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OCT_2001

Published by Fondo de Cultura Económica, 2022-06-23 07:49:23

Description: OCT_2001

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del Fondo de Cultura Económica Celebrando a Juan García Ponce Castañón, Espinasa, Goldin, Lara Zavala, Melo, Rivas, B. Rodríguez, F. Segovia, T. Segovia Juan García Ponce: Réquiem y elegía Günter Grass: Kafka y sus ejecutantes Dos poemas de Hans Magnus Enzensberger Dos cuentos de Heiner Müller Aforismos de Lichtenberg y Kafka La literatura en el nuevo Berlín vista por Jürgen Jakob Becker Narrativa actual de Alemania: Burmeister, Hermann, Schneider y Staffel del Fondo de Cultura Económica DIRECTOR Gonzalo Celorio SUBDIRECTOR Hernán Lara Zavala EDITOR Francisco Hinojosa CONSEJO DE REDACCIÓN Ricardo Ancira, Adolfo Castañón, Joaquín Díez-Canedo, María del Carmen Farías, Mario Enrique Figueroa, Daniel Goldin, Josu Landa, Philippe Ollé-Laprune, Jorge Ruiz Dueñas ARGENTINA: Alejandro Katz COLOMBIA: Juan Camilo Sierra ESPAÑA: María Luisa Capella, Héctor Subirats REDACCIÓN Marco Antonio Pulido y Eva Quintana DISEÑO, TIPOGRAFÍA Y PRODUCCIÓN eldorado Snark Editores, S.A. de C.V. IMPRESIÓN Impresora y Encuadernadora Progreso, S.A. de C.V. . La Gaceta es una publicación mensual, editada por el Fondo de Cultura Económica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor responsable: Francisco Hinojosa. Número de Certificado de Licitud (en trámite); Número de Certificado de Licitud de Contenido (en trámite); Número de Reserva al Título de Derechos de Autor (en trámite). Registro Postal, Publicación Periódica: PP09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica. Correo electrónico de La Gaceta: [email protected] LA GACETA 2 SUMARIO OCTUBRE, 2001 HANS MAGNUS ENZENSBERGER: Dos poemas • 3 GÜNTER GRASS: Kafka y sus ejecutantes • 4 FRANZ KAFKA: Consideraciones sobre el pecado • 8 G.C. LICHTENBERG: Ángeles y animales • 9 PETER SCHNEIDER: El regreso a casa de Eduard • 10 BRIGITTE BURMEISTER: Bajo el nombre de Norma • 15 U CELEBRANDO A JUAN GARCÍA PONCE TOMÁS SEGOVIA: Tantos años sin vernos • II FRANCISCO SEGOVIA: Juan García Ponce, el poeta • III JUAN GARCÍA PONCE: Réquiem y elegía • IV JOSÉ MARÍA ESPINASA: La memoria como una afirmación del presente • VI DANIEL GOLDIN: Juan, el inmor(t)al • IX JOSÉ LUIS RIVAS: Toda la noche • X HERNÁN LARA ZAVALA: Crónica de la intervención • XI ADOLFO CASTAÑÓN: Juan García Ponce y la mujer sin atributos • XIII JUAN VICENTE MELO: Carta a Juan García Ponce • XIV BLANCA RODRÍGUEZ: Los placeres de la obediencia • XV U JÜRGEN JAKOB BECKER: Observaciones sobre la literatura en el nuevo Berlín • 17 HEINER MÜLLER: Dos narraciones • 19 JUDITH HERMANN: Casa de verano, más tarde • 20 TIM STAFFEL: Queso cottage • 24 ‹ ‹ ILUSTRACIONES: TOMADAS DEL LIBRO DE HEINZ MODE ANIMALES FABULOSOS Y DEMONIOS, FCE, 1980 › › ‹ ‹ CARICATURA DE JUAN GARCÍA PONCE: NARANJO › › OCTUBRE, 2001 SUMARIO LA GACETA 3 Dos poemas q Hans Magnus Enzensberger q Traducción de Ricardo Corchado Fabila • Hans Magnus Enzensberger (Kaufbeuren, Allgäu, 1929) ha sido editor de las revistas Kursbuch y TransAtlantik. Narrador, dramaturgo, crítico, tra - ductor y poeta, entre sus libros de poesía se encuentran Verteidigung der Wölfe (1957), L a n d e s s p r a c h e (1960), B l i n d e n s c h r i f t (1964), G e d i c h t e1 9 5 5 - 1970 (1971) y Die Furie des Verschwindens (1980). Los dos poemas que presentamos en este número de La Gaceta han sido tomados de Gedichte (Los poemas), volumen publicado por la editorial Suhrkamp en 1983. EL PRESO Sepultado en mi carne hay un hombre con manos de león de tiernos y formidables ojos que respira en mi esqueleto un anciano que no muere un niño perseverante que no teme sumergido en mi sangre un preso que obedece sepultado en mi carne que espera y desespera y envía mensajes en clave tierno y formidable en mis oídos que zumban habita entre guijarros ardientes perseverante como el picapedrero que no teme firme y claro como el hielo que se liberará con mano de león y dictará como una sentencia erguido como un viento potente que no muere que respira en mi esqueleto y que lo destrozará EL OTRO Uno que no ríe que se acongoja que alza su rostro con piel y pelo bajo el cielo que hace salir de mi boca palabras rodando uno que tiene dinero y miedo y un pasaporte uno que lucha y ama uno que se mueve que patalea pero yo no yo soy el otro que no ríe que no tiene su rostro bajo el cielo ni palabras en su boca que es desconocido para sí y para mí yo no: el otro: siempre el otro que no vence ni es vencido que no se acongoja que no se mueve el otro que es indiferente del que no sé del que nadie sabe quién es que no me conmueve ese soy yo LA GACETA 4 4 Las páginas que ofrecemos a continuación son un fragmento del texto dedicado a Kafka del libro Ensayos sobre literatura, editado por nuestra casa editorial en 1990 en la colección Breviarios. E l 2 7 y 28 de mayo de 1 9 6 3 un grupo de letrados, filósofos y escritores, se reunió en el castillo Liblice (Bohemia) para hablar sobre un autor cuyos libros hasta entonces habían sido desacreditados —si no es que convertidos en tabúes— y cuya edición como obras completas ha resultado imposible en las naciones del bloque oriental. Al dar por sentado que desde el X X C o ngreso del Partido Comunista de la Unión Soviética no sólo había cobrado importancia la tesis política de la coexistencia, sino que también se permitía, dentro de ciertos límites, la crítica al estalinismo, principalmente bajo el lema de “La pasada fase del culto a la personalidad”, es posible concebir la conferencia sobre Kafka llevada a cabo en el castillo Liblice como una temprana señal de la Primavera de Praga. Los participantes en dicha conferencia se consideraban, sin excepción, marxistas. Todas las ponencias, 27 en total, expedían al escritor Franz Kafka el certificado más o menos franco —en algunos casos vergonzante y sujeto a restricciones, a menudo rimbombante pero fiel, en términos generales, a la doctrina del marxismo— de haber sido, pese a su concepto pesimista de la vida, un escritor humanista y de formar parte, por lo tanto, del patrimonio humanístico comunista. Fue calificado, así, de progresista. Si bien en la actualidad estos dictámenes parecen ridículos, en ese entonces eran muy necesarios: sólo esa muletilla admitía discutir a Kafka. Presentárase con convicción o guiñando el ojo, el testimonio de que el escritor —hasta entonces proscrito o callado— fuese un humanista, despejó el camino para reflexiones ulteriores. A manera de resumen, más tarde se hizo la siguiente declaración: La conferencia se esforzó por lograr una aclaración ideológica de los problemas literarios relacionados con la obra de Kafk a . Algunas ponencias plantearon, asimismo y naturalmente, preguntas referentes a la política cultural de ciertos países, sobre todo la cuestión de si deberían editarse las obras de Kafka. El intercambio de opiniones fue provechoso también a este respecto, aunque la conferencia no gozaba, desde luego, de la autoridad como para participar en la solución de estos asuntos, ni podía tenerla. El posterior destino de algunos asistentes a la conferencia pone de manifiesto las conmociones que han afectado al comunismo desde entonces. El presidente de la misma, Eduard Goldstücker, fue también titular de la asociación checoslovaca de escritores durante el efímero periodo de Dubcek; actualmente vive como emigrado en Inglaterra. El austriaco Ernst Fischer fue expulsado del Partido Comunista de su país por protestar contra la ocupación de Checoslovaquia. Roger Garaudy, por otra parte, tuvo que abandonar el Partido Comunista de Francia por decisión de su Comité Central. Para finalizar su intervención, Garaudy cita un diálogo entre Kafka y Gustav Janouch, amigo de éste, sobre Picasso. Con motivo de la primera exposición cubista en Praga, el amigo dice: “Es un deformador petulante”. Y Kafka replica: “No lo creo. Sólo hace constar las desfiguraciones que aún no penetran en nuestra conciencia: el arte es un espejo que ‘se adelanta’ como un reloj... a veces”. La comparación entre Picasso y Kafka no tuvo eco en las otras ponencias. Ninguno de los participantes deseaba ir tan lejos. Fueron más frecuentes los intentos de demostrar una temprana relación del joven Kafka con el socialismo. Una y otra vez se aseveró que Kafka había logrado revelar, especialmente, la enajenación del ser humano dentro del sistema capitalista. La crítica burguesa del Oeste fue censurada por mistificar a Kafka y sup r imir su posición crítica ante la sociedad. A esto, el filósofo polaco Roman Karst respondió en la siguiente forma: [...] la crítica burguesa ha sido acusada de falsear el sentido de la obra de Kafka; es más, incluso se afirma la necesidad de defender a Kafka contra ella. Tales asertos olvidan, sin embargo, que durante muchos años, después de la última guerra mundial, no escribimos una sola palabra sobre Kafka, sino que lo acallamos. Muchos nos han exhortado a leer de manera racional a Kafka; pero, ¿es posible siquiera leer racionalmente a un novelista? En mi opinión, Kafka debe ser leído y, sobre todo, impreso. Ernst Fischer, por su parte, pidió una aplicación práctica al socialismo: Kafka es un novelista que nos atañe a t odos. La enajenación del ser humano, Kafka y sus ejecutantes q Günter Grass p i ntada por él con máxima intensidad, alcanza dimensiones monstruosas en el mundo capitalista. Sin embargo, el mundo socialista no la ha superado tampoco, de ningún modo. Vencerla paso a paso, mediante la lucha contra el dogmatismo y el burocratismo, en nombre de la democracia, la iniciativa y la responsabilidad socialistas, constituye un proceso que tomará mucho tiempo y representa un enorme cometido. La lectura de obras como El proceso y El castillo es indicada para contribuir a la solución de dicha labor. El lector socialista hallará en ellas algunos trazos de su propia problemática y, por su parte, el funcionario socialista se verá obligado a presentar argumentos mejor documentados y diferenciados con respecto a muchas cuestiones. El publicista y traductor Alexej Kusák, de Praga, se adelantó un paso más: El hecho de que Kafka sea también el narrador de nuestros absurdos, de que las situaciones kafkianas sirvan como modelo de ciertas circunstancias —que en los países socialistas conocemos desde la época del culto a la personalidad—, habla en favor de Kafka y de su capacidad genial para tipificar, es decir, de su método artístico, el cual lo puso en condiciones de reconocer que determinado grado de opacidad en las relaciones sociales, más el absolutismo del poder institucional, engendran, día con día, situaciones absurdas en las que inocentes son acusados de crímenes que no cometen... Otras colaboraciones llegaron al extremo de comparar al siempre activo, insistente y ambicioso agrimensor K. de El castillo, quien a veces llega incluso a las manos, con el pasivo, huidizo y evasivo Josef K. de El proceso ; equiparación que adjudica al agrimensor un papel de precursor o revolucionario. Goldstücker sugiere, asimismo, que en el agrimensor se vea al repartidor de tierras. Con razón se levantaron protestas en contra de este intento por sacar provecho de Kafka. Convertido ahora en un autor para uso doméstico del comunismo y definido, en consecuencia, no sólo como humanista sino también como revolucionario. Sin embargo, Franz Kafka no se deja asignar a ninguna ideología: previó la evolución de todas las corrientes ideológicas de sus tiempos. En su biografía sobre el escritor, Heinz Politzer cita un acontecimiento del año 1920, incluido en las Gespräche mit Kafka( C o n v e r s aciones con Kafka), de Gustav Janouch. Los interlocutores se encuentran con un grupo de obreros que, cargando banderas y estandartes, salen de una asamblea. Kafka dice: “Esa gente tiene tanto aplomo, seguridad de sí y buen ánimo. Domina la calle y, por consiguiente, cree dominar al mundo. En realidad se equivoca. Detrás de ellos ya están los secretarios, funcionarios y políticos; todos los sultanes modernos para quienes preparan el camino al poder”. Y cuando Janouch pregunta, a continuación, si Kafka no cree que vaya a difundirse la Revolución rusa, éste contesta: “Cuanto más se extiende una inundación, menos profunda y más turbia se vuelve el agua. La revolución se evapora y sólo queda el fango de una nueva burocracia. Las ataduras de la humanidad vejada son de papel oficio”. Alguien que habla así no sacará ningún mito progresista del apremiante proceso de la historia, sino que la sufre. El concepto que Kafka tuvo del mundo era catastrofista. De ello también se habló, en forma contradictoria, durante la conferencia del castillo Liblice. Al fin y al cabo, se trataba de preparar una nueva fase histórica después del pretendido término del estalinismo dentro de un “comuLA GACETA 5 •Marcapasos• Felicidades a nuestra institución hermana, El Colegio de México, que este año ha sido distinguida con el Premio Príncipe de Asturias en el campo de las Ciencias Sociales. Fundado por Daniel Cosío Villegas y Alfonso Reyes en los años en que fue presidente de México Lázaro Cárdenas —y en el mundo estallaban la Guer r a Civil española, y después la segunda Guerra Mundial—, el Colegio empezó llamándose Casa de España para, luego, adoptar su nombre actual. Esta institución de altos estudios (inspirada en parte en la Escuela de Libre Enseñanza fundada por Francisco Giner de los Ríos, y alimentada por la vivificante savia de los transterrados españoles) nunca ha dejado de ser una Casa, es decir, un espacio hospitalario y aun familiar dadas sus relativas, modestas dimensiones. Honra el galardón a la institución premiada pero también a la Fundación que lo concede. Es una prenda de legítimo orgullo no sólo para sus directivos, investigadores, profesores y estudiantes, sino aun para todos cuantos se atarean y afanan en la fragua de la cultura mexican a en particular e iberoamericana e n general. Tan alto reconocimiento al ejercicio de las humanidades en México se nos antoja algo más que un signo prometedor para el ejercicio de la investigación y la docencia de las ciencias sociales. La concesión de esta presea reconoce por todo el orbe la excelencia de una institución que, a lo largo de los años y de las generaciones, ha sabido afirmarse como casa del saber y de la memoria, de la crítica nismo humano”, tal como aspiraban a él los reformadores checoslovacos de la Primavera de Praga. También con la obra de Kafka, interpretada de una o de otra manera, debía ser encom i a b l e dicha aspiración. Ya es un lugar común denominar “kafkiano” al mundo de los trámites administrativos, a la reducción de la existencia humana a un expediente de actas y al despliegue de la burocracia y la corrupción. El cuadro exacto de la jerarquía burocrática y el contraste, que una y otra vez adquiere trazas de metáfora, entre el celo burocrático y una negligencia dedicada sólo a alborotar el polvo de las actas, ese mundo constituido totalmente de papel y de palabras que cobra realidad para el lector mediante la novela de Kafka El castillo, admite la comparación con una realidad ajena a la literatura. No obstante, al mismo tiempo la obra de Kafka se reduce si en su conjunto es limitada a esta única interpretación, según la cual el agrimensor K. lucha contra un mal doble: la burocracia y la corrupción. Con fundamentos igualmente justificados es posible interpretar la actividad del agrimensor como una búsqueda de Dios y la verdad. El castillo, que en su impenetrabilidad permanece inalcanzable, puede ser entendido como metáfora del concepto teológico de la misericordia. Asimismo, de la novela El proceso el lector pudiera derivar —pese a que el libro recrea el aparato triturador de la justicia terrena hasta en sus más terribles detalles— una divina instancia suprema. Al agrimensor K. le han sido atribuidos rasgos fáusticos. Y si la obra se subordinara al concepto “laberíntico”, sería posible respaldar dicho concepto en forma concluyente con los términos de la mística judía. El gran número de interpretaciones posible, incluso las extravagantes, sólo pone en evidencia que las obras literarias —como toda obra artística— poseen y deben poseer significados múltiples, que no obedecen a los ritos de la lógica sino a las leyes de la estética. El afán de la interpretación única, correcta y de valor universal, responde la mayoría de las veces a exigencias ideológicas o morales. En todos los lugares donde hay una sola forma de existir, con todo y una doctrina y moral de la verdad, surge también la pobre urgencia de una única interpretación cierta de las obras artísticas. (Allí, el arte es la vaca que se ordeña. Y lo que produce, aunque tenga un sabor amargo, debe corresponder a la idea común de la leche). Por lo tanto, mi intento de interpretar la novela El castillo de Franz Kafka, de manera particular en relación con la burocracia total, sólo se refiere a un aspecto parcial en la obra de este escritor. El hecho de que dicho aspecto parcial puede documentarse, queda comprobado no sólo por el desarrollo de la trama, saturada de detalles, sino también por la retoñada realidad de nuestro mundo actual, que diariamente vuelve a ganarse como calificativo el lugar común “kafkiano”. Puesto que las burocracias del Este y del Oeste se igualan cada vez más, su pretensión total de dominio sobre el ser humano —entendido como un ser definido mediante las actas— es expresada en una forma tan ubicua (y al parecer fuera de todo control terreno) que les corresponde esa dimensión difusa, hasta trascendente, que no obstante p u ede denominarse divina y kafkiana. Pretendo afirmar que el orden fragmentario creado por Franz Kafka con recursos literarios, como la metáfora del castillo, tuvo un carácter visionario, en cuanto a su signific a d o burocrático trivial así como al teológico, en el momento de ser plasmado por escrito; ahora se ha transformado en una realidad ajena a la literatura. La visión fue alcanzada; la utopía, superada. En Praga y en nuestra propia casa, Kafka ha encontrado a sus ejecutantes. En todo el mundo se propagan las excrecencias burocráticas cuyo despotismo no sólo se sustrae al control democrático procurado aquí y allá, sino que también se cierra a toda razón sensata de ser. En su absurdo, la burocracia de nuestros días se aproxima a Dios. Aunque fabricada y manejada por seres humanos, es superior a éstos en su funcionamiento espontáneo; y es sólo ahora (cerca de alcanzar la perfección que muestra su modelo sobrehumano) que el autor Kafka debió representase como algo real. Parece que la burocracia de nuestros tiempos ya no pertenece en grado suficiente a este mundo como para ser eliminada mediante reformas administrativas o, mucho menos, con un cataclismo revolucionario. Ya hubo intenciones semejantes. “¡Mayor cercanía al ciudadano!”, “¡atreverse a una mayor democracia!”, rezaban las consignas. Miles se levantaron en protesta para emprender la “marcha a través de las instituciones”. ¿Dónde quedaron? ¿En qué oficinas empezaron a confundirse entre sí, como Sortini y Sordini? A más tardar, desde la reciente ampliación de la potencia burocrática general por medio de la tecnología nos hemos percatado del peligro inherente a los todopoderosos aparatos, como conceptos objetivados de Dios. Ya no nos enfrentamos a inconvenienc i a s burocráticas que con todo pudieran mitigarse, sino con el destino correctamente impuesto. Así, debemos someternos: en Praga o en nuestra propia casa. Así, nos atrevemos, en Praga o aquí, a protestar contra ese poder universal. Al igual que el agrimensor K., tratamos de descifrar la jerarquía de la administración del castillo, de obtener la famosa “admisión”, de entrar al castillo... aunque sólo podamos conseguirlo mediante sobornos. El castillo se muestra benévolo con nosotros. Así como al agrimensor K. le fueron asignados los llamados ayudantes, Jeremías y Arthur, a nosotros también nos conceden espías, en forma de micrófonos ocultos o la clásica pareja. Nos ayudan, son nuestros ángeles de la guarda. Se encargan de que no erremos en un sentido más elevado. Presienten nuestras acciones. Se alimentan con más datos referentes a nosotros de los que pudiéramos retener, en vista de la falta mortal de memoria que padecemos. Son una de las demostraciones divinas de benevolencia ofrecidas por la burocracia universal, con implicaciones vulgares y realistas y, a la vez, trascendentes. Puesto que los secretarios y los señores del castillo de Kafka se quejan, como nuestros funcionarios de nivel inferior, medio y alto, de la carga y la responsabilidad que implica su deber burocrático —de la misma manera como el ciudadano afectado se queja de la protección y la pesada benevolencia de la burocracia— y, además, porque los funcionarios con deseos reformadores se empeñan, por iniciativa propia o a petición de los ciudadanos administrados, en reducir el tiempo de circulación de las actas, en fortalecer la jurisdicción administrativa a manera de contraburocracia, en humanizar los despachos oficiales con la ayuda de plantas de interior, LA GACETA 6 en volver, de manera democrática, más transparente la actividad de los espías y en proteger nuestros datos, una vez recogidos, contra nosotros mismos y otros, es posible afirmar, con razón y sin admitir excepciones, que todos los involucrados —los señores del castillo y el agrimensor K., nuestros funcionarios medios y altos y los ciudadanos afect a d o s — , son trabajadores en la viña del Señor. Pues así quiere la burocracia, en Praga y en nuestra propia casa, que se le conciba. Aunque no podamos abarcar todo el conjunto —sea éste el que fuera: el castillo o la viña o el Estado, con sus pretensiones absolutas—f o rmamos parte de él y se nos considera imprescindibles mientras sigamos trabajando en la viña del Señor. Debemos labrar y se nos permite quejarnos. Tenemos que guardar conciencia de nuestras relativas limitaciones; no todo el mundo puede saber y mucho menos hacerlo todo. Incluso desde una posición elevada, el conjunto a menudo resulta incomprensible. De ahí que ciertos encumbrados señores, de los que uno supondría que son poderosos y tienen todo bajo control, hayan sido capaces, últimamente, de hacer ademanes de impotencia. Hace poco, por ejemplo, se oyó al presidente del consejo de Estado, Erich Honecker, exhortar a la burocracia de la otra nación alemana a ser, por Marx y Engels —y por el hombre socialista—, menos burocrática. Por supuesto, dicha exhortación quedó sin respuesta. Pese a la multiplicidad de sus formas, la burocracia no tiene boca. Y aquí, entre nosotros, el canciller y sus ministros se lamentan elocuentemente con una impotencia tal que, si bien no puede compararse con aquélla, sí se le asemeja. E ncuentran lamentable el hecho de no reconocer ya, simplemente, sus proyectos de cancilleres o de ministros, una vez que éstos son introducidos en la burocracia ministerial y devueltos nuevamente a ellos después del debido tiempo de circulación. Es cierto que la maquinaria aún funciona sin contratiempos; es más, con menos contratiempos que nunca antes, pero ya no de una manera conforme a sus instrucciones. Leemos, por ejemplo: en el fondo, el llamado decreto de radicales es nulo desde hace mucho tiempo. Sin embargo, la burocracia no quiere reconocer esta declaración de nulidad hecha por el poder gubernamental. En cambio, redobla los esfuerzos por realizar, h a s t a en sus últimas consecuencias, un decreto l a nzado hace años, condicionado desde entonces en varias ocasiones y, finalmente, casi abolido. Salta a la vista que la burocracia s e ha independizado. Hay que admitirlo, lamentablemente, por mucho que se aprecie la eficiencia de nuestros funcionarios. De esta manera, se habría identificado al culpable, si fuese posible dirigirle la palabra. Los poderosos se deslindan del asunto: la burocracia tiene la culpa. Es la que convierte las leyes progresistas en su opuesto reaccionario. Constituye un Estado dentro del Estado. ¿No sería, pues, razonable y provechoso que el Estado constitucional introdujera al mayor número posible de radicales en el servicio público, con el fin de acabar con ese Estado dentro del Estado? Hace diez años la gente estaba decidida, en Praga y en nuestra propia casa, a tomar por asalto los castillos burocráticos y vencer al Estado dentro del Estado. Recuérdese que la Primavera de Praga tuvo su efímera correspondencia entre nosotros, en forma de la protesta estudiantil. En todas partes: París, Varsovia, Berlín, Praga, la “imaginación [aspiraba] al poder”, se invocaba el “principio de la esperanza”. No obstante, sólo en Praga la cosa no quedó en protesta. Traducción de Angelika Scherp LA GACETA 7 y de la conciencia, casa de la esperanza y de la inteligencia presente y por venir. Dizque las alegrías no siempre vienen solas y, a veces, como las golondrinas, anuncian la llegada de una nueva estación. A s í recordamos que nuestro autor, amigo y maestro, el ensayista y crítico George Steiner, fue distinguido también este año en el área de las letras y la comunicación con la misma presea otorgada a El Colegio de México. Y nos dio gusto no sólo —o no tanto— por la relación que con él hemos podido tener como autor de nuestro catálogo, sino por la cultura hispánica misma que, al distinguir al autor de Después de Babel, Heidegger y Sobre la dificultad, entre tantos otros títulos, afirma estar abierta a esa nueva estación espiritual e intelectual que sus libros, al deslindar el crepúsculo de la Nostalgia del absoluto —el título de uno de sus ensayos recientemente traducidos por la peninsular Siruela— ya parece traer albores de otra edad de la cultura. Otra edad nutrida por otra crítica, como la que precisamente su libro Grammars of C r e a t i o n (publicado este año y aún no vertido a nuestra lengua) parece atraer con el ritmo, entre musical y matemático, de su infatigable reflexión. Hace poco más de ocho años L a G a c e t a dedicó un número a la n arrativa germana contemporánea. Con motivo de la Feria Intern acional del Libro de Monterrey —que se lleva a cabo este mes y que tiene a Alemania como país invitado—, en esta entrega le damos la bienvenida a los autores que nos visitan publicando 4 Esta brevísima muestra del pensamiento fragmentario del autor de El castillo proviene del libro de Werner Hoffmann Los aforismos de Kafka, reimpreso este año en la colección Breviarios. H ay dos pecados capitales humanos de los que se derivan todos los otros: impaciencia y desidia. A causa de la impaciencia han sido expulsados del paraíso, a causa de la desidia no vuelven a él. Pero quizás haya sólo un pecado capital: la impaciencia. A causa de la impaciencia han sido expulsados, a causa de la impaciencia no vuelven. * * * El momento decisivo del desarrollo humano es perpetuo. Por eso todos los movimientos espirituales revolucionarios que declaran nulo todo lo anterior tienen razón, pues todavía no ha ocurrido nada. * * * Uno de los medios de seducción más efectivos que tiene el mal es invitar a la lucha. * * * Es como la lucha con las mujeres, que termina en la cama. * * * No dejes que el mal te haga creer que puedes tener secretos delante de él. * * * Tú mismo eres la tarea. No hay ningún discípulo ni a lo largo ni a lo ancho. * * * Las cornejas afirman que una sola corneja puede destruir el cielo. No hay dudas al respecto; pero esto no prueba nada contra el cielo, pues cielo significa, precisamente, imposibilidad de cornejas. * * * Antes yo no comprendía por qué no recibía ninguna respuesta a mis preguntas; hoy no comprendo cómo podía creer que podía preguntar. Pero yo no creía en absoluto, solamente preguntaba. * * * En la lucha entre ti y el mundo ponte de parte del mundo. * * * Se miente lo menos posible sólo si se miente lo menos posible, no si se tienen las menos oportunidades posibles para ello. * * * Come los desperdicios que caen de la propia mesa; por eso durante un rato se sacia más que todos, pero se olvida de comer arriba de la mesa; por eso también deja de haber desperdicios. * * * Si lo que debió de ser destruido en el paraíso era destructible, entonces no ha sido nada decisivo; pero si era indestructible, entonces hemos vivido con una fe errónea. Traducción