A Maria Rosa, Ariadna, Laia, Aina y Jana


Prefacio

Aunque inicialmente fueron concebidos como dos libros separados (el anterior, «El error de Prometeo: Psico(pato)logía del desarrollo moral», y el presente, «Prometeo en el diván: Psicoterapia del desarrollo moral»), la interdependencia mutua entre ambos nos ha llevado, finalmente, a considerarlos como dos volúmenes de una misma obra, a la que, de ahora en adelante, nos referiremos como primer y segundo volumen, respectivamente, que, aunque pueden ser leídos por separado, se complementan de forma inextricable.

El presente volumen intenta poner las bases para una aplicación práctica del modelo del desarrollo moral. Está divido en dos partes: la primera, dedicada al procedimiento terapéutico, y la segunda, al proceso de (re)construcción o integración de los diversos subsistemas de regulación moral en su conjunto.

La primera parte, el procedimiento, no es exclusiva del modelo de desarrollo moral y puede ser compartida con terapeutas de otras orientaciones, aunque todos los procedimientos o técnicas que se describen están pensados como instrumentos útiles para la consecución de los objetivos del modelo. En concreto, se atiende a las diversas fases, con frecuencia indistinguibles entre ellas, por las que pasa el proceder terapéutico: acogida del cliente, exploración de su mundo existencial, expresión de sus vivencias, comprensión del significado de su existencia. Todo este recorrido está acompañado de recursos lógicos y analógicos que el terapeuta tiene a su disposición hasta el momento de resolución o cierre de la psicoterapia.

La segunda parte está dedicada al proceso de cambio del paciente, considerado como un cambio epistemológico resultado de la integración de los diversos sistemas de regulación moral: prenómico, anómico, heteronómico, socionómico, en un conjunto armónico presidido por la autonomía. En cada uno de los respectivos capítulos se habla de cómo favorecer el desarrollo e integración de los diversos subsistemas de regulación moral, con abundancia de ejemplos y descripción detallada de las técnicas o procedimientos.

Dada la intención demostrativa de estos capítulos y ante la imposibilidad de describir al detalle, de forma completa y exhaustiva, muchos de los casos y procedimientos, por motivos de espacio y tiempo, este segundo volumen recurre a recursos externos al propio libro recogidos en un apartado denominado Anexo, que puede ser consultado a través de una dirección electrónica de libre acceso con solo acudir a la dirección del sitio web de la Editorial Herder (http://www.herdereditorial.com/obras/5457/prometeo-en-el-divan/), recursos que pueden bajarse enteros sin ningún coste añadido. El Anexo se compone de diversos documentos, cada uno de los cuales es accesible independientemente de los otros, con solo identificar su título o referencia. Con ello hemos pretendido evitarle al lector la excesiva longitud o complejidad de ciertos documentos, presentando en el texto solo sus características esenciales, y ofreciendo, al mismo tiempo, a quien esté interesado en una mayor profundización de los mismos, la posibilidad de leer los documentos en su integridad.

Antes de dar por terminada esta presentación, quiero hacer una mención especial a Pilar Mallor, quien ha colaborado en la gestación de este libro, y con la que he compartido casos, supervisiones, terapias de pareja y grupo, y reflexiones y publicaciones, ampliamente recogidas en esta obra, que elevan su participación casi al nivel de coautoría. Igualmente, debo expresar mi agradecimiento a numerosos colegas que, con sus casos, algunos ampliamente reproducidos en el texto y otros solo referenciados brevemente, también han contribuido al enriquecimiento del conjunto. Evito la relación nominal a fin de no incurrir en omisiones que lamentaría profundamente, pero quiero dejar constancia aquí de mi sincero reconocimiento a todos ellos.

Mi reconocimiento ha de ir, también, a los pacientes que han aceptado ser grabados, transcritos y publicados con la generosa finalidad de ayudar a cuantos puedan sentirse como ellos. Hemos modificado sistemáticamente sus nombres y su localización geográfica, para mantener su privacidad al máximo, pero hemos respetado, dentro de la corrección ortográfica y la inteligibilidad del texto, sus palabras textuales, porque son las que realmente dan cuenta de la intensidad y la tensión de su vivencia. También ellos son muchos y de muy diversas procedencias. A todos ellos mi agradecimiento más sincero, por lo que aportan con su testimonio y por lo mucho que nos han enseñado.

Y por último, quiero desear al lector que estos dos volúmenes puedan serle de utilidad en su práctica terapéutica, abriéndoles un camino nuevo de comprensión y de actuación, como así lo ha supuesto para nosotros durante estos largos años de gestación del modelo y de la obra que finalmente se pone a disposición del público.

Barcelona, 30 de julio 2013


Introducción

A pesar de los intentos por poner remedio al estado de indefensión en que Epimeteo había dejado al ser humano en el momento de su formación, ni Prometeo ni Zeus consiguieron compensar con sus intervenciones las carencias, fruto de la improvisación y la precipitación, con que el hombre fue moldeado por el primero de los dos hermanos. Prometeo arrebató el fuego y la técnica a los dioses para dárselos a los hombres e intentar compensar así sus limitaciones de cara a poder sobrevivir en la naturaleza y Zeus le otorgó el sentido del orden y la justicia para posibilitar que pudiera vivir en sociedad. Pero con estos complementos de carácter divino se rompió el orden natural: el ser humano se convirtió en un ente de naturaleza mortal, que participaba de dones de naturaleza divina que no le eran propios. Como tal, trascendía los límites de la naturaleza, pero a su vez permanecía sometido a ella. Era capaz de moldear y transformar la materia, pero no de crearla. Tenía juicio suficiente para dictar leyes e imponerlas, haciendo así posible la vida en sociedad, pero no para fundamentarlas. Era capaz de proyectar su vida, pero no de evitar su muerte. Esta disociación introducía una hendidura en el núcleo ontológico del ser humano, la conciencia de muerte, cuya significación ha sido recogida de diversos modos por los mitos relativos a los orígenes del hombre, siendo el más conocido entre nosotros el del pecado original y la consiguiente expulsión de Adán y Eva del paraíso, que relaciona invariablemente el estado de «caída» (Heidegger, 1927) con la causa de la infelicidad humana.

Desde este momento inicial, el hombre ha buscado siempre un camino de salvación o de recuperación del estado de felicidad originaria a través de la religión y del pensamiento filosófico. En el Taoísmo o el Hinduismo, por ejemplo, la vuelta al estado primigenio se concibe como una identificación con el orden natural o con el Absoluto trascendente. En la mayor parte de los textos hindúes se describe el alma (Atman-Brahman) como un absoluto impersonal, dando origen a las diversas modalidades de teísmo presentes en el hinduismo. En ellas la liberación se alcanza entregándose al culto divino o abandonándose confiadamente en las manos de Dios. En estas filosofías religiosas la infelicidad viene señalada como fruto de la ignorancia que aparta al hombre del camino de la verdadera felicidad.

La idea subyacente, en cualquier caso, de la que se hace eco el propio Platón, es que el ser humano es defectuoso, vive en el pecado, la ignorancia o las sombras, y que, por tanto, debe ser salvado, instruido o iluminado. Para algunas tradiciones, como la cristiana, este camino de salvación pasa por una nueva intervención directa divina colectiva (redención), que culmina en la resurrección de los cuerpos y el establecimiento de un nuevo orden (Apocalipsis). Para otras pasa por un camino de reencarnaciones hasta llegar a un estado de quietud o de nirvana definitivos. Todo depende de cómo se interprete esta trascendencia que se atribuye al ser humano. La cuestión se puede plantear, en síntesis, en los siguientes términos: ¿la inmortalidad o trascendencia del alma es producto de una intervención divina «salvadora», que instaura un orden nuevo no previsto en la naturaleza, o es un proceso de «liberación» de un alma de naturaleza divina del ciclo de reencarnaciones, a través de un camino de ascesis o sucesivas purificaciones?

En las llamadas religiones proféticas (cristianismo, judaísmo, islamismo) se llega a la salvación, la dimensión noética o espiritual, por la intervención reveladora o transformadora de lo divino en la historia, es decir, por la instauración de un puente de comunicación y transformación, la Revelación, entre el mundo de lo mortal y lo inmortal que culmina en la glorificación o resurrección, en la transformación de la vida natural en espiritual.

Las tradiciones de corte más bien filosófico encuentran el camino de salvación en un perfeccionamiento moral individual por medio de la ascesis, la ataraxia, o el desapego. Estoicismo o epicureismo en Occidente o budismo en Oriente son representantes de este tipo de planteamientos. Para el budismo la liberación consiste en el proceso de vaciar la conciencia de cualquier representación sensible y de desligar el alma de cualquier afecto o apego terrenal. En esta concepción la muerte no es el final de la vida, sino el final de una ilusión: se concibe como la liberación del sufrimiento, de la cadena de las causas y efectos. Por esta razón, la muerte es un momento sagrado, el momento en que se nos revela la realidad. En este contexto no se trata de huir del sufrimiento, sino de traspasarlo. En la tradición budista la muerte es la ocasión para un despertar. Considerada de este modo, la muerte no es una tragedia: por tanto no hay que llorar ni retener a la persona, sino más bien invitarla a descubrir la pura luz que hay en ella y dejarla ir. En la India se dice: «No te identifiques con tu yo mortal, sino recuerda que estás habitado por el Uno mismo».

Estas concepciones entienden la vida y la muerte ligadas por una misma línea argumental o de coherencia. La liberación y el desapego que supone la muerte se puede practicar en vida. Las diversas corrientes místicas de Oriente y Occidente conciben la vida como un camino de espiritualidad, de ascesis y trascendencia. Albert Einstein (2005), uno de los científicos más destacados del siglo XX, escribió:

Un ser humano es parte de la totalidad, a la que llamamos Universo, una parte limitada en tiempo y espacio. Se experimenta a sí mismo, sus pensamientos, sus sentimientos, como algo separado del resto, una especie de ilusión óptica de su conciencia. Esta ilusión es para nosotros como una presión que nos confina a nuestros deseos personales y a sentir afecto por unas cuantas personas, las más próximas a nosotros. Nuestra tarea debe ser liberarnos nosotros mismos de esta presión, ensanchando nuestro círculo de compasión para abrazar a todas las criaturas vivientes y a la naturaleza entera en toda su belleza.

Estas dimensiones han estado presentes en grados diferentes en la mayoría de civilizaciones. Si no se ha impuesto la una sobre la otra, a pesar de los repetidos intentos por parte de diversos movimientos dogmáticos y totalitarios, es probablemente porque, como dice Morin (1970)

responde a una necesidad fundamental del individuo humano, y es que la contradicción fundamental del individuo entre la muerte, que su alma y su ser repudian, y la inmortalidad, que su inteligencia recusa, no ha sido resuelta.

En la medida en que el pensamiento occidental, después de la irrupción de la ciencia positivista, la ilustración, el marxismo, el capitalismo y el psicoanálisis se ha liberado de referentes míticos o religiosos y su perspectiva se ha vuelto inmanente, ya no se busca la salvación a través de la ascesis o la intervención divina. Preocupan más bien las inquietudes de la vida cotidiana: enfermedades, pobreza, éxito social, desasosiego mental, pérdidas afectivas. El origen del malestar en la experiencia subjetiva humana ya no se atribuye a causas trascendentes: el pecado original, el destino, el karma, la fortuna o la voluntad divina, sino que se otorga a causas sociales o psicológicas. El remedio de las primeras pertenece al ámbito de la economía y la política; el de las segundas a la psiquiatría o a la psicoterapia. Está claro que incluso las desgracias naturales no golpean a todos los individuos ni a todas las sociedades por igual, y que influyen en ello el nivel económico de cada individuo y el de la organización política de cada país. El dolor o el sufrimiento psicológico, sin embargo, no pueden ser curados por las organizaciones políticas o sociales, aunque tal cosa se pensara durante algún tiempo (Cooper, 1974, 1978; Deleuze y Guattari, 1972). Requieren una intervención directa sobre el cerebro o el espíritu, con resultados muy diversos.

Recientemente la filosofía, liberada de su servidumbre teológica, ha vuelto a postularse como remedio de los males del alma (Cavallé, 2002, 2004, 2007; Marinoff, 1999, 2006, 2008, 2011; Riso, 2009), al igual que lo fueron en la Antigüedad la religión o la filosofía misma. También las religiones orientales han venido a ocupar en Occidente el vacío dejado por la religión cristiana, revestidas de doctrinas de autoayuda, crecimiento personal, o de una vaga espiritualidad (Chopra, 1996; Osho, 2012; Bucay, 2005; Tolle, 2009; Dyer, 2001). El Budismo, junto con el Yoga, han conseguido una notable aceptación en nuestros días, a través de publicaciones, programas de radio o televisión, prácticas de yoga y meditación, incluso en los gimnasios, o de la promoción a que ciertas figuras del séptimo arte han contribuido.

El inconveniente de estos remakes, sacados de su contexto cultural, refritos las más de las veces según el gusto occidental, es que implican un planteamiento idealista y trascendental que no contempla las características del psiquismo humano en su dimensión evolutiva, emocional y procesual. Cicerón, filósofo ecléctico, curtido en el ejercicio del estoicismo y del escepticismo, nada sospechoso de sensiblería, no conseguía de ningún modo superar el dolor que sintió por la muerte de su hija Tulia, ni siquiera después de leerse todas las Consolationes de los distintos filósofos, incluida la que él mismo escribió, titulada «Autoconsolación». Tuvo que hacer su proceso psicológico de duelo, como cualquier mortal: negar, rabiar, llorar, aceptar, y esto durante el largo período de tiempo que estuvo retirado en su finca campestre de Astura, en la península de Antium, donde pasaba la mayor parte del tiempo, como reconocía en su carta a Ático (251, XII, 14), paseando solo:

En este lugar solitario no hablo con nadie. Pronto por la mañana me escondo en un bosque espeso y espinoso y no salgo hasta el atardecer. Cuando estoy solo toda mi conversación es con los libros, que se interrumpe por accesos de llanto, contra los que lucho cuanto puedo. Pero hasta ahora es una lucha desigual.

Todo este dolor tuvo que seguir su proceso psicológico hasta llegar a la aceptación, cuya culminación había de ser un monumento alzado en memoria de la hija, que se erigiera en su honor. Por suerte, o por desgracia, según la perspectiva que se adopte, no existían en tiempo de Cicerón ansiolíticos o antidepresivos con los que paliar la experiencia del dolor psicológico.

A explicar la naturaleza psicológica y no cerebral (Pérez, 2011) de los problemas mentales humanos dedicamos el primer volumen de esta serie dedicada a Prometeo, titulada «El error de Prometeo» (Villegas, 2011), particularmente el capítulo 12, donde hablando del cambio de paradigma que implica la psicoterapia, entendida como proceso hacia la autonomía, sobre todo si definimos como Henry Ey (1976) todas las neurosis como patologías de la libertad, escribíamos:

Esto significa en primer lugar dejar de pensar los problemas psicológicos como enfermedades para pasar a entenderlos como conflictos que implican una constricción de la libertad, independientemente de su origen externo o interno.

La equiparación de los trastornos psicológicos a las enfermedades fisiológicas tiene el doble efecto perverso de extraerlas de su contexto evolutivo y existencial y de situar a la persona en una posición pasiva e irresponsable frente a ellas. Como dicen González Prado y Pérez (2007):

La cuestión de fondo es que los trastornos psicológicos o mentales no son enfermedades como otra cualquiera, como la diabetes o la artritis, según se comparan a menudo. Los trastornos psicológicos no son tipos o entidades naturales como pueden serlo las enfermedades propiamente, sino tipos prácticos o entidades interactivas, susceptibles de ser influenciadas por el conocimiento, interpretaciones y explicaciones que se den de ellas o de las experiencias o conductas de las que se derivan. La interpretación y explicación cultural y clínica de la depresión y la ansiedad influye en su realidad, convirtiéndola, por ejemplo, en una enfermad como otra cualquiera o en un problema de la vida y no necesariamente el paciente pasivo de un presunto desequilibrio neuroquímico.

O como decía Thomas Szasz (1961):

La psicoterapia es un método eficaz para ayudar a la gente no a curarse de un enfermedad, sino a aprender más de sí mismas, de los demás y de la vida.

No queremos decir con ello que los remedios farmacológicos no puedan actuar y ser considerados necesarios como paliativos, en ocasiones imprescindibles, del sufrimiento humano, ni negar a la filosofía su carácter de «maestra de la vida» y, como tal, ser de gran utilidad para la curación del alma, sino simplemente subrayar que a la concepción psicológica de los trastornos anímicos le corresponde una intervención de naturaleza psicológica, que llamamos psicoterapia.

Si nos tomamos en serio las palabras de Albert Einstein, citadas un poco más arriba, tendríamos que admitir que la psicoterapia se presenta como la «medicina de una ilusión». La psicoterapia no reniega del valor ilusorio del deseo, del apego, del miedo, la alegría, la tristeza o la rabia, sino que las afirma como reales, las únicas experiencias a las que podemos acceder vivencialmente. Desde el punto de vista físico, ciertamente somos un amasijo de partículas atómicas en un mundo formado por neutrones, protones y fotones. Y desde el punto de vista biológico, probablemente no pasamos de ser otra amalgama de células organizadas por códigos genéticos y ácidos ribonucleicos. Todas estas entidades, seguramente, constituyen nuestra «esencia». Pero nuestra «existencia» tiene que ver con nuestra experiencia, con nuestra historia, nuestros recuerdos, nuestros sueños, deseos, ilusiones, ambiciones, frustraciones, construcciones, pensamientos, sensaciones, sentimientos y emociones. Estos fenómenos, como tales, no son objeto de la física ni de la biología, sino que requieren una hermenéutica especial para su comprensión, dado que no son reductibles a materia, sino a vivencia, ya que no pueden ser explicadas, sino solo comprendidas en su significado subjetivo.

Conscientes de la inmaterialidad de nuestra disciplina nos plateamos, al igual que las grandes tradiciones religiosas y filosóficas, cuál es la fuente del sufrimiento del alma humana, aunque sin olvidar el origen emergentista de la vida psíquica, que nos remite inexorablemente a sus raíces fisiológicas. Podríamos responder con el Budismo, el Estoicismo o el Psicoanálisis, aunque por motivos distintos, que es el deseo. Para los dos primeros por no liberarnos de él; para el último por no poder realizarlo si no es en sueños. La respuesta para nosotros es mucho más compleja: el alma humana sufre en estados de desequilibrio, y el deseo, entre otros muchos factores, los produce. Pero no todo estado de desequilibrio es negativo, sino que muchas veces es estímulo para el avance y el crecimiento. De ahí el carácter evolutivo y procesual de las crisis. El dolor por una pérdida podrá tener valor curativo, la rabia por una frustración lo podrá tener reactivo, la tristeza nos acercará más a nosotros mismos y el miedo nos protegerá de posibles peligros, así como el deseo o la ilusión podrán impulsarnos a superar nuevos retos. Naturalmente, también las reacciones emocionales a las crisis podrán ser una fuente de peligro, en vez de oportunidad: la frustración nos puede hundir, el deseo nos puede engañar, el miedo acobardar y la tristeza desesperar. Las eventualidades que sigan nuestros procesos psicológicos estarán en función de la regulación que seamos capaces de ejercer sobre ellas.

A esta regulación la hemos llamado «moral» en el que podemos considerar primer volumen de esta obra, titulada «El error de Prometeo» (Villegas, 2011), donde hemos especificado los motivos y el significado de esta denominación. Todos ellos, motivos y significado, se pueden resumir en la idea sintética del cruce entre la regulación emocional y la social. Esta condición coloca al ser humano en una encrucijada dialéctica entre las tendencias egoístas y las altruistas, haciendo necesaria una síntesis capaz de integrar y superar las tensiones psicológicas derivadas de ella. Esta tarea está reservada a una neoestructura, llamada «regulación moral», que, como tal, se desarrolla epigenéticamente a través de sucesivos estadios de formación, cuyo objetivo es hacer posible una síntesis dialéctica entre ambas tendencias, orientada a la consecución de la autonomía psicológica.

Naturalmente, ni el proceso de gestación de esta neoestructura, ni su funcionamiento habitual aseguran la eliminación de las crisis y del sufrimiento psicológicos. Precisamente, a la consideración de los posibles fracasos evolutivos en su formación, de donde derivarían los distintos trastornos de personalidad (Eje II), y a los frecuentes conflictos emocionales en su gestión, causantes de los trastornos ansioso-depresivos (Eje I), cuyo conjunto constituye el núcleo de la psicopatología, hemos dedicado la obra anterior.

Considerábamos en ella la psicopatología como resultado del «error de Prometeo» por no prever, al enmendar la obra Epimeteo, la necesidad de una regulación interna de los estados emocionales que los seres humanos experimentan en su interacción social con los demás y que Zeus intentó en su intervención posterior que fueran justas, pero no necesariamente sanas ni libres, al tener que estar sometidas a una ley externa.

Por eso necesitamos ahora tender a Prometeo en el diván, a fin de someter su obra creadora o reparadora de última hora, según como quiera verse, a un proceso de reconstrucción, dándole la oportunidad de volver a diseñar al ser humano, dotándole a partir de sus propios recursos de la capacidad de desarrollar nuevas estructuras de regulación de sus tendencias egocentradas y alocentradas. Esta regulación moral se produce de forma natural y espontánea en ausencia de conflictos, pero puede dar lugar a graves y dolorosos problemas cuando se fracasa en la tarea.

