vida en la jungla, y al que el sueldo apenas le alcanza<br />

para mantener a sus cuatro mocosos? ¡Lo normal! La mitad para el<br />

Gobierno y la otra mitad «al saco»...<br />

Hay que tener el «ojo pelao» contra toda esa gente, y le juro que aquél<br />

es un trabajo duro y agotador donde los haya.<br />

Éramos doce, aparte los «cocineros», una mujer decente y tres putas<br />

que se ocupaban de la comida y el «relajo», y aunque nadábamos en<br />

«coca», nadie podía probarla porque estaba muy claro que si en plena<br />

selva le metías al vicio, a las dos semanas eras una piltrafa que a la<br />

hora de la «escucha» los ponías a todos en peligro.<br />

«La escucha» era la base del trabajo y consistía en formar un círculo de<br />

un par de kilómetros de diámetro en torno al campamento, e instalarnos<br />

en lugares estratégicos atentos a la aparición del enemigo.<br />

Nos comunicábamos por medio de transmisores portátiles, y cada media<br />

hora teníamos que dar la novedad, aunque la línea estaba siempre<br />

abierta por si se presentaba algún peligro.<br />

De seis de la mañana a seis de la tarde, con dos horas para comer y<br />

echar una cabezadita.<br />

De noche, no. Ningún «cri-cri» en su sano juicio trataría de aproximarse<br />

en la oscuridad a un «laboratorio» clandestino rodeado de minas y<br />

trampas para pumas y jaguares.<br />

Ni los jaguares, ni los pumas, ni casi ningún bicho de la selva solían caer<br />

en ellas y menos aún pisar las minas.<br />

El truco es muy simple: se rodea la trampa o la mina con un pedazo de<br />

piel de pécari que es una especie de jabalí salvaje que siempre ataca en<br />

manada, y a los que las bestias del monte procuran evitar a toda costa.<br />

En cuanto lo olfatean, se alejan. Sin embargo, el hombre no es capaz de<br />

percibir su hedor hasta que lo tiene en los morros.<br />

Los pécaris de noche duermen.<br />

Y si los oyes de día lo único que puedes hacer es trepar a un árbol y<br />

quedarte allí hasta que se larguen.<br />

Yo descubrí que lo mejor era andar con una piel de pécari enrollada a la<br />

cintura, y aunque apestara a demonios y las putas me rechazaran, al<br />

menos tenía la certeza de que cuando estaba en el puesto de escucha<br />

ningún hijo de puta de jaguar me iba a saltar al cogote.<br />

Andaba acojonado, ¿qué quiere que le diga? Aquello no era lo mío.<br />

Ni lo mío ni lo de la mayoría de los que allí estábamos, y excepto dos de


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 97<br />

las putas, un indio y el capataz, los demás éramos gente de la sierra a<br />

los que todo aquel monte bravo nos volvía medio locos.<br />

¿Tiene una idea de la «carajera» que arman los loros, los guacamayos,<br />

los monos y los infinitos pajarracos que viven en esas selvas<br />

amazónicas? ¿Y de los mil ruidos, rumores, susurros, chasquidos y<br />

hasta suspiros que se pueden percibir cuando estás agazapado en tu<br />

escondite? Acabas de los nervios, y llega un momento en que hasta las<br />

ramas de los árboles se te antojan enemigos, ves salvajes en la sopa, y<br />

cada cinco minutos te vuelves con el arma amartillada convencido que<br />

están a punto de atacarte por la espalda.<br />

Cuando había que recibir la «mercancía» el peligro era triple, pues los<br />

«cri-cri» estaban muy atentos y en cuanto escuchaban el ruido de un<br />

motor trepaban a las copas de los árboles para ver dónde «cagaba» y<br />

venir luego a por nosotros.<br />

Y el día de recogida ya era la hostia. Teníamos que descuidar la<br />

escucha y quedarnos junto a la pista, atentos a ver llegar la avioneta,<br />

quitar la maleza que cubría la «pista», confiar en que el negrito no se la<br />

pegara contra un árbol y correr luego a descargar todo cuanto traía, que<br />

era normalmente comida, munición y los productos químicos que<br />

necesitaban los «cocineros», para dedicarnos luego a bombear a toda<br />

prisa en los depósitos del aparato la gasolina que traía en bidones de<br />

plástico.<br />

Aquel jodido tenía en verdad muchos cojones para volar en un viejo<br />

trasto cargado de éter y gasolina para aterrizar en una pista enfangada<br />

del tamaño de un sello de correos.<br />

Se alejaba luego a orinar, comer algo y fumarse un cigarrillo, y en<br />

cuanto el cacharro estaba cargado, se echaba al coleto un cuartillo de<br />

ron, se encajaba en su asiento y se disponía a elevarse con veinte<br />

millones de dólares en «coca».<br />

Tenía que haber visto cómo hacía rugir el motor a toda potencia hasta el<br />

punto en que parecía que las alas se le iban a caer en pedazos,<br />

mientras entre ocho hombres manteníamos aferrada una larga<br />

«cabuya» sujeta a la cola para que el avión no se marchara solo, y<br />

cómo, de pronto bajaba el brazo para salir como si le hubieran metido un<br />

cohete en el culo y alzarse lo justo para peinar las copas de los árboles.<br />

¡Era un milagro! Cada vez que El Negro Valencia levantaba el vuelo era<br />

un milagro, y no me sorprendió cuando me contaron que se había<br />

retirado a Santo Domingo podrido de millones. Se los había ganado a<br />

pulso, y si alguien de este puerco negocio merece un buen retiro, sin<br />

duda es ese «coño-e-madre» que nunca hizo daño a nadie, aunque


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 98<br />

estuviera a punto de matar a más de uno de un infarto.<br />

Contaba los peores chistes de este mundo, eso sí, pero también los<br />

celebraba a carcajadas, y jamás olvidaba el encargo que le hicieras por<br />

absurdo que fuera.<br />

Él me traía las cartas de Ramiro; por ellas tenía constancia de que los<br />

patrones pagaban puntualmente la cifra convenida, y que la mayor parte<br />

de ese dinero estaba ya en una cuenta en el Banco.<br />

No lo sé. Jamás tuve una idea muy clara de quiénes eran en este caso<br />

los «patrones», aunque siempre sospeché que no era patrón, sino<br />

patrona, pues por aquel entonces la mayor parte del tráfico de la zona<br />

estaba en manos de doña Griselda Blanco.<br />

Doña Griselda era en verdad una mujer «arrecha» que empezó como<br />

carterista en Medellín pero se casó con cuatro traficantes de marihuana<br />

y «coca» y se los cargó a los cuatro. Hasta que la trincaron y la metieron<br />

en la cárcel en Norteamérica, junto a tres de sus hijos, fue la dueña<br />

absoluta del cotarro, y le gustaba a tal punto su negocio, que a uno de<br />

sus hijos lo llamó Michael Corleone en honor al protagonista de El<br />

Padrino.<br />

Su increíble fortuna nunca pudo calcularse.<br />

Tenga en cuenta, que, por aquellos tiempos, un kilo de hojas de «coca»<br />

se pagaba en Perú a unos cincuenta centavos de dólar. Como se<br />

necesitan casi mil para conseguir un kilo de cocaína, la mercancía que<br />

nos llegaba valía unos quinientos, y una vez «cocinada» y convertida en<br />

«cristal», se pagaba en Medellín o Bogotá a casi diez mil dólares.<br />

Cuando ese mismo kilo conseguía entrar en Miami subía a treinta y<br />

cinco mil dólares, y como entonces lo «cortaban» varias veces,<br />

adulterándolo con lactosa, estricnina o vidrio molido, su valor total en el<br />

mercado podía alcanzar más de cien mil dólares.<br />

Calcule el beneficio de algo cuya materia prima cuesta quinientos<br />

dólares y acaba vendiéndose en cien mil. La cocaína es sin duda la<br />

mercancía más valiosa de la tierra, y su volumen de negocio tan sólo es<br />

superado por el de la industria del petróleo.<br />

Doña Griselda controló el tráfico durante años, y lo que nunca entenderé<br />

es por qué razón una mujer atractiva, con cuatro hijos y miles de<br />

millones, siguió en tal oficio hasta conseguir que la encerraran de por<br />

vida.<br />

Cuentan que su gran error estuvo en mandar asesinar a su mejor amiga<br />

por una cuestión de celos o de envidia.<br />

Y es que Leonela Arias era también de armas tomar, pues a los veinte


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 99<br />

años mandó asesinar a su marido, y con el dinero del seguro se metió<br />

en la organización de Griselda. Llegaron a ser íntimas, pero Leonela no<br />

se conformaba con seguir de segundona, intentó quitarle a su jefa el<br />

hombre y el negocio, y acabó con un tiro en la nuca.<br />

La ambición humana no tiene límite, señor, se lo dice alguien que ha<br />

visto manejar muchísimo dinero.<br />

¿Le gusta el juego? ¿Se ha dado cuenta de que cuando está en un<br />

Casino y va ganando acaba teniendo la impresión de que las fichas<br />

carecen de valor? Pues algo semejante ocurre cuando se trabaja en el<br />

negocio del vicio, pues llega un momento en que no caes en la cuenta<br />

de que lo que tienes en la mano vale millones, y sólo con eso podrías<br />

vivir feliz el resto de tus días.<br />

A veces, en vísperas casi siempre de que llegara El Negro Valencia, nos<br />

asaltaba la tentación de prenderle fuego al «laboratorio», repartirnos la<br />

«mercancía» y largarnos a ser ricos en cualquier rincón del mundo, pero<br />

siempre acabábamos por tomar conciencia de que a través de aquella<br />

jungla no llegaríamos muy lejos y que, aunque lo consiguiéramos, el<br />

largo brazo de los patrones nos alcanzaría dondequiera que nos<br />

ocultásemos.<br />

¿Qué podía hacer un serrano como yo cargando con seis kilos de<br />

«coca» por una espesura en la que a veces incluso para volver al<br />

campamento tenía problemas? No soy Tarzán, señor, y mucho menos<br />

Rambo, y tenga por seguro que si me sueltan en el monte bravo ando<br />

más perdido que culo en presidio, y a los dos días soy capaz de<br />

regalarle todo lo que lleve encima a quien me saque sano y salvo de<br />

aquel maldito infierno.<br />

Ni los aviones, ni el mar, ni la selva son lo mío, y no me duele admitirlo.<br />

Usted debe estar muy loco, señor, perdone que le diga, aunque no me<br />

sorprende, pues ya me lo pareció la primera vez que vino a verme. A<br />

quien le guste la selva, o es mono, o está para que lo encierren.<br />

Tal vez, cuando acabe de contarle lo que allí me sucedió, me dé la<br />

razón y opine de otra manera.<br />

Fue una historia muy triste.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 100<br />

Llegaron cuando temíamos, a las tres horas, que un avión nos hubiese<br />

lanzado «mercancía», y llegaron en dos helicópteros, armados hasta los<br />

dientes, escupiendo tanto plomo que hubiera bastado para recomponer<br />

todas las cañerías de Bogotá.<br />

Me agarró en mi puesto y con los ojos bien abiertos, pero comprenderá<br />

que no había mucho que ver porque la maleza es allí tan tupida, que<br />

apenas te permite distinguir algún trozo de cielo.<br />

Cinco minutos de explosiones y fuego de ametralladora me bastaron<br />

para llegar a la conclusión de que el campamento se había vuelto un<br />

lugar poco recomendable, por lo que agarré puerta monte adentro y no<br />

paré ni para mear hasta que no se escucharon ya más que los gritos de<br />

los loros y los tan conocidos rumores de la jungla.<br />

Tenía una cantimplora de agua, un trozo de queso y un poco de<br />

«cazabe». También tenía una metralleta, un revólver y ochenta kilos de<br />

miedo.<br />

Nada hay que pese más que el miedo, señor, nada en absoluto. El<br />

miedo es como una cruz o una losa que te rompe el espinazo, y que te<br />

nubla las ideas impidiéndote reaccionar como siempre has esperado de<br />

ti mismo.<br />

No le oculto que mientras estaba a la escucha, me preguntaba con<br />

frecuencia cómo reaccionaría si tuviera que adentrarme en la selva, y<br />

tampoco quiero ocultarle que todo cuanto tenía pensado de aquel<br />

tiempo se me olvidó en el acto.<br />

Y es que en cuanto me detuve a tomar aliento llegué a la conclusión de<br />

que me había perdido, y es aquél un laberinto de árboles y lianas en el<br />

que resulta imposible encontrar la salida.<br />

Una vez había visto una brújula, pero aun teniéndola, de poco me habría<br />

servido, pues ni sabía cómo se utilizaba, ni por aquel tiempo tenía muy<br />

claro ese asunto de los puntos cardinales.<br />

En Bogotá bastaba con buscar la cima del Monserrate para tener una<br />

idea de dónde estabas.<br />

Y la ignorancia aumenta el peso del miedo. Lo multiplica.<br />

Sabía que estaba en el Perú, y que el Perú es un país fronterizo con


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 101<br />

Colombia, pero aparte de eso no sabía gran cosa, excepto que si perdía<br />

los nervios acabaría loco y agonizaría delirando.<br />

Me quedé dormido acurrucadito bajo un árbol, sin comer ni beber porque<br />

un nudo me cerraba la garganta, y la primera claridad del día me<br />

sorprendió preguntándome una vez más, qué carajo hacía yo allí, y<br />

cómo era posible que un «gamín» de las cloacas que tantísimas<br />

ocasiones había tenido de morir de un modo u otro en su ciudad, fuese<br />

a acabar sus días comido de mosquitos y gusanos y más solo que un<br />

ajo.<br />

Echaba de menos a Ramiro.<br />

Lo había echado de menos cada día, pero en aquellos difíciles<br />

momentos su ausencia parecía tomar cuerpo y me entristecía pensar<br />

que iba a morir sin tenerle a mi lado.<br />

También me entristecía comprender que sin mí no podría continuar sus<br />

estudios.<br />

Y es que me enorgullecía que Ramiro estudiara.<br />

Parecerá una tontería, pero el hecho de que uno de nosotros hubiese<br />

conseguido elevarse por encima de aquella mierda me ayudaba a ver<br />

las cosas de un modo diferente, e incluso me ayudaba a disculparme a<br />

mí mismo por todo el mal que había causado.<br />

Alguien dijo que los muertos no están tan muertos si sirven para abonar<br />

un árbol que algún día dará hermosos frutos, y si eso es cierto, no cabe<br />

duda que el árbol de Ramiro estaba bien abonado.<br />

En sus cartas me hablaba de que muy pronto le darían no sé qué título,<br />

y eso significaba que con un poco de suerte encontraría un trabajo que<br />

le permitiría devolverme todo el dinero que me había gastado.<br />

Aquello sí que no me gustó y la señora decente —la esposa de un<br />

«cocinero», Manuela creo que se llamaba, y era mujer muy seria y muy<br />

buena persona, puesto que ni tan siquiera malmiraba a las putas—, así<br />

se lo dijo en una carta que le escribió en mi nombre, porque a mí me<br />

costaba mucho trabajo.<br />

Yo nunca pretendí que Ramiro me devolviera ningún dinero; no soy un<br />

Banco ni tan siquiera un prestamista. Ramiro y yo siempre habíamos<br />

sido como hermanos y formábamos uno de esos equipos que ganan o<br />

pierden juntos.<br />

A nadie se le ocurre que en un equipo gane el portero mientras el<br />

delantero o el defensa pierdan por cinco a cero. Lo nuestro era lo mismo<br />

y por eso me dolió que hablara del dinero como si fuese sólo mío. Yo<br />

quería participar de lo que él sabía, y si no conseguía saberlo, tener al


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 102<br />

menos la seguridad de que algún día conseguiría explicármelo.<br />

Si no ha tenido nunca un amigo así es cosa suya. Imagino que tampoco<br />

ha dormido nunca en una cloaca.<br />

Supongo que otro tan asustado como yo hubiese echado de menos a su<br />

madre.<br />

Se diría que le sorprende que alguien que reconoce haber sido un<br />

asesino profesional, un sucio «sicario» de los que ponen su pistola al<br />

servicio de quien le paga, sea capaz de aceptar que echaba de menos a<br />

un amigo y que estaba asustado, pero supongo que será porque usted<br />

nunca ha tenido que matar a nadie por dinero y no entiende que en<br />

Colombia el hecho de asesinar no significa que te hayas vuelto<br />

insensible a cualquier otro tipo de sentimiento.<br />

O tal vez precisamente por llevar tantas muertes a mis espaldas me<br />

pesaba más que a cualquier otro la idea de terminar mi vida de aquella<br />

forma tan indigna.<br />

¿Quiere saber algo curioso...? Creo que hasta cierto punto eso de<br />

contarle mi vida empieza a gustarme. Es como si el hecho de hablar me<br />

liberara de muchas cosas que me reconcomían. Aparte de Ramiro, que<br />

es casi tanto como decir yo mismo, nadie más ha sabido nunca qué es<br />

lo que he hecho exactamente.<br />

Hay gente que se confiesa ante un cura y espera la absolución de sus<br />

pecados. Yo le cuento mis cosas, aunque le participo que el hecho de<br />

que me perdone o no, me importa un carajo.<br />

¿Dónde estábamos? Jodido bajo un árbol de una selva lejana en un<br />

país que no era el mío.<br />

¡Vaina! Aquello sí que era harto complicado.<br />

Lo único que me importaba era alejarme lo más posible de aquel<br />

tremendo «zaperoco», por lo que me puse en marcha decidido a<br />

encontrar un río que le llevara a alguna parte.<br />

¡Un gran jaleo; un lío; un follón del carajo!<br />

También es venezolano. Ya habrá notado que me encantan las<br />

expresiones venezolanas. Son muy gráficas.<br />

Sabía que había un río por allí cerca. Lo había visto desde el aire y en el<br />

campamento a menudo hablaban de él y de que siguiendo su cauce se<br />

podía desembocar en el Ñapo, que era un afluente del Amazonas y el<br />

Amazonas pasaba por Leticia que ya es Colombia.<br />

¡Lejísimos!<br />

Días, semanas... ¿Yo qué sé? Lo importante era mantener una


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 103<br />

esperanza y ese río era la mía.<br />

Al caer la tarde desemboqué en un claro de la espesura y me topé de<br />

frente con lo poco que habían dejado del «laboratorio» y el<br />

campamento.<br />

¡Y yo me imaginaba ya muy lejos! ¡Ni rastro de «coca», oiga! Ni en hoja,<br />

ni en «pasta», ni en «base», ni en «cristal».<br />

Y no había señales de que la hubiesen quemado o destruido.<br />

¡Arramblaron con ella y a otra cosa mariposa! Lo que sí habían dejado<br />

eran algunas sobras de rancho, un poco de agua, y cuatro cadáveres<br />

comidos por las moscas.<br />

Me dolió que uno de ellos fuera el de la señora decente, Manuela creo<br />

que se llamaba, o quizá Mariana, y lo que no podría asegurar es si la<br />

mataron en la refriega de los primeros momentos, o si se divirtieron con<br />

ella para cargársela más tarde.<br />

Pasé la noche allí, recogí todo lo que pudiera comerse, y dejé la<br />

metralleta que pesaba demasiado y que de poco iba a servirme en plena<br />

jungla.<br />

No estaba yo para enterrar a nadie, puede creerme.<br />

Ni siquiera a la señora decente, lo lamento. Si los soldados que tenían<br />

tiempo y helicópteros para largarse de allí no se molestaron, pese a que<br />

eran quienes la habían matado, menos podía molestarme yo que<br />

andaba muy justito de fuerzas y no contaba ni con un mal burro al que<br />

subirme.<br />

Durante seis o siete días vagué sin rumbo por aquellos parajes, y no<br />

tengo la más pajolera idea de hacia dónde iba ni por qué. Lo único que<br />

había era tomármelo con calma, intentar no agotarme, y andar «ojo<br />

pelao» con las arañas y serpientes.<br />

Hubo momentos en que temí que me invadiera esa especie de locura<br />

que ataca a la mayoría de los que se pierden en la jungla y que casi<br />

siempre les impulsa a suicidarse, pero lo cierto es que bien mirado yo<br />

había pasado por trances mucho peores y traté de hacerme a la idea de<br />

que andaba dando un paseo por las faldas del Monserrate y que cuando<br />

menos me lo esperase aparecería en el Planetario.<br />

Donde aparecí fue en un río bastante sucio, y siguiéndole no alcancé el<br />

Ñapo, ni el Amazonas, ni mucho menos Leticia, sino que me conformé<br />

con llegar a un campamento del Ejército en el que me presenté<br />

intentado hacerme pasar por buscador de oro.<br />

¿Y yo qué coño sé cómo se busca oro? Aquel cabrón de sargento lo<br />

sabía mucho mejor que yo, por lo que a los diez minutos me había


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 104<br />

zumbado en el calabozo tras advertirme que más me valía confesar que<br />

estaba en el vicio, porque de lo contrario me acusaría de guerrillero<br />

senderista y entonces sí que podía darme por jodido.<br />

¿Me imagina como miembro de «Sendero Luminoso» con el puño en<br />

alto y un libro rojo en la mano...? A mí, que soy incapaz de leerlo y tan<br />

sólo me serviría para limpiarme el culo...?<br />

En el campamento había oído contar muchas cosas sobre los<br />

«senderistas» y sobre las escasas simpatías que el Ejército peruano les<br />

tiene, por lo que tras pensármelo toda una noche llegué a la conclusión<br />

de que me traía más a cuenta admitir que estaba en el vicio. Al fin y al<br />

cabo en Perú y Bolivia el que no trafica con «coca» es porque no le han<br />

dado oportunidad, e imaginé que serían más condescendientes con un<br />

pobre pendejo sin importancia que con un terrorista.<br />

Me mandaron a Iquitos, de allí a Lima, y ya en Lima de cabeza a<br />

Lurigancho.<br />

¿Lurigancho?<br />

El infierno.<br />

Dicen que cuando el diablo se aburre de quemar gente allá abajo, sube<br />

a aprender nuevas técnicas a Lurigancho, pero que se queda muy poco<br />

porque lo que ve le revuelve las tripas.<br />

Lurigancho se construyó, créame que debe hacer diez siglos de eso,<br />

con la intención de encerrar a unos mil quinientos presos bien<br />

apretaditos, y cuando entré allí éramos seis mil.<br />

¡Seis mil, lo ha oído bien! Seis mil desgraciados amontonados los unos<br />

encima de los otros, sin retretes, sin baños, sin camastros, sin mantas,<br />

sin agua la mayoría de los días, y sin nada que comer durante semanas.<br />

En ocasiones se han contado hasta quince días sin que entre un solo<br />

kilo de alimentos en Lurigancho, por lo cual no resulta extraño que la<br />

mitad de las muertes que allí se registran, ¡y mira que muere gente!,<br />

sean por hambre.<br />

¡Hambre, señor, a las mismas puertas de Lima! Un hambre como no<br />

sufrí ni aun siendo niño, puesto que en las cloacas había ratas que<br />

cazar, y en Lurigancho ya no quedaba ninguna.<br />

En mis tiempos había dos enfermeros para aquellos seis mil reclusos y<br />

me cuentan que uno se jubiló, pero que yo recuerde jamás dispusieron<br />

ni de una simple aspirina, vendas, esparadrapo, antisépticos, ni nada<br />

más que buenas intenciones y mejores palabras.<br />

En un patio trasero, lo que llamaban «La Pampa» abandonaban a los<br />

desahuciados que ya no tenían solución posible, que eran muchos, y


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 105<br />

recuerdo que entre ellos había una veintena que andaban con las tripas<br />

al aire, cubiertas con una simple bolsa de plástico, porque les habían<br />

acuchillado en una riña y no habían conseguido que nadie les cosiera la<br />

herida.<br />

Me oye bien, se lo aseguro. Se quitaban la bolsa y te dejaban ver las<br />

tripas saliendo de un boquete tan ancho como mi puño.<br />

Luego había más de mil tuberculosos y en un rincón una especie de<br />

choza con «enfermos de la piel» que no podían tener otra cosa que<br />

lepra, y arriba tres salas de auténticos esqueletos humanos que<br />

parecían sacados de esos campos de concentración nazis, y a los que<br />

no les daban más que agua esperando a que murieran.<br />

¡Un infierno, señor! ¡El infierno para los que se habían portado mal en el<br />

infierno! Y lo más curioso, señor, lo más inconcebible, es que las tres<br />

cuartas partes de la gente que llevaba años allí eran presos preventivos<br />

a los que aún no se les había acusado de nada.<br />

Incluso a mí, acostumbrado desde que nací a sobrevivir a toda costa, se<br />

me antojó un precio excesivo tener que seguir haciéndolo en semejante<br />

lugar, comparado con el cual las cloacas de Bogotá parecerían un hotel<br />

de cinco estrellas.<br />

Y es que en las cloacas había ratas, cucarachas y algún que otro<br />

murciélago, pero en Lurigancho, señor, en Lurigancho lo que había era<br />

hombres desesperados, capaces de sacarles los ojos a sus propios hijos<br />

con tal de respirar un día más, o conseguir una brizna de «basuco».<br />

¡Y cómo es el «basuco»! Conozco marimberos, cocainómanos, pobres<br />

pendejos enganchados al LSD y las anfetaminas e incluso<br />

heroinómanos, que cuando consiguen la dosis que necesitan se calman,<br />

pero el adicto al «basuco» se vuelve compulsivo, cuanto más fuma más<br />

lo necesita, no puede pasarse un sólo minuto sin el vicio, y sigue así<br />

hasta que al fin revienta.<br />

¡Y aquello estaba a tope de «basuco»! Lo normal era que el Estado se<br />

olvidara de enviar comida y tuviéramos que beber agua de los charcos,<br />

pero de lo que nadie se olvidaba era de meter droga, cualquier tipo de<br />

droga, y ya podrá imaginarse lo que ocurre cuando se amontona<br />

tantísimo vicioso donde ni siquiera pueden moverse.<br />

Por lo visto, la única política que habían encontrado las autoridades<br />

peruanas para acabar con la delincuencia era poner en marcha la<br />

máquina de destrucción de Lurigancho. Por un lado se metía un<br />

sospechoso y por el otro se sacaba un cadáver.<br />

Ya se sabe que en la fosa común es donde menos espacio ocupan los<br />

marginados.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 106<br />

Y por si todo ello fuera poco; por si no había suficientes atracadores,<br />

asesinos, violadores o infanticidas, se les ocurrió incluir a los terroristas<br />

de Sendero Luminoso.<br />

Yo había tratado con todo tipo de gente y más o menos casi siempre me<br />

bandeaba, pero aquellos locos eran fanáticos y malamente los<br />

soportaba.<br />

A mí me parece muy bien que cada cual piense como le dé la gana, e<br />

incluso si me apura acepto que se eche al monte a defender a tiros sus<br />

ideas, pero lo que me jode cantidad es que venga un pendejo y pretenda<br />

que aceptes sus teorías por cojones.<br />

¡Y ni siquiera eran suyas! Eran de un chino muerto.<br />

¿Cómo podías escuchar a alguien tan estúpido como para permitir que<br />

le encerraran en Lurigancho por maoísta? A los tres años de salir de allí<br />

hubo una revuelta, el Ejército entró a sangre y fuego, y por lo que sé<br />

liquidaron de un tiro en la nuca a ciento veinte «senderistas»<br />

desarmados que ya se habían rendido.<br />

Conocía a muchos de ellos y aunque estuvieran zumbados algunos eran<br />

bastante buena gente.<br />

Parece ser que ahora en Perú manda un japonés; ese tal Fujimori, al<br />

que los «senderistas» también se la tienen jurada, y a ver cómo coño se<br />

entiende que las ideas de un chino y un japonés se anden discutiendo<br />

en Perú y provocando un baño de sangre.<br />

Lo que no se les puede negar es que eran muy disciplinados, por lo que<br />

muy pronto consiguieron hacerse dueños del cotarro imponiendo su ley<br />

incluso sobre aquella panda de salvajes.<br />

Lo mejor que podías hacer era escucharles, decir que sí a todo,<br />

interesarte por la opresión del pueblo, el nuevo orden comunista y un<br />

sinfín de cosas de las que en verdad no entendía una palabra, y permitir<br />

que creyeran que tal vez podían catequizarte, con lo cual te dejaban en<br />

paz y de vez en cuando incluso te proporcionaban un pedazo de pan o<br />

un cacharro de arroz porque, eso sí, predicaban con el ejemplo<br />

compartiendo cuanto tenían.<br />

Fueron ellos los que me ayudaron a hacerle llegar un mensaje a Ramiro<br />

contándole mi situación, y como no podía ser menos a las dos semanas<br />

se presentó en Lima con todo nuestro dinero.<br />

No sé cómo se las arregló, por lo visto sobornando a jueces y abogados,<br />

pero lo cierto es que consiguió que la acusación fuera tan sólo de<br />

inmigración ilegal y vagabundeo, por lo que a los dos meses me<br />

largaron del país haciéndome firmar un documento por el que juraba y


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 107<br />

perjuraba que no volvería nunca más.<br />

¡Imagínese qué ganas tenía yo de volver al Perú y a Lurigancho...! Ni<br />

loco.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 108<br />

De nuevo en Bogotá y de nuevo en la más negra miseria porque todo el<br />

dinero que teníamos se había quedado en las garras de la «justicia»<br />

peruana, y una vez más el problema se centraba en salir adelante sin<br />

volver a los atracos ni a las muertes.<br />

Lo que no se podía negar es que aquellos meses me habían<br />

proporcionado una notable experiencia sobre el mundo de la «coca» y<br />

de los «narcos» y ahora tenía muy claro que era allí donde estaba el<br />

dinero, y que si conseguía integrarme en algún grupo medianamente<br />

fuerte saldríamos adelante.<br />

Lo importante en ese negocio es tener olfato para arrimarse al equipo<br />

ganador, puesto que al moverse tantísimo dinero las luchas por el<br />

control de la mercancía suelen ser a degüello, y si te agarra en el mal<br />

lado tu vida vale menos que polvo de puta vieja.<br />

Ramiro prefería buscar otro tipo de salida, trabajando los dos en lo que<br />

fuera hasta conseguir alguna plata y montar juntos un negocio, pero<br />

aunque le prometí que aceptaría cualquier empleo que nos<br />

proporcionase la más mínima esperanza de abrirnos camino en la vida,<br />

en el fondo de mi alma estaba convencido de que jamás lo<br />

conseguiríamos.<br />

Nos salió una chapuza de quince días recogiendo café en una hacienda<br />

del Norte, y otra de temporeros descargando camiones, pero pese a que<br />

acabábamos desriñonados y listos para que nos echaran a los leones, el<br />

jornal no llegaba ni para cubrir las exigencias de la bruja de doña<br />

Esperanza.<br />

Cada día tenía que hacer un esfuerzo para no retorcerle el cuello.<br />

Se había vuelto tan borracha que ya no salía de su cuarto más que para<br />

ir a buscar «arepas» y ron, y la casa, que siempre estuvo sucia, era ya<br />

una especie de pocilga, excepto nuestro cuarto que procurábamos<br />

limpiar casi a diario.<br />

Ramiro se había echado novia.<br />

Era una «cholita» con cara de ratón y más chupada que colilla de<br />

habano, que trabajaba de sirvienta en una pensión de mala muerte, y<br />

dos veces por semana, jueves y sábados, tenía que dejarles la cama y<br />

meterme en el cine hasta casi las tres de la mañana.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 109<br />