de Óscar Caeiro LA GACETA 8 Consideraciones sobre el pecado q Franz Kafka LA GACETA 9 4 Textos tomados del libro Aforismos, editado en 1989 en nuestra colección Breviarios. El estudio previo y la traducción son de Juan Villoro. C on frecuencia he visto a las cornejas paradas en los lomos de los cerdos mientras éstos apacentan, en espera de que desentierren un gusano para volar, atraparlo y regresar al lomo. Hermoso símbolo del compilador que desentierra y del escritor astuto que se lo apropia sin gran esfuerzo. * * * Si un ángel nos hablara de su filosofía, creo que algunas frases muy bien podrían sonar como “2 por 2 son 13”. * * * También los animales de caza huyen más del estruendo de la escopeta que de la bala. * * * Sus ojos, aun cuando estaban quietos, revelaban sagacidad e inteligencia, del mismo modo en que un galgo inmóvil revela habilidad para correr. * * * Sería posible que un ser viera con mayor facilidad el futuro que el pasado. En el instinto de los insectos ya hay algo que nos hace pensar que se guían más por el futuro que por el pasado. Si los animales pudieran recordar el pasado como anticipan el futuro ya habríamos sido superados por algún insecto. Sin embargo, tal parece que la capacidad de anticipar guarda una relación inversa a la de recordar. * * * Sería estupendo que se inventara un catecismo, o más bien un plan de estudios, para transformar a los hombres del tercer Estado en castores. No conozco mejor animal en estas tierras de Dios: sólo muerde en cautiverio, es industrioso, muy afecto al matrimonio, astuto y tiene una piel excelente. * * * Los caballos de palo no sirven para carruajes. No se les puede apalear. * * * Un murciélago puede ser visto como un ratón transfigurado a la manera de Ovidio: al ser perseguido por un ratón maligno, le pide alas a los dioses y éstos se las conceden. * * * Los pájaros de más colores son los que peor cantan. Lo mismo sucede con los hombres; jamás hay que buscar pensamientos profundos en un estilo bombástico (como el de Z i m m e r m a n n ) . * * * El asno me parece un caballo traducido al h o l a n d é s . Ángeles y animales q Georg Christoph Lichtenberg una muestra breve de su producción narrativa. Nos enteramos con pesar de la muerte de Emilio Adolfo We s tphalen. Mandamos nuestro pésame a sus hijas y nietos, a su yerno y a sus muchos amigos y lectores. En nuestra próxima entrega dedicaremos algunas páginas a su breve pero intensa obra poética y crítica. Elmore Leonard, escritor policiaco que cuenta en su haber con más de treinta novelas e inspiró la película Pulp Fiction, ha publicado recientemente su decálogo de la escritura, el que nos permitimos compartir con nuestros lectores: “1) Nunca inicies un libro con descripciones climatológicas; 2) Evita toda suerte de prólogos; 3) En los diálogos nunca uses otra forma que ‘dijo’; 4) No añadas ningún adverbio para modificar ‘dijo’; 5) Mantén tus signos de admiración bajo el más estricto control; 6) Nunca uses la frase ‘de repente’; 7) Emplea los dialectos regionales y el caló c o n mucha discreción; 8) Evita la descripción detallada de tus personajes; 9) También de los lugares y las cosas; 1 0) Elimina todo aquello que el lector tienda a saltarse”. La escritora Doris Lessing, una de las líderes del feminismo literario gracias a su novela El cua - derno dorado, opina ahora que “los hombres sufren devaluación por la constante denigración por p a r t e de las mujeres”. Sin duda la evolución del movimiento femin i s t a requiere de ciertos replant e a m i e n t o s sobre los papeles 4 Nacido en Lübeck en 1940, Schneider participó en los movimientos estudiantiles de los años sesenta y setenta. Sus experiencias en ellos, así como la vida política de Berlín, se han reflejado en su narrativa. L o desconcertaba que el nuevo mapa de la ciudad ya no diferenciara las calles que pertenecían al Este y al Oeste. En los viejos mapas de Berlín oriental le había asombrado que al oeste del muro no se identificara nada más q u e superficies yermas. Ahora le admiraba que e n el nuevo plano de Berlín faltara toda referencia al muro, absolutamente, como si la ciudad nunca hubiera estado dividida. Sólo después de hojear y desplegar largo tiempo ese mapa, Eduard pudo grabarse el camino a la casa de alquiler en la Rigaer Strasse, cuya mitad habría de pertenecerle de pronto. Gran parte de la estación del tren urbano estaba cubierta de andamios y plásticos. Eduard se sintió aliviado cuando oyó el ruido del tren que llegaba. Era todavía el restallido familiar, de alguna manera humano, que conocía de la época de su partida —una exhalación áspera, largamente contenida. Ese año, el otoño había irrumpido tempestuoso, sin transición alguna, después de un verano caluroso. Las ramas de los arces y las hayas, que él veía al paso por la ventana del tren, se recortaban en el cielo negras y húmedas por la lluvia; sólo pocas hojas pendían trémulamente de los tallos secos. Algunos árboles, sin embargo, como si pertenecieran a otra especie inmune al viento, habían conservado completamente el adorno de sus hojas. Bajo el cielo negro azulado, el amarillo y el verde dorado de las copas de los árboles producían un efecto irreal, como si estuvieran pintadas. Cuando un rayo de sol caía sobre el follaje, los árboles parecían encenderse en llamas y era como si los patios traseros se transformaran en salones de fiestas con el último rayo luminoso. Casi todas las fachadas gris oscuro, descascaradas, estaban cubiertas de g r a f f i t t i. Pero también las paredes claras y r ecién enlucidas, incluso las ventanas y las puertas de los vagones del tren, estaban marcad a s . Al principio, cuando surgieron, Eduard había observado las inscripciones de s p r a y con curiosidad y un optimismo impreciso, como mensajes de una civilización subterránea o futura. Cuando se propagaron en todas direcciones, sólo vio en ellas los signos de la descomposición y el abandono, anuncios de un mundo sin gramática. Los agentes de ese mundo contrario dejaban sus señales como marcas de orínen cada superficie vacía, lo suf i c i e n t e m e n t e grande para agitar el spray, y el único misterio de esos jeroglíficos consistía en que no tenían significado. No podían descifrarse porque no cifraban nada. Si se ref l exionaba acerca de la ubicuidad de las rotulaciones, se debía inferir un enorme ejército de autores. Una guerrilla de spray, que se contaba por miles, se dedicaba, en ataques casi siempre nocturnos, a sobreescribir las obras de la civilización diurna con sus mensajes caóticos. Y el mundo diurno parecía rendirse paulatinamente ante los manejadores de los sprays, incluso trabajaba para ellos. Con ira, Eduard registró que los rayones verdes, negros y rosas en el tapizado de plástico de los asientos del vagón no estaban hechos con algo parecido al s p r a y, sino impresos. Los diseñadores del tren urbano simplemente habían copiado una muestra representativa de los luchadores de g r a f f i t t i y la habían adoptado para la elaboración del tapizado de los asientos. Quizáquerían decirles con ello: por favor, aquí no, ¡aquí ya ganaron! A esa hora temprana, el vagón estaba lleno. La mirada de Eduard cayó en el rostro del hombre que estaba sentado a su lado, que se inclinaba sobre un periódico abierto. De pronto, alzó la vista, pero ya que obviamente sentía la mirada de Eduard como una molestia, de inmediato volvió a dirigir los ojos hacia el periódico. También el resto de los pasajeros estaba ocupado, de manera evidente, en el esfuerzo de no encontrar con sus ojos los de los otros. Todos miraban, eludiendo a quien tuvieran enfrente, a un vacío bien calculado, que debían compartir con quienes estaban sentados enfrente y a su lado. La mirada de Eduard fue atraída por un encabezado en la primera plana del periódico que su vecino sostenía como protección ante su cara. “Las mujeres en la ex RDA, más propensas al orgasmo”, leyó en grandes letras. Instintivamente inclinó la cabeza para descifrar los pequeños renglones insertados debajo: “Expertos temen enajenamiento sexual en la RDA”, leyó ahí, “la tasa de orgasmos de las mujeres en la otrora R D A es, con 3 7 %, marcadamente mayor que en Alemania Occidental: -2 6 %” ¿Qué motivaría a los alemanes recién reunificados a asomarse al lecho conyugal de sus coterráneos y hacer semejantes comparaciones? Pero más que el encabezado acerca de la tasa de orgasmos en el Este y el Oeste, otra cosa lo asombró: la noticia implícita de lo baja que era también la tasa de mujeres “más afortunadas”. El viaje le fue revolviendo el estómago. El tren daba constantes frenazos durante el trayecto, avanzaba un momento al paso para LA GACETA 10 El regreso a casa de Eduard q Peter Schneider luego acelerar en un arranque brusco. Por la ventana se veían losas de concreto recién colado, de las cuales se elevaban armazones de hierro para las junturas. Había rieles sin instalar, que se apilaban a un lado de las vías; en otros montones se acumulaban vigas cortadas; en otros más, grava o arena; y todos esos montones estaban cubiertos con lonas de plástico. Los trabajadores permanecían enfundados en chalecos de seguridad anaranjados; sus cabezas, también con cascos anaranjados; sólo las manos estaban al descubierto y obraban indefensas entre el material encubierto. Eduard se asombró de que casi ninguno de ellos usara guantes. Pero algo más lejos, a izquierda y derecha del trayecto, los ojos chocaban también y en todas partes con lo encubierto, lo empaquetado, lo amarrado. Cada segunda o tercera casa estaba obstruida por andamios que, a su vez, aparecían cubiertos por lonas o mallas. Era como si media ciudad hubiera sido empacada y esperara su remisión. De repente hubo una frase de Jenny en su cabeza. Una frase incidental, completamente baladí, que no significaba nada. Quizá se le ocurrió sólo porque Jenny se la había dicho la noche anterior a su partida. O porque la dijo en un momento en el que se está más preparado a escuchar otros sonidos que una frase clara. Mientras él, llevado por el impulso ascendente de su embriaguez sexual, se hallaba flotando arriba de las maletas empacadas e imaginaba que sólo debía estirar la mano para alcanzar a Jenny volando junto a él o encima de él; con una voz en la que no se podía escuchar el menor indicio de falta de aliento, ella le había preguntado: “Por cierto, ¿has pensado en cancelar tu cita con el dentista?” Él se levantó siguiendo, en el departamento a oscuras, el ruido suave de los ronquidos infantiles. Loris había trepado a la cama de Ilaria y, relajado y de espaldas, había puesto el brazo atravesando su cara. De los pies, Eduard atrajo hacia sí a Loris y se asombró de ver cómo los niños dormidos son mucho más pesados que cuando están despiertos. Lo había cargado y puesto de nuevo en la parte inferior de la litera que le c o r r e s p o n d í a . También el acristalamiento y las vigas de hierro de la estación, en la que debía transbordar, estaban recubiertos con lonas de plástico. Siguiendo las flechas improvisadas, caminó por huecos entarimados de un lado a otro, hasta que encontró el andén correcto. E l tren que llegaba estaba cubierto por el polvo d e la construcción. Sólo cuando las puertas se cerraron, Eduard se percató de que había subido al tren equivocado. Éste salió de la estación en el mismo sentido por el que había llegado: el Oeste. El hombre junto a él sólo encogió los hombros ante su pregunta y dijo: “nada más mire”. Una joven salió en su ayuda explicándole que, por el momento, el trayecto era de una sola vía, recorrido en tráfico vaivén. Sólo hasta la estación del zoológico podía bajarse debido a que las estaciones siguientes estaban cerradas. Cuando se acercaban a la antigua intersección entre la mitad del Oeste y la del Este de la ciudad, las casas, de pronto, se retiraban de las vías. Durante kilómetros no había nada qué ver, únicamente zanjas hormigonadas y superficies de arena; entre ellas, contenedores rojos y amarillos y vehículos de construcción aislados, casi todos parados. El suelo estaba abierto hasta una profundidad de diez, quince, veinte metros, y la tierra excavada reunida en montones enormes. El centro de la ciudad estaba yermo y vacío, un hoyo enorme sobre el que giraban grúas altísimas como torres. El muro había desaparecido sin dejar rastro. Sólo al regreso se percató de que las extrañas figuras de hormigón con el borde superior redondo, colocadas como esculturas en el terreno cercano al recodo del Spree, eran restos del muro. LA GACETA 11 que desempeñan los individuos en la sociedad, así como su relación con el medio ambiente y las innovaciones tecnológicas. Otra escritora británica, Mary M i d g l e y, aborda estos y otros temas en su libro Utopías, delfi - nes y computadoras: proble - mas de plomería filosófica, d e próxima coedición entre el FCE y Turner editores. El 12 de agosto murió en París, a la edad de 9 6 años, el escritor, ensay i s t a y pintor Pierre Klossowski (hermano del pintor Balthus), quien fuera ampliamente difundido en nuestro país gracias a los diversos ensayos de Juan García Ponce y a las traducciones que él y Michelle Alban hicieron de Roberte esta noche, La vocación suspendida y E l Baphomet. Klossowski fue, junto con Bataille, uno de los grandes del erotismo francés; heredero asimismo del espíritu de Sade y de Nietzsche. Murió también el argentino-japonés Kazuya Sakai. A d e m á s de su participación en el grupo fundador de P l u r a l —revista que antecediera a Vuelta de Octavio Paz—, Sakai escribió algunas reflexiones acerca de la literatura nipona, editadas por El Colegio de México en el que fue profesor de tiempo completo. Tr a d ujo a Akutagawa, Mishima, Dazai y algunas obras de teatro Noh. Asimismo, desarrolló en México una parte importante de su obra plástica. “Abstracto lírico” y “geométrico programado” le llamó Damián Bayón en Pensar con los ojos (FCE, Tierra Firme, 1982). Descanse en paz. Se bajó en la estación Lichtenberg. Las calles estaban cubiertas de hojarasca húmeda que llenaba las banquetas y los charcos con una mugrienta masa amarilla. Una luz inquieta, repentinamente ensombrecida por nubes que pasaban con rapidez, caía sobre las fachadas, las cuales estaban un poco oscurecidas por los aguaceros y, a veces, refulgían mojadas en un rayo de sol, que de inmed i a t o emigraba de nuevo. Por lo visto, algunasde las casas habían sido renovadas aun antes dela caída del muro. Las entradas adornadas con pequeños mosaicos y la pintura verde clara o rosada le recordaron los años cincuenta germano occidentales, cuando las fachadas estridentes, ornamentadas con rectángulos y triángulos dispuestos unos dentro de otros, eran consideradas signos de gusto lúdico y espíritu cosmopolita. Sin embargo, la mayoría de las casas, aparte de las medidas de mantenimiento más necesarias, habían sido dejadas en el mismo estado en que quedaron después de la guerra. En tramos completos de la calle, el revoque, salvo pequeños remanentes, se había caído de la pared, dejando a la vista los ladrillos desnudos. En algunas casas los canalones colgaban de los techos, muchos marcos de las ventanas parecían estar sueltos en la mampostería, y las vigas de hierro bajo los balcones mostraban grandes hoyos de herrumbre, y se veían como si se les pudiera jalar con un fuerte tirón, y todos los que estuvieran arriba o abajo de uno de esos balcones, parecían confiar en que el desastre previsible no les iría a ocurrir a ellos, sino a cualquier otro. De alguna manera, todo esto le era conocido a Eduard de la época anterior a su traslado, las imágenes percibidas no le decían nada nuevo, pero parecían más deterioradas por dejar de verlas que por mirarlas. ¿Cómo había podido negar tanto y tan tenazmente la enorme ruina de la mitad oriental de la ciudad en anteriores visitas? Si no hubiera habido otro indicio, una mirada despreocupada al estado de las casas hubiera bastado para predecir con bastante puntualidad el desplome del socialismo real existente. No fue fácil encontrar su herencia. En algunas puertas de entrada faltaban los números; en otras, el color estaba tan luido que no se podía diferenciar con certeza un 3 de un 8. Eduard recorrió en vano la calle buscando una fachada, de la cual le hubiera gustado ser heredero. En conjunto, se trataba de casas de aquel tipo único, sólo difundido en Berlín, que solía despertar una suerte de interés etnológico entre los visitantes extranjeros. ¿Quién habría concebido esos cuarteles residenciales con dos o tres patios interiores encadenados uno con otro, que les escatimaban la luz a los moradores y a los árboles y que, en el mejor de los casos, servían como pasadizo a aquellas viviendas propiamente dichas, a las que nunca se llega? Después de haber ido y venido dos veces entre las entradas cuyos números terminaban en 5 y 7, ya no había duda. Precisamente la casa sin numerar, con las ventanas tapiadas en la planta baja y el primer piso, era la que les había legado el abuelo a Lothar y a él. Cruzó al otro lado de la calle para poder contemplar su herencia desde una distancia mayor. Por lo que concernía a las condiciones en que estaba la casa, a primera vista no se podía decir nada más que sobre cualquiera de las otras en el grupo de cinco: un milagro que todavía estuviera en pie. Sólo cuando sig u i ó con los ojos la confusa maraña de alambreen la fachada, le quedó claro lo extraordinario de su herencia. Quienquiera que vivieran ahí no podían ser inquilinos. Cables telefónicos, alambres de antenas, cables eléctricos conducían, en parte desde el sótano, en parte desde el techo, hacia algunas de las ventanas, y de ellas de nuevo hacia fuera; los cables colgaban como plantas trepadoras sin sustento en la fachada garabateada con estridencia: L I B E RTAD AL PAÍS VASCO. EAT THE RICH. THINK PINK. LAS CASAS PARA LOS QUE VIVEN EN E L L A S . Una reflexión desacostumbrada cruzó por su cabeza: lo más rápidamente posible tendría que dilucidar qué aparatos estaban conectados a todos esos cables y quién pagaba la electricidad, el gas, el agua y la recolección de basura. ¿A quién iban dirigidas todas esas facturas? ¿En qué cuenta de banco se concentraban? Una plancha de metal con varios impactos de bala servía de puerta de entrada. No había timbre ni interfono, y era improbable que la casa todavía representara una dirección para el repartidor de las facturas. Era de suponer que su carta dirigida “A los inquilinos de la casa”, en la que con toda amabilidad anunciaba su llegada, tampoco había sido repartida. Los dos pisos inferiores estaban t apiados, en los superiores faltaban, en parte, los cristales de las ventanas, pero, a pleno día, había luz prendida. La esperanza de que la casa, en el fondo inhabitable, estuviera realmente desocupada, fue refutada con intensidad por la música de r a p, que retumbaba desde el hueco de alguna de las ventanas. Una mirada hacia el techo informaba acerca de la identidad de los habitantes de la casa: ahí ondeaba una bandera negra. Empujando la puerta de entrada, que estaba un poco abierta, accedió al zaguán de la casa, que conducía a un patio interior con dos entradas laterales. Por un segundo vio el rostro delgado de un muchacho, que lo miró con una seriedad enigmática y volvió a desaparecer de inmediato. La visión produjo en él un sentimiento para el que no estaba preparado. Era como si ese rostro le fuera familiar, de otro país, de otra vida, como si hubiera notado en él, con todo y su obstinación, un desamparo, algo suplicante. Un número incalculable de bicicletas, ciclomotores y motocicletas, la mayoría inservibles y sin placas, obstruían el pasillo. En el patio se apilaban cajas, puertas de refrigerador oxidadas, colchones reventados y abiertos en canal, carriolas de niños y carritos de compras, todo revuelto, como si las cosas simplemente hubieran sido arrojadas por la ventana. Por un rato quedó indeciso entre todos los trastos, mirando hacia las ventanas de arriba del edificio interior. Un ruido explosivo, que en el mismo momento se transformó en un silbido directamente sobre su hombro izquierdo, lo hizo estremecerse. En el instante en que se agachó y oyó la segunda explosión vio, junto a la bandera anarquista, a dos figuras embozadas similares a enormes pájaros de mal agüero que vestían de negro; acuclilladas en el techo, parecían saludarlo con los brazos extendidos. Con algún retraso reconoció en las manos extrañamente unidas de los dos hombres unas pistolas que lo estaban apuntando. Demasiado sorprendido para sentir miedo, se lanzó entre los trastos hacia el pasillo de entrada de la casa y, desde ese LA GACETA 12 refugio, pudo identificar el impacto de las balas que se sucedían entonces a un ritmo más intenso. Tan pronto dejaban el cañón de las armas, encendían un arco de fuego entre el techo y la entrada de la casa, que se disolvía en segundos; Eduard escuchó con claridad el traqueteo de los cartuchos vacíos cuando rebotaban en las paredes y caían al suelo. Sintió, súbitamente, un golpe en el cuello y de inmediato un ligero ardor. Cuando se palpó, notó sangre en su dedo. Al parecer, un cartucho le había rozado el cuello después de rebotar en la pared. Sin embargo, y a juzgar por la cantidad de sangre, éste le había causado tan sólo un pequeño rasguño. La risa en el techo parecía indicar que los actuales usuarios de la casa consideraban esa bienvenida al dueño —cuya llegada, por lo visto, sí esp e r a b a n— como una broma sumamente divertida. Más tarde, Eduard no supo cómo había logrado llegar hasta la comisaría. Alguien se había detenido asustado cuando él, jadeante, le preguntó por el camino; aquél le indicó la ruta e, incluso, lo siguió rápidamente a lo largo de un tramo porque Eduard, en lugar de dar vuelta a la izquierda, había doblado en sentido contrario. La comisaría ocupaba casi toda la cuadra; un edificio público del siglo pasado que entonces, quizá, no se veía tan atemorizante. Con excepción de la entrada feudal de columnas y el frontispicio de estuco, toda la fachada estaba cubierto de revoque gris, y había quedado dispuesta en aquella forma de cajas desnudas que en los años cincuenta fue considerada como la fórmula original, finalmente redescubierta, de toda construcción. En la puerta preguntó por el director d e operaciones. Esas palabras, cuando apenas las había pronunciado, despertaron en él un desasosiego olvidado. Qué quería decirle en realidad a un hombre con esa denominación profesional, pensó. La ira por la recepción inaudita en su propia casa lo había llevado de manera casi automática de la Rigaer Strasse hasta allí. Le habían disparado con balas trazadoras y no podía ser su misión descubrir, por medio de una visita ulterior, si los habitantes también disponían de municiones de verdad. El hombre detrás de la ventanilla redonda se quedó viendo desconcertado la mano y el cuello de Eduard y le señaló el segundo piso. El edificio parecía estar vacío y abandonado. Las huellas puestas en el suelo del pasillo, que debían indicar el camino, sólo conducían a puertas sin picaporte. El eco de pasos, que Eduard creyó escuchar varias veces a la vuelta de un pasillo, cesaba cuando él se detenía. E n caso de que un nuevo espíritu se hubiera instalado detrás de esos muros, no se daba a conocer mediante señales externas. El dibujo del piso de l i n o l e u m remedaba un p a r q u e t d e roble. Mientras más tardaba en subir y bajar escaleras buscando el cuarto 2 1 5, más absurdo le parecía su propósito. Era para él como si se hubiera perdido en el tiempo; como si, diez años antes de la caída del muro, intentara reclamar en una oficina de la V o l k s p o l i z e i s u s derechos sobre una casa de alquiler en Friedrichshain. Sólo en un tablero de anuncios descubrió una alusión a que el fin de la época socialista no había pasado del todo inadvertida. ¡ALTO A LA VIOLENCIA! ¡JUNTOS A FAVOR DE LOS EXTRANJEROS! SOY MIGRO Y CREO QUE LA VIOLENCIA ESTÁ MEGA-OUT. Difícil determinar si la mano extendida en el papel era negra porque la copiadora había reproducido el dibujo así o porque el autor lo quiso de ese modo. En la vitrina, a un lado del tablero, estaban expuestas copas doradas y plateadas de campeones en tenis de mesa y h a n d b a l l. Le e xtrañó que todas provenían de los años post e r i o r e s a la unificación. ¿Sería que los nuevos patronos habían escondido las copas ganadas anteriormente por el equipo de la policía (a fin de cuentas esos deportes no se aprenden de un día para el otro) porque no podían soportar el emblema de la hoz y el martillo estampado en los trofeos? En el segundo piso, Eduard escuchó por fin voces y descubrió una puerta medio abierta. El funcionario que lo conminó a pasar estaba de espaldas a él, y no se volteó cuando Eduard entró. Un segundo funcionario, bastante mayor, levantó la vista un momento de su máquina de escribir, que maniobraba con el dedo medio de la mano izquierda y el índice de la derecha, pero no estaba dispuesto o facultado para oírlo. Con un movimiento de cabeza lo remitió con el colega más joven que, dándole la espalda, permanecía de pie frente a un armario de metal. Al parecer, estaba a punto de partir, ocupado en colocarse un ceñidor. Eduard miró con atención cómo sacaba su arma de servicio del armario, probó el seguro y luego metió la pistola en la funda de cuero del ceñidor, en el lado equivocado, algo por encima de la cadera. Obviamente era zurdo. La escena fue incómoda para Eduard. Le pareció como si hubiera sorprendido a una mujer que se estuviera acomodando la pantimedia en la oficina; reprimió una disculpa. Lo desconcertaba que el policía, quien por lo visto se preparaba para una misión, llevara ropa de civil. ¿Quién era realmente responsable ahí? ¿Qué estructuras de mando regían en ese lugar? En la pared, detrás de la cabeza del más viejo, todavía estaban colgadas las fotos de Len i n, Dscherninski, Honecker. El último de ellos vivía aún, pero había abandonado Alemania para siempre después de la desaparición de su Estado. De pronto, el hombre del ceñidor se volteó hacia Eduard y se le quedó viendo. Parecía disfrutar el haber sido observado en un acto que aparentemente resultaba embarazoso para el visitante, pero que para él no tenía nada de íntimo. De la manera más concisa posible, Eduard refirió el incidente en la Rigaer Strasse. Pero mientras hablaba, quizá debido a la mirada que intercambiaron ambos funcionarios, su crónica le pareció pálida e inver o s ímil. ¿Oirían todos los días historias semejantes? En vano buscó en sus semblantes un reflejo de aquel s h o c k que lo había arrojado al suelo en el patio del edificio de alquiler. Le pareció que ellos tomaban nota de un suceso que a él se le presentaba como inaudito, apenas comunicable, con comprensión, incluso con aprobación encubierta. A p arentemente no hallaron nada extraordinario en el hecho de que al dueño le dispararan con balas trazadoras desde el techo de su propia casa. LA GACETA 13 ¿Quería presentar una denuncia?, preguntó el funcionario más joven, a quien Eduard, por alguna razón, tuvo por berlinés occidental. Eduard negó con la cabeza. Por primera vez, el funcionario lo miró con atención, incluso con cierta curiosidad. “Tiene razón, son niños”, dijo entonces. “¡No se les debe echar encima todo un ejército por una impertinencia como ésa!” Eduard se sintió malinterpretado. ¿Con quién hablaba? ¿Con policías o con trabajadores sociales que portaban pistolas? “Veo”, continuó el que estaba de servicio, “que es usted un hombre sensible, que puede entenderlo. Aquí, los inquilinos no están acostumbrados a que los visiten los arrendatarios. ¡Póngase en lugar de esas personas! El dueño llega del Occidente en su Mercedes...!” “En el tren urbano”, lo interrumpió Eduard. “Eso no cambia nada. Los inquilinos nunca han oído hablar de ese dueño, y el dueño no sabe nada de los inquilinos; la mayoría de las veces sólo se enteró por medio de una carta certificada de que es el dueño. Por lo tanto, llega y le explica a la gente: la casa en la que viven desde hace veinte o cuarenta años, le pertenece a él. Veremos quiénes de ustedes pueden quedarse. Entonces, por muy amable y sensible que sea, arde el alma popular”. “Pero me dispararon”, exclamó Eduard. “Exijo un desalojo!” Él mismo se sorprendió de su resolución. Todavía no había pensado en absoluto en un desalojo. Pero el amoldamiento desconcertante del policía occidental a su nuevo entorno de trabajo, su disposición para compenetrarse con la manera de pensar de sus colegas orientales y para hablar como experto del “alma popular” de Berlín oriental lo enfurecía sobremanera. En su coraje, Eduard lo veía sentado en el techo de la casa de la Rig a e r Strasse, tomando café con los embozados. “Primero debería buscar el diálogo. Una vez que los inquilinos le hayan tomado confianza...”, dijo el más joven. “¡No son inquilinos, son invasores de casas! ¡Y vienen del Oeste!” El reparo le pareció intrigar también al viejo de la máquina de escribir. Por primera vez, cesó su tecleo tartamudeante. Sin embargo, Eduard tuvo la impresión de que el interés repentino no se refería a la identidad de los malhechores de la Rigaer Strasse, sino a la de él, el quejoso. En qué lo habría notado Eduard, quería saber el más viejo. “¡Las consignas en las paredes! ¡Los zapatos!” Ambos, el jefe de las operaciones y el colega de la máquina de escribir, parecieron divertirse con esa información. “¿Los zapatos?”, preguntó el más joven. “¿De qué marca eran?” “Nike, Adidas...” “¿En qué siglo vive usted?”, preguntó el mayor. “¿Cree usted que debemos usar V E B Estrella Roja eternamente?” Confundido, Eduard miró los zapatos deportivos del más joven —¿Reebock?