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Legítima defensa. Explicado por Hurtado Pozo

Sumilla: Legítima defensa; 1. Agresión; 1.1. Carácter ilícito de la agresión; 1.2. Agresión inminente, actual o presente; 1.3. Bienes jurídicos protegidos; 2. Defensa; 2.1. Necesidad de la defensa; 2.2. Racionalidad de la defensa

Cómo citar: Hurtado, J. (2005). Manual de derecho Penal: Parte General I. Lima: Editora Jurídica Grijley, pp. 523-546.


Legítima defensa

La legítima defensa implica la realización de un acto típico con el fin de proteger un bien jurídico individual. Desde hace mucho tiempo, ha sido prevista en las diferentes legislaciones. Sobre sus aspectos fundamentales, no existen diferencias radicales entre la regulación legislativa y las explicaciones de la doctrina. Sin embargo, se discute mucho sobre su fundamento y la extensión de su ámbito de aplicación. Estas discrepancias se evidencian en particular, en los aspectos específicos de la manera cómo ha sido regulada en los códigos penales.

De manera singular, pero incorrecta, se ha previsto, en la Constitución de 19953 (art. 2, inc. 23), el derecho a la legítima defensa como uno de los derechos fundamentales de la persona. Estos últimos son derechos humanos garantizados por el ordenamiento jurídico positivo, en particular mediante la carta fundamental. Ahora bien, los derechos humanos son facultades e instituciones que, en cada momento histórico, concretan las exigencias de la dignidad, libertad e igualdad de los individuos. Constituyen, en consecuencia, una categoría aparte de los demás, sobre los cuales priman. El derecho a defenderse no debería, pues, ser elevado al nivel de los derechos humanos, porque esto podría dar lugar a que se le hiciera prevalecer siempre sobre los otros, incluidos los derechos humanos propiamente dichos. De esta manera, se desnaturalizaría la legítima defensa y se abrirían las puertas a los excesos que se tratan, con razón, de evitar, mediante su regulación en el Código penal. Además, se incurre en un error de técnica legislativa al insertarse, de modo inconveniente, una regla (indicando cómo se debe o no se debe actuar) cuando es preferible reservar la Constitución para, sobre todo, establecer principios (relativos a los derechos).

La protección de la persona y de sus bienes no puede ser plena ni permanentemente garantizada por el Estado, aun cuando se trate de un Estado policíaco. Por esto existe un interés en reforzar el orden jurídico reconociendo, de un modo excepcional, a cada persona, el derecho a protegerse y de proteger a terceros. Además, mediante el reconocimiento del derecho a la defensa personal, se reafirma la preeminencia del derecho frente a lo injusto. Y por último, el ejercicio de este derecho refuerza la función preventiva del derecho penal, porque se evidencia así que la vulneración del orden jurídico implica siempre el riesgo de una reacción contra los derechos del agresor.

De la mayor o menor importancia que se le dé a uno de estos aspectos respecto a los otros, dependerá qué condiciones habrán de satisfacerse para considerar que se trata de una legítima defensa y, en consecuencia, de una causa de justificación del comportamiento típico realizado.

1. Agresión

La legítima defensa supone una agresión; es decir, un comportamiento” dirigido a lesionar o poner en peligro un bien (lato sensu) legalmente protegido. La agresión debe ser la obra de una persona física, siendo irrelevante que actúe por comisión u omisión. No puede tratarse de una persona jurídica o del Estado. En estos casos la legítima defensa sólo es posible en relación con las personas que constituyen sus órganos (por ejemplo, directores, funcionarios, policías, militares…) y que cometen la agresión ilícita. Además, siendo ésta una acción, no es posible concebir la legítima defensa respecto al peligro que proviene de un animal (salvo que sea utilizado como instrumento por el agresor), ni de un evento no constitutivo de una acción en sentido jurídico penal (por ejemplo, un hecho producido en estado de inconsciencia debido al consumo de alcohol u otra droga). En estos casos, se trataría más bien de un estado de necesidad.

Si bien no se discute respecto a si la agresión puede consistir en una omisión impropia, existen dudas respecto a la omisión propia. En el primer caso, quien omite tiene el deber de garante y, por lo tanto, la obligación de evitar el resultado. En consecuencia, es posible obligarlo a intervenir. Pero la defensa puede consistir también en evitar de modo directo el resultado que el obligado no quiere descartar. Las dudas respecto a la omisión propia no se justifican cuando la ley, mediante los diversos elementos del tipo legal, impone el deber de ejecutar la acción esperada. Por ejemplo, en el caso del conductor de un automóvil que no auxilia al peatón que ha atropellado y que está en grave e inminente peligro de muerte (art. 126), se plantea la cuestión de saber si se le puede obligar a hacerlo mediante violencia o privársele de su vehículo para auxiliar a la víctima. Según nuestro derecho, la respuesta debe ser afirmativa, pues la omisión propia representa la violación de un deber sancionado jurídicamente. Sin embargo, hay que tener en cuenta el tipo legal específico. Así, en relación con el previsto en el art. 159, el inquilino que permanece en el bien inmueble al vencimiento del contrato de alquiler no comete violación de domicilio. Por lo tanto, el propietario no puede desalojarlo por la fuerza alegando la legítima defensa. Además, el orden jurídico le ofrece medios legales para lograr la desocupación de su bien.