La metáfora del diván, por sus claras alusiones al lecho (κλίνη) en griego, de donde clínica, en el que se tendían los pacientes de Freud, el padre de la psicoterapia moderna, para llevar a cabo su psicoanálisis, se constituye en metonimia de ella. Por eso la hemos escogido como parte esencial del título de este segundo libro, dedicado a la psicoterapia del desarrollo moral.

¿Qué es la psicoterapia?

En un campo donde existen muchas formas de entender la disciplina científica o praxis profesional de la psicoterapia, pretender una definición universalmente consensuada es prácticamente imposible. Los puntos donde podríamos aspirar a encontrar un acuerdo son tan genéricos que posiblemente no alcanzarían a definir, es decir, a delimitar, la psicoterapia de otras profesiones o actividades, características de las llamadas profesiones de ayuda.

Estos puntos de acuerdo podrían consensuarse en torno, por ejemplo, al concepto de «intervención psicológica». Está claro que la psicoterapia es, en primer lugar, un tipo de intervención psicológica; pero ¿de qué manera se define esta intervención para no confundirla con la orientación psicológica, el coaching, la asistencia a víctimas o a sus familiares de accidentes naturales o provocados o de actos de terrorismo, la reeducación de hábitos, la rehabilitación neuropsicológica, la resolución de problemas, etc.?

En segundo lugar, podría especificarse esta intervención en relación al concepto de «cambio». En este sentido podría definirse la psicoterapia como «un tipo de intervención psicológica orientada a producir el cambio». Ahora bien, ¿qué tipo de cambio: de conducta, de personalidad, de hábitos, de creencias, de constructos, de valores, de vida, de sistema epistemológico, de dinámica relacional? O ¿se trata de una sanación de una enfermedad debida a un desajuste emocional, cuyas causas pueden buscarse en el entorno relacional o social o, tal vez, en disfunciones del sistema nervioso central?

Posiblemente, la respuesta a esta pregunta y, en consonancia a las hipótesis planteadas en ella, podría consensuarse en relación a un tercer concepto, el de «enfermedad, disfunción o malestar psíquico o mental», de ahí el nombre de terapia o «cura» y, más en concreto de «psicoterapia». Evidentemente, debajo de este concepto encontraríamos una gran disparidad de criterios. Para unos este «malestar» sería el producto de una inmadurez psicológica o de la irrupción de conflictos inconscientes; para otros, el resultado de impedimentos al desarrollo de su potencial personal o la consecuencia de déficits evolutivos o del maltrato del entorno social y familiar; y finalmente, el efecto de un desequilibrio neurohormonal o de neurotransmisores.

De modo que, uniendo los tres conceptos, podríamos llegar a una definición más o menos consensuable parecida a esta: «La psicoterapia es una intervención psicológica, orientada a producir un cambio en un estado de malestar psíquico o mental». Estos tres conceptos, intervención psicológica, malestar y cambio, aparecen de modo sistemático en los esbozos de definición que, de hecho, han intentado consensuar aquellas asociaciones profesionales como la FEAP (Federación Española de Asociaciones de Psicoterapia) o la SEIP (Sociedad Española para la Integración de la Psicoterapia), que acogen bajo sus siglas a la más variada gama de asociaciones profesionales de psicoterapia que abarcan desde los psicoanalistas a los terapeutas cognitivos, gestálticos o sistémicos, en esos términos:

Entendemos por Psicoterapia un tratamiento científico, de naturaleza psicológica para las manifestaciones psíquicas o físicas del malestar humano, que promueve el logro de cambios o modificaciones en el comportamiento, la salud física y psíquica, la integración de la identidad psicológica y el bienestar de las personas o grupos tales como la pareja o la familia. Conviene resaltar que el término Psicoterapia no presupone una orientación o enfoque científico-profesional definido, sino que connota un amplio dominio científico-profesional especializado, que se especifica en diversas y peculiares orientaciones teóricas, prácticas y aplicadas.

Sin embargo, aun en el optimista y benevolente supuesto de que esta definición fuera capaz de obtener un consenso entre las distintas escuelas de psicoterapia, tal definición resulta totalmente insatisfactoria. No dice nada de la naturaleza del cambio, ni de cómo se puede producir; presupone una acción unidireccional centrada en el operador de la intervención, dejando a un lado la colaboración del sujeto del cambio, así como la naturaleza procesual de este. De modo que, para nuestro gusto, sería preferible una definición que incluyera al agente del proceso del cambio psicológico al lado del profesional de la ayuda, como la siguiente: «Colaboración profesional de ayuda en el proceso de cambio psicológico».

Está claro que esta definición tampoco es, por supuesto, exhaustiva, ni delimita claramente el ámbito de intervención específica de la psicoterapia respecto a otras disciplinas, dado que expresada en esos términos se podría confundir fácilmente con otras modalidades de intervención psicológica como el coaching, la psicopedagogía o, incluso, la psiquiatría. De modo que, antes de acometer el intento de proponer una definición más comprometida, queremos contribuir a ella considerando las zonas de contacto con estas otras disciplinas.

La psicoterapia, una disciplina fronteriza

La psicoterapia puede enmarcarse en el ámbito interdisciplinario de aquellas praxis profesionales que tienen como objetivo el bienestar y el desarrollo humano. Como tal disciplina tiene muchos puntos de contacto con otras praxis profesionales que comparten el mismo objetivo. Estos puntos de contacto son también fronteras, aunque no siempre claras o diáfanas, con cada una de ellas. Tales fronteras tienen que ver con la delimitación del objeto, la finalidad y el método de dichas disciplinas. A veces, la delimitación se encuentra en el objeto, a veces en la finalidad, a veces en el método, y a veces en todos o casi todos a la vez.

Con la psiquiatría, la psicoterapia comparte la finalidad, pero no el objeto ni el método. Esto lleva en la práctica a una colaboración a veces imprescindible, con frecuencia exitosa, aunque otras problemática, entre psiquiatría y psicoterapia (Mirapeix et al. 1998). En muchos casos tal colaboración es consensuada y provechosa, aunque no siempre fácil. Incluso se da la circunstancia de que ambas funciones, la de psiquiatra y psicoterapeuta, sean ejercidas por una misma persona, o que se coordinen, de forma habitual en una misma institución. El objeto de la psiquiatría continúa siendo, según el célebre principio de Griesinger («Todas las enfermedades de la mente son enfermedades del cerebro»), el cerebro o su funcionamiento. De ahí que el método continúe centrado en la corrección neuroquímica cerebral o, como dice Pérez (2011) se halle secuestrado por el «magnetismo de la neuroimagen». Compartimos con la psiquiatría los mismos manuales o criterios de diagnóstico (DSM-IV, por ahora) y, con frecuencia, también los mismos pacientes, pero no la prescripción de fármacos (cuestión por otra parte debatida en algunos países; véase Muse, 2007). La química farmacológica actúa sobre estructuras orgánicas y fisiológicas que por su naturaleza son de carácter subsimbólico y de las que ni siquiera tenemos un conocimiento o representación directos. El «paciente» toma los psicofármacos sin saber cómo actúan en su organismo; puede, a lo sumo, percibir sus efectos, tanto primarios como secundarios, sobre su organismo y estado de ánimo. Esta total ausencia de participación activa en el proceso de «mejora sintomatológica» lo posiciona claramente como «paciente», dado que el «principio activo» o agente de la cura es una sustancia de naturaleza química. La psicoterapia, en cambio, ni aun siendo de corte estrictamente conductista, exige una implicación del sujeto como agente, el cual tiene que enfrentar activamente sus síntomas, o, en encuadres psicoterapéuticos más complejos, plantearse el cambio de sus esquemas de pensamiento, de los significados que otorga a su experiencia o, incluso, de sus formas de vida.

La psicoterapia comparte con la psicopedagogía objetivos como el desarrollo personal, que con frecuencia implican procesos de construcción cognitiva y de aprendizaje conductual. Pero difiere en cuanto al método, que no está basado en la instrucción directa, aunque en ocasiones, y dependiendo entre otras variables del modelo psicológico de referencia y de las características personales del terapeuta o de las necesidades del paciente, pueda echar mano de ella de una forma más o menos explícita y sistemática. Por el contrario, una pedagogía orientada al aprendizaje por descubrimiento con una actitud menos directiva, puede aproximarse al método de la psicoterapia. El objeto específico de la pedagogía se aleja de la psicoterapia en cuanto que su objeto, la enseñanza enciclopédica o el entrenamiento en habilidades, no es compartido por ella, lo que no impide que de la intervención psicoterapéutica puedan extraerse ocasionalmente aprendizajes específicos. La pedagogía no contempla, tampoco, la intervención en el ámbito de los trastornos psicológicos, aunque es evidente que en el proceso educativo la actuación pedagógica juega un papel importante tanto a nivel preventivo como reeducador con claros beneficios para el equilibrio y la adaptación psicosocial del niño y el adolescente.

Con el coaching, y por extensión, otras prácticas como el counseling, el mentoring o la orientación psicológica, la psicoterapia comparte aspectos metodológicos y algunos objetivos comunes. Estos tienen que ver con la mejora personal y el cambio. La naturaleza del cambio, sin embargo, puede concebirse a distintos niveles. Así, por ejemplo, en el coaching se buscan cambios predefinidos, enfocados básicamente al futuro personal o profesional, mientras que en la psicoterapia estos cambios pueden tener que ver con la estructura de personalidad, con procesos emocionales complejos, como por ejemplo un duelo por una muerte o separación, o con la superación de sentimientos que nos atrapan en el pasado o en las relaciones actuales, etc. La perspectiva de futuro, no obstante, tampoco está, o no tiene por qué estar, ausente del planteamiento psicoterapéutico, razón por la cual habrá momentos en que el proceso psicoterapéutico se podrá sobreponer, ocasionalmente, a un proceso de coaching. La coincidencia se da igualmente en algunas formas de conducir la entrevista, particularmente aquellas que se inspiran en el estilo mayéutico del diálogo, en la actitud no directiva o en la circularidad de las preguntas. El objeto de la psicoterapia es más complejo y amplio que el de coaching, que, por motivos deontológicos y conceptuales, excluye el ámbito de lo clínico. Pero, inversamente, no puede decirse lo mismo de la psicoterapia, puesto que el objetivo del desarrollo personal del coaching no le es ajeno, sino que puede plantearse en un determinado momento del proceso terapéutico como parte integrante de él; aunque en la práctica, si este es el único objetivo ya desde el momento inicial de la demanda, sea obligado dar un giro en el enfoque terapéutico, orientándolo más hacia el coaching que hacia la psicoterapia.

La definición de psicoterapia

A fin de evitar estas y otras confusiones no solo en el ámbito conceptual, sino también profesional, nos gustaría remitirnos a una definición de psicoterapia que partiera de la etimología de la palabra misma. Esta está compuesta de dos términos procedentes del griego clásico «Psique» y «Terapia», de modo que «psico-terapia» significa literalmente «curación de la psique» o «curación por la psique», así que uniendo ambas posibles interpretaciones etimológicas de la palabra nos quedaría una definición como la siguiente: «curación de la psique por la psique».

Siguiendo con esta lógica tan elemental, quedaría claramente delimitado el ámbito de la psicoterapia, en cuanto a «terapia» (curación), frente a la pedagogía o al coaching que no se mueven con finalidades terapéuticas, sino educativas o promocionales (diferencia en los objetivos). En cuanto a «terapia psíquica» se distinguiría radicalmente de la psiquiatría al no considerar enfermedades del cerebro, el malestar o las disfunciones psicológicas, aun sin negar su existencia e influencia, sino como efecto de problemas existenciales (diferencia en cuanto a objeto). En consecuencia, los medios o métodos de intervención serían también distintos de los de la psiquiatría, no de naturaleza física o química, sino simbólica o semántica.

Es importante delimitar claramente el objeto y el método de la psicoterapia como algo específicamente relacionado con el mundo simbólico y no físico o fisiológico, puesto que de otro modo no solo no puede justificarse su praxis, sino tampoco su entidad conceptual. La reiterada tentación, por parte de algunos grupos científicos, de reducir toda expresión de malestar psicológico o de disrupción conductual a desajustes cerebrales, como los asesinatos en masa cometidos por los nazis en nombre de la pureza de la raza, los ataques vandálicos a tiendas y la quema de casas y coches en los barrios periféricos de París o Londres, el comportamiento orgiástico e incivil de masas de jóvenes en Lloret o Salou a la salida de las discotecas, impiden tomarse en serio cualquier intento de comprensión y, en consecuencia, de intervención psicológica o social. En palabras de Colom, Sánchez y Vieta (2011), meros portavoces de una amplia corriente de pensamiento biologicista en psiquiatría, después de atribuir necesariamente los asesinatos cometidos por Anders Behring Breivik en Noruega a un trastorno psiquiátrico que ellos dicen, sabiamente, no poder precisar por desconocimiento directo de la persona del autor de dichos homicidios, concluyen:

La idea de que personas como Breivik sufren un trastorno psiquiátrico, resulta incómoda, particularmente para el resto de personas que también lo padecen (el 40% de la población mundial, si se incluyen desde los trastornos más leves a los más graves), que ven cómo la vinculación de matanzas con enfermedades mentales no contribuyen en absoluto a quitar el estigma que pesa sobre la patología psiquiátrica… Pero que muchos criminales violentos tengan un trastorno psiquiátrico, no implica en absoluto que la mayoría de personas que padecen un trastorno psiquiátrico sean violentas… Intentar suavizar las aristas ideológicas de la sociedad contribuirá al control de las conductas nocivas, a la conciencia de grupo y hasta una conciencia de especie deseable, pero no incidirá en el núcleo de la cuestión: el cerebro averiado del homicida en masa.

Esta larga cita sirve para precisar, por contraposición, el papel de la psicoterapia en el amplio campo del sufrimiento psicológico humano. Nuestra posición parte del supuesto de que existen «algunas enfermedades «mentales» atribuibles a déficits estructurales o funcionales del cerebro. Como cualquier otro órgano del cuerpo, el cerebro puede enfermar, deteriorarse y envejecer, dando lugar, como han puesto de relieve numerosos estudios neurológicos (Damasio, 2005), tanto a deterioros cognitivos, motóricos o emocionales como a demencias funcionales o a psicosis, delirios y alucinaciones, a veces inducidas por sustancias, con carácter más o menos transitorio o permanente. Sin embargo, es una aberración poner el trastorno bipolar o la esquizofrenia, por no decir la demencia, en el mismo cesto de las fobias sociales, las crisis de pánico o el miedo a volar, y estos con los asesinatos, producto del fanatismo, como hacen los autores en los ejemplos que citan en su texto completo, que aquí hemos referido en síntesis. Como si el fanatismo de origen islámico, cristiano, maoísta, o de cualquier otra ideología o religión, debiera atribuirse necesariamente a un trastorno cerebral y no pudiera esperarse de una comedura de coco o de un ansia de notoriedad o, tal vez, de la desesperación.

El caso de Anders Behring Breivik, es particularmente representativo de una ideología política de carácter xenófobo, que no tiene por qué atribuirse a enfermedad mental alguna, como ha puesto de relieve la sentencia unánime del tribunal que lo ha condenado a prisión. Aparte de que en su caso existían dos informes periciales de signo opuesto, a favor y en contra de la enfermedad mental, cabe considerar con Vicente Garrido (2012) tres rasgos característicos de su personalidad:

Uno: es el asesino más prolífico en un solo acto, que yo recuerde, pues asesinó a más de sesenta personas. Dos: le gusta exhibirse (¡pidió testificar con uniforme!). Tres: ha elaborado un argumentario de sus motivos. Quiere defender la cultura noruega de contaminaciones foráneas y está convencido de que actuó correctamente. Fanatismo, veo. Y veo otra cosa en este tipo: narcisismo. Y lo satisfizo con su actuación. Pasarán los años y le pesará ver que aquella satisfacción del momento se diluye…

Podemos estar de acuerdo en estas tres características, ¿pero alguna de ellas constituye una enfermedad mental? ¿Es el narcisismo el efecto de un desarreglo cerebral? Como le decía Flaubert a su amante Louis Colet: «Me gustan los tipos contundentes y energúmenos: sin fanatismo no se hace gran cosa», o «buscar la gloria es perder totalmente el control». Mohamed Bouazizi, un vendedor de fruta tunecino, se inmoló por la falta de perspectiva con que se le presentaba el futuro y, sin saberlo, fue la mecha que desató un incendio revolucionario en el norte de África, de Túnez a Egipto, y pasando por Libia y Siria. ¿Estaba mal de la cabeza, o sencillamente desesperado?

Igualmente, es una aberración calcular en un 40% la población susceptible de padecer una enfermedad mental, si entendemos por tal una «avería del cerebro» y no posibles alteraciones emocionales que puedan desestabilizarlo, porque en este caso deberíamos concluir que el ser humano está «mal hecho». Y entonces, ahí, el error no solamente sería de Prometeo, sino del mismo Zeus y de todos los dioses del Olimpo juntos o, si tomamos la óptica bíblica de la creación del mundo, del mismo Yahvé en persona, que creó al hombre a imagen y semejanza suya. En definitiva, la naturaleza humana tendría un porcentaje del 40% de error, un descuido inadmisible en cualquier cadena de montaje, ni en ausencia de un control de calidad, que echaría, además, por tierra la teoría de la evolución, que parte del postulado de la supervivencia del mejor adaptado. De ser así, esta parte de la humanidad hace tiempo que debería haberse extinguido.

El complejo sistema cerebral humano, sede de la actividad cognitiva y de la reactividad emocional, responde a los acontecimientos exteriores y a los fantasmas interiores de forma apropiada, espantándose cuando percibe un peligro o amenaza (miedo), entristeciéndose cuando experimenta una pérdida (tristeza), exaltándose cuando entrevé una ganancia (alegría), enfureciéndose cuando se siente atacado o frustrado (rabia), o desconcertándose ante lo imprevisto (sorpresa). Estas reacciones, a las que llamamos emociones, son absolutamente normales y sanas, aunque pueden desestabilizarnos anímicamente y ser causa de sufrimiento cuando no se consigue darles una salida adaptativa.

A las respuestas emocionales desadaptativas, sobre todo cuando se prolongan en el tiempo o incluso se cronifican, les atribuimos gran parte de la responsabilidad de los trastornos psicológicos. Así, el miedo puede transformarse en fobia, pánico o incluso paranoia, la tristeza en duelo o en depresión, la rabia en ideas intrusivas o la culpa en rituales preventivos y conductas de comprobación. Y estas transformaciones pueden convertirse en el origen del sufrimiento psicológico que en un grado muy elevado y en distintos momentos de la vida pueden afectar a la mayoría de las personas, para lo que no se necesitan estadísticas, puesto que el sufrimiento, como el goce, son inherentes a la naturaleza humana y no suponen un cerebro «estropeado». Que estas experiencias induzcan cambios en la química cerebral y que estos puedan ser paliados con reactivos químicos o de otra índole, externos, no significa que nuestro cerebro esté «estropeado», sino, a lo sumo, «alterado». En primer lugar, los cambios químicos suceden constantemente en el cerebro, como por ejemplo los producidos por los ritmos circadianos o menárquicos y, no digamos, por el enamoramiento; y en segundo lugar, también la psicoterapia o la meditación trascendental los producen, y a veces con mayor eficacia que los psicofármacos (Mirapeix et al., 1998).

Precisamente porque estos males del alma no son el resultado de cerebros «estropeados», la psicoterapia tiene un sentido. Se trata de recuperar las emociones originales y permitirles ir de una forma natural y libre hacia una superación de las frustraciones, las pérdidas, los fracasos o las amenazas. Se trata de poder reconstruir el significado de los acontecimientos pasados de un modo que haga posible integrarlos en la propia historia o de poder afrontar los cambios que se nos plantean en el presente o se prevén en un futuro inmediato.

La definición de psicoterapia como «terapia de la psique por la psique» adquiere en su sencillez, y a la luz de estas consideraciones, pleno significado, sin necesidad de complicarla más. La psique humana «enferma», es decir sufre por su susceptibilidad al dolor, pero puede «curarse» por sus propios medios, cicatrizando sus heridas, como sucede por ejemplo, en el duelo. De este modo, cursan igualmente los procesos patológicos orgánicos y es el cuerpo el que, con la ayuda o no de agentes químicos externos, pone en marcha un proceso inmunológico de autocuración. Salvando los inconvenientes de cualquier analogía, podemos considerar también la psicoterapia como un proceso de autocuración, donde, abusando de otra analogía, como reza el principio de la homeopatía, similia similibus curantur, es decir: el sufrimiento (pathos) psíquico (psiche) es curado por los recursos de la propia psique. Y en ese proceso, que es por sí mismo la psicoterapia, podemos contemplar la intervención del psicoterapeuta, como el de facilitador de su curso.

¿Qué es la psicoterapia del desarrollo moral?

Responder a esta pregunta supone dar cuenta del concepto subyacente al modelo del desarrollo moral, así como del papel del «paciente» y del «terapeuta», congruente con esta concepción.

El concepto subyacente al modelo del desarrollo moral quedó ampliamente expuesto en el primer volumen de esta obra (Villegas, 2011). Baste recordar aquí que por psicopatología se entiende el sufrimiento psicológico ocasionado por la incapacidad del ser humano de sentir, pensar y actuar de forma libre a causa de atrapamientos o conflictos en sus propias necesidades, pasiones, deberes o relaciones, o a causa de pérdidas o fracasos en su existencia. Estos conflictos no se consideran eventualidades del karma, o el resultado de una voluntad sobrenatural malévola, actuada a través de magias endemoniadas, o de alteraciones en la química de los neurotransmisores, sino efecto de las condiciones particulares en que se desarrolla la existencia humana. La equiparación de los trastornos psicológicos a las enfermedades fisiológicas, en particular, tiene el doble efecto perverso de extraerlas de su contexto evolutivo y existencial y de situar a la persona en una posición pasiva e irresponsable frente a ellas, dejando el proceso de cambio a cargo de científicos de bata blanca, al igual que su atribución a poderes sobrenaturales, la dejaba en manos de chamanes o exorcistas. A este propósito escribió Thomas Szasz (1961):

Es corriente definir la psiquiatría como una especialidad médica dedicada al estudio, diagnóstico y tratamiento de las enfermedades mentales. Esta definición es inútil y engañosa. La enfermedad mental es un mito. Los psiquiatras no se ocupan de las enfermedades mentales y de su terapia. En la práctica enfrentan problemas vitales de orden social, ético y personal.

