Marxismo, comunismo, populismo y hegemonismo

Presentación del libro La política que viene: hacia un populismo de las singularidades de Timothy Appleton (Madrid, Ned, 2022), organizada por Yoica y realizada en línea el sábado 22 de octubre de 2022

David Pavón-Cuéllar

Mao Tse-Tung nos ha enseñado a vislumbrar una victoria en cada una de nuestras derrotas, pero también una derrota en cada una de nuestras victorias. Cuando algo ha triunfado es cuando ha comenzado a fracasar. Este fracaso es el que acompañó al socialismo real desde que su victoria, con la Revolución de Octubre, lo encaminó a ese “desastre oscuro” ya evocado por Alain Badiou.

Antes de Badiou, Jacques Lacan ya nos había prevenido contra el sentido latente del movimiento revolucionario, el proveniente de la física y la astronomía, el subsistente en las revoluciones por minuto de cualquier motor. Este sentido, el del giro de aquello que se mueve para volver al punto de partida, se ha podido confirmar una y otra vez en las grandes revoluciones que jalonean los últimos dos siglos. La francesa nos libera de Luis XVI para condenarnos al imperio de Napoleón y luego a la restauración de los borbones. La mexicana se resuelve con la dictadura perfecta priista después de haberse desencadenado contra la imperfecta dictadura porfirista. La soviética se deshace del zarismo para consumarse con el estalinismo. Deng Xiaoping termina cerrando lo abierto por Mao Tse-Tung.

La revolución cultural china es un desesperado intento de mantener vivo lo que hoy en día yace bajo tierra. Su admirable monumento funerario es el grandioso éxito económico de la actual República Popular China. Este símbolo, como cualquier otro, indica la muerte de la cosa, como lo evidencia precisamente la tumba en Hegel y en Lacan.

El mausoleo económico chino es la prueba de que Mao tenía razón al vislumbrar dialécticamente una derrota en cada una de nuestras victorias. Ha sido al ganar como hemos perdido nuestro impulso comunista. El comunismo en general, en el mundo y no sólo en China, sucumbió al triunfar en el socialismo real.

Debimos esperar la caída estrepitosa del muro de Berlín y de la cortina de hierro para que la derrota fuera evidente para todos. Vimos cundir entre 1989 y 1993 lo que venía urdiéndose desde hacía más de una década: el capitalismo neoliberal globalizado, absolutizado y legitimado con su pensamiento único y con su ideología posmoderna. Ser post se convirtió en la identidad histórica de una generación entera.

La identidad post fue la de aquellos, nacidos generalmente entre los años 1940 y 1970, que se ilusionaron con estar después de todo lo anterior al situarse en un imaginario fin de la historia. Como era de esperarse, esta ilusión afectó especialmente a los sectores progresistas, los de izquierda, que permanecían atrapados en un tiempo lineal bien conocido: el tiempo del progreso, la evolución histórica y el desarrollo de las fuerzas productivas; el tiempo en el que vemos sucederse las fases pre-capitalista y capitalista; el mismo tiempo en el que hay un pre-marxismo, un marxismo y un posmarxismo.

La paradoja es que los posmarxistas únicamente podían asumirse como tales al asumir la más rancia concepción marxista del tiempo, una concepción que era de hecho más pre-marxista que marxista, de modo que había que pensar aún en clave pre-marxista para pensarse como un posmarxista. Esta contradicción entre el enunciado y la enunciación pasó evidentemente desapercibida para la izquierda ochentera y noventera que hacía gala de su progresismo al arrojarse hacia el espejismo del futuro que se reflejaba en el espejo ideológico de su presente. Para esta izquierda que se obstinaba en embestir el espejo, la única forma de estar en el presente era dar la espalda al pasado, ser postcomunista, post-soviético, postmarxista, post-althusseriano.

Ser post-algo significa ya no ser ese algo, es decir, posicionarse negativamente con respecto a lo que ha quedado atrás. Esto es así por más que diversos autores, entre ellos Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, quieran darle otro sentido al post, quizás para eludir la responsabilidad teórica de traicionar la fidelidad al acontecimiento, como diría Badiou. Por más que se intente así disimular cierta claudicación generacional, el sentido preciso del prefijo post no deja de insistir como sentido verdadero, como sentido etimológico, como etumos logos.