Jamás oí que dijera dos palabras seguidas, olía a lejía y cebollas y le<br />

faltaban cuatro dientes, pero tampoco Ramiro presumió nunca de Robert<br />

Redford, y por primera vez en mi vida le vi contento con algo.<br />

Juraba que eso de joder siempre con la misma persona y sin pagar<br />

resultaba muy lindo, aunque a mí, la verdad, y no es por envidia, antes<br />

que cogerme a la tal Herminia prefería «pelármela» sólito con una buena<br />

foto del Play-Boy sobre la cama.<br />

¿Celos? No, en absoluto. Ramiro era mi único amigo y me hubiera<br />

encantado que se tirara a la Miss Universo, pero estará de acuerdo<br />

conmigo que eso de tenerte que acostar en una cama que apesta a<br />

cebolla, lejía y sudor no es plato que apetezca ni siquiera a alguien que,<br />

como yo, ha dormido durante años en las cloacas.<br />

Luego, una mañana de abril, lo recordaré hasta que me muera, la más<br />

hermosa mañana de mi vida, estando en la esquina de la Jiménez de<br />

Quesada con Caracas pasó un carro enorme y a los veinte metros frenó<br />

en seco y un tipo se bajó de un salto y corrió hacia mí con los brazos en<br />

alto.<br />

—¡Chico! —gritaba como un loco—. ¿Eres tú, Chico...? Y sin esperar<br />

respuesta me abrazó y me besó como jamás lo hizo nadie.<br />

Abigail Anaya.<br />

Abigail Anaya, señor, aquel chiquillo que un buen día se marchó<br />

agarrado a la mano de su padre, y que era ahora el tipo más distinguido<br />

y elegante que me haya dirigido nunca la palabra.<br />

¡Dios! ¡Mi Dios! ¡Abigail Anaya! Abigail Anaya, señor, y aún se me saltan<br />

las lágrimas al recordar que dejó el coche tirado en mitad de la calle y<br />

corrió a abrazar a aquel pobre andrajoso como si fuera el mismísimo<br />

Rey de España.<br />

¡Y qué grito de alegría dio cuando se enteró de que Ramiro aún vivía, y<br />

cómo me empujó hacia el carro, y no acertaba con las marchas ni las<br />

calles mientras íbamos hacia casa! Llevaba meses buscándome, señor,<br />

¿se lo imagina? Abigail Anaya, mi Abigail, había vuelto al fin a Bogotá,<br />

rico e importante, y su mayor preocupación se centró en averiguar si<br />

aquellos dos pobres «gamines» que compartieron con él tantas noches<br />

de miedo y tanta hambre, habían conseguido superar sus desgracias.<br />

Ramiro estaba estudiando. Empujé la puerta y le dije: «Aquí hay un tipo<br />

que quiere verte.» Alzó la vista, se quedó sin aliento y se cayó de<br />

espaldas.<br />

A poco más se «esnuca».<br />

Se dio tal golpe con la esquina de la cama que durante diez minutos no


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 110<br />

sabía si gritar, reír o echarse a llorar, abrazados los tres como tres<br />

mariconas.<br />

Abigail nos sacó de allí en el acto.<br />

Le dio un puñado de billetes a la vieja, le dijo que se buscara nuevos<br />

huéspedes, y nos metió de cabeza en unos grandes almacenes donde<br />

nos compró ropa nueva.<br />

Por último nos invitó a cenar a «La Fragata».<br />

¡Tres «gamines» en «La Fragata»! Podía haber sido el título de una<br />

película viendo aquel increíble lugar decorado como si fuera un barco, y<br />

viendo a los camareros de guante blanco que servían las mesas como si<br />

estuvieran en misa.<br />

Y sobre todo viéndonos a nosotros.<br />

Abigail estaba en su ambiente y no desentonaba, pues el jefe de todo<br />

aquel tinglado le llamaba «Señor Anaya» y se sabía incluso el vino que<br />

le gustaba y los puros que fumaba, pero Ramiro y yo dábamos «el<br />

cante», y se advertía al primer golpe de vista que era la primera vez que<br />

poníamos los pies en un sitio semejante.<br />

Allí comían pescado.<br />

Casi no podíamos creerlo. La mayoría de los platos eran a base de<br />

pescado, y no tenían «arepas», ni frijoles con arroz blanco.<br />

Jamás pude imaginar que hubiese tantas clases de pescado y que se<br />

pudieran cocinar de modo tan distinto, hasta con salsa y vino.<br />

¡Pero qué coño importaba la comida! Lo que importaba era estar allí<br />

sentados y cotorrear como viejas locas de todos aquellos años.<br />

Le contamos, muy por encima, lo que habíamos hecho en esta vida, y él<br />

no dio demasiadas explicaciones sobre cuáles habían sido sus pasos,<br />

pero no cabía duda de que le había ido muy bien y había viajado<br />

cantidad, porque incluso hablaba inglés y hacía continuas referencias a<br />

Nueva York, París y Londres, como si fuesen apenas poco más que<br />

barrios de las afueras.<br />

A los postres nos aclaró que su padre, que ahora vivía en Roma, le<br />

había iniciado en el negocio del arte, y como Ramiro y yo nos<br />

asombramos de que el arte fuese algo que diese para tener carros de<br />

lujo, comer en restaurantes y tirar la plata como él la tiraba, nos aclaró<br />

que tenían una galería en Bogotá, otra en Roma y otra en Miami, y que<br />

sus clientes eran gente muy rica, que pagaba grandes sumas por<br />

cuadros, esculturas, tapices y jarrones.<br />

A mí aquello continuaba sonándome harto sospechoso, y para no


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 111<br />

cansarle le aclararé que, sin estar directamente implicados en el vicio,<br />

Abigail y su padre se dedicaban en realidad a «blanquear» dinero de los<br />

«narcos» a través de un complicado sistema de comprar, vender y<br />

exportar unas obras de arte a las que al parecer eran muy aficionados<br />

los grandes «capos» de la «coca».<br />

Yo siempre me pregunté qué demonios podían entender gentes como<br />

los Ochoa, Pablo Escobar, Carlos Lehder o Rodríguez Gacha de<br />

cuadros, estatuas, tapices y jarrones, pero con el tiempo aprendí que no<br />

hay juez en este mundo que pueda discutir si un Goya, un Rembrandt o<br />

un jarrón vale tanto o cuánto, lo cual se presta al parecer a infinitos<br />

enjuagues.<br />

Si continuamos con estas charlas tal vez más adelante llegue a entender<br />

que, al contrario que nos sucede al resto de los mortales, el mayor<br />

problema de los traficantes de droga no es la falta de dinero, sino más<br />

bien que ganan demasiado.<br />

Al igual que a aquel famoso gángster de Chicago, Capone, tan sólo<br />

pudieron meterle entre rejas por una cuestión de impuestos pese a que<br />

había dado de baja a un sinfín de fulanos sin que nadie rechistara,<br />

suelen ser los montones de billetes los que se convierten con<br />

demasiada frecuencia en la lujosa tumba de los «narcos».<br />

Abigail y su padre lo entendieron así, y aquel complicado trajín de los<br />

jarrones y los cuadros les estaba proporcionando plata en bruto sin<br />

necesidad de meterse en más problemas.<br />

Abigail Anaya era muy listo, usted ya debe saberlo.<br />

Lo era de «gamín» callejero con un padre en la cárcel y el mundo en<br />

contra suya, y lo era aún más de hombre importante, con su padre en<br />

Roma y el viento soplándole de popa.<br />

Siempre decía que hay una raya muy ancha, justo en la frontera de la<br />

ley, por la cual se puede transitar a sabiendas que un buen fajo de<br />

billetes arregla cualquier tropiezo, pero que no existe nada en este<br />

mundo que compense por los años de cárcel que te pueden caer encima<br />

si traspasas los límites marcados.<br />

Se negó a conocer detalles sobre nuestras pasadas aventuras, puesto<br />

que de ese modo jamás se le podría considerar cómplice o encubridor<br />

de lo que él llamaba con marcada intención, «viejas barrabasadas»,<br />

pero nos obligó a prometer que, a cambio de brindarnos su apoyo,<br />

jamás traspasaríamos esa imaginaria frontera que él mismo había<br />

trazado.<br />

—Si quieres seguir estudiando —le dijo a Ramiro— haré de ti un<br />

contable o un abogado, y una vez que lo seas, y tendrás que ser bueno,


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 112<br />

trabajarás para mí y sólo entonces podrás devolverme el dinero que me<br />

haya gastado.<br />

En cuanto a mí, me ofreció elegir el trabajo que más pudiera apetecerme<br />

de su entorno, y fue así como me convertí en su hombre de confianza, y<br />

le juro, señor, que yo por Abigail Anaya hubiera dado mil vidas que<br />

tuviera, y aún me parece un precio bajo.<br />

Abigail Anaya era alegre, jovial y generoso; inteligente y bueno; amigo<br />

de sus amigos, y justo incluso con aquellos que más animadversión le<br />

demostraban, pues no había nada, incluso la envidia o el rencor, que él<br />

no supiera perdonar e incluso disculpase.<br />

Ya le he contado muchas cosas, sospecho que quizá demasiadas, y<br />

habrá podido comprobar hasta qué punto mi vida fue una vida miserable<br />

y desgraciada, pero las noches en que acuden a mi mente los<br />

recuerdos, llego a pensar que si existe un Dios, trató de compensar mis<br />

muchas amarguras brindándome el cariño y la amistad de Abigail<br />

Anaya.<br />

Quiero muchísimo a Ramiro, pero siendo como es casi mi hermano,<br />

reconozco que no es más que un buen chico dotado de una fuerza de<br />

voluntad extraordinaria. Abigail era otra cosa.<br />

Nunca he pretendido compararlos, ni medir unos afectos que no admiten<br />

medida, pero ha de saber que sin que se me pueda acusar ni aun<br />

remotamente de marica, fue tanta mi adoración por Abigail, que aún hoy<br />

a veces me pregunto si es lógico que un ser humano pueda sentir de<br />

esa manera.<br />

El simple hecho de verle me llenaba de gozo, su risa me contagiaba, me<br />

deprimía cuando él estaba triste, y disfrutaba cuando se llevaba a la<br />

cama a una hermosa mujer como si fuera yo mismo quien se la<br />

beneficiaba.<br />

Y es que no tuvo nunca una palabra que no fuera de cariño, de ánimo o<br />

de consuelo, ni le escuché un solo reproche por más que me<br />

equivocara.<br />

Y me equivocaba con harta frecuencia, eso es muy cierto, pues el<br />

mundo de Abigail era tan diferente a cuanto pudiera haber conocido, que<br />

incluso las selvas del Perú con todos sus bichos y problemas se me<br />

antojaban más lógicas y comprensibles que todo aquel enredo de dinero<br />

«sucio» y «limpio» que iba y venía, o cuadros horrendos que valían una<br />

fortuna, mientras que los que a mí me gustaban ni Dios los quería.<br />

Vivía en los límites del Country, en una quinta toda llena de obras de<br />

arte, y con tantas alarmas que entrar o salir constituía un auténtico<br />

enredo, pues al menor descuido comenzaban a sonar timbres que te


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 113<br />

volvían histérico.<br />

Tampoco paraba nunca el del teléfono, y cuando no era algún extranjero<br />

que llamaba del otro extremo del mundo, era una voz profunda y<br />

misteriosa que hablaba siempre en clave, o alguna de las docenas de<br />

mujeres con las que Abigail se acostaba.<br />

Mi principal obligación era espantárselas inventado toda clase de<br />

historias y disculpas, pues lo cierto es que al pobre lo tenían extenuado,<br />

y como era tan generoso, alegando siempre que «un polvo no se le<br />

niega a nadie» había días en que se le nublaban las ideas.<br />

¿Cómo se entiende que cambie tanto la vida de la noche a la mañana?<br />

¿Qué misterios encierra y qué caprichos del destino te empujan de aquí<br />

para allá de esa manera? Del infierno de las cloacas o Lurigancho, a un<br />

paraíso en el que todo eran risas y alegrías, bellas mujeres y tantas<br />

cosas hermosas que incluso yo, que de arte entendía menos que un<br />

mono, no podía por menos que sentirme feliz entre aquellos objetos.<br />

En cualquier lugar del mundo una silla sirve para sentarse.<br />

Y una mesa para poner platos o cosas.<br />

Pero en casa de Abigail una silla era una pieza de museo, y una mesa<br />

algo ante lo que te podías extasiar quince minutos.<br />

Y todo en aquel lugar mantenía un equilibrio; una «armonía», diría más<br />

bien, y siempre me he preguntado qué milagro hizo posible que el<br />

mísero «gamín» de impermeable amarillo de mi infancia: aquel que<br />

dormía en un húmedo sótano y robaba en los supermercados,<br />

consiguiera transformarse en tan poquísimo tiempo en alguien que sabía<br />

diferenciar un Picasso original de otro idéntico y falso.<br />

Y entendía de música, y de cine, e incluso de libros y escritores, y todo<br />

en él parecía haber cambiado, hasta una tarde en la que al detenerme<br />

en un semáforo, su mirada quedó de pronto prendida en un mocoso<br />

desarrapado que se sentaba en una barandilla, para comentar con un<br />

tono de voz que jamás le había escuchado: —Así éramos tú y yo.<br />

Teníamos la misma cara de hambre y de tristeza, y la gente pasaba a<br />

nuestro lado de idéntica manera.<br />

Aparcó unos metros más allá, volvió sobre sus pasos, le dio unos<br />

cuantos billetes al «gamín», y cuando regresó era un hombre diferente.<br />

Quince días después compró el colegio.<br />

Mandó descolgar del salón algunos cuadros, discutió por teléfono con su<br />

padre, se enfadó hasta quedar ronco con su administrador, y se encerró<br />

durante horas con cuatro abogados, pero al fin impuso su voluntad y<br />

acabó fundando «El Sótano».


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 114<br />

No creo que haga falta que le explique la razón de ese nombre.<br />

Se preocupó personalmente de todos los detalles; del<br />

reacondicionamiento de las habitaciones y los baños, el campo de juego<br />

y las aulas de clase y cuando todo estuvo a punto me mandó llamar y<br />

me pidió sencillamente: —Busca a aquel «gamín» y tráemelo.<br />

Se llamaba Serapio el Lápidas, sin duda debido a que su única fuente<br />

de ingresos se limitaba a penetrar de noche en los cementerios, robar<br />

las lápidas y lijarlas muy bien hasta borrar el nombre del difunto para<br />

revenderlas más tarde a precio de saldo.<br />

Imagino que ya le he contado lo suficiente sobre mi gente como para<br />

que ni siquiera eso consiga sorprenderle.<br />

Inaugurar un refugio de «gamines» con alguien que se llama Serapio y<br />

se dedica a robar lápidas no me pareció síntoma de buen augurio, por lo<br />

que me llevé en el mismo viaje a uno que estaba con él: un tal Cristóbal,<br />

un rubito con cara de ángel que resultó a la larga un grandísimo cabrón<br />

y un «coño-e-madre», mientras que Serapio se convirtió con el tiempo<br />

en un encanto de muchacho.<br />

Dieciocho; a veces llegaron a ser veinte.<br />

Había más de cinco mil donde escoger, pero Abigail insistió siempre en<br />

que masificar «El Sótano» hubiera resultado un error, pues por mucho<br />

que nos lo propusiéramos jamás conseguiríamos ayudar a todos los<br />

niños miserables de Bogotá, y siempre era preferible hacer las cosas<br />

bien con unos pocos, e intentar de ese modo que cundiera el ejemplo.<br />

Aquello costaba una fortuna.<br />

Lo sé porque era Ramiro el encargado de las cuentas y cada día sudaba<br />

tinta y se llevaba las manos a la cabeza al repasar las facturas.<br />

Dieciocho chicos comiendo como si nunca hubieran comido, y<br />

ciertamente la mayoría apenas lo habían hecho, devoraban como<br />

buitres, y a eso había que añadir ropa, zapatos, médicos, medicinas,<br />

maestros, personal de limpieza, algún dinero para sus gastos, luz,<br />

agua... ¡Una auténtica fortuna! Sin embargo Abigail se sentía más feliz<br />

que nunca, porque aunque había pasado años fuera de Bogotá, al<br />

parecer jamás se borró de su mente el recuerdo de las miserias que<br />

había vivido de niño, y al volver y enfrentarse de nuevo a ellas, debió<br />

comprender que le resultaba imposible encontrar la paz si no hacía algo<br />

por los que sufrían lo que él había sufrido.<br />

¿Entiende ahora por qué no podía menos que adorarle? Cualquier otro<br />

en sus circunstancias se habría limitado a disfrutar de lo mucho que la<br />

vida le había proporcionado, dando la espalda a los que habían quedado


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 115<br />

atrás, pero él no sólo quería ayudarnos a Ramiro y a mí, que habíamos<br />

sido sus amigos de la infancia, sino que se sentía obligado hacia todos<br />

los que siempre consideró como «su gente».<br />

Tenía dinero, amistades, presencia y preparación suficientes como para<br />

codearse con la mejor sociedad y aspirar incluso a una carrera política,<br />

¡ya quisieran la mayoría de los políticos tener sus dotes!, pero se sentía<br />

mucho más a gusto jugando al fútbol con un grupo de chicuelos, o<br />

explicándoles la diferencia entre un Greco y un Botero, que en un club<br />

de golf o en los salones de la élite.<br />

Redujo incluso el círculo de sus amantes hasta dejarlas en dos o tres de<br />

lo más escogido, y recuerdo con especial afecto a una de ellas —la<br />

llamaré Daniela—, hija de un ex presidente y miembro de una de las<br />

familias más influyentes de Colombia, que demostraba, de igual modo,<br />

una sincera preocupación por los problemas de su pueblo y los<br />

«gamines» Era una muchacha dulce y tímida, de una belleza extraña<br />

que en ocasiones superaba todo lo imaginable aunque instantes<br />

después pareciera incluso fea, y de la que se diría que libraba una feroz<br />

batalla en su interior entre el amor filial y lo decepcionada que se sentía<br />

por el hecho de que cuando al fin su padre accedió a la presidencia,<br />

olvidó de improviso todos sus ideales, y se dedicó, como la inmensa<br />

mayoría, a robar y permitir que los que le rodeaban se corrompieran<br />

hasta límites inconcebibles.<br />

Siempre decía que el mundo no podía tener arreglo si aquellos a<br />

quienes más amamos y en quienes más confiamos no son capaces de<br />

hacer nada por mejorarlo cuando pueden hacerlo, y sentía tal<br />

animadversión hacia los políticos, que a menudo incluso ponía en un<br />

compromiso a Abigail cuando se veía obligado a tratar con ellos.<br />

Nada hay que moleste y ofenda más a una oligarquía que se considera<br />

desde los tiempos de la conquista la «raza» elegida por Dios para<br />

conducir los destinos de la patria, que el desprecio y los reproches de un<br />

miembro de su casta, y por ello Daniela contaba con el mayor número<br />

de selectos enemigos que haya visto nunca.<br />

Necesitaría conocer muy bien Colombia para entender lo que quiero<br />

decirle, pues allí la sociedad no forma, como se supone que ocurre en la<br />

mayoría de las naciones civilizadas, una especie de pirámide en la que<br />

abajo están los pobres y luego se va estrechando para llegar a la<br />

cúspide, sino que en mi país se trunca de improviso, con una masa<br />

hambrienta que nunca tendrá nada, una débil capa de militares,<br />

funcionarios y gentes de clase media, y luego, como si estuvieran<br />

flotando en el aire por gracia divina, esa élite formada por medio<br />

centenar de familias que se aman o se odian, pero que siempre acaban


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 116<br />

aliándose por lazos de política o matrimonio.<br />

La entrada en escena del dinero del narcotráfico con su prodigioso<br />

potencial no ha cambiado mucho las cosas, y tenga por seguro que<br />

cuando la fiebre pase, la «marimba» y la «coca» dejen de rendir<br />

beneficios, y los que parecen ser ahora dueños del país caigan bajo las<br />

balas, sus fortunas irán a engrosar de un modo u otro las fortunas de<br />

siempre, porque desde hace quinientos años conocen los resortes que<br />

mueven todos los hilos, y cambiarán incluso la Constitución si es que<br />

hace falta, para que ese dinero «sucio» quede en sus manos, y además<br />

tengamos que darles las gracias por aceptarlo.<br />

Daniela lo sabía.<br />

Había nacido y se había criado en el podrido corazón de la manzana, y<br />

eso le permitió ver y escuchar tantas cosas, que cuando hacía<br />

referencia a las conexiones entre el narcotráfico y el poder, la justicia, el<br />

Ejército e incluso el clero, no hablaba a tontas y a locas, sino que tenía<br />

datos muy concretos que nadie conseguiría nunca rebatirle.<br />

Y es que es así, señor, no debe llamarse a engaño. Yo mismo he visto a<br />

un ministro comprar un Modigliani —ese que pintaba a la gente flaca—<br />

por la décima parte de su valor, y no obstante Abigail aseguraba que<br />

estaba haciendo un magnífico negocio, pues quien en realidad lo había<br />

pagado jamás discutía el precio.<br />

También recuerdo que en una ocasión me tuve que plantar en una<br />

esquina para que un juez del Supremo pasara por allí y pudiera adquirir<br />

como por casualidad un billete completo de lotería.<br />

Lo más curioso del caso estriba en que el billete corresponde al premio<br />

gordo del sorteo anterior.<br />

Supongo que se preguntará cómo es posible que un hombre de la talla<br />

de Abigail Anaya se prestara a formar parte de ese juego.<br />

Con respecto a la corrupción en mi país la cuestión es muy simple: o<br />

corrompes o te corrompen, y Abigail opinaba que ambas cosas venían a<br />

ser en el fondo lo mismo, por lo que más valía ser de los primeros ya<br />

que siempre es preferible que te deban favores, a deberlos.<br />

Aún ignoro muchas cosas sobre Abigail Anaya, sería estúpido ocultarlo,<br />

y reconozco que hay detalles en su comportamiento y pasajes en su<br />

vida de los que no tengo la más mínima idea, sospechando como<br />

sospecho lo peor, pero admito que jamás me preocupó lo que pudo<br />

haber hecho en otro tiempo o cuáles eran sus más secretas relaciones,<br />

puesto que lo que importaba de él era su profunda humanidad, lo bien<br />

que se portó con Ramiro y conmigo, y lo bien que se portó en realidad<br />

con todos cuantos le rodeaban.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 117<br />