El objetivo de la psicoterapia es, pues, recuperar la capacidad de decisión personal sobre la propia vida, la promoción de la autonomía psicológica, en una palabra. Con frecuencia, la autonomía, particularmente en el discurso de algunos sociólogos, políticos ideológicamente marcados, o ciertos filósofos moralistas (Philips y Taylor, 2009), es vista con suspicacia, por creer erróneamente, que se opone a la interdependencia o solidaridad entre los humanos. Desde el punto de vista del «desarrollo moral» nada más lejos de lo que implica el desarrollo de la autonomía psicológica, la cual no es posible sin la integración de la socionomía, que se refiere a la dimensión complaciente y vinculante con los otros, al igual que la de los otros sistemas de regulación, tal como propone la metáfora del auriga (Villegas, 2011, pp. 222-229). O como dice Damasio (2005) en un texto que contiene el meollo de las exigencias de la construcción de los sistemas de regulación moral:

Nuestras vidas deben regularse no solo por nuestros propios deseos y sentimientos, sino también por nuestra preocupación por los deseos y sentimientos de los demás, expresados como convenciones y normas sociales de comportamiento ético.

La consecución, pues, de la autonomía psicológica es el objetivo de cualquier proceso psicoterapéutico. Este no es el resultado de la aplicación de unas técnicas por parte de un profesional al que llamamos psicoterapeuta, sino el de un proceso personal de crecimiento o de cambio, según la perspectiva esté más centrada en la dimensión evolutiva o estructural. Coherentemente con el objetivo de promover la autonomía, el papel del mal denominado «paciente» se ve llamado a convertirse en «agente» de su propio proceso de cambio. Es por ese motivo que preferimos una expresión como «colaboración», que reparte la responsabilidad y la interacción de los agentes, cuando nos referirnos al proceso de tratamiento, que el de «intervención», que centra su atención sobre el terapeuta y deja al «paciente», en consecuencia, en posición pasiva.

A lo largo de la historia la concepción de la psicoterapia, el papel del paciente y el del terapeuta siempre han ido de la mano en lógica congruencia. Antes de la aparición del pensamiento filosófico, la fenomenología psicopatológica era atribuida a los malos espíritus que poseían el alma de los endemoniados y, en consecuencia, había que exorcizarlos con fórmulas mágicas que solo brujos, exorcistas, sacerdotes o chamanes estaban capacitados para pronunciar.

La sofística y la mayéutica dieron el protagonismo al diálogo, introduciendo al interlocutor, aunque solo fuera como discípulo que escucha, pregunta y aprende. De este modo, el poder de la magia fue sustituido por el de la fuerza persuasoria de la razón, el de la brujería, por el de la retórica. La retórica daba entrada a la razón (el logos) y con ello a la filosofía y la pedagogía (psicagogía en Platón), pero no todavía a la representación del mundo subjetivo o a sus significados (psicoterapia). La curación, en efecto, suponía el sometimiento a la razón, a una razón ideal, a través del razonamiento, según los procedimientos de la sofística y más tarde de la lógica. La sabiduría –decía Demócrito– «libra al alma de las pasiones, como la medicina cura las enfermedades del cuerpo, arraigando en la naturaleza aquello que es conveniente mediante la educación y erradicando lo inconveniente mediante la razón». De ahí el papel que tuvo la filosofía, particularmente la de los sofistas, estoicos y epicúreos, en la prosecución del equilibrio anímico y moral (Ellenberger, 1970).

La medicina y la filosofía de los siglos posteriores no aportaron cambios sustanciales en cuanto a la concepción del sufrimiento psicológico o «moral». Los psiquiatras del siglo XIX, en sus intentos de superar el reduccionismo organicista de la época, apenas fueron capaces de ir más allá de la sugestión hipnótica, de la persuasión racional o de la educación moral (Baruk, 1976). Fue Freud (1895) quien a través de la catarsis, primero, y del psicoanálisis después, puso de manifiesto la relación significativa entre la sintomatología patológica y el discurso del paciente. Con ello se produjo un desplazamiento de la palabra del filósofo, pedagogo o moralista, gobernada por la razón, a la del paciente, dictada por el inconsciente. El terapeuta no debía enseñar, ni persuadir, sino escuchar, y solo eventualmente interpretar.

La situación analítica que inicialmente describió Freud, no era, sin embargo, interactiva. El paciente hablaba –más bien era su inconsciente quien lo hacía– y el analista escuchaba con la característica atención flotante. Más tarde se dio cuenta Freud de las implicaciones relacionales que presentaba esta situación y por ello desarrolló los conceptos de transferencia y contratransferencia, pero no los integró en un modelo comunicativo, puesto que nunca entendió al terapeuta como un colaborador en la gestación del discurso, sino como un observador neutral que asistía a su nacimiento. Se trataba de un discurso unilateral, al cual era ajeno el terapeuta y, en cierta medida, el propio paciente, en cuanto expresión de un inconsciente autónomo (Lacan, 1983).

El modelo de psicoterapia, en cambio, correspondiente a la teoría del desarrollo moral, debe dar cuenta de una concepción donde objeto y método estén en plena consonancia y armonía con el objetivo de la autonomía psicológica personal. Esta, a su vez, determina el papel absolutamente activo del «paciente» y el de colaborador del terapeuta en el proceso de cambio. De este modo podemos definir la psicoterapia del desarrollo moral como «un método orientado a promover un mayor autoconocimiento y desarrollo de la autonomía psicológica, suficientes para asumir y desarrollar libremente la propia existencia» (Villegas, 1981).

Desde este punto de vista, no se concibe la terapia como una técnica de curación de ningún tipo de enfermedad psíquica de origen más o menos desconocido, sino como una intervención facilitadora en el proceso de crecimiento o de la conversión en una persona autónoma (Villegas, 2002b), como una llamada a la autenticidad de la existencia. Existir significa, en efecto, asumir la propia existencia para proyectarla libremente en el mundo en un acto de autodeterminación. La psicoterapia no pretende cambiar la realidad objetiva, física o social (la facticidad), sino la persona, su percepción, a través de la asunción radical de la única cosa que depende de ella misma, la propia existencia, con la integración de todas sus contradicciones. Su objetivo es recuperarla a través de la autoposesión y la autodeterminación, aun al precio de la confrontación con el propio pasado, a fin de liberar el presente y el futuro.

La psicoterapia del desarrollo moral concibe el bienestar psicológico como un estado de armonía, fruto de una regulación autónoma, de una libertad entendida como autoposesión y autodeterminación. Esta libertad permite mirar el mundo de la naturaleza y el de los semejantes, no como una amenaza a la propia existencia, sino como un espacio donde desarrollarse y un ámbito de relación con otros seres con quienes compartir la existencia en la libertad y el amor. Esta concepción del bienestar psicológico (o salud, en términos psiquiátricos) es prácticamente idéntica a la descrita por Jung (1946) bajo el nombre de «proceso de individuación», con el denominativo de «carácter productivo» según Fromm (1976), con el concepto de «autorrealización» para Maslow (1954) o el de personas que «funcionan plenamente», según Rogers (1972).

No se trata, sin embargo, de una concepción gratuitamente optimista, ya que no olvida la naturaleza ambigua de la existencia humana, la disociación radical de la conciencia y el poder enajenante de las instancias sociales, frente a las cuales pretende justamente afirmarse. Sostiene una idea muy clara del sufrimiento, entendido como alienación, fruto de la angustia no asumida de la propia existencia. Pretende recuperar la problemática existencial para llevar al paciente a una toma de consciencia más profunda de sí mismo; promueve la autonomía psicológica, entendida como responsabilidad, o, en sentido etimológico, capacidad de responder de la propia existencia.

A este fin se requiere no solo la proximidad empática, sino la distancia analítica que permita el desvelamiento de las claves de significación de la experiencia, a través de la hermenéutica del proyecto existencial. Su última justificación estriba en promover la libertad personal y el cambio. Como decía Kelly (2001), el objetivo de la psicoterapia es que el ser humano «continúe avanzando hacia lo que no es, superando los obstáculos lo mejor que pueda. Brindar ayuda técnica en esta aventura ontológica constituye la transacción especial que denominamos psicoterapia».

La psicoterapia del desarrollo moral entiende la salud psicológica como un estado de armonía, y la patología, como un estado de discrepancia existencial. Diversos son los ámbitos donde se plantea esta posible discrepancia o armonía, que en términos del análisis existencial se denominan mundos: Umwelt o mundo de la naturaleza, el mundo de la corporalidad, de la sexualidad, de la salud y de la enfermedad, de los apetitos o los impulsos, sujeto a la regulación egocentrada de la prenomía y anomía; Mitwelt o mundo de las leyes, deberes sociales y relaciones interpersonales (el mundo de la familia, de la pareja, de las amistades), regulado por la heteronomía y la socionomía; y Eigenwelt o mundo propio, el mundo de la intimidad, la autoconsciencia, la identidad personal, la percepción de sí mismo, de la autonomía y la responsabilidad.

Estructuración de este segundo volumen

El modelo de psicoterapia que aquí presentamos tiene naturalmente muchos puntos en común con otros modelos, los llamados factores comunes (Frank, 1988) a todas las terapias y las técnicas de procedimiento, compartidas por la mayoría de ellas. Pero se justifica como un modelo específico por su objeto y su método. Al desarrollo de ambos se dedicarán los capítulos que siguen, agrupados en dos partes.

La primera parte del libro se centrará en el procedimiento terapéutico, entendiendo por tal aquellos aspectos visibles u observables en el quehacer cotidiano del terapeuta: cómo se relaciona con el paciente, cómo recoge su demanda, cómo explora su historia, cómo aborda su problemática, cómo se rige en su interacción, qué instrumentos y estrategias utiliza para promover el cambio, así como en el que lleva a cabo el paciente para ello: cómo reconstruye su experiencia, cómo le otorga un nuevo significado, cómo la integra en su vida actual, cómo aprende a regularse de una forma más libre y auténtica, cómo enfrenta las dificultades y las recaídas, qué recursos le son más útiles, qué puede aprender de sí mismo y de su pasado, cómo desea proyectarse en el futuro. En definitiva, la cuestión del método.

La segunda parte se orientará al estudio del proceso, a analizar el trabajo terapéutico con los diversos sistemas de regulación moral. Partiendo del supuesto, ampliamente argumentado en el primer volumen de esta obra (Villegas 2011), de que las psico(pato)logías pueden leerse o entenderse como el resultado de déficits en el proceso evolutivo de formación de los sistemas de regulación moral o como efecto de conflictos en la integración estructural de los mismos, desarrollaremos las implicaciones terapéuticas más adecuadas a cada uno de ellos, a través del análisis de casos. En definitiva, la cuestión del objeto.

Ambos aspectos, método y objeto, se determinan mutuamente. Y aunque el orden expositivo parecería ser el inverso, primero el objeto y después el método, procedemos al revés por la sencilla razón de que la parte del método la consideramos útil y asumible para cualquier terapeuta con independencia de su adscripción teórica, mientras que la segunda parte, la relativa al objeto o proceso, está directamente ligada al modelo del desarrollo moral.

Nuestra exposición va acompañada de múltiples ilustraciones, tanto técnicas como clínicas, con el objetivo de hacer asequible a cualquier profesional la praxis de la psicoterapia, y aplicable, terapéuticamente, el modelo del desarrollo moral. La elección de casos y de estrategias expuestas en el libro no es, naturalmente, exhaustiva, ni podría serlo por razones tanto intrínsecas –imposibilidad de agotar el tema– como extrínsecas –límites de espacio–; pero esperamos que sí sea suficiente, haciendo realidad aquellos dos aforismos que rezan: «como muestra, vale un botón», y aquel otro que, para quien lo entienda, no necesita traducción: intelligenti, pauca.

PARTE I

Procedimiento

1. La fase de acogida

La psicoterapia es la confirmación

de la persona del otro.

MARTIN BUBER, 1948

1. El primer encuentro

Previamente a la solicitud de una primera cita o entrevista psicológica, el demandante ha llevado a cabo un recorrido más o menos largo hasta dar con el servicio escogido para plantear su demanda. Puede tratarse de una elección basada en su adscripción a un servicio público de proximidad o a la derivación de un médico de familia. O ser el resultado de una búsqueda más elaborada, explorando activamente a través de familiares o personas conocidas, investigando por la red (páginas web, blogs, Twitter, etc.), tomando referencias de publicaciones o programas de televisión o radio, consultando páginas de publicidad específica o a través de las clásicas páginas amarillas de los listines telefónicos. A la hora de escoger el servicio específico o la persona del terapeuta, los criterios utilizados pueden ser también de lo más variado: edad y/o sexo del terapeuta, currículo acreditado, proximidad a la vivienda o al trabajo, horarios de atención al público, honorarios profesionales, referencias personales (boca-oreja), modelo teórico de adscripción, etc. La búsqueda de terapeuta y todo lo que implica previamente no se puede pues considerar un proceso banal. Una paciente, Susi, lo plantea así en su diario:

Tengo que hacerme un planteamiento serio; no estoy bien y llevo mucho tiempo, casi 15 años, que dura esto. He ido capeando la situación, pero ya va siendo hora de que acuda a un profesional, pero ¿a cuál?, ¿dónde busco? Si supiera de alguno bueno y recomendado por alguien a quien le haya ido bien, me ayudaría mucho, pero no conozco a nadie. Supongo que si preguntara a alguna amiga quizá conozca a alguien, pero me da vergüenza: ¿qué excusa pongo para que no se note que es para mí? Quizá me pregunten qué me pasa y no es algo que me apetezca contar, luego lo comentan y no quiero ser yo la comidilla de todos.

Me he metido en Internet, pero cada vez tengo más lío; por zona me cae más cerca una psicóloga que parece profesional, pero la he visto muy joven, y no me da confianza, seguro que le falta experiencia, además es muy cara. Hay un psicólogo que dice estar especializado en fobias; en definitiva es lo que yo busco, además puedo imprimir un bono con el que la primera visita resulta gratuita. Me siento rara, tengo que recortar el ticket y entregarlo al psicólogo cuando vaya. No sé si esto es serio, si fuera profesional no necesitaría anunciarse regalando primeras sesiones. Cristina me dijo que durante un tiempo fue al psicólogo y le fue bien, pero claro, su problema era distinto al mío y a lo mejor ese terapeuta no entiende de fobias. Bueno, voy a probar con este otro; la web me gusta, me transmite paz y parece como zen; total, si no me gusta, dejo de ir y ya está. Y cuando vaya, ¿qué le explico, por dónde empiezo?

No tendría que haber tardado tanto en buscar ayuda, pero realmente creía que lo iba a superar por mí misma; también es verdad que cuando he estado bien no lo he necesitado tanto, aunque las pastillas han ayudado, pero no puedo seguir tomándolas durante mucho más tiempo; al final acabaré dependiendo de ellas. Tengo que afrontar lo que me pasa, ya no puedo dejar pasar más tiempo.

Una vez establecida la cita, viene el primer encuentro pactado, generalmente por teléfono, entre terapeuta y paciente, que a veces ni siquiera se llega a producir por abandono receloso del demandante que no se halla muy seguro del paso que iba a dar o por cualquier otro motivo que pueda interferirse. Independientemente de si el primer contacto entre terapeuta y paciente se ha realizado de forma personal y directa o bien a través de algún medio electrónico a distancia (teléfono, correo electrónico, chat, Facebook, etc.), resulta inevitable generar un tipo de impresión social y afectiva en el otro, derivado de este primer contacto, que, de hecho, predispone positiva o negativamente al terapeuta hacia el demandante e, inversamente, al demandante hacia el terapeuta. Susi relata en correo dirigido a su pareja estos instantes del primer encuentro:

El consultorio está en la calle X. Cuando iba a llamar al interfono empecé a ponerme nerviosa, pensando «y yo ahora ¿qué le explico a una persona que no conozco de nada?» Me sentía ridícula pero al mismo tiempo convencida para que alguien pudiera ayudarme en un tema que me había visto incapaz de resolver por mí misma y que me estaba dando cuenta que podía condicionar mi vida, y ya me estaba agobiando.

Me abrió la puerta él. Visualmente me recordó un poco al Dr. Z que sale por la tele, pero algo mayor. Había buscado por Internet cómo era personalmente y en la foto que salía tenía la pinta de sabio despistado, con barba corta y algo despeinado, pero en vivo y en directo me pareció una persona correcta y acogedora, sin más. Total, que le di la mano y me hizo pasar.

Una vez en el despacho pensé «y ahora, ¿por dónde empiezo?». Pero él me preguntó sobre el motivo de mi consulta. Le dije que últimamente se me habían repetido diversas situaciones que ponían en evidencia que tenía un problema que me creaba mucho miedo y sufrimiento y que ya se me escapaba de las manos y que tenía que ver con coger el coche yo sola (amaxofobia). Durante la visita le expliqué muchas cosas, yéndome por las ramas, pero él con tono pausado y tranquilo (que no parecía para nada forzado) volvía siempre a la escena de los hechos, cuando tuve mi primer ataque de pánico en plena autopista, volviendo de casa de mi amiga.

Como en los encuentros furtivos, de pocos segundos de duración, propiciados por algunas empresas para encontrar pareja, los primeros segundos dedicados a la acogida de quien solicita una ayuda psicológica resultan determinantes: ¿qué tipo de interacción relacional propone el demandante y cuál ofrece el terapeuta?

En las relaciones humanas del tipo que sean, existe básicamente la posibilidad de activación de alguno de los Sistemas de Motivación interpersonales (SMI). Estos sistemas (Liotti e Intreciagliali, 1996) se hallan programados evolutivamente, son característicos de la especie –compartidos con otros mamíferos– y corresponden a cuatro motivaciones básicas o sistemas comportamentales de origen innato que se activan en cualquier relación, y naturalmente también la terapéutica. Estos son: los sistemas de apego, de sexualidad, de dominación y de colaboración.

Está claro que en la relación terapéutica, igual que ocurre en cualquier relación profesional, existen, o se supone que existen, unos objetivos que condicionan el tipo de relación, pero esto no es óbice para que, de inmediato, en el primer encuentro, se produzca un flujo de simpatía, antipatía o indiferencia que va a marcar los primeros pasos en la relación. Puesto que de esto se trata: de generar una relación profesional que permita plantear un trabajo de colaboración que, posiblemente, va a llevar un tiempo, que puede durar semanas, meses o años.

Esa especie de «amor a primera vista» es esencial para el terapeuta, a fin de que pueda sentirse predispuesto a «acoger» con interés y afecto al demandante. De otro modo le va a ser difícil «estar ahí», en esa relación, una relación que requiere una implicación emocional con el paciente. Es imposible sumergirse en las intimidades de la vida de alguien sin sentir una proximidad o un rechazo hacia esa persona. Eso le sucede, incluso a un espía, como el investigador de la Stasi soviética en la Alemania Oriental que protagoniza la película «La vida de los otros» (2006), quien acaba por empatizar en secreto con sus investigados. Como dice Laín Entralgo (1961):

Me relacionaré con el otro como persona en la medida en que yo participe de alguna manera en aquello que la constituye como persona, en su interioridad personal. El otro tiene que llegar a ser para mí, y no solo en sí y para sí, un «yo» íntimo y personal, es decir un «tú».

El primer paso, pues, en una relación de ayuda, como es la psicoterapia, es acoger al otro, como un «tú». Pero eso no es posible sin sentir una especie de «amor», compuesto de respeto, interés, aprecio y afecto, que llamamos «amor terapéutico». Esta característica del amor terapéutico ha sido particularmente destacada por la tradición fenomenológica y existencial. Una de las tesis fundamentales de la psicoterapia existencial (Villegas, 1981) es la importancia que se da a la presencia. Con esto se intenta dar a entender que la relación entre paciente y terapeuta se considera real y auténtica y que en ella se fundamenta el dinamismo básico del proceso de la curación. Esta actitud de presencia consiste en considerar al ser humano no como un objeto para analizar, sino como una persona a la que hay que comprender. En este sentido, la relación de existencia a existencia (Binswanger, 1954), o de persona a persona (Rogers, 1975), no es exclusiva de la psicoterapia existencial, pero sí que le es propia y específica.

Esta concepción de la relación terapéutica como presencia arroja una cierta sombra de duda sobre la efectividad de las e-terapias, donde la presencia no es posible, o lo es solo de un modo parcial más o menos inmediato o diferido. En algunos casos, como en el chat o el Skype, la ilusión de presencia puede ser bastante potente, aunque en realidad solo sea virtual. Estas técnicas hacen posible la conexión, pero no el contacto, y aun reconociendo su utilidad, sobre todo para determinadas situaciones de lejanía o imposibilitación, o bien como complemento entre sesiones, son siempre un sustituto de la interacción presencial, y tienden, inevitablemente, a acentuar los aspectos cognitivos sobre los relacionales y emocionales. Con todo, las e-terapias o la atención telefónica no solo son un desarrollo inevitable de la psicoterapia, sino también deseable para cubrir o completar insuficiencias de la atención presencial, debido a situaciones provocadas por la distancia, la dificultad de acceso personal a la consulta u otras circunstancias.

