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Prólogo en el cielo<br />
EL HÉROE.- (Deteniéndose en el umbral<br />
de la gloria.) Señor de cielos y tierra, ¿es<br />
verdad que voy a entrar en la mansión de los<br />
escogidos? Apenas me atrevo a creer tamaña<br />
ventura. ¿Cuáles han sido mis merecimientos,<br />
Señor, para que te dignes mirar con indulgencia<br />
a tu siervo? ¿Yo en la gloria? ¿Yo entre santos,<br />
mártires, confesores y vírgenes, tronos, jerarquías,<br />
potestades y dominaciones?<br />
VOZ DEL ESPÍRITU DE DIOS.- (Que sale<br />
de una ardiente nube.) No estarás entre los<br />
santos, ni entre los vírgenes, porque no lo eres.<br />
Entre los mártires y confesores bien podrías,<br />
pues algún martirio padeciste y algunas veces<br />
me confesaste. Si sólo los santos entrasen en el<br />
cielo, muy solitaria se hallaría mi mansión. La<br />
santidad, como el genio luminoso y la belleza
soberana, es patrimonio de pocos. ¿Has imaginado<br />
tú que Yo crie, perfeccioné y redimí al<br />
género humano para destinarle a condenación<br />
eterna, verle retorcerse en el fuego del Purgatorio<br />
o aullar en los braseros del Infierno?<br />
EL HÉROE.- (Transportado de alegría.)<br />
Señor, es cierto que si pequé, mi corazón no es<br />
el de un malvado. Yo deseaba guardar tus<br />
mandamientos, aunque no los he guardado<br />
siempre, y en Ti he creído y esperado con firmeza.<br />
Nunca, aun en medio de las pruebas que<br />
te dignaste enviarme, se entregó mi alma a la<br />
negra desesperación, ni osó desconfiar de Tu<br />
providencia, ni censurar Tu obra, ni renegar del<br />
don precioso de la vida que otorgaste a Tus<br />
criaturas. No te serví con el celo y fervor que<br />
debiera, pero Tú sabes que no he sido impío.<br />
Sin embargo, estoy confuso... Nada hice bueno,<br />
y algo malo sí... ¡Algo muy malo!...<br />
VOZ DEL ESPÍRITU.- (Suave, armoniosa<br />
y musical, como si brotase de los registros más
delicados de un órgano.) Has amado mucho.<br />
Recuerda que a quien mucho ama, mucho se le<br />
perdona. Tu corazón fue un foco de ternura.<br />
Eres el Padre, por otro nombre el Pelícano. En<br />
tus párpados hay huellas de llanto y señales de<br />
prolongadas vigilias. En tus manos no veo ni<br />
oro ni jirones de honra. Ábrelas... Están vacías.<br />
En una de ellas...<br />
EL HÉROE.- (Temblando, lloroso y contrito.)<br />
Señor, Tú que todo lo comprendes, ¿no<br />
distingues esta... esta manchita... así... roja?...<br />
¡Misericordia, Señor... Misericordia de mí!<br />
VOZ DEL ESPÍRITU.- (Grave y serena.)<br />
No; no la distingo. La vi cuando cayó. Después<br />
la ha borrado tu constante arrepentimiento.<br />
EL HÉROE.- (Respirando y enajenado<br />
de gozo.) ¿Con que no soy asesino? ¿No soy<br />
criminal?
VOZ DEL ESPÍRITU.- (Misteriosa y lejana.)<br />
El hecho descarnado nada significa para<br />
mí. Mi justicia no se parece a la que tú conociste<br />
allá en el mundo. El beso de Judas fue asesinato;<br />
el tajo de Pedro, que cercenó la oreja a Malco,<br />
fue caricia. Cuando Pedro desenvainó la<br />
espada, rebosaba amor por mi Hijo. Intenciones,<br />
motivos, pensamientos... Hechos no. El<br />
hecho no existe en estas regiones. El hecho es la<br />
cáscara de la realidad.<br />
EL HÉROE.- (Creyendo soñar.) ¿He<br />
matado y estoy sin culpa?<br />
VOZ DEL ESPÍRITU.- (Clara y firme.)<br />
He medido y pesado los móviles de tu falta. Ya<br />
has expiado viviendo. El que mata y vive, expía.<br />
Con todo, aún te queda una penitencia que<br />
cumplir. Antes de entrar en el goce de la beatitud,<br />
bajarás otra vez a la tierra y escribirás tu<br />
historia, para bien de algunos de tus semejantes.
EL HÉROE.- (Asustado.) ¡Señor! ¡Escribir!<br />
No ignoras que nunca aspiré a la gloria<br />
literaria. Ni aun he combatido en el estadio de la<br />
prensa. Es decir... Para que no se ría el diablo de<br />
la mentira, recuerdo haber puesto dos o tres<br />
comunicados en el Grito Cantábrico y en el Nautilense,<br />
cuando el ayuntamiento de Villalba,<br />
contra toda ley y razón, se empeñó en expropiarme...<br />
VOZ DEL ESPÍRITU.- (Benévola.) Ahora<br />
es asunto de mayor importancia. La narración<br />
de tu vida tendrá forma novelesca.<br />
EL HÉROE.- (Más incrédulo que antes,<br />
temiendo ser víctima de una pesadilla.) ¿Noveles...?<br />
VOZ DEL ESPÍRITU.- (Enérgicamente.)<br />
Novelesca.<br />
EL HÉROE.- (A dos dedos de la más satánica<br />
rebeldía.) Señor, ¿eres Tú quien me
manda hacer una obra novelesca? ¿Una novela,<br />
hablando pronto? ¿Es Tu voz o es la de Lucifer<br />
la que escucho? ¿Yo que me he pasado la vida<br />
tapando los agujeros por donde pudiesen deslizarse<br />
en mi casa esos libros nefandos y pestilenciales,<br />
a fin de que no se posasen en ellos ¡ay<br />
de mí!, los ojos de mis amadas hijas? ¿Yo que<br />
he cazado folletines como quien caza serpientes?<br />
Ya sé que, según dicen, las novelas de ahora<br />
no se parecen a las de antes; pero tengo entendido<br />
que aún son peores, porque rompiendo<br />
todo freno presentan la vida humana con repugnante<br />
desnudez, y la fotografía pornográfica<br />
más descarada no llega adonde llegan tan<br />
asquerosos librotes. Pornográfica es palabra de<br />
un amigo mío sumamente ilustrado... que me<br />
dijo que así debían calificarse...<br />
VOZ DEL ESPÍRITU.- (Con lentitud solemne.)<br />
Obedece y calla. Yo soy, la Verdad, la<br />
Belleza y la Bondad juntas, y nada de lo que ha
sido hecho se hizo sin Mí. En Mí está la Vida, y<br />
la Vida es la luz de los hombres.<br />
EL HÉROE.- (Para sí, aturdido.) Esto se<br />
me figura que lo dicen en la misa... (Desvanécese<br />
la ardiente nube, y aparece otra nubecilla<br />
nacarada, y cabalgando en ella un ANGELITO<br />
muy risueño, pálido, que representa unos cuatro<br />
años de edad.)<br />
EL ANGELITO.- (Al HÉROE.) Ven<br />
conmigo. Yo te guiaré a que cumplas tu expiación,<br />
como manda Papá del cielo. ¿<strong>Qué</strong>? ¿No<br />
me conoces? ¿Ya no te acuerdas de mí?<br />
EL HÉROE.- (Haciendo pantalla con la<br />
mano.) No... digo, sí... se me figura... no sé...<br />
EL ANGELITO.- ¡Sí soy tu Moncho, tu<br />
Ramón, el que se cayó del tercer piso por un<br />
descuido de la niñera y se hizo tortilla contra<br />
las piedras de la calle!
EL HÉROE.- (Conmovidísimo.) ¡Hijo de<br />
mi alma! ¡Monchito!¡Válgame Dios! Quién iba a<br />
conocerte con esas alas tan cucas, y esa claridad<br />
que te rodea, y esa cara de bienaventurado!<br />
¡Ay! ¡Dichoso tú! ¡Si supieses las horas que pasé<br />
cuando te subieron sin vida, caliente aún tu<br />
pobre cuerpecito! No estabas nada desfigurado,<br />
ni tenías roto nada, al parecer... Sólo un cuajarón<br />
de sangre debajo de la naricilla... ¡<strong>Qué</strong> de<br />
besos te di! ¡Infelices padres los que tal ven!<br />
EL ANGELITO.- (Riendo.) Pues ahora<br />
consuélate, papá. Suerte como la mía... El trago<br />
fue para ti. Yo, tan contento. Nada me dolió:<br />
duró aquello un instante, y creo que ya llegué<br />
muerto a las losas. Aquí nada me falta. Tengo<br />
una legión de compañeritos, y jugamos a la<br />
pelota y al volante con unas estrellas más lindas...<br />
Ahora, a la tierra. Agárrate a mis alas. No,<br />
si están muy fuertes; no me las arrancas ni tú ni<br />
diez como tú. Así... fuera miedo.
EL HÉROE.- (Al atravesar el tercer cielo.)<br />
Se va muy bien... me parece que soy pájaro<br />
y que he volado toda mi vida. Pero oye... Contigo<br />
tengo yo más confianza para hacer ciertas<br />
preguntas. ¿Es posible que Dios, sobre mandar<br />
escribir una novela, que ya es cosa bastante<br />
rara, se lo mande a quien ni tiene facultades, ni<br />
costumbre, ni...? ¿Cómo empezaré? ¡Sabes que<br />
me da en qué pensar? ¿Irá bien si empiezo: «En<br />
una serena tarde del mes de Julio...»?<br />
EL ANGELITO.- (Riendo a carcajadas.)<br />
Jesús, papá... Le cuelgas a Dios unas tonterías...<br />
Tú no tienes que escribir la novela. Basta con<br />
que la inspires. Yo te llevo a casa de un novelista<br />
de profesión; te acercas a su oído y susurras:<br />
«Mire usted, cuando vivía hice esto, aquello y lo<br />
otro; pensé así, sentí asado...». Y basta. Él se encargará<br />
del resto.<br />
EL HÉROE.- Eso mismo dudo que pueda<br />
hacerlo de manera que el novelista saque algo<br />
en limpio de mi historia. Yo sé bien lo que me
ha sucedido y lo que sentí allá por dentro; pero<br />
hijo, las explicaderas...<br />
EL ANGELITO.- (Con ternura.) Papá, ya<br />
verás cómo así que te llegues al novelista se te<br />
despabila el meollo y ves claramente muchas<br />
cosas que en vida no entendiste; y además te<br />
entran una franqueza y una elocuencia tales,<br />
que declaras los móviles de tus acciones más<br />
leves y ensartas los pormenores de los sucesos<br />
más insignificantes de tu verdadera historia. Y<br />
al irlos refiriendo, adivinarás la coordinación<br />
secreta de los efectos y sus causas en la vida...<br />
Has de pegarte algún cachete en la frente. ¿No<br />
ves cómo hablo y discurro yo, desde que subí al<br />
cielo?<br />
EL HÉROE.- (Algo amostazado.) Bien,<br />
obedezco... pero conste que no me explicar esta<br />
orden del Señor... En fin, quien manda, manda.<br />
EL ANGELITO.- ¡Ay papá, qué descontentadizo!<br />
¿Preferías un añito de Purgatorio?
EL HÉROE.- Yo qué sé... Ahora enciérrese<br />
usted en el cuarto de un escribidor, que será<br />
algún tugurio, y el dueño tal vez un perdis rematado...<br />
Me mirará por encima del hombro;<br />
me juzgará con dureza, y escudriñará impúdicamente<br />
el alma de mis desventuradas hijas.<br />
EL ANGELITO.- (Partiéndose de risa.)<br />
¡<strong>Qué</strong> gracia papá, qué gracia! Cuando veas a<br />
donde te conduzco...<br />
EL HÉROE.- (Colgado del ala de su hijo<br />
y mirando hacia abajo.) ¿<strong>Qué</strong> es esto? ¡No es<br />
Marineda la ciudad que se extiende allá... sobre<br />
el azul? ¡No es esa la bahía redondeada en forma<br />
de concha, la torre del Faro, los amenos<br />
jardines del Terraplén? El corazón se me sale de<br />
alegría. ¡No es aquella la chimenea de mi propia<br />
casa?<br />
EL ANGELITO.- (Cariñoso.) Sí, papá...<br />
pero no la mires... Ahí no has de volver nunca.
EL HÉROE.- (Con ansia.) Dos minutos...<br />
Verlas... ¡Por caridad!<br />
EL ANGELITO.- No puede ser. Tu expiación<br />
comienza.<br />
EL HÉROE.- (Afligido.) ¿A dónde me<br />
guías?<br />
EL ANGELITO.- ¿Ves aquel caserón antiguo<br />
del Barrio de Arriba? ¿Balcón con palma en<br />
el primer piso...?<br />
EL HÉROE.- ¿Galería en el segundo?<br />
EL ANGELITO.- Justo... ¿Ves dos ventanas<br />
del tercero abiertas? ¡Una gran mesa... estanterías,<br />
libros, cachivaches, plantas, flores?<br />
¿Una mujer que atraviesa la habitación con un<br />
violetero lleno de violetas en la mano...?<br />
EL HÉROE.- (Admirado y gozoso.)<br />
¡Ah!.... de modo... con que es ahí... Ya... Claro...<br />
Respiro... Al menos hablaré con una persona
del mismo Marineda, una señora, un alma<br />
compasiva... Ya sabrá ella parte de mi historia.<br />
EL ANGELITO.- Anda, papá... Es preciso<br />
que entre allí tu espíritu antes de que se cierre<br />
la ventana... Va a llover y tengo mucha prisa de<br />
regresar al cielo. En este clima tan húmedo no<br />
hay modo de vivir sin paraguas, impermeable o<br />
cosa así. Cuélate pronto... y abur... ¡Hasta luego!<br />
¡Que ya cierran la vidriera...!<br />
EL HÉROE.- (Desde el alféizar de la<br />
ventana.) Hijo mío, no te mojes... Arrópate<br />
bien en la nube... Mira que los catarros, ahora<br />
en esta estación...<br />
EL ANGELITO.- (Con risa argentina y<br />
encantadora.) Abur, abur. Volveré por ti cuando<br />
esté terminada la última cuartilla.
En la pila bautismal me pusieron el nombre<br />
de Benicio. Por el lado paterno llevé el apellido<br />
de los Neiras de Villalba, pueblo digno de<br />
eterno renombre, donde se ceban los más suculentos<br />
capones de la Península española. En el<br />
escudo de mi casa solariega, sin embargo, no<br />
campean estas aves inofensivas, sino un águila<br />
coronada y un par de castillos de sable sobre<br />
campo de gules. Tales zarandajas heráldicas no<br />
impidieron a mi padre, el mayorazgo, casarse<br />
con la hija de un confitero y chocolatero natural<br />
de Astorga, establecido en los soportales de la<br />
Plaza de Lugo. Era mi padre (Dios le haya perdonado)<br />
algo antojadizo y terco y bastante libertino;<br />
y como la recia virtud de mi madre no<br />
consintió rendirse a sus asaltos, a contrapelo de<br />
toda la familia la hizo su esposa.<br />
1
Yo creo que en tan desigual enlace quien<br />
salió perdiendo fue la confitera. Poseedora de<br />
las cualidades morales que faltaban a su marido;<br />
hacendosa, recta y cristiana a carta cabal, mi<br />
madre vivió sola, despreciada, maltratada y<br />
faltándole cariño, consagró el suyo entero a mi<br />
hermana y a mí. Digo mal: yo fui el preferido,<br />
el único amado tal vez, porque mi hermana,<br />
que pecaba de intrigante y chismosuela, fue<br />
desde pequeñita el ojo derecho de mi padre. Mi<br />
niñez corrió triste, viendo a mamá esconderse<br />
para llorar por los rincones de la casa, y echándome<br />
a temblar cuando papá gritaba y maldecía<br />
y soltaba cada terno que se venía abajo la<br />
bóveda celeste; pues una de las peores mañas<br />
del autor de mis días era jurar como un carretero<br />
desde que abría la boca; y recuerdo que mi<br />
madre me inculcó el odio a tan feo vicio, hasta<br />
hacerme caer en el extremo de considerar los<br />
juramentos, las blasfemias y las palabras soeces<br />
como el mayor y más estúpido pecado que<br />
puede cometer el hombre. Esta y las demás
enseñanzas de mi madre se me grabaron indeleblemente,<br />
viniendo a ser la base de mis convicciones<br />
y principios; así como en el fondo de<br />
mi carácter quedó una blandura y un apocamiento,<br />
que atribuyo a haberme ensopado y<br />
reblandecido el corazón los terrores y las lágrimas<br />
maternales. Mi madre era mujer chapada<br />
a la antigua, e hizo predominar en mí el<br />
elemento tradicional sobre el innovador; porque<br />
(ahora lo discierno claramente) no cabía en<br />
sus facultades equilibrar los dos de tal manera<br />
que yo me encontrase en condiciones favorables<br />
para vivir en la época que Dios había señalado<br />
a mi paso por el mundo. Aprendí de mi<br />
madre la probidad, el horror a las deudas, el<br />
respeto de los contratos y de la honra de las<br />
mujeres, la modestia, la economía, la frugalidad,<br />
la veracidad, virtudes que adornan a la<br />
grave raza castellana, aunque se atribuyan en<br />
general a la ibérica. También me fue inculcado<br />
por mi madre otro sentimiento nada común en<br />
la sociedad actual: una consideración profunda
por las personas de elevado nacimiento, unida<br />
a cierto democrático individualismo y a mucha<br />
llaneza con los inferiores. En cuanto a la enseñanza<br />
religiosa, por entero la debí a mi madre:<br />
ella me obligó a aprender de memoria el Catecismo,<br />
me hizo rezar diariamente el Rosario,<br />
me leyó en el Año Cristiano las vidas de los Santos<br />
y en el Kempis los capítulos referentes a la<br />
resignación, a la humilde sujeción, al hombre<br />
bueno y pacífico, a la tolerancia de las injurias,<br />
al puro corazón y la intención sencilla. Tales<br />
doctrinas prendieron en mí maravillosamente:<br />
sin duda existía oculta conformidad entre ellas<br />
y mi carácter; por lo cual llegué a imaginarme<br />
(a posteriori) que me hubiese convenido más ser<br />
amamantado en principios de energía, acción y<br />
violencia, porque hallándose estos en pugna<br />
con mi condición natural, se establecería el<br />
provechoso equilibrio donde quizá reside el<br />
secreto de la armonía, perfección y felicidad<br />
humana. Someto este problema a los doctos, y<br />
paso adelante.
Cuando me veía quejoso y dolorido del<br />
proceder de mi padre, mamá me predicaba la<br />
conformidad más entera. «Las faldas del marido<br />
-me decía- no excusan jamás las de la mujer.<br />
Él es el jefe de la casa, y se le ha de obedecer y<br />
se le ha de querer bien, todo lo que no sea esto<br />
se queda para bribonas infames. Rezar mucho a<br />
ver si se convierte y se hace bueno... y paciencia,<br />
y que cada cual acepte su cruz. Contra el<br />
marido y el padre jamás tiene razón la mujer y<br />
el hijo. Silencio... y Dios sobre todo».<br />
Uno de los sanos consejos de la que me<br />
llevó en sus entrañas, fue el de seguir una carrera.<br />
«Hijo -me decía- Dios sabe a dónde llegaremos...<br />
Puede suceder que tengamos que pedir<br />
limosna». La vida rota y relajada de mi padre<br />
daba cierta verosimilitud a tan tristes profecías.<br />
Asistí, pues, al Instituto, con propósito de ingresar<br />
más tarde en el Seminario, ordenarme y<br />
conseguir un curato de aldea donde viviríamos<br />
mi madre y yo, humildemente, según el espíri-
tu del Kempis, pero sin mendigar. La muerte de<br />
mi madre, casi súbita, de un ataque de reuma al<br />
corazón, malogró estos planes. Por consejo de<br />
mi tío Ventura Neira, el abogado, se me envió a<br />
la Universidad compostelana a cursar leyes.<br />
Cuento mis épocas de estudiante como las<br />
mejores de mi vida. La alegría y descuido de la<br />
mocedad, el trato regocijado de los amigos, las<br />
bromas y los entretenimientos propios de mi<br />
edad y mi estado, me dejaron delicioso recuerdo.<br />
Debo advertir que esto ocurría allá por los<br />
años 45 a 50, cuando todavía decir estudiante<br />
era decir buen humor, chispa, viveza, ingenio,<br />
travesura. Ahora las estudiantinas (todos los<br />
Carnavales se presenta alguna en Marineda)<br />
parecen cuadrillas de penitentes, según lo compungidas<br />
y contritas que se muestran: ni por<br />
casualidad provocan el más leve desorden; ni<br />
siquiera galantean a las muchachas; embolsan<br />
el dinero que las dan, con la misma tristeza con<br />
que los pobres vergonzantes se guardan el so-
corro; andan como si se hubiesen tragado el<br />
molinillo; en fin, estos no son escolares. Nosotros<br />
armábamos cada guitarreo y cada baile de<br />
máscaras y cada gresca, que si me acuerdo aún<br />
me río. Yo no figuraba entre los inventores de<br />
las diabluras; pero no descomponía partido; se<br />
contaba conmigo siempre, y una vez metido en<br />
danza, no me quedaba atrás (entendiéndose<br />
que nuestras humoradas no pertenecían al género<br />
de las que dejan en pos de sí deshonor y<br />
llanto).<br />
Excuso decir que ni rastros persistían en<br />
mí de la supuesta vocación eclesiástica. Al contrario...<br />
Confesémoslo sin rebozo: mi corazón<br />
juvenil latía dulcemente solicitado por misteriosas<br />
voces y por ansias indefinibles. Un aguijón,<br />
un estímulo suave me incitaba sin cesar a<br />
que me aproximase a la mitad bella de la<br />
humana progenie. Estudiante más enamoradizo<br />
que yo, dudo que haya existido desde que<br />
hay aulas en el mundo. Sólo que en mí no lle-
gaba a adquirir la pasión amorosa el grado de<br />
concentración y de fijeza que la hace terrible: a<br />
fuerza de gustarme tanto las mujeres, no me<br />
perdía por ninguna. Verlas y derretirme en<br />
babas, era todo uno; sus insinuaciones me encontraban<br />
siempre rendido, galante, hecho un<br />
caramelo; hoy me mareaban unas pupilas de<br />
azabache, mañana dos ajos azules me volvían<br />
tarumba... y, al fin, nada; revoloteos de mariposa,<br />
sin consecuencias ulteriores.<br />
Mi espíritu no anhelaba los torturadores<br />
goces del amor culpable, pagarlos con el desasosiego<br />
de la conciencia: lo que me sonreía, en<br />
medio de tantos zascandileos amorosos, era la<br />
perspectiva de la honesta felicidad conyugal.<br />
«No hay remedio: me caso no bien acabe la<br />
carrera», decía, pareciéndome lo más natural<br />
del mundo que como el ave busca pareja y nido,<br />
busque compañera y hogar el hombre. Así<br />
es que apenas tuve en el bolsillo mi título de<br />
licenciado, empecé a tender la vista, por si dis-
tinguía la media naranja... No fue en Compostela,<br />
centro al fin de vida un poquillo disipada,<br />
donde se me apareció, sino en Monforte, la villa<br />
medioeval, legendaria, que aún domina, ceñudo<br />
y fiero, el torreón de los Hidalgos. ¡Allí te<br />
encontré, cara esposa, Ilduara mía, en quien<br />
hasta el nombre revistió carácter de noble severidad,<br />
de dignidad austera! ¡Algunas veces, al<br />
ver tu majestuoso continente, tus formas en que<br />
cada año fue acentuándose más la línea recta, y<br />
sobre todo, tu energía indomable, tu intransigencia<br />
loabilísima, te he comparado al torreón<br />
de tu pueblo natal! Sin embargo, al tiempo que<br />
te conocí, la amable risa descendía aún a tus<br />
ojos y a tus labios. ¡Después del primer año de<br />
boda fue cuando empezó a ocurrírseme que te<br />
parecías al torreón!<br />
Poseía mi Ilduara bienes y casas en Monforte,<br />
y allí vivimos algún tiempo y nacieron<br />
nuestros primeros vástagos. Porque esta fue<br />
otra excelencia y cualidad singular de mi espo-
sa: rendir infaliblemente su cosecha anual. Fecundidad<br />
semejante es extraordinaria aun en<br />
Galicia misma. En esta narración se irá patentizando<br />
hasta dónde llegaba la fertilidad de Ilda:<br />
debo decir que no puede compararse sino con<br />
el prodigioso desarrollo del sentimiento de la<br />
filogenitura en mí. Tal sentimiento dormía en<br />
las profundidades de mi ser afectivo, y sólo<br />
aguardaba, para revelarse en toda su fuerza, la<br />
abundancia de prole con que quiso Dios bendecir<br />
mi casa. Desde los paseos a las altas horas,<br />
descalzo y con el canario de alcoba muy agasajadito<br />
en el pecho, hasta las corridas a cuatro<br />
patas con el nene montado sobre el espinazo;<br />
desde la fabricación de trompos y cometas hasta<br />
los perennes repasos de silabario y Astete,<br />
recorrí todos los grados de la paternidad celosa<br />
y babosa: mi Ilduara bastante tenía con parir...<br />
Un trágico acontecimiento fue el primer<br />
cáliz de amargura que me hizo apurar la paternidad.<br />
Mi primogénito era un varón, de lo más
travieso, adelantado y listo que se ha visto nunca:<br />
un fenómeno de talento para sus cuatro<br />
años. Con decir que ya juntaba las letras... Cierto<br />
día se puso la criada a vestirle, teniéndole<br />
sentado en el hueco de una de esas ventanas<br />
antiguas que forman como nichos hondos. La<br />
vidriera estaba entornada... En una vuelta que<br />
dio la infante mujer, el niño se inclinó... La cabeza<br />
le pesaba más que el cuerpo... ¡Ay, de mí!<br />
Desde entonces Monforte se me hizo aborrecible.<br />
Los guijarros de las calles tenían sangre<br />
de mi pequeño. Nos trasladamos a Lugo.<br />
Encontré a mi padre completamente subyugado<br />
por el marido de mi hermana, un procurador<br />
llamado Garroso, lo más fullero y<br />
tramposazo que han conocido los siglos. Mi<br />
Ilduara, desde el primer instante, adivinó la<br />
situación, y las dos cuñadas se declararon guerra<br />
a muerte, sin tregua ni cuartel posible. Guerra<br />
solapada, eso sí, pero doblemente feroz:<br />
tiroteo incesante de chismes, delaciones, enre-
dos, competencias, murmuraciones, desdenes y<br />
mal encubiertas groserías. Lo primerito que<br />
hicieron, ponerse motes. Mi hermana apodó a<br />
mi esposa el Estandarte, y mi esposa se vengó<br />
llamando a mi hermana la Dulcera. ¡Inconsiderada<br />
profanación de la memoria de mi santa<br />
madre!<br />
No es decible la hiel que yo tragué con semejantes<br />
rencillas. El dolor causado por la desgracia<br />
de mi Monchito era al menos un dolor<br />
noble y que podía confesar y desahogar ante las<br />
gentes; pero estas miserables cuestiones, si pudiese,<br />
me las callaría a mí mismo. Andaba avergonzado.<br />
Comprendí entonces por primera vez<br />
que el esposo, cuando no establece desde un<br />
principio su autoridad doméstica y su legítimo<br />
ascendiente, queda anulado, sometido a la que,<br />
de súbita, se trueca en tirana fiera. Ilduara desoyó<br />
mis ruegos, se mofó de mis consejos y hasta<br />
volvió contra mí las faltas de los míos. Mi<br />
padre tomó, por supuesto, el partido de mi her-
mana, y, enfermo de gravedad, no quería recibirme<br />
ni sufrirme a su cabecera. Falleció, y ni<br />
aun después de muerto me lo dejaron ver. Se<br />
abrió el testamento, y aparecí perjudicado en<br />
todo lo posible, con la saña y la mala voluntad<br />
que podrían desplegarse contra el hijo más calavera<br />
e ingrato. Yo me inclinaba a conformarme<br />
y tomar lo que buenamente me diesen; pero<br />
Ilduara, sin conocimiento mío, consultó a varios<br />
abogados, y me forzó a entablar una serie<br />
de litigios, de lo más embrollado que registran<br />
los laberínticos anales de la curia gallega. Allí<br />
tuve ocasión de comprobar el acerado temple<br />
de alma de mi esposa. Ella aseguraba que su<br />
bello ideal era pleitear «hasta quedarse por<br />
puertas» con tal de ver a la familia de Garroso<br />
pidiendo también limosna. El lecho conyugal,<br />
campo reservado a más tiernas expansiones, se<br />
convirtió para mí en antecámara de la Audiencia<br />
marinedina, y todas las noches oí hablar de<br />
incidentes, vistas, juicios, sala, autos, documentos<br />
-mezclado con invectivas y furibundos ata-
ques a mis padres, cuñado, hermana, etcétera-.<br />
¡<strong>Qué</strong> intimidades, santo Dios, qué intimidades!<br />
Dos años duró este tósigo. Al fin, mi cuñado<br />
me propuso secretamente una transacción.<br />
Leonina, claro está; pero si el pleito de partijas<br />
continuaba, todos quedaríamos iguales, en camisa...<br />
Temblé por mis pobres chiquillos, y esta<br />
idea me dio fuerzas para abrazar una resolución<br />
sin consentimiento de Ilduara. Abracela, y<br />
firmé...<br />
Menos funesto hubiese sido para mi paz<br />
doméstica abrazar a todas las mozas de seis<br />
leguas en contorno. ¡Oh firma, oh rúbrica, que<br />
aún me parece estar viendo al pie de la escritura,<br />
con vuestras letras encogidas, con vuestros<br />
trémulos rasgos! Por obra vuestra descendí<br />
definitivamente desde el augusto solio de jefe<br />
de familia al humilde lugar de esclavo consorte;<br />
vosotras, como las letras de fuego que mudaron<br />
la faz del destino del monarca babilónico, señalasteis<br />
en mi existencia de esposo y padre un
trágico momento de crisis. Desde entonces fui<br />
el acusado, el culpable, el traidor de la familia;<br />
todas nuestras escaseces y adversidades se<br />
achacaron a aquel Benicio Neira y Quiñones... en<br />
mal hora estampado; cuantas veces intenté<br />
hacer prevalecer mi opinión en mi hogar, o<br />
emanciparme en algo, vino la fatídica firma a<br />
taparme la boca, y oí resonar la frase tremenda:<br />
-Como tú arruinaste a tus niños con la escritura<br />
de partijas...<br />
A fuerza de oírlo repetir, llegué a creerlo<br />
yo mismo; sí, llegué a creer que, en efecto, con<br />
la malhadada firma, había consumado la perdición<br />
de tan queridos seres.<br />
Sin embargo, para que se vea lo que son las<br />
pequeñeces y cuánto pesan en la balanza de<br />
nuestra vida, no fue la desdichada transacción,<br />
sino otro suceso harto insignificante, lo que<br />
hizo rebosar el vaso de la cólera y disgusto de<br />
mi Ilduara, y la movió a adoptar una determi-
nación tan radical como la de trasladar nuestra<br />
residencia fuera de Lugo. Es el caso que el odio<br />
que mi esposa sentía hacia la familia de mi<br />
hermana se comunicaba a nuestra progenitura,<br />
y ya varias veces mi hija mayor, Gertrudis,<br />
había andado a la greña, en la escuela, con las<br />
chiquillas de Garroso. Sólo el varón primogénito<br />
de los Garroso, llamado Luis, de cinco años,<br />
se empeñaba, con magnanimidad notoria, en<br />
echar pelillos a la mar; y apenas me veía desde<br />
cien leguas, ya estaba gritando: «¡Tío Benitio...<br />
tío Benitio!... ¡Tayamelos!...». En épocas de relativa<br />
concordia había yo contraído el hábito de<br />
regalarle, siempre que le encontraba, dos o cuatro<br />
cuartos de esta golosina; y el ángel de Dios,<br />
por no perder la costumbre, venía a reclamar su<br />
renta. Era tan guapote, tan colorado y tan zalamero<br />
aquel sobrino mío; se parecía tanto a la<br />
pobre mamá, que, vamos, cada vez que le hacía<br />
un desaire, me dolía el corazón. Una tarde salía<br />
yo de la Catedral, de oír la plática del señor<br />
Penitenciario sobre el perdón de las injurias,
cuando me veo venir disparado al rapaz, repitiendo<br />
su estribillo: «¡Tío... tayamelos... tayamelos!...».<br />
Agarrado a mi gabán, y saltando a la<br />
patacoja, me llevó hacia los soportales, a la más<br />
próxima confitería. Tuve un momento de flaqueza.<br />
«Mira que no digas nada a nadie, Luisito...».<br />
Y le puse en las manos un cucurucho.<br />
Cuando salíamos de la confitería vi en los soportales<br />
de enfrente a mi hija Gertrudis, por<br />
donde comprendí que se preparaba un conflicto,<br />
y me propuse agachar las orejas y callar.<br />
Mas ¿cómo podía figurarme que, en vez de los<br />
sermones a que iba habituándome ya, mi mujer<br />
me recibiese con estas palabras disparadas a<br />
boca de jarro?<br />
-He escrito a Marineda preguntando por<br />
los alquileres de las casas.<br />
-Por los alq...<br />
-Mañana empezaremos a levantar esta. Yo<br />
no sigo viviendo en infierno semejante: no y no.
-Pero esposa, Ilda...<br />
Cuando comprendí que la cosa iba de veras,<br />
me resigné. ¿<strong>Qué</strong> había de hacer? Un infierno<br />
era realmente nuestra existencia, envenenada<br />
por lo que más repugna a mi carácter:<br />
odios, luchas y desazones diarias. Sólo que, si<br />
se hubiese querido oír mi consejo, sería contrario<br />
a la traslación de domicilio a Marineda,<br />
donde según mis noticias, la vida empezaba a<br />
complicarse con exigencias de lujo que me<br />
asustaban, y favorable a Monforte, residencia<br />
más conveniente para un matrimonio tan prolífico<br />
como el nuestro. Ha de decirse la verdad.<br />
Yo no creo que la tontería aquella de los caramelos<br />
bastase a precipitar a Ilduara de tal modo.<br />
Juzgo que influyó muchísimo su vanidad,<br />
o, mejor dicho, su justo amor propio de esposa<br />
del mayorazgo de Neira, que se ve arrojada de<br />
la casa solariega por manejos más o menos turbios<br />
de un procurador; pues este era el caso<br />
verdaderamente triste en que nos encontrába-
mos, y el aguilucho y los torreones de Neira,<br />
como todo lo más lúcido de un patrimonio,<br />
después de la consabida transacción, a mi cuñado<br />
pertenecían. Se me figura, pues, que Ilduara,<br />
creyó humillante la retirada a Monforte,<br />
y dio por cierto que la marcha a Marineda revestía<br />
cierto carácter triunfal, como si por medio<br />
de ella dijese a su aborrecida cuñada:<br />
«¡Usurpadora, ave de rapiña, quédate ahí hecha<br />
una lugareña, una procuradora de mala muerte!<br />
Nosotros, los Neiras verdaderos, nos vamos<br />
adonde la gente fina ha de apreciarnos más,<br />
adonde están nuestros iguales, adonde vivamos<br />
en la esfera que nos corresponde y en el pie que<br />
nos compete».<br />
Para mí el trasplante fue doloroso. Y si<br />
analizo bien los motivos de la pena que sentí al<br />
dejar a Lugo, sus humedades y sus brumas, yo<br />
mismo declaro que pertenecen al número de<br />
aquellos sentimientos que demuestran que está<br />
lleno de contradicciones el corazón humano.
Me afligía dejar a Lugo, por lo mismo que en él<br />
no gocé ni por casualidad un rato bueno. Y<br />
aquella gente ávida, indelicada, sin fe, entre<br />
cuyas manos se quedaba lo mejor de mi herencia<br />
paterna y la paz de mi hogar, me angustiaba,<br />
¡quién lo dijera!, el perderla de vista, porque<br />
de tal pasta soy, que no <strong>puedo</strong> desencariñarme<br />
de cosa ni de persona alguna... Además, parecíame<br />
destruir, con el cambio de horizontes, mi<br />
ser tradicional de propietario e hidalgo, en el<br />
cual fundaba, no diré mi orgullo, pues esta profana<br />
virtud o nervio viril del orgullo, brillante<br />
vicio del alma superior, me faltó siempre, pero<br />
sí mi modestísima dignidad, y el ambiente de<br />
lo que <strong>puedo</strong> llamar mi vida histórica. Yo venero<br />
el pasado. Jamás miré sin respeto las miniaturas<br />
de mis abuelas y tías, con sus mangas de<br />
jamón y su peinado a lo nene; nunca creí que se<br />
pudiese ser cosa mejor que Neira de Villalba; y<br />
la conservación de los muebles, inmuebles y<br />
fincas legadas por los antecesores, la juzgué<br />
religioso deber. Uno de mis dolores del alma
fue que ciertos estafermos que poseíamos desde<br />
tiempo inmemorial, ciertos majestuosos muebles<br />
apolillados, se vendiesen a una prendera,<br />
por imposibilidad de acomodarlos en nuestra<br />
residencia marinedina. Después supe que entre<br />
aquellos trastos nos deshicimos de algunas antiguallas<br />
de mérito.<br />
Quizá por la prevención que llevaba conmigo,<br />
al pronto Marineda no me agradó. Luego<br />
fui convenciéndome de que se la puede contar<br />
entre las más lindas capitales de provincia de<br />
España, si se exceptúan tres o cuatro ciudades<br />
de gran importancia, como Barcelona y Sevilla.<br />
En esto convenían todos los forasteros. Lo que<br />
me arrebató y cautivo fue el mar. Ni nunca lo<br />
había visto, ni nunca pude imaginarme la hermosura,<br />
la atracción, la grandeza de tan magnífico<br />
elemento. Los pensamientos religiosos y<br />
hasta filosóficos que me sugería, no los quiero<br />
revelar, porque no sé si parecerían disparates, y<br />
además porque tiene algo de vago e intraduci-
le, que sólo podría condensarse en palabras si<br />
Dios me hubiese otorgado dotes poéticas. Lo<br />
cierto es que la ocupación de contemplar el mar<br />
vino a ser predilecta para mí, y si los días de<br />
tormenta y vendaval me extasiaba el soberano<br />
espectáculo del Océano en el Varadero, los días<br />
tranquilos me embelesaba con el siempre variado<br />
cuadro de la bahía, la entrada y salida de<br />
vapores, el movimiento de la grúa y el ir y venir<br />
de las lanchas pasajeras cargadas de gente.<br />
No disponía, sin embargo, de mucha libertad<br />
de espíritu para semejantes contemplaciones,<br />
porque mi vida doméstica era agitada, angustiosa,<br />
merced a la repetición periódica del<br />
fenómeno de la paternidad. Desde la llegada a<br />
Marineda, en vez de amainar, había arreciado<br />
el chaparrón de hijos (lo cual podía atribuirse a<br />
influencias del aire salitroso). De esta cosecha<br />
no toda llegó a espigar y lograrse; pero entre<br />
embarazos, partos, amas, niñeras, médicos,<br />
denticiones, escarlatinas, escuelas y maestras de
costura, estábamos que no nos llegaban a media<br />
muela el tiempo ni los cuartos. No obstante,<br />
hacia el principio de la década de 1878 a 88,<br />
Dios consintió algún alivio a nuestra enfermedad,<br />
que maliciosamente llamaría alguien plétora<br />
de salud. Sea que experimentásemos cierto<br />
cansancio vital, sea por otras causas desconocidas,<br />
pasaron cinco o seis años, ¡cinco o seis<br />
años!, sin que amenazase caer de nuevo sobre<br />
nuestras cabezas la bendición del Señor. Yo<br />
miraba a mi Ilduara de reojo, y me congratulaba<br />
viendo su talle, no ya esbelto, sino plano.<br />
Esta satisfacción la amargaba aun poco la decadencia<br />
física de mi leal compañera, en quien<br />
notaba cuantos la conocían, un estado de salud<br />
nada floreciente. ¿Y cómo era posible otra cosa<br />
después de tan continuas batallas, de fecundidad<br />
tan increíble? Padecía mi esposa diversísimos<br />
achaques, unos acabados en algias, como<br />
neuralgias, gastralgias y cefalalgias; otros en<br />
agias, como hemorragias; otros en emia, como<br />
anemia...; pero todo ello, hablando en cristiano,
se podía encerrar en dos síntomas funestos:<br />
debilidad de un organismo gastado, pérdidas<br />
de sangre que agotaban su escaso caudal de<br />
vigor. Lo extraño es que semejantes empobrecimientos<br />
y aflicciones no paraban en apagarle<br />
el carácter a Ilda, ni en doblegar su firmeza. Al<br />
contrario, aquel carácter de bronce parecía más<br />
recio y bravo con los males físicos; a semejanza<br />
de los mártires que en el tormento cobraban<br />
fuerzas, mi mujer se crecía más cuanto más<br />
sufría. Nunca ejerció mejor la dictadura; nunca<br />
la familia se inclinó más sumisa bajo su férreo,<br />
aunque provechoso yugo. Aquel cuerpo, en vez<br />
de rendirse, parecía curtirse a la intemperie,<br />
como el famoso torreón; aquel genio, en vez de<br />
amansarse, se volvía más arisco y fiero; aquella<br />
boca, en vez de ayes, exhalaba filípicas y regaños<br />
por cualquier motivo leve, o sin motivo ni<br />
sombra de él. Era esto bien contrario a mi índole,<br />
pacífica de suyo y codiciosa de tranquilidad<br />
en el sagrado recinto de mis lares; y nuevamente<br />
lamenté no haber desplegado, desde los pri-
meros días del matrimonio, un poco de energía<br />
y de tesón que alcanzase en mis manos el cetro<br />
de la autoridad, mía y sólo mía en su divino<br />
origen, como varón que soy. Si en casa de mis<br />
padres obedecía siempre la mártir mujer, en la<br />
mía el marido era... francamente: era la carabina<br />
de Ambrosio.<br />
No obstante, lo llevaba todo con paciencia:<br />
asperezas, persecuciones, bufidos, el amargo y<br />
perpetuo reproche de haber arruinado a nuestros<br />
hijos, de ser un panarra y un hombre inútil:<br />
sólo llegó a sacarme de quicio cierta peregrina<br />
manía que a deshora padeció Ilduara... y fueron<br />
los... risa da escribirlo... los furiosos celos que<br />
impensadamente empezaron a torturarla... digo<br />
mal... a torturarme a mí.<br />
Siempre había notado en mi esposa atisbos<br />
de esa rabiosa enfermedad; caso tanto más raro,<br />
cuanto que Ilda (dígase en honor suyo) nunca<br />
se mostró en nuestra relación conyugal extremosa<br />
y apasionada, como yo la hubiese desea-
do allá en los venturosos días de Monforte,<br />
aurora de nuestro amor; sino que supo guardar,<br />
hasta un extremo inconcebible y para mí muy<br />
doloroso al principio, aquella casta rigidez y<br />
recato de la verdadera esposa cristiana, y aquella<br />
reserva y aparente frialdad que, si enojan al<br />
enamorado loco, deben satisfacer profundamente<br />
al marido cuerdo.<br />
Respecto a los celos de Ilda, mi ejemplar<br />
conducta, mi fidelidad a prueba, el empeño que<br />
ponía en desvanecer y calmar sus aprensiones,<br />
habían impedido que llegasen a adquirir carácter<br />
perturbador de nuestra tranquilidad. ¡Y lo<br />
que no había sido en la mocedad más que transitoria<br />
afección, retoñaba después de los años<br />
mil, adquiriendo proporciones alarmantes! Yo<br />
no volvía de mi asombro, en especial cuando<br />
me miraba al espejo. Si allá, por los tiempos en<br />
que era Neirita el estudiante y rasgueaba en la<br />
guitarra, en tertulias caseras, la Marcha de Luis<br />
XVI yendo al cadalso, pude alabarme de una re-
gular presencia, ahora de todo apenas quedaban<br />
señales; y como no soy fatuo ni me dio<br />
nunca por hacer el pisaverde, lo declaro y pongo<br />
aquí el inventario descriptivo de mis gracias:<br />
Mediana estatura; cabeza pequeña y piriforme,<br />
cubierta de un cepillo cerdoso y entrecano; bigote<br />
híspido y color de ala de mosca; dientes<br />
largos, calzados de verdín, como teclas de piano<br />
viejo que atacó la humedad; ojos... vamos,<br />
los ojos podían pasar, y aun creo que en su negra<br />
profundidad se reflejaba la honradez de mi<br />
alma, por la cual su expresión no carecía de<br />
atractivo. Para definir de una vez lo peculiar de<br />
mi aspecto, diré que mi cara era una cara de<br />
época, atrasada, como reloj que se ha parado,<br />
de estas que en mi país se llaman caras antiguas;<br />
pero no de carácter histórico tan remoto como<br />
esta frase parece significar, pues la fecha que<br />
marcaba mi semblante era la de Espartero y la<br />
milicia; estaba diciendo Constitución o muerte.<br />
Creo que a ello ayudaba mi manera anticuada<br />
de afeitarme, rasurándome todo el vello facial,
excepto el bigotillo de hisopo y la saliente mosquita.<br />
Volviendo al asunto por que saqué a relucir<br />
mi facha, claro que esta no justificaba la<br />
rara aprensión que le entró a mi buena esposa,<br />
aprensión de la cual debo hablar con indulgencia,<br />
pues demuestra gran amor, aunque extraviado.<br />
En gracia de él la perdoné y vuelvo de<br />
todo corazón a perdonarla aquel tomar y despedir<br />
de criadas, cocineras y niñeras, aquel andar<br />
buscando para nuestro servicio las más feas<br />
jimias y los más espantables monstruos, aquel<br />
humillante espionaje a que me vi sometido,<br />
aquellas insensatas acusaciones y aquellas denigrantes<br />
sospechas. Se las perdoné, claro está,<br />
aunque en el momento me consternaban, a mí<br />
que profeso la religión del lazo conyugal y que<br />
desde mis bodas no había encaminado mi gusto<br />
sino por la honesta vía del deber. En ocasiones<br />
me daba al diablo, no sabiendo qué idear para<br />
devolver el juicio a la digna matrona.
En lo más enconado de este período de celosa<br />
furia, medió algo que me hizo sentir escalofríos<br />
de terror. Ilduara mandó bajar del desván<br />
cierto mueble arrinconado hacía tiempo: la<br />
cuna, la vieja cunita de forma de nao, estrenada<br />
por mi primogénito en Monforte veintinueve<br />
años antes, y en que tantos pimpollos míos<br />
durmieron el primer sueño... Pero ¿es posible,<br />
oh Providencia dadivosa, más bien derrochadora?<br />
¡La cuna, la cuna otra vez!<br />
Creo que ha llegado el momento de decir<br />
cuál era el estado de mi familia, o más bien la<br />
de mi tribu, cuando bajó del desván la ya<br />
arrumbada cuna. Me vivían entonces diez retoños;<br />
seis estaban en el cielo. Por mandato de<br />
Dios, y ejecutando sus inescrutables designios,<br />
la muerte se había cebado en los varones, dejándome<br />
casi todas las niñas. Para nueve da-<br />
2
mas, sólo tenía un galán. Aunque en el curso de<br />
estas páginas irá apareciendo mi prole, trazaré<br />
una especie de índice cronológico de sus individuos.<br />
Debe decir en elogio de mi hija mayor,<br />
Gertrudis o Tula, que poseía las dotes de gobierno<br />
de su madre, y aun aquella misma índole<br />
suspicaz y algo avinagrada. En lo físico era<br />
también muy semejante a Ilda, pero faltábale la<br />
beldad correcta y majestuosa que me había<br />
hechizado algunos lustros antes. Tenía de mi<br />
Ilduara la curva nariz y los ojos grises, el talle<br />
recto y las formas angulosas, y su rostro ofrecía<br />
semejanzas con la agorera y meditabunda faz<br />
de una lechuza. Clara, la segunda, a quien Tula<br />
llevaba lo menos cuatro años, ofrecía el mismo<br />
tipo, que, según oí decir a un amigo entendido<br />
en ciencias de estas de moda, es el de la raza<br />
sueva, de la cual se conservan en Galicia muy<br />
caracterizados ejemplares: rubia, alta, seria,<br />
nariz de caballete, ojos claros, bastante linda;
pero no tanto como la que la sigue, María Rosa,<br />
en la cual (sin vanidad) prevalecía el tipo paterno;<br />
y con no ser el papá ningún Adonis, ella<br />
había salido una muchacha notable, fresca como<br />
las flores -por lo cual la llamamos Rosa a<br />
secas-. Dentro de la diversidad de gustos que<br />
inspira los juicios humanos, podía no obstante<br />
discutir si la palma de la hermosura, en mi descendencia,<br />
tocaba a mi tercer hija o a la cuarta,<br />
María Ramona. Rosa tenía en su abono el esplendor<br />
de la tez, la perfección y la irreprochable<br />
plástica de su cuerpo pero la belleza de María<br />
Ramona llegó a ostentar un carácter tan expresivo<br />
y tan dramático, que era imposible mirarla<br />
con indiferencia. Para especificar el mérito<br />
de María Ramona, diré con qué mote la conocíamos.<br />
Siendo niña aún, el Penitenciario de<br />
Lugo, admirado de su cara pálida y perfecta<br />
como la de una imagen, y de sus ojazos guarnecidos<br />
con una rejilla de pestañas que parecían<br />
plumas de cuervo, la llamó Argos divina, nombre<br />
que un librote del siglo pasado da a la Vir-
gen del camarín de la Catedral, más conocida<br />
por Nuestra Señora de los ojos grandes.<br />
Estas cuatro, Tula, Clara, Rosa y Argos divina,<br />
y la quinta, Constanza, eran las que ya<br />
gozaban del fuero de mujeres hechas y derechas.<br />
Las demás estaban en la categoría de niñas<br />
aún. Después de estos cinco pimpollos femeniles<br />
venía el varón, Froilancito, llamado así<br />
por devoción al santo patrono de Lugo (excuso<br />
decir que en Froilancito tenía yo cifradas mis<br />
esperanzas todas). Seguía a Froilán una niña<br />
muy revoltosa y diabólica, extravagante, mimosa,<br />
a quien conocíamos con el nombre de la<br />
primera de las virtudes teologales, Fe; por lo<br />
cual sus hermanas, empeñadas en hacerla rabiar<br />
siempre, no la llamaban más que Feíta (y la<br />
verdad es que no se pasaba de hermosa). Había<br />
luego dos chicuelas, Rosario y Mizucha (diminutivo<br />
de Mercedes), y, por último, el grupo de<br />
mi familia remataba, como esos racimos humanos<br />
que en los circos forman los gimnastas, en
un saladísimo angelón la hembra de cinco años,<br />
que por haber caído su venida al mundo días<br />
antes o después de las Candelas, respondía al<br />
bonito y comprometido nombre de Pura. Los<br />
intervalos entre estos retoños los habían llenado<br />
diferentes malos partos, y los ángeles que<br />
perdí.<br />
Del trabajo que costaba al familión encontrar<br />
casa donde alojarse, no hablaría aquí si no<br />
fuese por observar de paso que uno de los ramos<br />
más caros en Marineda es el de alquileres.<br />
Cuando por última vez bajo del desván la cuna,<br />
habitábamos una de las casas acabadas de construir<br />
en el Páramo de Solares, que unía al barrio<br />
de Arriba con el de Abajo y ya iba trocando el<br />
antiguo nombre por el de Plaza de Marihernández,<br />
pues tenía los lados de su rectángulo<br />
casi guarnecidos de construcciones, entre las<br />
cuales se contaba la casa de Correos, con su<br />
esquinal siempre helado, siempre barrido por<br />
la ventolera furiosa. Pertenecen las casas nue-
vas del páramo a esa clase de edificios que,<br />
pactando secretamente con el genio de la molestia<br />
y de la mezquindad, levantan el bienestar<br />
de oropel y el engañoso lujo moderno. El portal,<br />
embaldosado con rombos de mármol negro<br />
y blanco, ostentaba una portería ilusoria, pues<br />
no había ocurrido jamás que el infeliz visitador<br />
pudiese averiguar en ella dato alguno que le<br />
ahorrase la ascensión de los seis pisos. Estos se<br />
contaban con las falaces y sutiles distinciones<br />
madrileñas, destinadas a halagar la vanidad de<br />
los inquilinos haciéndoles tragar que viven en<br />
un segundo cuando realmente habitan un sexto.<br />
Para fomento de la susodicha vanidad, no<br />
faltaba mucho medallón de yeso, mucho rodapié<br />
pintado, mucho barniz, mucho chinero en el<br />
comedor, mucho papel estampado, mucha alcoba<br />
estucadita, y, en fin, mucho de todo eso<br />
que remeda la comodidad y aun la elegancia.<br />
En cambio, la distribución era lastimosa; los<br />
dormitorios estaban sacrificados al quiero y no<br />
<strong>puedo</strong> de la sala y el gabinete; los tabiques, me-
jor que a salvaguardar la independencia y el<br />
aislamiento que aun en el seno de la familia<br />
reclaman el pudor y la dignidad del individuo,<br />
parecían llamados a servir de conducto acústico,<br />
de tal manera se oía todo al través de ellos;<br />
en la antesala tenía que pedir permiso el que<br />
entraba al que abría la puerta, por no caber los<br />
dos juntos, y los pasillos, más que pasillos, semejaban<br />
intestinos ciegos. De las estrecheces de<br />
otras piezas muy necesarias, nada quiero decir<br />
sino que eran ocasionadas a percances harto<br />
ridículos. En lo que se había corrido el arquitecto,<br />
era en la altura de techos, haciéndola tan<br />
disparatada y fuera de proporción con la importancia<br />
de la vivienda, que yo pensaba para<br />
mí la gran lástima que era no poder tumbar<br />
nuestro piso dejándole de ancho lo que tenía de<br />
alto, y lamentaba que las camas de los niños no<br />
pudiesen ponerse como jaulas de pájaros, colgadas<br />
de las paredes.
Dos resultados daba esta altura de techos<br />
descomunal: el primero, que no había cortinas<br />
que alcanzasen y a todas fue preciso añadir una<br />
especie de volante o faldamentas; el segundo,<br />
que la cantidad de escaleras que subíamos para<br />
llegar a nuestro domicilio era capaz de poner<br />
enfermo del corazón a quien más sano lo tuviese.<br />
¡Ah! Esto de la casa me había dado y siguió<br />
dándome mucho en qué pensar. Imaginé mil<br />
veces que la angostura en que vivíamos tuvo<br />
bastante culpa de habérsele agriado el genio a<br />
Ilduara. No hay nada que impaciente como<br />
vivir estrecho, físicamente comprimido. Y ese<br />
malestar lo habíamos de sentir doble los que<br />
veníamos de un pueblo como Lugo, más atrasado<br />
y barato que Marineda, y donde por ínfima<br />
renta se podía disfrutar de un caserón. Si<br />
mis hijas se conformasen con irse a vivir al Barrio<br />
de Arriba, la parte antigua y aristocrática<br />
de Marineda, podríamos encontrar refugio en<br />
algún edificio viejo, más o menos destartalado -<br />
pocos van quedando ya, pues Marineda se re-
construye toda de unos treinta años a esta parte-.<br />
¡Pero váyales usted con eso a las niñas; impóngales<br />
usted que habiten en aquellos barrios<br />
desiertos, en la melancólica zona que comprende<br />
el Hospital militar, las iglesias románicas y<br />
el triste Jardín de amarillentas flores, colgado<br />
sobre el mar como un nido de gaviota y adornado,<br />
en vez de fuentes y estatuas, con un sepulcro!<br />
No hubo más remedio sino ir acercándose<br />
al Barrio de Abajo, centro del comercio, de<br />
las distracciones y de la vida marinedina. Lo<br />
que decían las pobres muchachas: -Si una no<br />
puede salir, al menos se asoma a la galería y ve<br />
pasar la gente-. Para complacerlas, nos apretamos<br />
y nos desprendimos de los pocos muebles<br />
que aún recordaban los esplendores de la casa<br />
solariega. ¡Ay! ¡<strong>Qué</strong> desplumado se iba quedando<br />
el aguilucho aquel de nuestro blasón!<br />
Así vivíamos, como sardina en banasta.<br />
Para mí, la civilización, los adelantos de la edad<br />
moderna, tomaron desde el primer distante
forma... ¿cómo diré? forma asfixiadora. En Villalba<br />
y Lugo, sobrábale a nuestro cuerpo espacio<br />
donde moverse, aire que respirar, alimentos<br />
con que sustentarse y leña para quemar durante<br />
el invierno. En Marineda todo venía con estrecha<br />
medida y tasa, todo mermado por la<br />
angustia del bolsillo, que se echaba a temblar<br />
ante las cuentas. Ilduara solía repetir: ¡tiento!,<br />
¡mucho tiento! Ninguna de estas circunstancias<br />
era a propósito para reconciliarme con la nueva<br />
vida. Mas si a todo me avenía con tal que no se<br />
alterase la paz doméstica, en un punto no supe<br />
allanarme a las circunstancias, y si en este punto<br />
me contrariasen, capaz sería de dar al traste<br />
con mi condición bonachona y de lanzarme a la<br />
revolución. Este punto era... convengo en la<br />
puerilidad del caso... que yo no quise, no pude,<br />
no supe acostumbrarme al pan marinedino,<br />
amasado con harinas de afuera, importadas de<br />
Santander. En balde me objetaban que peor era<br />
aún el agua que el pan; que este, en suma, si no<br />
por exquisito, pasaba por tolerable; yo lo decla-
aba un asco, un veneno, y le echaba la culpa de<br />
todas las enfermedades novísimas -<br />
tuberculosis, difteria, reblandecimiento, diabetes-.<br />
No me dijesen a mí: ¿pues quién oyó, veinte<br />
años hace, mentar semejantes padecimientos?<br />
Cuando se comía el honrado trigo mariñán<br />
y el no menos honrado centeno montañés, nadie<br />
padecía de esas enfermedades solapadas y<br />
traidores. Fiel a mi convicción, todos los miércoles<br />
y sábados, que son en Marineda los días<br />
de mercado, una panadera rural, venida desde<br />
la inmediata aldeíta de la Erbeda, a lomos de<br />
ágil borriquillo, entregaba en mi casa un reverendo<br />
mollete, cortezudo, bazo, a medio cocer,<br />
para que pesase más; y al hincarle el diente, no<br />
me trocara yo por el rey de España. Sería un<br />
capricho mío esto del pan de la Erbeda, pero<br />
también podría ser el instinto del propietario<br />
territorial, que en la introducción de las harinas<br />
forasteras presentía la quiebra de nuestros míseros<br />
cereales.
