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CONFESIONES DE SAN AGUSTIN DE HIPONA - Escritura y Verdad

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LIBRO PRIMERO<br />

Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

<strong>SAN</strong> <strong>AGUSTIN</strong> <strong>DE</strong> <strong>HIPONA</strong><br />

<strong>CONFESIONES</strong><br />

Traductor: P. Angel Custodio Vega, OSA<br />

CAPITULO I<br />

1. Grande eres, Señor, y laudable sobremanera 1 ; grande tu poder, y tu sabiduría no tiene<br />

número 2 . ¿Y pretende alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación, y precisamente el<br />

hombre, que, revestido de su mortalidad, lleva consigo el testimonio de su pecado y el testimonio<br />

de que resistes a los soberbios? 3 Con todo, quiere alabarte el hombre, pequeña parte de tu<br />

creación. Tú mismo le excitas a ello, haciendo que se deleite en alabarte, porque nos has hecho<br />

para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti.<br />

Dame, Señor, a conocer y entender qué es primero, si invocarte o alabarte, o si es antes conocerte<br />

que invocarte. Mas ¿quién habrá que te invoque si antes no te conoce? Porque, no conociéndote,<br />

fácilmente podrá invocar una cosa por otra. ¿Acaso, más bien, no habrás de ser invocado para ser<br />

conocido? Pero ¿y cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán si no se les<br />

predica? 4<br />

Ciertamente, alabarán al Señor los que le buscan 5 , porque los que le buscan le hallan y los que<br />

le hallan le alabarán.<br />

Que yo, Señor, te busque invocándote y te invoque creyendo en ti, pues me has sido predicado.<br />

Invócate, Señor, mi fe, la fe que tú me diste e inspiraste por la humanidad de tu Hijo y el misterio<br />

de tu predicador.<br />

CAPITULO II<br />

2. Pero ¿cómo invocaré yo a mi Dios, a mi Dios y mi Señor, puesto que al invocarle le he de<br />

llamar a mí? ¿Y qué lugar hay en mí a donde venga mi Dios a mí, a dónde Dios venga a mí, el<br />

Dios que ha hecho el cielo y la tierra? 6 ¿Es verdad, Señor, que hay algo en mí que pueda<br />

abarcarte? ¿Acaso te abarcan el cielo y la tierra, que tú has creado, y dentro de los cuales me<br />

creaste también a mí? ¿O es tal vez que, porque nada de cuanto es puede ser sin ti, te abarca todo<br />

lo que es? Pues si yo soy efectivamente, ¿por qué pido que vengas a mí, cuando yo no sería si tú<br />

no fueses en mí?<br />

No he estado aún en el infierno, mas también allí estás tú. Pues si descendiere a los infiernos, allí<br />

estás tú 7 .<br />

Nada sería yo, Dios mío, nada sería yo en absoluto si tú no estuvieses en mí; pero, ¿no sería<br />

mejor decir que yo no sería en modo alguno si no estuviese en ti, de quien, por quien y en quien<br />

son todas las cosas? 8 Así es, Señor, así es. Pues ¿adónde te invoco estando yo en ti, o de dónde<br />

has de venir a mí, o a qué parte del cielo y de la tierra me habré de alejar para que desde allí<br />

venga mi Dios a mí, él, que ha dicho: Yo lleno el cielo y la tierra?<br />

CAPITULO III<br />

3. ¿Abárcame, por ventura, el cielo y la tierra por el hecho de que los llenas? ¿O es, más bien, que<br />

los llenas y aún sobra por no poderte abrazar? ¿Y dónde habrás de echar eso que sobra de ti, una<br />

vez llenó el cielo y la tierra? ¿Pero es que tienes tú, acaso, necesidad de ser contenido en algún<br />

lugar, tú que contienes todas las cosas, puesto que las que llenas las llenas conteniéndolas?<br />

1


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Porque no son los vasos llenos de ti los que te hacen estable, ya que, aunque se quiebren, tú no te<br />

has de derramar; y si se dice que te derramas sobre nosotros, no es cayendo tú, sino<br />

levantándonos a nosotros; ni es esparciéndote tú, sino recogiéndonos a nosotros 9 .<br />

Pero las cosas todas que llenas, ¿las llenas todas con todo tu ser o, tal vez, por no poderte<br />

contener totalmente todas, contienen una parte de ti? ¿Y esta parte tuya la contienen todas y al<br />

mismo tiempo o, más bien, cada una la suya, mayor las mayores y menor las menores? Pero ¿es<br />

que hay en ti alguna parte mayor y alguna menor? ¿Acaso no estás todo en todas partes, sin que<br />

haya cosa alguna que te contenga totalmente?<br />

CAPITULO IV<br />

4. Pues ¿qué es entonces mi Dios? ¿Qué, repito, sino el Señor Dios? ¿Y qué Señor hay fuera del<br />

Señor o qué Dios fuera de nuestro Dios? 10 Sumo, óptimo, poderosísimo, omnipotentísimo,<br />

misericordiosísimo y justísimo; secretísimo y presentísimo, hermosísimo y fortísimo, estable e<br />

incomprensible, inmutable, mudando todas las cosas; nunca nuevo y nunca viejo; renueva todas<br />

las cosas y conduce a la vejez a los soberbios sin ellos saberlo; siempre obrando y siempre en<br />

reposo; siempre recogiendo y nunca necesitado; siempre sosteniendo, llenando y protegiendo;<br />

siempre creando, nutriendo y perfeccionando; siempre buscando y nunca falto de nada.<br />

Amas y no sientes pasión; tienes celos y estás seguro; te arrepientes y no sientes dolor; te aíras y<br />

estás tranquilo; mudas de obra, pero no de consejo; recibes lo que encuentras y nunca has perdido<br />

nada; nunca estás pobre y te gozas con los lucros; no eres avaro y exiges usuras. Te ofrecemos de<br />

más para hacerte nuestro deudor; pero ¿quién es el que tiene algo que no sea tuyo, pagando tú<br />

deudas que no debes a nadie y perdonando deudas, sin perder nada con ello?<br />

¿Y qué es cuanto hemos dicho, Dios mío, vida mía, dulzura mía santa, o qué es lo que puede<br />

decir alguien cuando habla de ti? Al contrario, ¡ay de los que se callan de ti!, porque no son más<br />

que mudos charlatanes.<br />

CAPITULO V<br />

5. ¿Quién me dará descansar en ti? ¿Quién me dará que vengas a mi corazón y le embriagues,<br />

para que olvide mis maldades y me abrace contigo, único bien mío? ¿Qué es lo que eres para mí?<br />

Apiádate de mí para que te lo pueda decir. ¿Y qué soy yo para ti para que me mandes que te ame<br />

y si no lo hago te aíres contra mí y me amenaces con ingentes miserias? ¿Acaso es ya pequeña la<br />

misma de no amarte? ¡Ay de mí! Dime por tus misericordias, Señor y Dios mío, qué eres para mí.<br />

Di a mi alma: "Yo soy tu salud." 11 Dilo de forma que yo lo oiga. Los oídos de mi corazón están<br />

ante ti, Señor; ábrelos y di a mi alma: "Yo soy tu salud". Que yo corra tras esta voz y te dé<br />

alcance. No quieras esconderme tu rostro. Muera yo para que no muera y pueda así verle.<br />

6. Angosta es la casa de mi alma para que vengas a ella: sea ensanchada por ti. Ruinosa está:<br />

repárala. Hay en ella cosas que ofenden tus ojos: lo confieso y lo sé; pero ¿quién la limpiará o a<br />

quién otro clamaré fuera de ti: De los pecados ocultos líbrame, Señor, y de los ajenos perdona a<br />

tu siervo? 12 Creo, por eso hablo 13 . Tú lo sabes, Señor. ¿Acaso no he confesado ante ti mis<br />

delitos contra mí, ¡oh Dios mío!, y tú has remitido la impiedad de mi corazón? 14 No quiero<br />

contender en juicio contigo, que eres la verdad, y no quiero engañarme a mí mismo, para que no<br />

se engañe a sí misma mi iniquidad 15 . No quiero contender en juicio contigo, porque si miras a<br />

las iniquidades, Señor, ¿quién, Señor, subsistirá? 16<br />

CAPÍTULO VI<br />

7. Con todo, permíteme que hable en presencia de tu misericordia, a mí, tierra y ceniza 17 ;<br />

permíteme que hable, porque es a tu misericordia, no al hombre, mi burlador, a quien hablo. Tal<br />

vez también tú te reirás de mí; mas vuelto hacia mí, tendrás compasión de mí.<br />

Y ¿qué es lo que quiero decirte, Señor, sino que no sé de dónde he venido aquí, a esta, digo, vida<br />

mortal o muerte vital? " No lo sé. Mas recibiéronme los consuelos de tus misericordias, según<br />

2


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

tengo oído a mis padres carnales, del cual y en la cual me formaste en el tiempo, pues yo de mí<br />

nada recuerdo. Recibiéronme, digo, los consuelos de la leche humana, de la que ni mi madre ni<br />

mis nodrizas se llenaban los pechos, sino que eras tú quien, por medio de ellas, me daban el<br />

alimento aquel de la infancia, según tu ordenación y los tesoros dispuestos por ti hasta en el<br />

fondo mismo de las cosas.<br />

Tuyo era también el que yo no quisiera más de lo que me dabas y que mis nodrizas quisieran<br />

darme lo que tú les dabas, pues era ordenado el afecto con que querían darme aquello de que<br />

abundaban en ti, ya que era un bien para ellas el recibir yo aquel bien mío de ellas, aunque,<br />

realmente, no era de ellas, sino tuyo por medio de ellas, porque de ti proceden, ciertamente, todos<br />

los bienes, ¡oh Dios!, y -de ti, Dios mío, pende toda mi salud.<br />

Todo esto lo conocí más tarde, cuando me diste voces por medio de los mismos bienes que me<br />

concedías interior y exteriormente. Porque entonces lo único que sabía era mamar, aquietarme<br />

con los halagos, llorar las molestias de mi carne y nada más.<br />

8. Después empecé también a reír, primero durmiendo, luego despierto. Esto han dicho de mí, y<br />

lo creo, porque así lo vemos también en otros niños; pues yo, de estas cosas mías, no tengo el<br />

menor recuerdo.<br />

Poco a poco comencé a darme cuenta dónde estaba y a querer dar a conocer mis deseos a quienes<br />

me los podían satisfacer, aunque realmente no podía, porqué aquéllos estaban dentro y éstos<br />

fuera, y por ningún sentido podían entrar en mi alma. Así que agitaba los miembros y daba voces,<br />

signos semejantes a mis deseos, los pocos que podía y como podía, aunque verdaderamente no se<br />

les semejaban. Mas si no era complacido, bien porque no me habían entendido, bien porque me<br />

era dañoso, me indignaba: con los mayores, porque no se me sometían, y con los libres, por no<br />

querer ser mis esclavos, y de unos y otros vengábame con llorar. Tales he conocido que son los<br />

niños que yo he podido observar; y que yo fuera tal, más me lo han dado ellos a entender sin<br />

saberlo que no los que me criaron sabiéndolo.<br />

9. Mas he aquí que mi infancia ha tiempo que murió, no obstante que yo vivo. Mas dime, Señor,<br />

tú que siempre vives y nada muere en ti-porque antes del comienzo de los siglos y antes de todo<br />

lo que tiene antes existes tú, y eres Dios y Señor de todas las cosas, y se hallan en ti las causas de<br />

todo lo que es inestable, y permanecen los principios inmutables de todo lo que cambia, y viven<br />

las razones sempiternas de todo lo temporal-, dime a mí, que te lo suplico, ¡oh Dios mío!, di,<br />

misericordioso, a este mísero tuyo; dime, ¿por ventura sucedió esta mi infancia a otra edad mía<br />

ya muerta? ¿Será ésta aquella que llevé en el vientre de mi madre? Porque también de ésta se me<br />

han hecho algunas indicaciones y yo mismo he visto mujeres embarazadas.<br />

Y antes de esto, dulzura mía y Dios mío, ¿qué? ¿Fui yo algo o en alguna parte? . Dímelo, porque<br />

no tengo quien me lo diga, ni mi padre, ni mi madre, ni la experiencia de otros, ni mi memoria.<br />

¿Acaso te ríes de mí porque deseo saber estas cosas y me mandas que te alabe y te confiese por<br />

aquello que he conocido de ti?<br />

10. Confiésote, Señor de cielos y tierra, alabándote por mis comienzos y mi infancia, de los que<br />

no tengo memoria, mas que diste al hombre conjeturar de sí por otros y que creyese muchas<br />

cosas, aun por la simple autoridad de mujercillas. Porque al menos era entonces, vivía, y ya al fin<br />

de la infancia buscaba signos con que dar a los demás a conocer las cosas que yo sentía.<br />

¿De dónde podía venir, en efecto, un tal animal, sino de ti, Señor? ¿Acaso hay algún artífice de sí<br />

mismo? ¿Por ventura hay alguna otra vena por donde corra a nosotros el ser y el vivir, fuera del<br />

que tú causas en nosotros, Señor, en quien el ser y el vivir no son cosa distinta, porque eres el<br />

sumo Ser y el sumo Vivir? Sumo eres, en efecto, y no te mudas, ni camina por ti el día de hoy, no<br />

obstante que por ti camine, puesto que en ti están, ciertamente, todas estas cosas, y no tendrían<br />

camino por donde pasar si tú no las contuvieras. Y porque tus años no fenecen 18 , tus años son un<br />

3


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

constante Hoy. ¡Oh, cuántos días nuestros y de nuestros padres han pasado ya por este tu Hoy y<br />

han recibido de él su modo y de alguna manera han existido, y cuántos pasarán aún y recibirán su<br />

modo y existirán de alguna manera! Mas tú eres uno mismo, y todas las cosas del mañana y más<br />

allá, y todas las cosas de ayer y más atrás, en ese Hoy las haces y en ese Hoy las has hecho.<br />

¿Qué importa que alguien no entienda estas cosas? Gócese aún éste diciendo: ¿Qué es esto?<br />

Gócese éste aun así y desee más hallarte no indagando que indagando no hallarte.<br />

CAPITULO VII<br />

11. Escúchame, ¡oh Dios! ¡Ay de los pecados de los hombres! Y esto lo dice un hombre, y tú te<br />

compadeces de él por haberlo hecho, aunque no el pecado que hay en él.<br />

¿Quién me recordará el pecado de mi infancia, ya que nadie está delante de ti limpio de pecado,<br />

ni aun el niño cuya vida es de un solo día sobre la tierra? .¿Quién me lo recordará? ¿Acaso<br />

cualquier chiquito o párvulo de hoy, en quien veo lo que no recuerdo de mí? ¿Y qué era en lo que<br />

yo entonces pecaba? ¿Acaso en desear con ansia el pecho llorando? Porque si ahora hiciera yo<br />

esto, no con el pecho, sino con la comida propia de mis años, deseándola con tal ansia,<br />

justamente fuera mofado y reprendido. Luego dignas eran de reprensión las cosas que hacía yo<br />

entonces; mas como no podía entender a quien me reprendiera, ni la costumbre ni la razón sufrían<br />

que se me reprendiese. La prueba de ello es que, según vamos creciendo, extirpamos y arrojamos<br />

estas cosas de nosotros, y jamás he visto a un hombre cuerdo que al tratar de limpiar una cosa<br />

arroje lo bueno de ella.<br />

¿Acaso, aun para aquel tiempo; era bueno pedir llorando lo que no se podía conceder sin daño,<br />

indignarse acremente con las personas libres que no se sometían y aun con las mayores y hasta<br />

con mis propios progenitores y con muchísimos otros, que, más prudentes, no accedían a las<br />

señales de mis caprichos, esforzándome yo por hacerles daño con mis golpes, en cuanto podía,<br />

por no obedecer a mis órdenes, a las que hubiera sido pernicioso obedecer? ¿De aquí se sigue que<br />

lo que es inocente en los niños es la debilidad de los miembros infantiles, no el alma de los<br />

mismos?<br />

Vi yo y hube de experimentar cierta vez a un niño envidioso. Todavía no hablaba y ya miraba<br />

pálido y con cara amargada a otro niño colactáneo suyo. ¿Quién hay que ignore esto? Dicen que<br />

las madres y nodrizas pueden conjurar estas cosas con no sé qué remedios. Yo no sé que se pueda<br />

tener por inocencia no sufrir por compañero en la fuente de leche que mana copiosa y abundante<br />

al que está necesitadísimo del mismo socorro y que con sólo aquel alimento sostiene la vida. Mas<br />

tolérase indulgentemente con estas faltas, no porque sean nulas o pequeñas, sino porque se espera<br />

que con el tiempo han de desaparecer. Por lo cual, aunque lo apruebes, si tales cosas las hallamos<br />

en alguno entrado en años, apenas si las podemos llevar con paciencia.<br />

12. Así, pues, Señor y Dios mío, tú que de niño me diste vida y un cuerpo, al que dotaste, según<br />

vemos, de sentidos, y compaginaste de miembros y vestiste de hermosura, y adornaste de<br />

instintos animales con que atender al conjunto e incolumidad de aquél, tú me mandas que te alabe<br />

por tales dones y te confiese y cante a tu nombre altísimo 19 , porque serías Dios omnipotente y<br />

bueno aunque no hubieras creado más que estas solas cosas, que ningún otro puede hacer más<br />

que tú. Uno, de quien procede toda modalidad; Hermosísimo, que das forma a todas las cosas y<br />

con tu ley las ordenas todas.<br />

Vergüenza me da, Señor, tener que asociar a la vida que vivo en este siglo aquella edad que no<br />

recuerdo haber vivido y sobre la cual he creído a otros y yo conjeturo haber pasado, por verlo así<br />

en otros niños, bien que esta conjetura merezca toda fe. Porque en lo referente a las tinieblas en<br />

que está envuelto mi olvido de ella corre parejas con aquella que viví en el seno de mi madre.<br />

Ahora bien, si yo fui concebido en iniquidad y me alimentó en pecados mi madre en su seno, 20<br />

¿dónde, te suplico, Dios mío; dónde, Señor, yo, tu siervo, dónde o cuándo fui yo inocente? Mas<br />

4


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

ved que ya callo aquel tiempo. ¿A qué ya ocuparme de él, cuando no conservo de él vestigio<br />

alguno?<br />

CAPITULO VIII<br />

13. ¿No fue, acaso, caminando de la infancia hacia aquí como llegué a la puericia. ¿O, por mejor<br />

decir, vino ésta a mí y suplantó a la infancia, sin que aquélla se retirase; porque adónde podía ir?<br />

Con todo, dejó de existir, pues ya no era yo infante que no hablase, sino niño que hablaba.<br />

Recuerdo esto; mas cómo aprendí a hablar, advertílo después. Ciertamente no me enseñaron esto<br />

los mayores, presentándome las palabras con cierto orden de método, como luego después me<br />

enseñaron las letras; sino yo mismo con el entendimiento que tú me diste, Dios mío, al querer<br />

manifestar mis sentimientos con gemidos y voces varias y diversos movimientos de los<br />

miembros, a fin de que satisficiesen mis deseos, y ver que no podía todo lo que yo quería ni a<br />

todos los que yo quería. Así, pues, cuando éstos nombraban alguna cosa, fijábala yo en la<br />

memoria, y si al pronunciar de nuevo tal palabra movían el cuerpo hacia tal objeto, entendía y<br />

colegía que aquel objeto era el denominado con la palabra que pronunciaban, cuando lo querían<br />

mostrar.<br />

Que ésta fuese su intención deducíalo yo de los movimientos del cuerpo, que son como las<br />

palabras naturales de todas las gentes, y que se hacen con el rostro y el guiño de los ojos y cierta<br />

actitud de los miembros y tono de la voz, que indican los afectos del alma para pedir, retener,<br />

rechazar o huir alguna cosa. De este modo, de las palabras, puestas en varias frases y en sus<br />

lugares y oídas repetidas veces, iba coligiendo yo poco a poco los objetos que significaban y,<br />

vencida la dificultad de mi lengua, comencé a dar a entender mis quereres por medio de ellas.<br />

Así fue como empecé a usar los signos comunicativos de mis deseos con aquellos entre quienes<br />

vivía y entré en el fondo del proceloso mar de la sociedad, pendiente de la autoridad de mis<br />

padres y de las indicaciones de mis mayores.<br />

CAPITULO IX<br />

14. ¡Oh Dios mío, Dios mío! Y ¡qué de miserias y engaños no experimenté aquí cuando se me<br />

proponía a mí, niño, como norma de bien vivir obedecer a los que me amonestaban a brillar en<br />

este mundo y sobresalir en las artes de la lengua, con las cuales después pudiese lograr honras<br />

humanas y falsas riquezas! A este fin me pusieron a la escuela para que aprendiera las letras, en<br />

las cuales ignoraba yo, miserable, lo que había de utilidad. Con todo, si era perezoso en<br />

aprenderlas, era azotado, sistema alabado por los mayores, muchos de los cuales, que llevaron<br />

este género de vida antes que nosotros, nos trazaron caminos tan trabajosos, por los que se nos<br />

obligaba a caminar, multiplicando así el trabajo y dolor a los hijos de Adán.<br />

Mas dimos por fortuna con hombres que te invocaban, Señor, y aprendimos de ellos a sentirte, en<br />

cuanto podíamos, como un Ser grande que podía, aun no apareciendo a los sentidos, escucharnos<br />

y venir en nuestra ayuda. De ahí que, siendo aún niño, comencé a invocarte como a mi refugio y<br />

amparo, y en tu vocación rompí los nudos de mi lengua y, aunque pequeño, te rogaba ya con no<br />

pequeño afecto que no me azotasen en la escuela. Y cuando tú no me escuchabas, lo cual era<br />

para mi instrucción 21 , reíanse los mayores y aun mis mismos padres, que ciertamente no querían<br />

que me sucediese ningún mal de aquel castigo, grande y grave mal mío entonces.<br />

15. ¿Por ventura, Señor, hay algún alma tan grande, unida a ti con tan subido afecto; hay alguna,<br />

digo -pues también puede producir esto cierta estolidez-; hay, repito, alguna que unida a ti con<br />

piadoso afecto llegue a tal grandeza de ánimo que desprecie los potros y garfios de hierro y<br />

demás instrumentos de martirio -por huir de los cuales se te dirigen súplicas de todas las partes<br />

del mundo-y así se ría de ellos-amando a los que acerbísimamente los temen-como se reían<br />

nuestros padres de los tormentos con que de niños éramos afligidos por nuestros maestros?<br />

5


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Porque, en verdad, ni los temíamos menos ni te rogábamos con menos fervor que nos librases de<br />

ellos.<br />

Con todo, pecábamos escribiendo, o leyendo, estudiando menos de lo que se exigía de nosotros.<br />

Y no era ello por falta de memoria o ingenio, que para aquella edad me los diste, Señor,<br />

bastantemente, sino porque me deleitaba el jugar, aunque no otra cosa hacían los que castigaban<br />

esto en nosotros. Pero los juegos de los mayores cohonestábanse con el nombre de negocios, en<br />

tanto que los de los niños eran castigados por los mayores, sin que nadie se compadeciese de los<br />

unos ni de los otros, o más bien de ambos. A no ser que haya un buen árbitro de las cosas que.<br />

apruebe el que me azotasen porque jugaba a la pelota y con este juego impedía que aprendiera<br />

más prontamente las letras, con las cuales de mayor había de jugar más perniciosamente.<br />

¿Acaso hacía otra cosa el mismísimo que me azotaba, quien, si en alguna cuestioncilla era<br />

vencido por algún colega suyo, era más atormentado de la cólera y envidia que yo cuando en un<br />

partido de pelota era vencido por mi compañero?<br />

CAPITULO X<br />

16. Con todo pecaba, Señor mío, ordenador y creador de todas las cosas de la naturaleza, mas<br />

sólo ordenador del pecado; pecaba yo, Señor Dios mío, obrando contra las órdenes de mis padres<br />

y de aquellos mis maestros, porque podía después usar bien de las letras que querían que<br />

aprendiese, cualquiera que fuese la intención de los míos.<br />

Porque no era yo desobediente por ocuparme en cosas mejores, sino por amor del juego,<br />

buscando en los combates soberbias victorias y halagar mis oídos con falsas fabulillas, con las<br />

cuales se irritase más la comezón, al mismo tiempo que con idéntica curiosidad se encandilaban<br />

mis ojos más y más por ver espectáculos, que son los juegos de los mayores, juegos que quien los<br />

da goza de tan gran dignidad que casi todos desean esto para sus hijos, a quienes, sin embargo,<br />

sufren de buen grado que los maltraten, si con tales espectáculos se retraen del estudio, por medio<br />

del cual desean puedan llegar algún día a darlos ellos semejantes. Mira, Señor, estas cosas<br />

misericordiosamente y líbranos de ellas a los que ya te invocamos. Mas libra también a los que<br />

aún no te invocan, a fin de que te invoquen y sean igualmente libres.<br />

CAPITULO XI<br />

17. Siendo todavía niño oí ya hablar de la vida eterna, que nos está prometida por la humildad de<br />

nuestro Señor Dios, que descendió hasta nuestra soberbia; y fui signado con el signo de la cruz, y<br />

se me dio a gustar su sal desde el mismo vientre de mi madre, que esperó siempre mucho en ti.<br />

Tú viste, Señor, cómo cierto día, siendo aún niño, fui presa repentinamente de un dolor de<br />

estómago que me abrasaba y puso en trance de muerte. Tú viste también, Dios mío, pues eras ya<br />

mi guarda, con qué fervor de espíritu y con qué fe solicité de la piedad de mi madre y de la madre<br />

de todos nosotros, tu Iglesia, el bautismo de tu Cristo, mi Dios y Señor. Turbóse mi madre carnal,<br />

porque me paría con más amor en su casto corazón en tu fe para la vida eterna; y ya había<br />

cuidado, presurosa, de que se me iniciase y purificase con los sacramentos de la salud,<br />

confesándote, ¡oh mi Señor Jesús!, en remisión de mis pecados, cuando he aquí que de repente<br />

comencé a mejorar. Difirióse, en vista de ello, mi purificación, juzgando que sería imposible que,<br />

si vivía, no me volviese a manchar y que el reato de los delitos cometidos después del bautismo<br />

es mucho mayor y más peligroso.<br />

Por este tiempo creía yo, creía ella y creía toda la casa, excepto sólo mi padre, quien, sin<br />

embargo, no pudo vencer en mí el ascendiente de la piedad materna para que dejara de creer en<br />

Cristo, como él no creía. Porque cuidaba solícita mi madre de que tú, Dios mío, fueses para mí<br />

padre, más bien que aquél, en lo cual tú la ayudabas a triunfar de él, a quien, no obstante ser ella<br />

mejor, servía, porque en ello te servía a ti, que lo tienes así mandado.<br />

6


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

18. Mas quisiera saber, Dios mío, te suplico, si tú gustas también de ello, por qué razón se difirió<br />

entonces el que fuera yo bautizado; si fue para mi bien el que aflojaran, por decirlo así, las<br />

riendas del pecar o si no me las aflojaron. ¿De dónde nace ahora el que de unos y de otros llegue<br />

a nuestros oídos de todas partes: "Dejadle; que obre; que todavía no está bautizado"; sin embargo,<br />

que no digamos de la salud del cuerpo: "Dejadle; que reciba aún más heridas, que todavía no está<br />

sano"?<br />

¡Cuánto mejor me hubiera sido recibir pronto la salud y que mis cuidados y los de los míos se<br />

hubieran empleado en poner sobre seguro bajo tu tutela la salud recibida de mi alma, que tú me<br />

hubieses dado! Mejor fuera, sin duda; pero como mi madre preveía ya cuántas y cuán grandes<br />

olas de tentaciones me amenazaban después de la niñez, quiso ofrecerles más bien la tierra, de<br />

donde había de ser formado, que no ya la misma imagen.<br />

CAPITULO XII<br />

19. En esta mi niñez, en la que había menos que temer por mí que en la adolescencia, no gustaba<br />

yo de las letras y odiaba el que me urgiesen a estudiarlas. Con todo, era urgido y me hacían gran<br />

bien. Quien no hacía bien era yo, que no estudiaba sino obligado; pues nadie que obra contra su<br />

voluntad obra bien, aun siendo bueno lo que hace.<br />

Tampoco los que me urgían obraban bien; antes todo el bien que recibía me venía de ti, Dios mío,<br />

porque ellos no veían otro fin a que yo pudiera encaminar aquellos conocimientos que me<br />

obligaban a aprender sino a saciar el insaciable apetito de una abundante escasez y de una gloria<br />

ignominiosa. Mas tú, Señor, que tienes numerados los cabellos de nuestra cabeza 22 , usabas del<br />

error de todos los que me apremiaban a estudiar para mi utilidad y del mío en no querer estudiar<br />

para mi castigo, del que ciertamente no era indigno, siendo niño tan chiquito y tan gran pecador.<br />

Así que de los que no obraban bien, tú sacabas bien para mí; y de mis pecados, mi justa<br />

retribución; porque tú has ordenado, y así es, que todo ánimo desordenado sea castigo de sí<br />

mismo.<br />

CAPITULO XIII<br />

20. ¿Cuál era la causa de que yo odiara las letras griegas, en las que siendo niño era imbuido? No<br />

lo sé; y ni aun ahora mismo lo tengo bien averiguado. En cambio, gustábanme las latinas con<br />

pasión, no las que enseñan los maestros de primaria, sino las que explican los llamados<br />

gramáticos; porque aquellas primeras, en las que se aprende a leer, y escribir y contar, no me<br />

fueron menos pesadas y enojosas que las letras griegas. ¿Mas de dónde podía venir aun esto sino<br />

del pecado y de la vanidad de la vida, por ser carne y viento que camina y no vuelve? 23<br />

Porque sin duda que aquellas letras primeras, por cuyo medio podía llegar, como de hecho ahora<br />

puedo, a leer cuanto hay escrito y a escribir lo que quiero, eran mejores, por ser más útiles, que<br />

aquellas otras en que se me obligaba a retener los errores de no sé qué Eneas, olvidado de los<br />

míos, y a llorar a Dido muerta, que se suicidó por amores, mientras yo, miserabilísimo, me sufría<br />

a mí mismo con ojos enjutos, muriendo para ti con tales cosas, ¡oh Dios, vida mía! .<br />

21. Porque ¿qué cosa más miserable que el que un mísero no tenga misericordia de sí mismo y,<br />

llorando la muerte de Dido, que fue por amor de Eneas, no llore su propia muerte por no amarte a<br />

ti, ¡oh Dios!, luz de mi corazón, pan interior de mi alma, virtud fecundante de mi mente y seno<br />

amoroso de mi pensamiento? No te amaba y fornicaba lejos de ti 24 , y, fornicando, oía de todas<br />

partes: "¡Bien! ¡Bien!"; porque la amistad de este mundo es adulterio contra ti; y si le gritan a<br />

uno: "¡Bien! ¡Bien!", es para que tenga vergüenza de no ser así. Y no llorando esto, lloraba a<br />

Dido muerta, "que buscó su última hora en el hierro" 25 , en tanto que yo buscaba tus últimas<br />

criaturas, dejándote a ti y yendo, como tierra, tras la tierra 26 , hasta el punto que, si entonces me<br />

hubieran prohibido leer tales cosas, me hubieran causado dolor, por no leer lo que me dolía. No<br />

7


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

obstante, semejante demencia es tenida por cosa más noble y provechosa que las letras, en las que<br />

se aprende a leer y escribir.<br />

22. Mas ahora, Dios mío, grite en mi alma tu verdad y diga: no es así, no es así; antes aquella<br />

primera instrucción es absolutamente mejor que ésta, puesto que yo preferiría olvidar antes todas<br />

las aventuras de Eneas y demás fábulas por el estilo que no el saber leer y escribir. Ya sé que de<br />

las puertas de las escuelas de los gramáticos penden unos velos o cortinas, pero éstos no son tanto<br />

para velar el secreto cuanto para encubrir el error.<br />

No den voces contra mí aquellos que ya no temo mientras te confieso a ti las cosas de que gusta<br />

mi alma y descanso en la detestación de mis malos andares, a fin de que ame tus buenos caminos.<br />

No den voces contra mí los mercaderes de gramática, porque si les propongo la cuestión de si es<br />

verdad que Eneas vino alguna vez a Cartago, como afirma el poeta, los indoctos me dirán que no<br />

lo saben, y los entendidos, que no es verdad. Pero si les pregunto con qué letras se escribe el<br />

nombre de Eneas, todos los que las han estudiado me responderán lo mismo, conforme al pacto y<br />

convenio por el que los hombres han establecido tales signos entre sí.<br />

Igualmente, si les preguntare qué sería más perjudicial para la vida humana: olvidársele a uno<br />

saber leer y escribir o todas las ficciones de los poetas, ¿quién no ve lo que responderían, de no<br />

estar fuera de sí? Luego pecaba yo, Dios mío, en aquella edad al anteponer aquellas cosas vanas a<br />

estas provechosas, arrastrado únicamente del gusto. O por mejor decir: al amar aquéllas y odiar<br />

éstas, porque odiosa canción era para mí aquel "uno y uno son dos, dos y dos son cuatro", en<br />

tanto que era para mí espectáculo dulcísimo y entretenido la narración del caballo de madera<br />

lleno de gente armada, y el incendio de Troya, "y la sombra de Creusa" 27 .<br />

CAPITULO XIV<br />

23. Pues ¿por qué odiaba yo entonces la gramática griega, en la que tales cosas se cantan? Porque<br />

también Homero es perito en tejer tales fabulillas y dulcísimamente vano, aunque para mí de niño<br />

fue bien amargo. Yo creo que igualmente les será Virgilio a los niños griegos cuando se les<br />

apremie a aprender, como a mí a Homero. Y es que la dificultad, sí, la dificultad de tener que<br />

aprender totalmente una lengua extraña era como una hiel que rociaba de amargura todas las<br />

dulzuras griegas de las narraciones fabulosas.<br />

Porque todavía no conocía yo palabra de aquella lengua, y ya se me instaba con vehemencia, con<br />

crueles terrores y castigos, a que la aprendiera. En cambio, del latín, aunque, siendo todavía<br />

infante, no sabía tampoco ninguna, sin embargo, con un poco de atención lo aprendí entre las<br />

caricias de las nodrizas, y las chanzas de los que se reían, y las alegrías de las que jugaban, sin<br />

miedo alguno ni tormento. Aprendílo, digo, sin el grave apremio del castigo, acuciado<br />

únicamente por mi corazón, que me apremiaba a dar a luz sus conceptos, y no hallaba otro<br />

camino que aprendiendo algunas palabras, no de los que las enseñaban, sino de los que hablaban,<br />

en cuyos oídos iba yo depositando cuanto sentía.<br />

Por aquí se ve claramente cuánta mayor fuerza tiene para aprender estas cosas una libre<br />

curiosidad que no una medrosa necesidad. Mas constríñese con ésta el flujo de aquélla según tus<br />

leyes, ¡oh Dios!, según tus leyes, que establecen desde las férulas de los maestros hasta los<br />

tormentos de los mártires; sí, según tus leyes, Señor, poderosas a acibararnos con saludables<br />

amarguras que nos vuelvan a ti del pestífero deleite por el que nos habíamos apartado de ti.<br />

CAPITULO XV<br />

24. Oye, Señor, mi oración 28 , a fin de que no desfallezca mi alma bajo tu disciplina ni me canse<br />

en confesar tus misericordias, con las cuales me sacaste de mis pésimos caminos, para serme<br />

dulce sobre todas las dulzuras que seguí, y así te ame fortísimamente, y estreche tu mano con<br />

todo mi corazón, y me libres de toda tentación hasta el fin. He aquí, Señor, que tú eres mi rey y<br />

mi Dios 29 ; pues ceda en tu servicio cuanto útil aprendí de niño y para tu servicio sea cuanto<br />

8


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

hablo, escribo, leo y cuento, pues cuando aprendía aquellas vanidades, tú eras el que me dabas la<br />

verdadera ciencia, y me has perdonado ya los pecados de deleite cometidos en tales vanidades.<br />

Muchas palabras útiles aprendí en ellas, es verdad; pero también se pueden aprender en las cosas<br />

que no son vanas, y éste es el camino seguro por el que debían caminar los niños.<br />

CAPITULO XVI<br />

25. Mas ¡ay de ti, oh río de la costumbre humana! ¿Quién hay que te resista? ¿Cuándo no te<br />

secarás? ¿Hasta cuándo dejarás de arrastrar a los hijos de Eva a ese mar inmenso y espantoso que<br />

apenas logran pasar los que subieren sobre el leño? ¿Acaso no fue en ti donde yo leí la fábula de<br />

Júpiter tonante y adulterante? Cierto es que no pudo hacer ambas cosas; mas fingióse así para<br />

autorizar la imitación de un verdadero adulterio con el engaño de un falso trueno. Con todo,<br />

¿quién es de los maestros que llevan pénula el que oye con oído sobrio al hombre de su misma<br />

profesión que clama y dice: "Fingía estas cosas Homero y trasladaba las cosas humanas a los<br />

dioses, pero yo más quisiera que hubiera pasado las divinas a nosotros"? 30 Aunque más<br />

verdadero sería decir que fingió estas cosas aquél, atribuyendo las divinas a hombres<br />

corrompidos, para que los vicios no fuesen tenidos por vicios y cualquiera que los cometiese<br />

pareciese que imitaba a dioses celestiales, no a hombres perdidos.<br />

26. Y, sin embargo, ¡oh río infernal!, en ti son arrojados los hijos de los hombres juntamente con<br />

los honorarios que pagan por. aprender tales cosas. Y se tiene por cosa grande poder hacer esto<br />

públicamente en el foro al amparo de las leyes, que determinan, a más de los honorarios, los<br />

salarios que se les han de dar. Y golpeas tus cantos y gritas diciendo: "Aquí se aprenden las<br />

palabras; aquí se adquiere la elocuencia, sumamente necesaria para explicar las sentencias y<br />

persuadir las cosas". Como si no pudiéramos aprender estas palabras: lluvia, dorado, regazo,<br />

templo, celeste y otras más que se hallan escritas en dicho lugar, si Terencio no nos introdujese a<br />

un joven perdido que se propone a Júpiter como modelo de estupro, al contemplar una pintura<br />

mural "en la que se representaba al mismo Júpiter en el momento en que, según dicen, envió una<br />

lluvia de oro sobre el regazo de Dánae, engañando con semejante truco a la pobre mujer" 31 .<br />

Y ved cómo se excitaba a la lujuria a vista de tan celestial maestro:<br />

-¡Y qué dios!-dice.<br />

-¡Nada menos que el que hace retumbar la bóveda del cielo con enorme trueno!<br />

-Y yo, hombrecillo, ¿no iba a hacer esto? -Hícelo, sí, y con mucho gusto.<br />

De ningún modo, de ningún modo con semejante torpeza se aprenden mejor aquellas palabras,<br />

sino que con tales palabras se perpetra más atrevidamente semejante torpeza. No condeno yo las<br />

palabras, que son como vasos selectos y preciosos, sino el vino del error que maestros ebrios nos<br />

propinaban en ellos, y del que si no bebíamos éramos azotados, sin que se nos permitiese apelar a<br />

otro juez sobrio.<br />

Y, no obstante, Dios mío, en cuya presencia ya no ofrece peligro este mi recuerdo, confieso que<br />

aprendí estas cosas con gusto y en ellas me deleité, miserable, siendo por esto llamado "niño de<br />

grandes esperanzas".<br />

CAPITULO XVII<br />

27. Permíteme, Señor, que diga también algo de mi ingenio, don tuyo, y de los delirios en que lo<br />

empleaba. Proponíaseme como asunto-cosa muy inquietante para mi alma, así por el premio de la<br />

alabanza o deshonra como por el temor a los azotes que dijese las palabras de Juno, airada y<br />

dolorida por no poder "alejar de Italia al rey de los teucros" 32 , que jamás había oído yo que Juno<br />

las dijera. Pero se nos obligaba a seguir los pasos errados de las ficciones poéticas y a decir algo<br />

en prosa de lo que el poeta había dicho en verso, diciéndolo más elogiosamente aquel que,<br />

conforme a la dignidad de la persona representada, sabía pintar con más viveza y similitud y<br />

revestir con palabras más apropiadas los afectos de ira o dolor de aquélla.<br />

9


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Mas de qué me servía, ¡oh vida verdadera, Dios mío!, ¿de qué me servía que yo fuera aplaudido<br />

más que todos mis coetáneos y condiscípulos? ¿No era todo aquello humo y viento? ¿Acaso no<br />

había otra cosa en que ejercitar mi ingenio y mi lengua? Tus alabanzas, Señor, tus alabanzas,<br />

contenidas en tus <strong>Escritura</strong>s, debieran haber suspendido el pámpano de mi corazón, y no hubiera<br />

sido arrebatado por la vanidad de unas bagatelas, víctima de las aves. Porque no es de un solo<br />

modo como se sacrifica a los ángeles transgresores.<br />

CAPITULO XVIII<br />

28. Pero ¿qué milagro que yo me dejara arrastrar de las vanidades y me alejara de ti, Dios mío,<br />

cuando me proponían como modelos que imitar a unos hombres que si, al contar alguna de sus<br />

acciones no malas, eran notados de algún barbarismo o solecismo, se llenaban de confusión, y, en<br />

cambio, cuando eran alabados por referir con palabras castizas y apropiadas, de modo elocuente y<br />

elegante, sus deshonestidades, se hinchaban de vanidad? "<br />

Tú ves, Señor, estas cosas y callas longánime, y lleno de misericordia, y veraz 33 . Pero ¿callarás<br />

para siempre? Pues saca ahora de este espantoso abismo al alma que te busca, y tiene sed de tus<br />

deleites, y te dice de corazón: Busqué, Señor, tu rostro; tu rostro, Señor, buscaré 34 , pues lejos<br />

está de tu rostro quien anda en afecto tenebroso, porque no es con los pies del cuerpo ni<br />

recorriendo distancias como nos acercamos o alejamos de ti. ¿Acaso aquel tu hijo menor buscó<br />

caballos, o carros, o naves, o voló con alas visibles, o hubo de mover las tabas para irse a aquella<br />

región lejana donde disipó lo que le habías dado, oh padre dulce en dárselo y más dulce aún en<br />

recibirle andrajoso? Así, pues, estar en afecto libidinoso es lo mismo que estarlo en tenebroso y<br />

lo mismo que estar lejos de tu rostro.<br />

29. Mira, Señor, Dios mío, y mira paciente, como sueles mirar, de qué modo guardan diligencias<br />

los hijos de los hombres los pactos sobre las letras y las sílabas recibidos de los primeros<br />

hablistas y, en cambio, descuidan los pactos eternos de salud perpetua recibidos de ti; de tal modo<br />

que si alguno de los que saben o enseñan las reglas antiguas sobre los sonidos pronunciase,<br />

contra las leyes gramaticales, la palabra homo sin aspirar la primera letra, desagradaría más a los<br />

hombres que si, contra tus preceptos, odiase a otro hombre siendo hombre.<br />

¡Como si el hombre pudiese tener enemigo más pernicioso que el mismo odio con que se irrita<br />

contra él o pudiera causar a otro mayor estrago persiguiéndole que el que causa a su corazón<br />

odiando! Y ciertamente que no nos es tan interior la ciencia de las letras como la conciencia que<br />

manda no hacer a otro lo que uno no quiere sufrir 35 .<br />

¡Oh, cuán secreto eres tú!, que, habitando silencioso en los cielos, Dios sólo grande, esparces<br />

infatigable, conforme a- ley, cegueras vengadoras sobre las concupiscencias ilícitas, cuando el<br />

hombre, anheloso de fama de elocuente, persiguiendo a su enemigo con odio feroz ante un juez<br />

rodeado de gran multitud de hombres, se guarda muchísimo de que por un lapsus linguae no se le<br />

escape un inter hominibus y no se le da nada de que con el furor de su odio le quite de entre los<br />

hombres (ex hominibus).<br />

CAPITULO XIX<br />

30. En el umbral de tales costumbres yacía yo, miserable, de niño, siendo ésta la palestra arenaria<br />

en que yo me ejercitaba, y en la que temía más cometer un barbarismo que cuidaba de no<br />

envidiar, si lo cometía, a aquellos que lo habían evitado.<br />

Estas cosas, Dios mío, te digo y confieso, en las cuales era alabado de aquellos a quienes agradar<br />

era entonces para mí vivir honestamente, porque no veía yo el abismo de torpeza en que me había<br />

arrojado lejos de tus ojos 36 . Y aun entre ellos, ¿quién más deforme que yo, que, con ser tales,<br />

todavía les desagradaba, engañando con infinidad de mentiras a mis ayos, maestros y padres por<br />

amor del juego y por el deseo de ver espectáculos frívolos e imitarlos con juguetona inquietud?<br />

10


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

También hacía algunos hurtos de la despensa de mis padres y de la mesa, ya provocado por la<br />

gula, ya también por tener que dar a los niños que me vendían el gusto de jugar conmigo, aun<br />

cuando ellos se divirtiesen igualmente que yo. En el juego andaba frecuentemente a caza de<br />

victorias fraudulentas, vencido del vano deseo de sobresalir. Sin embargo, ¿qué cosa había que yo<br />

quisiera menos sufrir y que yo reprendiese más atrozmente en otros, si lo descubría, que aquello<br />

mismo que yo les hacía a los demás? Más aún: si por casualidad era yo cogido en la trampa y me<br />

lo echaban en cara, poníame furioso antes que ceder. ¿Y es ésta la inocencia infantil? No, Señor,<br />

no lo es, te lo confieso, Dios mío. Porque estas mismas cosas que se hacen con los ayos y<br />

maestros por causa de las nueces, pelotas y pajarillos, se hacen cuando se llega a la mayor edad<br />

con los prefectos y reyes por causa del dinero, de las fincas y siervos, del mismo modo que a las<br />

férulas se suceden suplicios mayores.<br />

Luego cuando tú, Rey nuestro, dijiste: De tales es el reino de los cielos 37 , quisiste, sin duda<br />

darnos en la pequeñez de su estatura un símbolo de humildad.<br />

31. Con todo, Señor, gracias te sean dadas a ti, excelentísimo y óptimo creador y gobernador del<br />

universo, Dios nuestro, aunque te hubieses contentado con hacerme sólo niño. Porque, aun<br />

entonces, era, vivía, sentía y tenía cuidado de mi integridad, vestigio de tu secretísima unidad, por<br />

la cual era.<br />

Guardaba también con el sentido interior la integridad de los otros mis sentidos y me deleitaba<br />

con la verdad en los pequeños pensamientos que sobre cosas pequeñas formaba. No quería me<br />

engañasen, tenía buena memoria y me iba instruyendo con la conversación. Deleitábame la<br />

amistad, huía del dolor, abyección e ignorancia. ¿Qué hay en un viviente como éste que no sea<br />

digno de admiración y alabanza? Pues todas estas cosas son dones de mi Dios, que yo no me los<br />

he dado a mí mismo. Y todos son buenos y todos ellos soy yo.<br />

Bueno es el que me hizo y aun él es mi bien; a él quiero ensalzar por todos estos bienes que<br />

integraban mi ser de niño. En lo que pecaba yo entonces era en buscar en mí mismo y en las<br />

demás criaturas, no en él, los deleites, grandezas y verdades, por lo que caía luego en dolores,<br />

confusiones y errores.<br />

Gracias a ti, dulzura mía, gloria mía, esperanza mía y Dios mío, gracias a ti por tus dones; pero<br />

guárdamelos tú para mí. Así me guardarás también a mí y se aumentarán y perfeccionarán los que<br />

me diste, y yo seré contigo, porque tú me diste que existiera.<br />

LIBRO SEGUNDO<br />

CAPITULO I<br />

1. Quiero recordar mis pasadas fealdades y las carnales inmundicias de mi alma, no porque las<br />

ame, sino por amarte a ti. Dios mío. Por amor de tu amor hago esto, recorriendo con la memoria,<br />

llena de amargura, aquellos mis caminos perversísimos, para que tú me seas dulce, dulzura sin<br />

engaño, dichosa y eterna dulzura, y me recojas de la dispersión en que anduve dividido en partes<br />

cuando, apartado de ti, uno, me desvanecí en muchas cosas.<br />

Porque hubo un tiempo de mi adolescencia en que ardí en deseos de hartarme de las cosas más<br />

bajas, y osé ensilvecerme con varios y sombríos amores, y se marchitó mi hermosura, y me volví<br />

podredumbre ante tus ojos por agradarme a mí y desear agradar a los ojos de los hombres.<br />

CAPITULO II<br />

2. ¿Y qué era lo que me deleitaba, sino amar y ser amado? Pero no guardaba modo en ello, yendo<br />

de alma a alma, como señalan los términos luminosos de la amistad, sino que del fango de mi<br />

concupiscencia carnal y del manantial de la pubertad se levantaban como unas nieblas que<br />

11


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

obscurecían y ofuscaban mi corazón hasta no discernir la serenidad de la dirección de la<br />

tenebrosidad de la libídine. Uno y otro abrasaban y arrastraban mi flaca edad por lo abrupto de<br />

mis apetitos y me sumergían en un mar de torpezas. Tu ira había arreciado sobre mí y yo no lo<br />

sabía. Me había hecho sordo con el ruido de la cadena de mi mortalidad, justo castigo de la<br />

soberbia de mi alma, y me iba alejando cada vez más de ti, y tú lo consentías; y me agitaba, y<br />

derramaba, y esparcía, y hervía con mis fornicaciones y tú callabas, ¡oh tardo gozo mío!; tú<br />

callabas entonces, y yo me iba cada vez más lejos de ti tras muchísimas semillas estériles de<br />

dolores con una soberbia abyección y una inquieta laxitud.<br />

3. ¡Oh, quién hubiera regulado aquella mi miseria, y convertido en uso recto las fugaces<br />

hermosuras de las criaturas inferiores, y puesto límites a sus suavidades, a fin de que las olas de<br />

aquella mi edad rompiesen en la playa conyugal, si es que no podía haber paz en ellas,<br />

conteniéndose dentro de los límites de lo matrimonial, como prescribe tu ley, Señor, tú que<br />

formas el germen transmisor de nuestra vida mortal y con mano suave puedes templar la dureza<br />

de las espinas, que quisiste estuviesen excluidas de tu paraíso! Porque no está lejos de nosotros tu<br />

omnipotencia, aun cuando nosotros estemos lejos de ti.<br />

Al menos debiera haber atendido con más diligencia al sonido de tus nubes: Igualmente<br />

padecerán las tribulaciones de la carne; mas yo os perdono, y Bueno es al hombre no tocar a<br />

mujer, y El que está sin mujer piensa en las cosas de Dios y en cómo le ha de agradar; pero el<br />

que está ligado con el matrimonio piensa en las cosas del mundo y en cómo ha de agradar a la<br />

mujer 1 . Estas voces son las que yo debiera haber escuchado atentamente, y mútilo por el reino de<br />

Dios 2 hubiera suspirado más feliz por tus abrazos.<br />

4. Mas yo, miserable, pospuesto tú, me convertí en un hervidero, siguiendo el ímpetu de mi<br />

pasión, y transpasé todos tus preceptos, aunque no evadí tus castigos; y ¿quién lo logró de los<br />

mortales? Porque tú siempre estabas a mi lado, ensañándote misericordiosamente conmigo y<br />

rociando con amarguísimas contrariedades todos mis goces ilícitos para que buscara así el gozo<br />

sin pesadumbre y, cuando yo lo hallara, en modo alguno fuese fuera de ti, Señor; fuera de ti, que<br />

finges dolor en mandar 3 , y hieres para sanar, y nos das muerte para que no muramos sin ti.<br />

Pero ¿dónde estaba yo? ¡Oh, y qué lejos, desterrado de las delicias de tu casa en aquel año<br />

decimosexto de mi edad carnal, cuando empuñó su cetro sobre mí, y yo me rendí totalmente a<br />

ella, la furia de la libídine, permitida por la desvergüenza humana, pero ilícita según tus leyes!<br />

Ni aun los míos se cuidaron de recogerme en el matrimonio al verme caer en ella; su cuidado fue<br />

solo de que aprendiera a componer discursos magníficos y a persuadir con la palabra.<br />

CAPITULO III<br />

5. En este mismo año se hubieron de interrumpir mis estudios de regreso de Madaura, ciudad<br />

vecina, a la que había ido a estudiar literatura y oratoria, en tanto que se hacían los preparativos<br />

necesarios para el viaje más largo a Cartago, más por animosa resolución de mi padre que por la<br />

abundancia de sus bienes, pues era un muy modesto munícipe de Tagaste.<br />

Pero ¿a quién cuento yo esto? No ciertamente a ti, Dios mío, sino en tu presencia cuento estas<br />

cosas a los de mi linaje, el género humano, cualquiera que sea la partecilla de él que pueda<br />

tropezar con este mi escrito. ¿Y para qué esto? Para que yo y quien lo leyere pensemos de qué<br />

abismo tan profundo hemos de clamar a ti. ¿Y qué cosa más cerca de tus oídos que el corazón<br />

que te confiesa y la vida que procede de la fe?<br />

¿Quién había entonces que no colmase de alabanza a mi padre, quien, yendo más allá de sus<br />

haberes familiares, gastaba con el hijo cuanto era necesario para un tan largo viaje por razón de<br />

sus estudios? Porque muchos ciudadanos, y mucho más ricos que él, no se tomaban por sus hijos<br />

semejante empeño.<br />

12


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Sin embargo, este mismo padre nada se cuidaba entre tanto de que yo creciera ante ti o fuera<br />

casto, sino únicamente de que fuera diserto, aunque mejor dijera desierto, por carecer de tu<br />

cultivo, ¡oh Dios!, único, verdadero y buen Señor de tu campo, mi corazón.<br />

6. Pero en aquel decimosexto año se hubo de imponer un descanso por la falta de recursos<br />

familiares y, libre de escuela, hube de vivir con mis padres. Eleváronse entonces sobre mi cabeza<br />

las zarzas de mis lascivias, sin que hubiera mano que me las arrancara. Al contrario, cuando<br />

cierto día me vio pubescente mi padre en el baño y revestido de inquieta adolescencia, como si se<br />

gozara ya pensando en los nietos, fuese a contárselo alegre a mi madre; alegre por la embriaguez<br />

con que este mundo se olvida de ti, su criador, y ama en tu lugar a la criatura, y que nace del vino<br />

invisible de su perversa y mal inclinada voluntad a las cosas de abajo.<br />

Mas para este tiempo habías empezado ya a levantar en el corazón de mi madre tu templo y el<br />

principio de tu morada santa, pues mi padre no era más que catecúmeno, y esto de hacía poco. De<br />

aquí el sobresaltarse ella con un santo temor y temblor, pues, aunque yo no era todavía cristiano,<br />

temió que siguiese las torcidas sendas por donde andan los que te vuelven la espalda y no el<br />

rostro 4 .<br />

7. ¡Ay de mí! ¿Y me atrevo a decir que callabas cuando me iba alejando de ti? ¿Es verdad que tú<br />

callabas entonces conmigo? ¿Y de quién eran, sino de ti, aquellas palabras que por medio de mi<br />

madre, tu creyente, cantaste en mis oídos, aunque ninguna de ellas penetró en mi corazón para<br />

ponerlas por obra?<br />

Quería ella-y recuerdo que me lo amonestó en secreto con grandísima solicitud -que no fornicase<br />

y, sobre todo, que no adulterase con la mujer de nadie. Pero estas reconvenciones parecíanme<br />

mujeriles, a las que me hubiera avergonzado obedecer. Mas en realidad tuyas eran, aunque yo no<br />

lo sabía, y por eso creía que tú callabas y que era ella la que me hablaba, siendo tú despreciado<br />

por mí en ella, por mí, su hijo, hijo de tu sierva y siervo tuyo, que no cesabas de hablarme por su<br />

medio.<br />

Pero yo no lo sabía, y me precipitaba con tanta ceguera que me avergonzaba entre mis coetáneos<br />

de ser menos desvergonzado que ellos cuando les oía jactarse de sus maldades y gloriarse tanto<br />

más cuanto más torpes eran, agradando hacerlas no sólo por el deleite de las mismas, sino<br />

también por ser alabado. ¿Qué cosa hay más digna de vituperio que el vicio? Y, sin embargo, por<br />

no ser vituperado me hacía más vicioso, y cuando no había hecho nada que me igualase ton los<br />

más perdidos, fingía haber hecho lo que no había hecho, para no parecer tanto más abyecto<br />

cuanto más inocente y tanto más vil cuanto más casto.<br />

8. He aquí con qué compañeros recorría yo las plazas de Babilonia y me revolcaba en su cieno,<br />

como en cinamomo y ungüentos preciosos. Y en medio de él, para que me adhiriese más<br />

tenazmente, pisoteábame el enemigo invisible y me seducía, por ser yo fácil de seducir.<br />

Ni aun mi madre carnal, que había comenzado a huir ya de en medio de Babilonia 5 , pero que en<br />

lo demás iba despacio, cuidó-como antes lo había hecho aconsejándome la pureza-de contener<br />

con los lazos del matrimonio aquello que había oído a su marido de mí-y que ya veía me era<br />

pestilencial y en adelante me había de ser más peligroso-, si es que no se podía cortar por lo sano.<br />

No cuidó de esto, digo, porque tenía miedo de que con el vínculo matrimonial se frustrase la<br />

esperanza que sobre mí tenía; no la esperanza de la vida futura, que mi madre tenía puesta en ti,<br />

sino la esperanza de las letras, que ambos a dos, padre y madre, deseaban ardientemente; el<br />

padre, porque no pensaba casi nada de ti y sí muchas cosas vanas sobre mí; la madre, porque<br />

consideraba que aquellos acostumbrados estudios de la ciencia no sólo no me habían de ser<br />

estorbo, sino de no poca ayuda para alcanzarte a ti. Así lo conjeturo yo ahora al recordar, en<br />

cuanto me es posible, las costumbres de mis padres.<br />

13


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Por esta razón me aflojaban también las riendas para el juego más de lo que permite una<br />

moderada severidad, dejándome ir tras la disolución de mis varios afectos, en todos los cuales<br />

había una obscuridad que me interceptaba, ¡oh Dios mío!, la claridad de tu verdad, y como de mi<br />

grosura, brotaba mi iniquidad 6 .<br />

CAPITULO IV<br />

9. Ciertamente, Señor, que tu ley castiga el hurto, ley de tal modo escrita en el corazón de los<br />

hombres, que ni la misma iniquidad puede borrar. ¿Qué ladrón hay que sufra con paciencia a otro<br />

ladrón? Ni aun el rico tolera esto al forzado por la indigencia. También yo quise cometer un hurto<br />

y lo cometí, no forzado por la necesidad, sino por penuria y fastidio de justicia y abundancia de<br />

iniquidad, pues robé aquello que tenía en abundancia y mucho mejor. Ni era el gozar de aquello<br />

lo que yo apetecía en el hurto, sino el mismo hurto y pecado.<br />

Había un peral en las inmediaciones de nuestra viña cargado de peras, que ni por el aspecto ni por<br />

el sabor tenían nada de tentadoras. A hora intempestiva de la noche -pues hasta entonces<br />

habíamos estado jugando en las eras, según nuestra mala costumbre- nos encaminamos a él, con<br />

ánimo de sacudirle y vendimiarle, unos cuantos jóvenes pésimos. Y llevamos de él grandes<br />

cargas, no para regalarnos, sino más bien para tener que echárselas a los puercos, aunque algunas<br />

comimos, siendo nuestro deleite hacer aquello que nos placía por el hecho mismo de que nos<br />

estaba prohibido.<br />

He aquí, Señor, mi corazón; he aquí mi corazón, del cual tuviste misericordia cuando estaba en lo<br />

profundo del abismo. Que este mi corazón te diga qué era lo que allí buscaba para ser malo de<br />

balde y que mi maldad no tuviese más causa que la maldad. Fea era, y yo la amé; amé el perecer,<br />

amé mi defecto, no aquello por lo que faltaba, sino mi mismo defecto. Torpe alma mía, que<br />

saltando fuera de tu base ibas al exterminio, no buscando algo en la ignominia, sino la ignominia<br />

misma.<br />

CAPITULO V<br />

10. Todos los cuerpos que son hermosos, como el oro, la plata y todos los demás, tienen, en<br />

efecto, su aspecto grato. En el tacto carnal interviene por mucho la congruencia de las partes, y<br />

cada uno de los demás sentidos percibe en los cuerpos cierta modalidad propia. También el honor<br />

temporal y el poder mandar y dominar tiene su atractivo, de donde nace la avidez de venganza.<br />

Sin embargo, para conseguir todas estas cosas no es necesario abandonarte a ti, ni desviarse un<br />

ápice de tu ley. También la vida que aquí vivimos tiene sus encantos, por cierta manera suya de<br />

belleza y por la correspondencia que tiene con las inferiores. Cara es, finalmente, la amistad de<br />

los hombres por la unión que hace de muchas almas con el dulce nudo del amor.<br />

Por todas estas cosas y otras semejantes se peca cuando por una inclinación inmoderada a ellasno<br />

obstante que sean bienes ínfimos-son abandonados los mejores y sumos, como eres tú, Señor,<br />

Dios nuestro; tu <strong>Verdad</strong> y tu Ley.<br />

Cierto que también estos bienes ínfimos tienen sus deleites, pero no como los de Dios, hacedor de<br />

todas las cosas, porque en él se deleita el justo y hallan sus delicias los rectos de corazón 7 .<br />

11. Esta es la razón por que cuando se inquiere la causa de un crimen no descansa uno hasta<br />

haber averiguado qué apetito de los bienes que hemos dicho ínfimos o qué temor de perderlos<br />

pudo moverle a cometerlo. Hermosos son, sin duda, y apetecibles, aunque comparados con los<br />

bienes superiores y beatíficos son viles y despreciables. Uno comete un homicidio; ¿por qué<br />

habrá sido? Porque amó la esposa del muerto o su finca, o porque quiso robar para tener con qué<br />

vivir, o temió sufrir de él otro tanto, o bien, herido, ardió en deseos de venganza. ¿Acaso hubiera<br />

cometido el crimen sin motivo, por sólo el gusto de matar? ¿Quién lo podrá creer?<br />

14


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Porque aun de cierto hombre sin entrañas y excesivamente cruel, de quien se dijo que era malo y<br />

cruel de balde, se añadió, sin embargo, el motivo: "Para que la ociosidad no embotara su mano o<br />

el sentimiento" 8 .<br />

Mas si todavía indagares por qué esto es así, te diré que para con aquel ejercicio de crímenes,<br />

tomada la ciudad, consiguiese honores, poderes y riquezas y careciese del miedo a las leyes y de<br />

los apremios de la vida, causados por la escasez de su patrimonio y de la conciencia de sus<br />

crímenes. Así, pues, ni aun el mismo Catilina amaba sus crímenes, sino otra cosa, por cuyo<br />

motivo los hacía.<br />

CAPITULO VI<br />

12. ¿Pues qué fue entonces lo que yo, miserable de mí, amé en ti, oh hurto mío, oh crimen<br />

nocturno mío de mis dieciséis años? Porque no eras hermoso, siendo un hurto. Pero ¿es que eres<br />

algo para que yo hable contigo? Las hermosas eran las peras aquellas que robamos, por ser<br />

criaturas tuyas, ¡oh el más hermoso de todos, criador de todas las cosas!, Dios bueno, Dios sumo<br />

bien y verdadero bien mío: ¡hermosas eran aquellas peras! Pero no eran éstas lo que apetecía mi<br />

alma miserable. Abundancia de ellas tenía yo y mejores. Pero arranquélas del árbol por sólo el<br />

hecho de hurtar, pues apenas las cogí las tiré, gustando en ellas sólo la iniquidad, de la que me<br />

gozaba con fruición. Porque si alguna de aquéllas entró en mi boca, solo el delito la hizo sabrosa.<br />

Y ahora pregunto yo, Dios mío: ¿Qué era lo que me deleitaba en el hurto? Porque yo no<br />

encuentro ninguna hermosura en él; no digo ya como la que brilla en la justicia y prudencia, pero<br />

ni aun siquiera como la que resplandece en la inteligencia del hombre, o en la memoria y los<br />

sentidos, o en la vida vegetativa; ni como son bellos los astros hermosos en sus cursos, y la tierra,<br />

y el mar, llenos de vivientes, que nacen para sucederse unos a otros; ni siquiera como la<br />

defectuosa y umbrátil hermosura de los engañadores vicios.<br />

13. Porque la soberanía imita la celsitud, mas tú eres el único sobre todas las cosas, ¡oh Dios<br />

excelso! Y la ambición, ¿qué busca, sino honores y gloria, siendo tú el único sobre todas las<br />

cosas digno de ser honrado y glorificado eternamente? La crueldad de los tiranos quiere ser<br />

temida; pero ¿quién ha de ser temido, sino el solo Dios, a cuyo poder nadie en ningún tiempo, ni<br />

lugar, ni por ningún medio puede sustraerse ni huir? Las blanduras de los lascivos provocan al<br />

amor; pero nada hay más blando que tu caridad ni que se ame con mayor provecho que tu verdad,<br />

sobre todas las cosas hermosa y resplandeciente. La curiosidad parece afectar amor a la ciencia,<br />

siendo tú quien conoce sumamente todas las cosas. Hasta la misma ignorancia y estulticia se<br />

cubren con el nombre de sencillez e inocencia, porque no hallan nada más sencillo que tú; ¿y qué<br />

mas inocente que tú, que aun el daño que reciben los malos les viene de sus malas obras? La<br />

indolencia apetece el descanso; pero ¿qué descanso cierto hay fuera del Señor? El lujo apetece ser<br />

llamado saciedad y abundancia; mas tú solo eres la plenitud y la abundancia indeficiente de<br />

eterna suavidad. La prodigalidad vístese con capa de liberalidad; pero sólo tú eres el verdadero y<br />

liberalísimo dador de todos los bienes. La avaricia quiere poseer muchas cosas; pero tú solo las<br />

posees todas. La envidia cuestiona sobre excelencias; pero ¿qué hay más excelente que tú? La ira<br />

busca la venganza; ¿y qué venganza más justa que la tuya? El temor se espanta de las cosas<br />

repentinas e insólitas, contrarias a lo que uno ama y desea tener seguro; mas ¿qué en ti de nuevo<br />

o repentino?, ¿quién hay que te arrebate lo que amas? y ¿en dónde sino en ti se encuentra la firme<br />

seguridad? La tristeza se abate con las cosas perdidas, con que solía gozarse la codicia, y no<br />

quisiera se le quitase nada, como nada se te puede quitar a ti.<br />

14. Así es como fornica el alma: cuando es apartada de ti y busca fuera de ti lo que no puede<br />

hallar puro y sin mezcla sino cuando vuelve a ti. Perversamente te imitan todos los que se alejan<br />

y alzan contra ti. Pero aun imitándote así indican que tú eres el criador de toda criatura y, por<br />

tanto, que no hay lugar adonde se aparte uno de modo absoluto de ti.<br />

15


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Pues ¿qué fue entonces lo que yo amé en aquel hurto o en qué imité, siquiera viciosa e<br />

imperfectamente, a mi Señor? ¿Acaso fue en deleitarme obrando contra la ley engañosamente, ya<br />

que no podía por fuerza, simulando cautivo una libertad manca en hacer impunemente lo que<br />

estaba prohibido, imagen tenebrosa de tu omnipotencia?<br />

He aquí al siervo que, huyendo de su señor, consiguió la sombra 9 . ¡Oh podredumbre!. ¡Oh<br />

monstruo de la vida y abismo de la muerte! ¿Es posible que me fuera grato lo que no me era<br />

lícito, y no por otra cosa sino porque no me era lícito?<br />

CAPITULO VII<br />

15. ¿Qué daré en retorno al Señor 10 por poder recordar mi memoria todas estas cosas sin que<br />

tiemble ya mi alma por ellas? Te amaré, Señor, y te daré gracias y confesaré tu nombre por<br />

haberme perdonado tantas y tan nefandas acciones mías. A tu gracia y misericordia debo que<br />

hayas deshecho mis pecados como hielo y no haya caído en otros muchos. ¿Qué pecados<br />

realmente no pude yo cometer, yo, que amé gratuitamente el crimen?<br />

Confieso que todos me han sido ya perdonados, así los cometidos voluntariamente como los que<br />

dejé de hacer por tu favor. ¿Quién hay de los hombres que, conociendo su flaqueza, atribuya a<br />

sus fuerzas su castidad y su inocencia, para por ello amarte menos, cual si hubiera necesitado<br />

menos de tu misericordia, por la que perdonas los pecados a los que se convierten a ti?<br />

Que aquel, pues, que, llamado por ti, siguió tu voz y evitó todas estas cosas que lee de mí, y yo<br />

recuerdo y confieso, no se ría de mí por haber sido curado estando enfermo por el mismo médico<br />

que le preservó a él de caer enfermo; o más bien, de que no enfermara tanto. Antes, sí, debe<br />

amarte tanto y aún más que yo; porque el mismo que me sanó a mí de tantas y tan graves<br />

enfermedades, ése le libró a él de caer en ellas.<br />

16. Y ¿qué fruto saqué yo, miserable, de aquellas acciones que ahora recuerdo con rubor? ¿Sobre<br />

todo de aquel hurto en el que amé el hurto mismo, no otra cosa, siendo así que éste era nada,<br />

quedando yo más miserable con él? Sin embargo, es cierto que yo solo no lo hubiera hecho -a<br />

juzgar por la disposición de mi ánimo de entonces-; no, en modo alguno yo solo lo hubiera<br />

hecho. Luego amé también allí el consorcio de otros culpables que me acompañaran a cometerlo.<br />

Luego-tampoco es cierto que no amara en el hurto otra cosa que el hurto; aunque no otra cosa<br />

amé, por ser nada también éste.<br />

Pero ¿qué es realmente-y quién me lo podrá enseñar, sino el que ilumina mi corazón y discierne<br />

sus sombras-, qué es lo que me viene a la mente y deseo averiguar, discutir y meditar, ya que si<br />

entonces amara aquellas peras que robé y deseara su deleite solamente, podía haber cometido<br />

solo, si yo me hubiera bastado, aquella iniquidad por la cual llegara a aquel deleite sin necesidad<br />

de excitar la picazón de mi apetito con el roce de almas cómplices? Pero como no hallaba deleite<br />

alguno en las peras, ponía éste en el mismo pecado, siendo aquél causado por el consorcio de los<br />

que juntamente pecaban.<br />

CAPITULO IX<br />

17. Y ¿qué afecto era aquel del alma? Ciertamente muy torpe, y yo un desgraciado en temerle.<br />

Pero ¿qué era en realidad? Y ¿quién hay que entienda los pecados? 11 Era como una risa que nos<br />

retozaba en el cuerpo, nacida de ver que engañábamos a quienes no sospechaban de nosotros<br />

tales cosas y sabíamos que habían de llevarlas muy a mal.<br />

Pero ¿por qué me deleitaba no pecar solo? ¿Acaso porque nadie se ríe fácilmente cuando está<br />

solo? Nadie fácilmente, es verdad; pero también lo es que a veces tienta y vence la risa a los que<br />

están solos, sin que nadie los vea, cuando se ofrece a los sentidos o al alma alguna cosa<br />

extraordinariamente ridícula. Porque la verdad es que yo solo no hubiera hecho nunca aquello,<br />

no; yo solo jamás lo hubiera hecho. Vivo tengo delante de ti, Dios mío, el recuerdo de aquel<br />

estado de mi alma, y repito que yo solo no hubiera cometido aquel hurto, en el que no me<br />

16


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

deleitaba lo que robaba, sino porque robaba; lo que solo tampoco me hubiera agradado en modo<br />

alguno, ni yo lo hubiera hecho.<br />

¡Oh amistad enemiga en demasía, seducción inescrutable del alma, ganas de hacer mal por<br />

pasatiempo y juego, apetito del daño ajeno sin provecho alguno propio y sin pasión de vengarse!<br />

Pero basta que se diga: "Vamos. Hagamos", para que se sienta vergüenza de no ser<br />

desvergonzado.<br />

CAPITULO X<br />

18. ¿Quién deshará este nudo tortuosísimo y enredadísimo? Feo es; no quiero volver los ojos a él,<br />

no quiero ni verle. Sólo a ti quiero, justicia e inocencia bella y graciosa a los ojos puros, y con<br />

insaciable saciedad. Sólo en ti se halla el descanso supremo y la vida sin perturbación. Quien<br />

entra en ti entra en el gozo de su Señor 12 y no temerá y se hallará sumamente bien en el sumo<br />

bien. Yo me alejé de ti y anduve errante, Dios mío, muy fuera del camino de tu estabilidad allá en<br />

mi adolescencia y llegué a ser para mí región de esterilidad.<br />

LIBRO TERCERO<br />

CAPITULO I<br />

1. Llegué a Cartago, y por todas partes crepitaba en torno mío un hervidero de amores impuros.<br />

Todavía no amaba, pero amaba el amar y con secreta indigencia me odiaba a mí mismo por<br />

verme menos indigente. Buscaba qué amar amando el amar y odiaba la seguridad y la senda sin<br />

peligros, porque tenía dentro de mí hambre del interior alimento, de ti mismo, ¡oh Dios mío!,<br />

aunque esta hambre no la sentía yo tal; antes estaba sin apetito alguno de los manjares<br />

incorruptibles, no porque estuviera lleno de ellos, sino porque, cuanto más vacío, tanto más<br />

hastiado me sentía.<br />

Y por eso no se hallaba bien mi alma, y, llagada, se arrojaba fuera de sí, ávida de restregarse<br />

miserablemente con el contacto de las cosas sensibles, las cuales, si no tuvieran alma, no serían<br />

ciertamente amadas.<br />

Amar y ser amado era la cosa más dulce para mí, sobre todo si podía gozar del cuerpo del<br />

amante. De este modo manchaba la vena de la amistad con las inmundicias de la concupiscencia<br />

y obscurecía su candor con los vapores tartáreos de la lujuria. Y con ser tan torpe y deshonesto,<br />

deseaba con afán, rebosante de vanidad, pasar por elegante y cortés.<br />

Caí también en el amor en que deseaba ser cogido. Pero, ¡oh Dios mío, misericordia mía, con<br />

cuánta hiel no rociaste aquella mi suavidad y cuán bueno fuiste en ello! Porque al fin fui amado,<br />

y llegué secretamente al vínculo del placer, y me dejé atar alegre con ligaduras trabajosas, para<br />

ser luego azotado con las varas candentes de hierro de los celos, sospechas, temores, iras y<br />

contiendas.<br />

CAPITULO II<br />

2. Arrebatábanme los espectáculos teatrales, llenos de imágenes de mis miserias y de incentivos<br />

del fuego de mi pasión. Pero ¿qué será que el hombre quiera en ellos sentir dolor cuando<br />

contempla cosas tristes y trágicas que en modo alguno quisiera padecer? Con todo, quiere el<br />

espectador sentir dolor con ellas, y aun este dolor es su deleite. ¿Qué es esto sino una<br />

incomprensible locura? Porque tanto más se conmueve uno con ellas cuanto menos libre se está<br />

de semejantes afectos, bien que cuando uno las padece se llamen miserias, y cuando se<br />

compadecen en otros, misericordia.<br />

Pero ¿qué misericordia puede darse en cosas fingidas y escénicas? Porque allí no se provoca al<br />

espectador a que socorra a alguien, sino que se le invita a condolerse solamente, favoreciendo<br />

17


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

tanto más al autor de aquellas ficciones cuanto es mayor el sentimiento que siente con ellas. De<br />

donde nace que si tales desgracias humanas -sean tomadas de las historias antiguas, sean<br />

fingidas- se representan de forma que no causen dolor al espectador, márchase éste de allí<br />

aburrido y murmurando; pero si, al contrario, siente dolor en ellas, permanece atento y contento.<br />

3. Luego ¿se aman las lágrimas y el dolor? Ciertamente que todo hombre quiere gozar; mas no<br />

agradando a nadie ser miserable, y siendo grato a todos ser misericordioso; y no pudiendo ser<br />

esto sin sentir dolor, ¿no será ésta la causa verdadera por que se amen los dolores?<br />

También esto viene de la vena de la amistad; pero ¿adónde va? ¿Hacia qué parte fluye? ¿Por qué<br />

corre el torrente de la pez hirviendo, a los ardores horribles de negras liviandades, en las que<br />

aquélla se muda y vuelve por voluntad propia, alejada y privada de su celestial serenidad?<br />

Luego ¿habrá que rechazar la compasión? De ningún modo. Preciso será, pues, que alguna vez se<br />

amen los dolores; mas guárdate en ello de la impureza, alma mía, bajo la tutela de mi Dios, el<br />

Dios de nuestros padres, alabado y ensalzado por todos los siglos 1 ; guárdate de la impureza,<br />

porque ni aun al presente me hallo exento de tal compasión. Pero entonces complacíame en los<br />

teatros con los amantes cuando ellos se gozaban en sus torpezas-aun cuando éstas se ejecutasen<br />

sólo imaginariamente en juego escénico-. Y así, cuando alguno de ellos se perdía, contristábame<br />

cuasi misericordioso, y lo uno y lo otro me deleitaba.<br />

Pero ahora tengo más compasión del que se goza en sus pecados que del que padece recias cosas<br />

por la carencia de un pernicioso deleite o la pérdida de una mísera felicidad. Esta misericordia es<br />

ciertamente más verdadera, pero, en ella el dolor no causa deleite. Porque si bien es cierto que<br />

merece aprobación quien por razón de caridad se compadece del miserable, sin embargo, quien es<br />

verdaderamente compasivo quisiera más que no hubiera de qué dolerse. Porque así como no es<br />

posible que exista una benevolencia malévola, tampoco lo es que haya alguien verdadera y<br />

sinceramente misericordioso que desee haya miserables para tener de quien compadecerse.<br />

Hay, pues, algún dolor que merece aprobación, ninguno que merezca ser amado. Por eso tú, Dios<br />

mío, que amas las almas mucho más copiosa y elevadamente que nosotros, te compadeces de<br />

ellas de modo mucho más puro, por no sentir ningún dolor. Pero ¿quién será capaz de llegar a<br />

esto?<br />

4. Mas yo, desventurado, amaba entonces el dolor y buscaba motivos de tenerle cuando en<br />

aquellas desgracias ajenas, falsas y mímicas, me agradaba tanto más la acción del histrión y me<br />

tenía tanto más suspenso cuanto me hacía derramar más copiosas lágrimas.<br />

Pero ¿qué maravilla era que yo, infeliz ovejuela descarriada de tu rebaño por no sufrir tu guarda,<br />

estuviera plagado de roña asquerosa? De aquí nacían, sin duda, los deseos de aquellos<br />

sentimientos de dolor, que, sin embargo, no quería que me penetrasen muy adentro, porque no<br />

deseaba padecer cosas como las representadas, sino que aquéllas, oídas o fingidas, como que me<br />

rascasen por encima; mas, semejantemente a los que se rascan con las uñas, solía terminar<br />

produciéndome un tumor abrasador y una horrible postema y podredumbre.<br />

Tal era mi vida. Pero ¿era ésta vida, Dios mío?<br />

CAPITULO III<br />

5. Entre tanto, tu misericordia fiel circunvolaba sobre mí a lo lejos. Mas ¡en cuántas iniquidades<br />

no me consumí, Dios mío, llevado de cierta curiosidad sacrílega, que, apartándome de ti, me<br />

conducía a los más bajos, desleales y engañosos obsequios a los demonios, a quienes sacrificaba<br />

mis malas obras, siendo en todas castigado con duro azote por ti!<br />

Tuve también la osadía de apetecer ardientemente y negociar el modo de procurarme frutos de<br />

muerte en la celebración de una de tus solemnidades y dentro de los muros de tu iglesia. Por ello<br />

me azotaste con duras penas, aunque comparadas con mi culpa no eran nada, ¡oh tú, grandísima<br />

misericordia mía, Dios mío y refugio mío contra "los terribles malhechores", con quienes vagué<br />

18


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

con el cuello erguido, alejándome cada vez más de ti, amando mis caminos y no los tuyos,<br />

amando una libertad fugitiva!<br />

6. Tenían aquellos estudios que se llaman honestos o nobles por blanco y objetivo las contiendas<br />

del foro y hacer sobresalir en ellas tanto más laudablemente cuanto más engañosamente. ¡Tanta<br />

es la ceguera de los hombres, que hasta de su misma ceguera se glorían!<br />

Y ya había llegado a ser "el mayor" de la escuela de retórica y gozábame de ello soberbiamente y<br />

me hinchaban de orgullo. Con todo, tú sabes, Señor, que era mucho más pacato que los demás y<br />

totalmente ajeno a las calaveradas de los eversores -nombre siniestro y diabólico que ha logrado<br />

convertirse en distintivo de urbanidad-, y entre los cuales vivía con impudente pudor por no ser<br />

uno de tantos. Es verdad que andaba con ellos y me gozaba a veces con sus amistades, pero<br />

siempre aborrecí sus hechos, esto es, las calaveradas con que impudentemente sorprendían y<br />

ridiculizaban la candidez de los novatos, sin otro fin que el de tener el gusto de burlarles y<br />

apacentar a costa ajena sus malévolas alegrías. Nada hay más parecido que este hecho a los<br />

hechos de los demonios, por lo que ningún nombre les cuadra mejor que el de eversores o<br />

perversores, por ser ellos antes trastornados y pervertidos totalmente por los espíritus malignos,<br />

que así los burlan y engañan, sin saberlo, en aquello mismo en que desean reírse y engañar a los<br />

demás.<br />

CAPITULO IV<br />

7. Entre estos tales estudiaba yo entonces, en tan flaca edad, los libros de la elocuencia, en la que<br />

deseaba sobresalir con el fin condenable y vano de satisfacer la vanidad humana. Mas, siguiendo<br />

el orden usado en la enseñanza de tales estudios, llegué a un libro de un cierto Cicerón, cuyo<br />

lenguaje casi todos admiran, aunque no así su fondo. Este libro contiene una exhortación suya a<br />

la filosofía, y se llama el Hortensio. Semejante libro cambió mis afectos y mudó hacia ti, Señor,<br />

mis súplicas e hizo que mis votos y deseos fueran otros. De repente apareció a mis ojos vil toda<br />

esperanza vana, y con increíble ardor de mi corazón suspiraba por la inmortalidad de la sabiduría,<br />

y comencé a levantarme para volver a ti. Porque no era para pulir el estilo -que es lo que parecía<br />

debía comprar yo con los dineros maternos en aquella edad de mis diecinueve años, haciendo dos<br />

que había muerto mi padre-; no era, repito, para pulir el estilo para lo que yo empleaba la lectura<br />

de aquel libro, ni era la elocución lo que a ella me incitaba, sino lo que decía.<br />

8. ¡Cómo ardía, Dios mío, cómo ardía en deseos de remontar el vuelo de las cosas terrenas hacia<br />

ti, sin que yo supiera lo que entonces tú obrabas en mí! Porque en ti está la sabiduría 2 . Y el<br />

amor a la sabiduría tiene un nombre en griego, que se dice filosofía, al cual me encendían<br />

aquellas páginas. No han faltado quienes han engañado sirviéndose de la filosofía, coloreando y<br />

encubriendo sus errores con nombre tan grande, tan dulce y honesto. Mas casi todos los que en su<br />

tiempo y en épocas anteriores hicieron tal están notados y descubiertos en dicho libro. También<br />

se pone allí de manifiesto aquel saludable aviso de tu Espíritu, dado por medio de tu siervo bueno<br />

y pío [Pablo]: Ved que no os engañe nadie con vanas filosofías y argucias seductoras, según la<br />

tradición de los hombres, según la tradición de los elementos de este mundo y no según Cristo,<br />

porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad 3 .<br />

Mas entonces -tú lo sabes bien, luz de mi corazón-, como aún no conocía yo el consejo de tu<br />

Apóstol, sólo me deleitaba en aquella exhortación el que me excitaba, encendía e inflamaba con<br />

su palabra a amar, buscar, lograr, retener y abrazar fuertemente no esta o aquella secta, sino la<br />

Sabiduría misma, estuviese dondequiera. Sólo una cosa me resfriaba tan gran incendio, y era el<br />

no ver allí escrito el nombre de Cristo. Porque este nombre, Señor, este nombre de mi Salvador,<br />

tu Hijo, lo había yo por tu misericordia bebido piadosamente con la leche de mi madre y lo<br />

conservaba en lo más profundo del corazón; y así, cuanto estaba escrito sin este nombre, por muy<br />

verídico, elegante y erudito que fuese, no me arrebataba del todo.<br />

19


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

CAPITULO V<br />

9. En vista de ello decidí aplicar mi ánimo a las Santas <strong>Escritura</strong>s y ver qué tal eran. Mas he aquí<br />

que veo una cosa no hecha para los soberbios ni clara para los pequeños, sino a la entrada baja y,<br />

en su interior sublime y velada de misterios, y yo no era tal que pudiera entrar por ella o doblar la<br />

cerviz a su paso por mí. Sin embargo, al fijar la atención en ellas, no pensé entonces lo que ahora<br />

digo, sino simplemente me parecieron indignas de parangonarse con la majestad de los escritos<br />

de Tulio. Mi hinchazón recusaba su estilo y mi mente no penetraba su interior. Con todo, ellas<br />

eran tales que habían de crecer con los pequeños; mas yo me desdeñaba de ser pequeño y,<br />

finchado de soberbia, me creía grande.<br />

CAPITULO VI<br />

10. De este modo vine a dar con unos hombres que deliraban soberbiamente, carnales y<br />

habladores en demasía, en cuya boca hay lazos diabólicos y una liga viscosa hecha con las sílabas<br />

de tu nombre, del de nuestro Señor Jesucristo y del de nuestro Paráclito y Consolador, el Espíritu<br />

Santo. Estos nombres no se apartaban de sus bocas, pero sólo en el sonido y ruido de la boca,<br />

pues en lo demás su corazón estaba vacío de toda verdad.<br />

Decían: "¡<strong>Verdad</strong>! ¡<strong>Verdad</strong>!", y me lo decían muchas veces, pero jamás se hallaba en ellos; antes<br />

decían muchas cosas falsas, no sólo de ti, que eres verdad por esencia, sino también de los<br />

elementos de este mundo, creación tuya, sobre los cuales, aun diciendo verdad los filósofos, debí<br />

haberme remontado por amor de ti, ¡oh padre mío sumamente bueno y hermosura de todas las<br />

hermosuras!<br />

¡Oh verdad, verdad!, cuán íntimamente suspiraba entonces por ti desde los meollos de mi alma,<br />

cuando aquéllos te hacían resonar en torno mío frecuentemente y de muchos modos, bien que<br />

sólo de palabras y en sus muchos y voluminosos libros. Estos eran las bandejas en las que,<br />

estando yo hambriento de ti, me servían en tu lugar el sol y la luna, obras tuyas hermosas, pero al<br />

fin obras tuyas, no tú, y ni aun siquiera de las principales. Porque más excelentes son tus obras<br />

espirituales que estas corporales, siquiera lucidas y celestes. Pero yo tenía hambre y sed no de<br />

aquellas primeras, sino de ti misma, ¡oh verdad, en quien no hay mudanza alguna ni obscuridad<br />

momentánea! 4<br />

Y continuaban aquéllos sirviéndome en dichas bandejas espléndidos fantasmas, en orden a los<br />

cuales hubiera sido mejor amar este sol, al menos verdadero a la vista, que no aquellas falsedades<br />

que por los ojos del cuerpo engañaban al alma.<br />

Mas como las tomaba por ti, comía de ellas, no ciertamente con avidez, porque no me sabían a tique<br />

no eras aquellos vanos fantasmas-ni me nutría con ellas, antes me sentía cada vez más<br />

extenuado. Y es que, el manjar que se toma en sueños, no obstante ser muy semejante al que se<br />

toma despierto, no alimenta a los que duermen, porque están dormidos. Pero aquéllos no eran<br />

semejantes a ti en ningún aspecto, como ahora me lo ha manifestado la verdad, porque eran<br />

fantasmas corpóreos o falsos cuerpos, en cuya comparación son más ciertos estos cuerpos<br />

verdaderos que vemos con los ojos de la carne -sean celestes o terrenos- al par que los brutos y<br />

aves.<br />

Vemos estas cosas y son más ciertas que cuando las imaginamos, y a su vez, cuando las<br />

imaginamos, más ciertas que cuando por medio de ellas conjeturamos otras mayores e infinitas,<br />

que en modo alguno existen. Con tales quimeras me apacentaba yo entonces y por eso no me<br />

nutría.<br />

Mas tú, amor mío, en quien desfallezco para ser fuerte, ni eres estos cuerpos que vemos, aunque<br />

sea en el cielo, ni los otros que no vemos allí, porque tú eres el Criador de todos éstos, sin que los<br />

tengas por las más altas creaciones de tu mano.<br />

20


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

¡Oh, cuán lejos estabas de aquellos mis fantasmas imaginarios, fantasmas de cuerpos que no han<br />

existido jamás, en cuya comparación son más reales las imágenes de los cuerpos existentes; y<br />

más aun que aquéllas, éstos, los cuales, sin embargo, no eres tú! Pero ni siquiera eres el alma que<br />

da vida a los cuerpos -y como vida de los cuerpos, mejor y más cierta que los cuerpos-, sino que<br />

tú eres la vida de las almas, la vida de las vidas que vives por ti misma y no te cambias: la vida de<br />

mi alma.<br />

11. Pero ¿dónde estabas entonces para mí? ¡Oh, y qué lejos, sí, y qué lejos peregrinaba fuera de<br />

ti, privado hasta de las bellotas de los puercos que yo apacentaba con ellas! ¡Cuánto mejores eran<br />

las fábulas de los gramáticos y poetas que todos aquellos engaños! Porque los versos, y la poesía,<br />

y la fábula de Medea volando por el aire son cosas ciertamente más útiles que los cinco<br />

elementos diversamente disfrazados, conforme a los cinco antros o cuevas tenebrosas, que no son<br />

nada real, pero que dan muerte al que los cree. Porque los versos y la poesía los puedo yo<br />

convertir en vianda; y en cuanto al vuelo de Medea, si bien lo recitaba, no lo afirmaba; y si<br />

gustaba de oírlo, no lo creía. Mas aquellas cosas las creí.<br />

¡Ay, ay de mí, por, qué grados fui descendiendo hasta las profundidades del abismo, lleno de<br />

fatiga y devorado por la falta de verdad! Y todo, Dios mío- a quien me confieso por haber tenido<br />

misericordia de mí cuando aún no te confesaba--, todo por buscarte no con la inteligencia -con la<br />

que quisiste que yo aventajase a los brutos-, sino con los sentidos de la carne, porque tú estabas<br />

dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo mío.<br />

Así vine a dar con aquella mujer procaz y escasa de prudencia -enigma de Salomón- que, sentada<br />

a la puerta de su casa sobre una silla, dice a los que pasan: Comed gustosos los panes escondidos<br />

y bebed del agua dulce hurtada 5 , la cual me sedujo por hallarme vagando fuera de mí, bajo el<br />

imperio del sentido carnal de la vista, rumiando dentro de mí tales cosas cuales por él devoraba.<br />

