Alberto Vazquez Figueroa - Sicario.pdf - LaFamilia.info
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SICARIO<br />
PLAZA&JANES EDITORES.S. A.<br />
Portada de GS-GRAFICS, S. A.<br />
Foto: ZARDOYA Primera edición: Junio, 1991<br />
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los<br />
titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la<br />
reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o<br />
procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento <strong>info</strong>rmático<br />
y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo<br />
públicos.<br />
© 1991, <strong>Alberto</strong> Vázquez <strong>Figueroa</strong> Editado por PLAZA & JANES
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 2<br />
EDITORES, S. A.<br />
Virgen de Guadalupe, 21-33. Esplugues de Llobregat (Barcelona)<br />
Printed in Spain — Impreso en España<br />
ISBN: 84-01-32378-9 - Depósito Legal: B. 19. 199/1991<br />
Impreso en Printer, Industria Gráfica, S. A.<br />
Sant Vlcenç dels Horts (Barcelona)
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 3<br />
Si usted quiere que le cuente mi historia, señor, yo se la cuento.<br />
No entiendo de qué puede servirle a nadie una historia semejante, pero<br />
si ha venido desde tan lejos sólo por conocerla, sus razones tendrá y no<br />
soy quién para negárselas.<br />
Me gustaría poder empezar diciéndole en qué día nací, en qué mes y en<br />
qué año, pero ni de eso, ni del lugar donde pudo ser, tengo una idea<br />
precisa, porque, si alguna vez mi nacimiento se registró en alguna parte,<br />
cosa que dudo, olvidado debió quedar en la memoria de mi madre, que<br />
es la única que pudo tener en su día clara conciencia de tal acto.<br />
Y es que mi madre era puta.<br />
Puta, borracha, ladrona y probablemente drogadicta por más señas,<br />
pues lo poco que recuerdo de su persona, va unido a la idea de botellas<br />
que rodaban por el suelo, hombres con los que se pegaba, hedor a<br />
vómitos y sonoros ronquidos que me impedían dormir casi toda la<br />
noche.<br />
También recuerdo un largo viaje en una época en la que tendría yo dos<br />
o tres años, aunque siempre sospeché que más que un viaje fue una<br />
huida; una precipitada fuga motivada por el hecho de que, al parecer, mi<br />
madre le había robado a un cliente y confiaba empezar con ese dinero<br />
«una nueva vida» lejos del pueblo.<br />
Que conste que nunca me importó el hecho de que mi madre fuera puta,<br />
pues desconozco las razones que tuvo para acabar de esa manera,<br />
aunque, si quiere que le diga la verdad, creo que desde aquel tiempo le<br />
tomé animadversión a las mujeres que abusan de quienes tan sólo<br />
buscan pasar con ellas un buen rato sin discutir el precio, y luego se<br />
encuentran con que les han dejado sin blanca.<br />
En la ciudad las cosas no fueron a mejor, pues a mi madre el dinero le<br />
debió durar muy poco, y la diferencia estuvo en que los clientes no eran<br />
los viejos conocidos que solían acudir a casa, sino que ahora tenía que
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 4<br />
salir a buscarlos a unas calles en las que la competencia era muy dura y<br />
el frío le calaba hasta los huesos.<br />
Eso hacía que bebiera aún más que de costumbre y que estuviera<br />
siempre de un humor de todos los demonios, aprovechando cualquier<br />
disculpa para propinarme una soberana paliza o quemarme con un<br />
cigarrillo el dorso de la mano, pues aseguraba que ésa era la única<br />
forma que conocía de que me quedara quieto unos minutos.<br />
Vivíamos en un cuartucho tan minúsculo que, cuando tenía que<br />
«ocuparse» por el día, me mandaba a jugar a la calle, pero cuando se<br />
trataba de servicios nocturnos me veía obligado a acurrucarme bajo un<br />
montón de mantas, sin hacer ruido ni movimiento alguno, y orinándome<br />
encima si es que no podía aguantarme.<br />
Si por alguna razón los clientes sospechaban, mi madre les tranquilizaba<br />
asegurando que quien dormía era un gato, convencida como estaba de<br />
que de saber que era un niño muchos no conseguirían concentrarse y<br />
acabarían por largarse aprovechando la disculpa para no pagar.<br />
Y es que mi madre no era atractiva.<br />
Apenas tenía más que piel cubriéndole los huesos, y como andaba<br />
siempre sucia y desgreñada le costaba embaucar a algún borracho, por<br />
lo que tenía que procurar que quedara contento si no quería tener<br />
graves problemas.<br />
¿En verdad le interesa que le siga contando todo esto? No, a mí en<br />
realidad no me molesta, y al fin y al cabo son cosas que pasaron hace<br />
ya muchos años.<br />
Es como si le hubiera ocurrido a otra persona.<br />
¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí...! Mi madre. Algunas noches observaba<br />
desde mi rincón lo que hacía con aquellos pendejos, y puede usted<br />
creerme si le digo que me importaba un carajo.<br />
Hay quien asegura que los niños tienen la obligación de amar a sus<br />
madres y sufrir cuando les colocan en semejante situación, pero le juro<br />
que para mí no fue nunca más que una bruja maloliente que de tanto en<br />
tanto me proporcionaba algo de comer, y que tampoco me demostró<br />
más afecto del que habría demostrado si en verdad hubiera sido un<br />
gato.<br />
Yo era, al parecer, cuanto tenía, pero estaba claro que no me tenía para<br />
quererme, sino tan sólo para hacerme partícipe de todas sus desgracias,<br />
desahogando sobre mí sus frustraciones.<br />
Darme una patada o quemarme con un cigarrillo le compensaba por no<br />
tener un vaso de ron a mano, y pegarme se había convertido en la única
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forma de escapar a su imagen las pocas veces que se miraba a un<br />
espejo.<br />
Por todo ello, la vida se me fue haciendo cada Vez más difícil, ya que en<br />
el pueblo raro era el día en que una vecina no me daba un pedazo de<br />
pan, pero allí, en la ciudad, nadie parecía reparar siquiera en mi<br />
presencia.<br />
Le aseguro, señor, o al menos ésa ha sido mi experiencia, que a los<br />
cuatro años se llega a soportar el hambre, el frío e incluso contemplar<br />
cómo un tipejo hediondo hociquea como un cerdo en la entrepierna de<br />
tu madre, pero lo que no se resiste en modo alguno es la espantosa<br />
sensación de saber que vives sin que a nadie le preocupe en absoluto lo<br />
que pueda ocurrirte.<br />
Por no darme, mi madre ni tan siquiera me dio un nombre; no ya un<br />
apellido; me refiero a un simple nombre de pila por el que designarme,<br />
pues cuando en alguna ocasión se refería a mí, decía siempre el Chico,<br />
y cuando estábamos solos en el cuartucho nunca me nombraba, pues<br />
resultaba evidente que yo era el único que podía escucharla.<br />
Cuando en un par de ocasiones le pregunté sobre ello eludió el tema, lo<br />
cual me obliga a suponer que en realidad jamás se preocupó de<br />
bautizarme, ni aun de dedicar un minuto de su vida a la sencilla tarea de<br />
buscar el modo de que pudiera diferenciarme del resto de los millones<br />
de hijos de puta que pululan por el mundo.<br />
Siempre fui, por lo tanto, el Chico, y cuando años más tarde la sociedad<br />
se empeñó en que debía tener una «Personalidad Jurídica», decidí<br />
adoptar el apellido «Grande», pues se me antojó tan bueno como<br />
cualquier otro y bastante en consonancia con las circunstancias de mi<br />
vida. Ya ve, por tanto, que «Chico Grande» no es en absoluto un apodo<br />
como la mayoría imagina, sino el nombre y el apellido que figuran en<br />
todos mis documentos.<br />
Una burla del destino para alguien que jamás tuvo infancia.<br />
Y además, tan canijo.<br />
Una tarde, mientras mi madre se «ocupaba» con tres tipos y otra golfa<br />
en algo que nunca he podido tan siquiera imaginar, teniendo en cuenta<br />
las reducidas dimensiones del cuarto y de la cama, me tropecé en la<br />
calle con Ramiro, un mocoso espigado, pero tan flaco que sus dos<br />
piernas apenas abultaban lo que una normal, que vagaba sin rumbo<br />
desde el día en que su madre, tan puta al parecer como la mía,<br />
desapareció por completo dejándole sin techo.<br />
Ramiro tendría apenas un año más que yo, pero sabía mucho de la vida,<br />
y tenía una ligera idea sobre dónde dormir caliente y conseguir algo de
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 6<br />
comer.<br />
Me fui con él.<br />
Me fui definitivamente, debido en parte al hecho de que en cuanto<br />
llegamos al centro de la ciudad caí en la cuenta de que no tenía la más<br />
mínima idea de dónde estaba mi «casa», ni cómo carajo tenía que<br />
arreglármelas para volver a ella.<br />
A decir verdad, nunca me pasó por la mente la idea de volver, y ni tan<br />
siquiera una sola vez en mi vida eché de menos a mi madre.<br />
El centro de la ciudad me fascinó al instante.<br />
Yo, que había vivido hasta aquel momento en un barrio de las afueras,<br />
nunca he sabido cuál, pero uno de esos de chabolas de madera y<br />
«calles» de barro en los que los días son casi siempre grises y las<br />
noches oscuras, pasé de pronto a encontrarme en mitad de una<br />
hermosa plaza, rodeada de altísimos edificios de iluminados ventanales,<br />
con lujosos comercios de letreros multicolores cuyos escaparates<br />
exhibían más cosas maravillosas que la más fantástica cueva de Alí<br />
Baba.<br />
Debí permanecer con la boca abierta cuatro días.<br />
Ramiro me enseñaba a vivir.<br />
«Sobrevivir» sería más bien la palabra justa en este caso, pues aunque<br />
fastuoso, el mundo al que había llegado se mostró de inmediato hostil y<br />
despiadado, ya que eran centenares los que, como nosotros, pululaban<br />
en busca de un mendrugo que echarse a la boca.<br />
Resulta difícil vivir de la caridad cuando la caridad se ha convertido en<br />
un oficio al que llegas el último, siendo el más pequeño, y sin poder<br />
ofrecer a la vista ningún defecto que mueva a la compasión del<br />
transeúnte.<br />
En aquel tiempo llegué a envidiar a los cojos y los mancos, puesto que<br />
lo único que tenían que hacer era tomar asiento en una esquina, exhibir<br />
sus miserias y permitir que el plato se les fuera llenando de brillantes<br />
monedas.<br />
Ramiro y yo, por el contrario, nos veíamos obligados a correr junto a los<br />
peatones tirándoles del abrigo o sollozando para no recibir la mayoría de<br />
las veces más que un empujón o un despectivo golpe con el dorso de la<br />
mano, si es que teníamos la suerte de que no nos pisaran con sus<br />
pesados zapatones.<br />
Me dolía el cuello de mirar hacia arriba.<br />
A mi nivel no estaban más que Ramiro, algún que otro niño y algún que
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otro perro.<br />
Fue entonces cuando comprendí que existía el mundo de los adultos, y<br />
que esos adultos no eran los miembros de mi especie encargados de<br />
protegerme, sino mis peores enemigos, porque desde su altura<br />
emanaban la mayor parte de los peligros que pudieran acecharme.<br />
Adultos eran los que nos corrían a bofetadas cuando entrábamos a un<br />
restaurante a pedir limosna a quienes se atiborraban de comida; adultos<br />
los que nos echaban de los portales calientes en los que buscábamos<br />
refugio por las noches, y adultos los que nos pateaban cuando nos<br />
sorprendían cagando bajo un árbol de la plaza.<br />
No nos permitían utilizar los retretes de los bares, pero no querían,<br />
tampoco, que nos bajáramos los pantalones a la vista de la gente, y lo<br />
que le estaba permitido a cualquier perro, nos lo prohibían a nosotros sin<br />
que entendiéramos los motivos.<br />
¿Qué podíamos hacer?<br />
Para utilizar un baño público debíamos pagar, pero a la gente rica que<br />
lucía anillos y relojes no les obligaban a que sus malditos perros los<br />
usaran en lugar de ensuciar las aceras.<br />
Yo nunca me cagué en mitad de una acera, se lo juro.<br />
Buscaba un rincón cualquiera de la plaza, entre los matorrales, pero<br />
hasta allí me perseguía un vigilante furibundo, que minutos antes había<br />
visto impasible cómo un inmenso pastor alemán dejaba caer su plasta<br />
donde cualquiera podía pisarla.<br />
¿Por qué tenía que ser peor mi mierda que la de un perro?<br />
Creo que fue entonces cuando empecé a odiar a los perros, y no porque<br />
estuvieran mejor cuidados y recibieran más cariño que yo, sino por el<br />
simple hecho de que podían cagar donde quisieran.<br />
¿Por qué sonríe?<br />
¿Le parece divertido que la sociedad acepte que un chucho pueda tener<br />
más derechos que un niño de cinco años?<br />
Si en verdad lo considera divertido será mejor que dejemos aquí mismo<br />
la charla, pues resulta evidente que no es usted alguien que pueda<br />
entender la mayoría de las cosas que pienso contarle.<br />
No. No me enfado. Tan sólo le pido que cuando esté reventando salga a<br />
la calle y trate de hacer sus necesidades a cinco metros de donde las<br />
hace un perro.<br />
¿Cree que a mí me gustaba que me vieran el culo? ¿Cree que resulta<br />
gracioso tener que echar de pronto a correr ensuciándote las piernas?
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 8<br />
Lo primero que Ramiro me enseñó fue a no cagar nunca bajándome los<br />
pantalones, pues si los vigilantes me sorprendían no podía huir y<br />
acababa apaleado y con mierda hasta el cuello.<br />
Por frío que hiciera tenía que quitarme los pantalones, aforrarlos con<br />
fuerza, abrir mucho las piernas y estar atento a mi espalda porque<br />
cuando menos lo esperaba una patada me lanzaba volando por los<br />
aires, o un «coño-e-madre» de jardinero me empapaba con su maldita<br />
manguera.<br />
¡Y Dios se apiade de ti si por casualidad estás estreñido!<br />
Y tenga muy presente que no le cuento todo esto por gusto, sino porque<br />
quiero que entienda que para un mendigo de la gran ciudad tan difícil<br />
puede ser cagar como comer, e incluso más, pues si no comes, pasas<br />
hambre, pero si no cagas, revientas.<br />
¿Vergüenza?<br />
A menudo me despierto sobresaltado porque en mis sueños me veo<br />
acuclillado en mitad de la calle mientras la gente me contempla con<br />
gesto de asco o disgusto.<br />
Algunos incluso me insultan.<br />
Recuerdo que en una ocasión en que tenía unos terribles retortijones<br />
porque había comido algo podrido que encontré en un cubo de basura,<br />
un tipo que pasaba se desabrochó la bragueta y comenzó a mearme<br />
encima.<br />
Yo aún no había cumplido los seis años, sudaba frío, y creo recordar<br />
que incluso echaba sangre por el ano, pero aquel adulto hijo de puta se<br />
descojonaba empapándome la cara.<br />
¿Ya no sonríe?<br />
¿Ya no se le antoja tan divertido?<br />
No se inquiete. Al fin y al cabo fue gracioso, puesto que de improviso<br />
apareció Ramiro con un palo y le atizó tal fustazo en la punta del capullo<br />
que el muy cabrón aún debe dar alaridos cada vez que se lo toque.<br />
Ramiro era ya más que mi hermano.<br />
Nunca tuve .ninguno, que yo sepa, pero imagino que un hermano es<br />
alguien con quien compartes los padres y compartes de igual modo<br />
alegrías y tristezas.<br />
Pero ni Ramiro ni yo teníamos padres, ni mucho menos alegrías, y como<br />
lo único que podíamos compartir eran miserias, nos sentíamos tan<br />
unidos como no creo lo haya estado jamás hermano alguno.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 9<br />
Una navaja, una manta y un cazo de latón era cuanto teníamos y en<br />
cierto modo nos bastaba, en especial cuando había algo con que llenar<br />
el cazo o cortar con la navaja, o un rincón en el que acurrucarse bajo la<br />
manta.<br />
Ramiro hablaba poco y mentiría si le dijese que nos contábamos<br />
nuestros sueños sobre el futuro y nuestras ilusiones, porque, a decir<br />
verdad, ignorábamos lo que significaba nada de eso.<br />
A lo más que llegábamos era a soñar despiertos sobre lo que significaría<br />
sentarse en uno de aquellos lujosos restaurantes para hartarse de<br />
comer caliente cosas cuyo sabor tan sólo conocíamos de recogerlas en<br />
los cubos de basura pasada la media noche, aunque en justicia debo<br />
admitir que era ése un recurso al que tan sólo recurríamos en último<br />
extremo y en muy contadas ocasiones.<br />
Los días de mucha lluvia, cuando caía uno de esos «palos de agua» en<br />
los que parece que una mano gigante exprime las nubes como si se<br />
tratara de un limón, el hambre se agudizaba, pues con ese tiempo los<br />
escasos transeúntes iban perdiendo el culo a refugiarse en los portales,<br />
sin tiempo ni ganas de detenerse para echar mano al bolsillo y darte una<br />
limosna.<br />
Los automovilistas cerraban las ventanillas y si te arriesgabas a<br />
colocarte en el borde de la calzada esperando que alguien se<br />
compadeciera de ti, lo único que conseguías era que al pasar por un<br />
charco un bus te empapara de los pies a la cabeza.<br />
Y la tiritera te daba más hambre.<br />
Eran malos los días de lluvia, sí. Muy malos.<br />
Tenías que dormir con la ropa enchumbada, al día siguiente te dolían<br />
hasta los huesos, y cuando te despertabas, si es que habías conseguido<br />
un lugar protegido en el que dormir, el hecho de escuchar de nuevo el<br />
rumor de la lluvia te producía tal sensación de angustia que preferías<br />
morir antes tener que enfrentarte a otro día semejante.<br />
No obstante, jamás pensé en suicidarme.<br />
Ni yo, ni ninguno de los chicos que conociera en aquel tiempo.<br />
Ya estaban allí el hambre y el frío para matarnos, y por lo tanto no<br />
íbamos a ser tan estúpidos como para facilitarles la labor.<br />
La experiencia me ha enseñado, señor, que cuanto más miserable es la<br />
vida por la que luchas, menos ganas tienes de perderla, sobre todo<br />
cuando, como en mi caso, jamás se ha conocido otra mejor.<br />
A los seis años me encontraba tan en el fondo del pozo, que el hecho de<br />
imaginar de un modo casi inconsciente que ya las cosas no podrían ir
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 10<br />
peor y todo lo que consiguiese de allí en adelante significaría un<br />
progreso, le daba un valor especial a mi vida evitando que se me pasara<br />
por la mente la idea de quitármela.<br />
Tal vez, de haber sabido cuan equivocado estaba en mis apreciaciones,<br />
la cosa hubiera sido muy distinta.<br />
Volviendo atrás podríamos decir que la mayor parte de nuestros sueños<br />
y nuestras ilusiones se limitaban a desear que nunca más lloviera.<br />
Cinco días de lluvia convierten a un niño mendigo en un niño ladrón.<br />
Y es que incluso la Naturaleza parece estar en contra de quienes, como<br />
yo, nos encontrábamos en la frontera de la muerte por hambre.<br />
En verano, cuando con el buen tiempo la gente anda tranquila y relajada<br />
soltando con más facilidad la pasta, el calor te quita el apetito, pero en<br />
invierno, cuando raro es el día en que consigues una triste moneda, el<br />
frío te da un hambre de lobo.<br />
Por ello alguna vez robábamos.<br />
No me gustaba hacerlo y le aseguro que no es porque tenga nada<br />
contra el hecho de robar en tales circunstancias, sino porque en verdad<br />
resulta harto peligroso.<br />
Fue robando como conocimos a Abigail Anaya.<br />
¡Imagínese! Apenas sería dos años mayor que yo, ya era ladrón, y sin<br />
embargo incluso tenía nombre y apellido.<br />
Ramiro era Ramiro, yo era el Chico, a casi todos los que iban por los<br />
alrededores no los conocíamos más que por el apodo o el nombre de<br />
pila, pero Abigail Anaya presumía de estar inscrito en el registro e<br />
insistía en que se le llamara por su nombre completo o no contestaba.<br />
Y se las sabía todas.<br />
No en vano fue su padre quien le enseñó el oficio, y tuvimos suerte,<br />
pues al viejo acababan de meterle en la cárcel y Abigail andaba<br />
buscando quien pudiera servirle de «reclamo», al igual que él había<br />
servido anteriormente.<br />
Ramiro y yo atraíamos la atención de los empleados de las tiendas<br />
mientras él realizaba el «trabajo». Y era un maestro.<br />
Iba siempre muy limpio y arreglado, con zapatos de suela y un precioso<br />
impermeable amarillo; con cara de «niño bien» y una lista de cosas «que<br />
su mamá le enviaba a comprar», aguardando su turno y ayudando a las<br />
señoras cargadas de paquetes.<br />
En ese momento entrábamos Ramiro y yo, tan sucios y hediondos, con
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 11<br />
ojos de hambre y el aire de quien va en busca de «afanar» un pedazo<br />
de pan o una salchicha, y mientras toda la atención se centraba en<br />
nosotros y en la forma de echarnos a pesar de nuestras protestas, él<br />
arramblaba con cuanto tenía a mano y desaparecía como por arte de<br />
magia.<br />
Nunca pude entender cómo diantres lo hacía. Abigail Anaya podía estar<br />
sentado ahí donde está usted y un segundo más tarde ya no sería capaz<br />
de averiguar dónde se había metido.<br />
O aparecía de improviso donde nadie podía imaginar siquiera que<br />
estuviese.<br />
El botín se repartía más tarde en cuatro partes; dos para él y el resto<br />
para nosotros.<br />
Era lo justo, pues si bien Ramiro y yo cargábamos con los coscorrones y<br />
las patadas, era Abigail quien corría el riesgo de que se lo llevaran a<br />
Sesquilé, de donde lo más probable sería que saliese con un par de<br />
dedos rotos o la cara hecha un mapa.<br />
Éramos niños y no tenían derecho a retenernos ni existía lugar al que<br />
enviarnos, y por lo tanto la única solución que nos quedaba era la de<br />
molernos a palos con la esperanza de que se nos quitaran las ganas de<br />
volver a las andadas.<br />
Pero no conseguían quitarnos el hambre, y el hambre vence el miedo a<br />
una simple paliza. Le garantizo, señor, que si hay algo capaz de superar<br />
el terror que un niño siente ante un policía del «Retén de la Treinta» o<br />
Sesquilé armado de una porra y dispuesto a romperle dos costillas, ese<br />
«algo» es el hambre que se le asienta en la boca del estómago y le<br />
acalambra hasta el punto de que llega un momento en que comprende<br />
que está en juego su propia capacidad de subsistencia.<br />
Y aquél fue un invierno especialmente duro.<br />
Frío, triste y harto lluvioso, con las calles muertas, los hoteles vacíos y<br />
los restaurantes sin clientes que dejaran sobras que pudiéramos recoger<br />
de los cubos de basura.<br />
¡Y éramos tantos!<br />
Día tras día, gente desesperada bajaba de unos pueblo? y de unos<br />
arrabales en los que el fango les alcanzaba las rodillas, y eran como la<br />
plaga de la langosta o una invasión de famélicos cadáveres dispuestos a<br />
resucitar a toda costa.<br />
Su hambre superaba mi hambre.<br />
¡Aún me cuesta creerlo!
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 12<br />
Lo recuerdo tanto tiempo más tarde, y me resisto a aceptar que hubo<br />
una época a lo largo de aquellos años de infinita miseria en la que me<br />
sentí, en cierto modo, superior a alguien, puesto que yo era, al menos,<br />
un «veterano» que sabía cómo desenvolverme entre tanta basura y<br />
alguna que otra vez conseguía comer algo o dormir sin mojarme.<br />
Fue por aquellos días cuando descubrí el auténtico significado de la<br />
muerte.<br />
Abigail Anaya había conseguido abrir la puerta de un camión de<br />
mudanzas y habíamos dormido allí los tres, apretaditos y templados<br />
pese a que fuera soplaba un viento helado, pero cuando al amanecer lo<br />
abandonamos descubrimos el cadáver de una mujer que se había<br />
guarecido debajo.<br />
Era relativamente joven, tenía ya la piel azulada, y parecía que nos<br />
estuviera sonriendo, tal vez tratando de hacernos comprender que allí<br />
donde ahora se encontraba las cosas eran bastante mejor que aquí en<br />
la tierra.<br />
Estaba descalza y vestía un poncho oscuro y una de esas faldas de<br />
colores de las campesinas de la montaña, y sin saber por qué nos<br />
sentamos a contemplarla hasta que llegó el dueño del camión que<br />
comenzó a lanzar reniegos y mentar a la «puta madre» de la difunta.<br />
Debía tener mucha prisa o muy pocas ganas de tratar con la justicia.<br />
Lo que ocurrió más tarde incluso a mí me sorprendió, y aún lo tengo<br />
muy vivo en la memoria, pues tras estudiar con cuidado la posición del<br />
cuerpo, el tipo puso el camión en marcha, maniobró adelante y atrás<br />
subiéndose a la acera sin siquiera rozarlo y se perdió de vista dejándolo<br />
tendido cara al cielo, permitiendo que la fina lluvia que comenzaba a<br />
caer de nuevo lo empapara.<br />
Aun así continuaba sonriendo.<br />
Algunos transeúntes tempraneros se detenían un momento a observar<br />
el extraño grupo que formábamos tres niños ateridos y una muerta, pero<br />
no fue hasta que abrieron la tienda de discos cuando alguien decidió<br />
llamar a los guardias, tal vez considerando que resulta feo empezar a<br />
tocar música a cuatro metros de un cadáver, por más que anduviera<br />
descalzo. ¿Le gusta la «salsa»? Personalmente prefiero la cumbia y<br />
quizá mi único placer de aquellos años se reducía al hecho de<br />
detenerme delante de una de las innumerables disqueras de la Carrera<br />
Séptima y bailar durante horas al son de una música que atronaba los<br />
oídos invitando a los que pasaban a comprar algún disco.<br />
Me fascinaban las carátulas.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 13<br />
Aquellas brillantes fotos de mujeres hermosas y grandes orquestas de<br />
tipos sonrientes que tocaban un sinfín de complejos instrumentos se me<br />
antojaba lo más parecido al paraíso que pudiera imaginar un niño, y<br />
cuando no llovía, tan sólo el hambre conseguía apartarme de los<br />
escaparates.<br />
Aunque durante aquel largo y maldito invierno incluso la música sonaba<br />
diferente.<br />
La cumbia y el merengue nacieron para bailarse bajo la luz del sol y<br />
sudar a chorros, pero no existe ser humano capaz de motivarse con su<br />
ritmo cuando tiembla de frío y un poncho empapado le pesa como una<br />
losa sobre la espalda.<br />
Y llovía, señor.<br />
Seguía lloviendo.<br />
Día tras día, minuto tras minuto; tan en silencio la lluvia y tan furtiva, que<br />
incluso el oído te engañaba, y en mitad de la noche tenías que buscar la<br />
luz de una farola para conseguir cerciorarte de que aún caía, monótona<br />
e implacable; sin el menor asomo de violencia, segura de sí misma y de<br />
su fuerza, indiferente a la desesperación del hombre y su impotencia.<br />
¿Ha visto alguna vez llover de esa manera? ¿Ha visto alguna vez<br />
paralizarse una ciudad por culpa de aguas mansas que penetran hasta<br />
en el último rincón de sus cimientos, inundando las calles,<br />
humedeciendo los cables, inmovilizando los carros, fundiendo las<br />
bombillas y enmoheciendo incluso el alma? Es como una maldición del<br />
Cielo que pretende demostrarte que para acabar con toda la mierda de<br />
aquí abajo no necesita tomarse siquiera la molestia de enfadarse,<br />
limitándose a mearte en la cabeza hasta que llega un momento en que<br />
suplicas que te ahogue si quiere, ¡que te hunda!, pero que deje por lo<br />
menos de empaparte.<br />
Y con la lluvia caían sobre la ciudad nuevos hambrientos.<br />
¿A qué venían? ¿Qué esperan encontrar entre tanto cemento? Raro era<br />
el amanecer que no alumbrase cadáveres de gentes que habían muerto,<br />
más aún que víctimas del hambre, de un paralizante terror y<br />
desconcierto; «cholos» cuyas raíces tal vez hubieran conseguido<br />
mantenerse en el barrizal en que se habían convertido sus lugares de<br />
origen, pero que no encontraban a qué aferrarse en el asfalto de una<br />
ciudad hostil y degradante.<br />
Ser pobre es una cosa.<br />
Pasar a convertirte en miserable es otra distinta.<br />
Tal vez usted, señor, no consiga entender la diferencia, o en su país no
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 14<br />
existan matices que delimiten la frontera entre el hambre que un ser<br />
humano es capaz de soportar con la cabeza alta, y el hambre que le<br />
obliga a inclinar la testuz como una bestia, pero allá en el altiplano quien<br />
se clava a su tierra vive sin esperanzas, pero quien emigra a la capital<br />
muere desesperado.<br />
Yo ya era un miserable desde el principio y sobrevivir me resultaba por<br />
tanto más sencillo, pues el agobio que produce la soledad de vivir entre<br />
millones de rostros indiferentes no pesaba en mi ánimo al igual que<br />
pesaba en el de cuantos llegaban de villorrios lejanos.<br />
Si un «cholo» entra en un supermercado con idea de apoderarse de un<br />
pedazo de pan, las luces de neón y los ojos de los vigilantes le paralizan<br />
de inmediato, y si un indio de la montaña se acuclilla a la puerta de una<br />
iglesia tendiendo en silencio la mano, no es que suplique, espera.<br />
Ninguno de ellos tenía un cómplice como Abigail Anaya, ni ninguno de<br />
ellos se sentía capaz de perseguir a un transeúnte a lo largo de cuatro<br />
cuadras hasta conseguir que, de puro hastío, se echara al fin la mano el<br />
bolsillo y te arrojara una moneda.<br />
No conocían los mejores restaurantes ni sus puertas traseras, ni al<br />
pinche capaz de guardarte las sobras, ni la forma de colarte en un portal<br />
justo antes de que lo cierren y esconderte en el último rellano para<br />
dormir tranquilo.<br />
No estaban en su mundo y agonizaban.<br />
Fue un invierno muy duro, señor, un invierno maldito; un invierno que<br />
nos dejó no sólo hambre y enfermedad, cansancio y muerte, sino que<br />
nos dejó, sobre todo, cientos de desgraciados campesinos que no se<br />
sentían capaces de volver a sus casas.<br />
La competencia comenzó a volverse insoportable.<br />
Eran como las moscas, o como ratas mojadas que al secarse muestran<br />
los dientes y advierten que están dispuestas a saltarte al pescuezo;<br />
fieras desesperadas a las que el sol parecía hacer revivir o sacar de las<br />
tumbas.<br />
Con el fin de las lluvias tomamos plena conciencia de cuántos eran en<br />
realidad y cuan grande era su hambre.<br />
Y Abigail Anaya fue el primero en comprender el peligro que corríamos.<br />
—Si permitimos que se instalen en «Nuestro Territorio» acabarán<br />
echándonos —dijo—. Porque esos «hijuemadre» cada vez serán más, y<br />
nosotros los mismos.<br />
En aquel momento quizá no lo entendí muy bien, pero ya me había<br />
hecho a la idea de que Abigail Anaya era no sólo el mayor, sino el más
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 15<br />
listo de entre todos nosotros, y de quien, casi siempre, dependía que<br />
pudiéramos conseguir algo de comer cuando las cosas se ponían<br />
difíciles.<br />
Lo que él llamaba «Nuestro Territorio» iba de la Plaza de Toros al<br />
Cementerio, entre la Avenida Eliecer Gaitán y la Calle Veinticuatro.<br />
No era mucho, pero para nosotros era lo mejor de la ciudad, con cines,<br />
restaurantes, puestos de flores e incluso un hotel de lujo cuyos turistas<br />
no lo pensaban mucho a la hora de soltarte un billete pequeño, y, por lo<br />
tanto, perderlo significaba tener que desplazarse hacia el centro donde<br />
los chicos mayores te rajaban la cara si tratabas de molestar a sus<br />
«clientes».<br />
A nuestros años —puede que yo anduviera ya por los siete u ocho—<br />
resultaba mucho más conveniente moverse por un barrio tranquilo,<br />
confiando más en la caridad que en cualquier otra cosa pues los<br />
pequeños hurtos en los mercados y en las tiendas constituían tan sólo<br />
un último recurso, mientras que más hacia el Este, desde la Veintidós a<br />
la Tercera, aquello era una jungla en la que cualquier desgracia podía<br />
sucederte.<br />
Sabíamos que aún no teníamos edad para exponernos a que un<br />
borracho nos violara en un portal oscuro, y, por desgracia, borrachos y<br />
violadores era lo que más abundaba en zona plagada de tugurios.<br />
¿Tiene idea de lo que significa que te rompan el culo si eres niño?<br />
Significa que a veces te destrozan, y te pasas el resto de la vida<br />
cagándote encima.<br />
Abigail Anaya lo sabía, su padre se lo había dicho, y por lo tanto le<br />
aterraba tener que abandonar el barrio que conocíamos, y en el que<br />
habíamos aprendido a desenvolvernos.<br />
Y no es que fuéramos los únicos; nada de eso. Lo frecuentaban muchos<br />
mendigos, pero fijos sólo estaban otros dos grupos: uno que tenía su<br />
base casi en las puertas mismas de la Plaza de Toros, y dos chicas y un<br />
chico con los que solíamos pelearnos los domingos junto a «La Casa<br />
Vieja» Abigail Anaya, que no era el mayor pero seguía siendo el más<br />
listo, consiguió reunirlos a todos, y éramos once.<br />
—O juntos o «envainados» —dijo—. Porque ya rondan por aquí dos<br />
«cholos» cabrones que nos sacan al menos la cabeza, y ésos son como<br />
los zamuros que donde uno se posa acuden todos.<br />
—Son fuertes.<br />
—Son dos.<br />
—Pero fuertes.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 16<br />
—Pero dos. Y nunca se hablan porque uno es de Boyacá y el otro del<br />
Tolima, y ésas son gentes que no se llevan bien y ni tan siquiera el<br />
hambre los arrejunta.<br />
Debían superar los quince años y andaban como al acecho, con la<br />
mirada esquiva, sobre todo el segundo, el del Tolima, un chicarrón que<br />
en tiempos mejores debió comer lo bastante como para desarrollar<br />
espaldas de «chircalero»..<br />
Los «chircaleros» se ganan la vida fabricando ladrillos y de tanto<br />
cargarlos, o se quiebran el espinazo o te pueden partir la cabeza de un<br />
golpe.<br />
Era sin duda alguna un «hijoeputa» muy peligroso para quien como la<br />
mayoría de nosotros apenas le llegaba al pecho, y Abigail Anaya tenía<br />
sobrada razón al alegar que si esperábamos a que se asociara, con<br />
otros de su tamaño y cuerda, tendríamos que irnos.<br />
De pronto comprendimos que todos aquellos que siempre habíamos<br />
creído no tener nada, teníamos algo, y que ese algo eran las basuras,<br />
los desperdicios y las limosnas de un pedazo de ciudad no mayor de<br />
cuatro calles.<br />
Y un Abigail Anaya que hablaba como los ángeles.<br />
Ese día se presentó descalzo y sin su brillante chubasquero amarillo;<br />
más sucio y desgreñado que de costumbre; más como los que no nos<br />
esforzábamos por encontrar una fuente en que lavarnos, e incluso su<br />
voz no era la voz con que se dirigía a los turistas o los dueños de las<br />
tiendas a las «que su mamá le había enviado a comprar un bojote de<br />
cosas», sino que parecía estar imitando al tuerto Hipólito, que era quien<br />
más palabrotas decía de cuantos conocíamos.<br />
Puede creerme si le digo, señor, que aquella tarde, allí, sentados en el<br />
prado que sube de la Carrera Diez a la Plaza de Toros, nació un líder, y<br />
que muy pronto a ninguno de los presentes se le ocurrió poner en duda<br />
una sola de sus palabras o sus órdenes.<br />
—Primero nos ocuparemos del «cholo» de Tolima —sentenció—.<br />
Después del otro.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 17<br />
Fue así como nació «La Gallada de los Tragavenados», sonoro nombre<br />
con el que nos autobautizamos con la intención de hacer cundir el<br />
pánico entre nuestros enemigos, aunque a decir verdad tal<br />
denominación no gozó de larga vida, puesto que muy pronto, y por una<br />
razón que a continuación explicaré, nuestra pandilla fue siempre<br />
conocida por el significativo apodo de «La Gallada del Cemento».<br />
Abigail Anaya, que tal como recordará se había erigido en nuestro jefe,<br />
estableció un turno de «trabajo» tan preciso, que a la semana teníamos<br />
una idea muy clara de cuáles solían ser los movimientos del «cholo» del<br />
Tolima, dónde comía, cagaba, dormía, e incluso se emborrachaba,<br />
hasta caer redondo en cuanto conseguía un puñado de pesos, la mayor<br />
parte de las veces robando los limpiaparabrisas de los carros que<br />
acostumbraban pasar la noche en «nuestra zona».<br />
Fue por aquellas fechas cuando comenzaron a remodelar la plaza de la<br />
fuente, ensanchando la avenida, y el sábado siguiente aguardamos<br />
pacientes a que, ya bien entrada la noche, «nuestro objetivo» se<br />
encaminara, tambaleante, al rincón de la entrada del cine en que le<br />
gustaba dejar pasar sus largas borracheras.<br />
Se despertó bien entrada la mañana, encajado en una vieja silla sin<br />
asiento en mitad de la plaza, y tras abrir los ojos, observarlo todo a su<br />
alrededor y preguntarse cómo diablos podía haber llegado hasta allí,<br />
descubrió que no podía dar un paso, puesto que tenía los pies<br />
enterrados hasta los tobillos en una masa de cemento que ya se había<br />
cuajado.<br />
¡Aún no puedo evitar reírme al recordarlo! ¡Demonio de Abigail, qué<br />
cosas se le ocurrían! ¿Se imagina verse convertido de pronto en estatua<br />
viviente en mitad de una plaza? La gente le contemplaba sin atreverse a<br />
aproximarse por miedo a caer de igual modo en aquella ancha placa de<br />
cemento que parecía capaz de hundirse bajo sus pies, mientras el pobre<br />
desgraciado daba gritos de espanto o aullaba de dolor cuando se<br />
desollaba la piel o se descoyuntaba los huesos en sus inútiles esfuerzos<br />
por escapar de tan absurda trampa.<br />
Y en verdad que escogió un mal día para quedar allí atrapado, puesto<br />
que ni los obreros trabajaban, ni parecía haber nadie decidido a cargar<br />
con la responsabilidad de liberarle de su inquietante cepo.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 18<br />
Dos policías prometieron dar aviso a una patrulla y no volvieron; un buen<br />
hombre buscó un teléfono pero no supo a quién llamar, y un par de<br />
mujerucas alborotaron mucho señalando que se hacía necesario<br />
ayudarle, pero tampoco aportaron solución válida alguna mientras cuatro<br />
o cinco mocosos se reían y uno de ellos le arrojó una banana con que<br />
calmar su hambre.<br />
A la hora de comer todos se fueron.<br />
Con el culo hundido en la silla sin fondo, el pobre «cholo» se sorbía los<br />
mocos.<br />
Se me antojó una mariconada, pero visto desde esta distancia debo<br />
admitir que al fin y al cabo, y aunque yo lo considerase ya casi un<br />
adulto, no tendría en realidad más que esos quince años de que le<br />
hablaba.<br />
El otro, el de Boyacá, hizo su aparición sólo un instante, observó lo que<br />
ocurría, nos miró, uno por uno, y pareció comprender cómo estaban las<br />
cosas, porque sin decir palabra dio media vuelta y se alejó en dirección<br />
al centro sin que nunca más volviéramos a verle.<br />
Luego empezó a llover.<br />
Los paseantes de tarde de domingo decidieron irse a casa o refugiarse<br />
en un cine, por lo que en la plaza no quedó ya más que el «choloestatua»<br />
y la totalidad de «La Gallada de los Tragavenados» que le<br />
observaban impasibles.<br />
Fue un momento mágico, señor, se lo aseguro; la primera vez a lo largo<br />
de mi vida en que experimenté la sensación de ser alguien y formar<br />
parte de algo; el día en que comprendí que por enclenque que los<br />
demás me considerasen y grande que fuera mi miseria y mi hambre,<br />
tenía una fuerza que me venía dada por el hecho de que éramos<br />
muchos los enclenques hambrientos y miserables.<br />
Aquel «cholo» era poco menos que un adulto que casi me doblaba, en<br />
peso y en edad, pero aun así lo tenía ahora allí, frente a mí, vencido y<br />
humillado, tan impotente como tal vez no lo había estado nadie jamás en<br />
este mundo.<br />
El miedo le había obligado a orinarse, sus pantalones aparecían<br />
húmedos, y un diminuto charco amarillo ensuciaba el cemento.<br />
Casi al oscurecer, Abigail Anaya se plantó frente a él mostrándole un<br />
escoplo y un pesado martillo.<br />
—¡Toma, lárgate y no vuelvas! —fue todo lo que dijo.<br />
Se lo arrojó a los pies, y como señal de victoria nos llevó luego al carrito<br />
de doña Alcira y nos pagó a todos una «arepa» de cochino y una
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 19<br />
«colita».<br />
¡Fue una gran cosa, sí señor! ¡Una gran cosa..! Abigail Anaya supo<br />
convertir a los desamparados miembros de «La Gallada del Cemento»<br />
en una especia de familia en la que todo era de todos y el hambre y la<br />
miseria se compartían en democracia, sin que nadie se fuera nunca a<br />
dormir con el estómago más lleno que cualquiera de les otros.<br />
Personalmente seguía prefiriendo a Ramiro, a quien me unían largos<br />
años de penurias y muchas cosas, pero debo admitir que El Jefe tenía<br />
una sangre fría, una intuición y un don de mando que le colocaban muy<br />
por encima del resto de los muchachos de los barrios próximos, por lo<br />
que pronto consiguió, que sin ser de los más fuertes, el nuestro se<br />
convirtiera no obstante en un grupo evidentemente respetado.<br />
No podíamos impedir, desde luego, que algunos adultos e incluso media<br />
docena de mocosos ejerciesen de forma esporádica la mendicidad en<br />
nuestra zona a plena luz del día, pero en cuanto se anunciaban las<br />
primeras sombras la convertíamos en un coto cerrado, e incluso<br />
procurábamos evitar que los sempiternos ladronzuelos nocturnos<br />
actuasen a sus anchas sobre los carros de nuestros convecinos.<br />
Como contrapartida, nadie se opuso a que nos instaláramos en un<br />
pequeño sótano abandonado de la Veinticinco y Novena, que se<br />
constituyó por tal motivo en nuestro auténtico y primer «hogar».<br />
Disponíamos de un camastro, varias mantas, gruesos cartones que nos<br />
aislaban de la humedad del suelo, una mesa, tres sillas, un sinfín de<br />
cajones en los que sentarnos, e incluso una bombilla al final de un largo<br />
cable que le robaba la corriente a un farol de la calle.<br />
Dormíamos amontonados unos sobre otros, pero al menos dormíamos<br />
en seco, seguros, y hasta cierto punto calientes.<br />
Siete chicos y cuatro chicas.<br />
No. Por aquel entonces no establecíamos diferencias. El sexo era algo<br />
que seguía estando por debajo del estómago, y aquéllos eran tiempos<br />
en los que nuestra única preocupación era el estómago.<br />
Amanda, Rita, Filomena y una «catira» que no recuerdo cómo se<br />
llamaba porque fue la primera en marcharse, vestían como nosotros,<br />
hablaban como nosotros, estaban tan sucias como nosotros, e incluso<br />
se pegaban como nosotros, y por lo tanto a nadie le preocupaba si a la<br />
hora de mear lo hacían en cuclillas o contra un muro.<br />
Si la memoria no me falla, Rita, Amanda y el Calvo Ricardito eran<br />
hermanos y habían llegado con sus padres; una pareja bastante joven y<br />
que ellos juraban que eran muy buenos, pero que sin embargo un buen<br />
día los dejaron esperando en un banco del parque para no volver nunca.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 20<br />
Ricardito contaba que fue la noche en que comprendió que los habían<br />
abandonado en la ciudad, cuando se le cayó de pronto el pelo y no le<br />
volvió a crecer ni aunque le frotáramos el melón con mierda de burro.<br />
NO se sorprenda; conozco miles de casos en los que padres<br />
aparentemente normales dejan de pronto a sus hijos y desaparecen sin<br />
dejar rastro.<br />
Y es que, pese a todo cuanto se diga, señor, el principal problema de mi<br />
país no se centra en la falta de recursos económicos, el «narcotráfico» o<br />
su desmesurada violencia, sino en el hecho innegable de que casi la<br />
mitad de sus habitantes no tienen la menor idea de lo que significa ser<br />
un padre mismamente responsable.<br />
Para un hombre lo más importante suele ser demostrar que es muy<br />
macho dejando preñadas al mayor número posible de mujeres, y para<br />
esas mujeres lo más importante suele ser tener al lado un hombre que<br />
las cuide y las proteja.<br />
El resultado lógico —los hijos— se convierte por tanto en un engorro del<br />
que todos prefieren no tener que hacerse cargo, lo cual ha conseguido<br />
que casi la mitad de la población urbana esté constituida por hijos<br />
abandonados o ilegítimos.<br />
O ilegítimos y además abandonados.<br />
Una mujer con dos o tres críos de distinto padre difícilmente encuentra<br />
quien se haga cargo de una familia que no es suya, y llega un momento<br />
en que antepone la posibilidad de encontrar un nuevo hombre a sus<br />
propios hijos.<br />
Al fin y al cabo ése es el mundo en el que se ha criado, y ése es el<br />
ejemplo que ve continuamente a su alrededor.<br />
Pero no pretendo extenderme en disertaciones que no vienen al caso.<br />
Ése es su oficio, y si quiere entender mejor de qué le estoy hablando,<br />
vuele hasta allí y véalo por sí mismo.<br />
Yo me estoy limitando a contarle mi vida, que ya es bastante, y mucho<br />
gasto de saliva va a costarme.<br />
¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí, ya recuerdo! En el sótano de «La Gallera<br />
del Cemento».<br />
¡Buena época aquélla! La mejor de mi infancia, si me apura, pues<br />
aunque no fuera larga, sí fue intensa, y como hacía buen tiempo y lo<br />
compartíamos todo, por primera vez abundaron más las alegrías que las<br />
tristezas, y los momentos felices que las largas noches de miedos y<br />
amarguras.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 21<br />
Once niños armados de palos, piedras y navajas son muy capaces de<br />
imponer respeto incluso a los adultos, y cuando le prometíamos al<br />
dueño de un carro, un abasto, o una taberna que nadie atentaría contra<br />
sus intereses, podía estar seguro de que así era.<br />
Cobrábamos en dinero o en especie, y siguiendo las indicaciones de<br />
Abigail Anaya, nuestra misión no era ya mendigar por las esquinas o<br />
revolver en los cubos de basura, sino tan sólo estar atentos a la<br />
presencia de tipos «sospechosos» o a que ningún extraño causara<br />
estragos en las propiedades de quienes habían llegado a un acuerdo<br />
previo con nosotros.<br />
Debo admitir que eso hacía que en el fondo me sintiera en cierto modo<br />
orgulloso de mí mismo.<br />
Creo que ha sido la única vez en que me he situado de parte de la ley.<br />
Aunque tal vez no fuera de la ley, sino del orden, términos que a<br />
menudo van unidos, pero que, como 'Usted bien sabrá, no tienen por<br />
qué significar lo mismo exactamente.<br />
Recuerdo una tarde en que un tiparrón armado de un cuchillo atracó a la<br />
taquillera del cine de la plaza y trató de huir por la Eliecer Gaitán abajo.<br />
¡Dios, qué carrera! Como en una película de gángsters.<br />
¿Imagina lo que debió sentir aquel fulano al verse perseguido por cinco<br />
niños de este tamaño que le tiraban piedras? Un tocho como mi puño le<br />
reventó en mitad de la espalda, y Rita, que tenía un brazo que ya lo<br />
hubieran querido para sí muchos lanzadores de béisbol, le atinó «en toa<br />
la cocorota» tumbándole de bruces.<br />
Aun así se puso en pie esgrimiendo el cuchillo, pero cuando nos vio con<br />
más piedras en la mano pareció comprender que acabaríamos<br />
matándole, dejó el dinero en el suelo y se dio media vuelta.<br />
¡Sí, desde luego! Lo hubiéramos matado.<br />
Usted no tiene ni puñetera idea de lo que nos jugábamos.<br />
Hay que vivir allí y pasar muchas calamidades para comprender lo que<br />
llega a significar «El Territorio de una Gallada», y tomar conciencia de lo<br />
que puede ocurrir si los componentes de esa «Gallada» no saben<br />
hacerse respetar.<br />
Al día siguiente no eres nadie.<br />
Nueve años. Poco menos, quizá. ¿Qué quiere que le diga? Ha pasado<br />
mucho tiempo y nunca tuve clara mi verdadera edad, pero la edad de un<br />
«gamín» bogotano tiene poco que ver con la edad del resto de los niños<br />
de este mundo.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 22<br />
Se vive y se muere infinitamente más aprisa.<br />
Sobre todo, se muere.<br />
A Hipólito le entró de pronto una cagalera de caballo y se pasaba las<br />
horas sentado en la bacinilla, más verde que una lechuga.<br />
Ya era flaco, pero a los cuatro días no le quedaba más que la piel y<br />
hablaba tan bajito que no podías saber si estaba tratando de decirte algo<br />
o tirándose un pedo.<br />
¿Ha visto alguna vez uno de esos pajaritos que se caen de los nidos y el<br />
sol los seca hasta el extremo de que quedan convertidos en una bola de<br />
plumas que apenas pesa? Así murió el pobre Hipólito, frito sobre la<br />
bacinilla; recostado en el muro con la boca abierta y media lengua fuera;<br />
tan tieso que se le quedaron las rodillas hacia arriba y tuvimos que<br />
acabar por enterrarlo de costado.<br />
Allí está en la plaza; a unos cuatro metros a la izquierda según mira la<br />
estatua, en pleno declive, donde nace la curva de la gran avenida.<br />
Poco después se marchó la «catira».<br />
Le crecieron los pechos, tuvo su primera regla, empezó a mirarnos por<br />
encima del hombro y al poco se buscó su propia vida puteando en el<br />
centro.<br />
¿Qué otra cosa esperaba? A aquella edad, y en tales circunstancias, o<br />
lo daba por dinero o se lo quitaban por la fuerza, y lo primero resulta<br />
siempre mucho más rentable que lo segundo.<br />
Jamás supe quién era ni de dónde había salido. No hablaba mucho y<br />
tampoco creo que tuviera muy claro cómo demonios había llegado a<br />
convertirse en mujer sin quedarse a mitad de camino, por lo que se<br />
limitó a seguir una inercia que le obliga a pasar de niña a puta sin<br />
posibilidad de cambiar un destino que no era otro que parir nuevos<br />
niños.<br />
Puede jurar que a estas alturas habrá echado al mundo cuatro o cinco<br />
mocosos que repetirán lo que ella hizo.<br />
Nos quedamos en nueve, pero aun así hubiéramos seguido siendo lo<br />
suficientemente fuertes como para controlar aquel pedazo de ciudad, a<br />
no ser por el hecho de que un mes más tarde el padre de Abigail Anaya<br />
abandonó la cárcel.<br />
Ramiro y yo éramos los únicos que sabíamos que iba a visitarle los<br />
domingos para llevarle ropa, comida, cigarrillos y la mayor parte del<br />
dinero que conseguía, y precisamente porque supimos guardar ese<br />
secreto ante los demás, nos ofendió que él se guardara a su vez el<br />
secreto de que estaban a punto de soltarle.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 23<br />
Dos semanas antes empezó a ponerse nervioso, y aunque se le<br />
advertía más alegre que de costumbre, se irritaba de pronto,<br />
impacientándose, cuando hacíamos algo mal o no obedecíamos al pie<br />
de la letra sus instrucciones, hasta que por fin dejó de darlas, consciente<br />
como estaba de que su liderazgo al frente de «La Gallada del Cemento»<br />
estaba a punto de concluir.<br />
¡Dios, cómo me dolió su marcha! Me sentí huérfano de nuevo, o tal vez<br />
sería mejor decir que por primera vez me sentí huérfano, pues cuando<br />
se es niño tu padre es aquel que te da seguridad y te protege, y aunque<br />
tan sólo fuera un par de años mayor que yo, ésa fue siempre la<br />
sensación que Abigail Anaya me produjo.<br />
Odié aquel hombre. Le vi tan grande, tan seguro de sí mismo y tan<br />
adulto, que no pude por menos que preguntarme para qué demonio<br />
podía necesitar a Abigail quitándonoslo a nosotros.<br />
Eran iguales, con la misma forma de caminar, de sonreír y de moverse;<br />
con idéntico aplomo y una voz sin inflexiones pero que puntualizaba muy<br />
bien cuanto importaba, sin permitir jamás que nadie se llamara a engaño<br />
sobre sus verdaderas intenciones.<br />
Y resultó evidente que, aunque no fueran más que dos, formaban una<br />
familia y eran felices juntos.<br />
No debió traerle.<br />
Han pasado muchos años y aún se lo reprocho.<br />
No. No debió demostrar cuan orgulloso se sentía de tener su propio<br />
padre y restregarnos por la cara que su apellido tenía una razón de ser<br />
justificada.<br />
He conocido «gamines», señor, que tenían madre. E incluso algunos a<br />
los que sus madres amaban sinceramente, pero le juro, señor, que<br />
Abigail Anaya fue el único que conocí que pudiera jactarse de que su<br />
padre le cogiera de la mano, le acariciara la mejilla o le alborotara<br />
cariñosamente el pelo.<br />
Sé que se le antojará una estupidez pero imagino que debe ser como si<br />
cuando usted era un mocoso hubiera descubierto que su mejor amigo<br />
era sobrino de Mandrake.<br />
¡Vaina! Fue cruel y pedante.<br />
Creo que, durante un tiempo, llegué a odiarle. Tenía zapatos de suela,<br />
un impermeable amarillo e incluso un auténtico padre. Demasiado, ¿no<br />
le parece? Ya veo que a usted no le impresiona, pero si tiene hijos le<br />
aconsejo que les coja de vez en cuando la mano.<br />
Les vi subir al autobús para sentarse juntos, y cuando me saludó por la
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 24<br />
ventana tuve la sensación de que Abigail Anaya había dejado de ser un<br />
líder capaz de perseguir a un ladrón a pedradas, para pasar a<br />
convertirse otra vez en un niño que se siente seguro porque ha<br />
delegado en un adulto la obligación de protegerle.<br />
Y es que en cuanto caía la noche, el miedo sí que podía llegar a ser<br />
superior al frío y al hambre.<br />
El hambre se calmaba con una «arepa»; el frío con un buen poncho,<br />
pero la sensación de inseguridad jamás te abandonaba y al oscurecer<br />
amenazaba con roerte las entrañas.<br />
Bogotá tiene fama de ser la ciudad más violenta del mundo; la más<br />
peligrosa y la más dura; aquélla donde el precio de una vida es el que le<br />
quiera poner quien pretende destruirla, y donde se cometen miles de<br />
asesinatos que ni siquiera se investigan.<br />
Recogen un cadáver y si a las veinticuatro horas nadie acude a<br />
reclamarlo, lo marcan con las dos fatídicas letras, «NN», y lo arrojan a<br />
una fosa común donde nunca protesta.<br />
Por eso, señor, si quiere cometer un asesinato impunemente, no se<br />
ande preocupando de coartadas ni de huellas. Limítese a llevarse la<br />
documentación del muerto para que pase así a convertirse en un simple<br />
«NN».<br />
Y hay mucho tarado suelto al que le encanta romperle el culo a un niño y<br />
acogotarle.<br />
También en su país tiene que haberlos, y le garantizo que si tuvieran la<br />
seguridad de que nadie iba a molestarse en atraparlos, rondarían de<br />
noche por los más oscuros callejones buscando un muchachito dormido<br />
al que tirarse.<br />
Allá en su tierra seguro que las viejas asustan a sus nietos con<br />
fantásticos cuentos de ogros y «hombres del saco», pero en mis tiempos<br />
hubo un fulano en «La Magdalena» que estranguló a tres «gamines»,<br />
para devorarles más tarde los testículos.<br />
Fue usted quien me pidió que se lo contara.<br />
Le advertí que mi historia no iba a resultarle agradable, pero aun así<br />
parece dispuesto a volver una y otra vez y sentarse a que le siga<br />
hablando de cosas que admito que incluso a mí a veces me hacen daño.<br />
Creía haberlo superado, es cierto; abrigaba el convencimiento de que<br />
cuanto ocurrió en aquellos primeros años estaba ya muerto y enterrado,<br />
pero recordar al padre de Abigail Anaya ha sido como abrir un cajón en<br />
el que encuentras de pronto un viejo reloj que habías olvidado.<br />
Le das cuerda, escuchas y por un momento te asombras de que
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 25<br />
comience a funcionar como si el tiempo no hubiese pasado. El<br />
segundero avanza con minúsculos saltos y descubres que continúa<br />
haciendo su trabajo con la misma monótona impasibilidad que hace ya<br />
tantos años.<br />
Por unos instantes sientes la tentación de usarlo nuevamente, pero al<br />
poco comprendes que pesa mucho, está anticuado y ni siquiera es<br />
automático.<br />
Se quedará en el mismo cajón por otros siete años, pero durante todo<br />
un día, mientras le dure la cuerda, será tan exacto como el que ahora<br />
cargo.<br />
En este instante, el recuerdo del día en que Abigail Anaya se marchó<br />
con su padre tiene para mí tanto valor como lo que me pudo ocurrir el<br />
mes pasado, o quizá más, porque después de tanto tiempo sé muy bien<br />
que aquél fue un acontecimiento que habría de marcar mi vida<br />
definitivamente, mientras que el mes pasado no aconteció gran cosa<br />
digna de recordarse.<br />
Y es que en cuanto nos faltó Abigail Anaya no fuimos nada.<br />
O tal vez sí; tal vez nos convertimos en una auténtica pandilla de<br />
«gamines» descontrolados, y eso era sin duda lo peor que hubiera<br />
podido sucedemos.<br />
Robar y mendigar se convirtió de nuevo en hábito.<br />
Sin la autoridad de Abigail la disciplina se relajó en poco más de una<br />
semana, y aun cuando continuábamos durmiendo hacinados en el<br />
pequeño sótano, ya cada uno iba a su aire, se buscaba la vida como<br />
buenamente podía, y jamás se detenía a meditar sobre si lo que estaba<br />
haciendo acarrearía o no consecuencias negativas al resto de la<br />
«gallada».<br />
Ramiro fue quien con más fuerza insistió en que deberíamos seguir la<br />
línea que habíamos llevado, y aunque Amanda y yo le apoyábamos, el<br />
resto no hizo caso, y pronto descubrimos que Ricardito y Pancho se<br />
habían aficionado al «bóxer» mientras que el Patacorta estaba<br />
enganchado al «basuco».<br />
¡Mala cosa el «basuco»! ¡Mala sobre todo cuando no tienes más que<br />
nueve años! Cuando aún no había cumplido los once, el Patacorta le<br />
rajó la barriga a un traficante para robarle trescientos gramos de vicio<br />
que se metió «palcuerpo», y al mes apareció en un portal con la<br />
garganta abierta de lado a lado y una oreja en la mano.<br />
¿«Bóxer»? Una especie de pegamento que se aspira, te produce<br />
somnolencia, te hace sentir bien y, sobre todo, te ayuda a olvidar el
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 26<br />
hambre por un rato.<br />
No. No es nada saludable desde luego, pero al menos no te engancha<br />
como la «coca», la «yerba» o el «basuco», ni te destroza los pulmones<br />
como esos locos que para atontarse aspiran el tubo de escape de los<br />
carros.<br />
¿Qué pregunta? Lo que se trata es de buscar la forma de escapar a la<br />
realidad que te rodea, y cuando no hay nada mejor hasta el humo de un<br />
coche puede servir de ayuda.<br />
¡Naturalmente! Yo lo he probado todo, pero quizá la única razón por la<br />
que puedo contarle cuanto le estoy contando, se basa en el hecho de<br />
que no permití que ni el «bóxer» ni el vicio me atraparan definitivamente.<br />
Una vez oí en la radio que sólo dos de cada diez «gamines» llegan a<br />
sobrepasar los quince años, y si soy uno de ellos se lo debo sin duda a<br />
que, por alguna extraña razón que nunca supe, mi cuerpo rechazaba<br />
esa mareante sensación de aturdimiento que tanto daño produce.<br />
Sobrevivir en las calles se iba haciendo cada vez más difícil, pero<br />
sobrevivir drogado se convertía sin duda en una hazaña imposible.<br />
Como las malas rachas tienen la jodida costumbre de venir<br />
acompañadas, pronto empezó de nuevo a llover y fue esa lluvia la que<br />
provocó la definitiva desbandada.<br />
Rita desapareció sin dejar rastro.<br />
Era muy linda. Pequeña y siempre sucia, pero linda con sus enormes<br />
ojos negros y su pelo muy largo. Lo único que supimos de ella nos lo<br />
contó un portero del «Tequendama», que vio cómo un señor la invitaba<br />
a subir a un carro, muy elegante a la puerta de la librería del otro lado de<br />
la calle.<br />
Lo más probable que al día siguiente se hubiera convertido en una<br />
«NN», pero cuando quisimos reaccionar era ya demasiado tarde.<br />
¿Y quién hubiera prestado atención a tres enanos zarrapastrosos que<br />
buscaban a una niña aún más zarrapastrosa? A Ricardito y Amanda los<br />
consolé tratando de convencerles de que probablemente el señor del<br />
carro había decidió adoptarla y ahora estaría feliz en una casa rica, pero<br />
jamás se lo creyeron.<br />
¿Quién podría creérselo? Bañada y perfumada aquella criatura que no<br />
pesaría aún cuarenta kilos, podría hacer las delicias de algún sádico, y a<br />
esa clase de gente no les gusta dejar testigos de sus actos.<br />
Hay un «gringo», aunque en realidad es europeo porque allí a casi todos<br />
los extranjeros rubios se les llama «gringos», que tiene una casa en el<br />
«Country» por la que se dice que han pasado más menores de edad
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 27<br />
que por un instituto.<br />
El tipo anda en la esmeralda, abasteciendo a los grandes joyeros<br />
franceses, y por lo que cuentan, ¡aunque vaya usted a saber si no son<br />
más que habladurías!, se ha cargado más niños que el Herodes aquel<br />
de la Edad Media.<br />
¿Qué importancia tienen unos siglos más o menos? Por lo visto el tal<br />
Herodes era muy bestia.<br />
Es posible que a Rita la mataran, acabara en el «Country» o tal vez se la<br />
llevaran a una de esas haciendas donde las cuidan bien y las convierten<br />
en criadas para todo o en fulanas selectas para prostíbulos de lujo.<br />
He conocido algunas. ¿De qué vale negarlo? Pero ésa es ya otra<br />
historia que contaré más adelante.<br />
Ahora le estaba hablando de aquellos lejanos días en que «La Gallada<br />
del Cemento» se deshizo como un pedazo de pan bajo la lluvia del<br />
invierno, obligándonos a volver a los amargos tiempos de hambre y frío,<br />
e incluso, a otros muchísimo peores que llegarían algo más adelante.<br />
¿Le sorprende que pueda haber cosas peores? Usted no ha visto nada.<br />
Lo que le estoy contando es el preludio de mi historia, pero si lo prefiere<br />
lo dejamos.<br />
Entiendo que a alguien que no está acostumbrado al tipo de vida que yo<br />
viví, las cosas que ocurrieron después pueden impresionarle, pero al fin<br />
y al cabo es usted quien insiste en conocerlas y no quiero llamarle a<br />
engaño.<br />
La vida se volvió muy dura.<br />
Muy, muy dura.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 28<br />
Ramiro y yo tuvimos que marcharnos del sótano.<br />
¿Qué importan los motivos? Nos fuimos, eso es todo.<br />
Llevábamos cinco o seis años juntos y no era cuestión de separarnos,<br />
por lo que agarramos nuestras cosas y nos instalamos en una vieja<br />
furgoneta abandonada en el aparcamiento del otro lado de la plaza.<br />
No era un mal sitio, aunque bastante húmedo y frío, pero de noche nos<br />
alumbraban las farolas del parque.<br />
Teníamos cartones con los que tapar las ventanas y conseguir una<br />
oscuridad casi total, pero lo cierto es que preferíamos que nos diera la<br />
luz porque sigo pensando que no existe cosa peor que las tinieblas.<br />
En cuanto caía la tarde cerrábamos por dentro con un hierro atravesado<br />
y podíamos dormir tranquilos, aunque cuando llovía muy fuerte había<br />
goteras y el estruendo sobre el techo apenas nos permitía pegar ojo.<br />
Una vez el granizo casi nos vuelve locos.<br />
Tuvimos que volver a mendigar, revolver en los cubos de basura, e<br />
incluso recurrir a arrebatarle a las señoras la bolsa de la compra.<br />
Inventamos un sistema bastante práctico a base de quemarles la mano<br />
con un cigarro.<br />
¡Dios, qué alarido pegaban! El gesto instintivo era soltar la bolsa y allí<br />
estábamos nosotros para atraparla en el aire y perdernos de vista en un<br />
instante.<br />
No era frecuente, no.<br />
Quizás una vez a la semana. Dependía de lo que consiguiéramos.<br />
En realidad lo que solíamos hacer era correr hasta un portal, agarrar lo<br />
que podía servirnos, y devolverle luego la bolsa a la señora si aún<br />
seguía dando gritos.<br />
¿Para qué queríamos pinzas para la ropa, escobas, limpiacristales,<br />
estropajos, o todo ese sinfín de cosas que compran las amas de casa y<br />
que no quitan el hambre? Lo más que sabíamos preparar en una<br />
improvisada hoguera era un puchero o unos espaguetis, y por lo tanto lo<br />
que nos interesaba era comida, ya que ninguno de los dos estaba en el<br />
vicio.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 29<br />
¡Vicio! «Basuco», «coca», «yerba»... ¡Ya sabe! Mucho más jóvenes los<br />
he visto enganchados para los restos, pero gracias a Abigail, Ramiro<br />
nunca le entró y creo que ya le conté que a mí no me gustaba.<br />
Alimentar vicio es mucho más difícil que alimentar nueve hijos, téngalo<br />
por seguro.<br />
Incluso en el país del «basuco» y de la «coca» el vicio cuesta una pasta<br />
y para eso no te basta con mendigar ni afanar bolsas. Tienes que<br />
convertirte en atracador o no te alcanza.<br />
Ramiro y yo nos conformábamos con comer e ir al cine.<br />
¡Me encanta! Me volvía loco el cine, y aún me sigue pareciendo lo más<br />
grande que existe. ¡Lástima que lo hayan aguado! ¡No me diga que ver<br />
una película por televisión no es como beberse un ron aguado...! Los<br />
Siete Magníficos, Duelo de Titantes, Grupo Salvaje, Fort Apache... ¡Eso<br />
sí que eran películas! En pantalla grande, con la sala a oscuras y<br />
comiendo palomitas de maíz hasta que te salían por las orejas.<br />
¿Sabe lo que creo? Que admirábamos a aquellos héroes porque en la<br />
pantalla eran mucho más grandes que nosotros. ¿Quién puede admirar<br />
a nadie que está metido dentro de una cajita de este tamaño? Puede<br />
que resulte simpático, pero nunca se convertirá en un ídolo.<br />
El cine costaba entonces cinco pesos o una patada en el culo si te<br />
agarraban tratando de colarte.<br />
Y casi nunca conseguíamos los pesos.<br />
¡Imagínese cuántas patadas me habrán dado si raro era el día que no<br />
intentara colarme! Pero si lo conseguía me veía hasta tres veces la<br />
misma película. Nos acurrucábamos bajo los asientos y en ocasiones<br />
incluso dormíamos allí esperando la sesión del día siguiente. Raíces<br />
Profundas la vi más de treinta veces, y me sentía como si yo fuese aquel<br />
niño que corría desesperadamente para presenciar cómo Alan Ladd<br />
mataba a todos los malos con una sangre fría impresionante.<br />
¡Claro que me gustaba Alan Ladd! ¿Qué quiere que le diga...? También<br />
yo soy retaco.<br />
¿Sabe qué era lo malo que siempre le encontré al cine? Que cuando se<br />
encienden las luces vuelves a la realidad, y ése es un golpe muy duro.<br />
Salir de un lugar en el que estás caliente, seguro y viviendo aventuras<br />
maravillosas en mundos tan distantes, para encontrarte de pronto en<br />
mitad de la calle, lloviendo, con hambre, y sabiendo que tienes que ir a<br />
meterte en un cajón de lata, es como si te soltaran un «batazo» en mitad<br />
de los morros.<br />
Me entraban ganas de llorar, pero que yo recuerde nunca lloré de niño.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 30<br />
Más tarde sí. Mucho más tarde.<br />
Con el paso del tiempo llegué a la conclusión de que los hombres deben<br />
llorar si tienen motivos para hacerlo, y lo que es a mí, motivos me<br />
sobraron.<br />
También me sobraban de pequeño, usted mismo puede verlo, pero en<br />
aquel tiempo aún estaba convencido de que era una muestra de<br />
debilidad que no podía permitirme. Un «gamín» que llorara era un<br />
«gamín» al que al día siguiente le cogían el culo. Tenías que defender lo<br />
que tenías, incluidas tus propias amarguras, puesto que en cuanto<br />
demostrabas el más mínimo gesto de debilidad te quitaban el sitio.<br />
Si «el hombre es lobo para el hombre», el niño es una auténtica piraña<br />
para el niño. Nada hay más cruel que un niño cruel, y en la calle la<br />
crueldad era la única asignatura que se estudiaba diariamente.<br />
Yo podía dar mi vida por Ramiro y Ramiro por mí, pero quitándole a él,<br />
todos los demás eran mis enemigos.<br />
Incluso Amanda y Ricardito el Calvo se pasaron al otro bando desde el<br />
momento mismo en que se disolvió la «gallada».<br />
Un día nos robaron.<br />
¿Se imagina? ¡Robarnos a nosotros! Entraron en la furgoneta y<br />
arramblaron con lo poco que teníamos.<br />
Y no por hambre, no. Hubiéramos compartido con ellos nuestra comida;<br />
fue para cambiarlo por «basuco».<br />
El vicio, ya le dije.<br />
Fue el vicio el que transformó el barrio en una jungla.<br />
Mendigar, suplicar, revolver los cubos de basura, o incluso cometer<br />
pequeños hurtos por hambre eran cosas que la gente aceptaba.<br />
Bogotá siempre fue así, que yo recuerde, y los bogotanos entendían que<br />
era el precio que tenían que pagar por culpa de unos pecados que casi<br />
todos compartían.<br />
Nos habían echado a un mundo que no habíamos pedido y<br />
constituíamos una pequeña carga que tenían que soportar<br />
pacientemente.<br />
Pero llegó el «basuco».<br />
¿Quién tuvo la culpa de que tantos «gamines» se enviciaran buscando<br />
una evasión a sus muchas tristezas? ¿Quién quiso hacerse rico<br />
ofreciéndoles un mísero consuelo que muy pronto se volvió contra ellos?<br />
Yo soy el menos indicado para culpar a nadie, usted lo sabe. No soy
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 31<br />
quién para hacer este tipo de preguntas, pero no puedo evitar pensar en<br />
ello y entender muchas cosas que nunca quise entender por mera<br />
conveniencia.<br />
¿Qué se podía esperar de quienes habían sido capaz de robar»» los<br />
más miserables? La gente comenzó pronto a cansarse de nosotros, y<br />
las patadas y los coscorrones fueron dejando paso a bestiales palizas<br />
sin razón aparente.<br />
El mundo pareció dividirse ese invierno en dos bandos irreconciliables;<br />
de un lado estábamos Ramiro y yo, ¡míreme bien y calcule lo que podría<br />
abultar en aquel tiempo!, y del Otro el resto de los seres humanos.<br />
Y los perros.<br />
Perros enormes que se nos echaban encima en cuanto nos<br />
descuidábamos.<br />
Dogos, mastines y sobre todo esos malditos dobermann de nefasto<br />
recuerdo.<br />
Mire este brazo, estas marcas y estos desgarros. El muy «hijoeputa» me<br />
enganchó por la ventanilla cuando me aproximé a pedir unos pesos, su<br />
dueño arrancó, y me arrastró colgando de los colmillos casi cuarenta<br />
metros.<br />
Dobermann que veo, dobermann que me cargo.<br />
Aquél fue en verdad un año de perros. Alguien debió hacer una fortuna<br />
vendiéndoselos a los ricos, y no había casa, ni coche y ni casi<br />
transeúnte medianamente acomodado que no anduviera con su bestia<br />
de un lado a otro incordiando a la gente.<br />
La ciudad se convirtió en una inmensa perrera.<br />
Pero no estaban bien enseñados y pronto comenzaron a morder a los<br />
criados, a los niños de la casa e incluso a sus propios dueños.<br />
¡Dios, qué desastre! No quedó culo sano, y murió más gente con la<br />
garganta abierta que por culpa del tráfico.<br />
Tuvieron que improvisar a toda prisa patrullas de perreros que no daban<br />
abasto, pues muchas de aquellas fieras se escaparon vagando por la<br />
ciudad y convirtiéndose en un auténtico peligro mayor aún que los<br />
«gamines».<br />
Al final ni siquiera se molestaban en echarles el lazo; los mataban de un<br />
tiro y a otra cosa.<br />
Quizás eso les dio la idea.<br />
Si había dado resultado con los perros, ¿por qué no con nosotros?