No fue este el único alarde de independencia,<br />
la única manifestación de personalidad que<br />
me permití, a riesgo de concitar las iras de mi<br />
Ilduara. A la verdad, tampoco quisiera que se<br />
creyese que Ilduara no me consentía, con su<br />
cuenta y razón, hacer mi gusto. Yo había contraído<br />
el hábito de entretener parte de la noche<br />
en la Sociedad de Amigos de Marineda. ¡Sombra<br />
de mi Ilduara, no te vuelvas hacia mí, ceñuda<br />
y destellando indignación! Lo que me<br />
llevaba allí era el profundo e inefable deseo de<br />
libertad.<br />
¡Oh nombre dulce entre todos, qué música<br />
misteriosa encerrarán tus tres sílabas para que<br />
así hechices nuestra alma! Es evidente, y lo<br />
afirmo con sinceridad de hombre de bien, que<br />
yo no tenía ni quería tener pensamiento, palabra<br />
ni obra cuyo último fin no fuesen las cuatro<br />
paredes de mi hogar; que al encerrar en él mis<br />
aspiraciones encerré también mi ternura; que<br />
por cuanto oro hay en el mundo, no rompería
un solo eslabón de la sagrada cadena que me<br />
echaban al cuello mis deberes de esposo y padre.<br />
Pues con ser esto tanta verdad, no lo es<br />
menos que la cadena que no quería romper, me<br />
encantaba levantarla un ratito y no sentir su<br />
peso; que ese hogar donde tenía depositado<br />
acendradísimo amor, me hacía feliz perderlo de<br />
vista dos o tres horas; y que, fanático de mi<br />
casa, me gustaba la Sociedad de los Amigos<br />
porque... porque no era mi casa, precisamente.<br />
Reflexionando sobre los casinos, círculos y<br />
sociedades, he caído en la cuenta de que, con<br />
mis gravísimos defectos ¡vaya si son graves!,<br />
tienen ventajas suficientes para que no se deba<br />
pensar en suprimirlos, (al menos mientras no se<br />
perfeccione bastante la institución matrimonial);<br />
y entre ellas, la de hacerlo a uno olvidar<br />
las penalidades domésticas. A los pobres diablos<br />
como yo, que ni se pueden solazar con las<br />
grandes concepciones del arte ni chapuzarse<br />
hasta la coronilla en las hondas corrientes de la
ciencia, y tampoco han de buscar en el trabajo<br />
manual la fatiga que trae la sedación del sueño,<br />
quíteles usted esta válvula, y capaces son de<br />
pegar un estallido. ¿Quién sabe? Si las mujeres<br />
pudiesen gozar del mismo desahogo, quizá no<br />
tomase nunca su carácter la acritud y displicencia<br />
que desgraciadamente adquirió el de mi<br />
esposa. El encierro atiranta los nervios. La familia,<br />
foco dulcísimo de calor, pero que a veces<br />
tuesta y sofoca, para los hombres tiene una ventanita<br />
que da aire respirable. Sin ese aire, la<br />
atmósfera se carga, la electricidad se condensa<br />
y la tormenta es inminente.<br />
Con anuencia tácita de mi esposa, pasaba<br />
yo en la Sociedad de Amigos unas horitas algo<br />
retasadas, pero entretenidas, aperitivas, excitantes<br />
hasta por el estímulo de la oposición y<br />
contrariedad entre mi genio y el de la mayor<br />
parte de los concurrentes a aquel Centro, -el<br />
que en Marineda reunía más gente granada por<br />
lo cual tenía sus ínfulas y se preciaba de no
admitir a cualquiera-. Yo allí me sentía bien,<br />
aun cuando experimentaba, en lo moral, una<br />
impresión parecida a la que en lo físico me causaba<br />
el ponerme delante de un espejo: encontrábame<br />
algo anticuado, retrasado en ideas y<br />
gustos, y muy distante del aplomo, resolución,<br />
dogmatismo de opiniones y arrojo en la lucha<br />
por la existencia que creía notar en los demás.<br />
Por eso en las discusiones me mostraba tímido:<br />
apenas me atrevía a meter cucharada, prefiriendo<br />
los apartes en la sala de lectura o en algún<br />
sofá, a las grandes polémicas en que terciaban,<br />
hablando a voces y sin entenderse, más<br />
de una docena de socios.<br />
En aquellas grescas cotidianas, que siempre<br />
tenían por origen cualquier futesa, -pues no<br />
he visto discutir sobre la punta de un alfiler<br />
como allí se discutía- no dejaba de divertirme el<br />
papel de escucha; y más si se discutiese con<br />
modo, y no tan aturdidamente, que no valían<br />
argumentos ni razones y se llevaba el gato al
agua quien vociferase más. Gimnasia de pulmones<br />
y derroches de laringe. Otra cosa desagradable:<br />
allí se hablaba con libertad excesiva,<br />
por no decir con soberana desvergüenza. Todas<br />
las interjecciones y palabrotas del idioma español<br />
salían a relucir; el anfiteatro de disección<br />
estaba siempre abierto, siempre preparadas las<br />
mesas y afilados los escalpelos y bisturíes. Allí<br />
se contaba, se comentaba y se exageraba cuanto<br />
ocurría en Marineda: las honras se hacían añicos,<br />
las más veces sin dañino propósito, bien<br />
como las olas del mar, por la sola virtud de su<br />
maquinal embate, minan los cimientos de una<br />
torre. Falta de miramiento es lo que había en la<br />
Sociedad de Amigos de Marineda y en otros<br />
muchos centros análogos. Y entiéndase que esta<br />
palabra miramiento, que yo empleo muy a menudo,<br />
encierra multitud de conceptos; es la<br />
fórmula del respeto a infinidad de cosas respetables,<br />
que la gente moderna propende a desacatar:<br />
honra de la mujer, creencias religiosas,<br />
principio de autoridad en las sociedades y las
familias... sacras ideas en las cuales se funda<br />
muestra vida moral. Lo confieso: si generalmente<br />
procuraba oír como quien oye llover las<br />
atrocidades que se decían en la Sociedad, a veces<br />
también montaba en cólera y protestaba<br />
indignado. Y estos breves momentos de enojo<br />
(véase qué extraña es la condición humana)<br />
eran de lo que más me apegaba al salón de los<br />
Amigos. En mi hogar sólo tenía el derecho de<br />
enfadarse mi dulce costilla. Siquiera en la Sociedad<br />
me dejaban derramar la bilis. En tales<br />
momentos me creía más hombre. ¡<strong>Qué</strong> descansado<br />
me quedaba después, y con cuánto alivio<br />
subía las escaleras de mi casa!<br />
Sí; la Sociedad de Amigos había llegado a<br />
serme tan indispensable como el aire que respiramos.<br />
¿Dónde sino allí encontraba yo a los<br />
cuatro o seis conocidos que ayudaban con su<br />
amena conversación a disipar las sombras que<br />
acumulaban en mi espíritu las inevitables preocupaciones<br />
caseras? ¿Cómo evaluar la suma
de bien que me hacían las sensatas razones de<br />
Mauro Pareja, a quien propios y extraños conocen<br />
por el Abad; las lucubraciones profundas de<br />
Arturito Cáñamo, lumbrera de la ciencia penal<br />
española; las graciosas chifladuras del insigne<br />
matemático Díaz del Alimón; la inspiración<br />
irrestañable del frondoso poeta Ciriano de la<br />
Luna, y las donosísimas humoradas de Primo<br />
Cova, siempre oportuno y regocijado, capaz de<br />
extraer el bálsamo de la risa de las tablas de un<br />
ataúd? ¡Oh caros contertulios, cuánto os ha debido<br />
de consuelo mi atribulado espíritu durante<br />
los momentos de angustia que sobran en este<br />
valle de lágrimas!<br />
Aunque no aparezca bullicioso, soy sociable,<br />
amigo de la conversación y de la broma;<br />
desde mis tiempos de estudiante me acostumbré<br />
a la pandilla, al compañerismo, a vivir de<br />
prestado sobre la alegría, la cháchara y el buen<br />
humor ajeno, y nunca se ha apoderado de mí la<br />
negra misantropía, el tedio de la humanidad. Y
no omitiré, entre los encantos que para mí tenía<br />
la Sociedad de Amigos, la relativa anchura de<br />
sus salones, comparada con la exigüidad de mi<br />
vivienda. Por último... en la Sociedad de Amigos<br />
yo satisfacía un hábito vicioso, el único,<br />
según creo, que se ha aposentado en mi alma:<br />
mi afición al tresillo.<br />
Tenía muy mal naipe. Generalmente, al final<br />
de la temporada me encontraba con un mediano<br />
déficit en los escasos fondos que para el<br />
bolsillo me otorgaba mi prudente esposa. La<br />
cual era dueña absoluta de la llave de la gaveta,<br />
o dígase de la cómoda donde guardábamos el<br />
dinero... Costábame trabajo confesar mis pérdidas;<br />
y por eso (lo escribo con rubor) me reservé<br />
el importe de ciertas pensiones que se me abonaban<br />
por conducto de un procurador amigo<br />
mío, a fin de poder asegurar a Ilduara que<br />
3
habíamos salido de la temporada pie con bola.<br />
Asusta pensar de lo que hubiera sido yo capaz,<br />
a dominarme otras pasiones menos inocentes<br />
que la del tresillo. La ocultación de las pensiones<br />
demuestra que no es oro todo lo que reluce<br />
en mi hombría de bien.<br />
Hacía ya un mes que la cuna había vuelto a<br />
salir del desván, y, limpia de telarañas, ocupaba<br />
un rincón de nuestra reducida alcoba, cuando<br />
mi esposa dio en mostrarse peor humorada<br />
que nunca, y en renegar de su estado, que ella<br />
afirmaba no haber sido jamás tan penoso, quejándose<br />
de síntomas extraños, de inusitado peso<br />
y volumen, de raras perturbaciones y de<br />
anormales sufrimientos. Por esparcir mi ánimo<br />
acongojado, frecuenté más la Sociedad de Amigos,<br />
y justamente entonces apretó mi mala<br />
suerte en el juego. Racha tan fatal, no la recordaba<br />
nadie. Me vi en la precisión de confesar a<br />
mi mitad las reiteradas pérdidas. Solía Ilda ponerme<br />
como un trapo en ocasiones semejantes;
pero observé con sorpresa que prefería verme<br />
salir y jugar, a que me quedase en casa, asistiendo<br />
a la tertulia que formaban mis hijas con<br />
la vecina del principal y los del tercero de la<br />
derecha. Aprovechando benignidad tan desusada,<br />
me cebé en la partida con el afán del<br />
desquite, que así acudía al febril ruletero, como<br />
al morigerado tresillista.<br />
Casi todo el mes de octubre estuve tan de<br />
malas, que alrededor de nuestra mesa se formó<br />
un corro alborozado, sólo para jalear mi perra<br />
suerte. Me crucificaban a chistes. Estas bromitas<br />
llegaban a veces a sacarme de mis casillas; peor<br />
para mí, pues las guasas llovían más espesas.<br />
Una de las estúpidas matracas favoritas, era la<br />
de suponerme felicísimo en empresas galantes,<br />
por aquello de «afortunado en amores», etc. Si<br />
esta chanza se contuviese en justos límites, anda<br />
con Dios; pero la llevaban a tal extremo y la<br />
adornaban con pormenores tan feos y chabacanos,<br />
que serían capaces de ruborizar a los bus-
tos de piedra del paseo de las Filas. Aquella<br />
gente se relamía de gusto oyendo las impertinencias<br />
de Primo Cova, bufón de la Sociedad.<br />
Descuajábanse de risa al asegurar Primo que<br />
me había visto con sus propios ojos, al anochecer,<br />
atravesando la calle del Varadero (la más<br />
sospechosita de Marineda), muy embozado y<br />
en compañía de la graciosa modista B o la salada<br />
cigarrera H. Últimamente el pesado guasón<br />
daba en la flor de embromarme con la venia del<br />
principal, la esposa del comandante del regimiento<br />
de Otumba... y aunque el marido, un<br />
colosal asturianazo, andaba por allí dando<br />
vueltas, no había modo de conseguir que Cova<br />
pusiese término a crianza tan inconveniente.<br />
Cierta noche -¡noche memorable!- me dirigió<br />
una sonrisa la coqueta de la suerte, en forma<br />
de solo de esos llamados de Fernando Séptimo.<br />
Seis triunfos de espada, mala, rey, caballo,<br />
en palo corto; dos fallos y un monarca. Imperdible.<br />
Mi cara lo estaba proclamando a voces;
mis ojos bailaban de gusto, y mis manos temblaban<br />
ligeramente, estrujando contra el pecho<br />
el haz de cartas. Para mayor fortuna andaban<br />
en el platillo dos puestas gemelas, encimadas -<br />
al tanto a que se jugaba, representarían un duro.<br />
Ante todo importa declarar que no era sólo<br />
el vil interés causa de la placentera excitación<br />
que me obligaba a teclear sobre las cartas y sonreír<br />
de júbilo. No se me estaban pudriendo en<br />
el bolsillo los pesos; sin embargo, lo que irradiaba<br />
triunfalmente en mis pupilas era el puro<br />
e ideal deleite de la victoria. Era el amor propio,<br />
interesado en chafar a los majaderos mirones<br />
que me acribillaban a chirigotas. Por ellos, por<br />
ellos me alegraba. ¡Condenados! Yo creo que<br />
aquellos malditos, sospechando la condición<br />
suspicaz de mi Ilduara, tenían gusto en propalar<br />
ciertos absurdos a fin de producirme desazones.
-¡Tienda usted las cartas, hombre! -me decía<br />
el coronel de ingenieros Díaz del Alimón-.<br />
¡Si es rodado! ¡<strong>Qué</strong> carabina!<br />
-No -respondía yo alardeando de modestia<br />
para disimular el gozo-. Jugarlo, señores, jugarlo,<br />
que no sabemos todavía... Si la contra está<br />
en una sola mano... Salgo de espada... no me la<br />
fallen ustedes... (la gracia de esta agudeza, que<br />
suele repetirse por término medio quince veces<br />
cada noche, sólo pueden percibirla los que conocen<br />
la marcha del tresillo).<br />
Convencidos de la infalibilidad del coronel<br />
de ingenieros, autoridad en la materia (aunque<br />
por economía no jugase jamás) y espejo de la<br />
ciencia matemática, los compañeros se rindieron,<br />
y volqué en mi exangüe cesto el platillo<br />
repleto de fichas. Dieron nuevamente, y... ¡ah,<br />
qué brinco pegó mi corazón de tresillista! Otro<br />
solo, morrocotudo, un solo que pararía en bola<br />
quizá.
-¿Don Benicio? -articuló a mis espaldas<br />
una voz sumisa y oficiosa.<br />
-¿Eh? ¿Es por mí? ¿<strong>Qué</strong> se ofrece? -<br />
respondí sin volver la cabeza, por no distraerme<br />
en momentos tan dulces.<br />
¡Implacables mirones! Ellos fueron los que<br />
gritaron, llenos de feroz contento:<br />
-Es el mozo, que quiere hablar con usted...<br />
¡Cómo se ceba en las ganancias este hombre!<br />
Me volví.<br />
-¿<strong>Qué</strong> hay, Antón?<br />
-Una joven, que pregunta por usted.<br />
¡Cristo, qué alboroto! Tuve que alzar la voz<br />
y exclamar.<br />
-¡Tengan ustedes miramientoooo...! ¿A<br />
ver? ¿Por mí? ¿Una joven?
-Sí, señor... Una chica así... bastante simpática,<br />
no despreciando. Dice que es la de usted...<br />
-¿La mía? Cuidado con lo que se habla...<br />
¿La mía? ¿<strong>Qué</strong> es eso de la míiiiiaaa?<br />
Expectación.<br />
-Ella dijo así... Y que se llama Eduarda.<br />
-¡Acabáramos! La criada, señores... Ya me<br />
parecía... Pregúntele, Antón, a ver, qué ocurre...<br />
¡Eh, sigamos el juego!... Tres bazas... y arrastro...<br />
No podía dudarse, era una bola. Sí, una<br />
bola, de esas que bien llevadas no las corta ni el<br />
verbo. Estaba en lo más comprometido de la<br />
jugada, cuando he aquí que vuelve el mozo,<br />
arrastrando los pies.<br />
-Señor, que vaya usted a casa... La señora,<br />
su mujer, está con dolores.
¡Con dolores!... ¡Ah, conocidísima frase! Sí;<br />
eran los dolores clásicos, los dolores por antonomasia,<br />
los únicos que no necesitan más calificativo:<br />
los dolores... Recordé. A la hora de comer<br />
y por la tarde, Ilduara ya se había quejado, no<br />
muy fuerte, pero varias veces. Mas a los veteranos<br />
en estas lides no incruentas, nos sucede<br />
lo mismo que a los de otras cruentísimas: nos<br />
dormimos sobre el cañón cargado, fumamos<br />
sobre el barril de pólvora, y disfrutamos del<br />
más regalado descuido momentos antes de la<br />
batalla. Mi mujer con los dolores... ¡Pobrecita!<br />
Bueno... El mozo insistió.<br />
-Con dolores... vamos, de parir.<br />
Toda la Sociedad soltó la carcajada. Creo<br />
que se rieron hasta las alfombras y las fichas del<br />
tresillo.<br />
-Esas tenemos, ¿eh? ¿Aumento de familia?<br />
Don Benicio... ¡Pillín! Pero ¿cuándo se jubila
usted con el haber que por clasificación le corresponde?<br />
¿Chiquillos a estas alturas?<br />
-Digo que es una inmoralidad... Debía<br />
prohibirse... Raya en desvergüenza.<br />
-Hombre, que le pensione a usted el Estado...<br />
¿De qué taberna gasta usted el vino? Queremos<br />
las señas... (Esto fue Primo Cova).<br />
-Miramiento, señores... Permítanme dar un<br />
recado al mozo... -exclamé con desconsuelo,<br />
porque faltaban dos bazas no más para ganar<br />
aquella bola suspiradísima-. Oiga... dígale que<br />
voy ahora mismo... Que vaya avisando al señor<br />
de Moragas, ¿eh? Al médico, para que se haga<br />
cargo.<br />
-¡Hombre, qué lástima! -exclamó uno de<br />
los tresillistas, el secretario del Gobierno civil-.<br />
Ahí estaba Moragas no hace un cuarto de hora<br />
en el salón de lectura.
-Sí, pero son las diez y media largas -<br />
detallé-; ya se recogió a casa, de seguro- objetó<br />
el Comandante del puerto.<br />
Todos aprobaron. En Marineda, y particularmente<br />
en aquel foco de hablillas que se llama<br />
la Sociedad de Amigos, sábese puntualmente a<br />
qué hora está cada quisque en su domicilio o en<br />
el ajeno, sin que en el cálculo de probabilidades<br />
quepa más error que el de minutos arriba o<br />
abajo. A no mediar caso análogo al mío, Moragas<br />
se encontraría en su alcoba, leyendo, para<br />
conciliar el sueño, alguna revista francesa: hasta<br />
de esta clase de pormenores estábamos al<br />
corriente. Seguro, pues, de que la fámula acertaría<br />
con el comadrón y este correría a mi casa,<br />
me creí con derecho a terminar la jugada, que,<br />
según mis presentimientos, resultó bola. Alguien<br />
me preguntó si liquidaba: ¡liquidar! el<br />
favor de la suerte me embriagaba de tal modo,<br />
que manifesté deseos de dar un par de vueltecillas<br />
más, hasta sacar todas las puestas. A la
verdad, también me satisfacía tener un pretexto<br />
para dilatar el regreso adonde me esperaba una<br />
escena siempre desagradable; desacostumbrado<br />
ya de ella por el largo interregno, me infundía<br />
ahora ese sentimiento que yo llamaría pavor<br />
doméstico, miedo que cobramos a ciertos<br />
deberes y actos de la vida familiar, y que tal vez<br />
no es sino una forma del hastío. Y al mismo<br />
tiempo que me dejaba dominar por la cobardía,<br />
sin ver que las más elementales nociones del<br />
deber conyugal me llamaban al lado de Ilda,<br />
deseaba aturdirme, matar la fiebre de mi emoción<br />
con el choque de las fichas y el zumbido<br />
de la charla.<br />
-Cerca de treinta años hace que me casé,<br />
señores, y he visto nacer diez y seis hijos, sin<br />
contar el que está llamando a la puerta.<br />
Felicitaciones, vítores.<br />
-Pero no me viven todos. Sólo conservo<br />
diez. Los otros... -esto debí de decirlo con los
ojos algo húmedos y la voz ronca- andarán allá<br />
pidiendo por mí... Crean ustedes que, desde el<br />
tercero, preferiría uno que no viniesen; pero si<br />
uno los ve aquí, no desea que se vayan. Sobre<br />
todo, el de la desgracia, el mayorcito, Moncho...<br />
señores, me dejó unos recuerdos... es decir, empezaba<br />
a deletrear... ¡Juego! Una entradita...<br />
Gané una jugada magnífica, y la satisfacción<br />
me puso más excitado. Proseguí:<br />
-A mí nadie me quita de la cabeza que<br />
aquella criatura, si no llega a desgraciarse, honra<br />
a la familia... ¡Era mucho despejo el suyo!<br />
A esto contestó Mauro Pareja, por sobrenombre<br />
el Abad, que acababa de entrar y miraba<br />
por cima de mi hombro el juego.<br />
-Señor de Neira, más valió que se le muriese<br />
a usted ese niño de tantísimo talento, que sus<br />
preciosas hijas. Al menos, nosotros los solteros<br />
opinamos así.
Se alzó un clamor aprobando el parecer del<br />
Abad y a renglón seguido acercose a la mesa mi<br />
vecino el comandante de Otumba, a quien la<br />
noticia de mi nueva paternidad traía desde el<br />
cuarto de lectura a darme la enhorabuena. Y<br />
para repetir los términos en que me la dio el<br />
bueno de don Tomás Llanes, yo me vería en<br />
mediano apuro, si no recordase cómo su propia<br />
esposa explicaba aquel modo pintoresco de<br />
hablar, diciendo que su marido, al despertarse,<br />
lo primero que soltaba era una colección de<br />
peinetas y otra de moños.<br />
Don Tomás, que tenía las proporciones y el<br />
aspecto de un oso velludo, de aquellos que se<br />
merendaron al rey astur, acercose a mí y dándome,<br />
con su finura acostumbrada, una palmadaza<br />
en el hombro, exclamó:<br />
-Moño, y qué suerte de hombre... Peineta,<br />
otro chiquitín... y con veinticuatro lo menos que<br />
ha tenido ya... ¡Moño, y para los demás ningu-
no! ¡Yo que llevo diez años de casado, y ni noticia!<br />
-¿Y eso, qué? -respondí demostrando fe inquebrantable<br />
en la fecundidad humana-. Ya<br />
cuajará... Mire usted, por mi casa hubo años<br />
estériles... y también tuvimos fracasos...<br />
-¿Eso más? -preguntó Primo Cova-. Pero<br />
hombre, usted cultiva todas las formas de la<br />
paternidad, incluso la frustrada... la tentativa<br />
de paternidad.<br />
Acababa de sacar otra puesta, y de buen<br />
humor con este triunfo, respondí:<br />
-Tan cierto eso, que hasta tuvimos un embarazo<br />
falso... Se armó una greguería, y hube<br />
de dar explicaciones a los solteros, que se fingían<br />
asustados.
-Era lo que llaman una mole, señores... una<br />
mole... un pedazo de carne, sin hechura, sin<br />
ojos, sin cabeza...<br />
No sé en qué pararían las risotadas que<br />
arrancó este boceto, a no haber distraído la<br />
atención un incidente, una disputa entre tresillistas<br />
y mirones.<br />
-¿Pero cómo juega usted, Domingo, hombre?<br />
¿No está usted viendo que ahí el arrastrar<br />
de bajo es una barbaridad?<br />
-Manía de meterse en negocios ajenos. Si<br />
sabré lo que me hago, sin necesidad de que me<br />
aconsejen.<br />
-Así dicen todos los chambones. Si sólo se<br />
perjudicase usted, corriente. Pero hace usted<br />
daño a los compañeros. Es una calamidad el<br />
que usted tenga que ir a la contra.<br />
-Esas apreciaciones...
-Nada, yo soy así; antes que todo la franqueza.<br />
-Cualquiera es franco metiéndose en camisa<br />
de once varas...<br />
-Hay que pensar lo que se dice...<br />
-¡Moño! ¡Peineta! Señores...<br />
-¡Señores... miramiento, miramiento! -<br />
intervine yo, pues no gusta ver a dos personas<br />
regulares, o por lo menos obligadas a serlo,<br />
poniéndose como un trapo por si debieron soltar<br />
la sota y largaron el siete, verbigracia. La<br />
discusión empeñaba a aplacarse, cuando he<br />
aquí que el mozo, arrastrando los pies y con<br />
aquella cara de memo malicioso que hacía la<br />
felicidad de Primo Cova, entró y se acercó a mí,<br />
murmurando misteriosamente:<br />
-Señor... Señor Neira... Está ahí su chica...
Me volví sobresaltado, restituido a la conciencia<br />
de mi deber.<br />
-¿<strong>Qué</strong>... qué pasa? Voy, voy...<br />
-Dice... -secreteó el mozo- que la señora, su<br />
mujer... ya... ya salió de apuros, vamos...<br />
Respiré anchamente. ¡Tan pronto! Mejor,<br />
mejor; ya estamos fuera del paso: ¡gracias, San<br />
Ramón de mi vida! Entre el coro de plácemes,<br />
alcé la voz para preguntar:<br />
-¿Te dijo si era niño o niña?<br />
El mozo me miró con ojos que parecían los<br />
de un pez, y articuló soñolientamente:<br />
-Dice que tiene una niña...<br />
Los solteros vinieron a darme la mano, a<br />
sacudírmela con gran énfasis, y a repetir:
-Dentro de veinte años... cuente usted conmigo,<br />
don Benicio, cuente usted conmigo.<br />
-Aunque sea dentro de quince -murmuró<br />
reposadamente el Abad.<br />
-Aunque sea dentro de trece -balbució el<br />
sonámbulo Díaz del Alimón, aficionado al pan<br />
tierno.<br />
Cuando me dejaron respirar, exclamé dirigiéndome<br />
al mozo que seguía allí hecho un<br />
poste:<br />
-¿Estás seguro de que dijo niña?<br />
Y entonces... ¡oh cielo pródigo, cielo que no<br />
mides, ni tasas, ni regateas los bienes de este<br />
mundo; cielo que siembras tus dádivas como<br />
quien siembra alcacer!... el mozo, columpiándose<br />
y sin alzar la voz, respondió:<br />
-Dijo una niña, sí señor... y que vaya allá<br />
en seguida, que va a nacer otra.
¡Naturaleza, naturaleza! Me quedé lo mismo<br />
que el náufrago cuando una ola le zapatea<br />
contra el casco del buque. ¡Un parto doble! Me<br />
iluminó como luz fatídica el recuerdo de aquellos<br />
extraños fenómenos que contaba Ilda, de<br />
aquellos padecimientos raros, de aquella anormal<br />
gravidez. ¡Un parto doble! ¡Géminis!<br />
Al verme en la calle, corrí como un loco. Y<br />
entre el desorden de mis pensamientos y la<br />
muchedumbre de mis cuidados, predominaban<br />
los siguientes:<br />
-Hay que comprar otra cuna... hay que<br />
buscar dos amas... ¿Y dónde duermen, santo<br />
Dios? ¿Dónde? Lo dicho: como no se invente<br />
colgar las camas por la pared...<br />
4
Cuando empecé a ascender fatigosamente<br />
las escaleras de mi casa, subía delante de mí la<br />
mujer del oso, la comandante de Otumba, doña<br />
Milagros. Ya sabemos que marido y mujer eran<br />
nuestros vecinos, sólo que vivían menos alto<br />
que nosotros, y no disfrutaban de tan hermosa<br />
vista al mar. Por cierto que de esta vista nació la<br />
intimidad de doña Milagros en mi casa, pues<br />
iba a extasiarse, las tardes que hacía bueno, con<br />
aquella gloria de Dios.<br />
-Como en mi pueblo -decía. Y en seguida<br />
añadía indefectiblemente-: Porque ya sabrán<br />
ustés que yo soy gaditana.<br />
No creo atentar a la fidelidad que debí a<br />
mi Ilduara querida, si reconozco que la señora<br />
de Llanes me pareció entonces, más que de costumbre,<br />
y acaso por contraste con la gente que<br />
dejaba en la Sociedad de Amigos, un objeto<br />
muy grato de contemplar. No diré que la comandanta<br />
fuese una belleza acabada y sorprendente,<br />
pero poseía en grado altísimo ese
don de su raza que se conoce por sandunga.<br />
Hasta sus defectillos eran de los que prenden y<br />
enganchan la voluntad mejor que las perfecciones<br />
clásicas. La sombra oscura sobre el labio<br />
superior, carnosito y de un rosa algo pálido; el<br />
lunar castaño con cerdas rizadas en el carrillo<br />
izquierdo; la abultada cadera, las ojeras cárdenas<br />
y la voz gruesa y un tanto bronca, no acierto<br />
a decir si la desmejoraban, o si, por el contrario,<br />
la hacían seductora en grado sumo. Estos<br />
puntos yo los había oído debatir en la Sociedad<br />
de Amigos con gran calor, cuando el maridazo<br />
volvía la espalda, pues doña Milagros era mujer<br />
muy discutida, y no caía sobre ella ese olvido<br />
indiferente en que envuelven los varones a<br />
las hembras que no excitan su malsana curiosidad.<br />
Mientras la señora subía la escalera, añadiré<br />
que siempre que en la Sociedad se trataba de<br />
doña Milagros, o se me daban con ella bromas<br />
inconvenientes, yo sufría. En torno de la co-
mandante existía una atmósfera que me causaba<br />
enojo, persuadido como estaba de que todo<br />
eran injusticias y hablillas, sin más base que los<br />
pruritos de la maledicencia. Cada vez que veía<br />
a aquella excelente señora y adivinaba la franqueza<br />
de su carácter y la bondad de su corazón,<br />
experimentaba un sentimiento de lástima. ¿Lo<br />
habría adivinado la pobre? Porque me demostraba<br />
a su vez una simpatía, una inclinación<br />
honesta, una particular deferencia halagadora,<br />
que no sabía yo a qué atribuir. Y es el caso que<br />
mi Ilduara, sea que esas voces maldicientes<br />
hubiesen llegado hasta ella, sea que las bondades<br />
de doña Milagros para mí la alarmasen,<br />
profesaba a la graciosa comandanta ojeriza tanto<br />
más tenaz, cuanto que la disimulaba bajo<br />
apariencias engañosamente cordiales, y sólo la<br />
desahogaba con pasajeras indicaciones, rápidas<br />
y agudas como saetas. De cuanto se murmuraba<br />
acerca de la comandante, lo que más recogía<br />
mi esposa eran los rumores sobre origen plebeyo.<br />
Lamento tener que descubrir estas flaque-
zas de mi Ilda: cuando llegamos a Marineda,<br />
supuso que todo el aristocrático barrio de Arriba<br />
iba a dejarse caer en peso en nuestra mansión,<br />
para atendernos y festejarnos: mas nada<br />
de esto ocurrió, y los moradores de los cuatro o<br />
seis edificios blasonados que en Marineda se<br />
conservan aún, no hicieron el menor caso de<br />
nosotros, pobres hidalgüelos de gotera, quedándose<br />
reducidas nuestras relaciones a las que<br />
ofrecía la vecindad, y a dos o tres familias procedentes<br />
de Lugo, que se enteraron de que existíamos.<br />
Esta herida de amor propio se le enconó<br />
a Ilda, y en vez de buscar a toda costa relaciones,<br />
volviose más relamida, tiesa y difícil, dándose<br />
a inquirir los antecedentes de las personas<br />
que nos trataban. Doña Milagros tenía su expediente<br />
en regla.<br />
-Pero esposa -decía yo en tono conciliador-<br />
, ¿qué sabes tú de malo respecto a doña Milagros?<br />
A mí me parece una señora como todas
las demás; es mujer de un comandante; su categoría<br />
social la permite rozarse con lo mejorcito.<br />
Mi mujer fruncía el entrecejo, apretaba los<br />
labios y rezongaba no sé qué de un puesto de<br />
verdura en el mercado de Chipiona, donde la<br />
madre o la tía carnal de doña Milagros... no<br />
consta cuál de las dos...<br />
-¡Mujer, cada uno es hijo de sus obras... el<br />
trabajar no deshonra, y el vender berzas no es<br />
oficio infamante!<br />
-Pues traeremos a casa a las verduleras para<br />
que traten con tus niñas, si te parece -<br />
respondía echando lumbres mi mitad.<br />
-Ilda querida... No es eso. Si doña Milagros<br />
vendiese berzas hoy, corriente... Pero en el día<br />
es la mujer de su marido, y, por lo mismo, una<br />
señora.
Hasta para ese argumento, al parecer concluyente,<br />
tenía respuesta Ilda.<br />
-Señora, señora... A saber, a saber... Estas<br />
gentes que vienen así, de donde Cristo dio las<br />
tres voces... A luengas tierras, luengas mentiras...<br />
Han estado en Ultramar, allá en Cuba... (A<br />
mi mujer la escamaban muchísimo los que<br />
habían estado en Ultramar, y los juzgaba ipso<br />
facto trapisondistas). A ver, hijo del alma<br />
(cuando mi mujer me daba este dulce nombre,<br />
era para hacerme sentir mejor el peso de su<br />
cólera), a ver, tú que tanto cargas en lo del señorío,<br />
¿estás bien seguro de que son marido y<br />
mujer verdaderos?<br />
Y, en efecto, no podía yo tener lo que se<br />
llama certeza absoluta, no habiendo asistido a<br />
las bodas ni visto los registros parroquiales.<br />
Juraría, así y todo, que no existía allí ni sombra<br />
de contrabando. Mi mujer comprendía, a pesar<br />
de mi silencio, que no se me comunicaba su<br />
escepticismo, y añadía enrabiada.
-Y además, hombre, ¡qué gente tan ordinaria!<br />
¡Cómo se les ve que son señores hechos a<br />
puñetazos! Él habla igual que un carretero y<br />
tiene pelos hasta en el paladar; ella parece una<br />
cualquier cosa, con aquel meneo tan descarado<br />
que lleva por la calle. Así es que todo el mundo<br />
se la atreve, porque la confunden con una tía<br />
pindonga. He de salir yo cien veces a misa, y<br />
nadie me seguirá, de fijo; y a ella el otro día la<br />
iba siguiendo Baltasar Sobrado. ¡No me lo niegues,<br />
que yo lo vi!<br />
Lejos de mí el pensamiento de negar semejante<br />
noticia; para aquietar a Ilduara, exhalaba<br />
una especie de gruñido de conformidad.<br />
-No, no tengas miedo de que persigan así a<br />
una mujer de bien... Lo que es a mí... ¡A mí no<br />
se me atreven!<br />
¿Y quién había de atrevérsete ¡oh Ilduara<br />
mía! con aquel gesto tuyo y aquel entrecejo y<br />
aquella austeridad de líneas que alejaba todo
pensamiento profano? En eso sí que estuvimos<br />
acordes, mujer incomparable.<br />
-En fin, son gentecilla; él huele a cuchara, y<br />
lo que es ella, no quiero pensar a qué huele...<br />
Temeroso de que mi esposa cometiese con<br />
el matrimonio Llanes algún exabrupto no me<br />
metía en defensas, mantuve mi acostumbrado<br />
sistema de decir amén a todo. Allá en mi interior,<br />
esta inicua confabulación dentro y fuera de<br />
mi casa contra una persona a quien no veía<br />
hacer nada malo, me infundía mayor interés<br />
hacia ella. Muy bajito, protestaba contra las<br />
necedades y preocupaciones del mundo, que<br />
no se contenta con que una mujer sea noble y<br />
servicial, sino que además la exige que al andar<br />
no columpie las caderas, y que sus tías no vendan<br />
zanahorias.<br />
Porque aquella doña Milagros tan duramente<br />
juzgada; aquella bendita señora, objeto<br />
de comentarios tan poco caritativos, era una
criatura de bondad, que se desvivía por encontrar<br />
manera de servir de algo a sus semejantes,<br />
y en particular a los vecinos. Pronta y fogosa<br />
para todo, nadie tan capaz de sacrificarse con<br />
verdadera abnegación por lo que no le iba ni le<br />
venía. Se lo hice observar tímidamente a Ilduara.<br />
-Mujer, la debemos un ciento de favores.<br />
-Nadie se los ha pedido -contestaba Ilda<br />
con acento que parecía el ruido de un ascua<br />
encendida al caer en el agua.<br />
Al encontrármela yo en la escalera, doña<br />
Milagros subía con brioso taconeo, haciendo<br />
vibrar los peldaños, de prisa, como persona a<br />
quien no pesan aún la edad ni las carnes, a pesar<br />
de hallarse estas en condiciones de lozanía<br />
muy apetecibles y simpáticas, y alcanzar todo<br />
el turgente desarrollo que requiere la hermosura<br />
femenil. Siguiendo con la vista la alternativa<br />
de la claridad de la suela y la negrura del zapa-
tito que calzaba el pie meridional de la señora,<br />
me distraje de aquella pavorosa perspectiva de<br />
las amas por partida doble, pensando que era<br />
lástima que mi Ilduara no reuniese, a su aire<br />
digno, algo de la morbidez de la señora de Llanes.<br />
Mientras se ocurrían estos pensamientos,<br />
los tacones diminutos confirmaban produciendo<br />
agradable repique sobre la escalera. Cerca<br />
ya de la puerta de mi piso, doña Milagros notó<br />
que alguien subía detrás, se volvió rápidamente,<br />
y me saludó con efusión que rayaba en exaltada<br />
ternura.<br />
-¡Ay don Benisio del arma!... Mare mía de<br />
la Consolación... ¡Ay!, ¿pero usted sabe lo suseío?<br />
Si es un milagro e los grandes... ¡Grasia a<br />
Dió que ha venío usté! ¡Jesú, hombre! Si ya creí<br />
que se nos quedaba poallá, sin vení a ve la sal<br />
del mundo, la cosa más chistosa... ¡Ay qué envidia<br />
le tengo a su mujé, santo varón! Monáa<br />
como las tales gemeliyas... ¡Por unas así daba
yo sangre e la vena!... ¡No etiman la suerte argunas!...<br />
¡Es usté un cabayero, don Benisio!<br />
Al oír estos dichos, propios de tan apasionada<br />
señora, reparé que llevaba las manos ocupadas<br />
con un sinnúmero de objetos; tiras de<br />
lienzo, tabletas de chocolate, una cazuelita chica,<br />
una maquinilla de esas de hervir agua con<br />
alcohol, un cucurucho, no sé qué más cachivaches...<br />
-Pues apenas va usted cargada.<br />
-Quia, hombre... Menuensias que hasen<br />
farta en casos como estos... Yo nunca me vi en<br />
ellos, por mi suerte desdichá; pero con la afisión<br />
a los chicos, tengo ya más práctica... En<br />
cuanto supe que yegaba el lanse, arriba me<br />
planté, a ofreserme pa to lo que haga farta, con<br />
confiansa, como si fuese de la familia, lo mismito.<br />
Más veses yevo subío y bajao...
El sobrealiento de la señora probaba su<br />
afirmación, y al verla así, tan cordial, tan cariñosa<br />
conmigo, no fui dueño de contener la gratitud<br />
que se me subía a la garganta, y murmuré<br />
alargando las manos.<br />
-Doña Milagros... es usted muy buena.<br />
Ella, no menos conmovida, quiso y no pudo<br />
echarme un brazo al cuello, murmurando.<br />
-Cáyese usté. ¡Vaya unas bondaes, cristiano!<br />
Ea, cargue usted con este artilugio. (Y entregó<br />
la maquinilla). Andando, andando, que<br />
no estamos pa paliques.<br />
No fue preciso tocar a la campanilla. Como<br />
si detrás de mi puerta nos acechase un ser invisible,<br />
entreabriose calladamente y apareció la<br />
nariz de mi hija mayor, Tula, cuyos ojos, que no<br />
por denigrarlos sino por definir su especial<br />
mirada, he comparado a los de una lechuza, se<br />
clavaron en la comandanta y en mí. Y por entre
el hueco de la puerta y de la persona de Tula se<br />
deslizó Feíta, deteniendo a doña Milagros, que<br />
iba a entrar como una manga de agua o un ciclón,<br />
y diciendo: «¡Chist! Cuidado con meter<br />
bulla, por causa de mamá».<br />
-Aquí tenéis espliego -dijo la señora entregando<br />
a Tula el cucurucho-. Sahúma, hija, sahúma,<br />
que es lo ma sano pa las parías... Toma<br />
la estufilla: verá tú como en un verbo hasemo<br />
agua santa, agua paná, agua de tilo...<br />
Cortó la inspiración hidráulica de la buena<br />
señora la aparición de otros dos vástagos míos,<br />
Clara y Constanza, con lo cual la antesala quedó<br />
de suerte que no nos podíamos revolver. Y<br />
detrás apareció Rosa, emperejilada según costumbre,<br />
con su cara deslumbradora, y una dalia<br />
prendida detrás de la oreja. ¡Para dalias estábamos!<br />
-¡Dos niñas, papá! ¡Dos niñas! -exclamó<br />
con diferentes entonaciones el coro femenil.
-¡Dos niñas! -repetí, sin que otra cosa se me<br />
ocurriese-. ¿Y mamá, qué tal?<br />
Feíta se adelantó, me cogió de la manga, y<br />
en voz apagada y discreta, voz de enfermera,<br />
murmuró:<br />
-Dice el señor de Moragas que bien... Ahora<br />
dormita... Venga, papá; venga a ver la cucada,<br />
la gracia del mundo, las gatiñas recién nacidas...<br />
Las estábamos lavando... ¡Si viese qué<br />
idénticas!... Como dos gotas. Más lindas... El<br />
señor de Moragas está ahí; pero se va a largar,<br />
que tiene que hacer...<br />
Entré de puntillas, no en la alcoba conyugal,<br />
por respetar el sueño de mi esposa, sino en<br />
el gabinete que confinaba con ella. Moragas<br />
salió a recibirme, felicitándome en un tono en<br />
que discerní compasión y algo de chunga.<br />
¡Malditas casas pequeñas, sin comodidad ni<br />
desahogo! Allí mismo, en el gabinete, entre el<br />
armario de luna y el sofá, se había tenido que
extender una sábana, y sobre ella, en un lebrillo<br />
lleno de agua tibia, mi hija Argos y la criada<br />
lavaban a las gemelas, palpando torpemente los<br />
cuerpos blandujos. No se entendían para fajarlas;<br />
y sin consultar mi voluntad, me pusieron<br />
una en cada brazo, envueltas en la toalla húmeda.<br />
-¿Eh? ¡<strong>Qué</strong> bonitas! ¡<strong>Qué</strong> iguales! La que<br />
nació primero es esta; tiene atado a la muñeca<br />
un estambre verde para diferenciarla.<br />
Yo las miraba, girando la cabeza del lado<br />
derecho al izquierdo. Parecíanme diminutas,<br />
color de berenjena y algo hinchadas: esto es<br />
común en los recienes, e indica que de grandes<br />
serán excesivamente blancos. Al fin, inclinándome,<br />
les di a mis niñas un beso. Entró en esto<br />
doña Milagros, y me las arrebató, y empezó a<br />
chillarlas.<br />
-Monáas, tesoros, cominiyos, peasos de<br />
masapán... ¡Ay qué judiá, tenerlas así en cuero,
arresiditas de frío! ¡A ver, a ver, un capiyito,<br />
que la quiero vetir a esta emperatrís de la China!<br />
La andaluza tomó el capillito templado, la<br />
faja, el pañolico triangular, la gorra, y empezó a<br />
vestir a una de las gemelas con extraña habilidad.<br />
Cualquiera pensaría que la comandante<br />
había parido y criado media docena de chicos<br />
lo menos. Manejaba aquella masa gelatinosa<br />
con incomparable soltura, y enrollaba la faja<br />
alrededor del cuerpo lo mismo que si no hubiese<br />
hecho en su vida otra cosa. En cambio, Argos<br />
y Clara se veían y se deseaban para arreglar la<br />
suya. Feíta se entrometía, pretendiendo arrancársela<br />
de las manos.<br />
-¡Yo!... ¡Yo la amañaré!<br />
-Quita, mocosa, chiquilicuatra -<br />
contestaban desdeñosamente-. Si te remangamos<br />
las faldas, verás qué azotes.
-Papá... que me dejen... -articuló Feíta dirigiéndose<br />
a mí, con la garganta atascada de sollozos-.<br />
Que me dejen. ¡Ya verán si sé!<br />
Moragas, siempre en pleito con Feíta, y al<br />
mismo tiempo encariñado con ella y protegiéndola,<br />
indicó:<br />
-Déjenla ustedes a ver cómo se las compone<br />
esta mona sabia... Puede que haga prodigios.<br />
-Bueno, que la vista... -ordené yo.<br />
¡Quién vio a Feíta! Iluminose repentinamente<br />
su rostro con una expresión que, a no ser<br />
ella tan diablillo, podría llamarse angelical; y<br />
tornando a la niña, sentose en la butaca y la<br />
acomodó en el regazo. Yo la miraba atónito,<br />
mientras Moragas me daba disimulados codazos,<br />
como diciendo: «¿Ve usted?». En efecto,<br />
aquella empecatada chicuela, que no podía coger<br />
nada sin romperlo, que tenía los movimientos<br />
y las actitudes de un muchacho revoltoso,
se transformaba de repente en la mujer más<br />
cuidadosa y solícita. Apretando y haciendo<br />
embudo con los labios, fijos los ojos en la criatura,<br />
con manos que la tocaban como se toca a<br />
una santa reliquia, trémula de gozo y de orgullo<br />
al mismo tiempo, Feíta la vistió en tres minutos<br />
perfectamente. Y cuando estuvo liado el<br />
paquetito, lo levantó en alto, lo arrimó a la cara,<br />
y chilló con delirio.<br />
-¡Uuuuú... Moniña, moniña!<br />
Y luego, volviéndose hacia las hermanas<br />
mayores, que parecían burlarse de su triunfo,<br />
les sacó una cuarta de lengua, y les gritó:<br />
sas!<br />
-¡Aaaá... Pasmosas, chapuceras, envidio-<br />
Ellas contestaron sotto voce:<br />
-¡Pericón!
La cosa no tuvo más consecuencias. Doña<br />
Milagros estaba en su elemento, daba órdenes,<br />
hacía preguntas: parecía un general en jefe, y<br />
por ese instinto que hace que obedezcamos a<br />
las personas de iniciativa, mis hijas ejecutaban<br />
sus mandatos al punto, excepto Tula, que hasta<br />
se me figura que la respondió dos o tres veces<br />
con aspereza. Sobre el velador, retirado el tapete<br />
de croché, hervía con simpáticos gorgoritos<br />
no sé qué infusión en el cazo de la estufilla: era<br />
un brebaje para paladear a las pequeñas: la comandanta,<br />
soplando en la cucharilla antes, se la<br />
metía entre los labios, y las oruguitas hacían<br />
gestos muy cómicos, entre estornudo y mueca,<br />
al percibir aquella primera sensación de los<br />
órganos del gusto. Luego doña Milagros comenzó<br />
a lamentarse de que no hubiesen traído<br />
un indispensable jarabe, a lo cual mi hija Tula<br />
contestó agriamente que no se podía pensar en<br />
todo y que bastante se había hecho. La comandanta<br />
entonces salió disparada, regresando a<br />
los dos minutos con la noticia de que ya iba por
el jarabe su asistente; y como Moragas y yo<br />
conferenciásemos en el hueco de una ventana,<br />
se vino a nosotros hecha un basilisco, y cual si<br />
se tratase de su propia alimentación, me interpeló<br />
acerca de la de mis hijas. «¿Cómo estábamos<br />
de amas?». Sí, empleó el plural.<br />
-A ver, usté, señó Neira, ¿qué jase usté ahí<br />
tan parao? ¿Cuándo dispone que tengan teta<br />
etas dos asuseniya?<br />
-Si no se la damos usté o yo, señora... -<br />
contesté riendo, porque no había medio de formalizarse<br />
con una mujer tan excelente, aunque<br />
tan entrometida.<br />
-¿Yo?... Peasitos de mi corasón, con vía y<br />
arma se la daría. ¡<strong>Qué</strong> felisiá, criar un nene! ¡Pa<br />
qué quería yo más! Pero esto no pue seguí así.<br />
Hijas, yorá pa que os busquen teta, que os tienen<br />
desfayesías.
Lo mismo que si obedeciesen a un conjuro,<br />
las gatitas dejaron oír quejumbrosos mayidos,<br />
que resonaron en mis blandísimas entrañas de<br />
padre. Entre el médico, la señora y yo comenzamos<br />
a debatir aquella pavorosa cuestión de<br />
subsistencias, que más bien era de capacidad.<br />
El bolsillo, trémulo de pavor, se arriesgaría a<br />
afrontar la doble lactancia; pero era humanamente<br />
imposible buscar acomodo al ama sufragánea.<br />
Para alojar a la que ya estaba contratada<br />
en la Erbeda y sólo aguardaba aviso, había sido<br />
indispensable repartir a los niños en los cuartos<br />
de sus hermanos, y convertir en dormitorio un<br />
chiribitil antes destinado a cuarto de plancha y<br />
leonera. ¿<strong>Qué</strong> hacer? ¿<strong>Qué</strong> hacer, Dios santo?<br />
-Mire usté -exclamó con fuego doña Milagros-.<br />
Por eso no se apure usté ná. Abajo sobra<br />
sitio. Tan holgaos estamos, que para ca pierna y<br />
ca brazo hay su habitasión. Se bajan el ama y el<br />
angeliyo, y abajo duermen y abajo están tó el<br />
santo día. Tomás, loco con la gurruminita; yo,
con más babas que un caracol; y se ha sarvao la<br />
patria.<br />
Todo lo facilitaba, y por poco me convence,<br />
aunque yo opinaba que aguardásemos a que<br />
despertara mi esposa, cuyo sueño encargaba<br />
Moragas que no se perturbase, por la necesidad<br />
que tenía de reponer sus fuerzas. Pero cambió<br />
nuestros planes el ver entrar a mi hija Feíta empuñando<br />
una botella llena de un líquido blanco.<br />
Nunca mostró la cara tan animada y satisfecha<br />
como entonces.<br />
-Papá... mira lo que he discurrido. Con esta<br />
botella hago un biberón, y le doy de mamar a<br />
las niñas. No se necesita ama ninguna. Son<br />
unas galopinas, unas cargantes. Yo, yo sola crío<br />
a las pequeñas. Y divinamente. Verás.<br />
Nos burlamos de la chiquilla; pero Moragas,<br />
risueño y todo, la cogió por la barba, la<br />
pasó la mano por el cabello, y dijo:
-Sí, Lucifer, trasto, tú salvarás a tus hermanas...<br />
No vendrá más que un ama, y la otra será<br />
la señorita Fea... Ya verás cómo te doy un curso<br />
de cría con biberón... En tres lecciones te gradúas<br />
de doctora.<br />
Así quedó resuelto el espantable conflicto.<br />
Al otro día muy temprano llegó de la Erbeda el<br />
ama, y por la tarde se bautizaron las gatitas. Se<br />
les puso por nombre, a una María Remedios y a<br />
otra María Teresa, por haber nacido el día 14 de<br />
octubre, fiesta de Nuestra Señora de los Remedios,<br />
y bautizádose el 15 del mismo mes, fiesta<br />
de la santa doctora de Ávila. Mis hijas y doña<br />
Milagros hicieron prodigios para adornar a las<br />
gemelas. Encaje de aquí, cinta de acá y bordado<br />
de acullá, me las pusieron tan majas. Al volver<br />
de la iglesia, el ama alzó los pañolitos de nipis<br />
que tapaban la cara a mis dos retoños, y me dijo<br />
las palabras sacramentales: «Llevé unas moras<br />
y traigo unas cristianas». Miré a las inocentes<br />
criaturas, que dormían. Disipada la hinchazón
de sus caritas, con la aureola de encajes de las<br />
gorras, no se puede negar que estaban hechiceras.<br />
Las tomé en peso, una en cada brazo, y la<br />
idea de ser autor de aquellos ángeles me hizo<br />
pensar entre orgulloso y triste:<br />
-¡Quién duda que son unas monadas!... Si<br />
no fuese que ya tiene uno en casa otras diez... Si<br />
el zapatero y el panadero no enviasen cuentas...<br />
Si estuviésemos en el Paraíso terrenal...<br />
La venida al mundo de las dos encantadoras<br />
criaturitas pesó sobre mi espíritu como losa<br />
de plomo: acaso por primera vez comprendí la<br />
gravedad de la obligación en que me había<br />
puesto al decidirme a ser padre de doce hijos.<br />
En mis meditaciones solitarias y penosas;<br />
en mis horas de considerar el negro porvenir,<br />
5
me acusaba a mí mismo, por no acusar a las<br />
instituciones sociales. Era clarísimo que no debí<br />
haber engendrado aquellos dos vástagos más, y<br />
su existencia probaba de un modo evidente y<br />
casi afrentoso para mí que yo no tenía un adarme<br />
de juicio, de buen gusto, ni de sentido común.<br />
Cuando dos seres humanos, en todo el<br />
hervor y fuego de la edad juvenil, siendo su<br />
cómplice la naturaleza, que les brinda una primavera<br />
llena de flores y fragancias, que les canta<br />
en las espesuras el epitalamio con coros de<br />
avecillas, y les alumbra las bodas con la lámpara<br />
de plata de la luna, se dejan arrastrar a cualquier<br />
flaqueza, el desliz les condena a reprobación,<br />
y le ocultan como si fuese el mayor atentado.<br />
Y en cambio, si dos personas como Ilduara<br />
y yo, que nos acercamos a la vejez, sin aliciente<br />
alguno, en prosa vulgar, damos al mundo<br />
seres que ni tenemos medios de sostener, ni<br />
tiempo de ver criados, a nadie se le pasa por las<br />
mientes discutir si sería lícita acción semejante,
y se festeja el nacimiento como si fuese algún<br />
motivo de regocijo y zambra.<br />
Lo único que tranquilizaba un poco mi<br />
conciencia (tranquilidad puramente negativa),<br />
era pensar que el mayor tanto de culpa quizá<br />
no me correspondía a mí, sino a mi pobre esposa,<br />
y que algo pudieron dañarnos sus desatentados<br />
celos y sus absurdas suspicacias... Líbreme<br />
Dios de profundizar tan delicado asunto, y<br />
Él me preserve también de censurarla por lo<br />
que mostraba a las claras su conyugal amor, en<br />
el cual creo a pesar de todo... Probablemente la<br />
firmeza y la prudencia faltaron en mí; tal vez<br />
no supe, con finas y tiernas demostraciones, de<br />
un orden ideal y delicado, persuadirla de lo<br />
invariable de mi lealtad... En fin, lo cierto es<br />
que ahí estaban las mellizas, dos seres desvalidos<br />
y adorables, que sólo de mí esperaban protección,<br />
sustento, y lo que debe la vida a cada<br />
individuo... ¿Y cómo iba yo a cumplir, ¡Señor<br />
Dios!, obligación tan perentoria y sagrada?
¿Cómo sostener dos boquitas más, donde ya<br />
sólo a fuerza de orden podíamos soportar las<br />
exigencias de una posición falsa y de una vida,<br />
aunque modesta, mucho más lujosa de lo que<br />
permitían nuestros medios?<br />
Empecé a ver que lo que complicaba la situación<br />
de mi familia, era la fatalidad de que la<br />
naturaleza se empeñase en regalarme hembras<br />
y no varones. Son las hembras, desde tiempo<br />
inmemorial, la plaga, la aflicción y el castigo de<br />
la fecundidad humana. He oído que en algunos<br />
países se acostumbra darlas muerte al nacer; y<br />
aunque se me haga duro creer tan horrible<br />
crueldad, lo cierto es que aquí, si no las matamos,<br />
renegamos de ellas. Once veía yo a mi<br />
alrededor, como los retoños de la oliva: cinco<br />
casaderas, una que lo sería bien pronto, y las<br />
demás, pobres criaturitas indefensas, desarmadas<br />
para todas las luchas, sin más apoyo que la<br />
protección de un hombre ya entrado en años,<br />
con un pie en el sepulcro. Si aparecían maridos,
soberbio; pero si no aparecían, ¿qué iba a ser de<br />
mi prole? ¿<strong>Qué</strong> comerían hoy o mañana? ¡Como<br />
no echasen en el puchero el consabido aguilucho!...<br />
Si Froilancito despuntaba, las ampararía...<br />
¡Era preciso que Froilancito nos saliese una<br />
eminencia!<br />
Me distrajeron de estas cavilaciones otras<br />
más urgentes. Es el caso que mi Ilduara quedó<br />
exhausta desde la última y onerosa contribución<br />
pagada a la naturaleza. Contemplándola<br />
después de su doble parto, me asustó: parecía<br />
un cirio. La maternidad, que embellece y refresca<br />
a las mujeres relativamente jóvenes,<br />
había acabado de aniquilar el ya gastado organismo<br />
de mi pobre compañera, y comprendí<br />
que para reponerse necesitaría muchos meses<br />
de absoluto reposo, y, añadió Moragas, «el aire<br />
del campo».<br />
Desgraciadamente estábamos en octubre, y<br />
cuando Ilduara pudiese ponerse en camino,<br />
sería bien entrado noviembre. No cabía ni soñar
en irse a una aldea, sin recursos, con frío, con<br />
lluvias incesantes.<br />
A falta de campo, se ordenó una alimentación<br />
nutritiva, y yo no sé lo que gasté en gallinas<br />
durante los días de la convalecencia. Si iba<br />
en persona al mercado (¿quién se fía de criadas?),<br />
encomendaba a doña Milagros este pormenor,<br />
que no me atrevía a encargar a la inexperiencia<br />
de mis hijas; y en el pasillo nos encontramos<br />
más de una vez la comandanta y yo,<br />
muy ocupados en sopesar y en soplar el obispillo<br />
a una gorda gallina, discutiendo si valía o no<br />
los doce reales que costaba.<br />
Es de advertir que en cuanto mi esposa recobró<br />
ánimos, impacientose con la inmixtión de<br />
la comandanta en nuestros asuntos domésticos.<br />
Ilda siempre había sido guardadora de su autoridad,<br />
lo cual, añadido a la prevención que contra<br />
doña Milagros alimentaba, dio por resultado<br />
una tirantez de espíritu y una sobreexcitación<br />
que se declaraban sólo con sentir los pasos
de la infeliz señora en el recibimiento. Acaso la<br />
debilidad había desatado los nervios de Ilda,<br />
porque nunca la vi en estado semejante. Por<br />
desgracia, la andaluza subía más que nunca:<br />
nos la encontrábamos hasta en la sopa. Había<br />
cobrado a mis gemelas tal cariño, que rayaba en<br />
frenesí, y no sabía pasarse dos horas sin echarles<br />
la vista encima. Lo que sobre todo embelesaba<br />
a doña Milagros, era la dificultad de distinguir<br />
a las gemelas, por lo muchísimo que se<br />
parecían. ¿Hay encanto como no saber cuál es<br />
Zita ni cuál es Media? (Mi hija pequeña, Pura,<br />
las confirmó así con una media lengua y su<br />
ceceo incorregible). Para señal, doña Milagros<br />
había traído una medallita de plata del Carmen,<br />
y una del Corazón de Jesús; y todo el día andábamos<br />
con el ajetreo de abrirles el capillo a las<br />
mellizas y exclamar: «¡Ay, ama, que esta niña<br />
no ha mamao... A ver... la medaya... Pues no,<br />
esta es Zita... esta si se echó una buena tragantá<br />
al cuerpo... es la otra la que está muerta de<br />
hambre!... ¡Gloria er mundo, biscochiyo, reina
egente! ¡Te comería... huuum, te comería!<br />
¡Pues si se ríe ya... ama, se ríe... ya se ríe!».<br />
Otras veces ayudaba a Feíta en sus tareas<br />
de nutriz, en las cuales se lucía el diablillo. Moragas<br />
le había explicado la higiene de la botellita<br />
vital, destinada a reemplazar el calor y la<br />
afluencia del seno humano, y la chiquilla se<br />
penetró tan perfectamente de aquello de la limpieza,<br />
y la temperatura, y las cantidades de<br />
agua y leche, que las niñas tomaban con igual<br />
gusto el pezoncillo de goma que el pecho del<br />
ama. Era esta una moza soltera, costurera de<br />
oficio, que ya por segunda vez ejercía el de alquilar<br />
su cuerpo, convirtiendo en granjería la<br />
quiebra de su virtud. Doña Milagros no estaba<br />
a bien con la muchacha, ni le parecía ama suficiente<br />
para una sola de las niñas, cuanto más<br />
para las dos, por mucho que las ayudase la botellita<br />
dichosa: y el ama, notando que la comandanta<br />
no era amiga suya, le había cobrado<br />
una inquina sorda y solapada, pero fiera. Yo
llegué a sospechar más adelante, cuando sobrevinieron<br />
acontecimientos funestísimos, que<br />
aquella pécora contribuyó a sobreexcitar a mi<br />
esposa. Pero también alguna de mis hijas entraba<br />
en la conspiración doméstica contra doña<br />
Milagros. Tula, en todas las cosas tan semejante<br />
a su madre, lo fue asimismo en esta. Es imposible<br />
describir su gesto al ver a la andaluza.<br />
Esta marejada me disgustaba mucho, no<br />
solamente por lo que a mi parecer tenía de injusto,<br />
sino principalmente porque contribuía a<br />
que se empeorase Ilduara, cuya enfermedad<br />
tomaba forma de malquerencia contra doña<br />
Milagros. Yo veía a mi esposa cada día más<br />
extenuada, sin fuerzas para levantarse, porque<br />
generalmente, cuando a fin de mullir su cama<br />
la trasladábamos a un sillón, solía acometerla<br />
algún desvanecimiento. Para evitar que perdiese<br />
la poca vida que le quedaba, recomendábale<br />
Moragas que se mantuviese con los pies más<br />
altos que la cabeza, y que guardase la mayor
inmovilidad posible; pero sólo con oír la voz de<br />
la comandanta en la antesala, mi mujer se retorcía<br />
como pisada culebra, y vibrando odio<br />
por ojos y boca, exclamaba:<br />
-Vamos, bueno... ¡Ya está allí esa mujer!<br />
Los ofrecimientos y servicios de la complaciente<br />
andaluza, en vez de calmar a mi esposa,<br />
acrecentaban su furia de un modo que para mí<br />
sería increíble si no lo hubiese visto. Y el caso es<br />
que fundaba su enojo en razones enrevesadas y<br />
estrambóticas, y argumentaba sin permitir que<br />
yo abogase en favor de aquella excelente señora.<br />
-Se necesita poca vergüenza para meterse<br />
así en las casas ajenas, donde no le llaman a<br />
uno, ni le necesitan. Gente ordinaria al fin y al<br />
cabo, militarotes de cucharón, furrieles indecentes,<br />
acostumbrados a comer del rancho y<br />
dormir en cama redonda. ¿Quién llama aquí a<br />
esa chula -porque es una chula-, Benicio, des-
engáñate? Viene a curiosearlo todo, a enredarlo<br />
todo. Luego, qué frescura, qué falta de pundonor.<br />
Le ve a uno serio, y nada, cara de corcho.<br />
Hasta que la echen a puntapiés...<br />
-¡Ilda... Ilda! -murmuraba yo-. Hay que tener<br />
miramiento... Eso que dices es terrible. La<br />
señora de Llanes se desvive por obsequiarnos.<br />
-¿Y quién le pide semejantes obsequios?<br />
Sin ellos hemos vivido siempre, sin ellos seguiremos<br />
viviendo muy contentos y felices, en paz<br />
y en gracia de Dios. ¿Se los has ido tú a mendigar?<br />
Puede que sí.<br />
-No, mujer, por los clavos de Cristo... Pero<br />
la buena voluntad se estima, aunque no se solicite.<br />
Son atenciones que, al fin, nadie las tiene<br />
con uno más que esa señora.<br />
-Atenciones, atenciones... Abusos e impertinencias<br />
les llamo yo.