— y la camisa pegada al cuerpo, con pinzas en el talle y cuello abotonado. En realidad, ¿de dónd e tenía la certeza de que el hombre era de occidente? ¿Y qué pasaba con el más viejo, que hablaba con un ligero acento sajón? Llevaba el uniforme verde de la policía occidental, que se había vuelto el mismo de la policía de toda Alemania. No, los alemanes ya no se podían diferenciar por la ropa. “¿No creen que ya va siendo tiempo de quitar a sus santos comunistas de la pared?”, preguntó Eduard. “A mí no me molestan”, repuso el más joven con serenidad, “y algunos colegas aquí todavía les tienen apego”. Ahí, en esa oficina pública, ciertamente la unificación había tenido éxito, pensó Eduard furioso. Probablemente en ninguna otra parte había tanta comprensión para la necesidad de adaptarse a una dictadura alemana como en las comisarías de policía y en los cuarteles de los militares. Al mismo tiempo, no podía negar que ambos le resultaban cada vez más y más simpáticos. ¿No representaba ese dúo la versión alemana de aquel par legendario de s h e r i f f s, uno negro y otro blanco, que se veía todas las noches en los telefilmes de las veintidós horas, recorriendo a toda velocidad y con la torreta prendida los d o w n t o w n s n o rteamericanos? Y, fuera del color de la piel, ¿no tenían que enfrentar conflictos similares? Aunque ciertamente los s h e r i f f s de la televisión no se contentaban con entenderse entre ellos, sino que arremetían uno contra el otro, se peleaban y se reconciliaban, y sobre todo: se precipitaban a su patrulla y salían a toda prisa cuando a un ciudadano le habían disparado desde el techo de su casa. “Entonces ¿qué me recomiendan?” Se enteró de que había que cumplir con ciertos requisitos legales antes del desalojo. Éste sólo se podía practicar en virtud de una resolución judicial y, únicamente, si la casa ya había estado ocupada antes de la devolución a los herederos. Pero aun en caso de una resolución judicial positiva, el desalojo sólo podía realizarse si Eduard llevaba un grupo de obreros, comisionados y pagados por él, para que tapiaran de inmediato todas las puertas y ventanas accesibles del edificio —una medida que para un objeto de esa magnitud, costaría alrededor de 7 0 mil marcos. “Cuando todas esas condiciones estén cumplidas”, dijo el más viejo, “sólo queda una cosa entre usted y su propiedad: su conciencia”. “¿Y quién paga la recolección de basura, el agua y la luz hasta que no se practique el desalojo?”, preguntó Eduard. “El propietario”, dijeron ambos al mismo tiempo, se miraron y rieron. Traducción de Javier García-Galiano LA GACETA 14 4 Las páginas siguientes son un fragmento del primer capítulo de la novela Bajo el nombre de Norma, publicada por la editorial Klett-Cotta de Stuttgart en 1994. Burmeister nació en Poznan, Polonia, y vive en Berlín desde 1983. V erano de 1992. Un antiguo edificio de apartamentos en el distrito Ber - lin Mitte, en la parte oriental. Una mujer está sentada en su casa frente a la computadora. Con los rumores del patio interior en el oído, traduce un libro sobre SaintJust, el revolucionario francés. En medio de todo ello, los sucesos del día: la liquidación de bienes de un apartamento después del suicidio de la inquili - na. Visita de Max, un tipo voluble de la farándula. Conversaciones telefónicas con Johannes, el espo - so, que se ha marchado al sector occidental del país. Cartas de los Estados Unidos, escritas en los años sesenta a las hermanas König, las vecinas hace tiempo fallecidas. La traductora encuentra e inven - ta —recuerdos de la vida propia, de vidas ajenas. Viaja donde Johannes. En una fiesta, entre personas exitosas de la parte occidental, la mujer toma por confidente a una desconocida y le cuenta la historia de la infor - mante Norma: “Ha llegado el momento de que us - ted conozca la verdad sobre mí…” Es un edificio grande, cien años de construido. El sector de la ciudad en que se encuentra se siguió llamando Mitte, el centro, aun mucho tiempo después de haber pasado a ser margen, con la tierra de nadie detrás, donde se hacía uso de las armas de fuego. En medio de la ciudad, el vacío, un sitio de recreo para los conejos, que desde la reaparición de las personas han desaparecido de allí, de vuelta al cercano Tiergarten. Desde la esquina donde se encuentra situado el edificio se llega ahora en pocos minutos bajo la sombra de empinados árboles. Ya estaban allí antes de la guerra o han estado durante casi cincuenta años, más jóvenes que el barrio que ha vuelto a ser el centro, a pesar de que la mayoría de sus calles parecen tan olvidadas como todo el tiempo anterior. Edificios todavía en pie por obra del azar, alguno que otro recién pintado, con esa sólida escala descendente establecida hace un siglo y que va desde las bondades del edificio del frente pasando por el edificio transversal, hasta los patios interiores, una evidente reducción de espacio, luz y agua, que luego fue mejorada un poco, sólo en los casos muy extremos. El edificio de la esquina no pertenecíaa estos últimos; con su precariedad promedio, lo mismo antes que después, su fealdad parece ahora colosal bajo una nueva luz, y basta verlo para saber quiénes son sus habitantes: una masa gris y cetrina, repartida en cuatro pisos en el edificio del frente y las escaleras del fondo, de la A a la E. Sin embargo, si uno se detiene un rato, verá salir por esas puertas a algún individuo sonriente o de aspecto casualmente colorido que rompe el conjunto, de modo que resulta imposible decir algo más general salvo que todas esas personas, a no ser que estén de visita, llevan en el espacio correspondiente de sus cédulas de identidad la misma dirección, o mejor dicho, la misma enmienda; porque la calle en cuya esquina se encuentra el edificio fue rebautizada con el viejo nombre que había ten i d o , hasta la enmienda anterior, en las azules c é d ulas de identidad de los inquilinos más antiguos. —¿Busca a alguien? —preguntó un joven con cola de caballo al que no había visto nunca y a quien tampoco miré detenidamente, pues, como si me hubiesen sorprendido i n f r a g a n t i, mi mirada se deslizó por la alta pared del edificio transversal, y señaló directamente hacia una puerta. —No, a nadie, yo vivo aquí —dije y caminé derecho hacia la puerta, como si mi manera de andar hubiese de subray a rla respuesta, y entré en la escalera, que e staba oscura y silenciosa, así es, no tenebrosa y desierta, como decía la última de las cartas, que me llegan puntualmente exhortándome a ser más precisa en mi manera de expresarme. Tú y tu maldita condescendencia, siempre tratando de no meter la pata, ¿no es cierto? Tienes que aprender a ser menos considerada, dice allí, y aunque sé que eso es cierto, no obstante, insisto, oscura y silenciosa, al fin y al cabo subo cada día por esa escalera que el remitente ha abandonado definitivamente; ¿comprendes?, borrón y cuenta nueva, de otro modo no podría comenzar otra vida; además, ya nada me ata a ese valle de lágrimas, escribe él textualmente, nada, excepto tú, y luego describe la vista de las montañas lejanas, de los viñedos y de la llanura del Rin, la alegre quietud del pequeño jardín y el precioso apartamento. Idilio de mierda, pensé, pero aun así esto aquí no es, ni con mucho, el limbo, le escribiré, ja ja, y ojalá tenga que buscar en el diccionario lo que significa esa palabra. ¡Nada de tenebrosa y desierta! La ciudad está inundada de luz, el cielo es azul como u n nomeolvides, y en mi recorrido de compras por el barrio la gente se veía como si hubiese creído esta mañana lo que decía el periódico: jamás fue tanto el comienzo. Incluso en nuestro patio [...]. El ir y venir de los cargadores de mudanza, contoneándose bajo unos butaLA GACETA 15 Bajo el nombre de Norma q Brigitte Burmeister cones alzados, ebrios de sol y en la euforia de una incesante fiebre de mudanzas, eso no tengo que explicártelo. En la escalera escuché que en el segundo piso la señora Schwarz se disponía a abrir su apartamento. Conocía los ruidos, el correr de la cadena, cuyo pesado extremo golpeaba contra la jamba, donde seguramente habría una parte desgastada y una muesca; el sonido de las llaves en el llavero, el chasquido y el cliquear de los cerrojos; cuando hacía girar dos veces el seguro y luego giraba el picaporte y sacudía la puerta, como si ésta tuviera que abrirse antes de tiempo, era que ya la señora Schwarz había logrado abrirla, dejando salir a la escalera un torrente con el olor de su apartamento. Sabía que ella estaría ahora husmeando en el umbral, veía sus pantuflas unos escalones más arriba, las gruesas medias pardas, luego el cuerpo entero, hoy con un vestido de chaqueta color vino, sin delantal, como si fuese domingo. Con la señora Schwarz, para quien su entorno se hacía cada vez más incomprensible, uno tenía regularmente oportunidad de describir y de explicar, sólo era preciso en esos casos elevar la voz con cierta perseverancia. Pero cuando me decidía a hacerlo, era siempre de un gran provecho, una conversación sin trastiendas y sin ese tono suspicaz, ni el de antes y ni el de ahora. Qué sucedía en el patio, quiso saber la señora S c h w a r z . Nada especial, dije; deposité la bolsa de las compras en el suelo y le hice, gritando en su oído derecho, una descripción exacta de los muebles, de los empleados de mudanza, un detallado informe sin los viejos tonos de crítica ni los nuevos de legitimación. Me esforcé mucho, y al poco rato también la señora Schwarz pareció agotada de escuchar. Agradeció mi esfuerzo y olvidó preguntar quién se había mudado. Así me libré del asunto. Tal vez aparecería alguien en mi lugar que mencionara el nombre y le explicara que no se trataba de una mudanza, sino la triste verdad, y así la señora Schwarz conocería la historia, hoy mismo, o tal vez otro día por mi propia boca, ya veríamos. Como siempre, tenías que salir temprano de casa y pasabas todo el día fuera; como en los bellos fines de semana salíamos de la ciudad, nunca notaste cuán luminoso es nuestro apartamento por las mañanas, al menos éste. Del anterior no podía decirse lo mismo, ni aun con la mejor voluntad, mucho menos después que añadieron aquellos pisos en la Marienstrasse, algo que a ti apenas te molestó, pero que para mí fue una catástrofe, seguramente lo recordarás, cómo te pareció exagerada mi desesperación al ver aquel cielo menguado, e impropio mi llanto por aquel simple pedazo de muro, mientras que el otro, tan cercano, parecía no importarme. Hagamos la comparación, dijiste, tus lágrimas de la última semana a causa de aproximadamente cuarenta metros cuadrados de concreto, y ahora dime, cuánto mide el Muro de Berlín, ¿acaso lo sabes? No tengo ni idea, grité, y me importa un bledo, también tu estúpida estadística, como si uno llorara por metro o sólo por las grandes cosas de carácter general; por las miserias de este mundo, ¿quién lo hace?, nadie, te lo apuesto, en eso la humanidad entera se comporta de manera impropia, puedes olvidarte de ella, igual que olvidas obviamente que soy yo la que pasa todos los días en este agujero, porque es aquí donde está mi lugar de trabajo, junto a una supuesta ventana desde la cual uno tiene que sacar medio cuerpo afuera para poder ver si el cielo está gris o azul, si es que eso te dice algo. También de esa disputa quedóalgo, una incisión en alguna parte a la que no se le prestó mayor atención. Poco después surgió aquella posibilidad de cambiarnos al piso más alto, desde donde incluso se ven árboles por encima de los tejados y patios, un grupo de álamos, que tú, ignorando la realidad, bautizaste como Los Tres Iguales, porque el nombre te recordaba algo, unas rocas o las torres de un castillo en lo alto de un río. Te gustaba la vista, también el apartamento, más luminoso, aunque habrías podido seguir viviendo en el otro, o en uno peor incluso, y ahora de repente ese entusiasmo por la vida confortable, las alabanzas al horizonte y a la luz. Como si enviaras tus cartas a una caverna. Es que no sabes cuán luminoso es esto aquí por las mañanas. El sol brilla sobre mi mesa de trabajo, pero yo no corro las cortinas y dejo abierta la ventana. Durante el día me estorba el silencio. Claro que no todos los ruidos son igualmente bienvenidos. Las voces, los pasos, los tenues ruidos del rotulista y del plomero los prefiero a los de los motores en marcha, y más aún al de la sierra que a veces pone a funcionar nuestro comerciante de carbón. En el segundo patio se escucha todo esto mezclado con un lejano ronroneo, de manera distinta al cajón del frente, que absorbe el ruido y arroja ecos, y que es lo bastante estrecho como para que los inquilinos, sin necesidad de poner un pie en la puerta, puedan conferenciar en cualquier dirección, algo que de todas formas no sucede. Los ruidos suben y pasan por mi lado, hacia el cielo. No me estorban. Al contrario. Lo que me estorba durante el día es el silencio. Aquí ese silencio siempre es falso, un motivo de distracción, porque uno trata de escuchar lo que oculta, o adivinar el instante en que será roto de repente. Tampoco me agrada la mitad fría del año, porque en ella predomina el ruido del edificio. A pesar de su intensidad, ese ruido es más afín al silencio tal y como yo lo conozco aquí que a los ruidos del exterior. Sólo los pasos en el desván, que son raros y se escuchan en horarios bastante irregulares, me distraen gratamente. Son pasos misteriosos, ya que allá arriba no hay más que escombros y polvo, y los oigo solamente en invierno. Ahora estamos en junio. Traducción de José Aníbal Campos q LA GACETA 16 Celebrando a Juan García Ponce Premio Juan Rulfo 2001 La Gaceta del Fondo de Cultura Económica T antos años sin vernos, querido Juan. Y ahora te dan un premio y me piden que te escriba. Te pido perdón por todos estos años que he dejado pasar sin verte, pero sobre todo te pido perdón por escribirte obedientemente cuando te dan un premio. No solíamos ser tan obedientes cuando éramos jóvenes (tú más que yo, nadie lo niega) y empezábamos a hacer esas cosas por las que ahora nos dan unos premios que recibimos obedientemente. No estamos ya para desobediencias disonantes, pero confío en que tú adivinarás que lo que me importa es el tirón de manga en mi memoria que esta circunstancia ha provocado. Lo que pienso es: Dejemos todo esto y vamos a lo que importa, que es lo que veíamos, lo que adivinábamos, lo que buscábamos en la buena, la estupenda época en que trabajábamos juntos. Esta llamada de atención es como un silbatazo que me señala la llegada en nuestro viaje a una nueva estación, sin duda una de las últimas, y me empuja inevitablemente a echar la vista atrás y evocar la escena de la partida. Y nos veo, a ti y a mí, en la revista Universidad de M é x i c o, en la Revista Mexicana de Literatura, en la Casa del Lago, atareados, emprendedores, seguramente ilusos, claramente obstinados, tal vez un poco heraldos. Ahora nos parece claro, a ti y a mí y a otros cuantos, que intentábamos asentar algo. Pero concretamente qué, me parece que sigue siendo neblinoso, incluso en parte para nosotros mismos, pero sobre todo para esos otros cuantos. El mundo literario ha cambiado muchísimo en México desde nuestros tiempos, y ahora hay mil reflexiones, informaciones y consecuenciasde cualquier nimio acontecimiento de las letras. Pero sigue siendo bastante desatendida la cuestión de qué significaron y qué huellas dejaron cosas como la RML o la primera Casa del Lago. Nuestro amigo Panabière (que no es por nada, pero casualmente era francés), que se había puesto en serio a estudiar el tema, murió muy joven sin haber podido avanzar mucho. Nadie ha tomado el relevo. No lo lamentemos demasiado: tal vez ése es nuestro honor. Si nuestro lugar en la historia literaria sigue siendo ambiguo, tal vez es porque somos inclasificables. Pero seamos modestos, digamos un poco inclasificables; con todo, tal vez es que rebasamos un poco los raseros, las definiciones y las fórmulas. Lo digo así no sólo porque obviamente no me incumbe a mí juzgar cuál es nuestro lugar, sino también porque creo que en efecto los proyectos en que estuvimos juntos se s e ñ a l a n por haber estado al margen de extremismos, partidismos, dogmatismos, y por ende de recetas, programas, manifiestos, escuelas, modas tiránicas, innovaciones compulsivas, divergencias deliberadas, caracterizaciones exacerbadas en pos de la publicidad y la competencia. Seguramente piensas como yo que esta especie de f i l i a c i ó n no es todo lo que hay en la obra de un escritor. Al lado de las tendencias, grupos, idearios, empresas, propuestas, fes y esperanzas en que ha participado un escritor, lo que en algún sentido importa más es lo que sus lectores más entregados reciben por debajo o por detrás de todo eso, como de persona a persona, como de viva voz, como se recibe el calor o el olor de un cuerpo al margende sus condiciones sociales e históricas. Una idea del escritor más o menos de este tenor era tal vez una de las cosas que compartíamos tú y yo y los otros cuantos que trabajaban cerca de nosotros. Paradójicamente, lo que más nos amalgamaba era creer que lo que menos importa en un escritor es lo que lo amalgama con otros. Era pues predecible que los que participamos en esas empresas que mencioné antes y en otras afines, una vez que cada uno emprendiera su camino personal, seríamos el grupo, o tal vez sólo deberíamos decir (porque no es claro que eso sea de veras un grupo) la l i s t a m á s divergente y dispersa que pueda imaginarse. Puesto que lo éramos ya cuando nos unió una semejanza de actitud que justamente no enc a j aba en los casilleros disponibles. Había entonces, ¿te acuerdas?, unos casilleros ideológicos de época, más o menos universales o int e rnacionales; y unos casilleros ideológicos regionales con sus subcasillas nacionales; y unos casilleros literarios con altisonantes proyecciones estéticas y más aún filosófico-políticas. Nosotros empezamos decididamente —y hasta un poco impertinentemente— fuera de las casillas más prestigiosas del consenso de la época, de la región, de la nación, y primero que nada, aunque por eso mismo más confusa y angustiosamente, de la literatura y sus moralismos. A ti, por supuesto, no tengo que aclararte que estar fuera del consenso, lo mismo ya entonces que ahora, no era lo que algún ingenuo pensaría, o sea que ya entonces la vanguardia, la innovación deificada, el terrorismo de lo moderno, la rebeldía gratuita y todo eso era desde hacía rato el consenso puro y duro, el consenso burgués y oficial, tan consenso como la exigencia inquisitorial de poner nuestra obra al servicio de la revolución social. Bueno, creo que cuando nosotros nos echamos a andar cada uno por su lado, caminábamos ya alegremente despojados de todas esas vestimentas. Yo todavía siento a ratos, ya te lo dije, que lo que significó ese momento, ese episodio o coyuntura histórica, ese fugaz encuentro de personalidades, sigue estando en un limbo. No debe ser fácil sacarnos de él, porque puede decirse que nosotros, como pocos escritores, creímos que uno no escribe para las academias, para las f a c u l t aLA GACETA II Tantos años sin vernos q Tomás Segovia des de letras, para la crítica profesional, p a r a los jurados de premios, becas, doctorados, para los confeccionadores de programas educativos, listas de hombres ilustres, diccionarios de literatura; uno no escribe para ser materia de tesis de doctorado o ilustración de brillantes teorías semiológicas —sino para sus prójimos, para unos lectores que a menudo ¡ay!, se dejan apantallar por todas esas instancias, pero que aun así buscan siempre entenderse directamente con el escritor como se entienden dos seres libres—. Ya he dicho que todos nosotros nos fuimos por caminos muy divergentes. Estoy seguro sin embargo de que ambos seguimos fieles, claro que cada uno a su manera, a alguna de las cosas, sobre todo a algunas de las actitudes, que compartimos hace tantos años. Porque nuestra disidencia, poco explosiva pero nada superficial, frente a muchos lugares comunes de nuestro tiempo, no nos hacía sentir, entonces menos aún que ahora, que estuviéramos fuera de la modernidad. Yo diría que más bien nos sentíamos, con petulancia juvenil bastante justificable, la o t r a m o d e r n idad. En la cual sin duda, tú allá y yo aquí, seguimos ahondando, con o sin premios, con o sin etiquetas en la espalda como los deportistas, y mejor así, porque si empieza uno a llevar dorsales, ¿verdad, querido Juan?, acaba uno endosando la promoción de cualquier marca poderosa. 29 de julio, 2001 LA GACETA III Es quizá el destino de todo réquiem y toda elegía hablar en voz baja, desde la devastada intimidad del sobreviviente, y despedirse del muerto sin hacer alarde de la vida propia —o, como decía Confucio, haciendo “precaria la existencia”—, como si quisiera ser hum i l d e quien tiene a fin de cuentas la última palabra. Y por eso mismo, quizá, no es raro que quien escribe una elegía se atreva a tomar la palabra sólo para decir que también él se callará después de despedirse, que cederá finalmente la palabra... aunque sea al silencio. Porque “frente a la oquedad” lo debido es “aprender a estar callados”, que todo “al final es otra vez silencio humilde”. Pero hay que decir que sólo es de veras humilde el silencio de aquel que se calla —o dice en susurros que se calla— pudiendo hablar; es decir, sólo es humilde ese silencio porque es el silencio de un vivo, no el de un muerto. Y entonces ¿podemos de algún m odo estar seguros de que el murmullo humilde de los mortales dialoga con el feroz silencio de los muertos? Sí, si damos fe a los versos de las elegías, que prestan fe. Porque en el terreno común de la poesía —aunque sólo sea fugazmente, en lo que dura el poema—, el silencio escucha y el silencio habla. Sólo ahí “Lo abierto en verdad es el silencio” y sólo ahí pueden decirse estas últimas palabras: “No hay que decir más / Para no turbar la voz de tu reposo”. Así como el silencio del reposo es una voz, así también las palabras del poema son un silencio. Pero debo subrayar esto: “las palabras del poema”. Si es verdad que la elegía (o el sentimiento de la elegía) exige expresarse en verso, es quizá porque la intens idad de su silencio procede de que el autor se calla desde la poesía, n o desde la prosa. Por eso no resulta extraño que Juan García Ponce h aya abandonado las seguridades (y la maestría) de su prosa para hablar en verso de la muerte de su abuela. Lo que en cambio sorprende es la fidelidad con que ha cumplido la promesa de guardar siempre ese preciso silencio que se impuso (o se le impuso) f r e n t e a su abuela “muda”. “Réquiem y elegía” es el único poema que ha publicado Juan García Ponce (y eso sólo en una edición limitada de 2 5 0 e j e m p l ares). Le agradecemos que nos permita reproducirlo en La Gaceta, y que así nos deje sentir cómo y cuánto pesa la feroz fidelidad a ese silencio que comenzó a callarse aquí. q Juan García Ponce: el poeta q Francisco Segovia LA GACETA IV In memoriam María G. Cantón de Ponce Ante la oquedad Tú para quien el tiempo era ya espacio Tal vez hayas tenido tu fe inextricable Tierna y feroz como una exacta armadura Casi un siglo y de pronto algo se ha roto Te restó sólo la edad sumada de mis dos hijos Imagen de lo fugaz que es imperecedero Se necesitaría el tiempo de los árboles Mudos y abiertos en su forma única Amarillento jardín del recuerdo de la infancia Sin principio ni fin del mismo modo Amarillento como todo lo vivido Y allí ¿qué te esperaba? ¿La pálida voz de tu hija muerta que te llamaba del fondo del portal? ¿Las ánimas que entre la noche y el día acompañaban tu rosario? O quizás sólo el silencio que te deja en manos de tu estirpe Estás aquí todavía Recuperando el otro olor en la piel de tus nietos Sobre el oscuro recuerdo de lo que siempre estuvo vivo Tierno y feroz también como tu fe en el mundo El paso es lo que cuenta Ninguna edad es suficiente para cercar el límite Ahora desciendes sobre ti misma hasta tocar tu fondo Una tras otra se acumulan las figuras Tal las plantas recortadas en un geométrico jardín El silencio de tu voz es un solo rumor inagotable Réquiem y elegía q Juan García Ponce LA GACETA V De cuyo murmullo se levanta una fuente Cuyo surtidor regresa a los orígenes después de remontarse Se acallan los recuerdos Bajo el ardiente sol de un campo enceguecido Junto al tranquilo mar de colores transparentes Tu vida es una sola y así se continúa Acaso fue el amor tu verdadero signo No el grito que se levanta y muere Sino el silencio tapado de un aljibe Vivo en su quietud como la noche Te quedan los testigos Ellos atesoran tu paciente espera Huerta murmurante cielo abierto y la alta alcoba Donde alguna vez fuiste tú misma Quizás él lo supo contigo Nada sabemos de ti ni antes ni ahora Nos sobrepasas en tu propio vuelo Tu vida es una sola línea recta enjuta y rica Como la planta de tu tierra El fin entonces es florecimiento Esperándolo te fortaleciste de tal modo que todo recomienza Tu apartarte deja una imborrable cicatriz en el suelo Las figuras se dispersan y vuelven a juntarse Es siempre una y otra vez el mismo juego Deseo y deber tienen la misma sílaba Y tú sola supiste conjugarlos Pero el secreto ¿no vas a revelarlo? Tu respuesta llega demasiado lejos En su altivo estar nos sobrepasa Y al final es otra vez silencio humilde Tal vez tenemos que aprender a estar callados Lo abierto en verdad es el silencio Pero en ti era una voz Y ahora se levanta y canta Canta al mundo de todo lo vivido Tu oscuridad es una luz ardiente Apenas se levanta pero por eso dura Lugares que son paso se aquietan a tu sombra Tocan a rebato Como las campanas tu permanencia se extiende por la tarde Inmovilidad de las palmeras reales Erectas columnas de un templo destruido Cuyo recuerdo desafía al tiempo Sobre el que siempre tu espera era un estar Al cortar la muerte separa pero no destruye Es un hilo que nos ata a un otro espacio A la sombra de los árboles frutales El tiempo detenido te continúa No hay que decir más Para no turbar la voz de tu reposo. • Enero de 1969 1 Cuando se organizan homenajes, coloquios o números monográficos de revistas dedicados a Juan G a r c í a Ponce —o, como ahora, el anuncio de la entrega del premio Juan Rulfo— lo que viene a la cabeza es la justicia de un homenaje y la necesidad de situarlo a él y a su generación que, en muchas formas (si no es que en todas), determina esa modernidad o posmodernidad del fin de siglo X X m e x i c a n o . P ero es evidente que ni los muchos ya celebrados ni los muchos que pudieran venir después fijarán la imagen de una generación en permanente cambio, que ha recibido ya muchos nombres —generación de Medio Si - g l o , de la Casa del Lago, de la ruptura— y que está muy lejos de agotar las sorpresas que nos depara, caja de Pandora literaria que abrimos una y otra vez con curiosidad y placer. Pero si ponerle un nombre puede ser d i s p ut a metodológica, una labor académica o hasta trivia cultural, lo que sí se necesita es tener una memoria, una conciencia del lugar que ocupa en nuestro imaginario crítico. 