En algunas situaciones especiales, se presentan dudas sobre la misma existencia de la agresión. Sucede así, en la denominada legítima defensa putativa. En este caso, por ejemplo, el agente, creyéndose atacado, lesiona a quien esgrime un arma blanca en su dirección pero sin intención de dañarle. El error en que incurre el causante de la lesión indica que carece de conciencia de hacer algo ilícito. Sólo podría ser reprimido por culpa si hubiera podido evitar la equivocación. En cuanto a la legítima defensa, la cuestión es saber si el comportamiento del agente que actúa con la creencia de ser atacado basta para admitir que el lesionado hubiera podido ejercer su derecho a defenderse. Conforme a la doctrina dominante, la respuesta es afirmativa en la medida en que considera suficiente la posibilidad de que se produzca un resultado perjudicial. No obstante, una parte de la doctrina sostiene de manera convincente que, en realidad, no existe una agresión y que, por lo tanto, el lesionado, en caso de haber reaccionado para evitar ser dañado, habría obrado en estado de necesidad (ya que se encontraba en una situación de peligro). En consecuencia, en este supuesto no se da una legítima defensa porque falta el elemento de la agresión y no porque ésta no fuera ilícita.

El tratamiento de la legítima defensa putativa no ha de efectuarse según los requisitos de la legítima defensa misma, y no así a la luz del art. 21, que estatuye: “En los casos del artículo 20, cuando no concurra alguno de los requisitos necesarios para hacer desaparecer totalmente la responsabilidad, el Juez podrá disminuir la pena prudencialmente hasta los límites inferiores al mínimo legal”. En efecto, este artículo coloca a un mismo nivel todos los elementos que son necesarios para que se dé la legítima defensa (agresión ilegítima, racionalidad en el medio empleado para repeler la agresión y falta de provocación suficiente de quien ejerce la defensa). Esta disposición no es aplicable cuando falta la agresión ilegítima, ya que la misma existencia de la legítima defensa depende de la presencia de esta circunstancia, que es su presupuesto, En la práctica, se aplica, pues, a los casos en los que hay exceso en la defensa, que implica una disminución del injusto.

1.1. Carácter ilícito de la agresión

En el texto legal, se utiliza el adjetivo “ilegítima” para calificar a la agresión. Este término debe ser entendido en el sentido de ilícito, injusto, y no sólo en el sentido de su no conformidad a las normas. Como ya hemos tenido la ocasión de indicarlo, ilícito (antijurídico) significa de manera general contrario al ordenamiento jurídico y, por lo tanto, no sólo a las leyes (stricto sensu).

No se trata, pues, de cualquier agresión, sino de aquellas que son contrarias al orden jurídico. No es suficiente, en consecuencia, constatar que el comportamiento en cuestión amenaza la integridad de un bien jurídico. La legítima defensa es imposible frente a un acto típico cometido al amparo de una causa de justificación. Así, no se da contra un acto realizado en legítima defensa; pero sí respecto al ejercicio abusivo del derecho a defenderse. El carácter ilícito está dado porque tanto el actuar del agresor como el riesgo creado respecto a un bien jurídico individual no son valiosos. Es entonces indispensable que, además del posible resultado, la acción sea contraria al orden jurídico. Por ejemplo, el peatón imprudente que crea el riesgo de ser atropellado (resultado negativo) por un conductor respetuoso de las reglas de tránsito (acción lícita), no puede alegar la legítima defensa sí salva su integridad corporal dañando al conductor del vehículo. Sin embargo, podría alegar haber obrado en estado de necesidad, ya que tampoco está obligado a dejarse atropellar (situación de peligro).

Por el contrario, no basta un acto ilícito consistente en la simple violación de un deber contractual y contra el cual el orden jurídico ofrece otras vías legales (demanda civil). Así, contra el deudor que no paga, el acreedor no puede reaccionar haciéndose justicia propia y alegando actuar en legítima defensa de su patrimonio, Lo mismo cabe en el caso del propietario respecto a su inquilino moroso. Ambos deben recurrir a la vía civil para lograr el reconocimiento o restablecimiento de sus derechos.