CAPITULO VII<br />

12. No conocía yo otra cosa -en realidad de verdad lo que es- y sentíame como agudamente<br />

movido a asentir a aquellos necios engañadores cuando me preguntaban de dónde procedía el<br />

mal, y si Dios estaba limitado por una forma corpórea, y si tenía cabellos y uñas, y si habían de<br />

ser tenidos por justos los que tenían varias mujeres a un tiempo, y los que causaban la muerte a<br />

otros y sacrificaban animales.<br />

Yo, ignorante de estas cosas, perturbábame con ellas y, alejándome de la verdad, me parecía que<br />

iba hacia ella, porque no sabía que el mal no es más que privación del bien hasta llegar a la<br />

misma nada. Y ¿cómo la había yo de saber, si con la vista de los ojos no alcanzaba a ver más que<br />

cuerpos y con la del alma no iba más allá de los fantasmas?<br />

Tampoco sabía que Dios fuera espíritu y que no tenía miembros a lo largo ni a lo ancho, ni<br />

cantidad material alguna, porque la cantidad o masa es siempre menor en la parte que en el todo,<br />

y, aun dado que fuera infinita, siempre sería menor la contenida en el espacio de una parte que la<br />

extendida por el infinito, a más de que no puede estar en todas partes como el espíritu, como<br />

Dios.<br />

También ignoraba totalmente qué es aquello que hay en nosotros según lo cual somos y con<br />

verdad se nos llama en la <strong>Escritura</strong> imagen de Dios 6 .<br />

13. No conocía tampoco la verdadera justicia interior, que juzga no por la costumbre, sino por la<br />

ley rectísima de Dios omnipotente, según la cual se han de formar las costumbres de los países y<br />

épocas conforme a los mismos países y tiempos; y siendo la misma en todas las partes y tiempos,<br />

no varía según las latitudes y las épocas. Según la cual fueron justos Abraham, Isaac, Jacob y<br />

David y todos aquellos que son alabados por boca de Dios; aunque los ignorantes, juzgando las<br />

cosas por el módulo humano 7 y midiendo la conducta de los demás por la suya, los juzgan<br />

inicuos. Como si un ignorante en armaduras, que no sabe lo que es propio de cada miembro,<br />

21


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

quisiera cubrir la cabeza con las grebas y los pies con el casco y luego se quejase de que no le<br />

venían bien las piezas. O como si otro se molestase de que en determinado día, mandando<br />

guardar de fiesta desde mediodía en adelante, no se le permitiera vender la mercancía por la tarde<br />

que se le permitió por la mañana; o porque ve que en una misma casa se permite tocar a un<br />

esclavo cualquiera lo que no se consiente al que asiste a la mesa; o porque no se permite hacer<br />

ante los comensales lo que se hace tras los pesebres; o, finalmente, se indignase porque, siendo<br />

una la vivienda y una la familia, no se distribuyesen las cosas a todos por igual.<br />

Tales son los que se indignan- cuando oyen decir que en otros siglos se permitieron a los justos<br />

cosas que no se permiten a los justos de ahora, y que mandó Dios a aquéllos una cosa y a éstos<br />

otra, según la diferencia de los tiempos, sirviendo unos y otros a la misma norma de santidad. Y<br />

no echan de ver éstos que en un mismo hombre, y en un mismo día, y en la misma hora, en la<br />

misma casa conviene una cosa a un miembro y otra a otro y que lo que poco antes fue lícito, en<br />

pasando la hora no lo es; y que lo que en una parte se concede, justamente se prohíbe y castiga en<br />

otra.<br />

¿Diremos por esto que la justicia es varia y mudable? Lo que hay es que los tiempos que aquélla<br />

preside y rige no caminan iguales porque son tiempos. Mas los hombres, cuya vida sobre la tierra<br />

es breve, como no saben compaginar las causas de los siglos pasados y de las gentes que no han<br />

visto ni experimentado con las que ahora ven y experimentan, y, por otra parte, ven fácilmente lo<br />

que en un mismo cuerpo, y en un mismo día, y en una misma casa conviene a cada miembro, a<br />

cada tiempo, a cada parte y a cada persona, condenan las cosas de aquellos tiempos, en tanto que<br />

aprueban las de éstos.<br />

14. Ignoraba yo entonces estas cosas y no las advertía; y aunque por todas partes me daban en los<br />

ojos, no las veía; y aunque veía cuando declamaba algún poema que no me era lícito poner un pie<br />

cualquiera en cualquiera parte del verso, sino en una clase de metro unos y en otra otros, y en un<br />

mismo verso no siempre y en todas sus partes el mismo pie; y que el arte mismo conforme al cual<br />

declamaba, no obstante mandar cosas tan distantes, no era diverso en cada parte, sino uno en<br />

todas ellas; con todo, no veía cómo la justicia, a la que sirvieron aquellos buenos y santos<br />

varones, podía contener simultáneamente de modo mucho más excelente y sublime preceptos tan<br />

diversos sin variar en ninguna parte, no obstante que no manda y distribuye a los diferentes<br />

tiempos todas las cosas simultáneamente, sino a cada uno las que le son propias. Y, ciego,<br />

reprendía a aquellos piadosos patriarcas, que no sólo usaron del presente como se lo mandaba e<br />

inspiraba Dios, sino que también anunciaban lo por venir conforme Dios se lo revelaba.<br />

CAPITULO VIII<br />

15. ¿Acaso ha sido alguna vez o en alguna parte cosa injusta amar a Dios de todo corazón, con<br />

toda el alma y con toda la mente, y amar al prójimo como a nosotros mismos 8 ? Así pues, todos<br />

los pecados contra naturaleza, como fueron los de los sodomitas, han de ser detestados y<br />

castigados siempre y en todo lugar, los cuales, aunque todo el mundo los cometiera, no serían<br />

menos reos de crimen ante la ley divina, que no ha hecho a los hombres para usar tan torpemente<br />

de sí, puesto que se viola la sociedad que debemos tener con Dios cuando dicha naturaleza, de la<br />

que él es autor, se mancha con la perversidad de la libídine.<br />

Respecto a los pecados que son contra las costumbres humanas, también se han de evitar según la<br />

diversidad de las costumbres, a fin de que el concierto mutuo entre pueblos o naciones, firmado<br />

por la costumbre o la ley, no se quebrante por ningún capricho de ciudadano o forastero, porque<br />

es indecorosa la parte que no se acomoda al todo.<br />

Pero cuando Dios manda algo contra estas costumbres o pactos, sean cuales fueren, deberá<br />

hacerse, aunque no se haya hecho nunca; y si se dejó de hacer, ha de instaurarse, y si no estaba<br />

establecido, se ha de establecer. Porque si es lícito a un rey mandar en la ciudad que gobierna<br />

22


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

cosas que ninguno antes de él ni aun él mismo había mandado y no es contra el bien de la<br />

sociedad obedecerle, antes lo sería el no obedecerle -por ser ley primordial de toda sociedad<br />

humana obedecer a sus reyes-, ¿cuánto más deberá ser Dios obedecido sin titubeos en todo<br />

cuanto ordenare, como rey del universo? Porque así como entre los poderes humanos la mayor<br />

potestad es antepuesta a la menor en orden a la obediencia, así Dios lo ha de ser de todos.<br />

16. Lo mismo ha de decirse de los delitos cometidos por deseo de hacer daño, sea por contumelia<br />

o sea por injuria; y ambas cosas, o por deseo de venganza, como ocurre entre enemigos; o por<br />

alcanzar algún bien sin trabajar, como el ladrón que roba al viajero; o por evitar algún mal, como<br />

el que teme; o por envidia, como acontece al desgraciado con el que es más dichoso, o al que ha<br />

prosperado y teme se le iguale o se duele de haberlo sido ya; o por el solo deleite, como el<br />

espectador de juegos gladiatorios o el que se ríe y burla de los demás.<br />

Estas son las cabezas o fuentes de iniquidad que brotan de la concupiscencia de mandar, ver o<br />

sentir, ya sea de una sola, ya de dos, ya de todas juntas, y por las cuales se vive mal, ¡oh Dios<br />

altísimo y dulcísimo!, contra los tres y siete, el salterio de diez cuerdas, tu decálogo.<br />

Pero ¿qué pecados puede haber en ti, que no sufres corrupción? ¿O qué crímenes pueden<br />

cometerse contra ti, a quien nadie puede hacer daño? Pero lo que tú vengas es lo que los hombres<br />

perpetran contra sí, porque hasta cuando pecan contra ti obran impíamente contra sus almas y se<br />

engaña a sí misma su iniquidad, ya corrompiendo y pervirtiendo su naturaleza -la cual has hecho<br />

y ordenado tú-, ya usando inmoderadamente de las cosas permitidas, ya deseando ardientemente<br />

las no permitidas, según el uso que es contra naturaleza 9 .<br />

También se hacen reos del mismo crimen quienes de pensamiento y de palabra se enfurecen<br />

contra ti y dan coces contra el aguijón, o cuando, rotos los frenos de la humana sociedad, se<br />

alegran, audaces, con privadas conciliaciones o desuniones, según que fuere de su agrado o<br />

disgusto. Y todo esto se hace cuando eres abandonado tú, fuente de vida, único y verdadero<br />

criador y rector del universo, y con privada soberbia se ama en la parte una falsa unidad.<br />

Así, pues, sólo con humilde piedad se vuelve uno a ti, y es como tú nos purificas de las malas<br />

costumbres, y te muestras propicio con los pecados de los que te confiesan, y escuchas los<br />

gemidos de los cautivos, y nos libras de los vínculos que nosotros mismos nos forjamos, con tal<br />

que no levantemos contra ti los cuernos de una falsa libertad, sea arrastrados por el ansia de<br />

poseer más, sea por el temor de perderlo todo, amando más nuestro propio interés que a ti, Bien<br />

de todos.<br />

CAPITULO IX<br />

17. Pero entre las maldades, delitos y tanta muchedumbre de iniquidades están los pecados de los<br />

proficientes, que los hombres de buen juicio vituperan, según la regla de perfección, y alaban por<br />

la esperanza del fruto, como ocurre con el trigo en ciernes.<br />

Otras cosas hay semejantes a los pecados o delitos y que no lo son, porque ni te ofenden a ti,<br />

Señor Dios nuestro, ni son tampoco contra la sociedad humana, como acontece cuando se<br />

procuran algunas cosas convenientes para el uso de la vida y las circunstancias y no se sabe si<br />

ello nace o no del apetito de poseer, o cuando se castiga a algunos con deseo de que se corrijan,<br />

en uso de la potestad ordinaria, y no se sabe si es o no por el gusto de mortificar.<br />

De aquí sucede que muchas cosas que parecen a los hombres vituperables son aprobadas por tu<br />

testimonio, y muchas alabadas por los hombres son condenadas por ti, su testigo, por ser con<br />

frecuencia una cosa las apariencias del hecho y otra el ánimo del que obra y las circunstancias<br />

secretas del tiempo.<br />

Mas cuando tú mandas de repente algo inusitado e imprevisto, aun cuando lo hayas prohibido<br />

alguna vez, aun cuando ocultes por algún tiempo la causa de tu mandato, aun cuando sea contra<br />

el pacto de algunos hombres de la sociedad, ¿quién dudará de que se ha de hacer, siendo justa la<br />

23


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

sociedad humana que te sirve? Pero felices los que saben que tú lo has mandado, porque los que<br />

te sirven lo hacen todo o porque así lo requiere el tiempo presente o para significar lo por venir.<br />

CAPITULO X<br />

18. Desconocedor yo de estas cosas, reíame de aquellos tus santos siervos y profetas. Pero ¿qué<br />

hacía yo cuando me reía de ellos, sino hacer que tú te rieses de mí, dejándome caer<br />

insensiblemente y poco a poco en tales ridiculeces que llegara a creer que el higo, cuando se le<br />

arranca, juntamente con su madre el árbol llora lágrimas de leche, y que si algún santo de la secta<br />

comía dicho higo, arrancado no por delito propio, sino ajeno, y lo mezclaba con sus entrañas,<br />

exhalaba después, gimiendo y eructando, en la oración ángeles y aun partículas de Dios, las<br />

cuales partículas del sumo y verdadero Dios hubieren estado ligadas siempre en aquel fruto de no<br />

ser libertadas por el diente y vientre del santo Electo?<br />

También creí, miserable, que se debía tener más misericordia con los frutos de la tierra que con<br />

los hombres, por los que han sido creados; porque si alguno estando hambriento, que no fuese<br />

maniqueo, me los hubiera pedido, me parecía que el dárselos era como condenar a pena de<br />

muerte aquel bocado.<br />

CAPITULO XI<br />

19. Pero enviaste tu mano de lo alto y sacaste mi alma de este abismo de tinieblas. Entre tanto, mi<br />

madre, fiel sierva tuya, llorábame ante ti mucho más que las demás madres suelen llorar la<br />

muerte corporal de sus hijos, porque veía ella mi muerte con la fe y espíritu que había recibido de<br />

ti. Y tú la escuchaste, Señor; tú la escuchaste y no despreciaste sus lágrimas, que, corriendo<br />

abundantes, regaban el suelo debajo de sus ojos allí donde hacía oración; sí, tú la escuchaste,<br />

Señor. Porque ¿de dónde si no aquel sueño con que la consolaste, viniendo por ello a admitirme<br />

en su compañía y mesa, que había comenzado a negarme por su adversión y detestación a las<br />

blasfemias de mi error?<br />

Viose, en efecto, estar de pie sobre una regla de madera y a un joven resplandeciente, alegre y<br />

risueño que venía hacia ella, toda triste y afligida. Este, como la preguntase la causa de su tristeza<br />

y de sus lágrimas diarias, no por saberla, como ocurre ordinariamente, sino para instruirla, y ella<br />

a su vez le respondiese que era mi perdición lo que lloraba, le mandó y amonestó para su<br />

tranquilidad que atendiese y viera cómo donde ella estaba allí estaba yo también. Lo cual, como<br />

ella observase, me vio junto a ella de pie sobre la misma regla.<br />

¿De dónde esto sino de que tú tenías tus oídos aplicados a su corazón, oh tú, omnipotente y<br />

bueno, que así cuidas de cada uno de nosotros, como si no tuvieras más que cuidar, y así de todos<br />

como de cada uno?<br />

20. ¿Y de dónde también le vino que, contándome mi madre esta visión y queriéndola yo<br />

persuadir de que significaba lo contrario y que no debía desesperar de que algún día sería ella<br />

también lo que yo era al presente, al punto, sin vacilación alguna, me respondió: "No me dijo:<br />

donde él está, allí estás tú, sino donde tú estás, allí está él"?<br />

Confieso, Señor, y muchas veces lo he dicho, que, a lo que yo me acuerdo, me movió más esta<br />

respuesta de mi avispada madre, por no haberse turbado con una explicación errónea tan<br />

verosímil y haber visto lo que debía verse -y que yo ciertamente no había visto antes que ella me<br />

lo dijese-, que el mismo sueño con el cual anunciaste a esta piadosa mujer con mucho tiempo de<br />

antelación, a fin de consolarla en su inquietud presente, un gozo que no había de realizarse sino<br />

mucho tiempo después.<br />

Porque todavía hubieron de seguirse casi nueve años; durante los cuales continué revolcándome<br />

en aquel abismo de cieno 10 y tinieblas de error, hundiéndome tanto más cuanto más conatos<br />

hacía por salir de él. Entre tanto, aquella piadosa viuda, casta y sobria como las que tú amas, ya<br />

un poco más alegre con la esperanza que tenía, pero no menos solícita en sus lágrimas y gemidos,<br />

24


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

no cesaba de llorar por mí en tu presencia en todas las horas de sus oraciones, las cuales no<br />

obstante ser aceptadas por ti, me dejabas, sin embargo, que me revolcara y fuera envuelto por<br />

aquella oscuridad.<br />

CAPITULO XII<br />

21. También por este mismo tiempo le diste otra respuesta, a lo que yo recuerdo -pues paso en<br />

silencio muchas cosas por la prisa que tengo de llegar a aquellas otras que me urgen más te<br />

confiese y otras muchas porque no las recuerdo -; diste, digo, otra respuesta a mi madre por<br />

medio de un sacerdote tuyo, cierto Obispo, educado en tu Iglesia y ejercitado en tus <strong>Escritura</strong>s, a<br />

quien como ella rogase que se dignara hablar conmigo, refutar mis errores, desengañarme de mis<br />

malas doctrinas y enseñarme las buenas -hacía esto con cuantos hallaba idóneos-, negóse él con<br />

mucha prudencia, a lo que he podido ver después, contestándole que estaba incapacitado para<br />

recibir ninguna enseñanza por estar muy fiero con la novedad de la herejía maniquea y por haber<br />

puesto en apuros a muchos ignorantes con algunas cuestioncillas, como ella misma le había<br />

indicado: "Dejadle estar-dijo-y rogad únicamente por él al Señor; él mismo leyendo los libros de<br />

ellos descubrirá el error y conocerá su gran impiedad." Y al mismo tiempo le contó cómo siendo<br />

él niño había sido entregado por su seducida madre a los maniqueos, llegando no sólo a leer, sino<br />

a copiar casi todos sus escritos; y cómo él mismo, sin necesidad de nadie que le arguyera ni<br />

convenciese, llegó a conocer cuán digna de desprecio era aquella secta y cómo al fin la había<br />

abandonado .<br />

Mas como dicho esto no se aquietara, sino que instase con mayores ruegos y más abundantes<br />

lágrimas a que se viera conmigo y disputase sobre dicho asunto, él, cansado ya de su<br />

importunidad, le dijo: "Vete en paz, mujer; ¡así Dios te dé vida! que no es posible que perezca el<br />

hijo de tantas lágrimas," Respuesta que ella recibió, según me recordaba muchas veces en sus<br />

coloquios conmigo, como venida del cielo.<br />

LIBRO CUARTO<br />

CAPITULO I<br />

1. Durante este espacio de tiempo de nueve años -desde los diecinueve de mi edad hasta los<br />

veintiocho-fuimos seducidos y seductores, engañados y engañadores (Tim 2,3-13), según la<br />

diversidad de nuestros apetitos; públicamente, por medio de aquellas doctrinas que llaman<br />

liberales; ocultamente, con el falso nombre de religión, siendo aquí soberbios, y allí<br />

supersticiosos, en todas partes vanos: en aquéllas, persiguiendo el aura de la gloria popular hasta<br />

los aplausos del teatro, los certámenes de poesía, las contiendas de coronas de heno, los juegos de<br />

espectáculos y la intemperancia de la concupiscencia ; en ésta, deseando mucho purificarme de<br />

semejantes inmundicias, con llevar alimentos a los llamados elegidos y santos, para que en la<br />

oficina de su estómago nos fabricasen ángeles y dioses que nos librasen. Tales cosas seguía yo y<br />

practicaba con mis amigos, engañados conmigo y por mí.<br />

Ríanse de mí los arrogantes, y que aún no han sido postrados y abatidos saludablemente por ti,<br />

Dios mío; mas yo, por el contrario, confiese delante de ti mis torpezas en alabanza tuya.<br />

Permíteme, te suplico, y concédeme recorrer al presente con la memoria los pasados rodeos de mi<br />

error y que yo te sacrifique una hostia de jubilación 1 .<br />

Porque ¿qué soy yo sin ti sino un guía que lleva al precipio? ¿O qué soy yo cuando me va bien<br />

sino un niño que mama tu leche o que paladea el alimento incorruptible que eres tú? ¿Y qué<br />

hombre hay, cualquiera que sea, que se las pueda echar de tal siendo hombre?<br />

25


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Ríanse de nosotros los fuertes y poderosos, que nosotros, débiles y pobres, confesaremos tu santo<br />

nombre.<br />

CAPITULO II<br />

2. En aquellos años enseñaba yo el arte de la retórica y, vencido de la codicia, vendía una<br />

victoriosa locuacidad. Sin embargo, tú bien sabes, Señor, que quería más tener buenos discípulos,<br />

lo que se dice buenos, a quienes enseñaba sin engaño el arte de engañar, no para que usasen de él<br />

contra la vida del inocente, sino para defender alguna vez al culpado. Mas, ¡oh Dios!, tú viste de<br />

lejos aquella fe mía que yo exhibía en aquel magisterio con los que amaban la vanidad y<br />

buscaban la mentira 2 , siendo yo uno de ellos, que vacilaba y centelleaba sobre un suelo<br />

resbaladizo y entre mucho humo.<br />

Por estos mismos años tuve yo una mujer no conocida por lo que se dice legítimo matrimonio,<br />

sino buscada por el vago ardor de mi pasión, falto de prudencia; pero una sola, a la que guardaba<br />

la fe del tálamo en la cual hube de experimentar por mí mismo la distancia que hay entre el amor<br />

conyugal pactado con el fin de la procreación de los hijos y el amor lascivo, en el que la prole<br />

nace contra el deseo de los padres, bien que, una vez nacida, les obligue a quererla.<br />

3. Recuerdo también que, habiendo tenido el capricho de tomar parte en un certamen de poesía,<br />

me envió a decir no sé qué arúspice a ver qué merced querría darle para salir vencedor. Yo, que<br />

abominaba de aquellos nefandos sortilegios, le contesté que no quería, así fuera la corona de oro<br />

imperecedero, se sacrificase por mi triunfo ni una mosca siquiera, porque había él de matar en<br />

tales sacrificios animales y con tales honores había de invocar en favor mío los votos de los<br />

demonios.<br />

Mas confieso, Dios de mi corazón, que el haber rechazado semejante maldad no fue por amor<br />

puro hacia ti, porque aún no te sabía amar, yo, que no sabía pensar sino resplandores corpóreos.<br />

Porque un alma que suspira por tales ficciones, ¿no fornica lejos de ti 3 , y se apoya en la falsedad,<br />

y se apacienta de viento 4 ? Mas he aquí que, no queriendo que se ofreciesen por mí sacrificios a<br />

los demonios, yo mismo me sacrificaba a ellos con aquella superstición. Porque ¿qué otra cosa es<br />

apacentar vientos que apacentar a aquéllos, esto es, servirles de placer y mofa con nuestros<br />

errores?<br />

CAPITULO III<br />

4. Así, pues, no cesaba de consultar a aquellos impostores llamados matemáticos, porque no<br />

usaban en sus adivinaciones casi ningún sacrificio ni dirigían conjuro alguno a ningún espíritu, lo<br />

que también, sin embargo, condena y rechaza con razón la piedad cristiana y verdadera. Porque<br />

lo bueno es confesarte a ti, Señor, y decirte: Ten misericordia de mí y sana mi alma, porque ha<br />

pecado contra ti 5 , y no abusar de tu indulgencia para pecar más libremente, sino tener presente la<br />

sentencia del Señor: He aquí que has sido ya sanado; no quieras más pecar, no sea que te suceda<br />

algo peor 6 . Palabras cuya eficacia pretenden destruir los astrólogos diciendo: "De los cielos<br />

viene la necesidad de pecar", y "esto lo hizo Venus, Saturno o Marte", y todo para que el hombre,<br />

que es carne y sangre y soberbia podredumbre, quede sin culpa y sea atribuida al criador y<br />

ordenador del cielo y las estrellas. ¿Y quién es éste, sino tú, Dios nuestro, suavidad y fuente de<br />

justicia, que das a cada uno según sus obras 7 y no desprecias al corazón contrito y humillado 8 ?<br />

5. Había por aquel tiempo un sabio varón, peritísimo en el arte médica y muy celebrado en ella,<br />

quien, siendo procónsul, puso con su propia mano sobre mi cabeza insana aquella corona<br />

agonística, aunque no como médico, pues de aquella enfermedad mía sólo podías sanarme tú, que<br />

resistes a los soberbios y das gracias a los humildes 9 .<br />

No obstante, ¿dejaste por ventura de mirar por mí por medio de aquel anciano o desististe tal vez<br />

de curar mi alma? Lo digo porque, habiéndome familiarizado mucho con él y asistiendo asiduo y<br />

como colgado de sus discursos, que eran agradables y graves no por la elegancia de su lenguaje,<br />

26


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

sino por la vivacidad de sus sentencias, como coligiese de mi conversación que estaba dado a los<br />

libros de los genetlíacos o astrólogos, me amonestó benigna y paternalmente que los dejase y no<br />

gastara inútilmente en tal vanidad mis cuidados y trabajo, que debía emplear en cosas útiles,<br />

añadiendo que también él se había aprendido aquel arte, hasta el punto de querer tomarla en los<br />

primeros años de su edad como una profesión para ganarse la vida, puesto que, si había entendido<br />

a Hipócrates, lo mismo podía entender aquellos libros; pero que al fin había dejado aquellos<br />

estudios por los de la medicina, no por otra causa que por haberlos descubierto falsísimos y no<br />

querer, a fuer de hombre serio, buscar su sustento engañando a los demás. "Pero tú-me decía-,<br />

que tienes de qué vivir entre los hombres con tu clase de retórica, sigues este engaño no por<br />

apremios de dinero sino por libre curiosidad. Razón más para que me creas lo que te he dicho,<br />

pues cuidé de aprenderla tan perfectamente que quise vivir de su ejercicio solamente."<br />

Mas como yo le preguntara por qué causa muchas de las cosas que pronostica dicha ciencia<br />

resultan verdaderas, me respondió como pudo que la fuerza de la suerte está esparcida por todas<br />

las cosas de la Naturaleza. "Porque-decía él -si a veces, consultando uno las páginas de un poeta<br />

cualquiera, se encuentra con un verso que, no obstante pensar el poeta en cosas muy distintas<br />

cuando lo compuso, responde, sin embargo, de modo admirable al asunto que trae entre manos,<br />

tampoco tiene nada de extraño que el alma humana, movida de superior instinto, sin saber ella lo<br />

que pasa en sí, diga no por arte, sino por suerte, alguna cosa que responda a los hechos y<br />

negocios del que pregunta".<br />

6. Y esto, Señor, me lo procuró aquél, o más bien me lo procuraste tú por medio de él y<br />

delineaste en mi memoria lo que yo mismo más tarde debía buscar. Pero entonces ni éste ni mi<br />

carísimo Nebridio, joven adolescente muy bueno y muy casto, que se burlaba de todo aquel arte<br />

de adivinación, pudieron persuadirme a que desechara tales cosas, porque me movía más la<br />

autoridad de aquellos autores y no había hallado aún un argumento cierto, cual yo lo deseaba, que<br />

me demostrara sin ambigüedad que las cosas que salen verdaderas a los astrólogos les salen así<br />

por suerte o casualidad y no por arte de la observación de los astros.<br />

CAPITULO IV<br />

7. En aquellos años, en el tiempo en que por vez primera abrí cátedra en mi ciudad natal, adquirí<br />

un amigo, a quien amé con exceso por ser condiscípulo mío, de mi misma edad y hallarnos<br />

ambos en la flor de la juventud. Juntos nos habíamos criado de niños, juntos habíamos ido a la<br />

escuela y juntos habíamos jugado. Mas entonces no era tan amigo como lo fue después, aunque<br />

tampoco después lo fue tanto como exige la verdadera amistad, puesto que no hay amistad<br />

verdadera sino entre aquellos a quienes tú aglutinas entre sí por medio de la caridad, derramada<br />

en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado 10 .<br />

Con todo, era para mí aquella amistad -cocida con el calor de estudios semejantes- dulce<br />

sobremanera. Hasta había logrado apartarle de la verdadera fe, no muy bien hermanada y<br />

arraigada todavía en su adolescencia, inclinándole hacia aquellas fábulas supersticiosas y<br />

perjudiciales, por las que me lloraba mi madre. Conmigo erraba ya aquel hombre en espíritu, sin<br />

que mi alma pudiera vivir sin él.<br />

Mas he aquí que, estando tú muy cerca de la espalda de tus siervos fugitivos, ¡oh Dios de las<br />

venganzas y fuente de las misericordias a un tiempo, que nos conviertes a ti por modos<br />

maravillosos!, he aquí que tú le arrebataste de esta vida cuando apenas había gozado un año de su<br />

amistad, más dulce para mí que todas las dulzuras de aquella mi vida.<br />

8.¿Quién hay que pueda contar tus alabanzas, aun reducido únicamente a lo que uno ha<br />

experimentado en sí solo? ¿Qué hiciste entonces, Dios mío? ¡Oh, y cuán impenetrable es el<br />

abismo de tus juicios! Porque como fuese atacado aquél de unas calenturas y quedara mucho<br />

tiempo sin sentido bañado en sudor de muerte, como se desesperara de su vida, se le bautizó sin<br />

27


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

él conocerlo, lo que no me importó, por presumir que retendría mejor su alma lo que había<br />

recibido de mí, que no lo que había recibido en el cuerpo, sin él saberlo.<br />

La realidad, sin embargo, fue muy otra. Porque habiendo mejorado y ya puesto a salvo, tan<br />

pronto como le pude hablar-y lo pude tan pronto como lo pudo él, pues no me separaba un<br />

momento de su lado y mutuamente pendíamos el uno del otro-, tenté de reírme en su presencia<br />

del bautismo, creyendo que también él se reiría del mismo, recibido sin conocimiento ni sentido,<br />

pero que, sin embargo, sabía que lo había recibido-. Pero él, mirándome con horror como a un<br />

enemigo, me amonestó con admirable y repentina libertad, diciéndome que, si quería ser su<br />

amigo, cesase de decir tales cosas. Yo, estupefacto y turbado, reprimí todos mis ímpetus para que<br />

convaleciera primero y, recobradas las fuerzas de la salud, estuviese en disposición de poder<br />

discutir conmigo en lo que fuera de mi gusto. Mas tú, Señor, le libraste de mi locura, a fin de ser<br />

guardado en ti para mi consuelo, pues pocos días después, estando yo ausente, le repitieron las<br />

calenturas y murió.<br />

9. ¡Con qué dolor se entenebreció mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí. La patria me<br />

era un suplicio, y la casa paterna un tormento insufrible, y cuanto había comunicado con él se me<br />

volvía sin él cruelísimo suplicio. Buscábanle por todas partes mis ojos y no parecía. Y llegué a<br />

odiar todas las cosas, porque no le tenían ni podían decirme ya como antes, cuando venía después<br />

de una ausencia: "He aquí que ya viene". Me había hecho a mí mismo un gran lío y preguntaba a<br />

mi alma por qué estaba triste y me conturbaba tanto, y no sabía qué responderme. Y si yo le<br />

decía: "Espera en Dios", ella no me hacía caso, y con razón; porque más real y mejor era aquel<br />

amigo queridísimo que yo había perdido que no aquel fantasma en que se le ordenaba que<br />

esperase. Sólo el llanto me era dulce y ocupaba el lugar de mi amigo en las delicias de mi<br />

corazón.<br />

CAPÍTULO V<br />

10. Mas ahora, Señor, que ya pasaron aquellas cosas y con el tiempo se ha suavizado mi herida,<br />

¿puedo oír de ti, que eres la misma verdad, y aplicar el oído de mi corazón a tu boca para que me<br />

digas por qué el llanto es dulce a los miserables? ¿Acaso tú, aunque presente en todas partes, has<br />

arrojado lejos de ti nuestra miseria y permaneces inmutable en ti en tanto que nos dejas a nosotros<br />

ser zarandeados por nuestras pruebas? Y, sin embargo, es cierto que, si nuestros suspiros no<br />

llegasen a tus oídos, ninguna esperanza quedara para nosotros.<br />

Pero ¿de dónde nace que el gemir, llorar, suspirar y quejarse se recoja de lo amargo de la vida<br />

como un fruto dulce? ¿Acaso es dulce en sí esto porque esperamos ser escuchados de ti? Así es<br />

cuando se trata de las súplicas, las cuales llevan en sí siempre el deseo de llegar a ti; pero ¿podía<br />

decirse lo mismo del dolor de la cosa perdida o del llanto en que estaba yo entonces inundado?<br />

Porque no esperaba yo que resucitara él ni pedía esto con mis lágrimas, sino que me contentaba<br />

con dolerme y llorar, porque era miserable y había perdido mi gozo.<br />

¿Acaso también el llanto, cosa amarga de suyo, nos es deleitoso cuando por el hastío<br />

aborrecemos aquellas cosas que antes nos eran gratas?<br />

CAPITULO VI<br />

11. Pero ¿a qué hablo de estas cosas? Porque no es éste tiempo de plantear cuestiones, sino de<br />

confesarte a ti. Era yo miserable, como lo es toda alma prisionera del amor de las cosas<br />

temporales, que se siente despedazar cuando las pierde, sintiendo entonces su miseria, por la que<br />

es miserable aun antes de que las pierda. Así era yo en aquel tiempo, y lloraba amarguísimamente<br />

y descansaba en la amargura. Y tan miserable era que aún más que a aquel amigo carísimo<br />

amaba yo la misma vida miserable. Porque aunque quisiera trocarla, no quería, sin embargo,<br />

perderla más que al amigo, y aun no sé si quisiera perderla por él, como se dice de Orestes y<br />

Pílades -si no es cosa inventada-, que querían morir el uno por el otro o ambos al mismo tiempo,<br />

28


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

por serles más duro que la muerte no poder vivir juntos. Mas no sé qué afecto había nacido en mí,<br />

muy contrario a éste, porque sentía un grandísimo tedio de vivir y al mismo tiempo tenía miedo<br />

de morir. Creo que cuanto más amaba yo al amigo, tanto más odiaba y temía a la muerte, como a<br />

un cruelísimo enemigo que me lo había arrebatado, y pensaba que ella acabaría de repente con<br />

todos los hombres, pues había podido acabar con aquél. Tal era yo entonces, según recuerdo.<br />

He aquí mi corazón, Dios mío; helo aquí por dentro. Ve, porque tengo presente, esperanza mía,<br />

que tú eres quien me limpia de la inmundicia de tales afectos, atrayendo hacia ti mis ojos y<br />

librando mis pies de los lazos que me aprisionaban 11 . Maravillábame que viviesen los demás<br />

mortales por haber muerto aquel a quien yo había amado, como si nunca hubiera de morir; y más<br />

me maravillaba aún de que, habiendo muerto él, viviera yo, que era otro él. Bien dijo uno de su<br />

amigo que "era la mitad de su alma" 12 . Porque yo sentí que "mi alma y la suya no eran más que<br />

una en dos cuerpos", y por eso me causaba horror la vida, porque no quería vivir a medias, y al<br />

mismo tiempo temía mucho morir, por que no muriese del todo aquel a quien había amado tanto.<br />

CAPITULO VII<br />

12. ¡Oh locura, que no sabe amar humanamente a los hombres! ¡Oh necio del hombre que sufre<br />

inmoderadamente por las cosas humanas! Todo esto era yo entonces, y así me abrasaba,<br />

suspiraba, lloraba, turbaba y no hallaba descanso ni consejo. Llevaba el alma rota y<br />

ensangrentada, impaciente de ser llevada por mí, y no hallaba dónde ponerla. Ni descansaba en<br />

los bosques amenos, ni en los juegos y cantos, ni en los lugares olorosos, ni en los banquetes<br />

espléndidos, ni en los deleites del lecho y del hogar, ni, finalmente, en los libros ni en los versos.<br />

Todo me causaba horror, hasta la misma luz; y cuanto no era lo que él era me resultaba<br />

insoportable y odioso, fuera de gemir y llorar, pues sólo en esto hallaba algún descanso. Y si<br />

apartaba de esto a mi alma, luego me abrumaba la pesada carga de mi miseria.<br />

A ti, Señor, debía ser elevada para ser curada. Lo sabía, pero ni quería ni podía. Tanto más cuanto<br />

que lo que pensaba de ti no era algo sólido y firme, sino un fantasma, siendo mi error mi Dios. Y<br />

si me esforzaba por poner sobre él mi alma por ver si descansaba, luego resbalaba como quien<br />

pisa en falso y caía de nuevo sobre mí, siendo para mí mismo una infeliz morada, en donde ni<br />

podía estar ni me era dado salir. ¿Y adónde podía huir mi corazón que huyese de mi corazón?<br />

¿Adónde huir de mí mismo? ¿Adónde no me seguiría yo a mí mismo?<br />

Con todo, huí de mi patria, porque mis ojos le habían de buscar menos donde no solían verle. Y<br />

así me fui de Tagaste a Cartago.<br />

CAPITULO VIII<br />

13. No en balde corren los tiempos ni pasan inútilmente sobre nuestros sentidos, antes causan en<br />

el alma efectos maravillosos. He aquí que venían y pasaban unos días tras otros, y viniendo y<br />

pasando dejaban en mí nuevas esperanzas y nuevos recuerdos y poco a poco me restituían a mis<br />

pasados placeres, a los que cedía aquel dolor mío, no ciertamente para ser sustituido por otros<br />

dolores, pero sí por causas de nuevos dolores. Porque ¿de dónde venía que aquel dolor me<br />

penetrara tan facilísimamente y hasta lo más íntimo, sino de que había derramado mi alma en la<br />

arena, amando a un mortal, como si no fuera mortal? Pero lo que más me reparaba y recreaba<br />

eran los solaces con los otros amigos, con quienes amaba aquello que amaba en tu lugar, esto es,<br />

una enorme fábula y una larga mentira, con cuyo roce adulterino se corrompía nuestra mente, que<br />

sentía prurito por oírlas, fábula que no moría para mí, aunque muriese alguno de mis amigos.<br />

Otras cosas había que cautivaban más fuertemente mi alma con ellos, como era el conversar, reír,<br />

servirnos mutuamente con agrado, leer juntas libros bien escritos, chancearnos unos con otros y<br />

divertirnos en compañía; discutir a veces, pero sin animadversión, como cuando uno disiente de<br />

sí mismo, y con tales disensiones, muy raras, condimentar las muchas conformidades; enseñarnos<br />

mutuamente alguna cosa, suspirar por los ausentes con pena y recibir a los que llegaban con<br />

29


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

alegría. Con estos signos y otros semejantes, que proceden del corazón de los amantes y amados,<br />

y que se manifiestan con la boca, la lengua, los ojos y mil otros movimientos gratísimos, se<br />

derretían, como con otros tantos incentivos, nuestras almas y de muchas se hacía una sola.<br />

CAPITULO IX<br />

14. Esto es lo que se ama en los amigos; y de tal modo se ama, que la conciencia humana se<br />

considera rea de culpa si no ama al que le ama o no corresponde al que le amó primero, sin<br />

buscar de él otra cosa exterior que tales signos de benevolencia. De aquí el llanto cuando muere<br />

alguno, y las tinieblas de dolores, y el afligirse el corazón, trocada la dulzura en amargura; y de<br />

aquí la muerte de los vivos, por la pérdida de la vida de los que mueren.<br />

Bienaventurado el que te ama a ti, Señor; y al amigo en ti, y al enemigo por ti, porque sólo no<br />

podrá perder al amigo quien tiene a todos por amigos en aquel que no puede perderse. ¿Y quién<br />

es éste sino nuestro Dios, el Dios que ha hecho el cielo y la tierra y los llena, porque llenándoles<br />

los ha hecho? Nadie, Señor, te pierde, sino el que te deja. Mas porque te deja, ¿adónde va o<br />

adónde huye, sino de ti plácido a ti airado? Pero ¿dónde no hallará tu ley para su castigo? Porque<br />

tu ley es la verdad, y la verdad, tú 13 .<br />

CAPITULO X<br />

15. ¡Oh Dios de las virtudes!, conviértenos y muéstranos tu faz y seremos salvos 14 . Porque,<br />

adondequiera que se vuelva el alma del hombre y se apoye fuera de ti, hallará siempre dolor,<br />

aunque se apoye en las hermosuras que están fuera de ti y fuera de ellas, las cuales, sin embargo,<br />

no serían nada si no estuvieran en ti. Nacen éstas y mueren, y naciendo comienzan a ser, y crecen<br />

para llegar a perfección, y ya perfectas, comienzan a envejecer y perecen. Y aunque no todas las<br />

cosas envejecen, mas todas perecen. Luego cuando nacen y tienden a ser, cuanta más prisa se dan<br />

por ser, tanta más prisa se dan a no ser. Tal es su condición. Sólo esto les diste, porque son partes<br />

de cosas que no existen todas a un tiempo, sino que, muriendo y sucediéndose unas a otras,<br />

componen todas el conjunto cuyas partes son.<br />

De semejante modo se forma también nuestro discurso por medio de los signos sonoros. Porque<br />

nunca sería íntegro nuestro discurso si en él una palabra no se retirase, una vez pronunciadas sus<br />

sílabas, para dar lugar a otra.<br />

Alábate por ellas mi alma, "¡oh Dios creador de cuanto existe!"; pero no se pegue a ellas con el<br />

visco del amor por medio de los sentidos del cuerpo, porque van a donde iban para no ser y<br />

desgarran el alma con deseos pestilenciales; y ella quiere el ser y ama el descanso en las cosas<br />

que ama. Mas no halla en ellas dónde, por no permanecer. Huyen, ¿y quién podrá seguirlas con el<br />

sentido de la carne? ¿O quién hay que las comprenda, aunque estén presentes? Tardo es el sentido<br />

de la carne por ser sentido de carne, pero ésa es su condición. Es suficiente para aquello otro para<br />

que fue creado, mas no basta para esto, para detener el curso de las cosas desde el principio, que<br />

les es debido, hasta el fin que se les ha señalado. Porque en tu Verbo, por quien fueron creadas,<br />

oyen allí: "Desde aquí... y hasta aquí."<br />

CAPITULO XI<br />

16. No quieras ser vana, alma mía, ni ensordezcas el oído de tu corazón con el tumulto de tu<br />

vanidad. Oye también tú. El mismo Verbo clama que vuelvas, porque sólo hallarás lugar de<br />

descanso imperturbable donde el amor no es abandonado, si él no nos abandona. He aquí que<br />

aquellas cosas se retiran para dar lugar a otras y así se componga este bajo universo en todas sus<br />

partes. "Pero ¿acaso me retiro yo a algún lugar", dice el Verbo de Dios? Pues fija allí tu mansión,<br />

confía allí cuanto de allí tienes, alma mía, siquiera fatigada ya con tantos engaños. Encomienda a<br />

la <strong>Verdad</strong> cuanto de la verdad has recibido y no perderás nada, ante se florecerán tus partes<br />

podridas, y serán sanas todas tus dolencias y reformadas y renovadas y unidas contigo tus partes<br />

30


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

inconsistentes, y no te arrastrarán ya al lugar adonde ellas caminan, sino que permanecerán<br />

contigo para siempre donde está Dios, que nunca se muda y eternamente permanece.<br />

17. ¿Por qué, perversa, sigues a tu carne? Sea ésta, convertida, la que te siga a ti. Todo lo que por<br />

ella sientes es parte, mas ignoras el todo cuyas partes son, y que, sin embargo, te deleitan. Mas si<br />

el sentido de tu carne fuese idóneo para comprender el todo y en castigo tuyo no hubiera sido éste<br />

reducido a comprender una sola parte del universo en su justa medida, sin duda que tú suspirarías<br />

por que pasase todo lo que existe de presente, para mejor disfrutar del conjunto.<br />

Porque también lo que hablamos, por el sentido de la carne lo percibes, y no quieres que las<br />

sílabas se paren, sino que vuelen, para que vengan las otras y así oigas el conjunto. Así acontece<br />

siempre con todas las cosas que componen un todo, y cuyas partes todas que lo forman no existen<br />

al mismo tiempo, las cuales más nos deleitan todas juntas que no cada una de ellas, de ser posible<br />

sentirlas todas. Pero mejor que todas ellas es el que las ha hecho, que es nuestro Dios, el cual no<br />

se retira, porque ninguna cosa le sucede.<br />

CAPITULO XII<br />

18. Si te agradan los cuerpos, alaba a Dios en ellos y revierte tu amor sobre su artífice, no sea que<br />

le desagrades en las mismas cosas que te agradan.<br />

Si te agradan las almas, ámalas en Dios, porque, si bien son mudables, fijas en él, permanecerán;<br />

de otro modo desfallecerían y perecerían. Amalas, pues, en él y arrastra contigo hacia él a cuantos<br />

puedas y diles: "A éste amemos"; él es el que ha hecho estas cosas y no está lejos de aquí. Porque<br />

no las hizo y se fue, antes de él proceden y en él están. Mas he aquí que él está donde se gusta la<br />

verdad: en lo más íntimo del corazón; pero el corazón se ha alejado de él.<br />

Volved, pues, prevaricadores, al corazón 15 y adheríos a él, que es vuestro Hacedor. Estad con él,<br />

y permaneceréis estables; descansad en él, y estaréis tranquilos. ¿Adónde vais por ásperos<br />

caminos, adónde vais? El bien que amáis, de él proviene, mas sólo en cuanto a él se refiere es<br />

bueno y suave; pero justamente será amargo si, abandonado Dios, injustamente se amare lo que<br />

de él procede. ¿Por que andáis aún todavía por caminos difíciles y trabajosos? No está el<br />

descanso donde lo buscáis. Buscad lo que buscáis, pero sabed que no está donde lo buscáis.<br />

Buscáis la vida en la región de la muerte: no está allí. ¿Cómo hallar vida bienaventurada donde<br />

no hay vida siquiera?<br />

19. Nuestra Vida verdadera bajó acá y tomó nuestra muerte, y la mató con la abundancia de su<br />

vida, y dio voces como de trueno, clamando que retornemos a él en aquel retiro de donde salió<br />

para nosotros, pasando primero por el seno virginal de María, en el que se desposó con la humana<br />

naturaleza, carne mortal, para no ser siempre mortal.<br />

De aquí como esposo que sale de su tálamo, se esforzó alegremente, como un gigante, para<br />

correr su camino 16 . Porque no se retardó, sino que corrió dando voces con sus palabras, con sus<br />

obras, con su muerte, con su vida, con su descendimiento y su ascensión, clamando que nos<br />

volvamos a él, pues si partió de nuestra vista fue para que entremos en nuestro corazón y allí le<br />

hallemos; porque si partió, aún está con nosotros. No quiso estar mucho tiempo con nosotros,<br />

pero no nos abandonó. Retiróse de donde nunca se apartó, porque él hizo el mundo 17 , y el mundo<br />

era, y al mundo vino a salvar a los pecadores 18 . Y a él se confiesa mi alma y él la sana de las<br />

ofensas que le ha hecho 19 .<br />

Hijos de los hombres, ¿hasta cuándo seréis duros de corazón? 20 ¿Es posible que, después de<br />

haber bajado la vida a vosotros, no queráis subir y vivir? Mas ¿adónde subisteis cuando<br />

estuvisteis en alto y pusisteis en el cielo vuestra boca 21 ? Bajad, a fin de que podáis subir hasta<br />

Dios, ya que caísteis ascendiendo contra él.<br />

Diles estas cosas para que lloren en este valle de lágrimas 22 , y así les arrebates contigo hacia<br />

Dios, porque, si se las dices, ardiendo en llamas de caridad, con espíritu divino se las dices.<br />

31


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

CAPITULO XIII<br />

20. Yo no sabía nada entonces de estas cosas; y así amaba las hermosuras inferiores, y caminaba<br />

hacia el abismo, y decía a mis amigos: "¿Amamos por ventura algo fuera de lo hermoso? ¿Y qué<br />

es lo hermoso? ¿Qué es la belleza? ¿Qué es lo que nos atrae y aficiona a las cosas que amamos?<br />

Porque ciertamente que si no hubiera en ellas alguna gracia y hermosura, de ningún modo nos<br />

atraerían hacia sí."<br />

Y notaba yo y veía que en los mismos cuerpos una cosa era el todo, y como tal hermoso, y otro lo<br />

que era conveniente, por acomodarse aptamente a alguna cosa, como la parte del cuerpo respecto<br />

del conjunto, el calzado respecto del pie, y otras cosas semejantes. Esta consideración brotó en mi<br />

alma de lo íntimo de mi corazón, y escribí unos libros sobre Lo hermoso y apto, creo que dos o<br />

tres -tú lo sabes, Señor-, porque lo tengo ya olvido y no los conservo por habérseme extraviado<br />

no sé cómo.<br />

CAPITULO XIV<br />

21. Pero ¿qué fue lo que me movió, Señor y Dios mío, para que dedicara aquellos libros a Hierio,<br />

retórico de la ciudad de Roma, a quien no conocía de vista, sino que le amaba por la fama de su<br />

doctrina, que era grande, y por algunos dichos suyos que había oído y me agradaban? Pero<br />

principalmente me agradaba porque agradaba a los demás, que le ensalzaban con elogios<br />

estupendos, admirados de que un hombre sirio, educado en la elocuencia griega, llegase luego a<br />

ser un orador admirable en la latina y sabedor acabado en todas las materias pertinentes al estudio<br />

de la sabiduría. Era alabado aquel hombre y se le amaba aunque ausente. Pero ¿es acaso que el<br />

amor entra en el corazón del que escucha por la boca del que alaba? De ninguna manera, sino que<br />

de un amante se enciende otro. De aquí que se ame al que es alabado, pero sólo cuando se<br />

entiende que es alabado con corazón sincero o, lo que es lo mismo, cuando se le alaba con amor.<br />

22. De este modo amaba yo entonces a los hombres, por el juicio de los hombres y no por el tuyo,<br />

Dios mío, en quien nadie se engaña. Sin embargo, ¿por qué no le alababa como se alaba a un<br />

cochero célebre o a un cazador afamado con las aclamaciones del pueblo, sino de modo muy<br />

distinto y más serio y tal como yo quisiera ser alabado?<br />

Porque ciertamente yo no quisiera ser alabado y amado como los histriones, aunque los ame y<br />

alabe; antes preferiría mil veces permanecer desconocido a ser alabado de esa manera, y aun ser<br />

odiado antes que ser amado así. ¿Dónde se distribuyen estos pesos, de tan varios y diversos<br />

amores, en una misma alma? ¿Cómo es que yo amo en otro lo que a su vez si yo no odiara no lo<br />

detestara en mí ni lo desechara, siendo uno y otro hombre? Porque no se ha de decir del histrión,<br />

que es de nuestra naturaleza, que es alabado como un buen caballo por quien, aun pudiendo, no<br />

querría ser caballo.<br />

¿Luego amo en el hombre lo que yo no quiero ser, siendo, no obstante, hombre? Grande abismo<br />

es el hombre, cuyos cabellos tienes tú, Señor, contados, sin que se pierda uno sin tú saberlo; y,<br />

sin embargo, más fáciles de contar son sus cabellos que sus afectos y los movimientos de su<br />

corazón.<br />

23. Pero aquel orador [Hierio] era del número de los que yo amaba, deseando ser como él; mas<br />

yo erraba por mi orgullo y era arrastrado por toda clase de viento 23 , aunque ocultísimamente era<br />

gobernado por ti. ¿Y de dónde sé yo y te confieso con tanta certeza que amaba más a aquél por<br />

mor de los que le loaban que por las cosas de que era loado?<br />

Porque si no le alabaran, antes le vituperaran aquellos mismos, y vituperándole y despreciándole<br />

contasen aquellas mismas cosas, ciertamente no me encendieran en su amor ni me movieran, no<br />

obstante que las cosas no fueran distintas ni el hombre otro, sino únicamente el afecto de los que<br />

las contaban.<br />

32


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

He aquí dónde para el alma débil que no está aún adherida a la firmeza de la verdad, la cual es<br />

llevada y traída, arrojada y rechazada, según soplaren los vientos de las lenguas emitidas por los<br />

pechos de los opinadores; y de tal suerte se le obscurece la luz, que no ve la verdad, no obstante<br />

que esté a la vista. Por gran cosa tenía yo que aquel hombre conociera mis discursos y mis<br />

estudios. Que si él los diera por buenos, me habrían de encender mucho más en su amor, mas si,<br />

al contrario, los reprobara, lastimara mi corazón vano y falto de tu solidez. Sin embargo, yo<br />

revolvía en mi mente y contemplaba con regusto aquel tratado mío sobre Lo hermoso y apto,<br />

admirándolo a mis solas en mi imaginación, sin que nadie le alabase.<br />

CAPITULO XV<br />

24. Mas no acertaba aún a ver la clave de tan grande cosa en tu arte, ¡oh Dios omnipotente!,<br />

obrador único de maravillas 24 , y así íbase mi alma por las formas corpóreas y definía lo hermoso<br />

diciendo que era lo que convenía consigo mismo, y apto, lo que convenía a otro, lo cual<br />

distinguía, y definía, y confirmaba con ejemplos materiales.<br />

Pasé de aquí a la naturaleza del alma, pero la falsa opinión o concepto que tenía de las cosas<br />

espirituales no me dejaba ver la verdad. La misma fuerza de la verdad se me echaba a los ojos y<br />

tenía que apartar la mente palpitante de la cosas incorpóreas hacia las figuras, los colores y las<br />

magnitudes físicas; y como no podía ver estas cosas en el alma, juzgaba que tampoco era posible<br />

que viese mi alma.<br />

Mas como yo amara en la virtud la paz y en el vicio aborreciese la discordia, notaba en aquélla<br />

cierta unidad y en éste una como división, pareciéndome residir en esta unidad el alma racional y<br />

la esencia de la verdad y del sumo bien, y en la división, no sé qué sustancia de vida irracional y<br />

la naturaleza del sumo mal, la cual no sólo era sustancia, sino también verdadera vida, sin<br />

proceder, sin embargo, de ti, Dios mío, de quien proceden todas las cosas. Y llamaba a aquélla<br />

mónada, como mente sin sexo; y a ésta, díada, por ser ira en los crímenes y concupiscencia en la<br />

liviandad, sin saber lo que me decía. Porque no sabía aún ni había aprendido que ninguna<br />

sustancia constituye el mal, ni que nuestra mente es el sumo e inconmutable bien .<br />

25. Porque así como se dan los crímenes cuando el movimiento del alma es vicioso y se precipita<br />

insolente y turbulento, y se dan los pecados cuando el afecto del alma, con que se alimentan los<br />

deleites carnales, es inmoderado, así también los errores y falsas opiniones contaminan la vida si<br />

la mente racional está viciada, cual estaba la mía entonces, que no sabía debía ser ilustrada por<br />

otra luz para participar de la verdad, por no ser ella la misma cosa que la verdad. Porque tú,<br />

Señor, iluminarás mi linterna; tú, Dios mío, iluminarás mis tinieblas 25 ; y de tu plenitud<br />

recibimos todos 26 ; porque tú eres la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este<br />

mundo 27 , y porque en ti no hay mutación ni la más instantánea obscuridad 28 .<br />

26. Yo me esforzaba por llegar a ti, mas era repelido por ti para que gustase de la muerte, porque<br />

tú resistes a los soberbios 29 . ¿Y qué mayor soberbia que afirmar con incomprensible locura que<br />

yo era lo mismo que tú en naturaleza? Porque siendo yo mudable y reconociéndome tal -pues si<br />

quería ser sabio era por hacerme de peor mejor-, prefería, sin embargo, juzgarte mudable antes<br />

que no ser yo lo que tú. He aquí por qué era yo repelido y tú resistías a mi ventosa cerviz.<br />

Yo no sabía imaginar más que formas corporales, y carne, acusaba a la carne; y espíritu errante,<br />

no acertaba a volver a ti 30 ; y caminando, marchaba hacia aquellas cosas que no son nada ni en ti,<br />

ni en mí, ni en el cuerpo; ni me eran sugeridas por tu verdad, sino que eran fingidas por mi<br />

vanidad según los cuerpos; y decía a tus fieles parvulitos, mis conciudadanos, de los que yo sin<br />

saberlo andaba desterrado; decíales yo, hablador e inepto: "¿Por qué yerra el alma, hechura de<br />

Dios?"; mas no quería se me dijese: "Y ¿por qué yerra Dios?" Y porfiaba en defender que tu<br />

sustancia inconmutable obligada erraba, antes de confesar que la mía, mudable, se había<br />

desmandado espontáneamente y en castigo de ello andaba ahora en error.<br />

33


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

27. Sería yo de unos veintiséis o veintisiete años cuando escribí aquellos volúmenes revolviendo<br />

dentro de mí puras imágenes corporales, cuyo ruido aturdía los oídos de mi corazón, los cuales<br />

procuraba yo aplicar, ¡oh dulce verdad!, a tu interior melodía, pensando en Lo hermoso y apto y<br />

deseando estar ante ti, y oír tu voz, y gozarme con gran alegría por la voz del esposo 31 ; pero no<br />

podía, porque las voces de mi error me arrebataban hacia afuera y con el peso de mi soberbia caía<br />

de nuevo en el abismo. Porque todavía no dabas gozo y alegría a mis oídos ni se alegraban mis<br />

huesos, que no habían sido aún humillados 32 .<br />

CAPITULO XVI<br />

28.¿Y qué me aprovechaba que siendo yo de edad de veinte años,. poco más o menos, y viniendo<br />

a mis manos ciertos escritos aristotélicos intitulados Las diez categorías -que mi maestro el<br />

retórico de Cartago y otros que eran tenidos por doctos citaban con gran énfasis y ponderación,<br />

haciéndome suspirar por ellos como por una cosa grande y divina-, los leyera y entendiera yo<br />

solo? Porque como yo las consultase con otros que decían de sí haberlas apenas logrado entender<br />

de maestros eruditísimos que se las habían explicado no solo con palabras, sino también con<br />

figuras pintadas en la arena, nada me supieron decir que no hubiera yo entendido a mis solas con<br />

aquella lectura.<br />

Y aun parecíame que dichos escritos hablaban con mucha claridad de la substancia, cual es el<br />

hombre, y de las cosas que en ella se encierran, como son la figura, cualidad, altura, cantidad,<br />

raza y familia del mismo, o dónde se halla establecido y cuándo nació, y si está de pie o sentado,<br />

y si calzado o armado, o si hace algo o lo padece, y demás cosas que se contienen en estos nueve<br />

predicamentos o géneros, de los que he puesto algunos ejemplos, o en el género de substancia,<br />

que son también innumerables los que encierra.<br />

29. ¿De qué me aprovechaba, digo, todo esto? Antes bien me dañaba, porque, creyendo yo que en<br />

aquellos diez predicamentos se hallaban comprendidas absolutamente todas las cosas, me<br />

esforzaba por comprenderte también a ti, Dios mío, ser maravillosamente simple e inconmutable,<br />

como un cuasi sujeto de tu grandeza y hermosura, cual si estuvieran éstas en ti como en su sujeto,<br />

al modo que en los cuerpos, siendo así que tu grandeza y tu hermosura son una misma cosa<br />

contigo, al contrario de los cuerpos, que no son grandes y hermosos por ser cuerpos; puesto que,<br />

aunque fueran menos grandes y menos hermosos, no por eso dejarían de ser cuerpos.<br />

Falsedad, pues, era lo que pensaba de ti, no verdad; ficción de miseria, no firmeza de tu beatitud.<br />

Habías ordenado, Señor, y puntualmente se cumplía en mí, que la tierra me produjese abrojos y<br />

espinas 33 y yo lograse mi sustento con trabajo.<br />

30. ¿De qué me aprovechaba también que leyera y comprendiera por mí mismo todos los libros<br />

que pude haber a la mano sobre las artes que llaman liberales, siendo yo entonces esclavo<br />

perversísimo de mis malas inclinaciones? Gozábame con ellos, pero no sabía de dónde venía<br />

cuanto de verdadero y cierto hallaba en ellos, porque tenía las espaldas vueltas a la luz y el rostro<br />

hacia las cosas iluminadas, por lo que mi rostro, que veía las cosas iluminadas, no era iluminado .<br />

Tú sabes, Señor Dios mío, cómo sin ayuda de maestro entendí cuanto leí de retórica, y dialéctica,<br />

y geometría, y música, y aritmética, porque también la prontitud de entender y la agudeza en el<br />

discernir son dones tuyos. Mas no te ofrecía por ellos sacrificio alguno, y así no me servían tanto<br />

de provecho como de daño, pues tan buena parte de mi hacienda cuidé mucho de tenerla en mi<br />

poder, mas no así de guardar mi fortaleza para ti 34 ; antes, apartándome de ti, me marché a una<br />

región lejana 35 para disiparla entre las rameras de mis concupiscencias.<br />

Pero ¿qué me aprovechaba cosa tan buena, si no usaba bien de ella? Porque no comprendí yo que<br />

aquellas artes fueran tan difíciles de entender aun de los estudiosos y de ingenio hasta que tuve<br />

que exponerlas, siendo entonces entre ellos el más sobresaliente el que me comprendía al<br />

explicarlas con menos tardanza.<br />

34


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

31. Mas ¿de qué me servía todo esto, si juzgaba que tú, Señor Dios <strong>Verdad</strong>, eras un cuerpo<br />

luminoso e infinito, y yo un pedazo de ese cuerpo? ¡Oh excesiva perversidad! Pero así era yo; ni<br />

me avergüenzo ahora, Dios mío, de confesar tus misericordias para conmigo y de invocarte, ya<br />

que no me avergoncé entonces de profesar ante los hombres mis blasfemias y ladrar contra ti.<br />

¿Qué me aprovechaba, repito, aquel ingenio fácil para entender aquellas doctrinas y para explicar<br />

con claridad tantos y tan enredados libros, sin que ninguno me los hubiese explicado, si en la<br />

doctrina de la piedad erraba monstruosamente y con sacrílega torpeza? ¿Acaso era gran daño para<br />

tus pequeñuelos el que fuesen de ingenio mucho más tardo, si no se apartaban lejos de ti para<br />

que, seguros en el nido de tu Iglesia, echasen plumas y les creciesen -las alas de la caridad con el<br />

sano alimento de la fe?<br />

¡Oh Dios y Señor nuestro! Esperemos al abrigo de tus alas y protégenos 36 y llévanos. Tú<br />

llevaras, sí. Tú llevarás a los pequeñuelos, y hasta que sean ancianos 37 tú los llevarás, porque<br />

nuestra firmeza, cuando eres tú, entonces es firmeza; mas cuando es nuestra, entonces es<br />

debilidad. Nuestro bien vive siempre contigo, y así, cuando nos apartamos de él, nos pervertimos.<br />

Volvamos ya, Señor, para que no nos apartemos, porque en ti vive sin ningún defecto nuestro<br />

bien, que eres tú, sin que temamos que no haya lugar adonde volar, porque de allí hemos venido<br />

y, aunque ausentes nosotros de allí, no por eso se derrumba nuestra casa, tu eternidad.<br />

LIBRO QUINTO<br />

CAPITULO I<br />

1. Recibe, Señor, el sacrificio de mis Confesiones de mano de mi lengua, que tú formaste y<br />

moviste para que confesase tu nombre, y sana todos mis huesos y digan: Señor, ¿quién semejante<br />

a ti? 1 Nada, en verdad, te enseña de lo que pasa en él quien se confiesa a ti, porque no hay<br />

corazón cerrado que pueda sustraerse a tu mirada ni hay dureza de hombre que pueda repeler tu<br />

mano, antes la abres cuando quieres, o para compadecerte o para castigar y no hay nadie que se<br />

esconda de tu calor 2 . Mas alábete mi alma para que te ame, y confiese tus misericordias para que<br />

te alabe. No cesan ni callan tus alabanzas las criaturas todas del universo, ni los espíritus todos<br />

con su boca vuelta hacia ti, ni los animales y cosas corporales por boca de los que las<br />

contemplan, a fin de que, apoyándose en estas cosas que tú has hecho, se levante hacia ti nuestra<br />

alma de su laxitud y pase a ti, su hacedor admirable, donde está la hartura y verdadera fortaleza.<br />

CAPITULO II<br />

2. Váyanse y huyan de ti los inquietos pecadores, que tú les ves y distingues sus sombras. Y ved<br />

que con ellos hasta son más hermosas las cosas, no obstante ser ellos feos. ¿Y en qué te pudieron<br />

dañar? ¿O en qué pudieron mancillar tu imperio justo y entero desde los cielos hasta las cosas<br />

más ínfimas? ¿Y adónde huyeron cuando huyeron de tu presencia? ¿Y dónde tú no les<br />

encontrarás? Huyeron, sí, por no verte a ti, que les estabas viendo, para, cegados, tropezar<br />

contigo, que no abandonas ninguna cosa de las que has hecho; para tropezar contigo, injustos, y<br />

así ser justamente castigados, por haberse sustraído a tu blandura, haber ofendido tu santidad y<br />

haber caído en tus rigores. Ignoran éstos, en efecto, que tú estás en todas partes, sin que ningún<br />

lugar te circunscriba, y que estás presente a todos, aun a aquellos que se alejan de ti.<br />

Conviértanse, pues, y búsquente, porque no como ellos abandonaron a su Criador así abandonas<br />

tú a tu criatura. Conviértanse, y al punto estarás tú allí en sus corazones, en los corazones de los<br />

que te confiesan, y se arrojan en ti, y lloran en tu seno a vista de sus caminos difíciles, y tú, fácil,<br />

enjugarás sus lágrimas; y llorarán aún más y se gozarán en sus llantos, porque eres tú, Señor, y no<br />

ningún hombre, carne y sangre, eres tú, Señor, que les hiciste, quien les repara y consuela.<br />

35


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

¿Y dónde estaba yo cuando te buscaba? Tú estabas, ciertamente, delante de mí, mas yo me había<br />

apartado de mí mismo y no me encontraba. ¿Cuánto menos a ti?<br />

3. Hable yo en presencia de mi Dios de aquel año veintinueve de mi edad. Ya había llegado a<br />

Cartago uno de los obispos maniqueos, por nombre Fausto, gran lazo del demonio, en el que<br />

caían muchos por el encanto seductor de su elocuencia, la cual. aunque también yo ensalzaba,<br />

sabíala, sin embargo, distinguir de la verdad de las cosas, que eran las que yo anhelaba saber. Ni<br />

me cuidaba tanto de la calidad del plato del lenguaje cuanto de las viandas de ciencia que en él<br />

me servía aquel tan renombrado Fausto.<br />

Habíamelo presentado la fama como un hombre doctísimo en toda clase de ciencias y sumamente<br />

instruido en las artes liberales. Y como yo había leído muchas cosas de los filósofos y las<br />

conservaba en la memoria, púseme a comparar algunas de éstas con las largas fábulas del<br />

maniqueísmo, pareciéndome más probables las dichas por aquellos, que llegaron a conocer las<br />

cosas del mundo, aunque no dieron con su Criador 3 ; porque tú eres grande, Señor, y miras las<br />

cosas humildes, y conoces de lejos las elevadas 4 , y no te acercas sino a los contritos de corazón,<br />

ni serás hallado de los soberbios, aunque con curiosa pericia cuenten las estrellas del cielo y<br />

arenas del mar y midan las regiones del cielo e investiguen el curso de los astros.<br />

4. Porque con sólo el entendimiento e ingenio que tú les diste han investigado estas cosas, y han<br />

descubierto muchas de ellas, y han predicho con muchos años de anticipación los eclipses del sol<br />

y de la luna en el día y hora en que han de suceder y la parte que se ha de ocultar, sin que les falle<br />

nunca el cálculo, sucediendo siempre tal y como lo tienen anunciado.<br />

Además de esto han dejado por escrito las reglas por ellos descubiertas, las cuales se enseñan hoy<br />

día en las escuelas y conforme a ellas se predice en qué año, y en qué mes del año, y en qué día<br />

del mes, y en qué hora del día, y en qué parte de su luz se habrán de eclipsar el sol y la luna,<br />

sucediendo siempre como lo pronostican.<br />

Admíranse de esto los ignorantes y quedan pasmados de tales cosas, y los que las saben gloríanse<br />

de ello, y se desvanecen, y con impía soberbia se apartan de tu luz, y desfallecen; y viendo con<br />

tanta antelación el defecto del sol que ha de suceder, no ven el suyo, que lo tienen presente,<br />

porque no buscan religiosamente de dónde les viene el ingenio con que investigan estas cosas, y<br />

hallando que tú les has hecho, no se te dan a sí para que tú les conserves lo que les has dado, ni te<br />

ofrecen en sacrificio cuales se han hecho a sí mismos, ni dan muerte a sus altanerías como a aves<br />

del cielo, ni a sus insaciables curiosidades, que, como los peces del mar, repasan las secretas<br />

sendas del abismo; ni a sus concupiscencias, que les asemejan a los cuadrúpedos del campo 5 , a<br />

fin de que tú, ¡oh Dios, fuego devorador! 6 , consumas estos sus cuidados de muerte y los recrees<br />

inmortalmente.<br />

5. Pero no conocieron el camino, tu Verbo, por quien hiciste las cosas que numeran, a los mismos<br />

que las numeran, el sentido con que advierten las cosas que numeran y la mente en virtud de la<br />

cual las numeran; y aunque tu sabiduría no tiene número 7 , mas tu Unigénito se ha hecho para<br />

nosotros sabiduría, justicia y santificación 8 , y ha sido numerado entre nosotros y ha pagado<br />

tributo al César. No conocieron este camino, por el que, descendiendo de sí, bajasen a él y por él<br />

subiesen al mismo; no conocieron, digo, este camino y se creyeron mas elevados y<br />

resplandecientes que estrellas, y así vinieron a rodar por tierra, obscureciéndose su necio<br />

corazón.<br />

Cierto que dicen muchas cosas verdaderas de las criaturas, pero como no buscan piadosamente la<br />

<strong>Verdad</strong>, es decir, al artífice de la criatura, de ahí que no le encuentren, y si le encuentran,<br />

reconociéndole por Dios, no le honran como a Dios ni le dan gracias, antes se desvanecen con<br />

sus lucubraciones 9 y dicen de sí que son sabios, atribuyéndose a sí lo que es tuyo y, por lo<br />

mismo, atribuyéndote a ti con perversísima ceguedad sus cosas, es decir, sus mentiras; a ti, que<br />

36


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

eres la misma <strong>Verdad</strong>, trocando la gloria de un Dios incorruptible por la semejanza de imagen<br />

de un hombre corruptible, de aves, cuadrúpedos y serpientes. Y convierten tu verdad en su<br />

mentira, y adoran y sirven a la criatura más bien que al Creador 10 .<br />

6. Retenía yo, sin embargo, en la memoria muchos dichos suyos verdaderos acerca de las<br />

criaturas, y hallaba ser tales respecto de los números, sucesión de las estaciones y visibles<br />

atestaciones de los actos, y los comparaba con los escritos de Manés, que sobre estas cosas<br />

escribió mucho, desbarrando sin tino, y no hallaba por ninguna parte la explicación de los<br />

solsticios y equinoccios, de los eclipses del sol y de la luna y otras cosas por el estilo que yo<br />

había leído y entendido en los libros de la sabiduría de este siglo.<br />

Con todo, mandábaseme allí que creyera, aunque no me daban explicación alguna de aquellas<br />

doctrinas, que yo tenía bien averiguadas por los números y el testimonio de mis ojos; antes era<br />

muy diferente.<br />

CAPITULO IV<br />

¿Acaso, Señor Dios de la verdad, quienquiera que sabe estas cosas te agrada a ti ya? ¡Infeliz, en<br />

verdad, del hombre que sabiéndolas todas ellas te ignora a ti, y feliz, en cambio, quien te conoce,<br />

aunque ignore aquéllas! En cuanto a aquel que te conoce a ti y a aquéllas, no es más feliz por<br />

causa de éstas, sino únicamente es feliz por ti, si, conociéndote, te glorifica como a tal y te da<br />

gracias y no se envanece en sus pensamientos.<br />

Porque así como es mejor el que sabe poseer un árbol y te da gracias por su utilidad, aunque<br />

ignore cuántos codos tiene de alto y cuántos de ancho, que no el que lo mide y cuenta todas sus<br />

ramas, mas no lo posee, ni conoce, ni ama a su Criador, así el hombre fiel -cuyas son todas las<br />

riquezas del mundo y que, no teniendo nada, lo posee todo, por estar unido a ti, a quien sirven<br />

todas las cosas-, aunque no sepa siquiera el curso de los septentriones, es -sería necio dudarlo-<br />

ciertamente mejor que aquel que mide los cielos, y cuenta las estrellas, y pesa los elementos, pero<br />

es negligente contigo, que has dispuesto todas las cosas en número, peso y medida 11 .<br />

CAPITULO V<br />

8. Pero ¿quién le pedía al tal Manés que escribiese de estas cosas, sin cuya industria se podía<br />

aprender la piedad? Porque tú has dicho al hombre: Ved que la piedad es la sabiduría 12 , la cual<br />

podía ciertamente ignorar aquél aunque conociese perfectamente éstas. Mas porque no las<br />

conocía y se atrevía impudentísimamente a señalarlas, claramente indicaba que de ningún modo<br />

conocía aquélla. Porque vanidad es ciertamente alardear de estas cosas mundanas, aun<br />

sabiéndolas, y piedad, confesarte a ti. Por donde él, descaminado en esto, habló mucho sobre<br />

estas cosas, para que, convencido de ignorante por los que las conocen bien, se viera claramente<br />

el crédito que merecía en las otras más obscuras. Porque no fue que él quiso ser estimado en<br />

poco, antes tuvo empeño en persuadir a los demás de que tenía en sí personalmente y en la<br />

plenitud de su autoridad al Espíritu Santo, consolador y enriquecedor de tus fieles. Así que,<br />

sorprendido de error al hablar del cielo y de las estrellas, y del curso del sol y de la luna, aunque<br />

tales cosas no pertenezcan a la doctrina de la religión, claramente se descubre ser sacrílego su<br />

atrevimiento al decir cosas no sólo ignoradas, sino también falsas, y esto con tan vesana vanidad<br />

de soberbia que pretendiera se las tomasen como salidas de boca de una persona divina.<br />

9. Así, pues, cuando oigo que algún hermano cristiano, éste o aquél, ignora estas cosas y las<br />

confunde, llevo con paciencia su modo de opinar y no veo que le dañe en nada mientras no crea<br />

cosas indignas de ti, Señor, criador del universo, aunque ignore hasta el lugar y modo de estar del<br />

ser corporal. Dañaríale, en cambio, si creyese que esto pertenecía a la esencia de la piedad y con<br />

gran pertinacia se atreviese a afirmar lo que ignora. Pero aun esta flaqueza es soportada en los<br />

comienzos de la fe por la madre caridad hasta que crezca y llegue el hombre nuevo a varón<br />

perfecto 13 y no pueda ser arrebatado por cualquier viento de doctrina.<br />

37


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

En cuanto a aquél [Manés], que se atrevió a hacerse maestro, autor, guía y cabeza de aquellos a<br />

quienes persuadía tales cosas, y en tal forma que los que le siguiesen creyeran que seguían no a<br />

un hombre cualquiera, sino a tu Espíritu Santo, ¿quién no juzgará que tan gran demencia, una vez<br />

demostrado ser todo impostura, debe ser detestada y arrojada muy lejos?<br />

Sin embargo, no había aún claramente averiguado si lo que había leído yo en otros libros sobre<br />

los cambios de los días y las noches, unos más largos y otros más cortos, y sobre la sucesión del<br />

día y la noche, y de los eclipses del sol y de la luna, y otras cosas semejantes, podrían explicarse<br />

conforme a su doctrina, lo que, de ser posible, ya me dejaría en duda de si la cosa era así o no, en<br />

cuyo caso antepondría a mi fe la autoridad de aquél por el gran crédito de santidad en que le<br />

tenía.<br />

CAPITULO VI<br />

10. En estos nueve años escasos en que les oí con ánimo vagabundo, esperé con muy prolongado<br />

deseo la llegada de aquel anunciado Fausto. Porque los demás maniqueos con quienes yo por<br />

casualidad topaba, no sabiendo responder a las cuestiones que les proponía, me remitían a él,<br />

quien a su llegada y una sencilla entrevista resolvería facilísimamente todas aquellas mis<br />

dificultades y aun otras mayores que se me ocurrieran de modo clarísimo.<br />

Tan pronto como llegó pude experimentar que se trataba de un hombre simpático, de grata<br />

conversación y que gorjeaba más dulcemente que los otros las mismas cosas que éstos decían.<br />

Pero ¿qué prestaba a mi sed este elegantísimo servidor de copas preciosas? Ya tenía yo los oídos<br />

hartos de tales cosas, y ni me parecían mejores por estar mejor dichas, ni más verdaderas por<br />

estar mejor expuestas, ni su alma más sabia por ser más agraciado su rostro y pulido su lenguaje.<br />

No eran, no, buenos valuadores de las cosas quienes me recomendaban a Fausto como a un<br />

hombre sabio y prudente porque les deleitaba con su facundia, al revés de otra clase de hombres<br />

que más de una vez hube de experimentar, que tenían por sospechosa la verdad y se negaban a<br />

reconocerla si les era presentada con lenguaje acicalado y florido.<br />

Mas para esta época ya había aprendido de ti, Señor, por modos ocultos y maravillosos -y creo<br />

que eras tú el que me enseñabas, porque era verdadero aquello, y nadie puede ser maestro de la<br />

verdad sino tú, sea cualquiera el lugar y modo en que ella brille-, ya había aprendido de ti que no<br />

por decirse una cosa con elegancia debía tenerse por verdadera, ni falsa porque se diga con<br />

desaliño; ni a su vez verdadero lo que se dice toscamente, ni falso lo que se dice con estilo<br />

brillante; sino que la sabiduría y necedad son como manjares, provechosos o nocivos, y las<br />

palabras elegantes o triviales, como platos preciosos o humildes, en los que se pueden servir<br />

ambos manjares.<br />

11. Así, pues, aquella ansia mía con que había esperado tanto tiempo a aquel hombre deleitábase<br />

de algún modo con el movimiento y afecto de sus disputas, y las palabras apropiadas que<br />

empleaba, y la facilidad con que se le venían a la boca para expresar sus ideas. Deleitábame,<br />

ciertamente, y le alababa y ensalzaba con los demás y aun mucho más que los demás.<br />

Sin embargo, me molestaba que en las reuniones de los oyentes no se me permitiera presentarle<br />

mis dudas y departir con él el cuidado de las cuestiones que me preocupaban, confiriendo con él<br />

mis dificultades en forma de preguntas y respuestas. Cuando al fin lo pude, acompañado de mis<br />

amigos, comencé a hablarle en la ocasión y lugar más oportunos para tales discusiones,<br />

presentándole algunas objeciones de las que me hacían más fuerza; mas conocí al punto que era<br />

un hombre totalmente ayuno de las artes liberales, a excepción de la gramática, que conocía de un<br />

modo vulgar. Sin embargo, como había leído algunas oraciones de Marco Tulio, alguno que otro<br />

libro de Séneca, algunos trozos de los poetas y los escritos de la secta, compuestos en un latín<br />

limado y elegante, y, por otra parte, se estaba ejercitando todos los días en hablar, había adquirido<br />

38


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

gran facilidad de expresión, la que él hacía más grata y seductora con la agudeza de su ingenio y<br />

cierta gracia natural.<br />

¿Es así o no como lo cuento, Señor y Dios mío, juez de mi conciencia? Delante de ti están mi<br />

corazón y mi memoria, quien entonces obraba conmigo en lo secreto de tu providencia y ponías<br />

ante mis ojos 14 mis vergonzosos errores para que los viese y los odiase.<br />

CAPITULO VII<br />

12.Así que cuando comprendí claramente que era un ignorante en aquellas artes en las que yo le<br />

creía muy aventajado, comencé a desesperar de que me pudiese aclarar y resolver las dificultades<br />

que me tenían preocupado. Cierto que podía ignorar tales cosas y poseer la verdad de la religión;<br />

pero esto a condición de no ser maniqueo, porque sus libros están llenos de larguísimas fábulas<br />

acerca del cielo y de las estrellas, del sol y de la luna, las cuales no juzgaba yo ya que me las<br />

pudiera explicar sutilmente como lo deseaba, cotejándolas con los cálculos de los números que<br />

había leído en otras partes, para ver si era así como se contenía en los libros de Manés y si daban<br />

buena razón de las cosas o al menos era igual que la de aquéllos.<br />

Mas él, cuando presenté a su consideración y discusión dichas cuestiones, no se atrevió, con gran<br />

modestia, a tomar sobre sí semejante carga, pues conocía ciertamente que ignoraba tales cosas y<br />

no se avergonzaba de confesar. No era él del número de aquella caterva de charlatanes que había<br />

tenido yo que sufrir, empeñados en enseñarme tales cosas, para luego no decirme nada. Este, en<br />

cambio, tenía un corazón, si no dirigido a ti, al menos no demasiado incauto en orden a sí. No era<br />

tan ignorante que ignorase su ignorancia, por lo que no quiso meterse disputando en un callejón<br />

de donde no pudiese salir o le fuese muy difícil la retirada. Aun por esto me agradó mucho más,<br />

por ser la modestia de un alma que se conoce más hermosa que las mismas cosas que deseaba<br />

conocer. Y en todas las cuestiones dificultosas y sutiles le hallé siempre igual.<br />

13. Quebrantado, pues, el entusiasmo que había puesto en los libros de Manés y desconfiando<br />

mucho más de los otros doctores maniqueos, cuando éste tan renombrado se me había mostrado<br />

tan ignorante en muchas de las cuestiones que me inquietaban, comencé a tratar con él, para su<br />

instrucción, de las letras o artes que yo enseñaba a los jóvenes de Cartago, y en cuyo amor ardía<br />

él mismo, leyéndole, ya lo que él deseaba, ya lo que a mí me parecía más conforme con su<br />

ingenio.<br />

Por lo demás, todo aquel empeño mío que había puesto en progresar en la secta se me acabó<br />

totalmente apenas conocí a aquel hombre, mas no hasta el punto de separarme definitivamente de<br />

ella, pues no hallando de momento cosa mejor determiné permanecer provisionalmente en ella,<br />

en la que al fin había venido a dar, hasta tanto que apareciera por fortuna algo mejor, preferible.<br />

De este modo, aquel Fausto, que había sido para muchos lazo de muerte, fue, sin saberlo ni<br />

quererlo, quien comenzó a aflojar el que a mí me tenía preso. Y es que tus manos, Dios mío, no<br />

abandonaban mi alma en el secreto de tu providencia, y que mi madre no cesaba día y noche de<br />

ofrecerte en sacrificio por mí la sangre de su corazón que corría por sus lágrimas.<br />

Y tú, Señor, obraste conmigo por modos admirables, pues obra tuya fue aquélla, Dios mío.<br />

Porque el Señor es quien dirige los pasos del hombre y quien escoge su camino 15 . Y ¿quién<br />

podrá procurarnos la salud, sino tu mano, que rehace lo que ha hecho?<br />

CAPITULO VIII<br />

14. También fue obra tuya para conmigo el que me persuadiesen irme a Roma y allí enseñar lo<br />

que enseñaba en Cartago. Mas no dejaré de confesarte el motivo que me movió, porque aun en<br />

estas cosas se descubre la profundidad de tu designio y merece ser meditada y ensalzada tu<br />

presentísima misericordia para con nosotros. Porque mi determinación de ir a Roma no fue por<br />

ganar más ni alcanzar mayor gloria, como me prometían los amigos que me aconsejaban tal cosa<br />

-aunque también estas cosas pesaban en mi ánimo entonces-, sino la causa máxima y casi única<br />

39


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

era haber oído que los jóvenes de Roma eran más sosegados en las clases, merced a la rigurosa<br />

disciplina a que estaban sujetos, y según la cual no les era lícito entrar a menudo y<br />

turbulentamente en las aulas de los maestros que no eran los suyos, ni siquiera entrar en ellas sin<br />

su permiso; todo lo contrario de lo que sucedía en Cartago, donde es tan torpe e intemperante la<br />

licencia de los escolares que entran desvergonzada y furiosamente en las aulas y trastornan el<br />

orden establecido por los maestros para provecho de los discípulos. Cometen además con<br />

increíble estupidez multitud de insolencias, que deberían ser castigadas por las leyes, de no<br />

patrocinarles la costumbre, la cual los muestra tanto más miserables cuanto cometen ya como<br />

lícito lo que no lo será nunca por tu ley eterna, y creen hacer impunemente tales cosas, cuando la<br />

ceguedad con que las hacen es su mayor castigo, padeciendo ellos incomparablemente mayores<br />

males de los que hacen.<br />

Así, pues, vime obligado a sufrir de maestro en los demás aquellas costumbres que siendo<br />

estudiante no quise adoptar como mías; y por eso me agradaba ir allí, donde los que lo sabían<br />

aseguraban que no se daban tales cosas. Mas tú, Señor, esperanza mía y porción mía en la tierra<br />

de los vivientes 16 , a fin de que cambiase de lugar para la salud de mi alma, me ponías espinas en<br />

Cartago para arrancarme de allí y deleites en Roma para atraerme allá, por medio de unos<br />

hombres que amaban una vida muerta unos haciendo locuras aquí, otros prometiendo cosas vanas<br />

allí, usando tú para corregir mis pasos ocultamente de la perversidad de aquéllos y de la mía.<br />

Porque los que perturbaban mi ocio can gran rabia eran ciegos, y los que me invitaban a lo otro<br />

sabían a tierra, y yo, que detestaba en Cartago una verdadera miseria, buscaba en Roma una falsa<br />

felicidad.<br />

15. Pero el verdadero porqué de salir yo de aquí e irme allí sólo tú lo sabías, oh Dios, sin<br />

indicármelo a mí ni a mi madre que lloró atrozmente mi partida y me siguió hasta el mar.<br />