Guardaba grandes secretos, eso es muy cierto, y debía existir algo en<br />

su pasado que con frecuencia le atormentaba; algo que sin duda se<br />

encontraba directamente relacionado con su padre, que, por lo que supe<br />

más tarde, había acabado casándose con una aristócrata italiana viuda<br />

de banquero neofascista.<br />

Son temas en los que sinceramente prefiero no adentrarme, pues lo<br />

poco que sé lo sé de oídas, y no creo que haya venido hasta aquí para<br />

escuchar rumores, sino para que le siga contando mi historia y la de los<br />

confusos asuntos en que me vi mezclado.<br />

Recuerdo, sin embargo, que en aquel tiempo me consideraba uno de los<br />

hombres más felices de la tierra, pues aprendí a conducir un coche,<br />

realizar algunas cuentas, distinguir los cuadros buenos de los malos,<br />

utilizar como era debido los cubiertos, e incluso me acostumbré a<br />

bañarme todos los días y usar desodorante. Tenía que dar ejemplo a los<br />

muchachos y le advierto que cuando te habitúas, eso del baño llega a<br />

ser incluso agradable.<br />

Si olía mal, Abigail, que en cuestión de higiene era muy suyo, me<br />

echaba del coche o me enviaba a comer a la cocina, y eso me<br />

molestaba tanto que cada tres o cuatro horas me iba a mi cuarto a<br />

cambiarme de camisa y lavarme los sobacos.<br />

Tanto Ramiro como yo teníamos un montón de camisas y tres trajes de<br />

lo más elegante, y el día de Navidad Abigail nos regaló un reloj de oro y<br />

un alfiler de corbata a cada uno.<br />

Ramiro continuaba estudiando día y noche hasta el punto de que pronto<br />

tuvo que usar gafas porque de tantas horas sobre los libros a veces se<br />

mareaba.<br />

Siempre tuve la impresión de que Abigail se sentía más orgulloso de él<br />

que de mí, aunque también estoy convencido de que por mí sentía más<br />

afecto. Al fin y al cabo no era mi culpa si no había nacido con cabeza<br />

para los libros, ni ocasión de estudiarlos.<br />

Cada vez pasábamos más tiempo en el «El Sótano» que se estaba<br />

convirtiendo en un saco sin fondo, pues a Abigail se le ocurrían cada día<br />

nuevas ideas, y al campo de deportes le añadió un gimnasio, luego una<br />

biblioteca, más tarde un taller de prácticas para los que no se sentían<br />

capaces de estudiar algo con fundamento y preferían especializarse en<br />

mecánica, y así mil cosas que sería harto complicado enumerar, pero<br />

que hacían que uno tras otro los cuadros que cubrían las paredes de la<br />

quinta se fueran descolgando, para ser sustituidos por simples copias u<br />

originales carentes de valor.<br />

Ramiro le advertía de que aquello era una locura y al paso que iba


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 118<br />

quemaría su patrimonio por grande que éste fuera, pero Abigail se reía<br />

de sus temores replicando que ningún Degas fue nunca tan bello como<br />

el que sirvió para pagar la biblioteca, y que prefería ver cómo los chicos<br />

jugaban al baloncesto que sentarse a contemplar un Renoir.<br />

Estaba claro que por cuestión de edad no podía considerarse el padre<br />

de los muchachos, pero sí su hermano mayor, y a veces creo que ya<br />

desde muy pequeño Abigail debió experimentar esa extraña necesidad<br />

de convertirse en hermano mayor de los necesitados, pues ése era en el<br />

fondo el papel que había desempeñado con nosotros en aquellos<br />

lejanos tiempos de primitivo sótano.<br />

No me lo pregunte. Era su forma de ser y es todo cuanto puedo decirle.<br />

Quizás uno de esos siquiatras a los que tan aficionados son los<br />

«gringos» sabría aclararle más cosas, pero lo que es yo, me limito a<br />

contarle mis impresiones sin tratar de sacar conclusiones aventuradas.<br />

Le querían y respetaban. Salvo algún que otro resabiado y «coño-emadre»<br />

de los que no había forma de sacar partido por mucho que lo<br />

intentaras, el resto respondía de maravilla y se esforzaban por aprender<br />

con tanta rapidez que con frecuencia me avergonzaban.<br />

A veces me sentaba en el fondo de la clase, sobre todo cuando<br />

hablaban de Historia o Geografía, y fue así como aprendí a salto de<br />

mata las cosas que sé, aunque debo admitir que salvo un poco sobre la<br />

situación de los países y la vida de Colón, Bolívar y Alejandro Magno, el<br />

resto se me confunde cantidad.<br />

A veces ocurrían cosas muy curiosas, y recuerdo un día muy especial, a<br />

principios de diciembre del segundo año, en que de pronto tres coches<br />

se detuvieron en la entrada y un tipo pidió permiso para que su patrón<br />

visitara a los muchachos.<br />

A Abigail no le gustó la idea de que nos relacionaran con uno de los<br />

«narcos» más brutales del país, pero como su gente parecía muy capaz<br />

de abrirse paso a la fuerza, les franqueó la puerta y le enseñó la casa.<br />

Aquel fulano era en verdad, muy bestia. El tipo más animal que jamás<br />

me haya echado a la cara, y costaba trabajo aceptar que semejante<br />

orangután tartamudo hubiese amasado una fortuna de casi quinientos<br />

millones de dólares, pues podría creerse que incluso el hecho de dar los<br />

buenos días le costaba tal esfuerzo que le dañaba el cerebro.<br />

Se limitó a escuchar atentamente y observarlo todo con sus ojillos de<br />

morsa, para volverse por último a su lugarteniente y tartajear<br />

roncamente: —Quiero uno, cuatro veces más grande.<br />

Se despidió y se fue, pero a los tres minutos volvió su lugarteniente con<br />

una bolsa de papel que le entregó a Ramiro «para la Navidad de los


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 119<br />

muchachos».<br />

Cien mil dólares.<br />

¡Como lo oye! Aquel animal; aquel asesino con más muertes sobre su<br />

cabeza que pelos yo en las piernas, nos regaló cien mil dólares «Para la<br />

Navidad de los muchachos», y ordenó que le construyeran en Medellín<br />

un refugio mayor que el nuestro.<br />

Por suerte para muchos y por desgracia para unos cuantos, lo mataron<br />

antes de que pudiera terminarlo.<br />

Es el tipo de cosas que sólo ocurren en mi país, donde miles de<br />

personas se mueren de hambre sin que las autoridades se inmuten,<br />

mientras un asesino sin escrúpulos dedica millones a obras de caridad.<br />

Aquel dinero venía muy bien, cubriendo el presupuesto durante unos<br />

cuantos meses, pero Abigail insistió en que se utilizara en levantar un<br />

ala nueva en la que acoger más chicos, lo cual traía aparejado un lógico<br />

y considerable aumento de los gastos.<br />

¿A dónde íbamos a ir a parar con semejante «chorreo» de dinero? A<br />

Ramiro se lo llevaban los demonios y casi le pega un tiro al cocinero<br />

cuando se enteró que robaba los víveres, por lo que lo echó a patadas y<br />

trajo de ayudante de cocina a su «novia», la «cholita» que olía a<br />

cebollas y continuaba sin decir media palabra, pero era capaz de<br />

aprovechar hasta las mondas de las papas.<br />

¡Mujer aquella para ahorrar un peso, oiga! Ni que le arrancaran las uñas<br />

con alicates, y pese a que abultaba menos que un lagarto y tenía cara<br />

de ratón, impuso tal disciplina en el refugio que hasta los chicos más<br />

rebeldes se acojonaban en cuanto les llegaba tufo a cebollas.<br />

¡Pareja extraña! Ramiro metido siempre en los libros y en las cuentas,<br />

queriendo aprenderlo todo como si el mundo se fuera a acabar si él no<br />

llegaba a entenderlo, y Herminia tan sólo preocupada por que los suelos<br />

brillaran como el sol y no se desperdiciara ni una «arepa» Por la noche<br />

se sentaban en silencio en un rincón del cuarto de la televisión, y la<br />

mayor parte de las veces se quedaban dormidos por mucho escándalo<br />

que armaran los muchachos.<br />

A mí me seguía costando harto esfuerzo entender en qué podía basarse<br />

tan desconcertante relación, pero por último llegué a la conclusión de<br />

que había demasiadas cosas en la vida que jamás entendería, por lo<br />

que una más o menos carecía por completo de importancia.<br />

Al fin y al cabo, la existencia de Herminia no interfería en absoluto mi<br />

amistad con Ramiro, pues ella era poco más que su sombra, aunque<br />

fuera, eso sí, la primera sombra que he conocido, tan escuchimizada y


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 120<br />

maloliente.<br />

Por aquel tiempo empezaban a planteárseme además problemas mucho<br />

más serios, pues por primera vez desde que nos conocíamos descubrí a<br />

Abigail Anaya seriamente preocupado, y no precisamente por cuestión<br />

de dinero.<br />

Mediada la primavera lo había acompañado a una inmensa mansión, a<br />

unos cien kilómetros de la capital, que debía pertenecer a algún político<br />

muy importante o tal vez a un «narco» de primera línea, aunque nunca<br />

pude averiguar de quién se trataba, puesto que la media docena de<br />

matones que cuidaban la entrada me dejaron fuera y no pronunciaron ni<br />

una sola palabra ni para darme lumbre.<br />

Allí no es de extrañar esta falta de hospitalidad y ese comportamiento<br />

hostil sobre todo con tipos que, como yo, no ofrecen al primer golpe de<br />

vista garantías de honorabilidad, y como en realidad toda mi vida me la<br />

he pasado del lado de fuera de las puertas, tampoco le di mayor<br />

importancia.<br />

Me inquietaba tan sólo que al igual que había ocurrido con el Lindo<br />

Galindo, me ordenaran volverme a casa, pero no fue así, y tres horas<br />

más tarde Abigail hizo su aparición pálido y meditabundo.<br />

Permitió que condujera yo, lo cual, además de una increíble muestra de<br />

confianza, era casi un milagro, y ese simple hecho, al parecer sin<br />

importancia, vino a demostrarme hasta qué punto le había afectado la<br />

entrevista.<br />

Tardó casi veinte kilómetros en pronunciar una sola palabra, pero al<br />

cabo de ese tiempo admitió que las cosas se estaban poniendo feas.<br />

—El mundo está cada vez más loco —dijo—. Y ésa es una enfermedad<br />

que no tiene remedio... —Guardó silencio un instante y, por último,<br />

añadió—: Y yo no quiero contagiarme.<br />

Cuando le señalé que la mejor manera de no agarrar una enfermedad<br />

era mantenerse lejos de los contaminados, admitió que tenía toda la<br />

razón, pero que existía una cierta clase de individuos de los que<br />

resultaba imposible apartarte cuando te convenía.<br />

Ya le he dicho, señor, y se lo repetiré hasta la saciedad, por mucho que<br />

le hayan contado lo contrario y se resista a creerme, que pese al tiempo<br />

que trabajé para Abigail Anaya y fui su amigo, chófer y en cierto modo<br />

confidente, jamás supe con exactitud cuál era la auténtica naturaleza de<br />

sus negocios, y, sobre todo, quién o quiénes se mantenían en la sombra<br />

de sus espaldas.<br />

Se ha hablado con frecuencia de Pablo Escobar, el difunto Rodríguez


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 121<br />

Gacha, los Ochoa o Carlos Lehder, pero si quiere que le diga la verdad,<br />

yo más bien soy de la opinión de que había alguien más; alguien de otra<br />

clase social o de otra esfera, y que fue con ese «alguien» con quien<br />

mantuvo aquel día tan larga e inquietante entrevista.<br />

Abigail era de la opinión de que quienes más interés demostraban en<br />

hacer creer que libraban una guerra a muerte con el «narcotráfico», eran<br />

quienes menos interés tenían en que ese «narcotráfico» desapareciese,<br />

puesto que se había entretejido tal tela de araña entre droga y política,<br />

que no existía ya fuerza humana capaz de deshacerla.<br />

Y por lo que pude colegir de su forma de expresarse, no se trataba de<br />

un simple problema de corrupción en el que hubiera unos traficantes a<br />

los que sobraba el dinero, y unos jueces y políticos dispuestos a cerrar<br />

los ojos a cambio de parte de ese dinero, sino que el tema tenía raíces<br />

muchísimo más profundas y complejas.<br />

El negocio de la cocaína colombiana se calcula en unos sesenta mil<br />

millones de dólares, y convendrá conmigo en que ésa es una barbaridad<br />

de plata.<br />

Durante miles de años los pueblos andinos supieron convivir con la<br />

«coca» obteniendo únicamente lo mejor que ofrecía, pero bastó una sola<br />

generación para que otros pueblos mucho menos «civilizados» la<br />

convirtieran en un arma terrible y un veneno que amenaza al conjunto<br />

de la Humanidad.<br />

Abigail, que no había dudado a la hora de beneficiarse marginalmente<br />

de los caudales del narcotráfico, debió darse cuenta en aquellos días de<br />

que la situación comenzaba a escapar al control de quienes hasta ese<br />

momento parecían tenerla dominada, y temió sin duda que el terrorífico<br />

cataclismo que intuía pudiera arrastrarle a un abismo sin fondo.<br />

—El peor pecado de los narcotraficantes —solía decir—, es que su<br />

ansia de dinero y poder no conoce límite, y cuando ese tipo de ambición<br />

se descontrola acaba por convertirse en una bomba retardada.<br />

No sé qué pasos dio, ni qué trabajo le costó darlos pero lo que sí sé es<br />

que hizo un rápido viaje a Italia, a mantener una larga entrevista con su<br />

padre, y al volver se encerró una vez más con su tropa de abogados,<br />

que en mi opinión eran todos una partida de buitres más falsos que<br />

Judas.<br />

Buscó también el consejo de Daniela, y eso me tranquilizó en parte,<br />

pues creo haberle dicho ya que me pareció siempre una muchacha<br />

harto sensata y la mujer más cabal que había conocido hasta el<br />

momento.<br />

A Ramiro y a mí nos mantuvo siempre al margen de sus problemas, y


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 122<br />

creo entender que no lo hizo por falta de confianza, sino porque opinaba<br />

que cuanto menos supiéramos de tanto enredo mejor nos iría en la vida,<br />

ya que Colombia es un país en el que si el saber es con frecuencia un<br />

mérito, el ignorar es indudablemente una virtud inestimable.<br />

Existen mil métodos de obligarte a «cantar» cuanto has oído, pero hasta<br />

ahora nadie ha inventado un sistema por el que te puedan arrancar<br />

secretos que desconoces.<br />

Y en eso Abigail tenía las cosas muy claras.<br />

A finales de aquel verano del ochenta y cinco, incluso los más lerdos, y<br />

entre ellos me incluyo, olfateábamos ya que algo muy gordo flotaba en<br />

el ambiente, y es que desde la destrucción de la base de los Ochoa en<br />

«Tranquilandia» y el posterior asesinato del ministro de Justicia, Lara<br />

Bonilla, la guerra sucia entre una parte del Gobierno y algunos de los<br />

«narcos» estaba alcanzando proporciones a mi modo de ver<br />

escalofriantes.<br />

¿«Tranquilandia»? Como diría el moro Hussein, «La Madre de todos los<br />

Laboratorios de Coca».<br />

Creo que ya le he contado en otro momento, que uno de los elementos<br />

clave para la conversión de las hojas de coca en cocaína es el éter, y<br />

Colombia no es un país que lo produzca, entre otras cosas porque de<br />

esa forma se supone que se controla su importación y posterior<br />

distribución interior.<br />

Lo «narcos» se enfrentaban por tanto a un grave problema, hasta el<br />

punto de que un tambor de éter, que cuesta normalmente unos<br />

trescientos dólares, se vende en mi país a cinco mil, y además no se<br />

consigue. Debido a ello, el «Hombre del Cártel de Medellín» en Miami,<br />

un tal Francisco Torres, se puso en contacto con una fábrica<br />

norteamericana para que le proporcionase dos mil de esos tambores,<br />

ofreciendo pagarles el doble y en dinero contante y sonante.<br />

Quien intervino fue «La Agencia Antinarcóticos» americana, que mandó<br />

a sus agentes ofreciéndole a Torres todo el éter que pudiera necesitar.<br />

Lo que no le dijeron, es que en un doble fondo de los bidones habían<br />

escondido balizas de señales que se controlaban a través de un satélite<br />

artificial.<br />

¿Astuto, no le parece? No cabe duda que se tomaban la guerra en serio<br />

y utilizaban todas las armas a su alcance.<br />

Siguiendo desde arriba el rastro de las balizas, localizaron la base de<br />

«Tranquilandia» allá por el Caquetá, en el Oriente colombiano, apoco<br />

más de quinientos kilómetros al nordeste de donde yo había estado


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 123<br />

durante mi desgraciada aventura en la selva.<br />

Cuando el Ejército, apoyado por agentes y helicópteros «gringos»<br />

invadieron «Tranquilandia», aquello debió convertirse en «Loquilandia»,<br />

pues se organizó un auténtico «zaperoco» y aunque los verdaderos<br />

jefes del tinglado lograron escapar a través de la selva, se incautaron<br />

más de quince mil kilos de cocaína pura o «pasta base», toneladas de<br />

hojas de coca, un auténtico arsenal de armas, y un sinfín de vehículos,<br />

helicópteros y avionetas.<br />

Fue un golpe brutal a los Ochoa y a todo el «Cártel» en general, pero<br />

nada de lo que no fuera capaz de recuperarse en quince días,<br />

provocando al propio tiempo que se unieran aún más, y que decidieran<br />

lanzar una contraofensiva que dejó las calles sembradas de muertos,<br />

entre ellos el del mismísimo ministro de Justicia.<br />

¿Qué le parece, señor? ¿Qué opina de quienes responden al<br />

desmantelamiento de sus instalaciones delictivas asesinando en público<br />

a un ministro, y poco después al coronel jefe de la Policía de Narcóticos,<br />

aquel Jaime Ramírez que tenía más cojones que un toro de lidia? ¡País!<br />

¡País de locos! ¡País de locos y asesinos! ¡País de locos, asesinos y<br />

justicia corrompida, pues cada vez que la Policía conseguía atrapar a<br />

uno de los Ochoa, o cualquier otro traficante de altura, un juez se las<br />

arreglaba para ponerlo de nuevo en libertad! Fue entonces cuando se<br />

empezó a hablar seriamente de la extradición, ya que si bien estaba<br />

claro que ningún «narcotraficante» pasaría nunca más de un año en una<br />

cárcel colombiana, si se conseguía enviarlos a los Estados Unidos se<br />

pudrirían entre rejas hasta el fin de sus días, como le está ocurriendo a<br />

Griselda Blanco, Carlos Lehder y tantos otros.<br />

¡Y ésa sí que era «La Madre de Todas la Guerras»! Y ésa era la que<br />

Abigail Anaya debió comprender que se estaba fraguando, y en la que<br />

no quería tomar parte bajo ninguna circunstancia.<br />

Hasta aquellos días de que le hablo, final del verano del ochenta y cinco,<br />

la pelota aún estaba en el tejado, puesto que la mayor parte de los<br />

veinticuatro jueces de la Corte Suprema de Justicia se habían mostrado<br />

reticentes a firmar un Tratado de Extradición que permitiera enviar de<br />

inmediato a los «narcos» a los Estados Unidos, alegando que eso era<br />

algo anticonstitucional, y que atentaba contra la propia soberanía de la<br />

nación.<br />

No obstante, el reguero de sangre que anegaba al país, y en especial la<br />

sangre de un ministro tan respetado como Lara Bonilla, parecía haber<br />

colmado el vaso de la paciencia, y es que hay que ver qué paciencia,<br />

por no decir qué «cojones», tenían aquellos señores de la Corte<br />

Suprema, muchos de los cuales figuraban en la larga nómina de


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 124<br />

aquellos mismos traficantes que todo lo compraban.<br />

El tema estaba degenerando ya en escándalo internacional de<br />

proporciones gigantescas, y el propio presidente Reagan tomó cartas en<br />

el asunto, amenazando veladamente al Gobierno colombiano con<br />

hacerle la vida imposible y boicotear nuestras exportaciones si no se<br />

ponía límite a tanta corrupción.<br />

La oligarquía cafetera, tradicional dueña del país, esa de la que le decía<br />

que acaba siempre arramblando con todo, comprendió también que se<br />

estaba llegando demasiado lejos, y que una docena escasa de<br />

facinerosos no podían hipotecar el presente y el futuro de una nación,<br />

por mucho dinero que estuviesen dispuestos a repartir.<br />

Incluso los esmeralderos, esa pandilla de salvajes sin escrúpulos que<br />

tan sólo se preocupan de sus piedras, dieron discretos toques de aviso<br />

puntualizando que estaban dispuestos a tomar serias medidas porque<br />

se les empezaba a «poner verde» el negocio.<br />

Todo lo que sonaba a Colombia, sonaba a lepra.<br />

Incluso los jueces más comprometidos se sentían entre la espada y la<br />

pared, ya que por un lado no se atrevían a traicionar a quienes les<br />

habían estado pagando durante años, y por el otro comprendían que<br />

insistir en su intransigencia podía costarles el cargo, acarreándoles<br />

además un descrédito que arruinaría por completo su futuro.<br />

La papa estaba caliente y cada día la calentaban más.<br />

Y no sólo con palabras, sino con hechos, porque la sola idea de poner el<br />

pie en la calle acojonaba, pues nunca sabías dónde carajo iba a explotar<br />

la bomba siguiente.<br />

Qué papel jugaba Abigail Anaya en todo esto es algo que aún ignoro.<br />

Incluso ignoro si estaba incluido en el juego o se limitaba a ser un simple<br />

espectador privilegiado, pero lo que sí puedo decirle es que en menos<br />

de un mes todos los cuadros, estatuas, tapices y muebles de valor<br />

desaparecieron como si les hubiera tragado la tierra, y tanto en la quinta<br />

como en la «galería» no quedaron más que piezas de tercera categoría<br />

por las que ni un ignorante como yo hubiese dado mil pesos.<br />

Un día de otoño, lo recuerdo muy bien; el once de octubre, para ser más<br />

exactos, Abigail nos invitó a Ramiro y a mí a aquel mismo restaurante<br />

«La Fragata», al que nos llevó la primera vez, y tras mostrarse tan<br />

cariñoso y divertido como siempre, nos comunicó que por si algo grave<br />

le ocurría, había dejado una cuenta abierta en el Banco de la República,<br />

en la que cada mes se ingresaría una cantidad que bastaría para<br />

nuestras necesidades más perentorias. Había otra cuenta a nombre de


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 125<br />

«El Sótano», ya que haciendo ciertas economías y contando con una<br />

buena administración, el refugio podría mantenerse siempre que se<br />

redujese el cupo a unos quince muchachos.<br />

Nos recomendó, sobre todo, que nos esforzásemos al límite por<br />

mantenerlo abierto, pues aquello era lo único digno que había hecho en<br />

su vida, y siempre constituiría un ejemplo para quienes alegaban que el<br />

problema de los «gamines» no ofrecía solución posible.<br />

Se me hizo un nudo en la garganta porque hablaba como si temiese<br />

morir o que algo terrible fuera a sucederle, pero por más que le<br />

suplicamos que nos aclarase a qué diablos venía todo aquello no soltó<br />

prenda y nos pidió a su vez que no insistiéramos.<br />

Éramos sus únicos amigos, nos quería y nos recordaría, pasase lo que<br />

pasase y estuviese dondequiera que estuviese, pero a causa de esa<br />

misma amistad prefería no cargar con la culpa de que algo malo pudiese<br />

sucedemos.<br />

Me entraron ganas de llorar, señor.<br />

Yo, que jamás lloré de niño, ni aun de muchacho, experimenté por<br />

primera vez un desagradable cosquilleo en las narices, y le juro que si<br />

no llega a ser por un camarero con cara de pingüino amaestrado que no<br />

me quitaba ojo, hubiera acabado por sonarme los mocos.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 126<br />

Llegaron en un autobús como si vinieran de excursión o se tratara de un<br />

grupo de turistas en una ciudad de la que los turistas huyeron hace<br />

años, y penetraron con autobús y todo hasta el corazón mismo del<br />

Palacio de Justicia, sin que ni un soldado, ni un policía, ni tan siquiera un<br />

simple vigilante de aparcamiento les impidiera el paso.<br />

Tan sencillo como eso.<br />

Cuando se encontraban ya en el interior del garaje, sacaron sus armas<br />

de debajo de los asientos y en menos de lo que tardo yo en contárselo<br />

dominaron a los guardias de la primera planta y cerraron a cal y canto<br />

todas las puertas.<br />

Se lo imagina, ¿verdad? Le estoy hablando del asalto al Palacio de<br />

Justicia.<br />

Fue el seis de noviembre. El mismo día en que vi por última vez a<br />

Abigail Anaya.<br />

Eran unos cuarenta; todos guerrilleros del «M—19», y en menos de diez<br />

minutos habían conquistado las cuatro plantas del edificio y se habían<br />

apoderado de casi trescientos rehenes, entre ellos la mayoría de los<br />

jueces de la Corte Suprema, que se habían reunido para discutir sobre<br />

la aprobación de un Tratado de Extradición a favor del cual parecían ya<br />

estar de acuerdo.<br />

El «M—19», señor; el más antiguo y quizá más respetado y temido de<br />

los grupos guerrilleros colombianos; el brazo armado de esa izquierda<br />

que se supone que debería odiar a un «narcotráfico» al que se supone<br />

aliado a la ultraderecha a la que paga.<br />

¡Un galimatías, señor! ¡Algo que ni Dios entiende ni aun tratándose de<br />

Colombia.<br />

Pero que eran ellos, eran ellos, pues los comandaba uno de sus más<br />

conspicuos fundadores: el mismísimo Andrés Amarales que había<br />

jurado desterrar para siempre la corrupción de nuestra patria.<br />

El propio Amarales obligó al Presidente del Tribunal, Reyes creo que se<br />

llamaba, si una vez más la memoria no me engaña, a que telefoneara al<br />

Presidente de la República pidiéndole que se presentara de inmediato<br />

para ser sometido a un «Juicio Popular» porque de no hacerlo<br />

asesinaría a todos los rehenes empezando por los jueces.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 127<br />

Yo no soy demasiado listo, ni entiendo gran cosa de política, pero sí<br />

entiendo que cuando un grupo de secuestradores pide algo tan absurdo<br />

está claro que no tiene la menor intención de negociar.<br />

Incluso aunque el presidente Betancur se hubiese entregado —cosa<br />

impensable— su siguiente paso hubiera sido reclamar a Reagan, porque<br />

lo que resultaba evidente es que Amarales lo que pretendía era cargarse<br />

a los jueces.<br />

Y lo hizo; en cuanto las tropas de asalto se aproximaron le pegó un tiro<br />

al tal Reyes, si es que así se llamaba, y más tarde asesinó a sangre fría,<br />

uno tras otro, a los diez que con más calor defendían la necesidad de un<br />

Tratado de Extradición.<br />

¿Usted lo entiende? ¿Acaso podría explicármelo? ¿Por qué quienes se<br />

juegan la vida en las montañas en nombre de los más pobres, bajan de<br />

pronto a la ciudad a aniquilar a quienes ese mismo pueblo ha elegido<br />

para que les defienda de los más poderosos? Yo no quería admitir que<br />

fuera cierto. Corrí hasta allí, todo lo cerca que permitían aproximarse,<br />

que era hasta la plaza Santander, y no daba crédito a mis oídos cuando<br />

escuchaba el tremendo tiroteo, veía salir el humo, y las radios gritaban a<br />

pleno pulmón que el «M—19» estaba haciendo una auténtica<br />

escabechina con la totalidad del sistema judicial colombiano.<br />

Si no les gustaba, que lo entiendo, no era ése el mejor modo de<br />

cambiarlo, ni el momento oportuno.<br />

Máxime cuando resultó evidente que se dedicaban a quemar los<br />

expedientes y fichas policiales de los narcotraficantes, cerciorándose<br />

con especial esmero de que no quedaba documento alguno que pudiera<br />

servir para incriminarles.<br />

¿Es ése el comportamiento lógico de unos guerrilleros que pretenden<br />

imponer un nuevo orden basado en la justicia y la libertad, o es más bien<br />

el de unos matones a sueldo de los más rastreros criminales de la<br />

historia? Usted verá, pero yo, para mí, ya tengo mi respuesta.<br />

El resultado fue un Palacio de Justicia en llamas, más de cien muertos,<br />

la mayoría asesinados de un tiro en la nuca, la destrucción casi total de<br />

los archivos, y la vergüenza sobre un país sumido ya en la más<br />

espantosa de las vergüenzas.<br />

Pero comprenderá que, de todo esto, a mí lo que en verdad me<br />

importaba era la desaparición de Abigail Anaya.<br />

Mucha gente desapareció en Bogotá en el transcurso de los días que<br />

siguieron, y si bien la mayoría lo hizo por propia voluntad al comprender<br />

que la matazón no se iba a parar cuando se apagara el incendio, otros<br />

fueron dados de baja por un sinfín de motivos, ya que en mi sufrido país


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 128<br />

motivos para matar al vecino nunca faltan.<br />

El pánico se apoderó de una ciudad acostumbrada a vivir presa del<br />

miedo, y todo el que creyó tener un enemigo dispuesto a acabar con él,<br />

eligió entre «madrugarlo» antes de que lo «madrugaran» o sumirse en el<br />

anonimato por una larga temporada.<br />

Jamás hubo tal demanda de pasajes a Europa.<br />

O a la China si es que volaban hasta allí los aviones, porque ningún<br />

lugar parecía encontrarse lo suficientemente lejos cuando andaba tan<br />

desmadrada y fuera de sí «La Inesperada».<br />

El único juez partidario de la Extradición que no se encontraba en el<br />

Palacio de Justicia el día del asalto, fue acribillado a balazos en plena<br />

calle, y los «narcos» advirtieron con descaro que quienes aspiraran a<br />

ocupar las plazas que habían dejado vacantes los difuntos, se lo<br />

pensaran muy bien a la hora de tomar decisiones.<br />

Abigail Anaya tenía mucha razón cuando durante aquella última cena en<br />

«La Fragata» nos advirtió que Colombia estaba en trance de convertirse<br />

en rehén de la «coca».<br />

Seríamos, como él mismo aventuró bromeando, «coca-colombianos»,<br />

adictos por cojones a una droga de la que tardaríamos años en librarnos<br />

si es que alguna vez lo conseguíamos.<br />

Pero Ramiro se negaba a admitir que un puñado de canallas fueran<br />

capaces de poner en jaque a una nación.<br />

—Podrán con ellos —fue todo lo que dijo—. Muerto el perro, se acabó la<br />

rabia.<br />

—Te equivocas —le respondió Abigail más serio que nunca—. Ésta es<br />

una rabia que sobrevivirá a todos los perros, porque el hombre la<br />

necesita.<br />

Abigail defendió siempre la teoría de que la drogadicción había recibido<br />

tal impulso en el transcurso de los últimos años, que nadie conseguiría<br />

frenarla a todo lo largo del próximo siglo, en parte por inercia, y en parte<br />

porque el ser humano no alcanzaría a encontrar ningún valor con que<br />

sustituirla.<br />

Según él, no cabía la posibilidad del vacío absoluto, y cuando al espíritu<br />

se le ha despojado de la fe en un Dios que parece haber desaparecido<br />

de la faz de la Tierra, se ve obligado a buscar sucedáneos que llenen<br />

ese hueco.<br />

—Hemos perdido el sentido de la comunidad tal como lo concebían<br />

nuestros abuelos; de la familia que ya casi no existe, e incluso del amor<br />

entre parejas, puesto que la mayoría de la gente se dedica a acostarse


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 129<br />

con el primero que encuentra y largarse a otra cama. El resultado lógico<br />

es una soledad que hay que combatir con drogas.<br />

Me fascinaba escuchar a Abigail, se lo aseguro. Mucho de lo que decía<br />

se me escapaba o me costaba harto esfuerzo captarlo, pero a su lado<br />

aprendí cosas de las que jamás imaginé siquiera la existencia, e intuía<br />

que el suyo era un mundo tan diferente al mío, como pudiera serlo otra<br />

galaxia.<br />

A lo largo de dos años había transformado mi vida convirtiéndola en un<br />

pálido reflejo de la suya, y aunque jugué a imitarle en muchas cosas,<br />

acepto que fue como si al mear hubiese tratado de compararme al<br />

Amazonas.<br />

Pero desapareció y por segunda vez nos dejó huérfanos de Abigail<br />

¿Viven sus padres? Lo siento. Supongo que debe ser triste pasar por la<br />

experiencia de perder a unos padres a los que quieres y te han querido,<br />

pero en cierto modo es una ley natural a la que de una forma casi<br />

inconsciente la gente debe estar hecha.<br />

Pero nadie puede hacerse a la idea de perder a alguien como Abigail<br />

Anaya.<br />

Nunca lo conoció y no consigue entenderlo porque, con todos los<br />

respetos, dudo que por mucho mundo que presuma haber recorrido,<br />

tropezase con alguien como él en parte alguna.<br />

Jamás volvimos a tener noticias suyas; jamás en todos estos años.<br />

Es posible, ¡Dios no lo quiera!, que fuera uno de los innumerables<br />

«N.N.» que en aquellos terribles días fueron arrojados a las fosas<br />

comunes de toda la geografía nacional, pero es posible, también, ¡y con<br />

esa esperanza vivo!, que consiguiera escapar a tiempo y esté oculto en<br />

cualquier lugar del mundo aguardando la hora de reaparecer en nuestra<br />

vida como lo hiciera un día.<br />

¡No se imagina cuántas veces me paré en una esquina confiando en<br />

que un carro frenara de improviso y Abigail saltara con los brazos<br />

abiertos y gritando mi nombre! ¡No se imagina cuántas mañanas me<br />

despierto soñando que entra en mi cuarto para traerme un café<br />

humeante y sacarme de la cama! ¡No se imagina cuánto me gustaría<br />

pasarme dos horas sentado tras el volante, escuchando la radio,<br />

mientras sé que él está lleno de vida tirándose a una catira en el<br />

«Tequendama»! ¡No se imagina lo que podría llegar a dar tan sólo por<br />

saber que dondequiera que esté aún me recuerda! Ramiro —se hundió,<br />

al igual que yo, en un profundo desespero.<br />

Y la «cholita» Herminia que incluso se bañó y dejó de oler a cebolla por<br />

tres días.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 130<br />

Y la mayoría de los muchachos, y los maestros, los criados, cinco<br />

mujeres y todo el que alguna vez le trató y se negó a creer que le había<br />

perdido.<br />

Y Daniela.<br />

Envejeció diez años en diez días, más consumida que «chupa-chups»<br />

de niño pobre; incrédula y alelada; ansiosa por volver a compartir<br />

alegrías y tristezas, y negándose a aceptar lo inaceptable.<br />

Veo que se está preguntando qué clase de hechizo ejerció sobre<br />

cuantos le conocieron aquel hombre tan singular y no puedo aclarárselo.<br />

Lo que sí alcanzo a decirle es que su sombra planeó sobre nosotros a lo<br />

largo de los años que siguieron, y que en mi caso aún planea, puesto<br />

que todo cuanto hice posteriormente estuvo marcado por el hecho<br />

indiscutible de que pudiera gustarle o no en caso de estar presente.<br />

Aun hoy, que tantísimo ha llovido desde entonces, me siento a menudo<br />

incapaz de tomar una decisión o dar un paso sin plantearme qué<br />

opinaría Abigail si me estuviera viendo, y me falta su crítica o su consejo<br />

incluso en problemas tan minúsculos que un hombre de mi experiencia y<br />

edad debía saber resolver sin la más mínima ayuda.<br />

Admito que el ron no mejoró las cosas. Busqué consuelo donde nunca<br />

ha existido, y por primera vez discutí con Ramiro, al que enfurecía verme<br />

de tal guisa, pues opinaba, y con razón, que con emborracharme no<br />

conseguiría que Abigail resucitara o decidiese volver si es que aún<br />

estaba con vida.<br />

Y en cierto modo lo estaba, pues cada primero de mes, y sin que jamás<br />

nos aclararan por qué misteriosa razón, las cantidades prometidas<br />

hacían su aparición en la cuenta del Banco, y de ese modo<br />

conseguíamos que, a trancas y barrancas, y apretándonos a fondo el<br />

cinturón, «El Sótano» siguiera funcionando.<br />

Me enorgullece reconocer que, excepto yo, que le metí de frente al ron,<br />

el resto del personal respondió con valentía.<br />

Tres de los profesores se buscaron otro trabajo a medio tiempo,<br />

Herminia hizo milagros en la cocina y fregó más suelos que recluta de<br />

pueblo, y la mayoría de los muchachos arrimaron el hombro aportando a<br />

la comunidad la mayor parte del jornal que conseguían.<br />

Por primera vez tenían algo semejante a una familia y no querían<br />

perderlo.<br />

A veces me asalta la impresión de que incluso hasta en eso Abigail supo<br />

bien lo que hacía, pues nos dejó lo justo para permitir que nos<br />

mantuviéramos a flote, pero nos obligó a nadar por nuestros propios


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 131<br />

medios.<br />

Ramiro comenzó a dar clases sustituyendo al único profesor que se<br />

largó, y entenderá que fuera un día grande para los dos, pues tuvimos la<br />

impresión de que por el simple hecho de sentarse tras una mesa, a<br />

explicar la lección, rompía por completo con nuestro amargo pasado de<br />

«gamines» hambrientos.<br />

Era su fuerza de voluntad y su fe en sí mismo lo que le había llevado<br />

hasta aquel humilde pero significativo estrado de un aula repleta de<br />

«gamines» iguales a nosotros, y con eso les demostraba a todos y<br />

demostraba al mundo que podía hacerse.<br />

Tan sólo eso: podía hacerse.<br />

Y yo tenía parte en ello.<br />

Había mendigado, atracado, acarreado ladrillos e incluso asesinado por<br />

conseguirlo, pero allí estaba Ramiro, y aunque su triunfo fuera tan<br />

pequeño y tan sin ninguna resonancia, va lía la pena y hacía que no<br />

tuviera que arrepentirme en absoluto por lo tortuoso del camino que<br />

había acabado por conducirnos a tal victoria.<br />

Serapio el Lápida se hizo ciclista.<br />

Ciclista. De los que se suben en una bicicleta y se lanzan carretera<br />

adelante en compañía de otros doscientos locos. Quedó cuarto en una<br />

Vuelta a España, segundo en el Premio de la Montaña del «Tour» de<br />

Francia y en Colombia es casi un ídolo.<br />

Aún recuerdo cuando apareció con su primera bicicleta jurando que no<br />

la había robado y le creímos. Una hora antes de amanecer se levantaba<br />

y no volvía hasta que empezaban las clases, sudando a chorros y hecho<br />

un asco. Dos años después ganó sus primeros pesos, y me consta que<br />

aún entrega al refugio casi la cuarta parte de todo lo que gana.<br />

Una vez que le entrevistaron declaró que dedicaba su carrera a Abigail<br />

Anaya aunque nadie sabía quién era.<br />

Aquí guardo el recorte. Éste es Serapio. ¡Flaco el jodido! Flaco pero más<br />

duro que el mármol de sus lápidas.<br />

Cristóbal, el rubio de cara de ángel, se convirtió en macarra.<br />

No se puede ganar siempre.<br />

Llegado a este punto del relato, señor, me agradaría terminarlo.<br />

Sería el momento justo. Le contaría la historia de tantos buenos<br />

muchachos como logramos salvar de la miseria y hoy son hombres de<br />

bien y quedaría muy lindo.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 132<br />

¡Vaya! Hacía tiempo que no veía asomar esa risita de conejo.<br />

¡Piénselo! Con semejante final, un poco adornado, podría convertirse en<br />

un libro de gran venta.<br />

Supongo que, al igual que en el cine, a la gente que lee libros les<br />

gustarán los finales felices, y éste sería en cierto modo un final bastante<br />

feliz para mi historia.<br />

Lo que viene después ya se complica, usted lo sabe.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 133<br />