La acción agresiva puede ser culpable o no. Esto se explica porque mediante la legítima defensa se busca reafirmar el orden jurídico ante el acto ilícito y no sólo cuando se trate de un comportamiento culpable. No es pues acertada la idea, inspirada por Manzini, según la cual “es indispensable que provenga [la agresión] de un sujeto capaz, dotado del discernimiento suficiente como para comprender el carácter antijurídico de su comportamiento”. Por el contrario, la jurisprudencia adoptó la opinión dominante. Así, la Corte Suprema ha admitido la legítima defensa en favor de una madre que reaccionó contra un sujeto “sordomudo” e “imbécil – agresivo” para proteger a su hija menor, sosteniendo de esta manera el criterio generalmente aceptado en doctrina. Esta característica personal del agresor debe ser considerada al juzgarse la proporcionalidad de la defensa. El atacado, consciente de esta circunstancia, debe reaccionar con mesura. Ciertos autores alemanes sostienen el criterio opuesto, estimando que sólo mediante un comportamiento culpable se puede alterar el orden jurídico. Además, consideran que sólo el agente culpable puede comprender por qué debe soportar la reacción de quien se defiende. En los demás casos, piensan que es más conveniente recurrir a la noción de estado de necesidad. Contra este criterio, hay que señalar que también los comportamientos no culpables perturban el orden jurídico y la legítima defensa debe ser admitida porque su objetivo es, precisamente, el de descartar esta perturbación.

1.2. Agresión inminente, actual o presente

De acuerdo con el art. 20, inc. 3, lit. b, el agente debe impedir o repeler la agresión. Esta expresión supone, de modo evidente, una situación que puede ser tanto aquella que implique la inminente realización del ataque o su real inicio, como aquella en que la agresión subsista debido a la acción del agresor. No basta que éste se encuentre en los inicios de sus preparativos para agredir, sino que debe estar a punto de ejecutar la agresión. La defensa supone que un bien jurídico esté en peligro, en una situación de peligro concreto; pero no es indispensable que la acción del agresor alcance una intensidad que permita calificarla de tentativa de un delito. Así, puede tratarse de actos que podrían ser considerados preparatorios, a condición de que denoten con nitidez la inminencia del perjuicio. Este no es el caso cuando el futuro agresor compra un arma o se informa sobre los hábitos cotidianos de la futura víctima, ni cuando se limita a amenazarla con un peligro futuro y lejano. Sin embargo, no hay que esperar el momento en que ya fuera demasiado tarde para repeler el ataque o en que ya sólo fuera posible rechazarlo sufriendo un grave daño.

La reacción del agredido puede darse mientras dure el ataque de que es víctima. Una vez que la situación ilícita creada por el agresor cese, ya no cabe la legítima defensa, pues, el perjuicio ha sido consumado y es realmente imposible impedir o repeler una agresión ya pasada. Sin embargo, este momento no debe ser confundido con el de la consumación de una infracción. En este caso el criterio determinante es el establecido en el tipo legal respectivo (criterio formal de consumación), el mismo que puede prever un delito instantáneo, permanente o de estado. Mientras esta consumación no se haya producido y no exista dificultad alguna para aceptar la legítima defensa, también ésta debe ser admitida hasta los momentos posteriores en los que el agresor continúa materialmente su agresión. Por ejemplo, la víctima de un hurto puede, mediante la violencia (restricción de la libertad), recuperar el bien de su propiedad en poder del ladrón que huye y quien ya se encuentra fuera del inmueble de donde ha sustraído el botín. Lo mismo debe reconocerse, respecto al caso en que el ataque subsista, porque el agresor mantiene a la víctima bajo su influencia con la intención de repetirlo o producir un daño más grave (por ejemplo, el agresor sexual que quiere continuar violando a la víctima).

Un caso evidente de agresión que se prolonga en el tiempo es el de los delitos permanentes. Lo mismo sucede cuando la infracción no ha sido agotada. Por ejemplo, la violación de domicilio se consuma con la penetración o la permanencia en la morada ajena, pero la agresión subsiste, en la segunda hipótesis, hasta que el agente se retire.

Un caso particular es aquel en el que la consumación formal coincide con la consumación material. Un ejemplo típico regulado por la ley es el de las injurias recíprocas. Por ser imposible en estas circunstancias la legítima defensa, el legislador ha previsto una disposición especial (art. 137). En ella se prevén, en realidad, dos situaciones. La primera concierne al hecho de injurias recíprocas “proferidas en el calor de un altercado”; en tal caso, el juez, según las condiciones, no sancionará a las partes o a una de ellas. Mientras que la segunda declara no punible “la injuria verbal provocada por ofensas personales”. Por tratarse de normas que excluyen la represión pueden ser aplicadas por analogía a los demás incidentes en que se presente la misma situación de reacción inmediata posterior a la consumación de ciertas agresiones leves. Por ejemplo, en caso de injurias mediante gestos o vías de hecho, así como en simples vías de hecho recíprocas.

El límite entre estos extremos no puede ser fijado in abstracto mediante una regla absoluta. Deberá ser establecido caso por caso teniendo en cuenta las circunstancias particulares (eficacia y oportunidad de la defensa) y los fines perseguidos con el uso de la legítima defensa.