La moda ochentera y noventera en la izquierda fue predominantemente negativa y consistió en ya no ser comunista, ya no ser marxista, ya no ser leninista o espartaquista o guevarista, ya no ser todo eso que se había sido en la izquierda. Era preciso hacer el duelo de todo eso, como sigue pensándolo nuestro querido y admirado Jorge Alemán. Si no se trabajaba en el duelo, entonces uno sufría una especie de melancolía, una melancolía de izquierda, como diría Enzo Traverso.

Evidentemente, por debajo de la superficie de las modas políticas e intelectuales, hubo incontables melancólicos de izquierda que no dejaron de ser marxistas y comunistas en tiempos de postmarxismo y poscomunismo. Fueron ellos quienes hicieron posible un relevo generacional del que yo formo parte y que fue determinante para la subsistencia de los movimientos de izquierda radical en los tiempos llamados a veces “hipermodernos” o “post-posmodernos”. La fuerza que recobraron estos movimientos después de la crisis de 2008 fue posible gracias a quienes se obstinaron en la generación inmediatamente anterior. Fue gracias a ellos, por ejemplo, que yo pude pasar por el zapatismo sin dejar nunca de considerarme comunista y marxista.

Me refiero a mi trayectoria no por ser excepcional, sino por lo contrario, por ser demasiado ordinaria, por ser comparable a cualquier otra en esa multitud invisible que se encuentra prácticamente en todo el mundo, que se mantiene fiel a una larga tradición de lucha en la izquierda radical y que es consciente de la fuerza espectral del pasado a la que se refería Walter Benjamin. En esta multitud formada por colectivos que se unen y desunen, jamás he conocido a nadie que se presente a sí mismo como posmarxista o poscomunista. Sencillamente se es o no se es marxista o comunista.

Pienso que las bases de la izquierda en el mundo no se dejaron llevar por la ilusión especular del post. Me parece que esta ilusión es un ejemplo de los errores típicos en los que no dejan de caer aquellos que aspiran a ser vanguardia, que se consideran “intelectuales orgánicos” gramscianos y a los que Marx y luego Rosa Luxemburgo preferirían llamar despectivamente “maestros de escuela”. Ellos, aislándose en las cimas del pensamiento, dejan de pensar colectivamente con la gente y así pierden la brújula de la conciencia de clase, como bien lo observó la misma Rosa y luego Lukács a partir de ella. Si hay aquí algo que merezca el nombre de conciencia de clase, pienso que sería la conciencia de la clase intelectual de la que hablaba el recién fallecido espartaquista mexicano Enrique González Rojo.

Hay que decir que González Rojo, congruente con su espartaquismo, criticó abiertamente a los intelectuales orgánicos de izquierda que buscaban un sustituismo por el que reemplazaban a la base y se ponían a la cabeza de los movimientos. Aunque oponiéndose así a cualquier dirigismo y vanguardismo, González Rojo continuaba asignando a su organización un papel central de “conquista de la hegemonía”. El problema es que este papel resulta problemático si llevamos hasta sus últimas consecuencias el principio autogestionario promovido por el mismo González Rojo.

¿Acaso no vulneramos la autogestión de ciertos sectores cuando intentamos hegemonizar en ellos nuestras ideas al hacer que las adopten como propias? ¿Acaso esta hegemonización de nuestras ideas no realiza ya una forma de sustituismo al sustituirnos como seres pensantes a los demás y al hacer que sustituyan sus ideas por las nuestras? Al hacer esto, ¿no estamos procediendo ya de algún modo como exponentes de una clase intelectual que busca incesantemente conquistar la hegemonía o mantenerla donde ya la ha conquistado?

