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Prólogo en el cielo<br />

EL HÉROE.- (Deteniéndose en el umbral<br />

de la gloria.) Señor de cielos y tierra, ¿es<br />

verdad que voy a entrar en la mansión de los<br />

escogidos? Apenas me atrevo a creer tamaña<br />

ventura. ¿Cuáles han sido mis merecimientos,<br />

Señor, para que te dignes mirar con indulgencia<br />

a tu siervo? ¿Yo en la gloria? ¿Yo entre santos,<br />

mártires, confesores y vírgenes, tronos, jerarquías,<br />

potestades y dominaciones?<br />

VOZ DEL ESPÍRITU DE DIOS.- (Que sale<br />

de una ardiente nube.) No estarás entre los<br />

santos, ni entre los vírgenes, porque no lo eres.<br />

Entre los mártires y confesores bien podrías,<br />

pues algún martirio padeciste y algunas veces<br />

me confesaste. Si sólo los santos entrasen en el<br />

cielo, muy solitaria se hallaría mi mansión. La<br />

santidad, como el genio luminoso y la belleza


soberana, es patrimonio de pocos. ¿Has imaginado<br />

tú que Yo crie, perfeccioné y redimí al<br />

género humano para destinarle a condenación<br />

eterna, verle retorcerse en el fuego del Purgatorio<br />

o aullar en los braseros del Infierno?<br />

EL HÉROE.- (Transportado de alegría.)<br />

Señor, es cierto que si pequé, mi corazón no es<br />

el de un malvado. Yo deseaba guardar tus<br />

mandamientos, aunque no los he guardado<br />

siempre, y en Ti he creído y esperado con firmeza.<br />

Nunca, aun en medio de las pruebas que<br />

te dignaste enviarme, se entregó mi alma a la<br />

negra desesperación, ni osó desconfiar de Tu<br />

providencia, ni censurar Tu obra, ni renegar del<br />

don precioso de la vida que otorgaste a Tus<br />

criaturas. No te serví con el celo y fervor que<br />

debiera, pero Tú sabes que no he sido impío.<br />

Sin embargo, estoy confuso... Nada hice bueno,<br />

y algo malo sí... ¡Algo muy malo!...<br />

VOZ DEL ESPÍRITU.- (Suave, armoniosa<br />

y musical, como si brotase de los registros más


delicados de un órgano.) Has amado mucho.<br />

Recuerda que a quien mucho ama, mucho se le<br />

perdona. Tu corazón fue un foco de ternura.<br />

Eres el Padre, por otro nombre el Pelícano. En<br />

tus párpados hay huellas de llanto y señales de<br />

prolongadas vigilias. En tus manos no veo ni<br />

oro ni jirones de honra. Ábrelas... Están vacías.<br />

En una de ellas...<br />

EL HÉROE.- (Temblando, lloroso y contrito.)<br />

Señor, Tú que todo lo comprendes, ¿no<br />

distingues esta... esta manchita... así... roja?...<br />

¡Misericordia, Señor... Misericordia de mí!<br />

VOZ DEL ESPÍRITU.- (Grave y serena.)<br />

No; no la distingo. La vi cuando cayó. Después<br />

la ha borrado tu constante arrepentimiento.<br />

EL HÉROE.- (Respirando y enajenado<br />

de gozo.) ¿Con que no soy asesino? ¿No soy<br />

criminal?


VOZ DEL ESPÍRITU.- (Misteriosa y lejana.)<br />

El hecho descarnado nada significa para<br />

mí. Mi justicia no se parece a la que tú conociste<br />

allá en el mundo. El beso de Judas fue asesinato;<br />

el tajo de Pedro, que cercenó la oreja a Malco,<br />

fue caricia. Cuando Pedro desenvainó la<br />

espada, rebosaba amor por mi Hijo. Intenciones,<br />

motivos, pensamientos... Hechos no. El<br />

hecho no existe en estas regiones. El hecho es la<br />

cáscara de la realidad.<br />

EL HÉROE.- (Creyendo soñar.) ¿He<br />

matado y estoy sin culpa?<br />

VOZ DEL ESPÍRITU.- (Clara y firme.)<br />

He medido y pesado los móviles de tu falta. Ya<br />

has expiado viviendo. El que mata y vive, expía.<br />

Con todo, aún te queda una penitencia que<br />

cumplir. Antes de entrar en el goce de la beatitud,<br />

bajarás otra vez a la tierra y escribirás tu<br />

historia, para bien de algunos de tus semejantes.


EL HÉROE.- (Asustado.) ¡Señor! ¡Escribir!<br />

No ignoras que nunca aspiré a la gloria<br />

literaria. Ni aun he combatido en el estadio de la<br />

prensa. Es decir... Para que no se ría el diablo de<br />

la mentira, recuerdo haber puesto dos o tres<br />

comunicados en el Grito Cantábrico y en el Nautilense,<br />

cuando el ayuntamiento de Villalba,<br />

contra toda ley y razón, se empeñó en expropiarme...<br />

VOZ DEL ESPÍRITU.- (Benévola.) Ahora<br />

es asunto de mayor importancia. La narración<br />

de tu vida tendrá forma novelesca.<br />

EL HÉROE.- (Más incrédulo que antes,<br />

temiendo ser víctima de una pesadilla.) ¿Noveles...?<br />

VOZ DEL ESPÍRITU.- (Enérgicamente.)<br />

Novelesca.<br />

EL HÉROE.- (A dos dedos de la más satánica<br />

rebeldía.) Señor, ¿eres Tú quien me


manda hacer una obra novelesca? ¿Una novela,<br />

hablando pronto? ¿Es Tu voz o es la de Lucifer<br />

la que escucho? ¿Yo que me he pasado la vida<br />

tapando los agujeros por donde pudiesen deslizarse<br />

en mi casa esos libros nefandos y pestilenciales,<br />

a fin de que no se posasen en ellos ¡ay<br />

de mí!, los ojos de mis amadas hijas? ¿Yo que<br />

he cazado folletines como quien caza serpientes?<br />

Ya sé que, según dicen, las novelas de ahora<br />

no se parecen a las de antes; pero tengo entendido<br />

que aún son peores, porque rompiendo<br />

todo freno presentan la vida humana con repugnante<br />

desnudez, y la fotografía pornográfica<br />

más descarada no llega adonde llegan tan<br />

asquerosos librotes. Pornográfica es palabra de<br />

un amigo mío sumamente ilustrado... que me<br />

dijo que así debían calificarse...<br />

VOZ DEL ESPÍRITU.- (Con lentitud solemne.)<br />

Obedece y calla. Yo soy, la Verdad, la<br />

Belleza y la Bondad juntas, y nada de lo que ha


sido hecho se hizo sin Mí. En Mí está la Vida, y<br />

la Vida es la luz de los hombres.<br />

EL HÉROE.- (Para sí, aturdido.) Esto se<br />

me figura que lo dicen en la misa... (Desvanécese<br />

la ardiente nube, y aparece otra nubecilla<br />

nacarada, y cabalgando en ella un ANGELITO<br />

muy risueño, pálido, que representa unos cuatro<br />

años de edad.)<br />

EL ANGELITO.- (Al HÉROE.) Ven<br />

conmigo. Yo te guiaré a que cumplas tu expiación,<br />

como manda Papá del cielo. ¿<strong>Qué</strong>? ¿No<br />

me conoces? ¿Ya no te acuerdas de mí?<br />

EL HÉROE.- (Haciendo pantalla con la<br />

mano.) No... digo, sí... se me figura... no sé...<br />

EL ANGELITO.- ¡Sí soy tu Moncho, tu<br />

Ramón, el que se cayó del tercer piso por un<br />

descuido de la niñera y se hizo tortilla contra<br />

las piedras de la calle!


EL HÉROE.- (Conmovidísimo.) ¡Hijo de<br />

mi alma! ¡Monchito!¡Válgame Dios! Quién iba a<br />

conocerte con esas alas tan cucas, y esa claridad<br />

que te rodea, y esa cara de bienaventurado!<br />

¡Ay! ¡Dichoso tú! ¡Si supieses las horas que pasé<br />

cuando te subieron sin vida, caliente aún tu<br />

pobre cuerpecito! No estabas nada desfigurado,<br />

ni tenías roto nada, al parecer... Sólo un cuajarón<br />

de sangre debajo de la naricilla... ¡<strong>Qué</strong> de<br />

besos te di! ¡Infelices padres los que tal ven!<br />

EL ANGELITO.- (Riendo.) Pues ahora<br />

consuélate, papá. Suerte como la mía... El trago<br />

fue para ti. Yo, tan contento. Nada me dolió:<br />

duró aquello un instante, y creo que ya llegué<br />

muerto a las losas. Aquí nada me falta. Tengo<br />

una legión de compañeritos, y jugamos a la<br />

pelota y al volante con unas estrellas más lindas...<br />

Ahora, a la tierra. Agárrate a mis alas. No,<br />

si están muy fuertes; no me las arrancas ni tú ni<br />

diez como tú. Así... fuera miedo.


EL HÉROE.- (Al atravesar el tercer cielo.)<br />

Se va muy bien... me parece que soy pájaro<br />

y que he volado toda mi vida. Pero oye... Contigo<br />

tengo yo más confianza para hacer ciertas<br />

preguntas. ¿Es posible que Dios, sobre mandar<br />

escribir una novela, que ya es cosa bastante<br />

rara, se lo mande a quien ni tiene facultades, ni<br />

costumbre, ni...? ¿Cómo empezaré? ¡Sabes que<br />

me da en qué pensar? ¿Irá bien si empiezo: «En<br />

una serena tarde del mes de Julio...»?<br />

EL ANGELITO.- (Riendo a carcajadas.)<br />

Jesús, papá... Le cuelgas a Dios unas tonterías...<br />

Tú no tienes que escribir la novela. Basta con<br />

que la inspires. Yo te llevo a casa de un novelista<br />

de profesión; te acercas a su oído y susurras:<br />

«Mire usted, cuando vivía hice esto, aquello y lo<br />

otro; pensé así, sentí asado...». Y basta. Él se encargará<br />

del resto.<br />

EL HÉROE.- Eso mismo dudo que pueda<br />

hacerlo de manera que el novelista saque algo<br />

en limpio de mi historia. Yo sé bien lo que me


ha sucedido y lo que sentí allá por dentro; pero<br />

hijo, las explicaderas...<br />

EL ANGELITO.- (Con ternura.) Papá, ya<br />

verás cómo así que te llegues al novelista se te<br />

despabila el meollo y ves claramente muchas<br />

cosas que en vida no entendiste; y además te<br />

entran una franqueza y una elocuencia tales,<br />

que declaras los móviles de tus acciones más<br />

leves y ensartas los pormenores de los sucesos<br />

más insignificantes de tu verdadera historia. Y<br />

al irlos refiriendo, adivinarás la coordinación<br />

secreta de los efectos y sus causas en la vida...<br />

Has de pegarte algún cachete en la frente. ¿No<br />

ves cómo hablo y discurro yo, desde que subí al<br />

cielo?<br />

EL HÉROE.- (Algo amostazado.) Bien,<br />

obedezco... pero conste que no me explicar esta<br />

orden del Señor... En fin, quien manda, manda.<br />

EL ANGELITO.- ¡Ay papá, qué descontentadizo!<br />

¿Preferías un añito de Purgatorio?


EL HÉROE.- Yo qué sé... Ahora enciérrese<br />

usted en el cuarto de un escribidor, que será<br />

algún tugurio, y el dueño tal vez un perdis rematado...<br />

Me mirará por encima del hombro;<br />

me juzgará con dureza, y escudriñará impúdicamente<br />

el alma de mis desventuradas hijas.<br />

EL ANGELITO.- (Partiéndose de risa.)<br />

¡<strong>Qué</strong> gracia papá, qué gracia! Cuando veas a<br />

donde te conduzco...<br />

EL HÉROE.- (Colgado del ala de su hijo<br />

y mirando hacia abajo.) ¿<strong>Qué</strong> es esto? ¡No es<br />

Marineda la ciudad que se extiende allá... sobre<br />

el azul? ¡No es esa la bahía redondeada en forma<br />

de concha, la torre del Faro, los amenos<br />

jardines del Terraplén? El corazón se me sale de<br />

alegría. ¡No es aquella la chimenea de mi propia<br />

casa?<br />

EL ANGELITO.- (Cariñoso.) Sí, papá...<br />

pero no la mires... Ahí no has de volver nunca.


EL HÉROE.- (Con ansia.) Dos minutos...<br />

Verlas... ¡Por caridad!<br />

EL ANGELITO.- No puede ser. Tu expiación<br />

comienza.<br />

EL HÉROE.- (Afligido.) ¿A dónde me<br />

guías?<br />

EL ANGELITO.- ¿Ves aquel caserón antiguo<br />

del Barrio de Arriba? ¿Balcón con palma en<br />

el primer piso...?<br />

EL HÉROE.- ¿Galería en el segundo?<br />

EL ANGELITO.- Justo... ¿Ves dos ventanas<br />

del tercero abiertas? ¡Una gran mesa... estanterías,<br />

libros, cachivaches, plantas, flores?<br />

¿Una mujer que atraviesa la habitación con un<br />

violetero lleno de violetas en la mano...?<br />

EL HÉROE.- (Admirado y gozoso.)<br />

¡Ah!.... de modo... con que es ahí... Ya... Claro...<br />

Respiro... Al menos hablaré con una persona


del mismo Marineda, una señora, un alma<br />

compasiva... Ya sabrá ella parte de mi historia.<br />

EL ANGELITO.- Anda, papá... Es preciso<br />

que entre allí tu espíritu antes de que se cierre<br />

la ventana... Va a llover y tengo mucha prisa de<br />

regresar al cielo. En este clima tan húmedo no<br />

hay modo de vivir sin paraguas, impermeable o<br />

cosa así. Cuélate pronto... y abur... ¡Hasta luego!<br />

¡Que ya cierran la vidriera...!<br />

EL HÉROE.- (Desde el alféizar de la<br />

ventana.) Hijo mío, no te mojes... Arrópate<br />

bien en la nube... Mira que los catarros, ahora<br />

en esta estación...<br />

EL ANGELITO.- (Con risa argentina y<br />

encantadora.) Abur, abur. Volveré por ti cuando<br />

esté terminada la última cuartilla.


En la pila bautismal me pusieron el nombre<br />

de Benicio. Por el lado paterno llevé el apellido<br />

de los Neiras de Villalba, pueblo digno de<br />

eterno renombre, donde se ceban los más suculentos<br />

capones de la Península española. En el<br />

escudo de mi casa solariega, sin embargo, no<br />

campean estas aves inofensivas, sino un águila<br />

coronada y un par de castillos de sable sobre<br />

campo de gules. Tales zarandajas heráldicas no<br />

impidieron a mi padre, el mayorazgo, casarse<br />

con la hija de un confitero y chocolatero natural<br />

de Astorga, establecido en los soportales de la<br />

Plaza de Lugo. Era mi padre (Dios le haya perdonado)<br />

algo antojadizo y terco y bastante libertino;<br />

y como la recia virtud de mi madre no<br />

consintió rendirse a sus asaltos, a contrapelo de<br />

toda la familia la hizo su esposa.<br />

1


Yo creo que en tan desigual enlace quien<br />

salió perdiendo fue la confitera. Poseedora de<br />

las cualidades morales que faltaban a su marido;<br />

hacendosa, recta y cristiana a carta cabal, mi<br />

madre vivió sola, despreciada, maltratada y<br />

faltándole cariño, consagró el suyo entero a mi<br />

hermana y a mí. Digo mal: yo fui el preferido,<br />

el único amado tal vez, porque mi hermana,<br />

que pecaba de intrigante y chismosuela, fue<br />

desde pequeñita el ojo derecho de mi padre. Mi<br />

niñez corrió triste, viendo a mamá esconderse<br />

para llorar por los rincones de la casa, y echándome<br />

a temblar cuando papá gritaba y maldecía<br />

y soltaba cada terno que se venía abajo la<br />

bóveda celeste; pues una de las peores mañas<br />

del autor de mis días era jurar como un carretero<br />

desde que abría la boca; y recuerdo que mi<br />

madre me inculcó el odio a tan feo vicio, hasta<br />

hacerme caer en el extremo de considerar los<br />

juramentos, las blasfemias y las palabras soeces<br />

como el mayor y más estúpido pecado que<br />

puede cometer el hombre. Esta y las demás


enseñanzas de mi madre se me grabaron indeleblemente,<br />

viniendo a ser la base de mis convicciones<br />

y principios; así como en el fondo de<br />

mi carácter quedó una blandura y un apocamiento,<br />

que atribuyo a haberme ensopado y<br />

reblandecido el corazón los terrores y las lágrimas<br />

maternales. Mi madre era mujer chapada<br />

a la antigua, e hizo predominar en mí el<br />

elemento tradicional sobre el innovador; porque<br />

(ahora lo discierno claramente) no cabía en<br />

sus facultades equilibrar los dos de tal manera<br />

que yo me encontrase en condiciones favorables<br />

para vivir en la época que Dios había señalado<br />

a mi paso por el mundo. Aprendí de mi<br />

madre la probidad, el horror a las deudas, el<br />

respeto de los contratos y de la honra de las<br />

mujeres, la modestia, la economía, la frugalidad,<br />

la veracidad, virtudes que adornan a la<br />

grave raza castellana, aunque se atribuyan en<br />

general a la ibérica. También me fue inculcado<br />

por mi madre otro sentimiento nada común en<br />

la sociedad actual: una consideración profunda


por las personas de elevado nacimiento, unida<br />

a cierto democrático individualismo y a mucha<br />

llaneza con los inferiores. En cuanto a la enseñanza<br />

religiosa, por entero la debí a mi madre:<br />

ella me obligó a aprender de memoria el Catecismo,<br />

me hizo rezar diariamente el Rosario,<br />

me leyó en el Año Cristiano las vidas de los Santos<br />

y en el Kempis los capítulos referentes a la<br />

resignación, a la humilde sujeción, al hombre<br />

bueno y pacífico, a la tolerancia de las injurias,<br />

al puro corazón y la intención sencilla. Tales<br />

doctrinas prendieron en mí maravillosamente:<br />

sin duda existía oculta conformidad entre ellas<br />

y mi carácter; por lo cual llegué a imaginarme<br />

(a posteriori) que me hubiese convenido más ser<br />

amamantado en principios de energía, acción y<br />

violencia, porque hallándose estos en pugna<br />

con mi condición natural, se establecería el<br />

provechoso equilibrio donde quizá reside el<br />

secreto de la armonía, perfección y felicidad<br />

humana. Someto este problema a los doctos, y<br />

paso adelante.


Cuando me veía quejoso y dolorido del<br />

proceder de mi padre, mamá me predicaba la<br />

conformidad más entera. «Las faldas del marido<br />

-me decía- no excusan jamás las de la mujer.<br />

Él es el jefe de la casa, y se le ha de obedecer y<br />

se le ha de querer bien, todo lo que no sea esto<br />

se queda para bribonas infames. Rezar mucho a<br />

ver si se convierte y se hace bueno... y paciencia,<br />

y que cada cual acepte su cruz. Contra el<br />

marido y el padre jamás tiene razón la mujer y<br />

el hijo. Silencio... y Dios sobre todo».<br />

Uno de los sanos consejos de la que me<br />

llevó en sus entrañas, fue el de seguir una carrera.<br />

«Hijo -me decía- Dios sabe a dónde llegaremos...<br />

Puede suceder que tengamos que pedir<br />

limosna». La vida rota y relajada de mi padre<br />

daba cierta verosimilitud a tan tristes profecías.<br />

Asistí, pues, al Instituto, con propósito de ingresar<br />

más tarde en el Seminario, ordenarme y<br />

conseguir un curato de aldea donde viviríamos<br />

mi madre y yo, humildemente, según el espíri-


tu del Kempis, pero sin mendigar. La muerte de<br />

mi madre, casi súbita, de un ataque de reuma al<br />

corazón, malogró estos planes. Por consejo de<br />

mi tío Ventura Neira, el abogado, se me envió a<br />

la Universidad compostelana a cursar leyes.<br />

Cuento mis épocas de estudiante como las<br />

mejores de mi vida. La alegría y descuido de la<br />

mocedad, el trato regocijado de los amigos, las<br />

bromas y los entretenimientos propios de mi<br />

edad y mi estado, me dejaron delicioso recuerdo.<br />

Debo advertir que esto ocurría allá por los<br />

años 45 a 50, cuando todavía decir estudiante<br />

era decir buen humor, chispa, viveza, ingenio,<br />

travesura. Ahora las estudiantinas (todos los<br />

Carnavales se presenta alguna en Marineda)<br />

parecen cuadrillas de penitentes, según lo compungidas<br />

y contritas que se muestran: ni por<br />

casualidad provocan el más leve desorden; ni<br />

siquiera galantean a las muchachas; embolsan<br />

el dinero que las dan, con la misma tristeza con<br />

que los pobres vergonzantes se guardan el so-


corro; andan como si se hubiesen tragado el<br />

molinillo; en fin, estos no son escolares. Nosotros<br />

armábamos cada guitarreo y cada baile de<br />

máscaras y cada gresca, que si me acuerdo aún<br />

me río. Yo no figuraba entre los inventores de<br />

las diabluras; pero no descomponía partido; se<br />

contaba conmigo siempre, y una vez metido en<br />

danza, no me quedaba atrás (entendiéndose<br />

que nuestras humoradas no pertenecían al género<br />

de las que dejan en pos de sí deshonor y<br />

llanto).<br />

Excuso decir que ni rastros persistían en<br />

mí de la supuesta vocación eclesiástica. Al contrario...<br />

Confesémoslo sin rebozo: mi corazón<br />

juvenil latía dulcemente solicitado por misteriosas<br />

voces y por ansias indefinibles. Un aguijón,<br />

un estímulo suave me incitaba sin cesar a<br />

que me aproximase a la mitad bella de la<br />

humana progenie. Estudiante más enamoradizo<br />

que yo, dudo que haya existido desde que<br />

hay aulas en el mundo. Sólo que en mí no lle-


gaba a adquirir la pasión amorosa el grado de<br />

concentración y de fijeza que la hace terrible: a<br />

fuerza de gustarme tanto las mujeres, no me<br />

perdía por ninguna. Verlas y derretirme en<br />

babas, era todo uno; sus insinuaciones me encontraban<br />

siempre rendido, galante, hecho un<br />

caramelo; hoy me mareaban unas pupilas de<br />

azabache, mañana dos ajos azules me volvían<br />

tarumba... y, al fin, nada; revoloteos de mariposa,<br />

sin consecuencias ulteriores.<br />

Mi espíritu no anhelaba los torturadores<br />

goces del amor culpable, pagarlos con el desasosiego<br />

de la conciencia: lo que me sonreía, en<br />

medio de tantos zascandileos amorosos, era la<br />

perspectiva de la honesta felicidad conyugal.<br />

«No hay remedio: me caso no bien acabe la<br />

carrera», decía, pareciéndome lo más natural<br />

del mundo que como el ave busca pareja y nido,<br />

busque compañera y hogar el hombre. Así<br />

es que apenas tuve en el bolsillo mi título de<br />

licenciado, empecé a tender la vista, por si dis-


tinguía la media naranja... No fue en Compostela,<br />

centro al fin de vida un poquillo disipada,<br />

donde se me apareció, sino en Monforte, la villa<br />

medioeval, legendaria, que aún domina, ceñudo<br />

y fiero, el torreón de los Hidalgos. ¡Allí te<br />

encontré, cara esposa, Ilduara mía, en quien<br />

hasta el nombre revistió carácter de noble severidad,<br />

de dignidad austera! ¡Algunas veces, al<br />

ver tu majestuoso continente, tus formas en que<br />

cada año fue acentuándose más la línea recta, y<br />

sobre todo, tu energía indomable, tu intransigencia<br />

loabilísima, te he comparado al torreón<br />

de tu pueblo natal! Sin embargo, al tiempo que<br />

te conocí, la amable risa descendía aún a tus<br />

ojos y a tus labios. ¡Después del primer año de<br />

boda fue cuando empezó a ocurrírseme que te<br />

parecías al torreón!<br />

Poseía mi Ilduara bienes y casas en Monforte,<br />

y allí vivimos algún tiempo y nacieron<br />

nuestros primeros vástagos. Porque esta fue<br />

otra excelencia y cualidad singular de mi espo-


sa: rendir infaliblemente su cosecha anual. Fecundidad<br />

semejante es extraordinaria aun en<br />

Galicia misma. En esta narración se irá patentizando<br />

hasta dónde llegaba la fertilidad de Ilda:<br />

debo decir que no puede compararse sino con<br />

el prodigioso desarrollo del sentimiento de la<br />

filogenitura en mí. Tal sentimiento dormía en<br />

las profundidades de mi ser afectivo, y sólo<br />

aguardaba, para revelarse en toda su fuerza, la<br />

abundancia de prole con que quiso Dios bendecir<br />

mi casa. Desde los paseos a las altas horas,<br />

descalzo y con el canario de alcoba muy agasajadito<br />

en el pecho, hasta las corridas a cuatro<br />

patas con el nene montado sobre el espinazo;<br />

desde la fabricación de trompos y cometas hasta<br />

los perennes repasos de silabario y Astete,<br />

recorrí todos los grados de la paternidad celosa<br />

y babosa: mi Ilduara bastante tenía con parir...<br />

Un trágico acontecimiento fue el primer<br />

cáliz de amargura que me hizo apurar la paternidad.<br />

Mi primogénito era un varón, de lo más


travieso, adelantado y listo que se ha visto nunca:<br />

un fenómeno de talento para sus cuatro<br />

años. Con decir que ya juntaba las letras... Cierto<br />

día se puso la criada a vestirle, teniéndole<br />

sentado en el hueco de una de esas ventanas<br />

antiguas que forman como nichos hondos. La<br />

vidriera estaba entornada... En una vuelta que<br />

dio la infante mujer, el niño se inclinó... La cabeza<br />

le pesaba más que el cuerpo... ¡Ay, de mí!<br />

Desde entonces Monforte se me hizo aborrecible.<br />

Los guijarros de las calles tenían sangre<br />

de mi pequeño. Nos trasladamos a Lugo.<br />

Encontré a mi padre completamente subyugado<br />

por el marido de mi hermana, un procurador<br />

llamado Garroso, lo más fullero y<br />

tramposazo que han conocido los siglos. Mi<br />

Ilduara, desde el primer instante, adivinó la<br />

situación, y las dos cuñadas se declararon guerra<br />

a muerte, sin tregua ni cuartel posible. Guerra<br />

solapada, eso sí, pero doblemente feroz:<br />

tiroteo incesante de chismes, delaciones, enre-


dos, competencias, murmuraciones, desdenes y<br />

mal encubiertas groserías. Lo primerito que<br />

hicieron, ponerse motes. Mi hermana apodó a<br />

mi esposa el Estandarte, y mi esposa se vengó<br />

llamando a mi hermana la Dulcera. ¡Inconsiderada<br />

profanación de la memoria de mi santa<br />

madre!<br />

No es decible la hiel que yo tragué con semejantes<br />

rencillas. El dolor causado por la desgracia<br />

de mi Monchito era al menos un dolor<br />

noble y que podía confesar y desahogar ante las<br />

gentes; pero estas miserables cuestiones, si pudiese,<br />

me las callaría a mí mismo. Andaba avergonzado.<br />

Comprendí entonces por primera vez<br />

que el esposo, cuando no establece desde un<br />

principio su autoridad doméstica y su legítimo<br />

ascendiente, queda anulado, sometido a la que,<br />

de súbita, se trueca en tirana fiera. Ilduara desoyó<br />

mis ruegos, se mofó de mis consejos y hasta<br />

volvió contra mí las faltas de los míos. Mi<br />

padre tomó, por supuesto, el partido de mi her-


mana, y, enfermo de gravedad, no quería recibirme<br />

ni sufrirme a su cabecera. Falleció, y ni<br />

aun después de muerto me lo dejaron ver. Se<br />

abrió el testamento, y aparecí perjudicado en<br />

todo lo posible, con la saña y la mala voluntad<br />

que podrían desplegarse contra el hijo más calavera<br />

e ingrato. Yo me inclinaba a conformarme<br />

y tomar lo que buenamente me diesen; pero<br />

Ilduara, sin conocimiento mío, consultó a varios<br />

abogados, y me forzó a entablar una serie<br />

de litigios, de lo más embrollado que registran<br />

los laberínticos anales de la curia gallega. Allí<br />

tuve ocasión de comprobar el acerado temple<br />

de alma de mi esposa. Ella aseguraba que su<br />

bello ideal era pleitear «hasta quedarse por<br />

puertas» con tal de ver a la familia de Garroso<br />

pidiendo también limosna. El lecho conyugal,<br />

campo reservado a más tiernas expansiones, se<br />

convirtió para mí en antecámara de la Audiencia<br />

marinedina, y todas las noches oí hablar de<br />

incidentes, vistas, juicios, sala, autos, documentos<br />

-mezclado con invectivas y furibundos ata-


ques a mis padres, cuñado, hermana, etcétera-.<br />

¡<strong>Qué</strong> intimidades, santo Dios, qué intimidades!<br />

Dos años duró este tósigo. Al fin, mi cuñado<br />

me propuso secretamente una transacción.<br />

Leonina, claro está; pero si el pleito de partijas<br />

continuaba, todos quedaríamos iguales, en camisa...<br />

Temblé por mis pobres chiquillos, y esta<br />

idea me dio fuerzas para abrazar una resolución<br />

sin consentimiento de Ilduara. Abracela, y<br />

firmé...<br />

Menos funesto hubiese sido para mi paz<br />

doméstica abrazar a todas las mozas de seis<br />

leguas en contorno. ¡Oh firma, oh rúbrica, que<br />

aún me parece estar viendo al pie de la escritura,<br />

con vuestras letras encogidas, con vuestros<br />

trémulos rasgos! Por obra vuestra descendí<br />

definitivamente desde el augusto solio de jefe<br />

de familia al humilde lugar de esclavo consorte;<br />

vosotras, como las letras de fuego que mudaron<br />

la faz del destino del monarca babilónico, señalasteis<br />

en mi existencia de esposo y padre un


trágico momento de crisis. Desde entonces fui<br />

el acusado, el culpable, el traidor de la familia;<br />

todas nuestras escaseces y adversidades se<br />

achacaron a aquel Benicio Neira y Quiñones... en<br />

mal hora estampado; cuantas veces intenté<br />

hacer prevalecer mi opinión en mi hogar, o<br />

emanciparme en algo, vino la fatídica firma a<br />

taparme la boca, y oí resonar la frase tremenda:<br />

-Como tú arruinaste a tus niños con la escritura<br />

de partijas...<br />

A fuerza de oírlo repetir, llegué a creerlo<br />

yo mismo; sí, llegué a creer que, en efecto, con<br />

la malhadada firma, había consumado la perdición<br />

de tan queridos seres.<br />

Sin embargo, para que se vea lo que son las<br />

pequeñeces y cuánto pesan en la balanza de<br />

nuestra vida, no fue la desdichada transacción,<br />

sino otro suceso harto insignificante, lo que<br />

hizo rebosar el vaso de la cólera y disgusto de<br />

mi Ilduara, y la movió a adoptar una determi-


nación tan radical como la de trasladar nuestra<br />

residencia fuera de Lugo. Es el caso que el odio<br />

que mi esposa sentía hacia la familia de mi<br />

hermana se comunicaba a nuestra progenitura,<br />

y ya varias veces mi hija mayor, Gertrudis,<br />

había andado a la greña, en la escuela, con las<br />

chiquillas de Garroso. Sólo el varón primogénito<br />

de los Garroso, llamado Luis, de cinco años,<br />

se empeñaba, con magnanimidad notoria, en<br />

echar pelillos a la mar; y apenas me veía desde<br />

cien leguas, ya estaba gritando: «¡Tío Benitio...<br />

tío Benitio!... ¡Tayamelos!...». En épocas de relativa<br />

concordia había yo contraído el hábito de<br />

regalarle, siempre que le encontraba, dos o cuatro<br />

cuartos de esta golosina; y el ángel de Dios,<br />

por no perder la costumbre, venía a reclamar su<br />

renta. Era tan guapote, tan colorado y tan zalamero<br />

aquel sobrino mío; se parecía tanto a la<br />

pobre mamá, que, vamos, cada vez que le hacía<br />

un desaire, me dolía el corazón. Una tarde salía<br />

yo de la Catedral, de oír la plática del señor<br />

Penitenciario sobre el perdón de las injurias,


cuando me veo venir disparado al rapaz, repitiendo<br />

su estribillo: «¡Tío... tayamelos... tayamelos!...».<br />

Agarrado a mi gabán, y saltando a la<br />

patacoja, me llevó hacia los soportales, a la más<br />

próxima confitería. Tuve un momento de flaqueza.<br />

«Mira que no digas nada a nadie, Luisito...».<br />

Y le puse en las manos un cucurucho.<br />

Cuando salíamos de la confitería vi en los soportales<br />

de enfrente a mi hija Gertrudis, por<br />

donde comprendí que se preparaba un conflicto,<br />

y me propuse agachar las orejas y callar.<br />

Mas ¿cómo podía figurarme que, en vez de los<br />

sermones a que iba habituándome ya, mi mujer<br />

me recibiese con estas palabras disparadas a<br />

boca de jarro?<br />

-He escrito a Marineda preguntando por<br />

los alquileres de las casas.<br />

-Por los alq...<br />

-Mañana empezaremos a levantar esta. Yo<br />

no sigo viviendo en infierno semejante: no y no.


-Pero esposa, Ilda...<br />

Cuando comprendí que la cosa iba de veras,<br />

me resigné. ¿<strong>Qué</strong> había de hacer? Un infierno<br />

era realmente nuestra existencia, envenenada<br />

por lo que más repugna a mi carácter:<br />

odios, luchas y desazones diarias. Sólo que, si<br />

se hubiese querido oír mi consejo, sería contrario<br />

a la traslación de domicilio a Marineda,<br />

donde según mis noticias, la vida empezaba a<br />

complicarse con exigencias de lujo que me<br />

asustaban, y favorable a Monforte, residencia<br />

más conveniente para un matrimonio tan prolífico<br />

como el nuestro. Ha de decirse la verdad.<br />

Yo no creo que la tontería aquella de los caramelos<br />

bastase a precipitar a Ilduara de tal modo.<br />

Juzgo que influyó muchísimo su vanidad,<br />

o, mejor dicho, su justo amor propio de esposa<br />

del mayorazgo de Neira, que se ve arrojada de<br />

la casa solariega por manejos más o menos turbios<br />

de un procurador; pues este era el caso<br />

verdaderamente triste en que nos encontrába-


mos, y el aguilucho y los torreones de Neira,<br />

como todo lo más lúcido de un patrimonio,<br />

después de la consabida transacción, a mi cuñado<br />

pertenecían. Se me figura, pues, que Ilduara,<br />

creyó humillante la retirada a Monforte,<br />

y dio por cierto que la marcha a Marineda revestía<br />

cierto carácter triunfal, como si por medio<br />

de ella dijese a su aborrecida cuñada:<br />

«¡Usurpadora, ave de rapiña, quédate ahí hecha<br />

una lugareña, una procuradora de mala muerte!<br />

Nosotros, los Neiras verdaderos, nos vamos<br />

adonde la gente fina ha de apreciarnos más,<br />

adonde están nuestros iguales, adonde vivamos<br />

en la esfera que nos corresponde y en el pie que<br />

nos compete».<br />

Para mí el trasplante fue doloroso. Y si<br />

analizo bien los motivos de la pena que sentí al<br />

dejar a Lugo, sus humedades y sus brumas, yo<br />

mismo declaro que pertenecen al número de<br />

aquellos sentimientos que demuestran que está<br />

lleno de contradicciones el corazón humano.


Me afligía dejar a Lugo, por lo mismo que en él<br />

no gocé ni por casualidad un rato bueno. Y<br />

aquella gente ávida, indelicada, sin fe, entre<br />

cuyas manos se quedaba lo mejor de mi herencia<br />

paterna y la paz de mi hogar, me angustiaba,<br />

¡quién lo dijera!, el perderla de vista, porque<br />

de tal pasta soy, que no <strong>puedo</strong> desencariñarme<br />

de cosa ni de persona alguna... Además, parecíame<br />

destruir, con el cambio de horizontes, mi<br />

ser tradicional de propietario e hidalgo, en el<br />

cual fundaba, no diré mi orgullo, pues esta profana<br />

virtud o nervio viril del orgullo, brillante<br />

vicio del alma superior, me faltó siempre, pero<br />

sí mi modestísima dignidad, y el ambiente de<br />

lo que <strong>puedo</strong> llamar mi vida histórica. Yo venero<br />

el pasado. Jamás miré sin respeto las miniaturas<br />

de mis abuelas y tías, con sus mangas de<br />

jamón y su peinado a lo nene; nunca creí que se<br />

pudiese ser cosa mejor que Neira de Villalba; y<br />

la conservación de los muebles, inmuebles y<br />

fincas legadas por los antecesores, la juzgué<br />

religioso deber. Uno de mis dolores del alma


fue que ciertos estafermos que poseíamos desde<br />

tiempo inmemorial, ciertos majestuosos muebles<br />

apolillados, se vendiesen a una prendera,<br />

por imposibilidad de acomodarlos en nuestra<br />

residencia marinedina. Después supe que entre<br />

aquellos trastos nos deshicimos de algunas antiguallas<br />

de mérito.<br />

Quizá por la prevención que llevaba conmigo,<br />

al pronto Marineda no me agradó. Luego<br />

fui convenciéndome de que se la puede contar<br />

entre las más lindas capitales de provincia de<br />

España, si se exceptúan tres o cuatro ciudades<br />

de gran importancia, como Barcelona y Sevilla.<br />

En esto convenían todos los forasteros. Lo que<br />

me arrebató y cautivo fue el mar. Ni nunca lo<br />

había visto, ni nunca pude imaginarme la hermosura,<br />

la atracción, la grandeza de tan magnífico<br />

elemento. Los pensamientos religiosos y<br />

hasta filosóficos que me sugería, no los quiero<br />

revelar, porque no sé si parecerían disparates, y<br />

además porque tiene algo de vago e intraduci-


le, que sólo podría condensarse en palabras si<br />

Dios me hubiese otorgado dotes poéticas. Lo<br />

cierto es que la ocupación de contemplar el mar<br />

vino a ser predilecta para mí, y si los días de<br />

tormenta y vendaval me extasiaba el soberano<br />

espectáculo del Océano en el Varadero, los días<br />

tranquilos me embelesaba con el siempre variado<br />

cuadro de la bahía, la entrada y salida de<br />

vapores, el movimiento de la grúa y el ir y venir<br />

de las lanchas pasajeras cargadas de gente.<br />

No disponía, sin embargo, de mucha libertad<br />

de espíritu para semejantes contemplaciones,<br />

porque mi vida doméstica era agitada, angustiosa,<br />

merced a la repetición periódica del<br />

fenómeno de la paternidad. Desde la llegada a<br />

Marineda, en vez de amainar, había arreciado<br />

el chaparrón de hijos (lo cual podía atribuirse a<br />

influencias del aire salitroso). De esta cosecha<br />

no toda llegó a espigar y lograrse; pero entre<br />

embarazos, partos, amas, niñeras, médicos,<br />

denticiones, escarlatinas, escuelas y maestras de


costura, estábamos que no nos llegaban a media<br />

muela el tiempo ni los cuartos. No obstante,<br />

hacia el principio de la década de 1878 a 88,<br />

Dios consintió algún alivio a nuestra enfermedad,<br />

que maliciosamente llamaría alguien plétora<br />

de salud. Sea que experimentásemos cierto<br />

cansancio vital, sea por otras causas desconocidas,<br />

pasaron cinco o seis años, ¡cinco o seis<br />

años!, sin que amenazase caer de nuevo sobre<br />

nuestras cabezas la bendición del Señor. Yo<br />

miraba a mi Ilduara de reojo, y me congratulaba<br />

viendo su talle, no ya esbelto, sino plano.<br />

Esta satisfacción la amargaba aun poco la decadencia<br />

física de mi leal compañera, en quien<br />

notaba cuantos la conocían, un estado de salud<br />

nada floreciente. ¿Y cómo era posible otra cosa<br />

después de tan continuas batallas, de fecundidad<br />

tan increíble? Padecía mi esposa diversísimos<br />

achaques, unos acabados en algias, como<br />

neuralgias, gastralgias y cefalalgias; otros en<br />

agias, como hemorragias; otros en emia, como<br />

anemia...; pero todo ello, hablando en cristiano,


se podía encerrar en dos síntomas funestos:<br />

debilidad de un organismo gastado, pérdidas<br />

de sangre que agotaban su escaso caudal de<br />

vigor. Lo extraño es que semejantes empobrecimientos<br />

y aflicciones no paraban en apagarle<br />

el carácter a Ilda, ni en doblegar su firmeza. Al<br />

contrario, aquel carácter de bronce parecía más<br />

recio y bravo con los males físicos; a semejanza<br />

de los mártires que en el tormento cobraban<br />

fuerzas, mi mujer se crecía más cuanto más<br />

sufría. Nunca ejerció mejor la dictadura; nunca<br />

la familia se inclinó más sumisa bajo su férreo,<br />

aunque provechoso yugo. Aquel cuerpo, en vez<br />

de rendirse, parecía curtirse a la intemperie,<br />

como el famoso torreón; aquel genio, en vez de<br />

amansarse, se volvía más arisco y fiero; aquella<br />

boca, en vez de ayes, exhalaba filípicas y regaños<br />

por cualquier motivo leve, o sin motivo ni<br />

sombra de él. Era esto bien contrario a mi índole,<br />

pacífica de suyo y codiciosa de tranquilidad<br />

en el sagrado recinto de mis lares; y nuevamente<br />

lamenté no haber desplegado, desde los pri-


meros días del matrimonio, un poco de energía<br />

y de tesón que alcanzase en mis manos el cetro<br />

de la autoridad, mía y sólo mía en su divino<br />

origen, como varón que soy. Si en casa de mis<br />

padres obedecía siempre la mártir mujer, en la<br />

mía el marido era... francamente: era la carabina<br />

de Ambrosio.<br />

No obstante, lo llevaba todo con paciencia:<br />

asperezas, persecuciones, bufidos, el amargo y<br />

perpetuo reproche de haber arruinado a nuestros<br />

hijos, de ser un panarra y un hombre inútil:<br />

sólo llegó a sacarme de quicio cierta peregrina<br />

manía que a deshora padeció Ilduara... y fueron<br />

los... risa da escribirlo... los furiosos celos que<br />

impensadamente empezaron a torturarla... digo<br />

mal... a torturarme a mí.<br />

Siempre había notado en mi esposa atisbos<br />

de esa rabiosa enfermedad; caso tanto más raro,<br />

cuanto que Ilda (dígase en honor suyo) nunca<br />

se mostró en nuestra relación conyugal extremosa<br />

y apasionada, como yo la hubiese desea-


do allá en los venturosos días de Monforte,<br />

aurora de nuestro amor; sino que supo guardar,<br />

hasta un extremo inconcebible y para mí muy<br />

doloroso al principio, aquella casta rigidez y<br />

recato de la verdadera esposa cristiana, y aquella<br />

reserva y aparente frialdad que, si enojan al<br />

enamorado loco, deben satisfacer profundamente<br />

al marido cuerdo.<br />

Respecto a los celos de Ilda, mi ejemplar<br />

conducta, mi fidelidad a prueba, el empeño que<br />

ponía en desvanecer y calmar sus aprensiones,<br />

habían impedido que llegasen a adquirir carácter<br />

perturbador de nuestra tranquilidad. ¡Y lo<br />

que no había sido en la mocedad más que transitoria<br />

afección, retoñaba después de los años<br />

mil, adquiriendo proporciones alarmantes! Yo<br />

no volvía de mi asombro, en especial cuando<br />

me miraba al espejo. Si allá, por los tiempos en<br />

que era Neirita el estudiante y rasgueaba en la<br />

guitarra, en tertulias caseras, la Marcha de Luis<br />

XVI yendo al cadalso, pude alabarme de una re-


gular presencia, ahora de todo apenas quedaban<br />

señales; y como no soy fatuo ni me dio<br />

nunca por hacer el pisaverde, lo declaro y pongo<br />

aquí el inventario descriptivo de mis gracias:<br />

Mediana estatura; cabeza pequeña y piriforme,<br />

cubierta de un cepillo cerdoso y entrecano; bigote<br />

híspido y color de ala de mosca; dientes<br />

largos, calzados de verdín, como teclas de piano<br />

viejo que atacó la humedad; ojos... vamos,<br />

los ojos podían pasar, y aun creo que en su negra<br />

profundidad se reflejaba la honradez de mi<br />

alma, por la cual su expresión no carecía de<br />

atractivo. Para definir de una vez lo peculiar de<br />

mi aspecto, diré que mi cara era una cara de<br />

época, atrasada, como reloj que se ha parado,<br />

de estas que en mi país se llaman caras antiguas;<br />

pero no de carácter histórico tan remoto como<br />

esta frase parece significar, pues la fecha que<br />

marcaba mi semblante era la de Espartero y la<br />

milicia; estaba diciendo Constitución o muerte.<br />

Creo que a ello ayudaba mi manera anticuada<br />

de afeitarme, rasurándome todo el vello facial,


excepto el bigotillo de hisopo y la saliente mosquita.<br />

Volviendo al asunto por que saqué a relucir<br />

mi facha, claro que esta no justificaba la<br />

rara aprensión que le entró a mi buena esposa,<br />

aprensión de la cual debo hablar con indulgencia,<br />

pues demuestra gran amor, aunque extraviado.<br />

En gracia de él la perdoné y vuelvo de<br />

todo corazón a perdonarla aquel tomar y despedir<br />

de criadas, cocineras y niñeras, aquel andar<br />

buscando para nuestro servicio las más feas<br />

jimias y los más espantables monstruos, aquel<br />

humillante espionaje a que me vi sometido,<br />

aquellas insensatas acusaciones y aquellas denigrantes<br />

sospechas. Se las perdoné, claro está,<br />

aunque en el momento me consternaban, a mí<br />

que profeso la religión del lazo conyugal y que<br />

desde mis bodas no había encaminado mi gusto<br />

sino por la honesta vía del deber. En ocasiones<br />

me daba al diablo, no sabiendo qué idear para<br />

devolver el juicio a la digna matrona.


En lo más enconado de este período de celosa<br />

furia, medió algo que me hizo sentir escalofríos<br />

de terror. Ilduara mandó bajar del desván<br />

cierto mueble arrinconado hacía tiempo: la<br />

cuna, la vieja cunita de forma de nao, estrenada<br />

por mi primogénito en Monforte veintinueve<br />

años antes, y en que tantos pimpollos míos<br />

durmieron el primer sueño... Pero ¿es posible,<br />

oh Providencia dadivosa, más bien derrochadora?<br />

¡La cuna, la cuna otra vez!<br />

Creo que ha llegado el momento de decir<br />

cuál era el estado de mi familia, o más bien la<br />

de mi tribu, cuando bajó del desván la ya<br />

arrumbada cuna. Me vivían entonces diez retoños;<br />

seis estaban en el cielo. Por mandato de<br />

Dios, y ejecutando sus inescrutables designios,<br />

la muerte se había cebado en los varones, dejándome<br />

casi todas las niñas. Para nueve da-<br />

2


mas, sólo tenía un galán. Aunque en el curso de<br />

estas páginas irá apareciendo mi prole, trazaré<br />

una especie de índice cronológico de sus individuos.<br />

Debe decir en elogio de mi hija mayor,<br />

Gertrudis o Tula, que poseía las dotes de gobierno<br />

de su madre, y aun aquella misma índole<br />

suspicaz y algo avinagrada. En lo físico era<br />

también muy semejante a Ilda, pero faltábale la<br />

beldad correcta y majestuosa que me había<br />

hechizado algunos lustros antes. Tenía de mi<br />

Ilduara la curva nariz y los ojos grises, el talle<br />

recto y las formas angulosas, y su rostro ofrecía<br />

semejanzas con la agorera y meditabunda faz<br />

de una lechuza. Clara, la segunda, a quien Tula<br />

llevaba lo menos cuatro años, ofrecía el mismo<br />

tipo, que, según oí decir a un amigo entendido<br />

en ciencias de estas de moda, es el de la raza<br />

sueva, de la cual se conservan en Galicia muy<br />

caracterizados ejemplares: rubia, alta, seria,<br />

nariz de caballete, ojos claros, bastante linda;


pero no tanto como la que la sigue, María Rosa,<br />

en la cual (sin vanidad) prevalecía el tipo paterno;<br />

y con no ser el papá ningún Adonis, ella<br />

había salido una muchacha notable, fresca como<br />

las flores -por lo cual la llamamos Rosa a<br />

secas-. Dentro de la diversidad de gustos que<br />

inspira los juicios humanos, podía no obstante<br />

discutir si la palma de la hermosura, en mi descendencia,<br />

tocaba a mi tercer hija o a la cuarta,<br />

María Ramona. Rosa tenía en su abono el esplendor<br />

de la tez, la perfección y la irreprochable<br />

plástica de su cuerpo pero la belleza de María<br />

Ramona llegó a ostentar un carácter tan expresivo<br />

y tan dramático, que era imposible mirarla<br />

con indiferencia. Para especificar el mérito<br />

de María Ramona, diré con qué mote la conocíamos.<br />

Siendo niña aún, el Penitenciario de<br />

Lugo, admirado de su cara pálida y perfecta<br />

como la de una imagen, y de sus ojazos guarnecidos<br />

con una rejilla de pestañas que parecían<br />

plumas de cuervo, la llamó Argos divina, nombre<br />

que un librote del siglo pasado da a la Vir-


gen del camarín de la Catedral, más conocida<br />

por Nuestra Señora de los ojos grandes.<br />

Estas cuatro, Tula, Clara, Rosa y Argos divina,<br />

y la quinta, Constanza, eran las que ya<br />

gozaban del fuero de mujeres hechas y derechas.<br />

Las demás estaban en la categoría de niñas<br />

aún. Después de estos cinco pimpollos femeniles<br />

venía el varón, Froilancito, llamado así<br />

por devoción al santo patrono de Lugo (excuso<br />

decir que en Froilancito tenía yo cifradas mis<br />

esperanzas todas). Seguía a Froilán una niña<br />

muy revoltosa y diabólica, extravagante, mimosa,<br />

a quien conocíamos con el nombre de la<br />

primera de las virtudes teologales, Fe; por lo<br />

cual sus hermanas, empeñadas en hacerla rabiar<br />

siempre, no la llamaban más que Feíta (y la<br />

verdad es que no se pasaba de hermosa). Había<br />

luego dos chicuelas, Rosario y Mizucha (diminutivo<br />

de Mercedes), y, por último, el grupo de<br />

mi familia remataba, como esos racimos humanos<br />

que en los circos forman los gimnastas, en


un saladísimo angelón la hembra de cinco años,<br />

que por haber caído su venida al mundo días<br />

antes o después de las Candelas, respondía al<br />

bonito y comprometido nombre de Pura. Los<br />

intervalos entre estos retoños los habían llenado<br />

diferentes malos partos, y los ángeles que<br />

perdí.<br />

Del trabajo que costaba al familión encontrar<br />

casa donde alojarse, no hablaría aquí si no<br />

fuese por observar de paso que uno de los ramos<br />

más caros en Marineda es el de alquileres.<br />

Cuando por última vez bajo del desván la cuna,<br />

habitábamos una de las casas acabadas de construir<br />

en el Páramo de Solares, que unía al barrio<br />

de Arriba con el de Abajo y ya iba trocando el<br />

antiguo nombre por el de Plaza de Marihernández,<br />

pues tenía los lados de su rectángulo<br />

casi guarnecidos de construcciones, entre las<br />

cuales se contaba la casa de Correos, con su<br />

esquinal siempre helado, siempre barrido por<br />

la ventolera furiosa. Pertenecen las casas nue-


vas del páramo a esa clase de edificios que,<br />

pactando secretamente con el genio de la molestia<br />

y de la mezquindad, levantan el bienestar<br />

de oropel y el engañoso lujo moderno. El portal,<br />

embaldosado con rombos de mármol negro<br />

y blanco, ostentaba una portería ilusoria, pues<br />

no había ocurrido jamás que el infeliz visitador<br />

pudiese averiguar en ella dato alguno que le<br />

ahorrase la ascensión de los seis pisos. Estos se<br />

contaban con las falaces y sutiles distinciones<br />

madrileñas, destinadas a halagar la vanidad de<br />

los inquilinos haciéndoles tragar que viven en<br />

un segundo cuando realmente habitan un sexto.<br />

Para fomento de la susodicha vanidad, no<br />

faltaba mucho medallón de yeso, mucho rodapié<br />

pintado, mucho barniz, mucho chinero en el<br />

comedor, mucho papel estampado, mucha alcoba<br />

estucadita, y, en fin, mucho de todo eso<br />

que remeda la comodidad y aun la elegancia.<br />

En cambio, la distribución era lastimosa; los<br />

dormitorios estaban sacrificados al quiero y no<br />

<strong>puedo</strong> de la sala y el gabinete; los tabiques, me-


jor que a salvaguardar la independencia y el<br />

aislamiento que aun en el seno de la familia<br />

reclaman el pudor y la dignidad del individuo,<br />

parecían llamados a servir de conducto acústico,<br />

de tal manera se oía todo al través de ellos;<br />

en la antesala tenía que pedir permiso el que<br />

entraba al que abría la puerta, por no caber los<br />

dos juntos, y los pasillos, más que pasillos, semejaban<br />

intestinos ciegos. De las estrecheces de<br />

otras piezas muy necesarias, nada quiero decir<br />

sino que eran ocasionadas a percances harto<br />

ridículos. En lo que se había corrido el arquitecto,<br />

era en la altura de techos, haciéndola tan<br />

disparatada y fuera de proporción con la importancia<br />

de la vivienda, que yo pensaba para<br />

mí la gran lástima que era no poder tumbar<br />

nuestro piso dejándole de ancho lo que tenía de<br />

alto, y lamentaba que las camas de los niños no<br />

pudiesen ponerse como jaulas de pájaros, colgadas<br />

de las paredes.


Dos resultados daba esta altura de techos<br />

descomunal: el primero, que no había cortinas<br />

que alcanzasen y a todas fue preciso añadir una<br />

especie de volante o faldamentas; el segundo,<br />

que la cantidad de escaleras que subíamos para<br />

llegar a nuestro domicilio era capaz de poner<br />

enfermo del corazón a quien más sano lo tuviese.<br />

¡Ah! Esto de la casa me había dado y siguió<br />

dándome mucho en qué pensar. Imaginé mil<br />

veces que la angostura en que vivíamos tuvo<br />

bastante culpa de habérsele agriado el genio a<br />

Ilduara. No hay nada que impaciente como<br />

vivir estrecho, físicamente comprimido. Y ese<br />

malestar lo habíamos de sentir doble los que<br />

veníamos de un pueblo como Lugo, más atrasado<br />

y barato que Marineda, y donde por ínfima<br />

renta se podía disfrutar de un caserón. Si<br />

mis hijas se conformasen con irse a vivir al Barrio<br />

de Arriba, la parte antigua y aristocrática<br />

de Marineda, podríamos encontrar refugio en<br />

algún edificio viejo, más o menos destartalado -<br />

pocos van quedando ya, pues Marineda se re-


construye toda de unos treinta años a esta parte-.<br />

¡Pero váyales usted con eso a las niñas; impóngales<br />

usted que habiten en aquellos barrios<br />

desiertos, en la melancólica zona que comprende<br />

el Hospital militar, las iglesias románicas y<br />

el triste Jardín de amarillentas flores, colgado<br />

sobre el mar como un nido de gaviota y adornado,<br />

en vez de fuentes y estatuas, con un sepulcro!<br />

No hubo más remedio sino ir acercándose<br />

al Barrio de Abajo, centro del comercio, de<br />

las distracciones y de la vida marinedina. Lo<br />

que decían las pobres muchachas: -Si una no<br />

puede salir, al menos se asoma a la galería y ve<br />

pasar la gente-. Para complacerlas, nos apretamos<br />

y nos desprendimos de los pocos muebles<br />

que aún recordaban los esplendores de la casa<br />

solariega. ¡Ay! ¡<strong>Qué</strong> desplumado se iba quedando<br />

el aguilucho aquel de nuestro blasón!<br />

Así vivíamos, como sardina en banasta.<br />

Para mí, la civilización, los adelantos de la edad<br />

moderna, tomaron desde el primer distante


forma... ¿cómo diré? forma asfixiadora. En Villalba<br />

y Lugo, sobrábale a nuestro cuerpo espacio<br />

donde moverse, aire que respirar, alimentos<br />

con que sustentarse y leña para quemar durante<br />

el invierno. En Marineda todo venía con estrecha<br />

medida y tasa, todo mermado por la<br />

angustia del bolsillo, que se echaba a temblar<br />

ante las cuentas. Ilduara solía repetir: ¡tiento!,<br />

¡mucho tiento! Ninguna de estas circunstancias<br />

era a propósito para reconciliarme con la nueva<br />

vida. Mas si a todo me avenía con tal que no se<br />

alterase la paz doméstica, en un punto no supe<br />

allanarme a las circunstancias, y si en este punto<br />

me contrariasen, capaz sería de dar al traste<br />

con mi condición bonachona y de lanzarme a la<br />

revolución. Este punto era... convengo en la<br />

puerilidad del caso... que yo no quise, no pude,<br />

no supe acostumbrarme al pan marinedino,<br />

amasado con harinas de afuera, importadas de<br />

Santander. En balde me objetaban que peor era<br />

aún el agua que el pan; que este, en suma, si no<br />

por exquisito, pasaba por tolerable; yo lo decla-


aba un asco, un veneno, y le echaba la culpa de<br />

todas las enfermedades novísimas -<br />

tuberculosis, difteria, reblandecimiento, diabetes-.<br />

No me dijesen a mí: ¿pues quién oyó, veinte<br />

años hace, mentar semejantes padecimientos?<br />

Cuando se comía el honrado trigo mariñán<br />

y el no menos honrado centeno montañés, nadie<br />

padecía de esas enfermedades solapadas y<br />

traidores. Fiel a mi convicción, todos los miércoles<br />

y sábados, que son en Marineda los días<br />

de mercado, una panadera rural, venida desde<br />

la inmediata aldeíta de la Erbeda, a lomos de<br />

ágil borriquillo, entregaba en mi casa un reverendo<br />

mollete, cortezudo, bazo, a medio cocer,<br />

para que pesase más; y al hincarle el diente, no<br />

me trocara yo por el rey de España. Sería un<br />

capricho mío esto del pan de la Erbeda, pero<br />

también podría ser el instinto del propietario<br />

territorial, que en la introducción de las harinas<br />

forasteras presentía la quiebra de nuestros míseros<br />

cereales.