La Corte Suprema ha considerado que no actúa en legítima defensa quien “a los pocos momentos” de ser herido arroja una piedra en la cabeza de quien lo lesionó. En su opinión no hay que admitir la existencia de esta causa de justificación “si se tiene en cuenta que la agresión [reacción]… se produjo, no en acto simultáneo… sino cuando había transcurrido algún tiempo y cuando ya había quedado concluido el ataque…”. Esta decisión es correcta sólo en su parte final, ya que no es imprescindible que la defensa sea simultánea a la agresión. La “defensa” no puede existir, y así lo reconoce la Corte Suprema, cuando la agresión ya se ha consumado (“cuando ya había quedado concluido el ataque”). El Código Penal estatuye esta condición de manera implícita, pero suficiente, cuando dice: “impedir o rechazar el ataque”.

Por último, hay que señalar que está permitido prever las medidas necesarias para garantizar cierta seguridad frente a agresiones futuras e indeterminadas (defensa mecánica, ofendículo). En estos casos hay que admitir la actualidad de la agresión si dichos medios han sido instalados para que funcionen sólo cuando se produzca el ataque. Por cierto, no deben representar un peligro inmediato y difuso para las personas en general. Por ejemplo, electrificar la cerca de una casa para impedir robos puede causar daño a cualquier peatón (niños jugando). Algunos juristas prefieren considerar que en tales circunstancias se trata del “ejercicio de un derecho” y que no debe admitirse la legítima defensa (por ejemplo: ejercicio del derecho de propiedad).

1.3. Bienes jurídicos protegidos

El bien que el agresor trata de lesionar puede ser cualquier bien jurídico individual, perteneciente a una persona natural o jurídica, protegido por el derecho penal o por las demás ramas del orden jurídico. Puede tratarse, por ejemplo, de los derechos inherentes a la persona protegidos por el derecho civil. El observar por la cerradura de la puerta del baño a una persona desnuda constituye un atentado contra su intimidad que, aun cuando no sea punible según el art. 154, puede dar lugar a la legítima defensa. También es posible en caso del disfrute de bienes de uso común: el peatón que se ve obstaculizado al tratar de utilizar una vereda pública tiene derecho a desalojar al que se lo impida. En tal caso, el bien jurídico atacado es la libertad de transitar.

No son sin embargo objeto de protección los derechos derivados de un crédito o de un contrato. Quien se sienta amenazado o se considere lesionado en la ocasión del cumplimiento de uno de éstos debe recurrir a las vías que estatuye el orden jurídico. No puede hacerse justicia por sí mismo imponiendo el respeto de su derecho a través de la violencia.

La legítima defensa tampoco es posible respecto a los bienes de la colectividad, salvo que la salvaguardia de un bien individual requiera su protección simultánea. Nadie está, por ejemplo, autorizado a despojar al propietario de un kiosco de periódicos de las revistas pornográficas que exhibe, aun cuando se reclame defensor del pudor público (art. 183, inc. 1). Por el contrario, es posible defender legítimamente al menor de catorce años que es incitado a la práctica de un acto obsceno (art. 183, inc. 2). También se puede impedir que alguien conduzca su automóvil en estado de ebriedad cuando un tercero corre el peligro de sufrir un grave perjuicio para su vida o salud. Pero si esta condición no se presenta, no se puede justificar la intervención (atentado contra la libertad individual o la integridad física del conductor) alegando la legítima defensa del bien jurídico colectivo “seguridad pública” (art. 274).

Los ataques contra el Estado, como titular de la soberanía, tampoco pueden dar lugar a la legítima defensa. Esta es posible, sin embargo, cuando los bienes jurídicos agredidos le pertenecen en su condición de persona jurídica; por ejemplo, el patrimonio. Así, en caso de rebelión o sedición (art. 346 ss.), los particulares no pueden por propia iniciativa combatir por las armas a los rebeldes o sediciosos, salvo que sus bienes jurídicos personales (vida, salud) se encuentren también en peligro, Es legítimo defender, sin embargo, a un policía o soldado que es atacado de modo ilícito. Por medio de la legítima defensa, no debe, pues, atribuirse a las personas privadas responsabilidades propias de la Policía o de las Fuerzas Armadas. Según las circunstancias, podría recurrirse al estado de necesidad para no reprimir a quien actúa en defensa de bienes colectivos. Pero admitir el criterio contrario “conduce a consecuencias insostenibles” para el Estado de derecho.

Un caso particular es el derecho a la insurgencia establecido en el art. 46, pf. 2, de la Constitución de 1993. Esta disposición estipula que “la población civil tiene derecho a la insurgencia en defensa del orden constitucional”. No obstante, este derecho no puede ser justificado ni explicado por medio de los criterios que fundamentan y delimitan la legítima defensa, pues no se trata de una legítima defensa del Estado de derecho, sino del reconocimiento del ejercicio de los derechos políticos de los ciudadanos, admitiéndose incluso la reacción y resistencia contra un gobierno que no respete el Estado de Derecho y, por lo tanto, los derechos fundamentales de las personas. Esta situación, por lo demás, se asemeja al estado de necesidad.