Mas hube de engañarla, porque me retenía por fuerza, obligándome o a desistir de mi propósito o<br />

a llevarla conmigo, por lo que fingí tener que despedir a un amigo al que no quería abandonar<br />

hasta que, soplando el viento, se hiciese a la vela. Así engañé a mi madre, y a tal madre, y me<br />

escapé, y tú perdonaste este mi pecado misericordiosamente, guardándome, lleno de execrables<br />

inmundicias, de las aguas del mar para llegar a las aguas de tu gracia, con las cuales lavado, se<br />

secasen los ríos de los ojos de mi madre, con los que ante ti regaba por mí todos los días la tierra<br />

que caía bajo su rostro.<br />

Sin embargo, como rehusase volver sin mí, apenas pude persuadirla a que permaneciera aquella<br />

noche en lugar próximo a nuestra nave, la Memoria de San Cipriano. Mas aquella misma noche<br />

me partí a hurtadillas sin ella, dejándola orando y llorando. ¿Y qué era lo que te pedía, Dios mío,<br />

con tantas lágrimas, sino que no me dejases navegar? Pero tú, mirando las cosas desde un punto<br />

más alto y escuchando en el fondo su deseo, no cuidaste de lo que entonces te pedía para hacerme<br />

tal como siempre te pedía.<br />

Sopló el viento, hinchó nuestras velas y desapareció de nuestra vista la playa, en la que mi madre,<br />

a la mañana siguiente, enloquecía de dolor, llenando de quejas y gemidos tus oídos, que no los<br />

atendían, antes bien me dejabas correr tras mis pasiones para dar fin a mis concupiscencias y<br />

castigar en ella con el justo azote del dolor su deseo carnal. Porque también como las demás<br />

madres, y aún mucho más que la mayoría de ellas, deseaba tenerme junto a sí, sin saber los<br />

grandes gozos que tú la preparabas con mi ausencia. No lo sabía, y por eso lloraba y se<br />

lamentaba, acusando con tales lamentos el fondo que había en ella de Eva al buscar con gemidos<br />

lo que con gemidos había parido.<br />

Por fin, después de haberme acusado de mentiroso y mal hijo y haberte rogado de nuevo por mí,<br />

se volvió a su vida ordinaria y yo a Roma.<br />

CAPITULO IX<br />

40


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

16. Aquí fui yo recibido con el azote de una enfermedad corporal, que estuvo a punto de<br />

mandarme al sepulcro, cargado con todas las maldades que había cometido contra ti, contra mí y<br />

contra el prójimo, a más del pecado original, en el que todos morimos en Adán 17. Porque todavía<br />

no me habías perdonado ninguno de ellos en Cristo, ni éste había deshecho en su cruz las<br />

enemistades 18 que había contraído contigo con mis pecados. ¿Y cómo los había de deshacer en<br />

aquella cruz fantástica que yo creía de él? Porque tan verdadera era la muerte de mi alma como<br />

falsa me parecía a mí la muerte de su carne, y tan verdadera la muerte de su carne como falsa la<br />

vida de mi alma, que no creía esto. Y agravándose las fiebres, ya casi estaba a punto de irme y<br />

perecer. Pero ¿adónde hubiera ido, si entonces hubiera tenido que salir de este mundo, sino al<br />

fuego y tormentos que merecían mis acciones, según la verdad de tu ordenación? No sabía esto<br />

mi madre, pero oraba por mí ausente, escuchándola tú, presente en todas partes allí donde ella<br />

estaba, y ejerciendo tu misericordia conmigo donde yo estaba, a fin de que recuperara la salud del<br />

cuerpo, todavía enfermo y con un corazón sacrílego. Porque estando en tan gran peligro no<br />

deseaba bautismo, siendo mejor de niño, cuando lo supliqué de la piedad de mi madre, como ya<br />

tengo recordado y confesado. Mas había crecido, para vergüenza mía, y, necio, burlábame de los<br />

consejos de tu medicina.<br />

Con todo, no permitiste que en tal estado muriese yo doblemente, y con cuya herida, de haber<br />

sido traspasado el corazón de mi madre, nunca hubiera sanado. Porque no puedo decir<br />

bastantemente el gran amor que me tenía y con cuánto mayor cuidado me paría en el espíritu que<br />

me había parido en la carne.<br />

17. Así que no veo cómo hubiese podido sanar si mi muerte en tal estado hubiese traspasado las<br />

entrañas de su amor. ¿Y qué hubiese sido de tantas y tan continuas oraciones como por mí te<br />

hacía sin cesar? ¿Acaso tú, Dios de las misericordias, despreciarías el corazón contrito y<br />

humillado 19 de aquella viuda casta y sobria, que hacía frecuentes limosnas y servía obsequios a<br />

tus santos? ¿Que ningún día dejaba de llevar su oblación al altar? ¿Que iba dos veces al día -<br />

mañana y tarde- a tu iglesia, sin faltar jamás, y esto no para entretenerse en vanas conversaciones<br />

y chismorreos de viejas, sino para oírte a ti en los sermones y que tú la oyeses a ella en sus<br />

oraciones? ¿Habías tú de despreciar las lágrimas con que ella te pedía no oro, ni plata, ni bien<br />

alguno frágil y mudable, sino la salud de su hijo? ¿Habrías tú, digo, por cuyo favor era ella tal, de<br />

despreciarla y negarle tu auxilio? De ningún modo, Señor; antes estabas presente a ella, y la<br />

escuchabas, y hacías lo que te pedía, mas por el modo señalado por tu providencia.<br />

No era posible, no, que tú la engañaras en aquellas visiones y respuestas que le habías dado, de<br />

alguna de las cuales hemos hablado ya, y otras que paso en silencio, las cuales conservaba ella<br />

fielmente en su pecho y te las recordaba en sus oraciones como firmas de tu mano, que debías<br />

cumplir. Porque aunque tu misericordia es infinita 20 , tienes a bien hacerte deudor con promesas<br />

de aquellos mismos a quienes tú perdonas todas sus deudas.<br />

CAPITULO X<br />

18. Restablecísteme, pues, de aquella enfermedad y salvaste al hijo de tu sierva por entonces, en<br />

cuanto al cuerpo, para tener a quién dar después una mejor y más segura salud. En Roma<br />

juntábame yo con los que se decían santos, engañados y engañadores; porque no sólo trataba con<br />

los oyentes, de cuyo número era el huésped de la casa en que yo había caído enfermo y<br />

convalecido, sino también con los que llaman electos.<br />

Todavía me parecía a mí que no éramos nosotros los que pecábamos, sino que era no sé qué<br />

naturaleza extraña la que pecaba en nosotros, por lo que se deleitaba mi soberbia en considerarme<br />

exento de culpa y no tener que confesar, cuando había obrado mal, mi pecado para que tú sanases<br />

mi alma, porque contra ti era contra quien yo pecaba 21 . Antes gustaba de excusarme y acusar a<br />

no sé qué ser extraño que estaba conmigo, pero que no era yo. Mas, a la verdad, yo era todo<br />

41


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

aquello, y mi impiedad me había dividido contra mí mismo. Y lo más incurable de mi pecado era<br />

que no me tenía por pecador, deseando más mi execrable iniquidad que tú fueras vencido por mí<br />

en mí para mi perdición, que no serlo yo por ti para mi salvación. Porque todavía no habías<br />

puesto guardia a mi boca ni puerta que cerrase mis labios para que mi corazón no declinase a las<br />

malas palabras ni buscase excusa a mis pecados entre los hombres que obran la iniquidad, y<br />

ésta era la razón por que alternaba con los electos 22 de los maniqueos. Mas, desesperando ya de<br />

poder hacer algún progreso en aquella falsa doctrina, y aun las mismas cosas que había<br />

determinado conservar hasta no hallar algo mejor, profesábalas ya con tibieza y negligencia.<br />

19. Por este tiempo se me vino también a la mente la idea de que los filósofos que llaman<br />

académicos habían sido los más prudentes, por tener como principio que se debe dudar de todas<br />

las cosas y que ninguna verdad puede ser comprendida por el hombre. Así me pareció entonces<br />

que habían claramente sentido, según se cree vulgarmente, por no haber todavía entendido su<br />

intención.<br />

En cuanto a mi huésped, no me recaté de llamarle la atención sobre la excesiva credulidad que vi<br />

tenía en aquellas cosas fabulosas de que estaban llenos los libros maniqueos. Con todo, usaba<br />

más familiarmente de la amistad de los que eran de la secta que de los otros hombres que no<br />

pertenecían a ella. No defendía ya ésta, es verdad, con el entusiasmo primitivo; mas su<br />

familiaridad -en Roma había muchos de ellos ocultos- me hacía extraordinariamente perezoso<br />

para buscar otra cosa, sobre todo desesperando de hallar la verdad en tu Iglesia, ¡oh Señor de<br />

cielos y tierra y creador de todas las cosas visibles e invisibles!, de la cual aquéllos me apartaban,<br />

por parecerme cosa muy torpe creer que tenías figura de carne humana y que estabas limitado por<br />

los contornos corporales de nuestros miembros. Y porque cuando yo quería pensar en mi Dios no<br />

sabía imaginar sino masas corpóreas, pues no me parecía que pudiera existir lo que no fuese tal,<br />

de ahí la causa principal y casi única de mi inevitable error.<br />

20. De aquí nacía también mi creencia de que la sustancia del mal era propiamente tal [corpórea]<br />

y de que era una mole negra y deforme; ya crasa, a la que llamaban tierra; ya tenue y sutil, como<br />

el cuerpo del aire, la cual imaginaban como una mente maligna que reptaba sobre la tierra. Y<br />

como la piedad, por poca que fuese, me obligaba a creer que un Dios bueno no podía crear<br />

naturaleza alguna mala, imaginábalas como dos moles entre sí contrarias, ambas infinitas, aunque<br />

menor la mala y mayor la buena; y de este principio pestilencial se me seguían los otros<br />

sacrilegios. Porque intentando mi alma recurrir a la fe católica, era rechazado, porque no era fe<br />

católica aquella que yo imaginaba. Y parecíame ser más piadoso, ¡oh Dios!, a quien alaban en mí<br />

tus misericordias, en creerte infinito por todas partes, a excepción de aquella por que se te oponía<br />

la masa del mal, que no juzgarte limitado por todas partes por las formas del cuerpo humano.<br />

También me parecía ser mejor creer que no habías creado ningún mal -el cual aparecía a mi<br />

ignorancia no sólo como sustancia, sino como una sustancia corpórea, por no poder imaginar al<br />

espíritu sino como un cuerpo sutil que se difunde por los espacios- que creer que la naturaleza del<br />

mal, tal como yo la imaginaba, procedía de ti.<br />

Al mismo Salvador nuestro, tu Unigénito, de tal modo le juzgaba salido de aquella masa<br />

lucidísima de tu mole para salud nuestra, que no creía de El sino lo que mi vanidad me sugería.<br />

Y así juzgaba que una tal naturaleza como la suya no podía nacer de la Virgen María sin<br />

mezclarse con la carne, ni veía cómo podía mezclarse sin mancharse lo que yo imaginaba tal, y<br />

así temía creerle nacido en la carne, por no verme obligado a creerle manchado con la carne.<br />

Sin duda que tus espirituales se reirán ahora blanda y amorosamente al leer estas mis<br />

Confesiones; pero, realmente, así era yo.<br />

CAPITULO XI<br />

42


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

21. Por otra parte, no creía ya que las cosas que reprendían aquéllos [los maniqueos] en tus<br />

<strong>Escritura</strong>s podían sostenerse. Con todo, de cuando en cuando deseaba sinceramente consultar<br />

cada uno de dichos lugares con algún varón doctísimo en tales libros y ver lo que él realmente<br />

sentía sobre ellos. Porque ya estando en Cartago habían empezado a moverme los discursos de un<br />

tal Elpidio, que públicamente habló y disertó contra los maniqueos, alegando tales cosas de la<br />

Sagrada <strong>Escritura</strong>, que no era fácil refutarle.<br />

En cambio, la respuesta que aquéllos dieron me pareció muy débil, y aun ésta no la daban<br />

fácilmente en público, sino a nosotros muy en secreto, diciendo que las <strong>Escritura</strong>s del Nuevo<br />

Testamento habían sido falseadas por no sé quiénes, que habían querido mezclar la ley de los<br />

judíos con la fe cristiana, bien que ellos no podían presentar ningún ejemplo incorrupto.<br />

Pero lo que principalmente me tenía cogido y ahogado eran las corporeidades que yo imaginaba<br />

cuando pensaba en aquellas dos grandes moles, que parecían oprimirme, y bajo cuyo peso,<br />

anhelante, me era imposible respirar el aura pura y sencilla de tu verdad.<br />

CAPITULO XII<br />

22. Con toda diligencia había empezado a poner por obra el designio que me había llevado a<br />

Roma, y que era enseñar el arte retórico, comenzando por reunir al principio a algunos<br />

estudiantes en casa para darme a conocer a ellos y por su medio a los demás.<br />

Mas al punto advertí con sorpresa que los estudiantes de Roma hacían otras travesuras que no<br />

había experimentado con los de Cartago. Porque si era verdad, como me habían asegurado, que<br />

aquí {Roma} no se practicaban aquellas trastadas de los jóvenes perdidos de allí {Cartago},<br />

también me aseguraban que aquí los estudiantes se concertaban mutuamente para dejar de repente<br />

de asistir a las clases y pasarse a otro maestro, con el fin de no pagar el salario debido, faltando<br />

así a su fe y teniendo en nada la justicia por amor del dinero.<br />

Odiaba también a éstos mi corazón, aunque no con odio perfecto 23 , porque realmente más les<br />

aborrecía por el perjuicio que me causaban que por la injusticia en sí que cometían. Infames son,<br />

sin duda, los que así obran y andan divorciados 24 de ti, amando unas burlas y engaños pasajeros<br />

y un interés de lodo que no se puede coger con la mano sin mancharse, agarrándose.al mundo<br />

efímero que huye, y despreciándote a ti, que permaneces eternamente y llamas y perdonas al alma<br />

humana pecadora que se vuelve a ti. Aun ahora mismo siento aborrecimiento a gente tan<br />

depravada y descompuesta, si bien deseo que se enmienden, a fin de que prefieran la doctrina que<br />

aprenden al dinero, y antes que aquélla, a ti, Dios, verdad y abundancia de bien verdadero y paz<br />

castísima del alma. Pero entonces -lo confieso- más deseaba que no fuesen malos por mi bien,<br />

que no buenos por tu amor.<br />

CAPITULO XIII<br />

23. Así que cuando la ciudad de Milán escribió al prefecto de Roma para que la proveyera de<br />

maestro de retórica, con facultad de usar la posta pública, yo mismo solicité presuroso, por medio<br />

de aquellos embriagados con las vanidades maniqueas -de los que iba con ello a separarme, sin<br />

saberlo ellos ni yo-, que, mediante la presentación de un discurso de prueba, me enviase a mí el<br />

prefecto a la sazón, Símaco.<br />

Llegué a Milán y visité al obispo, Ambrosio, famoso entre los mejores de la tierra, piadoso siervo<br />

tuyo, cuyos discursos suministraban celosamente a tu pueblo "la flor de tu trigo", "la alegría del<br />

óleo" y "la sobria embriaguez de tu vino". A él era yo conducido por ti sin saberlo, para ser por él<br />

conducido a ti sabiéndolo.<br />

Aquel hombre de Dios me recibió paternalmente y se interesó mucho por mi viaje como obispo.<br />

Yo comencé a amarle; al principio, no ciertamente como a doctor de la verdad, la que<br />

desesperaba de hallar en tu Iglesia, sino como a un hombre afable conmigo. Oíale con todo<br />

cuidado cuando predicaba al pueblo, no con la intención que debía, sino como queriendo explorar<br />

43


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

su facundia y ver si correspondía a su fama o si era mayor o menor que la que se pregonaba,<br />

quedándome colgado de sus palabras, pero sin cuidar de lo que decía, que más bien despreciaba.<br />

Deleitábame con la suavidad de sus sermones, los cuales, aunque más eruditos que los de Fausto,<br />

eran, sin embargo, menos festivos y dulces que los de éste en cuanto al modo de decir; porque, en<br />

cuanto al fondo de los mismos, no había comparación, pues mientras Fausto erraba por entre las<br />

fábulas maniqueas, éste enseñaba saludablemente la salud eterna. Porque lejos de los pecadores<br />

anda la salud 25 , y yo lo era entonces. Sin embargo, a ella me acercaba insensiblemente y sin<br />

saberlo.<br />

CAPITULO XIV<br />

24. Y aun cuando no me cuidaba de aprender lo que decía, sino únicamente de oír cómo lo decía -<br />

era este vano cuidado lo único que había quedado en mí, desesperado ya de que hubiese para el<br />

hombre algún camino que le condujera a ti-, veníanse a mi mente, juntamente con las palabras<br />

que me agradaban las cosas que despreciaba, por no poder separar unas de otras, y así, al abrir mi<br />

corazón para recibir lo que decía elocuentemente, entraba en él al mismo tiempo lo que decía de<br />

verdadero; mas esto por grados.<br />

Porque primeramente empezaron a parecerme defendibles aquellas cosas y que la fe católica -en<br />

pro de la cual creía yo que no podía decirse nada ante los ataques de los maniqueos- podía<br />

afirmarse y sin temeridad alguna, máxime habiendo sido explicados y resueltos una, dos y más<br />

veces los enigmas de las <strong>Escritura</strong>s del Viejo Testamento, que, interpretados por mí a la letra, me<br />

daban muerte. Así, pues, declarados en sentido espiritual muchos de los lugares de aquellos<br />

libros, comencé a reprender aquella mi desesperación, que me había hecho creer que no se podía<br />

resistir a los que detestaban y se reían de la ley y los profetas.<br />

Mas no por eso me parecía que debía seguir el partido de los católicos, porque también el<br />

catolicismo podía tener sus defensores doctos, quienes elocuentemente, y no de modo absurdo,<br />

refutasen las objeciones, ni tampoco por esto me parecía que debía condenar lo que antes tenía<br />

porque las defensas fuesen iguales. Y así, si por una parte la católica no me parecía vencida,<br />

todavía aún no me parecía vencedora.<br />

25. Entonces dirigí todas las fuerzas de mi espíritu para ver si podía de algún modo, con algunos<br />

argumentos ciertos, convencer de falsedad a los maniqueos. La verdad es que si yo entonces<br />

hubiera podido concebir una sustancia espiritual, al punto se hubieran deshecho aquellos<br />

artilugios y los hubiera arrojado de mi alma; pero no podía.<br />

Sin embargo, considerando y comparando más y más lo que los filósofos habían sentido acerca<br />

del ser físico de este mundo y de toda la Naturaleza, que es objeto del sentido de la carne, juzgaba<br />

que eran mucho más probables las doctrinas de éstos que no las de aquéllos {maniqueos}. Así<br />

que, dudando de todas las cosas y fluctuando entre todas, según costumbre de los académicos,<br />

como se cree, determiné abandonar a los maniqueos, juzgando que durante el tiempo de mi duda<br />

no debía permanecer en aquella secta, a la que anteponía ya 'algunos filósofos, a quienes, sin<br />

embargo, no quería encomendar de ningún modo la curación de las lacerías de mi alma por no<br />

hallarse en ellos el nombre saludable de Cristo.<br />

En consecuencia, determiné permanecer catecúmeno en la Iglesia católica, que me había sido<br />

recomendada por mis padres, hasta tanto que brillase algo cierto a donde dirigir mis pasos.<br />

LIBRO SEXTO<br />

CAPITULO I<br />

1. ¡Esperanza mía desde la juventud! 1 ¿Dónde estabas para mí o a qué lugar te habías retirado?<br />

¿Acaso no eras tú quien me había creado y diferenciado de los cuadrúpedos y hecho más sabio<br />

44


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

que las aves del cielo? Mas yo caminaba por tinieblas y resbaladeros y te buscaba fuera de mí, y<br />

no te hallaba, ¡oh Dios de mi corazón!, y había venido a dar en lo profundo del mar 2 , y<br />

desconfiaba y desesperaba de hallar la verdad.<br />

Ya había venido a mi lado la madre, fuerte por su piedad, siguiéndome por mar y tierra, segura de<br />

ti en todos los peligros; tanto, que hasta en las tormentas que padecieron en el mar era ella quien<br />

animaba a los marineros -siendo así que suelen ser éstos quienes animan a los navegantes<br />

desconocedores del mar cuando se turban-, prometiéndoles que llegarían con felicidad al término<br />

de su viaje, porque así se lo habías prometido tú en una visión.<br />

Hallóme en grave peligro por mi desesperación de encontrar la verdad. Sin embargo, cuando le<br />

indiqué que ya no era maniqueo, aunque tampoco cristiano católico, no saltó de alegría como<br />

quien oye algo inesperado, por estar ya segura de aquella parte de mi miseria, en la que me<br />

lloraba delante de ti como a un muerto que había de ser resucitado, y me presentaba<br />

continuamente en las andas de tu pensamiento para que tú dijeses al hijo de la viuda: Joven, a ti<br />

te digo: levántate 3 , y reviviese y comenzase a hablar y tú lo entregases a su madre.<br />

Ni se turbó su corazón con inmoderada alegría al oír cuánto se había cumplido ya de lo que con<br />

tantas lágrimas te suplicaba todos los días le concedieras, viéndome, si no en posesión de la<br />

verdad, sí alejado de la falsedad. Antes bien, porque estaba cierta de que le habías de dar lo que<br />

restaba -pues le habías prometido concedérselo todo-, me respondió con mucho sosiego y con el<br />

corazón lleno de confianza, que ella creía en Cristo que antes de salir de esta vida me había de<br />

ver católico fiel.<br />

Esto en cuanto a mí, que en cuanto a ti, ¡oh fuente de las misericordias!, redoblaba sus oraciones<br />

y lágrimas para que acelerases tu auxilio y esclarecieras mis tinieblas, y acudía con mayor<br />

solicitud a la iglesia para quedar suspensa de los labios de Ambrosio, como de la fuente de agua<br />

viva que salta hasta la vida eterna 4 . Porque amaba ella a este varón como a un ángel de Dios,<br />

pues conocía que por él había venido yo en aquel intermedio a dar en aquella fluctuante<br />

indecisión, por la que presumía segura que había de pasar de la enfermedad a la salud, salvado<br />

que hubiese aquel peligro agudo que, por su mayor gravedad, llaman los médicos "crítico".<br />

CAPÍTULO II<br />

2. Así, pues, como llevase, según solía en Africa, puches, pan y vino a las Memorias de los<br />

mártires y se lo prohibiese el portero, cuando conoció que lo había vedado el Obispo, se resignó<br />

tan piadosa y obedientemente que yo mismo me admiré de que tan fácilmente se declarase<br />

condenadora de aquella costumbre, más bien que criticadora de semejante prohibición.<br />

Y es que no era la vinolencia la que dominaba su espíritu, ni el amor del vino la encendía en odio<br />

de la verdad como sucedía a muchos hombres y mujeres, que sentían náuseas ante el cántico de la<br />

sobriedad, como los beodos ante la bebida aguada, Antes ella, trayendo el canastillo con las<br />

acostumbradas viandas, que habían de ser probadas y repartidas, no ponía más que un vasito de<br />

vino aguado, según su gusto harto sobrio, de donde tomara lo suficiente para hacer aquel honor.<br />

Y si eran muchos los sepulcros que debían ser honrados de este modo, traía el vasito por todos no<br />

sólo muy aguado, sino también templado, el cual repartía con los suyos presentes, dándoles<br />

pequeños sorbos, porque buscaba en ello la piedad y no el deleite.<br />

Así que tan pronto como supo que este esclarecido predicador y maestro de la verdad había<br />

prohibido se hiciera esto -aun por los que lo hacían sobriamente, para no dar con ello ocasión de<br />

emborracharse a los ebrios y porque éstas, a modo de parentales, ofrecían muchísima semejanza<br />

con la superstición de los gentiles-, se abstuvo muy conforme, y en lugar del canastillo lleno de<br />

frutos terrenos aprendió a llevar a los sepulcros de los mártires el pecho lleno de santos deseos y<br />

a dar lo que podía a los pobres, y de este modo celebrar la comunión con el cuerpo del Señor allí,<br />

a imitación de cuya pasión fueron inmolados y coronados los mártires.<br />

45


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Mas tengo para mí, Señor y Dios mío-y así lo cree en tu presencia mi corazón-, que tal vez mi<br />

madre no hubiera cedido tan fácilmente de aquella costumbre -que era, sin embargo, necesario<br />

cortar- si la hubiese prohibido otro a quien no amase tanto como a Ambrosio; porque realmente le<br />

amaba sobremanera por mi salvación, así como él a ella por la religiosidad y fervor con que<br />

frecuentaba la iglesia con toda clase de obras buenas; de tal modo que cuando me encontraba con<br />

él solía muchas veces prorrumpir en alabanzas de ella, felicitándome por tener tal madre,<br />

ignorando él qué hijo tenía ella en mí, que dudaba de todas aquellas cosas y creía era imposible<br />

hallar la verdadera senda de la vida.<br />

CAPITULO III<br />

3. Ni siquiera gemía orando para que me socorrieras, sino que mi espíritu se hallaba ocupado en<br />

investigar e inquieto en discutir, teniendo al mismo Ambrosio por hombre feliz según el mundo,<br />

viéndole tan honrado de tan altas potestades. Sólo su celibato me parecía trabajoso. Mas yo no<br />

podía sospechar, por no haberlo experimentado nunca, las esperanzas que abrigaba, ni las luchas<br />

que tenía que sostener contra las tentaciones de su propia excelencia, ni los consuelos de que<br />

gozaba en las adversidades, ni los sabrosos deleites que gustaba con la boca interior de su<br />

corazón cuando rumiaba tu pan; ni él, a su vez, conocía mis inquietudes, ni la profundidad de mi<br />

peligro, por no poderle yo preguntar lo que quería y como quería, y de cuyos oídos y boca me<br />

apartaba la multitud de hombres de negocios, a cuyas flaquezas él servía.<br />

Cuando éstos le dejaban libre, que era muy poco tiempo, dedicábase o a reparar las fuerzas del<br />

cuerpo con el alimento necesario o las de su espíritu con la lectura. Cuando leía, hacíalo pasando<br />

la vista por encima de las páginas, penetrando su alma en el sentido sin decir palabra ni mover la<br />

lengua.<br />

Muchas veces, estando yo presente-pues a nadie se le prohibía entrar ni había costumbre de<br />

avisarle quién venía-, le vi leer calladamente, y nunca de otro modo; y estando largo rato sentado<br />

en silencio -porque ¿quién se atrevía a molestar a un hombre tan atento?-, me largaba,<br />

conjeturando que aquel poco tiempo que se le concedía para reparar su espíritu, libre del tumulto<br />

de los negocios ajenos, no quería se lo ocupasen en otra cosa, leyendo mentalmente, quizá por si.<br />

alguno de los oyentes, suspenso y atento a la lectura, hallara algún pasaje obscuro en el autor que<br />

leía y exigiese se lo explicara o le obligase a disertar sobre cuestiones difíciles, gastando el<br />

tiempo en tales cosas, con lo que no pudiera leer tantos volúmenes como deseaba, aunque más<br />

bien creo que lo hiciera así por conservar la voz, que se le tomaba con facilidad.<br />

En todo caso, cualquiera que fuese la intención con que aquel varón lo hacía, ciertamente era<br />

buena.<br />

4. Lo cierto es que a mí no se me daba tiempo para Interrogar a tan santo oráculo tuyo, su pecho,<br />

sobre las cosas que yo deseaba, sino cuando sólo podía darme una respuesta breve, y mis<br />

inquietudes perdían mucho tiempo y vagar en aquel con quien las había de conferir, cosa que<br />

nunca hallaba. Oíale, es verdad, predicar al pueblo rectamente la palabra de la verdad 5 todos<br />

los domingos, confirmándome más y más en que podían ser sueltos los nudos todos de las<br />

maliciosas calumnias que aquellos engañadores nuestros levantaban contra los libros sagrados.<br />

Así que, cuando averigüé que los hijos espirituales, a quienes has regenerado en el seno de la<br />

madre Católica con tu gracia, no entendían aquellas palabras: Hiciste al hombre a tu imagen 6 , de<br />

tal suerte que creyesen o pensasen que estabas dotado de forma de cuerpo humano -aunque no<br />

acertara yo entonces a imaginar, pero ni aun siquiera a sospechar de lejos, el ser de una sustancia<br />

espiritual-, me alegré de ello, avergonzándome de haber ladrado tantos años no contra la fe<br />

católica, sino contra los engendros de mi inteligencia carnal, siendo impío y temerario por haber<br />

dicho reprendiendo lo que debía haber aprendido preguntando. Porque ciertamente tú - ¡oh<br />

altísimo y próximo, secretísimo y presentísimo, en quien no hay miembros mayores ni menores,<br />

46


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

sino que estás todo en todas partes, sin que te reduzcas a ningún lugar!- no tienes ciertamente tal<br />

figura corporal, no obstante que hayas hecho al hombre a tu imagen y desde la cabeza a los pies<br />

ocupe éste un lugar.<br />

CAPITULO IV<br />

5. No sabiendo, pues, cómo pudiera subsistir esta tu imagen [en el hombre], debí proponer<br />

llamando el modo como se debía creer, no oponerme insultando como si realmente fuera aquello<br />

que yo creía. Y así, tanto más agudamente me roía el corazón el cuidado de alcanzar algo cierto,<br />

cuanto más me confundía el haber vivido tanto tiempo engañado y burlado con la promesa de<br />

cosas ciertas y haber sostenido con pueril empeño y animosidad tantas cosas dudosas como<br />

ciertas.<br />

Sin embargo, ya era cierto para mí que eran dudosas no obstante que en algún tiempo las creí<br />

ciertas, es decir, cuando con mis ciegas disputas combatía a tu Católica, a la cual, aunque<br />

entonces no conocía por maestra de la verdad, al menos sabía que no enseñaba aquellas cosas de<br />

que gravemente la acusaba.<br />

Por esta razón me llenaba de confusión, y volvía contra mí, y me alegraba, Dios mío, de que tu<br />

Iglesia única -cuerpo de tu Único, y en la cual siendo niño se me había inculcado el nombre de<br />

Cristo- no gustase de tan pueriles engaños ni tuviera como doctrina sana el que tú, Creador de<br />

todas las cosas, estuvieses confinado en un lugar, aunque sumo y amplio, pero al fin limitado por<br />

la figura de los miembros humanos.<br />

6. También me alegraba de que las Antiguas <strong>Escritura</strong>s de la ley y los profetas ya no se me<br />

propusiesen en aquel aspecto de antes, en que me parecían absurdas, reprendiéndolas como si tal<br />

hubieran sentido tus santos, cuando en realidad nunca habían sentido de ese modo; y así oía con<br />

gusto decir muchas veces a Ambrosio en sus sermones al pueblo recomendando con mucho<br />

encarecimiento como una regla segura que la letra mata y el espíritu vivifica 7 al exponer<br />

aquellos pasajes, que, tomados a la letra, parecían enseñar la perversidad, pero que, interpretados<br />

en un sentido espiritual, roto el velo místico que les envolvía, no decían nada que pudiera<br />

ofenderme, aunque todavía ignorase si las cosas que decía eran o no verdaderas.<br />

Por eso retenía a mi corazón de todo asentimiento, temiendo dar en un precipicio; mas con esta<br />

suspensión matábame yo mucho más, porque quería estar tan cierto de las cosas que no veía<br />

como lo estaba de que dos y tres son cinco, pues no estaba entonces tan demente que creyese que<br />

ni aun esto se podía comprender. Sino que así como entendía esto, así quería entender las demás<br />

cosas, ya fuesen las corporales, ausentes de mis sentidos, ya las espirituales, de las que no sabía<br />

pensar más que corporalmente.<br />

Es verdad que podía sanar creyendo; y de este modo, purificada más la vista de mi mente, poder<br />

dirigirme de algún modo hacia tu verdad, eternamente estable y bajo ningún aspecto defectible.<br />

Mas como suele acontecer al que cayó en manos de un mal médico, que después recela de<br />

entregarse en manos del bueno, así me sucedía a mí en lo tocante a la salud de mi alma; porque<br />

no pudiendo sanar sino creyendo, por temor de dar en una falsedad, rehusaba ser curado,<br />

resistiéndome a tu tratamiento, tú que has confeccionado la medicina de la fe y la has esparcido<br />

sobre las enfermedades del orbe, dándole tanta autoridad y eficacia.<br />

CAPITULO V<br />

7. Sin embargo, desde esta época empecé ya a dar preferencia a la doctrina católica, porque me<br />

parecía que aquí se mandaba con más modestia, y de ningún modo falazmente, creer lo que no se<br />

demostraba -fuese porque, aunque existiesen las pruebas, no había sujeto capaz de ellas; fuese<br />

porque no existiesen-, que no allí, en donde se despreciaba la fe y se prometía con temeraria<br />

arrogancia la ciencia y luego se obligaba a creer una infinidad de fábulas absurdísimas que no<br />

podían demostrar.<br />

47


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Después, con mano blandísima y misericordiosísima, comenzaste, Señor, a tratar y componer<br />

poco a poco mi corazón y me persuadiste-al considerar cuántas cosas creía que no había visto ni a<br />

cuya formación había asistido, como son muchas de las que cuentan los libros de los gentiles;<br />

cuántas relativas a los lugares y ciudades que no había visto; cuántas referentes a los amigos, a<br />

los médicos y a otras clases de hombres que, si no las creyéramos, no podríamos dar un paso en<br />

la vida, y, sobre todo, cuán inconcusamente creía ser hijo de tales padres, cosa que no podría<br />

saber sin dar fe a 1o que me habían dicho -de que más que los que creen en tus libros, que has<br />

revestido de tanta autoridad en casi todos los pueblos del mundo, deberían ser culpados los que<br />

no creyesen en ellos; y que así no debía dar oídos a los que tal vez me dijeren: "¿De dónde sabes<br />

tú que aquellos libros han sido dados a los hombres por el Espíritu de Dios, único y veracísimo?"<br />

Porque precisamente esto era lo que mayormente debía creer, por no haber podido persuadirme<br />

ningún ataque de las opiniones calumniosas, que yo había leído en los muchos escritos<br />

contradictorios de los filósofos, a que no creyera alguna vez que tú no existías -aunque yo<br />

ignorase lo que eras- y que no tienes cuidado de las cosas humanas.<br />

8. Esto lo creía unas veces más fuertemente y otras más débilmente; pero que existías y tenías<br />

cuidado del género humano, siempre creí, si bien ignoraba lo que debía sentir de tu sustancia y<br />

qué vía era la que nos conducía o reducía a ti. Por lo cual, reconociéndonos enfermos para hallar<br />

la verdad por la razón pura y comprendiendo que por esto nos es necesaria la autoridad de las<br />

sagradas letras, comencé a entender que de ningún modo habrías dado tan soberana autoridad a<br />

aquellas <strong>Escritura</strong>s en todo el mundo, si no quisieras que por ellas te creyésemos y buscásemos.<br />

Y en cuanto a los absurdos en que antes solía tropezar, habiendo oído explicar en un sentido<br />

aceptable muchos de sus lugares, atribuíalo ya a la profundidad de sus misterios, pareciéndome la<br />

autoridad de las <strong>Escritura</strong>s tanto más venerable y digna de la fe sacrosanta cuanto que es<br />

accesible a todos los que quieren leerlas, y reserva la dignidad de su secreto bajo un sentido más<br />

profundo, y, prestándose a todos con unas palabras clarísimas y un lenguaje humilde, da en qué<br />

entender aun a los que no son leves de corazón; por lo que, si recibe a todos en su seno popular,<br />

son pocos los que deja pasar hacia ti por sus estrechos agujeros; muchos más, sin embargo, de los<br />

que serían si el prestigio de su autoridad no fuera tan excelso o no admitiera a las turbas en el<br />

gremio de su santa humildad.<br />

Pensaba yo en estas cosas, y tú me asistías; suspiraba, y tú me oías; vacilaba, y tú me gobernabas;<br />

marchaba por la senda ancha del siglo, y tú no me abandonabas.<br />

CAPITULO VI<br />

9. Sentía vivísimos deseos de honores, riquezas y matrimonio , y tú te reías de mí. Y en estos<br />

deseos padecía amarguísimos trabajos, siéndome tú tanto más propicio cuanto menos consentías<br />

que hallase dulzura en lo que no eras tú. Ve, Señor, mi corazón, tú qué quisiste que te recordase y<br />

confesase esto. Adhiérase ahora a ti mi alma, a quien libraste de liga tan tenaz de muerte. ¡Qué<br />

desgraciada era! Y tú la punzabas, Señor, en lo más dolorido de la herida, para que, dejadas todas<br />

las cosas, se convirtiese a ti, que estás sobre todas ellas y sin quien no existiría absolutamente<br />

ninguna; se convirtiese a ti, digo, y fuese curada.<br />

¡Qué miserable era yo entonces y cómo obraste conmigo para que sintiese mi miseria en aquel<br />

día en que -como me preparase a recitar las alabanzas del emperador, en las que había de mentir<br />

mucho, y mintiendo había de ser favorecido de quienes lo sabían- respiraba anheloso mi corazón<br />

con tales preocupaciones y se consumía con fiebres de pensamientos insanos, cuando al pasar por<br />

una de las calles de Milán advertí a un mendigo que ya harto, a lo que creo, se chanceaba y<br />

divertía! Yo gemí entonces y hablé con los amigos que me acompañaban sobre los muchos<br />

dolores que nos acarreaban nuestras locuras, porque con todos nuestros empeños, cuales eran los<br />

que entonces me afligían, no hacía más que arrastrar la carga de mi infelicidad, aguijoneado por<br />

48


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

mis apetitos, aumentarla al arrastrarla, para al fin no conseguir otra cosa que una tranquila<br />

alegría, en la que ya nos había adelantado aquel mendigo y a la que tal vez no llegaríamos<br />

nosotros. Porque lo que éste había conseguido con unas cuantas monedillas de limosna era<br />

exactamente a lo que aspiraba yo por tan trabajosos caminos y rodeos; es a saber: la alegría de<br />

una felicidad temporal.<br />

Cierto que la de aquél no era alegría verdadera; pero la que yo buscaba con mis ambiciones era<br />

aún mucho más falsa. Y, desde luego, él estaba alegre y yo angustiado, él seguro y yo temblando.<br />

Ciertamente que si alguno me hubiera preguntado entonces si preferiría estar alegre o estar triste,<br />

le hubiese respondido que "estar alegre"; pero si nuevamente me preguntara si quería ser como<br />

aquél o como yo era, sin duda me escogería a mí mismo lleno de cuidados y temores; mas esto lo<br />

hubiera hecho por mi perversidad; ¿cuándo jamás con verdad? Porque no debía anteponerme yo a<br />

aquél por ser más docto que él, puesto que esto no era para mí fuente de felicidad, y yo sólo<br />

buscaba con ello agradar a los hombres y nada más que agradarles, no instruirles. Por eso<br />

quebrantabas, Señor, con el báculo de tu disciplina mis huesos 8 .<br />

10. Apártense, pues, de mi alma los que le dicen: "Importa tener en cuenta la causa de la alegría,<br />

porque el mendigo aquel se alegraba con la borrachera, tú con la gloria." ¿Y con qué gloria,<br />

Señor? Con la que no está en ti. Porque así como aquel gozo no era verdadero gozo, así aquella<br />

gloria no era verdadera gloria, antes pervertía más mi corazón. Porque aquél digeriría aquella<br />

misma noche su embriaguez, y yo, en cambio, había dormido con la mía, y me había levantado<br />

con ella, y me volvería a dormir y a levantar con ella tú sabes por cuántos días.<br />

Importa, es cierto, conocer los motivos del gozo de cada uno; lo sé, como sé que el gozo de la<br />

esperanza fiel dista incomparablemente de aquella vanidad. Mas también entonces había gran<br />

distancia entre nosotros, pues ciertamente él era más feliz que yo, no sólo porque rebosaba de<br />

alegría, en tanto que yo me consumía de cuidados, sino también porque él con buenos modos<br />

había adquirido el vino y yo buscaba la vanidad con mentiras.<br />

Muchas cosas dije entonces a este propósito a mis amigos y muchas veces volvía sobre ellas para<br />

ver cómo me iba, y hallaba que me iba mal, y sentía dolor, y yo mismo me aumentaba el mal,<br />

hasta el punto que, si me acaecía algo próspero, tenía pesar de tomarlo, porque casi antes de<br />

tomarlo se me iba de las manos.<br />

CAPITULO VII<br />

11. Lamentábamos estas cosas los que vivíamos juntos amigablemente, pero de modo especial y<br />

familiarísimo trataba de ellas con Alipio y Nebridio, de los cuales Ailipio era, como yo, del<br />

municipio de Tagaste, y nacido de una de las primeras familias municipales del mismo y más<br />

joven que yo, pues había sido discípulo mío cuando empecé a enseñar en nuestra ciudad y<br />

después en Cartago. El me quería a mí mucho por parecerle bueno y docto, así como yo a él por<br />

la excelente índole de virtud, que tanto mostraba en su no mucha edad.<br />

Sin embargo, la sima de corrupción de las costumbres de los cartagineses, con las cuales se<br />

alimentan aquellos engañosos juegos, habíale absorbido, arrastrándole tras la locura de los juegos<br />

circenses. Rodaba él miserablemente por dicho abismo cuando enseñaba yo públicamente en esta<br />

ciudad retórica, mas no me oía aún como a maestro por cierto altercado que había tenido yo con<br />

su padre. Yo sabía que amaba perdidamente el circo, de lo que me afligía no poco por parecerme<br />

que iban a perderse, si es que no estaban ya perdidas las grandes esperanzas que tenía puestas en<br />

él. Pero no hallaba modo de amonestarle y con algún apremio apartarle de ellos, ni por razón de<br />

amistad ni de magisterio, pues creía que pensaría de mí como su padre, aunque en realidad no era<br />

así, pues pospuesta la voluntad del padre en esta materia, había empezado a saludarme, viniendo<br />

a mi aula, donde me oía y luego se iba.<br />

49


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

12. Y ya se me había ido de la memoria el tratar con él de que no malograse ingenio tan excelente<br />

con aquella ciega y apasionada afición a juegos tan vanos. Pero tú, Señor, tú, que tienes en tu<br />

mano el gobernalle de todo lo creado, no te habías olvidado de él, a quien tenías destinado para<br />

ser entre tus hijos ministro de tus sacramentos; y para que abiertamente se atribuyese a ti su<br />

corrección, la hiciste ciertamente por mí, pero sin saberlo yo.<br />

Porque estando cierto día sentado en el lugar de costumbre y delante de mí los discípulos, vino<br />

Alipio, saludó, sentóse y púsose a atender a lo que se trataba; y por casualidad traía entre manos<br />

una lección que para mejor exponerla y hacer más clara y gustosa su explicación me había<br />

parecido oportuno traer la semejanza de los juegos circenses, burlándome hasta con sarcasmo de<br />

aquellos a quienes había esclavizado esta locura. Pero tú sabes, Señor, que entonces no pensé en<br />

curar a Alipio de tal peste; mas él tomó para sí lo que yo había dicho y creyó que sólo por él lo<br />

había dicho, y así lo que hubiera sido para otro motivo de enojo conmigo, él, joven virtuoso, lo<br />

tomó para enojarse contra sí mismo y para encenderse más en amor de mí.<br />

Ya habías dicho tú en otro tiempo y consignado en tus letras: Corrige al sabio y te amará 9 ; mas<br />

no era yo quien le había corregido, sino tú, que -usando de todos, conózcanlo o no, por el orden<br />

que tú sabes, y este orden es justo- hiciste de mi corazón y de mi lengua carbones abrasadores,<br />

con los cuales cauterizaras aquella mente de tan bellas esperanzas, pero pervertida, y así la<br />

sanaras.<br />

Calle, Señor, tus alabanzas quien no considere tus misericordias, las cuales te alaban de lo más<br />

íntimo de mi ser. Porque ello fue que después que oyó mis palabras salió de aquel hoyo tan<br />

profundo, en el que gustosamente se sumergía y con inefable deleite se cegaba, y sacudió el<br />

ánimo con una fuerte templanza, y saltaron de él todas las inmundicias de los juegos circenses y<br />

no volvió a poner allí los pies.<br />

Después venció la resistencia del padre para tenerme a mí de maestro, el cual cedió y consintió en<br />

ello. Mas oyéndome por segunda vez, fue envuelto conmigo en la superstición de los maniqueos,<br />

amando en ellos aquella ostentación de su continencia, que él creía legítima y sincera. Mas en<br />

realidad era falsa y engañosa, cazando con ella almas preciosas que aún no saben llegar al fondo<br />

de la virtud y, por lo mismo, fáciles de engañar con la apariencia de la virtud, siquiera fingida y<br />

simulada.<br />

CAPITULO VIII<br />

13. No queriendo dejar la carrera del mundo, tan decantada por sus padres, había ido delante de<br />

mí a Roma a estudiar Derecho, donde se dejó arrebatar de nuevo, de modo increíble y con<br />

increíble afición, a los espectáculos de gladiadores.<br />

Porque aunque aborreciese y detestase semejantes juegos, cierto día, como topase por casualidad<br />

con unos amigos y condiscípulos suyos que venían de comer, no obstante negarse enérgicamente<br />

y resistirse a ello, fue arrastrado por ellos con amigable violencia al anfiteatro y en unos días en<br />

que se celebraban crueles y funestos juegos.<br />

Decíales él: "Aunque arrastréis a aquel lugar mi cuerpo y le retengáis allí, ¿podréis acaso obligar<br />

a mi alma y a mis ojos a que mire tales espectáculos? Estaré allí como si no estuviera, y así<br />

triunfaré de ellos y de vosotros." Mas éstos, no haciendo caso de tales palabras, lleváronle<br />

consigo, tal vez deseando averiguar si podría o no cumplir su dicho.<br />

Cuando llegaron y se colocaron en los sitios que pudieron, todo el anfiteatro hervía ya en<br />

cruelísimos deleites. Mas Alipio, habiendo cerrado las puertas de dos ojos, prohibió a su alma<br />

salir de sí a ver tanta maldad. ¡Y pluguiera a Dios que hubiera cerrado también los oídos! Porque<br />

en un lance de la lucha fue tan grande y vehemente la gritería de la turba, que, vencido de la<br />

curiosidad y creyéndose suficientemente fuerte para despreciar y vencer lo que viera, fuese lo que<br />

fuese, abrió los ojos y fue herido en el alma con una herida más grave que la que recibió el<br />

50


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

gladiador en el cuerpo a quien había deseado ver; y cayó más miserablemente que éste, cuya<br />

caída había causado aquella gritería, la cual, entrando por sus oídos, abrió sus ojos para que<br />

hubiese por donde herir y derribar a aquella alma más presuntuosa que fuerte, y así presumiese en<br />

adelante menos de sí, debiendo sólo confiar en ti. Porque tan pronto como vio aquella sangre,<br />

bebió con ella la crueldad y no apartó la vista de ella, sino que la fijó con detención, con lo que se<br />

enfurecía sin saberlo, y se deleitaba con el crimen de la lucha, y se embriagaba con tan<br />

sangriento.placer.<br />

Ya no era el mismo que había venido, sino uno de tantos de la turba, con los que se había<br />

mezclado, y verdadero compañero de los que le habían llevado allí.<br />

¿Qué más? Contempló el espectáculo, voceó y se enardeció, y fue atacado de la locura, que había<br />

de estimularle a volver no sólo con los que primeramente le habían llevado, sino aparte y<br />

arrastrando a otros consigo. Mas tú te dignaste, Señor, sacarle de este estado con mano poderosa<br />

y misericordiosísima, enseñándole a no presumir de sí y a confiar de ti, aunque esto fue mucho<br />

tiempo después.<br />

CAPITULO IX<br />

14. Sin embargo, ya se iba asentando esto en su memoria para futuro remedio suyo. También creo<br />

que lo sucedido siendo estudiante y oyente mío en Cartago, cuando estando hacia mediodía<br />

repasando en el foro lo que había de recitar, según costumbre de los escolares, fue preso como<br />

ladrón por los guardias del foro, fue, sin duda, permitido por ti, Dios nuestro, no por otra razón<br />

sino para que varón que había de ser tan grande algún día comenzara a aprender cuán<br />

difícilmente se debe dejar llevar el hombre que ha de sentenciar contra otro hombre de una<br />

temeraria credulidad en el examen de las causas.<br />

Paseábase, en efecto, Alipio ante el tribunal sólo con las tabletas y el estilo, cuando he aquí que<br />

un joven del número de los estudiantes, pero verdadero ladrón que llevaba escondida un hacha,<br />

entró sin él sentirlo a las balaustradas de plomo que daban a la calle de los plateros y se puso a<br />

cortar plomo.<br />

Al ruido de los golpes alborotáronse los plateros que estaban debajo y enviaron guardias que lo<br />

prendiesen, fuera quien fuera. Mas aquél, habiendo oído las voces de aquéllos, huyó a todo<br />

escape, dejando el instrumento de hierro, temiendo ser cogido con él. Alipio, que no le había<br />

visto entrar, le vio salir precipitadamente y escapar; mas deseando saber la causa, entró en el<br />

lugar y, encontrándose con el hacha, se puso, admirado, a contemplarla. Mas he aquí que estando<br />

en esto llegan los que habían sido enviados y le sorprenden a él solo con el hierro en la mano, a<br />

cuyos golpes, alarmados, habían acudido. Echan mano de él, llévanle por fuerza, gloríanse los<br />

inquilinos del foro de haber dado con el verdadero ladrón y condúcenle desde allí al juzgado.<br />

15. Hasta aquí era menester llegar a la lección, pues al punto saliste, Señor, en socorro de su<br />

inocencia, de la que tú solo eras testigo. Porque al tiempo que era llevado o a la cárcel o al<br />

tormento, les salió al encuentro un arquitecto que tenía el cuidado supremo de los edificios<br />

públicos. Alegróse la turba muchísimo de haber topado con él, porque siempre que faltaba alguna<br />

cosa del foro sospechaba de ellos, y así supiera, al fin, quién era el verdadero ladrón. Pero como<br />

este señor había visto muchas veces a Alipio en la casa de un senador a quien él solía ir a ver<br />

frecuentemente, tan pronto como le vio, cogiéndole de la mano, le apartó de la turba y le<br />

preguntó la causa de tamaña desgracia.<br />

Cuando se enteró dio orden el arquitecto a toda aquella turba alborotada allí presente y enfurecida<br />

contra Alipio de que fueran con él. Cuando llegaron a la casa de aquel joven adolescente autor<br />

del delito, hallábase a la puerta un muchacho tan pequeñito que no era fácil sospechar mal alguno<br />

para su dueño, y el cual podía decirlo todo, puesto que le había acompañado al foro. Habiéndole<br />

reconocido Alipio, se lo dijo al arquitecto, quien enseñándole el hacha le dijo: "¿Sabes de quien<br />

51


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

es ésta?" A lo que contestó el muchacho sin demora: "Nuestra." Después, interrogado, descubrió<br />

lo restante.<br />

De este modo, trasladada la causa a aquella casa y confusas las turbas, que habían empezado a<br />

triunfar de él, salió más experimentado e instruido; él, que había de ser dispensador de tu palabra<br />

y examinador de muchas causas de tu Iglesia.<br />

CAPITULO X<br />

16. Halléle yo ya en Roma, y unióseme con vínculo tan estrecho de amistad, que se partió<br />

conmigo a Milán, ya por no separarse de mí, ya por ejercitarse algo en lo que había aprendido de<br />

Derecho, aunque esto más era por- voluntad de sus padres que suya'. Tres veces había hecho ya<br />

de asesor, y su entereza había admirado a todos, admirándose más él de que ellos pospusiesen la<br />

inocencia al dinero.<br />

También fue probada su integridad, no sólo con el cebo de la avaricia, sino también con el<br />

estímulo del temor. Hacía en Roma de asesor del conde del erario de las tropas italianas, y<br />

hallábase en este tiempo un senador poderosísimo, que tenía obligados a muchos con sus<br />

beneficios, y a otros muchos sujetos con sus amenazas. Intentó éste hacer, según la costumbre de<br />

su poderío, no sé qué cosa que estaba prohibida por las leyes, y opúsosele Alipio. Prometióle<br />

dones, y rióse de ellos. Dirigióle amenazas, y se burló de ellas, admirando todos alma tan<br />

extraordinaria, que así despreciaba a un hombre tan poderoso y tan celebrado de la fama por los<br />

mil modos que tenía de hacer bien o mal, y a quien no había nadie que no quisiera tener por<br />

amigo o le temiera de enemigo. Hasta el mismo juez, cuyo asesor era Alipio, si bien no quería<br />

que lo hiciera dicho senador, no se atrevía a negárselo abiertamente, sino que echándole a aquél<br />

la culpa, le decía que no se lo permitía éste; antes si él se lo concediese, éste se iría de él.<br />

Sólo una cosa estuvo a punto de hacerle caer por su amor a las letras; y era mandar copiar para sí<br />

a precios pretorianos algunos códices; pero consultado a la justicia, se inclinó por lo mejor,<br />

prefiriendo la equidad, que se lo prohibía, al poder, que se lo consentía.<br />

Poco es esto, pero el que es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho, ni en modo alguno puede<br />

resultar vano lo salido de la boca de tu <strong>Verdad</strong>: Si en las riquezas injustas no fuisteis fieles,¿quién<br />

os confiará las verdaderas? Y si en las ajenas no fuisteis fieles, ¿quién os confiará las<br />

vuestras? 10<br />

Así era entonces este amigo tan íntimamente unido a mí, y que juntamente conmigo vacilaba<br />

sobre el modo de vida que habríamos de seguir.<br />

17. También Nebridio-que había dejado su patria, vecina de Cartago, y aun la misma Cartago,<br />

donde solía vivir muy frecuentemente-, abandonada la magnífica finca rústica de su padre, y<br />

abandonada la casa y hasta su madre, que no podía seguirle, había venido a Milán no por otra<br />

causa que por vivir conmigo en el ardentísimo estudio de la verdad y de la sabiduría, por la que,<br />

igualmente que nosotros, suspiraba e igualmente fluctuaba, mostrándose investigador ardiente de<br />

la vida feliz y escrutador acérrimo de cuestiones dificilísimas.<br />

Eran tres bocas hambrientas que mutuamente se comunicaban el hambre y esperaban de ti que les<br />

dieses comida en el tiempo oportuno. Y en toda amargura que por tu misericordia se seguía a<br />

todas nuestras acciones mundanas, queriendo nosotros averiguar la causa por que padecíamos<br />

tales cosas, nos salían al paso las tinieblas, apartándonos, gimiendo y clamando: ¿Hasta cuándo<br />

estas cosas? 11 Y esto lo decíamos muy a menudo, pero diciéndolo no dejábamos aquellas cosas,<br />

porque no veíamos nada cierto con que, abandonadas éstas, pudiéramos abrazarnos.<br />

CAPITULO XI<br />

18. Pero, sobre todo, maravillábame de mí mismo, recordando con todo cuidado cuán largo<br />

espacio de tiempo había pasado desde mis diecinueve años, en que empecé a arder en deseos de<br />

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Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

la sabiduría, proponiendo, hallada ésta, abandonar todas las vanas esperanzas y engañosas locuras<br />

de las pasiones.<br />

Ya tenía treinta años y todavía me hallaba en el mismo lodazal, ávido de gozar de los bienes<br />

presentes, que huían y me disipaban, en tanto que decía: "Mañana lo averiguaré; la verdad<br />

aparecerá clara y la abrazaré. Fausto está para venir y lo explicará todo. ¡Oh grandes varones de<br />

la Academia!; ¿es cierto que no podemos comprender ninguna cosa con certeza para la dirección<br />

de la vida?"<br />

Pero busquemos con más diligencia y no desesperemos. He aquí que ya no me parecen absurdas<br />

en las <strong>Escritura</strong>s las cosas que antes me lo parecían, pudiendo entenderse de otro modo y<br />

razonablemente. Fijaré, pues, los pies en aquella grada en que me colocaron mis padres hasta<br />

tanto que aparezca clara la verdad.<br />

Mas ¿dónde y cuándo buscarla? Ambrosio no tiene tiempo libre y yo tampoco lo tengo para leer.<br />

Y aunque lo tuviera, ¿dónde hallar los códices? ¿Y dónde o cuándo podré comprarlos? ¿Quién<br />

podrá prestármelos?<br />

Con todo, es preciso destinar tiempo a esto y dedicar algunas horas a la salud del alma. Aparece<br />

una gran esperanza. La fe católica no enseña lo que pensábamos y, necios, le achacábamos. Sus<br />

doctores tienen por crimen atribuir a Dios figura humana, ¿y dudamos llamar para que se nos<br />

esclarezcan las demás cosas? Las horas de la mañana las empleamos con los discípulos, pero<br />

¿qué hacemos de las otras? ¿Por qué no emplearlas en esto?<br />

Pero ¿cuándo saludar a los amigos poderosos, de cuyo favor tienes necesidad? ¿Cuándo preparar<br />

las lecciones que compran los estudiantes? ¿Cuándo reparar las fuerzas del espíritu con el<br />

abandono de los cuidados?<br />

19. "Piérdase todo y dejemos todas estas cosas vanas y vacías y démonos por entero a la sola<br />

investigación de la verdad. La vida es miserable, y la muerte, incierta. Si ésta nos sorprende de<br />

repente, ¿en qué estado saldríamos de aquí ? ¿Y dónde aprenderíamos lo que aquí descuidamos<br />

aprender? ¿Acaso más bien no habríamos de ser castigados por esta nuestra negligencia? Pero<br />

¿qué si la muerte misma cortase y terminase con todo cuidado y sentimiento? También esto<br />

convendría averiguarlo. Mas ¡lejos que esto sea así! No inútilmente, no en vano se difunde por<br />

todo el orbe el gran prestigio de la autoridad de la fe cristiana. Nunca hubiera hecho Dios tantas y<br />

tales cosas por nosotros si con la muerte del cuerpo se terminara también la vida del alma. ¿Por<br />

qué, pues, nos detenemos en dar de mano a las esperanzas del siglo y consagrarnos por entero a<br />

buscar a Dios y la vida feliz?<br />

Pero vayamos despacio, que también estas cosas mundanas tienen su dulzura, y no pequeña, y no<br />

se ha de cortar con ellas a las primeras, pues sería cosa fea tener que volver de nuevo a ellas. He<br />

aquí que falta poco para que puedas obtener algún honorcillo; y ¿qué más se puede desear?<br />

Tengo abundancia de amigos poderosos, por medio de los cuales, en caso de apuro, puedo<br />

conseguir, al menos, una presidencia. Podré entonces casarme con una mujer que tenga algunos<br />

dineros, para que no sea tan gravoso el gasto para mí, con lo que pondría fin a mis deseos.<br />

Muchos grandes hombres, y muy dignos de ser imitados, se dieron al estudio no obstante estar<br />

casados."<br />

20. Mientras yo decía esto, y alternaban estos vientos, y zarandeaban de aquí para allí mi<br />

corazón, se pasaba el tiempo, y tardaba en convertirme al Señor, y difería de día en día 12 vivir en<br />

ti, aunque no difería morir todos los días en mí. Amando la vida feliz temíala donde se hallaba y<br />

buscábala huyendo de ella. Pensaba que había de ser muy desgraciado si me veía privado de las<br />

caricias de la mujer y no pensaba en la medicina de tu misericordia, que sana esta enfermedad,<br />

porque no había experimentado aún y creía que la continencia se conseguía con las propias<br />

fuerzas, las cuales echaba de menos en mí, siendo tan necio que no sabía lo que está escrito de<br />

53


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

que nadie es continente si tú no se lo dieres 13 . Lo cual ciertamente tú me lo dieras si llamase a tus<br />

oídos con gemidos interiores y con toda confianza "arrojase en ti mi cuidado".<br />

CAPITULO XII<br />

21. Prohibíame Alipio de tomar mujer, diciéndome repetidas veces que, si venía en ello, de<br />

ningún modo podríamos dedicarnos juntos quieta y desahogadamente al amor de la sabiduría,<br />

como hacía mucho tiempo lo deseábamos. Porque él era en esta materia castísimo, de modo tal<br />

que causaba admiración; porque aunque al principio de su juventud había experimentado el<br />

deleite carnal, pero no se había pegado a él, antes se dolió mucho de ello y lo despreció, viviendo<br />

en adelante continentísimamente.<br />

Resistíale yo con los ejemplos de aquellos que, aunque casados, se habían dado al estudio de la<br />

sabiduría y merecido a Dios, y habían tenido y amado fielmente a sus amigos. Lejos estaba yo, en<br />

verdad de 'la grandeza de alma de éstos, y, prisionero de la enfermedad de la carne, arrastraba con<br />

letal dulzura mi cadena, temiendo ser desatado de ella y repeliendo las palabras del que me<br />

aconsejaba bien como se repele en una herida contusa la mano que quiere quitar las vendas.<br />

Por añadidura, la serpiente infernal hablaba por mi boca a Alipio y le tejía y tendía por mi lengua<br />

dulces lazos en su camino, en los que sus pies honestos y libres se enredasen.<br />

22. Porque como se admirase de que yo, a quien no tenía en poco, estuviese tan apegado con el<br />

visco de aquel deleite, hasta afirmar, cuantas veces tratábamos entre nosotros de esto, que yo no<br />

podía en modo alguno llevar vida célibe, diciéndole para defenderme, al verle a él admirado, que<br />

había mucha diferencia entre lo que él había experimentado -tan arrebatada y furtivamente que ya<br />

apenas se acordaba de ello, y que, por lo mismo, podía despreciarlo sin molestia alguna- y los<br />

deleites de mi costumbre, a los que, si juntase el honesto nombre de matrimonio, no debería<br />

admirarse por qué yo no quería despreciar aquella vida, comenzó también él a desear el<br />

matrimonio, no vencido ciertamente por el apetito de tal deleite, sino de la curiosidad. Porque<br />

decía que deseaba saber qué era aquello, sin lo que mi vida-que a él agradaba tanto-no me parecía<br />

vida, sino tormento. Pasmábase, en efecto, su alma, libre de tal vínculo, de mi servidumbre, y<br />

pasmándose iba entrando en deseos de querer experimentarla, para caer tal vez después en<br />

aquella servidumbre que le extrañaba, porque quería.pactar con la muerte 14 , y el que ama el<br />

peligro caerá en él 15 .<br />

Ciertamente que ni a él ni a mí nos movía sino muy débilmente aquello que hay de decoroso y<br />

honesto en el matrimonio, como es la dirección de la familia y la procreación de los hijos; sino<br />

que a mí, cautivo, me atormentaba en gran parte y con vehemencia la costumbre de saciar aquella<br />

mi insaciable concupiscencia y a él le atraía a la esclavitud la admiración. Así éramos, Señor,<br />

hasta que tú, ¡oh Altísimo!, no desamparando nuestro lodo, te dignaste socorrer, compadecido, a<br />

estos miserables por modos maravillosos y ocultos.<br />

CAPITULO XIII<br />

23. Instábaseme solícitamente a que tomase esposa. Ya había hecho la petición, ya se me había<br />

concedido la demanda, sobre todo siendo mi madre la que principalmente se movía en esto,<br />

esperando que una vez casado sería regenerado por las aguas saludables del bautismo,<br />

alegrándose de verme cada día más apto para éste y que se cumplían con mi fe sus votos y tus<br />

promesas.<br />

Sin embargo, como ella, así por ruego mío como por deseo suyo, te rogase con fuerte clamor de<br />

su corazón todos los días de que le dieses a conocer por alguna visión algo sobre mi futuro<br />

matrimonio, nunca se lo concediste. Veía, sí, algunas cosas vanas y fantásticas que formaba su<br />

espíritu, preocupado grandemente con este asunto, y me lo contaba a mí no con la seguridad con<br />

que solía cuando tú realmente le revelabas algo, sino despreciándolas. Porque decía que no sé por<br />

54


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

qué sabor, que no podía explicar con palabras, discernía la diferencia que hay entre una<br />

revelación tuya y un sueño del alma.<br />

Con todo, insistíase en el matrimonio y habíase pedido ya la mano de una niña que aún le<br />

faltaban dos años para ser núbil; pero como era del gusto, había que esperar.<br />

CAPITULO XIV<br />

24. También muchos amigos, hablando y detestando las turbulentas molestias de la vida humana,<br />

habíamos pensado, y casi ya resuelto, apartarnos de las gentes y vivir en un ocio tranquilo. Este<br />

ocio lo habíamos trazado de tal suerte que todo lo que tuviésemos o pudiésemos tener lo<br />

pondríamos en común y formaríamos con ello una hacienda familiar, de tal modo que en virtud<br />

de la amistad no hubiera cosa de éste ni de aquél, sino que de lo de todos se haría una cosa, y el<br />

conjunto sería de cada uno y todas las cosas de todos.<br />

Seríamos como unos diez hombres los que habíamos de formar tal sociedad, algunos de ellos.<br />

muy ricos, como Romaniano, nuestro conmunícipe, a quien algunos cuidados graves de sus<br />

negocios le habían traído al Condado, muy amigo mío desde niño, y uno de los que más instaban<br />

en este asunto, teniendo su parecer mucha autoridad por ser su capital mucho mayor que el de los<br />

demás. Y habíamos convenido en que todos los años se nombrarían dos que, como magistrados,<br />

nos procurasen todo lo necesario, estando los demás quietos. Pero cuando se empezó a discutir si<br />

vendrían en ello o no las mujeres que algunos tenían ya y otros las queríamos tener, todo aquel<br />

proyecto tan bien formado se desvaneció entre las manos, se hizo pedazos y fue desechado.<br />

De aquí vuelta otra vez a nuestros suspiros y gemidos y a caminar por las anchas y trilladas<br />

sendas del siglo 16 , porque había en nuestro corazón muchos pensamientos, mas tu consejo<br />

permanece eternamente. Y por este consejo te reías tú de los nuestros y preparabas el<br />

cumplimiento de los tuyos, a fin de darnos el alimento que necesitábamos en el tiempo oportuno<br />

y, abriendo la mano, llenarnos de bendición 17 .<br />

CAPITULO XV<br />

25. Entre tanto multiplicábanse mis pecados, y, arrancada de mi lado, como un impedimento para<br />

el matrimonio, aquella con quien yo solía partir mi lecho, mi corazón, sajado por aquella parte<br />

que le estaba pegado, me había quedado llagado y manaba sangre. Ella, en cambio, vuelta al<br />

África, te hizo voto, Señor, de no conocer otro varón, dejando en mi compañía al hijo natural que<br />

yo había tenido con ella.<br />

Mas yo, desgraciado, incapaz de imitar a esta mujer, y no pudiendo sufrir la dilación de dos años<br />

que habían de pasar hasta recibir por esposa a la que había pedido -porque no era yo amante del<br />

matrimonio, sino esclavo de la sensualidad-, me procuré otra mujer, no ciertamente en calidad de<br />

esposa, sino para sustentar y conducir íntegra o aumentada la enfermedad de mi alma bajo la<br />

guarda de mi ininterrumpida costumbre al estado del matrimonio.<br />

Pero no por eso sanaba aquella herida mía que se había hecho al arrancarme de la primera mujer,<br />

sino que después de un ardor y dolor agudísimos comenzaba a corromperse, doliendo tanto más<br />

desesperadamente cuanto más se iba enfriando.<br />

CAPITULO XVI<br />

26. A ti sea la alabanza, a ti la gloria, ¡oh fuente de las misericordias! Yo me hacía cada vez más<br />

miserable y tú te acercabas más a mí. Ya estaba presente tu diestra para arrancarme del cieno de<br />

mis vicios y lavarme, y yo no lo sabía. Mas nada había que me apartase del profundo abismo de<br />

los deleites carnales como el miedo de la muerte y tu juicio futuro, que jamás se apartó de mi<br />

pecho a través de las varias opiniones que seguí.<br />

Y discutía con mis amigos Alipio y Nebridio sobre el sumo bien y el sumo mal; y fácilmente<br />

hubiera dado en mi corazón la palma a Epicuro de no estar convencido de que después de la<br />

muerte del cuerpo resta la vida del alma y la sanción de las acciones, cosa que no quiso creer<br />

55


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Epicuro. Y preguntábales yo: "Si fuésemos inmortales y viviésemos en perpetuo deleite del<br />

cuerpo, sin temor alguno de perderlo, qué, ¿no seríamos felices? ¿O qué más podríamos desear?"<br />

°- Y no sabía yo que esto era una gran miseria, puesto que, tan hundido y ciego como estaba, no<br />

podía pensar en la luz de la virtud y de la hermosura, que por sí misma debe ser abrazada, y que<br />

no se ve con los ojos de la carne, sino con los del alma. Ni consideraba yo, miserable, de qué<br />

fuente me venía el que, siendo estas cosas feas, sintiese yo gran dulzura en tratarlas con los<br />

amigos, y que, según el modo de pensar de entonces, no podía ser bienaventurado sin ellas, por<br />

más grande que fuese la abundancia de deleites carnales. Porque amaba yo a mis amigos<br />

desinteresadamente y sentíame a la vez amado desinteresadamente de ellos.<br />

¡Oh caminos tortuosos! ¡Mal haya al alma audaz que esperó, apartándose de ti, hallar algo mejor!<br />

Vueltas y más vueltas, de espaldas, de lado y boca abajo, todo lo halla duro, porque sólo tú eres<br />

su descanso. Mas luego te haces presente, y nos libras de nuestros miserables errores, y nos pones<br />

en tu camino, y nos consuelas, y dices: "Corred, yo os llevaré y os conduciré, y todavía allí yo os<br />

llevaré."<br />

LIBRO SEPTIMO<br />

CAPITULO I<br />

1. Ya era muerta mi adolescencia mala y nefanda y entraba en la juventud, siendo cuanto mayor<br />

en edad tanto más torpe en vanidad, hasta el punto de no poder concebir una sustancia que no<br />

fuera tal cual la que se puede percibir por los ojos.<br />

Cierto que no te concebía, Dios mío, en figura de cuerpo humano desde que comencé a entender<br />

algo de la sabiduría; de esto huí siempre y me alegraba de hallarlo así en la fe de nuestra Madre<br />

espiritual, tu Católica; pero no se me ocurría pensar otra cosa de ti. Y aunque hombre ¡y tal<br />

hombre!, esforzábame por concebirte como el sumo, y el único, y verdadero Dios; y con toda mi<br />

alma te creía incorruptible, inviolable e inconmutable, porque sin saber de dónde ni cómo, veía<br />

claramente y tenía por cierto que lo corruptible es peor que lo que no lo es, y que lo que puede ser<br />

violado ha de ser pospuesto sin vacilación a lo que no puede serlo, y que lo que no sufre<br />

mutación alguna es mejor que lo que puede sufrirla.<br />

Clamaba violentamente mi corazón contra todas estas imaginaciones mías y me esforzaba por<br />

ahuyentar como con un golpe de mano aquel enjambre de inmundicia que revoloteaba en torno a<br />

mi mente, y que apenas disperso, en un abrir y cerrar de ojos, volvía a formarse de nuevo para<br />

caer en tropel sobre mi vista y anublarla, a fin de que si no imaginaba que aquel Ser incorruptible<br />

inviolable e inconmutable, que yo prefería a todo lo corruptible, violable y mudable, tuviera<br />

forma de cuerpo humano, me viera precisado al menos a concebirle como algo corpóreo que se<br />

extiende por los espacios sea infuso en el mundo, sea difuso fuera del mundo y por el infinito.<br />

Porque a cuanto privaba yo de tales espacios parecíame que era nada, absolutamente nada, ni aun<br />

siquiera el vacío, como cuando se quita un cuerpo de un lugar, que permanece el lugar vacío de<br />

todo cuerpo, sea terrestre, húmedo, aéreo o celeste, pero al fin un lugar vacío, como una nada<br />

extendida.<br />

2.Así, pues, "encrasado mi corazón", y ni aun siquiera a mí mismo transparente, creía que cuanto<br />

no se extendiese por determinados espacios, o no se difundiese, o no se juntase, o no se hinchase,<br />

o no tuviese o no pudiese tener algo de esto, era absolutamente nada. Porque cuales eran las<br />

formas por las que solían andar mis ojos, tales eran las imágenes por las que marchaba mi<br />

espíritu. Ni veía que la misma facultad con que formaba yo tales imágenes no era algo semejante,<br />

no obstante que no pudiera formarlas si no fuera alguna cosa grande.<br />

56


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Y así, aun a ti, vida de mi vida, te imaginaba como un Ser grande extendido por los espacios<br />

infinitos que penetraba por todas partes toda la mole del mundo, y fuera de ellas, en todas las<br />

direcciones, la inmensidad sin término; de modo que te poseyera la tierra, te poseyera el cielo y te<br />

poseyeran todas las cosas y todas terminaran en ti, sin terminar tú en ninguna parte. Sino que, así<br />

como el cuerpo del aire-de este aire que está sobre la tierra-no impide que pase por él la luz del<br />

sol, penetrándolo, no rompiéndolo ni rasgándolo, sino llenándolo totalmente, así creía yo que no<br />

solamente el cuerpo del cielo y del aire, y del mar, sino también el de la tierra, te dejaban paso y<br />

te eran penetrables en todas partes, grandes y pequeñas, para recibir tu presencia, que con secreta<br />

inspiración gobierna interior y exteriormente todas las cosas que has creado. De este modo<br />

discurría yo por no poder pensar otra cosa; mas ello era falso. Porque si fuera de ese modo, la<br />

parte mayor de la tierra tendría mayor parte de ti, y menor la menor. Y de tal modo estarían todas<br />

las cosas llenas de ti, que el cuerpo del elefante ocuparía tanto más de tu Ser que el cuerpo del<br />

pajarillo, cuanto aquél es más grande que éste y ocupa un lugar mayor; y así, dividido en<br />

partículas, estarías presente, a las partes grandes del inundo, en partes grandes, y pequeñas a las<br />

pequeñas, lo cual no es así. Pero entonces aún no habías iluminado mis tinieblas 1 .<br />

CAPITULO II<br />

3. Bastábame, Señor, contra aquellos engañados engañadores y mudos charlatanes -porque no<br />

sonaba en su boca tu palabra-, bastábame, ciertamente, el argumento que desde antiguo, estando<br />

aún en Cartago, solía proponer Nebridio, y que todos los que le oímos entonces quedamos<br />

impresionados. "¿Qué podía hacer contra ti-decía-aquella no sé qué raza de tinieblas que los<br />

maniqueos suelen oponer como una masa contraria a ti, si tú no hubieras querido pelear contra<br />

ella?" Porque si respondían que te podía dañar en algo, ya era violable y corruptible; y si decían<br />

que no te podía dañar en nada no había razón para que pelearas, y pelearas de tal suerte que una<br />

porción tuya y miembro tuyo o engendro de tu misma sustancia se mezclase con las potestades<br />

adversas y naturalezas no creada por ti, y quedara corrompida y deteriorada de tal modo que su<br />

felicidad se trocase en miseria y tuviese necesidad de auxilio par ser libertada y purgada. Y que<br />

tal era el alma a la que vino a socorrer tu Verbo: el libre a la esclava, el puro a la contaminada; y<br />

el íntegro a la corrompida; mas, al fin, también él corruptible por proceder de una y misma<br />

sustancia.<br />

Y así, si decían que tú (seas lo que seas, esto es, tu sustancia por lo que eres) eras incorruptible,<br />

falsas y execrables eran toda aquellas cosas; y si decían que eras corruptible, esto mismo era falso<br />

y desde la primera palabra abominable.<br />

Bastábame, pues, esto contra aquéllos para arrojarlos entera mente de mi pecho angustiado,<br />

porque, sintiendo y diciendo de ti tales cosas, no tenían por donde escapar, sin un horrible<br />

sacrilegio de corazón y de lengua.<br />

CAPITULO III<br />

4. Pero tampoco yo, aun cuando afirmaba y creía firmemente que tú, nuestro Señor y Dios<br />

verdadero, creador de nuestras almas y de nuestros cuerpos, y no sólo de nuestras almas y de<br />

nuestros cuerpos, sino también de todos los seres y cosas, eras incontaminable, inalterable y bajo<br />

ningún concepto mudable, tenía por averiguada y explicada la causa del mal. Sin embargo,<br />

cualquiera que ella fuese, veía que debía buscarse de modo que no me viera obligado por su<br />

causa a creer mudable a Dios inmutable, no fuera que llegara a ser yo mismo lo que buscaba.<br />

Así, pues, buscaba aquélla, mas estando seguro y cierto de que no era verdad lo que decían<br />

aquéllos [los maniqueos], de quienes huía con toda el alma, porque los veía buscando el origen<br />

del mal repletos de malicia, a causa de la cual creían antes a tu sustancia capaz de padecer el mal,<br />

que no a la suya capaz de obrarle.<br />

57


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

5. Ponía atención en comprender lo que había oído de que el libre albedrío de la voluntad es la<br />

causa del mal que hacemos, y tu recto juicio, del que padecemos; pero no podía verlo con<br />

claridad. Y así, esforzándome por apartar de este abismo la mirada de mi mente, me hundía de<br />

nuevo en él, e intentando salir de él repetidas veces, otras tantas me volvía a hundir.<br />

Porque levantábame hacia tu luz el ver tan claro que tenía voluntad como que vivía; y así, cuando<br />

quería o no quería alguna cosa, estaba certísimo de que era yo y no otro el que quería o no quería;<br />

y ya casi, casi me convencía de que allí estaba la causa del pecado; y en cuanto a lo que hacía<br />

contra voluntad, veía que más era padecer que obrar, y juzgaba que ello no era culpa, sino pena,<br />

por la cual confesaba ser justamente castigado por ti, a quien tenía por justo.<br />

Pero de nuevo decía: "¿Quién me ha hecho a mí? ¿Acaso no ha sido Dios, que es no sólo bueno,<br />

sino la misma bondad? ¿De dónde, pues, me ha venido el querer el mal y no querer el bien? ¿Es<br />

acaso para que yo sufra las penas merecidas? ¿Quién depositó esto en mí y sembró en mi alma<br />

esta semilla de amargura, siendo hechura exclusiva de mi dulcísimo Dios? Si el diablo es el autor,<br />

¿de dónde procede el diablo? Y si éste de ángel bueno se ha hecho diablo por su mala voluntad,<br />

¿de dónde le viene a él la mala voluntad por la que es demonio, siendo todo él hechura de un<br />

creador bonísimo?"<br />

Con estos pensamientos me volvía a deprimir y ahogar, si bien no era ya conducido hasta aquel<br />

infierno del error donde nadie te confiesa 2 , al juzgar más fácil que padezcas tú el mal, que no sea<br />

el hombre el que lo ejecuta.<br />

CAPITULO IV<br />

6. Así, pues, empeñábame por hallar las demás cosas, como ya había hallado que lo incorruptible<br />

es mejor que lo corruptible, y por eso confesaba que tú, fueses lo que fueses, debías ser<br />

incorruptible. Porque nadie ha podido ni podrá jamás concebir cosa mejor que tú, que eres el bien<br />

sumo y excelentísimo. Ahora bien: siendo certísimo y verdaderísimo que lo incorruptible debe<br />

ser antepuesto a lo corruptible, como yo entonces lo anteponía, podía ya con el pensamiento<br />

concebir algo mejor que mi Dios, si tú no fueras incorruptible.<br />

Mas allí donde veía que lo incorruptible debe ser preferido a lo corruptible, allí decía yo haberte<br />

buscado y por allí deducir la causa del mal, esto es, el origen de la corrupción, la cual de ningún<br />

modo puede violar tu sustancia, de ningún modo en absoluto; puesto que ni por voluntad, ni por<br />

necesidad, ni por ningún caso fortuito puede la corrupción dañar a nuestro Dios, ya que él es Dios<br />

y no puede querer para sí sino lo que es bueno, y aun él es el mismo bien, y el corromperse no es<br />

ningún bien.<br />

Tampoco puedes ser obligado a algo contra tu voluntad porque tu voluntad no es menor que tu<br />

poder, y lo sería en caso de que tú pudieras ser mayor que tú, puesto que la voluntad y el poder de<br />

Dios son el mismo Dios. ¿Y qué puede haber imprevisto para ti, que conoces todas las cosas y<br />

todas existen porque las has conocido?<br />

Pero ¿a qué tantas palabras para demostrar que no es corruptible la sustancia de Dios, cuando si<br />

fuera corruptible no sería Dios?<br />

CAPITULO V<br />

7. Buscaba yo el origen del mal, pero buscábale mal, y ni aun veía el mal que había en el mismo<br />

modo de buscarle. Ponía yo delante de los ojos de mi alma toda la creación -así lo que podemos<br />

ver en ella, como es la tierra y el mar, el aire y las estrellas, los árboles y los animales, como lo<br />

que no vemos en ella, cual es el firmamento del cielo, con todos los ángeles y seres espirituales,<br />

pero éstos como si fuesen cuerpos colocados en sus respectivos lugares, según mi fantasía- e hice<br />

con ella (la creación) como una masa inmensa, especificada por diversos géneros de cuerpos, ya<br />

de los que realmente eran cuerpos, ya de los que como tales fingía mi fantasía en sustitución de<br />

los espíritus.<br />

58


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

E imaginábala yo inmensa, no cuanto ella era realmente - que esto no lo podía saber-, sino cuanto<br />

me placía, aunque limitada por todas partes; y a ti, Señor, como a un ser que la rodeaba y<br />

penetraba por todas partes, aunque infinito en todas las direcciones, como si hubiese un mar<br />

único en todas partes e infinito en todas direcciones, extendido por la inmensidad, el cual tuviese<br />

dentro de sí una gran esponja, bien que limitada, la cual estuviera llena en todas sus partes de ese<br />

mar inmenso.<br />

De este modo imaginaba yo tu creación, finita, llena de ti, infinito, y decía: "He aquí a Dios y he<br />

aquí las cosas que ha creado Dios, y un Dios bueno, inmenso e infinitamente más excelente que<br />

sus criaturas; mas como bueno, hizo todas las cosas buenas; y ¡ved cómo las abraza y llena! Pero<br />

si esto es así, ¿dónde está el mal y de dónde y por qué parte se ha colado en el mundo? ¿Cuál es<br />

su raíz y cuál su semilla? ¿Es que no existe en modo alguno? Pues entonces, ¿por qué tememos y<br />

nos guardamos de lo que no existe? Y si tememos vanamente, el mismo temor es ya ciertamente<br />

un mal que atormenta y despedaza sin motivo nuestro corazón, y tanto más grave cuanto que, no<br />

habiendo de qué temer, tememos. Por tanto, o es un mal lo que tememos o el que temamos es ya<br />

un mal. ¿De dónde, pues, procede éste, puesto que Dios, bueno, hizo todas las cosas buenas: el<br />

Mayor y Sumo bien, los bienes menores, pero Criador y criaturas, todos buenos? ¿De dónde<br />

viene el mal? ¿Acaso la materia de donde las sacó era mala y la formó y ordenó, sí, mas dejando<br />

en ella algo que no convirtiese en bien? ¿Y por qué esto? ¿Acaso siendo omnipotente era, sin<br />

embargo, impotente para convertirla y mudarla toda, de modo que no quedase en ella nada de<br />

mal? Finalmente, ¿por qué quiso servirse de esta materia para hacer algo y no más bien usar de su<br />

omnipotencia para destruirla totalmente? ¿O podía ella existir contra su voluntad? Y si era eterna,<br />

¿por qué la dejó por tanto tiempo estar por tan infinitos espacios de tiempo para atrás y le agradó<br />

tanto después de servirse de ella para hacer alguna cosa? O ya que repentinamente quiso hacer<br />

algo, ¿no hubiera sido mejor, siendo omnipotente, hacer que no existiera aquella, quedando él<br />

solo, bien total, verdadero, sumo e infinito? Y -si no era justo que, siendo él bueno, no fabricase<br />

ni produjese algún bien, ¿por qué, quitada de delante y aniquilada aquella materia que era mala,<br />

no creó otra buena de donde sacase todas las cosas? Porque no sería omnipotente si no pudiera<br />

crear algún bien sin ayuda de aquella materia que él no había creado".<br />

Tales cosas revolvía yo en mi pecho, apesadumbrado con los devoradores cuidados de la muerte<br />

y de no haber hallado la verdad. Sin embargo, de modo estable se afincaba en mi corazón, en<br />

orden a la Iglesia católica, la fe de tu Cristo, Señor y Salvador nuestro; informe ciertamente en<br />

muchos puntos y como fluctuando fuera de la norma de doctrina; mas con todo, no la abandonaba<br />

ya mi alma, antes cada día se empapaba más y más en ella.<br />

CAPITULO VI<br />

8. Asimismo había rechazado ya las engañosas predicciones e impíos delirios de los matemáticos.<br />

¡Confiérete, por ello, Dios mío, tus misericordias desde lo más íntimo de mis entrañas! Porque tú<br />

y solamente tú-¿porque quién otro hay que nos aparte de la muerte del error sino la Vida que no<br />

muere y la Sabiduría que ilumina las pobres inteligencias sin necesidad de otra luz y gobierna el<br />

mundo hasta en las volanderas hojas de los árboles?-: sí, sólo tú procuraste remedio a aquella<br />

terquedad mía con que me oponía a Vindiciano, anciano sagaz, y a Nebridio, joven de un alma<br />

admirable, los cuales afirmaban -el uno con firmeza, el otro con alguna duda, pero<br />

frecuentemente- que no existía tal arte de predecir las cosas futuras y que las conjeturas de los<br />

hombres tienen muchas veces la fuerza de la suerte, y que diciendo muchas cosas acertaban a<br />

decir algunas que habían de suceder sin saberlo los mismos que las decían, acertando a fuerza de<br />

hablar mucho.<br />

Porque tú fuiste el que me proporcionaste un amigo muy aficionado a consultar a los<br />

matemáticos, aunque no muy entendido en esta ciencia; mas consultábales, como digo, por<br />

59


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

curiosidad, y sabía una anécdota, que había oído contar a su padre, según decía, y que él ignoraba<br />

hasta qué punto era eficaz para destruir la autoridad de aquel arte de la adivinación.<br />

Este tal, llamado Fermín, docto en las artes liberales y ejercitado en la elocuencia, vino a<br />

consultarme, como a amigo carísimo, acerca de algunos asuntos suyos sobre los que abrigaba<br />

ciertas esperanzas terrenas, a ver qué me parecía sobre el particular, según las constelaciones<br />

suyas. Yo, que en esta materia había empezado ya a inclinarme al parecer de Nebridio, aunque no<br />

me negué a hacer el horóscopo y decirle lo que, según ellos, se deducía, le añadí, sin embargo,<br />

que estaba ya casi persuadido de que todo aquello era vano y ridículo.<br />

Entonces me contó cómo su padre había sido muy aficionado a la lectura de tales libros y que<br />

había tenido un amigo igualmente aficionado como él y al mismo tiempo que él, con lo que,<br />

platicando los dos sobre dicha materia, se encendían mutuamente más y más en el estudio de<br />

aquellas bagatelas, hasta el punto de que observaran los momentos de nacer aun de los mudos<br />

animales que nacían en casa y notaran en orden a ellos la posición del cielo para recoger algunas<br />

experiencias de aquella cuasi arte.<br />

Y decía haber oído contar a su padre que, estando embarazada la madre del mismo Fermín,<br />

sucedió hallarse también encinta una criada de aquel amigo de su padre, la cual no pudo ocultarse<br />

al amo, que cuidaba con exquisita diligencia de conocer hasta los partos de sus perras.<br />

Y sucedió que, contando con el mayor cuidado los días, horas y minutos, aquél los de la esposa y<br />

éste los de la esclava, vinieron las dos a parir al mismo tiempo, viéndose así obligados a hacer<br />

hasta en sus pormenores las mismas constelaciones a los dos nacidos, el uno al hijo y el otro al<br />

siervo.<br />

Porque habiendo comenzado el parto, ambos se comunicaron lo que pasaba en la casa de cada<br />

uno y dispusieron nuncios que enviarse mutuamente para que tan pronto como terminara el parto<br />

se lo comunicase el uno al otro, lo que fácilmente habían podido ejecutar para comunicárselo al<br />

momento como reyes en su reino. Y así -decía-, los dos que habían sido enviados por cada uno<br />

vinieron a encontrarse tan igualmente equidistantes de sus respectivas casas, que ninguno de ellos<br />

podía notar diversa posición de las estrellas ni diferentes partículas de tiempo. Y, sin embargo,<br />

Fermín, nacido en un espléndido palacio entre los suyos, corría por los más felices caminos del<br />

siglo, crecía en riquezas y era ensalzado con honores, en tanto que el siervo, no habiendo podido<br />

sacudir el yugo de su condición, tenía que servir a señores, según contaba él mismo, que lo<br />

conocía.<br />

9. Oídas y creídas por mí estas cosas-por ser tal quien me las contaba -toda aquella mi resistencia,<br />

resquebrajada, se vino a tierra, y desde luego intenté apartar de aquella curiosidad al mismo<br />

Fermín, diciéndole que, vistas sus constelaciones, para pronosticarle conforme a verdad, debería<br />

ciertamente ver en ellas a sus padres, los principales entre los suyos; a su familia, la más noble de<br />

su ciudad; su nacimiento, ilustre; su educación, esmerada, y sus conocimientos, liberales. Y, al<br />

contrario, si el siervo aquel me consultase sobre sus constelaciones -porque de él eran también<br />

éstas-, si había de decirle verdad, debería yo asimismo ver en ellas: a su familia, abyectísima; su<br />

condición, servir, y todas las otras cosas tan diferentes y tan opuestas de las primeras.<br />

Mas del hecho de que viendo las mismas constelaciones debía pronosticar cosas distintas, si<br />

había de decir verdad, y de que si pronosticaba las mismas había de decir cosas falsas, deduje<br />

certísimamente que aquellas cosas que, consideradas las constelaciones, se decían con verdad, no<br />

se decían por razón del arte, sino de la suerte; y a su vez, las falsas, no por impericia del arte, sino<br />

por fallo de la suerte.<br />

10. Pero tomando pie de aquí y rumiando dentro de mí mismo tales cosas para que ninguno de<br />

aquellos delirantes que buscan el lucro en esto, y a quienes yo deseaba refutar y ridiculizar, no me<br />

objetase que podía Fermín haberme contado cosas falsas o a él su padre, fijé la consideración en<br />