No fue este el único alarde de independencia,<br />

la única manifestación de personalidad que<br />

me permití, a riesgo de concitar las iras de mi<br />

Ilduara. A la verdad, tampoco quisiera que se<br />

creyese que Ilduara no me consentía, con su<br />

cuenta y razón, hacer mi gusto. Yo había contraído<br />

el hábito de entretener parte de la noche<br />

en la Sociedad de Amigos de Marineda. ¡Sombra<br />

de mi Ilduara, no te vuelvas hacia mí, ceñuda<br />

y destellando indignación! Lo que me<br />

llevaba allí era el profundo e inefable deseo de<br />

libertad.<br />

¡Oh nombre dulce entre todos, qué música<br />

misteriosa encerrarán tus tres sílabas para que<br />

así hechices nuestra alma! Es evidente, y lo<br />

afirmo con sinceridad de hombre de bien, que<br />

yo no tenía ni quería tener pensamiento, palabra<br />

ni obra cuyo último fin no fuesen las cuatro<br />

paredes de mi hogar; que al encerrar en él mis<br />

aspiraciones encerré también mi ternura; que<br />

por cuanto oro hay en el mundo, no rompería


un solo eslabón de la sagrada cadena que me<br />

echaban al cuello mis deberes de esposo y padre.<br />

Pues con ser esto tanta verdad, no lo es<br />

menos que la cadena que no quería romper, me<br />

encantaba levantarla un ratito y no sentir su<br />

peso; que ese hogar donde tenía depositado<br />

acendradísimo amor, me hacía feliz perderlo de<br />

vista dos o tres horas; y que, fanático de mi<br />

casa, me gustaba la Sociedad de los Amigos<br />

porque... porque no era mi casa, precisamente.<br />

Reflexionando sobre los casinos, círculos y<br />

sociedades, he caído en la cuenta de que, con<br />

mis gravísimos defectos ¡vaya si son graves!,<br />

tienen ventajas suficientes para que no se deba<br />

pensar en suprimirlos, (al menos mientras no se<br />

perfeccione bastante la institución matrimonial);<br />

y entre ellas, la de hacerlo a uno olvidar<br />

las penalidades domésticas. A los pobres diablos<br />

como yo, que ni se pueden solazar con las<br />

grandes concepciones del arte ni chapuzarse<br />

hasta la coronilla en las hondas corrientes de la


ciencia, y tampoco han de buscar en el trabajo<br />

manual la fatiga que trae la sedación del sueño,<br />

quíteles usted esta válvula, y capaces son de<br />

pegar un estallido. ¿Quién sabe? Si las mujeres<br />

pudiesen gozar del mismo desahogo, quizá no<br />

tomase nunca su carácter la acritud y displicencia<br />

que desgraciadamente adquirió el de mi<br />

esposa. El encierro atiranta los nervios. La familia,<br />

foco dulcísimo de calor, pero que a veces<br />

tuesta y sofoca, para los hombres tiene una ventanita<br />

que da aire respirable. Sin ese aire, la<br />

atmósfera se carga, la electricidad se condensa<br />

y la tormenta es inminente.<br />

Con anuencia tácita de mi esposa, pasaba<br />

yo en la Sociedad de Amigos unas horitas algo<br />

retasadas, pero entretenidas, aperitivas, excitantes<br />

hasta por el estímulo de la oposición y<br />

contrariedad entre mi genio y el de la mayor<br />

parte de los concurrentes a aquel Centro, -el<br />

que en Marineda reunía más gente granada por<br />

lo cual tenía sus ínfulas y se preciaba de no


admitir a cualquiera-. Yo allí me sentía bien,<br />

aun cuando experimentaba, en lo moral, una<br />

impresión parecida a la que en lo físico me causaba<br />

el ponerme delante de un espejo: encontrábame<br />

algo anticuado, retrasado en ideas y<br />

gustos, y muy distante del aplomo, resolución,<br />

dogmatismo de opiniones y arrojo en la lucha<br />

por la existencia que creía notar en los demás.<br />

Por eso en las discusiones me mostraba tímido:<br />

apenas me atrevía a meter cucharada, prefiriendo<br />

los apartes en la sala de lectura o en algún<br />

sofá, a las grandes polémicas en que terciaban,<br />

hablando a voces y sin entenderse, más<br />

de una docena de socios.<br />

En aquellas grescas cotidianas, que siempre<br />

tenían por origen cualquier futesa, -pues no<br />

he visto discutir sobre la punta de un alfiler<br />

como allí se discutía- no dejaba de divertirme el<br />

papel de escucha; y más si se discutiese con<br />

modo, y no tan aturdidamente, que no valían<br />

argumentos ni razones y se llevaba el gato al


agua quien vociferase más. Gimnasia de pulmones<br />

y derroches de laringe. Otra cosa desagradable:<br />

allí se hablaba con libertad excesiva,<br />

por no decir con soberana desvergüenza. Todas<br />

las interjecciones y palabrotas del idioma español<br />

salían a relucir; el anfiteatro de disección<br />

estaba siempre abierto, siempre preparadas las<br />

mesas y afilados los escalpelos y bisturíes. Allí<br />

se contaba, se comentaba y se exageraba cuanto<br />

ocurría en Marineda: las honras se hacían añicos,<br />

las más veces sin dañino propósito, bien<br />

como las olas del mar, por la sola virtud de su<br />

maquinal embate, minan los cimientos de una<br />

torre. Falta de miramiento es lo que había en la<br />

Sociedad de Amigos de Marineda y en otros<br />

muchos centros análogos. Y entiéndase que esta<br />

palabra miramiento, que yo empleo muy a menudo,<br />

encierra multitud de conceptos; es la<br />

fórmula del respeto a infinidad de cosas respetables,<br />

que la gente moderna propende a desacatar:<br />

honra de la mujer, creencias religiosas,<br />

principio de autoridad en las sociedades y las


familias... sacras ideas en las cuales se funda<br />

muestra vida moral. Lo confieso: si generalmente<br />

procuraba oír como quien oye llover las<br />

atrocidades que se decían en la Sociedad, a veces<br />

también montaba en cólera y protestaba<br />

indignado. Y estos breves momentos de enojo<br />

(véase qué extraña es la condición humana)<br />

eran de lo que más me apegaba al salón de los<br />

Amigos. En mi hogar sólo tenía el derecho de<br />

enfadarse mi dulce costilla. Siquiera en la Sociedad<br />

me dejaban derramar la bilis. En tales<br />

momentos me creía más hombre. ¡<strong>Qué</strong> descansado<br />

me quedaba después, y con cuánto alivio<br />

subía las escaleras de mi casa!<br />

Sí; la Sociedad de Amigos había llegado a<br />

serme tan indispensable como el aire que respiramos.<br />

¿Dónde sino allí encontraba yo a los<br />

cuatro o seis conocidos que ayudaban con su<br />

amena conversación a disipar las sombras que<br />

acumulaban en mi espíritu las inevitables preocupaciones<br />

caseras? ¿Cómo evaluar la suma


de bien que me hacían las sensatas razones de<br />

Mauro Pareja, a quien propios y extraños conocen<br />

por el Abad; las lucubraciones profundas de<br />

Arturito Cáñamo, lumbrera de la ciencia penal<br />

española; las graciosas chifladuras del insigne<br />

matemático Díaz del Alimón; la inspiración<br />

irrestañable del frondoso poeta Ciriano de la<br />

Luna, y las donosísimas humoradas de Primo<br />

Cova, siempre oportuno y regocijado, capaz de<br />

extraer el bálsamo de la risa de las tablas de un<br />

ataúd? ¡Oh caros contertulios, cuánto os ha debido<br />

de consuelo mi atribulado espíritu durante<br />

los momentos de angustia que sobran en este<br />

valle de lágrimas!<br />

Aunque no aparezca bullicioso, soy sociable,<br />

amigo de la conversación y de la broma;<br />

desde mis tiempos de estudiante me acostumbré<br />

a la pandilla, al compañerismo, a vivir de<br />

prestado sobre la alegría, la cháchara y el buen<br />

humor ajeno, y nunca se ha apoderado de mí la<br />

negra misantropía, el tedio de la humanidad. Y


no omitiré, entre los encantos que para mí tenía<br />

la Sociedad de Amigos, la relativa anchura de<br />

sus salones, comparada con la exigüidad de mi<br />

vivienda. Por último... en la Sociedad de Amigos<br />

yo satisfacía un hábito vicioso, el único,<br />

según creo, que se ha aposentado en mi alma:<br />

mi afición al tresillo.<br />

Tenía muy mal naipe. Generalmente, al final<br />

de la temporada me encontraba con un mediano<br />

déficit en los escasos fondos que para el<br />

bolsillo me otorgaba mi prudente esposa. La<br />

cual era dueña absoluta de la llave de la gaveta,<br />

o dígase de la cómoda donde guardábamos el<br />

dinero... Costábame trabajo confesar mis pérdidas;<br />

y por eso (lo escribo con rubor) me reservé<br />

el importe de ciertas pensiones que se me abonaban<br />

por conducto de un procurador amigo<br />

mío, a fin de poder asegurar a Ilduara que<br />

3


habíamos salido de la temporada pie con bola.<br />

Asusta pensar de lo que hubiera sido yo capaz,<br />

a dominarme otras pasiones menos inocentes<br />

que la del tresillo. La ocultación de las pensiones<br />

demuestra que no es oro todo lo que reluce<br />

en mi hombría de bien.<br />

Hacía ya un mes que la cuna había vuelto a<br />

salir del desván, y, limpia de telarañas, ocupaba<br />

un rincón de nuestra reducida alcoba, cuando<br />

mi esposa dio en mostrarse peor humorada<br />

que nunca, y en renegar de su estado, que ella<br />

afirmaba no haber sido jamás tan penoso, quejándose<br />

de síntomas extraños, de inusitado peso<br />

y volumen, de raras perturbaciones y de<br />

anormales sufrimientos. Por esparcir mi ánimo<br />

acongojado, frecuenté más la Sociedad de Amigos,<br />

y justamente entonces apretó mi mala<br />

suerte en el juego. Racha tan fatal, no la recordaba<br />

nadie. Me vi en la precisión de confesar a<br />

mi mitad las reiteradas pérdidas. Solía Ilda ponerme<br />

como un trapo en ocasiones semejantes;


pero observé con sorpresa que prefería verme<br />

salir y jugar, a que me quedase en casa, asistiendo<br />

a la tertulia que formaban mis hijas con<br />

la vecina del principal y los del tercero de la<br />

derecha. Aprovechando benignidad tan desusada,<br />

me cebé en la partida con el afán del<br />

desquite, que así acudía al febril ruletero, como<br />

al morigerado tresillista.<br />

Casi todo el mes de octubre estuve tan de<br />

malas, que alrededor de nuestra mesa se formó<br />

un corro alborozado, sólo para jalear mi perra<br />

suerte. Me crucificaban a chistes. Estas bromitas<br />

llegaban a veces a sacarme de mis casillas; peor<br />

para mí, pues las guasas llovían más espesas.<br />

Una de las estúpidas matracas favoritas, era la<br />

de suponerme felicísimo en empresas galantes,<br />

por aquello de «afortunado en amores», etc. Si<br />

esta chanza se contuviese en justos límites, anda<br />

con Dios; pero la llevaban a tal extremo y la<br />

adornaban con pormenores tan feos y chabacanos,<br />

que serían capaces de ruborizar a los bus-


tos de piedra del paseo de las Filas. Aquella<br />

gente se relamía de gusto oyendo las impertinencias<br />

de Primo Cova, bufón de la Sociedad.<br />

Descuajábanse de risa al asegurar Primo que<br />

me había visto con sus propios ojos, al anochecer,<br />

atravesando la calle del Varadero (la más<br />

sospechosita de Marineda), muy embozado y<br />

en compañía de la graciosa modista B o la salada<br />

cigarrera H. Últimamente el pesado guasón<br />

daba en la flor de embromarme con la venia del<br />

principal, la esposa del comandante del regimiento<br />

de Otumba... y aunque el marido, un<br />

colosal asturianazo, andaba por allí dando<br />

vueltas, no había modo de conseguir que Cova<br />

pusiese término a crianza tan inconveniente.<br />

Cierta noche -¡noche memorable!- me dirigió<br />

una sonrisa la coqueta de la suerte, en forma<br />

de solo de esos llamados de Fernando Séptimo.<br />

Seis triunfos de espada, mala, rey, caballo,<br />

en palo corto; dos fallos y un monarca. Imperdible.<br />

Mi cara lo estaba proclamando a voces;


mis ojos bailaban de gusto, y mis manos temblaban<br />

ligeramente, estrujando contra el pecho<br />

el haz de cartas. Para mayor fortuna andaban<br />

en el platillo dos puestas gemelas, encimadas -<br />

al tanto a que se jugaba, representarían un duro.<br />

Ante todo importa declarar que no era sólo<br />

el vil interés causa de la placentera excitación<br />

que me obligaba a teclear sobre las cartas y sonreír<br />

de júbilo. No se me estaban pudriendo en<br />

el bolsillo los pesos; sin embargo, lo que irradiaba<br />

triunfalmente en mis pupilas era el puro<br />

e ideal deleite de la victoria. Era el amor propio,<br />

interesado en chafar a los majaderos mirones<br />

que me acribillaban a chirigotas. Por ellos, por<br />

ellos me alegraba. ¡Condenados! Yo creo que<br />

aquellos malditos, sospechando la condición<br />

suspicaz de mi Ilduara, tenían gusto en propalar<br />

ciertos absurdos a fin de producirme desazones.


-¡Tienda usted las cartas, hombre! -me decía<br />

el coronel de ingenieros Díaz del Alimón-.<br />

¡Si es rodado! ¡<strong>Qué</strong> carabina!<br />

-No -respondía yo alardeando de modestia<br />

para disimular el gozo-. Jugarlo, señores, jugarlo,<br />

que no sabemos todavía... Si la contra está<br />

en una sola mano... Salgo de espada... no me la<br />

fallen ustedes... (la gracia de esta agudeza, que<br />

suele repetirse por término medio quince veces<br />

cada noche, sólo pueden percibirla los que conocen<br />

la marcha del tresillo).<br />

Convencidos de la infalibilidad del coronel<br />

de ingenieros, autoridad en la materia (aunque<br />

por economía no jugase jamás) y espejo de la<br />

ciencia matemática, los compañeros se rindieron,<br />

y volqué en mi exangüe cesto el platillo<br />

repleto de fichas. Dieron nuevamente, y... ¡ah,<br />

qué brinco pegó mi corazón de tresillista! Otro<br />

solo, morrocotudo, un solo que pararía en bola<br />

quizá.


-¿Don Benicio? -articuló a mis espaldas<br />

una voz sumisa y oficiosa.<br />

-¿Eh? ¿Es por mí? ¿<strong>Qué</strong> se ofrece? -<br />

respondí sin volver la cabeza, por no distraerme<br />

en momentos tan dulces.<br />

¡Implacables mirones! Ellos fueron los que<br />

gritaron, llenos de feroz contento:<br />

-Es el mozo, que quiere hablar con usted...<br />

¡Cómo se ceba en las ganancias este hombre!<br />

Me volví.<br />

-¿<strong>Qué</strong> hay, Antón?<br />

-Una joven, que pregunta por usted.<br />

¡Cristo, qué alboroto! Tuve que alzar la voz<br />

y exclamar.<br />

-¡Tengan ustedes miramientoooo...! ¿A<br />

ver? ¿Por mí? ¿Una joven?


-Sí, señor... Una chica así... bastante simpática,<br />

no despreciando. Dice que es la de usted...<br />

-¿La mía? Cuidado con lo que se habla...<br />

¿La mía? ¿<strong>Qué</strong> es eso de la míiiiiaaa?<br />

Expectación.<br />

-Ella dijo así... Y que se llama Eduarda.<br />

-¡Acabáramos! La criada, señores... Ya me<br />

parecía... Pregúntele, Antón, a ver, qué ocurre...<br />

¡Eh, sigamos el juego!... Tres bazas... y arrastro...<br />

No podía dudarse, era una bola. Sí, una<br />

bola, de esas que bien llevadas no las corta ni el<br />

verbo. Estaba en lo más comprometido de la<br />

jugada, cuando he aquí que vuelve el mozo,<br />

arrastrando los pies.<br />

-Señor, que vaya usted a casa... La señora,<br />

su mujer, está con dolores.


¡Con dolores!... ¡Ah, conocidísima frase! Sí;<br />

eran los dolores clásicos, los dolores por antonomasia,<br />

los únicos que no necesitan más calificativo:<br />

los dolores... Recordé. A la hora de comer<br />

y por la tarde, Ilduara ya se había quejado, no<br />

muy fuerte, pero varias veces. Mas a los veteranos<br />

en estas lides no incruentas, nos sucede<br />

lo mismo que a los de otras cruentísimas: nos<br />

dormimos sobre el cañón cargado, fumamos<br />

sobre el barril de pólvora, y disfrutamos del<br />

más regalado descuido momentos antes de la<br />

batalla. Mi mujer con los dolores... ¡Pobrecita!<br />

Bueno... El mozo insistió.<br />

-Con dolores... vamos, de parir.<br />

Toda la Sociedad soltó la carcajada. Creo<br />

que se rieron hasta las alfombras y las fichas del<br />

tresillo.<br />

-Esas tenemos, ¿eh? ¿Aumento de familia?<br />

Don Benicio... ¡Pillín! Pero ¿cuándo se jubila


usted con el haber que por clasificación le corresponde?<br />

¿Chiquillos a estas alturas?<br />

-Digo que es una inmoralidad... Debía<br />

prohibirse... Raya en desvergüenza.<br />

-Hombre, que le pensione a usted el Estado...<br />

¿De qué taberna gasta usted el vino? Queremos<br />

las señas... (Esto fue Primo Cova).<br />

-Miramiento, señores... Permítanme dar un<br />

recado al mozo... -exclamé con desconsuelo,<br />

porque faltaban dos bazas no más para ganar<br />

aquella bola suspiradísima-. Oiga... dígale que<br />

voy ahora mismo... Que vaya avisando al señor<br />

de Moragas, ¿eh? Al médico, para que se haga<br />

cargo.<br />

-¡Hombre, qué lástima! -exclamó uno de<br />

los tresillistas, el secretario del Gobierno civil-.<br />

Ahí estaba Moragas no hace un cuarto de hora<br />

en el salón de lectura.


-Sí, pero son las diez y media largas -<br />

detallé-; ya se recogió a casa, de seguro- objetó<br />

el Comandante del puerto.<br />

Todos aprobaron. En Marineda, y particularmente<br />

en aquel foco de hablillas que se llama<br />

la Sociedad de Amigos, sábese puntualmente a<br />

qué hora está cada quisque en su domicilio o en<br />

el ajeno, sin que en el cálculo de probabilidades<br />

quepa más error que el de minutos arriba o<br />

abajo. A no mediar caso análogo al mío, Moragas<br />

se encontraría en su alcoba, leyendo, para<br />

conciliar el sueño, alguna revista francesa: hasta<br />

de esta clase de pormenores estábamos al<br />

corriente. Seguro, pues, de que la fámula acertaría<br />

con el comadrón y este correría a mi casa,<br />

me creí con derecho a terminar la jugada, que,<br />

según mis presentimientos, resultó bola. Alguien<br />

me preguntó si liquidaba: ¡liquidar! el<br />

favor de la suerte me embriagaba de tal modo,<br />

que manifesté deseos de dar un par de vueltecillas<br />

más, hasta sacar todas las puestas. A la


verdad, también me satisfacía tener un pretexto<br />

para dilatar el regreso adonde me esperaba una<br />

escena siempre desagradable; desacostumbrado<br />

ya de ella por el largo interregno, me infundía<br />

ahora ese sentimiento que yo llamaría pavor<br />

doméstico, miedo que cobramos a ciertos<br />

deberes y actos de la vida familiar, y que tal vez<br />

no es sino una forma del hastío. Y al mismo<br />

tiempo que me dejaba dominar por la cobardía,<br />

sin ver que las más elementales nociones del<br />

deber conyugal me llamaban al lado de Ilda,<br />

deseaba aturdirme, matar la fiebre de mi emoción<br />

con el choque de las fichas y el zumbido<br />

de la charla.<br />

-Cerca de treinta años hace que me casé,<br />

señores, y he visto nacer diez y seis hijos, sin<br />

contar el que está llamando a la puerta.<br />

Felicitaciones, vítores.<br />

-Pero no me viven todos. Sólo conservo<br />

diez. Los otros... -esto debí de decirlo con los


ojos algo húmedos y la voz ronca- andarán allá<br />

pidiendo por mí... Crean ustedes que, desde el<br />

tercero, preferiría uno que no viniesen; pero si<br />

uno los ve aquí, no desea que se vayan. Sobre<br />

todo, el de la desgracia, el mayorcito, Moncho...<br />

señores, me dejó unos recuerdos... es decir, empezaba<br />

a deletrear... ¡Juego! Una entradita...<br />

Gané una jugada magnífica, y la satisfacción<br />

me puso más excitado. Proseguí:<br />

-A mí nadie me quita de la cabeza que<br />

aquella criatura, si no llega a desgraciarse, honra<br />

a la familia... ¡Era mucho despejo el suyo!<br />

A esto contestó Mauro Pareja, por sobrenombre<br />

el Abad, que acababa de entrar y miraba<br />

por cima de mi hombro el juego.<br />

-Señor de Neira, más valió que se le muriese<br />

a usted ese niño de tantísimo talento, que sus<br />

preciosas hijas. Al menos, nosotros los solteros<br />

opinamos así.


Se alzó un clamor aprobando el parecer del<br />

Abad y a renglón seguido acercose a la mesa mi<br />

vecino el comandante de Otumba, a quien la<br />

noticia de mi nueva paternidad traía desde el<br />

cuarto de lectura a darme la enhorabuena. Y<br />

para repetir los términos en que me la dio el<br />

bueno de don Tomás Llanes, yo me vería en<br />

mediano apuro, si no recordase cómo su propia<br />

esposa explicaba aquel modo pintoresco de<br />

hablar, diciendo que su marido, al despertarse,<br />

lo primero que soltaba era una colección de<br />

peinetas y otra de moños.<br />

Don Tomás, que tenía las proporciones y el<br />

aspecto de un oso velludo, de aquellos que se<br />

merendaron al rey astur, acercose a mí y dándome,<br />

con su finura acostumbrada, una palmadaza<br />

en el hombro, exclamó:<br />

-Moño, y qué suerte de hombre... Peineta,<br />

otro chiquitín... y con veinticuatro lo menos que<br />

ha tenido ya... ¡Moño, y para los demás ningu-


no! ¡Yo que llevo diez años de casado, y ni noticia!<br />

-¿Y eso, qué? -respondí demostrando fe inquebrantable<br />

en la fecundidad humana-. Ya<br />

cuajará... Mire usted, por mi casa hubo años<br />

estériles... y también tuvimos fracasos...<br />

-¿Eso más? -preguntó Primo Cova-. Pero<br />

hombre, usted cultiva todas las formas de la<br />

paternidad, incluso la frustrada... la tentativa<br />

de paternidad.<br />

Acababa de sacar otra puesta, y de buen<br />

humor con este triunfo, respondí:<br />

-Tan cierto eso, que hasta tuvimos un embarazo<br />

falso... Se armó una greguería, y hube<br />

de dar explicaciones a los solteros, que se fingían<br />

asustados.


-Era lo que llaman una mole, señores... una<br />

mole... un pedazo de carne, sin hechura, sin<br />

ojos, sin cabeza...<br />

No sé en qué pararían las risotadas que<br />

arrancó este boceto, a no haber distraído la<br />

atención un incidente, una disputa entre tresillistas<br />

y mirones.<br />

-¿Pero cómo juega usted, Domingo, hombre?<br />

¿No está usted viendo que ahí el arrastrar<br />

de bajo es una barbaridad?<br />

-Manía de meterse en negocios ajenos. Si<br />

sabré lo que me hago, sin necesidad de que me<br />

aconsejen.<br />

-Así dicen todos los chambones. Si sólo se<br />

perjudicase usted, corriente. Pero hace usted<br />

daño a los compañeros. Es una calamidad el<br />

que usted tenga que ir a la contra.<br />

-Esas apreciaciones...


-Nada, yo soy así; antes que todo la franqueza.<br />

-Cualquiera es franco metiéndose en camisa<br />

de once varas...<br />

-Hay que pensar lo que se dice...<br />

-¡Moño! ¡Peineta! Señores...<br />

-¡Señores... miramiento, miramiento! -<br />

intervine yo, pues no gusta ver a dos personas<br />

regulares, o por lo menos obligadas a serlo,<br />

poniéndose como un trapo por si debieron soltar<br />

la sota y largaron el siete, verbigracia. La<br />

discusión empeñaba a aplacarse, cuando he<br />

aquí que el mozo, arrastrando los pies y con<br />

aquella cara de memo malicioso que hacía la<br />

felicidad de Primo Cova, entró y se acercó a mí,<br />

murmurando misteriosamente:<br />

-Señor... Señor Neira... Está ahí su chica...


Me volví sobresaltado, restituido a la conciencia<br />

de mi deber.<br />

-¿<strong>Qué</strong>... qué pasa? Voy, voy...<br />

-Dice... -secreteó el mozo- que la señora, su<br />

mujer... ya... ya salió de apuros, vamos...<br />

Respiré anchamente. ¡Tan pronto! Mejor,<br />

mejor; ya estamos fuera del paso: ¡gracias, San<br />

Ramón de mi vida! Entre el coro de plácemes,<br />

alcé la voz para preguntar:<br />

-¿Te dijo si era niño o niña?<br />

El mozo me miró con ojos que parecían los<br />

de un pez, y articuló soñolientamente:<br />

-Dice que tiene una niña...<br />

Los solteros vinieron a darme la mano, a<br />

sacudírmela con gran énfasis, y a repetir:


-Dentro de veinte años... cuente usted conmigo,<br />

don Benicio, cuente usted conmigo.<br />

-Aunque sea dentro de quince -murmuró<br />

reposadamente el Abad.<br />

-Aunque sea dentro de trece -balbució el<br />

sonámbulo Díaz del Alimón, aficionado al pan<br />

tierno.<br />

Cuando me dejaron respirar, exclamé dirigiéndome<br />

al mozo que seguía allí hecho un<br />

poste:<br />

-¿Estás seguro de que dijo niña?<br />

Y entonces... ¡oh cielo pródigo, cielo que no<br />

mides, ni tasas, ni regateas los bienes de este<br />

mundo; cielo que siembras tus dádivas como<br />

quien siembra alcacer!... el mozo, columpiándose<br />

y sin alzar la voz, respondió:<br />

-Dijo una niña, sí señor... y que vaya allá<br />

en seguida, que va a nacer otra.


¡Naturaleza, naturaleza! Me quedé lo mismo<br />

que el náufrago cuando una ola le zapatea<br />

contra el casco del buque. ¡Un parto doble! Me<br />

iluminó como luz fatídica el recuerdo de aquellos<br />

extraños fenómenos que contaba Ilda, de<br />

aquellos padecimientos raros, de aquella anormal<br />

gravidez. ¡Un parto doble! ¡Géminis!<br />

Al verme en la calle, corrí como un loco. Y<br />

entre el desorden de mis pensamientos y la<br />

muchedumbre de mis cuidados, predominaban<br />

los siguientes:<br />

-Hay que comprar otra cuna... hay que<br />

buscar dos amas... ¿Y dónde duermen, santo<br />

Dios? ¿Dónde? Lo dicho: como no se invente<br />

colgar las camas por la pared...<br />

4


Cuando empecé a ascender fatigosamente<br />

las escaleras de mi casa, subía delante de mí la<br />

mujer del oso, la comandante de Otumba, doña<br />

Milagros. Ya sabemos que marido y mujer eran<br />

nuestros vecinos, sólo que vivían menos alto<br />

que nosotros, y no disfrutaban de tan hermosa<br />

vista al mar. Por cierto que de esta vista nació la<br />

intimidad de doña Milagros en mi casa, pues<br />

iba a extasiarse, las tardes que hacía bueno, con<br />

aquella gloria de Dios.<br />

-Como en mi pueblo -decía. Y en seguida<br />

añadía indefectiblemente-: Porque ya sabrán<br />

ustés que yo soy gaditana.<br />

No creo atentar a la fidelidad que debí a<br />

mi Ilduara querida, si reconozco que la señora<br />

de Llanes me pareció entonces, más que de costumbre,<br />

y acaso por contraste con la gente que<br />

dejaba en la Sociedad de Amigos, un objeto<br />

muy grato de contemplar. No diré que la comandanta<br />

fuese una belleza acabada y sorprendente,<br />

pero poseía en grado altísimo ese


don de su raza que se conoce por sandunga.<br />

Hasta sus defectillos eran de los que prenden y<br />

enganchan la voluntad mejor que las perfecciones<br />

clásicas. La sombra oscura sobre el labio<br />

superior, carnosito y de un rosa algo pálido; el<br />

lunar castaño con cerdas rizadas en el carrillo<br />

izquierdo; la abultada cadera, las ojeras cárdenas<br />

y la voz gruesa y un tanto bronca, no acierto<br />

a decir si la desmejoraban, o si, por el contrario,<br />

la hacían seductora en grado sumo. Estos<br />

puntos yo los había oído debatir en la Sociedad<br />

de Amigos con gran calor, cuando el maridazo<br />

volvía la espalda, pues doña Milagros era mujer<br />

muy discutida, y no caía sobre ella ese olvido<br />

indiferente en que envuelven los varones a<br />

las hembras que no excitan su malsana curiosidad.<br />

Mientras la señora subía la escalera, añadiré<br />

que siempre que en la Sociedad se trataba de<br />

doña Milagros, o se me daban con ella bromas<br />

inconvenientes, yo sufría. En torno de la co-


mandante existía una atmósfera que me causaba<br />

enojo, persuadido como estaba de que todo<br />

eran injusticias y hablillas, sin más base que los<br />

pruritos de la maledicencia. Cada vez que veía<br />

a aquella excelente señora y adivinaba la franqueza<br />

de su carácter y la bondad de su corazón,<br />

experimentaba un sentimiento de lástima. ¿Lo<br />

habría adivinado la pobre? Porque me demostraba<br />

a su vez una simpatía, una inclinación<br />

honesta, una particular deferencia halagadora,<br />

que no sabía yo a qué atribuir. Y es el caso que<br />

mi Ilduara, sea que esas voces maldicientes<br />

hubiesen llegado hasta ella, sea que las bondades<br />

de doña Milagros para mí la alarmasen,<br />

profesaba a la graciosa comandanta ojeriza tanto<br />

más tenaz, cuanto que la disimulaba bajo<br />

apariencias engañosamente cordiales, y sólo la<br />

desahogaba con pasajeras indicaciones, rápidas<br />

y agudas como saetas. De cuanto se murmuraba<br />

acerca de la comandante, lo que más recogía<br />

mi esposa eran los rumores sobre origen plebeyo.<br />

Lamento tener que descubrir estas flaque-


zas de mi Ilda: cuando llegamos a Marineda,<br />

supuso que todo el aristocrático barrio de Arriba<br />

iba a dejarse caer en peso en nuestra mansión,<br />

para atendernos y festejarnos: mas nada<br />

de esto ocurrió, y los moradores de los cuatro o<br />

seis edificios blasonados que en Marineda se<br />

conservan aún, no hicieron el menor caso de<br />

nosotros, pobres hidalgüelos de gotera, quedándose<br />

reducidas nuestras relaciones a las que<br />

ofrecía la vecindad, y a dos o tres familias procedentes<br />

de Lugo, que se enteraron de que existíamos.<br />

Esta herida de amor propio se le enconó<br />

a Ilda, y en vez de buscar a toda costa relaciones,<br />

volviose más relamida, tiesa y difícil, dándose<br />

a inquirir los antecedentes de las personas<br />

que nos trataban. Doña Milagros tenía su expediente<br />

en regla.<br />

-Pero esposa -decía yo en tono conciliador-<br />

, ¿qué sabes tú de malo respecto a doña Milagros?<br />

A mí me parece una señora como todas


las demás; es mujer de un comandante; su categoría<br />

social la permite rozarse con lo mejorcito.<br />

Mi mujer fruncía el entrecejo, apretaba los<br />

labios y rezongaba no sé qué de un puesto de<br />

verdura en el mercado de Chipiona, donde la<br />

madre o la tía carnal de doña Milagros... no<br />

consta cuál de las dos...<br />

-¡Mujer, cada uno es hijo de sus obras... el<br />

trabajar no deshonra, y el vender berzas no es<br />

oficio infamante!<br />

-Pues traeremos a casa a las verduleras para<br />

que traten con tus niñas, si te parece -<br />

respondía echando lumbres mi mitad.<br />

-Ilda querida... No es eso. Si doña Milagros<br />

vendiese berzas hoy, corriente... Pero en el día<br />

es la mujer de su marido, y, por lo mismo, una<br />

señora.


Hasta para ese argumento, al parecer concluyente,<br />

tenía respuesta Ilda.<br />

-Señora, señora... A saber, a saber... Estas<br />

gentes que vienen así, de donde Cristo dio las<br />

tres voces... A luengas tierras, luengas mentiras...<br />

Han estado en Ultramar, allá en Cuba... (A<br />

mi mujer la escamaban muchísimo los que<br />

habían estado en Ultramar, y los juzgaba ipso<br />

facto trapisondistas). A ver, hijo del alma<br />

(cuando mi mujer me daba este dulce nombre,<br />

era para hacerme sentir mejor el peso de su<br />

cólera), a ver, tú que tanto cargas en lo del señorío,<br />

¿estás bien seguro de que son marido y<br />

mujer verdaderos?<br />

Y, en efecto, no podía yo tener lo que se<br />

llama certeza absoluta, no habiendo asistido a<br />

las bodas ni visto los registros parroquiales.<br />

Juraría, así y todo, que no existía allí ni sombra<br />

de contrabando. Mi mujer comprendía, a pesar<br />

de mi silencio, que no se me comunicaba su<br />

escepticismo, y añadía enrabiada.


-Y además, hombre, ¡qué gente tan ordinaria!<br />

¡Cómo se les ve que son señores hechos a<br />

puñetazos! Él habla igual que un carretero y<br />

tiene pelos hasta en el paladar; ella parece una<br />

cualquier cosa, con aquel meneo tan descarado<br />

que lleva por la calle. Así es que todo el mundo<br />

se la atreve, porque la confunden con una tía<br />

pindonga. He de salir yo cien veces a misa, y<br />

nadie me seguirá, de fijo; y a ella el otro día la<br />

iba siguiendo Baltasar Sobrado. ¡No me lo niegues,<br />

que yo lo vi!<br />

Lejos de mí el pensamiento de negar semejante<br />

noticia; para aquietar a Ilduara, exhalaba<br />

una especie de gruñido de conformidad.<br />

-No, no tengas miedo de que persigan así a<br />

una mujer de bien... Lo que es a mí... ¡A mí no<br />

se me atreven!<br />

¿Y quién había de atrevérsete ¡oh Ilduara<br />

mía! con aquel gesto tuyo y aquel entrecejo y<br />

aquella austeridad de líneas que alejaba todo


pensamiento profano? En eso sí que estuvimos<br />

acordes, mujer incomparable.<br />

-En fin, son gentecilla; él huele a cuchara, y<br />

lo que es ella, no quiero pensar a qué huele...<br />

Temeroso de que mi esposa cometiese con<br />

el matrimonio Llanes algún exabrupto no me<br />

metía en defensas, mantuve mi acostumbrado<br />

sistema de decir amén a todo. Allá en mi interior,<br />

esta inicua confabulación dentro y fuera de<br />

mi casa contra una persona a quien no veía<br />

hacer nada malo, me infundía mayor interés<br />

hacia ella. Muy bajito, protestaba contra las<br />

necedades y preocupaciones del mundo, que<br />

no se contenta con que una mujer sea noble y<br />

servicial, sino que además la exige que al andar<br />

no columpie las caderas, y que sus tías no vendan<br />

zanahorias.<br />

Porque aquella doña Milagros tan duramente<br />

juzgada; aquella bendita señora, objeto<br />

de comentarios tan poco caritativos, era una


criatura de bondad, que se desvivía por encontrar<br />

manera de servir de algo a sus semejantes,<br />

y en particular a los vecinos. Pronta y fogosa<br />

para todo, nadie tan capaz de sacrificarse con<br />

verdadera abnegación por lo que no le iba ni le<br />

venía. Se lo hice observar tímidamente a Ilduara.<br />

-Mujer, la debemos un ciento de favores.<br />

-Nadie se los ha pedido -contestaba Ilda<br />

con acento que parecía el ruido de un ascua<br />

encendida al caer en el agua.<br />

Al encontrármela yo en la escalera, doña<br />

Milagros subía con brioso taconeo, haciendo<br />

vibrar los peldaños, de prisa, como persona a<br />

quien no pesan aún la edad ni las carnes, a pesar<br />

de hallarse estas en condiciones de lozanía<br />

muy apetecibles y simpáticas, y alcanzar todo<br />

el turgente desarrollo que requiere la hermosura<br />

femenil. Siguiendo con la vista la alternativa<br />

de la claridad de la suela y la negrura del zapa-


tito que calzaba el pie meridional de la señora,<br />

me distraje de aquella pavorosa perspectiva de<br />

las amas por partida doble, pensando que era<br />

lástima que mi Ilduara no reuniese, a su aire<br />

digno, algo de la morbidez de la señora de Llanes.<br />

Mientras se ocurrían estos pensamientos,<br />

los tacones diminutos confirmaban produciendo<br />

agradable repique sobre la escalera. Cerca<br />

ya de la puerta de mi piso, doña Milagros notó<br />

que alguien subía detrás, se volvió rápidamente,<br />

y me saludó con efusión que rayaba en exaltada<br />

ternura.<br />

-¡Ay don Benisio del arma!... Mare mía de<br />

la Consolación... ¡Ay!, ¿pero usted sabe lo suseío?<br />

Si es un milagro e los grandes... ¡Grasia a<br />

Dió que ha venío usté! ¡Jesú, hombre! Si ya creí<br />

que se nos quedaba poallá, sin vení a ve la sal<br />

del mundo, la cosa más chistosa... ¡Ay qué envidia<br />

le tengo a su mujé, santo varón! Monáa<br />

como las tales gemeliyas... ¡Por unas así daba


yo sangre e la vena!... ¡No etiman la suerte argunas!...<br />

¡Es usté un cabayero, don Benisio!<br />

Al oír estos dichos, propios de tan apasionada<br />

señora, reparé que llevaba las manos ocupadas<br />

con un sinnúmero de objetos; tiras de<br />

lienzo, tabletas de chocolate, una cazuelita chica,<br />

una maquinilla de esas de hervir agua con<br />

alcohol, un cucurucho, no sé qué más cachivaches...<br />

-Pues apenas va usted cargada.<br />

-Quia, hombre... Menuensias que hasen<br />

farta en casos como estos... Yo nunca me vi en<br />

ellos, por mi suerte desdichá; pero con la afisión<br />

a los chicos, tengo ya más práctica... En<br />

cuanto supe que yegaba el lanse, arriba me<br />

planté, a ofreserme pa to lo que haga farta, con<br />

confiansa, como si fuese de la familia, lo mismito.<br />

Más veses yevo subío y bajao...


El sobrealiento de la señora probaba su<br />

afirmación, y al verla así, tan cordial, tan cariñosa<br />

conmigo, no fui dueño de contener la gratitud<br />

que se me subía a la garganta, y murmuré<br />

alargando las manos.<br />

-Doña Milagros... es usted muy buena.<br />

Ella, no menos conmovida, quiso y no pudo<br />

echarme un brazo al cuello, murmurando.<br />

-Cáyese usté. ¡Vaya unas bondaes, cristiano!<br />

Ea, cargue usted con este artilugio. (Y entregó<br />

la maquinilla). Andando, andando, que<br />

no estamos pa paliques.<br />

No fue preciso tocar a la campanilla. Como<br />

si detrás de mi puerta nos acechase un ser invisible,<br />

entreabriose calladamente y apareció la<br />

nariz de mi hija mayor, Tula, cuyos ojos, que no<br />

por denigrarlos sino por definir su especial<br />

mirada, he comparado a los de una lechuza, se<br />

clavaron en la comandanta y en mí. Y por entre


el hueco de la puerta y de la persona de Tula se<br />

deslizó Feíta, deteniendo a doña Milagros, que<br />

iba a entrar como una manga de agua o un ciclón,<br />

y diciendo: «¡Chist! Cuidado con meter<br />

bulla, por causa de mamá».<br />

-Aquí tenéis espliego -dijo la señora entregando<br />

a Tula el cucurucho-. Sahúma, hija, sahúma,<br />

que es lo ma sano pa las parías... Toma<br />

la estufilla: verá tú como en un verbo hasemo<br />

agua santa, agua paná, agua de tilo...<br />

Cortó la inspiración hidráulica de la buena<br />

señora la aparición de otros dos vástagos míos,<br />

Clara y Constanza, con lo cual la antesala quedó<br />

de suerte que no nos podíamos revolver. Y<br />

detrás apareció Rosa, emperejilada según costumbre,<br />

con su cara deslumbradora, y una dalia<br />

prendida detrás de la oreja. ¡Para dalias estábamos!<br />

-¡Dos niñas, papá! ¡Dos niñas! -exclamó<br />

con diferentes entonaciones el coro femenil.


-¡Dos niñas! -repetí, sin que otra cosa se me<br />

ocurriese-. ¿Y mamá, qué tal?<br />

Feíta se adelantó, me cogió de la manga, y<br />

en voz apagada y discreta, voz de enfermera,<br />

murmuró:<br />

-Dice el señor de Moragas que bien... Ahora<br />

dormita... Venga, papá; venga a ver la cucada,<br />

la gracia del mundo, las gatiñas recién nacidas...<br />

Las estábamos lavando... ¡Si viese qué<br />

idénticas!... Como dos gotas. Más lindas... El<br />

señor de Moragas está ahí; pero se va a largar,<br />

que tiene que hacer...<br />

Entré de puntillas, no en la alcoba conyugal,<br />

por respetar el sueño de mi esposa, sino en<br />

el gabinete que confinaba con ella. Moragas<br />

salió a recibirme, felicitándome en un tono en<br />

que discerní compasión y algo de chunga.<br />

¡Malditas casas pequeñas, sin comodidad ni<br />

desahogo! Allí mismo, en el gabinete, entre el<br />

armario de luna y el sofá, se había tenido que


extender una sábana, y sobre ella, en un lebrillo<br />

lleno de agua tibia, mi hija Argos y la criada<br />

lavaban a las gemelas, palpando torpemente los<br />

cuerpos blandujos. No se entendían para fajarlas;<br />

y sin consultar mi voluntad, me pusieron<br />

una en cada brazo, envueltas en la toalla húmeda.<br />

-¿Eh? ¡<strong>Qué</strong> bonitas! ¡<strong>Qué</strong> iguales! La que<br />

nació primero es esta; tiene atado a la muñeca<br />

un estambre verde para diferenciarla.<br />

Yo las miraba, girando la cabeza del lado<br />

derecho al izquierdo. Parecíanme diminutas,<br />

color de berenjena y algo hinchadas: esto es<br />

común en los recienes, e indica que de grandes<br />

serán excesivamente blancos. Al fin, inclinándome,<br />

les di a mis niñas un beso. Entró en esto<br />

doña Milagros, y me las arrebató, y empezó a<br />

chillarlas.<br />

-Monáas, tesoros, cominiyos, peasos de<br />

masapán... ¡Ay qué judiá, tenerlas así en cuero,


arresiditas de frío! ¡A ver, a ver, un capiyito,<br />

que la quiero vetir a esta emperatrís de la China!<br />

La andaluza tomó el capillito templado, la<br />

faja, el pañolico triangular, la gorra, y empezó a<br />

vestir a una de las gemelas con extraña habilidad.<br />

Cualquiera pensaría que la comandante<br />

había parido y criado media docena de chicos<br />

lo menos. Manejaba aquella masa gelatinosa<br />

con incomparable soltura, y enrollaba la faja<br />

alrededor del cuerpo lo mismo que si no hubiese<br />

hecho en su vida otra cosa. En cambio, Argos<br />

y Clara se veían y se deseaban para arreglar la<br />

suya. Feíta se entrometía, pretendiendo arrancársela<br />

de las manos.<br />

-¡Yo!... ¡Yo la amañaré!<br />

-Quita, mocosa, chiquilicuatra -<br />

contestaban desdeñosamente-. Si te remangamos<br />

las faldas, verás qué azotes.


-Papá... que me dejen... -articuló Feíta dirigiéndose<br />

a mí, con la garganta atascada de sollozos-.<br />

Que me dejen. ¡Ya verán si sé!<br />

Moragas, siempre en pleito con Feíta, y al<br />

mismo tiempo encariñado con ella y protegiéndola,<br />

indicó:<br />

-Déjenla ustedes a ver cómo se las compone<br />

esta mona sabia... Puede que haga prodigios.<br />

-Bueno, que la vista... -ordené yo.<br />

¡Quién vio a Feíta! Iluminose repentinamente<br />

su rostro con una expresión que, a no ser<br />

ella tan diablillo, podría llamarse angelical; y<br />

tornando a la niña, sentose en la butaca y la<br />

acomodó en el regazo. Yo la miraba atónito,<br />

mientras Moragas me daba disimulados codazos,<br />

como diciendo: «¿Ve usted?». En efecto,<br />

aquella empecatada chicuela, que no podía coger<br />

nada sin romperlo, que tenía los movimientos<br />

y las actitudes de un muchacho revoltoso,


se transformaba de repente en la mujer más<br />

cuidadosa y solícita. Apretando y haciendo<br />

embudo con los labios, fijos los ojos en la criatura,<br />

con manos que la tocaban como se toca a<br />

una santa reliquia, trémula de gozo y de orgullo<br />

al mismo tiempo, Feíta la vistió en tres minutos<br />

perfectamente. Y cuando estuvo liado el<br />

paquetito, lo levantó en alto, lo arrimó a la cara,<br />

y chilló con delirio.<br />

-¡Uuuuú... Moniña, moniña!<br />

Y luego, volviéndose hacia las hermanas<br />

mayores, que parecían burlarse de su triunfo,<br />

les sacó una cuarta de lengua, y les gritó:<br />

sas!<br />

-¡Aaaá... Pasmosas, chapuceras, envidio-<br />

Ellas contestaron sotto voce:<br />

-¡Pericón!


La cosa no tuvo más consecuencias. Doña<br />

Milagros estaba en su elemento, daba órdenes,<br />

hacía preguntas: parecía un general en jefe, y<br />

por ese instinto que hace que obedezcamos a<br />

las personas de iniciativa, mis hijas ejecutaban<br />

sus mandatos al punto, excepto Tula, que hasta<br />

se me figura que la respondió dos o tres veces<br />

con aspereza. Sobre el velador, retirado el tapete<br />

de croché, hervía con simpáticos gorgoritos<br />

no sé qué infusión en el cazo de la estufilla: era<br />

un brebaje para paladear a las pequeñas: la comandanta,<br />

soplando en la cucharilla antes, se la<br />

metía entre los labios, y las oruguitas hacían<br />

gestos muy cómicos, entre estornudo y mueca,<br />

al percibir aquella primera sensación de los<br />

órganos del gusto. Luego doña Milagros comenzó<br />

a lamentarse de que no hubiesen traído<br />

un indispensable jarabe, a lo cual mi hija Tula<br />

contestó agriamente que no se podía pensar en<br />

todo y que bastante se había hecho. La comandanta<br />

entonces salió disparada, regresando a<br />

los dos minutos con la noticia de que ya iba por


el jarabe su asistente; y como Moragas y yo<br />

conferenciásemos en el hueco de una ventana,<br />

se vino a nosotros hecha un basilisco, y cual si<br />

se tratase de su propia alimentación, me interpeló<br />

acerca de la de mis hijas. «¿Cómo estábamos<br />

de amas?». Sí, empleó el plural.<br />

-A ver, usté, señó Neira, ¿qué jase usté ahí<br />

tan parao? ¿Cuándo dispone que tengan teta<br />

etas dos asuseniya?<br />

-Si no se la damos usté o yo, señora... -<br />

contesté riendo, porque no había medio de formalizarse<br />

con una mujer tan excelente, aunque<br />

tan entrometida.<br />

-¿Yo?... Peasitos de mi corasón, con vía y<br />

arma se la daría. ¡<strong>Qué</strong> felisiá, criar un nene! ¡Pa<br />

qué quería yo más! Pero esto no pue seguí así.<br />

Hijas, yorá pa que os busquen teta, que os tienen<br />

desfayesías.


Lo mismo que si obedeciesen a un conjuro,<br />

las gatitas dejaron oír quejumbrosos mayidos,<br />

que resonaron en mis blandísimas entrañas de<br />

padre. Entre el médico, la señora y yo comenzamos<br />

a debatir aquella pavorosa cuestión de<br />

subsistencias, que más bien era de capacidad.<br />

El bolsillo, trémulo de pavor, se arriesgaría a<br />

afrontar la doble lactancia; pero era humanamente<br />

imposible buscar acomodo al ama sufragánea.<br />

Para alojar a la que ya estaba contratada<br />

en la Erbeda y sólo aguardaba aviso, había sido<br />

indispensable repartir a los niños en los cuartos<br />

de sus hermanos, y convertir en dormitorio un<br />

chiribitil antes destinado a cuarto de plancha y<br />

leonera. ¿<strong>Qué</strong> hacer? ¿<strong>Qué</strong> hacer, Dios santo?<br />

-Mire usté -exclamó con fuego doña Milagros-.<br />

Por eso no se apure usté ná. Abajo sobra<br />

sitio. Tan holgaos estamos, que para ca pierna y<br />

ca brazo hay su habitasión. Se bajan el ama y el<br />

angeliyo, y abajo duermen y abajo están tó el<br />

santo día. Tomás, loco con la gurruminita; yo,


con más babas que un caracol; y se ha sarvao la<br />

patria.<br />

Todo lo facilitaba, y por poco me convence,<br />

aunque yo opinaba que aguardásemos a que<br />

despertara mi esposa, cuyo sueño encargaba<br />

Moragas que no se perturbase, por la necesidad<br />

que tenía de reponer sus fuerzas. Pero cambió<br />

nuestros planes el ver entrar a mi hija Feíta empuñando<br />

una botella llena de un líquido blanco.<br />

Nunca mostró la cara tan animada y satisfecha<br />

como entonces.<br />

-Papá... mira lo que he discurrido. Con esta<br />

botella hago un biberón, y le doy de mamar a<br />

las niñas. No se necesita ama ninguna. Son<br />

unas galopinas, unas cargantes. Yo, yo sola crío<br />

a las pequeñas. Y divinamente. Verás.<br />

Nos burlamos de la chiquilla; pero Moragas,<br />

risueño y todo, la cogió por la barba, la<br />

pasó la mano por el cabello, y dijo:


-Sí, Lucifer, trasto, tú salvarás a tus hermanas...<br />

No vendrá más que un ama, y la otra será<br />

la señorita Fea... Ya verás cómo te doy un curso<br />

de cría con biberón... En tres lecciones te gradúas<br />

de doctora.<br />

Así quedó resuelto el espantable conflicto.<br />

Al otro día muy temprano llegó de la Erbeda el<br />

ama, y por la tarde se bautizaron las gatitas. Se<br />

les puso por nombre, a una María Remedios y a<br />

otra María Teresa, por haber nacido el día 14 de<br />

octubre, fiesta de Nuestra Señora de los Remedios,<br />

y bautizádose el 15 del mismo mes, fiesta<br />

de la santa doctora de Ávila. Mis hijas y doña<br />

Milagros hicieron prodigios para adornar a las<br />

gemelas. Encaje de aquí, cinta de acá y bordado<br />

de acullá, me las pusieron tan majas. Al volver<br />

de la iglesia, el ama alzó los pañolitos de nipis<br />

que tapaban la cara a mis dos retoños, y me dijo<br />

las palabras sacramentales: «Llevé unas moras<br />

y traigo unas cristianas». Miré a las inocentes<br />

criaturas, que dormían. Disipada la hinchazón


de sus caritas, con la aureola de encajes de las<br />

gorras, no se puede negar que estaban hechiceras.<br />

Las tomé en peso, una en cada brazo, y la<br />

idea de ser autor de aquellos ángeles me hizo<br />

pensar entre orgulloso y triste:<br />

-¡Quién duda que son unas monadas!... Si<br />

no fuese que ya tiene uno en casa otras diez... Si<br />

el zapatero y el panadero no enviasen cuentas...<br />

Si estuviésemos en el Paraíso terrenal...<br />

La venida al mundo de las dos encantadoras<br />

criaturitas pesó sobre mi espíritu como losa<br />

de plomo: acaso por primera vez comprendí la<br />

gravedad de la obligación en que me había<br />

puesto al decidirme a ser padre de doce hijos.<br />

En mis meditaciones solitarias y penosas;<br />

en mis horas de considerar el negro porvenir,<br />

5


me acusaba a mí mismo, por no acusar a las<br />

instituciones sociales. Era clarísimo que no debí<br />

haber engendrado aquellos dos vástagos más, y<br />

su existencia probaba de un modo evidente y<br />

casi afrentoso para mí que yo no tenía un adarme<br />

de juicio, de buen gusto, ni de sentido común.<br />

Cuando dos seres humanos, en todo el<br />

hervor y fuego de la edad juvenil, siendo su<br />

cómplice la naturaleza, que les brinda una primavera<br />

llena de flores y fragancias, que les canta<br />

en las espesuras el epitalamio con coros de<br />

avecillas, y les alumbra las bodas con la lámpara<br />

de plata de la luna, se dejan arrastrar a cualquier<br />

flaqueza, el desliz les condena a reprobación,<br />

y le ocultan como si fuese el mayor atentado.<br />

Y en cambio, si dos personas como Ilduara<br />

y yo, que nos acercamos a la vejez, sin aliciente<br />

alguno, en prosa vulgar, damos al mundo<br />

seres que ni tenemos medios de sostener, ni<br />

tiempo de ver criados, a nadie se le pasa por las<br />

mientes discutir si sería lícita acción semejante,


y se festeja el nacimiento como si fuese algún<br />

motivo de regocijo y zambra.<br />

Lo único que tranquilizaba un poco mi<br />

conciencia (tranquilidad puramente negativa),<br />

era pensar que el mayor tanto de culpa quizá<br />

no me correspondía a mí, sino a mi pobre esposa,<br />

y que algo pudieron dañarnos sus desatentados<br />

celos y sus absurdas suspicacias... Líbreme<br />

Dios de profundizar tan delicado asunto, y<br />

Él me preserve también de censurarla por lo<br />

que mostraba a las claras su conyugal amor, en<br />

el cual creo a pesar de todo... Probablemente la<br />

firmeza y la prudencia faltaron en mí; tal vez<br />

no supe, con finas y tiernas demostraciones, de<br />

un orden ideal y delicado, persuadirla de lo<br />

invariable de mi lealtad... En fin, lo cierto es<br />

que ahí estaban las mellizas, dos seres desvalidos<br />

y adorables, que sólo de mí esperaban protección,<br />

sustento, y lo que debe la vida a cada<br />

individuo... ¿Y cómo iba yo a cumplir, ¡Señor<br />

Dios!, obligación tan perentoria y sagrada?


¿Cómo sostener dos boquitas más, donde ya<br />

sólo a fuerza de orden podíamos soportar las<br />

exigencias de una posición falsa y de una vida,<br />

aunque modesta, mucho más lujosa de lo que<br />

permitían nuestros medios?<br />

Empecé a ver que lo que complicaba la situación<br />

de mi familia, era la fatalidad de que la<br />

naturaleza se empeñase en regalarme hembras<br />

y no varones. Son las hembras, desde tiempo<br />

inmemorial, la plaga, la aflicción y el castigo de<br />

la fecundidad humana. He oído que en algunos<br />

países se acostumbra darlas muerte al nacer; y<br />

aunque se me haga duro creer tan horrible<br />

crueldad, lo cierto es que aquí, si no las matamos,<br />

renegamos de ellas. Once veía yo a mi<br />

alrededor, como los retoños de la oliva: cinco<br />

casaderas, una que lo sería bien pronto, y las<br />

demás, pobres criaturitas indefensas, desarmadas<br />

para todas las luchas, sin más apoyo que la<br />

protección de un hombre ya entrado en años,<br />

con un pie en el sepulcro. Si aparecían maridos,


soberbio; pero si no aparecían, ¿qué iba a ser de<br />

mi prole? ¿<strong>Qué</strong> comerían hoy o mañana? ¡Como<br />

no echasen en el puchero el consabido aguilucho!...<br />

Si Froilancito despuntaba, las ampararía...<br />

¡Era preciso que Froilancito nos saliese una<br />

eminencia!<br />

Me distrajeron de estas cavilaciones otras<br />

más urgentes. Es el caso que mi Ilduara quedó<br />

exhausta desde la última y onerosa contribución<br />

pagada a la naturaleza. Contemplándola<br />

después de su doble parto, me asustó: parecía<br />

un cirio. La maternidad, que embellece y refresca<br />

a las mujeres relativamente jóvenes,<br />

había acabado de aniquilar el ya gastado organismo<br />

de mi pobre compañera, y comprendí<br />

que para reponerse necesitaría muchos meses<br />

de absoluto reposo, y, añadió Moragas, «el aire<br />

del campo».<br />

Desgraciadamente estábamos en octubre, y<br />

cuando Ilduara pudiese ponerse en camino,<br />

sería bien entrado noviembre. No cabía ni soñar


en irse a una aldea, sin recursos, con frío, con<br />

lluvias incesantes.<br />

A falta de campo, se ordenó una alimentación<br />

nutritiva, y yo no sé lo que gasté en gallinas<br />

durante los días de la convalecencia. Si iba<br />

en persona al mercado (¿quién se fía de criadas?),<br />

encomendaba a doña Milagros este pormenor,<br />

que no me atrevía a encargar a la inexperiencia<br />

de mis hijas; y en el pasillo nos encontramos<br />

más de una vez la comandanta y yo,<br />

muy ocupados en sopesar y en soplar el obispillo<br />

a una gorda gallina, discutiendo si valía o no<br />

los doce reales que costaba.<br />

Es de advertir que en cuanto mi esposa recobró<br />

ánimos, impacientose con la inmixtión de<br />

la comandanta en nuestros asuntos domésticos.<br />

Ilda siempre había sido guardadora de su autoridad,<br />

lo cual, añadido a la prevención que contra<br />

doña Milagros alimentaba, dio por resultado<br />

una tirantez de espíritu y una sobreexcitación<br />

que se declaraban sólo con sentir los pasos


de la infeliz señora en el recibimiento. Acaso la<br />

debilidad había desatado los nervios de Ilda,<br />

porque nunca la vi en estado semejante. Por<br />

desgracia, la andaluza subía más que nunca:<br />

nos la encontrábamos hasta en la sopa. Había<br />

cobrado a mis gemelas tal cariño, que rayaba en<br />

frenesí, y no sabía pasarse dos horas sin echarles<br />

la vista encima. Lo que sobre todo embelesaba<br />

a doña Milagros, era la dificultad de distinguir<br />

a las gemelas, por lo muchísimo que se<br />

parecían. ¿Hay encanto como no saber cuál es<br />

Zita ni cuál es Media? (Mi hija pequeña, Pura,<br />

las confirmó así con una media lengua y su<br />

ceceo incorregible). Para señal, doña Milagros<br />

había traído una medallita de plata del Carmen,<br />

y una del Corazón de Jesús; y todo el día andábamos<br />

con el ajetreo de abrirles el capillo a las<br />

mellizas y exclamar: «¡Ay, ama, que esta niña<br />

no ha mamao... A ver... la medaya... Pues no,<br />

esta es Zita... esta si se echó una buena tragantá<br />

al cuerpo... es la otra la que está muerta de<br />

hambre!... ¡Gloria er mundo, biscochiyo, reina


egente! ¡Te comería... huuum, te comería!<br />

¡Pues si se ríe ya... ama, se ríe... ya se ríe!».<br />

Otras veces ayudaba a Feíta en sus tareas<br />

de nutriz, en las cuales se lucía el diablillo. Moragas<br />

le había explicado la higiene de la botellita<br />

vital, destinada a reemplazar el calor y la<br />

afluencia del seno humano, y la chiquilla se<br />

penetró tan perfectamente de aquello de la limpieza,<br />

y la temperatura, y las cantidades de<br />

agua y leche, que las niñas tomaban con igual<br />

gusto el pezoncillo de goma que el pecho del<br />

ama. Era esta una moza soltera, costurera de<br />

oficio, que ya por segunda vez ejercía el de alquilar<br />

su cuerpo, convirtiendo en granjería la<br />

quiebra de su virtud. Doña Milagros no estaba<br />

a bien con la muchacha, ni le parecía ama suficiente<br />

para una sola de las niñas, cuanto más<br />

para las dos, por mucho que las ayudase la botellita<br />

dichosa: y el ama, notando que la comandanta<br />

no era amiga suya, le había cobrado<br />

una inquina sorda y solapada, pero fiera. Yo


llegué a sospechar más adelante, cuando sobrevinieron<br />

acontecimientos funestísimos, que<br />

aquella pécora contribuyó a sobreexcitar a mi<br />

esposa. Pero también alguna de mis hijas entraba<br />

en la conspiración doméstica contra doña<br />

Milagros. Tula, en todas las cosas tan semejante<br />

a su madre, lo fue asimismo en esta. Es imposible<br />

describir su gesto al ver a la andaluza.<br />

Esta marejada me disgustaba mucho, no<br />

solamente por lo que a mi parecer tenía de injusto,<br />

sino principalmente porque contribuía a<br />

que se empeorase Ilduara, cuya enfermedad<br />

tomaba forma de malquerencia contra doña<br />

Milagros. Yo veía a mi esposa cada día más<br />

extenuada, sin fuerzas para levantarse, porque<br />

generalmente, cuando a fin de mullir su cama<br />

la trasladábamos a un sillón, solía acometerla<br />

algún desvanecimiento. Para evitar que perdiese<br />

la poca vida que le quedaba, recomendábale<br />

Moragas que se mantuviese con los pies más<br />

altos que la cabeza, y que guardase la mayor


inmovilidad posible; pero sólo con oír la voz de<br />

la comandanta en la antesala, mi mujer se retorcía<br />

como pisada culebra, y vibrando odio<br />

por ojos y boca, exclamaba:<br />

-Vamos, bueno... ¡Ya está allí esa mujer!<br />

Los ofrecimientos y servicios de la complaciente<br />

andaluza, en vez de calmar a mi esposa,<br />

acrecentaban su furia de un modo que para mí<br />

sería increíble si no lo hubiese visto. Y el caso es<br />

que fundaba su enojo en razones enrevesadas y<br />

estrambóticas, y argumentaba sin permitir que<br />

yo abogase en favor de aquella excelente señora.<br />

-Se necesita poca vergüenza para meterse<br />

así en las casas ajenas, donde no le llaman a<br />

uno, ni le necesitan. Gente ordinaria al fin y al<br />

cabo, militarotes de cucharón, furrieles indecentes,<br />

acostumbrados a comer del rancho y<br />

dormir en cama redonda. ¿Quién llama aquí a<br />

esa chula -porque es una chula-, Benicio, des-


engáñate? Viene a curiosearlo todo, a enredarlo<br />

todo. Luego, qué frescura, qué falta de pundonor.<br />

Le ve a uno serio, y nada, cara de corcho.<br />

Hasta que la echen a puntapiés...<br />

-¡Ilda... Ilda! -murmuraba yo-. Hay que tener<br />

miramiento... Eso que dices es terrible. La<br />

señora de Llanes se desvive por obsequiarnos.<br />

-¿Y quién le pide semejantes obsequios?<br />

Sin ellos hemos vivido siempre, sin ellos seguiremos<br />

viviendo muy contentos y felices, en paz<br />

y en gracia de Dios. ¿Se los has ido tú a mendigar?<br />

Puede que sí.<br />

-No, mujer, por los clavos de Cristo... Pero<br />

la buena voluntad se estima, aunque no se solicite.<br />

Son atenciones que, al fin, nadie las tiene<br />

con uno más que esa señora.<br />

-Atenciones, atenciones... Abusos e impertinencias<br />

les llamo yo.