2 . Considero inevitable que Juan García Ponce sea un modelo de lo que yo, y varios de mis compañeros de generación llamamos, con emoción no ajena al engolamiento, un escritor. Juan, que empezó escribiendo teatro, hizo después algunos de los mejores cuentos y novelas de nuestra literatura, relatos perfectos, como El gato y De anima, textos muy ambiciosos, como Crónica de la intervención, ensayos reveladores —a él debemos el interés en Musil, Miller, Mann y Klossowski, entre muchos otros creadores—, una nueva manera de entender la cultura —basta repasar su crítica de artes visuales— y, suma de todo ello, una intensa y profunda manera de entender la vida. A lo largo de los muchos ensayos dedicados a su obra es evidente que, y a pesar de lo áridos, abstrusos y académicos que puedan ser, nunca se consigue ocultar que ese contenido literario, esa especificidad del texto, que es también (diría que ante todo) una condición vital. Lo evasivo y elusivo de ésta es lo que lleva al escritor a reconocerse como tal en el acto de escribir, y a nosotros a tratar de entender lo que fue y lo que es. Y es precisamente el grupo al que pertenece, que llamaré —y después voy a dar algunas de mis razones— de la Revista Mexicana de Literatura, de los que más atraen esa mirada crítica, que es a la vez homenaje y revisión de sus planteamientos, fotografía familiar e historiografía, gesto admirativo y distanciamiento necesario. 3 . Es bueno empezar por señalar que Juan García Ponce es un escritor poco frecuente en la literatura mexicana, en donde se privilegia la intriga a la verdadera discusión. Él nunca se ha dejado llevar por los intereses externos a la propia literatura ni se complace en las mezquindades tan a flor de piel en nuestro medio. Una palabra que le cuadra plenamente es la de ser una persona generosa, pero — hay que advertirlo— también es exigente en grado sumo, no tolera la tontería y la falta de argumentos. Y nunca ha dejado de leer y escribir como una aventura. Esa generosidad la contagió a otros escritores contemporáneos suyos, que han vuelto una tradición el compartir lecturas y descubrimientos con los otros, para establecer un terreno en donde el yo y el otro se encuentran en un nosotros nada dogmático ni impositivo. Su magisterio lo es en el sentido más noble del término, alejado de los cubículos académicos, de las exigencias curriculares y programáticas. García Ponce no se ha guardado nunca para sí —¿qué sentido tendría?, se pregunta— el autor nuevo o el pintor descubierto, como si hubiera un acta de propiedad en el acto de leer, o —incluso— en el de escribir. Por eso bajo su dirección, al principio en colaboración con Tomás Segovia, la Revista Mexicana de Literatura alcanzó un nivel que muy pocas publicaciones han tenido —entre esas pocas: C o n t e m p o r á n e o s, la que dio nombre a una generación cuyo desarrollo tiene un cierto parecido con la de Juan en la primera mitad del siglo—. 4 . El uso del Juan, advierto, más que una pretensión coloquial, responde a un sentido concreto del hecho literario. En una ocasión Juan Carvajal, uno de los más tardíos pero más brillantes integrantes del grupo, me dijo hablando de Simone Weill, la extraordinaria pensadora judeo-francesa, que mientras que la otra Simone, la Beauvoir, sería siempre “la Beauvoir”, la Weill era “Simona” porque resultaba más nuestra, más cercana. Así quiero entender ese Juan referido a García Ponce. Hay, incluso en los lectores que no lo conocen, un impulso casi natural a llamarlo con su nombre de pila. 5 . En los últimos años se han multiplicado ediciones de su obra y acercamientos críticos, el propio autor ha desarrollado su retrato en LA GACETA VI La memoria como una afirmación del presente Apostillas de un permanente homenaje q José María Espinasa textos memoriosos, muchos de índole p r o u stiana. El poliedro de su obra tiene infinitas caras, y una de las que aún falta por explorar in extenso es su trabajo en la Revista Mexicana de Literatura, y prolongarla en su p a r t i c i p ación en la Revista de la Universidad de México, hasta llegar a V u e l t a y D i a g o n a l e s. Cuando se insiste en el hecho de que a García Ponce le debemos el conocimiento de y el interés por autores, antes de él poco atendidos, la suma se vuelve multiplicación: le debemos una idea de la literatura que antes nos era ajena. Por eso no me parece extraño que muchas veces la admiración por la obra del escritor yucateco funcionara como cédula de identificación entre personas que iniciaban aventuras editoriales o de diversa índole cultural, y entre las cuales los libros de Juan se coleccionaban como estampitas de un álbum infantil, con la misma fruición y el mismo entusiasmo. Se buscaba tener presentes (y hay que entender la expresión en todo lo que ella significa) sus pasiones. Por ejemplo, la Revista Mexicana de Litera - t u r a tuvo dos épocas: esas dos épocas —la primera dirigida por Emmanuel Carballo y Carlos Fuentes— son un antes y un después. Y ese después volvió imposible regresar a lo anterior. Publicar una revista era —para él, para ellos— pensar la literatura, pensar la propia obra, ponerse frente a un parámetro de verdad exigente. Todos los que han vivido el quehacer de una revista o una editorial saben las intrigas y los pleitos que ahí se cocinan, sólo que cuando las publicaciones son buenas parece que esas inquinas hubieran sido pensadas en conjunto para llevar a buen puerto la tarea del grupo. La virulencia de algunos pleitos, los conflictos sentimentales y amistosos, los desencuentros, los estragos que produjo en algunos de ellos el alcohol, las diversas y no pocas veces enfrentadas propuestas literarias, todo ello dio a la generación un aspecto extraño, a la vez muy concreto pero difuso, mezcla del “grupo sin grupo” y de la “generación perdida”, pero México sí fue una fiesta. En el centro de ella estuvo Juan García Ponce. 6 . No creo que establecer como eje generacional a la persona y la obra del autor de La casa en la playa sea cometer alguna injusticia con otro escritor, y es que en general todos ellos fueron en cierta manera casos extraños, que no entraban dentro de una taxonomía literaria, ni siquiera dentro de una patología. Las brillantes novelas de Pitol o los cuentos perfectos de Inés Arredondo encuentran un orden en esa idea de la literatura de la que se habló antes. Por eso no me parece extraño que Pitol, al que por las mismas razones mencionadas antes se le llama con frecuencia Sergio, nos entregue en El arte de la fuga u n a verdadera obra maestra, también memoriosa, también necesitada de ese reconocimiento-diálogo entre ellos. Una hipótesis posible es que el trabajo de los críticos literarios debe ahora ser retomado por los historiadores, no tanto porque interese constatar una verdad del grupo, sino porque la historia tiene por delante un futuro llamado en busca del tiempo perdido. 7 . Es curioso cómo esa deuda que los homenajes no alcanzarán nunca a saldar, se ve más bien cubierta al asumir esa idea de la literatura como propia. Juan García Ponce, tan iconoclasta en sus juicios, es el tronco del cual se desprende una tradición a la que como escritor me gustaría pertenecer: con lo que yo escribo simplemente me quiero hacer digno de ese follaje. 8. Uno de los puntos que la literatura de Juan ha hecho surgir como central es el de la sexualidad; sus opiniones, que tanta ira provocan entre las feministas, han sido uno de los revulsivos liberadores de la hipocresía reinante. La mujer como personaje ocupa en su obra un lugar sobresaliente, y bastaría para mostrarlo ese intenso homenaje literario que es Pasado presente. Y es que su estar más allá de la moral es, manes del destino, una exigencia ética. El ejercicio de la sexualidad y el pleno dominio del cuerpo se presenta entonces como una cuestión expresiva, de lenguaje, de gramática si nos ponemos en plan radical. El cuerpo, como lugar —depositario— de la memoria es, sin embargo, sinónimo de amnesia, su recordar es un ejercicio inútil de nostalgia, pues siempre se conjuga en presente. Y la escritura se nos aparece, a manera del calígrafo oriental, como una extensión del cuerpo, pero en la que sí se recuerda, en donde sí tiene lugar el pasado, en donde —y la palabra se usa no como metáfora sino en términos estrictamente biológicos— el pasado no ha muerto. Recordar es entonces escribir, simple y llanamente. Todo hecho literario —todo texto— nos afirma en el presente. García Ponce sabe que tiene que dejar indicado, casi como acotación escénica, el matiz indispensable para entender lo que ha dicho. Pero, claro, indicar un matiz no significa explicar didácticamente al lector la intención del texto. Juan ha llegado a proponer una ausencia de intención, traslada la responsabilidad al personaje como a un ser vivo y le exige hacer uso de su libertad. No quiero dejar de insistir en el carácter militante de estas notas: todo homenaje a Juan García Ponce me parece justo, aunque no dará por obligación en el blanco, y permítanme agregar que su verdadero terreno se encuentra fuera de las jergas académicas, inevitablemente reduccionistas, pero también es cierto que las expresiones de asombro pueden adquirir la forma más inesperada. 9 . La fuerza con que aglutina la obra de García Ponce a la de otros escritores contemporáneos suyos se debe en parte a que él ha escrito el libreto según el cual se ordenan sobre el escenario de nuestras letras: las palabras que escribió sobre Jorge Ibargüengoitia, cuando el accidente aéreo, y también las que escribiría después, son un ejemplo de ello: pocos escritores entienden tan bien una obra que es en muchas cosas la antítesis de la que él mismo escribe. Pero incluso habría que agregar que, desde finales de los años cincuenta, es decir hace ya cuarenta años, Juan se ha tomado el trabajo de pensar por la literatura mexicana, de mantenerla viva y despierta. Esa evidente toma de partido de quien esto escribe testifica, más allá de los acercamientos preceptivos que se puedan tener, una fidelidad de lector: he leído todo lo que él ha publicado, y muchas cosas las he releído una y otra vez, mi gusto literario está formado en muchas de sus admiraciones —no hace mucho tiempo, después de conocer su texto sobre Heimito von Doderer me leí las casi tres mil páginas de Los endemoniados y le estoy muy agradecido—, he leído también muchos textos sobre él y sé que los seguiré leyendo, no tanto porque crea que algún día alguien me explicará las razones de esa fidelidad, sino porque el terreno del homenaje es también un terreno donde el yo y el tú se reencuentran en el nosotros. 1 0 . Antes señalé un cierto paralelismo con los Contemporáneos, que no desarrollé, pero que me permite hacer aquí una serie de comparaciones, un poco traídas de los pelos pero ilustrativas: Juan García Ponce es una suma de las inteligencias de Jorge Cuesta y Xavier Villaurrutia, frente al Novo que sería Ibargüengoitia y el Pellicer que sería Pitol (y e l Owen que sería Juan Vicente Melo y el Gorostiza que sería Inés Arredondo, pero es llevar demasiado lejos las comparaciones). Todo paralelismo se rompe al señalar que la generación de La Casa del Lago fue ante todo una promoción de extraordinarios narradores, a los que no les importó escribir a la sombra de Rulfo y Arreola. 1 1 . En esa foto de grupo que entre todos reconstruimos hay un rostro que está iluminado por una sonrisa y nos mira de frente, divertido, pero escéptico, y en cierta manera condescendiente, es Juan, que sabe —como Lezama Lima— que todo escapa cuando ha alcanzado su definición mejor. Intentar llegar a ella siempre vale la pena. 1 2 . La lectura de los libros de Juan ha sido, desde mis años de adolescencia, una constante que se volvió hábito. Ya en distintos textos críticos me he ocupado de la obra que su pluma nos va entregando, y también de lo que otros escritores han dicho sobre ella, LA GACETA VII palabras recopiladas en distintos volúmenes, amén de innumerables páginas desperdigadas en revistas y suplementos. En diversos coloquios y homenajes nos vamos encontrando una cofradía de admiradores, de amigos en el sentido más profundo del término, que esgrimimos esa admiración como un documento de identidad. Autores que se reconocen entre sí a pesar de las diferencias: Hernán Lara Zavala, Adolfo Castañón, Armando Pereira, José Luis Rivas, R. H. Moreno Durán, Daniel Goldin, José Antonio Lugo, Alfonso D´Aquino. Cada uno de nosotros —y en este nosotros debe haber una carga de orgullosa retórica— se siente poseedor de la verdad, pero no la opone a la del otro sino que la conjuga en un peculiar diálogo con mucho de teatral pero también mucho de intensa sinceridad. Al releer algunos de los textos que ya he escrito antes para redactar estas notas me sucede algo bastante común: los siento insuficientes, no explican esa admiración, no acaban de dar cuenta de lo que me resulta tan evidente. Y que comparto con los arriba nombrados: el nexo entre escritor/autor/persona y obra/libro/texto es, para mi generación, un continuo transitar de una cosa a la otra en la literatura de Juan García Ponce, en donde él es tan obra como sus libros. En efecto, para mí Juan es, como Inés Arredondo o Juan Vicente Melo, el arquetipo del escritor, modelos incluso antes de haberlos leído, tal vez incluso antes de saber leer, pero ya entendiendo e intuyendo qué significa ser escritor. No voy a tratar, desde luego, en estas notas de explicarlo —no podría ya que no hay explicación, es pura empatía— sino de recrear la sensación en el recuerdo y afirmarla en el hoy que nos ocurre. Todo lo que diga se basa en un fervor —no sé si la palabra viene de fe, pero me gustaría— que lo legitima y marca mi propia vocación como escritor. Por lo mismo ni siquiera me disculparé de recurrir tanto a la cuestión personal y a n e c d ótica. Al querer releer algo de su ya vasta bibliografía, en lugar de ir hacia el librero busqué alguna nueva edición en las librerías, y coincidieron la reciente (y hermosa) edición de Tres voces, que reúne sus ensayos sobre Thomas Mann, Heimito von Doderer y Robert Musil, Crónica de la intervención en su tercera edición, ahora por el Fondo de Cultura Económica, y una selección de su narrativa breve bajo el título de La gaviota y otras narraciones, hecha por Lara Zavala. Los luminosos ensayos y la extensa novela los tenía muy presentes, pero los cuentos no los recordaba bien, así que escogí los relatos. “La gaviota” cuenta el despertar adolescente a la sexualidad y al amor, esa revelación tan importante en la obra de Juan en la cual la intensidad de vivir se muestra en toda su felicidad y en todo su dolor. Hermosa noveleta que consigue encarnar la atmósfera en que ocurre el m i l a g r o de la resurrección gracias al amor. La consecuencia de esa relectura fue la siguiente: me puse a escribir no un texto crítico sino un cuento, muy en el tono suyo, casi mimético en anécdotas y adjetivos, sobre todo en espíritu, lo cual no me molesta sino me entusiasma cada vez que me ocurre. Creo que el propio Juan ha dicho que escribir es un ejercicio de admiración, rendir homenaje a un estilo, a una forma, escribir como..., pero no se trata de una imitación o pastiche consciente y planeado sino de un impulso irresistible. La lectura de obras de Juan me provoca, de manera inevitable, la necesidad de escribir y lo acabo haciendo, guardando las distancias, como él. Ese “como él” significa con la misma voluntad de vivir el gesto de escribir, y es una manera de afirmar que es en su misma atmósfera que quiero no tanto escribir sino ser leído. García Ponce es uno de esos autores que crea su contexto, que inventa su tradición y su riqueza: lee, escribe, comenta, propone, enseña. Durante varios días y semanas pensé que acabaría convirtiendo estas apostillas en ese borrador de un cuento “a imitación suya”, pero después se me fue presentando la oportunidad de escribir un cuento de un cuento, a la manera del Mann de la Novela de una nove - l a. La adolescencia es, en ese cuento, un umbral, un momento a la vez paradisiaco e infernal, justo el instante en que resultan sinónimos. Lo que se hace después es querer reconstruir ese momento y se está dispuesto a cualquier cosa por volver a vivirlo. No hay poder que pervierta su fuerza, su valor, capaz de purificar todas nuestras perversiones. Menuda ambición la de la escritura: hacernos de verdad libres en la libertad del otro. No deja de ser llamativo que ese umbral tenga todo en su contra, a la sociedad, a los preceptos morales, al contexto, a la tradición, al miedo y —si se quiere— hasta la biología, pero de pronto allí está la fuerza incontenible, no de cruzar sino de vivir en el umbral, y de encontrarse con el otro radical, la mujer. 13. Escribir es, para cada cual, conservarse en ese umbral. La inexplicable violencia que lleva a la muerte de la gaviota es también la que hace posible su resurrección. La muerte es entonces no un final sino una condición del ser enamorado. Por eso en obras futuras la violencia ocupará su espacio, habrá que ir al límite para recuperar esa intensidad. Pero siempre se estará en un estado de potencial pureza, de “imagen primera” para utilizar uno de sus títulos, o —dicho de otra manera— no hay placer sin inocencia. Para mí leer a Juan es recuperar el impulso original de esa lectura primera, otra vez el entusiasmo ante la revelación. Pero lo que se entiende por revelación es algo bastante difícil de definir. En él la palabra conserva las cualidades de la experiencia religiosa, pero sin los sustratos teológicos, se tratará de un milagro laico, y sólo se da en el tránsito de su vivencia a su encarnación artística. No hay, para él, revelación si ésta no ocurre a través de la obra de arte, ya que sólo así se comparte, se vuelve patrimonio de la comunidad. El deslumbramiento de la pasión amorosa sólo se da —sólo adquiere realidad— en la escritura. No hay, por lo tanto, división fáctica entre ambos niveles sensibles: vivir es escribir. De la misma manera la pasión adolescente, a medias descubrimiento a medias confirmación, se mantiene intacta en la entrega a “todos” los hombres de novelas posteriores. 14. Hay muchas maneras de entender esa muerte y resurrección de la gaviota. Por un lado parece que el amor, y sobre todo el amor en cuanto experiencia física, requiriera de una dosis de crueldad para darse, como si — en términos psicológicos— fuera necesaria una explosión, una herida, un desgarramiento, una transposición del umbral, para que el yo tomara conciencia —no posesión— del otro. La escritura es así un acto de sexualización de la comunicación. La mirada, la voz, el tacto, maneras de confirmar la existencia del otro en su corporeidad. Por eso la caricia es una sensación motriz y cuando se asiste al milagro se busca tocarlo para confirmar su realidad. Así, hay un movimiento de tocar (masculino) y un movimiento (aunque permanezca en reposo) de ser tocado (femenino), es decir, una disposición para atraer y una para ser atraído, que condiciona el movimiento conjunto de los personajes. Creo que por eso a Juan le ha interesado tanto la pintura, ya que en ella se conjugan ambas disposiciones. La literatura describe y piensa. Escribir es una manera de mostrar la dirección de la mirada, de dibujar la parábola de la mano en busca del cuerpo revelado. Por eso el impulso descrito antes —escribir un cuento— es lógico, ya que se trata de dar a mi revelación personal el sentido de una revelación literaria. Por eso creo que su literatura es absolutamente refractaria a las simplificaciones académicas y a las sistematizaciones conceptuales. Es una forma ingente de la vivencia que se niega a ser clasificada, a pesar de que muestre con orgullo sus constantes —la más manif i e sta es la de la sexualidad de las mujeres—, y a que si bien sus obsesiones serán siempre las mismas (por eso son obsesiones) a la vez serán siempre impredecibles, milagrosas. Eso se contagia a su lectura ya que cuando se toma un libro suyo sorprende esa cualidad de revelación de lo ya conocido. Por eso antes se dijo que leer a Juan García Ponce es, en cierta manera, releerlo. La primera vez es un regreso, conocer es reconocer. 1 5 . Quisiera recordar que cuando hace veinticinco años hice la primera revista literaria de mi vida, Cuadernos de Literatura, junto a LA GACETA VIII Roberto Vallarino y Francisco Segovia, además de contar con los consejos y los textos de Juan, el mimetismo con la Revista Mexicana de L i t e r a t u r a llegó a grados extremos (mismo formato, un diseño casi idéntico, secciones similares, un nombre muy parecido). En estas apostillas la palabra mimetismo ha aparecido ya varias veces, y creo que se trata de un concepto central en la obra de García Ponce. La posesión sexual es una desposesión: me anulo en el otro siendo el otro, me transformo en él, me integro a él. Ese proceso psicológico ha sido bien estudiado por la psiquiatría, pero en la literatura se ha vuelto una estética, un estilo, una exigencia moral. Por eso tampoco me avergüenza, más bien me enorgullece, ese intento de mimesis. 16. Sólo que mi ingenuidad me hizo pensar entonces, y aún no consigo librarme de esa sensación, que el gesto se refería a lo más inmediato, a la apariencia, y no a lo más esencial, el alma (si se me permite usar una palabra tan manida). La apariencia no es la imagen, pero la relación entre ambas es tan estrecha, que se puede clarificar con un juego de palabras: ser no es parecer sino aparecer, de la misma manera que ver es imaginar e imaginar adquirir una imagen, ser objeto de una mirada. Estos saltos mortales del concepto no hacen sino simplificar el proceso, pero muestran claramente que hay un proceso de exteriorización del alma, de tránsito del yo al otro, o —en su caso— la otra, la mujer, manifestación extrema de esa otredad. Los cuentos, novelas y ensayos de Juan son una bitácora de esa disposición hacia el otro, de esa transformación del yo en otro que tanto pedía Rimbaud. Son una disposición, una condición del ser tal como se entiende en la frase “estar dispuesto a”. Eso es lo que se refleja en el gesto de escribir a partir de su lectura, de que el homenaje sea un diálogo, un gesto de admiración a su fidelidad a la literatura y a la vida. LA GACETA IX L a primera sospecha de la inmortalidad de Juan García Ponce la tuve mucho antes de conocerlo, al contrastar diferentes retratos suyos tomados a lo largo de los años. Tras observarlos con detenimiento pensé: "Cambiarán una y otra vez las marquesinas de fierro de la Plaza Constitución —ora anunciando c i g a r r illos rubios, ora alpargatas españolas—; se destruirán todas las infames páginas de Carlos Argentino Daneri hasta que nadie recuerde su nombre y el de Beatriz Elena Viterbo, su prima hermana, sea sólo un hermoso talismán en labios de unos pocos; caerá y volverá a ascender el (si el oxímoron me lo permite) Revolucionario Institucional; pero el rostro de Juan —siempre enmarcado en una rigurosa vestimenta negra, con su fleco de galán sesentero y sonrisa franca— continuará resplandesciente por toda la eternidad, idéntico a sí mismo”. Y es que el tiempole hace a Juan lo que el viento a Juárez: le afina los rasgos. Después comprobé que Juan no sólo es consciente de esto, sino que pregona su inmortalidad cada que puede y especialmente en sus cumpleaños, a la hora en que los asistentes, ya casi todos borrachos, se callan para escuchar los brindis. Entonces Juan los mira y anuncia con regocijo: “Los voy a enterrar a todos”. Y conforme pasan los años la sentencia se cumple. “Nos estamos quedando solos”, le dice de tanto en tanto a algún amigo. Y, mientras que los que quedan peinan nuevas canas, acumulan arrugas o engrosan las barrigas, Juan, siempre igual a sí mismo, sonríe divertido, aunque esté en silla de ruedas y lleve años viviendo sin que los médicos logren explicar su persistencia. Recuerdo haberle comentado esto hace algunos años y que en su respuesta apareció su genealogía yucateca emparentada con la casta divina (o maldita, pero pura casta al fin). Tal vez. Yo prefiero buscar el secreto en las huellas de su voz. Fiel a su pasión errante, es decir a la memoria y simultáneamente al olvido que todo lo purifica, como lector y como escritor, Juan ha asumido la literatura como una forma de celebración de la vida en la que ésta simultáneamente se celebra, inventa y depura; y lo inventa y lo depura. Por eso en su obra la distinción entre ficción y realidad, o entre crítica y creación, es pueril y, en último caso, imposible. La empresa en la que Juan se ha comprometido está descrita con claridad en el título de Crónica de la intervención, una de sus novelas más “confesionales”: la intervención de la vida en el arte y del arte en la vida. Es el itinerario de un pensamiento que tras reconocer la ausencia de verdad (y en este sentido Juan surge de la crítica nietzscheana a la verdad) creó para sí sus propias condiciones de verdad. Una errancia sin fin y sin principio a través de la cual la vida busca la libertad para inventarse y la cultura se destruye a sí misma para ser siempre vida. Que en ésa o en otras novelas García Ponce se valga de las obras de Lowry, Mann, Klossowsky o Musil para narrar aspectos autobiográficos las hace doblemente confesionales: revela no sólo lo que ha vivido y leído, sino cómo los vasos comunicantes entre una y otra son el sentido, no la forma. Y, de manera implícita, habla de cómo solicita ser leído. Qué poca importancia tiene la distinción entre lo propio y lo ajeno o en último caso el cuerpo y el espíritu cuando todo es usado por una voluntad de afirmación. Apartándose de esta perspectiva se puede hablar de repeticiones, contradicciones, traiciones, pero eso es volver a un mundo estable, de identidades fijas. La obra entera de García Ponce es una crítica a ello. El suyo es un pensamiento silencioso gestado por la acción crítica del pensamiento contra la posibilidad de estatuirse, que a su vez demarca un espacio en donde podrá surgir siempre nuevo, siempre igual, siempre distinto. “Un lenguaje que se expresa en imágenes de las cuales ninguna quiere ser la última”, como reza el epígrafe de Musil que Juan utilizó en Encuen - t r o s. Un lenguaje que tan pronto se ve realiz ado, corre el peligro de traicionar a la verdad que trata infructuosamente de expresar, no porque ésta sea inefable sino porque, sin el sostén de la verdad, el sentido de lo expresado se desvanece tan pronto nace o, como dice él, una proposición es capaz de engendrar inmediatamente a su contraria. Por eso Juan nos sobrevivirá a todos, incluso después de muerto, cuando su obra se siga leyendo con devoción, como alguna vez se leyeron las vidas ejemplares; y aún después, cuando olvidado de sí e idéntico a sí mismo sea sólo lo que siempre ha sido: una afirmación que se afirma. Prístina y transparente, radiante. 