-Ya sabes que mima muchísimo a nuestros<br />
niños... ¿Cuántas veces se los lleva a merendar<br />
y jugar abajo?<br />
-Para sonsacarlos y averiguar todo lo que<br />
aquí sucede. Tú eres un papamoscas: a ti te<br />
pasan las cosas delante de los ojos, y como si<br />
nada.<br />
Olvidando el estado de mi esposa, que me<br />
imponía la obligación de asentir a cualquier<br />
absurdo, me formalicé, tan infundada me pareció<br />
la acusación.<br />
-Pero vamos a ver, Ilduara querida, tómate<br />
el trabajo de discurrir con la cabeza. ¿<strong>Qué</strong> diablos<br />
tiene que averiguar doña Milagros de lo<br />
que aquí sucede? ¿<strong>Qué</strong> le importa? En resumen,<br />
¿qué sucede aquí? Ni le hacemos falta para nada,<br />
ni ella viene sino porque es así, una infeliz,<br />
amiga de servir y de complacer, y acabose. Tú<br />
eres la que ves visiones y armas líos, hija.
Me detuve, porque Ilda, incorporándose<br />
en la cama, con las mejillas encendidas y la voz<br />
ronca, gritó frenética.<br />
-Ciertas defensas me llaman la atención...<br />
Sacar la espada por ciertas personas, no se comprende<br />
sino mediante ciertas razones. Si entre<br />
doña Milagros y tu familia escoges a doña Milagros,<br />
a esa verdulera, y la prefieres a una mujer<br />
que te ha parido diez y ocho hijos, entonces<br />
dilo claro y entendámonos de una vez. Si no,<br />
sírvate de gobierno que esa individua no ha de<br />
venir más a entrometerse donde sólo yo mando.<br />
En mi casa soy la reina, y como vuelva aquí<br />
a mangonear, la canto las verdades del barquero.<br />
¡Ya lo sabes! A mí no me engañan las amabilidades<br />
ni los servicios de ciertas pájaras. No me<br />
la pegan las doñas Milagros, ¡desinterés, atención!<br />
Ya sabemos lo que viene a buscar. Lo que<br />
no tiene en su casa. ¡Y no me obligues a desbocarme,<br />
porque saldrán sapos y culebras!
Quedé aterrado. Sapos y culebras parecíame<br />
que, en efecto, se asomaban a aquella calenturienta<br />
boca. En primer lugar, preveía un disgusto<br />
feroz con la familia Llanes; en segundo,<br />
veía a mi esposa al borde de una recaída, arriesgando<br />
su salud por un furor inexplicable. ¡Ah,<br />
Ilduara mía, compañera fiel y leal, casta y honrada<br />
esposa! Créelo: en aquel momento lamenté<br />
de todo corazón mi carácter débil y la resignación<br />
completa que en tus manos hice del poder<br />
desde que nos unió la santa coyunda. Toda<br />
autoridad que se subvierte, se corrompe.<br />
¿Quién sabe si, con más tesón, poseería sobre ti<br />
el ascendiente necesario para traerte entonces al<br />
camino de la razón, de la delicadeza y de la<br />
sensatez, y evitar las desgracias que sobrevinieron?<br />
Intenté apaciguar a mi esposa con dulzura;<br />
pero vi que, lejos de lograr el objeto apetecido,<br />
sólo conseguía aumentar su enojo; noté que la<br />
irritaba el eco de mi voz y hasta mi tono humil-
de. Seriamente preocupado, como si el corazón<br />
me avisase de alguna desdicha, me aparté de su<br />
cabecera, saliendo a la galería, por donde empecé<br />
a pasearme angustiadísimo. No sé si lo<br />
que influía en mí era aquella vieja educación<br />
cortés, la enseñanza materna, que me ordenaba<br />
guardar consideración a las mujeres, y me hacía<br />
temer que a una maltratasen bajo mi techo... o<br />
si era la ardiente simpatía que me inspiraba la<br />
señora de Llanes; pero el caso es que sentí turbación<br />
y una pena y una vergüenza mortal.<br />
Con las manos atrás, caída la cabeza sobre el<br />
pecho, empecé a medir la galería de arriba abajo,<br />
tropezando en los tiestos y cajones de flores<br />
y enredaderas que aglomeraran allí mis hijas.<br />
Aquel cierre de cristales tenía una particularidad<br />
que lo diferenciaba de los restantes de Marineda:<br />
y es que su parte baja la componían<br />
vidrios alternados de distintos colores, azules,<br />
rojos, verdes y amarillos, al través de los cuales<br />
se veía el puerto y el anfiteatro de montañas<br />
que lo corona, teñidos de un matiz fantástico,
semejante a la de los cosmoramas. La vistosa<br />
alternativa de los cristales me sugería ideas, ya<br />
lúgubres, ya consoladoras. El país de oro que<br />
veía al través del vidrio amarillo me reanimaba,<br />
y la fúnebre palidez del azul me abatía y acoquinaba<br />
enteramente.<br />
Entre vuelta y vuelta, la idea de bajar y espontanearme<br />
con doña Milagros se me apareció<br />
como un faro salvador. La señora, enterada de<br />
las rarezas de Ilda y prevenida contra cualquier<br />
rasgo de barbarie, hasta ayudaría a desterrar<br />
aquella mala disposición de mi esposa, ya presentándose<br />
menos, ya empleando algún otro<br />
artificio, fácil para su entendimiento y despejo<br />
natural. Se me venían a la imaginación cláusulas<br />
enteras del discurso que iba a espetarla.<br />
«Mire usted, doña Milagros, en este mundo<br />
cada uno tiene sus manías, y usted, con su buen<br />
talento, ha de saber dispensar ciertas cosas...».<br />
Y delante del vidrio dorado, la cosa me parecía,<br />
no sólo fácil, sino grata, porque me lisonjeaba la
idea de desahogar mis cuitas en el corazón de<br />
aquella bondadosísima señora, que no dejaría<br />
de compadecerme y consolarme. Pero al pasar<br />
delante del vidrio azul, melancólico y afligido,<br />
se me ocurrieron todas las dificultades de la<br />
empresa. ¿Si doña Milagros lo tomaba por<br />
donde quema y subía a pedir cuenta a mi esposa<br />
de sus extrañas prevenciones? ¿Si aun cuando<br />
doña Milagros guardase el secreto, averiguaba<br />
Ilduara mi visita al piso de abajo y mi<br />
entrevista con la comandanta, por la bien montada<br />
policía de mis hijas? Tampoco era fácil<br />
encontrar fórmula adecuada. «Mire usted, doña<br />
Milagros, mi mujer dice que no quiere que<br />
aporte usted por casa en los días de su vida».<br />
«Oiga... ¿por qué? ¿Se pué saber?». «Pues porque<br />
cree que usted es una métome-en-todo, y<br />
una revoltosa y una pues, y una tal y una<br />
cual...». ¡En fin, que ciertas cosas no hay medio<br />
humano de decirlas!
Mientras me hallaba en esta perplejidad,<br />
vino a librarme de ella un suceso que no me dio<br />
tiempo de poner por obra ninguna resolución.<br />
Y fue, que viendo un día de otoño bastante claro<br />
y sereno, dispuso Ilduara que sacase el ama<br />
a las gemelitas a tomar el aire. Rosa, siempre<br />
dispuesta al callejeo, y Constanza, fueron comisionadas<br />
para acompañar y vigilar al ama.<br />
Arregláronse y bajaron todos; pero apenas<br />
haría diez minutos que habían salido, cuando<br />
¡tilín, tilín! volvimos a sentir en la antesala el<br />
estruendo de sus voces, y el llanto de una de las<br />
niñas.<br />
Ilduara, que se levantaba por tercera o<br />
cuarta vez, hallábase tendida en el sofá. Al ver<br />
regresar el grupo, saltó sorprendida.<br />
-Ama, ¿qué es eso? ¿Por qué vuelves? ¿Se<br />
ha olvidado algo?
-Es que doña Milagro... -pió el ama con su<br />
vocecilla remilgada de costurera campesinanos<br />
mandó...<br />
El rostro de mi esposa se puso del color de<br />
los tomates maduros; tan rápidamente acudió a<br />
él la poca sangre que andaba repartida por las<br />
venas de su cuerpo. Y manoteando y enronquecida<br />
ya, gritó furiosa:<br />
-Conque doña Milagros, ¿eh? Magnífico...<br />
¡Pues me hace gracia! ¿De manera que ya no<br />
puede cada uno disponer de su casa y de sus<br />
hijos, sino que ha de venir la gente de fuera a<br />
enmendarle la plana? ¿Y a ti, santa boba, quién<br />
te dice que obedezcas a cualquiera? Y vosotras -<br />
añadió dirigiéndose a Rosa y Constanza-, ¿para<br />
qué os envío con las pequeñas, sino para hacer<br />
respetar la voluntad de vuestra madre? ¡Ahora<br />
mismo... ahora mismo me estáis bajando otra<br />
vez a la calle, y me paseáis a las niñas hasta las<br />
doce de la noche! ¿Habéis oído? Hasta las doce.<br />
Si volvéis un minuto antes, cuidado conmigo...
A ver si aquí manda quien debe, o las desvergonzadas.<br />
Yo, que presenciaba esta escena y escuchaba<br />
esta filípica, me quedé helado al ver que por<br />
la abertura de la puerta asomaba doña Milagros<br />
su rostro moreno.<br />
-Esposa... Ilda... ¡Por la Virgen... mira que<br />
está ahí... que te oye! -supliqué con angustia,<br />
acercándome a mi mujer.<br />
-Mejor -chilló Ilda más alto-. Lo que estoy<br />
deseando es que oiga. No lo ha oído más pronto<br />
porque no ha querido. No hay peor sordo...<br />
Ya entraba la impetuosa andaluza como un<br />
rehilete, sin fijarse en lo que Ilduara decía, atenta<br />
sólo a su idea.<br />
-¡Ay, Jesús!... ¡Fortuna han tenido esos cachos<br />
de sielo en encontrarse conmigo!... ¡Pulmonía<br />
como la que piyan si no!... ¡Yo no sé có-
mo hay való pa enviá a esos angeliyos fuera<br />
con una tarde tan fría! ¡Y desabrigás! ¡Ni el<br />
ganbansiyo e franela yevaban! De forma que<br />
dije: Ama, arribita con eyas...».<br />
Charlando así, había tomado en brazos a<br />
una de las gemelas, y la cubría de besos gorjeados<br />
y sonoros. Yo temblaba, mirando a mi esposa<br />
inmóvil, erguida como el torreón aquel,<br />
con un aspecto arquitectónico y una calma fría<br />
del peor agüero. Tan significativo y terrible era<br />
su ademán, que mi hija Rosa, muy partidaria de<br />
doña Milagros, se atrevió a murmurar:<br />
-Mamá, es cierto... Hace un frío que pela,<br />
ahí en los soportales... A las niñas, aun no bien<br />
salieron, se les puso morado el hociquito.<br />
Ilda ni siquiera prestó atención. Con una<br />
decisión glacial que me asustó mucho más que<br />
un acceso de cólera, se adelantó hacia la comandanta,<br />
y, arrancándole de las manos la cria-
tura que en ellas tenía y restallando cada frase<br />
como un latigazo, dijo así:<br />
-Señora, usted a disponer en su casa, pero<br />
no en las ajenas. Y si quiere usted manejar chiquillos,<br />
haga por tenerlos, que los míos son<br />
míos y de nadie más. ¿Ve usted esa galería?<br />
Pues si me da la gana de tirar por ella a la niña,<br />
la tiro... ¿ve usted? La tiro... así.<br />
Echó a andar hacia la vidriera abierta, muy<br />
encendida de color, temblando de ira, con la<br />
nena en alto; en la sala resonó un grito terrible,<br />
que a un mismo tiempo lanzamos la andaluza,<br />
Rosa y yo. Por mis ojos pasó una nube, o mejor<br />
dicho, un relámpago lívido, y en vez de ver en<br />
aquella acción de mi esposa un recurso oratorio,<br />
feroz sí, pero teatral, vi sencillamente el<br />
cuerpo de la niña que volteaba en el espacio e<br />
iba a estrellarse contra las losas de la calle, como<br />
un día se estrelló el de su desgraciado hermanito.<br />
Mi clamor fue de agonía; dando un<br />
salto de tigre, me arrojé a cortar el paso a Ildua-
a, y valiéndome de su debilidad, le arranqué la<br />
pequeña, ayudándome doña Milagros, que sujetó<br />
por la cintura a mi frenética esposa. La cual<br />
gritaba, ya fuera de tino:<br />
-¿Para qué me pone usted las manos encima?<br />
¿No ve usted que yo no soy una verdulera<br />
como usted, sino una señora? Una señora de<br />
toda la vida, ¿entiende usted? de padres a hijos,<br />
porque los Pimenteles de Monforte siempre<br />
fueron caballeros. Una señora no se mete en las<br />
casas de los demás... una señora se está en la<br />
suya... Si usted lo fuera, hace tiempo que no<br />
pondría aquí los pies. Pero lo que es usted todos<br />
los saben, y si usted quiere, se lo digo yo<br />
ahora mismo.<br />
La fina tez de la andaluza palideció bajo<br />
este chaparrón de injurias: en sus preciosos ojos<br />
se pintó el asombro de verse tratada así, y medio<br />
sollozando, exclamó:
-¡Ay, Jesú!... ¡Pero esta mujé está de luna!...<br />
¡En nada la he fartao, y me sapatea!... Señó e<br />
Neira, ¿qué pasa, qué tiene su señora de usté?<br />
¿Se ha güerto loca? ¿Está arrebatáa con sus enfermeaes<br />
y su pariura?... ¡Y grasia que no ha<br />
tirao er angeliyo por la ventana! ¡No ma queao<br />
gota e sangre en las venas!... ¡Jesú, Jesú!... ¡Una<br />
hiena del África parece! ¡Que yamen al señó e<br />
Moragas volando!<br />
-¡Doña Milagros... si le quedan a usted<br />
unas miajas de vergüenza... no se queje a mi<br />
esposo! ¡Lárguese usted!<br />
A todo esto, los gritos habían atraído a la<br />
sala a mis hijas; y al través de la puerta, la criada,<br />
atónita, miraba el escándalo. La andaluza se<br />
volvió como el toro cuando se ve en el redondel<br />
acosado y aturdido.<br />
-Pues ná, que esta mujer se ha guillao -dijo,<br />
dirigiéndose al público-. Me dise verdulera, al<br />
mismo tiempo me farta y arma la bronca con-
migo, conmigo que no la farto en ná... Me echa<br />
como a un perro. Por vosotras lo siento, angeliyos,<br />
que os quiero más que a las telas der corasón.<br />
En mi casa me tenéis pa lo que se os ocurra.<br />
Señó Neira, haga usté favó de declarar aquí<br />
que no les debo dinero, grasia a Dió, y que no<br />
me habrá usté visto portarme mal en ná. ¿Digasté?<br />
¿Me tiene uté, sí o no, por una señora?<br />
Un impulso irresistible puso en mi boca estas<br />
palabras, mientras, penetrado aún del terror<br />
pasado, estrechaba a la recién nacida contra el<br />
pecho.<br />
-Doña Milagros, usted es toda una señora,<br />
y yo no <strong>puedo</strong> decir otra cosa, porque sería<br />
mentir, y Benicio Neira no miente.<br />
Ilduara me miró con extraviados ojos, y<br />
viniéndose sobre mí... la sinceridad me obliga a<br />
no omitirlo... pero no lo repitan ustedes... ¡me<br />
puso... me puso en la faz la mano...! Retrocedí;<br />
ella quiso hablar y no pudo, y negra de furor, se
desplomó en brazos de Tula, que la sostuvo y la<br />
condujo al sofá. Hubo un silencio entrecortado<br />
por exclamaciones de angustia:<br />
-Un ataque...<br />
-¡Ay Dios mío!...<br />
-¡Papá, papá... mamá se muere!... -sollozó<br />
Argos, cogiéndose a mi manga-. ¡Ay, papá!<br />
-Papá -dijo Tula, pálida y severa, acercándose<br />
a mí- que se vaya la señora de Llanes. Ya<br />
debía irse cuando mamá la echó... Ahora, échala<br />
tú... porque mamá agoniza.<br />
Yo creía volverme loco. Solté la pequeña<br />
dándosela al ama, me llegué a doña Milagros, y<br />
le dije con acento suplicante:<br />
-Señora, me parece mejor que baje usted...<br />
Ya ve en qué circunstancias nos encontramos...<br />
Dios me pone a prueba muy dura...
La andaluza me contestó entre lástima y<br />
enfado:<br />
-Ya tomo la puerta, ya... Encaríñese usted<br />
con la gente pa esto... Vaya por Dios... ¿Me dejasté<br />
dar un beso a las gatiyas?<br />
-Es mala ocasión... En otra... Todo se arreglará...<br />
Váyase usted...<br />
Me pareció mentira cuando la sentí cerrar<br />
la puerta y, pude atender a Ilduara, a quien<br />
trasladamos a la cama lo mejor que supimos.<br />
Salió la cocinera a buscar al médico, y mientras<br />
las niñas prestaban a su madre los cuidados<br />
que su estado requería, yo me quedé al pie del<br />
lecho abrumado por el presentimiento de una<br />
gran desgracia. El cariño por mi desdichada<br />
esposa se despertó con toda la fuerza de los<br />
sentimientos inveterados, que están en nosotros<br />
sin que notemos su presencia, como no notamos<br />
la de los órganos que sostienen nuestra<br />
vida. Me entró inmenso remordimiento de
haber provocado con palabras quijotescas el<br />
mal de mi esposa; y de todo corazón me arrepentí<br />
de haberlas pronunciado. Las exclamaciones<br />
de dolor de mis hijas me partían el alma.<br />
«Mamá... mamá querida... Vinagre... un poco<br />
de éter... Que se muere, Virgen de los Dolores...<br />
Sujetarla... No se puede... La arde la frente... Se<br />
ha sofocado muchísimo... ¿<strong>Qué</strong> tiene, mamá?<br />
Hable, diga por Dios...».<br />
Sintiéronse en la antesala pasos de hombre<br />
y me precipité, creyendo que venía el señor de<br />
Moragas. Ya anochecía. En el pasillo me tropecé<br />
con un bulto ingente, enorme, una especie de<br />
animalazo barbudo, peludo y bronco, y entreoí<br />
lo que sigue: «Moño, vecino; aquí vengo a cantarle<br />
a usted...». Comprendí que el comandante<br />
de Otumba quería pedirme una satisfacción por<br />
los insultos a su esposa. ¡Cuánta mayor prudencia<br />
demostraría doña Milagros -la verdadno<br />
enterando a su marido! Pero, ¿pueden guardar<br />
reserva personas de un carácter tan fogoso
y tan polvorilla? El comandante, viendo mi<br />
silencio, me echó la zarpa al brazo.<br />
-¡Peineta, hijo, no se escurra usted...! Vengo<br />
a decirle dos o tres cosas calientes, y a ver si<br />
está usted conforme, moño, en que nos rompamos<br />
las narices, remoño peinero... ¡A mi<br />
señora, peineta, nadie la falta estando yo a su<br />
lado, y hay ciertas cosas, moño, que sólo yo se<br />
las <strong>puedo</strong> decir; pero, peineta, a los demás no<br />
se las aguanto, retemoño!<br />
-¡Tenga usted miramiento! -contesté al<br />
bárbaro-. Ahí al lado hay una señora enferma,<br />
¿está usted? enferma de gravedad; y hay también<br />
señoritas que no deben oír la ristra de cebollas<br />
que usted ensarta constantemente; y esto<br />
no es cuartel, ni las personas regulares somos<br />
quintos.<br />
-¡Peineta, peine! Aquí se ha ofendido, moño,<br />
a mi señora, y... yo vengo a armar la de<br />
Dios es Cristo, y a quemar, moño, la casa y has-
ta el barrio... No me salga usted con que si hay<br />
enfermos, si no hay enfermos... A las señoras,<br />
moño, se las respeta siempre...<br />
El oso me sacudía el brazo con ira. La<br />
puerta del recibimiento se abrió de repente,<br />
doña Milagros, en bata y zapatillas, se apareció<br />
y se me figuró una visión angelical. Con aquella<br />
voz de almíbar y aquel salado ceceo suyo, y con<br />
sobrealiento que parecía el azorado anhelar de<br />
las palomas cuando alguien las coge y las aprieta,<br />
se dirigió al bruto, y le dijo tartamudeando<br />
de emoción:<br />
-A ver si dejas en pas al señó Neira... Bastante<br />
abroncao estará el pobre hombre con las<br />
majaerías y los selos y los sopitipandos e su<br />
mujé... No me ha fartao él, y la señora está medio<br />
espichando y toa entrambilicáa... Vámono a<br />
nuestra casa, que aquí naa se no pierde. ¡Ay,<br />
Jesú!... ¡<strong>Qué</strong> geniasos hay po el mundo!<br />
-Moño, como me dijiste, moño...
-No he dicho ná. Abajito ma pronto que la<br />
lus.<br />
¡Buena, dulce doña Milagros! Mi corazón<br />
se inundó de gratitud hacia ella en aquel instante,<br />
como en la escalera la noche del nacimiento<br />
de las gemelitas, y con los ojos repentinamente<br />
humedecidos, murmuré:<br />
-¡Si supiese usted qué mala está Ilduara!<br />
-¡Sea por Dios! -exclamó la andaluza-. Si<br />
hago farta, naa de remilgos: mandar recao. No<br />
soy rencorosa. Oigo yo a las locas como si oyese<br />
cantá la sartén.<br />
Y se retiró, arrastrando a su marido. Moragas<br />
vino de allí a poco. Enterado del suceso, y<br />
habiendo visto a la enferma, puso cara grave y<br />
sombría, cosa tan desusada en él cual lo sería el<br />
bigote en un niño de seis años. No dijo nada,<br />
pero pronta y enérgicamente ordenó varios<br />
remedios, revulsivos la mayor parte.
-Ahora hay modorra -indicó-. Temo que<br />
por la noche habrá mucha temperatura.<br />
Prescribió lo que debíamos ejecutar y en<br />
qué caso convendría llamarle; y, en efecto, a las<br />
altas horas de la madrugada fue preciso enviarle<br />
apremiantísimo recado.<br />
La casa estaba en la mayor desolación. Tratábase<br />
de una supresión y un retroceso a la cabeza,<br />
que constituía verdadera congestión cerebral.<br />
Al corto abatimiento había sucedido la<br />
agitación, hiperemia, y luego altísima fiebre.<br />
Serían las tres cuando comenzó a delirar. A las<br />
primeras palabras que pronunció roncamente,<br />
con voz que parecía salida de lo más profundo<br />
de su ser, Moragas me hizo expresiva seña, y<br />
ordené a mis hijas que se retirasen. Obedecieron<br />
de mal talante, y sólo el médico y yo presenciamos<br />
el tremendo desvarío de aquella<br />
mujer dignísima, de aquella madre de familia<br />
ejemplar, que a última hora, perdido el albedrío,<br />
adoptaba en breves y tristes instantes la
máscara de una arpía furiosa. ¡<strong>Qué</strong> lenguaje,<br />
Dios mío, y cuánto sufrí al escucharlo! ¡<strong>Qué</strong><br />
horribles acusaciones las que me lanzó, no mi<br />
esposa, sino su fiebre, su locura! ¡Con qué desesperación<br />
la oí renegar de su maternidad,<br />
maldecir la tarea que la dignificaba a mis ojos, y<br />
abrumarme con un aborrecimiento sañudo y<br />
atroz! Diríase que, abierta la misteriosa llave<br />
del corazón, salía de él algo tan cínico y tan feo,<br />
que yo retrocedía de espanto. Ilduara se jactaba<br />
de haberme devuelto mal por mal, condenándome<br />
a la servidumbre doméstica más ignominiosa.<br />
«Calzonazos, pelele», repetía con expresión<br />
que no <strong>puedo</strong> recordar sin estremecerme<br />
aún. ¡Pobre esposa de mi vida! No tomas, no,<br />
que yo te atribuya a ti la que puso en tus labios<br />
el genio del mal, para desmentir en minutos<br />
toda una vida consagrada al deber y al conyugal<br />
amor; ¡porque tú me amabas, Ilda de mi<br />
corazón, compañera de treinta años, santa madre<br />
de mis hijos, y aquellas frases preñadas de<br />
odio y de hiel, aquellos espumarajos de despre-
cio, burla y rabia, no eran sino las convulsiones<br />
de una epiléptica agonía, que a costa de mi<br />
propia vida quisiera yo ahorrarte!...<br />
Al amanecer después de tan funesta troche,<br />
cesó el desvarío sobrevino un estado comatoso,<br />
profundo y mortal. Ni el Viático pudo<br />
traerse. Luego sobrevino cavernoso estertor, se<br />
apagó la pulsación y se vidriaron las pupilas...<br />
Así me quedé viudo.<br />
El golpe de la pérdida de su madre influyó<br />
de modo muy diverso en cada una de mis hijas.<br />
Las que yo creí que se afligirían más (verbigracia,<br />
Tula, tan semejante a Ilduara, tan identificada<br />
con ella), fueron las que, por el contrario,<br />
conservaron bastante sangre fría; eso sí, Tula se<br />
manifestó dispuesta desde el primer instante a<br />
6
empujar las riendas del poder doméstico, y<br />
gobernarnos a todos, recogiendo la autoridad<br />
correspondiente a su derecho de primogenitura.<br />
Tampoco en Rosa -pagado el tributo de lágrimas<br />
que las mujeres no regatean a casos mucho<br />
menos lastimosos- duró la pena: los arreglitos,<br />
los fúnebres perifollos del luto la distrajeron,<br />
y no tardaron en volver a sus mejillas los<br />
sonrosados colores, y a sus ojos el radiante brillo.<br />
En Constanza no sé si he dicho que nada<br />
hacía mella, o por lo menos nada se exteriorizaba:<br />
era imposible averiguar cuándo a aquella<br />
criatura la complacían los sucesos, ni cuándo<br />
no: tan extremada era su indiferencia, su pasividad,<br />
su apatía de linfática. Lloraba sin alterar<br />
la expresión del rostro, y sus lágrimas ni<br />
siquiera conseguían enrojecerla los párpados.<br />
Agua pura.
Las que dieron señales de pena grande y<br />
profunda fueron Clara, Argos... y Feíta. Eran<br />
estas tres, cada cual a su modo, mujeres de viva<br />
sensibilidad, y Argos sobre todo propendía a<br />
exaltarse y a tomar las cosas de un modo arrebatado<br />
y vehemente; en casa la llamábamos<br />
centellita, y recordábamos algunos rasgos y<br />
anomalías de su infancia y de su primera juventud,<br />
que denotaba un «alma montada sobre<br />
alambres eléctricos», según frase de Moragas.<br />
En la ocasión del fallecimiento de Ilduara revelose<br />
este ser característico de Argos con caracteres<br />
muy alarmantes.<br />
Ha de saberse que a la hora y media escasa<br />
del tránsito de mi pobre compañera, presentose<br />
doña Milagros vestida de lana negra, con los<br />
ojos húmedos, el rostro expresando piedad, el<br />
aliento congojoso y la voz timbrada de emoción;<br />
y en palabras cordiales y casi humildes<br />
me explicó que venía, como siempre, a servir<br />
de algo, que sentía reconcomio y pesadumbre
inmensa por haber ocasionado involuntariamente<br />
la catástrofe, y juraba y perjuraba que, si<br />
nosotros no le habíamos cobrado aborrecimiento,<br />
ella estaba allí invariable, a nuestra disposición<br />
con vida, alma y voluntad. Tula recibió a<br />
la comandanta tiesa como un palo; pero mis<br />
otras hijas se la echaron en brazos sollozando y<br />
gimiendo, y los chiquillos, que la querían por lo<br />
mucho que les mimaba, también la besaron<br />
tristones y calladitos, como suelen estar los inocentes<br />
ante la muerte.<br />
Al acercarse la señora a Argos y verla color<br />
de cera, muda, agitada por un temblorcillo, con<br />
los ojos secos y contraída la boca, hízome una<br />
señal afectuosa y significativa, y, llevándome al<br />
hueco de la ventana, secreteó:<br />
-Es preciso que esta chica yore.<br />
-Sí, señora... -contesté- pero, ¿qué le hago si<br />
no llora? Y vaya si alivia el llanto -añadí, enjugándome<br />
los párpados con el pañuelo.
-Pues e que si no yora la chiquiya, verá usté<br />
lo que pasa. Vamo a tené lanse. Quedándose<br />
así cortá, ar momento meno pensao, verá usté;<br />
un sopitipando, o un mal del corasón. Yorará.<br />
Déjeme usté a mí... Capás soy de haser yorar a<br />
un guijarro.<br />
Los mil tristes quehaceres que acarrea la<br />
pérdida de un ser querido me hicieron olvidar<br />
la cuestión del llanto de mi hija. Doña Milagros<br />
bullía, trajinaba, activa, infatigable, presente<br />
doquiera, arreglándolo todo, dando cien vueltas<br />
en un minuto y evitándonos rozamientos,<br />
de esos que son tan dolorosos cuando, por decirlo<br />
así, está el espíritu en carne viva. Ni aquel<br />
día, ni en la mañana siguiente, pudo lograrse<br />
que asomase a los ojos de Argos esa lluvia bienhechora,<br />
indispensable para que el dolor no se<br />
derrame interiormente y nos sofoque. Recursos<br />
ingeniosos se emplearon para conseguir que<br />
Argos llorase; mas no dieron resultado. La recordaron<br />
palabras de su madre; trajeron a sus
hermanitas y se las pusieron en brazos, diciéndola<br />
que aquellas huérfanas reclamaban amor y<br />
protección, administraron medicamentos; fue<br />
inútil, y al cumplirse las veinticuatro horas del<br />
fallecimiento de Ilda, realizáronse las profecías<br />
de doña Milagros. Vino el anunciado sopitipando,<br />
la convulsión con sus arrechuchos delirantes,<br />
sus contorsiones frenéticas, sus chillidos,<br />
sus ímpetus suicidas de batir la frente contra<br />
los hierros de la cama o la madera de los muebles.<br />
Argos se dislocaba, se descoyuntaba, formando<br />
su cuerpo arco vibrador, como espinazo<br />
de culebra; entre cuatro personas no la podíamos<br />
sujetar: tal fuerza desarrollaba bajo el influjo<br />
del aura epileptiforme. El acceso fue determinado<br />
por la vista de la mortaja o hábito<br />
que traían para vestir a su madre. Apenas logramos<br />
sosegar a la muchacha a puras dosis de<br />
éter y bromuro, o, por mejor decir, así que gastó<br />
la pobrecilla todo su repuesto de fuerza y se<br />
aplanó, empezó a preocuparnos la idea de lo<br />
que sucedería cuando se cerrase la caja y Argos
comprendiese que sacaban el cadáver, y resonasen<br />
en la calle los piporros y los fagotes del<br />
entierro, y en la escalera los pasos de los que<br />
bajasen el ataúd. En aquella vivienda de cartón,<br />
¿cómo ocultarle a la infeliz niña la salida del<br />
cuerpo?<br />
Al acercarse el momento solemne y triste<br />
en que alguien desciende por última vez las<br />
escaleras de su casa -donde quedan los que le<br />
amaron, los que vivieron a su lado-, para mudarse<br />
a la eterna soledad del nicho, doña Milagros<br />
penetró en la salita en que recibíamos el<br />
duelo. Estaba esta, según la costumbre, menos<br />
que a media luz, es decir, casi a oscuras. Mis<br />
hijas mayores, desaliñadas, despeinadas, con<br />
pañuelos de seda negra, permanecían fijas en el<br />
sofá, contestando por medio de monosílabos, o<br />
sólo de suspiros, a los saludos de las amigas.<br />
Estas suspiraban también al tomar asiento, como<br />
si se hallasen cansadas o muy doloridas.<br />
Luego se entablaba tímidamente en voz baja,
algún diálogo soso. «Hace frío, ¿eh?». «Sí, yo<br />
también lo noto». «Y mire usted, es raro; aún<br />
puede decirse que no llegó noviembre». «Pues<br />
tiene usted razón: enfriaron muchísimo las tardes».<br />
Etc., etc. Mientras palabreaban, el pensamiento<br />
estaba allá, en la otra sala, la que caía a<br />
la marina, donde las del duelo sabían que se<br />
encontraban el cadáver, y de donde iban a sacarlo<br />
muy pronto. Con disimulo miraban todas<br />
para Argos, deseando y temiendo a la vez la<br />
dramática escena que cortaría el denso aburrimiento<br />
de tan fastidiosas horas. Me han dicho<br />
después (porque yo en tales momentos no estaba<br />
para observaciones) que Argos era una perfecta<br />
y hermosísima imagen del extravío mental.<br />
Me aseguró doña Milagros que sólo se la<br />
podía comparar a una Dolorosa, pero una Dolorosa<br />
que, en vez de derramar lágrimas, se<br />
encontrase a punto de perder la razón. Sus desencajadas<br />
facciones parecían esculpidas en fino<br />
marfil; sus inmensos ojazos negros miraban con<br />
persistencia a un punto del espacio, y el mirar
destellaba sombrío fuego, como si lo que veía<br />
Argos fuese alguna aparición horrenda. El lienzo<br />
de Doña Juana la Loca, de Pradilla, puede dar<br />
idea del semblante y expresión de mi hija en tal<br />
momento. Las señoras del duelo cuchicheaban,<br />
conviniendo en hablar más alto y hacer ruido<br />
para que no se oyesen martillazos, pasos ni<br />
salida de los restos. A cada sordo rumor que<br />
venía de fuera, estremecíase Argos con hondo<br />
escalofrío, y giraban sus pupilas, volviendo<br />
después a la fijeza propia de la insania.<br />
Aún cuando ningún ruido sospechoso delató<br />
la llegada de los mozos que debían bajar la<br />
caja, Argos, como si les olfatease, de pronto se<br />
enderezó, y sin pronunciar palabra, rígida, tan<br />
pálida como la difunta, estiró el brazo y el dedo<br />
señalando a la puerta, mientras dilataba sus<br />
papilas el espanto de una visión. Era una actitud<br />
admirable, digna de una gran trágica. Su<br />
ensanchada nariz parecía aspirar horror; sus<br />
abiertos labios se movían, pero su garganta no
formaba sonidos; su redondo pecho subía y<br />
bajaba, cual si se viese pasar a través de él la ola<br />
de la aflicción inconsolable.<br />
Fue entonces cuando doña Milagros realizó<br />
uno de los hechos que debieran eternizar su<br />
nombre. Repito que penetró disparada en la<br />
sala; con vigoroso empuje cogió a Argos por la<br />
cintura; y bañándole la cara de llanto y cubriéndosela<br />
de besos, la dijo sencillamente:<br />
-Hija, ven.<br />
A la vez que lo decía, la empujó al aposento<br />
donde Ilda, amortajada con hábito de los<br />
Dolores, yacía en la caja aún abierta, entre cuatro<br />
cirios, y sobre una especie de estrado de<br />
madera, pues no teníamos cama imperial.<br />
Amigos, conocidos, carpinteros, empleados de<br />
los carros fúnebres, criados y vecinos curiosos;<br />
toda esa gente que se mete, con razón o sólo<br />
porque sí, en las casas donde hay un difunto,<br />
miraba atónita a doña Milagros y le abría calle;
tras su paso se oía reprimido murmullo de curiosidad.<br />
Cruzó impetuosamente la señora,<br />
arrastrando, mejor que conduciendo, a mi hija;<br />
y sin transición, con calculada brutalidad, la<br />
impulsó de suerte que fuese a caer de bruces<br />
sobre el cadáver, gritando al mismo tiempo:<br />
-Hija, despídete de tu madre... Se la yevan...<br />
Dale un beso, hija, que ya no la ves más<br />
sino en el sielo.<br />
Argos se abrazó al ataúd, exhalando un<br />
delirante chillido. Vi que juntaba mi cara a la de<br />
la muerta, y que jadeaba, con ese anhelo especial<br />
del llanto, en que parece sacudirse y retemblar<br />
el espinazo y el cuerpo todo; y en efecto,<br />
pasado aquel minuto desgarrador, apenas alzó<br />
el rostro la muchacha, observamos que corría<br />
de sus ojos abundante raudal de lágrimas, que<br />
deslizándose hilo a hilo por las mejillas, las<br />
refrescaba, las coloreaba, regaba su viva flor.<br />
Con la misma energía de antes, doña Milagros<br />
tomó a Argos casi en vilo, y la trasladó a mi
dormitorio; y obligándola a detenerse ante un<br />
Cristo antiguo de talla, resguardado por un<br />
doselillo de damasco rojo -una de las pocas<br />
reliquias que nos quedaban de nuestro esplendor<br />
solariego-, exclamó en voz persuasiva y<br />
pesando sobre los hombros de la muchacha<br />
para que se arrodillase:<br />
-¡Yora allí, hija de mi corasón!... ¡Ese lo<br />
consuela too; yora, yora!<br />
Díjome después el doctor Moragas que<br />
doña Milagros era el mismo demonio; que con<br />
la gracia pudo haber matado a mi hija, o trastornarle<br />
la razón; que había noventa y nueve<br />
probabilidades y media de que así sucediese,<br />
pero que casualmente la otra media fue la que<br />
se presentó, y a esa chiripa debíamos la salvación<br />
de Argos.<br />
La cual, desde la tremenda experiencia,<br />
quedó totalmente variada. El carácter hosco y<br />
huraño de su pena, la vaguedad de la mirada y
el espanto de la expresión, habían desaparecido,<br />
cediendo el paso a un abatimiento apacible,<br />
a una especie de mansa tristeza, que, de allí a<br />
poco tomó forma de religiosidad exaltadísima,<br />
como veremos. Diríase que no cabía en mi hija<br />
término medio, pues de la desesperación y el<br />
frenesí saltó a una conformidad glacial lo mismo<br />
que si la muerte de su madre y todas las<br />
demás cosas de la tierra la fuesen indiferentes,<br />
y sólo la importase la nueva dirección de su<br />
espíritu. De esta evolución de mi Argos y de<br />
sus consecuencias he de hablar más largamente;<br />
pero ahora debo pasar a otro asunto, a otro<br />
dolor filial muy vivo. Grande, increíble fue la<br />
metamorfosis de Argos con motivo de la muerte<br />
de su madre; pero ¿qué vale en comparación<br />
de la que sufrió el empecatado diablillo de Feíta?<br />
Es de advertir que ya no era tal diablillo:<br />
quizás el nacimiento de las gemelas; acaso la<br />
crisis de la pubertad, habían sosegado y aman-
sado su carácter, que más que bullicioso debe<br />
llamarse explosivo. He dicho que los deberes<br />
de ama seca los cumplía Feíta admirablemente:<br />
dormía al lado de Media o Remedios, que era<br />
su crío, y a la cual, con mucho biberón y exquisito<br />
cuidado, iba sacando a flote. A pesar de lo<br />
embelesada que andaba Fe en estos maternales<br />
deberes, que la volvían loca de orgullo y júbilo,<br />
al morir Ilduara comprendí que la niña se convertía<br />
en mujer, y que el duende inquieto se<br />
aplomaba definitivamente, dando indicios de<br />
una índole reflexiva y grave, que yo no hubiese<br />
sospechado nunca. Ella fue, en los primeros<br />
días que siguieron a la desgracia, mi verdadero<br />
paño de lágrimas, mi ángel consolador. Al encontrarme<br />
callado y abatido, sentado en la galería,<br />
con los ojos fijos en el mar, al verme comer<br />
silenciosamente y alzarme de la mesa suspirando,<br />
la niña salía detrás de mí, y acurrucándose<br />
a mi lado, fijaba en los míos sus ojos verdes,<br />
pestañudos y chiquitos, espiando mis movimientos,<br />
por si se me ocurría pedir alguna
cosa. A mi menor indicación, ya la tenía saltando:<br />
-Papiño, ¿qué quiere? Papaíño... ¿traigo el<br />
bastón y el gabán? ¿va a salir? Papaíño... ¿enciendo<br />
el quinqué, que ya anochece? ¿El periódico?<br />
¿Quiere ver a la gatita, papaíño? La voy a<br />
traer aquí... verá qué mona, cómo gorjea.<br />
Al disfrutar de estos cuidados y compañía<br />
me fijé en la muchacha y estudié con sorpresa<br />
su extraño carácter. Lo primero que en ella se<br />
notaba era una mezcla de mucho desenfado,<br />
travesura y marimachismo, con una ternura de<br />
corazón sorprendente. Además, podía afirmarse<br />
que Fe era precocísima, y hacía y decía cosas<br />
admirables en sus años. Estaba dotada de una<br />
segunda vista o instinto de adivinar lo que en<br />
realidad no podía saber, e iba derecha siempre<br />
al enigma y a la contradicción, para resolverlos<br />
con arreglo a una lógica irrebatible. Hay mil<br />
ideas y juicios hechos, que por la fuerza del<br />
hábito se nos antojan muy naturales a los gran-
des, pero que son verdaderos contrasentidos, y<br />
a una razón virgen y fresca como la de mi Feíta<br />
se aparecen en todo su ilogismo, excitando la<br />
insaciable curiosidad discutidora, origen quizá<br />
de la ciencia humana.<br />
¡Ah! Si Feíta hubiese nacido de un matrimonio<br />
ansioso de sucesión, de esos que tienen<br />
tiempo para contarle las risas y las gracias al<br />
primogénito, no hay duda que pasaría plaza de<br />
criatura asombrosa, de niña fenomenal. Pero<br />
donde hay muchos hijos, crecen inobservados.<br />
Siendo mi Feíta muy pequeña, tuvo unos asomos<br />
de raquitis, que combatimos con baños de<br />
algas marinas; y su notable desarrollo frontal,<br />
la agudeza de su discurso y la viveza de su<br />
comprensión fueron siempre tales, que Moragas,<br />
cada vez que venía a vernos, la llamaba<br />
«mona sabia», encargando mucho cuidado con<br />
la chiquilla, que era «un haz de nervios al servicio<br />
de unos lóbulos cerebrales». No se crea<br />
que por eso presentaba Feíta el tipo de la chi-
cuela meditabunda y triste, abrumada por su<br />
temprano desarrollo. Al contrario. Corregida ya<br />
la propensión a la raquitis, su cuerpo, aunque<br />
delgado, iba poniéndose derecho; sus ojos<br />
húmedos y sus labios de clavel rebosaban vida;<br />
su color era trigueño y sano, y sólo la excesiva<br />
delicadeza de sus faccioncitas y cierta pobreza<br />
de los tejidos revelaban la lucha entre la materia<br />
que se desarrolla y un meollo, o, por mejor<br />
decir, un espíritu que todo lo quiere para sí.<br />
Cuando se peleaba con sus hermanas,<br />
cuando todo lo ponía patas arriba, cuando nos<br />
daban ganas de atarla para que no nos volviese<br />
locos, Feíta era un bichejo, un tití enredador,<br />
cuya graciosa insensatez ya fatiga, ya divierte;<br />
pero al hablar conmigo a solas, quieta, seria,<br />
advertíase en ella inclinación a ponerse en lo<br />
justo, a observar lo real y a conocerlo todo y<br />
juzgarlo todo con un sentido exacto, original y<br />
radical, que bien podía admirar en mozuela tan<br />
tierna. Añádase una comprensión sorprendente
y una asombrosa memoria, por lo cual la encargué,<br />
además de la cría de Media, de repasar<br />
las lecciones a Froilancito, el único varón de mi<br />
estirpe, que cursaba el bachillerato y en quien<br />
fundábamos nuestras esperanzas. A poco de<br />
imponerla esta tarea de repasar, es decir, de<br />
tener el libro delante y ver si su hermano se<br />
sabía la lección, Fe mostró tendencia a preguntarlo<br />
todo: parecía el Catecismo. Cuando Moragas<br />
venía a casa, la primer persona que le salía<br />
al encuentro era la chiquilla.<br />
-Explíqueme, Moragas... ¿qué significa eso<br />
de angina gangrenosa? ¿Es lo mismo que garrotillo?<br />
Ayer lo he visto en un periódico... ¿<strong>Qué</strong> es<br />
eso de bacillus que dijo usted anteayer? ¿Es un<br />
bichito? Dibújeme en un papel ese bichito. ¿Será<br />
así... como las pulgas... o más pequeño? ¿Y<br />
cuándo me enseña usted un microscopio?<br />
Moragas solía contestar:
-¡Ea, ya está el diantre de la mona sabia esta<br />
empeñada en que le haga una mono-grafía!<br />
Te haré una micro-grafía, bien; pero condición:<br />
que te vienes a vivir conmigo y ya no te suelto<br />
hasta que aprendas medicina. ¡Se ha fastidiado<br />
el caballero Hipócrates! ¿Se ríe don Benicio?<br />
Pues no vale reír, porque el arrapiezo puede<br />
con eso y con mucho más. Ese cabezón admite<br />
todo lo que echen dentro. Mientras da biberón<br />
a su hermana, no crea usted que la descansa la<br />
mollera a la chiquilla.<br />
-Las mujeres -contestaba yo- mejor están<br />
dando biberón que discurriendo. No la haga<br />
usted caso, señor de Moragas. Usted la mima<br />
demasiado, y ella se cree alguien. Que le repase<br />
las lecciones a su hermanito... bueno: pero si<br />
veo se mete en honduras y echa terminachos y<br />
quiere saber lo que no la importa... la administraré<br />
una azotaina.<br />
-Déjela usted... -decía Moragas, atrayéndola<br />
a sí con benevolencia humorística-. Cuando
digo que la voy a dejar en herencia mi gabinete,<br />
mis libros y mis instrumentos...<br />
Claro está que lo que yo estimaba en Feíta<br />
no eran sus listezas ni sus curiosidades, reprobables<br />
en una muchacha, sino su cariñosa previsión<br />
mujeril. Las fuentes del sentimiento estaban<br />
tan intactas y brotaban tan copiosas en el<br />
alma de Feíta, que a pesar de la dramática pena<br />
de Argos, creo que la persona que más lloró la<br />
muerte de su madre fue la traviesa criatura. Ya<br />
dejo indicado que poseía una viveza tan extraordinaria,<br />
que parecía montada al aire, siéndola<br />
punto menos que imposible estarse quieta y lo<br />
que se llama formal dos minutos. Movida como<br />
por impulso febril, necesitaba dar vueltas entre<br />
los dedos a alguna cosa, enrollar flechitas de<br />
papel, imitar el birimbao con los dedos en el<br />
labio inferior, pegar saltos de carnero, pintar<br />
monos o barcos en el libro y en la pared, pegar<br />
cromos en los vidrios, sentarse en posturas raras,<br />
tocar a todo, abrir cuanto encontrase delan-
te, y, si algo la ponía nerviosa, arrancarse los<br />
botones y hasta los corchetes y cintas de la ropa.<br />
El síntoma en que noté que nuestra desgracia<br />
labraba en su corazoncito hondo surco, fue<br />
que se paró lo mismo que si a cada pie la<br />
hubiesen colgado una bala de diez libras de<br />
peso; que cesó de atar sillas en hilera para que<br />
formasen el tiro de la Ferrocarrilana, y de capear<br />
a sus hermanas con un pedazo de coco<br />
encarnado, y de ponerlas banderillas de papel:<br />
que por extraordinario, sus indómitos pelos<br />
aparecieron lisos, y sus faldas sujetas a la cintura,<br />
y sus trastos en orden. Cuando nos sentamos<br />
a la mesa para esa primera comida de familia<br />
tan triste, en que se mira, sin poder tragar<br />
bocado, hacia un sitio vacío, díjome de repente<br />
Fe:<br />
-Papá, ¿dónde estará mamá ahora?<br />
-En el cielo, hija mía -contesté, mientras las<br />
lágrimas me enturbiaban la vista y se me atravesaba<br />
el pan en el garguero.
-Y di, papá. Los que se matan a sí mismos,<br />
¿van al cielo también?<br />
-¿Por qué lo preguntas?<br />
-Porque... -la niña bajó la voz y acercó su<br />
silla-. Porque mamaíta, en mi opinión, se ha<br />
suicidado.<br />
-Calla, mocosa... ¡Suéltale a ese diablo una<br />
azote que la deje en carne viva!... -exclamó Tula<br />
levantándose airada. Pero yo impuse silencio, y<br />
Feíta siguió, revelando convencimiento profundo:<br />
-No lo dudes, papá. No es materialidad de<br />
que mamá se pegase un tiro. Pero se suicidó,<br />
¡verás cómo!, enfadándose, rabiando, desobedeciendo<br />
al señor de Moragas. Ahí tienes tú<br />
cómo se suicidó. Porque hay muchas maneras<br />
de hacer las cosas... ¿no te parece, papá?
No contesté, y la niña, adivinando que me<br />
entristecía aquello, se quedó también callada,<br />
bajando los ojos, de los cuales se desprendió<br />
límpida gota.<br />
Volviendo a los terribles instantes en que<br />
perdí a Ilduara, diré que arrostro las burlas de<br />
mi siglo, -que pone en solfa el amor entre cónyuges<br />
ya viejos, cuando la antorcha amorosa<br />
lanzó su destello último- y declaro que me quedé<br />
sumido en melancolía profunda. No calculaba<br />
yo mismo el lugar que ocupaba en mi existencia<br />
la compañera de tantos años. Ella regía<br />
casa y hacienda, y si bien las regía con poca<br />
suavidad, no por eso ha de negarse que su firmeza<br />
y su vigilancia eran sanas y útiles. Podríase<br />
comparar a mi Ilduara con un corsé emballenado<br />
y recio, que si oprime, sostiene. Pero<br />
aparte de este que no sé si llamé dolor egoísta,<br />
7
el dulce y natural imperio de la costumbre me<br />
hacía sufrir a cada instante al ver el sitio frontero<br />
de la mesa ocupado por Tula, y al hallarme<br />
de noche solo en un lecho que me parecía de<br />
nieve. Perderían el tiempo y el pecado los maliciosos:<br />
mis soledades de viudo eran espiritualísimas:<br />
ningún estímulo vil me acuciaba: procedía<br />
mi nostalgia de un sentimiento puro y elevado,<br />
compuesto de lo mejor de mí mismo,<br />
barajado con otros sentimientos prosaicos, de<br />
conveniencia, de rutina afectuosa si se quiere,<br />
pero hondamente arraigados, indestructibles.<br />
El encontrarme tan solo, tan alicaído, tan<br />
desquiciado moral y materialmente, me aproximó<br />
a doña Milagros. Libre de la preocupación<br />
de que el trato con la comandante pudiese ocasionar<br />
celosos desvaríos, me entregué sin escrúpulo<br />
al consuelo de oír y ver a una señora<br />
que tan especial afecto me demostraba, y más<br />
aún que a mí, a mis hijos, y particularmente a<br />
las gemelillas, de las cuales puede decirse que
no se apartaba casi. Mi amorosa lástima de los<br />
huerfanitos vestidos de luto que veía a mi alrededor,<br />
mis inquietudes por su porvenir; mi<br />
prurito de que fuesen dichosos, se convirtió en<br />
apasionada gratitud hacia doña Milagros, que<br />
obraba el prodigio de reanimar nuestra casa,<br />
siendo el único rayo de luz que entraba en mi<br />
hogar velado por tétricos crespones.<br />
En aquellos días de dolor, nostalgia y<br />
prueba, además de la pareja de ángeles que me<br />
dejó mi compañero como recuerdo vivo de sus<br />
últimos instantes, vino a aposentarse en mi casa<br />
otro ser impecable e inocente. Describiré su<br />
físico, con toda la prolijidad que merece belleza<br />
tan divina. Tenía esta lindísima criatura el cabello<br />
abundoso, rubio, de un matiz de oro cendrado,<br />
formando tirabuzones y caprichosas<br />
sortijillas alrededor de la frente, la cual era tersa,<br />
lisa y blanca como el alabastro más puro.<br />
Rodeaba sus ojos azules tan grandes que parecían<br />
mayores que la boca, una selva de curvas y
negrísimas pestañas. Miraba con serena dulzura,<br />
algo atónita. Su naricilla era perfecta, redondeada<br />
y con meseta en la punta como las de<br />
las esculturas clásicas; bajo la nariz, un hoyo<br />
suave anunciaba las carnosidades y curvaturas<br />
de la imperceptible boquita, rehenchida como<br />
dos mitades de guinda, roja lo mismo que coral;<br />
y entre ella brillaban los dientes blancos, menudos<br />
y tan parejos, que su igualdad causaba<br />
asombro. No era menos sorprendente la pureza<br />
del contorno de sus mejillas, ni el arrebol siempre<br />
igual, limpio y delicadamente difuminado<br />
que las coloreaba. También las orejitas, la garganta<br />
y los brazos se hacían notar por su forma,<br />
así como las manos, que generalmente tenía<br />
extendidas, en actitud cariñosa de acoger o implorar.<br />
Con ser tan acabada la hermosura de la niña,<br />
debo mayores elogios a su dulce genio, a su<br />
índole apacible y encantadora. Mientras mis<br />
gemelas alborotaban y echaban abajo la casa a
erridos, ya porque el ama no se desabrochaba<br />
pronto, ya porque no las paseaban o no las acunaban<br />
en el momento crítico en que las daba la<br />
gana, esta otra recién venida se pasaba horas y<br />
más horas en calma absoluta, en perfecto estado<br />
de reposo, siempre con sus ojazos azules<br />
abiertos de par en par y sus manos gordezuelas<br />
extendidas. Jamás se oyó decir de ella que<br />
hubiese reclamado destempladamente el necesario<br />
sustento, ni que cometiese ningún desafuero<br />
en pañales o camisa. Su limpieza y pulcritud<br />
rayaban en maravillosas, y a Pura y a Mizucha<br />
solíamos decirlas, cuando comían con los<br />
dedos o se pringaban de sopa los hocicos:<br />
-Mira la Nené, que no se baba y no es una<br />
puerca marrana como tú.<br />
Y cuando había que cambiarlas el vestido o<br />
quitarlas unos pantalones húmedos:<br />
-La Nené nunca hace chis en la ropa. Es<br />
una monada ver lo aseadísima que se conserva.
No rompe los vestidos ni los zapatos andando<br />
arrastra por la habitación.<br />
En electo, la Nené, pues con este nombre<br />
habíamos bautizado familiarmente a la huéspeda,<br />
guardaría intacto y fresquísimo su traje<br />
de raso rosa con encajes negros, si mis hijas,<br />
sobándola y abrazándola y desnudándola y<br />
vistiéndola otra vez, no la ajasen sus trapitos de<br />
cristianar. Por lo cual se determinó que convenía<br />
hacerla una bata de percal sencilla, para<br />
diario, que se encargaron de cortar mis hijas<br />
pequeñas, y salió como de tales manos, con<br />
cada candil que daba miedo. También se creyó<br />
que se la debía resguardar la ropita interior, y<br />
en lugar de la enagua y pantalones de deshilado<br />
muy tieso, con puntillas ordinarias, se la<br />
hizo una camisa de lienzo, y un refajo de franela,<br />
a causa del frío.<br />
Lo más meritorio de Nené, entre tantas<br />
buenas propiedades y ejemplares virtudes, era<br />
la sobriedad. Las tentativas de mis hijas de
hacer comer fruta, probar una cucharada de<br />
dulce o deglutir un sorbo de vino, resultaron<br />
completamente frustradas. No la engolosinaban<br />
ni los caramelos: se dejaba embadurnar los carrillitos;<br />
pero en cuanto a abrir la boca para<br />
chuparlos... ni por asomos. En cambio dormía<br />
como una marmota. Indistintamente echaba su<br />
siesta en el sofá, sobre una mesa, reclinada en<br />
una butaca, debajo o dentro de una cama, en las<br />
posturas más incómodas, cabeza abajo, patas<br />
arriba, desabrigada o sin abrigo. Para hacerla<br />
conciliar el sueño, y que sus párpados recubriesen<br />
sus ojos lentamente, bastaba con tirar de un<br />
alambrito que tenía entre los dos omoplatos.<br />
Sí... Nené era una muñeca, ya que ha llegado<br />
la hora de decirlo. Una muñeca artística,<br />
lujosa, parlante, de un coste elevadísimo, con<br />
cara, manos y pies de porcelana-bizcocho, con<br />
peluca de verdadero pelo, traída de París directamente<br />
al bazar más elegante y surtido de Marineda.<br />
Su precio había asustado a todo el mun-
do, menos a doña Milagros, que se paró embelesada<br />
ante el escaparate donde aquel hermosísimo<br />
simulacro de infancia se exhibía. Y con las<br />
manos juntas, la lengua seca por el ardor del<br />
deseo, los ojos encandilados, exclamó a gritos:<br />
-¡Ay Jesú, María y José! Si paese un chiquiyo<br />
e veras.<br />
Era de oír cómo contaba la buena señora<br />
sus reflexiones y cálculos en presencia de Nené,<br />
las vueltas que dio a la idea de adquirirla para<br />
tener luego el gustazo de figurar que era una<br />
niña que le había nacido, y a la cual sería preciso<br />
vestir, adornar y componer lo mismo que a<br />
una criatura verdadera. Pero treinta y siete duros<br />
que el ladrón del tendero pedía por la muñeca,<br />
son una suma capaz de asustar a la persona<br />
más hambrienta de sucesión. La comandanta<br />
batallaba entre sus ansias maternales y su<br />
prudencia económica. Como lo mismito le pasaba<br />
a toda la gente marinedina, ganosa de poseer<br />
aquel magnífico juguete y retraída por la
salsa, sucedió que el dueño del bazar, cansado<br />
de ver a la muñeca eternizarse en el escaparate,<br />
discurrió rifarla con cédulas de a real. ¡Gran<br />
negocio! todo Marineda compró papeletas de la<br />
rifa; doña Milagros adquirió ella sola por valor<br />
de dos duros, no sin consultar los números con<br />
un San Antonio que tenía a la cabecera, y que,<br />
según la señora, era muy perito en esto de acertar<br />
los que saldrían gananciosos en los sorteos<br />
de la lotería. Y en efecto, San Antonio acertó de<br />
medio a medio, pues la muñeca vino a parar a<br />
casa de la comandanta.<br />
No necesito pintar el regocijo de la agraciada.<br />
¡Y mis niños! Creí que se volverían locos.<br />
Las más pequeñas no cesaban de bajar al piso<br />
de la comandanta para ver qué le sucedía a la<br />
niñita nueva. De tal modo se cebaron en admirarla,<br />
manosearla y acariciarla; y tal idolatría les<br />
entró por ella, y con tal ansia se desvivían por<br />
acompañarla a todas horas, que la generosa<br />
doña Milagros, en uno de sus arranques, nos
envió a Nené, regalándosela en propiedad a<br />
mis hijos, a condición de que la cuidasen mucho<br />
y la gozasen por turno, sin peleas.<br />
Aquella atención me conmovió. Entre mis<br />
defectos y malas propiedades para vivir en la<br />
sociedad actual, tuve yo la de un agradecimiento<br />
casi enfermizo. Cualquier favor que se me<br />
hiciese lo estimaba de suerte que en vez de causarme<br />
satisfacción me producía una especie de<br />
dolor; con tal urgencia anhelaba pagar, cumplir,<br />
restituir el préstamo. Procediendo de doña<br />
Milagros, me enternecía más cualquier rasgo de<br />
bondad. ¡Espontáneo y gracioso obsequio!<br />
¡Ay! Bien necesitaba consuelos mi espíritu;<br />
bien necesitaba algún halago; bien necesitaba la<br />
solicitud de Feíta y el fundente corazón de la<br />
comandanta, para olvidar nuevas angustias que<br />
comenzaban a asediarme, y de las cuales quiero<br />
decir algo, porque si son del orden inferior y<br />
humilde, en mi existencia pesaron de tal modo,
que las sentí atirantar mi cuello como lo atirantaría<br />
una piedra de molino.<br />
Es el caso que aquel año, en que tan bien se<br />
presentó la cosecha de niñas de carne y hueso y<br />
de niñas de porcelana-bizcocho, anduvo rematadamente<br />
mal la del centeno en la montaña, y<br />
no mucho mejor la del trigo en la llanura; y el<br />
gobierno, que sin duda tuvo soplo, recargó un<br />
poquito más la contribución territorial, ejemplo<br />
que siguió el municipio en la de consumos; y en<br />
el reparto, que se hizo con arreglo a las órdenes<br />
del cacique comarcano, me echaron a mí, pobre<br />
hombre sin mangoneo ni influencia, todo el<br />
peso de la cuota. Para mayor dolor, cuando la<br />
simiente de la cosecha nueva empezaba a germinar,<br />
descargó un airado pedrisco, y la mayoría<br />
de los caseros vino a pedirme prórroga, llorando<br />
a moco y baba, diciendo que de fijo yo no<br />
me proponía acabar con ellos ni echarlos a pedir<br />
limosna por las carreteras. Uno de ellos,<br />
anciano ya, me conmovió profundamente.