La acogida presencial exige una actitud, como se ha dicho, de escucha y comprensión. Esta implica una actitud de respeto y atención al otro, donde la escucha se manifiesta ya en la postura corporal de aproximación al hablante, de silencio acogedor, de respeto en los turnos de habla, de diálogo sincero, pertinente e interesado, o de entrega reflexiva y apasionada. La escucha activa requiere una actitud de proximidad afectuosa y atenta, a la vez que de distancia respetuosa y reflexiva.

La buena respuesta, la que marca la distancia relacional adecuada, es «la reflexión sobre la consciencia espontánea». Esta expresión, que parece más operativa que la del «observador participante», postulada por Sullivan (1953), la hemos tomado de R. Muchielli (1967) y resulta particularmente útil para nuestros propósitos. Esta necesidad de ser comprendido que se traduce por la necesidad de ser escuchado y entendido, pide respuestas de comprensión especialmente diferenciadas de la interpretación. El terapeuta no debe convertirse en un puro reflejo (espejo, eco) de las manifestaciones del paciente, ni en un juez o en una instancia directiva o controladora de sus pensamientos, sentimientos o acciones, ni tampoco en un contertulio de una charla de café, sino en la conciencia reflexiva de la conciencia espontánea de la propia persona del paciente. Esto implica el conocimiento del interior del mundo del paciente, tanto como el esfuerzo de distanciación necesaria para asegurar una reflexión válida sobre sus vivencias.

El verdadero problema de la relación psicoterapéutica es la adecuada distancia relacional. Los extremos son igualmente sospechosos. Por una parte la frialdad quirúrgica que recomendaba Freud, por otra la comunión total de la que habla Fromm. Para cada paciente concreto hay que hallar la distancia adecuada, la cual debe situarse entre los extremos del autoritarismo y del compañerismo. El autoritarismo se disfraza de paternalismo, suficiencia o frialdad científica e incluso indiferencia absoluta por la persona del paciente. En general implica un pesimismo respecto a las posibilidades de este. El compañerismo tiende a crear una relación fusional que sobrepasa los márgenes del marco profesional y se involucra en la vida de la otra persona. Se establece con el paciente una solidaridad acrítica, y una relación personal muy fuerte, en detrimento del juicio propio y del propio criterio. Este entendimiento y complicidad impiden cualquier forma de dialéctica y encuentro real entre dos personas distintas. Esta actitud establece en el paciente una dependencia emocional total hacia la persona del terapeuta que le impide la toma de decisiones autónomas, lo que igualmente puede agravar sus trastornos o bien perpetuarlos en una relación patológica.

Consiguientemente, la relación psicoterapéutica deberá ser distinta en cada caso. Nadie, sin embargo, podrá enfrentar experiencias de psicoterapia sin un cierto grado de madurez psicológica, menos aún si se arriesga a relaciones intensivas como las descritas por Frieda Fromm Reichman (1950), las referidas por M. de Sechehaye (1947, 1950) o Berke y Barnes (1971) o las que postulaba Rosen (1953) al escribir, entendiendo que, en todos estos casos, los autores hablaban de relaciones de «maternaje» con pacientes esquizofrénicos, a los cuales se les supone una baja capacidad de autonomía:

El terapeuta debe convertirse para el paciente en la figura materna que no cesa de dar y proteger.

Solo la propia experiencia y el propio conocimiento pueden dictaminar en cada caso, de una forma evolutiva y dinámica, qué tipo de relación está dispuesto a ofrecer el terapeuta y qué tipo de relación es la que puede resultar más provechosa para este paciente. De la combinación de ambos criterios debe surgir la normativa práctica para cada caso. Sin embargo, la relación debe aproximarse lo más posible al criterio de simetría existencial. Esto significa que la única asimetría tolerable y necesaria, a su vez, es la profesional.

El paciente busca un servicio profesional, no unas relaciones personales en el plano de la amistad o del amor, lo cual genera inevitablemente una asimetría. Esta asimetría profesional es necesaria para la curación, puesto que el paciente debe salir de su mundo patológicamente estructurado y crear unas relaciones nuevas, al menos con el terapeuta. Si el terapeuta entra de una forma personalmente implicada en la relación con el paciente, revertiendo la asimetría profesional en compañerismo relacional, no se le dará al paciente la posibilidad de modificar la estructura de sus relaciones. El caso extremo de negación de la asimetría profesional puede hallarse en esta cita de Cooper (1974):

Se hace necesaria una modificación de la ética profesional que transforma en una mentira la psicoterapia. ¿Cómo es posible, en principio, excluir las relaciones sexuales entre terapeuta y paciente en una relación global? De hecho, se trata simplemente de una cuestión de adecuación de la situación, y si se da la sexualidad, la sincronización es fundamental. La terapia de «cama» puede ser el único movimiento correcto hacia una determinada confluencia crítica de acuerdo con una coincidencia de las necesidades de ambas personas implicadas. En muchos casos la liberación solo puede aparecer en términos de experiencia directa y no de curación «hablada». El psicoanálisis interminable es el resultado obvio y directo, impuesto por las reglas originales del contexto analítico.

La acogida, pues, del terapeuta debe obedecer a un sentimiento profundo y real de interés, respeto y aceptación por el otro que funda una especie particular de relación profesional y alianza de trabajo, llamada alianza terapéutica.

2. La formación de una alianza terapéutica

Cualquier práctica psicoterapéutica implica necesariamente una forma de relación profesional, que tiene por objetivo el establecimiento de una alianza terapéutica, llamada también de trabajo. Entendemos por tal el compromiso mutuo, alcanzado entre terapeuta y paciente, respecto a los medios para conseguir el objetivo terapéutico. Este último viene definido de forma específica gracias al proceso de análisis de la demanda que consideramos más adelante, en el presente capítulo. La posibilidad de trabajar en su consecución va a depender, sin embargo, de la capacidad de colaboración entre terapeuta y paciente, el cual, como hemos visto también en este capítulo, contribuye de un modo fundamental, con su predisposición y motivación personales, al cambio, factor determinante para el éxito de la terapia, como ponen de relieve casi todos los estudios de eficacia terapéutica (Castillo y Poch, 1991).

No hemos dicho nada todavía, sin embargo, de las implicaciones que este compromiso lleva consigo en el ámbito relacional. Estas pueden referirse a las actitudes que ha de practicar activamente el terapeuta en la relación y que van a «facilitar», en términos de Rogers (1975, 1972), todo el proceso, dado que según él:

permitirán a la otra persona descubrir en sí misma la capacidad de utilizarlas para su propia maduración y de esa manera se producirá el cambio y el desarrollo individual.

Ahora bien, ¿cuáles son las condiciones que caracterizan este tipo de relación que, particularmente, en el caso de la psicoterapia, según Rogers, hacen posible el proceso terapéutico? Podemos referirnos a las condiciones de esta interacción retomando los enunciados de Rogers relativos a las actitudes terapéuticas:

  1. congruencia o autenticidad
  2. aceptación positiva incondicional
  3. comprensión empática

2.1. Congruencia o autenticidad

El elemento central de esta teoría trata del estado de acuerdo interno, es decir de la autenticidad de las actitudes del terapeuta, que se corresponde habitualmente con el concepto de congruencia. Esta actitud incluye dos elementos: a) la receptividad por la conciencia del terapeuta de todos sus sentimientos, y b) la disposición a comunicar estos sentimientos al cliente para que se facilite una relación interpersonal auténtica. Ambos aspectos de la autenticidad del terapeuta no se refieren a la totalidad de sus vivencias, sino a las que forman parte de las experimentadas en su relación interpersonal con el cliente en el contexto de la psicoterapia. Por ejemplo, si el terapeuta cree tener los sentimientos que se supone debe tener, cuando en realidad se siente a disgusto con el cliente, la relación saldrá perjudicada por esta posición incongruente. La terapeuta feminista que cree poder actuar sin prejuicio, puede estar siendo sinceramente amable con un paciente machista, pero sintiéndose incómoda con su manera de pensar o de actuar. El comportamiento congruente de la terapeuta sería percibir esta discrepancia y poder manifestarla libremente, si es el caso, a su cliente. Ahora bien, ¿es esta manifestación siempre posible y terapéutica? ¿Cuáles son las condiciones bajo las que resulta imprescindible comunicar al cliente las propias sensaciones y sentimientos? Solo de manera muy genérica es posible contestar a esta cuestión: cuando tales sentimientos, independientemente de su naturaleza positiva o negativa, son persistentes e interfieren en la continuidad de la relación. Rogers y Kinget (1962) lo resumen de este modo:

si el terapeuta comprueba que sus sentimientos le dominan hasta tal punto que se siente incapaz de concentrarse en el cliente, es importante que exprese estos sentimientos. Igualmente, si el terapeuta experimenta sentimientos contrarios a la consideración positiva incondicional parece necesario que tenga una explicación con el cliente.

La comunicación directa y sincera de las propias emociones o sensaciones puede tener efectos terapéuticos casi inmediatos. El comportamiento o actitud del cliente a veces suscitan en el terapeuta una clara sensación de incomodidad, a la que pueden contribuir las más variadas causas como, por ejemplo, el boicot que percibe el terapeuta que el cliente puede estar ejerciendo sobre el proceso, como se infiere del caso siguiente:

Mujer de 30 años, hija de un médico y de una maestra retirada, a la que llamaremos Carla. Es la mayor de cuatro hermanos. Está separada, tiene una hija de dos años que vive con ella en casa de los padres. Realiza un trabajo a tiempo parcial en una editorial y últimamente había empezado a pasar trabajos a máquina en el despacho de un abogado. En el contexto inmediato de la sesión, que se transcribe, la paciente ha llegado, contrariamente a lo que acostumbra, con veinte minutos de retraso.

TERAPEUTA: ¿Qué le ha pasado? (refiriéndose al retraso).

CARLA: No he salido a tiempo de casa… me he estado entreteniendo en tonterías… Ya no voy a pasar trabajos a máquina a casa del abogado. He dejado el trabajo de golpe y porrazo, solo con una llamada a la secretaria; seguramente se habrán enfadado conmigo. Y además me siento mal porque el sábado me tocó hacer de guardarropa en el congreso de la editorial.

T.: ¿Pero usted ya sabía que durante el congreso tendría esta función?

C.: No, debería haber estado en recepción para atender al público…, pero he terminado haciendo de guardarropa.

T.: Habrá sido algo humillante para usted. Y cuando se ha dado cuenta de la situación, ¿ha manifestado a alguien su desacuerdo?

C.: Ya estaba allí, ¿qué podía hacer? (silencio).

T.: Hoy la noto particularmente enfadada. Su rabia es sorda y muda con todos, pero hoy consigue hacérmela sentir a mí, noto que está enfadada conmigo.

C.: Estoy destruida… (silencio). Ni siquiera puedo llorar; no puedo con mi madre, que se pone más nerviosa; no puedo con mi hija, porque es una niña pequeña y no viene al caso; no puedo con mi marido, porque se pone todavía más autoritario. No sé si puedo llorar aquí, ¿puedo llorar aquí?

T.: Usted paga, puede hacer lo que quiera.

C.: ¡No! ¡Yo no pago! ¡Paga mi madre!

T.: Entonces su madre es la dueña de nuestras sesiones. Es como si estuviera siempre aquí con nosotros.

C.: Al principio cuando iba al otro terapeuta mi madre me daba unos apuntes sobre todo lo que tenía que decir o preguntar al terapeuta (ríe amargamente).

T.: Por desgracia su rabia se está volviendo en contra suyo, porque su silencio está dificultando nuestro trabajo. Si por pura hipótesis su madre no le diera el dinero para la psicoterapia, ¿usted qué haría?

C.: No vendría más. Yo no tengo dinero.

T.: Por tanto, una vez más, usted no tiene voz, su rabia no tiene voz. Es como si no se sintiera con derecho a tener nada suyo, ni siquiera el espacio donde poder llorar y enfadarse.

C.: Es verdad, cuando estoy aquí callada, estoy sintiendo en el fondo rabia contra mi madre… y esto me espanta. Pero tal vez encontraría la manera de continuar la psicoterapia: primero de todo porque esta vez me parece que me sirve y después, porque con los años he ido madurando y reconozco que la necesito.

La terapia es una relación que reta al terapeuta a ser tan sensible como sea capaz en cada momento, escribe Rogers (1977). Sin esta condición el terapeuta no puede desarrollar la empatía, puesto que no hay nada más pernicioso que la hipocresía de los afectos. Conseguir esta actitud representa un acto de sinceridad consigo mismo a fin de que puedan aparecer a la propia consciencia los auténticos sentimientos. En el caso de que estos sean negativos hacia el paciente, deberá el terapeuta preguntarse por el origen de los mismos y utilizar esta información para reconducir su posición respecto a la terapia.

2.2. Aceptación o consideración positiva incondicional

Elaborada por Rogers, a partir de 1957, significa la ausencia de condiciones para la aceptación del otro y está en el polo opuesto de la actitud evaluativa selectiva, a la vez que implica un interés positivo hacia el cliente, así como un profundo respeto:

Probablemente esta aceptación solo es posible en el terapeuta que haya integrado en su propia filosofía una convicción profunda en relación al derecho del individuo a la autodirección y autodeterminación.

A causa de su carácter incondicional, esta noción suele suscitar reservas, e incluso protestas, entre gran parte de quienes no están suficientemente familiarizados con la terapia rogeriana, probablemente porque se confunde con aprobación incondicional. Dado que la aprobación supone una forma de juicio o valoración, esta sería contraria a una actitud fenomenológica en la que el terapeuta se vacía de su marco interno y externo de referencia para tomar el del cliente. Aceptar de modo incondicional en psicoterapia significa, por tanto, tomar la configuración de la existencia del cliente en su totalidad tal como se presenta. No significa necesariamente estar de acuerdo con sus comportamientos, sino entenderlos en la totalidad de su experiencia existencial.

Evidentemente, los comportamientos o actitudes más difíciles de aceptar son aquellos que, por una razón u otra, entran en colisión con los valores del terapeuta y, a veces, incluso con los ideales del propio cliente. Pero cuando los elementos negativos o «condenables» del cliente se perciben según su óptica, es decir, en el encadenamiento de circunstancias tal como fueron percibidas y vividas por él, esta conducta se vuelve perfectamente coherente, casi necesaria. Por ello se vuelve psicológicamente, aunque quizá no moralmente, aceptable. Lo que visto desde fuera parece extraño, destructivo o perverso, llega a ser visto únicamente como la amarga defensa de un ser amenazado por encima de su capacidad de resistencia. En su lucha por lo que podría llamarse su supervivencia emocional el individuo comete acciones cuya naturaleza no puede reconocer en el momento y que, en otras circunstancias, se resistiría hasta a pensar.

La potencialidad terapéutica de estas actitudes se puede ver en el siguiente caso, donde no solo el terapeuta las pone en práctica, sino todos los miembros del grupo, quienes de forma espontánea y, en consecuencia auténtica, las comparten al unísono, como los habitantes de Fuenteovejuna en el famoso drama de Lope de Vega.

Fuenteovejuna, todos a una. El caso Lucy

La paciente a quien llamaremos Lucy, a la que aludimos en el capítulo cuatro del primer volumen de esta obra (Villegas, 2011, pp. 139-141) al hablar de la heteronomía, de unos 40 años de edad y madre de dos hijos, asiste a un grupo de terapia en un Centro de Salud Mental. En el transcurso de una sesión revela entre sollozos lo que para ella era un secreto, que 17 años atrás había abortado. El fragmento que reproducimos recoge la parte central de su intervención y la de otros compañeros a los que arbitrariamente hemos puesto los nombres de Ana, Lola, Ceci y Yazmira, los cuales, con sus intervenciones, dan muestras de una aceptación incondicional absoluta, compartiendo con ella también sus secretos y validando totalmente sus motivaciones.

TERAPEUTA: Tal vez, en aquel momento pensabas de otra forma. Pero ahora no entiendes por qué lo hiciste en aquel momento.

LUCY: Por no enfrentarme a las personas que me rodeaban.

ANA: Entonces tenías un motivo fuerte.

L.: No, pero es que no tiene sentido. Cuando yo lo hice, lo hice deliberadamente, pues estaba convencida de que no quería tener la criatura. Acababa de conocer al que hoy es mi marido, y no me veía capaz, era cobarde…

T.: ¿Por qué le llamas cobarde a esto?

L.: Porque realmente es cobardía, no querer enfrentarte.

A.: Pero también tenemos derecho a ser cobardes.

L.: Sí, pero cuando hay una vida por medio, es lo más importante, Y cuando has visto lo que llegas a querer a tus hijos, y piensas unos sí, y otros no, pues…

YAZMIRA: ¿Querías ocultar que estabas embarazada?

L.: Sí, porque empecé a tener vómitos y tuve que inventarme que era una gastroenteritis. Al final me inventé una excursión a los Alpes. Y recuerdo que cuando fui a Londres para abortar, llamaba desde allí a casa y explicaba que estaba todo nevado, y en casa tan ajenos a todo y nunca después lo han sabido.

Y.: Supongo que lo que te pasa es todo esto. Y el haber mentido. Yo también me quedé embarazada de mi novio estando soltera, y fue horrible. Mi madre no lo aceptaba. Con esto que mi madre estaba enferma de los nervios, llegó a perder el conocimiento el día que se lo dije, tuvo un shock enorme. Me espanté y me sentí muy culpable de haber provocado todo esto. Después perdí igualmente este niño: fue un aborto natural.

CECI: Bueno, pues yo también me quedé embarazada.

L.: Pero tú la tuviste.

C.: Sí; pero cuando me quedé embarazada, mi compañero y yo éramos novios, y nos planteamos abortar. Tú dices que fuiste cobarde haciéndolo. Pues yo no era capaz; yo quería abortar, pero me daba miedo lo que me dijeran en casa, era cobarde, no fui capaz de hacerlo; lo digo ahora, pero en aquel momento me hubiera gustado tener valentía para haber abortado; porque pensaba: «¿cómo lo voy a hacer, cómo los engaño?, ¿qué hago, qué digo? no puedo, no soy capaz…»

L.: Yo era artista de teatro, podía disimular perfectamente, sabía actuar… Llega un momento que mientes para conseguir lo que quieres. No me sentía con la libertad que yo quería. Cuando aborté no creía en Dios y enseguida después de abortar ya empecé a sentirme culpable… Pero ahora me siento bien, porque he dejado de mentir.

T.: ¡Exacto! Este es el problema; no sentirse con libertad. Y supongo que cuando te encontraste en aquella situación tampoco te sentiste con libertad. Tenemos conflictos y mentimos cuando no podemos aceptarlos. Todo aquello que pensamos que los demás no aceptarán, o no entenderán, nos lleva muchas veces a mentir…

Y.: Yo creo que todos, a lo mejor mentimos, ¿no? Yo miento en la comida.

LOLA: Y yo en el problema mío de ludopatía.

C.: Es curioso, yo también miento. Porque yo, en vez de llevarme a mi hija al parque, me la llevaba a hacer un análisis de sangre y nadie se enteraba. Me daba mucha vergüenza que se enteraran de que en un solo día me había hecho dos análisis de sangre. Cuando tienes un problema así, mientes.

T.: Un conflicto. Cuando tienes un conflicto. Todo aquello que pensamos que los demás no aceptarán, o no entenderán, nos lleva muchas veces a mentir. Ahí está el conflicto… ¿Lucy que tal, cómo te sientes?

L.: No sé, como mucho más aliviada.

T.: Has sido muy valiente al hablar de todo esto; y todo el mundo ha sido muy sincero respecto a sus mentiras, o sea que… (Risas generales)

LO.: Todos mentirosos. Además que es verdad, todos mentimos. Y el que no reconoce su problema es porque se está mintiendo a sí mismo.

2.3. Empatía o comprensión empática

Se define como la disposición y capacidad de percibir el marco interno de referencia del cliente, tal como este lo percibe. No es solo una percepción de la realidad, sino también una forma de experimentar los sentimientos del otro por contradictorios que puedan ser en sí mismos o ajenos a los propios. No es solo un método de conocimiento, sino de relación. Significa que lo que siente la otra persona puede ser sentido igualmente por mí, pero no como mío, sino como del otro, sin confusión de sentimientos, en cuyo caso estaríamos hablando de identificación o simpatía. La empatía es pues necesaria para acceder al mundo experiencial o sensible del otro. En este sentido, es el primer paso en toda relación terapéutica. El contacto que se establece entre clientes y terapeuta es a través de la sensibilidad del pathos del cliente y de la resonancia emocional que halla en el terapeuta. Toda solicitud de ayuda nos llega en terapia a través de la expresión emocional. El primer contacto con las necesidades del cliente pone, pues, en juego una respuesta empática.

Definir el alcance terapéutico de la empatía es una cuestión que implica ciertas consideraciones específicas. En primer lugar hay que situar la empatía en el marco de las condiciones generales postuladas por Rogers. En efecto, de nada serviría la manifestación de empatía si esta fuera simulada o fingida. No puede, pues, atribuirse un valor curativo a la empatía si no es sincera, congruente con los sentimientos del terapeuta. Igualmente cabe decir que la empatía debe estar al servicio de la aceptación positiva incondicional. Una utilización perversa de la empatía consistiría en favorecer la auto-manifestación del cliente para condenar después sus sentimientos o acciones o para obtener información que pudiera ser utilizada en su contra.