6 de agosto de 2001 Juan, el inmor(t)al q Daniel Goldin LA GACETA X Para Juan García Ponce Toda la noche, igual que un molinillo de raíces, las hélices del abanico eléctrico agitaron las sombras de un caldo de cacao aglomerado en grumos por la pieza. Estrato impenetrable tendido como lienzo, el bochorno me impuso hasta la aurora su estacionada lápida. Vuelve la luz como una hoja de afeitar al expuesto recuerdo de mis pupilas. Lechosa es la primera claridad que nada a manotazos entre un enjambre suelto de chirridos: los zanates los chéncheres y una postrer salamanquesa... A la lista de vidrio del ventano comienzan a sumarse las primeras figuras que tiritan bajo una apenas brisa la palmera, el almendro —oxidados lo mismo que la reja. Ebrio de repente un zigzagueante zancudo se golpea contra el muro. Una mano morena se levanta brava contra el zumbido sin lograr apagarlo por ahora. El cuatrero que al alba destaza en vasto copalar barre con escoba de palmas hasta el arroyo la sangre derramada al pie del guayo y al duende que fustiga los tejados con su honda implacable. Toda la noche q José Luis Rivas ¿ Qué se puede esperar de una novela que lleva como título Crónica de la intervención? ¿Una novela histórica? ¿Un testimonio? ¿Una parodia? Y más específicamente, ¿a cuál de todas las intervenciones se puede referir el autor? ¿A la más conocida en nuestro país, la Intervención francesa? ¿Y qué hay cuando se lee la primera frase de la novela: “Quiero que me cojan todo el día y toda la noche”, adjudicada a Mariana, la protagonista? En ocasión de un encuentro sobre el tema de la crónica, el historiador Edmundo O´Gorman cuestionaba la validez de ese término aplicado a la literatura. En sentido estricto, comentaba él, una crónica consiste en una relación de hechos con respecto al tiempo. Es la parte más elemental a partir de la cual se puede elaborar un estudio histórico, biográfico o literario. Es evidente que no es éste el sentido que García Ponce le quiso dar a su novela de casi dos mil páginas. Y sin embargo, la monumental obra de García Ponce es, como su nombre lo indica, una crónica. Él, efectivamente, se refiere a una relación detallada de hechos durante una época particular de México. Por supuesto, su indagación no es —aunque aluda a algunos hechos reales— de carácter histórico sino estrictamente literaria; se trata de una ficción que aprovecha ciertos elementos de la vida cultural y social de México con objeto de transformarlo literariamente y convertirlo en una novela. El resultado es una crónica imaginaria no de una sino de varias “intervenciones” que ocurren a lo largo de la novela. Por eso para volver a la pregunta inicial valdría la pena mencionar que en primera instancia se trata de un título propositivamente ambiguo que busca despistar al lector al tiempo que abre un amplio rango de posibilidades interpretativas. Si nos sujetáramos a los hechos de carácter histórico bien podríamos afirmar que, en primera instancia, la intervención a la que se alude en el título es la que tuvo el ejército mexicano en Tlatelolco, durante los Juegos Olímpicos de 1 9 6 8. Pero limitar la obra a ese suceso sería empobrecer terriblemente las múltiples implicaciones de la novela. Recordemos que Crónica de la intervención o s t e n t a un críptico epígrafe de Georges Bataille que dice que “la indiferencia se muestra en la intervención que la manifiesta, que expone su fuerza y, por decirlo así, su intensidad”. Es decir, esta enigmática cita nos lleva a pensar que la principal intervención que ocurre en la novela no será tanto de carácter externo sino interno, y la experimentarán varios personajes a través de diversos episodios. Quizá sea Esteban, uno de los protagonistas principales y el que desempeña el papel de alter ego d e l autor, quien más evidentemente encarna esa “indiferencia” a la que alude Bataille en el epígrafe. A pesar de ser fotógrafo de oficio, Esteban vive como un solitario, un huérfano cuya vida es “un puro desorden” y que ni tiene ni aspira a un lugar en el mundo, es una especie de “hombre sin atributos” que sólo sabe que no quería ser nada. Esa actitud, pasiva en apariencia, permite que su vida se vea súbitamente intervenida la noche en la que se inicia la novela, cuando Esteban conoce y posee a Mariana junto con su amigo Anselmo quien, de alguna manera, representa al doble del propio Esteban. Anselmo tiene un espíritu más religioso que Esteban, pero su búsqueda se da también en torno a la identidad personal. En el momento de su encuentro con Esteban y Mariana, Anselmo está a punto de emprender el viaje al Japón en el que llegará a la conclusión de que “necesita anular su yo”. Por su parte, Mariana reflejará desde el inicio a la mujer misteriosa, inasible, inaprensible e independiente que tampoco posee una identidad fija en tanto que es la encarnación del deseo, del placer y de la belleza. Mariana ofrece libremente su cuerpo a quien lo desee sin que por ello se sienta degradada, antes al contrario, concibe su cuerpo y su belleza como algo ajeno a sí misma, una especie de santuario abstracto que atrae y cautiva sin necesidad de que ella se vea afectada ni en sus sentimientos ni en su integridad. Esteban, Anselmo y Mariana formarán así una triada de personajes que en cierta manera viven fuera del mundo “real”. La vinculación que existe entre ellos se finca en la idea de que el amor y el deseo no conocen sujeto, como si la diferencia o el cambio de objeto amoroso afectara la intensidad de la pasión intensificándola. Esto les permite transitar por el mundo ajenos a las normas y prejuicios de la sociedad. Los tres tendrán su contraparte en los personajes de María Inés, José Ignacio Gonzaga y fray Alberto Gurría que, aunque viLA GACETA XI Crónica de la intervención q Hernán Lara Zavala ven dentro del mundo “real”, también sufrirán una “intervención” cuando empiezan a relacionarse con Esteban y Mariana, con lo cual se establecerá un juego de espejos en el que todos se verán reflejados en todos. Esta transposición de identidades se lleva a un límite extremo en el caso de Mariana y María Inés, físicamente idénticas, pero totalmente diferentes en su concepción del mundo, en tanto que el espíritu de Mariana invade, a medida que avanza la novela, el cuerpo de María Inés al grado de que llega a convertirse en su doble. Un lugar preponderante en la historia le corresponde a Evodio Martínez, chofer de la familia Gonzaga, de un estrato social más bajo que el resto de los otros protagonistas y que representa el espíritu de los instintos primarios, de la locura y del crimen. Los principales protagonistas de la novela, así como la enorme cantidad de personajes secundarios que la pueblan, se irán relacionando entre sí gracias a la organización de “El festival mundial de la juventud”, que será el lazo de unión de todos los caracteres y que le sirve al autor para parodiar la inutilidad, la burocracia, las pretensiones culturales, las pugnas internas, los intereses personales, el despilfarro y el despropósito que significó la Olimpiada de México de 1 9 6 8. Alr e d e d o r de este descabellado proyecto se irán a g l u t inando diversas personas de la cultura nacional y por la novela desfilarán desde Pedro Ramírez Vázquez hasta José Revueltas y, muy particularmente, los miembros de la propia generación de García Ponce, como pueden ser Salvador Elizondo, Huberto Batis, Tomás Segovia, Inés Arredondo, Manuel Felguérez y tantos más que, aunque no se m e ncionan con sus nombres reales, son fácilm e n t e identificables para el lector sagaz. Como sucedió en la vida real “El festival mundial de la juventud” tiene un desastroso final cuando ocurre la última intervención de la novela, la del ejército contra el movimiento estudiantil, que culminó con la matanza de Tlatelolco. Existe una intervención más que no quiero soslayar: la de los autores que García Ponce ha leído, estudiado y comentado en sus ensayos y que, en esta novela que constituye una negación sistemática de la identidad personal, irrumpe a manera de pastiche para evocar otras novelas cuyos autores, Robert Musil, Thomas Mann, James Joyce, Heimito von Doderer, Vladimir Nabokov, Jorge Luis Borges y muy particularmente Pierre Klossowski, logran apoderarse del espíritu del propio autor. Así que, efectivamente, la novela de García Ponce resulta una ambiciosa crónica que tiene como motivo principal la indagación de los temas que le han interesado al autor a lo largo de su ya extensa trayectoria como son los misterios de la identidad personal y su relación con la experiencia amorosa, los rituales de la carnalidad, lo inefable de la vivencia erótic a y sus estrechos vínculos con la experiencia mística y artística y muy particularmente el papel decisivo que desempeña la memoria del artista para preservar mediante la literatura aquellos momentos significativos que vivió en carne propia. Pero es gracias a todo esto que la novela da cuenta de cómo vivió, cómo amó, a qué aspiró y en qué creyó toda una generación de artistas y escritores durante la década de los años sesenta. Sin duda se trata de la crónica de una generación que, comandada por el propio Juan, se atrevió a vivir como no lo habían hecho sus antecesores ni lo harían sus sucesores: amafiados, llenos de complicidades, valientes, discriminativos, europeizantes, locuaces, bebedores, perversos e iconoclastas, sin más convicciones que las de su propio arte. Ellos fueron amantes de unas cuantas mujeres que se intercambiaron libremente entre sí. Con ello probaron, paradójicamente, que tal vez eran mejores amigos que amantes. A ellas las amaron, las veneraron, se las usurparon y las abandonaron. Pese a todo, la amistad entre ellos logró subsistir. Es una generación que bien valía una novela y esa novela, publicada ahora en su edición definitiv a por el Fondo de Cultura Económica, lleva el título de Crónica de la intervención. LA GACETA XII J uan García Ponce (1 9 3 2) es uno de los escritores hispanoamericanos más relevantes del siglo X X y C r ó - nica de la intervención,publicada en 1 9 8 2 cuando él tenía cincuenta años, es una de sus obras más ambiciosas y complejas. Dos tomos, cientos de páginas —1 5 6 2 en la edición del F C E—, decenas de personajes, un verdadero río de historias y un delta de tramas convergentes en torno a la figura única y doble, singular y desdoblada, de MarianaMaría Inés. No es ésta, en sentido técnico y tipográfico, la primera edición de la novela —se publicó antes en Bruguera (Barcelona, 1 9 8 2), y diez años después en México en Lecturas me - xicanas—; sin embargo, las ediciones anteriores tenían tres defectos, que dificultaban la lectura o distorsionaban la novela. Me refiero, de un lado, a la cantidad de erratas y al tamaño reducido de la letra y, del otro, al hecho de que en las ediciones anteriores la numeración de cada tomo era independiente y, de hecho, se podían comprar por separado, cosa que resulta obviamente un atentado contra la unidad de la novela; aunque solía ocurrir que algunos sólo compraran el segundo tomo porque “ahí viene lo del 68”. Por esta razón, cuando Juan García Ponce le propuso al F C E, a través de mi persona, que se reeditara la novela, el proyecto fue visto con buenos ojos ya que no sólo se daba así la oportunidad de incorporar al catálogo una obra fundamental de la literatura mexicana contemporánea, sino que se le brindaba a la editorial la posibilidad de publicar, por primera vez en una edición legible y tipográficamente ventilada, Crónica de la intervención. Por último, cabe decir que si esta edición está limpia de saltos y erratas, ello no sólo se debe a los buenos oficios de los peritos tipográficos del F C E, sino al ojo implacable del propio autor, quien leyó pruebas y corrigió erratas a pesar de las limitadas fuerzas físicas de que dispone debido a esa prolongada enfermedad —parálisis múltiple— que desde hace mucho lo aqueja. Dos cosas llaman la atención del lector en Crónica de la intervención: la primera es la amplitud —la voluntad de amplitud—; la segunda es el placer evidente con que el autor se entrega a la recreación de un vasto y complejo mundo de tramas, encuentros, fidelidades, amores, trabajos de amor perdido, conquistado y vuelto a perder. Extensión del texto y placer por la extensión del texto. Un placer que, indudablemente, se logra transmitir al lector. Obra de un gran escritor, C r ó n i c a de la intervención es una novela aparentemente —pero sólo aparentemente— infinita, que uno no quisiera que terminara nunca y que se c o ncluye con esa leve melancolía con que terminan para los niños los periodos felices de vacaciones. Es una novela felizmente ejecutada, impregnada de gracia, sensualidad, ironía y buen humor, pero es también una novela profunda y abismal cuyos asuntos explícitos y subyacentes son la felicidad, la g r a c i a, la pureza, el éxtasis y en última instancia el paraíso: el edén subversivo de la carne desdoblada, la intermitencia obsecuente y obsesiva con que los personajes buscan y encuentran las puertas del paraíso a través de la reinvención de un rito amoroso o padecen, a veces consciente, a veces inconscientemente, la expulsión de ese paraíso que aparece en la novela no tanto como un asunto de ortodoxia religiosa, sino como una cuestión heterodoxa, y en última instancia ética. La novela gira en torno a un eje: Mariana y/o María Inés. ¿Es el caso de una mujer con personalidades múltiples, como entiende el doctor Alfonso Raygados, o el caso de dos mujeres que comparten una personalidad, como lo entiende fray Gurría? Alrededor de ese imán erótico que es Mariana y su doble, María Inés y su doble, se despliega en sucesivas oleadas y a través de diversas capas sociales la música imaginaria de esta novela que recapitula la historia de una generación, reconstruye la historia pública de México —desde algunos años antes de los Juegos Olímpicos de 1968 hasta la matanza de Tlatelolco, y aun después—, recompone la memoria pública y privada de la clase media, la pequeña y la alta burguesía, los políticos y los empresarios en un momento crítico de México, donde la historia apenas contenida por la instauración de un modelo político y educativo rompe los diques y hace su entrada entre las instituciones imaginarias de una sociedad que se había complacido en negarla. Con estas líneas, el crítico quisiera subrayar la complejidad y la unidad de una novela donde el espejismo de una personalidad d ividida, o de dos mujeres con una misma ánima, tiene en cierto modo una correspondencia con la sociedad también dividida y también corroída por una duplicidad del lenguaje, como la que se enfrenta a sí misma en 1 9 6 8, entre los Juegos Olímpicos, el movimiento estudiantil, la masacre de Tlatelolco y la ocupación de la Ciudad Universitaria por el ejército y los fastos y certezas triunfalistas de una clase en el poder que no quiere admitir su decadencia. Pero esa correspondencia no es desde luego central en la novela, aunque esté insinuada. Resulta más pertinente la capacidad del narrador para verse a sí mismo en el espejo, para desdoblarse una y otra vez y hablar en tercera persona de sí mismo, para salirse por así decir de la novela y establecer con el lector una complicidad íntima, una magnética persuasión que hace de ese narrador, omnisciente como Dios o como el Big Brother, un amigo del lector. Este dispositivo autocrítico —presente en narradores mexicanos como Salvador Elizondo o Sergio Pitol—, cobra en la saga de García Ponce una dimensión particular, tanto más eficaz cuanto más humorística. Crónica de la i n t e r v e n c i ó n es una novela feliz sobre la búsqueda de la felicidad. Es también una novela divertida. No una novela sarcástica donde nos reímos de los personajes sino una narración irónica y humorística donde no siempre sabemos cuándo nos reímos de ellos y cuándo nos reímos con ellos. Somos presa de esa levedad, de esa feliz irresponsabilidad que es, al mismo tiempo, gravedad lúdica. En Crónica de la intervención se teje y desteje una tapicería fulgurante y animada, entrañable y luminosa. LA GACETA XIII Juan García Ponce y la mujer sin atributos q Adolfo Castañón Despliegue y repliegue, sístole y diástole de universos paralelos, de mundos en correspondencia, Crónica de la intervención es una novela habitada por personajes que a su vez escriben cuentos y poemas, toman fotografías, pintan, escriben cartas, diarios, diagnósticos, informes clínicos. Si por el juego de miradas cruzadas y de vínculos amorosos ambiguos nos recuerda a la novela epistolar Las relaciones peligrosas —un Choderlos de Laclos releído por Henry Miller—, por la diversidad y riqueza de materiales producidos por los personajes, nos recuerda a Thomas Mann y a Robert Musil. De hecho, cabría destacar no pocos paralelos entre El hombre sin cualidades y Crónica de la intervención: los preparativos de una gran fiesta civil y cultural como marco del itinerario hacia el éxtasis que emprende una pareja o un puñado de personajes. También, por supuesto, pueden presentirse ciertos ecos de Thomas Mann, homenajes de Nabokov, alusiones a Akutagawa y a Tanizaki —desde la visión de la vida como un paisaje panorámico, o un diorama, hasta la contemplación del cuerpo de la mujer como un mandala—. Pero además de Robert Musil, la presencia más incisiva y ubicua es la de Pierre Klossowski, al que Juan García Ponce ha traducido y comentado en su libro Teología y pornografía. Pierre Klossowski es autor de una obra compleja y subversiva: la trilogía de Las leyes de la hospitalidad—Roberte ce soir; La révocation de l’Édit de Nantes y Le souffeur ou le thêatre de s o c i e t é—, donde la obsesión por poseer a la propia mujer a través de la posesión de otro (uno de los temas de Crónica de la interven - c i ó n ) es explorada en forma sistemática. Este tema tiene un origen muy antiguo y está relacionado con el de la prostitución ritual.Por ello Klossowski —el hermano de Balthus, q u i e n también aparece como una de las autor i d a d e s inspiradoras de la novela— ha escrito un breve libro sobre El origen cultural y mítico de cier - ta práctica entre las damas de la Roma antigua. Esa práctica es la prostitución sagrada, la teogamia o hierogamia, institución o rito que a mi parecer es el gran tema de Crónica de la in - t e r v e n c i ó n. “Déjame ser tu puta”, le suplica Eloísa a Abelardo, el filósofo al que un pariente de ella terminará castrando y que es citado por el narrador. Detrás de esa súplica está el deseo como disponibilidad, el deseo de la disponibilidad. “¿Qué mandáis hacer de mí que a todo digo que sí?”, implorará la impetuosa Santa Teresa. La disponibilidad hace de Mariana la mujer sin a t r i b u t o s y de Crónica de la intervención un vasto campo de batalla donde está en juego —ni más ni menos— la conquista de la pureza. LA GACETA XIV Q uerido Juan: miro la foto donde estamos juntos, muy sonrientes, e inevitablemente me invade un romanticismo provinciano que me hace pensar: ¿quién le imprime tanta velocidad al tiempo? Bueno; la verdad es que no deseo ponerme como literato latoso y aprovecho el regreso de Francisco Hernández al D. F. para hacerte llegar unas cuantas palabras. Debo decirte lo inevitable: el sol deslumbra al rebotar en el muro amarillento de enfrente, el cuadro de Joy Laville se ha ido decolor a ndo, el de Vicente Rojo sigue fiel a sí mismo y el ron nuestro de cada día continúa siendo u n sabroso, aunque prohibido sostén. Conste: d igo “sostén” y no brassiere. He vuelto a asomarme a tus libros, así nomás, al azar, y me han dado mucho gusto tus dedicatorias llenas de jiribilla. Por cierto, creo que en castellano, estarás de acuerdo, el principio de la novela más recordado y famoso es el del Quijote. Pues en segundo lugar, déjame decirte, yo pondría el inicio de tu Crónica de la intervención: “ Q u i e r o que me cojan todo el día y toda la noche”. Carajo, Juan, ¡es absolutamente genial! Otro fragmento que me gusta muchísimo, siempre te lo dije, es este de “El gato”, que Francisco me hizo favor de buscar: “A pesar de que a veces su silenciosa presencia resultaba inquietante, su aspecto tenía siempre algo tierno y conmovedor que incitaba a protegerlo, haciendo sentir que su orgullosa independencia no ocultaba su debilidad”. Supongo que no te resultará extraña mi preferencia por estas líneas tuyas, tan rítmicas, tan precisas y con las que me identifico plenamente, gatunamente. Sí, de manera muy nítida, aquí me viene el saco del felino o, mejor dicho, su pelaje, su no muy robusta independencia y su facilidad para quedar atrapado entre los barrotes de una libertad contrahecha y repleta de mel a ncolía. ¿Será cierto que de esa debilidad puede desprenderse una especie de fortaleza? Vuelvo a observar la fotografía donde estamos tan contentos y en mi traqueteado cerebro aparecen de inmediato preguntas sin respuesta. ¿Estábamos en los edificios Condes a ? ¿Quién hizo la foto? ¿Qué año era? ¿Íbamos ese día hacia la desobediencia nocturna? Querido Juan, ya llegó el taxi que ha de llevar a Chico a la estación. El cielo se puso negro de repente, como si fuera a reventar el norte. ¿Nos veremos, milagrosamente, una vez más? Y una última pregunta: ¿dónde escribiste aquello de que es necesario llegar al terror que se encuentra en el centro de la creación? Te abraza tu amigo Juan Vicente • Carta publicada originalmente en el diario Milenio, el 3 de agosto de este año... Carta a Juan García Ponce q Juan Vicente Melo 4 Este ensayo obtuvo el 2o. lugar en el Concurso Juan García Ponce de Ensayo Literario, convocado por el Instituto de Cultura de la Ciudad de México. El jurado estuvo compuesto por Juan José Reyes, Graciela Martínez-Zalce y Alfonso D’Aquino. D e nuevo la prosa impecable de Juan García Ponce destella en la relectura de su texto “El gato”. Es un río pacífico que desemboca en la plenitud del mar sin desbordamientos ni a contracorriente. Ante las oraciones de su inicio uno se sorprende porque reflejan un aire de familia con el cuento más recordado de Tito Monterroso. Si el minicuento nos invita a imaginar aquello no escrito que precede a su estrecho desenlace, García Ponce, en contraste, adelanta lo irreversible desde el principio. Ya se intuye, entonces, hacia dónde fluirá la corriente y el autor jugará a ganarle la partida a su adversario, esto es, a su lector. Gris y pequeño, “un gato niño todavía”, el animal se convertirá en el personaje central. Giran a su alrededor D y la amiga. Masc u l ino-femenino. Masculino matemático porque lo representa una letra a secas, la letra D e n estado de aislamiento, como aquellas con que se aprende el álgebra, y por ende, no existe la posibilidad de que el lector retorne a la sugerente intriga de la inicial de un nombre seguida por un punto, con la que, a manera de antifaz, se encubrían las relaciones galantes en la novelística del X V I I I. La amiga, en cambio, es sustantiva, tal es su nombre: “amiga” que, a lo sumo, se concentra en el pro-nombre ella, el-la: masculino-femenino igual a Damiga. Por ella, la soledad de D “no era completa: una amiga lo visitaba casi diariamente y se quedaba en el departamento todos los fines de semana”. En el orden de la narración, el contacto entre los tres seres se ha establecido gradualmente a través de la mirada, leit motiv concurrente en varias obras de García Ponce. El animal recibe la mirada de D y su deleite es ignorarlo, pero la fijación de D sobre el gato es tan potente que, a su vez, imagina el desplazamiento amarillo de la mirada felina sobre su espalda como si se tratara de un fenómeno de refracción. De intensidad similar le resulta a D la contemplación del cuerpo desnudo d e su amiga bañado por la luz suave de la mañana: el placer lo embarga. Cuando la contemplación es recreada durante el recuerdo, l a geometría viviente del cuerpo femenino está integrada al espacio de su departamento. La amiga, a su vez, responde a la mirada con un relajado orgasmo, en un juego activamente pasivo. García Ponce recurre a una representación binaria en su escritura. Una muestra de ello es la conjunción letra-espacio, que en el texto se realiza por la descripción arquitectónica que enmarca a los personajes. En ella el equilibrio es la condición de la belleza. Sin referencia explícita, la ciudad de México está sobriamente representada por un edificio, situado quizás en la Condesa. La desnudez de pasillos y escaleras se entibia con el paso cauteloso del animal, que igual puede restregar su cola serpeante en busca del rincón donde, noche a noche, expele sus humores. Dentro del pequeño departamento de D, su mirada se desahoga desde “casi todos los ángulos”. Espacio de apertura visual, erótica, orgásmica. Recinto de placer donde las ventanas, la luz, los árboles de ramas estáticas, contribuyen a exaltar la plasticidad mediante la cual el cuerpo femenino es representado. Con ello la conjunción se ha expandido a letra-espacio-dibujo. La escritura de García Ponce en “El gato” integra la belleza inmóvil de las artes plásticas con la móvil belleza del cuerpo humano, dotando a cada una de vida y sensualidad. Si desde el inicio del texto ya se encuentra en mente su desenlace, ¿qué es lo que nos conmina a sostener su lectura una y otra vez? La presencia del gato establece de inmediato el triángulo entre D y su amiga. Sólo que no se genera en la disputa entre dos por la posesión de un tercero. El gato se convierte en prolongación de D a través de la mirada, la voz-maullido y el tacto. En cierto modo, el animal sustituye a D durante su ausencia cuando él sale a comprar los periódicos. Para una mente integrada bajo la influencia de un siglo freudiano, sería su alter ego , pero si se apuesta por una mirada más remota, una mirada colindante con el romanticismo, el animal sería la evidencia de una dualidad interior en D en convivencia armónica. Y éste es un elemento de intensa nostalgia, porque pertenece al mundo de la lectura (o a la audición) temprana, cuando el niño se deleita con los viejos cuentos populares de personajes fantásticos, bien sean los de nahuales o los de hadas. Dualidad, pues, en llana extensión. L a presencia del gato, a la vez, afirmará entre D y su amiga la estricta relación erótica gestada entre ambos. Estricta en cuanto al rigor que el autor le concede a la plenitud del goce de los sentidos, a la plenitud del placer por la obediencia al cuerpo. LA GACETA XV Los placeres de la obediencia q Blanca Rodríguez En los términos de la tradición judeo-cristiana, lo que distingue al hombre del animal es su alma, por ello, la cultura resalta su prioridad sobre el cuerpo. En la educación del hombre se privilegia que sea su alma la que domine la pasión del cuerpo: contraeducación en realidad. Alma es vocablo popular y ánima, culto. Animal proviene, igual que alma y ánima, del latín a n i m a. De modo que a pesar del tiempo, dogmas y puritanismos que han intentado cancelar nuestra naturaleza primigenia, no se vuelve sino al punto de partida, que es la esencia del hombre: ser ánima-animal. Cuanto se recrea en “El gato” es la restauración de esta esencia primordial inherente al ser humano. Si en los espacios colectivos la totalidad del cuerpo es velado a la mirada ajena, en el espacio personal la desnudez es privilegio. En su departamento, las marcas sociales en D y su amiga están ausentes. Solamente la manifestación de su erotismo, que ahora abandona el claustro de sus cuerpos para animar-lo con el gato “niño todavía”. Animar su fetiche y animalizar-se: creación de ambos respecto de ese otro, que pierde su carácter ajeno. Metamorfosis de una perfección: el reflejo binario se transforma en un triángulo. “Y entonces era el gato, la presencia del gato, la que llenaba ese vacío que parecía abrirse inevitable entre los dos. De algún modo, él los unía definitivamente”. En las oraciones citadas, un lector receloso observaría la réplica de lo irreversible planteado desde el inicio del cuento y podría corroborar la intuición con respecto del final. Sin embargo, el autor distiende el ansia sembrada (porque la lectura puede resultar traicionada en cualquier momento), reintegrando el elemento plástico. En el dibujo del cuerpo de su amiga se muestra, cual nuevo trazo, un largo y rojizo rasguño en su espalda, que en la observación y el tacto despiertan sensaciones intensas entre los amantes. El gato se ha integrado a la binaridad original para transformarla en un triángulo, en el que lo más importante ya no son sus líneas de límite con el exterior, sino la afirmación, la voluntad, la conciencia que se juega en el interior de ellas. La presencia del gato se ha intensificado. No es sólo su mirada, sus maullidos o su juguetona suavidad, ante la cual D observó cómo el pezón de su amiga se erguía. Ahora es el gozo de la herida superficial y el dolor leve lo que provoca en su cuerpo una tensa apertura. En cierta manera, es su esencia animal lo que anima a la mujer, cual gata que brama en l a noche por el singular rasguño de su especie, cuando el diminuto y sonrosado miembro del gato la penetre y se expanda radialmente en su interior, como un paraguas abierto, rasgando en forma múltiple y dolorosa sus m e m b r a n a s . A diferencia de la revelación de Dios, que minimiza al hombre porque no puede adquirir el conocimiento por sí mismo, la revelación con la cual Juan García Ponce nos ha convertido en sus cómplices, es la del cuerpo y sus placeres, esto es, la revelación erótica, que en otras obras del autor aparece bajo la óptica de la perversión y la pornografía. En “El gato” el erotismo encuentra su cauce primordial