Llamábase el tío Farruco de Cornide, y era<br />
de mis mejores y más antiguos arrendatarios<br />
montañeses. Casero de mi padre había sido el<br />
suyo, y de padres a hijos se sucedían en el lugar.<br />
Cuando el tío Farruco acudía a pagar su<br />
renta, reuníanse mis niños en la antesala para<br />
verle, pues venía muy majo y bien portado, con<br />
su ropa de las fiestas: chaqueta y calzones de<br />
rizo azul, botonería de filigrana de plata, camisa<br />
blanquísima de lienzo del país, pañuelo de<br />
seda carmesí atado bajo la montera de terciopelo,<br />
y rebasando del pañuelo los mechones de<br />
plata de sus canas.<br />
Acompañábale siempre alguno de sus<br />
hijos o yernos, portadores de ancha cesta donde<br />
se amontonaban, cubiertos por níveo aunque<br />
grueso trapo, el pago en especie y los rústicos<br />
obsequios de aquellas gentes sencillas. La renta<br />
en especie consistía en tres pares de lucios y<br />
amarillentos capones, con las enjundias clavadas<br />
por medio de una pluma a las rollizas zan-
cas, y en varias orzas de manteca; los regalos,<br />
en huevos, quesos de tetilla, una olla de miel,<br />
dos o tres tortas con pedacitos de azúcar sembrados<br />
por cima. Estas provisiones hacían que<br />
la llegada del tío Farruco, que ocurría generalmente<br />
hacia Navidades, fuese una especie de<br />
solemnidad para la familia, prestando a nuestra<br />
mesa, por espacio de algunos días, sana abundancia.<br />
Esta vez, acontecida la muerte de mi<br />
esposa, nos afligió a todos la venida del arrendatario.<br />
Al darme el pésame con labriegas razones,<br />
al pobre viejo se le llenaron los ojos de<br />
agua, acordándose de mi propia viudez y de su<br />
difunta, «una loba para el trabajo, señor». Y<br />
cuando decía esto vi en su cara atezada, de firmes<br />
líneas, como bronceada por el sol y el aire,<br />
una expresión de dolor verdadero. Después, sin<br />
transición, pasó a las cuestiones prácticas, y en<br />
solapadas frases me dio a entender que era preciso<br />
tener influencia y mezclarse en elecciones,<br />
como hacía mi cuñado Garroso, pues si no las<br />
contribuciones se lo comían a uno.
-En otro tiempo, señor -dijo el viejo en su<br />
dialecto, sacudiendo la cabeza melancólicamente-<br />
bastábale a un hombre ser honrado y trabajar<br />
para comer pan; los holgazanes y perdularios<br />
eran quienes se morían de hambre; los que<br />
echábamos mano al azadón y al arado teníamos<br />
el pote seguro. Hoy día ya no sucede así. De<br />
poco sirve que uno se mate a trabajar y se reviente<br />
labrando la tierra. No trabajamos para<br />
nosotros, señor mi amo, créame, que es como el<br />
Evangelio: trabajaremos para los pillastres de<br />
los recaudadores y para el maldito chupón Gobierno,<br />
con perdón de usted, que los envía a<br />
sacarnos el jugo. Los que se meten en tracamundanas<br />
políticas, esos aún van saliendo<br />
avante...; pero los moros de paz, que callamos y<br />
apretamos los puños, pagamos por todos, y<br />
estamos ya que no sabemos si vale más vivir o<br />
morir de vez.
Y el viejo, después de sonarse con un gran<br />
pañuelo de hierbas, volviéndose hacia la pared<br />
por cortesía, añadió:<br />
-Señor mi amo, ya sabe si el tío Farruco de<br />
Cornide, en toda la vida que lleva de ser su<br />
casero, le ha pedido nunca espera ni rebaja.<br />
Pues señor, hoy se la tengo que pedir, y si me la<br />
niega, se acabó el tío Farruco y la casa del tío<br />
Farruco. Siquiera hasta allá por julio o agosto<br />
no <strong>puedo</strong> pagar, señor, a no ser que lo vaya a<br />
pedir prestado y me envuelva en réditos, que<br />
aún es mejor para mi hombre echarse al río con<br />
una piedra al pescuezo, bien gorda. Si así vamos,<br />
señor amo, y las contribuciones no amainan,<br />
y si ahora no me da un poco de espera, yo,<br />
que, lavado sea Dios, nunca me avergoncé delante<br />
de nadie, porque, bendito Asús, he sabido<br />
trabajar, andaré a pedir limosna.<br />
-Andaremos todos, tío Farruco -respondí<br />
haciendo grandes esfuerzos por ocultar mi angustia-.<br />
Vaya tranquilo... y en julio, si puede...
-En julio, señor mi amo, pierda cuidado...<br />
¡Mas que no comiese pan todo el invierno!<br />
Había traído el viejo, a falta de las moneditas,<br />
su acostumbrado cestón, y lo destapó<br />
humildemente, significando que hacía cuanto<br />
estaba en su mano, daba la penuria de los tiempos.<br />
Vi asomar las patas amarillas de los capones,<br />
que se me figuraron bastante menos orondos<br />
que de costumbre; diríase que la brujería<br />
del fisco chupaba la enjundia de aquellas suculentas<br />
aves, como si ellas fuesen a modo de<br />
esquema o representación del contribuyente.<br />
Hasta los huevos me parecieron desmedrados,<br />
la manteca rancia, los quesos chicos y duros, sin<br />
aquella suave morbidez de otras veces, que,<br />
unida a su forma ubérrima, los convertía en<br />
adecuada imagen de la agricultura fecunda,<br />
maternal, nutriz de las naciones.<br />
¡Bien sabe Él que todo lo sabe la falta que<br />
me hacía el dinerete que solía traer el viejo, y el<br />
que por fuerza hube de perdonar, atendida la
miseria de la añada, a otros caseros más necesitados<br />
aún! Entre el parto, el bautizo, la enfermedad<br />
y entierro de Ilduara, las incumbencias<br />
de la testamentaría y otros mil agujerillos más,<br />
me vi con el agua al cuello antes de que llegase<br />
la primavera. Y la conciencia me obliga a que<br />
declare dos cosas, para honra y buen crédito de<br />
dos personas: primera, que mi nunca bastante<br />
llorada Ilduara dejó una reservita, una pequeña<br />
alcancía, caso portentoso, pues no sé cómo pudo<br />
ahorrar un céntimo con las infinitas y apremiantes<br />
atenciones que por todas partes nos<br />
rodeaban; segunda, que Moragas, cuando le<br />
supliqué que fijase sus honorarios de comadrón<br />
y médico, me miró con una expresión que no<br />
olvidaré nunca, y contestó en tono guasón, pero<br />
dejando transparentar una piedad inmensa:<br />
-¿Que qué me debe usted? El médico es<br />
quien debía pagarle a usted algo, porque le<br />
engañó, y en vez de una boquita para mamar,<br />
le trajo dos... Pero en fin, si se empeña usted en
mandarme cuartos, mándeme los que guste, en<br />
la inteligencia de que cuantos menos sean, más<br />
contento he de quedar.<br />
Inverosímil parecerá este desprendimiento:<br />
los médicos pasan plaza de ávidos y codiciosos,<br />
y se refieren cosas espantables sobre sus<br />
cuentas. Yo creo que en esta profesión hay de<br />
todo, y si la pasta archibuena de Moragas no<br />
abunda, tampoco serán regla general esas atrocidades<br />
de un galeno que pide por un parto<br />
miles y miles, y de otro que tasa a peso de oro<br />
la operación que sólo él sabe ejecutar con maestría.<br />
Volviendo a mis apuros, diré que, a pesar<br />
de las economías de Ilduara y del noble desasimiento<br />
de Moragas, me hallé tan ahogado al<br />
acercarse la primavera, que acepté con júbilo la<br />
proposición que me hizo bajo cuerda mi cuñado<br />
Garroso, de comprarme ciertas pensiones<br />
que le redondeaban un partidillo de renta a él.<br />
Mi difunta esposa siempre se había opuesto a
esta venta, más bien por la tirria que profesaba<br />
al cuñado, que por apego a las pensiones. No<br />
en cambio me avine sin gran dificultad a deshacerme<br />
de ellas: al fin una pensión no es tierra,<br />
no son bienes. He sido educado en el culto de la<br />
tierra, la tierra la consideré sagrada. Parecíame<br />
que debía dejarme cortar una mano antes que<br />
vender un pedazo de tierra: así entendía mis<br />
deberes de propietario obligado a guardar y<br />
transmitir a mis hijos la herencia de mis antepasados,<br />
chica o grande. ¡Quién me dijera que<br />
con estos principios...! En fin, ello es que entonces<br />
enajené las pensiones y pude respirar y cubrir<br />
necesidades urgentes.<br />
Por aquellos días Baltasar Sobrado, dueño<br />
de la casa donde habitábamos, me pasó aviso<br />
de que le era imposible seguir dejándome el<br />
piso en el precio convenido, y subiéndome un<br />
duro al mes. No son un caudal doce duros al<br />
año; pero para una familia tan numerosa y un<br />
presupuesto tan exiguo, no hay gasto pequeño,
y con doce duros se calza a seis criaturas. Llamé<br />
a capítulos a mis dos hijas mayores, y las consulté<br />
si convendría tomar una casa más barata,<br />
aunque careciese de vista al mar y se encontrase<br />
situada en punto no tan céntrico; pero convinimos<br />
en que una mudanza cuesta bastante<br />
más de doce duros, y que se debía aguantar<br />
aquella existencia intempestiva y vejatoria. Con<br />
secreta alegría permanecí bajo el mismo techo<br />
que cobijaba a doña Milagros.<br />
En vida de Ilduara no me incumbían estos<br />
detalles; me enteraba de ellos de noche, a obscuras,<br />
en la intimidad del tálamo (pues de día<br />
nunca se está solo en casa de familia tan numerosa).<br />
Allí, marido y mujer nos hacíamos confianzas<br />
sobre el estado económico y las crisis<br />
pecuniarias (que eran el pan nuestro de cada<br />
día), y nos comunicábamos nuestras inquietudes<br />
respecto a probables subidas del aceite,<br />
falta de peso en la carne o sisas de la fámula...<br />
No <strong>puedo</strong> explicarme la razón por que me era
imposible hablar de todo esto con mis hijas.<br />
Parecíame que la paternidad me imponía el<br />
deber de no afligirlas con cuestiones de dinero,<br />
y de darlas, como el ave a su pollada, la pitanza<br />
y el nido sin que tuviesen una hora de preocupación<br />
por tales miserias. Al absolutismo de<br />
Ilduara había sustituido una oligarquía que<br />
dificultaba mucho el gobierno. Todas mis hijas<br />
querían mandar; ninguna se sujetaba a la autoridad<br />
de Tula, y si ella disponía una cosa, era lo<br />
suficiente para que no se ejecutase o se hiciese<br />
enteramente al revés. Tula por su acritud y su<br />
falta de prestigio; Clara por su prudencia y poca<br />
afición a luchar; Argos por lo que la abstraía<br />
la devoción; Rosa por su frivolidad; Constanza<br />
por su insignificancia, no se prestaban a regir<br />
aquel estado diminuto; y las únicas personas a<br />
quienes yo enteraba de la marcha de los asuntos<br />
domésticos, fueron -ya lo supondrá, lectordoña<br />
Milagros y Feíta. A la comandanta la<br />
hablaba de las grandes líneas de mi situación,<br />
del miedo al porvenir, de la inquietud de ver-
me viejo, morirme el día menos pensado, y dejar<br />
a once mujeres -algunas de ellas niñas- sin<br />
amparo, casi sin recursos, sin elementos para<br />
sostener su posición social. Con Feíta solía conferenciar<br />
sobre menudencias terribles, la cuenta<br />
apremiante, el mueble desvencijado o la prenda<br />
de ropa que necesitaba sustitución.<br />
Recuerdo que una tarde lluviosa, encontrándonos<br />
sentados alrededor de la tibia camilla<br />
-mientras Feíta daba vueltas a un serón de<br />
paja del verano y lo forraba con un retal de merino<br />
negro, para sacar un sombrero de invierno<br />
de riguroso luto, y doña Milagros arrullaba y<br />
entretenía a Media, agitando un sonajero para<br />
divertirla y meciéndola después para que conciliase<br />
el sueño- a propósito del sombrero<br />
aprovechado se suscitó la conversación de lo<br />
caras que cuestan las mujeres, de lo imponente<br />
de la partida de trapos y moños, por modesta y<br />
sencillamente que se vista.
-Es lo que yo le digo a papá -exclamó Feíta<br />
con viveza y energía suma, escupiendo el cabo<br />
de hilo que la estorbaba entre los labios-. No<br />
hay mayor desgracia que reunirse tantas Marías<br />
como aquí nos hemos reunido. Si en vez de<br />
mujeres fuésemos hombres, saldríamos adelante,<br />
¡vaya si saldríamos! Pero esto es un gallinero.<br />
No entiendo qué será de nosotras, porque<br />
realmente no servimos más que de estorbo.<br />
-Hija... estorbo precisamente, no -observó<br />
doña Milagros dando palmaditas en las nalgas<br />
a Media, arbitrio muy eficaz para que los rorros<br />
concilien el sueño-. Si os quedáis para vestir<br />
santos, no digo... pero... encontrando maríos<br />
buenos, como el mío o como tu padre...<br />
-Sí señora... Esos maridos buenos se encargan<br />
a París y vienen del Printemps ya preparaditos<br />
y atados con cintas de color -exclamó la<br />
chicuela-. ¡Anda! ¡Bonitos están los tiempos<br />
para maridos!
-¿<strong>Qué</strong> sabes tú, pispajo?<br />
-¡Vaya si sé! ¿Soy alguna tonta? No parece<br />
sino que aquí llueven maridos. ¡Eso quisieran<br />
mis hermanas!<br />
-¡Calla, trasto! Si te oyen...<br />
-¡<strong>Qué</strong> han de oír! Tula, por no perder la<br />
costumbre, está regañando a la cocinera; Clara<br />
durmiendo la siesta, ¡porque es más comodona!<br />
se ha propuesto ver lo que dura una chica bien<br />
cuidada... Rosa... colgada de la ventana, a ver<br />
no se qué, los charcos, porque diluvia; y Argos...<br />
en la plática del Padre Incienso. Constanza...<br />
papando moscas, por variar... y las otras...<br />
Las otras no entienden aún.<br />
Reímonos, y la chiquilla, engreída, prosiguió:<br />
-Ya ven: Tula me parece a mí que está madurita;<br />
además, por casarse, se casaría con el
perro de San Roque... Pues el perrito no parece...<br />
Clara ya no cumple los veintiséis... Pues<br />
tampoco pasa un alma por la calle. Rosa es bien<br />
guapa... La miran muchos... la dicen tonterías...<br />
pero todo jarabe de pico. Argos... ¡A esa, no<br />
siendo que la hagan el amor los monaguillos...!<br />
-Hija mía -dije interviniendo con tono de<br />
severidad que exhorta-, una señorita, si no encuentra<br />
marido, no tiene por qué apurarse; como<br />
que probablemente se ahorra mil penas y<br />
sinsabores... En su casa está muy bien. Tú no<br />
entiendes de eso.<br />
-Entiendo -afirmó con aplomo-. En su casa,<br />
la señorita se aburre. En su casa se pone hecha<br />
un alacrán, papaíño. Si Tula rabia tanto por<br />
cualquier cosa, es que está pirrada por casarse.<br />
Que aparezca el novio, y verás una paloma.<br />
¡Pues Rosa! ¡Pues Argos!<br />
-¿Argos dise? ¡Hijita del arma! -intervino<br />
doña Milagros, que ya había dormido en su
egazo a la nena-. ¡Anda! Si parece que está tu<br />
hermana elevá al quinto sielo! ¡Si es una santiya!<br />
¡Si eya confesar, eya comulgar, eya resar to<br />
el día y toa la noche, eya metía en aquel saco de<br />
estameña de hábito del Carmen! ¡Si edifica,<br />
mujé, edifica!<br />
-Bueno, bueno, pues es... es porque... precisamente...<br />
quiero decir... En fin, que por lo<br />
mismo... y aunque a ustedes les parezca así...<br />
una cosa rara, de tantísimo comerse los santos...<br />
La chiquilla se confundía y embrollaba, no<br />
sabiendo cómo expresar la idea. Al fin, retorciendo<br />
un alambre, añadió:<br />
-Tula, y Rosa, y Argos, y todas, pero todas,<br />
lo que esperan y lo que piden es casaca, papá...<br />
¿No podrías tú hacer algo para que encuentren<br />
marido? Y usted, doña Milagros, que es tan<br />
amiga nuestra, ¿no podría ayudarnos? Allá en<br />
su tierra de usted probablemente los maridos
abundarán más que aquí... usted, ¿cómo hizo<br />
para casarse?<br />
-¡Miren el cascabeliyo este, y qué cosas<br />
pregunta! -exclamaba doña Milagros perdida<br />
de risa, tocándome familiarmente en un hombro<br />
y empujándome: confianza que me supo<br />
tan bien, que me alentó a abrir el corazón.<br />
-¡Ay, amiga mía! Este cascabel no va muy<br />
descaminado. Hay algo de razón en los desatinos<br />
que hilvana... Mentiría si dijese que no cavilo<br />
en lo del establecimiento de las niñas...<br />
¡<strong>Qué</strong> harán cuando yo falte! ¡<strong>Qué</strong> va a ser de<br />
ellas, con pocos intereses, sin guía ni dirección,<br />
sin nadie que las quiera y las aconseje, porque<br />
mi hermana nos odia y su marido nos vería<br />
gustoso ir descalzos! ¡<strong>Qué</strong> destino espera a estas<br />
chiquitas, las que Dios me envía tan tarde,<br />
cuando ya no <strong>puedo</strong> esperar fundadamente<br />
que las veré con uso de razón!
Al oírme decir esto, la comandanta fijó en<br />
mí los flecheros ojos, se puso seria, y vi que<br />
sustituía a la risa un enternecimiento evidente y<br />
el gesto del que va a decir algo que hace tiempo<br />
le hormiguea en el corazón. Cogiome la mano;<br />
me la apretó tiernamente, y mientras yo, trémulo,<br />
no me atrevía ni a devolver el amistoso halago,<br />
murmuró en el tono con que una santa se<br />
ofrecería a rezar por un devoto:<br />
-Misté, don Benisio... no apurarse... Dios<br />
aprieta... pero no ahorca. Usté es mu bueno... y<br />
yo le tengo... vamo... una ley, ¡que aunque fuéramos<br />
hermanos de padre y madre! Pues usté...<br />
siempre y cuando quiera dejar amparás a las<br />
pequeñiyas... a estas... a este par de pendientes<br />
de perla engarsaos en oro... me las da, y me<br />
hase usté felis... ¡tan felis como si me regalase<br />
un miyón! Yo no he tené chicos... allá yo me<br />
entiendo: no los he tené... y si la Virgen me encomendase<br />
estas presiosidaes... loca, vamo, loca<br />
me pongo de enserrar... Usté me da las rosiyas
de pitiminí; yo las hago de mamá; parentela no<br />
hay que gruña por herensias; una tía tengo ricachona,<br />
y lo suyo pa mí es... y lo mío pa las<br />
reinas mellisas, y a usté le quean toavía nueve...<br />
¡nueve chavalas!... que me parese bastante. ¡Se<br />
contesta... hombre... se contesta! ¡No digo nada<br />
que ofenda! Y lo digo como si hablase a Dios.<br />
El calorcillo de la mano; el magnetismo de<br />
los ojos; lo afectuoso de los conceptos; la generosidad<br />
de la proposición, todo me conmovió<br />
de suerte que tuve harto quehacer en reprimir<br />
las lágrimas. Tartamudeando, articulé unas<br />
gracias confusas. Doña Milagros me apretó la<br />
mano más fuerte, metiéndome en la piel sus<br />
torneados dedos, como si sellase un pacto.<br />
-¡Es que no va de guasa... hablo formal...<br />
formal!... No pueo yo vivir sin las gatiyas... Si<br />
me trasláan o se va usté... no quiero pensá la<br />
que me espera. Cojo yo cariño a too; a un gato,<br />
a una escoba... pero a estas... no es cariño, que<br />
es chiflaúra... ¡Es un delirio, una enfermedá!
Oyose en esto la voz de Tula, que llamaba<br />
a gritos a Feíta para reclamar no sé qué objeto<br />
que no parecía por ninguna parte. Y al quedarnos<br />
enteramente solos, la comandanta, llegándose<br />
a mi oído y hallando tan de cerca que sentí<br />
en mis mejillas el divino calor de su aliento,<br />
balbució:<br />
-Si a veses se me mete en el arma que no<br />
las parió su mujer de usté, Dio la haya perdonao.<br />
¡<strong>Qué</strong> iba a parirlas eya! ¡A fe de Milagro,<br />
que me han salío a mí de la entraña!<br />
Prestábame doña Milagros diariamente el<br />
gran servicio de acompañar a mis hijas a que<br />
tornasen el aire por sitios retirados, -paseos<br />
largos, como se dice en Marineda-, a la estación,<br />
a las afueras, a todos los lugares no vedados<br />
por el rigor del luto. Conviene advertir que<br />
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las muchachas llevaban el de su madre con<br />
exagerada puntualidad. Salían hechas unas<br />
tapadas de la época de Felipe IV, con vestidos<br />
de lana escurridos y sin adornos, y larguísimos<br />
mantos de beatilla con tupido velo de crespón,<br />
que, por delante, les llegaba casi hasta los pies,<br />
dejando entrever en confuso esbozo las facciones.<br />
Verdad que bajo aquella apretada celosía<br />
se adivinaban rostros espolvoreados de arroz,<br />
cabelleras bien peinadas y artísticamente rizadas,<br />
moños de construcción arquitectónica,<br />
formas turgentes delineadas por la estrecha<br />
cárcel del faldellín, piececitos calzados con esmero<br />
y manos cuidadosamente enguantadas.<br />
Diré más: tanto recato y tenebroso misterio realzaban<br />
mucho los atractivos juveniles, y parecían<br />
las enlutadas un enjambre de negras mariposas.<br />
La identidad del vestido y del tocado<br />
multiplicaba el efecto de la hermosura, bien<br />
como en los escaparates fascina más un objeto<br />
repetido o presentado en gran cantidad. Empezó<br />
entonces a correr por Marineda la fama de
que eran muy bellas mis hijas: lo cual si pudo<br />
afirmarse de Rosa y Argos, no tanto de Clara, y<br />
Constanza mucho menos; mas ya se sabe que<br />
donde hay varias hermanas, una nota dominante<br />
de belleza o fealdad se aplica en general a<br />
todas.<br />
Comenzaban a estar de moda las de Neira;<br />
a disfrutar de ese favor del público que en provincia<br />
dura tan corto tiempo, pasando en seguida<br />
la gente a cansarse de las muchachas<br />
lindas, como se cansan de las actrices y de las<br />
celebridades. Lo cierto es que, desde el luto, se<br />
hicieron populares mis niñas, y muchos de esos<br />
oficiosos que nunca faltan, me llamaron la atención<br />
cerca de si convenía al buen nombre y crédito<br />
de tan guapas chiquillas dejarlas autorizar<br />
por doña Milagros. Mauro Pareja, alias el Abad,<br />
me dijo con aparente candor en la Sociedad de<br />
Amigos:<br />
-Ya veo a sus preciosas hijas. Las encuentro<br />
por ahí... por los andurriales. Siempre con la
comandanta de Otumba, ¿eh? ¿Es parienta de<br />
ustedes la comandanta de Otumba? A quien<br />
echo de menos es a Argos... Esa se quedará en<br />
San Agustín, admirando al Padre Incienso, que<br />
es el predicador y el confesor de la crema. El<br />
otro día oí decir que Díaz del Alimón le comparó<br />
al Padre Ravignan y luego al Padre Jacinto...<br />
Sospecho que Díaz del Alimón no ha leído ni al<br />
uno ni al otro.<br />
No era yo tan lerdo que no entendiese la<br />
ironía de la preguntita acerca del parentesco de<br />
doña Milagros. ¡Parentesco! ¡Oh mundo que te<br />
pagas de formalidades externas y del mecanismo<br />
del azar! ¡Mis parientes! Una hermana que<br />
me había despojado, un hermano político que<br />
afilaba las uñas para no perder hilacha de lo<br />
que yo soltase... Nuestros parientes son los que<br />
nos aman, los que nos auxilian, los que nos dan<br />
calor de afecto... Y con ira reconcentrada respondí<br />
al Abad:
-Sí señor: soy próximo pariente de doña<br />
Milagros.<br />
Ya no podía sufrir la guerra de mordaces<br />
reticencias y mordaces calumnias, la cobarde<br />
cruzada contra la señora de Llanes. Nadie acababa<br />
nunca de decir en qué consistían las maldades<br />
de esta. Yo que la veía a todas horas, yo<br />
que era su amigo, me creí en el deber de sacar<br />
la cara por ella, y ir cara insinuación más procaz<br />
que otras, respondí proclamando a la comandanta<br />
de Otumba la mejor señora del<br />
mundo.<br />
Mi arranque caballeresco dio que reír. Y<br />
cuando me vieron atufado, furioso, recogieron<br />
velas de un modo significativo. Saqué en limpio<br />
sus medias palabritas que me creían loco de<br />
amor por doña Milagros. La hipótesis no me<br />
ofendía, pero me desatinaba, porque podía<br />
manchar aquella honra limpia como un espejo,<br />
pese a canallas malsines.
Confieso que, después de la gresca, pasé<br />
dos o tres días muy malos. ¡Yo, casto y limpio;<br />
yo, enemigo de infringir la ley, acusado de tan<br />
ilícitos tratos, de tan impuros propósitos! Estudiaba<br />
con anhelo la cara del comandante Llanes,<br />
a ver si revelaba enojo; moraba ansiosamente<br />
a doña Milagros, por si fruncía el ceñito<br />
o se le nublaban las pupilas; observaba a mis<br />
hijas, por si maliciaban algo. Nada alarmante<br />
noté. Las chiquillas conservaban su misma actitud<br />
de siempre respecto a la comandanta: Tula,<br />
hostil, bufadora como gato montés; las demás,<br />
cariñosas; algunas, apasionadas, porque al fin<br />
la comandanta las complacía y halagaba como<br />
jamás lo hiciera su madre. Comencé a tranquilizarme,<br />
diciéndome a mí mismo:<br />
-Ven acá, infeliz. ¿Piensas tú enfrenar las<br />
lenguas? Más fácil te sería atar las hojas de los<br />
árboles. ¿Cómo has de evitar que digan todo<br />
género de absurdos? Y es que ni siquiera los<br />
dicen, tonto. ¿No lo ves? Cuando quieres preci-
sar, poner el dedo en la llaga, nadie da cuerpo y<br />
nombre a la calumnia: ¡frases vagas, indicaciones<br />
traidoras, reticencias embozadas, que no<br />
resisten el enérgico empuje de tu honrada conciencia!<br />
Eres run-run insidioso, en cuanto se le<br />
acosa de cerca, se desvanece. Es cobarde porque<br />
es infame. Combatirlo es pretender atravesar<br />
con una espada un fantasma de niebla: la<br />
espada pasa al través, y el fantasma como si tal<br />
cosa. No; no incurras en la niñería de lidiar con<br />
nubes. Desprecia esas calumnias, ellas caerán<br />
de suyo. Si te alborotas, sólo conseguirás arrojar<br />
una mancha verdadera sobre la reputación de<br />
la angelical señora. La murmuración no encontraba<br />
asidero: lo buscará en ti, y entonces sí que<br />
se cebarán en ella sin miramiento alguno. Lo<br />
que hoy no pasa de broma, tomará carácter<br />
serio, y la desgraciada caerá bajo el peso de una<br />
grave acusación, que llegando tal vez a oídos<br />
de su marido, estorbará y quebrantará para<br />
siempre vuestra amistad. ¡Lenguas viperinas!<br />
¡Sociedad inicua, mundo malo, malo, malo!
¡<strong>Qué</strong> felices son los que no tienen que habérselas<br />
contigo! ¡<strong>Qué</strong> dichosos eran los frailes, y al<br />
mismo tiempo qué sabios! ¡Venturoso estado el<br />
suyo! ¡Por qué se habrá acabado la costumbre<br />
de retirarse a los conventos!<br />
El resultado de todo fue que sentí hacia la<br />
comandanta un delicado respeto unido a inexplicable<br />
ternura. Sus palabras me embelesaban;<br />
su gracia y monería en hablar me tenían cautivo,<br />
y me hubiese pasado veinte años oyéndola<br />
el ceceo y los dichitos salados y graciosos. Cualquier<br />
tontería contada por ella adquiría el mérito<br />
de la sandunga. Escuchándola llegué a creer<br />
que cuanto le sucediese a aquella mujer merecía<br />
la pena de referirse, y que a cada paso le ocurrían<br />
cosas chuscas, reideras y donosas, que no<br />
nos pasaban a los demás. Como todas las personas<br />
de individualidad muy acentuada y típica,<br />
doña Milagros parecía crear vida alrededor<br />
de sí; diríase que la trama de la existencia diaria,<br />
tan pálida, vulgar y monótona, para ella
estaba entretejida de hilos de color y de pajuelitas<br />
de oro. En mi casa hacía sol cuando entraba<br />
doña Milagros.<br />
Estaba entonces la señora en temporada<br />
humorística, pues todos los días tenía algo que<br />
contar del asistente, a quien por sus torpezas<br />
apodaba Gedeón. Las gracias de Gedeón eran<br />
inagotable tema de risa. Subía doña Milagros<br />
agitada y abanicándose con un periódico; dejábase<br />
caer en el primer asiento que encontraba a<br />
mano, y emprendía el relato de las gedeonadas.<br />
Gedeón había servido en el mismo asafate el<br />
chocolate de ella y las botas embetunás de su<br />
marido; Gedeón había cepillado un traje de<br />
lana a pintitas, y persuadido de que cada pinta<br />
era una mancha, medio había deshecho la tela;<br />
Gedeón había colgado el cuadrito de San Antonio<br />
cabeza bajo; Gedeón, con las abrazaderas de<br />
las cortinas de la sala, había adornado la mesa.<br />
«Hoy ese mardito me hiso pedasos la compostera<br />
buena, sin más que cogerla así, entre el
purgar y el dedo índise... Yo le dije: ¡Mira, Gedeón,<br />
borrico de mi arma, que te aviso que pa<br />
otra ves que derrames el dulse por el piso, te<br />
hago lamer el suelo con la boca... hasta que no<br />
quee rastro...! ¡Ay Jesú, don Benisio! Los asistentes<br />
aquí son muy rudos. No se puede con<br />
eyos». De pronto la veíamos echar a correr sobresaltada:<br />
«¿<strong>Qué</strong> pasa?». «Na; dime que hay<br />
que colar un caldo, y tengo miedo de ese Gedeón<br />
me lo cuele por un calsetín». Las chapucerías<br />
de Gedeón se habían hecho proverbiales. El<br />
pobrecillo era un quinto montañés, a quien el<br />
comandante había escogido para asistente mediante<br />
no sé que recomendaciones que no podía<br />
desairar; pero tan cansada estaba doña Milagros<br />
de sus fechorías, que había intimado al<br />
señor de Llanes la orden de desenterrar un mozo<br />
listo, limpio y útil, «una cosa desente».<br />
Aquella temporada noté pocas ganas de<br />
salir, y cierta repugnancia a la Sociedad de<br />
Amigos y hasta al tresillo. ¿Sería que estaba casi
seguro de encontrarme siempre allí dos o tres<br />
prójimos dispuestos a hincar el diente ponzoñoso<br />
en la honra de doña Milagros? Lo cierto es<br />
que prefería quedarme en casa. Transcurrido el<br />
primer mes del luto, habíamos armado una<br />
tertulia. Era de toda la confianza imaginable y<br />
posible: mis niñas cosían o bordaban, revolvían<br />
figurines, consultaban catálogos del Printemps,<br />
comentaban noticias de amoríos, bodas, teatros<br />
y fiestas, y doña Milagros elaboraba una constelación,<br />
o sea un cubrecama de gancho en que<br />
entraba la friolera de trescientas y no sé cuántas<br />
estrellas. Oíase fuera el ruido de la lluvia y del<br />
viento, y junto a la lámpara diálogos de este<br />
jaez:<br />
-¿Cuánto cuesta ese vestido de armure negro,<br />
con adorno de azabache?<br />
-Sesenta francos... doce duros.<br />
-¡Ay, Jesús, qué baratito! Chicas, si es de<br />
balde. Aquí, entre forros, corchetes, aceros, una
cosa y otra, subiría doble. Yo me voy a encargar<br />
la corbata con encaje... porque también es una<br />
ganga. ¿<strong>Qué</strong> querrá decir esto de bonito paf?<br />
-Es un puf... ¿no lo veis? Un puf... ¡Ay! este<br />
catálogo está lleno de disparates.<br />
-Enséñame las muestras, Rosa... ¿Cuál te<br />
gusta a ti?<br />
-¿A mí? La verde y oro... La azul gendarme...<br />
La fresa, ¡sobre todo la fresa!<br />
Quien llevaba la batuta en lo concerniente<br />
a trapos y moños, era Rosa. Podría afirmarse de<br />
ella que ni existía ni respiraba sino para emperejilarse.<br />
Lo exiguo de nuestra bolsa no permitía<br />
a Rosa desarrollar su vocación; pero cada<br />
cual hace lo que puede, y dentro del límite que<br />
por fuerza tenían sus gustos, Rosa hacía prodigios.<br />
Ingeniábase para variar de adornos sin<br />
comprar ninguno nuevo; volvía al revés los<br />
trajes; les añadía perendengues, volantes apro-
vechados; la pasamanería que guarnecía la falda<br />
subía al cuerpo, y a la falda bajaba el fleco<br />
de las hombreras, repartido en golpes... Veía en<br />
un escaparate algo nuevo y caro; suspiraba,<br />
daba cien vueltas en redor del vidrio... y en<br />
casa, con vejeces, imitaba al punto la novedad.<br />
Siempre estaba refrescando sombreros, improvisando<br />
cinturones, forrando manguitos o<br />
planchando encajes. Su lectura predilecta consistía<br />
en figurines; su encanto eran las crónicas<br />
de sociedad y los ecos de salón. ¡Pobrecilla! Su<br />
mundo ideal no estaba a su alcance.<br />
Algunas noches venía a pasar un rato con<br />
nosotros el casero, Baltasar Sobrado, persona<br />
muy bien acogida de mis hijas, porque les traía<br />
siempre noticias frescas, chismes picantes, sazonados<br />
con la sal y pimienta de su experiencia<br />
del mundo. Sobrado había sido militar y casado<br />
con mujer rica, de la cual estaba viudo hacía<br />
cinco años; había corrido mundo y tratado gentes,<br />
y no carecía de despejo y facilidad para la
conversación. Se le sabía una aventura añeja<br />
con cierta cigarrera muy hermosa, Amparo, por<br />
mote la Tribuna. De esta historia había recuerdos<br />
vivos; un niño, hoy un muchacho tipógrafo,<br />
socialista, que se hacía llamar el compañero<br />
Sobrado. A Baltasar le escocía fuerte todo esto, y<br />
no aludía jamás a sus mocedades.<br />
¿Vendría a mi casa atraído por la belleza<br />
de alguna de mis hijas? Esta idea se me pasó<br />
por la cabeza, pero no tardé en desecharla, porque<br />
la sustituyó otra muy cruel. El verdadero<br />
imán para el opulento viudo era doña Milagros.<br />
Recordé la afirmación de Ilduara, que aseguraba<br />
haber visto a Sobrado siguiendo por las<br />
calles a la andaluza. Me fijé en ciertas disimuladas<br />
atenciones, en ciertas galanterías que, con<br />
bastante cautela, tributaba Sobrado a la señora.<br />
No presumo de observador ni me paso de malicioso;<br />
pero hay cosas que sólo no las ve el que<br />
no quiere verlas, y el ya antiguo pleito entablado<br />
con toda la ciudad de Marineda sobre la
virtud de doña Milagros, me abrió el ojo y me<br />
despabiló el entendimiento en semejante coyuntura.<br />
«Ahora se averiguará -pensé- si tienen<br />
razón los que zapatean a esta mujer ejemplar,<br />
modelo de esposas y de madres... es decir, de<br />
madres no, porque la naturaleza no ha querido<br />
que llegue a serlo; pero ¿qué le falta para la<br />
maternidad? Lo material y fisiológico: moralmente,<br />
¡qué madre más sublime!... Ya no dirán<br />
que es buena porque nadie la asedia: aquí tenemos<br />
el escollo. Sobrado no es viejo, está muy<br />
bien de figura, viste con primor, su trato es<br />
agradable, y reúne una circunstancia de gran<br />
peso en esta sociedad corrompida: dinero, posición;<br />
es socio de la casa Sobrado y Compañía;<br />
es de las personas más consideradas de Marineda...<br />
Ahora, ahora voy a cerciorarme de que<br />
esta mujer no es de frágil cristal, sino de oro<br />
purísimo... ¡Ah! Yo velo, seductor, calavera<br />
infame y disimulado... Te juro que no ha de<br />
escapárseme la más leve de tus artimañas. En<br />
caso de necesidad, prevendré a la bendita a
quien tratas de corromper... ¡Ojo, Sobrado! Estoy<br />
aquí».<br />
Me puse alerta y atisbé. Ninguno de los artificios<br />
del rancio burlador de cigarreras se me<br />
escapaba. Llevaba cuenta de las medias palabritas,<br />
de las blandas insinuaciones, de las miradas<br />
de recojo, de las maniobras para colocarse<br />
al lado de la andaluza y poder hablarla en secreto.<br />
Sin duda el galopo de Sobrado, no atreviéndose<br />
a intentar el asalto a domicilio por<br />
miedo al comandantazo Llanes, se había deslizado<br />
en mi casa y elegídola como aguas neutrales,<br />
digámoslo así. A mí probablemente me<br />
tenía por un memo, un alma de Dios, a quien le<br />
pasan las cosas por delante de los ojos sin que<br />
se entere; y a mis hijas, por unas vanidosuelas<br />
tontas, pagadas de su hermosura, y persuadidas<br />
de que todo el que se aproximase a ellas<br />
caía vencido. Como que fingía cortejar a Rosa;
pera yo veía la hilaza. Sí, la veía. ¡Ah! Aunque<br />
sencillo, no tan bobo, caballero Sobrado.<br />
Lo pescaba todo, todo: el mirar de borrego<br />
moribundo, las tentativas para juntar sillas desviadas,<br />
las capciosas preguntas, las intentonas<br />
audaces, furtivas, cuya insolencia me arrebataba<br />
a la cabeza la sangre...<br />
Un día vi más. Por cierto que estuve a punto<br />
de echar a rodar los miramientos. Necesitando<br />
doña Milagros retirarse de la tertulia más<br />
temprano que de costumbre, Sobrado, mientras<br />
la señora recogía la labor, recordó que tenía<br />
también una ocupación urgentísima y se ofreció<br />
a acompañar a la andaluza y darla el brazo por<br />
la escalera. En efecto, bajaron de bracete, y<br />
quedé más muerto que vivo, presa de tan fiera<br />
inquietud, que no sé cómo no salí corriendo<br />
detrás de ellos, para impedir que la noble sencillez<br />
de doña Milagros la hiciese víctima de alguna<br />
infame asechanza. Sin embargo, no hallé<br />
pretexto; hube de mascar el freno: la noche que
pasé fue de las más negras de mi vida: se me<br />
figuraba que era mi deber proteger a doña Milagros,<br />
arrebatarla de las uñas del lobo; y me<br />
acusaba por no haberla hablado francamente,<br />
advirtiéndola del riesgo que corría su honor.<br />
Tanta zozobra y amargura se transformaron<br />
en una alegría inmensa, loca. Porque ignoro<br />
lo que pudo suceder entre el casero y la inquilina,<br />
pero es lo cierto que él no volvió a presentarse<br />
en la tertulia, ni doña Milagros a mentarle<br />
sin decir: «Ese mamarracho... ese pedaso de<br />
monigote, que me quería dar la casa de balde...».<br />
Y no pudo caberme la menor duda de<br />
que, en aquella empresa, don Baltasar había ido<br />
por lana para salir trasquilado. Lo que más me<br />
demostró el fracaso del tenorio burgués, es que<br />
desde entonces se dedicó a sacarle a doña Milagros<br />
el pellejo a tiras en la Sociedad de Amigos,<br />
dejando aparte el pérfido sistema de las<br />
reticencias, que sin manchar empañan y sin<br />
herir desfloran, y pasando a afirmaciones con-
cretas, directas, fundadas, ¡qué horror! en mí,<br />
en mí mismo.<br />
Lo que supe por una indiscreción de Primo<br />
Cova, y me retraje enteramente del Círculo,<br />
consagrándome a nuestra dulce tertulia nocturna,<br />
cada vez más deliciosa para mí. Si me<br />
encontrase con Sobrado, temería no poder<br />
contenerme. Sí; no lo duden ustedes: me<br />
desataría, ya que soy la quintaescencia de la<br />
paz. Pero confiesen que hay acciones capaces<br />
de sacar de sus casillas al mismísimo Job.<br />
Lo que me aguaba la fiesta de la tertulia<br />
era la resistencia de Argos a presentarse en ella.<br />
Verdad que no asistía casi a ninguno de los<br />
actos de la vida familiar. Nada: mi hija se había<br />
«dado a la mística». Ya dije cómo empezó a<br />
indicarse esta evolución de su apasionado espí-<br />
9
itu, a vista del cadáver de su madre, cuando<br />
doña milagros la empujó, la lanzó al frío beso<br />
de la muerte. Sólo que la crisis se graduaba,<br />
ahora tenía su devoción un carácter de vehemencia<br />
que rayaba en insano frenesí. Si puede<br />
la devoción calificarse de manía, maniática estaba<br />
Argos.<br />
Levantábase tempranito, antes de que<br />
amaneciese, y en ayunas salía a no perder las<br />
primeras misas. Dijérase que cuanto más tempranas,<br />
a hora más intempestiva e incómoda,<br />
mejor le sabían, cual si el valor de esta práctica<br />
piadosa consistiese en realizarla antes que los<br />
barrenderos terminasen su modesta faena. Era<br />
el templo predilecto de mi hija una antigua<br />
iglesia conventual, hoy entregada a los Jesuitas,<br />
tan madrugadores en celebrar como solícitos en<br />
atender al culto. Despachadas las misas, confesiones<br />
y comuniones, siempre había alguna<br />
función que entretuviese a Argos hasta las diez;<br />
más tarde no, porque, en el fervor de su vida
austera, mi hija repugnaba ver y ser vista de<br />
gente. La mañana la dedicaba a bordar pues<br />
estaba haciendo un manto muy repicado para<br />
un San José. Por la tarde, manifiesto: a velar al<br />
Santísimo. De noche se recogía a su cuarto,<br />
donde suponemos que leía o meditaba.<br />
Lo seguro es que no podíamos reducirla a<br />
compartir nuestros inocentes y honestos solaces.<br />
Diríase que en ellos olfateaba insidias del<br />
demonio. También era arduo conseguir que<br />
acompañase a sus hermanas a los paseos, con<br />
ser estos tan retirados y solitarios; y rara vez<br />
podíamos lograr que, con velo tupidísimo y<br />
saco de estameña, se uniese a la familia para<br />
tomar un poco el aire y hacer el ejercicio que<br />
reclama la salud. Yo insistía en que saliese,<br />
porque Moragas, al observar a Argos, solía decirme:<br />
-Esa señorita le está buscando tres pies al<br />
gato... Mucho cuidado, señor de Neira. Su hija
de usted está provocando una congestión en el<br />
alma.<br />
No era para notado sin inquietud en que la<br />
extremosa Argos, lejos de hallar en su nueva<br />
existencia mansedumbre y paz, humildad, sumisión<br />
y agrado, frutos naturales del amor divino,<br />
diríase que contraía una excitación malsana<br />
y alarmante. No podía yo echar la culpa a<br />
la devoción, porque Clara, otra hija mía, a<br />
quien siempre se le había notado afición a la<br />
iglesia, solía volver de ella como volvemos de<br />
los sitios adonde vamos por nuestro gusto, con<br />
cara satisfecha, plácida sonrisa, humor inmejorable,<br />
y una voluntad, por decirlo así, baqueteada,<br />
suavizada, amoldada a las contrariedades,<br />
que tomaba luego con más paciencia y<br />
resignación. Argos, en cambio, traía de sus madrugonas,<br />
o una acometividad impaciente, un<br />
prurito de censurar cuanto hacíamos y decíamos,<br />
por encontrarlo profanísimo y pecaminoso,<br />
o una tétrica reserva que la aislaba de nues-
tro afecto. Si la señal del provecho que hacen al<br />
alma las devociones es el estado moral de esa<br />
alma misma, Argos con sus rezos empeoraba.<br />
Hubo semana en que casi no la vimos, de<br />
tal modo la embelesaba una novena muy solemne,<br />
en la cual debía cantar, en unión de<br />
otras varias señoritas de Marineda que ensayaban<br />
los Gozos. No recuerdo si dije que Argos<br />
poseía voz de contralto: siempre la tuvimos por<br />
hermosa y extensa, pero a las pocas lecciones<br />
del organista y de una profesora que por devoción<br />
dirigía el coro, resultó admirable. Soy poco<br />
inteligente; pero la voz de mi hija, apenas educada,<br />
me pareció, en efecto, un prodigio; al entonar<br />
los primeros compases del Ave María de<br />
Gounod, vibraban en su acento toda la pasión y<br />
toda la arrebatada sensibilidad de mi carácter:<br />
era una voz profunda, timbrada, sonora, pastosa,<br />
que llegaba al corazón. Hablose mucho de<br />
esta voz en Marineda, y la iglesia se llenó de
curiosos. Recuerdo que un día me dijo Feíta<br />
misteriosamente:<br />
-Papá... ¿Sabe lo que hice hoy? Estuve<br />
haciendo rabiar a Argos divina más de una hora.<br />
¡Se puso conmigo hecha un escorpión! ¡Si viese!<br />
La dije que desde que anda vestida de mamarracho,<br />
con un hábito tan feo, y confesándose<br />
hasta de que respira, ha echado un genio peor<br />
que el de antes. Y que no hace nada en todo el<br />
santo día, más que gorgoritos y <strong>leer</strong> libros que<br />
no entiende. Y que a mí me parece que las mujeres...<br />
vaya... y también los hombres... deben<br />
rezar una horita... bueno, aunque recen horita y<br />
media... y el resto de tiempo trabajar o divertirse;<br />
porque ni somos frailes ni monjas. ¿No crees<br />
tú que tengo razón? ¿Es bueno eso de rezar<br />
como un molino, tacarataca, tacarataca?<br />
-Claro que no... las cosas necesitan un término<br />
medio.
-Pues es lo que yo quería decir; que no hay<br />
cosa que no tenga su término medio. Y cuando<br />
se exagera... pataplum.<br />
-¿<strong>Qué</strong> significa eso de pataplum? -<br />
preguntaba yo, embobado con la labia de la<br />
chiquilla.<br />
-Quiere decir que... vamos... ¡la mar! Porque<br />
hasta para Dios debe ser muy cargantito<br />
que continuamente le esté mareando Argos. A<br />
ella todo se le vuelve: -«voy a ver a Dios»;<br />
«abur, que me espera el Santísimo Sacramento».<br />
¡Vaya! machacona. Y ¡caramba! con la<br />
compañía del Santísimo, parece que una chica<br />
se ha de volver más amable y más servicial y<br />
más cariñosa, ¿no?<br />
-Claro, enemiguillo.<br />
-Pues mi hermana, cuanto más va a la iglesia,<br />
más se avinagra y más se chifla. Hoy creí<br />
que me arañaba, porque la dije: «Arguitos, tó-
male a Froilán la lección de latín, que yo no<br />
<strong>puedo</strong> ahora; anda, mujer, que yo rezaré por ti<br />
el Rosario». ¡Ay! ¡El fin del mundo! Saltó chillando<br />
que no se llamaba Argos, sino María<br />
Ramona; que eso de Argos era un mote y una<br />
profanación, y que ya me enseñaría a llamarle<br />
Argos. Luego me dijo que la lección de latín<br />
que la tomase el diablo; y como yo respondí<br />
que nombrar al diablo era pecado, agarró los<br />
zorros de sacudir las sillas y se vino detrás de<br />
mí corriendo. Si no ando lista, me zorrega. A<br />
bien que ya pagaría yo la tunda en moneda de<br />
oro.<br />
-¡Bah! -contesté en tono conciliador-. Son<br />
bromas entre hermanos. Y al fin, ¿quién le tomó<br />
la lección al chico?<br />
-¿Quién había de ser? Doña Fea... mangue,<br />
como de costumbre. Y también como de costumbre<br />
no sabía palotada el señorito. Me veo y<br />
me deseo para meterle en la cabeza los pretéritos.<br />
Pero mira, papá. Esta Argos, el día menos
pensado te dará el disgusto del siglo. Pudiera<br />
suceder que volviese loca. ¿Tú crees que eso de<br />
rezar y cantar por turno no será una enfermedad<br />
lo mismo que otra cualquiera?<br />
-No, hija mía. Es fervor que le ha entrado.<br />
Debemos respetar eso, porque no se trata de<br />
ninguna mala acción.<br />
-¿Fervor, papá? Pues a mí se me figura que<br />
en lo del canto tiene su vanidad correspondiente<br />
Arguitos. Sabe que van a San Agustín muchos<br />
tontos, y cuando hay tontos es cuando<br />
florea y se despepita. No es oro todo lo que<br />
reluce, papaíño...<br />
Sorprendente era la paciencia con que doña<br />
Milagros, tan asidua en escoltar a mis hijas<br />
por paseos y tiendas, se prestaba también a la<br />
devoción de Argos, acompañándola a la iglesia<br />
siempre que era preciso y aun asociándose con<br />
ella para rezuquear. El Rosario lo despabilaban<br />
juntas: y era interminable, la corona entera con
sus misterios dolorosos o gloriosos, seguido de<br />
una retahíla de padre nuestros, credos, salves,<br />
actos de fe, trisagios y letanías. Reuníanse asimismo<br />
para las novenas caseras, poniendo en<br />
común su tesoro de devociones especiales. Y si<br />
se ha de creer a Feíta, las de doña Milagros eran<br />
de un género sumamente original.<br />
-¡Papá... si viese qué santos tiene doña Milagros<br />
en su alcoba! Una Dolorosa que parece<br />
un acerico... Dos San Sebastianes que parecen<br />
dos pollos desplumados... Una Virgen del Carmen<br />
con miriñaque... Cuando rezan ella y Argos,<br />
se duerme y contesta medio dormida...<br />
¿Sabe usted cómo rezaban ayer? Doña Milagros<br />
echó un puñado enorme de garbanzos sobre la<br />
mesa del comedor, y empezó a decir a voces:<br />
«¡Satanás! ¡En mí no entrarás! Porque diré mil<br />
veses: Jesú, Jesú, Jesú...».<br />
Y a cada Jesú: ¡pin! un garbanzo al cesto<br />
que tenía debajo de la mesa...
-Chiquilla, no inventes patrañas.<br />
-Papá, es verdad; es verdad, papá -<br />
afirmaba Feíta con especie de angustia de los<br />
niños, que se consternan cuando no se les cree.<br />
Otro día me trajo unos papeles encontrados<br />
en el cuarto de su hermana. Titulábanse, el<br />
uno Ferrocarril celeste; el otro, Receta para confitar<br />
almas. Eran de esas hojitas donde por medio de<br />
un simbolismo del orden más pedestre, se quiere<br />
hacer accesibles a la inteligencia y al corazón<br />
verdades altas y sublimes de nuestra religión<br />
sacrosanta. Debo anticiparme a advertir que mi<br />
hija leía cosas mejores, libros piadosos que, sin<br />
saber de dónde procedían, vi varias veces sobre<br />
su mesa; entre ellos reconocí la Imitación, las<br />
sagradas páginas que santificaron a mi madre...<br />
y que sin duda Argos no entendía o no aplicaba<br />
tan bien.<br />
Aquellos días en que ensayó Argos el Ave<br />
María de Gounod, empezó a divulgarse por
Marineda la noticia de que deseaba entrar en<br />
un convento. La primera vez que me lo preguntaron<br />
personas extrañas, sentí un golpe en el<br />
alma. ¿Pensaría en efecto mi hija sepultarse<br />
entre cuatro muros? ¡Monja mi Argos! ¡Monja!<br />
Enterrada en vida, separada de mí por vallas de<br />
hierro, sin esperanza de ninguna ventura terrenal,<br />
virgen, estéril, sola, ¡muerta!<br />
En Marineda se comentaban estos supuestos<br />
planes de monjío, que llamaban la atención,<br />
como la llamaba ya todo lo referente a Argos,<br />
su hábito, sus madrugonas, su voz, su canto, y,<br />
¿por qué no decirlo? su pálida cara de imagen<br />
alumbrada por los dos ardientes cirios de sus<br />
ojazos negros. En las ciudades poco populosas<br />
la vida no puede ser original; hay para ella un<br />
patrón común, y quien pretenda apartarse de<br />
ese patrón, o ha de llevar una existencia tan<br />
obscura que nadie le vea, o ha de resignarse a<br />
que le roan los zancajos y le zarandeen como a<br />
escobajo de uva pisada. Esto le sucedió a mi
hija la devota. Dio la gente en fijarse más en<br />
ella, con su saco de anascote y su velo de merino,<br />
que en sus hermanas, las cuales, emperejilándose<br />
lo que consentía el luto, no hacían más<br />
de lo acostumbrado en muchachas de su clase y<br />
edad. Argos -envuelta en el sayal, con la mata<br />
del obscurísimo cabello apenas sujeta, pronta a<br />
desatarse y caer trágicamente por sus espaldasen<br />
vez de sustraerse a la curiosidad del mundo<br />
y encontrar aquel espiritual retiro que tanto<br />
agrada al alma contemplativa, lo que conseguía<br />
era ser blanco de todas las miradas y tema de<br />
todas las conversaciones.<br />
¡Monja! Buen católico soy, a Dios gracias, y<br />
venero el claustro; pero nunca se me había ocurrido<br />
separarme de una hija para no verla más,<br />
tropezar con unas rejas que se interponen, negras<br />
y frías, entre su querido cuerpo y mis brazos;<br />
perderla, en suma. Sólo de pensarlo se me<br />
encogía el corazón. Si calculaba desprenderme<br />
de una hija, era para dar su mano a un hombre
que la amase, y me hiciese abuelo de unos serafines<br />
que pudiese tener sobre mis rodillas; y mil<br />
veces fantaseaba yo cómo sería la casita de mis<br />
hijas casadas, qué muebles tendrían, y qué butaca<br />
grande me reservarían a mí, al abuelito<br />
helado por la vejez, en un rincón muy confortable,<br />
cerca de la ventana por donde entrase a<br />
torrentes el sol.<br />
En la Sociedad de Amigos, en la calle Mayor,<br />
en las Filas, no me dejaban vivir, «¿Es cierto<br />
que la más bonita de sus niñas se mete a<br />
monja? ¿Es verdad que ya tiene elegido el convento?».<br />
Mauro Pareja, sobre todo, revelaba en<br />
su asombro su carácter, porque nada le admira<br />
como las resoluciones extremas. Un ingenuo<br />
pasmo se pintaba en sus facciones. Parecía exclamar:<br />
«¡Quiere ser monja! ¡Es posible que<br />
haya quien intente cosas tan románticas!».<br />
Por entonces Argos incurrió en nuevas extravagancias.
Estábamos en Carnaval. En Marineda hay<br />
años de gran animación carnavalesca, mientras<br />
otros transcurren lánguidos: esto pende de circunstancias<br />
imprevistas, del estado de los bolsillos,<br />
de la duración de la temporada teatral, del<br />
humor de los Presidentes de las sociedades. El<br />
año de la muerte de mi pobre Ilda, tocaron Carnestolendas<br />
bulliciosas; sobre todo hubo muchas<br />
máscaras por la calle, a lo cual ayudó el<br />
caer la «temporada de locura» a fines de marzo,<br />
y estar el tiempo sereno, despejado y magnífico.<br />
La primer comparsa la organizó la Nautilia,<br />
sociedad nueva y emprendedora, empeñada en<br />
eclipsar a otra más antigua y acreditada, el Casino<br />
de Industriales. La comparsa de la Nautilia,<br />
que salió el Jueves de Comadres por la tarde,<br />
representaba la entrada de Dios Momo, cuyo<br />
bando o proclama iban repartiendo profusamente<br />
unos demonios vestidos de colorado;<br />
anunciaba Momo que traía en sus baúles alegría<br />
y felicidad para los pollos, noviazgos para<br />
las niñas, melancólicas reminiscencias para las
viejas, y que se marcharía dejando en pos chascos<br />
y desengaños a montones. Los que iban a<br />
esperarle cantaban versos alusivos, y regresaban<br />
luego escoltando la dorada carroza donde<br />
se repantigaba el dios, lucio, risueño, enviando<br />
a diestro y siniestro saludos con la mano enguatada<br />
de blanco, que metía a veces en un<br />
saquito de raso rosa para arrojar confites a las<br />
señoritas que descollaban entre el gentío. Como<br />
la tarde era primaveral, la temperatura deliciosa<br />
y el espectáculo alegre, entretenido y gratis,<br />
despobláronse las casas de Marineda: todo el<br />
mundo se dirigió hacia los arrabales para admirar<br />
la lucida comparsa.<br />
Mis hijas resolvieron no salir aquella tarde,<br />
porque precisamente el barullo carnavalesco<br />
invadía los lugares por donde ellas solían pasear;<br />
y la incomparable doña Milagros también<br />
decidió quedarse haciéndoles compañía. Se<br />
convino en entretener la tarde con arreglos de<br />
trajes de las pequeñas y con sacar, de una man-
teleta vieja de la señora, un abrigo de luto para<br />
la muñeca Nené, que, en opinión de Purita, lo<br />
necesitaba muchísimo. Reuniose en nuestra sala<br />
la tertulia, mientras yo, desde la galería abierta,<br />
recreaba la vista con el airoso balanceo de las<br />
embarcaciones y el azul espléndido del mar en<br />
calma, que parecía una placa de empavonado<br />
acero. Reinaba tal soledad aquel día en la población,<br />
que se oía claramente sobre las losas<br />
del muelle el ruido de los zuecos de algún marinero<br />
que pasaba, o la risa de un niño, resonando<br />
límpida y argentina en la pureza de la<br />
atmósfera; por momentos llegaba una bocanada<br />
de música, la de la comparsa, que iba acercándose<br />
a la ciudad.<br />
Al principiar la sesión, Argos tomó dedal y<br />
aguja como las demás; pero parecía azorada.<br />
Dos o tres veces la vi acercarse a la vidriera, y<br />
mirar hacia el sitio donde la comparsa debía de<br />
encontrarse entonces, como si los efluvios primaverales<br />
que llenaban el aire y los ecos lejanos
de la algazara la excitasen e irritasen profundamente.<br />
Esta vaga desazón duró hasta que la<br />
música de la comparsa, aproximándose, se dejó<br />
oír interrumpida aún, pero más clara y distinta.<br />
Entonces, Argos, saliendo precipitadamente de<br />
la sala, regresó al cabo de dos minutos con el<br />
manto puesto. Como no tenía que hacer ningún<br />
preparativo de tocador, sus salidas eran así,<br />
súbitas, instantáneas; algo de fuga, la correría<br />
del que se siente perseguido.<br />
-¿A dónde vas, chica? -preguntaron las<br />
costureras.<br />
-Irá a la iglesia, de seguro -respondió por<br />
ella doña Milagros.<br />
-No... ¡lo que es ahora no voy a la iglesia!...<br />
-contestó sombría y enfáticamente la devota.<br />
-¿Pues a dónde, hija, a dónde? -interrogó<br />
sorprendida la andaluza.