La empatía tiene efectos terapéuticos solo si contribuye a «confirmar» la persona del cliente, a hacerle sentir que sus sentimientos, sean estos positivos o negativos, son comprendidos como suyos y, por eso mismo, dignos de respeto y aceptación. Tal vez la mejor definición que se haya dado nunca de la terapia rogeriana ha sido la de Martin Buber (1948), quien la describió como «confirmación de la persona del otro». Como momentos privilegiados en que la empatía ejerce un papel más destacado cabe señalar las fases iniciales de la terapia y los momentos en los que la expresión emocional alcanza, por las razones que sea, cotas desestructurantes.

Desde el momento en que la empatía se concibe como algo más personal y auténtico que una técnica de respuesta reflejo, se alude a la exigencia de una madurez emocional –hoy podríamos hablar de inteligencia emocional– en la persona del terapeuta:

Estar empáticamente con otro significa que durante ese tiempo dejas a un lado tus propias ideas y valores con vistas a entrar sin prejuicios en el mundo del otro. Esto solo puede ser llevado a cabo por personas lo suficientemente seguras de sí mismas como para conocer que no se perderán en lo que puede resultar ser el mundo extraño del otro y que pueden volver cómodamente a su propio mundo cuando lo desean. (Rogers, 1972).

Esta actitud se pone de manifiesto a lo largo de la siguiente sesión, conducida por el propio Rogers, que resumimos a continuación.

El caso Jan

Mujer de 35 años, a la que Carl Rogers denomina Jan, soltera, apasionada por el arte, la música y la danza, consulta por un estado generalizado de ansiedad. La entrevista ha sido reducida a sus pasajes esenciales; puede verse completa en Villegas, 2005b.

JAN: Tengo dos problemas. El primero es el miedo al matrimonio y los hijos. El segundo es el proceso de envejecimiento. Me resulta muy difícil mirar al futuro, y yo lo encuentro muy atemorizador.

CARL: Son dos problemas vitales para ti. No sé cuál prefieres tratar primero.

J.: Creo que el más inmediato es el problema de la edad. Más vale que empiece con este. Tengo 35 años y solo me quedan cinco para los 40. Continúo dándole vueltas y deseo escapar de ello. Y está afectando mi confianza como persona. Empezó a ocurrirme hace dieciocho meses, tal vez dos años. Me pregunto por qué será así.

C.: Antes de los últimos dos años no tenías estos sentimientos. ¿Ocurrió algo especial entonces que pudiera desencadenarlo?

J.: Nada que yo pueda recordar. Bueno, mi madre murió a los cincuenta y tres; era una mujer muy joven y muy brillante en muchos aspectos. Puede que esto tenga algo que ver.

C.: Pensaste que tal vez si tu madre murió a tan temprana edad a ti te podía suceder algo parecido (pausa). Y el tiempo empezó a parecerte mucho más corto.

J.: Cuanto más envejezco, siento con mayor fuerza la perspectiva matrimonial. No sé si ambas cosas están relacionadas. Pero el miedo a casarme, a estar comprometida, a los niños, es muy intenso, aumenta con el paso de los años.

C.: Es un temor al compromiso y a tener hijos.

J.: ¿Ve usted alguna relación entre el tema del matrimonio y el proceso de envejecimiento?

C.: Sí, me parece que existe relación entre ambos cuando hablas de ellos y dices que los temores se hacen más fuertes con el paso del tiempo; parece un paquete de miedos.

J.: Es simplemente miedo a quedar atrapada. Así como ahora mismo estoy atrapada en mi edad.

C.: Tienes el sentimiento de estar atrapada por la edad que tienes y temes también quedar atrapada en el matrimonio. Y así la vida se ha convertido en una expectativa atemorizante.

J.: Lo que voy a decir quizá tenga algo que ver; no sé si está relacionado con mi anterior afición por el teatro, pero me encanta representar el papel de niña mala. Cuando deseo conseguir algo o salirme con la mía, hago el papel de niña mala.

C.: Ese papel lo conoces muy bien. Lo has interpretado en muchas obras.

J.: Y funciona (ríe). Lo que pasa es que estoy atrapada (ríe). Y no sé cómo enfrentarme a ello. En este momento, siento que es un problema de soledad. Me gustaría tener a alguien con quien relacionarme.

C.: Alguien con quien poder relacionarse. Comprendo que esto puede parecer una idea estúpida, pero tal vez uno de esos amigos pudiese ser esa niñita mala. No sé si esto tiene algún sentido para ti, pero si esta especie de niña traviesa y díscola que vive dentro pudiese acompañarte desde la luz hacia la oscuridad…

J.: ¿Puede aclararme esto un poco más?

C.: Que tal vez uno de tus mejores amigos es el tú que escondes en tu interior, la niñita asustada, la niñita mala, tu yo real que no acaba de quedar al descubierto.

J.: Debo admitir –si lo miro en retrospectiva– que he perdido mucho de esa niñita díscola. De hecho, esta pequeña niña mala ha desaparecido estos últimos 18 meses.

C.: Ha desaparecido. Entonces no estaba tan equivocado. Tal vez deberías buscarla.

J.: ¿Quiere usted su número? (carcajadas).

C.:(carcajadas). Creo que sería divertida y no creo que estuviese tan asustada. Parece bastante descarada (carcajadas).

J.: Así que, aunque me haga mayor ¿todavía puedo ser una niñita traviesa?

C.: Bueno, no sé, yo solamente tengo 80 años, pero todavía puedo ser un niño travieso.

Diversos comentaristas (Villegas, 1989; Lietaer, 1990) coinciden en afirmar que la concepción rogeriana establece las bases para cualquier relación terapéutica, facilitando la comprensión empática y la motivación para el cambio a través de la aceptación incondicional. Pero consideran también que no es igualmente válida en todas las fases de la terapia: las condiciones que pueden ser necesarias y suficientes en la fase inicial de la terapia o incluso para todo el proceso en su conjunto con algunos pacientes, pueden no serlo en fases ulteriores de la terapia o con determinados pacientes o problemas. Por descontado, la alianza de trabajo resulta fundamental durante todo el proceso terapéutico, pero en otros momentos pueden requerirse otras habilidades o estrategias tales como la confrontación, el análisis de la acción, la resolución de problemas o la reconstrucción del significado.

3. El contrato terapéutico

Si bien la alianza se refiere al clima afectivo y de compromiso entre terapeuta y paciente en vistas a la consecución del objetivo terapéutico, esta dimensión interpersonal no está reñida con aspectos más formales o contractuales de la relación. Dado que la relación terapéutica es una relación profesional, esta condición justifica la presencia de ciertas formalidades o convenciones que pueden ser objeto de contrato.

La mayoría de estas convenciones derivan de la naturaleza del encuentro terapéutico, el cual afecta, entre otros aspectos, a las condiciones de lugar y tiempo. Es preciso que ya desde el primer contacto queden claramente establecidas cuáles son esas. En términos generales, y salvo excepciones justificadas, el lugar para el desarrollo de las sesiones terapéuticas es un espacio profesional, público o privado, claramente reconocible como hospital, consultorio, centro, institución o despacho.

El tiempo hace referencia tanto a la duración de las sesiones habitualmente establecido, entre 45-60 minutos, las individuales, y de 90-120 minutos las familiares, grupales y de pareja, como a la frecuencia semanal o quincenal según se acuerde, frecuencia que naturalmente puede ser pactada como mayor o menor por las partes.

Es importante pactar también los períodos vacacionales, justificar las ausencias o cambios de horario o de citas, así como prever el término de la intervención o el cierre de la actividad, a fin de que el paciente no quede desasistido.

La naturaleza profesional de la intervención terapéutica también implica, lógicamente, la referencia a su coste o financiación, sea atribuible a la asistencia pública, a las prestaciones de diversas mutualidades o al pago directo. Los colegios profesionales suelen fijar tarifas orientativas para este tipo de intervenciones.

Las cuestiones relativas a confidencialidad y protección de datos forman parte también de esta dimensión contractual de acuerdo con los criterios vigentes en este tipo de profesiones, que buscan la protección de la intimidad y la generación de un espacio de relación, libre de intromisiones ajenas. Con el debido consentimiento y con finalidades terapéuticas, formativas o de investigación es posible grabar y transcribir sesiones, protegiendo siempre los datos de identificación de las personas.

La necesidad de establecer estos aspectos contractuales por escrito suele dejarse al arbitrio de las partes, a no ser que existan normas institucionales, se realicen actividades ligadas a la investigación o se participe en grupos que por sus características lo requieran, en cuyo caso será prescriptivo dejar constancia del acuerdo en documento escrito, sin perder de vista nunca que el fundamento de un compromiso contractual es siempre y en primer lugar la confianza mutua, aunque a veces sea inevitable protegerla con el debido papeleo por motivos deontológicos o legales.

4. El análisis de la demanda

Una de las primeras cuestiones que debe abordar el psicoterapeuta en el encuentro inicial con un paciente es la relativa al análisis de la demanda. Esta viene formulada discursivamente en términos no siempre psicológicamente viables, ni pragmáticamente apropiados; de modo que, en la mayoría de los casos, se hace necesaria una reformulación.

Entre las razones que probablemente están en el origen de este fenómeno se debe mencionar la naturaleza misma de la psicoterapia, a medio camino de otras profesiones de ayuda o «cura» –en el sentido etimológico del vocablo griego therapia–, lo que lleva fácilmente a confundirla con ellas. No cabe duda de que por razones históricas recientes la psicoterapia se ha asociado y asimilado especialmente a la medicina, y más en concreto a la psiquiatría. Estos y otros muchos factores, derivados particularmente del planteamiento informativo, literario, cinematográfico y televisivo que se hace de estas profesiones, contribuyen a crear un imaginario social según el cual la psicoterapia no es más que el equivalente light de la psiquiatría, con lo cual la demanda que se puede dirigir a ambas es también equivalente.

Pero esta construcción social olvida el elemento fundamental que diferencia psiquiatría de psicoterapia, a saber, la cuestión del pharmakon o agente terapéutico sobre el que se constituyen y diferencian como disciplina o método de tratamiento. En efecto, ¿cuál es el factor, si es que existe, que cura –en el sentido de sanar– en el caso de la psicoterapia?

Esta pregunta continúa basándose en la asimilación epistemológica entre psiquiatría y psicoterapia, donde está claro que para la psiquiatría existen fármacos, es decir, sustancias activas (agentes), que actúan sobre organismos pasivos (pacientes), mientras que en psicoterapia no existen ni sustancias activas ni organismos pasivos, sino agentes sociales (psicoterapeutas) que interactúan con otros agentes sociales (clientes o usuarios).

El tipo de ayuda, además, que viene solicitada en psicoterapia, no pertenece a un campo de intervención externa al sujeto, sino que le implica directamente a él y al psicoterapeuta, de modo que da origen a una verdadera interacción psicosocial. La demanda de ayuda emitida por el usuario pone al psicoterapeuta ante la situación de plantearse qué puede hacer realmente por el demandante sin salirse de su rol profesional. Esto es relativamente muy poco o nada, si no dispone de algún instrumento o método de trabajo como, en nuestro caso, el análisis del discurso (Villegas, 1992) –véase el capítulo cuarto de este mismo volumen– del que el análisis de la demanda constituye su aspecto más pragmático.

Tenemos pues dos dimensiones a considerar en el análisis de la demanda: la interactiva, relativa al proceso mismo de solicitar y prestar ayuda, que debe analizarse desde una perspectiva psicosocial; y la discursiva, centrada en el análisis de las modalidades expresivas y pragmáticas que determinan que una demanda de ayuda pueda ser entendida y atendida psicoterapéuticamente. Ambas perspectivas constituirán el horizonte de nuestra reflexión a lo largo de este capítulo. (Para una visión más exhaustiva véase el anexo MV 03.)

4.1. La dimensión psicosocial de la demanda de ayuda

Para esclarecer la primera de las dimensiones, relativa al proceso mismo de solicitar y prestar ayuda, puede ser útil el siguiente esquema conceptual. En toda situación de demanda de ayuda tenemos, como mínimo tres elementos en juego:

a) La vivencia subjetiva de una necesidad

La prestación eficaz y no ofensiva de ayuda requiere un reconocimiento y aceptación explícita de la misma. Para ello es indispensable que el posible beneficiario de la ayuda experimente una necesidad, no pueda satisfacerla por sí mismo y emita un requerimiento manifiesto de ayuda. De lo contrario la prestación de ayuda puede provocar rechazo y humillación. También existen ciertamente, situaciones en que el sujeto no puede expresar sus necesidades por hallarse en un estado de desvanecimiento o inconsciencia. En estos casos la intervención de un agente social externo constituye más bien una acción de salvamento que de ayuda. Se trata de situaciones en las que la valoración de la necesidad o del peligro viene determinada objetivamente, dando por supuesto que la persona solicitaría y aceptaría la ayuda si le fuera posible hacerlo.

No basta, sin embargo, la percepción subjetiva de una necesidad, ni la sensación de incapacidad para afrontarla, para que alguien se anime a pedir ayuda a una tercera persona o institución. Se requiere, con frecuencia, un largo proceso de evaluación de los costes y beneficios de tal solicitud. En efecto, la demanda de ayuda implica muchas veces una amenaza a la autoestima, así como el miedo a contraer una deuda impagable, o incluso desarrollar una dependencia infantilizadora, o sentirse restringido en la propia capacidad de criterio y decisión. En tales casos las personas pueden sentirse inhibidas o retraídas ante la eventualidad de solicitar ayuda a un tercero. Igualmente, el miedo a molestar o a resultar una carga para los demás puede constituir un lastre notable para pedir ayuda. Una mujer que estaba explorando la posibilidad de seguir una terapia con una psicóloga, a la que había conocido en ocasión de unos encuentros profesionales esporádicos, escribió después de los primeros escarceos a su posible terapeuta:

Hoy tenía mi primera sesión formal contigo, pero te escribo para decirte que no vendré. Creo que cuando te conocí me diste la impresión de que algún día podrías ayudarme, de que algún día conseguiría abrirme contigo, de que me tirarías un salvavidas; por eso decidí llamarte para la psicoterapia. Pero hoy me doy cuenta de que no vale la pena, de que cuando necesite a alguien me tomo dos o tres cubatas y, aunque luego me encuentre fatal, habré pasado un rato feliz, olvidándome de todo, sin salir de donde me encuentro, pero sin que nadie se dé cuenta. Sé que tengo a mi amiga X, sé que puedo contar con ella y sé que te tengo a ti; pero también sé que las personas cansamos con nuestros problemas y, a veces, sin darnos cuenta, agobiamos.

b) La existencia de recursos apropiados

Cuando alguien acude a buscar ayuda a un profesional del tipo que sea, generalmente ha recorrido previamente un largo camino repleto de bucles y estados intermedios tal como puede verse reflejado en el diagrama de flujo de la tabla de la página siguiente.

Tabla 1

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La primera condición, en efecto, para que alguien se decida a solicitar una ayuda es que exista una conciencia clara de una necesidad o carencia. Pero esto no es siempre así, como queda dicho, a los ojos de quien experimenta una determinada situación, aunque pueda serlo para los ajenos. Aun en el supuesto del reconocimiento de la existencia de un determinado problema, este no siempre es valorado como preocupante o dominante, de modo que su enfrentamiento o resolución se deja de lado o para una mejor ocasión. Muchos son, en efecto, los pacientes que acuden a terapia con la conciencia de arrastrar un problema durante años, intentando quitarle importancia, esperando que se solucione por sí solo o aplazando sine die su enfrentamiento.

Solo cuando un problema adquiere una dominancia relevante suele motivar la atención del sujeto que lo sufre. Con muy buen criterio la reacción de un individuo que se hace consciente de un problema tiende a ser la de buscar formas de hacerle frente por sí mismo, es decir, poner en marcha sus propios recursos. Únicamente cuando estos se manifiestan insuficientes, suele abrirse el sujeto a la solicitud de ayuda externa, si mientras tanto no ha decidido abandonar de nuevo o considerar como irresoluble su problema.

La búsqueda de ayuda externa se inicia habitualmente en los círculos más próximos: familiares o amigos. Estos pueden constituir una fuente de recursos suficientes para hacer frente a las necesidades originales con los que restablecer un estado de autonomía y bienestar. En ocasiones, tampoco esta ayuda basta; incluso a veces resulta indeseable, puesto que la fuente del problema, particularmente psicológica, puede estar en las relaciones con la propia familia, la pareja, los amigos o compañeros del trabajo, etc. o bien estos, a pesar de su buena voluntad se sienten incapaces de hacer algo o se ven limitados a no decir más que vaguedades. En caso de resultar infructuosa la búsqueda de ayuda eficaz en los círculos próximos puede producirse de nuevo un abandono o resignación, con evitación, premeditada o no, de acudir a otras fuentes de recursos más lejanas.

El acceso a los recursos distales suele hacerse también de forma graduada, pasando de los profesionales más genéricos –médico de familia, servicios de urgencias, farmacéuticos, etc.– al especialista. No es frecuente, todavía, que para los asuntos de carácter psicológico la gente se dirija espontáneamente al psiquiatra o psicoterapeuta. Esta es una de las razones por las que muchos pacientes llegan a psicoterapia solamente a través de la derivación, que no siempre se acompaña de una formulación psicológicamente asumible.

Este recorrido que consideramos en el diagrama de flujo, desde la percepción de un problema hasta la demanda de ayuda profesional, puede equipararse en sus primeros pasos, al planteado por Prochaska y colaboradores (1999) quienes distinguen cinco estadios en el proceso de cambio, denominados: Precontemplación, Contemplación, Preparación, Acción y Mantenimiento.

Resulta particularmente aplicable a los primeros pasos del diagrama de flujo el estadio de los precontempladores, los cuales evitan implicarse en una demanda sincera, o porque no reconocen la existencia o urgencia de un problema, o porque no confían en su capacidad para afrontarlo. Estos, comentan Prochaska y Prochaska (1999) «acuden la mayoría de las veces a la terapia porque se ven presionados por la pareja, los padres, la escuela o el juzgado. No hace falta decir que corren un gran riesgo de abandonar».

También pueden incluirse en los pasos intermedios del diagrama los contempladores, quienes todavía no han decidido si las ganancias superan a las pérdidas en un proceso de cambio, por lo que no van a aventurarse, o solo lo harán tímidamente en unas primeras sesiones exploratorias, a iniciar o a implicarse en un proceso terapéutico. Por eso insisten estos autores en que debe darse a la terapia el tiempo suficiente para ejercer un efecto moralizante, que ellos establecen en un mínimo de seis sesiones, y un mínimo de seis meses, por término medio, para empezar a conseguir cambios significativos.

c) La interacción con un agente social especializado

Cuando, finalmente, la demanda de ayuda, en nuestro caso psicológica, llega a un profesional especializado, se inicia un proceso de negociación sobre las modalidades de intervención que son posibles y factibles. Con frecuencia la solicitud de ayuda no es directamente asumible en su presentación, habida cuenta de los recursos de que dispone la psicología como tal. Por ejemplo, un psicólogo no puede llevar a cabo, por sí solo, un programa de desensibilización sistemática respecto al miedo a volar en avión o a navegar en barco de vela, si no tiene a mano un avión o un barco de vela, o, al menos un simulador de ambos. Por ello, estos programas no funcionan, generalmente, si no es en colaboración con una compañía aérea o con un club náutico.

Por otra parte, una demanda de este tipo, orientada a la modificación de un hábito o a la desaparición de un síntoma, aunque debe considerarse genuinamente psicológica, no por ello puede denominarse psicoterapéutica. Con muy buen criterio, en efecto, en el ámbito de la modificación de conducta se ha evitado tradicionalmente el uso de la palabra psicoterapia. Esta, en efecto, es un tipo de intervención psicológica dirigida a producir un cambio en el sistema epistemológico del sujeto, es decir, en su mundo de significados. Los recursos de que dispone el psicoterapeuta son de un orden distinto, aunque no incompatibles, con los de la farmacología o los de la tecnología conductual.

Imaginemos una situación de ataque de pánico, acompañada de todos los síntomas neurovegetativos de rigor: constituye sin duda una situación que se acopla bien con una intervención de tipo médico o farmacológico. Por eso muchas personas que han sufrido este tipo de experiencias se tranquilizan a la vista de símbolos que indican la proximidad de un hospital o una farmacia, o llevando un ansiolítico en el bolso (Prata y Raffin, 1995). Algunas de las personas que han sufrido un ataque de pánico desarrollan fácilmente después un trastorno de tipo fóbico o evitativo, asociado a las circunstancias o contexto inmediato donde se produjo. Para ellos puede ser indicado un programa de desensibilización sistemática, es decir, un planteamiento conductual.

No siempre, sin embargo, tales tratamientos se demuestran suficientes. En efecto, la eclosión de muchas crisis de pánico y la fobia subsiguiente no se produce de forma puntual o espontánea, o bien condicionada, por ejemplo, al pánico experimentado en el interior de un ascensor que se ha quedado bloqueado, sino que, con frecuencia –como hemos tenido ocasión de valorar en otros trabajos (Villegas, 1995a, 2011)– tales crisis se manifiestan como la punta de un iceberg de características estructurales mucho más complejas. En tales casos tiene sentido el planteamiento de una demanda de ayuda psicoterapéutica. Esta implica la transformación de una demanda focalizada en la mitigación de los síntomas neurovegetativos o en la superación de los hábitos restrictivos de un comportamiento evitativo, hacia una demanda de comprensión del significado del fenómeno, que permita una evolución o desarrollo del sistema epistemológico del sujeto, lo que se considera el objetivo de toda psicoterapia. Esta transformación se convierte en uno de los pasos constitutivos del análisis de la demanda en la que se definen en términos homogéneos las necesidades del sujeto y los recursos del psicoterapeuta.