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 32<br />
Suena duro, lo sé, pero el problema empezó con dos muchachos que<br />
atracaron a la hija de un banquero. Les empujaba el vicio, ¡siempre el<br />
vicio!, y no se conformaron con quitarle unos pesos o los anillos. La<br />
violaron y a poco más la matan.<br />
Se quedó medio tonta.<br />
Cuando a una chica de barrio la violan, a veces se queda embarazada<br />
pero, por lo que tengo visto, las hijas de los ricos además se quedan<br />
tontas.<br />
Ignoro las razones, o quizá se deba a que la chica de barrio está hecha<br />
a la idea de que pueden joderla, mientras las otras, las de buena familia,<br />
no se lo esperan nunca y cuando les ocurre les coge de sorpresa.<br />
Fuera como fuera, el fulano se lo tomó a lo grande y contrató cuatro<br />
matones que se dedicaron a buscar a aquel par de canallas para<br />
cortarles los huevos y llevárselos a casa.<br />
¡Había tantos candidatos! «Dos chicuelos ya crecidos, de unos catorce<br />
años, mugrientos y apestosos, zumbados de "basuco" y ron barato y<br />
armados de navajas.» Como podrá comprender era una descripción que<br />
concordaba con la de unos doscientos muchachos de la zona.<br />
Debieron llenar un cesto de cojones porque dejaron los portales<br />
sembrados de cadáveres.<br />
Y las calles vacías por más de seis semanas.<br />
Cundió el pánico entre quienes se suponía que no temían ya nada, y<br />
durante casi dos meses el número de atracos o asaltos a mujeres<br />
descendió hasta unas cifras que pocos recordaban.<br />
Conmigo no iba la cosa.<br />
Ni con Ramiro tampoco, desde luego.<br />
Para violar a alguien tendríamos que habernos subido uno encima del<br />
otro y ayudarnos con el mango de una escoba, pero aun así nos visitó el<br />
espanto cada noche en forma de sombras y susurros que llenaban la<br />
plaza.<br />
Diez años, tal vez once, y nos pasábamos las horas con los ojos como<br />
platos y un nudo en la garganta, aguardando la visita de los feroces<br />
vengadores del honor de una muchacha cuyo padre tenía por lo visto<br />
mucha plata.<br />
¿Ha escuchado alguna vez cómo llora el viento de la sierra en Bogotá?<br />
Llega desde la cima del Monserrate, valle abajo, se lanza por las calles<br />
que cruzan de Este a Oeste, y se aleja hacia el cementerio para<br />
perderse al fin por la sabana y allí esconderse.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 33<br />
Pasada la medianoche ni un ánima en pena se aventura por las aceras y<br />
las plazas de la ciudad cuando sopla ese viento, y no es sólo que te<br />
corte la cara y te desfleque el alma; es que te susurra en los oídos<br />
palabras tan heladas que acabas aceptando que es como algunos<br />
aseguran «El Beso de la Vieja Inesperada».<br />
Hasta los difuntos se estremecen en sus tumbas cuando pasa.<br />
¡Imagine, señor, lo que puede ser ese viento colándose por entre las<br />
rendijas de una desvencijada furgoneta de puertas mal ajustadas, y la<br />
angustia que te invade cuando a las tres de la mañana crees escuchar<br />
que trae voces de asesinos que buscan nomás cortarte las pelotas!<br />
¿Sonríe? No. No me lo niegue. Sus labios no se han movido, pero en<br />
sus ojos he visto que ha sonreído.<br />
Si en verdad pretende tener una idea precisa de lo que le estoy<br />
hablando, tal vez le convendría pasarse una noche en las calles de<br />
Bogotá cuando sopla ese viento. Alquile un viejo carro, métase dentro y<br />
aguarde el amanecer helándose los huesos.<br />
Observe estos dedos que ya parecen garras. Tengo la mitad de años<br />
que usted y apenas puedo moverlos. «Artritis» dice el doctor que se<br />
llama, y nunca entendí muy bien qué vaina significa la palabra, pero de<br />
lo que estoy seguro es de que fue ese viento el que me encogió hasta<br />
los tendones dejándome esta mano como ahora la tengo.<br />
Y el que me echó abajo los dientes.<br />
¡Faltaría más! Como que me costaron diez mil pesos. Pero si lo que<br />
pretende saber es si además de míos son falsos, admitiré que lo son<br />
aunque usted debe admitir a su vez que resulta casi imposible<br />
adivinarlo.<br />
Hablábamos del viento.<br />
¿O será mejor decir que hablábamos del miedo? A los dos meses las<br />
cosas volvieron a su cauce, los matones se fueron, se acabaron las<br />
castraciones y las muertes, pero casi de inmediato recomenzó el eterno<br />
chorreo de robos, asaltos y violaciones.<br />
Fue por aquel entonces cuando hicieron su entrada en escena «Los<br />
Limones».<br />
Victorino, Otelo y Calixto Limón, primos hermanos, tenían al parecer<br />
bien merecida fama de violentos allá en su ciudad natal, Tuluá, en el<br />
Valle del Cauca, y por si no lo sabe le diré que, incluso entre los<br />
colombianos, el Cauca está considerada región harto violenta, donde la<br />
represión política de los años cincuenta alcanzó proporciones de<br />
auténtica catástrofe.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 34<br />
Asesinos a sueldo de la ultraderecha más reaccionaría, los<br />
terratenientes del Cauca habían utilizado a «Los Limones» para liquidar<br />
a la oposición liberal y campesina, y por lo que tengo entendido<br />
cumplieron tan a la perfección su macabro cometido que al fin no les<br />
quedó ya nadie digno de mención que empujar por delante.<br />
Dicen que fue una asociación de comerciantes de la Carrera Siete la<br />
que los trajo, aunque otros aseguran que fueron dueños de hoteles y<br />
restaurantes, e incluso hubo quien acusó a un comisario de Policía que<br />
prefería mantenerse al margen de tan sucio trabajo.<br />
Eran como una calcomanía el uno del otro; cetrinos, de nariz aguileña,<br />
medianos de estatura, flacos y silenciosos, con las manos ocultas<br />
siempre bajo los grises ponchos y el sombrero embutido sobre unos ojos<br />
que jamás te miraban, pero que parecían estarte acechando por más<br />
que te ocultaras.<br />
Establecieron su cuartel general en un cafetín de la avenida Lima, en la<br />
mesa del fondo, la espalda contra el muro y con la esquina del<br />
mostrador delante, sin que ningún cliente osara ocupar un lugar tan bien<br />
protegido por más que se supiera que «Los Limones» no acostumbraran<br />
hacer su aparición hasta mediada la tarde.<br />
Nadie supo jamás dónde vivían, nunca comían dos veces seguidas en el<br />
mismo restaurante, y nunca se acostaban con las mismas mujeres,<br />
saludables costumbres que habían adoptado en su lugar de origen y que<br />
les permitían continuar fumando sus eternos habanos a pesar de contar<br />
con tantos enemigos.<br />
Las primeras semanas no se hicieron notar, mas luego se<br />
transformaban al caer la noche en el mismísimo manto «De la Vieja<br />
Inesperada», pues donde quiera que iban dejaban a sus espaldas tal<br />
reguero de difuntos que se podría pensar que había pasado más bien la<br />
negra de la guadaña.<br />
Cadáveres sin nombre de chicos solitarios ni siquiera tenían tiempo de<br />
amontonarse en el Depósito, pues alguien había dado la orden de que<br />
los fueran echando a las fosas comunes antes de que se enfriaran.<br />
Otra vez el espanto.<br />
El terror en su más pura esencia y sin disculpas; la ley del tiro en la nuca<br />
o el tajo en la garganta, pues lo mismo les daba la bala o el cuchillo,<br />
sabiendo como sabían que nadie iba a exigirles explicación alguna de<br />
sus actos.<br />
¿Qué fue de las «galladas»? Incluso la más temida: la del «Cóndor»,<br />
que había implantado su ley durante años en pleno Parque Santander,<br />
se disolvió en el aire la madrugada en que su carismático líder, Gabino
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 35<br />
Cagafeo apareció ahogado en la fuente con la lengua cortada.<br />
Dos días antes había gritado zumbado de «basuco» que a un auténtico<br />
Cóndor ningún Limón le asustaba.<br />
Y empezaron de los quince hacia arriba, eligiendo muy bien a aquellos<br />
muchachos que habían visitado en alguna ocasión los odiados<br />
calabozos de «La Treinta» o Sesquilé.<br />
Todo el que tenía ya una ficha policial dejó muy pronto de tenerla, y los<br />
archivos oficiales comenzaron a vaciarse día tras día, pues guardar<br />
fichas de muertos es un trabajo inútil y una evidente pérdida de espacio.<br />
Quién les daba tales datos nunca pudo saberse, pero la fregona del<br />
cafetín de la avenida Lima juró más tarde que a menudo los veía<br />
estudiar largas listas donde tachaban nombres.<br />
Aunque suene macabro se puede asegurar que por aquellos tiempos<br />
alguien muy poderoso se propuso limpiar los bajos fondos de Bogotá, y<br />
a falta de los tan cacareados «Limones del Caribe» decidió emplear los<br />
mucho más eficaces «Limones de Tuluá».
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 36<br />
La violencia, señor, es como una piedra al borde de un abismo. Lo mejor<br />
es no tocarla, y cuando se la toca se la puede frenar con un pequeño<br />
esfuerzo, pero si se permite que ruede arrastrando tras sí rocas<br />
mayores, llega un momento que ya no hay quien la controle.<br />
Así ocurrió en Colombia.<br />
Hubo un momento, y que conste que le hablo de oídas, pues eso es<br />
algo que ocurrió antes de que yo naciera, en que unos pocos creyeron<br />
que la violencia era una sinrazón de su exclusivo patrimonio, pues<br />
tenían gran cantidad de tierras y riquezas, pretendían conservarlas, y<br />
cuando empezaron a descubrir que alguien les discutía la legitimidad de<br />
todo ello, imaginaron que eran también los únicos propietarios de la ley<br />
de la fuerza.<br />
Lo fueron por un tiempo, más luego la piedra comenzó a rodar<br />
desmelenada y dudo que alguien pueda ya detenerla.<br />
Quince o veinte mil muertos anuales, ¡resulta imposible saber la cifra<br />
exacta!, es lo que se suele cobrar la violencia colombiana, y lo más triste<br />
es que ninguna de esas muertes resolvió jamás el más pequeño de<br />
nuestros problemas nacionales.<br />
«Los Limones» son un ejemplo muy claro en este caso, y se lo digo yo,<br />
que de violencia sé bastante.<br />
Mataban a destajo, pero no tenían en cuenta que cada día que mataban<br />
a un «"gamín" hijo de puta» nacían cuatro o cinco hijos de puta que<br />
acabarían convirtiéndose a su vez en «gamines».<br />
Era como tratar de contener el cauce de un río con las manos.<br />
Cuando alguien se acostumbra a convivir desde niño con el hambre y el<br />
frío, acaba también por acostumbrarse a vivir con el pánico.<br />
Y «Los Limones» habían pasado toda su vida asesinando en una ciudad<br />
pequeña y en el campo.<br />
Bogotá se les quedó muy grande.<br />
Su indiscutible éxito inicial se debió sin duda a la magnífica <strong>info</strong>rmación<br />
que recibían sobre la identidad y las costumbres de sus víctimas, pero<br />
cuando llegó un momento en que los nuevos candidatos a seguir el<br />
camino del Depósito tomaron precauciones y comenzaron a preparar a
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 37<br />
su vez el contraataque, la «cumbia» les sonó ya de otra manera.<br />
Como le conté ayer, Calixto Limón había adquirido el saludable hábito<br />
de no comer dos veces seguidas en el mismo restaurante ni acostarse<br />
dos veces con la misma puta, pero alguien descubrió que tenía la fea<br />
costumbre de jugar siempre al mismo número en la lotería de los<br />
sábados.<br />
¡No puede ni imaginarse cómo son mis compatriotas para la lotería...!<br />
¡Les vuelve locos!<br />
Juegan a todas, casi todos los días, y hacen infinidad de cabalas sobre<br />
las terminales que van a salir dependiendo de un sueño que han tenido;<br />
de la fecha, y de si vieron a un tuerto o un jorobado... ¡Yo qué sé<br />
cuántas cosas!<br />
¡Pura superstición!, pero gracias a ellos, miles de desgraciados malviven<br />
en Colombia.<br />
Montan sus puestecillos en la calle, muy pegaditos los unos a los otros,<br />
o te persiguen por los parques y los bares insistiendo en que te lleves el<br />
numerito de la suerte.<br />
Para Calixto Limón era uno que acababa en catorce, aunque en eso no<br />
debe hacerme mucho caso, quizá fuera otro distinto... ¡Cualquiera sabe!<br />
Catorce o el que fuera, ¿qué más da?, lo cierto es que él lo buscaba con<br />
ahínco, y había conseguido que una vieja vendedora de la Carrera Ocho<br />
se lo guardara siempre.<br />
Aquel sábado, «Los Limones», que en todo se fijaban, no le dieron sin<br />
embargo mucha importancia al hecho de que por culpa de unas obras,<br />
la viejita hubiera desplazado su mesa plegable un poquito a la izquierda;<br />
cinco metros escasos.<br />
Otelo y Victorino, con las manos ocultas bajo los ponchos, vigilaban.<br />
Calixto compró su numerito, señor, su numerito de la suerte, y en el<br />
momento en que iba a pagarlo, de la rejilla que estaba bajo sus pies y<br />
que sirve de ventilación a un pasaje subterráneo, surgió una barra de<br />
acero con la punta afilada que le entró justamente por el ano y le subió<br />
hasta la garganta.<br />
Allí se quedó «empalado» y lanzando tal chorro de sangre por la boca,<br />
que la pobre vendedora se empapó de arriba abajo en un instante.<br />
Y el hierro estaba fijo al suelo. No sé cómo lo hicieron, pero cuentan que<br />
mientras Calixto Limón lanzaba aullidos de dolor y agonizaba, entre<br />
Otelo y Victorino tuvieron que sacarlo como se saca un «pincho<br />
moruno» de su alambre, tirando de las nalgas y subiéndolas por encima
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 38<br />
de sus propias cabezas.<br />
La gente les miraba.<br />
Por lo que tengo sabido, se formó un corro de curiosos que observaba<br />
en silencio cómo dos hombres empapados en sangre se esforzaban por<br />
salvar a un tercero, sin que ni uno solo de los testigos hiciera el más<br />
mínimo gesto por ayudarles.<br />
Cuando al final se lo llevaron dejando atrás las tripas del que ya era un<br />
cadáver, alguien clavó en el hierro un enorme letrero que decía:<br />
«Aquí se exprimen limones.»<br />
Macabro sentido del humor, ¿no le parece?<br />
Así son por allá, y al fin y al cabo ellos se lo buscaron, pues hay que ser<br />
muy gallito y harto pendejo para creer que se puede llegar a una ciudad<br />
como la mía y ajustarle las tuercas.<br />
Son demasiados tornillos y demasiadas tuercas.<br />
¿Recuerda aquella película de Charlot en la que apretaba tornillos y<br />
acababa volviéndose loco? Eso fue lo que debió ocurrirle a «Los<br />
Limones».<br />
Cualquier asesino cuerdo que hubiese visto cómo toda una ciudad se<br />
ponía en su contra hubiese adoptado la sabia decisión de empadronarse<br />
en otro municipio, pero Victorino y Otelo Limón, que tanto habían<br />
matado, no quisieron aceptar las reglas de su juego y por lo visto juraron<br />
tomar cumplida venganza contra quienes le habían dado por el culo a<br />
Calixto con un pedazo de acero.<br />
Durante cuatro días nadie les vio siquiera el poncho, pero el sábado en<br />
la noche masacraron, y aunque debo admitir que la mayoría de los<br />
muertos se habían ganado a pulso su puesto en el cementerio, hubo por<br />
lo menos dos que no habían cometido más delitos que intentar ahogar<br />
en ron sus muchas penas.<br />
¿Por qué lo hicieron? Por venganza tal vez, aunque yo más bien me<br />
inclino a creer que cuando se está en ese oficio el único capital que<br />
tienes es el terror que impone tu presencia, y ellos no podían largarse<br />
con el rabo entre piernas después de lo ocurrido con Calixto.<br />
Tenían que dejar bien sentado que aunque ya tan sólo fueran dos,<br />
seguían siendo «Los Limones», por lo que tras dejar a sus espaldas un<br />
nuevo reguero de difuntos, se esfumaron.<br />
Pero cundió el ejemplo.<br />
Quienquiera que fuese el que los trajo debió llegar a la conclusión de<br />
que su labor había sido harto beneficiosa, y que valía la pena continuar
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 39<br />
con la tarea aunque quienes la llevaran a cabo no actuaran de una<br />
forma tan espectacular y sin tapujos.<br />
Comprendieron que de seguir con la labor había que hacerlo de un<br />
modo más discreto, y resultó evidente que asesinos anónimos era una<br />
especie que abundaba en las calles de aquella ciudad repleta de<br />
miserias.<br />
Rara era por tanto la noche que no apareciera algún nuevo cadáver, y<br />
fue por aquel entonces cuando empecé a escuchar unos términos que<br />
más tarde llegarían a serme muy familiares.<br />
«Para-militar» y «para-policial».<br />
Es una forma hipócrita de designar a unos canallas que no se<br />
diferenciaban del clan de «Los Limones» más que en el hecho de que<br />
los de Tuluá tenían el valor de dar la cara.<br />
Los otros se disfrazaban jugando a ser ciudadanos libres de toda<br />
sospecha, demasiado a menudo incluso pagados para hacer cumplir la<br />
ley o imponer la justicia, pero que al caer la noche solían transformarse<br />
en auténticos verdugos.<br />
Para ellos, «Sanear el País» no fue nunca sinónimo de necesidad de<br />
cambiar unas estructuras o una organización social que cualquier<br />
estúpido advertía que estaba enferma, sino que imaginaron que<br />
destruyendo algunos frutos del monstruoso árbol que habían creado, el<br />
árbol se secaría.<br />
Nadie acudió a ofrecernos un plato de comida, un lugar donde dormir, o<br />
un par de zapatos y una manta.<br />
Tampoco nos ofrecieron una escuela o tan siquiera un trabajo. Nos<br />
ofrecieron abandonar las calles o una bala entre los ojos.<br />
Y cada vez eran chicos más jóvenes.<br />
Ricardito el Calvo fue uno de ellos.<br />
Lo sorprendieron sentado en una acera, metiéndole al «basuco» con la<br />
vista perdida en un letrero luminoso que anunciaba una máquina de<br />
coser, y le tiraron el coche encima dejando que agonizara por más de<br />
cuatro horas en un charco de sangre.<br />
No le estoy pidiendo que me crea. Es usted muy dueño de pensar lo que<br />
quiera, pero le advierto que no pienso molestarme en inventar historias<br />
sólo por distraerle.<br />
Mentir requiere mucha imaginación, y yo de eso tengo muy poco. Lo que<br />
sí tengo es una excelente memoria.<br />
Un mes después nos quemaron la furgoneta.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 40<br />
Por fortuna habíamos ido a esperar las sobras de «La Casa Vieja», un<br />
restaurante de lujo que está a menos de doscientos metros, y que solía<br />
botar a la basura cosas muy buenas.<br />
Vimos pasar un coche verde, dio un par de vueltas, lanzó al aire una<br />
botella y adiós Furgoneta.<br />
Tan sencillo como eso.<br />
Todo lo que teníamos ardió en un par de minutos.<br />
El coche se detuvo justo en la esquina, y los dos tipos que iban dentro<br />
se quedaron mirando lo bien que lo habían hecho, puesto que de lo que<br />
había sido hasta momentos antes «nuestro hogar» no quedó más que<br />
un montón de hierros retorcidos y una mancha en el suelo.<br />
Ramiro se lo tomó por la tremenda, agarró un pedrusco y si no lo sujeto<br />
se lanza a romperles la cabeza, con lo cual lo más probable es que me<br />
hubiese quedado sin casa y sin amigo, puesto que el más joven de<br />
aquellos dos hijos de puta se echó de inmediato la mano al bolsillo<br />
sacando una pistola.<br />
¿Acepta que le diga que no tendría más allá de veinte años? No llegó a<br />
disparar, pero por lo que a estas alturas sé de cómo se empuña un<br />
arma, estoy por asegurar que si Ramiro decide tirar la piedra, el muy<br />
cabrón le vuela la cabeza.<br />
Tampoco lloré esa noche.<br />
Me sobraban razones para hacerlo, pero ni siquiera me enfurecí por lo<br />
que había sucedido, convencido como estaba de que aquélla era sin<br />
duda una noche de suerte, ya que lo lógico era que nos hubieran<br />
convertido en un par de «arepas» chamuscadas.<br />
El coche verde se alejó y a los pocos minutos hizo su aparición un<br />
extraño señor muy elegante que lo había visto todo desde la ventana del<br />
hotel.<br />
Era de Barranquilla, allá en la costa, y cuando supo que nos habían<br />
quemado la casa, nos cogió de la mano, nos condujo al «Tequendama»,<br />
y exigió que nos dieran una habitación aunque fuera en el sótano.<br />
Debía ser un tipo importante porque al final le hicieron caso.<br />
Dormimos en dos camas inmensas.<br />
Al día siguiente entró una vieja con cara de mala leche que dijo que el<br />
señor se había marchado, pero que nos había dejado mil pesos a cada<br />
uno a condición de que nos bañáramos.<br />
También nos había comprado ropa nueva.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 41<br />
La vieja nos bañó, nos dio la ropa y los pesos y nos puso en la calle.<br />
¿El señor? Nunca supe quién era, pero le juro que a partir de ese día<br />
jamás le hice daño a ningún barranquillano. Para mí, son sagrados.<br />
Sí. Ya sé que en Barranquilla hay mucho hijo de puta suelto, pero aquel<br />
hombre fue el único que hizo algo por mí sin pedir nada a cambio.<br />
Estábamos limpios, parecíamos niños bien, y teníamos dos mil pesos en<br />
el bolsillo.<br />
¿Qué cree que hicimos? Entramos en una pizzería y nos inflamos.<br />
Fue una sensación maravillosa eso de sentarte, enseñar tu dinero, y<br />
pedir una enorme pizza de jamón y cebolla.<br />
Y comértela sobre una mesa, con una «cola» al lado, sin nadie que te la<br />
quite, ni nadie que te venga a joder pidiéndote un pedazo.<br />
Y de postre un helado.<br />
Hay cosas que un hombre no debe olvidar por más que viva, y yo<br />
siempre recordaré al que me proporcionó mi primera cama mullida, mi<br />
primer baño, mi primera ropa nueva, y mi primer almuerzo como un ser<br />
civilizado.<br />
Al caer la tarde nos fuimos al mercadillo nos compramos una manta y<br />
como no teníamos aspecto de andar «gamineando» pudimos entrar en<br />
una casa de vecinos y dormir tranquilos en el último rellano.<br />
Esa noche sí que hablamos.<br />
Del hotel, de la pizza, de lo bonita que era la ropa e incluso del baño.<br />
Tres días más tarde nos topamos de pronto con el coche verde<br />
aparcado.<br />
¿Se imagina? El mismo coche verde con su techo oscuro, su<br />
parachoques abollado y su jaguar de peluche acostado en la parte<br />
trasera.<br />
Le reventamos la tapa del depósito, metimos un pedazo de trapo atado<br />
a un palo, y cuando estuvo bien empapado de gasolina, lo dejamos<br />
colgar un poco y le arrimé candela.<br />
¡Carajo! Eso sí que fue un petardazo.<br />
Quedó como la furgoneta, chatarra pura, y cuando el jovencito de la<br />
pistola salió de un restaurante dando alaridos, le dedicamos el más<br />
genial corte de mangas que se haya visto en Bogotá.<br />
¡Vaina cómo corrimos! Si nos coge nos mata, pero era un niñato de<br />
mierda que no aguantó el tirón más allá de tres manzanas.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 42<br />
Esa noche no pude pegar ojo de pura excitación, tan feliz como creo que<br />
no lo había estado jamás anteriormente.<br />
Tendría poco más de doce años, pero era la primera vez que<br />
demostraba que era algo más que un «gamín» de basurero o un sucio<br />
perro al que se puede apalear impunemente.<br />
Ya era un hombre.<br />
¡Un hombre! ¡Qué idea tan estúpida, señor, tan falta de sentido! Aquella<br />
noche no sólo no nos convertimos en hombres, sino que incluso<br />
empezamos a dejar de pertenecer a la subespecie de los «gamines» o<br />
los perros.<br />
A partir de aquel momento fuimos ratas.<br />
Se desató la represión, señor, se abrió la veda del niño mendigo, ladrón<br />
o abandonado, porque alguien llegó a la conclusión de que era una lacra<br />
para el país tanta misera como mostrábamos al mundo.<br />
A algunos los enviaron a «Casas de Acogida» o «Colonias Infantiles» en<br />
el campo, que no eran en realidad más que reformatorios que nada<br />
tenían que envidiar a un penal de asesinos, y en los que la «virginidad»<br />
duraba el tiempo justo de tener que levantarse del asiento.<br />
Lo primero que tenían que hacer los chicos si querían seguir vivos era<br />
darle el culo o acceder a chupársela a los más grandes, y al que salía<br />
«gallito» le abrían la barriga y le anudaban las tripas en el cogote a<br />
modo de corbata.<br />
Pregunte por ahí a quien haya estado, aunque dudo mucho que<br />
encuentre ya ninguno.<br />
Yo conocía a un par de ellos y quizá salgan a relucir más adelante si es<br />
que aún le continúa interesando lo que pienso contarle.<br />
La voz de lo que ocurría en los asilos corrió pronto por la ciudad, y todos<br />
cuantos no teníamos el más mínimo interés por convertirnos en maricas<br />
corrimos a escondernos.<br />
Te echaban el lazo como a un perro.<br />
Estabas tan tranquilo en una esquina pidiendo una limosna sin meterte<br />
con nadie y de pronto un «hijo-e-madre» te agarraba por el pescuezo y<br />
al instante aparecía una camioneta azul y te zampaban dentro.<br />
A Ramiro lo atraparon a la puerta del cine, pero le arreó tal tajo en el<br />
brazo al fulano que lo soltó en el acto.<br />
Ramiro era rápido con la navaja. ¡Muy rápido! La llevaba siempre aquí,<br />
escondida en la muñeca y en un abrir de ojos tiraba un viaje que hacía<br />
daño a juro.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 43<br />
Por desgracia, la ropa nueva, el baño caliente y los mil pesos nos<br />
duraron muy poco, y pronto fuimos una vez más «gamines» callejeros<br />
de la peor ralea.<br />
Conviene que comprenda a estas alturas que incluso entre los<br />
«gamines» existen diferencias, pues no es lo mismo «gaminear»<br />
teniendo madre y casa, aunque sea una chabola en las afueras, que no<br />
vivir con nadie.<br />
Si te atrapaban y podías demostrar que tenías un techo fijo y un familiar<br />
responsable, la cosa no solía pasar de unas patadas, pero los que como<br />
Ramiro y yo andábamos «por libre», sin un trabajo fijo y durmiendo en<br />
los portales, íbamos a parar al asilo por cojones.<br />
También podíamos acabar con un tiro en la nuca, o aplastados por un<br />
carro como Ricardito el Calvo.<br />
Dicen que en Río de Janeiro, donde son mucho más aficionados a todo<br />
eso de hacer números y apuntar las cosas, cuatrocientos cuarenta niños<br />
menores de catorce años fueron «exterminados» el año pasado sólo por<br />
andar mendigando en las calles, pero le garantizo que si algún día<br />
alguien se dedicara a contabilizar los de Bogotá, tal cifra parecería<br />
ridícula.<br />
Seis de cada diez de los niños que mueren en Brasil mueren<br />
asesinados, señor, ¡seis de cada diez!, ¿qué le parece? Y yo por mi<br />
parte le garantizo que nosotros no debemos andar muy lejos de tan<br />
amarga cifra.<br />
Somos pueblos a los que nos apasiona engendrar hijos y nos molesta<br />
cuidarlos.<br />
Tal vez algún día cambiemos.<br />
Tal vez nos eduquen de un modo diferente.<br />
Dudo mucho que contarle mi historia pueda hacer que nadie cambie, del<br />
mismo modo que porque un negro le cuente la suya dudo que sus<br />
primos puedan volverse blancos.<br />
Lo llevamos en la piel o en la sangre.<br />
Siempre será más fácil seguir teniendo hijos, abandonarlos y dejar que<br />
sean otros los que se ocupen del problema.<br />
La mañana que descubrimos el cadáver de un cojito oculto entre los<br />
árboles del Parque, comprendimos que la «arepa» se estaba<br />
chamuscando harto de prisa.<br />
Tenía las manos atadas a la espalda con un alambre que le cortaba las<br />
muñecas y un tajo en la garganta que casi le separaba la cabeza.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 44<br />
Y era mucho más pequeño que nosotros. ¿Entiende lo que ese hecho<br />
significa? Mucho más pequeño, cojo, e incapaz de hacerle daño a nadie,<br />
pero allí estaba, con los ojos abiertos como platos, contemplando las<br />
flores y más muerto que un viejo de noventa.<br />
De igual modo podíamos haber sido Ramiro o yo, ya que apenas la<br />
tarde antes habíamos rondado por allí como solíamos hacer casi todas<br />
las tardes.<br />
Resulta muy duro sentarse en la hierba a contemplar cuál puede ser tu<br />
fin a poco que te descuides.<br />
Resulta más duro aún cuando apenas tienes doce años y no puedes<br />
comprender la razón por la que alguien sea capaz de hacer ese tipo de<br />
cosas.<br />
Tampoco a mi edad lo entiendo, en eso tiene razón, pero créame si le<br />
digo que aquella mañana pasé uno de los momentos más amargos de<br />
mi vida sentado frente a un cojo sobre el que zumbaban ya las moscas,<br />
y sin saber qué hacer hasta que al fin pasó un guardia y le llamamos.<br />
Era un buen hombre. Tan bueno que incluso vomitó al contemplar aquel<br />
horrendo espectáculo, cosa que nosotros ni siquiera habíamos hecho.<br />
Luego nos pidió que nos marcháramos a casa, y cuando comprendió<br />
que no teníamos casa alguna adonde ir, nos miró con profunda tristeza y<br />
estoy convencido de que se compadeció sinceramente de nosotros.<br />
—Buscaros una —dijo—. Buscaros una o alejaros de esta ciudad<br />
maldita... ¡Sois tan niños! / Acojona que incluso un guardia demuestre<br />
de ese modo su impotencia, en especial si es tu vida la que se<br />
encuentra en juego, y resultaba evidente que aquel pobre individuo<br />
parecía resignarse ante el hecho de que fuerzas que estaban fuera de<br />
su control habían tomado la firme decisión de acabar con la «lacra<br />
social» de los «gamines».<br />
Según el diccionario, «lacra» es la marca que deja una enfermedad en<br />
las personas.<br />
Supongo que «lacra social» será, por tanto, la marca que deja una<br />
enfermedad en la sociedad.<br />
Los «gamines» éramos, en efecto, esa marca, pero no fuimos nunca la<br />
enfermedad en sí, e intentar acabar con nosotros sin acabar con el mal<br />
era como tratar de borrar las señales que le va a dejar el SIDA a un<br />
moribundo.<br />
Cuando ya ese cadáver apeste; cuando lo lleven a enterrar comido de<br />
gusanos, aún habrá individuos que pretendan ocultar sus pústulas, pues<br />
lo que en verdad importará no es que haya muerto, sino que haya
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 45<br />
muerto de una enfermedad tan mal mirada.<br />
¿Me sigue? Y si no me sigue, ¿que más da? ¡Qué terror, señor; qué<br />
largo día de terror! Vagamos como sonámbulos cogidos de la mano,<br />
pues aunque nunca lo habíamos hecho anteriormente, creo que sin<br />
sentir el contacto del otro hubiéramos sido incapaces de dar un solo<br />
paso.<br />
Algunos debieron tomarnos por maricas adolescentes, pero no estaban<br />
los tiempos como para preocuparte por tales pendejadas, pues lo que en<br />
verdad nos preocupaba era buscar la forma de encontrar un hogar y una<br />
familia que respondiera por nosotros.<br />
«Soy Fulanito de Tal, mi mamá se llama Fulanita de Tal, y vivo en Tal<br />
Número de Tal Calle.» ¿Sencillo, no? Muy sencillo si en cuanto cae la<br />
noche puedes ir a ese número de esa calle donde te está esperando esa<br />
supuesta madre.<br />
Aunque te arree dos bofetadas o te rompa un palo en las costillas, no<br />
importa. Lo que importa es que exista, pues eso significa que aunque te<br />
hayas pasado el día «gamineando» no eres verdaderamente un<br />
«gamín» y nadie va a mandarte a un reformatorio o asesinarte.<br />
Caía la noche.<br />
Llegaba, tan puntual como siempre, sin un minuto de retraso, y ya<br />
nuestras mentes infantiles se habían hecho a la idea de que con las<br />
tinieblas alguien se abalanzaría sobre nosotros para atarnos las manos<br />
a la espalda con un alambre y separarnos la cabeza del cuerpo de un<br />
solo tajo.<br />
¿Hay algo que pueda volar más lejos que el miedo que se apodera de<br />
un niño abandonado? Sólo una cosa: el miedo de dos niños que sin<br />
querer decir palabra se transmiten ese pánico con cada gesto y con<br />
cada mirada.<br />
Tomamos asiento en un banco observando cómo se iban encendiendo<br />
luces mientras las calles comenzaban a quedarse vacías, y le aseguro<br />
que quizá fue aquélla la primera vez que llegué a plantearme lo injusto<br />
que resultaba que con tantos edificios inmensos y tantas ventanas<br />
iluminadas no hubiera un solo rincón, ¡uno tan sólo!, en el que dos<br />
pobres muchachos asustados pudieran dormir en seco y sin peligro.<br />
Hasta aquel momento lo había visto como una simple circunstancia de la<br />
vida que me había tocado vivir, sin experimentar el más mínimo<br />
sentimiento de rebeldía por ello, pero creo que debió ser aquella noche<br />
cuando se me empezaron a revolver mil gatos en las tripas.<br />
Estábamos allí, solos y sin más pertenencias que una bolsa que
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 46<br />
contenía una manta raída, un pedazo de pan y otro de queso; sin que<br />
los pies nos llegaran al suelo ni la camisa al cuerpo, preguntándonos<br />
dónde podríamos pasar la noche sin miedo a los asesinos; tan<br />
desesperanzados y abatidos como jamás lo debió estar ningún niño<br />
anteriormente.<br />
¿Por qué? ¿Qué delito habíamos cometido a nuestra edad para merecer<br />
semejante castigo? Si usted tiene una respuesta, señor, le quedaría muy<br />
agradecido si me la comunicara, pero me temo que nadie en este<br />
mundo sabría responder a tal demanda.<br />
Estábamos allí porque a millones de adultos mucho más hijos de puta<br />
que nosotros les importaba un carajo que estuviésemos.<br />
Fue el propio Ramiro el que mucho más tarde comentó sin mirarme:<br />
—Sólo hay un lugar al que jamás irían a buscarnos.<br />
—¿Cuál?<br />
Señaló la redonda placa que se encontraba justo frente a nosotros, y<br />
añadió con un susurro:<br />
—Las cloacas.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 47<br />
—Las cloacas.<br />
¿Ha descendido alguna vez a una cloaca? No. Naturalmente que no.<br />
¿Qué se le ha perdido a alguien como usted en una cloaca? El hedor<br />
tumba de espaldas incluso a quien como yo estaba acostumbrado a<br />
llevar la peste encima, pero peor que ese olor o incluso que las ratas<br />
que correteaban de un lado a otro, era el temor que imponía aquella<br />
gigantesca catacumba en las tinieblas.<br />
Habíamos comprado una linterna, pero su propia luz aumentaba la<br />
sensación de oscuridad a cuatro metros de distancia, y no creo que sea<br />
necesario que le diga que hubo un momento en que pensé que prefería<br />
que me mataran al aire libre que pasar tan siquiera un hora en aquella<br />
gigantesca tumba pestilente.<br />
Pero Ramiro insistió en quedarse, encontramos una especie de nicho en<br />
el muro, a metro y medio del nivel del agua, y allí nos acurrucamos<br />
sobre la manta tratando de aislarnos de la tremenda humedad que<br />
rezumaban el suelo y las paredes.<br />
Fue una noche muy larga.<br />
La más larga quizá que había vivido, con el oído atento al chillido de las<br />
ratas que se superponía a menudo al rumor de las aguas que corrían sin<br />
descanso.<br />
Nunca olvidaré ese sonido, pues no se parece en nada a ningún otro, ya<br />
que es como el fluir de un riachuelo que resonara como una flauta de<br />
caña en vacías bóvedas de alturas diferentes.<br />
Es una sintonía macabra.<br />
Macabra y repugnante.<br />
Con la llegada del día, ¡cuánto tardó, señor, no se imagina!, una extraña<br />
claridad se filtró a través de los desagües de las calles, y aquellos<br />
interminables pasadizos y aquellas salas de muros desconchados<br />
semejaban la absurda fantasía de un decorado de terror de película<br />
muda.<br />
Más tarde, en una de esas salas en las que confluían varios canales,<br />
descubrimos un grupo de muchachos que dormían sobre un ancho<br />
saliente a tres metros de altura.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 48<br />
Estaba claro que no éramos los primeros en elegir tal escondite, ni<br />
seríamos desde luego los últimos, pues en los meses que siguieron las<br />
cloacas de Bogotá se fueron poblando de tal forma que podría llegar a<br />
pensarse que en lugar de mojones de mierda, aquellos riachuelos<br />
arrastraban diamantes.<br />
Me dicen que hoy son ya más de cinco mil y no me sorprende. Si nadie<br />
se preocupa de solucionar el problema que existe arriba, el número<br />
continuará aumentando hasta que llegue un día en que existan dos<br />
Bogólas muy diferentes.<br />
Dos años, sí. Dos increíbles años.<br />
Y el segundo fue en verdad espantoso, pues llovió a mares y el nivel de<br />
las aguas subió en los pasadizos hasta el punto de que en más de una<br />
ocasión llegamos a temer que alcanzaría el techo ahogándonos a todos<br />
como se ahogaban las cucarachas y las ratas.<br />
¿Enfermedades...? Los más pequeños solían quedarse con las rodillas<br />
muy pegadas al pecho, abrazándose las piernas como si tuvieran la<br />
invencible necesidad de abrazarse a algo en el último momento,<br />
tosiendo y tiritando hasta que de improviso dejaban de estremecerse.<br />
Lo mejor, si tenía suficiente caudal, era dejar que el agua se los llevara<br />
ya que subir con un cadáver por la escalerilla de hierro y sacarlo a la<br />
calle era un trabajo que superaba con mucho nuestras escasas fuerzas.<br />
De día volvíamos arriba.<br />
Debía resultar ciertamente dantesco ver cómo se iban abriendo las<br />
tapas de las alcantarillas para que surgieran unos rostros sucios,<br />
amarillentos y famélicos que guiñaban los ojos a la violenta luz del sol,<br />
aunque los transeúntes, acostumbrados a ver tantas cosas absurdas,<br />
pronto dejaron de sentir curiosidad por los topos humanos.<br />
Ya no pedíamos limosna.<br />
A partir del momento en que empezó a crecerme un ligero vello sobre el<br />
labio comprendí que resultaba inútil implorar la compasión de nadie, y<br />
no es porque me considerase en aquel punto un hombre prematuro, sino<br />
porque había llegado a la conclusión de que quienes permitían que<br />
tuviéramos que vivir como las ratas no conocían el significado del<br />
término compasión, ni yo la necesitaba.<br />
Todos los que estaban arriba eran mis enemigos.<br />
No importaba quien fuese. El simple hecho de saber que no tenían que<br />
descender cada noche a nuestro infierno privado les convertía en<br />
miembros de una especie diferente a la que cualquier daño que<br />
causásemos estaba justificado.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 49<br />
¿Preferiría que le quitasen el reloj, o pasar una semana en las<br />
alcantarillas rodeado de ratas? Naturalmente. Con sólo haber bajado allí<br />
una vez, preferiría que le quitaran el reloj, la cartera o lo que fuese con<br />
tal de no tener que volver jamás a un lugar semejante.<br />
En ese caso, si eran ellos los que nos condenaban a vivir allá abajo,<br />
¿qué derecho tenían a quejarse? ¿Quiénes son «ellos»? Todos. Incluso<br />
usted si alguna vez estuvo allí.<br />
Todo aquel que transite por las calles de Bogotá consciente de lo que<br />
ocurre con los «gamines» y no se esfuerce por remediarlo, merece que<br />
le asalten y le roben, e incluso merece que le violen y le maten.<br />
Totalmente en serio. ¿Por qué habría de mentirle? Según la ley, si<br />
alguien es testigo de un crimen y no intenta impedirlo, es cómplice del<br />
asesino y debe ser severamente castigado.<br />
¿Conoce un crimen peor que el crimen del que le estoy hablando? ¿Se<br />
le antoja que pegarle un tiro al amante de tu mujer, al amigo que te ha<br />
traicionado, al policía que trata de detenerte, o incluso al cajero de un<br />
Banco que quieres robar, es acaso peor que contemplar cómo cientos<br />
de niños son cruelmente exterminados sin tratar de evitarlo? Si usted lo<br />
cree, yo no lo creo.<br />
A mi modo de ver existe una forma de moral activa, y otra pasiva. La<br />
primera es la de quienes cometen los delitos, y la segunda la de quienes<br />
no se atreven a cometerlos pero permiten que otros lo hagan.<br />
No sé si me explico, pero considero que el mundo rebosa de individuos<br />
que imaginan que porque no infringen personalmente la ley ya son<br />
honrados.<br />
Y eso no es cierto. Sé que no lo es y lo que opinen sobre ello los demás<br />
me sabe a mierda.<br />
Recuerde que conozco bien el sabor de la mierda. Viví con mierda hasta<br />
el cuello dos larguísimos años.<br />
Tal vez sin proponérmelo o sin tomar clara conciencia de ello, llegué a la<br />
conclusión de que cada vez que una de aquellas criaturas moría allá<br />
abajo, alguien de los que seguían arriba tenía que pagarlo.<br />
Admito que casi siempre le pasábamos la factura a la persona<br />
equivocada, pero eso no era ya culpa nuestra. Ministros no entierran<br />
todos los días.<br />
Si buscas amor y no te lo dan; buscas compasión y no te la dan; buscas<br />
comprensión y no te la dan, y al final buscas un simple trabajo y<br />
tampoco te lo dan, pero te ofrecen a cambio vivir entre las ratas o morir<br />
en un parque, acabas por abrir de par en par la navaja y clavársela en el
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 50<br />
hígado al primero que pasa.<br />
Había quedado atrás el tiempo de arrebatar bolsas de la compra o entrar<br />
armando jaleo en un mercado.<br />
Eso ya no funcionaba ni estábamos en edad de seguir haciéndolo.<br />
Ahora formábamos una «gallada» dura, de las bravas; de las que<br />
realmente temen los bogotanos cada vez que tienen que salir a la calle.<br />
Éramos siete, y el jefe era un tal Darío el Tenazas, pues llevaba unos<br />
alicates enormes que enseñaba a quienes íbamos a atracar.<br />
—¿Pinchazo o pellizco? —solía preguntar sonriendo, pues el muy<br />
«coño-e-madre» sonreía incluso a la hora de degollar a alguien. Y si<br />
decían pinchazo, malo, pero si elegían pellizco a fe que era muchísimo<br />
peor.<br />
Un pinchazo podía ser grave o leve, dependiendo de su estado de<br />
ánimo, pero el pellizco era espantoso porque agarraba con los alicates<br />
un pedazo de carne del costado y retorcía con saña hasta arrancarla de<br />
cuajo provocando un destrozo impresionante.<br />
El pobre desgraciado al que Darío «pellizcaba» solía caer redondo,<br />
inconsciente un par de horas, y la marca le quedaba hasta el fin de sus<br />
días.<br />
Yo no simpatizaba en exceso con Darío, pero no estábamos allí para<br />
hacer amistades sino para subsistir de la mejor forma posible, y el<br />
Tenazas le echaba cojones a la vida y sabía cómo imponer respeto a las<br />
bandas rivales.<br />
Ahora, conociendo como conocíamos tan a la perfección los mil<br />
vericuetos del complicado laberinto de las cloacas, no nos veíamos<br />
obligados a «trabajar» un barrio determinado, sino que podíamos salir a<br />
la calle donde nos apeteciera, dar el golpe y desaparecer en un instante<br />
sin que existiera un solo policía en la ciudad que experimentara el más<br />
mínimo interés por atraparnos.<br />
Allá abajo éramos invencibles.<br />
«Intocables» más bien, puesto que ni todo un ejército sería capaz de<br />
cogernos cuando nos encontrábamos en el corazón de una «ciudad»<br />
que era totalmente nuestra.<br />
En ciertos puntos incluso habíamos conseguido conectar con pasadizos<br />
de la red telefónica, y aunque solían ser estrechos y mal ventilados<br />
ofrecían una segunda oportunidad a la hora de trasladarnos de un lado a<br />
otro, o ponernos a salvo si surgían problemas.<br />
La subida de las aguas, las ratas y las enfermedades constituían sin
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 51<br />
embargo suficientes peligros en sí mismos y lo cierto es que jamás nos<br />
consideramos en absoluto amenazados por las gentes de arriba.<br />
Fuera el riesgo era mayor.<br />
La Policía y los «paramilitares» nos acechaban, y todo aquel muchacho<br />
de más de catorce años que no tuviese un trabajo fijo o pareciese<br />
sospechoso de pertenecer a alguna «gallada» peligrosa corría el riesgo<br />
de recibir un balazo en la cabeza en pleno día sin que curiosamente<br />
jamás se presentase luego ningún testigo de los hechos.<br />
No nos permitían vivir honradamente y por lo tanto robábamos.<br />
Entonces nos acosaban y en respuesta aumentábamos la violencia de<br />
nuestras fechorías. Era una especie de serpiente que se mordiera la<br />
cola, y que iba creciendo y engordando a costa de devorarse a sí<br />
misma.<br />
¿Le ha gustado? A veces incluso alguien como yo puede tener un<br />
pensamiento profundo, ¿no le parece? Sobre todo habiendo vivido tanto<br />
tiempo bajo tierra.<br />
Un día, cuando Darío el Tenazas le espetó su célebre frase, «pinchazo o<br />
pellizco», a un enano de cara de cretino y pinta de dependiente de<br />
mercería, el tipo sacó de improviso el pistolón más grande que haya<br />
visto en mi vida, y replicó también sonriendo: «¿Y yo te vuelo la cabeza<br />
o los huevos?», y mostrando una credencial de la «secreta» se lo llevó<br />
preso a Sesquilé.<br />
La cosa no hubiera tenido mayor importancia, y entraba dentro de las<br />
reglas del juego, de no haber sido porque tres días más tarde, el pobre<br />
Darío apareció tirado en un portal. Con sus propios alicates le habían<br />
arrancado más de veinte pedazos de carne, incluidas la nariz, las orejas<br />
y los testículos, y habían dejado que se desangrara hasta morir entre<br />
atroces dolores.<br />
No estuvo bien.<br />
Admitirá que semejante salvajada iba mucho más allá de lo admisible, y<br />
si lo que pretendían era asustarnos aún más se equivocaron, puesto que<br />
incluso la técnica del terror pierde su eficacia cuando la rosca se pasa<br />
demasiado.<br />
Hasta las bandas rivales se lo tomaron a mal y acordaron, sin necesidad<br />
de que se lo pidiéramos, que nos ayudarían a vengar al Tenazas.<br />
Diez días más tarde avisaron que un fulano que respondía a la<br />
descripción del enano sonriente solía desayunar en un bar de «La<br />
Candelaria».<br />
Ramiro fue a comprobarlo.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 52<br />
En efecto, desayunaba exactamente a las ocho, se limpiaba los zapatos,<br />
se echaba un trago de ron, y se lanzaba a la calle, a cazar delincuentes.<br />
Me tocó a mí.<br />
No me pregunte por qué. Me tocó.<br />
Conseguí una caja de «bolear» y los muchachos se preocuparon de que<br />
el viejo que solía limpiarle los zapatos al enano decidiera quedarse en<br />
su casa esa semana.<br />
Al cuarto día me presenté lo más aseado posible, atendí a dos clientes,<br />
y acudí, remolón, a la llamada del enano.<br />
Estaba sentado en un taburete de la barra y casi no alcanzaba a poner<br />
el pie en la caja, pero le dejé el zapato izquierdo brillando como un<br />
espejo.<br />
Luego me ofreció el derecho, abrió un periódico y ya no le vi la cara.<br />
Yo había escondido el revólver en un trapo, y sin desenvolverlo, disparé<br />
de abajo arriba por tres veces.<br />
Luego salí corriendo sin detenerme a comprobar el resultado.<br />
Ramiro, que se quedó en la calle a curiosear, me comentó después que<br />
lo sacaron cubierto con una manta y con los pies por delante.<br />
No insista. Lo hice y basta.<br />
Suponga que tenía que hacerlo, pues aunque como ya le dije, Darío no<br />
era en realidad amigo mío, hay cosas que no se deben consentir y<br />
quizás había llegado a la conclusión de que era el momento justo de<br />
dejar de ser un niño asustado.<br />
Debió ser algo parecido a lo que siente una tía a la que todos se cogen<br />
gratis y decide un buen día sacarle provecho al coño. Si el mundo quería<br />
seguir jodiéndome, que tuviera por lo menos algún motivo, y este de<br />
«echarme al pico» a uno de la «secreta» se me antojó harto gratificante.<br />
¿Inconsciente? Aseguran que tan sólo dos de cada diez «gamines»<br />
llegan a los quince años, y a mí debía faltarme ya muy poco. Si a esa<br />
edad no se es inconsciente, ¿para cuándo iba a dejarlo? Yo estaba<br />
hasta los cojones, señor. Hasta las mismísimas pelotas. Matar a un<br />
policía, un cura o al lucero del alba, ¿qué más daba? Lo que importaba<br />
era reventar por algún lado y nadie me ofrecía otra oportunidad que<br />
hacerlo con un arma en la mano.<br />
Intente ponerse en mi lugar y dígame cuánto tiempo lo hubiese<br />
soportado.<br />
Yo no sé mucho del mundo, señor, pero alguna idea tengo de lo que
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 53<br />
ocurre o de lo que ocurrió antes de nosotros, y cuando veo en la<br />
televisión cómo viven los pueblos más miserables, o cómo se mueren de<br />
hambre los niños en África, me da mucha pena, pero advierto que<br />
mueren en brazos de sus padres, que al menos les dan cariño cuando<br />
no tienen otra cosa que darles.<br />
Los niños de Etiopía son como esqueletos vivientes, lo admito, pero<br />
cuando la cámara muestra aquel desierto barrido por el viento y la<br />
sequía, entiendo que nadie pueda hacer nada por remediar su hambre.<br />
Y aun así les llevan alimentos desde muy lejos.<br />
Pero allí en Bogotá, señor, allí la cosa es muy distinta.<br />
Allí, sobre las cabezas de los niños hambrientos, se levantan edificios<br />
gigantescos, corren las esmeraldas, se derrocha el dinero, y el<br />
«narcotráfico» mueve sumas tan prodigiosas, que con un solo día de<br />
sus ganancias, ¡uno tan sólo!, se pondría fin a tanta miseria injusta.<br />
¡Ésa es la diferencia! Y ésa es la razón por la que todo el que ha vivido<br />
aquella tragedia, y ha tenido que dormir en las alcantarillas por miedo a<br />
que le maten, está en su perfecto derecho a cagarse en el mundo y en<br />
todos sus habitantes.<br />
Me cargué a aquel pendejo y creo que no tengo que darle explicaciones,<br />
ni a usted ni a nadie.<br />
Está claro que no pertenecemos a la misma especie, por mucho que se<br />
esfuerce en hacerme creer que los dos somos seres humanos.<br />
Si «Ser Humano» es el que consiente que criaturas supuestamente de<br />
su misma especie vivan en las cloacas, no tengo el más mínimo interés<br />
en que me consideren «Ser Humano».<br />
Y si ése es su concepto de la justicia, no acepto esa justicia.<br />
Ni yo, ni ninguno de los míos.<br />
Constituimos una raza aparte.<br />
¿Mejor? ¿Por qué mejor? ¿Qué quiere decir con eso de mejor? Ni mejor<br />
ni peor, tan sólo diferente, y si me apura, le diré que por el simple hecho<br />
de ser diferente, ya tiene que ser mejor sin duda alguna.<br />
Para los que son como usted, matar a un policía que se está limpiando<br />
tranquilamente los zapatos constituye al parecer un crimen abominable.<br />
Para los que son como yo, volarle los cojones al «hijo-e-madre» que se<br />
los arrancó a sangre fía al Tenazas, no es más que una forma lógica de<br />
devolver «ojo por ojo y huevo por huevo».<br />
Y «últimadamente», como diría un venezolano, no tengo por qué carajo
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 54<br />
darle explicaciones, pues no es usted mi padre, ni el juez, ni el cura de<br />
la parroquia.<br />
No es más que alguien que ha venido a escuchar lo que tengo que<br />
contarle.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 55<br />
Ramiro quería aprender a leer.<br />
A leer y a escribir, lógicamente. Por lo visto una cosa va siempre ligada<br />
con la otra.<br />
Desde muy niño Ramiro siempre se quedaba mirando los letreros, las<br />
carteleras de los cines y las revistas de los quioscos con la misma<br />
expresión con la que contemplaba los escaparates de las pastelerías, y<br />
no había nada que le humillase más en este mundo que el hecho de<br />
tener que preguntarle a alguien cómo se llamaba una película, o qué<br />
querían decir aquellas letras.<br />
Para él las letras eran como una cosa mágica; una especie de hechizo o<br />
brujería que podía llevarle a mundos muy distintos, y siempre insistía en<br />
el detalle de que si ninguno de cuantos vivíamos en las alcantarillas<br />
sabíamos leer, mientras que la mayoría de los que estaban fuera sí<br />
sabían, estaba claro que eso de conocer las letras tenía que servir de<br />
mucho.<br />
Yo le respondía que si me tocaban veinte mil pesos a la lotería poco<br />
necesitaría saber leer para vivir fuera de allí, pero casi por las mismas<br />
fechas en que decidí que con una pistola en el bolsillo no tenía ninguna<br />
necesidad de regresar a las cloacas, Ramiro pareció llegar a la<br />
conclusión de que, por el contrario, el único camino era aprender.<br />
¡Pobre Ramiro! Se presentó una mañana en una escuela que estaba<br />
allá abajo, en «La Capuchina», y lo primero que le dijeron fue que para<br />
inscribirse tenía que acudir con sus padres o «tutores».<br />
Nos volvimos locos intentando averiguar qué sería eso de «tutores»<br />
hasta que nos aclararon que un «tutor» es quien se responsabiliza de un<br />
niño o algo parecido.<br />
Naturalmente, Ramiro no tenía tutores y mucho menos, padres.<br />
Luego fue a otro sitio, y le pidieron que presentase al menos una partida<br />
de nacimiento o cualquier otro papel que acreditase que estaba vivo.<br />
Ramiro agarró una cuartilla, se sonó los mocos y se la mostró a la<br />
secretaria preguntando si ése no era un papel que demostrase que<br />
estaba vivo y bien vivo.<br />
Lo echaron a patadas.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 56<br />
Peregrinó por cuatro o cinco sitios hasta que al fin una señorita de<br />