Creo que ha cometido un error al volver, señor, se lo aseguro, pero<br />

como hace tiempo que dejé de hacerme responsable incluso de mis<br />

actos, ningún derecho tengo a opinar sobre los suyos y tan sólo confío,<br />

por su bien, que sepa lo que hace.<br />

Ojalá todos supiéramos lo que tenemos que hacer cuando llega el<br />

momento.<br />

Cuando miro hacia atrás y analizo todo cuanto ocurrió en mi infancia y<br />

mi juventud, justo hasta el día en que Abigail Anaya saltó del coche en el<br />

cruce de la Jiménez de Quesada con Caracas, considero, y no sin<br />

razón, que la vida me había empujado a hacer cuanto hice, y que a la<br />

hora de exigir responsabilidades nadie tenía por qué obligarme a dar<br />

explicaciones que nunca quise dar.<br />

Así era el mundo que me rodeaba, y así era yo. Actuaba en<br />

consecuencia.<br />

Pero a partir de aquel momento las cosas cambiaron, y no sería honrado<br />

por mi parte no aceptar que Abigail me proporcionó la oportunidad de<br />

regenerarme y no lo hice.<br />

O lo hice, señor, en verdad, sí que lo hice, pero lo que me faltó fue<br />

fuerza de voluntad como para continuar por un enrevesado camino que<br />

se me antojaba harto difícil.<br />

Abigail aseguraba que el gran problema del Bien y el Mal es que<br />

duermen juntos y hasta revueltos, lo cual con frecuencia confunde a los<br />

lerdos y a los débiles.<br />

Y yo, supongo que ya lo habrá advertido, jamás, presumí de ser muy<br />

listo, y ahora sé, también, que pese a la fama que han querido<br />

otorgarme, en el fondo no soy tampoco un hombre duro.<br />

Para convertirse en asesino no hay que ser duro; hay que ser<br />

simplemente asesino.<br />

Yo sé que usted me entiende.<br />

No dice gran cosa, lo cual es muy de agradecer porque ni ganas tengo<br />

de oírlas, pero observándole puedo captar cuándo está al tanto de lo<br />

que pretendo contarle y cuándo se le va el santo al cielo.<br />

Para matar a alguien no hace falta ser fuerte, basta con tener una pistola


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 134<br />

y ganas de disparar. La auténtica fortaleza está en no apretar el gatillo<br />

en el momento justo, pero ya ve usted que a mí ese minúsculo esfuerzo<br />

de no hacer algo tan simple, me costó siempre cantidad de trabajo.<br />

¿De verdad no quiere que le siga contando la historia de «El Sótano» y<br />

olvidemos la mía? ¡Plasta de hombre, oiga! A usted no debe haber<br />

mujer que se le niegue, aunque no sea más que por puro aburrimiento.<br />

Ya le conté que Abigail me dejó algún dinero en el Banco. No mucho, es<br />

cierto, pero más que suficiente teniendo en cuenta que me había ido a<br />

vivir a una de las habitaciones del refugio, pared por pared con la que<br />

ocupaban Ramiro y la «cholita», y tan sólo a partir de ese momento<br />

comprendí la razón por la que aquella buena mujer era siempre tan<br />

callada.<br />

Todo el resuello se le iba de noche, dando unos alaridos que helaban la<br />

sangre, pues obligaban a creer que el bueno de Ramiro, en lugar de<br />

meterle lo que sin duda le metía, la estuviera «jurungando» con un<br />

machete que le rajara las entrañas.<br />

¡Y parecían tontos, siempre tan modositos...! Me ponían a cien, y<br />

aunque jamás se me pasó por la mente la idea de aspirar más de cerca<br />

aquel tufo a cebollas, lo cierto es que en más de una ocasión me vi en la<br />

necesidad de saltar de la cama, y largarme por esos mundos de Dios en<br />

busca de que un alma caritativa me recompusiera un cuerpo que había<br />

quedado tan inquieto.<br />

Almas caritativas no quedan muchas en Bogotá, usted debe saberlo,<br />

pero lo que si hay son muchos cuerpos que no dan nada gratis, y justo<br />

es que le confiese que en ellos, y en ron, se iba la mayor parte del<br />

dinero que sacaba del Banco.<br />

Luego ¡estúpido de mí!, comencé a perder a la ruleta.<br />

Me sentaba allí, a observar cómo la puta bola caía siempre en otro<br />

número, preguntándome una y mil veces por qué carajo me quedaba<br />

sabiendo que jamás conseguiría recuperar lo que había perdido, pero<br />

era como si me hubieran clavado los cojones a la silla, sin que me<br />

desclavaran hasta que había dejado en la mesa el último peso.<br />

¡Vicio pendejo ése como quiera se mire! Pendejo y sin el más mínimo<br />

provecho.<br />

Pero podría decirse que aquélla fue una época en que me empeciné en<br />

hacer el pendejo de todas las formas imaginables, y créame si le digo<br />

que en gran parte se debió a la tremenda frustración que me invadía por<br />

culpa de un jodido Abigail que nos había dejado en la cuneta.<br />

Ramiro se refugió en sus libros, en administrar al céntimo los asuntos de


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 135<br />

«El Sótano», y en pasarse las noches escuchando los aullidos de la<br />

Herminia pero yo no tenía más que la televisión, el ron, las putas y una<br />

acidez de estómago que imagino que no debía ser en realidad más que<br />

rabia e impotencia.<br />

Fue en el casino donde me tropecé de nuevo con Marrón Morales.<br />

Yo conocía a Román del tiempo en que trabajé para el Lindo Galindo, y<br />

recuerdo que por aquel entonces era un «niño bien» que vestía siempre<br />

de marrón —lo que le dio su apodo— con pesadas cadenas de oro y<br />

gruesos anillos de enormes esmeraldas.<br />

Ahora andaba en la «carraplana», más limpio, que niño en día de<br />

Primera Comunión, enganchado a tal punto en el juego, que se pasaba<br />

las horas observando cómo giraba la ruleta aunque no tuviera una sola<br />

ficha que apostar.<br />

Extraña vida ésta en la que alguien que ha nacido en la opulencia y lo<br />

ha tenido todo, coincide en la barra de un casino con quien como yo se<br />

crió en las cloacas, y entre los dos no alcanzan ni para pagar un trago.<br />

Pero tenía una cosa a su favor que me agradaba: jamás acusó a nadie<br />

de su desgracia, aceptando con un grado de honradez poco corriente,<br />

que había sido un completo inútil y un parásito.<br />

—Derroché mi fortuna en alcohol, juego y mujeres, y el resto lo<br />

«malgasté» —solía ser su frase preferida—. Y el único error que en<br />

verdad me atribuyo es el de no haber estirado la pata el día en que perdí<br />

mi último peso.<br />

Demasiado cobarde para suicidarse, culpaba a la Naturaleza de no<br />

haber permitido que su primer infarto le hubiese dejado frito en el<br />

momento justo, convirtiendo su vida en un encaje de bolillos y evitándole<br />

miserias.<br />

Cinco generaciones de Morales-Bonfante se habían desriñonado<br />

desbrozando la selva y sembrando cafetales sin permitirse tan siquiera<br />

un capricho, para que el último miembro de su estirpe lo dilapidara en<br />

diez años, pero curiosamente Román Marrón no experimentaba el más<br />

mínimo remordimiento de conciencia, jurando y perjurando que su padre<br />

y su abuelo habían disfrutado muchísimo más al atesorar ávidamente<br />

sus centavos, de lo que pudo disfrutar él tirándolos por la borda.<br />

—No eran mala gente —decía—. Pero no supieron calcular lo que yo<br />

sería capaz de gastar si me dejaban.<br />

Tenía docenas de amigos que le invitaban a todo, menos a jugar a la<br />

ruleta, e incluso algunas putas de lujo le fiaban, más como<br />

agradecimiento por lo bien que les pagara antaño, que porque confiaron


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 136<br />

en cobrar el día de mañana.<br />

Me caía bien, ¿qué quiere que le diga? Sin duda representaba todo lo<br />

malo de un país que ofrece tan tremendos contrastes, pero como él<br />

mismo decía, su dinero sirvió de mucho más cuando lo puso a circular,<br />

aunque tan sólo fuera entre las putas, que mientras estuvo encerrado en<br />

las arcas de un Banco.<br />

Una noche de abril me lo encontré jugando fuerte y al instante me<br />

ofreció un montón de fichas para que yo también probara suerte.<br />

—Luego hablamos —fue todo lo que dijo.<br />

Estábamos de racha y salimos de allí con más dinero del que habíamos<br />

visto junto en los últimos meses.<br />

—¡Buena señal! —exclamaba una y otra vez—. ¡Buena señal! El<br />

negocio será un éxito.<br />

Por fin me explicó que el tal «negocio» consistía en hacer de «mulas»<br />

de cincuenta kilos de «coca».<br />

Cincuenta kilos, al precio que estaba en aquel tiempo en el mercado,<br />

significaba una inversión de millón y medio de dólares, y me negué a<br />

aceptar que alguien fuera tan loco como para poner en manos de un tipo<br />

como Román Morales semejante fortuna.<br />

—Tengo amigos —dijo—. Amigos muy importantes, y si me ayudas a<br />

transportar la «mercancía» te tocarán cien mil dólares.<br />

Si hay algo a lo que yo no sepa resistirme, señor, es a una tentación.<br />

Sobre todo a una tentación de cien mil dólares.<br />

No le niego que en un principio abrigué el convencimiento de que todo<br />

aquel asunto era pura «paja» y el Marrón fantaseaba, pero cuando<br />

empezó a soltar billetes, se compró ropa nueva, e incluso me adelantó<br />

treinta mil pesos «para los primeros gastos», llegué a la conclusión de<br />

que la cosa iba adelante.<br />

Resultaba evidente que contaba con respaldo económico y aunque me<br />

aseguró que el plan era perfecto, no quiso decirme una palabra sobre él,<br />

y ahora me consta que no lo hizo porque en realidad tampoco lo<br />

conocía.<br />

Por mi parte me libré muy mucho de contarle nada a Ramiro, pues no<br />

necesitaba conocerle tanto como le conozco, para saber que antes me<br />

rompería una pierna que permitir que me metiera en un «negocio»<br />

semejante.<br />

Él seguía a rajatabla la máxima de Abigail según la cual no hay que<br />

salirse nunca de la franja de seguridad que amortigua los golpes con


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 137<br />

dinero, y estaba claro que al prestarme a hacer de «mula» de semejante<br />

mercancía me estaba lanzando de cabeza al abismo.<br />

Me limité a decirle por tanto que me había salido un trabajo como<br />

guardaespaldas de un banquero que viajaba a Cartagena por cuestión<br />

de negocios y aunque no estoy seguro de que se creyera el cuento,<br />

tampoco era mi padre, ni nadie que pudiera prohibir que me fuera al<br />

infierno.<br />

La primera escala era, en efecto, Cartagena, a la que llegamos como<br />

simples turistas, puesto que al parecer era allí donde se nos haría la<br />

entrega del material, y se nos indicaría la forma de transportarlo.<br />

¿Conoce Cartagena de Indias? ¡El Paraíso oiga! La primera sucursal del<br />

Paraíso.<br />

El mar es allí de un color azul turquesa, cálido y transparente, no como<br />

el del Perú, frío y sucio, siempre gris y agitado, y es que en Cartagena el<br />

agua llega hasta las playas como si únicamente pretendiera susurrar<br />

cosas lindas; sin gritos ni violencia; sin aquel oleaje, ni aquel estruendo y<br />

espumerío del Pacífico.<br />

Y como la arena es muda, son las palmeras las que responden a esos<br />

susurros, y así hablan día y noche contándose mil cosas siempre<br />

nuevas desde hace milenios.<br />

Quisiera morir en Cartagena, señor, se lo aseguro. Y si no fuera posible,<br />

quisiera que me enterraran al pie de sus murallas, cara al mar, y donde<br />

me llegue el son de esa «cumbia» que siempre parece flotar sobre sus<br />

calles y sus plazas.<br />

Quisiera haber nacido en Cartagena, señor, donde el sol siempre<br />

calienta, donde no corren vientos gélidos, la gente sonríe a todas horas,<br />

y ningún niño duerme jamás en las cloacas.<br />

Es Colombia, señor. Aunque le cueste creerlo, Cartagena es Colombia.<br />

Admito que lo dude, pero Cartagena de Indias es como un oasis de paz<br />

perdido en el desierto de tantísima violencia como azota a mi patria.<br />

Allí todo es distinto.<br />

Distinto y prodigioso.<br />

La mayor fortaleza que se haya construido jamás en parte alguna,<br />

domina una ciudad levantada entre el mar, una enorme bahía y una<br />

laguna, de tal forma que por donde quiera que se la intente atacar<br />

resulta inexpugnable, pues era allí donde los españoles atesoraban el<br />

oro, la plata, las esmeraldas, los diamantes e incluso las especias que<br />

arramblaban en todo el continente, para enviarlas más tarde a Sevilla a<br />

bordo de una inmensa flota.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 138<br />

Cuentan que en determinadas épocas del año eran tantos los tesoros<br />

que guardaba la fortaleza, que no había pirata, rey o corsario que no<br />

soñase con asaltar Cartagena, pero nadie lo consiguió a todo lo largo de<br />

la Historia, y me han asegurado que es el único lugar del planeta que<br />

jamás ha sido conquistado.<br />

Pero al fin y al cabo ése es un tema que carece de importancia.<br />

La Historia no es cosa que me ataña.<br />

Lo que importa es que durante todos esos siglos, no sé cuántos, en los<br />

que Cartagena fue como la caja fuerte de los conquistadores en<br />

América, floreció de tal modo y albergó a tanta gente importante, que la<br />

ciudad se convirtió en una delicia que los «costeños», ¡benditos sean!,<br />

se han esforzado por conservar intacta.<br />

Ya me conoce y sabe que para mí las calles eran lugares por los que<br />

correr, mendigar, robar, asaltar o incluso asesinar buscando siempre<br />

una cloaca en que esconderme, pero de pronto descubrí que existía otro<br />

tipo de calles.<br />

En Cartagena las calles están para que la gente pasee a la luz de las<br />

farolas, sin miedo a que les asalten y les violen, saludando a quienes se<br />

sientan a tomar el fresco a la puerta de sus casas, o deteniéndose a<br />

escuchar a un grupo de amigos que toca la guitarra y las maracas o<br />

canta muy bajito en el rincón de una plaza.<br />

En el Caribe; la sangre caribeña; sangre negra y caliente, pero a la vez<br />

espesa y dulce; sangre de gente alegre, siempre metida en farra y poco<br />

amiga de ver sangre. ¡Sangre distinta! A los tres días se me aplacó la<br />

ira.<br />

Más de veinte años de rencor y amarguras; de odiar a un mundo que<br />

por su parte me odiaba, y de estar en eterna tensión aguardando un<br />

zarpazo, se esfumaron de pronto como si el simple hecho de mojarme<br />

los pies en aquel mar transparente hubiera bastado para disolver como<br />

azúcar todas mis rabias.<br />

Román Morales lo achacó a una súbita bajada de tensión muy lógica en<br />

gente recién llegada de la sierra, pero en mi opinión fue más bien<br />

impresión que me produjo descubrir que existía un lugar en el que sus<br />

habitantes parecían en verdad seres humanos.<br />

¡Cómo le hubiera gustado a Abigail! Cómo hubiera disfrutado paseando<br />

en un coche de caballos a la luz de una luna color malva, que es el color<br />

de la luna caribeña cuando la bruma del mar la cubre apenas en el<br />

momento en que empieza a alzarse en el horizonte.<br />

¡váyase a Cartagena, señor, se lo aconsejo! váyase a Cartagena a


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 139<br />

disfrutar del mar y de una linda mulata, y olvídese de cosas que a nadie<br />

le interesan, pues el personal debe estar ya más que harto de oír<br />

calamidades.<br />

¿Por qué se empeña? ¿Es que acaso no le gustan el mar o las mulatas?<br />

Del mar guardo espantosos recuerdos, eso es muy cierto; los más<br />

horrendos que haya podido guardar persona alguna, pero de las mulatas<br />

de Cartagena, señor, de ellas sí que me gustaría estarle hablando con<br />

pasión durante cuatro años.<br />

La que yo tanto amé se llamaba María Luna, aunque nadie la conoció<br />

nunca más que por Luna, a secas, y desde el primer momento su<br />

nombre se me deshizo en la boca como un mango maduro.<br />

Me enamoré al instante, y le juro que fue como si toda mi vida hubiese<br />

estado esperando que tal cosa ocurriera, o que al quedarme de<br />

improviso tan vacío de odios y rencores, hubiera dejado harto espacio<br />

en mi interior para que María Luna lo ocupara.<br />

Amé su risa antes aún que a ella, pues me hizo vibrar su modo de reír<br />

antes incluso de verla, ya que cada una de sus divertidas carcajadas era<br />

como el repicar de mil campanas de iglesia.<br />

Hacía reír sólo de oírla reír, y aún no me explico cómo demonios<br />

conseguía contagiar de inmediato hasta a los curas, y eso es tan cierto<br />

que al poco me confesó que siendo niña le prohibieron acudir a los<br />

rosarios del colegio porque no podía evitar que terminaran siempre en<br />

juerga.<br />

Incluso su confesor acabó por echarla a patadas, y le juro, señor, que<br />

durante el tiempo que conviví con Luna, o me dolía el estómago de tanto<br />

desternillarme, o me atacaba un hipo que me amargaba el día.<br />

Y es que me hacía reír incluso en pleno orgasmo, pues ni siquiera en<br />

esos momentos paraba de soltar disparates, y le juro que en más de una<br />

ocasión me caí de la cama y tuve que renunciar contra mi voluntad a<br />

seguir la faena.<br />

Nunca sabría explicárselo.<br />

No es que contara chistes, ni que estuviera buscando la oportunidad de<br />

decir algo gracioso; es que era un ser absolutamente absurdo, como<br />

Cantinflas o los Hermanos Marx con faldas.<br />

Si yo le repito aquí cualquier cosa que dijera, le parecería una estupidez<br />

sin gracia alguna, pero lo que importaba en ella es que se le escapaba<br />

siempre la palabra justa en el momento exacto, como si la tuviera en la<br />

punta de la lengua pensada desde hacía un año.<br />

Una noche un camarero sufrió tal ataque de risa que nos dejó caer


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 140<br />

encima toda la cena, y en más de una ocasión me vi en la obligación de<br />

rociar de cerveza a quien tuviera enfrente, e incluso recuerdo el día en<br />

que me atraganté hasta el punto de acabar por devolver todo el<br />

almuerzo.<br />

¡Era un peligro, oiga! Un auténtico peligro, pues cuando andabas con<br />

Luna corrías más riesgo de morirte de risa, que de que te aplastara un<br />

carro.<br />

¡Y yo me había reído tan poco en esta vida! No era demasiado bonita,<br />

¿por qué voy a mentirle? Pequeña y frágil, tenía cuerpo de niña a punto<br />

de florecer sin acabar de hacerlo; con un color de piel entre de negra y<br />

«china», pero terso y brillante.<br />

Si entraba en un lugar no se reparaba nunca en ella, pero lo que es<br />

seguro, es que a los diez minutos, y aunque la rodeasen las cien<br />

mujeres más hermosas del mundo, había acaparado el centro de la<br />

atención y nadie quería que se fuera.<br />

Supongo que es un «Don» como otro cualquiera; el «Don» de hacer reír<br />

hasta a las piedras.<br />

La gente me envidiaba.<br />

¿Tiene una idea de lo que puede significar para alguien tan miserable<br />

como yo, que de pronto te envidien? Es algo así como escapar a otra<br />

galaxia.<br />

Llegaba a un restaurante y veía a todos aquellos tipos tan serios e<br />

importantes, con mujeres espléndidas, vestidas de superlujo, pero al<br />

cabo de un rato les miraba las caras, comprobaba su mortal<br />

aburrimiento y comprendía que tenían la oreja puesta a cualquier<br />

chorrada que soltara mi Luna y dispuestos a cambiármela al instante.<br />

Y es que cualquier mujer puede ser buena en la cama, señor. Puede ser<br />

buena amante, buena esposa, buena madre e incluso, si me apura,<br />

hasta excelente cocinera, pero ninguna te puede hacer reír a todas<br />

horas, y eso es muy grande.<br />

Lo más grande del mundo.<br />

Como el «Medio de Transporte» que esperábamos tardaría aún en<br />

llegar, alquilé una quinta allá por «El Lagunito», rodeado de mar y playa,<br />

y tan agradable que el hecho de levantarse de la cama y contemplar el<br />

sol y las palmeras era ya un placer y una auténtica delicia.<br />

Román Morales se fue a un hotel cercano, se llamaba «El Caribe»,<br />

según creo, pero venía siempre a cenar a casa, y como se llenaba<br />

también de amigos y amigas de Luna que parecían no poder vivir sin<br />

ella, aquello se convertía en un auténtico desmadre que a mí me hacía


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 141<br />

tan feliz como nunca lo fuera.<br />

Era un hogar señor, quizá no lo comprenda; un auténtico hogar, que<br />

compartía con «mi mujer», al que sólo acudía quien a mí me gustaba, y<br />

donde me sentía por primera vez dueño de algo aunque fuese alquilado.<br />

Del sótano a las cloacas; de allí al cuartucho de doña Esperanza; luego<br />

a vivir de la amistad de Abigail Anaya, y ahora, ¡por fin!, mi casa.<br />

Usted siempre tuvo una casa, me supongo.<br />

Cualquier tipo de casa.<br />

Pero trate de ponerse en mi lugar y sentir lo que yo sentía, porque era<br />

como si Cartagena me ofreciera en quince días, todo lo que Bogotá se<br />

había empeñado en negarme de por vida.<br />

Le pedí a Luna que nos casáramos.<br />

—De acuerdo —dijo—. Lo difícil será encontrar pareja, porque a ver<br />

quién coño va a querer cargar con una negra escuálida o un serrano<br />

esmirriado.<br />

Más tarde decidió sin embargo que era mejor esperar a que se me<br />

pasara el ataque de hipo y el entusiasmo de los primeros días, puesto<br />

que una vida en común que significara unos hijos era la única cosa que<br />

se le antojaba seria en este mundo, y no quería dar ese paso hasta no<br />

estar absolutamente convencida.<br />

—No sé quién eres en realidad —musitó quedamente una noche<br />

después de hacer el amor hasta quedar exhaustos—. Me gustas, y soy<br />

feliz a tu lado, pero quiero que mis hijos tengan un padre del que puedan<br />

sentirse orgullosos, y los de la capital tenéis muy mala fama. ¡Cuéntame<br />

cosas de ti! ¿Qué le parece? ¿Qué mierda podía contarle? ¿Lo que le<br />

estoy contando a usted, para que tuviera muy claro que en caso de<br />

aceptarme, el padre de sus hijos sería un mendigo, ladrón, atracador,<br />

traficante de drogas y asesino? Y lo malo es que yo no sé inventar<br />

historias, porque si supiera le contaría a usted una muy diferente, así<br />

que opté por fingir que tenía sueño, y confiar en que con tiempo, y todo<br />

el amor que fuera capaz de ofrecerle, llegaría a convencerla.<br />

Tenía un puesto de frutas, justo frente la «Plaza De Los Zapatos<br />

Viejos», y aunque andaba siempre sin un peso ni para comprarse ropa,<br />

jamás oí que se quejara, pues decía que en Cartagena bastaba con muy<br />

poco para vivir contenta.<br />

Y como ella montones, porque esa gente de color sabe entender que<br />

han venido a este mundo a disfrutar lo más posible sin hacer daño al<br />

vecino.<br />

Hubiera dado una bola porque aquella felicidad no se acabara nunca,


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 142<br />

señor, o mejor dicho una mano, porque estoy convencido de que alguien<br />

tan sensual como Luna me hubiera querido manco pero no sin cojones.<br />

Y es que su amor estaba hecho de sexo y risas a partes muy<br />

desiguales, según los días, y resultaría estúpido, que intentara hacerle<br />

creer que existía un romanticismo al que ni ella ni yo estábamos<br />

acostumbrados.<br />

Aunque a usted no me avergüenza confesarle que en cierto modo yo sí<br />

que me comportaba de un modo más bien romántico, y es que<br />

comprenderá que para mí todo aquello era muy nuevo y no quería<br />

perderlo, mientras que para Luna no era más que una historia más de<br />

sus muchas historias.<br />

Se me comían los celos.<br />

¡Se imagina! Un tipo como yo; un «sicario» capaz de pegarle un tiro a su<br />

padre, ya que jamás podría saber que era mi padre, andaba más<br />

receloso que pavo en diciembre.<br />

Y es que tenía pavor a que me cortaran el gañote.<br />

Quitarme a Luna hubiera sido aún peor que quitarme el resuello, pues la<br />

sola idea de volver a vivir sin oír sus risas, ni aspirar el dulce olor de su<br />

sexo se me antojaba tan insoportable como el hecho de regresar a<br />

Lurigancho.<br />

¿Se sentó alguna vez a escuchar las confidencias de un hombre<br />

enamorado? No debe ser eso lo que vino aquí a buscar, ¿no es cierto?,<br />

pero le ruego que se lo tome con un poco de paciencia, pues si no logro<br />

hacerle entender lo que significó Luna en mi vida, malamente podrá<br />

entender las razones por las que me comporté después como lo hice.<br />

Si a un ciego le ofrece usted la luz, no se lo agradecerá hasta el punto<br />

de que yo agradecí conocer a aquella mulata; si resucita a un muerto, no<br />

encontrará tantas razones para vivir como ella me daba, y si un ateo<br />

descubre a Dios, nunca lo adorará de igual manera.<br />

Así de fácil. Y no me apena admitirlo.<br />

¿Por qué habría de avergonzarme? Si he sido capaz de confesar que di<br />

de baja a tanta gente a sangre fría sin que me remordiera ni una pizca la<br />

conciencia, poco honrado resultaría por mi parte no aceptar que perdí la<br />

cabeza por una mujer que me hizo tan feliz como nadie lo ha sido hasta<br />

el presente.<br />

Le pedí que dejara el puesto de frutas y me dedicara cada minuto de<br />

vida, e inquirió sonriente:<br />

—¿Durante cuánto tiempo?


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 143<br />

—Siempre.<br />

Pero «siempre» era para Luna, como para cualquier mulata caribeña,<br />

una palabra difícil de asimilar, como un purgante amargo que rechazan<br />

de entrada, pues para ellas la entrega dura lo que dura el deseo de<br />

querer entregarse, y como ya le he dicho, la idea de una familia estable<br />

aún no estaba en su mente.<br />

—Mejor sigo con melones y guayabas maduras —dijo—. Yo aún estoy<br />

verde.<br />

Se levantaba al alba, a buscar su mercancía, montaba el tingladillo y<br />

comenzaba a vocear y a reír con unos clientes que acudían más aún<br />

que las moscas a sus frutas.<br />

Y es que vendía alegría, y sólo por eso sus mangos tenían otro sabor o<br />

parecían tenerlo.<br />

Mediada la mañana yo tomaba un autobús o daba un largo paseo para ir<br />

a buscarla, y cuando ya no le quedaba nada que vender nos íbamos a la<br />

playa, a disfrutar del sol y de la brisa.<br />

Al oscurecer nos invadía su gente y le encantaba cocinar para todos sin<br />

que jamás la oyera quejarse ni le descubriera un solo gesto de fatiga.<br />

Por último hacíamos el amor hasta la medianoche.<br />

Y al alba estaba en pie.<br />

Diecinueve años, tal vez veinte. Ni ella misma lo sabía.<br />

Por fin un día Marrón Morales apareció con una cara diferente y no<br />

necesitó abrir siquiera la boca para darme a entender que había llegado<br />

el momento.<br />

¡Mierda! ¡Mierda, señor, mil veces mierda! Fue como si me hubiese<br />

reventado bajo el culo el mismísimo Nevado del Ruiz.<br />

Tres días después nos trajeron dos maletas de «coca», y resultó harto<br />

curioso, pues pese a la mucha que había visto allá en la selva sin que la<br />

considerara nunca más que un polvo blanco que valía, eso sí, cantidad<br />

de dinero, ahora la contemplé como quien contempla un barril de<br />

nitroglicerina que me pusieran bruscamente en las manos.<br />

Tanto Román como yo teníamos plena conciencia de que a partir de<br />

aquel instante nuestra posición era difícil, ya que si la Policía nos<br />

agarraba con aquello en las manos, malo, pero si no «coronábamos»<br />

con éxito la entrega en el lugar indicado, peor.<br />

Sólo entonces me confesó Marrón Morales que los dueños de la<br />

«mercancía» no eran amigos suyos, sino gente «difícil» con los que<br />

había establecido contacto a través de amistades comunes, y más nos


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 144<br />

valía cumplir al pie de la letra sus instrucciones, pues ésa sería la única<br />

forma de no arriesgarnos a cometer errores.<br />

Teníamos muy claro que cuando, los «narcos» confían a alguien millón y<br />

medio de dólares no están dispuestos a que se juegue con su dinero,<br />

sobre todo cuando, como parecía estar claro, nuestros «patrocinadores»<br />

no pertenecían a ninguna de las cuatro o cinco grandes familias del<br />

Cártel de Medellín, para las que una cantidad semejante no es más que<br />

parte del riesgo diario de su fantástico negocio.<br />

Metimos las maletas bajo la cama y le aseguro, señor, que eso de<br />

acostarse sobre tanto dinero produce un insomnio del carajo incluso<br />

después de haber hecho el amor hasta quedar rendido.<br />

Luna debió comprender que algo raro ocurría, porque de improviso<br />

encendió la luz, se me quedó mirando, y me exigió sin disculpa posible<br />

que le contara por qué diablos daba la impresión de estar sentado en un<br />

cesto de ladillas.<br />

Tuve la sensación de que el mundo se hundía en torno mío, pero la<br />

quería demasiado como para mentirle en algo tan importante, y no me<br />

quedó más remedio que aclarar la situación.<br />

Me escuchó atentamente, meditó unos instantes, al fin comentó con<br />

naturalidad:<br />

—¡Está bien! Si así es la cosa, iré contigo.<br />

Me dejó de piedra, señor. Completamente helado.<br />

Protesté tratando de hacerle ver el riesgo que corría, pero replicó con<br />

absoluta calma que nunca sería mayor que el mío, que si estábamos<br />

juntos era para algo más que para sudar en una cama, y que al fin y al<br />

cabo siempre le había entusiasmado la idea de conocer los Estados<br />

Unidos.<br />

Le recordé que no se trataba de un viaje de turismo y que si nos<br />

agarraban con cincuenta kilos de «coca» entre las manos pasaríamos<br />

una larguísima temporada entre rejas, pero ni aun así conseguí que se<br />

apeara del burro, advirtiendo que si no la dejaba venir, ahí mismo<br />

concluía nuestra historia.<br />

¡Qué terquedad la suya, señor! ¡Qué cosa tan tremenda! Yo nunca<br />

había tratado tan de cerca ni durante tanto tiempo a una mujer, y para<br />

mí siempre habían sido criaturas a las que se paga y se olvida, pero ese<br />

día descubrí que pueden llegar a tener una increíble fuerza de voluntad<br />

y un carácter de los mismísimos demonios.<br />

—¡Volveré! —le repetí una y otra vez, tratando de mantenerla al<br />

margen—. ¡Te lo juro! Pero se empecinó en afirmar que en cuanto diera


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 145<br />

media vuelta se iría a la cama con el primero que le dijera «por ahí te<br />

pudras».<br />

Y tipos dispuestos a decirle «por ahí te pudras» y muchísimas más<br />

cosas, sobraban en Cartagena, eso es la Biblia.<br />

¿Qué habría hecho usted? Por un lado me fascinaba que me<br />

demostrara de esa forma su amor, mas por el otro me horrorizaba la<br />

idea de que años de cárcel acallaran para siempre su fantástica risa.<br />

Lo consulté con Román que no supo aclararme gran cosa, y si me apura<br />

le diré que creo que estaba tan asustado por el lío en que nos habíamos<br />

metido, que no tenía muy claras las ideas. Él era un «niño de bien»; un<br />

tarambana capaz de derrochar fortunas con una impasibilidad digna de<br />

Marlón Brando, pero jamás fue un delincuente, ni tenía alma de<br />

traficante.<br />

Los criminales nacen o se hacen, excepto en el caso de tipos como el<br />

Marrón Morales, al que no hubiera conseguido hacer malo ni el<br />

mismísimo «Drácula».<br />

Se andaba cagando, señor. Se meaba los pantalones, y me inclino a<br />

creer que tal vez por eso mismo no se opuso a la idea de que Luna nos<br />

acompañara, imaginando, sin duda de una forma inconsciente que<br />

cuantos más fuéramos, más se repartirían las culpas.<br />

E incluso el dinero, porque llegó a insinuar que si por mi parte quería<br />

continuar a solas la aventura, él se conformaría con una pequeña<br />

comisión por el hecho de haber servido de intermediario.<br />

¿Pero cómo me las iba a arreglar para entregar dos maletas de tan<br />

peligrosa «mercancía» en un país extranjero en el que hablaban<br />

además un idioma incomprensible? Román chamullaba inglés y conocía<br />

a los dueños de la «coca», mientras que yo no sabía un carajo de nada.<br />

Estaba claro que teníamos que seguir juntos en aquella aventura, y que<br />

además había pasado el momento de arrepentirse, en primer lugar<br />

porque ya nos habíamos gastado el dinero que nos habían adelantado,<br />

y en segundo porque los «narcos» no son tipos con los que uno puede<br />

estar cambiando de opinión como de calcetines.<br />

Lo único que quedaba por hacer era sentarse sobre aquellos cincuenta<br />

kilos de dinamita blanca y esperar a que vinieran a buscarnos, porque<br />

seguíamos sin tener la más puñetera idea de qué sistema pensaban<br />

emplear para hacernos llegar a Norteamérica.<br />

Por fin, una noche, a poco de oscurecer se presentó un negro flaco, y<br />

aunque en un principio se resistió a la idea de que fuéramos tres, pues<br />

sólo le habían hablado de dos, acabó por aceptar, ya que por lo visto no


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 146<br />

había tiempo de hacer consultas a más altas instancias, y él no era en<br />

definitiva más que un guía.<br />

Lo único que hizo fue comprar por el camino la hamaca más fuerte que<br />

pudo encontrar y algo más de agua y comida.<br />

Sobre las doce de la noche nos condujo a uno de los muchos<br />

malecones que se alzan a todo lo largo de la avenida Sancho limeño,<br />

para embarcar en una pequeña lancha cuyo trucado motor apenas era<br />

un susurro.<br />

Cruzamos la bahía muy cerca de la isla de Terra Bomba, para enfilar<br />

luego hacia la terminal petrolera frente a la cual se encontraban<br />

anclados cuatro buques inmensos.<br />

Estaban iluminados, pero sus cubiertas se encontraban tan altas y<br />

nosotros éramos tan pequeños, que hubiera resultado casi imposible<br />

que nos vieran. Por último, nuestro guía detuvo el motor y remó en<br />

silencio hasta amarrar un cabo al timón del que parecía ser el mayor de<br />

los navíos.<br />

No le exagero al afirmar que sólo el timón en sí era como cinco veces la<br />

lancha, y que sobre nuestras cabezas el petrolero parecía más alto que<br />

un edificio de diez pisos.<br />

Impresionaba.<br />

Se suponía que yo era el fuerte de los tres y, le juro que me sentía<br />

acojonado, así que imagínese cómo se encontrarían Luna y Román que<br />

eran los débiles.<br />

El Marrón ni siquiera abría la boca. Ella temblaba.<br />

Saberse bajo la popa de un monstruo de acero más largo que un<br />

estadio, de noche y sin saber nadar, no es plato de gusto, puede<br />

creerme, y por un instante estuve a punto de renunciar ahí mismo y<br />

pedirle al flaco que diera media vuelta.<br />

Pero no me dejó mucho tiempo para hacerlo, pues de improviso se<br />

encaramó al enorme timón y trepó como un mono para desaparecer en<br />

una oscura cavidad que se encontraba encima.<br />

Sólo entonces encendió una linterna e iluminó aquella especie de<br />

bóveda que se alzaba a poco más de dos metros sobre el nivel del mar,<br />

y cuya parte más alta estaría a unos siete.<br />

Tres vigas de hierro lo cruzaban casi arriba del todo, y sentándose en<br />

ellas nos lanzó una cuerda con la que fue izando las maletas y todo<br />

cuando llevábamos.<br />

¡No podíamos creérnoslo! Aquél era nuestro «Medio de Transporte»,


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 147<br />

¿se imagina? Subimos tras él tratando de convencerle de que era la<br />

mayor locura de que nadie tuviera memoria, pero se limitó a responder<br />

que él únicamente cumplía órdenes.<br />

Afirmé que no iríamos.<br />

—Tú verás —señaló—. Pero el que vuelva a tierra puede darse por<br />

muerto. Esos «coño-e-madre» no juegan.<br />

El rostro de Román, más blanco que la mismísima «coca» me obligó a<br />

comprender que aquel negro pendejo tenía razón, y que habíamos<br />

sobrepasado el punto de retorno.<br />

—Llévatela por lo menos a ella —supliqué.<br />

—Por mí no hay problema —replicó con una calma que me puso aún<br />

más nervioso—. Pero no me hago responsable. Conoce el truco y el<br />

barco, y no creo que les guste.<br />

No hacía falta ser muy listo para admitir que hablaba en serio. Si un<br />

grupo de «narcos» habían descubierto un sistema aún no detectado de<br />

exportar su «mercancía», no parecía lógico que estuvieran dispuestos a<br />

permitir que alguien que lo conocía sin estar implicado andará suelto.<br />

Son asesinos, señor, puede creerme. Tipos como los que a mí me<br />

pagaban por dar de baja a alguien por menos de la centésima parte de<br />

la plata que se movía en aquel negocio.<br />

En caso de regresar a tierra, probablemente al día siguiente un camión<br />

hubiese pasado por encima de María Luna, y su humilde puestecillo<br />

convirtiéndola en «macedonia» de frutas.<br />

Cartagena es una ciudad tranquila hasta que llegan esos «narcos» que<br />

conocen la forma de corromperlo todo.<br />

El guía, del que nunca supe el nombre, puede creerme, señaló poco<br />

después que si nos instalábamos bien haríamos un cómodo viaje en el<br />

que de lo único que tendríamos que preocuparnos era de permanecer<br />

atados y salir sin que nos vieran.<br />

Para ello contábamos con una balsa neumática que se hinchaba por<br />

medio de una bomba, y que estaba provista de una larga cuerda y un<br />

par de remos. Una vez en Norteamérica bastaría con esperar la noche,<br />

cargar en la balsa la cocaína y bogar hasta tierra.<br />

—¡No hay problema! —concluyó enseñando unos enormes dientes muy<br />

blancos—. ¡Ningún problema! ¡Hijo de puta! Para él no había problema<br />

porque media hora después estaría trajinándose una botella de ron y<br />

una mulata, mientras nosotros teníamos que encaramarnos a las vigas<br />

como monos de feria o gallinas asustadas.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 148<br />