Tal adecuación es, con frecuencia, fruto de un largo proceso de negociación, puesto que de lo que se trata es de llegar a un acuerdo sobre las bases de una definición común del problema, que permita un abordaje psicoterapéutico, estableciendo de este modo los presupuestos sobre los que asentar la alianza y el contrato terapéuticos. La falta de explicitación de tales presupuestos, la creación de falsas expectativas, la inadecuación de los recursos frente a la naturaleza de la demanda, son, con frecuencia, la causa del fracaso o el estancamiento en la psicoterapia.

4.2. Los límites de la psicoterapia

Una de las funciones del análisis de la demanda es justamente la de definir claramente qué es lo que puede y lo que no puede esperarse de una psicoterapia. Ahora bien, definir cualquier disciplina implica señalar sus límites o con-fines (delimitar). Esto es particularmente necesario en las profesiones de ayuda, puesto que tanto el prestatario como el demandante pueden verse fácilmente tentados a sobrepasar los límites de lo que resulta viable y eficaz. De forma sintética podemos decir que el objetivo de la psicoterapia no es satisfacer directamente las necesidades del paciente, sino ayudar a analizarlas, para que pueda satisfacerlas por sí mismo o con los recursos a su alcance. Lo contrario crea dependencia y frustración y pervierte la naturaleza de la psicoterapia.

Ciertamente, la psicoterapia se establece y desarrolla en el contexto de la relación entre paciente y terapeuta. Esta relación adquiere una especial importancia, mayor y mucho más decisiva que la que puede representar cualquier otra relación. Esto depende del hecho de que la finalidad de la psicoterapia es la exploración y el cambio epistemológico de uno de los dos participantes; por tanto, los comportamientos y las experiencias que entran en juego en la relación entre los dos protagonistas de la experiencia terapéutica constituyen una interacción absolutamente distinta de cualquier otra relación personal o profesional.

Desde nuestro punto de vista, la psicoterapia puede concebirse como una interacción social orientada a promover el desarrollo psicológico de un sujeto, cubriendo de este modo déficits evolutivos o conflictos estructurales en el sistema de regulación moral, tal como hemos propuesto en el primer volumen de esta obra (Villegas, 2011). Si concebimos la evolución psicológica como una serie sucesiva de construcciones epistemológicas –sistemas de reglas y recursos cognitivos, afectivos y operativos– con que se construye la realidad, y los pasos de unos sistemas a otros como crisis y reestructuraciones de estos a fin de ajustarlos a la complejidad creciente de sus interacciones con el mundo, podemos entender por qué cualquier bloqueo en ese proceso de reestructuración puede ser el origen de una disfunción o inadaptación psicológica.

En situaciones normales las crisis epistemológicas generalmente se resuelven a través de un proceso dialéctico interno o externo que lleva a una ampliación del sistema, al igual que para un niño de seis o siete años la incongruencia entre el pensamiento mágico y el realista origina una crisis respecto a sus creencias sobre los Reyes Magos, que puede solucionar por sí mismo o con la ayuda de otros agentes sociales coetáneos o de mayor edad. Probablemente una ventaja semejante es la que obtiene el paciente de la interacción con un agente social, el terapeuta, a causa más que de sus conocimientos especializados en psicología, de una preparación metodológica específica en el arte de favorecer el desarrollo epistemológico de un sistema individual, familiar o de pareja.

Para que esta interacción pueda considerarse exitosa se requieren tres condiciones previas al inicio de la psicoterapia, que con frecuencia forman parte ya de las tareas específicas del análisis de la demanda. Estas condiciones son: predisposición, motivación y colaboración.

a) Predisposición. Para que se produzca una demanda de ayuda tiene que darse, como queda dicho más arriba, una consciencia de crisis o una necesidad vivida como tal. Solo esta circunstancia permite desarrollar en el ánimo aquella predisposición que Platón denominaba paraskhesis y que podría traducirse como aceptación o predisposición a escuchar la palabra que cura, aceptar la ayuda profesional o apertura del propio sistema a la influencia de un agente exterior. Este agente, evidentemente, de acuerdo con algunos autores deberá ser percibido como un validador de confianza (Semerari, 1991).

En el anexo (TX Nadia) reproducimos la transcripción de una sesión con finalidades analíticas conversacionales, donde se hace evidente la actitud de rechazo de la intervención de ayuda (véase el anexo desde la intervención 162 hasta el final) por parte de la paciente a la que hemos llamado Nadia. Según ella su problema no es la autoaceptación, sino el hecho de no encontrar trabajo; por tanto, no hay nada de qué hablar ni tampoco nada que escuchar:

NADIA: En este momento da igual si yo me acepto o no. Yo tengo que torcerme para que el resto me acepte. Entonces no hay nada más que hablar sobre esto.

TERAPEUTA: La cuestión está ahí, si da o no igual. Si da igual entonces no te tiene que preocupar; si no da igual, te preocupa. Claro, porque si tú te peleas contigo misma aumentas la ansiedad, sino, disminuye la ansiedad. Pero si tú estás luchando y lo haces con autoestima, eso te da fuerza para la lucha.

N.: Eso es demasiado «psico» para ponerlo en la práctica. En fantasía suena todo muy bien, pero si lo estás viviendo es bastante más complicado. Y esta vía psicológica en estos momentos no me sirve. Lo que me sirve es la realidad.

T.: Tu problema real es que necesitas un trabajo, porque tu problema real es que tienes los números rojos.

N.: Ya, tan rojos que casi son números negros.

T.: Bueno, ya están carbonizados; entonces tu problema real es que necesitas un trabajo. Tienes los números rojos, casi carbonizados y pones toda la expectativa fuera, en que alguien te abra la puerta o te dé la llave o te diga dónde está. Ese es tu problema real. Porque no quieres ser un parásito, no quieres chupar más de la sociedad a cambio de no dar nada, ese es tu problema real.

N.: ¡Ajá! Yo no puedo hacer más que mandar hasta diez currículos a puntos diferentes… Porque por educación a mí me cuesta muchísimo vivir como un parásito y eso es una cosa de los principios que yo no puedo aceptar.

T.: ¿Y tú no estas de acuerdo en ser un parásito?

N.: No, es lo peor que hay, despreciable y sin derecho a vivir. No hay más.

T.: No hay más, es ese el único problema real que hay.

N.: Que yo tengo sí. O es la situación, no quizás el problema…

T.: ¡Ah! Es la situación.

N.: Es la situación.

T.: O sea que la palabra problema ya implica cómo uno ve una situación.

N.: Bueno, sí.

b) Motivación. La actitud del paciente debe implicar un deseo de superación del sufrimiento y de introducir cambios con esta finalidad en su vida. El sufrimiento, como han puesto de relieve diversos pensadores, entre los cuales se encuentra Buda, varios siglos antes de Cristo, es el motor del cambio. La finalidad de la psicoterapia no es evitar el sufrimiento, sino aliarse con él para promover el cambio. Perls (1975) señalaba agudamente que los neuróticos eran aquellos que sufrían por evitar el sufrimiento. Como tal, el sufrimiento es experiencia de lo real, que es lo contrario de la ansiedad, anticipación de la experiencia o experimentación fantaseada de lo que tiene que venir, con lo cual cualquier acción, excepto la evitación, resulta ineficaz. Como observa Maturana (1996) «si no hay sufrimiento no hay deseo de cambio». De este modo, puede decirse que el sufrimiento es el aliado inseparable de la terapia, lo contrario del dolor, que sitúa al paciente en una actitud pasiva, y del resentimiento, que lo sitúa en una posición vengativa. Conviene aprovechar esta reacción favorable para promover la tercera condición, la de la colaboración.

c) Colaboración. La psicoterapia es una intervención de ayuda que exige, más que ninguna otra, la colaboración del paciente, puesto que precisamente está orientada a restituir la autonomía epistemológica del sistema. Con frecuencia los pacientes están dispuestos a colaborar, pero de una forma pasiva, es decir a hacer lo que se les mande con la fantasía mágica de que eso les curará. Algunas técnicas terapéuticas, por su intrínseca directividad, refuerzan esta postura, y aunque pueden ser útiles a corto plazo, se vuelven ineficaces si lo único que consiguen es que el paciente «haga los deberes».

Es evidente que no todos los pacientes se hallan en condiciones de dar algún tipo de respuesta colaborativa, particularmente en el caso de los niños pequeños y de los psicóticos, o de personas que se hallan bajo el efecto inmediato de un estrés traumático, de ingesta de drogas o de un trastorno emocional muy intenso; pero aun en estos casos es posible buscar la colaboración del sistema familiar o de las redes de apoyo social, o incluso del mismo sujeto, poniendo en marcha otras formas de intervención que ayuden a sentar eventualmente las bases para una psicoterapia futura.

La actitud colaborativa es la que permite llevar a cabo el tipo de interacción psicológica que llamamos «psicoterapia», a la que hemos definido en otra parte (Villegas, 1990) como «colaboración profesional de ayuda en el proceso de cambio y resolución de problemas psicológicos», distinguiéndola, así, de otro tipo de intervenciones psicológicas o psiquiátricas en el ámbito clínico, que no exigen la colaboración del sujeto.

Se trata, como dice Frank (1973), de una interacción unilateral centrada en el cliente, en la que los problemas personales o los asuntos privados del terapeuta son voluntariamente dejados fuera (lo que no significa que no puedan estar influyendo de algún modo). En realidad se trata de activar las fuerzas o posibilidades de cambio presentes en la estructura del sistema epistemológico de la persona. Devolver el poder a las personas (May, 1972; Rogers, 1977) a través del trabajo psicoterapéutico. Esta transformación no es producto, sin embargo, de una influencia mágica, sino de una conversión del propio sufrimiento en una ocasión de cambio; proceso en el que terapeuta y cliente colaboran a través de la interacción que se instaura a partir de la demanda de ayuda.

5. La dimensión discursivo-pragmática en la demanda de ayuda

La solicitud de ayuda se reviste inevitablemente de alguna formulación verbal, cuya comprensión remite a su dimensión discursivo-pragmática. Es decir, al tipo de representación mental de la situación de demanda de ayuda, que se configura detrás de las formulaciones con que esta viene solicitada. ¿Se espera que el terapeuta tome la iniciativa; que adivine el origen de los problemas y los solucione; que no haga más que confirmar las opiniones del propio paciente; que le dé la razón aliándose en contra de otros; que satisfaga sus necesidades afectivas; que le ayude a aclarar sus ideas; que le demuestre que nadie puede hacer nada para curarle; que le escuche, le acepte, le comprenda y le sostenga; que refuerce su personalidad; que le transmita la energía y la motivación que le hacen falta; que consiga que cambie su madre o que el marido le corresponda amorosamente?

La lista de suposiciones pragmáticas podría ser interminable, distinta para cada caso. En este apartado buscaremos, sin embargo, algunas modalidades o tipologías de demanda de ayuda que por su carácter más bien formal o estructural puedan abarcar categorialmente la mayor parte de la casuística posible. El análisis de las intenciones implicadas en las fórmulas sobre cómo se enuncia la demanda de ayuda es una tarea de interpretación discursiva, que hace referencia particularmente a la dimensión pragmática del lenguaje. A través de esta dimensión las personas interactúan de forma muy intensa, implicándose unas con otras en sus estados cognitivos, afectivos y operativos, según los contextos en que los discursos vienen producidos, hasta el punto que los individuos implicados pragmáticamente no pueden eludir tal interacción.

Comprender pragmáticamente los discursos significa explicitarlos, atendiendo a su contexto de producción: es decir, atendiendo a quién dice qué a quién en qué momento y con qué finalidad. La expresión

¡cuánto pesa esta maleta!

pronunciada ante una tercera persona puede significar

¿por qué no me ayudas a llevar la maleta? (si hay que trasladarla a otra parte).

La adecuación de la respuesta pragmática guarda muy poca relación con la cohesión lexical, hasta el punto que pregunta y respuesta pueden parecer dos frases inconexas. La interacción conversacional implica muchas veces una solicitud pragmática de ayuda, que si no se comprende frustra la comunicación:

¡Dios mío, cómo llueve!

No te preocupes, puedo acompañarte en coche.

La coherencia de ambas frases se puede entender solo en su contexto pragmático, donde el emisor hace esta observación ante un destinatario que conoce sus necesidades, y puede y quiere satisfacerlas; no a nivel enunciativo, donde una intervención coherente sería:

Sí, desde luego, es un auténtico diluvio.

Responder a los contenidos implícitos de las expresiones pragmáticas es, desde luego, un ejercicio de interpretación, cuyas probabilidades de éxito no siempre están garantizadas. Ello depende en gran parte del conocimiento que los interlocutores tiene el uno del otro, y de la medida en que comparten el mismo contexto de producción, tanto desde el punto de vista cultural como interpersonal.

Explicitar la dimensión pragmática de los discursos es un proceso de negociación del significado; en el caso de la psicoterapia, de negociación con el paciente. La dimensión pragmática otorga al lenguaje una complejidad tal –gracias a su enorme capacidad de sintetizar los contextos–, que no permite una lectura literal de los enunciados, dado que esta sería totalmente inadecuada. Por ejemplo, a una comprensión literal, en la que solo se toma en cuenta el valor enunciativo de la frase «no sé lo que me pasa», le correspondería una respuesta del tipo:

si usted no lo sabe, ¿cómo quiere que lo sepa yo?

Tampoco sería aceptable, por elemental, una respuesta de tipo reflejo:

–¿así que usted no sabe lo que le pasa?

La comprensión pragmática requiere siempre dar un paso más, ir más allá de la obviedad de la frase. Por ejemplo:

¿y desde cuándo se encuentra usted así (en este estado de confusión)?

supone que el destinatario ya ha entendido (da por sentado) la solicitud (de ayudar al paciente a saber lo que le pasa), implícita en la expresión «no sé lo que me pasa», dando origen al inicio de una ayuda efectiva, por ejemplo, focalizando la atención sobre el aspecto temporal: «¿desde cuándo?». Esto permitirá al paciente ampliar su discurso, saliendo del contexto pragmático, limitado a la interacción del momento, y, en consecuencia, aumentar su comprensión (empezará a darse cuenta de que, en realidad, sabe muchas cosas). La focalización sobre el aspecto temporal «¿desde cuándo?» constituye desde el punto de vista pragmático la solicitud de «nueva información», mientras que el adverbio modal «así» es una forma concisa de redundancia, de mantenimiento de la «información dada», a través de la cual la intervención del terapeuta guarda la coherencia con la del paciente.

Si nos preguntamos de qué maneras, en concreto, intentan los pacientes con su demanda influir sobre el terapeuta, particularmente al inicio de la psicoterapia, cuando no se han definido todavía de una forma clara los términos del contrato y de la alianza terapéutica, podemos encontrarnos con una variedad de situaciones que permiten esbozar unos criterios de clasificación que tal vez puedan resultar útiles a los propósitos de un análisis de la demanda. Para establecer esta clasificación hemos utilizado básicamente dos parámetros, relativos, el primero, al origen o procedencia de la demanda que puede ser el propio sujeto o una tercera persona (médico derivante, familia, consorte, institución, etc.); el segundo, al objetivo o finalidad que pretende el demandante y en la que intenta involucrar al terapeuta, tal y como se recoge en la tabla 2.

Tabla 2. Modalidades pragmáticas de demanda terapéutica

MODALIDADES

PROCEDENCIA

OBJETIVO

No-demanda

Ajena

hacer callar a un tercero

Confirmatoria

Propia

asegurarse de los propios criterios o decisiones

Mágica

Mixta

curar una enfermedad o solucionar un problema fiándose de los poderes, autoridad o prestigio del terapeuta

Sintomática

Propia

curar una enfermedad somática o psicosomática evitando cualquier cambio o confrontación interna

Inespecífica

Propia

buscar apoyo y orientación para entender y hacer frente a los propios problemas

Específica

Propia

solucionar problemas psicológicos previamente identificados

Perversa

Propia

satisfacer de forma directa necesidades propias de apego, sexo o dominancia

Vicaria

Propia

provocar la implicación de una tercera persona en la terapia

Delegada

Ajena

sacarse un paciente problemático de encima para pasárselo a otro colega

Colusiva

Propia

perjudicar a un tercero por diagnóstico o tratamiento

Aunque en principio esa clasificación presupone que las categorías son mutuamente excluyentes, las formas con las que los pacientes plantean sus demandas no siempre son tan claras, sobre todo respecto a la procedencia de las mismas. Con frecuencia, en efecto, se mezclan las iniciativas.

En general, podemos sugerir como criterio que una demanda se considera derivada o ajena si no se hubiera producido caso de no mediar la intervención de alguna otra persona distinta del demandante. Sin embargo, esto no es óbice para que la demanda pueda llegar a hacerse en nombre propio, lo cual, muchas veces, es fruto del mismo trabajo terapéutico. Por demandante se entiende aquella persona que se presenta físicamente ante el terapeuta o contacta con él por teléfono o Internet. Según este criterio hemos considerado ajena, aquella demanda que se produce exclusivamente por indicación de un tercero; propia, aquella que es producto de una decisión autónoma del sujeto demandante; y mixta, aquella que aceptando la sugerencia o indicación de un tercero se asume, al menos tentativamente, como propia, cosa que puede afectar a todas las categorías. En este último caso se pueden dar grados muy diversos de implicación.

A continuación desarrollamos cada una de estas modalidades a través de sus correspondientes epígrafes, de una forma lo más sintética posible. Quien desee profundizar más en cada uno de ellos puede consultar en el anexo (MV 03) el artículo titulado «El análisis de la demanda» (Villegas, 1996), donde se describe de forma mucho más completa.

5.1. La no-demanda

Empezaremos, precisamente, por considerar un tipo de demanda que consiste en pedir al terapeuta que no haga nada, que no intervenga en ningún modo; por eso la hemos llamado la no-demanda. Un caso paradigmático puede constituirlo el de una señora de unos 58 años que acude al psicoterapeuta, solicitada por los requerimientos de su hija. La mujer empieza su discurso, después de los saludos de rigor, con estas palabras:

Yo ya sé lo que tendría que hacer; ya me lo dice mi hija: “mamá, ¿por qué no te separas de papá?”

Sigue a este exordio categórico un largo discurso donde la señora explica todos los sufrimientos y sacrificios que ha tenido que hacer por el marido y la familia y los maltratos que ha tenido que soportar. Lo mucho que todos le deben y lo imprescindible que resulta para la buena marcha de la casa y lo absurdo que sería romper la unidad familiar, puesto que toda su vida habría sido un fracaso. Ya casi en el límite del tiempo de la sesión, el terapeuta interviene por primera y última vez para decir:

TERAPEUTA: Si he entendido bien, señora, usted tiene problemas con su marido, no se siente reconocida ni recompensada por él, ni siquiera bien tratada, ni tampoco por sus hijos, como debiera. Sin embargo, usted se ha sacrificado toda la vida por el bienestar de su familia, y ahora no tendría sentido querer cambiar el rumbo de las cosas; usted viviría cualquier ruptura como un fracaso. Por ello creo que resistirse a destruir este matrimonio es una postura coherente que obedece a sus sentimientos más profundos, aunque su hija no esté de acuerdo.

P.: Exacto

T.: En este caso, señora, vaya usted con Dios. Y si en alguna otra ocasión desea venir a comentar cualquier otra cosa, ya sabe, será bienvenida.

La pregunta espontánea que surge ante situaciones como la presente es relativa a la utilidad de tales visitas al psicólogo. ¿Qué es, desde el punto de vista pragmático, lo que la señora espera del psicoterapeuta? En realidad, nada. Empieza anteponiendo de forma muy clara que «ya sabe», no solo lo que le pasa, sino lo que «tendría que hacer». Pero lo que tendría que hacer no es lo que hará, puesto que este condicional responde al criterio de la hija, no al suyo. Separarse evitaría, sin duda, muchos problemas y disgustos, pero equivaldría, a su vez, a un fracaso, al fracaso de toda una vida.

Entonces, ¿por qué esta persona acude al psicólogo? Porque se lo ha pedido su hija, para contentarla, y hacerla callar. Ni siquiera utiliza la visita al psicólogo para confirmar su punto de vista, puesto que desde el primer momento ya no manifiesta ninguna duda, ni deseo de cambio; ni siquiera plantea una demanda de ayuda. Si el psicólogo la apoya y está de acuerdo con ella, mejor; podrá decirle a la hija que le han dado la razón. Si no, da igual: al fin y al cabo ¿usted cree que eso de la psicología sirve para algo?

5.2. La demanda confirmatoria

Este tipo de demanda se parece a la anterior, en el sentido de que el paciente va a salir de la terapia igual que ha entrado, es decir, sin ningún cambio, pero, a diferencia de la anterior, va a utilizar al terapeuta para convencerse a sí mismo de lo acertado de su posición. Querrá debatirla con él, valorar los pros y contras, contemplar la posibilidad de otras alternativas, para finalmente decidir quedarse donde estaba, que ya estaba bien. Por eso la demanda confirmatoria da lugar, en general, a procesos de terapia más largos, incluso de varios meses, contrariamente a lo que sucede con la no-demanda que, por definición no dura más de una o dos sesiones.

Se podría argüir que en la mayoría de terapias no se producen cambios espectaculares, que las personas buscan funcionar mejor sin modificar sus estructuras, que la finalidad, incluso de la terapia, como decía Rogers, es la de confirmar la persona del otro. De acuerdo. Pero lo que determina que la demanda pueda ser considerada confirmatoria es que desde el inicio, ya en su enunciación, se preanuncia el final, es decir, no se deja espacio para el desarrollo, para el cambio imprevisto. Entonces ¿por qué se acude al psicólogo? Para utilizarlo, si se nos permite la expresión, de sparring.