60


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

los que nacen mellizos, muchos de los cuales salen del seno materno tan seguidos que este<br />

pequeño intervalo de tiempo, por mucha influencia que tenga en las cosas de la Naturaleza, como<br />

pretenden, no puede ser apreciado por la observación humana ni consignado en modo alguno en<br />

las tablas que luego ha de usar el matemático para pronosticar las cosas verdaderas. Mas no serán<br />

verdaderas, porque, mirando los mismos signos, debería aquél decir las mismas cosas de Esaú y<br />

de Jacob, siendo así que fue muy diverso lo que a cada cual le aconteció.<br />

Luego cosas falsas había de pronosticar, o, de decir cosas verdaderas, forzosamente no habría de<br />

decir las mismas cosas, no obstante que contemplase las mismas constelaciones; luego el que<br />

dijese cosas verdaderas no había de ser por arte, sino por suerte o casualidad. Porque tú, Señor,<br />

gobernador justísimo del universo, obras de modo oculto, sin que lo sepan los consultores ni<br />

consultados, a fin de que cuando alguno consulta oiga lo que le conviene oír, atendidos los<br />

méritos de las almas, según el abismo de tu justo juicio. Al cual no diga el hombre: ¿Qué es esto?<br />

¿Por qué esto? 3 No lo diga, no lo diga, porque es hombre.<br />

CAPITULO VII<br />

11. Ya me habías sacado, Ayudador mío, de aquellas ligaduras; y aunque buscaba el origen del<br />

mal y no hallaba su solución, mas no permitías ya que las olas de mi razonamiento me apartasen<br />

de aquella fe por la cual creía que existes, que tu sustancia es inconmutable, que tienes<br />

providencia de los hombres, que has de juzgarles a todos y que has puesto el camino de la salud<br />

humana, en orden a aquella vida que ha de sobrevenir después de la muerte, en Cristo, tu hijo y<br />

Señor nuestro, y en las Santas <strong>Escritura</strong>s, que recomiendan la autoridad de tu Iglesia católica.<br />

Puestas, pues, a salvo estas verdades y fortificadas de modo inconcuso en mi alma, buscaba lleno<br />

de ardor de dónde venía el mal. Y ¡qué tormentos de parto eran aquellos de mi corazón!, ¡qué<br />

gemidos, Dios mío! Allí estaban tus oídos y yo no lo sabía. Y como en silencio te buscara yo<br />

fuertemente, grandes eran las voces que elevaban hacia tu misericordia las tácitas contriciones de<br />

mi alma.<br />

Tú sabes lo que yo padecía, no ninguno de los hombres. Porque ¿cuánto era lo que mi lengua<br />

comunicaba a los oídos de mis más íntimos familiares? ¿Acaso percibían ellos todo el tumulto de<br />

mi alma, para declarar el cual no bastaban ni el tiempo ni la palabra? Sin embargo, hacia. tus<br />

oídos se encaminaban todos los rugidos de los gemidos de mi corazón y ante ti estaba mi deseo 4 ;<br />

pero no estaba contigo la lumbre de mis ojos, porque ella estaba dentro y yo fuera; ella no<br />

ocupaba lugar alguno y yo fijaba mi atención en las cosas que ocupan lugar, por lo que no hallaba<br />

en ellas lugar de descanso ni me acogían de modo que pudiera decir: "¡Basta! ¡Está bien!"; ni me<br />

dejaban volver adonde me hallase suficientemente bien. Porque yo era superior a estas cosas,<br />

aunque inferior a ti; y tú eras gozo verdadero para mí sometido a ti, así como tú sujetaste a mí las<br />

cosas que criaste inferiores a mí. Y éste era el justo temperamento y la región media de mi salud:<br />

que permaneciese a imagen tuya y, sirviéndote a ti, dominase mi cuerpo. Mas habiéndome yo<br />

levantado soberbiamente contra ti y corrido contra el Señor con la cerviz crasa de mi escudo 5 ,<br />

estas cosas débiles se pusieron también sobre mí y me oprimían y no me dejaban un momento de<br />

descanso ni de respiración.<br />

Cuando yo las miraba salíanme al encuentro amontonada y confusamente de todas partes; mas<br />

cuando pensaba en ellas oponíanseme las mismas imágenes de los cuerpos a que me retirase,<br />

como diciéndome: "¿Adónde vas, indigno y sucio?" Mas estas cosas habían crecido en mí a causa<br />

de mi llaga, porque me humillarte como a un soberbio herido 6 , y me hallaba separado de ti por<br />

mi hinchazón, y mi rostro, hinchado en extremo, no dejaba a mis ojos ver.<br />

CAPITULO VIII<br />

12. Pero tú, Señor, permaneces eternamente y no te aíras eternamente contra nosotros 7 , porque<br />

te compadeciste de la tierra y ceniza y fue de tu agrado reformar nuestras deformidades. Tú me<br />

61


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

aguijoneabas con estímulos interiores para que estuviese impaciente hasta que tú me fueses cierto<br />

por la mirada interior. Y bajaba mi hinchazón gracias a la mano secreta de tu medicina; y la vista<br />

de mi mente, turbada y obscurecida, iba sanando de día en día con el fuerte colirio de saludables<br />

dolores.<br />

CAPITULO IX<br />

13. Y primeramente, queriendo tú mostrarme cuánto resistes a los soberbios y das tu gracia a los<br />

humildes 8 y con cuánta misericordia tuya ha sido mostrada a los hombres la senda de la<br />

humildad, por haberse hecho carne tu Verbo y haber habitado entre los hombres 9 , me<br />

procuraste, por medio de un hombre hinchado con monstruosísima soberbia-, ciertos libros de los<br />

platónicos, traducidos del griego al latín.<br />

Y en ellos leí -no ciertamente con estas palabras, pero sí sustancialmente lo mismo, apoyado con<br />

muchas y diversas razones -que en el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, Y Dios<br />

era el Verbo. Este estaba desde el principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por él, y sin<br />

él no se ha hecho nada. Lo que se ha hecho es vida en él; y la vida era luz de los hombres, y la<br />

luz luce en las tinieblas, mas las tinieblas no la comprendieron. Y que el alma del hombre,<br />

aunque da testimonio de la luz, no es la luz, sino el Verbo, Dios; ése es la luz verdadera que<br />

ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Y que en este mundo estaba, y que el mundo es<br />

hechura suya, y que el mundo no le reconoció.<br />

Mas que él vino a casa propia y los suyos no le recibieron, y que a cuantos le recibieron les dio<br />

potestad de hacerse hijos de Dios creyendo en su nombre, no lo leí allí.<br />

14. También leí allí que el Verbo, Dios, no nació de carne ni de sangre, ni por voluntad de varón,<br />

ni por voluntad de carne, sino de Dios. Pero que el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros,<br />

no lo leí allí.<br />

Igualmente hallé en aquellos libros, dicho de diversas y múltiples maneras, que el Hijo tiene la<br />

forma del Padre y que no fue rapiña juzgarse igual a Dios por tener la misma naturaleza que él.<br />

Pero que se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres y<br />

reconocido por tal por su modo de ser; y que se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y<br />

muerte de cruz, por lo que Dios le exaltó de entre los muertos y le dio un nombre sobre todo<br />

nombre, para que al nombre de Jesús se doble toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los<br />

infiernos y toda lengua confiese que el Señor Jesús está en la gloria de Dios Padre 10 , no lo dicen<br />

aquellos libros.<br />

Allí se dice también que antes de todos los tiempos, y por encima de todos los tiempos,<br />

permanece inconmutablemente tu Hijo unigénito, coeterno contigo, y que de su plenitud reciben<br />

las almas para ser felices y que por la participación de la sabiduría permanente en sí son<br />

renovadas para ser sabias. Pero que murió, según el tiempo, por los impíos y que no perdonaste a<br />

tu Hijo único, sino que le entregaste por todos nosotros 11 , no se halla allí. Porque tú escondiste<br />

estas cosas a los sabios y las revelaste a los pequeñuelos 12 , a fin de que los trabajados y<br />

cargados viniesen a él y les aliviase, porque es manso y humilde de corazón, y dirige a los<br />

mansos en justicia y enseña a los pacíficos sus caminos 13 , viendo nuestra humildad y nuestro<br />

trabajo y perdonándonos todos nuestros pecados 14 .<br />

Mas aquellos que, elevándose sobre el coturno de una doctrina, digamos más sublime, no oyen al<br />

que les dice: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para<br />

vuestras almas 15 , aunque conozcan a Dios no le glorifican como a Dios y le dan gracias, antes<br />

desvanécense con sus pensamientos y obscuréceseles su necio corazón, y diciendo que son sabios<br />

se hacen necios 16 .<br />

15. Y por eso leía allí también que la gloria de tu incorrupción había sido trocada en ídolos y<br />

simulacros varios, en la semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y<br />

62


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

serpientes 17 , es decir, en aquel manjar de Egipto por el que Esaú perdió su primogenitura, porque<br />

el pueblo primogénito, volviendo de corazón a Egipto, honró en lugar de ti a la cabeza de un<br />

cuadrúpedo, inclinando tu imagen -su alma- ante la imagen de un becerro comiendo hierba 18 .<br />

Estas cosas hallé allí, mas no comí de ellas, porque te plugo, Señor, quitar de Jacob el oprobio de<br />

disminución, a fin de que el mayor sirviese al menor 19 , llamando a los gentiles a ser tu herencia.<br />

También yo venía de los gentiles a ti y puse la atención en el oro que quisiste que tu pueblo<br />

transportase de Egipto 20 , porque era tuyo dondequiera que se hallara; y dijiste a los atenienses<br />

por boca de tu Apóstol que en ti vivimos, nos movernos y somos, como algunos de las tuyos<br />

dijeron 21 , y ciertamente de allí eran aquellos libros. Mas no puse los ojos en los ídolos de los<br />

egipcios, a quienes ofrecían tu oro los que mudaron la verdad de Dios en mentira y dieron culto y<br />

sirvieron a la criatura más bien que al creador 22 .<br />

CAPITULO X<br />

16. Y, amonestado de aquí a volver a mí mismo, entré en mi interior guiado por ti; y púdelo hacer<br />

porque tú te hiciste mi ayuda". Entré y vi con el ojo de mi alma, comoquiera que él fuese, sobre<br />

el mismo ojo de mi alma, sobre mi mente, una luz inconmutable, no esta vulgar y visible a toda<br />

carne ni otra cuasi del mismo género, aunque más grande, como si ésta brillase más y más<br />

claramente y lo llenase todo con su grandeza. No era esto aquella luz, sino cosa distinta, muy<br />

distinta de todas éstas.<br />

Ni estaba sobre mi mente como está el aceite sobre el agua o el cielo sobre la tierra, sino estaba<br />

sobre mí, por haberme hecho, y yo debajo, por ser hechura suya. Quien conoce la verdad, conoce<br />

esta luz, y quien la conoce, conoce la eternidad. La Caridad es quien la conoce.<br />

¡Oh eterna verdad, y verdadera caridad, y amada eternidad! Tú eres mi Dios; por ti suspiro día y<br />

noche, y cuando por vez primera te conocí, tú me tomaste para que viese que existía lo que había<br />

de ver y que aún no estaba en condiciones de ver. Y reverberaste la debilidad de mi vista,<br />

dirigiendo tus rayos con fuerza sobre mí; y me estremecí de amor y de horror. Y advertí que me<br />

hallaba lejos de ti en la región de la desemejanza, como si oyera tu voz de lo alto: Manjar soy de<br />

grandes: crece y me comerás. Ni tú me mudarás en ti como al manjar de tu carne, sino tú te<br />

mudarás en mí.<br />

Y conocí que por causa de la iniquidad corregiste al hombre e hiciste que se secara mi alma<br />

como una tela de araña 23 , y dije: ¿Por ventura no es nada la verdad, porque no se halla<br />

difundida por los espacios materiales finitos e infinitos? Y tú me gritaste de lejos: Al contrario.<br />

Yo soy el que soy, y lo oí como se oye interiormente en el corazón, sin quedarme lugar a duda,<br />

antes más fácilmente dudaría de que vivo, que no de que no existe la verdad, que se percibe por<br />

la inteligencia de las cosas creadas 24 .<br />

CAPITULO XI<br />

17.Y miré las demás cosas que están por bajo de ti, y vi que ni son en absoluto ni absolutamente<br />

no son. Son ciertamente, porque proceden de ti; mas no son, porque no son lo que eres tú, y sólo<br />

es verdaderamente lo que permanece inconmutable. Mas para mí el bien está en adherirme a<br />

Dios 25 , porque, si no permanezco en él, tampoco podré permanecer en mí. Mas él,<br />

permaneciendo en sí mismo, renueva todas las cosas 26 ; y tú eres mi Señor, porque no necesitas<br />

de mis bienes 27 .<br />

CAPITULO XII<br />

18. También se me dio a entender que son buenas las cosas que se corrompen, las cuales no<br />

podrían corromperse si fuesen sumamente buenas, como tampoco lo podrían si no fuesen buenas;<br />

porque si fueran sumamente buenas, serían incorruptibles, y si no fuesen buenas, no habría en<br />

ellas. qué corromperse. Porque la corrupción daña, y no podría dañar si no disminuyese lo bueno.<br />

Luego o la corrupción no daña nada, lo que no es posible, o, lo que es certísimo, todas las cosas<br />

63


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

que se corrompen son privadas de algún bien. Por donde, si fueren privadas de todo bien, no<br />

existirían absolutamente; luego si fueren y no pudieren ya corromperse, es que son mejores que<br />

antes, porque permanecen ya incorruptibles. ¿Y puede concebirse cosa más monstruosa que decir<br />

que las cosas que han perdido todo lo bueno se han hecho mejores? Luego las que fueren<br />

privadas de todo bien quedarán reducidas a la nada. Luego en tanto que son en tanto son buenas.<br />

Luego cualesquiera que ellas sean, son buenas, y el mal cuyo origen buscaba no es sustancia<br />

ninguna, porque si fuera sustancia sería un bien, y esto había de ser sustancia incorruptible -gran<br />

bien ciertamente- o sustancia corruptible, la cual, si no fuese buena, no podría corromperse.<br />

Así vi yo y me fue manifestado que tú eras el autor de todos los bienes y que no hay en absoluto<br />

sustancia alguna que no haya sido creada por ti. Y porque no hiciste todas las cosas iguales, por<br />

eso todas ellas son, porque cada una por sí es buena y todas juntas muy buenas, porque nuestro<br />

Dios hizo todas las cosas buenas en extremo 28 .<br />

CAPITULO XIII<br />

19. Y ciertamente para ti, Señor, no existe absolutamente el mal; y no sólo para ti, pero ni aun<br />

para la universidad de tu creación, porque nada hay de fuera que irrumpa y corrompa el orden<br />

que tú le impusiste. Mas en cuanto a sus partes, hay algunas cosas tenidas por malas porque no<br />

convienen a otras; pero como estas mismas convienen a otras, son asimismo buenas; y<br />

ciertamente en orden a sí todas son buenas. Y aun todas las que no dicen conveniencia entre sí, la<br />

dicen con la parte inferior de las criaturas que llamamos "tierra", la cual tiene su cielo nuboso y<br />

ventoso apropiado para sí.<br />

No quiera Dios que diga: ¡Ojalá no existieran estas cosas!, porque, aunque no contemplara más<br />

que estas solas, desearía ciertamente otras mejores; pero aun por estas solas debiera ya alabarte,<br />

porque laudable te muestran en la tierra los dragones y todos los abismos, el fuego, el granizo, la<br />

helada, el viento de la tempestad, que ejecutan tu mandato; los montes y todos los collados, los<br />

árboles frutales y todos los cedros, las bestias y todos los ganados, los reptiles y todos los<br />

volátiles alados; los reyes de la tierra y todos los pueblos, los príncipes y todos los jueces de la<br />

tierra, las jóvenes y las vírgenes, los ancianos y los jóvenes; todos alaban tu nombre 29 .<br />

Mas como también te alaban, ¡oh Dios nuestro!, en las alturas, todos tus ángeles y todas tus<br />

virtudes alaben tu nombre y el sol y la luna, todas las estrellas y la luz, y el cielo de los cielos y<br />

las aguas que están sobre los cielos 30 . Así que ya no deseaba cosas mejores, porque todas las<br />

abarcaba con el pensamiento, y aunque juzgaba que las superiores eran mejores que las<br />

inferiores, pero con más sano juicio consideraba que todas juntas eran mejores que solas las<br />

superiores.<br />

CAPITULO XIV<br />

20. No hay salud 31 para quienes les desagrada algo en tu criatura, como no la había para mí<br />

cuando me desagradaban muchas de las cosas hechas por ti. Pero porque mi alma no se atrevía a<br />

decir que le desplacía mi Dios, por eso no quería conocer por tuyo lo que le desagradaba.<br />

Y de aquí también que se fuera tras la opinión de las dos sustancias, en la que no hallaba<br />

descanso, y dijese cosas extrañas. Mas retornando de aquí, se había hecho para sí un dios<br />

esparcido por los infinitos espacios de todos los lugares, y le tenía por ti y le había colocado en su<br />

corazón, haciéndose por segunda vez templo de su ídolo, cosa abominable a tus ojos.<br />

Pero después que pusiste fomentos en la cabeza de este ignorante y cerraste mis ojos para que no<br />

viese la vanidad 32 , me dejó en paz un poco y se adormeció mi locura; y cuando desperté en ti, te<br />

vi de otra manera infinito; pero esta visión no procedía de la carne.<br />

CAPITULO XV<br />

21. Y miré las otras cosas y vi que te son deudoras, porque son; y que en ti están todas las finitas,<br />

aunque de diferente modo, no como en un lugar, sino por razón de sostenerlas todas tú, con la<br />

64


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

mano de la verdad, y que todas son verdaderas en cuanto son, y que la falsedad no es otra cosa<br />

que tener por ser lo que no es.<br />

También vi que no sólo cada una de ellas dice conveniencia con sus lugares, sino también con sus<br />

tiempos, y que tú, que eres el solo eterno, no has comenzado a obrar después de infinitos espacios<br />

de tiempo, porque todos los espacios de tiempo -pasados y futuros- no podrían. pasar ni venir<br />

sino obrando y permaneciendo tú.<br />

CAPITULO XVI<br />

22.Y conocí por experiencia que no es maravilla sea al paladar enfermo tormento aun el pan, que<br />

es grato para el sano, y que a los ojos enfermos sea odiosa la luz, que a los puros es amable.<br />

También desagrada a los inicuos tu justicia mucho más que la víbora y el gusano, que tú criaste<br />

buenos y aptos para la parte inferior de tu creación, con la cual los mismos inicuos dicen aptitud,<br />

y tanto más cuanto más desemejantes son de ti, así como son más aptos para la superior cuanto te<br />

son más semejantes.<br />

E indagué qué cosa era la iniquidad, y no hallé que fuera sustancia, sino la perversidad de una<br />

voluntad que se aparta de la suma sustancia, que eres tú, ¡oh Dios!, y se inclina a las cosas<br />

ínfimas, y arroja sus intimidades, y se hincha por de fuera.<br />

CAPITULO XVII<br />

23. Y me admiraba de que te amara ya a ti, no a un fantasma en tu lugar; pero no me sostenía en<br />

el goce de mi Dios, sino que, arrebatado hacia ti por tu hermosura, era luego apartado de ti por mi<br />

peso, y me desplomaba sobre estas cosas con gemido, siendo mi peso la costumbre carnal. Mas<br />

conmigo era tu memoria, ni en modo alguno dudaba ya de que existía un ser a quien yo debía<br />

adherirme, pero a quien no estaba yo en condición de adherirme, porque el cuerpo que se<br />

corrompe apesga el alma y la morada terrena deprime la mente que piensa muchas cosas 33 .<br />

Asimismo estaba certísimo de que tus cosas invisibles se perciben, desde la constitución del<br />

mundo, por la inteligencia de las cosas que has creado, incluso tu virtud sempiterna y tu<br />

divinidad 34 .<br />

Porque buscando yo de dónde aprobaba la hermosura de los cuerpos-ya celestes, ya terrestres-y<br />

qué era lo que había en mí para juzgar rápida y cabalmente de las cosas mudables cuando decía:<br />

"Esto debe ser así, aquello no debe ser así"; buscando,.digo, de dónde juzgaba yo cuando así<br />

juzgaba, hallé que estaba la inconmutable y verdadera eternidad de la verdad sobre mi mente<br />

mudable.<br />

Y fui subiendo gradualmente de los cuerpos al alma, que siente por el cuerpo; y de aquí al sentido<br />

íntimo, al que comunican o anuncian los sentidos del cuerpo las cosas exteriores, y hasta el cual<br />

pueden llegar las bestias. De aquí pasé nuevamente a la potencia raciocinante, a la que pertenece<br />

juzgar de los datos de los sentidos corporales, la cual, a su vez, juzgándose a sí misma mudable,<br />

se remontó a la misma inteligencia, y apartó el pensamiento de la costumbre, y se sustrajo a la<br />

multitud de fantasmas contradictorios para ver de qué luz estaba inundada, cuando sin ninguna<br />

duda clamaba que lo inconmutable debía ser preferido a lo mudable; y de dónde conocía yo lo<br />

inconmutable, ya que si no lo conociera de algún modo, de ninguno lo antepondría a lo mudable<br />

con tanta certeza. Y, finalmente, llegué a "lo que es" en un golpe de vista trepidante.<br />

Entonces fue cuando "vi tus cosas invisibles por la inteligencia de las cosas creadas"; pero no<br />

pude fijar en ellas mi vista, antes, herida de nuevo mi flaqueza, volví a las cosas ordinarias, no<br />

llevando conmigo sino un recuerdo amoroso y como apetito de viandas sabrosas que aún no<br />

podía comer.<br />

CAPITULO XVIII<br />

24. Y buscaba yo el medio de adquirir la fortaleza que me hiciese idóneo para gozarte; ni había<br />

de hallarla sino abrazándome con el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo<br />

65


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Jesús 35 , que es sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos, el cual clama y dice: Yo soy el<br />

camino, la verdad y la vida 36 , y el alimento mezclado con carne (que yo no tenía fuerzas para<br />

tomar), por haberse hecho el Verbo carne, a fin de que fuese amamantada nuestra infancia por la<br />

Sabiduría, por la cual creaste todas las cosas.<br />

Pero yo, que no era humilde, no tenía a Jesús humilde por mi Dios, ni sabía de qué cosa pudiera<br />

ser maestra su flaqueza. Porque tu Verbo, verdad eterna, trascendiendo las partes superiores de tu<br />

creación, levanta hacia sí a las que le están ya sometidas, al mismo tiempo que en las partes<br />

inferiores se edificó para sí una casa humilde de nuestro barro, por cuyo medio abatiera en sí<br />

mismo a los que había de someterse y los atrajese a sí, sanándoles el tumor y fomentándoles el<br />

amor, no sea que, fiados en sí, se fuesen más lejos, sino, por el contrario, se hagan débiles viendo<br />

ante sus pies débil a la divinidad por haber participado de nuestra túnica pelícea 37 , y, cansados,<br />

se arrojen en ella, para que, al levantarse, ésta los eleve.<br />

ºCAPITULO XIX<br />

25. Pero yo entonces juzgaba de otra manera, sintiendo de mi Señor Jesucristo tan sólo lo que se<br />

puede sentir de un varón de extraordinaria sabiduría, a quien nadie puede igualar. Sobre todo<br />

parecíame haber merecido de la divina Providencia a favor nuestro una tan gran autoridad de<br />

magisterio por haber nacido maravillosamente de la Virgen, para darnos ejemplo de desprecio de<br />

las cosas temporales en pago de la inmortalidad.<br />

Mas qué misterio encerraran aquellas palabras: El Verbo se hizo carne, ni sospecharlo siquiera<br />

podía. Sólo conocía, por las cosas que de él nos han dejado escritas, que comió y bebió, durmió,<br />

paseó, se alegró, se estremeció y predicó, y que la carne no se juntó a tu Verbo sino dotada de<br />

alma y razón. Conoce esto todo el que conoce la inmutabilidad de tu Verbo, la cual ya conocía<br />

yo, en cuanto podía, sin que dudara un punto siquiera en esto. Porque, en efecto, mover ahora los<br />

miembros del cuerpo a voluntad o no moverlos, estar dominado de algún afecto o no lo estar,<br />

proferir por medio de signos sabias sentencias o estar callado, indicios son de la mutabilidad de<br />

un alma y de una inteligencia. Todo lo cual, si fuese escrito falsamente de aquél, periclitaría a<br />

causa de la mentira todo lo demás y no quedaría en aquellas letras esperanza alguna de salud para<br />

el género humano. Pero como son verdaderas las cosas allí escritas , reconocía yo en Cristo al<br />

hombre entero, no cuerpo sólo de hombre o cuerpo y alma sin mente, sino al mismo hombre, el<br />

cual juzgaba debía ser preferido a todos los demás no por ser la persona de la verdad, sino por<br />

cierta extraordinaria excelencia de la naturaleza humana y una más perfecta participación de la<br />

sabiduría.<br />

Alipio, en cambio, pensaba que los católicos de tal modo creían a Dios revestido de carne, que en<br />

Cristo, fuera de Dios y la carne, no había alma; y así no juzgaba que hubiera en él mente humana.<br />

Y como estaba bien persuadido de que todas aquellas cosas que nos han dejado escritas de él no<br />

podían ejecutarse si no es por una criatura viviente y racional, de ahí que se moviera muy<br />

perezosamente hacia la verdadera fe cristiana. Pero cuando después conoció que este error era el<br />

de los herejes apolinaristas, se congratuló y atemperóse a la fe católica.<br />

En cuanto a mí, confieso que conocí un poco más tarde la diferencia que había, en orden a la<br />

interpretación de las palabras el Verbo se hizo carne, entre la verdad católica y la falsedad de<br />

Fotino. Porque la reprobación de los herejes hace destacar más el sentir de tu Iglesia y lo que<br />

tiene por sana doctrina: Porque conviene que haya herejías, fiara que los probados se hagan<br />

manifiestos 38 entre los débiles.<br />

CAPITULO XX<br />

26. Pero entonces, leídos aquellos libros de los platónicos, después que, amonestado por ellos a<br />

buscar la verdad incorpórea, percibí tus cosas invisibles por la contemplación de las creadas y,<br />

rechazado, sentí qué era lo que no se me permitía contemplar por las tinieblas de mi alma, quedé<br />

66


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

cierto de que existías; y de que eras infinito, sin difundirte, sin embargo, por lugares finitos ni<br />

infinitos; y de que eras verdaderamente, tú que siempre eres el mismo, sin cambiar en otro ni<br />

sufrir alteración alguna por ninguna parte ni por ningún accidente; y de que todas las cosas<br />

proceden de ti por la sola razón firmísima de que eres. Cierto estaba de todas estas verdades, pero<br />

también de que me hallaba debilísimo para gozar de ti. Charlaba mucho sobre ellas, como si fuera<br />

instruido, y si no buscara el camino de la verdad en Cristo, salvador nuestro, no fuera instruido,<br />

sino destruido. Porque ya había comenzado a querer parecer sabio, lleno de mi castigo, y no<br />

lloraba, antes me hinchaba con la ciencia. Mas ¿dónde estaba aquella caridad que edifica sobre el<br />

fundamento de la humildad, que es Cristo Jesús? O ¿cuándo aquellos libros me la hubieran<br />

enseñado, con los cuales creo quisiste que tropezase antes de leer tus <strong>Escritura</strong>s, para que<br />

quedasen grabados en mi memoria los efectos que produjeron en mí, y para que, después de<br />

haberme amansado con tus libros y restañado las heridas con sus suaves dedos, discerniese y<br />

percibiese la diferencia que hay entre la presunción y la confesión, entre los que ven adónde se<br />

debe ir y no ven por dónde se va y el camino que conduce a la patria bienaventurada, no sólo para<br />

contemplarla, sino también para habitarla?<br />

Porque si yo hubiera sido instruido en tus sagradas letras y en su trato familiar te hubiera hallado<br />

dulce para conmigo y después hubiera tropezado con aquellos libros, tal vez me apartaran del<br />

fundamento de la piedad; o si persistiera en aquel afecto saludable que había bebido en ellas,<br />

juzgase que también en aquellos libros podía adquirirlo quienquiera que no hubiese leído más que<br />

éstos.<br />

CAPITULO XXI<br />

27. Así, pues, cogí avidísimamente las venerables <strong>Escritura</strong>s de tu Espíritu, y con preferencia a<br />

todos, al apóstol Pablo. Y perecieron todas aquellas cuestiones en las cuales me pareció algún<br />

tiempo que se contradecía a sí mismo y que el texto de sus discursos no concordaba con los<br />

testimonios de la Ley y de los Profetas, y apareció uno a mis ojos el rostro de los castos oráculos<br />

y aprendí a alegrarme con temblor 39 .<br />

Y comprendí y hallé que todo cuanto de verdadero había yo leído allí, se decía aquí realzado con<br />

tu gracia, para que el que ve no se gloríe, como si no hubiese recibido, no ya de lo que ve, sino<br />

también del poder ver -pues;¿qué tiene que no lo baya recibido? 40 -; y para que sea no sólo<br />

exhortado a que te vea, a ti, que eres siempre el mismo, sino también sanado, para que te retenga;<br />

y que el que no puede ver de lejos camine, sin embargo, por la senda por la que llegue, y te vea, y<br />

te posea.<br />

Porque aunque el hombre se deleite con la ley de Dios según el hombre interior 41 , ¿qué hará de<br />

aquella otra ley que lucha en sus miembros contra la ley de su mente, y que le lleva cautivo bajo<br />

la ley del pecado, que existe en sus miembros? 42 Porque tú eres justo, Señor, y nosotros, en<br />

cambio, hemos pecado, hemos obrado inicuamente 43 ; nos hemos portado con impiedad, y tu<br />

mano se ha hecho pesada sobre nosotros 44 , y justamente hemos sido entregados al pecador de<br />

antiguo, prepósito de la muerte, porque persuadió a nuestra voluntad de que se asemejara a la<br />

suya, que no quiso persistir en tu verdad 45 .<br />

¿Qué hará el hombre miserable, quién le librará del cuerpo, de esta muerte, sino tu gracia, por<br />

medio de Jesucristo, nuestro Señor 46 , a quien tú engendraste coeterno y creaste en el principio de<br />

tus caminos 47 ; en quien no halló el Príncipe de este mundo nada digno de muerte y al que dio<br />

muerte 48 , con lo que fue anulada la sentencia que había contra nosotros? 49<br />

Nada de esto dicen aquellas Letras. Ni tienen aquellas páginas el aire de esta piedad, ni las<br />

lágrimas de la confesión , ni tu sacrificio, ni el espíritu atribulado, ni el corazón contrito y<br />

humillado 50 , ni la salud del pueblo, ni la ciudad esposa, ni el arra del Espíritu Santo, ni el cáliz<br />

de nuestro rescate 51 .<br />

67


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Nadie allí canta: ¿Acaso mi alma no estará sujeta a Dios? Porque de él procede mi salvación,<br />

puesto que él es mi Dios, y mi salvador, y mi amparo, del cual no me apartaré ya más 52 .<br />

Nadie allí oye al que llama: Venid a mí los que trabajáis. Tienen a menos aprender de él, porque<br />

es manso y humilde de corazón 53 . Porque tú escondiste estas cosas a los sabios y prudentes y las<br />

revelaste a los pequeñuelos 54 .<br />

Mas una cosa es ver desde una cima agreste la patria de la paz, y no hallar el camino que conduce<br />

a ella, y fatigarse en balde por lugares sin caminos, cercados por todas partes y rodeados de las<br />

asechanzas de los fugitivos desertores con su jefe o príncipe el león y el dragón 55 , y otra poseer<br />

la senda que conduce allí, defendida por los cuidados del celestial Emperador, en donde no<br />

latrocinan los desertores de la celestial milicia, antes la evitan como un suplicio.<br />

Todas estas cosas se me entraban por las entrañas por modos maravillosos cuando leía al menor<br />

de tus apóstoles 56 y consideraba tus obras, y me sentía espantado, fuera de mí.<br />

LIBRO OCTAVO<br />

CAPITULO I<br />

1. ¡Dios mío!, que yo te recuerde en acción de gracias y confiese tus misericordias sobre mí. Que<br />

mis huesos se empapen de tu amor y digan. Señor, ¿quién semejante a ti? 1 Rompiste mis<br />

ataduras; sacrifíquete yo un sacrificio de alabanza 2 . Contaré cómo las rompiste, y todos los que<br />

te adoran dirán cuando lo oigan: Bendito sea el Señor en el cielo y en la tierra; grande y<br />

admirable es el nombre suyo.<br />

Tus palabras, Señor, se habían pegado a mis entrañas y por todas partes me veía cercado por ti.<br />

Cierto estaba de tu vida eterna, aunque no la viera más que en enigma y como en espejo 3 , y así<br />

no tenía ya la menor duda sobre la sustancia incorruptible, por proceder de ella toda sustancia; ni<br />

lo que deseaba era estar más cierto de ti, sino más estable en ti.<br />

En cuanto a. mi vida temporal, todo eran vacilaciones, y debía purificar mi corazón de la vieja<br />

levadura, y hasta me agradaba el camino -el Salvador mismo-; pero tenía pereza de caminar por<br />

sus estrecheces.<br />

Tú me inspiraste entonces la idea -que me pareció excelente- de dirigirme a Simpliciano, que<br />

aparecía a mis ojos como un buen siervo tuyo y en el que brillaba tu gracia. Había oído también<br />

de él que desde su juventud vivía devotísimamente, y como entonces era ya anciano, parecíame<br />

que en edad tan larga, empleada en el estudio de tu vida, estaría muy experimentado y muy<br />

instruido en muchas cosas, y verdaderamente así era. Por eso quería yo conferir con él mis<br />

inquietudes, para que me indicase qué método de vida sería el más a propósito en aquel estado de<br />

ánimo en que yo me encontraba para caminar por tu senda.<br />

2. Porque veía yo llena a tu Iglesia y que uno iba por un camino y otro por otro.<br />

En cuanto a mí, disgustábame lo que hacía en el siglo y me era ya carga pesadísima, no<br />

encendiéndome ya, como solían, los apetitos carnales, con la esperanza de honores y riquezas, a<br />

soportar servidumbre tan pesada; porque ninguna de estas cosas me deleitaba ya en comparación<br />

de tu dulzura y de la hermosura de tu casa, que ya amaba 4 , mas sentíame todavía fuertemente<br />

ligado a la mujer; y como el Apóstol no me prohibía casarme, bien que me exhortara a seguir lo<br />

mejor al desear vivísimamente que todos los hombres fueran como él, yo, como más flaco,<br />

escogía el partido más fácil, y por esta causa me volvía tardo en las demás cosas y me consumía<br />

con agotadores cuidados por verme obligado a reconocer en aquellas cosas que yo no quería<br />

padecer algo inherente a la vida conyugal, a la cual entregado me sentía ligado.<br />

68


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Había oído de boca de la <strong>Verdad</strong> que hay eunucos que se han mutilado a sí mismos por el reino<br />

de los cielos, bien que añadió que lo haga quien pueda hacerlo 5 . Vanos son ciertamente todos<br />

los hombres en quienes no existe la ciencia de Dios, y que por las cosas que se ven, no pudieron<br />

hallar al que es 6 . Pero ya había salido de aquella vanidad y la había traspasado, y por el<br />

testimonio de la creación entera te había hallado a ti, Creador nuestro, y a tu Verbo, Dios en ti y<br />

contigo un solo Dios, por quien creaste todas las cosas.<br />

Otro género de impíos hay: el de los que, conociendo a Dios, no le glorificaron como a tal o le<br />

dieron gracias 7 . También había caído yo en él; mas tu diestra me recibió y sacó de él y me puso<br />

en lugar en que pudiera convalecer, porque tú has dicho al hombre: He aquí que la piedad es la<br />

sabiduría 8 y No quieras parecer sabio 9 , porque los que se dicen ser sabios son vueltos necios 10 .<br />

Ya había hallado yo, finalmente, la margarita preciosa, que debía comprar con la venta de todo lo<br />

que tenía. Pero vacilaba.<br />

CAPITULO II<br />

3. Me encaminé, pues, a Simpliciano, padre en la colación de la gracia bautismal del entonces<br />

obispo Ambrosio, a quien éste amaba verdaderamente como á padre. Contéle los asendereados<br />

pasos de mi error; mas cuando le dije haber leído algunos libros de los platónicos, que Victorino,<br />

retórico en otro tiempo de la ciudad de Roma -y del cual había oído decir que había muerto<br />

cristiano-, había vertido a la lengua latina, me felicitó por no haber dado con las obras de otros<br />

filósofos, llenas de falacias y engaños, según los elementos de este mundo 11 , sino con éstos en<br />

los cuales se insinúa por mil modos a Dios y su Verbo.<br />

Luego, para exhortarme a la humildad de Cristo, escondida a los sabios y revelada a los<br />

pequeñuelos, me recordó al mismo Victorino, a quien él había tratado muy familiarmente estando<br />

en Roma, y de quien me refirió lo que no quiero pasar en silencio. Porque encierra gran alabanza<br />

de tu gracia, que debe serte confesada, el modo como este doctísimo anciano -peritísimo en todas<br />

las disciplinas liberales y que había leído y juzgado tantas obras de filósofos-, maestro de tantos<br />

nobles senadores, que en premio de su preclaro magisterio había merecido y obtenido una estatua<br />

en el Foro romano (cosa que los ciudadanos de este mundo tienen por el sumo); venerador hasta<br />

aquella edad de los ídolos y partícipe de los sagrados sacrilegios, a los cuales se inclinaba<br />

entonces casi toda la hinchada nobleza romana, mirando propicios ya "a los dioses monstruos de<br />

todo género y a Anubis el ladrador", que en otro tiempo "habían estado en armas contra Neptuno<br />

y Venus y contra Minerva", y a quienes, vencidos, la misma Roma les dirigía súplicas ya, y a los<br />

cuales tantos años este mismo anciano Victorino había defendido con voz aterradora, no se<br />

avergonzó de ser siervo de tu Cristo e infante de tu fuente, sujetando su cuello al yugo de la<br />

humildad y sojuzgando su frente al oprobio de la cruz.<br />

4. ¡Oh Señor, Señor!, que inclinaste los cielos y descendiste tocaste los montes y humearon 12 ,<br />

¿de qué modo te insinuaste en aquel corazón?<br />

Leía -al decir de Simpliciano- la Sagrada <strong>Escritura</strong> e investigaba y escudriñaba curiosísimamente<br />

todos los escritos cristianos, y decía a Simpliciano, no en público, sino muy en secreto y<br />

familiarmente: "¿Sabes que ya soy cristiano?" A lo cual respondía aquél: "No lo creeré ni te<br />

contaré entre los cristianos mientras no te vea en la Iglesia de Cristo". A lo que éste replicaba<br />

burlándose: "Pues qué, ¿son acaso las paredes las que hacen a los cristianos?" Y esto de que "ya<br />

era cristiano" lo decía muchas veces, contestándole lo mismo otras tantas Simpliciano,<br />

oponiéndole siempre aquél "la burla de las paredes".<br />

Y era que temía ofender a sus amigos, soberbios adoradores de los demonios, juzgando que desde<br />

la cima de su babilónica dignidad, como cedros del Líbano aún no quebrantados por el Señor,<br />

habían de caer sobre él sus terribles enemistades. Pero después que, leyendo y suplicando<br />

ardientemente, se hizo fuerte y temió ser "negado por Cristo delante de sus ángeles si él temía<br />

69


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

confesarle delante de los hombres 13 y le pareció que era hacerse reo de un gran crimen<br />

avergonzarse de "los sacramentos de humildad" de tu Verbo, no avergonzándose de "los sagrados<br />

sacrilegios" de los soberbios demonios, que él, imitador suyo y soberbio, había recibido, se<br />

avergonzó de aquella vanidad y se sonrojó ante la verdad, y de pronto e improviso dijo a<br />

Simpliciano, según éste mismo contaba: "Vamos a la iglesia; quiero hacerme cristiano." Este, no<br />

cabiendo en sí de alegría, fuese con él, quien, una vez instruido en los primeros sacramentos de la<br />

religión, "dio su nombre para ser" -no mucho después- regenerado por el bautismo, con<br />

admiración de Roma y alegría de la Iglesia. Veíanle los soberbios y llenábanse de rabia,<br />

rechinaban sus dientes y se consumían; mas tu siervo había puesto en el Señor Dios su esperanza<br />

y no atendía a las vanidades y locuras engañosas 14 .<br />

5. Por último, cuando llegó la hora de hacer la profesión de fe (que en Roma suele hacerse por los<br />

que van a recibir tu gracia en presencia del pueblo fiel con ciertas y determinadas palabras<br />

retenidas de memoria y desde un lugar eminente), ofrecieron los sacerdotes a Victorino -decía<br />

aquél [Simpliciano]- que la recitase en secreto, como solía concederse a los que juzgaban que<br />

habían de tropezar por la vergüenza. Mas él prefirió confesar su salud en presencia de la plebe<br />

santa. Porque ninguna salud había en la retórica que enseñaba, y, sin embargo, la había profesado<br />

públicamente. ¡Cuánto menos, pues, debía temer ante tu mansa grey pronunciar tu palabra, él que<br />

no había temido a turbas de locos en sus discursos!<br />

Así que, tan pronto como subió para hacer la profesión, todos, unos a otros, cada cual según le<br />

iba conociendo, murmuraban su nombre con un murmullo de gratulación -y ¿quién había allí que<br />

no le conociera?- y un grito reprimido salió de la boca de todos los que con él se alegraban:<br />

"Victorino, Victorino." Presto gritaron por la alegría de verle, mas presto callaron por el deseo de<br />

oírle. Hizo la profesión de la verdadera fe con gran entereza, y todos querían arrebatarle dentro de<br />

sus corazones, y realmente le arrebataban amándole y gozándose de él, que éstas eran las manos<br />

de los que le arrebataban.<br />

CAPITULO III<br />

6. ¡Dios bueno!, ¿qué es lo que pasa en el hombre para que se alegre más de la salud de un alma<br />

desahuciada y salvada del mayor peligro que si siempre hubiera ofrecido esperanzas o no hubiera<br />

sido tanto el peligro? También tú, Padre misericordioso, te gozas más de un penitente que de<br />

noventa y nueve justos que no tienen necesidad de penitencia 15 ; y nosotros oímos con grande<br />

alegría el relato de la oveja descarriada, que es devuelta al redil en los alegres hombros del Buen<br />

Pastor, y el de la dracma, que es repuesta en tus tesoros después de los parabienes de las vecinas a<br />

la mujer que la halló. Y lágrimas arranca de nuestros ojos el júbilo de la solemnidad de tu casa<br />

cuando se lee en ella de tu hijo menor que era muerto y revivió, había perecido y fue hallado 16 .<br />

Y es que tú te gozas en nosotros y en tus ángeles, santos por la santa caridad, pues tú eres siempre<br />

el mismo, por conocer del mismo modo y siempre las cosas que no son siempre ni del mismo<br />

modo.<br />

7. Pero ¿qué ocurre en el alma para que ésta se alegre más con las cosas encontradas o<br />

recobradas, y que ella estima, que si siempre las hubiera tenido consigo? Porque esto mismo<br />

testifican las demás cosas y llenas están todas ellas de testimonios que claman: "Así es."<br />

Triunfa victorioso el emperador, y no venciera si no peleara; mas cuanto mayor fue el peligro de<br />

la batalla, tanto mayor es el gozo del triunfo.<br />

Combate una tempestad a los navegantes y amenaza tragarlos, y todos palidecen ante la muerte<br />

que les espera; serénanse el cielo y la mar, y alégranse sobremanera, porque temieron<br />

sobremanera.<br />

70


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Enferma una persona amiga y su pulso anuncia algo fatal, y todos los que la quieren sana<br />

enferman con ella en el alma; sale del peligro, y aunque todavía no camine con las fuerzas de<br />

antes, hay, ya tal alegría entre ellos como no la hubo antes, cuando andaba sana y fuerte.<br />

Aun los mismos deleites de la vida humana, ¿no los sacan los hombres de ciertas molestias, no<br />

impensadas y contra voluntad, sino buscadas y queridas? Ni en la comida ni en la bebida hay<br />

placer si no precede la molestia del hambre y de la sed. Y los mismos bebedores de vino, ¿no<br />

suelen comer antes alguna cosa salada que les cause cierto ardor molesto, el cual, al ser apagado<br />

con la bebida, produce deleite? Y cosa tradicional es entre nosotros que las desposadas no sean<br />

entregadas inmediatamente a sus esposos, para que no tenga a la que se le da por cosa vil, como<br />

marido, por no haberla suspirado largo tiempo como novio.<br />

8. Y esto mismo acontece con le deleite torpe y execrable, esto con el lícito y permitido, esto con<br />

la sincerísima honestidad de la amistad, y esto lo que sucedió con aquel que era muerto y revivió,<br />

se había perdido y fue hallado, siendo siempre la mayor alegría precedida de mayor pena.<br />

¿Qué es esto, Señor, Dios mío? ¿En qué consiste que, siendo tú gozo eterno de ti mismo y<br />

gozando siempre de ti algunas criaturas que se hallan junto a ti, se halle esta parte inferior del<br />

mundo sujeta a alternativas de adelantos y retrocesos, de uniones y separaciones? ¿Es acaso éste<br />

su modo de ser y lo único que le concediste cuando desde lo más alto de los cielos hasta lo más<br />

profundo de la tierra, desde el principio de los tiempos hasta el fin de los siglos, desde el ángel<br />

hasta el gusanillo y desde el primer movimiento hasta el postrero, ordenaste todos los géneros de<br />

bienes y todas tus obras justas, cada una en su propio lugar y tiempo?<br />

¡Ay de mí! ¡Cuán elevado eres en las alturas y cuán profundo en los abismos! A ninguna parte te<br />

alejas y, sin embargo, apenas si logramos volvernos a ti.<br />

CAPITULO IV<br />

9. Ea, Señor, manos a la obra; despiértanos y vuelve a llamarnos, enciéndenos y arrebátanos,<br />

derrama tus fragancias y sénos dulce: amemos, corramos.<br />

¿No es cierto que muchos se vuelven a ti de un abismo de ceguedad más profundo aún que el de<br />

Victorino, y se acercan a ti y son iluminados, recibiendo aquella luz, con la cual, quienes la<br />

reciben, juntamente reciben la potestad de hacerse hijos tuyos?<br />

Mas si éstos son poco conocidos de los pueblos, poco se gozan de ellos aun los mismos que les<br />

conocen; pero cuando el gozo es de muchos, aun en los particulares es más abundante, por<br />

enfervorizarse y encenderse unos con otros.<br />

A más de esto, los que son conocidos de muchos sirven a muchos de autoridad en orden a la<br />

salvación, yendo delante de muchos que los han de seguir; razón por la cual se alegran mucho de<br />

tales convertidos aun los mismos que les han precedido, por no alegrarse de ellos solos.<br />

Lejos de mí pensar que sean en tu casa más aceptas las personas de los ricos que las de los pobres<br />

y las de los nobles más que las de los plebeyos, cuando más bien elegiste las cosas débiles para<br />

confundir las fuertes, y las innobles y despreciadas de este mundo y las que no tienen ser como si<br />

lo tuvieran, para destruir las que son 17 .<br />

No obstante esto, el mínimo de tus apóstoles, por cuya boca pronunciaste estas palabras,<br />

habiendo abatido con su predicación la soberbia del procónsul Pablo y sujetándole al suave yugo<br />

del gran Rey, quiso en señal de tan insigne victoria cambiar su nombre primitivo de Saulo en<br />

Paulo. Porque más vencido es el enemigo en aquel a quien más tiene preso y por cuyo medio<br />

tiene a otros muchos presos; porque muchos son los soberbios que tienen presos por razón de la<br />

nobleza; y de éstos, a su vez, muchos por razón de su autoridad.<br />

Así que cuanto con más gusto se pensaba en el pecho de Victorino -que como fortaleza<br />

inexpugnable había ocupado el diablo y con cuya lengua, como un dardo grande y agudo, había<br />

dado muerte a muchos-, tanto más abundantemente convenía se alegrasen tus hijos, por haber<br />

71


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

encadenado nuestro Rey al fuerte 18 y ver que sus vasos, conquistados, eran purificados y<br />

destinados a tu honor, convirtiéndolos así en instrumentos del Señor para toda buena obra 19 .<br />

CAPITULO V<br />

10. Mas apenas me refirió tu siervo Simpliciano estas casas de Victorino, encendíme yo en<br />

deseos de imitarle, como que con este fin me las había también él narrado. Pero cuando después<br />

añadió que en tiempos del emperador Juliano, por una ley que se dio, se prohibió a los cristianos<br />

enseñar literatura y oratoria, y que aquél„ acatando dicha ley, prefirió más abandonar la verbosa<br />

escuela que dejar a tu Verbo, que hace elocuentes las lenguas de los niños 20 que aún no hablan,<br />

no me pareció tan valiente corno afortunado por haber hallado ocasión de consagrarse a ti, cosa<br />

por la que yo suspiraba, ligado no con hierros extraños, sino por mi férrea voluntad.<br />

Poseía mi querer el enemigo, y de él había hecho una cadena con la que me tenía aprisionado.<br />

Porque de la voluntad perversa nace el apetito, y del apetito obedecido procede la costumbre, y<br />

de la costumbre no contradecida proviene la necesidad; y con estos a modo de anillos enlazados<br />

entre sí -por lo que antes llamé cadena- me tenía aherrojado en dura esclavitud. Porque la nueva<br />

voluntad que había empezado a nacer en mí de servirte gratuitamente y gozar de ti, ¡oh Dios<br />

mío!, único gozo cierto, todavía no era capaz de vencer la primera, que con los años se había<br />

hecho fuerte. De este modo las dos voluntades mías, la vieja y la nueva, la carnal y la espiritual,<br />

luchaban entre sí y discordando destrozaban mi alma<br />

11. Así vine a entender por propia experiencia lo que había leído de cómo la carne apetece<br />

contra el espíritu, y el espíritu contra la carne 21 , estando yo realmente en ambos, aunque más yo<br />

en aquello que aprobaba en mí que no en aquello que en mí desaprobaba; porque en aquello más<br />

había ya de no yo, puesto que en su mayor parte más padecía contra mi voluntad que obraba<br />

queriendo.<br />

Con todo, de mí mismo provenía la costumbre que prevalecía contra mí, porque queriendo había<br />

llegado a donde no quería. Y ¿quién hubiera podido replicar con derecho, siendo justa la pena<br />

que se sigue al que peca?<br />

Ya no existía tampoco aquella excusa con que solía persuadirme de que si aun no te servía,<br />

despreciando el mundo, era porque no tenía una percepción clara de la verdad; porque ya la tenía<br />

y cierta; con todo, pegado todavía a la tierra, rehusaba entrar en tu milicia y temía tanto el verme<br />

libre de todos aquellos impedimentos cuanto se debe temer estar impedido de ellos.<br />

12. De este modo me sentía dulcemente oprimido por la carga del siglo, como acontece con el<br />

sueño, siendo semejantes los pensamientos con que pretendía elevarme a ti a los esfuerzos de los<br />

que quieren despertar, mas, vencidos de la pesadez del sueño, caen rendidos de nuevo. Porque así<br />

como no hay nadie que quiera estar siempre durmiendo -y a juicio de todos es mejor velar que<br />

dormir-, y, no obstante, difiere a veces el hombre sacudir el sueño cuando tiene sus miembros<br />

muy cargados de él, y aun desagradándole éste lo toma con más gusto aunque sea venida la hora<br />

de levantarse, así tenía yo por cierto ser mejor entregarme a tu amor que ceder a mi apetito. No<br />

obstante, aquello me agradaba y vencía, esto me deleitaba y encadenaba.<br />

Ya no tenía yo que responderte cuando me decías: Levántate, tú que duermes, y sal de entre los<br />

muertos, y te iluminará Cristo 22 ; y mostrándome por todas partes ser verdad lo que decías, no<br />

tenía ya absolutamente nada que responder, convicto por la verdad, sino unas palabras lentas y<br />

soñolientas: Ahora... En seguida... Un poquito más. Pero este ahora no tenía término y este<br />

poquito más se iba prolongando.<br />

En vano me deleitaba en tu Ley, según el hombre interior, luchando en mis miembros otra ley<br />

contra la ley de mi espíritu, y teniéndome cautivo bajo la ley del pecado existente en mis<br />

miembros 23 . Porque ley del pecado es la fuerza de la costumbre, por la que es arrastrado y<br />

72


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

retenido el ánimo, aun contra su voluntad, en justo castigo de haberse dejado caer en ella<br />

voluntariamente.<br />

¡Miserable, pues, de mí!, ¿quién habría podido librarme del cuerpo de esta muerte sino tu gracia,<br />

por Cristo nuestro Señor? 24<br />

CAPITULO VI<br />

13. También narraré de qué modo me libraste del vínculo del deseo del coito, que me tenía<br />

estrechísimamente cautivo, y de la servidumbre de los negocios seculares, y confesaré tu nombre,<br />

¡oh, Señor!, ayudador mío y redentor mío 25 . Hacía las cosas de costumbre con angustia creciente<br />

y todos los días suspiraba por ti y frecuentaba tu iglesia, cuanto me dejaban libre los negocios,<br />

bajo cuyo peso gemía.<br />

Conmigo estaba Alipio, libre de la ocupación de los jurisconsultos después de la tercera<br />

asesoración, aguardando a quién vender de nuevo sus consejos, como yo vendía la facultad de<br />

hablar, si es que alguna se puede comunicar con la enseñanza.<br />

Nebridio, en cambio, había cedido a nuestra amistad, auxiliando en la enseñanza a nuestro íntimo<br />

y común amigo Verecundo, ciudadano y gramático de Milán, que deseaba con vehemencia y nos<br />

pedía, a título de amistad, un fiel auxiliar de entre nosotros, del que estaba muy necesitado.<br />

No fue, pues, el interés lo que movió a ello a Nebridio -que mayor lo podría obtener si quisiera<br />

enseñar las letras-, sino que no quiso este amigo dulcísimo y mansísimo desechar nuestro ruego<br />

en obsequio a la amistad. Mas hacía esto muy prudentemente, huyendo de ser conocido de los<br />

grandes personajes del mundo, evitando con ello toda preocupación de espíritu, que él quería<br />

tener libre y lo más desocupado posible para investigar, leer u oír algo sobre la sabiduría.<br />

14. Mas cierto día que estaba ausente Nebridio -no sé por qué causa- vino a vernos a casa, a mí y<br />

a Alipio, un tal Ponticiano, ciudadano nuestro en cualidad de africano, que servía en un alto cargo<br />

de palacio. Yo no sé qué era lo que quería de nosotros.<br />

Sentámonos a hablar, y por casualidad clavó la vista en un códice que había sobre la mesa de<br />

juego que estaba delante de nosotros. Tomóle, abrióle, y halló ser, muy sorprendentemente por<br />

cierto, el apóstol Pablo, porque pensaba que sería alguno de los libros cuya explicación me<br />

preocupaba. Entonces, sonriéndose y mirándome gratulatoriamente, me expresó su admiración de<br />

haber hallado por sorpresa delante de mis ojos aquellos escritos, y nada más que aquéllos, pues<br />

era cristiano y fiel, y muchas veces se postraba delante de ti, ¡oh Dios nuestro!, en la iglesia con<br />

frecuentes y largas oraciones.<br />

Y como yo le indicara que aquellas <strong>Escritura</strong>s ocupaban mi máxima atención, tomando él<br />

entonces la palabra, comenzó a hablarnos de Antonio, monje de Egipto, cuyo nombre era<br />

celebrado entre tus fieles y nosotros ignorábamos hasta aquella hora. Lo que como él advirtiera,<br />

detúvose en la narración, dándonos a conocer a tan gran varón, que nosotros desconocíamos,<br />

admirándose de nuestra ignorancia.<br />

Estupefactos quedamos oyendo tus probadísimas maravillas realizadas en la verdadera fe e<br />

Iglesia católica y en época tan reciente y cercana a nuestros tiempos. Todos nos admirábamos:<br />

nosotros, por ser cosas tan grandes, y él, por sernos tan desconocidas.<br />

15. De aquí pasó a hablarnos de las muchedumbres que viven en monasterios, y de sus<br />

costumbres, llenas de tu dulce perfume, y de los fértiles desiertos del yermo, de los que nada<br />

sabíamos. Y aun en el mismo Milán había un monasterio, extramuros de la ciudad, lleno de<br />

buenas hermanos, bajo la dirección de Ambrosio, y que también desconocíamos.<br />

Alargábase Ponticiano y se extendía más y más, oyéndole nosotros atentos en silencio. Y de una<br />

cosa en otra vino a contarnos cómo en cierta ocasión, no sé cuando, estando en Tréveris, salió él<br />

con tres compañeros, mientras el emperador se hallaba en los juegos circenses de la tarde, a dar<br />

73


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

un paseo por los jardines contiguos a las murallas, y que allí pusiéronse a pasear juntos de dos en<br />

dos al azar, uno con él por un lado y los otros dos de igual modo por otro, distanciados.<br />

Caminando éstos sin rumbo fijo, vinieron a dar en una cabaña en la que habitaban ciertos siervos<br />

tuyos, pobres de espíritu, de los cuales es el reino de los cielos 26 . En ella hallaron un códice que<br />

contenía escrita la Vida de San Antonio, la cual comenzó uno de ellos a leer, y con ello a<br />

admirarse, encenderse y a pensar, mientras leía, en abrazar aquel género de vida y, abandonando<br />

la milicia del mundo, servirte a ti solo.<br />

Eran estos dos cortesanos de los llamados agentes de negocios. Lleno entonces repentinamente de<br />

un amor santo y casto pudor, airado contra sí y fijos los ojos en su compañero, le dijo: "Dime, te<br />

ruego, ¿adónde pretendemos llegar con todos estos nuestros trabajos? ¿Qué es lo que buscamos?<br />

¿Cuál es el fin de nuestra milicia? ¿Podemos aspirar a más en palacio que a amigos del César? Y<br />

aun en esto mismo, ¿qué no hay de frágil y lleno de peligros? ¿Y por cuántos peligros no hay que<br />

pasar para llegar a este peligro mayor? Y aun esto, ¿cuándo sucederá? En cambio, si quiero,<br />

ahora mismo puedo ser amigo de Dios." Dijo esto, y turbado con el parto de la nueva vida, volvió<br />

los ojos al libro y leía y se mudaba interiormente, donde tú le veías, y desnudábase su espíritu del<br />

mundo, como luego se vio.<br />

Porque mientras leyó y se agitaron las olas de su corazón, lanzó algún bramido que otro, y<br />

discernió y decretó lo que era mejor y, ya tuyo, dijo a su amigo: "Yo he roto ya con aquella<br />

nuestra esperanza y he resuelto dedicarme al servicio de Dios, y esto lo quiero comenzar en esta<br />

misma hora y en este mismo lugar. Tú, si no quieres imitarme, no quieras contrariarme."<br />

Respondió éste que "quería juntársele y ser compañero de tanta merced y tan gran milicia". Y<br />

ambos tuyos ya comenzaron a edificar la torre evangélica con las justas expensas del abandono<br />

de todas las cosas y de tu seguimiento.<br />

Entonces Ponticiano y su compañero, que paseaban por otras partes de los jardines, buscándoles,<br />

dieron también en la misma cabaña, y hallándoles les advirtieron que retornasen, que era ya el día<br />

vencido. Entonces ellos, refiriéndoles su determinación y propósito y el modo cómo había nacido<br />

y confirmádose en ellos tal deseo, les pidieron que, si no se les querían asociar, no les fueran<br />

molestos. Mas éstos, en nada mudados de lo que antes eran, lloráronse a sí mismos según decía, y<br />

les felicitaron piadosamente y se encomendaron a sus oraciones; y poniendo su corazón en la<br />

tierra se volvieron a palacio; mas aquéllos, fijando el suyo en el cielo, se quedaron en la cabaña.<br />

Y los dos tenían prometidas; pero cuando oyeron éstas lo sucedido, te consagraron también su<br />

virginidad.<br />

CAPITULO VII<br />

16. Narraba estas cosas Ponticiano, y mientras él hablaba, tú, Señor, me trastocabas a mí mismo,<br />

quitándome de mi espalda, adonde yo me había puesto para no verme, y poniéndome delante de<br />

mi rostro para que viese cuán feo era, cuán deforme y sucio, manchado y ulceroso.<br />

Veíame y llenábame de horror, pero no tenía adónde huir de mí mismo. Y si intentaba apartar la<br />

vista de mí, con la narración que me hacía Ponticiano, de nuevo me ponías frente a mí y me<br />

arrojabas contra mis ojos, para que descubriese mi iniquidad y la odiase. Bien la conocía, pero la<br />

disimulaba, y reprimía, y olvidaba.<br />

17. Pero entonces, cuanto más ardientemente amaba a aquellos de quienes oía relatar tan<br />

saludables afectos por haberse dado totalmente a ti para que los sanases, tanto más<br />

execrablemente me odiaba a mí mismo al compararme con ellos. Porque muchos años míos<br />

habían pasado sobre mí -unos doce aproximadamente- desde que en el año diecinueve de mi<br />

edad, leído el Hortensio, me había sentido excitado al estudio de la sabiduría, pero difería yo<br />

entregarme a su investigación, despreciada la felicidad terrena, cuando no ya su invención, pero<br />

74


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

aun sola su investigación debería ser antepuesta a los mayores tesoros y reinos del mundo y a la<br />

mayor abundancia de placeres.<br />

Mas yo, joven miserable, sumamente miserable, había llegado a pedirte en los comienzos de la<br />

misma adolescencia la castidad, diciéndote: "Dame la castidad y continencia, pero no ahora",<br />

pues temía que me escucharas pronto y me sanaras presto de la enfermedad de mi<br />

concupiscencia, que entonces más quería yo saciar que extinguir. Y continué por las sendas<br />

perversas de la superstición sacrílega, no como seguro de ella, sino como dándole preferencia<br />

sobre las demás, que yo no buscaba piadosamente, sino que hostilmente combatía.<br />

18. Y pensaba yo que el diferir de día en día seguirte a ti solo, despreciada toda esperanza del<br />

siglo, era porque no se me descubría una cosa cierta adonde dirigir mis pasos. Pero había llegado<br />

el día en que debía aparecer desnudo ante mí, y mi conciencia increparme así: "¿Dónde está lo<br />

que decías? ¡Ah! Tú decías que por la incertidumbre de la verdad no te decidías a arrojar la carga<br />

de tu vanidad. He aquí que ya te es cierta, y, no obstante, te oprime aún aquélla, en tanto que<br />

otros, que ni se han consumido tanto en su investigación ni han meditado sobre ella diez años y<br />

más, reciben en hombros más libres alas para volar."<br />

Con esto me carcomía interiormente y me confundía vehementemente con un pudor horrible<br />

mientras Ponticiano refería tales cosas, el cual, terminada su plática y la causa por que había<br />

venido, se fue. Mas yo, vuelto a mí, ¿qué cosas no dije contra mí? ¿Con qué azotes de sentencias<br />

no flagelé a mi alma para que me siguiese a mí, que me esforzaba por ir tras ti? Ella se resistía<br />

Rehusaba aquello, pero no alegaba excusa alguna, estando ya agotados y rebatidos todos los<br />

argumentos. Sólo quedaba en ella un mudo temblor, y temía, a par de muerte, ser apartada de la<br />

corriente de la costumbre, con la que se consumía normalmente.<br />

CAPITULO VIII<br />

19. Entonces estando en aquella gran contienda de mi casa interior, que yo mismo había excitado<br />

fuertemente en mi alma, en lo más secreto de ella, en mi corazón, turbado así en el espíritu como<br />

en el rostro, dirigiéndome a Alipio exclamé: "¿Qué es lo que nos pasa? ¿Qué es esto que has<br />

oído? Levántanse los indoctos y arrebatan el cielo, y nosotros, con todo nuestro saber, faltos de<br />

corazón, ved que nos revolcamos en la carne y en la sangre. ¿Acaso nos da vergüenza seguirles<br />

por habernos precedido y no nos la da siquiera el no seguirles?"<br />

Dije no sé qué otras cosas y arrebatóme de su lado mi congoja, mirándome él atónito en silencio.<br />

Porque no hablaba yo como de ordinario, y mucho más que las palabras que profería declaraban<br />

el estado de mi alma la frente, las mejillas, los ojos, el color y el tono de la voz.<br />

Tenía nuestra posada un huertecillo, del cual usábamos nosotros, así como de lo restante de la<br />

casa, por no habitarla el huésped señor de la misma. Allí me había llevado la tormenta de mi<br />

corazón, para que nadie estorbase el acalorado combate que había entablado yo conmigo mismo,<br />

hasta que se resolviese la cosa del modo que tú sabías y yo ignoraba; mas yo no hacía más que<br />

ensañarme saludablemente y morir vitalmente, conocedor de lo malo que yo estaba, pero<br />

desconocedor de lo bueno que de allí a poco iba a estar.<br />

Retiréme, pues, al huerto, y Alipio, paso sobre paso tras mí; pues, aunque él estuviese presente,<br />

no me encontraba yo menos solo. Y ¿cuando estando así afectado me hubiera él abandonado?<br />

Sentámonos lo más alejados que pudimos de los edificios. Yo bramaba en espíritu, indignándome<br />

con una turbulentísima indignación porque no iba a un acuerdo y pacto contigo, ¡oh Dios mío!, a<br />

lo que me gritaban todos mis huesos que debía ir, ensalzándolo con alabanzas hasta el cielo, para<br />

lo que no era necesario ir con naves, ni cuadrigas, ni con pies, aunque fuera tan corto el espacio<br />

como el que distaba de la casa el lugar donde nos habíamos sentado; porque no sólo el ir, pero el<br />

mismo llegar allí, no consistía en otra cosa que en querer ir, pero fuerte y plenamente, no a<br />

75


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

medias, inclinándose ya aquí, ya allí, siempre agitado, luchando la parte que se levantaba contra<br />

la otra parte que caía.<br />

20. Por último, durante las angustias de la indecisión, hice muchísimas cosas con el cuerpo,<br />

cuales a veces quieren hacer los hombres y no pueden, bien por no tener miembros para hacerlas,<br />

bien por tenerlos atados, bien por tenerlos lánguidos por la debilidad o bien impedidos de<br />

cualquier otro modo. Si mesé los cabellos, si golpeé la frente, si, entrelazados los dedos, oprimí<br />

las rodillas, lo hice porque quise; mas pude quererlo y no hacerlo si la movilidad de los miembros<br />

no me hubiera obedecido. Luego hice muchas cosas en las que no era lo mismo querer que poder.<br />

Y, sin embargo, no hacía lo que con afecto incomparable me agradaba muy mucho, y que al<br />

punto que lo hubiese querido lo hubiese podido, porque en el momento en que lo hubiese querido<br />

lo hubiese realmente podido, pues en esto el poder es lo mismo que el querer, y el querer era ya<br />

obrar.<br />

Con todo, no obraba, y más fácilmente obedecía el cuerpo al más tenue mandato del alma de que<br />

moviese a voluntad sus miembros, que no el alma a sí misma para realizar su voluntad grande en<br />

sola la voluntad.<br />

CAPITULO IX<br />

21. Pero ¿de dónde nacía este monstruo? ¿Y por qué así? Luzca tu misericordia e interrogue -si es<br />

que pueden responderme- a los abismos de las penas humanas y las tenebrosísimas contriciones<br />

de los hijos de Adán: ¿De dónde este monstruo? ¿Y por qué así?<br />

Manda el alma al cuerpo y le obedece al punto; mándase el alma a sí misma y se resiste. Manda<br />

el alma que se mueva la mano, y tanta es la prontitud, que apenas se distingue la acción del<br />

mandato; no obstante, el alma es alma y la mano cuerpo. Manda el alma que quiera el alma, y no<br />

siendo cosa distinta de sí, no la obedece, sin embargo. ¿De dónde este monstruo? ¿Y por qué así?<br />

Manda, digo, que quiera -y no mandara si no quisiera-, y, no obstante, no hace lo que manda.<br />

Luego no quiere totalmente; luego tampoco manda toda ella; porque en tanto manda en cuanto<br />

quiere, y en tanto no hace lo que manda en cuanto no quiere, porque la voluntad manda a la<br />

voluntad que sea, y no otra sino ella misma. Luego no manda toda ella; y ésta es la razón de que<br />

no haga lo que manda. Porque si fuese plena, no mandaría que fuese, porque ya lo sería.<br />

No hay, por tanto, monstruosidad en querer en parte y en parte no querer, sino cierta enfermedad<br />

del alma; porque elevada por la verdad, no se levanta toda ella, oprimida por el peso de la<br />

costumbre. Hay, pues, en ella dos voluntades, porque, no siendo una de ellas total, tiene la otra lo<br />

que falta a ésta.<br />

CAPITULO X<br />

22. Perezcan a tu presencia, ¡oh Dios!, como realmente perecen, los vanos habladores y<br />

seductores 27 de inteligencias, quienes, advirtiendo en la deliberación dos voluntades, afirman<br />

haber dos naturalezas, correspondientes a dos mentes, una buena y otra mala.<br />

<strong>Verdad</strong>eramente los malos son ellos creyendo tales maldades; por lo mismo, sólo serán buenos si<br />

creyeren las cosas verdaderas y se ajustaren a ellas, para que tu Apóstol pueda decirles: Fuisteis<br />

algún tiempo tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor 28 . Porque ellos, queriendo ser luz no en el<br />

Señor, sino en sí mismos, al juzgar que la naturaleza del alma es la misma que la de Dios, se han<br />

vuelto tinieblas aún más densas, porque se alejaron con ello de ti con horrenda arrogancia; de ti,<br />

verdadera lumbre que ilumina a todo hombre que viene a este mundo 29 . Mirad lo que decís, y<br />

llenaos de confusión, y acercaos a él, y seréis iluminados, y vuestros rostros no serán<br />

confundidos 30 .<br />

Cuando yo deliberaba sobre consagrarme al servicio del Señor, Dios mío, conforme hacía ya<br />

mucho tiempo lo había dispuesto, yo era el que quería, y el que no quería, yo era. Mas porque no<br />

quería plenamente ni plenamente no quería, por eso contendía conmigo y me destrozaba a mí<br />

76


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

mismo; y aunque este destrozo se hacía en verdad contra mi deseo, no mostraba, sin embargo, la<br />

naturaleza de una voluntad extraña, sino la pena de la mía. Y por eso no era yo ya el que lo<br />

obraba, sino el pecado que habitaba en mí 31 , como castigo de otro pecado más libre, por ser hijo<br />

de Adán.<br />

23. En efecto: si son tantas las naturalezas contrarias cuantas son las voluntades que se<br />

contradicen, no han de ser dos, sino muchas. Si alguno, en efecto, delibera entre ir a sus<br />

conventículos o al teatro, al punto claman éstos: "He aquí dos naturalezas, una buena, que le lleva<br />

a aquéllos, y otra mala, que le arrastra a éste. Porque ¿de dónde puede venir esta vacilación de<br />

voluntades que se contradicen mutuamente?"<br />

Mas yo digo que ambas son malas, la que le guía a aquéllos y la que arrastra al teatro; pero ellos<br />

no creen buena sino que le lleva a ellos.<br />

¿Y qué en el caso de que alguno de los nuestros delibere y, altercando consigo las dos voluntades,<br />

fluctúe entre ir al teatro o a nuestra iglesia? ¿No vacilarán éstos en lo que han de responder?<br />

Porque o han de confesar, lo que no quieren, que es buena la voluntad que les, conduce a nuestra<br />

iglesia como van a ella los que han sido imbuidos en sus misterios y permanecen fieles, o han de<br />

reconocer que en un hombre mismo luchan dos naturalezas malas y dos espíritus malos, y<br />

entonces ya no es verdad lo que dicen, que la una es buena y la otra mala, o se convierten a la<br />

verdad, y en este caso no negarán que, cuando uno delibera, una sola es el alma, agitada con<br />

diversas voluntades.<br />

24. Luego no digan ya, cuando advierten en un mismo hombre dos voluntades que se<br />

contradicen, que hay dos mentes contrarias, una buena y otra mala, provenientes de dos<br />

sustancias y dos principios contrarios que se combaten. Porque tú, ¡oh Dios veraz!, les repruebas,<br />

arguyes y convences, como en el caso en que ambas voluntades son malas; v. gr., cuando uno<br />

duda si matar a otro con el hierro o el veneno; si invadir esta o la otra hacienda ajena, de no poder<br />

ambas; si comprar el placer derrochando o guardar el dinero por avaricia; si ir al circo o al teatro,<br />

caso de celebrarse al mismo tiempo; y aun añado un tercer término: de robar o no la casa del<br />

prójimo si se le ofrece ocasión; y aun añado un cuarto: de cometer un adulterio si tiene<br />

posibilidad para ello en el supuesto de concurrir todas estas cosas en un mismo tiempo y de ser<br />

igualmente deseadas todas, las cuales no pueden ser a un mismo tiempo ejecutadas; porque estas<br />

cuatro voluntades -y aun otras muchas que pudieran darse, dada la multitud de cosas que<br />

apetecemos-, luchando contra sí, despedazan el alma, sin que puedan decir en este caso que<br />

existen otras tantas sustancias diversas.<br />

Lo mismo acontece con las buenas voluntades. Porque si yo les pregunto si es bueno deleitarse<br />

con la lectura del Apóstol y gozarse con el canto de algún salmo espiritual o en la explicación del<br />

Evangelio, me responderán a cada una de estas cosas que es bueno. Mas en el caso de que<br />

deleiten igualmente y al mismo tiempo, ¿no es cierto que estas diversas voluntades dividen el<br />

corazón del hombre mientras delibera qué ha de escoger con preferencia?<br />

Y, sin embargo, todas son buenas y luchan entre sí hasta que es elegida una cosa que arrastra y<br />

une toda la voluntad, que antes andaba dividida en muchas. Esto mismo ocurre también cuando la<br />

eternidad agrada a la parte superior y el deseo del bien temporal retiene fuertemente a la inferior,<br />

que es la misma alma queriendo aquello o esto no con toda la voluntad, y por eso desgárrase a sí<br />

con gran dolor al preferir aquello por la verdad y no dejar esto por la familiaridad.<br />

CAPITULO XI<br />

25. Así enfermaba yo y me atormentaba, acusándome a mí mismo más duramente que de<br />

costumbre, mucho y queriéndolo, y revolviéndome sobre mis ligaduras, para ver si rompía<br />

aquello poco que me tenía prisionero, pero que al fin me tenía. Y tú, Señor, me instabas a ello en<br />

mis entresijos y con severa misericordia redoblabas los azotes del temor y de la vergüenza, a fin<br />

77


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

de que no cejara de nuevo y no se rompiese aquello poco y débil que había quedado, y se<br />

rehiciese otra vez y me atase más fuertemente.<br />

Y decíame a mí mismo interiormente: "¡Ea! Sea ahora, sea ahora"; y ya casi: pasaba de la palabra<br />

a la obra, ya casi lo hacía; pero no lo llegaba a hacer. Sin embargo, ya no recaía en las cosas de<br />

antes, sino que me detenía al pie de ellas y tomaba aliento y lo intentaba de nuevo; y era ya un<br />

poco menos lo que distaba, y otro poco menos, y ya casi tocaba al término y lo tenía; pero ni<br />

llegaba a él, ni lo tocaba, ni lo tenía, dudando en morir a la muerte y vivir a la vida, pudiendo más<br />

en mí lo malo inveterado que lo bueno desacostumbrado y llenándome de mayor horror a medida<br />

que me iba acercando al momento en que debía mudarme. Y aunque no me hacía volver atrás ni<br />

apartarme del fin, me retenía suspenso.<br />

26. Reteníanme unas bagatelas de bagatelas y vanidades de vanidades antiguas amigas mías; y<br />

tirábanme del vestido de la carne, y me decían por lo bajo: "¿Nos dejas?" Y "¿desde este<br />

momento no estaremos contigo por siempre jamás?" Y "¿desde este momento nunca más te será<br />

lícito esto y aquello?"<br />

¡Y qué cosas, Dios mío, qué cosas me sugerían con las palabras esto y aquello! Por tu<br />

misericordia aléjalas del alma de tu siervo. ¡Oh qué suciedades me sugerían, que indecencias!<br />

Pero las oía ya de lejos, menos de la mitad de antes, no como contradiciéndome a cara<br />

descubierta saliendo a mi encuentro, sino como musitando a la espalda y como pellizcándome a<br />

hurtadillas al alejarme, para que volviese la vista.<br />

Hacían, sin embargo, que yo, vacilante, tardase en romper y desentenderme de ellas y saltar<br />

adonde era llamado, en tanto que la costumbre violenta me decía: "¿Qué?, ¿piensas tú que podrás<br />

vivir sin estas cosas?"<br />

27. Mas esto lo decía ya muy tibiamente. Porque por aquella parte hacia donde yo tenía dirigido<br />

el rostro, y adonde temía pasar, se me dejaba ver la casta dignidad de la continencia, serena y<br />

alegre, no disolutamente, acariciándome honestamente para que me acercase y no vacilara y<br />

extendiendo hacia mí para recibirme y abrazarme sus piadosas manos, llenas de multitud de<br />

buenos ejemplos.<br />

Allí una multitud de niños y niñas, allí una juventud numerosa y hombres de toda edad, viudas<br />

venerables y vírgenes ancianas, y en todas la misma continencia, no estéril, sino fecunda madre<br />

de hijos nacidos de los gozos de su esposo, tú, ¡oh Señor!<br />

Y reíase ella de mí con risa alentadora, como diciendo: "¿No podrás tú lo que éstos y éstas? ¿O es<br />

que éstos y éstas lo pueden por sí mismos y no en el Señor su Dios? El Señor su Dios me ha dado<br />

a ellas. ¿Por qué te apoyas en ti, que no puedes tenerte en pie? Arrójate en él, no temas, que él no<br />

se retirará para que caigas; arrójate seguro, que él te recibirá y sanará".<br />

Y llenábame de muchísima vergüenza, porque aún oía el murmullo de aquellas bagatelas y,<br />

vacilante, permanecía suspenso. Mas de nuevo aquélla, como si dijera: Hazte sordo contra<br />

aquellos tus miembros inmundos sobre la tierra 32 , a fin de que sean mortificados. Ellos te hablan<br />

de deleites, pero no conforme a la ley del Señor tu Dios 33 .<br />

Tal era la contienda que había en mi corazón, de mí mismo contra mí mismo. Mas Alipio, fijo a<br />

mi lado, aguardaba en silencio el desenlace de mi inusitada emoción<br />

CAPITULO XII<br />

28. Mas apenas una alta consideración sacó del profundo de su secreto y amontonó toda mi<br />

miseria a la vista de mi corazón, estalló en mi alma una tormenta enorme, que encerraba en sí<br />

copiosa lluvia de lágrimas. Y para descargarla toda con sus truenos correspondientes, me levanté<br />

de junto Alipio -pues me pareció que para llorar era más a propósito la soledad- y me retiré lo<br />

más remotamente que pude, para que su presencia no me fuese estorbo. Tal era el estado en que<br />

78


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

me hallaba, del cual se dio él cuenta, pues no sé qué fue lo que dije al levantarme, que ya el tono<br />

de mi voz parecía cargado de lágrimas.<br />

Quedóse él en el lugar en que estábamos sentados sumamente estupefacto; mas yo, tirándome<br />

debajo de una higuera, no sé cómo, solté la rienda a las lagrimas, brotando dos ríos de mis ojos,<br />

sacrificio tuyo aceptable. Y aunque no con estas palabras, pero sí con el mismo sentido, te dije<br />

muchas cosas como éstas: ¡Y tú, Señor, hasta cuándo! 34 ¡Hasta cuándo, Señor, has de estar<br />

irritado! No quieras más acordarte de nuestras iniquidades antiguas 35 . Sentíame aún cautivo de<br />

ellas y lanzaba voces lastimeras: "¿Hasta cuándo, hasta cuándo, ¡mañana!, ¡mañana!? ¿Por qué<br />

no hoy? ¿Por qué no poner fin a mis torpezas en esta misma hora?"<br />

29. Decía estas cosas y lloraba con amarguísima contrición de mi corazón. Mas he aquí que oigo<br />

de la casa vecina una voz, como de niño o niña, que decía cantando y repetía muchas veces:<br />

"Toma y lee, toma y lee".<br />

De repente, cambiando de semblante, me puse con toda la atención a considerar si por ventura<br />

había alguna especie de juego en que los niños soliesen cantar algo parecido, pero no recordaba<br />

haber oído jamás cosa semejante; y así, reprimiendo el ímpetu de las lágrimas, me levanté,<br />

interpretando esto como una orden divina de que abriese el códice y leyese el primer capítulo que<br />

hallase.<br />

Porque había oído decir de Antonio que, advertido por una lectura del Evangelio, a la cual había<br />

llegado por casualidad, y tomando como dicho para sí lo que se leía: Vete, vende todas las cosas<br />

que tienes, dalas a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y después ven y sígueme 36 , se<br />

había la punto convertido a ti con tal oráculo.<br />

Así que, apresurado, volví al lugar donde estaba sentado Alipio y yo había dejado el códice del<br />

Apóstol al levantarme de allí. Toméle, pues; abríle y leí en silencio el primer capítulo que se me<br />

vino a los ojos, y decía: No en comilonas y embriagueces, no en lechos y en liviandades, no en<br />

contiendas y emulaciones sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con<br />

demasiados deseos 37 .<br />

No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di fin a la sentencia, como si se<br />

hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de mis<br />

dudas.<br />

30. Entonces, puesto el dedo o no sé qué cosa de registro, cerré el códice, y con rostro ya<br />

tranquilo se lo indiqué a Alipio, quien a su vez me indicó lo que pasaba por él, y que yo ignoraba.<br />

Pidió ver lo que había leído; se lo mostré, y puso atención en lo que seguía a aquello que yo había<br />

leído y yo no conocía. Seguía así: Recibid al débil en la fe 38 , lo cual se aplicó él a sí mismo y me<br />

lo comunicó. Y fortificado con tal admonición y sin ninguna turbulenta vacilación, se abrazó con<br />

aquella determinación y santo propósito, tan conforme con sus costumbres, en las que ya de<br />

antiguo distaba ventajosamente tanto de mí.<br />

Después entramos a ver a la madre, indicándoselo, y llenóse de gozo; contámosle el modo como<br />

había sucedido, y saltaba de alegría y cantaba victoria, por lo cual te bendecía a ti, que eres<br />

poderoso para darnos más de lo que pedimos o entendemos 39 , porque veía que le habías<br />

concedido, respecto de mí, mucho más de lo que constantemente te pedía con gemidos lastimeros<br />

y llorosos.<br />

Porque de tal modo me convertiste a ti que ya no apetecía esposa ni abrigaba esperanza alguna de<br />

este mundo, estando ya en aquella regla de fe sobre la que hacía tantos años me habías mostrado<br />

a ella. Y así convertiste su llanto en gozo 40 , mucho más fecundo de lo que ella había apetecido y<br />

mucho más caro y casto que el que podía esperar de los nietos que le diera mi carne.<br />

79


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

LIBRO NOVENO<br />

CAPÍTULO I<br />

1. ¡Oh Señor!, siervo tuyo soy e hijo de tu sierva. Rompiste mis ataduras, yo te sacrificaré una<br />

hostia de alabanza 1 . Alábete mi corazón y mi lengua y que todos mis huesos digan: Señor,<br />

¿quién semejante a ti? Díganlo, y que tú respondas y digas a mi alma: Yo soy tu salud 2 .<br />

¿Quién fui yo y qué tal fui? ¡Qué no hubo de malo en mis obras, o si no en mis obras, en mis<br />

palabras, o si no en mis palabras, en mis deseos! Mas tú, Señor, te mostrate bueno y<br />

misericordioso, poniendo los ojos en la profundidad de mi muerte y agotando con tu diestra el<br />

abismo de corrupción del fondo de mi alma. Todo ello consistía en no querer lo que yo quería y<br />

en querer lo que tú querías.<br />

Pero ¿dónde estaba durante aquellos años mi libre albedrío y de qué bajo y profundo arcano no<br />

fue en un momento evocado para que yo sujetase la cerviz a tu yugo suave y el hombro a tu carga<br />

ligera, ¡oh Cristo Jesús!, ayudador mío y redentor mío? 3 ¡Oh, qué dulce fue para mí carecer de<br />

repente de las dulzuras de aquellas bagatelas, las cuales cuanto temía entonces perderlas, tanto<br />

gustaba ahora de dejarlas! Porque tú las arrojabas de mí, ¡oh verdadera y sana dulzura!, tú las<br />

arrojabas, y en su lugar entrabas tú, más dulce que todo deleite, aunque no a la carne y a la<br />

sangre; más claro que toda luz, pero al mismo tiempo más interior que todo secreto; más sublime<br />

que todos los honores, aunque no para los que se subliman sobre sí.<br />

Libre estaba ya mi alma de los devoradores cuidados del ambicionar, adquirir y revolcarse en el<br />

cieno de los placeres y rascarse la sarna de sus apetitos carnales, y hablaba mucho ante ti, ¡oh<br />

Dios y Señor mío!, claridad mía, riqueza mía y salud mía.<br />

CAPITULO II<br />

2. Y me agradó en presencia tuya no romper tumultuosamente, sino substraer suavemente del<br />

mercado de la charlatanería el ministerio de mi lengua, para que en adelante los jóvenes que<br />

meditan no tu ley ni tu paz, sino engañosas locuras y contiendas forenses, no comprasen de mi<br />

boca armas para su locura. Y como casualmente faltaban poquísimos días para las vacaciones<br />

vendimiales, decidí aguantarlos para retirarme como de costumbre y, redimido por ti, no volver<br />

ya más a venderme.<br />

Esta mi determinación era conocida de ti; de los hombres, sólo lo era de los míos. Y aun se había<br />

convenido entre nosotros no descubrirlo fácilmente a cualquiera, aunque ya tú a los que subíamos<br />

del valle de las lágrimas 4 y cantábamos el cántico de los grados 5 nos habías proveído de agudas<br />

saetas y carbones devastadores contra la lengua dolosa, que contradice aconsejando y consume<br />

amando, como sucede con la comida.<br />

3. Asaeteado habías tú nuestro corazón con tu caridad y llevábamos tus palabras clavadas en<br />

nuestras entrañas; y los ejemplos de tus siervos, que de negros habías vuelto resplandecientes y<br />

de muertos vivos, recogidos en el seno de nuestro pensamiento, abrasaban y consumían nuestro<br />

grave torpor, para que no volviésemos atrás, y encendíannos fuertemente para que el viento de la<br />

contradicción de las lenguas dolosas no nos apagase, antes nos inflamase más ardientemente.<br />

Sin embargo, como por causa de tu nombre, que has santificado en toda la tierra, había de tener<br />

también sus panegiristas nuestra decisión y propósito, parecía algo de jactancia no aguardar al<br />

tiempo tan cercano de las vacaciones, retirándome anticipadamente de aquella profesión pública<br />

y tan a la vista de todos, para que, ocupadas de mi resolución las lenguas de cuantos me vieran,<br />

dijesen muchas cosas de mí y que había querido adelantarme al día tan vecino de las vacaciones<br />

de las vendimias, como si quisiera pasar por un gran personaje. Y ¿qué bien me iba a mí en que<br />

se pensase y discutiese sobre mis intenciones y se blasfemase de nuestro bien? 6<br />