2. Defensa

La redacción defectuosa de la disposición legal puede hacer pensar que el segundo factor de la legítima defensa esté sólo relacionado con el medio empleado. En realidad, el párrafo b, del inciso 3 del art. 20, se refiere a la defensa contra la agresión ilícita. De modo que se trata de toda forma de comportamiento al que recurre quien se defiende y no sólo el objeto, instrumento o arma que puede utilizar para hacerlo mejor. Dicho de otra manera, el vocablo “medio” debe ser comprendido en su acepción de acción conveniente para conseguir un objetivo (en este caso, la protección del bien jurídico). Se puede afirmar, pues, que el medio constituye, según el texto legal, el comportamiento defensivo de quien actúa en legítima defensa.

Como la persona agredida no está obligada, moral o jurídicamente, a soportar que sus bienes sean dañados, el orden jurídico le da el derecho de defenderse contra quien se ha colocado fuera de su protección. La reacción de quien se defiende debe dirigirse hacia la persona del agresor. Si un tercero resultara afectado por el comportamiento de quien se defiende, éste puede invocar haber actuado en estado de necesidad. Aunque también puede admitirse que se trata de legítima defensa, cuando el perjuicio causado a un tercero se debe a que uno de sus bienes materiales ha sido utilizado como medio para la defensa contra el agresor, es más conveniente aplicar en estos casos el estado de necesidad.

2.1. Necesidad de la defensa

Este comportamiento (reacción del agredido) debe ser necesario. La determinación de la necesidad de la defensa supone una apreciación general sobre el hecho de que la acción de defenderse es indispensable para descartar el peligro creado por la agresión. Es menester que el agredido la impida o repela, pero esto no significa que su acción deba suceder forzosa e inevitablemente. Puede muy bien optar por escapar de su atacante para evitar sufrir el daño que éste quiere causarle.

El criterio de necesidad constituye, pues, un principio normativo que fija los límites de la defensa. En primer lugar, la acción de defensa debe, entre las diversas posibilidades que tiene el agredido, causar el daño menos grave al agresor. Por otra parte, el que se defiende no está obligado a asumir el daño que trata de evitar u otro menos grave, ni a defenderse de la manera menos peligrosa en pro de un resultado incierto. Si no le queda otra alternativa, será “necesaria” la acción que realiza por ser, objetivamente, adecuada para descartar el riesgo que comporta la agresión. Quien es atacado a puñadas no está obligado a defenderse de la misma manera si resulta probable que sea lesionado; pero tampoco puede, de modo inmediato, disparar a matar con su arma de fuego contra el agresor. En este caso, la utilización del arma, sin previamente amenazar o advertir al atacante mediante un tiro al aire, constituye una defensa, pero no la necesaria para salvar el bien jurídico en peligro.

La necesidad de la defensa debe ser evaluada según criterios objetivos. Con este fin debe tenerse en cuenta el contexto en que tienen lugar los hechos; es decir, tanto las circunstancias que se refieren a la persona del agresor y a su comportamiento, como las referentes a la persona del agredido; también la naturaleza del instrumento o arma empleada por el atacante y las posibilidades de las cuales dispone la víctima para defenderse. Si bien ésta no está obligada a correr riesgos innecesarios, tampoco debe recurrir sin más al medio más seguro (matar al agresor) si le es posible repeler la agresión con medios menos drásticos. Es evidente que esto no excluye la posibilidad de reaccionar de modo más radical si su primer acto de defensa no es eficaz.

La apreciación de la necesidad de la defensa debe ser realizada ex ante y considerando el juicio de un observador circunspecto. Esto significa que deben aplicarse criterios objetivos, en la perspectiva del momento y del lugar en que se produjo la defensa. Esta valoración es aplicada por la Corte Suprema a un caso en que el procesado disparó contra el agraviado como única posibilidad adecuada a las circunstancias para defender la libertad sexual de su hija, “pues el acusado al momento de disparar se encontraba herido y presenció la violación perpetrada contra su hija […] razón por lo que su conducta se encuentra justificada. En caso de un asalto a mano armada, en el que el delincuente amenaza a la víctima con un arma de fogueo, no puede exigírsele a quien interviene en su defensa que compruebe antes si el arma es verdadera y si la víctima está o no en peligro. La defensa es objetivamente necesaria a pesar de que la vida o la integridad corporal del rehén no corra peligro, hecho que sólo es posible de constatar ex post. El error inevitable en que incurre el defensor no influye, pues, en el carácter necesario de la defensa. En todo caso, hay que llamar la atención de que otra cosa es establecer los efectos de este error, lo cual se precisará, recién, en el momento de determinar si y cómo se sanciona al agente.