«Santa Inés» le aceptó en su clase, aunque era de risa porque todos los<br />
alumnos de aquel curso eran unos chiquitirrines que no levantaban dos<br />
palmos del suelo y la verdad es que daba vergüenza sentarse allí a<br />
cantar aquello de «La "B" con la "A", "BA". La "B" con la "E", "BE".» La<br />
maestra me pidió que me quedara, pero le juro que se me antojó lo más<br />
ridículo del mundo.<br />
Entonces no comprendía que muchísimo más ridículo sería ir por ese<br />
mundo sin saber leer ni escribir, y siempre lamentaría el hecho de que<br />
aquella mañana me sintiera demasiado importante como para sentarme<br />
en un banco de párvulos.<br />
Al fin y al cabo, yo ya había matado a un hombre.<br />
A veces me pregunto qué hubiera sido de mi vida si hubiera decidido<br />
seguir el ejemplo de Ramiro quedándome a aprender las letras, y le<br />
hubiera imitado también en todo lo demás, puesto que a los pocos días<br />
vino a decirme que había aceptado el empleo que le había conseguido<br />
la maestra en una panadería de la Carrera Catorce.<br />
El trabajo consistía en empezar a descargar sacos de harina a las tres<br />
de la tarde y no parar de faenar hasta las cuatro de la mañana, y como a<br />
las ocho tenía que estar en la escuela, el pobre andaba siempre<br />
sonámbulo y desriñonado.<br />
El «sueldo» era de cincuenta pesos al mes, todo el pan que quisiera y<br />
un rincón en el que dormir entre sacos de harina, de forma que parecía<br />
totalmente un fantasma, ya que si daba un salto levantaba una nube de<br />
polvo que le rodeaba como si se hubiera escondido en ella.<br />
Mucho más tarde, y en recuerdo de aquella difícil época, Ramiro adoptó<br />
el apellido «Blanco», quizá porque de ese modo siempre tenía muy<br />
presente que había pasado gran parte de su juventud «Metido en<br />
Harina».<br />
Yo lo echaba de menos.<br />
Me sentía casi huérfano, y en ocasiones me aferraba a la idea de que tal<br />
vez también podría encontrar un trabajo semejante, pero lo cierto es que<br />
no lo encontré y aunque pasé una temporada «boleando» zapatos, y<br />
dos o tres meses recogiendo cartones y botellas que le vendía a una<br />
vieja usurera, aquello no daba para comer, y menos aún para pagar un<br />
sitio donde dormir caliente.<br />
Los domingos solíamos coger un bus para ir a bañarnos a un riachuelo<br />
de las afueras, y si hacía sol lavábamos la ropa y la tendíamos a secar<br />
sobre la hierba.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 57<br />
Ramiro cargaba siempre con tres panes enormes, los muchachos y yo<br />
poníamos el queso, el chorizo y las cervezas, y tras jugar un partidillo de<br />
fútbol en cueros vivos, comíamos de maravilla y a la caída de la tarde<br />
volvíamos a «casa».<br />
¡Dios, qué hermoso que era aquello! A veces el agua estaba helada,<br />
pero con las carreras entrábamos en calor rápidamente, y aunque en los<br />
días nublados la ropa al final aún estuviese húmeda, valía la pena<br />
librarnos de tanta mierda como llevábamos encima.<br />
¿Qué daño hacíamos? Le pregunto a usted, señor... ¿Qué daño<br />
hacíamos? No éramos más que un grupo de muchachos que se divierte<br />
jugando a la pelota en un prado de las afueras de una ciudad una<br />
mañana de domingo.<br />
Ni siquiera las vacas se molestaban.<br />
Había mucha vaca por allí, pero al parecer nuestro fútbol no les<br />
interesaba, y en cuanto comenzábamos el partido se alejaban con aire<br />
de aburrimiento.<br />
¿Qué daño hacíamos?, repito.<br />
Veo que no se le ocurre nada.<br />
A mí tampoco. Un millón de veces me han acudido a la mente aquellas<br />
escenas, y otras tantas me resulta imposible descubrir la razón por la<br />
que alguien llegase a la conclusión de que hacíamos algo malo.<br />
Un buen día, Mingo, que como estaba medio tuberculoso jugaba de<br />
portero y observaba de lejos lo que hacíamos, se cayó de repente.<br />
Tardamos en darnos cuenta, y cuando al fin nos aproximamos gritando<br />
que se pusiera en pie y parara la pelota descubrimos que estaba muerto<br />
y sangraba por un agujero que tenía junto a la oreja izquierda. Le habían<br />
disparado desde unos árboles, a más de doscientos metros de distancia<br />
y sin duda tuvo que ser con un rifle de mira telescópica.<br />
¿Qué quiere que le diga? Alguien a quien no les gustaban los<br />
«gamines» ni tan siquiera limpios y en pelotas.<br />
Lo cazaron como si fuera un venado en una pradera, y lo asesinaron por<br />
el simple placer de probar puntería, aprovechando al mismo tiempo para<br />
quitar de en medio una «lacra social» a todas luces peligrosa.<br />
Mingo no debía haber cumplido aún los once años y se pasaba la vida<br />
tosiendo y escupiendo sangre.<br />
Quizá quien le mató le hizo un favor evitándole futuros sufrimientos, pero<br />
aquel día, en aquel momento era feliz, pues no le habían metido aún<br />
más que tres goles.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 58<br />
Como portero jamás le hubiese quitado el puesto a Higuita. Era un<br />
desastre.<br />
Le pedimos prestado a un campesino un azadón y lo enterramos detrás<br />
de la portería.<br />
¿Qué quería que hiciésemos? Seguro que le gustó más que una fosa<br />
común.<br />
Al domingo siguiente buscamos un campo algo más alejado de los<br />
árboles.<br />
No ocurrió nada, pero tres semanas después volvieron a tirotearnos<br />
desde el bosque, aunque en esta ocasión no consiguieron acertarnos.<br />
Recuerdo muy bien aquella tarde.<br />
¡Vaina si la recuerdo! Habíamos comido ya y estábamos tumbados en la<br />
hierba gozando de un tibio sol y un cigarro, aunque también algunos le<br />
metieran el vicio.<br />
A un par de metros Nina se había quedado dormida.<br />
Nina era como un chico más, aunque quizá más sucia, pero ese día<br />
también se había bañado y por primera vez nos dimos cuenta de que le<br />
había salido vello allí abajo y que tenía ya unas minúsculas tetitas.<br />
Supongo que unos once o doce años. Era tan flaca y esmirriada que<br />
resultaba difícil averiguarlo.<br />
El Pingüino, Ramiro, Elías, y yo, que éramos los mayores, la<br />
observábamos nerviosos y sin saber qué diablos hacer, cuando<br />
empezaron a sonar los tiros y las balas silbaron sobre nuestras cabezas.<br />
A unos tres metros había una especie de hondonada y los cinco nos<br />
precipitamos dentro, mientras el resto del grupo echaba a correr o se<br />
escondía también donde buenamente encontraba.<br />
Seguían disparando muy de tarde en tarde, y allí nos quedamos,<br />
apretujados en tan pequeño espacio, desnudos y asustados.<br />
Al rato el Pingüino dijo de pronto: «Abre las piernas», y Nina las abrió sin<br />
protestar siquiera.<br />
Siempre tuve la impresión de que ni entre los cuatro conseguimos<br />
desvirgarla.<br />
Sería por el miedo a las balas, porque los otros tres miraban, o porque<br />
ninguno lo había hecho anteriormente, pero lo cierto es que pese a que<br />
ella se mostró de lo más asequible, apenas empezar ya habíamos<br />
terminado.<br />
No pretenda hacerme creer que su primera experiencia sexual fue un
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 59<br />
éxito.<br />
Aquélla fue un auténtico fracaso.<br />
Elías quiso intentarlo de nuevo, pero empezaba a oscurecer y Nina le<br />
hizo notar que para ser el día de su iniciación como mujer tenía más que<br />
suficiente.<br />
Para ser el día de mi iniciación como hombre me había quedado<br />
«guindando» de un cocotero.<br />
Tardaría en bajar de él, pero ésa es una historia que mejor dejamos<br />
para más adelante, cuando le llegue el momento.<br />
Habrá notado que me gusta ser metódico. Ordenado y metódico,<br />
colocando cada cosa en su sitio y refiriéndome a cada situación a su<br />
debido tiempo.<br />
Puede que sea la lógica reacción a mi infancia en las calles y mi<br />
juventud en las cloacas. Ramiro y yo íbamos a todas partes con una<br />
vieja bolsa en la que no llevábamos más que una manta raída, un cazo,<br />
y media docena de chucherías, y si en una precipitada huida las<br />
perdíamos, el asunto no tenía mayor importancia, puesto que no<br />
estábamos unidos a ningún objeto por lazos de afecto o de recuerdos.<br />
Luego, muchísimo más tarde, cuando conseguí tener algo, me gustaba<br />
saber siempre dónde estaba y conservarlo aunque no sirviese ya de<br />
nada.<br />
Llegar a los quince años sin haber tenido ni tan siquiera un nombre<br />
marca mucho, puede creerme.<br />
Y a partir de aquel domingo no tuve ni tan siquiera un hermoso recuerdo<br />
de mi «primer amor».<br />
La segunda vez que me acosté con Nina la cosa anduvo algo mejor,<br />
pues ya no era virgen y había adquirido alguna experiencia.<br />
A los tres meses se había tirado a la mitad de los taxistas de Bogotá y<br />
se había recorrido gratis la ciudad.<br />
Hay que ver lo aprisa que aprenden las chicas.<br />
Ramiro también aprendía harto de prisa aunque no tanto. Un día me lo<br />
encontré leyendo un periódico en la puerta trasera de la panadería y<br />
casi no podía creérmelo. Era capaz de saber qué película ponían en<br />
cada cine de la ciudad, de qué iba el argumento, e incluso si la crítica<br />
opinaba que era buena.<br />
Yo no tenía ni idea de que en los periódicos escribieran sobre esas<br />
cosas. Siempre supuse que sólo se referían al fútbol, el béisbol, el<br />
Gobierno y los difuntos.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 60<br />
De ese modo supimos de cines que estaban muy lejos y a los que nunca<br />
habíamos ido.<br />
A estas alturas puedo admitir que empecé a sentirme celoso de que<br />
Ramiro hubiese aprendido a leer, y no por el hecho de que quisiera<br />
aprender también, que en aquel tiempo me tenía sin cuidado, sino<br />
porque le dedicaba a los libros y los periódicos tanta atención que a<br />
veces me olvidaba.<br />
Se impacientaba cuando me hablaba de temas de los que yo no tenía la<br />
más mínima idea, y empezó a darme la sensación de que aun sin<br />
quererlo se consideraba superior a mí por el simple hecho de haber<br />
aprendido a escribir su nombre.<br />
Entre la panadería, la escuela y los libros me dejaba cada vez más<br />
tiempo solo, y reconozco que en parte se debió a ello el que ocurrieran<br />
tantas cosas como ocurrieron más tarde.<br />
Si Ramiro no se empeña tanto en aprender a leer, tal vez me hubiese<br />
comportado de un modo diferente sin llegar a cometer tantas<br />
estupideces.<br />
Supongo que le parecerá una tontería, y en el fondo lo es. Creo que lo<br />
que pretendía era demostrarle que eso de leer y escribir no era nada del<br />
otro mundo y yo podía ser tan importante como él a poco que quisiera.<br />
Al fin y al cabo era cosa sabida que habíamos matado a un policía.<br />
Demasiado sabida para mi gusto, porque una mañana el Elías vino a<br />
avisarme de que un mariquita de la casa de María Ladillas le había<br />
contado que los de la «Secreta» andaban preguntando por un canijo de<br />
la «gallada» del difunto Darío el Tenazas que por lo visto se había<br />
metido a «bolear» con un revólver en la caja.<br />
—No bajarán aquí a buscarte —dijo—. Pero ándate «ojo pelao» cada<br />
vez que asomes las orejas.<br />
Al Elías le gustaba emplear expresiones venezolanas porque había<br />
vivido en Maracaibo hasta que expulsaron a su madre que era de<br />
Cúcuta, allá en la frontera.<br />
Siempre soñaba con volver a Maracaibo.<br />
Le mataron.<br />
Si le digo, le miento. Tan sólo sé que lo mataron en un asunto de vicio.<br />
Le metía de frente, y ya se sabe que el «basuco» no es buen<br />
compañero de viaje.<br />
A partir del día en que Elías me contó aquello, toda la gente empezó a<br />
olerme a policía de paisano que pretendía volarme la cabeza, por lo que
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 61<br />
me pasaba tantas horas abajo que se me puso cara de cucaracha.<br />
Ramiro me convenció de que si continuaba en las alcantarillas acabaría<br />
enfermando, por lo que decidí cambiar de aires y me largué a trabajar<br />
una temporada a una fábrica de ladrillos de las afueras, más allá de «El<br />
Dorado».<br />
Ríase usted de los esclavos. El oficio de «chircalero» es el más duro<br />
que haya inventado hijo de puta alguno, si es que acarrear ladrillos<br />
sobre un suelo embarrado puede llamarse oficio.<br />
En los chircales primero se amasan y se cortan los bloques, aunque eso<br />
lo hacen los auténticos obreros; los que tienen un jornal fijo, papeles,<br />
contrato de trabajo y todas esas cosas. Luego, cuando se juntan<br />
muchos: veinte o treinta mil quizás, hay que llevarlos al horno, apilarlos,<br />
cargar la leña, esperar que se cuezan, retirar las cenizas, y cuando ya<br />
los ladrillos están fríos, sacarlos con cuidado y cargarlos en los<br />
camiones.<br />
Si teníamos suerte ahí es donde entrábamos nosotros, que cobrábamos<br />
por bloque o por ladrillo transportado.<br />
Lo malo es que cada vez que rompíamos uno nos descontaban dos, y<br />
cantidad de días, cuando había llovido mucho, el barro te hacía resbalar<br />
y al menor descuido te ibas al suelo con todo el material.<br />
Dos... Yo no solía acarrear más de dos bloques en cada viaje, puesto<br />
que apenas podía con ellos y si se me rompían tenía que hacer luego<br />
dos viajes gratis.<br />
Trescientos metros; quinientos tal vez, dependiendo de donde<br />
estuvieran las filas de bloques.<br />
Los días que había carga tenía que levantarme a las cuatro de la<br />
mañana, ponerme en la cola y pasar entre los primeros, ya que en<br />
cuanto tenían el cupo completo cerraban la puerta.<br />
También convenía estar pronto para colarme entre los que empujaban<br />
desde atrás, sin darle oportunidad al portero de que me pidiera los<br />
papeles.<br />
Sin papeles no podías ni acarrear ladrillos legalmente.<br />
¿Y a mí qué me cuenta...? Pregunte a quien lo sepa.<br />
Si no había carga, no llegaba de los primeros o no me dejaban pasar, no<br />
cobraba el jornal.<br />
Y si había llovido mucho, el suelo estaba resbaladizo y rompía<br />
demasiados bloques, que eran los más delicados puesto que el ladrillo<br />
ya cocido resultaba más resistente y más fácil de transportar, me
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 62<br />
quedaba con lo comido por lo servido y me había deslomado casi gratis.<br />
Terminábamos a las seis de la tarde y si todo había ido bien me daban<br />
diez pesos.<br />
Dormíamos unos cuarenta en un cobertizo adosado a la fábrica. Sin<br />
fachada, tan sólo dos paredes y un techo, pero lo habían colocado justo<br />
pegado al muro posterior del horno, de tal modo que cuando lo habían<br />
encendido se estaba calentito.<br />
Los demás días prendíamos hogueras con restos de leña.<br />
Los domingos Ramiro acostumbraba a venir a verme. No estaban las<br />
cosas como para ir a bañarnos o jugar al fútbol, ya que me dolía tanto la<br />
espalda que malditas las ganas que tenía de dar un solo paso.<br />
Ramiro traía tres panes y solíamos cambiar dos por latas de atún o de<br />
sardinas, para sentarnos a comer en un rincón del cobertizo y que me<br />
contara la película que había visto el sábado o me hablara de lo que<br />
había leído en los periódicos.<br />
Fue una época triste.<br />
Triste y deprimente. Hacía frío, llovía a mares y yo me sentía<br />
completamente fuera de mi ambiente. Le confieso que en cierto modo<br />
incluso echaba de menos la vida en las cloacas.<br />
Bogotá era el mundo en que había crecido, había aprendido a<br />
desenvolverme y donde de vez en cuando podía ir a un cine o pararme<br />
ante una tienda de discos a bailar una cumbia.<br />
Había coches, anuncios, gente que pasaba y carritos que vendían<br />
«arepas» o empanadas, de modo que cuando no estabas entre las<br />
cucarachas y las ratas tenías la sensación de que por lo menos vivías.<br />
Pero allá en la fábrica era como si todos se hubieran vuelto de barro.<br />
Un fango rojizo cubría el suelo, las paredes, los techos, los camiones e<br />
incluso a las personas.<br />
Te bañabas y el agua salía roja; lavabas la ropa y por más que la<br />
restregaras no había forma de desprenderle aquel color maldito, e<br />
incluso la comida te sabía a un barro que tenía metido hasta en las<br />
mismísimas narices.<br />
Y la gente a tu alrededor aparecía amargada, porque cuando no había<br />
carga no había jornal, y cuando la había llegaban a la noche agotados y<br />
convertidos en auténticas piltrafas.<br />
Por otra parte, la fábrica estaba en mitad de un inmenso descampado, a<br />
más de dos kilómetros de las casas más cercanas, y había que echarle<br />
muchos cojones a la vida para lanzarse a atravesar aquel fangal bajo la
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 63<br />
lluvia por el simple placer de beberse una cerveza o comprar cigarrillos.<br />
Cuando no llovía bajaban las putas, y ya podrá hacerse una idea de qué<br />
clase de putas tenían que ser para decidirse a venir hasta allí en busca<br />
de unos clientes que apenas tenían un pedazo de pan que echarse a la<br />
boca o fuerzas suficientes como para montarse a una fulana.<br />
¡Un infierno! La vida del «chircalero» es el peor de los infiernos, pero<br />
usted parece empeñado en que siga contándole estas cosas por tristes<br />
que resulten.<br />
¿De verdad no cree poder encontrar un argumento mejor para su libro?<br />
Supongo que debe conocer muchos lugares hermosos y muchas<br />
historias divertidas sobre las que escribir, y sigue sin caberme en la<br />
cabeza que se moleste en venir a que le cuente calamidades.<br />
No venderá un solo ejemplar, se lo aseguro. Nadie tiene por qué<br />
sentirse atraído por tanta miseria, y si lo está es porque no le funciona la<br />
cabeza.<br />
El chircal es capaz de destrozar a hombres muy fuertes, y con mayor<br />
razón aniquila a un muchacho tan endeble como lo era yo en aquellos<br />
tiempos, por lo que llegó un momento en que Ramiro se plantó<br />
asegurando que no volvería a la ciudad si no volvía conmigo.<br />
Me costaba un tremendo esfuerzo caminar, tenía una tos que me<br />
rasgaba las entrañas y había días en que se me caían tantos bloques<br />
que eran más los que destrozaba que los que llegaban enteros a su<br />
destino.<br />
Me escondió en la panadería, detrás de un montón de sacos, y allí pasé<br />
una semana descansando, tranquilo y bien comido, aunque el problema<br />
estribaba en que cuando el dueño estaba cerca tenía que morderme un<br />
dedo para no toser delatando mi presencia.<br />
No era mala gente y Ramiro parecía muy contento con él, pero estaba<br />
convencido de que le despediría si descubría que estaba convirtiendo su<br />
local en un hospital para «gamines».<br />
Hacía mis necesidades en un cubo que Ramiro sacaba por las noches,<br />
dormía cuando no trabajaban los obreros, y comía tanto pan que el<br />
cerebro se me convirtió en pura miga.<br />
Engordé un montón de kilos.<br />
No era difícil; al volver del chircal una simple manzana me hubiera<br />
hecho parecer embarazado.<br />
Fue entonces cuando el Pingüino me propuso asaltar el bus del<br />
Monserrate. Lo había estudiado bien, sabía a qué hora solían subir los<br />
turistas que cogían luego el funicular al Monasterio, y en qué punto de la
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 64<br />
carretera podíamos bajar para internarnos en el bosque y llegar a la<br />
Carrera Veintiséis antes de que el conductor tuviera tiempo de denunciar<br />
el atraco.<br />
Me pareció un buen plan pero necesitaba por lo menos diez días para<br />
estar en condiciones de pegarme semejante carrera monte abajo.<br />
Ramiro intentó disuadirme alegando que pronto uno de los repartidores<br />
ascendería a oficial y tal vez podría conseguir que me dieran el puesto<br />
que dejara vacante, pero yo eché mis cálculos y llegué a la conclusión<br />
de que, aun en el improbable caso de que me dieran el empleo, como<br />
repartidor de pan tardaría año y medio en ganar lo que podría ganar en<br />
el asalto.<br />
Fue un jueves y éramos tres: el Pingüino, el Papafrita y yo.<br />
Para hacérselo breve le diré que al Pingüino lo dejaron tieso, al Papafrita<br />
le pegaron un tiro en una pierna y nunca más volví a verle, una vieja<br />
«gringa» quedó tendida en mitad de la carretera chillando en extranjero<br />
y yo perdí la pistola con que liquidé al de la «Secreta».<br />
Y no perdí la vista de milagro.<br />
Como botín, ciento cuarenta pesos.<br />
Ha oído bien: ciento cuarenta pesos y tres estampitas de la Virgen,<br />
porque el único que largó de inmediato la cartera fue un cura muy gordo.<br />
¡Qué inconsciencia, señor! ¡Qué gente tan inconsciente...! Estás en un<br />
autobús, en plenas vacaciones, tres muertos de hambre armados te<br />
ruegan que les entregues la poca plata que llevas y el reloj, y en lugar<br />
de obedecer para regresar tranquilamente al hotel a buscar más dinero,<br />
te lías a tiros y organizas una auténtica masacre.<br />
Yo ese día ni siquiera apreté el gatillo; en cuanto cayó el Pingüino me<br />
tiré en marcha y me estampé contra un árbol dejándome las nances,<br />
pero cogí puerta, bosque abajo y no paré hasta el Planetario.<br />
Hay pendejos a los que les gusta ir por el mundo armados y jugando a<br />
ser héroes.<br />
¿Héroe por no perder mil pesos y un reloj? ¡No friegue...! Tendrían que<br />
meterlos a todos en la cárcel, y no porque ese día se cargaran al<br />
Pingüino y escoñaran el Papafrita, sino porque son los que te obligan a<br />
que la próxima vez tengas el gatillo alegre y al menor movimiento<br />
sospechoso le vueles la caja de la memoria a un inocente.<br />
Supongo que esa noche contaría muy orgulloso cómo se cepilló de un<br />
solo tiro a un mocoso armado de una navaja, dejó cojo a un segundo y<br />
logró que un tercero se estrellara contra un árbol, pero lo que no contó<br />
en su cuento es que tres meses más tarde le pegué un balazo a un
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 65<br />
turista porque se dio excesiva prisa al echar mano a la cartera.<br />
Cuando vives en la selva se te afilan las garras y a menudo te crecen<br />
demasiado los colmillos.<br />
No crea que trato de disculparme echándole la culpa a otros; tan sólo<br />
pretendo que entienda mis razones.<br />
Todo lo que soy y lo que hice a partir de aquel momento me lo debo a<br />
mí mismo, ya que un «gamín» que ha conseguido salvar todos los<br />
obstáculos llegando a convertirse en adolescente, está obligado a tener<br />
más sentido común y más seguridad en sí mismo que un hombre de<br />
treinta años.<br />
La vida en las calles enseña harto de prisa, pero la vida bajo las calles te<br />
obliga a correr más que Fittipaldi.<br />
Se equivoca si imagina que voy a tener empacho alguno en admitir que<br />
me convertí en un auténtico atracador.<br />
Me habían echado al mundo para serlo, en ello estaba, y pronto llegué a<br />
la conclusión de que si quería seguir con vida tenía que aprender a<br />
hacerlo bien.<br />
Chapuzas como la del atraco al bus del Monserrate no conducían más<br />
que al depósito de cadáveres, un cartel en el dedo gordo del pie con las<br />
letras «NN» y una fosa común.<br />
Y la competencia era muy fuerte.<br />
Fuerte aunque desorganizada, porque la mayoría de los asaltantes de la<br />
ciudad eran chicos desesperados que solían actuar bajo el síndrome de<br />
la abstinencia o los efectos del «basuco».<br />
Ya le he hablado antes del vicio, ¿no es cierto? Ya le he comentado lo<br />
mal compañero de viaje que acostumbra ser, y puedo añadir que es aún<br />
peor compañero en el trabajo. Nadie que esté en su sano juicio debe<br />
intentar dar un golpe llevando al lado gente que esté enganchada a la<br />
droga y visto el personal que conocía, tomé la decisión de actuar en<br />
solitario.<br />
Casi en cada calle o en cada plaza de Bogotá se abre alguna<br />
alcantarilla, y yo sabía muy bien que una vez abajo ni todo el Ejército,<br />
Armada incluida, podría localizarme.<br />
Con el tiempo perfeccioné un sistema sencillo, eficaz, de muy escasos<br />
riesgos y magníficos resultados. Abría la tapa de una alcantarilla, la<br />
rodeaba con una valla que le había robado a unos obreros, y asaltaba<br />
luego algún pequeño establecimiento que estuviera a menos de<br />
doscientos metros de distancia al doblar la primera esquina.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 66<br />
Cogía el dinero, echaba a correr, me metía en las cloacas y a los diez<br />
minutos estaba ya en otro barrio.<br />
Como jamás lo repetía en la misma zona y los espaciaba en el tiempo,<br />
nunca tuve problemas.<br />
El problema estribaba en que aunque ya dispusiera de algún dinero y<br />
pudiera comprarme ropa y zapatos, seguía siendo un «gamín» sin casa,<br />
familia, ni trabajo, y en cuanto a un policía le diese por detenerme me<br />
metería en un lío.<br />
Pero en una película, creo recordar que era de Bogart, aprendí lo que<br />
significaba tener una «tapadera» y decidí buscarme una.<br />
Alquilé una madre.<br />
Así, como lo oye. En realidad lo que alquilé fue una habitación<br />
amueblada con madre incluida, pues más aún que un lugar donde<br />
dormir, me interesaba tener una persona que diera la cara por mí en<br />
caso necesario.<br />
No me resultó difícil encontrarla, ya que doña Esperanza Restrepo había<br />
sido muchas cosas en su vida, sobre todo puta, pero ya no encontraba<br />
quien diese un peso por sus servicios, y malvivía de alquilar un<br />
cuartucho y vender «chance» a las puertas de la Universidad.<br />
«Chance» es un juego ilegal que gusta mucho a los bogotanos. Eligen<br />
un número, dan una cantidad, el vendedor lo apunta en una libreta, y si<br />
coincide con las últimas cifras de la lotería cobran dependiendo de lo<br />
que han apostado.<br />
Aunque para que la comisión del vendedor llegue a ser consistente tiene<br />
que tener muy buenos clientes, y harto sabido es que los estudiantes<br />
andan siempre en la «carraplana».<br />
Por ello doña Esperanza Restrepo no le hizo ascos a la idea de<br />
alquilarme el cuartucho por el doble de lo que solía cobrar, y aceptar<br />
otros cien pesos por contarle a todo el mundo que yo era uno de los<br />
hijos que había dejado al cuidado de su abuela en Medellín.<br />
¿A quién carajo le importaba si aquel zorrastrón mugriento había tenido<br />
uno o cien hijos en Medellín? Tenía ya por tanto una dirección oficial y<br />
una persona adulta que respondiera por mí.<br />
Me faltaba un trabajo, y no me resultó difícil encontrar el que más me<br />
cuadraba. Cuando salía a la calle compraba en el quisco veinte<br />
ejemplares de El Tiempo y me largaba a venderlos por ahí por lo mismo<br />
que me habían costado. No ganaba un centavo, pero quien me viera<br />
creería que era un pobre muchacho que se había levantado a las cinco<br />
de la mañana para conseguir un montón de periódicos y patearse las
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 67<br />
calles intentando venderlos con el fin de llevar algún dinero a casa.<br />
Además, con la disculpa de ofrecerlos podía entrar sin levantar<br />
sospechas en los comercios y hacerme una idea de las facilidades que<br />
ofrecían para un posible atraco.<br />
Dieciséis, supongo, pero a esa edad un «gamín» tiene la obligación de<br />
saber más que la mayoría de los viejos o nunca llegará a viejo.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 68<br />
Ramiro enfermó.<br />
Más que enfermo, lo que debía estar era agotado, y aun siendo tan flaco<br />
como siempre fue, había adelgazado a tal extremo que parecía un<br />
empolvado esqueleto que alguien hubiera sacado de un armario y<br />
obligado a caminar moviéndolo con hilos como a las marionetas.<br />
Y estornudaba.<br />
¡Vaina lo que llegaba a estornudar! Cuando le daba la racha le llegué a<br />
contar hasta veinte seguidos y no es que estuviera resfriado, es que<br />
parecía que aquella harina que le impregnaba la ropa y hasta el último<br />
poro del cuerpo, le hiciera de pronto reaccionar de esa manera.<br />
Doña Esperanza le preparó un baño caliente y le compré ropa nueva<br />
tirando la vieja con la que se podrían haber fabricado media docena de<br />
panes, pero aun así continuó con los estornudos, y le confesaré que<br />
aunque me diera pena me daba también mucha risa, pues había veces<br />
en que parecía una ametralladora maricona.<br />
Tuvo que dejar el trabajo en la panadería e incluso dejar de ir a la<br />
escuela una larga temporada, pues aunque, la maestra le tenía en gran<br />
aprecio, desmadraba al resto de los alumnos que se pasaban la clase<br />
pendientes del momento en que el desgraciado Ramiro se disparase.<br />
Se vino a vivir a casa, ya que aunque el cuarto era pequeño, la cama<br />
bastaba para los dos, y entenderá que pese a lo preocupado que me<br />
sentía por su lamentable estado físico, me alegraba volver a tener a mi<br />
lado a todas horas a la única persona que podía considerar que formaba<br />
parte de mi irreal familia.<br />
Durante un mes le di de comer de todo excepto pan, y cuando ya la<br />
cosa fue a mejor e insinuó que era tiempo de regresar a la escuela y al<br />
trabajo, le hice comprender que eso significaría tanto como volver a las<br />
andadas y recaer al poco tiempo, dado que lo que estaba claro era que<br />
una constitución como la suya no soportaba tanto «merequetené».<br />
Jaleo, lío, agite, movimiento... ¡Yo qué sé! Consulte el diccionario.<br />
Supongo que a estas alturas, entre lo que le he contado y lo que está a<br />
la vista, habrá llegado a la conclusión de que quienes nos criamos en<br />
calles y cloacas no somos en absoluto «supermanes», sino más bien<br />
gente escuchimizada a la que el simple hecho de seguir respirando nos
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 69<br />
suele costar el doble que a los que se alimentaban bien y tomaban<br />
vitaminas.<br />
Ramiro era de ésos; una racha de viento lo tumbaba, y, por si fuera<br />
poco, ese mismo año agarró una solitaria que casi me arruina.<br />
¡Lo que llegaba a comer el muy hijo-e-puta!<br />
¿Usted cree que es justo tener que jugarse la vida atracando a la gente<br />
para poder alimentar a una asquerosa solitaria? ¡Era increíble!<br />
Se ponía de pie y le caían pedazos de gusano patas abajo, y por más<br />
que le recetaran purgantes y más purgantes, ni a tiros conseguía<br />
librarse de ella.<br />
Andaba jodido.<br />
Jodido y acomplejado, y pasó una temporada en la que se podría creer<br />
que le afectaba más tener aquel bicho en las tripas, que haber convivido<br />
dos años con ratas y cucarachas.<br />
Por fin la echó. ¡Dios, qué alegría! Temí que se muriera sudando frío<br />
sentado en el retrete, pero cuando al fin comprendimos que había<br />
expulsado seis o siete metros de aquella repelente lombriz blanca y<br />
aplastada decidimos celebrar por todo lo alto su cumpleaños.<br />
Ni puñetera idea de cuándo había nacido, pero como tenía que elegir<br />
alguna fecha acordamos que fuera aquel once de marzo.<br />
Y como además éramos tan amigos y a mí me daba también igual haber<br />
nacido un día u otro, llegamos al acuerdo de que ése sería también mi<br />
día, con lo cual siempre lo celebraríamos juntos.<br />
Ya sé que suena a pendejada, pero recuerde que no tendríamos más<br />
que dieciséis o diecisiete años mal cumplidos.<br />
Y tan mal cumplidos. Más nos valía haber cumplido tan sólo dos o tres<br />
decentemente.<br />
Volvimos a la pizzería. La misma pizzería en que comimos por primera<br />
vez como personas; elegimos el mismo menú en la misma mesa, y nos<br />
planteamos con la seriedad de dos adultos un futuro en el que hasta<br />
aquel momento jamás habíamos pensado, probablemente porque jamás<br />
imaginamos que llegara a presentarse.<br />
Teníamos claro que habíamos conseguido el milagro de sobrevivir y eso<br />
era ya en sí mismo todo un triunfo tanto mayor cuanto más inesperado.<br />
¡Eran tantos los que se habían quedado en el camino! Hipólito, Ricardito<br />
el Calvo, Mingo, Darío el Tenazas, el Pingüino, el Papafrita, el<br />
venezolano Elías y un sinfín de otros cuyos rostros ni siquiera recordaba<br />
ni deseaba recordar.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 70<br />
Y si la suerte había querido que nos librásemos por el momento de la<br />
desagradable visita de «La Vieja Inesperada», no era cuestión de seguir<br />
confiando tan sólo en el azar, sino que había llegado el momento de<br />
echarle una mano a la fortuna y planificar mejor las cosas.<br />
Uno de los dos tenía que aprender, y estaba claro que era a Ramiro a<br />
quien le gustaban los papeles y las letras, mientras que yo había<br />
demostrado saber desenvolverme a la perfección en los ambientes<br />
callejeros.<br />
Acordamos por tanto que él dedicaría todo su tiempo a la escuela, y a<br />
echarme de tanto en tanto una mano facilitándome la huida, mientras<br />
que yo me ocuparía de las «finanzas», sin correr excesivos riesgos ni ir<br />
nunca más allá de lo estrictamente necesario.<br />
Me costó convencerle, y tan sólo lo conseguí a base de hacer una<br />
concesión de la que nunca tuve que arrepentirme: acepté que me<br />
enseñara a leer el periódico y a escribir mi nombre.<br />
Poco después conseguimos papeles.<br />
Documentos, ya sabe.<br />
Falsos, naturalmente, ¿qué otra cosa esperaba?, pero lo cierto es que,<br />
por primera vez éramos «gente», teníamos nombre, apellido y una<br />
dirección en la que recibir correspondencia.<br />
Nunca recibí una sola carta. ¿Quién coño iba a escribirme? Jesús,<br />
Chico, Grande Restrepo y Ramiro Blanco Restrepo.<br />
Es que por doscientos pesos más, doña Esperanza consintió en que<br />
Ramiro apareciese también como hijo suyo.<br />
¡Jo, qué madre! Daba vergüenza verla, pero tenga por seguro que ni la<br />
mía, ni la de Ramiro, debían tener a aquellas alturas mucho mejor<br />
aspecto.<br />
Fue una época espléndida.<br />
De lo mejor que yo recuerde.<br />
Con tres mil pesos al mes nos arreglábamos, y había que tener muy<br />
mala suerte o muy mal ojo a la hora de elegir para no conseguirlos de un<br />
solo golpe, lo cual hacía que el resto del tiempo lo dedicáramos a<br />
nuestras cosas; es decir, Ramiro a estudiar y yo a «vender» periódicos,<br />
patearme las calles y verme todas las películas que estrenaban.<br />
De vez en cuando incluso conseguíamos llevar al cine a un par de<br />
chicas para meterles mano en las últimas filas.<br />
Seis o siete meses, creo. Cuando se es tan feliz no suele contarse el<br />
tiempo.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 71<br />
Me metieron un tiro en una pata.<br />
Aquí puede ver la cicatriz y por contento me di, porque lo cierto es que<br />
aquel tipo pudo meterme la bala en la espalda, pero debía ser una<br />
buena persona o calculó que por un puñado de pesos no valía la pena<br />
cargarse a un mocoso.<br />
¿Quién se iba a imaginar que el encargado de una floristería tan<br />
pequeña pudiera cargar con un revólver? ¡Hijo de puta! Por suerte la<br />
bala me atravesó de parte a parte, limpiamente, y salvo que largaba<br />
sangre como por una cañería, el resto no ofreció otro problema que el<br />
hecho de que dolía de cojones y pasé más de un mes cojeando.<br />
Procuramos que la vieja no se enterara, ya que la creíamos muy capaz<br />
de denunciarnos, Ramiro se ocupó de comprar alcohol y vendas, y me<br />
tiré una larga temporada sin salir del cuarto alegando que había trincado<br />
unas purgaciones de caballo.<br />
Más tarde supimos que doña Esperanza siempre sospechó la verdad,<br />
pero como era una astuta arpía se libró muy bien de decir una palabra,<br />
pues de ese modo no se implicaba en el asunto y podía protestar<br />
ignorancia en caso de que la Policía viniera a hacer preguntas.<br />
¡Qué coño Policía! La Policía bastantes problemas tenía con luchar<br />
contra unos «narcos» que les andaban poniendo bombas a todas horas,<br />
y no tenían tiempo que perder con un minúsculo atracador de tres al<br />
cuarto.<br />
Pero a nosotros el susto no nos lo quitaba nadie, y cada vez que<br />
resonaban pasos en la escalera se nos ponían los huevos en la<br />
garganta.<br />
No era miedo a la cárcel, señor. La cárcel no entró nunca en mis planes.<br />
Era miedo a que si me llevaban a Sesquilé lo más probable era que a<br />
los cuatro días apareciera en un portal o un descampado con el mismo<br />
aspecto con que apareció Darío el Tenazas.<br />
Las cárceles de Bogotá eran para otra clase de gente.<br />
Demasiada gente. Ya no sabían dónde meter a tanto delincuente, y le<br />
aseguro que en aquellos días un insignificante pistolero como yo, una<br />
«lacra social» tan diminuta, no tenía sitio en celda alguna, y su destino<br />
era el cementerio.<br />
Había llegado el momento de plantearse seriamente si valía la pena<br />
arriesgarse a que me metieran un balazo en la espalda por mil pesos, o<br />
era cuestión de empezar a aspirar a empresas más réntales.<br />
¿Pero cuáles? Ramiro hizo algunas preguntas y consiguió averiguar que<br />
el Lindo Galindo, un chulo que se había hecho rico explotando miañas y
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 72<br />
era dueño de cinco de los mejores prostíbulos de la ciudad andaba<br />
buscando un guardaespaldas que los tuviera bien puestos.<br />
El Lindo Galindo medía un metro noventa y aunque ya era un hombre<br />
maduro, conservaba gran parte de la prestancia que le había valido el<br />
apodo, al igual que una despectiva forma de hablar que me obligó a<br />
aborrecerle desde el primer momento.<br />
Me miró de arriba abajo y comentó ronco y desabrido:<br />
—Yo lo que necesito es un guardaespaldas, no un guardaculos.<br />
Soy rápido con el revólver, señor, bastante rápido —en serlo me va la<br />
vida—, y antes de que el gigantesco matón que tenía a su lado pudiera<br />
hacer siquiera un gesto saqué el arma y se la metí en uno de sus<br />
preciosos ojos negros.<br />
El Lindo Galindo dejó de ser lindo más de un minuto, pero me contrató<br />
en el acto.<br />
Comenzó por pagarme seis mil pesos con derecho a tirarme todas las<br />
putas que quisiera en horas de asueto.<br />
Quedaban excluidas, lógicamente, las de «La Casa Roja».<br />
Y es que las de «La Casa Roja» eran algo muy especial, sí señor, y<br />
aunque han perdido bastante aún siguen siéndolo.<br />
¿Nunca ha estado en «La Casa Roja»? Se la recomiendo. Pasar un par<br />
de días allí es una experiencia que todo hombre que se precie de serlo<br />
debe tener una vez en la vida.<br />
No es que fueran putas excepcionales; es que eran diosas.<br />
Aquel cerdo conocía bien su oficio, sabía dónde encontrar a las mejores<br />
chicas, y sabía cómo enseñarles personalmente los más sofisticados<br />
trucos.<br />
He visto a ministros, embajadores, banqueros, empresarios,<br />
esmeralderos y hasta «narcos» de primera línea, perder la cabeza por<br />
una de aquellas muchachas, y le podría señalar a más de cuatro<br />
«señoras» de alto copete, casadas con tipos harto importantes, cuyo<br />
olor más íntimo aún impregna las sábanas de aquella bendita casa.<br />
Y es que no sé cómo carajo se las arreglaba, pero el Lindo era capaz de<br />
tener de esporádicas pupilas a muchas «niñas bien» de las que uno<br />
jamás hubiera imaginado que pudieran dedicarse, ni tan siquiera como<br />
inocente pasatiempo, a tal oficio.<br />
Supongo que en cierto modo, para una determinada clase de mujer de<br />
una determinada esfera social, frecuentar una corta temporada las<br />
camas de «La Casa Roja» debía tener un innegable morbo, y significaba
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 73<br />
desde luego una satisfactoria experiencia que no sé si más tarde sus<br />
esposos apreciarían en todo su valor.<br />
De lo que no cabe duda es de que mi jefe fue el maestro de por lo<br />
menos dos generaciones de magníficas amantes.<br />
Me caía fatal pero en el fondo de mi alma «machista» le admiraba.<br />
¡Joder, cómo le gusta sonreír como un conejo! Ríase abiertamente o<br />
cállese la boca.<br />
Era un chulo y todas ellas muy putas, pero a mí se me llevaban los<br />
demonios al comprobar que hiciera lo que hiciera seguía siendo un<br />
segundón que nunca podría aspirar a beneficiarme a alguna de aquellas<br />
maravillosas criaturas.<br />
Diez mil pesos... Tal vez más, y como comprenderá no era cosa de<br />
gastarse el sueldo de dos meses en un capricho semejante.<br />
Por la cara, ni flores.<br />
¿Me ha visto bien? Y además en aquel tiempo era aún más flaco y tenía<br />
granos.<br />
Entiendo que un guardaespaldas con acné juvenil suena ridículo, pero<br />
ellos sabían que es a esa edad cuando uno está dispuesto a dejarse<br />
matar más fácilmente, les había demostrado que era el más rápido,<br />
disparaba bien, y jamás me arrugaba.<br />
Mi país está lleno de chicos que matan y mueren a esa edad.<br />
De hecho, el mayor porcentaje de «sicarios» decididos a todo son aún<br />
más jóvenes.<br />
No. No podía considerárseme un auténtico «sicario». Aún no mataba por<br />
dinero. Cobraba por impedir que jodieran a mi jefe, o por evitar que<br />
algún indeseable hiciera daño a las muchachas.<br />
Había una, Virginia, ¡qué nombrecito, señor, para una puta!, que me<br />
traía por la calle del viento.<br />
Y lo sabía. La muy cabrona lo sabía y le encantaba verme sufrir<br />
enseñándome las tetas, lanzándome indirectas, o dejando que los<br />
clientes la manosearan hasta ponerme cachondo cuando yo estaba<br />
cerca.<br />
Un día no pude aguantar más, y aun a sabiendas de lo que jugaba, le<br />
pedí que me permitiera verla a solas. Cuando se fueron los clientes nos<br />
encontramos en su dormitorio y se tumbó en la cama al tiempo que me<br />
pedía que le enseñara el revólver.<br />
Lo hice y cogiéndome la mano se lo colocó bajo la barbilla y añadió:
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 74<br />
—Amartíllalo.<br />
La muy puta me obligó a levantar el percutor y sólo entonces dejó que<br />
se la metiera.<br />
¿Ha probado a follarse a alguien con el dedo metido en el gatillo de un<br />
revólver amartillado? No. Desde luego que no, y no se lo recomiendo.<br />
Los huevos se te suben a la garganta y no hay modo de concentrarse.<br />
Aquella jodida estaba loca. Loca de atar, porque cuando al fin se corrió<br />
hasta quedar como bayeta de mostrador, se limitó a sonreírme y señalar<br />
que podía volver cuando quisiera siempre que no olvidara el arma.<br />
Me fui de allí más caliente que mono de feria en domingo.<br />
Le quité la pólvora a las balas.<br />
¡A ver si iba a dejar que volviera a joderme! Le gustaba follar con un<br />
revólver en la garganta y el percutor alzado tras comprobar que tenía<br />
balas, pero lo que no sabía, y fue una idea que le debo a Ramiro, es que<br />
yo había vaciado la munición dejándola inservible.<br />
Por último me contó que siendo casi una niña la habían violado con<br />
ayuda de un revólver.<br />
¿Quién entiende a las mujeres? Cuando alguien me asegura que las<br />
conoce, me río en su cara, le cuento la historia de Virginia, y le suplico<br />
que dé una explicación de por qué se comportaba de aquel modo.<br />
¿Entiende usted de mujeres? Más le vale. Me hubiera hecho reír.<br />
Al fin descubrió el truco y me largó escaleras abajo amenazándome con<br />
contárselo al jefe si volvía a molestarla.<br />
La verdad es que a mí ya no me importaba un carajo y estaba hasta el<br />
forro de tener que joder con una mano en alto. Se me cansaba el brazo.<br />
Me alegra que le divierta. No todo lo que le cuento tiene que ser una<br />
tragedia. En «La Casa Roja» y en las otras que frecuentaba más a<br />
menudo ocurrían cosas realmente graciosas, porque hay que ver cómo<br />
cambia la gente cuando se baja los pantalones.<br />
Recuerdo que en cierta ocasión una chica de Cali llegó a la final del<br />
concurso de «Miss Mundo» o «Miss Universo», no recuerdo muy bien<br />
cuál de los dos.<br />
¡No sabe cómo son de guapas las caleñas! Algo fuera de serie, se lo<br />
aseguro.<br />
Además, aquella prodigiosa criatura pertenecía a una de las familias de<br />
más solera de su ciudad y se había prometido en matrimonio con un<br />
millonario mexicano.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 75<br />
Pues le aseguro que, el Lindo Galindo consiguió que trabajara en «La<br />
Casa Roja» dos veces al mes, aunque tan en secreto que únicamente<br />
media docena de escogidísimos clientes podían disfrutar de ella<br />
pagando sumas astronómicas.<br />
Yo era el encargado de recogerla en un apartamento de «El Pedregal» y<br />
meterla en el garaje de la casa con todo el sigilo del mundo.<br />
El jefe debió ganar una fortuna.<br />
Pero un día apareció disfrazada con una peluca rubia y tuve que<br />
acompañarla al aeropuerto donde tomó un avión hacia Puerto Rico.<br />
Al día siguiente la Miss se casaba en Cali con su bello mexicano.<br />
Descubrí el truco: el jodido Galindo, que por lo visto se conocía a todas<br />
las putas del mundo, había encontrado una muy parecida, y durante<br />
meses les metió gato por liebre a toda aquella cuerda de pendejos,<br />
porque el muy ladino había averiguado que la auténtica Miss venía cada<br />
dos semanas a Bogotá a tirarse a un ministro.<br />
Mientras la caleña se encerraba con el ministro un par de días, él hacía<br />
creer a todo el mundo que en realidad estaba en «La Casa Roja».<br />
¡Listo el chulo! Muchas veces me he preguntado por qué razón un<br />
hombre tan astuto como Galindo, que se acostaba con las mejores<br />
mujeres, ganaba una fortuna, vivía como un rey y se codeaba con todo<br />
el que era alguien en Bogotá, sintiera de pronto aquel ansia<br />
desesperada por meterse en el negocio de las piedras.<br />
Y ése es un negocio difícil, señor, muy difícil. Difícil y peligroso.<br />
En mi país suele decirse que los que están en el negocio de las piedras<br />
tienen la sangre verde porque el hechizo que ejerce sobre ellos los<br />
transforma hasta el punto de que ya no ven la vida más que a través de<br />
ellas.<br />
¿Ha probado a ver el mundo a través de una esmeralda? Resulta muy<br />
hermoso, pero tenga por seguro que absolutamente distorsionado.<br />
El Lindo Galindo no supo entenderlo y tal vez imaginó que tras haber<br />
enredado a tantas mujeres y haberse burlado de tantos cabrones, podía<br />
atreverse con unos esmeralderos que, según él, no eran más que una<br />
partida de bestias analfabetas que andaban perdidos en sus selvas y<br />
montañas destripando la tierra y esperando que alguien como él viniera<br />
a enseñarles lo que era la vida.<br />
Lo que quedó claro es que supieron enseñarle lo que era la muerte.<br />
¡Dios, qué gente! He conocido tipos duros a lo largo de estos años;<br />
duros entre los duros, capaces de descuartizar a su madre y cenar junto
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 76<br />
a sus pedazos sin perder el apetito, pero en cuanto dejamos a la<br />
espalda Chiquinquirá y pusimos rumbo a Muzo, empecé a sentir un<br />
vacío en el estómago que me hizo comprender que aquella endiablada<br />
carretera llevaba a los mismísimos infiernos.<br />
Era la primera vez que salía de Bogotá, y admito que eso me tenía algo<br />
nervioso, pero créame si le digo que más que miedo era una especie de<br />
presentimiento harto asqueroso el que se me había clavado entre las<br />
tripas o quizá más abajo.<br />
Éramos tres «protegiendo» al jefe y las cinco mejores chicas de la casa,<br />
incluida Virginia, pero aunque los otros habían demostrado a menudo<br />
tenerlos muy en su sitio, en cuanto empezamos a toparnos con la gente<br />
del «Rey Verde» comprendí que no éramos más que palomas de ciudad<br />
en el país de los cóndores.<br />
Yo alardeaba de haber matado a un policía, pero aunque hubiese<br />
acabado con todo un batallón, seguiría siendo un aprendiz frente a<br />
aquellos salvajes.<br />
Controles y más controles con gente cada vez de peor calaña; todo un<br />
ejército de asesinos que protegían una inmensa fortaleza a la que no<br />
nos permitieron aproximarnos ni a tres kilómetros.<br />
Las chicas estaban aterrorizadas y alguna incluso empezó a sollozar<br />
rogando que diéramos media vuelta.<br />
Demasiado tarde.<br />
Al llegar a un último control nos quitaron las armas, y a los otros dos<br />
guardaespaldas y a mí nos «rogaron» amablemente que regresáramos<br />
a Bogotá en uno de los coches y procuráramos mantener la boca<br />
cerrada.<br />
La última vez que vi al Lindo Galindo estaba más verde que las<br />
esmeraldas que había ido a buscar, y las chicas apenas se mantenían<br />
en pie.<br />
Se los llevaron en una furgoneta y ahí mismo nos volvimos a la ciudad.<br />
Le garantizo, señor, que eso fue todo.<br />
Jamás volvió a saberse ni de Galindo ni de las chicas, por lo que me<br />
quedé sin empleo de la noche a la mañana.<br />
Pese a lo que le hayan podido contar, le juro que nada tuve que ver con<br />
la tan mentada desaparición de don César Galindo y sus muchachas, y<br />
esa ridícula historia de que las violamos y asesinamos es pura<br />
invención. Regresamos más corridos que soldado con permiso y<br />
tampoco supe nunca qué fue de aquellos dos matones.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 77<br />
Debieron entender que estando por medio gente de «sangre verde» lo<br />
mejor era olvidar el asunto y que te olvidaran.<br />
Aún hoy, con todo lo que he visto y lo que sé, procuro mantenerme a<br />
distancia de los esmeralderos, pues aprendí que el suyo es otro mundo<br />
y les pertenece. Con su pan se lo coman.<br />
Comprenderá que no me siento en absoluto orgulloso de mi<br />
comportamiento de aquellos días. Nada orgulloso.<br />
Me pagaban por defender a un hombre de sus posibles enemigos, pero<br />
cuando ese hombre se empeña en meterse en el mismísimo nido de los<br />
cóndores y cuatro asesinos te apuntan con metralletas, comprendes que<br />
seis mil pesos son una cantidad ridícula si te la quieren pagar en puro<br />
plomo.<br />
¿Qué fue lo que ocurrió? ¡Cualquiera sabe! Galindo debió pensar que<br />
aquellos bestias no habían visto nunca una mujer de verdad y sus cinco<br />
putitas le abrirían todas las puertas, pero no tuvo en cuenta que cuando<br />
alguien maneja un negocio de millones de dólares dispone de las<br />
mejores mujeres del mundo aun en plena selva.<br />
Imagino que al «Rey Verde» debió ofenderle el hecho de que un<br />
pendejo de ciudad, por muy «Rey de Putas» que creyese ser, tratase de<br />
engañarle en su propia casa, se lo echó a los caimanes, y dejó que sus<br />
hombres se divirtieran con las chicas hasta arruinarlas.<br />
Eso debió ser lo que pasó, aunque no podría jurarlo. El resto son<br />
patrañas.<br />
Fuera lo que fuera, me crea o no, lo cierto es que perdí un empleo de<br />
cojones y me encontré en la calle.<br />
Resultó muy triste volver a los atracos y a llenarme de mierda en las<br />
cloacas, sobre todo teniendo en cuenta que mi sistema «había hecho<br />
escuela», y ya eran muchos los que trabajaban de ese modo.<br />
Los policías «pelaban el ojo» en cuanto veían una tapa de alcantarilla<br />
abierta y tomaron la puta costumbre de apostarse a la espera para<br />
acribillarte en cuanto aparecías corriendo para intentar colarte dentro.<br />
Pasamos un par de meses apurados.<br />
Me quedaba algún dinero, pero doña Esperanza insistía en cobrar y<br />
Ramiro asistía a una academia privada que costaba una pasta.<br />
Valía la pena, porque aprendía harto de prisa y tenía el cuartito lleno de<br />
libros que nunca conseguí entender para qué coño servían.<br />
Yo ya sabía leer un poco, pero las cosas que Ramiro estudiaba eran<br />
como de genios y por más que intentara explicármelas no conseguía
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 78<br />
entenderlas. Al paso que iba, muy pronto sería capaz de llevar la<br />
contabilidad de una empresa, y cuando se ponía a hacer números me<br />
dejaba con la boca abierta.<br />
Aunque por muchos números que hiciera las cuentas no salían, y estaba<br />
claro que si no daba un buen golpe o encontraba a alguien a quien<br />
«proteger», en un mes nos veríamos los dos «comiéndonos un cable».<br />
Por desgracia, mi prestigio como posible guardaespaldas se había ido a<br />
hacer puñetas. Que te paguen por cuidar a alguien, y desaparezca con<br />
cinco chicas más constituye una carta de presentación poco<br />
recomendable, sobre todo cuando corre la voz de que la Policía te anda<br />
buscando para hacerte unas cuantas preguntas.<br />
Mi fama en aquellos momentos era más bien la de frío asesino capaz de<br />
liquidar a su propio jefe y a cinco putas de un solo carajazo.<br />
Fue entonces cuando me hablaron de don Matías José Bermejo.<br />
Por lo visto don Matías José Bermejo andaba fregando a mucha gente<br />
desde un puesto clave en el Departamento de Planificación,<br />
especulando con terrenos, permisos de construcción y chanchullos que<br />
nunca entendí, pero que por lo que tengo oído mueven dinero en bruto.<br />
Alguien quería levantar una torre muy alta, allá por la plazuela<br />