Mónica es una mujer casada, madre de tres hijos, dos años mayor que su marido. En el momento de la primera consulta tiene 38 años. Es una mujer atractiva y como dice ella «da la impresión de comerse el mundo». Describe su caso como un problema con la pareja. El marido solo vive para el sexo, con ella o con otras mujeres. Viene a casa a cenar y pregunta si habrá «sarao». Si la respuesta es que no, él se marcha y no vuelve hasta el amanecer.

Me acuesto sola y me levanto con un borracho en la cama, que ronca a mi lado.

A ella ya no le apetece la actividad sexual como antes. Se ha cansado de sentirse utilizada por el marido, pero le tolera todas las juergas fuera de casa, así como su comportamiento totalmente infantil e irresponsable: lleva «vida de soltero». Aunque Mónica nació, según sus palabras, «para casarse y ser madre», gran parte de su actividad la dedica a dirigir, de forma muy eficiente, por cierto, los negocios del marido que se desentiende totalmente de ellos y se queda a dormir en la cama hasta la hora de comer; luego, por la tarde, sale con los amigos y por la noche, si no hay función en casa, pues de juerga. Sin embargo ella está segura de que él no es feliz; de que solo puede serlo con ella y de que «volverá», de que «será un buen padre y esposo». Para ello tiene un plan: trasladarse a Miami, donde también tienen casa y negocios:

Allí la gente no sale por la noche; no tendrá la influencia de los amigotes. Allí los hombres no salen solos. Sus mujeres no les dejarían. Yo sé que él no es nadie; que se deja influir como un niño. Si estamos solos se porta bien; es amable, simpático y se deja querer. Hasta puede llegar a ser un buen padre y esposo.

La terapia se mantiene durante un trimestre, aproximadamente, hasta las vacaciones de Navidad, en que la familia, finalmente, se traslada a Miami. Durante estos meses se valoran las opciones alternativas: separación, terapia de pareja, resituación de Mónica en el seno de la pareja haciendo valer su dominio real de la mayoría de los ámbitos: negocios, hijos, casa, etc. ¡Nada! La decisión estaba ya tomada antes del inicio de la terapia.

5.3. La demanda mágica

El estado de debilidad y confusión en que se encuentra el ser humano, particularmente en los inicios de la experiencia de una crisis psicológica, conlleva con frecuencia una regresión a los esquemas más primitivos de pensamiento y de reacción emocional. No es extraño, por tanto, que los pacientes se vean tentados de buscar soluciones mágicas, imaginando que sus problemas pueden desaparecer por la acción del terapeuta, sin que ellos tengan que hacer nada por enfrentarlos. Muchos, escribe a propósito de su proceso terapéutico Fabiola De Clercq (1995), una ex-paciente, anoréxica durante 20 años,

no tienen ni idea de lo que pueden encontrar en el trabajo psicoterapéutico: la palabra misma les evoca la fantasía de una curación en poco tiempo, como si se tratase de una fisioterapia que restablece el funcionamiento de una articulación afectada por un traumatismo… La curación se concibe como la desaparición de un mal, en lugar de una serie larga y lenta de cambios, a veces imperceptibles, de las propias actitudes hacia las dificultades, madurando una capacidad cada vez distinta para afrontarlas.

Algunas películas han difundido la idea de que existen métodos casi milagrosos como la hipnosis, los productos homeopáticos, las esencias florales o las recetas de herbolario chino capaces de descubrir y liberar de los traumatismos psíquicos, las represiones infantiles o de infundir la energía y la capacidad de decisión de que carece el sujeto. Así, no es extraño el caso del paciente que sugiere trabajar bajo hipnosis, o pregunta la opinión del terapeuta respecto a los efectos de los tratamientos florales. Otros, incluso terapeutas, mezclan el horóscopo y el Tarot con la psicoterapia. La mayoría de quienes buscan intervenciones milagrosas de este tipo, sin embargo, habitualmente ya seleccionan los destinatarios adecuados para esta clase de demandas: magos, adivinos, curanderos, etc.

No es infrecuente el caso de los pacientes que se acercan al terapeuta, sobre todo derivados por amigos, conocidos, antiguos pacientes u otros profesionales, atribuyéndole una aureola de probada eficacia y honestidad. Tales situaciones son muy lisonjeras, pero conviene no caer en la trampa de la vanidad, puesto que esta podría ser la causa de posteriores fracasos.

P.: He venido a usted porque me han dicho que es muy buen terapeuta. Me lo han recomendado dos amigas mías que se trataron con usted y les fue muy bien. Así que, aquí me tiene.

T.: Usted y sus amigas son muy amables por tener esta consideración a mi respecto; pero, desde luego, si ellas han sacado provecho del trabajo terapéutico que hicieron fue por el alto grado de implicación personal que asumieron en todo este trabajo. Supongo que ya le habrán explicado que, en general, es un proceso duro y que requiere tiempo y mucho esfuerzo personal.

5.4. La demanda sintomática

La demanda sintomática, como bien indica su nombre, se centra sobre síntomas que pueden tomar diversas manifestaciones: afecciones orgánicas de distinta índole, trastornos neurovegativos, reacciones de ansiedad, etc. Algunos de estos síntomas son definidos como somáticos o psicosomáticos, otros como psiquiátricos o psicológicos.

Respecto a los trastornos psicosomáticos se puede decir que, en general, el paciente no los relaciona, en ningún modo, con una problemática de tipo psicológico. Solo después de la consulta con varios médicos, los ingresos de urgencias, el reenvío a varios especialistas, una serie de análisis y pruebas de resultado negativo se llega a un diagnóstico definitivo: el enfermo no tiene nada; todo lo que le pasa es de tipo psicológico. Como dice una de las pacientes, sintomatológicamente hipocondríaca: «Es que yo no creo en absoluto que un sentimiento haga doler la cabeza; solo creo que algo físico, un tumor, un fallo en la válvula, algún tipo de alergia…».

La variedad de problemáticas somáticas y psicosomáticas que pueden reducirse a este diagnóstico es casi infinito: enfermedades del aparato digestivo, respiratorio, sistema nervioso, sistema hormonal, piel, etc. La mayoría de tales pacientes que llegan a terapia derivados por el especialista con este diagnóstico tienen todos algo en común: vienen porque se lo ha dicho el médico, pero no se lo creen. El éxito con tales pacientes depende en gran parte del modo en que el médico haga la derivación.

Un paciente, operado de una llaga en el estómago, fue derivado al psicólogo desde la cama misma del hospital, durante el postoperatorio, por el cirujano que le acababa de operar, con estas palabras:

Esta llaga que le hemos operado, se le ha producido a usted recientemente. Las características del tejido que le hemos tenido que sacar demuestra que no tiene más de un año. La llaga es limpia, no degenerativa. Ahora ha quedado bien y no tiene por qué reproducirse. Pero si usted no considera qué problemas le han llevado a desarrollar esta úlcera e intenta ponerles remedio, es muy probable que vuelva a reproducirse. Nosotros le podremos operar una y otra vez, pero llegará un momento en que ya no quedará por dónde cortar. De modo que, si quiere un consejo, hágaselo mirar.

El paciente llamó al psicoterapeuta desde el mismo hospital; a las pocas semanas iniciaba una terapia que siguió con notable provecho, donde se abordaron, entre otros, problemas familiares y profesionales que desembocaron en cambios significativos, que aún perduran.

Hay otros pacientes que presentan, en cambio, síntomas claramente psicológicos o psiquiátricos, como fobias, crisis de angustia, ataques de pánico, depresiones, etc. Estos están generalmente más próximos a conceptualizar su problemática como psicológica o psiquiátrica, dado que, por lo general, han sido visitados por un médico de cabecera o un psiquiatra de urgencias y están siendo tratados con ansiolíticos u otros psicofármacos. En general se puede decir que la inmensa mayoría de ellos se lo creen, pero no lo entienden.

Sin embargo, el componente psicológico no se identifica con facilidad; generalmente requiere un trabajo de paciente exploración. Considérese, por ejemplo, el caso de una chica de 20 años, que asiste a un grupo de terapia, derivada por la psiquiatra del centro con un diagnóstico de agorafobia. Aunque está tomando medicación y consigue ir a todas partes, acompañada siempre de algún familiar o compañero del grupo, persiste su sintomatología. En la entrevista se intenta que la paciente cambie su discurso centrado en los síntomas neurovegetativos a otro, donde estos adquieran un significado contextual.

T.: ¿Qué fantasía tienes, sola entre multitudes? ¿Qué te pasa por la cabeza?

P.: Es que no me pasa nada por la cabeza. Es todo en el cuerpo. Mucha aceleración; me encuentro muy mal.

T.: O sea que en lugar de pensar tú, el cuerpo reacciona y no llega a formarse el pensamiento.

P.: No; porque yo no me hago ninguna fantasía. O sea yo me lo noto; cuando me pasa que el corazón me va más de prisa, que me siento ahogada y malestar.

Como decía Dilthey (1894) la finalidad de la psicología es la de «comprender por el contexto, dejar aparecer el contexto, todo el contexto, a fin de captar el significado de cualquier fenómeno humano, puesto que la significación no se encuentra en el conocimiento de las causas, sino en la relación entre los elementos del conjunto, en su conexión estructural».

5.5. La demanda inespecífica

Dada la dificultad para construir de modo viable la demanda de ayuda psicológica, no solo en su formulación verbal, sino incluso de aceptar que alguien pueda ayudarnos en algo que, en el fondo, intuimos que nos incumbe solo a nosotros, la mera enunciación de tal solicitud se vuelve especialmente embarazosa. Esta es la razón, probablemente, de las oscuras fórmulas iniciales con que las personas suelen envolver sus primeros requerimientos al terapeuta, mezcla de vergüenza y desconfianza, a la vez que de auténtica confusión:

no sé por dónde empezar; no sé lo que me pasa; estoy confuso y desesperado; últimamente no doy pie con bola; me han recomendado que venga a usted, pero no estoy muy seguro de que me pueda ayudar: ¿usted cree que la psicología sirve para algo?

Superados, generalmente sin mucha dificultad, estos primeros tanteos, muestra de la necesidad de explorar el terreno donde se va a desarrollar o no un trabajo muy personal e íntimo, suele venir el intento de definir el problema de una forma operativa para la psicoterapia. Esto, como hemos visto en el caso de la demanda sintomática, no suele ser fácil. Allí existe la dificultad añadida de conceptualizar una sintomatología somática o psicosomática en términos psicológicos cuando no se tiene ninguna conciencia de ello. En el caso que consideramos ahora de la demanda inespecífica ya no existe esta dificultad inicial. El sujeto sabe o intuye que su problema es psicológico, pero no consigue darle una forma operativa. Por eso su demanda es muy vaga.

Una paciente de 30 años, a la que llamaremos Marisa, casada desde hace tres, se presenta con una petición inespecífica del tipo «necesito mejorar mi estado de ánimo», que poco a poco va especificando al considerar que su estado de ánimo actual es el

resultado de un cúmulo de cosas ante las cuales, finalmente, me he dado cuenta de que no puedo salirme sola. He intentado convencerme de que las podría superar con paciencia y que el tiempo ayudaría, que si ponía de mi parte algún esfuerzo, sacaría algún provecho; pero no lo consigo. He intentado encontrar trabajo, ilusionarme con las cosas de la casa, buscar otras salidas; pero nada me sirve. Creo que si tuviera más fuerza de ánimo, podría salir adelante.

La expresión de la queja es algo habitual y esperable en una persona que se siente mal, y generalmente cubre una función, la de justificar ante el psicoterapeuta un estado de enfermedad psicológica que socialmente suele ser poco aceptable, o al menos esto cree el sujeto. Pero la queja no es todavía operativa desde el punto de vista psicoterapéutico. Analicemos por un momento qué significa a nivel discursivo, en nuestro caso, presentándolo en forma de un silogismo:

Se trata, evidentemente, de una demanda imposible de satisfacer. Aludíamos a ello cuando afirmábamos que el objeto de la psicoterapia no es satisfacer personalmente las necesidades de los pacientes, sino analizarlas a fin de encontrar el modo de que puedan satisfacerlas por sí mismos. Es normal, no obstante, que cuando los pacientes acuden a psicoterapia no hayan superado, en general, el estadio de la queja, involucrando voluntaria o involuntariamente en ella al propio terapeuta. Por ello su demanda, aunque no expresada en estos términos, continúa siendo mágica. En efecto: ¿qué puede hacer el terapeuta para ayudar a alguien a tener más ánimos?, ¿darle unas palmaditas en la espalda?

Se plantea, pues, la necesidad de transformar la queja en una demanda psicológicamente operativa. Como dice Maturana (1996) la queja hay que acogerla y escucharla:

A lo mejor el paciente dice que quiere cambiar algo, pero no es eso necesariamente lo que quiere cambiar. Usualmente, en el relato de la queja va a aparecer todo; lo que pasa es que uno se demora en escuchar.

Para ello hay que evitar centrarse en los aspectos pragmáticos de la demanda y desarrollar, como hemos visto en este último caso, los aspectos discursivo-enunciativos. El análisis de la dimensión pragmática de la queja hay que guardárselo para los adentros, considerándola fruto de un estado de necesidad que no sabe expresarse de otro modo.

5.6. La demanda específica

Hay pacientes que por diversas circunstancias –experiencias anteriores, su propia formación, etc.– acuden a psicoterapia con una idea mucho más formada acerca de los objetivos y ámbitos de aplicación de la psicoterapia. La demanda se plantea dirigida a un psicólogo y se especifica además el problema en términos sintomáticos de crisis de angustia o ansiedad generalizada, particularmente en contextos sociales. Sin embargo, tales especificaciones, tanto en este caso como en otros, no suelen superar el nivel diagnóstico, que responde todavía al modelo médico. Atender a este tipo de demanda exige, de nuevo, reformular sus supuestos en términos semánticos, no solo sintomáticos.

Chema, de unos 30 años, médico de profesión, llega con diagnóstico de una patología neurológica muy poco frecuente: essential tremor. En consonancia con el diagnóstico, el paciente había consultado innumerables especialistas nacionales y extranjeros sin resultado. La patología, que implicaba temblores en las manos, le impedía el ejercicio de la medicina clínica, y con mayor motivo, de la cirugía. Una psicóloga le había ayudado con técnicas conductuales a hacer frente a algunas dificultades de actuación en público. Por razones profesionales pronto se vería obligado a hablar en público y esto le atemorizaba particularmente. De modo que con este historial se presentó a psicoterapia con una demanda específica: para superar el miedo a hablar en público. Al psicoterapeuta le extrañó que la ayuda sintomática que el paciente había recibido de la anterior psicóloga no le hubiera sido suficiente. El análisis del discurso permitió contextualizar este miedo, relacionándolo con las figuras de autoridad. Era distinto hablar ante compañeros que ante superiores o un público especializado. Esta diferenciación permitió además cuestionar el diagnóstico médico prevalente hasta aquel momento: ¿cómo es posible que un tremor sea essentialis si aparece condicionado a determinados contextos? La perplejidad generada por este cuestionamiento facilitó reconstruir el contexto de aparición del síntoma en una situación disociativa, acaecida en su adolescencia. La demanda de superar el miedo a hablar en público fue sustituida por la de salir de una experiencia disociativa. Los temblores desaparecieron y el paciente pudo desarrollar con notable eficacia sus empeños profesionales, incluidos los de la oratoria.

El análisis de la demanda específica implica un cambio de diagnóstico o, al menos, una redefinición del mismo en términos no sintomáticos, a fin de superar el tratamiento puramente sintomático, y emprender otro propiamente psicoterapéutico. Esta tarea no siempre resulta fácil, aunque con frecuencia se hace absolutamente necesaria ante la insuficiencia de muchos de los tratamientos sintomáticos, sean estos farmacológicos o comportamentales. En efecto, lo importante de los síntomas es el contexto simbólico en el que se producen, lo cual remite a su dimensión semántica. Los síntomas constituyen el texto, el análisis del contexto permite entenderlos en términos discursivos.

5.7. La demanda perversa

Denominamos demanda perversa a aquella que, de acuerdo con su etimología perversus, va en una dirección distinta o contraria a la original. Si hemos dicho que la finalidad de la psicoterapia era la de analizar las necesidades del paciente para que este pudiera llegar a satisfacerlas por sí mismo, desarrollando sus propios recursos, una demanda perversa será la que se proponga la satisfacción directa de estas necesidades a través de la psicoterapia, generalmente de la relación terapéutica. Naturalmente esto puede suceder inversamente por parte del terapeuta, en cuanto este pretenda utilizar la situación de indefensión de sus clientes para satisfacer sus necesidades propias de afecto, sexo, poder o dinero. Las necesidades cuya satisfacción se ponen en juego en la demanda terapéutica pueden agruparse en grupos motivacionales como los descritos por McClelland (1955) de motivaciones de afiliación, poder y logro. Una clasificación semejante se puede extraer de la concepción más etológica de Liotti (1996), expuesta más arriba, que considera cuatro motivaciones básicas de apego, de sexualidad, de dominación y de colaboración.

De acuerdo con estas clasificaciones podemos establecer una casuística categorial donde se tengan en cuenta la diversidad de demandas perversas posibles, considerando como tales a las demandas de satisfacción directa en terapia de las necesidades de apego, de sexualidad y de poder o dominancia. Los sistemas de colaboración son, precisamente, los que hemos postulado para definir la terapia, por lo que son los adecuados para activarse en sintonía con el tipo de interacción que exige la psicoterapia.

a) Demanda de apego

Algunas personas tienen en su vida una carencia real de relaciones afectivas, familiares o amistosas. Esta es una necesidad auténtica, a no ser que se trate de individuos solitarios, pero que, como hemos dicho, no puede satisfacerse directamente en la terapia, so pena de pervertirla, como en el siguiente caso, que se produjo en el ámbito de una terapia de grupo, lo que potenciaba aún más las posibilidades o, al menos la fantasía, de satisfacer directamente tal necesidad con diversos miembros del mismo. El paciente, al que llamaremos Alberto, de unos 30 años de edad, es soltero y vive con sus padres. Como no tiene ninguna relación amorosa ni de amistad, se dedica de forma compensatoria al trabajo, donde hace innumerables horas extras, sábados incluidos, además de una actividad extralaboral, generalmente no remunerada, como director de una coral, así como algunas clases particulares de música. El primer día del grupo, al hacer su presentación, enuncia claramente cuál es su demanda respecto al grupo de terapia.

Yo he venido para a ver si hago amistades en el grupo.

La demanda es claramente perversa, aunque hecha de forma inocente, sin trampa ni cartón. El equipo terapéutico toma nota de esta enunciación perversa, pero decide que es todavía pronto para trabajarla y que hay que esperar a que los acontecimientos pongan a prueba la posibilidad de satisfacción de la demanda. Desde luego, el grupo no se puede interrumpir por él, ni se le puede echar sin darle la oportunidad de elaborar su demanda.

b) Demanda de satisfacción sexual

La relación terapéutica es un tipo de relación personal privilegiada, en la que el grado de confianza, aceptación y comprensión puede llegar a ser muy íntimo, todo lo cual, junto con la proximidad física y la alta frecuencia de las visitas, puede, sin duda, favorecer la fantasía de la satisfacción de necesidades sexuales o de amor erótico. En el caso siguiente una mujer de mediana edad, a la que llamaremos Cati, que sigue una terapia individual, cuyo caso se relata con mayor detalle en Rogers (1972), la demanda resulta directa y clara. Por lo que se deduce del fragmento aquí reproducido, plantea fuertes sentimientos de atracción hacia el terapeuta, a la vez que le exige un posicionamiento al respecto.

C.: Esta mañana me he quitado el abrigo en el vestíbulo en vez de hacerlo aquí. Como ya le he dicho, yo le quiero a usted y temía que si usted me ayudaba a quitármelo no hubiera podido evitar darme la vuelta y besarle.

T.: Temía usted que si no tomaba precauciones esos sentimientos la hubieran forzado a besarme.

C.: Yo no he dicho nunca a nadie que era el hombre más maravilloso que nunca había visto; pero a usted se lo he dicho. No es únicamente una cuestión de sexo. Es más que eso… Pienso que tengo una necesidad desesperada de relaciones sexuales, pero que no hago nada por satisfacerlas. Lo que realmente deseo es tener relaciones sexuales con usted. No me atrevo a pedírselo porque tengo miedo de recibir una respuesta no directiva. ¿No hay medio de hacer algo para poner remedio a este estado? Esta tensión es horrible. ¿Podría darme usted una respuesta directa? Creo que eso nos ayudaría tanto a usted como a mí.

T.: La respuesta sería no. Comprendo, desde luego, la terrible tensión que siente usted, pero no me inclino a satisfacerla en esto.

C.: Pienso que vale más que sea así. Solo tengo ese sentimiento cuando me siento mal. Usted es fuerte y eso me da fuerza.

c) Demanda de satisfacción de la necesidad de poder o dominancia

A veces la interacción psicoterapéutica se convierte en un campo de batalla para poner a prueba la capacidad de poder o de dominio sobre adversarios teóricamente más fuertes. Algunos pacientes retan al terapeuta de forma directa o se dedican a descalificarlo por su juventud, falta de experiencia, su sexo, supuesta falta de profesionalidad, menor inteligencia o astucia, o su pertenencia a una escuela determinada.