2.2. Racionalidad de la defensa

2.2.1. En general

La defensa, además de necesaria, debe ser racional, conforme a la razón. Esta expresión indica un juicio de valor con referencia a la justicia y equidad. De esta manera, se introduce en la acción de defenderse una dimensión ética, que sirve así mismo de límite a la legítima defensa.

La racionalidad de la defensa se determina apreciando la proporcionalidad entre el peligro propio a la agresión y la acción de defenderse; es decir, entre las condiciones, instrumentos y riesgos de la agresión y los propios del comportamiento defensivo.

La racionalidad de la defensa supone pues que los medios empleados para rechazar el ataque y los utilizados por el agresor son equivalentes. Sin embargo, la correspondencia no debe ser absoluta o determinada de forma matemática. La situación concreta en que se realiza la defensa debe ser examinada evitando todo formalismo. Se tomarán sobre todo en consideración la intensidad de la agresión, la peligrosidad del agresor y la disponibilidad de los medios que pueden ser utilizados (necesidad concreta de los medios por oposición a necesidad abstracta referida a la defensa). La Corte Suprema se ha pronunciado en este sentido en una de sus ejecutorias, afirmando que “si el procesado se limita a repeler el ataque que en su contra materializaba el agraviado, implicando para dicha reacción un medio idóneo y adecuado a las características de la agresión, es de estimar que actuó en legítima defensa.

Si en principio rige la regla según la cual el derecho no debe ceder ante lo ilícito, su aplicación tampoco debe conducir a fomentar la agresividad. No es una defensa racionalmente necesaria, por ejemplo, la acción del campesino que tira a matar contra niños para impedirles dañar sus cultivos. Porque si no se tienen a disposición los medios apropiados para proteger o preservar bienes de poco valor, entonces debe renunciarse a rechazar el ataque y optar, por ejemplo, por alejarse de tal lugar o pedir ayuda a terceros. Lo mismo puede decirse de quien, en lugar de apartar mediante un empujón al retardado mental que trata de agredirlo, le causa heridas graves.

La legítima defensa no supone la obligación de inhibirse de impedir o de repeler la agresión ilícita (por ejemplo, mediante la fuga o pidiendo socorro a la policía), pero tampoco debe ser la ocasión para que el agredido ponga en evidencia su fuerza y dé ejemplo de valentía. Si tiene la posibilidad de mentalizar a su agresor pidiendo simplemente ayuda a la policía o a terceros que se encuentran en el lugar de los hechos, debe hacerlo. De otro modo, su reacción resultaría innecesaria, salvo que éstos se muestren renuentes a intervenir.

La desproporción extrema, por un lado, entre el valor de los bienes jurídicos en conflicto y, por otro, entre el ataque y la defensa, implica que la reacción del agredido sea superflua y también irracional por no ser justa. Este no es el caso, sin embargo, cuando se trata de bienes jurídicos individuales que pueden ser defendidos aun en detrimento de bienes jurídicos más importantes del agresor. Por ejemplo, la víctima de una tentativa de violación puede dañar la integridad corporal o la vida del violador para salvaguardar su libertad sexual. Asimismo, quien es víctima de un robo puede lesionar al ladrón para evitar la sustracción del bien que le pertenece.

La mínima relevancia del riesgo debe, pues, limitar el ejercicio del derecho de defensa. Sobre todo cuando el único medio de repelerlo es causar al agresor un grave daño, por ejemplo, a su vida o integridad corporal. En este sentido, debe admitirse que el principio establecido en el art. 2 Il a de la CEDH constituye por analogía un límite a la legítima defensa.

[…]

3. Falta de provocación suficiente

Nuestro Código contiene una última condición: la “falta de provocación suficiente de parte del que hace la defensa”. No se trata de una característica de la agresión ilegítima, pues si así fuera se concluiría afirmando que esta tercera condición legal es superflua. En la aplicación judicial no son frecuentes los casos de provocación, quizás por las dificultades prácticas que existen para probarla. Estas dificultades y las encontradas en la interpretación del art. 85, inc. 2, del Código derogado, condujeron a los autores del Proyecto de 1985 (agosto), a omitir, como en el Código Penal colombiano y en el Proyecto argentino de 1960, toda referencia a la circunstancia de la “falta de provocación suficiente” (de origen hispánico).

La comprensión de esta condición implica tener en cuenta las diversas acepciones del término provocar que se refieren, por un lado, al hecho de incitar a una persona a que ejecute una acción y, por otro lado, al hecho de irritar o estimular a un individuo con palabras u obras para que se enoje. De modo que la provocación consiste en excitar y enojar a una persona, mediante cualquier proceder apropiado, para que reaccione atacando uno de los bienes jurídicos del provocador o de un tercero. El provocador recurre con frecuencia a la burla o al escarnio, pero también a los insultos, a las vías de hecho, daños a la propiedad, etc. Mas no se trata de cualquier provocación; ésta, según el texto legal, debe ser suficiente, Es decir, de una intensidad e índole apropiadas para que la persona concernida pierda la tranquilidad, reaccione agresivamente. La apreciación del carácter suficiente de la provocación debe hacerse mediante un juicio objetivo de valor. No puede depender, por ejemplo, de la extremada susceptibilidad o irritabilidad del sujeto en cuestión.