Sanmartín, pero cuando ya lo tenía todo listo, don Matías José Bermejo<br />
se inventó una triquiñuela legal y le paró la obra.<br />
Por lo que me contaron, su plan era arruinar al constructor y cuando<br />
estuviera ya «pidiendo cacao» comprarle el terreno y cuanto tenía por<br />
cuatro pesos para concederle entonces el permiso a alguno de sus<br />
compinches.<br />
Lo hacen con frecuencia. Consulte a un abogado. Así es, y así ocurren<br />
las cosas.<br />
El constructor debió calcular que las corruptelas de don Matías José<br />
Bermejo le iban a costar unos veinte millones de pesos, mientras que a<br />
mí con cuarenta mil me arreglaba.<br />
Me lo dieron todo hecho: la hora, el restaurante, la mesa en que solía<br />
sentarse, la gente que le acompañaría, el lugar donde se situarían sus<br />
matones, e incluso el tipo de chaleco antibalas que utilizaba.<br />
Yo conocía bien la cocina de aquel restaurante. Había ido mil veces a<br />
pedir las sobras, y aún tenía un amigo pinche que había ascendido a<br />
camarero.<br />
Se «transó» por dos mil pesos.<br />
Me proporcionó uno de sus viejos uniformes, me franqueó la puerta de
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 79<br />
atrás en el momento justo, y me puso una bandeja en la mano.<br />
Recuerdo que don Matías José Bermejo alzó el rostro y abrió la boca<br />
con la intención de pedirme algo, pero se quedó como pasmado cuando<br />
vio el revólver y escuchó la tenue detonación que le quitaba la vida.<br />
Fue como si hubieran descorchado una botella, y le garantizo que casi<br />
nadie se dio cuenta de lo que había ocurrido hasta que me encontré en<br />
la calle.<br />
No. En absoluto.<br />
Dudo que haya venido hasta aquí para escuchar cómo justifico mis<br />
actos. No es el caso. Ha venido para que le cuente mi historia, y eso es<br />
lo que estoy haciendo. Don Matías José Bermejo sabía muy bien que<br />
jugaba con fuego cuando se dedicaba a arruinar a la gente, y buena<br />
prueba de ello está en el hecho de que no salía a la calle sin un par de<br />
gorilas que me sacaban con mucho dos cabezas.<br />
Un paso en falso y me achicharran. Él decía las cosas por un precio, y<br />
yo, que estaba empezando, por otro muchísimo más bajo. Ésa es la<br />
única diferencia. Si lo entiende, bien, y si no lo entiende tampoco<br />
importa porque existen millones de cosas que jamás conseguiremos<br />
entender por más que nos expliquen.<br />
Mi primer muerto fue por venganza. El segundo por dinero. Si es usted<br />
capaz de decidir cuál de las dos razones tiene más peso, le felicito. Yo<br />
nunca lo he sabido.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 80<br />
Fue un trabajo bien hecho.<br />
Está feo vanagloriarse, pero convendrá en que en su estilo fue<br />
impecable, y «dar de baja» a un tipo tan bien protegido como don Matías<br />
José Bermejo sin causar un rasguño a testigos inocentes ni permitir que<br />
sus matones tuvieran ocasión de levantar el culo de la silla fue una<br />
proeza memorable en un país en el que se acostumbra a matar<br />
mosquitos a cañonazos.<br />
En Colombia, si alguien molesta, lo normal es enviarle un «coche<br />
bomba» que destroza a veinte transeúntes o a un drogadicto que<br />
ametralla ciegamente a todo el que se le pone por delante.<br />
Y no son modos.<br />
Porque lo peor del caso estriba en que la supuesta víctima acostumbra a<br />
salir ilesa en tales lances, y su lógica reacción es devolver el regalo<br />
provocando una nueva y estúpida masacre.<br />
Puede escribir sin miedo a equivocarse que casi la mitad de los entierros<br />
de mi país se deben a la triste circunstancia de que el pobre difunto se<br />
encontraba en un buen lugar en un momento inoportuno.<br />
Es lo que llaman en el argot «Un Muerto Tampax».<br />
Y es que lo más paradójico de nuestra especial «violencia» es que muy<br />
pocas veces afecta directamente a los auténticos violentos.<br />
Cuando una bala le atravesó la cabeza a Gonzalo Rodríguez Gacha, el<br />
Mexicano, aquel que fuera brazo armado del «Cártel de Medellín», tenía<br />
ya en su haber más de mil de esos pobres «Muertos Tampax» que nada<br />
tenían que ver con sus negocios, y tal vez ni siquiera conocían su<br />
existencia.<br />
Y es que su gente era muy chapucera.<br />
El Mexicano era capaz de ofrecerle un contrato a un chiquillo ciego de<br />
«crack», permitiéndole que entrara en un colegio para cargarse a un tipo<br />
aunque tuviera que llevarse por delante a quince párvulos.<br />
Y no son modos, repito; no son modos.<br />
En el ambiente en que me tocó desenvolverme, lo normal es que una<br />
vida no valga nada, y estoy de acuerdo en ello, pero también opino que<br />
si una no vale nada, dos pueden valer muchísimo.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 81<br />
Ramiro, que se lo leía todo, me comentó que quien entrevistaba durante<br />
la cena al cerdo de don Matías José Bermejo, era una famosa periodista<br />
a la que asesinaron no hace mucho, pero que durante todos estos años<br />
ha llevado a cabo una labor muy importante en favor de la infancia<br />
abandonada.<br />
¡Imagínese que yo hubiera sido un loco enganchado al vicio y aquella<br />
noche me la cargo! Flaco servicio le hubiera hecho a los míos.<br />
Los niños de Bogotá, naturalmente; los que continúan viviendo en las<br />
cloacas. Ésos son lo únicos seres humanos a los que aún, pese a los<br />
años transcurridos, continúo considerando en cierto modo como míos.<br />
Y no es que recuerde a ninguno en especial de aquellos tiempos, no; la<br />
inmensa mayoría han muerto o andan desperdigados por esos mundos<br />
de Dios. Es que cada uno de ellos, sea quien sea, me obliga a pensar<br />
en los dos asustados chiquillos que pasaran tantas noches de hambre,<br />
frío y espanto, aguardando a un despiadado ejecutor, y eso me obliga a<br />
sentirme cerca de ellos.<br />
No. Ramiro no aprobó en absoluto lo que había hecho; si le digo otra<br />
cosa le miento. Por más que me sintiera en cierto modo satisfecho por<br />
cómo había llevado a cabo el encargo, él se mostraba frontalmente<br />
opuesto a la idea de que pudiera llegar a convertirme en un auténtico<br />
«sicario»; un vulgar asesino a sueldo de los que infestan, por desgracia,<br />
las calles de Bogotá.<br />
—No hemos pasado tantas calamidades para acabar en eso —me<br />
decía—. No nosotros.<br />
Nunca entendí por qué razón Ramiro abrigaba aquel firme<br />
convencimiento de que «nosotros» teníamos que ser de algún modo<br />
diferentes al resto de los «gamines» que habían conseguido sobrevivir,<br />
ni qué carrizo esperaba que nos ofreciera en el futuro una vida que tan<br />
poquísimas cosas nos había ofrecido en el pasado.<br />
Fueron sin duda los libros. Eso de tanto leer le llenó de mierda la cabeza<br />
impulsándole a imaginar que lo que esos libros contaban tenía algo que<br />
ver con lo que en realidad nos ocurría, y no era cierto.<br />
Tal vez alguno de los protagonistas de sus libros consiguiera salir de las<br />
cloacas para alcanzar el triunfo a base de estudio, esfuerzo y<br />
constancia, pero lo que yo tenía muy claro era el hecho de que si no<br />
cometía más atracos o aceptaba un nuevo contrato, a Ramiro se le<br />
acababa el chollo y no seguiría estudiando.<br />
Las cosas se ponían cada vez más difíciles, la crisis aumentaba de día<br />
en día, y ni siquiera Ramiro podría haberse aprendido todos aquellos<br />
libros si hubiese tenido que trabajar doce horas descargando sacos de
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 82<br />
harina o tragando barro en la fábrica.<br />
La tos le habría matado.<br />
Para abandonar las alcantarillas o el chircal no existía otro camino que<br />
el camino de la violencia, puesto que se mire por dondequiera que se<br />
mire, en Colombia la violencia circula por todos esos caminos.<br />
Los políticos alcanzan el poder gracias a la violencia; los empresarios la<br />
emplean o la sufren; los abogados viven a su costa; los jueces y los<br />
periodistas mueren por ella; los policías y los militares la han convertido<br />
en su oficio, y los narcotraficantes la adoran.<br />
Pocas cosas existen en mi país que no estén directa o indirectamente<br />
ligadas a la «Violencia Histórica», y a menudo me pregunto si no hubiera<br />
sido mucho mejor sumirnos de una vez en una auténtica guerra civil,<br />
zanjar nuestros problemas, y empezar de nuevo partiendo desde cero.<br />
Esta otra fórmula, este continuo goteo de sangre a menudo inocente, no<br />
conduce más que a avivar la hoguera de los rencores hasta que llegue<br />
un día en que ese fuego nos achicharre a todos.<br />
Al igual que el indio que nace en la selva aprende a sobrevivir de lo que<br />
esa selva le ofrece, o el «cholo» de la montaña se adapta al frío, los que<br />
nos criamos en Bogotá crecimos en el convencimiento de que matar y<br />
morir, robar o ser robado, herir y que te hieran es la base de la<br />
existencia, e intentar escapar de ese círculo vicioso e infernal una<br />
absurda quimera.<br />
Hubiera sido como intentar vivir en China sin entender el chino.<br />
Comprendo que le resulte difícil asimilarlo, pero si desde que tiene uso<br />
de razón no hubiese oído hablar más que de robos, atracos, asesinatos,<br />
raptos y violaciones, esa violencia se hubiera convertido en algo tan<br />
natural para usted como el fútbol, el cine o los toros, y al alcanzar la<br />
mayoría de edad tal vez la hubiese aceptado como medio de vida, al<br />
igual que podría haberse convertido en torero o futbolista.<br />
No le hable a un «gringo» de banderillear y estoquear a un animal, pero<br />
en Sevilla no creo que haya un solo niño que no sueñe con convertirse<br />
en «matador» famoso.<br />
Cuestión de costumbres.<br />
¿Diferencias entre un hombre y un toro...? Por lo que a mí se refiere,<br />
sale ganando el toro.<br />
No es cinismo, no. Para ser cínico hay que ser más listo y más leído de<br />
lo que yo lo soy. Es que es así.<br />
Ramiro lo entendió, aunque muy a su pesar, y no hubo después un sólo
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 83<br />
día que no se lamentara, pero cuando llegó al fin el momento de<br />
plantearnos el futuro sin ningún tipo de engaños ni tapujos, llegamos a la<br />
conclusión de que de alguna forma debíamos oficializar nuestra curiosa<br />
situación.<br />
Éramos como hermanos, o más aún que hermanos, ya se lo he dicho, y<br />
aunque de muy distintos gustos y ambiciones, ambos teníamos<br />
consciencia de que para salir del hoyo en el que el destino y nuestros<br />
padres nos habían metido, hacía falta no sólo mucha suerte, sino<br />
también esfuerzo y una buena planificación y disciplina.<br />
Había miles o millones de personas a nuestro alrededor que pugnaban<br />
de igual modo por escapar del hambre y la miseria, y la única forma que<br />
encontramos de sacarles ventaja fue unir lo mejor de nuestras fuerzas.<br />
Él sería la cabeza y yo el brazo armado, y por lo tanto, a partir de la<br />
muerte de don Matías José Bermejo, no volví a aceptar personalmente<br />
encargo alguno, y quien pretendía contratarme debía tratar con Ramiro,<br />
que era quien daba la cara y aceptaba «oficialmente» el riesgo del<br />
trabajo.<br />
Más tarde planeábamos juntos la estrategia, y a la hora de la verdad era<br />
yo quien actuaba mientras que a esa misma hora él se encontraba<br />
siempre en la academia, con lo cual disfrutaba de una irrefutable<br />
coartada.<br />
Y nunca fuimos ambiciosos.<br />
Era un dinero fácil, eso es muy cierto, pero la misma facilidad con que<br />
se ganaba nos obligaba a ser muy cautos a la hora de gastarlo, por lo<br />
que en apariencia seguíamos siendo un par de muchachos que<br />
luchaban duramente por la «arepa» diaria, sin que jamás hiciéramos<br />
alarde de súbita riqueza.<br />
No haber caído en el vicio fue sin duda una suerte, pues ese vicio, al<br />
igual que el juego o las mujeres, es lo que acaba perdiendo a los de<br />
nuestro oficio, que gastan siempre más de lo que ganan volviéndose<br />
imprudentes.<br />
Ramiro demostró harto de prisa una gran intuición a la hora de aceptar<br />
los encargos, y siendo como era mitad hombre y mitad libro, se empeñó<br />
en rechazar de plano todos aquellos de los que en un futuro pudiéramos<br />
tener que arrepentimos.<br />
Si se corría el riesgo de llevarse por delante a un «Muerto Tarnpax» se<br />
negaba, y de igual modo estudiaba muy a fondo la personalidad del<br />
elegido y las razones por las que tenía que ser dado de baja.<br />
—No estamos en esto para matar delfines —decía—, sino para quitar de
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 84<br />
en medio a unos pocos tiburones, lo cual no tiene por qué molestar a<br />
nadie.<br />
Por suerte, por las calles de Bogotá pululaban tal cantidad de<br />
«tiburones» en aquel tiempo, que no resultaba en exceso difícil elegir<br />
uno sin temor a llevarse por delante a los delfines, y al ser casi siempre<br />
esos «tiburones» gente mucho más avisada y dura de roer, la tarifa era<br />
también más alta.<br />
Narcotraficantes y esmeralderos andaban a la greña entre sí o con<br />
políticos, policías y militares, y por lo tanto bastaba con sentarse a<br />
esperar una señal de aviso.<br />
Dueños de tabernas casi siempre, les llegaba la noticia de que andaban<br />
buscando una pistola y cuando Ramiro pasaba por allí le daban el<br />
«cante» a cambio de un pequeño porcentaje.<br />
En Medellín se suele hacer en plena calle y sin recato alguno, pero es<br />
que el caso de Medellín ya clama al cielo. Los muchachos se paran en<br />
cualquier esquina de Itagüí o Antioquia y al rato llega el cliente que les<br />
propone con todo descaro el «trabajito». Y sus precios llegan a ser de<br />
risa: desde cien dólares por un pendejo sin protección, a veinte mil por<br />
un ministro pasando por los ciento cincuenta que pagan los «narcos»<br />
por cualquier uniformado que se les ponga a tiro.<br />
No es serio, señor. Admita que no es serio.<br />
El resultado está a la vista: cinco asesinatos diarios en una ciudad de<br />
apenas dos millones de habitantes, sin contar los trescientos muchachos<br />
de menos de veinte años que los paramilitares se cepillan cada año con<br />
la disculpa de que pueden ser auténticos «sicarios».<br />
En Medellín te basta con ser joven y ser pobre para que te liquiden en<br />
las aulas del colegio, al salir de una discoteca y aun en tu casa.<br />
Y no importa que seas chico o chica.<br />
Este año, de cada diez muertos, siete tenían menos de veinte años...<br />
¿Qué le parece? Es que esos antioqueños son muy brutos.<br />
Conozco una señora a la que le sacaron a los dos hijos de la cama a<br />
media noche, el mayor de dieciséis y el pequeño de apenas trece, y le<br />
indicaron que fuera a tomar asiento a la orilla del río, aguas abajo, que<br />
por allí pasarían con el alba.<br />
Yo a eso nunca he jugado, señor, se lo aseguro. Una cosa es convivir<br />
con un cierto tipo de violencia, y otra muy diferente enfangarse en un<br />
terror tan desmadrado.<br />
Los míos se podría decir que eran en cierto modo cadáveres «selectos»,<br />
y sonría una vez más. Durante casi año y medio Ramiro y yo trabajamos
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 85<br />
lo justo y sin errores, y no tengo empacho en afirmar que ojalá todas las<br />
muertes, digamos «necesarias», que por desgracia tienen que ocurrir en<br />
mi país se llevaran a término de una forma tan limpia y eficiente.<br />
Poco a poco, esa «violencia ciega» que tanto daño nos hace iría<br />
desapareciendo.<br />
Es como operar un tumor en un dedo; si empleas un hacha amputas el<br />
brazo; si empleas un buen bisturí apenas causas daño.<br />
¿Qué importa la cifra? Cuando das de baja a alguien que no merecía<br />
haber nacido, no estás cometiendo un crimen; estás enmendando un<br />
error de la Naturaleza.<br />
Y la mayoría de ellos ni siquiera estaban inscritos en el Registro.<br />
Oficialmente no existía.<br />
¿Sabe la cantidad de problemas que acarrean esos muertos anónimos?<br />
En Bogotá existe en estos momentos un juez que tiene tres mil casos de<br />
asesinatos pendientes de resolver y admite en público que más de la<br />
mitad de los expedientes tendrá que archivarlos porque ni siquiera tiene<br />
una idea aproximada de quién era el difunto.<br />
Yo me llamo Jesús Chico Grande, ya se lo dije, pero mi nombre es falso,<br />
y falsa mi cédula, mi pasaporte, mi carnet de conducir e incluso mi<br />
certificado de matrimonio puesto que nunca llegué a casarme.<br />
¡Y no puede ser de otra manera! Me ponga como me ponga, si mi madre<br />
no me inscribió, y si me inscribió no sé dónde coño pudo hacerlo, ante la<br />
ley no existo, sobre todo por el hecho de que yo me he preocupado de<br />
existir lo menos posible.<br />
Y como yo, millones de colombianos a algunos de los cuales una bala<br />
atraviesa un buen día la cabeza sin que nadie eche de menos.<br />
¿Cómo puede hablarme en ese caso de cifras? Con nombre y apellido,<br />
inscritos en el Registro y con deudos y familiares, tal vez fueran tres, sin<br />
contar a don Matías José Bermejo. Del resto ni se sabe.<br />
No quiero que me malinterprete; no es desprecio: es que usted está en<br />
otra onda y dudo que capte ciertos matices que para los míos resultan<br />
evidentes.<br />
Naturalmente que entiendo que incluso un beduino o un esquimal tienen<br />
una identidad concreta pese a que ni en el desierto ni en el polo exista<br />
un Registro, pero es que ese esquimal y ese beduino suelen tener<br />
padres y formar parte de una tribú o un determinado grupo social, cosa<br />
que en nuestro caso no acontece.<br />
La mayoría de la gente que he conocido no tenía familia o al menos<br />
jamás me habló de ella.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 86<br />
Los «marginales» acostumbramos serlo incluso en eso, y no es porque<br />
nos guste vivir solos, no somos osos, es porque la falta de costumbre<br />
nos impide adaptarnos a la vida familiar aunque aspiremos a tenerla.<br />
Y cuando se consigue formarla hay que procurar mantenerla siempre al<br />
margen, ignorada y oculta, puesto que una mujer o unos hijos suelen ser<br />
un blanco demasiado fácil, y una cómoda forma de neutralizarte.<br />
Un detalle de esta terrible «violencia colombiana» sobre la que tanto le<br />
machaco, y que la diferencia de cualquier otra violencia conocida, se<br />
centra en el hecho abominable de que aquí no se respeta ni a las<br />
mujeres ni a los niños, y que si el enemigo pretende causarte daño, te lo<br />
causa allí donde más pueda dolerte.<br />
Tendremos ocasión de hablar de ello más adelante aunque no sé si me<br />
siento preparado para hacerlo.<br />
Ahora hacíamos referencia a mis muertos «selectos», pese a que la<br />
mayoría de ellos fuesen tremendos «coños-e-madre» que no tuvieron<br />
otro mérito que morir con mucho más estilo de lo que jamás habían<br />
vivido.<br />
Y no cabe duda de que eso me lo agradecían los clientes.<br />
Al llevar a cabo eficazmente un trabajo no sólo cumplía lo pactado, sino<br />
que al propio tiempo evitaba a quien me había contratado la<br />
preocupación de temer represalias, y admitirá que ése es un detalle muy<br />
de agradecer en una sociedad en la que las aguas bajan siempre<br />
revueltas.<br />
En menos de dos años llegamos a acumular prestigio y experiencia.<br />
Pero nunca puedes fiarte.<br />
Está claro que en este oficio, por más que afines, siempre hay que tener<br />
en cuenta imponderables y cuando recibes un encargo en apariencia<br />
sencillo, puede esconder tanto veneno como una serpiente mapanare.<br />
Ramiro aceptó el trabajo y se ocupó de los detalles, para lo cual acudió<br />
tres veces a una sala de billar de la zona de «El Ejido» que solían<br />
frecuentar muchos panameños que andaban metidos en el negocio del<br />
vicio como «mulas» que poseían sus propias «rutas» de sacar «coca»<br />
del país, y actuaban a comisión de los pequeños traficantes.<br />
Por lo que nos contaron, la sala de billar hacía las veces de «lonja»<br />
donde se establecían los contactos, y donde incluso por una «prima» de<br />
tres mil dólares el kilo se podía asegurar la «mercancía» en caso de que<br />
el viaje no se «coronase» a plena satisfacción del contratante. Por lo<br />
que sé, ese sistema de seguros tan sólo duró tres años.<br />
El fulano «marcado» se llamaba Guerrero, lo recuerdo muy bien: <strong>Alberto</strong>
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 87<br />
Guerrero, y por lo que Ramiro me explicó se había quedado con la<br />
«mercancía» de un socio que estaba ahora en la cárcel y andaba<br />
buscando la forma de hacerla llegar a Miami.<br />
Era ese socio el que hacía el encargo, y aunque no podía cubrir la tarifa,<br />
había que tener en cuenta que estando encerrado no disponía de<br />
suficiente liquidez, por lo que se le podía dejar una parte al fiado.<br />
No. No es costumbre.<br />
Una muerte no es como un televisor, que puede pagarse a plazos, pero<br />
en este caso el cliente era serio y había que tener en cuenta las<br />
circunstancias. Que un socio te robe y además te mande a la cárcel no<br />
es de recibo.<br />
—Cuando <strong>Alberto</strong> Guerrero se inclina sobre la mesa, es como si hubiera<br />
cuatro bolas —me explicó Ramiro—. Y la más grande es su cabeza.<br />
Lo vi nada más entrar, jugando en el rincón de la izquierda, y era tan alto<br />
que cuando se erguía su rostro quedaba por encima de la lámpara, por<br />
lo que permanecía casi siempre en penumbras y resultaba muy difícil<br />
distinguirle las facciones.<br />
Jugaba pero que muy bien, con carambolas de auténtica fantasía que<br />
consiguieron que durante unos minutos me olvidara de la razón de mi<br />
presencia allí, fascinado, al igual que una docena larga de mirones, por<br />
la increíble facilidad con que manejaba el taco y la delicadeza con que<br />
tocaba la bola para darle el efecto exacto y colocarla allí donde quería.<br />
Jugaba contra el dueño del local; una especie de ballena sudorosa que<br />
había llegado a subcampeón panamericano, y aunque el gordo tenía sin<br />
duda más oficio y le iba ganando, el juego del calvo llamaba la atención<br />
por su exquisita belleza.<br />
Naturalmente.<br />
Enséñeme un chico de la calle que no se haya pasado media vida<br />
metido en un billar y me enseñará un marciano.<br />
El panameño tenía madera de maestro y yo sabía apreciarlo.<br />
Y eso constituyó un gran fallo.<br />
Cuando tienes que dar de baja a alguien no debes involucrarte nunca en<br />
nada que le ataña, o experimentar por él ningún tipo de sentimiento, ni<br />
aun el tan intrascendente de desear que gane una simple partida de<br />
billar contra un gordo grasiento.<br />
¡Qué error, señor! ¡Qué error tan imperdonable! Era muy cierto aquello<br />
de que cuando <strong>Alberto</strong> Guerrero se inclinaba sobre la mesa su monda<br />
cabeza semejaba una bola, con un cráneo tan redondo como no he visto
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 88<br />
ningún otro, pero aunque era ese blanco perfecto el que reclamaba mi<br />
atención en el momento en que saqué mi arma creyendo que no podía<br />
fallar a menos de tres metros de distancia, la carambola que consiguió<br />
me distrajo una décima de segundo; apenas el tiempo que dura un<br />
pestañeo, pero lo suficiente como para que el gordo percibiese el brillo<br />
del cañón al penetrar bajo el haz de luz, y con una rapidez de reflejos,<br />
inconcebible en un tipo de su aspecto, me arreó tal golpe con el taco de<br />
billar que me partió en dos la muñeca.<br />
Como lo oye. Y en lugar de la cabeza del panameño, fue la bola roja la<br />
que saltó en pedazos metiéndole una esquirla en la quijada.<br />
La pistola había ido a parar a casa del carajo, pero en el acto cinco tipos<br />
sacaron las suyas, y estaba claro que no lo hacían con la amable<br />
intención de prestármela para que rematara mi tarea, sino más bien la<br />
de freírme a tiros, por lo que tuve que rodar bajo las mesas, correr como<br />
un conejo y lanzarme al fin a través del ventanal para caer sobre un<br />
coche aparcado y ocultarme en un cubo de basura.<br />
Sangraba como un cerdo por más de una veintena de lugares, tenía<br />
cristales hasta en el culo, y al caer me había roto dos costillas aparte de<br />
la fractura de la muñeca.<br />
Y por si no se le antoja suficiente, una docena de jodidos panameños<br />
me andaban buscando.<br />
He pasado noches peores, no se lo niego, pero de aquélla guardo un<br />
pésimo recuerdo debido al hecho de que me sentía tan indefenso como<br />
un niño en la cuna ya que la mano izquierda me sirve para bien poco y<br />
la derecha me colgaba como un trapajo inútil.<br />
Resulta curioso advertir con cuánta facilidad puede uno llegar a<br />
resignarse ante la idea de la propia muerte, pues le aseguro que a las<br />
dos horas de estar allí, y tras comprobar que matones armados<br />
continuaban dando vueltas por los alrededores preguntando aquí y allá<br />
si habían visto a un canijo ensangrentado, llegué a la conclusión de que<br />
cuando el camión de la basura pasara nuevamente, lo más probable<br />
sería que se llevara muy lejos mis despojos.<br />
Pero con la primera claridad del día me llegaron, muy claras, las<br />
primeras notas de una «cumbia» y quien la silbaba no podía ser otro que<br />
Ramiro, ya que por lo general le tenía loco tatareándola una y otra vez,<br />
lo que hacía que no pudiera concentrarse en los estudios.<br />
El pobre llevaba horas buscándome, pues al llegar a la academia y ver<br />
que no estaba comprendió que algo grave ocurría, se fue al billar, y allí<br />
se enteró del resto de la historia.<br />
Me sacó de «El Ejido» dentro de un saco y en una carretilla.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 89<br />
¡Jodido Ramiro! Tenía recursos para todo.<br />
A estas alturas quizá ya se ha dado cuenta de que la mayoría de las<br />
argucias que en ocasiones me atribuyo fueron en realidad idea de<br />
Ramiro, que era el más listo y el único capaz de resolver una situación<br />
tan difícil como aquélla por el sencillo método de buscar una carretilla y<br />
alejarme de allí como si fuera un fardo.<br />
Pero a partir de ahí las cosas se pusieron muy difíciles, pues al tal<br />
<strong>Alberto</strong> Guerrero le molestó cantidad el hecho de que no le permitiera<br />
acabar la partida, dedujo que debía ser su ex socio quien pagaba, y por<br />
doscientos gramos de «coca» encontró quien le hiciera salir de la cárcel<br />
pero bastante frío y en una caja de madera.<br />
Habíamos perdido pieza y cliente de un sólo carajazo, y le aseguro que<br />
eran unas pérdidas demasiado importantes para nuestra maltrecha<br />
economía.<br />
La Amapola se encargó de curarme, y es cosa sabida que ese sucio<br />
maricón entiende mucho de abortos pero jamás ha conseguido dejar un<br />
hueso en su sitio. ¿Cómo lo ve? Más que una muñeca parece una<br />
alcayata y aún doy gracias a Dios de que no me dejara manco para los<br />
restos o me rompiera el culo.<br />
Un mes tumbado en una cama, sin más ocupación que espantar moscas<br />
y escuchar la radio es mucho tiempo y te ofrece un sinfín de cosas<br />
importantes sobre las que reflexionar.<br />
Admitirá que mi pasado era algo asqueroso que prefería olvidar lo más<br />
pronto posible, y el presente también, era de puta pena, por lo que no<br />
me quedaba más opción que pensar en un futuro, que en apariencia<br />
tampoco ofrecía rosadas perspectivas.<br />
Me pregunté qué porvenir se me ofrecía como asesino a sueldo, y mis<br />
propias respuestas se me antojaron en verdad decepcionantes.<br />
Puede que allá en Europa, o incluso en Norteamérica tengan una idea<br />
diferente sobre lo que puede llegar a ser un pistolero profesional de los<br />
que salen en las películas, y que por lo visto cobran una fortuna por<br />
cargarse a la gente, pero le garantizo que en mi país resulta más<br />
rentable ser taxista, cobrador de la luz o incluso limpiabotas, pues<br />
cuando cometes un error como el que cometí en el salón de billar, te<br />
conviertes de nuevo en un simple y asqueroso «sicario».<br />
Y un «sicario» colombiano es la escoria entre las escorias; una especie<br />
de animal irracional que tan sólo sabe matar como una bestia.<br />
Y matar de ese modo sabe cualquiera.<br />
Llevar a cabo un trabajo limpio y perfecto no resultaba sencillo, y
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 90<br />
siempre podían presentarse situaciones como la que me acababa de<br />
dejar prácticamente fuera de combate, desmoronando de la noche a la<br />
mañana la difícil labor de todo un año.<br />
Había que empezar de cero, y aun de menos de cero, y no me sentía<br />
con fuerzas. Tantos muertos, ¡no me pregunte cuántos!, para continuar<br />
encerrados en aquel mísero cuarto, comer la misma mierda y no haber<br />
avanzado un solo paso en la dirección correcta.<br />
Doña Esperanza Restrepo era la única en cierto modo beneficiada por<br />
mis muertos, y no podía evitar preguntarme si valía la pena haberlos<br />
enviado al otro mundo para que un viejo putón desorejado pudiese<br />
echarse al coleto una botella de ron cada mañana.<br />
Nos tenía trincados por los huevos, pues sabía tantas cosas sobre<br />
nosotros que con abrir la boca estaríamos fritos, y yo empezaba a<br />
preguntarme si no era ya del todo punto idiota continuar fingiéndonos<br />
sus hijos.<br />
Siempre se ha dicho que resulta conveniente que un conductor novato<br />
se dé pronto un buen golpe para que aprenda a ser prudente en el<br />
futuro, y le aseguro, señor, que el incidente del billar fue el golpe que me<br />
sirvió para entender que no debía continuar recorriendo un camino tan<br />
poco productivo y arriesgado.<br />
Si de allí en adelante me veía en la obligación de matar, mataría, pero lo<br />
que tenía muy claro por muy estúpido que pudiera ser, era el hecho<br />
evidente de que en mi país matar tan sólo por dinero no era un negocio<br />
mínimamente rentable.<br />
Tal vez fuera miedo lo que sentía, ¿por qué voy a negarlo?, pero aunque<br />
lo fuera influyeron otras muchas razones que no vienen al caso.<br />
No. Jamás me remordió la conciencia, se lo aseguro. Ni por aquellos<br />
muertos ni por ningún otro. Supongo que la conciencia molesta cuando<br />
creemos haber obrado en desacuerdo con los principios que nos<br />
inculcaron en nuestra infancia, y a estas alturas ya debe saber que a mí<br />
no me inculcaron nada.<br />
No fue cuestión de arrepentimiento, que bien muertos están y pocos<br />
fueron para tanto hijo de puta corno anda suelto, sino tan sólo una<br />
profunda reflexión sobre los pros y los contras de un oficio de futuro muy<br />
negro.<br />
Tenga por seguro que si me hubieran pagado un millón de pesos por<br />
cadáver, a estas alturas tendría mi propio cementerio, pero cuando se<br />
ponían en una columna los riesgos y en otra los beneficios, no<br />
cuadraban las cuentas.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 91<br />
Asesinar a una persona puede ser un error. Asesinar a muchas<br />
personas, un crimen continuado, e incluso, una canallada, pero asesinar<br />
a muchas personas sin obtener beneficio alguno es un error, un crimen<br />
y, sobre todo, una auténtica pendejada.<br />
¿Supongo que al menos me dará la razón en eso? Cuando Doña<br />
Esperanza estaba a punto de beberse hasta nuestro último peso y<br />
empezábamos a plantearnos seriamente la posibilidad de volver a los<br />
atracos callejeros, a Ramiro le llegó la noticia de que andaban<br />
reclutando gente para el Oriente; era un trabajo bien pagado y<br />
adelantaban cinco mil pesos como cuota de enganche por los primeros<br />
meses.<br />
No me hacía puta gracia poner el pie en la selva, se lo aseguro. La única<br />
selva que había visto eran los pedazos de monte bravo que había<br />
vislumbrado en mi desgraciado viaje con el <strong>info</strong>rtunado Galindo y sus<br />
putas, y la idea de convivir con mosquitos, arañas y serpientes me<br />
horrorizaba, pues los únicos bichos a los que he conseguido<br />
acostumbrarme en esta vida han sido ratas y cucarachas.<br />
Aun así, llegué al convencimiento de que una temporada lejos de<br />
Bogotá, los bogotanos, los panameños y todos cuantos creían tener<br />
alguna cuenta pendiente conmigo, podría resultar una excelente idea,<br />
por lo que acepté que Ramiro me acompañase al aeropuerto una<br />
lluviosa mañana de setiembre.<br />
Eso de volar no es para gente... ¡Oiga! ¿A quién se le ocurre? Nos<br />
metieron en un avioncito apenas más grande que esta habitación, con<br />
una sola hélice que daba vueltas allí delante como si cada vez fuera a<br />
ser la última, más agitados que puta en noche de sábado, y con tal<br />
estruendo que tardé luego tres días en poder escuchar los gritos de los<br />
loros.<br />
En el último momento Ramiro se arrepintió y pretendió impedir que me<br />
fuera. Yo de macho decidí subirme a aquel trasto, y le juro que diez<br />
minutos después era yo el arrepentido y hubiera dado un año de vida<br />
por volver a poner los pies en tierra.<br />
¡Esa gente está loca! Loca de atar, se lo aseguro.<br />
Aquel pedo con alas correteó bajo la lluvia, tosió tres veces, dio un salto,<br />
se balanceó como una hoja y se metió de cabeza entre las nubes, aun a
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 92<br />
sabiendas que justo enfrente se encontraban las montañas.<br />
¡Qué miedo, Señor, qué miedo! Éramos cinco y el hijo de la gran puta<br />
del piloto, un negrito que canturreaba como si se encontrara en el<br />
retrete, y que sin duda así se lo parecía porque lo cierto es que el resto<br />
nos andábamos cagando.<br />
Si aquél fue mi bautizo de aire; me bautizaron echándome encima el<br />
Niágara, porque aquella cosa se movía, saltaba, caía, subía, bajaba,<br />
rugía, tosía, callaba... ¡Dios!, prefiero no recordarlo.<br />
Al cabo de una hora desaparecieron las nubes, dejamos atrás las<br />
montañas y empezamos a volar sobre una selva tan tupida que casi<br />
podríamos haber aterrizado sobre las copas de los árboles como sobre<br />
un colchón mullido.<br />
De vez en cuando se distinguía el cauce de un río y muy de tarde en<br />
tarde tres o cuatro chozas o una columna de humo, y creo que fue ese<br />
día cuando empecé a comprender que el mundo tenía que ser<br />
verdaderamente grande.<br />
Lo que no conseguía entender, ¡y juro que continúo sin hacerlo!, era<br />
cómo carajo se las arreglaba aquel negrito de mierda para encontrar el<br />
camino, porque lo único que hacía era seguir moviéndose a ritmo de<br />
merengue y darle golpecitos con el dedo a un montón de relojes que<br />
tenía delante, aunque cada uno marcaba una hora distinta.<br />
Con todos los respetos, no me parece serio eso de que la vida de seis<br />
personas dependa de un cacharro que da vueltas y una serie de relojes<br />
absurdos, porque si aquel pendejo se equivoca al comprobarlos seguro<br />
que agarramos un atracón de hierba.<br />
Luego, de pronto, el muy jodido señaló el río que estábamos cruzando y<br />
comentó que por allí pasaba la frontera, por lo que a partir de aquel<br />
momento estábamos ya en Perú.<br />
—¿Perú? —repetí desconcertado—. ¿Qué coño hacemos nosotros en<br />
Perú?<br />
—¡Tú sabrás! —replicó sin volverse—. Aquí me han dicho que te traiga,<br />
y aquí estoy.<br />
Que yo recordase, ni Ramiro ni nadie había comentado una sola palabra<br />
sobre Perú, pero como no era cosa de ponerse a discutir a gritos con un<br />
negro al que todo parecía importarle tres puñetas, me limité a maldecir<br />
por enésima vez la hora en que se me ocurrió embarcarme en aquella<br />
aventura, y cerrar el pico.<br />
Diez minutos después empezamos a dar vueltas como idiotas y aunque<br />
allá abajo todo seguía igual y no se distinguía más que el verde de los
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 93<br />
árboles, daba la impresión de que buscábamos dónde posarnos.<br />
De pronto, y como por arte de magia, donde antes no había más que<br />
vegetación se abrió un pequeño claro que se fue alargando como si<br />
alguien lo dibujara, y al poco pudimos ver una serie de tipos que corrían<br />
apartando montones de ramas, para dejar a la vista una pista de<br />
aterrizaje en la que hasta a un helicóptero le costaría posarse.<br />
Confié en que continuaran alargándola pero no dio más de sí y cuando<br />
comprendí que aquel negro loco se disponía a aterrizar, comencé a<br />
gritar aunque tan sólo fuera por unirme a los gritos de los otros cuatro<br />
desgraciados.<br />
Desde aquel día, odio a los negros y no es por cuestión de piel, sino<br />
porque aquel piloto de mierda consiguió que me orinara en los<br />
pantalones mientras el muy desgraciado no dejaba de canturrear y de<br />
moverse como si se encontrara en una discoteca.<br />
Se dejó caer y frenó de tal manera que me estampé la nariz contra el<br />
asiento delantero, y comprenderá que después de que me estrellara<br />
contra un árbol en el asalto al bus, mi nariz no está para muchos golpes.<br />
Salí de allí a cuatro patas, meado, sangrando, cagándome en todo lo<br />
cagable y dispuesto a despellejar al negro y a todo el que se me pusiera<br />
por delante, pero la bofetada de calor que me pegó en el rostro casi me<br />
tira de espaldas, y tuve la sensación de que en lugar de encontrarme al<br />
aire libre me había metido en el horno del chircal.<br />
¡Cómo es la selva! Yo, que nací y me crié a casi tres mil metros de<br />
altura, y tan sólo un día de mi vida bajé un poco, me encontré de pronto<br />
casi al nivel del mar, con cuarenta grados de temperatura y más mojado<br />
que en la ducha.<br />
¡Y los bichos! Le juro que había mosquitos más grandes que la avioneta<br />
aunque necesitasen menos pista de aterrizaje.<br />
La primera noche me pusieron la cara como un Cristo, y aunque me dejé<br />
barba y el pelo me caía por los hombros, me picaban incluso en los<br />
labios y los párpados de tal forma que parecía un imbécil dándome<br />
continuas bofetadas.<br />
Más tarde me atacaron los «sututus», y eso sí que es harto asqueroso<br />
porque son como gusanos diminutos que se meten bajo la piel y te van<br />
perforando hasta que te dejan la espalda en carne viva.<br />
Y niguas que anidan bajo las uñas, y amebas que producen una<br />
cagalera que te obliga a pasar tanto tiempo en cuclillas que se te<br />
acalambran las piernas, pendiente además de que no aparezca de<br />
pronto una serpiente y te muerda los cojones.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 94<br />
Y escarabajos cornudos más largos que mi dedo, arañamonas peludas<br />
del tamaño de una mano, y otra a la que llaman mígale, no mayor que<br />
una uña, pero que si te pica más vale que te pegues un tiro, porque no<br />
hay quien te salve y además agonizas entre espantosos dolores.<br />
Y jaguares, pumas, caimanes, anacondas... ¡la hostia, señor!, se lo<br />
aseguro.<br />
Y por si todo eso no basta, aún queda el Ejército, la Policía y los indios<br />
salvajes.<br />
¡Y para colofón, «Sendero Luminoso»! ¡Chiflados! Guerrilleros<br />
«maoístas» que andan cepillándose a cuantos se les ponen por delante.<br />
¿A quién se le ocurre? Hay que estar loco para seguir siendo «maoísta»<br />
a estas alturas y jugarse la vida por lo que dijo un jodido chino de los<br />
tiempos de Buda.<br />
No. No tengo ni idea de cuándo murió el tal Mao ni falta que me hace. Ni<br />
tampoco tengo la más puñetera idea de en qué época vivió el tal Buda,<br />
pero sí sé que los dos eran chinos, y que quien va por la selva con un<br />
puño levantado y un libro rojo en la otra mano, matando a quien no sea<br />
comunista prochino, merece que lo entierren con los huevos en la boca.<br />
Ya le contaré yo cosas de esos tipos, ya... Me las sé todas.<br />
A mí la política siempre me la ha traído floja, y opino que gobernar un<br />
país es algo demasiado serio como para dejarlo en manos de políticos,<br />
pero como de lo que ahora le estaba hablando es de la asquerosa selva,<br />
mejor será que volvamos a ella y a sus bichos.<br />
Un «laboratorio».<br />
¿A qué cree que había ido...? ¿A descapullar monos? Aquel lugar<br />
infecto era un «laboratorio» clandestino en el que se transformaba hoja<br />
de «coca» en auténtica cocaína.<br />
No. Muy sencillo. Yo no trabajaba en el «laboratorio»; eso queda para<br />
los «cocineros», pero aunque mi misión fuera la de impedir que nadie se<br />
acercase, en mis ratos libres aprendí cómo es la cosa.<br />
Cada dos o tres días llegaba una avioneta, daba un par de vueltas y en<br />
cuanto le hacíamos una señal con un espejo, dejaba caer grandes<br />
fardos de hojas de «coca» que teníamos que recoger rápidamente.<br />
Luego, los «cocineros» las extendían sobre un plástico y las «salaban»<br />
con carbonato de sodio. Al día siguiente lo echaban todo en un bidón de<br />
gasolina, lo dejaban doce horas, y le añadían ácido sulfúrico rebajado<br />
con agua. Lo pasaban por la prensa y así obtenían el «guarapo».<br />
El «guarapo» es el primer paso; lo que llaman «pasta», y que suele
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 95<br />
tener ya entre la mitad y una tercera parte de pureza. Eso se mezcla con<br />
permanganato de potasio y amoníaco, se deja secar al sol y se obtiene<br />
la «base» que ya es cocaína casi pura.<br />
Entonces viene lo peligroso; la auténtica «cocinada» en la que es<br />
necesario emplear éter, y al menor descuido aquello explota y todo se<br />
va a tomar por el culo, pero si el «cocinero» es bueno obtiene «cocacristal»,<br />
la mejor del mundo, y se gana mil quinientos dólares por kilo.<br />
Si es malo, hay que recoger sus pedazos de las copas de los árboles.<br />
El «laboratorio» no era en realidad más que una gran choza oculta entre<br />
la maleza y nada había allí que valiera un peso, excepto la «mercancía»,<br />
pero, que yo recuerde, hubo días en que esa «mercancía» podía valer<br />
muy bien diez millones de dólares a precios de mayorista, y ésas son<br />
cifras que por desgracia despiertan la curiosidad de mucho maleante.<br />
¿Sabe usted lo que son los «cri-cri»? Según los venezolanos, los «cricri»<br />
son las ladillas de las ladillas, y allá en la selva tomamos la<br />
costumbre de llamar «cri-cri» a los traficantes que pretenden vivir a<br />
costa de robar a los traficantes.<br />
Pagar a los campesinos, plantar la «coca», recolectarla, llevarla a los<br />
«laboratorios» y «cocinarla», requiere una inversión y un esfuerzo muy<br />
considerable, tan sólo justificado por los inmensos beneficios que<br />
produce ese jodido negocio.<br />
Pero hay quien opina que es aún mucho mejor negocio vagabundear por<br />
la selva con los ojos muy abiertos, grandes orejas y una buena nariz<br />
para el amoníaco.<br />
Y de entre los «cri-cri», señor, los peores solían ser los soldados y<br />
policías, puesto que ellos lo tenían todo a su favor, gozaban de absoluta<br />
impunidad y, a la hora de entrar en un «laboratorio» y destruirlo,<br />
procuraban siempre no dejar testigos.<br />
No les gusta que luego vayan contando por ahí que en realidad<br />
incautaron cincuenta o sesenta kilos de «mercancía» en lugar de los<br />
treinta que han declarado oficialmente, y que el resto se han preocupado<br />
de esconderlo en el monte para revenderlo a buen precio un par de<br />
meses más tarde.<br />
¿Le sorprende? Aún no hace un mes que un tribunal de Miami ha<br />
condenado a treinta años de cárcel al que fuera ministro del Interior de<br />
Bolivia, Luis Arce Gómez, por su vinculación con el «narcotráfico».<br />
Se supone que ese coronelito era el principal encargado de combatirnos<br />
y, sin embargo, en los dos años que estuvo en el poder, mangoneó más<br />
cocaína de la que yo haya visto en mi vida.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 96<br />
Con tal ejemplo, ¿qué espera que haga el pobre «guripa», o el sargento<br />
que se juega la vida en la jungla, y al que el sueldo apenas le alcanza<br />
para mantener a sus cuatro mocosos? ¡Lo normal! La mitad para el<br />
Gobierno y la otra mitad «al saco»...<br />
Hay que tener el «ojo pelao» contra toda esa gente, y le juro que aquél<br />
es un trabajo duro y agotador donde los haya.<br />
Éramos doce, aparte los «cocineros», una mujer decente y tres putas<br />
que se ocupaban de la comida y el «relajo», y aunque nadábamos en<br />
«coca», nadie podía probarla porque estaba muy claro que si en plena<br />
selva le metías al vicio, a las dos semanas eras una piltrafa que a la<br />
hora de la «escucha» los ponías a todos en peligro.<br />
«La escucha» era la base del trabajo y consistía en formar un círculo de<br />
un par de kilómetros de diámetro en torno al campamento, e instalarnos<br />
en lugares estratégicos atentos a la aparición del enemigo.<br />
Nos comunicábamos por medio de transmisores portátiles, y cada media<br />
hora teníamos que dar la novedad, aunque la línea estaba siempre<br />
abierta por si se presentaba algún peligro.<br />
De seis de la mañana a seis de la tarde, con dos horas para comer y<br />
echar una cabezadita.<br />
De noche, no. Ningún «cri-cri» en su sano juicio trataría de aproximarse<br />
en la oscuridad a un «laboratorio» clandestino rodeado de minas y<br />
trampas para pumas y jaguares.<br />
Ni los jaguares, ni los pumas, ni casi ningún bicho de la selva solían caer<br />
en ellas y menos aún pisar las minas.<br />
El truco es muy simple: se rodea la trampa o la mina con un pedazo de<br />
piel de pécari que es una especie de jabalí salvaje que siempre ataca en<br />
manada, y a los que las bestias del monte procuran evitar a toda costa.<br />
En cuanto lo olfatean, se alejan. Sin embargo, el hombre no es capaz de<br />
percibir su hedor hasta que lo tiene en los morros.<br />
Los pécaris de noche duermen.<br />
Y si los oyes de día lo único que puedes hacer es trepar a un árbol y<br />
quedarte allí hasta que se larguen.<br />
Yo descubrí que lo mejor era andar con una piel de pécari enrollada a la<br />
cintura, y aunque apestara a demonios y las putas me rechazaran, al<br />
menos tenía la certeza de que cuando estaba en el puesto de escucha<br />
ningún hijo de puta de jaguar me iba a saltar al cogote.<br />
Andaba acojonado, ¿qué quiere que le diga? Aquello no era lo mío.<br />
Ni lo mío ni lo de la mayoría de los que allí estábamos, y excepto dos de
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 97<br />
las putas, un indio y el capataz, los demás éramos gente de la sierra a<br />
los que todo aquel monte bravo nos volvía medio locos.<br />
¿Tiene una idea de la «carajera» que arman los loros, los guacamayos,<br />
los monos y los infinitos pajarracos que viven en esas selvas<br />
amazónicas? ¿Y de los mil ruidos, rumores, susurros, chasquidos y<br />
hasta suspiros que se pueden percibir cuando estás agazapado en tu<br />
escondite? Acabas de los nervios, y llega un momento en que hasta las<br />
ramas de los árboles se te antojan enemigos, ves salvajes en la sopa, y<br />
cada cinco minutos te vuelves con el arma amartillada convencido que<br />
están a punto de atacarte por la espalda.<br />
Cuando había que recibir la «mercancía» el peligro era triple, pues los<br />
«cri-cri» estaban muy atentos y en cuanto escuchaban el ruido de un<br />
motor trepaban a las copas de los árboles para ver dónde «cagaba» y<br />
venir luego a por nosotros.<br />
Y el día de recogida ya era la hostia. Teníamos que descuidar la<br />
escucha y quedarnos junto a la pista, atentos a ver llegar la avioneta,<br />
quitar la maleza que cubría la «pista», confiar en que el negrito no se la<br />
pegara contra un árbol y correr luego a descargar todo cuanto traía, que<br />
era normalmente comida, munición y los productos químicos que<br />
necesitaban los «cocineros», para dedicarnos luego a bombear a toda<br />
prisa en los depósitos del aparato la gasolina que traía en bidones de<br />
plástico.<br />
Aquel jodido tenía en verdad muchos cojones para volar en un viejo<br />
trasto cargado de éter y gasolina para aterrizar en una pista enfangada<br />
del tamaño de un sello de correos.<br />
Se alejaba luego a orinar, comer algo y fumarse un cigarrillo, y en<br />
cuanto el cacharro estaba cargado, se echaba al coleto un cuartillo de<br />
ron, se encajaba en su asiento y se disponía a elevarse con veinte<br />
millones de dólares en «coca».<br />
Tenía que haber visto cómo hacía rugir el motor a toda potencia hasta el<br />
punto en que parecía que las alas se le iban a caer en pedazos,<br />
mientras entre ocho hombres manteníamos aferrada una larga<br />
«cabuya» sujeta a la cola para que el avión no se marchara solo, y<br />
cómo, de pronto bajaba el brazo para salir como si le hubieran metido un<br />
cohete en el culo y alzarse lo justo para peinar las copas de los árboles.<br />
¡Era un milagro! Cada vez que El Negro Valencia levantaba el vuelo era<br />
un milagro, y no me sorprendió cuando me contaron que se había<br />
retirado a Santo Domingo podrido de millones. Se los había ganado a<br />
pulso, y si alguien de este puerco negocio merece un buen retiro, sin<br />
duda es ese «coño-e-madre» que nunca hizo daño a nadie, aunque
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 98<br />
estuviera a punto de matar a más de uno de un infarto.<br />
Contaba los peores chistes de este mundo, eso sí, pero también los<br />
celebraba a carcajadas, y jamás olvidaba el encargo que le hicieras por<br />
absurdo que fuera.<br />
Él me traía las cartas de Ramiro; por ellas tenía constancia de que los<br />
patrones pagaban puntualmente la cifra convenida, y que la mayor parte<br />
de ese dinero estaba ya en una cuenta en el Banco.<br />
No lo sé. Jamás tuve una idea muy clara de quiénes eran en este caso<br />
los «patrones», aunque siempre sospeché que no era patrón, sino<br />
patrona, pues por aquel entonces la mayor parte del tráfico de la zona<br />
estaba en manos de doña Griselda Blanco.<br />
Doña Griselda era en verdad una mujer «arrecha» que empezó como<br />
carterista en Medellín pero se casó con cuatro traficantes de marihuana<br />
y «coca» y se los cargó a los cuatro. Hasta que la trincaron y la metieron<br />
en la cárcel en Norteamérica, junto a tres de sus hijos, fue la dueña<br />
absoluta del cotarro, y le gustaba a tal punto su negocio, que a uno de<br />
sus hijos lo llamó Michael Corleone en honor al protagonista de El<br />
Padrino.<br />
Su increíble fortuna nunca pudo calcularse.<br />
Tenga en cuenta, que, por aquellos tiempos, un kilo de hojas de «coca»<br />
se pagaba en Perú a unos cincuenta centavos de dólar. Como se<br />
necesitan casi mil para conseguir un kilo de cocaína, la mercancía que<br />
nos llegaba valía unos quinientos, y una vez «cocinada» y convertida en<br />
«cristal», se pagaba en Medellín o Bogotá a casi diez mil dólares.<br />
Cuando ese mismo kilo conseguía entrar en Miami subía a treinta y<br />
cinco mil dólares, y como entonces lo «cortaban» varias veces,<br />
adulterándolo con lactosa, estricnina o vidrio molido, su valor total en el<br />
mercado podía alcanzar más de cien mil dólares.<br />
Calcule el beneficio de algo cuya materia prima cuesta quinientos<br />
dólares y acaba vendiéndose en cien mil. La cocaína es sin duda la<br />
mercancía más valiosa de la tierra, y su volumen de negocio tan sólo es<br />
superado por el de la industria del petróleo.<br />
Doña Griselda controló el tráfico durante años, y lo que nunca entenderé<br />
es por qué razón una mujer atractiva, con cuatro hijos y miles de<br />
millones, siguió en tal oficio hasta conseguir que la encerraran de por<br />
vida.<br />
Cuentan que su gran error estuvo en mandar asesinar a su mejor amiga<br />
por una cuestión de celos o de envidia.<br />
Y es que Leonela Arias era también de armas tomar, pues a los veinte
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 99<br />
años mandó asesinar a su marido, y con el dinero del seguro se metió<br />
en la organización de Griselda. Llegaron a ser íntimas, pero Leonela no<br />
se conformaba con seguir de segundona, intentó quitarle a su jefa el<br />
hombre y el negocio, y acabó con un tiro en la nuca.<br />
La ambición humana no tiene límite, señor, se lo dice alguien que ha<br />
visto manejar muchísimo dinero.<br />
¿Le gusta el juego? ¿Se ha dado cuenta de que cuando está en un<br />
Casino y va ganando acaba teniendo la impresión de que las fichas<br />
carecen de valor? Pues algo semejante ocurre cuando se trabaja en el<br />
negocio del vicio, pues llega un momento en que no caes en la cuenta<br />
de que lo que tienes en la mano vale millones, y sólo con eso podrías<br />
vivir feliz el resto de tus días.<br />
A veces, en vísperas casi siempre de que llegara El Negro Valencia, nos<br />
asaltaba la tentación de prenderle fuego al «laboratorio», repartirnos la<br />
«mercancía» y largarnos a ser ricos en cualquier rincón del mundo, pero<br />