y original. D y su amiga son Adán y Eva creados por mano y pluma humanas, situados en el edén de su departamento, bajo la sombra de los árboles e integrados por el gato a su también naturaleza animal. “Y estaban ambos desnudos, Adán y su mujer, y no se avergonzaban”, transmite el Génesis antes de la caída. En ausencia del bien y el mal, D y su amiga viven en la ausencia de calificativos: carecen de moral y de inmoralidad. Sólo guardan obediencia al sentido de sus cuerpos. q LA GACETA XVI E l 9 de noviembre de 1 9 8 9 situó a Berlín de un solo golpe en el foco de la atención mundial: imágenes de gente jubilosa, llorando de alegría, dieron la vuelta al globo y transmitieron una visión simpática de una Alemania en la que acababa de consumarse una revolución pacífica, antitotalitaria. La fecha marca una incisión profunda en la historia, que con la consecuencia de su progresión sorprendió a todos los contemporáneos. Significó el fin de las constelaciones de la guerra fría, cuyas huellas en ninguna parte se apreciaban de manera más palpable que en Berlín. Fue el fin de la ciudad dividida, de un estado de excepción que había perdurado más de 28 años y al que posteriormente —como se vería adelante— más de uno habría de añorar: del lado oriental, la “capital de la R D A”, el centro de poder de un régimen socialista anquilosado, que se resistió hasta el final a la Perestroika y sufrió por ello el castigo de la historia (la sentencia de Gorbachov “la vida castiga a quien llega tarde” se convirtió en proverbial); una gran urbe con una subcultura y todas las contradicciones de una metrópoli socialista. Del lado occidental, una ciudad-Estado amurallada, una estructura marcada en igual medida por la mentalidad pequeño burguesa como por una vanguardia alternativa; económicamente débil, pero aun así, gracias al generoso apoyo financiero de la República Federal, un lugar donde se vivía bastante bien. Como “ciudad siamesa” describió Peter Schneider al Berlín del Muro, y también aludió con ello, en realidad, a un país siamés cuyas mitades gemelas llevaban cada una su vida propia y, aun así, eran inconcebibles la una sin la otra. Como era natural, el paroxismo de la alegría no persistió por mucho tiempo después del 9 de noviembre. Entre el colapso de la RDA, la caída del Muro, las primeras elecciones libres, el establecimiento de la unión monetaria y la reunificación estatal el 3 de octubre de 1 9 9 0, transcurrieron tan sólo algunos meses. Durante ese presente vertiginoso, todo un país fue trastrocado, modos de vida se convirtieron en objeto de museo y se escribieron las biografías de ganadores y perdedores. ¡Cuánto material para la literatura! E n realidad no fue sino congruente que la crítica literaria, no bien hubo caído el Muro, reclamara la gran “novela del cambio” y lamentara su no aparición con creciente sinsabor. Desde luego, la pretensión de que la literatura tratara de inmediato y en forma concluyente los grandes acontecimientos históricos del momento era demasiado osada. En lugar de ello, había llegado el momento de los grandes ajustes de cuentas, y precisamente a nivel del debate político los escritores no tardaron en convertirse en personajes simbólicos de las disputas que se fueron suscitando en torno de la superación del pasado. Ya en otoño de 1 9 9 0, Christa Wolf, quien había gozado de gran prestigio tanto en Occidente como en el ámbito internacional, se convirtió en blanco de una campaña que reinterpretaba la quiebra del sistema de la R D A como la bancarrota moral de algunos escritores que, como la misma Christa Wolf o Volker Braun, habían tenido una conducta solidaria frente al régimen y seguían acariciando la idea de una alternativa socialista. A Wolf se le acusó de haber hecho, en última instancia, causa común con el Estado en el que vivía. Y de pronto se descubrieron en sus libros rasgos de mendacidad y una actitud de “intimidad al abrigo del poder”. Escritores como Günter Grass y Walter Jens salieron en defensa de la autora, pero la polarización del debate se habría de agudizar aún más en los tiempos subsecuentes. El año de 1 9 9 1 marca el inicio del así llamado “debate de la Stasi”. Una vez abiertos los archivos del servicio secreto de la R D A, algunos escritores germano orientales fueron desenmascarados como espías de dicha organización. Las sospechas expresadas con prontitud por un lado, y las estrategias de minimización de muchos autores, por el otro, envenenaron el ambiente durante muchos años y constituyeron un replanteamiento de las preguntas de fondo acerca de la culpa y el castigo y, en consecuencia, por la relación entre estética y moral: ¿debía considerarse que autores moralmente corruptos también quedaban artísticamente desacreditados? El año1989 implicó el final de la literatura de la RDA, pero el cambio también marcó una cesura para la literatura de la República Federal de Alemania. Seguramente no es erróneo hablar del fin de la literatura de postguerra, que había estado dominada por autores prominentes como Heinrich Böll, Uwe Johnson y Günter Grass. Su literatura lleva la impronta de la experiencia bélica, de la superación del régimen nazi y de un impulso moral en la escritura. Es cierto que para esta generación ya había pasado el cenit de su importancia antes de comenzar la década de los años noventa, salvo si tomamos en cuenta la tardía celebridad del Premio Nobel 1 9 9 9: Günter Grass. En aquellos momentos el panorama l iterario estaba más bien determinado por fig u r a s solitarias como el autor teatral y novelista Botho Strauss o los austriacos Peter Handke, Elfriede Jelinek y Christoph Ransmayr. Ellos tuvieron éxito pero, en LA GACETA 17 Observaciones sobre la literatura en el nuevo Berlín q Jürgen Jakob Becker sentido estricto, nunca fueron populares o representativos, y se mostraban reacios a ser acaparados por algún público político, cualquiera que fuese su signo. En la discusión literaria de aquel entonces prevalecía la opinión de que la literatura alemana estaba pasando por un periodo difícil. También en los años setenta y ochenta se escribía buena literatura en Alemania, pero lo que predominaba era un sentimiento decrisis. Muchos de los autores de la generación joven se ejercitaban en estilos experimentales, rapsódicos —las “simulaciones de la realidad” eran un recurso socorrido, de preferencia con triple fractura, y desembocaban en el callejón sin salida de la abstracción. El gusto por el juego postmoderno se agotaba con excesiva frecuencia en un mero virtuosismo exento de contenido, el que acabó por no interesar a nadie, y menos que nadie al público lector. La recepción en el extranjero fue decreciendo: en retrospectiva, los editores alemanes hablan de una “experiencia humillante” al recordar sus intentos de ofrecer sus libros a colegas de otros países. La literatura alemana tenía la mala fama de ser demasiado académica, seria e indigesta. Fue un puñado de obras en prosa, preponderantemente de autores y autoras jóvenes, el que a mediados de los años noventa dio la señal de retorno a lo épico: Helden wie wir (Héroes como nosotros) de Thomas Brussig (1965), 33 Augenblicke des Glücks(33 instantes de dicha) y Simple S t o r y s de Ingo Schulze (1962), Sommerhaus später (Casa de verano, más t a r de) de Judith Hermann (1970) y T e r r o r d r o m de Tim Staffel (1965), son algunas de ellas. Los autores mencionados (y a la lista podrían agregarse escritores como Thomas Lehr, Ulrich Peltzer, Helmut Krausser, David Wagner, Karen Duve, Georg Klein, Felicitas Hoppe y Julia Franck) son representantes de un cambio de mentalidad en la nueva literatura alemana. Éste se caracteriza por una nueva confianza en las posibilidades de asumir el presente a través de la narrativa, ya sea en historias de amor, descripciones de determinados ambientes, t h r i l l e r s o —y ésta es una tendencia que llama particularmente la atención entre los autores más jóvenes— mediante la recuperación de experiencias infantiles. Estos escritores son cosmopolitas, exitosos y profesionales en su trato con el “negocio literario” y con un sector de los medios que ha descubierto para sí mismo las caras de autores que prometen ventas. Si bien las causas que originaron esta nueva tendencia no radican en el Berlín reunificado ni en un nuevo florecimiento de la novela urbana, es precisamente en la vida literaria de la nueva capital donde encuentra su materialización más cabal. Todo aquel que se interese p o r literatura y visite la ciudad en la actualidad, acabará sorprendido por la vitalidad de la vida literaria, que se manifiesta en un sinnúmero de lecturas, discusiones, p e r f o r m a n c e s y eventos de poesía oral (s p o k e n p o e t r y). En ninguna otra ciudad alemana hay tantos foros para la literatura como en Berlín: instituciones como el Literarisches Colloquium Ber - l i n (www.lcb.de) y la L i t e r a t u r w e r k s t a t t ( w w w . l i t e r a t u r w e r k s t a t t . o r g ) promueven tanto a escritores como al intercambio literario internacional y constituyen un foro para el análisis del fenómeno que representa la literatura contemporánea. Actos con Judith Hermann o con estrellas internacionales como Michel Houellebecq y Viktor P e l e w i n llenan las salas. En cafés y clubes del centro de la ciudad, en los “escenarios de lectura” de las zonas de Prenzlauer Berg y Friedrichshain (www.russendisko.de, www.enthusiasten.de) se arremolina un ambiente literario vivaz que sigue las pautas de la cultura pop. La escena se caracteriza por una actitud de apertura, de ausencia de rigidez; en las fiestas que organizan editoriales, agentes y periódicos, se puede observar a periodistas, políticos y literatos en continuo diálogo. En principio, Berlín no es una ciudad de “auge editorial”. Las grandes editoriales literarias siguen residiendo en Munich, Francf u r t y Hamburgo, aunque en algunos casos se dan el lujo de establecer u n a pequeña subsidiaria en Berlín (como Rowohlt Berlin y Eichborn Berlin). Nuevas fundaciones exitosas como la editorial Christoph Links o la Berlin Verlag siguen siendo excepciones. La ciudad, sin embargo, ejerce una gran atracción sobre los ambientes intelectuales y creativos que, trae a la memoria los famosos años veinte, de grato recuerdo siempre. En la ciudad, a orillas del Spree, se han establecido también escritores procedentes de los Estados Unidos y de Europa central y oriental (hay, por ejemplo, un considerable grupo de literatos rusos), y el ánimo de auge ha trascendido hasta el extranjero: la prensa francesa celebró “le printemps des jeunes ècrivains” (la primavera de los jóvenes escritores), cuando en marzo de 2 0 0 1 Alemania hizo su presentación como anfitrión en el parisino Salon du livre —haciendo énfasis en Berlín: “Berlin s’écrit en capitale” (Berlín se escribe con mayúsculas). ¿Y la novela del cambio? A doce años de la caída del Muro, ya no se escucha el reclamo de l a novela del cambio. Visto desde la perspectiva del futuro, podría ser tema de discusión saber si la crítica alemana tuvo razón en su postura —preponderantemente negativa— frente a la novela de Günter Grass Ein weites Feld (Es cuento largo), publicada en 1 9 9 5 y que constituye, probablemente, el intento más ambicioso d e s t inado a interpretar la historia alemana contemporánea. A lo largo de l o s últimos años, la literatura alemana ha generado un gran número de obras que reflejan la historia a través de vidas individuales, llevando a cabo, de este modo, una historiografía con los recursos de la literatura. Traducción de Edda W. Webels LA GACETA 18 LA CRUZ DE HIERRO E n abril de 1 9 4 5 en Stargard, Mecklenburgo, un papelero se decidió a pegar un tiro a su mujer, a su hija de catorce años y a sí mismo. A través de unos clientes, se había enterado de las nupcias y el suicidio de Hitler. Como oficial de reserva de la primera Guerra Mundial, aún conservaba un revólver, así como una carga de diez municiones. Cuando su esposa salió de la cocina con la cena él se encontraba de pie, junto a la mesa, limpiando su arma. En la solapa llevaba prendida la Cruz de Hierro, como solía hacerlo sólo en días festivos. El Führer elegió la muerte voluntaria, contestó a la pregunta de su mujer. Él le sería fiel e inquirió si ella estaría dispuesta también a seguirlo. En cuanto a su hija, no tenía la menor duda de que preferiría una muerte honrosa a manos de su padre que una vida sin honor. La llamó. Y ella no lo decepcionó. Sin esperar la respuesta de su esposa, las exhortó a ponerse sus abrigos dado que, para no causar ningún escándalo, las llevaría a un sitio apropiado, fuera de la ciudad. Ellas obedecieron. Él cargó el revolver y dejó que su hija le ayudara a ponerse el abrigo, corrió el cerrojo de la casa y echó la llave por la rendija del buzón. Estaba lloviendo cuando caminaban por las carreteras apagadas, ya fuera de la ciudad; el hombre iba adelante, sin volverse a mirar a las mujeres que le seguían a distancia. Percibía sus pasos sobre el asfalto. Tras haber dejado la carretera y tomar el sendero del bosque de hayas, se volteó a mirarlas por encima del hombro y las conminó a apresurarse. Con el viento nocturno, que empezaba a soplar más fuerte sobre el llano desarbolado, sus pasos no hacían ningún ruido sobre el suelo mojado por la lluvia. Les gritó que se adelantaran. Al seguirlas, no sabía si tenía temor de que ellas huyeran o si él mismo deseaba huir. No tardó muc h o para que ellas le sacaran ventaja. Cuando ya no pudo verlas, supo que tenía demasiado miedo como para huir, simplemente; y cuánto deseaba que ellas lo hicieran. Se detuvo a orinar. Traía el revólver en el bolsillo del pantalón y lo sentía frío a través de la delgada tela. Cuando empezó a andar más aprisa para alcanzarlas, el arma le golpeaba en la pierna a cada paso. Avanzó despacio. Pero al llevarse la mano al bolsillo para deshacerse del revólver, vio a su esposa y a su hija: estaban paradas en medio del camino, esperándolo. Habría querido hacerlo en el bosque pero el peligro de que se oyeran los tiros era menor aquí. Al coger el revólver para retirar el seguro, su mujer se le echó al cuello en medio de sollozos. Pesaba mucho y, no sin esfuerzos, pudo quitársela de encima. Se acercó a su hija que lo miraba fijamente; le puso la pistola en la sien y, con los ojos cerrados, jaló el gatillo. Tuvo la esperanza de que la bala no saliera, pero la oyó y vio cómo la muchacha se tambaleaba y se desplomaba. La mujer temblaba y pegaba de gritos. Tuvo que sujetarla. Sólo después del tercer tiro se quedó quieta. Estaba solo. No había nadie que le ordenara llevarse la boquilla del revólver a su propia sien. Las muertas no lo veían, nadie lo veía. Guardó el arma y se inclinó sobre su hija. Luego echó a correr. Corrió de vuelta por el camino hasta la carretera, y avanzó un tramo sin dirigirse a la ciudad, sino al oeste. Luego, se sentó a la orilla del camino, apoyando la espalda en un árbol; recapacitó sobre su situación, respirando con dificultad. Encontró que aún había algo de esperanza. Tenía que continuar hacia el oeste evadie ndo los pueblos próximos. En alguna parte podría esconderse; lo mejor sería una ciudad más grande, con un nombre extranjero, y ser un refugiado desconocido, común y corriente, sin empleo. Echó el revólver a un hoyo de la carrera y se puso de pie. Mientras caminaba le vinó a la mente que se había olvidado de tirar la Cruz de Hierro. Lo hizo. OBRA NOCTURNA En el escenario hay un hombre de pie. Es de un tamaño más que natural, quizás un maniquí. Está vestido con carteles. Su rostro no tiene boca. Se contempla las manos, mueve los brazos, prueba sus piernas. Una bicicleta, a la cual le quitaron el manubrio o los pedales, o ambos; o manubrio, pedales y asiento, avanza veloz por el escenario, de derecha a izquierda. El hombre, que tal vez es un maniquí, echa a correr tras ella. Un umbral surge del suelo. El hombre tropieza con él y cae. Tendido boca abajo ve desaparecer la bicicleta. El umbral desaparece sin que él lo note. Cuando se levanta y se pone a buscar la causa de su caída, el suelo se encuentra de nuevo plano. Sus sospechas se fundan en sus piernas. Intenta arrancárselas sentado, de espaldas, de pie. Con los talones pegados al trasero, agarra un pie con ambas manos y se arranca la pierna izquierda, cayendo de bruces; ya en esa posición, se arranca también la pierna derecha. Está boca abajo cuando la bicicleta cruza lentamente el escenario, de izquierda a derecha, y pasa delante de él. Demasiado tarde se percata de ello y no puede alcanzarla a rastras. Incorporado, sosteniendo su tronco oscilante con ambas manos, descubre que puede usar sus brazos para avanzar si balancea el tronco; impulsa éste hacia delante, estira las manos, etc. Lleva a la práctica su nueva forma de andar. Espera la bicicleta, primero en el portal derecho, después en el izquierdo. La bicicleta no sale. El hombre, que quizá es un maniquí, se arranca a un tiempo ambos brazos: el derecho con el izquierdo y el izquierdo con el derecho. A sus espaldas y en el escenario, emerge del suelo el umbral, que llega a la altura de su cabeza, esta vez para sostenerlo. Pendiendo del plaflón, la bicicleta desciende y se detiene frente a él. Recargado en el umbral al nivel de su cabeza, el hombre —que quizá es un maniquí— contempla sus piernas y brazos (que yacen dispersos por todo el escenario) y la bicicleta que ya no puede usar más. Cada ojo llora una lágrima. Al nivel de sus ojos salen, del lado izquierdo y el lado derecho, un par de aguijones. Se quedan inmóviles ante el rostro del hombre, que quizá es un maniquí; él sólo necesita girar la cabeza a la derecha y a la izquierda, de lo demás se encargan los aguijones. Los aguijones son extraídos y cada uno lleva en la punta un ojo. De las cuencas vacías del hombre, que quizá es un maniquí, surgen pulgas que se esparcen negras por toda su cara. Él grita. Y su boca nace con ese grito. Traducción de Ricardo Corchado Fabila LA GACETA 19 Dos narraciones q Heiner Müller S tein encontró la casa en invierno. Me llamó un día de comienzos de diciembre y dijo: —Hola —y se quedó callado. Yo también me quedé callada. Dijo: —Soy Stein —dije: —Ya lo sé —dijo: —¿Qué tal? —dije: —¿Por qué llamas? —y él dijo: —La encontré —y yo, sin entenderlo, pregunté: —¿Qué es lo que encontraste? —a lo que contestó irritado: —¡La casa! He encontrado la casa. La casa. Ya recordaba. Stein y su cantinela de la casa, salir de Berlín, una casa de campo, una casa solariega, un caserío, con tilos delante, castaños detrás, el cielo encima, un lago de la Marca, tres fanegas de tierra como mínimo; desplegar mapas, marcarlos, recorrer la región durante semanas, buscar. Luego, cuando regresaba, tenía un aspecto raro, y los otros decían: “Pero qué dice éste. Nunca lo conseguirá”. Me olvidaba de todo esto cuando no veía a Stein. Como también me olvidaba de él. Encendí mecánicamente un pitillo, como siempre que Stein hacía una de sus apariciones, y a mí no se me ocurría nada. Dije vacilante: —¿Stein? ¿La compraste? —y él gritó: —¡Sí! —y el auricular se le cayó de la mano. Nunca lo había oído gritar. Luego se puso otra vez al teléfono y siguió gritando. Gritaba: —¡T i e n e s que verla, es increíble, es maravillosa, es fenomenal! —no pregunté por qué tenía que ser precisamente yo quien la viera. Me quedé escuchando, aunque no dijo nada durante largo rato. —¿Qué estás haciendo? —preguntó por fin. Sonaba casi obsceno y le temblaba levemente la voz. —Nada —dije—. Tocarme las narices y leer el periódico. —Te recojo. Dentro de diez minutos estoy allí —dijo Stein y colgó. Llegó a los cinco minutos y no retiró el pulgar del timbre a pesar de que ya hacía rato que le había abierto. Dije: —Stein, estás molestando. Deja de tocar el timbre —cuando lo que quería decir era: “Stein, afuera hace un frío que pela, no tengo ganas de salir contigo, lárgate”. Stein dejó de tocar el timbre, ladeó la cabeza, quiso decir algo, no dijo nada. Me vestí y salimos. Su taxi olía a tabaco; bajé la ventanilla dándole a la manivela y asomé la cara al aire frío. Entonces ya habían pasado dos años desde la relación con Stein, como la llamaban los otros. No había durado mucho y había consistido, sobre todo, en recorridos que hacíamos juntos en su taxi. Fue precisamente en su taxi donde lo conocí. Me llevaba a una fiesta y mientras íbamos por la autopista puso una cinta de Trans-A M en el radiocasete; cuando llegamos dije que la fiesta era en otra parte, así que seguimos y en algún momento a p a g ó el taxímetro. Se vino conmigo a mi casa. Depositó sus bolsas de plástico en el vestíbulo y se quedó tres semanas. Stein nunca había tenido piso propio, andaba con sus bolsas de un lado a otro de la ciudad y dormía unas veces aquí, otras allá, y cuando no encontraba nada dormía en su taxi. No era como uno se imagina a un sin techo. Era limpio, vestía bien, nunca parecía descuidado, tenía dinero porque trabajaba, sólo que no tenía piso propio, quizás porque no quería. Durante las tres semanas que Stein vivió en mi casa nos dedicamos a recorrer la ciudad en su taxi. La primera vez por la Avenida de Francfurt, subimos hasta el final y dimos media vuelta, escuchábamos a Massive Attack y fumábamos, y debimos estar una hora subiendo y bajando por la Avenida de Francfurt hasta que Stein dijo: —¿Tú lo entiendes? Tenía la cabeza absolutamente vacía, me sentía hueca y como en un estado extraño de suspensión; la calle frente a nosotros era ancha y estaba mojada por la lluvia, los limpiaparabrisas se deslizaban en el cristal, hacia delante y hacia atrás. La arquitectura estaliniana de ambos lados de la calle era gigantesca y ajena y bella. La ciudad ya no era la ciudad que yo conocía, era autárquica y desierta; Stein dijo: —Como un mastodonte extinto —y yo dije que lo entendía; había dejado de pensar. Después, casi siempre dábamos vueltas en el taxi. Stein tenía una música distinta para cada ruta, Ween para las carreteras, David Bowie para el centro urbano, Bach para las avenidas, Trans-A M sólo para la autopista. Íbamos casi siempre por autopistas. Cuando cayó la primera nieve, Stein se bajaba del coche en cada área de reposo, salía corriendo hasta el campo nevado y efectuaba lentos y conc e ntrados movimientos de t a e - k w o n - d o h a s t a q u e yo, entre la risa y la rabia, gritaba que volviera porque quería continuar el viaje, tenía frío. En algún momento me harté. Cogí sus tres bolsas de plástico y dije que ya era hora de que se buscara otro lugar donde quedarse. Dio las gracias y se fue. Se pasó al piso de Christiane, que vivía una planta más abajo, luego al de Anna, al de Henriette y al de F a l k , después al de los otros. Se los folló a todos, qué remedio, era bastante guapo, a Fassbinder le hubiera encantado. Participaba y no participaba. No pertenecía al grupo pero p o r alguna razón se quedaba. Posaba en el estudio de Falk, ponía los cables en los conciertos de Anna, escuchaba las lecturas de Heinz en el Salón Rojo. Aplaudía en el teatro cuando nosotros aplaudíamos, bebía cuando nosotros bebíamos, tomaba drogas si nosotros las tomábamos. Participaba en las fiestas y venía LA GACETA 20 Casa de verano, más tarde q Judith Hermann con nosotros cuando en verano salíamos de la ciudad, a las sórdidas y destartaladas casitas de campo que muy pronto todos tuvieron y en cuyas verjas podridas había pintas de “¡Berlineses fuera!” Y de vez en cuando uno de nosotros se lo llevaba a la cama, y otro se quedaba a dos velas. Yo no. Yo no repetí. Puedo decir que repetir no era mi estilo. Tampoco me acordaba de cómo había sido eso, eso del sexo con Stein. Pasábamos las horas con él, ociosos, sentados en jardines y casas de personas con las que no teníamos nada que ver. Allí habían vivido obreros, campesinos, aficionados a la jardinería que nos odiaban y a los que nosotros odiábamos. A los lugareños los evitáb a m o s , el mero hecho de pensar en ellos lo estropeaba todo; no encajaba. Les robábamos el “estar-entre-nosotros”, desfigurábamos los pueblos, los campos e incluso el cielo, y se daban cuenta por la manera que teníamos de movernos a lo Easy Rider, de empujarnos en plan chulo y tirar las colillas de porros a los parterres de flores de sus jardines. Pero a pesar de todo, queríamos estar allí. Arrancábamos el papel pintado de las casas, quitábamos polivinilos y polietilenos, y era Stein el que lo hacía; nos sentábamos en el jardín, bebíamos vino, mirábamos embobados hacia la arboleda con su enjambre de mosquitos, hablábamos sobre Castorf y Heiner Müller y el último fiasco de Wawerzinek en el Teatro Popular. Cuando Stein se hartaba de trabajar, se sentaba con nosotros. No tenía nada que decir. Tomábamos L S D; Stein también lo tomaba. Toddi andaba tambaleante a la luz del atardecer, y farfullaba “azul” cada vez que tocaba a alguien; Stein sonreía exageradamente alegre y callaba. No le salía, por mucho que se esforzara, esa mirada nuestra, tan sutil, tan neurasténica, tan retorcida; por lo general nos observaba como si actuáramos en un escenario. En una ocasión me quedé sola con él, creo que fue en el jardín de la casa de Heinz en Lunow, cuando los otros se habían ido a ver la puesta del sol. Stein recogía vasos, ceniceros, botellas y sillas.Lo consiguió. Al poco rato ya nada recordaba a los otros. —¿Quieres vino? —preguntó; yo dije: —Sí —bebimos y fumamos en silencio, él sonreía cada vez que nos mirábamos. Y eso fue todo. “Y eso fue todo”, pensé yendo ahora en el taxi junto a Stein, por la Avenida de Francfurt en dirección a Prenzlau, en medio del tráfico de la tarde. El día era neblinoso y frío, había polvo en el aire y, a nuestro lado, conductores fatigados que miraban con cara de idiota y hacían cortes de manga. Fumaba un pitillo y me preguntaba por qué tenía que ser justo yo la que se encontrara ahora sentada junto a Stein, por qué me había llamado a mí precisamente... ¿por qué yo había sido un comienzo para él? ¿Por qué no había localizado a Anna, ni a Christiane, ni a Toddi? ¿Por qué ninguno de ellos hubiera salido de la ciudad con él? Y ¿por qué salía yo con él? No llegaba a ninguna conclusión. Tiré la colilla por la ventana y no hice caso de lo que me dijo el conductor de al lado; en el taxi hacíaun frío horrible. —¿Pasa algo con la calefacción Stein? — Stein no contestó. Era la primera vez que volvíamos a estar juntos en su cochedesde entonces; pregunté con prudencia: — S t e i n , qué tipo de casa es. Cuánto has pagado por ella —Stein miraba distraído al retrovisor, se saltaba los semáforos en rojo, cambiaba de carril continuamente, daba caladas hasta que el ascua de su cigarrillo le tocaba los labios. —80 000 —dijo—. Pagué 80 000 marcos. Es preciosa. Fue verla y saber que era l a casa —tenía manchas rojas en la cara y aporreaba el claxon con la palma de la mano mientras le quitaba la prioridad a un autobús. Dije: —¿Y de dónde has sacado tú 80 000 marcos? —me echó una breve mirada y contestó: —Haces preguntas que no vienen al caso —resolví no decir nada más. Abandonamos Berlín; Stein salió de la autopista a una carretera, comenzaba a nevar. Me amodorraba como siempre que iba en coche. Miraba fijamente los limpiaparab r i s a s , los remolinos de nieve que nos llegaban d e frente en círculos concéntricos, pensaba en los recorridos en coche con Stein dos años atrás, en esa rara euforia, en la indiferencia, en la extrañeza. Stein conducía con más calma y de vez en cuando me echaba una mirada fugaz. Pregunté: —¿Ya no funciona el radiocasete? —sonrió y dijo: —Sí que funciona. No sabía... pero si te sigue gustando —torcí l o s ojos. —¡Claro que me sigue gustando! —introduje en el radiocasete la cinta de la C a l l a s en la que Stein había grabado un aria d e Donizetti veinte veces seguidas. Rió. —Todavía te acuerdas —la Callas cantaba, subía y bajaba de tono; Stein aceleraba y ralentizaba, yo también me reí y le toqué por un instante la mejilla con la mano. Su piel era de una aspereza poco habitual. Pensé: —Qué es lo habitual —Stein dijo: Ves —y comprendí que se había arrepentido. Pasado Angermünde salió de la carretera y, ante la entrada de vehículos de una casa de techo plano de los años sesenta, frenó con tal brusquedad que me fui de bruces contra el parabrisas. Decepcionada e inquieta pregunté: —¿Es ésta? —a Stein le hizo