-A ver a mamá -declaró Argos, tomando el<br />
rumbo de la puerta. Pero ya doña Milagros y<br />
Clara se habían levantado interponiéndose,<br />
impidiéndole salir.<br />
-¿Estás loca? ¿Ar Campo Santo soliya? Esa<br />
gracia no te la permito yo y papá tampoco. Escuche,<br />
señó Neira: sola se quiere ir por ese camino<br />
del sementerio, que es un presipisio, y<br />
donde hase poco le diron a una mujer de puñalás<br />
¡Dios nos asista! Tú tiene el bicho en la cabesa.<br />
-Dice bien doña Milagros. De ningún modo<br />
consiento que vayas, y mucho menos sola.<br />
Dentro de hora y media es noche cerrada; te<br />
expones y además te... criticarían. Deja eso,<br />
hija... por Dios.<br />
-Pues venga conmigo, papá, si quiere.<br />
Venga. Porque yo, sola o acompañada, hoy he<br />
de visitar a mamá, que está en el nicho, mientras<br />
todo el mundo ríe y se divierte.
El ruego me cayó encima como un lienzo<br />
de muralla que me dejase aplastado. ¡<strong>Qué</strong> idea<br />
tan lúgubre, tan antipática, tan fea! ¿A qué,<br />
vamos a ver, a qué tenía yo de ir -cuando precisamente<br />
me encontraba tranquilo, dulcemente<br />
conmovido por la vista del mar y la hermosura<br />
de la tarde- a abrir heridas y cultivar dolores?<br />
Ilduara mía: tú, que a última hora calumniasete<br />
tu existencia; desde el cielo, que espero que en<br />
él estés, bien ves los móviles que entonces inspiraron<br />
mi conducta. Mientras viviste, traté de<br />
hacerte dichosa: cumplí siempre tus deseos; te<br />
guardé fidelidad, y hoy que todo lo sabes, sabrás<br />
que no falté a mi deber. Si de algo te sirviesen<br />
las visitas a tu nicho, las prodigaría; pero<br />
¿qué alivio puede prestarte el que me abisme<br />
en la aflicción, y además coja un reuma con la<br />
humedad del cementerio?<br />
Algo así objeté a Argos para que renunciase<br />
a su antojo sentimental. Me contestó unas<br />
boberías: «Su mamá estaba muy solita. ¡La gen-
te de fiesta, y ella allí, abandonada, sin más<br />
compañía que los gusanos del sepulcro! Ella oía<br />
que su madre la llamaba; sí, oía su voz». Repliqué<br />
que para ser cristiano y rezarles a los difuntos,<br />
a lo sumo bastaba con ir a la iglesia. Pero la<br />
muchacha se obstinaba en su deseo: despreciando<br />
mis ruegos y mis órdenes, otra vez se<br />
lanzó hacia la puerta. Entonces cogí el sombrero<br />
y la seguí; y doña Milagros, no menos diligente,<br />
se echó el manto y se reunió con nosotros<br />
en el portal. Después supe que Mizucha y<br />
Purita, alborotadas, con el instinto de imitación<br />
propio de su edad, querían también ir al cementerio,<br />
como si fuese cosa muy recreativa; y<br />
porque Feíta quiso convencerlas, rompieron a<br />
llorar y tomaron un cabrito que no se les quitó<br />
en toda la tarde.<br />
¡<strong>Qué</strong> tétrico es el camino del cementerio de<br />
Marineda! Lo limitan terrenos baldíos, pardos<br />
peñascales, y el mar inmenso que se estrella con<br />
zumbido lúgubre y perenne contra la brava
costa. A cada revuelta se ve surgir la alta mole<br />
del Faro, cuya luz, ya se entorna, ya rebrilla<br />
fulgente. Y cuando se cruza la verja, vense tres<br />
patios llenos de nichos, donde brotan hierbecillas<br />
amarillentas y pálidas; tres patios como de<br />
cárcel, sin un sauce, sin un ciprés, sin esa vegetación<br />
que poetiza la muerte... La uniformidad<br />
desolada de las lápidas blancas y negras y el<br />
viento del mar que azota el rostro y seca las<br />
lágrimas...<br />
No me atreví a penetrar en el recinto. Parecíame<br />
como si no hubiese muerto Ilduara, y me<br />
la fuese a encontrar erguida, airada, maldiciéndonos<br />
a la comandanta y a mí. ¡Peregrina<br />
aprensión! Hasta creía oír sus palabras iracundas<br />
y despreciativas: «Muy bonito... vienes a<br />
visitarme con la verdulera... Para escándalos,<br />
este... Quítate de mi vista, ¡panarrá, mal marido!».<br />
Entró Argos, paresurada, derecha, sin<br />
volver atrás la vista, como las somnámbulas.<br />
Doña Milagros y yo nos quedamos a la puerta,
mirando cómo declinaba el sol y sus últimos<br />
resplandores tendían sobre el Océano unos rizos<br />
de oro y fuego, deshechos al punto. Sin<br />
decírnoslo, comprendíamos la señora y yo que<br />
era muy bonito aquello, que el espectáculo tenía<br />
algo de misteriosamente conmovedor. La<br />
andaluza había suprimido su cháchara; yo me<br />
deleitaba en callar. Un vientecillo fresco, precursor<br />
de la noche, vino a acariciarnos. Argos<br />
prolongó la visita como un cuarto de hora.<br />
Cuando volvimos, empezaba a asomar la luna.<br />
Pasaron Carnestolendas, y el mal de mi<br />
hija arreció, hasta el extremo, que vi llegada la<br />
hora de vencer la debilidad de mi carácter y<br />
adoptar alguna resolución, porque aquello más<br />
que a santidad transcendía a delirio. Antes de<br />
que confirmase mis recelos el médico, había yo<br />
10
comprendido que Argos ni era santa ni penitente,<br />
sino enferma.<br />
Después de la visita al cementerio, sus rarezas<br />
redoblaron. Había días que se recluía en<br />
su cuartito (tenía uno para ella sola, de donde<br />
había expulsado a Rosa, bajo pretexto de que<br />
Rosa quería espejos, floreros y otras profanidades),<br />
y nuestros ruegos para que saliese a comer<br />
eran inútiles: dejaba correr horas y horas<br />
sin probar alimento, tal vez llorando; lo encendido<br />
de sus párpados la delataba. Aquella devoción<br />
sordomuda de los primeros días; aquel<br />
bullir de la segunda época, aquel piadoso zascandileo<br />
en unión de la marquesa de Veniales,<br />
Paciencita Borreguero, Regaladita Sanz y demás<br />
fundadoras y socias del Roperito; aquella<br />
afición al canto, aquel continuo ensayar trinos y<br />
fermatas, habían cedido el puesto a fúnebre preocupación,<br />
a un lirismo que <strong>puedo</strong> llamar mortuorio.<br />
Pasábase en el cementerio muchas tardes;<br />
y era lo peor que se escabullía sola, a pesar
de mis mandatos. Nunca la vimos más desaliñada,<br />
más olvidada de que era mujer, y mujer<br />
joven y hermosa. El abandono de su traje sólo<br />
podía compararse al de su peinado. Más de una<br />
semana trajo vendada la frente con trapos negros,<br />
afirmando que era por culpa de unas jaquecas<br />
horribles. La venda era angosta, y prestaba<br />
singular realce al rostro de la muchacha,<br />
en cuyos ojos ardía la fiebre. Todo esto debía<br />
asustarme. Consulté, en primer lugar a mi amiga.<br />
-Sí, señó -exclamó la andaluza cuando la<br />
manifesté mi propósito de avisar al Doctor-.<br />
Hase usté mu bien; pero no sé que el Doctor le<br />
pueda sacar a la chica los mengues del cuerpo y<br />
el clavo del corasón donde afincao lo tiene. Los<br />
médicos piensan que too es resetar, que too es<br />
tomar el pulso y dar medicamentos contra el<br />
flato y para engordá la sangre, y yo le digo a<br />
usté que hay otras cosiyas en el arma, y que los
médicos no hasen caso de eya, y son unos jumentos,<br />
hablando mal.<br />
-Según eso, ¿usted cree que no la curará el<br />
Doctor? Doña Milagros, querida doña Milagros,<br />
dígame su opinión, porque estoy que se<br />
me puede ahogar con un pelo. Usted, que ve a<br />
la chiquilla a todas horas; usted, que la acompaña<br />
mil veces (Dios se lo pague); usted, a<br />
quien, como mujeres que son las dos, ella entenderá<br />
de cosas íntimas que conmigo no ha de<br />
conferir nunca, sea franca conmigo. Siempre he<br />
tenido en usted mucha confianza; pero de algún<br />
tiempo a esta parte, la miro a usted como a<br />
un ángel bajado del cielo... Y no digo más, porque<br />
no quiero enternecerme.<br />
La comandanta sonrió, apoyando su dedito<br />
moreno y afilado en sus labios descoloridos,<br />
tan lindos y tentadores. Era la actitud de la reflexión,<br />
en ella poco usual. Pasaba el diálogo en<br />
la sala de la señora, puesta con el aseo algo anticuado<br />
y la sencillez sin gusto de las casas me-
idionales. Las paredes estaban llenas de fotografías<br />
de familia: individuos mal engestados,<br />
displicentes, vestidos de domingo y apoyados<br />
en las estelas jónicas y en los muebles recargados<br />
de talla de la guardarropía fotográfica. Me<br />
había explicado la andaluza cien veces el parentesco<br />
el grado de consanguinidad y la afinidad<br />
que la unían a los originales; pero yo siempre<br />
los confundía, viendo, no obstante, en tal exhibición<br />
de parentela una prueba de la respetabilidad<br />
de la señora.<br />
-¿Ve usté? -solía decirme-. Esta es mi primiya<br />
Paula, la que casó el año pasao con este<br />
sanguango, un capitán de lanseros... Esta se ha<br />
quedao viuda la pobre: Juaniya se yama. Estos<br />
son los chicos de la esta misma Juaniya. Mire el<br />
pequeñiyo, qué mono (ya sabemos que a doña<br />
Milagros le parecían una monada todos los<br />
chicos). Esta... tan farfantona... la del mantón y<br />
el pañuelo... es mi tía la ricacha, la Tomatera de<br />
Chipiona, que la disen así porque ganó su for-
tuna cargando tomates para mandá a toda España<br />
y a Inglaterra... Podría de dinero está... y<br />
yo no me avergonsé de ella cuando empesaba a<br />
negosiar, y así me adora y me hase mil regalos<br />
y dise que me dejará su hasienda. A mí el interé<br />
no me siega; pero ¿avergonsarme de una mujer<br />
honrá? ¡Sabe Dios cuántas condesas quisieran<br />
ser como eya! ¿Verdá, don Benisio?<br />
Esta charla no se repitió hoy, porque la andaluza,<br />
como dejo dicho, reflexionaba; operación<br />
penosa y difícil para quien era pura espontaneidad,<br />
instinto y arremetida franca y súbita,<br />
semejante a la del toro que por primera vez ve<br />
flotar el rojo e incitante trapo. Al fin sus ojos<br />
entornados irradiaron luz de inspiración; y<br />
echando mano de toda su sabiduría, de todo<br />
cuanto en ella formaba el elemento intelectual,<br />
me embocó este que casi puede llamarse discurso:<br />
-Don Benisio, ya sabe usté que puede pedirme<br />
la vía si la nesesita: yo no quiero gastar
etóricas para desir que se le apresia... Por lo<br />
mismo voy a hablarle como quien pisa huevos,<br />
y como quien mete la mano en brasas y no la<br />
quiere tostar. Cosas delicás saldrán a cuento, y<br />
si usté se me ofende a las primeras de cambio,<br />
meteré la cabesa debajo el ala, y agur.<br />
Hice un ademán expresivo animando a la<br />
señora a que se explicase, y ella, dando tormento<br />
al abanico, aunque ni hacía calor ni estábamos<br />
en verano, prosiguió sin perder la gravedad:<br />
-¿Usté se acuerda, santo varón, cómo empesaron<br />
los trabajos que pasamos en este pícaro<br />
mando los hombre y las mujere?<br />
-Doña Milagros, ¿eso que tiene que ver?...<br />
-Calma, cristiano, que allá voy. Todas<br />
cuantas desdichas y berrinches aguantamos, le<br />
vinieron a Adán por Eva y a Eva por Adán, y a<br />
los Adanes por las hijas de Eva, y a las hijas de
Eva por los Adanes condenaos. Siempre que<br />
vea usté una mujer o un hombre con fatigas de<br />
muerte, no se derrita los sesos cavilando: es por<br />
la otra cara de la luna... ¿está usté? es por un<br />
Adán o una Eva, y digasté que yo lo digo.<br />
Cuanto zafarrancho se arma por ahí; cuanto<br />
inventan los hombres, con esos discursos endemoniaos<br />
de mecánicas y de construsiones y<br />
de embarcasiones; cuantas trifulcas arman de<br />
teatros y bailes y comersios y fábricas y diablos<br />
coronaos... todito es por la pingarrona de Eva,<br />
por eya nada más. Y cuanto nosotras no componemos<br />
y no asicalamos y no depepitamos y<br />
no ponemos tristes y no reímos a carcajá y<br />
murmuramo y chillamo, y arañamo y reñimo...<br />
y no tragamo a la gente... como le susedía a su<br />
difunta de usté, señó Neira... too es por el perdío<br />
de Adán, ni ma ni meno.<br />
Oía yo sonriendo a la señora, por la sal de<br />
cielo con que echaba su relación; pero la idea<br />
no me parecía ciertamente ni muy nueva, ni
muy aplicable al caso presente, o sea al místico<br />
desvarío de mi hija Argos. Sin duda doña Milagros<br />
leyó en mis ojos, pues se apresuró a añadir:<br />
-Yo siento no tené más labia, más esplicaeras,<br />
y sobre too más siensia, para haserle a usté<br />
ver claro como el agua este intríngulis del mundo,<br />
que yo ayá a mi móo lo entiendo divinamente...<br />
Porque esté ahora dise pa entre sí: «¿Y<br />
qué tiene que ver con las arrancadas de mi niña,<br />
que todas son por el lao de la iglesia, la casta<br />
de los Adanes? Precisamente la chiquiya se<br />
corre que quiere entrar monja... y en el convento<br />
Adanes no hay». Pues velay, don Benicio:<br />
que a las mosita y lo propio a las mujere manías,<br />
no se crea usté, tanto las altera Adán de sobra<br />
como faltón... y basta, y usté ayúeme a hilar<br />
delgadillo esta madeja.<br />
Quedeme suspenso, sin saber qué objetar a<br />
tan incongruentes afirmaciones.
-¿De suerte... -pregunté- que usted juzga<br />
que Argos... sus males... sus caprichos...?<br />
-Los tontos creerán que son por Dio nuetro<br />
Señor. Por Adán y nada ma que por Adán; y si<br />
Moragas dise otra cosa, cómprele usté una gafa<br />
a Moragas.<br />
-Pero -insistí- ¿qué Adán puede ser, doña<br />
Milagros, el que me tiene trastornada a la chiquilla?<br />
Sospecho que eso no lleva camino; porque<br />
si alguno pretendiese a Argos o Argos quisiese<br />
a alguien, Argos se compondría, Argos<br />
presumiría, Argos estaría como están las muchachas<br />
con novio.<br />
-¡Ay qué material que es usté, don Benisio!<br />
Pué si no hubiese en el mundo más enreos que<br />
los que están a la vista de la gente y los noviasgos<br />
a son de trompeta... Mil veses se entra el<br />
corasón, y no lo sabe más que el corasón mismo:<br />
por fuera, nada: gayo tapao.
Me resonaron dentro estas palabras que<br />
con vivacidad acentuó la andaluza.<br />
-Su niña de usté es una mosa que tiene en<br />
aquella cabesita un volcán. Too le entra por<br />
arrechucho, y se pinta eya a sí misma que siente<br />
la cosa más aún de lo que la siente. Por la mañana<br />
dise pa sí: «María Ramona, hoy tocan a<br />
yorar y a besar el suelo». Y se la caen los lagrimone<br />
como aveyanas, y capas es de lavá el piso<br />
con yanto. Pues como diga: «Hoy tocan a cantá...»,<br />
más canta que un ruiseñor: vos como la<br />
suya, que tanto yegue al alma, en mi vida la he<br />
oído. Si la da la tema por está de rodiyas, de<br />
rodiyas aguanta horas y horas sobre la piedra,<br />
sin quejarse, aunque luego se caiga desvanesía<br />
de dolor. Si se la pone en el periquito vestir el<br />
saco de estameña, el saco suyo ha de ser el más<br />
gordo y más bronco y más feo; y dé usté grasia<br />
a Dio que no se la ocurra arrastrar tisú, porque<br />
lo arrastraría del más vistoso, aunque la costase<br />
darse al diablo.
-¡Doña Milagros! -pronuncié, saltando en<br />
la silla.<br />
-Perdone... -murmuró la señora, confusa,<br />
con tan hechicera mansedumbre que me desarmó<br />
al punto-. No he querío ofender... Usté<br />
me pregunta... y yo... vamos, tengo la lengua<br />
larga... No se me atufe... Diga que me perdona.<br />
¿Así? ¿Pases?<br />
Y para sellarlas, tomó mi diestra y la oprimió<br />
contra la parte baja del pecho izquierdo,<br />
donde noté que el corazoncito sin hiel brincaba<br />
y golpeaba la tela tirante...<br />
-Lo que he querío desir, don Benisio, es<br />
que su niña es una pila del telégrafo. Si tuviese<br />
novio, un Adansejo en regla, como Dios manda,<br />
valdría más que no andar visitando a los difuntos...<br />
La cosa es que...<br />
Doña Milagros vacilaba.
-Que... vamos, en el caso de su hija de usté,<br />
el Adán no puede ser... no es posible que sea..<br />
¡Ay! se me traba la lengua, don Benisio... ¿no se<br />
va usté a enfadar?... Pues... ese Adán de Argos...<br />
si es que sale... nos saldrá... apestando a<br />
cera; ¡eso... cabal...!<br />
Me puse en pie. En mi cráneo, de improviso,<br />
retumbaban voces, carcajadas y burlas infames.<br />
¡Dios justo! Por primera vez se me<br />
ocurría la idea, la absurda idea... y ya no iba<br />
pareciéndome tan absurda, a los dos segundos<br />
de haberla concebido. Recuerdo que me eché a<br />
la cabeza las manos, para ahogar aquel<br />
estrépito diabólico. Doña Milagros comprendió<br />
con su agudeza femenil y murmuró:<br />
-No hay que apurarse, señó de Neira... Esto<br />
que le digo yo a usté no creo que nadie lo<br />
sospeche. Ni la misma Argos entiende lo que la<br />
está pasando; eya se cree buenamente que anda<br />
así, afligía por sus pecaos y sus penitencias y<br />
sus étasis... y se figura que las cosa rara que la
entran son ayá unas visitas de la gracia de<br />
Dios... y no hay, para qué desengañarla, que los<br />
achares se la han de quitar.<br />
-Pero... -tartamudeé- ¿por quién, doña Milagros,<br />
por quién cree usted que siente mi hija...<br />
debilidad... afición... en fin, eso?<br />
-¡Eh! No tan aprisa... No he dicho eso presisamente;<br />
sólo que se me ha puesto aquí que<br />
alguna tontá por el estilo será la madre del cordero.<br />
-Un nombre... ¿No se la ocurre a usted un<br />
nombre?<br />
-Don Benisio... es delicaíyo contestar. No<br />
nombro a nadie. Usté abra el ojo, fíjese, entérese,<br />
como es el deber de too padre, de lo que<br />
hace su hija y a quién ve... porque también es<br />
usté demasiado confiao y blandullón, y con<br />
usté hasen su santa voluntá las niñas las veinticuatro<br />
horas del día, vamo... Así como su seño-
a, Cristo la haya perdonao, pecaba de dómina<br />
y de regañona, usté parese hecho de merengue:<br />
con usté las chiquillas tienen república. No le<br />
aconsejo que mire por Argos... y no ha de sacarme<br />
usté más, que estaría muy feo calumniar...<br />
o salir con algún sinfundo.<br />
No conseguí otra cosa. A mis súplicas opuso<br />
la señora un significativo, «se ha dicho bastante».<br />
Para torcer la conversación, sin duda,<br />
preguntome de pronto:<br />
-¿Se ha enterao usted del cambio de ministerio?<br />
¿Ha visto al nuevo Gedeón? Es decir...<br />
este de Gedeón no tiene nada.<br />
-Sí, se me figura que me abrió la puerta<br />
una cara desconocida... ¿Ha encontrado usted<br />
su ideal?<br />
-¡Ay mare! pues si estoy que no quepo en<br />
mí de goso. Le digo, Neira, que ahora sí me<br />
encuentro en la gloria. No sé dónde ha podío
desenterrar Tomás semejante alhaja; pero no he<br />
visto naa como eso. Un muchacho más limpio<br />
que el oro; da ganas de comer verle: y trabajaor,<br />
no se crea usté: que hasta los suelos friega y<br />
saca lustre a los hierros del balcón. Mañoso<br />
como él solito: mejor guisa que ninguna cocinera:<br />
pone el arroz que se chuparía usté hasta el<br />
codo. Me tiene el fogón, que dan ganas de colgarlo<br />
al cuello por dije. No lo va usté a creer:<br />
plancha, pega botones y limpia y sacúe mi ropa.<br />
-¡Atiza! Como una doncella.<br />
-Que sí... Y no se crea usté que eso que es<br />
ningún mariquiyas. Es disposición que Dios le<br />
ha dao. ¡Ay! Mis pies y mis manos es la criatura.<br />
Ya le he cobrao una ley...<br />
-Vamos, un estuche.<br />
Quieras o no quieras (no tenía yo el menor<br />
empeño en admirar las habilidades del nuevo
asistente), hubo que dejarse llevar a la cocina<br />
por unos pasillos obscuros. Entramos en la oficina<br />
de la bucólica, y vimos de pie ante una<br />
mesa de pino blanco, a la nata, flor y espejo de<br />
los asistentes, y con las mangas de la camisa<br />
arremangadas y frotando a todo frotar la hoja<br />
de unos cuchillos. El exterior del sirviente era<br />
de lo más simpático; pero yo, con cierta repulsión<br />
(afirmo que la sentí desde luego), me volví<br />
a la señora y, pregunté en voz baja:<br />
-¿Es paisano de usted?<br />
-No, valensiano.<br />
Entonces reparé que, en efecto, aquel hermoso<br />
tipo meridional sólo podía haberse producido<br />
en las márgenes del Turia, que llaman<br />
floridas los poetas. Si no repugna hablar de la<br />
belleza de un hombre, hablemos de la de Vicente<br />
o Visanté, que a tal nombre respondía el soldado.<br />
Pálido, con la palidez sana, caliente y<br />
marmórea de las razas semi-africanas; de ne-
gros ojos, fogosos, largos y brilladores; de facciones<br />
correctas, espesa barba que azuleaba de<br />
puro sombría, dientes blanquísimos y prócer<br />
estatura, era Vicente lo que se llama un arrogante<br />
mozo. El brazo ligeramente velludo, que<br />
ostentaba su rica musculatura al fregar los cuchillos,<br />
tentaría a un escultor; y la mano, fuerte,<br />
morena, grande, pero flexible, de noble diseño,<br />
lejos de denunciar la baja extracción del fámulo,<br />
parecía decir que por sus venas corría ignorada<br />
sangre de árabes conquistadores. Al vernos,<br />
cuadrose el muchacho, como si viese al<br />
comandante en persona.<br />
-Aquí vengo a lusir tus gracias, Visente -<br />
dijo la señora con garbosa familiaridad-. Mire<br />
usté, Neira, qué tinaja tan fregaíta. ¡Ay! En estas<br />
sartenes reluciente me gusta a mí freír los huevos,<br />
que salen abuñolaos. ¡Caye! Si hasta el perejil<br />
me lo tiene este chico que parese un ramiyete<br />
-añadió tomando un vaso donde en agua<br />
muy clara se encrespaban ramas de perejil-.
Abre ese cajón, Visente, alhajiya. Too en orden,<br />
too aseado. ¡<strong>Qué</strong> almirés! ¡<strong>Qué</strong> perol! ¡<strong>Qué</strong> encanto<br />
de chocolatera!<br />
El autor de tantas maravillas se mantenía<br />
derecho, inmóvil, callado, y al parecer melancólico,<br />
con esa melancolía noble que llevan sellada<br />
en el rostro las bellas razas de Levante, que<br />
saben ejecutar con dignidad los menesteres más<br />
bajos.<br />
Al salir de los dominios de Vicente, la señora,<br />
volviéndose hacia mí con orgullo, preguntome:<br />
-¿<strong>Qué</strong> me dise usté del muchacho? ¿Es o<br />
no es prenda?<br />
Era en la antesala; me acuerdo bien que la<br />
figura de doña Milagros se destacaba sobre una<br />
cortina de reps verde obscuro, y que sonreía,<br />
dejando ver la dentadura de nácar, ornato de su<br />
boca de adolescente que empieza a sombrear el
ozo. Yo me sentía lastimado, abatido, con inmenso<br />
abatimiento, como el que acaba de recibir<br />
funesta noticia, o de asistir a un espectáculo<br />
repulsivo, o de prestarse a algo que subleva su<br />
conciencia y su corazón; y de pronto, en medio<br />
de esta depresión moral, de esta angustia mal<br />
definida, cuya causa no me era posible inferir,<br />
¡oh vergüenza para mis canas!, ¡oh vil y despreciable<br />
condición del hombre!, ¡oh barro de que<br />
somos fabricados, escoria, limo de la tierra,<br />
polvo, basura!, ¡oh rostro del pecado original!,<br />
una oleada de profana embriaguez me arrolló;<br />
un relámpago cruzó ante mis ojos, deslumbrándolos<br />
con el serpear de su luz siniestra, un<br />
golpe como de saeta que se clava repercutió en<br />
lo profundo de mi ser, y, despavorido, comprendí,<br />
sin que me quedase lugar a duda, qué<br />
genero de sentimientos me inspiraba doña Milagros.<br />
Luché como un atleta para que no se me<br />
conociese. Sujeté mis ojos, contuve mi lengua,
crucé los brazos sobre el pecho, clavándome en<br />
el antebrazo las uñas. Abochornado, sólo quise<br />
ocultar mi flaqueza, a manera de asesino que<br />
esconde el cuerpo de su víctima. Miraba dentro<br />
de mí y me parecía ver negra sentina de maldades.<br />
¡Cuán lejos estaba doña Milagros de<br />
sospechar el verdadero estado de mi alma en su<br />
compañía y presencia! Sentí impulsos de presentarla<br />
los carrillos diciéndola:<br />
-Abofetéeme usted señora... Écheme como<br />
a un perro tiñoso... Lo merezco... y me servirá<br />
de consuelo el que usted lo haga.<br />
Y en alta voz, en lugar de implorar castigo,<br />
lo que dije fue:<br />
-Doña Milagros... me voy ya, sin que usted<br />
aclare aquel enigma.<br />
-¿Cuál, cristianos? -y la andaluza se<br />
aproximaba.
-Entremos en la sala, entremos -murmuré<br />
turbado por la media luz del recibimiento, sofocado<br />
por el zumbido de mis arterias-. Aquí<br />
pueden oír...<br />
-No, si es que me quiere sacar con terrasa<br />
el nombre del Adán... pierde usté el tiempo. Y<br />
adiós, amigo... Va a venir Tomás, y le va a volver<br />
loco con sus peinaos... Lárguese si no quiere<br />
aguantar el solo... ¡Tomás tiene la sangre más<br />
gorda! Por hoy, chito: se ha dicho que no. ¡Hasta<br />
luego!<br />
Huí. Sentíame tan rebajado, tan indigno de<br />
ejercer de padre, que en vez de subir salí solo a<br />
la calle, recorrí el camino de la estación, me<br />
retiré tarde, no dormí, tuve calentura, y, al día<br />
siguiente, en vez de reprender a Argos por sus<br />
exaltadas devociones, madrugué como ella y la<br />
acompañé a la iglesia de San Agustín. Ansiaba<br />
confesarme, limpiarme mi conciencia y ofrecer<br />
a Dios, con mi firme propósito de la enmienda,<br />
mi arrepentimiento sincero y casi inmediato,
pues lo mismo fue calmarse mi vergonzosa<br />
fiebre, que pesarme de ella y conocer cuán mal<br />
le estaba a mi edad y cuánto ofendía al cielo. Si<br />
no acostumbraba importunar a Dios por leves<br />
circunstancias de la vida, en la gran tribulación<br />
no se me ocurrió pedir consuelo y ayuda a nadie<br />
más que a Él.<br />
Mi hija caminaba a mi izquierda, cubierto<br />
el rostro, arrastrando sobre las baldosas de las<br />
bien empedradas calles marinedinas su blando<br />
calzado de beata. Creí notar que lejos de alegrarla<br />
mi acto de religiosidad, iba de mal talante,<br />
reconcentrada y arisca.<br />
-¿Habrá quien confiese a estas horas? -la<br />
pregunté antes de entrar en el templo.<br />
-¡Ya lo creo que lo habrá! -fue su única respuesta.<br />
Adelanté por la nave. Algunas formas confusas<br />
se rebullían a uno y otro lado de los ban-
cos: el templo, sin estar obscuro como una cueva,<br />
no estaba tampoco claro: era la luz incierta<br />
del amanecer. Un jesuita alto, encorvado, de<br />
aire distinguido, salió de la sacristía dirigiéndose<br />
al confesionario. Mi hija se alzó el velo, corrió,<br />
precipitose, y balbuceó suplicante:<br />
-¡Padre Incienso!... ¡Padre Incienso! Estoy<br />
aquí.<br />
Él proseguía andando, deslizándose, sin<br />
mirar a la devota: pero como yo añadiese:<br />
«También deseo confesarme», volviose vivamente,<br />
se fijó en mí, y exclamó: «Con mucho<br />
gusto, señor de Neira, inmediatamente», se<br />
introdujo en la garita de madera. Me arrodillé<br />
ante la rejilla: Argos se desvió: y, después de las<br />
fórmulas y rezos que preceden a la confesión<br />
auricular, en un arranque efusivo, sincero, espontáneo,<br />
que debió de agradarte, ¡oh Dios que<br />
ves las almas!, derramé todas mis culpas en el<br />
oído en el pecho de tu ministro.
¿Quién, si tiene la fortuna de ser católico,<br />
no adivina lo que dije y lo que me respondieron<br />
y aconsejaron? ¿A qué profanar contándolo el<br />
inefable cuchicheo, el misterioso diálogo de<br />
nuestras conciencias, las palabras, ya severas,<br />
ya consoladoras, las viriles exhortaciones, las<br />
advertencias prudentísimas, las firmes e indulgentes<br />
frases del confesor, con todo lo demás<br />
que atañe a la sabia economía del admirable<br />
Sacramento de la Penitencia? Lo que importa es<br />
que me levanté sereno, aliviado, animoso, en<br />
una situación moral que sólo no envidian los<br />
que la desconocen, y que allí y sólo allí se consigue<br />
con tal plenitud y tan exquisito sabor de<br />
bienaventuranza.<br />
-Le daré a usted ahora mismo la sagrada<br />
comunión-, advirtió el jesuita doblándose para<br />
salir del confesonario.<br />
-¿Y yo, Padre Incienso? -susurró la voz de<br />
la mujer que aguardaba casi postrada, y en<br />
quien reconocimos a Argos.
-Usted no se confiesa hoy porque no tiene<br />
para qué: se ha confesado ya dos veces en lo<br />
que va de semana -respondió el Padre.<br />
Me acerqué solo a la barandilla del presbiterio;<br />
dejé caer la frente sobre el paño blanco;<br />
una oración sin palabras se alzó de mi regenerado<br />
espíritu... y poco después, temblando de<br />
respeto ante el misterio augusto... sentí en los<br />
labios el Pan de los ángeles.<br />
Ahora, Satanás, puedes venir... Me he revestido<br />
de coraza, he embrazado el escudo, y<br />
he jurado que, si te presentas, te llevarás un<br />
chasco como para ti solo. En mí no entrarás, que<br />
diría mi tormento, mi enemiga dulcísima, doña...<br />
No la nombremos: más vale.<br />
11
Apenas salí de la iglesia, donde Argos se<br />
quedó rezando, tuve un trasacuerdo. Pesome<br />
no haber solicitado del director espiritual de<br />
Argos una conferencia reservada, uno de esos<br />
coloquios que, sin tener la solemnidad sacramental<br />
de la confesión, ni su virtud medicatriz<br />
para el espíritu, le sirven no obstante de luz y<br />
de guía y hacen ver claro lo que no discerníamos<br />
antes. Una serie de reflexiones o más bien<br />
de intuiciones rápidas, me dijo que sólo el confesor<br />
de mi hija podía darme consejo discreto,<br />
reservado y prudente. Él, mejor que nadie, conocía<br />
el verdadero estado moral de María Ramona;<br />
él, mejor que nadie, podía confirmar o<br />
desmentir las osadas conjeturas de... tengo que<br />
nombrarla por fuerza, pero al nombrarla, Señor,<br />
purifico mi intención... de doña Milagros.<br />
-Consultar con el médico males del alma,<br />
se me figuraba que era atender, en cierto modo,<br />
al pudor de la doncella. Únicamente con el sacerdote<br />
pueden conferirse ciertas cosas.
Iba cavilando en eso, a tiempo que una voz<br />
fuerte y hombruna, pero enmelada, digámoslo<br />
así, por el propósito de resonar con inflexiones<br />
afectuosas, pronunció a mi espalda: «¡<strong>Qué</strong> paso<br />
de muchacho lleva usted, señor de Neira!». Y al<br />
instante mismo emparejó conmigo el Padre<br />
Incienso.<br />
A la luz del sol pude reparar bien la fisonomía<br />
y catadura del Jesuita. Era alto, recio,<br />
delgado, no mal dispuesto, aunque se doblaba<br />
por costumbre, lo cual le hacía parecer cargado<br />
de hombros; su rostro expresaba firmeza e inteligencia,<br />
y unos rastros de orgullo, involuntario<br />
sin duda, pues se esforzaba en sonreír con agrado<br />
y, apagar la chispa dominadora de sus ojos<br />
castaños, amarillentos por la bilis. Tenía la barba<br />
espesa y mal rasurada; el pelo obscuro y,<br />
copioso, apenas salpicado de algún hilito de<br />
plata; la tez marchita y con ráfagas requemadas<br />
sobre un tono moreno claro genuinamente español;<br />
aguileña la nariz, los dientes blancos y
juntos, pero descuidados, y, la boca exangüe,<br />
casi sin labios, contraída, indicio cierto de represión<br />
de las pasiones. La edad fluctuaba entre<br />
los treinta y ocho y los cuarenta y dos, aunque<br />
a primera vista parecía más avanzada. Se<br />
adivinaba que el Jesuita no era hombre a quien<br />
se le hacía fácil vencerse, pero también que, si<br />
llegase a caer, se despreciaría a sí mismo. La<br />
continencia, fuente a veces de plácido sosiego, a<br />
él sin duda le embravecía, reconcentrando en<br />
su alma el vigor varonil, volviéndole más enérgico<br />
y un tanto impaciente y duro. Esto se notaba<br />
en el confesonario y asimismo en el trato,<br />
no obstante todo el cuidado que ponía en mostrarse<br />
afable; en el púlpito, el Padre Incienso se<br />
transformaba, se volvía todo azúcar, y tenía<br />
una elocuencia dulzona, rizada y quintaesenciada<br />
hasta dar en empalagosa: puro arrope<br />
conceptista, digno de un Gracián, admiración<br />
del vulgo y encanto de las beatas. Personificaba<br />
el Padre un aspecto muy conocido del genio<br />
nacional: la austeridad religiosa que oculta sus
maceradas carnes bajo un recargado paño barroco<br />
bordado de pájaros y de floripones.<br />
-Parece que se quería usted escapar de mí -<br />
díjome con la misma violenta amabilidad de<br />
antes, al ver que yo me detenía respetuosamente.<br />
-Al contrario -exclamé-. ¡Si es cosa como de<br />
Dios! Tenía precisamente que solicitar de usted<br />
un ratito de conversación a solas.<br />
-Es mi mayor deseo -contestó con entonación<br />
que me pareció singular por lo expresiva-.<br />
Sólo que, en la calle, imposible hablar de nada -<br />
y al decir esto miraba precavidamente a un<br />
lado y a otro, como si temiese ser oído-. Tampoco<br />
quiero ir a su casa de usted, ni que nos<br />
vean entrar juntos, mano a mano, en la residencia.<br />
Si usted me dispensase el favor de venir a<br />
verme... aguarde... ¿Mañana, a boca de noche...<br />
a la hora en que la gente de los balcones ya no<br />
atisba, y en la mayor parte de las casas se come
o se cena...? ¿Comprende usted? Porque todo lo<br />
que sea evitar comentarios... Supongo que se<br />
hace usted cargo, y no necesito añadir más...<br />
Hasta mañana ¿no es cierto, señor de Neira?<br />
El misterio y recato, las precauciones adoptadas<br />
para la entrevista, me probaron que si yo<br />
tenía cosas graves que preguntar al Padre, no<br />
eran de poca monta las que el Padre deseaba<br />
comunicar conmigo. Un confuso presentimiento,<br />
fundado en datos más o menos elocuentes,<br />
me gritaba que el Jesuita y yo nos buscábamos<br />
para tratar el mismo asunto. Yo sentía que la<br />
conferencia se llamaba Argos, y que la alarmante<br />
muchacha, la pobrecita loca, la chiflada, la<br />
calamidad de mi familia, era quien nos reuniría<br />
en plática grave y triste al padre de su alma y al<br />
de su cuerpo.<br />
Obedeciendo en todo y por todo las órdenes<br />
del Jesuita, esperé la hora señalada, y embozándome<br />
en mi pañosa, como el que acude a<br />
cita secreta, y dando primero mil reviravueltas
por callejuelas a fin de desorientar a los que<br />
averiguan cuanto no les importa, llegué a la<br />
residencia de los Jesuitas, viejo caserón situado<br />
en solitaria plaza del Barrio de Arriba. No necesité<br />
llamar: la puerta de la calle, cerrada al parecer<br />
en realidad sólo arrimada. Se abrió sin<br />
ruido alguno, y un donado, lego o lo que fuese<br />
-un corcovadito gangoso, que andaba sin hacer<br />
ruido- me dijo en apagada voz:<br />
-Tómese usted la molestia de entrar.<br />
Cuando estuve dentro, el corcovado cerró<br />
de veras, con llave, me alumbró para que no<br />
tropezase en la escalera vetusta. Atravesé varias<br />
piezas frías y aseadas, amuebladas sin pobreza<br />
ni lujo, decorosamente, hasta llega a una<br />
sala chica, que sobre sus desnudas paredes<br />
blancas no mostraba más adorno que una detestable<br />
copia de la famosa Concepción de Murillo.<br />
Un hombre que leía sentado ante una mesa<br />
con tapete de hule, se levantó al sentirme entrar,<br />
y murmurando «Bienvenido, felices no-
ches» me condujo a un sillón de gutapercha,<br />
acomodándose él enfrente, en otro igual, de tal<br />
modo que su cara quedaba en sombra, mientras<br />
la claridad que derramaba el quinqué de petróleo<br />
puesto sobre la mesa me iluminaba por<br />
completo a mí.<br />
Callamos un instante los dos. El Padre tosiqueaba,<br />
afectaba sonarse; pero, al fin, su natural<br />
resuelto triunfó del embarazo que no podía<br />
disimular, y después del ¡ejem! que precede<br />
siempre a las primeras interrogaciones en el<br />
tribunal de la penitencia, dijo, eligiendo con<br />
evidente cuidado las palabras:<br />
-Al llamarle a usted a esta hora y de este<br />
modo, adivinará que tengo que manifestarle<br />
algo muy importante a su tranquilidad y su<br />
honra de usted... y a la mía no menos. Si me<br />
hubiese sido posible resolver el conflicto con<br />
mis propias fuerzas, no acudiría a usted; desgraciadamente<br />
hemos llegado a tal punto, que,<br />
consultado mi superior, me ordena que me
ponga de acuerdo con usted, para que entre los<br />
dos remediemos el mal.<br />
El tono de persuasión y autoridad del Jesuita<br />
me impuso tal respeto, que al pronto no<br />
acerté a contestar palabra: sólo el temblorcillo<br />
de mis labios y la ansiosa expresión de mi cara<br />
respondieron por mí.<br />
-¿Ya habrá usted comprendido que aludo<br />
al estado de... su hija, la señorita María Ramona?<br />
-Sí, señor... digo, Padre... ¡Me lo supuse!<br />
-Soy su confesor -advirtió el Jesuita poniendo<br />
sordina a la aspereza de la voz-; pero<br />
nada de lo que va usted a oír lo sé por el confesonario,<br />
porque entonces no me sería lícito tratar<br />
de ello con persona de este mundo. Sin aludir,<br />
pues, a relaciones que no tienen más testigo<br />
que Dios; por indicios externos, por observaciones<br />
que usted habría podido realizar si qui-
siese, y que puede comprobar cuando guste, he<br />
llegado a adquirir el convencimiento, señor de<br />
Neira, de que su hija padece una manía... fatal,<br />
perniciosa; y en mi opinión, usted, interponiendo<br />
su autoridad de padre, debe prohibirla<br />
que frecuente tanto la iglesia, y no permitirla<br />
sino aquellos actos de piedad que no omite<br />
ningún buen cristiano. En el cuidado de su casa;<br />
en las labores de su sexo; en honestas distracciones,<br />
propias de su clase y estado, empleará<br />
el tiempo bastante mejor que en extremos<br />
de devoción... que su director... autorizó al<br />
principio... pero que... bien mirado... ya no<br />
puede menos que reprobar severamente.<br />
Guardé silencio, esperando más razones, y<br />
el Padre continuó, poniendo el mismo tiento<br />
exquisito en la elección de palabras:<br />
-Si el cambio de vida y la distracción no<br />
bastasen para... para... sosegar... el espíritu de<br />
esa señorita... en mi entender sería muy conveniente<br />
entregarla a un facultativo experto y
sabio... como... como el doctor Moragas, que<br />
creo es el que asiste a ustedes, y de cuya ciencia<br />
tengo formado excelente concepto. No soy tan<br />
enteramente profano en medicina (aquí el Padre<br />
sonrió intentado expresar modestia) que no<br />
me haga cargo de que el alma tiene con el cuerpo<br />
una relación estrechísima y que a veces, para<br />
granjear la salud del alma, es preciso evitar<br />
que sea juguete del cuerpo alborotado o débil.<br />
Si su hija de usted no... no se reporta, póngala<br />
usted en cura, señor don Benicio... Y si no es<br />
indiscreción, a este ruego añadiré otro: no piense<br />
usted más que en las cosas de su casa, y en<br />
ellas... piense con ahínco, a toda hora, sin cesar.<br />
Tiene usted a su cargo la honra y la felicidad de<br />
muchos seres -no digo que su salvación eterna,<br />
pues ni el mismo Dios, que pudo hacernos sin<br />
nosotros, puede sin nosotros salvarnos, y la<br />
salvación de cada uno se la ha de procurar uno<br />
mismo-; pero... por lo menos... a la de sus hijas,<br />
debe usted contribuir.
No sé por qué, esta alusión a mis propias<br />
flaquezas me desató la lengua y me prestó confianza<br />
para responder:<br />
-Padre, lo que usted va diciendo es el<br />
Evangelio... Le sobra a usted razón...; y con<br />
todo, es preciso que comprenda la situación en<br />
que me hallo. Ese estado de mi hija María Ramona...,<br />
vengo notándolo desde el fallecimiento<br />
de su madre, y desde que lo noté lo creí funesto<br />
y quise remediarlo. La hice mis reflexiones;<br />
intenté evitar que se excediese en las prácticas<br />
religiosas y en las penitencias... pero... lo malo<br />
es que... por la costumbre que había contraído<br />
mi esposa de ejercer plena autoridad en el<br />
hogar doméstico... y mi asentimiento a dejarla<br />
exclusivamente en sus manos... es lo cierto que<br />
las niñas se habituaron a obedecerla a ella... y...<br />
faltando ella... a mí... a mí... no me tienen respeto...<br />
es decir... no me tienen miedo ninguno...<br />
o... francamente, soy la última carta de la baraja<br />
en esto de regir a la familia. Sí señor: un cero a
la izquierda. Hábitos así no se corrigen en días<br />
ni en meses. Las muchachas apenas cuentan<br />
conmigo; no es que no me quieran, no es que<br />
deseen faltarme; es que nunca vieron en mí al<br />
que gobierna... y acaso yo también tenga... inexperiencia...<br />
y poca firmeza en el mandar.<br />
Esto lo dije lleno de confusión; y si no fuese<br />
por la hábil colocación de la luz, hubiese<br />
leído en la mirada del Padre -de aquel hombre<br />
tan confitado en hablar y tan rudamente viril<br />
por dentro- un menosprecio que apenas atenuaba<br />
la piedad. De todas las miserias en que<br />
puede caer el varón, sin duda al Padre le parecía<br />
la más vergonzosa el dejarse usurpar la autoridad<br />
por una hembra. ¡Con qué magnífico<br />
desdén se regocijaba entonces el Jesuita de<br />
haber renunciado a la unión conyugal, que así<br />
curte y reblandece las almas!<br />
-¿De manera -articuló precipitadamenteque<br />
usted no se encuentra capaz, dentro de su<br />
casa de hacer entrar en orden y en razón a su
hija, o al menos de impedirla que se ponga en<br />
ridículo... y que nos ponga en berlina a los demás?<br />
Ya no escogía términos el Padre. La desazón,<br />
el enojo y la pesadumbre le salían a borbotones<br />
por la boca.<br />
-¿En berlina? -pregunté dolorido a mi<br />
vez...<br />
-En berlina. Ya que ha llegado la ocasión<br />
de decir la verdad... me molesta, me contraría,<br />
me abochorna lo que está pasando... y, envenenado<br />
por la malicia, es imposible inferir qué<br />
proporciones tomará. He empleado cuantos<br />
medios están a mi alcance para que su hija de<br />
usted suprimiese ciertas demostraciones... inconvenientes,<br />
indiscretísimas. He puesto tasa a<br />
las confesiones y comuniones; he evitado toda<br />
aproximación, excepto las que me imponía mi<br />
santo ministerio; me he servido de mi autoridad<br />
espiritual para prohibir cuanto pudiese dar
pábulo a la maledicencia; he vedado el canto,<br />
porque desde que Argos cantaba, se fijaba mucho<br />
más en ella la atención; en fin, nada descuidé...<br />
y como no ha surtido efecto; como está<br />
cada día más revuelto aquel meollo; como he<br />
notado cosas que... que prueban la debilidad de<br />
su cerebro... como me la encuentro a... la pobrecilla...<br />
hasta creo que dentro de la faja... como se<br />
echa a llorar cuando me ve... como si no me ve<br />
me escribe y casi es peor... como ha dado en la<br />
tontería de regalarme pañuelos... y libros... y<br />
medallas de plata... que yo devuelvo, ya usted<br />
se lo figurará... ¡creo que ha llegado el instante<br />
de que usted venga en mi ayuda... y a la vez se<br />
ayude a sí propio. Porque si a mí me contraría<br />
¡bien lo sabe Dios! esta peripecia, a usted... ¡a<br />
usted debe de sacarle de quicio!<br />
Calló el Padre, y como si se encontrase fatigado<br />
reclinó el codo sobre la orilla del sofá, y<br />
la cabeza en el dorso de la mano cerrada.
¿Por qué mi pensamiento se convirtió entonces<br />
hacia ti, o mi adivinadora, mi maga, mi<br />
bruja, doña Milagros? Allí estaba la viva prueba<br />
de tu teoría, la clave de tu síntesis del mundo:<br />
aquel hombre que en actitud apesadumbrada<br />
tenía delante de mí: aquel hombre esclavo<br />
de una idea, vestido de negro, severo, inflexible,<br />
feo, casi viejo ya, era el Adán, el estrafalario<br />
Adán por quien una Eva romántica, incitada<br />
del demonio, desdeñaba el mundo, sus<br />
pompas y vanidades, y creía abrir las alas remontándose<br />
al cielo, cuando en realidad se precipitaba<br />
al abismo. La devoción de mi hija, sus<br />
rezos, sus delirios, sus penitencias, su olvido<br />
completo de la coquetería femenil, no eran, no,<br />
llamamientos de lo divino... Eran aquel hombre<br />
y nada más que aquel hombre... ¡Adán y Eva, el<br />
drama eterno del Paraíso!<br />
Sin embargo, en cierto respecto, el caso<br />
presente desmentía más bien que confirmaba<br />
las suposiciones de doña Milagros. Este Adán
no era Adán, en el sentido terrenal y profano de<br />
la frase: al contrario, representaba la victoria<br />
del ángel sobre el instinto del hombre. La reprobación<br />
de ciertas flaquezas; la altanera repulsión<br />
hacia ciertos pecados; el horror al cenagal<br />
de la concupiscencia, se pintaban tan claramente<br />
en las acentuadas facciones, en el ceño<br />
adusto y en los delgados labios desdeñosos del<br />
Jesuita, que me sugirieron una envidia extraña:<br />
envidié a las almas soberbias que ven el pecado<br />
en forma de humillación, y que, por poseer la<br />
naturaleza grandiosa del águila, llegan a adquirir<br />
la condición inmaculada del armiño. La protesta<br />
del ser espiritual y racional contra la materia<br />
impura hermoseaba tanto al padre, que se<br />
transfiguraban las líneas de su rostro, dándole<br />
cierta semejanza con un arcángel moreno... un<br />
arcángel muy casto... y semirrebelde. Ocurrióseme<br />
que la castidad, bella en la mujer, adquiere<br />
en el hombre, en quien tiene tanto de inesperada,<br />
un tinte majestuoso y sobrehumano.
El Jesuita se levantó de pronto, lo mismo<br />
que si le impacientase la prolongación de nuestra<br />
plática, y comprendiese que ningún fruto<br />
sacaría de ella.<br />
-En resumidas cuentas... ¿intentará usted...<br />
probará? Mire usted que la situación actual es<br />
insostenible -pronunció con tedio-. Por ahora,<br />
el cuentecillo no pasa de las sacristías; hay alguien<br />
que ha visto... que ha olfateado... pero aún<br />
no se divulgó por allí la especiota. Se divulgará<br />
bien pronto; ya sabemos lo que pasa. Es la teoría<br />
de la mancha de aceite.<br />
-¡Que vergüenza! -exclamé.<br />
-Sí por cierto... y añada usted, ¡qué responsabilidad!<br />
-agregó de un modo incisivo, paseándose<br />
agitado por la reducida salita-. Pues<br />
antes de que estalle la bomba... a recogerla. No<br />
ignora usted que aquí, lo mismo que en todas<br />
partes, existen unos papeluchos indecentes,<br />
órganos de las desmedradas logias locales, o
solo de la desvergüenza y la grosería de quien<br />
los escribe. Los tales papeluchos señalan con<br />
piedra blanca el día en que averiguan yerros<br />
como el de su hija de usted. Una señorita de<br />
buena familia, joven, hermosa, y un Jesuita...<br />
¡qué presa para esos sabuesos viles! Ya oigo sus<br />
ladridos irónicos; ya leo el suelto indigno, ya<br />
veo la asquerosa caricatura obscena... Ya me<br />
parece que las mejillas se me abrasan de rubor<br />
y que las manos me tiemblan, porque no pueden<br />
abofetear, como lo merecería, al miserable...<br />
-Y al expresarse así, el Jesuita se me venía<br />
encima, con las manos abiertas y en actitud de<br />
agarrar algo para deshacerlo-. ¡Tantos años pasados<br />
en rogar a Dios que aparte de mí hasta la<br />
sombra de una calumnia; tantos años de combate,<br />
tanta perseverancia en el ejemplo... expuestos<br />
a perderse por la insania de una... de<br />
una... de una pobre joven! ¡De cuantos deberes<br />
tengo que cumplir por obediencia, el único que<br />
me cuesta esfuerzo es este de confesar a mujeres!<br />
Lo cumplo, lo cumplo... ¡Pero si usted su-
piese lo que se sufre! No parece sino que el<br />
aliento de la mujer envenena el aire... En fin,<br />
don Benicio, ¿me promete usted sacar fuerzas<br />
de flaqueza? Se lo ruego por amor de Cristo<br />
sacramentado.<br />
-Padre -murmuré-, yo he de hacer cuanto<br />
sea posible; pero quien sabe si exagera usted<br />
algo nuestra desdicha. No me toca defender a<br />
mi hija en este caso; cuando usted dice que...<br />
que le molesta... que le acosa... cierto será...;<br />
pero tal vez sus intenciones no cederán en pureza<br />
a las de usted; acaso sólo por imprudencia,<br />
por exceso de celo, por fervor mal entendido,<br />
ha pecado María Ramona.<br />
El Jesuita se había vuelto a sentar, quedando<br />
en la sombra su rostro. Un ligero<br />
estremecimiento de su cuerpo respondió a mi<br />
frase, y, después, como violentándose, articuló:<br />
-Poco importa la intención al mundo, que<br />
ve las cosas por fuera. Yo le apercibo a usted,
en concepto de padre, porque, si no lleva a mal<br />
mis palabras sinceras, le diré que usted responde<br />
de esto que pasa... En mi ya largo ejercicio<br />
de confesor, he tenido a veces la desgracia de...<br />
de tropezar con mujeres... cuya cabeza regía<br />
mal; pero eran solteronas ya entradas en años,<br />
versos sueltos, por decirlo así, y no tenían las<br />
infelices quien las contuviese. ¡Una señorita tan<br />
joven y de las... condiciones... de su hija de usted...<br />
jamás se me atravesó en el camino...! Sólo<br />
una huérfana podría... No me haga usted creer<br />
que sus hijas están huérfanas... o que deberían<br />
estarlo.<br />
Sentí que la sangre se me arrebataba a las<br />
mejillas y tartamudeé:<br />
-¿Usted sabe que mi hija quiere entrar en<br />
un convento?<br />
-Su hija de usted... -contestó reposadamente<br />
el Padre...- Sí, su hija de usted; pero no su<br />
hija María Ramona, que es de la que hablamos.
-¿Eh? ¿<strong>Qué</strong>... qué dice usted?... María Ramona...<br />
Argos divina...<br />
-¡No señor! Pero ¿dónde vive usted? Veo<br />
que nuestra conversación era más necesaria de<br />
lo que yo mismo creía. ¡Válgame la Virgen santa!<br />
¿Es posible que hasta ese extremo dispongan<br />
de sí mismos los que de usted dependen,<br />
sin consultarle, sin enterarle siquiera? Don Benicio...<br />
¡la autoridad del padre es sagrada, procede<br />
de Dios! ¡El que no la sostiene y no la ejercita,<br />
renuncia a sus más santos derechos! ¡El<br />
que forma lazos y engendra familia contrae<br />
deberes; usted ha permitido que todo se subvierta,<br />
que todo se corrompa en su casa de usted!<br />
¡Lamento no haberlo conocido a usted antes,<br />
para repetirle sin cesar que quien manda,<br />
manda, y que mujeres entregadas a su albedrío<br />
no pueden dar al varón prudente sino amarguras!<br />
-¡No sé lo que me pasa! -exclamé ya aturullado-.<br />
¡Pero por Dios, acláreme usted el enig-
ma! ¿<strong>Qué</strong> sucede? ¿Cuál de mis hijas, si no es<br />
Argos, aspira a la vida monástica?<br />
-Virgos, como usted la llama... esa... esa será<br />
monja cuando yo sea obispo- y una pálida<br />
sonrisa jugó en los marchitos labios del Padre-.<br />
La que ingresará muy pronto en las Benedictinas<br />
de San Payo de Compostela, es... ¡increíble<br />
parece que usted lo ignore! Clarita, la segunda.<br />
-¡Clara!<br />
-La misma.<br />
-¡Clara!<br />
-¿De qué se asombra usted? Clara ve el<br />
mundo tal cual es... y no quiere vivir en él. Es<br />
también mi confesada: he combatido al principio<br />
su vocación, lo tengo por sistema invariable;<br />
pero un día tras otro la vocación ha resistido<br />
a mis ataques, y he llegado a aprobarla a<br />
alabar la resolución de la señorita. Su vocación
no es de esas arrebatadas, ardientes; no la produce<br />
ningún amoroso desengaño, ningún antojo<br />
o desarreglo del alma; ¡es una determinación<br />
madurada despacio, fundada en razones sólidas<br />
y en consideraciones que revelan juicio y<br />
discernimiento!<br />
-Clara vale mucho -exclamé entre afligido<br />
y lisonjeado.<br />
-Vale, vale... Piensa como un hombre -dijo<br />
indulgentemente el Jesuita-. Sabe que no ha de<br />
heredar grandes bienes de fortuna, ve que pasa<br />
tiempo y no la han pretendido aquellos jóvenes<br />
a quienes podría aceptar y con quienes podría<br />
ser una buena esposa; no quiere ni imaginar<br />
bodas con un hombre desagradable, que la repugne;<br />
cree, y no se engaña, que si el matrimonio<br />
encierra felicidades, también trae consigo<br />
grandes penas, y, por último en la imaginación<br />
de su hija de usted ha labrado huella el espectáculo<br />
de la incesante fecundidad de su madre,<br />
al verla sufriendo siempre, siempre encinta,
siempre con el comadrón a la puerta y, por último,<br />
el verla morir como murió... En fin -<br />
pronunció el Jesuita con voz mordiente-, la han<br />
asustado ustedes. Clara es de complexión tranquila,<br />
amiga del reposo, de la vida regular y<br />
metódica, de las horas fijas de la paz, de la calma,<br />
de la dignidad. En las Benedictinas estará<br />
como en su centro. La regla no es estrecha; el<br />
convento tiene una huerta preciosa.<br />
Miraba yo al Padre, atónito y subyugado<br />
ante aquel hombre que me hablaba por primera<br />
vez, y conocía mejor que yo los propósitos, el<br />
corazón y el carácter de mis hijas.<br />
-Debe usted -añadió- alegrarse mucho del<br />
monjío de Clara. En el convento será dichosa:<br />
los embates y las luchas del mundo no llegan<br />
allí. Usted no tendrá que pensar en dote...<br />
-¡Eh!
-Nada: la dota su padrillo, el Penitenciario<br />
de Lugo...<br />
Yo me cogía con las manos la cabeza.<br />
-¡Estoy soñando! Clara... ¡mi Clarita! ¡Pero<br />
si nada me ha indicado; si hace la vida normal;<br />
si se arregla, se adorna, ríe, pasea con sus otras<br />
hermanas! Buena cristiana, sí; pero no se come<br />
los santos... ¿Está usted cierto, Padre? ¿Está<br />
usted cierto?<br />
-Sí, señor... No se lo diría a usted a no estar<br />
certísimo. Ahora llega usted a su casa, y se lo<br />
pregunta a ella misma... En fin, para ser francos<br />
del todo, señor de Neira... Clarita me ha dado la<br />
comisión de enterarle a usted. No se atrevía... y<br />
contó conmigo para este encargo. Ya lo desempeñé...<br />
Ruego a usted que lo tome como se deben<br />
tomar cosas que ni nos perjudican ni nos<br />
avergüenzan. Pero que por Clara no se le olvide<br />
a usted María Ramona. Clara marcha bien. ¡A<br />
la otra, si tiene usted carácter!...