Sin duda la conquista de la hegemonía resulta indispensable para cualquier estrategia de izquierda, pero debe ser vista como parte del problema y no sólo de la solución. La hegemonía, en otras palabras, debe ser buscada, pero también problematizada.  Pienso que esta problematización es uno de los grandes méritos del libro La política que viene de Timothy Appleton, quien intenta liberar el concepto de “populismo” del pesado lastre que supone su vinculación con la hegemonía en la propuesta de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe.

Tomando sus distancias con respecto a Laclau y Mouffe, Tim Appleton busca su apoyo en Jacques Rancière al advertir algunos de los riesgos que implica una lógica hegemonista, si me permiten llamarla así. Uno de estos riesgos es el de perder la inmediatez del entusiasmo popular al disiparlo en el cálculo estratégico del hegemonismo. Un riesgo más fundamental es la sustancialización del espacio social en el que se da el antagonismo, el cual, finalmente, se reduciría a un enfrentamiento entre dos contrincantes igualmente sustanciales. Aunque los contrincantes hayan sido sólo estratégicamente sustancializados, no dejan por ello de adquirir una sustancialidad que neutraliza el vacío de la sociedad y la dispersión de luchas dentro de él, subordinando las pequeñas luchas a las grandes luchas, incurriendo así en el viejo error que ya fue antes imputado al comunismo por militantes feministas y antiimperialistas, anticolonialistas y antirracistas.

Otros dos peligros del hegemonismo, los dos ligados estrechamente entre sí, es que tiende a ser dirigido por intelectuales políticos, a veces los mismos que han hegemonizado sus ideas, y que sustituye la presentación del pueblo por su representación a través de sus líderes, quienes de algún modo usurpan la posición del pueblo. Estos dos peligros, que son tales quizás más para Jacques Rancière que para Tim Appleton, reproducen también de algún modo los viejos vicios del dirigismo vanguardista y del sustituismo intelectual de los Partidos Comunistas. Lo peor del comunismo, desafortunadamente lo peor y no lo mejor, es lo que a veces reaparece en el actual populismo hegemonista, en sus tendencias dirigistas y sustituistas, pero también, como lo hemos visto, en su anhelo de sustancializar el espacio social y en su idea misma de ser posmarxista cuando vemos cómo reproduce tanto de un marxismo que nunca termina de quedar atrás.

Al menos la política populista supera la relación diferencial puramente negativa con el marxismo y el comunismo, aquella por la que ya no se era lo que se dejaba atrás, y adopta una forma positiva: precisamente la del populismo. Este populismo ya no consiste únicamente en un post como los que proliferaban en el momento posmoderno, pero sí que puede ser víctima de la misma lógica temporal consecutiva de los post que el mismo populismo ha utilizado para legitimarse como posmarxista y poscomunista. Desde hace varios años, como por una venganza del destino, hay cada vez más voces que hablan de un pospopulismo, como si le hubiera llegado al populismo su turno de ser dejado atrás.

Como nos lo recuerda Tim Appleton, incluso algunos aliados intelectuales de la izquierda populista, como los filósofos españoles Carlos Fernández Liria y José Luis Villicañas, parecen estar dejando atrás el populismo. Sin embargo, como también lo advierte Appleton, el mismo populismo que muchos relegan al pasado en España y Latinoamérica parece ponerse de moda en el contexto británico y estadounidense, donde más bien aparece como el presente de la izquierda e incluso como el futuro del comunismo. Esta moda local no me parece a mí, en lo personal, una prueba de la vigencia del populismo, especialmente cuando considero que se trata de una localidad cultural-ideológica, la angloparlante, en la que sabemos que sólo suelen ponerse en boga las propuestas de izquierda que ya han perdido una gran parte de su novedad, radicalidad y peligrosidad.

Lo que sí me convence de la vigencia del populismo es el sentido anti-hegemonista que puede adquirir en un pensamiento como el de Tim Appleton. Cuando Appleton escribe que el populismo depende precisamente de la acción por parte del pueblo y no de los intelectuales, yo estoy constatando al fin esperanzado cómo el proyecto político se libera de su ancla en el dirigismo y en el sustituismo que aún subsistían en la versión hegemonista de Laclau. De igual modo, cuando Appleton apuesta por una coexistencia de los pueblos plurales que se comprometen cada uno con luchas singulares como la feminista o la antirracista o la ecologista, yo aprecio cómo se está descartando al fin el sustancialismo estratégico –parafraseando a Spivak– por el que se disolvía metonímicamente la pluralidad de las singularidades en su equivalencia con la singularidad hegemónica sustancializada.