-Ya sabes que mima muchísimo a nuestros<br />

niños... ¿Cuántas veces se los lleva a merendar<br />

y jugar abajo?<br />

-Para sonsacarlos y averiguar todo lo que<br />

aquí sucede. Tú eres un papamoscas: a ti te<br />

pasan las cosas delante de los ojos, y como si<br />

nada.<br />

Olvidando el estado de mi esposa, que me<br />

imponía la obligación de asentir a cualquier<br />

absurdo, me formalicé, tan infundada me pareció<br />

la acusación.<br />

-Pero vamos a ver, Ilduara querida, tómate<br />

el trabajo de discurrir con la cabeza. ¿<strong>Qué</strong> diablos<br />

tiene que averiguar doña Milagros de lo<br />

que aquí sucede? ¿<strong>Qué</strong> le importa? En resumen,<br />

¿qué sucede aquí? Ni le hacemos falta para nada,<br />

ni ella viene sino porque es así, una infeliz,<br />

amiga de servir y de complacer, y acabose. Tú<br />

eres la que ves visiones y armas líos, hija.


Me detuve, porque Ilda, incorporándose<br />

en la cama, con las mejillas encendidas y la voz<br />

ronca, gritó frenética.<br />

-Ciertas defensas me llaman la atención...<br />

Sacar la espada por ciertas personas, no se comprende<br />

sino mediante ciertas razones. Si entre<br />

doña Milagros y tu familia escoges a doña Milagros,<br />

a esa verdulera, y la prefieres a una mujer<br />

que te ha parido diez y ocho hijos, entonces<br />

dilo claro y entendámonos de una vez. Si no,<br />

sírvate de gobierno que esa individua no ha de<br />

venir más a entrometerse donde sólo yo mando.<br />

En mi casa soy la reina, y como vuelva aquí<br />

a mangonear, la canto las verdades del barquero.<br />

¡Ya lo sabes! A mí no me engañan las amabilidades<br />

ni los servicios de ciertas pájaras. No me<br />

la pegan las doñas Milagros, ¡desinterés, atención!<br />

Ya sabemos lo que viene a buscar. Lo que<br />

no tiene en su casa. ¡Y no me obligues a desbocarme,<br />

porque saldrán sapos y culebras!


Quedé aterrado. Sapos y culebras parecíame<br />

que, en efecto, se asomaban a aquella calenturienta<br />

boca. En primer lugar, preveía un disgusto<br />

feroz con la familia Llanes; en segundo,<br />

veía a mi esposa al borde de una recaída, arriesgando<br />

su salud por un furor inexplicable. ¡Ah,<br />

Ilduara mía, compañera fiel y leal, casta y honrada<br />

esposa! Créelo: en aquel momento lamenté<br />

de todo corazón mi carácter débil y la resignación<br />

completa que en tus manos hice del poder<br />

desde que nos unió la santa coyunda. Toda<br />

autoridad que se subvierte, se corrompe.<br />

¿Quién sabe si, con más tesón, poseería sobre ti<br />

el ascendiente necesario para traerte entonces al<br />

camino de la razón, de la delicadeza y de la<br />

sensatez, y evitar las desgracias que sobrevinieron?<br />

Intenté apaciguar a mi esposa con dulzura;<br />

pero vi que, lejos de lograr el objeto apetecido,<br />

sólo conseguía aumentar su enojo; noté que la<br />

irritaba el eco de mi voz y hasta mi tono humil-


de. Seriamente preocupado, como si el corazón<br />

me avisase de alguna desdicha, me aparté de su<br />

cabecera, saliendo a la galería, por donde empecé<br />

a pasearme angustiadísimo. No sé si lo<br />

que influía en mí era aquella vieja educación<br />

cortés, la enseñanza materna, que me ordenaba<br />

guardar consideración a las mujeres, y me hacía<br />

temer que a una maltratasen bajo mi techo... o<br />

si era la ardiente simpatía que me inspiraba la<br />

señora de Llanes; pero el caso es que sentí turbación<br />

y una pena y una vergüenza mortal.<br />

Con las manos atrás, caída la cabeza sobre el<br />

pecho, empecé a medir la galería de arriba abajo,<br />

tropezando en los tiestos y cajones de flores<br />

y enredaderas que aglomeraran allí mis hijas.<br />

Aquel cierre de cristales tenía una particularidad<br />

que lo diferenciaba de los restantes de Marineda:<br />

y es que su parte baja la componían<br />

vidrios alternados de distintos colores, azules,<br />

rojos, verdes y amarillos, al través de los cuales<br />

se veía el puerto y el anfiteatro de montañas<br />

que lo corona, teñidos de un matiz fantástico,


semejante a la de los cosmoramas. La vistosa<br />

alternativa de los cristales me sugería ideas, ya<br />

lúgubres, ya consoladoras. El país de oro que<br />

veía al través del vidrio amarillo me reanimaba,<br />

y la fúnebre palidez del azul me abatía y acoquinaba<br />

enteramente.<br />

Entre vuelta y vuelta, la idea de bajar y espontanearme<br />

con doña Milagros se me apareció<br />

como un faro salvador. La señora, enterada de<br />

las rarezas de Ilda y prevenida contra cualquier<br />

rasgo de barbarie, hasta ayudaría a desterrar<br />

aquella mala disposición de mi esposa, ya presentándose<br />

menos, ya empleando algún otro<br />

artificio, fácil para su entendimiento y despejo<br />

natural. Se me venían a la imaginación cláusulas<br />

enteras del discurso que iba a espetarla.<br />

«Mire usted, doña Milagros, en este mundo<br />

cada uno tiene sus manías, y usted, con su buen<br />

talento, ha de saber dispensar ciertas cosas...».<br />

Y delante del vidrio dorado, la cosa me parecía,<br />

no sólo fácil, sino grata, porque me lisonjeaba la


idea de desahogar mis cuitas en el corazón de<br />

aquella bondadosísima señora, que no dejaría<br />

de compadecerme y consolarme. Pero al pasar<br />

delante del vidrio azul, melancólico y afligido,<br />

se me ocurrieron todas las dificultades de la<br />

empresa. ¿Si doña Milagros lo tomaba por<br />

donde quema y subía a pedir cuenta a mi esposa<br />

de sus extrañas prevenciones? ¿Si aun cuando<br />

doña Milagros guardase el secreto, averiguaba<br />

Ilduara mi visita al piso de abajo y mi<br />

entrevista con la comandanta, por la bien montada<br />

policía de mis hijas? Tampoco era fácil<br />

encontrar fórmula adecuada. «Mire usted, doña<br />

Milagros, mi mujer dice que no quiere que<br />

aporte usted por casa en los días de su vida».<br />

«Oiga... ¿por qué? ¿Se pué saber?». «Pues porque<br />

cree que usted es una métome-en-todo, y<br />

una revoltosa y una pues, y una tal y una<br />

cual...». ¡En fin, que ciertas cosas no hay medio<br />

humano de decirlas!


Mientras me hallaba en esta perplejidad,<br />

vino a librarme de ella un suceso que no me dio<br />

tiempo de poner por obra ninguna resolución.<br />

Y fue, que viendo un día de otoño bastante claro<br />

y sereno, dispuso Ilduara que sacase el ama<br />

a las gemelitas a tomar el aire. Rosa, siempre<br />

dispuesta al callejeo, y Constanza, fueron comisionadas<br />

para acompañar y vigilar al ama.<br />

Arregláronse y bajaron todos; pero apenas<br />

haría diez minutos que habían salido, cuando<br />

¡tilín, tilín! volvimos a sentir en la antesala el<br />

estruendo de sus voces, y el llanto de una de las<br />

niñas.<br />

Ilduara, que se levantaba por tercera o<br />

cuarta vez, hallábase tendida en el sofá. Al ver<br />

regresar el grupo, saltó sorprendida.<br />

-Ama, ¿qué es eso? ¿Por qué vuelves? ¿Se<br />

ha olvidado algo?


-Es que doña Milagro... -pió el ama con su<br />

vocecilla remilgada de costurera campesinanos<br />

mandó...<br />

El rostro de mi esposa se puso del color de<br />

los tomates maduros; tan rápidamente acudió a<br />

él la poca sangre que andaba repartida por las<br />

venas de su cuerpo. Y manoteando y enronquecida<br />

ya, gritó furiosa:<br />

-Conque doña Milagros, ¿eh? Magnífico...<br />

¡Pues me hace gracia! ¿De manera que ya no<br />

puede cada uno disponer de su casa y de sus<br />

hijos, sino que ha de venir la gente de fuera a<br />

enmendarle la plana? ¿Y a ti, santa boba, quién<br />

te dice que obedezcas a cualquiera? Y vosotras -<br />

añadió dirigiéndose a Rosa y Constanza-, ¿para<br />

qué os envío con las pequeñas, sino para hacer<br />

respetar la voluntad de vuestra madre? ¡Ahora<br />

mismo... ahora mismo me estáis bajando otra<br />

vez a la calle, y me paseáis a las niñas hasta las<br />

doce de la noche! ¿Habéis oído? Hasta las doce.<br />

Si volvéis un minuto antes, cuidado conmigo...


A ver si aquí manda quien debe, o las desvergonzadas.<br />

Yo, que presenciaba esta escena y escuchaba<br />

esta filípica, me quedé helado al ver que por<br />

la abertura de la puerta asomaba doña Milagros<br />

su rostro moreno.<br />

-Esposa... Ilda... ¡Por la Virgen... mira que<br />

está ahí... que te oye! -supliqué con angustia,<br />

acercándome a mi mujer.<br />

-Mejor -chilló Ilda más alto-. Lo que estoy<br />

deseando es que oiga. No lo ha oído más pronto<br />

porque no ha querido. No hay peor sordo...<br />

Ya entraba la impetuosa andaluza como un<br />

rehilete, sin fijarse en lo que Ilduara decía, atenta<br />

sólo a su idea.<br />

-¡Ay, Jesús!... ¡Fortuna han tenido esos cachos<br />

de sielo en encontrarse conmigo!... ¡Pulmonía<br />

como la que piyan si no!... ¡Yo no sé có-


mo hay való pa enviá a esos angeliyos fuera<br />

con una tarde tan fría! ¡Y desabrigás! ¡Ni el<br />

ganbansiyo e franela yevaban! De forma que<br />

dije: Ama, arribita con eyas...».<br />

Charlando así, había tomado en brazos a<br />

una de las gemelas, y la cubría de besos gorjeados<br />

y sonoros. Yo temblaba, mirando a mi esposa<br />

inmóvil, erguida como el torreón aquel,<br />

con un aspecto arquitectónico y una calma fría<br />

del peor agüero. Tan significativo y terrible era<br />

su ademán, que mi hija Rosa, muy partidaria de<br />

doña Milagros, se atrevió a murmurar:<br />

-Mamá, es cierto... Hace un frío que pela,<br />

ahí en los soportales... A las niñas, aun no bien<br />

salieron, se les puso morado el hociquito.<br />

Ilda ni siquiera prestó atención. Con una<br />

decisión glacial que me asustó mucho más que<br />

un acceso de cólera, se adelantó hacia la comandanta,<br />

y, arrancándole de las manos la cria-


tura que en ellas tenía y restallando cada frase<br />

como un latigazo, dijo así:<br />

-Señora, usted a disponer en su casa, pero<br />

no en las ajenas. Y si quiere usted manejar chiquillos,<br />

haga por tenerlos, que los míos son<br />

míos y de nadie más. ¿Ve usted esa galería?<br />

Pues si me da la gana de tirar por ella a la niña,<br />

la tiro... ¿ve usted? La tiro... así.<br />

Echó a andar hacia la vidriera abierta, muy<br />

encendida de color, temblando de ira, con la<br />

nena en alto; en la sala resonó un grito terrible,<br />

que a un mismo tiempo lanzamos la andaluza,<br />

Rosa y yo. Por mis ojos pasó una nube, o mejor<br />

dicho, un relámpago lívido, y en vez de ver en<br />

aquella acción de mi esposa un recurso oratorio,<br />

feroz sí, pero teatral, vi sencillamente el<br />

cuerpo de la niña que volteaba en el espacio e<br />

iba a estrellarse contra las losas de la calle, como<br />

un día se estrelló el de su desgraciado hermanito.<br />

Mi clamor fue de agonía; dando un<br />

salto de tigre, me arrojé a cortar el paso a Ildua-


a, y valiéndome de su debilidad, le arranqué la<br />

pequeña, ayudándome doña Milagros, que sujetó<br />

por la cintura a mi frenética esposa. La cual<br />

gritaba, ya fuera de tino:<br />

-¿Para qué me pone usted las manos encima?<br />

¿No ve usted que yo no soy una verdulera<br />

como usted, sino una señora? Una señora de<br />

toda la vida, ¿entiende usted? de padres a hijos,<br />

porque los Pimenteles de Monforte siempre<br />

fueron caballeros. Una señora no se mete en las<br />

casas de los demás... una señora se está en la<br />

suya... Si usted lo fuera, hace tiempo que no<br />

pondría aquí los pies. Pero lo que es usted todos<br />

los saben, y si usted quiere, se lo digo yo<br />

ahora mismo.<br />

La fina tez de la andaluza palideció bajo<br />

este chaparrón de injurias: en sus preciosos ojos<br />

se pintó el asombro de verse tratada así, y medio<br />

sollozando, exclamó:


-¡Ay, Jesú!... ¡Pero esta mujé está de luna!...<br />

¡En nada la he fartao, y me sapatea!... Señó e<br />

Neira, ¿qué pasa, qué tiene su señora de usté?<br />

¿Se ha güerto loca? ¿Está arrebatáa con sus enfermeaes<br />

y su pariura?... ¡Y grasia que no ha<br />

tirao er angeliyo por la ventana! ¡No ma queao<br />

gota e sangre en las venas!... ¡Jesú, Jesú!... ¡Una<br />

hiena del África parece! ¡Que yamen al señó e<br />

Moragas volando!<br />

-¡Doña Milagros... si le quedan a usted<br />

unas miajas de vergüenza... no se queje a mi<br />

esposo! ¡Lárguese usted!<br />

A todo esto, los gritos habían atraído a la<br />

sala a mis hijas; y al través de la puerta, la criada,<br />

atónita, miraba el escándalo. La andaluza se<br />

volvió como el toro cuando se ve en el redondel<br />

acosado y aturdido.<br />

-Pues ná, que esta mujer se ha guillao -dijo,<br />

dirigiéndose al público-. Me dise verdulera, al<br />

mismo tiempo me farta y arma la bronca con-


migo, conmigo que no la farto en ná... Me echa<br />

como a un perro. Por vosotras lo siento, angeliyos,<br />

que os quiero más que a las telas der corasón.<br />

En mi casa me tenéis pa lo que se os ocurra.<br />

Señó Neira, haga usté favó de declarar aquí<br />

que no les debo dinero, grasia a Dió, y que no<br />

me habrá usté visto portarme mal en ná. ¿Digasté?<br />

¿Me tiene uté, sí o no, por una señora?<br />

Un impulso irresistible puso en mi boca estas<br />

palabras, mientras, penetrado aún del terror<br />

pasado, estrechaba a la recién nacida contra el<br />

pecho.<br />

-Doña Milagros, usted es toda una señora,<br />

y yo no <strong>puedo</strong> decir otra cosa, porque sería<br />

mentir, y Benicio Neira no miente.<br />

Ilduara me miró con extraviados ojos, y<br />

viniéndose sobre mí... la sinceridad me obliga a<br />

no omitirlo... pero no lo repitan ustedes... ¡me<br />

puso... me puso en la faz la mano...! Retrocedí;<br />

ella quiso hablar y no pudo, y negra de furor, se


desplomó en brazos de Tula, que la sostuvo y la<br />

condujo al sofá. Hubo un silencio entrecortado<br />

por exclamaciones de angustia:<br />

-Un ataque...<br />

-¡Ay Dios mío!...<br />

-¡Papá, papá... mamá se muere!... -sollozó<br />

Argos, cogiéndose a mi manga-. ¡Ay, papá!<br />

-Papá -dijo Tula, pálida y severa, acercándose<br />

a mí- que se vaya la señora de Llanes. Ya<br />

debía irse cuando mamá la echó... Ahora, échala<br />

tú... porque mamá agoniza.<br />

Yo creía volverme loco. Solté la pequeña<br />

dándosela al ama, me llegué a doña Milagros, y<br />

le dije con acento suplicante:<br />

-Señora, me parece mejor que baje usted...<br />

Ya ve en qué circunstancias nos encontramos...<br />

Dios me pone a prueba muy dura...


La andaluza me contestó entre lástima y<br />

enfado:<br />

-Ya tomo la puerta, ya... Encaríñese usted<br />

con la gente pa esto... Vaya por Dios... ¿Me dejasté<br />

dar un beso a las gatiyas?<br />

-Es mala ocasión... En otra... Todo se arreglará...<br />

Váyase usted...<br />

Me pareció mentira cuando la sentí cerrar<br />

la puerta y, pude atender a Ilduara, a quien<br />

trasladamos a la cama lo mejor que supimos.<br />

Salió la cocinera a buscar al médico, y mientras<br />

las niñas prestaban a su madre los cuidados<br />

que su estado requería, yo me quedé al pie del<br />

lecho abrumado por el presentimiento de una<br />

gran desgracia. El cariño por mi desdichada<br />

esposa se despertó con toda la fuerza de los<br />

sentimientos inveterados, que están en nosotros<br />

sin que notemos su presencia, como no notamos<br />

la de los órganos que sostienen nuestra<br />

vida. Me entró inmenso remordimiento de


haber provocado con palabras quijotescas el<br />

mal de mi esposa; y de todo corazón me arrepentí<br />

de haberlas pronunciado. Las exclamaciones<br />

de dolor de mis hijas me partían el alma.<br />

«Mamá... mamá querida... Vinagre... un poco<br />

de éter... Que se muere, Virgen de los Dolores...<br />

Sujetarla... No se puede... La arde la frente... Se<br />

ha sofocado muchísimo... ¿<strong>Qué</strong> tiene, mamá?<br />

Hable, diga por Dios...».<br />

Sintiéronse en la antesala pasos de hombre<br />

y me precipité, creyendo que venía el señor de<br />

Moragas. Ya anochecía. En el pasillo me tropecé<br />

con un bulto ingente, enorme, una especie de<br />

animalazo barbudo, peludo y bronco, y entreoí<br />

lo que sigue: «Moño, vecino; aquí vengo a cantarle<br />

a usted...». Comprendí que el comandante<br />

de Otumba quería pedirme una satisfacción por<br />

los insultos a su esposa. ¡Cuánta mayor prudencia<br />

demostraría doña Milagros -la verdadno<br />

enterando a su marido! Pero, ¿pueden guardar<br />

reserva personas de un carácter tan fogoso


y tan polvorilla? El comandante, viendo mi<br />

silencio, me echó la zarpa al brazo.<br />

-¡Peineta, hijo, no se escurra usted...! Vengo<br />

a decirle dos o tres cosas calientes, y a ver si<br />

está usted conforme, moño, en que nos rompamos<br />

las narices, remoño peinero... ¡A mi<br />

señora, peineta, nadie la falta estando yo a su<br />

lado, y hay ciertas cosas, moño, que sólo yo se<br />

las <strong>puedo</strong> decir; pero, peineta, a los demás no<br />

se las aguanto, retemoño!<br />

-¡Tenga usted miramiento! -contesté al<br />

bárbaro-. Ahí al lado hay una señora enferma,<br />

¿está usted? enferma de gravedad; y hay también<br />

señoritas que no deben oír la ristra de cebollas<br />

que usted ensarta constantemente; y esto<br />

no es cuartel, ni las personas regulares somos<br />

quintos.<br />

-¡Peineta, peine! Aquí se ha ofendido, moño,<br />

a mi señora, y... yo vengo a armar la de<br />

Dios es Cristo, y a quemar, moño, la casa y has-


ta el barrio... No me salga usted con que si hay<br />

enfermos, si no hay enfermos... A las señoras,<br />

moño, se las respeta siempre...<br />

El oso me sacudía el brazo con ira. La<br />

puerta del recibimiento se abrió de repente,<br />

doña Milagros, en bata y zapatillas, se apareció<br />

y se me figuró una visión angelical. Con aquella<br />

voz de almíbar y aquel salado ceceo suyo, y con<br />

sobrealiento que parecía el azorado anhelar de<br />

las palomas cuando alguien las coge y las aprieta,<br />

se dirigió al bruto, y le dijo tartamudeando<br />

de emoción:<br />

-A ver si dejas en pas al señó Neira... Bastante<br />

abroncao estará el pobre hombre con las<br />

majaerías y los selos y los sopitipandos e su<br />

mujé... No me ha fartao él, y la señora está medio<br />

espichando y toa entrambilicáa... Vámono a<br />

nuestra casa, que aquí naa se no pierde. ¡Ay,<br />

Jesú!... ¡<strong>Qué</strong> geniasos hay po el mundo!<br />

-Moño, como me dijiste, moño...


-No he dicho ná. Abajito ma pronto que la<br />

lus.<br />

¡Buena, dulce doña Milagros! Mi corazón<br />

se inundó de gratitud hacia ella en aquel instante,<br />

como en la escalera la noche del nacimiento<br />

de las gemelitas, y con los ojos repentinamente<br />

humedecidos, murmuré:<br />

-¡Si supiese usted qué mala está Ilduara!<br />

-¡Sea por Dios! -exclamó la andaluza-. Si<br />

hago farta, naa de remilgos: mandar recao. No<br />

soy rencorosa. Oigo yo a las locas como si oyese<br />

cantá la sartén.<br />

Y se retiró, arrastrando a su marido. Moragas<br />

vino de allí a poco. Enterado del suceso, y<br />

habiendo visto a la enferma, puso cara grave y<br />

sombría, cosa tan desusada en él cual lo sería el<br />

bigote en un niño de seis años. No dijo nada,<br />

pero pronta y enérgicamente ordenó varios<br />

remedios, revulsivos la mayor parte.


-Ahora hay modorra -indicó-. Temo que<br />

por la noche habrá mucha temperatura.<br />

Prescribió lo que debíamos ejecutar y en<br />

qué caso convendría llamarle; y, en efecto, a las<br />

altas horas de la madrugada fue preciso enviarle<br />

apremiantísimo recado.<br />

La casa estaba en la mayor desolación. Tratábase<br />

de una supresión y un retroceso a la cabeza,<br />

que constituía verdadera congestión cerebral.<br />

Al corto abatimiento había sucedido la<br />

agitación, hiperemia, y luego altísima fiebre.<br />

Serían las tres cuando comenzó a delirar. A las<br />

primeras palabras que pronunció roncamente,<br />

con voz que parecía salida de lo más profundo<br />

de su ser, Moragas me hizo expresiva seña, y<br />

ordené a mis hijas que se retirasen. Obedecieron<br />

de mal talante, y sólo el médico y yo presenciamos<br />

el tremendo desvarío de aquella<br />

mujer dignísima, de aquella madre de familia<br />

ejemplar, que a última hora, perdido el albedrío,<br />

adoptaba en breves y tristes instantes la


máscara de una arpía furiosa. ¡<strong>Qué</strong> lenguaje,<br />

Dios mío, y cuánto sufrí al escucharlo! ¡<strong>Qué</strong><br />

horribles acusaciones las que me lanzó, no mi<br />

esposa, sino su fiebre, su locura! ¡Con qué desesperación<br />

la oí renegar de su maternidad,<br />

maldecir la tarea que la dignificaba a mis ojos, y<br />

abrumarme con un aborrecimiento sañudo y<br />

atroz! Diríase que, abierta la misteriosa llave<br />

del corazón, salía de él algo tan cínico y tan feo,<br />

que yo retrocedía de espanto. Ilduara se jactaba<br />

de haberme devuelto mal por mal, condenándome<br />

a la servidumbre doméstica más ignominiosa.<br />

«Calzonazos, pelele», repetía con expresión<br />

que no <strong>puedo</strong> recordar sin estremecerme<br />

aún. ¡Pobre esposa de mi vida! No tomas, no,<br />

que yo te atribuya a ti la que puso en tus labios<br />

el genio del mal, para desmentir en minutos<br />

toda una vida consagrada al deber y al conyugal<br />

amor; ¡porque tú me amabas, Ilda de mi<br />

corazón, compañera de treinta años, santa madre<br />

de mis hijos, y aquellas frases preñadas de<br />

odio y de hiel, aquellos espumarajos de despre-


cio, burla y rabia, no eran sino las convulsiones<br />

de una epiléptica agonía, que a costa de mi<br />

propia vida quisiera yo ahorrarte!...<br />

Al amanecer después de tan funesta troche,<br />

cesó el desvarío sobrevino un estado comatoso,<br />

profundo y mortal. Ni el Viático pudo<br />

traerse. Luego sobrevino cavernoso estertor, se<br />

apagó la pulsación y se vidriaron las pupilas...<br />

Así me quedé viudo.<br />

El golpe de la pérdida de su madre influyó<br />

de modo muy diverso en cada una de mis hijas.<br />

Las que yo creí que se afligirían más (verbigracia,<br />

Tula, tan semejante a Ilduara, tan identificada<br />

con ella), fueron las que, por el contrario,<br />

conservaron bastante sangre fría; eso sí, Tula se<br />

manifestó dispuesta desde el primer instante a<br />

6


empujar las riendas del poder doméstico, y<br />

gobernarnos a todos, recogiendo la autoridad<br />

correspondiente a su derecho de primogenitura.<br />

Tampoco en Rosa -pagado el tributo de lágrimas<br />

que las mujeres no regatean a casos mucho<br />

menos lastimosos- duró la pena: los arreglitos,<br />

los fúnebres perifollos del luto la distrajeron,<br />

y no tardaron en volver a sus mejillas los<br />

sonrosados colores, y a sus ojos el radiante brillo.<br />

En Constanza no sé si he dicho que nada<br />

hacía mella, o por lo menos nada se exteriorizaba:<br />

era imposible averiguar cuándo a aquella<br />

criatura la complacían los sucesos, ni cuándo<br />

no: tan extremada era su indiferencia, su pasividad,<br />

su apatía de linfática. Lloraba sin alterar<br />

la expresión del rostro, y sus lágrimas ni<br />

siquiera conseguían enrojecerla los párpados.<br />

Agua pura.


Las que dieron señales de pena grande y<br />

profunda fueron Clara, Argos... y Feíta. Eran<br />

estas tres, cada cual a su modo, mujeres de viva<br />

sensibilidad, y Argos sobre todo propendía a<br />

exaltarse y a tomar las cosas de un modo arrebatado<br />

y vehemente; en casa la llamábamos<br />

centellita, y recordábamos algunos rasgos y<br />

anomalías de su infancia y de su primera juventud,<br />

que denotaba un «alma montada sobre<br />

alambres eléctricos», según frase de Moragas.<br />

En la ocasión del fallecimiento de Ilduara revelose<br />

este ser característico de Argos con caracteres<br />

muy alarmantes.<br />

Ha de saberse que a la hora y media escasa<br />

del tránsito de mi pobre compañera, presentose<br />

doña Milagros vestida de lana negra, con los<br />

ojos húmedos, el rostro expresando piedad, el<br />

aliento congojoso y la voz timbrada de emoción;<br />

y en palabras cordiales y casi humildes<br />

me explicó que venía, como siempre, a servir<br />

de algo, que sentía reconcomio y pesadumbre


inmensa por haber ocasionado involuntariamente<br />

la catástrofe, y juraba y perjuraba que, si<br />

nosotros no le habíamos cobrado aborrecimiento,<br />

ella estaba allí invariable, a nuestra disposición<br />

con vida, alma y voluntad. Tula recibió a<br />

la comandanta tiesa como un palo; pero mis<br />

otras hijas se la echaron en brazos sollozando y<br />

gimiendo, y los chiquillos, que la querían por lo<br />

mucho que les mimaba, también la besaron<br />

tristones y calladitos, como suelen estar los inocentes<br />

ante la muerte.<br />

Al acercarse la señora a Argos y verla color<br />

de cera, muda, agitada por un temblorcillo, con<br />

los ojos secos y contraída la boca, hízome una<br />

señal afectuosa y significativa, y, llevándome al<br />

hueco de la ventana, secreteó:<br />

-Es preciso que esta chica yore.<br />

-Sí, señora... -contesté- pero, ¿qué le hago si<br />

no llora? Y vaya si alivia el llanto -añadí, enjugándome<br />

los párpados con el pañuelo.


-Pues e que si no yora la chiquiya, verá usté<br />

lo que pasa. Vamo a tené lanse. Quedándose<br />

así cortá, ar momento meno pensao, verá usté;<br />

un sopitipando, o un mal del corasón. Yorará.<br />

Déjeme usté a mí... Capás soy de haser yorar a<br />

un guijarro.<br />

Los mil tristes quehaceres que acarrea la<br />

pérdida de un ser querido me hicieron olvidar<br />

la cuestión del llanto de mi hija. Doña Milagros<br />

bullía, trajinaba, activa, infatigable, presente<br />

doquiera, arreglándolo todo, dando cien vueltas<br />

en un minuto y evitándonos rozamientos,<br />

de esos que son tan dolorosos cuando, por decirlo<br />

así, está el espíritu en carne viva. Ni aquel<br />

día, ni en la mañana siguiente, pudo lograrse<br />

que asomase a los ojos de Argos esa lluvia bienhechora,<br />

indispensable para que el dolor no se<br />

derrame interiormente y nos sofoque. Recursos<br />

ingeniosos se emplearon para conseguir que<br />

Argos llorase; mas no dieron resultado. La recordaron<br />

palabras de su madre; trajeron a sus


hermanitas y se las pusieron en brazos, diciéndola<br />

que aquellas huérfanas reclamaban amor y<br />

protección, administraron medicamentos; fue<br />

inútil, y al cumplirse las veinticuatro horas del<br />

fallecimiento de Ilda, realizáronse las profecías<br />

de doña Milagros. Vino el anunciado sopitipando,<br />

la convulsión con sus arrechuchos delirantes,<br />

sus contorsiones frenéticas, sus chillidos,<br />

sus ímpetus suicidas de batir la frente contra<br />

los hierros de la cama o la madera de los muebles.<br />

Argos se dislocaba, se descoyuntaba, formando<br />

su cuerpo arco vibrador, como espinazo<br />

de culebra; entre cuatro personas no la podíamos<br />

sujetar: tal fuerza desarrollaba bajo el influjo<br />

del aura epileptiforme. El acceso fue determinado<br />

por la vista de la mortaja o hábito<br />

que traían para vestir a su madre. Apenas logramos<br />

sosegar a la muchacha a puras dosis de<br />

éter y bromuro, o, por mejor decir, así que gastó<br />

la pobrecilla todo su repuesto de fuerza y se<br />

aplanó, empezó a preocuparnos la idea de lo<br />

que sucedería cuando se cerrase la caja y Argos


comprendiese que sacaban el cadáver, y resonasen<br />

en la calle los piporros y los fagotes del<br />

entierro, y en la escalera los pasos de los que<br />

bajasen el ataúd. En aquella vivienda de cartón,<br />

¿cómo ocultarle a la infeliz niña la salida del<br />

cuerpo?<br />

Al acercarse el momento solemne y triste<br />

en que alguien desciende por última vez las<br />

escaleras de su casa -donde quedan los que le<br />

amaron, los que vivieron a su lado-, para mudarse<br />

a la eterna soledad del nicho, doña Milagros<br />

penetró en la salita en que recibíamos el<br />

duelo. Estaba esta, según la costumbre, menos<br />

que a media luz, es decir, casi a oscuras. Mis<br />

hijas mayores, desaliñadas, despeinadas, con<br />

pañuelos de seda negra, permanecían fijas en el<br />

sofá, contestando por medio de monosílabos, o<br />

sólo de suspiros, a los saludos de las amigas.<br />

Estas suspiraban también al tomar asiento, como<br />

si se hallasen cansadas o muy doloridas.<br />

Luego se entablaba tímidamente en voz baja,


algún diálogo soso. «Hace frío, ¿eh?». «Sí, yo<br />

también lo noto». «Y mire usted, es raro; aún<br />

puede decirse que no llegó noviembre». «Pues<br />

tiene usted razón: enfriaron muchísimo las tardes».<br />

Etc., etc. Mientras palabreaban, el pensamiento<br />

estaba allá, en la otra sala, la que caía a<br />

la marina, donde las del duelo sabían que se<br />

encontraban el cadáver, y de donde iban a sacarlo<br />

muy pronto. Con disimulo miraban todas<br />

para Argos, deseando y temiendo a la vez la<br />

dramática escena que cortaría el denso aburrimiento<br />

de tan fastidiosas horas. Me han dicho<br />

después (porque yo en tales momentos no estaba<br />

para observaciones) que Argos era una perfecta<br />

y hermosísima imagen del extravío mental.<br />

Me aseguró doña Milagros que sólo se la<br />

podía comparar a una Dolorosa, pero una Dolorosa<br />

que, en vez de derramar lágrimas, se<br />

encontrase a punto de perder la razón. Sus desencajadas<br />

facciones parecían esculpidas en fino<br />

marfil; sus inmensos ojazos negros miraban con<br />

persistencia a un punto del espacio, y el mirar


destellaba sombrío fuego, como si lo que veía<br />

Argos fuese alguna aparición horrenda. El lienzo<br />

de Doña Juana la Loca, de Pradilla, puede dar<br />

idea del semblante y expresión de mi hija en tal<br />

momento. Las señoras del duelo cuchicheaban,<br />

conviniendo en hablar más alto y hacer ruido<br />

para que no se oyesen martillazos, pasos ni<br />

salida de los restos. A cada sordo rumor que<br />

venía de fuera, estremecíase Argos con hondo<br />

escalofrío, y giraban sus pupilas, volviendo<br />

después a la fijeza propia de la insania.<br />

Aún cuando ningún ruido sospechoso delató<br />

la llegada de los mozos que debían bajar la<br />

caja, Argos, como si les olfatease, de pronto se<br />

enderezó, y sin pronunciar palabra, rígida, tan<br />

pálida como la difunta, estiró el brazo y el dedo<br />

señalando a la puerta, mientras dilataba sus<br />

papilas el espanto de una visión. Era una actitud<br />

admirable, digna de una gran trágica. Su<br />

ensanchada nariz parecía aspirar horror; sus<br />

abiertos labios se movían, pero su garganta no


formaba sonidos; su redondo pecho subía y<br />

bajaba, cual si se viese pasar a través de él la ola<br />

de la aflicción inconsolable.<br />

Fue entonces cuando doña Milagros realizó<br />

uno de los hechos que debieran eternizar su<br />

nombre. Repito que penetró disparada en la<br />

sala; con vigoroso empuje cogió a Argos por la<br />

cintura; y bañándole la cara de llanto y cubriéndosela<br />

de besos, la dijo sencillamente:<br />

-Hija, ven.<br />

A la vez que lo decía, la empujó al aposento<br />

donde Ilda, amortajada con hábito de los<br />

Dolores, yacía en la caja aún abierta, entre cuatro<br />

cirios, y sobre una especie de estrado de<br />

madera, pues no teníamos cama imperial.<br />

Amigos, conocidos, carpinteros, empleados de<br />

los carros fúnebres, criados y vecinos curiosos;<br />

toda esa gente que se mete, con razón o sólo<br />

porque sí, en las casas donde hay un difunto,<br />

miraba atónita a doña Milagros y le abría calle;


tras su paso se oía reprimido murmullo de curiosidad.<br />

Cruzó impetuosamente la señora,<br />

arrastrando, mejor que conduciendo, a mi hija;<br />

y sin transición, con calculada brutalidad, la<br />

impulsó de suerte que fuese a caer de bruces<br />

sobre el cadáver, gritando al mismo tiempo:<br />

-Hija, despídete de tu madre... Se la yevan...<br />

Dale un beso, hija, que ya no la ves más<br />

sino en el sielo.<br />

Argos se abrazó al ataúd, exhalando un<br />

delirante chillido. Vi que juntaba mi cara a la de<br />

la muerta, y que jadeaba, con ese anhelo especial<br />

del llanto, en que parece sacudirse y retemblar<br />

el espinazo y el cuerpo todo; y en efecto,<br />

pasado aquel minuto desgarrador, apenas alzó<br />

el rostro la muchacha, observamos que corría<br />

de sus ojos abundante raudal de lágrimas, que<br />

deslizándose hilo a hilo por las mejillas, las<br />

refrescaba, las coloreaba, regaba su viva flor.<br />

Con la misma energía de antes, doña Milagros<br />

tomó a Argos casi en vilo, y la trasladó a mi


dormitorio; y obligándola a detenerse ante un<br />

Cristo antiguo de talla, resguardado por un<br />

doselillo de damasco rojo -una de las pocas<br />

reliquias que nos quedaban de nuestro esplendor<br />

solariego-, exclamó en voz persuasiva y<br />

pesando sobre los hombros de la muchacha<br />

para que se arrodillase:<br />

-¡Yora allí, hija de mi corasón!... ¡Ese lo<br />

consuela too; yora, yora!<br />

Díjome después el doctor Moragas que<br />

doña Milagros era el mismo demonio; que con<br />

la gracia pudo haber matado a mi hija, o trastornarle<br />

la razón; que había noventa y nueve<br />

probabilidades y media de que así sucediese,<br />

pero que casualmente la otra media fue la que<br />

se presentó, y a esa chiripa debíamos la salvación<br />

de Argos.<br />

La cual, desde la tremenda experiencia,<br />

quedó totalmente variada. El carácter hosco y<br />

huraño de su pena, la vaguedad de la mirada y


el espanto de la expresión, habían desaparecido,<br />

cediendo el paso a un abatimiento apacible,<br />

a una especie de mansa tristeza, que, de allí a<br />

poco tomó forma de religiosidad exaltadísima,<br />

como veremos. Diríase que no cabía en mi hija<br />

término medio, pues de la desesperación y el<br />

frenesí saltó a una conformidad glacial lo mismo<br />

que si la muerte de su madre y todas las<br />

demás cosas de la tierra la fuesen indiferentes,<br />

y sólo la importase la nueva dirección de su<br />

espíritu. De esta evolución de mi Argos y de<br />

sus consecuencias he de hablar más largamente;<br />

pero ahora debo pasar a otro asunto, a otro<br />

dolor filial muy vivo. Grande, increíble fue la<br />

metamorfosis de Argos con motivo de la muerte<br />

de su madre; pero ¿qué vale en comparación<br />

de la que sufrió el empecatado diablillo de Feíta?<br />

Es de advertir que ya no era tal diablillo:<br />

quizás el nacimiento de las gemelas; acaso la<br />

crisis de la pubertad, habían sosegado y aman-


sado su carácter, que más que bullicioso debe<br />

llamarse explosivo. He dicho que los deberes<br />

de ama seca los cumplía Feíta admirablemente:<br />

dormía al lado de Media o Remedios, que era<br />

su crío, y a la cual, con mucho biberón y exquisito<br />

cuidado, iba sacando a flote. A pesar de lo<br />

embelesada que andaba Fe en estos maternales<br />

deberes, que la volvían loca de orgullo y júbilo,<br />

al morir Ilduara comprendí que la niña se convertía<br />

en mujer, y que el duende inquieto se<br />

aplomaba definitivamente, dando indicios de<br />

una índole reflexiva y grave, que yo no hubiese<br />

sospechado nunca. Ella fue, en los primeros<br />

días que siguieron a la desgracia, mi verdadero<br />

paño de lágrimas, mi ángel consolador. Al encontrarme<br />

callado y abatido, sentado en la galería,<br />

con los ojos fijos en el mar, al verme comer<br />

silenciosamente y alzarme de la mesa suspirando,<br />

la niña salía detrás de mí, y acurrucándose<br />

a mi lado, fijaba en los míos sus ojos verdes,<br />

pestañudos y chiquitos, espiando mis movimientos,<br />

por si se me ocurría pedir alguna


cosa. A mi menor indicación, ya la tenía saltando:<br />

-Papiño, ¿qué quiere? Papaíño... ¿traigo el<br />

bastón y el gabán? ¿va a salir? Papaíño... ¿enciendo<br />

el quinqué, que ya anochece? ¿El periódico?<br />

¿Quiere ver a la gatita, papaíño? La voy a<br />

traer aquí... verá qué mona, cómo gorjea.<br />

Al disfrutar de estos cuidados y compañía<br />

me fijé en la muchacha y estudié con sorpresa<br />

su extraño carácter. Lo primero que en ella se<br />

notaba era una mezcla de mucho desenfado,<br />

travesura y marimachismo, con una ternura de<br />

corazón sorprendente. Además, podía afirmarse<br />

que Fe era precocísima, y hacía y decía cosas<br />

admirables en sus años. Estaba dotada de una<br />

segunda vista o instinto de adivinar lo que en<br />

realidad no podía saber, e iba derecha siempre<br />

al enigma y a la contradicción, para resolverlos<br />

con arreglo a una lógica irrebatible. Hay mil<br />

ideas y juicios hechos, que por la fuerza del<br />

hábito se nos antojan muy naturales a los gran-


des, pero que son verdaderos contrasentidos, y<br />

a una razón virgen y fresca como la de mi Feíta<br />

se aparecen en todo su ilogismo, excitando la<br />

insaciable curiosidad discutidora, origen quizá<br />

de la ciencia humana.<br />

¡Ah! Si Feíta hubiese nacido de un matrimonio<br />

ansioso de sucesión, de esos que tienen<br />

tiempo para contarle las risas y las gracias al<br />

primogénito, no hay duda que pasaría plaza de<br />

criatura asombrosa, de niña fenomenal. Pero<br />

donde hay muchos hijos, crecen inobservados.<br />

Siendo mi Feíta muy pequeña, tuvo unos asomos<br />

de raquitis, que combatimos con baños de<br />

algas marinas; y su notable desarrollo frontal,<br />

la agudeza de su discurso y la viveza de su<br />

comprensión fueron siempre tales, que Moragas,<br />

cada vez que venía a vernos, la llamaba<br />

«mona sabia», encargando mucho cuidado con<br />

la chiquilla, que era «un haz de nervios al servicio<br />

de unos lóbulos cerebrales». No se crea<br />

que por eso presentaba Feíta el tipo de la chi-


cuela meditabunda y triste, abrumada por su<br />

temprano desarrollo. Al contrario. Corregida ya<br />

la propensión a la raquitis, su cuerpo, aunque<br />

delgado, iba poniéndose derecho; sus ojos<br />

húmedos y sus labios de clavel rebosaban vida;<br />

su color era trigueño y sano, y sólo la excesiva<br />

delicadeza de sus faccioncitas y cierta pobreza<br />

de los tejidos revelaban la lucha entre la materia<br />

que se desarrolla y un meollo, o, por mejor<br />

decir, un espíritu que todo lo quiere para sí.<br />

Cuando se peleaba con sus hermanas,<br />

cuando todo lo ponía patas arriba, cuando nos<br />

daban ganas de atarla para que no nos volviese<br />

locos, Feíta era un bichejo, un tití enredador,<br />

cuya graciosa insensatez ya fatiga, ya divierte;<br />

pero al hablar conmigo a solas, quieta, seria,<br />

advertíase en ella inclinación a ponerse en lo<br />

justo, a observar lo real y a conocerlo todo y<br />

juzgarlo todo con un sentido exacto, original y<br />

radical, que bien podía admirar en mozuela tan<br />

tierna. Añádase una comprensión sorprendente


y una asombrosa memoria, por lo cual la encargué,<br />

además de la cría de Media, de repasar<br />

las lecciones a Froilancito, el único varón de mi<br />

estirpe, que cursaba el bachillerato y en quien<br />

fundábamos nuestras esperanzas. A poco de<br />

imponerla esta tarea de repasar, es decir, de<br />

tener el libro delante y ver si su hermano se<br />

sabía la lección, Fe mostró tendencia a preguntarlo<br />

todo: parecía el Catecismo. Cuando Moragas<br />

venía a casa, la primer persona que le salía<br />

al encuentro era la chiquilla.<br />

-Explíqueme, Moragas... ¿qué significa eso<br />

de angina gangrenosa? ¿Es lo mismo que garrotillo?<br />

Ayer lo he visto en un periódico... ¿<strong>Qué</strong> es<br />

eso de bacillus que dijo usted anteayer? ¿Es un<br />

bichito? Dibújeme en un papel ese bichito. ¿Será<br />

así... como las pulgas... o más pequeño? ¿Y<br />

cuándo me enseña usted un microscopio?<br />

Moragas solía contestar:


-¡Ea, ya está el diantre de la mona sabia esta<br />

empeñada en que le haga una mono-grafía!<br />

Te haré una micro-grafía, bien; pero condición:<br />

que te vienes a vivir conmigo y ya no te suelto<br />

hasta que aprendas medicina. ¡Se ha fastidiado<br />

el caballero Hipócrates! ¿Se ríe don Benicio?<br />

Pues no vale reír, porque el arrapiezo puede<br />

con eso y con mucho más. Ese cabezón admite<br />

todo lo que echen dentro. Mientras da biberón<br />

a su hermana, no crea usted que la descansa la<br />

mollera a la chiquilla.<br />

-Las mujeres -contestaba yo- mejor están<br />

dando biberón que discurriendo. No la haga<br />

usted caso, señor de Moragas. Usted la mima<br />

demasiado, y ella se cree alguien. Que le repase<br />

las lecciones a su hermanito... bueno: pero si<br />

veo se mete en honduras y echa terminachos y<br />

quiere saber lo que no la importa... la administraré<br />

una azotaina.<br />

-Déjela usted... -decía Moragas, atrayéndola<br />

a sí con benevolencia humorística-. Cuando


digo que la voy a dejar en herencia mi gabinete,<br />

mis libros y mis instrumentos...<br />

Claro está que lo que yo estimaba en Feíta<br />

no eran sus listezas ni sus curiosidades, reprobables<br />

en una muchacha, sino su cariñosa previsión<br />

mujeril. Las fuentes del sentimiento estaban<br />

tan intactas y brotaban tan copiosas en el<br />

alma de Feíta, que a pesar de la dramática pena<br />

de Argos, creo que la persona que más lloró la<br />

muerte de su madre fue la traviesa criatura. Ya<br />

dejo indicado que poseía una viveza tan extraordinaria,<br />

que parecía montada al aire, siéndola<br />

punto menos que imposible estarse quieta y lo<br />

que se llama formal dos minutos. Movida como<br />

por impulso febril, necesitaba dar vueltas entre<br />

los dedos a alguna cosa, enrollar flechitas de<br />

papel, imitar el birimbao con los dedos en el<br />

labio inferior, pegar saltos de carnero, pintar<br />

monos o barcos en el libro y en la pared, pegar<br />

cromos en los vidrios, sentarse en posturas raras,<br />

tocar a todo, abrir cuanto encontrase delan-


te, y, si algo la ponía nerviosa, arrancarse los<br />

botones y hasta los corchetes y cintas de la ropa.<br />

El síntoma en que noté que nuestra desgracia<br />

labraba en su corazoncito hondo surco, fue<br />

que se paró lo mismo que si a cada pie la<br />

hubiesen colgado una bala de diez libras de<br />

peso; que cesó de atar sillas en hilera para que<br />

formasen el tiro de la Ferrocarrilana, y de capear<br />

a sus hermanas con un pedazo de coco<br />

encarnado, y de ponerlas banderillas de papel:<br />

que por extraordinario, sus indómitos pelos<br />

aparecieron lisos, y sus faldas sujetas a la cintura,<br />

y sus trastos en orden. Cuando nos sentamos<br />

a la mesa para esa primera comida de familia<br />

tan triste, en que se mira, sin poder tragar<br />

bocado, hacia un sitio vacío, díjome de repente<br />

Fe:<br />

-Papá, ¿dónde estará mamá ahora?<br />

-En el cielo, hija mía -contesté, mientras las<br />

lágrimas me enturbiaban la vista y se me atravesaba<br />

el pan en el garguero.


-Y di, papá. Los que se matan a sí mismos,<br />

¿van al cielo también?<br />

-¿Por qué lo preguntas?<br />

-Porque... -la niña bajó la voz y acercó su<br />

silla-. Porque mamaíta, en mi opinión, se ha<br />

suicidado.<br />

-Calla, mocosa... ¡Suéltale a ese diablo una<br />

azote que la deje en carne viva!... -exclamó Tula<br />

levantándose airada. Pero yo impuse silencio, y<br />

Feíta siguió, revelando convencimiento profundo:<br />

-No lo dudes, papá. No es materialidad de<br />

que mamá se pegase un tiro. Pero se suicidó,<br />

¡verás cómo!, enfadándose, rabiando, desobedeciendo<br />

al señor de Moragas. Ahí tienes tú<br />

cómo se suicidó. Porque hay muchas maneras<br />

de hacer las cosas... ¿no te parece, papá?


No contesté, y la niña, adivinando que me<br />

entristecía aquello, se quedó también callada,<br />

bajando los ojos, de los cuales se desprendió<br />

límpida gota.<br />

Volviendo a los terribles instantes en que<br />

perdí a Ilduara, diré que arrostro las burlas de<br />

mi siglo, -que pone en solfa el amor entre cónyuges<br />

ya viejos, cuando la antorcha amorosa<br />

lanzó su destello último- y declaro que me quedé<br />

sumido en melancolía profunda. No calculaba<br />

yo mismo el lugar que ocupaba en mi existencia<br />

la compañera de tantos años. Ella regía<br />

casa y hacienda, y si bien las regía con poca<br />

suavidad, no por eso ha de negarse que su firmeza<br />

y su vigilancia eran sanas y útiles. Podríase<br />

comparar a mi Ilduara con un corsé emballenado<br />

y recio, que si oprime, sostiene. Pero<br />

aparte de este que no sé si llamé dolor egoísta,<br />

7


el dulce y natural imperio de la costumbre me<br />

hacía sufrir a cada instante al ver el sitio frontero<br />

de la mesa ocupado por Tula, y al hallarme<br />

de noche solo en un lecho que me parecía de<br />

nieve. Perderían el tiempo y el pecado los maliciosos:<br />

mis soledades de viudo eran espiritualísimas:<br />

ningún estímulo vil me acuciaba: procedía<br />

mi nostalgia de un sentimiento puro y elevado,<br />

compuesto de lo mejor de mí mismo,<br />

barajado con otros sentimientos prosaicos, de<br />

conveniencia, de rutina afectuosa si se quiere,<br />

pero hondamente arraigados, indestructibles.<br />

El encontrarme tan solo, tan alicaído, tan<br />

desquiciado moral y materialmente, me aproximó<br />

a doña Milagros. Libre de la preocupación<br />

de que el trato con la comandante pudiese ocasionar<br />

celosos desvaríos, me entregué sin escrúpulo<br />

al consuelo de oír y ver a una señora<br />

que tan especial afecto me demostraba, y más<br />

aún que a mí, a mis hijos, y particularmente a<br />

las gemelillas, de las cuales puede decirse que


no se apartaba casi. Mi amorosa lástima de los<br />

huerfanitos vestidos de luto que veía a mi alrededor,<br />

mis inquietudes por su porvenir; mi<br />

prurito de que fuesen dichosos, se convirtió en<br />

apasionada gratitud hacia doña Milagros, que<br />

obraba el prodigio de reanimar nuestra casa,<br />

siendo el único rayo de luz que entraba en mi<br />

hogar velado por tétricos crespones.<br />

En aquellos días de dolor, nostalgia y<br />

prueba, además de la pareja de ángeles que me<br />

dejó mi compañero como recuerdo vivo de sus<br />

últimos instantes, vino a aposentarse en mi casa<br />

otro ser impecable e inocente. Describiré su<br />

físico, con toda la prolijidad que merece belleza<br />

tan divina. Tenía esta lindísima criatura el cabello<br />

abundoso, rubio, de un matiz de oro cendrado,<br />

formando tirabuzones y caprichosas<br />

sortijillas alrededor de la frente, la cual era tersa,<br />

lisa y blanca como el alabastro más puro.<br />

Rodeaba sus ojos azules tan grandes que parecían<br />

mayores que la boca, una selva de curvas y


negrísimas pestañas. Miraba con serena dulzura,<br />

algo atónita. Su naricilla era perfecta, redondeada<br />

y con meseta en la punta como las de<br />

las esculturas clásicas; bajo la nariz, un hoyo<br />

suave anunciaba las carnosidades y curvaturas<br />

de la imperceptible boquita, rehenchida como<br />

dos mitades de guinda, roja lo mismo que coral;<br />

y entre ella brillaban los dientes blancos, menudos<br />

y tan parejos, que su igualdad causaba<br />

asombro. No era menos sorprendente la pureza<br />

del contorno de sus mejillas, ni el arrebol siempre<br />

igual, limpio y delicadamente difuminado<br />

que las coloreaba. También las orejitas, la garganta<br />

y los brazos se hacían notar por su forma,<br />

así como las manos, que generalmente tenía<br />

extendidas, en actitud cariñosa de acoger o implorar.<br />

Con ser tan acabada la hermosura de la niña,<br />

debo mayores elogios a su dulce genio, a su<br />

índole apacible y encantadora. Mientras mis<br />

gemelas alborotaban y echaban abajo la casa a


erridos, ya porque el ama no se desabrochaba<br />

pronto, ya porque no las paseaban o no las acunaban<br />

en el momento crítico en que las daba la<br />

gana, esta otra recién venida se pasaba horas y<br />

más horas en calma absoluta, en perfecto estado<br />

de reposo, siempre con sus ojazos azules<br />

abiertos de par en par y sus manos gordezuelas<br />

extendidas. Jamás se oyó decir de ella que<br />

hubiese reclamado destempladamente el necesario<br />

sustento, ni que cometiese ningún desafuero<br />

en pañales o camisa. Su limpieza y pulcritud<br />

rayaban en maravillosas, y a Pura y a Mizucha<br />

solíamos decirlas, cuando comían con los<br />

dedos o se pringaban de sopa los hocicos:<br />

-Mira la Nené, que no se baba y no es una<br />

puerca marrana como tú.<br />

Y cuando había que cambiarlas el vestido o<br />

quitarlas unos pantalones húmedos:<br />

-La Nené nunca hace chis en la ropa. Es<br />

una monada ver lo aseadísima que se conserva.


No rompe los vestidos ni los zapatos andando<br />

arrastra por la habitación.<br />

En electo, la Nené, pues con este nombre<br />

habíamos bautizado familiarmente a la huéspeda,<br />

guardaría intacto y fresquísimo su traje<br />

de raso rosa con encajes negros, si mis hijas,<br />

sobándola y abrazándola y desnudándola y<br />

vistiéndola otra vez, no la ajasen sus trapitos de<br />

cristianar. Por lo cual se determinó que convenía<br />

hacerla una bata de percal sencilla, para<br />

diario, que se encargaron de cortar mis hijas<br />

pequeñas, y salió como de tales manos, con<br />

cada candil que daba miedo. También se creyó<br />

que se la debía resguardar la ropita interior, y<br />

en lugar de la enagua y pantalones de deshilado<br />

muy tieso, con puntillas ordinarias, se la<br />

hizo una camisa de lienzo, y un refajo de franela,<br />

a causa del frío.<br />

Lo más meritorio de Nené, entre tantas<br />

buenas propiedades y ejemplares virtudes, era<br />

la sobriedad. Las tentativas de mis hijas de


hacer comer fruta, probar una cucharada de<br />

dulce o deglutir un sorbo de vino, resultaron<br />

completamente frustradas. No la engolosinaban<br />

ni los caramelos: se dejaba embadurnar los carrillitos;<br />

pero en cuanto a abrir la boca para<br />

chuparlos... ni por asomos. En cambio dormía<br />

como una marmota. Indistintamente echaba su<br />

siesta en el sofá, sobre una mesa, reclinada en<br />

una butaca, debajo o dentro de una cama, en las<br />

posturas más incómodas, cabeza abajo, patas<br />

arriba, desabrigada o sin abrigo. Para hacerla<br />

conciliar el sueño, y que sus párpados recubriesen<br />

sus ojos lentamente, bastaba con tirar de un<br />

alambrito que tenía entre los dos omoplatos.<br />

Sí... Nené era una muñeca, ya que ha llegado<br />

la hora de decirlo. Una muñeca artística,<br />

lujosa, parlante, de un coste elevadísimo, con<br />

cara, manos y pies de porcelana-bizcocho, con<br />

peluca de verdadero pelo, traída de París directamente<br />

al bazar más elegante y surtido de Marineda.<br />

Su precio había asustado a todo el mun-


do, menos a doña Milagros, que se paró embelesada<br />

ante el escaparate donde aquel hermosísimo<br />

simulacro de infancia se exhibía. Y con las<br />

manos juntas, la lengua seca por el ardor del<br />

deseo, los ojos encandilados, exclamó a gritos:<br />

-¡Ay Jesú, María y José! Si paese un chiquiyo<br />

e veras.<br />

Era de oír cómo contaba la buena señora<br />

sus reflexiones y cálculos en presencia de Nené,<br />

las vueltas que dio a la idea de adquirirla para<br />

tener luego el gustazo de figurar que era una<br />

niña que le había nacido, y a la cual sería preciso<br />

vestir, adornar y componer lo mismo que a<br />

una criatura verdadera. Pero treinta y siete duros<br />

que el ladrón del tendero pedía por la muñeca,<br />

son una suma capaz de asustar a la persona<br />

más hambrienta de sucesión. La comandanta<br />

batallaba entre sus ansias maternales y su<br />

prudencia económica. Como lo mismito le pasaba<br />

a toda la gente marinedina, ganosa de poseer<br />

aquel magnífico juguete y retraída por la


salsa, sucedió que el dueño del bazar, cansado<br />

de ver a la muñeca eternizarse en el escaparate,<br />

discurrió rifarla con cédulas de a real. ¡Gran<br />

negocio! todo Marineda compró papeletas de la<br />

rifa; doña Milagros adquirió ella sola por valor<br />

de dos duros, no sin consultar los números con<br />

un San Antonio que tenía a la cabecera, y que,<br />

según la señora, era muy perito en esto de acertar<br />

los que saldrían gananciosos en los sorteos<br />

de la lotería. Y en efecto, San Antonio acertó de<br />

medio a medio, pues la muñeca vino a parar a<br />

casa de la comandanta.<br />

No necesito pintar el regocijo de la agraciada.<br />

¡Y mis niños! Creí que se volverían locos.<br />

Las más pequeñas no cesaban de bajar al piso<br />

de la comandanta para ver qué le sucedía a la<br />

niñita nueva. De tal modo se cebaron en admirarla,<br />

manosearla y acariciarla; y tal idolatría les<br />

entró por ella, y con tal ansia se desvivían por<br />

acompañarla a todas horas, que la generosa<br />

doña Milagros, en uno de sus arranques, nos


envió a Nené, regalándosela en propiedad a<br />

mis hijos, a condición de que la cuidasen mucho<br />

y la gozasen por turno, sin peleas.<br />

Aquella atención me conmovió. Entre mis<br />

defectos y malas propiedades para vivir en la<br />

sociedad actual, tuve yo la de un agradecimiento<br />

casi enfermizo. Cualquier favor que se me<br />

hiciese lo estimaba de suerte que en vez de causarme<br />

satisfacción me producía una especie de<br />

dolor; con tal urgencia anhelaba pagar, cumplir,<br />

restituir el préstamo. Procediendo de doña<br />

Milagros, me enternecía más cualquier rasgo de<br />

bondad. ¡Espontáneo y gracioso obsequio!<br />

¡Ay! Bien necesitaba consuelos mi espíritu;<br />

bien necesitaba algún halago; bien necesitaba la<br />

solicitud de Feíta y el fundente corazón de la<br />

comandanta, para olvidar nuevas angustias que<br />

comenzaban a asediarme, y de las cuales quiero<br />

decir algo, porque si son del orden inferior y<br />

humilde, en mi existencia pesaron de tal modo,


que las sentí atirantar mi cuello como lo atirantaría<br />

una piedra de molino.<br />

Es el caso que aquel año, en que tan bien se<br />

presentó la cosecha de niñas de carne y hueso y<br />

de niñas de porcelana-bizcocho, anduvo rematadamente<br />

mal la del centeno en la montaña, y<br />

no mucho mejor la del trigo en la llanura; y el<br />

gobierno, que sin duda tuvo soplo, recargó un<br />

poquito más la contribución territorial, ejemplo<br />

que siguió el municipio en la de consumos; y en<br />

el reparto, que se hizo con arreglo a las órdenes<br />

del cacique comarcano, me echaron a mí, pobre<br />

hombre sin mangoneo ni influencia, todo el<br />

peso de la cuota. Para mayor dolor, cuando la<br />

simiente de la cosecha nueva empezaba a germinar,<br />

descargó un airado pedrisco, y la mayoría<br />

de los caseros vino a pedirme prórroga, llorando<br />

a moco y baba, diciendo que de fijo yo no<br />

me proponía acabar con ellos ni echarlos a pedir<br />

limosna por las carreteras. Uno de ellos,<br />

anciano ya, me conmovió profundamente.