80


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

4. Así que cuando en este mismo verano, debido al excesivo trabajo literario, había empezado a<br />

resentirse mi pulmón y a respirar con dificultad, acusando los dolores de pecho que estaba herido<br />

y a negárseme a emitir una voz clara y prolongada, me turbó algo al principio, por obligarme a<br />

dejar la carga de aquel magisterio casi por necesidad o, en caso de querer curar y convalecer,<br />

interrumpirlo ciertamente; mas cuando nació en mí y se afirmó la voluntad plena de vacar y ver<br />

que tú eres el Señor 7 , tú lo sabes, Dios mío, que hasta llegué a alegrarme de que se me hubiera<br />

presentado esta excusa, no falsa, que templase el sentimiento de los hombres, que por causa de<br />

sus hijos no querían verme nunca libre.<br />

Lleno, pues, de tal gozo, toleraba aquel lapso de tiempo hasta que terminase-no sé si eran unos<br />

veinte días-; y tolerábalo ya con gran trabajo, porque se había ido la ambición que solía llevar<br />

conmigo este pesado oficio y me había quedado yo solo; por lo que hubiera sucumbido de no<br />

haber sucedido en lugar de aquélla la paciencia.<br />

Tal vez dirá alguno de tus siervos, mis hermanos, que pequé en esto, porque, estando ya con el<br />

corazón lleno de deseos de servirte, sufrí estar una hora más siquiera sentado en la cátedra de la<br />

mentira. No porfiaré con ellos. Pero tú, Señor misericordiosísimo, ¿acaso no me has perdonado y<br />

remitido también este pecado con todos los demás, horrendos y mortales, en el agua santa del<br />

bautismo?<br />

CAPITULO III<br />

5. Angustiábase de pena Verecundo por este nuestro bien, porque veía que iba a tener que<br />

abandonar nuestra compañía a causa de los vínculos [matrimoniales] que le aprisionaban<br />

tenacísimamente. Aunque no cristiano, estaba casado con una mujer creyente; mas precisamente<br />

en ella hallaba el mayor obstáculo que le retraía de entrar en la senda que habíamos emprendido<br />

nosotros, pues no quería ser cristiano, decía, de otro modo de aquel que le era imposible.<br />

Generosísimamente, sin embargo, nos ofreció, para cuanto tiempo estuviésemos allí que<br />

viviésemos en su finca. Tú, Señor, le retribuirás el día de la retribución de los justos 8 con la<br />

gracia que ya le concediste. Porque estando nosotros ausentes, ya en Roma, atacado de una<br />

enfermedad corporal y hecho en ella cristiano y creyente, salió de esta vida. De este modo tuviste<br />

misericordia no sólo de él, sino también de nosotros para que, cuando pensásemos en el gran<br />

rasgo de generosidad que tuvo con nosotros este amigo, no nos viésemos traspasados de un<br />

insufrible dolor por no poder contarle entre los de tu grey.<br />

Gracias te sean dadas, ¡oh Dios nuestro! Tuyos somos; tus exhortaciones y consuelos lo indican.<br />

¡Oh fiel cumplidor de tus promesas!, da a Verecundo en pago de la estancia de su quinta de<br />

Casiciaco , en la que descansamos en ti de las congojas del siglo, la amenidad de tu paraíso<br />

eternamente verde, porque le perdonaste los pecados sobre la tierra en el monte de quesos, monte<br />

tuyo, monte fértil 9 .<br />

6. Angustiábase entonces, como digo, éste, mas alegrábase Nebridio con nosotros. Porque,<br />

aunque también éste -no siendo aún cristiano- había caído en el hoyo del perniciosísimo error de<br />

creer fantástica la carne de la <strong>Verdad</strong>, tu Hijo, ya, sin embargo, había salido de él, aunque<br />

permanecía sin imbuirse en ninguno de los sacramentos de tu Iglesia, bien que investigador<br />

ardentísimo de la verdad.<br />

No mucho después de nuestra conversión y regeneración por tu bautismo, hízose al fin católico<br />

fiel, sirviéndote a ti junto a los suyos en África en castidad y continencia perfectas; y después de<br />

haberse convertido a la fe cristiana por su medio toda su casa, librástele de los lazos de la carne,<br />

viviendo ahora en el seno de Abraham 10 , sea lo que fuere lo que por dicho seno se significa. Allí<br />

vive mi Nebridio, dulce amigo mío y, de liberto, hijo adoptivo tuyo. Allí vive -porque ¿qué otro<br />

lugar convenía a un alma tal?-, allí vive, de donde solía preguntarme muchas cosas a mí,<br />

hombrecillo inexperto. Ya no aplica su oído a mi boca, sino que pone su boca espiritual a tu<br />

81


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

fuente y bebe cuanto puede de la sabiduría según su avidez, sin término feliz. Mas no creo que así<br />

se embriague de ella que se olvide de mí, cuando tú, Señor, que eres su bebida, te acuerdas de<br />

nosotros.<br />

Así, pues, nos hallábamos, por una parte, consolando a Verecundo, que, sin daño de la amistad,<br />

se sentía triste de aquella nuestra conversión, exhortándole a la fe en su estado, esto es, en su vida<br />

conyugal; por otra, esperando a Nebridio a ver si nos seguía, que tan fácilmente lo podía y estaba<br />

ya casi a punto de hacerlo, cuando he aquí que por fin transcurrieron aquellos días, que me<br />

parecieron muchos y largos por el deseo de una libertad desocupada, para cantarte a ti de la<br />

medula de mis huesos: A ti dijo mi corazón: Busqué tu rostro, tu rostro, Señor, buscaré 11 .<br />

CAPITULO IV<br />

7. Por fin llegó el día en que debía ser absuelto de hecho de la profesión de retórico, de la que ya<br />

estaba suelto con el afecto; y así se hizo. Tú sacaste mi lengua de donde habías ya sacado mi<br />

corazón. Y bendecíate con gozo, con todos los míos, camino de la quinta de Verecundo; en donde<br />

qué fue lo que hice en el terreno de las letras, puestas ya a tu servicio, pero aún respirando, como<br />

en una pausa, la soberbia de la escuela, lo testifican los libros que discutí con los presentes y<br />

conmigo mismo a solas en tu presencia; de lo que traté con Nebridio, ausente, claramente lo<br />

indican las cartas habidas con él.<br />

Pero ¿qué espacio de tiempo no necesitaría para recordar todos tus grandes beneficios para con<br />

nosotros en aquel tiempo, sobre todo teniendo prisa por llegar a otros mayores? Porque viéneme a<br />

la memoria -y me es dulce confesártelo, Señor- el recuerdo de los estímulos internos con que me<br />

domaste, y el modo como allanaste -humillados repetidas veces los montes y collados de mis<br />

pensamientos-, y cómo enderezaste mis sendas tortuosas y suavizaste mis esperanzas, así como<br />

también el modo como sometiste al mismo Alipio -el hermano de mi corazón- al nombre de tu<br />

Unigénito, Jesucristo, Señor y Salvador nuestro; el cual [Alipio] en un principio se desdeñaba de<br />

insertarlo en nuestros escritos, porque quería que oliesen más a los cedros de los gimnasios, que<br />

había ya quebrantado el Señor, que no a las saludables hierbas eclesiásticas, enemigas de las<br />

serpientes 12 .<br />

8. ¡Qué voces te di, Dios mío, cuando, todavía novicio en tu verdadero amor y siendo<br />

catecúmeno, leía descansado en la quinta los salmos de David-cánticos de fe, sonidos de piedad,<br />

que excluyen todo espíritu hinchado -en compañía de Alipio, también catecúmeno, y de mi<br />

madre, que se nos había juntado con traje de mujer, fe de varón, seguridad de anciana, caridad de<br />

madre y piedad cristiana! ¡Qué voces, sí, te daba en aquellos salmos y cómo me inflamaba en ti<br />

con ellos y me encendía en deseos de recitarlos, si me fuera posible, al mundo entero, contra la<br />

soberbia del género humano! Aunque cierto es ya que en todo el mundo se cantan y que no hay<br />

nadie que se esconda de tu calor 13 .<br />

¡Con qué vehemente y agudo dolor me indignaba también contra los maniqueos, a los que<br />

compadecía grandemente, por ignorar aquellos sacramentos, aquellos medicamentos, y ensañarse<br />

contra el antídoto que podía sanarlos! Quisiera que hubiesen estado entonces en un lugar próximo<br />

y, sin saber yo que estaban allí, que hubieran visto mi rostro y oído mis clamores cuando leía el<br />

salmo 4 en aquel ocio y los efectos saludables que en mí obraba este salmo: Cuando yo te<br />

invoqué, tú me escucharte, ¡ oh Dios de mi justicia!, y en la tribulación me dilataste.<br />

Compadécete, Señor, de mí y escucha mi oración 14 . ¡Oyéranme, digo -ignorando yo que me<br />

oían, para que no pensasen que lo decía por ellos-, las cosas que yo dije entre palabra y palabra;<br />

porque realmente ni yo dijera tales cosas, ni las dijera de este modo, de sentirme visto y<br />

escuchado de ellos; ni, aunque las dijese, serían recibidas así, como hablando yo conmigo mismo<br />

y dirigiéndome a mí en tu presencia en íntima efusión de los afectos de mi alma.<br />

82


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

9. Me horroricé de temor y a la vez me enardecí de esperanza y gozo en tu misericordia, ¡oh<br />

Padre! Y todas estas cosas salíanseme por los ojos y por la voz al leer las palabras que tu Espíritu<br />

bueno, vuelto a nosotros, nos dice: Hijos de los hombres, ¿hasta cuándo habéis de ser pesados de<br />

corazón? ¿Por qué amáis la vanidad y buscáis la mentira?<br />

También yo había amado la vanidad y buscado la mentira. Mas tú, Señor, habías ya glorificado a<br />

tu Santo, resucitándole de entre los muertos y colocándole a tu diestra, desde donde había de<br />

enviar, según su promesa, al Paráclito, el Espíritu de la <strong>Verdad</strong> 15 . Y ciertamente ya lo había<br />

enviado, mas yo no lo sabía; ya le habías enviado, porque ya había sido glorificado, resucitando<br />

de entre los muertos y subiendo a los cielos, no habiendo sido antes dado el Espíritu por no haber<br />

sido aún glorificado Jesús 16 .<br />

Clama la profecía: ¿Hasta cuándo seréis pesados de corazón? ¿Por qué amáis la vanidad y<br />

buscáis la mentira? Mas sabed que el Señor ha glorificado ya a su santo 17 . Clama: Hasta<br />

cuándo, clama: Sabed, y yo, sin saberlo tanto tiempo, amando la vanidad y buscando la mentira.<br />

Por eso cuando lo oí me llené de temblor, porque veía que se decía a tales cual yo me reconocía<br />

haber sido; pues en los fantasmas que yo había tomado por la verdad se hallaba la vanidad y<br />

mentira.<br />

Y proferí muchas cosas, duras y fuertes, en medio del dolor de mi recuerdo, las cuales ojalá<br />

hubieran escuchado los que aún aman la vanidad y buscan la mentira. Porque tal vez se<br />

conturbasen y vomitasen su error y tú les escuchases cuando clamaran a ti, porque por nosotros<br />

murió con muerte verdadera de carne quien interpela ante ti por nosotros 18 .<br />

10.Leía: Airaos y no queráis pecar 19 . ¡Y cómo me sentía movido, Dios mío, yo, que había<br />

aprendido ya a airarme por las cosas pasadas, para no pecar más en adelante, y a airarme<br />

justamente, porque no era una naturaleza extraña, procedente de la gente de las tinieblas, la que<br />

en mí pecaba, como dicen los que no se aíran contra sí y atesoran ira para sí en el día de la ira y<br />

de la revelación del justo juicio de Dios 20<br />

Ni mis bienes eran ya exteriores, ni los buscaba a la luz de este sol con ojos carnales, porque los<br />

que quieren gozar externamente, fácilmente se hacen vanos y se desparraman por las cosas que se<br />

ven y son temporales y van con pensamiento famélico lamiendo sus imágenes. Pero ¡oh si se<br />

fatigasen de inedia y dijeran: ¿Quién nos mostrará las cosas buenas? 21 , y nosotros les dijésemos<br />

y ellos nos oyeran: ¡Ha sido impresa sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor! Porque no somos<br />

nosotros la luz que ilumina a todo hombre, sino que somos iluminados por ti, a fin de que los que<br />

fuimos algún tiempo tinieblas seamos luz en ti 22 .<br />

¡Oh si viesen ellos aquella luz interna eterna que yo había visto! Y porque la había gustado,<br />

bramaba por no poder mostrársela si me presentaran su corazón en sus ojos, fuera de ti, y me<br />

dijesen: "¿Quién nos mostrará las cosas buenas?" Porque allí en donde yo me había airado<br />

interiormente, en mi corazón; donde yo había sentido la compunción y había sacrificado, dando<br />

muerte, a mi vetustez; donde, incoada la idea de mi renovación, confiaba en ti, allí me habías<br />

empezado a ser dulce y a dar alegría a mi corazón. Y clamaba leyendo estas cosas exteriormente<br />

y reconociéndolas interiormente; ni deseaba ya multiplicarme en bienes terrenos, devorando los<br />

tiempos y siendo devorado por ellos, teniendo como tenía en la eterna simplicidad otro trigo, otro<br />

vino y otro aceite.<br />

11. Y clamaba en el siguiente verso con un profundo clamor de mi corazón: ¡Oh en paz!, ¡oh en<br />

el mismo! 23 , ¡oh qué cosa dijo: Me acostaré y dormiré! Porque ¿quién nos resistirá cuando se<br />

cumpla la palabra que está escrita: La muerte ha sido cambiada en victoria? 24<br />

Tú eres en sumo grado el mismo, porque no te mudas y en ti se halla el descanso que pone olvido<br />

de todos los trabajos; porque ningún otro hay contigo aún para alcanzar aquella otra multitud de<br />

cosas que no son lo que tú; mas tú solo, Señor, me has constituido en esperanza 25 .<br />

83


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Leía yo esto y me inflamaba y no sabía qué hacer con aquellos sordomuertos, siendo yo de los<br />

cuales fui una peste, un perro rabioso y ciego que ladraba contra aquellas letras, melifluas por su<br />

miel de cielo y luminosas por tu luz, y me consumía contra los enemigos de estas <strong>Escritura</strong>s.<br />

12. ¿Cuándo podré yo recordar todas las cosas que pensé en aquellos días de retiro? Pero lo que<br />

no he olvidado, ni quiero pasar en silencio, es la aspereza de un azote tuyo y la admirable<br />

celeridad de tu misericordia.<br />

Atormentásteme entonces con un dolor de muelas, y como arreciase tanto que no me dejase<br />

hablar, se me vino a la mente avisar a todos los míos, presentes, que orasen por mí ante ti, ¡oh<br />

Dios de toda salud! Escribí mi deseo en unas tablillas de cera y las di para que las leyeran. Luego,<br />

apenas doblamos la rodilla con suplicante afecto, huyó aquel dolor. ¡Y qué dolor! ¡Y cómo huyó!<br />

Llenéme de espanto, lo confieso, Dios mío y Señor mío 26 . Nunca desde mi primera edad había<br />

experimentado cosa semejante.<br />

De este modo insinuaste en lo más profundo de mí tus voluntades, y yo, gozoso en la fe, alabé tu<br />

nombre. Sin embargo, esta fe no me dejaba vivir tranquilo sobre mis pasados pecados, que<br />

todavía no me habían sido perdonados por no haber recibido aún tu bautismo.<br />

CAPITULO V<br />

13. Terminadas las vacaciones vendimiales, anuncié a los milaneses de que proveyesen a sus<br />

estudiantes de otro vendedor de palabras, porque, por una parte, había determinado consagrarme<br />

a tu servicio, y por otra, no podía atender a aquella profesión por la dificultad de la respiración y<br />

el dolor de pecho.<br />

También insinué por escrito a tu obispo y santo varón Ambrosio mis antiguos errores y mi actual<br />

propósito, a fin de que me indicase qué era lo que principalmente debía leer de tus libros para<br />

prepararme y disponerme mejor a recibir tan grande gracia.<br />

El me mandó que al profeta Isaías; creo que porque éste anuncia más claramente que los demás el<br />

Evangelio y vocación de los gentiles. Sin embargo, no habiendo entendido lo primero que leí y<br />

juzgando que todo lo demás sería lo mismo, lo dejé para volver a él cuando estuviese más<br />

ejercitado en el lenguaje divino.<br />

CAPITULO VI<br />

14. Así que cuando llegó el tiempo en que debíamos "dar el nombre", dejando la quinta,<br />

retornamos a Milán.<br />

Plugo también a Alipio renacer en ti conmigo, revestido ya de la humildad conveniente a tus<br />

sacramentos, y tan fortísimo domador de su cuerpo, que se atrevió, sin tener costumbre de ello, a<br />

andar con los pies descalzos sobre el suelo glacial de Italia.<br />

Asociamos también con nosotros al niño Adeodato, nacido carnalmente de mi pecado. Tú, sin<br />

embargo, le habías hecho bien. Tenía unos quince años; mas por su ingenio iba delante de<br />

muchos graves y doctos varones. Dones tuyos eran éstos, te lo confieso, Señor y Dios mío,<br />

creador de todas las cosas y muy poderoso para dar forma a todas nuestras deformidades, pues yo<br />

en este niño no tenía otra cosa que el delito. Porque aun aquello mismo en que le instruíamos en<br />

tu disciplina, tú eras quien nos lo inspirabas, no ningún otro; dones tuyos, pues, eran, te lo<br />

confieso.<br />

Hay un libro nuestro que se intitula Del Maestro: él es quien habla allí conmigo. Tú sabes que<br />

son suyos los conceptos todos que allí se insertan en la persona de mi interlocutor, siendo de edad<br />

de dieciséis años. Muchas otras cosas suyas maravillosas experimenté yo; espantado me tenía<br />

aquel ingenio. Mas ¿quién fuera de ti podía ser autor de tales maravillas? Pronto le arrebataste de<br />

la tierra; con toda tranquilidad lo recuerdo ahora, no temiendo absolutamente nada por un hombre<br />

tal, ni en su puericia ni en su adolescencia. Asociámosle coevo en tu gracia, para educarle en tu<br />

84


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

disciplina; y así fuimos bautizados, y huyó de nosotros el cuidado en que estábamos por nuestra<br />

vida pasada.<br />

Yo no me hartaba en aquellos días, por la dulzura admirable que sentía, de considerar la<br />

profundidad de tu consejo sobre la salud del género humano. ¡Cuánto lloré con tus himnos y tus<br />

cánticos, fuertemente conmovido con las voces de tu Iglesia, que dulcemente cantaba! Penetraban<br />

aquellas voces mis oídos y tu verdad se derretía en mi corazón, con lo cual se encendía el afecto<br />

de mi piedad y corrían mis lágrimas, y me iba bien con ellas.<br />

CAPITULO VII<br />

15. No hacía mucho que la iglesia de Milán había empezado a celebrar este género de<br />

consolación y exhortación, con gran entusiasmo de los hermanos, que los cantaban con la boca y<br />

el corazón. Es a saber: desde hacía un año o poco más, cuando Justina, madre del emperador<br />

Valentiniano, todavía niño, persiguió, por causa de su herejía -a 1a que había sido inducida por<br />

los arrianos-, a tu varón Ambrosio. Velaba la piadosa plebe en la iglesia, dispuesta a morir con su<br />

Obispo, tu siervo.<br />

Allí se hallaba mi madre, tu sierva, la primera en solicitud y en las vigilias, que no vivía sino para<br />

la oración. Nosotros, todavía fríos, sin el calor de tu Espíritu, nos sentíamos conmovidos, sin<br />

embargo, por la ciudad, atónita y turbada.<br />

Entonces fue cuando se instituyó que se cantasen himnos y salmos, según la costumbre oriental,<br />

para que el pueblo no se consumiese del tedio de la tristeza. Desde ese día se ha conservado hasta<br />

el presente, siendo ya imitada por muchas, casi por todas tus iglesias, en las demás regiones del<br />

orbe.<br />

16. Entonces fue cuando por medio de una visión descubriste al susodicho Obispo el lugar en que<br />

yacían ocultos los cuerpos de San Gervasio y San Protasio, que tú habías conservado incorruptos<br />

en el tesoro de tu misterio tantos años, a fin de sacarlos oportunamente para reprimir una rabia<br />

femenina y además regia.<br />

Porque habiendo sido descubiertos y desenterrados, al ser trasladados con la pompa conveniente<br />

a la basílica ambrosiana, no sólo quedaban sanos los atormentados por los espíritus inmundos,<br />

confesándolo los mismos demonios, sino también un ciudadano, ciego hacía muchos años y muy<br />

conocido en la ciudad, quien, como preguntara la causa de aquel alegre alboroto del pueblo y se<br />

lo indicasen, dio un salto y rogó a su lazarillo que le condujera al lugar; llegado allí, suplicó se le<br />

concediese tocar con el pañuelo el féretro de tus santos, cuya muerte había sido preciosa en tu<br />

presencia 27 . Hecho esto, y aplicado después a los ojos, recobró al instante la visita.<br />

Al punto corrió la fama del hecho, y al punto sonaron tus alabanzas, fervientes y luminosas, con<br />

lo que si el ánimo de aquella adversaria no se acercó a la salud de la fe, se reprimió al menos en<br />

su furor de persecución.<br />

¡Gracias te sean dadas, Dios mío! Pero ¿de dónde y por dónde has traído a mi memoria para que<br />

también te confiese estas cosas que, aunque grandes, las había olvidado, pasándolas de largo?<br />

Y, sin embargo, con exhalar entonces de ese modo un olor tal tus ungüentos, no corríamos tras de<br />

ti 28 . Por eso lloraba tan abundantemente en medio de los cánticos de tus himnos: al principio<br />

suspirando por ti y luego respirando, cuanto lo sufre el aire en una "casa de heno".<br />

CAPITULO VIII<br />

17. Tú, que haces morar en una misma casa a los de un solo corazón 29 , nos asociaste también a<br />

Evodio, joven de nuestro municipio, quien, militando como "agente de negocios", se había antes<br />

que nosotros convertido a ti y bautizado y, abandonada la milicia del siglo, se había alistado en la<br />

tuya.<br />

85


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Juntos estábamos, y juntos, pensando vivir en santa concordia, buscábamos el lugar más a<br />

propósito para servirte, y juntos regresábamos al África. Mas he aquí que estando en Ostia<br />

Tiberina murió mi madre.<br />

Muchas cosas paso por alto, porque voy muy de prisa, Recibe mis confesiones y acciones de<br />

gracias, Dios mío, por las innumerables cosas que paso en silencio. Mas no callaré lo que mi<br />

alma me sugiera de aquella tu sierva que me parió en la carne para que naciera a la luz temporal y<br />

en su corazón a la eterna. No referiré yo sus dones, sino los tuyos en ella. Porque ni ella se hizo a<br />

sí misma ni a sí misma se había educado. Tú fuiste quien la creaste, pues ni su padre ni su madre<br />

sabían cómo saldría de ellos; la Vara de tu Cristo, el régimen de tu Único fue quien la instruyó en<br />

tu temor en una casa creyente, miembro bueno de tu Iglesia.<br />

Ni aun ella misma ensalzaba tanto la diligencia de su madre en educarla cuanto la de una<br />

decrépita sirvienta, que había llevado a su padre siendo niño a la espalda, al modo como suelen<br />

hoy llevarlos las muchachas ya mayores a la espalda.<br />

Por esta razón, y por su ancianidad y óptimas costumbres, era muy honrada de los señores en<br />

aquella cristiana casa, razón por la cual tenía ella misma mucho cuidado de las señoritas hijas que<br />

le habían encomendado, siendo en reprimirlas, cuando era menester, vehemente con santa<br />

severidad y muy prudente en enseñarlas. Porque fuera de aquellas horas en que comían muy<br />

moderadamente a la mesa de sus padres, aunque se abrasasen de sed, ni aun agua les dejaba<br />

beber, precaviendo con esto una mala costumbre y añadiendo este saludable aviso: "Ahora bebéis<br />

agua porque no podéis beber vino; mas cuando estéis casadas y seáis dueñas de la bodega y<br />

despensa, no os tirará el agua, pero prevalecerá la costumbre de beber".<br />

Y con este modo de mandar y la autoridad que tenía para imponerse, refrenaba el apetito en<br />

aquella tierna edad y ajustaba la sed de aquellas niñas a la norma de la honestidad, para que no<br />

les agradase lo que no les convenía.<br />

18. Y, sin embargo, llegó a filtrarse en ella -según me contaba a mí, su hijo, tu sierva-, llegó a<br />

filtrarse en ella cierta afición al vino. Porque mandándole de costumbre sus padres, como a joven<br />

sobria, sacar vino de la cuba, ella, después de sumergir el vaso por la parte superior de aquélla,<br />

antes de echar el vino en la botella sorbía con la punta de los labios un poquito, no más por<br />

rechazárselo el gusto. Porque no hacía esto movida del deseo del vino, sino por ciertos excesos<br />

desbordantes de la edad, que saltan en movimientos juguetones, y que en los años pueriles suelen<br />

ser reprimidos con la gravedad de los mayores. De este modo, añadiendo un poco todos los días a<br />

aquel poco cotidiano, vino a caer -porque el que desprecia las cosas pequeñas, poco a poco viene<br />

a caer 30 -en aquella costumbre, hasta llegar a beber con gusto casi la copa llena.<br />

¿Dónde estaba entonces aquella sagaz anciana y aquella su severa prohibición? ¿Por ventura valía<br />

algo contra la enfermedad oculta si tu medicina, Señor, no velase sobre nosotros? Porque aunque<br />

ausentes el padre y la madre y las nodrizas, estabas tú presente, tú, que nos has criado, que nos<br />

llamas y que te sirves de nuestros propósitos para hacernos algún bien para la salud de nuestras<br />

almas. ¿Qué fue lo que entonces hiciste, Dios mío? ¿Con qué la curaste? ¿Con qué la sanaste?<br />

¿No es cierto que sacaste, según tus secretas providencias, un duro y punzante insulto de otra<br />

alma como un hierro medicinal, con el que de un solo golpe sanaste aquella postema?<br />

Porque discutiendo cierto día la criada que solía bajar a la bodega con la señorita, como ocurre<br />

con frecuencia estando las dos solas, le echó en cara este defecto con acerbísimo insulto,<br />

llamándola borrachina. Herida ésta con tal insulto, comprendió la fealdad de su pecado, y al<br />

instante lo condenó y arrojó de sí. Cierto es que muchas veces los amigos nos pervierten<br />

adulando, así como los enemigos nos corrigen insultando; mas no es el bien que viene por ellos lo<br />

que tú retribuyes, sino la intención con que lo hacen. Porque aquella criada airada lo que<br />

pretendía era afrentar a su señorita, no corregirla; y si lo hizo ocultamente fue o porque así las<br />

86


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

sorprendió la circunstancia del lugar y tiempo o porque no padeciese ella por haberlo descubierto<br />

tan tarde. Pero tú, Señor, gobernador de las cosas del cielo y de la tierra, convirtiendo para tus<br />

usos las cosas profundas del torrente, el flujo de los siglos ordenadamente turbulento, aun con la<br />

insania de una alma sanaste a otra, para que nadie, cuando advierta esto, lo atribuya a su poder, si<br />

por su medio se corrige alguien a quien desea corregir.<br />

CAPITULO IX<br />

19. Así, pues, educada púdica y sobriamente, y sujeta más por ti a sus padres que por sus padres a<br />

ti, luego que llegó plenamente a la edad núbil fue dada {en matrimonio} a un varón, a quien<br />

sirvió como a señor y se esforzó por ganarle para ti, hablándole de ti con sus costumbres, con las<br />

que la hacías hermosa y reverentemente amable y admirable ante sus ojos. De tal modo toleró las<br />

injurias de sus infidelidades, que jamás tuvo con él sobre este punto la menor riña, pues esperaba<br />

que tu misericordia vendría sobre él y, creyendo en ti, se haría casto.<br />

Era éste, además, si por una parte sumamente cariñoso, por otra extremadamente colérico; mas<br />

tenía ésta cuidado de no oponerse a su marido enfadado, no sólo con los hechos, pero ni aun con<br />

la menor palabra; y sólo cuando le veía ya tranquillo y sosegado, y lo juzgaba oportuno, le daba<br />

razón de lo que había hecho, si por casualidad se había enfadado más de lo justo.<br />

Finalmente, cuando muchas matronas, que tenían maridos más mansos que ella, traían las rostros<br />

afeados con las señales de los golpes y comenzaban a murmurar de la conducta de ellos en sus<br />

charlas amigables, ésta, achacándolo a su lengua, advertíales seriamente entre bromas que desde<br />

el punto que oyeron leerlas las tablas llamadas matrimoniales debían haberlas considerado como<br />

un documento que las constituía en siervas de éstos; y así recordando esta su condición, no<br />

debían ensoberbecerse contra sus señores. Y como se admirasen ellas, sabiendo lo feroz que era<br />

el marido que tenía, de que jamás se hubiese oído ni traslucido por ningún indicio que Patricio<br />

maltratase a su mujer, ni siquiera que un día hubiesen estado desavenidos con alguna discusión, y<br />

le pidiesen la razón de ello en el seno de la familiaridad, enseñábales ella su modo de conducta,<br />

que es como dije arriba. Las que la imitaban experimentaban dichos efectos y le daban las<br />

gracias; las que no la seguían, esclavizadas, eran maltratadas.<br />

20. También a su suegra, al principio irritada contra ella por los chismes de las malas criadas,<br />

logró vencerla de tal modo con obsequios y continua tolerancia y mansedumbre, que ella misma<br />

espontáneamente manifestó a su hijo qué lenguas chismosas de las criadas eran las que turbaban<br />

la paz doméstica entre ella y su nuera y pidió se las castigase. Y así, después que él, ya por<br />

complacer a la madre, ya por conservar la disciplina familiar, ya por atender a la armonía de los<br />

suyos, castigó con azotes a las acusadas a voluntad de la acusante, aseguró ésta que tales premios<br />

debían esperar de ella quienes, pretendiendo agradarla, le dijesen algo malo de su nuera. Y no<br />

atreviéndose ya ninguna a ello, vivieron las dos en dulce y memorable armonía.<br />

21. Igualmente a esta tu buena sierva, en cuyas entrañas me criaste, ¡oh Dios mío, misericordia<br />

mía! 31 , le habías otorgado este otro gran don: de mostrarse tan pacífica, siempre que podía, entre<br />

almas discordes y disidentes, cualesquiera que ellas fuesen, que con oír muchas cosas durísimas<br />

de una y otra parte, cuales suelen vomitar una hinchada e indigesta discordia, cuando ante la<br />

amiga presente desahoga la crudeza de sus odios en amarga conversación sobre la enemiga<br />

ausente, que no delataba nada a la una de la otra, sino aquello que podía servir para reconciliarlas.<br />

Pequeño bien me parecería éste si una triste experiencia no me hubiera dado a conocer a<br />

muchedumbre de gentes -por haberse extendido muchísimo esta no sé qué horrenda pestilencia de<br />

pecados- que no sólo descubren los dichos de enemigos airados a sus airados enemigos, sino que<br />

añaden, además, cosas que no se han dicho; cuando, al contrario, a un hombre que es humano<br />

deberá parecer poco el no excitar ni aumentar las enemistades de los hombres hablando mal, si<br />

antes no procura extinguirlas hablando bien.<br />

87


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Tal era aquélla, adoctrinada por ti, maestro interior, en la escuela de su corazón.<br />

22. Por último, consiguió también ganar para ti a su marido al fin de su vida, no teniendo que<br />

lamentar en él siendo fiel lo que había tolerado siendo infiel.<br />

Era, además, sierva de tus siervos, y cualesquiera de ellos que la conocía te alababa, honraba y<br />

amaba mucho en ella, porque advertía tu presencia en su corazón por los frutos de su santa<br />

conversación.<br />

Había sido mujer de un solo varón, había cumplido con sus padres, había gobernado su casa<br />

piadosamente y tenía el testimonio de las buenas obras 32 , y había nutrido a sus hijos, pariéndoles<br />

tantas veces cuantas les veía apartarse de ti.<br />

Por último, Señor, ya que por tu gracia nos dejas hablar a tus siervos, de tal manera cuidó de<br />

todos nosotros los que antes de morir ella vivíamos juntos, recibida ya la gracia del bautismo,<br />

como si fuera madre de todos; y de tal modo nos sirvió, como si fuese hija de cada uno de<br />

nosotros.<br />

CAPITULO X<br />

23. Estando ya inminente el día en que había de salir de esta vida -que tú, Señor, conocías, y<br />

nosotros ignorábamos-, sucedió a lo que yo creo, disponiéndolo tú por tus modos ocultos, que nos<br />

hallásemos solos yo y ella apoyados sobre una ventana, desde donde se contemplaba un huerto o<br />

jardín que había dentro de la casa, allí en Ostia Tiberina, donde, apartados de las turbas, después<br />

de las fatigas de un largo viaje, cogíamos fuerzas para la navegación.<br />

Allí solos conversábamos dulcísimamente; y olvidando las cosas pasadas, ocupados en lo por<br />

venir 33 , inquiríamos los dos delante de la verdad presente, que eres tú, cuál sería la vida eterna de<br />

los santos, que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre concibió 34 . Abríamos<br />

anhelosos la boca de nuestro corazón hacia aquellos raudales soberanos de tu fuente -de la fuente<br />

de vida que está en ti 35 - para que, rociados según nuestra capacidad, nos formásemos de algún<br />

modo idea de cosa tan grande.<br />

24. Y como llegara nuestro discurso a la conclusión de que cualquier deleite de los sentidos<br />

carnales, aunque sea el más grande, revestido del mayor esplendor corpóreo, ante el gozo de<br />

aquella vida no sólo no es digno de comparación, pero ni aun de ser mentado, levantándonos con<br />

más ardiente afecto hacia el que es siempre el mismo, recorrimos gradualmente todos los seres<br />

corpóreos, hasta el mismo cielo, desde donde el sol y la luna envían sus rayos a la tierra.<br />

Y subimos todavía más arriba, pensando, hablando y admirando tus obras; y llegamos hasta<br />

nuestras almas y las pasamos también, a fin de llegar a la región de la abundancia indeficiente, en<br />

donde tú apacientas a Israel eternamente con el pasto de la verdad, y es la vida la Sabiduría, por<br />

quien todas las cosas existen, así las ya creadas como las que han de ser, sin que ella lo sea por<br />

nadie; siendo ahora como fue antes y como será siempre, o más bien, sin que haya en ella fue ni<br />

será, sino sólo es, por ser eterna, porque lo que ha sido o será no es eterno.<br />

Y mientras hablábamos y suspirábamos por ella, llegamos a tocarla un poco con todo el ímpetu<br />

de nuestro corazón; y suspirando y dejando allí prisioneras las primicias de nuestro espíritu,<br />

tornamos al estrépito de nuestra boca, donde tiene principio y fin el verbo humano, en nada<br />

semejante a tu Verbo, Señor nuestro, que permanece en sí sin envejecerse y renueva todas las<br />

cosas.<br />

25. Y decíamos nosotros: Si hubiera alguien en quien callase el tumulto de la carne; callasen las<br />

imágenes de la tierra, del agua y del aire; callasen los mismos cielos y aun el alma misma callase<br />

y se remontara sobre sí, no pensando en sí; si callasen los sueños y revelaciones imaginarias, y,<br />

finalmente, si callase por completo toda lengua, todo signo y todo cuanto se hace pasando -<br />

puesto que todas estas cosas dicen a quien les presta oído: No nos hemos hecho a nosotras<br />

mismas, sino que nos ha hecho el que permanece eternamente 36 -; si, dicho esto, callasen,<br />

88


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

dirigiendo el oído hacia aquel que las ha hecho, y sólo él hablase, no por ellas, sino por sí mismo,<br />

de modo que oyesen su palabra, no por lengua de carne, ni por voz de ángel, ni por sonido de<br />

nubes, ni por enigmas de semejanza, sino que le oyéramos a él mismo, a quien amamos en estas<br />

cosas, a él mismo sin ellas, como al presente nos elevamos y tocamos rápidamente con el<br />

pensamiento la eterna Sabiduría, que permanece sobre todas las cosas; si, por último, este estado<br />

se continuase y fuesen alejadas de él las demás visiones de índole muy inferior, y esta sola<br />

arrebatase, absorbiese y abismase en los gozos más íntimos a su contemplador, de modo que<br />

fuese la vida sempiterna cual fue este momento de intuición por el cual suspiramos, ¿no sería esto<br />

el Entra en el gozo de tu Señor 37 ? Mas ¿cuándo será esto? ¿Acaso cuando todos resucitemos,<br />

bien que no todos seamos inmutados? 38<br />

26. Tales cosas decía yo, aunque no de este modo ni con estas palabras. Pero tú sabes, Señor, que<br />

en aquel día, mientras hablábamos de estas cosas -y a medida que hablábamos nos parecía más<br />

vil este mundo con todos sus deleites-, díjome ella: "Hijo, por lo que a mí toca, nada me deleita<br />

ya en esta vida. No sé ya qué hago en ella ni por qué estoy, aquí, muerta a toda esperanza del<br />

siglo. Una sola cosa había por la que deseaba detenerme un poco en esta vida, y era verte<br />

cristiano católico antes de morir. Superabundantemente me ha concedido esto mi Dios, puesto<br />

que, despreciada la felicidad terrena, te veo siervo suyo. ¿Qué hago, pues, aquí?".<br />

CAPITULO XI<br />

27. No recuerdo yo bien qué respondí a esto; pero sí que apenas pasados cinco días, o no muchos<br />

más, cayó en cama con fiebres. Y estando enferma tuvo un día un desmayo, quedando por un<br />

poco privada de los sentidos. Acudimos corriendo, mas pronto volvió en sí, y viéndonos<br />

presentes a mí y a mi hermano, díjonos, como quien pregunta algo: "¿Dónde estaba?" Después,<br />

viéndonos atónitos de tristeza, nos dijo: "Enterráis aquí a vuestra madre". Yo callaba y frenaba el<br />

llanto, mas mi hermano dijo no sé qué palabras, con las que parecía desearle como cosa más feliz<br />

morir en la patria y no en tierras tan lejanas. Al oírlo ella, reprendióle con la mirada, con rostro<br />

afligido por pensar tales cosas; y mirándome después a mí, dijo: "Enterrad este cuerpo en<br />

cualquier parte, ni os preocupe más su cuidado; solamente os ruego que os acordéis de mí ante el<br />

altar del Señor doquiera que os hallareis". Y habiéndonos explicado esta determinación con las<br />

palabras que pudo, calló, y agravándose la enfermedad, entró en la agonía.<br />

28. Mas yo, ¡oh Dios invisible!, meditando en los dones que tú infundes en el corazón de tus<br />

fieles y en los frutos admirables que de ellos nacen, me gozaba y te daba gracias recordando lo<br />

que sabía del gran cuidado que había tenido siempre de su sepulcro, adquirido y preparado junto<br />

al cuerpo de su marido. Porque así como había vivido con él concordísimamente, así quería<br />

también -cosa muy propia del alma humana menos deseosa de las cosas divinas- tener aquella<br />

dicha y que los hombres recordasen cómo después de su viaje transmarino se le había concedido<br />

la gracia de que una misma tierra cubriese el polvo conjunto de ambos cónyuges.<br />

Ignoraba yo también cuándo esta vanidad había empezado a dejar de ser en su corazón, por la<br />

plenitud de tu bondad; alegrábame, sin embargo, admirando que se me hubiese mostrado así,<br />

aunque ya en aquel nuestro discurso de la ventana me pareció no desear morir en su patria al<br />

decir: "¿Qué hago ya aquí?" También oí después que, estando yo ausente, como cierto día<br />

conversase con unos amigos míos con maternal confianza sobre el desprecio de esta vida y el<br />

bien de la muerte, estando ya en Ostia, y maravillándose ellos de tal fortaleza en una mujer -<br />

porque tú se la habías dado-, le preguntasen si no temería dejar su cuerpo tan lejos de su ciudad,<br />

respondió: "Nada hay lejos para Dios, ni hay que temer que ignore al fin del mundo el lugar<br />

donde estoy para resucitarme"<br />

Así, pues, a los nueve días de su enfermedad, a los cincuenta y seis años de su edad y treinta y<br />

tres de la mía, fue libertada del cuerpo aquella alma religiosa y pía.<br />

89


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

CAPITULO XII<br />

29. Cerraba yo sus ojos, mas una tristeza inmensa afluía a mi corazón, y ya iba a resolverse en<br />

lágrimas, cuando al punto mis ojos, al violento imperio de mi alma, resorbían su fuente hasta<br />

secarla, padeciendo con tal lucha de modo imponderable. Entonces fue cuando, al dar el último<br />

suspiro, el niño Adeodato rompió a llorar a gritos; mas reprimido por todos nosotros, calló. De<br />

ese modo era también reprimido aquello que había en mí de pueril, y me provocaba al llanto, con<br />

la voz juvenil, la voz del corazón, y callaba. Porque juzgábamos que no era conveniente celebrar<br />

aquel entierro con quejas lastimeras y gemidos, con los cuales se suele frecuentemente deplorar la<br />

miseria de los que mueren o su total extinción; y ella ni había muerto miserablemente ni había<br />

muerto del todo; de lo cual estábamos nosotros seguros por el testimonio de sus costumbres, por<br />

su fe no fingida y otros argumentos ciertos 39 .<br />

30.¿Y qué era lo que interiormente tanto me dolía sino la herida reciente que me había causado el<br />

romperse repentinamente aquella costumbre dulcísima y carísima de vivir juntos?<br />

Cierto es que me llenaba de satisfacción el testimonio que había dado de mí, cuando en esta su<br />

última enfermedad, como acariciándome por mis atenciones con ella, me llamaba piadoso y<br />

recordaba con gran afecto de cariño no haber oído jamás salir de mi boca la menor palabra dura o<br />

contumeliosa contra ella. Pero ¿qué era, Dios mío, Hacedor nuestro, este honor que yo le había<br />

dado en comparación de lo que ella me había servido? Por eso, porque me veía abandonado de<br />

aquel tan gran consuelo suyo, sentía el alma herida y despedazada mi vida, que había llegado a<br />

formar una sola con la suya.<br />

31. Reprimido, pues, que hubo su llanto el niño, tomó Evodio un salterio y comenzó a cantar -<br />

respondiéndole toda la casa- el salmo Misericordia y justicia te cantaré, Señor 40 . Enterada la<br />

gente de lo que pasaba, acudieron muchos hermanos y religiosas mujeres, y mientras los<br />

encargados de esto preparaban las cosas de costumbre para el entierro, yo, retirado en un lugar<br />

adecuado, junto con aquellos que no habían creído conveniente dejarme solo, disputaba con ellos<br />

sobre cosas propias de las circunstancias; y con este lenitivo de la verdad mitigaba mi tormento,<br />

conocido de ti, pero ignorado de ellos, quienes me oían atentamente y me creían sin sentimiento<br />

de dolor.<br />

Mas en tus oídos, en donde ninguno de ellos me oía, increpaba yo la blandura de mi afecto y<br />

reprimía aquel torrente de tristeza, que cedía por algún tiempo, pero que nuevamente me<br />

arrastraba con su ímpetu, aunque no ya hasta derramar lágrimas ni mudar el semblante; sólo yo<br />

sabía lo oprimido que tenía el corazón. Y como me desagradaba sobremanera que pudiesen tanto<br />

en mí estos sucesos humanos, que forzosamente han de suceder por el orden debido y por la<br />

naturaleza de nuestra condición, me dolía de mi dolor con nuevo dolor y me atormentaba con<br />

doble tristeza.<br />

32. Cuando llegó el momento de levantar el cadáver, acompañámosle y volvimos sin soltar una<br />

lágrima. Ni aun en aquellas oraciones que te hicimos, cuando se ofrecía por ella el sacrificio de<br />

nuestro rescate, puesto ya el cadáver junto al sepulcro antes de ser depositado, como suele<br />

hacerse allí, ni aun en estas oraciones, digo, lloré, sino que todo el día anduve interiormente muy<br />

triste, pidiéndote, como podía, con la mente turbada, que sanases mi dolor; mas tú no lo hacías, a<br />

lo que yo creo, para que fijase bien en la memoria, aun por sólo este documento, qué fuerza tiene<br />

la costumbre aun en almas que no se alimentan ya de vanas palabras.<br />

Asimismo me pareció bien tomar un baño, por haber oído decir que el nombre de baño (bálneo,<br />

en latín) venía de los griegos, quienes le llamaron bálanion (= arrojar), por creer que arrojaba del<br />

alma la tristeza. Mas he aquí -lo confieso a tu misericordia, ¡oh Padre de los huérfanos! 41 que,<br />

habiéndome bañado, me hallé después del baño como antes de bañarme. Porque mi corazón no<br />

trasudó ni una gota de la hiel de su tristeza.<br />

90


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Después me quedé dormido; desperté, y hallé en gran parte mitigado mi dolor; y estando solo<br />

como estaba en mi lecho, me vinieron a la mente aquellos versos verídicos de tu Ambrosio.<br />

Porque<br />

Tú eres, Dios, criador de cuanto existe,<br />

del mundo supremo gobernante,<br />

que el día vistes de luz brillante,<br />

de grato sueño la noche triste;<br />

a fin de que a los miembros rendidos<br />

el descanso al trabajo prepare,<br />

y las mentes cansadas repare,<br />

y los pechos de pena oprimidos.<br />

33. Mas de aquí poco a poco tornaba al pensamiento de antes, sobre tu sierva y su santa<br />

conversación, piadosa para contigo y santamente blanda y morigerada con nosotros, de la cual<br />

súbitamente me veía privado. Y sentí ganas de llorar en presencia tuya, por causa de ella y por<br />

ella, y por causa mía y por mí. Y solté las riendas. a las lágrimas, que tenía contenidas, para que<br />

corriesen cuanto quisieran, extendiéndolas yo como un lecho debajo de mi corazón; el cual<br />

descansó en ellas, porque tus oídos eran los que allí me escuchaban, no los de ningún hombre que<br />

orgullosamente pudiera interpretar mi llanto.<br />

Y ahora, Señor, te lo confieso en estas líneas: léalas quienquiera e interprételas como quisiere; y<br />

si hallare pecado en haber llorado yo a mi madre la exigua parte de una hora, a mi madre muerta<br />

entonces a mis ojos, ella, que me había llorado tantos años para que yo viviese a los tuyos, no se<br />

ría; antes, si es mucha su caridad, llore por mis pecados delante de ti, Padre de todos los<br />

hermanos de tu Cristo.<br />

CAPITULO XIII<br />

34. Mas sanado ya mi corazón de aquella herida, en la que podía reprocharse lo carnal del afecto,<br />

derramo ante ti, Dios nuestro, otro género de lágrimas muy distintas por aquella tu sierva: las que<br />

brotan del espíritu conmovido a vista de los peligros que rodean a toda alma que muere en Adán.<br />

Porque, aun cuando mi madre, vivificada en Cristo, primero de romper los lazos de la carne,<br />

vivió de tal modo que tu nombre es alabado en su fe y en sus costumbres, no me atrevo, sin<br />

embargo, a decir que, desde que fue regenerada por ti en el bautismo, no saliese de su boca<br />

palabra alguna contra tu precepto. Porque la <strong>Verdad</strong>, tu Hijo, tiene dicho: Quien llamare a su<br />

hermano necio será reo del fuego del infierno 42 , y ¡ay de la vida de los hombres, por laudable<br />

que sea, si tú la examinas dejando a un lado la misericordia! Mas porque sabemos que no<br />

escudriñas hasta lo último nuestros delitos, vehemente y confiadamente esperamos ocupar un<br />

lugar contigo. Porque quien enumera en tu presencia sus verdaderos méritos, ¿qué otra cosa<br />

enumera sino tus dones? ¡Oh si se reconociesen hombres los hombres, y quien se gloría se<br />

gloriase en el Señor! 43<br />

35. Así, pues, alabanza mía, y vida mía, y Dios de mi corazón; dejando a un lado por un<br />

momento sus buenas acciones, por las cuales gozoso te doy gracias, pídate ahora perdón por los<br />

pecados de mi madre. Óyeme por la Medicina de nuestras heridas, que pendió del leño de la cruz,<br />

y sentado ahora a tu diestra, intercede contigo por nosotros 44 . Yo sé que ella obró misericordia y<br />

que perdonó de corazón las deudas a sus deudores; perdónale también tú sus deudas, si algunas<br />

contrajo durante tantos años después de ser bautizada. Perdónala, Señor, perdónala, te suplico, y<br />

no entres en juicio con ella 45 . Triunfe la misericordia sobre la justicia 46 , porque tus palabras son<br />

verdaderas y prometiste misericordia a los misericordiosos, aunque lo sean porque tú se lo das, tú<br />

que tienes compasión de quien la tuviere y prestas misericordia a quien fuere misericordioso 47 .<br />

91


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

36. Yo bien creo que has hecho ya con ella lo que te pido; mas deseo aprobéis, Señor, los deseos<br />

de mi boca 48 . Porque estando inminente el día de su muerte, no pensó aquélla en enterrar su<br />

cuerpo con gran pompa o que fuese embalsamado con preciosas esencias, ni deseó un<br />

monumento escogido, ni se cuidó del sepulcro patrio. Nada de esto nos ordenó, sino únicamente<br />

deseó que nos acordásemos de ella ante el altar del Señor, al cual había servido sin dejar ningún<br />

día, sabiendo que en él es donde se inmola la Víctima santa, con cuya sangre fue borrada la<br />

escritura que había contra nosotros 49 , y vencido el enemigo que cuenta nuestros delitos y busca<br />

de qué acusarnos, no hallando nada en aquel en quien nosotros vencemos.<br />

¿Quién podrá devolverle su sangre inocente? ¿Quién restituirle el precio con que nos compró,<br />

para arrancarnos de aquél? A este sacramento de nuestro precio ligó tu sierva su alma con el<br />

vínculo de la fe. Nadie la aparte de tu protección. No se interponga, ni por fuerza ni por insidia, el<br />

león o el dragón. Porque no dirá ella que no debe nada, para ser convencida y presa del astuto<br />

acusador, sino que sus deudas le han sido perdonadas por aquel a quien nadie podrá devolvedle lo<br />

que no debiendo por nosotros dio por nosotros.<br />

37. Sea, pues, en paz con su marido, antes del cual y después del cual no tuvo otro; a quien sirvió,<br />

ofreciéndote a ti el fruto con paciencia 50 , a fin de lucrarle para ti. Mas inspira, Señor mío y Dios<br />

mío, inspira a tus siervos, mis hermanos; a tus hijos, mis señores, a quienes sirvo con el corazón,<br />

con la palabra y con la pluma, para que cuantos leyeren estas cosas se acuerden ante tu altar de<br />

Mónica, tu sierva, y de Patricio, en otro tiempo su esposo, por cuya carne me introdujiste en esta<br />

vida no sé cómo. Acuérdense con piadoso afecto de los que fueron mis padres en esta luz<br />

transitoria; mis hermanos, debajo de ti, ¡oh Padre!, en el seno de la madre Católica, y mis<br />

ciudadanos en la Jerusalén eterna, por la que suspira la peregrinación de tu pueblo desde su salida<br />

hasta su regreso, a fin de que lo que aquélla me pidió en el último instante le sea concedido más<br />

abundantemente por las oraciones de muchos con estas mis Confesiones, que no por mis solas<br />

oraciones.<br />

LIBRO <strong>DE</strong>CIMO<br />

CAPITULO I<br />

1. Conózcate a ti, Conocedor mío, conózcate a ti como soy conocido 1 , Virtud de mi alma, entra<br />

en ella y ajústala a ti, para que la tengas y poseas sin mancha ni ruga 2 .<br />

Esta es mi esperanza, por eso hablo; y en esta esperanza me gozo cuando rectamente me gozo.<br />

Las demás cosas de esta vida, tanto menos se han de llorar cuanto más se las llora, y tanto más se<br />

han de llorar cuanto menos se las llora.<br />

He aquí que amaste la verdad 3 , porque el que la obra viene a la luz 4 . Quiérola yo obrar en mi<br />

corazón, delante de ti por esta mi confesión y delante de muchos testigos por este mi escrito.<br />

CAPITULO II<br />

2. Y ciertamente, Señor, a cuyos ojos está siempre desnudo el abismo de la conciencia humana,<br />

¿qué podría haber oculto en mí, aunque yo no te lo quisiera confesar? Lo que haría sería<br />

escondérteme a ti de mí, no a mí de ti. Pero ahora que mi gemido es testigo de que yo me<br />

desagrado a mí, tú brillas y me places y eres amado y deseado hasta avergonzarme de mí y<br />

desecharme y elegirte a ti, y así no me plazca a ti ni a mí si no es por ti.<br />

Quienquiera, pues, que yo sea, manifiesto soy para ti, Señor. También he dicho yo el fruto con<br />

que te confieso; porque no hago esto con palabras y voces de carne, sino con palabras del alma y<br />

clamor de la mente, que son las que tus oídos conocen. Porque, cuando soy malo, confesarte a ti<br />

no es otra cosa que desplacerme a mí; y cuando soy piadoso, confesarte a ti no es otra cosa que<br />

92


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

no atribuírmelo a mí. Porque tú, Señor, eres el que bendices al justo 5 pero antes le haces justo de<br />

impío 6 .<br />

Así, pues, mi confesión en tu presencia, Dios mío, se hace callada y no calladamente: calla en<br />

cuanto al ruido [de las palabras], clama en cuanto al afecto. Porque ni siquiera una palabra de<br />

bien puedo decir a los hombres si antes no la oyeres tú de mí, ni tú podrías oír algo tal de mí si<br />

antes no me lo hubieses dicho tú a mí.<br />

CAPITULO III<br />

3. ¿Qué tengo, pues, yo que ver con los hombres, para que oigan mis confesiones, como si ellos<br />

fueran a sanar todas mis enfermedades? 7 Curioso linaje para averiguar vidas ajenas, desidioso<br />

para corregir la suya. ¿Por qué quieren oír de mí quién soy, ellos que no quieren oír de ti quiénes<br />

son? ¿Y de dónde saben, cuando me oyen hablar de mí mismo, si les digo verdad, siendo así que<br />

ninguno de los hombres sabe lo que pasa en el hombre, si no es el espíritu del hombre, que,<br />

existe en él? 8 Pero si te oyeren a ti hablar de ellos, no podrán decir: "Miente el Señor." Porque<br />

¿qué es oírte a ti hablar de ellos sino conocerse a sí? ¿Y quién hay que se conozca y diga "es<br />

falso", si él mismo no miente?<br />

Mas porque la caridad todo lo cree -entre aquellos, digo, a quienes unidos consigo hace una<br />

cosa-, también yo, Señor, aun así me confieso a ti, para que lo oigan los hombres, a quienes no<br />

puedo probarles que las cosas que confieso son verdaderas. Mas créanme aquellos cuyos oídos<br />

abre para mí la caridad.<br />

4. No obstante esto, Médico mío íntimo, hazme ver claro con qué fruto hago yo esto. Porque las<br />

confesiones de mis males pretéritos -que tú perdonaste ya y cubriste, para hacerme feliz en ti,<br />

cambiando mi alma con tu fe y tu sacramento-, cuando son leídas y oídas, excitan al corazón para<br />

que no se duerma en la desesperación y diga: "No puedo", sino que le despierte al amor de tu<br />

misericordia y a la dulzura de tu gracia, por la que es poderoso todo débil que sé da cuenta por<br />

ella de su debilidad.<br />

Y deleita a los buenos oír los pasados males de aquellos que ya carecen de ellos; pero no les<br />

deleita por aquello de ser malos, sino porque lo fueron y ahora no lo son.<br />

¿Con qué fruto, pues, Señor mío -a quien todos los días se confiesa mi conciencia, más segura ya<br />

con la esperanza de tu misericordia que de su inocencia-, con qué fruto, te ruego, confieso delante<br />

de ti a los hombres, por medio de este escrito, lo que yo soy ahora, no lo que he sido? Porque ya<br />

hemos visto y consignado el fruto de confesar lo que fui.<br />

Pero hay muchos que me conocieron, y otros que no me conocieron, que desean saber quién soy<br />

yo al presente en este tiempo preciso en que escribo las Confesiones, los cuales, aunque hanme<br />

oído algo o han oído a otros de mí, pero no pueden aplicar su oído a mi corazón, donde soy lo<br />

que soy. Quieren, sin duda, saber por confesión mía lo que soy interiormente, allí donde ellos no<br />

pueden penetrar con la vista, ni el oído, ni la mente. Dispuestos están a creerme, ¿acaso lo estarán<br />

a conocerme? Porque la caridad, que los hace buenos, les dice que yo no les miento cuando<br />

confieso tales cosas de mí y ella misma hace que ellos crean en mí.<br />

CAPITULO IV<br />

5. Pero ¿con qué fruto quieren esto? ¿Acaso desean congratularse conmigo al oír cuánto me he<br />

acercado a ti por tu gracia y orar por mí al oír cuánto me retardo por mi peso? Me manifestaré a<br />

los tales, porque no es pequeño fruto, Señor Dios mío, el que sean muchos los que te den gracias<br />

por mí 9 y seas rogado de muchos por mí. Ame en mí el ánimo fraterno lo que enseñas se debe<br />

amar y duélase en mí de lo que enseñas se debe doler. Haga esto el ánimo fraterno, no el extraño,<br />

no el de hijos ajenos, cuya boca habla la vanidad y su diestra es la diestra de la iniquidad 10 ,<br />

sino el fraterno, que cuando aprueba algo en mí se goza en mí y cuando reprueba algo en mí se<br />

contrista por mí, porque, ya me apruebe, ya me repruebe, me ama.<br />

93


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Me manifestaré a estos tales. Respiren en mis bienes, suspiren en mis males. Mis bienes son tus<br />

obras y tus dones; mis males son mis pecados y tus juicios. Respiren en aquéllos y suspiren en<br />

éstos, y el himno y el llanto suban a tu presencia de los corazones fraternos, tus turíbulos.<br />

Y tú, Señor, deleitado con la fragancia de tu santo templo, compadécete de mí, según tu gran<br />

misericordia 11 , por amor de tu nombre; y no abandonando en modo alguno tu obra comenzada,<br />

consuma en mí lo que hay de imperfecto.<br />

6. Este es el fruto de mis confesiones, no de lo que he sido, sino de lo que soy. Que yo confiese<br />

esto, no solamente delante de ti con secreta alegría mezclada de temor y con secreta tristeza<br />

mezclada de esperanza, sino también en los oídos de los creyentes hijos de los hombres,<br />

compañeros de mi gozo y consortes de mi mortalidad, ciudadanos míos y peregrinos conmigo,<br />

anteriores y posteriores y compañeros de mi vida. Estos son tus siervos, mis hermanos, que tú<br />

quisiste fuesen hijos tuyos, señores míos, y a quienes me mandaste que sirviese si quería vivir<br />

contigo de ti.<br />

Poco hubiera sido de provecho para mí si tu Verbo lo hubiese mandado de palabra y no hubiera<br />

ido delante con la obra. Por eso hago yo también esto con palabras y con hechos, y lo hago bajo<br />

tus alas y con un peligro enormemente grande, si no fuera porque bajo tus alas 12 te está sujeta mi<br />

alma y te es conocida mi flaqueza.<br />

Pequeñuelo soy, mas vive perpetuamente mi Padre y tengo en él tutor idóneo. El es el mismo que<br />

me engendró y me defiende, y tú eres todos mis bienes, tú Omnipotente, que estás conmigo aun<br />

desde antes de que yo lo estuviera contigo.<br />

Manifestaré, pues, a estos tales -a quienes tú mandas que les sirva-no quién he sido, sino quién<br />

soy ahora al presente y qué es lo que todavía hay en mí. Pero no quiero juzgarme a mí 13 mismo.<br />

Sea, pues, oído así.<br />

CAPITULO V<br />

7. Tú eres, Señor, el que me juzgas; porque, aunque nadie de los hombres sabe las cosas<br />

interiores del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él 14 , con todo hay algo en el<br />

hombre que ignora aun el mismo espíritu que habita en él; pero tú, Señor, sabes todas sus cosas,<br />

porque le has hecho. También yo, aunque en tu presencia me desprecie y tenga por tierra y<br />

ceniza, sé algo de ti que ignoro de mí. Y ciertamente ahora te vemos, por espejo en enigmas, no<br />

cara a cara 15 , y así, mientras peregrino fuera de ti, me soy más presente a mí que a ti. Con todo,<br />

sé que tú no puedes ser de ningún modo violado, en tanto que no sé a qué tentaciones puedo yo<br />

resistir y a cuáles no puedo, estando solamente mi esperanza en que eres fiel y no permitirás que<br />

seamos tentados más de lo que podemos soportar, antes con la tentación das también el éxito,<br />

para que podamos resistir 16 .<br />

Confiese, pues, lo que sé de mí; confiese también lo que de mí ignoro; porque lo que sé de mí lo<br />

sé porque tú me iluminas, y lo que de mí ignoro no lo sabré hasta tanto que mis tinieblas se<br />

conviertan en mediodía en tu presencia 17 .<br />

CAPITULO VI<br />

8. No con conciencia dudosa, sino cierta, Señor, te amo yo. Heriste mi corazón con tu palabra y te<br />

amé. Mas también el cielo y la tierra y todo cuanto en ellos se contiene he aquí que me dicen de<br />

todas partes que te ame; ni cesan de decírselo a todos, a fin de que sean inexcusables 18 . Sin<br />

embargo, tú te compadecerás más altamente de quien te compadecieres y prestarás más tu<br />

misericordia con quien fueses misericordioso: de otro modo, el cielo y la tierra cantarían tus<br />

alabanzas a sordos.<br />

Y ¿qué es lo que amo cuando yo te amo? No belleza de cuerpo ni hermosura de tiempo, no<br />

blancura de luz, tan amable a estos ojos terrenos; no dulces melodías de toda clase de cantilenas,<br />

no fragancia de flores, de ungüentos y de aromas, no manás ni mieles, no miembros gratos a los<br />

94


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

amplexos de la carne: nada de esto amo cuando amo a mi Dios. Y, sin embargo, amo cierta luz, y<br />

cierta voz, y cierta fragancia, y cierto alimento, y cierto amplexo, cuando amo a mi Dios, luz,<br />

voz, fragancia, alimento y amplexo del hombre mío interior, donde resplandece a mi alma lo que<br />

no se consume comiendo, y se adhiere lo que la saciedad no separa. Esto es lo que amo cuando<br />

amo a mi Dios.<br />

9. Pero ¿y qué es entonces?<br />

Pregunté a la tierra y me dijo: "No soy yo"; y todas las cosas que hay en ella me confesaron lo<br />

mismo. Pregunté al mar y a los abismos y a los reptiles de alma viva, y me respondieron: "No<br />

somos tu Dios; búscale sobre nosotros." Interrogué a las auras que respiramos, y el aire todo, con<br />

sus moradores, me dijo: "Engáñase Anaxímenes: yo no soy tu Dios." Pregunté al cielo, al sol, a la<br />

luna y a las estrellas. "Tampoco somos nosotros el Dios que buscas", me respondieron.<br />

Dije entonces a todas las cosas que están fuera de las puertas de mi carne: "Decidme algo de mi<br />

Dios, ya que vosotras no lo sois; decidme algo de él." Y exclamaron todas con grande voz: "El<br />

nos ha hecho." Mi pregunta era mi mirada, y su respuesta, su apariencia.<br />

Entonces me dirigí a mí mismo y me dije: "¿Tú quién eres?", y respondí: "Un hombre." He aquí,<br />

pues, que tengo en mí prestos un cuerpo y un alma; la una, interior; el otro, exterior. ¿Por cuál de<br />

éstos es por donde debí yo buscar a mi Dios, a quien ya había buscado por los cuerpos desde la<br />

tierra al cielo, hasta donde pude enviar los mensajeros rayos de mis ojos? Mejor, sin duda, es el<br />

elemento interior, porque a él es a quien comunican sus noticias todos los mensajeros corporales,<br />

como a presidente y juez, de las respuestas del cielo, de la tierra y de todas las cosas que en ellos<br />

se encierran, cuando dicen: "No somos Dios" y "El nos ha hecho". El hombre interior es quien<br />

conoce estas cosas por ministerio del exterior; yo interior conozco estas cosas; yo, Yo-Alma, por<br />

medio del sentido de mi cuerpo.<br />

Interrogué, finalmente, a la mole del mundo acerca de mi Dios, y ella me respondió: "No lo soy<br />

yo, simple hechura suya".<br />

10. Pero ¿no se muestra esta hermosura a cuantos tienen entero el sentido? ¿Por qué, pues, no<br />

habla a todos lo mismo?<br />

Los animales, pequeños y grandes, la ven; pero no pueden interrogarla, porque no se les ha<br />

puesto de presidente de los nunciadores sentidos a la razón que juzgue. Los hombres pueden, sí,<br />

interrogarla, por percibir por las cosas visibles las invisibles de Dios; más hácense esclavos de<br />

ellas por el amor, y, una vez esclavos, ya no pueden juzgar. Porque no responden éstas a los que<br />

interrogan, sino a los que juzgan; ni cambian de voz, esto es, de aspecto, si uno ve solamente, y<br />

otro, además de ver, interroga, de modo que aparezca a uno de una manera y a otro de otra; sino<br />

que, apareciendo a ambos, es muda para el uno y habladora para el otro, o mejor dicho, habla a<br />

todos, mas sólo aquellos la entienden que confieren su voz, recibida fuera, con la verdad interior.<br />

Porque la verdad me dice: "No es tu Dios el cielo, ni la tierra, ni cuerpo alguno." Y esto mismo<br />

dice la naturaleza de éstos, a quien advierte que la mole es menor en la parte que en el todo. Por<br />

esta razón eres tú mejor que éstos; a ti te digo; ¡oh alma!, porque tú vivificas la mole de tu cuerpo<br />

prestándole vida, lo que ningún cuerpo puede prestar a otro cuerpo. Mas tu Dios es para ti hasta<br />

la vida de tu vida.<br />

CAPITULO VII<br />

11. ¿Qué es, por tanto, lo que amo cuando amo yo a mi Dios? ¿Y quién es él sino el que está<br />

sobre la cabeza de mi alma?<br />

Por mi alma misma subiré, pues, a él. Traspasaré esta virtud mía por la que estoy unido al cuerpo<br />

y llena su organismo de vida, pues no hallo en ella a mi Dios. Porque, de hallarle, le hallarían<br />

también el caballo y el mulo, que no tienen inteligencia 19 , y que, sin embargo, tienen esta misma<br />

virtud por la que viven igualmente sus cuerpos.<br />

95


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Hay otra virtud por la que no sólo vivifico, sino también sensifico a mi carne, y que el Señor me<br />

fabricó mandando al ojo que no oiga y al oído que no vea, sino a aquél que me sirva para ver, a<br />

éste para oír, y a cada uno de los otros sentidos lo que les es propio según su lugar y oficio; las<br />

cuales cosas, aunque diversas, las hago por su medio, yo un alma única.<br />

Traspasaré aún esta virtud mía; porque también la poseen el caballo y el mulo pues también ellos<br />

sienten por medio del cuerpo.<br />

CAPITULO VIII<br />

12. Traspasaré, pues, aun esta virtud de mi naturaleza, ascendiendo por grados hacia aquel que<br />

me hizo.<br />

Mas heme ante los campos y anchos senos de la memoria, donde están los tesoros de<br />

innumerables imágenes de toda clase de cosas acarreadas por los sentidos. Allí se halla escondido<br />

cuanto pensamos, ya aumentando, ya disminuyendo, ya variando de cualquier modo las cosas<br />

adquiridas por los sentidos, y todo cuanto se le ha encomendado y se halla allí depositado y no ha<br />

sido aún absorbido y sepultado por el olvido.<br />

Cuando estoy allí pido que se me presente lo que quiero, y algunas cosas preséntanse al<br />

momento; pero otras hay que buscarlas con más tiempo y como sacarlas de unos receptáculos<br />

abstrusos; otras, en cambio, irrumpen en tropel, y cuando uno desea y busca otra cosa se ponen<br />

en medio, cono diciendo: "¿No seremos nosotras?" Mas espántolas yo del haz de mi memoria con<br />

la mano del corazón, hasta que se esclarece lo que quiero y salta a mi vista de su escondrijo.<br />

Otras cosas hay que fácilmente y por su orden riguroso se presentan, según son llamadas, y ceden<br />

su lugar a las que les siguen, y cediéndolo son depositadas, para salir cuando de nuevo se deseare.<br />

Lo cual sucede puntualmente cuando narro alguna cosa de memoria.<br />

13. Allí se hallan también guardadas de modo distinto y por sus géneros todas las cosas que<br />

entraron por su propia puerta, como la luz, los colores y las formas de los cuerpos, por la vista;<br />

por el oído, toda clase de sonidos; y todos los olores por la puerta de las narices; y todos los<br />

sabores por la de la boca; y por el sentido que se extiende por todo el cuerpo (tacto), lo duro y lo<br />

blando, lo caliente y lo frío, lo suave y lo áspero, lo pesado y lo ligero, ya sea extrínseco, ya<br />

intrínseco al cuerpo. Todas estas cosas recibe, para recordarlas cuando fuere menester y volver<br />

sobre ellas, el gran receptáculo de la memoria, y no sé qué secretos e inefables senos suyos.<br />

Todas las cuales cosas entran en ella, cada una por su propia puerta, siendo almacenadas allí.<br />

Ni son las mismas cosas las que entran, sino las imágenes de las cosas sentidas, las cuales quedan<br />

allí a disposición del pensamiento que las recuerda. Pero ¿quién podrá decir cómo fueron<br />

formadas estas imágenes, aunque sea claro por qué sentidos fueron captadas y escondidas en el<br />

interior? Porque, cuando estoy en silencio y en tinieblas, represéntome, si quiero, los colores, y<br />

distingo el blanco del negro, y todos los demás que quiero, sin que me salgan al encuentro los<br />

sonidos, ni me perturben lo que, extraído por los ojos, entonces considero, no obstante que ellos<br />

[los sonidos] estén allí, y como colocados aparte, permanezcan latentes. Porque también a ellos<br />

les llamo, si me place, y al punto se me presentan, y con la lengua queda y callada la garganta<br />

canto cuanto quiero, sin que las imágenes de los colores que se hallan allí se interpongan ni<br />

interrumpan mientras se revisa el tesoro que entró por los oídos.<br />

Del mismo modo recuerdo, según me place, las demás cosas aportadas y acumuladas por los<br />

otros sentidos, y así, sin oler nada, distingo el aroma de los lirios del de las violetas, y, sin gustar<br />

ni tocar cosa, sino sólo con el recuerdo; prefiero la miel al arrope y lo suave a lo áspero.<br />

14. Todo esto lo hago yo interiormente en el aula inmensa de mi memoria. Allí se me ofrecen al<br />

punto el cielo y la tierra y el mar con todas las cosas que he percibido sensiblemente en ellos, a<br />

excepción de las que tengo ya olvidadas. Allí me encuentro con mí mismo y me acuerdo de mí y<br />

de lo que hice, y en qué tiempo y en qué lugar, y de qué modo y cómo estaba afectado cuando lo<br />

96


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

hacía. Allí están todas las cosas que yo recuerdo haber experimentado o creído. De este mismo<br />

tesoro salen las semejanzas tan diversas unas de otras, bien experimentadas, bien creídas en<br />

virtud de las experimentadas, las cuales, cotejándolas con las pasadas, infiero de ellas acciones<br />

futuras, acontecimientos y esperanzas, todo lo cual lo pienso como presente. "Haré esto o<br />

aquello", digo entre mí en el seno ingente de mi alma, repleto de imágenes de tantas y tan grandes<br />

cosas; y esto o aquello se sigue. "¡Oh si sucediese esto o aquello!" "¡No quiera Dios esto o<br />

aquello!" Esto digo en mi interior, y al decirlo se me ofrecen al punto las imágenes de las cosas<br />

que digo de este tesoro de la memoria, porque si me faltasen, nada en absoluto podría decir de<br />

ellas.<br />

15. Grande es esta virtud de la memoria, grande sobremanera, Dios mío, Penetral amplio e<br />

infinito. ¿Quién ha llegado a su fondo? Mas, con ser esta virtud propia de mi alma y pertenecer a<br />

mi naturaleza, no soy yo capaz de abarcar totalmente lo que soy. De donde se sigue que es<br />

angosta el alma para contenerse a sí misma. Pero ¿dónde puede estar lo que de sí misma no cabe<br />

en ella? ¿Acaso fuera de ella y no en ella? ¿Cómo es, pues, que no se puede abarcar.<br />

Mucha admiración me causa esto y me llena de estupor. Viajan los hombres por admirar las<br />

alturas de los montes, y las ingentes olas del mar, y las anchurosas corrientes de los ríos, y la<br />

inmensidad del océano, y el giro de los astros, y se olvidan de sí mismos, ni se admiran de que<br />

todas estas cosas, que al nombrarlas no las veo con los ojos, no podría nombrarlas si<br />

interiormente no viese en mi memoria los montes, y las olas, y los ríos, y los astros, percibidos<br />

ocularmente, y el océano, sólo creído; con dimensiones tan grandes como si las viese fuera. Y,<br />

sin embargo, no es que haya absorbido tales cosas al verlas con los ojos del cuerpo, ni que ellas<br />

se hallen dentro de mí, sino sus imágenes. Lo único que sé es por qué sentido del cuerpo he<br />

recibido la impresión de cada una de ellas.<br />

CAPITULO IX<br />

16. Pero no son estas cosas las únicas que encierra la inmensa capacidad de mi memoria. Aquí<br />

están como en un lugar interior remoto, que no es lugar, todas aquellas nociones aprendidas de<br />

las artes liberales, que todavía no se han olvidado. Mas aquí no son ya las imágenes de ellas las<br />

que llevo, sino las cosas mismas. Porque yo sé qué es la gramática, la pericia dialéctica, y cuántos<br />

los géneros de cuestiones; y lo que de estas cosas sé, está de tal modo en mi memoria que no está<br />

allí como la imagen suelta de una cosa, cuya realidad se ha dejado fuera; o como la voz impresa<br />

en el oído, que suena y pasa, dejando un rastro de sí por el que la recordamos como si sonara,<br />

aunque ya no suene; o como el perfume que pasa y se desvanece en el viento, que afecta al olfato<br />

y envía su imagen a la memoria, la que repetimos con el recuerdo; o como el manjar, que, no<br />

teniendo en el vientre ningún sabor ciertamente, parece lo tiene, sin embargo, en la memoria; o<br />

como algo que se siente por el tacto, que, aunque alejado de nosotros, lo imaginamos con la<br />

memoria. Porque todas estas cosas no son introducidas en la memoria, sino captadas solas sus<br />

imágenes con maravillosa rapidez y depositadas en unas maravillosas como celdas, de las cuales<br />

salen de modo maravilloso cuando se las recuerda.<br />

CAPITULO X<br />

17. Pero cuando oigo decir que son tres los géneros de cuestiones -si la cosa es, qué es y cuál es-,<br />

retengo las imágenes de los sonidos de que se componen estas palabras, y sé que pasaron por el<br />

aire con estrépito y ya no existen. Pero las cosas mismas significadas por estos sonidos ni las he<br />

tocado jamás con ningún sentido del cuerpo, ni las he visto en ninguna parte fuera de mi alma, ni<br />

lo que he depositado en mi memoria son sus imágenes, sino las cosas mismas. Las cuales digan,<br />

si pueden, por dónde entraron en mí. Porque yo recorro todas las puertas de mi carne y no hallo<br />

por cuál de ellas han podido entrar. En efecto, los ojos dicen: "Si son coloradas, nosotros somos<br />

los que las hemos noticiado." Los oídos dicen: "Si hicieron algún sonido, nosotros las hemos<br />

97


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

indicado." El olfato dice: "Si son olorosas, por aquí han pasado." El gusto dice también: "Si no<br />

tienen sabor, no me preguntéis por ellas." El tacto dice: "Si no es cosa corpulenta, yo no la he<br />

tocado, y si no la he tocado, no he dado noticia de ella."<br />

¿Por dónde, pues, y por qué parte han entrado en mi memoria? No lo sé. Porque cuando las<br />

aprendí, ni fue dando crédito a otros, sino que las reconocí en mi alma y las aprobé por<br />

verdaderas y se las encomendé a ésta, como en depósito, para sacarlas cuando quisiera. Allí<br />

estaban, pues, y aun antes de que yo las aprendiese; pero no en la memoria. ¿En dónde, pues, o<br />

por qué, al ser nombradas, las reconocí y dije: "Así es, es verdad", sino porque ya estaban en mi<br />

memoria, aunque tan retiradas y sepultadas como si estuvieran en cuevas muy ocultas, y tanto<br />

que, si alguno no las suscitara para que saliesen, tal vez no las hubiera podido pensar?<br />

CAPITULO XI<br />

18. Por aquí descubrimos que aprender estas cosas -de las que no recibimos imágenes por los<br />

sentidos, sino que, sin imágenes, como ellas son, las vemos interiormente en sí mismas- no es<br />

otra cosa sino un como recoger con el pensamiento las cosas que ya contenía la memoria aquí y<br />

allí y confusamente, y cuidar con la atención que estén como puestas a la mano en la memoria,<br />

para que, donde antes se ocultaban dispersas y descuidadas, se presenten ya fácilmente a una<br />

atención familiar. ¡Y cuántas cosas de este orden no encierra mi memoria que han sido ya<br />

descubiertas y, conforme dije, puestas como a la mano, que decimos haber aprendido y conocido!<br />

Estas mismas cosas, si las dejo de recordar de tiempo en tiempo, de tal modo vuelven a<br />

sumergirse y sepultarse en sus más ocultos penetrales, que es preciso, como si, fuesen nuevas,<br />

excogitarlas segunda vez en este lugar -porque no tienen otra estancia- y juntarlas de nuevo para<br />

que puedan ser sabidas, esto es, recogerlas como de cierta dispersión, de donde vino la palabra<br />

cogitare; porque cogo es respecto de cogito lo que ago de agito y facio de factito. Sin embargo,<br />

la inteligencia ha vindicado en propiedad esta palabra para sí, de tal modo que ya no se diga<br />

propiamente cogitari de lo que se recoge (colligitur), esto es, de lo que se junta (cogitur) en un<br />

lugar cualquiera, sino en el alma.<br />

CAPITULO XII<br />

19. También contiene la memoria las razones y leyes infinitas de los números y dimensiones,<br />

ninguna de las cuales ha sido impresa en ella por los sentidos del cuerpo, por no ser coloradas, ni<br />

tener sonido ni olor, ni haber sido gustadas ni tocadas. Oí los sonidos de las palabras con que<br />

fueron significadas cuando se disputaba de ellas; pero una cosa son aquéllos, otra muy distinta<br />

éstas. Porque aquéllos suenan de un modo en griego y de otro modo en latín; mas éstas ni son<br />

griegas, ni latinas, ni de ninguna otra lengua.<br />

He visto líneas trazadas por arquitectos tan sumamente tenues como un hilo de araña. Mas<br />

aquéllas {las matemáticas} son distintas de éstas, pues no son imágenes de las que me entran por<br />

los ojos de la carne, y sólo las conoce quien interiormente las reconoce sin mediación de<br />

pensamiento alguno corpóreo. También he percibido por todos los sentidos del cuerpo los<br />

números que numeramos; pero otros muy diferentes son aquellos con que numeramos, los cuales<br />

no son imágenes de éstos, poseyendo por lo mismo un ser mucho más excelente.<br />

Ríase de mí, al decir estas cosas, quien no las vea, que yo tendré compasión de quien se ría de mí.<br />

CAPITULO XIII<br />

20. Todas estas cosas téngolas yo en la memoria, como tengo en la memoria el modo como las<br />

aprendí. También tengo en ella muchas objeciones que he oído aducir falsísimamente en las<br />

disputas contra ellas, las cuales, aunque falsas, no es falso, sin embargo, el haberlas recordado y<br />

haber hecho distinción entre aquéllas, verdaderas, y éstas, falsas, aducidas en contra. También<br />

retengo esto en la memoria, y veo que una cosa es la distinción que yo hago al presente y otra el<br />

recordar haber hecho muchas veces tal distinción, tantas cuantas pensé en ellas. En efecto, yo<br />

98


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

recuerdo haber entendido esto muchas veces, y lo que ahora discierno y entiendo lo deposito<br />

también en la memoria, para que después recuerde haberlo entendido al presente. Finalmente, me<br />

acuerdo de haberme acordado; como después, si recordare lo que ahora he podido recordar,<br />

ciertamente lo recordaré por virtud de la memoria.<br />

CAPITULO XIV<br />

21. Igualmente se hallan las afecciones de mi alma en la memoria, no del modo como están en el<br />

alma cuando las padece, sino de otro muy distinto, como se tiene la virtud de la memoria respecto<br />

de sí. Porque, no estando alegre, recuerdo haberme alegrado; y no estando triste, recuerdo mi<br />

tristeza pasada; y no temiendo nada, recuerdo haber temido alguna vez; y no codiciando nada,<br />

haber codiciado en otro tiempo. Y al contrario, otras veces, estando alegre, me acuerdo de mi<br />

tristeza pasada, y estando triste, de la alegría que tuve. Lo cual no es de admirar respecto del<br />

cuerpo, porque una cosa es el alma y otra el cuerpo; y así no es maravilla que, estando yo<br />

gozando en el alma, me acuerde del pasado dolor del cuerpo.<br />

Pero aquí, siendo la memoria parte del alma -pues cuando mandamos retener algo de memoria,<br />

decimos: "Mira que lo tengas en el alma", y cuando nos olvidamos de algo, decimos: "No estuvo<br />

en mi alma" y "Se me fue del alma", denominando alma a la memoria misma-, siendo esto así,<br />

digo, ¿en qué consiste que, cuando recuerdo alegre mi pasada tristeza, mi alma siente alegría y mi<br />

memoria tristeza, estando mi alma alegre por la alegría que hay en ella, sin que esté triste la<br />

memoria por la tristeza que hay en ella? ¿Por ventura no pertenece al alma? ¿Quién osará<br />

decirlo? ¿Es acaso la memoria como el vientre del alma, y la alegría y tristeza como un manjar,<br />

dulce o amargo; y que una vez encomendadas a la memoria son como las cosas transmitidas al<br />

vientre, que pueden ser guardadas allí, mas no gustadas? Ridículo sería asemejar estas cosas con<br />

aquéllas; sin embargo, no son del todo desemejantes.<br />

22. Mas he aquí que, cuando digo que son cuatro las perturbaciones de alma: deseo, alegría,<br />

miedo y tristeza, de la memoria lo saco; y cuanto sobre ellas pudiera disputar, dividiendo cada<br />

una en particular en las especies de sus géneros respectivos y definiéndolas, allí hallo lo que he<br />

de decir y de allí lo saco, sin que cuando las conmemoro recordándolas sea perturbado con<br />

ninguna de dichas perturbaciones; y ciertamente, allí estaban antes que yo las recordase y<br />

volviese sobre ellas; por eso pudieron ser tomadas de allí mediante el recuerdo. ¿Quizá, pues, son<br />

sacadas de la memoria estas cosas recordándolas, como del vientre el manjar rumiando? Mas<br />

entonces, ¿por qué no se siente en la boca del pensamiento del que disputa, esto es, de quien las<br />

recuerda, la dulzura de la alegría o la amargura de la tristeza? ¿Acaso es porque la comparación<br />

que hemos puesto, no semejante en todo, es precisamente desemejante en esto? Porque ¿quién<br />

querría hablar de tales cosas si cuantas veces nombramos el miedo o la tristeza nos viésemos<br />

obligados a padecer tristeza o temor?<br />

Y, sin embargo, ciertamente no podríamos nombrar estas cosas si no hallásemos en nuestra<br />

memoria no sólo los sonidos de los nombres según las imágenes impresas en ella por los sentidos<br />

del cuerpo, sino también las nociones de las cosas mismas, las cuales no hemos recibido por<br />

ninguna puerta de la carne, sino que la misma alma, sintiéndolas por la experiencia de sus<br />

pasiones, las encomendó a la memoria, o bien ésta misma, sin haberle sido encomendadas, las<br />

retuvo para sí.<br />

CAPITULO XV<br />

23. Mas, si es por medio de imágenes o no, ¿quién lo podrá fácilmente decir?<br />

En efecto: nombro la piedra, nombro el sol, y no estando estas cosas presentes a mis sentidos,<br />

están ciertamente presentes en mi memoria sus imágenes.<br />

99


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Nombro el dolor del cuerpo, que no se halla presente en mí, porque no me duele nada, y, sin<br />

embargo, si su imagen no estuviera en mi memoria, no sabría lo que decía, ni en las disputas<br />

sabría distinguirle del deleite.<br />

Nombro la salud del cuerpo, estando sano de cuerpo: en este caso tengo presente la cosa misma;<br />

sin embargo, si su imagen no estuviese en mi memoria, de ningún modo recordaría lo que quiere<br />

significar el sonido de este nombre; ni los enfermos, nombrada la salud, entenderían qué era lo<br />

que se les decía, si no tuviesen en la memoria su imagen, aunque la realidad de ella esté lejos de<br />

sus cuerpos.<br />

Nombro los números con que contamos, y he aquí que ya están en mi memoria, no sus imágenes,<br />

sino ellos mismos. Nombro la imagen del sol, y preséntase ésta en mi memoria, mas lo que<br />

recuerdo no es una imagen de su imagen, sino esta misma, la cual se me presenta cuando la<br />

recuerdo.<br />

Nombro la memoria y conozco lo que nombro; pero ¿dónde lo conozco, si no es en la memoria<br />

misma? ¿Acaso también ella está presente a sí misma por medio de su imagen y no por sí misma?<br />

CAPITULO XVI<br />

24. ¿Y qué cuando nombro el olvido y al mismo tiempo conozco lo que nombro? ¿De dónde<br />

podría conocerlo yo si no lo recordase? No hablo del sonido de esta palabra, sino de la cosa que<br />

significa, la cual, si la hubiese olvidado, no podría saber el valor de tal sonido. Cuando, pues, me<br />

acuerdo de la memoria, la misma memoria es la que se me presenta y a sí por sí misma; mas<br />

cuando recuerdo el olvido, preséntanseme la memoria y el olvido: la memoria con que me<br />

acuerdo y el olvido de que me acuerdo.<br />

Pero ¿qué es el olvido sino privación de memoria? Pues ¿cómo está presente en la memoria para<br />

acordarme de él, siendo así que estando presente no puedo recordarle? Mas si, es cierto que lo<br />

que recordamos lo retenemos en la memoria, y que, si no recordásemos el olvido, de ningún<br />

modo podríamos, al oír su nombre, saber lo que por él se significa, síguese que la memoria<br />

retiene el olvido. Luego está presente para que no olvidemos la cosa que olvidamos cuando se<br />

presenta. ¿Deduciremos de esto que cuando lo recordamos no está presente en la memoria por sí<br />

mismo, sino por su imagen, puesto que, si estuviese presente por sí mismo, el olvido no haría que<br />

nos acordásemos, sino que nos olvidásemos? Mas al fin, ¿quién podrá indagar esto? ¿Quién<br />

comprenderá su modo de ser?<br />

25. Ciertamente, Señor, trabajo en ello y trabajo en mí mismo, y me he hecho a mí mismo tierra<br />

de dificultad y de excesivo sudor. Porque no exploramos ahora las regiones del cielo, ni medimos<br />

las distancias de los astros, ni buscamos los cimientos de la tierra; soy yo el que recuerdo, yo el<br />

alma. No es gran maravilla si digo que está lejos de mí cuanto no soy yo; en cambio, ¿qué cosa<br />

más cerca de mí que yo mismo? Con todo, he aquí que, no siendo este "mí" cosa distinta de mi<br />

memoria, no comprendo la fuerza de ésta.<br />

Pues ¿qué diré, cuando de cierto estoy que yo recuerdo el olvido? ¿Diré acaso que no está en mi<br />

memoria lo que recuerdo? ¿O tal vez habré de decir que el olvido está en mi memoria para que no<br />

me olvide? Ambas cosas son absurdísimas. ¿Qué decir de lo tercero? Mas ¿con qué fundamento<br />

podré decir que mi memoria retiene las imágenes del olvido, no el mismo olvido, cuando lo<br />

recuerda? ¿Con qué fundamento, repito, podré decir esto, siendo así que cuando se imprime la<br />

imagen de alguna cosa en la memoria es necesario que primeramente esté presente la misma<br />

cosa, para que con ella pueda grabarse su imagen? Porque así es como me acuerdo de Cartago y<br />

así de todos los demás lugares en que he estado; así del rostro de los hombres que he visto y de<br />

las noticias de los demás sentidos; así de la salud o dolor del cuerpo mismo; las cuales cosas,<br />

cuando estaban presentes, tomó de ellas sus imágenes la memoria, para que, mirándolas yo<br />

presentes, las repasase en mi alma cuando me acordase de dichas cosas estando ausentes.<br />