Dondequiera que haya surgido y triunfado, el hegemonismo populista ha sido percibido como una amenaza por diversos pueblos o colectivos que se obstinan lógicamente en preservar la singularidad irreductible de sus luchas y las diferencias radicales entre ellas. Reducir estas diferencias radicales a diferencias metonímicas asimilables a una cadena de equivalencias es lo que me atrevo a llamar, invocando a Lacan y a Jorge Alemán, una ofensa a la diferencia absoluta que existe entre los pueblos, entre los sujetos colectivos, y no sólo entre los sujetos individuales. Desde luego que esta ofensa es incomparablemente menos grave que la imputable al capitalismo y a su defensa por la derecha, pero ahí está y es juzgada como tal por quienes la sufren en la izquierda.

Con su populismo de las singularidades, Tim Appleton ofrece un proyecto político respetuoso de las singularidades en su pluralidad, comprendiendo muy bien que lo singular y lo plural no son contradictorios ni deben resolverse el uno en el otro, no excluyéndose mutuamente, sino condicionándose de modo recíproco. Todo esto es reconfortante, pero quizás haya una inquietud que subsista en quien lea frases del libro de Appleton como aquella en la que dice, a partir de Rancière, que “el populismo es la única forma política que es capaz de vaciar toda ontología social” o que el pueblo es “la única palabra que respeta la vaciedad ontológica de las situaciones” en las que se encuentran los sujetos en un antagonismo político. Estas frases, que parecen querer hegemonizar la visión populista en el campo de la reflexión política, le resultarán incomprensibles a quien recuerde toda la sedimentación ontológica por la que viene cargado el pueblo en tiempos de partidos populares de la derecha y de guerra discursiva entre populistas y anti-populistas o entre populismos derechistas e izquierdistas. En realidad, la carga ontológica del pueblo se viene sedimentando ya desde la antigüedad y desde los inicios de la edad moderna, como cuando Thomas Hobbes masculinizaba el pueblo, lo consideraba necesariamente unificado y lo identificaba con el monarca, oponiéndolo a la multitud libre y feminizada.

Ni el pueblo en sí mismo es una categoría neutra, ontológicamente vacía, ni el populismo puede asegurar entonces la vaciedad ontológica de las situaciones, excepto si nos aseguramos de redefinir los conceptos de “pueblo” y “populismo” de tal modo que los depuremos de toda ontología política sedimentada históricamente en ellos. Tenemos el derecho de realizar tal depuración, pero entonces debemos reconocer este mismo derecho a quienes, como Alain Badiou o Slavoj Žižek, lo han ejercido al vaciar al proletariado y al comunismo de la misma carga ontológica. Se dirá que el vacío aquí no es completo, que hay algo que subsiste en esos términos que hace que no sean ontológicamente neutros en las filosofías žižekiana y badiouana. Esto es verdad, pero quizás esta carga ontológica sea precisamente lo más valioso de esos términos, aquello que les permite vincularse de modo interior y esencial con la izquierda y resistir a su recuperación y perversión por la ultraderecha, como le ha sucedido una y otra vez al pueblo y al populismo.

Si dejo de lado la impetuosa defensa de los conceptos de pueblo y de populismo, estoy de acuerdo con todo lo demás planteado por Tim Appleton en su excelente libro La política que viene. Siento igualmente una profunda afinidad entre sus posiciones populistas y las mías comunistas. Puedo recomendar, entonces, que se lea, estudie y discuta el texto de Appleton, considerándolo un texto imprescindible incluso para quienes, como yo, tomamos nuestras distancias con respecto a los programas populistas y a su invocación del “pueblo”. Personalmente pienso que la base teórica del populismo podría subvertirse y transformarse radicalmente con muchos de los brillantes argumentos de Tim Appleton.

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