¡Carácter, carácter! ¡Que pronto se dice eso,<br />
Padre Incienso de mi vida! ¡Quisiera yo que<br />
hubiese sido casado treinta años con doña Ilduara<br />
Pimentel... y ya veríamos en qué paraban<br />
sus fueros y sus bravezas! El manso gato casero<br />
no es el tigre, y el Jesuita no es el marido... Por<br />
el camino, desde la residencia a mi casa, combiné<br />
unas entradas terribles, unas catilinarias<br />
de papá fiero... y al abrirse la puerta aparecer<br />
las chiquilladas, sólo supe decir:<br />
-Hijas, ¿está la cena? Vengo muerto de debilidad.<br />
Y cuando Clara, un poco humedecidos los<br />
ojos, se me colgó del cuello, todo lo que pude<br />
exclamar fue: -¡Ay Clarita! ¿Que debía yo<br />
hacerte? ¿De cuando a acá a los padres los enteran<br />
los extraños?<br />
12
Me había ordenado en el confesonario el<br />
Padre Incienso que procurase no estar nunca,<br />
nunca a solas con mi peligrosa amiga; y deseoso<br />
de obedecer al pie de la letra, no hallé medio<br />
de enterarla de lo referente a Clara y Argos y<br />
consultarla para que su incomparable talento<br />
me guiase y alumbrase; porque yo no sabía qué<br />
hacer, ni cómo echarle a Argos dobles llaves y<br />
triples cerrojos a fin de que dejase vivir a la<br />
gente.<br />
Pasado el alboroto de los primeros instantes,<br />
se me figuraba que hubiese podido acercarme<br />
a doña Milagros, oír su habla graciosa y<br />
disfrutar de su compañía, sin que se desmandase<br />
ningún instinto inferior, ni apareciese ninguna<br />
forma baja e indigna del acendrado afecto<br />
que me inspiraba aquella mujer seductora. Ni<br />
aun me explicaba cómo habían podido desencadenarse<br />
en mí los malos impulsos. Esperaba<br />
no reincidir; en lo sucesivo con agravios a la<br />
señora, al par que un cariño hondo, un delicado
espeto, el que merecía por sus virtudes. Virtudes<br />
he dicho, y no me retracto: rabien los lenguateros<br />
de la Sociedad de Amigos: el caso de<br />
Sobrado estaba ahí: yo tenía pruebas. El figurarme<br />
a doña Milagros honesta, legal, incólume,<br />
fidelísima, me tranquilizaba; depurábase<br />
mi cariño, y se calmaba mi espíritu contristado.<br />
Siguiendo otro consejo del Padre, avisé al<br />
médico para saber ante todo lo que procedía<br />
hacer con Argos, y cómo asistir a tan rara enferma.<br />
Y mientras ella estaba en el templo, y las<br />
mayores de paseo con la comandanta, y las<br />
chiquitas jugaban bajo los soportales, custodiadas<br />
por la niñera y por Visanté. Moragas acudió,<br />
dándose por enterado aun antes de que yo<br />
le expusiese el caso.<br />
-Su hija de usted -me dijo- hace tiempo que<br />
me llama la atención. Es cosa notable: una imaginación<br />
servida por órganos... y también perturbada<br />
por algunos. Va usted me conoce: ya<br />
sabe mi manera de pensar... Pero no seré yo
quien incurra en la vulgaridad de echar a la<br />
religión culpas que no tiene. Argos ha nacido<br />
con una fantasía exaltadísima, candente, rica,<br />
dominadora, y tendencia a dramatizar la vida.<br />
Es, por vocación, actriz y neurósica por temperamento.<br />
En esta clase de naturalezas, a veces<br />
se desliza la niñez y parte de la juventud sin<br />
revelar lo que late, porque faltó el móvil, la sacudida<br />
inicial. Móvil ha sido para Argos la<br />
muerte de su madre y las escenas que precedieron<br />
y siguieron a esa muerte. Cuando su difunta<br />
señora de usted cogió en brazos a la niña y<br />
amagó arrojarla por la ventana; cuando Argos<br />
echó a llorar conociendo que su madre se moría;<br />
cuando al verla se quedó cortada, sin llanto;<br />
cuando luego se abrazó al cadáver se arrodilló<br />
delante del Crucifijo, fue sufriendo otros tantos<br />
embates que la desequilibraron.<br />
-Pero... -murmuré, sin comprender bien-.<br />
¿Usted cree que está la niña... transtornada?...<br />
-Enferma; diga usted enferma.
-¿Loca? -interrogué como si sollozarse.<br />
-¿<strong>Qué</strong> adelantaríamos con poner rótulos? -<br />
exclamó don Pelayo-. Las fronteras de la locura<br />
están por deslindar; y casi inexplorado el terreno<br />
que limitan. Hay locos de un minuto, locos<br />
de una hora, de un día, de un año, de diez...<br />
Nadie se muere sin el cuarto de hora de locura.<br />
La razón nuestra no es una lámpara fija, inalterable,<br />
resguardada por un globo de vidrio sino<br />
una antorcha agitada por el viento...<br />
Como no callase. Moragas volvió a tomar<br />
la ampolleta:<br />
-No se figure usted que lo de Argos es cosa<br />
nunca vista. Al contrario: la exaltación nerviosa<br />
es un mal característico del sexo. Tampoco<br />
piense usted que me parezco a esos que creen<br />
que hay dos medicinas, una para la mujer y<br />
otra para el hombre. Si el padecimiento de su<br />
hija de usted se presenta más a menudo en la<br />
mujer o casi exclusivamente en ella, no es tanto
por diferencias de organización, como por las<br />
de educación y vida social. El varón que nace<br />
dotado de esa ardiente fantasía, de esa sensibilidad<br />
que notamos en Argos, tiene mil modos<br />
de emplearlas: el estudio, el arte, el trabajo, la<br />
distracción, la multiplicidad de las relaciones<br />
exteriores... y... no se asuste usted... el amor<br />
real.<br />
-¡Señor de Moragas! -exclamé-. No entiendo...<br />
Hábleme usted como a un ignorante que<br />
soy: dígame en qué consiste la enfermedad de<br />
mi hija y cómo se cura.<br />
-A eso voy... ¿Se acuerda usted de un refrán<br />
que dice: carrera que no da el potro, en el<br />
cuerpo se le queda?<br />
-Lo cual significa...<br />
-Que como la mujer no puede dar carrera<br />
ninguna... a no ser que la dé para perderse... se<br />
le va almacenando dentro, en los sentidos, en el
cerebro, en el corazón, toda esa fuerza... y, en<br />
ciertas organizaciones, se produce fatalmente la<br />
explosión... ¿Todavía no me ha entendido usted?<br />
-De suerte que las muchachas vienen a ser<br />
así... como una bomba de dinamita bien cargada,<br />
y que al menor contacto, al menor sacudimiento...<br />
-No las muchachas todas... pero sí algunas<br />
muchachas... bastantes muchachas... las que<br />
poseen en alto grado ciertas facultades no logran<br />
atrofiarlas con la vida pasiva a que las<br />
costumbres y las instituciones condenan a la<br />
mujer. ¡Pobrecillas! ¿<strong>Qué</strong> quiere usted que<br />
hagan, don Benicio?<br />
-¿<strong>Qué</strong>? -exclamé-. ¡Lo que hicieron siempre...<br />
lo que hizo mi santa madre! Mucho coser...<br />
mucho rezar... en casita... y querer a su<br />
marido y a sus hijos!
Cuando expresaba estas opiniones tan<br />
cuerdas, pareciome que la sombra de Ilduara,<br />
irritada y fatídica, lívida de color, cruzaba por<br />
delante del vidrio azul de la galería -porque en<br />
la galería pasaba esta plática-. Y sobre el cirio<br />
amarillo, como bañada en luz de oro, apareciose<br />
doña Milagros. Ninguna de aquellas dos<br />
mujeres, tan diferentes entre sí -las dos a quien<br />
yo había querido-, se asemejaba a mi madre en<br />
lo más mínimo. Entonces pensé que tal vez suceda<br />
con las mujeres lo que con los hombres, y<br />
lo que es bueno para unas sea para otras ominoso<br />
y detestable. El Doctor, entre tanto, alisando<br />
su blanco cabello rizoso, estirando sus<br />
níveos puños, derecho y engallado, sonreía<br />
maliciosamente.<br />
-Me parece que no está usted conforme,<br />
señor de Moragas -añadí al notar su buen<br />
humor.<br />
-No... lo que pasa es que se me figura que<br />
hablamos dos idiomas diferentes, y que por
este camino no podremos entendernos jamás.<br />
Con el fin de que nos entendamos en lo indispensable,<br />
en lo referente al tratamiento de su<br />
hija de usted, sólo le ruego que se haga cargo<br />
de una cosa: que para querer al marido y a los<br />
hijos hay que empezar por tenerlos... y que acaso,<br />
si Argos los surgiese, no descarrilaría. ¿Puede<br />
usted casarla? ¿No? ¿Entonces, cómo quiere<br />
usted que realice el tipo ortodoxo de la hembra<br />
de nuestra especie?<br />
Según hablaba Moragas, pensé en mí mismo,<br />
y vi con extraña lucidez que yo, yo en persona,<br />
Benicio Neira, sí que realizaba el tipo señalado<br />
como ortodoxo para la mujer. Empapado<br />
en las ideas de mi madre acerca de la organización<br />
monárquico-absoluta de la familia, y<br />
no pudiendo plantearlas porque mi esposa no<br />
se había sometido a mí, las había planteado<br />
sometiéndome yo a ella y viviendo única y exclusivamente<br />
para mis funciones de esposo y<br />
padre. No había cosido, es cierto; pero otros
oficios domésticos que, en mi opinión, incumben<br />
a la mujer, los había aceptado en ocasiones<br />
dócilmente. Una llamarada de rubor me encendió<br />
el rostro; no estaba seguro de mi virilidad;<br />
parecíame sentir alrededor de mi cuerpo crujido<br />
de enaguas. Por fidelidad a mis ideas tradicionales,<br />
¿habría yo sido en mi casa el hembro?<br />
¿Tal vez quien no sirve para amo es necesariamente<br />
esclavo?<br />
-Señor de Moragas -dije en alta voz y sin<br />
fe- que yo sepa, no piensa en amores mi hija.<br />
Trátase de una monomanía mística; si algo tememos<br />
es que se nos meta monja.<br />
-Señor de Neira -respondió el doctor-, yo le<br />
aseguro a usted que no hay tal, y su hija está<br />
perturbada en el terreno amoroso. La congestión<br />
de la fantasía ha parado en eso; y cuando<br />
lo digo, tengo mis razones. La he examinado<br />
atentamente; pero no atribuya usted este rasgo<br />
mío a perspicacia, no; la malicia se ha adelantado<br />
a la ciencia, y corren voces por ahí...
-¿<strong>Qué</strong> voces? -exclamé alteradísimo.<br />
-Las que nunca faltan... Las de los innumerables<br />
chismosos de cada pueblo.<br />
-Pero... ¡Dios mío! ¿Con quién? Argos...<br />
Moragas tecleó en la pechera.<br />
-Es difícil mi situación. La de usted también.<br />
Hay otra situación peor todavía: la del<br />
hombre que, obligado a evitar, no ya el pecado,<br />
sino hasta la apariencia de él; más sujeto dentro<br />
de su sotana a las vírgenes dentro de su blanco<br />
traje; forzado, sin embargo, a tratar con mujeres,<br />
a oír sus íntimos secretos, a ser, como ellas<br />
dicen, su director espiritual, su confidente, su<br />
amigo, ve a alguna de esas mujeres -de cuya<br />
conducta, en cierto modo, es responsable- caer<br />
en el abismo de la pasión imposible, absurda,<br />
reprobada, sin finalidad. ¿<strong>Qué</strong> se hace en casos<br />
así?
No dijo más Moragas, ni era preciso para<br />
que yo comprendiese que sus noticias confirmaban<br />
enteramente las del Padre Incienso. Y la<br />
aflicción, la paternal humillación que sentí fueron<br />
tales, que se me saltaron las lágrimas. Por<br />
primera vez, de mi vida apreciaba uno de los<br />
aspectos terribles de la solidaridad entre padres<br />
e hijos: la responsabilidad que nos toca en el<br />
mal que no hemos cometido, como autores del<br />
autor de ese mal.<br />
La mano del doctor se apoyó en mi hombro.<br />
-¡Ánimo! ¡Ea! ¿<strong>Qué</strong> es eso? Alégrese usted<br />
de la persona en quien recae el extravío de Argos;<br />
esté usted cierto que no abusará de él.<br />
¿Quiere usted saber más? Vamos, yo le voy a<br />
decir todo... siempre que prometa tener valor.<br />
-Lo tengo -respondí-; sólo que lo que atañe<br />
a mis hijas, en esto de la honra, es lo único que<br />
me aplana... Pero diga usted... diga.
-Pues allí va... Conviene que usted sepa<br />
que él mismo fue quien me avisó de... de la enfermedad<br />
de Argos.<br />
-¿Él?<br />
-Sí... el director... Y mire usted... yo, el médico<br />
empecatado, el librepensador empedernido,<br />
tengo que reconocer que el diantre del Jesuita<br />
se porta como hombre de bien... y además<br />
como hombre experto. Rayó a gran altura de<br />
discreción. Díjome que sabiendo que soy el<br />
médico y el amigo de la casa, se creía en el deber<br />
de llamarme la atención respecto al estado<br />
de salud de Argos... Me rogó que me fijase en<br />
ciertos fenómenos y síntomas, y diome a entender<br />
que, entre las manifestaciones de la enfermedad<br />
de su hija de usted, había algunas<br />
que rebasaban del límite de aquellas que la<br />
medicina puede combatir... Añadió que, por su<br />
profesión y ministerio, estaba habituado a ver<br />
casos semejantes, y que, hecho a diferenciar los<br />
verdaderos llamamientos de Dios de las ilusio-
nes que se forja la fantasía humana, no atribuía<br />
gran valor a ciertas cosas... extraordinarias...<br />
peregrinas... que le ha referido Argos, y las<br />
consideraba síntomas de un estado de perturbación<br />
causado por la muerte de su madre...<br />
Callé. Algo ardiente me quemaba el rostro.<br />
Al fin, pude preguntar:<br />
-Y... ¿qué síntomas raros son esos... de que<br />
habló el confesor de mi hija?<br />
-Los hubiese yo podido relatar antes de<br />
oírle a él y de verla a ella... La agitación moral;<br />
la alteración funcional del sueño y de la comida,<br />
que ella toma por devoción, diciendo que<br />
ayuna al traspaso cuando deja transcurrir un<br />
día entero sin probar alimento; la insensibilidad<br />
al frío, que la permite pasarse la noche en camisa,<br />
rezando; el buscar el mismo frío para calmar<br />
el ardor de la piel, echándose sobre el santo<br />
suelo; y, por último, algo alarmante: las alucinaciones...<br />
Del oído: su hija de usted, a cada
momento, cree oír la voz del Padre que la ordena<br />
que haga esto, aquello o lo de más allá...<br />
De la vista: su hija de usted cree que a ciertas<br />
horas se aparece a su lado. El Padre... y siempre<br />
de pie, y al lado izquierdo siempre... Pues aún<br />
hay más... ¡Hay más! Voy a enterarle de una<br />
cosa que usted no sabe, y... vamos... cosa peliaguda...<br />
Argos se alabó de tener... ¡ahí es nada!<br />
una llaga milagrosa en la frente... como una<br />
santa... ¡no sé cuál! usted recordará mejor.<br />
Retrocedí, mirando espantado al médico.<br />
-No se asuste... Oiga con calma... En efecto...<br />
la frente... ¿no se ha reparado usted que la<br />
llevó vendada algunos días? La frente de su<br />
hija de usted... ha sudado sangre.<br />
Mi palidez, mi susto, fueron tales que sobresaltaron<br />
a Moragas. Sentí un estremecimiento<br />
que bien <strong>puedo</strong> calificar de terror sagrado:<br />
aquel escalofrío de que habla Job, que entre las<br />
nocturnas tinieblas heló en sus venas la sangre
y erizó sus cabellos, vino a resbalar, como un<br />
hálito de tumba, sobre mi rostro que la angustia<br />
bañó en sudor glacial. Mis cincuenta años de fe;<br />
las creencias mamadas con la leche y enraizadas<br />
en el corazón; todo aquel fondo de catolicismo,<br />
que yo ignoraba a veces, pero que no<br />
por eso dejaba de regir mi conciencia, mis sentimientos<br />
y mis actos, se condensó en un solo<br />
grito, en una exclamación venido del alma:<br />
-¡¡Jesús!!<br />
Y Moragas, cogiéndome del brazo y apretándomelo<br />
con sobrehumana energía, respondiome:<br />
-No es Jesús, no... Le hablaré a usted, no<br />
como habla el médico, sino como hablaría el<br />
mismo Padre Incienso si usted le consultase...<br />
Jesús debe de complacerse en la pureza; Jesús<br />
debe de aborrecer la amalgama de la pasión<br />
humana y profanísima, con las formas castas y<br />
místicas de la caridad... No es el dedo de Jesús
el que abrió en la frente de Argos esa llaga. Es<br />
la circulación alterada por los fenómenos histéricos,<br />
y que, congestionando un punto cualquiera<br />
de la epidermis, lo hincha hasta que<br />
rompe la piel y sale la sangre por allí... Es un<br />
fenómeno característico de la enfermedad, que<br />
combatiremos por medios racionales... Tan natural<br />
es eso, como el sangrar por las narices...<br />
No corre peligro la vida... Lo que sí peligra es la<br />
fama, es la consideración de su hija de usted.<br />
¡Ya empieza a susurrarse...! ¿Sabe usted quiénes<br />
lo llevan y traen, quiénes lo propalan? Esas<br />
beatuelas, esas ratas de sacristía, esas diletantes<br />
del confesonario, que tienen de ella... ¿cómo me<br />
explicaré? una especie de celos... sí, de celos.<br />
Zoe Martínez Orante, Paciencia Borreguero,<br />
Ragaladita Sanz, han sido las primeras en notar<br />
ciertas tonterías de Argos... y en comentarlas<br />
con frases de emponzoñada miel. Yo <strong>puedo</strong><br />
atender al cuerpo: a la reputación, solo usted<br />
puede.
-¡Dios mío! -murmuré lleno de aflicción-.<br />
¡Dios piadoso! Bastante es para un hombre,<br />
señor de Moragas, cuidar de su propia conciencia,<br />
de su reputación propia; celar su honradez<br />
y librarla de manchas feas... ¡La reputación de<br />
los hijos debiera ser sagrada! Sagrada, sí; los<br />
que atentan a ella proceden como infames...<br />
¡Ah! ¡Que no haya castigo para estos delitos!<br />
¡Mi hija desconceptuada! ¡La pobrecilla, que<br />
ignora tal vez su estado; que se cree inspirada<br />
por el cielo!<br />
-Así es. Ella tiene en esto la misma responsabilidad<br />
que tendría si la saliese un tumor, o la<br />
doliesen las muelas. En fin, no amontonarse.<br />
Calma, mucha calma, calma sobre todo. Voy a<br />
poner un directorio en regla: usted se obliga a<br />
que lo observe la muchacha, y sobre todo, no<br />
me la deja ir a la iglesia... ¡ni a otros lugares de<br />
perdición...! Y dentro de dos o tres meses, según<br />
esté Argos, nos la llevamos a la Erbeda a
eber leche y desgranar maíz. Campo, aire,<br />
libertad, sueño, comida. Salud segura.<br />
La tarde de este mismo día, entrome un escozor<br />
de comprobar por mí personalmente la<br />
verdad de las afirmaciones de Moragas y saber<br />
si, en efecto, la honra de mi hija andaba en lenguas.<br />
Se me figuraba -y no iba descaminadoque<br />
sólo con acercarme a la Sociedad de Amigos,<br />
<strong>leer</strong>ía en los rostros la calumnia. Resuelto a<br />
observar, emboceme en mi capa y me fui a la<br />
Sociedad, a la hora en que sabía yo que se esgrimían<br />
las tijeras y el cuchillo.<br />
Así que entré, pude comprender que, en<br />
efecto, allí se murmuraba, y lo que más que<br />
demostró que se hablaba de personas para mí<br />
queridas, fue que, al llegar yo se estableció de<br />
súbito en el corrillo embarazoso silencio. Como<br />
si mi presencia les hubiese echado una rociada<br />
de agua glacial, callaron y sorprendí codazos,<br />
gestos, miradas expresivas que decían con elo-
cuentísimo lenguaje: «Ahora no podemos continuar.<br />
Hay papel de estraza. A otro asunto».<br />
Entonces sentí un impulso que no había<br />
notado jamás en mis cincuenta años de vida<br />
esencialmente pacífica. Fue como una remoción,<br />
en lo profundo de mí, de todos los instintos<br />
animales y sanguinarios de que no carece<br />
ningún hombre. Fue un deseo vivo, ardiente,<br />
incoercible, de destruir, romper, ahogar, hacer<br />
trizas. Sí; gustoso, gustosísimo, hubiese cogido<br />
a todas aquellas gentes y las hubiese retorcido<br />
entre mis flacas manos como se retuerce la ropa<br />
mojada. Una visión horrible me pasó ante los<br />
ojos: pareciome ver a mi hija, a mi niña querida,<br />
al pedazo de mis entrañas; pero verla... ¿cómo<br />
lo diré sin que se manche mi boca?, despojada<br />
de los ropajes que velan el pudor, tendida, pálida,<br />
exánime, sobre una losa de mármol; y las<br />
miradas de aquella gente maldita se clavaba en<br />
ella, escudriñaban su hermosura, la registraban<br />
ávidos e impúdicos, la profanaban... ¡Ah! ¡<strong>Qué</strong>
tentación, repito, de lanzarme a ellos y despedazarles!<br />
Acordeme de la gallina, que a pesar<br />
de su mansedumbre, se eriza y enfurece para<br />
defender a su progenitura. ¡Yo me volvía león!<br />
Algo extraño debía de notarse en mi gesto,<br />
para que Mauro Pareja, el Abad, mirándome<br />
fijamente, me cogiese de un brazo y me llevase,<br />
como en animosa demostración, hacia el cierre<br />
de cristales que daba al mar, en el salón de lectura.<br />
-Don Benicio... ¿qué le pasa a usted? -<br />
preguntome-. Parece que está usted así... como<br />
inmutado.<br />
-No sé... -murmuré apenas repuesto de la<br />
horrible impresión- No sé... ¡Déjeme usted ahora...<br />
aguarde un poco...!<br />
Y de pronto, encarándome con él:
-Mire usted, don Mauro.. usted es amigo<br />
mío... usted me aprecia; digo, yo creo que me<br />
aprecia. Deme usted una prueba de amistad:<br />
una sola.<br />
-Diga usted... ¿De qué se trata?<br />
-Pero no ha de engañarme usted.<br />
-¡Si no sé que es ello! -exclamó cada vez<br />
más sorprendido. Al ver mi angustia, añadió:<br />
-En fin, bueno... se lo prometo a usted. Explíquese.<br />
-Pues dígame, ¡pero con verdad! de qué<br />
hablaba esa gente cuando yo entré, y por qué<br />
callaron de pronto.<br />
Mauro Pareja reflexionó breves instantes.<br />
Vi en su rostro señales de perplejidad. Al fin,<br />
enarcando las cejas:<br />
-¿Me promete no sulfurarse?
-Haré lo posible... Venga... Espero.<br />
-Después de todo, si se sulfurase usted, valiente<br />
tontería... Cuando no se trata de personas<br />
que a uno le tocan muy de cerca...<br />
-No entiendo... ¡No entiendo!<br />
-¡Vamos... oiga...! Como usted es tan amigo...<br />
-y Mauro recalcó la frase- del comandante<br />
de Otumba... y como se hablaba del escándalo...<br />
del escandalito monumental...<br />
te...<br />
-¿<strong>Qué</strong> escándalo? -interrogué.<br />
-¡Hágase usted de nuevas! Lo del asisten-<br />
-Del... ¿del asistente?<br />
-¡Vamos! ¡Conmigo no sirven disimulos!<br />
Ese asistente tan buen mozo... ¡Pues es un grano<br />
de anís!... Usted me decía que las murmuraciones<br />
contra doña Milagros no tomaban forma
nunca... Ya la han tomado... ¡y muy gallarda! Si<br />
yo soy mujer, creo que por un chico tan guapo...<br />
Aunque... francamente... la clase... la... ¡Digo,<br />
si doña Milagros no tiene el mismo aristocrático<br />
abolengo que el Vicente!<br />
Apoyeme en la vidriera. Me caía. El mar<br />
dio vueltas y el cielo también. Entreoí que dijo<br />
Mauro Pareja:<br />
-Pero, ¡qué rábanos, don Benicio!.... ¡Se nos<br />
va usted a desmayar como las mujeres!<br />
¡Oh Dios, autor nuestro; Dios que sacaste<br />
de la nada esta hermosa bola verde-mar y color<br />
de chocolate, que gira por el espacio azul llevando<br />
en su seno tantas maravillas de la naturaleza,<br />
de la civilización, del arte y de la industria!<br />
¡Oh Dios, que cuentas entre tus atributos la<br />
13
universal presciencia y la suprema sabiduría;<br />
Dios, que todo lo haces con número, medida y<br />
peso; Dios, que enlazas a la causa el efecto y<br />
derivas el fenómeno del noúmeno; Dios, que<br />
sólo puedes tener por divisa la armonía y la<br />
lógica inflexible; Dios, que te propusiste un<br />
plan, y en ese plan simbolizaste la razón suma...!<br />
¿Por qué dividiste a la humanidad en dos<br />
sexos?<br />
¡Te hubiese sido tan fácil, Señor, al formar<br />
al ser humano, constituirle de suerte que no se<br />
encontrase descabalado y solo, y no le apremiase<br />
sin cesar el impulso de reunirse con la otra<br />
mitad de la naranja, a riesgo de tropezar en vez<br />
de medio fruto dorado y deleitable, media venenosa<br />
poma! Este estímulo: esta sed, menos<br />
material que psicológica; este desasosiego, esta<br />
inquietud, estas rabias y dolores que nos atarazan<br />
el espíritu, ¿por qué, Señor, por que nos las<br />
impusiste a nosotros, efímeras criaturas de una<br />
hora, destinadas ya a tantos sufrimientos? ¿Por
qué condenaste al amor a los que ya estaban<br />
condenados al trabajo y a morir?<br />
Todavía, Señor, comprende mi flaca inteligencia<br />
que esa ley amorosa nos obligue durante<br />
el período indispensable para que no se extinga<br />
la especie humana: todavía me avengo, de buen<br />
grado, a que por instantes se alborote y escalabrine<br />
el barro vil de nuestro cuerpo; pero el<br />
alma, Señor; la porción inmaterial y purísima,<br />
que guarda en sí la centella divina de su origen,<br />
¿no valdría más que se mantuviese libre y tranquila,<br />
en plácido sosiego, dedicada sólo a contemplarte,<br />
a admirar tu grandeza y a esperar el<br />
momento en que Tú la recojas?<br />
¡Porque en efecto, Señor, para los fines de<br />
la conservación de nuestra especie, corto tiempo<br />
bastaría; y los que han llenado -tal vez con<br />
exceso- el deber de impedir la extinción de la<br />
raza humana -verbigracia yo- deberían -así como<br />
al jornalero se le otorga descanso cuando ha<br />
cumplido su tarea- encontrar el reposo y la
calma del corazón y de las potencias, y dominar<br />
con serena sonrisa la lucha de las pasiones!<br />
¡Lo has querido así, Señor... y sin comprender<br />
tu voluntad, la respeto! Has dispuesto<br />
que, atraídos sin cesar por el sexo contrario, sin<br />
cesar también, si hemos de acatar tus leyes, lo<br />
evitemos, lo huyamos, elevemos barreras entre<br />
él y nosotros. Y procuramos hacerlo para servirte.<br />
Pero tómalo en cuenta, Señor... porque si<br />
es fácil, sobre todo cuando se han calmado los<br />
hervores de la mocedad, huir de un cuerpo que<br />
la ilusión nos representa divino... ¡es casi imposible<br />
apartarse de un alma en quien teníamos<br />
cifrada nuestra espiritual delicia!<br />
Si hubiesen podido tomar forma mis atropellados<br />
pensamientos -al volver de la Sociedad<br />
de Amigos llevado del brazo por Mauro<br />
Pareja-, creo que sería muy análoga a la de los<br />
párrafos anteriores. Bajo la impresión de la bochornosa<br />
nueva; en medio del dolor que me<br />
aplanaba y casi me embrutecía, mi imagina-
ción, excitada por acontecimientos recientes,<br />
alzaba líricamente su vuelo para preguntar a la<br />
Providencia la razón de ser del perpetuo conflicto<br />
entre las pícaras mujeres y los bellacos de<br />
los hombres. En aquella triste hora de desengaño<br />
y vergüenza, creía verlo todo claro: el fundamento<br />
de las desconfianzas de mi esposa; su<br />
perspicacia al rastrear la condición de la comandanta<br />
de Otumba; la razón suficiente de<br />
mis defensas y de mis caballarescos arrechuchos;<br />
el móvil conducta al confiar mis hijas a<br />
doña Milagros; el verdadero carácter de semejante<br />
mujer, buena y sencilla en apariencia, en<br />
realidad impúdica y torpe como las romanas<br />
emperatrices...<br />
Porque, señores, sólo con una emperatriz<br />
romana, de las que entronizaban momentáneamente<br />
a sus esclavos, se me ocurría<br />
comparar a la inicua, a la falsa, a la perversa...<br />
Pensando estoy, lector y juez mío, que al<br />
llegar aquí dirás: pues hombre ligero de cascos,
mal pensado y tornadizo, ¿cómo das tan fácilmente<br />
crédito a la más ofensiva de las imputaciones<br />
que contra esa señora se formulan, mientras<br />
desdeñabas, con olímpico desdén, otras<br />
hipótesis por cierto estilo menos infamantes y<br />
aun algo creíbles?<br />
Es muy cierto, y yo también reflexioné sobre<br />
esta anomalía, y vine a deducir que, como<br />
sucede con todas las cosas del mundo, lo creí...<br />
no porque me lo dijesen, sino porque instintivamente<br />
ya lo creía antes, desde el mismo día<br />
en que doña Milagros me expuso aquella célebre<br />
teoría acerca de nuestros primeros padres, y<br />
después me llevó a la cocina para enseñarme<br />
cómo había encontrado la perla de los servidores...<br />
Mi movimiento de repulsión al notar la<br />
arrogante presencia de Vicente; el impulso profanísimo,<br />
inesperado, que sentí en la antesala,<br />
no habían sido más que avisos, intuiciones de<br />
unos celos que aún no se conocían a sí propios.
A primera vista yo no había podido definir ni<br />
precisar lo que temía, porque me engañaba la<br />
desigualdad de condición social entre la señora<br />
y el mozo valenciano... Pero, bien mirado,<br />
¿dónde estaba semejante desigualdad? Doña<br />
Milagros (bien lo decía Ilduara) pertenecía al<br />
pueblo por los cuatro costados. La sobrina de la<br />
tomatera de Chipiona no tenía por qué hacer<br />
ascos, como no fuese por virtud, al soldado<br />
raso, hijo tal vez de algún honrado labriego de<br />
la ribera, y no inferior a su ama ni en origen, ni<br />
en principios. El mismo encanto de doña Milagros;<br />
la simpática espontaneidad, la frescura de<br />
sentimientos, la sinceridad, la abnegación, la<br />
completa ausencia de esas pretensiones ridículas<br />
y mezquinas que afligen a la mesocracia,<br />
bien podía poseerlo Vicente, como poseía una<br />
belleza noble y varonil que los caballeros ¡ay de<br />
mí! le envidiábamos.<br />
Pensando en esto, casi se me saltaban las<br />
lágrimas de rabia y despecho. No ha de llamar-
se celos lo que yo sentía, entonces. Era más bien<br />
un remordimiento doble y agudo; el de haber<br />
ofendido y abreviado la vida a la buena esposa,<br />
el de haber confiado mis hijas a semejante mujer.<br />
¡Ah, todo se acabaría, todo! La ruptura de la<br />
amistad sería completa, irremediable y pública;<br />
prefería dar, como suele decirse, mi brazo a<br />
torcer, reconocer tácitamente que había sido un<br />
bolo y vivido en el más risible engaño, a fin de<br />
extirpar de una vez aquella mala hierba enraizada<br />
ya en mi hogar!<br />
«La extirparé, quien lo duda» -afirmaba<br />
entre mí-. Pero al mismo tiempo, cierta vocecilla<br />
desalentada y mofadora decía también allá<br />
en los últimos pliegues de mi conciencia: «No<br />
la extirparás, porque te faltará valor. Tú eres<br />
hombre que ha soportado el destino, pero no lo<br />
ha dirigido y dominado nunca. Tú tienes de<br />
varón sólo la forma: tu espíritu es pasivo, dócil;<br />
por el cauce que le abren, se desliza; no sabe<br />
rebelarse y arrostrar los obstáculos. Tu política
es la política de los aplazamientos y de las contemporizaciones;<br />
tu ética, la resignación; en tu<br />
niñez sólo aprendiste a sufrir, sólo viste ejemplos<br />
de mansedumbre y paciencia; el resorte de<br />
tu carácter está roto; no te erguirás; seguirás<br />
consintiendo que una mujer liviana haga de<br />
madre de tus hijas, y ocupe el lugar de la intachable<br />
señora a quien mató...». ¡Porque hasta de<br />
asesinar a Ilduara acusaba yo entonces a doña<br />
Milagros!<br />
Con tan negras vacilaciones entraba, del<br />
brazo del Abad, bajo los soportales de la plaza<br />
de Marihernández, paseo muy concurrido en<br />
los días de lluvia -aunque por lo general estuviesen<br />
más húmedos que la misma plaza-.<br />
Mauro Pareja, que me sostenía, preguntome<br />
cortésmente:<br />
-¿Se encuentra usted mejor?<br />
-Gracias, mucho mejor fue encuentro... No<br />
acostumbro padecer estos vahídos- respondí.
-No es nada: ya lleva usted otro cariz: allá<br />
se desencajó usted enteramente; parecía usted<br />
un cadáver. Pero, antes que lleguemos a su<br />
domicilio de usted, quiero atar el cabo que nos<br />
dejamos suelto cuando usted se indispuso. Todo<br />
lo que yo le dijese a usted de lo que se glosa<br />
en el pueblo respecto a doña Milagros y al asistente<br />
buen mozo, sería flor de cantueso al lado<br />
de la realidad. Hace años que no había disfrutado<br />
Marineda escándalo por el estilo. Sé que<br />
corren por ahí unos versos de Primo Cova, que<br />
arden en un candil: pimienta fina... Se han sacado<br />
de ellos una docena de copias... pero no he<br />
podido conseguir ninguna todavía, y eso que<br />
me los prometió el condenado... Así que los<br />
tenga se los <strong>leer</strong>é a usted... Y nos reiremos.<br />
Hice el gesto que haría un sentenciado a<br />
garrote si al ajustarle el collar le dijese el verdugo<br />
una chanza, y el Abad continuó:<br />
-Los detalles son de este género: que Vicente<br />
le abrocha las botas y le ajusta el corsé a
su ama... En fin, le aseguro a usted que la historia<br />
no tiene desperdicio. Yo no sé si a usted le<br />
agrada o le contraría que le entere: pero se me<br />
figura -y noté en el acento del Abad cierta conmiseración-<br />
que estaba en el deber de enterarle.<br />
Era cargo de conciencia el permitir que por ser<br />
usted la única persona que a estas fechas no<br />
veía claro, consintiese que sus lindísimas hijas...<br />
Lo demás... ¿qué diantre importa?<br />
-¡Ay amigo mío -murmuré con aflicción-.<br />
¡Eso es más fácil de decir que de hacer! Crea<br />
usted que me pone en un conflicto...<br />
-¿Quiere usted un consejo bueno? Se muda<br />
usted de casa... ¡y andando!<br />
Excelente encontré el parecer. A los miedosos<br />
les es grata y fácil la retirada. Mudarse, sí,<br />
mudarse: romper ese nudo sutil y apretado de<br />
la vecindad, que estrecha toda relación como<br />
irrita toda antipatía suprimir los encuentros en<br />
la escalera, las paraditas en el portal, las baja-
das y subidas de los niños, el inevitable roce,<br />
basta el ruido de muebles que recuerda la<br />
proximidad de la persona en quien no quisiéramos<br />
pensar... Mudarse, sí: ni había otro arbitrio.<br />
-Tiene usted razón -dije al Abad-: lo único<br />
factible es irse bien lejos, a la calle de la Unión<br />
de Cantabria... o a la plaza de Compostela...<br />
¿Gusta usted subir a descansar?<br />
Negose cortésmente el Abad, fiel a su sistemática<br />
resistencia de solterón empedernido,<br />
que no entiende de poner los pies en casa donde<br />
hay señoritas casaderas. En este punto,<br />
Mauro Pareja era incorruptible, y yo, que lo<br />
sabía, no insistí.<br />
En el mismo portal encontré a mi casero<br />
Baltasar Sobrado, que se disponía a emprender<br />
la ascensión. Nos saludamos cordialmente.<br />
Hacía tiempo -desde que él asediaba a doña<br />
Milagros en nuestra tertulia- que no nos diri-
gíamos la palabra el rico viudo y yo. No sé por<br />
qué razón, ahora me aproximé a él con un apresuramiento<br />
que puede llamarse amistoso. Él me<br />
tendió la mano bien enguatada y me dedicó<br />
una sonrisa semiprotectora, semiconfidencial,<br />
colocándose en la actitud de un hombre que<br />
quiere demostrar que no ha dado importancia a<br />
los candorosos desplantes de otro; y yo, aprovechando<br />
la ocasión favorable, con la precipitación<br />
de los que no están seguros de mandar en<br />
su voluntad al día siguiente, díjele que había<br />
resuelto mudarme: que la casa era muy cara<br />
para mí, y que le agradecería me advirtiese si<br />
en alguna de las suyas había un piso desalquilado<br />
-pues Baltasar poseía en Marineda seis u<br />
ocho hermosos inmuebles-. Con gran sorpresa<br />
mía, el casero se encogió de hombros, forzó la<br />
sonrisa y la amabilidad, y murmuró cogiendo y<br />
remirando las solapas de mi gabán, lo mismo<br />
que si le interesase mucho su forma y color:
-¡Bah! ya entiendo... La subidita del duro,<br />
que no la ha digerido usted, vecino... No, y tiene<br />
usted razón: eso fue una tontería del apoderado,<br />
que se empeñó en apretar, y apretó donde<br />
no debía... Pero le he leído la cartilla, y cuente<br />
usted que desde hoy tendrá usted su piso al<br />
precio de antes. Y se empapelará también el<br />
dormitorio de las niñas. ¡Sólo faltaba! No había<br />
de estar con papel sucio y viejo. Las pondremos<br />
algo bonito... un fondo perla con ramitos de<br />
rosas Pompadour: Hasta he dispuesto que se<br />
componga el fogón: si hace humo, lo renovaremos<br />
completamente. Estas mejoras y otras de<br />
pintura, revoques... etc., ya supondrá usted que<br />
las concedo con mucho gusto: todo antes que<br />
usted se me vaya. No: lo que es con eso... no se<br />
transige, don Benicio: no se transige.<br />
Aturdido y sin saber cómo interpretar tanta<br />
atención y afecto, respondí:<br />
-Pero si es que lo... Si es que me convenía...
-No, no le conviene a usted... ¿<strong>Qué</strong> le va a<br />
convenir? Como que le rebajaré no sólo los<br />
veinte reales de la subida, sino otros veinte de<br />
alquiler... ¿eh? vamos, aunque digamos treinta...<br />
Se me figura que así... ¿Pero iba usted a<br />
retirarse? ¿Tenía usted mucha prisa? -añadió<br />
aquel modelo de casero, cogiéndose campechanamente<br />
de mi brazo y llevándome hacia los<br />
soportales, por donde comenzamos a pasear<br />
deteniéndonos a cada minuto.<br />
-Conmigo -decía Sobrado recargando el<br />
tono confianzudo- puede usted hablar francamente.<br />
¡Yo sé bien..., pero muy bien! lo que son<br />
ciertas cosas. Un padre tan cargado de familia<br />
como usted, pasa a lo mejor la pena negra... y<br />
no es que falte con qué vivir, no; ni es tampoco<br />
que sea un despilfarrado, ni mucho menos un<br />
vicioso. Es que vienen los imprevistos; es que<br />
no se puede, teniendo chicas, meterlas debajo<br />
de una cazuela; es que hoy el traje, mañana el<br />
sombrerillo... el dinero se va, ¡qué sé yo cómo!,
sin sentir. Para establecerlas es preciso lucirlas;<br />
para lucirlas, adornarlas; para adornarlas, gastar<br />
bastante... No salimos bastante de este círculo<br />
vicioso. Hoy sus hijas de usted llevan luto;<br />
pero no lo han de llevar eternamente; vendrá el<br />
paseo, el teatro, el baile; no tendría nada de<br />
extraño que usted..., que usted necesitase... por<br />
poco tiempo, naturalmente... recurrir... a un... a<br />
un amigo... De esto se ve... a cada triquitraque.<br />
¿Porque usted será opuesto a vender?<br />
-¡Opuestísimo! -exclamé con toda la energía<br />
de mi alma-. Para mí son sagrados los pedazos<br />
de tierra que me transmitieron mis<br />
mayores.<br />
-¡Bien, bien! Muy sanas ideas. La propiedad<br />
fundada en la tradición, es una base social...<br />
de las más sólidas. No venda don Benicio;<br />
no venda usted, aunque le ofrezcan el oro y el<br />
moro.<br />
-Antes creo que me dejaría morir.
-Y además, pregunto yo: ¿qué necesidad<br />
tiene usted de vender? El que vende por necesidad,<br />
vende casi siempre a desprecio, malbaratando.<br />
Pero eso es para quien no dispone de un<br />
amigo, que en buenas condiciones le adelante<br />
tres... o seis... o diez que puedan urgirle en<br />
aquel momento. Y usted no está en ese caso. A<br />
usted le basta abrir la boca.. y encontrará inmediatamente<br />
lo que se le ocurra. Supongo que, si<br />
llega la ocasión, se acordará usted de los que<br />
estamos cerca. No vaya usted a ponerse en manos<br />
de logreros que le asfixien... Bien sabe usted<br />
dónde hay amigos viejos.<br />
Confieso que la gratitud y la sorpresa me<br />
embargaron el habla. Yo, dígase la verdad, me<br />
había conducido con Sobrado medianamente.<br />
Hasta creía haber estado impolítico con él. Todo<br />
por culpa de mi quijotesco empeño en defender<br />
contra malandrines y follones la honra<br />
de doña Milagros. ¡Necio de mí! Sobrado era el<br />
hombre de mundo, el experto, el que conocía a
las mujeres, mientras yo... ¡Cuánto me despreciaba<br />
a mí mismo! ¡Cuán ridículo me encontraba!<br />
Como si Sobrado adivinase mis pensamientos,<br />
diome al codo obligándome a mirar,<br />
de soportal afuera, hacia las iluminadas ventanas<br />
de la comandanta de Otumba.<br />
-Ese piso sí que me gustaría a mí que se<br />
desalquilase -murmuró mordiendo ligeramente<br />
su bigote, que aún era dorado y fino-. No me<br />
hacen feliz historias de cierto género... Pero<br />
¡ahora que me acuerdo! ¡Si usted es uña y carne<br />
de la prójima... y va a sacar la espada por ella,<br />
de seguro!<br />
-Yo no saco la espada por nadie... Pero me<br />
agrada que de las señoras se hable con miramiento<br />
-advertí, sintiendo renacer, al latigazo<br />
de aquellas brutales palabras, mi tradicional<br />
criterio y mis añejas indagaciones.
El camastrón de Sobrado no insistió: era<br />
demasiado sagaz. Se limitó a hacer un movimiento<br />
picaresco de cejas, y antes de soltarme,<br />
en el descanso de la escalera, a la puerta de su<br />
piso, insistió, tomándome de nuevo las manos:<br />
-Cuidadito... Si alguna vez se ve usted en<br />
apuro... con franqueza... Nada de vender... Los<br />
amigos para esos casos somos.<br />
Subí a mi casa. Mis piernas flaqueaban,<br />
rendidas por doloroso cansancio; mis sienes<br />
latían; en mi cabeza retumbaba un murmurio,<br />
como de resaca del mar... «Voy a caer enfermo»,<br />
pensé, mientas Feíta, según costumbre,<br />
me abría la puerta.<br />
Hay días -muy contados, es cierto- que parecen<br />
tejidos con hilos de luz; en otros diríase<br />
que la trama de la vida se enreda y se afea y<br />
adquiere negruras de fúnebre crespón. Aquel<br />
era de estos últimos. ¡<strong>Qué</strong> día, viven los cielos!<br />
¡<strong>Qué</strong> día! Primero el doctor Moragas y sus noti-
cias sobre Argos; después, el Abad y sus noticias<br />
sobre la comandanta de Otumba; luego,<br />
Sobrado y sus ofrecimientos, que olían a miseria<br />
y a ruina; y ahora... Ahora, Feíta me siguió<br />
misteriosamente a mi cuarto, y mirando alrededor,<br />
y acercándose luego a mi oído, murmuró<br />
esta lacónica y terrible frase:<br />
-Papá... debemos mucho.<br />
-¿<strong>Qué</strong>? ¿Que debemos? Chiquilla, ¿estás en<br />
tu sano juicio?<br />
-Ya se ve que estoy. Debemos mucho, y<br />
vamos a deber más, porque urge comprar mil<br />
cosas. Me han amenazado Rosa y Tula con ponerme<br />
las posaderas como un tomate si se lo<br />
digo a usted... pero se lo digo, y a Roma por<br />
todo. Si se atreven a tocarme, las dejo el pescuezo<br />
como un hilo. ¡Vaya!<br />
-¡Pero hija... no te entiendo! ¿<strong>Qué</strong> deudas<br />
son esas, di?
-Son... son trampas de Tula... porque dice<br />
que lo que usted daba para gobernar la casa no<br />
alcanzaba... y que ella no se ha de volver duros.<br />
Se le debe a la panadera; se le debe al de la<br />
tienda de ultramarinos; a la aguadora dos meses;<br />
a la lechera; a la lavandera, al que trajo la<br />
leña... y a la tocinera de la plaza el jamón y el<br />
tocino de más de un trimestre... Esa parece que<br />
ya se insolentó, y le dijo a Tula mil barbaridades.<br />
-Pero... -tartamudeé -¡si es imposible!... He<br />
dado más de lo que se daba en vida de tu pobre<br />
madre... ¡Más de lo justo!... No <strong>puedo</strong> creer lo<br />
que me cuentas.<br />
-¡Papá del alma! -murmuró la chiquilla<br />
echándome al cuello los brazos-. ¡<strong>Qué</strong> buenísimo,<br />
qué infeliz le hizo Dios! Por eso hay que<br />
quererle más -añadió estampándome un fresco<br />
beso en los bigotes-. Usted dio, ya se ve que<br />
dio, y más de lo que destinaba mamá para el<br />
gasto... Solo que no se invirtió ese dinerito en la
casa, sino en los caprichos de cada una... Tula,<br />
que no tiene bonito sino el pie, ha derrochado<br />
un dineral en calzado y medias... Rosa, se pierde<br />
la cuenta de lo que se le va en perfumería,<br />
en guantes, en alfileres de azabache en macacadas<br />
por el estilo... La chiflada de Argos compra<br />
piezas de música, se suscribe para las novenas,<br />
y además le compró regalitos al Padre Incienso...<br />
Yo lo sé... Por cierto que el Padre la dio un<br />
chafo: los devolvió... Hasta la pavisosa de<br />
Constanza tuvo el antojito de retratarse y de<br />
comprar un álbum... ¡Está para álbumes el<br />
tiempo!... Mire usted -añadió bajando la voz-,<br />
también milor Froilán fuma... ¡Son muchas gotas<br />
de cera, y hacen el cirio Pascual!<br />
¡Día de oro! Antes de acabar de enterarme<br />
de nuestro precario estado y calcular la gravedad<br />
del conflicto económico, nos avisaron de<br />
que estaba servida la cena... Senteme a la mesa<br />
con más ganas de llorar que de comer, y las<br />
chicas, que andaban tan alegres y alborotadas
como alicaído yo, sacaron la necia conversación<br />
de la belleza física de los hombres.<br />
-¿Te gusta a ti Baltasar Sobrado? -Preguntó<br />
Purita a Constanza.<br />
-¡Ay! no... ¡Parece un calabacín... los carrillos<br />
tan gordos!<br />
-¿Y Visanté?<br />
-¡Visanté! -exclamaron dos o tres de las<br />
chicas-. ¡Ese sí! ¡Es guapísimo! ¡Una preciosidad!<br />
¡<strong>Qué</strong> ojos! ¡<strong>Qué</strong> pelo! ¡<strong>Qué</strong> cara!<br />
-A ver si os calláis -dijo severamente Tula,<br />
con un acento y un gesto que recordaban enteramente<br />
a su madre-. Da asco oíros hablar así<br />
de un criado. Para las señoritas, los criados no<br />
son hombres.<br />
-Pues Vicente es hombre, y reguapo -<br />
declaró Feíta con energía de niña emancipada-.<br />
Y mira: más vale decirlo así, francamente, que
mirarle con el rabillo del ojo, como le miraba...<br />
alguna que... que se la echa de dómina.<br />
De un brinco se alzó Tula de la mesa: y<br />
agarrando por un brazo a Feíta, la sacudió dos<br />
bárbaras puñadas en el rostro. Pero Feíta, desprendiéndose<br />
de a las manos de la mayor, descargole<br />
a su vez sonora bofetada en la mejilla,<br />
mientras balbucía sollozando:<br />
-¿Quién eres tú para pegarme, malvada?<br />
¿Quién eres tú?<br />
Me lancé a separarlas, porque Tula, descompuesta,<br />
quería «hacer un escarmiento». No<br />
sé cómo logré que, gruñendo y lloriqueando, se<br />
apartasen. Ya sosegado el motín, se me ocurrió<br />
ver qué hacía Argos. En su cuarto había luz:<br />
miré por la cerradura, y vi algo semejante a una<br />
aparición. Mi hija, de pie, inmóvil, no tenía otra<br />
ropa sino la larga camisa de dormir, que descendía<br />
hasta el suelo. Con la cabellera tendida,<br />
las manos abiertas y cruzadas sobre el seno,
como pintan a las Concepciones, los ojos al cielo<br />
y las mejillas arreboladas por el transporte de<br />
su espíritu, era Argos una hermosísima extática,<br />
una verdadera efigie de altar. Y al recogerme<br />
en mi cama, donde me aguardaba el insomnio,<br />
no pude menos de pensar que mi casa parecía<br />
la de Orases, y que acaso yo no estaba<br />
mucho más cuerdo que mis hijas.<br />
No hablemos de la noche que pasé. Hacia<br />
cualquier parte que me volviese, sólo veía responsabilidades,<br />
decepciones y peligros. Era<br />
preciso emprender lo más difícil para quien no<br />
está habituado: tener tesón, revestirse de energía,<br />
en una palabra, transformar mi ser... ¡Ah,<br />
Ilduara! ¡Cuán preferible encontraba yo entonces<br />
la docilidad y obediencia a tu bienhechor<br />
régimen absoluto, a la triste anarquía que me<br />
14
odeaba por todas partes y que representaba el<br />
más profundo desbarajuste moral y económico!<br />
Apenas me hube levantado y salido en zapatillas<br />
a la galería, por ver si el aire fresco de la<br />
mañana entonaba un poco mis nervios, volvíame<br />
de pronto, porque sentí detrás el aliento<br />
de una persona que respira fuerte y vivo. Mi<br />
sangre dio una vuelta... Era la misma doña<br />
Milagros, que abusando de la confianza con<br />
que nos tratábamos, venía a aquella temprana<br />
hora, sin cumplido alguno, de falda usada y<br />
casaquillo blanco, el negro pelo recogido, una<br />
toquilla marrón anudada a la garganta. En el<br />
momento de verla, lo olvidé todo: encargos del<br />
Padre Incienso, chismes de la Sociedad de<br />
Amigos, quejas y suspicacias propias..., y me<br />
dejé llevar del gusto de tenerla allí, a media<br />
cuarta de distancia, en aquel traje casero, que<br />
favorecía las ilusiones más dulces de<br />
convivencia íntima.<br />
Mal conocerá la naturaleza de ciertos afectos<br />
quien sospeche que la proximidad de doña
Milagros me producía pecaminosas impresiones.<br />
Mi satisfacción era noble y honesta: la alegría<br />
del que, agobiado por cuidados y ansias<br />
mortales, ve al amigo a quien puede confiar<br />
todas sus cuitas y con el cual espera desahogar<br />
su corazón.<br />
Como si la andaluza adivinase lo que por<br />
él pasaba; como si tuviese facultades de zahorí,<br />
adelantose a mis confidencias, exclamando:<br />
-Vamo, don Benisio, que hoy hay penitas<br />
nuevas... No me las caye usté; así como así las<br />
he calao.<br />
Me estremecí, y ella continuó:<br />
-Estoy enterá de toos los disgustos. Soy yo<br />
el paño de lágrimas de la casa, y las chiquillas<br />
me cuentan antes que a nadie sus rabieta. Una<br />
confiansa tienen conmigo... ¡Pobresiyas! No<br />
haya reparo, santo varón: descargue ese costali-
to de aflisiones... que alguna se podrá remediar<br />
en un verbo.<br />
Sonreía picarescamente al hablar así, mientras<br />
con una mano se sujetaba las puntas del<br />
pelo indómito que quería salirse del rodete. El<br />
movimiento era juvenil, encantador, y suspiré,<br />
más de verla y de pensar en su infamia, que por<br />
mis apuros y contrariedades.<br />
-No valen suspiro... ea, ¿qué hase usté callao<br />
como un poste? A contar esos pesare...<br />
¿No? -añadió, viendo que yo sacudía tristemente<br />
la cabeza y hacía ademán de rechazar las<br />
preguntas y el interés de la señora-. Pue los<br />
contaré yo... y le iré disiendo a usté el remedio<br />
para cada uno.<br />
Acabo de arreglar los rizos; miró al mar,<br />
que el sol doraba y opalizaba allá a lo lejos,<br />
donde surgía la espuma de los rompientes; me<br />
dio un empellón... y habló así:
-Las hija, por orden de edaes. Tula está insufrible:<br />
con la soltería, es un pepiniyo en vinagre;<br />
rie, pega, y además, ni gobernar sabe... o<br />
no la da la gana. Bueno: pasiencia, y quitarla el<br />
mando; las cuentas las paga usté... y por la mano<br />
de eya, ni un séntimo. Clara... ¿se creía usté<br />
que yo no estaba enterá? Clara tiene determinao<br />
resar en el coro... Tan secretico lo guardó<br />
que pocos lo sabemo... Pero hace mu bien, y<br />
usté debe alegrarse. ¿<strong>Qué</strong>? Es una chica colocá;<br />
se la dota a usté otro, ¡y lleva buen marío!...<br />
¿Que si la pesará luego? ¡A cuántas casás las<br />
pesa! Clarita corre el albur... y puede que esté<br />
más contenta que tos nosotro en el mundo. Rosa...<br />
casquivaniya... mucha gana de gastá la<br />
plata y de emperifoyarse, y de mirá al primero<br />
que la hase guiño... No perderla de vista, y no<br />
largarla ni un real tampoco a esa... ¡Argos, con<br />
vena de loca... pero no se asuste usté, hombre,<br />
que eso no dura, y la persona por quien anda<br />
ella bebiendo los vientos ni la ha de mirá siquiera!<br />
A esa, cerrojo y yave: no dejala salí en
dos mese. Y si quiere usté oí un consejo bueno...<br />
pero bueno, ¡compadre!, a Argos... cuando se la<br />
quite esta luna que tiene... la dedica usté al canto,<br />
y la manda usté a Madrí, y en el teatro se<br />
gana la vía y lo pasa como una reina... Amiguito,<br />
en estos tiempos hay que trabajá, y ca palo<br />
que aguante su vela; ¡y no vale decir que salimos<br />
de la pata isquierda de los Gutigambas...!<br />
Esa chica, en la tabla se hase de oro... y puede<br />
que encuentre un esposo título y miyonario.<br />
¡Anda! Ya no sería la primera, ni la segunda.<br />
Oía yo a la señora sin despegar los labios.<br />
Reaparecían poco a poco mi cólera y mi desprecio,<br />
y no encontraban más fórmula que la de<br />
aquel silencio elocuente, que ella interpretó de<br />
otra manera, creyéndolo efecto de mi apocamiento.<br />
-¿Se le ha comío a usté la lengua un ratón?<br />
-exclamó festivamente, tirándome de la manga-<br />
. Si ya sé yo, aunque usté no responda, lo que<br />
cavila... Cavila usté en que usté es, como quien
dise, un alma de Dios, un bonusir, un cacho de<br />
calabasa, que no tiene arranque... ¡vamo!, para<br />
apretarse los calsones y chillar: ¡Eh, gayinero,<br />
aquí mando yo, porque quiero y porque <strong>puedo</strong><br />
y porque me da la gana... y a cayar, y a enderesarse!<br />
Pues hombre, si usté no puede decidirse<br />
a ser autoridá, yo... yo estaré a su vera pa darle<br />
ánimo ¿entiende?, pa que me sea un valentón...<br />
y pa que todo ande derechito. Y no le consiento<br />
a usté que se ladee. Y usté no se ladea. ¡No faltaba<br />
má! Por los hijo hay que ser duro como un<br />
cuerno... y blando como un merengue... too a<br />
su tiempo... ¿estamos? En fin, que usté hará su<br />
obligación de padre... o si no, a la horca. Misté:<br />
¿Ha visto esa payasá que la disen el enano? Es<br />
una persona que habla y otra la apunta lo que<br />
ha de desir y mueve los braso por eya. Pues así<br />
haremos, camarada: usté habla y yo le soplo.<br />
Tuve un respingo que la señora interpretó<br />
por desconsolada negativa, fundada en alguna<br />
razón secreta, y al punto añadió con toda su
monería y con la zalamera humildad que la<br />
hacía tan irresistible:<br />
-Que tenemos la cuestión de monise... Que<br />
este mes va a haber algún ahogo... Pues ná... no<br />
hay ahogo, querío, no hay ni sombra de él...<br />
Ayer, cuando salto de la cama, me entra Visente<br />
una carta sertificá, con más pegotes de lacre...<br />
Firmo el resibo, la abro, y sale de dentro una<br />
letriya... ¿Ve usted? -añadió, entreabriendo el<br />
casaquín con indiscreta familiaridad y sacando<br />
un papel largo, crujidor, cubierto de renglones<br />
mitad litografiados, mitad de esa bonita letra<br />
inglesa propia de los documentos comerciales-.<br />
Mi tía la rica e Chipiona... que cada medio año<br />
o cada tres mese me dispara estas pedrás... Tres<br />
mil peseta sobre la casa Sobrao... ¿<strong>Qué</strong> me dise<br />
usté del confite? Pues teniendo yo parné, ¿hae<br />
pasá usté agonías? Hombre, estaría grasioso.<br />
Tomás ni sabe ni se entera de nada de esto. Es<br />
el hombre más infelís de la tierra y sus arrabales...<br />
digo, no; más infelís es usté... ¡Al grano: el
grano es que hoy cobro yo la letra... y esta noche<br />
tiene usté en su bolsa el trigo! A mí no me<br />
viene usté con resibo ni con pinturas: los papelote<br />
son bueno pa los trapalone: yo le conosco a<br />
usté y sé que tan honraos los habrá, pero más<br />
es imposible. Arreglamos las trampiyas esas...<br />
que son neutrales: porque, patriarca, esta casa<br />
es una federal, donde todos mandan y nadie<br />
gobierna, y si usté no agarra el látigo, va a<br />
traerse de las orejas cuando me lo sangren. Y<br />
como yo no he de consentir que se meta usté en<br />
manos de usureros, le doy lo que necesita... y<br />
no se habla más del asunto.<br />
Ante aquel rasgo que confirmaba la magnanimidad<br />
de la señora y la verdad de su cariño,<br />
un enternecimiento repentino me invadió, y<br />
la voz se me trabó en la garganta. Sí; doña Milagros<br />
era muy buena; quedábamos en esos, en<br />
que efectivamente era la más generosa, la más<br />
noblota de cuantas mujeres existen en el mundo...<br />
pero lo otro, lo otro, no podía olvidarse ni
perdonarse; lo otro era como mancha de cieno<br />
en blanco ropaje, como hendidura en aspa de<br />
cristal, como desgarrón en encaje rico, como<br />
grieta en torre, que delata su caída próxima. Lo<br />
otro les estropeaba todo, les inflamaba todo, lo<br />
echaba todo a perder... ¡Admitir yo dinero de<br />
las manitas impuras que jugueteaban sobre el<br />
borde de la galería! Primero la ruina y el hambre<br />
y la mendicidad... No era indignación lo<br />
que sentía; creo que este viril resorte de la indignación,<br />
como el del orgullo, faltaba en mi<br />
carácter; era pena, era bochorno, era un dolor<br />
depresivo, como el del muchacho a quien han<br />
castigado rudamente sin causa, y que respira,<br />
en la atmósfera, una gran maldad, una irritante<br />
injusticia... A seguir mi impulso, hubiese dejado<br />
caer la cabeza sobre el hombro de la culpable<br />
y lo hubiese calado de lágrimas.<br />
-Pero cristiano, ¡se contesta! ¿Habla algún<br />
gato, que no merese ni una rasón? -murmuró la
señora, enrollando la letra alrededor de su índice.<br />
De pronto, como al destaparse e inclinarse<br />
una botella sale el agua a borbotones, salieron<br />
las quejas de mi boca.<br />
-Doña Milagros... ya que se empeña... usted<br />
sabe que soy un hombre de bien; que en mí<br />
no cabe un sentimiento villano: que soy incapaz<br />
de no agradecer, que agradezco, que agradezco...<br />
¡No; no me juzgue usted tan vil que la ingratitud<br />
tenga asiento en mi corazón...!<br />
-No vale haser puchero -murmuró la andaluza<br />
volviéndose, pero no tan pronto que yo no<br />
divisase, al borde de sus pestañitas curvas y<br />
negras, una gota menuda, que al sol relució<br />
como un brillante.<br />
-No, si no me enternezco por lo que usted<br />
piensa... No es que me conmueva su bondad...<br />
Me conmueve; pero lo que me aflige... es que
no <strong>puedo</strong> aceptarla... y las causas porque no la<br />
acepto... las causas... no me las pregunte usted...<br />
porque mire usted... ¡no se las diría, no se las<br />
diría...! No, doña Milagros, no insista usted, no<br />
me mate... Mucho ascendiente tiene usted sobre<br />
mí; es decir, mucho ha tenido... pero lo que es<br />
ahora... Lo que es ahora, moriré callando. Bástele<br />
a usted con saber que ni admito ni <strong>puedo</strong><br />
admitir sus favores... Y esto es lo de menos. No<br />
le he dicho a usted lo gordo. ¡Lo más gordo!<br />
Que... que... que nos... que ya no podemos tratarnos...<br />
vernos... ser amigo... amigos... como<br />
antes. Que se acaba esto... ¡Sí, se acaba, y mal, y<br />
feamente! Y que ya no saldrán con usted mis<br />
hijas a la calle... ni bajarán... ni... ni cogerá usted...<br />
en brazos... a las pequeñas... a las gemelitas.<br />
Aquí me aturullé, me desfallecí, se me<br />
atascó la voz, se me encogió el corazón, y me<br />
volví de espalda... ¡Cuál no sería mi asombro...