Además, ya que se admite que las agresiones ilícitas provocan por lo general una reacción del agredido y que ésta es la situación de hecho propia a la legítima defensa, la fórmula “falta de provocación suficiente” supone siempre una actitud especial de quien se defiende. Este debe poner cuidado en comportarse de manera tal que no origine, de parte de cualquier persona, una reacción contra él. En la actividad diaria, sin embargo, esto sucede con cierta frecuencia. Por eso, y aunque la ley sólo distingue entre provocación suficiente e insuficiente, debe precisarse aún si el autor del acto es o no responsable de la provocación. No lo es, por supuesto, si se trata de un caso fortuito. El problema se presenta, entonces, sólo si el autor procedió con intención o culpa.

El caso más claro es el de la provocación dolosa. El agente coloca a la persona concernida en una situación material y persona! que le permitirá dañarla con impunidad. Esta situación le servirá de cobertura para llevar a cabo su infracción programada. Éste no actúa en legítima defensa porque ha provocado ilícitamente una reacción del agresor excitándolo de manera suficiente. Sin duda, el acto de provocación no debe constituir una agresión ilícita en el sentido de la ley. Por ejemplo, si la provocación consiste en golpear varias veces a la víctima, la reacción de ésta representa el ejercicio del derecho a defenderse legítimamente, pues se trata en realidad de una agresión y no sólo de una provocación. Contra la reacción del agredido, por estar justificada, no procede entonces la legítima defensa.

Si el comportamiento provocador es culposo, la imprevisión culpable debe ser bastante grave para considerar que la provocación es suficiente. Si no lo es, el autor podrá defenderse; pero la racionalidad y proporcionalidad de su acción deben establecerse teniendo en cuenta su acto culposo.

4. Voluntad de defenderse

Aunque el texto legal no lo prevea de modo expreso, quien actúa en legítima defensa debe tener la voluntad de ejercer este derecho que le reconoce el orden jurídico para evitar que sus bienes sean dañados mediante una agresión ilícita. Esto implica que debe ser consciente de las circunstancias materiales en las que se defiende y la intención de defenderse. Los aspectos particulares de este factor han sido presentados al analizarse el aspecto subjetivo de la ilicitud.

5. Legítima defensa de terceros

El art. 20, inc. 3, ab initio, se refiere de modo explícito a la defensa de bienes jurídicos de terceros. A diferencia de la legítima defensa propia, el agredido en este caso no es el que ejerce la defensa. Toda persona puede ejercer esta defensa, sin que sea necesario que esté obligado a hacerlo por un deber de garante.

En estos casos, la víctima de la agresión no impide o repele el ataque ilícito. Es indispensable, sin embargo, que tenga la voluntad de defenderse o de ser defendida. Si esta voluntad no existe, significa entonces que el agredido consiente en sufrir cl perjuicio. Par ejemplo, el propietario de un huerto que ve a un adolescente sustraer frutas de los árboles de su propiedad y no hace algo por impedírselo, acepta ser desposeído. En consecuencia, no se trata de una agresión ilícita y nadie está autorizado a intervenir alegando que lo hace para proteger el orden jurídico. La falta de interés en proteger el bien jurídico individual predomina. Otro ejemplo es el de la situación descrita por el dicho popular “cuanto más me pegas más te quiero”. Si la mujer o el marido acepta los maltratos de su pareja (art. 442), un tercero no puede intervenir en su defensa. Un límite fundamental a esta regla lo constituye, sin embargo, la naturaleza del bien jurídico: la aceptación de que se le cause la muerte o lesiones graves no impide la legítima defensa del consintiente. Esto implica que un tercero puede intervenir para impedir, por ejemplo, que el agente cometa un homicidio piadoso (art. 112). Un caso particular es el referente a ciertos bienes altamente personales; por ejemplo, la intervención con ocasión de un adulterio in fraganti invocando la protección de los intereses de la persona engañada. En estas circunstancias se imponen ciertas restricciones para impedir abusos respecto a la intimidad personal de terceros.

Un caso límite se presenta cuando la víctima de la agresión está de acuerdo con el defensor, pero no con el medio que éste utiliza para rechazar la agresión. En el ejemplo del hurto de frutas, el propietario se opone a que el tercero utilice un arma de fuego. El tercero debe tener en cuenta la voluntad del agredido, porque la condición que éste establece supone una renuncia parcial a la protección de su bien jurídico. Por otra parte, la doctrina acepta el criterio opuesto cuando la víctima rechaza la defensa ante el temor de una futura reacción del agresor. El ejemplo muchas veces citado es el de la víctima de una toma de rehenes que renuncia a protegerse por temor a una nueva agresión por parte de los delincuentes (terroristas).