Insistí para que se llevara a Luna sin decírselo a nadie, pero se negó en<br />

redondo alegando que se jugaba el pescuezo, pues ocultarle algo a los<br />

«patrones» era como tratar de ocultárselo a un dios omnipotente.<br />

Le juro que si hubiese tenido la pistola a mano le hubiese pegado un<br />

tiro, pero la había guardado en el fondo del macuto, y no creo que me<br />

hubiera dado ocasión de rebuscar en él hasta encontrarla.<br />

Y al fin y al cabo, debía reconocer que en cierto modo se estaba<br />

comportando honradamente.<br />

Luna no había dicho una palabra. Su hermoso color de piel, entre de<br />

negra y «china» tendía ahora al aceitunado, y sus vivaces ojos parecían<br />

muchísimo más grandes, pero se diría que aceptaba que era ella quien<br />

había insistido en meterse en la trampa, y tenía demasiados cojones<br />

como para ponerse a llorar o dar gritos histéricos.<br />

Los mulatos suelen ser fatalistas, señor. Tienen que serlo a juro, o dejar<br />

de ser mulatos.<br />

Román Morales era blanco y serrano y no parecía aceptarlo con idéntica<br />

parsimonia.<br />

Le había observado tantas veces mientras perdía hasta su último<br />

céntimo en la ruleta con el aire de un gran señor que no presta atención<br />

a las monedas que le sobran, que su actitud de aquellos momentos me<br />

preocupó, puesto que daba la impresión de estar a punto de sufrir un<br />

nuevo ataque.<br />

Él siempre bromeaba diciendo que el corazón le falló por el hecho de no<br />

haberle fallado definitivamente en el momento oportuno, pero créame si<br />

le digo, señor, que en aquellos instantes parecía a punto de saltarle en<br />

pedazos.<br />

En ello estaba, inquieto tanto por Luna y su silencio como por mi amigo<br />

y su actitud, cuando de pronto advertí cómo el negro se mandaba mudar<br />

sin despedirse, pues tras saltar a la parte alta del timón, brincó a la<br />

lancha y se perdió en la noche.<br />

¡Qué repeluz, carajo! Era como si pudiera alargar la mano y hundir los<br />

dedos en el espeso miedo que llenaba de pronto aquella bóveda de<br />

hierro, pues con la desaparición del flaco nos quedamos como clavados<br />

en lo alto de las vigas, aterrados y negándonos a aceptar lo que ocurría.<br />

Nos observamos a la luz de la linterna que el negro había colgado de tal<br />

forma que quedaba por debajo de nosotros, y le aseguro que<br />

parecíamos murciélagos encaramados en la parte más oscura de una<br />

caverna, aunque incapaces de echar a volar o de hacer tan siquiera un<br />

movimiento.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 149<br />

Mi primer impulso fue hinchar aquella jodida balsa y largarnos de allí.<br />

Por mucho miedo que impusieran los «narcos» aquella especie de<br />

panteón de hierro lo superaba, y por Dios que no estaba dispuesto a<br />

atravesar el mar colgando de una viga.<br />

Prefería enfrentarme a diez «sicarios» en tierra firme, que quedarme un<br />

minuto más entre el mar y el hierro; sin apenas espacio para que entrara<br />

libremente el aire, y sin saber qué demonios iba a ocurrir cuando aquel<br />

monstruo comenzara a ponerse en movimiento.<br />

Pero no era cosa fácil, téngalo por seguro.<br />

Inflar una lancha neumática de tres metros de largo sin más ayuda que<br />

una jodida bomba que continuamente se soltaba, haciendo equilibrios<br />

sobre una viga y casi en tinieblas, es el trabajo más hijo de puta al que<br />

me haya enfrentado nunca, y aunque tanto Luna como Román<br />

intentaron echarme una mano a riesgo de caerse, al cabo de una hora<br />

tuvimos que renunciar confiando en que, con la luz del nuevo día, las<br />

cosas fueran más fáciles.<br />

Colgamos las hamacas casi en el vacío, y agotados por el esfuerzo y la<br />

tensión, tratamos de descansar un par de horas.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 150<br />

¿Se ha despertado alguna vez con la impresión de que un inmenso<br />

animal le devoraba? Confío por su bien en que no sea así, porque la<br />

sensación es algo más que angustiosa.<br />

Imagínese lo que puede ocurrir si en el momento de despertar sudando<br />

frío, descubre con amargura que el sueño se ha convertido en realidad.<br />

Eso fue lo que pasó.<br />

Ya era de día y una luz verdosa le daba a todo un aspecto harto curioso,<br />

pero cuando miré hacia abajo por Dios que casi me caigo de la hamaca.<br />

¡El agua había subido! ¡Cielo Santo! El agua había subido más de dos<br />

metros y ya no había salida! Estábamos completamente atrapados y ni<br />

siquiera la balsa servía para escapar de allí, porque ahora la bóveda se<br />

había transformado en una trampa herméticamente cerrada.<br />

¡No diga tonterías! ¿Cómo iba a ser la marea? Si sube la marea, el<br />

barco sube con ella.<br />

Fue el aterrorizado Román quien encontró la respuesta cuando al cabo<br />

de casi diez minutos consiguió balbucear unas palabras. No era el agua<br />

la que había subido; era el petrolero, el que había bajado.<br />

Durante aquellas horas los inmensos tanques se habían ido llenando, y<br />

al cargarse, la línea de flotación había ido descendiendo más y más,<br />

hasta alcanzar la entrada de la «cueva».<br />

Sin duda el negro lo sabía. Sabía perfectamente lo que iba a ocurrir y<br />

por eso nos llevó allí con el barco vacío para desaparecer en un<br />

santiamén al empezar la carga.<br />

¿Pero cuánto podía cargar aquel maldito barco? ¿Cuánto, señor, tiene<br />

usted alguna idea? Cuando María Luna se despertó, comenzó a gritar<br />

histérica, y si no la agarro por el cuello amenazando con estrangularla si<br />

no se calmaba, ahí mismo se hubiera lanzado al agua.<br />

No era para menos, señor, téngalo por seguro. Yo mismo estaba<br />

deseando hacerlo. Me hubiera hundido como un plomo, pero cualquier<br />

cosa se me antojaba mejor que continuar allá arriba, a la espera de que<br />

el nivel del agua continuara ascendiendo hasta cubrirnos.<br />

Y Román Morales también, supongo.<br />

Y usted si hubiera estado allí.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 151<br />

¿Sabe nadar? ¿E incluso «margullar» para salir por debajo del agua?<br />

¡Tipo listo, oiga, pero allí me hubiera gustado verle! Me hubiera gustado<br />

ver cómo se las arreglaba para lanzarse al agua, bucear bajo el casco,<br />

salir a una bahía en que dicen que suele haber tiburones, y nadar yo<br />

qué sé cuánto hasta la costa.<br />

Si lo hubiera conseguido es que es usted primo de Rambo.<br />

Yo soy de Bogotá, como Román Morales, y en el río en que me bañaba<br />

el agua apenas me mojaba la tripa.<br />

Luna había nacido en Cartagena y se pasaba el día en la playa, pero<br />

aunque sabía nadar, en cuanto el agua le llegaba a la nariz salía<br />

echando leches.<br />

Aquel mar me parecía por tanto más infranqueable que las propias<br />

planchas de hierro de la bóveda.<br />

Me resulta difícil hablar de cuanto ocurrió aquel día, créame.<br />

Necesitaría ser más listo para expresar el terror que sentíamos.<br />

Y saber más palabras.<br />

Saberlas o inventarlas y que usted consiguiera entenderlas, porque le<br />

juro, amigo, ¿puedo llamarle amigo?, que no se han inventado palabras<br />

que sirvan para describir cuanto allí sucedió.<br />

El agua seguía subiendo.<br />

Y estaba claro que aquel lugar era absolutamente hermético.<br />

Comprendí que si no nos ahogábamos, moriríamos asfixiados en cuanto<br />

se nos agotara el aire.<br />

¿Qué le parece? Déjeme pensar. Déjeme cerrar un rato los ojos y volver<br />

a aquel día, aunque le juro que malditas las ganas que tengo de<br />

recordarlo.<br />

¡Me viene tantas veces a la cabeza cuando duermo! ¡Lo vivo tanto en<br />

sueños, que incluso hablar de ello me hace daño! ¡Espere! Luna dejó de<br />

gritar y Morales lloraba.<br />

Luna empezó a llorar también, y si yo lo hice o no, no lo recuerdo, pero<br />

si alguien afirma que lo hice, estoy dispuesto a creerlo.<br />

Ya le conté que jamás lloré de niño, ¿no es cierto? Pues puede que<br />

fuera allí donde dejara escapar mi primera lágrima, y no por miedo a<br />

morir, morir es fácil, sino porque al contemplar el rostro de la mujer que<br />

amaba, tomé conciencia que había perdido su risa para siempre.<br />

Y la risa de María Luna valía más que una vida.<br />

Más que la mía desde luego.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 152<br />

¡Amigo! Me suena bien llamarle amigo. Más que señor, que empezaba a<br />

fastidiarme, y si después de oír con tantísima paciencia todo lo que le<br />

cuento no es aún mi amigo, no sé quién coño podría serlo ya en este<br />

mundo.<br />

Tal vez lloré aquel día, en aquel momento o quizás un poco más tarde,<br />

no lo tengo muy claro, pero lo que sí sé es que garganta abajo me corría<br />

un reguero de lágrimas tan ácidas que se me enronqueció la voz para<br />

los restos.<br />

¡Qué luz había, tan verde y tan helada! Bajo nosotros brillaba una<br />

esmeralda más grande que esta estancia, que subía y subía como un<br />

monstruo de cine buscando devorarnos.<br />

El miedo se hizo pánico.<br />

Luego aparecieron de pronto unos pececillos, quizá de este tamaño,<br />

diminutos, pero créame si le digo que su sola presencia me calmó de<br />

inmediato, pues me hicieron llegar a la conclusión que aquella mancha<br />

verde no era un monstruo, sino tan sólo el mar, que no podía continuar<br />

subiendo.<br />

Comprendí entonces que quien nos metió allí sabía lo que hacía, y al<br />

encerrarnos en semejante gruta de hierro, no obraba a ciegas, puesto<br />

que encerró también cincuenta kilos de «coca» y estará de acuerdo<br />

conmigo en que eso es algo que nadie está dispuesto a perder<br />

alegremente.<br />

Por lo que el negro comentó, deduje que no debía ser la primera vez<br />

que alguien hacía aquel viaje, lo cual quería decir que el sistema<br />

funcionaba.<br />

Y si otros habían logrado sobrevivir, yo también lo conseguiría, porque al<br />

fin y al cabo era un «gamín» que había pasado dos años en las cloacas,<br />

veinte en las calles de Bogotá, y seis meses en el penal de Lurigancho.<br />

Créame si le digo que aquellos peces me salvaron.<br />

Me devolvieron a la realidad, y la realidad, por muy dura que fuera, era<br />

algo a lo que estaba acostumbrado a hacerle frente.<br />

Recuperé la calma.<br />

El agua se estabilizó a poco más de dos cuartas por encima del borde, y<br />

me esforcé por tranquilizar a los otros obligándoles a entender, que<br />

estábamos seguros. Lo único que teníamos que hacer era seguir las<br />

instrucciones del negro y afianzarlo todo, atándonos de modo que no<br />

pudiéramos caer al mar. El resto era cuestión de tiempo.<br />

Teníamos agua, comida, mantas, hamacas y dos botellas de ron.<br />

Nuestro único problema era vencer el miedo.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 153<br />

Parecieron aceptarlo. María Luna dejó de llorar y Morales de temblar<br />

como si tuviera las fiebres y durante más de media hora llegué a<br />

imaginar que habíamos superado la crisis.<br />

Luego empezó lo malo.<br />

¡No se asombre! ¡Lo «malo»!, y si llega a escribir esto, más vale que lo<br />

escriba con mayúscula.<br />

Primero se escuchó un rumor lejano, como si el vientre de aquella<br />

inmensa ballena de metal comenzara a moverse, luego un chirriar de<br />

cadenas al rozar contra el casco, y por fin el infierno.<br />

Un ruido ensordecedor, como si un millón de herreros locos te<br />

martillaran la cabeza, y, de improviso, justo bajo nosotros, la enorme<br />

hélice comenzó a girar cada vez más aprisa, y al hacerlo agitaba con<br />

tanta violencia el agua que iba a rebotar contra las paredes de la gran<br />

cavidad lanzándola hacia arriba y salpicándonos.<br />

Entendí entonces que aquel extraño lugar debía estar pensado<br />

precisamente para eso; al no quedar la hélice en la parte de atrás, sino<br />

un poco por debajo del casco, el agua debía necesitar un espacio libre<br />

hacia el que escapar, y ahí era donde nos habían escondido.<br />

Si tiene una explicación mejor, me gustaría saberla. De barcos no<br />

entiendo, y le aseguro que aquélla fue la primera y la última vez que<br />

puse el pie en uno de ellos.<br />

Cuando a los diez minutos le hélice cogió velocidad, me oriné en los<br />

pantalones.<br />

Creo que usted se hubiera cagado.<br />

Estábamos colgados sobre la más increíble trituradora de carne que<br />

nadie hubiera podido imaginar, con la cabeza a punto de reventar por<br />

culpa de un estruendo como resultaría imposible describir, y recibiendo<br />

continuas duchas que amenazaban con ahogarnos.<br />

¡Demasiado! Demasiado incluso para mí que creía poder soportarlo<br />

todo.<br />

¡Malditos! ¡Malditos hijos de puta capaces de hacer pasar a un ser<br />

humano por semejante espanto, con tal de llevar su mierda a<br />

Norteamérica! Creo que fue en aquellos momentos cuando juré por<br />

primera vez que, si salía con vida de allí los mataría, y usted sabe muy<br />

bien que yo he matado por muchísimo menos.<br />

Y es que quienquiera que fuese el responsable de que nos<br />

encontrásemos en aquella situación, merecía algo más que la muerte,<br />

puesto que lo que nos estaba obligando a sufrir era mucho peor que<br />

matarnos.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 154<br />

Era una interminable agonía de terror, tanto más insoportable cuanto<br />

que el estruendo hacía estallar la cabeza, por lo que ni siquiera podías<br />

tornar plena conciencia de dónde te encontrabas y qué era lo que en<br />

verdad estaba sucediendo.<br />

Mucho tiempo después, me resulta imposible decir cuánto, el nivel del<br />

agua comenzó a subir y a bajar dependiendo del oleaje exterior, de<br />

forma tal que a veces descendía al punto de permitir la entrada de una<br />

bocanada de aire, y otras subía hasta casi alcanzar las vigas en que<br />

estábamos encaramados.<br />

Cada golpe de mar podía ser el último, ya que una ola mayor de lo<br />

normal en el Caribe nos hubiera alzado en vilo estampándonos los<br />

sesos contra el techo de hierro.<br />

Pero yo no tenía la más mínima idea de qué altura podía alcanzar una<br />

ola en el Caribe.<br />

Ni ocasión de pensar en ello.<br />

Pensar resultaba por completo imposible. Nadie puede pensar cuando<br />

está sentado sobre la hélice de un petrolero lanzado a toda máquina.<br />

Luego llegó la noche.<br />

¡Permítame olvidarla! Sea bueno conmigo, y no me martirice pidiendo<br />

que le cuente cómo fue aquella noche.<br />

Ni siquiera yo puedo decírselo.<br />

Ni yo, ni creo que jamás pueda saberlo nadie.<br />

En algún momento de esa noche, ignoro cuál, Román Morales se dejó<br />

vencer por el terror, y el corazón le hizo por fin aquel favor que con tanta<br />

insistencia le pedía.<br />

Se quedó frito.<br />

Amaneció ya cadáver, y aunque no entiendo de eso, comprendí que el<br />

miedo le había matado y que quizás en el fondo de su alma era lo que<br />

desde el primer momento había estado deseando.<br />

No. No lo toqué.<br />

Lo dejé allí colgando, pues tirarlo hubiera significado que aquella<br />

mostruosa hélice lo convirtiera de inmediato en picadillo para peces, y<br />

no me pareció que fuese el fin que un hombre como él se merecía.<br />

Quizá siga aún allí. No es una tumba peor que cualquier otra; el mayor<br />

panteón que nadie haya tenido; un gigantesco petrolero que le lleva a<br />

recorrer todos los océanos del mundo.<br />

¿Macabro? Ya le advertí que era mucho mejor no seguir contándole mi


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 155<br />

historia, pero usted insistió y no pienso evitarle tragos amargos. Así ha<br />

sido mi vida, mal que me pese, y si se le antoja «macabro» el hecho de<br />

haber dejado el cadáver de un hombre colgando de la popa de un barco,<br />

trate de imaginar lo que fue para mí que tuve que pasar a su lado todo el<br />

resto del viaje.<br />

Cuatro o cinco días, no lo tengo muy claro.<br />

Tal vez una semana.<br />

Una eternidad para ser más precisos.<br />

El tiempo es lo que mejor pueden medir los relojes, pero lo más<br />

cambiante que existe para el hombre.<br />

Mis días de felicidad fueron segundos.<br />

La estancia en Cartagena, disfrutando del sol y la risa de Luna se<br />

convirtió a la larga en algo tan efímero que a veces dudo que en verdad<br />

ocurriera.<br />

Sin embargo, aquella travesía aún no ha terminado, pues rara es la<br />

noche en que no me despierto escuchando el estruendo de las<br />

máquinas, convencido de que una gigantesca trituradora gira bajo mi<br />

cama.<br />

Luna se había convertido en un ovillo que apenas se movía. Acurrucada<br />

en su hamaca, cubriéndose los oídos con las manos, parecía una<br />

criatura que hubiera decidido regresar al vientre de su madre, y a<br />

menudo me asalta la impresión de que ni tan siquiera respiró hasta que<br />

el barco se detuvo.<br />

El silencio me hizo daño.<br />

Era como si el mundo hubiera dejado de girar, al igual que la hélice, y un<br />

agua tan transparente y quieta que permitía ver las rocas del fondo,<br />

sustituyó a los pocos instantes a la rugiente espuma.<br />

Creí que me había muerto.<br />

Se lo juro. Por más de diez minutos me asaltó la sensación de que al fin<br />

todo había concluido, y había entrado en ese largo túnel de paz que<br />

dicen que está esperando a los difuntos.<br />

Luego debió empezar la descarga, el nivel del agua comenzó a<br />

descender, y en cuanto dejó apenas medio metro de espacio, salté a la<br />

parte alta del timón y eché un vistazo.<br />

No podía distinguir mucho, pero tuve la impresión de que estábamos<br />

anclados junto a una especie de torre a la que el barco se encontraba<br />

unido por mangueras, a poco más de un kilómetro de una playa en la<br />

que de tanto en tanto se distinguía alguna casa. Luego, más atrás,


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 156<br />

bastante lejos, se alzaban enormes edificios de relucientes cristaleras.<br />

Aquello tenía que ser Norteamérica.<br />

Subí a decírselo a Luna, y ni siquiera me escuchó.<br />

Le grité, la agité, la zarandeé e incluso la abofeteé, pero continuó en la<br />

misma posición sin reaccionar ante nada, y aunque tenía los ojos muy<br />

abiertos y me miraba, estoy seguro de que no me veía, como si le<br />

hubieran colocado una pared delante.<br />

¡Ahí sí que lloré! Lloré durante más de media hora.<br />

Al verla así, convertida en una «cosa»; una especie de planta, o un<br />

enorme feto que se negase a abandonar el vientre de su madre, tuve la<br />

absoluta seguridad de que había perdido al único ser que me había<br />

hecho feliz en este mundo.<br />

¿Qué me importaba llorar si ya era un hombre, y me encontraba ante el<br />

cadáver de un amigo y lo poco que quedaba de la mujer que amaba?<br />

¿Frente a quién tenía ya que presumir de hombría? Durante horas me<br />

quedé allí, observándola y contándome mi propia historia tal como ahora<br />

se la cuento, y no encontré nada en ella que ameritase el esfuerzo de<br />

continuar viviendo.<br />

Aunque quizá sí. Quizá sólo una cosa: el odio. El odio o tal vez sería<br />

mejor decir el ansia de venganza, porque había llegado a un punto en<br />

que la bilis se me escapaba a borbotones, y me creerá si le digo que si<br />

en aquel instante el mismísimo Dios se me hubiese aparecido, lo más<br />

probable es que le hubiese pegado cuatro tiros.<br />

Estará de acuerdo conmigo en que me habían llevado a un extremo al<br />

que no se debe hacer llegar a un ser humano.<br />

Me habían empujado más allá de todo lo soportable.<br />

Y alguien pagaría por ello.<br />

Lo juré ante Román Morales y ante Luna, y lo hice convencido que<br />

llevaría a buen fin tal juramento.<br />

Una hora después, ya más tranquilo, aproveché lo que quedaba de luz<br />

para hinchar la balsa que dejé colgando de las vigas, y cuando cayó la<br />

noche la boté al agua y cargué en ella las dos maletas y a María Luna.<br />

¿Sabe usted remar? Yo no, y no se imagina qué cosa tan ridícula puede<br />

llegar a ser pretender aproximarse a unas luces que tienes casi al<br />

alcance de la mano, y no conseguir más que dar vueltas como un tonto,<br />

incapaz de hacer avanzar un metro aquella lancha.<br />

Y en aquella lancha iban la mujer que amaba y millón y medio de<br />

dólares en drogas.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 157<br />

¿Curiosa situación, no le parece? No sabía dónde estaba ni hacia dónde<br />

me dirigía; el ruido me había ensordecido al punto de no ser capaz de<br />

oír ni una sirena que hubiese resonado a cinco metros, y por si fuera<br />

poco perdí uno de los remos.<br />

Aunque en el fondo fue la mejor solución, pues desistí en mis inútiles<br />

intentos de bogar, y opté por tumbarme en proa y empujar con las<br />

manos hacia una luz cercana.<br />

No se ría si le digo que empleé casi toda la noche en recorrer poco más<br />

de un kilómetro, y es que únicamente a punto ya de amanecer conseguí<br />

a duras penas poner el pie en tierra muy lejos del lugar que me había<br />

propuesto. Fui a parar donde el mar quiso llevarme.<br />

Por suerte no había nadie, y pude esconder las maletas, la balsa e<br />

incluso a Luna entre la maleza.<br />

Continuaba sin reaccionar.<br />

Si por algún momento mantuve la esperanza de que al verse lejos del<br />

barco y bajo la luz del sol las cosas cambiarían, pronto me desilusioné,<br />

pues continuaba tan inmóvil como si la hubiesen congelado y nada en<br />

este mundo fuera capaz de calentarla.<br />

Yo no sabía qué hacer.<br />

Lo entiende, ¿verdad? Me encontraba a la orilla de una inmensa bahía,<br />

con una ciudad al fondo, un grupo de barcos anclados a lo lejos, y una<br />

ancha autopista que pasaba a mis espaldas, y por la que circulaban<br />

modernos automóviles y enormes camiones.<br />

Había visto suficientes películas como para llegar a la conclusión de que<br />

me encontraba en algún lugar de Norteamérica.<br />

Pero yo no hablaba una sola palabra de su jodido idioma, no tenía un<br />

dólar, ni más datos de utilidad que un larguísimo número de teléfono al<br />

que debía llamar cuando hubiera puesto a salvo la «mercancía».<br />

Tenía, eso sí, cincuenta kilos de «coca» y una mujer muy enferma.<br />

A mí no se me ocurren fácilmente las ideas, no soy de ésos, y el hecho<br />

de haber cometido tantísimos errores en la vida me ha hecho harto<br />

prudente a la hora de tomar decisiones, ya que no puedo evitar que me<br />

asalte de continuo la sensación de que voy a volver a equivocarme.<br />

Intenté por última vez hacer reaccionar a María Luna, pero tuve la<br />

impresión de que se había quedado idiotizada, por lo que decidí que lo<br />

mejor que podía hacer era llevarla a un hospital donde la cuidaran como<br />

yo no sabía.<br />

Me fijé muy bien en el lugar en que me encontraba, esforzándome por


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 158<br />

visualizar todos los puntos de referencia, y enterré las maletas al pie de<br />

un árbol de flores muy rojas que se levantaba entre dos altísimas<br />

palmeras.<br />

Luego, en cuanto oscureció, y sabiendo como sabía que me encontraba<br />

tan debilitado que no podría cargar por mucho tiempo ni tan siquiera a<br />

alguien que pesaba tan poco, metí a Luna en la balsa, la arrastré hasta<br />

el mar y tirando de ella por medio de una cuerda avancé por la playa con<br />

el agua a media pierna.<br />

Tan poca cosa, y significaba no obstante un esfuerzo que conseguía<br />

agotarme.<br />

Tuve que detenerme a descansar cinco veces, pero al fin llegué a una<br />

especie de embarcadero en el que un viejo negro se dedicaba a lavar<br />

veleros con ayuda de una esponja y una manguera.<br />

Varé la balsa a corta distancia, me aproximé en silencio y el tipo se llevó<br />

un susto de muerte, porque mi aspecto debía ser acojonante, sucio, sin<br />

afeitar y con un pistolón a la vista.<br />

¡Hablaba mi idioma, se imagina! Estaba en Norteamérica, pero aquel<br />

bendito negro era dominicano y me entendió en el acto.<br />

Le expliqué que había una mujer enferma en la balsa, le rogué que<br />

intentara ayudarla, y que, por favor, me diera oportunidad de llegar a la<br />

ciudad antes de que la Policía me alcanzara.<br />

—De acuerdo, hermano —dijo—. Pero si apareces con esa pinta no<br />

duras ni diez minutos en la calle.<br />

Me proporcionó un lugar donde asearme, me regaló un viejo mono de<br />

faena, e incluso me prestó dos dólares para que pudiera comer algo.<br />

—Yo sé lo que es llegar ilegalmente a este país —concluyó—. Me<br />

ocuparé de que atiendan a la mujer, y si quieres saber noticias de ella,<br />

pregunta por mí en este número. Me llamo Augusto.<br />

Aún queda gente así en el mundo.<br />

Y alguien así era lo que yo más estaba necesitando. Nunca olvidé lo que<br />

hizo por mí, y hoy en día se le puede considerar ya un hombre rico.<br />

Me despedí de Luna que seguía sin oírme y cuando al fin me alejé de<br />

allí camino de la ciudad que brillaba en la distancia, abrigué la absoluta<br />

seguridad de que jamás volvería a verla.<br />

Y así fue.<br />

Jamás volví a sentirla reír, ni a acariciar su tersa piel entre de negra y<br />

«china».