Llamábase el tío Farruco de Cornide, y era<br />

de mis mejores y más antiguos arrendatarios<br />

montañeses. Casero de mi padre había sido el<br />

suyo, y de padres a hijos se sucedían en el lugar.<br />

Cuando el tío Farruco acudía a pagar su<br />

renta, reuníanse mis niños en la antesala para<br />

verle, pues venía muy majo y bien portado, con<br />

su ropa de las fiestas: chaqueta y calzones de<br />

rizo azul, botonería de filigrana de plata, camisa<br />

blanquísima de lienzo del país, pañuelo de<br />

seda carmesí atado bajo la montera de terciopelo,<br />

y rebasando del pañuelo los mechones de<br />

plata de sus canas.<br />

Acompañábale siempre alguno de sus<br />

hijos o yernos, portadores de ancha cesta donde<br />

se amontonaban, cubiertos por níveo aunque<br />

grueso trapo, el pago en especie y los rústicos<br />

obsequios de aquellas gentes sencillas. La renta<br />

en especie consistía en tres pares de lucios y<br />

amarillentos capones, con las enjundias clavadas<br />

por medio de una pluma a las rollizas zan-


cas, y en varias orzas de manteca; los regalos,<br />

en huevos, quesos de tetilla, una olla de miel,<br />

dos o tres tortas con pedacitos de azúcar sembrados<br />

por cima. Estas provisiones hacían que<br />

la llegada del tío Farruco, que ocurría generalmente<br />

hacia Navidades, fuese una especie de<br />

solemnidad para la familia, prestando a nuestra<br />

mesa, por espacio de algunos días, sana abundancia.<br />

Esta vez, acontecida la muerte de mi<br />

esposa, nos afligió a todos la venida del arrendatario.<br />

Al darme el pésame con labriegas razones,<br />

al pobre viejo se le llenaron los ojos de<br />

agua, acordándose de mi propia viudez y de su<br />

difunta, «una loba para el trabajo, señor». Y<br />

cuando decía esto vi en su cara atezada, de firmes<br />

líneas, como bronceada por el sol y el aire,<br />

una expresión de dolor verdadero. Después, sin<br />

transición, pasó a las cuestiones prácticas, y en<br />

solapadas frases me dio a entender que era preciso<br />

tener influencia y mezclarse en elecciones,<br />

como hacía mi cuñado Garroso, pues si no las<br />

contribuciones se lo comían a uno.


-En otro tiempo, señor -dijo el viejo en su<br />

dialecto, sacudiendo la cabeza melancólicamente-<br />

bastábale a un hombre ser honrado y trabajar<br />

para comer pan; los holgazanes y perdularios<br />

eran quienes se morían de hambre; los que<br />

echábamos mano al azadón y al arado teníamos<br />

el pote seguro. Hoy día ya no sucede así. De<br />

poco sirve que uno se mate a trabajar y se reviente<br />

labrando la tierra. No trabajamos para<br />

nosotros, señor mi amo, créame, que es como el<br />

Evangelio: trabajaremos para los pillastres de<br />

los recaudadores y para el maldito chupón Gobierno,<br />

con perdón de usted, que los envía a<br />

sacarnos el jugo. Los que se meten en tracamundanas<br />

políticas, esos aún van saliendo<br />

avante...; pero los moros de paz, que callamos y<br />

apretamos los puños, pagamos por todos, y<br />

estamos ya que no sabemos si vale más vivir o<br />

morir de vez.


Y el viejo, después de sonarse con un gran<br />

pañuelo de hierbas, volviéndose hacia la pared<br />

por cortesía, añadió:<br />

-Señor mi amo, ya sabe si el tío Farruco de<br />

Cornide, en toda la vida que lleva de ser su<br />

casero, le ha pedido nunca espera ni rebaja.<br />

Pues señor, hoy se la tengo que pedir, y si me la<br />

niega, se acabó el tío Farruco y la casa del tío<br />

Farruco. Siquiera hasta allá por julio o agosto<br />

no <strong>puedo</strong> pagar, señor, a no ser que lo vaya a<br />

pedir prestado y me envuelva en réditos, que<br />

aún es mejor para mi hombre echarse al río con<br />

una piedra al pescuezo, bien gorda. Si así vamos,<br />

señor amo, y las contribuciones no amainan,<br />

y si ahora no me da un poco de espera, yo,<br />

que, lavado sea Dios, nunca me avergoncé delante<br />

de nadie, porque, bendito Asús, he sabido<br />

trabajar, andaré a pedir limosna.<br />

-Andaremos todos, tío Farruco -respondí<br />

haciendo grandes esfuerzos por ocultar mi angustia-.<br />

Vaya tranquilo... y en julio, si puede...


-En julio, señor mi amo, pierda cuidado...<br />

¡Mas que no comiese pan todo el invierno!<br />

Había traído el viejo, a falta de las moneditas,<br />

su acostumbrado cestón, y lo destapó<br />

humildemente, significando que hacía cuanto<br />

estaba en su mano, daba la penuria de los tiempos.<br />

Vi asomar las patas amarillas de los capones,<br />

que se me figuraron bastante menos orondos<br />

que de costumbre; diríase que la brujería<br />

del fisco chupaba la enjundia de aquellas suculentas<br />

aves, como si ellas fuesen a modo de<br />

esquema o representación del contribuyente.<br />

Hasta los huevos me parecieron desmedrados,<br />

la manteca rancia, los quesos chicos y duros, sin<br />

aquella suave morbidez de otras veces, que,<br />

unida a su forma ubérrima, los convertía en<br />

adecuada imagen de la agricultura fecunda,<br />

maternal, nutriz de las naciones.<br />

¡Bien sabe Él que todo lo sabe la falta que<br />

me hacía el dinerete que solía traer el viejo, y el<br />

que por fuerza hube de perdonar, atendida la


miseria de la añada, a otros caseros más necesitados<br />

aún! Entre el parto, el bautizo, la enfermedad<br />

y entierro de Ilduara, las incumbencias<br />

de la testamentaría y otros mil agujerillos más,<br />

me vi con el agua al cuello antes de que llegase<br />

la primavera. Y la conciencia me obliga a que<br />

declare dos cosas, para honra y buen crédito de<br />

dos personas: primera, que mi nunca bastante<br />

llorada Ilduara dejó una reservita, una pequeña<br />

alcancía, caso portentoso, pues no sé cómo pudo<br />

ahorrar un céntimo con las infinitas y apremiantes<br />

atenciones que por todas partes nos<br />

rodeaban; segunda, que Moragas, cuando le<br />

supliqué que fijase sus honorarios de comadrón<br />

y médico, me miró con una expresión que no<br />

olvidaré nunca, y contestó en tono guasón, pero<br />

dejando transparentar una piedad inmensa:<br />

-¿Que qué me debe usted? El médico es<br />

quien debía pagarle a usted algo, porque le<br />

engañó, y en vez de una boquita para mamar,<br />

le trajo dos... Pero en fin, si se empeña usted en


mandarme cuartos, mándeme los que guste, en<br />

la inteligencia de que cuantos menos sean, más<br />

contento he de quedar.<br />

Inverosímil parecerá este desprendimiento:<br />

los médicos pasan plaza de ávidos y codiciosos,<br />

y se refieren cosas espantables sobre sus<br />

cuentas. Yo creo que en esta profesión hay de<br />

todo, y si la pasta archibuena de Moragas no<br />

abunda, tampoco serán regla general esas atrocidades<br />

de un galeno que pide por un parto<br />

miles y miles, y de otro que tasa a peso de oro<br />

la operación que sólo él sabe ejecutar con maestría.<br />

Volviendo a mis apuros, diré que, a pesar<br />

de las economías de Ilduara y del noble desasimiento<br />

de Moragas, me hallé tan ahogado al<br />

acercarse la primavera, que acepté con júbilo la<br />

proposición que me hizo bajo cuerda mi cuñado<br />

Garroso, de comprarme ciertas pensiones<br />

que le redondeaban un partidillo de renta a él.<br />

Mi difunta esposa siempre se había opuesto a


esta venta, más bien por la tirria que profesaba<br />

al cuñado, que por apego a las pensiones. No<br />

en cambio me avine sin gran dificultad a deshacerme<br />

de ellas: al fin una pensión no es tierra,<br />

no son bienes. He sido educado en el culto de la<br />

tierra, la tierra la consideré sagrada. Parecíame<br />

que debía dejarme cortar una mano antes que<br />

vender un pedazo de tierra: así entendía mis<br />

deberes de propietario obligado a guardar y<br />

transmitir a mis hijos la herencia de mis antepasados,<br />

chica o grande. ¡Quién me dijera que<br />

con estos principios...! En fin, ello es que entonces<br />

enajené las pensiones y pude respirar y cubrir<br />

necesidades urgentes.<br />

Por aquellos días Baltasar Sobrado, dueño<br />

de la casa donde habitábamos, me pasó aviso<br />

de que le era imposible seguir dejándome el<br />

piso en el precio convenido, y subiéndome un<br />

duro al mes. No son un caudal doce duros al<br />

año; pero para una familia tan numerosa y un<br />

presupuesto tan exiguo, no hay gasto pequeño,


y con doce duros se calza a seis criaturas. Llamé<br />

a capítulos a mis dos hijas mayores, y las consulté<br />

si convendría tomar una casa más barata,<br />

aunque careciese de vista al mar y se encontrase<br />

situada en punto no tan céntrico; pero convinimos<br />

en que una mudanza cuesta bastante<br />

más de doce duros, y que se debía aguantar<br />

aquella existencia intempestiva y vejatoria. Con<br />

secreta alegría permanecí bajo el mismo techo<br />

que cobijaba a doña Milagros.<br />

En vida de Ilduara no me incumbían estos<br />

detalles; me enteraba de ellos de noche, a obscuras,<br />

en la intimidad del tálamo (pues de día<br />

nunca se está solo en casa de familia tan numerosa).<br />

Allí, marido y mujer nos hacíamos confianzas<br />

sobre el estado económico y las crisis<br />

pecuniarias (que eran el pan nuestro de cada<br />

día), y nos comunicábamos nuestras inquietudes<br />

respecto a probables subidas del aceite,<br />

falta de peso en la carne o sisas de la fámula...<br />

No <strong>puedo</strong> explicarme la razón por que me era


imposible hablar de todo esto con mis hijas.<br />

Parecíame que la paternidad me imponía el<br />

deber de no afligirlas con cuestiones de dinero,<br />

y de darlas, como el ave a su pollada, la pitanza<br />

y el nido sin que tuviesen una hora de preocupación<br />

por tales miserias. Al absolutismo de<br />

Ilduara había sustituido una oligarquía que<br />

dificultaba mucho el gobierno. Todas mis hijas<br />

querían mandar; ninguna se sujetaba a la autoridad<br />

de Tula, y si ella disponía una cosa, era lo<br />

suficiente para que no se ejecutase o se hiciese<br />

enteramente al revés. Tula por su acritud y su<br />

falta de prestigio; Clara por su prudencia y poca<br />

afición a luchar; Argos por lo que la abstraía<br />

la devoción; Rosa por su frivolidad; Constanza<br />

por su insignificancia, no se prestaban a regir<br />

aquel estado diminuto; y las únicas personas a<br />

quienes yo enteraba de la marcha de los asuntos<br />

domésticos, fueron -ya lo supondrá, lectordoña<br />

Milagros y Feíta. A la comandanta la<br />

hablaba de las grandes líneas de mi situación,<br />

del miedo al porvenir, de la inquietud de ver-


me viejo, morirme el día menos pensado, y dejar<br />

a once mujeres -algunas de ellas niñas- sin<br />

amparo, casi sin recursos, sin elementos para<br />

sostener su posición social. Con Feíta solía conferenciar<br />

sobre menudencias terribles, la cuenta<br />

apremiante, el mueble desvencijado o la prenda<br />

de ropa que necesitaba sustitución.<br />

Recuerdo que una tarde lluviosa, encontrándonos<br />

sentados alrededor de la tibia camilla<br />

-mientras Feíta daba vueltas a un serón de<br />

paja del verano y lo forraba con un retal de merino<br />

negro, para sacar un sombrero de invierno<br />

de riguroso luto, y doña Milagros arrullaba y<br />

entretenía a Media, agitando un sonajero para<br />

divertirla y meciéndola después para que conciliase<br />

el sueño- a propósito del sombrero<br />

aprovechado se suscitó la conversación de lo<br />

caras que cuestan las mujeres, de lo imponente<br />

de la partida de trapos y moños, por modesta y<br />

sencillamente que se vista.


-Es lo que yo le digo a papá -exclamó Feíta<br />

con viveza y energía suma, escupiendo el cabo<br />

de hilo que la estorbaba entre los labios-. No<br />

hay mayor desgracia que reunirse tantas Marías<br />

como aquí nos hemos reunido. Si en vez de<br />

mujeres fuésemos hombres, saldríamos adelante,<br />

¡vaya si saldríamos! Pero esto es un gallinero.<br />

No entiendo qué será de nosotras, porque<br />

realmente no servimos más que de estorbo.<br />

-Hija... estorbo precisamente, no -observó<br />

doña Milagros dando palmaditas en las nalgas<br />

a Media, arbitrio muy eficaz para que los rorros<br />

concilien el sueño-. Si os quedáis para vestir<br />

santos, no digo... pero... encontrando maríos<br />

buenos, como el mío o como tu padre...<br />

-Sí señora... Esos maridos buenos se encargan<br />

a París y vienen del Printemps ya preparaditos<br />

y atados con cintas de color -exclamó la<br />

chicuela-. ¡Anda! ¡Bonitos están los tiempos<br />

para maridos!


-¿<strong>Qué</strong> sabes tú, pispajo?<br />

-¡Vaya si sé! ¿Soy alguna tonta? No parece<br />

sino que aquí llueven maridos. ¡Eso quisieran<br />

mis hermanas!<br />

-¡Calla, trasto! Si te oyen...<br />

-¡<strong>Qué</strong> han de oír! Tula, por no perder la<br />

costumbre, está regañando a la cocinera; Clara<br />

durmiendo la siesta, ¡porque es más comodona!<br />

se ha propuesto ver lo que dura una chica bien<br />

cuidada... Rosa... colgada de la ventana, a ver<br />

no se qué, los charcos, porque diluvia; y Argos...<br />

en la plática del Padre Incienso. Constanza...<br />

papando moscas, por variar... y las otras...<br />

Las otras no entienden aún.<br />

Reímonos, y la chiquilla, engreída, prosiguió:<br />

-Ya ven: Tula me parece a mí que está madurita;<br />

además, por casarse, se casaría con el


perro de San Roque... Pues el perrito no parece...<br />

Clara ya no cumple los veintiséis... Pues<br />

tampoco pasa un alma por la calle. Rosa es bien<br />

guapa... La miran muchos... la dicen tonterías...<br />

pero todo jarabe de pico. Argos... ¡A esa, no<br />

siendo que la hagan el amor los monaguillos...!<br />

-Hija mía -dije interviniendo con tono de<br />

severidad que exhorta-, una señorita, si no encuentra<br />

marido, no tiene por qué apurarse; como<br />

que probablemente se ahorra mil penas y<br />

sinsabores... En su casa está muy bien. Tú no<br />

entiendes de eso.<br />

-Entiendo -afirmó con aplomo-. En su casa,<br />

la señorita se aburre. En su casa se pone hecha<br />

un alacrán, papaíño. Si Tula rabia tanto por<br />

cualquier cosa, es que está pirrada por casarse.<br />

Que aparezca el novio, y verás una paloma.<br />

¡Pues Rosa! ¡Pues Argos!<br />

-¿Argos dise? ¡Hijita del arma! -intervino<br />

doña Milagros, que ya había dormido en su


egazo a la nena-. ¡Anda! Si parece que está tu<br />

hermana elevá al quinto sielo! ¡Si es una santiya!<br />

¡Si eya confesar, eya comulgar, eya resar to<br />

el día y toa la noche, eya metía en aquel saco de<br />

estameña de hábito del Carmen! ¡Si edifica,<br />

mujé, edifica!<br />

-Bueno, bueno, pues es... es porque... precisamente...<br />

quiero decir... En fin, que por lo<br />

mismo... y aunque a ustedes les parezca así...<br />

una cosa rara, de tantísimo comerse los santos...<br />

La chiquilla se confundía y embrollaba, no<br />

sabiendo cómo expresar la idea. Al fin, retorciendo<br />

un alambre, añadió:<br />

-Tula, y Rosa, y Argos, y todas, pero todas,<br />

lo que esperan y lo que piden es casaca, papá...<br />

¿No podrías tú hacer algo para que encuentren<br />

marido? Y usted, doña Milagros, que es tan<br />

amiga nuestra, ¿no podría ayudarnos? Allá en<br />

su tierra de usted probablemente los maridos


abundarán más que aquí... usted, ¿cómo hizo<br />

para casarse?<br />

-¡Miren el cascabeliyo este, y qué cosas<br />

pregunta! -exclamaba doña Milagros perdida<br />

de risa, tocándome familiarmente en un hombro<br />

y empujándome: confianza que me supo<br />

tan bien, que me alentó a abrir el corazón.<br />

-¡Ay, amiga mía! Este cascabel no va muy<br />

descaminado. Hay algo de razón en los desatinos<br />

que hilvana... Mentiría si dijese que no cavilo<br />

en lo del establecimiento de las niñas...<br />

¡<strong>Qué</strong> harán cuando yo falte! ¡<strong>Qué</strong> va a ser de<br />

ellas, con pocos intereses, sin guía ni dirección,<br />

sin nadie que las quiera y las aconseje, porque<br />

mi hermana nos odia y su marido nos vería<br />

gustoso ir descalzos! ¡<strong>Qué</strong> destino espera a estas<br />

chiquitas, las que Dios me envía tan tarde,<br />

cuando ya no <strong>puedo</strong> esperar fundadamente<br />

que las veré con uso de razón!


Al oírme decir esto, la comandanta fijó en<br />

mí los flecheros ojos, se puso seria, y vi que<br />

sustituía a la risa un enternecimiento evidente y<br />

el gesto del que va a decir algo que hace tiempo<br />

le hormiguea en el corazón. Cogiome la mano;<br />

me la apretó tiernamente, y mientras yo, trémulo,<br />

no me atrevía ni a devolver el amistoso halago,<br />

murmuró en el tono con que una santa se<br />

ofrecería a rezar por un devoto:<br />

-Misté, don Benisio... no apurarse... Dios<br />

aprieta... pero no ahorca. Usté es mu bueno... y<br />

yo le tengo... vamo... una ley, ¡que aunque fuéramos<br />

hermanos de padre y madre! Pues usté...<br />

siempre y cuando quiera dejar amparás a las<br />

pequeñiyas... a estas... a este par de pendientes<br />

de perla engarsaos en oro... me las da, y me<br />

hase usté felis... ¡tan felis como si me regalase<br />

un miyón! Yo no he tené chicos... allá yo me<br />

entiendo: no los he tené... y si la Virgen me encomendase<br />

estas presiosidaes... loca, vamo, loca<br />

me pongo de enserrar... Usté me da las rosiyas


de pitiminí; yo las hago de mamá; parentela no<br />

hay que gruña por herensias; una tía tengo ricachona,<br />

y lo suyo pa mí es... y lo mío pa las<br />

reinas mellisas, y a usté le quean toavía nueve...<br />

¡nueve chavalas!... que me parese bastante. ¡Se<br />

contesta... hombre... se contesta! ¡No digo nada<br />

que ofenda! Y lo digo como si hablase a Dios.<br />

El calorcillo de la mano; el magnetismo de<br />

los ojos; lo afectuoso de los conceptos; la generosidad<br />

de la proposición, todo me conmovió<br />

de suerte que tuve harto quehacer en reprimir<br />

las lágrimas. Tartamudeando, articulé unas<br />

gracias confusas. Doña Milagros me apretó la<br />

mano más fuerte, metiéndome en la piel sus<br />

torneados dedos, como si sellase un pacto.<br />

-¡Es que no va de guasa... hablo formal...<br />

formal!... No pueo yo vivir sin las gatiyas... Si<br />

me trasláan o se va usté... no quiero pensá la<br />

que me espera. Cojo yo cariño a too; a un gato,<br />

a una escoba... pero a estas... no es cariño, que<br />

es chiflaúra... ¡Es un delirio, una enfermedá!


Oyose en esto la voz de Tula, que llamaba<br />

a gritos a Feíta para reclamar no sé qué objeto<br />

que no parecía por ninguna parte. Y al quedarnos<br />

enteramente solos, la comandanta, llegándose<br />

a mi oído y hallando tan de cerca que sentí<br />

en mis mejillas el divino calor de su aliento,<br />

balbució:<br />

-Si a veses se me mete en el arma que no<br />

las parió su mujer de usté, Dio la haya perdonao.<br />

¡<strong>Qué</strong> iba a parirlas eya! ¡A fe de Milagro,<br />

que me han salío a mí de la entraña!<br />

Prestábame doña Milagros diariamente el<br />

gran servicio de acompañar a mis hijas a que<br />

tornasen el aire por sitios retirados, -paseos<br />

largos, como se dice en Marineda-, a la estación,<br />

a las afueras, a todos los lugares no vedados<br />

por el rigor del luto. Conviene advertir que<br />

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las muchachas llevaban el de su madre con<br />

exagerada puntualidad. Salían hechas unas<br />

tapadas de la época de Felipe IV, con vestidos<br />

de lana escurridos y sin adornos, y larguísimos<br />

mantos de beatilla con tupido velo de crespón,<br />

que, por delante, les llegaba casi hasta los pies,<br />

dejando entrever en confuso esbozo las facciones.<br />

Verdad que bajo aquella apretada celosía<br />

se adivinaban rostros espolvoreados de arroz,<br />

cabelleras bien peinadas y artísticamente rizadas,<br />

moños de construcción arquitectónica,<br />

formas turgentes delineadas por la estrecha<br />

cárcel del faldellín, piececitos calzados con esmero<br />

y manos cuidadosamente enguantadas.<br />

Diré más: tanto recato y tenebroso misterio realzaban<br />

mucho los atractivos juveniles, y parecían<br />

las enlutadas un enjambre de negras mariposas.<br />

La identidad del vestido y del tocado<br />

multiplicaba el efecto de la hermosura, bien<br />

como en los escaparates fascina más un objeto<br />

repetido o presentado en gran cantidad. Empezó<br />

entonces a correr por Marineda la fama de


que eran muy bellas mis hijas: lo cual si pudo<br />

afirmarse de Rosa y Argos, no tanto de Clara, y<br />

Constanza mucho menos; mas ya se sabe que<br />

donde hay varias hermanas, una nota dominante<br />

de belleza o fealdad se aplica en general a<br />

todas.<br />

Comenzaban a estar de moda las de Neira;<br />

a disfrutar de ese favor del público que en provincia<br />

dura tan corto tiempo, pasando en seguida<br />

la gente a cansarse de las muchachas<br />

lindas, como se cansan de las actrices y de las<br />

celebridades. Lo cierto es que, desde el luto, se<br />

hicieron populares mis niñas, y muchos de esos<br />

oficiosos que nunca faltan, me llamaron la atención<br />

cerca de si convenía al buen nombre y crédito<br />

de tan guapas chiquillas dejarlas autorizar<br />

por doña Milagros. Mauro Pareja, alias el Abad,<br />

me dijo con aparente candor en la Sociedad de<br />

Amigos:<br />

-Ya veo a sus preciosas hijas. Las encuentro<br />

por ahí... por los andurriales. Siempre con la


comandanta de Otumba, ¿eh? ¿Es parienta de<br />

ustedes la comandanta de Otumba? A quien<br />

echo de menos es a Argos... Esa se quedará en<br />

San Agustín, admirando al Padre Incienso, que<br />

es el predicador y el confesor de la crema. El<br />

otro día oí decir que Díaz del Alimón le comparó<br />

al Padre Ravignan y luego al Padre Jacinto...<br />

Sospecho que Díaz del Alimón no ha leído ni al<br />

uno ni al otro.<br />

No era yo tan lerdo que no entendiese la<br />

ironía de la preguntita acerca del parentesco de<br />

doña Milagros. ¡Parentesco! ¡Oh mundo que te<br />

pagas de formalidades externas y del mecanismo<br />

del azar! ¡Mis parientes! Una hermana que<br />

me había despojado, un hermano político que<br />

afilaba las uñas para no perder hilacha de lo<br />

que yo soltase... Nuestros parientes son los que<br />

nos aman, los que nos auxilian, los que nos dan<br />

calor de afecto... Y con ira reconcentrada respondí<br />

al Abad:


-Sí señor: soy próximo pariente de doña<br />

Milagros.<br />

Ya no podía sufrir la guerra de mordaces<br />

reticencias y mordaces calumnias, la cobarde<br />

cruzada contra la señora de Llanes. Nadie acababa<br />

nunca de decir en qué consistían las maldades<br />

de esta. Yo que la veía a todas horas, yo<br />

que era su amigo, me creí en el deber de sacar<br />

la cara por ella, y ir cara insinuación más procaz<br />

que otras, respondí proclamando a la comandanta<br />

de Otumba la mejor señora del<br />

mundo.<br />

Mi arranque caballeresco dio que reír. Y<br />

cuando me vieron atufado, furioso, recogieron<br />

velas de un modo significativo. Saqué en limpio<br />

sus medias palabritas que me creían loco de<br />

amor por doña Milagros. La hipótesis no me<br />

ofendía, pero me desatinaba, porque podía<br />

manchar aquella honra limpia como un espejo,<br />

pese a canallas malsines.


Confieso que, después de la gresca, pasé<br />

dos o tres días muy malos. ¡Yo, casto y limpio;<br />

yo, enemigo de infringir la ley, acusado de tan<br />

ilícitos tratos, de tan impuros propósitos! Estudiaba<br />

con anhelo la cara del comandante Llanes,<br />

a ver si revelaba enojo; moraba ansiosamente<br />

a doña Milagros, por si fruncía el ceñito<br />

o se le nublaban las pupilas; observaba a mis<br />

hijas, por si maliciaban algo. Nada alarmante<br />

noté. Las chiquillas conservaban su misma actitud<br />

de siempre respecto a la comandanta: Tula,<br />

hostil, bufadora como gato montés; las demás,<br />

cariñosas; algunas, apasionadas, porque al fin<br />

la comandanta las complacía y halagaba como<br />

jamás lo hiciera su madre. Comencé a tranquilizarme,<br />

diciéndome a mí mismo:<br />

-Ven acá, infeliz. ¿Piensas tú enfrenar las<br />

lenguas? Más fácil te sería atar las hojas de los<br />

árboles. ¿Cómo has de evitar que digan todo<br />

género de absurdos? Y es que ni siquiera los<br />

dicen, tonto. ¿No lo ves? Cuando quieres preci-


sar, poner el dedo en la llaga, nadie da cuerpo y<br />

nombre a la calumnia: ¡frases vagas, indicaciones<br />

traidoras, reticencias embozadas, que no<br />

resisten el enérgico empuje de tu honrada conciencia!<br />

Eres run-run insidioso, en cuanto se le<br />

acosa de cerca, se desvanece. Es cobarde porque<br />

es infame. Combatirlo es pretender atravesar<br />

con una espada un fantasma de niebla: la<br />

espada pasa al través, y el fantasma como si tal<br />

cosa. No; no incurras en la niñería de lidiar con<br />

nubes. Desprecia esas calumnias, ellas caerán<br />

de suyo. Si te alborotas, sólo conseguirás arrojar<br />

una mancha verdadera sobre la reputación de<br />

la angelical señora. La murmuración no encontraba<br />

asidero: lo buscará en ti, y entonces sí que<br />

se cebarán en ella sin miramiento alguno. Lo<br />

que hoy no pasa de broma, tomará carácter<br />

serio, y la desgraciada caerá bajo el peso de una<br />

grave acusación, que llegando tal vez a oídos<br />

de su marido, estorbará y quebrantará para<br />

siempre vuestra amistad. ¡Lenguas viperinas!<br />

¡Sociedad inicua, mundo malo, malo, malo!


¡<strong>Qué</strong> felices son los que no tienen que habérselas<br />

contigo! ¡<strong>Qué</strong> dichosos eran los frailes, y al<br />

mismo tiempo qué sabios! ¡Venturoso estado el<br />

suyo! ¡Por qué se habrá acabado la costumbre<br />

de retirarse a los conventos!<br />

El resultado de todo fue que sentí hacia la<br />

comandanta un delicado respeto unido a inexplicable<br />

ternura. Sus palabras me embelesaban;<br />

su gracia y monería en hablar me tenían cautivo,<br />

y me hubiese pasado veinte años oyéndola<br />

el ceceo y los dichitos salados y graciosos. Cualquier<br />

tontería contada por ella adquiría el mérito<br />

de la sandunga. Escuchándola llegué a creer<br />

que cuanto le sucediese a aquella mujer merecía<br />

la pena de referirse, y que a cada paso le ocurrían<br />

cosas chuscas, reideras y donosas, que no<br />

nos pasaban a los demás. Como todas las personas<br />

de individualidad muy acentuada y típica,<br />

doña Milagros parecía crear vida alrededor<br />

de sí; diríase que la trama de la existencia diaria,<br />

tan pálida, vulgar y monótona, para ella


estaba entretejida de hilos de color y de pajuelitas<br />

de oro. En mi casa hacía sol cuando entraba<br />

doña Milagros.<br />

Estaba entonces la señora en temporada<br />

humorística, pues todos los días tenía algo que<br />

contar del asistente, a quien por sus torpezas<br />

apodaba Gedeón. Las gracias de Gedeón eran<br />

inagotable tema de risa. Subía doña Milagros<br />

agitada y abanicándose con un periódico; dejábase<br />

caer en el primer asiento que encontraba a<br />

mano, y emprendía el relato de las gedeonadas.<br />

Gedeón había servido en el mismo asafate el<br />

chocolate de ella y las botas embetunás de su<br />

marido; Gedeón había cepillado un traje de<br />

lana a pintitas, y persuadido de que cada pinta<br />

era una mancha, medio había deshecho la tela;<br />

Gedeón había colgado el cuadrito de San Antonio<br />

cabeza bajo; Gedeón, con las abrazaderas de<br />

las cortinas de la sala, había adornado la mesa.<br />

«Hoy ese mardito me hiso pedasos la compostera<br />

buena, sin más que cogerla así, entre el


purgar y el dedo índise... Yo le dije: ¡Mira, Gedeón,<br />

borrico de mi arma, que te aviso que pa<br />

otra ves que derrames el dulse por el piso, te<br />

hago lamer el suelo con la boca... hasta que no<br />

quee rastro...! ¡Ay Jesú, don Benisio! Los asistentes<br />

aquí son muy rudos. No se puede con<br />

eyos». De pronto la veíamos echar a correr sobresaltada:<br />

«¿<strong>Qué</strong> pasa?». «Na; dime que hay<br />

que colar un caldo, y tengo miedo de ese Gedeón<br />

me lo cuele por un calsetín». Las chapucerías<br />

de Gedeón se habían hecho proverbiales. El<br />

pobrecillo era un quinto montañés, a quien el<br />

comandante había escogido para asistente mediante<br />

no sé que recomendaciones que no podía<br />

desairar; pero tan cansada estaba doña Milagros<br />

de sus fechorías, que había intimado al<br />

señor de Llanes la orden de desenterrar un mozo<br />

listo, limpio y útil, «una cosa desente».<br />

Aquella temporada noté pocas ganas de<br />

salir, y cierta repugnancia a la Sociedad de<br />

Amigos y hasta al tresillo. ¿Sería que estaba casi


seguro de encontrarme siempre allí dos o tres<br />

prójimos dispuestos a hincar el diente ponzoñoso<br />

en la honra de doña Milagros? Lo cierto es<br />

que prefería quedarme en casa. Transcurrido el<br />

primer mes del luto, habíamos armado una<br />

tertulia. Era de toda la confianza imaginable y<br />

posible: mis niñas cosían o bordaban, revolvían<br />

figurines, consultaban catálogos del Printemps,<br />

comentaban noticias de amoríos, bodas, teatros<br />

y fiestas, y doña Milagros elaboraba una constelación,<br />

o sea un cubrecama de gancho en que<br />

entraba la friolera de trescientas y no sé cuántas<br />

estrellas. Oíase fuera el ruido de la lluvia y del<br />

viento, y junto a la lámpara diálogos de este<br />

jaez:<br />

-¿Cuánto cuesta ese vestido de armure negro,<br />

con adorno de azabache?<br />

-Sesenta francos... doce duros.<br />

-¡Ay, Jesús, qué baratito! Chicas, si es de<br />

balde. Aquí, entre forros, corchetes, aceros, una


cosa y otra, subiría doble. Yo me voy a encargar<br />

la corbata con encaje... porque también es una<br />

ganga. ¿<strong>Qué</strong> querrá decir esto de bonito paf?<br />

-Es un puf... ¿no lo veis? Un puf... ¡Ay! este<br />

catálogo está lleno de disparates.<br />

-Enséñame las muestras, Rosa... ¿Cuál te<br />

gusta a ti?<br />

-¿A mí? La verde y oro... La azul gendarme...<br />

La fresa, ¡sobre todo la fresa!<br />

Quien llevaba la batuta en lo concerniente<br />

a trapos y moños, era Rosa. Podría afirmarse de<br />

ella que ni existía ni respiraba sino para emperejilarse.<br />

Lo exiguo de nuestra bolsa no permitía<br />

a Rosa desarrollar su vocación; pero cada<br />

cual hace lo que puede, y dentro del límite que<br />

por fuerza tenían sus gustos, Rosa hacía prodigios.<br />

Ingeniábase para variar de adornos sin<br />

comprar ninguno nuevo; volvía al revés los<br />

trajes; les añadía perendengues, volantes apro-


vechados; la pasamanería que guarnecía la falda<br />

subía al cuerpo, y a la falda bajaba el fleco<br />

de las hombreras, repartido en golpes... Veía en<br />

un escaparate algo nuevo y caro; suspiraba,<br />

daba cien vueltas en redor del vidrio... y en<br />

casa, con vejeces, imitaba al punto la novedad.<br />

Siempre estaba refrescando sombreros, improvisando<br />

cinturones, forrando manguitos o<br />

planchando encajes. Su lectura predilecta consistía<br />

en figurines; su encanto eran las crónicas<br />

de sociedad y los ecos de salón. ¡Pobrecilla! Su<br />

mundo ideal no estaba a su alcance.<br />

Algunas noches venía a pasar un rato con<br />

nosotros el casero, Baltasar Sobrado, persona<br />

muy bien acogida de mis hijas, porque les traía<br />

siempre noticias frescas, chismes picantes, sazonados<br />

con la sal y pimienta de su experiencia<br />

del mundo. Sobrado había sido militar y casado<br />

con mujer rica, de la cual estaba viudo hacía<br />

cinco años; había corrido mundo y tratado gentes,<br />

y no carecía de despejo y facilidad para la


conversación. Se le sabía una aventura añeja<br />

con cierta cigarrera muy hermosa, Amparo, por<br />

mote la Tribuna. De esta historia había recuerdos<br />

vivos; un niño, hoy un muchacho tipógrafo,<br />

socialista, que se hacía llamar el compañero<br />

Sobrado. A Baltasar le escocía fuerte todo esto, y<br />

no aludía jamás a sus mocedades.<br />

¿Vendría a mi casa atraído por la belleza<br />

de alguna de mis hijas? Esta idea se me pasó<br />

por la cabeza, pero no tardé en desecharla, porque<br />

la sustituyó otra muy cruel. El verdadero<br />

imán para el opulento viudo era doña Milagros.<br />

Recordé la afirmación de Ilduara, que aseguraba<br />

haber visto a Sobrado siguiendo por las<br />

calles a la andaluza. Me fijé en ciertas disimuladas<br />

atenciones, en ciertas galanterías que, con<br />

bastante cautela, tributaba Sobrado a la señora.<br />

No presumo de observador ni me paso de malicioso;<br />

pero hay cosas que sólo no las ve el que<br />

no quiere verlas, y el ya antiguo pleito entablado<br />

con toda la ciudad de Marineda sobre la


virtud de doña Milagros, me abrió el ojo y me<br />

despabiló el entendimiento en semejante coyuntura.<br />

«Ahora se averiguará -pensé- si tienen<br />

razón los que zapatean a esta mujer ejemplar,<br />

modelo de esposas y de madres... es decir, de<br />

madres no, porque la naturaleza no ha querido<br />

que llegue a serlo; pero ¿qué le falta para la<br />

maternidad? Lo material y fisiológico: moralmente,<br />

¡qué madre más sublime!... Ya no dirán<br />

que es buena porque nadie la asedia: aquí tenemos<br />

el escollo. Sobrado no es viejo, está muy<br />

bien de figura, viste con primor, su trato es<br />

agradable, y reúne una circunstancia de gran<br />

peso en esta sociedad corrompida: dinero, posición;<br />

es socio de la casa Sobrado y Compañía;<br />

es de las personas más consideradas de Marineda...<br />

Ahora, ahora voy a cerciorarme de que<br />

esta mujer no es de frágil cristal, sino de oro<br />

purísimo... ¡Ah! Yo velo, seductor, calavera<br />

infame y disimulado... Te juro que no ha de<br />

escapárseme la más leve de tus artimañas. En<br />

caso de necesidad, prevendré a la bendita a


quien tratas de corromper... ¡Ojo, Sobrado! Estoy<br />

aquí».<br />

Me puse alerta y atisbé. Ninguno de los artificios<br />

del rancio burlador de cigarreras se me<br />

escapaba. Llevaba cuenta de las medias palabritas,<br />

de las blandas insinuaciones, de las miradas<br />

de recojo, de las maniobras para colocarse<br />

al lado de la andaluza y poder hablarla en secreto.<br />

Sin duda el galopo de Sobrado, no atreviéndose<br />

a intentar el asalto a domicilio por<br />

miedo al comandantazo Llanes, se había deslizado<br />

en mi casa y elegídola como aguas neutrales,<br />

digámoslo así. A mí probablemente me<br />

tenía por un memo, un alma de Dios, a quien le<br />

pasan las cosas por delante de los ojos sin que<br />

se entere; y a mis hijas, por unas vanidosuelas<br />

tontas, pagadas de su hermosura, y persuadidas<br />

de que todo el que se aproximase a ellas<br />

caía vencido. Como que fingía cortejar a Rosa;


pera yo veía la hilaza. Sí, la veía. ¡Ah! Aunque<br />

sencillo, no tan bobo, caballero Sobrado.<br />

Lo pescaba todo, todo: el mirar de borrego<br />

moribundo, las tentativas para juntar sillas desviadas,<br />

las capciosas preguntas, las intentonas<br />

audaces, furtivas, cuya insolencia me arrebataba<br />

a la cabeza la sangre...<br />

Un día vi más. Por cierto que estuve a punto<br />

de echar a rodar los miramientos. Necesitando<br />

doña Milagros retirarse de la tertulia más<br />

temprano que de costumbre, Sobrado, mientras<br />

la señora recogía la labor, recordó que tenía<br />

también una ocupación urgentísima y se ofreció<br />

a acompañar a la andaluza y darla el brazo por<br />

la escalera. En efecto, bajaron de bracete, y<br />

quedé más muerto que vivo, presa de tan fiera<br />

inquietud, que no sé cómo no salí corriendo<br />

detrás de ellos, para impedir que la noble sencillez<br />

de doña Milagros la hiciese víctima de alguna<br />

infame asechanza. Sin embargo, no hallé<br />

pretexto; hube de mascar el freno: la noche que


pasé fue de las más negras de mi vida: se me<br />

figuraba que era mi deber proteger a doña Milagros,<br />

arrebatarla de las uñas del lobo; y me<br />

acusaba por no haberla hablado francamente,<br />

advirtiéndola del riesgo que corría su honor.<br />

Tanta zozobra y amargura se transformaron<br />

en una alegría inmensa, loca. Porque ignoro<br />

lo que pudo suceder entre el casero y la inquilina,<br />

pero es lo cierto que él no volvió a presentarse<br />

en la tertulia, ni doña Milagros a mentarle<br />

sin decir: «Ese mamarracho... ese pedaso de<br />

monigote, que me quería dar la casa de balde...».<br />

Y no pudo caberme la menor duda de<br />

que, en aquella empresa, don Baltasar había ido<br />

por lana para salir trasquilado. Lo que más me<br />

demostró el fracaso del tenorio burgués, es que<br />

desde entonces se dedicó a sacarle a doña Milagros<br />

el pellejo a tiras en la Sociedad de Amigos,<br />

dejando aparte el pérfido sistema de las<br />

reticencias, que sin manchar empañan y sin<br />

herir desfloran, y pasando a afirmaciones con-


cretas, directas, fundadas, ¡qué horror! en mí,<br />

en mí mismo.<br />

Lo que supe por una indiscreción de Primo<br />

Cova, y me retraje enteramente del Círculo,<br />

consagrándome a nuestra dulce tertulia nocturna,<br />

cada vez más deliciosa para mí. Si me<br />

encontrase con Sobrado, temería no poder<br />

contenerme. Sí; no lo duden ustedes: me<br />

desataría, ya que soy la quintaescencia de la<br />

paz. Pero confiesen que hay acciones capaces<br />

de sacar de sus casillas al mismísimo Job.<br />

Lo que me aguaba la fiesta de la tertulia<br />

era la resistencia de Argos a presentarse en ella.<br />

Verdad que no asistía casi a ninguno de los<br />

actos de la vida familiar. Nada: mi hija se había<br />

«dado a la mística». Ya dije cómo empezó a<br />

indicarse esta evolución de su apasionado espí-<br />

9


itu, a vista del cadáver de su madre, cuando<br />

doña milagros la empujó, la lanzó al frío beso<br />

de la muerte. Sólo que la crisis se graduaba,<br />

ahora tenía su devoción un carácter de vehemencia<br />

que rayaba en insano frenesí. Si puede<br />

la devoción calificarse de manía, maniática estaba<br />

Argos.<br />

Levantábase tempranito, antes de que<br />

amaneciese, y en ayunas salía a no perder las<br />

primeras misas. Dijérase que cuanto más tempranas,<br />

a hora más intempestiva e incómoda,<br />

mejor le sabían, cual si el valor de esta práctica<br />

piadosa consistiese en realizarla antes que los<br />

barrenderos terminasen su modesta faena. Era<br />

el templo predilecto de mi hija una antigua<br />

iglesia conventual, hoy entregada a los Jesuitas,<br />

tan madrugadores en celebrar como solícitos en<br />

atender al culto. Despachadas las misas, confesiones<br />

y comuniones, siempre había alguna<br />

función que entretuviese a Argos hasta las diez;<br />

más tarde no, porque, en el fervor de su vida


austera, mi hija repugnaba ver y ser vista de<br />

gente. La mañana la dedicaba a bordar pues<br />

estaba haciendo un manto muy repicado para<br />

un San José. Por la tarde, manifiesto: a velar al<br />

Santísimo. De noche se recogía a su cuarto,<br />

donde suponemos que leía o meditaba.<br />

Lo seguro es que no podíamos reducirla a<br />

compartir nuestros inocentes y honestos solaces.<br />

Diríase que en ellos olfateaba insidias del<br />

demonio. También era arduo conseguir que<br />

acompañase a sus hermanas a los paseos, con<br />

ser estos tan retirados y solitarios; y rara vez<br />

podíamos lograr que, con velo tupidísimo y<br />

saco de estameña, se uniese a la familia para<br />

tomar un poco el aire y hacer el ejercicio que<br />

reclama la salud. Yo insistía en que saliese,<br />

porque Moragas, al observar a Argos, solía decirme:<br />

-Esa señorita le está buscando tres pies al<br />

gato... Mucho cuidado, señor de Neira. Su hija


de usted está provocando una congestión en el<br />

alma.<br />

No era para notado sin inquietud en que la<br />

extremosa Argos, lejos de hallar en su nueva<br />

existencia mansedumbre y paz, humildad, sumisión<br />

y agrado, frutos naturales del amor divino,<br />

diríase que contraía una excitación malsana<br />

y alarmante. No podía yo echar la culpa a<br />

la devoción, porque Clara, otra hija mía, a<br />

quien siempre se le había notado afición a la<br />

iglesia, solía volver de ella como volvemos de<br />

los sitios adonde vamos por nuestro gusto, con<br />

cara satisfecha, plácida sonrisa, humor inmejorable,<br />

y una voluntad, por decirlo así, baqueteada,<br />

suavizada, amoldada a las contrariedades,<br />

que tomaba luego con más paciencia y<br />

resignación. Argos, en cambio, traía de sus madrugonas,<br />

o una acometividad impaciente, un<br />

prurito de censurar cuanto hacíamos y decíamos,<br />

por encontrarlo profanísimo y pecaminoso,<br />

o una tétrica reserva que la aislaba de nues-


tro afecto. Si la señal del provecho que hacen al<br />

alma las devociones es el estado moral de esa<br />

alma misma, Argos con sus rezos empeoraba.<br />

Hubo semana en que casi no la vimos, de<br />

tal modo la embelesaba una novena muy solemne,<br />

en la cual debía cantar, en unión de<br />

otras varias señoritas de Marineda que ensayaban<br />

los Gozos. No recuerdo si dije que Argos<br />

poseía voz de contralto: siempre la tuvimos por<br />

hermosa y extensa, pero a las pocas lecciones<br />

del organista y de una profesora que por devoción<br />

dirigía el coro, resultó admirable. Soy poco<br />

inteligente; pero la voz de mi hija, apenas educada,<br />

me pareció, en efecto, un prodigio; al entonar<br />

los primeros compases del Ave María de<br />

Gounod, vibraban en su acento toda la pasión y<br />

toda la arrebatada sensibilidad de mi carácter:<br />

era una voz profunda, timbrada, sonora, pastosa,<br />

que llegaba al corazón. Hablose mucho de<br />

esta voz en Marineda, y la iglesia se llenó de


curiosos. Recuerdo que un día me dijo Feíta<br />

misteriosamente:<br />

-Papá... ¿Sabe lo que hice hoy? Estuve<br />

haciendo rabiar a Argos divina más de una hora.<br />

¡Se puso conmigo hecha un escorpión! ¡Si viese!<br />

La dije que desde que anda vestida de mamarracho,<br />

con un hábito tan feo, y confesándose<br />

hasta de que respira, ha echado un genio peor<br />

que el de antes. Y que no hace nada en todo el<br />

santo día, más que gorgoritos y <strong>leer</strong> libros que<br />

no entiende. Y que a mí me parece que las mujeres...<br />

vaya... y también los hombres... deben<br />

rezar una horita... bueno, aunque recen horita y<br />

media... y el resto de tiempo trabajar o divertirse;<br />

porque ni somos frailes ni monjas. ¿No crees<br />

tú que tengo razón? ¿Es bueno eso de rezar<br />

como un molino, tacarataca, tacarataca?<br />

-Claro que no... las cosas necesitan un término<br />

medio.


-Pues es lo que yo quería decir; que no hay<br />

cosa que no tenga su término medio. Y cuando<br />

se exagera... pataplum.<br />

-¿<strong>Qué</strong> significa eso de pataplum? -<br />

preguntaba yo, embobado con la labia de la<br />

chiquilla.<br />

-Quiere decir que... vamos... ¡la mar! Porque<br />

hasta para Dios debe ser muy cargantito<br />

que continuamente le esté mareando Argos. A<br />

ella todo se le vuelve: -«voy a ver a Dios»;<br />

«abur, que me espera el Santísimo Sacramento».<br />

¡Vaya! machacona. Y ¡caramba! con la<br />

compañía del Santísimo, parece que una chica<br />

se ha de volver más amable y más servicial y<br />

más cariñosa, ¿no?<br />

-Claro, enemiguillo.<br />

-Pues mi hermana, cuanto más va a la iglesia,<br />

más se avinagra y más se chifla. Hoy creí<br />

que me arañaba, porque la dije: «Arguitos, tó-


male a Froilán la lección de latín, que yo no<br />

<strong>puedo</strong> ahora; anda, mujer, que yo rezaré por ti<br />

el Rosario». ¡Ay! ¡El fin del mundo! Saltó chillando<br />

que no se llamaba Argos, sino María<br />

Ramona; que eso de Argos era un mote y una<br />

profanación, y que ya me enseñaría a llamarle<br />

Argos. Luego me dijo que la lección de latín<br />

que la tomase el diablo; y como yo respondí<br />

que nombrar al diablo era pecado, agarró los<br />

zorros de sacudir las sillas y se vino detrás de<br />

mí corriendo. Si no ando lista, me zorrega. A<br />

bien que ya pagaría yo la tunda en moneda de<br />

oro.<br />

-¡Bah! -contesté en tono conciliador-. Son<br />

bromas entre hermanos. Y al fin, ¿quién le tomó<br />

la lección al chico?<br />

-¿Quién había de ser? Doña Fea... mangue,<br />

como de costumbre. Y también como de costumbre<br />

no sabía palotada el señorito. Me veo y<br />

me deseo para meterle en la cabeza los pretéritos.<br />

Pero mira, papá. Esta Argos, el día menos


pensado te dará el disgusto del siglo. Pudiera<br />

suceder que volviese loca. ¿Tú crees que eso de<br />

rezar y cantar por turno no será una enfermedad<br />

lo mismo que otra cualquiera?<br />

-No, hija mía. Es fervor que le ha entrado.<br />

Debemos respetar eso, porque no se trata de<br />

ninguna mala acción.<br />

-¿Fervor, papá? Pues a mí se me figura que<br />

en lo del canto tiene su vanidad correspondiente<br />

Arguitos. Sabe que van a San Agustín muchos<br />

tontos, y cuando hay tontos es cuando<br />

florea y se despepita. No es oro todo lo que<br />

reluce, papaíño...<br />

Sorprendente era la paciencia con que doña<br />

Milagros, tan asidua en escoltar a mis hijas<br />

por paseos y tiendas, se prestaba también a la<br />

devoción de Argos, acompañándola a la iglesia<br />

siempre que era preciso y aun asociándose con<br />

ella para rezuquear. El Rosario lo despabilaban<br />

juntas: y era interminable, la corona entera con


sus misterios dolorosos o gloriosos, seguido de<br />

una retahíla de padre nuestros, credos, salves,<br />

actos de fe, trisagios y letanías. Reuníanse asimismo<br />

para las novenas caseras, poniendo en<br />

común su tesoro de devociones especiales. Y si<br />

se ha de creer a Feíta, las de doña Milagros eran<br />

de un género sumamente original.<br />

-¡Papá... si viese qué santos tiene doña Milagros<br />

en su alcoba! Una Dolorosa que parece<br />

un acerico... Dos San Sebastianes que parecen<br />

dos pollos desplumados... Una Virgen del Carmen<br />

con miriñaque... Cuando rezan ella y Argos,<br />

se duerme y contesta medio dormida...<br />

¿Sabe usted cómo rezaban ayer? Doña Milagros<br />

echó un puñado enorme de garbanzos sobre la<br />

mesa del comedor, y empezó a decir a voces:<br />

«¡Satanás! ¡En mí no entrarás! Porque diré mil<br />

veses: Jesú, Jesú, Jesú...».<br />

Y a cada Jesú: ¡pin! un garbanzo al cesto<br />

que tenía debajo de la mesa...


-Chiquilla, no inventes patrañas.<br />

-Papá, es verdad; es verdad, papá -<br />

afirmaba Feíta con especie de angustia de los<br />

niños, que se consternan cuando no se les cree.<br />

Otro día me trajo unos papeles encontrados<br />

en el cuarto de su hermana. Titulábanse, el<br />

uno Ferrocarril celeste; el otro, Receta para confitar<br />

almas. Eran de esas hojitas donde por medio de<br />

un simbolismo del orden más pedestre, se quiere<br />

hacer accesibles a la inteligencia y al corazón<br />

verdades altas y sublimes de nuestra religión<br />

sacrosanta. Debo anticiparme a advertir que mi<br />

hija leía cosas mejores, libros piadosos que, sin<br />

saber de dónde procedían, vi varias veces sobre<br />

su mesa; entre ellos reconocí la Imitación, las<br />

sagradas páginas que santificaron a mi madre...<br />

y que sin duda Argos no entendía o no aplicaba<br />

tan bien.<br />

Aquellos días en que ensayó Argos el Ave<br />

María de Gounod, empezó a divulgarse por


Marineda la noticia de que deseaba entrar en<br />

un convento. La primera vez que me lo preguntaron<br />

personas extrañas, sentí un golpe en el<br />

alma. ¿Pensaría en efecto mi hija sepultarse<br />

entre cuatro muros? ¡Monja mi Argos! ¡Monja!<br />

Enterrada en vida, separada de mí por vallas de<br />

hierro, sin esperanza de ninguna ventura terrenal,<br />

virgen, estéril, sola, ¡muerta!<br />

En Marineda se comentaban estos supuestos<br />

planes de monjío, que llamaban la atención,<br />

como la llamaba ya todo lo referente a Argos,<br />

su hábito, sus madrugonas, su voz, su canto, y,<br />

¿por qué no decirlo? su pálida cara de imagen<br />

alumbrada por los dos ardientes cirios de sus<br />

ojazos negros. En las ciudades poco populosas<br />

la vida no puede ser original; hay para ella un<br />

patrón común, y quien pretenda apartarse de<br />

ese patrón, o ha de llevar una existencia tan<br />

obscura que nadie le vea, o ha de resignarse a<br />

que le roan los zancajos y le zarandeen como a<br />

escobajo de uva pisada. Esto le sucedió a mi


hija la devota. Dio la gente en fijarse más en<br />

ella, con su saco de anascote y su velo de merino,<br />

que en sus hermanas, las cuales, emperejilándose<br />

lo que consentía el luto, no hacían más<br />

de lo acostumbrado en muchachas de su clase y<br />

edad. Argos -envuelta en el sayal, con la mata<br />

del obscurísimo cabello apenas sujeta, pronta a<br />

desatarse y caer trágicamente por sus espaldasen<br />

vez de sustraerse a la curiosidad del mundo<br />

y encontrar aquel espiritual retiro que tanto<br />

agrada al alma contemplativa, lo que conseguía<br />

era ser blanco de todas las miradas y tema de<br />

todas las conversaciones.<br />

¡Monja! Buen católico soy, a Dios gracias, y<br />

venero el claustro; pero nunca se me había ocurrido<br />

separarme de una hija para no verla más,<br />

tropezar con unas rejas que se interponen, negras<br />

y frías, entre su querido cuerpo y mis brazos;<br />

perderla, en suma. Sólo de pensarlo se me<br />

encogía el corazón. Si calculaba desprenderme<br />

de una hija, era para dar su mano a un hombre


que la amase, y me hiciese abuelo de unos serafines<br />

que pudiese tener sobre mis rodillas; y mil<br />

veces fantaseaba yo cómo sería la casita de mis<br />

hijas casadas, qué muebles tendrían, y qué butaca<br />

grande me reservarían a mí, al abuelito<br />

helado por la vejez, en un rincón muy confortable,<br />

cerca de la ventana por donde entrase a<br />

torrentes el sol.<br />

En la Sociedad de Amigos, en la calle Mayor,<br />

en las Filas, no me dejaban vivir, «¿Es cierto<br />

que la más bonita de sus niñas se mete a<br />

monja? ¿Es verdad que ya tiene elegido el convento?».<br />

Mauro Pareja, sobre todo, revelaba en<br />

su asombro su carácter, porque nada le admira<br />

como las resoluciones extremas. Un ingenuo<br />

pasmo se pintaba en sus facciones. Parecía exclamar:<br />

«¡Quiere ser monja! ¡Es posible que<br />

haya quien intente cosas tan románticas!».<br />

Por entonces Argos incurrió en nuevas extravagancias.


Estábamos en Carnaval. En Marineda hay<br />

años de gran animación carnavalesca, mientras<br />

otros transcurren lánguidos: esto pende de circunstancias<br />

imprevistas, del estado de los bolsillos,<br />

de la duración de la temporada teatral, del<br />

humor de los Presidentes de las sociedades. El<br />

año de la muerte de mi pobre Ilda, tocaron Carnestolendas<br />

bulliciosas; sobre todo hubo muchas<br />

máscaras por la calle, a lo cual ayudó el<br />

caer la «temporada de locura» a fines de marzo,<br />

y estar el tiempo sereno, despejado y magnífico.<br />

La primer comparsa la organizó la Nautilia,<br />

sociedad nueva y emprendedora, empeñada en<br />

eclipsar a otra más antigua y acreditada, el Casino<br />

de Industriales. La comparsa de la Nautilia,<br />

que salió el Jueves de Comadres por la tarde,<br />

representaba la entrada de Dios Momo, cuyo<br />

bando o proclama iban repartiendo profusamente<br />

unos demonios vestidos de colorado;<br />

anunciaba Momo que traía en sus baúles alegría<br />

y felicidad para los pollos, noviazgos para<br />

las niñas, melancólicas reminiscencias para las


viejas, y que se marcharía dejando en pos chascos<br />

y desengaños a montones. Los que iban a<br />

esperarle cantaban versos alusivos, y regresaban<br />

luego escoltando la dorada carroza donde<br />

se repantigaba el dios, lucio, risueño, enviando<br />

a diestro y siniestro saludos con la mano enguatada<br />

de blanco, que metía a veces en un<br />

saquito de raso rosa para arrojar confites a las<br />

señoritas que descollaban entre el gentío. Como<br />

la tarde era primaveral, la temperatura deliciosa<br />

y el espectáculo alegre, entretenido y gratis,<br />

despobláronse las casas de Marineda: todo el<br />

mundo se dirigió hacia los arrabales para admirar<br />

la lucida comparsa.<br />

Mis hijas resolvieron no salir aquella tarde,<br />

porque precisamente el barullo carnavalesco<br />

invadía los lugares por donde ellas solían pasear;<br />

y la incomparable doña Milagros también<br />

decidió quedarse haciéndoles compañía. Se<br />

convino en entretener la tarde con arreglos de<br />

trajes de las pequeñas y con sacar, de una man-


teleta vieja de la señora, un abrigo de luto para<br />

la muñeca Nené, que, en opinión de Purita, lo<br />

necesitaba muchísimo. Reuniose en nuestra sala<br />

la tertulia, mientras yo, desde la galería abierta,<br />

recreaba la vista con el airoso balanceo de las<br />

embarcaciones y el azul espléndido del mar en<br />

calma, que parecía una placa de empavonado<br />

acero. Reinaba tal soledad aquel día en la población,<br />

que se oía claramente sobre las losas<br />

del muelle el ruido de los zuecos de algún marinero<br />

que pasaba, o la risa de un niño, resonando<br />

límpida y argentina en la pureza de la<br />

atmósfera; por momentos llegaba una bocanada<br />

de música, la de la comparsa, que iba acercándose<br />

a la ciudad.<br />

Al principiar la sesión, Argos tomó dedal y<br />

aguja como las demás; pero parecía azorada.<br />

Dos o tres veces la vi acercarse a la vidriera, y<br />

mirar hacia el sitio donde la comparsa debía de<br />

encontrarse entonces, como si los efluvios primaverales<br />

que llenaban el aire y los ecos lejanos


de la algazara la excitasen e irritasen profundamente.<br />

Esta vaga desazón duró hasta que la<br />

música de la comparsa, aproximándose, se dejó<br />

oír interrumpida aún, pero más clara y distinta.<br />

Entonces, Argos, saliendo precipitadamente de<br />

la sala, regresó al cabo de dos minutos con el<br />

manto puesto. Como no tenía que hacer ningún<br />

preparativo de tocador, sus salidas eran así,<br />

súbitas, instantáneas; algo de fuga, la correría<br />

del que se siente perseguido.<br />

-¿A dónde vas, chica? -preguntaron las<br />

costureras.<br />

-Irá a la iglesia, de seguro -respondió por<br />

ella doña Milagros.<br />

-No... ¡lo que es ahora no voy a la iglesia!...<br />

-contestó sombría y enfáticamente la devota.<br />

-¿Pues a dónde, hija, a dónde? -interrogó<br />

sorprendida la andaluza.