Al margen de estas observaciones sobre los aspectos singulares de la legítima defensa de terceros, ésta se haya sometida a las mismas condiciones que la legítima defensa propia: existe sólo si se da una agresión ilícita, si hay necesidad racional del medio empleado para rechazarla y si quien hace la defensa (en este caso, el tercero no agredido) no ha provocado de manera suficiente al agresor. Todo esto lo establece de modo expreso nuestro texto legal, evitando así los problemas de interpretación que se presentan con respecto a otros textos legales.

6. Legítima defensa presunta (excursus)

Mediante el art. 1 de la Ley N* 23404, del 27 de mayo de 1982, se adicionó al inciso 2 del art. 85 del Código derogado el párrafo siguiente: “se encuentra comprendido en el párrafo anterior, el que obrase para repeler al que pretendiera ingresar o ingrese en su casa o morada mediante escalamiento, fractura, subrepticiamente o usando violencia”. De esta manera, se estatuyó que el titular de la casa o morada no sería reprimido por haber actuado en legítima defensa. Se trataba, pues, de una ficción consistente en suponer que la acción de defender la casa o morada reunía los tres requisitos señalados en el art. 85, inc. 2, pf. 2.

Los defectos de esta reforma eran numerosos. Si apreciamos sólo el aspecto formal, podemos señalar, por ejemplo, las siguientes incoherencias: primero, a pesar de que en el párrafo primero de la disposición citada se hacía referencia a la legítima defensa en favor de la persona o de los bienes del agredido ilegítimamente y de la persona o bienes de un tercero, en el párrafo agregado sólo sc aludía al agente que repelía el ataque contra “su casa o morada” ¿Significaba esto que si no era el titular de la casa o morada quien actuaba, la ficción estatuida no le beneficiaba? Segundo, hay que destacar la imprecisión en el uso de los términos “casa o morada”, sin tener en cuenta lo que disponía el art. 230 del mismo Código (violación de domicilio). Según esta norma, el objeto del delito era la “morada o casa de negocio ajena, en sus dependencias, o el recinto habitado por otro”. De manera que cabía preguntarse, si esta misma distinción debía hacerse respecto al texto agregado a la disposición comentada. En caso de una respuesta afirmativa, la ficción entonces hubiera sido también aplicable a quien hubiese rechazado un atacante que penetrara en su “casa de negocio”. Tercero, la referencia al hecho de “pretender ingresar o ingresar” en la casa o morada era incompleta, porque podía tratarse de alguien que había ingresado con el consentimiento del titular. En este caso, no cabría tampoco decir que el delincuente había ingresado “subrepticiamente”, no siendo por lo tanto aplicable la ficción establecida.

En cuanto a la concepción de la legítima defensa, la reforma era así mismo defectuosa. Al respecto cabe la pregunta siguiente: ¿La ficción admitida era una ficción juris tantum o de jure” Es decir, ¿dicha ficción admitía o no la demostración de lo contrario? Si la respuesta era afirmativa, significaba entonces que el juez debía comprobar en cada caso si se daban los requisitos fijados en el texto original del Código. De modo que cabía cuestionarse sobre la razón de una reforma que no agregaba nada a la ley y que, por el contrario, oscurecía su sentido. Si la respuesta era negativa, implicaba dar carta blanca para matar, lesionar o privar de la libertad a quien pretendiera ingresar o hubiera ingresado en casa o morada ajena. La justificación residiría en el presumible peligro que comportara la acción del atacante contra el patrimonio, la integridad física o la vida de quien defendía su casa o su morada. La exigencia según la cual la legítima defensa debe ser necesaria estaría falseada; justificándose así que, en muchos casos, para proteger el domicilio o el patrimonio se dañara la vida o la salud. Para evitar esto debían confrontarse los bienes jurídicos en conflicto; pero ello significaba volver al texto original del Código. Cabe señalar que, en este caso, la reforma implicaba a menudo una excepción a lo dispuesto en el art. 90 CP de 1924: la legítima defensa imperfecta por la desproporción entre los bienes en conflicto o los medios utilizados por quien se defendiera, no hubiera dado lugar a una simple atenuación de la pena sino a la impunidad.

El desconocimiento de lo que es la legítima defensa y del papel que desempeña en la sistemática de nuestro ordenamiento jurídico, hizo que esta reforma fuera inútil (en caso de tratarse de una presunción de jure) o incorrecta (en caso, de tratarse de una presunción juris tantum). Los motivos que la impulsaron se vinculan desde luego más al instinto de protegerse que a criterios racionales válidos. Fue una clara manifestación de la aplicación deficiente de la política criminal del “golpe por golpe”. Además, el hecho de que algunos códigos, como el francés y el venezolano, contuvieran una disposición parecida a la de la Ley 23404, no justificaba la reforma. La reforma fue un gesto político; así, de forma democrática, cristiana y popular, se invirtió la jerarquía de valores.

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