100


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Ahora bien, si el olvido está en la memoria en imagen no por sí mismo, es evidente que tuvo que<br />

estar éste presente para que fuese abstraída su imagen. Mas cuando estaba presente, ¿cómo<br />

esculpía en la memoria su imagen, siendo así que el olvido borra con su presencia lo, ya<br />

delineado? Y, sin embargo, de cualquier modo que ello sea -aunque este modo sea<br />

incomprensible e inefable-, yo estoy cierto que recuerdo el olvido mismo con que se sepulta lo<br />

que recordamos.<br />

CAPITULO XVII<br />

26. Grande es la virtud de la memoria y algo que me causa horror, Dios mío: multiplicidad<br />

infinita y profunda. Y esto es el alma y esto soy yo mismo. ¿Qué soy, pues, Dios mío? ¿Qué<br />

naturaleza soy? Vida varia y multiforme y sobremanera inmensa. Vedme aquí en los campos y<br />

antros e innumerables cavernas de mi memoria, llenas innumerablemente de géneros<br />

innumerables de cosas, ya por sus imágenes, como las de todos los cuerpos; ya por presencia,<br />

como las de las artes; ya por no sé qué nociones o notaciones, como las de los afectos del alma,<br />

las cuales, aunque el alma no las padezca, las tiene la memoria, por estar en el alma cuanto está<br />

en la memoria. Por todas estas cosas discurro y vuelo de aquí para allá y penetro cuando puedo,<br />

sin que dé con el fin en ninguna parte. ¡Tanta es la virtud de la memoria, tanta es la virtud de la<br />

vida en un hombre que vive mortalmente!<br />

¿Qué haré, pues, oh tú, vida mía verdadera, Dios mío? ¿Traspasaré también esta virtud mía que<br />

se llama memoria? ¿La traspasaré para llegar a ti, luz dulcísima? ¿Qué dices? He aquí que<br />

ascendiendo por el alma hacia ti, que estás encima de mí, traspasaré también esta facultad mía<br />

que se llama memoria, queriendo tocarte por donde puedes ser tocado y adherirme a ti por donde<br />

puedes ser adherido. Porque también las bestias y las aves tienen memoria, puesto que de otro<br />

modo no volverían a sus madrigueras y nidos, ni harían otras muchas cosas a las que se<br />

acostumbran, pues ni aun acostumbrarse pudieran a ninguna si no fuera por la memoria.<br />

Traspasaré, pues, aun la memoria para llegar a aquel que me separó de los cuadrúpedos y me hizo<br />

más sabio que las aves del cielo; traspasaré, sí, la memoria. Pero ¿dónde te hallaré, ¡oh, tú,<br />

verdaderamente bueno y suavidad segura!, dónde te hallaré? Porque si te hallo fuera de mi<br />

memoria, olvidado me he de ti, y si no me acuerdo de ti, ¿cómo ya te podré hallar?<br />

CAPITULO XVIII<br />

27. Perdió la mujer la dracma y la buscó con la linterna; mas si no la hubiese recordado, no la<br />

hallara tampoco; porque si no se acordara de ella 20 , ¿cómo podría saber, al hallarla, que era la<br />

misma?<br />

Yo recuerdo también haber buscado y hallado muchas cosas perdidas; y sé esto porque cuando<br />

buscaba alguna de ellas y se me decía: "¿Es por fortuna esto?", "¿Es acaso aquello?", siempre<br />

decía que "no", hasta que se me ofrecía la que buscaba, de la cual, si yo no me acordara, fuese la<br />

que fuese, aunque se me ofreciera, no la hallara, porque no la reconociera. Y siempre que<br />

perdemos y hallamos algo sucede lo mismo.<br />

Sin embargo, si alguna cosa desaparece de la vista por casualidad -no de la memoria-, como<br />

sucede con un cuerpo cualquiera visible, consérvase interiormente su imagen y se busca aquél<br />

hasta que es devuelto a la vista; el cual, al ser hallado, es reconocido por la imagen que llevamos<br />

dentro. Ni decimos haber hallado lo que había perecido si no lo reconocemos, ni lo podemos<br />

reconocer si no lo recordamos; pero esto, aunque ciertamente había perecido para los ojos, mas<br />

era retenido en la memoria.<br />

CAPITULO XIX<br />

28. ¿Y qué cuando es la misma memoria la que pierde algo, como sucede cuando olvidamos<br />

alguna cosa y la buscamos para recordarla? ¿Dónde al fin la buscamos sino en la misma<br />

memoria? Y si por casualidad aquí se ofrece una cosa por otra, la rechazamos hasta que se<br />

101


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

presenta lo que buscamos. Y cuando se presenta decimos: "Esto es"; lo cual no dijéramos si no la<br />

reconociéramos, ni la reconoceríamos si no la recordásemos. Ciertamente, pues, la habíamos<br />

olvidado. ¿Acaso era que no había desaparecido del todo, y por la parte que era retenida buscaba<br />

la otra parte? Porque sentíase la memoria no revolver conjuntamente las cosas que antes<br />

conjuntamente solía, y como cojeando por la truncada costumbre, pedía que se le volviese lo que<br />

la faltaba: algo así como cuando vemos o pensamos en un hombre conocido, y, olvidados de su<br />

nombre, nos ponemos a buscarle, a quien no le aplicamos cualquier otro distinto que se nos<br />

ofrezca, porque no tenemos costumbre de pensarle con él, por lo que los rechazamos todos hasta<br />

que se presenta aquel con que, por ser el acostumbrado y conocido, descansamos plenamente.<br />

Mas éste, ¿de dónde se me presenta sino de la memoria misma? Porque si alguno nos lo advierte,<br />

el reconocerlo de aquí viene. Porque no lo aceptamos como cosa nueva, sino que, recordándolo,<br />

aprobamos ser lo que se nos ha dicho, ya que, si se borrase plenamente del alma, ni aun<br />

advertidos lo recordaríamos.<br />

No se puede, pues, decir que nos olvidamos totalmente, puesto que nos acordamos al menos de<br />

habernos olvidado y de ningún modo podríamos buscar lo perdido que absolutamente hemos<br />

olvidado.<br />

CAPITULO XX<br />

29. ¿Y a ti, Señor, de qué modo te puedo buscar? Porque cuando te busco a ti, Dios mío, la vida<br />

bienaventurada busco. Búsquete yo para que viva mi alma, porque si mi cuerpo vive de mi alma,<br />

mi alma vive de ti. ¿Cómo, pues, busco la vida bienaventurada -porque no la poseeré hasta que<br />

diga "Basta" allí donde conviene que lo diga-, cómo la busco, pues? ¿Acaso por medio de la<br />

reminiscencia, como si la hubiera olvidado, pero conservado el recuerdo del olvido? ¿O tal vez<br />

por el deseo de saber una cosa ignorada, sea por no haberla conocido, sea por haberla olvidado<br />

hasta el punto de olvidarme de haberme olvidado?<br />

¿Pero acaso río es la vida bienaventurada la que todos apetecen, sin que haya ninguno que no la<br />

desee? Pues ¿dónde la conocieron para así quererla? ¿Dónde la vieron para amarla? Ciertamente<br />

que tenemos su imagen no sé de qué modo. Mas es diverso el modo de serlo el que es feliz por<br />

poseer realmente aquélla y los que son felices en esperanza. Sin duda que éstos la poseen de<br />

modo inferior a aquellos que son felices en realidad; con todo, son mejores que aquellos otros<br />

que ni en realidad ni en esperanza son felices; los cuales, sin embargo, no desearan tanto ser<br />

felices si no la poseyeran de algún modo; y que lo desean es certísimo. Yo no sé cómo lo han<br />

conocido y, consiguientemente, ignoro en qué noción la poseen, sobre la cual deseo<br />

ardientemente saber si reside en la memoria; porque si está en ésta, ya fuimos en algún tiempo<br />

felices: ahora, si todos individualmente o en aquel hombre que primero pecó, y en el cual todos<br />

morimos y de quien todos hemos nacido con miseria, no me preocupa por el momento, sino lo<br />

que me interesa saber es si la vida bienaventurada está en la memoria; porque ciertamente que no<br />

la amaríamos si no la conociéramos. Oímos este nombre y todos confesamos que apetecemos la<br />

cosa misma; porque no es el sonido lo que nos deleita, ya que éste, cuando lo oye en latín un<br />

griego, no le causa ningún deleite, por ignorar su significado; en cambio, nos lo causa a nosotros<br />

-como se lo causaría también a aquél si se la nombrasen en griego-, porque la cosa misma ni es<br />

griega ni latina, y ésta es la que desean poseer griegos y latinos, y los hombres de todas las<br />

lenguas.<br />

Luego es de todos conocida aquélla; y si pudiesen ser interrogados "si querían ser felices", todos<br />

a una responderían sin vacilaciones que querían serlo. Lo cual no podría ser si la cosa misma,<br />

cuyo nombre es éste, no estuviese en su memoria.<br />

CAPITULO XXI<br />

102


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

30. ¿Acaso está así como recuerda a Cartago quien la ha visto? No; porque la vida<br />

bienaventurada no se ve con los ojos, porque no es cuerpo. ¿Acaso como recordamos los<br />

números? No; porque el que tiene noticia de éstos no desea ya alcanzarlos; en cambio, la vida<br />

bienaventurada, aunque la tenemos en conocimiento y por eso la amamos, con todo, la deseamos<br />

alcanzar, a fin de ser felices.<br />

¿Tal vez como recordamos la elocuencia? Tampoco; porque aunque al oír este nombre se<br />

acuerdan de su realidad aquellos que aún no son elocuentes -y son muchos los que desean serlo,<br />

por donde se ve que tienen noticia de ella-, sin embargo, esta noticia les ha venido por los<br />

sentidos del cuerpo, viendo a otros elocuentes, y deleitándose con ellos, y deseando ser como<br />

ellos, aunque ciertamente no se deleitaran si no fuera por la noticia interior que tienen de ella, ni<br />

desearan esto si no se hubiesen deleitado; y la vida bienaventurada no la hemos experimentado en<br />

otros por ningún sentido.<br />

¿Será por ventura como cuando recordamos el gozo? Tal vez sea así. Porque así como estando<br />

triste recuerdo mi gozo pasado, así siendo miserable recuerdo la vida bienaventurada; por otra<br />

parte, por ningún sentido del cuerpo he visto, ni oído, ni olfateado, ni gustado, ni tocado jamás el<br />

gozo, sino que lo he experimentado en mi alma cuando he estado alegre, y se adhirió su noticia a<br />

mi memoria para que pudiera recordarle, unas veces con desprecio, otras con deseo, según los<br />

diferentes objetos del mismo de que recuerdo haberme gozado.<br />

Porque también me sentí en algún tiempo inundado de gozo de cosas torpes, recordando el cual<br />

ahora lo detesto y execro, así como otras veces de cosas honestas y buenas, el cual lo recuerdo<br />

deseándolo; aunque tal vez uno y otro estén ausentes, y por eso recuerde estando triste el pasado<br />

gozo.<br />

31. Pues ¿dónde y cuándo he experimentado yo mi vida bienaventurada, para que la recuerde, la<br />

ame y la desee? Porque no sólo yo, o yo con unos pocos, sino todos absolutamente quieren ser<br />

felices, lo cual no deseáramos con tan cierta voluntad si no tuviéramos de ella noticia cierta.<br />

Pero ¿en qué consiste que si se pregunta a dos individuos si quieren ser militares, tal vez uno de<br />

ellos responda que quiere y el otro que no quiere, y, en cambio, si se les pregunta a ambos si<br />

quieren ser felices, uno y otro al punto y sin vacilación alguna respondan que lo quieren y que no<br />

por otro fin que por ser felices quiere el uno la milicia y el otro no la quiere? ¿No será tal vez<br />

porque el uno se goza en una cosa y el otro en otra? De este modo concuerdan todos en querer ser<br />

felices, como concórdarían, si fuesen preguntados de ello, en querer gozar, gozo al cual llaman<br />

vida bienaventurada. Y así, aunque uno la alcance por un camino y otro por otro, uno es, sin<br />

embargo, el término adonde todos se empeñan por llegar: gozar. Lo cual, por ser cosa que<br />

ninguno puede decir que no ha experimentado, cuando oye el nombre de "vida bienaventurada",<br />

hallándola en la memoria, la reconoce.<br />

CAPITULO XXII<br />

32. Lejos, Señor, lejos del corazón de tu siervo, que se confiesa a ti, lejos de mí juzgarme feliz<br />

por cualquier gozo que disfrute. Porque hay gozo que no se da a los impíos, sino a los que<br />

generosamente te sirven, cuyo gozo eres tú mismo. Y la misma vida bienaventurada no es otra<br />

cosa que gozar de ti, para ti y por ti: ésa es y no otra. Mas los que piensan que es otra, otro es<br />

también el gozo que persiguen, aunque no el verdadero. Sin embargo, su voluntad no se aparta de<br />

cierta imagen de gozo.<br />

CAPITULO XXIII<br />

33. No es, pues, cierto que todos quieran ser felices, porque los que no quieren gozar de ti, que<br />

eres la única vida feliz, no quieren realmente la vida feliz. ¿O es acaso que todos la quieren, pero<br />

como la carne apetece contra el espíritu y el espíritu contra la carne para que no hagan lo que<br />

103


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

quieren 21 , caen sobre lo que pueden y con ello se contentan, porque aquello que no pueden no lo<br />

quieren tanto cuanto es menester para poderlo?<br />

Porque, si yo pregunto a todos si por ventura querrían gozarse más de la verdad que de la<br />

falsedad, tan no dudarían en decir que querían más de la verdad cuanto no dudan en decir que<br />

quieren ser felices. La vida feliz es, pues, gozo de la verdad, porque éste es gozo de ti, que eres la<br />

verdad, ¡oh Dios, luz mía, salud de mi rostro, Dios mío 22 ! Todos desean esta vida feliz; todos<br />

quieren esta vida, la sola feliz; todos quieren el gozo de la verdad.<br />

Muchos he tratado a quienes gusta engañar; pero que quieran ser engañados, a ninguno. ¿Dónde<br />

conocieron, pues, esta vida feliz sino allí donde conocieron la verdad? Porque también aman a<br />

ésta por no querer ser engañados, y cuando aman la vida feliz, que no es otra cosa que gozo de la<br />

verdad, ciertamente aman la verdad; mas no la amaran si no hubiera en su memoria noticia<br />

alguna de ella. ¿Por qué, pues, no se gozan de ella? ¿Por qué no son felices? Porque se ocupan<br />

más intensamente en otras cosas que les hacen más bien miserables que felices con aquello que<br />

débilmente recuerdan.<br />

Pues todavía hay un poco de luz en los hombres: caminen, caminen; no se les echen encima las<br />

tinieblas 23 .<br />

34. Pero ¿por qué "la verdad pare el odio" 24 y se les hace enemigo tu hombre, que les predica la<br />

verdad, amando como aman la vida feliz, que no es otra cosa que gozo de la verdad? No por otra<br />

cosa sino porque de tal modo se ama la verdad, que quienes aman otra cosa que ella quisieran que<br />

esto que aman fuese la verdad. Y como no quieren ser engañados, tampoco quieren ser convictos<br />

de error; y así, odian la verdad por causa de aquello mismo que aman en jugar de la verdad.<br />

Amanla cuando brilla, ódianla cuando les reprende; y porque no quieren ser engañados y gustan<br />

de engañar, ámanla cuando se descubre a sí y ódianla cuando les descubre a ellos. Pero ella les<br />

dará su merecido, descubriéndolos contra su voluntad; ellos, que no quieren ser descubiertos por<br />

ella, sin que a su vez ésta se les manifieste.<br />

Así, así, aun así el alma humana, aun así ciega y lánguida, torpe e indecente, quiere estar oculta,<br />

no obstante que no quiera que se le oculte nada. Mas lo que le sucederá es que ella quedará<br />

descubierta ante la verdad sin que ésta se descubra a ella. Pero aun así, miserable como es, quiere<br />

más gozarse con las cosas verdaderas que en las falsas.<br />

Bienaventurado será, pues, si libre de toda molestia se alegrase de sola la verdad, por quien son<br />

verdaderas todas las cosas.<br />

CAPITULO XXIV<br />

35. Ved aquí cuánto me he extendido por mi memoria buscándote a ti, Señor; y no te hallé fuera<br />

de ella. Porque, desde que te conocí no he hallado nada de ti de que no me haya acordado; pues<br />

desde que te conocí no me he olvidado de ti. Porque allí donde hallé la verdad, allí hallé a mi<br />

Dios, la misma verdad, la cual no he olvidado desde que la aprendí. Así, pues, desde que te<br />

conocí, permaneces en mi memoria y aquí te hallo cuando me acuerdo de ti y me deleito en ti.<br />

Estas son las santas delicias mías que tú me donaste por tu misericordia, poniendo los ojos en mi<br />

pobreza.<br />

CAPITULO XXV<br />

36. Pero ¿en dónde permaneces en mi memoria, Señor; en dónde permaneces en ella? ¿Qué<br />

habitáculo te has construido para ti en ella? ¿Qué santuario te has edificado? Tú has otorgado a<br />

mi memoria este honor de permanecer en ella; mas en qué parte de ella permaneces es de lo que<br />

ahora voy a tratar.<br />

Porque cuando te recordaba, por no hallarte entre las imágenes de las cosas corpóreas, traspasé<br />

aquellas sus partes que tienen también las bestias, y llegué a aquellas otras partes suyas en donde<br />

tengo depositadas las afecciones del alma, que tiene en mi memoria -porque también el alma se<br />

104


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

acuerda de sí misma-, y ni aun aquí estabas tú; porque así como no eres imagen corporal ni<br />

afección vital, como es la que se siente cuando nos alegramos, entristecemos, deseamos,<br />

tememos, recordamos, olvidamos y demás cosas por el estilo, así tampoco eres alma, porque tú<br />

eres el Señor Dios del alma, y todas estas cosas se mudan, mientras que tú permaneces<br />

inconmutable sobre todas las cosas, habiéndote dignado habitar en mi memoria desde que te<br />

conocí.<br />

Mas ¿por qué busco el lugar de ella en que habitas, como si hubiera lugares allí? Ciertamente<br />

habitas en ella, porque me acuerdo de ti desde que te conocí, y en ella te hallo cuando te<br />

recuerdo.<br />

CAPITULO XXVI<br />

37. Pues ¿dónde te hallé para conocerte -porque ciertamente no estabas en mi memoria antes que<br />

te conociese-, dónde te hallé, pues, para conocerte, sino en ti sobre mí? No hay absolutamente<br />

lugar, y nos apartamos y nos acercamos, y, no obstante, no hay absolutamente lugar. ¡Oh<br />

<strong>Verdad</strong>!, tú presides en todas partes a todos los que te consultan, y a un tiempo respondes a todos<br />

los que te consultan, aunque sean cosas diversas. Claramente tú respondes, pero no todos oyen<br />

claramente. Todos te consultan sobre lo que quieren, mas no todos oyen siempre lo que quieren.<br />

Optimo ministro tuyo es el que no atiende tanto a oír de ti lo que él quisiera cuanto a querer<br />

aquello que de ti oyere.<br />

CAPITULO XXVII<br />

38.¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas<br />

dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas<br />

cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme<br />

lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste<br />

mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y<br />

suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y abraséme en tu paz.<br />

CAPITULO XXVIII<br />

39. Cuando yo me adhiriere a ti con todo mi ser, ya no habrá más dolor ni trabajo para mí, y mi<br />

vida será viva, llena toda de ti . Mas ahora, corno al que tú llenas lo elevas, me soy carga a mí<br />

mismo, porque no estoy lleno de ti.<br />

Contienden mis alegrías, dignas de ser lloradas, con mis tristezas, dignas de alegría, y no sé de<br />

qué parte está la victoria. Contienden mis tristezas malas con mis gozos buenos, y no sé de qué<br />

parte está la victoria. ¡Ay de mí, Señor! ¡Ten misericordia de mí! ¡Ay de mí! 25<br />

He aquí que no oculto mis llagas. Tú eres médico, y yo estoy enfermo; tú eres misericordioso, y<br />

yo miserable. ¿Acaso no es tentación la vida del hombre sobre la tierra? 26 ¿Quién hay que guste<br />

de las molestias y trabajos? Tú mandas tolerarlos, no amarlos. Nadie ama lo que tolera, aunque<br />

ame el tolerarlos. Porque, aunque goce en tolerarlos, más quisiera, sin embargo, que no hubiese<br />

qué tolerar.<br />

En las cosas adversas deseo las prósperas, en las cosas prósperas temo las adversas. ¿Qué lugar<br />

intermedio hay entre estas cosas en el que la vida humana no sea una tentación?<br />

¡Ay de las prosperidades del mundo una y otra vez por el temor de la adversidad y la corrupción<br />

de la alegría! ¡Ay de las adversidades del mundo una, dos y tres veces, por el deseo de la<br />

prosperidad y porque es dura la misma adversidad y no falle la paciencia! ¿Acaso no es tentación<br />

sin interrupción la vida del hambre sobre la tierra?<br />

CAPITULO XXIX<br />

40. Toda mi esperanza no estriba sino en tu muy grande misericordia. Da lo que mandas y manda<br />

lo que quieras. Nos mandas que seamos continentes. Y como yo supiese -dice uno- que ninguno<br />

105


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

puede ser continente si Dios no se lo da, entendí que también esto mismo era parte de la<br />

sabiduría, conocer de quién es este don 27 .<br />

Por la continencia, en efecto, somos juntados y reducidos a la unidad, de la que nos habíamos<br />

apartado, derramándonos en muchas cosas. Porque menos te ama quien ama algo contigo y no lo<br />

ama por ti.<br />

¡Oh amor que siempre ardes y nunca te extingues! Caridad, Dios mío, enciéndeme. ¿Mandas la<br />

continencia? Da lo que mandas y manda lo que quieras.<br />

CAPITULO XXX<br />

41. Ciertamente tu mandas que me contenga de la concupiscencia de la carne, de la<br />

concupiscencia de los ojos y de la ambición del siglo 28. Mandaste que me abstuviese del<br />

concúbito, y aun respecto del matrimonio mismo aconsejaste algo mejor de lo que concediste. Y<br />

porque tú lo otorgaste se hizo, y aun antes de ser dispensador de tu sacramento.<br />

Pero aun viven en mi memoria, de la que he hablado mucho, las imágenes de tales cosas, que mi<br />

costumbre fijó en ella, y me salen al encuentro cuando estoy despierto, apenas ya sin fuerzas;<br />

pero en sueños llegan no sólo a la delectación, sino también al consentimiento y a una acción en<br />

todo semejante a la real. Y tanto puede la ilusión de aquella imagen en mi alma, en mi carne, que<br />

estando durmiendo llegan estas falsas visiones a persuadirme de lo que estando despierto no<br />

logran las cosas verdaderas. ¿Acaso entonces, Señor Dios mío, yo no soy yo? Y, sin embargo,<br />

¡cuánta diferencia hay entre mí mismo y mí mismo en el momento en que paso de la vigilia al<br />

sueño o de éste a aquélla! ¿Dónde está entonces la razón por la que el despierto resiste a tales<br />

sugestiones y, aunque se le introduzcan las mismas realidades, permanece inconmovible? ¿Acaso<br />

se cierra aquélla con los ojos? ¿Acaso se duerme con los sentidos del cuerpo?<br />

Mas ¿de dónde viene que muchas veces, aun en sueños, resistamos, acordándonos de nuestro<br />

propósito, y, permaneciendo castísimamente en él, no damos ningún asentimiento a tales<br />

sugestiones? Y, sin embargo, hay tanta diferencia, que, cuando sucede al revés, al despertar<br />

volvemos a la paz de la conciencia, y la distancia que hallamos entre ambos estados nos convence<br />

de no haber hecho nosotros aquello que lamentamos que se ha hecho de algún modo en nosotros.<br />

42. ¿Acaso no es poderosa tu mano, ¡oh Dios omnipotente!, para sanar todos los languores de mi<br />

alma y extinguir con más abundante gracia hasta los mismos movimientos lascivos de mi cuerpo?<br />

Tú aumentarás, Señor, más y más en mí tus dones, para que mi alma me siga a mí hacia ti, libre<br />

del visco de la concupiscencia, para que no sea rebelde a sí misma, para que aun en sueños no<br />

sólo no perpetre estas torpezas de corrupción a causa de las imágenes animales hasta el flujo de la<br />

carne, sino para que ni aun siquiera consienta. Porque el que nada tal me deleite o me deleite tan<br />

poquito que pueda ser cohibido a voluntad hasta en el casto afecto del que duerme, no sólo en<br />

esta vida, sino también en esta edad, no es cosa grande para un ser omnipotente como tú, que<br />

puedes otorgarnos más de lo que pedimos y entendemos 29 .<br />

Qué sea, pues, al presente en este género de mal, ya te lo he dicho a ti, mi buen Señor,<br />

alegrándome con temblor 30 por lo que me has dado y llorando por lo que aún me falta, esperando<br />

que darás perfección en mí a tus misericordias, hasta lograr paz completa, que contigo tendrán mi<br />

interior y mi exterior "cuando fuere la muerte trocada en victoria" 31 .<br />

CAPITULO XXXI<br />

43. Otra malicia tiene el día 32 , y ¡ojalá que le bastase! Porque hemos de reparar comiendo y<br />

bebiendo las pérdidas cotidianas del cuerpo, en tanto no destruyas los alimentos y el vientre,<br />

cuando dieres muerte a la necesidad con una maravillosa saciedad y vistieres a este cuerpo<br />

corruptible de eterna incorrupción 33 .<br />

Mas ahora me es grata la necesidad y tengo que luchar contra esta dulzura para no ser esclavo de<br />

ella, y la combato todos los días con muchos ayunos, reduciendo a servidumbre a mi cuerpo 34 ;<br />

106


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

más mis molestias se ven arrojadas por el placer. Porque el hambre y la sed son molestias,<br />

queman y, como la fiebre, dan muerte si el remedio de los alimentos no viene en su ayuda; y<br />

como éste está pronto, gracias al consuelo de tus dones, entre los cuales están la tierra, el agua y<br />

el cielo, que haces sirvan a nuestra flaqueza, llámase delicias a semejante calamidad.<br />

44. Tú me enseñaste esto: que me acerque a los alimentos que he de tomar como si fueran<br />

medicamentos. Mas he aquí que cuando paso de la molestia de la necesidad al descanso de la<br />

saciedad, en el mismo paso me tiende insidias el lazo de la concupiscencia, porque el mismo paso<br />

es ya un deleite, y no hay otro paso por donde pasar que aquel por donde nos obliga a pasar la<br />

necesidad. Y siendo la salud la causa del comer y beber, júntasele como pedisecua una peligrosa<br />

delectación, y muchas veces pretende ir delante para que se haga por ella lo que por causa de la<br />

salud digo o quiero hacer.<br />

Ni es el mismo el modo de ser de ambas cosas, porque lo que es bastante para la salud es poco<br />

para la delectación, y muchas veces no se sabe si el necesario cuidado del cuerpo es el que pide<br />

dicho socorro o es el deleitoso engaño del apetito quien solicita se le sirva. Ante esta<br />

incertidumbre alégrase la infeliz alma y con ella prepara la defensa de su excusa, gozándose de<br />

que no aparezca qué es lo que basta para la conservación de la buena salud, a fin de encubrir con<br />

pretexto de ésta la satisfacción de deleite. A tales tentaciones procuro resistir todos los días e<br />

invoco tu diestra y te confieso mis perplejidades, porque mi parecer sobre este asunto no es aún<br />

suficientemente sólido.<br />

45. Oigo la voz de mi Dios, que manda: No se agraven vuestros corazones en la crápula y<br />

embriaguez 35 . La embriaguez está lejos de mí; tú tendrás misericordia para que no se acerque a<br />

mí. Mas la crápula llega algunas veces a deslizarse en tu siervo. Tú tendrás misericordia a fin de<br />

que se aleje también de mí; porque nadie puede ser continente si tú; no se lo dieres 36 .<br />

Muchas cosas nos concedes cuando oramos; mas cuanto de bueno hemos recibido antes de que<br />

orásemos, de ti lo recibimos, y el que después lo hayamos conocido, de ti lo recibimos también.<br />

Yo nunca fui borracho, pero he conocido a muchos borrachos hechos sobrios por ti. Luego obra<br />

tuya es que no sean borrachos los que nunca lo fueron; obra tuya que no lo fuesen siempre los<br />

que lo fueron alguna vez, y obra tuya, finalmente, que unos y otros conozcan a quién deben<br />

atribuirlo.<br />

Oí otra voz tuya: No vayas tras tus concupiscencias y reprime tu deleite 37 . También oí por tu<br />

gracia aquella que tanto amé: Ni porque comamos tendremos de sobra ni porque no comamos<br />

tendremos falta 38 ; que es como decir: Ni aquella cosa me hará rico ni ésta necesitado.<br />

También oí esta otra: Porque yo he aprendido a bastarme con lo que tengo, y sé lo que es<br />

abundar y lo que padecer penuria, Todo lo puedo en aquel que me conforta 39 . ¡He aquí un<br />

soldado de las milicias celestiales, no el polvo que somos nosotros! Pero acuérdate, Señor, de que<br />

somos polvo y que de polvo hiciste al hombre, y que, habiendo perecido, fue hallado 40 .<br />

Ni aun aquel a quien, diciendo tales cosas bajo el soplo de tu divina inspiración, amé en extremo<br />

pudo algo por sí, porque era también polvo. Todo lo puedo -dice- en aquel que me conforta 41 .<br />

Confórtame, pues, para que pueda; da lo que mandas y manda lo que quieras. Confiesa éste<br />

haberlo recibido todo, y de lo que se gloría se gloría en el Señor 42 .<br />

Oí a otro que rogaba: Aleja de mí -dice- la concupiscencia del vientre 43 . Por todo lo cual se ve,<br />

¡oh mi Santo Dios!, que eres tú quien das que se haga lo que, cuando mandas que se haga, se<br />

hace.<br />

46. Tú me enseñaste, Padre bueno, que para los puros todas las cosas son puras; pero que es<br />

malo para el hombre comer con escándalo 44 ; y que toda criatura tuya es buena y que nada se ha<br />

de arrojar de lo que se recibe con acción de gracias; y que no es la comida la que nos<br />

recomienda a Dios 45 ; y que nadie nos debe juzgar por la comida o bebida; y que el que coma no<br />

107


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

desprecie al que no coma, y el que no come no desprecie al que come 46 . Estas cosas he<br />

aprendido. ¡Gracias a ti, alabanzas a ti, Dios mío, maestro mío, pulsador de mis oídos, ilustrador<br />

de mi corazón! Líbrame de toda tentación. No temo yo la inmundicia de la comida, sino la<br />

inmundicia de la concupiscencia.<br />

Sé que a Noé le fue permitido comer de toda clase de carnes que pueden usarse, y que Elías<br />

comió carne, y que Juan, dotado de una admirable abstinencia, no se manchó con los animales,<br />

esto es, con las langostas que le servían de comida. Y, al contrario, sé que Esaú fue engañado por<br />

el apetito de unas lentejuelas, y David por haber deseado sólo agua se reprendió a sí mismo; y<br />

que nuestro Rey no fue tentado con carne, sino con pan; y que asimismo el pueblo [israelítico]<br />

mereció, estando en el desierto, que Dios le reprendiese, no por haber deseado carne, sino por<br />

haber murmurado contra el Señor por el deseo de manjar.<br />

47. Colocado en tales tentaciones, combato todos los días contra la concupiscencia del comer y<br />

beber, porque no es esto cosa que se pueda cortar de una vez, con ánimo de no volver a ello,<br />

como lo pude hacer con el concúbito. Porque en el comer y beber hay que tener el freno de la<br />

garganta con un tira y afloja moderado. ¿Y quién es, Señor, el que no es arrastrado un poco más<br />

allá de los límites de la necesidad? Quienquiera que no lo es, grande es, magnifique tu nombre.<br />

Yo ciertamente no lo soy, porque soy hombre pecador; mas también magnifico tu nombre,<br />

porque por mis pecarlos interpela ante ti aquel que venció al mundo 47 , contándome entre los<br />

miembros débiles de su cuerpo, y porque tus ojos vieron lo imperfecto de él, y en tu libro serán<br />

todos escritos 48 .<br />

CAPITULO XXXII<br />

48. Del encanto de los perfumes no cuido demasiado. Cuando no los tengo, no los busco; cuando<br />

los tengo, no los rechazo, dispuesto a carecer de ellos siempre. Así me parece al menos, aunque<br />

tal vez me engañe. Porque también son dignas de llorarse estas tinieblas en que a veces se me<br />

oculta el poder que hay en mí, hasta el punto que, si mi alma se interroga a sí misma sobre sus<br />

fuerzas, no se da crédito fácilmente a sí, porque muchas veces le es oculto lo que hay en ella,<br />

hasta que se lo da a conocer la experiencia; y nadie debe estar seguro en esta vida, que toda ella<br />

está llena de tentaciones, no sea que como pudo uno hacerse de peor mejor, se haga a su vez de<br />

mejor peor. Nuestra única esperanza, nuestra única confianza, nuestra firme promesa, es tu<br />

misericordia.<br />

CAPITULO XXXIII<br />

49. Más tenazmente me enredaron y subyugaron los deleites del oído; pero me desataste y<br />

libraste.<br />

Ahora, respecto de los sonidos que están animados por tus palabras, cuando se cantan con voz<br />

suave y artificiosa, lo confieso, accedo un poco, no ciertamente para adherirme a ellos, sino para<br />

levantarme cuando quiera. Sin embargo, juntamente con las sentencias, que les dan vida y que<br />

hacen que yo les dé entrada, buscan en mi corazón un lugar preferente; mas yo apenas si se lo<br />

doy conveniente.<br />

Otras veces, al contrario, me parece que les doy más honor del que conviene, cuando siento que<br />

nuestras almas se mueven más ardiente y religiosamente en llamas de piedad con aquellos dichos<br />

santos, cuando son cantados de ese modo, que si no se cantaran así, y que todos los afectos de<br />

nuestro espíritu, en su diversidad, tienen en el canto y en la voz sus modos propios, con los cuales<br />

no sé por qué oculta familiaridad son excitados<br />

Pero aun en esto me engaña muchas veces la delectación sensual -a la que no debiera entregarse<br />

el alma para enervarse-, cuando el sentido no se resigna a acompañar a la razón de modo que<br />

vaya detrás, sino que, por el hecho de haber sido por su amor admitido, pretende ir delante y<br />

tomar la dirección de ella. Así, peco en esto sin darme cuenta, hasta que luego me la doy.<br />

108


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

50. Otras veces, empero, queriendo inmoderadamente evitar este engaño, yerro por demasiada<br />

severidad; y tanto algunas veces, que quisiera apartar de mis oídos y de la misma iglesia toda<br />

melodía de los cánticos suaves con que se suele cantar el Salterio de David, pareciéndome más<br />

seguro lo que recuerdo haber oído decir muchas veces del obispo de Alejandría, Atanasio, quien<br />

hacía que el lector cantase los salmos con tan débil inflexión de voz que pareciese más recitarlos<br />

que cantarlos.<br />

Con todo, cuando recuerdo las lágrimas que derramé con los 'cánticos de la iglesia en los<br />

comienzos de mi conversión, y lo que ahora me conmuevo, no con el canto, sino con las cosas<br />

que se cantan, cuando se cantan con voz clara y una modulación convenientísima, reconozco de<br />

nuevo la gran utilidad de esta costumbre.<br />

Así fluctúo entre el peligro del deleite y la experiencia del provecho, aunque me inclino más -sin<br />

dar en esto sentencia irrevocable- a aprobar la costumbre de cantar en la iglesia, a fin de que el<br />

espíritu flaco se despierte a piedad con el deleite del oído. Sin embargo, cuando me siento más<br />

movido por el canto que por lo que se canta, confieso que peco en ello y merezco castigo, y<br />

entonces quisiera más no oír cantar.<br />

¡He aquí en qué estado me hallo! Llorad conmigo y por mí los que en vuestro interior, de donde<br />

proceden las obras, tratáis con vosotros mismos algo bueno. Porque los que no tratáis de tales<br />

cosas no os habrán de mover estas mías. Y tú, Señor Dios mío, escucha, mira y ve, y<br />

compadécete y sáname 49 ; tú, en cuyos ojos estoy hecho un enigma, y ésa es mi enfermedad.<br />

CAPITULO XXXIV<br />

51. Resta el deleite de estos ojos de mi carne, del cual quiero hacer confesión, que ¡ojalá oigan<br />

los oídos de tu templo, los oídos fraternos y piadosos, para que concluyamos con las tentaciones<br />

de la concupiscencia carnal, que todavía me incitan, a mí, que gimo y no deseo sino ser revestido<br />

de mi habitáculo, que, es del cielo! 50<br />

Aman los ojos las formas bellas y variadas, los claros y amenos colores. No posean estas cosas<br />

mi alma; poséala Dios, que hizo estas cosas, muy buenas ciertamente; porque mi bien es él, no<br />

éstas. Y tiéntanme despierto todos los días, ni me dan momento de reposo, como lo dan las voces<br />

de los cantores, que a veces quedan todas en silencio. Porque la misma reina de los colores, esta<br />

luz, bañando todas las cosas que vemos, en cualquier parte que me hallare durante el día, me<br />

acaricia y se me insinúa de mil modos, aun estando entretenido en otras cosas y sin fijar en ella la<br />

atención. Y con tal vehemencia se insinúa, que si de repente desaparece es buscada con deseo, y<br />

si falta por mucho tiempo se contrista el alma.<br />

52. ¡Oh luz!, la que veía Tobías cuando, cerrados sus ojos, enseñaba al hijo el camino de la vida y<br />

andaba delante de él con el pie de la caridad, sin errar jamás. O la que veía Isaac cuando,<br />

entorpecidos y velados por la senectud sus ojos carnales, mereció no bendecir a sus hijos<br />

conociéndoles, sino conocerles bendiciéndoles. O la que veía Jacob cuando, ciego también por la<br />

mucha edad, proyectó los rayos de su corazón luminoso sobre las generaciones del pueblo futuro,<br />

prefigurado en sus hijos, y cuando puso a sus nietos, los hijos de José, las manos místicamente<br />

cruzadas, no como su padre de ellos exteriormente corregía, sino como él interiormente discernía.<br />

Esta es la verdadera luz, luz única, y que cuantos la ven y aman se hacen uno.<br />

Pero esta luz corporal de que antes hablaba, con su atractiva y peligrosa dulzura, sazona la vida<br />

del siglo a sus ciegos amadores; mas cuando aprenden a alabarte por ella, ¡oh Dios creador de<br />

cuanto existe! , la convierten en himno tuyo, sin ser asumidos por ella en su sueño. Así quiero ser<br />

yo.<br />

Resisto a las seducciones de los ojos, para que no se traben mis pies, con los que me introduzco<br />

en tu camino. Y levanto hacia ti mis ojos invisibles, para que tú libres de lazo a mis pies 51 . Tú no<br />

cesarás de librarlos, porque no cesan de caer en él. Sí, no cesarás de librarlos, no obstante que yo<br />

109


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

no cese de caer en las asechanzas esparcidas por todas partes, porque tú, que guardas a Israel, no<br />

dormirás ni dormitarás 52 .<br />

53. ¡Cuán innumerables cosas, con variadas artes y elaboraciones en vestidos, calzados, vasos y<br />

demás productos por el estilo, en pinturas y otras diversas invenciones que van mucho más allá<br />

de la necesidad y conveniencia y de la significación religiosa que debían tener, han añadido los<br />

hombres a los atractivos de los ojos, siguiendo fuera lo que ellos hacen dentro, y abandonando<br />

dentro al que los ha creado, y destruyendo aquello que les hizo.<br />

Mas yo, Dios mío y gloria mía, aun por esto te canto un himno y te ofrezco como a mi<br />

santificador el sacrificio de la alabanza, porque las bellezas que a través del alma pasan a las<br />

manos del artista vienen de aquella hermosura que está sobre las almas, y por la cual suspira la<br />

mía día y noche.<br />

Los obradores y seguidores de las bellezas exteriores de aquí toman su criterio o modo de<br />

aprobarlas, pero no derivan de allí el modo de usarlas. Y, sin embargo, allí está, aunque no lo<br />

ven, para que no vayan más allá y guarden para ti su fortaleza 53 y no la disipen en enervantes<br />

delicias.<br />

Aun yo mismo, que digo estas cosas y las discierno, me enredo a veces en estas hermosuras; pero<br />

tú, Señor, me librarás; sí, tú me librarás, porque tu misericordia está delante de mis ojos 54 ; pues<br />

si yo caigo miserablemente, tú me arrancas misericordiosamente, unas veces sin sentirlo, por<br />

haber caído muy ligeramente; otras con dolor, por estar ya apegado.<br />

CAPITULO XXXV<br />

54. A esto añádase otra manera de tentación, cien veces más peligrosa. Porque, además de la<br />

concupiscencia de la carne, que radica en la delectación de todos los sentidos y voluptuosidades,<br />

sirviendo a la cual perecen los que se alejan de ti, hay una vana y curiosa concupiscencia, paliada<br />

con el nombre de conocimiento y ciencia, que radica en el alma a través de los mismos sentidos<br />

del cuerpo, y que consiste no en deleitarse en la carne, sino en experimentar cosas por la carne.<br />

La cual [curiosidad], como radica en el apetito de conocer y los ojos ocupan el primer puesto<br />

entre los sentidos en orden a conocer, es llamada en el lenguaje divino concupiscencia de los<br />

ojos 55 .<br />

A los ojos, en efecto, pertenece propiamente el ver; pero también usamos de esta palabra en los<br />

demás sentidos cuando los aplicamos a conocer. Porque no decimos: "Oye cómo brilla", o "huele<br />

cómo luce", o "gusta cómo resplandece", o "palpa cómo relumbra", sino que todas estas cosas se<br />

dicen ver. En efecto, nosotros no sólo decimos: "mira cómo luce" -lo cual pertenece a solos los<br />

ojos-, sino también "mira cómo suena", "mira cómo huele", "mira cómo sabe", "mira qué duro<br />

es". Por eso lo que se experimenta en general por los sentidos es llamado, como queda dicho,<br />

concupiscencia de los ojos, porque todos los demás sentidos usurpan por semejanza el oficio de<br />

ver, que es primario de los ojos, cuando tratan de conocer algo.<br />

55. Por aquí se advierte muy claramente cuándo se busca el placer, cuándo la curiosidad por<br />

medio de los sentidos; porque el deleite busca las cosas hermosas, sonoras, suaves, gustosas y<br />

blandas; la curiosidad, en cambio, busca aun cosas contrarias a ésta, no para sufrir molestias, sino<br />

por el placer de experimentar y conocer. Porque ¿qué deleite hay en contemplar en un cadáver<br />

destrozado aquello que te horroriza? Y, sin embargo, si yace en alguna parte, acuden las gentes<br />

para entristecerse y palidecer. Y aun temen verle en sueños, como si alguien les hubiera obligado<br />

despiertos a verle o les hubiera persuadido a ello la fama de una gran hermosura. Y esto mismo<br />

dígase de los demás sentidos, que sería muy largo enumerar.<br />

De este deseo insano proviene el que se exhiban monstruos en los espectáculos; y de aquí<br />

también el deseo de escrutar los secretos de la naturaleza, que está sobre nosotros, y que no<br />

aprovecha nada conocer, y que los hombres no desean más que conocer. De aquí proviene<br />

110


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

igualmente el que con el mismo fin de un conocimiento perverso se busque algo por medio de las<br />

artes mágicas. De aquí proviene, finalmente, el que se tiente a Dios en la misma religión,<br />

pidiendo signos y prodigios no para salud de alguno, sino por el solo deseo de verlos.<br />

56. En esta selva tan inmensa, llena de insidias y peligros, ya ves, ¡oh Dios de mi salud!, cuántas<br />

cosas he cortado y arrojado de mi corazón, según me concediste hacer. Sin embargo ¿cuándo me<br />

atrevo a decir, mientras nuestra vida cotidiana se ve aturdida por todas partes con el ruido que en<br />

su derredor hace esta multitud de cosas, cuándo me atrevo a decir que ninguna de estas cosas me<br />

llama la atención para que mire y caiga en algún cuidado vano? Ciertamente que no me arrebatan<br />

ya los teatros, ni cuido de saber el curso de los astros, ni mi alma consultó jamás a las sombras, y<br />

detesto todos los sacrílegos sacramentos.<br />

Pero ¡con cuántos ardides de sugestiones no trata el enemigo de que te pida un signo a ti, Señor<br />

Dios mío, a quien debo humilde y sencilla servidumbre! Mas yo te suplico por nuestro Rey y por<br />

Jerusalén, nuestra patria pura y casta, que así como ahora está lejos de mi consentir estas cosas,<br />

así esté siempre cada vez más lejos de mí. Pero cuando te ruego por la salud de alguien, otro muy<br />

distinto es el fin de mi intención. Mas haciendo tú lo que quieres, tú me das y me darás que te<br />

siga de buen grado.<br />

57. Pero ¿quién podrá contar la multitud de cosas menudísimas y despreciables con que es<br />

tentada todos los días nuestra curiosidad y las muchas veces que caemos? ¿Cuántas veces, a los<br />

que narran cosas vanas, al principio apenas si los toleramos, por no ofender a los débiles, y<br />

después poco a poco gustosos les prestamos atención?<br />

Ya no contemplo, cuando se verifica en el circo, la carrera del perro tras la liebre; pero en el<br />

campo, cuando por casualidad paso por él, todavía atrae mi atención hacia sí aquella caza y me<br />

distrae tal vez hasta de algún gran pensamiento y me hace salir del camino, no con el jumento que<br />

me lleva, sino con la inclinación del corazón; y si tú, demostrada ya mi flaqueza, no me<br />

amonestaras al punto, o a levantarme hacia ti por medio de alguna consideración tomada de lo<br />

mismo que contemplo, o a despreciarlo todo y pasar adelante, me quedaría, como vano, hecho un<br />

bobo.<br />

¿Y qué decir cuando, sentado en casa, me llama la atención el estelión que anda a caza de moscas<br />

o la araña que envuelve una y más veces a las caídas en sus redes? ¿Acaso porque son animales<br />

pequeños no es el efecto el mismo? Cierto que paso después a alabarte por ello, Creador<br />

admirable y ordenador de todas las cosas; pero cuando empiezo a fijarme en ellas, realmente no<br />

lo hago con este fin. Una cosa es levantarse presto y otra no caer.<br />

Y de cosas por el estilo está llena mi vida, por lo que mi única esperanza es tu grandísima<br />

misericordia. Porque cuando nuestro corazón llega a ser un receptáculo de semejantes cosas y<br />

lleva consigo tan gran copia de vanidad, sucede que nuestras oraciones se interrumpen con<br />

frecuencia y se perturban; y mientras en tu presencia dirigimos a tus oídos la voz del corazón, no<br />

sé de dónde procede impetuosamente una turba de pensamientos vanos que cortan tan grande.<br />

cosa.<br />

CAPITULO XXXVI<br />

58. ¿Acaso habremos de contar también esto entre las cosas despreciables? ¿O hay algo que<br />

puede reducirnos a esperanza, si no es tu conocida misericordia, puesto que has comenzado a<br />

mudarnos? Ante todo, tú sabes en qué medida me has mudado, sanándome primeramente del<br />

apetito de venganza, para serme después propicio en todas las demás iniquidades mías, y sanar<br />

todos mis languores, y redimir mi vida de la corrupción, y coronarme con misericordia, y saciar<br />

de bienes mi deseo 56 , tú que reprimiste mi soberbia con tu temor y domaste mi cerviz con tu<br />

yugo, el cual llevo ahora y me es suave, porque así lo prometiste y has cumplido. En realidad así<br />

era, y yo no lo sabía, cuando temía someterme a él.<br />

111


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

59. Mas ¿por ventura, Señor -tú, que dominas solo sin altivez, porque eres el único verdadero<br />

Señor 57 que no tiene señor-, por ventura me ha dejado o puede dejarme durante toda esta vida<br />

este tercer género de tentación, que consiste en querer ser temido y -amado de los hombres no por<br />

otra cosa sino por conseguir de ello un gozo que no es gozo? ¡Mísera vida es y fea jactancia<br />

De aquí proviene principalmente el que no se te ame ni tema castamente, y tú resistas a los<br />

soberbios y des tu gracia a los humildes 58 , y truenes contra las ambiciones del siglo, y se<br />

estremezcan los fundamentos de los montes 59 .<br />

Mas como quiera que por ciertos oficios de la sociedad humana nos es necesario ser amados y<br />

temidos de los hombres, insiste el adversario de nuestra verdadera felicidad esparciendo en todas<br />

partes como lazos estas palabras: "¡Bien, bien!", para que, mientras las recogemos con avidez,<br />

caigamos incautamente, y dejemos de poner en tu verdad nuestro gozo y lo pongamos en la<br />

falsedad de los hombres, y nos agrade el ser amados y temidos no por motivo tuyo, sino en tu<br />

lugar; y de esta manera, hechos semejantes a nuestro adversario, nos tenga consigo no para<br />

concordia de la caridad, sino para ser consortes de su suplicio, él que determinó poner su sede en<br />

el aquilón, a fin de que, tenebrosos y fríos, sirviesen al que te imitó por caminos perversos y<br />

torcidos.<br />

Nosotros, empero, Señor, somos tu grey pequeñita 60 . Tú nos posees. Extiende tus alas para que<br />

nos refugiemos bajo ellas. Tú serás nuestra gloria. Por ti seamos amados y tu palabra sea temida<br />

en nosotros. Quien quiere ser alabado de los hombres vituperándole tú, no será defendido de los<br />

hombres cuando tú le juzgues, ni asimismo librado cuando tú le condenes. Mas cuando no es el<br />

pecador el que es alabado en los deseos de su alma ni es bendecido el que obra la iniquidad 61 ,<br />

sino es alabado un hombre cualquiera por algún don que tú le has dado, y ese tal se goza más de<br />

ser alabado que de tener el mismo don por que es alabado, también este tal es alabado<br />

vituperándole tú; siendo ya mejor el que alaba que este que es alabado, porque aquél se agradó en<br />

el hombre del don de Dios, y éste se complació más del don del hombre que del de Dios.<br />

CAPITULO XXXVII<br />

60. Diariamente somos tentados, Señor, con semejantes tentaciones, y somos tentados sin cesar.<br />

Nuestro horno cotidiano es la lengua humana. Tú nos mandas que seamos también en este orden<br />

continentes; da lo que mandas y manda lo que quieras. Tú tienes conocidos sobre este punto los<br />

gemidos de mi corazón dirigidos hacia ti y los ríos de mis ojos . Porque no puedo fácilmente<br />

saber cuánto me he limpiado de esta lepra, y temo mucho mis delitos ocultos, patentes a tus ojos,<br />

pero no a los míos. Porque en cualquier otro género de tentaciones tengo yo facultad de<br />

examinarme a mí mismo, pero en éste es casi nula. Porque en orden a los deleites de la carne y a<br />

la vana curiosidad de conocer, veo bien cuánto he aprovechada al tener que refrenar mi alma,<br />

cuando carezco de tales cosas por voluntad o por necesidad. Porque entonces yo mismo me<br />

pregunto cuándo me es más o menos molesto carecer de ellas.<br />

En cuanto a las riquezas, que son deseadas para servicio de una de estas tres concupiscencias, o<br />

de dos de ellas, o de todas, si el alma no puede percibir si las desprecia poseyéndolas, puede<br />

hacer prueba de sí abandonándolas. Pero, en orden a la alabanza, ¿acaso, para carecer de ella y así<br />

experimentar lo que podemos en este punto, hemos de vivir mal y tan perdidamente y con tanta<br />

crueldad que todo el que nos conozca nos deteste? ¿Qué mayor locura puede decirse ni pensarse?<br />

Mas si la alabanza suele y debe ser compañera de la vida buena y de las buenas obras, no<br />

debemos abandonar ni la vida buena ni su compañero la alabanza. Sin embargo, yo ignoro si<br />

puedo llevar con igualdad de ánimo o de mala gana la carencia de alguna cosa, hasta ver que me<br />

falta.<br />

61. Pues ¿qué es, Señor, lo que te confieso en este género de tentación? ¿Qué, sino que me<br />

deleito en las alabanzas? Más, sin duda alguna, me deleita la verdad que las alabanzas; pero si me<br />

112


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

propusiesen qué quería más: ser loco furioso y desatinado en todo y ser alabado de todos los<br />

hombres, o estar cabal y certísimo de la verdad, y ser vituperado de todos, ya veo lo que elegiría.<br />

Con todo, yo no quisiera que la aprobación ajena aumentase el gozo de cualquier bien mío. Mas<br />

de hecho no sólo lo aumenta, lo confieso, sino también la vituperación lo disminuye. Y cuando<br />

me siento turbado con esta miseria mía, viéneseme luego una excusa, que tú sabes, ¡oh Dios!, lo<br />

que vale, porque a mí me trae perplejo. Porque habiéndonos mandado tú no sólo la continencia,<br />

esto es, de qué cosas debemos cohibir el amor, sino también la justicia, esto es, en qué lo<br />

debemos poner, y queriendo no sólo que te amásemos a ti, sino también al prójimo, sucede<br />

muchas veces que parezco deleitarme del provecho o esperanza del prójimo, cuando me deleito<br />

con la alabanza del que ha entendido bien, y a su vez contristarme con su mal, cuando le oigo<br />

vituperar lo bueno que ignora.<br />

Porque también me contristo algunas veces con las alabanzas, cuando o alaban en mí aquellas<br />

cosas en que yo me desagrado o estiman algunos bienes pequeños y leves míos más de lo que<br />

debieran serlo.<br />

Pero a su vez, ¿de dónde sé yo si el sentirme así afectado es porque no quiero que disienta de mí,<br />

respecto de mí, el que me alaba, no porque me mueva su utilidad, sino porque los mismos bienes<br />

que veo con agrado en mí me son mas gratos cuando agradan también a otros? Porque, en cierto<br />

modo, no soy yo alabado cuando no es aprobado mi juicio respecto de mí, puesto que o alaban<br />

cosas que a mí me desagradan o alaban más las que a mí me agradan menos. ¿Luego también en<br />

esto ando incierto de mí?<br />

62. He aquí que veo en ti, ¡oh <strong>Verdad</strong>!, que no debían moverme mis alabanzas por causa de mí,<br />

sino por utilidad del prójimo, y no sé si tal vez es así; pues en este asunto me soy menos conocido<br />

a mí que tú. Yo te suplico, Dios mío, que me des a conocer a mí mismo, para que pueda confesar<br />

a mis hermanos, que han de orar por mí, cuanto hallare en mí de malo. Me examinaré, pues,<br />

nuevamente con más diligencia.<br />

Pero si es la utilidad del prójimo la que me mueve en mis alabanzas, ¿por qué me muevo menos<br />

cuando es vituperado injustamente un extraño que no cuando lo soy yo? ¿Por qué me hiere más la<br />

contumelia lanzada contra mí que la que en mi presencia se lanza con la misma iniquidad contra<br />

otro? ¿Acaso ignoro también esto? ¿Había de faltar esto para engañarme a mí mismo y no decir la<br />

verdad en tu presencia, ni con el corazón ni con la lengua?<br />

Aleja, Señor, de mí semejante locura, para que mi boca no sea para mí el óleo del pecador con<br />

que unja mi cabeza 62 .<br />

CAPITULO XXXVIII<br />

63. Menesteroso y pobre soy 63 , aunque mejor cuando con secreto gemido me desagrado a mí<br />

mismo y busco tu misericordia para que sea reparada mi indigencia y llevada a la perfección de<br />

aquella paz que ignora el ojo del arrogante.<br />

Pero la palabra que sale de la boca y las obras conocidas de los hombres están expuestas a una<br />

tentación peligrosísima por causa del amor a la alabanza, que encamina los mendigados votos a<br />

una cierta excelencia personal. Tienta, en efecto; y cuando la reprendo en mí, por el mismo hecho<br />

de reprenderla -y muchas veces aun del mismo desprecio de la vanagloria- se gloría más<br />

vanamente; razón por la cual ya no se gloría del desprecio mismo de la vanagloria, puesto que<br />

realmente no desprecia ésta cuando se gloría de ella.<br />

CAPITULO XXXIX<br />

64. También hay dentro de nosotros, sí, dentro de nosotros, y en este mismo género de tentación,<br />

otro mal, con el cual se desvanecen los que se complacen a sí mismos de sí, aunque no agraden, o<br />

más bien desagraden, a los demás, ni tengan deseo alguno de agradarles. Mas estos tales,<br />

agradándose a sí mismos, te desagradan mucho a ti, no sólo teniendo por buenas las cosas que no<br />

113


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

lo son, sino poseyendo tus bienes como si fuesen suyos propios; o si tuyos, como debidos a sus<br />

méritos; o si como debidos a tu gracia, no gozándose de ellos socialmente, sino envidiándolos en<br />

otros.<br />

En todos estos peligros y trabajos y otros semejantes, tú ves el temor de mi corazón y que siento<br />

más el que tengas que sanar continuamente mis heridas que el que no se me inflijan.<br />

CAPITULO XL<br />

65. ¿Dónde tú no caminaste conmigo, ¡oh <strong>Verdad</strong>!, enseñándome lo que debo evitar y lo que<br />

debo apetecer, al tiempo de referirte mis puntos de vista interiores, los que pude, y de los que te<br />

pedía consejo? Recorrí el mundo exterior con el sentido, según me fue posible, y paré mientes en<br />

la vida de mi cuerpo que recibe de mí y de mis sentidos. Después entré en los ocultos senos de mi<br />

memoria, múltiples latitudes llenas de innumerables riquezas por modos maravillosos, los cuales<br />

consideré y quedé espantado, y de todas ellas no pude discernir nada sin ti; mas hallé que nada de<br />

todas estas cosas eras tú. Ni yo mismo, el descubridor, que las recorrí todas ellas y me esforcé por<br />

distinguirlas y valorarlas según su excelencia, recibiendo unas por medio de los sentidos e<br />

interrogándolas, sintiendo otras mezcladas conmigo, discerniendo y dinumerando los mismos<br />

sentidos transmisores, y dejando aquéllas y sacando las otras; ni yo mismo -digo-, cuando hacía<br />

esto, o más bien la facultad mía con que lo hacía, ni aun esta misma eras tú, porque tú eras la luz<br />

indeficiente a la que yo consultaba sobre todas las cosas: si eran, qué eran y en cuánto se debían<br />

tener; y de ella oía lo que me enseñabas y ordenabas. Y esto lo hago yo ahora muchas veces, y<br />

esto es mi deleite; y siempre que puedo desentenderme de los quehaceres forzosos, me refugio en<br />

este placer.<br />

Mas en ninguna de estas cosas que recorro, consultándote a ti, hallo lugar seguro para mi alma<br />

sino en ti, en quien se recogen todas mis cosas dispersas, sin que se aparte nada de mí.<br />

Algunas veces me introduces en un afecto muy inusitado, en una no sé qué dulzura interior, que<br />

si se completase en mí, no sé ya qué será lo que no es esta vida. Pero con el peso de mis miserias<br />

vuelvo a caer en estas cosas terrenas y a ser reabsorbido por las cosas acostumbradas, quedando<br />

cautivo en ellas. Mucho lloro, pero mucho mas soy detenido por ellas. ¡Tanto es el poder de la<br />

costumbre! Aquí puedo estar y no quiero; allí quiero y no puedo. Infeliz en ambos casos.<br />

CAPITULO XLI<br />

66. Por eso consideré las enfermedades de mis pecados en su triple concupiscencia e invoqué tu<br />

diestra para mi salud. Porque vi tu esplendor con corazón enfermo, y, repelido, dije: ¿Quién<br />

podrá llegar allí? Arrojado he sido de la faz de tus ojos 64 . Tú eres la verdad que preside sobre<br />

todas las cosas. Mas yo, por mi avaricia, no quise perderte, sino que quise poseer contigo la<br />

mentira; del mismo modo que nadie quiere decir la mentira hasta el punto que ignore lo que es la<br />

verdad Y así yo te perdí, porque no te dignas ser poseído con la mentira.<br />

CAPITULO XLII<br />

67. ¿Quién hallaría yo que me reconciliase contigo? ¿Debí recurrir a los ángeles? ¿Y con qué<br />

preces, con qué sacramentos? Muchos, esforzándose por volver a ti y no pudiendo por sí mismos,<br />

tentaron, según oigo, este camino y cayeron en deseos de visiones curiosas y merecieron ser<br />

engañados, porque te buscaban con el fasto de la ciencia, hinchando más bien que hiriendo sus<br />

pechos; y atrajeron hacia así, por la semejanza de su corazón, a las potestades aéreas 65 ,<br />

conspiradoras y cómplices de su soberbia, las cuales con sus poderes mágicos les engañaron, por<br />

buscar un mediador que los juzgara, que no era tal, sino un diablo transfigurado en ángel de<br />

luz 66 . El cual atrajo sobremanera a la carne soberbia, por el hecho mismo de carecer de cuerpo<br />

carnal. Eran ellos mortales y pecadores, y tú, Señor, con quien ellos buscaban soberbiamente<br />

reconciliarse, inmortal y sin pecado.<br />

114


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Mas era necesario que el Mediador entre Dios y los hombres tuviese algo de común con Dios y<br />

algo de común con los hombres, no fuese que, siendo semejante en ambos extremos a los<br />

hombres, estuviese alejado de Dios; o, siendo semejante en ambos extremos a Dios, estuviese<br />

alejado de los hombres, y así no pudiera ser mediador.<br />

Así, pues, aquel mediador falaz por quien merece, según tus secretos juicios; ser engañada la<br />

soberbia, una cosa tiene de común con los hombres; es a saber, el pecado; y otra que quiere<br />

aparentar tener con Dios, mostrándose inmortal por la razón de no hallarse revestido de la carne<br />

mortal. Pero como el estipendio del pecado es la muerte 67 , síguese que tiene esto de común con<br />

los hombres, por lo que juntamente con ellos será condenado a muerte.<br />

CAPITULO XLIII<br />

68. Mas el verdadero Mediador, a quien por tu secreta misericordia revelaste a los humildes y lo<br />

enviaste para que con su ejemplo aprendiesen hasta la misma humildad; aquel Mediador entre<br />

Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús 68 , apareció entre los pecadores mortales y el Justo<br />

Inmortal, mortal con los hombres, justo con Dios, para que, pues el estipendio de la justicia es la<br />

vida y la paz, por medio de la justicia unida a Dios fuese destruida en los impíos justificados la<br />

muerte, que se dignó tener de común con ellos. Este Mediador fue mostrado a los antiguos santos<br />

para que fuesen salvos por la fe en su pasión futura, como nosotros lo somos por la fe en la ya<br />

pasada. Porque en tanto es Mediador en cuanto Hombre; pues en cuanto Verbo no puede ser<br />

intermediario, por ser igual a Dios, Dios en Dios y juntamente con él un solo Dios.<br />

69.¡Oh cómo nos amaste, Padre bueno, que no perdonaste a tu Hijo único, sino que le entregaste<br />

por nosotros, impíos! 69 ¡Oh cómo nos amaste, haciéndose por nosotros, quien no tenía por<br />

usurpación ser igual a ti, obediente hasta la muerte de cruz, siendo el único libre entre los<br />

muertos, teniendo potestad para dar su vida y para nuevamente recobrarla 70 . Por nosotros se<br />

hizo ante ti vencedor y víctima, y por eso vencedor, por ser víctima; por nosotros sacerdote y<br />

sacrificio ante ti, y por eso sacerdote, por ser sacrificio, haciéndonos para ti de esclavos hijos, y<br />

naciendo de ti para servirnos a nosotros.<br />

Con razón tengo yo gran esperanza en él de que sanarás todos mis languores por su medio,<br />

porque el que está sentado a tu diestra te suplica por nosotros 71 ; de otro modo desesperaría.<br />

Porque muchas y grandes son las dolencias, sí; muchas y grandes son, aunque más grande es tu<br />

Medicina. De no haberse hecho tu Verbo carne y habitado entre nosotros, con razón hubiéramos<br />

podido juzgarle apartado de la naturaleza humana y desesperar de nosotros.<br />

70. Aterrado por mis pecados y por el peso enorme de mi miseria, había tratado en mi corazón y<br />

pensado huir a la soledad mas tú me lo prohibiste y me tranquilizaste, diciendo: Por eso murió<br />

Cristo por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió por<br />

ellos 72 .<br />

He aquí, Señor, que ya arrojo en ti mi cuidado, a fin de que viva y pueda considerar las<br />

maravillas de tu ley 73 . Tú conoces mi ignorancia y mi debilidad: enséñame y sáname. Aquel tu<br />

Unigénito en quien se hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia 74 , me<br />

redimió con su sangre. No me calumnien los soberbios 75 , porque pienso en mi rescate, y lo como<br />

y bebo y distribuyo, y, pobre, deseo saciarme de él en compañía de aquellos que lo comen y son<br />

saciados. Y alabarán al Señor los que le buscan 76 .<br />

LIBRO UN<strong>DE</strong>CIMO<br />

CAPITULO I<br />

115


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

1. ¿Por ventura, Señor, siendo tuya la eternidad, ignoras las cosas que te digo, o ves en el tiempo<br />

lo que se ejecuta en el tiempo? Pues ¿por qué te hago relación de tantas cosas? No ciertamente<br />

para que las sepas por mí, sino que excito con ellas hacia ti mi afecto y el de aquellos que leyeren<br />

estas cosas, para que todos digamos: Grande es el Señor y laudable sobremanera 1 . Ya lo he<br />

dicho y lo diré: por amor de tu amor hago esto.<br />

Porque también oramos, y, no obstante, dice la verdad: Sabe vuestro Padre qué es lo que<br />

necesitáis aun antes que se lo pidáis 2 . Hacémoste, pues, patente nuestro afecto confesándote<br />

nuestras miserias y tus misericordias sobre nosotros, para que nos libres enteramente, ya que<br />

comenzaste; para que dejemos de ser miserables en nosotros y seamos felices en ti, ya que nos<br />

llamaste; y para que seamos pobres de espíritu, y mansos, y llorosos, y hambrientos, y sedientos<br />

de justicia, y misericordiosos, y puros de corazón, y pacíficos.<br />

He aquí que te he referido muchas cosas: las que he podido y he querido, por haberlo querido tú<br />

primero, a fin de que te confesase, Señor Dios mío, porque eres bueno, porque tu. misericordia<br />

es eterna 3 .<br />

CAPITULO II<br />

2. Pero ¿cuándo podré yo suficientemente referir con la lengua de mi pluma todas tus<br />

exhortaciones, todos tus terrores y consolaciones y direcciones, a través de los cuales me llevaste<br />

a predicar tu Palabra y dispensar tu Sacramento a tu pueblo?<br />

Mas aunque fuese bastante a referir por orden estas cosas, me cuestan caras las gotas de tiempo y<br />

desde antiguo ardo en deseos de meditar tu ley y "confesarte en ella mi ciencia y mi impericia, las<br />

primicias de tu iluminación y las reliquias de mis tinieblas", hasta que la flaqueza sea devorada<br />

por la fortaleza, y no quiero que se me vayan en otra cosa las horas que me dejen libres las<br />

necesidades de la refección del cuerpo, de la atención del alma y de la servidumbre que debemos<br />

a los hombres, y la que no debemos, y, sin embargo, les damos.<br />

3. Dios y Señor mío: está atento a mi corazón y escuche tu misericordia mi deseo, porque no sólo<br />

me abrasa en orden a mí, sino también en orden a servir a la caridad fraterna; y que así es, lo ves<br />

tú en mi corazón.<br />

Que yo te sacrifique la servidumbre de mi inteligencia y de mi lengua; mas dame qué te ofrezca,<br />

porque soy pobre y necesitado y tú rico para todos los que te invocan 4 , y que seguro tienes<br />

cuidado de nosotros. Circuncida mis labios interiores y exteriores de toda temeridad y de toda<br />

mentira. Tus <strong>Escritura</strong>s sean mis castas delicias: ni yo me engañe en ellas ni con ellas engañe a<br />

otros. Atiende, Señor, y ten compasión; Señor, Dios mío, luz de los ciegos y fortaleza de los<br />

débiles y luego luz de los que ven y fortaleza de los fuertes, atiende a mi alma, que clama de lo<br />

profundo, y óyela. Porque si no estuvieren aun en lo profundo tus oídos, ¿adónde iríamos, adónde<br />

clamaríamos?<br />

Tuyo es el día, tuya es la noche 5 : a tu voluntad vuelan los momentos. Dame espacio para meditar<br />

en los entresijos de tu ley y no quieras cerrarla contra los que pulsan, pues no en vano quisiste<br />

que se escribiesen los oscuros secretos de tantas páginas. ¿O es que estos bosques no tienen sus<br />

ciervos, que en ellos se alberguen, y recojan, y paseen, y pasten, y descansen, y rumien? ¡Oh,<br />

Señor!, perfeccióname y revélamelos. Ved que tu voz es mi gozo; tu voz sobre toda afluencia de<br />

deleites. Dame lo que amo, porque ya amo, y esto es don tuyo. No abandones tus dones ni<br />

desprecies a tu hierba sedienta. Te confesaré cuanto descubriere en tus libros y oiré la voz de la<br />

alabanza 6 , y beberé de ti, y consideraré las maravillas de tu ley 7 desde el principio, en el que<br />

hiciste el cielo y la tierra, hasta el reino de la tu santa ciudad, contigo perdurable.<br />

4. Señor, compadécete de mí y escucha mi deseo. Porque creo que no es de cosa de la tierra, oro,<br />

plata y piedras preciosas; ni de hermosos vestidos, honores y poderíos ni de deleites carnales, ni<br />

116


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

de cosas necesarias al cuerpo y a esta vida de nuestra peregrinación, todas las cuales cosas se dan<br />

por añadidura a los que buscan tu reino y tu justicia 8 .<br />

Ve, Dios mío, de dónde es este mi deseo. Me contaron los inicuos sus deleites, pero no son como<br />

tu ley, Señor 9 . He aquí de dónde es mi deseo. Mira, ¡oh Padre!, mira, y ve, y aprueba, y sea grato<br />

delante de tu misericordia que yo halle gracia ante ti, para que a mis llamadas se abran las<br />

interioridades de tus palabras.<br />

Te lo suplico por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, el Varón de tu diestra, el Hijo del Hombre, a<br />

quien escogiste para ti 10 , Mediador tuyo y nuestro, por quien nos buscaste cuando no te<br />

buscábamos y nos buscaste para que te buscásemos; Verbo tuyo, por quien hiciste todas las<br />

cosas, entre las cuales también a mí; Único tuyo, por quien llamaste a adopción al pueblo de los<br />

creyentes y en él a mí.<br />

Te lo pido por él, que está sentado a tu diestra 11 y te suplica por nosotros, y en el cual se hallan<br />

escondidos todos los tesoros de sabiduría y ciencia 12 , los cuales busco yo ahora en tus libros.<br />

Moisés escribió de él; él mismo lo dice, y lo dice, la <strong>Verdad</strong> misma '.<br />

CAPITULO III<br />

5. Oiga yo y entienda cómo hiciste en el principio el cielo y la tierra. Moisés escribió esto, lo<br />

escribió y se ausentó; salió de aquí por ti, para ti, y ahora no le tengo delante de mí. Porque si<br />

estuviese le asiría, y rogaría, y conjuraría por ti, para que me declarase estas cosas, y yo prestaría<br />

los oídos de mi corazón a las palabras que brotasen de su boca. Claro es que si me hablase en<br />

hebreo, en vano pulsaría a mis oídos ni mi mente percibiría nada de ellas; mas si lo dijera en latín,<br />

sabría lo que decía.<br />

Pero ¿de dónde sabría si decía verdad? Y dado caso que lo supiese, ¿lo sabría tal vez por él? No;<br />

la verdad -que ni es hebrea, ni griega, ni latina, ni bárbara- sería la que me diría interiormente, en<br />

el domicilio interior del pensamiento, sin los órganos de la boca ni de la lengua, sin el estrépito<br />

de las sílabas: "Dice verdad", y yo, certificado, diría al instante confiadamente a aquel hombre:<br />

"Dices la verdad."<br />

No pudiendo, pues, interrogarle, ruégote, ¡oh <strong>Verdad</strong>!, de la que lleno habló él cosas verdaderas;<br />

ruégote, ¡oh Dios mío! -y perdona mis pecados 13 ...-, que me des a entender a mí las cosas que<br />

concediste decir a aquel tu siervo.<br />

CAPITULO IV<br />

6. He aquí que existen el cielo y la tierra, y claman que han sido hechos, porque se mudan y<br />

cambian. Todo, en efecto, lo que no es hecho y, sin embargo, existe, no puede contener nada que<br />

no fuese ya antes, en lo cual consiste el mudarse y variar. Claman también que no se han hecho a<br />

sí mismos: Por eso somos, porque hemos sido hechos; no éramos antes de que existiéramos,<br />

para poder hacernos a nosotros mismos. Y la voz de los que así decían era la voz de la evidencia.<br />

Tú eres, Señor, quien los hiciste; tú que eres hermoso, por lo que ellos son hermosos; tú que eres<br />

bueno, por lo que ellos son buenos; tú que eres Ser, por lo que ellos son. Pero ni son de tal modo<br />

hermosos, ni de tal modo buenos, ni de tal modo ser como lo eres tú, su Creador, en cuya<br />

comparación ni son hermosos, ni son buenos, ni tienen ser. Conocemos esto; gracias te sean<br />

dadas; mas nuestra ciencia, comparada con tu ciencia, es una ignorancia.<br />

CAPITULO V<br />

7. Pero ¿cómo hiciste el cielo y la tierra y cuál fue la máquina de tan gran obra tuya? Porque no<br />

los hiciste como el hombre artífice, que forma un cuerpo de otro cuerpo al arbitrio del alma, que<br />

puede imponer en algún modo la forma que contempla en sí misma con el ojo interior -¿y de<br />

dónde podría esto sino de que tú la hiciste?- e impone la forma a lo que ya existía y la tenía, a fin<br />

de ser, como es la tierra, la piedra, el leño, el oro o cualquier otra especie de cosas.<br />

117


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

¿Y de dónde serían estas cosas si tú no las instituyeras? Tú diste cuerpo al artífice; tú creaste al<br />

alma, que manda a los miembros; tú la materia, de que hace algo; tú el ingenio, con que alcanza<br />

el arte y ve interiormente lo que hace fuera; tú el sentido del cuerpo, con el que, como un<br />

intérprete, transmite del alma a la materia aquello que hace y a su vez anuncia al alma lo que se<br />

ha hecho, para que ésta consulte interiormente a la verdad, que la preside, si se hizo bien la cosa.<br />

Todas estas cosas te alaban, ¡oh Creador de todo! Pero ¿cómo las hiciste? ¿Cómo hiciste, ¡oh<br />

Dios!, el cielo y la tierra? Ciertamente que no hiciste el cielo y la tierra en el cielo y la tierra, ni<br />

en el aire, ni en las aguas; porque también estas cosas pertenecen al cielo y la tierra. Ni hiciste el<br />

mundo universo en el universo mundo, porque no había donde hacerle antes que se hiciera para<br />

que fuese. Ni tú tenías algo en la mano, de donde hicieses el cielo y la tierra; porque ¿de dónde te<br />

habría venido esto que tú no habías hecho, y de lo cual harías tú algo? ¿Y qué cosa hay que sea si<br />

no es porque tú eres? Tú dijiste, y las cosas fueron hechas y con tu palabra las hiciste.<br />

CAPITULO VI<br />

8. Pero ¿cómo lo dijiste? ¿Fue acaso de aquel modo como se hizo aquella voz de la nube que<br />

dijo: Este es mi hijo amado 14 ? Porque aquella voz se hizo y pasó, comenzó y terminó. Sonaron<br />

las sílabas y pasaron, la segunda después de la primera, la tercera después de la segunda, y así por<br />

orden hasta llegar a la última, y después de la última, el silencio. Por donde se ve clara y<br />

evidentemente que aquella voz fue expresada por el movimiento de una criatura, y aun ésta<br />

temporal, sirviendo a tu voluntad eterna. Y estas palabras tuyas, pronunciadas en el tiempo,<br />

fueron transmitidas por el oído exterior a la mente prudente, cuyo oído interior tiene aplicado a tu<br />

palabra eterna. Mas comparó aquélla estas palabras que suenan temporalmente con tu palabra<br />

eterna en el silencio y dijo: "Cosa muy distinta es, cosa muy distinta es"; porque estas palabras<br />

están muy por debajo de mí, ni aun son, pues huyen y pasan; y la palabra de mi Dios permanece<br />

sobre mí eternamente 15 .<br />

Si, pues, dijiste con palabras que suenan y pasan que fuese hecho el cielo y la tierra y así fue<br />

como hiciste el cielo y la tierra, ya había una criatura corporal antes del cielo y de la tierra, con<br />

cuyos movimientos temporales transcurriese aquella voz temporalmente. Mas antes del cielo y de<br />

la tierra no había ningún cuerpo, y si lo había, ciertamente lo habías hecho tú sin una voz<br />

transitoria de donde formases la voz transitoria, con la que dijeses que fuesen hechos el cielo y la<br />

tierra. Porque, sea lo que fuere, aquello de donde había de formarse tal voz, si no hubiese sido<br />

hecho por ti, no sería absolutamente nada. Mas para que llegase a ser el cuerpo de donde se<br />

formasen estas palabras, ¿con qué palabra fue dicho por ti?<br />

CAPITULO VII<br />

9. Así, pues, tú nos invitas a comprender aquella palabra, que es Dios ante ti, Dios, que<br />

sempiternamente se dice y en la que se dicen sempiternamente todas las cosas. Porque no se<br />

termina lo que se estaba diciendo y se dice otra cosa, para que puedan ser dichas todas las cosas,<br />

sino todas a un tiempo y eternamente. De otro modo, habría ya tiempo y cambio, y no habría<br />

eternidad verdadera ni verdadera inmortalidad.<br />

He comprendido esto y te doy gracias; lo he comprendido y te lo confieso, Señor; y conmigo lo<br />

conoce y te bendice quien no es ingrato a la verdad cierta. Conocemos, Señor, conocemos que, en<br />

cuanto una cosa no es lo que era y es lo que no era, en tanto muere y nace. Nada hay, pues, en tu<br />

Verbo que ceda o suceda, porque es verdaderamente inmortal y eterno. Y así en tu Verbo,<br />

coeterno a ti, dices a un tiempo y sempiternamente todas las cosas que dices, y se hace cuanto<br />

dices que sea hecho; ni las haces de otro modo que diciéndolo, no obstante que no todas las cosas<br />

que haces diciendo, se hacen a un tiempo sempiternamente.<br />

CAPITULO VIII<br />

118


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

10. ¿Por qué esto, te suplico, Señor Dios mío? De algún modo lo veo, pero no sé cómo declararlo<br />

sino diciendo que todo lo que comienza a ser y deja de ser, entonces comienza y entonces acaba<br />

cuando en la razón eterna, en la que nada empieza ni acaba, se conoce que debió comenzar o<br />

debió acabar. Es el mismo Verbo tuyo, que es también Principio, porque nos habla 16 . Así habla<br />

por la carne en el Evangelio, y así habló exteriormente a los oídos de los hombres, para que fuese<br />

creído, y se le buscase dentro, y se le hallase en la <strong>Verdad</strong> eterna, en donde el Maestro bueno y<br />

único enseña a todos los discípulos.<br />

Allí oigo tu voz, Señor, que me dice que quien nos habla es quien nos enseña; pero el que no nos<br />

enseña, aunque hable, no nos habla a nosotros. ¿Y quién es el que nos enseña sino la <strong>Verdad</strong> que<br />

permanece? Porque hasta cuando somos amonestados por la criatura mudable, somos conducidos<br />

a la <strong>Verdad</strong> inmutable, donde verdaderamente aprendemos cuando estamos en su presencia y le<br />

oímos y nos gozamos con grande alegría por la voz del esposo 17 , tornando allí de donde somos.<br />

Y es Principio, porque si no permaneciese cuando erramos, no tendríamos adónde volver. Mas<br />

cuando retornamos de nuestro error, ciertamente volvemos conociendo; pero para que<br />

conozcamos, él nos enseña, porque es Principio y nos habla.<br />

CAPITULO IX<br />

11. En este Principio, ¡oh Dios!, hiciste el cielo y la tierra, en tu Verbo, en tu Hijo, en tu Virtud,<br />

en tu Sabiduría, en tu <strong>Verdad</strong>, hablando de modo admirable y obrando de igual modo. ¿Quién<br />

será capaz de comprender, quién de explicar, qué sea aquello que fulgura a mi vista y hiere mi<br />

corazón sin lesionarle? Me siento horrorizado y enardecido: horrorizado, por la desemejanza con<br />

ella; enardecido, por la semejanza con ella. La Sabiduría, la Sabiduría misma es la que fulgura a<br />

mi vista, rompiendo mi niebla, que otra vez me cubre, desfallecido por aquella calígine y acervo<br />

de mis penas; porque de tal modo se debilitó en la pobreza mi vigor 18 , que no puedo soportar a<br />

mi bien, hasta que tú, Señor, que te hiciste propicio a todos mis pecados, sanes también todos mis<br />

languores, porque redimirás de la corrupción mi vida y me coronarás en miseración y<br />

misericordia, y saciarás con bienes mi deseo, porque será renovada mi juventud como la del<br />

águila 19 . Porque por la esperanza fuimos hechos salvos y esperamos con paciencia 20 tus<br />

promesas.<br />

Oigate cuando hablas interiormente el que pueda; que yo confiadamente clamaré, conforme a tu<br />

oráculo: ¡Qué excelsas son tus obras, Señor; todas las has hecho con sabiduría! 21 Este es el<br />

principio, y en este principio hiciste el cielo y la tierra.<br />

CAPITULO X<br />

12. ¿No es verdad que están llenos de su vetustez quienes nos dicen: ¿Qué hacía Dios antes que<br />

hiciese el cielo y la tierra? Porque si estaba ocioso, dicen, y no obraba nada, ¿por qué no<br />

permaneció así siempre y en adelante como hasta entonces había estado, sin obrar? Porque si para<br />

dar la existencia a alguna criatura es necesario que surja un movimiento nuevo en Dios y una<br />

nueva voluntad, ¿cómo puede haber verdadera eternidad donde nace una voluntad que antes no<br />

existía? Porque la voluntad de Dios no es creación alguna, sino anterior a toda creación; porque<br />

en modo alguno sería creado nada si no precediese la voluntad del creador. Pero la voluntad de<br />

Dios pertenece a su misma sustancia; luego si en la sustancia de Dios ha nacido algo que antes no<br />

había, no se puede decir ya con verdad que aquella sustancia es eterna. Mas si la voluntad de<br />

Dios de que fuese la criatura era sempiterna, ¿por qué no había de ser también sempiterna la<br />

criatura?.<br />

CAPITULO XI<br />

13. Quienes así hablan, todavía no te entienden, ¡oh sabiduría de Dios, luz de las mentes!; todavía<br />

no entienden cómo se hagan las cosas que son hechas en ti y por ti, y se empeñan por saber las<br />

cosas eternas; pero su corazón revolotea aún sobre los movimientos pretéritos y futuros de las<br />

119


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

cosas y es aún vano 22 . ¿Quién podrá detenerle y fijarle, para que se detenga un poco y capte por<br />

un momento el resplandor de la eternidad, que siempre permanece, y la compare con los tiempos,<br />

que nunca permanecen, y vea que es incomparable, y que el tiempo largo no se hace largo sino<br />

por muchos movimientos que pasan y que no pueden coexistir a la vez, y que en la eternidad, al<br />

contrario, no pasa nada, sino que todo es presente, al revés del tiempo, que no puede existir todo<br />

él presente; y vea, finalmente, que todo pretérito es empujado por el futuro, y que todo futuro está<br />

precedido de un pretérito, y todo lo pretérito y futuro es creado y transcurre por lo que es siempre<br />

presente? ¿Quién podrá detener, repito, el corazón del hombre para que se pare y vea cómo,<br />

estando fija, dicta los tiempos futuros y pretéritos la eternidad, que no es futura ni pretérita?<br />

¿Acaso puede realizar esto mi mano o puede obrar cosa tan grande la mano de mi boca por sus<br />

discursos?<br />

CAPITULO XII<br />

14. He aquí que yo respondo al que preguntaba: "¿Qué hacía Dios antes que hiciese el cielo y la<br />

tierra?" Y respondo, no lo que se dice haber respondido un individuo bromeándose, eludiendo la<br />

fuerza de la cuestión: "Preparaba -contestó- los castigos para los que escudriñan las cosas altas."<br />

Una cosa es ver, otra reír. Yo no responderé tal cosa. De mejor gana respondería: "No lo sé", lo<br />

que realmente no sé, que no aquello por lo que fue mofado quien preguntó cosas altas y fue<br />

alabado quien respondió cosas falsas.<br />

Mas digo yo que tú, Dios nuestro, eres el creador de toda criatura; y si con el nombre de cielo y<br />

tierra se entiende toda criatura, digo con audacia que antes que Dios hiciese el cielo y la tierra, no<br />

hacía nada. Porque si hiciese algo, ¿qué podía hacer sino una criatura? Y ¡ojalá que así supiese lo<br />

que deseo saber útilmente, como sé que ninguna criatura fue hecha antes de que alguna criatura<br />

fuese hecha!<br />

CAPITULO XIII<br />

15. Mas si la mente volandera de alguno, vagando por las imágenes de los tiempos anteriores [a<br />

la creación], se admirase de que tú, Dios omnipotente, y omnicreante, y omniteniente, artífice del<br />

cielo y de la tierra, dejaste pasar un sinnúmero de siglos antes de que hicieses tan gran obra,<br />

despierte y advierta que admira cosas falsas. Porque ¿cómo habían de pasar innumerables siglos,<br />

cuando aún no los habías hecho tú, autor y creador de los siglos? ¿O qué tiempos podían existir<br />

que no fuesen creados por ti? ¿Y cómo habían de pasar, si nunca habían sido? Luego, siendo tú el<br />

obrador de todos los tiempos, si existió algún tiempo antes de que hicieses el cielo y la tierra,<br />

¿por qué se dice que cesabas de obrar 23 ? Porque tú habías hecho el tiempo mismo; ni pudieron<br />

pasar los tiempos antes de que hicieses los tiempos.<br />

Mas si antes del cielo y de la tierra no existía ningún tiempo, ¿.por qué se pregunta qué era lo que<br />

entonces hacías? Porque realmente no había tiempo donde no había entonces.<br />

16. Ni tú precedes temporalmente a los tiempos: de otro modo no precederías a todos dos<br />

tiempos. Mas precedes a todos los pretéritos por la celsitud de tu eternidad, siempre presente; y<br />

superas todos los futuros, porque son futuros, y cuando vengan serán pretéritos. Tú, en cambio,<br />

eres el mismo, y tus años no mueren 24 . Tus años ni van ni vienen, al contrario de estos nuestros,<br />

que van y vienen, para que todos sean. Tus años existen todos juntos, porque existen; ni son<br />

excluidos los que van por los que vienen, porque no pasan; mas los nuestros todos llegan a ser<br />

cuando ninguno de ellos exista ya. Tus años son un día 25 , y tu día no es un cada día, sino un hoy,<br />

porque tu hoy no cede el paso al mañana ni sucede al día de ayer. Tu hoy es la eternidad; por eso<br />

engendraste coeterno a ti a aquel a quien dijiste: Yo te he engendrado hoy 26 . Tú hiciste todos los<br />

tiempos, y tú eres antes de todos ellos; ni hubo un tiempo en que no había tiempo.<br />

CAPITULO XIV<br />

120


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

17. No hubo, pues, tiempo alguno en que tú no hicieses nada, puesto que el mismo tiempo es obra<br />

tuya. Mas ningún tiempo te puede ser coeterno, porque tú eres permanente, y éste, si<br />

permaneciese, no sería tiempo. ¿Qué es, pues, el tiempo? ¿Quién podrá explicar esto fácil y<br />

brevemente? ¿Quién podrá comprenderlo con el pensamiento, para hablar luego de él? Y, sin<br />

embargo, ¿qué cosa más familiar y conocida mentamos en nuestras conversaciones que el<br />

tiempo? Y cuando hablamos de él, sabemos sin duda qué es, como sabemos o entendemos lo que<br />

es cuando lo oímos pronunciar a otro. ¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé;<br />

pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo que sí digo sin vacilación es que sé<br />

que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si<br />

nada existiese, no habría tiempo presente. Pero aquellos dos tiempos, pretérito y futuro, ¿cómo<br />

pueden ser, si el pretérito ya no es él y el futuro todavía no es? Y en cuanto al presente, si fuese<br />

siempre presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad. Si, pues, el<br />

presente, para ser tiempo es necesario que pase a ser pretérito, ¿cómo decimos que existe éste,<br />

cuya causa o razón de ser está en dejar de ser, de tal modo que no podemos decir con verdad que<br />

existe el tiempo sino en cuanto tiende a no ser?<br />

CAPITULO XV<br />

18. Y, sin embargo, decimos "tiempo largo" y "tiempo breve", lo cual no podemos decirlo más<br />

que del tiempo pasado y futuro. Llamamos tiempo pasado largo, v.gr., a cien años antes de ahora,<br />

y de igual modo tiempo futuro largo a cien años después; tiempo pretérito breve, si decimos, por<br />

ejemplo, hace diez días, y tiempo futuro breve, si dentro de diez días. Pero ¿cómo puede ser largo<br />

o breve lo que no es? Porque el pretérito ya no es, y el futuro todavía no es. No digamos, pues,<br />

que "es largo", sino, hablando del pretérito, digamos que "fue largo", y del futuro, que "será<br />

largo".<br />

¡Oh Dios mío y luz mía!, ¿no se burlará en esto tu <strong>Verdad</strong> del hombre? Porque el tiempo pasado<br />

que fue largo, ¿fue largo cuando era ya pasado o tal vez cuando era aún presente? Porque<br />

entonces podía ser largo, cuando había de qué ser largo; y como el pretérito ya no era, tampoco<br />

podía ser largo, puesto que de ningún modo existía. Luego no digamos: "El tiempo pasado fue<br />

largo", porque no hallaremos que fue largo, por la razón de que lo que es pretérito, por serlo, no<br />

existe; sino digamos: "Largo fue aquel tiempo siendo presente", porque siendo presente fue<br />

cuando era largo; todavía, en efecto, no había pasado para dejar de ser, por lo que era y podía ser<br />

largo; pero después que pasó, dejó de ser largo, al punto que dejó de existir.<br />