-A ver a mamá -declaró Argos, tomando el<br />

rumbo de la puerta. Pero ya doña Milagros y<br />

Clara se habían levantado interponiéndose,<br />

impidiéndole salir.<br />

-¿Estás loca? ¿Ar Campo Santo soliya? Esa<br />

gracia no te la permito yo y papá tampoco. Escuche,<br />

señó Neira: sola se quiere ir por ese camino<br />

del sementerio, que es un presipisio, y<br />

donde hase poco le diron a una mujer de puñalás<br />

¡Dios nos asista! Tú tiene el bicho en la cabesa.<br />

-Dice bien doña Milagros. De ningún modo<br />

consiento que vayas, y mucho menos sola.<br />

Dentro de hora y media es noche cerrada; te<br />

expones y además te... criticarían. Deja eso,<br />

hija... por Dios.<br />

-Pues venga conmigo, papá, si quiere.<br />

Venga. Porque yo, sola o acompañada, hoy he<br />

de visitar a mamá, que está en el nicho, mientras<br />

todo el mundo ríe y se divierte.


El ruego me cayó encima como un lienzo<br />

de muralla que me dejase aplastado. ¡<strong>Qué</strong> idea<br />

tan lúgubre, tan antipática, tan fea! ¿A qué,<br />

vamos a ver, a qué tenía yo de ir -cuando precisamente<br />

me encontraba tranquilo, dulcemente<br />

conmovido por la vista del mar y la hermosura<br />

de la tarde- a abrir heridas y cultivar dolores?<br />

Ilduara mía: tú, que a última hora calumniasete<br />

tu existencia; desde el cielo, que espero que en<br />

él estés, bien ves los móviles que entonces inspiraron<br />

mi conducta. Mientras viviste, traté de<br />

hacerte dichosa: cumplí siempre tus deseos; te<br />

guardé fidelidad, y hoy que todo lo sabes, sabrás<br />

que no falté a mi deber. Si de algo te sirviesen<br />

las visitas a tu nicho, las prodigaría; pero<br />

¿qué alivio puede prestarte el que me abisme<br />

en la aflicción, y además coja un reuma con la<br />

humedad del cementerio?<br />

Algo así objeté a Argos para que renunciase<br />

a su antojo sentimental. Me contestó unas<br />

boberías: «Su mamá estaba muy solita. ¡La gen-


te de fiesta, y ella allí, abandonada, sin más<br />

compañía que los gusanos del sepulcro! Ella oía<br />

que su madre la llamaba; sí, oía su voz». Repliqué<br />

que para ser cristiano y rezarles a los difuntos,<br />

a lo sumo bastaba con ir a la iglesia. Pero la<br />

muchacha se obstinaba en su deseo: despreciando<br />

mis ruegos y mis órdenes, otra vez se<br />

lanzó hacia la puerta. Entonces cogí el sombrero<br />

y la seguí; y doña Milagros, no menos diligente,<br />

se echó el manto y se reunió con nosotros<br />

en el portal. Después supe que Mizucha y<br />

Purita, alborotadas, con el instinto de imitación<br />

propio de su edad, querían también ir al cementerio,<br />

como si fuese cosa muy recreativa; y<br />

porque Feíta quiso convencerlas, rompieron a<br />

llorar y tomaron un cabrito que no se les quitó<br />

en toda la tarde.<br />

¡<strong>Qué</strong> tétrico es el camino del cementerio de<br />

Marineda! Lo limitan terrenos baldíos, pardos<br />

peñascales, y el mar inmenso que se estrella con<br />

zumbido lúgubre y perenne contra la brava


costa. A cada revuelta se ve surgir la alta mole<br />

del Faro, cuya luz, ya se entorna, ya rebrilla<br />

fulgente. Y cuando se cruza la verja, vense tres<br />

patios llenos de nichos, donde brotan hierbecillas<br />

amarillentas y pálidas; tres patios como de<br />

cárcel, sin un sauce, sin un ciprés, sin esa vegetación<br />

que poetiza la muerte... La uniformidad<br />

desolada de las lápidas blancas y negras y el<br />

viento del mar que azota el rostro y seca las<br />

lágrimas...<br />

No me atreví a penetrar en el recinto. Parecíame<br />

como si no hubiese muerto Ilduara, y me<br />

la fuese a encontrar erguida, airada, maldiciéndonos<br />

a la comandanta y a mí. ¡Peregrina<br />

aprensión! Hasta creía oír sus palabras iracundas<br />

y despreciativas: «Muy bonito... vienes a<br />

visitarme con la verdulera... Para escándalos,<br />

este... Quítate de mi vista, ¡panarrá, mal marido!».<br />

Entró Argos, paresurada, derecha, sin<br />

volver atrás la vista, como las somnámbulas.<br />

Doña Milagros y yo nos quedamos a la puerta,


mirando cómo declinaba el sol y sus últimos<br />

resplandores tendían sobre el Océano unos rizos<br />

de oro y fuego, deshechos al punto. Sin<br />

decírnoslo, comprendíamos la señora y yo que<br />

era muy bonito aquello, que el espectáculo tenía<br />

algo de misteriosamente conmovedor. La<br />

andaluza había suprimido su cháchara; yo me<br />

deleitaba en callar. Un vientecillo fresco, precursor<br />

de la noche, vino a acariciarnos. Argos<br />

prolongó la visita como un cuarto de hora.<br />

Cuando volvimos, empezaba a asomar la luna.<br />

Pasaron Carnestolendas, y el mal de mi<br />

hija arreció, hasta el extremo, que vi llegada la<br />

hora de vencer la debilidad de mi carácter y<br />

adoptar alguna resolución, porque aquello más<br />

que a santidad transcendía a delirio. Antes de<br />

que confirmase mis recelos el médico, había yo<br />

10


comprendido que Argos ni era santa ni penitente,<br />

sino enferma.<br />

Después de la visita al cementerio, sus rarezas<br />

redoblaron. Había días que se recluía en<br />

su cuartito (tenía uno para ella sola, de donde<br />

había expulsado a Rosa, bajo pretexto de que<br />

Rosa quería espejos, floreros y otras profanidades),<br />

y nuestros ruegos para que saliese a comer<br />

eran inútiles: dejaba correr horas y horas<br />

sin probar alimento, tal vez llorando; lo encendido<br />

de sus párpados la delataba. Aquella devoción<br />

sordomuda de los primeros días; aquel<br />

bullir de la segunda época, aquel piadoso zascandileo<br />

en unión de la marquesa de Veniales,<br />

Paciencita Borreguero, Regaladita Sanz y demás<br />

fundadoras y socias del Roperito; aquella<br />

afición al canto, aquel continuo ensayar trinos y<br />

fermatas, habían cedido el puesto a fúnebre preocupación,<br />

a un lirismo que <strong>puedo</strong> llamar mortuorio.<br />

Pasábase en el cementerio muchas tardes;<br />

y era lo peor que se escabullía sola, a pesar


de mis mandatos. Nunca la vimos más desaliñada,<br />

más olvidada de que era mujer, y mujer<br />

joven y hermosa. El abandono de su traje sólo<br />

podía compararse al de su peinado. Más de una<br />

semana trajo vendada la frente con trapos negros,<br />

afirmando que era por culpa de unas jaquecas<br />

horribles. La venda era angosta, y prestaba<br />

singular realce al rostro de la muchacha,<br />

en cuyos ojos ardía la fiebre. Todo esto debía<br />

asustarme. Consulté, en primer lugar a mi amiga.<br />

-Sí, señó -exclamó la andaluza cuando la<br />

manifesté mi propósito de avisar al Doctor-.<br />

Hase usté mu bien; pero no sé que el Doctor le<br />

pueda sacar a la chica los mengues del cuerpo y<br />

el clavo del corasón donde afincao lo tiene. Los<br />

médicos piensan que too es resetar, que too es<br />

tomar el pulso y dar medicamentos contra el<br />

flato y para engordá la sangre, y yo le digo a<br />

usté que hay otras cosiyas en el arma, y que los


médicos no hasen caso de eya, y son unos jumentos,<br />

hablando mal.<br />

-Según eso, ¿usted cree que no la curará el<br />

Doctor? Doña Milagros, querida doña Milagros,<br />

dígame su opinión, porque estoy que se<br />

me puede ahogar con un pelo. Usted, que ve a<br />

la chiquilla a todas horas; usted, que la acompaña<br />

mil veces (Dios se lo pague); usted, a<br />

quien, como mujeres que son las dos, ella entenderá<br />

de cosas íntimas que conmigo no ha de<br />

conferir nunca, sea franca conmigo. Siempre he<br />

tenido en usted mucha confianza; pero de algún<br />

tiempo a esta parte, la miro a usted como a<br />

un ángel bajado del cielo... Y no digo más, porque<br />

no quiero enternecerme.<br />

La comandanta sonrió, apoyando su dedito<br />

moreno y afilado en sus labios descoloridos,<br />

tan lindos y tentadores. Era la actitud de la reflexión,<br />

en ella poco usual. Pasaba el diálogo en<br />

la sala de la señora, puesta con el aseo algo anticuado<br />

y la sencillez sin gusto de las casas me-


idionales. Las paredes estaban llenas de fotografías<br />

de familia: individuos mal engestados,<br />

displicentes, vestidos de domingo y apoyados<br />

en las estelas jónicas y en los muebles recargados<br />

de talla de la guardarropía fotográfica. Me<br />

había explicado la andaluza cien veces el parentesco<br />

el grado de consanguinidad y la afinidad<br />

que la unían a los originales; pero yo siempre<br />

los confundía, viendo, no obstante, en tal exhibición<br />

de parentela una prueba de la respetabilidad<br />

de la señora.<br />

-¿Ve usté? -solía decirme-. Esta es mi primiya<br />

Paula, la que casó el año pasao con este<br />

sanguango, un capitán de lanseros... Esta se ha<br />

quedao viuda la pobre: Juaniya se yama. Estos<br />

son los chicos de la esta misma Juaniya. Mire el<br />

pequeñiyo, qué mono (ya sabemos que a doña<br />

Milagros le parecían una monada todos los<br />

chicos). Esta... tan farfantona... la del mantón y<br />

el pañuelo... es mi tía la ricacha, la Tomatera de<br />

Chipiona, que la disen así porque ganó su for-


tuna cargando tomates para mandá a toda España<br />

y a Inglaterra... Podría de dinero está... y<br />

yo no me avergonsé de ella cuando empesaba a<br />

negosiar, y así me adora y me hase mil regalos<br />

y dise que me dejará su hasienda. A mí el interé<br />

no me siega; pero ¿avergonsarme de una mujer<br />

honrá? ¡Sabe Dios cuántas condesas quisieran<br />

ser como eya! ¿Verdá, don Benisio?<br />

Esta charla no se repitió hoy, porque la andaluza,<br />

como dejo dicho, reflexionaba; operación<br />

penosa y difícil para quien era pura espontaneidad,<br />

instinto y arremetida franca y súbita,<br />

semejante a la del toro que por primera vez ve<br />

flotar el rojo e incitante trapo. Al fin sus ojos<br />

entornados irradiaron luz de inspiración; y<br />

echando mano de toda su sabiduría, de todo<br />

cuanto en ella formaba el elemento intelectual,<br />

me embocó este que casi puede llamarse discurso:<br />

-Don Benisio, ya sabe usté que puede pedirme<br />

la vía si la nesesita: yo no quiero gastar


etóricas para desir que se le apresia... Por lo<br />

mismo voy a hablarle como quien pisa huevos,<br />

y como quien mete la mano en brasas y no la<br />

quiere tostar. Cosas delicás saldrán a cuento, y<br />

si usté se me ofende a las primeras de cambio,<br />

meteré la cabesa debajo el ala, y agur.<br />

Hice un ademán expresivo animando a la<br />

señora a que se explicase, y ella, dando tormento<br />

al abanico, aunque ni hacía calor ni estábamos<br />

en verano, prosiguió sin perder la gravedad:<br />

-¿Usté se acuerda, santo varón, cómo empesaron<br />

los trabajos que pasamos en este pícaro<br />

mando los hombre y las mujere?<br />

-Doña Milagros, ¿eso que tiene que ver?...<br />

-Calma, cristiano, que allá voy. Todas<br />

cuantas desdichas y berrinches aguantamos, le<br />

vinieron a Adán por Eva y a Eva por Adán, y a<br />

los Adanes por las hijas de Eva, y a las hijas de


Eva por los Adanes condenaos. Siempre que<br />

vea usté una mujer o un hombre con fatigas de<br />

muerte, no se derrita los sesos cavilando: es por<br />

la otra cara de la luna... ¿está usté? es por un<br />

Adán o una Eva, y digasté que yo lo digo.<br />

Cuanto zafarrancho se arma por ahí; cuanto<br />

inventan los hombres, con esos discursos endemoniaos<br />

de mecánicas y de construsiones y<br />

de embarcasiones; cuantas trifulcas arman de<br />

teatros y bailes y comersios y fábricas y diablos<br />

coronaos... todito es por la pingarrona de Eva,<br />

por eya nada más. Y cuanto nosotras no componemos<br />

y no asicalamos y no depepitamos y<br />

no ponemos tristes y no reímos a carcajá y<br />

murmuramo y chillamo, y arañamo y reñimo...<br />

y no tragamo a la gente... como le susedía a su<br />

difunta de usté, señó Neira... too es por el perdío<br />

de Adán, ni ma ni meno.<br />

Oía yo sonriendo a la señora, por la sal de<br />

cielo con que echaba su relación; pero la idea<br />

no me parecía ciertamente ni muy nueva, ni


muy aplicable al caso presente, o sea al místico<br />

desvarío de mi hija Argos. Sin duda doña Milagros<br />

leyó en mis ojos, pues se apresuró a añadir:<br />

-Yo siento no tené más labia, más esplicaeras,<br />

y sobre too más siensia, para haserle a usté<br />

ver claro como el agua este intríngulis del mundo,<br />

que yo ayá a mi móo lo entiendo divinamente...<br />

Porque esté ahora dise pa entre sí: «¿Y<br />

qué tiene que ver con las arrancadas de mi niña,<br />

que todas son por el lao de la iglesia, la casta<br />

de los Adanes? Precisamente la chiquiya se<br />

corre que quiere entrar monja... y en el convento<br />

Adanes no hay». Pues velay, don Benicio:<br />

que a las mosita y lo propio a las mujere manías,<br />

no se crea usté, tanto las altera Adán de sobra<br />

como faltón... y basta, y usté ayúeme a hilar<br />

delgadillo esta madeja.<br />

Quedeme suspenso, sin saber qué objetar a<br />

tan incongruentes afirmaciones.


-¿De suerte... -pregunté- que usted juzga<br />

que Argos... sus males... sus caprichos...?<br />

-Los tontos creerán que son por Dio nuetro<br />

Señor. Por Adán y nada ma que por Adán; y si<br />

Moragas dise otra cosa, cómprele usté una gafa<br />

a Moragas.<br />

-Pero -insistí- ¿qué Adán puede ser, doña<br />

Milagros, el que me tiene trastornada a la chiquilla?<br />

Sospecho que eso no lleva camino; porque<br />

si alguno pretendiese a Argos o Argos quisiese<br />

a alguien, Argos se compondría, Argos<br />

presumiría, Argos estaría como están las muchachas<br />

con novio.<br />

-¡Ay qué material que es usté, don Benisio!<br />

Pué si no hubiese en el mundo más enreos que<br />

los que están a la vista de la gente y los noviasgos<br />

a son de trompeta... Mil veses se entra el<br />

corasón, y no lo sabe más que el corasón mismo:<br />

por fuera, nada: gayo tapao.


Me resonaron dentro estas palabras que<br />

con vivacidad acentuó la andaluza.<br />

-Su niña de usté es una mosa que tiene en<br />

aquella cabesita un volcán. Too le entra por<br />

arrechucho, y se pinta eya a sí misma que siente<br />

la cosa más aún de lo que la siente. Por la mañana<br />

dise pa sí: «María Ramona, hoy tocan a<br />

yorar y a besar el suelo». Y se la caen los lagrimone<br />

como aveyanas, y capas es de lavá el piso<br />

con yanto. Pues como diga: «Hoy tocan a cantá...»,<br />

más canta que un ruiseñor: vos como la<br />

suya, que tanto yegue al alma, en mi vida la he<br />

oído. Si la da la tema por está de rodiyas, de<br />

rodiyas aguanta horas y horas sobre la piedra,<br />

sin quejarse, aunque luego se caiga desvanesía<br />

de dolor. Si se la pone en el periquito vestir el<br />

saco de estameña, el saco suyo ha de ser el más<br />

gordo y más bronco y más feo; y dé usté grasia<br />

a Dio que no se la ocurra arrastrar tisú, porque<br />

lo arrastraría del más vistoso, aunque la costase<br />

darse al diablo.


-¡Doña Milagros! -pronuncié, saltando en<br />

la silla.<br />

-Perdone... -murmuró la señora, confusa,<br />

con tan hechicera mansedumbre que me desarmó<br />

al punto-. No he querío ofender... Usté<br />

me pregunta... y yo... vamos, tengo la lengua<br />

larga... No se me atufe... Diga que me perdona.<br />

¿Así? ¿Pases?<br />

Y para sellarlas, tomó mi diestra y la oprimió<br />

contra la parte baja del pecho izquierdo,<br />

donde noté que el corazoncito sin hiel brincaba<br />

y golpeaba la tela tirante...<br />

-Lo que he querío desir, don Benisio, es<br />

que su niña es una pila del telégrafo. Si tuviese<br />

novio, un Adansejo en regla, como Dios manda,<br />

valdría más que no andar visitando a los difuntos...<br />

La cosa es que...<br />

Doña Milagros vacilaba.


-Que... vamos, en el caso de su hija de usté,<br />

el Adán no puede ser... no es posible que sea..<br />

¡Ay! se me traba la lengua, don Benisio... ¿no se<br />

va usté a enfadar?... Pues... ese Adán de Argos...<br />

si es que sale... nos saldrá... apestando a<br />

cera; ¡eso... cabal...!<br />

Me puse en pie. En mi cráneo, de improviso,<br />

retumbaban voces, carcajadas y burlas infames.<br />

¡Dios justo! Por primera vez se me<br />

ocurría la idea, la absurda idea... y ya no iba<br />

pareciéndome tan absurda, a los dos segundos<br />

de haberla concebido. Recuerdo que me eché a<br />

la cabeza las manos, para ahogar aquel<br />

estrépito diabólico. Doña Milagros comprendió<br />

con su agudeza femenil y murmuró:<br />

-No hay que apurarse, señó de Neira... Esto<br />

que le digo yo a usté no creo que nadie lo<br />

sospeche. Ni la misma Argos entiende lo que la<br />

está pasando; eya se cree buenamente que anda<br />

así, afligía por sus pecaos y sus penitencias y<br />

sus étasis... y se figura que las cosa rara que la


entran son ayá unas visitas de la gracia de<br />

Dios... y no hay, para qué desengañarla, que los<br />

achares se la han de quitar.<br />

-Pero... -tartamudeé- ¿por quién, doña Milagros,<br />

por quién cree usted que siente mi hija...<br />

debilidad... afición... en fin, eso?<br />

-¡Eh! No tan aprisa... No he dicho eso presisamente;<br />

sólo que se me ha puesto aquí que<br />

alguna tontá por el estilo será la madre del cordero.<br />

-Un nombre... ¿No se la ocurre a usted un<br />

nombre?<br />

-Don Benisio... es delicaíyo contestar. No<br />

nombro a nadie. Usté abra el ojo, fíjese, entérese,<br />

como es el deber de too padre, de lo que<br />

hace su hija y a quién ve... porque también es<br />

usté demasiado confiao y blandullón, y con<br />

usté hasen su santa voluntá las niñas las veinticuatro<br />

horas del día, vamo... Así como su seño-


a, Cristo la haya perdonao, pecaba de dómina<br />

y de regañona, usté parese hecho de merengue:<br />

con usté las chiquillas tienen república. No le<br />

aconsejo que mire por Argos... y no ha de sacarme<br />

usté más, que estaría muy feo calumniar...<br />

o salir con algún sinfundo.<br />

No conseguí otra cosa. A mis súplicas opuso<br />

la señora un significativo, «se ha dicho bastante».<br />

Para torcer la conversación, sin duda,<br />

preguntome de pronto:<br />

-¿Se ha enterao usted del cambio de ministerio?<br />

¿Ha visto al nuevo Gedeón? Es decir...<br />

este de Gedeón no tiene nada.<br />

-Sí, se me figura que me abrió la puerta<br />

una cara desconocida... ¿Ha encontrado usted<br />

su ideal?<br />

-¡Ay mare! pues si estoy que no quepo en<br />

mí de goso. Le digo, Neira, que ahora sí me<br />

encuentro en la gloria. No sé dónde ha podío


desenterrar Tomás semejante alhaja; pero no he<br />

visto naa como eso. Un muchacho más limpio<br />

que el oro; da ganas de comer verle: y trabajaor,<br />

no se crea usté: que hasta los suelos friega y<br />

saca lustre a los hierros del balcón. Mañoso<br />

como él solito: mejor guisa que ninguna cocinera:<br />

pone el arroz que se chuparía usté hasta el<br />

codo. Me tiene el fogón, que dan ganas de colgarlo<br />

al cuello por dije. No lo va usté a creer:<br />

plancha, pega botones y limpia y sacúe mi ropa.<br />

-¡Atiza! Como una doncella.<br />

-Que sí... Y no se crea usté que eso que es<br />

ningún mariquiyas. Es disposición que Dios le<br />

ha dao. ¡Ay! Mis pies y mis manos es la criatura.<br />

Ya le he cobrao una ley...<br />

-Vamos, un estuche.<br />

Quieras o no quieras (no tenía yo el menor<br />

empeño en admirar las habilidades del nuevo


asistente), hubo que dejarse llevar a la cocina<br />

por unos pasillos obscuros. Entramos en la oficina<br />

de la bucólica, y vimos de pie ante una<br />

mesa de pino blanco, a la nata, flor y espejo de<br />

los asistentes, y con las mangas de la camisa<br />

arremangadas y frotando a todo frotar la hoja<br />

de unos cuchillos. El exterior del sirviente era<br />

de lo más simpático; pero yo, con cierta repulsión<br />

(afirmo que la sentí desde luego), me volví<br />

a la señora y, pregunté en voz baja:<br />

-¿Es paisano de usted?<br />

-No, valensiano.<br />

Entonces reparé que, en efecto, aquel hermoso<br />

tipo meridional sólo podía haberse producido<br />

en las márgenes del Turia, que llaman<br />

floridas los poetas. Si no repugna hablar de la<br />

belleza de un hombre, hablemos de la de Vicente<br />

o Visanté, que a tal nombre respondía el soldado.<br />

Pálido, con la palidez sana, caliente y<br />

marmórea de las razas semi-africanas; de ne-


gros ojos, fogosos, largos y brilladores; de facciones<br />

correctas, espesa barba que azuleaba de<br />

puro sombría, dientes blanquísimos y prócer<br />

estatura, era Vicente lo que se llama un arrogante<br />

mozo. El brazo ligeramente velludo, que<br />

ostentaba su rica musculatura al fregar los cuchillos,<br />

tentaría a un escultor; y la mano, fuerte,<br />

morena, grande, pero flexible, de noble diseño,<br />

lejos de denunciar la baja extracción del fámulo,<br />

parecía decir que por sus venas corría ignorada<br />

sangre de árabes conquistadores. Al vernos,<br />

cuadrose el muchacho, como si viese al<br />

comandante en persona.<br />

-Aquí vengo a lusir tus gracias, Visente -<br />

dijo la señora con garbosa familiaridad-. Mire<br />

usté, Neira, qué tinaja tan fregaíta. ¡Ay! En estas<br />

sartenes reluciente me gusta a mí freír los huevos,<br />

que salen abuñolaos. ¡Caye! Si hasta el perejil<br />

me lo tiene este chico que parese un ramiyete<br />

-añadió tomando un vaso donde en agua<br />

muy clara se encrespaban ramas de perejil-.


Abre ese cajón, Visente, alhajiya. Too en orden,<br />

too aseado. ¡<strong>Qué</strong> almirés! ¡<strong>Qué</strong> perol! ¡<strong>Qué</strong> encanto<br />

de chocolatera!<br />

El autor de tantas maravillas se mantenía<br />

derecho, inmóvil, callado, y al parecer melancólico,<br />

con esa melancolía noble que llevan sellada<br />

en el rostro las bellas razas de Levante, que<br />

saben ejecutar con dignidad los menesteres más<br />

bajos.<br />

Al salir de los dominios de Vicente, la señora,<br />

volviéndose hacia mí con orgullo, preguntome:<br />

-¿<strong>Qué</strong> me dise usté del muchacho? ¿Es o<br />

no es prenda?<br />

Era en la antesala; me acuerdo bien que la<br />

figura de doña Milagros se destacaba sobre una<br />

cortina de reps verde obscuro, y que sonreía,<br />

dejando ver la dentadura de nácar, ornato de su<br />

boca de adolescente que empieza a sombrear el


ozo. Yo me sentía lastimado, abatido, con inmenso<br />

abatimiento, como el que acaba de recibir<br />

funesta noticia, o de asistir a un espectáculo<br />

repulsivo, o de prestarse a algo que subleva su<br />

conciencia y su corazón; y de pronto, en medio<br />

de esta depresión moral, de esta angustia mal<br />

definida, cuya causa no me era posible inferir,<br />

¡oh vergüenza para mis canas!, ¡oh vil y despreciable<br />

condición del hombre!, ¡oh barro de que<br />

somos fabricados, escoria, limo de la tierra,<br />

polvo, basura!, ¡oh rostro del pecado original!,<br />

una oleada de profana embriaguez me arrolló;<br />

un relámpago cruzó ante mis ojos, deslumbrándolos<br />

con el serpear de su luz siniestra, un<br />

golpe como de saeta que se clava repercutió en<br />

lo profundo de mi ser, y, despavorido, comprendí,<br />

sin que me quedase lugar a duda, qué<br />

genero de sentimientos me inspiraba doña Milagros.<br />

Luché como un atleta para que no se me<br />

conociese. Sujeté mis ojos, contuve mi lengua,


crucé los brazos sobre el pecho, clavándome en<br />

el antebrazo las uñas. Abochornado, sólo quise<br />

ocultar mi flaqueza, a manera de asesino que<br />

esconde el cuerpo de su víctima. Miraba dentro<br />

de mí y me parecía ver negra sentina de maldades.<br />

¡Cuán lejos estaba doña Milagros de<br />

sospechar el verdadero estado de mi alma en su<br />

compañía y presencia! Sentí impulsos de presentarla<br />

los carrillos diciéndola:<br />

-Abofetéeme usted señora... Écheme como<br />

a un perro tiñoso... Lo merezco... y me servirá<br />

de consuelo el que usted lo haga.<br />

Y en alta voz, en lugar de implorar castigo,<br />

lo que dije fue:<br />

-Doña Milagros... me voy ya, sin que usted<br />

aclare aquel enigma.<br />

-¿Cuál, cristianos? -y la andaluza se<br />

aproximaba.


-Entremos en la sala, entremos -murmuré<br />

turbado por la media luz del recibimiento, sofocado<br />

por el zumbido de mis arterias-. Aquí<br />

pueden oír...<br />

-No, si es que me quiere sacar con terrasa<br />

el nombre del Adán... pierde usté el tiempo. Y<br />

adiós, amigo... Va a venir Tomás, y le va a volver<br />

loco con sus peinaos... Lárguese si no quiere<br />

aguantar el solo... ¡Tomás tiene la sangre más<br />

gorda! Por hoy, chito: se ha dicho que no. ¡Hasta<br />

luego!<br />

Huí. Sentíame tan rebajado, tan indigno de<br />

ejercer de padre, que en vez de subir salí solo a<br />

la calle, recorrí el camino de la estación, me<br />

retiré tarde, no dormí, tuve calentura, y, al día<br />

siguiente, en vez de reprender a Argos por sus<br />

exaltadas devociones, madrugué como ella y la<br />

acompañé a la iglesia de San Agustín. Ansiaba<br />

confesarme, limpiarme mi conciencia y ofrecer<br />

a Dios, con mi firme propósito de la enmienda,<br />

mi arrepentimiento sincero y casi inmediato,


pues lo mismo fue calmarse mi vergonzosa<br />

fiebre, que pesarme de ella y conocer cuán mal<br />

le estaba a mi edad y cuánto ofendía al cielo. Si<br />

no acostumbraba importunar a Dios por leves<br />

circunstancias de la vida, en la gran tribulación<br />

no se me ocurrió pedir consuelo y ayuda a nadie<br />

más que a Él.<br />

Mi hija caminaba a mi izquierda, cubierto<br />

el rostro, arrastrando sobre las baldosas de las<br />

bien empedradas calles marinedinas su blando<br />

calzado de beata. Creí notar que lejos de alegrarla<br />

mi acto de religiosidad, iba de mal talante,<br />

reconcentrada y arisca.<br />

-¿Habrá quien confiese a estas horas? -la<br />

pregunté antes de entrar en el templo.<br />

-¡Ya lo creo que lo habrá! -fue su única respuesta.<br />

Adelanté por la nave. Algunas formas confusas<br />

se rebullían a uno y otro lado de los ban-


cos: el templo, sin estar obscuro como una cueva,<br />

no estaba tampoco claro: era la luz incierta<br />

del amanecer. Un jesuita alto, encorvado, de<br />

aire distinguido, salió de la sacristía dirigiéndose<br />

al confesionario. Mi hija se alzó el velo, corrió,<br />

precipitose, y balbuceó suplicante:<br />

-¡Padre Incienso!... ¡Padre Incienso! Estoy<br />

aquí.<br />

Él proseguía andando, deslizándose, sin<br />

mirar a la devota: pero como yo añadiese:<br />

«También deseo confesarme», volviose vivamente,<br />

se fijó en mí, y exclamó: «Con mucho<br />

gusto, señor de Neira, inmediatamente», se<br />

introdujo en la garita de madera. Me arrodillé<br />

ante la rejilla: Argos se desvió: y, después de las<br />

fórmulas y rezos que preceden a la confesión<br />

auricular, en un arranque efusivo, sincero, espontáneo,<br />

que debió de agradarte, ¡oh Dios que<br />

ves las almas!, derramé todas mis culpas en el<br />

oído en el pecho de tu ministro.


¿Quién, si tiene la fortuna de ser católico,<br />

no adivina lo que dije y lo que me respondieron<br />

y aconsejaron? ¿A qué profanar contándolo el<br />

inefable cuchicheo, el misterioso diálogo de<br />

nuestras conciencias, las palabras, ya severas,<br />

ya consoladoras, las viriles exhortaciones, las<br />

advertencias prudentísimas, las firmes e indulgentes<br />

frases del confesor, con todo lo demás<br />

que atañe a la sabia economía del admirable<br />

Sacramento de la Penitencia? Lo que importa es<br />

que me levanté sereno, aliviado, animoso, en<br />

una situación moral que sólo no envidian los<br />

que la desconocen, y que allí y sólo allí se consigue<br />

con tal plenitud y tan exquisito sabor de<br />

bienaventuranza.<br />

-Le daré a usted ahora mismo la sagrada<br />

comunión-, advirtió el jesuita doblándose para<br />

salir del confesonario.<br />

-¿Y yo, Padre Incienso? -susurró la voz de<br />

la mujer que aguardaba casi postrada, y en<br />

quien reconocimos a Argos.


-Usted no se confiesa hoy porque no tiene<br />

para qué: se ha confesado ya dos veces en lo<br />

que va de semana -respondió el Padre.<br />

Me acerqué solo a la barandilla del presbiterio;<br />

dejé caer la frente sobre el paño blanco;<br />

una oración sin palabras se alzó de mi regenerado<br />

espíritu... y poco después, temblando de<br />

respeto ante el misterio augusto... sentí en los<br />

labios el Pan de los ángeles.<br />

Ahora, Satanás, puedes venir... Me he revestido<br />

de coraza, he embrazado el escudo, y<br />

he jurado que, si te presentas, te llevarás un<br />

chasco como para ti solo. En mí no entrarás, que<br />

diría mi tormento, mi enemiga dulcísima, doña...<br />

No la nombremos: más vale.<br />

11


Apenas salí de la iglesia, donde Argos se<br />

quedó rezando, tuve un trasacuerdo. Pesome<br />

no haber solicitado del director espiritual de<br />

Argos una conferencia reservada, uno de esos<br />

coloquios que, sin tener la solemnidad sacramental<br />

de la confesión, ni su virtud medicatriz<br />

para el espíritu, le sirven no obstante de luz y<br />

de guía y hacen ver claro lo que no discerníamos<br />

antes. Una serie de reflexiones o más bien<br />

de intuiciones rápidas, me dijo que sólo el confesor<br />

de mi hija podía darme consejo discreto,<br />

reservado y prudente. Él, mejor que nadie, conocía<br />

el verdadero estado moral de María Ramona;<br />

él, mejor que nadie, podía confirmar o<br />

desmentir las osadas conjeturas de... tengo que<br />

nombrarla por fuerza, pero al nombrarla, Señor,<br />

purifico mi intención... de doña Milagros.<br />

-Consultar con el médico males del alma,<br />

se me figuraba que era atender, en cierto modo,<br />

al pudor de la doncella. Únicamente con el sacerdote<br />

pueden conferirse ciertas cosas.


Iba cavilando en eso, a tiempo que una voz<br />

fuerte y hombruna, pero enmelada, digámoslo<br />

así, por el propósito de resonar con inflexiones<br />

afectuosas, pronunció a mi espalda: «¡<strong>Qué</strong> paso<br />

de muchacho lleva usted, señor de Neira!». Y al<br />

instante mismo emparejó conmigo el Padre<br />

Incienso.<br />

A la luz del sol pude reparar bien la fisonomía<br />

y catadura del Jesuita. Era alto, recio,<br />

delgado, no mal dispuesto, aunque se doblaba<br />

por costumbre, lo cual le hacía parecer cargado<br />

de hombros; su rostro expresaba firmeza e inteligencia,<br />

y unos rastros de orgullo, involuntario<br />

sin duda, pues se esforzaba en sonreír con agrado<br />

y, apagar la chispa dominadora de sus ojos<br />

castaños, amarillentos por la bilis. Tenía la barba<br />

espesa y mal rasurada; el pelo obscuro y,<br />

copioso, apenas salpicado de algún hilito de<br />

plata; la tez marchita y con ráfagas requemadas<br />

sobre un tono moreno claro genuinamente español;<br />

aguileña la nariz, los dientes blancos y


juntos, pero descuidados, y, la boca exangüe,<br />

casi sin labios, contraída, indicio cierto de represión<br />

de las pasiones. La edad fluctuaba entre<br />

los treinta y ocho y los cuarenta y dos, aunque<br />

a primera vista parecía más avanzada. Se<br />

adivinaba que el Jesuita no era hombre a quien<br />

se le hacía fácil vencerse, pero también que, si<br />

llegase a caer, se despreciaría a sí mismo. La<br />

continencia, fuente a veces de plácido sosiego, a<br />

él sin duda le embravecía, reconcentrando en<br />

su alma el vigor varonil, volviéndole más enérgico<br />

y un tanto impaciente y duro. Esto se notaba<br />

en el confesonario y asimismo en el trato,<br />

no obstante todo el cuidado que ponía en mostrarse<br />

afable; en el púlpito, el Padre Incienso se<br />

transformaba, se volvía todo azúcar, y tenía<br />

una elocuencia dulzona, rizada y quintaesenciada<br />

hasta dar en empalagosa: puro arrope<br />

conceptista, digno de un Gracián, admiración<br />

del vulgo y encanto de las beatas. Personificaba<br />

el Padre un aspecto muy conocido del genio<br />

nacional: la austeridad religiosa que oculta sus


maceradas carnes bajo un recargado paño barroco<br />

bordado de pájaros y de floripones.<br />

-Parece que se quería usted escapar de mí -<br />

díjome con la misma violenta amabilidad de<br />

antes, al ver que yo me detenía respetuosamente.<br />

-Al contrario -exclamé-. ¡Si es cosa como de<br />

Dios! Tenía precisamente que solicitar de usted<br />

un ratito de conversación a solas.<br />

-Es mi mayor deseo -contestó con entonación<br />

que me pareció singular por lo expresiva-.<br />

Sólo que, en la calle, imposible hablar de nada -<br />

y al decir esto miraba precavidamente a un<br />

lado y a otro, como si temiese ser oído-. Tampoco<br />

quiero ir a su casa de usted, ni que nos<br />

vean entrar juntos, mano a mano, en la residencia.<br />

Si usted me dispensase el favor de venir a<br />

verme... aguarde... ¿Mañana, a boca de noche...<br />

a la hora en que la gente de los balcones ya no<br />

atisba, y en la mayor parte de las casas se come


o se cena...? ¿Comprende usted? Porque todo lo<br />

que sea evitar comentarios... Supongo que se<br />

hace usted cargo, y no necesito añadir más...<br />

Hasta mañana ¿no es cierto, señor de Neira?<br />

El misterio y recato, las precauciones adoptadas<br />

para la entrevista, me probaron que si yo<br />

tenía cosas graves que preguntar al Padre, no<br />

eran de poca monta las que el Padre deseaba<br />

comunicar conmigo. Un confuso presentimiento,<br />

fundado en datos más o menos elocuentes,<br />

me gritaba que el Jesuita y yo nos buscábamos<br />

para tratar el mismo asunto. Yo sentía que la<br />

conferencia se llamaba Argos, y que la alarmante<br />

muchacha, la pobrecita loca, la chiflada, la<br />

calamidad de mi familia, era quien nos reuniría<br />

en plática grave y triste al padre de su alma y al<br />

de su cuerpo.<br />

Obedeciendo en todo y por todo las órdenes<br />

del Jesuita, esperé la hora señalada, y embozándome<br />

en mi pañosa, como el que acude a<br />

cita secreta, y dando primero mil reviravueltas


por callejuelas a fin de desorientar a los que<br />

averiguan cuanto no les importa, llegué a la<br />

residencia de los Jesuitas, viejo caserón situado<br />

en solitaria plaza del Barrio de Arriba. No necesité<br />

llamar: la puerta de la calle, cerrada al parecer<br />

en realidad sólo arrimada. Se abrió sin<br />

ruido alguno, y un donado, lego o lo que fuese<br />

-un corcovadito gangoso, que andaba sin hacer<br />

ruido- me dijo en apagada voz:<br />

-Tómese usted la molestia de entrar.<br />

Cuando estuve dentro, el corcovado cerró<br />

de veras, con llave, me alumbró para que no<br />

tropezase en la escalera vetusta. Atravesé varias<br />

piezas frías y aseadas, amuebladas sin pobreza<br />

ni lujo, decorosamente, hasta llega a una<br />

sala chica, que sobre sus desnudas paredes<br />

blancas no mostraba más adorno que una detestable<br />

copia de la famosa Concepción de Murillo.<br />

Un hombre que leía sentado ante una mesa<br />

con tapete de hule, se levantó al sentirme entrar,<br />

y murmurando «Bienvenido, felices no-


ches» me condujo a un sillón de gutapercha,<br />

acomodándose él enfrente, en otro igual, de tal<br />

modo que su cara quedaba en sombra, mientras<br />

la claridad que derramaba el quinqué de petróleo<br />

puesto sobre la mesa me iluminaba por<br />

completo a mí.<br />

Callamos un instante los dos. El Padre tosiqueaba,<br />

afectaba sonarse; pero, al fin, su natural<br />

resuelto triunfó del embarazo que no podía<br />

disimular, y después del ¡ejem! que precede<br />

siempre a las primeras interrogaciones en el<br />

tribunal de la penitencia, dijo, eligiendo con<br />

evidente cuidado las palabras:<br />

-Al llamarle a usted a esta hora y de este<br />

modo, adivinará que tengo que manifestarle<br />

algo muy importante a su tranquilidad y su<br />

honra de usted... y a la mía no menos. Si me<br />

hubiese sido posible resolver el conflicto con<br />

mis propias fuerzas, no acudiría a usted; desgraciadamente<br />

hemos llegado a tal punto, que,<br />

consultado mi superior, me ordena que me


ponga de acuerdo con usted, para que entre los<br />

dos remediemos el mal.<br />

El tono de persuasión y autoridad del Jesuita<br />

me impuso tal respeto, que al pronto no<br />

acerté a contestar palabra: sólo el temblorcillo<br />

de mis labios y la ansiosa expresión de mi cara<br />

respondieron por mí.<br />

-¿Ya habrá usted comprendido que aludo<br />

al estado de... su hija, la señorita María Ramona?<br />

-Sí, señor... digo, Padre... ¡Me lo supuse!<br />

-Soy su confesor -advirtió el Jesuita poniendo<br />

sordina a la aspereza de la voz-; pero<br />

nada de lo que va usted a oír lo sé por el confesonario,<br />

porque entonces no me sería lícito tratar<br />

de ello con persona de este mundo. Sin aludir,<br />

pues, a relaciones que no tienen más testigo<br />

que Dios; por indicios externos, por observaciones<br />

que usted habría podido realizar si qui-


siese, y que puede comprobar cuando guste, he<br />

llegado a adquirir el convencimiento, señor de<br />

Neira, de que su hija padece una manía... fatal,<br />

perniciosa; y en mi opinión, usted, interponiendo<br />

su autoridad de padre, debe prohibirla<br />

que frecuente tanto la iglesia, y no permitirla<br />

sino aquellos actos de piedad que no omite<br />

ningún buen cristiano. En el cuidado de su casa;<br />

en las labores de su sexo; en honestas distracciones,<br />

propias de su clase y estado, empleará<br />

el tiempo bastante mejor que en extremos<br />

de devoción... que su director... autorizó al<br />

principio... pero que... bien mirado... ya no<br />

puede menos que reprobar severamente.<br />

Guardé silencio, esperando más razones, y<br />

el Padre continuó, poniendo el mismo tiento<br />

exquisito en la elección de palabras:<br />

-Si el cambio de vida y la distracción no<br />

bastasen para... para... sosegar... el espíritu de<br />

esa señorita... en mi entender sería muy conveniente<br />

entregarla a un facultativo experto y


sabio... como... como el doctor Moragas, que<br />

creo es el que asiste a ustedes, y de cuya ciencia<br />

tengo formado excelente concepto. No soy tan<br />

enteramente profano en medicina (aquí el Padre<br />

sonrió intentado expresar modestia) que no<br />

me haga cargo de que el alma tiene con el cuerpo<br />

una relación estrechísima y que a veces, para<br />

granjear la salud del alma, es preciso evitar<br />

que sea juguete del cuerpo alborotado o débil.<br />

Si su hija de usted no... no se reporta, póngala<br />

usted en cura, señor don Benicio... Y si no es<br />

indiscreción, a este ruego añadiré otro: no piense<br />

usted más que en las cosas de su casa, y en<br />

ellas... piense con ahínco, a toda hora, sin cesar.<br />

Tiene usted a su cargo la honra y la felicidad de<br />

muchos seres -no digo que su salvación eterna,<br />

pues ni el mismo Dios, que pudo hacernos sin<br />

nosotros, puede sin nosotros salvarnos, y la<br />

salvación de cada uno se la ha de procurar uno<br />

mismo-; pero... por lo menos... a la de sus hijas,<br />

debe usted contribuir.


No sé por qué, esta alusión a mis propias<br />

flaquezas me desató la lengua y me prestó confianza<br />

para responder:<br />

-Padre, lo que usted va diciendo es el<br />

Evangelio... Le sobra a usted razón...; y con<br />

todo, es preciso que comprenda la situación en<br />

que me hallo. Ese estado de mi hija María Ramona...,<br />

vengo notándolo desde el fallecimiento<br />

de su madre, y desde que lo noté lo creí funesto<br />

y quise remediarlo. La hice mis reflexiones;<br />

intenté evitar que se excediese en las prácticas<br />

religiosas y en las penitencias... pero... lo malo<br />

es que... por la costumbre que había contraído<br />

mi esposa de ejercer plena autoridad en el<br />

hogar doméstico... y mi asentimiento a dejarla<br />

exclusivamente en sus manos... es lo cierto que<br />

las niñas se habituaron a obedecerla a ella... y...<br />

faltando ella... a mí... a mí... no me tienen respeto...<br />

es decir... no me tienen miedo ninguno...<br />

o... francamente, soy la última carta de la baraja<br />

en esto de regir a la familia. Sí señor: un cero a


la izquierda. Hábitos así no se corrigen en días<br />

ni en meses. Las muchachas apenas cuentan<br />

conmigo; no es que no me quieran, no es que<br />

deseen faltarme; es que nunca vieron en mí al<br />

que gobierna... y acaso yo también tenga... inexperiencia...<br />

y poca firmeza en el mandar.<br />

Esto lo dije lleno de confusión; y si no fuese<br />

por la hábil colocación de la luz, hubiese<br />

leído en la mirada del Padre -de aquel hombre<br />

tan confitado en hablar y tan rudamente viril<br />

por dentro- un menosprecio que apenas atenuaba<br />

la piedad. De todas las miserias en que<br />

puede caer el varón, sin duda al Padre le parecía<br />

la más vergonzosa el dejarse usurpar la autoridad<br />

por una hembra. ¡Con qué magnífico<br />

desdén se regocijaba entonces el Jesuita de<br />

haber renunciado a la unión conyugal, que así<br />

curte y reblandece las almas!<br />

-¿De manera -articuló precipitadamenteque<br />

usted no se encuentra capaz, dentro de su<br />

casa de hacer entrar en orden y en razón a su


hija, o al menos de impedirla que se ponga en<br />

ridículo... y que nos ponga en berlina a los demás?<br />

Ya no escogía términos el Padre. La desazón,<br />

el enojo y la pesadumbre le salían a borbotones<br />

por la boca.<br />

-¿En berlina? -pregunté dolorido a mi<br />

vez...<br />

-En berlina. Ya que ha llegado la ocasión<br />

de decir la verdad... me molesta, me contraría,<br />

me abochorna lo que está pasando... y, envenenado<br />

por la malicia, es imposible inferir qué<br />

proporciones tomará. He empleado cuantos<br />

medios están a mi alcance para que su hija de<br />

usted suprimiese ciertas demostraciones... inconvenientes,<br />

indiscretísimas. He puesto tasa a<br />

las confesiones y comuniones; he evitado toda<br />

aproximación, excepto las que me imponía mi<br />

santo ministerio; me he servido de mi autoridad<br />

espiritual para prohibir cuanto pudiese dar


pábulo a la maledicencia; he vedado el canto,<br />

porque desde que Argos cantaba, se fijaba mucho<br />

más en ella la atención; en fin, nada descuidé...<br />

y como no ha surtido efecto; como está<br />

cada día más revuelto aquel meollo; como he<br />

notado cosas que... que prueban la debilidad de<br />

su cerebro... como me la encuentro a... la pobrecilla...<br />

hasta creo que dentro de la faja... como se<br />

echa a llorar cuando me ve... como si no me ve<br />

me escribe y casi es peor... como ha dado en la<br />

tontería de regalarme pañuelos... y libros... y<br />

medallas de plata... que yo devuelvo, ya usted<br />

se lo figurará... ¡creo que ha llegado el instante<br />

de que usted venga en mi ayuda... y a la vez se<br />

ayude a sí propio. Porque si a mí me contraría<br />

¡bien lo sabe Dios! esta peripecia, a usted... ¡a<br />

usted debe de sacarle de quicio!<br />

Calló el Padre, y como si se encontrase fatigado<br />

reclinó el codo sobre la orilla del sofá, y<br />

la cabeza en el dorso de la mano cerrada.


¿Por qué mi pensamiento se convirtió entonces<br />

hacia ti, o mi adivinadora, mi maga, mi<br />

bruja, doña Milagros? Allí estaba la viva prueba<br />

de tu teoría, la clave de tu síntesis del mundo:<br />

aquel hombre que en actitud apesadumbrada<br />

tenía delante de mí: aquel hombre esclavo<br />

de una idea, vestido de negro, severo, inflexible,<br />

feo, casi viejo ya, era el Adán, el estrafalario<br />

Adán por quien una Eva romántica, incitada<br />

del demonio, desdeñaba el mundo, sus<br />

pompas y vanidades, y creía abrir las alas remontándose<br />

al cielo, cuando en realidad se precipitaba<br />

al abismo. La devoción de mi hija, sus<br />

rezos, sus delirios, sus penitencias, su olvido<br />

completo de la coquetería femenil, no eran, no,<br />

llamamientos de lo divino... Eran aquel hombre<br />

y nada más que aquel hombre... ¡Adán y Eva, el<br />

drama eterno del Paraíso!<br />

Sin embargo, en cierto respecto, el caso<br />

presente desmentía más bien que confirmaba<br />

las suposiciones de doña Milagros. Este Adán


no era Adán, en el sentido terrenal y profano de<br />

la frase: al contrario, representaba la victoria<br />

del ángel sobre el instinto del hombre. La reprobación<br />

de ciertas flaquezas; la altanera repulsión<br />

hacia ciertos pecados; el horror al cenagal<br />

de la concupiscencia, se pintaban tan claramente<br />

en las acentuadas facciones, en el ceño<br />

adusto y en los delgados labios desdeñosos del<br />

Jesuita, que me sugirieron una envidia extraña:<br />

envidié a las almas soberbias que ven el pecado<br />

en forma de humillación, y que, por poseer la<br />

naturaleza grandiosa del águila, llegan a adquirir<br />

la condición inmaculada del armiño. La protesta<br />

del ser espiritual y racional contra la materia<br />

impura hermoseaba tanto al padre, que se<br />

transfiguraban las líneas de su rostro, dándole<br />

cierta semejanza con un arcángel moreno... un<br />

arcángel muy casto... y semirrebelde. Ocurrióseme<br />

que la castidad, bella en la mujer, adquiere<br />

en el hombre, en quien tiene tanto de inesperada,<br />

un tinte majestuoso y sobrehumano.


El Jesuita se levantó de pronto, lo mismo<br />

que si le impacientase la prolongación de nuestra<br />

plática, y comprendiese que ningún fruto<br />

sacaría de ella.<br />

-En resumidas cuentas... ¿intentará usted...<br />

probará? Mire usted que la situación actual es<br />

insostenible -pronunció con tedio-. Por ahora,<br />

el cuentecillo no pasa de las sacristías; hay alguien<br />

que ha visto... que ha olfateado... pero aún<br />

no se divulgó por allí la especiota. Se divulgará<br />

bien pronto; ya sabemos lo que pasa. Es la teoría<br />

de la mancha de aceite.<br />

-¡Que vergüenza! -exclamé.<br />

-Sí por cierto... y añada usted, ¡qué responsabilidad!<br />

-agregó de un modo incisivo, paseándose<br />

agitado por la reducida salita-. Pues<br />

antes de que estalle la bomba... a recogerla. No<br />

ignora usted que aquí, lo mismo que en todas<br />

partes, existen unos papeluchos indecentes,<br />

órganos de las desmedradas logias locales, o


solo de la desvergüenza y la grosería de quien<br />

los escribe. Los tales papeluchos señalan con<br />

piedra blanca el día en que averiguan yerros<br />

como el de su hija de usted. Una señorita de<br />

buena familia, joven, hermosa, y un Jesuita...<br />

¡qué presa para esos sabuesos viles! Ya oigo sus<br />

ladridos irónicos; ya leo el suelto indigno, ya<br />

veo la asquerosa caricatura obscena... Ya me<br />

parece que las mejillas se me abrasan de rubor<br />

y que las manos me tiemblan, porque no pueden<br />

abofetear, como lo merecería, al miserable...<br />

-Y al expresarse así, el Jesuita se me venía<br />

encima, con las manos abiertas y en actitud de<br />

agarrar algo para deshacerlo-. ¡Tantos años pasados<br />

en rogar a Dios que aparte de mí hasta la<br />

sombra de una calumnia; tantos años de combate,<br />

tanta perseverancia en el ejemplo... expuestos<br />

a perderse por la insania de una... de<br />

una... de una pobre joven! ¡De cuantos deberes<br />

tengo que cumplir por obediencia, el único que<br />

me cuesta esfuerzo es este de confesar a mujeres!<br />

Lo cumplo, lo cumplo... ¡Pero si usted su-


piese lo que se sufre! No parece sino que el<br />

aliento de la mujer envenena el aire... En fin,<br />

don Benicio, ¿me promete usted sacar fuerzas<br />

de flaqueza? Se lo ruego por amor de Cristo<br />

sacramentado.<br />

-Padre -murmuré-, yo he de hacer cuanto<br />

sea posible; pero quien sabe si exagera usted<br />

algo nuestra desdicha. No me toca defender a<br />

mi hija en este caso; cuando usted dice que...<br />

que le molesta... que le acosa... cierto será...;<br />

pero tal vez sus intenciones no cederán en pureza<br />

a las de usted; acaso sólo por imprudencia,<br />

por exceso de celo, por fervor mal entendido,<br />

ha pecado María Ramona.<br />

El Jesuita se había vuelto a sentar, quedando<br />

en la sombra su rostro. Un ligero<br />

estremecimiento de su cuerpo respondió a mi<br />

frase, y, después, como violentándose, articuló:<br />

-Poco importa la intención al mundo, que<br />

ve las cosas por fuera. Yo le apercibo a usted,


en concepto de padre, porque, si no lleva a mal<br />

mis palabras sinceras, le diré que usted responde<br />

de esto que pasa... En mi ya largo ejercicio<br />

de confesor, he tenido a veces la desgracia de...<br />

de tropezar con mujeres... cuya cabeza regía<br />

mal; pero eran solteronas ya entradas en años,<br />

versos sueltos, por decirlo así, y no tenían las<br />

infelices quien las contuviese. ¡Una señorita tan<br />

joven y de las... condiciones... de su hija de usted...<br />

jamás se me atravesó en el camino...! Sólo<br />

una huérfana podría... No me haga usted creer<br />

que sus hijas están huérfanas... o que deberían<br />

estarlo.<br />

Sentí que la sangre se me arrebataba a las<br />

mejillas y tartamudeé:<br />

-¿Usted sabe que mi hija quiere entrar en<br />

un convento?<br />

-Su hija de usted... -contestó reposadamente<br />

el Padre...- Sí, su hija de usted; pero no su<br />

hija María Ramona, que es de la que hablamos.


-¿Eh? ¿<strong>Qué</strong>... qué dice usted?... María Ramona...<br />

Argos divina...<br />

-¡No señor! Pero ¿dónde vive usted? Veo<br />

que nuestra conversación era más necesaria de<br />

lo que yo mismo creía. ¡Válgame la Virgen santa!<br />

¿Es posible que hasta ese extremo dispongan<br />

de sí mismos los que de usted dependen,<br />

sin consultarle, sin enterarle siquiera? Don Benicio...<br />

¡la autoridad del padre es sagrada, procede<br />

de Dios! ¡El que no la sostiene y no la ejercita,<br />

renuncia a sus más santos derechos! ¡El<br />

que forma lazos y engendra familia contrae<br />

deberes; usted ha permitido que todo se subvierta,<br />

que todo se corrompa en su casa de usted!<br />

¡Lamento no haberlo conocido a usted antes,<br />

para repetirle sin cesar que quien manda,<br />

manda, y que mujeres entregadas a su albedrío<br />

no pueden dar al varón prudente sino amarguras!<br />

-¡No sé lo que me pasa! -exclamé ya aturullado-.<br />

¡Pero por Dios, acláreme usted el enig-


ma! ¿<strong>Qué</strong> sucede? ¿Cuál de mis hijas, si no es<br />

Argos, aspira a la vida monástica?<br />

-Virgos, como usted la llama... esa... esa será<br />

monja cuando yo sea obispo- y una pálida<br />

sonrisa jugó en los marchitos labios del Padre-.<br />

La que ingresará muy pronto en las Benedictinas<br />

de San Payo de Compostela, es... ¡increíble<br />

parece que usted lo ignore! Clarita, la segunda.<br />

-¡Clara!<br />

-La misma.<br />

-¡Clara!<br />

-¿De qué se asombra usted? Clara ve el<br />

mundo tal cual es... y no quiere vivir en él. Es<br />

también mi confesada: he combatido al principio<br />

su vocación, lo tengo por sistema invariable;<br />

pero un día tras otro la vocación ha resistido<br />

a mis ataques, y he llegado a aprobarla a<br />

alabar la resolución de la señorita. Su vocación


no es de esas arrebatadas, ardientes; no la produce<br />

ningún amoroso desengaño, ningún antojo<br />

o desarreglo del alma; ¡es una determinación<br />

madurada despacio, fundada en razones sólidas<br />

y en consideraciones que revelan juicio y<br />

discernimiento!<br />

-Clara vale mucho -exclamé entre afligido<br />

y lisonjeado.<br />

-Vale, vale... Piensa como un hombre -dijo<br />

indulgentemente el Jesuita-. Sabe que no ha de<br />

heredar grandes bienes de fortuna, ve que pasa<br />

tiempo y no la han pretendido aquellos jóvenes<br />

a quienes podría aceptar y con quienes podría<br />

ser una buena esposa; no quiere ni imaginar<br />

bodas con un hombre desagradable, que la repugne;<br />

cree, y no se engaña, que si el matrimonio<br />

encierra felicidades, también trae consigo<br />

grandes penas, y, por último en la imaginación<br />

de su hija de usted ha labrado huella el espectáculo<br />

de la incesante fecundidad de su madre,<br />

al verla sufriendo siempre, siempre encinta,


siempre con el comadrón a la puerta y, por último,<br />

el verla morir como murió... En fin -<br />

pronunció el Jesuita con voz mordiente-, la han<br />

asustado ustedes. Clara es de complexión tranquila,<br />

amiga del reposo, de la vida regular y<br />

metódica, de las horas fijas de la paz, de la calma,<br />

de la dignidad. En las Benedictinas estará<br />

como en su centro. La regla no es estrecha; el<br />

convento tiene una huerta preciosa.<br />

Miraba yo al Padre, atónito y subyugado<br />

ante aquel hombre que me hablaba por primera<br />

vez, y conocía mejor que yo los propósitos, el<br />

corazón y el carácter de mis hijas.<br />

-Debe usted -añadió- alegrarse mucho del<br />

monjío de Clara. En el convento será dichosa:<br />

los embates y las luchas del mundo no llegan<br />

allí. Usted no tendrá que pensar en dote...<br />

-¡Eh!


-Nada: la dota su padrillo, el Penitenciario<br />

de Lugo...<br />

Yo me cogía con las manos la cabeza.<br />

-¡Estoy soñando! Clara... ¡mi Clarita! ¡Pero<br />

si nada me ha indicado; si hace la vida normal;<br />

si se arregla, se adorna, ríe, pasea con sus otras<br />

hermanas! Buena cristiana, sí; pero no se come<br />

los santos... ¿Está usted cierto, Padre? ¿Está<br />

usted cierto?<br />

-Sí, señor... No se lo diría a usted a no estar<br />

certísimo. Ahora llega usted a su casa, y se lo<br />

pregunta a ella misma... En fin, para ser francos<br />

del todo, señor de Neira... Clarita me ha dado la<br />

comisión de enterarle a usted. No se atrevía... y<br />

contó conmigo para este encargo. Ya lo desempeñé...<br />

Ruego a usted que lo tome como se deben<br />

tomar cosas que ni nos perjudican ni nos<br />

avergüenzan. Pero que por Clara no se le olvide<br />

a usted María Ramona. Clara marcha bien. ¡A<br />

la otra, si tiene usted carácter!...