siempre acabábamos por tomar conciencia de que a través de aquella<br />
jungla no llegaríamos muy lejos y que, aunque lo consiguiéramos, el<br />
largo brazo de los patrones nos alcanzaría dondequiera que nos<br />
ocultásemos.<br />
¿Qué podía hacer un serrano como yo cargando con seis kilos de<br />
«coca» por una espesura en la que a veces incluso para volver al<br />
campamento tenía problemas? No soy Tarzán, señor, y mucho menos<br />
Rambo, y tenga por seguro que si me sueltan en el monte bravo ando<br />
más perdido que culo en presidio, y a los dos días soy capaz de<br />
regalarle todo lo que lleve encima a quien me saque sano y salvo de<br />
aquel maldito infierno.<br />
Ni los aviones, ni el mar, ni la selva son lo mío, y no me duele admitirlo.<br />
Usted debe estar muy loco, señor, perdone que le diga, aunque no me<br />
sorprende, pues ya me lo pareció la primera vez que vino a verme. A<br />
quien le guste la selva, o es mono, o está para que lo encierren.<br />
Tal vez, cuando acabe de contarle lo que allí me sucedió, me dé la<br />
razón y opine de otra manera.<br />
Fue una historia muy triste.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 100<br />
Llegaron cuando temíamos, a las tres horas, que un avión nos hubiese<br />
lanzado «mercancía», y llegaron en dos helicópteros, armados hasta los<br />
dientes, escupiendo tanto plomo que hubiera bastado para recomponer<br />
todas las cañerías de Bogotá.<br />
Me agarró en mi puesto y con los ojos bien abiertos, pero comprenderá<br />
que no había mucho que ver porque la maleza es allí tan tupida, que<br />
apenas te permite distinguir algún trozo de cielo.<br />
Cinco minutos de explosiones y fuego de ametralladora me bastaron<br />
para llegar a la conclusión de que el campamento se había vuelto un<br />
lugar poco recomendable, por lo que agarré puerta monte adentro y no<br />
paré ni para mear hasta que no se escucharon ya más que los gritos de<br />
los loros y los tan conocidos rumores de la jungla.<br />
Tenía una cantimplora de agua, un trozo de queso y un poco de<br />
«cazabe». También tenía una metralleta, un revólver y ochenta kilos de<br />
miedo.<br />
Nada hay que pese más que el miedo, señor, nada en absoluto. El<br />
miedo es como una cruz o una losa que te rompe el espinazo, y que te<br />
nubla las ideas impidiéndote reaccionar como siempre has esperado de<br />
ti mismo.<br />
No le oculto que mientras estaba a la escucha, me preguntaba con<br />
frecuencia cómo reaccionaría si tuviera que adentrarme en la selva, y<br />
tampoco quiero ocultarle que todo cuanto tenía pensado de aquel<br />
tiempo se me olvidó en el acto.<br />
Y es que en cuanto me detuve a tomar aliento llegué a la conclusión de<br />
que me había perdido, y es aquél un laberinto de árboles y lianas en el<br />
que resulta imposible encontrar la salida.<br />
Una vez había visto una brújula, pero aun teniéndola, de poco me habría<br />
servido, pues ni sabía cómo se utilizaba, ni por aquel tiempo tenía muy<br />
claro ese asunto de los puntos cardinales.<br />
En Bogotá bastaba con buscar la cima del Monserrate para tener una<br />
idea de dónde estabas.<br />
Y la ignorancia aumenta el peso del miedo. Lo multiplica.<br />
Sabía que estaba en el Perú, y que el Perú es un país fronterizo con
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 101<br />
Colombia, pero aparte de eso no sabía gran cosa, excepto que si perdía<br />
los nervios acabaría loco y agonizaría delirando.<br />
Me quedé dormido acurrucadito bajo un árbol, sin comer ni beber porque<br />
un nudo me cerraba la garganta, y la primera claridad del día me<br />
sorprendió preguntándome una vez más, qué carajo hacía yo allí, y<br />
cómo era posible que un «gamín» de las cloacas que tantísimas<br />
ocasiones había tenido de morir de un modo u otro en su ciudad, fuese<br />
a acabar sus días comido de mosquitos y gusanos y más solo que un<br />
ajo.<br />
Echaba de menos a Ramiro.<br />
Lo había echado de menos cada día, pero en aquellos difíciles<br />
momentos su ausencia parecía tomar cuerpo y me entristecía pensar<br />
que iba a morir sin tenerle a mi lado.<br />
También me entristecía comprender que sin mí no podría continuar sus<br />
estudios.<br />
Y es que me enorgullecía que Ramiro estudiara.<br />
Parecerá una tontería, pero el hecho de que uno de nosotros hubiese<br />
conseguido elevarse por encima de aquella mierda me ayudaba a ver<br />
las cosas de un modo diferente, e incluso me ayudaba a disculparme a<br />
mí mismo por todo el mal que había causado.<br />
Alguien dijo que los muertos no están tan muertos si sirven para abonar<br />
un árbol que algún día dará hermosos frutos, y si eso es cierto, no cabe<br />
duda que el árbol de Ramiro estaba bien abonado.<br />
En sus cartas me hablaba de que muy pronto le darían no sé qué título,<br />
y eso significaba que con un poco de suerte encontraría un trabajo que<br />
le permitiría devolverme todo el dinero que me había gastado.<br />
Aquello sí que no me gustó y la señora decente —la esposa de un<br />
«cocinero», Manuela creo que se llamaba, y era mujer muy seria y muy<br />
buena persona, puesto que ni tan siquiera malmiraba a las putas—, así<br />
se lo dijo en una carta que le escribió en mi nombre, porque a mí me<br />
costaba mucho trabajo.<br />
Yo nunca pretendí que Ramiro me devolviera ningún dinero; no soy un<br />
Banco ni tan siquiera un prestamista. Ramiro y yo siempre habíamos<br />
sido como hermanos y formábamos uno de esos equipos que ganan o<br />
pierden juntos.<br />
A nadie se le ocurre que en un equipo gane el portero mientras el<br />
delantero o el defensa pierdan por cinco a cero. Lo nuestro era lo mismo<br />
y por eso me dolió que hablara del dinero como si fuese sólo mío. Yo<br />
quería participar de lo que él sabía, y si no conseguía saberlo, tener al
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 102<br />
menos la seguridad de que algún día conseguiría explicármelo.<br />
Si no ha tenido nunca un amigo así es cosa suya. Imagino que tampoco<br />
ha dormido nunca en una cloaca.<br />
Supongo que otro tan asustado como yo hubiese echado de menos a su<br />
madre.<br />
Se diría que le sorprende que alguien que reconoce haber sido un<br />
asesino profesional, un sucio «sicario» de los que ponen su pistola al<br />
servicio de quien le paga, sea capaz de aceptar que echaba de menos a<br />
un amigo y que estaba asustado, pero supongo que será porque usted<br />
nunca ha tenido que matar a nadie por dinero y no entiende que en<br />
Colombia el hecho de asesinar no significa que te hayas vuelto<br />
insensible a cualquier otro tipo de sentimiento.<br />
O tal vez precisamente por llevar tantas muertes a mis espaldas me<br />
pesaba más que a cualquier otro la idea de terminar mi vida de aquella<br />
forma tan indigna.<br />
¿Quiere saber algo curioso...? Creo que hasta cierto punto eso de<br />
contarle mi vida empieza a gustarme. Es como si el hecho de hablar me<br />
liberara de muchas cosas que me reconcomían. Aparte de Ramiro, que<br />
es casi tanto como decir yo mismo, nadie más ha sabido nunca qué es<br />
lo que he hecho exactamente.<br />
Hay gente que se confiesa ante un cura y espera la absolución de sus<br />
pecados. Yo le cuento mis cosas, aunque le participo que el hecho de<br />
que me perdone o no, me importa un carajo.<br />
¿Dónde estábamos? Jodido bajo un árbol de una selva lejana en un<br />
país que no era el mío.<br />
¡Vaina! Aquello sí que era harto complicado.<br />
Lo único que me importaba era alejarme lo más posible de aquel<br />
tremendo «zaperoco», por lo que me puse en marcha decidido a<br />
encontrar un río que le llevara a alguna parte.<br />
¡Un gran jaleo; un lío; un follón del carajo!<br />
También es venezolano. Ya habrá notado que me encantan las<br />
expresiones venezolanas. Son muy gráficas.<br />
Sabía que había un río por allí cerca. Lo había visto desde el aire y en el<br />
campamento a menudo hablaban de él y de que siguiendo su cauce se<br />
podía desembocar en el Ñapo, que era un afluente del Amazonas y el<br />
Amazonas pasaba por Leticia que ya es Colombia.<br />
¡Lejísimos!<br />
Días, semanas... ¿Yo qué sé? Lo importante era mantener una
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 103<br />
esperanza y ese río era la mía.<br />
Al caer la tarde desemboqué en un claro de la espesura y me topé de<br />
frente con lo poco que habían dejado del «laboratorio» y el<br />
campamento.<br />
¡Y yo me imaginaba ya muy lejos! ¡Ni rastro de «coca», oiga! Ni en hoja,<br />
ni en «pasta», ni en «base», ni en «cristal».<br />
Y no había señales de que la hubiesen quemado o destruido.<br />
¡Arramblaron con ella y a otra cosa mariposa! Lo que sí habían dejado<br />
eran algunas sobras de rancho, un poco de agua, y cuatro cadáveres<br />
comidos por las moscas.<br />
Me dolió que uno de ellos fuera el de la señora decente, Manuela creo<br />
que se llamaba, o quizá Mariana, y lo que no podría asegurar es si la<br />
mataron en la refriega de los primeros momentos, o si se divirtieron con<br />
ella para cargársela más tarde.<br />
Pasé la noche allí, recogí todo lo que pudiera comerse, y dejé la<br />
metralleta que pesaba demasiado y que de poco iba a servirme en plena<br />
jungla.<br />
No estaba yo para enterrar a nadie, puede creerme.<br />
Ni siquiera a la señora decente, lo lamento. Si los soldados que tenían<br />
tiempo y helicópteros para largarse de allí no se molestaron, pese a que<br />
eran quienes la habían matado, menos podía molestarme yo que<br />
andaba muy justito de fuerzas y no contaba ni con un mal burro al que<br />
subirme.<br />
Durante seis o siete días vagué sin rumbo por aquellos parajes, y no<br />
tengo la más pajolera idea de hacia dónde iba ni por qué. Lo único que<br />
había era tomármelo con calma, intentar no agotarme, y andar «ojo<br />
pelao» con las arañas y serpientes.<br />
Hubo momentos en que temí que me invadiera esa especie de locura<br />
que ataca a la mayoría de los que se pierden en la jungla y que casi<br />
siempre les impulsa a suicidarse, pero lo cierto es que bien mirado yo<br />
había pasado por trances mucho peores y traté de hacerme a la idea de<br />
que andaba dando un paseo por las faldas del Monserrate y que cuando<br />
menos me lo esperase aparecería en el Planetario.<br />
Donde aparecí fue en un río bastante sucio, y siguiéndole no alcancé el<br />
Ñapo, ni el Amazonas, ni mucho menos Leticia, sino que me conformé<br />
con llegar a un campamento del Ejército en el que me presenté<br />
intentado hacerme pasar por buscador de oro.<br />
¿Y yo qué coño sé cómo se busca oro? Aquel cabrón de sargento lo<br />
sabía mucho mejor que yo, por lo que a los diez minutos me había
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 104<br />
zumbado en el calabozo tras advertirme que más me valía confesar que<br />
estaba en el vicio, porque de lo contrario me acusaría de guerrillero<br />
senderista y entonces sí que podía darme por jodido.<br />
¿Me imagina como miembro de «Sendero Luminoso» con el puño en<br />
alto y un libro rojo en la mano...? A mí, que soy incapaz de leerlo y tan<br />
sólo me serviría para limpiarme el culo...?<br />
En el campamento había oído contar muchas cosas sobre los<br />
«senderistas» y sobre las escasas simpatías que el Ejército peruano les<br />
tiene, por lo que tras pensármelo toda una noche llegué a la conclusión<br />
de que me traía más a cuenta admitir que estaba en el vicio. Al fin y al<br />
cabo en Perú y Bolivia el que no trafica con «coca» es porque no le han<br />
dado oportunidad, e imaginé que serían más condescendientes con un<br />
pobre pendejo sin importancia que con un terrorista.<br />
Me mandaron a Iquitos, de allí a Lima, y ya en Lima de cabeza a<br />
Lurigancho.<br />
¿Lurigancho?<br />
El infierno.<br />
Dicen que cuando el diablo se aburre de quemar gente allá abajo, sube<br />
a aprender nuevas técnicas a Lurigancho, pero que se queda muy poco<br />
porque lo que ve le revuelve las tripas.<br />
Lurigancho se construyó, créame que debe hacer diez siglos de eso,<br />
con la intención de encerrar a unos mil quinientos presos bien<br />
apretaditos, y cuando entré allí éramos seis mil.<br />
¡Seis mil, lo ha oído bien! Seis mil desgraciados amontonados los unos<br />
encima de los otros, sin retretes, sin baños, sin camastros, sin mantas,<br />
sin agua la mayoría de los días, y sin nada que comer durante semanas.<br />
En ocasiones se han contado hasta quince días sin que entre un solo<br />
kilo de alimentos en Lurigancho, por lo cual no resulta extraño que la<br />
mitad de las muertes que allí se registran, ¡y mira que muere gente!,<br />
sean por hambre.<br />
¡Hambre, señor, a las mismas puertas de Lima! Un hambre como no<br />
sufrí ni aun siendo niño, puesto que en las cloacas había ratas que<br />
cazar, y en Lurigancho ya no quedaba ninguna.<br />
En mis tiempos había dos enfermeros para aquellos seis mil reclusos y<br />
me cuentan que uno se jubiló, pero que yo recuerde jamás dispusieron<br />
ni de una simple aspirina, vendas, esparadrapo, antisépticos, ni nada<br />
más que buenas intenciones y mejores palabras.<br />
En un patio trasero, lo que llamaban «La Pampa» abandonaban a los<br />
desahuciados que ya no tenían solución posible, que eran muchos, y
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 105<br />
recuerdo que entre ellos había una veintena que andaban con las tripas<br />
al aire, cubiertas con una simple bolsa de plástico, porque les habían<br />
acuchillado en una riña y no habían conseguido que nadie les cosiera la<br />
herida.<br />
Me oye bien, se lo aseguro. Se quitaban la bolsa y te dejaban ver las<br />
tripas saliendo de un boquete tan ancho como mi puño.<br />
Luego había más de mil tuberculosos y en un rincón una especie de<br />
choza con «enfermos de la piel» que no podían tener otra cosa que<br />
lepra, y arriba tres salas de auténticos esqueletos humanos que<br />
parecían sacados de esos campos de concentración nazis, y a los que<br />
no les daban más que agua esperando a que murieran.<br />
¡Un infierno, señor! ¡El infierno para los que se habían portado mal en el<br />
infierno! Y lo más curioso, señor, lo más inconcebible, es que las tres<br />
cuartas partes de la gente que llevaba años allí eran presos preventivos<br />
a los que aún no se les había acusado de nada.<br />
Incluso a mí, acostumbrado desde que nací a sobrevivir a toda costa, se<br />
me antojó un precio excesivo tener que seguir haciéndolo en semejante<br />
lugar, comparado con el cual las cloacas de Bogotá parecerían un hotel<br />
de cinco estrellas.<br />
Y es que en las cloacas había ratas, cucarachas y algún que otro<br />
murciélago, pero en Lurigancho, señor, en Lurigancho lo que había era<br />
hombres desesperados, capaces de sacarles los ojos a sus propios hijos<br />
con tal de respirar un día más, o conseguir una brizna de «basuco».<br />
¡Y cómo es el «basuco»! Conozco marimberos, cocainómanos, pobres<br />
pendejos enganchados al LSD y las anfetaminas e incluso<br />
heroinómanos, que cuando consiguen la dosis que necesitan se calman,<br />
pero el adicto al «basuco» se vuelve compulsivo, cuanto más fuma más<br />
lo necesita, no puede pasarse un sólo minuto sin el vicio, y sigue así<br />
hasta que al fin revienta.<br />
¡Y aquello estaba a tope de «basuco»! Lo normal era que el Estado se<br />
olvidara de enviar comida y tuviéramos que beber agua de los charcos,<br />
pero de lo que nadie se olvidaba era de meter droga, cualquier tipo de<br />
droga, y ya podrá imaginarse lo que ocurre cuando se amontona<br />
tantísimo vicioso donde ni siquiera pueden moverse.<br />
Por lo visto, la única política que habían encontrado las autoridades<br />
peruanas para acabar con la delincuencia era poner en marcha la<br />
máquina de destrucción de Lurigancho. Por un lado se metía un<br />
sospechoso y por el otro se sacaba un cadáver.<br />
Ya se sabe que en la fosa común es donde menos espacio ocupan los<br />
marginados.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 106<br />
Y por si todo ello fuera poco; por si no había suficientes atracadores,<br />
asesinos, violadores o infanticidas, se les ocurrió incluir a los terroristas<br />
de Sendero Luminoso.<br />
Yo había tratado con todo tipo de gente y más o menos casi siempre me<br />
bandeaba, pero aquellos locos eran fanáticos y malamente los<br />
soportaba.<br />
A mí me parece muy bien que cada cual piense como le dé la gana, e<br />
incluso si me apura acepto que se eche al monte a defender a tiros sus<br />
ideas, pero lo que me jode cantidad es que venga un pendejo y pretenda<br />
que aceptes sus teorías por cojones.<br />
¡Y ni siquiera eran suyas! Eran de un chino muerto.<br />
¿Cómo podías escuchar a alguien tan estúpido como para permitir que<br />
le encerraran en Lurigancho por maoísta? A los tres años de salir de allí<br />
hubo una revuelta, el Ejército entró a sangre y fuego, y por lo que sé<br />
liquidaron de un tiro en la nuca a ciento veinte «senderistas»<br />
desarmados que ya se habían rendido.<br />
Conocía a muchos de ellos y aunque estuvieran zumbados algunos eran<br />
bastante buena gente.<br />
Parece ser que ahora en Perú manda un japonés; ese tal Fujimori, al<br />
que los «senderistas» también se la tienen jurada, y a ver cómo coño se<br />
entiende que las ideas de un chino y un japonés se anden discutiendo<br />
en Perú y provocando un baño de sangre.<br />
Lo que no se les puede negar es que eran muy disciplinados, por lo que<br />
muy pronto consiguieron hacerse dueños del cotarro imponiendo su ley<br />
incluso sobre aquella panda de salvajes.<br />
Lo mejor que podías hacer era escucharles, decir que sí a todo,<br />
interesarte por la opresión del pueblo, el nuevo orden comunista y un<br />
sinfín de cosas de las que en verdad no entendía una palabra, y permitir<br />
que creyeran que tal vez podían catequizarte, con lo cual te dejaban en<br />
paz y de vez en cuando incluso te proporcionaban un pedazo de pan o<br />
un cacharro de arroz porque, eso sí, predicaban con el ejemplo<br />
compartiendo cuanto tenían.<br />
Fueron ellos los que me ayudaron a hacerle llegar un mensaje a Ramiro<br />
contándole mi situación, y como no podía ser menos a las dos semanas<br />
se presentó en Lima con todo nuestro dinero.<br />
No sé cómo se las arregló, por lo visto sobornando a jueces y abogados,<br />
pero lo cierto es que consiguió que la acusación fuera tan sólo de<br />
inmigración ilegal y vagabundeo, por lo que a los dos meses me<br />
largaron del país haciéndome firmar un documento por el que juraba y
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 107<br />
perjuraba que no volvería nunca más.<br />
¡Imagínese qué ganas tenía yo de volver al Perú y a Lurigancho...! Ni<br />
loco.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 108<br />
De nuevo en Bogotá y de nuevo en la más negra miseria porque todo el<br />
dinero que teníamos se había quedado en las garras de la «justicia»<br />
peruana, y una vez más el problema se centraba en salir adelante sin<br />
volver a los atracos ni a las muertes.<br />
Lo que no se podía negar es que aquellos meses me habían<br />
proporcionado una notable experiencia sobre el mundo de la «coca» y<br />
de los «narcos» y ahora tenía muy claro que era allí donde estaba el<br />
dinero, y que si conseguía integrarme en algún grupo medianamente<br />
fuerte saldríamos adelante.<br />
Lo importante en ese negocio es tener olfato para arrimarse al equipo<br />
ganador, puesto que al moverse tantísimo dinero las luchas por el<br />
control de la mercancía suelen ser a degüello, y si te agarra en el mal<br />
lado tu vida vale menos que polvo de puta vieja.<br />
Ramiro prefería buscar otro tipo de salida, trabajando los dos en lo que<br />
fuera hasta conseguir alguna plata y montar juntos un negocio, pero<br />
aunque le prometí que aceptaría cualquier empleo que nos<br />
proporcionase la más mínima esperanza de abrirnos camino en la vida,<br />
en el fondo de mi alma estaba convencido de que jamás lo<br />
conseguiríamos.<br />
Nos salió una chapuza de quince días recogiendo café en una hacienda<br />
del Norte, y otra de temporeros descargando camiones, pero pese a que<br />
acabábamos desriñonados y listos para que nos echaran a los leones, el<br />
jornal no llegaba ni para cubrir las exigencias de la bruja de doña<br />
Esperanza.<br />
Cada día tenía que hacer un esfuerzo para no retorcerle el cuello.<br />
Se había vuelto tan borracha que ya no salía de su cuarto más que para<br />
ir a buscar «arepas» y ron, y la casa, que siempre estuvo sucia, era ya<br />
una especie de pocilga, excepto nuestro cuarto que procurábamos<br />
limpiar casi a diario.<br />
Ramiro se había echado novia.<br />
Era una «cholita» con cara de ratón y más chupada que colilla de<br />
habano, que trabajaba de sirvienta en una pensión de mala muerte, y<br />
dos veces por semana, jueves y sábados, tenía que dejarles la cama y<br />
meterme en el cine hasta casi las tres de la mañana.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 109<br />
Jamás oí que dijera dos palabras seguidas, olía a lejía y cebollas y le<br />
faltaban cuatro dientes, pero tampoco Ramiro presumió nunca de Robert<br />
Redford, y por primera vez en mi vida le vi contento con algo.<br />
Juraba que eso de joder siempre con la misma persona y sin pagar<br />
resultaba muy lindo, aunque a mí, la verdad, y no es por envidia, antes<br />
que cogerme a la tal Herminia prefería «pelármela» sólito con una buena<br />
foto del Play-Boy sobre la cama.<br />
¿Celos? No, en absoluto. Ramiro era mi único amigo y me hubiera<br />
encantado que se tirara a la Miss Universo, pero estará de acuerdo<br />
conmigo que eso de tenerte que acostar en una cama que apesta a<br />
cebolla, lejía y sudor no es plato que apetezca ni siquiera a alguien que,<br />
como yo, ha dormido durante años en las cloacas.<br />
Luego, una mañana de abril, lo recordaré hasta que me muera, la más<br />
hermosa mañana de mi vida, estando en la esquina de la Jiménez de<br />
Quesada con Caracas pasó un carro enorme y a los veinte metros frenó<br />
en seco y un tipo se bajó de un salto y corrió hacia mí con los brazos en<br />
alto.<br />
—¡Chico! —gritaba como un loco—. ¿Eres tú, Chico...? Y sin esperar<br />
respuesta me abrazó y me besó como jamás lo hizo nadie.<br />
Abigail Anaya.<br />
Abigail Anaya, señor, aquel chiquillo que un buen día se marchó<br />
agarrado a la mano de su padre, y que era ahora el tipo más distinguido<br />
y elegante que me haya dirigido nunca la palabra.<br />
¡Dios! ¡Mi Dios! ¡Abigail Anaya! Abigail Anaya, señor, y aún se me saltan<br />
las lágrimas al recordar que dejó el coche tirado en mitad de la calle y<br />
corrió a abrazar a aquel pobre andrajoso como si fuera el mismísimo<br />
Rey de España.<br />
¡Y qué grito de alegría dio cuando se enteró de que Ramiro aún vivía, y<br />
cómo me empujó hacia el carro, y no acertaba con las marchas ni las<br />
calles mientras íbamos hacia casa! Llevaba meses buscándome, señor,<br />
¿se lo imagina? Abigail Anaya, mi Abigail, había vuelto al fin a Bogotá,<br />
rico e importante, y su mayor preocupación se centró en averiguar si<br />
aquellos dos pobres «gamines» que compartieron con él tantas noches<br />
de miedo y tanta hambre, habían conseguido superar sus desgracias.<br />
Ramiro estaba estudiando. Empujé la puerta y le dije: «Aquí hay un tipo<br />
que quiere verte.» Alzó la vista, se quedó sin aliento y se cayó de<br />
espaldas.<br />
A poco más se «esnuca».<br />
Se dio tal golpe con la esquina de la cama que durante diez minutos no
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 110<br />
sabía si gritar, reír o echarse a llorar, abrazados los tres como tres<br />
mariconas.<br />
Abigail nos sacó de allí en el acto.<br />
Le dio un puñado de billetes a la vieja, le dijo que se buscara nuevos<br />
huéspedes, y nos metió de cabeza en unos grandes almacenes donde<br />
nos compró ropa nueva.<br />
Por último nos invitó a cenar a «La Fragata».<br />
¡Tres «gamines» en «La Fragata»! Podía haber sido el título de una<br />
película viendo aquel increíble lugar decorado como si fuera un barco, y<br />
viendo a los camareros de guante blanco que servían las mesas como si<br />
estuvieran en misa.<br />
Y sobre todo viéndonos a nosotros.<br />
Abigail estaba en su ambiente y no desentonaba, pues el jefe de todo<br />
aquel tinglado le llamaba «Señor Anaya» y se sabía incluso el vino que<br />
le gustaba y los puros que fumaba, pero Ramiro y yo dábamos «el<br />
cante», y se advertía al primer golpe de vista que era la primera vez que<br />
poníamos los pies en un sitio semejante.<br />
Allí comían pescado.<br />
Casi no podíamos creerlo. La mayoría de los platos eran a base de<br />
pescado, y no tenían «arepas», ni frijoles con arroz blanco.<br />
Jamás pude imaginar que hubiese tantas clases de pescado y que se<br />
pudieran cocinar de modo tan distinto, hasta con salsa y vino.<br />
¡Pero qué coño importaba la comida! Lo que importaba era estar allí<br />
sentados y cotorrear como viejas locas de todos aquellos años.<br />
Le contamos, muy por encima, lo que habíamos hecho en esta vida, y él<br />
no dio demasiadas explicaciones sobre cuáles habían sido sus pasos,<br />
pero no cabía duda de que le había ido muy bien y había viajado<br />
cantidad, porque incluso hablaba inglés y hacía continuas referencias a<br />
Nueva York, París y Londres, como si fuesen apenas poco más que<br />
barrios de las afueras.<br />
A los postres nos aclaró que su padre, que ahora vivía en Roma, le<br />
había iniciado en el negocio del arte, y como Ramiro y yo nos<br />
asombramos de que el arte fuese algo que diese para tener carros de<br />
lujo, comer en restaurantes y tirar la plata como él la tiraba, nos aclaró<br />
que tenían una galería en Bogotá, otra en Roma y otra en Miami, y que<br />
sus clientes eran gente muy rica, que pagaba grandes sumas por<br />
cuadros, esculturas, tapices y jarrones.<br />
A mí aquello continuaba sonándome harto sospechoso, y para no
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 111<br />
cansarle le aclararé que, sin estar directamente implicados en el vicio,<br />
Abigail y su padre se dedicaban en realidad a «blanquear» dinero de los<br />
«narcos» a través de un complicado sistema de comprar, vender y<br />
exportar unas obras de arte a las que al parecer eran muy aficionados<br />
los grandes «capos» de la «coca».<br />
Yo siempre me pregunté qué demonios podían entender gentes como<br />
los Ochoa, Pablo Escobar, Carlos Lehder o Rodríguez Gacha de<br />
cuadros, estatuas, tapices y jarrones, pero con el tiempo aprendí que no<br />
hay juez en este mundo que pueda discutir si un Goya, un Rembrandt o<br />
un jarrón vale tanto o cuánto, lo cual se presta al parecer a infinitos<br />
enjuagues.<br />
Si continuamos con estas charlas tal vez más adelante llegue a entender<br />
que, al contrario que nos sucede al resto de los mortales, el mayor<br />
problema de los traficantes de droga no es la falta de dinero, sino más<br />
bien que ganan demasiado.<br />
Al igual que a aquel famoso gángster de Chicago, Capone, tan sólo<br />
pudieron meterle entre rejas por una cuestión de impuestos pese a que<br />
había dado de baja a un sinfín de fulanos sin que nadie rechistara,<br />
suelen ser los montones de billetes los que se convierten con<br />
demasiada frecuencia en la lujosa tumba de los «narcos».<br />
Abigail y su padre lo entendieron así, y aquel complicado trajín de los<br />
jarrones y los cuadros les estaba proporcionando plata en bruto sin<br />
necesidad de meterse en más problemas.<br />
Abigail Anaya era muy listo, usted ya debe saberlo.<br />
Lo era de «gamín» callejero con un padre en la cárcel y el mundo en<br />
contra suya, y lo era aún más de hombre importante, con su padre en<br />
Roma y el viento soplándole de popa.<br />
Siempre decía que hay una raya muy ancha, justo en la frontera de la<br />
ley, por la cual se puede transitar a sabiendas que un buen fajo de<br />
billetes arregla cualquier tropiezo, pero que no existe nada en este<br />
mundo que compense por los años de cárcel que te pueden caer encima<br />
si traspasas los límites marcados.<br />
Se negó a conocer detalles sobre nuestras pasadas aventuras, puesto<br />
que de ese modo jamás se le podría considerar cómplice o encubridor<br />
de lo que él llamaba con marcada intención, «viejas barrabasadas»,<br />
pero nos obligó a prometer que, a cambio de brindarnos su apoyo,<br />
jamás traspasaríamos esa imaginaria frontera que él mismo había<br />
trazado.<br />
—Si quieres seguir estudiando —le dijo a Ramiro— haré de ti un<br />
contable o un abogado, y una vez que lo seas, y tendrás que ser bueno,
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 112<br />
trabajarás para mí y sólo entonces podrás devolverme el dinero que me<br />
haya gastado.<br />
En cuanto a mí, me ofreció elegir el trabajo que más pudiera apetecerme<br />
de su entorno, y fue así como me convertí en su hombre de confianza, y<br />
le juro, señor, que yo por Abigail Anaya hubiera dado mil vidas que<br />
tuviera, y aún me parece un precio bajo.<br />
Abigail Anaya era alegre, jovial y generoso; inteligente y bueno; amigo<br />
de sus amigos, y justo incluso con aquellos que más animadversión le<br />
demostraban, pues no había nada, incluso la envidia o el rencor, que él<br />
no supiera perdonar e incluso disculpase.<br />
Ya le he contado muchas cosas, sospecho que quizá demasiadas, y<br />
habrá podido comprobar hasta qué punto mi vida fue una vida miserable<br />
y desgraciada, pero las noches en que acuden a mi mente los<br />
recuerdos, llego a pensar que si existe un Dios, trató de compensar mis<br />
muchas amarguras brindándome el cariño y la amistad de Abigail<br />
Anaya.<br />
Quiero muchísimo a Ramiro, pero siendo como es casi mi hermano,<br />
reconozco que no es más que un buen chico dotado de una fuerza de<br />
voluntad extraordinaria. Abigail era otra cosa.<br />
Nunca he pretendido compararlos, ni medir unos afectos que no admiten<br />
medida, pero ha de saber que sin que se me pueda acusar ni aun<br />
remotamente de marica, fue tanta mi adoración por Abigail, que aún hoy<br />
a veces me pregunto si es lógico que un ser humano pueda sentir de<br />
esa manera.<br />
El simple hecho de verle me llenaba de gozo, su risa me contagiaba, me<br />
deprimía cuando él estaba triste, y disfrutaba cuando se llevaba a la<br />
cama a una hermosa mujer como si fuera yo mismo quien se la<br />
beneficiaba.<br />
Y es que no tuvo nunca una palabra que no fuera de cariño, de ánimo o<br />
de consuelo, ni le escuché un solo reproche por más que me<br />
equivocara.<br />
Y me equivocaba con harta frecuencia, eso es muy cierto, pues el<br />
mundo de Abigail era tan diferente a cuanto pudiera haber conocido, que<br />
incluso las selvas del Perú con todos sus bichos y problemas se me<br />
antojaban más lógicas y comprensibles que todo aquel enredo de dinero<br />
«sucio» y «limpio» que iba y venía, o cuadros horrendos que valían una<br />
fortuna, mientras que los que a mí me gustaban ni Dios los quería.<br />
Vivía en los límites del Country, en una quinta toda llena de obras de<br />
arte, y con tantas alarmas que entrar o salir constituía un auténtico<br />
enredo, pues al menor descuido comenzaban a sonar timbres que te
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 113<br />
volvían histérico.<br />
Tampoco paraba nunca el del teléfono, y cuando no era algún extranjero<br />
que llamaba del otro extremo del mundo, era una voz profunda y<br />
misteriosa que hablaba siempre en clave, o alguna de las docenas de<br />
mujeres con las que Abigail se acostaba.<br />
Mi principal obligación era espantárselas inventado toda clase de<br />
historias y disculpas, pues lo cierto es que al pobre lo tenían extenuado,<br />
y como era tan generoso, alegando siempre que «un polvo no se le<br />
niega a nadie» había días en que se le nublaban las ideas.<br />
¿Cómo se entiende que cambie tanto la vida de la noche a la mañana?<br />
¿Qué misterios encierra y qué caprichos del destino te empujan de aquí<br />
para allá de esa manera? Del infierno de las cloacas o Lurigancho, a un<br />
paraíso en el que todo eran risas y alegrías, bellas mujeres y tantas<br />
cosas hermosas que incluso yo, que de arte entendía menos que un<br />
mono, no podía por menos que sentirme feliz entre aquellos objetos.<br />
En cualquier lugar del mundo una silla sirve para sentarse.<br />
Y una mesa para poner platos o cosas.<br />
Pero en casa de Abigail una silla era una pieza de museo, y una mesa<br />
algo ante lo que te podías extasiar quince minutos.<br />
Y todo en aquel lugar mantenía un equilibrio; una «armonía», diría más<br />
bien, y siempre me he preguntado qué milagro hizo posible que el<br />
mísero «gamín» de impermeable amarillo de mi infancia: aquel que<br />
dormía en un húmedo sótano y robaba en los supermercados,<br />
consiguiera transformarse en tan poquísimo tiempo en alguien que sabía<br />
diferenciar un Picasso original de otro idéntico y falso.<br />
Y entendía de música, y de cine, e incluso de libros y escritores, y todo<br />
en él parecía haber cambiado, hasta una tarde en la que al detenerme<br />
en un semáforo, su mirada quedó de pronto prendida en un mocoso<br />
desarrapado que se sentaba en una barandilla, para comentar con un<br />
tono de voz que jamás le había escuchado: —Así éramos tú y yo.<br />
Teníamos la misma cara de hambre y de tristeza, y la gente pasaba a<br />
nuestro lado de idéntica manera.<br />
Aparcó unos metros más allá, volvió sobre sus pasos, le dio unos<br />
cuantos billetes al «gamín», y cuando regresó era un hombre diferente.<br />
Quince días después compró el colegio.<br />
Mandó descolgar del salón algunos cuadros, discutió por teléfono con su<br />
padre, se enfadó hasta quedar ronco con su administrador, y se encerró<br />
durante horas con cuatro abogados, pero al fin impuso su voluntad y<br />
acabó fundando «El Sótano».
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 114<br />
No creo que haga falta que le explique la razón de ese nombre.<br />
Se preocupó personalmente de todos los detalles; del<br />
reacondicionamiento de las habitaciones y los baños, el campo de juego<br />
y las aulas de clase y cuando todo estuvo a punto me mandó llamar y<br />
me pidió sencillamente: —Busca a aquel «gamín» y tráemelo.<br />
Se llamaba Serapio el Lápidas, sin duda debido a que su única fuente<br />
de ingresos se limitaba a penetrar de noche en los cementerios, robar<br />
las lápidas y lijarlas muy bien hasta borrar el nombre del difunto para<br />
revenderlas más tarde a precio de saldo.<br />
Imagino que ya le he contado lo suficiente sobre mi gente como para<br />
que ni siquiera eso consiga sorprenderle.<br />
Inaugurar un refugio de «gamines» con alguien que se llama Serapio y<br />
se dedica a robar lápidas no me pareció síntoma de buen augurio, por lo<br />
que me llevé en el mismo viaje a uno que estaba con él: un tal Cristóbal,<br />
un rubito con cara de ángel que resultó a la larga un grandísimo cabrón<br />
y un «coño-e-madre», mientras que Serapio se convirtió con el tiempo<br />
en un encanto de muchacho.<br />
Dieciocho; a veces llegaron a ser veinte.<br />
Había más de cinco mil donde escoger, pero Abigail insistió siempre en<br />
que masificar «El Sótano» hubiera resultado un error, pues por mucho<br />
que nos lo propusiéramos jamás conseguiríamos ayudar a todos los<br />
niños miserables de Bogotá, y siempre era preferible hacer las cosas<br />
bien con unos pocos, e intentar de ese modo que cundiera el ejemplo.<br />
Aquello costaba una fortuna.<br />
Lo sé porque era Ramiro el encargado de las cuentas y cada día sudaba<br />
tinta y se llevaba las manos a la cabeza al repasar las facturas.<br />
Dieciocho chicos comiendo como si nunca hubieran comido, y<br />
ciertamente la mayoría apenas lo habían hecho, devoraban como<br />
buitres, y a eso había que añadir ropa, zapatos, médicos, medicinas,<br />
maestros, personal de limpieza, algún dinero para sus gastos, luz,<br />
agua... ¡Una auténtica fortuna! Sin embargo Abigail se sentía más feliz<br />
que nunca, porque aunque había pasado años fuera de Bogotá, al<br />
parecer jamás se borró de su mente el recuerdo de las miserias que<br />
había vivido de niño, y al volver y enfrentarse de nuevo a ellas, debió<br />
comprender que le resultaba imposible encontrar la paz si no hacía algo<br />
por los que sufrían lo que él había sufrido.<br />
¿Entiende ahora por qué no podía menos que adorarle? Cualquier otro<br />
en sus circunstancias se habría limitado a disfrutar de lo mucho que la<br />
vida le había proporcionado, dando la espalda a los que habían quedado
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 115<br />
atrás, pero él no sólo quería ayudarnos a Ramiro y a mí, que habíamos<br />
sido sus amigos de la infancia, sino que se sentía obligado hacia todos<br />
los que siempre consideró como «su gente».<br />
Tenía dinero, amistades, presencia y preparación suficientes como para<br />
codearse con la mejor sociedad y aspirar incluso a una carrera política,<br />
¡ya quisieran la mayoría de los políticos tener sus dotes!, pero se sentía<br />
mucho más a gusto jugando al fútbol con un grupo de chicuelos, o<br />
explicándoles la diferencia entre un Greco y un Botero, que en un club<br />
de golf o en los salones de la élite.<br />
Redujo incluso el círculo de sus amantes hasta dejarlas en dos o tres de<br />
lo más escogido, y recuerdo con especial afecto a una de ellas —la<br />
llamaré Daniela—, hija de un ex presidente y miembro de una de las<br />
familias más influyentes de Colombia, que demostraba, de igual modo,<br />
una sincera preocupación por los problemas de su pueblo y los<br />
«gamines» Era una muchacha dulce y tímida, de una belleza extraña<br />
que en ocasiones superaba todo lo imaginable aunque instantes<br />
después pareciera incluso fea, y de la que se diría que libraba una feroz<br />
batalla en su interior entre el amor filial y lo decepcionada que se sentía<br />
por el hecho de que cuando al fin su padre accedió a la presidencia,<br />
olvidó de improviso todos sus ideales, y se dedicó, como la inmensa<br />
mayoría, a robar y permitir que los que le rodeaban se corrompieran<br />
hasta límites inconcebibles.<br />
Siempre decía que el mundo no podía tener arreglo si aquellos a<br />
quienes más amamos y en quienes más confiamos no son capaces de<br />
hacer nada por mejorarlo cuando pueden hacerlo, y sentía tal<br />
animadversión hacia los políticos, que a menudo incluso ponía en un<br />
compromiso a Abigail cuando se veía obligado a tratar con ellos.<br />
Nada hay que moleste y ofenda más a una oligarquía que se considera<br />
desde los tiempos de la conquista la «raza» elegida por Dios para<br />
conducir los destinos de la patria, que el desprecio y los reproches de un<br />
miembro de su casta, y por ello Daniela contaba con el mayor número<br />
de selectos enemigos que haya visto nunca.<br />
Necesitaría conocer muy bien Colombia para entender lo que quiero<br />
decirle, pues allí la sociedad no forma, como se supone que ocurre en la<br />
mayoría de las naciones civilizadas, una especie de pirámide en la que<br />
abajo están los pobres y luego se va estrechando para llegar a la<br />
cúspide, sino que en mi país se trunca de improviso, con una masa<br />
hambrienta que nunca tendrá nada, una débil capa de militares,<br />
funcionarios y gentes de clase media, y luego, como si estuvieran<br />
flotando en el aire por gracia divina, esa élite formada por medio<br />
centenar de familias que se aman o se odian, pero que siempre acaban
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 116<br />
aliándose por lazos de política o matrimonio.<br />
La entrada en escena del dinero del narcotráfico con su prodigioso<br />
potencial no ha cambiado mucho las cosas, y tenga por seguro que<br />
cuando la fiebre pase, la «marimba» y la «coca» dejen de rendir<br />
beneficios, y los que parecen ser ahora dueños del país caigan bajo las<br />
balas, sus fortunas irán a engrosar de un modo u otro las fortunas de<br />
siempre, porque desde hace quinientos años conocen los resortes que<br />
mueven todos los hilos, y cambiarán incluso la Constitución si es que<br />
hace falta, para que ese dinero «sucio» quede en sus manos, y además<br />
tengamos que darles las gracias por aceptarlo.<br />
Daniela lo sabía.<br />
Había nacido y se había criado en el podrido corazón de la manzana, y<br />
eso le permitió ver y escuchar tantas cosas, que cuando hacía<br />
referencia a las conexiones entre el narcotráfico y el poder, la justicia, el<br />
Ejército e incluso el clero, no hablaba a tontas y a locas, sino que tenía<br />
datos muy concretos que nadie conseguiría nunca rebatirle.<br />
Y es que es así, señor, no debe llamarse a engaño. Yo mismo he visto a<br />
un ministro comprar un Modigliani —ese que pintaba a la gente flaca—<br />
por la décima parte de su valor, y no obstante Abigail aseguraba que<br />
estaba haciendo un magnífico negocio, pues quien en realidad lo había<br />
pagado jamás discutía el precio.<br />
También recuerdo que en una ocasión me tuve que plantar en una<br />
esquina para que un juez del Supremo pasara por allí y pudiera adquirir<br />
como por casualidad un billete completo de lotería.<br />
Lo más curioso del caso estriba en que el billete corresponde al premio<br />
gordo del sorteo anterior.<br />
Supongo que se preguntará cómo es posible que un hombre de la talla<br />
de Abigail Anaya se prestara a formar parte de ese juego.<br />
Con respecto a la corrupción en mi país la cuestión es muy simple: o<br />
corrompes o te corrompen, y Abigail opinaba que ambas cosas venían a<br />
ser en el fondo lo mismo, por lo que más valía ser de los primeros ya<br />
que siempre es preferible que te deban favores, a deberlos.<br />
Aún ignoro muchas cosas sobre Abigail Anaya, sería estúpido ocultarlo,<br />
y reconozco que hay detalles en su comportamiento y pasajes en su<br />
vida de los que no tengo la más mínima idea, sospechando como<br />
sospecho lo peor, pero admito que jamás me preocupó lo que pudo<br />
haber hecho en otro tiempo o cuáles eran sus más secretas relaciones,<br />
puesto que lo que importaba de él era su profunda humanidad, lo bien<br />
que se portó con Ramiro y conmigo, y lo bien que se portó en realidad<br />
con todos cuantos le rodeaban.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 117<br />
Guardaba grandes secretos, eso es muy cierto, y debía existir algo en<br />
su pasado que con frecuencia le atormentaba; algo que sin duda se<br />
encontraba directamente relacionado con su padre, que, por lo que supe<br />
más tarde, había acabado casándose con una aristócrata italiana viuda<br />
de banquero neofascista.<br />
Son temas en los que sinceramente prefiero no adentrarme, pues lo<br />
poco que sé lo sé de oídas, y no creo que haya venido hasta aquí para<br />
escuchar rumores, sino para que le siga contando mi historia y la de los<br />
confusos asuntos en que me vi mezclado.<br />
Recuerdo, sin embargo, que en aquel tiempo me consideraba uno de los<br />
hombres más felices de la tierra, pues aprendí a conducir un coche,<br />
realizar algunas cuentas, distinguir los cuadros buenos de los malos,<br />
utilizar como era debido los cubiertos, e incluso me acostumbré a<br />
bañarme todos los días y usar desodorante. Tenía que dar ejemplo a los<br />
muchachos y le advierto que cuando te habitúas, eso del baño llega a<br />
ser incluso agradable.<br />
Si olía mal, Abigail, que en cuestión de higiene era muy suyo, me<br />
echaba del coche o me enviaba a comer a la cocina, y eso me<br />
molestaba tanto que cada tres o cuatro horas me iba a mi cuarto a<br />
cambiarme de camisa y lavarme los sobacos.<br />
Tanto Ramiro como yo teníamos un montón de camisas y tres trajes de<br />
lo más elegante, y el día de Navidad Abigail nos regaló un reloj de oro y<br />
un alfiler de corbata a cada uno.<br />
Ramiro continuaba estudiando día y noche hasta el punto de que pronto<br />
tuvo que usar gafas porque de tantas horas sobre los libros a veces se<br />
mareaba.<br />
Siempre tuve la impresión de que Abigail se sentía más orgulloso de él<br />
que de mí, aunque también estoy convencido de que por mí sentía más<br />
afecto. Al fin y al cabo no era mi culpa si no había nacido con cabeza<br />
para los libros, ni ocasión de estudiarlos.<br />
Cada vez pasábamos más tiempo en el «El Sótano» que se estaba<br />
convirtiendo en un saco sin fondo, pues a Abigail se le ocurrían cada día<br />
nuevas ideas, y al campo de deportes le añadió un gimnasio, luego una<br />
biblioteca, más tarde un taller de prácticas para los que no se sentían<br />
capaces de estudiar algo con fundamento y preferían especializarse en<br />
mecánica, y así mil cosas que sería harto complicado enumerar, pero<br />
que hacían que uno tras otro los cuadros que cubrían las paredes de la<br />
quinta se fueran descolgando, para ser sustituidos por simples copias u<br />
originales carentes de valor.<br />
Ramiro le advertía de que aquello era una locura y al paso que iba
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 118<br />
quemaría su patrimonio por grande que éste fuera, pero Abigail se reía<br />
de sus temores replicando que ningún Degas fue nunca tan bello como<br />
el que sirvió para pagar la biblioteca, y que prefería ver cómo los chicos<br />
jugaban al baloncesto que sentarse a contemplar un Renoir.<br />
Estaba claro que por cuestión de edad no podía considerarse el padre<br />
de los muchachos, pero sí su hermano mayor, y a veces creo que ya<br />
desde muy pequeño Abigail debió experimentar esa extraña necesidad<br />
de convertirse en hermano mayor de los necesitados, pues ése era en el<br />
fondo el papel que había desempeñado con nosotros en aquellos<br />
lejanos tiempos de primitivo sótano.<br />
No me lo pregunte. Era su forma de ser y es todo cuanto puedo decirle.<br />
Quizás uno de esos siquiatras a los que tan aficionados son los<br />
«gringos» sabría aclararle más cosas, pero lo que es yo, me limito a<br />
contarle mis impresiones sin tratar de sacar conclusiones aventuradas.<br />
Le querían y respetaban. Salvo algún que otro resabiado y «coño-emadre»<br />
de los que no había forma de sacar partido por mucho que lo<br />
intentaras, el resto respondía de maravilla y se esforzaban por aprender<br />
con tanta rapidez que con frecuencia me avergonzaban.<br />
A veces me sentaba en el fondo de la clase, sobre todo cuando<br />
hablaban de Historia o Geografía, y fue así como aprendí a salto de<br />
mata las cosas que sé, aunque debo admitir que salvo un poco sobre la<br />
situación de los países y la vida de Colón, Bolívar y Alejandro Magno, el<br />
resto se me confunde cantidad.<br />
A veces ocurrían cosas muy curiosas, y recuerdo un día muy especial, a<br />
principios de diciembre del segundo año, en que de pronto tres coches<br />
se detuvieron en la entrada y un tipo pidió permiso para que su patrón<br />
visitara a los muchachos.<br />
A Abigail no le gustó la idea de que nos relacionaran con uno de los<br />
«narcos» más brutales del país, pero como su gente parecía muy capaz<br />
de abrirse paso a la fuerza, les franqueó la puerta y le enseñó la casa.<br />
Aquel fulano era en verdad, muy bestia. El tipo más animal que jamás<br />
me haya echado a la cara, y costaba trabajo aceptar que semejante<br />
orangután tartamudo hubiese amasado una fortuna de casi quinientos<br />
millones de dólares, pues podría creerse que incluso el hecho de dar los<br />
buenos días le costaba tal esfuerzo que le dañaba el cerebro.<br />
Se limitó a escuchar atentamente y observarlo todo con sus ojillos de<br />
morsa, para volverse por último a su lugarteniente y tartajear<br />
roncamente: —Quiero uno, cuatro veces más grande.<br />
Se despidió y se fue, pero a los tres minutos volvió su lugarteniente con<br />
una bolsa de papel que le entregó a Ramiro «para la Navidad de los
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 119<br />
muchachos».<br />
Cien mil dólares.<br />
¡Como lo oye! Aquel animal; aquel asesino con más muertes sobre su<br />
cabeza que pelos yo en las piernas, nos regaló cien mil dólares «Para la<br />
Navidad de los muchachos», y ordenó que le construyeran en Medellín<br />
un refugio mayor que el nuestro.<br />
Por suerte para muchos y por desgracia para unos cuantos, lo mataron<br />
antes de que pudiera terminarlo.<br />
Es el tipo de cosas que sólo ocurren en mi país, donde miles de<br />
personas se mueren de hambre sin que las autoridades se inmuten,<br />
mientras un asesino sin escrúpulos dedica millones a obras de caridad.<br />
Aquel dinero venía muy bien, cubriendo el presupuesto durante unos<br />
cuantos meses, pero Abigail insistió en que se utilizara en levantar un<br />
ala nueva en la que acoger más chicos, lo cual traía aparejado un lógico<br />
y considerable aumento de los gastos.<br />
¿A dónde íbamos a ir a parar con semejante «chorreo» de dinero? A<br />
Ramiro se lo llevaban los demonios y casi le pega un tiro al cocinero<br />
cuando se enteró que robaba los víveres, por lo que lo echó a patadas y<br />
trajo de ayudante de cocina a su «novia», la «cholita» que olía a<br />
cebollas y continuaba sin decir media palabra, pero era capaz de<br />
aprovechar hasta las mondas de las papas.<br />
¡Mujer aquella para ahorrar un peso, oiga! Ni que le arrancaran las uñas<br />
con alicates, y pese a que abultaba menos que un lagarto y tenía cara<br />
de ratón, impuso tal disciplina en el refugio que hasta los chicos más<br />
rebeldes se acojonaban en cuanto les llegaba tufo a cebollas.<br />
¡Pareja extraña! Ramiro metido siempre en los libros y en las cuentas,<br />
queriendo aprenderlo todo como si el mundo se fuera a acabar si él no<br />
llegaba a entenderlo, y Herminia tan sólo preocupada por que los suelos<br />
brillaran como el sol y no se desperdiciara ni una «arepa» Por la noche<br />
se sentaban en silencio en un rincón del cuarto de la televisión, y la<br />
mayor parte de las veces se quedaban dormidos por mucho escándalo<br />
que armaran los muchachos.<br />
A mí me seguía costando harto esfuerzo entender en qué podía basarse<br />
tan desconcertante relación, pero por último llegué a la conclusión de<br />
que había demasiadas cosas en la vida que jamás entendería, por lo<br />
que una más o menos carecía por completo de importancia.<br />
Al fin y al cabo, la existencia de Herminia no interfería en absoluto mi<br />
amistad con Ramiro, pues ella era poco más que su sombra, aunque<br />
fuera, eso sí, la primera sombra que he conocido, tan escuchimizada y
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 120<br />
maloliente.<br />
Por aquel tiempo empezaban a planteárseme además problemas mucho<br />
más serios, pues por primera vez desde que nos conocíamos descubrí a<br />
Abigail Anaya seriamente preocupado, y no precisamente por cuestión<br />
de dinero.<br />
Mediada la primavera lo había acompañado a una inmensa mansión, a<br />
unos cien kilómetros de la capital, que debía pertenecer a algún político<br />
muy importante o tal vez a un «narco» de primera línea, aunque nunca<br />
pude averiguar de quién se trataba, puesto que la media docena de<br />
matones que cuidaban la entrada me dejaron fuera y no pronunciaron ni<br />
una sola palabra ni para darme lumbre.<br />
Allí no es de extrañar esta falta de hospitalidad y ese comportamiento<br />
hostil sobre todo con tipos que, como yo, no ofrecen al primer golpe de<br />
vista garantías de honorabilidad, y como en realidad toda mi vida me la<br />
he pasado del lado de fuera de las puertas, tampoco le di mayor<br />
importancia.<br />
Me inquietaba tan sólo que al igual que había ocurrido con el Lindo<br />
Galindo, me ordenaran volverme a casa, pero no fue así, y tres horas<br />
más tarde Abigail hizo su aparición pálido y meditabundo.<br />
Permitió que condujera yo, lo cual, además de una increíble muestra de<br />
confianza, era casi un milagro, y ese simple hecho, al parecer sin<br />
importancia, vino a demostrarme hasta qué punto le había afectado la<br />
entrevista.<br />
Tardó casi veinte kilómetros en pronunciar una sola palabra, pero al<br />
cabo de ese tiempo admitió que las cosas se estaban poniendo feas.<br />
—El mundo está cada vez más loco —dijo—. Y ésa es una enfermedad<br />
que no tiene remedio... —Guardó silencio un instante y, por último,<br />
añadió—: Y yo no quiero contagiarme.<br />
Cuando le señalé que la mejor manera de no agarrar una enfermedad<br />
era mantenerse lejos de los contaminados, admitió que tenía toda la<br />
razón, pero que existía una cierta clase de individuos de los que<br />
resultaba imposible apartarte cuando te convenía.<br />
Ya le he dicho, señor, y se lo repetiré hasta la saciedad, por mucho que<br />
le hayan contado lo contrario y se resista a creerme, que pese al tiempo<br />
que trabajé para Abigail Anaya y fui su amigo, chófer y en cierto modo<br />
confidente, jamás supe con exactitud cuál era la auténtica naturaleza de<br />