19. Pero veamos, ¡oh alma mía!, si el tiempo presente puede ser largo; porque se te ha dado poder<br />

sentir y medir las duraciones. ¿Qué me respondes? ¿Cien años presentes son acaso un tiempo<br />

largo? Mira primero si pueden estar presentes cien años. Porque si se trata del primer año, es<br />

presente; pero los noventa y nueve son futuros, y, por tanto, no existen todavía; pero si estamos<br />

en el segundo, ya tenemos uno pretérito, otro presente, y los restantes, futuros. Y así de<br />

cualquiera de cada uno de los años medios de este numero centenario que tomemos como<br />

presente todos los anteriores a él serán pasados; todos los que vengan después de él, futuros. Por<br />

todo lo cual no pueden ser presentes los cien años.<br />

Pero veamos si aun el año que se toma es presente. En efecto si de él el primer mes es presente,<br />

los restantes son futuros; si se trata del segundo, ya el primero es pasado, y los restantes no son<br />

aún. Luego ni aun el año en cuestión es todo presente; y si no es todo presente, no es el año<br />

presente; porque el año consta de doce meses, de los cuales cualquier mes que se tome es<br />

presente siendo los restantes pasados o futuros.<br />

Pero es que ni el mes que corre es todo presente, sino un día. Porque si lo es el primero, los<br />

restantes son futuros; si es el ultimo, los restantes son pasados; si alguno de los intermedios, unos<br />

serán pasados, otros futuros.<br />

121


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

20. He aquí el tiempo presente -el único que hallamos debió llamarse largo-, que apenas si se<br />

reduce al breve espacio de un día. Pero discutamos aún esto mismo. Porque ni aun el día es todo<br />

él presente. Compónese éste, en efecto, de veinticuatro horas entre las nocturnas y diurnas, de las<br />

cuales la primera tiene como futuras las restantes, y la última como pasadas todas las demás, y<br />

cualquiera de las intermedias tiene delante de ella pretéritas y después de ella futuras. Pero aun la<br />

misma hora está compuesta de partículas fugitivas, siendo pasado lo que ha transcurrido de ella, y<br />

futuro lo que aún le queda.<br />

Si, pues, hay algo de tiempo que se pueda concebir como indivisible en partes, por pequeñísimas<br />

que éstas sean, sólo ese momento es el que debe decirse presente; el cual, sin embargo, vuela tan<br />

rápidamente del futuro al pasado, que no se detiene ni un instante siquiera. Porque, si se<br />

detuviese, podría dividirse en pretérito y futuro, y el presente no tiene espacio ninguno.<br />

¿Dónde está, pues, el tiempo que llamamos largo? ¿Será acaso el futuro? Ciertamente que no<br />

podemos decir de éste que es largo, porque todavía no existe qué sea largo; sino decimos que será<br />

largo; y si fuese largo, cuando saliendo del futuro, que todavía no es, comenzare a ser y fuese<br />

hecho presente para poder ser largo, ya clama el tiempo presente, con las razones antedichas, que<br />

no puede ser largo.<br />

CAPITULO XVI<br />

21. Y, sin embargo, Señor, sentimos los intervalos de los tiempos y los comparamos entre sí, y<br />

decimos que unos son más largos y otros más breves. También medimos cuánto sea más largo o<br />

más corto aquel tiempo que éste, y decimos que éste es doble o triple y aquél sencillo, o que éste<br />

es tanto como aquél. Ciertamente nosotros medimos los tiempos que pasan cuando sintiéndolos<br />

los medimos; mas los pasados, que ya no son, o los futuros, que todavía no son, ¿quién los podrá<br />

medir? A no ser que se atreva alguien a decir que se puede medir lo que no existe.<br />

Porque cuando pasa el tiempo puede sentirse y medirse; pero cuando ha pasado ya, no puede,<br />

porque no existe.<br />

CAPITULO XVII<br />

22. Pregunto yo, Padre, no afirmo: ¡oh Dios mío!, presídeme y gobiérname. ¿Quién hay que me<br />

diga que no son tres los tiempos, como aprendimos de niños y enseñamos a los niños pretérito,<br />

presente y futuro, sino solamente presente, por no existir aquellos dos? ¿Acaso también existen<br />

éstos, pero como procediendo de un sitio oculto cuando de futuro se hace presente o retirándose a<br />

un lugar oculto atando de presente se hace pretérito? Porque si aún no son, ¿dónde los vieron los<br />

que predijeron cosas futuras?; porque en modo alguno puede ser visto lo que no es. Y los que<br />

narran cosas pasadas no narraran cosas verdaderas, ciertamente, si no viesen aquéllas con el alma,<br />

las cuales, si fuesen nada, no podrían ser vistas de ningún modo. Luego existen las cosas futuras<br />

y las pretéritas.<br />

CAPITULO XVIII<br />

23. Permíteme ir adelante en mi investigación, Señor, esperanza mía; que no se distraiga mi<br />

atención. Porque, si son las cosas futuras y pretéritas, quiero saber dónde están. Lo cual si no<br />

puedo todavía, sé al menos que, dondequiera que estén, no son allí futuras o pretéritas, sino<br />

presentes; porque si allí son futuras, todavía no son, y si son pretéritas, ya no están allí;<br />

dondequiera, pues, que estén, cualesquiera que ellas sean, no son sino presentes. Cierto que,<br />

cuando se refieren a cosas pasadas verdaderas, no son las cosas mismas que han pasado las que se<br />

sacan de la memoria, sino las palabras engendradas por sus imágenes, que pasando por los<br />

sentidos imprimieron en el alma como su huella. Así, mi puericia, que ya no existe, existe en el<br />

tiempo pretérito, que tampoco existe; pero cuando yo recuerdo o describo su imagen, en tiempo<br />

presente la intuyo, porque existe todavía en mi memoria. Ahora, si es semejante la causa de<br />

predecir los futuros, de modo que se presientan las imágenes ya existentes de las cosas que aún<br />

122


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

no son, confieso, Dios mío, que no lo sé. Lo que sí sé ciertamente es que nosotros premeditamos<br />

muchas veces nuestras futuras acciones, y que esta premeditación es presente, no obstante que la<br />

acción que premeditamos aún no exista, porque es futura; la cual, cuando acometamos y<br />

comencemos a poner por obra nuestra premeditación, comenzará entonces a existir, porque<br />

entonces será no futura, sino presente.<br />

24. Así, pues, de cualquier modo que se halle este arcano presentimiento de los futuros, lo cierto<br />

es que no se puede ver sino lo que es. Mas lo que es ya, no es futuro, sino presente. Luego<br />

cuando se dice que se ven las cosas futuras, no se ven estas mismas, que todavía no son, esto es,<br />

las cosas que son futuras, sino a lo más sus causas o signos, que existen ya, y por consiguiente ya<br />

no son futuras, sino presentes a los que las ven, y por medio de ellos, concebidos en el alma, son<br />

predichos los futuros. Los cuales conceptos existen ya a su vez, y los intuyen presentes en sí<br />

quienes predicen aquéllos.<br />

Explíqueme esto un ejemplo tomado de la inmensa multitud de cosas. Contemplo la aurora,<br />

anuncio que ha de salir el sol. Lo que veo es presente; lo que predigo, futuro; no futuro el sol, que<br />

ya existe, sino su orto, que todavía no ha sido. Sin embargo, aun su mismo orto, si no lo<br />

imaginara en el alma como ahora cuando digo esto, no podría predecirlo. Pero ni aquella aurora,<br />

que veo en el cielo, es el orto del sol, aunque le preceda; ni tampoco aquella imaginación mía que<br />

retengo en el alma; las cuales dos cosas se ven presentes para que se pueda predecir aquel futuro.<br />

Luego no existen aún como futuras; y si no existen aún, no existen realmente; y si no existen<br />

realmente, no pueden ser vistas de ningún modo, sino solamente pueden ser predichas por medio<br />

de las presentes que existen ya y se ven.<br />

CAPITULO XIX<br />

25. Así, pues, ¡oh Rey de la creación!, ¿cuál es el modo con que tú enseñas a las almas las cosas<br />

que son futuras -puesto que tú las enseñaste a los profetas-, cuál es aquel modo con que enseñas<br />

las cosas futuras, tú para quien no hay nada futuro? ¿O más bien enseñas las cosas presentes<br />

acerca de las futuras? Porque lo que no es, tampoco puede ser ciertamente enseñado. Muy lejos<br />

está este modo de mi vista: excelso es; no podré alcanzarlo por mí 27 , mas lo podré por ti, cuando<br />

lo tuvieres a bien, dulce luz de los ojos míos ocultos<br />

CAPITULO XX<br />

26.Pero lo que ahora es claro y manifiesto es que no existen los pretéritos ni los futuros, ni se<br />

puede decir con propiedad que son tres los tiempos: pretérito, presente y futuro; sino que tal vez<br />

sería más propio decir que los tiempos son tres: presente de las cosas pasadas, presente de las<br />

cosas presentes y presente de las futuras. Porque éstas son tres cosas que existen de algún modo<br />

en el alma, y fuera de ella yo no veo que existan: presente de cosas pasadas (la memoria),<br />

presente de cosas presentes (visión) y presente de cosas futuras (expectación).<br />

Si me es permitido hablar así, veo ya los tres tiempos y confieso que los tres existen. Puede<br />

decirse también que son tres los tiempos: presente, pasado y futuro, como abusivamente dice la<br />

costumbre; dígase así, que yo no curo de ello, ni me opongo, ni lo reprendo; con tal que se<br />

entienda lo que se dice y no se tome por ya existente lo que está por venir ni lo que es ya pasado.<br />

Porque pocas son las cosas que hablamos con propiedad, muchas las que decimos de modo<br />

impropio, pero que se sabe lo que queremos decir con ellas.<br />

CAPITULO XXI<br />

27. Dije poco antes que nosotros medimos los tiempos cuando pasan, de modo que podamos<br />

decir que este tiempo es doble respecto de otro sencillo, o que este tiempo es igual que aquel otro,<br />

y si hay alguna otra cosa que podamos anunciar midiendo las partes del tiempo. Por lo cual,<br />

como decía, medimos los tiempos cuando pasan. Y si alguno me dice: "¿De dónde lo sabes?", le<br />

123


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

responderé que lo sé porque los medimos, y porque no se pueden medir las cosas que no son, y<br />

porque no son los pasados ni los futuros.<br />

En cuanto al tiempo presente, ¿cómo lo medimos, si no tiene espacio? Lo medimos ciertamente<br />

cuando pasa, no cuando es ya pasado, porque entonces ya no hay qué medir. Pero ¿de dónde, por<br />

dónde y adónde pasa cuando lo medimos? ¿De dónde, sino del futuro? ¿Por dónde, sino por el<br />

presente? ¿Adónde, sino al pasado? Luego va de lo que aún no es, pasa por lo que carece de<br />

espacio y va a lo que ya no es. Sin embargo, ¿qué es lo que medimos sino el tiempo en algún<br />

espacio? Porque no decimos: sencillo, o doble, o triple, o igual y otras cosas semejantes relativas<br />

al tiempo, sino refiriéndonos a espacios de tiempo. ¿En qué espacio de tiempo, pues, medimos el<br />

tiempo que pasa? ¿Acaso en el futuro de donde viene? Pero lo que aún no es no lo podemos<br />

medir. ¿Tal vez en el presente, por donde pasa? Pero tampoco podemos medir el espacio que es<br />

nulo. ¿Será, por ventura, en el pasado, adonde camina? Pero lo que ya no es no podemos medirlo.<br />

CAPITULO XXII<br />

28. Enardecido se ha mi alma en deseos de conocer este enredadísimo enigma. No quieras<br />

ocultar, Señor Dios mío, Padre bueno, te lo suplico por Cristo, no quieras ocultar a mi deseo estas<br />

cosas tan usuales como escondidas, antes bien penetre en ellas y aparezcan claras, esclarecidas,<br />

Señor, por tu misericordia. ¿A quién he de preguntar sobre ellas? Y ¿a quién podré confesar con<br />

más fruto mi impericia que a ti, a quien no son molestos mis vehementes e inflamados cuidados<br />

por tus <strong>Escritura</strong>s? Dame lo que amo, pues ciertamente lo amo, y esto es don tuyo. Dámelo, ¡oh<br />

Padre!, tú que sabes dar buenas dádivas a tus hijos 28 ; dámelo, porque me he propuesto<br />

conocerlas y se me presenta mucho trabajo en ello, hasta que tú me las abras. Suplícote por<br />

Cristo, en su nombre, en el del Santo de los santos, que nadie me estorbe en ello. También yo he<br />

creído, por eso hablo 29 . Esta es mi esperanza; para ello vivo, a fin de contemplar la delectación<br />

del Señor 30 .<br />

He aquí que has hecho viejos mis días 31 , y pasan; mas ¿cómo? No lo sé. Y hablamos "de tiempo<br />

y de tiempo" y "de tiempos y tiempos", y "¿en cuánto tiempo dijo aquél esto?", "¿en cuánto<br />

tiempo hizo esto aquél?", y "¡cuán largo tiempo hace que no vi aquello!", y "esta sílaba tiene<br />

doble tiempo respecto de aquella otra breve sencilla". Decimos estas cosas o las hemos oído, y las<br />

entendemos y somos entendidos. Clarísimas y vulgarísimas son estas cosas, las cuales de nuevo<br />

vuelven a ocultarse, siendo nuevo su descubrimiento.<br />

CAPITULO XXIII<br />

29. Oí de cierto hombre docto que el movimiento del sol, la luna y las estrellas es el tiempo; pero<br />

no asentí. Porque ¿por qué el tiempo no ha de ser más bien el movimiento de todos los cuerpos?<br />

¿Acaso si cesaran los luminares del cielo y se moviera la rueda de un alfarero, no habría tiempo<br />

con que pudiéramos medir las vueltas que daba y decir que tanto tardaba en unas como en otras, o<br />

se movía unas veces más despacio y otras más aprisa, que unas duraban más, otras menos?" Y<br />

aun diciendo estas cosas, ¿no hablamos nosotros también en el tiempo? ¿Y cómo habría en<br />

nuestras palabras sílabas largas y sílabas breves, si no es sonando durante más tiempo aquéllas y<br />

menos éstas?<br />

Concede, ¡oh Dios!, a los hombres ver en lo pequeño las nociones comunes de las cosas pequeñas<br />

y grandes. Son las estrellas y luminares del cielo "signos para distinguir los tiempos, días y años";<br />

lo son sin duda; pero ni yo diría que una vuelta de aquella ruedecilla de madera es un día, ni<br />

tampoco, por lo mismo, podría decir que dicha vuelta no es tiempo.<br />

30. Lo que yo deseo saber es la virtud y naturaleza del tiempo con el que medimos el movimiento<br />

de los cuerpos y decimos que tal movimiento, v.gr., es dos veces más largo que éste. Porque<br />

pregunto: puesto que se llama día no sólo la duración del sol sobre la tierra, según la cual una<br />

cosa es el día y otra la noche, sino todo su recorrido de oriente a oriente, según lo cual decimos:<br />

124


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

"Han pasado tantos días" -incluyendo en "tantos días" sus noches, no contadas aparte-, puesto que<br />

el día se cierra con el movimiento del sol y su recorrido de oriente a oriente, pregunto yo si el día<br />

es el mismo movimiento o la duración con que hace dicho recorrido, o ambas cosas a la vez.<br />

Porque si el día fuera lo primero, sería desde luego un día, aunque el sol tardase en hacer su<br />

recorrido el tiempo de una hora solamente. Si fuese lo segundo, no sería un día si hiciese el<br />

recorrido de salida a salida en el breve espacio de una hora, sino que tendría el sol que dar<br />

veinticuatro vueltas para formar un día. Y si fuesen ambas cosas, ni aquél se llamaría día, en el<br />

supuesto que el sol realizara su giro en el espacio de una hora, ni tampoco éste, en el caso en que<br />

cesando el sol transcurriese tanto tiempo cuanto éste suele emplear en su recorrido de mañana a<br />

mañana.<br />

Mas no trato ahora de investigar qué es lo que llamamos día, sino qué es el tiempo, con el cual,<br />

midiendo el recorrido del sol, podríamos decir que lo hizo en la mitad menos de tiempo de lo que<br />

suele, si lo hubiese hecho en un espacio de tiempo equivalente a doce horas; y comparando<br />

ambos tiempos diríamos que aquél es sencillo, éste doble, aun dado caso que unas veces hiciese<br />

el sol su recorrido de oriente a oriente en veinticuatro horas y otras en doce.<br />

Nadie, pues, me diga que el tiempo es el movimiento de los cuerpos celestes; porque cuando se<br />

detuvo el sol por deseos de un individuo para dar fin a una batalla victoriosa, estaba quieto el sol<br />

y caminaba el tiempo, porque aquella lucha se ejecutó y terminó en el espacio de tiempo que le<br />

era necesario.<br />

Veo, pues, que el tiempo es una cierta distensión. Pero ¿lo veo o es que me figuro verlo? Tú me<br />

lo mostrarás, ¡oh Luz de la verdad!<br />

CAPITULO XXIV<br />

31. ¿Mandas que apruebe si alguno dice que el tiempo es el movimiento del cuerpo? No lo<br />

mandas. Porque yo oigo, y tú lo dices, que ningún cuerpo se puede mover si no es en el tiempo;<br />

pero que el mismo movimiento del cuerpo sea el tiempo no lo oigo, ni tú lo dices. Porque cuando<br />

se mueve un cuerpo, mido por el tiempo el rato que se mueve, desde que empieza a moverse<br />

hasta que termina. Y si no le vi comenzar a moverse y continúa moviéndose de modo que no vea<br />

cuándo termina, no puedo medir esta duración, si no es tal vez desde que lo comencé a ver hasta<br />

que dejé de verlo. Y si lo veo largo rato, sólo podré decir que se movió largo rato, pero no cuánto;<br />

porque cuando decimos: "Cuánto", no lo decimos sino por relación a algo, como cuando<br />

decimos: "Tanto esto, cuanto aquello", o "Esto es doble respecto de aquello", y así otras cosas por<br />

el estilo.<br />

Pero si pudiéramos notar los espacios de los lugares, de dónde y hacia dónde va el cuerpo que se<br />

mueve, o sus partes, si se moviese sobre sí como en un torno, podríamos decir cuánto tiempo<br />

empleó en efectuarse aquel movimiento del cuerpo o de sus partes desde un lugar a otro lugar.<br />

Así, pues, siendo una cosa el movimiento del cuerpo, otra aquello con que medimos su duración,<br />

¿quién no ve cuál de los dos debe decirse tiempo con más propiedad? Porque si un cuerpo se<br />

mueve unas veces más o menos rápidamente y otras está parado, no sólo medimos por el tiempo<br />

su movimiento, sino también su estada, y decimos: "Tanto estuvo parado cuanto se movió", o<br />

"Estuvo parado el doble o el triple de lo que se movió", y cualquiera otra.cosa que comprenda o<br />

estime nuestra dimensión, más o menos, como suele decirse. No es, pues, el tiempo el<br />

movimiento de los cuerpos.<br />

CAPITULO XXV<br />

32. Confiésote, Señor, que ignoro aún qué sea el tiempo; y confiésote asimismo, Señor, saber que<br />

digo estas cosas en el tiempo, y que hace mucho que estoy hablando del tiempo, y que este<br />

mismo "hace mucho" no sería lo que es si no fuera por la duración del tiempo. ¿Cómo, pues, sé<br />

esto, cuando no sé lo que es el tiempo? ¿O es tal vez que ignoro cómo he de decir lo que sé? ¡Ay<br />

125


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

de mí, que no sé siquiera lo que ignoro! Heme aquí en tu presencia, Dios mío, que no miento.<br />

Como hablo, así está mi corazón. Tú iluminarás mi lucerna, Señor, Dios mío; tú iluminarás mis<br />

tinieblas 32 .<br />

CAPITULO XXVI<br />

33. ¿Acaso no te confiesa mi alma con confesión verídica que yo mido los tiempos? Cierto es,<br />

Señor, Dios mío, que yo mido -y no sé lo que mido-, que mido el movimiento del cuerpo por el<br />

tiempo; pero ¿no mido también el tiempo mismo?<br />

Y ¿podría acaso medir el movimiento del cuerpo, cuánto ha durado y cuánto ha tardado en llegar<br />

de un punto a otro, si no midiese el tiempo en que se mueve?<br />

Pero ¿de dónde mido yo el tiempo? ¿Acaso medimos el tiempo largo por el breve, como<br />

medimos por el espacio de un codo el espacio de una viga? Pues así vemos que medimos la<br />

cantidad de una sílaba larga por la cantidad de una breve, diciendo de ella que es doble. Y de este<br />

modo medimos la extensión de los poemas, por la extensión de los versos; y la extensión de los<br />

versos, por la extensión de los pies; y la extensión de los pies, por la cantidad de las sílabas; y la<br />

cantidad de las largas, por la cantidad de las breves; no por las páginas -que de este modo<br />

medimos los lugares, no los tiempos-, sino cuando, pronunciándolas, pasan las voces y decimos:<br />

"largo poema", pues se compone de tantos versos; "largos versas", pues constan de tantos pies;<br />

"larga sílaba", pues es doble respecto de la breve.<br />

Pero ni aun así llegaremos a una medida fija del tiempo, porque puede suceder que un verso más<br />

breve suene durante más largo espacio de tiempo, si se pronuncia más lentamente, que otro más<br />

largo, si se recita más aprisa. Y lo mismo dígase del poema, del pie y de la sílaba.<br />

De aquí me pareció que el tiempo no es otra cosa que una extensión; pero ¿de qué? No lo sé, y<br />

maravilla será si no es de la misma alma. Porque ¿qué es, te suplico, Dios mío, lo que mido<br />

cuando digo, bien de modo indefinido, como: "Este tiempo es más largo que aquel otro"; o bien<br />

de modo definido, como: "Este es doble que aquél"? Mido el tiempo, lo sé; pero ni mido el<br />

futuro, que aún no es; ni mido el presente, que no se extiende por ningún espacio; ni mido el<br />

pretérito, que ya no existe. ¿Qué es, pues, lo que mido? ¿Acaso los tiempos que pasan, no los<br />

pasados? Así lo tengo dicho ya. (Cf. nn. 21 y 27.)<br />

CAPITULO XXVII<br />

34.Insiste, alma mía, y presta gran atención: Dios es nuestro ayudador. El nos ha hecho y no<br />

nosotros 33 . Atiende de qué parte alborea la verdad.<br />

Supongamos, por ejemplo, una voz corporal que empieza a sonar y suena, y suena, y luego cesa y<br />

se hace silencio, y pasa ya a pretérita aquella voz y deja de existir tal voz. Antes de que sonase<br />

era futura y no podía ser medida, por no ser aún; pero tampoco ahora lo puede ser, por no existir<br />

ya. Luego sólo pudo serlo cuando sonaba, porque entonces había qué medir. Pero entonces no se<br />

detenía, sino que caminaba y pasaba. ¿Acaso por esta causa podía serlo mejor? Porque pasando<br />

se extendía en cierto espacio de tiempo en que podía ser medida, por no tener el presente espacio<br />

alguno. Si, pues, entonces podía medirse, supongamos otra voz que empieza a sonar y continúa<br />

sonando con un sonido seguido e ininterrumpido. Midámosla mientras suena, porque cuando<br />

cesare de sonar ya será pretérita y no habrá qué pueda ser medido. Midámosla totalmente y<br />

digamos cuánto sea.<br />

Pero todavía suena, y no puede ser medida sino desde su comienzo, desde que empezó a sonar,<br />

hasta el fin, en que cesó, puesto que lo que medimos es el intervalo mismo de un principio a un<br />

fin. Por esta razón, la voz que no ha sido aún terminada no puede ser medida, de modo que se<br />

diga "qué larga o breve es", o denominarse igual a otra, ni sencilla o doble, o cosa semejante,<br />

respecto de otra. Mas cuando fuere terminada, ya no existirá. ¿Cómo podrá en este caso ser<br />

medida?<br />

126


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Y, sin embargo, medimos los tiempos, no aquellos que aún no son, ni aquellos que ya no son, ni<br />

aquellos que no se extienden con alguna duración, ni aquellos que no tienen términos. No<br />

medimos, pues, ni los tiempos futuros, ni los pretéritos, ni los presentes, ni los que corren. Y, sin<br />

embargo, medimos los tiempos.<br />

35. ¡Oh Dios, creador de todo! Este verso consta de ocho sílabas, alternando las breves y las<br />

largas. Las cuatro breves primera, tercera, quinta y séptima- son sencillas respecto de las cuatro<br />

largas -segunda, cuarta, sexta y octava-. Cada una de éstas, respecto de cada una de aquéllas, vale<br />

doble tiempo. Yo las pronuncio y las repito, y veo que es así, en tanto que son percibidas por un<br />

sentido fino. En tanto que un sentido fino las acusa, yo mido la sílaba larga por la breve, y noto<br />

que la contiene justamente dos veces.<br />

Pero cuando suena una después de otra, si la primera es breve y larga la segunda, ¿cómo podré<br />

retener la breve y cómo la aplicaré a la larga para ver que la contiene justamente dos veces,<br />

siendo así que la larga no empieza a sonar hasta que no cesa de sonar la breve? Y la misma larga,<br />

¿por ventura la mido presente, siendo así que no la puedo medir sino terminada? Y, sin embargo,<br />

su terminación es su preterición. ¿Qué es, pues, lo que mido? ¿Dónde está la breve con que<br />

mido? ¿Dónde la larga que mido? Ambas sonaron, volaron, pasaron, ya no son. No obstante, yo<br />

las mido, y respondo con toda la confianza con que puede uno fiarse de un sentido<br />

experimentado, que aquélla es sencilla, ésta doble, en duración de tiempo se entiende. Ni puedo<br />

hacer esto si no es por haber pasado y terminado.<br />

Luego no son aquéllas [sílabas], que ya no existen, las que mido, sino mido algo en mi memoria<br />

y que permanece en ella fijo.<br />

36. En ti, alma mía, mido los tiempos. No quieras perturbarme, que así es; ni quieras perturbarte a<br />

ti con las turbas de tus afecciones. En ti -repito- mido los tiempos. La afección que en ti producen<br />

las cosas que pasan -y que, aun cuando hayan pasado, permanece- es la que yo mido de presente,<br />

no las cosas que pasaron para producirla: ésta es la que mido cuando mido los tiempos. Luego o<br />

ésta es el tiempo o yo no mido el tiempo.<br />

Y qué; cuando medimos los silencios y decimos: aquel silencio duró tanto tiempo cuanto duró<br />

aquella otra voz, ¿no extendemos acaso el pensamiento para medir la voz como si sonase, a fin de<br />

poder determinar algo de los intervalos de silencio en el espacio del tiempo? Porque callada la<br />

voz y la boca, recitamos a veces poemas y versos, y toda clase de discursos y cualesquiera<br />

dimensiones de mociones, y nos damos cuenta de los espacios de tiempo y de la cantidad de<br />

aquél respecto de éste, no de otro modo que si tales cosas las dijésemos en voz alta.<br />

Si alguno quisiese emitir una voz un poco sostenida y determinase en su pensamiento lo larga que<br />

había de ser, este tal determinó, sin duda, en silencio el espacio dicho de tiempo, y<br />

encomendándolo a la memoria, comenzó a emitir aquella voz que suena hasta llegar al término<br />

prefijado; ¿qué digo?, sonó y sonará. Porque lo que se ha realizado de ella, sonó ciertamente; mas<br />

lo que resta, sonará, y de esta manera llegará a su fin, mientras la atención presente traslada el<br />

futuro en pretérito, disminuyendo al futuro y creciendo el pretérito hasta que, consumido el<br />

futuro, sea todo pretérito.<br />

CAPITULO XXVIII<br />

37. Pero ¿cómo disminuye o se consume el futuro, que aún no existe? ¿O cómo crece el pretérito,<br />

que ya no es, si no es porque en el alma, que es quien lo realiza, existen las tres cosas? Porque<br />

ella espera, atiende y recuerda, a fin de que aquello que espera pase por aquello que atiende a<br />

aquello que recuerda.<br />

¿Quién hay, en efecto, que niegue que los futuros aún no son? Y, sin embargo, existe en el alma<br />

la expectación de los futuros. ¿Y quién hay que niegue que los pretéritos ya no existen? Y, sin<br />

embargo, todavía existe en el alma la memoria de los pretéritos. ¿Y quién hay que niegue que el<br />

127


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

tiempo presente carece de espacio por pasar en un punto? Y, sin embargo, perdura la atención por<br />

donde pase al no ser lo que es. No es, pues, largo el tiempo futuro, que no existe, sino que un<br />

futuro largo es una larga expectación del futuro; ni es largo el pretérito, que ya no es, sino que un<br />

pretérito largo es una larga memoria del pretérito.<br />

38. Supongamos que voy a recitar un canto sabido de mí. Antes de comenzar, mi expectación se<br />

extiende a todo él; mas en comenzándole, cuanto voy quitando de ella para el pasado, tanto a su<br />

vez se extiende mi memoria y se distiende la vida de esta mi acción en la memoria, por lo ya<br />

dicho, y en la expectación, por lo que he de decir. Sin embargo, mi atención es presente, y por<br />

ella pasa lo que era futuro para hacerse pretérito. Lo cual, cuanto más y más se verifica, tanto<br />

más, abreviada la expectación, se alarga la memoria, hasta que se consume toda la expectación,<br />

cuando, terminada toda aquella acción, pasare a la memoria.<br />

Y lo que sucede con el canto entero, acontece con cada una de sus partecillas, y con cada una de<br />

sus sílabas; y esto mismo, es lo que sucede con una acción más larga, de la que tal vez es una<br />

parte aquel canto; esto lo que acontece con la vida total del hombre, de la que forman parte cada<br />

una de las acciones del mismo; y esto lo que ocurre con la vida de la humanidad, de la que son<br />

partes las vidas de todos los hombres.<br />

CAPITULO XXIX<br />

39. Pero como tu misericordia es mejor que las vidas 34 [de los hombres], he aquí que mi vida es<br />

una distensión. Y me recibió tu diestra 35 en mi Señor, en el Hijo del hombre, mediador entre ti -<br />

uno- y nosotros -muchos-, divididos en muchas partes por la multitud de cosas, a fin de que coja<br />

por él aquello en lo que yo he sido cogido 36 , y siguiendo al Uno sea recogido de mis días viejos,<br />

olvidado de las cosas pasadas, y no distraído en las cosas futuras y transitorias, sino extendido en<br />

las que están delante de nosotros; porque no es por la distracción, sino por la atención, como yo<br />

camino hacia la palma de la vocación de lo alto, donde oiré la voz de la alabanza 37 y<br />

contemplaré tu delectación 38 , que no viene ni pasa.<br />

Mas ahora mis años se pasan en gemidos 39 . Y tú, consuelo mío, Señor y Padre mío, eres eterno;<br />

en tanto que yo me he disipado en los tiempos, cuyo orden ignoro, y mis pensamientos -las<br />

entrañas íntimas de mi alma- son despedazadas por las tumultuosas variedades, hasta que,<br />

purificado y derretido en el fuego de tu amor, sea fundido en ti.<br />

CAPITULO XXX<br />

40. Mas me estabilizaré y solidificaré en ti, en mi forma, en tu verdad; ni sufriré ya las cuestiones<br />

de los hombres, que, por la enfermedad contraída en pena de su pecado, desean más de lo que son<br />

capaces y dicen: "¿Qué hacía Dios antes de hacer el cielo y la tierra?"; o también: "¿Por qué le<br />

vino el pensamiento de hacer algo, no habiendo hecho antes absolutamente nada?" Dales, Señor,<br />

que piensen bien lo que dicen y descubran que no se dice nunca donde no hay tiempo. Luego<br />

cuando se dice que nunca había obrado, ¿qué otra cosa se dice sino que no había obrado en<br />

tiempo alguno? Vean, pues, que no puede haber ningún tiempo sin criatura y dejen de hablar<br />

semejante vaciedad.<br />

Extiéndanse también hacia aquellas cosas que están delante y entiendan que tú, creador eterno de<br />

todos los tiempos, eres antes que todos los tiempos, y que no hay tiempo alguno que te sea<br />

coeterno ni criatura alguna, aunque haya alguna que esté sobre el tiempo.<br />

CAPITULO XXXI<br />

41. Señor, Dios mío, ¿cuál es el seno de tu profundo secreto? ¡Y qué lejos de él me arrojaron las<br />

consecuencias de mis delitos! Sana mis ojos y yo me gozaré con tu luz.<br />

Ciertamente que si existe un alma dotada de tanta ciencia y presciencia, para quien sean<br />

conocidas todas las cosas, pasadas y futuras, como lo es para mí un canto conocidísimo, esta<br />

alma es extraordinariamente admirable y estupenda hasta el horror, puesto que nada se le oculta<br />

128


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

de cuanto se ha realizado y ha de realizarse en los siglos, al modo como no se me oculta a mí,<br />

cuando recito dicho canto, qué y cuánto ha pasado de él desde el principio, qué y cuánto resta de<br />

él hasta terminar.<br />

Mas lejos de mí pensar que tú, creador del universo, creador de las almas y de los cuerpos, sí,<br />

lejos de mí pensar que tú conozcas así todas las cosas futuras y pretéritas. Sí; tú las conoces de<br />

otro modo, de otro modo más admirable y más profundo. Porque no sucede en ti,<br />

inconmutablemente eterno, esto es, creador verdaderamente eterno de las inteligencias, algo de lo<br />

que sucede en el que recita u oye recitar un canto conocido, que con la expectación de las<br />

palabras futuras y la memoria de las pasadas varía el afecto y se distiende el sentido. Pues así<br />

como conociste desde el principio el cielo y la tierra sin variedad de tu conocimiento, así hiciste<br />

en el principio el cielo y la tierra sin distinción de tu acción.<br />

Quien entiende esto, que te alabe, y quien no lo entiende, que te alabe también. ¡Oh qué excelso<br />

eres! Con todo, los humildes de corazón son tu morada. Porque tú levantas a los caídos 40 , y no<br />

caen aquellos cuya elevación eres tú.<br />

LIBRO DUO<strong>DE</strong>CIMO<br />

CAPITULO I<br />

1. Muchas cosas ansía, Señor, mi corazón en esta escasez de mi vida, provocado por las palabras<br />

de tu santa <strong>Escritura</strong>, y de ahí que sea muchas veces en su discurso copiosa la escasez de la<br />

humana inteligencia; porque más habla la investigación que la invención, y más larga es la<br />

petición que la consecución, y mas trabaja la mano llamando que recibiendo.<br />

Tenemos una promesa: ¿Quién podrá desvirtuarla? Si Dios está por nosotros, ¿quién contra<br />

nosotros? 1 Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide,<br />

recibe, y el que busca, hallará, y al que llama, le será abierto 2 .<br />

Promesas tuyas son. ¿Y quién temerá ser engañado, siendo la <strong>Verdad</strong> la que promete?<br />

CAPITULO II<br />

2. Alabe tu alteza la humildad de mi lengua, porque tú has hecho el cielo y la tierra, este cielo que<br />

veo y esta tierra que piso, de la cual procede esta tierra que llevo. Tú los has hecho.<br />

Pero ¿dónde está, Señor, el cielo del cielo, del cual hemos oído decir en el Salmo: El cielo del<br />

cielo para el Señor, mas la tierra la ha dado a los hijos de los hombres 3 ? ¿Dónde está el cielo<br />

que no vemos, en cuya comparación es tierra todo lo que vemos?<br />

Porque este todo corpóreo, no todo en todas partes, de tal modo tomó una forma bella, que lo es<br />

hasta en sus últimas partes, cuyo fondo es nuestra tierra; mas en comparación de aquel cielo del<br />

cielo, aun el cielo de nuestra tierra es tierra. Y así ambos cuerpos grandes [nuestro cielo y nuestra<br />

tierra] son sin absurdo tierra respecto de aquel no sé qué cielo, que es para el Señor, no para los<br />

hijos de los hombres.<br />

CAPITULO III<br />

3. Mas esta tierra era invisible e incompuesta 4 , y no sé qué profundidad de abismo, sobre el cual<br />

no había luz, porque no tenía forma alguna; por lo que mandaste que se escribiese que las<br />

tinieblas eran sobre el abismo; y ¿qué es esto sino ausencia de luz? Porque si existiese la luz;<br />

¿dónde había de estar sino encima, sobresaliendo e ilustrando? Donde, pues, no había luz aún,<br />

¿qué era estar presentes las tinieblas, sino estar ausente la luz? Así, pues, encima estaban las<br />

tinieblas, porque encima estaba ausente la luz, como acontece con el sonido, que, cuando no<br />

existe, existe el silencio. Pues ¿qué es haber silencio en alguna parte sino no haber allí sonido?<br />

129


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

¿Acaso no has enseñado tú, Señor, a esta alma que te confiesa, acaso no me has enseñado tú,<br />

Señor, que antes de que dieses forma a esta materia informe y la especificases no era nada, ni<br />

calor, ni figura ni cuerpo ni espíritu. Sin embargo, no era absolutamente nada: era "cierta<br />

informidad" sin ninguna apariencia.<br />

CAPITULO IV<br />

4. Pues ¿cómo se habría de llamar y por qué sentido de algún modo se habría de insinuar a los<br />

muy tardos de inteligencia sino con algún vocablo usado? ¿Y qué puede hallarse en todas partes<br />

del mundo más cercano a esta informidad total que la tierra y el abismo? Porque menos hermosas<br />

son, en su grado ínfimo de ser, que las otras superiores, todas transparentes y brillantes.<br />

¿Por qué, pues, no he de admitir que la informidad de la materia, que habías hecho sin apariencia<br />

y de la cual habías de hacer un mundo hermoso, fue tan cómodamente dada a conocer a los<br />

hombres con el nombre de "tierra invisible e incompuesta"?<br />

CAPITULO V<br />

5. Y así, cuando nuestro pensamiento busca en ella qué es lo que alcanza el sentido y dice para sí:<br />

"No es una forma inteligible, como la vida, como la justicia, porque es la materia de los cuerpos;<br />

ni tampoco una sensible, porque no hay qué ver ni qué sentir en cosa invisible e incompuesta";<br />

mientras el pensamiento humano se dice estas cosas, esfuércese o por conocerla ignorando o por<br />

ignorarla conociendo.<br />

CAPITULO VI<br />

6. Mas si yo, Señor, he de confesarte con la boca y con la pluma todo cuanto me has enseñado<br />

sobre esta materia, cuyo nombre al oírlo yo antes y no entenderlo de aquellos que me lo referían,<br />

que tampoco lo entendían, concebíala yo bajo mil variadas formas, por lo que en realidad no la<br />

concebía; feas y horribles formas en confuso desorden revolvía mi espíritu, pero formas al fin, y<br />

llamaba informe no a lo que carecía de forma, sino a lo que la tenía tal que, si se manifestara, mi<br />

sentido lo apartara como cosa insólita y desagradable y se turbara la flaqueza del hombre.<br />

Y, sin embargo, lo que yo pensaba era informe, no porque estuviese privado de toda forma, sino<br />

en comparación de las cosas más hermosas; mas la verdadera razón me aconsejaba que, si quería<br />

pensar o imaginar algo enteramente informe, debía despojarme de toda reliquia de forma; pero no<br />

podía. Porque más fácilmente juzgaba que no era lo que estaba privado de toda forma, que<br />

imaginaba un ser entre la forma y la nada, que ni fuese formado ni fuese la nada, sino una cosa<br />

informe y casi-nada.<br />

Y cesó mi mente de interrogar sobre esto a mi espíritu, lleno de imágenes de cosas formadas, que<br />

mudaba y combinaba a su antojo; y fijé mi vista en los mismos cuerpos y escudriñé más<br />

profundamente su mutabilidad, por la que dejan de ser lo que habían sido y comienzan a ser lo<br />

que no eran, y sospeché que el tránsito este de forma a forma se debía verificar por medio de algo<br />

informe, no enteramente nada; mas deseaba saberlo, no sospecharlo tan sólo.<br />

Pero si mi voz y mi pluma hubieran de confesarte todo cuanto me has dado a entender acerca de<br />

esta cuestión, ¿quién de los lectores tendrá paciencia para recibirlo? Sin embargo, no por eso<br />

cesará mi corazón de darte gloria Y entonarte un cántico de alabanza por las cosas de que no es<br />

capaz de decir. La mutabilidad misma de las cosas mudables es, pues, capaz de todas las formas<br />

en que se mudan las cosas mudables. Pero ¿qué es ésta? ¿Es acaso alma? ¿Es tal vez cuerpo? ¿Es<br />

por fortuna una especie de alma o cuerpo? Si pudiera decirse nada algo y un es no es, yo la<br />

llamaría así. Y, sin embargo, ya era de algún modo, para poder recibir estas especies visibles y<br />

compuestas.<br />

CAPITULO VII<br />

130


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

7. Mas ¿de dónde procedía, cualquiera que ella fuese, de dónde procedía sino de ti, por quien son<br />

todas las cosas, en cualquier grado que ellas sean? Pero distaba tanto de ti cuanto te era más<br />

desemejante; porque no se trata de lugares.<br />

Así, pues, tú Señor -que no eres unas veces uno y otras otro, sino uno mismo y uno mismo,<br />

Santo, Santo, Santo, Señor 5 Dios omnipotente-, en el Principio, que procede de ti; en la<br />

Sabiduría, nacida de tu sustancia, hiciste algo y de la nada; hiciste el cielo y la tierra, pero no de<br />

ti, pues sería igual a tu Unigénito y, por consiguiente, a ti, y no fuera en modo alguno justo que<br />

fuese igual a ti, no siendo de tu sustancia.<br />

Mas como fuera de ti no había nada de donde los hicieses, ¡oh Dios, Trinidad una y Unidad<br />

trina!, por eso hiciste de la nada el cielo y la tierra, una cosa grande y otra pequeña; porque eres<br />

bueno y omnipotente para hacer todas las cosas buenas: el gran cielo y la pequeña tierra.<br />

Existías tú y otra cosa, la nada, de donde hiciste el cielo y la tierra, dos criaturas: la una, cercana a<br />

ti; la otra, cercana a la nada; la una, que no tiene más superior que tú; la otra, que no tiene nada<br />

inferior a ella.<br />

CAPITULO VIII<br />

8. Pero aquel cielo del cielo te lo reservaste para ti, Señor. Mas la tierra, que diste a los hijos de<br />

los hombres para que la vean y palpen, no era entonces tal cual ahora la vemos y tocamos. Porque<br />

era invisible e incompuesta y abismo sobre el que no había luz, o mejor, estaban las tinieblas<br />

sobre el abismo, esto es, más que si estuviesen en el abismo. Porque este abismo de las aguas ya<br />

visibles tiene también en sus profundidades una luz de su misma especie, en algún modo sensible<br />

a los peces y animales que reptan por su fondo. Pero aquel "todo" era un casi-nada, por ser aún<br />

totalmente informe. Sin embargo, ya tenía ser al poder recibir formas.<br />

Tú, pues, Señor, hiciste el mundo de una materia informe, la cual hiciste cuasi-nada de la nada,<br />

para hacer de ella las cosas grandes que admiramos los hijos de los hombres: soberanamente<br />

admirable es, sí, este cielo corpóreo, al cual firmamento, puesto entre agua y agua, dijiste en el<br />

día segundo después de la creación de la luz: "Hágase, y así se hizo"; al cual firmamento llamaste<br />

cielo, pero cielo de esta tierra y mar que hiciste en el tercer día, dando con ello aspecto visible a<br />

la materia informe, que hiciste antes que todo día.<br />

Ya habías hecho también el cielo antes que todo día; mas fue el cielo de este cielo, por haber<br />

hecho ya en el principio el cielo y la tierra. En cuanto a la tierra que habías hecho, era materia<br />

informe, porque era invisible e incompuesta y tinieblas sobre el abismo, de cuya tierra invisible e<br />

incompuesta, de cuya informidad, de cuya casi-nada habías de hacer todas estas cosas de que<br />

consta y no consta este mundo mudable, en el cual aparece la misma mutabilidad, en la que<br />

pueden sentirse y numerarse los tiempos, porque los tiempos se forman con los cambios de las<br />

cosas, en cuanto cambian y se convierten sus formas, de las cuales es materia la susodicha tierra<br />

invisible.<br />

CAPITULO IX<br />

9. De ahí que el Espíritu, maestro de tu siervo [Moisés], cuando recuerda que "tú hiciste en el<br />

principio el cielo y la tierra", calla sobre los tiempos, guarda silencio sobre los días. Y es porque<br />

el "cielo del cielo", que hiciste en el principio, es una criatura intelectual, que aunque no coeterna<br />

a ti, ¡oh Trinidad!, sí participa de tu eternidad; cohíbe sobremanera su mutabilidad con la dulzura<br />

de tu felicísima contemplación, y sin ningún desfallecimiento, desde que fue hecha, adhiriéndose<br />

a ti supera toda vicisitud voluble de los tiempos. Pero esta informidad o tierra invisible e<br />

incompuesta tampoco se halla numerada entre los días; porque donde no hay ninguna especie,<br />

ningún orden, ni viene ni va cosa alguna; y donde eso no sucede, ni existen realmente días ni<br />

vicisitud de espacios temporales.<br />

CAPITULO X<br />

131


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

10. ¡Oh <strong>Verdad</strong>, lumbre de mi corazón, no me hablen mis tinieblas! Me incliné a éstas y me<br />

quedé a oscuras; pero desde ellas, sí, desde ellas te amé con pasión. Erré y me acordé de ti. Oí tu<br />

voz detrás de mí 6 , que volviese; pero apenas la oí por el tumulto de los sin-paz. Mas he aquí que<br />

ahora, abrasado y anhelante, vuelvo a tu fuente. Nadie me lo prohíba: que beba de ella y viva de<br />

ella. No sea yo mi vida; mal viví de mí; muerte fui para mí. En ti comienzo a vivir: háblame tú,<br />

sermonéame tú. He dado fe a tus libros, pero sus palabras son arcanos profundos.<br />

CAPITULO XI<br />

11. Ya me tienes dicho, Señor, con voz fuerte en el oído interior, que tú eres eterno y solo posees<br />

la inmortalidad 7 ; porque bajo ningún aspecto o movimiento te mudas, ni tu voluntad varía con<br />

los tiempos, porque no es una voluntad inmortal la que es ya una, ya otra. Esto me parece claro<br />

delante de ti, y te suplico que se me esclarezca más y más y que persista sobrio en esta<br />

manifestación bajo tus alas.<br />

También me dijiste, Señor, con voz fuerte en el oído interior, que todas las naturalezas y<br />

sustancias que no son lo que tú, pero que existen, las has hecho tú, y que sólo no procede de ti lo<br />

que no es, y el movimiento de la voluntad, que va de ti, ser por excelencia, a lo que es menos que<br />

tú, porque tal movimiento es pecado y delito; y que ningún pecado de nadie te daña ni perturba el<br />

orden de tu imperio en lo sumo ni en lo ínfimo. Esto me parece claro delante de ti y te suplico<br />

que se me aclare más y más y que yo persista sobrio en esta manifestación bajo tus alas.<br />

12. También me has dicho con voz fuerte en el oído interior que ni aquella criatura te es coeterna,<br />

cuyo deleite eres tú solo, y que gustándote con perseverantísima pureza, en ningún lugar ni<br />

tiempo muestra su mutabilidad; y siendo siempre presente a ti, se te adhiere con todo el afecto; no<br />

teniendo futuro que esperar ni pasado al que transmitir lo que recuerda, no varía con ninguna<br />

alternativa ni se distiende en los tiempos. ¡Oh feliz [criatura], si ella existe en alguna parte, en<br />

adherirse a tu beatitud; feliz por ti, su eterno inhabitador e iluminador! Ni hallo cosa que con más<br />

gusto crea se deba llamar cielo del cielo para el Señor que la tu casa, que contempla tu<br />

delectación sin ningún desfallecimiento por no tener que pasar a otra cosa: mente pura,<br />

concordísimamente una en el fundamento de la paz de los santos espíritus ciudadanos de tu<br />

ciudad en los cielos, por encima de estos nuestros cielos.<br />

13. Por aquí entienda el alma, cuya peregrinación se ha hecho larga, si tiene ya sed de ti, si sus<br />

lágrimas son ya su pan, en tanto que le dicen todos los días. ¿dónde está tu Dios? 8 ; si te pide<br />

una sola cosa y sólo ésta busca, que es habitar en tu casa todos los días de su vida 9 -y ¿cuál es su<br />

vida sino tú?, y ¿cuáles son tus días sino tu eternidad, como son tus años, que no terminan,<br />

porque eres siempre el mismo 10 ?-, entienda, digo, por aquí el alma que es capaz cuán muy por<br />

encima de todos los tiempos eres eterno, cuando tu casa, que no ha peregrinado, ni te es coeterna,<br />

adhiriéndose a ti incesante e indefinidamente, no padece ya vicisitud alguna de tiempos. Esto me<br />

parece claro en tu presencia, y te suplico que me lo sea más y más y persista sobrio en esta<br />

manifestación bajo tus alas.<br />

14. He aquí no sé qué de informe que hallo en estas mutaciones de las cosas extremas e ínfimas;<br />

y ¿quién podrá decirme sino el que vaga y gira con sus fantasmas por los vacíos de su corazón;<br />

quién sino tal podrá decirme si, disminuida y consumida toda especie sensible y quedando sola la<br />

informidad, por medio de la cual la cosa se muda y vuelve de especie en especie, puede ella<br />

producir las vicisitudes de los tiempos? Ciertamente que no puede; porque sin variedad de<br />

movimientos no hay tiempos, y donde no hay forma alguna no hay tampoco variedad alguna.<br />

CAPITULO XII<br />

15. Bien consideradas estas cosas, ¡oh Dios mío!, en cuanto lo donas, en cuanto me incitas a<br />

llamar y en cuanto abres al que llama, hallo las dos cosas que hiciste y que carecen de tiempo,<br />

ninguna de las cuales es coeterna contigo: una de tal modo formada; que sin ningún<br />

132


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

desfallecimiento de contemplación, sin ningún intervalo de cambio, aunque mudable, goza<br />

inmutable de cierta eternidad e inconmutabilidad; la otra de tal modo informe, que no tenía forma<br />

de la cual pudiese pasar a otra forma, ya de movimiento, ya de reposo, por donde estuviese sujeta<br />

al tiempo. Pero no dejaste que ésta fuese informe, porque antes de todo día, en el principio,<br />

hiciste el cielo y la tierra, las dos cosas de que antes hablaba. Mas la tierra era invisible e<br />

incompuesta y las tinieblas estaban sobre el abismo. Con estas palabras se indica la informidad -<br />

a fin de ser gradualmente preparados aquellos que no pueden pensar o concebir una privación<br />

absoluta de forma que no llega, sin embargo, a la nada- de donde había de salir otro cielo y tierra<br />

visible y compuesta, y el agua especiosa, y cuanto después en la formación del mundo presente se<br />

conmemora haber sido hecho en los seis días, porque son tales que en ellos pueden realizarse los<br />

cambios de los tiempos por las ordenadas conmutaciones de los movimientos y de las formas.<br />

CAPITULO XIII<br />

16. Esto es lo que comprendo ahora, Dios mío, cuando oigo a tu <strong>Escritura</strong> que dice: En el<br />

principio hizo Dios el cielo y la tierra; mas la tierra era invisible e incompuesta y las tinieblas<br />

estaban sobre el abismo, sin conmemorar qué día hiciste estas cosas. Así lo que entiendo yo<br />

ahora a causa de aquel cielo del cielo, el cielo intelectual, en donde es propio del entendimiento<br />

conocer las cosas conjuntamente y no en parte, no en enigma, no por espejo, sino totalmente, en<br />

visión, cara a cara 11 , no ahora esto y luego aquello, sino lo que hemos dicho: conocimiento<br />

simultáneo, sin vicisitud alguna de tiempos; y así lo entiendo también a causa de la "tierra<br />

invisible e incompuesta", sin vicisitud alguna de tiempos, la cual suele tener ahora un ser, luego<br />

otro, porque lo que no tiene especie alguna no puede ser esto o aquello.<br />

Por causa de estas dos cosas: la primera, formada; la otra, totalmente informe; aquélla, cielo, pero<br />

cielo de cielo; ésta, tierra, mas tierra invisible e incompuesta; por razón de estas dos cosas<br />

entiendo ahora que dice tu <strong>Escritura</strong> sin mención de días: En el principio hizo Dios el cielo y la<br />

tierra. Por eso al punto añadió a qué tierra se refería. Y así, cuando en el día segundo se<br />

conmemora que fue hecho el firmamento, llamado cielo, claramente insinúa de qué cielo habló<br />

antes, al no mentar los días.<br />

CAPITULO XIV<br />

17. Maravillosa profundidad la de tus <strong>Escritura</strong>s, cuya superficie ved que aparece ante nosotros<br />

acariciando a los pequeñitos; ¡pero maravillosa profundidad la suya, Dios mío, maravillosa<br />

profundidad! Horror me causa fijar la vista en ella, pero es un horror de respeto y un temor de<br />

amor. Les tengo odio vehementísimo a sus enemigos. ¡Oh si los mataras con la espada de dos<br />

filos y no fueran más sus enemigos! Porque de tal modo amo que sean muertos a sí, que sólo<br />

vivan para ti.<br />

Mas he aquí otros, no reprensores, sino alabadores del libro del Génesis, que dicen: "No es esto lo<br />

que quiso que se entendiera en estas palabras el Espíritu de Dios, que es quien escribió estas<br />

cosas por medio de Moisés su siervo; no quiso que se entendiera eso que tú dices, sino otra cosa:<br />

lo que decimos nosotros." A los cuales, tomándote a ti, ¡oh Dios de todos nosotros!, por árbitro,<br />

respondo de esta manera.<br />

CAPITULO XV<br />

18. ¿Acaso diréis que son falsas las cosas que me dice en el oído interior con voz fuerte la <strong>Verdad</strong><br />

acerca de la verdadera eternidad del Creador: que su sustancia no varía de ningún modo con los<br />

tiempos, ni que su voluntad es extraña a su sustancia, razón por la cual no quiere ahora esto y<br />

luego aquello, sino que todas las cosas que quiere las quiere de una vez y a un tiempo y siempre,<br />

no una vez y otra vez, ni ahora éstas y luego aquéllas; ni quiere después lo que no quería antes ni<br />

quiere ahora lo que antes quiso?; porque semejante voluntad sería mudable, y todo lo que es<br />

mudable no es eterno, y nuestro Dios es eterno.<br />

133


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

¿Asimismo [me diréis que es falso] lo que me dice la <strong>Verdad</strong> en el oído interior: que la<br />

expectación de las cosas por venir se convierte en visión cuando llegan, así como la visión se<br />

transforma en memoria cuando han pasado? Porque toda intención que así varía es mudable, y<br />

todo lo que se muda no es eterno, y nuestro Dios es eterno.<br />

Yo agrupo estas verdades y las junto, y hallo que mi Dios, Dios eterno, no creó con nueva<br />

voluntad al mundo, ni su ciencia puede padecer nada transitorio.<br />

19. ¡Qué decís ahora, oh contradictores? ¿Son acaso falsas estas cosas?<br />

- No -dicen. .<br />

-Pues ¿cuál lo es? ¿Es tal vez falso que toda naturaleza formada o materia formable procede de<br />

aquel que es sumamente bueno por ser sumamente?<br />

-Tampoco negamos esto -dicen.<br />

-Pues entonces ¿qué? ¿Negáis tal vez que exista una criatura tan sublime que se adhiera a Dios<br />

verdadero y de verdad eterno con tan casto amor que, aunque no le sea coeterna, jamás se separe<br />

de él ni se deje arrastrar por ninguna variedad ni vicisitud temporal, sino que descanse en la<br />

verdaderísima contemplación de sólo él, porque tú, ¡oh Dios!, muestras a quien te ama cuanto<br />

mandas, y le bastas, y por eso no se desvía de ti ni aun para mirarse a sí?<br />

Esta es la casa de Dios, no terrena ni corpórea con mole celeste alguna, sino espiritual y<br />

participante de tu eternidad, porque no sufre detrimento eternamente. Porque tú la estableciste en<br />

los siglos de los siglos; la pusiste un precepto y no lo traspasará 12 . Sin embargo, no te es<br />

coeterna, por no carecer de principio al haber sido creada.<br />

20. Ciertamente que aunque no hallamos tiempo antes de ella, puesto que la sabiduría fue creada<br />

la primera de todas las cosas 13 -no digo aquella Sabiduría que es, ¡oh Dios nuestro!, totalmente<br />

coeterna y parigual a ti, su Padre, y por quien fueron hechas todas las cosas y en cuyo principio<br />

hiciste el cielo y la tierra, sino aquella otra sabiduría creada, esto es, aquella naturaleza intelectual<br />

que es luz por la contemplación de la luz, porque también, aunque creada, es llamada sabiduría;<br />

mas, cuanto es diferente la luz que ilumina de la que es reflejada, tanto difiere la sabiduría que<br />

crea de la que es creada, como difiere la justicia justificante de la justicia obrada en nosotros por<br />

la justificación; porque también somos llamados justicia tuya, conforme dice uno de tus siervos:<br />

... a fin de que seamos justicia de Dios en él, razón por la cual existe una sabiduría creada antes<br />

que todas las cosas, la cual, aunque creada, es la mente racional e intelectual de tu casta ciudad,<br />

nuestra Madre, que está allá arriba y es libre y eterna en los cielos 14 ; ¿y en qué cielos sino en los<br />

cielos de los cielos 15 , que te alaban, porque también éste es cielo del cielo para el Señor?-,<br />

aunque no hallamos tiempo, digo, antes de ella, por anteceder a la creación del tiempo, ya que es<br />

la primera creada de todas las cosas, existe, sin embargo, antes de ella la eternidad del mismo<br />

Creador, creada por el cual tomó principio, y aunque no de tiempo, porque todavía no existía el<br />

tiempo, sí al menos de su propia creación.<br />

21. Pero de tal modo tiene el ser de ti, ¡oh Dios nuestro!, que es totalmente cosa distinta de ti y no<br />

lo mismo que tú. Y si bien no hallamos tiempo, no sólo antes de ella, pero ni aun siquiera en ella<br />

-porque es idónea para ver siempre tu faz y no se aparta jamás de ella, lo cual hace que por<br />

ningún cambio varíe-, le es, sin embargo, propia la mutabilidad; por lo que se oscurecería y se<br />

resfriaría si no fuera que con el amor grande con que se adhiere a ti luciera y ardiese de ti como<br />

un eterno mediodía.<br />

¡Oh casa luminosa y bella!, amado he tu hermosura y el lugar donde mora la gloria 16 de mi<br />

Señor, tu hacedor y tu poseedor. Por ti suspire mi peregrinación, y dígale al que te hizo a ti que<br />

también me posea a mí en ti, porque también me ha hecho a mí. Erré como oveja perdida 17 , mas<br />

espero ser transportado a ti en los hombros de mi pastor, tu estructurador.<br />

134


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

22.¿Qué me decís, contradictores a los que antes hablaba, y que, sin embargo, creéis que Moisés<br />

fue siervo piadoso de Dios y que sus libros son oráculo del Espíritu Santo? ¿No es acaso esta casa<br />

de Dios, no digo yo coeterna con él, pero sí a su modo eterna en los cielos, en donde vanamente<br />

buscáis cambios de tiempos, porque no los halláis, puesto que sobrepasa toda extensión y todo<br />

espacio voluble de tiempo, para quien es el bien adherirse siempre a Dios? 18<br />

-Sí lo es -dicen.<br />

-Pues ¿cuál de las cosas que mi corazón gritó al Señor cuando oía interiormente la voz de su<br />

alabanza 19 , cuál de ellas, decidme de una vez, pretendéis que es falsa? ¿Acaso porque dije que<br />

existía una materia informe, en la que por no haber forma alguna no había ningún orden? Mas<br />

donde no había orden tampoco podía haber vicisitud de tiempos. Con todo, este cuasi-nada, en<br />

cuanto no era totalmente nada, ciertamente procedía de aquel de quien procede cuanto existe y<br />

que de algún modo es algo.<br />

-Tampoco -dicen- negamos esto.<br />

CAPITULO XVI<br />

23.Pues con éstos quiero hablar ahora en tu presencia, Dios mío, los cuales conceden ser<br />

verdaderas todas estas cosas que no cesa de decirme interiormente en el alma tu verdad. Porque<br />

los que las niegan ladren cuanto quieran y atruénense a sí mismos, que yo me esforzaré por<br />

persuadirles que se calmen y ofrezcan paso hacia sí a tu palabra. Mas si no quisieren y me<br />

rechazaren, suplícate, Dios mío, que no calles tú para mí 20 . Háblame tú verazmente en mi<br />

interior, porque sólo tú eres el que así habla; y concédeme que les deje fuera soplando en el polvo<br />

y levantando tierra contra sus ojos en tanto que yo entro en mi retrete y te canto un cántico de<br />

enamorado, gimiendo con gemidos inenarrables en mi peregrinación; acordándome de Jerusalén,<br />

alargando hacia ella, que está arriba, mi corazón; de Jerusalén la patria mía, de Jerusalén la mi<br />

madre, y de ti, su Rey sobre ella, su iluminador, su padre, su tutor, su marido, sus castas y<br />

grandes delicias, su sólida alegría y todos los bienes inefables, a un tiempo todos; porque tú eres<br />

el único, el sumo y verdadero bien. Que no me aparte más de ti hasta que, recogiéndome, cuanto<br />

soy, de esta dispersión y deformidad, me conformes, y confirmes eternamente, ¡oh Dios mío,<br />

misericordia mía!, en su paz de madre carísima, donde están las primicias de mi espíritu y de<br />

donde me viene la certeza de estas cosas.<br />

Pero con aquellos que no dicen que sean falsas todas las cosas que hemos dicho ser verdaderas, y<br />

que honran y colocan, como nosotros, en la cumbre de la autoridad que ha de seguirse a aquella<br />

tu Santa <strong>Escritura</strong>, editada por el santo Moisés, y que, sin embargo, nos contradicen en algo, así<br />

es como les hablo. Tú, ¡oh Dios nuestro!, serás juez. entre mis confesiones y sus contradicciones.<br />

CAPITULO XVII<br />

24. Porque dicen:<br />

-Aunque sean verdaderas estas cosas, no fijaba, sin embargo, Moisés la mirada en estas dos<br />

cosas, cuando por revelación del Espíritu decía: En el principio hizo Dios el cielo y la tierra. Ni<br />

con el nombre de cielo significó aquella espiritual o intelectual criatura que contempla sin cesar<br />

la faz de Dios, ni con el nombre de tierra la materia informe.<br />

-¿Qué significó, pues?<br />

-Lo que nosotros decimos -responden-, eso es lo que aquel varón sintió y lo que en aquellas<br />

palabras expresó.<br />

-¿Y qué es ello?<br />

-Con el nombre de cielo y tierra -dicen- quiso primero significar todo este mundo visible<br />

universal compendiosamente, para ir después exponiendo por el orden de los días, como<br />

articuladamente, todas y cada una de las cosas que plugo al Espíritu Santo enunciar de este modo.<br />

135


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Porque tales hombres eran los que constituían aquel pueblo rudo y carnal a quien hablaba, que no<br />

juzgó oportuno encomendarles otras obras de Dios que las solas visibles.<br />

Convienen, pues, en que no es incongruente afirmar que por tierra invisible e incompuesta y<br />

abismo tenebroso se ha de entender la materia informe, de donde a continuación se dice haber<br />

sido hechas en aquellos días y dispuestas todas estas cosas visibles, conocidas de todos.<br />

25. ¿Y qué si otro dijere que esta misma informidad y confusión de la materia es insinuada<br />

primeramente con el nombre de cielo y tierra por haber sido formado y perfeccionado de ella este<br />

mundo visible con todas las naturalezas que en él aparecen clarísimamente, y que frecuentemente<br />

suele ser denominado cielo y tierra? ¿Y qué si otro dijere que la naturaleza invisible y visible es<br />

llamada no impropiamente cielo y tierra, y, por tanto, que toda la creación que Dios hizo en la<br />

sabiduría, esto es, en el principio, está de este modo comprendida en estas dos palabras; pero que<br />

por no ser de la misma sustancia de Dios, sino hechas, todas de la nada, porque no son lo que<br />

Dios, les es propia a todas ellas cierta mutabilidad, ya sean permanentes, como la casa eterna de<br />

Dios; ya mudables, como el alma y el cuerpo del hombre; y que esta materia común a todas las<br />

cosas visibles e invisibles -materia todavía informe, más ciertamente susceptible de forma, de<br />

donde había de salir el cielo y la tierra, es decir, la creación visible e invisible, una y otra ya<br />

formadas-, designada con estos nombres, es llamada tierra invisible e incompuesta y tinieblas<br />

sobre el abismo con esta distinción: que por tierra invisible e incompuesta se entienda la materia<br />

corporal antes de toda cualidad de forma, y por tinieblas sobre el abismo, la materia espiritual<br />

antes de la cohibición de su, digamos, inmoderada fluidez y de la iluminación de la Sabiduría?<br />

26. Todavía cabe una nueva interpretación, si a algún otro le place, y es que cuando leemos en el<br />

principio hizo Dios el cielo y la tierra, no quiso significar por los nombres de cielo y tierra<br />

aquellas naturalezas ya perfectas y formadas, visibles e invisibles, sino la todavía informe<br />

incoación de las cosas, la materia formable y creable, llamada con tales nombres por estar ya en<br />

ella confusas, aunque no diferenciadas por cualidades y formas, estas cosas que ahora,<br />

distribuidas por sus órdenes, se llaman cielo y tierra: aquélla, criatura espiritual; ésta, corporal.<br />

CAPITULO XVIII<br />

27. Oídas y consideradas todas estas cosas, no quiero discutir por cuestión de palabras, que no es<br />

útil para nada, sino para confusión de los oyentes 21 . Mas para edificación, buena es la ley, si<br />

alguno usare bien, de ella 22 , pues su fin es la caridad, que nace del corazón puro, de la buena<br />

conciencia y de la fe no fingida 23 ; y sé bien en qué dos preceptos suspendió nuestro Maestro<br />

toda la ley y los profetas 24 . Mas pudiéndose entender diversas cosas en estas palabras, las cuales<br />

son, sin embargo, verdaderas, ¿qué inconveniente puede haber para mí que te las confieso<br />

ardientemente, ¡oh Dios mío, luz de mis ojos en lo interior!; qué daño, digo, me puede venir de<br />

que entienda yo cosa distinta de lo que otro cree que intentó el sagrado escritor?<br />

Todos los que leemos, sin duda nos esforzamos por averiguar y comprender lo que quiso decir el<br />

autor que leemos, y cuando le creemos veraz, no nos atrevemos a afirmar que haya dicho nada de<br />

lo que entendemos o creemos que es falso.<br />

De igual modo, cuando alguno se esfuerza por entender en las Santas <strong>Escritura</strong>s aquello que<br />

intentó decir en ellas el escritor, ¿qué mal hay en que yo entienda lo que tú, luz de todas las<br />

mentes verídicas, muestras ser verdadero, aunque no haya intentado esto el autor a quien lee, si<br />

ello es verdad, aunque realmente no lo intentara?<br />

CAPITULO XIX<br />

28. Porque verdad es, Señor, que tú hiciste el cielo y la tierra; verdad que el principio en que<br />

hiciste todas las cosas 25 es tu sabiduría; verdad asimismo que este mundo visible tiene dos<br />

grandes partes, el cielo y la tierra, breve compendio de todas las naturalezas hechas y creadas; y<br />

verdad igualmente que todo lo mudable sugiere a nuestro pensamiento la idea de cierta<br />

136


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

informidad, susceptible de forma y de cambios y mutaciones de una en otra. <strong>Verdad</strong> que no<br />

padece acción de los tiempos lo que de tal modo está unido a la forma inconmutable, que, aun<br />

siendo mudable, no se muda; verdad que la informidad, que es casi-nada, no puede recibir las<br />

variaciones de los tiempos; verdad que aquello de que se hace una cosa puede, en cierto modo de<br />

hablar, llevar el nombre de la cosa que se forma de ella: por donde pudo ser llamado cielo y tierra<br />

cualquier informidad de donde fue hecho el cielo y la tierra; verdad que, de todas las cosas<br />

formadas, nada hay tan próximo a lo informe como la tierra y el abismo; verdad que no sólo lo<br />

creado y formado, sino también todo lo creable y formable, es obra tuya, de quien proceden todas<br />

las cosas; verdad, finalmente, que todo lo que es formado de lo informe es primeramente informe<br />

y luego formado.<br />

CAPITULO XX<br />

29. De todas estas verdades, de las que no dudan aquellos a quienes has dado ver con el ojo<br />

interior del alma tales cosas y que creen firmemente que Moisés, tu siervo, habló con espíritu de<br />

verdad; de todas estas verdades, digo, una cosa toma para sí el que dice: En el principio hizo Dios<br />

el cielo y la tierra; esto es, en su Verbo, coeterno con él, hizo Dios las criaturas inteligibles y<br />

sensibles o las espirituales y las corporales.<br />

Otra el que dice: En el principio hizo Dios el cielo y la tierra; esto es, en su Verbo, coeterno<br />

consigo, hizo Dios toda la materia de este mundo corpóreo, con todas las naturalezas manifiestas<br />

y conocidas que contiene.<br />

Otra el que dice: En el principio hizo Dios el cielo y la tierra; esto es, en su Verbo, coeterno<br />

consigo, hizo Dios la materia informe de las criaturas espirituales y corporales.<br />

Otra el que dice: En el principio hizo Dios el cielo y la tierra; esto es, en su Verbo, coeterno<br />

consigo, hizo Dios la materia informe de la creación corporal, en donde estaban confusos el cielo<br />

y la tierra, que ahora, ya distintos y formados, percibimos en la mole de este mundo.<br />

Otra el que dice: En el principio hizo Dios el cielo y la tierra; esto es, en el principio mismo del<br />

hacer y del obrar hizo Dios la materia informe que contenía confusamente el cielo y la tierra, de<br />

donde salieron formados, como ahora están y aparecen, con todas las cosas que hay en ellos.<br />

CAPITULO XXI<br />

30. Igualmente, por lo que mira a la inteligencia de las palabras que se siguen, de todas aquellas<br />

verdades, una cosa toma para sí el que dice: La tierra era invisible e incompuesta, y las tinieblas<br />

estaban sobre el abismo; esto es, que aquello corpóreo que hizo Dios era la materia informe de<br />

las cosas corpóreas, sin orden y sin luz.<br />

Otra el que dice: La tierra era invisible e incompuesta, y las tinieblas estaban sobre el abismo;<br />

esto es, este todo llamado cielo y tierra era todavía materia informe y tenebrosa, de la cual se<br />

habían de hacer el cielo corpóreo y la tierra corpórea con todas las cosas que hay en ellos<br />

sensibles a los sentidos.<br />

Otra el que dice: La tierra era invisible e incompuesta, y las tinieblas estaban sobre el abismo;<br />

esto es, este todo llamado cielo y tierra era todavía materia informe y tenebrosa, de donde había<br />

de salir el cielo inteligible -que en otra parte se llama cielo del cielo- y la tierra, es decir, toda<br />

naturaleza corpórea, bajo cuyo nombre se ha de entender también este cielo corpóreo, de donde<br />

había de salir toda criatura visible e invisible.<br />

Otra el que dice: La tierra era invisible e incompuesta, y las tinieblas estaban sobre el abismo;<br />

esto es, la <strong>Escritura</strong> no designó con los nombres de cielo y tierra a aquella informidad, sino dice<br />

que ya existía dicha informidad, a la que llamó "tierra. invisible e incompuesta y abismo<br />

tenebroso", y de la cual había dicho antes que "hizo Dios el cielo y la tierra", esto es, la criatura<br />

espiritual y corporal.<br />

137


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Otra, finalmente, el que dice: La tierra era invisible e incompuesta, y las tinieblas estaban sobre<br />

el abismo; esto es, que había una cierta informidad, ya hecha materia, de la que antes dijo la<br />

<strong>Escritura</strong> que había hecho Dios el cielo y la tierra, es decir, la mole corpórea total del mundo,<br />

distribuida en dos enormes partes, una superior y la otra inferior, con todas las criaturas que<br />

vemos y conocemos que existen en ellas.<br />

CAPITULO XXII<br />

31. Mas si alguno tentase oponerse a estas dos últimas sentencias, diciendo: "Si no queréis ver<br />

designada con el nombre de cielo y tierra a esta materia informe, luego había ya algo que Dios no<br />

había creado, de donde había de hacer el cielo y la tierra; porque tampoco la <strong>Escritura</strong> deja<br />

narrado que Dios hiciese esta materia, a no ser que la entendamos significada con el nombre de<br />

cielo y tierra o con el de tierra solamente al decir: En el principio creó Dios el cielo y la tierra,<br />

de modo que aquello que sigue: Mas la tierra era invisible e incompuesta, aunque así le<br />

pluguiese [a Moisés] llamar a la materia informe, no entendamos, sin embargo, sino a aquella que<br />

hizo Dios indicada en lo antes escrito: ..., responderán los asertores de estas dos sentencias que<br />

hemos puesto las últimas, ya los de la una, ya los de la otra, al oír tales cosas, diciendo: "No<br />

negamos ciertamente que esta materia informe ha sido hecha por Dios, por Dios, de quien<br />

proceden todas las cosas sobremanera buenas; porque así como decimos que es mayor bien lo<br />

que ha sido creado y formado, así también confesamos que es menor bien lo que ha sido hecho<br />

creable y formable, pero al fin bueno.<br />

Cierto es que la <strong>Escritura</strong> no recuerda que Dios hiciese esta informidad, pero tampoco<br />

conmemora otras muchas cosas, v. gr., los querubines y serafines, y las sedes, dominaciones,<br />

principados y potestades 26 , de que habla distintamente el Apóstol, los cuales, sin embargo,<br />

fueron hechos por Dios. Porque si en aquello que se dijo: Hizo el cielo y la tierra, fueron<br />

comprendidas todas las cosas, ¿qué decimos de las aguas, sobre las que era llevado el Espíritu de<br />

Dios 27 ?<br />

Porque si se entienden juntamente con la llamada tierra, ¿cómo se habrá de entender ya con el<br />

nombre de tierra la materia informe, cuando vemos las aguas tan hermosas? Y dado que lo<br />

entendemos así, ¿por qué se escribió que de tal informidad se hizo el firmamento, llamado cielo,<br />

y no se escribió que habían sido hechas las aguas? Porque no son informes e invisibles las que<br />

vemos fluir con tan bella apariencia. Y si esta apariencia la recibieron cuando dijo Dios: "Sea<br />

congregada el agua que está bajo el firmamento" 28 , de modo que esta reunión sea su misma<br />

formación, ¿que se responderá de las aguas que están sobre el firmamento, puesto que informes<br />

no hubieran merecido recibir asiento tan honroso, ni se halla escrito en virtud de qué palabra<br />

fueron formadas?<br />

De aquí es que si el Génesis calla haber hecho Dios alguna cosa que, sin embargo, ni la fe sana ni<br />

la razón clara dudan haberla hecho Dios, ni, por lo mismo, ninguna prudente doctrina se puede<br />

atrever a decir que estas aguas son coeternas a Dios por el hecho de oírlas mencionar en el libro<br />

del Génesis, en el que, sin embargo, no hallamos cuándo fueron hechas, ¿por qué no hemos de<br />

entender, enseñándonoslo la <strong>Verdad</strong>, que también la materia informe que la <strong>Escritura</strong> llama tierra<br />

invisible e incompuesta y abismo tenebroso ha sido hecha por Dios de la nada y, por lo tanto, que<br />

no le es coeterna, aunque dicho relato no diga cuándo fue hecha?<br />

CAPITULO XXIII<br />

32. Oídas, pues, estas cosas y consideradas según la capacidad de mi flaqueza -la cual te<br />

confieso, ¡oh Dios mío!, que la conoces-, veo que pueden originarse dos géneros de cuestiones<br />

cuando por medio de signos se relata algo por nuncios veraces: una si se discute acerca de la<br />

verdad de las cosas, otra acerca de la intención del que relata. Del mismo modo, una cosa es lo<br />

138


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

que inquirimos sobre la creación de las cosas, qué sea verdad, y otra qué fue lo que Moisés,<br />

ilustre servidor de tu fe, quiso que entendiera en tales palabras el lector y oyente.<br />

En cuanto al primer género de disputa, apártense de mí todos los que creen saber las cosas que<br />

son falsas. Respecto del segundo, apártense de mí todos los que creen que Moisés dijo cosas<br />

falsas. Júnteme, Señor, en ti con aquéllos y góceme en ti con ellos, que son apacentados por tu<br />

verdad en la latitud de la caridad, y juntos nos acerquemos a las palabras de tu libro y busquemos<br />

en ellas tu intención a través de la intención de tu siervo, por cuya pluma nos dispensaste estas<br />

cosas.<br />

CAPITULO XXIV<br />

33.Pero entre tantas cosas verdaderas como se ofrecen a los investigadores en aquellas palabras<br />

entendidas de diversas maneras, ¿quién de nosotros halló dicha intención, de modo que pueda<br />

decir con la misma certeza que esto fue lo que intentó Moisés y que esto fue lo que quiso que se<br />

entendiera en aquella narración, que afirma ser esto que dice verdadero, ya quisiera decir aquél<br />

esto, ya otra cosa?<br />

He aquí, Dios mío, que yo, tu siervo, te quise ofrecer un sacrificio de alabanza en estas Letras: yo<br />

te suplico por tu misericordia que te cumpla mi promesa 29 .<br />

Ved que digo con toda confianza que hiciste todas las cosas, visibles e invisibles, en tu Verbo<br />

inconmutable; pero ¿digo tan confiadamente que no intentó [Moisés] otra cosa que ésta cuando<br />

escribía: En el principio hizo Dios el cielo y la tierra, puesto que no veo en su mente -como veo<br />

en tu verdad ser esto cierto- que pensase aquél en esto al escribir tales cosas? Porque pudo<br />

pensar, al decir en el principio, en el comienzo mismo del obrar; pudo también querer que se<br />

entendiese en este lugar por cielo y tierra no alguna naturaleza ya formada y acabada, bien<br />

espiritual, bien corporal, sino una y otra comenzadas, pero todavía informes. Veo que pudo decir<br />

con verdad cualquiera de estas dos cosas; mas cuál de ellas tenía en la mente al decir estas<br />

palabras, no lo veo ya tan claro, aunque no dudo que aquel gran varón veía en su mente, cuando<br />

decía estas palabras, que percibía la verdad y que la expresaba aptamente, sea ésta alguno de los<br />

sentidos expuestos o sea otra cosa distinta.<br />

CAPITULO XXV<br />

34.Nadie ya me sea molesto diciéndome: "No intentó Moisés esto que tú dices, sino esto otro que<br />

yo digo." Porque si me dijese: "¿De dónde sabes tú que Moisés intentó decir esto que tú afirmas<br />

de sus palabras?", debería sobrellevarlo con buen ánimo y responderle tal vez lo que respondí<br />

más arriba, o un poco más largamente, si fuese duro de convencer.<br />

Pero cuando me dice: "No sintió aquél lo que tú dices, sino lo que yo digo, y, por otra parte, no<br />

niega que sea verdad lo que el uno y el otro decimos, ¡oh vida de los pobres, Dios mío, en cuyo<br />

seno no hay contradicción!, derrama sobre mi corazón una lluvia de calmantes a fin de que pueda<br />

tolerar a tales individuos, quienes no dicen esto porque sean adivinos y hayan visto en el corazón<br />

de tu siervo lo que dicen, sino porque son soberbios; ni es que conozcan el pensamiento de<br />

Moisés, sino que aman el suyo, no porque sea verdadero, sino porque es suyo. De otro modo<br />

amarían igualmente lo que es verdadero; como amo yo lo que dicen, cuando dicen verdad, no<br />

porque sea de ellos, sino porque es verdadero y, por tanto, no ya de ellos, puesto que es verdad.<br />

Pero si aman lo que dicen porque es verdadero, ciertamente es de ellos, aunque también mío,<br />

porque pertenece al común de todos los amantes de la verdad.<br />

Mas que ellos sostengan que Moisés no sintió lo que yo digo, sino lo que ellos dicen, no lo quiero<br />

ni lo amo; porque aunque así fuera, semejante temeridad no es hija de la ciencia, sino de la<br />

audacia; ni lo es de visión, sino de soberbia. Por eso, Señor, son terribles tus juicios, porque tu<br />

verdad no es mía ni de aquél o del de más allá, sino de todos nosotros, a cuya comunicación nos<br />

llama públicamente, advirtiéndonos terriblemente que no queramos poseerla privada, para no<br />

139


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

vernos de ella privados. Porque cualquiera que reclame para sí propio lo que tú propones para<br />

disfrute de todos, y quiera hacer suyo lo que es de todos, será repelido del bien común hacia lo<br />

que es suyo, esto es, de la verdad a la mentira. Porque el que habla mentira, de lo que es suyo<br />

habla 30 .<br />

35. Atiende, ¡oh Juez óptimo, Dios, la verdad misma!, presta atención a lo que voy a decir a este<br />

contradictor; atiende, sí, porque hablo delante de ti y de mis hermanos, que legítimamente usan<br />

de la ley, cuyo fin es la caridad; atiende y ve lo que digo, si es de tu agrado. Porque a este tal le<br />

respondo yo de este modo fraternal y pacífico: "Si los dos vemos que es verdad lo que dices, y<br />

asimismo vemos los dos que es verdad lo que yo digo, ¿en dónde, pregunto, lo vemos? No<br />

ciertamente tú en mí ni yo en ti, sino ambos en la misma inconmutable <strong>Verdad</strong>, que está sobre<br />

nuestras mentes".<br />

Pues si no disentimos acerca de la luz misma de nuestro Señor Dios, ¿por qué contendemos<br />

acerca del pensamiento del prójimo, el cual no podemos ver, como se ve la inconmutable <strong>Verdad</strong>;<br />

y tanto, que si el mismo Moisés se nos apareciese y dijera: "Esto fue lo que pensé", no lo<br />

viéramos aún así, sino que lo creeríamos? Así, pues, no se engría con motivo de lo que está<br />

escrito un hermano contra otro por favorecer a un tercero 31 . Amemos al Señor Dios nuestro de<br />

todo corazón, con toda el alma, con toda la mente, y al prójimo como a nosotros mismos 32 . Si no<br />

creemos que por estos dos preceptos de la caridad sintió Moisés cuanto sintió en aquellos libros,<br />

hacemos mentiroso al Señor opinando del alma de nuestro siervo otra cosa de lo que él enseñó.<br />

Ve, pues, cuán necio sea afirmar temerariamente, entre tanta multitud de sentencias verdaderas<br />

como pueden sacarse de aquellas palabras, cuál de ellas intentó concretamente Moisés y ofender<br />

con perniciosas disputas a la misma caridad, por amor de la cual dijo aquél todas las cosas cuyo<br />

sentido nos esforzamos por explicar.<br />

CAPITULO XXVI<br />

36. Y, sin embargo, ¡oh Dios mío, encumbramiento de mi humildad y descanso de mi trabajo,<br />

que escuchas mis confesiones y perdonas mis pecados!, puesto que me mandas que ame a mi<br />

prójimo como a mí mismo, no puedo creer de tu fidelísimo siervo Moisés que recibiese menos de<br />

tu don de lo que yo hubiera optado y deseado me concedieras a mí si hubiera nacido en el tiempo<br />

en que él nació y hubiera sido puesto en su lugar, para que por el ministerio de mi corazón y de<br />

mi lengua fuesen dispensadas aquellas Letras, que después habían de ser de tanto provecho a<br />

todos los pueblos y tanto habían de prevalecer en todo el orbe por su excelsa autoridad sobre las<br />

palabras de todas las falsas y soberbias doctrinas.<br />

Porque hubiera querido, si entonces fuera yo Moisés -ya que venimos todos de la misma masa 33 ,<br />

y ¿qué es el hombre sino lo que tú acuerdas que sea? 34 -, hubiera querido, digo, si entonces fuera<br />

yo él y me hubieras encomendado escribir el libro del Génesis, que me hubiese sido dada tal<br />

facultad de hablar y tal manera de disponer mis palabras que aquellos que no pueden todavía<br />

comprender cómo Dios crea no rehusasen mis palabras como superiores a sus fuerzas, y los que<br />

ya lo pueden hallasen que, en cualquier sentencia verdadera que viniesen a dar con el<br />

pensamiento, no estaba excluida de estas breves palabras de tu siervo; y, finalmente, que si otro<br />

viese otra cosa distinta en la luz de la verdad ni aun esta misma dejase de ser comprendida en<br />

dichas palabras.<br />

CAPITULO XXVII<br />

37. Porque así como la fuente en un lugar reducido es más abundante -y surte de agua a muchos<br />

arroyuelos, que la esparcen por más anchos espacios- que cualquiera de los arroyuelos que a<br />

través de muchos espacios locales deriva de la misma fuente, así la narración de tu dispensador,<br />

que ha de aprovechar a muchos predicadores, de un pequeño número de palabras mana copiosos<br />

140


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

raudales de líquida verdad, de las que cada cual saca para sí la verdad que puede, esto éste,<br />

aquello aquél, para desenvolverlo después en largos rodeos de palabras.<br />

Porque hay algunos que cuando leen u oyen estas palabras imaginan a Dios como un hombre, o<br />

como un poder dotado de una masa enorme, que a consecuencia de un nuevo y repentino querer<br />

produjese fuera de él (el poder), como en lugares distantes, el cielo y la tierra, dos grandes<br />

cuerpos, el uno arriba y el otro abajo, en los que se hallaran contenidas todas las cosas; y cuando<br />

oyen: Dijo Dios. Hágase tal cosa y tal cosa fue hecha, piensan en palabras comenzadas y<br />

terminadas, que sonaron algún tiempo y que pasaron, después de cuyo tránsito comenzó al punto<br />

a existir lo que se ordenó que existiese. Y si por casualidad piensan alguna otra cosa por el estilo,<br />

opinan según la costumbre de la carne.<br />

En las cuales cosas, todavía como pequeños animales, mientras es llevada su flaqueza en este<br />

humildísimo género de palabras como en un seno materno, es edificada saludablemente su fe, a<br />

fin de que tengan por cierto y retengan que Dios ha hecho todas las naturalezas que sus sentidos<br />

contemplan en admirable variedad.<br />

Mas si alguno de ellos, como desdeñoso de la vileza de aquellas sentencias, con soberbia<br />

imbecilidad se sale fuera del nido en que se nutre, ¡ay!, caerá miserable; pero tú, ¡oh Señor Dios!,<br />

ten compasión de él, para que los transeúntes no pisoteen al pollo implume, y envía a tu ángel<br />

para que le reponga en el nido, a fin de que viva hasta que vuele.<br />

CAPITULO XXVIII<br />

38. Pero hay otros para quienes estas palabras no son ya nido, sino cerrado plantel, en las que ven<br />

frutos ocultos, y vuelan gozosos, y gorjean buscándolos, y los arrancan.<br />

Porque, cuando leen u oyen estas palabras, ven, ¡oh Dios eterno!, que todos los tiempos pasados<br />

y futuros son superados por tu permanencia estable, que no hay nada en la creación temporal que<br />

tú no hayas hecho, y que, sin cambiar en lo más mínimo ni nacer en ti una voluntad que antes no<br />

existiera, por ser tu voluntad una cosa contigo, hiciste todas las cosas, no semejanza tuya<br />

sustancial, forma de todas las cosas, sino una desemejanza sacada de la nada, informe, la cual<br />

habría de ser luego formada por tu semejanza, retornando a ti, Uno, en la medida ordenada de su<br />

capacidad, cuanto a cada una de las cosas se le ha dado dentro de su género. Y así fueron hechas<br />

todas muy buenas; ya permanezcan junto a ti, ya-separadas por grados cada vez más distantes de<br />

lugar y tiempo -formen o padezcan hermosas variaciones. Ven estas cosas y se gozan en la luz de<br />

tu verdad en lo poco que pueden.<br />

39. Mas, de ellos, uno se fija en lo que está escrito: En el principio hizo Dios..., y vuelve sus ojos<br />

a la sabiduría, principio, porque también ella nos habla 35 .<br />

Otro se fija en dichas palabras, y entiende por principio el comienzo de todas las cosas creadas,<br />

interpretándolas de este modo: En el principio hizo, como si dijera: primeramente hizo. Y entre<br />

los mismos que entienden por la expresión en el principio en el que tú hiciste, en la sabiduría, el<br />

cielo y la tierra, uno de ellos entiende por estos nombres del cielo y tierra, que fue designada la<br />

materia creable del cielo y de la tierra; otro, las naturalezas ya formadas y especificadas; otro, una<br />

formada y espiritual, con el nombre de cielo, y otra informe, de materia corporal, con el nombre<br />

de tierra.<br />

Y todavía, entre los que entienden por los nombres de cielo y tierra la materia informe aún, de la<br />

cual se habría de formar el cielo y la tierra, no lo entienden de un mismo modo, sino uno dice que<br />

era de donde se había de dar fin a la creación inteligible y sensible; otro, solamente que era de<br />

donde había de salir esta mole sensible corpórea que contiene en su enorme seno las naturalezas<br />

visibles que están a la vista. Pero ni aun los que creen que en este lugar son llamadas cielo y tierra<br />

las naturalezas ya dispuestas y organizadas lo entienden tampoco de un modo mismo; porque uno<br />