y mi repulsión, al escuchar la carcajada insolente<br />
que soltó doña Milagros!<br />
-¡Divino! -exclamaba la señora sacudiéndose<br />
de risa y destellando malicia por sus negras<br />
pupilas, de venturina a la luz del sol-. ¡Es<br />
usté un alma mejor aún de lo que parese, don<br />
Benisio! ¡Es usté la perla e Dios! Pero, cristiano,<br />
¿se ha figurao usté que yo soy tan infelís como<br />
usté mismo?<br />
-¡No entiendo, doña Milagros! ¡Y a la verdad...<br />
me choca... me extraña!<br />
-Le choca... le extraña... ¡Querío, querío!<br />
¡Santo de mi corazón!<br />
El acento de dulzura, de mimoso halago,<br />
con que la señora pronunció estas palabras, no<br />
lo <strong>puedo</strong> yo expresar, ni se imagina sin oírlo.<br />
Quedé atónito. ¡Así acogía la señora la grave<br />
acusación, el terrible como que envolvían mis<br />
palabras! ¡Con tal descaro, con tal cinismo po-
nía en solfa la enérgica reprobación que yo la<br />
arrojaba a la luz! ¡Hasta tal punto me creía débil,<br />
que osaba reírse en mis bigotes errando yo<br />
la aseguraba que no volvería a acompañar a<br />
mis hijas!<br />
Aquello debía de ser un error. ¿Me habría<br />
entendido efectivamente doña Milagros?<br />
-¡<strong>Qué</strong> cara de bobo estasté poniendo! -<br />
insistió ella sin dar de mano a la risa-. Vamos...<br />
yo me explicaré, es decir, yo le explicaré a usté<br />
lo que cavila, y lo que usté cree tan secretiyo<br />
entre usté y el confesor. Para que vea que no<br />
soy ninguna boba. ¡Atensión! ¿andan las chiquiyas<br />
por ahí?<br />
Salió de la galería, se cercioró de que estábamos<br />
bien solos, volviendo a mí, pronunció<br />
risueña:<br />
-¿Se acuerda usté, don Benisio, de lo que<br />
hablamo el otro día? ¿Se acuerda que le dije que
en el mundo todo lo hase Adán por Eva y Eva<br />
por Adán? Pues... aplique usté ahora la moraleja.<br />
Usté, aunque no es ningún chico, y aunque<br />
es por lo bueno un paseo de mojicón, al fin... es<br />
de la casta de Adán... y como además tiene consiencia...<br />
se le ha puesto en el periquito... vamo...<br />
que me... es desir... que está un poco más<br />
chalao por mí de lo regular... y que Dios, y el<br />
Padre Jesuita, y toda la corte selestial... quieren<br />
que se aparte de mí alrededor de cuatrosientas<br />
leguas. ¿Que te quemas! ¿Verdá?<br />
Al decir esto me miraba serena y tiernamente,<br />
y en sus mejillas tersas y sin color asomaba<br />
un carmín ligero que la hacía mucho más<br />
linda.<br />
-No, no acierta usted, doña Milagros -<br />
respondí, trémulo, aterrado de mi emoción.<br />
-Sí que asierto... y usté, troso de masapán,<br />
es el que no sabe por dónde se anda. Don Benisio,<br />
usté se ha creío que me quiere; y yo, si em-
pieso a devanar por todo lo alto, también soy<br />
capás de jurar a Dios vivo que le quiero a usté<br />
como una guillá...; pero, ¿qué, hombre, qué? Si<br />
todos los pecaos del mundo fuesen así... ni<br />
agua bendita. Porque del modo que le quiero<br />
yo a usté es una cosa tan bonita y tan inocente...<br />
que, si Dios la pesca, dirá allá pa sí: «Por esto<br />
no me atufo». Porque el caso es... oiga, que tiene<br />
su intríngulis: que yo, si le quiero a usté, es<br />
porque ha engendrao dos angeliyos que me<br />
roban el arma... y a mis horas... cuando el corasón<br />
me pide querensia... verasté... no se ría...<br />
me creo que soy la mamá de eyos, y que a Zita<br />
y Media las he dado a lus, pasando los dolore y<br />
la fatiga y las aflisiones de las madre... Que si,<br />
don Benisio: caa loco con su tema, y no hay<br />
nadie que no esté loco; yo loquiya estoy, y me<br />
ha entrao la manía de que es mentira que usté<br />
estuviese casao con... con la difunta, vamo, ¡con<br />
la difunta!; que con quien estuvo usté casao fue<br />
conmigo; que nos quisimo... allá en tiempos;<br />
que tuvimos esas neniya... y que ahora todavía
nos queremo, sí señó, nos queremo... de la entraña...;<br />
pero santamente, como lo hermanitos<br />
viejos, muy viejos... sin pecao ni malisia. Ahí<br />
tiene usted, querío... cómo el Padre que le dijo<br />
que no me viese y que se apartase de mí, demostró<br />
que no entiende de estas cosa. Si usté<br />
me tiene ley, es por las chiquiyas, por las gemelas<br />
de gloria... y si yo le tengo ley a usted... es<br />
por las gemelas también, por las gemelas. Y el<br />
que se figure porquerías y maldaes... peor para<br />
el muy bárbaro... peor pa el gorrino. ¿Tengo<br />
rasón? No ponga esos ojos espantaos. Los dos<br />
somo una Eva y un Adán, pero que acaban por<br />
donde los demás empiesan. Los Adanes que<br />
hasen la rosca a las Evas, es para vení a parar<br />
en la patochá de tener luego un vástago... o<br />
dos... o los que salten. Pues si aquí ya han venío;<br />
si ya los tenemos y los adoramo y son como<br />
los serafines de hermoso, ¿me quiere usté<br />
desir a qué íbamos a calentarnos la cabesa? Esto<br />
es ma claro que el agua, cristiano... Dígaselo al<br />
cura, y que se entere de que yo, grasia a la Vir-
gen de la Consolasión, soy una buena mujer... y<br />
usté... usté, un santo.<br />
Al ensartar estas locuras, no estaba muy lejos<br />
la señora de abrazarme; y yo, turbado, confuso,<br />
estático, embriagado, absorto, no encontraba<br />
palabra que pronunciar, ni razón que<br />
oponer a los divinos disparates de la ceceosa<br />
lengua.<br />
-Yo le quiero a usté -repetía la señora- por<br />
la habilidad de las niñas... pero también... ¿qué<br />
se creía usté? por su persona, por usté que vale<br />
cuanto pesa... Hombre mejor no nace de madre...<br />
Bueno es Tomás, que yo no lo he de poner<br />
por los suelos; pero es bueno a lo bruto, a lo<br />
patán... y usté a lo cabayero, a lo desente. Tenía<br />
yo una amiga en Cádis que me desía siempre:<br />
«Me pirro por los perdíos». Yo soy de otra manera.<br />
Me pirro por la bondá. Siempre me yevó<br />
el alma la gente buena. Alguna delirará por un<br />
chico arrogante. A mí que me den los infelises y
las criaturas de Dios. Y tampoco por aquí me<br />
voy a condenar. Esto no es cosa mala.<br />
Ponte en mi caso, lector intransigente. Que<br />
te diga estar vaciedades una mujer de singular<br />
atractivo, de coquetería tanto más peligrosa<br />
cuanto más involuntaria; que te las diga con<br />
toda la gracia de su acento, toda la efusión de<br />
su alma, todo el brío de su carácter, y mucha<br />
inocencia real o fingida; que te las diga en una<br />
mañana de sol, delante del mar cuya salobre<br />
brisa te acaricia la frente, cerca de unos tiestos<br />
de heliotropo en flor, que trascienden a bienaventuranza<br />
y a primavera; que te las diga con<br />
abandono, en traje casero y en incitadora soledad<br />
relativa... Y si a más no has sido amado<br />
nunca, por lo menos de una manera blanda y<br />
dulce; si tienes años y ningún mérito; si te ilusionan<br />
más las delicadezas y monerías del cariño<br />
que los estímulos de la materia; si eres capaz<br />
de estimar la dicha pura en todo lo que vale,<br />
¿no te sentirías aturdido, loco?
Me tambaleaba; iba a caer, como los galanes<br />
de comedia, a los pies de mi dama encantadora...<br />
cuando vi que por el muelle cruzaba una<br />
figura apuesta, un hombre que levantó el rostro<br />
y se fijó en el cierre donde estábamos. El rayo<br />
de aquellos ojos fue para mí como un rayo verdadero...<br />
Volví a la razón, a la memoria, a la<br />
realidad; y señalando a Vicente -pues era él el<br />
que pasaba, llevando en las manos un envoltorio<br />
y mirándonos con intensidad y fijeza-, dije<br />
en voz que gemía:<br />
-Usted se chancea, doña Milagros; usted<br />
me quiere tapiar la boca con jalea, pero no sirve...<br />
Vejestorios de mi facha no cautivan a nadie...<br />
Si yo me pareciese a ese...<br />
za.<br />
-¿Eh? -prorrumpió sorprendida la andalu-<br />
-¡Digo que para gustar a Eva hay que tener<br />
la figura de ese Adán! -añadí con algo que in-
tentaba ser ironía-. ¡Adanes así valen un mundo!<br />
¿No es cierto?<br />
-¿Ha almorsao usté fuerte, don Benisio? -<br />
contestó la comandanta poniéndose pálida y<br />
desviándose un poco-. Semejante guasa.<br />
-No es guasa, sino el Evangelio -respondí<br />
con la brutalidad de los tímidos.<br />
-¿A ver... <strong>Qué</strong> dise este hombre?<br />
-Lo que todos dicen. Lo que todos saben.<br />
-¿Toos? ¿Y quién son toos? ¡Embusteros infame!<br />
-¡No, no... Por desgracia no mienten... Y<br />
como yo he abierto los ojos ya..., doña Milagros...,<br />
se ha concluido el acompañar a mis<br />
hijas... y de las gemelitas despídase usted... que<br />
no ha de volver a besarlas!
La andaluza se quedó muda. Oscilaba todo<br />
su cuerpo; sus manos bailaban sobre el talle,<br />
como si tuviese alferecía su dueña. Al fin se las<br />
echó a las sienes, se metió en la boca el puño,<br />
dio dos pataditas, respiró ruidosamente, y un<br />
grito salió de su boca.<br />
-¡Mal agradesío! ¡Judas!<br />
Al mismo tiempo echó a correr sin mirarme;<br />
salió de casa como un cohete; batió mi<br />
puerta; se disparó por las escaleras; retumbó su<br />
puerta también, y yo me encontré tan humillado<br />
y tan triste, que de buena gana regalaría mi<br />
corazón al que me hiciese la calidad de sacármelo<br />
del pecho.<br />
Tal vez lo que más duele de los dolores es<br />
no poder entregarnos libremente a ellos, pres-<br />
15
cindiendo de los demás cuidados y preocupaciones<br />
ruines de la vida. Cuando nos agobia la<br />
pena; diríase que también nos emborracha, y<br />
deseamos sumergirnos en ella hasta el fondo,<br />
sin sacar la cabeza fuera un instante, ni distraernos<br />
por cosa ninguna. Pero a mí no me era<br />
lícito este amargo gusto. Tenía que pensar en<br />
mi gente.<br />
Por orden: ante todo la prosa vil: me encontraba<br />
sin recursos para hacer frente a las<br />
urgencias económicas de que me había enterado<br />
Feíta. Hasta junio no vencían las rentas, y<br />
hasta octubre o noviembre lo más pronto no se<br />
podía soñar en vender la cosecha del trigo, que<br />
estaría despuntando entonces. Rehusado, ¡y<br />
con el agua al cuello lo rehusaría! el ofrecimiento<br />
de doña Milagros, sólo me quedaban dos<br />
medios de salir del apuro: o escribir a Garroso<br />
proponiéndole la adquisición de alguna finca, o<br />
recordar las insinuantes palabras de Sobrado,<br />
que de fijo me echaría un cable sin ahorcarme
con él. Todo menos vender la tierra heredada<br />
de mis antecesores, y a la cual se me figuraban<br />
que iban adheridas partículas de sus ya carcomidos<br />
huesos. Solicité, pues, una entrevista de<br />
mi casero, y con la vergüenza y el sofoco inevitables<br />
en el que pide, -aunque no pida gratis y<br />
por su cara bonita-, expuse mi necesidad y manifesté<br />
-apenas formaba palabras mi garganta<br />
seca- que si dos o tres mil pesetas... por poco<br />
tiempo... empeñando mi palabra de hombre de<br />
bien de que al vender la cosecha, sin falta...<br />
Me tranquilicé algo viendo que Sobrado<br />
me recibía de la manera más cordial y campechana<br />
del orbe. No advertí en él ninguno de<br />
esos estremecimientos nerviosos que suelen<br />
producir, aun en los temperamentos más linfáticos,<br />
los ataques al bolsillo. Me tuvo un rato<br />
cogida la mano izquierda; ofreciome puros,<br />
aunque sabía que yo no fumaba jamás; me dirigió<br />
frases alegres y animadoras; ¿quién no se ha<br />
visto en algún ahogo? ¿de qué sirven los ami-
gos? ¿para qué se ha inventado la moneda? y<br />
acabó por decirme que él arreglaría el asunto<br />
infinitamente mejor que yo mismo. -«Carta<br />
blanca»- exclamó mientras se retorcía el bigote<br />
siempre juvenil, y acariciaba a un gracioso perrillo<br />
canelo, de hocico negrísimo y poblada<br />
cola. «Usted, don Benicio -añadía el ricachónestá<br />
atortolado: es la primera vez que pide dinero...<br />
y la cosa se le hace una montaña. Si los<br />
negociantes nos aliviásemos así por miserias de<br />
déficits y de evoluciones del capital, en unas o<br />
en otras condiciones... estaríamos frescos. Nada:<br />
ánimo, y tome usted esto como la cosa más<br />
usual y corriente. Ninguno de los propietarios<br />
que ve usted por ahí tan orondos deja de tener<br />
su cachito de hipoteca encima... No; y yo le<br />
aseguro que voy a admitir la garantía que usted<br />
me ofrece... sólo por complacerle, por quitarle<br />
el empacho».<br />
No recordaba haber ofrecido a Sobrado hipoteca<br />
alguna, antes al contrario, creía que el
dinero se me daba a confianza; y poniéndome<br />
muy colorado, se lo hice observar así.<br />
-¡A confianza! -refarfuyó risueño don Baltasar-.<br />
¡Pues claro que a confianza se lo daré a<br />
usted! ¡Porque ya podían venir ahora la marquesa<br />
de Veniales, o los de Lobeira, o los Caudillos,<br />
a pedirme valor de una peseta dejándome<br />
en garantía cuanto tiene! Se volverían como<br />
vinieron. ¿Soy acaso prestamista? ¡La garantía<br />
de usted... fórmula, pura fórmula! Usted de<br />
sobra comprende que, aun cuando no pudiese<br />
abonarme a su tiempo la cantidad, yo no le iba<br />
a sacar a la vergüenza vendiendo los lugares.<br />
Hay más; si usted, ¡ni intereses ha de abonar<br />
por el préstamo! Los intereses, o los capitalizamos,<br />
o ¡mejor aún! los cargamos sobre la renta<br />
misma de esos lugarejos que aparece usted hipotecándome.<br />
¡Ya ve usted si es sencillo! En vez<br />
de adquirir un gravamen, puede usted decir<br />
como Juan Palomo: «Yo me lo guiso, yo me lo<br />
como». ¡Habas contaditas!
No me salía a mí la cuenta de las habas,<br />
porque también estaba en la persuasión de que<br />
Sobrado me facilitaría la suma desinteresadamente.<br />
Indiqué, de un modo tímido:<br />
jo...<br />
-Pero... intereses... Supongo... usted me di-<br />
-¿Que se lo prestaría sin réditos? Claro está,<br />
porque el seis no se considera rédito nunca:<br />
menos del doce o del quince, nadie se arriesga a<br />
estas alturas en que andamos. El seis no es interés,<br />
puesto que casi lo produce la misma propiedad<br />
hipotecada, de modo que el interés de<br />
lo puede usted sacar a la suma, quedando ras<br />
con ras... En fin, don Benicio, salta a la vista que<br />
usted no entiende de estas cosas. Si tiene el menor<br />
reparo, no hay nada perdido: usted busca<br />
esa cantidad por ahí; a mí crea usted que me<br />
causa... no extorsión, pues por usted eso y mucho<br />
más estoy dispuesto a hacer, pero, en fin...,<br />
cierta mala obra el distraer fondos... Tanto, que<br />
si usted no quiere perjudicarme mucho, le agra-
deceré que acepte, en vez de un préstamo de<br />
dos mil, uno de cinco mil... La suma redonda<br />
no me trastornará tanto. ¡Para usted, más respiro;<br />
para mí, la ventaja de no desmembrar capital!<br />
Pero carta blanca... Y serenidad, ¡qué demontre!<br />
No merece la pena.<br />
Entre aturdido y receloso; no viendo más<br />
salida y anhelando librarme cuanto antes de<br />
pensar en la ingrata cuestión de la escasez de<br />
numerario, concedí la famosa carta blanca. Por<br />
un lado, me parecía caer en una red tendida<br />
hábilmente, y experimentaba la angustia del<br />
que sabe que bajo sus pies se abre un precipicio;<br />
por otro, la inmediata posesión de cinco mil<br />
pesetazas representaba tanto descanso en mi<br />
espíritu y tanta alegría en mi hogar, que se necesitaba<br />
heroica virtud para no tender la mano<br />
y recoger la cantidad tentadora. ¡Cinco mil pesetas!<br />
¡Desahogo lo menos hasta el invierno! ¡Y<br />
sin vender, sin deshacerme de una mota de<br />
tierra! Lo que acabó de decidirme fue que el
negociante, desabrochándose y echando mano<br />
a una cartera, me puso en las manos, a guisa de<br />
arras, cinco billetes de a cien. «Ya formalizaremos<br />
el trato» -murmuró-; «Esto es para que<br />
tape usted los primeros agujerillos». ¡Ay si<br />
había agujerillos que tapar! La víspera había<br />
estado en mi antesala María la tocinera, con los<br />
brazos en jarras y la lengua en erupción, exigiendo<br />
doscientos veintiséis reales de rancio y<br />
fresco que se le debían por delante de la cara de<br />
Dios, y poniéndonos de tramposos, hambrones<br />
y señores de papel de estraza, que no había más<br />
que oír... Por librarme de semejante arpía, era<br />
yo capaz de dar el dedo meñique. «Ya formalizaremos»,<br />
repitió Sobrado al despedirme. En<br />
efecto, formalizó bien pronto como se verá. No<br />
le hipotecaba mis buenos lugares de Cardobre;<br />
los intereses del dinero, el seis, se cobrarían<br />
sobre la renta actual y futura; el plazo era de un<br />
año; pero Baltasar aseguraba que a los seis meses<br />
-¡claro, hombre!- liquidaría yo con él. Sí; era<br />
un pasajero desequilibrio en mi hacienda, de-
ida a las circunstancias realmente extraordinarias<br />
de aquella temporada azarosa. Muertes,<br />
entierros, partijas, derechos del Estado... Una<br />
crisis.<br />
-Oye, Feíta -dije reservadamente al trastuelo<br />
cuando hube saldado las cuentas pendientes<br />
y restablecido en apariencia el orden-; ya no<br />
tenemos pufos; y ahora, vida nueva. Se me ha<br />
ocurrido que acaso poseas tú más juicio que<br />
todas tus hermanas juntas; te pongo al frente de<br />
la administración de esta casa; me irás pidiendo<br />
lo que necesites, y cada noche ajustaremos al<br />
céntimo el gasto del día. Hay que imponerse<br />
una economía severa y no derrochar ni el valor<br />
de un perro chico. ¡No sabes..., no puedes saber<br />
el sacrificio que me ha costado salir de este<br />
aprieto! Desde hoy se han de contar aquí hasta<br />
los garbanzos de la olla.<br />
Feíta me escuchaba en reflexiva actitud,<br />
con el dedo puesto sobre los labios, y fijos en<br />
mi cara los diminutos ojuelos verdes, que des-
tellaban atención e inteligencia. Aquel día, la<br />
muchacha tenía más que nunca su gracioso<br />
aspecto hombruno, de chiquillo travieso y diabólico;<br />
se había cortado el pelo no sé de qué<br />
empaquetada manera, y en su frente se alzaban<br />
aborrascados unos mechoncillos indómitos,<br />
mal sujetos atrás por un cordón deshilachado y<br />
viejo; vestía un largo delantal-blusa de hilo del<br />
Norte, gris, que ocultaba las formas y no descubría<br />
ninguna turgencia femenil; además, en<br />
una mejilla ostentaba un churrete de tinta, formidable.<br />
Sólo contestó a mis disposiciones económicas<br />
con una mueca y un suspiro.<br />
-También -añadí-, quiero que te encargues<br />
de impedir que tus hermanas vuelvan a casa de<br />
doña Milagros. Bajo ningún pretexto -<br />
¿entiendes?- bajo ninguno. Fíjate bien en lo que<br />
te digo: bajo nin-gu-no. Haced cuenta que... que<br />
he reñido con esa señora... o que esa señora se<br />
ha muerto... o... en fin... ¡Basta de explicaciones!<br />
Yo saldré con las que quieran salir a la calle; yo
las acompañaré a todos lados, al paseo, a las<br />
tiendas, adonde vayan... pero que no sepa que<br />
ponen los pies abajo... ¿estás? ¡Cuidado conmigo!<br />
Feíta bajó la mano, castañeteó los dedos y<br />
sonrió.<br />
-¡Ay papá! Me envía con la embajada a<br />
mí... porque no se atreve a decírselo a ellas.<br />
¿Pero no ve que a mí también me mandan al<br />
rábano? Lo que sucede es que no se necesitan<br />
semejantes prohibiciones, porque los de Llanes<br />
han tomado la delantera.<br />
Me sentí palidecer.<br />
-¿Los de Llanes...?<br />
-No nos reciben ya... Esta mañana bajó Rosa<br />
con Mizucha y yo con el ama y las pequeñas,<br />
y nada... cara de palo. Abre la puerta el Vicente...<br />
y la defiende lo mismo que un perro de
presa: no permite que entremos ni en el recibimiento.<br />
«Que la señora está indispuesta... que<br />
ahora no se pasa... que necesita descansar... que<br />
el señor también ha salido...». ¡Y si viese con<br />
qué cara dice eso Vicente! Los ojos le echan<br />
fuego. Debe de estar enfermo también él, como<br />
doña Milagros, porque parece un difunto. ¿<strong>Qué</strong><br />
ha sido, papá? Cuéntemelo, que le prometo no<br />
decir ni esto a las mosconas, que andan muertas<br />
de curiosidad.<br />
-Hija mía -murmuré turbadísimo y con<br />
desfallecida voz- no ha sido nada; vamos, una<br />
tontería; pero hay cuestiones de delicadeza<br />
que... los niños no podéis comprender... Cuando<br />
seas más grande, te diré a ti... ¡a ti sola!<br />
-¿Y a esas? ¿Se lo dirá ahora porque son<br />
mayores?<br />
-No, tampoco... es decir, dentro de algún<br />
tiempo... Soy vuestro padre, y no tengo para<br />
qué justificar una determinación que he adop-
tado en provecho vuestro. Creo que aquí debo<br />
mandar en jefe... Digo, estoy seguro; debo<br />
mandar, y mandaré. Es preciso enderezar esta<br />
casa.<br />
-Papaíño -contestó la muchacha, echándoseme<br />
encima y besándome a bulto, creo que en<br />
la nariz- ya se sabe que usted debe mandar;<br />
pero también se sabe que no manda ni pizca. A<br />
mamá la obedecían esas mezquinas, por miedo,<br />
porque las zorregaba. Desde que falta mamá,<br />
cada cual va por su lado; y me alegro que<br />
hablemos de eso, que así le diré lo que conviene<br />
que sepa. Argos, aunque usted la prohibió ir<br />
sola a la iglesia, allá se larga todas las mañanitas,<br />
mientras usted está en la cama aún. Tula<br />
tiene amores... Se lo juro, papá: tiene amores<br />
con un cojo, un escribiente de la Diputación...<br />
Se cartean... Los tendría con el palo de una escoba,<br />
créame, con el afán que ahora la ha entrado<br />
por novio... El cojo es un infeliz: se me figura<br />
que maldito lo que le encanta el noviajo; con
cuatro gritos que usted le pegue, no volverá a<br />
acordarse de Tula. Rosita también me parece a<br />
mí que tiene sus maulas... Están de atar -añadió<br />
con el profundo desdén de un filósofo viejo<br />
hacia las humanas flaquezas. Viendo que yo<br />
callaba atónito, continuó-. Aún falta que sepa lo<br />
que sucede con Froilán. Usted me ha encargado<br />
que le repase las lecciones, y yo se las repasaba<br />
siempre. Nunca daba pie con bola; no se le quedaban<br />
en la memoria ni las cosas más insignificantes.<br />
Su cabeza es una perilla de balcón. Sólo<br />
a fuerza de machacar... Pero ya, ni eso: ya no<br />
coge el libro.<br />
-Le voy a matar -exclamé levantándome<br />
trémulo, con los nervios como cuerdas de guitarra.<br />
-¡Jesús! -respondió la chiquilla, riendo y<br />
deteniéndome-. ¡Matar! ¡Mataban! ¡Si usted no<br />
es capaz ni de arrearle un lapito! Óigame a mí,<br />
guíese por mí. ¿Por qué se empeña en que Froilán<br />
sea un sabio?
-¡Hija mía... es el único varón de la casa!<br />
Sólo de él podéis esperar alguna protección<br />
cuando yo muera. No hay más recurso sino que<br />
estudie, que siga una carrera con lucimiento, y<br />
hoy o mañana podrá seros útil... ¡Acaso ampararos<br />
a todas!<br />
-Pero, papaíño -respondió Feíta cruzando<br />
las manos y acentuando más la expresiva mirada<br />
de sus ojos y la firmeza singular de su cara<br />
infantil-, si Dios ha querido que el único varón<br />
de la casa sea un desaplicado y un bodoque...<br />
no nos vamos a reponer contra Dios. Es un dolor<br />
que esté usted derrochando dinero y paciencia<br />
con Froilán. Lo que gasta usted con él<br />
en matrículas y libros, ¿por qué no lo gasta<br />
conmigo? Yo tengo muy buena memoria. Con<br />
una vez que lea las lecciones, lo más dos, se me<br />
quedan. ¿Y qué piensa usted? entiendo lo que<br />
leo; me gusta muchísimo... Me trago el libro de<br />
texto, y no crea usted, también otros que no son<br />
de texto y... que... me los prestan. Sobrado me
envió dos novelas de Víctor Hugo; Moragas me<br />
trajo obras de Camilo Flammarion...; hasta don<br />
Tomás Llanes me regaló unos novelones muy<br />
disparatados de ladrones y de moros. ¿<strong>Qué</strong> se<br />
había usted figurado? ¿Que soy una burra?<br />
Pues no hay tal. Me ha entrado un flus de <strong>leer</strong>...<br />
Leería toda la biblioteca del Puerto de un tirón.<br />
Hasta me zampo los libros de Argos divina, la<br />
Filotea, los escritos de Santa Teresa y los del<br />
Padre Faber... Si ya sé mucho: sé más de lo que<br />
parece. Haga usted un cambio: Froilán que vigile<br />
al ama y registre la cesta de la criada cuando<br />
vuelve de la compra, y yo iré al instituto en<br />
lugar de Froilán. Verá usted como los dos quedamos<br />
bailando de contentos.<br />
Era tan cómica la proposición de aquel diablejo,<br />
que tuyo la virtud de hacerme olvidar<br />
por un instante mis penalidades y zozobras y<br />
de hacerme soltar una carcajada.<br />
-Mira, Marisabidilla, tú dices que tus hermanas<br />
están de remate... Pues lo que es a ti... te
voy a mandar al manicomio ahora mismo. Si te<br />
pillo en esas lecturas de autores malos, que te<br />
enseñan lo que no te importa, tengo energía...<br />
¡ah, para eso sí que la tengo! Quemo el librote...,<br />
a ver si te prestan otro. ¿Pues no quiere estudiar<br />
en vez de su hermano? ¿Y para qué, si<br />
puede saberse?<br />
-Para graduarme de bachillera.<br />
-¡Magnífico! ¿Y después de graduarte? ¡Ya<br />
lo eres!<br />
-Para seguir carrera mayor.<br />
-¡Divino! ¿Y después?<br />
-Para tener un título en forma...<br />
-¡Ya! ¡Caramba! ¿Y luego?<br />
-Para ejercer una profesión... la que sea... y<br />
ganar cuartos... y fama... vivir de mi ciencia y
de mi trabajo... como había de vivir Froilán, si<br />
no fuese un camueso.<br />
La risa me salía a borbotones por las ventanas<br />
de la nariz, por la apretada boca que espurriaba<br />
saliva, por los hijares convulsos. Me<br />
retorcía en el sillón.<br />
-¡Chiquilla... delicioso! Vales cuanto pesas,<br />
te lo aseguro... Ven acá, te voy a plantar un beso...<br />
porque no quiero plantarte una azotaina.<br />
La acaricié como a un niño chiquito, y proseguí:<br />
-Muy bien. ¿Conque estudiar y ejercer una<br />
profesión? ¿No sabes que las mujeres no pueden?<br />
Te vestiremos de hombre...<br />
-Sí pueden -respondió con gran aplomo-.<br />
¿Usted cree que yo no he preguntado? Cuando<br />
quiero saber una cosa... se la pregunto hasta a<br />
las lápidas de seguros mutuos y a los guarda-
cantones. He charlado largo y tendido con el<br />
señor de Moragas. Puedo estudiar las asignaturas<br />
en el Instituto, en la Universidad o en mi<br />
casa; examinarme como alumno oficial, o como<br />
alumno libre. Y si sigo la carrera de medicina,<br />
<strong>puedo</strong> ejercerla; hay señoritas que la ejercen.<br />
Además, con el tiempo, ya nos permitirán que<br />
ejerzamos otras profesiones. ¿Por qué se ríe así?<br />
¿Tengo en la cara una danza de monos?<br />
-En la cara no... Tienes en la cabeza una<br />
olla de grillos. ¿<strong>Qué</strong> quieres: que esté serio<br />
cuando ensartas despropósitos?<br />
-Sí señor... Yo bien seria estoy. No es cosa<br />
de risa.<br />
-Es que si no riese, te remangaría las faldas...<br />
y ¡pum!<br />
-¿Por qué? ¡Me va a decir por qué!
-Vamos, vamos, juicio... Mete esa cabeza<br />
en agua fresca, y que se te quite la fiebre. Como<br />
yo vuelva a oírte barbarizar... Hija mía. Dios<br />
hizo a la mujer para la familia, para la maternidad,<br />
para la sumisión, para las labores propias<br />
de su sexo... ¡de su sexo! No lo olvides nunca, y<br />
que nadie tenga que recordártelo, o serás la<br />
criatura más antipática, más ridícula y más<br />
despreciable del mundo: un marimacho; ¡puh!<br />
La mujer a zurcir medias... no se ha visto no se<br />
verá nunca que truequen los papeles a no ser<br />
en San Balandrán.<br />
-Pues sí señor que se ha visto -respondió<br />
con brío la muñeca, reprimiendo trabajosamente<br />
una lagrimilla de rabia-. Porque mamá le<br />
mandaba a usted y usted obedecía a mamá lo<br />
mismo que un borrego. ¿Y sabe en qué consistía?<br />
En que mamá tuvo más disposición para el<br />
mando que usted. Cada quisque debe hacer<br />
aquello para que tiene disposición. ¿Dios me da<br />
a mí talento para estudiar? Estudio. ¿Dios le dio
a Froilán disposición para jugar a la billarda y<br />
tirar piedras? Que juegue y que las tire. ¡Y vamos!<br />
es una picardía muy gorda eso de que las<br />
mujeres, cuando sirven para esto o para aquello...<br />
hagan precisamente lo otro y lo de más<br />
allá. Yo sé barrer y coser y cuidar de una casa, y<br />
sé criar un chiquillo, como crié a las gatas monas...<br />
pero me gusta estudiar, y estudiaré. ¡Sólo<br />
faltaba! Aquí todo el mundo se pronuncia para<br />
hacer disparates... Pues me pronuncio yo para<br />
hacer una cosa justa y buena. Quiero estudiar,<br />
aprender, saber, y valerme el día de mañana sin<br />
necesitar de nadie. Yo no he de estar dependiendo<br />
de un hombre. Me lo ganaré, y me burlaré<br />
de todos ellos.<br />
Todavía prevaleció en mí la risa contra el<br />
enojo, y seguí echando a broma la estrambótica<br />
resolución de Feíta, que ni era posible que pasase<br />
a mayores ni debía en buena ley considerarse<br />
más que como una genialidad cómica. Sin<br />
embargo, me contrariaba su insubordinación,
porque repitió con entereza que estaba decidida<br />
a no auxiliarme en lo referente a las lecciones<br />
de Froilancito ni en el gobierno de la casa.<br />
-No, papá, no me meto más en eso, se acabó<br />
-decía con insistencia en que ya se advertía<br />
la tenacidad de la mujercita formada, y el desarrollo<br />
repentino de un carácter-. Atenderé a las<br />
gatiñas, sobre todo ahora que doña Milagros no<br />
las atiende; las atenderé, porque las quiero mucho<br />
y me dan lástima; no bajaré a casa de Llanes,<br />
ya que usted lo prohíbe... pero en cosas de<br />
mis hermanas mayores no me mezclo: no y no.<br />
Papá, para disponer hay que tener mando, y<br />
para tener mando hay que tener autoridad; yo<br />
no la tengo; soy una chiquilla; y usted no está<br />
para guardarme las espaldas, porque su genio<br />
de usted es... así... ¡ya se sabe! Froilán se me<br />
repone; y las otras... ¿Vio cómo pegaba Tula en<br />
la mesa una noche? Pues mire... ayer.<br />
Desabrochó el puñito del delantal-blusa, y<br />
subió la manga, enseñando un cardenal, o por
mejor decir, una magulladura profunda más<br />
arriba del codo.<br />
-Esto fue que ayer Tula quería arañarme,<br />
porque la amenacé con contar a usted lo del<br />
cojo si le seguía escribiendo papelitos... Saqué<br />
uñas para uñas, y nos peleamos; yo la eché contra<br />
la pared, y ella me arreó piñas en la cabeza<br />
y luego en el brazo: parecía un basilisco... Papá,<br />
bien debe usted conocer que no es para mí el<br />
gobernar la casa. Si me da un duro, me lo despabilarán<br />
en sus caprichos antes de que yo pague<br />
con él la cuenta. ¡Gracias! Mejor lidio con<br />
las presas de la cárcel que con mis hermanitas.<br />
Me contrarió sobremanera la actitud de la<br />
muchacha. ¿De modo que ya -sobre faltarme<br />
doña Milagros, la dulce confidente- me abandonaba<br />
el diablejo, el marimacho angelical, la<br />
activa organizadora, mi sostén de los primeros<br />
días?
Aquella tarde Rosa vino a decirme que<br />
«estaba desnuda», que iba a aliviar el luto, y<br />
que ella y sus hermanas necesitaban ropa «como<br />
el pan»; y Argos, si no pidió moños, ni cosa<br />
que lo valiese me causó mayor disgusto: desapareció<br />
de casa a eso de las tres, aunque salí<br />
escapado a buscarla, no la encontré en la iglesia<br />
ni en parte alguna. A las ocho dadas regresó,<br />
con los ojos extraviados, demudado el rostro, la<br />
respiración congojosa; la oímos que se dejaba<br />
caer en la cama, sin desnudarse, suspirando<br />
hondamente. Salí; compré un candado; lo mandé<br />
colocar en la puerta, y me tomé el trapajo de<br />
ir a abrirlo cada vez que era preciso salir o entrar.<br />
¡<strong>Qué</strong> infierno!<br />
Es el caso que, desde el mismo instante en<br />
que me decidí a poner el candado, cesó de<br />
hacer falta.<br />
16
Argos, al día siguiente de su escapatoria y<br />
de mi larga e inexplicable ausencia, fue acometida<br />
a la madrugada de violenta convulsión, lo<br />
cual al pronto no nos alarmó extremadamente,<br />
porque la habíamos visto muchas veces de<br />
aquel modo. Aplicamos los remedios conocidos,<br />
pero nos preocupó que a la excitación sucediese<br />
una especie de estupor letárgico. Dispuse<br />
que avisasen a Moragas, y criada volvió<br />
diciendo que el doctor había salido la víspera,<br />
llamado precipitadamente, para un enfermo de<br />
mucho peligro, al pueblecillo de Roblas, célebre<br />
por sus aguas minerales. Roblas dista cuatro<br />
leguas de Marineda; no había que pensar en<br />
Moragas, opté porque buscasen al facultativo<br />
que viviese más cerca y más a mano estuviese.<br />
Y por convenir sus señas con estas, accedió don<br />
Dióscoro Napelo, viejo y rutinario practicón, de<br />
los del tipo clásico, que no han abierto en su<br />
vida una revista francesa ni alemana y mantienen<br />
cierta saludable prevención contra los remedios<br />
modernos, y un entrañable amor a las
fórmulas que aplicaron en sus juventudes. Como<br />
quien cierra los ojos y se entrega en brazos<br />
de la suerte, introduje al buen señor en el cuarto<br />
de mi desgraciada hija, a la cual rodeaban<br />
sus hermanas, locas de miedo, pues la creían<br />
expirante.<br />
Ordenó don Dióscoro que saliesen las muchachas<br />
y se inclinó sobre la enferma, a quien<br />
habían depositado encima de la cama, vestida<br />
con la holgada bata de estameña -el triste hábito,<br />
semejante a un sayal-. Tenía el rostro muy rubicundo,<br />
los párpados hinchados y entreabiertos,<br />
empañado el brillo de los ojos, turgentes los<br />
labios, y la lengua asomando entre los dientes,<br />
cual si no cupiese en la boca. Empecé a llamarla<br />
a gritos, con ansia amorosa y lastimeras voces;<br />
sin duda me oía, pues al repetir yo su nombre<br />
se esforzaba en pestañear, pero al punto volvía<br />
a quedarme inmóvil. Era su respiración frecuente,<br />
luctuosa o entrecortada, y sus pies desnudos<br />
estaban helados y cárdenos. Por orden
del señor de Napelo traté de desviar con el rabo<br />
de una cuchara sus apretados dientes y hacerla<br />
tragar un poco de agua y éter, pero el líquido se<br />
deslizaba sin acción rebozaba por las comisuras<br />
de los labios. La pellizqué, la apreté la muñeca,<br />
y permaneció insensible. Sus pulsos no se descubrían<br />
en parte alguna; sólo sobre el corazón<br />
parecía advertirse un obscuro diástole.<br />
-¡Está muy grave! -grité detrás del señor<br />
Napelo cuando este apoyaba su mano bajo el<br />
seno izquierdo de la enferma-. ¡Se me muere!<br />
-¡Ya verá usted cómo no! -respondió el viejo,<br />
en tono afirmativo e imperioso-. Me atrevo a<br />
responder... y si el señor Moragas, a su regreso,<br />
critica las medidas adoptadas por este modestísimo<br />
compañero... ¡dígale usted que yo no sé<br />
curar por la nueva! A mis aforismos me atengo.<br />
Ubi stimulus, ibi afluxus. Venga una palangana...<br />
trapos de lienzo... Envíe usted a la farmacia,<br />
inmediatamente, por vejigatorios y cáusticos de<br />
los más enérgicos... Y todo volando, volando...
porque ya conozco este mal, y otra vez que lo<br />
asistí en una señora de más edad que su hija de<br />
usted, hice traer, con los medicamentos, ¡la Santa<br />
Extremaunción!<br />
Puede calcularse cómo estaría en tales<br />
momentos mi casa. Dábamos vueltas sin entendernos,<br />
unos buscando las camisas viejas para<br />
hacer vendas y trapos, otros disponiéndose a<br />
asaltar la botica, esta trayendo, en vez de palangana,<br />
una ensaladera, la otra llorando con<br />
hipo angustioso en un rincón. Mis manos trémulas<br />
sostuvieron la palangana; el viejo sacaba<br />
ya de una carterilla de zapa la lanceta, cuyo<br />
acerado brillo me hizo daño a los ojos. Crucificada<br />
por dos vejigatorios en la espina y el vientre,<br />
envueltas en sinapismos las plantas de los<br />
pies. Argos continuaba sin dar más señal de<br />
vida que la fatigosa y entrecortada respiración.<br />
Don Dióscoro se acercó; alzó la floja manga del<br />
saco, y quedó descubierto un brazo inerte y<br />
marmóreo; con rápido movimiento practicó la
incisión en la vena, y al pronto no corrió la sangre;<br />
por fin rezumaron gotas negruzcas. Sentí<br />
que no podía resistir tal espectáculo, y a punto<br />
estuve de caer al suelo. Feíta, de pie detrás de<br />
mí, me arrebató la palangana de las manos,<br />
diciéndome:<br />
-Salga un poco, que se le ha puesto muy<br />
mal color... Yo basto... Clara me ayuda.<br />
Salí en efecto, y abatidísimo me dejé caer<br />
en un sofá. No sé cuánto tiempo transcurriría<br />
así, porque el dolor a veces tiene la virtud del<br />
placer: hace insensible el curso del tiempo. Oía<br />
el ir y venir azorado de mis hijas; notaba alrededor<br />
mío esa trepidación peculiar de los instantes<br />
en que se lucha con la muerte, y vi pasar<br />
a Clara llevando en las manos un frasco oblongo<br />
de cristal. La llamé; pregunté alarmado qué<br />
era aquello; y la futura monja, sin responder, lo<br />
colocó sobre la mesa. Al trasluz del agua turbia,<br />
vi una cosa horrible: un enjambre de delgados<br />
y enroscados viboreznos, de piel verde esme-
alda con manchas sombrías, se agitaba adhiriéndose<br />
a las paredes del frasco. Escuálidas<br />
ahora como lombrices, dentro de poco aquellas<br />
fieras estarían hechas una boytarga asquerosa,<br />
digiriendo la sangre de las venas de mi hija...<br />
-Ha costado -exclamó Tula excitadísima,<br />
acercándose a la mesa- Dios y ayuda el encontrarlas.<br />
Ya no hay sanguijuelas más que en la<br />
barbería de Redondo. El hijo es el que las proporciona,<br />
¿no sabe usted? ese muchacho pintor<br />
que decoró las casas de don Juan Achinado...<br />
Dice que por casualidad tenían una docena...<br />
Ha sido tan atento que las trajo él mismo.<br />
Al punto se entreabrió suavemente la<br />
puerta de la sala, y un mozo moreno aceitunado,<br />
patilludo, ojinegro, rechoncho ya a pesar de<br />
sus pocos años, que no pasarían de veintiséis,<br />
murmuró obsequiosamente:<br />
-Don Benicio, dice papá que si hacen falta<br />
más... que aún podrá buscarlas por ahí.
-Dios se lo pague -respondí dolorosamente-:<br />
estimo el favor, y agradeceré que vengan<br />
pronto.<br />
-Pues volveré con ellas -indicó el pintor,<br />
desapareciendo por el foro.<br />
Jamás he podido comprender -<br />
reflexionando después sobre el método antiflogístico<br />
que con Argos se puso en práctica- cómo<br />
a la pobrecilla le quedó en el cuerpo gota de<br />
licor vital. Para abreviar el relato de sus tormentos,<br />
diré que la administró el valiente discípulo<br />
de Broussais nada menos de cinco sangrías,<br />
sustrayéndola más de diez onzas de sangre;<br />
y a la vez la aplicó al plano alto de los muslos<br />
veinticuatro rabiosas sanguijuelas -pues la<br />
segunda docena la trajo luego, y muy solícito,<br />
el hijo de Redondo-. Yo no conozco tus arcanos,<br />
¡oh arte de curar!; yo no soy el llamado a decidir<br />
entre dos siglos médicos armados el uno<br />
contra el otro; yo respeto profundamente la<br />
ciencia, y la sabiduría, y los adelantos, y los
descubrimientos, gloria de las eminencias contemporáneas;<br />
yo no descreo del progreso, ni es<br />
mi ánimo retroceder a los ominosos tiempos en<br />
que era peor, o sea más temible, el remedio que<br />
la enfermedad; pero yo debo también atribuir a<br />
cada cual lo suyo, y proclamar a la faz del<br />
mundo entero que con su lanceta y sus anélidos<br />
verdes, mi don Dióscoro Napelo sacó a flote a<br />
la moribunda Argos.<br />
A las dos primeras sangrías, se calentaron<br />
un poco las manos y los pies de la muchacha. A<br />
la tercera, en vez de sangre negra y semicoagulada,<br />
empezó a brotar un caño rojo y vivo. La<br />
piel se humedeció ligeramente y la temperatura<br />
fue menos cadavérica. Y por último, cuando el<br />
señor de Napelo, tomando una plumita de gallina<br />
empapada en tintura de asafétida, la introdujo<br />
en las fosas nasales de la paciente para<br />
provocar un estornudo salvador, la muchacha<br />
no estornudó, pero empezó a moverse y a quejarse<br />
con expresiones interrumpidas y balbu-
cientes, que indicaban el trastorno de las facultades<br />
cerebrales. En seguida aparecieron sus<br />
pulsos, aunque muy lentos, profundos e irregulares,<br />
y por instantes fue vitalizándose su rostro.<br />
La dimos unas cucharadas de caldo y las<br />
tragó bien; poco después -a la tarde- el pulso<br />
latía con libertad y blandura, y aunque la calentura<br />
fuese alta e intensa, viose claramente que<br />
estaba conjurado el inminente peligro.<br />
El practicón me lo advirtió con una sonrisa<br />
confidencial y en términos sencillos y llanos.<br />
«Animarse, que ya pasó lo peor. Ahora no es<br />
nada. Habrá que alimentarla bien: cosas muy<br />
nutritivas y muy tónicas, porque va a quedarse<br />
debilísima, y la suma debilidad no nos conviene<br />
tampoco. En fin, esto correrá de cuenta de<br />
don Pelayo Moragas... Y usted no se acoquine.<br />
Yo soy padre también... Desgracia y muy grande<br />
considero el tener hijas en un mundo tan<br />
ignorante, que está sobre poco más o menos a<br />
la altura de los tiempos en que Areteo de Ca-
padocia diagnosticó por primera vez el mal que<br />
padece esta señorita, y que suele llamar histeria.<br />
El injusto mundo, señor don Benicio, hace a las<br />
doncellas responsables de este mal... cuando<br />
este mal es precisamente un certificado público<br />
de vida honesta y de pureza incólume, pues las<br />
mujeres que se entregan a desarreglos como el<br />
varón, apenas conocen tan terrible padecimiento.<br />
¡Ah! -añadió el facultativo-. Por si acaso... las<br />
sanguijuelas que las estrujen, para que suelten<br />
lo que chuparon y puedan volver a servir».<br />
Feíta se encargó de operación tan cruenta,<br />
y sus finos deditos estiraron el monstruoso<br />
cuerpo de las sanguijuelas llenas como odres.<br />
Echolas luego en agua clara a fin de que se avivasen<br />
y volviesen a sentir sed de sangre humana...<br />
Y como la enferma necesitaba reposo, yo<br />
cerré las maderas y me instalé en una sillita<br />
baja, velando su calenturiento sueño. Estaba a<br />
obscuras la habitación silenciosa e impregnada<br />
de olores farmacéuticos; y... ¡no ocultaré mi
flojedad! reclinando la cabeza sobre la durísima<br />
esquina de la mesa de noche... me quedé dormido<br />
como una marmota. Era que indudablemente<br />
los disgustos, los sustos, las impresiones<br />
fuertes, las emociones, me habían rendido... Lo<br />
cierto es que me amodorré. Y cuando llevaba<br />
de siesta... no sé cuánto, tal vez un cuarto de<br />
hora, el ruido de una respiración agitada me<br />
despertó... No era de la enferma, sino otra que<br />
yo conocía bien, que había comparado mil veces<br />
al aleteo de la asustada paloma... Sí: allí<br />
estaba doña Milagros.<br />
Me pareció su presencia cosa natural. En el<br />
momento de trasposición del sueño a la vigilia,<br />
ningún hecho nos sorprende: conservamos la<br />
credulidad del durmiente, que vuela sin alas, y<br />
en realidad, dentro del modo de ser de doña<br />
Milagros, no tenía nada de admirable el que se<br />
me presentara olvidando mis desprecios. Por<br />
otra parte, apenas tuve tiempo de reflexionar,<br />
porque la comandanta, poniendo un dedo so-
e los labios, me hizo expresiva seña de que no<br />
debíamos hablar allí; después, con el mismo<br />
dedito, apuntó a la puerta, indicando que tenía<br />
que decirme algo de suma importancia.<br />
Me levanté y de puntillas las seguí a la galería,<br />
que comunicaba con la sala y también con<br />
los dormitorios. Al salir a la luz cruda del sol,<br />
reverberada por el mar y que caía a torrentes en<br />
el cierre de cristales, me impresionó advertir el<br />
cambio del rostro de la señora. La expresión de<br />
malicia infantil e ingenua, de bondad humorística<br />
y alegre franqueza derramada por sus facciones<br />
y rebosante de su boca y sus ojos, había<br />
desaparecido, siendo sustituida por una mezcla<br />
de angustia indecible y morboso abatimiento;<br />
sus párpados estaban hinchados, contraída su<br />
boca, y se veía que reprimía a duras penas las<br />
lágrimas que querían saltársele. Parecía como si<br />
de pronto la hubiesen echado encima diez años;<br />
entre el negro pelo, dos o tres canas, en que yo<br />
no había reparado nunca, brillando al sol, au-
mentaron aquella impresión de madurez triste<br />
y dolorosa, de mujer sola y sin afecciones que la<br />
consuelen de la edad. Mi corazón se hizo papilla,<br />
se liquidó... aun antes de que ella exclamase:<br />
-¡Ay don Benisio! Tenga compasión de esta<br />
infelis... No <strong>puedo</strong> ma; se me acaba la cuerda.<br />
En mi vía, desde la muerte de mi madre, recuerdo<br />
pena como la presente.<br />
-¿<strong>Qué</strong> le sucede a usted, señora? -respondí<br />
esforzándome en conservar la dignidad de<br />
quien está cargado de razón.<br />
-Me suceden varias cosas y toas muy gordas,<br />
muy gordísima; pero en particular me sucede<br />
que no me acostumbro a vivir sin ver a las<br />
gemeliyas y sin cuidarlas y sin besarlas. Como<br />
cada hijo de vesino tiene su cacho de dignidá, y<br />
no es una de palo ni de corcho, ni está acostumbrá<br />
a que la digan atrosidaes... yo... a la<br />
fuersa... en los primeros momentos... hise jura-
mento solemne que ni volvería a pisá su casa<br />
de usté, ni a crusarle saludo. Porque mire usté<br />
que le he cogío yo ley a esta casa desde que les<br />
trato, y mire usté que en ella he recibío bofetás<br />
y coses en el arma... Pero soy de esta hechura y<br />
no de otra; soy de la condición de la hiedra, que<br />
se arrima y se agarra y se abrasa, y no se pue<br />
apartar ya del árbol sin secarse... Es una condición<br />
mala, detestable, y daría argo porque me<br />
fabricasen un corasón de metal muy nuevesito<br />
y muy reluciente, que fuese a modo de reló,<br />
¿comprende usté? de esos que se les da cuerda,<br />
y ya están en marcha para un año, sin discrepar<br />
ni un segundo... Eso me hace a mi farta; el relojiyo,<br />
y no esta porquería de corasón de manteca,<br />
que se le sale el cariño por toos laos como<br />
harina por criba rota. Me vasté a desir por qué<br />
regla de tres estoy yo aguantando en esta casa<br />
desaires de ca cual, groserías de su mujé de<br />
usté (que en pas descanse) jetas torsías de su<br />
hija Tula, impertinencias de los criaos, y hasta<br />
de usté -de usté, santo varón- el chafo y el son-
ojo de la Era cristiana. Yo tengo, gracia a Dio,<br />
con que vivir; en mi chosa no debía echar na de<br />
menos; mi marío, a su moo, me complace y me<br />
trata bien; sólo me farta, como dijo el otro, sarna<br />
que rascá... y mire usted por donde diantre<br />
se me pone en el periquito del condenao corasón<br />
prendarme de ustés, pero sobre unos de las<br />
dos reina gitana... Y aquí estoy en disposición<br />
de tragarme las injurias y hasta de dar gracia<br />
por eya, con tal de que me consienta usté tener<br />
en bracos a los dos cachos de sielo. No crea<br />
usté; yo misma me río de mí misma, señó don<br />
Benisio. Si conosco mi tontera; si la conosco.<br />
Que esa niña ni son mía ni cosa que lo valga;<br />
que no me deben na, ni yo a eyas, ni a usté, ni<br />
ese es el camino... Corriente, enterá ¿Y qué le<br />
hago si me voy tras ellas lo propio que si me<br />
hubiesen salío de la entraña? ¿<strong>Qué</strong> le hago, si<br />
desde que me las privan no encuentro gusto<br />
para na? ¿Y si me consumo y me acabo? ¿<strong>Qué</strong><br />
hago, a ver, dígamelo usted?
Me quedé perplejo. La no fingida aflicción<br />
de la señora, su desmejoramiento, la elocuencia<br />
desordenada con que expresaba aquel extraño<br />
amor maternal electivo por mis últimos retoños,<br />
me conmovían profundamente; pero creíame<br />
en el deber de resistir a tal emoción, y de llevar<br />
adelante mis propósitos de desvío y ruptura.<br />
-Me aflije usted, doña Milagros -murmuréy<br />
me aflije usted en momentos bien tristes de<br />
suyo, porque no debe usted de ignorar que la<br />
pobre Argos por poco se nos muere, y aún<br />
quién sabe lo que será de ella. Tengo demasiadas<br />
penas, doña Milagros, créame usted, y no<br />
venga a doblarme la carga pidiendo imposibles.<br />
No me obligue a dar razones de mi determinación,<br />
porque tampoco me agrada que usted<br />
pueda decir que la trato mal. Por Dios, no me<br />
agobie; comprenda que no podemos ser amigos<br />
como antes... y, retírese, se lo ruego.<br />
-¿Retirarme? -exclamó ella briosamente,<br />
con cierto gracioso desgarro chulesco muy en
armonía con su tipo físico-. No en mis días,<br />
hasta que usté se entere; porque está usté en<br />
Belén, hijo, en Belén, a consecuencia de haser<br />
caso de cuentos, enreos y chisme... Si en ves de<br />
creer a esos despellejaores viene usté a mí y me<br />
pregunta ¿Milagro, qué hay de esto y de lo<br />
otro? ¡mejor para usté y retemejor para mí! Pero<br />
usté se traga las bolas, se enfurruña, me echa<br />
con cajas destemplás... y aquí se ha enredao<br />
una madeja que el desenredarla va a costá sudore.<br />
-Si no se explica usted más... -exclamé a mí<br />
vez.<br />
-Allá voy... ¿No se trata de Visente?<br />
Bajé los ojos y sentí que me encendía de<br />
vergüenza al oír aquel nombre que tantas vueltas<br />
venía dando en mi perturbada imaginación.<br />
-De Visente... no tuersa usté la jeta, ¡mala<br />
persona!; de mi cortejo... ¿No dise usté que ese
es mi cortejo? Vamo, dígamelo usté en mi cara,<br />
en mi misma cara... sin empacho. Pensarlo<br />
habrá sío lo feo; que desirlo...<br />
-Doña Milagros... ¡por lo que más quiera! -<br />
murmuré-. Me está usted dando un rato muy<br />
cruel... y no lo necesito; crea usted que me gastan<br />
los disgustos de puertas adentro.<br />
-No, no se sofoque usté, abaníquese, refrésquese...<br />
y a los demás, ¡que no parta un rayo!<br />
-prorrumpió la comandanta-. ¿Se cree usté<br />
que es el único a tragar quina? Pues toos tenemos<br />
nuestra alma en el almario... Pa no cansar,<br />
¡porque está usté como un chiquiyo, Neira!,<br />
hasta el otro día que usté me dio aquel bofetón,<br />
yo mardito si pensé que a ningún alma negra se<br />
le podía pasá por la cabesa criticarme con el<br />
criao... Bajo con él y le digo que Visente se tiene<br />
que ir de mi casa; que se ha hecho muy insolentón<br />
y muy holgasán, y que no me conviene ni<br />
chispa...
-¿Eso es verdad? -grité con un gozo tal,<br />
que me temblaban las manos y el cuerpo todo.<br />
me.<br />
-No, que e mentira -contestó remedándo-<br />
-¿Y... ya se ha ido? -añadí, con la sonrisa<br />
que deben de tener los bienaventurados en el<br />
cielo.<br />
-¡Irse! Allí está el hueso, el hueso malo de<br />
roer... No le da la gana al señorito, y Tomás es<br />
tan lerdo, que por má que le digo no acaba de<br />
plantarle... Tendré que cantar claro. Y canto.<br />
¡No que no! Mal me conoce ese chaval si piensa<br />
que no he de ser a la postre franca con mi marío.<br />
Y a serlo con él, voy a serlo también con<br />
usté. Los despellejaores tenían media rasón.<br />
Visente se ha atrevío ¡el muy naranjo! a desirme<br />
que no se larga porque no puede viví sino a mi<br />
vera; que con eso se contenta; que nunca ha<br />
solisitao más... pero que si le quitan eso sin motivo<br />
arguno, la menor determinasión será pegar
fuego a la casa; y de que arda y ardamos todos...<br />
verá lo que hase después.<br />
Mi júbilo era tal, que me decidí a tomar<br />
una mano de la señora, y a pasarla por los<br />
húmedos ojos.<br />
-¿Ve usted? -tartamudeaba-. ¿Ve usted<br />
como era cierto? ¿Ve usted como ese tunante la<br />
estaba a usted poniendo en ridículo? ¿Ve como?...<br />
-¿Ve usté como yo la he tenido a usté por<br />
una sirvengüensa?<br />
-No, eso no, doña Milagros; por Dios, no<br />
me diga usted eso, porque me mata... Perdón;<br />
se lo pido de rodillas si quiere... ¡Si usted supiese<br />
el daño que me hacía pensar mal de usted!<br />
Soy un necio, soy un malvado; pero perdóneme...<br />
¡Diga que me perdona! Ahora mismo va<br />
usted a tener a las gemelitas todo el día en brazos...<br />
A ver, ama, Constanza, Feíta... que traigan
a las pequeñas... ¡Si viese usted qué monas están!<br />
-proseguí, como si la señora no las hubiese<br />
visto en un año.<br />
-Bien; pero ¿y el conflicto del bruto es, que<br />
quiere quemá la casa? -murmuró ella por lo<br />
bajo, antes de que entrasen las niñas.<br />
-¡Bah! ¡Quemar! ¡Fanfarronadas... barbaridades<br />
para asustarla a usted a imponérsele!<br />
¡Con la escoba le barre usted... y al día siguiente,<br />
a ver si hay en Marineda quien no hable de<br />
usted con el sombrero quitado!<br />
A la salida de uno de los sermones cuaresmales<br />
en San Efrén, Zoe Martínez Orante,<br />
cruzando sobre el púdico seno las puntas del<br />
manto de granadina, rojo ya por el uso, le susurró<br />
a Regaladita Sanz (que iba como siempre<br />
17
muy atildada y peripuesta, de gabán de terciopelo<br />
negro y velo-toquilla bien prendido con<br />
agujones de azabache), la siguiente estupenda<br />
noticia:<br />
-Se va el Padre Incienso.<br />
La sorpresa de Regaladita fue tal, que a<br />
poco se la cae de las manos el Áncora de Salvación<br />
y el paraguas de bonito puño cincelado.<br />
-¡Ay! ¡Virgen María! ¡<strong>Qué</strong> me dice usted!<br />
¡Pero si en Marineda nadie sabe nada!<br />
Una sonrisa de Zoe -sonrisa orgullosa que<br />
inmediatamente veló la humildad- pareció decir<br />
con significativa ironía:<br />
-Necia, ¿no había de ser yo la primera a<br />
saberlo?<br />
-¡Ay, Virgen! -repetía entre tanto Regaladita-.<br />
¡Si me deja usted con un palmo de boca! ¿Es<br />
cosa resulta... segura?