sus negocios, y, sobre todo, quién o quiénes se mantenían en la sombra<br />
de sus espaldas.<br />
Se ha hablado con frecuencia de Pablo Escobar, el difunto Rodríguez
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 121<br />
Gacha, los Ochoa o Carlos Lehder, pero si quiere que le diga la verdad,<br />
yo más bien soy de la opinión de que había alguien más; alguien de otra<br />
clase social o de otra esfera, y que fue con ese «alguien» con quien<br />
mantuvo aquel día tan larga e inquietante entrevista.<br />
Abigail era de la opinión de que quienes más interés demostraban en<br />
hacer creer que libraban una guerra a muerte con el «narcotráfico», eran<br />
quienes menos interés tenían en que ese «narcotráfico» desapareciese,<br />
puesto que se había entretejido tal tela de araña entre droga y política,<br />
que no existía ya fuerza humana capaz de deshacerla.<br />
Y por lo que pude colegir de su forma de expresarse, no se trataba de<br />
un simple problema de corrupción en el que hubiera unos traficantes a<br />
los que sobraba el dinero, y unos jueces y políticos dispuestos a cerrar<br />
los ojos a cambio de parte de ese dinero, sino que el tema tenía raíces<br />
muchísimo más profundas y complejas.<br />
El negocio de la cocaína colombiana se calcula en unos sesenta mil<br />
millones de dólares, y convendrá conmigo en que ésa es una barbaridad<br />
de plata.<br />
Durante miles de años los pueblos andinos supieron convivir con la<br />
«coca» obteniendo únicamente lo mejor que ofrecía, pero bastó una sola<br />
generación para que otros pueblos mucho menos «civilizados» la<br />
convirtieran en un arma terrible y un veneno que amenaza al conjunto<br />
de la Humanidad.<br />
Abigail, que no había dudado a la hora de beneficiarse marginalmente<br />
de los caudales del narcotráfico, debió darse cuenta en aquellos días de<br />
que la situación comenzaba a escapar al control de quienes hasta ese<br />
momento parecían tenerla dominada, y temió sin duda que el terrorífico<br />
cataclismo que intuía pudiera arrastrarle a un abismo sin fondo.<br />
—El peor pecado de los narcotraficantes —solía decir—, es que su<br />
ansia de dinero y poder no conoce límite, y cuando ese tipo de ambición<br />
se descontrola acaba por convertirse en una bomba retardada.<br />
No sé qué pasos dio, ni qué trabajo le costó darlos pero lo que sí sé es<br />
que hizo un rápido viaje a Italia, a mantener una larga entrevista con su<br />
padre, y al volver se encerró una vez más con su tropa de abogados,<br />
que en mi opinión eran todos una partida de buitres más falsos que<br />
Judas.<br />
Buscó también el consejo de Daniela, y eso me tranquilizó en parte,<br />
pues creo haberle dicho ya que me pareció siempre una muchacha<br />
harto sensata y la mujer más cabal que había conocido hasta el<br />
momento.<br />
A Ramiro y a mí nos mantuvo siempre al margen de sus problemas, y
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 122<br />
creo entender que no lo hizo por falta de confianza, sino porque opinaba<br />
que cuanto menos supiéramos de tanto enredo mejor nos iría en la vida,<br />
ya que Colombia es un país en el que si el saber es con frecuencia un<br />
mérito, el ignorar es indudablemente una virtud inestimable.<br />
Existen mil métodos de obligarte a «cantar» cuanto has oído, pero hasta<br />
ahora nadie ha inventado un sistema por el que te puedan arrancar<br />
secretos que desconoces.<br />
Y en eso Abigail tenía las cosas muy claras.<br />
A finales de aquel verano del ochenta y cinco, incluso los más lerdos, y<br />
entre ellos me incluyo, olfateábamos ya que algo muy gordo flotaba en<br />
el ambiente, y es que desde la destrucción de la base de los Ochoa en<br />
«Tranquilandia» y el posterior asesinato del ministro de Justicia, Lara<br />
Bonilla, la guerra sucia entre una parte del Gobierno y algunos de los<br />
«narcos» estaba alcanzando proporciones a mi modo de ver<br />
escalofriantes.<br />
¿«Tranquilandia»? Como diría el moro Hussein, «La Madre de todos los<br />
Laboratorios de Coca».<br />
Creo que ya le he contado en otro momento, que uno de los elementos<br />
clave para la conversión de las hojas de coca en cocaína es el éter, y<br />
Colombia no es un país que lo produzca, entre otras cosas porque de<br />
esa forma se supone que se controla su importación y posterior<br />
distribución interior.<br />
Lo «narcos» se enfrentaban por tanto a un grave problema, hasta el<br />
punto de que un tambor de éter, que cuesta normalmente unos<br />
trescientos dólares, se vende en mi país a cinco mil, y además no se<br />
consigue. Debido a ello, el «Hombre del Cártel de Medellín» en Miami,<br />
un tal Francisco Torres, se puso en contacto con una fábrica<br />
norteamericana para que le proporcionase dos mil de esos tambores,<br />
ofreciendo pagarles el doble y en dinero contante y sonante.<br />
Quien intervino fue «La Agencia Antinarcóticos» americana, que mandó<br />
a sus agentes ofreciéndole a Torres todo el éter que pudiera necesitar.<br />
Lo que no le dijeron, es que en un doble fondo de los bidones habían<br />
escondido balizas de señales que se controlaban a través de un satélite<br />
artificial.<br />
¿Astuto, no le parece? No cabe duda que se tomaban la guerra en serio<br />
y utilizaban todas las armas a su alcance.<br />
Siguiendo desde arriba el rastro de las balizas, localizaron la base de<br />
«Tranquilandia» allá por el Caquetá, en el Oriente colombiano, apoco<br />
más de quinientos kilómetros al nordeste de donde yo había estado
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 123<br />
durante mi desgraciada aventura en la selva.<br />
Cuando el Ejército, apoyado por agentes y helicópteros «gringos»<br />
invadieron «Tranquilandia», aquello debió convertirse en «Loquilandia»,<br />
pues se organizó un auténtico «zaperoco» y aunque los verdaderos<br />
jefes del tinglado lograron escapar a través de la selva, se incautaron<br />
más de quince mil kilos de cocaína pura o «pasta base», toneladas de<br />
hojas de coca, un auténtico arsenal de armas, y un sinfín de vehículos,<br />
helicópteros y avionetas.<br />
Fue un golpe brutal a los Ochoa y a todo el «Cártel» en general, pero<br />
nada de lo que no fuera capaz de recuperarse en quince días,<br />
provocando al propio tiempo que se unieran aún más, y que decidieran<br />
lanzar una contraofensiva que dejó las calles sembradas de muertos,<br />
entre ellos el del mismísimo ministro de Justicia.<br />
¿Qué le parece, señor? ¿Qué opina de quienes responden al<br />
desmantelamiento de sus instalaciones delictivas asesinando en público<br />
a un ministro, y poco después al coronel jefe de la Policía de Narcóticos,<br />
aquel Jaime Ramírez que tenía más cojones que un toro de lidia? ¡País!<br />
¡País de locos! ¡País de locos y asesinos! ¡País de locos, asesinos y<br />
justicia corrompida, pues cada vez que la Policía conseguía atrapar a<br />
uno de los Ochoa, o cualquier otro traficante de altura, un juez se las<br />
arreglaba para ponerlo de nuevo en libertad! Fue entonces cuando se<br />
empezó a hablar seriamente de la extradición, ya que si bien estaba<br />
claro que ningún «narcotraficante» pasaría nunca más de un año en una<br />
cárcel colombiana, si se conseguía enviarlos a los Estados Unidos se<br />
pudrirían entre rejas hasta el fin de sus días, como le está ocurriendo a<br />
Griselda Blanco, Carlos Lehder y tantos otros.<br />
¡Y ésa sí que era «La Madre de Todas la Guerras»! Y ésa era la que<br />
Abigail Anaya debió comprender que se estaba fraguando, y en la que<br />
no quería tomar parte bajo ninguna circunstancia.<br />
Hasta aquellos días de que le hablo, final del verano del ochenta y cinco,<br />
la pelota aún estaba en el tejado, puesto que la mayor parte de los<br />
veinticuatro jueces de la Corte Suprema de Justicia se habían mostrado<br />
reticentes a firmar un Tratado de Extradición que permitiera enviar de<br />
inmediato a los «narcos» a los Estados Unidos, alegando que eso era<br />
algo anticonstitucional, y que atentaba contra la propia soberanía de la<br />
nación.<br />
No obstante, el reguero de sangre que anegaba al país, y en especial la<br />
sangre de un ministro tan respetado como Lara Bonilla, parecía haber<br />
colmado el vaso de la paciencia, y es que hay que ver qué paciencia,<br />
por no decir qué «cojones», tenían aquellos señores de la Corte<br />
Suprema, muchos de los cuales figuraban en la larga nómina de
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 124<br />
aquellos mismos traficantes que todo lo compraban.<br />
El tema estaba degenerando ya en escándalo internacional de<br />
proporciones gigantescas, y el propio presidente Reagan tomó cartas en<br />
el asunto, amenazando veladamente al Gobierno colombiano con<br />
hacerle la vida imposible y boicotear nuestras exportaciones si no se<br />
ponía límite a tanta corrupción.<br />
La oligarquía cafetera, tradicional dueña del país, esa de la que le decía<br />
que acaba siempre arramblando con todo, comprendió también que se<br />
estaba llegando demasiado lejos, y que una docena escasa de<br />
facinerosos no podían hipotecar el presente y el futuro de una nación,<br />
por mucho dinero que estuviesen dispuestos a repartir.<br />
Incluso los esmeralderos, esa pandilla de salvajes sin escrúpulos que<br />
tan sólo se preocupan de sus piedras, dieron discretos toques de aviso<br />
puntualizando que estaban dispuestos a tomar serias medidas porque<br />
se les empezaba a «poner verde» el negocio.<br />
Todo lo que sonaba a Colombia, sonaba a lepra.<br />
Incluso los jueces más comprometidos se sentían entre la espada y la<br />
pared, ya que por un lado no se atrevían a traicionar a quienes les<br />
habían estado pagando durante años, y por el otro comprendían que<br />
insistir en su intransigencia podía costarles el cargo, acarreándoles<br />
además un descrédito que arruinaría por completo su futuro.<br />
La papa estaba caliente y cada día la calentaban más.<br />
Y no sólo con palabras, sino con hechos, porque la sola idea de poner el<br />
pie en la calle acojonaba, pues nunca sabías dónde carajo iba a explotar<br />
la bomba siguiente.<br />
Qué papel jugaba Abigail Anaya en todo esto es algo que aún ignoro.<br />
Incluso ignoro si estaba incluido en el juego o se limitaba a ser un simple<br />
espectador privilegiado, pero lo que sí puedo decirle es que en menos<br />
de un mes todos los cuadros, estatuas, tapices y muebles de valor<br />
desaparecieron como si les hubiera tragado la tierra, y tanto en la quinta<br />
como en la «galería» no quedaron más que piezas de tercera categoría<br />
por las que ni un ignorante como yo hubiese dado mil pesos.<br />
Un día de otoño, lo recuerdo muy bien; el once de octubre, para ser más<br />
exactos, Abigail nos invitó a Ramiro y a mí a aquel mismo restaurante<br />
«La Fragata», al que nos llevó la primera vez, y tras mostrarse tan<br />
cariñoso y divertido como siempre, nos comunicó que por si algo grave<br />
le ocurría, había dejado una cuenta abierta en el Banco de la República,<br />
en la que cada mes se ingresaría una cantidad que bastaría para<br />
nuestras necesidades más perentorias. Había otra cuenta a nombre de
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 125<br />
«El Sótano», ya que haciendo ciertas economías y contando con una<br />
buena administración, el refugio podría mantenerse siempre que se<br />
redujese el cupo a unos quince muchachos.<br />
Nos recomendó, sobre todo, que nos esforzásemos al límite por<br />
mantenerlo abierto, pues aquello era lo único digno que había hecho en<br />
su vida, y siempre constituiría un ejemplo para quienes alegaban que el<br />
problema de los «gamines» no ofrecía solución posible.<br />
Se me hizo un nudo en la garganta porque hablaba como si temiese<br />
morir o que algo terrible fuera a sucederle, pero por más que le<br />
suplicamos que nos aclarase a qué diablos venía todo aquello no soltó<br />
prenda y nos pidió a su vez que no insistiéramos.<br />
Éramos sus únicos amigos, nos quería y nos recordaría, pasase lo que<br />
pasase y estuviese dondequiera que estuviese, pero a causa de esa<br />
misma amistad prefería no cargar con la culpa de que algo malo pudiese<br />
sucedemos.<br />
Me entraron ganas de llorar, señor.<br />
Yo, que jamás lloré de niño, ni aun de muchacho, experimenté por<br />
primera vez un desagradable cosquilleo en las narices, y le juro que si<br />
no llega a ser por un camarero con cara de pingüino amaestrado que no<br />
me quitaba ojo, hubiera acabado por sonarme los mocos.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 126<br />
Llegaron en un autobús como si vinieran de excursión o se tratara de un<br />
grupo de turistas en una ciudad de la que los turistas huyeron hace<br />
años, y penetraron con autobús y todo hasta el corazón mismo del<br />
Palacio de Justicia, sin que ni un soldado, ni un policía, ni tan siquiera un<br />
simple vigilante de aparcamiento les impidiera el paso.<br />
Tan sencillo como eso.<br />
Cuando se encontraban ya en el interior del garaje, sacaron sus armas<br />
de debajo de los asientos y en menos de lo que tardo yo en contárselo<br />
dominaron a los guardias de la primera planta y cerraron a cal y canto<br />
todas las puertas.<br />
Se lo imagina, ¿verdad? Le estoy hablando del asalto al Palacio de<br />
Justicia.<br />
Fue el seis de noviembre. El mismo día en que vi por última vez a<br />
Abigail Anaya.<br />
Eran unos cuarenta; todos guerrilleros del «M—19», y en menos de diez<br />
minutos habían conquistado las cuatro plantas del edificio y se habían<br />
apoderado de casi trescientos rehenes, entre ellos la mayoría de los<br />
jueces de la Corte Suprema, que se habían reunido para discutir sobre<br />
la aprobación de un Tratado de Extradición a favor del cual parecían ya<br />
estar de acuerdo.<br />
El «M—19», señor; el más antiguo y quizá más respetado y temido de<br />
los grupos guerrilleros colombianos; el brazo armado de esa izquierda<br />
que se supone que debería odiar a un «narcotráfico» al que se supone<br />
aliado a la ultraderecha a la que paga.<br />
¡Un galimatías, señor! ¡Algo que ni Dios entiende ni aun tratándose de<br />
Colombia.<br />
Pero que eran ellos, eran ellos, pues los comandaba uno de sus más<br />
conspicuos fundadores: el mismísimo Andrés Amarales que había<br />
jurado desterrar para siempre la corrupción de nuestra patria.<br />
El propio Amarales obligó al Presidente del Tribunal, Reyes creo que se<br />
llamaba, si una vez más la memoria no me engaña, a que telefoneara al<br />
Presidente de la República pidiéndole que se presentara de inmediato<br />
para ser sometido a un «Juicio Popular» porque de no hacerlo<br />
asesinaría a todos los rehenes empezando por los jueces.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 127<br />
Yo no soy demasiado listo, ni entiendo gran cosa de política, pero sí<br />
entiendo que cuando un grupo de secuestradores pide algo tan absurdo<br />
está claro que no tiene la menor intención de negociar.<br />
Incluso aunque el presidente Betancur se hubiese entregado —cosa<br />
impensable— su siguiente paso hubiera sido reclamar a Reagan, porque<br />
lo que resultaba evidente es que Amarales lo que pretendía era cargarse<br />
a los jueces.<br />
Y lo hizo; en cuanto las tropas de asalto se aproximaron le pegó un tiro<br />
al tal Reyes, si es que así se llamaba, y más tarde asesinó a sangre fría,<br />
uno tras otro, a los diez que con más calor defendían la necesidad de un<br />
Tratado de Extradición.<br />
¿Usted lo entiende? ¿Acaso podría explicármelo? ¿Por qué quienes se<br />
juegan la vida en las montañas en nombre de los más pobres, bajan de<br />
pronto a la ciudad a aniquilar a quienes ese mismo pueblo ha elegido<br />
para que les defienda de los más poderosos? Yo no quería admitir que<br />
fuera cierto. Corrí hasta allí, todo lo cerca que permitían aproximarse,<br />
que era hasta la plaza Santander, y no daba crédito a mis oídos cuando<br />
escuchaba el tremendo tiroteo, veía salir el humo, y las radios gritaban a<br />
pleno pulmón que el «M—19» estaba haciendo una auténtica<br />
escabechina con la totalidad del sistema judicial colombiano.<br />
Si no les gustaba, que lo entiendo, no era ése el mejor modo de<br />
cambiarlo, ni el momento oportuno.<br />
Máxime cuando resultó evidente que se dedicaban a quemar los<br />
expedientes y fichas policiales de los narcotraficantes, cerciorándose<br />
con especial esmero de que no quedaba documento alguno que pudiera<br />
servir para incriminarles.<br />
¿Es ése el comportamiento lógico de unos guerrilleros que pretenden<br />
imponer un nuevo orden basado en la justicia y la libertad, o es más bien<br />
el de unos matones a sueldo de los más rastreros criminales de la<br />
historia? Usted verá, pero yo, para mí, ya tengo mi respuesta.<br />
El resultado fue un Palacio de Justicia en llamas, más de cien muertos,<br />
la mayoría asesinados de un tiro en la nuca, la destrucción casi total de<br />
los archivos, y la vergüenza sobre un país sumido ya en la más<br />
espantosa de las vergüenzas.<br />
Pero comprenderá que, de todo esto, a mí lo que en verdad me<br />
importaba era la desaparición de Abigail Anaya.<br />
Mucha gente desapareció en Bogotá en el transcurso de los días que<br />
siguieron, y si bien la mayoría lo hizo por propia voluntad al comprender<br />
que la matazón no se iba a parar cuando se apagara el incendio, otros<br />
fueron dados de baja por un sinfín de motivos, ya que en mi sufrido país
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 128<br />
motivos para matar al vecino nunca faltan.<br />
El pánico se apoderó de una ciudad acostumbrada a vivir presa del<br />
miedo, y todo el que creyó tener un enemigo dispuesto a acabar con él,<br />
eligió entre «madrugarlo» antes de que lo «madrugaran» o sumirse en el<br />
anonimato por una larga temporada.<br />
Jamás hubo tal demanda de pasajes a Europa.<br />
O a la China si es que volaban hasta allí los aviones, porque ningún<br />
lugar parecía encontrarse lo suficientemente lejos cuando andaba tan<br />
desmadrada y fuera de sí «La Inesperada».<br />
El único juez partidario de la Extradición que no se encontraba en el<br />
Palacio de Justicia el día del asalto, fue acribillado a balazos en plena<br />
calle, y los «narcos» advirtieron con descaro que quienes aspiraran a<br />
ocupar las plazas que habían dejado vacantes los difuntos, se lo<br />
pensaran muy bien a la hora de tomar decisiones.<br />
Abigail Anaya tenía mucha razón cuando durante aquella última cena en<br />
«La Fragata» nos advirtió que Colombia estaba en trance de convertirse<br />
en rehén de la «coca».<br />
Seríamos, como él mismo aventuró bromeando, «coca-colombianos»,<br />
adictos por cojones a una droga de la que tardaríamos años en librarnos<br />
si es que alguna vez lo conseguíamos.<br />
Pero Ramiro se negaba a admitir que un puñado de canallas fueran<br />
capaces de poner en jaque a una nación.<br />
—Podrán con ellos —fue todo lo que dijo—. Muerto el perro, se acabó la<br />
rabia.<br />
—Te equivocas —le respondió Abigail más serio que nunca—. Ésta es<br />
una rabia que sobrevivirá a todos los perros, porque el hombre la<br />
necesita.<br />
Abigail defendió siempre la teoría de que la drogadicción había recibido<br />
tal impulso en el transcurso de los últimos años, que nadie conseguiría<br />
frenarla a todo lo largo del próximo siglo, en parte por inercia, y en parte<br />
porque el ser humano no alcanzaría a encontrar ningún valor con que<br />
sustituirla.<br />
Según él, no cabía la posibilidad del vacío absoluto, y cuando al espíritu<br />
se le ha despojado de la fe en un Dios que parece haber desaparecido<br />
de la faz de la Tierra, se ve obligado a buscar sucedáneos que llenen<br />
ese hueco.<br />
—Hemos perdido el sentido de la comunidad tal como lo concebían<br />
nuestros abuelos; de la familia que ya casi no existe, e incluso del amor<br />
entre parejas, puesto que la mayoría de la gente se dedica a acostarse
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 129<br />
con el primero que encuentra y largarse a otra cama. El resultado lógico<br />
es una soledad que hay que combatir con drogas.<br />
Me fascinaba escuchar a Abigail, se lo aseguro. Mucho de lo que decía<br />
se me escapaba o me costaba harto esfuerzo captarlo, pero a su lado<br />
aprendí cosas de las que jamás imaginé siquiera la existencia, e intuía<br />
que el suyo era un mundo tan diferente al mío, como pudiera serlo otra<br />
galaxia.<br />
A lo largo de dos años había transformado mi vida convirtiéndola en un<br />
pálido reflejo de la suya, y aunque jugué a imitarle en muchas cosas,<br />
acepto que fue como si al mear hubiese tratado de compararme al<br />
Amazonas.<br />
Pero desapareció y por segunda vez nos dejó huérfanos de Abigail<br />
¿Viven sus padres? Lo siento. Supongo que debe ser triste pasar por la<br />
experiencia de perder a unos padres a los que quieres y te han querido,<br />
pero en cierto modo es una ley natural a la que de una forma casi<br />
inconsciente la gente debe estar hecha.<br />
Pero nadie puede hacerse a la idea de perder a alguien como Abigail<br />
Anaya.<br />
Nunca lo conoció y no consigue entenderlo porque, con todos los<br />
respetos, dudo que por mucho mundo que presuma haber recorrido,<br />
tropezase con alguien como él en parte alguna.<br />
Jamás volvimos a tener noticias suyas; jamás en todos estos años.<br />
Es posible, ¡Dios no lo quiera!, que fuera uno de los innumerables<br />
«N.N.» que en aquellos terribles días fueron arrojados a las fosas<br />
comunes de toda la geografía nacional, pero es posible, también, ¡y con<br />
esa esperanza vivo!, que consiguiera escapar a tiempo y esté oculto en<br />
cualquier lugar del mundo aguardando la hora de reaparecer en nuestra<br />
vida como lo hiciera un día.<br />
¡No se imagina cuántas veces me paré en una esquina confiando en<br />
que un carro frenara de improviso y Abigail saltara con los brazos<br />
abiertos y gritando mi nombre! ¡No se imagina cuántas mañanas me<br />
despierto soñando que entra en mi cuarto para traerme un café<br />
humeante y sacarme de la cama! ¡No se imagina cuánto me gustaría<br />
pasarme dos horas sentado tras el volante, escuchando la radio,<br />
mientras sé que él está lleno de vida tirándose a una catira en el<br />
«Tequendama»! ¡No se imagina lo que podría llegar a dar tan sólo por<br />
saber que dondequiera que esté aún me recuerda! Ramiro —se hundió,<br />
al igual que yo, en un profundo desespero.<br />
Y la «cholita» Herminia que incluso se bañó y dejó de oler a cebolla por<br />
tres días.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 130<br />
Y la mayoría de los muchachos, y los maestros, los criados, cinco<br />
mujeres y todo el que alguna vez le trató y se negó a creer que le había<br />
perdido.<br />
Y Daniela.<br />
Envejeció diez años en diez días, más consumida que «chupa-chups»<br />
de niño pobre; incrédula y alelada; ansiosa por volver a compartir<br />
alegrías y tristezas, y negándose a aceptar lo inaceptable.<br />
Veo que se está preguntando qué clase de hechizo ejerció sobre<br />
cuantos le conocieron aquel hombre tan singular y no puedo aclarárselo.<br />
Lo que sí alcanzo a decirle es que su sombra planeó sobre nosotros a lo<br />
largo de los años que siguieron, y que en mi caso aún planea, puesto<br />
que todo cuanto hice posteriormente estuvo marcado por el hecho<br />
indiscutible de que pudiera gustarle o no en caso de estar presente.<br />
Aun hoy, que tantísimo ha llovido desde entonces, me siento a menudo<br />
incapaz de tomar una decisión o dar un paso sin plantearme qué<br />
opinaría Abigail si me estuviera viendo, y me falta su crítica o su consejo<br />
incluso en problemas tan minúsculos que un hombre de mi experiencia y<br />
edad debía saber resolver sin la más mínima ayuda.<br />
Admito que el ron no mejoró las cosas. Busqué consuelo donde nunca<br />
ha existido, y por primera vez discutí con Ramiro, al que enfurecía verme<br />
de tal guisa, pues opinaba, y con razón, que con emborracharme no<br />
conseguiría que Abigail resucitara o decidiese volver si es que aún<br />
estaba con vida.<br />
Y en cierto modo lo estaba, pues cada primero de mes, y sin que jamás<br />
nos aclararan por qué misteriosa razón, las cantidades prometidas<br />
hacían su aparición en la cuenta del Banco, y de ese modo<br />
conseguíamos que, a trancas y barrancas, y apretándonos a fondo el<br />
cinturón, «El Sótano» siguiera funcionando.<br />
Me enorgullece reconocer que, excepto yo, que le metí de frente al ron,<br />
el resto del personal respondió con valentía.<br />
Tres de los profesores se buscaron otro trabajo a medio tiempo,<br />
Herminia hizo milagros en la cocina y fregó más suelos que recluta de<br />
pueblo, y la mayoría de los muchachos arrimaron el hombro aportando a<br />
la comunidad la mayor parte del jornal que conseguían.<br />
Por primera vez tenían algo semejante a una familia y no querían<br />
perderlo.<br />
A veces me asalta la impresión de que incluso hasta en eso Abigail supo<br />
bien lo que hacía, pues nos dejó lo justo para permitir que nos<br />
mantuviéramos a flote, pero nos obligó a nadar por nuestros propios
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 131<br />
medios.<br />
Ramiro comenzó a dar clases sustituyendo al único profesor que se<br />
largó, y entenderá que fuera un día grande para los dos, pues tuvimos la<br />
impresión de que por el simple hecho de sentarse tras una mesa, a<br />
explicar la lección, rompía por completo con nuestro amargo pasado de<br />
«gamines» hambrientos.<br />
Era su fuerza de voluntad y su fe en sí mismo lo que le había llevado<br />
hasta aquel humilde pero significativo estrado de un aula repleta de<br />
«gamines» iguales a nosotros, y con eso les demostraba a todos y<br />
demostraba al mundo que podía hacerse.<br />
Tan sólo eso: podía hacerse.<br />
Y yo tenía parte en ello.<br />
Había mendigado, atracado, acarreado ladrillos e incluso asesinado por<br />
conseguirlo, pero allí estaba Ramiro, y aunque su triunfo fuera tan<br />
pequeño y tan sin ninguna resonancia, va lía la pena y hacía que no<br />
tuviera que arrepentirme en absoluto por lo tortuoso del camino que<br />
había acabado por conducirnos a tal victoria.<br />
Serapio el Lápida se hizo ciclista.<br />
Ciclista. De los que se suben en una bicicleta y se lanzan carretera<br />
adelante en compañía de otros doscientos locos. Quedó cuarto en una<br />
Vuelta a España, segundo en el Premio de la Montaña del «Tour» de<br />
Francia y en Colombia es casi un ídolo.<br />
Aún recuerdo cuando apareció con su primera bicicleta jurando que no<br />
la había robado y le creímos. Una hora antes de amanecer se levantaba<br />
y no volvía hasta que empezaban las clases, sudando a chorros y hecho<br />
un asco. Dos años después ganó sus primeros pesos, y me consta que<br />
aún entrega al refugio casi la cuarta parte de todo lo que gana.<br />
Una vez que le entrevistaron declaró que dedicaba su carrera a Abigail<br />
Anaya aunque nadie sabía quién era.<br />
Aquí guardo el recorte. Éste es Serapio. ¡Flaco el jodido! Flaco pero más<br />
duro que el mármol de sus lápidas.<br />
Cristóbal, el rubio de cara de ángel, se convirtió en macarra.<br />
No se puede ganar siempre.<br />
Llegado a este punto del relato, señor, me agradaría terminarlo.<br />
Sería el momento justo. Le contaría la historia de tantos buenos<br />
muchachos como logramos salvar de la miseria y hoy son hombres de<br />
bien y quedaría muy lindo.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 132<br />
¡Vaya! Hacía tiempo que no veía asomar esa risita de conejo.<br />
¡Piénselo! Con semejante final, un poco adornado, podría convertirse en<br />
un libro de gran venta.<br />
Supongo que, al igual que en el cine, a la gente que lee libros les<br />
gustarán los finales felices, y éste sería en cierto modo un final bastante<br />
feliz para mi historia.<br />
Lo que viene después ya se complica, usted lo sabe.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 133<br />
Creo que ha cometido un error al volver, señor, se lo aseguro, pero<br />
como hace tiempo que dejé de hacerme responsable incluso de mis<br />
actos, ningún derecho tengo a opinar sobre los suyos y tan sólo confío,<br />
por su bien, que sepa lo que hace.<br />
Ojalá todos supiéramos lo que tenemos que hacer cuando llega el<br />
momento.<br />
Cuando miro hacia atrás y analizo todo cuanto ocurrió en mi infancia y<br />
mi juventud, justo hasta el día en que Abigail Anaya saltó del coche en el<br />
cruce de la Jiménez de Quesada con Caracas, considero, y no sin<br />
razón, que la vida me había empujado a hacer cuanto hice, y que a la<br />
hora de exigir responsabilidades nadie tenía por qué obligarme a dar<br />
explicaciones que nunca quise dar.<br />
Así era el mundo que me rodeaba, y así era yo. Actuaba en<br />
consecuencia.<br />
Pero a partir de aquel momento las cosas cambiaron, y no sería honrado<br />
por mi parte no aceptar que Abigail me proporcionó la oportunidad de<br />
regenerarme y no lo hice.<br />
O lo hice, señor, en verdad, sí que lo hice, pero lo que me faltó fue<br />
fuerza de voluntad como para continuar por un enrevesado camino que<br />
se me antojaba harto difícil.<br />
Abigail aseguraba que el gran problema del Bien y el Mal es que<br />
duermen juntos y hasta revueltos, lo cual con frecuencia confunde a los<br />
lerdos y a los débiles.<br />
Y yo, supongo que ya lo habrá advertido, jamás, presumí de ser muy<br />
listo, y ahora sé, también, que pese a la fama que han querido<br />
otorgarme, en el fondo no soy tampoco un hombre duro.<br />
Para convertirse en asesino no hay que ser duro; hay que ser<br />
simplemente asesino.<br />
Yo sé que usted me entiende.<br />
No dice gran cosa, lo cual es muy de agradecer porque ni ganas tengo<br />
de oírlas, pero observándole puedo captar cuándo está al tanto de lo<br />
que pretendo contarle y cuándo se le va el santo al cielo.<br />
Para matar a alguien no hace falta ser fuerte, basta con tener una pistola
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 134<br />
y ganas de disparar. La auténtica fortaleza está en no apretar el gatillo<br />
en el momento justo, pero ya ve usted que a mí ese minúsculo esfuerzo<br />
de no hacer algo tan simple, me costó siempre cantidad de trabajo.<br />
¿De verdad no quiere que le siga contando la historia de «El Sótano» y<br />
olvidemos la mía? ¡Plasta de hombre, oiga! A usted no debe haber<br />
mujer que se le niegue, aunque no sea más que por puro aburrimiento.<br />
Ya le conté que Abigail me dejó algún dinero en el Banco. No mucho, es<br />
cierto, pero más que suficiente teniendo en cuenta que me había ido a<br />
vivir a una de las habitaciones del refugio, pared por pared con la que<br />
ocupaban Ramiro y la «cholita», y tan sólo a partir de ese momento<br />
comprendí la razón por la que aquella buena mujer era siempre tan<br />
callada.<br />
Todo el resuello se le iba de noche, dando unos alaridos que helaban la<br />
sangre, pues obligaban a creer que el bueno de Ramiro, en lugar de<br />
meterle lo que sin duda le metía, la estuviera «jurungando» con un<br />
machete que le rajara las entrañas.<br />
¡Y parecían tontos, siempre tan modositos...! Me ponían a cien, y<br />
aunque jamás se me pasó por la mente la idea de aspirar más de cerca<br />
aquel tufo a cebollas, lo cierto es que en más de una ocasión me vi en la<br />
necesidad de saltar de la cama, y largarme por esos mundos de Dios en<br />
busca de que un alma caritativa me recompusiera un cuerpo que había<br />
quedado tan inquieto.<br />
Almas caritativas no quedan muchas en Bogotá, usted debe saberlo,<br />
pero lo que si hay son muchos cuerpos que no dan nada gratis, y justo<br />
es que le confiese que en ellos, y en ron, se iba la mayor parte del<br />
dinero que sacaba del Banco.<br />
Luego ¡estúpido de mí!, comencé a perder a la ruleta.<br />
Me sentaba allí, a observar cómo la puta bola caía siempre en otro<br />
número, preguntándome una y mil veces por qué carajo me quedaba<br />
sabiendo que jamás conseguiría recuperar lo que había perdido, pero<br />
era como si me hubieran clavado los cojones a la silla, sin que me<br />
desclavaran hasta que había dejado en la mesa el último peso.<br />
¡Vicio pendejo ése como quiera se mire! Pendejo y sin el más mínimo<br />
provecho.<br />
Pero podría decirse que aquélla fue una época en que me empeciné en<br />
hacer el pendejo de todas las formas imaginables, y créame si le digo<br />
que en gran parte se debió a la tremenda frustración que me invadía por<br />
culpa de un jodido Abigail que nos había dejado en la cuneta.<br />
Ramiro se refugió en sus libros, en administrar al céntimo los asuntos de
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 135<br />
«El Sótano», y en pasarse las noches escuchando los aullidos de la<br />
Herminia pero yo no tenía más que la televisión, el ron, las putas y una<br />
acidez de estómago que imagino que no debía ser en realidad más que<br />
rabia e impotencia.<br />
Fue en el casino donde me tropecé de nuevo con Marrón Morales.<br />
Yo conocía a Román del tiempo en que trabajé para el Lindo Galindo, y<br />
recuerdo que por aquel entonces era un «niño bien» que vestía siempre<br />
de marrón —lo que le dio su apodo— con pesadas cadenas de oro y<br />
gruesos anillos de enormes esmeraldas.<br />
Ahora andaba en la «carraplana», más limpio, que niño en día de<br />
Primera Comunión, enganchado a tal punto en el juego, que se pasaba<br />
las horas observando cómo giraba la ruleta aunque no tuviera una sola<br />
ficha que apostar.<br />
Extraña vida ésta en la que alguien que ha nacido en la opulencia y lo<br />
ha tenido todo, coincide en la barra de un casino con quien como yo se<br />
crió en las cloacas, y entre los dos no alcanzan ni para pagar un trago.<br />
Pero tenía una cosa a su favor que me agradaba: jamás acusó a nadie<br />
de su desgracia, aceptando con un grado de honradez poco corriente,<br />
que había sido un completo inútil y un parásito.<br />
—Derroché mi fortuna en alcohol, juego y mujeres, y el resto lo<br />
«malgasté» —solía ser su frase preferida—. Y el único error que en<br />
verdad me atribuyo es el de no haber estirado la pata el día en que perdí<br />
mi último peso.<br />
Demasiado cobarde para suicidarse, culpaba a la Naturaleza de no<br />
haber permitido que su primer infarto le hubiese dejado frito en el<br />
momento justo, convirtiendo su vida en un encaje de bolillos y evitándole<br />
miserias.<br />
Cinco generaciones de Morales-Bonfante se habían desriñonado<br />
desbrozando la selva y sembrando cafetales sin permitirse tan siquiera<br />
un capricho, para que el último miembro de su estirpe lo dilapidara en<br />
diez años, pero curiosamente Román Marrón no experimentaba el más<br />
mínimo remordimiento de conciencia, jurando y perjurando que su padre<br />
y su abuelo habían disfrutado muchísimo más al atesorar ávidamente<br />
sus centavos, de lo que pudo disfrutar él tirándolos por la borda.<br />
—No eran mala gente —decía—. Pero no supieron calcular lo que yo<br />
sería capaz de gastar si me dejaban.<br />
Tenía docenas de amigos que le invitaban a todo, menos a jugar a la<br />
ruleta, e incluso algunas putas de lujo le fiaban, más como<br />
agradecimiento por lo bien que les pagara antaño, que porque confiaron
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 136<br />
en cobrar el día de mañana.<br />
Me caía bien, ¿qué quiere que le diga? Sin duda representaba todo lo<br />
malo de un país que ofrece tan tremendos contrastes, pero como él<br />
mismo decía, su dinero sirvió de mucho más cuando lo puso a circular,<br />
aunque tan sólo fuera entre las putas, que mientras estuvo encerrado en<br />
las arcas de un Banco.<br />
Una noche de abril me lo encontré jugando fuerte y al instante me<br />
ofreció un montón de fichas para que yo también probara suerte.<br />
—Luego hablamos —fue todo lo que dijo.<br />
Estábamos de racha y salimos de allí con más dinero del que habíamos<br />
visto junto en los últimos meses.<br />
—¡Buena señal! —exclamaba una y otra vez—. ¡Buena señal! El<br />
negocio será un éxito.<br />
Por fin me explicó que el tal «negocio» consistía en hacer de «mulas»<br />
de cincuenta kilos de «coca».<br />
Cincuenta kilos, al precio que estaba en aquel tiempo en el mercado,<br />
significaba una inversión de millón y medio de dólares, y me negué a<br />
aceptar que alguien fuera tan loco como para poner en manos de un tipo<br />
como Román Morales semejante fortuna.<br />
—Tengo amigos —dijo—. Amigos muy importantes, y si me ayudas a<br />
transportar la «mercancía» te tocarán cien mil dólares.<br />
Si hay algo a lo que yo no sepa resistirme, señor, es a una tentación.<br />
Sobre todo a una tentación de cien mil dólares.<br />
No le niego que en un principio abrigué el convencimiento de que todo<br />
aquel asunto era pura «paja» y el Marrón fantaseaba, pero cuando<br />
empezó a soltar billetes, se compró ropa nueva, e incluso me adelantó<br />
treinta mil pesos «para los primeros gastos», llegué a la conclusión de<br />
que la cosa iba adelante.<br />
Resultaba evidente que contaba con respaldo económico y aunque me<br />
aseguró que el plan era perfecto, no quiso decirme una palabra sobre él,<br />
y ahora me consta que no lo hizo porque en realidad tampoco lo<br />
conocía.<br />
Por mi parte me libré muy mucho de contarle nada a Ramiro, pues no<br />
necesitaba conocerle tanto como le conozco, para saber que antes me<br />
rompería una pierna que permitir que me metiera en un «negocio»<br />
semejante.<br />
Él seguía a rajatabla la máxima de Abigail según la cual no hay que<br />
salirse nunca de la franja de seguridad que amortigua los golpes con
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 137<br />
dinero, y estaba claro que al prestarme a hacer de «mula» de semejante<br />
mercancía me estaba lanzando de cabeza al abismo.<br />
Me limité a decirle por tanto que me había salido un trabajo como<br />
guardaespaldas de un banquero que viajaba a Cartagena por cuestión<br />
de negocios y aunque no estoy seguro de que se creyera el cuento,<br />
tampoco era mi padre, ni nadie que pudiera prohibir que me fuera al<br />
infierno.<br />
La primera escala era, en efecto, Cartagena, a la que llegamos como<br />
simples turistas, puesto que al parecer era allí donde se nos haría la<br />
entrega del material, y se nos indicaría la forma de transportarlo.<br />
¿Conoce Cartagena de Indias? ¡El Paraíso oiga! La primera sucursal del<br />
Paraíso.<br />
El mar es allí de un color azul turquesa, cálido y transparente, no como<br />
el del Perú, frío y sucio, siempre gris y agitado, y es que en Cartagena el<br />
agua llega hasta las playas como si únicamente pretendiera susurrar<br />
cosas lindas; sin gritos ni violencia; sin aquel oleaje, ni aquel estruendo y<br />
espumerío del Pacífico.<br />
Y como la arena es muda, son las palmeras las que responden a esos<br />
susurros, y así hablan día y noche contándose mil cosas siempre<br />
nuevas desde hace milenios.<br />
Quisiera morir en Cartagena, señor, se lo aseguro. Y si no fuera posible,<br />
quisiera que me enterraran al pie de sus murallas, cara al mar, y donde<br />
me llegue el son de esa «cumbia» que siempre parece flotar sobre sus<br />
calles y sus plazas.<br />
Quisiera haber nacido en Cartagena, señor, donde el sol siempre<br />
calienta, donde no corren vientos gélidos, la gente sonríe a todas horas,<br />
y ningún niño duerme jamás en las cloacas.<br />
Es Colombia, señor. Aunque le cueste creerlo, Cartagena es Colombia.<br />
Admito que lo dude, pero Cartagena de Indias es como un oasis de paz<br />
perdido en el desierto de tantísima violencia como azota a mi patria.<br />
Allí todo es distinto.<br />
Distinto y prodigioso.<br />
La mayor fortaleza que se haya construido jamás en parte alguna,<br />
domina una ciudad levantada entre el mar, una enorme bahía y una<br />
laguna, de tal forma que por donde quiera que se la intente atacar<br />
resulta inexpugnable, pues era allí donde los españoles atesoraban el<br />
oro, la plata, las esmeraldas, los diamantes e incluso las especias que<br />
arramblaban en todo el continente, para enviarlas más tarde a Sevilla a<br />
bordo de una inmensa flota.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 138<br />
Cuentan que en determinadas épocas del año eran tantos los tesoros<br />
que guardaba la fortaleza, que no había pirata, rey o corsario que no<br />
soñase con asaltar Cartagena, pero nadie lo consiguió a todo lo largo de<br />
la Historia, y me han asegurado que es el único lugar del planeta que<br />
jamás ha sido conquistado.<br />
Pero al fin y al cabo ése es un tema que carece de importancia.<br />
La Historia no es cosa que me ataña.<br />
Lo que importa es que durante todos esos siglos, no sé cuántos, en los<br />
que Cartagena fue como la caja fuerte de los conquistadores en<br />
América, floreció de tal modo y albergó a tanta gente importante, que la<br />
ciudad se convirtió en una delicia que los «costeños», ¡benditos sean!,<br />
se han esforzado por conservar intacta.<br />
Ya me conoce y sabe que para mí las calles eran lugares por los que<br />
correr, mendigar, robar, asaltar o incluso asesinar buscando siempre<br />
una cloaca en que esconderme, pero de pronto descubrí que existía otro<br />
tipo de calles.<br />
En Cartagena las calles están para que la gente pasee a la luz de las<br />
farolas, sin miedo a que les asalten y les violen, saludando a quienes se<br />
sientan a tomar el fresco a la puerta de sus casas, o deteniéndose a<br />
escuchar a un grupo de amigos que toca la guitarra y las maracas o<br />
canta muy bajito en el rincón de una plaza.<br />
En el Caribe; la sangre caribeña; sangre negra y caliente, pero a la vez<br />
espesa y dulce; sangre de gente alegre, siempre metida en farra y poco<br />
amiga de ver sangre. ¡Sangre distinta! A los tres días se me aplacó la<br />
ira.<br />
Más de veinte años de rencor y amarguras; de odiar a un mundo que<br />
por su parte me odiaba, y de estar en eterna tensión aguardando un<br />
zarpazo, se esfumaron de pronto como si el simple hecho de mojarme<br />
los pies en aquel mar transparente hubiera bastado para disolver como<br />
azúcar todas mis rabias.<br />
Román Morales lo achacó a una súbita bajada de tensión muy lógica en<br />
gente recién llegada de la sierra, pero en mi opinión fue más bien<br />
impresión que me produjo descubrir que existía un lugar en el que sus<br />
habitantes parecían en verdad seres humanos.<br />
¡Cómo le hubiera gustado a Abigail! Cómo hubiera disfrutado paseando<br />
en un coche de caballos a la luz de una luna color malva, que es el color<br />
de la luna caribeña cuando la bruma del mar la cubre apenas en el<br />
momento en que empieza a alzarse en el horizonte.<br />
¡váyase a Cartagena, señor, se lo aconsejo! váyase a Cartagena a
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 139<br />
disfrutar del mar y de una linda mulata, y olvídese de cosas que a nadie<br />
le interesan, pues el personal debe estar ya más que harto de oír<br />
calamidades.<br />
¿Por qué se empeña? ¿Es que acaso no le gustan el mar o las mulatas?<br />
Del mar guardo espantosos recuerdos, eso es muy cierto; los más<br />
horrendos que haya podido guardar persona alguna, pero de las mulatas<br />
de Cartagena, señor, de ellas sí que me gustaría estarle hablando con<br />
pasión durante cuatro años.<br />
La que yo tanto amé se llamaba María Luna, aunque nadie la conoció<br />
nunca más que por Luna, a secas, y desde el primer momento su<br />
nombre se me deshizo en la boca como un mango maduro.<br />
Me enamoré al instante, y le juro que fue como si toda mi vida hubiese<br />
estado esperando que tal cosa ocurriera, o que al quedarme de<br />
improviso tan vacío de odios y rencores, hubiera dejado harto espacio<br />
en mi interior para que María Luna lo ocupara.<br />
Amé su risa antes aún que a ella, pues me hizo vibrar su modo de reír<br />
antes incluso de verla, ya que cada una de sus divertidas carcajadas era<br />
como el repicar de mil campanas de iglesia.<br />
Hacía reír sólo de oírla reír, y aún no me explico cómo demonios<br />
conseguía contagiar de inmediato hasta a los curas, y eso es tan cierto<br />
que al poco me confesó que siendo niña le prohibieron acudir a los<br />
rosarios del colegio porque no podía evitar que terminaran siempre en<br />
juerga.<br />
Incluso su confesor acabó por echarla a patadas, y le juro, señor, que<br />
durante el tiempo que conviví con Luna, o me dolía el estómago de tanto<br />
desternillarme, o me atacaba un hipo que me amargaba el día.<br />
Y es que me hacía reír incluso en pleno orgasmo, pues ni siquiera en<br />
esos momentos paraba de soltar disparates, y le juro que en más de una<br />
ocasión me caí de la cama y tuve que renunciar contra mi voluntad a<br />
seguir la faena.<br />
Nunca sabría explicárselo.<br />
No es que contara chistes, ni que estuviera buscando la oportunidad de<br />
decir algo gracioso; es que era un ser absolutamente absurdo, como<br />
Cantinflas o los Hermanos Marx con faldas.<br />
Si yo le repito aquí cualquier cosa que dijera, le parecería una estupidez<br />
sin gracia alguna, pero lo que importaba en ella es que se le escapaba<br />
siempre la palabra justa en el momento exacto, como si la tuviera en la<br />
punta de la lengua pensada desde hacía un año.<br />
Una noche un camarero sufrió tal ataque de risa que nos dejó caer
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 140<br />
encima toda la cena, y en más de una ocasión me vi en la obligación de<br />
rociar de cerveza a quien tuviera enfrente, e incluso recuerdo el día en<br />
que me atraganté hasta el punto de acabar por devolver todo el<br />
almuerzo.<br />
¡Era un peligro, oiga! Un auténtico peligro, pues cuando andabas con<br />
Luna corrías más riesgo de morirte de risa, que de que te aplastara un<br />
carro.<br />
¡Y yo me había reído tan poco en esta vida! No era demasiado bonita,<br />
¿por qué voy a mentirle? Pequeña y frágil, tenía cuerpo de niña a punto<br />
de florecer sin acabar de hacerlo; con un color de piel entre de negra y<br />
«china», pero terso y brillante.<br />
Si entraba en un lugar no se reparaba nunca en ella, pero lo que es<br />
seguro, es que a los diez minutos, y aunque la rodeasen las cien<br />
mujeres más hermosas del mundo, había acaparado el centro de la<br />
atención y nadie quería que se fuera.<br />
Supongo que es un «Don» como otro cualquiera; el «Don» de hacer reír<br />
hasta a las piedras.<br />
La gente me envidiaba.<br />
¿Tiene una idea de lo que puede significar para alguien tan miserable<br />
como yo, que de pronto te envidien? Es algo así como escapar a otra<br />
galaxia.<br />
Llegaba a un restaurante y veía a todos aquellos tipos tan serios e<br />
importantes, con mujeres espléndidas, vestidas de superlujo, pero al<br />
cabo de un rato les miraba las caras, comprobaba su mortal<br />
aburrimiento y comprendía que tenían la oreja puesta a cualquier<br />
chorrada que soltara mi Luna y dispuestos a cambiármela al instante.<br />
Y es que cualquier mujer puede ser buena en la cama, señor. Puede ser<br />
buena amante, buena esposa, buena madre e incluso, si me apura,<br />
hasta excelente cocinera, pero ninguna te puede hacer reír a todas<br />
horas, y eso es muy grande.<br />
Lo más grande del mundo.<br />
Como el «Medio de Transporte» que esperábamos tardaría aún en<br />
llegar, alquilé una quinta allá por «El Lagunito», rodeado de mar y playa,<br />
y tan agradable que el hecho de levantarse de la cama y contemplar el<br />
sol y las palmeras era ya un placer y una auténtica delicia.<br />
Román Morales se fue a un hotel cercano, se llamaba «El Caribe»,<br />
según creo, pero venía siempre a cenar a casa, y como se llenaba<br />
también de amigos y amigas de Luna que parecían no poder vivir sin<br />
ella, aquello se convertía en un auténtico desmadre que a mí me hacía
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 141<br />
tan feliz como nunca lo fuera.<br />
Era un hogar señor, quizá no lo comprenda; un auténtico hogar, que<br />
compartía con «mi mujer», al que sólo acudía quien a mí me gustaba, y<br />
donde me sentía por primera vez dueño de algo aunque fuese alquilado.<br />
Del sótano a las cloacas; de allí al cuartucho de doña Esperanza; luego<br />
a vivir de la amistad de Abigail Anaya, y ahora, ¡por fin!, mi casa.<br />
Usted siempre tuvo una casa, me supongo.<br />
Cualquier tipo de casa.<br />
Pero trate de ponerse en mi lugar y sentir lo que yo sentía, porque era<br />
como si Cartagena me ofreciera en quince días, todo lo que Bogotá se<br />
había empeñado en negarme de por vida.<br />
Le pedí a Luna que nos casáramos.<br />
—De acuerdo —dijo—. Lo difícil será encontrar pareja, porque a ver<br />
quién coño va a querer cargar con una negra escuálida o un serrano<br />
esmirriado.<br />
Más tarde decidió sin embargo que era mejor esperar a que se me<br />
pasara el ataque de hipo y el entusiasmo de los primeros días, puesto<br />
que una vida en común que significara unos hijos era la única cosa que<br />
se le antojaba seria en este mundo, y no quería dar ese paso hasta no<br />
estar absolutamente convencida.<br />
—No sé quién eres en realidad —musitó quedamente una noche<br />
después de hacer el amor hasta quedar exhaustos—. Me gustas, y soy<br />
feliz a tu lado, pero quiero que mis hijos tengan un padre del que puedan<br />
sentirse orgullosos, y los de la capital tenéis muy mala fama. ¡Cuéntame<br />
cosas de ti! ¿Qué le parece? ¿Qué mierda podía contarle? ¿Lo que le<br />
estoy contando a usted, para que tuviera muy claro que en caso de<br />
aceptarme, el padre de sus hijos sería un mendigo, ladrón, atracador,<br />
traficante de drogas y asesino? Y lo malo es que yo no sé inventar<br />
historias, porque si supiera le contaría a usted una muy diferente, así<br />
que opté por fingir que tenía sueño, y confiar en que con tiempo, y todo<br />
el amor que fuera capaz de ofrecerle, llegaría a convencerla.<br />
Tenía un puesto de frutas, justo frente la «Plaza De Los Zapatos<br />
Viejos», y aunque andaba siempre sin un peso ni para comprarse ropa,<br />
jamás oí que se quejara, pues decía que en Cartagena bastaba con muy<br />
poco para vivir contenta.<br />
Y como ella montones, porque esa gente de color sabe entender que<br />
han venido a este mundo a disfrutar lo más posible sin hacer daño al<br />
vecino.<br />
Hubiera dado una bola porque aquella felicidad no se acabara nunca,
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 142<br />
señor, o mejor dicho una mano, porque estoy convencido de que alguien<br />
tan sensual como Luna me hubiera querido manco pero no sin cojones.<br />
Y es que su amor estaba hecho de sexo y risas a partes muy<br />
desiguales, según los días, y resultaría estúpido, que intentara hacerle<br />
creer que existía un romanticismo al que ni ella ni yo estábamos<br />
acostumbrados.<br />
Aunque a usted no me avergüenza confesarle que en cierto modo yo sí<br />
que me comportaba de un modo más bien romántico, y es que<br />
comprenderá que para mí todo aquello era muy nuevo y no quería<br />
perderlo, mientras que para Luna no era más que una historia más de<br />
sus muchas historias.<br />
Se me comían los celos.<br />
¡Se imagina! Un tipo como yo; un «sicario» capaz de pegarle un tiro a su<br />
padre, ya que jamás podría saber que era mi padre, andaba más<br />
receloso que pavo en diciembre.<br />
Y es que tenía pavor a que me cortaran el gañote.<br />
Quitarme a Luna hubiera sido aún peor que quitarme el resuello, pues la<br />
sola idea de volver a vivir sin oír sus risas, ni aspirar el dulce olor de su<br />
sexo se me antojaba tan insoportable como el hecho de regresar a<br />
Lurigancho.<br />
¿Se sentó alguna vez a escuchar las confidencias de un hombre<br />
enamorado? No debe ser eso lo que vino aquí a buscar, ¿no es cierto?,<br />
pero le ruego que se lo tome con un poco de paciencia, pues si no logro<br />
hacerle entender lo que significó Luna en mi vida, malamente podrá<br />
entender las razones por las que me comporté después como lo hice.<br />
Si a un ciego le ofrece usted la luz, no se lo agradecerá hasta el punto<br />
de que yo agradecí conocer a aquella mulata; si resucita a un muerto, no<br />
encontrará tantas razones para vivir como ella me daba, y si un ateo<br />
descubre a Dios, nunca lo adorará de igual manera.<br />
Así de fácil. Y no me apena admitirlo.<br />
¿Por qué habría de avergonzarme? Si he sido capaz de confesar que di<br />
de baja a tanta gente a sangre fría sin que me remordiera ni una pizca la<br />
conciencia, poco honrado resultaría por mi parte no aceptar que perdí la<br />
cabeza por una mujer que me hizo tan feliz como nadie lo ha sido hasta<br />
el presente.<br />
Le pedí que dejara el puesto de frutas y me dedicara cada minuto de<br />
vida, e inquirió sonriente:<br />
—¿Durante cuánto tiempo?