gracia y, con muchos aspavientos y patinando sobre el asfalto helado, se acercó a la mujer con delantal de cocina que acababa de asomar por la puerta. Un niño pálido, esmirriado, se aferraba a su delantal. Bajé la ventanilla, oí c ó m o Stein exclamaba con jovial cordialidad: —¡Señora Andersson! —siempre odié su manera de tratar a gente de esta laya—, vi cómo le tendía la mano, pero la mujer en lugar de estrechársela, dejó caer en ella un enorme manojo de llaves. —Cuando hiela no hay agua —dijo—. La toma está estropeá. Pero la corriente la van a poné la otra semana —el niño prendido del delantal empezó a chillar. —No importa —dijo Stein; volvió patinando hasta el coche, se paró frente a mi ventanilla abierta y comenzó a efectuar con la pelvis movimientos giratorios elegantes y obscenos a la vez. Come on baby, let the good times roll —dijo. —Stein, para ya —dije, y sentí cómo me ponía colorada; el niño soltó el delantal de la mujer y, asombrado, dio un paso hacia n o s o t r o s . —Éstos vivían en la casa —dijo Stein al encender de nuevo el motor, y reculó hasta la carretera; la nevada caía ahora más fuerte, me volví y vi a la mujer y al niño en el rectángulo iluminado de la puerta hasta que la casa desapareció tras una curva—. Están cabreados porque tuvieron que marcharse hace un año. Pero no fui yo el que los echó sino el propietario de Dortmund. Yo sólo la compré. Por mí hubieran podido quedarse. —Dije t a j a n t e : —Qué asquerosos son —y Stein dijo: —Qué LA GACETA 21 es asqueroso —y me tiró el manojo de llaves en el regazo. Conté las llaves: eran veintitrés, las había muy pequeñas y muy grandes, todas eran viejas y bellamente torneadas, y yo cantaba para mí a media voz: —La llave para el establo, la llave para la buhardilla, la del portón, la del granero, la del salón, la del cuarto de los enseres de ordeñar, la del buzón, la del sótano y la de la cancela —y de pronto, sin querer, entendí a Stein, su entusiasmo, su ilusión, su ansia febril. Dije: — Q u é bien que vayamos a verla juntos, Stein —y él, sin querer mirarme, dijo: —La cuestión es que desde el porche se ve ponerse el sol por detrás de la torre de la iglesia. Y ya vamos a llegar. Después de Angermünde viene Canitz, y en Canitz está la casa. Canitz era peor que Lunow, peor que Templin, peor que Schönwalde. Casas grises, agazapadas a ambos lados de la sinuosa carretera, con muchas ventanas cegadas con tablas y ni una tienda, ni una panadería, ni una taberna. La ventisca arreciaba. —Mucha nieve la que hay por aquí, Stein —dije yo, y él dijo: —Claro —como si hubiera comprado la nieve junto con la casa. Cuando a la izquierda de la carretera apareció la iglesia del pueblo, que sí era bella y roja, con un campanario redondo, Stein empezó a hacer un ruido raro, un zumbido propio de una mosca que en verano rebota contra las ventanas cerradas. Dirigió el coche a un pequeño camino transversal, frenó hasta parar el vehículo, soltó en ese mismo momento el volante con un gesto enfático y dijo: —Ésta es. Miré por la ventanilla del coche y pensé: —Seguirá siéndolo durante cinco minutos más —parecía como si la casa fuera a desplomarse en cualquier momento, sin ruido y sin previo aviso. Bajé del vehículo y cerré la puerta con tanto cuidado como si cualquier sacudida pudiera ser excesiva, y hasta el mismo Stein caminaba de puntillas hacia la casa. La casa era un barco. Estaba a la vera de aquella calle del pueblo de Canitz y se asemejaba a un soberbio barco encallado desde tiempos remotos. Era un gran caserío de ladrillo rojo y dos plantas, tenía un tejado a dos vertientes, con correas a la vista y dos cabezas de caballo talladas en madera a ambos lados; la mayoría de las ventanas carecía de cristales. El porche alabeado sólo se sostenía gracias a la tupida hiedra, y en las paredes se abrían grietas tan anchas como un pulgar. La casa era hermosa. Era l a casa. Y estaba en r u i n a s . La cancela, de la que Stein intentó quitar el cartel que ponía “En venta”, se derrumbó con un quejido. Pasamos por encima, luego me detuve, asustada por la expresión que asomaba a la cara de Stein, y vi cómo él desaparecía tras la hiedra del porche. Al poco rato, un marco de ventana se desprendió de la casa cayendo fuera, el rostro febril de Stein apareció entre las puntas de un cristal iluminado por el resplandor de una lámpara de p e t r ó l e o . —¡Stein! —exclamé—. ¡Sal de ahí! ¡Que se viene abajo! —¡Ven! ¡Entra! —contestó él—. ¡Si es mi casa! Me pregunté por un momento por qué habría de ser tranquilizadora esa circunstancia, luego me dirigí al porche tropezando con bolsas de basura y chatarra. Las tablas del porche chirriaban, la enredadera engullía al instante todo atisbo de luz; aparté asqueada los zarcillos y luego la gélida mano de Stein me atrajo al interior del vestíbulo. Yo la cogí, cogí esa mano porque de repente no quería volver a perder el contacto con él, y menos aún el resplandor de la pequeña mecha de su lámpara; Stein tarareaba, y yo lo seguía. Empujó los batientes de todas las ventanas hacia fuera, hacia el jardín y, a través de los cristales rotos y rojos de las puertas, vimos las últimas luces del día. Sentí el peso del manojo de llaves en el bolsillo de mi chaqueta, llaves que no eran en absoluto necesarias pues todas las puertas estaban abiertas o ya no existían. Stein iluminaba, indicaba, describía, se ponía frente a mí sin aliento, quería decir algo y no decía nada, seguía arrastrándome. Acariciaba barandillas de escaleras y picaportes, daba golpecitos en las paredes, arrancaba trocitos de papel pintado y se asombraba ante el revoque polvoriento que afloraba por debajo. Decía: —¿Ves? —y: — ¡Toca ahí! —y: —¿Qué te parece? —no necesitaba contestarle, hablaba consigo mismo. Se arrodilló en la cocina y quitó con las manos la suciedad de las baldosas hablando para sí; yo me aferraba a él durante todo ese tiempo y, no obstante, ya no estaba presente. En las paredes unos jóvenes habían dejado sus marcas... Ve donde está ella y deja volar tu cometa. He estado aquí. Mattis. No risk, no fun... Dije: — Ve donde está ella y deja volar tu cometa —y de repente Stein se volvió hacia mí como un demente y dijo: —¿Qué? —y yo dije: —Nada —me agarró del brazo y fue empujándome delante de sí, dio una patada a la puerta trasera de modo que se abriera hacia el jardín y me hizo bajar por una escalerilla. —Aquí. —Aquí ¿qué? —dije. —¡Pues todo! —dijo Stein; nunca le había visto un comportamiento tan insolente—. El lago, la Marca, los castaños en el patio, tres fanegas de tierra, podéis plantar vuestra m a ldita hierba y los hongos y el cáñamo y toda esa mierda. Hay sitio suficiente, ¿comprendes? ¡Hay sitio suficiente! Os haré un salón y u n a sala de billar y un fumadero, y a cada uno su habitación propia, y una mesa grande detrás de la casa para todas vuestras puñeteras comidas, y entonces te podrás levantar e ir al Oder y darle a la coca hasta que te revienten los sesos —y me giró bruscamente la cabeza hacia el campo, tan oscuro que apenas podía distinguir nada, y comencé a temblar. Dije: —Stein. Por favor. Para ya. Y paró. Se quedó callado; nos miramos, respirando agitadamente, casi al compás. Acercó despacio su mano a mi cara y yo di un respingo echándome para atrás; dijo: —Está b i e n . Está bien, está bien. O. K. No me movía. No entendía nada. Muy vagamente, sin embargo, comencé a entender algo, algo aún demasiado lejano. Desmadejada y agotada, pensé en los otros y sentí una rabia momentánea porque me hubieran dejado sola en este lugar, porque no e s t u v i era ninguno para protegerme de Stein, ni C hristiane, ni Anna, ni Heinz. Stein rascando el suelo con los pies, dijo: —Lo siento. Yo dije: —No importa. No pasa nada. Me cogió la mano con la suya, que ahora estaba caliente y blanda, y dijo: —Bueno, como te decía: el sol detrás de la torre de la i g l e s i a . . . Limpió la nieve de los peldaños del porche y dijo que me sentara. Así lo hice. Sentía LA GACETA 22 un frío increíble. Cogí el cigarrillo encendido que me alargó y fumé mirando la torre de la iglesia tras la cual ya se había puesto el sol. Tenía la sensación de estar obligada a decir algo con trascendencia para el futuro, algo optimista; sintiéndome confusa, dije: —Yo que tú quitaría la hiedra del porche, en verano. Si no, no veremos nada cuando queramos estar aquí y tomar vino. Stein dijo: —Lo haré. Estaba segura de que no me había escuchado en absoluto. Stein, sentado junto a mí, parecía cansado, miraba hacia la calle fría, desierta y blanca de nieve; me acordé del verano, de aquella hora en el jardín de Heinz en Lunow, deseé que Stein volviera a mirarme una vez más como me había mirado entonces, y me odié por ello. Dije: —Stein, ¿puedes decirme una cosa, por favor? ¿Podrías darme alguna explicación? Stein, con un giro brusco de la muñeca, tiró su cigarrillo a la nieve, me miró y dijo: —Qué quieres que te diga. Ésta es una posibilidad, una entre muchas. Puedes aprovecharla o desecharla. Yo puedo aprovecharla o cortar e irme a otra parte. Podemos aprovecharla juntos o hacer como si no nos hubiéramos conocido nunca. No tiene importancia. Sólo quería enseñártela, y nada más. Dije: —¿Has pagado 80 000 marcos para enseñarme una posibilidad, una entre muchas? ¿Lo he entendido bien? ¿Stein? ¿Qué significa eso? Stein no reaccionó. Se inclinó hacia delante y contempló la calle, esforzadamente; le seguí la mirada. La calle estaba sumida en el crepúsculo, la nieve reflejaba la última luz del día y me deslumbraba. Al otro lado de la calzada había alguien. Entorné los ojos y m e incorporé; aquella figura, situada quizá a unos cinco metros, se dio la vuelta y desap areció en la penumbra entre dos casas. Una cancela se cerró; yo estaba convencida de h a b e r identificado al niño de Angermünde, al niño pálido y tonto que se agarraba del delantal de aquella mujer. Stein se levantó y dijo: —Vámonos. Yo dije: —Stein... el niño. El de Angermünde. ¿Qué hace parado ahí en la calle observándonos? Sabía que no contestaría. Sujetó la puerta del automóvil para que entrara y yo me quedé parada frente a él, esperando algo, que me tocara, que tuviera algún gesto. Pensé: “Pero si eres tú el que siempre ha querido estar con nosotros”. Stein dijo fríamente: —Gracias por haber venido conmigo. Entonces subí al coche. Ya no recuerdo qué música escuchamos durante el viaje de vuelta. Durante las semanas siguientes no vi a Stein sino en contadas ocasiones. Los lagos se helaron, compramos patines y, por las noches, atravesábamos el bosque con antorchas y salíamos a patinar sobre hielo. Escuchábamos a Paolo Conte en el Ghettoblaster de Heinz, nos metíamos éxtasis y leíamos en voz alta los mejores pasajes de American Psycho de Brett Easton Ellis. Falk besaba a Anna, y Anna me besaba a mí, y yo besaba a Christiane. Stein a veces participaba. Besaba a Henriette, y cuando lo hacía yo miraba hacia otro lado. Nos esquivábamos. Él no había contado a nadie que por fin había comprado la casa ni que había ido a verla conmigo. Yo tampoco lo conté. No pensaba en la casa, pero, a veces, cuando volvíamos en su taxi a la ciudad y tirábamos nuestros patines y antorchas en el maletero, descubría allí pintura para paredes, tela asfáltica y papel pintado. En febrero Toddi se hundió en el hielo del lago de Griebnitz. Mientras patinaba a toda velocidad, Heinz levantó en alto su antorcha y exclamó: —¡Qué bien lo podemos pasar, qué requetebién, qué alucine! —estaba completamente borracho, y Toddi le seguía tambaleante, y nosotros gritábamos: —¡Di azul, Toddi! ¡Dilo! —y entonces se oyó un chasquido y Toddi desapareció. Nos quedamos quietos. Heinz dio una magnífica media vuelta con la boca abierta, el hielo vibraba, las gotas de cera caían siseantes de nuestras antorchas. Falk echó a correr con los patines puestos, dando traspiés, Anna se arrancó la bufanda, Christiane se puso las manos sobre la cara como una boba y chilló con voz tenue. Falk comenzó a reptar boca a bajo, y a Heinz ya no se le veía por ninguna parte. Falk llamó a Toddi a grito pelado, y Toddi le contestó también gritando. Anna tiró su bufanda, Henriette se aferró a los pies de Falk, yo me quedé parada. Stein también se quedó parado. Cogí el cigarrillo encendido que me tendía, él dijo: “azul”, y yo dije “ f r í o ”, y nos echamos a reír. Nos tronchábamos de risa, tumbados sobre el hielo y con las lágrimas rodándonos por las mejillas; no podíamos parar de reír ni siquiera cuando trajeron a Toddi, mojado y tiritando, y Henriette dijo: —¿Están pirados, o qué? En marzo Stein desapareció. No se presentó cuando Heinz cumplió los treinta, ni en el estreno de Christiane, ni en el concierto de Anna. Se había esfumado y cuando Henriette preguntaba discretamente dónde estaba, ellos se encogían de hombros. Yo no me encogía de hombros, pero me quedaba callada. Al cabo de una semana llegó la primera postal. Era una foto de la iglesia del pueblo de Canitz y en el dorso decía: He impermeabilizado el tejado. El niño está siempre ahí, sonándose los mocos, sin hablar. Siempre luce el sol, fumo cuando se pone; he plantado cosas que podrás comer. Cortaré la hiedra cuando vengas, sabes que aún tienes las llaves. Luego las postales empezaron a llegar periódicamente; yo las esperaba y me sentía decepcionada el día que no recibía ninguna. Siempre eran fotos de la iglesia y siempre llevaban escritas cuatro o cinco frases, como pequeños acertijos, a veces bonitos, a veces incomprensibles. Stein me decía a menudo “cuando vengas...” No me decía: “Ven”. Decidí esperar el “ven” y luego partir. En mayo no llegó ninguna postal pero sí una carta. Me quedé mirando el sobre, la letra grande y torpe de Stein; me metí otra vez en la cama, junto a Falk y rasgué el sobre. Falk aún dormía y roncaba. El sobre contenía un artículo recortado del periódico local de Angermünde; Stein había garabateado la fecha en el dorso. Aparté el cuerpo cálidamente amodorrado de Falk, desdoblé el artículo y leí: LOCAL El antiguo caserío de Canitz fue reducido a cenizas por un incendio en la madrugada del viernes. Su dueño, un berlinés que había rehabilitado el edificio del siglo XVIII adquirido por él hace medio año, se encuentra desde entonces en paradero desconocido. La causa del siniestro no está esclarecida; la policía no descarta que el fuego haya sido provocado. Lo leí tres veces. Falk empezó a moverse. Mi mirada iba del artículo a la letra de Stein en el sobre y viceversa. El matasellos era de Stralsund. Falk se despertó, me miró con indiferencia, luego me cogió por la muñeca y preguntó con la pérfida astucia de los tontos: —¿Qué es eso? Retiré la mano, me levanté de la cama y dije: —Nada. Fui a la cocina y me quedé de pie frente al horno, alelada, durante unos diez minutos. El reloj de la cocina hacía tic-tac. Me dirigí a la habitación del fondo, abrí el cajón y coloqué el sobre junto a las demás postales y al manojo de llaves. Y pensé: “Más tarde”. LA GACETA 23 C ancha de básquet. Jugamos tres contra tres. Corro hacia la canasta, hago una finta, pero Moritz me bloquea de todos modos. El jugador chingón. Las chocamos y me sonríe con su sonrisa mamona. Philipp viene y quiere hablar con Moritz, pero aquel todavía está ocupado conmigo. Checo si Philipp tiene cicatrices nuevas. Tyree quiere la pelota e intenta otra vez una de sus movidas mamonas. Yo no lo soporto; el dios negro con el hombro roto. Me voy y Philipp puede hablar por fin con Moritz. Yo espero a Oktai, que no se deja ver desde hace dos semanas y cuando por fin aparece, simplemente pregunta: —¿Qué transa, güey? —Todo bien. ¿Qué transa contigo? —Estoy hasta mi madre, man. Hace dos años, yo hubiera jurado que Oktai no se mete esa mierda. Me da sus p a p e r s y presupone que yo traigo el resto, y obviamente tengo ganas de echarme un s h o t con Oktai. Aunque después no meta ninguna bola. Vale madres. Ellos ya lo saben; yo me puedo dar el lujo. Oktai se mete el toque al revés en la boca y como siempre, temo por su lengua. Hacemos casita con las manos, su boca de un lado, la mía del otro, él saca el aire, yo lo inhalo. —Cabrón, ¡eres una gallina! —¿Una gallina? —¡Una gallina! Soy una gallina, a eso ya me acostumbré. Moritz me cuenta que ahora Tyree vive con él porque no puede regresar a su departamento. Su permiso de estancia está vencido. Yo no tengo idea de lo que eso tiene que ver con el departamento. A Tyree le gusta sacar fotos, ok., y le gustan los niños. Y la chavita que vive arriba de él, esa tiene como 11 años más o menos y él a veces la cuida y el otro día le sacó fotos. Y la chava ahora está contando que Tyree le sacó fotos y que se desvistió porque él así lo quería. Digo que eso está de la chingada, porque no tengo ganas de contradecir. —¿Y ahora? —Ahora la mandan al siquiatra porque la jefa tampoco le cree. La chava está clavada con Tyree, por eso cuenta esas pendejadas, pero Tyree ahora necesita una chamba o se tiene que casar por el permiso de estancia. Pero su jefa se la hace cansada por lo de la morrita. Ni idea de cómo le hace Oktai para seguir metiendo el balón de gancho. Moritz está esperando algo y yo no capto que me está esperando a mí, a que yo haga algo. —Bueno, ¿qué transa?, ¿va a haber acción? Yo tengo un bisne pero no para Tyree. Para mí, a Tyree le va a llegar pronto. Philipp se quita la playera y yo me quedo viendo la cicatriz, 15 cm., a la derecha del ombligo. —Entonces ¿qué? —¿Qué de qué? —De lo de Tyree. —La morrita tiene que ir al psicólogo. —Sí, eso ya lo dije. Trato de verlo a los ojos pero le barre. —Está bien si vive un rato contigo, ¿no? —Claro, pero necesita la chamba. —¿Sabe sacar fotos? —¡No mames! —Pues ya veremos. Las chocamos, el jugador chingón, y yo empiezo a contar otra vez las cicatrices de Philipp, mientras Oktai da una vuelta en el aire y mete el balón en la canasta. Nos vamos a casa de Moritz porque su jefa siempre hace de cenar a esta hora. Su piel tiene el color del pelo oxigenado. Le da una fumada a su cigarro y sólo tiene ojos para Moritz. Por eso me lancé con ellos. Tyree, Philipp y Oktai se dejan atender de volada y yo pregunto si me puedo dar un baño antes. Me estoy enjabonando cuando un pendejo abre la puerta de golpe y abre la cortina de un jalón. Miro fijamente la jeta del tira que me aprieta el plomo contra la cabeza, pero se le resbala por el jabón. Él todavía cree que soy el bueno, me agarra de la muñeca, que es tan delgada que se queda colgado. Tyree está parado en la puerta y dice: —You’ve got the wrong man, Sir! El tira agarra una toalla y trata de que yo afloje. No hay chance. No soy yo. La jefa se queda tranquila y le explica que no tiene idea en dónde está Moritz. Yo no la hago de emoción y el otro tira capta por fin que la c a g a r o n . Philipp saca a Moritz del cajón bajo la cama y es obvio que la jefa ahora quisiera estar a solas con él, que lo quiere proteger a m p l i a m e n t e . Oktai arma unos toques de reserva. Hace dos años todavía se veía morrito. Yo estoy sentado junto a Philipp, que cuenta algo de cómo parchar. Moritz se pone cinta adhesiva en su rodilla. El doctor le prohibió el básquet porque se desgarró un músculo y yo le digo: —Hazle caso, si no, vas a jugar básquet en silla de ruedas. —Dime que deje de parchar, y dejo de parchar. Dime que deje de jugar básquet y te vas a la verga. —Como veas. Pienso yo. Nos vamos. La jefa ya está contando las horas. Va a ser un viajezote, eso está claro, y no tengo idea si la voy a levantar. Tyree me cuenta algo de un chavo negro de Sudáfrica LA GACETA 24 Queso cottage q Tim Staffel que salvaron de un g h e t t o y que mandaron a Alemania en donde tampoco es feliz y donde junta la lana para regresarse. Yo no entiendo inglés y no sé cómo termina la historia. M e acuerdo que Philipp tiene un asunto y le pregunto qué hay, pero él dice que eso me vale y lo dejo en paz. Tomamos el metro. El sudor me cae de las cejas a la playera y Oktai me explica que el turco está fácil, pero que él no me lo quiere e nseñar. El poli no se fija en la cara de malandro de Tyree y su perro tampoco está entrenado para notarlo. Babea a través de su bozal y yo me imagino cómo me lo puedo chingar con un patadón en el hocico. Afuera hace más calor que en el tren, sólo que aquí los g u a r d i a n a n g e l s1 se catean unos a otros en busca de drogas y armas. Ética profesional. Philipp se chinga la gorra roja de uno de ellos y juega f r i s b e e con Oktai. El tipo grita, pero los guardianes tienen otros problemas, ya que le encontraron un fierro a uno de sus ángeles. Según yo, le pertenece a Philipp, prendo un cigarro y pongo la mirada de malandro. Ésa siempre protege. Nos vamos en dirección al Dog-Food pero el antro está hasta su madre y hay muy poco oxígeno. Me voy por un par de chelas y una coca para Moritz. —Pon un cacho de carne en Coca-Cola y a la mañana siguiente ya no hay nada. —Ya sé, pero yo ya no chupo, gracias. Los chavos empiezan a desvestir a las chavas con la mirada. El cabecilla Tyree se pone al tiro. Los primeros pendejos caen y negocian el azúcar en un callejón, mientras yo echo ojo. -—Ok. Tyree. Yo echo ojo; yo soy tu ángel y te cuido. Yo extiendo mis alas y les hago una señal a los cerdos. Tú ya valiste madres hace rato, Tyree, yo soy tu ángel. Yo no tengo acción para ti, yo te mando de regreso a tu chante, de a gratis, y de esa historia puedes hacer por fin tu película. Le hago la señal a Tyree y el güey al que le vimos la cara se larga. Tyree y yo las c h o c amos. Yo no entiendo inglés. Capta la acción y se calla. Oktai y Moritz le perrean a dos chavas que no están interesadas. Philipp está esperando a su nueva vieja. Apuesto a que no viene. De lado, puedo ver a través de su playera de los Lakers y pienso que una pequeña cicatriz más, arriba de su pezón izquierdo, no estaría mal. A lo mejor tomo prestada su punta y se la hago yo mismo, un día de estos. Moritz me presenta a Maik y yo pregunto si se le olvidó cambiarse de nombre después de su transformación sexual. Moritz se ríe, pero Maik me tira un chingadazo. Yo paro el golpe y le digo que me dé chance. Moritz me jala a un lado y quiere saber qué tipo de personas me laten. Hay que tener cuidado. Moritz es mi apoyo en esta banda. Hace dos años pensé que sería Oktai. —¿Qué onda contigo? —No me late. —Eres puto ¿o qué? —A huevo. El puño de Moritz sobre el mío y su sonrisa. Estoy mamón esta noche. A Philipp se le olvida que tiene un asunto con una reina, me trae una cerveza y quiere entrar. Oktai ya está junto al D J y lo chorea. Necesito un rato para acostumbrarme a la luz setentera y me dejo llevar por la música de Tupac debajo de la esfera de espejitos, a lo mejor porque no entiendo inglés. En la barra de atrás está parado Eric. No se nota que me pongo rojo. Si viene a ligar aquí, entró al antro equivocado. A lo mejor se quiere morir, el güey. Mientras, mis chompas se reunieron a la orilla de la pista de baile y le muestran a todo el mundo que somos una banda. Le digo algo a una tal Esther, para darme un poco de espacio. Me pregunta si vengo seguido. —Chance. —Nunca te había visto por aquí. —Soy invisible. —¿Pero se te puede tocar? —Chance. —Eres bastante complicado, ¿verdad? —No. Pensé que me podrías gustar. —Y, ¿te gusto? —Chance. —¿Estás ciego? —Pues a lo mejor. Perdí a mi perro. —Voy por algo de tomar. —Seguro. —¿Vas a estar aquí cuando regrese? —A ver. Quién quita. Me sonríe y hasta se ve menos pendejo de lo que pensaba. Moritz las choca con Philipp y los dos me enseñan sus pulgares. Oktai baila su baile d r i v e - b y - s h o o t i n g para Notorius B . I . G . A lo mejor hace dos años pensó que debía volverse abogado. Un brazo me agarra de la cintura desde atrás y yo espero a Esther, pero cuando volteo hacia ella, veo a Eric y él se ve mejor que Esther. Digo: —Qué onda. Pero están mis cuates. Traigo la mirada de malandro y lo quiero mandar a volar, p ero Eric opina: —Qué buena onda verte, cabrón. —No mames, si tú ni me hablas. —Pero si te llevo tus bebidas a la mesa. —Creo que te perdiste. —No creo. —No estoy solo aquí. —Ya sé. Vámonos afuera. —No la capeas, güey. Su pinche brazo sigue sobre mi espalda. Moritz se acerca a decirme no sé qué madres. Que le presento a Eric. A lo mejor la cagué. Esther se mete entre nosotros con dos caballitos con vodka y limón. Mientras, Philipp se puso hasta su madre con la coca de los amigos de Tyree y camina con la mano en el c i erre del pantalón, la luz estroboscópica sobre sus Calvin. El h i p - h o p la neta no me aliviana y siento que se me puede ir la hebra en los próximos minutos. No sé qué mano me está agarrando las nalgas en este momento, cómo fue que Moritz metió su lengua en la oreja de una belleza negra, qué es lo que quiere el pelón de Tyree, por qué Oktai y Tyree están a sus espaldas. Me desafano al baño porque tengo que ver cómo escabullirme. Eric se me atraviesa y me pregunta si me quiero echar un viaje con él. Me enseña sus tachas y no puedo decir que no. Como media hora basta para ponernos chidos, pero yo no puedo estar meando por media hora. Tyree, Oktai y Philipp están tramando algo y Moritz saca por fin su lengua de la oreja de la negra y me explica que ésa es Vanessa de Detroit. Yo no hablo inglés, sólo le digo: —Hi, Vanessa. Esther me da un tallón con sus tetas y Eric se ríe, con la reserva necesaria de agua bajo el brazo. Tyree nos dice que es hora de partir. Afuera no hace aire. Esther y Vanessa quieren saber qué vamos a hacer ahora y en mis manos empieza poco a poco el cosquilleo. Nos movemos y nos mezclamos con la g e n t e en la calle. Eric no se me despega, pero ahora LA GACETA 25 está con Esther. Moritz no le quita las manos a Vanessa. Ella no la hace de tos, pero no le afloja ni madres, a pesar de que él le suelta el choro de que es el más chingón en el básquet. Yo crezco hasta el cielo, mido como t r e s metros. Ahora puedo poner mi brazo sobre el hombro de Philipp y a pesar de que sólo alcanzo la cicatriz de la vacuna de la polio, le llego mucho más hondo. Él quiere saber qué pasa, yo nada más le sonrío y le cuento algo de Esther. —No te claves con una vieja, güey. Hay muchas. Pasan a cada rato; nada más hay que estar al tiro. Yo sé que tú me tiras de a loco, pero con eso no hay pedo. Para ti, digo. Confía en mí, y te digo que yo no sé qué transa con l a otra vieja, pero Esther es un forrazo, bueno, no tanto. Ella es una princesa y tú eres el príncipe, ¿ves? Y la neta yo no soy un príncipe, yo soy más bien el chalán del príncipe o algo así, o sea que yo no soy el bueno, porque ése eres tú. Esther, la princesita, quiere al príncipe y el único aquí eres tú, me cae, güey. —¿Qué pasa contigo, güey? —Pienso, que te voy a enseñar a Esther. —Chíngate tú a esa perrita, güey. A mí ni me va ni me viene. Sigo sonriendo y me quedo apendejado con el rojo de la Sparkasse. Mi banco se llama ahora Sparkasse y de ése la neta que hay en todos lados. Eric me da la botella de agua, y está igual de bueno que Philipp, en realid a d está más bueno, así junto a mí, y mientras sigo sin abrazarlo, veo a Oktai con Esther. Los dos se están riendo y él con su mano en su pelo. Hace dos años, él era el príncipe. —¿Cómo pasó esto? Pregunta Eric. Yo tengo cinco años y descubro el mundo. Antes de que pueda señalarlo, Eric ve lo mismo. Chocamos las manos q u e se quedan entrelazadas. Estamos en la retaguardia y me vale si alguno de esos güeyes se voltea. Tyree lleva su nave hacia la estación espacial Mc Donald’s. Yo me quedo con Eric sentado frente al acuario sobre la banqueta. —Son cagados los güeyes con los que andas, Lars. —¿Cagados? ¿Por qué? —Me refiero a que esto es un milagro y que ellos no lo saben. No saben ni madres. —¡Que tú estés aquí es un milagro! —Eso hubiera sido desde cuándo. —Olvídalo. Tú estás en otro planeta para el que yo no consigo boleto. Se voltea hacia los anuncios resplandecientes y dice: —¡Sí! Konica. —¡Togal! —Fuji. —Allianz. —¡No lo creo! —Me imagino las luces en Las Vegas. —Debe ser insoportable. —Tampoco mames, güey. —Sería absolutamente chingón. —¡Sí! —Vamos. —¡Vamos! Esther se sienta junto a mí y creo que está guacareando en la coladera, pero sólo me toc a con su muslo y me vale porque me voy a lanzar con Eric a Las Vegas. Ella cuenta que se metió en el baño con un papelito de coca de Tyree, pero que no sabía bien cómo ponerle. Estaba tan sacada de onda. ¡Mierda! que se