¡Carácter, carácter! ¡Que pronto se dice eso,<br />

Padre Incienso de mi vida! ¡Quisiera yo que<br />

hubiese sido casado treinta años con doña Ilduara<br />

Pimentel... y ya veríamos en qué paraban<br />

sus fueros y sus bravezas! El manso gato casero<br />

no es el tigre, y el Jesuita no es el marido... Por<br />

el camino, desde la residencia a mi casa, combiné<br />

unas entradas terribles, unas catilinarias<br />

de papá fiero... y al abrirse la puerta aparecer<br />

las chiquilladas, sólo supe decir:<br />

-Hijas, ¿está la cena? Vengo muerto de debilidad.<br />

Y cuando Clara, un poco humedecidos los<br />

ojos, se me colgó del cuello, todo lo que pude<br />

exclamar fue: -¡Ay Clarita! ¿Que debía yo<br />

hacerte? ¿De cuando a acá a los padres los enteran<br />

los extraños?<br />

12


Me había ordenado en el confesonario el<br />

Padre Incienso que procurase no estar nunca,<br />

nunca a solas con mi peligrosa amiga; y deseoso<br />

de obedecer al pie de la letra, no hallé medio<br />

de enterarla de lo referente a Clara y Argos y<br />

consultarla para que su incomparable talento<br />

me guiase y alumbrase; porque yo no sabía qué<br />

hacer, ni cómo echarle a Argos dobles llaves y<br />

triples cerrojos a fin de que dejase vivir a la<br />

gente.<br />

Pasado el alboroto de los primeros instantes,<br />

se me figuraba que hubiese podido acercarme<br />

a doña Milagros, oír su habla graciosa y<br />

disfrutar de su compañía, sin que se desmandase<br />

ningún instinto inferior, ni apareciese ninguna<br />

forma baja e indigna del acendrado afecto<br />

que me inspiraba aquella mujer seductora. Ni<br />

aun me explicaba cómo habían podido desencadenarse<br />

en mí los malos impulsos. Esperaba<br />

no reincidir; en lo sucesivo con agravios a la<br />

señora, al par que un cariño hondo, un delicado


espeto, el que merecía por sus virtudes. Virtudes<br />

he dicho, y no me retracto: rabien los lenguateros<br />

de la Sociedad de Amigos: el caso de<br />

Sobrado estaba ahí: yo tenía pruebas. El figurarme<br />

a doña Milagros honesta, legal, incólume,<br />

fidelísima, me tranquilizaba; depurábase<br />

mi cariño, y se calmaba mi espíritu contristado.<br />

Siguiendo otro consejo del Padre, avisé al<br />

médico para saber ante todo lo que procedía<br />

hacer con Argos, y cómo asistir a tan rara enferma.<br />

Y mientras ella estaba en el templo, y las<br />

mayores de paseo con la comandanta, y las<br />

chiquitas jugaban bajo los soportales, custodiadas<br />

por la niñera y por Visanté. Moragas acudió,<br />

dándose por enterado aun antes de que yo<br />

le expusiese el caso.<br />

-Su hija de usted -me dijo- hace tiempo que<br />

me llama la atención. Es cosa notable: una imaginación<br />

servida por órganos... y también perturbada<br />

por algunos. Va usted me conoce: ya<br />

sabe mi manera de pensar... Pero no seré yo


quien incurra en la vulgaridad de echar a la<br />

religión culpas que no tiene. Argos ha nacido<br />

con una fantasía exaltadísima, candente, rica,<br />

dominadora, y tendencia a dramatizar la vida.<br />

Es, por vocación, actriz y neurósica por temperamento.<br />

En esta clase de naturalezas, a veces<br />

se desliza la niñez y parte de la juventud sin<br />

revelar lo que late, porque faltó el móvil, la sacudida<br />

inicial. Móvil ha sido para Argos la<br />

muerte de su madre y las escenas que precedieron<br />

y siguieron a esa muerte. Cuando su difunta<br />

señora de usted cogió en brazos a la niña y<br />

amagó arrojarla por la ventana; cuando Argos<br />

echó a llorar conociendo que su madre se moría;<br />

cuando al verla se quedó cortada, sin llanto;<br />

cuando luego se abrazó al cadáver se arrodilló<br />

delante del Crucifijo, fue sufriendo otros tantos<br />

embates que la desequilibraron.<br />

-Pero... -murmuré, sin comprender bien-.<br />

¿Usted cree que está la niña... transtornada?...<br />

-Enferma; diga usted enferma.


-¿Loca? -interrogué como si sollozarse.<br />

-¿<strong>Qué</strong> adelantaríamos con poner rótulos? -<br />

exclamó don Pelayo-. Las fronteras de la locura<br />

están por deslindar; y casi inexplorado el terreno<br />

que limitan. Hay locos de un minuto, locos<br />

de una hora, de un día, de un año, de diez...<br />

Nadie se muere sin el cuarto de hora de locura.<br />

La razón nuestra no es una lámpara fija, inalterable,<br />

resguardada por un globo de vidrio sino<br />

una antorcha agitada por el viento...<br />

Como no callase. Moragas volvió a tomar<br />

la ampolleta:<br />

-No se figure usted que lo de Argos es cosa<br />

nunca vista. Al contrario: la exaltación nerviosa<br />

es un mal característico del sexo. Tampoco<br />

piense usted que me parezco a esos que creen<br />

que hay dos medicinas, una para la mujer y<br />

otra para el hombre. Si el padecimiento de su<br />

hija de usted se presenta más a menudo en la<br />

mujer o casi exclusivamente en ella, no es tanto


por diferencias de organización, como por las<br />

de educación y vida social. El varón que nace<br />

dotado de esa ardiente fantasía, de esa sensibilidad<br />

que notamos en Argos, tiene mil modos<br />

de emplearlas: el estudio, el arte, el trabajo, la<br />

distracción, la multiplicidad de las relaciones<br />

exteriores... y... no se asuste usted... el amor<br />

real.<br />

-¡Señor de Moragas! -exclamé-. No entiendo...<br />

Hábleme usted como a un ignorante que<br />

soy: dígame en qué consiste la enfermedad de<br />

mi hija y cómo se cura.<br />

-A eso voy... ¿Se acuerda usted de un refrán<br />

que dice: carrera que no da el potro, en el<br />

cuerpo se le queda?<br />

-Lo cual significa...<br />

-Que como la mujer no puede dar carrera<br />

ninguna... a no ser que la dé para perderse... se<br />

le va almacenando dentro, en los sentidos, en el


cerebro, en el corazón, toda esa fuerza... y, en<br />

ciertas organizaciones, se produce fatalmente la<br />

explosión... ¿Todavía no me ha entendido usted?<br />

-De suerte que las muchachas vienen a ser<br />

así... como una bomba de dinamita bien cargada,<br />

y que al menor contacto, al menor sacudimiento...<br />

-No las muchachas todas... pero sí algunas<br />

muchachas... bastantes muchachas... las que<br />

poseen en alto grado ciertas facultades no logran<br />

atrofiarlas con la vida pasiva a que las<br />

costumbres y las instituciones condenan a la<br />

mujer. ¡Pobrecillas! ¿<strong>Qué</strong> quiere usted que<br />

hagan, don Benicio?<br />

-¿<strong>Qué</strong>? -exclamé-. ¡Lo que hicieron siempre...<br />

lo que hizo mi santa madre! Mucho coser...<br />

mucho rezar... en casita... y querer a su<br />

marido y a sus hijos!


Cuando expresaba estas opiniones tan<br />

cuerdas, pareciome que la sombra de Ilduara,<br />

irritada y fatídica, lívida de color, cruzaba por<br />

delante del vidrio azul de la galería -porque en<br />

la galería pasaba esta plática-. Y sobre el cirio<br />

amarillo, como bañada en luz de oro, apareciose<br />

doña Milagros. Ninguna de aquellas dos<br />

mujeres, tan diferentes entre sí -las dos a quien<br />

yo había querido-, se asemejaba a mi madre en<br />

lo más mínimo. Entonces pensé que tal vez suceda<br />

con las mujeres lo que con los hombres, y<br />

lo que es bueno para unas sea para otras ominoso<br />

y detestable. El Doctor, entre tanto, alisando<br />

su blanco cabello rizoso, estirando sus<br />

níveos puños, derecho y engallado, sonreía<br />

maliciosamente.<br />

-Me parece que no está usted conforme,<br />

señor de Moragas -añadí al notar su buen<br />

humor.<br />

-No... lo que pasa es que se me figura que<br />

hablamos dos idiomas diferentes, y que por


este camino no podremos entendernos jamás.<br />

Con el fin de que nos entendamos en lo indispensable,<br />

en lo referente al tratamiento de su<br />

hija de usted, sólo le ruego que se haga cargo<br />

de una cosa: que para querer al marido y a los<br />

hijos hay que empezar por tenerlos... y que acaso,<br />

si Argos los surgiese, no descarrilaría. ¿Puede<br />

usted casarla? ¿No? ¿Entonces, cómo quiere<br />

usted que realice el tipo ortodoxo de la hembra<br />

de nuestra especie?<br />

Según hablaba Moragas, pensé en mí mismo,<br />

y vi con extraña lucidez que yo, yo en persona,<br />

Benicio Neira, sí que realizaba el tipo señalado<br />

como ortodoxo para la mujer. Empapado<br />

en las ideas de mi madre acerca de la organización<br />

monárquico-absoluta de la familia, y<br />

no pudiendo plantearlas porque mi esposa no<br />

se había sometido a mí, las había planteado<br />

sometiéndome yo a ella y viviendo única y exclusivamente<br />

para mis funciones de esposo y<br />

padre. No había cosido, es cierto; pero otros


oficios domésticos que, en mi opinión, incumben<br />

a la mujer, los había aceptado en ocasiones<br />

dócilmente. Una llamarada de rubor me encendió<br />

el rostro; no estaba seguro de mi virilidad;<br />

parecíame sentir alrededor de mi cuerpo crujido<br />

de enaguas. Por fidelidad a mis ideas tradicionales,<br />

¿habría yo sido en mi casa el hembro?<br />

¿Tal vez quien no sirve para amo es necesariamente<br />

esclavo?<br />

-Señor de Moragas -dije en alta voz y sin<br />

fe- que yo sepa, no piensa en amores mi hija.<br />

Trátase de una monomanía mística; si algo tememos<br />

es que se nos meta monja.<br />

-Señor de Neira -respondió el doctor-, yo le<br />

aseguro a usted que no hay tal, y su hija está<br />

perturbada en el terreno amoroso. La congestión<br />

de la fantasía ha parado en eso; y cuando<br />

lo digo, tengo mis razones. La he examinado<br />

atentamente; pero no atribuya usted este rasgo<br />

mío a perspicacia, no; la malicia se ha adelantado<br />

a la ciencia, y corren voces por ahí...


-¿<strong>Qué</strong> voces? -exclamé alteradísimo.<br />

-Las que nunca faltan... Las de los innumerables<br />

chismosos de cada pueblo.<br />

-Pero... ¡Dios mío! ¿Con quién? Argos...<br />

Moragas tecleó en la pechera.<br />

-Es difícil mi situación. La de usted también.<br />

Hay otra situación peor todavía: la del<br />

hombre que, obligado a evitar, no ya el pecado,<br />

sino hasta la apariencia de él; más sujeto dentro<br />

de su sotana a las vírgenes dentro de su blanco<br />

traje; forzado, sin embargo, a tratar con mujeres,<br />

a oír sus íntimos secretos, a ser, como ellas<br />

dicen, su director espiritual, su confidente, su<br />

amigo, ve a alguna de esas mujeres -de cuya<br />

conducta, en cierto modo, es responsable- caer<br />

en el abismo de la pasión imposible, absurda,<br />

reprobada, sin finalidad. ¿<strong>Qué</strong> se hace en casos<br />

así?


No dijo más Moragas, ni era preciso para<br />

que yo comprendiese que sus noticias confirmaban<br />

enteramente las del Padre Incienso. Y la<br />

aflicción, la paternal humillación que sentí fueron<br />

tales, que se me saltaron las lágrimas. Por<br />

primera vez, de mi vida apreciaba uno de los<br />

aspectos terribles de la solidaridad entre padres<br />

e hijos: la responsabilidad que nos toca en el<br />

mal que no hemos cometido, como autores del<br />

autor de ese mal.<br />

La mano del doctor se apoyó en mi hombro.<br />

-¡Ánimo! ¡Ea! ¿<strong>Qué</strong> es eso? Alégrese usted<br />

de la persona en quien recae el extravío de Argos;<br />

esté usted cierto que no abusará de él.<br />

¿Quiere usted saber más? Vamos, yo le voy a<br />

decir todo... siempre que prometa tener valor.<br />

-Lo tengo -respondí-; sólo que lo que atañe<br />

a mis hijas, en esto de la honra, es lo único que<br />

me aplana... Pero diga usted... diga.


-Pues allí va... Conviene que usted sepa<br />

que él mismo fue quien me avisó de... de la enfermedad<br />

de Argos.<br />

-¿Él?<br />

-Sí... el director... Y mire usted... yo, el médico<br />

empecatado, el librepensador empedernido,<br />

tengo que reconocer que el diantre del Jesuita<br />

se porta como hombre de bien... y además<br />

como hombre experto. Rayó a gran altura de<br />

discreción. Díjome que sabiendo que soy el<br />

médico y el amigo de la casa, se creía en el deber<br />

de llamarme la atención respecto al estado<br />

de salud de Argos... Me rogó que me fijase en<br />

ciertos fenómenos y síntomas, y diome a entender<br />

que, entre las manifestaciones de la enfermedad<br />

de su hija de usted, había algunas<br />

que rebasaban del límite de aquellas que la<br />

medicina puede combatir... Añadió que, por su<br />

profesión y ministerio, estaba habituado a ver<br />

casos semejantes, y que, hecho a diferenciar los<br />

verdaderos llamamientos de Dios de las ilusio-


nes que se forja la fantasía humana, no atribuía<br />

gran valor a ciertas cosas... extraordinarias...<br />

peregrinas... que le ha referido Argos, y las<br />

consideraba síntomas de un estado de perturbación<br />

causado por la muerte de su madre...<br />

Callé. Algo ardiente me quemaba el rostro.<br />

Al fin, pude preguntar:<br />

-Y... ¿qué síntomas raros son esos... de que<br />

habló el confesor de mi hija?<br />

-Los hubiese yo podido relatar antes de<br />

oírle a él y de verla a ella... La agitación moral;<br />

la alteración funcional del sueño y de la comida,<br />

que ella toma por devoción, diciendo que<br />

ayuna al traspaso cuando deja transcurrir un<br />

día entero sin probar alimento; la insensibilidad<br />

al frío, que la permite pasarse la noche en camisa,<br />

rezando; el buscar el mismo frío para calmar<br />

el ardor de la piel, echándose sobre el santo<br />

suelo; y, por último, algo alarmante: las alucinaciones...<br />

Del oído: su hija de usted, a cada


momento, cree oír la voz del Padre que la ordena<br />

que haga esto, aquello o lo de más allá...<br />

De la vista: su hija de usted cree que a ciertas<br />

horas se aparece a su lado. El Padre... y siempre<br />

de pie, y al lado izquierdo siempre... Pues aún<br />

hay más... ¡Hay más! Voy a enterarle de una<br />

cosa que usted no sabe, y... vamos... cosa peliaguda...<br />

Argos se alabó de tener... ¡ahí es nada!<br />

una llaga milagrosa en la frente... como una<br />

santa... ¡no sé cuál! usted recordará mejor.<br />

Retrocedí, mirando espantado al médico.<br />

-No se asuste... Oiga con calma... En efecto...<br />

la frente... ¿no se ha reparado usted que la<br />

llevó vendada algunos días? La frente de su<br />

hija de usted... ha sudado sangre.<br />

Mi palidez, mi susto, fueron tales que sobresaltaron<br />

a Moragas. Sentí un estremecimiento<br />

que bien <strong>puedo</strong> calificar de terror sagrado:<br />

aquel escalofrío de que habla Job, que entre las<br />

nocturnas tinieblas heló en sus venas la sangre


y erizó sus cabellos, vino a resbalar, como un<br />

hálito de tumba, sobre mi rostro que la angustia<br />

bañó en sudor glacial. Mis cincuenta años de fe;<br />

las creencias mamadas con la leche y enraizadas<br />

en el corazón; todo aquel fondo de catolicismo,<br />

que yo ignoraba a veces, pero que no<br />

por eso dejaba de regir mi conciencia, mis sentimientos<br />

y mis actos, se condensó en un solo<br />

grito, en una exclamación venido del alma:<br />

-¡¡Jesús!!<br />

Y Moragas, cogiéndome del brazo y apretándomelo<br />

con sobrehumana energía, respondiome:<br />

-No es Jesús, no... Le hablaré a usted, no<br />

como habla el médico, sino como hablaría el<br />

mismo Padre Incienso si usted le consultase...<br />

Jesús debe de complacerse en la pureza; Jesús<br />

debe de aborrecer la amalgama de la pasión<br />

humana y profanísima, con las formas castas y<br />

místicas de la caridad... No es el dedo de Jesús


el que abrió en la frente de Argos esa llaga. Es<br />

la circulación alterada por los fenómenos histéricos,<br />

y que, congestionando un punto cualquiera<br />

de la epidermis, lo hincha hasta que<br />

rompe la piel y sale la sangre por allí... Es un<br />

fenómeno característico de la enfermedad, que<br />

combatiremos por medios racionales... Tan natural<br />

es eso, como el sangrar por las narices...<br />

No corre peligro la vida... Lo que sí peligra es la<br />

fama, es la consideración de su hija de usted.<br />

¡Ya empieza a susurrarse...! ¿Sabe usted quiénes<br />

lo llevan y traen, quiénes lo propalan? Esas<br />

beatuelas, esas ratas de sacristía, esas diletantes<br />

del confesonario, que tienen de ella... ¿cómo me<br />

explicaré? una especie de celos... sí, de celos.<br />

Zoe Martínez Orante, Paciencia Borreguero,<br />

Ragaladita Sanz, han sido las primeras en notar<br />

ciertas tonterías de Argos... y en comentarlas<br />

con frases de emponzoñada miel. Yo <strong>puedo</strong><br />

atender al cuerpo: a la reputación, solo usted<br />

puede.


-¡Dios mío! -murmuré lleno de aflicción-.<br />

¡Dios piadoso! Bastante es para un hombre,<br />

señor de Moragas, cuidar de su propia conciencia,<br />

de su reputación propia; celar su honradez<br />

y librarla de manchas feas... ¡La reputación de<br />

los hijos debiera ser sagrada! Sagrada, sí; los<br />

que atentan a ella proceden como infames...<br />

¡Ah! ¡Que no haya castigo para estos delitos!<br />

¡Mi hija desconceptuada! ¡La pobrecilla, que<br />

ignora tal vez su estado; que se cree inspirada<br />

por el cielo!<br />

-Así es. Ella tiene en esto la misma responsabilidad<br />

que tendría si la saliese un tumor, o la<br />

doliesen las muelas. En fin, no amontonarse.<br />

Calma, mucha calma, calma sobre todo. Voy a<br />

poner un directorio en regla: usted se obliga a<br />

que lo observe la muchacha, y sobre todo, no<br />

me la deja ir a la iglesia... ¡ni a otros lugares de<br />

perdición...! Y dentro de dos o tres meses, según<br />

esté Argos, nos la llevamos a la Erbeda a


eber leche y desgranar maíz. Campo, aire,<br />

libertad, sueño, comida. Salud segura.<br />

La tarde de este mismo día, entrome un escozor<br />

de comprobar por mí personalmente la<br />

verdad de las afirmaciones de Moragas y saber<br />

si, en efecto, la honra de mi hija andaba en lenguas.<br />

Se me figuraba -y no iba descaminadoque<br />

sólo con acercarme a la Sociedad de Amigos,<br />

<strong>leer</strong>ía en los rostros la calumnia. Resuelto a<br />

observar, emboceme en mi capa y me fui a la<br />

Sociedad, a la hora en que sabía yo que se esgrimían<br />

las tijeras y el cuchillo.<br />

Así que entré, pude comprender que, en<br />

efecto, allí se murmuraba, y lo que más que<br />

demostró que se hablaba de personas para mí<br />

queridas, fue que, al llegar yo se estableció de<br />

súbito en el corrillo embarazoso silencio. Como<br />

si mi presencia les hubiese echado una rociada<br />

de agua glacial, callaron y sorprendí codazos,<br />

gestos, miradas expresivas que decían con elo-


cuentísimo lenguaje: «Ahora no podemos continuar.<br />

Hay papel de estraza. A otro asunto».<br />

Entonces sentí un impulso que no había<br />

notado jamás en mis cincuenta años de vida<br />

esencialmente pacífica. Fue como una remoción,<br />

en lo profundo de mí, de todos los instintos<br />

animales y sanguinarios de que no carece<br />

ningún hombre. Fue un deseo vivo, ardiente,<br />

incoercible, de destruir, romper, ahogar, hacer<br />

trizas. Sí; gustoso, gustosísimo, hubiese cogido<br />

a todas aquellas gentes y las hubiese retorcido<br />

entre mis flacas manos como se retuerce la ropa<br />

mojada. Una visión horrible me pasó ante los<br />

ojos: pareciome ver a mi hija, a mi niña querida,<br />

al pedazo de mis entrañas; pero verla... ¿cómo<br />

lo diré sin que se manche mi boca?, despojada<br />

de los ropajes que velan el pudor, tendida, pálida,<br />

exánime, sobre una losa de mármol; y las<br />

miradas de aquella gente maldita se clavaba en<br />

ella, escudriñaban su hermosura, la registraban<br />

ávidos e impúdicos, la profanaban... ¡Ah! ¡<strong>Qué</strong>


tentación, repito, de lanzarme a ellos y despedazarles!<br />

Acordeme de la gallina, que a pesar<br />

de su mansedumbre, se eriza y enfurece para<br />

defender a su progenitura. ¡Yo me volvía león!<br />

Algo extraño debía de notarse en mi gesto,<br />

para que Mauro Pareja, el Abad, mirándome<br />

fijamente, me cogiese de un brazo y me llevase,<br />

como en animosa demostración, hacia el cierre<br />

de cristales que daba al mar, en el salón de lectura.<br />

-Don Benicio... ¿qué le pasa a usted? -<br />

preguntome-. Parece que está usted así... como<br />

inmutado.<br />

-No sé... -murmuré apenas repuesto de la<br />

horrible impresión- No sé... ¡Déjeme usted ahora...<br />

aguarde un poco...!<br />

Y de pronto, encarándome con él:


-Mire usted, don Mauro.. usted es amigo<br />

mío... usted me aprecia; digo, yo creo que me<br />

aprecia. Deme usted una prueba de amistad:<br />

una sola.<br />

-Diga usted... ¿De qué se trata?<br />

-Pero no ha de engañarme usted.<br />

-¡Si no sé que es ello! -exclamó cada vez<br />

más sorprendido. Al ver mi angustia, añadió:<br />

-En fin, bueno... se lo prometo a usted. Explíquese.<br />

-Pues dígame, ¡pero con verdad! de qué<br />

hablaba esa gente cuando yo entré, y por qué<br />

callaron de pronto.<br />

Mauro Pareja reflexionó breves instantes.<br />

Vi en su rostro señales de perplejidad. Al fin,<br />

enarcando las cejas:<br />

-¿Me promete no sulfurarse?


-Haré lo posible... Venga... Espero.<br />

-Después de todo, si se sulfurase usted, valiente<br />

tontería... Cuando no se trata de personas<br />

que a uno le tocan muy de cerca...<br />

-No entiendo... ¡No entiendo!<br />

-¡Vamos... oiga...! Como usted es tan amigo...<br />

-y Mauro recalcó la frase- del comandante<br />

de Otumba... y como se hablaba del escándalo...<br />

del escandalito monumental...<br />

te...<br />

-¿<strong>Qué</strong> escándalo? -interrogué.<br />

-¡Hágase usted de nuevas! Lo del asisten-<br />

-Del... ¿del asistente?<br />

-¡Vamos! ¡Conmigo no sirven disimulos!<br />

Ese asistente tan buen mozo... ¡Pues es un grano<br />

de anís!... Usted me decía que las murmuraciones<br />

contra doña Milagros no tomaban forma


nunca... Ya la han tomado... ¡y muy gallarda! Si<br />

yo soy mujer, creo que por un chico tan guapo...<br />

Aunque... francamente... la clase... la... ¡Digo,<br />

si doña Milagros no tiene el mismo aristocrático<br />

abolengo que el Vicente!<br />

Apoyeme en la vidriera. Me caía. El mar<br />

dio vueltas y el cielo también. Entreoí que dijo<br />

Mauro Pareja:<br />

-Pero, ¡qué rábanos, don Benicio!.... ¡Se nos<br />

va usted a desmayar como las mujeres!<br />

¡Oh Dios, autor nuestro; Dios que sacaste<br />

de la nada esta hermosa bola verde-mar y color<br />

de chocolate, que gira por el espacio azul llevando<br />

en su seno tantas maravillas de la naturaleza,<br />

de la civilización, del arte y de la industria!<br />

¡Oh Dios, que cuentas entre tus atributos la<br />

13


universal presciencia y la suprema sabiduría;<br />

Dios, que todo lo haces con número, medida y<br />

peso; Dios, que enlazas a la causa el efecto y<br />

derivas el fenómeno del noúmeno; Dios, que<br />

sólo puedes tener por divisa la armonía y la<br />

lógica inflexible; Dios, que te propusiste un<br />

plan, y en ese plan simbolizaste la razón suma...!<br />

¿Por qué dividiste a la humanidad en dos<br />

sexos?<br />

¡Te hubiese sido tan fácil, Señor, al formar<br />

al ser humano, constituirle de suerte que no se<br />

encontrase descabalado y solo, y no le apremiase<br />

sin cesar el impulso de reunirse con la otra<br />

mitad de la naranja, a riesgo de tropezar en vez<br />

de medio fruto dorado y deleitable, media venenosa<br />

poma! Este estímulo: esta sed, menos<br />

material que psicológica; este desasosiego, esta<br />

inquietud, estas rabias y dolores que nos atarazan<br />

el espíritu, ¿por qué, Señor, por que nos las<br />

impusiste a nosotros, efímeras criaturas de una<br />

hora, destinadas ya a tantos sufrimientos? ¿Por


qué condenaste al amor a los que ya estaban<br />

condenados al trabajo y a morir?<br />

Todavía, Señor, comprende mi flaca inteligencia<br />

que esa ley amorosa nos obligue durante<br />

el período indispensable para que no se extinga<br />

la especie humana: todavía me avengo, de buen<br />

grado, a que por instantes se alborote y escalabrine<br />

el barro vil de nuestro cuerpo; pero el<br />

alma, Señor; la porción inmaterial y purísima,<br />

que guarda en sí la centella divina de su origen,<br />

¿no valdría más que se mantuviese libre y tranquila,<br />

en plácido sosiego, dedicada sólo a contemplarte,<br />

a admirar tu grandeza y a esperar el<br />

momento en que Tú la recojas?<br />

¡Porque en efecto, Señor, para los fines de<br />

la conservación de nuestra especie, corto tiempo<br />

bastaría; y los que han llenado -tal vez con<br />

exceso- el deber de impedir la extinción de la<br />

raza humana -verbigracia yo- deberían -así como<br />

al jornalero se le otorga descanso cuando ha<br />

cumplido su tarea- encontrar el reposo y la


calma del corazón y de las potencias, y dominar<br />

con serena sonrisa la lucha de las pasiones!<br />

¡Lo has querido así, Señor... y sin comprender<br />

tu voluntad, la respeto! Has dispuesto<br />

que, atraídos sin cesar por el sexo contrario, sin<br />

cesar también, si hemos de acatar tus leyes, lo<br />

evitemos, lo huyamos, elevemos barreras entre<br />

él y nosotros. Y procuramos hacerlo para servirte.<br />

Pero tómalo en cuenta, Señor... porque si<br />

es fácil, sobre todo cuando se han calmado los<br />

hervores de la mocedad, huir de un cuerpo que<br />

la ilusión nos representa divino... ¡es casi imposible<br />

apartarse de un alma en quien teníamos<br />

cifrada nuestra espiritual delicia!<br />

Si hubiesen podido tomar forma mis atropellados<br />

pensamientos -al volver de la Sociedad<br />

de Amigos llevado del brazo por Mauro<br />

Pareja-, creo que sería muy análoga a la de los<br />

párrafos anteriores. Bajo la impresión de la bochornosa<br />

nueva; en medio del dolor que me<br />

aplanaba y casi me embrutecía, mi imagina-


ción, excitada por acontecimientos recientes,<br />

alzaba líricamente su vuelo para preguntar a la<br />

Providencia la razón de ser del perpetuo conflicto<br />

entre las pícaras mujeres y los bellacos de<br />

los hombres. En aquella triste hora de desengaño<br />

y vergüenza, creía verlo todo claro: el fundamento<br />

de las desconfianzas de mi esposa; su<br />

perspicacia al rastrear la condición de la comandanta<br />

de Otumba; la razón suficiente de<br />

mis defensas y de mis caballarescos arrechuchos;<br />

el móvil conducta al confiar mis hijas a<br />

doña Milagros; el verdadero carácter de semejante<br />

mujer, buena y sencilla en apariencia, en<br />

realidad impúdica y torpe como las romanas<br />

emperatrices...<br />

Porque, señores, sólo con una emperatriz<br />

romana, de las que entronizaban momentáneamente<br />

a sus esclavos, se me ocurría<br />

comparar a la inicua, a la falsa, a la perversa...<br />

Pensando estoy, lector y juez mío, que al<br />

llegar aquí dirás: pues hombre ligero de cascos,


mal pensado y tornadizo, ¿cómo das tan fácilmente<br />

crédito a la más ofensiva de las imputaciones<br />

que contra esa señora se formulan, mientras<br />

desdeñabas, con olímpico desdén, otras<br />

hipótesis por cierto estilo menos infamantes y<br />

aun algo creíbles?<br />

Es muy cierto, y yo también reflexioné sobre<br />

esta anomalía, y vine a deducir que, como<br />

sucede con todas las cosas del mundo, lo creí...<br />

no porque me lo dijesen, sino porque instintivamente<br />

ya lo creía antes, desde el mismo día<br />

en que doña Milagros me expuso aquella célebre<br />

teoría acerca de nuestros primeros padres, y<br />

después me llevó a la cocina para enseñarme<br />

cómo había encontrado la perla de los servidores...<br />

Mi movimiento de repulsión al notar la<br />

arrogante presencia de Vicente; el impulso profanísimo,<br />

inesperado, que sentí en la antesala,<br />

no habían sido más que avisos, intuiciones de<br />

unos celos que aún no se conocían a sí propios.


A primera vista yo no había podido definir ni<br />

precisar lo que temía, porque me engañaba la<br />

desigualdad de condición social entre la señora<br />

y el mozo valenciano... Pero, bien mirado,<br />

¿dónde estaba semejante desigualdad? Doña<br />

Milagros (bien lo decía Ilduara) pertenecía al<br />

pueblo por los cuatro costados. La sobrina de la<br />

tomatera de Chipiona no tenía por qué hacer<br />

ascos, como no fuese por virtud, al soldado<br />

raso, hijo tal vez de algún honrado labriego de<br />

la ribera, y no inferior a su ama ni en origen, ni<br />

en principios. El mismo encanto de doña Milagros;<br />

la simpática espontaneidad, la frescura de<br />

sentimientos, la sinceridad, la abnegación, la<br />

completa ausencia de esas pretensiones ridículas<br />

y mezquinas que afligen a la mesocracia,<br />

bien podía poseerlo Vicente, como poseía una<br />

belleza noble y varonil que los caballeros ¡ay de<br />

mí! le envidiábamos.<br />

Pensando en esto, casi se me saltaban las<br />

lágrimas de rabia y despecho. No ha de llamar-


se celos lo que yo sentía, entonces. Era más bien<br />

un remordimiento doble y agudo; el de haber<br />

ofendido y abreviado la vida a la buena esposa,<br />

el de haber confiado mis hijas a semejante mujer.<br />

¡Ah, todo se acabaría, todo! La ruptura de la<br />

amistad sería completa, irremediable y pública;<br />

prefería dar, como suele decirse, mi brazo a<br />

torcer, reconocer tácitamente que había sido un<br />

bolo y vivido en el más risible engaño, a fin de<br />

extirpar de una vez aquella mala hierba enraizada<br />

ya en mi hogar!<br />

«La extirparé, quien lo duda» -afirmaba<br />

entre mí-. Pero al mismo tiempo, cierta vocecilla<br />

desalentada y mofadora decía también allá<br />

en los últimos pliegues de mi conciencia: «No<br />

la extirparás, porque te faltará valor. Tú eres<br />

hombre que ha soportado el destino, pero no lo<br />

ha dirigido y dominado nunca. Tú tienes de<br />

varón sólo la forma: tu espíritu es pasivo, dócil;<br />

por el cauce que le abren, se desliza; no sabe<br />

rebelarse y arrostrar los obstáculos. Tu política


es la política de los aplazamientos y de las contemporizaciones;<br />

tu ética, la resignación; en tu<br />

niñez sólo aprendiste a sufrir, sólo viste ejemplos<br />

de mansedumbre y paciencia; el resorte de<br />

tu carácter está roto; no te erguirás; seguirás<br />

consintiendo que una mujer liviana haga de<br />

madre de tus hijas, y ocupe el lugar de la intachable<br />

señora a quien mató...». ¡Porque hasta de<br />

asesinar a Ilduara acusaba yo entonces a doña<br />

Milagros!<br />

Con tan negras vacilaciones entraba, del<br />

brazo del Abad, bajo los soportales de la plaza<br />

de Marihernández, paseo muy concurrido en<br />

los días de lluvia -aunque por lo general estuviesen<br />

más húmedos que la misma plaza-.<br />

Mauro Pareja, que me sostenía, preguntome<br />

cortésmente:<br />

-¿Se encuentra usted mejor?<br />

-Gracias, mucho mejor fue encuentro... No<br />

acostumbro padecer estos vahídos- respondí.


-No es nada: ya lleva usted otro cariz: allá<br />

se desencajó usted enteramente; parecía usted<br />

un cadáver. Pero, antes que lleguemos a su<br />

domicilio de usted, quiero atar el cabo que nos<br />

dejamos suelto cuando usted se indispuso. Todo<br />

lo que yo le dijese a usted de lo que se glosa<br />

en el pueblo respecto a doña Milagros y al asistente<br />

buen mozo, sería flor de cantueso al lado<br />

de la realidad. Hace años que no había disfrutado<br />

Marineda escándalo por el estilo. Sé que<br />

corren por ahí unos versos de Primo Cova, que<br />

arden en un candil: pimienta fina... Se han sacado<br />

de ellos una docena de copias... pero no he<br />

podido conseguir ninguna todavía, y eso que<br />

me los prometió el condenado... Así que los<br />

tenga se los <strong>leer</strong>é a usted... Y nos reiremos.<br />

Hice el gesto que haría un sentenciado a<br />

garrote si al ajustarle el collar le dijese el verdugo<br />

una chanza, y el Abad continuó:<br />

-Los detalles son de este género: que Vicente<br />

le abrocha las botas y le ajusta el corsé a


su ama... En fin, le aseguro a usted que la historia<br />

no tiene desperdicio. Yo no sé si a usted le<br />

agrada o le contraría que le entere: pero se me<br />

figura -y noté en el acento del Abad cierta conmiseración-<br />

que estaba en el deber de enterarle.<br />

Era cargo de conciencia el permitir que por ser<br />

usted la única persona que a estas fechas no<br />

veía claro, consintiese que sus lindísimas hijas...<br />

Lo demás... ¿qué diantre importa?<br />

-¡Ay amigo mío -murmuré con aflicción-.<br />

¡Eso es más fácil de decir que de hacer! Crea<br />

usted que me pone en un conflicto...<br />

-¿Quiere usted un consejo bueno? Se muda<br />

usted de casa... ¡y andando!<br />

Excelente encontré el parecer. A los miedosos<br />

les es grata y fácil la retirada. Mudarse, sí,<br />

mudarse: romper ese nudo sutil y apretado de<br />

la vecindad, que estrecha toda relación como<br />

irrita toda antipatía suprimir los encuentros en<br />

la escalera, las paraditas en el portal, las baja-


das y subidas de los niños, el inevitable roce,<br />

basta el ruido de muebles que recuerda la<br />

proximidad de la persona en quien no quisiéramos<br />

pensar... Mudarse, sí: ni había otro arbitrio.<br />

-Tiene usted razón -dije al Abad-: lo único<br />

factible es irse bien lejos, a la calle de la Unión<br />

de Cantabria... o a la plaza de Compostela...<br />

¿Gusta usted subir a descansar?<br />

Negose cortésmente el Abad, fiel a su sistemática<br />

resistencia de solterón empedernido,<br />

que no entiende de poner los pies en casa donde<br />

hay señoritas casaderas. En este punto,<br />

Mauro Pareja era incorruptible, y yo, que lo<br />

sabía, no insistí.<br />

En el mismo portal encontré a mi casero<br />

Baltasar Sobrado, que se disponía a emprender<br />

la ascensión. Nos saludamos cordialmente.<br />

Hacía tiempo -desde que él asediaba a doña<br />

Milagros en nuestra tertulia- que no nos diri-


gíamos la palabra el rico viudo y yo. No sé por<br />

qué razón, ahora me aproximé a él con un apresuramiento<br />

que puede llamarse amistoso. Él me<br />

tendió la mano bien enguatada y me dedicó<br />

una sonrisa semiprotectora, semiconfidencial,<br />

colocándose en la actitud de un hombre que<br />

quiere demostrar que no ha dado importancia a<br />

los candorosos desplantes de otro; y yo, aprovechando<br />

la ocasión favorable, con la precipitación<br />

de los que no están seguros de mandar en<br />

su voluntad al día siguiente, díjele que había<br />

resuelto mudarme: que la casa era muy cara<br />

para mí, y que le agradecería me advirtiese si<br />

en alguna de las suyas había un piso desalquilado<br />

-pues Baltasar poseía en Marineda seis u<br />

ocho hermosos inmuebles-. Con gran sorpresa<br />

mía, el casero se encogió de hombros, forzó la<br />

sonrisa y la amabilidad, y murmuró cogiendo y<br />

remirando las solapas de mi gabán, lo mismo<br />

que si le interesase mucho su forma y color:


-¡Bah! ya entiendo... La subidita del duro,<br />

que no la ha digerido usted, vecino... No, y tiene<br />

usted razón: eso fue una tontería del apoderado,<br />

que se empeñó en apretar, y apretó donde<br />

no debía... Pero le he leído la cartilla, y cuente<br />

usted que desde hoy tendrá usted su piso al<br />

precio de antes. Y se empapelará también el<br />

dormitorio de las niñas. ¡Sólo faltaba! No había<br />

de estar con papel sucio y viejo. Las pondremos<br />

algo bonito... un fondo perla con ramitos de<br />

rosas Pompadour: Hasta he dispuesto que se<br />

componga el fogón: si hace humo, lo renovaremos<br />

completamente. Estas mejoras y otras de<br />

pintura, revoques... etc., ya supondrá usted que<br />

las concedo con mucho gusto: todo antes que<br />

usted se me vaya. No: lo que es con eso... no se<br />

transige, don Benicio: no se transige.<br />

Aturdido y sin saber cómo interpretar tanta<br />

atención y afecto, respondí:<br />

-Pero si es que lo... Si es que me convenía...


-No, no le conviene a usted... ¿<strong>Qué</strong> le va a<br />

convenir? Como que le rebajaré no sólo los<br />

veinte reales de la subida, sino otros veinte de<br />

alquiler... ¿eh? vamos, aunque digamos treinta...<br />

Se me figura que así... ¿Pero iba usted a<br />

retirarse? ¿Tenía usted mucha prisa? -añadió<br />

aquel modelo de casero, cogiéndose campechanamente<br />

de mi brazo y llevándome hacia los<br />

soportales, por donde comenzamos a pasear<br />

deteniéndonos a cada minuto.<br />

-Conmigo -decía Sobrado recargando el<br />

tono confianzudo- puede usted hablar francamente.<br />

¡Yo sé bien..., pero muy bien! lo que son<br />

ciertas cosas. Un padre tan cargado de familia<br />

como usted, pasa a lo mejor la pena negra... y<br />

no es que falte con qué vivir, no; ni es tampoco<br />

que sea un despilfarrado, ni mucho menos un<br />

vicioso. Es que vienen los imprevistos; es que<br />

no se puede, teniendo chicas, meterlas debajo<br />

de una cazuela; es que hoy el traje, mañana el<br />

sombrerillo... el dinero se va, ¡qué sé yo cómo!,


sin sentir. Para establecerlas es preciso lucirlas;<br />

para lucirlas, adornarlas; para adornarlas, gastar<br />

bastante... No salimos bastante de este círculo<br />

vicioso. Hoy sus hijas de usted llevan luto;<br />

pero no lo han de llevar eternamente; vendrá el<br />

paseo, el teatro, el baile; no tendría nada de<br />

extraño que usted..., que usted necesitase... por<br />

poco tiempo, naturalmente... recurrir... a un... a<br />

un amigo... De esto se ve... a cada triquitraque.<br />

¿Porque usted será opuesto a vender?<br />

-¡Opuestísimo! -exclamé con toda la energía<br />

de mi alma-. Para mí son sagrados los pedazos<br />

de tierra que me transmitieron mis<br />

mayores.<br />

-¡Bien, bien! Muy sanas ideas. La propiedad<br />

fundada en la tradición, es una base social...<br />

de las más sólidas. No venda don Benicio;<br />

no venda usted, aunque le ofrezcan el oro y el<br />

moro.<br />

-Antes creo que me dejaría morir.


-Y además, pregunto yo: ¿qué necesidad<br />

tiene usted de vender? El que vende por necesidad,<br />

vende casi siempre a desprecio, malbaratando.<br />

Pero eso es para quien no dispone de un<br />

amigo, que en buenas condiciones le adelante<br />

tres... o seis... o diez que puedan urgirle en<br />

aquel momento. Y usted no está en ese caso. A<br />

usted le basta abrir la boca.. y encontrará inmediatamente<br />

lo que se le ocurra. Supongo que, si<br />

llega la ocasión, se acordará usted de los que<br />

estamos cerca. No vaya usted a ponerse en manos<br />

de logreros que le asfixien... Bien sabe usted<br />

dónde hay amigos viejos.<br />

Confieso que la gratitud y la sorpresa me<br />

embargaron el habla. Yo, dígase la verdad, me<br />

había conducido con Sobrado medianamente.<br />

Hasta creía haber estado impolítico con él. Todo<br />

por culpa de mi quijotesco empeño en defender<br />

contra malandrines y follones la honra<br />

de doña Milagros. ¡Necio de mí! Sobrado era el<br />

hombre de mundo, el experto, el que conocía a


las mujeres, mientras yo... ¡Cuánto me despreciaba<br />

a mí mismo! ¡Cuán ridículo me encontraba!<br />

Como si Sobrado adivinase mis pensamientos,<br />

diome al codo obligándome a mirar,<br />

de soportal afuera, hacia las iluminadas ventanas<br />

de la comandanta de Otumba.<br />

-Ese piso sí que me gustaría a mí que se<br />

desalquilase -murmuró mordiendo ligeramente<br />

su bigote, que aún era dorado y fino-. No me<br />

hacen feliz historias de cierto género... Pero<br />

¡ahora que me acuerdo! ¡Si usted es uña y carne<br />

de la prójima... y va a sacar la espada por ella,<br />

de seguro!<br />

-Yo no saco la espada por nadie... Pero me<br />

agrada que de las señoras se hable con miramiento<br />

-advertí, sintiendo renacer, al latigazo<br />

de aquellas brutales palabras, mi tradicional<br />

criterio y mis añejas indagaciones.


El camastrón de Sobrado no insistió: era<br />

demasiado sagaz. Se limitó a hacer un movimiento<br />

picaresco de cejas, y antes de soltarme,<br />

en el descanso de la escalera, a la puerta de su<br />

piso, insistió, tomándome de nuevo las manos:<br />

-Cuidadito... Si alguna vez se ve usted en<br />

apuro... con franqueza... Nada de vender... Los<br />

amigos para esos casos somos.<br />

Subí a mi casa. Mis piernas flaqueaban,<br />

rendidas por doloroso cansancio; mis sienes<br />

latían; en mi cabeza retumbaba un murmurio,<br />

como de resaca del mar... «Voy a caer enfermo»,<br />

pensé, mientas Feíta, según costumbre,<br />

me abría la puerta.<br />

Hay días -muy contados, es cierto- que parecen<br />

tejidos con hilos de luz; en otros diríase<br />

que la trama de la vida se enreda y se afea y<br />

adquiere negruras de fúnebre crespón. Aquel<br />

era de estos últimos. ¡<strong>Qué</strong> día, viven los cielos!<br />

¡<strong>Qué</strong> día! Primero el doctor Moragas y sus noti-


cias sobre Argos; después, el Abad y sus noticias<br />

sobre la comandanta de Otumba; luego,<br />

Sobrado y sus ofrecimientos, que olían a miseria<br />

y a ruina; y ahora... Ahora, Feíta me siguió<br />

misteriosamente a mi cuarto, y mirando alrededor,<br />

y acercándose luego a mi oído, murmuró<br />

esta lacónica y terrible frase:<br />

-Papá... debemos mucho.<br />

-¿<strong>Qué</strong>? ¿Que debemos? Chiquilla, ¿estás en<br />

tu sano juicio?<br />

-Ya se ve que estoy. Debemos mucho, y<br />

vamos a deber más, porque urge comprar mil<br />

cosas. Me han amenazado Rosa y Tula con ponerme<br />

las posaderas como un tomate si se lo<br />

digo a usted... pero se lo digo, y a Roma por<br />

todo. Si se atreven a tocarme, las dejo el pescuezo<br />

como un hilo. ¡Vaya!<br />

-¡Pero hija... no te entiendo! ¿<strong>Qué</strong> deudas<br />

son esas, di?


-Son... son trampas de Tula... porque dice<br />

que lo que usted daba para gobernar la casa no<br />

alcanzaba... y que ella no se ha de volver duros.<br />

Se le debe a la panadera; se le debe al de la<br />

tienda de ultramarinos; a la aguadora dos meses;<br />

a la lechera; a la lavandera, al que trajo la<br />

leña... y a la tocinera de la plaza el jamón y el<br />

tocino de más de un trimestre... Esa parece que<br />

ya se insolentó, y le dijo a Tula mil barbaridades.<br />

-Pero... -tartamudeé -¡si es imposible!... He<br />

dado más de lo que se daba en vida de tu pobre<br />

madre... ¡Más de lo justo!... No <strong>puedo</strong> creer lo<br />

que me cuentas.<br />

-¡Papá del alma! -murmuró la chiquilla<br />

echándome al cuello los brazos-. ¡<strong>Qué</strong> buenísimo,<br />

qué infeliz le hizo Dios! Por eso hay que<br />

quererle más -añadió estampándome un fresco<br />

beso en los bigotes-. Usted dio, ya se ve que<br />

dio, y más de lo que destinaba mamá para el<br />

gasto... Solo que no se invirtió ese dinerito en la


casa, sino en los caprichos de cada una... Tula,<br />

que no tiene bonito sino el pie, ha derrochado<br />

un dineral en calzado y medias... Rosa, se pierde<br />

la cuenta de lo que se le va en perfumería,<br />

en guantes, en alfileres de azabache en macacadas<br />

por el estilo... La chiflada de Argos compra<br />

piezas de música, se suscribe para las novenas,<br />

y además le compró regalitos al Padre Incienso...<br />

Yo lo sé... Por cierto que el Padre la dio un<br />

chafo: los devolvió... Hasta la pavisosa de<br />

Constanza tuvo el antojito de retratarse y de<br />

comprar un álbum... ¡Está para álbumes el<br />

tiempo!... Mire usted -añadió bajando la voz-,<br />

también milor Froilán fuma... ¡Son muchas gotas<br />

de cera, y hacen el cirio Pascual!<br />

¡Día de oro! Antes de acabar de enterarme<br />

de nuestro precario estado y calcular la gravedad<br />

del conflicto económico, nos avisaron de<br />

que estaba servida la cena... Senteme a la mesa<br />

con más ganas de llorar que de comer, y las<br />

chicas, que andaban tan alegres y alborotadas


como alicaído yo, sacaron la necia conversación<br />

de la belleza física de los hombres.<br />

-¿Te gusta a ti Baltasar Sobrado? -Preguntó<br />

Purita a Constanza.<br />

-¡Ay! no... ¡Parece un calabacín... los carrillos<br />

tan gordos!<br />

-¿Y Visanté?<br />

-¡Visanté! -exclamaron dos o tres de las<br />

chicas-. ¡Ese sí! ¡Es guapísimo! ¡Una preciosidad!<br />

¡<strong>Qué</strong> ojos! ¡<strong>Qué</strong> pelo! ¡<strong>Qué</strong> cara!<br />

-A ver si os calláis -dijo severamente Tula,<br />

con un acento y un gesto que recordaban enteramente<br />

a su madre-. Da asco oíros hablar así<br />

de un criado. Para las señoritas, los criados no<br />

son hombres.<br />

-Pues Vicente es hombre, y reguapo -<br />

declaró Feíta con energía de niña emancipada-.<br />

Y mira: más vale decirlo así, francamente, que


mirarle con el rabillo del ojo, como le miraba...<br />

alguna que... que se la echa de dómina.<br />

De un brinco se alzó Tula de la mesa: y<br />

agarrando por un brazo a Feíta, la sacudió dos<br />

bárbaras puñadas en el rostro. Pero Feíta, desprendiéndose<br />

de a las manos de la mayor, descargole<br />

a su vez sonora bofetada en la mejilla,<br />

mientras balbucía sollozando:<br />

-¿Quién eres tú para pegarme, malvada?<br />

¿Quién eres tú?<br />

Me lancé a separarlas, porque Tula, descompuesta,<br />

quería «hacer un escarmiento». No<br />

sé cómo logré que, gruñendo y lloriqueando, se<br />

apartasen. Ya sosegado el motín, se me ocurrió<br />

ver qué hacía Argos. En su cuarto había luz:<br />

miré por la cerradura, y vi algo semejante a una<br />

aparición. Mi hija, de pie, inmóvil, no tenía otra<br />

ropa sino la larga camisa de dormir, que descendía<br />

hasta el suelo. Con la cabellera tendida,<br />

las manos abiertas y cruzadas sobre el seno,


como pintan a las Concepciones, los ojos al cielo<br />

y las mejillas arreboladas por el transporte de<br />

su espíritu, era Argos una hermosísima extática,<br />

una verdadera efigie de altar. Y al recogerme<br />

en mi cama, donde me aguardaba el insomnio,<br />

no pude menos de pensar que mi casa parecía<br />

la de Orases, y que acaso yo no estaba<br />

mucho más cuerdo que mis hijas.<br />

No hablemos de la noche que pasé. Hacia<br />

cualquier parte que me volviese, sólo veía responsabilidades,<br />

decepciones y peligros. Era<br />

preciso emprender lo más difícil para quien no<br />

está habituado: tener tesón, revestirse de energía,<br />

en una palabra, transformar mi ser... ¡Ah,<br />

Ilduara! ¡Cuán preferible encontraba yo entonces<br />

la docilidad y obediencia a tu bienhechor<br />

régimen absoluto, a la triste anarquía que me<br />

14


odeaba por todas partes y que representaba el<br />

más profundo desbarajuste moral y económico!<br />

Apenas me hube levantado y salido en zapatillas<br />

a la galería, por ver si el aire fresco de la<br />

mañana entonaba un poco mis nervios, volvíame<br />

de pronto, porque sentí detrás el aliento<br />

de una persona que respira fuerte y vivo. Mi<br />

sangre dio una vuelta... Era la misma doña<br />

Milagros, que abusando de la confianza con<br />

que nos tratábamos, venía a aquella temprana<br />

hora, sin cumplido alguno, de falda usada y<br />

casaquillo blanco, el negro pelo recogido, una<br />

toquilla marrón anudada a la garganta. En el<br />

momento de verla, lo olvidé todo: encargos del<br />

Padre Incienso, chismes de la Sociedad de<br />

Amigos, quejas y suspicacias propias..., y me<br />

dejé llevar del gusto de tenerla allí, a media<br />

cuarta de distancia, en aquel traje casero, que<br />

favorecía las ilusiones más dulces de<br />

convivencia íntima.<br />

Mal conocerá la naturaleza de ciertos afectos<br />

quien sospeche que la proximidad de doña


Milagros me producía pecaminosas impresiones.<br />

Mi satisfacción era noble y honesta: la alegría<br />

del que, agobiado por cuidados y ansias<br />

mortales, ve al amigo a quien puede confiar<br />

todas sus cuitas y con el cual espera desahogar<br />

su corazón.<br />

Como si la andaluza adivinase lo que por<br />

él pasaba; como si tuviese facultades de zahorí,<br />

adelantose a mis confidencias, exclamando:<br />

-Vamo, don Benisio, que hoy hay penitas<br />

nuevas... No me las caye usté; así como así las<br />

he calao.<br />

Me estremecí, y ella continuó:<br />

-Estoy enterá de toos los disgustos. Soy yo<br />

el paño de lágrimas de la casa, y las chiquillas<br />

me cuentan antes que a nadie sus rabieta. Una<br />

confiansa tienen conmigo... ¡Pobresiyas! No<br />

haya reparo, santo varón: descargue ese costali-


to de aflisiones... que alguna se podrá remediar<br />

en un verbo.<br />

Sonreía picarescamente al hablar así, mientras<br />

con una mano se sujetaba las puntas del<br />

pelo indómito que quería salirse del rodete. El<br />

movimiento era juvenil, encantador, y suspiré,<br />

más de verla y de pensar en su infamia, que por<br />

mis apuros y contrariedades.<br />

-No valen suspiro... ea, ¿qué hase usté callao<br />

como un poste? A contar esos pesare...<br />

¿No? -añadió, viendo que yo sacudía tristemente<br />

la cabeza y hacía ademán de rechazar las<br />

preguntas y el interés de la señora-. Pue los<br />

contaré yo... y le iré disiendo a usté el remedio<br />

para cada uno.<br />

Acabo de arreglar los rizos; miró al mar,<br />

que el sol doraba y opalizaba allá a lo lejos,<br />

donde surgía la espuma de los rompientes; me<br />

dio un empellón... y habló así:


-Las hija, por orden de edaes. Tula está insufrible:<br />

con la soltería, es un pepiniyo en vinagre;<br />

rie, pega, y además, ni gobernar sabe... o<br />

no la da la gana. Bueno: pasiencia, y quitarla el<br />

mando; las cuentas las paga usté... y por la mano<br />

de eya, ni un séntimo. Clara... ¿se creía usté<br />

que yo no estaba enterá? Clara tiene determinao<br />

resar en el coro... Tan secretico lo guardó<br />

que pocos lo sabemo... Pero hace mu bien, y<br />

usté debe alegrarse. ¿<strong>Qué</strong>? Es una chica colocá;<br />

se la dota a usté otro, ¡y lleva buen marío!...<br />

¿Que si la pesará luego? ¡A cuántas casás las<br />

pesa! Clarita corre el albur... y puede que esté<br />

más contenta que tos nosotro en el mundo. Rosa...<br />

casquivaniya... mucha gana de gastá la<br />

plata y de emperifoyarse, y de mirá al primero<br />

que la hase guiño... No perderla de vista, y no<br />

largarla ni un real tampoco a esa... ¡Argos, con<br />

vena de loca... pero no se asuste usté, hombre,<br />

que eso no dura, y la persona por quien anda<br />

ella bebiendo los vientos ni la ha de mirá siquiera!<br />

A esa, cerrojo y yave: no dejala salí en


dos mese. Y si quiere usté oí un consejo bueno...<br />

pero bueno, ¡compadre!, a Argos... cuando se la<br />

quite esta luna que tiene... la dedica usté al canto,<br />

y la manda usté a Madrí, y en el teatro se<br />

gana la vía y lo pasa como una reina... Amiguito,<br />

en estos tiempos hay que trabajá, y ca palo<br />

que aguante su vela; ¡y no vale decir que salimos<br />

de la pata isquierda de los Gutigambas...!<br />

Esa chica, en la tabla se hase de oro... y puede<br />

que encuentre un esposo título y miyonario.<br />

¡Anda! Ya no sería la primera, ni la segunda.<br />

Oía yo a la señora sin despegar los labios.<br />

Reaparecían poco a poco mi cólera y mi desprecio,<br />

y no encontraban más fórmula que la de<br />

aquel silencio elocuente, que ella interpretó de<br />

otra manera, creyéndolo efecto de mi apocamiento.<br />

-¿Se le ha comío a usté la lengua un ratón?<br />

-exclamó festivamente, tirándome de la manga-<br />

. Si ya sé yo, aunque usté no responda, lo que<br />

cavila... Cavila usté en que usté es, como quien


dise, un alma de Dios, un bonusir, un cacho de<br />

calabasa, que no tiene arranque... ¡vamo!, para<br />

apretarse los calsones y chillar: ¡Eh, gayinero,<br />

aquí mando yo, porque quiero y porque <strong>puedo</strong><br />

y porque me da la gana... y a cayar, y a enderesarse!<br />

Pues hombre, si usté no puede decidirse<br />

a ser autoridá, yo... yo estaré a su vera pa darle<br />

ánimo ¿entiende?, pa que me sea un valentón...<br />

y pa que todo ande derechito. Y no le consiento<br />

a usté que se ladee. Y usté no se ladea. ¡No faltaba<br />

má! Por los hijo hay que ser duro como un<br />

cuerno... y blando como un merengue... too a<br />

su tiempo... ¿estamos? En fin, que usté hará su<br />

obligación de padre... o si no, a la horca. Misté:<br />

¿Ha visto esa payasá que la disen el enano? Es<br />

una persona que habla y otra la apunta lo que<br />

ha de desir y mueve los braso por eya. Pues así<br />

haremos, camarada: usté habla y yo le soplo.<br />

Tuve un respingo que la señora interpretó<br />

por desconsolada negativa, fundada en alguna<br />

razón secreta, y al punto añadió con toda su


monería y con la zalamera humildad que la<br />

hacía tan irresistible:<br />

-Que tenemos la cuestión de monise... Que<br />

este mes va a haber algún ahogo... Pues ná... no<br />

hay ahogo, querío, no hay ni sombra de él...<br />

Ayer, cuando salto de la cama, me entra Visente<br />

una carta sertificá, con más pegotes de lacre...<br />

Firmo el resibo, la abro, y sale de dentro una<br />

letriya... ¿Ve usted? -añadió, entreabriendo el<br />

casaquín con indiscreta familiaridad y sacando<br />

un papel largo, crujidor, cubierto de renglones<br />

mitad litografiados, mitad de esa bonita letra<br />

inglesa propia de los documentos comerciales-.<br />

Mi tía la rica e Chipiona... que cada medio año<br />

o cada tres mese me dispara estas pedrás... Tres<br />

mil peseta sobre la casa Sobrao... ¿<strong>Qué</strong> me dise<br />

usté del confite? Pues teniendo yo parné, ¿hae<br />

pasá usté agonías? Hombre, estaría grasioso.<br />

Tomás ni sabe ni se entera de nada de esto. Es<br />

el hombre más infelís de la tierra y sus arrabales...<br />

digo, no; más infelís es usté... ¡Al grano: el


grano es que hoy cobro yo la letra... y esta noche<br />

tiene usté en su bolsa el trigo! A mí no me<br />

viene usté con resibo ni con pinturas: los papelote<br />

son bueno pa los trapalone: yo le conosco a<br />

usté y sé que tan honraos los habrá, pero más<br />

es imposible. Arreglamos las trampiyas esas...<br />

que son neutrales: porque, patriarca, esta casa<br />

es una federal, donde todos mandan y nadie<br />

gobierna, y si usté no agarra el látigo, va a<br />

traerse de las orejas cuando me lo sangren. Y<br />

como yo no he de consentir que se meta usté en<br />

manos de usureros, le doy lo que necesita... y<br />

no se habla más del asunto.<br />

Ante aquel rasgo que confirmaba la magnanimidad<br />

de la señora y la verdad de su cariño,<br />

un enternecimiento repentino me invadió, y<br />

la voz se me trabó en la garganta. Sí; doña Milagros<br />

era muy buena; quedábamos en esos, en<br />

que efectivamente era la más generosa, la más<br />

noblota de cuantas mujeres existen en el mundo...<br />

pero lo otro, lo otro, no podía olvidarse ni


perdonarse; lo otro era como mancha de cieno<br />

en blanco ropaje, como hendidura en aspa de<br />

cristal, como desgarrón en encaje rico, como<br />

grieta en torre, que delata su caída próxima. Lo<br />

otro les estropeaba todo, les inflamaba todo, lo<br />

echaba todo a perder... ¡Admitir yo dinero de<br />

las manitas impuras que jugueteaban sobre el<br />

borde de la galería! Primero la ruina y el hambre<br />

y la mendicidad... No era indignación lo<br />

que sentía; creo que este viril resorte de la indignación,<br />

como el del orgullo, faltaba en mi<br />

carácter; era pena, era bochorno, era un dolor<br />

depresivo, como el del muchacho a quien han<br />

castigado rudamente sin causa, y que respira,<br />

en la atmósfera, una gran maldad, una irritante<br />

injusticia... A seguir mi impulso, hubiese dejado<br />

caer la cabeza sobre el hombro de la culpable<br />

y lo hubiese calado de lágrimas.<br />

-Pero cristiano, ¡se contesta! ¿Habla algún<br />

gato, que no merese ni una rasón? -murmuró la


señora, enrollando la letra alrededor de su índice.<br />

De pronto, como al destaparse e inclinarse<br />

una botella sale el agua a borbotones, salieron<br />

las quejas de mi boca.<br />

-Doña Milagros... ya que se empeña... usted<br />

sabe que soy un hombre de bien; que en mí<br />

no cabe un sentimiento villano: que soy incapaz<br />

de no agradecer, que agradezco, que agradezco...<br />

¡No; no me juzgue usted tan vil que la ingratitud<br />

tenga asiento en mi corazón...!<br />

-No vale haser puchero -murmuró la andaluza<br />

volviéndose, pero no tan pronto que yo no<br />

divisase, al borde de sus pestañitas curvas y<br />

negras, una gota menuda, que al sol relució<br />

como un brillante.<br />

-No, si no me enternezco por lo que usted<br />

piensa... No es que me conmueva su bondad...<br />

Me conmueve; pero lo que me aflige... es que


no <strong>puedo</strong> aceptarla... y las causas porque no la<br />

acepto... las causas... no me las pregunte usted...<br />

porque mire usted... ¡no se las diría, no se las<br />

diría...! No, doña Milagros, no insista usted, no<br />

me mate... Mucho ascendiente tiene usted sobre<br />

mí; es decir, mucho ha tenido... pero lo que es<br />

ahora... Lo que es ahora, moriré callando. Bástele<br />

a usted con saber que ni admito ni <strong>puedo</strong><br />

admitir sus favores... Y esto es lo de menos. No<br />

le he dicho a usted lo gordo. ¡Lo más gordo!<br />

Que... que... que nos... que ya no podemos tratarnos...<br />

vernos... ser amigo... amigos... como<br />

antes. Que se acaba esto... ¡Sí, se acaba, y mal, y<br />

feamente! Y que ya no saldrán con usted mis<br />

hijas a la calle... ni bajarán... ni... ni cogerá usted...<br />

en brazos... a las pequeñas... a las gemelitas.<br />

Aquí me aturullé, me desfallecí, se me<br />

atascó la voz, se me encogió el corazón, y me<br />

volví de espalda... ¡Cuál no sería mi asombro...