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 143<br />
—Siempre.<br />
Pero «siempre» era para Luna, como para cualquier mulata caribeña,<br />
una palabra difícil de asimilar, como un purgante amargo que rechazan<br />
de entrada, pues para ellas la entrega dura lo que dura el deseo de<br />
querer entregarse, y como ya le he dicho, la idea de una familia estable<br />
aún no estaba en su mente.<br />
—Mejor sigo con melones y guayabas maduras —dijo—. Yo aún estoy<br />
verde.<br />
Se levantaba al alba, a buscar su mercancía, montaba el tingladillo y<br />
comenzaba a vocear y a reír con unos clientes que acudían más aún<br />
que las moscas a sus frutas.<br />
Y es que vendía alegría, y sólo por eso sus mangos tenían otro sabor o<br />
parecían tenerlo.<br />
Mediada la mañana yo tomaba un autobús o daba un largo paseo para ir<br />
a buscarla, y cuando ya no le quedaba nada que vender nos íbamos a la<br />
playa, a disfrutar del sol y de la brisa.<br />
Al oscurecer nos invadía su gente y le encantaba cocinar para todos sin<br />
que jamás la oyera quejarse ni le descubriera un solo gesto de fatiga.<br />
Por último hacíamos el amor hasta la medianoche.<br />
Y al alba estaba en pie.<br />
Diecinueve años, tal vez veinte. Ni ella misma lo sabía.<br />
Por fin un día Marrón Morales apareció con una cara diferente y no<br />
necesitó abrir siquiera la boca para darme a entender que había llegado<br />
el momento.<br />
¡Mierda! ¡Mierda, señor, mil veces mierda! Fue como si me hubiese<br />
reventado bajo el culo el mismísimo Nevado del Ruiz.<br />
Tres días después nos trajeron dos maletas de «coca», y resultó harto<br />
curioso, pues pese a la mucha que había visto allá en la selva sin que la<br />
considerara nunca más que un polvo blanco que valía, eso sí, cantidad<br />
de dinero, ahora la contemplé como quien contempla un barril de<br />
nitroglicerina que me pusieran bruscamente en las manos.<br />
Tanto Román como yo teníamos plena conciencia de que a partir de<br />
aquel instante nuestra posición era difícil, ya que si la Policía nos<br />
agarraba con aquello en las manos, malo, pero si no «coronábamos»<br />
con éxito la entrega en el lugar indicado, peor.<br />
Sólo entonces me confesó Marrón Morales que los dueños de la<br />
«mercancía» no eran amigos suyos, sino gente «difícil» con los que<br />
había establecido contacto a través de amistades comunes, y más nos
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 144<br />
valía cumplir al pie de la letra sus instrucciones, pues ésa sería la única<br />
forma de no arriesgarnos a cometer errores.<br />
Teníamos muy claro que cuando, los «narcos» confían a alguien millón y<br />
medio de dólares no están dispuestos a que se juegue con su dinero,<br />
sobre todo cuando, como parecía estar claro, nuestros «patrocinadores»<br />
no pertenecían a ninguna de las cuatro o cinco grandes familias del<br />
Cártel de Medellín, para las que una cantidad semejante no es más que<br />
parte del riesgo diario de su fantástico negocio.<br />
Metimos las maletas bajo la cama y le aseguro, señor, que eso de<br />
acostarse sobre tanto dinero produce un insomnio del carajo incluso<br />
después de haber hecho el amor hasta quedar rendido.<br />
Luna debió comprender que algo raro ocurría, porque de improviso<br />
encendió la luz, se me quedó mirando, y me exigió sin disculpa posible<br />
que le contara por qué diablos daba la impresión de estar sentado en un<br />
cesto de ladillas.<br />
Tuve la sensación de que el mundo se hundía en torno mío, pero la<br />
quería demasiado como para mentirle en algo tan importante, y no me<br />
quedó más remedio que aclarar la situación.<br />
Me escuchó atentamente, meditó unos instantes, al fin comentó con<br />
naturalidad:<br />
—¡Está bien! Si así es la cosa, iré contigo.<br />
Me dejó de piedra, señor. Completamente helado.<br />
Protesté tratando de hacerle ver el riesgo que corría, pero replicó con<br />
absoluta calma que nunca sería mayor que el mío, que si estábamos<br />
juntos era para algo más que para sudar en una cama, y que al fin y al<br />
cabo siempre le había entusiasmado la idea de conocer los Estados<br />
Unidos.<br />
Le recordé que no se trataba de un viaje de turismo y que si nos<br />
agarraban con cincuenta kilos de «coca» entre las manos pasaríamos<br />
una larguísima temporada entre rejas, pero ni aun así conseguí que se<br />
apeara del burro, advirtiendo que si no la dejaba venir, ahí mismo<br />
concluía nuestra historia.<br />
¡Qué terquedad la suya, señor! ¡Qué cosa tan tremenda! Yo nunca<br />
había tratado tan de cerca ni durante tanto tiempo a una mujer, y para<br />
mí siempre habían sido criaturas a las que se paga y se olvida, pero ese<br />
día descubrí que pueden llegar a tener una increíble fuerza de voluntad<br />
y un carácter de los mismísimos demonios.<br />
—¡Volveré! —le repetí una y otra vez, tratando de mantenerla al<br />
margen—. ¡Te lo juro! Pero se empecinó en afirmar que en cuanto diera
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 145<br />
media vuelta se iría a la cama con el primero que le dijera «por ahí te<br />
pudras».<br />
Y tipos dispuestos a decirle «por ahí te pudras» y muchísimas más<br />
cosas, sobraban en Cartagena, eso es la Biblia.<br />
¿Qué habría hecho usted? Por un lado me fascinaba que me<br />
demostrara de esa forma su amor, mas por el otro me horrorizaba la<br />
idea de que años de cárcel acallaran para siempre su fantástica risa.<br />
Lo consulté con Román que no supo aclararme gran cosa, y si me apura<br />
le diré que creo que estaba tan asustado por el lío en que nos habíamos<br />
metido, que no tenía muy claras las ideas. Él era un «niño de bien»; un<br />
tarambana capaz de derrochar fortunas con una impasibilidad digna de<br />
Marlón Brando, pero jamás fue un delincuente, ni tenía alma de<br />
traficante.<br />
Los criminales nacen o se hacen, excepto en el caso de tipos como el<br />
Marrón Morales, al que no hubiera conseguido hacer malo ni el<br />
mismísimo «Drácula».<br />
Se andaba cagando, señor. Se meaba los pantalones, y me inclino a<br />
creer que tal vez por eso mismo no se opuso a la idea de que Luna nos<br />
acompañara, imaginando, sin duda de una forma inconsciente que<br />
cuantos más fuéramos, más se repartirían las culpas.<br />
E incluso el dinero, porque llegó a insinuar que si por mi parte quería<br />
continuar a solas la aventura, él se conformaría con una pequeña<br />
comisión por el hecho de haber servido de intermediario.<br />
¿Pero cómo me las iba a arreglar para entregar dos maletas de tan<br />
peligrosa «mercancía» en un país extranjero en el que hablaban<br />
además un idioma incomprensible? Román chamullaba inglés y conocía<br />
a los dueños de la «coca», mientras que yo no sabía un carajo de nada.<br />
Estaba claro que teníamos que seguir juntos en aquella aventura, y que<br />
además había pasado el momento de arrepentirse, en primer lugar<br />
porque ya nos habíamos gastado el dinero que nos habían adelantado,<br />
y en segundo porque los «narcos» no son tipos con los que uno puede<br />
estar cambiando de opinión como de calcetines.<br />
Lo único que quedaba por hacer era sentarse sobre aquellos cincuenta<br />
kilos de dinamita blanca y esperar a que vinieran a buscarnos, porque<br />
seguíamos sin tener la más puñetera idea de qué sistema pensaban<br />
emplear para hacernos llegar a Norteamérica.<br />
Por fin, una noche, a poco de oscurecer se presentó un negro flaco, y<br />
aunque en un principio se resistió a la idea de que fuéramos tres, pues<br />
sólo le habían hablado de dos, acabó por aceptar, ya que por lo visto no
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 146<br />
había tiempo de hacer consultas a más altas instancias, y él no era en<br />
definitiva más que un guía.<br />
Lo único que hizo fue comprar por el camino la hamaca más fuerte que<br />
pudo encontrar y algo más de agua y comida.<br />
Sobre las doce de la noche nos condujo a uno de los muchos<br />
malecones que se alzan a todo lo largo de la avenida Sancho limeño,<br />
para embarcar en una pequeña lancha cuyo trucado motor apenas era<br />
un susurro.<br />
Cruzamos la bahía muy cerca de la isla de Terra Bomba, para enfilar<br />
luego hacia la terminal petrolera frente a la cual se encontraban<br />
anclados cuatro buques inmensos.<br />
Estaban iluminados, pero sus cubiertas se encontraban tan altas y<br />
nosotros éramos tan pequeños, que hubiera resultado casi imposible<br />
que nos vieran. Por último, nuestro guía detuvo el motor y remó en<br />
silencio hasta amarrar un cabo al timón del que parecía ser el mayor de<br />
los navíos.<br />
No le exagero al afirmar que sólo el timón en sí era como cinco veces la<br />
lancha, y que sobre nuestras cabezas el petrolero parecía más alto que<br />
un edificio de diez pisos.<br />
Impresionaba.<br />
Se suponía que yo era el fuerte de los tres y, le juro que me sentía<br />
acojonado, así que imagínese cómo se encontrarían Luna y Román que<br />
eran los débiles.<br />
El Marrón ni siquiera abría la boca. Ella temblaba.<br />
Saberse bajo la popa de un monstruo de acero más largo que un<br />
estadio, de noche y sin saber nadar, no es plato de gusto, puede<br />
creerme, y por un instante estuve a punto de renunciar ahí mismo y<br />
pedirle al flaco que diera media vuelta.<br />
Pero no me dejó mucho tiempo para hacerlo, pues de improviso se<br />
encaramó al enorme timón y trepó como un mono para desaparecer en<br />
una oscura cavidad que se encontraba encima.<br />
Sólo entonces encendió una linterna e iluminó aquella especie de<br />
bóveda que se alzaba a poco más de dos metros sobre el nivel del mar,<br />
y cuya parte más alta estaría a unos siete.<br />
Tres vigas de hierro lo cruzaban casi arriba del todo, y sentándose en<br />
ellas nos lanzó una cuerda con la que fue izando las maletas y todo<br />
cuando llevábamos.<br />
¡No podíamos creérnoslo! Aquél era nuestro «Medio de Transporte»,
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 147<br />
¿se imagina? Subimos tras él tratando de convencerle de que era la<br />
mayor locura de que nadie tuviera memoria, pero se limitó a responder<br />
que él únicamente cumplía órdenes.<br />
Afirmé que no iríamos.<br />
—Tú verás —señaló—. Pero el que vuelva a tierra puede darse por<br />
muerto. Esos «coño-e-madre» no juegan.<br />
El rostro de Román, más blanco que la mismísima «coca» me obligó a<br />
comprender que aquel negro pendejo tenía razón, y que habíamos<br />
sobrepasado el punto de retorno.<br />
—Llévatela por lo menos a ella —supliqué.<br />
—Por mí no hay problema —replicó con una calma que me puso aún<br />
más nervioso—. Pero no me hago responsable. Conoce el truco y el<br />
barco, y no creo que les guste.<br />
No hacía falta ser muy listo para admitir que hablaba en serio. Si un<br />
grupo de «narcos» habían descubierto un sistema aún no detectado de<br />
exportar su «mercancía», no parecía lógico que estuvieran dispuestos a<br />
permitir que alguien que lo conocía sin estar implicado andará suelto.<br />
Son asesinos, señor, puede creerme. Tipos como los que a mí me<br />
pagaban por dar de baja a alguien por menos de la centésima parte de<br />
la plata que se movía en aquel negocio.<br />
En caso de regresar a tierra, probablemente al día siguiente un camión<br />
hubiese pasado por encima de María Luna, y su humilde puestecillo<br />
convirtiéndola en «macedonia» de frutas.<br />
Cartagena es una ciudad tranquila hasta que llegan esos «narcos» que<br />
conocen la forma de corromperlo todo.<br />
El guía, del que nunca supe el nombre, puede creerme, señaló poco<br />
después que si nos instalábamos bien haríamos un cómodo viaje en el<br />
que de lo único que tendríamos que preocuparnos era de permanecer<br />
atados y salir sin que nos vieran.<br />
Para ello contábamos con una balsa neumática que se hinchaba por<br />
medio de una bomba, y que estaba provista de una larga cuerda y un<br />
par de remos. Una vez en Norteamérica bastaría con esperar la noche,<br />
cargar en la balsa la cocaína y bogar hasta tierra.<br />
—¡No hay problema! —concluyó enseñando unos enormes dientes muy<br />
blancos—. ¡Ningún problema! ¡Hijo de puta! Para él no había problema<br />
porque media hora después estaría trajinándose una botella de ron y<br />
una mulata, mientras nosotros teníamos que encaramarnos a las vigas<br />
como monos de feria o gallinas asustadas.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 148<br />
Insistí para que se llevara a Luna sin decírselo a nadie, pero se negó en<br />
redondo alegando que se jugaba el pescuezo, pues ocultarle algo a los<br />
«patrones» era como tratar de ocultárselo a un dios omnipotente.<br />
Le juro que si hubiese tenido la pistola a mano le hubiese pegado un<br />
tiro, pero la había guardado en el fondo del macuto, y no creo que me<br />
hubiera dado ocasión de rebuscar en él hasta encontrarla.<br />
Y al fin y al cabo, debía reconocer que en cierto modo se estaba<br />
comportando honradamente.<br />
Luna no había dicho una palabra. Su hermoso color de piel, entre de<br />
negra y «china» tendía ahora al aceitunado, y sus vivaces ojos parecían<br />
muchísimo más grandes, pero se diría que aceptaba que era ella quien<br />
había insistido en meterse en la trampa, y tenía demasiados cojones<br />
como para ponerse a llorar o dar gritos histéricos.<br />
Los mulatos suelen ser fatalistas, señor. Tienen que serlo a juro, o dejar<br />
de ser mulatos.<br />
Román Morales era blanco y serrano y no parecía aceptarlo con idéntica<br />
parsimonia.<br />
Le había observado tantas veces mientras perdía hasta su último<br />
céntimo en la ruleta con el aire de un gran señor que no presta atención<br />
a las monedas que le sobran, que su actitud de aquellos momentos me<br />
preocupó, puesto que daba la impresión de estar a punto de sufrir un<br />
nuevo ataque.<br />
Él siempre bromeaba diciendo que el corazón le falló por el hecho de no<br />
haberle fallado definitivamente en el momento oportuno, pero créame si<br />
le digo, señor, que en aquellos instantes parecía a punto de saltarle en<br />
pedazos.<br />
En ello estaba, inquieto tanto por Luna y su silencio como por mi amigo<br />
y su actitud, cuando de pronto advertí cómo el negro se mandaba mudar<br />
sin despedirse, pues tras saltar a la parte alta del timón, brincó a la<br />
lancha y se perdió en la noche.<br />
¡Qué repeluz, carajo! Era como si pudiera alargar la mano y hundir los<br />
dedos en el espeso miedo que llenaba de pronto aquella bóveda de<br />
hierro, pues con la desaparición del flaco nos quedamos como clavados<br />
en lo alto de las vigas, aterrados y negándonos a aceptar lo que ocurría.<br />
Nos observamos a la luz de la linterna que el negro había colgado de tal<br />
forma que quedaba por debajo de nosotros, y le aseguro que<br />
parecíamos murciélagos encaramados en la parte más oscura de una<br />
caverna, aunque incapaces de echar a volar o de hacer tan siquiera un<br />
movimiento.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 149<br />
Mi primer impulso fue hinchar aquella jodida balsa y largarnos de allí.<br />
Por mucho miedo que impusieran los «narcos» aquella especie de<br />
panteón de hierro lo superaba, y por Dios que no estaba dispuesto a<br />
atravesar el mar colgando de una viga.<br />
Prefería enfrentarme a diez «sicarios» en tierra firme, que quedarme un<br />
minuto más entre el mar y el hierro; sin apenas espacio para que entrara<br />
libremente el aire, y sin saber qué demonios iba a ocurrir cuando aquel<br />
monstruo comenzara a ponerse en movimiento.<br />
Pero no era cosa fácil, téngalo por seguro.<br />
Inflar una lancha neumática de tres metros de largo sin más ayuda que<br />
una jodida bomba que continuamente se soltaba, haciendo equilibrios<br />
sobre una viga y casi en tinieblas, es el trabajo más hijo de puta al que<br />
me haya enfrentado nunca, y aunque tanto Luna como Román<br />
intentaron echarme una mano a riesgo de caerse, al cabo de una hora<br />
tuvimos que renunciar confiando en que, con la luz del nuevo día, las<br />
cosas fueran más fáciles.<br />
Colgamos las hamacas casi en el vacío, y agotados por el esfuerzo y la<br />
tensión, tratamos de descansar un par de horas.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 150<br />
¿Se ha despertado alguna vez con la impresión de que un inmenso<br />
animal le devoraba? Confío por su bien en que no sea así, porque la<br />
sensación es algo más que angustiosa.<br />
Imagínese lo que puede ocurrir si en el momento de despertar sudando<br />
frío, descubre con amargura que el sueño se ha convertido en realidad.<br />
Eso fue lo que pasó.<br />
Ya era de día y una luz verdosa le daba a todo un aspecto harto curioso,<br />
pero cuando miré hacia abajo por Dios que casi me caigo de la hamaca.<br />
¡El agua había subido! ¡Cielo Santo! El agua había subido más de dos<br />
metros y ya no había salida! Estábamos completamente atrapados y ni<br />
siquiera la balsa servía para escapar de allí, porque ahora la bóveda se<br />
había transformado en una trampa herméticamente cerrada.<br />
¡No diga tonterías! ¿Cómo iba a ser la marea? Si sube la marea, el<br />
barco sube con ella.<br />
Fue el aterrorizado Román quien encontró la respuesta cuando al cabo<br />
de casi diez minutos consiguió balbucear unas palabras. No era el agua<br />
la que había subido; era el petrolero, el que había bajado.<br />
Durante aquellas horas los inmensos tanques se habían ido llenando, y<br />
al cargarse, la línea de flotación había ido descendiendo más y más,<br />
hasta alcanzar la entrada de la «cueva».<br />
Sin duda el negro lo sabía. Sabía perfectamente lo que iba a ocurrir y<br />
por eso nos llevó allí con el barco vacío para desaparecer en un<br />
santiamén al empezar la carga.<br />
¿Pero cuánto podía cargar aquel maldito barco? ¿Cuánto, señor, tiene<br />
usted alguna idea? Cuando María Luna se despertó, comenzó a gritar<br />
histérica, y si no la agarro por el cuello amenazando con estrangularla si<br />
no se calmaba, ahí mismo se hubiera lanzado al agua.<br />
No era para menos, señor, téngalo por seguro. Yo mismo estaba<br />
deseando hacerlo. Me hubiera hundido como un plomo, pero cualquier<br />
cosa se me antojaba mejor que continuar allá arriba, a la espera de que<br />
el nivel del agua continuara ascendiendo hasta cubrirnos.<br />
Y Román Morales también, supongo.<br />
Y usted si hubiera estado allí.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 151<br />
¿Sabe nadar? ¿E incluso «margullar» para salir por debajo del agua?<br />
¡Tipo listo, oiga, pero allí me hubiera gustado verle! Me hubiera gustado<br />
ver cómo se las arreglaba para lanzarse al agua, bucear bajo el casco,<br />
salir a una bahía en que dicen que suele haber tiburones, y nadar yo<br />
qué sé cuánto hasta la costa.<br />
Si lo hubiera conseguido es que es usted primo de Rambo.<br />
Yo soy de Bogotá, como Román Morales, y en el río en que me bañaba<br />
el agua apenas me mojaba la tripa.<br />
Luna había nacido en Cartagena y se pasaba el día en la playa, pero<br />
aunque sabía nadar, en cuanto el agua le llegaba a la nariz salía<br />
echando leches.<br />
Aquel mar me parecía por tanto más infranqueable que las propias<br />
planchas de hierro de la bóveda.<br />
Me resulta difícil hablar de cuanto ocurrió aquel día, créame.<br />
Necesitaría ser más listo para expresar el terror que sentíamos.<br />
Y saber más palabras.<br />
Saberlas o inventarlas y que usted consiguiera entenderlas, porque le<br />
juro, amigo, ¿puedo llamarle amigo?, que no se han inventado palabras<br />
que sirvan para describir cuanto allí sucedió.<br />
El agua seguía subiendo.<br />
Y estaba claro que aquel lugar era absolutamente hermético.<br />
Comprendí que si no nos ahogábamos, moriríamos asfixiados en cuanto<br />
se nos agotara el aire.<br />
¿Qué le parece? Déjeme pensar. Déjeme cerrar un rato los ojos y volver<br />
a aquel día, aunque le juro que malditas las ganas que tengo de<br />
recordarlo.<br />
¡Me viene tantas veces a la cabeza cuando duermo! ¡Lo vivo tanto en<br />
sueños, que incluso hablar de ello me hace daño! ¡Espere! Luna dejó de<br />
gritar y Morales lloraba.<br />
Luna empezó a llorar también, y si yo lo hice o no, no lo recuerdo, pero<br />
si alguien afirma que lo hice, estoy dispuesto a creerlo.<br />
Ya le conté que jamás lloré de niño, ¿no es cierto? Pues puede que<br />
fuera allí donde dejara escapar mi primera lágrima, y no por miedo a<br />
morir, morir es fácil, sino porque al contemplar el rostro de la mujer que<br />
amaba, tomé conciencia que había perdido su risa para siempre.<br />
Y la risa de María Luna valía más que una vida.<br />
Más que la mía desde luego.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 152<br />
¡Amigo! Me suena bien llamarle amigo. Más que señor, que empezaba a<br />
fastidiarme, y si después de oír con tantísima paciencia todo lo que le<br />
cuento no es aún mi amigo, no sé quién coño podría serlo ya en este<br />
mundo.<br />
Tal vez lloré aquel día, en aquel momento o quizás un poco más tarde,<br />
no lo tengo muy claro, pero lo que sí sé es que garganta abajo me corría<br />
un reguero de lágrimas tan ácidas que se me enronqueció la voz para<br />
los restos.<br />
¡Qué luz había, tan verde y tan helada! Bajo nosotros brillaba una<br />
esmeralda más grande que esta estancia, que subía y subía como un<br />
monstruo de cine buscando devorarnos.<br />
El miedo se hizo pánico.<br />
Luego aparecieron de pronto unos pececillos, quizá de este tamaño,<br />
diminutos, pero créame si le digo que su sola presencia me calmó de<br />
inmediato, pues me hicieron llegar a la conclusión que aquella mancha<br />
verde no era un monstruo, sino tan sólo el mar, que no podía continuar<br />
subiendo.<br />
Comprendí entonces que quien nos metió allí sabía lo que hacía, y al<br />
encerrarnos en semejante gruta de hierro, no obraba a ciegas, puesto<br />
que encerró también cincuenta kilos de «coca» y estará de acuerdo<br />
conmigo en que eso es algo que nadie está dispuesto a perder<br />
alegremente.<br />
Por lo que el negro comentó, deduje que no debía ser la primera vez<br />
que alguien hacía aquel viaje, lo cual quería decir que el sistema<br />
funcionaba.<br />
Y si otros habían logrado sobrevivir, yo también lo conseguiría, porque al<br />
fin y al cabo era un «gamín» que había pasado dos años en las cloacas,<br />
veinte en las calles de Bogotá, y seis meses en el penal de Lurigancho.<br />
Créame si le digo que aquellos peces me salvaron.<br />
Me devolvieron a la realidad, y la realidad, por muy dura que fuera, era<br />
algo a lo que estaba acostumbrado a hacerle frente.<br />
Recuperé la calma.<br />
El agua se estabilizó a poco más de dos cuartas por encima del borde, y<br />
me esforcé por tranquilizar a los otros obligándoles a entender, que<br />
estábamos seguros. Lo único que teníamos que hacer era seguir las<br />
instrucciones del negro y afianzarlo todo, atándonos de modo que no<br />
pudiéramos caer al mar. El resto era cuestión de tiempo.<br />
Teníamos agua, comida, mantas, hamacas y dos botellas de ron.<br />
Nuestro único problema era vencer el miedo.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 153<br />
Parecieron aceptarlo. María Luna dejó de llorar y Morales de temblar<br />
como si tuviera las fiebres y durante más de media hora llegué a<br />
imaginar que habíamos superado la crisis.<br />
Luego empezó lo malo.<br />
¡No se asombre! ¡Lo «malo»!, y si llega a escribir esto, más vale que lo<br />
escriba con mayúscula.<br />
Primero se escuchó un rumor lejano, como si el vientre de aquella<br />
inmensa ballena de metal comenzara a moverse, luego un chirriar de<br />
cadenas al rozar contra el casco, y por fin el infierno.<br />
Un ruido ensordecedor, como si un millón de herreros locos te<br />
martillaran la cabeza, y, de improviso, justo bajo nosotros, la enorme<br />
hélice comenzó a girar cada vez más aprisa, y al hacerlo agitaba con<br />
tanta violencia el agua que iba a rebotar contra las paredes de la gran<br />
cavidad lanzándola hacia arriba y salpicándonos.<br />
Entendí entonces que aquel extraño lugar debía estar pensado<br />
precisamente para eso; al no quedar la hélice en la parte de atrás, sino<br />
un poco por debajo del casco, el agua debía necesitar un espacio libre<br />
hacia el que escapar, y ahí era donde nos habían escondido.<br />
Si tiene una explicación mejor, me gustaría saberla. De barcos no<br />
entiendo, y le aseguro que aquélla fue la primera y la última vez que<br />
puse el pie en uno de ellos.<br />
Cuando a los diez minutos le hélice cogió velocidad, me oriné en los<br />
pantalones.<br />
Creo que usted se hubiera cagado.<br />
Estábamos colgados sobre la más increíble trituradora de carne que<br />
nadie hubiera podido imaginar, con la cabeza a punto de reventar por<br />
culpa de un estruendo como resultaría imposible describir, y recibiendo<br />
continuas duchas que amenazaban con ahogarnos.<br />
¡Demasiado! Demasiado incluso para mí que creía poder soportarlo<br />
todo.<br />
¡Malditos! ¡Malditos hijos de puta capaces de hacer pasar a un ser<br />
humano por semejante espanto, con tal de llevar su mierda a<br />
Norteamérica! Creo que fue en aquellos momentos cuando juré por<br />
primera vez que, si salía con vida de allí los mataría, y usted sabe muy<br />
bien que yo he matado por muchísimo menos.<br />
Y es que quienquiera que fuese el responsable de que nos<br />
encontrásemos en aquella situación, merecía algo más que la muerte,<br />
puesto que lo que nos estaba obligando a sufrir era mucho peor que<br />
matarnos.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 154<br />
Era una interminable agonía de terror, tanto más insoportable cuanto<br />
que el estruendo hacía estallar la cabeza, por lo que ni siquiera podías<br />
tornar plena conciencia de dónde te encontrabas y qué era lo que en<br />
verdad estaba sucediendo.<br />
Mucho tiempo después, me resulta imposible decir cuánto, el nivel del<br />
agua comenzó a subir y a bajar dependiendo del oleaje exterior, de<br />
forma tal que a veces descendía al punto de permitir la entrada de una<br />
bocanada de aire, y otras subía hasta casi alcanzar las vigas en que<br />
estábamos encaramados.<br />
Cada golpe de mar podía ser el último, ya que una ola mayor de lo<br />
normal en el Caribe nos hubiera alzado en vilo estampándonos los<br />
sesos contra el techo de hierro.<br />
Pero yo no tenía la más mínima idea de qué altura podía alcanzar una<br />
ola en el Caribe.<br />
Ni ocasión de pensar en ello.<br />
Pensar resultaba por completo imposible. Nadie puede pensar cuando<br />
está sentado sobre la hélice de un petrolero lanzado a toda máquina.<br />
Luego llegó la noche.<br />
¡Permítame olvidarla! Sea bueno conmigo, y no me martirice pidiendo<br />
que le cuente cómo fue aquella noche.<br />
Ni siquiera yo puedo decírselo.<br />
Ni yo, ni creo que jamás pueda saberlo nadie.<br />
En algún momento de esa noche, ignoro cuál, Román Morales se dejó<br />
vencer por el terror, y el corazón le hizo por fin aquel favor que con tanta<br />
insistencia le pedía.<br />
Se quedó frito.<br />
Amaneció ya cadáver, y aunque no entiendo de eso, comprendí que el<br />
miedo le había matado y que quizás en el fondo de su alma era lo que<br />
desde el primer momento había estado deseando.<br />
No. No lo toqué.<br />
Lo dejé allí colgando, pues tirarlo hubiera significado que aquella<br />
mostruosa hélice lo convirtiera de inmediato en picadillo para peces, y<br />
no me pareció que fuese el fin que un hombre como él se merecía.<br />
Quizá siga aún allí. No es una tumba peor que cualquier otra; el mayor<br />
panteón que nadie haya tenido; un gigantesco petrolero que le lleva a<br />
recorrer todos los océanos del mundo.<br />
¿Macabro? Ya le advertí que era mucho mejor no seguir contándole mi
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 155<br />
historia, pero usted insistió y no pienso evitarle tragos amargos. Así ha<br />
sido mi vida, mal que me pese, y si se le antoja «macabro» el hecho de<br />
haber dejado el cadáver de un hombre colgando de la popa de un barco,<br />
trate de imaginar lo que fue para mí que tuve que pasar a su lado todo el<br />
resto del viaje.<br />
Cuatro o cinco días, no lo tengo muy claro.<br />
Tal vez una semana.<br />
Una eternidad para ser más precisos.<br />
El tiempo es lo que mejor pueden medir los relojes, pero lo más<br />
cambiante que existe para el hombre.<br />
Mis días de felicidad fueron segundos.<br />
La estancia en Cartagena, disfrutando del sol y la risa de Luna se<br />
convirtió a la larga en algo tan efímero que a veces dudo que en verdad<br />
ocurriera.<br />
Sin embargo, aquella travesía aún no ha terminado, pues rara es la<br />
noche en que no me despierto escuchando el estruendo de las<br />
máquinas, convencido de que una gigantesca trituradora gira bajo mi<br />
cama.<br />
Luna se había convertido en un ovillo que apenas se movía. Acurrucada<br />
en su hamaca, cubriéndose los oídos con las manos, parecía una<br />
criatura que hubiera decidido regresar al vientre de su madre, y a<br />
menudo me asalta la impresión de que ni tan siquiera respiró hasta que<br />
el barco se detuvo.<br />
El silencio me hizo daño.<br />
Era como si el mundo hubiera dejado de girar, al igual que la hélice, y un<br />
agua tan transparente y quieta que permitía ver las rocas del fondo,<br />
sustituyó a los pocos instantes a la rugiente espuma.<br />
Creí que me había muerto.<br />
Se lo juro. Por más de diez minutos me asaltó la sensación de que al fin<br />
todo había concluido, y había entrado en ese largo túnel de paz que<br />
dicen que está esperando a los difuntos.<br />
Luego debió empezar la descarga, el nivel del agua comenzó a<br />
descender, y en cuanto dejó apenas medio metro de espacio, salté a la<br />
parte alta del timón y eché un vistazo.<br />
No podía distinguir mucho, pero tuve la impresión de que estábamos<br />
anclados junto a una especie de torre a la que el barco se encontraba<br />
unido por mangueras, a poco más de un kilómetro de una playa en la<br />
que de tanto en tanto se distinguía alguna casa. Luego, más atrás,
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 156<br />
bastante lejos, se alzaban enormes edificios de relucientes cristaleras.<br />
Aquello tenía que ser Norteamérica.<br />
Subí a decírselo a Luna, y ni siquiera me escuchó.<br />
Le grité, la agité, la zarandeé e incluso la abofeteé, pero continuó en la<br />
misma posición sin reaccionar ante nada, y aunque tenía los ojos muy<br />
abiertos y me miraba, estoy seguro de que no me veía, como si le<br />
hubieran colocado una pared delante.<br />
¡Ahí sí que lloré! Lloré durante más de media hora.<br />
Al verla así, convertida en una «cosa»; una especie de planta, o un<br />
enorme feto que se negase a abandonar el vientre de su madre, tuve la<br />
absoluta seguridad de que había perdido al único ser que me había<br />
hecho feliz en este mundo.<br />
¿Qué me importaba llorar si ya era un hombre, y me encontraba ante el<br />
cadáver de un amigo y lo poco que quedaba de la mujer que amaba?<br />
¿Frente a quién tenía ya que presumir de hombría? Durante horas me<br />
quedé allí, observándola y contándome mi propia historia tal como ahora<br />
se la cuento, y no encontré nada en ella que ameritase el esfuerzo de<br />
continuar viviendo.<br />
Aunque quizá sí. Quizá sólo una cosa: el odio. El odio o tal vez sería<br />
mejor decir el ansia de venganza, porque había llegado a un punto en<br />
que la bilis se me escapaba a borbotones, y me creerá si le digo que si<br />
en aquel instante el mismísimo Dios se me hubiese aparecido, lo más<br />
probable es que le hubiese pegado cuatro tiros.<br />
Estará de acuerdo conmigo en que me habían llevado a un extremo al<br />
que no se debe hacer llegar a un ser humano.<br />
Me habían empujado más allá de todo lo soportable.<br />
Y alguien pagaría por ello.<br />
Lo juré ante Román Morales y ante Luna, y lo hice convencido que<br />
llevaría a buen fin tal juramento.<br />
Una hora después, ya más tranquilo, aproveché lo que quedaba de luz<br />
para hinchar la balsa que dejé colgando de las vigas, y cuando cayó la<br />
noche la boté al agua y cargué en ella las dos maletas y a María Luna.<br />
¿Sabe usted remar? Yo no, y no se imagina qué cosa tan ridícula puede<br />
llegar a ser pretender aproximarse a unas luces que tienes casi al<br />
alcance de la mano, y no conseguir más que dar vueltas como un tonto,<br />
incapaz de hacer avanzar un metro aquella lancha.<br />
Y en aquella lancha iban la mujer que amaba y millón y medio de<br />
dólares en drogas.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 157<br />
¿Curiosa situación, no le parece? No sabía dónde estaba ni hacia dónde<br />
me dirigía; el ruido me había ensordecido al punto de no ser capaz de<br />
oír ni una sirena que hubiese resonado a cinco metros, y por si fuera<br />
poco perdí uno de los remos.<br />
Aunque en el fondo fue la mejor solución, pues desistí en mis inútiles<br />
intentos de bogar, y opté por tumbarme en proa y empujar con las<br />
manos hacia una luz cercana.<br />
No se ría si le digo que empleé casi toda la noche en recorrer poco más<br />
de un kilómetro, y es que únicamente a punto ya de amanecer conseguí<br />
a duras penas poner el pie en tierra muy lejos del lugar que me había<br />
propuesto. Fui a parar donde el mar quiso llevarme.<br />
Por suerte no había nadie, y pude esconder las maletas, la balsa e<br />
incluso a Luna entre la maleza.<br />
Continuaba sin reaccionar.<br />
Si por algún momento mantuve la esperanza de que al verse lejos del<br />
barco y bajo la luz del sol las cosas cambiarían, pronto me desilusioné,<br />
pues continuaba tan inmóvil como si la hubiesen congelado y nada en<br />
este mundo fuera capaz de calentarla.<br />
Yo no sabía qué hacer.<br />
Lo entiende, ¿verdad? Me encontraba a la orilla de una inmensa bahía,<br />
con una ciudad al fondo, un grupo de barcos anclados a lo lejos, y una<br />
ancha autopista que pasaba a mis espaldas, y por la que circulaban<br />
modernos automóviles y enormes camiones.<br />
Había visto suficientes películas como para llegar a la conclusión de que<br />
me encontraba en algún lugar de Norteamérica.<br />
Pero yo no hablaba una sola palabra de su jodido idioma, no tenía un<br />
dólar, ni más datos de utilidad que un larguísimo número de teléfono al<br />
que debía llamar cuando hubiera puesto a salvo la «mercancía».<br />
Tenía, eso sí, cincuenta kilos de «coca» y una mujer muy enferma.<br />
A mí no se me ocurren fácilmente las ideas, no soy de ésos, y el hecho<br />
de haber cometido tantísimos errores en la vida me ha hecho harto<br />
prudente a la hora de tomar decisiones, ya que no puedo evitar que me<br />
asalte de continuo la sensación de que voy a volver a equivocarme.<br />
Intenté por última vez hacer reaccionar a María Luna, pero tuve la<br />
impresión de que se había quedado idiotizada, por lo que decidí que lo<br />
mejor que podía hacer era llevarla a un hospital donde la cuidaran como<br />
yo no sabía.<br />
Me fijé muy bien en el lugar en que me encontraba, esforzándome por
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 158<br />
visualizar todos los puntos de referencia, y enterré las maletas al pie de<br />
un árbol de flores muy rojas que se levantaba entre dos altísimas<br />
palmeras.<br />
Luego, en cuanto oscureció, y sabiendo como sabía que me encontraba<br />
tan debilitado que no podría cargar por mucho tiempo ni tan siquiera a<br />
alguien que pesaba tan poco, metí a Luna en la balsa, la arrastré hasta<br />
el mar y tirando de ella por medio de una cuerda avancé por la playa con<br />
el agua a media pierna.<br />
Tan poca cosa, y significaba no obstante un esfuerzo que conseguía<br />
agotarme.<br />
Tuve que detenerme a descansar cinco veces, pero al fin llegué a una<br />
especie de embarcadero en el que un viejo negro se dedicaba a lavar<br />
veleros con ayuda de una esponja y una manguera.<br />
Varé la balsa a corta distancia, me aproximé en silencio y el tipo se llevó<br />
un susto de muerte, porque mi aspecto debía ser acojonante, sucio, sin<br />
afeitar y con un pistolón a la vista.<br />
¡Hablaba mi idioma, se imagina! Estaba en Norteamérica, pero aquel<br />
bendito negro era dominicano y me entendió en el acto.<br />
Le expliqué que había una mujer enferma en la balsa, le rogué que<br />
intentara ayudarla, y que, por favor, me diera oportunidad de llegar a la<br />
ciudad antes de que la Policía me alcanzara.<br />
—De acuerdo, hermano —dijo—. Pero si apareces con esa pinta no<br />
duras ni diez minutos en la calle.<br />
Me proporcionó un lugar donde asearme, me regaló un viejo mono de<br />
faena, e incluso me prestó dos dólares para que pudiera comer algo.<br />
—Yo sé lo que es llegar ilegalmente a este país —concluyó—. Me<br />
ocuparé de que atiendan a la mujer, y si quieres saber noticias de ella,<br />
pregunta por mí en este número. Me llamo Augusto.<br />
Aún queda gente así en el mundo.<br />
Y alguien así era lo que yo más estaba necesitando. Nunca olvidé lo que<br />
hizo por mí, y hoy en día se le puede considerar ya un hombre rico.<br />
Me despedí de Luna que seguía sin oírme y cuando al fin me alejé de<br />
allí camino de la ciudad que brillaba en la distancia, abrigué la absoluta<br />
seguridad de que jamás volvería a verla.<br />
Y así fue.<br />
Jamás volví a sentirla reír, ni a acariciar su tersa piel entre de negra y<br />
«china».
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 159<br />
Desde que dejé a María Luna convertida en un vegetal, ¡a ella que era la<br />
criatura más vital y alegre que ha existido!, confiándosela a un<br />
desconocido en un país extraño, no he podido descansar en paz ni una<br />
sola noche, y si se trata de eso que llaman «remordimientos de<br />
conciencia», le juro que me remuerde más por ella, que por las dos<br />
docenas de muertos que cargo a mis espaldas.<br />
Y es que en cierto modo Luna está más muerta que los propios difuntos,<br />
pues los difuntos descansan y se olvidan, mientras que por lo que me<br />
han contado, mi mulata continúa en el hospital, mirando la pared y sin<br />
decir media palabra.<br />
El otro día le llamé «amigo» y no se molestó. ¿Le importa que le siga<br />
considerando amigo mío? En ese caso tendría que pedirle un favor muy,<br />
muy grande; un favor a cuenta quizá de la mucha saliva que he gastado<br />
en su libro.<br />
¿Por qué no va un día a verla? ¡Quizás a usted le escuche! Quizá si le<br />
cuenta al oído, muy despacio, lo mucho que estoy sufriendo por haberle<br />
causado tantísimo sufrimiento, decida perdonarme.<br />
Y hasta podría decirle que ni siquiera suplico su perdón. Me basta con<br />
que hable.<br />
Me basta con que viva. Me basta con que vuelva a reír aunque yo no<br />
pueda oírla.<br />
¡Me duele tanto! Aunque mejor olvídelo. No es justo que habiendo<br />
causado tanto daño, tan sólo me preocupe por el mal que pude hacerle<br />
a Luna.<br />
A veces me gustaría que fuese más hablador, o que tuviera el valor de<br />
involucrarse de alguna forma en esta historia, en lugar de parapetarse<br />
tras esa grabadora y limitarse a hacer preguntas o sonreír como sonríen<br />
los curas en los confesionarios.<br />
Su opinión me serviría de ayuda, aunque me planteé hace ya tiempo<br />
que jamás solicitaría ayuda de nadie.<br />
Déjelo como está y sigamos adelante. Lo que ha venido a escuchar es<br />
un relato cruel, no pendejadas.<br />
¿Conoce bien Miami? Yo no, se lo aseguro. Aún hoy me sigue
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 160<br />
pareciendo un lugar muy hermoso, pero absurdo; tan confuso, que a<br />
veces creo que ni siquiera los que han nacido y se han criado allí lo<br />
entienden por completo.<br />
Y es que más que las calles, los edificios o las plazas, son sus<br />
habitantes lo que le dan sentido a una ciudad, y en ese aspecto Miami<br />
carece de sentido.<br />
¿Quiénes son sus habitantes? ¿Los que nacieron allí; los cubanos<br />
exilados; los excéntricos millonarios; los viejos turistas retirados; los<br />
«narcotraficantes», o los miles de ilegales llegados de cualquier rincón<br />
de Sudamérica? Todos se consideran los auténticos dueños de Miami, y<br />
en el fondo creo que todos lo son y nadie lo es al propio tiempo.<br />
¡Qué lugar tan absurdo! ¡Y cuánto vicio! Yo tengo un buen olfato para el<br />
vicio, lo detecto en el acto, pues no en vano me crié con mocosos que a<br />
los nueve años se habían metido ya en el cuerpo más «basuco» o<br />
«marimba» que un cantante de rock a todo lo largo de su vida, y me<br />
bastó con sentarme en una plaza y observar a mi alrededor, para captar<br />
de inmediato quién me podía servir, y quién era en realidad un policía<br />
disfrazado.<br />
Los policías son iguales en todas partes por mucho inglés que hablen.<br />
Y los auténticos «yonquis» te miran igual hasta en Nigeria.<br />
Hay tal brillo de ansiedad en el fondo de los ojos de los adictos al<br />
«basuco» o al «crak», que ni el mismísimo Al Pacino, que es un actor<br />
que me entusiasma, conseguiría imitarlo.<br />
Suele ser gente que se considera rebelde y agresiva, pero que sabe<br />
muy bien que está vencida de antemano, porque un simple gramo de<br />
vicio les derrota, y como ya le dije no son dueños de sí mismos ni tan<br />
siquiera una hora del día, ya que su única felicidad se centra en estar<br />
«enganchados» a su mundo de sueños hasta estirar la pata.<br />
Me arrimé a uno de ellos, el más ansioso, y hablamos del «mercado».<br />
Me aclaró muchas cosas, pero de todas ellas, la que más me interesó<br />
fue el hecho de que allí, en aquella misma plaza, las dos maletas que<br />
escondía a la orilla del mar podían valer muy bien cuatro millones.<br />
¿Lo entiende ahora? La vida de Román Morales, la enfermedad de<br />
Luna, y todo lo que yo había sufrido para llegar hasta allí, valían dos<br />
millones y medio de dólares contantes.<br />
Ésa era la diferencia de precio entre cincuenta kilos de «coca» en<br />
Cartagena de Indias o en Miami.<br />
Y era una diferencia por la que según sus dueños, valía la pena<br />
arriesgar vidas ajenas.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 161<br />
Pero no habían tenido en cuenta que una de esas vidas era la mía.<br />
Y la de un pobre infeliz que no había hecho daño a nadie; y lo que es<br />
aún peor, la de una inocente vendedora de frutas, cuya fantástica risa<br />
valía mucho más que esa cifra.<br />
Llegué a un acuerdo con mi «amigo», y perdone que empleé esa misma<br />
palabra, porque lo cierto es que se me olvidó su nombre si es que<br />
alguna vez me lo dijo.<br />
Si me conseguía un buen comprador para dos kilos de «coca», se<br />
ganaría diez mil dólares.<br />
A poco pierde el culo.<br />
Se me quedó mirando con la boca entreabierta, como un lelo,<br />
calculando sin duda cuántas dosis podría conseguir con aquella<br />
astronómica cifra, me pidió que esperara, y media hora después me<br />
envió a un cubano relamido con cara de tener más padres que la<br />
Constitución Americana, que me espetó sin más preámbulos:<br />
—¿De dónde la has sacado?<br />
—Soy colombiano.<br />
¡Palabra Santa, oiga!, como la llave que abre todas las puertas, o como<br />
un conjuro mágico.<br />
El tipo, no era tonto, por algo era cubano, entendió mi posición, me miró<br />
de frente, y me largó trescientos dólares para que me comprara ropa,<br />
buscara un hotel, y me presentara al día siguiente con los dos kilos en<br />
unas señas determinadas.<br />
—Aquí mismo —le dije—. Trae tú la «pasta».<br />
Me observó fijamente y me creyó.<br />
Los negocios del vicio son así. Si estás en ello te basta con mirar a<br />
alguien a la cara y saber si habla en serio o está zumbado.<br />
Aquel cubano relamido, hijo de siete putas y que no hubiera dudado ni<br />
un minuto a la hora de cortarme en rodajas con un pedazo de lata, olió<br />
que yo olía a dinero aunque andará en la más negra «carraplana» y<br />
arriesgó trescientos dólares con la seguridad de ganar treinta mil.<br />
Me gasté ciento cincuenta en ropa y en comer, veinte en un maletín, y<br />
veinte en <strong>info</strong>rmación sobre un hotel en el que no hicieran preguntas<br />
tontas.<br />
Para no hacérselo largo le diré que fui a buscar los dos kilos de<br />
«mercancía», dejé el resto en el mismo lugar, y a la noche siguiente<br />
cerré el negocio con el jodido cubano sin el menor problema.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 162<br />
Le entregué al «yonqui» los diez mil prometidos y me esfumé en el acto.<br />
Vendí barato, pero pese a las rebajas, comisiones, y el dinero que le<br />
entregué al viejo Augusto para él y para que cuidaran bien a Luna, me<br />
quedaron limpios más de cincuenta billetes grandes, y eso incluso en<br />
Miami es un montón de plata, sobre todo cuando sabes que tienes<br />
cuarenta y ocho kilos de «coca» más enterrados en una playa.<br />
Conseguir documentación falsa en Miami es mil veces más rápido y<br />
barato que conseguirla auténtica, y los falsificadores son tan hábiles,<br />
que incluso los más expertos se las ven negras a la hora de distinguir un<br />
pasaporte bueno de uno de encargo.<br />
Para que lo entienda mejor, le aclararé que hay quien dice, y yo le creo,<br />
que casi la mitad del dinero que se mueve en Florida es dinero con más<br />
mierda que papel, y eso hace que abunde todo tipo de gente con buena<br />
nariz para esa clase de mierda.<br />
Es una ciudad corrupta, y pese a que la televisión nos la presente como<br />
de una corrupción llamativa y casi sofisticada, debe saber que aunque<br />
no tengan aún «gamines» que vivan en las cloacas, no anda lejano el<br />
día en que los hijos de los negros y de los inmigrantes ilegales acaben<br />
de igual modo.<br />
Jamás había visto rascacielos tan prodigiosos a menos de trescientos<br />
metros de un barrio en el que no puedes dar un paso sin que te<br />
atraquen.<br />
Me mudé a «Miami-Beach»; a un hotel discreto y elegante, con un<br />
pasaporte ecuatoriano en el que se aseguraba que era un comerciante<br />
natural de Vilcabamba, y aunque no tengo la más mínima idea de dónde<br />
queda eso, lo único que conseguí averiguar es que se trata de un pueblo<br />
de las montañas en el que la gente suele vivir más de cien años.<br />
Pues no lo sé. Una vez le pregunté a un viejito y me contestó que sólo<br />
había una forma de conseguirlo: habiendo nacido el siglo pasado.<br />
Pero en ese Vilcabamba parece ser que hay un montón de gente en<br />
tales circunstancias.<br />
El tipo que falsificó el pasaporte tenía sentido del humor, no cabe duda.<br />
De lo que tampoco cabe duda es de que, ni aun habiendo nacido en ese<br />
lugar, nadie tendría ocasión de llegar a centenario en Miami, aunque en<br />
invierno hay partes de la ciudad en las que te da la impresión que no<br />
queda una persona de menos de setenta.<br />
Ya no es, como dicen que era, el paraíso de los jubilados de clase<br />
media, pues a no ser que puedas comprarte una mansión y rodearla con<br />
una valla eléctrica, sufres tantos sobresaltos que más te valdría
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 163<br />
instalarte en la selva.<br />
Yo, la verdad, nunca llegué a entender muy bien cómo funciona aquella<br />
ciudad, ya se lo he dicho, en parte por culpa del idioma, aunque el<br />
español sea allí casi tan utilizado como el inglés, y en parte porque no<br />
puse el menor interés en su funcionamiento.<br />
Desde el primer momento tuve muy claro qué era lo único que me<br />
interesaba de Miami, y a ello dediqué todo mi esfuerzo.<br />
En cuanto me sentí seguro con mi nueva personalidad y mi discreto<br />
hotel, fui a una cabina y llamé a Ramiro para tranquilizarle sobre mi<br />
paradero, y tener noticias de cómo andaban las cosas por «El Sótano».<br />
Me maldijo el alma por haberle tenido tanto tiempo sin noticias, me<br />
preguntó por Luna, de la que ya le había hablado, y le entristeció saber<br />
que nuestra historia de amor había acabado, aunque no le conté nada<br />
de lo ocurrido, limitándome a decirle que nos habíamos separado.<br />
¡Pobre Ramiro! Imagino que por unos días debió hacerse la ilusión de<br />
que había encontrado una especie de Herminia que me obligaría a<br />
sentar la cabeza definitivamente.<br />
Supongo que sí. Supongo que si ella me hubiera aceptado lo habría<br />
hecho. ¡Cualquiera sabe! Son cosas en las que nunca he querido pensar<br />
pues lo más probable es que me hubiera vuelto irracionalmente<br />
agresivo, y tenía muy claro que para hacer lo que tenía que hacer, lo<br />
más importante era mantener la cabeza despejada.<br />
«Elucubrar», ¿se dice así?, es una jodida palabra que casi nunca me<br />
sale, sobre si las cosas pudieron haber sido de una forma o de otra<br />
nunca se me dio muy bien, pues para hacerlo se necesita imaginación y<br />
ya le he repetido hasta la saciedad que yo de eso tengo muy poco.<br />
Tal vez a estas alturas sería padre de un par de mulatitos, o me habría<br />
muerto de un ataque de risa.<br />
¡Cómo echo de menos aquella risa, amigo! ¡Cómo la necesito! Recuerdo<br />
una noche que en el momento más apasionado susurré en el colmo del<br />
éxtasis: «Me voy; me voy...» y la muy hija de perra me respondió en el<br />
acto: «Pues llévate el paraguas que está lloviendo.» Como<br />
comprenderá, ni me fui, ni me llevé el paraguas.<br />
Así era siempre.<br />
Y ahora apenas mueve los ojos cuando le hablan.<br />
No. Nunca quise volver a verla.<br />
Tiene todo lo que pueda necesitar hasta el fin de sus días, pero cuanto<br />
tenía que llorar ya lo he llorado.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 164<br />
¿Sabe una cosa, amigo? Creo que nunca fui a verla, porque un día<br />
descubrí que en el fondo era más la compasión que sentía por mí, que<br />
la que sentía por ella.<br />
Y es que a ella le falta la razón, pero a mí me falta ella.<br />
Supongo que cuando uno va al cementerio, a rezar ante la tumba de la<br />
persona amada, la sigue viendo tal como la viera en vida, y cuando le<br />
habla escucha sus respuestas haciéndose la ilusión de que le contesta<br />
desde un lugar muy lejano.<br />
Pero ir a un hospital a ver a María Luna convertida en un guiñapo, y<br />
comprender que de su boca no sale ya una palabra es algo muy<br />
diferente, y yo, que a tantos ayudé a convertirse en cadáveres sin tan<br />
siquiera un suspiro o un pestañeo, no me siento con fuerzas para<br />
enfrentarme a ese espectáculo.<br />
¡Pero dejemos eso! Lo que ahora importa es que, tras hablar con<br />
Ramiro y enterarme de cómo iban las cosas por Bogotá, hice una nueva<br />
llamada y cuando un tipo con acento antioqueño respondió secamente,<br />
le dije que era Román Morales, que acababa de llegar a Miami, y que<br />
tenía un regalo para «Eduardo».<br />
Escuché susurros, voces nerviosas y por fin otro tipo, éste «costeño», se<br />
puso y me preguntó por qué coño había tardado tanto.<br />
—La próxima vez vendré en «Avianca» —repliqué, pero no pareció verle<br />
la gracia.<br />
Querían su «mercancía» para esa misma noche, pero les hice ver que<br />
me había quedado solo y tenía que buscarla.<br />
—¿Dónde está el otro?<br />
—Se cayó al agua.<br />
—¿Y la negra?<br />
Luna no es negra, ya se lo he dicho. Es apenas mulata, pero aquel hijo<br />
de puta dijo «negra» como podía haber dicho «rata».<br />
A punto estuvo de hacerme perder la calma, y me costó un gran<br />
esfuerzo tranquilizarme y replicar que como no era mi «novia» había<br />
preferido «licenciarla».<br />
Silencio y más susurros. Estaban excitados. Contentos y excitados, y<br />
eran varios. Tres por lo menos, aunque más probablemente, cuatro.<br />
Cité a uno de ellos, ¡uno solo!, para la noche siguiente en una<br />
hamburguesería de la avenida Lincoln, no lejos de la playa, y les advertí<br />
que si no llevaba la plata que me debían podían despedirse de sus<br />
maletas.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 165<br />
Mi descripción ya la tenían; el conocido tarambana Román Morales, que<br />
antaño ocupaba páginas enteras en las revistas de la farándula<br />
colombiana vestido de marrón.<br />
¡Lógico! No tenían la más mínima idea de quién era yo, pero encontrar<br />
al auténtico Marrón Morales les iba a costar harto trabajo, téngalo por<br />
seguro.<br />
El que viniera a mi encuentro tenía que venir de traje oscuro y con el<br />
dinero en una bolsa roja.<br />
¿Y qué quiere que le diga? Así es como lo suelen hacer en las películas,<br />
y a esa clase de pendejos les encantan las películas de gángsters.<br />
A la hora indicada un tiparrón de «paltó» oscuro entró en la<br />
hamburguesería, pidió un refresco y se sentó, no lejos de la puerta con<br />
una bolsa roja bien a la vista.<br />
Yo llevaba ya más de una hora fuera y tengo la experiencia suficiente<br />
como para saber cuándo alguien llega solo a un lugar o tiene gente<br />
guardándole la espalda.<br />
Cuando me convencí de que no había nadie más, agarré una de las<br />
maletas y me dirigí directamente a él.<br />
Se la mostré agitándola para que comprendiera que estaba vacía.<br />
—Me envía un tal señor Morales —dije—. Me ha pedido que le diga que<br />
si esta maleta es suya y quiere recuperar lo que había dentro, no tiene<br />
más que seguirme. Y le advierto que yo no soy más que un «mandao».<br />
Como habrá podido comprobar, yo tengo verdaderamente cara de<br />
«mandao». Siempre fui de ese tipo de gente en la que nadie repara, y<br />
en ello no influye únicamente el hecho de que sea tan canijo, sino que<br />
es algo que flota a mi alrededor sin que pueda evitarlo.<br />
Y no me importa. No, en absoluto. Cuando se tiene un oficio como el<br />
mío, lo mejor que te puede ocurrir es que nadie sea nunca capaz de<br />
describirte.<br />
Aquel cretino cometió un error al preocuparse más de si la maleta era<br />
auténtica o no, de si era auténtico o no el que la llevaba.<br />
Debió influir el hecho de que era grande, fuerte y con pinta achulada; un<br />
hombretón seguro de sí mismo al que un escuchimizado como yo jamás<br />
impondría el más mínimo respeto.<br />
Me siguió sin problemas.<br />
No es que se lo tomara a la ligera, conviene que me entienda; es que<br />
mientras me seguía, iba más atento al peligro que pudiera llegarle de<br />
cualquier otra parte, que a mí mismo.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 166<br />
Cuando se quiso dar cuenta se encontró en el pasillo de un viejo edificio<br />
abandonado y con el cañón de un revólver en los morros.<br />
Fue entonces cuando tomó conciencia de que cuando quiero tengo<br />
verdadera facha de asesino.<br />
De auténtico «sicario».<br />
Le ahorraré detalles de mal gusto que sin duda herirían sus sentimientos<br />
y le harían cambiar, a peor, el concepto que tiene de mí, y que me<br />
imagino que debe ser bastante deleznable.<br />
Ya he admitido que fui atracador, asesino, y traficante, y admitiré sin<br />
empacho que también estoy capacitado para convertirme en un<br />
magnífico torturador, si es que me lo propongo.<br />
El tipo se llamaba Rudy Santana, y lo primero que me sorprendió fue<br />
que llevara doscientos mil dólares y un pasaporte encima.<br />
Era de Yuramál, pero no se trataba desde luego del antioqueño que se<br />
puso el primero al teléfono, y aunque aguantó el tirón más de tres horas,<br />
comenzó a venirse abajo cuando le conté que Román Morales se había<br />
quedado colgando en el petrolero, y que mi «novia» se había convertido<br />
en una piltrafa humana.<br />
Pero lo que le acabó de vencer fue comprender que yo había sido un<br />
«gamín» bogotano, que tenía más de veinte muertes encima, y que él<br />
sería el próximo por mucho que inventase.<br />
—Hay dos caminos —le dije—. El fácil y el difícil. El fácil es que me<br />
cuentes lo que quiero saber, y te apaño de un tiro. El difícil nos puede<br />
llevar tres días y las vas a pasar muy putas.<br />
Eligió el camino fácil.<br />
Tenga en cuenta que los que están en el vicio saben muy bien que viven<br />
expuestos a que cosas así les ocurran, puesto que si no ocurrieran,<br />
hasta el último imbécil se metería en un negocio que mueve tantísimo<br />
dinero.<br />
Si la ganancia es grande, grande es el riesgo, y hay que aceptarlo.<br />
Rudy Santana lo aceptó y debo reconocer en honor suyo que los tenía<br />
bien puestos.<br />
No creo que le importase gran cosa denunciar a sus compinches<br />
facilitándome de corrido toda la <strong>info</strong>rmación que le pedí. Por lo que pude<br />
colegir no debía sentir mayor simpatía por ninguno de ellos, y al parecer<br />
no le importaba gran cosa que se reunieran con él lo más pronto posible.<br />
Cumplí lo prometido y le di de baja de una forma limpia y discreta,<br />
dejándole oculto donde tardarían semanas en encontrarle.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 167<br />
Al día siguiente busqué un «yonqui» grandote y que se le parecía, y le<br />
invité a hacer un viaje a España con dos maletas llenas de ropa y veinte<br />
mil dólares, a condición de utilizar el pasaporte del difunto.<br />
Aceptó sin rechistar, le embarqué en el primer vuelo y media hora<br />
después volví a llamar al largo número de teléfono reclamando, molesto,<br />
la mitad del dinero prometido.<br />
¡La que se organizó! Me imaginé la cara de los tipos al otro lado del<br />
teléfono. Llevaban más de veinticuatro horas esperando el regreso del<br />
hombretón con las maletas, y ahora venía el tal Morales a reclamarles<br />
que se había largado con la «mercancía» y además le había dejado a<br />
deber dinero.<br />
Me tuvieron más de diez minutos esperando mientras discutían sobre la<br />
supuesta traición de su hombre de confianza.<br />
Yo disfrutaba.<br />
Por fin me pidieron que les llamara al día siguiente, pero fingí<br />
indignarme y protesté haciéndoles notar que como no recibiese mi parte<br />
en cuarenta y ocho horas la Policía tendría conocimiento del método que<br />
estaban usando para introducir droga en Miami.<br />
Me garantizaron que tendría la plata en su momento, pero puntualizando<br />
que si me iba de la lengua lo que tendría sería un balazo en la nuca.<br />
¿En la nuca de quién? ¿En la de Román Morales? Le juro que me lo<br />
pasaba en grande, pues de lo que estaba seguro es de que ni siquiera<br />
podían sospechar que estuviese actuando con tanto desparpajo y<br />
sangre fría.<br />
Tal como había previsto, no tardaron en comprobar que un tal Rudy<br />
Santana había volado el día anterior a España.<br />
Usted no lo entiende.<br />
Matar a alguien es fácil. Sobre todo cuando no tiene idea de quién<br />
quiere matarle ni por qué.<br />
Lo difícil es conseguir joderle la vida y cabrearle.<br />
Y estaban que se subían por las paredes.<br />
Habían perdido más de cuatro millones de dólares, yo les reclamaba<br />
cien mil más, un compinche les había traicionado, y corrían el riesgo de<br />
que me cansase de esperar y les jodíese el medio de transporte..., ¿qué<br />
le parece? Es un golpe muy duro para cualquier traficante.<br />
Incluso para los grandes, y aquéllos no lo eran, de eso ya estaba<br />
seguro, porque el difunto me había puesto al corriente de cómo<br />
funcionaban.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 168<br />
Al día siguiente les volví a dar el coñazo. ¿A quién hubiera creído usted<br />
en una situación semejante? ¿A quien se supone que se ha mandado<br />
mudar con cincuenta kilos de «coca» dejándole colgado, o al pobre<br />
«transportista» que exige que le paguen? Como era de suponer,<br />
pagaron.<br />
Siguiendo mis instrucciones enviaron a un negrito montado en una<br />
bicicleta que le entregó el paquete a otro negrito montado en otra<br />
bicicleta, y que tras meterse por varios vericuetos, me entregó el dinero<br />
y se fue con tres mil dólares, más contento que si se hubiera vuelto<br />
blanco.<br />
Fui lo suficientemente considerado como para volver a llamar dándoles<br />
las gracias y deseándoles éxito en la captura del tal Rudy Santana, pero<br />
rogándoles al propio tiempo que no volvieran a acordarse de mí para<br />
llevar a cabo un «transporte» semejante.<br />
¡Fue una gozada! Luego me dediqué a disfrutar del sol y las putas una<br />
larga temporada, conseguí un Banco que no hacía ningún tipo de<br />
preguntas sobre la procedencia del dinero, y un mes después puse a la<br />
venta, de cinco en cinco kilos, el resto de la «mercancía» que me<br />
quedaba.<br />
Envié un millón de dólares a la cuenta de «El Sótano», doscientos mil a<br />
la de Ramiro, y otros doscientos mil a la mía en el Banco de la<br />
República en Bogotá.<br />
Tal como me imaginaba, Ramiro se llevó la mayor alegría de su vida, no<br />
sólo por el dinero en sí, que sacaba al Refugio de problemas, sino sobre<br />
todo por el hecho de que recibir de improviso tal cantidad de plata le<br />
obligó a suponer que era Abigail quien lo enviaba, lo cual quería decir<br />
que estaba vivo.<br />
Cuando hablé con él daba saltos y jamás en mi vida le vi tan excitado.<br />
Seguía estudiando como un loco, y en dos años sería abogado.<br />
También pensaba casarse, porque la «cholita» estaba esperando un<br />
enano y no quería que fuese un «gamín» sin padre y abandonado.<br />
Usted ya debe saber que, en cierto modo, aquello que hiciese feliz a<br />
Ramiro me hacía feliz a mí, pues pese a que jamás se convierta en un<br />
abogado brillante —cosa que está por ver— ni Herminia sea el ideal de<br />
mujer que yo habría escogido para fundar un hogar, el simple hecho de<br />
saber que conseguía encarrilar su vida bastaba para satisfacerme.<br />
Había pasado mucho tiempo desde el día en que nos conocimos, y<br />
aunque nuestros destinos fuesen tan diferentes, recorrimos juntos un<br />
larguísimo trecho, nos debíamos mucho, y sabíamos a ciencia cierta que<br />
ninguno de los dos habría llegado jamás adonde estaba sin la ayuda del
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 169<br />
otro.<br />
Mi vida no ha sido buena, pero han sido dos, ¿entiende lo que le digo?<br />
Tal vez si me diera a elegir, no querría estar donde está ahora Ramiro,<br />
pues las cosas que a él le hacen feliz: los libros y la «cholita», a mí me<br />
harían profundamente desgraciado, pero sabiendo como sé que somos<br />
tan diferentes, me alegra que él tenga lo que quiso tener aunque yo lo<br />
rechace.<br />
Él siempre será Ramiro, y yo siempre seré el Chico. De padres<br />
diferentes y de diferentes madres, nunca fuimos hermanos, sino más<br />
bien como las dos ramas de un mismo árbol, aunque una sea un peral y<br />
la otra un manzano.<br />
Ramiro y Abigail le dieron sentido a una vida que de otro modo hubiera<br />
estado totalmente carente de sentido.<br />
Ahora usted es mi tercer amigo.<br />
Y creo que lo es porque me entiende. El bien y el mal que sé que llevo<br />
dentro, ni yo mismo consigo la mayor parte de las veces diferenciarlos,<br />
pero usted, que escribe libros y debe ser por tanto un hombre<br />
inteligente, habrá podido analizar mejor que yo dónde empieza esa línea<br />
y dónde acaba.<br />
Le agradezco la forma en que me ha escuchado, sin demostrar rechazo,<br />
aunque comprendo que muchas de mis cosas tienen que repugnar a<br />
quien ha nacido y se ha criado en un ambiente tan distinto.<br />
Le confieso que el otro día empecé uno de sus libros, pero le ruego que<br />
me disculpe si no he conseguido terminarlo, ya que como le he<br />
explicado muchas veces, no tengo cabeza para leer ni concentrarme.<br />
Se lo enviaré a Ramiro que sí sabrá apreciarlo.<br />
¡Le echo tanto de menos! ¿Por qué no va a conocerle? Cuando termine<br />
aquí váyase a Bogotá y que le invite a cenar en «La Fragata». Que le<br />
den la mesa que le daban a Abigail, y que le cuente parte de esta<br />
historia desde un punto de vista que tal vez sea muy diferente. Él tiene<br />
más cerebro que yo, y desde luego más estudios, y tal vez le interese<br />
conocer los recuerdos de un «gamín» que va camino de ser alguien.<br />
Yo no soy más que un «sicario» algo especial que se empeñó en ir<br />
demasiado lejos.<br />
No crea que no acepto mis culpas, nada de eso. Me consta que de<br />
nuevo se me concedió la oportunidad de detenerme, y una vez más no<br />
me detuve.<br />
Tenía una nueva personalidad, tan falsa como la vieja, eso es muy<br />
cierto, pero también es cierto que conseguí mucho dinero, y
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 170<br />
administrándolo bien hubiese podido vivir en paz para los restos.<br />
Pero seguía teniendo la ira dentro; aquel sabor amargo; aquella bilis que<br />
me impedía descansar pese a que estuviera durmiendo en una cama de<br />
lujo en compañía de las dos putas más caras de Florida.<br />
Las putas te pueden dar placer, pero nunca alegría, te fatigan sin<br />