me olvidó todo lo que me había dicho O ktai sobre el popote y todo y que pego la nariz así nomás en el papelito y que le jalo con ganas. Como dos veces, pero todavía quedaba algo en el papel y pienso que hice todo mal y que me salgo y le digo a Oktai que no me lo pude acabar todo y él viene a ver y se caga de la risa. Se caga de la risa el güey, así nada más porque me eché cuatro líneas gruesas sin querer, porque no sabía y ahora no me dicen si me voy a morir, si es peligroso o qué. ¡Qué pendeja!, ¿Y ahora me voy a morir? ¡Dime! Me siento de la chingada, cuatro líneas ¡En la madre! ¿Qué me va a pasar ahora? Ayúdame, ¡Me tienes que ayudar, Lars! —Queso c o t t a g e. Es completamente queso cottage. Eric dice que es queso c o t t a g e y Esther s e echa a llorar. Así que la abrazo y le digo que queso c o t t a g e está bien y que Oktai de por sí está bien y que debería fumar algo con él porque eso siempre te hace el paro. Ella p r e g u n t a : —¿Neta? Y le digo: —Claro. Oktai ya lo arreglará. Él quiere contigo, así que no te preocupes. —Es que yo quería contigo. —Ya sé, pero te juro que te vas a llevar mucho mejor con Oktai. —¿Entonces me regreso de nuevo? —Pues sí. Nos pregunta todavía qué significa lo del queso c o t t a g e porque no tiene idea de que su cerebro ahora se ve así, cuando por fin localizo a los árabes que están tramando algo. Éste no es nuestro barrio. Eso trae broncas. Eric me enseña una torre de vidrio reflejante con letras resplandecientes, pero yo le digo que los árabes andan merodeando por aquí y creo que quieren bronca. Tomo la botella de agua para rellenarla en la estación espacial y para avisarle a mi banda que afuera se está armando algo. Tyree conoce a los árabes y ellos le dicen que se saque a chingar a su madre. Philipp está junto a él y juguetea con sus orejas porque no entiende ni madres, porque quiere sacar su punta, porque tiene que sacarse lo de la vieja. Tyree lo para y le dice a los árabes que no hay pedo; que todo está tranquilo. El cabecilla de los árabes no sabe bien qué transa, pero se va con Tyree para ver en qué quedan. Está denso. Un movimiento en falso, una palabra de Philipp y vale madres. La situación no le parece chistosa a Vanessa y le pide a Moritz que la lleva a su casa, pero que empieza a guacarear Esther y ella tiene en qué ocuparse. Tenemos público invisible. Cualquiera que pasa por ahí quiere pararse, pero sólo bajan la velocidad. Nadie quiere quedar e m b arrado. Me doy cuenta de que estoy del lado equivocado, de que estoy en medio de los árabes, dándoles cigarros. Fumamos juntos y uno de ellos quiere saber cuánto me costó mi pantalón, dónde compré ese Reebok tan chingón. A lo mejor ahora tenemos que ponernos en la madre porque quieren mi pantalón. Pero cuando digo: —Usados, veinte marcos —nada más sonríe y me tira de a loco. No sé cómo salir de ahí, así que le explico que sería una pendejada armar un desmadre aquí, porque yo sencillamente no estoy buscando broncas. Y él me explica que sólo están sacados de onda porque tuvieron que echar LA GACETA 26 su merca en una jardinera por culpa de la tira y que se les olvidó en cuál, que no pueden encontrar su merca y que además hay unos cabezas rapadas merodeando por el barrio, que se quieren meter en sus bisnes y que nosotros de por sí no tenemos nada que ver con ese rollo, pero más vale asegurar. Es obvio que soy digno de confianza y hasta Philipp se da cuenta de que soy muy buen negociador. Cuando regresa Tyree, a nadie le importa en qué quedaron y yo todavía me fumo uno con el jefe árabe, antes de que quede claro que ahí va a quedar y que cada quien se va por su lado. Philipp quiere regresar al Dog-Food y como a los demás les da lo mismo, retornamos, donde a fuerzas que nos encontramos a los árabes y Tyree tiene que vaciar su azúcar g l a s s en la Coca-Cola de Moritz, si no quiere que se ponga denso. —Es hora de que nos desafanemos, mi chavo. Eric. Me acuerdo de él, pero no sé cómo desafanarme. Le pregunto si todavía tiene tachas. Está cantando R. Kelly. I believe. I can fly, que no me da pena, así que bailo con Eric y él me abraza y todos lo pueden ver. Son como 2 5, los que dan portazo en el antro y que pasan sobre los de la puerta. I believe. I can fly. Veo a los árabes. Veo a mi banda. Veo. Soy invisible. Eric hace maniobras para meterme debajo de una mesa y se pone encima de mí. Bajos y ojos. Un sonido diferente. S c r a t c h i n g con bats de beisbol. El b e a t d e los gritos y el b e a t de los destrozos. Un cuerpo líquido y una y otra vez ojos. Los ojos y h u esos de Eric. Junto a mí el puño sobre una nariz que se rompe. Juego de luces. Nada de agua, pero saliva y la lengua de Eric. Ninguna cicatriz. Árabes y cabezas rapadas. Tyree y Philipp. Shot. I believe. I can Fly y Esther guacareando. La mano de Eric sobre mis ojos y su cabeza sobre mi cabeza. Sirenas. La sirena de la ambulancia y la tira. B e a t nuevo, juego nuevo. Salir debajo de la mesa y esquivar. Brazos que vuelan. Los hombres de verde con macanas y cascos. El juego de luces está loco. Las Vegas sería demasiado. Eric conoce la salida t r a s e r a . Mi banda no conoce ninguna salida t r a s e r a . El beat de la tira. Todos bailando. Yo mido tres metros de alto y le enseño a mi banda la salida trasera. No somos parte de esto. Alcanzamos el camión de partida, la montaña rusa. Eric tiene todo bajo control. Somos dos tipos comunes y corrientes que caminan por la ciudad un sábado por la noche. Dos turistas con sus botellas de agua que disfrutan de las atracciones turísticas. Todas las ambulancias y los oficiales de seguridad reunidos nos ignoran. Pasamos la frontera y nadie está herido. En una callejuela colocaron dos butacas de cine frente a una casa para nosotros, con vista a una tienda de lámparas. Eric prende los cigarros y por fin podemos fumar con calma y mirar las lámparas. —¿Estás bien, Lars? —Todo bien. —¿Neta? —Sí. —¿Ves la lámpara azul ahí? —Azul, completamente azul. —¿Alguna vez haz cogido con unas tachas encima? —No. Y contigo tampoco he cogido, nada más porque no sé cómo. No sé ni cómo hablarte, porque me la paso sentado en ese bar y me quedo mirándote y después te doy p r opina sintiendo que me lleva la chingad a porque seguramente te valgo madres, porque hay un chingo de tipos con los que puedes andar y por eso no te fijas en mí. Así que no mames, güey, nunca he cogido con tachas, lo cual es una pendejada porque es obvio que sería muy chingón hacerlo y si cogiera a h o r a contigo, seguramente nunca nos iríamos a Las Vegas. De por sí nunca vamos a ir, pero así menos. No quiero decidirme ahora porque estoy aquí sentado viendo estas lámparas. —Yo siempre me pregunto por qué ese güey es tan pendejo que no flexiona el hocico para sacar una sonrisa cuando me da la p r opina, porque me cae que es diferente a toda l a bola de güeyes y me caga su actitud pend e j a . Si me quiere coger, no necesita una tacha p a r a eso, porque ésa es otra onda, en otro planeta y tú consigues el boleto que quieras. —Me pregunto cómo le hacen Siegfried y R o y .2 ¿Se dan entre ellos o cogen a sus tigres blancos? —Ésos se amarran el pito con agujetas para que al menos se les pare y entonces están tan cansados de la amarrada que ya ni se acuerdan de qué es lo que iban a hacer con e s o . —¿Apoco sí? —Estoy seguro. —Wow! —Eso no es nada comparado con las anguilas. Pueden tardar hasta 12 años para que lleguen a su madurez sexual y entonces nadan 5 000 km. al Mar de Saragossa, y apenas ahí les salen realmente sus órganos sexuales y entonces ponen sus huevos y se mueren. Y las larvas viajan otra vez durante tres años hasta Europa o el norte de África y entonces se convierten en algún momento en anguilas, y llegan a su madurez sexual y nadan o t r a vez de regreso y ponen sus huevos y se mueren. Todas las anguilas nacen en el Mar de Saragossa y mueren ahí, y nadie sabe por qué. —¡Está cabrón! —Chance. —Me refiero a que está cabrón que uno haga las cosas porque las tiene que hacer y que no haya nada que lo impida. —Con las anguilas es así. —¡Qué gacho! —Queso cottage. —Nada más cogen una vez en su vida. —¿Cuántos kilómetros son hasta Las Vegas? —No creo que se pueda nadar hasta allá. —En una jaula contra tiburones, a lo mejor. —Nevada. Ahí hay puro desierto. —El desierto no es el problema. El problema son los tiburones. —Los tiburones no comen anguilas. —Los tiburones comen queso cottage. Si nadie me recoge, me quedaré sentado el resto de mi vida en esta butaca mirando el aparador. Eric empieza a reír y cuando nuestras lenguas se juntan, la sensación corre por todo el cuerpo. Es bueno porque no babea y este beso es realmente intenso porque Eric está sentado sobre mí y mis manos rozan su piel debajo de su playera y sus manos llenan cada una de mis vértebras con electricidad que corre por mis venas. Nos vamos. Tengo que encontrar a mi banda, para checar si todavía respiran. Nos encontramos a Oktai, Esther y Vanessa frente a nuestro lugar. La mano derecha de Oktai está hinchada y las uñas de Vanessa se quebraron. Eric va por el café y Oktai dice: LA GACETA 27 —¿Qué transa contigo, carnal, dónde e s t a b a s ? —Se me fue la hebra. ¿Qué te pasó en la mano? —Se me quedó colgada en un casco. No te vi por ningún lado. Y Esther dice: —Estaba debajo de una mesa, pero nos enseñó la salida. Me quiere balconear. A Oktai le vale. A él le da gusto verme y yo respiro otra vez. Vanessa pregunta si tengo dinero para un taxi, pero yo quiero saber qué onda con Moritz, Philipp y Tyree. -—Sólo podemos esperar. Vanessa me mira y yo me siento incómodo porque esa mirada no dice otra cosa q u e : ¿por qué? ¿por qué estás en esta mierda?, ¿por qué estoy yo aquí?, ¿qué clase de güey eres con un chupetón en el cuello después de una madriza como ésa? Me siento junto a ella y me cuenta algo de Detroit y h o u s e, de lo que no entiendo ni la tercera parte, pero me aliviana. Eric me pasa el café desde atrás y me susurra al oído. Quiere que nos vayamos de aquí porque andamos en otra onda. No entiende ni madres porque yo mismo no entiendo ni madres, pero no me puedo ir de aquí, a lo mejor porque esto tiene algo que ver con sobrevivir. Al menos así se me figura. Cuento con que se ría y se vaya, pero me planta una beso en la oreja y se queda. Oktai pregunta: —¿Eres puto o qué? Y Eric dice: —Chance, ¿por qué no? Y Esther dice: —Ya crees que “chance”. Hace dos años Oktai igual y lo hubiera creído. Ahora lo considera un mal chiste. Vanessa está entretenida con sus uñas. Yo le preparo un toque a Oktai porque casi no puede mover la mano. Eric corta una tacha a la mitad. La sobredosis, pero ya qué chingados. Por fin llegan los tres y se dejan admirar. La ceja izquierda de Tyree está abierta y algo anda mal con la rodilla de Moritz, pero opinan que el asunto salió bien, porque ellos estuvieron y porque todos pudimos salir. Philipp nos cuenta cómo le rajó la cara con su navaja a uno de los cabeza rapada y yo me imagino las cicatrices y le pregunto si le pasó algo a él. Se sube su playera de los Lakers y nos enseña una pequeña cortada debajo de su pezón izquierdo, sobre el corazón y hace sus fintas que conocemos del básquet: —Soy bien chingón, carnal. Rápido. ¿ C á m a r a ? Cámara. Oktai trae unos sixs de la gasolinera. Moritz trata de calmar a Vanessa, que se había imaginado la noche de otra manera. Nos ponemos en camino hacia el parque para esperar el amanecer. Nos plantamos en el cráter junto a las viejas salidas del metro. Los chavos siguen prendidos con sus aventuras y agarran cada vez más vuelo. Me pregunto qué es lo que Vanessa y Esther esperan de ellos, qué es lo que yo quiero de ellos. Philipp es el primero que ve a los dos güeyes. De seguro se perdieron. Y están demasiado briagos como para vernos a tiempo. Oktai l o s invita a echarse una cerveza. Cuentan algo de una super madriza en el Dog-Food en la que dicen que estuvieron. Tyree, Moritz y Philipp se hacen unas señas que no entiendo. M o r i t z desaparece en dirección a la gas. Todos chocan sus chelas y yo espero a que el cielo frente a mí cambie de color. Philipp está sentado junto a uno de los tipos y juega con su navaja. Quieren saber qué clase de banda tan rara somos con negros, turcos y así. Tyree nada más sonríe y pregunta si quieren algo de coca. Les prepara un par de líneas. Moritz regresa con un galón que deja entre él y Vanessa. Los dos güeyes están empinados sobre la coca y jalándole a las líneas cuando Tyree y Philipp se levantan en chinga y cada uno se va sobre uno de los güeyes y los apañan jalándoles los brazos hacia atrás. No tienen tiempo de gritar porque Oktai les da un chingadazo en la boca con la mano buena. Moritz les amarra las manos atrás de la espalda y les mete las envolturas de los sixs en el hocico. Luego les amarra los pies. Tyree y Philipp siguen agarrándolos. Las chocan y Esther dice: —Ya párenle. Tyree le empuja la cabeza a uno de ellos hacia atrás y Philipp le abre la playera por la mitad con la navaja. Moritz rasga la tela en tiras. Oktai trae el galón y lo abre. Moritz detiene los pedazos de tela y Oktai los baña con gasolina. Philipp y Tyree envuelven la cabeza del tipo al que le quitaron la playera con las tiras de tela empapadas con gasolina. Las ponen una tras otra, hasta que cubren toda la cabeza. Vanessa grita: -—¡Moritz! Nadie la pela. Tyree jala al de la cabeza de gasolina y lo pone de pie. Que se hace en los pantalones. Todos están parados frente a él, sólo Eric y yo y el otro güey, al que se le escurren las lágrimas, seguimos sentados. Esther pregunta: —Ya estuvo, ¿no? Oktai pone su brazo alrededor de su hombro. La hora azul. Todo azul. Oktai rocía la gasolina sobre la demás tela. Moritz la mete en una botella vacía y se la da a Philipp. Philipp retrocede un tanto junto con Tyree, tiro al blanco y detiene la botella en lo alto. —Tyree toma el encendedor y con su pulgar le da vuelta a la ruedita contra la piedrita. Tyree prende el trapo que cuelga de fuera. Philipp toma vuelo y pregunta: —¿Le atino o no le atino? Yo cierro los ojos, Esther que grita “¡No!” Oigo el impacto del coctel, Oktai que grita “¡En la madre!” Pasos alejándose en chinga. Abro los ojos y veo una bola roja de fuego contra el cielo azul. Vanessa pone su chamarra sobre la cabeza del güey, lo tira al suelo. Philipp, Oktai, Tyree y Moritz desaparecen detrás de la cima del cráter. Esther junto a Vanessa. Vanessa trata de quitar la tela de la cara del güey, de su cabeza. En una parte está pegada con la carne. Me arrastro hacia el o t r o y lo desamarro. Esther tiene que vom i t a r otra vez. Vanessa le dice al tipo que no e s t á tan grave. Que tuvo suerte. Vanessa y E s th e rlos ayudan a levantarse y los sacan del parq u e . Eric está acostado sobre una banca y mira en dirección del amanecer. El fin de la hora azul. Me siento junto a él, sin tocarlo. —La sangre de las anguilas contiene una neurotoxina bastante fuerte. Por eso hay que ahumarlas y cocinarlas. Para que el veneno se destruya. ¿Sabías eso, Lars? No lo sabía. Le digo que me voy a casa. Desde el puente puedo ver la cancha de básquet. Moritz y Philipp. Tyree que intenta una finta. Oktai. Hace dos años estaba dormido a estas horas. Traducción de Daniela Wolf W. y César Jiménez NOTAS 1. Guardian angels: servicio de seguridad voluntario de Berlín. Los miembros no pueden portar armas y se identifican por sus gorras rojas. 2. Siegfried y Roy son dos artistas alemanes g a y s famosos por su espectáculo con tigres blancos en Las Vegas. LA GACETA 28 LA GACETA 29 FONDO DE CULTURA ECONÓMICA • EL MUNDO EN ALEMÁN • • MARTIN HEIDEGGER El ser y el tiempo Esta obra es sin duda una de las más influyentes de la filosofía contemporánea; y cabe predecir que quedará incorporada a la historia de la filosofía como la más representativa de dicho periodo, tanto por su profunda relación con el pasado como por ser un punto de partida en la evolución posterior de la filosofía. Su traducción, que realizó José Gaos con dedicación ejemplar y profundo conocimiento de tan complejos temas, constituyó, sin duda, un acontecimiento determinante en la información filosófica en lengua española. • WERNER JAEGER Paideia Paideia no es simplemente un nombre simbólico, sino la única designación exacta del tema histórico estudiado en esta obra. Como otros conceptos muy amp l i o s (por ejemplo, los de filosofía o cultura), este tema se resiste a ser encerrado en una fórmula abstracta. Su contenido y significado sólo se revelan ante nosotros cuando leemos su historia. • MAX WEBER Economía y sociedad Uno de los méritos mayores de esta obra reside en la amplitud de una perspectiva, capaz de dar cuenta del modo más “comprensivo” —para emplear el término de Weber— de la evolución social, política y cultural de la humanidad. Economía y sociedad también adelanta una ruptura que sólo habría de generalizarse años después. • GUILLERMO DE HUMBOLDT Escritos políticos Estos Escritos políticos sólo fueron conocidos póstumamente en su totalidad, aunque fueron redactados entre 1792 y 1819. La primera fecha representa el desvío manifiesto hacia el Estado; la segunda, la conf esión de que el Estado condiciona toda la vida del i ndividuo. Antes que una cuestión sistemática, quizá el enunciado “Guillermo de Humboldt y el Estado” encierra un problema de índole biográfica y requiere de una explicación no menos puntual. • GÜNTER GRASS Ensayos sobre literatura Aislado en el tráfago de las estaciones de tren y los domicilios fortuitos, Günter Grass empleó veinte años en los artículos que ahora conforman este libro. Destinados a periódicos y revistas, los temas que aborda son literarios y políticos, y están siempre tratados desde una perspectiva anecdótica. Las opiniones propuestas no salen del gabinete del crítico, sino de la libreta de un escritor; no aspiran a la originalidad ni al aserto categórico, sino a la charla informal con lectores no especializados. • GEORG CHRISTOPH LICHTENBERG Aforismos Georg Christoph Lichtenberg, como señala Juan Villoro, “vivió contra la posteridad, pues en una época en que la r e s p i r a c i ó n n a t u r a l de un escritor conducía a treinta tomos empastados, su inteligencia impaciente, eléctrica, le impidió concentrarse en la morosa construcción de su anhelada novela”. A su muerte sólo se encontraron fragmentos de una novela, El príncipe du - p l i c a d o , y varios cuadernos en los que Lichtenberg escribía toda suerte de reflexiones cuyo contenido es variadísimo: lo mismo habla de la teoría de Newton que de un botón caído tras siete años de ser el leal sostén de sus pantalones. TÍTULOS SOBRE KAFKA EN NUESTRA CASA EDITORIAL : • Maurice Blanchot, De Kafka a Kafka • Werner Hoffmann, Los aforismos de Kafka • Marthe Robert, Franz Kafka o la soledad LA GACETA 30 FONDO DE CU LT U R A E C O N Ó M I C A 1934 • LIBROS PARA IBEROAMÉRICA • 2001 Carretera Picacho Ajusco 227. Col. Bosques del Pedregal. Tlalpan, C.P. 14200. México, D.F. Tels.: (5)227-4612, (5)227-4628, (5)227-4672. Fax: (5)227-4698 • Página en Internet http://www.fce.com.mx Coordinación General de Asuntos Internacionales [email protected] • cvaldes@fce. com.mx • [email protected] Almacén México D. F. Dirección: José Ma. Joaristi 205, Col. Paraje San Juan. F I L I A L E S Tels.: (5)612-1915, (5)612-1975. Fax: (5)612-0710 Fondo de Cultura Económica de Argentina, S.A. Alejandro Katz El Salvador 5665 1414 Capital Federal, Buenos Aires Tels.: (541-1) 4-777-15-47 / 1934 / 1219 Fax: (54-11) 4-771-89-77 ext. 19 Correo electrónico: [email protected] Fondo de Cultura Económica Brasil, Ltda. Isaac Vinic Rua Bartira, 351 Perdizes, São Paulo CEP 05009-000 Brasil Tels.: (55-11) 3672-3397 y 3864-1496 Fax: (55-11) 3862-1803 Correo electrónico: [email protected] Fondo de Cultura Económica Ltda. (Colombia) Juan Camilo Sierra Carrera 16, Nº 80-18 Santa Fé de Bogotá, Colombia Tel/Fax: (571) 530-7697 530-7698 • 531-2288 Correo electrónico: [email protected] Página del FCE-Colombia: www.fce.com.co Fondo de Cultura Económica Chile, S. A. Julio Sau Aguayo Paseo Bulnes 152 Santiago, Chile Tels.: (562) 697-2644 695-4843 • 699-0189 y 688-1630 Fax: (562) 696-2329 Correo electrónico: [email protected] Fondo de Cultura Económica de España, S. L. María Luisa Capella C/Fernando El Católico Nº 86 Conjunto Residencial Galaxia Madrid, 28015. España Tel.: (34-91) 543-2904 543-2960 y 549-2884 Fax: (34-91) 549-8652 Correo electrónico: c a p e l l a f c e @ t e r r a . e s Fondo de Cultura Económica USA, INC. Benjamín Mireles 2293 Verus St. San Diego, CA. 92154, Estados Unidos Tel.: (619) 429-0455 Fax: (619) 429-0827 Página en Internet h t t p : w w w . f c e u s a . c o m Correo electrónico: s a l e s @ f c e u s a . c o m Fondo de Cultura Económica de Guatemala, S. A. Sagrario Castellanos 6a. avenida, 8-65 Zona 9 Guatemala, C. A. Tels.: (502) 334-3351 334-3354 • 362-6563 362-6539 y 362-6562 Fax: (502) 332-4216 Correo electrónico: f c e g u a t e @ g o l d . g u a t e . n e t Fondo de Cultura Económica del Perú, S. A. Germán Carnero Roqué Jiron Berlín Nº 238, Miraflores, Lima, 18 P e r ú Tels.: (511) 242-9448 447-2848 y 242-0559 Fax: (511) 447-0760 Correo electrónico: f c e - p e r u @ t e r r a . c o m . p e Página en Internet h t t p://w w w . f c e p e r u . c o m . p e Fondo de Cultura Económica Venezuela, S. A. Pedro Juan Tucat Zunino Edif. Torre Polar, P.B. Local "E" Plaza Venezuela, Caracas, Venezuela. Tel.: (58212) 574-4753 Fax: (58212) 574-7442 Correo electrónico: [email protected] Librería Solano Av. Francisco Solano entre la 2a av. De las Delicias y Calle Santos Ermini, Sabana Grande, Caracas, Venezuela. Tel.: (58212) 763-2710 Fax: (58212) 763-2483 R E P R E S E N TA C I O N E S D I S T R I B U I D O R E S Los Amigos del Libro Werner Guttentag Av. Ayacucho S-0156 Entre Gral. Ancha y Av. Heroinas Cochabamba, Bolivia Tel.: (591) 450-41-50 y 450-41-51 Fax: (591) 411-51 28 Correo electrónico: [email protected] Librería Las Américas Ltee. Francisco González 10, rue St-Norbert Montreal Québec, Canadá H2X 1G3 Tel.: (514) 844-59-94 Fax: (514) 844-52-90 Correo electrónico: [email protected] Librería Lehmann, S.A. Guisselle Morales B. Av. Central calle 1 y 3 Apartado 10011-1000 San José, Costa Rica, A. C. Tel.: (506) 223-12-12 Fax: (506) 233-07-13 Correo electrónico: l l e h m a n n @ s o l . r a c s a . c o . c r Librería LibrimundiLibrería Internacional Marcela García Grosse-Luemern Juan León Mera 851 P. O. Box 3029 Quito, Ecuador Tels.: (593-2) 52-16-06 52-95-87 Fax: (593-2) 50-42-09 Correo electrónico: [email protected] Cuesta. Centro del Libro Sr. Lucio Casado M. Av. 27 de Febrero esq. Abraham Lincoln Centro Comercial Nacional Apartado 1241 Santo Domingo, República Dominicana. Tel.: (1809) 537-50-17 y 473-40-20 Fax: (1809) 573-86-54 y 473-86-44 Correo electrónico: l c a s a d o @ c c n . n e t . d o Aldila Comunicación, S.A. Aldo Díaz Lacayo Centro Comercial Managua. Módulo A-35 y 36 Apartado Postal 2777 Managua, Nicaragua Tel.: (505) 277-22-40 Fax: (505) 266-00-89 Correo electrónico: a l d i l a @ s d n n i c . o r g . n i Librería Nuevos Libros Sr. Juan José Navarro Frente a la Universidad Centroamericana Apdo. Postal EC Nº 15 Managua, Nicaragua Tel. y Fax: (505) 278-71-63 Grupo Hengar, S.A. Zenaida Poveda de Henao Av. José de Fábrega 19 Edificio Inversiones Pasadena Apartado 2208-9A Rep. de P a n a m á Tel.: (507) 223-65-98 Fax: (507) 223-00-49 Correo electrónico: c a m p u s @ s i n f o . n e t ARGENTINA BRASIL COLOMBIA CHILE ESPAÑA ESTADOS UNIDOS GUATEMALA PERÚ VENEZUELA BOLIVIA CANADÁ ECUADOR HONDURAS PUERTO RICO COSTA RICA NICARAGUA PANAMÁ R E P Ú B L I C AD O M I N I C A N A Editorial Edil Inc. Consuelo Andino Julián Blanco Esq. Ramírez Pabón Urb. Santa Rita. Río Piedras, PR 0926 Apartado Postal 23088, Puerto Rico Tel.: (1787) 763-29-58 y 753-93-81 Fax: (1787) 250-14-07 Correo electrónico: [email protected] Página en Internet w w w . e d i t o r i a l e d i l . c o m Aparicio Distributors, Inc. Héctor Aparicio PMB 65 274 Avenida Santa Ana Guaynabo, Puerto Rico 00969-3304 Puerto Rico Tel.: (787) 781-68-09 Fax: (787) 792-63-79 Correo electrónico: [email protected] Difusora Cultural México S. de R. L. (DICUMEX) Dr. Gustavo Adolfo Aguilar B. Av. Juan Manuel Gálvez Nº 234 Barrio La Guadalupe Tegucigalpa, MDC Honduras C. A. Tel.: (504) 239-41-38 Fax.: (504) 234-38-84 Correo electrónico: [email protected] LA GACETA 31 •11 (JUEVES) 19:00 Librería Octavio Paz Presentación: Y si vivo cien años de Rodrigo Bazán •9 (MARTES) 19:00 Librería Octavio Paz Presentación: Viajeros isabelinos en la Nueva España de Lourdes de Ita •18 (JUEVES) 1 9 : 0 0 U n i d a d Cultural Jesús Silva H e r z o g Presentación: El pensamiento biológico a través del m i c r o s c o p i o de José Ruiz Herrera •20 (SÁBADO) Clausura FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO DE MONTERREY •23 (MARTES) 10:00-14:00 U n i d a d Cultural Jesús Silva H e r z o g SEMANA DE CIENCIA Y TECNOLOGÍA 18:00 Librería Octavio Paz SEMANA DE HISTORIA ECONÓMICA DE MÉXICO •24 (MIÉRCOLES) 10:00-14:00 U n i d a d Cultural Jesús Silva H e r z o g SEMANA DE CIENCIA Y TECNOLOGÍA Sede por definir SEMANA DE HISTORIA ECONÓMICA DE MÉXICO •25 (JUEVES) 10:00-14:00 U n i d a d Cultural Jesús Silva H e r z o g SEMANA DE CIENCIA Y TECNOLOGÍA Sede por definir SEMANA DE HISTORIA ECONÓMICA DE MÉXICO •25 (JUEVES) 19:00 Librería Octavio Paz Presentación: El mito del desarrollo de Oswaldo de Rivero •22 (LUNES) 10:00-14:00 U n i d a d Cultural Jesús Silva H e r z o g SEMANA DE CIENCIA Y TECNOLOGÍA 18:00 Librería Octavio Paz SEMANA DE HISTORIA ECONÓMICA DE MÉXICO FONDO DE CULTURA ECONÓMICA • Calendario de actividades • O C T U B R E 2 0 0 1 LIBRERÍAS DEL FCE (Visite nuestra página de internet: www.fce.com.mx) • Librería Alfonso Reyes Carretera Picacho Ajusco 227, Col. Bosques del Pedregal, México, D.F. Tels.: 5227 4681 y 82 • Librería Daniel Cosío Villegas Avenida Universidad 985, Col. Del Valle, México, D.F. Tel.: 5524 8933 • Librería Octavio Paz Miguel Ángel de Quevedo 115, Col. Chimalistac, México, D.F. Tels.: 5480 1801 al 04 • Librería Un paseo por los libros Pasaje Zócalo-Pino Suárez del M e t r o , Centro Histórico, México, D.F. Tels.: 5522 3016 y 78 • Librería en el IPN Av. Politécnico, esquina Wilfrido Massieu, Col. Zacatenco, México, D.F. Tels.: 5119 1192 y 2829 • Ventas por teléfono: 5534 9141 • Ventas al mayoreo: 5527 4656 y 57 • Ventas por internet: [email protected] •3 (MIÉRCOLES) 19:00 Librería Octavio Paz Presentación: El mundo de Homero de Pierre Vidal-Naquet •4 (JUEVES) 19:00 Librería Octavio Paz Presentación: Fundamentos del análisis social. La realidad y su conocimiento de Jaime Osorio •13 (SÁBADO) Inauguración FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO DE MONTERREY •26 (VIERNES) 10:00-14:00 Unidad Cultural Jesús Silva Herzog SEMANA DE CIENCIA Y TECNOLOGÍA Sede por definir: SEMANA DE HISTORIA ECONÓMICA DE MÉXICO •27 (SÁBADO) Librería Fray Servando Teresa de Mier (Delegación Monterrey) Actividades para conmemorar el Día Nacional de la Lectura ORDEN DE SUSCRIPCIÓN Señores: sírvanse registrarme como suscriptor de La Gaceta por un año Nombre: Domicilio: Colonia: Estado: Para lo cual adjunto giro postal o cheque por costos de envío: $150.00, para nacionales; $45 dólares al extranjero. (Llene esta forma, recórtela y envíela a la dirección de la casa matriz del FCE: Carretera Picacho Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, C.P. 14200, México, D.F.) C.P.: País: • NUESTRA DELEGACIÓN EN GUADALAJARA • Librería José Luis Martínez Avenida Chapultepec Sur 198, Colonia Americana, Guadalajara, Jalisco, Tels.: (013) 615-12-14, con diez líneas • NUESTRA DELEGACIÓN EN MONTERREY • Librería Fray Servando Teresa de Mier Avenida San Pedro 222, Colonia Miravalle, Monterrey, Nuevo León, Tels.: (018) 335-0371 y 335-03-19 DANIEL COSÍO VILLEGAS I C O N O G R A F Í A A Recientemente editada por el FCE, esta Iconografía revisa el complejo itinerario de Daniel Cosío Villegas (1898-1976) mediante una serie de imágenes, fotografías y documentos diversos que dan cuenta de su vida y de su rica trayectoria intelectual y política. Aquí, Daniel Cosío Villegas se revela íntimamente a través de diversos nombres compartidos y nos permite comprenderlo así en sus espacios personales como en los diversos ámbitos de su acción intelectual y civil.