y mi repulsión, al escuchar la carcajada insolente<br />

que soltó doña Milagros!<br />

-¡Divino! -exclamaba la señora sacudiéndose<br />

de risa y destellando malicia por sus negras<br />

pupilas, de venturina a la luz del sol-. ¡Es<br />

usté un alma mejor aún de lo que parese, don<br />

Benisio! ¡Es usté la perla e Dios! Pero, cristiano,<br />

¿se ha figurao usté que yo soy tan infelís como<br />

usté mismo?<br />

-¡No entiendo, doña Milagros! ¡Y a la verdad...<br />

me choca... me extraña!<br />

-Le choca... le extraña... ¡Querío, querío!<br />

¡Santo de mi corazón!<br />

El acento de dulzura, de mimoso halago,<br />

con que la señora pronunció estas palabras, no<br />

lo <strong>puedo</strong> yo expresar, ni se imagina sin oírlo.<br />

Quedé atónito. ¡Así acogía la señora la grave<br />

acusación, el terrible como que envolvían mis<br />

palabras! ¡Con tal descaro, con tal cinismo po-


nía en solfa la enérgica reprobación que yo la<br />

arrojaba a la luz! ¡Hasta tal punto me creía débil,<br />

que osaba reírse en mis bigotes errando yo<br />

la aseguraba que no volvería a acompañar a<br />

mis hijas!<br />

Aquello debía de ser un error. ¿Me habría<br />

entendido efectivamente doña Milagros?<br />

-¡<strong>Qué</strong> cara de bobo estasté poniendo! -<br />

insistió ella sin dar de mano a la risa-. Vamos...<br />

yo me explicaré, es decir, yo le explicaré a usté<br />

lo que cavila, y lo que usté cree tan secretiyo<br />

entre usté y el confesor. Para que vea que no<br />

soy ninguna boba. ¡Atensión! ¿andan las chiquiyas<br />

por ahí?<br />

Salió de la galería, se cercioró de que estábamos<br />

bien solos, volviendo a mí, pronunció<br />

risueña:<br />

-¿Se acuerda usté, don Benisio, de lo que<br />

hablamo el otro día? ¿Se acuerda que le dije que


en el mundo todo lo hase Adán por Eva y Eva<br />

por Adán? Pues... aplique usté ahora la moraleja.<br />

Usté, aunque no es ningún chico, y aunque<br />

es por lo bueno un paseo de mojicón, al fin... es<br />

de la casta de Adán... y como además tiene consiencia...<br />

se le ha puesto en el periquito... vamo...<br />

que me... es desir... que está un poco más<br />

chalao por mí de lo regular... y que Dios, y el<br />

Padre Jesuita, y toda la corte selestial... quieren<br />

que se aparte de mí alrededor de cuatrosientas<br />

leguas. ¿Que te quemas! ¿Verdá?<br />

Al decir esto me miraba serena y tiernamente,<br />

y en sus mejillas tersas y sin color asomaba<br />

un carmín ligero que la hacía mucho más<br />

linda.<br />

-No, no acierta usted, doña Milagros -<br />

respondí, trémulo, aterrado de mi emoción.<br />

-Sí que asierto... y usté, troso de masapán,<br />

es el que no sabe por dónde se anda. Don Benisio,<br />

usté se ha creío que me quiere; y yo, si em-


pieso a devanar por todo lo alto, también soy<br />

capás de jurar a Dios vivo que le quiero a usté<br />

como una guillá...; pero, ¿qué, hombre, qué? Si<br />

todos los pecaos del mundo fuesen así... ni<br />

agua bendita. Porque del modo que le quiero<br />

yo a usté es una cosa tan bonita y tan inocente...<br />

que, si Dios la pesca, dirá allá pa sí: «Por esto<br />

no me atufo». Porque el caso es... oiga, que tiene<br />

su intríngulis: que yo, si le quiero a usté, es<br />

porque ha engendrao dos angeliyos que me<br />

roban el arma... y a mis horas... cuando el corasón<br />

me pide querensia... verasté... no se ría...<br />

me creo que soy la mamá de eyos, y que a Zita<br />

y Media las he dado a lus, pasando los dolore y<br />

la fatiga y las aflisiones de las madre... Que si,<br />

don Benisio: caa loco con su tema, y no hay<br />

nadie que no esté loco; yo loquiya estoy, y me<br />

ha entrao la manía de que es mentira que usté<br />

estuviese casao con... con la difunta, vamo, ¡con<br />

la difunta!; que con quien estuvo usté casao fue<br />

conmigo; que nos quisimo... allá en tiempos;<br />

que tuvimos esas neniya... y que ahora todavía


nos queremo, sí señó, nos queremo... de la entraña...;<br />

pero santamente, como lo hermanitos<br />

viejos, muy viejos... sin pecao ni malisia. Ahí<br />

tiene usted, querío... cómo el Padre que le dijo<br />

que no me viese y que se apartase de mí, demostró<br />

que no entiende de estas cosa. Si usté<br />

me tiene ley, es por las chiquiyas, por las gemelas<br />

de gloria... y si yo le tengo ley a usted... es<br />

por las gemelas también, por las gemelas. Y el<br />

que se figure porquerías y maldaes... peor para<br />

el muy bárbaro... peor pa el gorrino. ¿Tengo<br />

rasón? No ponga esos ojos espantaos. Los dos<br />

somo una Eva y un Adán, pero que acaban por<br />

donde los demás empiesan. Los Adanes que<br />

hasen la rosca a las Evas, es para vení a parar<br />

en la patochá de tener luego un vástago... o<br />

dos... o los que salten. Pues si aquí ya han venío;<br />

si ya los tenemos y los adoramo y son como<br />

los serafines de hermoso, ¿me quiere usté<br />

desir a qué íbamos a calentarnos la cabesa? Esto<br />

es ma claro que el agua, cristiano... Dígaselo al<br />

cura, y que se entere de que yo, grasia a la Vir-


gen de la Consolasión, soy una buena mujer... y<br />

usté... usté, un santo.<br />

Al ensartar estas locuras, no estaba muy lejos<br />

la señora de abrazarme; y yo, turbado, confuso,<br />

estático, embriagado, absorto, no encontraba<br />

palabra que pronunciar, ni razón que<br />

oponer a los divinos disparates de la ceceosa<br />

lengua.<br />

-Yo le quiero a usté -repetía la señora- por<br />

la habilidad de las niñas... pero también... ¿qué<br />

se creía usté? por su persona, por usté que vale<br />

cuanto pesa... Hombre mejor no nace de madre...<br />

Bueno es Tomás, que yo no lo he de poner<br />

por los suelos; pero es bueno a lo bruto, a lo<br />

patán... y usté a lo cabayero, a lo desente. Tenía<br />

yo una amiga en Cádis que me desía siempre:<br />

«Me pirro por los perdíos». Yo soy de otra manera.<br />

Me pirro por la bondá. Siempre me yevó<br />

el alma la gente buena. Alguna delirará por un<br />

chico arrogante. A mí que me den los infelises y


las criaturas de Dios. Y tampoco por aquí me<br />

voy a condenar. Esto no es cosa mala.<br />

Ponte en mi caso, lector intransigente. Que<br />

te diga estar vaciedades una mujer de singular<br />

atractivo, de coquetería tanto más peligrosa<br />

cuanto más involuntaria; que te las diga con<br />

toda la gracia de su acento, toda la efusión de<br />

su alma, todo el brío de su carácter, y mucha<br />

inocencia real o fingida; que te las diga en una<br />

mañana de sol, delante del mar cuya salobre<br />

brisa te acaricia la frente, cerca de unos tiestos<br />

de heliotropo en flor, que trascienden a bienaventuranza<br />

y a primavera; que te las diga con<br />

abandono, en traje casero y en incitadora soledad<br />

relativa... Y si a más no has sido amado<br />

nunca, por lo menos de una manera blanda y<br />

dulce; si tienes años y ningún mérito; si te ilusionan<br />

más las delicadezas y monerías del cariño<br />

que los estímulos de la materia; si eres capaz<br />

de estimar la dicha pura en todo lo que vale,<br />

¿no te sentirías aturdido, loco?


Me tambaleaba; iba a caer, como los galanes<br />

de comedia, a los pies de mi dama encantadora...<br />

cuando vi que por el muelle cruzaba una<br />

figura apuesta, un hombre que levantó el rostro<br />

y se fijó en el cierre donde estábamos. El rayo<br />

de aquellos ojos fue para mí como un rayo verdadero...<br />

Volví a la razón, a la memoria, a la<br />

realidad; y señalando a Vicente -pues era él el<br />

que pasaba, llevando en las manos un envoltorio<br />

y mirándonos con intensidad y fijeza-, dije<br />

en voz que gemía:<br />

-Usted se chancea, doña Milagros; usted<br />

me quiere tapiar la boca con jalea, pero no sirve...<br />

Vejestorios de mi facha no cautivan a nadie...<br />

Si yo me pareciese a ese...<br />

za.<br />

-¿Eh? -prorrumpió sorprendida la andalu-<br />

-¡Digo que para gustar a Eva hay que tener<br />

la figura de ese Adán! -añadí con algo que in-


tentaba ser ironía-. ¡Adanes así valen un mundo!<br />

¿No es cierto?<br />

-¿Ha almorsao usté fuerte, don Benisio? -<br />

contestó la comandanta poniéndose pálida y<br />

desviándose un poco-. Semejante guasa.<br />

-No es guasa, sino el Evangelio -respondí<br />

con la brutalidad de los tímidos.<br />

-¿A ver... <strong>Qué</strong> dise este hombre?<br />

-Lo que todos dicen. Lo que todos saben.<br />

-¿Toos? ¿Y quién son toos? ¡Embusteros infame!<br />

-¡No, no... Por desgracia no mienten... Y<br />

como yo he abierto los ojos ya..., doña Milagros...,<br />

se ha concluido el acompañar a mis<br />

hijas... y de las gemelitas despídase usted... que<br />

no ha de volver a besarlas!


La andaluza se quedó muda. Oscilaba todo<br />

su cuerpo; sus manos bailaban sobre el talle,<br />

como si tuviese alferecía su dueña. Al fin se las<br />

echó a las sienes, se metió en la boca el puño,<br />

dio dos pataditas, respiró ruidosamente, y un<br />

grito salió de su boca.<br />

-¡Mal agradesío! ¡Judas!<br />

Al mismo tiempo echó a correr sin mirarme;<br />

salió de casa como un cohete; batió mi<br />

puerta; se disparó por las escaleras; retumbó su<br />

puerta también, y yo me encontré tan humillado<br />

y tan triste, que de buena gana regalaría mi<br />

corazón al que me hiciese la calidad de sacármelo<br />

del pecho.<br />

Tal vez lo que más duele de los dolores es<br />

no poder entregarnos libremente a ellos, pres-<br />

15


cindiendo de los demás cuidados y preocupaciones<br />

ruines de la vida. Cuando nos agobia la<br />

pena; diríase que también nos emborracha, y<br />

deseamos sumergirnos en ella hasta el fondo,<br />

sin sacar la cabeza fuera un instante, ni distraernos<br />

por cosa ninguna. Pero a mí no me era<br />

lícito este amargo gusto. Tenía que pensar en<br />

mi gente.<br />

Por orden: ante todo la prosa vil: me encontraba<br />

sin recursos para hacer frente a las<br />

urgencias económicas de que me había enterado<br />

Feíta. Hasta junio no vencían las rentas, y<br />

hasta octubre o noviembre lo más pronto no se<br />

podía soñar en vender la cosecha del trigo, que<br />

estaría despuntando entonces. Rehusado, ¡y<br />

con el agua al cuello lo rehusaría! el ofrecimiento<br />

de doña Milagros, sólo me quedaban dos<br />

medios de salir del apuro: o escribir a Garroso<br />

proponiéndole la adquisición de alguna finca, o<br />

recordar las insinuantes palabras de Sobrado,<br />

que de fijo me echaría un cable sin ahorcarme


con él. Todo menos vender la tierra heredada<br />

de mis antecesores, y a la cual se me figuraban<br />

que iban adheridas partículas de sus ya carcomidos<br />

huesos. Solicité, pues, una entrevista de<br />

mi casero, y con la vergüenza y el sofoco inevitables<br />

en el que pide, -aunque no pida gratis y<br />

por su cara bonita-, expuse mi necesidad y manifesté<br />

-apenas formaba palabras mi garganta<br />

seca- que si dos o tres mil pesetas... por poco<br />

tiempo... empeñando mi palabra de hombre de<br />

bien de que al vender la cosecha, sin falta...<br />

Me tranquilicé algo viendo que Sobrado<br />

me recibía de la manera más cordial y campechana<br />

del orbe. No advertí en él ninguno de<br />

esos estremecimientos nerviosos que suelen<br />

producir, aun en los temperamentos más linfáticos,<br />

los ataques al bolsillo. Me tuvo un rato<br />

cogida la mano izquierda; ofreciome puros,<br />

aunque sabía que yo no fumaba jamás; me dirigió<br />

frases alegres y animadoras; ¿quién no se ha<br />

visto en algún ahogo? ¿de qué sirven los ami-


gos? ¿para qué se ha inventado la moneda? y<br />

acabó por decirme que él arreglaría el asunto<br />

infinitamente mejor que yo mismo. -«Carta<br />

blanca»- exclamó mientras se retorcía el bigote<br />

siempre juvenil, y acariciaba a un gracioso perrillo<br />

canelo, de hocico negrísimo y poblada<br />

cola. «Usted, don Benicio -añadía el ricachónestá<br />

atortolado: es la primera vez que pide dinero...<br />

y la cosa se le hace una montaña. Si los<br />

negociantes nos aliviásemos así por miserias de<br />

déficits y de evoluciones del capital, en unas o<br />

en otras condiciones... estaríamos frescos. Nada:<br />

ánimo, y tome usted esto como la cosa más<br />

usual y corriente. Ninguno de los propietarios<br />

que ve usted por ahí tan orondos deja de tener<br />

su cachito de hipoteca encima... No; y yo le<br />

aseguro que voy a admitir la garantía que usted<br />

me ofrece... sólo por complacerle, por quitarle<br />

el empacho».<br />

No recordaba haber ofrecido a Sobrado hipoteca<br />

alguna, antes al contrario, creía que el


dinero se me daba a confianza; y poniéndome<br />

muy colorado, se lo hice observar así.<br />

-¡A confianza! -refarfuyó risueño don Baltasar-.<br />

¡Pues claro que a confianza se lo daré a<br />

usted! ¡Porque ya podían venir ahora la marquesa<br />

de Veniales, o los de Lobeira, o los Caudillos,<br />

a pedirme valor de una peseta dejándome<br />

en garantía cuanto tiene! Se volverían como<br />

vinieron. ¿Soy acaso prestamista? ¡La garantía<br />

de usted... fórmula, pura fórmula! Usted de<br />

sobra comprende que, aun cuando no pudiese<br />

abonarme a su tiempo la cantidad, yo no le iba<br />

a sacar a la vergüenza vendiendo los lugares.<br />

Hay más; si usted, ¡ni intereses ha de abonar<br />

por el préstamo! Los intereses, o los capitalizamos,<br />

o ¡mejor aún! los cargamos sobre la renta<br />

misma de esos lugarejos que aparece usted hipotecándome.<br />

¡Ya ve usted si es sencillo! En vez<br />

de adquirir un gravamen, puede usted decir<br />

como Juan Palomo: «Yo me lo guiso, yo me lo<br />

como». ¡Habas contaditas!


No me salía a mí la cuenta de las habas,<br />

porque también estaba en la persuasión de que<br />

Sobrado me facilitaría la suma desinteresadamente.<br />

Indiqué, de un modo tímido:<br />

jo...<br />

-Pero... intereses... Supongo... usted me di-<br />

-¿Que se lo prestaría sin réditos? Claro está,<br />

porque el seis no se considera rédito nunca:<br />

menos del doce o del quince, nadie se arriesga a<br />

estas alturas en que andamos. El seis no es interés,<br />

puesto que casi lo produce la misma propiedad<br />

hipotecada, de modo que el interés de<br />

lo puede usted sacar a la suma, quedando ras<br />

con ras... En fin, don Benicio, salta a la vista que<br />

usted no entiende de estas cosas. Si tiene el menor<br />

reparo, no hay nada perdido: usted busca<br />

esa cantidad por ahí; a mí crea usted que me<br />

causa... no extorsión, pues por usted eso y mucho<br />

más estoy dispuesto a hacer, pero, en fin...,<br />

cierta mala obra el distraer fondos... Tanto, que<br />

si usted no quiere perjudicarme mucho, le agra-


deceré que acepte, en vez de un préstamo de<br />

dos mil, uno de cinco mil... La suma redonda<br />

no me trastornará tanto. ¡Para usted, más respiro;<br />

para mí, la ventaja de no desmembrar capital!<br />

Pero carta blanca... Y serenidad, ¡qué demontre!<br />

No merece la pena.<br />

Entre aturdido y receloso; no viendo más<br />

salida y anhelando librarme cuanto antes de<br />

pensar en la ingrata cuestión de la escasez de<br />

numerario, concedí la famosa carta blanca. Por<br />

un lado, me parecía caer en una red tendida<br />

hábilmente, y experimentaba la angustia del<br />

que sabe que bajo sus pies se abre un precipicio;<br />

por otro, la inmediata posesión de cinco mil<br />

pesetazas representaba tanto descanso en mi<br />

espíritu y tanta alegría en mi hogar, que se necesitaba<br />

heroica virtud para no tender la mano<br />

y recoger la cantidad tentadora. ¡Cinco mil pesetas!<br />

¡Desahogo lo menos hasta el invierno! ¡Y<br />

sin vender, sin deshacerme de una mota de<br />

tierra! Lo que acabó de decidirme fue que el


negociante, desabrochándose y echando mano<br />

a una cartera, me puso en las manos, a guisa de<br />

arras, cinco billetes de a cien. «Ya formalizaremos<br />

el trato» -murmuró-; «Esto es para que<br />

tape usted los primeros agujerillos». ¡Ay si<br />

había agujerillos que tapar! La víspera había<br />

estado en mi antesala María la tocinera, con los<br />

brazos en jarras y la lengua en erupción, exigiendo<br />

doscientos veintiséis reales de rancio y<br />

fresco que se le debían por delante de la cara de<br />

Dios, y poniéndonos de tramposos, hambrones<br />

y señores de papel de estraza, que no había más<br />

que oír... Por librarme de semejante arpía, era<br />

yo capaz de dar el dedo meñique. «Ya formalizaremos»,<br />

repitió Sobrado al despedirme. En<br />

efecto, formalizó bien pronto como se verá. No<br />

le hipotecaba mis buenos lugares de Cardobre;<br />

los intereses del dinero, el seis, se cobrarían<br />

sobre la renta actual y futura; el plazo era de un<br />

año; pero Baltasar aseguraba que a los seis meses<br />

-¡claro, hombre!- liquidaría yo con él. Sí; era<br />

un pasajero desequilibrio en mi hacienda, de-


ida a las circunstancias realmente extraordinarias<br />

de aquella temporada azarosa. Muertes,<br />

entierros, partijas, derechos del Estado... Una<br />

crisis.<br />

-Oye, Feíta -dije reservadamente al trastuelo<br />

cuando hube saldado las cuentas pendientes<br />

y restablecido en apariencia el orden-; ya no<br />

tenemos pufos; y ahora, vida nueva. Se me ha<br />

ocurrido que acaso poseas tú más juicio que<br />

todas tus hermanas juntas; te pongo al frente de<br />

la administración de esta casa; me irás pidiendo<br />

lo que necesites, y cada noche ajustaremos al<br />

céntimo el gasto del día. Hay que imponerse<br />

una economía severa y no derrochar ni el valor<br />

de un perro chico. ¡No sabes..., no puedes saber<br />

el sacrificio que me ha costado salir de este<br />

aprieto! Desde hoy se han de contar aquí hasta<br />

los garbanzos de la olla.<br />

Feíta me escuchaba en reflexiva actitud,<br />

con el dedo puesto sobre los labios, y fijos en<br />

mi cara los diminutos ojuelos verdes, que des-


tellaban atención e inteligencia. Aquel día, la<br />

muchacha tenía más que nunca su gracioso<br />

aspecto hombruno, de chiquillo travieso y diabólico;<br />

se había cortado el pelo no sé de qué<br />

empaquetada manera, y en su frente se alzaban<br />

aborrascados unos mechoncillos indómitos,<br />

mal sujetos atrás por un cordón deshilachado y<br />

viejo; vestía un largo delantal-blusa de hilo del<br />

Norte, gris, que ocultaba las formas y no descubría<br />

ninguna turgencia femenil; además, en<br />

una mejilla ostentaba un churrete de tinta, formidable.<br />

Sólo contestó a mis disposiciones económicas<br />

con una mueca y un suspiro.<br />

-También -añadí-, quiero que te encargues<br />

de impedir que tus hermanas vuelvan a casa de<br />

doña Milagros. Bajo ningún pretexto -<br />

¿entiendes?- bajo ninguno. Fíjate bien en lo que<br />

te digo: bajo nin-gu-no. Haced cuenta que... que<br />

he reñido con esa señora... o que esa señora se<br />

ha muerto... o... en fin... ¡Basta de explicaciones!<br />

Yo saldré con las que quieran salir a la calle; yo


las acompañaré a todos lados, al paseo, a las<br />

tiendas, adonde vayan... pero que no sepa que<br />

ponen los pies abajo... ¿estás? ¡Cuidado conmigo!<br />

Feíta bajó la mano, castañeteó los dedos y<br />

sonrió.<br />

-¡Ay papá! Me envía con la embajada a<br />

mí... porque no se atreve a decírselo a ellas.<br />

¿Pero no ve que a mí también me mandan al<br />

rábano? Lo que sucede es que no se necesitan<br />

semejantes prohibiciones, porque los de Llanes<br />

han tomado la delantera.<br />

Me sentí palidecer.<br />

-¿Los de Llanes...?<br />

-No nos reciben ya... Esta mañana bajó Rosa<br />

con Mizucha y yo con el ama y las pequeñas,<br />

y nada... cara de palo. Abre la puerta el Vicente...<br />

y la defiende lo mismo que un perro de


presa: no permite que entremos ni en el recibimiento.<br />

«Que la señora está indispuesta... que<br />

ahora no se pasa... que necesita descansar... que<br />

el señor también ha salido...». ¡Y si viese con<br />

qué cara dice eso Vicente! Los ojos le echan<br />

fuego. Debe de estar enfermo también él, como<br />

doña Milagros, porque parece un difunto. ¿<strong>Qué</strong><br />

ha sido, papá? Cuéntemelo, que le prometo no<br />

decir ni esto a las mosconas, que andan muertas<br />

de curiosidad.<br />

-Hija mía -murmuré turbadísimo y con<br />

desfallecida voz- no ha sido nada; vamos, una<br />

tontería; pero hay cuestiones de delicadeza<br />

que... los niños no podéis comprender... Cuando<br />

seas más grande, te diré a ti... ¡a ti sola!<br />

-¿Y a esas? ¿Se lo dirá ahora porque son<br />

mayores?<br />

-No, tampoco... es decir, dentro de algún<br />

tiempo... Soy vuestro padre, y no tengo para<br />

qué justificar una determinación que he adop-


tado en provecho vuestro. Creo que aquí debo<br />

mandar en jefe... Digo, estoy seguro; debo<br />

mandar, y mandaré. Es preciso enderezar esta<br />

casa.<br />

-Papaíño -contestó la muchacha, echándoseme<br />

encima y besándome a bulto, creo que en<br />

la nariz- ya se sabe que usted debe mandar;<br />

pero también se sabe que no manda ni pizca. A<br />

mamá la obedecían esas mezquinas, por miedo,<br />

porque las zorregaba. Desde que falta mamá,<br />

cada cual va por su lado; y me alegro que<br />

hablemos de eso, que así le diré lo que conviene<br />

que sepa. Argos, aunque usted la prohibió ir<br />

sola a la iglesia, allá se larga todas las mañanitas,<br />

mientras usted está en la cama aún. Tula<br />

tiene amores... Se lo juro, papá: tiene amores<br />

con un cojo, un escribiente de la Diputación...<br />

Se cartean... Los tendría con el palo de una escoba,<br />

créame, con el afán que ahora la ha entrado<br />

por novio... El cojo es un infeliz: se me figura<br />

que maldito lo que le encanta el noviajo; con


cuatro gritos que usted le pegue, no volverá a<br />

acordarse de Tula. Rosita también me parece a<br />

mí que tiene sus maulas... Están de atar -añadió<br />

con el profundo desdén de un filósofo viejo<br />

hacia las humanas flaquezas. Viendo que yo<br />

callaba atónito, continuó-. Aún falta que sepa lo<br />

que sucede con Froilán. Usted me ha encargado<br />

que le repase las lecciones, y yo se las repasaba<br />

siempre. Nunca daba pie con bola; no se le quedaban<br />

en la memoria ni las cosas más insignificantes.<br />

Su cabeza es una perilla de balcón. Sólo<br />

a fuerza de machacar... Pero ya, ni eso: ya no<br />

coge el libro.<br />

-Le voy a matar -exclamé levantándome<br />

trémulo, con los nervios como cuerdas de guitarra.<br />

-¡Jesús! -respondió la chiquilla, riendo y<br />

deteniéndome-. ¡Matar! ¡Mataban! ¡Si usted no<br />

es capaz ni de arrearle un lapito! Óigame a mí,<br />

guíese por mí. ¿Por qué se empeña en que Froilán<br />

sea un sabio?


-¡Hija mía... es el único varón de la casa!<br />

Sólo de él podéis esperar alguna protección<br />

cuando yo muera. No hay más recurso sino que<br />

estudie, que siga una carrera con lucimiento, y<br />

hoy o mañana podrá seros útil... ¡Acaso ampararos<br />

a todas!<br />

-Pero, papaíño -respondió Feíta cruzando<br />

las manos y acentuando más la expresiva mirada<br />

de sus ojos y la firmeza singular de su cara<br />

infantil-, si Dios ha querido que el único varón<br />

de la casa sea un desaplicado y un bodoque...<br />

no nos vamos a reponer contra Dios. Es un dolor<br />

que esté usted derrochando dinero y paciencia<br />

con Froilán. Lo que gasta usted con él<br />

en matrículas y libros, ¿por qué no lo gasta<br />

conmigo? Yo tengo muy buena memoria. Con<br />

una vez que lea las lecciones, lo más dos, se me<br />

quedan. ¿Y qué piensa usted? entiendo lo que<br />

leo; me gusta muchísimo... Me trago el libro de<br />

texto, y no crea usted, también otros que no son<br />

de texto y... que... me los prestan. Sobrado me


envió dos novelas de Víctor Hugo; Moragas me<br />

trajo obras de Camilo Flammarion...; hasta don<br />

Tomás Llanes me regaló unos novelones muy<br />

disparatados de ladrones y de moros. ¿<strong>Qué</strong> se<br />

había usted figurado? ¿Que soy una burra?<br />

Pues no hay tal. Me ha entrado un flus de <strong>leer</strong>...<br />

Leería toda la biblioteca del Puerto de un tirón.<br />

Hasta me zampo los libros de Argos divina, la<br />

Filotea, los escritos de Santa Teresa y los del<br />

Padre Faber... Si ya sé mucho: sé más de lo que<br />

parece. Haga usted un cambio: Froilán que vigile<br />

al ama y registre la cesta de la criada cuando<br />

vuelve de la compra, y yo iré al instituto en<br />

lugar de Froilán. Verá usted como los dos quedamos<br />

bailando de contentos.<br />

Era tan cómica la proposición de aquel diablejo,<br />

que tuyo la virtud de hacerme olvidar<br />

por un instante mis penalidades y zozobras y<br />

de hacerme soltar una carcajada.<br />

-Mira, Marisabidilla, tú dices que tus hermanas<br />

están de remate... Pues lo que es a ti... te


voy a mandar al manicomio ahora mismo. Si te<br />

pillo en esas lecturas de autores malos, que te<br />

enseñan lo que no te importa, tengo energía...<br />

¡ah, para eso sí que la tengo! Quemo el librote...,<br />

a ver si te prestan otro. ¿Pues no quiere estudiar<br />

en vez de su hermano? ¿Y para qué, si<br />

puede saberse?<br />

-Para graduarme de bachillera.<br />

-¡Magnífico! ¿Y después de graduarte? ¡Ya<br />

lo eres!<br />

-Para seguir carrera mayor.<br />

-¡Divino! ¿Y después?<br />

-Para tener un título en forma...<br />

-¡Ya! ¡Caramba! ¿Y luego?<br />

-Para ejercer una profesión... la que sea... y<br />

ganar cuartos... y fama... vivir de mi ciencia y


de mi trabajo... como había de vivir Froilán, si<br />

no fuese un camueso.<br />

La risa me salía a borbotones por las ventanas<br />

de la nariz, por la apretada boca que espurriaba<br />

saliva, por los hijares convulsos. Me<br />

retorcía en el sillón.<br />

-¡Chiquilla... delicioso! Vales cuanto pesas,<br />

te lo aseguro... Ven acá, te voy a plantar un beso...<br />

porque no quiero plantarte una azotaina.<br />

La acaricié como a un niño chiquito, y proseguí:<br />

-Muy bien. ¿Conque estudiar y ejercer una<br />

profesión? ¿No sabes que las mujeres no pueden?<br />

Te vestiremos de hombre...<br />

-Sí pueden -respondió con gran aplomo-.<br />

¿Usted cree que yo no he preguntado? Cuando<br />

quiero saber una cosa... se la pregunto hasta a<br />

las lápidas de seguros mutuos y a los guarda-


cantones. He charlado largo y tendido con el<br />

señor de Moragas. Puedo estudiar las asignaturas<br />

en el Instituto, en la Universidad o en mi<br />

casa; examinarme como alumno oficial, o como<br />

alumno libre. Y si sigo la carrera de medicina,<br />

<strong>puedo</strong> ejercerla; hay señoritas que la ejercen.<br />

Además, con el tiempo, ya nos permitirán que<br />

ejerzamos otras profesiones. ¿Por qué se ríe así?<br />

¿Tengo en la cara una danza de monos?<br />

-En la cara no... Tienes en la cabeza una<br />

olla de grillos. ¿<strong>Qué</strong> quieres: que esté serio<br />

cuando ensartas despropósitos?<br />

-Sí señor... Yo bien seria estoy. No es cosa<br />

de risa.<br />

-Es que si no riese, te remangaría las faldas...<br />

y ¡pum!<br />

-¿Por qué? ¡Me va a decir por qué!


-Vamos, vamos, juicio... Mete esa cabeza<br />

en agua fresca, y que se te quite la fiebre. Como<br />

yo vuelva a oírte barbarizar... Hija mía. Dios<br />

hizo a la mujer para la familia, para la maternidad,<br />

para la sumisión, para las labores propias<br />

de su sexo... ¡de su sexo! No lo olvides nunca, y<br />

que nadie tenga que recordártelo, o serás la<br />

criatura más antipática, más ridícula y más<br />

despreciable del mundo: un marimacho; ¡puh!<br />

La mujer a zurcir medias... no se ha visto no se<br />

verá nunca que truequen los papeles a no ser<br />

en San Balandrán.<br />

-Pues sí señor que se ha visto -respondió<br />

con brío la muñeca, reprimiendo trabajosamente<br />

una lagrimilla de rabia-. Porque mamá le<br />

mandaba a usted y usted obedecía a mamá lo<br />

mismo que un borrego. ¿Y sabe en qué consistía?<br />

En que mamá tuvo más disposición para el<br />

mando que usted. Cada quisque debe hacer<br />

aquello para que tiene disposición. ¿Dios me da<br />

a mí talento para estudiar? Estudio. ¿Dios le dio


a Froilán disposición para jugar a la billarda y<br />

tirar piedras? Que juegue y que las tire. ¡Y vamos!<br />

es una picardía muy gorda eso de que las<br />

mujeres, cuando sirven para esto o para aquello...<br />

hagan precisamente lo otro y lo de más<br />

allá. Yo sé barrer y coser y cuidar de una casa, y<br />

sé criar un chiquillo, como crié a las gatas monas...<br />

pero me gusta estudiar, y estudiaré. ¡Sólo<br />

faltaba! Aquí todo el mundo se pronuncia para<br />

hacer disparates... Pues me pronuncio yo para<br />

hacer una cosa justa y buena. Quiero estudiar,<br />

aprender, saber, y valerme el día de mañana sin<br />

necesitar de nadie. Yo no he de estar dependiendo<br />

de un hombre. Me lo ganaré, y me burlaré<br />

de todos ellos.<br />

Todavía prevaleció en mí la risa contra el<br />

enojo, y seguí echando a broma la estrambótica<br />

resolución de Feíta, que ni era posible que pasase<br />

a mayores ni debía en buena ley considerarse<br />

más que como una genialidad cómica. Sin<br />

embargo, me contrariaba su insubordinación,


porque repitió con entereza que estaba decidida<br />

a no auxiliarme en lo referente a las lecciones<br />

de Froilancito ni en el gobierno de la casa.<br />

-No, papá, no me meto más en eso, se acabó<br />

-decía con insistencia en que ya se advertía<br />

la tenacidad de la mujercita formada, y el desarrollo<br />

repentino de un carácter-. Atenderé a las<br />

gatiñas, sobre todo ahora que doña Milagros no<br />

las atiende; las atenderé, porque las quiero mucho<br />

y me dan lástima; no bajaré a casa de Llanes,<br />

ya que usted lo prohíbe... pero en cosas de<br />

mis hermanas mayores no me mezclo: no y no.<br />

Papá, para disponer hay que tener mando, y<br />

para tener mando hay que tener autoridad; yo<br />

no la tengo; soy una chiquilla; y usted no está<br />

para guardarme las espaldas, porque su genio<br />

de usted es... así... ¡ya se sabe! Froilán se me<br />

repone; y las otras... ¿Vio cómo pegaba Tula en<br />

la mesa una noche? Pues mire... ayer.<br />

Desabrochó el puñito del delantal-blusa, y<br />

subió la manga, enseñando un cardenal, o por


mejor decir, una magulladura profunda más<br />

arriba del codo.<br />

-Esto fue que ayer Tula quería arañarme,<br />

porque la amenacé con contar a usted lo del<br />

cojo si le seguía escribiendo papelitos... Saqué<br />

uñas para uñas, y nos peleamos; yo la eché contra<br />

la pared, y ella me arreó piñas en la cabeza<br />

y luego en el brazo: parecía un basilisco... Papá,<br />

bien debe usted conocer que no es para mí el<br />

gobernar la casa. Si me da un duro, me lo despabilarán<br />

en sus caprichos antes de que yo pague<br />

con él la cuenta. ¡Gracias! Mejor lidio con<br />

las presas de la cárcel que con mis hermanitas.<br />

Me contrarió sobremanera la actitud de la<br />

muchacha. ¿De modo que ya -sobre faltarme<br />

doña Milagros, la dulce confidente- me abandonaba<br />

el diablejo, el marimacho angelical, la<br />

activa organizadora, mi sostén de los primeros<br />

días?


Aquella tarde Rosa vino a decirme que<br />

«estaba desnuda», que iba a aliviar el luto, y<br />

que ella y sus hermanas necesitaban ropa «como<br />

el pan»; y Argos, si no pidió moños, ni cosa<br />

que lo valiese me causó mayor disgusto: desapareció<br />

de casa a eso de las tres, aunque salí<br />

escapado a buscarla, no la encontré en la iglesia<br />

ni en parte alguna. A las ocho dadas regresó,<br />

con los ojos extraviados, demudado el rostro, la<br />

respiración congojosa; la oímos que se dejaba<br />

caer en la cama, sin desnudarse, suspirando<br />

hondamente. Salí; compré un candado; lo mandé<br />

colocar en la puerta, y me tomé el trapajo de<br />

ir a abrirlo cada vez que era preciso salir o entrar.<br />

¡<strong>Qué</strong> infierno!<br />

Es el caso que, desde el mismo instante en<br />

que me decidí a poner el candado, cesó de<br />

hacer falta.<br />

16


Argos, al día siguiente de su escapatoria y<br />

de mi larga e inexplicable ausencia, fue acometida<br />

a la madrugada de violenta convulsión, lo<br />

cual al pronto no nos alarmó extremadamente,<br />

porque la habíamos visto muchas veces de<br />

aquel modo. Aplicamos los remedios conocidos,<br />

pero nos preocupó que a la excitación sucediese<br />

una especie de estupor letárgico. Dispuse<br />

que avisasen a Moragas, y criada volvió<br />

diciendo que el doctor había salido la víspera,<br />

llamado precipitadamente, para un enfermo de<br />

mucho peligro, al pueblecillo de Roblas, célebre<br />

por sus aguas minerales. Roblas dista cuatro<br />

leguas de Marineda; no había que pensar en<br />

Moragas, opté porque buscasen al facultativo<br />

que viviese más cerca y más a mano estuviese.<br />

Y por convenir sus señas con estas, accedió don<br />

Dióscoro Napelo, viejo y rutinario practicón, de<br />

los del tipo clásico, que no han abierto en su<br />

vida una revista francesa ni alemana y mantienen<br />

cierta saludable prevención contra los remedios<br />

modernos, y un entrañable amor a las


fórmulas que aplicaron en sus juventudes. Como<br />

quien cierra los ojos y se entrega en brazos<br />

de la suerte, introduje al buen señor en el cuarto<br />

de mi desgraciada hija, a la cual rodeaban<br />

sus hermanas, locas de miedo, pues la creían<br />

expirante.<br />

Ordenó don Dióscoro que saliesen las muchachas<br />

y se inclinó sobre la enferma, a quien<br />

habían depositado encima de la cama, vestida<br />

con la holgada bata de estameña -el triste hábito,<br />

semejante a un sayal-. Tenía el rostro muy rubicundo,<br />

los párpados hinchados y entreabiertos,<br />

empañado el brillo de los ojos, turgentes los<br />

labios, y la lengua asomando entre los dientes,<br />

cual si no cupiese en la boca. Empecé a llamarla<br />

a gritos, con ansia amorosa y lastimeras voces;<br />

sin duda me oía, pues al repetir yo su nombre<br />

se esforzaba en pestañear, pero al punto volvía<br />

a quedarme inmóvil. Era su respiración frecuente,<br />

luctuosa o entrecortada, y sus pies desnudos<br />

estaban helados y cárdenos. Por orden


del señor de Napelo traté de desviar con el rabo<br />

de una cuchara sus apretados dientes y hacerla<br />

tragar un poco de agua y éter, pero el líquido se<br />

deslizaba sin acción rebozaba por las comisuras<br />

de los labios. La pellizqué, la apreté la muñeca,<br />

y permaneció insensible. Sus pulsos no se descubrían<br />

en parte alguna; sólo sobre el corazón<br />

parecía advertirse un obscuro diástole.<br />

-¡Está muy grave! -grité detrás del señor<br />

Napelo cuando este apoyaba su mano bajo el<br />

seno izquierdo de la enferma-. ¡Se me muere!<br />

-¡Ya verá usted cómo no! -respondió el viejo,<br />

en tono afirmativo e imperioso-. Me atrevo a<br />

responder... y si el señor Moragas, a su regreso,<br />

critica las medidas adoptadas por este modestísimo<br />

compañero... ¡dígale usted que yo no sé<br />

curar por la nueva! A mis aforismos me atengo.<br />

Ubi stimulus, ibi afluxus. Venga una palangana...<br />

trapos de lienzo... Envíe usted a la farmacia,<br />

inmediatamente, por vejigatorios y cáusticos de<br />

los más enérgicos... Y todo volando, volando...


porque ya conozco este mal, y otra vez que lo<br />

asistí en una señora de más edad que su hija de<br />

usted, hice traer, con los medicamentos, ¡la Santa<br />

Extremaunción!<br />

Puede calcularse cómo estaría en tales<br />

momentos mi casa. Dábamos vueltas sin entendernos,<br />

unos buscando las camisas viejas para<br />

hacer vendas y trapos, otros disponiéndose a<br />

asaltar la botica, esta trayendo, en vez de palangana,<br />

una ensaladera, la otra llorando con<br />

hipo angustioso en un rincón. Mis manos trémulas<br />

sostuvieron la palangana; el viejo sacaba<br />

ya de una carterilla de zapa la lanceta, cuyo<br />

acerado brillo me hizo daño a los ojos. Crucificada<br />

por dos vejigatorios en la espina y el vientre,<br />

envueltas en sinapismos las plantas de los<br />

pies. Argos continuaba sin dar más señal de<br />

vida que la fatigosa y entrecortada respiración.<br />

Don Dióscoro se acercó; alzó la floja manga del<br />

saco, y quedó descubierto un brazo inerte y<br />

marmóreo; con rápido movimiento practicó la


incisión en la vena, y al pronto no corrió la sangre;<br />

por fin rezumaron gotas negruzcas. Sentí<br />

que no podía resistir tal espectáculo, y a punto<br />

estuve de caer al suelo. Feíta, de pie detrás de<br />

mí, me arrebató la palangana de las manos,<br />

diciéndome:<br />

-Salga un poco, que se le ha puesto muy<br />

mal color... Yo basto... Clara me ayuda.<br />

Salí en efecto, y abatidísimo me dejé caer<br />

en un sofá. No sé cuánto tiempo transcurriría<br />

así, porque el dolor a veces tiene la virtud del<br />

placer: hace insensible el curso del tiempo. Oía<br />

el ir y venir azorado de mis hijas; notaba alrededor<br />

mío esa trepidación peculiar de los instantes<br />

en que se lucha con la muerte, y vi pasar<br />

a Clara llevando en las manos un frasco oblongo<br />

de cristal. La llamé; pregunté alarmado qué<br />

era aquello; y la futura monja, sin responder, lo<br />

colocó sobre la mesa. Al trasluz del agua turbia,<br />

vi una cosa horrible: un enjambre de delgados<br />

y enroscados viboreznos, de piel verde esme-


alda con manchas sombrías, se agitaba adhiriéndose<br />

a las paredes del frasco. Escuálidas<br />

ahora como lombrices, dentro de poco aquellas<br />

fieras estarían hechas una boytarga asquerosa,<br />

digiriendo la sangre de las venas de mi hija...<br />

-Ha costado -exclamó Tula excitadísima,<br />

acercándose a la mesa- Dios y ayuda el encontrarlas.<br />

Ya no hay sanguijuelas más que en la<br />

barbería de Redondo. El hijo es el que las proporciona,<br />

¿no sabe usted? ese muchacho pintor<br />

que decoró las casas de don Juan Achinado...<br />

Dice que por casualidad tenían una docena...<br />

Ha sido tan atento que las trajo él mismo.<br />

Al punto se entreabrió suavemente la<br />

puerta de la sala, y un mozo moreno aceitunado,<br />

patilludo, ojinegro, rechoncho ya a pesar de<br />

sus pocos años, que no pasarían de veintiséis,<br />

murmuró obsequiosamente:<br />

-Don Benicio, dice papá que si hacen falta<br />

más... que aún podrá buscarlas por ahí.


-Dios se lo pague -respondí dolorosamente-:<br />

estimo el favor, y agradeceré que vengan<br />

pronto.<br />

-Pues volveré con ellas -indicó el pintor,<br />

desapareciendo por el foro.<br />

Jamás he podido comprender -<br />

reflexionando después sobre el método antiflogístico<br />

que con Argos se puso en práctica- cómo<br />

a la pobrecilla le quedó en el cuerpo gota de<br />

licor vital. Para abreviar el relato de sus tormentos,<br />

diré que la administró el valiente discípulo<br />

de Broussais nada menos de cinco sangrías,<br />

sustrayéndola más de diez onzas de sangre;<br />

y a la vez la aplicó al plano alto de los muslos<br />

veinticuatro rabiosas sanguijuelas -pues la<br />

segunda docena la trajo luego, y muy solícito,<br />

el hijo de Redondo-. Yo no conozco tus arcanos,<br />

¡oh arte de curar!; yo no soy el llamado a decidir<br />

entre dos siglos médicos armados el uno<br />

contra el otro; yo respeto profundamente la<br />

ciencia, y la sabiduría, y los adelantos, y los


descubrimientos, gloria de las eminencias contemporáneas;<br />

yo no descreo del progreso, ni es<br />

mi ánimo retroceder a los ominosos tiempos en<br />

que era peor, o sea más temible, el remedio que<br />

la enfermedad; pero yo debo también atribuir a<br />

cada cual lo suyo, y proclamar a la faz del<br />

mundo entero que con su lanceta y sus anélidos<br />

verdes, mi don Dióscoro Napelo sacó a flote a<br />

la moribunda Argos.<br />

A las dos primeras sangrías, se calentaron<br />

un poco las manos y los pies de la muchacha. A<br />

la tercera, en vez de sangre negra y semicoagulada,<br />

empezó a brotar un caño rojo y vivo. La<br />

piel se humedeció ligeramente y la temperatura<br />

fue menos cadavérica. Y por último, cuando el<br />

señor de Napelo, tomando una plumita de gallina<br />

empapada en tintura de asafétida, la introdujo<br />

en las fosas nasales de la paciente para<br />

provocar un estornudo salvador, la muchacha<br />

no estornudó, pero empezó a moverse y a quejarse<br />

con expresiones interrumpidas y balbu-


cientes, que indicaban el trastorno de las facultades<br />

cerebrales. En seguida aparecieron sus<br />

pulsos, aunque muy lentos, profundos e irregulares,<br />

y por instantes fue vitalizándose su rostro.<br />

La dimos unas cucharadas de caldo y las<br />

tragó bien; poco después -a la tarde- el pulso<br />

latía con libertad y blandura, y aunque la calentura<br />

fuese alta e intensa, viose claramente que<br />

estaba conjurado el inminente peligro.<br />

El practicón me lo advirtió con una sonrisa<br />

confidencial y en términos sencillos y llanos.<br />

«Animarse, que ya pasó lo peor. Ahora no es<br />

nada. Habrá que alimentarla bien: cosas muy<br />

nutritivas y muy tónicas, porque va a quedarse<br />

debilísima, y la suma debilidad no nos conviene<br />

tampoco. En fin, esto correrá de cuenta de<br />

don Pelayo Moragas... Y usted no se acoquine.<br />

Yo soy padre también... Desgracia y muy grande<br />

considero el tener hijas en un mundo tan<br />

ignorante, que está sobre poco más o menos a<br />

la altura de los tiempos en que Areteo de Ca-


padocia diagnosticó por primera vez el mal que<br />

padece esta señorita, y que suele llamar histeria.<br />

El injusto mundo, señor don Benicio, hace a las<br />

doncellas responsables de este mal... cuando<br />

este mal es precisamente un certificado público<br />

de vida honesta y de pureza incólume, pues las<br />

mujeres que se entregan a desarreglos como el<br />

varón, apenas conocen tan terrible padecimiento.<br />

¡Ah! -añadió el facultativo-. Por si acaso... las<br />

sanguijuelas que las estrujen, para que suelten<br />

lo que chuparon y puedan volver a servir».<br />

Feíta se encargó de operación tan cruenta,<br />

y sus finos deditos estiraron el monstruoso<br />

cuerpo de las sanguijuelas llenas como odres.<br />

Echolas luego en agua clara a fin de que se avivasen<br />

y volviesen a sentir sed de sangre humana...<br />

Y como la enferma necesitaba reposo, yo<br />

cerré las maderas y me instalé en una sillita<br />

baja, velando su calenturiento sueño. Estaba a<br />

obscuras la habitación silenciosa e impregnada<br />

de olores farmacéuticos; y... ¡no ocultaré mi


flojedad! reclinando la cabeza sobre la durísima<br />

esquina de la mesa de noche... me quedé dormido<br />

como una marmota. Era que indudablemente<br />

los disgustos, los sustos, las impresiones<br />

fuertes, las emociones, me habían rendido... Lo<br />

cierto es que me amodorré. Y cuando llevaba<br />

de siesta... no sé cuánto, tal vez un cuarto de<br />

hora, el ruido de una respiración agitada me<br />

despertó... No era de la enferma, sino otra que<br />

yo conocía bien, que había comparado mil veces<br />

al aleteo de la asustada paloma... Sí: allí<br />

estaba doña Milagros.<br />

Me pareció su presencia cosa natural. En el<br />

momento de trasposición del sueño a la vigilia,<br />

ningún hecho nos sorprende: conservamos la<br />

credulidad del durmiente, que vuela sin alas, y<br />

en realidad, dentro del modo de ser de doña<br />

Milagros, no tenía nada de admirable el que se<br />

me presentara olvidando mis desprecios. Por<br />

otra parte, apenas tuve tiempo de reflexionar,<br />

porque la comandanta, poniendo un dedo so-


e los labios, me hizo expresiva seña de que no<br />

debíamos hablar allí; después, con el mismo<br />

dedito, apuntó a la puerta, indicando que tenía<br />

que decirme algo de suma importancia.<br />

Me levanté y de puntillas las seguí a la galería,<br />

que comunicaba con la sala y también con<br />

los dormitorios. Al salir a la luz cruda del sol,<br />

reverberada por el mar y que caía a torrentes en<br />

el cierre de cristales, me impresionó advertir el<br />

cambio del rostro de la señora. La expresión de<br />

malicia infantil e ingenua, de bondad humorística<br />

y alegre franqueza derramada por sus facciones<br />

y rebosante de su boca y sus ojos, había<br />

desaparecido, siendo sustituida por una mezcla<br />

de angustia indecible y morboso abatimiento;<br />

sus párpados estaban hinchados, contraída su<br />

boca, y se veía que reprimía a duras penas las<br />

lágrimas que querían saltársele. Parecía como si<br />

de pronto la hubiesen echado encima diez años;<br />

entre el negro pelo, dos o tres canas, en que yo<br />

no había reparado nunca, brillando al sol, au-


mentaron aquella impresión de madurez triste<br />

y dolorosa, de mujer sola y sin afecciones que la<br />

consuelen de la edad. Mi corazón se hizo papilla,<br />

se liquidó... aun antes de que ella exclamase:<br />

-¡Ay don Benisio! Tenga compasión de esta<br />

infelis... No <strong>puedo</strong> ma; se me acaba la cuerda.<br />

En mi vía, desde la muerte de mi madre, recuerdo<br />

pena como la presente.<br />

-¿<strong>Qué</strong> le sucede a usted, señora? -respondí<br />

esforzándome en conservar la dignidad de<br />

quien está cargado de razón.<br />

-Me suceden varias cosas y toas muy gordas,<br />

muy gordísima; pero en particular me sucede<br />

que no me acostumbro a vivir sin ver a las<br />

gemeliyas y sin cuidarlas y sin besarlas. Como<br />

cada hijo de vesino tiene su cacho de dignidá, y<br />

no es una de palo ni de corcho, ni está acostumbrá<br />

a que la digan atrosidaes... yo... a la<br />

fuersa... en los primeros momentos... hise jura-


mento solemne que ni volvería a pisá su casa<br />

de usté, ni a crusarle saludo. Porque mire usté<br />

que le he cogío yo ley a esta casa desde que les<br />

trato, y mire usté que en ella he recibío bofetás<br />

y coses en el arma... Pero soy de esta hechura y<br />

no de otra; soy de la condición de la hiedra, que<br />

se arrima y se agarra y se abrasa, y no se pue<br />

apartar ya del árbol sin secarse... Es una condición<br />

mala, detestable, y daría argo porque me<br />

fabricasen un corasón de metal muy nuevesito<br />

y muy reluciente, que fuese a modo de reló,<br />

¿comprende usté? de esos que se les da cuerda,<br />

y ya están en marcha para un año, sin discrepar<br />

ni un segundo... Eso me hace a mi farta; el relojiyo,<br />

y no esta porquería de corasón de manteca,<br />

que se le sale el cariño por toos laos como<br />

harina por criba rota. Me vasté a desir por qué<br />

regla de tres estoy yo aguantando en esta casa<br />

desaires de ca cual, groserías de su mujé de<br />

usté (que en pas descanse) jetas torsías de su<br />

hija Tula, impertinencias de los criaos, y hasta<br />

de usté -de usté, santo varón- el chafo y el son-


ojo de la Era cristiana. Yo tengo, gracia a Dio,<br />

con que vivir; en mi chosa no debía echar na de<br />

menos; mi marío, a su moo, me complace y me<br />

trata bien; sólo me farta, como dijo el otro, sarna<br />

que rascá... y mire usted por donde diantre<br />

se me pone en el periquito del condenao corasón<br />

prendarme de ustés, pero sobre unos de las<br />

dos reina gitana... Y aquí estoy en disposición<br />

de tragarme las injurias y hasta de dar gracia<br />

por eya, con tal de que me consienta usté tener<br />

en bracos a los dos cachos de sielo. No crea<br />

usté; yo misma me río de mí misma, señó don<br />

Benisio. Si conosco mi tontera; si la conosco.<br />

Que esa niña ni son mía ni cosa que lo valga;<br />

que no me deben na, ni yo a eyas, ni a usté, ni<br />

ese es el camino... Corriente, enterá ¿Y qué le<br />

hago si me voy tras ellas lo propio que si me<br />

hubiesen salío de la entraña? ¿<strong>Qué</strong> le hago, si<br />

desde que me las privan no encuentro gusto<br />

para na? ¿Y si me consumo y me acabo? ¿<strong>Qué</strong><br />

hago, a ver, dígamelo usted?


Me quedé perplejo. La no fingida aflicción<br />

de la señora, su desmejoramiento, la elocuencia<br />

desordenada con que expresaba aquel extraño<br />

amor maternal electivo por mis últimos retoños,<br />

me conmovían profundamente; pero creíame<br />

en el deber de resistir a tal emoción, y de llevar<br />

adelante mis propósitos de desvío y ruptura.<br />

-Me aflije usted, doña Milagros -murmuréy<br />

me aflije usted en momentos bien tristes de<br />

suyo, porque no debe usted de ignorar que la<br />

pobre Argos por poco se nos muere, y aún<br />

quién sabe lo que será de ella. Tengo demasiadas<br />

penas, doña Milagros, créame usted, y no<br />

venga a doblarme la carga pidiendo imposibles.<br />

No me obligue a dar razones de mi determinación,<br />

porque tampoco me agrada que usted<br />

pueda decir que la trato mal. Por Dios, no me<br />

agobie; comprenda que no podemos ser amigos<br />

como antes... y, retírese, se lo ruego.<br />

-¿Retirarme? -exclamó ella briosamente,<br />

con cierto gracioso desgarro chulesco muy en


armonía con su tipo físico-. No en mis días,<br />

hasta que usté se entere; porque está usté en<br />

Belén, hijo, en Belén, a consecuencia de haser<br />

caso de cuentos, enreos y chisme... Si en ves de<br />

creer a esos despellejaores viene usté a mí y me<br />

pregunta ¿Milagro, qué hay de esto y de lo<br />

otro? ¡mejor para usté y retemejor para mí! Pero<br />

usté se traga las bolas, se enfurruña, me echa<br />

con cajas destemplás... y aquí se ha enredao<br />

una madeja que el desenredarla va a costá sudore.<br />

-Si no se explica usted más... -exclamé a mí<br />

vez.<br />

-Allá voy... ¿No se trata de Visente?<br />

Bajé los ojos y sentí que me encendía de<br />

vergüenza al oír aquel nombre que tantas vueltas<br />

venía dando en mi perturbada imaginación.<br />

-De Visente... no tuersa usté la jeta, ¡mala<br />

persona!; de mi cortejo... ¿No dise usté que ese


es mi cortejo? Vamo, dígamelo usté en mi cara,<br />

en mi misma cara... sin empacho. Pensarlo<br />

habrá sío lo feo; que desirlo...<br />

-Doña Milagros... ¡por lo que más quiera! -<br />

murmuré-. Me está usted dando un rato muy<br />

cruel... y no lo necesito; crea usted que me gastan<br />

los disgustos de puertas adentro.<br />

-No, no se sofoque usté, abaníquese, refrésquese...<br />

y a los demás, ¡que no parta un rayo!<br />

-prorrumpió la comandanta-. ¿Se cree usté<br />

que es el único a tragar quina? Pues toos tenemos<br />

nuestra alma en el almario... Pa no cansar,<br />

¡porque está usté como un chiquiyo, Neira!,<br />

hasta el otro día que usté me dio aquel bofetón,<br />

yo mardito si pensé que a ningún alma negra se<br />

le podía pasá por la cabesa criticarme con el<br />

criao... Bajo con él y le digo que Visente se tiene<br />

que ir de mi casa; que se ha hecho muy insolentón<br />

y muy holgasán, y que no me conviene ni<br />

chispa...


-¿Eso es verdad? -grité con un gozo tal,<br />

que me temblaban las manos y el cuerpo todo.<br />

me.<br />

-No, que e mentira -contestó remedándo-<br />

-¿Y... ya se ha ido? -añadí, con la sonrisa<br />

que deben de tener los bienaventurados en el<br />

cielo.<br />

-¡Irse! Allí está el hueso, el hueso malo de<br />

roer... No le da la gana al señorito, y Tomás es<br />

tan lerdo, que por má que le digo no acaba de<br />

plantarle... Tendré que cantar claro. Y canto.<br />

¡No que no! Mal me conoce ese chaval si piensa<br />

que no he de ser a la postre franca con mi marío.<br />

Y a serlo con él, voy a serlo también con<br />

usté. Los despellejaores tenían media rasón.<br />

Visente se ha atrevío ¡el muy naranjo! a desirme<br />

que no se larga porque no puede viví sino a mi<br />

vera; que con eso se contenta; que nunca ha<br />

solisitao más... pero que si le quitan eso sin motivo<br />

arguno, la menor determinasión será pegar


fuego a la casa; y de que arda y ardamos todos...<br />

verá lo que hase después.<br />

Mi júbilo era tal, que me decidí a tomar<br />

una mano de la señora, y a pasarla por los<br />

húmedos ojos.<br />

-¿Ve usted? -tartamudeaba-. ¿Ve usted<br />

como era cierto? ¿Ve usted como ese tunante la<br />

estaba a usted poniendo en ridículo? ¿Ve como?...<br />

-¿Ve usté como yo la he tenido a usté por<br />

una sirvengüensa?<br />

-No, eso no, doña Milagros; por Dios, no<br />

me diga usted eso, porque me mata... Perdón;<br />

se lo pido de rodillas si quiere... ¡Si usted supiese<br />

el daño que me hacía pensar mal de usted!<br />

Soy un necio, soy un malvado; pero perdóneme...<br />

¡Diga que me perdona! Ahora mismo va<br />

usted a tener a las gemelitas todo el día en brazos...<br />

A ver, ama, Constanza, Feíta... que traigan


a las pequeñas... ¡Si viese usted qué monas están!<br />

-proseguí, como si la señora no las hubiese<br />

visto en un año.<br />

-Bien; pero ¿y el conflicto del bruto es, que<br />

quiere quemá la casa? -murmuró ella por lo<br />

bajo, antes de que entrasen las niñas.<br />

-¡Bah! ¡Quemar! ¡Fanfarronadas... barbaridades<br />

para asustarla a usted a imponérsele!<br />

¡Con la escoba le barre usted... y al día siguiente,<br />

a ver si hay en Marineda quien no hable de<br />

usted con el sombrero quitado!<br />

A la salida de uno de los sermones cuaresmales<br />

en San Efrén, Zoe Martínez Orante,<br />

cruzando sobre el púdico seno las puntas del<br />

manto de granadina, rojo ya por el uso, le susurró<br />

a Regaladita Sanz (que iba como siempre<br />

17


muy atildada y peripuesta, de gabán de terciopelo<br />

negro y velo-toquilla bien prendido con<br />

agujones de azabache), la siguiente estupenda<br />

noticia:<br />

-Se va el Padre Incienso.<br />

La sorpresa de Regaladita fue tal, que a<br />

poco se la cae de las manos el Áncora de Salvación<br />

y el paraguas de bonito puño cincelado.<br />

-¡Ay! ¡Virgen María! ¡<strong>Qué</strong> me dice usted!<br />

¡Pero si en Marineda nadie sabe nada!<br />

Una sonrisa de Zoe -sonrisa orgullosa que<br />

inmediatamente veló la humildad- pareció decir<br />

con significativa ironía:<br />

-Necia, ¿no había de ser yo la primera a<br />

saberlo?<br />

-¡Ay, Virgen! -repetía entre tanto Regaladita-.<br />

¡Si me deja usted con un palmo de boca! ¿Es<br />

cosa resulta... segura?