conseguir que duermas, y en cuanto cerraba los ojos volvía aquel<br />
estruendo de gigantesca trituradora que giraba y giraba bajo mis pies<br />
dispuesta a destrozarme.<br />
No le sorprenda que un hombre como Román Morales muriera de un<br />
ataque, o María Luna acabara perdiendo la razón. Yo mismo padecí<br />
durante meses serios trastornos que incluso me obligaron a pensar que<br />
terminaría en un manicomio.<br />
Y estaba solo. Completamente solo en una ciudad desconocida y hostil<br />
donde el escaso afecto que obtenía debía pagarlo a un precio muy alto.<br />
Vagaba de un lado a otro como un sonámbulo o me pasaba las horas<br />
ante una televisión que la mayoría de las veces ni siquiera entendía,<br />
bebiendo cerveza tras cerveza, y evocando aquellos maravillosos días<br />
en que iba a buscar a Luna al puesto de frutas para comer en la playa.<br />
Habían sido muchos años de infinitas desgracias por tan sólo dos<br />
semanas de felicidad, y no era justo.<br />
Me fui convirtiendo en un hombre amargado. En un viejo prematuro.<br />
Del mismo modo que un «gamín» se ve obligado a madurar aprisa si<br />
pretende llegar a hombre sin quedarse en el camino, el «gamín adulto»<br />
envejece con idéntica rapidez porque la carga que lleva arrastrando<br />
desde niño acaba haciéndose insoportable.<br />
Nada me distraía; nada me divertía; nada conseguía borrar de mi mente<br />
tantos recuerdos tristes y tan sólo uno amable, y en aquellos días pasé a<br />
ser como uno de esos vagabundos que se arrastran por las calles y los<br />
parques, con la única diferencia que tenía un hotel de lujo donde dormir<br />
y cantidad de plata.<br />
Lo que en verdad me sucedía, y eso lo tengo ahora muy claro, es que<br />
estaba intentando luchar contra la necesidad de aniquilar a la pandilla de<br />
hijos de puta que me había hecho tan desgraciado.<br />
No crea, una vez más, que pretendo disculparme. He matado a mucha<br />
gente por dinero, y sabe bien que nunca me arrepentí de haberlo hecho.<br />
También maté un par de veces por venganza, pero lo que en aquellos<br />
días me preocupaba, es el hecho de que me apetecía seguir matando<br />
por el simple placer de distraerme haciéndolo.<br />
Acabar con unos canallas le daba un sentido a mi vida, pero no un
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 171<br />
sentido «transcendental», imprescindible para «mi paz de espíritu», sino<br />
que se trataba tan sólo de la simple necesidad de hacerlo «por hacer<br />
algo».<br />
No me mire como si fuera un monstruo. Muchos me han mirado así y<br />
jamás consiguieron impresionarme. Le estoy hablando de algo muy<br />
complejo, y lo que desearía es que llegase por sí solo al fondo del<br />
problema.<br />
No quería, ni podía, regresar a Bogotá, donde lo único que hubiera<br />
conseguido era ponerme en peligro y complicarle la vida a Ramiro y a<br />
los chicos del Refugio, y Cartagena de Indias, sin estar Luna, se hubiera<br />
convertido en un amargo pozo de recuerdos.<br />
Estaba en Miami, aburrido, hastiado, amargado y sordamente furioso<br />
contra unos tipos que a mi juicio no pagaban con cincuenta kilos de<br />
«coca» todo el mal que habían hecho, y no se me ocurrió otra idea<br />
mejor que «verlos caer».<br />
Se lo digo en serio y lo está entendiendo muy bien aunque le espante.<br />
No fue nada visceral; fue como organizar una cacería o irme de<br />
excursión a las montañas. Una forma de matar el tiempo o distraerme.<br />
Veo que nuestros conceptos de la moral siguen siendo diferentes. Y veo<br />
también que pese a lo mucho que hemos hablado continúa sin saber<br />
cómo soy en realidad.<br />
¡Métaselo en la cabeza! A mí, matar hijos de puta me tiene<br />
completamente sin cuidado.<br />
Imagínese que un día no tiene nada que hacer y decide distraerse<br />
librándose de unos lobos que le han degollado una docena de ovejas.<br />
Tan sólo protestaría la Sociedad Protectora de Animales, ¿no es cierto?<br />
¡Pues bien! En este caso ni siquiera existe una «Sociedad Protectora de<br />
Narcotraficantes». Destruyéndolos no sólo conseguiría distraerme y<br />
aplacar la ira que me comía los hígados, sino que, además, le haría un<br />
gran favor al mundo.<br />
Rudy Santana me había proporcionado una serie de datos, pero no me<br />
bastaban. Necesitaba saberlo todo sobre aquel grupo, y como ya le he<br />
dicho que en Miami me sentía desplazado, acabé buscando la<br />
colaboración de un tal Irving Ramírez, un expolicía de origen cubano<br />
que había pasado un par de años en la cárcel por aceptar sobornos.<br />
Era un mal bicho, corrompido hasta el tuétano, pero sentía un odio muy<br />
especial hacia todo lo que sonase a droga, pues estaba convencido de<br />
que eran los «narcos», los que le habían tendido la trampa en la que<br />
cayó como un imbécil.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 172<br />
Él sí que conocía a la perfección la ciudad y sus gentes, estaba tan<br />
necesitado de dinero que por un puñado de billetes hubiese investigado<br />
hasta a su santa abuela, y a mí lo único que me sobraba era dinero.<br />
Le transmití los datos que tenía y me prometió traerme <strong>info</strong>rmación en<br />
menos de una semana.<br />
Sé que no va a creerme, pero incluso en el momento en que hice el<br />
encargo aún no estaba del todo seguro sobre qué era lo que iba a hacer<br />
exactamente.<br />
A veces el simple hecho de dar de baja a alguien no es en sí la mejor<br />
manera de joderle.<br />
Hay tipos, para los que vivir no es siempre lo más importante.<br />
Supongo que yo soy uno de ellos.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 173<br />
Siento haberle tenido todos estos días esperando. No me encontraba<br />
bien, usted lo sabe, y cuando el cuerpo no responde como deseas,<br />
tampoco lo hace la mente.<br />
Y nos estamos aproximando a la parte de mi cuento que sé que más le<br />
interesa.<br />
No lo niegue. Existe eso que llaman «morbo», y que incluso afecta a los<br />
que escriben libros.<br />
¿Por qué habría venido si no fuera así? Hasta ahora mi historia se<br />
asemeja a la de muchos otros «gamines» que acabaron siendo<br />
«sicarios», y le garantizo que hay algunos que han hecho cosas harto<br />
peores.<br />
Un hijo de perra al que ejecutaron no hace mucho, raptaba niños de<br />
pecho, les abría las tripas y los rellenaba con paquetes de «coca» para<br />
que su amante, que cumple cadena perpetua, viajara con ellos hasta<br />
Los Ángeles fingiendo que dormían.<br />
La «cazaron» porque a una vecina de butaca le extrañó que un niño tan<br />
pequeño ni comiese ni llorase durante tantas horas de vuelo.<br />
Incluso los policías se enfermaron ante la magnitud de tales crímenes.<br />
¿Aunque de qué nos sorprendemos, si la televisión nos muestra cada<br />
día cómo los niños kurdos mueren ante las mismas cámaras? ¡Ahí sí<br />
que tendría un buen libro! Estos días que no he salido de la cama me los<br />
he pasado mayormente viendo televisión, y le garantizo que lo que he<br />
visto ha contribuido a empeorarme.<br />
Tanta guerra y tanta matanza en directo impresionan incluso a alguien a<br />
quien, como yo, se supone de vuelta ya de todo, y es que, que yo<br />
recuerde, mis crímenes fueron siempre rápidos, sin regodeos, un tiro y<br />
fuera, casi sin tiempo de comprobar si el tipo era ya un fiambre, mientras<br />
que con la televisión, hasta los niños contemplan cómo se mata a la<br />
gente con la misma indiferencia que si se tratara de dibujos animados.<br />
Algunas cadenas americanas incluso pretenden que se les autorice a<br />
retransmitir ejecuciones en directo ¿qué le parece? Un canal ofrecería<br />
una gran batalla con «contramisiles» «Patriot», otro al final de la Liga de<br />
Béisbol, un tercero «Indiana Jones», y el cuarto la ejecución de un negro<br />
violador.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 174<br />
Y le aseguro que conseguirán que se ejecutase a la gente a las nueve<br />
de la noche, para obtener mejor índice de audiencia.<br />
¿Pero qué más da? Volvamos a lo nuestro.<br />
Le hablé de Irving Ramírez, ¿no es cierto? ¡Qué cerdo! Sudaba a mares,<br />
olía a demonios, se tiraba unos pedos horrendos que celebraba con<br />
grandes risotadas, y era capaz de pasarse cinco minutos seguidos<br />
eructando.<br />
Llegue a creer que los que le tendieron aquella trampa no fueron los<br />
«narcos», sino los propios policías para librarse de él.<br />
¿Se lo imagina de compañero de celda? ¡Dios bendito! Pero sabía su<br />
oficio.<br />
Era como esos asquerosos perros gordos, paticortos y babeantes que<br />
cuando agarran un rastro no paran hasta alcanzar la presa, y a la<br />
semana justa me trajo un sobre tan manchado de grasa y garrapateado<br />
que únicamente alguien tan guarro como él podría descifrar.<br />
Por lo que había podido averiguar, basándose siempre en los datos<br />
facilitados por el difunto Rudy Santana, el grupo estaba formado por tres<br />
colombianos y un jamaicano, comandados por un mexicano llamado<br />
Carlos Alejandro Criado Navas, que tenía unas inmensas oficinas en el<br />
«Sutheast Financial Center» que domina Biscayne Bay, y una villa de<br />
ensueño en la mejor zona de «Coral Cables».<br />
El teléfono al que yo había llamado no pertenecía sin embargo a<br />
ninguno de esos lugares, sino a la zona del «Distrito del Art-Decó», al<br />
sur de Miami-Beach, lo cual obligaba a pensar que era allí donde tenían<br />
su cuartel general o «caleta» —como llama la Policía de Florida a los<br />
escondites de droga y dinero negro— y que debía ser el lugar desde el<br />
que en realidad traficaban.<br />
Oficialmente, el tal Carlos Alejandro Criado Navas era un exitoso editor<br />
de discos que había conseguido copar el mercado «chicano» de los<br />
Estados Unidos, produciendo también de vez en cuando «culebrones»<br />
para las cadenas de televisión de habla hispana de todo el Continente, y<br />
como en apariencia sus negocios marchaban viento en popa, no tenía<br />
ninguna necesidad de meterse en problemas de vicio.<br />
Yo estaba convencido, no obstante, de que un tipo a punto de que le<br />
peguen un tiro en la cabeza no está en condiciones de inventar<br />
complicadas historias para proteger culpables o implicar a inocentes, y<br />
le pedí por tanto a Ramírez que rebuscase en el pasado de tal Criado<br />
Navas.<br />
Descubrió muchas cosas y muy interesantes.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 175<br />
En primer lugar, que en su país querían atraparle porque sospechaban<br />
que había sido uno de los «hombres de paja» del famoso Negro Durazo<br />
aquel tristemente célebre jefe de Policía condenado a «nosecuántos»<br />
años de cárcel por corrupción y «narcotráfico».<br />
En segundo lugar, que su especialidad era lanzar cantantes<br />
semidesconocidos, explotarlos al límite por medio de contratos leoninos,<br />
y dejarlos caer en cuanto ya no eran rentables.<br />
Y en tercer lugar, que cuantos le conocían aseguraban que a pesar de<br />
su aspecto de hombre encantador, capaz de venderle manchas a un<br />
tigre, era en realidad un tipo increíblemente nervioso que vivía<br />
aterrorizado por la idea de que le asaltara de improviso alguna de las<br />
espantosas jaquecas que le volvían como loco.<br />
Quienes le conocían le adoraban o le odiaban por partes iguales, y era<br />
como si en verdad tuviera dos personalidades diferentes, o fuera el<br />
doctor ese de las películas que se bebía un potingue y se ponía hecho<br />
una bestia.<br />
Ese mismo.<br />
Me enteré de que solía ir a cenar al «Veronique's», allá por Biscayne<br />
Bay, y como no era cosa de presentarme con el cerdo de Ramírez, me<br />
llevé a la puta con más clase de todo Miami.<br />
Conseguí una mesa discreta y le observé.<br />
En verdad era el tipo de hombre al que todos nos gustaría parecemos,<br />
elegante, atractivo, con estilo, y con una conversación de lo más<br />
cautivadora, ya que cuantos se sentaban a su mesa, en especial las<br />
mujeres, no perdían detalle de lo que estaba contando.<br />
Llegué a dudar que pudiera ser lo que Rudy Santana había dicho.<br />
Antes del café se levantó para ir al baño, y la forma en que aventaba la<br />
nariz al regresar me hizo comprender que se había metido una raya de<br />
«coca».<br />
Ya sabe a lo que me refiero; resulta inconfundible en esas personas que<br />
en cuanto terminan de comer la necesitan como otros necesitan un<br />
cigarrillo. Se van discretamente al baño y vuelven harto animados.<br />
Sí, lo sé. Mucha gente lo hace y no por ello es «narcotraficante».<br />
De hecho, por cada traficante suele haber unos quinientos<br />
consumidores, y también sé que en el mundo de los cantantes, los<br />
artistas y los ejecutivos, meterse de tanto en tanto un «toque» es casi un<br />
detalle de buen gusto.<br />
No voy a ponerme a discutir sobre si están cometiendo o no un error del
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 176<br />
que a la larga tendrán que arrepentirse, por mucho que digan que un<br />
poco de vez en cuando carece de importancia.<br />
No es tiempo ya de esas cosas y estoy cansado.<br />
Y tampoco soy quién para largar discursos.<br />
El vicio continuará extendiéndose como una mancha de aceite y es inútil<br />
intentar detenerlo. Hay países que han impuesto la pena de muerte para<br />
los traficantes y ni aun por ésas.<br />
¿Sabes una cosa...? Aquella noche, allí, en aquel maravilloso<br />
restaurante repleto de gente elegante, deseé que el tal Carlos Alejandro<br />
Criado Navas no fuese en realidad más que un apuesto caballero que<br />
había conseguido hacerse rico editando canciones, a pesar de que de<br />
vez en cuando se animara con un poco de «coca».<br />
Para mí, que soy tan poca cosa, tan insignificante y me encuentro tan<br />
fuera de lugar en todas partes, hubiera significado tal vez de una gran<br />
ayuda constatar que se podía llegar a ser tan rico y tan brillante como<br />
parecía ser aquel fulano, sin necesidad de ensuciarse las manos con el<br />
vicio.<br />
Hablaba inglés con fluidez, castellano sin ese cargante deje de algunos<br />
mexicanos, e incluso en dos ocasiones se dirigió al camarero en lo que<br />
imagino era francés.<br />
Y se le advertía culto, preparado y simpático.<br />
¡Le envidié! Ya me conoce y sabe que no me guardo las cosas.<br />
Envidié su estilo y también envidié la soberbia mujer que tenía al lado, y<br />
frente a la cual mi puta de lujo parecía muchísimo más puta y muchísimo<br />
menos de lujo.<br />
Hay algo que tal vez nunca llegue a comprender de mi carácter, y es la<br />
sincera admiración que los que estamos abajo podemos sentir por<br />
aquellos que están muy por encima.<br />
Yo no me convertiría en un Carlos Alejandro Criado Navas aunque<br />
volviera a nacer y viviera mil años, y tengo conciencia de ello.<br />
Pero me gusta que existan personas así, y hacerme la ilusión de que tal<br />
vez podría haber sido una de ellas.<br />
No todos los feos odian a los guapos.<br />
No todos los vulgares odian a los brillantes.<br />
No todos los que son grises odian a los que son geniales.<br />
Si fuera así, en el mundo habría muchísimo más odio del que ya existe,<br />
porque son infinitamente más los seres humanos feos, grises y vulgares,
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 177<br />
que los guapos, brillantes y geniales.<br />
La admiración se va transformando tanto más en envidia cuanto menor<br />
es la diferencia entre las personas.<br />
Yo admiro profundamente a Al Pacino, pero estoy convencido que un<br />
actor casi tan bueno como él, no le admira, le envidia.<br />
Si usted hubiese conocido a Criado Navas tal vez le hubiera parecido,<br />
como a tantos otros, un pedante, engreído y profundamente ignorante,<br />
que se había embadurnado con una leve capa de barniz bajo la cual no<br />
había más que crueldad, ambición y miserias, pero a mí, que lo<br />
observaba con los ojos de un verdadero ignorante, su personalidad se<br />
me antojaba la imagen de todo lo fastuoso y deseable.<br />
Advertía que una vez más intento que establezca las distancias entre<br />
nuestros mundos y nuestras formas de ver la vida, para que de ese<br />
modo pueda entender mejor qué fue lo que me impulsó a hacer lo que<br />
hice.<br />
Es como si discutiéramos sobre un objeto, que estuviésemos<br />
contemplando desde ángulos opuestos.<br />
El objeto es el mismo. Son nuestras apreciaciones las que cambian.<br />
Un crimen es siempre un crimen, lo sé, pero está claro que no lo ven de<br />
igual forma la víctima que el asesino.<br />
Fuera por lo que quiera que fuera, aquel tipo me caía de madre, y me<br />
tenía fascinado pese a que me di cuenta de que también fascinaba a la<br />
puta que estaba conmigo y que me cobraba seiscientos dólares. Me<br />
consta que a aquel jodido se lo hubiera hecho gratis, y lo entendí.<br />
Él también pareció darse cuenta de que mi zorrastrón no le quitaba ojo,<br />
pero tuvo la delicadeza de no darse por enterado, ignoro si por respeto<br />
hacia mí, o por miedo a la increíble morena de ojos verdes que le<br />
acariciaba la mano.<br />
Le juro que por más de quince minutos tuve la sensación de que aquel<br />
asunto estaba definitivamente cerrado y lo mejor que podía hacer era<br />
olvidarlo y dejar en paz a un tipo tan simpático.<br />
Pero de pronto se echó a reír.<br />
Y era la suya una risa contagiosa.<br />
Una risa espontánea, desbordante, llena de vida; de esas que consiguen<br />
que los comensales de las mesas vecinas no puedan evitar sonreír<br />
también aunque no tengan ni puñetera idea sobre de qué puede ir la<br />
cosa.<br />
La risa de María Luna.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 178<br />
La risa de Luna, amigo; la misma risa que a mí me hizo tan feliz durante<br />
tan poco tiempo.<br />
Me vi a mí mismo en un pequeño restaurante de Cartagena, donde<br />
ocupaba la mesa en la que se concentraban todas las miradas, porque a<br />
mi lado se sentaba la hermosa mulata que había inventado todas las<br />
risas.<br />
Y me asaltó la impresión de que me habían quitado algo.<br />
Me asaltó la impresión de que Carlos Alejandro Criado Navas, le había<br />
robado la risa a María Luna Sánchez.<br />
Dudo que lo entienda.<br />
Dudo que acepte que fue aquella forma de reírse, en aquel preciso<br />
instante, lo que provocó que, tiempo después, Carlos Alejandro Criado<br />
Navas tuviese el espantoso fin que tuvo.<br />
Pero así fue, se lo juro.<br />
Aquel chiste le perdió para siempre.<br />
Sus carcajadas abrieron una herida que aún tenía muy reciente, y me<br />
obligaron a preguntarme por qué coño aquel tipo tenía derecho a reírse<br />
si es que era el culpable de que María Luna hubiera dejado de hacerlo.<br />
Fue entonces cuando decidí no dejarme deslumbrar por las apariencias,<br />
y seguir investigando hasta tener la absoluta certeza de si tenía o no la<br />
más mínima responsabilidad en lo que había ocurrido.<br />
¿Quiere que le diga algo curioso? Por primera vez deseé conocer<br />
personalmente y tratar lo más a fondo posible a alguien a quien<br />
empezaba a presentir que iba a dar de baja.<br />
En esta ocasión no quería actuar como un «sicario» a sueldo que<br />
cumple su trabajo de la forma más impersonal posible, ni como el<br />
vengador airado que asesina arrastrado por un impulso irreprimible.<br />
Me apetecía disfrutar a gusto de una situación que se me antojaba tan<br />
prometedora como esos largos habanos que se saborean sin prisas, o<br />
esas espléndidas muchachas a las que pagas, no para echarles un<br />
«polvo», sino para juguetear con ellas durante un par de semanas.<br />
Yo nunca me he considerado un tipo cruel, aunque alguien le haya<br />
podido decir lo contrario, ni, mucho menos, sádico.<br />
Jamás disfruté con mi trabajo, ni experimenté la más mínima sensación<br />
—de placer o de rechazo— al llevarme a la gente por delante.<br />
Ni aun cuando le tuve que apretar las tuercas a Rudy Santana.<br />
Necesitaba una <strong>info</strong>rmación, hice lo necesario para obtenerla y acabé
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 179<br />
despachándole sin alegría ni tristeza, como quien cierra el libro que ha<br />
terminado.<br />
Pero en esta ocasión quería leer con calma ese libro, llegando al fondo<br />
de cada una de sus páginas.<br />
Irving Ramírez me proporcionaba una <strong>info</strong>rmación que analizaba con<br />
todo detalle, y como ya le he dicho en más de una ocasión que soy lento<br />
en mis decisiones, me tomé cantidad de tiempo en madurar la forma de<br />
hacerle pagar a aquel cerdo lo que me había hecho, si es que en verdad<br />
era mi hombre.<br />
Por fin localizamos la nueva «caleta» —a la que se habían mudado tras<br />
la «fuga» de Rudy Santana— en el tercer piso de un edificio rosa, casi<br />
en la esquina de la Vía Española con la avenida Collins, y le pedí a<br />
Ramírez que instalara un tipo enfrente para que controlara a todo el que<br />
entrase o saliese de aquel apartamento.<br />
Fue un trabajo largo, pero le repito que yo no tenía la más mínima prisa,<br />
y al fin llegamos a la conclusión de que, en efecto, no eran más que<br />
cuatro: tres colombianos y un jamaicano.<br />
Quien no entró ni salió nunca de allí fue Criado Navas. Se diría que le<br />
tenía una especial aversión a la zona, pues durante el tiempo que lo<br />
vigilamos, jamás puso el pie en Miami-Beach ni sus alrededores.<br />
Su ruta iba de Coral Cables a la oficina o los estudios de grabación, y<br />
por la noche a un restaurante de lujo. Los fines de semana ni siquiera se<br />
movía de la piscina de su casa.<br />
De vez en cuando hacía un corto viaje a Nueva York o Los Ángeles y en<br />
una ocasión pasó tres días en Europa, pero resultaba evidente que<br />
Miami era su cuartel general, y que se sentía plenamente a gusto con su<br />
hermosa mansión y su increíble amante.<br />
Volví a dudar, no se lo niego. Pese a lo que dijera Rudy Santana no<br />
parecía existir el más mínimo vínculo de unión entre Criado Navas y<br />
aquellos cuatro «narcos», por lo que decidí tomar cartas en el asunto.<br />
Elegí a uno de los colombianos, no por razones de paisanaje, sino<br />
porque era homosexual, lo cual facilitaba mucho las cosas.<br />
¡No, no intenté seducirle, no me venga con chorradas!<br />
Le he dicho que era homosexual, no que era ciego. Si llego a insinuarme<br />
echa a correr y no para hasta Alaska.<br />
Lo cacé a la puerta de su casa, le metí el cañón de la pistola en la oreja<br />
y me franqueó la entrada sin rechistar siquiera.<br />
Tenía muy buen oído el «hijo-e-madre», pues en cuanto empecé a
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 180<br />
interrogarle me miró fijamente y me preguntó si por casualidad me<br />
llamaba Román Morales.<br />
Era el «costeño» con el que había hablado tres veces por teléfono.<br />
Le repliqué que Marrón Morales se había quedado colgado para la<br />
eternidad de la popa de un petrolero, y que su compinche, Rudy<br />
Santana, estaba enterrado bajo un montón de escombros en una casa<br />
abandonada.<br />
Entendió la indirecta.<br />
Tomaba por el culo, pero no era cobarde.<br />
—Llegó «La Inesperada» —dijo.<br />
Charlamos largamente, casi como dos conocidos que hablan de cosas<br />
intrascendentes, pues desde el momento en que le até a una silla se<br />
relajó y se dio por muerto, aceptando cada minuto más como un regalo<br />
al que no tenía derecho.<br />
Estaba en el vicio, pero en el vicio duro: la «coca» a puñados, y<br />
resultaba evidente que entre eso, y su afición a los jovencitos, se había<br />
hecho tiempo atrás a la idea de que cualquier día se lo llevarían por<br />
delante por robarle cuatro pesos.<br />
—Quizá sea mejor así —musitó apenas—. Al menos sé que me matas<br />
por cabrón, no por marica.<br />
Incluso me contó un chiste: los cubanos habían encontrado al fin la<br />
fórmula del agua bendita: «H-Dios-O», y estaban intentando convencer<br />
a Fidel Castro para que se fuese pronto al cielo a conseguir del Padre<br />
Eterno los derechos de explotación.<br />
En un principio no quiso hablar de su gente, pero cuando le ofrecí<br />
prepararle una buena dosis que le ayudara a sobrellevar el último mal<br />
rato, abundó sobre cuanto me contara Rudy Santana.<br />
Cuando le pregunté la razón por la que no se limitaba a meter la<br />
«mercancía» en el magnífico escondite que habían descubierto para<br />
recogerla luego en el puerto sin tener que arriesgar tantas vidas, me<br />
aclaró que lo hicieron así hasta que perdieron dos envíos.<br />
—Los petroleros no son como los buques de línea. A menudo cambian<br />
de destino a mitad de travesía, y acaban en Nueva Orleáns, Tampa o<br />
Nueva York.<br />
No podían dedicarse a buscar por todos los puertos de América dónde<br />
estaba su barco y acabaron por enviar siempre dos acompañantes.<br />
—¿Por qué dos? —quise saber.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 181<br />
—Porque tienen el doble de posibilidades de sobrevivir, que uno —<br />
replicó el muy cabrón sin inmutarse.<br />
¿Qué le parece? Raro era el viaje en que no perdían al menos uno de<br />
los correos, pero durante el último año y medio habían introducido casi<br />
tres toneladas de «coca» en los Estados Unidos, lo que les habían<br />
reportado —descontando pérdidas e imprevistos— poco menos de<br />
doscientos millones de dólares.<br />
Doscientos millones de dólares, y era una organización pequeña, casi<br />
artesanal, independiente y sin formar parte de un «Cártel» como el de<br />
Medellín, o una «Hermandad» como la que dirigió en su día Griselda<br />
Blanco.<br />
¿Se da cuenta de la cantidad de dinero que se puede ganar en ese<br />
negocio? Sí. Ya sé que se da cuenta. Se lo he dicho mil veces.<br />
Luego llegó la pregunta clave, ¿quién dirigía todo aquel tinglado?, y su<br />
respuesta fue inmediata: un cerdo loco, pero más listo que el hambre,<br />
que se llamaba Carlos Alejandro Criado Navas.<br />
Hubiera preferido cualquier otra respuesta, pero así estaban las cosas.<br />
Por pura curiosidad le pregunté si me habría dado ese nombre de no<br />
estar absolutamente convencido de que iba a matarle, y me respondió<br />
que no, porque en ese caso, quien le hubiera hecho matar sería Criado<br />
Navas.<br />
Es alguien que puede hacerte salir de una cárcel o meterte en la tumba,<br />
pero de lo que estoy seguro es de que aún no ha aprendido a resucitar a<br />
nadie, y por lo tanto me importa un carajo que lo jodas. Se lo merece.<br />
Estuvimos más de dos horas hablando de sus costumbres, sus gustos y<br />
sus métodos de trabajo. De sus contactos dentro y fuera del país, y de<br />
aquellas jaquecas que le obligaban a darse cabezazos contra la pared,<br />
aullando de dolor, aterrorizado por la idea de que acabarían volviéndole<br />
loco.<br />
—Apenas duerme —concluyó—. Y no tiene más que treinta y dos años<br />
aunque aparenta casi cincuenta.<br />
¿Extraño, no le parece? Casi se podría decir que hablamos de dos<br />
personas distintas, pero tenía la absoluta seguridad de que era la<br />
misma.<br />
Al amanecer me fui de allí dejando las cosas de tal forma, que obligaban<br />
a creer que se trataba de un «crimen pasional». Un tipo que vive con un<br />
gato de angora, doscientos gramos de «coca», vestidos de mujer,<br />
lencería fina, y uniformes «nazis», no llama demasiado la atención<br />
cuando aparece estrangulado en una cama revuelta.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 182<br />
Y no es que me importara la Policía; sabía que apenas movería un<br />
dedo. Me interesaba que el bueno de Criado Navas no se alarmara.<br />
Al día siguiente me fui a ver al negro Augusto, que estaba de lo más feliz<br />
con su nuevo bar del varadero, y me inclino a pensar que de haberme<br />
dado una pequeña esperanza sobre María Luna, tal vez me hubiese<br />
calmado dejando las cosas de ese tamaño y cogiendo puerta hacia otra<br />
parte.<br />
Pero sus noticias continuaban siendo tan descorazonadoras como<br />
siempre. Mi mulatita nunca más volvería a vender sabrosas frutas frente<br />
a la «Plaza de Los Zapatos Viejos», y eso reavivó mi mala leche.<br />
¿Qué hubieras hecho? Ya es hora de que nos tuteemos, ¿no te parece?<br />
Aunque quizá que le tutee un asesino no sea cosa de su agrado.<br />
¡Palabra que no me ofendería si me lo dijese a las claras! Me ofendería<br />
mucho más si no fuese sincero.<br />
¡De acuerdo, entonces! ¿Qué hubieras hecho en un caso semejante?<br />
¿Marcharte, ¡Dios sabe dónde!, a pasar el resto de tus días como un<br />
«huevón» acojonado, o demostrarle a aquel «coño-e-su-madre» que no<br />
se podía andar por la vida jodiendo a todo el mundo impunemente?<br />
Creo que la respuesta es evidente, y aunque sea lento, cuando decido<br />
hacer algo lo planifico muy bien y suelo llegar hasta el fondo del asunto.<br />
¿Sabes lo que significa en venezolano «Navegar con Bandera de<br />
Pendejo»? Hacerte el tonto.<br />
Obligar a los listos a que crean que te llevan un kilómetro de distancia,<br />
para que cuando lleguen a darse cuenta descubran que les estás<br />
esperando a la vuelta del camino.<br />
Eso fue lo que hice.<br />
Conseguí un disco de una colombiana que cantaba muy bien, pero que<br />
apenas trascendió fuera de mi país, lo pasé a una simple cinta<br />
magnética y me busqué unas fotos de una peruana preciosa con cara de<br />
no haber roto nunca un plato.<br />
Cuando lo tuve todo, me presenté en las oficinas de Carlos Alejandro<br />
Criado Navas, y le hice saber al fulano que me recibió que estaba<br />
dispuesto a invertir todo el dinero que hiciese falta en convertir a «Mi<br />
Soledad Alvarado» en la cantante más famosa de América.<br />
El tipo «olió» el negocio.<br />
Entendió que un enano escuchimizado y con cara de mono al que<br />
sobraba al parecer la plata, estaba «encoñado» con una niña que no<br />
cantaba mal, y que ése era un asunto del que se podía sacar una buena<br />
tajada.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 183<br />
Si el enano era, además un «ecuatoriano» afincado en Miami, que no<br />
daba ningún tipo de explicación sobre la procedencia de sus millones,<br />
mejor que mejor.<br />
Yo me había instalado ya en la «Suite Presidencial» del «Hotel<br />
Fontainebleau», y ésa era una tarjeta de presentación que impresionaba<br />
a cualquiera.<br />
Se apresuró a comunicarme que estudiaría con detenimiento la<br />
propuesta, se la trasladaría a su jefe y me tendría al corriente.<br />
¡Di algo! ¡Felicítame al menos! A los tres días el mismísimo Carlos<br />
Alejandro Criado Navas me invitó a almorzar para discutir el tema.<br />
¡Era un encanto! Más listo que el hambre el «hijoputa» con más «tablas»<br />
que Reagan, y te juro que si llega a vender alfombras me «enmoqueta»<br />
la casa que no tengo.<br />
Hay gente hábil para embaucar a la gente, y aquél se llevaba la palma,<br />
pues tenía siempre a punto la frase oportuna para hacer que te sintieras<br />
importante, y la verdad es que para que alguien como yo se sienta<br />
importante hay que saber darle mucha coba.<br />
Le dejé hacer, y, sin decirlo, ni tan siquiera insinuarlo, le obligué a creer<br />
que andaba metido hasta el cuello en negocios de vicio que me<br />
proporcionaban tantos millones que no sabía en qué demonios<br />
gastármelos...<br />
¿Qué otra cosa puedes suponer de alguien dispuesto a emplear dos<br />
millones de dólares en «promocionar» a una cantante por el simple<br />
placer de llevársela a la cama.<br />
Me debió ver como al «Ciudadano Kane» aquel que construyó un teatro<br />
de ópera para su amante.<br />
Por su parte, y en eso también demostró ser muy listo, no hizo la menor<br />
alusión a que estuviera interesado en ningún tipo de negocio<br />
relacionado con la droga, pues debes tener muy presente que en<br />
Florida, por cada «narcotraficante» hay cinco agentes de la DEA<br />
dispuestos a tenderle una trampa.<br />
Aquel mismo año se habían decomisado más de treinta toneladas de<br />
«coca» en el sur de Florida, y el índice de criminalidad de Miami doblaba<br />
el de Nueva York y triplicaba el de cualquier otra ciudad de los Estados<br />
Unidos.<br />
Estos datos te darán una idea de que si estabas en el ajo debías<br />
andarte con pies de plomo si no querías que te jodieran vivo.<br />
Y de todos los «narcos» prudentes, Criado Navas era el más cauto,<br />
pues dudo mucho que aparte de sus compinches, Irving González y yo,
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 184<br />
alguien tuviese la más remota idea de que estaba en el negocio del<br />
vicio.<br />
Ni siquiera su amante.<br />
¡Y qué amante tenía! Al sábado siguiente me invitó a cenar al «Plaza<br />
Saint-Michel», en «Coral Cables» muy cerca de su casa y apareció con<br />
ella.<br />
¡Joder! Si la primera vez que la vi me cortó el hipo, en esta ocasión la<br />
trajo decidido a deslumbrarme y te garantizo que lo consiguió.<br />
Se llamaba Diana y ahora creo que anda liada con un multimillonario<br />
chileno que la tiene enterradita en diamantes, tal como se merece. Cada<br />
vez que se inclinaba me dejaba contemplar el mejor par de tetas que he<br />
visto en mi vida, y te juro que jamás imaginé que pudieran existir tetas<br />
semejantes.<br />
¡Y sabía de todo! A mí aún me sigue maravillando que existan personas<br />
a las que el mundo parece quedárseles pequeño, y que cuando les<br />
menciones cualquier tema den la impresión de que lo han mamado en la<br />
cuna.<br />
Yo, de lo único que entiendo un poco —y porque me lo enseñó Abigail<br />
Anaya— es de pintura, pero aquellos dos jodíos me daban siete vueltas,<br />
y a los diez minutos se habían enfrascado en una discusión sobre<br />
Tiziano que me dejó en ayunas.<br />
Pero lo que importa es que conseguí hacer amistad con ellos, o al<br />
menos que todos fingiéramos ser amigos mientras planificábamos cómo<br />
conseguir que mi amada «Soledad Alvarado» se convirtiese en una<br />
figura de la canción.<br />
Incluso me propuso producir una telenovela en la que fuese una de las<br />
protagonistas, lo cual significaría que en muy poco tiempo medio mundo<br />
estaría loco por ella. Luego buscaríamos al mejor compositor, una<br />
orquesta de lujo y un vestuario apropiado, y con aquella voz y aquella<br />
cara, Carlos Alejandro me garantizaba el éxito al mil por cien.<br />
¿Quieres saber lo más gracioso...? ¡Me lo creí! Me creí mi propia<br />
mentira y aquel jodido vendedor de alfombras me convenció de que con<br />
la voz de una colombiana que ya sólo debería cantar en la ducha, y la<br />
imagen de una putita peruana daríamos el gran golpe.<br />
Repito: ¿qué hubieras hecho sabiendo que el cabrón que te había<br />
destrozado la vida, y se andaba follando a una tía tan cojonuda<br />
intentaba liarte con algo tan estúpido? Llevártelo por delante, imagino.<br />
Llevártelo por delante, pero no de un solo carajazo.<br />
Me divertía la idea de írsela metiendo poco a poco.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 185<br />
Y por donde más le jodierá.<br />
El «costeño» me había facilitado tanto las cosas que lo tenía en mis<br />
manos, y estaba en condiciones de sacarle la piel a tiras sin que llegara<br />
a imaginar que era yo quien se la estaba jugando.<br />
Y lo más divertido de todo aquello es que no tenía la más remota idea<br />
de que yo estaba dispuesto a todo por acabar con su paciencia.<br />
Dejé pasar unos días dándole largas a la espera de la llegada de<br />
«Soledad», y mi siguiente paso fue cargarme al jamaicano; un negro<br />
altísimo que había llegado a jugar en la NBA y que parecía siempre<br />
recién salido de las páginas de moda de la revista Ebony.<br />
Por lo que sabía, era el máximo responsable de la «caleta» de la Vía<br />
Española con la avenida Collins, de la que no solía alejarse hasta que<br />
alguno de sus compinches venía a relevarle.<br />
La mayor parte del tiempo libre se lo pasaba jugando al tenis en las<br />
cercanas pistas de «Flamingo Park», o tirándose a un montón de tías, la<br />
mayoría casadas, con las que establecía contacto en el bar de las<br />
pistas.<br />
El tipo debía ser un auténtico garañón, pues por su apartamento<br />
pasaban más mujeres en una semana que por mi cama en tres años.<br />
Al que le correspondiera el «cipote» de aquel negrazo debió tener<br />
indigestión una semana.<br />
Caimanes.<br />
Se lo eché a los caimanes.<br />
¡Qué tontería! ¿Por qué habría de mentirle? Tenía interés en que<br />
desapareciera sin dejar rastro, y te aseguro que cuando tiras algo<br />
comestible a una charca del «Parque de los Everglades», los caimanes<br />
no devuelven ni el envase.<br />
Es muy sencillo: agarras al tipo, le das un buen golpe en la cabeza, lo<br />
metes en el portaequipajes de un coche alquilado y a media tarde enfilas<br />
la carretera que va al Oeste a través de los Everglades.<br />
Cuando comienza a anochecer te fijas bien en una laguna oscura y<br />
profunda, y media hora después giras en redondo, te detienes un<br />
momento en el punto elegido y tiras el paquete al agua con un buen<br />
pedrusco metido en los pantalones.<br />
Incluso tienes tiempo de cenar con los amigos en cualquier lugar de<br />
Miami.<br />
Lo difícil no fue deshacerse del jamaicano. Lo que en verdad me costó<br />
sudar tinta fue que me diera la clave de la caja fuerte de la «caleta», en
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 186<br />
la que guardaban veintidós kilos de «coca» y más de novecientos mil<br />
dólares en billetes.<br />
Cargarme al jamaicano no tenía gracia. Jamaicanos hay muchos. Lo<br />
que a mí me interesaba era que Carlos Alejandro Criado Navas llegara<br />
al convencimiento de que el negro se había largado con su «mercancía»<br />
y su dinero, al igual que se había largado dos meses antes el tal Rudy<br />
Santana.<br />
¿Vas comprendiendo? A pesar de haberse cambiado de «caleta», dos<br />
socios se la habían jugado, y a un tercero se lo habían cargado en un<br />
turbio crimen de homosexuales.<br />
En menos de nueve semanas había perdido setenta kilos de la mejor<br />
«coca», tres hombres, y un millón doscientos mil dólares.<br />
No cabe duda de que su perfecta «organización» había quedado casi<br />
desmantelada y que le iba a costar un terrible esfuerzo levantarla de<br />
nuevo.<br />
Le dio una jaqueca que le duró una semana.<br />
Por lo que me contó Diana cuando acudí de lo más afligido a<br />
interesarme por su salud, el cráneo parecía a punto de estallarle, y tan<br />
sólo se calmaba cuando el médico le inyectaba morfina.<br />
—¡Estoy asustada! —sollozaba agitando sus preciosos pechos—. De<br />
vez en cuando se mete «una raya» y no sé cómo reaccionará ahora con<br />
tanta morfina.<br />
Me dieron ganas de responder que ojalá se quedara tan alelado, como<br />
María Luna para el resto de sus días, pero me limité a brindarle todo mi<br />
apoyo para cuanto pudiera necesitar, y desearle un pronto<br />
restablecimiento a su amado.<br />
Nunca lo he sabido. Quizás un tumor, que era lo que él más temía, o<br />
quizá su propia mala leche que se le había agriado en el cerebro.<br />
Cuando volví a verle había envejecido de un modo increíble.<br />
Nunca he conocido a nadie que pareciera tan viejo siendo tan joven. Era<br />
como si cada día de uno de aquellos ataques se le convirtiera en un año<br />
de vida.<br />
Si no hubiera sido quien era me habría dado una pena horrible.<br />
Debía sufrir las mil agonías del infierno, y ese padecimiento se le<br />
marcaba en la cara.<br />
Una vez vi una película de un tipo que hacía un pacto con el diablo o no<br />
sé quién, y mientras él se quedaba siempre joven y guapo tenía un<br />
cuadro que se volvía una mierda.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 187<br />
Éste era igual, pero al revés.<br />
En el cuadro que colgaba sobre la chimenea se le veía sensacional,<br />
pero pese a que se lo habían pintado hacía tres años, él parecía ya su<br />
padre.<br />
Durante la primera conversación que mantuvimos cuando comenzó a<br />
recuperarse, me di cuenta que llevaba camino de volverse loco, y que lo<br />
que más contribuía a ello era su falta de seguridad en sí mismo.<br />
Ya era muy rico, pero daba la sensación de que cada noche que se iba<br />
a la cama sin ser más rico aún no podía pegar ojo, aterrorizado por el<br />
hecho de que a la mañana siguiente sería más pobre. Y a la otra más, y<br />
a la otra más, hasta volver a convertirse en un desgraciado obligado a<br />
adular a los poderosos mendigando unos centavos.<br />
Lo suyo no era ambición, era pánico, no sé si me explico.<br />
Supongo que se trata de un tipo demasiado soberbio que se había visto<br />
en la necesidad de humillarse a menudo, y prefería morir a pasar por lo<br />
mismo.<br />
Y eso le estaba matando.<br />
Imaginar que llegase un día en que no fuera el más alto, el más guapo,<br />
el más brillante, y el que lucía la mujer más hermosa, era tanto como<br />
condenarle a los infiernos, y no se detenía a meditar en el hecho de que<br />
nadie puede mantenerse siempre en la cima ni aun pisoteando una<br />
montaña de cadáveres.<br />
Los años no perdonan, y con él parecían querer ensañarse con especial<br />
cariño.<br />
Si como dice el dicho, «A partir de los treinta cada cual es culpable de<br />
su propia cara», debía ser el más culpable del mundo.<br />
Yo tengo muchísimos más muertos sobre la conciencia de los que<br />
Criado Navas pudiera tener, pero soy así de feo desde chiquito.<br />
En mi caso la culpa es del hambre.<br />
Un hambre que supongo que ya me apretaba incluso desde antes de<br />
nacer.<br />
A mí la cara no va a cambiarme por muchas cosas que haga. Ramiro<br />
aseguraba que soy incapaz de expresar alegrías o tristezas.<br />
Tal vez si me hubiera visto con la mulata hubiera opinado de otra forma.<br />
Él sólo me conoció en la mala.<br />
El rostro de Criado Navas, por el contrario, lo reflejaba todo.<br />
Veo que te sorprende que le dedique tanto tiempo y tanto aliento. Ten
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 188<br />
en cuenta que fue la primera de mis víctimas con la que me sentí<br />
involucrado de un modo absolutamente personal.<br />
Como si se tratara de mi primer crimen y no del último, y eso marca la<br />
diferencia.<br />
Y además el suyo no fue un crimen cualquiera; fue una obra de arte, y<br />
pretendo que entiendas por qué hice las cosas que hice.<br />
Cuando advirtió que me olvidaba incluso de mi adorada «Soledad<br />
Alvarado» por servirle de ayuda y de consuelo comenzó a sincerarse.<br />
Me porté como un grandísimo hijo de puta, no hace falta que me lo<br />
digas.<br />
En el tiempo que pasé en la selva me enseñaron que para cazar<br />
jaguares hay que aprender a balar como una oveja o a rugir como un<br />
jaguar en celo.<br />
Carlos Alejandro se sentía más inseguro que nunca puesto que creía<br />
que todos le robaban y eso hacía que necesitase aferrarse a algo<br />
concreto.<br />
Y allí estaba yo, generoso y solícito; comprensivo y amable, utilizando<br />
sus mismas armas: aquellas que le ayudaban a considerarse necesario<br />
e importante; el hombre brillante a cuya sombra un desgraciado como yo<br />
tenía la obligación de sentirse feliz pese a que mi supuesta «fortuna»<br />
fuese diez veces superior que la suya.<br />
Le regalé un «Rolls-Royce» blanco para animarle.<br />
¡Qué más me daba! El dinero era suyo.<br />
Fue un detalle muy de agradecer, y me lo agradeció en el alma, sobre<br />
todo cuando le señalé que a cambio no quería más que su amistad y<br />
poder continuar aprendiendo a su lado.<br />
Te garantizo que un agente de la DEA no regala un «Rolls-Royce» ni<br />
aun a sabiendas que va a atrapar a Pablo Escobar, que como sabes es<br />
el máximo responsable del «Cártel de Medellín» y el mayor criminal<br />
conocido.<br />
Si le quedaba alguna duda sobre mí, se le disipó en cuanto se puso al<br />
volante.<br />
Debió imaginar que yo era una mierda deslumbrado por su personalidad<br />
y que suspiraba por ser como él.<br />
Reconozco que como maestro en el arte de la adulación, Criado Navas<br />
era el mejor que se podía desearse y yo me comporté como un alumno<br />
aventajado.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 189<br />
Estaba jugando con sus propia cartas y, modestia aparte, debo<br />
reconocer que las estaba jugando de puta madre.<br />
Le animé, le consolé, le hice creer que era la única persona de este<br />
mundo con la que me sentía realmente a gusto, sin contar a las putas, y<br />
acabé por convertirme en su amigo más íntimo.<br />
Y es que necesitaba algún tiempo para llevar a cabo cuanto tenía tan<br />
cuidadosamente calculado.<br />
Por último, cuando todo estuvo dispuesto, le llamé procurando que mi<br />
voz sonase harto alterada, como si en verdad me encontrase muy<br />
preocupado.<br />
Le pedí que acudiera de inmediato a un pequeño bar, cerca de su<br />
oficina, nos sentamos en la mesa más apartada, y cuando inquirió,<br />
nervioso, los motivos de tanta precipitada cita, le dejé caer encima una<br />
auténtica «bomba».<br />
Sentía muchísimo tener que comunicarle que mis «socios» de Bogotá<br />
me exigían que dejara de frecuentar su compañía, pues al parecer era<br />
«Un hombre marcado por la DEA».<br />
Se puso blanco y la copa le tembló en la mano.<br />
Añadí luego que a través de los contactos de que disponíamos en la<br />
«Agencia Antinarcóticos», habíamos tenido conocimiento de que un tal<br />
Rudy Santana, detenido en España con más de treinta kilos de «coca»<br />
había confesado que Carlos Alejandro Criado Navas era el jefe máximo<br />
de su organización, proporcionando detalles muy precisos sobre su<br />
forma de operar y la cantidad de «mercancía» que había conseguido<br />
introducir en el país en los dos últimos años.<br />
¡Se cagó! ¡Te lo juro! Literalmente se cagó en los pantalones.<br />
Sufrió una descomposición que le obligó a correr al retrete, y cuando<br />
regresó olía a demonios y había envejecido otros diez años.<br />
Yo fingía estar profundamente preocupado.<br />
Le confesé entonces, ¡como si él no se lo imaginara!, que andaba<br />
metido en el negocio —pero a lo grande— y que al estar muy<br />
directamente relacionado con los que «En Verdad Contaban» no podía<br />
arriesgarme a que a través de «Un Pequeño Traficante» la Policía<br />
pudiera encontrar pistas que llevaran muchísimo más lejos.<br />
De mi expresión, más que de mis palabras, que le sonaron sin duda<br />
falsamente animosas, debió llegar a la conclusión de que el hecho de<br />
que le encarcelasen era ya sólo cuestión de horas.<br />
—Yo, por si acaso, salgo del país esta misma noche —añadí por
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 190<br />
último—. Y mi consejo es que desaparezcas en el acto, porque de lo<br />
contrario creo que no te permitirán dejarlo nunca más.<br />
Si has visto alguna vez un globo que se va arrugando hasta convertirse<br />
en una especie de preservativo usado, ése fue Criado Navas aquel día.<br />
Su mundo, su maravilloso mundo hecho de lujo, dinero, mujeres,<br />
«coca», champaña, prepotencia y desprecio hacia todo lo que no fuera<br />
«lo mejor de lo mejor», debió transformarse en su mente en una tétrica<br />
cárcel plagada de asesinos y drogadictos decididos a violarle, y puedes<br />
creerme que si en ese momento hubiese tenido muchos más cojones de<br />
los que tenía, habría optado por levantarse la tapa de los sesos.<br />
Yo disfrutaba.<br />
Es la verdad. ¿Por qué me voy a comportar como un hipócrita contigo?<br />
Creo que si en mi vida ha habido un día absolutamente perfecto, aparte<br />
de los que viví en Cartagena con mi mulata, fue sin duda aquel en que<br />
pasé como una apisonadora por encima de Carlos Alejandro Criado<br />
Navas y lo dejé como una plasta de perro en una acera.<br />
Y si alguna vez, fui sádico y cruel, fue también aquel día.<br />
¡Era basura! Te lo juro; era pura basura sin valor para encarar sus<br />
propios crímenes.<br />
Rudy Santana, el «costeño» marica, e incluso el jamaicano, afrontaron<br />
su fin con un cierto coraje, conscientes de que todo el que juega se<br />
arriesga a que lo jodan y eso es lo justo, pero aquel niño bonito al que la<br />
vida le había puesto las cosas demasiado fáciles, debía imaginar que a<br />
él le tocaba estar en el bando de los que siempre ganan.<br />
Y nadie gana siempre, tú lo sabes.<br />
Sería demasiado injusto para los que siempre pierden.<br />
Lloriqueaba.<br />
¿Puedes creerlo? ¡Lloriqueaba como un chiquillo al que su padre ha<br />
sorprendido haciéndose una paja, y te aseguro que me entraron ganas<br />
de arrearle un coñazo! Pero me limité a tranquilizarle haciéndole ver que<br />
si mantenía la calma y abandonaba los Estados Unidos de inmediato,<br />
las cosas se arreglarían, porque lo único que tenían contra él era la<br />
acusación de un «narcotraficante» que había sido cazado con las manos<br />
en la masa y sin pruebas concretas ningún país concedería su<br />
extradición.<br />
Le di a entender que siendo mi amigo y considerándole ya «uno de los<br />
nuestros», no tendría el más mínimo problema a la hora de rehacer su<br />
fortuna e incluso acrecentarla, pues estando en aquel negocio y<br />
habiendo demostrado tanto ingenio a la hora de buscar medios de
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 191<br />
transporte, un hombre tan brillante como él tendría ocasión de ganar<br />
«cientos de millones».<br />
Tal como esperaba, decidió aceptar mi invitación y escapar conmigo<br />
aquella misma noche.<br />
¿Quiere creer que ni siquiera se acordó de Diana? Era tan cerdo que no<br />
le dedicó un solo pensamiento o tuvo el detalle de llamarla para<br />
aconsejarle que se largara del país.<br />
No estoy muy seguro.<br />
Puede que lo supiera, o puede que estuviera convencida que ganaba el<br />
dinero con los discos, ¡vete tú a saber! Pero cuando uno se está tirando<br />
a una mujer así, lo menos que debe hacer es intentar protegerla e<br />
impedir que la Policía le ponga la mano encima.<br />
Nunca ocurrió, ya que todo era un montaje, pero no quiero ni imaginar lo<br />
que podría pasar si alguien como Diana tuviese la mala suerte de caer<br />
en las garras de ciertos polizontes de Florida acusada de estar implicada<br />
en asuntos de «narcotráfico».<br />
Criado Navas optó por largarse únicamente con lo puesto, incluida la<br />
mierda, por lo que me vi obligado a entrar en unos almacenes a<br />
comprarle ropa limpia, y pasamos luego el resto de la tarde dando<br />
vueltas con el coche hasta llegar al convencimiento de que ningún<br />
agente de la DEA nos seguía.<br />
El miedo apesta.<br />
Se bañó en la playa y se cambió de ropa, pero te puedo asegurar que a<br />
los diez minutos sudaba de tal forma que olía a demonios, y daba la<br />
impresión de que toda la podredumbre que guardaba dentro le afloraba<br />
a través de los poros.<br />
Le pregunté por qué razón alguien como él se había metido en un<br />
asunto de drogas, pero no supo darme una respuesta válida.<br />
¡La vida! —fue todo lo que dijo.<br />
¡La vida! ¿Qué podía saber aquel pendejo de la vida? ¿Qué hubiera<br />
hecho Carlos Alejandro Criado Navas de tener que sobrevivir en las<br />
cloacas de Bogotá? No quiero ni pensarlo.<br />
Luego, poco antes de oscurecer, le asaltó la jaqueca.<br />
Si ya estaba pálido, a partir de aquel momento se puso verde, y cuando<br />
comprendió que le sobrevenía uno de sus famosos ataques, me suplicó<br />
que me detuviera en una farmacia y le comprase un potentísimo<br />
analgésico.<br />
Aquello facilitó mucho las cosas.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 192<br />
Se tomó tres cápsulas y a los diez minutos balbuceaba como un idiota y<br />
no hacía más que golpearse la nuca en el «apoyacabezas» sin parar ni<br />
un momento de mascullar incoherencias.<br />
Puedes creerme si te digo que nunca he visto a nadie tan acabado.<br />
En esos momentos hubiese hecho buena pareja con María Luna. Ella en<br />
silencio, mirando un punto sin decir nada, y él con la cabeza como si<br />
fuera una de esas pelotas que se golpean con una raqueta y están<br />
atadas a una goma.<br />
Tuve que ayudarle a salir del coche y en cuanto se tumbó en la lancha<br />
quedó inconsciente.<br />
Era un hombre alto y fuerte, y te aseguro que durante las horas que<br />
siguieron sudé como jamás había sudado.<br />
Resultó harto difícil.<br />
Primero hacerme a la mar y conducir aquella diminuta lancha a través<br />
de la oscuridad, yo que de mar no entiendo un carrizo; luego,<br />
aproximarme sin ser visto ni oído, y por último, subir a un Carlos<br />
Alejandro Criado Navas que parecía como muerto, hasta las vigas de la<br />
caverna a seis metros de altura sobre la hélice.<br />
No son muchos los barcos construidos con las características del que<br />
nos había llevado a Miami, y fue por eso por lo que tuve que retrasar<br />
tanto el momento de llevar a cabo mis planes.<br />
Me costó cantidad, repito. Terminé muy cansado, pero cuando conseguí<br />
regresar a la playa, Carlos Alejandro Criado Navas dormía en una<br />
hamaca colgada sobre la hélice de un petrolero que al amanecer partía<br />
rumbo al Golfo Pérsico.<br />
Le dejé suficiente agua y comida, una linterna, y una carta que explicaba<br />
por qué estaba allí, así como el triste fin que había tenido el pobre,<br />
Román Morales y la desgraciada Luna Sánchez.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 193<br />
Lo único que hice fue cumplir mi promesa sacándole del país.<br />
Ya sé que no especifiqué qué medio de transporte utilizaría, pero<br />
tampoco él lo especificó allá en Cartagena.<br />
Si hubiera sido un tipo con lo que hay que tener, tal vez hubiese logrado<br />
salvarse, pero me han contado que jamás se ha vuelto a saber de él, y<br />
si te digo la verdad, no me sorprende.<br />
A veces, en mitad de esas largas noches en que me quedo mirando el<br />
techo y recordando tantas cosas como me han ocurrido, trato de<br />
imaginarme cómo debió de ser su final y en ocasiones me arrepiento.<br />
Fue exagerado, lo admito.<br />
Una pasada que un miserable como Carlos Alejandro Criado Navas no<br />
se merecía.<br />
Hubiera bastado con un simple tiro entre los ojos en un callejón oscuro,<br />
pero a estas alturas sabes muy bien que hice todo aquello por<br />
distraerme.<br />
Por vengar a Luna y a Román, eso está claro, pero también fue en parte<br />
por diversión, y en parte un reto a mí mismo, pues quería demostrar que<br />
era algo más que un simple «sicario».<br />
«Elubri...» No; no es eso. «Elucubrar» ¡jodida palabra!, como yo lo hice<br />
en Miami en aquel tiempo, me sirvió no sólo para aplacar la ira que me<br />
devoraba las entrañas, sino sobre todo para comprobar que no era tan<br />
sólo una máquina de matar gente.<br />
Canijo, feo, ignorante, hijo de puta y asesino, son términos con los que<br />
por lo general se me describe, y además de todo eso sería harto<br />
estúpido si no admitiese que son en verdad los que mejor me cuadran.<br />
Me he convertido en una «escoria»; una basura de la que la sociedad<br />
haría bien en librarse, pero también me he convertido en uno de esos<br />
pedos que cuando estamos en el retrete nos recuerdan lo que estamos<br />
haciendo, y nos ayudan a comprender que esa mierda, por muy<br />
maloliente que sea, la hemos producido nosotros a base de triturar y<br />
corromper cosas que incluso olían bien y eran hermosas.<br />
Los «marginales» como yo, que nacen ya marginados porque así lo<br />
quiere la suerte o el destino, somos como una manzana que alguien
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 194<br />
muerde, se traga, le saca el sabor y el jugo, y al final se apresura a tirar<br />
de la cadena porque ya no es como al principio y eso le ofende.<br />
Somos una «lacra» que resulta imprescindible eliminar, pero que si no<br />
existiese te garantizo que tendrían que inventar a toda prisa.<br />
Al igual que un hombre no puede evitar ir dejando a su paso pequeñas<br />
montañas de excrementos, la sociedad va expulsando sus detritus, y a<br />
menudo somos tantos que amenazamos con aplastarla definitivamente.<br />
Si un respetable ejecutivo, un cantante de éxito, o el mismísimo<br />
Maradona se meten un toque de «coca» alguien tiene que<br />
proporcionársela, alguien recibe la orden de impedirlo, y alguien<br />
pretende impedir que se lo impidan, con lo que alguien mata y alguien<br />
muere, y así hasta el infinito.<br />
Si todo aquel que «esnifa» tomara conciencia de qué cantidad de vida<br />
ajena se está metiendo en el cuerpo con la «coca», quizá se guardaría<br />
muy bien de hacerlo, y si a pesar de ello no se detiene, no debe<br />
escandalizarse de que la sociedad produzca «escorias» como yo.<br />
O incluso como Carlos Alejandro Criado Navas.<br />
Dicen, y de ello me alegro, que el consumo de «coca» ha descendido de<br />
forma notable en los Estados Unidos en estos dos últimos años, y<br />
comienza a dejar de ser «la gracia de moda» entre la gente guapa.<br />
Te aclararé una cosa y no te sorprendas: no es que el consumo sea<br />
menor porque sea menor la demanda, sino porque al Gobierno ya no le<br />
interesa que sea tan grande la oferta.<br />
Para la Administración Reagan el negocio de la «coca» fue como un<br />
calco de lo que significó para la Administración Nixon, el negocio de la<br />
heroína: una forma de controlar Gobiernos y gobernantes.<br />
El Sha de Irán y los mandatarios de países como Turquía, Tailandia,<br />
Vietnam o Birmania estaban metidos hasta el cuello en el tráfico de<br />
heroína, y Nixon no sólo lo sabía, sino que lo apoyaba porque<br />
consideraba que siempre era preferible un heroinómano a un comunista.<br />
A Reagan, que tuvo siempre a Nixon como ejemplo, también le gustaba<br />
más un cocainómano que un comunista.<br />
Cuando el Congreso decidió cortar la ayuda militar a los «contras» que<br />
luchaban contra los «sandinistas», la CÍA montó la operación «Iráncontra»<br />
que estaba financiada en realidad con dinero de la «coca».<br />
De igual forma se consintió en que Jamaica se convirtiera en el primer<br />
abastecedor de marihuana de los Estados Unidos, puesto que sin los<br />
más de mil millones de dólares anuales que percibía por ese concepto,<br />
su economía se vendría abajo y el Primer Ministro, Seaga, fiel aliado
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 195<br />
anticomunista, podía hundirse y tal vez la isla caería en manos de<br />
simpatizantes de Fidel Castro.<br />
¡No te sorprendas! Así es y no tiene vuelta de hoja.<br />
He estado tanto tiempo en esta mierda que sé de lo que hablo, y sé<br />
también que para Reagan la droga en sí no era perjudicial siempre que<br />
no fuese perjudicial para su Administración.<br />
Ahora las cosas han cambiado, y no es porque yo crea que el nuevo<br />
Presidente piense de otra manera, sino porque lo que en realidad ha<br />
cambiado es el entorno político.<br />
El comunismo agoniza, el «sandinismo» ha sido derrotado y Fidel<br />
Castro, ya no sueña con exportar su «Revolución», sino que se<br />
conforma con que la auténtica «Revolución» no llegue a las playas de su<br />
isla.<br />
En estos dos últimos años, la importancia estratégica de la «coca» ha<br />
descendido de modo notable y paralelamente ha descendido de forma<br />
lógica su demanda.<br />
Quedan, eso sí, los viejos traficantes que se resisten a perder sus<br />
ingresos, y que buscan nuevos mercados en Europa, pero ésa es ya<br />
otra historia de la que estoy al margen.<br />
Ni quiero, ni pienso verla.<br />
He visto ya demasiado, ¿no te parece? He hecho y he visto tantas cosas<br />
en tan pocos años, que a menudo mi vida se me antoja un exceso, pero<br />
un exceso de todo lo negativo que puede ofrecer la vida a un ser<br />
humano que nació sin embargo con idénticas esperanzas que cualquier<br />
otro.<br />
Después de lo de Miami dejé de interesarme por cuanto me rodeaba. Lo<br />
único que en verdad podría haberme hecho feliz hubiera sido recuperar<br />
a María Luna o volver a encontrarme con Abigail Anaya, pero no ocurrió<br />
nada de eso.<br />
Con Ramiro hablo por teléfono a menudo. Tiene dos hijos y con el<br />
dinero que recibe, y que sigue pensando que le envía Abigail, saca<br />
adelante El Refugio y a su familia. Ya es bastante.<br />
¿Para qué? ¿Crees que le gustaría conocer el resto de mi historia? Ya<br />
te lo dije una vez; si saber es un mérito, ignorar puede llegar a ser una<br />
virtud.<br />
Supone que estoy bien, que aquí soy feliz a mi manera, y que algún día<br />
volveré a conocer a sus hijos y a ver de cerca cómo lo trata ahora la<br />
vida.
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 196<br />
Nunca le hablo de mi soledad y de que en este inmenso caserón tan<br />
sólo habitan las sombras de todos aquellos para los que el hecho de que<br />
yo consiguiera ser un «gamín» demasiado duro de roer, constituyó la<br />
peor de las desgracias.<br />
A veces he intentado hacer una lista, pero siento decirte que no consigo<br />
recordar ni cuántos fueron, ni cuáles eran sus nombres.<br />
En eso es en lo único que me falla la memoria, quizá porque es en lo<br />
único en que he querido que me falle.<br />
¿A quién le importa? La mayoría eran hijos de puta que la sociedad me<br />
debe agradecer que haya dado de baja, y por contenta podría darse si<br />
hubiese muchos más como yo que le ahorrasen ensuciarse la manos.<br />
La edad y el tiempo me han permitido reflexionar sobre el papel que me<br />
tocó desempeñar, y aunque admito que fue el peor del reparto, debes<br />
reconocer que la película era tan mala que no valía la pena que me<br />
hubieran dado otro.<br />
Yo al menos acepto mis miserias y sé muy bien a qué achacarlas. La<br />
mayoría no tiene tanto valor o tanta suerte.<br />
Una puta.<br />
Salvo María Luna, nunca he tratado más que con putas, y ésta no es<br />
mejor ni peor que cualquier otra. Me hacen compañía una temporada,<br />
me roban lo que pueden, y un buen día se largan y vuelvo a quedarme<br />
solo.<br />
¿Quién soportaría a alguien como yo si no fuera por dinero? Dinero es lo<br />
único que me sobra, a mí, que la mayor parte de mi vida no tuve ni para<br />
una triste «arepa».<br />
Luego llegaste tú con esa absurda idea de que contase mi historia y te lo<br />
agradezco. Hablar me ha servido de ayuda y de consuelo.<br />
Si algún día se publica todo esto y aunque yo no lo vea, quisiera dejar<br />
muy claro que pese a que fui un frío asesino especializado en ocultar<br />
cadáveres, digan lo que digan nada tuve que ver con la desaparición de<br />
don César Galindo y de sus chicas, y muchísimo menos con la de<br />
Abigail Anaya.<br />
El primero me caía harto pesado, pero sabes muy bien que al segundo<br />
lo adoraba.<br />
Y no es que intente defender mi buen nombre; es que si las cosas<br />
fueron así, nadie debe pretender que fueron de otra manera.<br />
Es posible que se me hayan pasado por alto algunas cosas; cosas que<br />
tal vez sean importantes para ti, y si es cierto eso que dicen de que en el
<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 197<br />
momento de morir toda tu vida cruza por tu mente en un instante,<br />
intentaré hacerte saber si hubo algo más que mereciera la pena.<br />
Puede que te llegue cuando aún tengas el libro en la imprenta.<br />
«Lo bueno, si es breve, doblemente bueno, y lo malo, si es poco,<br />
mejor.» Mi vida puede haber sido de lo más hediondo que cabe<br />
imaginar, pero sabes bien que un cáncer de páncreas parece tener la<br />
sana intención de cortarla de cuajo.<br />
Y en verdad se me antoja un gran acierto, porque un «sicario» viejo y<br />
cansado puede llegar a ser tan patético como esas viejas putas que se<br />
paran en una esquina luciendo sus tetas flácidas y sus pintarrajeadas<br />
mejillas.<br />
Moriré siendo bastante rico y Ramiro y «El Sótano» no tendrán ya más<br />
problemas, pero quiero recordarte que no soy rico por matar, que eso<br />
siempre demostró ser un chato negocio, sino porque en un momento<br />
determinado empleé bien mi escaso cerebro y mi reconocida capacidad<br />
de sobrevivir bajo cualquier circunstancia.<br />
Si aquel maldito «Medio de Transporte» hubiera sido menos terrible,<br />
probablemente me hubiera limitado a entregar la «mercancía», cobrar mi<br />
parte y coger puerta de vuelta a Cartagena.<br />
Le hubiera advertido muy seriamente a la mulata, que si no se casaba<br />
conmigo le retorcería el pescuezo, y más tarde le habría hecho cinco<br />
chiquillos que jamás serían «gamines».<br />
Y con aquel dinero hubiese montado una preciosa «pizzería».<br />
Me has oído bien.<br />
Mi único sueño de niño, y ahora me atrevo a confesártelo fue pasar el<br />
resto de mi vida aspirando a todas horas el fantástico aroma de una<br />
pizza.<br />
Caracas-Bogotá-Cartagena-Lanzarote, 1991<br />
P.D.: Jesús, Chico, Grande murió en Caracas el 30 de abril de 1991.