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 159<br />

Desde que dejé a María Luna convertida en un vegetal, ¡a ella que era la<br />

criatura más vital y alegre que ha existido!, confiándosela a un<br />

desconocido en un país extraño, no he podido descansar en paz ni una<br />

sola noche, y si se trata de eso que llaman «remordimientos de<br />

conciencia», le juro que me remuerde más por ella, que por las dos<br />

docenas de muertos que cargo a mis espaldas.<br />

Y es que en cierto modo Luna está más muerta que los propios difuntos,<br />

pues los difuntos descansan y se olvidan, mientras que por lo que me<br />

han contado, mi mulata continúa en el hospital, mirando la pared y sin<br />

decir media palabra.<br />

El otro día le llamé «amigo» y no se molestó. ¿Le importa que le siga<br />

considerando amigo mío? En ese caso tendría que pedirle un favor muy,<br />

muy grande; un favor a cuenta quizá de la mucha saliva que he gastado<br />

en su libro.<br />

¿Por qué no va un día a verla? ¡Quizás a usted le escuche! Quizá si le<br />

cuenta al oído, muy despacio, lo mucho que estoy sufriendo por haberle<br />

causado tantísimo sufrimiento, decida perdonarme.<br />

Y hasta podría decirle que ni siquiera suplico su perdón. Me basta con<br />

que hable.<br />

Me basta con que viva. Me basta con que vuelva a reír aunque yo no<br />

pueda oírla.<br />

¡Me duele tanto! Aunque mejor olvídelo. No es justo que habiendo<br />

causado tanto daño, tan sólo me preocupe por el mal que pude hacerle<br />

a Luna.<br />

A veces me gustaría que fuese más hablador, o que tuviera el valor de<br />

involucrarse de alguna forma en esta historia, en lugar de parapetarse<br />

tras esa grabadora y limitarse a hacer preguntas o sonreír como sonríen<br />

los curas en los confesionarios.<br />

Su opinión me serviría de ayuda, aunque me planteé hace ya tiempo<br />

que jamás solicitaría ayuda de nadie.<br />

Déjelo como está y sigamos adelante. Lo que ha venido a escuchar es<br />

un relato cruel, no pendejadas.<br />

¿Conoce bien Miami? Yo no, se lo aseguro. Aún hoy me sigue


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 160<br />

pareciendo un lugar muy hermoso, pero absurdo; tan confuso, que a<br />

veces creo que ni siquiera los que han nacido y se han criado allí lo<br />

entienden por completo.<br />

Y es que más que las calles, los edificios o las plazas, son sus<br />

habitantes lo que le dan sentido a una ciudad, y en ese aspecto Miami<br />

carece de sentido.<br />

¿Quiénes son sus habitantes? ¿Los que nacieron allí; los cubanos<br />

exilados; los excéntricos millonarios; los viejos turistas retirados; los<br />

«narcotraficantes», o los miles de ilegales llegados de cualquier rincón<br />

de Sudamérica? Todos se consideran los auténticos dueños de Miami, y<br />

en el fondo creo que todos lo son y nadie lo es al propio tiempo.<br />

¡Qué lugar tan absurdo! ¡Y cuánto vicio! Yo tengo un buen olfato para el<br />

vicio, lo detecto en el acto, pues no en vano me crié con mocosos que a<br />

los nueve años se habían metido ya en el cuerpo más «basuco» o<br />

«marimba» que un cantante de rock a todo lo largo de su vida, y me<br />

bastó con sentarme en una plaza y observar a mi alrededor, para captar<br />

de inmediato quién me podía servir, y quién era en realidad un policía<br />

disfrazado.<br />

Los policías son iguales en todas partes por mucho inglés que hablen.<br />

Y los auténticos «yonquis» te miran igual hasta en Nigeria.<br />

Hay tal brillo de ansiedad en el fondo de los ojos de los adictos al<br />

«basuco» o al «crak», que ni el mismísimo Al Pacino, que es un actor<br />

que me entusiasma, conseguiría imitarlo.<br />

Suele ser gente que se considera rebelde y agresiva, pero que sabe<br />

muy bien que está vencida de antemano, porque un simple gramo de<br />

vicio les derrota, y como ya le dije no son dueños de sí mismos ni tan<br />

siquiera una hora del día, ya que su única felicidad se centra en estar<br />

«enganchados» a su mundo de sueños hasta estirar la pata.<br />

Me arrimé a uno de ellos, el más ansioso, y hablamos del «mercado».<br />

Me aclaró muchas cosas, pero de todas ellas, la que más me interesó<br />

fue el hecho de que allí, en aquella misma plaza, las dos maletas que<br />

escondía a la orilla del mar podían valer muy bien cuatro millones.<br />

¿Lo entiende ahora? La vida de Román Morales, la enfermedad de<br />

Luna, y todo lo que yo había sufrido para llegar hasta allí, valían dos<br />

millones y medio de dólares contantes.<br />

Ésa era la diferencia de precio entre cincuenta kilos de «coca» en<br />

Cartagena de Indias o en Miami.<br />

Y era una diferencia por la que según sus dueños, valía la pena<br />

arriesgar vidas ajenas.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 161<br />

Pero no habían tenido en cuenta que una de esas vidas era la mía.<br />

Y la de un pobre infeliz que no había hecho daño a nadie; y lo que es<br />

aún peor, la de una inocente vendedora de frutas, cuya fantástica risa<br />

valía mucho más que esa cifra.<br />

Llegué a un acuerdo con mi «amigo», y perdone que empleé esa misma<br />

palabra, porque lo cierto es que se me olvidó su nombre si es que<br />

alguna vez me lo dijo.<br />

Si me conseguía un buen comprador para dos kilos de «coca», se<br />

ganaría diez mil dólares.<br />

A poco pierde el culo.<br />

Se me quedó mirando con la boca entreabierta, como un lelo,<br />

calculando sin duda cuántas dosis podría conseguir con aquella<br />

astronómica cifra, me pidió que esperara, y media hora después me<br />

envió a un cubano relamido con cara de tener más padres que la<br />

Constitución Americana, que me espetó sin más preámbulos:<br />

—¿De dónde la has sacado?<br />

—Soy colombiano.<br />

¡Palabra Santa, oiga!, como la llave que abre todas las puertas, o como<br />

un conjuro mágico.<br />

El tipo, no era tonto, por algo era cubano, entendió mi posición, me miró<br />

de frente, y me largó trescientos dólares para que me comprara ropa,<br />

buscara un hotel, y me presentara al día siguiente con los dos kilos en<br />

unas señas determinadas.<br />

—Aquí mismo —le dije—. Trae tú la «pasta».<br />

Me observó fijamente y me creyó.<br />

Los negocios del vicio son así. Si estás en ello te basta con mirar a<br />

alguien a la cara y saber si habla en serio o está zumbado.<br />

Aquel cubano relamido, hijo de siete putas y que no hubiera dudado ni<br />

un minuto a la hora de cortarme en rodajas con un pedazo de lata, olió<br />

que yo olía a dinero aunque andará en la más negra «carraplana» y<br />

arriesgó trescientos dólares con la seguridad de ganar treinta mil.<br />

Me gasté ciento cincuenta en ropa y en comer, veinte en un maletín, y<br />

veinte en <strong>info</strong>rmación sobre un hotel en el que no hicieran preguntas<br />

tontas.<br />

Para no hacérselo largo le diré que fui a buscar los dos kilos de<br />

«mercancía», dejé el resto en el mismo lugar, y a la noche siguiente<br />

cerré el negocio con el jodido cubano sin el menor problema.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 162<br />

Le entregué al «yonqui» los diez mil prometidos y me esfumé en el acto.<br />

Vendí barato, pero pese a las rebajas, comisiones, y el dinero que le<br />

entregué al viejo Augusto para él y para que cuidaran bien a Luna, me<br />

quedaron limpios más de cincuenta billetes grandes, y eso incluso en<br />

Miami es un montón de plata, sobre todo cuando sabes que tienes<br />

cuarenta y ocho kilos de «coca» más enterrados en una playa.<br />

Conseguir documentación falsa en Miami es mil veces más rápido y<br />

barato que conseguirla auténtica, y los falsificadores son tan hábiles,<br />

que incluso los más expertos se las ven negras a la hora de distinguir un<br />

pasaporte bueno de uno de encargo.<br />

Para que lo entienda mejor, le aclararé que hay quien dice, y yo le creo,<br />

que casi la mitad del dinero que se mueve en Florida es dinero con más<br />

mierda que papel, y eso hace que abunde todo tipo de gente con buena<br />

nariz para esa clase de mierda.<br />

Es una ciudad corrupta, y pese a que la televisión nos la presente como<br />

de una corrupción llamativa y casi sofisticada, debe saber que aunque<br />

no tengan aún «gamines» que vivan en las cloacas, no anda lejano el<br />

día en que los hijos de los negros y de los inmigrantes ilegales acaben<br />

de igual modo.<br />

Jamás había visto rascacielos tan prodigiosos a menos de trescientos<br />

metros de un barrio en el que no puedes dar un paso sin que te<br />

atraquen.<br />

Me mudé a «Miami-Beach»; a un hotel discreto y elegante, con un<br />

pasaporte ecuatoriano en el que se aseguraba que era un comerciante<br />

natural de Vilcabamba, y aunque no tengo la más mínima idea de dónde<br />

queda eso, lo único que conseguí averiguar es que se trata de un pueblo<br />

de las montañas en el que la gente suele vivir más de cien años.<br />

Pues no lo sé. Una vez le pregunté a un viejito y me contestó que sólo<br />

había una forma de conseguirlo: habiendo nacido el siglo pasado.<br />

Pero en ese Vilcabamba parece ser que hay un montón de gente en<br />

tales circunstancias.<br />

El tipo que falsificó el pasaporte tenía sentido del humor, no cabe duda.<br />

De lo que tampoco cabe duda es de que, ni aun habiendo nacido en ese<br />

lugar, nadie tendría ocasión de llegar a centenario en Miami, aunque en<br />

invierno hay partes de la ciudad en las que te da la impresión que no<br />

queda una persona de menos de setenta.<br />

Ya no es, como dicen que era, el paraíso de los jubilados de clase<br />

media, pues a no ser que puedas comprarte una mansión y rodearla con<br />

una valla eléctrica, sufres tantos sobresaltos que más te valdría


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 163<br />

instalarte en la selva.<br />

Yo, la verdad, nunca llegué a entender muy bien cómo funciona aquella<br />

ciudad, ya se lo he dicho, en parte por culpa del idioma, aunque el<br />

español sea allí casi tan utilizado como el inglés, y en parte porque no<br />

puse el menor interés en su funcionamiento.<br />

Desde el primer momento tuve muy claro qué era lo único que me<br />

interesaba de Miami, y a ello dediqué todo mi esfuerzo.<br />

En cuanto me sentí seguro con mi nueva personalidad y mi discreto<br />

hotel, fui a una cabina y llamé a Ramiro para tranquilizarle sobre mi<br />

paradero, y tener noticias de cómo andaban las cosas por «El Sótano».<br />

Me maldijo el alma por haberle tenido tanto tiempo sin noticias, me<br />

preguntó por Luna, de la que ya le había hablado, y le entristeció saber<br />

que nuestra historia de amor había acabado, aunque no le conté nada<br />

de lo ocurrido, limitándome a decirle que nos habíamos separado.<br />

¡Pobre Ramiro! Imagino que por unos días debió hacerse la ilusión de<br />

que había encontrado una especie de Herminia que me obligaría a<br />

sentar la cabeza definitivamente.<br />

Supongo que sí. Supongo que si ella me hubiera aceptado lo habría<br />

hecho. ¡Cualquiera sabe! Son cosas en las que nunca he querido pensar<br />

pues lo más probable es que me hubiera vuelto irracionalmente<br />

agresivo, y tenía muy claro que para hacer lo que tenía que hacer, lo<br />

más importante era mantener la cabeza despejada.<br />

«Elucubrar», ¿se dice así?, es una jodida palabra que casi nunca me<br />

sale, sobre si las cosas pudieron haber sido de una forma o de otra<br />

nunca se me dio muy bien, pues para hacerlo se necesita imaginación y<br />

ya le he repetido hasta la saciedad que yo de eso tengo muy poco.<br />

Tal vez a estas alturas sería padre de un par de mulatitos, o me habría<br />

muerto de un ataque de risa.<br />

¡Cómo echo de menos aquella risa, amigo! ¡Cómo la necesito! Recuerdo<br />

una noche que en el momento más apasionado susurré en el colmo del<br />

éxtasis: «Me voy; me voy...» y la muy hija de perra me respondió en el<br />

acto: «Pues llévate el paraguas que está lloviendo.» Como<br />

comprenderá, ni me fui, ni me llevé el paraguas.<br />

Así era siempre.<br />

Y ahora apenas mueve los ojos cuando le hablan.<br />

No. Nunca quise volver a verla.<br />

Tiene todo lo que pueda necesitar hasta el fin de sus días, pero cuanto<br />

tenía que llorar ya lo he llorado.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 164<br />

¿Sabe una cosa, amigo? Creo que nunca fui a verla, porque un día<br />

descubrí que en el fondo era más la compasión que sentía por mí, que<br />

la que sentía por ella.<br />

Y es que a ella le falta la razón, pero a mí me falta ella.<br />

Supongo que cuando uno va al cementerio, a rezar ante la tumba de la<br />

persona amada, la sigue viendo tal como la viera en vida, y cuando le<br />

habla escucha sus respuestas haciéndose la ilusión de que le contesta<br />

desde un lugar muy lejano.<br />

Pero ir a un hospital a ver a María Luna convertida en un guiñapo, y<br />

comprender que de su boca no sale ya una palabra es algo muy<br />

diferente, y yo, que a tantos ayudé a convertirse en cadáveres sin tan<br />

siquiera un suspiro o un pestañeo, no me siento con fuerzas para<br />

enfrentarme a ese espectáculo.<br />

¡Pero dejemos eso! Lo que ahora importa es que, tras hablar con<br />

Ramiro y enterarme de cómo iban las cosas por Bogotá, hice una nueva<br />

llamada y cuando un tipo con acento antioqueño respondió secamente,<br />

le dije que era Román Morales, que acababa de llegar a Miami, y que<br />

tenía un regalo para «Eduardo».<br />

Escuché susurros, voces nerviosas y por fin otro tipo, éste «costeño», se<br />

puso y me preguntó por qué coño había tardado tanto.<br />

—La próxima vez vendré en «Avianca» —repliqué, pero no pareció verle<br />

la gracia.<br />

Querían su «mercancía» para esa misma noche, pero les hice ver que<br />

me había quedado solo y tenía que buscarla.<br />

—¿Dónde está el otro?<br />

—Se cayó al agua.<br />

—¿Y la negra?<br />

Luna no es negra, ya se lo he dicho. Es apenas mulata, pero aquel hijo<br />

de puta dijo «negra» como podía haber dicho «rata».<br />

A punto estuvo de hacerme perder la calma, y me costó un gran<br />

esfuerzo tranquilizarme y replicar que como no era mi «novia» había<br />

preferido «licenciarla».<br />

Silencio y más susurros. Estaban excitados. Contentos y excitados, y<br />

eran varios. Tres por lo menos, aunque más probablemente, cuatro.<br />

Cité a uno de ellos, ¡uno solo!, para la noche siguiente en una<br />

hamburguesería de la avenida Lincoln, no lejos de la playa, y les advertí<br />

que si no llevaba la plata que me debían podían despedirse de sus<br />

maletas.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 165<br />

Mi descripción ya la tenían; el conocido tarambana Román Morales, que<br />

antaño ocupaba páginas enteras en las revistas de la farándula<br />

colombiana vestido de marrón.<br />

¡Lógico! No tenían la más mínima idea de quién era yo, pero encontrar<br />

al auténtico Marrón Morales les iba a costar harto trabajo, téngalo por<br />

seguro.<br />

El que viniera a mi encuentro tenía que venir de traje oscuro y con el<br />

dinero en una bolsa roja.<br />

¿Y qué quiere que le diga? Así es como lo suelen hacer en las películas,<br />

y a esa clase de pendejos les encantan las películas de gángsters.<br />

A la hora indicada un tiparrón de «paltó» oscuro entró en la<br />

hamburguesería, pidió un refresco y se sentó, no lejos de la puerta con<br />

una bolsa roja bien a la vista.<br />

Yo llevaba ya más de una hora fuera y tengo la experiencia suficiente<br />

como para saber cuándo alguien llega solo a un lugar o tiene gente<br />

guardándole la espalda.<br />

Cuando me convencí de que no había nadie más, agarré una de las<br />

maletas y me dirigí directamente a él.<br />

Se la mostré agitándola para que comprendiera que estaba vacía.<br />

—Me envía un tal señor Morales —dije—. Me ha pedido que le diga que<br />

si esta maleta es suya y quiere recuperar lo que había dentro, no tiene<br />

más que seguirme. Y le advierto que yo no soy más que un «mandao».<br />

Como habrá podido comprobar, yo tengo verdaderamente cara de<br />

«mandao». Siempre fui de ese tipo de gente en la que nadie repara, y<br />

en ello no influye únicamente el hecho de que sea tan canijo, sino que<br />

es algo que flota a mi alrededor sin que pueda evitarlo.<br />

Y no me importa. No, en absoluto. Cuando se tiene un oficio como el<br />

mío, lo mejor que te puede ocurrir es que nadie sea nunca capaz de<br />

describirte.<br />

Aquel cretino cometió un error al preocuparse más de si la maleta era<br />

auténtica o no, de si era auténtico o no el que la llevaba.<br />

Debió influir el hecho de que era grande, fuerte y con pinta achulada; un<br />

hombretón seguro de sí mismo al que un escuchimizado como yo jamás<br />

impondría el más mínimo respeto.<br />

Me siguió sin problemas.<br />

No es que se lo tomara a la ligera, conviene que me entienda; es que<br />

mientras me seguía, iba más atento al peligro que pudiera llegarle de<br />

cualquier otra parte, que a mí mismo.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 166<br />

Cuando se quiso dar cuenta se encontró en el pasillo de un viejo edificio<br />

abandonado y con el cañón de un revólver en los morros.<br />

Fue entonces cuando tomó conciencia de que cuando quiero tengo<br />

verdadera facha de asesino.<br />

De auténtico «sicario».<br />

Le ahorraré detalles de mal gusto que sin duda herirían sus sentimientos<br />

y le harían cambiar, a peor, el concepto que tiene de mí, y que me<br />

imagino que debe ser bastante deleznable.<br />

Ya he admitido que fui atracador, asesino, y traficante, y admitiré sin<br />

empacho que también estoy capacitado para convertirme en un<br />

magnífico torturador, si es que me lo propongo.<br />

El tipo se llamaba Rudy Santana, y lo primero que me sorprendió fue<br />

que llevara doscientos mil dólares y un pasaporte encima.<br />

Era de Yuramál, pero no se trataba desde luego del antioqueño que se<br />

puso el primero al teléfono, y aunque aguantó el tirón más de tres horas,<br />

comenzó a venirse abajo cuando le conté que Román Morales se había<br />

quedado colgando en el petrolero, y que mi «novia» se había convertido<br />

en una piltrafa humana.<br />

Pero lo que le acabó de vencer fue comprender que yo había sido un<br />

«gamín» bogotano, que tenía más de veinte muertes encima, y que él<br />

sería el próximo por mucho que inventase.<br />

—Hay dos caminos —le dije—. El fácil y el difícil. El fácil es que me<br />

cuentes lo que quiero saber, y te apaño de un tiro. El difícil nos puede<br />

llevar tres días y las vas a pasar muy putas.<br />

Eligió el camino fácil.<br />

Tenga en cuenta que los que están en el vicio saben muy bien que viven<br />

expuestos a que cosas así les ocurran, puesto que si no ocurrieran,<br />

hasta el último imbécil se metería en un negocio que mueve tantísimo<br />

dinero.<br />

Si la ganancia es grande, grande es el riesgo, y hay que aceptarlo.<br />

Rudy Santana lo aceptó y debo reconocer en honor suyo que los tenía<br />

bien puestos.<br />

No creo que le importase gran cosa denunciar a sus compinches<br />

facilitándome de corrido toda la <strong>info</strong>rmación que le pedí. Por lo que pude<br />

colegir no debía sentir mayor simpatía por ninguno de ellos, y al parecer<br />

no le importaba gran cosa que se reunieran con él lo más pronto posible.<br />

Cumplí lo prometido y le di de baja de una forma limpia y discreta,<br />

dejándole oculto donde tardarían semanas en encontrarle.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 167<br />

Al día siguiente busqué un «yonqui» grandote y que se le parecía, y le<br />

invité a hacer un viaje a España con dos maletas llenas de ropa y veinte<br />

mil dólares, a condición de utilizar el pasaporte del difunto.<br />

Aceptó sin rechistar, le embarqué en el primer vuelo y media hora<br />

después volví a llamar al largo número de teléfono reclamando, molesto,<br />

la mitad del dinero prometido.<br />

¡La que se organizó! Me imaginé la cara de los tipos al otro lado del<br />

teléfono. Llevaban más de veinticuatro horas esperando el regreso del<br />

hombretón con las maletas, y ahora venía el tal Morales a reclamarles<br />

que se había largado con la «mercancía» y además le había dejado a<br />

deber dinero.<br />

Me tuvieron más de diez minutos esperando mientras discutían sobre la<br />

supuesta traición de su hombre de confianza.<br />

Yo disfrutaba.<br />

Por fin me pidieron que les llamara al día siguiente, pero fingí<br />

indignarme y protesté haciéndoles notar que como no recibiese mi parte<br />

en cuarenta y ocho horas la Policía tendría conocimiento del método que<br />

estaban usando para introducir droga en Miami.<br />

Me garantizaron que tendría la plata en su momento, pero puntualizando<br />

que si me iba de la lengua lo que tendría sería un balazo en la nuca.<br />

¿En la nuca de quién? ¿En la de Román Morales? Le juro que me lo<br />

pasaba en grande, pues de lo que estaba seguro es de que ni siquiera<br />

podían sospechar que estuviese actuando con tanto desparpajo y<br />

sangre fría.<br />

Tal como había previsto, no tardaron en comprobar que un tal Rudy<br />

Santana había volado el día anterior a España.<br />

Usted no lo entiende.<br />

Matar a alguien es fácil. Sobre todo cuando no tiene idea de quién<br />

quiere matarle ni por qué.<br />

Lo difícil es conseguir joderle la vida y cabrearle.<br />

Y estaban que se subían por las paredes.<br />

Habían perdido más de cuatro millones de dólares, yo les reclamaba<br />

cien mil más, un compinche les había traicionado, y corrían el riesgo de<br />

que me cansase de esperar y les jodíese el medio de transporte..., ¿qué<br />

le parece? Es un golpe muy duro para cualquier traficante.<br />

Incluso para los grandes, y aquéllos no lo eran, de eso ya estaba<br />

seguro, porque el difunto me había puesto al corriente de cómo<br />

funcionaban.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 168<br />

Al día siguiente les volví a dar el coñazo. ¿A quién hubiera creído usted<br />

en una situación semejante? ¿A quien se supone que se ha mandado<br />

mudar con cincuenta kilos de «coca» dejándole colgado, o al pobre<br />

«transportista» que exige que le paguen? Como era de suponer,<br />

pagaron.<br />

Siguiendo mis instrucciones enviaron a un negrito montado en una<br />

bicicleta que le entregó el paquete a otro negrito montado en otra<br />

bicicleta, y que tras meterse por varios vericuetos, me entregó el dinero<br />

y se fue con tres mil dólares, más contento que si se hubiera vuelto<br />

blanco.<br />

Fui lo suficientemente considerado como para volver a llamar dándoles<br />

las gracias y deseándoles éxito en la captura del tal Rudy Santana, pero<br />

rogándoles al propio tiempo que no volvieran a acordarse de mí para<br />

llevar a cabo un «transporte» semejante.<br />

¡Fue una gozada! Luego me dediqué a disfrutar del sol y las putas una<br />

larga temporada, conseguí un Banco que no hacía ningún tipo de<br />

preguntas sobre la procedencia del dinero, y un mes después puse a la<br />

venta, de cinco en cinco kilos, el resto de la «mercancía» que me<br />

quedaba.<br />

Envié un millón de dólares a la cuenta de «El Sótano», doscientos mil a<br />

la de Ramiro, y otros doscientos mil a la mía en el Banco de la<br />

República en Bogotá.<br />

Tal como me imaginaba, Ramiro se llevó la mayor alegría de su vida, no<br />

sólo por el dinero en sí, que sacaba al Refugio de problemas, sino sobre<br />

todo por el hecho de que recibir de improviso tal cantidad de plata le<br />

obligó a suponer que era Abigail quien lo enviaba, lo cual quería decir<br />

que estaba vivo.<br />

Cuando hablé con él daba saltos y jamás en mi vida le vi tan excitado.<br />

Seguía estudiando como un loco, y en dos años sería abogado.<br />

También pensaba casarse, porque la «cholita» estaba esperando un<br />

enano y no quería que fuese un «gamín» sin padre y abandonado.<br />

Usted ya debe saber que, en cierto modo, aquello que hiciese feliz a<br />

Ramiro me hacía feliz a mí, pues pese a que jamás se convierta en un<br />

abogado brillante —cosa que está por ver— ni Herminia sea el ideal de<br />

mujer que yo habría escogido para fundar un hogar, el simple hecho de<br />

saber que conseguía encarrilar su vida bastaba para satisfacerme.<br />

Había pasado mucho tiempo desde el día en que nos conocimos, y<br />

aunque nuestros destinos fuesen tan diferentes, recorrimos juntos un<br />

larguísimo trecho, nos debíamos mucho, y sabíamos a ciencia cierta que<br />

ninguno de los dos habría llegado jamás adonde estaba sin la ayuda del


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 169<br />

otro.<br />

Mi vida no ha sido buena, pero han sido dos, ¿entiende lo que le digo?<br />

Tal vez si me diera a elegir, no querría estar donde está ahora Ramiro,<br />

pues las cosas que a él le hacen feliz: los libros y la «cholita», a mí me<br />

harían profundamente desgraciado, pero sabiendo como sé que somos<br />

tan diferentes, me alegra que él tenga lo que quiso tener aunque yo lo<br />

rechace.<br />

Él siempre será Ramiro, y yo siempre seré el Chico. De padres<br />

diferentes y de diferentes madres, nunca fuimos hermanos, sino más<br />

bien como las dos ramas de un mismo árbol, aunque una sea un peral y<br />

la otra un manzano.<br />

Ramiro y Abigail le dieron sentido a una vida que de otro modo hubiera<br />

estado totalmente carente de sentido.<br />

Ahora usted es mi tercer amigo.<br />

Y creo que lo es porque me entiende. El bien y el mal que sé que llevo<br />

dentro, ni yo mismo consigo la mayor parte de las veces diferenciarlos,<br />

pero usted, que escribe libros y debe ser por tanto un hombre<br />

inteligente, habrá podido analizar mejor que yo dónde empieza esa línea<br />

y dónde acaba.<br />

Le agradezco la forma en que me ha escuchado, sin demostrar rechazo,<br />

aunque comprendo que muchas de mis cosas tienen que repugnar a<br />

quien ha nacido y se ha criado en un ambiente tan distinto.<br />

Le confieso que el otro día empecé uno de sus libros, pero le ruego que<br />

me disculpe si no he conseguido terminarlo, ya que como le he<br />

explicado muchas veces, no tengo cabeza para leer ni concentrarme.<br />

Se lo enviaré a Ramiro que sí sabrá apreciarlo.<br />

¡Le echo tanto de menos! ¿Por qué no va a conocerle? Cuando termine<br />

aquí váyase a Bogotá y que le invite a cenar en «La Fragata». Que le<br />

den la mesa que le daban a Abigail, y que le cuente parte de esta<br />

historia desde un punto de vista que tal vez sea muy diferente. Él tiene<br />

más cerebro que yo, y desde luego más estudios, y tal vez le interese<br />

conocer los recuerdos de un «gamín» que va camino de ser alguien.<br />

Yo no soy más que un «sicario» algo especial que se empeñó en ir<br />

demasiado lejos.<br />

No crea que no acepto mis culpas, nada de eso. Me consta que de<br />

nuevo se me concedió la oportunidad de detenerme, y una vez más no<br />

me detuve.<br />

Tenía una nueva personalidad, tan falsa como la vieja, eso es muy<br />

cierto, pero también es cierto que conseguí mucho dinero, y


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 170<br />

administrándolo bien hubiese podido vivir en paz para los restos.<br />

Pero seguía teniendo la ira dentro; aquel sabor amargo; aquella bilis que<br />

me impedía descansar pese a que estuviera durmiendo en una cama de<br />

lujo en compañía de las dos putas más caras de Florida.<br />

Las putas te pueden dar placer, pero nunca alegría, te fatigan sin<br />

conseguir que duermas, y en cuanto cerraba los ojos volvía aquel<br />

estruendo de gigantesca trituradora que giraba y giraba bajo mis pies<br />

dispuesta a destrozarme.<br />

No le sorprenda que un hombre como Román Morales muriera de un<br />

ataque, o María Luna acabara perdiendo la razón. Yo mismo padecí<br />

durante meses serios trastornos que incluso me obligaron a pensar que<br />

terminaría en un manicomio.<br />

Y estaba solo. Completamente solo en una ciudad desconocida y hostil<br />

donde el escaso afecto que obtenía debía pagarlo a un precio muy alto.<br />

Vagaba de un lado a otro como un sonámbulo o me pasaba las horas<br />

ante una televisión que la mayoría de las veces ni siquiera entendía,<br />

bebiendo cerveza tras cerveza, y evocando aquellos maravillosos días<br />

en que iba a buscar a Luna al puesto de frutas para comer en la playa.<br />

Habían sido muchos años de infinitas desgracias por tan sólo dos<br />

semanas de felicidad, y no era justo.<br />

Me fui convirtiendo en un hombre amargado. En un viejo prematuro.<br />

Del mismo modo que un «gamín» se ve obligado a madurar aprisa si<br />

pretende llegar a hombre sin quedarse en el camino, el «gamín adulto»<br />

envejece con idéntica rapidez porque la carga que lleva arrastrando<br />

desde niño acaba haciéndose insoportable.<br />

Nada me distraía; nada me divertía; nada conseguía borrar de mi mente<br />

tantos recuerdos tristes y tan sólo uno amable, y en aquellos días pasé a<br />

ser como uno de esos vagabundos que se arrastran por las calles y los<br />

parques, con la única diferencia que tenía un hotel de lujo donde dormir<br />

y cantidad de plata.<br />

Lo que en verdad me sucedía, y eso lo tengo ahora muy claro, es que<br />

estaba intentando luchar contra la necesidad de aniquilar a la pandilla de<br />

hijos de puta que me había hecho tan desgraciado.<br />

No crea, una vez más, que pretendo disculparme. He matado a mucha<br />

gente por dinero, y sabe bien que nunca me arrepentí de haberlo hecho.<br />

También maté un par de veces por venganza, pero lo que en aquellos<br />

días me preocupaba, es el hecho de que me apetecía seguir matando<br />

por el simple placer de distraerme haciéndolo.<br />

Acabar con unos canallas le daba un sentido a mi vida, pero no un


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 171<br />

sentido «transcendental», imprescindible para «mi paz de espíritu», sino<br />

que se trataba tan sólo de la simple necesidad de hacerlo «por hacer<br />

algo».<br />

No me mire como si fuera un monstruo. Muchos me han mirado así y<br />

jamás consiguieron impresionarme. Le estoy hablando de algo muy<br />

complejo, y lo que desearía es que llegase por sí solo al fondo del<br />

problema.<br />

No quería, ni podía, regresar a Bogotá, donde lo único que hubiera<br />

conseguido era ponerme en peligro y complicarle la vida a Ramiro y a<br />

los chicos del Refugio, y Cartagena de Indias, sin estar Luna, se hubiera<br />

convertido en un amargo pozo de recuerdos.<br />

Estaba en Miami, aburrido, hastiado, amargado y sordamente furioso<br />

contra unos tipos que a mi juicio no pagaban con cincuenta kilos de<br />

«coca» todo el mal que habían hecho, y no se me ocurrió otra idea<br />

mejor que «verlos caer».<br />

Se lo digo en serio y lo está entendiendo muy bien aunque le espante.<br />

No fue nada visceral; fue como organizar una cacería o irme de<br />

excursión a las montañas. Una forma de matar el tiempo o distraerme.<br />

Veo que nuestros conceptos de la moral siguen siendo diferentes. Y veo<br />

también que pese a lo mucho que hemos hablado continúa sin saber<br />

cómo soy en realidad.<br />

¡Métaselo en la cabeza! A mí, matar hijos de puta me tiene<br />

completamente sin cuidado.<br />

Imagínese que un día no tiene nada que hacer y decide distraerse<br />

librándose de unos lobos que le han degollado una docena de ovejas.<br />

Tan sólo protestaría la Sociedad Protectora de Animales, ¿no es cierto?<br />

¡Pues bien! En este caso ni siquiera existe una «Sociedad Protectora de<br />

Narcotraficantes». Destruyéndolos no sólo conseguiría distraerme y<br />

aplacar la ira que me comía los hígados, sino que, además, le haría un<br />

gran favor al mundo.<br />

Rudy Santana me había proporcionado una serie de datos, pero no me<br />

bastaban. Necesitaba saberlo todo sobre aquel grupo, y como ya le he<br />

dicho que en Miami me sentía desplazado, acabé buscando la<br />

colaboración de un tal Irving Ramírez, un expolicía de origen cubano<br />

que había pasado un par de años en la cárcel por aceptar sobornos.<br />

Era un mal bicho, corrompido hasta el tuétano, pero sentía un odio muy<br />

especial hacia todo lo que sonase a droga, pues estaba convencido de<br />

que eran los «narcos», los que le habían tendido la trampa en la que<br />

cayó como un imbécil.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 172<br />