Nueva sonrisita ambigua y desdeñosa de<br />

la Orante, que gozaba un placer divino al asombrar<br />

a la pulcra devota de los salones, siempre<br />

atrasada de noticias y siempre pronta a pasmarse<br />

por todo, como una simplaina que era.<br />

-Ya, ya; cuando usted lo dice... -murmuró<br />

Regaladita- sabido lo tendrá. ¿Y... eso... es...<br />

por...?<br />

-Claro que es por esa pícara, Dios me perdone<br />

-refunfuñó la bien informada, arrugando<br />

el gesto como si la obligasen a beber una copa<br />

de vinagre de yema.<br />

-¡Pobrecita! -suspiró tiernamente la Sanz,<br />

en quien solían encontrar dulce indulgencia las<br />

flaquezas amorosas.<br />

-¡Sí, sí, compadézcala usted! -respondió<br />

con bilis la del manto rojizo.


-Como ha estado tan mala, y todavía ni sale<br />

de casa ni levanta cabeza...<br />

-¡Ay hija, qué bondad la de usted! Mala<br />

habrá sido, para que la visitase el Padre después<br />

del sofión y las despachaderas que la dio<br />

la última tarde que vino a intentar confesarse<br />

con él. Demasiado lo oyó usted y lo oímos todas,<br />

cuando la dijo con aquella voz... aquella<br />

voz suya... ¡Ya sabe usted! ¡la voz de cuando se<br />

enfada de veras! ¡que había dejado de ser su<br />

confesor y, que ya no tenían nada que hablar, ni<br />

a qué cruzar palabra! A mí nadie me quita de la<br />

cabeza que al día siguiente fingió ella la enfermedad<br />

para que se ablandase el Padre.<br />

-¡Ay, Corazón de Jesús! No diga usted eso,<br />

Zoe, que hasta es pecado... Mire usted que yo<br />

sé por la planchadora de la marquesa de Veniales<br />

-que la asiste precisamente Napelo, el mismo<br />

que vio a la chica por no encontrarse en el<br />

pueblo Moragas- que la dieron un horror de<br />

sangrías y la aplicaron una infinidad de sangui-


juelas... Se puso a morir, con un susto gravísimo.<br />

-Mire usted, ¡estoy por decir que más valdría!...<br />

siempre que la cogiese en buena disposición.<br />

-Vamos, hija... eso es fuertecito. Hay que<br />

tener caridad. Todos somos pecadores... aunque<br />

no tanto, no tanto; digo, al menos yo.<br />

-Ello es que el Padre se nos va -insistió la<br />

Orante con acento agorero y fúnebre- por causa<br />

de esa mocosa perversa...<br />

-Sí, es lástima que nos quedemos sin el Padre;<br />

no nos vamos a acostumbrar, pero... ¿qué<br />

se ha de hacer, Zoe? Los Padres Jesuitas, ya<br />

sabe usted que siempre andan así, de un lado<br />

para otro... Es su instituto. Siento que nos le<br />

quiten, porque vale muchísimo el Padre. <strong>Qué</strong><br />

cosas tan poéticas dijo hoy de la gracia, comparándola<br />

a... fuente límpida, ¿de qué?...


-De cristalinas linfas celestiales... Otro así<br />

no vuelve por acá, Regaladita. Le digo a usted<br />

que no. ¡Si no incurre en la... en la debilidad de<br />

confesar polluelas!<br />

-¿Y qué va a suceder si se entera de la marcha<br />

del Padre la convaleciente? Hay que encargar<br />

que no se lo digan...<br />

-¡Al contrario! -bufó la Orante con saña-.<br />

¡Que comprenda la desgracia que ha causado<br />

por casquivana y loca! Cuando llegó a mis oídos<br />

que se ausentaba el jesuita, me impresionó<br />

más aún que a la indignada Zoe. ¡Noticia humillante!<br />

La retirada del buen religioso se debía<br />

exclusivamente a mi falta de energía para reprimir<br />

las insensateces de Argos. El Padre no<br />

podía hacer otra cosa sino apelar a la fuga. Su<br />

política tenía necesariamente que ser la del poeta<br />

monje:


endiere la capa<br />

ue sólo aquel que huye escapa».<br />

Huir, no ya de la tentación, de antemano<br />

vencida, sino del escándalo, de la calumnia y<br />

de la mofa, es lo único que le restaba a aquel<br />

varón prudente y sabio -en vista de mi autoridad<br />

paterna era vano hombre-. ¡<strong>Qué</strong> mengua!<br />

¡<strong>Qué</strong> idea tan triste llevaría el sacerdote de mí!<br />

¿Y qué iba a ser de mi pobre hija? Dios sabe a<br />

qué extremos la arrastraría su funesta obceca-


ción. Dios sabe si la amenazaba una recaída<br />

mortal.<br />

Convaleciente, muy débil aún, Argos empezaba<br />

a levantarse y a andar un poco por la<br />

casa, apoyada en el brazo de alguna de sus hermanas<br />

o en el mío. A su edad la naturaleza repone<br />

pronto lo gastado; pero Argos había perdido<br />

tanta sangre, que su mate palidez se transformaba<br />

en amarillez transparente de cera. En<br />

cambio sus ojos magníficos lucían como nunca<br />

y el sufrimiento y la demacración aumentaban<br />

el carácter expresivo de su fisonomía. Lo que<br />

empecé a notar con asombro, al poco tiempo,<br />

fue su cambio moral. Con la sangre sustraída,<br />

parecía haberla sacado también la lanceta del<br />

médico parte del alma, el punto donde radicaban<br />

sus antiguas manías y delirios. La lanceta y<br />

los viboreznos chipones, habían sorbido las<br />

calenturas místicas y románticas de Argos. Ni<br />

hablaba de ir a la iglesia, ni intentaba practicar<br />

devociones, ni velar, ni ayunar, ni enfrascarse


en lecturas espirituales, ni dar una puntada en<br />

el manto de San José; ni siquiera notó que pasaban<br />

domingos y días de fiesta y que no asistía<br />

a la misa de precepto. No cabía duda: una crisis<br />

profunda modificaba su ser. Hasta llegué a persuadirme<br />

de que había perdido la memoria de<br />

sus sentimientos anteriores.<br />

Una tarde, a la hora reglamentaria de las<br />

visitas en Marineda, se nos presentó en casa<br />

Regaladita Sanz, de veinticinco alfileres, alegando<br />

como pretexto que deseaba ver a Argos<br />

y felicitarla por el restablecimiento de su salud.<br />

Sin embargo, no tardé en comprender que a lo<br />

que venía la devota era a dar la noticia de la<br />

marcha del Padre; y lo hizo con remilgos de<br />

gata casera y mimosa, y con suavidades de enfermera<br />

de amor y casamentera asidua, acostumbrada<br />

tocar sin irritarlas las llagas de los<br />

corazones. Pero, ¡oh chasco! ¡oh curiosidad defraudada!<br />

Al oír el nombre del Padre Incienso,<br />

mi hija ni pestañeó; y al escuchar que partía de


Marineda tal vez para siempre, y que acaso le<br />

destinasen a las misiones del Asia, la única señal<br />

de pena que dio, fueron estas palabras<br />

cuerdas, naturales y sencillas:<br />

-¡Ay! ¡<strong>Qué</strong> contrariedad tan grande! ¡Lo<br />

que lo va a sentir Zoe! ¡Y Paciencita Borreguero,<br />

que dice que sólo el Padre la entendía! ¡Yo lo<br />

siento también mucho, mucho! Dígaselo usted<br />

papá, si le ve antes que se vaya.<br />

Ni una sílaba más, ni sombra de alteración<br />

en el hermoso y descolorido semblante. Entonces<br />

fue cuando me convencí de que mi hija<br />

había perdido el hilo de lo pasado. Es imposible<br />

fingir así, y ya sabíamos que Argos no descollaba<br />

en el disimulo ni en el arte de reprimir<br />

sus fogosas sensaciones. No era, no, fingimiento;<br />

era que las sanguijuelas, con sus bocas de<br />

ventosa viva, la habían extraído de las venas el<br />

maldito, el reprobado, el insensato amor. La<br />

negra sangre que los dedos de Feíta hicieron<br />

escurrir de los abotargados cuerpos de aquellos


ichos asquerosos, era ni más ni menos que la<br />

nefanda pasión de su infeliz hermana. No en<br />

balde suele decirse, cuando un afecto nos subyuga,<br />

que lo llevamos en la masa de la sangre.<br />

¡Benditas sanguijuelas! Sentí habérselas restituido<br />

al pintorcejo, a quien desde entonces solía<br />

encontrarme muy a menudo en la antesala o en<br />

la escalera, y a quien siempre saludaba con simpatía<br />

y gratitud.<br />

Entre tanto el Padre Incienso dejaba a Marineda<br />

y se iba lejos, muy lejos, tal vez con la<br />

perspectiva de convertir salvajes en remotas<br />

comarcas, de clima insalubre, países donde en<br />

los pantanos derraman en el aire la fiebre y el<br />

sol abrasa las carnes del misionero; huía expiando<br />

faltas que no había cometido, evitando<br />

peligros que no existían ya, males que la sabia<br />

naturaleza había conjurado y desvanecido con<br />

su hálito puro. No de otra suerte, ganada ya la<br />

batalla, el soldado que no oyó el toque de alto<br />

el fuego sigue batiéndose hasta morir.


Por momentos, Argos se restablecía físicamente<br />

también, y, ¡oh vista deliciosa para mis<br />

paternales ojos!, renacía en ella la natural afición<br />

de las muchachas a acicalarse y componerse.<br />

Empezó por demostrar vivo deseo de sustituir<br />

con ropa más propia de su edad y estado el<br />

informe y feo sayo del hábito del Carmen; y<br />

como las demás niñas creían llegada la ocasión<br />

de cambiar el luto riguroso por el medio alivio,<br />

la casa se convirtió en taller de modista, y todas<br />

prepararon galas para salir los días de Semana<br />

Santa a los Oficios y a la visita de Estaciones.<br />

Doña Milagros nos transmitió el convite de la<br />

Generala, comisionada por la Hermana mayor<br />

de la Cofradía a fin organizar la procesión de la<br />

Soledad, para que mis hijas fuesen alumbrando;<br />

y con tal motivo, la generosa andaluza sacó<br />

a relucir una completa colección de mantillas<br />

de blonda y casco y regaló una a Tula, otra a<br />

María Rosa, y la mejor, que era larguísima, a la<br />

convaleciente. En vano quise oponerme a tal<br />

rasgo de munificencia; me desarmó la alegría


de las muchachas, que no cesaban de probar y<br />

volver a probar el suntuoso regalo ante el espejo.<br />

Clara fue la única que, con su buen sentido<br />

práctico acostumbrado, exigió que no la hiciésemos<br />

traje, puesto que en mayo, a más tardar,<br />

empezaría su noviciado en las Benedictinas.<br />

Cuando el enjambre juvenil se echó a la calle<br />

a visitar iglesias, luciendo los trajes majos,<br />

de seda negra arrasada, profusamente adornados<br />

con cintas, y las mantillas sujetas con unos<br />

alfileres de piedras antiguas que habían pertenecido<br />

a mi Ilduara, produjo sensación. Halagüeños<br />

murmullos de los hombres apostados a<br />

la puerta de San Efrén, donde se celebraban los<br />

Oficios, saludaron el paso de la gentil cohorte.<br />

Un grupo donde se destacaban Baltasar Sobrado,<br />

el Abad, Primo Cova, el Jefe de Estado mayor,<br />

el Gobernador civil y el hijo de la marquesa<br />

de Veniales, exageró las demostraciones de<br />

entusiasmo al paso de las muchachas. A la luz<br />

del sol, no cabía duda, el triunfo era para Rosa.


La frescura deslumbradora de su tez, la gallardía<br />

de su talle, la plenitud esbelta de sus formas,<br />

la alegría de su cara, el carmín de su boca,<br />

la graciosa disposición de su pelo castaño y<br />

rizo, el donaire de su andar, hacían de ella una<br />

hermosura indiscutible. Parecía efectivamente<br />

una rosa sembrada de rocío, o, por mejor decir,<br />

era la primavera misma que pasaba dejando un<br />

rastro de aromas, armonía y luz. Pero aquella<br />

noche, en la procesión de la Soledad, tornó su<br />

desquite Argos divina.<br />

Ya he dicho que tal vez el síntoma más claro<br />

del restablecimiento moral de mi hija, era la<br />

reaparición del instinto de agradar, que casi<br />

todos los seres animados sienten en el período<br />

de los amores y que en la mujer ha sido desarrollado<br />

y reforzado por la educación desde la<br />

cuna. Argos había vuelto a mirarse al espejo;<br />

Argos ya consagraba largas horas a la magna<br />

tarea de desenredar, limpiar y atusar su cabellera;<br />

pesada y abundosa y al escoger el atavío


con que debía presentarse en público, demostró<br />

un interés que me parecería increíble dos meses<br />

antes. Asociada con Rosa, consultó figurines,<br />

examinó patrones, revolvió muestrarios de flecos<br />

y adornos, y al fin se decidió, eligiendo, con<br />

el gusto delicado y artístico que solía probar<br />

citando se fijaba en cuestiones de modas, una<br />

forma sencilla lisa, rasa -hechura princesa-, según<br />

dijeron.<br />

La noche del Viernes Santo, poco antes de<br />

la hora en que debían reunirse en la sacristía de<br />

San Efrén para formar luego el séquito de la<br />

Virgen, mis hijas mayores, ayudadas por la<br />

solícita comandanta y por las menores, que no<br />

cesaban de admirar los estrenos, daban la última<br />

mano a su tocado y se contemplaban por<br />

turno en espejo que coronaba la consola, sobre<br />

la cual habían encendido las bujías de dos candelabros.<br />

Dijérase que se preparaban para un<br />

baile, cuando realmente iban a acompañar en<br />

mi soledad a la Madre del dolor. Lucían los


vestidos de seda, y en su cabeza y sobre sus<br />

hombros, la clásica mantilla derramaba negras<br />

espumas. A todos nos pareció que Rosa estaba,<br />

si cabe, más linda que por la mañana; a Argos,<br />

en cambio, la encontramos demasiado pálida, y<br />

con los ojos tan excesivamente grandes, que se<br />

le comían la cara al alumbrarla como diamantes<br />

obscuros. Así que se abrocharon los guantes, se<br />

enroscaron el rosario en la muñeca, y deslizaron<br />

entre la blonda, al lado izquierdo, un ramito<br />

chico de violetas tardías, se puso en marcha<br />

el escuadrón, capitaneado por doña Milagros,<br />

también vestida lujosamente, de un brocado<br />

«que se tenía de pie».<br />

Los que quedábamos en casa apagamos<br />

todas las luces, echamos la llave, nos bajamos al<br />

piso de doña Milagros, y ocupamos inmediatamente<br />

las ventanas, a fin de que pasase la<br />

procesión sin que la viésemos. Porque a diferencia<br />

de las demás procesiones, que se anuncian<br />

con estruendo sonoro de músicas militares,


edobles de tambor y choque de herrados cascos<br />

de caballos sobre las anchas losas del pavimento,<br />

esta de la Soledad va tan muda, en silencio<br />

tan profundo, que el pueblo la ha bautizado<br />

con el expresivo nombre de procesión de<br />

los calladitos. Diríase que un tierno respeto a la<br />

desolación y al abandono de la Virgen, un recelo<br />

de turbar mi triste ensimismamiento, han<br />

presidido a la idea de esta procesión bella y<br />

singular, que es -a su manera- obra de arte.<br />

Abrimos las vidrieras. Tibio céfiro de abril<br />

abanicaba dulcemente las cortinas: la noche<br />

había cerrado por completo; en el cielo despejado<br />

y alto, las estrellas titilaban, la gente se<br />

agolpaba ya en la plaza, y en la bocacalle más<br />

próxima, la del Canal, se arremolinaba un grupo<br />

de hombres, figuras conocidas -el elemento<br />

joven y galán de la población-. Era la presencia<br />

de este grupo señal infalible de que la procesión<br />

se aproximaba, pues los caballeretes que lo<br />

componían se las ingeniaban siempre para si-


tuarse en las bocacalles, esperando el desfile de<br />

las devotas que alumbran a la Virgen, con objeto<br />

de decirlas al oído, o como se pudiese, todo<br />

lo que sugiere a un español, en una noche de<br />

primavera, la vista de mujeres jóvenes, bien<br />

parecidas, graves, serias, de negro, con mantilla<br />

y un cirio en la mano.<br />

La procesión, formada en la iglesia de San<br />

Efrén y habiendo dado la vuelta a la Capitanía<br />

general, bajaba ya la cuesta del marisco, y un<br />

susurro de la gente mirona anunciaba que se la<br />

sentía venir, que llegaba. En efecto, no tardamos<br />

en divisar las movedizas líneas paralelas<br />

de las luces de los cirios. La doble hilera de<br />

mujeres -porque en la procesión de la Soledad<br />

no alumbra ningún hombre- avanzaba despacio,<br />

solemnemente, con acompasado y rítmico<br />

andar. Venían las primeras las hermanas de las<br />

cofradías de los Dolores, la Soledad y la Orden<br />

Tercera: gente humilde y artesana, llena de fe,<br />

vestida de hábito o de lana gruesa, con el esca-


pulario muy a la vista, descollando sobre la<br />

espalda y el pecho. A estas devotas -entre las<br />

cuales se contaban muchas encorvadas vejezuelas,<br />

muchas mozas de rostro feo y vulgar- los<br />

grupos de las bocacalles nada las decían, o las<br />

despachaban con burletas irónicas y mordaces,<br />

con ronquidos de fingida codicia voluptuosa. El<br />

tiroteo empezaba al primer traje de seda, a la<br />

primer mantilla garbosamente prendida y llevada.<br />

Estas se habían replegado a retaguardia,<br />

muy cerca de la Virgen y alrededor de la Generala,<br />

que presidía la procesión; y eran todas o<br />

casi todas las señoras de algún viso de Marineda,<br />

las que no tenían el marido republicano<br />

intransigente y poseían un pinto de gro y un<br />

rebozo de encaje. Fantástica impresión producía<br />

el verlas avanzar sosteniendo el cirio con la<br />

mano enguantada, y divisar los rostros iluminados<br />

por aquella luz intermitente, que arrancaba<br />

a veces mi destello al broche de diamantes<br />

con que se sujetaba la mantilla o descubría de<br />

improviso la blancura de una garganta, el rosi-


cler de una boca, el coquetón y estrecho calzado<br />

que aprisionaba un pie diminuto.<br />

Ya, a lo lejos, erguida en el aire, oscilando<br />

ligeramente -no más de lo preciso para dar a su<br />

misteriosa figura apariencia de vida real-, se<br />

divisaba la venerada efigie, la Virgen del Dolor.<br />

Luengos lutos negros, arrastrando y rebosando<br />

de las andas, envolvían a la Madre de Cristo.<br />

Una sola espada, aguda y reluciente, se hincaba<br />

en su afligido corazón. Sobre el pecho se cruzaban<br />

sus manos delicadas y amarillas, como reprimiendo<br />

la ola de lágrimas que quería desbordarse.<br />

Era conmovedora aquella imagen<br />

pobremente vestida, sin adornos, sin bordados,<br />

sin joyas, sin más que dos gotas de llanto que al<br />

desprenderse de los ojos brillaban sobre la surcada<br />

mejilla. El silencio absoluto hacía más extraña<br />

la aparición, más temerosa la doble fila de<br />

enlutadas mujeres por cima las cuales se cernía<br />

otra mujer, llorando, con el corazón partido. Sin<br />

duda el efecto de la procesión consistía en que


mientras las mujeres vivas, por su mutismo y<br />

su compostura, parecían imágenes, la imagen,<br />

vestida como las que la escoltaban, parecía mujer<br />

de carne y hueso.<br />

Baboso a fuer de papá, lo que yo miraba de<br />

la procesión eran mis hijas. Al fin las divisé: me<br />

las anunció un rumor de muchedumbre, un<br />

anhelante y tempestuoso arrechucho de los<br />

hombres apostados en las bocacalles. Creí al<br />

pronto que la marejada la causaba Rosa, que en<br />

verdad venía hermosísima, con su traje de seda<br />

de volantitos, su corpiño de terciopelo negro, y<br />

su mantilla de casco, de terciopelo picado también.<br />

Poco tardé en notar que a quien aclamaban,<br />

digámoslo así, no era a Rosa, sino a Argos<br />

que la seguía. Yo mismo no pude reprimir una<br />

exclamación de sorpresa. Argos era la viva reproducción,<br />

la copia fiel, pero animada, pestañeando,<br />

de la efigie de la Soledad.<br />

Con su traje liso; cubierta la cabeza por la<br />

mantilla larguísima, casi sin prender y que des-


cendía hasta el borde de la falda de cola; blanca<br />

como el cirio que empuñaba, y con los incomparables<br />

ojos, no bajos, sino alzados hacia la<br />

Virgen, Argos tenía en su belleza ese tinte sobrehumano<br />

que da la expresión, y que es resplandor<br />

de alma, triunfadora del color, de las<br />

líneas, del elemento plástico en suma. Siempre<br />

habíamos advertido en Argos notable semejanza<br />

con las esculturas religiosas; pero en aquel<br />

momento, envuelta en la blonda pesada y castiza<br />

que sobre sus hombros y alrededor de su<br />

talle formaba estatuarios pliegues, con la diadema<br />

de sobra del cabello que encuadraba su<br />

rostro afinado por la anemia, dificultó que pudiese<br />

artista alguno encontrar modelo más admirable<br />

para una de esas caras en que el transporte<br />

místico sublima la humana aflicción. En<br />

el teatro, representando un drama, con aquella<br />

actitud y aquel rostro. Argos hubiese arrebatado<br />

a los espectadores, en la procesión arrebataba<br />

a la gente, no sólo a los grupos de señoritos,<br />

sino a la muchedumbre, al pueblo apiñado para


verla, y que la saludaba con frases de entusiasmo,<br />

con requiebros en alta voz, francos, brutales.<br />

-¡Ahí va lo bueno!<br />

-Nunca Dios me diera, ¡qué señorita!<br />

-¡<strong>Qué</strong> cara de cera!<br />

-¡Parece propiamente la Virgen!<br />

-¡Vaya unos ojos! Alumbran más ellos que<br />

las velas de esas beatonas mandilonas.<br />

-¡Esta sí que es moza, esta sí!<br />

-Hay que rezarle -exclamó un marinero.<br />

-Podía ir en las andas figurando a Nuestra<br />

Señora -recalcaba una cigarrera.<br />

Bajo este diluvio de piropos, Argos caminaba<br />

indiferente al parecer. Se podría jurar que


no escuchaba. Y sin embargo, no perdía mi<br />

acento, ni una sílaba. Bebía calladamente la<br />

admiración, y su alma se impregnaba de ella<br />

como se impregna la piel de un perfume insidioso<br />

y grato. Al llegar a casa, antes de quitarse<br />

la mantilla, volvió a mirarse al espejo; se contempló<br />

mucho tiempo, un cuarto de hora, reprimiendo<br />

la sonrisa que intentaba asomar...<br />

Al otro día, Sábado de Gloria, aún no bien<br />

se echaron a vuelo las campanas, la que yo temía<br />

sepultada otra vez en delirios místicos corrió<br />

al piano, levantó impetuosamente la tapa,<br />

hizo vibrar el teclado con acordes lánguidos y<br />

melodiosos, y soltando su voz de contralto,<br />

timbrada por la pasión, entonó la profanísima<br />

serenata de Gounod, Víctor Hugo. ¡Cómo cantaba!<br />

¡<strong>Qué</strong> manera de acentuar ciertos pasajes;<br />

qué fuego, qué arrullos! ¡Aleluya! ¡La mujer ha<br />

resucitado!... ¿Será para bien? ¡Argos, Argos<br />

divina! Volcán en ignición, veleta siempre sa-


cudida por desencadenados vientos... ¡Dios te<br />

tenga de su mano!<br />

¡Imborrable recuerdo el que me dejaste,<br />

procesión de la Soledad! Y no sólo porque en ti<br />

resucitó mi María Ramona, sino porque señalas<br />

la fecha de acontecimientos graves y temibles.<br />

Aunque recobrara la fe en doña Milagros,<br />

no por eso dejaba de ver con extrañeza que la<br />

señora no acababa de poner en la calle a Vicente.<br />

Si no supiese que con todo su almacén de<br />

peinetas y moños y su gigantesca humanidad,<br />

el comandante era otro como yo -otro marido<br />

de los que abdican y dejan que recaiga el mando<br />

en rueca-, a él acusaría por lenidad tan inconcebible.<br />

Dado que al señor de Llanes le excusaba<br />

su sumisión conyugal, la responsable<br />

18


era doña Milagros. ¿Cómo permitía que el asistente<br />

permaneciese en su casa ni un minuto?<br />

-Mire usté, es una tontera -respondió ella<br />

cuando la interrogué sobre el caso al otro día de<br />

la procesión de la Soledad-, pero le he cogío<br />

una miajas de respeto al charrán ese. Al desirle<br />

que se largue comiensa a hasé morisquetas y a<br />

poné los ojos de loco... y, vamos, que yo... como<br />

lee uno en los periódicos, a caa paso, tales atrosidaes...<br />

-Por Dios, doña Milagros... ¡Parece mentira<br />

que una mujer como usted se acoquine! El bergante<br />

la ha metido a usted en un puño... Nada,<br />

una buena resolución. Escoja usted un momento<br />

en que el señor de Llanes esté en casa... Yo<br />

estaré también, si usted quiere... No nos comerá<br />

a los dos... ¡Si usted supiese lo que la urge limpiar<br />

la casa de ese pillo!<br />

Esta vez mis exhortaciones surtieron efecto.<br />

Aquella misma noche -según dijo- la señora


significó a Vicente que había resuelto, por razones<br />

poderosas, «plantarle en la del rey», y<br />

¡cosa singular!, el valenciano se oyó despedir<br />

silencioso, estoico; se contrajo su fisonomía;<br />

pero de sus labios no salió, como otras veces,<br />

réplica ni objeción contra el inapelable fallo que<br />

lo expulsaba. Cierto que el comandante estaba<br />

presente y apoyaba la medida con toda su autoridad<br />

de jefe y de esposo. Retirose el asistente<br />

cabizbajo, y se le oyó trastear en su cuartuco,<br />

arreglando ropa y rompiendo algunos papeles.<br />

La compañera -pues la comandanta tenía a su<br />

servicio una moza para fregar los pisos y atender<br />

a las labores domésticas cuando el asistente<br />

salía a recados- dijo después que Vicente había<br />

conservado encendida la luz hasta muy tarde,<br />

porque al levantarse ella, al punto del amanecer,<br />

la vio filtrarse por debajo de la puerta; y<br />

también añadió que, al regresar Vicente a la<br />

cocina después de despedirle sus amos, como le<br />

reclamase una palma que el Domingo de Ra-


mos la había prometido, el soldado respondió<br />

pocas y fatídicas palabras:<br />

-¡Ya regalaré palmas a todos, ya!... El Domingo<br />

de Ramos pasó; pero lo que es el Domingo<br />

de Pascua, ha de ser señalado en Marineda.<br />

El Domingo de Pascua, Vicente salió de su<br />

cuarto a la hora de costumbre, y se dirigió al<br />

despacho, llamémosle así, de don Tomás, donde<br />

el comandante, por despachar algo daba<br />

buena cuenta de los excelentes cigarros de contrabando,<br />

obsequio de la Tomatera de Chipiona.<br />

Vicente arreglaba aquella pieza, sin permitirse<br />

jamás tocar a los cajones de puros -<br />

tentación fuerte, sin embargo, para un español-.<br />

No sólo barría y limpiaba, sino que cuidaba las<br />

armas del comandante con esmero exquisito,<br />

haciendo relucir las hojas de los sables y los<br />

cañones de los revólveres y escopetas, porque<br />

don Tomás, sin ser muy aficionado, ni menos<br />

inteligente, había adquirido, por rutina y por


vanidad, algunos hermosos ejemplares de armamento<br />

moderno, encargándolos a Inglaterra.<br />

Vicente permaneció en el despacho de don Tomás<br />

media hora escasa, y después se sentó en la<br />

cocina, abstraído, rehusando el desayuno. A las<br />

nueve empezó a dar indicios de agitación; giró<br />

como la fiera en la jaula, comenzó labores sin<br />

concluirlas, se mojó la cara con agua fresca,<br />

rompió dos o tres platos, y mostró pueril enojo<br />

porque tenía que embetunar las botas del comandante.<br />

A las diez de la mañana, la fámula salió a<br />

la compra, y se echó a la calle don Tomás, dejando<br />

a doña Milagros entregada a la faena de<br />

prepararse para misa de once; a la salida de<br />

esta misa, donde concurre toda la high-life de<br />

Marineda, la aguardaba su marido ante el pórtico<br />

de San Efrén charlando con vecinos y amigotes.<br />

Parece que en el mismo instante en que<br />

la comandanta, después de haber desenredado<br />

su pelo crespo y negrísimo, alzaba los brazos


para retorcer el moño, se abrió con el estrépito<br />

la puerta de su gabinete, y penetró Vicente navaja<br />

en mano, con aspecto y ademanes de insensato<br />

furioso. La escena que sigue a esta entrada<br />

de Vicente merecería sin duda ser descrita<br />

y relatada; convendría saber -pero saber sin<br />

omitir punto ni coma- lo que habló con su ama<br />

el mozo, y lo que ella, trémula de espanto, pudo<br />

responderle. Por desgracia, jamás lo averiguaremos;<br />

nunca aquel diálogo tremendo en<br />

que una mujer defendía su honra y su virtud<br />

contra un hombre empeñado en profanarlas,<br />

será conocido de nadie. Las palabras volaron,<br />

disipándose en el ambiente del aposento que<br />

las oyó resonar; las violencias de la pasión se<br />

evaporaron como el agua de las salinas, que al<br />

beberla el sol deja en el fondo amargor inmenso...,<br />

y lo único que quedó en pie fueron<br />

hechos, por otra parte bien elocuentes.<br />

Subía yo a mi piso, oída la misa de diez,<br />

con ánimo de activar los preparativos del toca-


do de mis hijas, parroquianas de la de once,<br />

cuando no sé si el cansancio de mis piernas o<br />

un impulso maquinal -el del cariño, que tal vez<br />

se reduce a una necesidad continua de aproximación-<br />

me obligó a detenerme ante la puerta<br />

de doña Milagros. Y lo mismo fue pararme allí,<br />

que oír el estampido de un tiro, al cual siguió<br />

otro, y otro... ¡Horror! Toda la carga de un revólver,<br />

disparada seguidamente, con una especie<br />

de rabioso frenesí... Empujé la puerta, lo<br />

mismo que si pudiese abrirla; grité, bajé al portal,<br />

salí a la calle... Y en un decir Jesús, sin que<br />

yo advirtiese cómo, la gente que pasaba, la de<br />

las casas próximas, la de la mía, acudió, se juntó,<br />

se atropelló, se agolpó en la escalera, se<br />

arremolinó, rodeándome, queriendo saber lo<br />

que pasaba, cuando no lo sabía yo mismo...<br />

Entre tanto, seguía cerrada la puerta; detrás<br />

de ella reinaba fúnebre silencio. A nuestros<br />

campanillazos, a nuestros gritos, no contestaba<br />

un soplo, ni el eco de unos pasos. Una gente


propuso que se avisase al herrero; pero Redondo<br />

el embadurnador, el de las sanguijuelas, que<br />

según costumbre andaba por allí, tuvo una idea<br />

mucho más sencilla: traer la escalera que estaba<br />

en la portería, y ya encaramado en ella, romper<br />

de un puñetazo el vidrio de un ventanillo que<br />

daba luz al recibimiento, abriendo así entrada<br />

bien fácil, por donde se descolgó y pudo franquearnos<br />

la puerta. Nadie reparó en que cometíamos<br />

una infracción de la ley allanando una<br />

morada: todas las leyes del mundo infringiríamos<br />

entonces.<br />

Fui el primero que, frío de pavor, entró en<br />

la silenciosa vivienda. Guiado por el corazón,<br />

me precipité hacia el gabinete de doña Milagros,<br />

pieza que la servía a la vez de tocador y<br />

de cuarto de costura, y donde, con su graciosa<br />

familiaridad habitual, me había hecho entrar<br />

mil veces. Era preciso pasar por la sala, y creí<br />

escuchar un gemido leve, apagado, que me dejó<br />

más yerto de lo que estaba. Aparté las cortinas;


la puerta vidriera encontrábase abierta... Vi en<br />

el suelo a la comandanta de Otumba. La veré<br />

siempre así. Yacía reclinada sobre el lado izquierdo:<br />

un reguero de sangre empapaba sus<br />

faldas y extendía vasta placa roja por su blanco<br />

peinador; el pelo suelto casi la cubría la cara; un<br />

brazo, replegándose hacia la cintura, señalaba<br />

la actitud de oprimir la herida...<br />

Mientras yo me arrojaba a levantar en peso<br />

a doña Milagros y con fuerzas que nunca creí<br />

poseer la llevaba a su alcoba y la tendía cuidadosamente<br />

sobre la cama; mientras clamaba<br />

por «¡socorro, un médico!», y me apresuraba a<br />

bañar de agua las sienes y los pulsos de la herida<br />

señora, porque la sentía respirar; mientras<br />

perdía el poco seso que me restaba al ver correr<br />

la sangre y al humedecerme con ella las manos,<br />

la gente, que se había desparramado por las<br />

habitaciones, exhalaba chillidos y exclamaciones<br />

de horror al encontrar atravesado en el<br />

despacho del comandante Llanes el cadáver de


Vicente. La furibunda mano del suicida había<br />

agotado la carga del revólver; sin duda le temblaba<br />

el pulso, pues algunas cápsulas agujerearon<br />

la pared, mientras dos penetraban por debajo<br />

de la barba y se alojaban en el cerebro. Refiriéronme<br />

esto después: yo tuve la suerte de no<br />

ver aquel espectáculo.<br />

Lo único que me preocupaba en tales momentos<br />

era la señora. ¿Lo he de confesar? Sí,<br />

porque ya sé que tú, lector, en el curso de esta<br />

historia habrás encontrado toda clase de defectos<br />

que ponerme... excepto el de duro e inhumano.<br />

Pues bien; así que el señor de Napelo,<br />

llamado precipitadamente, hubo cortado el<br />

corsé, reconocido la herida y hecho la primera<br />

cura; así que doña Milagros abrió lánguidamente<br />

los ojos y nos sonrió como para tranquilizarnos;<br />

así que el inédito declaró que la lesión,<br />

no sólo no era mortal, sino levísima y que cicatrizaría<br />

pronto, gracias a la oportunidad de la<br />

navaja que resbaló sobre la ballena del corsé y


tropezó después en no sé cuál bienhechora costilla,<br />

lo que sentí fue, más que alivio y tranquilidad,<br />

alegría delirante, irracional, absurda;<br />

alegría que me hizo caer arrodillado al pie de la<br />

cuna de la mártir, bendiciendo a Dios que formó<br />

el alma de la mujer de tan generoso y noble<br />

temple, que prefiere la muerte a la ignominia.<br />

Me sentía inundado, ahogado, sumergido en<br />

gratitud; quería besar los pies de la cama y la<br />

colcha; porque nada agradecemos como la conservación<br />

de nuestras caras ilusiones, el que<br />

nos pisoteen las flores que nos brotan dentro<br />

del alma; y si podemos perdonar, y perdonamos<br />

de hecho, al que nos roba dinero o bienes,<br />

nunca perdonamos al que nos quita nuestra<br />

propia estimación destrozándonos el ideal. Si<br />

doña Milagros hubiese sido la mujer liviana<br />

que pintaban las malas lenguas, yo no se lo<br />

hubiese perdonado nunca. Su virtud me halagaba<br />

tanto como podría halagarme una prueba<br />

de amor directa y vehemente: su virtud, ya<br />

heroica, ya adornada con las palmas del marti-


io, era la forma en que correspondía a mi<br />

amante veneración; era su manera de entregarse,<br />

de ofrecerme su corazón y su cuerpo. Ni ella<br />

ni yo habíamos creído jamás que pudiese unirnos<br />

un indigno lazo, subrepticio, vergonzoso,<br />

impropio de mi edad, antipático a mis convicciones:<br />

ni ella ni yo -si se exceptúa un minuto<br />

de extravío del cual me acusé en el tribunal de<br />

la penitencia- habíamos notado la mutua atracción<br />

que nos guiaba, sino como fórmula del<br />

completo desarrollo de nuestros sentimientos<br />

más puros y más castos; como última flor de la<br />

filogenitura. ¡Ah doña Milagros! ¡Mujer soñada<br />

en mi juventud, bendita seas! Y al pie de la cama,<br />

con el rostro sepultado en los pliegues de la<br />

colcha, juré yo entonces pagar tu admirable<br />

conducta con algún rasgo admirable también,<br />

digno de ti y de mí y de la delicada hermosura<br />

de nuestras relaciones -porque ya creí poderles<br />

dar en mi interior este nombre dulce y significativo.


Sí: era preciso que me elevase a la misma<br />

altura que tú, ¡oh mi dueña y maestra, ley y<br />

norma de mi vida! Porque en aquella ocasión lo<br />

veía claramente; la única persona que había<br />

realizado ante mis ojos el tipo de la bondad era<br />

doña Milagros. Pronta a sacrificarse por todos;<br />

con el sentimiento más hermoso y más santo en<br />

la mujer, que es la fraternidad, tan poderosamente<br />

desenvuelto que absorbía los restantes;<br />

sencilla humilde, mansa, desprendida, tierna,<br />

doña Milagros era la encarnación de lo bueno<br />

femenino. Para que el cuadro fuese completo;<br />

para que no faltase pincelada alguna, ahora se<br />

había demostrado del más evidente modo, que<br />

no sólo doña Milagros era la misma honestidad,<br />

sino la honestidad heroica, dispuesta a<br />

arrostrarlo todo por no mancharse. Yo no ignoraba<br />

sus temores; yo sabía que ella tenía previsto<br />

el crimen. Una compasión ternísima, una<br />

dulzura llena de beatitud me inundaban al<br />

pensar que a mí se debía la brillante prueba de<br />

integridad dada por la señora. Y al mismo


tiempo, me estremecía pensando en la terrorífica<br />

escena de que habían sido testigos aquellas<br />

paredes; la infeliz, sola con el dragón furioso<br />

sin poder oponer a sus amenazas y violencias<br />

más que el grito ahogado por el miedo, viendo<br />

brillar siniestramente la navaja, percibiendo el<br />

frío de la hoja, sintiendo correr la sangre, cayendo<br />

desmayada... Dios la había preservado:<br />

Dios había querido que el monstruo no tuviese<br />

la mano certera sino para hacerse justicia; Dios<br />

había resuelto dar a todos, al público malvado<br />

y suspicaz, testimonio de que ni el armiño ni la<br />

nieve podrían emular a doña Milagros en limpieza.<br />

Sí: yo veía en la bárbara y desesperada<br />

acción del mozo la huella indudable de esa<br />

Providencia en la cual siempre he creído, y que<br />

de tiempo en tiempo derrama su gracia y su luz<br />

sobre nosotros, para confundir a los malvados<br />

y alentar a los buenos. El doble atentado de<br />

Vicente era diadema de gloria puesta sobre las<br />

sienes de doña Milagros.


Entonces fue cuando adquirió el plenísimo<br />

convencimiento de que una mujer, así sea limpia<br />

y firme como el diamante, y así los sucesos<br />

la ofrezcan ocasiones especialísimas de revelar<br />

estos méritos a la faz del mundo, siempre está<br />

expuesta a que la calumnia halle resquicios por<br />

donde eclipsar el resplandor de la acción más<br />

memorable y digna de encomio. Nadie lo dude:<br />

por unanimidad no se ha proclamado todavía<br />

la castidad de una mujer, ¡ni aun de la que pisa<br />

las estrellas y apoya el pie en la luna! ¡Por unanimidad<br />

no hay tampoco hombre bueno, guerrero<br />

valeroso, sabio profundo ni excelso artista!<br />

La reputación es un espejo grande, claro,<br />

hermoso, pero que siempre en alguna esquina<br />

aparecerá empañado. Limpiad la mancha, y<br />

reaparece por la esquina opuesta. Parece que<br />

un travieso diablillo colgado del espejo se entretiene<br />

en soplar aquí y allí enturbiando la<br />

superficie.


Digo esto, porque ¿quién creería que después<br />

de la tragedia en que doña Milagros afirmó<br />

a tanta costa su virtud, no había de estar a<br />

cubierto -enteramente a cubierto- de malévolas<br />

suposiciones, y que no se habían de postrar<br />

todos reconociendo su valor y tributándola el<br />

merecido respeto? Pues no sucedió así. Los<br />

eternos enemigos de la señora, los incansables<br />

detractores de aquel ser para mí celestial, encontraron<br />

medio de sacar de su gloria su deshonor,<br />

y de sepultarla en todo con lo mismo<br />

que debiera servir para ponerla en las nubes.<br />

Yo, que me lancé a todos los corrillos, y en especial<br />

a los de la Sociedad de Amigos, a gozar<br />

de mi triunfo y a escuchar cosas que me lisonjeasen,<br />

noté con asombro y cólera que abundaban<br />

más las reticencias, las dudas y las descabelladas<br />

hipótesis, de las cuales salía muy mal<br />

librado el decoro del comandante, más nublada<br />

que nunca, la fama de su esposa.


Sostenían, en efecto, con el encarnizamiento<br />

de la saña y la malicia, que no se explicaba la<br />

conducta de Vicente, sino suponiendo que creía<br />

tener sobre su ama algún derecho que la flaqueza<br />

de esta le hubiese concedido. Afirmaban<br />

que en aquella suprema entrevista última, que,<br />

aparte de los interesados, sólo tuvo por testigo<br />

a Dios, habían mediado reconvenciones, cargos,<br />

amenazas, súplicas -cuando media entre el<br />

amante abandonado y la mujer hastiada y resuelta<br />

a desembarazarse de él a toda costa, porque<br />

la asusta, porque constituye un obstáculo-.<br />

Aseguraban, como si lo hubiesen visto, que el<br />

bárbaro había colocado a la señora en la espantosa<br />

disyuntiva de morir o continuar arrostrando<br />

la reprobación general y el peligro de despertar<br />

las sospechas de su esposo; y juraban<br />

que era tal la idolatría del mozo por su señora,<br />

que, al derramar la sangre de aquellas venas, al<br />

pensar que había herido, quizás mortalmente, a<br />

doña Milagros, lo vio todo negro, y, loco de<br />

dolor, de desesperación y de remordimiento,


volvió contra sí su rabia, tan aturdido, que arrojó<br />

al suelo la ensangrentada hoja, sin ocurrírsele<br />

servirse de ella para matarse.<br />

-Ya jamás se despejará la incógnita de este<br />

drama -decía con silbo de serpiente Baltasar<br />

Sobrado-. El muerto no habla, y la viva, claro<br />

que ha de decir lo que más la convenga. En<br />

amoríos domésticos no median cartas. No se<br />

encontrará prueba alguna... Pero los que conocemos<br />

la vida, no nos tragamos esta clase de<br />

Lucrecias. ¡Seráfico don Tomás Llanes! ¡Cuando<br />

pienso que las nueve décimas partes son así!<br />

Por supuesto, que al pobre diablo no le queda<br />

más recurso que pedir el traslado. Sé que al<br />

capitán general le haría poquísima gracia que<br />

después de la tragedia siguiese viviendo aquí.<br />

Eso lo guisarán en familia los del cuerpo. La<br />

cosa es tan feílla, que le echarán un capote para<br />

taparla. ¡Bah! Todo se arregla en este mundo...<br />

y la los diez años, todo se olvida!


¡Ah venenoso áspid! Si yo no te debiese<br />

cinco mil pesetas, a las cuales ya había abierto<br />

una brecha regular, ¡cómo te metería el resuello<br />

en el cuerpo! Pero eras el ser sagrado, a quien<br />

saludamos hasta los pies despreciándole profundamente:<br />

eras el acreedor... Contra el acreedor<br />

no hay razones. Agaché la cabeza. Lo que<br />

más me afligió fue ver que de tu detestable opinión<br />

era partícipe una persona en quien yo tenía<br />

gran confianza, aun cuando desde entonces<br />

la perdí. Moragas, de regreso de su viaje y al<br />

enterarse de lo ocurrido, había exclamado<br />

arrugando la expresiva fisonomía:<br />

-Esas cosas nunca suceden antes de la letra.<br />

Tal furia pasional, tales arrebatos ciegos y<br />

destructores, es casi increíble que no tengan por<br />

raíz los sentidos exaltados con el cebo de la<br />

posesión.<br />

Como a Moragas no le debía yo un céntimo,<br />

me creí en el caso de contestarle:


-Ustedes no ven en todo más que materia.<br />

Son ustedes tuertos del entendimiento. Les<br />

compadezco... ¡porque no les quiero aborrecer!<br />

El epílogo de mi historia con doña Milagros<br />

coincidió con muy importantes acontecimientos<br />

para mi familia. Perdí a dos hijas casi<br />

al mismo tiempo... Clara, acompañada del Penitenciario,<br />

salió hacia Compostela dispuesta a<br />

que ciñese su frente la toca de las novicias. Y<br />

Tula, ¡nada menos que Tula!, con toda su severidad,<br />

su acritud, sus principios de orgullo y<br />

sus altivas frases fielmente calcadas en las de<br />

mi pobre esposa..., cogió al aguilucho de la familia<br />

y lo chapuzó... ¿dónde diréis que chapuzó<br />

al mísero pajarraco? ¡En la bacía del barbero<br />

Redondo! Sí: con el hijo del rapista, con el pintorcejo<br />

de puertas y ventanas fue con quien<br />

Tula se resolvió a renunciar a su honesta solte-<br />

19


ía, y a entrar en el amor y el matrimonio, paraísos<br />

desconocidos para ella hasta entonces...<br />

Me avergüenza esta página. Quiero pasarla<br />

por alto o punto menos, corriendo un velo<br />

sobre el error de una doncella a quien tuve, no<br />

solamente por recatada e invencible, sino por<br />

preciada de su calidad y deseosa de conservar<br />

siquiera el prestigio de un distinguido nacimiento...<br />

Los chismes de Feíta no habían hecho<br />

mella en mí; juzgué que eran invenciones de<br />

aquella cabeza caliente y destornillada... La<br />

caída de Tula me recordó que el hambre de<br />

amor, como la obra, hace olvidar las facticias<br />

jerarquías sociales, y conduce a la más democrática<br />

igualdad, a la nivelación más absoluta...<br />

Bajo el impulso de esta necesidad, apremiantísima;<br />

bajo la fuerza de esta ley, todo lo convencional<br />

desaparece, y sólo quedan en pie Adán y<br />

Eva, la primitiva pareja del Edén, el varón y la<br />

hembra atraídos el uno hacia el otro merced a<br />

instintos que a veces ni saben definir... Tula no


encontraba su media naranja, y se moría por<br />

dar con ella, hasta que se la brindó la embadurnada<br />

mano del vástago del rapabarbas. Y verla<br />

y asirla fue todo uno.<br />

Hemos ignorado siempre cómo se desenvolvió<br />

el idilio. Yo bien noté que el pintor venía<br />

muy a menudo a mi casa; pero lo consideraba<br />

efecto de su carácter solícito y servicial. Queriendo<br />

Sobrado cumplirnos su palabra de adecentar<br />

el piso donde vivíamos, envió al hijo de<br />

Redondo para que diese una mano de pintura<br />

gris perla a las maderas -puertas, ventanas y<br />

galerías- con lo cual el mozo se pasó una quincena<br />

dentro de nuestro hogar, tanto más libremente,<br />

cuanto que nadie sospechaba que sus<br />

brochas gordas fuesen flechas del carcaj de Cupido.<br />

Así que se difundió por la ciudad la noticia<br />

de que Tula, la almidonada y remilgada<br />

Tula, descendía hasta el pintorcejo; los comentarios<br />

versaron principalmente sobre un punto<br />

tan delicado como difícil de esclarecer: ¿de qué


manera habían principiado a entenderse los<br />

amantes? Dada la condición social del muchacho,<br />

casi todos suponían que la iniciativa no<br />

habría partido de él. Regaladita Sanz, con su<br />

voz dulce y melosa y su chancera suavidad de<br />

devota aristocrática, declaró en la tertulia de la<br />

marquesa de Veniales que sin duda alguna mi<br />

hija se había declarado de un modo indirecto, y<br />

que probablemente, colocándose delante del<br />

pintor en ocasión en que este embadurnaba con<br />

más brío, habría exclamado suspirando hondo:<br />

-¡Ay! ¡Quién fuera puerta!<br />

Así o de otro modo, es lo cierta que la pareja<br />

se arregló, y que la descendiente de los<br />

antiguos señores de Villalba entregó su mano<br />

seca y febril al nieto de cien Fígaros. En la activa<br />

desintegración que se verifica en la sociedad<br />

contemporánea, mi hija, procedente de la vieja<br />

aristocracia de aldea, y perteneciente ya, por<br />

nuestra escasez de recursos, a la modesta clase<br />

media, se perdía, por ansia amorosa, por obe-


diencia a ineludibles leyes naturales, en las filas<br />

obscuras del populacho... Casada con Redondo,<br />

mi hija encendería la lumbre, la soplaría, arrimaría<br />

el puchero, barrería ella misma su cuarto,<br />

y tal vez, ¡perspectiva afrentosa!, tendría que<br />

bajar al lavadero para retorcer los pañales de<br />

mis nietecillos... Estando yo, muy abatido, en<br />

lid con estos pensamientos, díjome Feíta:<br />

-¿Ve, papá? ¿Ve la gracia de Tula? ¿Ve cómo<br />

caen primero las torres más altas? ¿Ve el<br />

afán de casarse? ¿Ve el no haber más Dios ni<br />

más Santa María que encontrar marido? ¿Se<br />

convence ahora de que tengo razón?<br />

-Bueno, bueno... Chiquilla, que me duele la<br />

cabeza... ¿En qué quieres tener razón tú?<br />

-En mis proyectos de buscarme la vida sin<br />

aguardar el mosiú que venga a sacarme de penas.<br />

¿<strong>Qué</strong> le parece, los asquitos y las monadas?<br />

Mucho de señoritas y mucho de que nos rebajaríamos<br />

trabajando y ejerciendo una profesión...


Ya me dirá qué bonita profesión la que va a<br />

ejercer Tula ahora. El estropajo y la escoba sean<br />

con ella. Más le valiera... aunque fuese... ¡pintar<br />

puertas como su marido! y con lo que ganase<br />

pagar una criadita. ¡Ay papá! Lo que es a mí...<br />

A mí no me cogen. Yo me las arreglaré: yo les<br />

haré a todos la mamola.<br />

-Tú estás más loca y más en Belén que la<br />

misma Tula -contesté severamente.<br />

-No, papá: yo soy la única persona que está<br />

aquí en su juicio... Guíese por mí, que tengo<br />

revelaciones... como dicen los libros que leía Argos.<br />

Tula ya hizo la trastada; Clara se buscó la<br />

vida a su manera; yo... yo... soy yo. Mire ahora<br />

por Rosa y por Argos. No se duerma: le advierto<br />

que están las dos muy en peligro. ¡Muy en<br />

peligro! A Rosa... no quiero asegurarlo aún...<br />

pero me parece que la ronda un pez... ¡<strong>Qué</strong> pez!<br />

En fin, chito... atiéndalas, papá... Son bonitas...<br />

no tanto como les dicen los memos, pero en fin,<br />

son bonitas... Argos tiene además esa voz...


Mándela a Madrid a estudiar, aunque sea<br />

haciendo un sacrificio. Que cante, ¡que salga a<br />

las tablas! ¿No vale más salir a oír aplausos,<br />

que repasarle los calcetines a Redondo? ¡usted<br />

no me da crédito! Tampoco me creyó cuando le<br />

avisé que Tula estaba dispuesta a casarse con el<br />

mismísimo diablo... Pues acerté.<br />

Las reflexiones que debieran sugerirme estas<br />

advertencias de la muchacha, se borraron<br />

entonces porque sobrevino otro suceso que<br />

embargó mi espíritu. Los esposos Llanes habían<br />

sido trasladados a Barcelona. Todo el mundo<br />

aplaudió y comprendió el traslado: se imponía,<br />

era de cajón; resolvía una situación embarazosa.<br />

Aunque el terrible drama había valido al<br />

matrimonio bastantes manifestaciones de simpatía<br />

(pues en el fondo la gente marinedina es<br />

buenaza y afectuosa), con todo eso, después de<br />

ciertas catástrofes, aunque no alcance a las personas<br />

que en ellas intervienen responsabilidad<br />

alguna, se diría que en el ambiente que las ro-


dea flota una nube de siniestra obscuridad, y<br />

que se les hace indispensable respirar otra atmósfera,<br />

ver otras caras y residir en otros lugares,<br />

que no recuerden el pasado. El matrimonio<br />

Llanes debió de comprender que no había más<br />

camino; marido y mujer se habían quedado<br />

muertos... «Nos han dao cañaso», decía la señora...<br />

La populosa capital y sus distracciones<br />

tenían que hacerles un bien muy grande. Así lo<br />

reconocían todos... Sólo yo no podía acostumbrar<br />

mi corazón a la perspectiva de no ver más<br />

a doña Milagros; sólo yo, que había erigido a<br />

aquella señora un templo, que ya había logrado<br />

purificar mi pasión enteramente y llevara a tal<br />

grado de decantación espiritual que ni al mismo<br />

sol ofendería, no acertaba a resignarme a<br />

que desapareciese para siempre de mi vida<br />

aquel atractivo, aquel estímulo, aquel sueño,<br />

aquella mujer que triste, enferma aún, sin su<br />

charla y su vivacidad de antaño, me interesaba<br />

cien veces más, y despertaba en mí tal efusión<br />

de ternura y engendraba tales ilusiones purísi-


mas, que mientras la mirase y oyese su voz, no<br />

me creería viejo.<br />

Era preciso, sin embargo, separarse. El día<br />

se aproximaba, y cuanto más cerca lo veíamos,<br />

más patente era el desconsuelo y la pasión de<br />

ánimo de doña Milagros. ¿Cabía atribuirlo a la<br />

herida? No; la herida era un rasguño; apenas<br />

había causado fiebre. El susto y la aflicción sí<br />

que explicaban racionalmente el que doña Milagros<br />

apareciese tan decaída. Huía de mí; todo<br />

mi afán de tener con ella una conversación a<br />

solas -de esas pláticas en que se desahoga el<br />

alma-, fue inútil; la señora me evitaba cuidadosamente,<br />

y dos o tres veces, al dirigirla la palabra,<br />

oí que reprimía un sollozo, y noté su fatiga<br />

y su angustia.<br />

La víspera del día fijado para la marcha, en<br />

ocasión de hallarme reclinado sobre el antepecho<br />

de mi ventana favorita, junto al tiesto de<br />

heliotropos en flor, se me representó con más<br />

fuerza que nunca la imagen de doña Milagros,


la santa mujer calumniada por todos... y hasta<br />

por mí; víctima de su deber y juguete de la injusticia<br />

del mundo; reflexioné sobre las causas<br />

de su misteriosa tristeza, de su profunda depresión<br />

física y moral; medité por centésima<br />

vez en si podía darla algún consuelo, serla en<br />

algún modo útil o grato -porque comprendía en<br />

aquel instante que lo único que podría aplacar<br />

el dolor de la separación sería un gran sacrificio,<br />

una ofrenda...- y de pronto, mientras mis<br />

ojos seguían el gracioso columpiarse de un esquife<br />

blanco sobre las ondas de la bahía, sentí<br />

algo como llamarada súbita, el escalofrío de la<br />

inspiración... Se me había ocurrido la idea feliz,<br />

la idea que debía servir de consuelo a doña<br />

Milagros, expresarla cumplidamente mi respeto,<br />

mi veneración, mi idolatría, y, por último,<br />

estampar la ceniza en la frente a los que se<br />

habían atrevido a murmurar de la señora. Sí:<br />

aquello, y sólo aquello, podía simbolizar de un<br />

modo adecuado lo que representaba doña Milagros<br />

en la sencilla y corta historia de mi cora-


zón. Y la idea me infundió al instante tal alborozo,<br />

que no quise tardar ni un minuto en ponerla<br />

por obra.<br />

Entré en el cuarto donde dormían las gemelas,<br />

destetadas ya y reunidas en la misma<br />

camita de hierro. Detúveme un instante a contemplarlas.<br />

Sobre la almohada descansaban las<br />

cabezas encantadoras, y se esparcía una hojarasca<br />

de rizos castaño alborotados, confundidos,<br />

tocándose las dos frentes que el sueño<br />

humedecía de ligerísimo aljofarado sudor. Las<br />

respiraciones se mezclaban; un brazo de Zita<br />

rodeaba el cuello de Media; esta, adelantando<br />

el hociquito, mamaba en sueños, como suele<br />

suceder a los niños recién despechados; y la<br />

otra, sonriendo vagamente, muy sofocada, veía<br />

sin duda en el aire a sus hermanos los serafines...<br />

Miré alrededor; cogí el pañolón de lana<br />

que las abrigaba los pies; y sin temor a que se<br />

despertasen, las eché el mantón encima, las<br />

enrollé en él, y me las cargué al hombro... Se-


guían durmiendo. Sólo Zita gruñó y entreabrió<br />

los párpados, que se volvieron a cerrar de suyo.<br />

Bajé las escaleras a escape; había recuperado<br />

todo el vigor juvenil, la fuerte agilidad de<br />

los veinte años... Pegué a la puerta de doña<br />

Milagros un campanillazo arrollador, triunfal;<br />

entré de súbito en el gabinete, donde la señora<br />

doblaba ropa que iba a colocar en una maleta;<br />

con impulso delirante, llorando y riendo, la<br />

presenté las criaturas, los dos seres por quienes<br />

y en quienes nos habíamos amado.<br />

¿Que qué la dije? Maldita la cosa: no hizo<br />

falta. El presentimiento y la esperanza la habían<br />

iluminado a ella, como la devoción y la ternura<br />

a mí... Abrió los brazos y estrechó a las gemelitas<br />

y a su padre a su vez; y su boca trémula,<br />

impensadamente, rozó mi boca, y nuestros ojos<br />

mezclaron sus lágrimas, mientras ella balbucía:<br />

-¡Querío... querío! ¡Dio te lo pague!


Si en Marineda armó alboroto el que se llevase<br />

a mis dos niñas doña Milagros, lo dejo a tu<br />

penetración, amigo que esto lees. La opinión<br />

más general fue que yo había querido redimir<br />

un censo. Estuve en la cama varios días; se me<br />

apagaron las pupilas; se me dobló el espinazo;<br />

aumentaron mis canas como si nevase en mi<br />

pobre cabeza... pero no me valió. Yo era un mal<br />

padre... y además, un viejo chocho.

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