Nueva sonrisita ambigua y desdeñosa de<br />
la Orante, que gozaba un placer divino al asombrar<br />
a la pulcra devota de los salones, siempre<br />
atrasada de noticias y siempre pronta a pasmarse<br />
por todo, como una simplaina que era.<br />
-Ya, ya; cuando usted lo dice... -murmuró<br />
Regaladita- sabido lo tendrá. ¿Y... eso... es...<br />
por...?<br />
-Claro que es por esa pícara, Dios me perdone<br />
-refunfuñó la bien informada, arrugando<br />
el gesto como si la obligasen a beber una copa<br />
de vinagre de yema.<br />
-¡Pobrecita! -suspiró tiernamente la Sanz,<br />
en quien solían encontrar dulce indulgencia las<br />
flaquezas amorosas.<br />
-¡Sí, sí, compadézcala usted! -respondió<br />
con bilis la del manto rojizo.
-Como ha estado tan mala, y todavía ni sale<br />
de casa ni levanta cabeza...<br />
-¡Ay hija, qué bondad la de usted! Mala<br />
habrá sido, para que la visitase el Padre después<br />
del sofión y las despachaderas que la dio<br />
la última tarde que vino a intentar confesarse<br />
con él. Demasiado lo oyó usted y lo oímos todas,<br />
cuando la dijo con aquella voz... aquella<br />
voz suya... ¡Ya sabe usted! ¡la voz de cuando se<br />
enfada de veras! ¡que había dejado de ser su<br />
confesor y, que ya no tenían nada que hablar, ni<br />
a qué cruzar palabra! A mí nadie me quita de la<br />
cabeza que al día siguiente fingió ella la enfermedad<br />
para que se ablandase el Padre.<br />
-¡Ay, Corazón de Jesús! No diga usted eso,<br />
Zoe, que hasta es pecado... Mire usted que yo<br />
sé por la planchadora de la marquesa de Veniales<br />
-que la asiste precisamente Napelo, el mismo<br />
que vio a la chica por no encontrarse en el<br />
pueblo Moragas- que la dieron un horror de<br />
sangrías y la aplicaron una infinidad de sangui-
juelas... Se puso a morir, con un susto gravísimo.<br />
-Mire usted, ¡estoy por decir que más valdría!...<br />
siempre que la cogiese en buena disposición.<br />
-Vamos, hija... eso es fuertecito. Hay que<br />
tener caridad. Todos somos pecadores... aunque<br />
no tanto, no tanto; digo, al menos yo.<br />
-Ello es que el Padre se nos va -insistió la<br />
Orante con acento agorero y fúnebre- por causa<br />
de esa mocosa perversa...<br />
-Sí, es lástima que nos quedemos sin el Padre;<br />
no nos vamos a acostumbrar, pero... ¿qué<br />
se ha de hacer, Zoe? Los Padres Jesuitas, ya<br />
sabe usted que siempre andan así, de un lado<br />
para otro... Es su instituto. Siento que nos le<br />
quiten, porque vale muchísimo el Padre. <strong>Qué</strong><br />
cosas tan poéticas dijo hoy de la gracia, comparándola<br />
a... fuente límpida, ¿de qué?...
-De cristalinas linfas celestiales... Otro así<br />
no vuelve por acá, Regaladita. Le digo a usted<br />
que no. ¡Si no incurre en la... en la debilidad de<br />
confesar polluelas!<br />
-¿Y qué va a suceder si se entera de la marcha<br />
del Padre la convaleciente? Hay que encargar<br />
que no se lo digan...<br />
-¡Al contrario! -bufó la Orante con saña-.<br />
¡Que comprenda la desgracia que ha causado<br />
por casquivana y loca! Cuando llegó a mis oídos<br />
que se ausentaba el jesuita, me impresionó<br />
más aún que a la indignada Zoe. ¡Noticia humillante!<br />
La retirada del buen religioso se debía<br />
exclusivamente a mi falta de energía para reprimir<br />
las insensateces de Argos. El Padre no<br />
podía hacer otra cosa sino apelar a la fuga. Su<br />
política tenía necesariamente que ser la del poeta<br />
monje:
endiere la capa<br />
ue sólo aquel que huye escapa».<br />
Huir, no ya de la tentación, de antemano<br />
vencida, sino del escándalo, de la calumnia y<br />
de la mofa, es lo único que le restaba a aquel<br />
varón prudente y sabio -en vista de mi autoridad<br />
paterna era vano hombre-. ¡<strong>Qué</strong> mengua!<br />
¡<strong>Qué</strong> idea tan triste llevaría el sacerdote de mí!<br />
¿Y qué iba a ser de mi pobre hija? Dios sabe a<br />
qué extremos la arrastraría su funesta obceca-
ción. Dios sabe si la amenazaba una recaída<br />
mortal.<br />
Convaleciente, muy débil aún, Argos empezaba<br />
a levantarse y a andar un poco por la<br />
casa, apoyada en el brazo de alguna de sus hermanas<br />
o en el mío. A su edad la naturaleza repone<br />
pronto lo gastado; pero Argos había perdido<br />
tanta sangre, que su mate palidez se transformaba<br />
en amarillez transparente de cera. En<br />
cambio sus ojos magníficos lucían como nunca<br />
y el sufrimiento y la demacración aumentaban<br />
el carácter expresivo de su fisonomía. Lo que<br />
empecé a notar con asombro, al poco tiempo,<br />
fue su cambio moral. Con la sangre sustraída,<br />
parecía haberla sacado también la lanceta del<br />
médico parte del alma, el punto donde radicaban<br />
sus antiguas manías y delirios. La lanceta y<br />
los viboreznos chipones, habían sorbido las<br />
calenturas místicas y románticas de Argos. Ni<br />
hablaba de ir a la iglesia, ni intentaba practicar<br />
devociones, ni velar, ni ayunar, ni enfrascarse
en lecturas espirituales, ni dar una puntada en<br />
el manto de San José; ni siquiera notó que pasaban<br />
domingos y días de fiesta y que no asistía<br />
a la misa de precepto. No cabía duda: una crisis<br />
profunda modificaba su ser. Hasta llegué a persuadirme<br />
de que había perdido la memoria de<br />
sus sentimientos anteriores.<br />
Una tarde, a la hora reglamentaria de las<br />
visitas en Marineda, se nos presentó en casa<br />
Regaladita Sanz, de veinticinco alfileres, alegando<br />
como pretexto que deseaba ver a Argos<br />
y felicitarla por el restablecimiento de su salud.<br />
Sin embargo, no tardé en comprender que a lo<br />
que venía la devota era a dar la noticia de la<br />
marcha del Padre; y lo hizo con remilgos de<br />
gata casera y mimosa, y con suavidades de enfermera<br />
de amor y casamentera asidua, acostumbrada<br />
tocar sin irritarlas las llagas de los<br />
corazones. Pero, ¡oh chasco! ¡oh curiosidad defraudada!<br />
Al oír el nombre del Padre Incienso,<br />
mi hija ni pestañeó; y al escuchar que partía de
Marineda tal vez para siempre, y que acaso le<br />
destinasen a las misiones del Asia, la única señal<br />
de pena que dio, fueron estas palabras<br />
cuerdas, naturales y sencillas:<br />
-¡Ay! ¡<strong>Qué</strong> contrariedad tan grande! ¡Lo<br />
que lo va a sentir Zoe! ¡Y Paciencita Borreguero,<br />
que dice que sólo el Padre la entendía! ¡Yo lo<br />
siento también mucho, mucho! Dígaselo usted<br />
papá, si le ve antes que se vaya.<br />
Ni una sílaba más, ni sombra de alteración<br />
en el hermoso y descolorido semblante. Entonces<br />
fue cuando me convencí de que mi hija<br />
había perdido el hilo de lo pasado. Es imposible<br />
fingir así, y ya sabíamos que Argos no descollaba<br />
en el disimulo ni en el arte de reprimir<br />
sus fogosas sensaciones. No era, no, fingimiento;<br />
era que las sanguijuelas, con sus bocas de<br />
ventosa viva, la habían extraído de las venas el<br />
maldito, el reprobado, el insensato amor. La<br />
negra sangre que los dedos de Feíta hicieron<br />
escurrir de los abotargados cuerpos de aquellos
ichos asquerosos, era ni más ni menos que la<br />
nefanda pasión de su infeliz hermana. No en<br />
balde suele decirse, cuando un afecto nos subyuga,<br />
que lo llevamos en la masa de la sangre.<br />
¡Benditas sanguijuelas! Sentí habérselas restituido<br />
al pintorcejo, a quien desde entonces solía<br />
encontrarme muy a menudo en la antesala o en<br />
la escalera, y a quien siempre saludaba con simpatía<br />
y gratitud.<br />
Entre tanto el Padre Incienso dejaba a Marineda<br />
y se iba lejos, muy lejos, tal vez con la<br />
perspectiva de convertir salvajes en remotas<br />
comarcas, de clima insalubre, países donde en<br />
los pantanos derraman en el aire la fiebre y el<br />
sol abrasa las carnes del misionero; huía expiando<br />
faltas que no había cometido, evitando<br />
peligros que no existían ya, males que la sabia<br />
naturaleza había conjurado y desvanecido con<br />
su hálito puro. No de otra suerte, ganada ya la<br />
batalla, el soldado que no oyó el toque de alto<br />
el fuego sigue batiéndose hasta morir.
Por momentos, Argos se restablecía físicamente<br />
también, y, ¡oh vista deliciosa para mis<br />
paternales ojos!, renacía en ella la natural afición<br />
de las muchachas a acicalarse y componerse.<br />
Empezó por demostrar vivo deseo de sustituir<br />
con ropa más propia de su edad y estado el<br />
informe y feo sayo del hábito del Carmen; y<br />
como las demás niñas creían llegada la ocasión<br />
de cambiar el luto riguroso por el medio alivio,<br />
la casa se convirtió en taller de modista, y todas<br />
prepararon galas para salir los días de Semana<br />
Santa a los Oficios y a la visita de Estaciones.<br />
Doña Milagros nos transmitió el convite de la<br />
Generala, comisionada por la Hermana mayor<br />
de la Cofradía a fin organizar la procesión de la<br />
Soledad, para que mis hijas fuesen alumbrando;<br />
y con tal motivo, la generosa andaluza sacó<br />
a relucir una completa colección de mantillas<br />
de blonda y casco y regaló una a Tula, otra a<br />
María Rosa, y la mejor, que era larguísima, a la<br />
convaleciente. En vano quise oponerme a tal<br />
rasgo de munificencia; me desarmó la alegría
de las muchachas, que no cesaban de probar y<br />
volver a probar el suntuoso regalo ante el espejo.<br />
Clara fue la única que, con su buen sentido<br />
práctico acostumbrado, exigió que no la hiciésemos<br />
traje, puesto que en mayo, a más tardar,<br />
empezaría su noviciado en las Benedictinas.<br />
Cuando el enjambre juvenil se echó a la calle<br />
a visitar iglesias, luciendo los trajes majos,<br />
de seda negra arrasada, profusamente adornados<br />
con cintas, y las mantillas sujetas con unos<br />
alfileres de piedras antiguas que habían pertenecido<br />
a mi Ilduara, produjo sensación. Halagüeños<br />
murmullos de los hombres apostados a<br />
la puerta de San Efrén, donde se celebraban los<br />
Oficios, saludaron el paso de la gentil cohorte.<br />
Un grupo donde se destacaban Baltasar Sobrado,<br />
el Abad, Primo Cova, el Jefe de Estado mayor,<br />
el Gobernador civil y el hijo de la marquesa<br />
de Veniales, exageró las demostraciones de<br />
entusiasmo al paso de las muchachas. A la luz<br />
del sol, no cabía duda, el triunfo era para Rosa.
La frescura deslumbradora de su tez, la gallardía<br />
de su talle, la plenitud esbelta de sus formas,<br />
la alegría de su cara, el carmín de su boca,<br />
la graciosa disposición de su pelo castaño y<br />
rizo, el donaire de su andar, hacían de ella una<br />
hermosura indiscutible. Parecía efectivamente<br />
una rosa sembrada de rocío, o, por mejor decir,<br />
era la primavera misma que pasaba dejando un<br />
rastro de aromas, armonía y luz. Pero aquella<br />
noche, en la procesión de la Soledad, tornó su<br />
desquite Argos divina.<br />
Ya he dicho que tal vez el síntoma más claro<br />
del restablecimiento moral de mi hija, era la<br />
reaparición del instinto de agradar, que casi<br />
todos los seres animados sienten en el período<br />
de los amores y que en la mujer ha sido desarrollado<br />
y reforzado por la educación desde la<br />
cuna. Argos había vuelto a mirarse al espejo;<br />
Argos ya consagraba largas horas a la magna<br />
tarea de desenredar, limpiar y atusar su cabellera;<br />
pesada y abundosa y al escoger el atavío
con que debía presentarse en público, demostró<br />
un interés que me parecería increíble dos meses<br />
antes. Asociada con Rosa, consultó figurines,<br />
examinó patrones, revolvió muestrarios de flecos<br />
y adornos, y al fin se decidió, eligiendo, con<br />
el gusto delicado y artístico que solía probar<br />
citando se fijaba en cuestiones de modas, una<br />
forma sencilla lisa, rasa -hechura princesa-, según<br />
dijeron.<br />
La noche del Viernes Santo, poco antes de<br />
la hora en que debían reunirse en la sacristía de<br />
San Efrén para formar luego el séquito de la<br />
Virgen, mis hijas mayores, ayudadas por la<br />
solícita comandanta y por las menores, que no<br />
cesaban de admirar los estrenos, daban la última<br />
mano a su tocado y se contemplaban por<br />
turno en espejo que coronaba la consola, sobre<br />
la cual habían encendido las bujías de dos candelabros.<br />
Dijérase que se preparaban para un<br />
baile, cuando realmente iban a acompañar en<br />
mi soledad a la Madre del dolor. Lucían los
vestidos de seda, y en su cabeza y sobre sus<br />
hombros, la clásica mantilla derramaba negras<br />
espumas. A todos nos pareció que Rosa estaba,<br />
si cabe, más linda que por la mañana; a Argos,<br />
en cambio, la encontramos demasiado pálida, y<br />
con los ojos tan excesivamente grandes, que se<br />
le comían la cara al alumbrarla como diamantes<br />
obscuros. Así que se abrocharon los guantes, se<br />
enroscaron el rosario en la muñeca, y deslizaron<br />
entre la blonda, al lado izquierdo, un ramito<br />
chico de violetas tardías, se puso en marcha<br />
el escuadrón, capitaneado por doña Milagros,<br />
también vestida lujosamente, de un brocado<br />
«que se tenía de pie».<br />
Los que quedábamos en casa apagamos<br />
todas las luces, echamos la llave, nos bajamos al<br />
piso de doña Milagros, y ocupamos inmediatamente<br />
las ventanas, a fin de que pasase la<br />
procesión sin que la viésemos. Porque a diferencia<br />
de las demás procesiones, que se anuncian<br />
con estruendo sonoro de músicas militares,
edobles de tambor y choque de herrados cascos<br />
de caballos sobre las anchas losas del pavimento,<br />
esta de la Soledad va tan muda, en silencio<br />
tan profundo, que el pueblo la ha bautizado<br />
con el expresivo nombre de procesión de<br />
los calladitos. Diríase que un tierno respeto a la<br />
desolación y al abandono de la Virgen, un recelo<br />
de turbar mi triste ensimismamiento, han<br />
presidido a la idea de esta procesión bella y<br />
singular, que es -a su manera- obra de arte.<br />
Abrimos las vidrieras. Tibio céfiro de abril<br />
abanicaba dulcemente las cortinas: la noche<br />
había cerrado por completo; en el cielo despejado<br />
y alto, las estrellas titilaban, la gente se<br />
agolpaba ya en la plaza, y en la bocacalle más<br />
próxima, la del Canal, se arremolinaba un grupo<br />
de hombres, figuras conocidas -el elemento<br />
joven y galán de la población-. Era la presencia<br />
de este grupo señal infalible de que la procesión<br />
se aproximaba, pues los caballeretes que lo<br />
componían se las ingeniaban siempre para si-
tuarse en las bocacalles, esperando el desfile de<br />
las devotas que alumbran a la Virgen, con objeto<br />
de decirlas al oído, o como se pudiese, todo<br />
lo que sugiere a un español, en una noche de<br />
primavera, la vista de mujeres jóvenes, bien<br />
parecidas, graves, serias, de negro, con mantilla<br />
y un cirio en la mano.<br />
La procesión, formada en la iglesia de San<br />
Efrén y habiendo dado la vuelta a la Capitanía<br />
general, bajaba ya la cuesta del marisco, y un<br />
susurro de la gente mirona anunciaba que se la<br />
sentía venir, que llegaba. En efecto, no tardamos<br />
en divisar las movedizas líneas paralelas<br />
de las luces de los cirios. La doble hilera de<br />
mujeres -porque en la procesión de la Soledad<br />
no alumbra ningún hombre- avanzaba despacio,<br />
solemnemente, con acompasado y rítmico<br />
andar. Venían las primeras las hermanas de las<br />
cofradías de los Dolores, la Soledad y la Orden<br />
Tercera: gente humilde y artesana, llena de fe,<br />
vestida de hábito o de lana gruesa, con el esca-
pulario muy a la vista, descollando sobre la<br />
espalda y el pecho. A estas devotas -entre las<br />
cuales se contaban muchas encorvadas vejezuelas,<br />
muchas mozas de rostro feo y vulgar- los<br />
grupos de las bocacalles nada las decían, o las<br />
despachaban con burletas irónicas y mordaces,<br />
con ronquidos de fingida codicia voluptuosa. El<br />
tiroteo empezaba al primer traje de seda, a la<br />
primer mantilla garbosamente prendida y llevada.<br />
Estas se habían replegado a retaguardia,<br />
muy cerca de la Virgen y alrededor de la Generala,<br />
que presidía la procesión; y eran todas o<br />
casi todas las señoras de algún viso de Marineda,<br />
las que no tenían el marido republicano<br />
intransigente y poseían un pinto de gro y un<br />
rebozo de encaje. Fantástica impresión producía<br />
el verlas avanzar sosteniendo el cirio con la<br />
mano enguantada, y divisar los rostros iluminados<br />
por aquella luz intermitente, que arrancaba<br />
a veces mi destello al broche de diamantes<br />
con que se sujetaba la mantilla o descubría de<br />
improviso la blancura de una garganta, el rosi-
cler de una boca, el coquetón y estrecho calzado<br />
que aprisionaba un pie diminuto.<br />
Ya, a lo lejos, erguida en el aire, oscilando<br />
ligeramente -no más de lo preciso para dar a su<br />
misteriosa figura apariencia de vida real-, se<br />
divisaba la venerada efigie, la Virgen del Dolor.<br />
Luengos lutos negros, arrastrando y rebosando<br />
de las andas, envolvían a la Madre de Cristo.<br />
Una sola espada, aguda y reluciente, se hincaba<br />
en su afligido corazón. Sobre el pecho se cruzaban<br />
sus manos delicadas y amarillas, como reprimiendo<br />
la ola de lágrimas que quería desbordarse.<br />
Era conmovedora aquella imagen<br />
pobremente vestida, sin adornos, sin bordados,<br />
sin joyas, sin más que dos gotas de llanto que al<br />
desprenderse de los ojos brillaban sobre la surcada<br />
mejilla. El silencio absoluto hacía más extraña<br />
la aparición, más temerosa la doble fila de<br />
enlutadas mujeres por cima las cuales se cernía<br />
otra mujer, llorando, con el corazón partido. Sin<br />
duda el efecto de la procesión consistía en que
mientras las mujeres vivas, por su mutismo y<br />
su compostura, parecían imágenes, la imagen,<br />
vestida como las que la escoltaban, parecía mujer<br />
de carne y hueso.<br />
Baboso a fuer de papá, lo que yo miraba de<br />
la procesión eran mis hijas. Al fin las divisé: me<br />
las anunció un rumor de muchedumbre, un<br />
anhelante y tempestuoso arrechucho de los<br />
hombres apostados en las bocacalles. Creí al<br />
pronto que la marejada la causaba Rosa, que en<br />
verdad venía hermosísima, con su traje de seda<br />
de volantitos, su corpiño de terciopelo negro, y<br />
su mantilla de casco, de terciopelo picado también.<br />
Poco tardé en notar que a quien aclamaban,<br />
digámoslo así, no era a Rosa, sino a Argos<br />
que la seguía. Yo mismo no pude reprimir una<br />
exclamación de sorpresa. Argos era la viva reproducción,<br />
la copia fiel, pero animada, pestañeando,<br />
de la efigie de la Soledad.<br />
Con su traje liso; cubierta la cabeza por la<br />
mantilla larguísima, casi sin prender y que des-
cendía hasta el borde de la falda de cola; blanca<br />
como el cirio que empuñaba, y con los incomparables<br />
ojos, no bajos, sino alzados hacia la<br />
Virgen, Argos tenía en su belleza ese tinte sobrehumano<br />
que da la expresión, y que es resplandor<br />
de alma, triunfadora del color, de las<br />
líneas, del elemento plástico en suma. Siempre<br />
habíamos advertido en Argos notable semejanza<br />
con las esculturas religiosas; pero en aquel<br />
momento, envuelta en la blonda pesada y castiza<br />
que sobre sus hombros y alrededor de su<br />
talle formaba estatuarios pliegues, con la diadema<br />
de sobra del cabello que encuadraba su<br />
rostro afinado por la anemia, dificultó que pudiese<br />
artista alguno encontrar modelo más admirable<br />
para una de esas caras en que el transporte<br />
místico sublima la humana aflicción. En<br />
el teatro, representando un drama, con aquella<br />
actitud y aquel rostro. Argos hubiese arrebatado<br />
a los espectadores, en la procesión arrebataba<br />
a la gente, no sólo a los grupos de señoritos,<br />
sino a la muchedumbre, al pueblo apiñado para
verla, y que la saludaba con frases de entusiasmo,<br />
con requiebros en alta voz, francos, brutales.<br />
-¡Ahí va lo bueno!<br />
-Nunca Dios me diera, ¡qué señorita!<br />
-¡<strong>Qué</strong> cara de cera!<br />
-¡Parece propiamente la Virgen!<br />
-¡Vaya unos ojos! Alumbran más ellos que<br />
las velas de esas beatonas mandilonas.<br />
-¡Esta sí que es moza, esta sí!<br />
-Hay que rezarle -exclamó un marinero.<br />
-Podía ir en las andas figurando a Nuestra<br />
Señora -recalcaba una cigarrera.<br />
Bajo este diluvio de piropos, Argos caminaba<br />
indiferente al parecer. Se podría jurar que
no escuchaba. Y sin embargo, no perdía mi<br />
acento, ni una sílaba. Bebía calladamente la<br />
admiración, y su alma se impregnaba de ella<br />
como se impregna la piel de un perfume insidioso<br />
y grato. Al llegar a casa, antes de quitarse<br />
la mantilla, volvió a mirarse al espejo; se contempló<br />
mucho tiempo, un cuarto de hora, reprimiendo<br />
la sonrisa que intentaba asomar...<br />
Al otro día, Sábado de Gloria, aún no bien<br />
se echaron a vuelo las campanas, la que yo temía<br />
sepultada otra vez en delirios místicos corrió<br />
al piano, levantó impetuosamente la tapa,<br />
hizo vibrar el teclado con acordes lánguidos y<br />
melodiosos, y soltando su voz de contralto,<br />
timbrada por la pasión, entonó la profanísima<br />
serenata de Gounod, Víctor Hugo. ¡Cómo cantaba!<br />
¡<strong>Qué</strong> manera de acentuar ciertos pasajes;<br />
qué fuego, qué arrullos! ¡Aleluya! ¡La mujer ha<br />
resucitado!... ¿Será para bien? ¡Argos, Argos<br />
divina! Volcán en ignición, veleta siempre sa-
cudida por desencadenados vientos... ¡Dios te<br />
tenga de su mano!<br />
¡Imborrable recuerdo el que me dejaste,<br />
procesión de la Soledad! Y no sólo porque en ti<br />
resucitó mi María Ramona, sino porque señalas<br />
la fecha de acontecimientos graves y temibles.<br />
Aunque recobrara la fe en doña Milagros,<br />
no por eso dejaba de ver con extrañeza que la<br />
señora no acababa de poner en la calle a Vicente.<br />
Si no supiese que con todo su almacén de<br />
peinetas y moños y su gigantesca humanidad,<br />
el comandante era otro como yo -otro marido<br />
de los que abdican y dejan que recaiga el mando<br />
en rueca-, a él acusaría por lenidad tan inconcebible.<br />
Dado que al señor de Llanes le excusaba<br />
su sumisión conyugal, la responsable<br />
18
era doña Milagros. ¿Cómo permitía que el asistente<br />
permaneciese en su casa ni un minuto?<br />
-Mire usté, es una tontera -respondió ella<br />
cuando la interrogué sobre el caso al otro día de<br />
la procesión de la Soledad-, pero le he cogío<br />
una miajas de respeto al charrán ese. Al desirle<br />
que se largue comiensa a hasé morisquetas y a<br />
poné los ojos de loco... y, vamos, que yo... como<br />
lee uno en los periódicos, a caa paso, tales atrosidaes...<br />
-Por Dios, doña Milagros... ¡Parece mentira<br />
que una mujer como usted se acoquine! El bergante<br />
la ha metido a usted en un puño... Nada,<br />
una buena resolución. Escoja usted un momento<br />
en que el señor de Llanes esté en casa... Yo<br />
estaré también, si usted quiere... No nos comerá<br />
a los dos... ¡Si usted supiese lo que la urge limpiar<br />
la casa de ese pillo!<br />
Esta vez mis exhortaciones surtieron efecto.<br />
Aquella misma noche -según dijo- la señora
significó a Vicente que había resuelto, por razones<br />
poderosas, «plantarle en la del rey», y<br />
¡cosa singular!, el valenciano se oyó despedir<br />
silencioso, estoico; se contrajo su fisonomía;<br />
pero de sus labios no salió, como otras veces,<br />
réplica ni objeción contra el inapelable fallo que<br />
lo expulsaba. Cierto que el comandante estaba<br />
presente y apoyaba la medida con toda su autoridad<br />
de jefe y de esposo. Retirose el asistente<br />
cabizbajo, y se le oyó trastear en su cuartuco,<br />
arreglando ropa y rompiendo algunos papeles.<br />
La compañera -pues la comandanta tenía a su<br />
servicio una moza para fregar los pisos y atender<br />
a las labores domésticas cuando el asistente<br />
salía a recados- dijo después que Vicente había<br />
conservado encendida la luz hasta muy tarde,<br />
porque al levantarse ella, al punto del amanecer,<br />
la vio filtrarse por debajo de la puerta; y<br />
también añadió que, al regresar Vicente a la<br />
cocina después de despedirle sus amos, como le<br />
reclamase una palma que el Domingo de Ra-
mos la había prometido, el soldado respondió<br />
pocas y fatídicas palabras:<br />
-¡Ya regalaré palmas a todos, ya!... El Domingo<br />
de Ramos pasó; pero lo que es el Domingo<br />
de Pascua, ha de ser señalado en Marineda.<br />
El Domingo de Pascua, Vicente salió de su<br />
cuarto a la hora de costumbre, y se dirigió al<br />
despacho, llamémosle así, de don Tomás, donde<br />
el comandante, por despachar algo daba<br />
buena cuenta de los excelentes cigarros de contrabando,<br />
obsequio de la Tomatera de Chipiona.<br />
Vicente arreglaba aquella pieza, sin permitirse<br />
jamás tocar a los cajones de puros -<br />
tentación fuerte, sin embargo, para un español-.<br />
No sólo barría y limpiaba, sino que cuidaba las<br />
armas del comandante con esmero exquisito,<br />
haciendo relucir las hojas de los sables y los<br />
cañones de los revólveres y escopetas, porque<br />
don Tomás, sin ser muy aficionado, ni menos<br />
inteligente, había adquirido, por rutina y por
vanidad, algunos hermosos ejemplares de armamento<br />
moderno, encargándolos a Inglaterra.<br />
Vicente permaneció en el despacho de don Tomás<br />
media hora escasa, y después se sentó en la<br />
cocina, abstraído, rehusando el desayuno. A las<br />
nueve empezó a dar indicios de agitación; giró<br />
como la fiera en la jaula, comenzó labores sin<br />
concluirlas, se mojó la cara con agua fresca,<br />
rompió dos o tres platos, y mostró pueril enojo<br />
porque tenía que embetunar las botas del comandante.<br />
A las diez de la mañana, la fámula salió a<br />
la compra, y se echó a la calle don Tomás, dejando<br />
a doña Milagros entregada a la faena de<br />
prepararse para misa de once; a la salida de<br />
esta misa, donde concurre toda la high-life de<br />
Marineda, la aguardaba su marido ante el pórtico<br />
de San Efrén charlando con vecinos y amigotes.<br />
Parece que en el mismo instante en que<br />
la comandanta, después de haber desenredado<br />
su pelo crespo y negrísimo, alzaba los brazos
para retorcer el moño, se abrió con el estrépito<br />
la puerta de su gabinete, y penetró Vicente navaja<br />
en mano, con aspecto y ademanes de insensato<br />
furioso. La escena que sigue a esta entrada<br />
de Vicente merecería sin duda ser descrita<br />
y relatada; convendría saber -pero saber sin<br />
omitir punto ni coma- lo que habló con su ama<br />
el mozo, y lo que ella, trémula de espanto, pudo<br />
responderle. Por desgracia, jamás lo averiguaremos;<br />
nunca aquel diálogo tremendo en<br />
que una mujer defendía su honra y su virtud<br />
contra un hombre empeñado en profanarlas,<br />
será conocido de nadie. Las palabras volaron,<br />
disipándose en el ambiente del aposento que<br />
las oyó resonar; las violencias de la pasión se<br />
evaporaron como el agua de las salinas, que al<br />
beberla el sol deja en el fondo amargor inmenso...,<br />
y lo único que quedó en pie fueron<br />
hechos, por otra parte bien elocuentes.<br />
Subía yo a mi piso, oída la misa de diez,<br />
con ánimo de activar los preparativos del toca-
do de mis hijas, parroquianas de la de once,<br />
cuando no sé si el cansancio de mis piernas o<br />
un impulso maquinal -el del cariño, que tal vez<br />
se reduce a una necesidad continua de aproximación-<br />
me obligó a detenerme ante la puerta<br />
de doña Milagros. Y lo mismo fue pararme allí,<br />
que oír el estampido de un tiro, al cual siguió<br />
otro, y otro... ¡Horror! Toda la carga de un revólver,<br />
disparada seguidamente, con una especie<br />
de rabioso frenesí... Empujé la puerta, lo<br />
mismo que si pudiese abrirla; grité, bajé al portal,<br />
salí a la calle... Y en un decir Jesús, sin que<br />
yo advirtiese cómo, la gente que pasaba, la de<br />
las casas próximas, la de la mía, acudió, se juntó,<br />
se atropelló, se agolpó en la escalera, se<br />
arremolinó, rodeándome, queriendo saber lo<br />
que pasaba, cuando no lo sabía yo mismo...<br />
Entre tanto, seguía cerrada la puerta; detrás<br />
de ella reinaba fúnebre silencio. A nuestros<br />
campanillazos, a nuestros gritos, no contestaba<br />
un soplo, ni el eco de unos pasos. Una gente
propuso que se avisase al herrero; pero Redondo<br />
el embadurnador, el de las sanguijuelas, que<br />
según costumbre andaba por allí, tuvo una idea<br />
mucho más sencilla: traer la escalera que estaba<br />
en la portería, y ya encaramado en ella, romper<br />
de un puñetazo el vidrio de un ventanillo que<br />
daba luz al recibimiento, abriendo así entrada<br />
bien fácil, por donde se descolgó y pudo franquearnos<br />
la puerta. Nadie reparó en que cometíamos<br />
una infracción de la ley allanando una<br />
morada: todas las leyes del mundo infringiríamos<br />
entonces.<br />
Fui el primero que, frío de pavor, entró en<br />
la silenciosa vivienda. Guiado por el corazón,<br />
me precipité hacia el gabinete de doña Milagros,<br />
pieza que la servía a la vez de tocador y<br />
de cuarto de costura, y donde, con su graciosa<br />
familiaridad habitual, me había hecho entrar<br />
mil veces. Era preciso pasar por la sala, y creí<br />
escuchar un gemido leve, apagado, que me dejó<br />
más yerto de lo que estaba. Aparté las cortinas;
la puerta vidriera encontrábase abierta... Vi en<br />
el suelo a la comandanta de Otumba. La veré<br />
siempre así. Yacía reclinada sobre el lado izquierdo:<br />
un reguero de sangre empapaba sus<br />
faldas y extendía vasta placa roja por su blanco<br />
peinador; el pelo suelto casi la cubría la cara; un<br />
brazo, replegándose hacia la cintura, señalaba<br />
la actitud de oprimir la herida...<br />
Mientras yo me arrojaba a levantar en peso<br />
a doña Milagros y con fuerzas que nunca creí<br />
poseer la llevaba a su alcoba y la tendía cuidadosamente<br />
sobre la cama; mientras clamaba<br />
por «¡socorro, un médico!», y me apresuraba a<br />
bañar de agua las sienes y los pulsos de la herida<br />
señora, porque la sentía respirar; mientras<br />
perdía el poco seso que me restaba al ver correr<br />
la sangre y al humedecerme con ella las manos,<br />
la gente, que se había desparramado por las<br />
habitaciones, exhalaba chillidos y exclamaciones<br />
de horror al encontrar atravesado en el<br />
despacho del comandante Llanes el cadáver de
Vicente. La furibunda mano del suicida había<br />
agotado la carga del revólver; sin duda le temblaba<br />
el pulso, pues algunas cápsulas agujerearon<br />
la pared, mientras dos penetraban por debajo<br />
de la barba y se alojaban en el cerebro. Refiriéronme<br />
esto después: yo tuve la suerte de no<br />
ver aquel espectáculo.<br />
Lo único que me preocupaba en tales momentos<br />
era la señora. ¿Lo he de confesar? Sí,<br />
porque ya sé que tú, lector, en el curso de esta<br />
historia habrás encontrado toda clase de defectos<br />
que ponerme... excepto el de duro e inhumano.<br />
Pues bien; así que el señor de Napelo,<br />
llamado precipitadamente, hubo cortado el<br />
corsé, reconocido la herida y hecho la primera<br />
cura; así que doña Milagros abrió lánguidamente<br />
los ojos y nos sonrió como para tranquilizarnos;<br />
así que el inédito declaró que la lesión,<br />
no sólo no era mortal, sino levísima y que cicatrizaría<br />
pronto, gracias a la oportunidad de la<br />
navaja que resbaló sobre la ballena del corsé y
tropezó después en no sé cuál bienhechora costilla,<br />
lo que sentí fue, más que alivio y tranquilidad,<br />
alegría delirante, irracional, absurda;<br />
alegría que me hizo caer arrodillado al pie de la<br />
cuna de la mártir, bendiciendo a Dios que formó<br />
el alma de la mujer de tan generoso y noble<br />
temple, que prefiere la muerte a la ignominia.<br />
Me sentía inundado, ahogado, sumergido en<br />
gratitud; quería besar los pies de la cama y la<br />
colcha; porque nada agradecemos como la conservación<br />
de nuestras caras ilusiones, el que<br />
nos pisoteen las flores que nos brotan dentro<br />
del alma; y si podemos perdonar, y perdonamos<br />
de hecho, al que nos roba dinero o bienes,<br />
nunca perdonamos al que nos quita nuestra<br />
propia estimación destrozándonos el ideal. Si<br />
doña Milagros hubiese sido la mujer liviana<br />
que pintaban las malas lenguas, yo no se lo<br />
hubiese perdonado nunca. Su virtud me halagaba<br />
tanto como podría halagarme una prueba<br />
de amor directa y vehemente: su virtud, ya<br />
heroica, ya adornada con las palmas del marti-
io, era la forma en que correspondía a mi<br />
amante veneración; era su manera de entregarse,<br />
de ofrecerme su corazón y su cuerpo. Ni ella<br />
ni yo habíamos creído jamás que pudiese unirnos<br />
un indigno lazo, subrepticio, vergonzoso,<br />
impropio de mi edad, antipático a mis convicciones:<br />
ni ella ni yo -si se exceptúa un minuto<br />
de extravío del cual me acusé en el tribunal de<br />
la penitencia- habíamos notado la mutua atracción<br />
que nos guiaba, sino como fórmula del<br />
completo desarrollo de nuestros sentimientos<br />
más puros y más castos; como última flor de la<br />
filogenitura. ¡Ah doña Milagros! ¡Mujer soñada<br />
en mi juventud, bendita seas! Y al pie de la cama,<br />
con el rostro sepultado en los pliegues de la<br />
colcha, juré yo entonces pagar tu admirable<br />
conducta con algún rasgo admirable también,<br />
digno de ti y de mí y de la delicada hermosura<br />
de nuestras relaciones -porque ya creí poderles<br />
dar en mi interior este nombre dulce y significativo.
Sí: era preciso que me elevase a la misma<br />
altura que tú, ¡oh mi dueña y maestra, ley y<br />
norma de mi vida! Porque en aquella ocasión lo<br />
veía claramente; la única persona que había<br />
realizado ante mis ojos el tipo de la bondad era<br />
doña Milagros. Pronta a sacrificarse por todos;<br />
con el sentimiento más hermoso y más santo en<br />
la mujer, que es la fraternidad, tan poderosamente<br />
desenvuelto que absorbía los restantes;<br />
sencilla humilde, mansa, desprendida, tierna,<br />
doña Milagros era la encarnación de lo bueno<br />
femenino. Para que el cuadro fuese completo;<br />
para que no faltase pincelada alguna, ahora se<br />
había demostrado del más evidente modo, que<br />
no sólo doña Milagros era la misma honestidad,<br />
sino la honestidad heroica, dispuesta a<br />
arrostrarlo todo por no mancharse. Yo no ignoraba<br />
sus temores; yo sabía que ella tenía previsto<br />
el crimen. Una compasión ternísima, una<br />
dulzura llena de beatitud me inundaban al<br />
pensar que a mí se debía la brillante prueba de<br />
integridad dada por la señora. Y al mismo
tiempo, me estremecía pensando en la terrorífica<br />
escena de que habían sido testigos aquellas<br />
paredes; la infeliz, sola con el dragón furioso<br />
sin poder oponer a sus amenazas y violencias<br />
más que el grito ahogado por el miedo, viendo<br />
brillar siniestramente la navaja, percibiendo el<br />
frío de la hoja, sintiendo correr la sangre, cayendo<br />
desmayada... Dios la había preservado:<br />
Dios había querido que el monstruo no tuviese<br />
la mano certera sino para hacerse justicia; Dios<br />
había resuelto dar a todos, al público malvado<br />
y suspicaz, testimonio de que ni el armiño ni la<br />
nieve podrían emular a doña Milagros en limpieza.<br />
Sí: yo veía en la bárbara y desesperada<br />
acción del mozo la huella indudable de esa<br />
Providencia en la cual siempre he creído, y que<br />
de tiempo en tiempo derrama su gracia y su luz<br />
sobre nosotros, para confundir a los malvados<br />
y alentar a los buenos. El doble atentado de<br />
Vicente era diadema de gloria puesta sobre las<br />
sienes de doña Milagros.
Entonces fue cuando adquirió el plenísimo<br />
convencimiento de que una mujer, así sea limpia<br />
y firme como el diamante, y así los sucesos<br />
la ofrezcan ocasiones especialísimas de revelar<br />
estos méritos a la faz del mundo, siempre está<br />
expuesta a que la calumnia halle resquicios por<br />
donde eclipsar el resplandor de la acción más<br />
memorable y digna de encomio. Nadie lo dude:<br />
por unanimidad no se ha proclamado todavía<br />
la castidad de una mujer, ¡ni aun de la que pisa<br />
las estrellas y apoya el pie en la luna! ¡Por unanimidad<br />
no hay tampoco hombre bueno, guerrero<br />
valeroso, sabio profundo ni excelso artista!<br />
La reputación es un espejo grande, claro,<br />
hermoso, pero que siempre en alguna esquina<br />
aparecerá empañado. Limpiad la mancha, y<br />
reaparece por la esquina opuesta. Parece que<br />
un travieso diablillo colgado del espejo se entretiene<br />
en soplar aquí y allí enturbiando la<br />
superficie.
Digo esto, porque ¿quién creería que después<br />
de la tragedia en que doña Milagros afirmó<br />
a tanta costa su virtud, no había de estar a<br />
cubierto -enteramente a cubierto- de malévolas<br />
suposiciones, y que no se habían de postrar<br />
todos reconociendo su valor y tributándola el<br />
merecido respeto? Pues no sucedió así. Los<br />
eternos enemigos de la señora, los incansables<br />
detractores de aquel ser para mí celestial, encontraron<br />
medio de sacar de su gloria su deshonor,<br />
y de sepultarla en todo con lo mismo<br />
que debiera servir para ponerla en las nubes.<br />
Yo, que me lancé a todos los corrillos, y en especial<br />
a los de la Sociedad de Amigos, a gozar<br />
de mi triunfo y a escuchar cosas que me lisonjeasen,<br />
noté con asombro y cólera que abundaban<br />
más las reticencias, las dudas y las descabelladas<br />
hipótesis, de las cuales salía muy mal<br />
librado el decoro del comandante, más nublada<br />
que nunca, la fama de su esposa.
Sostenían, en efecto, con el encarnizamiento<br />
de la saña y la malicia, que no se explicaba la<br />
conducta de Vicente, sino suponiendo que creía<br />
tener sobre su ama algún derecho que la flaqueza<br />
de esta le hubiese concedido. Afirmaban<br />
que en aquella suprema entrevista última, que,<br />
aparte de los interesados, sólo tuvo por testigo<br />
a Dios, habían mediado reconvenciones, cargos,<br />
amenazas, súplicas -cuando media entre el<br />
amante abandonado y la mujer hastiada y resuelta<br />
a desembarazarse de él a toda costa, porque<br />
la asusta, porque constituye un obstáculo-.<br />
Aseguraban, como si lo hubiesen visto, que el<br />
bárbaro había colocado a la señora en la espantosa<br />
disyuntiva de morir o continuar arrostrando<br />
la reprobación general y el peligro de despertar<br />
las sospechas de su esposo; y juraban<br />
que era tal la idolatría del mozo por su señora,<br />
que, al derramar la sangre de aquellas venas, al<br />
pensar que había herido, quizás mortalmente, a<br />
doña Milagros, lo vio todo negro, y, loco de<br />
dolor, de desesperación y de remordimiento,
volvió contra sí su rabia, tan aturdido, que arrojó<br />
al suelo la ensangrentada hoja, sin ocurrírsele<br />
servirse de ella para matarse.<br />
-Ya jamás se despejará la incógnita de este<br />
drama -decía con silbo de serpiente Baltasar<br />
Sobrado-. El muerto no habla, y la viva, claro<br />
que ha de decir lo que más la convenga. En<br />
amoríos domésticos no median cartas. No se<br />
encontrará prueba alguna... Pero los que conocemos<br />
la vida, no nos tragamos esta clase de<br />
Lucrecias. ¡Seráfico don Tomás Llanes! ¡Cuando<br />
pienso que las nueve décimas partes son así!<br />
Por supuesto, que al pobre diablo no le queda<br />
más recurso que pedir el traslado. Sé que al<br />
capitán general le haría poquísima gracia que<br />
después de la tragedia siguiese viviendo aquí.<br />
Eso lo guisarán en familia los del cuerpo. La<br />
cosa es tan feílla, que le echarán un capote para<br />
taparla. ¡Bah! Todo se arregla en este mundo...<br />
y la los diez años, todo se olvida!
¡Ah venenoso áspid! Si yo no te debiese<br />
cinco mil pesetas, a las cuales ya había abierto<br />
una brecha regular, ¡cómo te metería el resuello<br />
en el cuerpo! Pero eras el ser sagrado, a quien<br />
saludamos hasta los pies despreciándole profundamente:<br />
eras el acreedor... Contra el acreedor<br />
no hay razones. Agaché la cabeza. Lo que<br />
más me afligió fue ver que de tu detestable opinión<br />
era partícipe una persona en quien yo tenía<br />
gran confianza, aun cuando desde entonces<br />
la perdí. Moragas, de regreso de su viaje y al<br />
enterarse de lo ocurrido, había exclamado<br />
arrugando la expresiva fisonomía:<br />
-Esas cosas nunca suceden antes de la letra.<br />
Tal furia pasional, tales arrebatos ciegos y<br />
destructores, es casi increíble que no tengan por<br />
raíz los sentidos exaltados con el cebo de la<br />
posesión.<br />
Como a Moragas no le debía yo un céntimo,<br />
me creí en el caso de contestarle:
-Ustedes no ven en todo más que materia.<br />
Son ustedes tuertos del entendimiento. Les<br />
compadezco... ¡porque no les quiero aborrecer!<br />
El epílogo de mi historia con doña Milagros<br />
coincidió con muy importantes acontecimientos<br />
para mi familia. Perdí a dos hijas casi<br />
al mismo tiempo... Clara, acompañada del Penitenciario,<br />
salió hacia Compostela dispuesta a<br />
que ciñese su frente la toca de las novicias. Y<br />
Tula, ¡nada menos que Tula!, con toda su severidad,<br />
su acritud, sus principios de orgullo y<br />
sus altivas frases fielmente calcadas en las de<br />
mi pobre esposa..., cogió al aguilucho de la familia<br />
y lo chapuzó... ¿dónde diréis que chapuzó<br />
al mísero pajarraco? ¡En la bacía del barbero<br />
Redondo! Sí: con el hijo del rapista, con el pintorcejo<br />
de puertas y ventanas fue con quien<br />
Tula se resolvió a renunciar a su honesta solte-<br />
19
ía, y a entrar en el amor y el matrimonio, paraísos<br />
desconocidos para ella hasta entonces...<br />
Me avergüenza esta página. Quiero pasarla<br />
por alto o punto menos, corriendo un velo<br />
sobre el error de una doncella a quien tuve, no<br />
solamente por recatada e invencible, sino por<br />
preciada de su calidad y deseosa de conservar<br />
siquiera el prestigio de un distinguido nacimiento...<br />
Los chismes de Feíta no habían hecho<br />
mella en mí; juzgué que eran invenciones de<br />
aquella cabeza caliente y destornillada... La<br />
caída de Tula me recordó que el hambre de<br />
amor, como la obra, hace olvidar las facticias<br />
jerarquías sociales, y conduce a la más democrática<br />
igualdad, a la nivelación más absoluta...<br />
Bajo el impulso de esta necesidad, apremiantísima;<br />
bajo la fuerza de esta ley, todo lo convencional<br />
desaparece, y sólo quedan en pie Adán y<br />
Eva, la primitiva pareja del Edén, el varón y la<br />
hembra atraídos el uno hacia el otro merced a<br />
instintos que a veces ni saben definir... Tula no
encontraba su media naranja, y se moría por<br />
dar con ella, hasta que se la brindó la embadurnada<br />
mano del vástago del rapabarbas. Y verla<br />
y asirla fue todo uno.<br />
Hemos ignorado siempre cómo se desenvolvió<br />
el idilio. Yo bien noté que el pintor venía<br />
muy a menudo a mi casa; pero lo consideraba<br />
efecto de su carácter solícito y servicial. Queriendo<br />
Sobrado cumplirnos su palabra de adecentar<br />
el piso donde vivíamos, envió al hijo de<br />
Redondo para que diese una mano de pintura<br />
gris perla a las maderas -puertas, ventanas y<br />
galerías- con lo cual el mozo se pasó una quincena<br />
dentro de nuestro hogar, tanto más libremente,<br />
cuanto que nadie sospechaba que sus<br />
brochas gordas fuesen flechas del carcaj de Cupido.<br />
Así que se difundió por la ciudad la noticia<br />
de que Tula, la almidonada y remilgada<br />
Tula, descendía hasta el pintorcejo; los comentarios<br />
versaron principalmente sobre un punto<br />
tan delicado como difícil de esclarecer: ¿de qué
manera habían principiado a entenderse los<br />
amantes? Dada la condición social del muchacho,<br />
casi todos suponían que la iniciativa no<br />
habría partido de él. Regaladita Sanz, con su<br />
voz dulce y melosa y su chancera suavidad de<br />
devota aristocrática, declaró en la tertulia de la<br />
marquesa de Veniales que sin duda alguna mi<br />
hija se había declarado de un modo indirecto, y<br />
que probablemente, colocándose delante del<br />
pintor en ocasión en que este embadurnaba con<br />
más brío, habría exclamado suspirando hondo:<br />
-¡Ay! ¡Quién fuera puerta!<br />
Así o de otro modo, es lo cierta que la pareja<br />
se arregló, y que la descendiente de los<br />
antiguos señores de Villalba entregó su mano<br />
seca y febril al nieto de cien Fígaros. En la activa<br />
desintegración que se verifica en la sociedad<br />
contemporánea, mi hija, procedente de la vieja<br />
aristocracia de aldea, y perteneciente ya, por<br />
nuestra escasez de recursos, a la modesta clase<br />
media, se perdía, por ansia amorosa, por obe-
diencia a ineludibles leyes naturales, en las filas<br />
obscuras del populacho... Casada con Redondo,<br />
mi hija encendería la lumbre, la soplaría, arrimaría<br />
el puchero, barrería ella misma su cuarto,<br />
y tal vez, ¡perspectiva afrentosa!, tendría que<br />
bajar al lavadero para retorcer los pañales de<br />
mis nietecillos... Estando yo, muy abatido, en<br />
lid con estos pensamientos, díjome Feíta:<br />
-¿Ve, papá? ¿Ve la gracia de Tula? ¿Ve cómo<br />
caen primero las torres más altas? ¿Ve el<br />
afán de casarse? ¿Ve el no haber más Dios ni<br />
más Santa María que encontrar marido? ¿Se<br />
convence ahora de que tengo razón?<br />
-Bueno, bueno... Chiquilla, que me duele la<br />
cabeza... ¿En qué quieres tener razón tú?<br />
-En mis proyectos de buscarme la vida sin<br />
aguardar el mosiú que venga a sacarme de penas.<br />
¿<strong>Qué</strong> le parece, los asquitos y las monadas?<br />
Mucho de señoritas y mucho de que nos rebajaríamos<br />
trabajando y ejerciendo una profesión...
Ya me dirá qué bonita profesión la que va a<br />
ejercer Tula ahora. El estropajo y la escoba sean<br />
con ella. Más le valiera... aunque fuese... ¡pintar<br />
puertas como su marido! y con lo que ganase<br />
pagar una criadita. ¡Ay papá! Lo que es a mí...<br />
A mí no me cogen. Yo me las arreglaré: yo les<br />
haré a todos la mamola.<br />
-Tú estás más loca y más en Belén que la<br />
misma Tula -contesté severamente.<br />
-No, papá: yo soy la única persona que está<br />
aquí en su juicio... Guíese por mí, que tengo<br />
revelaciones... como dicen los libros que leía Argos.<br />
Tula ya hizo la trastada; Clara se buscó la<br />
vida a su manera; yo... yo... soy yo. Mire ahora<br />
por Rosa y por Argos. No se duerma: le advierto<br />
que están las dos muy en peligro. ¡Muy en<br />
peligro! A Rosa... no quiero asegurarlo aún...<br />
pero me parece que la ronda un pez... ¡<strong>Qué</strong> pez!<br />
En fin, chito... atiéndalas, papá... Son bonitas...<br />
no tanto como les dicen los memos, pero en fin,<br />
son bonitas... Argos tiene además esa voz...
Mándela a Madrid a estudiar, aunque sea<br />
haciendo un sacrificio. Que cante, ¡que salga a<br />
las tablas! ¿No vale más salir a oír aplausos,<br />
que repasarle los calcetines a Redondo? ¡usted<br />
no me da crédito! Tampoco me creyó cuando le<br />
avisé que Tula estaba dispuesta a casarse con el<br />
mismísimo diablo... Pues acerté.<br />
Las reflexiones que debieran sugerirme estas<br />
advertencias de la muchacha, se borraron<br />
entonces porque sobrevino otro suceso que<br />
embargó mi espíritu. Los esposos Llanes habían<br />
sido trasladados a Barcelona. Todo el mundo<br />
aplaudió y comprendió el traslado: se imponía,<br />
era de cajón; resolvía una situación embarazosa.<br />
Aunque el terrible drama había valido al<br />
matrimonio bastantes manifestaciones de simpatía<br />
(pues en el fondo la gente marinedina es<br />
buenaza y afectuosa), con todo eso, después de<br />
ciertas catástrofes, aunque no alcance a las personas<br />
que en ellas intervienen responsabilidad<br />
alguna, se diría que en el ambiente que las ro-
dea flota una nube de siniestra obscuridad, y<br />
que se les hace indispensable respirar otra atmósfera,<br />
ver otras caras y residir en otros lugares,<br />
que no recuerden el pasado. El matrimonio<br />
Llanes debió de comprender que no había más<br />
camino; marido y mujer se habían quedado<br />
muertos... «Nos han dao cañaso», decía la señora...<br />
La populosa capital y sus distracciones<br />
tenían que hacerles un bien muy grande. Así lo<br />
reconocían todos... Sólo yo no podía acostumbrar<br />
mi corazón a la perspectiva de no ver más<br />
a doña Milagros; sólo yo, que había erigido a<br />
aquella señora un templo, que ya había logrado<br />
purificar mi pasión enteramente y llevara a tal<br />
grado de decantación espiritual que ni al mismo<br />
sol ofendería, no acertaba a resignarme a<br />
que desapareciese para siempre de mi vida<br />
aquel atractivo, aquel estímulo, aquel sueño,<br />
aquella mujer que triste, enferma aún, sin su<br />
charla y su vivacidad de antaño, me interesaba<br />
cien veces más, y despertaba en mí tal efusión<br />
de ternura y engendraba tales ilusiones purísi-
mas, que mientras la mirase y oyese su voz, no<br />
me creería viejo.<br />
Era preciso, sin embargo, separarse. El día<br />
se aproximaba, y cuanto más cerca lo veíamos,<br />
más patente era el desconsuelo y la pasión de<br />
ánimo de doña Milagros. ¿Cabía atribuirlo a la<br />
herida? No; la herida era un rasguño; apenas<br />
había causado fiebre. El susto y la aflicción sí<br />
que explicaban racionalmente el que doña Milagros<br />
apareciese tan decaída. Huía de mí; todo<br />
mi afán de tener con ella una conversación a<br />
solas -de esas pláticas en que se desahoga el<br />
alma-, fue inútil; la señora me evitaba cuidadosamente,<br />
y dos o tres veces, al dirigirla la palabra,<br />
oí que reprimía un sollozo, y noté su fatiga<br />
y su angustia.<br />
La víspera del día fijado para la marcha, en<br />
ocasión de hallarme reclinado sobre el antepecho<br />
de mi ventana favorita, junto al tiesto de<br />
heliotropos en flor, se me representó con más<br />
fuerza que nunca la imagen de doña Milagros,
la santa mujer calumniada por todos... y hasta<br />
por mí; víctima de su deber y juguete de la injusticia<br />
del mundo; reflexioné sobre las causas<br />
de su misteriosa tristeza, de su profunda depresión<br />
física y moral; medité por centésima<br />
vez en si podía darla algún consuelo, serla en<br />
algún modo útil o grato -porque comprendía en<br />
aquel instante que lo único que podría aplacar<br />
el dolor de la separación sería un gran sacrificio,<br />
una ofrenda...- y de pronto, mientras mis<br />
ojos seguían el gracioso columpiarse de un esquife<br />
blanco sobre las ondas de la bahía, sentí<br />
algo como llamarada súbita, el escalofrío de la<br />
inspiración... Se me había ocurrido la idea feliz,<br />
la idea que debía servir de consuelo a doña<br />
Milagros, expresarla cumplidamente mi respeto,<br />
mi veneración, mi idolatría, y, por último,<br />
estampar la ceniza en la frente a los que se<br />
habían atrevido a murmurar de la señora. Sí:<br />
aquello, y sólo aquello, podía simbolizar de un<br />
modo adecuado lo que representaba doña Milagros<br />
en la sencilla y corta historia de mi cora-
zón. Y la idea me infundió al instante tal alborozo,<br />
que no quise tardar ni un minuto en ponerla<br />
por obra.<br />
Entré en el cuarto donde dormían las gemelas,<br />
destetadas ya y reunidas en la misma<br />
camita de hierro. Detúveme un instante a contemplarlas.<br />
Sobre la almohada descansaban las<br />
cabezas encantadoras, y se esparcía una hojarasca<br />
de rizos castaño alborotados, confundidos,<br />
tocándose las dos frentes que el sueño<br />
humedecía de ligerísimo aljofarado sudor. Las<br />
respiraciones se mezclaban; un brazo de Zita<br />
rodeaba el cuello de Media; esta, adelantando<br />
el hociquito, mamaba en sueños, como suele<br />
suceder a los niños recién despechados; y la<br />
otra, sonriendo vagamente, muy sofocada, veía<br />
sin duda en el aire a sus hermanos los serafines...<br />
Miré alrededor; cogí el pañolón de lana<br />
que las abrigaba los pies; y sin temor a que se<br />
despertasen, las eché el mantón encima, las<br />
enrollé en él, y me las cargué al hombro... Se-
guían durmiendo. Sólo Zita gruñó y entreabrió<br />
los párpados, que se volvieron a cerrar de suyo.<br />
Bajé las escaleras a escape; había recuperado<br />
todo el vigor juvenil, la fuerte agilidad de<br />
los veinte años... Pegué a la puerta de doña<br />
Milagros un campanillazo arrollador, triunfal;<br />
entré de súbito en el gabinete, donde la señora<br />
doblaba ropa que iba a colocar en una maleta;<br />
con impulso delirante, llorando y riendo, la<br />
presenté las criaturas, los dos seres por quienes<br />
y en quienes nos habíamos amado.<br />
¿Que qué la dije? Maldita la cosa: no hizo<br />
falta. El presentimiento y la esperanza la habían<br />
iluminado a ella, como la devoción y la ternura<br />
a mí... Abrió los brazos y estrechó a las gemelitas<br />
y a su padre a su vez; y su boca trémula,<br />
impensadamente, rozó mi boca, y nuestros ojos<br />
mezclaron sus lágrimas, mientras ella balbucía:<br />
-¡Querío... querío! ¡Dio te lo pague!
Si en Marineda armó alboroto el que se llevase<br />
a mis dos niñas doña Milagros, lo dejo a tu<br />
penetración, amigo que esto lees. La opinión<br />
más general fue que yo había querido redimir<br />
un censo. Estuve en la cama varios días; se me<br />
apagaron las pupilas; se me dobló el espinazo;<br />
aumentaron mis canas como si nevase en mi<br />
pobre cabeza... pero no me valió. Yo era un mal<br />
padre... y además, un viejo chocho.