Él sí que conocía a la perfección la ciudad y sus gentes, estaba tan<br />

necesitado de dinero que por un puñado de billetes hubiese investigado<br />

hasta a su santa abuela, y a mí lo único que me sobraba era dinero.<br />

Le transmití los datos que tenía y me prometió traerme <strong>info</strong>rmación en<br />

menos de una semana.<br />

Sé que no va a creerme, pero incluso en el momento en que hice el<br />

encargo aún no estaba del todo seguro sobre qué era lo que iba a hacer<br />

exactamente.<br />

A veces el simple hecho de dar de baja a alguien no es en sí la mejor<br />

manera de joderle.<br />

Hay tipos, para los que vivir no es siempre lo más importante.<br />

Supongo que yo soy uno de ellos.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 173<br />

Siento haberle tenido todos estos días esperando. No me encontraba<br />

bien, usted lo sabe, y cuando el cuerpo no responde como deseas,<br />

tampoco lo hace la mente.<br />

Y nos estamos aproximando a la parte de mi cuento que sé que más le<br />

interesa.<br />

No lo niegue. Existe eso que llaman «morbo», y que incluso afecta a los<br />

que escriben libros.<br />

¿Por qué habría venido si no fuera así? Hasta ahora mi historia se<br />

asemeja a la de muchos otros «gamines» que acabaron siendo<br />

«sicarios», y le garantizo que hay algunos que han hecho cosas harto<br />

peores.<br />

Un hijo de perra al que ejecutaron no hace mucho, raptaba niños de<br />

pecho, les abría las tripas y los rellenaba con paquetes de «coca» para<br />

que su amante, que cumple cadena perpetua, viajara con ellos hasta<br />

Los Ángeles fingiendo que dormían.<br />

La «cazaron» porque a una vecina de butaca le extrañó que un niño tan<br />

pequeño ni comiese ni llorase durante tantas horas de vuelo.<br />

Incluso los policías se enfermaron ante la magnitud de tales crímenes.<br />

¿Aunque de qué nos sorprendemos, si la televisión nos muestra cada<br />

día cómo los niños kurdos mueren ante las mismas cámaras? ¡Ahí sí<br />

que tendría un buen libro! Estos días que no he salido de la cama me los<br />

he pasado mayormente viendo televisión, y le garantizo que lo que he<br />

visto ha contribuido a empeorarme.<br />

Tanta guerra y tanta matanza en directo impresionan incluso a alguien a<br />

quien, como yo, se supone de vuelta ya de todo, y es que, que yo<br />

recuerde, mis crímenes fueron siempre rápidos, sin regodeos, un tiro y<br />

fuera, casi sin tiempo de comprobar si el tipo era ya un fiambre, mientras<br />

que con la televisión, hasta los niños contemplan cómo se mata a la<br />

gente con la misma indiferencia que si se tratara de dibujos animados.<br />

Algunas cadenas americanas incluso pretenden que se les autorice a<br />

retransmitir ejecuciones en directo ¿qué le parece? Un canal ofrecería<br />

una gran batalla con «contramisiles» «Patriot», otro al final de la Liga de<br />

Béisbol, un tercero «Indiana Jones», y el cuarto la ejecución de un negro<br />

violador.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 174<br />

Y le aseguro que conseguirán que se ejecutase a la gente a las nueve<br />

de la noche, para obtener mejor índice de audiencia.<br />

¿Pero qué más da? Volvamos a lo nuestro.<br />

Le hablé de Irving Ramírez, ¿no es cierto? ¡Qué cerdo! Sudaba a mares,<br />

olía a demonios, se tiraba unos pedos horrendos que celebraba con<br />

grandes risotadas, y era capaz de pasarse cinco minutos seguidos<br />

eructando.<br />

Llegue a creer que los que le tendieron aquella trampa no fueron los<br />

«narcos», sino los propios policías para librarse de él.<br />

¿Se lo imagina de compañero de celda? ¡Dios bendito! Pero sabía su<br />

oficio.<br />

Era como esos asquerosos perros gordos, paticortos y babeantes que<br />

cuando agarran un rastro no paran hasta alcanzar la presa, y a la<br />

semana justa me trajo un sobre tan manchado de grasa y garrapateado<br />

que únicamente alguien tan guarro como él podría descifrar.<br />

Por lo que había podido averiguar, basándose siempre en los datos<br />

facilitados por el difunto Rudy Santana, el grupo estaba formado por tres<br />

colombianos y un jamaicano, comandados por un mexicano llamado<br />

Carlos Alejandro Criado Navas, que tenía unas inmensas oficinas en el<br />

«Sutheast Financial Center» que domina Biscayne Bay, y una villa de<br />

ensueño en la mejor zona de «Coral Cables».<br />

El teléfono al que yo había llamado no pertenecía sin embargo a<br />

ninguno de esos lugares, sino a la zona del «Distrito del Art-Decó», al<br />

sur de Miami-Beach, lo cual obligaba a pensar que era allí donde tenían<br />

su cuartel general o «caleta» —como llama la Policía de Florida a los<br />

escondites de droga y dinero negro— y que debía ser el lugar desde el<br />

que en realidad traficaban.<br />

Oficialmente, el tal Carlos Alejandro Criado Navas era un exitoso editor<br />

de discos que había conseguido copar el mercado «chicano» de los<br />

Estados Unidos, produciendo también de vez en cuando «culebrones»<br />

para las cadenas de televisión de habla hispana de todo el Continente, y<br />

como en apariencia sus negocios marchaban viento en popa, no tenía<br />

ninguna necesidad de meterse en problemas de vicio.<br />

Yo estaba convencido, no obstante, de que un tipo a punto de que le<br />

peguen un tiro en la cabeza no está en condiciones de inventar<br />

complicadas historias para proteger culpables o implicar a inocentes, y<br />

le pedí por tanto a Ramírez que rebuscase en el pasado de tal Criado<br />

Navas.<br />

Descubrió muchas cosas y muy interesantes.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 175<br />

En primer lugar, que en su país querían atraparle porque sospechaban<br />

que había sido uno de los «hombres de paja» del famoso Negro Durazo<br />

aquel tristemente célebre jefe de Policía condenado a «nosecuántos»<br />

años de cárcel por corrupción y «narcotráfico».<br />

En segundo lugar, que su especialidad era lanzar cantantes<br />

semidesconocidos, explotarlos al límite por medio de contratos leoninos,<br />

y dejarlos caer en cuanto ya no eran rentables.<br />

Y en tercer lugar, que cuantos le conocían aseguraban que a pesar de<br />

su aspecto de hombre encantador, capaz de venderle manchas a un<br />

tigre, era en realidad un tipo increíblemente nervioso que vivía<br />

aterrorizado por la idea de que le asaltara de improviso alguna de las<br />

espantosas jaquecas que le volvían como loco.<br />

Quienes le conocían le adoraban o le odiaban por partes iguales, y era<br />

como si en verdad tuviera dos personalidades diferentes, o fuera el<br />

doctor ese de las películas que se bebía un potingue y se ponía hecho<br />

una bestia.<br />

Ese mismo.<br />

Me enteré de que solía ir a cenar al «Veronique's», allá por Biscayne<br />

Bay, y como no era cosa de presentarme con el cerdo de Ramírez, me<br />

llevé a la puta con más clase de todo Miami.<br />

Conseguí una mesa discreta y le observé.<br />

En verdad era el tipo de hombre al que todos nos gustaría parecemos,<br />

elegante, atractivo, con estilo, y con una conversación de lo más<br />

cautivadora, ya que cuantos se sentaban a su mesa, en especial las<br />

mujeres, no perdían detalle de lo que estaba contando.<br />

Llegué a dudar que pudiera ser lo que Rudy Santana había dicho.<br />

Antes del café se levantó para ir al baño, y la forma en que aventaba la<br />

nariz al regresar me hizo comprender que se había metido una raya de<br />

«coca».<br />

Ya sabe a lo que me refiero; resulta inconfundible en esas personas que<br />

en cuanto terminan de comer la necesitan como otros necesitan un<br />

cigarrillo. Se van discretamente al baño y vuelven harto animados.<br />

Sí, lo sé. Mucha gente lo hace y no por ello es «narcotraficante».<br />

De hecho, por cada traficante suele haber unos quinientos<br />

consumidores, y también sé que en el mundo de los cantantes, los<br />

artistas y los ejecutivos, meterse de tanto en tanto un «toque» es casi un<br />

detalle de buen gusto.<br />

No voy a ponerme a discutir sobre si están cometiendo o no un error del


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 176<br />

que a la larga tendrán que arrepentirse, por mucho que digan que un<br />

poco de vez en cuando carece de importancia.<br />

No es tiempo ya de esas cosas y estoy cansado.<br />

Y tampoco soy quién para largar discursos.<br />

El vicio continuará extendiéndose como una mancha de aceite y es inútil<br />

intentar detenerlo. Hay países que han impuesto la pena de muerte para<br />

los traficantes y ni aun por ésas.<br />

¿Sabes una cosa...? Aquella noche, allí, en aquel maravilloso<br />

restaurante repleto de gente elegante, deseé que el tal Carlos Alejandro<br />

Criado Navas no fuese en realidad más que un apuesto caballero que<br />

había conseguido hacerse rico editando canciones, a pesar de que de<br />

vez en cuando se animara con un poco de «coca».<br />

Para mí, que soy tan poca cosa, tan insignificante y me encuentro tan<br />

fuera de lugar en todas partes, hubiera significado tal vez de una gran<br />

ayuda constatar que se podía llegar a ser tan rico y tan brillante como<br />

parecía ser aquel fulano, sin necesidad de ensuciarse las manos con el<br />

vicio.<br />

Hablaba inglés con fluidez, castellano sin ese cargante deje de algunos<br />

mexicanos, e incluso en dos ocasiones se dirigió al camarero en lo que<br />

imagino era francés.<br />

Y se le advertía culto, preparado y simpático.<br />

¡Le envidié! Ya me conoce y sabe que no me guardo las cosas.<br />

Envidié su estilo y también envidié la soberbia mujer que tenía al lado, y<br />

frente a la cual mi puta de lujo parecía muchísimo más puta y muchísimo<br />

menos de lujo.<br />

Hay algo que tal vez nunca llegue a comprender de mi carácter, y es la<br />

sincera admiración que los que estamos abajo podemos sentir por<br />

aquellos que están muy por encima.<br />

Yo no me convertiría en un Carlos Alejandro Criado Navas aunque<br />

volviera a nacer y viviera mil años, y tengo conciencia de ello.<br />

Pero me gusta que existan personas así, y hacerme la ilusión de que tal<br />

vez podría haber sido una de ellas.<br />

No todos los feos odian a los guapos.<br />

No todos los vulgares odian a los brillantes.<br />

No todos los que son grises odian a los que son geniales.<br />

Si fuera así, en el mundo habría muchísimo más odio del que ya existe,<br />

porque son infinitamente más los seres humanos feos, grises y vulgares,


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 177<br />

que los guapos, brillantes y geniales.<br />

La admiración se va transformando tanto más en envidia cuanto menor<br />

es la diferencia entre las personas.<br />

Yo admiro profundamente a Al Pacino, pero estoy convencido que un<br />

actor casi tan bueno como él, no le admira, le envidia.<br />

Si usted hubiese conocido a Criado Navas tal vez le hubiera parecido,<br />

como a tantos otros, un pedante, engreído y profundamente ignorante,<br />

que se había embadurnado con una leve capa de barniz bajo la cual no<br />

había más que crueldad, ambición y miserias, pero a mí, que lo<br />

observaba con los ojos de un verdadero ignorante, su personalidad se<br />

me antojaba la imagen de todo lo fastuoso y deseable.<br />

Advertía que una vez más intento que establezca las distancias entre<br />

nuestros mundos y nuestras formas de ver la vida, para que de ese<br />

modo pueda entender mejor qué fue lo que me impulsó a hacer lo que<br />

hice.<br />

Es como si discutiéramos sobre un objeto, que estuviésemos<br />

contemplando desde ángulos opuestos.<br />

El objeto es el mismo. Son nuestras apreciaciones las que cambian.<br />

Un crimen es siempre un crimen, lo sé, pero está claro que no lo ven de<br />

igual forma la víctima que el asesino.<br />

Fuera por lo que quiera que fuera, aquel tipo me caía de madre, y me<br />

tenía fascinado pese a que me di cuenta de que también fascinaba a la<br />

puta que estaba conmigo y que me cobraba seiscientos dólares. Me<br />

consta que a aquel jodido se lo hubiera hecho gratis, y lo entendí.<br />

Él también pareció darse cuenta de que mi zorrastrón no le quitaba ojo,<br />

pero tuvo la delicadeza de no darse por enterado, ignoro si por respeto<br />

hacia mí, o por miedo a la increíble morena de ojos verdes que le<br />

acariciaba la mano.<br />

Le juro que por más de quince minutos tuve la sensación de que aquel<br />

asunto estaba definitivamente cerrado y lo mejor que podía hacer era<br />

olvidarlo y dejar en paz a un tipo tan simpático.<br />

Pero de pronto se echó a reír.<br />

Y era la suya una risa contagiosa.<br />

Una risa espontánea, desbordante, llena de vida; de esas que consiguen<br />

que los comensales de las mesas vecinas no puedan evitar sonreír<br />

también aunque no tengan ni puñetera idea sobre de qué puede ir la<br />

cosa.<br />

La risa de María Luna.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 178<br />

La risa de Luna, amigo; la misma risa que a mí me hizo tan feliz durante<br />

tan poco tiempo.<br />

Me vi a mí mismo en un pequeño restaurante de Cartagena, donde<br />

ocupaba la mesa en la que se concentraban todas las miradas, porque a<br />

mi lado se sentaba la hermosa mulata que había inventado todas las<br />

risas.<br />

Y me asaltó la impresión de que me habían quitado algo.<br />

Me asaltó la impresión de que Carlos Alejandro Criado Navas, le había<br />

robado la risa a María Luna Sánchez.<br />

Dudo que lo entienda.<br />

Dudo que acepte que fue aquella forma de reírse, en aquel preciso<br />

instante, lo que provocó que, tiempo después, Carlos Alejandro Criado<br />

Navas tuviese el espantoso fin que tuvo.<br />

Pero así fue, se lo juro.<br />

Aquel chiste le perdió para siempre.<br />

Sus carcajadas abrieron una herida que aún tenía muy reciente, y me<br />

obligaron a preguntarme por qué coño aquel tipo tenía derecho a reírse<br />

si es que era el culpable de que María Luna hubiera dejado de hacerlo.<br />

Fue entonces cuando decidí no dejarme deslumbrar por las apariencias,<br />

y seguir investigando hasta tener la absoluta certeza de si tenía o no la<br />

más mínima responsabilidad en lo que había ocurrido.<br />

¿Quiere que le diga algo curioso? Por primera vez deseé conocer<br />

personalmente y tratar lo más a fondo posible a alguien a quien<br />

empezaba a presentir que iba a dar de baja.<br />

En esta ocasión no quería actuar como un «sicario» a sueldo que<br />

cumple su trabajo de la forma más impersonal posible, ni como el<br />

vengador airado que asesina arrastrado por un impulso irreprimible.<br />

Me apetecía disfrutar a gusto de una situación que se me antojaba tan<br />

prometedora como esos largos habanos que se saborean sin prisas, o<br />

esas espléndidas muchachas a las que pagas, no para echarles un<br />

«polvo», sino para juguetear con ellas durante un par de semanas.<br />

Yo nunca me he considerado un tipo cruel, aunque alguien le haya<br />

podido decir lo contrario, ni, mucho menos, sádico.<br />

Jamás disfruté con mi trabajo, ni experimenté la más mínima sensación<br />

—de placer o de rechazo— al llevarme a la gente por delante.<br />

Ni aun cuando le tuve que apretar las tuercas a Rudy Santana.<br />

Necesitaba una <strong>info</strong>rmación, hice lo necesario para obtenerla y acabé


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 179<br />

despachándole sin alegría ni tristeza, como quien cierra el libro que ha<br />

terminado.<br />

Pero en esta ocasión quería leer con calma ese libro, llegando al fondo<br />

de cada una de sus páginas.<br />

Irving Ramírez me proporcionaba una <strong>info</strong>rmación que analizaba con<br />

todo detalle, y como ya le he dicho en más de una ocasión que soy lento<br />

en mis decisiones, me tomé cantidad de tiempo en madurar la forma de<br />

hacerle pagar a aquel cerdo lo que me había hecho, si es que en verdad<br />

era mi hombre.<br />

Por fin localizamos la nueva «caleta» —a la que se habían mudado tras<br />

la «fuga» de Rudy Santana— en el tercer piso de un edificio rosa, casi<br />

en la esquina de la Vía Española con la avenida Collins, y le pedí a<br />

Ramírez que instalara un tipo enfrente para que controlara a todo el que<br />

entrase o saliese de aquel apartamento.<br />

Fue un trabajo largo, pero le repito que yo no tenía la más mínima prisa,<br />

y al fin llegamos a la conclusión de que, en efecto, no eran más que<br />

cuatro: tres colombianos y un jamaicano.<br />

Quien no entró ni salió nunca de allí fue Criado Navas. Se diría que le<br />

tenía una especial aversión a la zona, pues durante el tiempo que lo<br />

vigilamos, jamás puso el pie en Miami-Beach ni sus alrededores.<br />

Su ruta iba de Coral Cables a la oficina o los estudios de grabación, y<br />

por la noche a un restaurante de lujo. Los fines de semana ni siquiera se<br />

movía de la piscina de su casa.<br />

De vez en cuando hacía un corto viaje a Nueva York o Los Ángeles y en<br />

una ocasión pasó tres días en Europa, pero resultaba evidente que<br />

Miami era su cuartel general, y que se sentía plenamente a gusto con su<br />

hermosa mansión y su increíble amante.<br />

Volví a dudar, no se lo niego. Pese a lo que dijera Rudy Santana no<br />

parecía existir el más mínimo vínculo de unión entre Criado Navas y<br />

aquellos cuatro «narcos», por lo que decidí tomar cartas en el asunto.<br />

Elegí a uno de los colombianos, no por razones de paisanaje, sino<br />

porque era homosexual, lo cual facilitaba mucho las cosas.<br />

¡No, no intenté seducirle, no me venga con chorradas!<br />

Le he dicho que era homosexual, no que era ciego. Si llego a insinuarme<br />

echa a correr y no para hasta Alaska.<br />

Lo cacé a la puerta de su casa, le metí el cañón de la pistola en la oreja<br />

y me franqueó la entrada sin rechistar siquiera.<br />

Tenía muy buen oído el «hijo-e-madre», pues en cuanto empecé a


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 180<br />

interrogarle me miró fijamente y me preguntó si por casualidad me<br />

llamaba Román Morales.<br />

Era el «costeño» con el que había hablado tres veces por teléfono.<br />

Le repliqué que Marrón Morales se había quedado colgado para la<br />

eternidad de la popa de un petrolero, y que su compinche, Rudy<br />

Santana, estaba enterrado bajo un montón de escombros en una casa<br />

abandonada.<br />

Entendió la indirecta.<br />

Tomaba por el culo, pero no era cobarde.<br />

—Llegó «La Inesperada» —dijo.<br />

Charlamos largamente, casi como dos conocidos que hablan de cosas<br />

intrascendentes, pues desde el momento en que le até a una silla se<br />

relajó y se dio por muerto, aceptando cada minuto más como un regalo<br />

al que no tenía derecho.<br />

Estaba en el vicio, pero en el vicio duro: la «coca» a puñados, y<br />

resultaba evidente que entre eso, y su afición a los jovencitos, se había<br />

hecho tiempo atrás a la idea de que cualquier día se lo llevarían por<br />

delante por robarle cuatro pesos.<br />

—Quizá sea mejor así —musitó apenas—. Al menos sé que me matas<br />

por cabrón, no por marica.<br />

Incluso me contó un chiste: los cubanos habían encontrado al fin la<br />

fórmula del agua bendita: «H-Dios-O», y estaban intentando convencer<br />

a Fidel Castro para que se fuese pronto al cielo a conseguir del Padre<br />

Eterno los derechos de explotación.<br />

En un principio no quiso hablar de su gente, pero cuando le ofrecí<br />

prepararle una buena dosis que le ayudara a sobrellevar el último mal<br />

rato, abundó sobre cuanto me contara Rudy Santana.<br />

Cuando le pregunté la razón por la que no se limitaba a meter la<br />

«mercancía» en el magnífico escondite que habían descubierto para<br />

recogerla luego en el puerto sin tener que arriesgar tantas vidas, me<br />

aclaró que lo hicieron así hasta que perdieron dos envíos.<br />

—Los petroleros no son como los buques de línea. A menudo cambian<br />

de destino a mitad de travesía, y acaban en Nueva Orleáns, Tampa o<br />

Nueva York.<br />

No podían dedicarse a buscar por todos los puertos de América dónde<br />

estaba su barco y acabaron por enviar siempre dos acompañantes.<br />

—¿Por qué dos? —quise saber.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 181<br />

—Porque tienen el doble de posibilidades de sobrevivir, que uno —<br />

replicó el muy cabrón sin inmutarse.<br />

¿Qué le parece? Raro era el viaje en que no perdían al menos uno de<br />

los correos, pero durante el último año y medio habían introducido casi<br />

tres toneladas de «coca» en los Estados Unidos, lo que les habían<br />

reportado —descontando pérdidas e imprevistos— poco menos de<br />

doscientos millones de dólares.<br />

Doscientos millones de dólares, y era una organización pequeña, casi<br />

artesanal, independiente y sin formar parte de un «Cártel» como el de<br />

Medellín, o una «Hermandad» como la que dirigió en su día Griselda<br />

Blanco.<br />

¿Se da cuenta de la cantidad de dinero que se puede ganar en ese<br />

negocio? Sí. Ya sé que se da cuenta. Se lo he dicho mil veces.<br />

Luego llegó la pregunta clave, ¿quién dirigía todo aquel tinglado?, y su<br />

respuesta fue inmediata: un cerdo loco, pero más listo que el hambre,<br />

que se llamaba Carlos Alejandro Criado Navas.<br />

Hubiera preferido cualquier otra respuesta, pero así estaban las cosas.<br />

Por pura curiosidad le pregunté si me habría dado ese nombre de no<br />

estar absolutamente convencido de que iba a matarle, y me respondió<br />

que no, porque en ese caso, quien le hubiera hecho matar sería Criado<br />

Navas.<br />

Es alguien que puede hacerte salir de una cárcel o meterte en la tumba,<br />

pero de lo que estoy seguro es de que aún no ha aprendido a resucitar a<br />

nadie, y por lo tanto me importa un carajo que lo jodas. Se lo merece.<br />

Estuvimos más de dos horas hablando de sus costumbres, sus gustos y<br />

sus métodos de trabajo. De sus contactos dentro y fuera del país, y de<br />

aquellas jaquecas que le obligaban a darse cabezazos contra la pared,<br />

aullando de dolor, aterrorizado por la idea de que acabarían volviéndole<br />

loco.<br />

—Apenas duerme —concluyó—. Y no tiene más que treinta y dos años<br />

aunque aparenta casi cincuenta.<br />

¿Extraño, no le parece? Casi se podría decir que hablamos de dos<br />

personas distintas, pero tenía la absoluta seguridad de que era la<br />

misma.<br />

Al amanecer me fui de allí dejando las cosas de tal forma, que obligaban<br />

a creer que se trataba de un «crimen pasional». Un tipo que vive con un<br />

gato de angora, doscientos gramos de «coca», vestidos de mujer,<br />

lencería fina, y uniformes «nazis», no llama demasiado la atención<br />

cuando aparece estrangulado en una cama revuelta.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 182<br />

Y no es que me importara la Policía; sabía que apenas movería un<br />

dedo. Me interesaba que el bueno de Criado Navas no se alarmara.<br />

Al día siguiente me fui a ver al negro Augusto, que estaba de lo más feliz<br />

con su nuevo bar del varadero, y me inclino a pensar que de haberme<br />

dado una pequeña esperanza sobre María Luna, tal vez me hubiese<br />

calmado dejando las cosas de ese tamaño y cogiendo puerta hacia otra<br />

parte.<br />

Pero sus noticias continuaban siendo tan descorazonadoras como<br />

siempre. Mi mulatita nunca más volvería a vender sabrosas frutas frente<br />

a la «Plaza de Los Zapatos Viejos», y eso reavivó mi mala leche.<br />

¿Qué hubieras hecho? Ya es hora de que nos tuteemos, ¿no te parece?<br />

Aunque quizá que le tutee un asesino no sea cosa de su agrado.<br />

¡Palabra que no me ofendería si me lo dijese a las claras! Me ofendería<br />

mucho más si no fuese sincero.<br />

¡De acuerdo, entonces! ¿Qué hubieras hecho en un caso semejante?<br />

¿Marcharte, ¡Dios sabe dónde!, a pasar el resto de tus días como un<br />

«huevón» acojonado, o demostrarle a aquel «coño-e-su-madre» que no<br />

se podía andar por la vida jodiendo a todo el mundo impunemente?<br />

Creo que la respuesta es evidente, y aunque sea lento, cuando decido<br />

hacer algo lo planifico muy bien y suelo llegar hasta el fondo del asunto.<br />

¿Sabes lo que significa en venezolano «Navegar con Bandera de<br />

Pendejo»? Hacerte el tonto.<br />

Obligar a los listos a que crean que te llevan un kilómetro de distancia,<br />

para que cuando lleguen a darse cuenta descubran que les estás<br />

esperando a la vuelta del camino.<br />

Eso fue lo que hice.<br />

Conseguí un disco de una colombiana que cantaba muy bien, pero que<br />

apenas trascendió fuera de mi país, lo pasé a una simple cinta<br />

magnética y me busqué unas fotos de una peruana preciosa con cara de<br />

no haber roto nunca un plato.<br />

Cuando lo tuve todo, me presenté en las oficinas de Carlos Alejandro<br />

Criado Navas, y le hice saber al fulano que me recibió que estaba<br />

dispuesto a invertir todo el dinero que hiciese falta en convertir a «Mi<br />

Soledad Alvarado» en la cantante más famosa de América.<br />

El tipo «olió» el negocio.<br />

Entendió que un enano escuchimizado y con cara de mono al que<br />

sobraba al parecer la plata, estaba «encoñado» con una niña que no<br />

cantaba mal, y que ése era un asunto del que se podía sacar una buena<br />

tajada.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 183<br />

Si el enano era, además un «ecuatoriano» afincado en Miami, que no<br />

daba ningún tipo de explicación sobre la procedencia de sus millones,<br />

mejor que mejor.<br />

Yo me había instalado ya en la «Suite Presidencial» del «Hotel<br />

Fontainebleau», y ésa era una tarjeta de presentación que impresionaba<br />

a cualquiera.<br />

Se apresuró a comunicarme que estudiaría con detenimiento la<br />

propuesta, se la trasladaría a su jefe y me tendría al corriente.<br />

¡Di algo! ¡Felicítame al menos! A los tres días el mismísimo Carlos<br />

Alejandro Criado Navas me invitó a almorzar para discutir el tema.<br />

¡Era un encanto! Más listo que el hambre el «hijoputa» con más «tablas»<br />

que Reagan, y te juro que si llega a vender alfombras me «enmoqueta»<br />

la casa que no tengo.<br />

Hay gente hábil para embaucar a la gente, y aquél se llevaba la palma,<br />

pues tenía siempre a punto la frase oportuna para hacer que te sintieras<br />

importante, y la verdad es que para que alguien como yo se sienta<br />

importante hay que saber darle mucha coba.<br />

Le dejé hacer, y, sin decirlo, ni tan siquiera insinuarlo, le obligué a creer<br />

que andaba metido hasta el cuello en negocios de vicio que me<br />

proporcionaban tantos millones que no sabía en qué demonios<br />

gastármelos...<br />

¿Qué otra cosa puedes suponer de alguien dispuesto a emplear dos<br />

millones de dólares en «promocionar» a una cantante por el simple<br />

placer de llevársela a la cama.<br />

Me debió ver como al «Ciudadano Kane» aquel que construyó un teatro<br />

de ópera para su amante.<br />

Por su parte, y en eso también demostró ser muy listo, no hizo la menor<br />

alusión a que estuviera interesado en ningún tipo de negocio<br />

relacionado con la droga, pues debes tener muy presente que en<br />

Florida, por cada «narcotraficante» hay cinco agentes de la DEA<br />

dispuestos a tenderle una trampa.<br />

Aquel mismo año se habían decomisado más de treinta toneladas de<br />

«coca» en el sur de Florida, y el índice de criminalidad de Miami doblaba<br />

el de Nueva York y triplicaba el de cualquier otra ciudad de los Estados<br />

Unidos.<br />

Estos datos te darán una idea de que si estabas en el ajo debías<br />

andarte con pies de plomo si no querías que te jodieran vivo.<br />

Y de todos los «narcos» prudentes, Criado Navas era el más cauto,<br />

pues dudo mucho que aparte de sus compinches, Irving González y yo,


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 184<br />

alguien tuviese la más remota idea de que estaba en el negocio del<br />

vicio.<br />

Ni siquiera su amante.<br />

¡Y qué amante tenía! Al sábado siguiente me invitó a cenar al «Plaza<br />

Saint-Michel», en «Coral Cables» muy cerca de su casa y apareció con<br />

ella.<br />

¡Joder! Si la primera vez que la vi me cortó el hipo, en esta ocasión la<br />

trajo decidido a deslumbrarme y te garantizo que lo consiguió.<br />

Se llamaba Diana y ahora creo que anda liada con un multimillonario<br />

chileno que la tiene enterradita en diamantes, tal como se merece. Cada<br />

vez que se inclinaba me dejaba contemplar el mejor par de tetas que he<br />

visto en mi vida, y te juro que jamás imaginé que pudieran existir tetas<br />

semejantes.<br />

¡Y sabía de todo! A mí aún me sigue maravillando que existan personas<br />

a las que el mundo parece quedárseles pequeño, y que cuando les<br />

menciones cualquier tema den la impresión de que lo han mamado en la<br />

cuna.<br />

Yo, de lo único que entiendo un poco —y porque me lo enseñó Abigail<br />

Anaya— es de pintura, pero aquellos dos jodíos me daban siete vueltas,<br />

y a los diez minutos se habían enfrascado en una discusión sobre<br />

Tiziano que me dejó en ayunas.<br />

Pero lo que importa es que conseguí hacer amistad con ellos, o al<br />

menos que todos fingiéramos ser amigos mientras planificábamos cómo<br />

conseguir que mi amada «Soledad Alvarado» se convirtiese en una<br />

figura de la canción.<br />

Incluso me propuso producir una telenovela en la que fuese una de las<br />

protagonistas, lo cual significaría que en muy poco tiempo medio mundo<br />

estaría loco por ella. Luego buscaríamos al mejor compositor, una<br />

orquesta de lujo y un vestuario apropiado, y con aquella voz y aquella<br />

cara, Carlos Alejandro me garantizaba el éxito al mil por cien.<br />

¿Quieres saber lo más gracioso...? ¡Me lo creí! Me creí mi propia<br />

mentira y aquel jodido vendedor de alfombras me convenció de que con<br />

la voz de una colombiana que ya sólo debería cantar en la ducha, y la<br />

imagen de una putita peruana daríamos el gran golpe.<br />

Repito: ¿qué hubieras hecho sabiendo que el cabrón que te había<br />

destrozado la vida, y se andaba follando a una tía tan cojonuda<br />

intentaba liarte con algo tan estúpido? Llevártelo por delante, imagino.<br />

Llevártelo por delante, pero no de un solo carajazo.<br />

Me divertía la idea de írsela metiendo poco a poco.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 185<br />