141


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

se refiere a la creación invisible y visible, otro a la sola visible, en la que vemos el cielo luminoso<br />

y la tierra oscura y las cosas que hay en ellos.<br />

CAPITULO XXIX<br />

40. Pero aquel que no entiende de otro modo las palabras "en el principio hizo" que si dijese<br />

"primeramente hizo", no tiene manera de entender verazmente las palabras cielo y tierra, sino<br />

entendiéndolas de la materia del cielo y de la tierra, esto es, de toda la creación, o lo que es lo<br />

mismo, de la creación inteligible y corporal.<br />

Porque, si quiere entender la creación toda, ya formada, justamente se le puede preguntar: Si esto<br />

fue lo primero que hizo Dios, ¿qué fue lo que hizo después? Pero después de hecho el universo<br />

no hallará nada, y así oirá de mala gana que le digan: ¿Qué significa aquel primeramente, si<br />

después no viene nada?<br />

Pero, si dice que primero lo hizo [el universo] informe y luego lo formó, ya no es ello absurdo,<br />

con tal que sea idóneo para discernir qué es lo que procede por eternidad, qué por tiempo, qué por<br />

elección, qué por origen: por eternidad, como Dios a todas las cosas; por tiempo, como la flor al<br />

fruto; por elección, como el fruto a la flor; por origen, como el sonido al canto.<br />

De estas cuatro cosas que he mencionado, la primera y la última se entienden dificilísimamente;<br />

las dos medias, muy fácilmente. Porque rara visión es, y en extremo ardua, Señor, contemplar tu<br />

eternidad, haciendo sin mudarse todas las cosas mudables y precediéndolas consiguientemente.<br />

Por otra parte, ¿quién hay tan agudo que vea con el alma y discierna sin gran trabajo si es primero<br />

el sonido que el canto, por la razón de ser el canto sonido formado y de que puede existir<br />

realmente algo no formado, no pudiendo, en cambio, ser formado lo que no es? Ciertamente que<br />

primero es la materia que lo que se hace de ella; mas no primero porque sea ella la que produce,<br />

antes más bien es hecha ella; ni tampoco primero por intervalo de tiempo. Porque no proferimos<br />

primero sonidos informes, sin canto, y después los adaptamos a la forma del canto, o los<br />

componemos como las tablas con las que se fabrica un arca o la plata con que se construye un<br />

vaso; porque tales materias preceden aun en tiempo a las formas de las cosas que se hacen de<br />

ellas.<br />

Pero en el canto no sucede así. Porque cuando se canta se oye el sonido del canto, mas no suena<br />

primeramente informe y después formado en canto; porque lo que de algún modo suena primero,<br />

pasa, y no queda de él nada que, tomado de nuevo, puedas reducirlo a arte; y por eso el canto se<br />

resuelve en su sonido, el cual sonido constituye su materia y debe ser formado para que haya<br />

canto.<br />

Y ésta es la razón por qué, como decía antes, es primero la materia del sonar que la forma del<br />

cantar; no primero por la potencia eficiente, puesto que el sonido no es el artífice del canto, antes<br />

está sujeto al alma que canta por el cuerpo, del que se sirve para formar el canto; ni tampoco<br />

primero por razón del tiempo, porque los dos se producen a un tiempo; ni tampoco por elección,<br />

porque no es más excelente el sonido que el canto, puesto que el canto no es sonido solamente,<br />

sino sonido bello; sino es primero por el origen porque no se forma el canto para que sea sonido,<br />

sino es el sonido el que es formado para que haya canto.<br />

Con este ejemplo entienda el que puede, que la materia de las cosas hecha primero y llamada<br />

cielo y tierra, por haberse hecho de ella el cielo y la tierra, no fue hecha primero en tiempo,<br />

puesto que las formas de las cosas son las que producen los tiempos, y aquello era informe, bien<br />

que se la conciba ligada ya con los tiempos; sin embargo, nada puede decirse de ella sino que es<br />

en cierto modo primera en tiempo, aunque sea la última en valor -porque mejores son, sin duda,<br />

las cosas formadas que las informes -y esté precedida de la eternidad del Creador, a fin de que<br />

hubiese algo de la nada, de donde poder hacer algo.<br />

CAPITULO XXX<br />

142


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

41. En esta diversidad de opiniones verídicas haga nacer la misma verdad la concordia y se<br />

compadezca nuestro Dios de nosotros, para que usemos legítimamente de la ley según el precepto<br />

de la misma, cuyo fin es la caridad pura.<br />

Por eso, si alguno me pregunta cuál de ellos intentó aquel tu siervo Moisés, [le diré que] no son<br />

estos discursos propios de mis Confesiones, si no es confesándote que no lo sé.<br />

Sin embargo, sé que son verdaderas todas aquellas sentencias, a excepción de las carnales, sobre<br />

las que ya he dicho cuanto me ha parecido. Mas a los pequeñuelos de grandes esperanzas no les<br />

aterran estas palabras de tu libro, sencillamente sublimes y copiosamente breves. Mas todos los<br />

que en estas palabras han dicho y visto cosas verdaderas, amémonos mutuamente y al mismo<br />

tiempo amémoste a ti, Señor Dios nuestro, fuente de toda verdad, si es que tenemos sed de ésta y<br />

no de cosas vanas. Y en cuanto a tu siervo, dispensador de esta <strong>Escritura</strong>, lleno de tu Espíritu,<br />

honrémosle de tal modo que creamos que, cuando tú le inspirabas al escribir estas cosas, tenía la<br />

vista puesta en aquello que principalísimamente sobresale en ellas por la luz de la verdad y el<br />

fruto de la utilidad.<br />

CAPITULO XXXI<br />

42. Así, cuando oigo decir a uno: "Moisés intentó lo que yo digo", y a otro: "Nada de esto, sino lo<br />

que yo digo", creo más religioso decir: "¿Por qué no más bien las dos cosas, si las dos cosas son<br />

verdaderas, y aun una tercera, y una cuarta, y otra cualquiera verdadera que uno crea ver en estas<br />

palabras? ¿Por qué no se ha de creer que vio todas aquellas interpretaciones aquel por quien Dios,<br />

uno, atemperó las sagradas Letras a las interpretaciones de muchos que en aquéllas habían de ver<br />

cosas verdaderas y distintas?<br />

Yo ciertamente -y lo digo de todo corazón, sin vacilar-, si, elevado a la cumbre de la autoridad,<br />

hubiese de escribir algo, más quisiera escribir de modo que mis palabras sonaran lo que cada cual<br />

pudiese alcanzar de verdadero en estas cosas que no poner una sentencia sola verdadera muy<br />

claramente, a fin de excluir las demás cuya falsedad no pudiese ofenderme. Y así no quiero, Dios<br />

mío, ser tan inconsiderado que crea no haber merecido de ti esta gracia aquel varón.<br />

Percibió, pues, éste absolutamente en estas palabras y tuvo en la mente, cuando las escribía,<br />

cuanto de verdadero hemos podido hallar en ellas y cuanto no hemos podido o todavía no hemos<br />

podido y, sin embargo, se puede hallar en ellas.<br />

43. Finalmente, Señor, tú que eres Dios y no carne y sangre, aun dado que aquel hombre no viese<br />

todos aquellos sentidos, ¿acaso se pudo ocultar a tu espíritu bueno, que me debe conducir a la<br />

tierra recta 36 , cuando tú mismo habías de revelar a los lectores venideros en estas palabras,<br />

aunque aquel por cuyo medio han sido dictadas estas cosas no tuviese en la mente tal vez mas<br />

que una sentencia de entre tantas verdaderas?<br />

Pues si ello es así, tengamos la que él pensó por más excelsa que las demás; mas tú, Señor, o<br />

muéstranos ésta u otra verdadera que te plazca, a fin de que, bien nos muestres lo que aquel<br />

hombre pensó o bien otra cosa con ocasión de las mismas palabras, seas tú quien nos apacientes,<br />

no nos engañe el error.<br />

¡He aquí, Señor, Dios mío, cuántas cosas, sí, cuántas cosas hemos escrito sobre tan pocas<br />

palabras! Con este procedimiento, ¿qué fuerzas, qué tiempo no nos serían necesarios para<br />

exponer todos tus libros? Permíteme, pues, que te confiese en ellos más sucintamente y que elija<br />

algo que tú me inspirares, verdadero, cierto y bueno, aunque me salgan al paso muchas cosas allí<br />

donde pueden ofrecerse muchas; y esto con tal fidelidad de mi confesión, que si atinare con lo<br />

que pensó tu ministro, sea bien y perfectamente, porque esto es lo que debo intentar; pero si no<br />

lograse alcanzarlo, diga, sin embargo, lo que tu <strong>Verdad</strong> quisiere decirme por medio de sus<br />

palabras, que también ella dijo a Moisés lo que le plugo.<br />

143


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

LIBRO <strong>DE</strong>CIMOTERCERO<br />

CAPITULO I<br />

1. Yo te invoco, Dios mío, misericordia mía, que me criaste y no olvidaste al que se olvidó de ti;<br />

yo te invoco sobre mi alma, a la que tú mismo preparas a recibirte con el deseo que la inspiras.<br />

Y ahora no abandones al que te invoca, tú que previniste antes que te invocara e insististe<br />

multiplicando de mil modos tus voces para que te oyese de lejos, y me convirtiera, y te llamase a<br />

ti, que me llamabas a mí. Porque tú, Señor, borraste todos mis méritos malos, para que no<br />

tuvieses que castigar estas mis manos, con las que me alejé de ti; y previniste todos mis méritos<br />

buenos para tener que premiar a tus manos, con las cuales me formaste. Porque antes de que yo<br />

fuese ya existías tú; ni yo era algo, para que me otorgases la gracia de que fuese.<br />

Sin embargo, he aquí que soy por tu bondad, que ha precedido en mí a todo: a aquello que me<br />

hiciste y a aquello de donde me hiciste. Porque ni tú tenías necesidad de mí, ni yo era un bien tal<br />

con el que pudieras ser ayudado, ¡oh Señor y Dios mío!, ni con el que te pudiera servir como si te<br />

hubieras fatigado en obrar o fuera menor tu poder si careciese de mi obsequio; ni así te cultive<br />

como la tierra, de modo que estés inculto si no te cultivo, sino que te sirva y te cultive para que<br />

me venga el bien de ti, de quien me viene el ser capaz de recibirle.<br />

CAPITULO II<br />

2. En efecto: de la plenitud de tu bondad subsiste tu criatura, a fin de que el bien, que a ti no te<br />

había de aprovechar nada ni, proviniendo de ti, había de ser igual a ti, sin embargo, porque podía<br />

ser hecho por ti, no faltase. Porque ¿qué pudo merecer de ti el cielo y la tierra que tú hiciste en el<br />

principio? Digan: ¿qué te merecieron la naturaleza espiritual y corporal, que tú hiciste en tu<br />

sabiduría, para pender de ella hasta las cosas incoadas e informes -cada cual en su género,<br />

espiritual o corporal- que van hacia la inmoderación y una desemejanza tuya lejana, lo espiritual<br />

informe de modo más excelente que si fuese cuerpo formado, y el corporal informe de más<br />

excelente manera que si fuese absolutamente nada, y así pendieran informes de tu palabra si no<br />

fuesen llamadas por esta misma palabra a tu unidad y formadas y hechas todas ellas por ti, Bien<br />

sumo, muy buenas? ¿Qué méritos podían tener contigo para ser siquiera informes, cuando ni aun<br />

esto serían si no fuera por ti?<br />

3. ¿Qué pudo merecer de ti la materia corporal para ser siquiera invisible e incompuesta, cuando<br />

no sería esto si no la hubieras hecho? Ciertamente que, no siendo, no podía merecer de ti el que<br />

fuese. O ¿qué pudo merecer de ti la incoación de la creación espiritual para que, al menos,<br />

tenebrosa sobrenadase semejante al abismo, desemejante a ti, si no fuera convertida por el Verbo<br />

a sí mismo, por quien fue hecha; e iluminada por él, fuese hecha luz, si bien no igual, sí, al<br />

menos, conforme a la forma igual a ti? Porque así como en un cuerpo no es lo mismo ser que ser<br />

hermoso -de otro modo no podría ser deforme-, así tampoco, en orden al espíritu creado, no es lo<br />

mismo vivir que vivir sabiamente, puesto que de otro modo inconmutablemente comprendería.<br />

Mas su bien está en adherirse a ti siempre 1 , para que con la aversión no pierda la luz que alcanzó<br />

con la conversión, y vuelva a caer en aquella vida semejante al abismo tenebroso. Porque también<br />

nosotros, que en cuanto al alma somos creación espiritual, apartados de ti, nuestra luz, "fuimos<br />

algún tiempo en esta vida tinieblas", y aun al presente luchamos contra los restos de esta nuestra<br />

oscuridad, hasta ser justicia tuya, en tu Único, como montes de Dios, ya que antes fuimos juicios<br />

tuyos, como abismo profundo 2 .<br />

CAPITULO III<br />

144


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

4. En cuanto a lo que dijiste sobre las primeras creaciones: Hágase la luz y la luz fue hecha 3 ,<br />

entiéndolo yo no incongruentemente de la criatura espiritual, porque era ya una cierta vida, a la<br />

que habías de iluminar. Pero así como no había merecido de ti ser tal la vida que pudiera ser<br />

iluminada, así tampoco, siendo ya, pudo merecer de ti el ser iluminada. Porque ni aun su<br />

informidad te agradara si no fuese hecha luz, no siendo, sino intuyendo la luz que ilumina y<br />

adhiriéndose a ella, para que lo que de algún modo vive, y lo que vive felizmente, no lo deba sino<br />

a tu gracia, convertida por una conmutación mejor en aquello que no pueda mudarse en cosa<br />

mejor o peor. Lo cual eres tú solo, porque tú solo eres simplicísimamente, para quien no es cosa<br />

distinta vivir de vivir felizmente, porque tu ser es tu felicidad.<br />

CAPITULO IV<br />

5. Pero ¿acaso te faltaría algo en cuanto Bien, cual eres tú para ti, aunque estas cosas no fueren en<br />

modo alguno o permanecieran informes, las cuales hiciste tú no por indigencia, sino por la<br />

plenitud de tu bondad, reduciéndolas y dándolas forma, aunque no como si tu gozo hubiera de ser<br />

completado con ellas? No, sino que, como a perfecto, te desagrada su imperfección, para que tú<br />

las perfecciones y te agraden, aunque no como a imperfecto, como si tú hubieras de<br />

perfeccionarte con su perfección.<br />

Mas tu Espíritu bueno era sobrellevado sobre las aguas, no llevado por ellas, como si en ellas<br />

descansara. Porque en quienes se dice que descansa tu espíritu, a estos tales les hace descansar en<br />

sí. Mas tu voluntad era sobrellevada incorruptible e incontaminable, bastándose ella misma en sí<br />

para sí, sobre aquella vida que habías creado, y para la cual no es lo mismo vivir que vivir<br />

felizmente, porque vive aun flotando en su oscuridad, y a la que resta convertirse a aquel por<br />

quien ha sido hecha, y vivir más y más en la fuente de la vida, y ver en su luz la luz 4 , y así<br />

perfeccionarse, ilustrarse y ser feliz.<br />

CAPITULO V<br />

6. He aquí que ante mí aparece como en enigma la Trinidad, que eres tú, Dios mío. Porque tú,<br />

Padre, en el principio de nuestra Sabiduría, que es tu Sabiduría, nacida de ti y coeterna contigo,<br />

esto es, en tu Hijo, hiciste el cielo y la tierra.<br />

Muchas cosas hemos dicho ya del cielo del cielo, y de la tierra invisible e incompuesta, y del<br />

abismo tenebroso según la defectibilidad vagarosa de la informidad espiritual en que hubiera<br />

permanecido si no se hubiese convertido a aquel que la había dado aquella especie de vida y<br />

mediante la iluminación se hubiese hecho vida hermosa y llegado a ser cielo del cielo de aquel<br />

que después fue hecho entre agua y agua.<br />

Ya tenía, pues, al Padre, en el nombre de Dios, que hizo estas cosas; y al Hijo, en el nombre del<br />

principio en el cual las hizo; y creyendo a mi Dios trinidad, como la creía, tal yo le buscaba en<br />

sus sagrados oráculos; y ved que tu Espíritu era sobrellevado sobre las aguas. He aquí a mi Dios<br />

trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas.<br />

CAPITULO VI<br />

7. Pero ¿cuál era la causa, ¡oh Luz verídica!, a quien acerco mi corazón para que éste no me<br />

enseñe cosas vanas y disipe en él sus tinieblas?; dime, te ruego por la caridad, mi madre; dime, te<br />

suplico, ¿cuál era la causa de que, después de nombrados el cielo y la tierra invisible e<br />

incompuesta y las tinieblas sobre el abismo, nombrase entonces tu <strong>Escritura</strong> a tu Espíritu?<br />

¿Acaso porque convenía insinuarle así a fin de poder decir de él que era sobrellevado, lo cual no<br />

pudiera decirse si antes no se conmemorara aquello sobre lo que se pudiese entender que era<br />

sobrellevado tu Espíritu? Porque ni era sobrellevado sobre el Padre ni sobre el Hijo, y, sin<br />

embargo, no podría decirse propiamente que era sobrellevado si no fuera llevado sobre alguna<br />

cosa.<br />

145


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Así que era preciso que se nombrase primeramente aquello sobre lo que era llevado, y luego<br />

aquel a quien no convenía conmemorar de otro modo sino diciendo que era sobrellevado. Pero<br />

¿por qué no convenía insinuarle de otro modo sino diciendo que era sobrellevado?<br />

CAPITULO VII<br />

8. A partir ya de aquí, siga el que pueda con el pensamiento a tu Apóstol, que dice: La caridad se<br />

ha difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado 5 , y en orden a las<br />

cosas espirituales nos enseña y muestra la sobreeminente senda 6 de la caridad, y dobla la rodilla<br />

por nosotros ante ti, para que conozcamos la ciencia sobreeminente de la caridad de Cristo 7 ; y<br />

que ésta es la razón por qué desde el principio era sobrellevado sobreeminentemente sobre las<br />

aguas.<br />

¿A quién hablaré yo y cómo le hablaré del peso de la concupiscencia que nos arrastra hacia el<br />

abrupto abismo, y de la elevación de la caridad por tu Espíritu, que era sobrellevado sobre las<br />

aguas? ¿A quién hablaré y cómo hablaré? Porque no hay lugares en los cuales somos sumergidos<br />

o emergidos. ¿Qué cosa más semejante y más desemejante a la vez? Afectos son, amores son: la<br />

inmundicia de nuestro espíritu corriendo a lo más ínfimo por amor de los cuidados, y tu santidad<br />

elevándonos a lo más alto por amor de la seguridad, para que tengamos nuestros corazones arriba<br />

hacia ti, allí donde tu Espíritu es llevado sobre las aguas, y de este modo vengamos al descanso<br />

sobreeminente, apenas haya pasado nuestra alma las aguas que son sin sustancias 8 .<br />

CAPITULO VIII<br />

9. Cayó el ángel, cayó el alma del hombre, y con ello señalaron cuál hubiera sido el abismo de la<br />

creación espiritual en el profundo tenebroso si no hubieras dicho desde el principio: Hágase la<br />

luz y no hubiese sido hecha la luz y se adhiriese a ti obediente toda inteligencia de la celestial<br />

ciudad y descansase en tu Espíritu, que es sobrellevado inconmutablemente sobre todo lo<br />

mudable. De otro modo, aun el mismo cielo del cielo, que ahora es luz en el Señor 9 , hubiera sido<br />

en sí mismo tenebroso abismo.<br />

Porque aun en la misma mísera inquietud de los espíritus caedizos, que dan a entender sus<br />

tinieblas desnudas del vestido de tu luz, claramente nos muestras cuán grande hiciste la criatura<br />

racional, para cuyo descanso feliz nada es bastante que sea menos que tú, por lo cual ni aun ella<br />

misma se basta a sí. Porque tú, Señor nuestro, iluminarás nuestras tinieblas; pues de ti nacen<br />

nuestros vestidos y nuestras tinieblas serán como un mediodía 10 .<br />

Dáteme a mí, Dios mío, y devuélvete a mí. He aquí que te amo, y si aún es poco, que yo te ame<br />

con más fuerza. No puedo medir a ciencia cierta cuánto me falta del amor para que sea bastante, a<br />

fin de que mi vida corra entre tus abrazos y no me aparte hasta que sea escondida en lo escondido<br />

de tu rostro 11 .<br />

Esto sólo sé: que me va mal lejos de ti, no solamente fuera de mí, sino aun en mí mismo; y que<br />

toda abundancia mía que no es mi Dios, es indigencia.<br />

CAPITULO IX<br />

10. Pero ¿acaso no eran sobrellevados sobre las aguas el Padre o el Hijo? Si esto se entiende del<br />

lugar como si fuera un cuerpo, ni aun el Espíritu Santo lo era; pero si se entiende de una<br />

eminencia de la inconmutable divinidad sobre todo lo mudable, entonces, juntamente el Padre y<br />

el Hijo y el Espíritu Santo eran sobrellevados sobre las aguas. Pero entonces, ¿por qué se ha<br />

dicho esto únicamente de tu Espíritu? ¿Por qué se ha dicho únicamente de él esto, como si fuera<br />

un lugar donde estuviese, él que no es lugar y del que sólo se ha dicho que es Don tuyo 12 ? En tu<br />

Don descansamos: allí te gozamos. Nuestro descanso es nuestro lugar. El amor nos levanta a allí<br />

y tu Espíritu bueno exalta nuestra humildad de las puertas de la muerte 13 . Nuestra paz está en tu<br />

buena voluntad. El cuerpo, por su peso, tiende a su lugar. El peso no sólo impulsa hacia abajo,<br />

sino al lugar de cada cosa. El fuego tira hacia arriba, la piedra hacia abajo. Cada uno es movido<br />

146


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

por su peso y tiende a su lugar. El aceite, echado debajo del agua, se coloca sobre ella; el agua<br />

derramada encima del aceite se sumerge bajo el aceite; ambos obran conforme a sus pesos, y cada<br />

cual tiende a su lugar.<br />

Las cosas menos ordenadas se hallan inquietas: ordénanse y descansan. Mi peso es mi amor; él<br />

me lleva doquiera soy llevado. Tu Don nos enciende y por él somos llevados hacia arriba:<br />

enardecémonos y caminamos; subimos las ascensiones dispuestas en nuestro corazón y cantamos<br />

el Cántico de los grados 14 Con tu fuego, sí; con tu fuego santo nos enardecemos y caminamos,<br />

porque caminamos para arriba, hacia la paz de Jerusalén, porque me he deleitado de las cosas que<br />

aquéllos me dijeron: Iremos a la casa del Señor 15 . Allí nos colocará la buena voluntad, para que<br />

no queramos más que permanecer eternamente allí.<br />

CAPITULO X<br />

11. Bienaventurada la criatura que no ha conocido otra cosa, cuando ella misma hubiera sido esa<br />

cosa, si luego que fue hecha, sin ningún intervalo de tiempo, no hubiera sido exaltada por tu Don,<br />

que es sobrellevado sobre todo lo mudable hacia aquel llamamiento por el cual dijiste: Hágase la<br />

luz, y la luz fue hecha. Porque en nosotros distínguese el tiempo en que fuimos tinieblas y el en<br />

que hemos sido hechos luz; pero en aquélla se dijo lo que hubiera sido de no ser iluminada, y se<br />

dijo de este modo, como si primero hubiera sido fluida y tenebrosa, para que apareciese la causa<br />

por la cual se ha hecho que sea otra, esto es, para que, vuelta hacia la luz indeficiente, fuese<br />

también luz. Quien sea capaz, entienda, o pídatelo a ti. ¿Por qué me ha de molestar a mí, como si<br />

yo fuera el que ilumino a todo hombre que viene a este mundo 16 ?<br />

CAPITULO XI<br />

12. ¿Quién será capaz de comprender la Trinidad omnipotente? ¿Y quién no habla de ella, si es<br />

que de ella habla? Rara el alma que, cuando habla de ella, sabe lo que dice. Y contienden y se<br />

pelean, mas nadie sin paz puede ver esta visión.<br />

Quisiera yo que conociesen los hombres en sí estas tres cosas.<br />

Cosas muy diferentes son estas tres de aquella Trinidad; mas dígolas para que se ejerciten en sí<br />

mismos y prueben y sientan cuán diferentes son. Y las tres cosas que digo son: ser, conocer y<br />

querer. Porque yo soy, y conozco, y quiero: soy esciente y volente y sé que soy y quiero y quiero<br />

ser y conocer. Vea, por tanto, quien pueda, en estas tres cosas, cuán inseparable sea la vida,<br />

siendo una la vida, y una la mente, y una la esencia, y cuán, finalmente, inseparable de ella la<br />

distinción, no obstante que existe la distinción. Ciertamente que cada uno está delante de sí; así<br />

que atienda a sí y vea y hábleme después. Y cuando hubiere hallado algo en estas cosas y hubiese<br />

hablado, no por eso piense ya haber hallado aquello que es inconmutable sobre todas las cosas, y<br />

existe inconmutablemente, y conoce inconmutablemente, y quiere inconmutablemente.<br />

Ahora, si es por hallarse en ella estas tres cosas por lo que hay allí Trinidad, o si estas tres cosas<br />

se hallan en cada una para que cada una de ellas sea una terna, o si tal vez se realizan ambas<br />

cosas por modos maravillosos, simple y múltiplemente, siendo en sí para sí fin infinito, por el que<br />

es y se conoce a sí misma y se basta inconmutablemente a sí por la abundante magnitud de su<br />

unidad, ¿quién podrá fácilmente imaginarlo? ¿Quién podrá explicarlo de algún modo? ¿Quién se<br />

atreverá temerariamente a definirlo de cualquier modo?<br />

CAPITULO XII<br />

13. ¡Adelante en tu confesión, oh fe mía! Di al Señor tu Dios: Santo, Santo, Santo, Señor Dios<br />

mío; en tu nombre, Padre; Hijo y Espíritu Santo, hemos sido bautizados 17 , en tu nombre, Padre,<br />

Hijo y Espíritu Santo, bautizamos; porque también entre nosotros hizo Dios en su Cristo el cielo<br />

y la tierra, los espirituales y carnales de tu Iglesia; y nuestra tierra, antes de recibir la forma de tu<br />

doctrina, era invisible e incompuesta y estábamos cubiertos con las tinieblas de la ignorancia,<br />

147


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

porque a causa de la iniquidad instruiste al hombre 18 , y tus juicios son como grandes<br />

abismos 19 .<br />

Mas, porque tu Espíritu era sobrellevado sobre las aguas, no abandonó tu misericordia nuestra<br />

miseria, y así dijiste Hágase la luz. Haced penitencia, porque se ha acercado el reino de los<br />

cielos: haced penitencia: hágase la luz 20 . Y porque nuestra alma se había conturbado dentro de<br />

nosotros mismos, nos acordamos de ti, Señor, desde la tierra del Jordán y del monte igual a ti 21 ,<br />

pero hecho pequeño por causa nuestra; y así nos desagradaron nuestras tinieblas, y nos<br />

convertimos a ti y fue hecha la Luz. Y ved cómo, habiendo sido algún tiempo tinieblas, somos<br />

ahora luz en el Señor 22 .<br />

CAPITULO XIII<br />

14. Mas esto lo somos por fe, no por visión 23 ; porque por la esperanza somos hechos salvos; y la<br />

esperanza que ve no es esperanza 24 . Todavía el abismo llama al abismo, mas ya es en la voz de<br />

tus cataratas 25 . Ni aun aquel mismo que dice: No puedo hablaros como a espirituales, sino como<br />

a carnales 26 , ni aun aquel mismo juzga haber alcanzado el término, y, olvidado de lo que queda<br />

atrás, se alarga hacia las cosas que tiene delante 27 , y gime agobiado y tiene su alma sed del<br />

Dios vivo, como los ciervos de las fuentes de las aguas, y dice: ¿Cuándo llegaré? 28 , deseoso de<br />

ser revestido de su habitáculo celestial 29 : y llama al abismo inferior, diciendo: No queráis con<br />

formaros con este mundo, sino reformaros en la novedad de vuestra mente 30 , y no queráis<br />

haceros niños en la inteligencia, sino sed pequeñitos por la malicia para que seáis perfectos en<br />

la mente 31 , y ¡Oh necios gálatas!, ¿quién os fascinó? 32 Mas no ya en su palabra, sino en la tuya,<br />

nos enviaste a tu Espíritu de lo alto por medio de aquel que ascendió a lo alto y abrió las<br />

cataratas de sus dones 33 para que las impetuosas corrientes del río alegrasen tu ciudad 34 .<br />

Porque por él suspira el amigo del esposo 35 , teniendo ya en él las primicias de su espíritu, mas<br />

todavía gimiendo en sí mismo, esperando la adopción, redención de su cuerpo 36 . Por él suspira,<br />

porque es miembro de la esposa; y por él cela, porque es amigo del esposo: por él cela, no para<br />

sí, porque no ya con la voz suya, sino de tus cataratas, llama a otro abismo 37 al que celando<br />

teme, no sea que como la serpiente engañó con su astucia a Eva, así también sean corrompidas<br />

sus inteligencias, degenerando de aquella pureza que hay en nuestro esposo, tu Único 38 . Y ésta<br />

es aquella luz de visión que gozaremos cuando le viéramos como es 39 , y hayan pasado las<br />

lágrimas, que se han vuelto mi pan día y noche, en tanto que todos los días se me dice: ¿Dónde<br />

está tu Dios? 40<br />

CAPITULO XIV<br />

15. También yo digo: ¿Dónde estás, Dios mío? He aquí que donde estás respiro en ti un<br />

poquito 41 , al derramar mi alma sobre mí en el grito de alegría y alabanza del que celebra una<br />

festividad 42 . Con todo, aún está triste mi alma, porque vuelve a caer y a ser abismo, o más bien<br />

siente que todavía es abismo.<br />

Dícele mi fe, la que encendiste en la noche ante mis pies: ¿Por qué estás triste, alma mía, y por<br />

qué me conturbas? 43 Espera en el Señor; su palabra es lucerna para tus pies 44 . Espera y<br />

persevera hasta que pase la noche, madre de los inicuos; hasta que pase la ira del Señor, de la cual<br />

fuimos hijos nosotros cuando fuimos tinieblas, cuyos residuos arrastramos aún en este cuerpo<br />

muerto por el pecado 45 , hasta tanto que alboree el día y sean disipadas las sombras 46 . Espera<br />

en el Señor: Mañana estaré ante él, y le contemplaré, y le alabaré eternamente 47 . Mañana estaré<br />

ante él, y veré la salud de mi rostro 48 , mi Dios, quien vivificará nuestros cuerpos mortales por<br />

causa del Espíritu que habita en nosotros 49 , porque sobre nuestro interior tenebroso y fluido era<br />

sobrellevado misericordiosamente.<br />

De ahí que hayamos recibido en este destierro una prenda, para que seamos ya luz, en tanto que<br />

somos hechos salvos por la esperanza, e hijos de la luz e hijos del día, no hijos de la noche ni de<br />

148


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

las tinieblas 50 , lo que fuimos, sin embargo. Entre las cuales y nosotros, aun en esta incertidumbre<br />

de la ciencia humana„ sólo tú haces distinción, tú que pruebas nuestros corazones y llamas día a<br />

la luz y tinieblas a la noche 51 . Porque ¿quién es el que nos discierne sino tú? Y ¿qué tenemos<br />

que no lo hayamos recibido de ti 52 , nosotros, vasos de honor, sacados de la misma masa de la<br />

que han sido otros hechos para contumelia 53 ?<br />

CAPITULO XV<br />

16. ¿Y quién sino tú, Dios nuestro, hizo para nosotros y sobre nosotros ese firmamento de<br />

autoridad en tu divina <strong>Escritura</strong>? Porque el cielo se plegará como un libro 54 , mas ahora se<br />

extiende como una piel sobre nosotros 55 . Porque de más sublime autoridad está revestida tu<br />

divina <strong>Escritura</strong> después que murieron a esta vida mortal aquellos mortales por cuyo medio nos<br />

dispensaste aquélla. Y tú sabes, Señor, tú sabes cómo vestiste de pieles a los hombres cuando se<br />

hicieron mortales por el pecado. Por eso extendiste como una piel el firmamento de tu libro, tus<br />

concordes palabras, las cuales por ministerio de mortales colocaste sobre nosotros. Porque con la<br />

muerte misma de éstos se extendió de modo sublime sobre todas las cosas que tiene debajo la<br />

solidez de la autoridad de tus palabras, dadas a luz por ellos la cual, viviendo ellos aquí, no se<br />

hallaba tan sublimemente extendida, pues todavía no habías extendido el cielo como una piel ni<br />

habías aún dilatado la fama de su muerte por todas partes.<br />

17. Veamos, Señor, los cielos, obra de tus dedos 56 ; purifica nuestros ojos de la nube con que los<br />

tienes velados. Allí está tu testimonio, dando sabiduría a los pequeñitos 57 . Saca, Señor, tu<br />

alabanza de la boca de los niños, y que aún maman 58 . Porque no conocemos otros libros que así<br />

destruyan la soberbia, que así destruyan al enemigo y defensor 59 que resiste a tu conciliación,<br />

defendiendo sus pecados. No conozco, Señor, no conozco otros oráculos tan castos que así me<br />

persuadan a la confesión, y sometan mi cerviz a tu yugo, y me inviten a servirte gratis. ¡Que yo<br />

los entienda, Padre bueno! Concédeme esto a mí, ya sometido, puesto que para los sometidos las<br />

has establecido.<br />

18. Otras aguas hay sobre este firmamento, a lo que yo creo inmortales y al abrigo de toda<br />

corrupción terrena. Alaben tu nombre, alábente los pueblos supracelestes de tus ángeles, los<br />

cuales no tienen necesidad de mirar este firmamento y conocer tu palabra leyendo. Porque ven<br />

siempre tu faz 60 y allí leen sin las sílabas de los tiempos lo que quiere tu voluntad eterna. Leen,<br />

eligen y aman; leen. siempre y nunca pasa lo que leen; porque eligiendo y amando leen la misma<br />

inconmutabilidad de tu consejo. No se cierra su códice ni se pliega su libro; porque tú mismo eres<br />

para ellos esto, y tú eres eternamente, porque tú los ordenaste sobre este firmamento, que<br />

afirmaste sobre la flaqueza de los pueblos inferiores, en donde viesen y conociesen tu<br />

misericordia, que te anuncia temporalmente a ti, que hiciste los tiempos. Porque en el cielo,<br />

Señor, está tu misericordia y tu verdad sobre las nubes 61 . Pasan las nubes, mas el cielo<br />

permanece. Pasan los predicadores de tu palabra, de esta vida a otra vida; pero tu <strong>Escritura</strong> se<br />

extiende hasta el fin sobre los pueblos. Y pasarán el cielo y la tierra, pero tus palabras no<br />

pasarán 62 ; se plegará la piel, y el heno sobre el que se extendía pasará con su brillantez; mas tu<br />

palabra permanecerá eternamente 63 . Lo cual se nos muestra ahora en el enigma de las nubes y<br />

en el espejo del cielo, no como realmente es; porque también nosotros, aunque seamos amados de<br />

tu Hijo, no se nos ha mostrado aún lo que seremos 64 . Miró a través del velo de la carne y nos<br />

acarició y nos inflamó, y corrimos tras su aroma 65 . Mas cuando apareciere, seremos semejantes<br />

a él, porque le veremos como es; como es, Señor, nuestro ver, que todavía no tenemos.<br />

CAPITULO XVI<br />

19. Porque así como tú eres absolutamente, así tú solo conoces, tú que eres inconmutablemente y<br />

conoces inconmutablemente, y quieres inconmutablemente. Y tu esencia conoce y quiere<br />

inconmutablemente; y tu ciencia existe y quiere inconmutablemente, y tu voluntad existe y<br />

149


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

conoce inconmutablemente. Ni parece cosa justa en tu presencia que del mismo modo que se<br />

conoce a sí misma la luz inconmutable, sea así conocida del entendimiento mudable iluminado.<br />

De ahí que mi alma sea delante de ti como tierra sin agua 66 ; pues así como de suyo no puede<br />

iluminarse a sí misma, así tampoco puede saciarse de sí misma. Porque así como está en ti la<br />

fuente de la vida, así en tu luz veremos la luz 67 .<br />

CAPITULO XVII<br />

20. ¿Quién ha juntado a los amargados en una sociedad? Porque idéntico es para ellos el fin<br />

temporal y la felicidad terrena, por la que hacen todas las cosas, aunque fluctúen por la<br />

innumerable diversidad de cuidados. ¿Quién sino tú, Señor, que dijiste que se congregasen las<br />

aguas en una sola reunión y apareciese la tierra árida, sedienta de ti? Porque tuyo es el mar, y tú<br />

le hiciste, y tus manos plasmaron la tierra seca 68 . Porque no se llama mar a la amargura de<br />

voluntades, sino a la reunión de aguas. Porque también tú enfrenas los malos apetitos de las<br />

almas y los pones límites hasta donde permites avanzar las aguas, para que se deshagan en ellas<br />

sus olas, y de este modo haces el mar según el orden de tu imperio que se extiende sobre todas las<br />

cosas.<br />

21. Pero las almas sedientas de ti y que aparecen ante ti separadas de la sociedad del mar por otro<br />

fin, tú las riegas con una fuente secreta y dulce, a fin de que la tierra dé su fruto. Da, sí; su fruto,<br />

y mandándolo tú, su Dios y Señor, produce nuestra alma obras de misericordia según su género,<br />

amando a su prójimo con el socorro de las necesidades carnales, teniendo en sí la semilla de<br />

aquél por razón de la semejanza, porque por nuestra flaqueza es por lo que nos compadecemos y<br />

movemos a socorrer a los indigentes, del mismo modo que quisiéramos nosotros que se nos<br />

socorriese si nos hallásemos en la misma necesidad; y ello no sólo en las cosas fáciles, como en<br />

hierba seminal, sino también en la protección de una ayuda robusta y fuerte, como árbol<br />

fructífero, esto es, benéfico, para arrancar al que padece injuria de la mano del poderoso; dándole<br />

sombra de protección con el roble poderoso del justo juicio.<br />

CAPITULO XVIII<br />

22. De este modo, Señor, te ruego, de este modo te ruego que nazca -como tú lo haces, y como tú<br />

das la alegría y la facultad-, nazca de la tierra la verdad y mire la justicia, desde el cielo 69 , y<br />

sean hechos luminares en el firmamento 70 . Partamos con el hambriento nuestro pan, e<br />

introduzcamos en casa al necesitado sin techo, vistamos al desnudo y no despreciemos a los<br />

domésticos de nuestra semilla 71 . A tales frutos nacidos en la tierra atiende, Señor, porque es<br />

bueno; y brote nuestra luz mañanera 72 y, obtenido, a cambio de esta inferior cosecha de la<br />

acción, la inteligencia de la palabra de la vida superior en las delicias de la contemplación,<br />

aparezcamos en el mundo como luminares, adheridos al firmamento de tu <strong>Escritura</strong>.<br />

Allí, en efecto, discutes con nosotros, para que hagamos distinción entre las cosas inteligibles y<br />

sensibles, como entre el día y la noche y entre las almas dadas a las cosas inteligibles y a las<br />

sensibles, a fin de que no seas tú sólo ya el que en lo escondido de tu juicio, como antes de que<br />

fuera hecho el firmamento, hagas distinción entre la luz y las tinieblas, sino también tus<br />

espirituales, colocados y diferenciados en el mismo firmamento, luzcan tu gracia manifestada por<br />

todo el orbe sobre la tierra, y hagan distinción entre el día y la noche y signifiquen los<br />

tiempos 73 , porque pararon los viejos y han sido creados otros nuevos 74 , y porque ahora está más<br />

cerca nuestra salud que cuando creímos 75 , y porque la noche ha precedido y se acercó el día 76 ,<br />

y porque bendices la corona de tu año 77 , enviando operarios a tu mies, en cuya siembra otros<br />

habían trabajado 78 , y enviándoles a otra sementera, cuya mies se recogerá al fin [del mundo].<br />

Así cumples los votos del deseoso y bendices los años del justo, mas tú eres el mismo, y en tus<br />

años, que no mueren 79 , preparas el hórreo para los años que pasan.<br />

150


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

23. Porque con eterno consejo derramas a sus propios tiempos bienes celestiales sobre la tierra;<br />

porque a uno le es dado por el espiritu la palabra de sabiduría, como a luminar mayor, en favor<br />

de aquellos que se deleitan con la luz de la verdad clara, como en el principio del día; a otro le es<br />

otorgada la palabra de ciencia, según el mismo Espíritu, como a luminar menor; a otro la fe, a<br />

otro el don de curaciones, a otro el poder de milagros, a otro la profecía, a otro la discreción de<br />

espíritus, a otro el don de lenguas; todos los cuales dones son como estrellas. Porque todos ellos<br />

los obra uno e idéntico Espíritu, que reparte sus dones a cada uno como le place, y hace aparecer<br />

estrellas en sitio visible para utilidad de todos 80 . La palabra de la ciencia, en la que están<br />

contenidos todos los sacramentos que cambian con los tiempos, es semejada a la luna; mas la<br />

restante lista de dones, que hemos mencionado después como estrellas, cuanto más difieren de<br />

aquella claridad de la sabiduría de que goza el precitado día, tanto se hallan más en el principio<br />

de la noche. Porque tales dones eran necesarios a aquellos a quienes aquel tu siervo prudentísimo<br />

no podía hablar como a espirituales, sino como a carnales, aquel, digo, que hablaba la sabiduría<br />

entre los perfectos 81 . Pero como hombre animal, como niño en Cristo que se alimenta de leche,<br />

mientras no se robustezca para tomar alimento sólido y fortalezca su vista para contemplar el sol,<br />

no abandone su noche, antes conténtese con la luz de la luna y de las estrellas. Estas cosas tienes<br />

dispuestas sapientísimamente para nosotros, Dios nuestro, en tu libro, en tu firmamento, a fin de<br />

que discernamos todas las cosas con admirable contemplación, aunque sea todavía según los<br />

signos, y los tiempos, y los días, y los años.<br />

CAPITULO XIX<br />

24. Mas ante todo lavaos, purificaos, arrancad la maldad de vuestras almas y de la presencia de<br />

mi vista 82 , a fin de que aparezca la tierra árida. Aprended a hacer bien, juzgad al pupilo, haced<br />

justicia a la viuda 83 , para que la tierra produzca hierba tierna y árboles frutales; y luego venid,<br />

dice el Señor, disputemos, a fin de que sean hechos los luminares en el firmamento del cielo y<br />

luzcan sobre la tierra.<br />

Quería saber del Maestro bueno aquel rico qué debía hacer para conseguir la vida eterna. Dígale<br />

el Maestro bueno -a quien él juzgaba hombre y nada más, pero que realmente es bueno porque es<br />

Dios-, dígale que si quiere conseguir la vida, guarde tus mandamientos separe de sí lo amargo de<br />

la malicia y de la iniquidad; que no mate, no fornique, no hurte, no diga falsos testimonios, a fin<br />

de que aparezca la tierra seca, y germine el honor de la madre y del padre y la dilección del<br />

prójimo.<br />

Todo esto -dijo- lo he practicado. ¿De dónde, pues, tantas espinas si es tierra fructífera? Vete,<br />

arranca los espesos zarzales de la avaricia, vende lo que posees, y llénate de frutos dándolo todo a<br />

los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos, y sigue al Señor si quieres ser perfecto, en compañía<br />

de aquellos entre quienes habla la sabiduría, aquel que conoce qué se debe dar al día y qué a la<br />

noche, como lo conoces tú, a fin de que sean también para ti luminares en el firmamento del<br />

cielo, lo cual no se hará si no estuviese allí tu corazón, ni tampoco podrá ser si no estuviera allí tu<br />

tesoro 84 , como oíste del Maestro bueno. Pero se contristó la tierra estéril y las espinas sofocaron<br />

la palabra 85 .<br />

25. Pero vosotros, raza escogida 86 , lo más débil del mundo 87 , que dejasteis todas las cosas para<br />

seguir al Señor, id tras él, confundid a los fuertes; id tras él, pies especiosos, y lucid en el<br />

firmamento, para que los cielos narren su gloria dividiendo entre la luz de los perfectos, aunque<br />

no como la de los ángeles, y las tinieblas de los pequeñuelos, aunque no de los desesperados:<br />

lucid sobre toda tierra, y el día, encandeciente por el sol, anuncie al día la palabra de la<br />

sabiduría; y la noche, esclarecida por la luna, anuncie a la noche la palabra de la ciencia 88 . La<br />

luna y las estrellas lucen en la noche, mas no las oscurece la noche, porque ellas mismas la<br />

iluminan, según su capacidad.<br />

151


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Ved aquí como si Dios dijera: Háganse luminares en el firmamento del cielo, y al punto se oyó<br />

un sonido del cielo, como si sonara un viento vehemente, y fueron vistas lenguas divididas como<br />

de fuego, el cual se puso sobre cada uno de ellos 89 , y fueron hechos los luminares en el<br />

firmamento del cielo, teniendo palabras de vida. Discurrid por todas partes, fuegos santos, fuegos<br />

hermosos. Vosotros sois la luz del mundo, y no estáis debajo del celemín 90 . Ha sido exaltado<br />

Aquel a quien os juntasteis, y os exaltará a vosotros. Discurrid y dadle a conocer a todas las<br />

gentes.<br />

CAPITULO XX<br />

26. Conciba aún el mar, y dé a luz vuestras obras, y las aguas produzcan reptiles de almas vivas.<br />

Porque, separando lo precioso de lo vil, habéis sido hechos boca de Dios 91 , por la que dice:<br />

Produzcan las aguas, no el alma viva que debe producir la tierra, sino reptiles de almas vivas y<br />

volátiles que, vuelen sobre la tierra. Porque tus sacramentos, ¡oh Dios! reptaron por las obras de<br />

tus santos en medio de las olas de las tentaciones del siglo, para imbuir a las gentes con tu<br />

nombre en tu bautismo. Y de ellos algunos fueron hechos grandezas maravillosas, como los<br />

grandes cetáceos, y las voces de tus nuncios volando sobre la tierra junto al firmamento de tu<br />

libro, propuesto a sí mismo como autoridad, bajo la cual revoloteen adondequiera que vayan.<br />

Porque no hay lengua ni palabras en las que no se oigan sus voces de ellos, habiéndose<br />

,extendido por todo el mundo sus sonidos y llegado hasta los confines de la tierra sus<br />

palabras 92 , porque tú, Señor, bendiciéndolas, multiplicaste éstas.<br />

27. ¿Miento yo, por ventura, o mezclo confundidas las cosas, y no distingo los claros<br />

conocimientos de estas cosas en el firmamento del cielo, así como las obras corporales en el<br />

proceloso mar y debajo del firmamento del cielo? Porque de las cosas susodichas existen<br />

nociones sólidas y cabales, que no reciben aumento de las generaciones, como las luces de la<br />

sabiduría y de la ciencia. De estas mismas cosas existen operaciones corporales muchas y varias,<br />

y creciendo una de otra multiplícanse con tu bendición, ¡oh Dios!, que has tenido a bien reparar el<br />

fastidio de los sentidos mortales, para que en el conocimiento del alma la cosa que es única sea<br />

por las mociones del cuerpo figurada y dicha de muchos modos. Las aguas produjeron estas<br />

cosas, mas en tu palabra. Las necesidades de los pueblos extraños a la eternidad de tu verdad<br />

produjeron estas cosas, pero en tu Evangelio; porque las mismas aguas arrojaron éstas, cuyo<br />

amargo languor fue causa de que éstas saliesen a luz por tu palabra.<br />

28. Hermosas son todas las cosas haciéndolas tú; mas he aquí que tú, que las has hecho todas,<br />

eres inenarrablemente más hermoso. Si Adán no hubiera caído, no se difundiera de su vientre la<br />

salazón del mar, el linaje humano profundamente curioso, y procelosamente hinchado, e<br />

inestablemente fluido; y así no hubiera sido necesario que tus ministros. obrasen místicos hechos<br />

y dichos corporal y sensiblemente en muchas aguas. Pues así se me han presentado ahora los<br />

reptiles y volátiles, por los cuales imbuidos los hombres e iniciados, sometidos a sacramentos<br />

corporales, no fuesen más allá, a no ser que el alma viviese espiritualmente en otro grado y<br />

mirase a la consumación después de la palabra del principio.<br />

CAPITULO XXI<br />

29. Y por esta razón, por tu palabra, no ya la profundidad del mar, sino la tierra separada de lo<br />

amargo de las aguas, produce no los reptiles de almas vivas y los volátiles, sino el alma viva.<br />

Porque ya no tiene necesidad del bautismo, necesario para los gentiles, como la tenía cuando<br />

estaba cubierta por las aguas, pues ya no se entra de otro modo en el reino de los cielos desde que<br />

tú estableciste que se entrase de esa manera. Ni busca las grandezas de tus maravillas, para que<br />

tenga fe, puesto que no es de aquellos que no creen si no vieren signos y prodigios 93 , estando ya<br />

separada la tierra fiel de las aguas del mar amargas en su infidelidad; y sabe que las lenguas son<br />

signos no para los fieles, sino para los infieles 94 .<br />

152


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

Tampoco tiene necesidad la tierra, que fundaste sobre las aguas, de este género volátil, que las<br />

aguas produjeron por tu palabra. Envía a ella tu palabra por medio de tus nuncios -puesto que,<br />

aunque narramos sus obras, tú eres, sin embargo, quien obras en ellos- y produzcan el alma viva.<br />

La tierra la produce, porque la tierra es causa de que éstas se obren en ella, como fue la causa el<br />

mar de que se produjesen los reptiles de alma viva y los volátiles que vuelan debajo del<br />

firmamento del cielo, de los cuales ya no tiene necesidad la tierra aunque coma el pez, sacado del<br />

profundo, en aquella mesa que preparaste delante de los fieles 95 ; porque por eso fue sacado del<br />

profundo, para que alimente a la tierra seca.<br />

También las aves son generación marina: no obstante, multiplícanse sobre la tierra. Porque la<br />

infidelidad de los hombres fue causa de las primeras voces de los evangelizadores, aunque<br />

también los fieles son exhortados y bendecidos por ellos de mil modos de día en día. Mas el alma<br />

viviente toma su principio de la tierra, porque ya no aprovecha a los fieles, sino el contenerse del<br />

amor de este mundo, para que viva para ti su alma, que estaba muerta viviendo en delicias 96 , en<br />

delicias mortíferas, Señor; porque tú solo eres del corazón puro sus delicias vitales.<br />

30. Trabajen, pues, ya en la tierra tus ministros, no como en las aguas de la infidelidad,<br />

anunciando y hablando por milagros, sacramentos y voces místicas que atraen la atención de la<br />

ignorancia, madre de la admiración, por el temor de estos signos misteriosos -porque tal es la<br />

entrada a la fe en los hijos de Adán olvidados de ti en tanto que se esconden de tu faz y se hacen<br />

abismo-, sino trabajen también como en la tierra seca, separada de los peligros del abismo, y sean<br />

para los fieles modelo viviendo entre ellos excitándolos a la imitación. Porque de este modo oyen<br />

no sólo para oír, sino también para obrar. Buscad a Dios y vivirá vuestra alma 97 , para que la<br />

tierra produzca el alma viva. No queráis conformaros con este mundo 98 , absteneos de él.<br />

Evitando aquellas cosas que apeteciéndolas muere, es como vive el alma. Absteneos de la cruel<br />

firmeza de la soberbia, de la indolente voluptuosidad de la lujuria y del nombre falaz de la<br />

ciencia, a fin de que sean las bestias amansadas, y los brutos domados, y las serpientes inocuas.<br />

Movimientos de alma son éstos de un sentido alegórico; pero el fausto del orgullo, y el deleite de<br />

la libídine, y el veneno de la curiosidad son movimientos de un alma muerta; porque no muere<br />

ésta de modo que carezca de todo movimiento, sino que muere apartándose de la fuente de la<br />

vida, y ya así es recibida por el mundo pasajero y se conforma con él.<br />

31. Pero tu palabra, ¡oh Dios!, es fuente de vida eterna y no pasa; por eso en tu palabra es<br />

cohibido aquel apartamiento de él, cuando se nos dice: No queráis conformaros con este siglo,<br />

para que la tierra produzca en la misma fuente de la vida el alma viviente, y en tu palabra, por<br />

medio de tus evangelistas, un alma continente, imitando a los imitadores de tu Cristo. Porque esto<br />

es lo que quieren decir las palabras según su género, porque la emulación del varón viene del<br />

amigo: Sed -dice- como yo, porque yo soy como vosotros 99 . Así en el alma viva habrá bestias<br />

buenas por la mansedumbre de sus acciones. Porque tú lo has ordenado diciendo: Haz tus obras<br />

con mansedumbre y serás amado de todo hombre 100 . También habrá brutos buenos, que no<br />

estarán hartos si comieren, ni necesitados si no comieren; y serpientes buenas, no perniciosas<br />

para dañar, sino astutas para cautelar, y que exploran la naturaleza temporal en tanto cuanto basta<br />

para que por la inteligencia de las cosas creadas se perciba la eternidad. Porque tales animales<br />

sirven a la razón cuando, refrenados para que no hagan progresos mortíferos, viven y son buenos.<br />

CAPITULO XXII<br />

32. Porque he aquí, Señor Dios nuestro y creador nuestro, que cuando fueren cohibidas del amor<br />

del siglo aquellas afecciones con las cuales moriríamos viviendo mal, y comenzare a ser alma<br />

viviente viviendo bien, y fuere cumplida tu palabra, que dijiste por tu Apóstol: No queráis<br />

conformaron con este siglo, se seguirá también aquello otro que añadiste al punto y dijiste: Mas<br />

reformaos en la novedad de vuestra mente 101 , no ya según su género, como imitando al prójimo<br />

153


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

que nos precede, ni viviendo según la autoridad de un hombre mejor. Porque no dijiste: "Sea<br />

hecho el hombre según su género", sino: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza 102 ,<br />

para que nosotros probemos cuál sea tu voluntad. Pues a este fin, aquel tu dispensador,<br />

engendrando hijos por el Evangelio y no queriendo tener siempre de párvulos a estos que él<br />

nutriera con leche y fomentara como una nodriza, dijo: Reformaos en la novedad de vuestra<br />

mente a fin de conocer la voluntad de Dios y qué sea lo bueno, acepto y perfecto 103 . Y por eso<br />

no dices: Sea hecho el hombre, sino: Hagámosle; ni dices según su género, sino a imagen y<br />

semejanza nuestra. Porque, renovado en la mente y contemplando tu verdad inteligible, no<br />

necesita de hombre que se la muestre para que imite a su género, sino que, teniéndote por guía, él<br />

mismo conoce cuál sea tu voluntad y qué es lo bueno, acepto y perfecto; y ya capaz, tú le enseñes<br />

a ver la Trinidad de su Unidad o la Unidad de su Trinidad. Y por eso habiendo dicho en plural:<br />

Hagamos al hombre, añadió en singular: e hizo Dios al hombre; y a lo dicho en plural: a imagen<br />

nuestra, repuso en singular: a imagen de Dios. Así es como el hombre se renueva en el<br />

conocimiento de Dios según la imagen de aquel que le ha creado 104 ; y, hecho espiritual, juzga de<br />

todas las cosas, que ciertamente han de ser juzgadas; mas él de nadie es juzgado 105 .<br />

CAPITULO XXIII<br />

33. En cuanto a que juzga todas las cosas, es lo mismo que decir que tiene potestad sobre los<br />

peces del mar, y las aves del cielo, y todas las bestias y fieras, y toda la tierra, y todos los reptiles<br />

que reptan sobre la tierra. Esto lo ejecuta por la inteligencia, por medio de la cual percibe las<br />

cosas que son del Espíritu de Dios 106 . Mas, por el contrario, el hombre constituido en tal honor<br />

no lo entendió, siendo comparado con los jumentos insensatos y hecho semejante a ellos 107 .<br />

Pero en tu Iglesia, ¡oh Dios nuestro!, conforme a la gracia que tú le has dado -porque somos obra<br />

de tus manos, creados para obras buenas 108 -, tanto los que espiritualmente presiden como los<br />

que espiritualmente obedecen a los que presiden -porque tú hiciste al hombre de este modo varón<br />

y hembra 109 según tu gracia espiritual, en la que no hay según el sexo material varón ni hembra,<br />

por no haber judío, ni griego, ni esclavo, ni libre 110 -, tanto, digo, los que presiden como los que<br />

obedecen, juzgan ya espirituales espiritualmente no de los conocimientos espirituales que brillan<br />

en el firmamento, porque no conviene juzgar de tan sublime autoridad; ni siquiera de tu mismo<br />

Libro, aunque haya algo en él que no luzca; porque sometemos a él nuestra inteligencia y<br />

tenemos por cierto aun aquello que está cerrado a nuestras miradas y que está dicho recta y<br />

verazmente.<br />

Porque el hombre, aunque ya espiritual y renovado por el conocimiento de Dios según la imagen<br />

del que le ha creado, debe, sin embargo, ser así obrador de la ley y no juez 111 . Ni tampoco juzga<br />

de aquella distinción entre hombres espirituales y carnales, que son, ¡oh Dios nuestro!, bien<br />

conocidos para tus ojos, aunque no se nos han manifestado a nosotros con obra alguna todavía<br />

para que les conozcamos por sus frutos 112 ; pero tú, Señor, ya les conoces, y los has dividido y<br />

llamado en secreto antes de que fuera hecho el firmamento.<br />

Tampoco juzga el hombre, aunque espiritual, de los turbulentos pueblos de este mundo. Porque<br />

¿qué le va a él en juzgar de los que están fuera 113 , ignorando quién vendrá de allí a la dulzura de<br />

tu gracia y quién permanecerá en la perpetua amargura de la impiedad?<br />

34. Por eso el hombre, a quien tú hiciste a tu imagen, no recibió potestad sobre los luminares del<br />

cielo, ni sobre el mismo cielo invisible, ni sobre el día y la noche, que llamaste antes de la<br />

constitución del cielo; ni sobre la congregación de las aguas, que es el mar; sino que la recibió<br />

sobre los peces del mar, y las aves del cielo, y todas las bestias, y toda la tierra, y todos los<br />

reptiles que reptan sobre ella. Porque él juzga y aprueba lo que halla recto, y, al contrario,<br />

desaprueba lo que halla malo, sea en aquella solemnidad de sacramentos con que son iniciados<br />

los que tu misericordia busca en las aguas profundas, sea en aquella otra en que es presentado<br />

154


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

aquel pez que, sacado del profundo, come la tierra piadosa, sea, finalmente, en los signos de las<br />

palabras y en las voces sujetas a la autoridad de tu Libro, como revoloteando bajo el firmamento,<br />

interpretando, exponiendo, disertando, disputando, bendiciendo e invocándote con signos que<br />

brotan y suenan en la boca, para que el pueblo diga: Amén.<br />

La causa de que deban ser enunciadas corporalmente todas estas voces es el abismo del mundo y<br />

la ceguera de la carne, por la que no pueden ser vistos los pensamientos, siendo necesario hacer<br />

ruido en los oídos. Así, aunque se multipliquen las aves sobre la tierra, con todo traen su origen<br />

de las aguas. Juzga también el que es espiritual, aprobando lo bueno y reprobando lo malo que<br />

hallare en las obras y costumbres de los fieles, de las limosnas como de tierra fructífera, y del<br />

alma viva por los afectos domeñados por la castidad, por medio de ayunos y de pensamientos<br />

piadosos, por la parte que en ellos toman los sentidos del cuerpo. Porque ahora se dice que juzga<br />

de aquellas cosas en las cuales tiene facultad de corregir.<br />

CAPITULO XXIV<br />

35. Pero ¿qué es esto y qué misterio hay en ello? He aquí que tú, Señor, bendices a los hombres<br />

para que crezcan y se multipliquen y llenen la tierra. ¿Es verdad que no nos indicas nada con<br />

esto, a fin de que entendamos algún tanto por qué no bendijiste igualmente la luz, a la que<br />

llamaste día, ni el firmamento del cielo, ni a los luminares, ni a las estrellas, ni a la tierra, ni al<br />

mar? Yo diría que tú, nuestro Dios, que nos has creado a tu imagen, yo diría que tú quisiste<br />

otorgar propiamente este don de bendición al hombre, si no hubieras bendecido también de este<br />

modo a los peces y cetáceos, para que creciesen, y se multiplicasen, y llenasen las aguas del mar,<br />

y se multiplicasen las aves sobre la tierra.<br />

Asimismo diría que esta bendición pertenece a aquellos géneros de cosas que, engendrando de sí<br />

mismos, se multiplican, si la hallase también en los arbustos, frutales y bestias de la tierra. Ahora<br />

bien, ni a las hierbas y plantas ni a las bestias y serpientes se ha dicho: Creced y multiplicaos, no<br />

obstante que también todas estas cosas aumenten y conserven su género engendrando, como los<br />

peces, las aves y los hombres.<br />

36. ¿Qué, pues? ¿Diré, ¡oh Luz mía, oh <strong>Verdad</strong>!, que huelga esto y que ha sido dicho en vano?<br />

De ningún modo, ¡oh Padre de la piedad!; lejos esté de tu siervo que diga semejante cosa de tu<br />

palabra. Y si yo no entiendo lo que quieres significar con esta expresión, usen de ella mejor los<br />

mejores, esto es, los que son más inteligentes que yo, cada cual según el saber que tú le hayas<br />

dado. Sea, pues, agradable ante tus ojos mi confesión, por la que te confieso, Señor, mi creencia<br />

de no haber tú hablado así en vano.<br />

Ni tampoco callaré lo que se me ocurriere con ocasión de esta lectura. Porque ello es verdad y no<br />

veo nada que me impida entender de este modo las locuciones figuradas de tus libros, pues sé que<br />

lo que es entendido de un solo modo por la mente puede ser expresado de muchos por el cuerpo,<br />

y lo que se expresa de un modo por el cuerpo puede entenderse de muchos por la mente. Ved la<br />

simple dilección de Dios y del prójimo, con cuántos misterios y con cuántas lenguas, y en cada<br />

lengua, de cuán infinitos modos es enunciada corporalmente. Así es como crecen y se multiplican<br />

los fetos de las aguas.<br />

Atiende nuevamente, cualquiera que seas tú el que esto lea; he aquí que de un solo modo presenta<br />

la <strong>Escritura</strong> y la voz pronuncia: En el principio hizo Dios el cielo y la tierra. ¿Por ventura no es<br />

cierto que puede entenderse esto de muchos modos, no por falacia del error, sino por los diversos<br />

géneros de interpretaciones verdaderas? Así es como crecen y se multiplican los fetos de los<br />

hombres.<br />

37. Y así, si entendemos las mismas naturalezas de las cosas no en sentido alegórico, sino propio,<br />

conviene la sentencia creced y multiplicaos a todas las cosas que son engendradas de semillas;<br />

pero si las tratamos en sentido figurado -lo que creo más bien que fue lo que intentó la <strong>Escritura</strong>,<br />

155


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

que no en vano atribuye esta bendición a solas las generaciones de las aguas y de los hombres-,<br />

hallaremos ciertamente multitudes, así en las criaturas espirituales y corporales como en el cielo y<br />

la tierra; en las almas justas e inicuas, como en la luz y las tinieblas; en los santos autores por<br />

quienes nos ha sido suministrada la Ley, como en el firmamento colocado entre las aguas; en la<br />

sociedad de los pueblos amargos, como en el mar; en el cielo de las almas pías, como en la tierra<br />

seca; en las obras de misericordia, según la vida presente, como en las hierbas seminales y en los<br />

árboles frutales; en los dones espirituales manifestados para utilidad, como en los luminares del<br />

cielo, y en los afectos formados por la templanza, como en el alma viva. En todas estas cosas<br />

hallamos multitudes, abundancias y aumentos; pero el que de tal modo crezca y se multiplique<br />

que, siendo una cosa sola, sea enunciada de muchos modos y que una sola enunciación sea<br />

entendida de muchas maneras, no lo hallamos sino en los signos corporalmente expresados y en<br />

las cosas inteligiblemente excogitadas.<br />

Hemos entendido que estos signos corporalmente expresados son las generaciones de las aguas,<br />

por las causas necesarias de la carnal profundidad; y las cosas inteligiblemente excogitadas, las<br />

generaciones humanas, a causa de la fecundidad de la razón.<br />

Y ésta es la causa por qué hemos creído que a uno y otro de estos géneros les ha sido dicho por ti,<br />

Señor: Creced y multiplicaos, porque por esta bendición entiendo que nos ha sido concedida por<br />

ti la facultad y poder de enunciar de muchos modos lo que hubiéramos entendido de uno solo y<br />

de entender de muchos modos lo que leyéremos enunciado oscuramente de un solo modo.<br />

Y de esta manera es como se llenan las aguas del mar, que no se mueven sino con varios afectos,<br />

y así es como se llena la tierra de generaciones humanas, cuya aridez aparece en sus solicitudes y<br />

sobre las cuales domina la razón.<br />

CAPITULO XXV<br />

38. También quiero decir, Señor Dios mío, lo que me advierte tu <strong>Escritura</strong> en lo que sigue; y lo<br />

diré sin avergonzarme, porque diré cosas verdaderas, inspirándome tú lo que de tales palabras<br />

quieres que diga. Porque no creo que diga verdad inspirándome otro fuera de ti, siendo tú la<br />

verdad, y todo hombre, mentiroso 114 . Por eso, quien habla la mentira, habla de lo suyo 115 .<br />

Luego para que yo hable la verdad debo hablar de lo tuyo.<br />

He aquí que nos has dado para comida toda planta sativa que lleva simiente, la cual existe sobre<br />

toda tierra, y todo árbol que tiene en sí fruto de semilla sativa 116 . Y no para nosotros solos, sino<br />

también para todas las aves del cielo y bestias de la tierra y serpientes; mas no para los peces y<br />

grandes cetáceos. Porque decíamos que por los frutos de la tierra se significaban y figuraban<br />

alegóricamente las obras de misericordia que son ofrecidas por la fructífera tierra para las<br />

necesidades de esta vida. Tal tierra era el piadoso Onesíforo, a cuya casa comunicaste<br />

misericordia por haber refrigerado frecuentemente a tu Paulo y no haber tenido rubor de sus<br />

cadenas 117 .<br />

Y esto hicieron otros hermanos que fructificaron con tal fruto, que suplieron desde Macedonia lo<br />

que le faltaba 118 . Pero ¡cómo se duele de otros árboles que no le dieron el fruto debido, cuando<br />

dice: En mi primera defensa nadie me asistió, antes todos me abandonaron; no les sea esto<br />

imputado! 119 Porque estas cosas les son debidas a los que ministran la doctrina racional por<br />

medio de la inteligencia de los misterios divinos, y se les deben como a hombres; mas se les<br />

deben como a alma viva en cuanto se nos ofrecen para ser imitadas en toda suerte de continencia.<br />

También se les deben como a aves de cielo por sus bendiciones, que se multiplican sobre la tierra,<br />

porque su sonido se ha extendido por toda la tierra 120 .<br />

CAPITULO XXVI<br />

39. Apaciéntanse con estos alimentos quienes se gozan en ellos; mas no se gozan en ellos los que<br />

tienen a su vientre por Dios 121 . Porque tampoco en aquellos que dan estas cosas es el fruto lo que<br />

156


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

dan, sino la intención con que lo dan. Y así veo con toda claridad de dónde se gozaba aquel que<br />

servía a Dios, no a su vientre; le veo y le doy el parabién con toda el alma. Porque había recibido<br />

de los filipenses las cosas que le habían enviado por Epafrodito; mas ya veo de dónde le venía el<br />

gozo. Veníale el gozo de allí, de donde se alimentaba, porque, hablando con verdad, dijo: Me he<br />

alegrado vehementemente en el Señor, porque al fin habéis brotado hacia mí en aquellos<br />

sentimientos en que antes abundabais y que os habían causado tedio 122 . Estos, en efecto, con el<br />

largo tedio se habían marchitado y casi secado en orden a este fruto de buenas obras. Y se goza<br />

por ellos, no por él, porque brotaron, porque socorrieron su indigencia. Por esto dice a<br />

continuación: No digo esto porque me haya faltado algo; porque he aprendido a bastarme con<br />

las cosas que tengo. Sé lo que es tener poco y lo que es abundar; he probado todas las cosas y<br />

estoy hecho a todo: a estar harto, a tener hambre, a abundar y a padecer penuria; todo lo puedo<br />

en aquel que me conforta 123 .<br />

40. ¿En qué, pues, te gozas, oh gran Pablo? ¿En qué te gozas? ¿En qué te apacientas, ¡oh<br />

hombre!, renovado en el conocimiento de Dios, según la imagen de aquel que te ha creado 124 , ya<br />

alma viva por tan gran continencia, ya lengua voladora que habla misterios? Porque a tales<br />

animales les es debido este manjar. ¿Qué es lo que te alimenta? La alegría. Oigamos lo que sigue:<br />

Sin embargo -dice-, hicisteis bien participando de mi tribulación 125 . De esto es de lo que se<br />

goza, de esto es de lo que se alimenta: porque obraron bien con él, no porque fuera aliviada su<br />

angustia, según aquel que te dice: En la tribulación me ensanchaste 126 ; porque también supo en<br />

ti, que eres quien le confortas, lo que es abundar y padecer penuria. Porque también vosotros,<br />

¡oh filipenses!-dice-, sabéis que en el principio de mi predicación, cuando salí de Macedonia,<br />

ninguna iglesia me asistió con sus bienes en razón de lo dado y recibido, sino únicamente<br />

vosotros; porque una y más veces enviasteis a Tesalónica con qué atender a mis necesidades 127 .<br />

Gózase ahora de que hayan vuelto a estas buenas obras, y se alegra que hayan brotado como la<br />

fertilidad del campo que revive.<br />

41. Pero ¿es acaso por razón de sus necesidades por lo que dijo: Me enviasteis para remedio de<br />

mis necesidades? ¿Es acaso por esto por lo que se goza? No es por esto. Mas ¿de dónde sabemos<br />

esto? De lo que él mismo añade, diciendo: No porque busque la dádiva, sino porque exijo el<br />

fruto 128 . He aprendido de ti, Dios mío, a distinguir entre el don y el fruto. Don es la cosa que da<br />

quien socorre tales necesidades, como, por ejemplo, el dinero, la comida, la bebida, el vestido, el<br />

hospedaje, la ayuda. Mas el fruto es la buena y recta voluntad del dador. Porque no dice<br />

solamente el Maestro El que recibiere al profeta, sino que añadió en nombre del profeta. Ni dijo<br />

solamente: El que recibiere al justo, sino añadió: en nombre del justo; porque así es como recibí<br />

aquél la merced del profeta y éste la del justo. Ni dijo solamente: El que diera a uno de mis<br />

pequeñuelos un vaso de agua fría, sino que añadió: únicamente en nombre del discípulo; y así<br />

agregó: En verdad os digo que no perderá su recompensa. Don es recibir al profeta, recibir al<br />

justo, dar un vaso de agua fría al discípulo; fruto, hacer esto en nombre del profeta, en nombre<br />

del justo, en nombre del discípulo 129 . Con el fruto era apacentado Elías por la viuda, que sabía<br />

que alimentaba a un hombre de Dios y como a tal le alimentaba; mas por el cuervo era<br />

alimentado con el don. Ni era el Elías interior, sino el exterior, el que era alimentado, y que a su<br />

vez era quien por falta de tal alimento podía destruirse.<br />

CAPITULO XXVII<br />

42. Por eso diré lo que es verdadero en tu presencia, Señor. Cuando hombres idiotas e infieles 130<br />

-para iniciar y ganar a los cuales son necesarios los sacramentos de iniciación y las grandezas de<br />

los milagros, los cuales creemos que han sido significados con los nombres de peces y cetáceos -<br />

reciben corporalmente a tus siervos para sustentarlos o ayudarlos en alguna necesidad de la vida<br />

presente, ignorando el motivo por qué lo deben hacer y a qué clase de aquéllos pertenezcan, y así<br />

157


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

ni aquéllos sustentan a éstos, ni éstos son sustentados por aquéllos; porque ni aquéllos obran estas<br />

cosas con santa y recta voluntad, ni éstos se alegran con las dádivas de aquéllos, en los que no<br />

ven todavía fruto. Porque, realmente, el alma se apacienta de aquello de que se alegra. Y ésta es<br />

la razón por que los peces y los cetáceos no comen de los manjares que no germinan, sino la<br />

tierra distinta y separada ya de la amargura de las olas marinas.<br />

CAPITULO XXVIII<br />

43. Y viste, Señor, todas das cosas que hiciste y hallaste que todas eran muy buenas; también<br />

nosotros las vemos, y nos parecen todas muy buenas. En cada uno de los géneros de tus obras,<br />

cuando dijiste que fuesen y fueran hechas, viste que cada uno de ellos era bueno. Siete veces he<br />

contado que dice la <strong>Escritura</strong> que viste que era bueno lo que creaste, y la octava nos dices que<br />

viste todas las cosas que hiciste y que no sólo eran buenas, sino muy buenas, todas ellas en<br />

conjunto. Porque tomadas cada una de por sí, son todas buenas; pero todas ellas juntas son<br />

buenas y muy buenas. Esto mismo nos dicen también los cuerpos que son hermosos; porque más<br />

hermoso es sin comparación el cuerpo cuyos miembros todos son hermosos que no cada uno de<br />

los miembros, de cuya conexión ordenadísima se compone el conjunto, aunque cada uno en<br />

particular sea hermoso.<br />

CAPITULO XXIX<br />

44. Y puse atención para ver si eran siete u ocho veces las que viste que eran buenas tus obras<br />

cuando te agradaron; mas en tu visión no hallé tiempos por los que entendiera que otras tantas<br />

veces viste lo que hiciste; y dije: ¡Oh Señor!, ¿acaso no es verdadera esta <strong>Escritura</strong> tuya, cuando<br />

tú, veraz y la misma <strong>Verdad</strong> 131 , eres el que la has promulgado? ¿Por qué, pues, me dices tú que<br />

en tu visión no hay tiempos, si esta tu <strong>Escritura</strong> me dice que por cada uno de los días viste que las<br />

cosas que hiciste eran buenas, y contando las veces hallé ser otras tantas? A esto me dices tú -<br />

porque tú eres mi Dios-, y lo dices con voz fuerte en el oído interior a mí, tu siervo, rompiendo<br />

mi sordera y gritando: ¡Oh hombre!, lo que dice mi <strong>Escritura</strong> eso mismo digo yo; pero ella lo dice<br />

en orden al tiempo, mientras el tiempo no tiene que ver con mi palabra, que permanece conmigo<br />

igual en la eternidad; y así, aquellas cosas que vosotros veis por mi Espíritu, yo las veo; y<br />

asimismo, las que vosotros decís por mi Espíritu, yo las digo. Mas viéndolas vosotros<br />

temporalmente no las veo yo temporalmente, del mismo modo que diciéndolas vosotros<br />

temporalmente no las digo yo temporalmente.<br />

CAPITULO XXX<br />

45. He oído, Señor Dios mío, y he gustado una gota de la dulzura de tu verdad, y he entendido<br />

que hay algunos a quienes desagradan tus obras, muchas de las cuales, dicen, las hiciste<br />

compelido por la necesidad, como la fábrica de los cielos y la composición de las estrellas; y esto,<br />

no de cosa tuya, sino que ya antes existían creadas en otra parte y por otro, y que tú las redujiste,<br />

compaginaste y entrelazaste, cuando de los enemigos vencidos fabricaste la fortaleza de este<br />

mundo, para que cautivos en esta construcción no pudieran rebelarse nuevamente contra ti; pero<br />

que otras cosas, como las carnes y los animales diminutos y todo lo que echa raíces en la tierra, ni<br />

las has hecho tú ni de ningún modo las has compaginado, sino que las has engendrado y formado<br />

una mente enemiga y una naturaleza diferente de ti y no creada por ti. Locos, dicen estas cosas<br />

porque no ven tus obras a través de tu Espíritu, ni te conocen en ellas.<br />

CAPITULO XXXI<br />

46. Mas los que las ven a través de tu Espíritu, tú eres quien las ves en ellos. Y, por tanto, cuando<br />

ellos ven que son buenas, tú eres quien ve que son buenas, y cualesquiera que por ti les plazcan,<br />

tú eres quien les place en ellas, y los que por tu Espíritu nos placen, a ti te placen en nosotros.<br />

¿Quién de los hombres sabe las cosas del hombre sino el espíritu del hombre que está en él? Así<br />

también, las cosas que son de Dios no las sabe nadie sino el Espíritu de Dios 132 . Mas nosotros -<br />

158


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

dice-no hemos recibido el espíritu de este mundo, sino el espíritu que es de Dios, para que<br />

sepamos las cosas que nos han sido donadas por Dios 133 . Mas siéntome tentado a preguntar:<br />

Ciertamente que nadie sabe las cosas que son de Dios sino el Espíritu de Dios; pero ¿cómo<br />

sabemos nosotros también las cosas que nos han sido donadas por Dios? Y oigo que se me<br />

responde: Las cosas que sabemos por su Espíritu, puede decirse que no las sabe nadie sino el<br />

Espíritu de Dios 134 . Porque así como se ha dicho rectamente de aquellos que habían de hablar<br />

con el Espíritu de Dios: No sois vosotros los que habláis 135 , así también de los que conocen las<br />

cosas por el Espíritu de Dios se dice rectamente: No sois vosotros los que conocéis; y,<br />

consiguientemente, a los que ven con el Espíritu de Dios se les dice no menos rectamente: No<br />

sois vosotros los que veis. Así, cuanto ven en el Espíritu de Dios que es bueno, no son ellos, sino<br />

es Dios el que ve que es bueno. Una cosa es, pues, que uno juzgue que es malo lo que es bueno,<br />

como hacen los que hemos dicho antes; otra, que lo que es bueno vea el hombre que es bueno,<br />

como sucede a muchos, a quienes agrada tu creación porque es buena, y, sin embargo, no les<br />

agradas tú en ella, por lo que quieren gozar más de ella que de ti; y otra, finalmente, el que<br />

cuando el hombre ve algo que es bueno, es Dios el que ve en él que es bueno, para que Dios sea<br />

amado en su obra, el cual no lo sería si no fuera por el Espíritu que nos ha dado; porque el amor<br />

de Dios se ha difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado 136 , por<br />

el cual vemos que es bueno cuanto de algún modo es, porque procede de aquel que es, no de<br />

cualquier modo, sino ser por esencia.<br />

CAPITULO XXXII<br />

47. ¡Gracias te sean dadas, Señor! Vemos el cielo y la tierra, ya la parte corporal superior e<br />

inferior, ya la creación espiritual y corporal; y en el adorno de estas dos partes de que consta, ya<br />

la mole entera del mundo, ya la creación universal sin excepción, vemos la luz creada y dividida<br />

de las tinieblas. Vemos el firmamento del cielo, sea el que está entre las aguas espirituales<br />

superiores y las corporales inferiores, cuerpo primario del mundo; sea este espacio de aire -<br />

porque también esto se llama cielo- por el que vagan las aves del cielo entre las aguas que van<br />

sobre ellas en forma de vapor y caen en las noches serenas en forma de rocío, y estas aguas que<br />

corren graves sobre la tierra. Vemos en los vastos espacios del mar la belleza de las aguas<br />

reunidas, y la tierra seca, ya desnuda, ya formada de modo que fuere visible y compuesta y madre<br />

de hierbas y de árboles. Vemos de lo alto resplandecer los luminares: el sol, que se basta para el<br />

día, y la luna y las estrellas, que alegran la noche, y con todos los cuales se notan y significan los<br />

tiempos. Vemos toda la naturaleza húmeda, fecundada de peces y de monstruos y de aves, porque<br />

la grosura del aire que soporta el vuelo de las aves se forma con las emanaciones de las aguas.<br />

Vemos que la superficie de la tierra se hermosea con animales terrestres, y que el hombre, hecho<br />

a tu imagen y semejanza, por esta misma imagen y semejanza, esto es, en virtud de la razón y de<br />

la inteligencia, es antepuesto a todos los animales irracionales; mas al modo que en su alma una<br />

cosa es lo que domina consultando y otra lo que se somete obedeciendo, así fue hecha aún<br />

corporalmente para el hombre la mujer, la cual, aunque fuera igual en naturaleza racional a éste,<br />

fuera, sin embargo, en cuanto al sexo del cuerpo, sujeta al sexo masculino, del mismo modo que<br />

se somete el apetito de la acción para concebir de la razón de la mente la facilidad de obrar<br />

rectamente. Vemos estas cosas, cada una por sí buena y todas juntas muy buenas.<br />

CAPITULO XXXIII<br />

48. Alábante tus obras para que te amemos, y amámoste para que te alaben tus obras, las cuales<br />

tienen por razón del tiempo principio y fin, nacimiento y ocaso, aumento y disminución,<br />

apariencia y privación. Tienen, pues, consiguientemente, mañana y tarde, parte oculta y parte<br />

manifiesta. Porque han sido hechas de la nada por ti, no de ti, ni de alguna cosa no tuya o que ya<br />

existiera antes, sino de la materia concretada, esto es, creada a un tiempo por ti, porque tú<br />

159


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

formaste sin ningún intermedio de tiempo su informidad. Porque siendo una cosa la materia del<br />

cielo y de la tierra y otra la forma del cielo y de la tierra, tú hiciste, sin embargo, a un tiempo las<br />

dos cosas, la materia de la nada absoluta, la forma del mundo de la materia informe, a fin de que<br />

la forma siguiese a la materia sin ninguna demora interpuesta.<br />

CAPITULO XXXIV<br />

49. También consideramos la significación por qué cosas quisiste que éstas fueren hechas con tal<br />

orden o con tal orden descritas, y vimos, por ser cada cosa buena y todas juntas muy buenas,<br />

significada en tu Verbo, en tu Único, el cielo y la tierra, la cabeza y cuerpo de la Iglesia, en la<br />

:predestinación anterior a todos los tiempos sin mañana ni tarde. Pero cuando comenzaste a<br />

poner por obra temporalmente las cosas predestinadas para manifestar las cosas ocultas y<br />

componer nuestras descomposturas -porque sobre nosotros eran nuestros pecados y habíamos<br />

descendido lejos de ti al abismo tenebroso, sobre el que era sobrellevado tu Espíritu bueno para<br />

socorrernos en tiempo oportuno-, y justificaste a los impíos y los separaste de los inicuos, y<br />

afirmaste la autoridad de tu Libro entre los superiores, que sólo a ti serían dóciles, y los<br />

inferiores, que habían de sometérseles a éstos, y congregaste a la sociedad, de los infieles en una<br />

misma aspiración, a fin, de que apareciesen los anhelos de los fieles y te preparasen obras de<br />

misericordia, distribuyendo a los pobres las riquezas terrenas para adquirir las celestiales.<br />

Luego encendiste ciertos luminares en el firmamento, tus santos, que tienen palabra de vida, y,<br />

llenos de dones espirituales, brillan con soberana autoridad.<br />

Después, para instruir a las gentes infieles, produjiste los sacramentos y milagros visibles, y las<br />

voces de palabras según el firmamento de tu Libro -con que fuesen bendecidos también los fieles-<br />

de la materia corporal. Más tarde formaste el alma viva de los fieles por medio de los afectos<br />

ordenados con el vigor de la continencia, y, finalmente, renovaste a tu imagen y semejanza al<br />

alma, a ti solo sujeta y que no tiene necesidad ninguna de autoridad humana que imitar; y<br />

sometiste a la excelencia del entendimiento la acción racional, como al varón la mujer, y quisiste<br />

que todos tus ministerios, necesarios para perfeccionar a los fieles en esta vida, fuesen socorridos<br />

por los mismos fieles, en orden a las necesidades temporales, con obras fructuosas para lo futuro.<br />

Vemos todas estas cosas y todas son muy buenas, porque tú las ves en nosotros, tú que nos diste<br />

el Espíritu con que las viéramos y en ellas te amáramos.<br />

CAPITULO XXXV<br />

50. Señor Dios, danos la paz, puesto que nos has dado todas las cosas; la paz del descanso, la paz<br />

del sábado, la paz que no tiene tarde. Porque todo este orden hermosísimo de cosas muy buenas,<br />

terminados sus fines, ha de pasar; y por eso se hizo en ellas mañana y tarde.<br />

CAPITULO XXXVI<br />

51. Mas el día séptimo no tiene tarde, ni tiene ocaso, porque lo santificaste para que durase<br />

eternamente, a fin de que así como tú descansaste el día séptimo después de tantas obras<br />

sumamente buenas como hiciste, aunque las hiciste estando quieto, así la voz de tu Libro nos<br />

advierte que también nosotros, después de nuestras obras, muy buenas, porque tú nos las has<br />

donado, descansaremos en ti el sábado de la vida eterna.<br />

CAPITULO XXXVII<br />

52. Porque también entonces descansarás en nosotros, del mismo modo que ahora obras en<br />

nosotros; y así será aquel descanso tuyo por nosotros, como ahora son estas obras tuyas por<br />

nosotros. Tú, Señor, siempre obras y siempre estás quieto; ni ves en el tiempo, ni te mueves en el<br />

tiempo, ni descansas en el tiempo, y, sin embargo, tú eres el que haces la visión temporal y el<br />

tiempo mismo y el descanso del tiempo.<br />

CAPITULO XXXVIII<br />

160


Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

53. Nosotros, pues, vemos estas cosas, que has hecho, porque son; mas tú, porque las ves, son.<br />

Nosotros las vemos externamente, porque son, e internamente, porque son buenas; mas tú las<br />

viste hechas allí donde viste que debían ser hechas. Nosotros, en otro tiempo, nos hemos sentido<br />

movidos a obrar bien, después que nuestro corazón concibió de tu Espíritu; pero en el tiempo<br />

anterior fuimos movidos a obrar mal, abandonándote a ti; tú, en cambio, Dios, uno y bueno,<br />

nunca has cesado de hacer bien. Algunas de nuestras obras, por gracia tuya, son buenas; pero no<br />

sempiternas: después de ellas esperamos descansar en tu grande santificación. Mas tú, bien que<br />

no necesitas de ningún otro bien, estás quieto, porque tú mismo eres tu quietud. Pero ¿qué<br />

hombre dará esto a entender a otro hombre? ¿Qué ángel a otro ángel? ¿Qué ángel al hombre? A ti<br />

es a quien se debe pedir, en ti es en quien se debe buscar, a ti es a quien se debe llamar: así; así se<br />

recibirá, así se hallará y así se abrirá 137 . Amén.<br />

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