Y por donde más le jodierá.<br />

El «costeño» me había facilitado tanto las cosas que lo tenía en mis<br />

manos, y estaba en condiciones de sacarle la piel a tiras sin que llegara<br />

a imaginar que era yo quien se la estaba jugando.<br />

Y lo más divertido de todo aquello es que no tenía la más remota idea<br />

de que yo estaba dispuesto a todo por acabar con su paciencia.<br />

Dejé pasar unos días dándole largas a la espera de la llegada de<br />

«Soledad», y mi siguiente paso fue cargarme al jamaicano; un negro<br />

altísimo que había llegado a jugar en la NBA y que parecía siempre<br />

recién salido de las páginas de moda de la revista Ebony.<br />

Por lo que sabía, era el máximo responsable de la «caleta» de la Vía<br />

Española con la avenida Collins, de la que no solía alejarse hasta que<br />

alguno de sus compinches venía a relevarle.<br />

La mayor parte del tiempo libre se lo pasaba jugando al tenis en las<br />

cercanas pistas de «Flamingo Park», o tirándose a un montón de tías, la<br />

mayoría casadas, con las que establecía contacto en el bar de las<br />

pistas.<br />

El tipo debía ser un auténtico garañón, pues por su apartamento<br />

pasaban más mujeres en una semana que por mi cama en tres años.<br />

Al que le correspondiera el «cipote» de aquel negrazo debió tener<br />

indigestión una semana.<br />

Caimanes.<br />

Se lo eché a los caimanes.<br />

¡Qué tontería! ¿Por qué habría de mentirle? Tenía interés en que<br />

desapareciera sin dejar rastro, y te aseguro que cuando tiras algo<br />

comestible a una charca del «Parque de los Everglades», los caimanes<br />

no devuelven ni el envase.<br />

Es muy sencillo: agarras al tipo, le das un buen golpe en la cabeza, lo<br />

metes en el portaequipajes de un coche alquilado y a media tarde enfilas<br />

la carretera que va al Oeste a través de los Everglades.<br />

Cuando comienza a anochecer te fijas bien en una laguna oscura y<br />

profunda, y media hora después giras en redondo, te detienes un<br />

momento en el punto elegido y tiras el paquete al agua con un buen<br />

pedrusco metido en los pantalones.<br />

Incluso tienes tiempo de cenar con los amigos en cualquier lugar de<br />

Miami.<br />

Lo difícil no fue deshacerse del jamaicano. Lo que en verdad me costó<br />

sudar tinta fue que me diera la clave de la caja fuerte de la «caleta», en


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 186<br />

la que guardaban veintidós kilos de «coca» y más de novecientos mil<br />

dólares en billetes.<br />

Cargarme al jamaicano no tenía gracia. Jamaicanos hay muchos. Lo<br />

que a mí me interesaba era que Carlos Alejandro Criado Navas llegara<br />

al convencimiento de que el negro se había largado con su «mercancía»<br />

y su dinero, al igual que se había largado dos meses antes el tal Rudy<br />

Santana.<br />

¿Vas comprendiendo? A pesar de haberse cambiado de «caleta», dos<br />

socios se la habían jugado, y a un tercero se lo habían cargado en un<br />

turbio crimen de homosexuales.<br />

En menos de nueve semanas había perdido setenta kilos de la mejor<br />

«coca», tres hombres, y un millón doscientos mil dólares.<br />

No cabe duda de que su perfecta «organización» había quedado casi<br />

desmantelada y que le iba a costar un terrible esfuerzo levantarla de<br />

nuevo.<br />

Le dio una jaqueca que le duró una semana.<br />

Por lo que me contó Diana cuando acudí de lo más afligido a<br />

interesarme por su salud, el cráneo parecía a punto de estallarle, y tan<br />

sólo se calmaba cuando el médico le inyectaba morfina.<br />

—¡Estoy asustada! —sollozaba agitando sus preciosos pechos—. De<br />

vez en cuando se mete «una raya» y no sé cómo reaccionará ahora con<br />

tanta morfina.<br />

Me dieron ganas de responder que ojalá se quedara tan alelado, como<br />

María Luna para el resto de sus días, pero me limité a brindarle todo mi<br />

apoyo para cuanto pudiera necesitar, y desearle un pronto<br />

restablecimiento a su amado.<br />

Nunca lo he sabido. Quizás un tumor, que era lo que él más temía, o<br />

quizá su propia mala leche que se le había agriado en el cerebro.<br />

Cuando volví a verle había envejecido de un modo increíble.<br />

Nunca he conocido a nadie que pareciera tan viejo siendo tan joven. Era<br />

como si cada día de uno de aquellos ataques se le convirtiera en un año<br />

de vida.<br />

Si no hubiera sido quien era me habría dado una pena horrible.<br />

Debía sufrir las mil agonías del infierno, y ese padecimiento se le<br />

marcaba en la cara.<br />

Una vez vi una película de un tipo que hacía un pacto con el diablo o no<br />

sé quién, y mientras él se quedaba siempre joven y guapo tenía un<br />

cuadro que se volvía una mierda.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 187<br />

Éste era igual, pero al revés.<br />

En el cuadro que colgaba sobre la chimenea se le veía sensacional,<br />

pero pese a que se lo habían pintado hacía tres años, él parecía ya su<br />

padre.<br />

Durante la primera conversación que mantuvimos cuando comenzó a<br />

recuperarse, me di cuenta que llevaba camino de volverse loco, y que lo<br />

que más contribuía a ello era su falta de seguridad en sí mismo.<br />

Ya era muy rico, pero daba la sensación de que cada noche que se iba<br />

a la cama sin ser más rico aún no podía pegar ojo, aterrorizado por el<br />

hecho de que a la mañana siguiente sería más pobre. Y a la otra más, y<br />

a la otra más, hasta volver a convertirse en un desgraciado obligado a<br />

adular a los poderosos mendigando unos centavos.<br />

Lo suyo no era ambición, era pánico, no sé si me explico.<br />

Supongo que se trata de un tipo demasiado soberbio que se había visto<br />

en la necesidad de humillarse a menudo, y prefería morir a pasar por lo<br />

mismo.<br />

Y eso le estaba matando.<br />

Imaginar que llegase un día en que no fuera el más alto, el más guapo,<br />

el más brillante, y el que lucía la mujer más hermosa, era tanto como<br />

condenarle a los infiernos, y no se detenía a meditar en el hecho de que<br />

nadie puede mantenerse siempre en la cima ni aun pisoteando una<br />

montaña de cadáveres.<br />

Los años no perdonan, y con él parecían querer ensañarse con especial<br />

cariño.<br />

Si como dice el dicho, «A partir de los treinta cada cual es culpable de<br />

su propia cara», debía ser el más culpable del mundo.<br />

Yo tengo muchísimos más muertos sobre la conciencia de los que<br />

Criado Navas pudiera tener, pero soy así de feo desde chiquito.<br />

En mi caso la culpa es del hambre.<br />

Un hambre que supongo que ya me apretaba incluso desde antes de<br />

nacer.<br />

A mí la cara no va a cambiarme por muchas cosas que haga. Ramiro<br />

aseguraba que soy incapaz de expresar alegrías o tristezas.<br />

Tal vez si me hubiera visto con la mulata hubiera opinado de otra forma.<br />

Él sólo me conoció en la mala.<br />

El rostro de Criado Navas, por el contrario, lo reflejaba todo.<br />

Veo que te sorprende que le dedique tanto tiempo y tanto aliento. Ten


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 188<br />

en cuenta que fue la primera de mis víctimas con la que me sentí<br />

involucrado de un modo absolutamente personal.<br />

Como si se tratara de mi primer crimen y no del último, y eso marca la<br />

diferencia.<br />

Y además el suyo no fue un crimen cualquiera; fue una obra de arte, y<br />

pretendo que entiendas por qué hice las cosas que hice.<br />

Cuando advirtió que me olvidaba incluso de mi adorada «Soledad<br />

Alvarado» por servirle de ayuda y de consuelo comenzó a sincerarse.<br />

Me porté como un grandísimo hijo de puta, no hace falta que me lo<br />

digas.<br />

En el tiempo que pasé en la selva me enseñaron que para cazar<br />

jaguares hay que aprender a balar como una oveja o a rugir como un<br />

jaguar en celo.<br />

Carlos Alejandro se sentía más inseguro que nunca puesto que creía<br />

que todos le robaban y eso hacía que necesitase aferrarse a algo<br />

concreto.<br />

Y allí estaba yo, generoso y solícito; comprensivo y amable, utilizando<br />

sus mismas armas: aquellas que le ayudaban a considerarse necesario<br />

e importante; el hombre brillante a cuya sombra un desgraciado como yo<br />

tenía la obligación de sentirse feliz pese a que mi supuesta «fortuna»<br />

fuese diez veces superior que la suya.<br />

Le regalé un «Rolls-Royce» blanco para animarle.<br />

¡Qué más me daba! El dinero era suyo.<br />

Fue un detalle muy de agradecer, y me lo agradeció en el alma, sobre<br />

todo cuando le señalé que a cambio no quería más que su amistad y<br />

poder continuar aprendiendo a su lado.<br />

Te garantizo que un agente de la DEA no regala un «Rolls-Royce» ni<br />

aun a sabiendas que va a atrapar a Pablo Escobar, que como sabes es<br />

el máximo responsable del «Cártel de Medellín» y el mayor criminal<br />

conocido.<br />

Si le quedaba alguna duda sobre mí, se le disipó en cuanto se puso al<br />

volante.<br />

Debió imaginar que yo era una mierda deslumbrado por su personalidad<br />

y que suspiraba por ser como él.<br />

Reconozco que como maestro en el arte de la adulación, Criado Navas<br />

era el mejor que se podía desearse y yo me comporté como un alumno<br />

aventajado.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 189<br />

Estaba jugando con sus propia cartas y, modestia aparte, debo<br />

reconocer que las estaba jugando de puta madre.<br />

Le animé, le consolé, le hice creer que era la única persona de este<br />

mundo con la que me sentía realmente a gusto, sin contar a las putas, y<br />

acabé por convertirme en su amigo más íntimo.<br />

Y es que necesitaba algún tiempo para llevar a cabo cuanto tenía tan<br />

cuidadosamente calculado.<br />

Por último, cuando todo estuvo dispuesto, le llamé procurando que mi<br />

voz sonase harto alterada, como si en verdad me encontrase muy<br />

preocupado.<br />

Le pedí que acudiera de inmediato a un pequeño bar, cerca de su<br />

oficina, nos sentamos en la mesa más apartada, y cuando inquirió,<br />

nervioso, los motivos de tanta precipitada cita, le dejé caer encima una<br />

auténtica «bomba».<br />

Sentía muchísimo tener que comunicarle que mis «socios» de Bogotá<br />

me exigían que dejara de frecuentar su compañía, pues al parecer era<br />

«Un hombre marcado por la DEA».<br />

Se puso blanco y la copa le tembló en la mano.<br />

Añadí luego que a través de los contactos de que disponíamos en la<br />

«Agencia Antinarcóticos», habíamos tenido conocimiento de que un tal<br />

Rudy Santana, detenido en España con más de treinta kilos de «coca»<br />

había confesado que Carlos Alejandro Criado Navas era el jefe máximo<br />

de su organización, proporcionando detalles muy precisos sobre su<br />

forma de operar y la cantidad de «mercancía» que había conseguido<br />

introducir en el país en los dos últimos años.<br />

¡Se cagó! ¡Te lo juro! Literalmente se cagó en los pantalones.<br />

Sufrió una descomposición que le obligó a correr al retrete, y cuando<br />

regresó olía a demonios y había envejecido otros diez años.<br />

Yo fingía estar profundamente preocupado.<br />

Le confesé entonces, ¡como si él no se lo imaginara!, que andaba<br />

metido en el negocio —pero a lo grande— y que al estar muy<br />

directamente relacionado con los que «En Verdad Contaban» no podía<br />

arriesgarme a que a través de «Un Pequeño Traficante» la Policía<br />

pudiera encontrar pistas que llevaran muchísimo más lejos.<br />

De mi expresión, más que de mis palabras, que le sonaron sin duda<br />

falsamente animosas, debió llegar a la conclusión de que el hecho de<br />

que le encarcelasen era ya sólo cuestión de horas.<br />

—Yo, por si acaso, salgo del país esta misma noche —añadí por


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 190<br />

último—. Y mi consejo es que desaparezcas en el acto, porque de lo<br />

contrario creo que no te permitirán dejarlo nunca más.<br />

Si has visto alguna vez un globo que se va arrugando hasta convertirse<br />

en una especie de preservativo usado, ése fue Criado Navas aquel día.<br />

Su mundo, su maravilloso mundo hecho de lujo, dinero, mujeres,<br />

«coca», champaña, prepotencia y desprecio hacia todo lo que no fuera<br />

«lo mejor de lo mejor», debió transformarse en su mente en una tétrica<br />

cárcel plagada de asesinos y drogadictos decididos a violarle, y puedes<br />

creerme que si en ese momento hubiese tenido muchos más cojones de<br />

los que tenía, habría optado por levantarse la tapa de los sesos.<br />

Yo disfrutaba.<br />

Es la verdad. ¿Por qué me voy a comportar como un hipócrita contigo?<br />

Creo que si en mi vida ha habido un día absolutamente perfecto, aparte<br />

de los que viví en Cartagena con mi mulata, fue sin duda aquel en que<br />

pasé como una apisonadora por encima de Carlos Alejandro Criado<br />

Navas y lo dejé como una plasta de perro en una acera.<br />

Y si alguna vez, fui sádico y cruel, fue también aquel día.<br />

¡Era basura! Te lo juro; era pura basura sin valor para encarar sus<br />

propios crímenes.<br />

Rudy Santana, el «costeño» marica, e incluso el jamaicano, afrontaron<br />

su fin con un cierto coraje, conscientes de que todo el que juega se<br />

arriesga a que lo jodan y eso es lo justo, pero aquel niño bonito al que la<br />

vida le había puesto las cosas demasiado fáciles, debía imaginar que a<br />

él le tocaba estar en el bando de los que siempre ganan.<br />

Y nadie gana siempre, tú lo sabes.<br />

Sería demasiado injusto para los que siempre pierden.<br />

Lloriqueaba.<br />

¿Puedes creerlo? ¡Lloriqueaba como un chiquillo al que su padre ha<br />

sorprendido haciéndose una paja, y te aseguro que me entraron ganas<br />

de arrearle un coñazo! Pero me limité a tranquilizarle haciéndole ver que<br />

si mantenía la calma y abandonaba los Estados Unidos de inmediato,<br />

las cosas se arreglarían, porque lo único que tenían contra él era la<br />

acusación de un «narcotraficante» que había sido cazado con las manos<br />

en la masa y sin pruebas concretas ningún país concedería su<br />

extradición.<br />

Le di a entender que siendo mi amigo y considerándole ya «uno de los<br />

nuestros», no tendría el más mínimo problema a la hora de rehacer su<br />

fortuna e incluso acrecentarla, pues estando en aquel negocio y<br />

habiendo demostrado tanto ingenio a la hora de buscar medios de


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 191<br />

transporte, un hombre tan brillante como él tendría ocasión de ganar<br />

«cientos de millones».<br />

Tal como esperaba, decidió aceptar mi invitación y escapar conmigo<br />

aquella misma noche.<br />

¿Quiere creer que ni siquiera se acordó de Diana? Era tan cerdo que no<br />

le dedicó un solo pensamiento o tuvo el detalle de llamarla para<br />

aconsejarle que se largara del país.<br />

No estoy muy seguro.<br />

Puede que lo supiera, o puede que estuviera convencida que ganaba el<br />

dinero con los discos, ¡vete tú a saber! Pero cuando uno se está tirando<br />

a una mujer así, lo menos que debe hacer es intentar protegerla e<br />

impedir que la Policía le ponga la mano encima.<br />

Nunca ocurrió, ya que todo era un montaje, pero no quiero ni imaginar lo<br />

que podría pasar si alguien como Diana tuviese la mala suerte de caer<br />

en las garras de ciertos polizontes de Florida acusada de estar implicada<br />

en asuntos de «narcotráfico».<br />

Criado Navas optó por largarse únicamente con lo puesto, incluida la<br />

mierda, por lo que me vi obligado a entrar en unos almacenes a<br />

comprarle ropa limpia, y pasamos luego el resto de la tarde dando<br />

vueltas con el coche hasta llegar al convencimiento de que ningún<br />

agente de la DEA nos seguía.<br />

El miedo apesta.<br />

Se bañó en la playa y se cambió de ropa, pero te puedo asegurar que a<br />

los diez minutos sudaba de tal forma que olía a demonios, y daba la<br />

impresión de que toda la podredumbre que guardaba dentro le afloraba<br />

a través de los poros.<br />

Le pregunté por qué razón alguien como él se había metido en un<br />

asunto de drogas, pero no supo darme una respuesta válida.<br />

¡La vida! —fue todo lo que dijo.<br />

¡La vida! ¿Qué podía saber aquel pendejo de la vida? ¿Qué hubiera<br />

hecho Carlos Alejandro Criado Navas de tener que sobrevivir en las<br />

cloacas de Bogotá? No quiero ni pensarlo.<br />

Luego, poco antes de oscurecer, le asaltó la jaqueca.<br />

Si ya estaba pálido, a partir de aquel momento se puso verde, y cuando<br />

comprendió que le sobrevenía uno de sus famosos ataques, me suplicó<br />

que me detuviera en una farmacia y le comprase un potentísimo<br />

analgésico.<br />

Aquello facilitó mucho las cosas.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 192<br />

Se tomó tres cápsulas y a los diez minutos balbuceaba como un idiota y<br />

no hacía más que golpearse la nuca en el «apoyacabezas» sin parar ni<br />

un momento de mascullar incoherencias.<br />

Puedes creerme si te digo que nunca he visto a nadie tan acabado.<br />

En esos momentos hubiese hecho buena pareja con María Luna. Ella en<br />

silencio, mirando un punto sin decir nada, y él con la cabeza como si<br />

fuera una de esas pelotas que se golpean con una raqueta y están<br />

atadas a una goma.<br />

Tuve que ayudarle a salir del coche y en cuanto se tumbó en la lancha<br />

quedó inconsciente.<br />

Era un hombre alto y fuerte, y te aseguro que durante las horas que<br />

siguieron sudé como jamás había sudado.<br />

Resultó harto difícil.<br />

Primero hacerme a la mar y conducir aquella diminuta lancha a través<br />

de la oscuridad, yo que de mar no entiendo un carrizo; luego,<br />

aproximarme sin ser visto ni oído, y por último, subir a un Carlos<br />

Alejandro Criado Navas que parecía como muerto, hasta las vigas de la<br />

caverna a seis metros de altura sobre la hélice.<br />

No son muchos los barcos construidos con las características del que<br />

nos había llevado a Miami, y fue por eso por lo que tuve que retrasar<br />

tanto el momento de llevar a cabo mis planes.<br />

Me costó cantidad, repito. Terminé muy cansado, pero cuando conseguí<br />

regresar a la playa, Carlos Alejandro Criado Navas dormía en una<br />

hamaca colgada sobre la hélice de un petrolero que al amanecer partía<br />

rumbo al Golfo Pérsico.<br />

Le dejé suficiente agua y comida, una linterna, y una carta que explicaba<br />

por qué estaba allí, así como el triste fin que había tenido el pobre,<br />

Román Morales y la desgraciada Luna Sánchez.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 193<br />

Lo único que hice fue cumplir mi promesa sacándole del país.<br />

Ya sé que no especifiqué qué medio de transporte utilizaría, pero<br />

tampoco él lo especificó allá en Cartagena.<br />

Si hubiera sido un tipo con lo que hay que tener, tal vez hubiese logrado<br />

salvarse, pero me han contado que jamás se ha vuelto a saber de él, y<br />

si te digo la verdad, no me sorprende.<br />

A veces, en mitad de esas largas noches en que me quedo mirando el<br />

techo y recordando tantas cosas como me han ocurrido, trato de<br />

imaginarme cómo debió de ser su final y en ocasiones me arrepiento.<br />

Fue exagerado, lo admito.<br />

Una pasada que un miserable como Carlos Alejandro Criado Navas no<br />

se merecía.<br />

Hubiera bastado con un simple tiro entre los ojos en un callejón oscuro,<br />

pero a estas alturas sabes muy bien que hice todo aquello por<br />

distraerme.<br />

Por vengar a Luna y a Román, eso está claro, pero también fue en parte<br />

por diversión, y en parte un reto a mí mismo, pues quería demostrar que<br />

era algo más que un simple «sicario».<br />

«Elubri...» No; no es eso. «Elucubrar» ¡jodida palabra!, como yo lo hice<br />

en Miami en aquel tiempo, me sirvió no sólo para aplacar la ira que me<br />

devoraba las entrañas, sino sobre todo para comprobar que no era tan<br />

sólo una máquina de matar gente.<br />

Canijo, feo, ignorante, hijo de puta y asesino, son términos con los que<br />

por lo general se me describe, y además de todo eso sería harto<br />

estúpido si no admitiese que son en verdad los que mejor me cuadran.<br />

Me he convertido en una «escoria»; una basura de la que la sociedad<br />

haría bien en librarse, pero también me he convertido en uno de esos<br />

pedos que cuando estamos en el retrete nos recuerdan lo que estamos<br />

haciendo, y nos ayudan a comprender que esa mierda, por muy<br />

maloliente que sea, la hemos producido nosotros a base de triturar y<br />

corromper cosas que incluso olían bien y eran hermosas.<br />

Los «marginales» como yo, que nacen ya marginados porque así lo<br />

quiere la suerte o el destino, somos como una manzana que alguien


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 194<br />

muerde, se traga, le saca el sabor y el jugo, y al final se apresura a tirar<br />

de la cadena porque ya no es como al principio y eso le ofende.<br />

Somos una «lacra» que resulta imprescindible eliminar, pero que si no<br />

existiese te garantizo que tendrían que inventar a toda prisa.<br />

Al igual que un hombre no puede evitar ir dejando a su paso pequeñas<br />

montañas de excrementos, la sociedad va expulsando sus detritus, y a<br />

menudo somos tantos que amenazamos con aplastarla definitivamente.<br />

Si un respetable ejecutivo, un cantante de éxito, o el mismísimo<br />

Maradona se meten un toque de «coca» alguien tiene que<br />

proporcionársela, alguien recibe la orden de impedirlo, y alguien<br />

pretende impedir que se lo impidan, con lo que alguien mata y alguien<br />

muere, y así hasta el infinito.<br />

Si todo aquel que «esnifa» tomara conciencia de qué cantidad de vida<br />

ajena se está metiendo en el cuerpo con la «coca», quizá se guardaría<br />

muy bien de hacerlo, y si a pesar de ello no se detiene, no debe<br />

escandalizarse de que la sociedad produzca «escorias» como yo.<br />

O incluso como Carlos Alejandro Criado Navas.<br />

Dicen, y de ello me alegro, que el consumo de «coca» ha descendido de<br />

forma notable en los Estados Unidos en estos dos últimos años, y<br />

comienza a dejar de ser «la gracia de moda» entre la gente guapa.<br />

Te aclararé una cosa y no te sorprendas: no es que el consumo sea<br />

menor porque sea menor la demanda, sino porque al Gobierno ya no le<br />

interesa que sea tan grande la oferta.<br />

Para la Administración Reagan el negocio de la «coca» fue como un<br />

calco de lo que significó para la Administración Nixon, el negocio de la<br />

heroína: una forma de controlar Gobiernos y gobernantes.<br />

El Sha de Irán y los mandatarios de países como Turquía, Tailandia,<br />

Vietnam o Birmania estaban metidos hasta el cuello en el tráfico de<br />

heroína, y Nixon no sólo lo sabía, sino que lo apoyaba porque<br />

consideraba que siempre era preferible un heroinómano a un comunista.<br />

A Reagan, que tuvo siempre a Nixon como ejemplo, también le gustaba<br />

más un cocainómano que un comunista.<br />

Cuando el Congreso decidió cortar la ayuda militar a los «contras» que<br />

luchaban contra los «sandinistas», la CÍA montó la operación «Iráncontra»<br />

que estaba financiada en realidad con dinero de la «coca».<br />

De igual forma se consintió en que Jamaica se convirtiera en el primer<br />

abastecedor de marihuana de los Estados Unidos, puesto que sin los<br />

más de mil millones de dólares anuales que percibía por ese concepto,<br />

su economía se vendría abajo y el Primer Ministro, Seaga, fiel aliado


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 195<br />

anticomunista, podía hundirse y tal vez la isla caería en manos de<br />

simpatizantes de Fidel Castro.<br />

¡No te sorprendas! Así es y no tiene vuelta de hoja.<br />

He estado tanto tiempo en esta mierda que sé de lo que hablo, y sé<br />

también que para Reagan la droga en sí no era perjudicial siempre que<br />

no fuese perjudicial para su Administración.<br />

Ahora las cosas han cambiado, y no es porque yo crea que el nuevo<br />

Presidente piense de otra manera, sino porque lo que en realidad ha<br />

cambiado es el entorno político.<br />

El comunismo agoniza, el «sandinismo» ha sido derrotado y Fidel<br />

Castro, ya no sueña con exportar su «Revolución», sino que se<br />

conforma con que la auténtica «Revolución» no llegue a las playas de su<br />

isla.<br />

En estos dos últimos años, la importancia estratégica de la «coca» ha<br />

descendido de modo notable y paralelamente ha descendido de forma<br />

lógica su demanda.<br />

Quedan, eso sí, los viejos traficantes que se resisten a perder sus<br />

ingresos, y que buscan nuevos mercados en Europa, pero ésa es ya<br />

otra historia de la que estoy al margen.<br />

Ni quiero, ni pienso verla.<br />

He visto ya demasiado, ¿no te parece? He hecho y he visto tantas cosas<br />

en tan pocos años, que a menudo mi vida se me antoja un exceso, pero<br />

un exceso de todo lo negativo que puede ofrecer la vida a un ser<br />

humano que nació sin embargo con idénticas esperanzas que cualquier<br />

otro.<br />

Después de lo de Miami dejé de interesarme por cuanto me rodeaba. Lo<br />

único que en verdad podría haberme hecho feliz hubiera sido recuperar<br />

a María Luna o volver a encontrarme con Abigail Anaya, pero no ocurrió<br />

nada de eso.<br />

Con Ramiro hablo por teléfono a menudo. Tiene dos hijos y con el<br />

dinero que recibe, y que sigue pensando que le envía Abigail, saca<br />

adelante El Refugio y a su familia. Ya es bastante.<br />

¿Para qué? ¿Crees que le gustaría conocer el resto de mi historia? Ya<br />

te lo dije una vez; si saber es un mérito, ignorar puede llegar a ser una<br />

virtud.<br />

Supone que estoy bien, que aquí soy feliz a mi manera, y que algún día<br />

volveré a conocer a sus hijos y a ver de cerca cómo lo trata ahora la<br />

vida.


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 196<br />

Nunca le hablo de mi soledad y de que en este inmenso caserón tan<br />

sólo habitan las sombras de todos aquellos para los que el hecho de que<br />

yo consiguiera ser un «gamín» demasiado duro de roer, constituyó la<br />

peor de las desgracias.<br />

A veces he intentado hacer una lista, pero siento decirte que no consigo<br />

recordar ni cuántos fueron, ni cuáles eran sus nombres.<br />

En eso es en lo único que me falla la memoria, quizá porque es en lo<br />

único en que he querido que me falle.<br />

¿A quién le importa? La mayoría eran hijos de puta que la sociedad me<br />

debe agradecer que haya dado de baja, y por contenta podría darse si<br />

hubiese muchos más como yo que le ahorrasen ensuciarse la manos.<br />

La edad y el tiempo me han permitido reflexionar sobre el papel que me<br />

tocó desempeñar, y aunque admito que fue el peor del reparto, debes<br />

reconocer que la película era tan mala que no valía la pena que me<br />

hubieran dado otro.<br />

Yo al menos acepto mis miserias y sé muy bien a qué achacarlas. La<br />

mayoría no tiene tanto valor o tanta suerte.<br />

Una puta.<br />

Salvo María Luna, nunca he tratado más que con putas, y ésta no es<br />

mejor ni peor que cualquier otra. Me hacen compañía una temporada,<br />

me roban lo que pueden, y un buen día se largan y vuelvo a quedarme<br />

solo.<br />

¿Quién soportaría a alguien como yo si no fuera por dinero? Dinero es lo<br />

único que me sobra, a mí, que la mayor parte de mi vida no tuve ni para<br />

una triste «arepa».<br />

Luego llegaste tú con esa absurda idea de que contase mi historia y te lo<br />

agradezco. Hablar me ha servido de ayuda y de consuelo.<br />

Si algún día se publica todo esto y aunque yo no lo vea, quisiera dejar<br />

muy claro que pese a que fui un frío asesino especializado en ocultar<br />

cadáveres, digan lo que digan nada tuve que ver con la desaparición de<br />

don César Galindo y de sus chicas, y muchísimo menos con la de<br />

Abigail Anaya.<br />

El primero me caía harto pesado, pero sabes muy bien que al segundo<br />

lo adoraba.<br />

Y no es que intente defender mi buen nombre; es que si las cosas<br />

fueron así, nadie debe pretender que fueron de otra manera.<br />

Es posible que se me hayan pasado por alto algunas cosas; cosas que<br />

tal vez sean importantes para ti, y si es cierto eso que dicen de que en el


<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 197<br />

momento de morir toda tu vida cruza por tu mente en un instante,<br />

intentaré hacerte saber si hubo algo más que mereciera la pena.<br />

Puede que te llegue cuando aún tengas el libro en la imprenta.<br />

«Lo bueno, si es breve, doblemente bueno, y lo malo, si es poco,<br />

mejor.» Mi vida puede haber sido de lo más hediondo que cabe<br />

imaginar, pero sabes bien que un cáncer de páncreas parece tener la<br />

sana intención de cortarla de cuajo.<br />

Y en verdad se me antoja un gran acierto, porque un «sicario» viejo y<br />

cansado puede llegar a ser tan patético como esas viejas putas que se<br />

paran en una esquina luciendo sus tetas flácidas y sus pintarrajeadas<br />

mejillas.<br />

Moriré siendo bastante rico y Ramiro y «El Sótano» no tendrán ya más<br />

problemas, pero quiero recordarte que no soy rico por matar, que eso<br />

siempre demostró ser un chato negocio, sino porque en un momento<br />

determinado empleé bien mi escaso cerebro y mi reconocida capacidad<br />

de sobrevivir bajo cualquier circunstancia.<br />

Si aquel maldito «Medio de Transporte» hubiera sido menos terrible,<br />

probablemente me hubiera limitado a entregar la «mercancía», cobrar mi<br />

parte y coger puerta de vuelta a Cartagena.<br />

Le hubiera advertido muy seriamente a la mulata, que si no se casaba<br />

conmigo le retorcería el pescuezo, y más tarde le habría hecho cinco<br />

chiquillos que jamás serían «gamines».<br />

Y con aquel dinero hubiese montado una preciosa «pizzería».<br />

Me has oído bien.<br />

Mi único sueño de niño, y ahora me atrevo a confesártelo fue pasar el<br />

resto de mi vida aspirando a todas horas el fantástico aroma de una<br />

pizza.<br />

Caracas-Bogotá-Cartagena-Lanzarote, 1991<br />

P.D.: Jesús, Chico, Grande murió en Caracas el 30 de abril de 1991.

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