Carli (1990) relata el caso de un profesor de media edad que pide una entrevista por teléfono. En esta llamada se entretiene hablando sobre las expectativas que la terapia podrá satisfacer, sobre todo lo bien que le han hablado del terapeuta, así como sobre la gravedad y la urgencia de su caso. Se presenta a la cita, hablando no tanto de sus problemas, cuanto del modo como ha intentado resolverlos, confiándose a una larga serie de profesionales, médicos, psiquiatras, psicólogos y psicoanalistas, sin haber encontrado todavía a la persona adecuada para su caso. A continuación inicia una serie de consideraciones fuertemente críticas sobre las diversas escuelas de psicoterapia, buscando suscitar acuerdo y colusión con el terapeuta. Este último le pregunta qué es lo que le hace pensar que las cosas irán de manera distinta que con el resto de psicólogos y psicoterapeutas que hasta aquel momento ha consultado. El paciente lo mira perplejo y desilusionado, y después de unos segundos de silencio se levanta y se va. Al cabo de unos meses pide una nueva entrevista con el mismo psicoterapeuta. En ella cambia el planteamiento del discurso, aceptando hablar de sí mismo y cuestionándose su modo de proceder. Aparecerá, entonces, que el objetivo de la primera entrevista había sido el demostrar que tampoco el enésimo profesional interpelado podía hacer algo por él. De hecho, se esperaba, como generalmente había sucedido en los otros encuentros, un enfoque inmediato de la entrevista hacia la búsqueda de elementos y dimensiones psicodiagnósticas, una exigencia de definición de su caso, dentro de los parámetros de nosografía psicopatológica. Enfoque hacia el cual se habría desplegado su gran habilidad para confundir al interlocutor, desbaratar cada una de sus hipótesis, llegando al final a la conclusión de que, en su caso, no había nada que hacer.

5.8. La demanda vicaria

No es infrecuente el caso en que la persona no viene a terapia para solucionar sus problemas ni para satisfacer sus necesidades, sino para poner una demanda cuyo posible beneficiario no se halla presente y ni siquiera ha delegado esta función en el demandante. Generalmente se trata de madres que solicitan ayuda para sus hijos, o de esposas, más raramente ellos, que lo hacen por sus esposos. A este tipo de demanda la llamamos vicaria en cuanto se hace en sustitución de otra persona. Quien hace la demanda suele atribuir al sujeto ausente el origen de todos los males, para cuya solución se requeriría su participación y compromiso, aunque se considera altamente improbable.

Está claro que el terapeuta no puede atender directamente esta demanda. Necesita más bien transformarla en una demanda personal. En efecto, no puede conseguir por sus limitados medios que el marido acuda a terapia, reconozca siquiera su problema de alcoholismo y, tal vez, el de pareja. No puede aceptar una simple demanda vicaria. En el discurso de la demandante hay, sin embargo, algunos elementos que permiten enfocar la atención sobre el estado de ella, su frustración por no poder trabajar, por depender del marido y de sus hijos, sus sentimientos ambiguos hacia el divorcio, o los deseos de muerte respecto al esposo.

5.9. La demanda delegada

Hemos tenido ocasión de comprobar que en la mayoría de los casos los pacientes llegan a psicoterapia a través de una derivación. A veces es una recomendación de algún familiar o amigo que ha tenido alguna experiencia similar. En muchas otras ocasiones, sin embargo, es algún otro profesional de la salud quien ha tomado la iniciativa de hacer la derivación sin que el paciente esté muy convencido, ni llegue a veces a entender el porqué. Ya hemos observado antes que el éxito o fracaso de una derivación depende mucho de cómo se lleve a cabo por parte del profesional derivante. Este puede hacer una derivación clara, razonada y prestigiosa para el psicoterapeuta, o puede hacer una derivación muy genérica: «esto es psicológico» o «son los nervios», acompañada con frecuencia de una valoración previa invalidante: «usted no tiene nada; más valdría que se lo hiciera mirar por un psicólogo».

Naturalmente también pueden ser otros colegas quienes por razón de falta de tiempo o de especialización, o por proximidad de parentesco o amistad con el demandante, por traslado o cese en la actividad profesional hacen una derivación de un paciente a psicoterapia. Estos casos no tienen mejor ni peor pronóstico que los anteriores, pero pueden considerarse dentro del ámbito de las derivaciones comunes.

Existe, sin embargo, una situación en que la derivación reviste un carácter muy particular y que requiere un análisis específico de la demanda, pues se trata, en realidad, de una delegación. Hablamos de delegación en aquellos casos en que una institución o un profesional del campo de la salud mental se quita de encima, por decirlo en pocas palabras, a un paciente, aduciendo razones generalmente inconsistentes, aunque revestidas de racionalizaciones aparentemente aceptables.

Una psicoterapeuta decidió, por razones que afectaban a su vida matrimonial, interrumpir bruscamente de un día para otro su trabajo profesional, delegando en un colega los seis pacientes que en aquel momento seguía. De los seis, cuatro llamaron por teléfono al nuevo terapeuta para concertar una visita; dos ni siquiera lo hicieron. Del resto, solo dos se presentaron a la cita; los otros se excusaron en llamadas posteriores. Uno de los que asistió aprovechó la sesión para quejarse del modo en que había sido despedido por la anterior terapeuta, objetando que le iba a resultar muy difícil generar una nueva relación de confianza cuando la que había construido con la terapeuta se rompió de forma tan poco justificada; después no volvió. Solo uno de los seis, un muchacho joven, con dificultades de aceptación o autoimagen, con problemas en los estudios y escasas relaciones sociales continuó y llevó adelante con provecho la psicoterapia por espacio de dos años.

5.10. La demanda colusiva

Puede definirse la colusión como una alianza con otra persona o institución en detrimento de una tercera. En el ámbito psicoterapéutico esta situación no es infrecuente, sobre todo cuando son los familiares de un paciente «designado» quienes presentan la demanda que, muchas veces, no es otra cosa que la demanda de un diagnóstico y un tratamiento (coercitivos) no precisamente terapéuticos. Esta alianza tiene mucho del juego del triángulo dramático, donde al terapeuta se le propone el papel de perseguidor a través de la acción salvadora de la terapia y donde los auténticos perseguidores, la familia, se proponen como salvadores de la víctima que no es otro que el paciente designado. En estos casos la terapia sistémica, con muy buen criterio, incluye en la terapia o «tratamiento» a demandantes y demandado para diluir con este planteamiento el efecto colusivo.

6. La reformulación de la demanda

Hemos visto ya casi al inicio de este apartado que la posibilidad de la intervención terapéutica exigía, las más de las veces, una reformulación de la demanda. Esta, en efecto, con frecuencia se presentaba en forma de queja o bien adoptaba planteamientos mágicos a los que el psicoterapeuta no puede dar cumplimiento, por los propios límites de su instrumento. Pero es que ese instrumento no está diseñado para satisfacer o colmar las necesidades o deseos del paciente o reparar sus fracasos o frustraciones, sino para acompañarle en el proceso de desarrollar las capacidades para hacerlo por sí mismo, desde una autonomía de funcionamiento psicológico.

En consecuencia, la mayoría de las veces la reformulación de la demanda se convierte en la condición previa a la posibilidad de iniciar cualquier proceso psicoterapéutico. Eso significa poder definir, en primer lugar, cuál es el problema. El problema de una persona con insomnio, por ejemplo, no es el insomnio, sino sus causas, como le sucedió, según cuenta él mismo, a Alejandro Jodoroswky (2004), el promotor de la psicomagia, en su época de cineasta, que no podía dormir hasta que después de probar todo tipo de tratamientos contra el insomnio se encontró con la pregunta que le espetó un venerable practicante de la medicina china tradicional: «¿Tiene sentido tu vida?» e intentó darle respuesta.

El recorrido por todas estas y otras posibles hipótesis de atribución en el supuesto caso de insomnio, que hemos considerado, pone de manifiesto al menos dos cosas. Una, que el síntoma no es más que eso, una señal de algo que no funciona, el verdadero problema, cuyas causas u origen se debe investigar. Y dos, que solo es accesible a un tratamiento psicológico aquel problema que puede ser definido como tal y aceptado en esos términos por el propio demandante, aunque eso sea el resultado de un proceso más o menos largo de negociación del significado, inherente al propio análisis de la demanda. Ahora bien: ¿qué es un problema psicológico? o ¿cómo se define como tal?

6.1. ¿Qué es un problema?

Un problema no es lo que acontece, sino el significado que le damos a lo que acontece. Este principio, que muchas teorías psicológicas toman prestado de Epícteto, reza así: «Lo que turba a los hombres no son las cosas, sino las opiniones que de ellas se forman». De modo que un problema no lo es, sino en la medida en que no lo podemos incluir en el flujo de nuestra experiencia, disociándolo de ella, por la construcción incongruente que hacemos de él, originando respuestas sintomáticas que son las que dan pie a las clasificaciónes de la psicopatología. De este modo, los síntomas o criterios diagnósticos «no son más que etiquetas otorgadas a esfuerzos, probablemente desviados, para mantener la congruencia interna o buscar de alguna manera la continuidad en el proceso de realización». (Rogers, 1975).

Como quiera que la disfuncionalidad de una experiencia depende de la capacidad de cada uno de integrarla en el flujo de la suya propia, no todos los participantes en un mismo acontecimiento la van a percibir o construir de la misma manera. Viktor Frankl (1991) lo puso de manifiesto al relatar con todo detalle la variedad de respuestas «adaptativas» a la situación creada en los campos de concentración, que iban desde el abandono absoluto o el colaboracionismo a la resistencia activa. Roberto Benigni (1997), en el film La vita è bella, propone todavía una versión lúdica y fantasiosa de la misma situación a través de la historia del protagonista, Guido Orefice, quien plantea a su hijo de cinco años un juego, en el que convergen fantasía y realidad, que no solamente le hacen la vida soportable al niño, sino que contribuyen a su salvaguarda final.

Esta diferencia en la construcción de los acontecimientos se observa a diario en el mundo de la terapia de pareja. Por ejemplo, en una pareja, el marido que a la salida del trabajo se toma una cuantas «cervecitas», se queda con los amigos a ver los partidos de fútbol en el bar y luego se va a celebrar las victorias de su equipo hasta altas horas de la noche, no tiene ninguna dificultad en integrar esta conducta en el flujo de su experiencia; pero sí la tiene la esposa, la cual vive esta situación como una amenaza a la estabilidad de la relación, lo considera una falta de responsabilidad y un abandono. Estas circunstancias, sin embargo, no se convierten en un «problema de pareja» hasta que los dos no están de acuerdo en que la relación se está deteriorando y quieren hacer algo para evitarlo, conclusión a la que llegan después de muchas discusiones y probablemente por motivos distintos: él, porque se siente coartado en su libertad, y ella, porque se siente amenazada en su dignidad y estabilidad.

El aforismo de Epícteto referido más arriba, sirve de base a la concepción constructivista en psicoterapia (Botella y Feixas, 1998; Feixas y Villegas, 2000). El constructivismo propone la posibilidad de integrar los problemas en la experiencia, otorgándoles un nuevo significado, coherente con la propia historia o identidad, pero ello supone la aceptación del fracaso o del sufrimiento como fuentes de aprendizaje y de construcción alternativa. La construcción alternativa del significado que otorgamos a nuestras experiencias puede hacer cierto lo que el ideograma de la palabra crisis significa en chino: peligro y oportunidad, a la vez. Lo mismo que puede ser un perjuicio, puede ser un beneficio. «No hay mal que por bien no venga», dice con acierto el refrán, dado que lo que ha sido construido como algo negativo, puede serlo igualmente como algo positivo. Esta posibilidad de construcción alternativa de la experiencia, donde se trueca el maleficio por el beneficio, queda muy claramente reflejada en el cuento taoísta del granjero y su caballo.

Cuentan que un granjero solo tenía un caballo que le ayudaba en sus tareas agrícolas. Pero un buen día, por un descuido, el caballo se le escapó y se fue hacia las montañas. Al saberlo, los vecinos se acercaban a su casa para compadecerle:

¡Qué mala suerte la tuya, qué mala suerte!

A lo que el granjero se limitó a exclamar por toda respuesta:

¡Quién sabe, quién sabe!

Al día siguiente se formó una gran nube de polvo en el horizonte: era el caballo que volvía al establo, encabezando a una manada de dieciséis caballos salvajes que le seguían desde las montañas. El hijo cerró la verja del establo y los reunió a todos, lo que convertía al granjero en el hombre más rico del pueblo. Entonces, todos los vecinos se acercaron para felicitarle:

Parece que al final fue un golpe de suerte que el caballo se escapara.

De nuevo, el granjero se limitó a exclamar por toda respuesta:

¡Quién sabe, quién sabe!

Al día siguiente, al intentar domar a uno de los caballos salvajes bajados de la montaña, su hijo varón se cayó y se rompió una pierna, por lo quedó incapacitado para continuar ayudando a su padre en la granja. El invierno se echaba encima y el anciano se encontraba en un apuro. Todos los vecinos se acercaron de nuevo a su casa para compadecerle y le decían:

¡Oh! en el fondo fue una desgracia. Ahora tienes los caballos, pero no tienes a tu hijo para que te ayude.

A lo que el padre se limitó a exclamar por toda respuesta:

¡Quién sabe, quién sabe!

A los pocos días se formó de nuevo una nube de polvo en el horizonte: era un destacamento de caballería del ejército, que venía a reclutar a todos los jóvenes del pueblo para luchar en una guerra suicida. Posiblemente ninguno de ellos regresaría a casa. Sin embargo, el hijo del granjero fue excluido de la leva al estar inmovilizado con la pierna rota. Así que los vecinos volvieron de nuevo a comentar la buena suerte del granjero. A lo que el buen hombre replicó:

¡Quién sabe, quién sabe!

El caso que comentamos seguidamente presenta de un modo muy gráfico y sencillo cómo convertimos algo que no es un problema en un problema, por culpa de la opinión de los demás, y cómo una construcción alternativa del mismo acontecimiento hace que deje de serlo a continuación. La paciente, a la que llamamos Puri, cuenta en sesión grupal que está preocupada porque su hija va a tener que llevar gafas, si le va a disgustar, y qué van a decir los niños en el colegio. A medida que avanza la narración queda de manifiesto que la madre ve un problema donde no lo ve la hija, pero que los demás niños de la escuela acaban por convertirlo en uno más gordo, al burlarse de ella.

PURI: Mi hija tenía que llevar gafas; yo estaba con un disgusto enorme por eso y, en cambio, ella estaba saltando y pensé, ¿por qué me voy a preocupar por algo que ella está tan contenta? Le pusieron gafas y encantada, hasta que los niños de la escuela empezaron a llamarle «cuatro ojos, cuatro ojos». Se enfadó y ya no quería ir al colegio. Yo le digo, si te enfadas lo único que vas a conseguir es estar enfadada. Cuando te lo digan ¿sabes que puedes hacer? Simplemente al primero le dices: «Sí, ¡para verte mejor!» Recuerdo que aquel día la niña fue al colegio y cuando regresó estaba entusiasmada. Yo que le pregunto:

–¿Qué tal hija? ¿Cómo ha ido?

–Ya está solucionado –me responde–. Al entrar en clase, he dicho en público: ya me podéis llamar todos «cuatro ojos». ¿Qué? Al primer niño, que me ha llamado cuatro ojos, le he contestado, ¡es para verte mejor! Y se han quedado todos mudos y ya no han vuelto a decirme nada más.

PURI: Y se solucionó el problema, quiero decir, que a partir de ese momento ya captó la idea de utilizar el sentido del humor contra la persona que se mete con ella, en lugar de la agresividad.

6.2. ¿Qué es un problema psicológico?

Tal como pone de manifiesto Watzlawick (2000) en su famoso librito, El arte de amargarse la vida, podemos convertir en un problema la cosa más banal del mundo, hasta el punto de llegar a pensar en el suicidio, si no sabemos evaluarlo en su justa medida. Esto le sucedió a un paciente de 60 años al que llamaremos Román. Todo empezó por una uña de un pie. Literalmente, así lo cuenta el propio afectado, aunque aquí lo resumimos a una décima parte de su prolija narración:

El día 30 de setiembre de 200X hacía un día de sol espléndido. El campeonato de tenis empezaba la semana siguiente y yo tenía prisa por dejar solucionado el tema de la uña del dedo gordo del pie derecho; por eso acepté una intervención inmediata para arrancar la uña, ejecutada por el primer médico que consulté.

Después de sacarme el vendaje, al cabo de dos días, me atreví a conducir el coche hasta la Costa Brava, pero sintiendo un dolor cada vez más fuerte, de carácter neurológico, de modo que volví a la consulta del médico, el cual me indicó unas pastillas que rehusé tomar porque no me gustan las soluciones con pastillas y además no me quiso dar ninguna explicación del estropicio.

Por ello visité a una podóloga al día siguiente, la cual, por la cara que puso me dio a entender que aquel dedo pintaba muy mal. El día 11 de octubre me voy a un traumatólogo, que me receta antiinflamatorios que hacen su efecto unos tres o cuatro días, pero luego vuelve el dolor, por lo que cada vez me receta antiinflamatorios más potentes y no se le ocurre otra cosa que decirme que «esto de sacar las uñas era una tortura que aplicaban los chinos».

Mi desesperación era total; cada vez me convencía más de que me habían hecho un disparate y que esta tortura yo no la podría soportar. Después de consultar por Internet di con una dermatóloga que me dijo que estaba infectado y que se me iría con unas cremas, pero el dolor no desaparecía. El 3 de noviembre vuelvo al médico que me había operado, el cual me propone anestesiarme. Al día siguiente, visito a un traumatólogo, que me mira, hace una radiografía y me dice que en dos meses se me pasará, pero nada.

Buscando por Internet encuentro a un tal Dr. X, a quien escribo un e-mail al que responde, diciéndome que parece tratarse más bien de una neuropatía (un dolor creado por el propio cerebro para protegerse del mal, como un condicionamiento aversivo). De momento no le hago mucho caso, pero luego entenderé que se trata de la comprensión más sensata de lo que me está pasando.

Sigo con mi rosario de exploraciones y consulto en una clínica del dolor. El médico que me visita parece estar pensando en otra cosa; me receta unas pastillas, pero me amenaza diciendo que «hemos de vigilar el simpático y el parasimpático, porque eso sí que puede ser grave». A los pocos días, visito otra clínica del dolor con idénticos resultados, con la conclusión de que estos tíos no solo no me sacarían el dolor, sino que me llevarían directamente al suicidio.

Acudo a la seguridad social, ya a finales de noviembre, donde me recetan hipnóticos y antidepresivos. Son días de desesperación. Le pido al médico un volante para ir al neurólogo y me dice que eso es cosa de psicólogo. Empiezo a preocuparme por mi hija y por mi esposa y por cosas personales que debería arreglar antes de morir. Me sube una rabia incontenible por lo que me había hecho aquel médico cabrón, a mí, que era un deportista, que jugaba al tenis y que había hecho el Camino de Santiago a pie.

Antes de terminar el mes visito a un neurólogo, el cual me receta de nuevo antidepresivos. Me someto a hipnosis en diciembre, vuelvo a consultar al Dr. X, me planteo ir a un naturista o a un psicoanalista. Así que visito al Dr.Z «¿y qué más?» y, naturalmente «no vuelvo más». Insisto otra vez con el médico de cabecera, el cual se reitera en los antidepresivos, que no me tomo. Acudo a un naturista, y tampoco me convence. Me veo saliendo de este mundo para el otro.

A finales de año un psicoanalista me receta Tranquimazin: no paso de la segunda visita. Un neurólogo, ya en enero, me hace unas punzadas neurales, que todavía aumentan más mi ansiedad hasta el punto que el 7 de febrero ingreso en urgencias del hospital donde me recetan antidepresivos a granel.

El 21 de febrero acudo a un homeópata, pero acabo tirando todos los medicamentos, porque no me convencen. Empiezo a confiar en lo que me dice el Dr. X y considero la exploración de la vía psicológica. Actualmente, en plena terapia, la uña ha crecido y presenta un aspecto totalmente sano. Ya empiezo a hacer footing y montañismo, me encuentro mejor y esperanzado.

En el caso que acabamos de referir, además de la posible «mala práctica» por parte de algunos médicos o, al menos, de la falta de destreza en el trato en la mayoría de ellos, podemos observar cómo el modo de valorar la experiencia, tanto subjetiva (el tema de la uña y su extracción) como la intersubjetiva (la relación con los profesionales) generan una escalada incontenible de angustia y desesperación que convierten un tema molesto, aunque banal y pasajero, en una cuestión trascendental de vida o muerte.

Después de dos sesiones iniciales de acogida, dedicadas a reconstruir la historia de estos acontecimientos y a plantear el sentido de una aproximación psicológica, el objetivo de la demanda empieza a cambiar para dar paso a la posibilidad de una psicoterapia, que inicia en mayo. El primer paso es hacerse eco de la inmensa rabia subyacente a este rosario de visitas a los más diversos especialistas, con el objetivo de evitar un dolor que era inherente al proceso de curación. Si nos preguntamos por el sentido de esta reacción, aparecen de inmediato dos conexiones con su experiencia vital: una, más inmediata, la muerte no lejana de un hijo, atropellado por un conductor «irresponsable» en un paso de peatones; la otra, más global, la de su propia vida como una secuencia triunfal.

Ambas son distintas, pero están conectadas semánticamente. La muerte del hijo es atribuible en su totalidad a la culpa de un conductor «irresponsable», como su dolor en el dedo gordo del pie lo es a la «irresponsabilidad» de los médicos que le han «atendido» tan precariamente. A su vez, esta muerte interrumpe su paseo triunfal por el mundo, como ahora esta extracción de la uña viene a truncar su proyección vital y deportiva «a él, que estaba tan bien y se preparaba para participar en un campeonato de tenis». En su mundo de proyección de sí mismo no entraba la consideración del dolor. George Kelly (2001) diría que esta experiencia impactaba de lleno en el núcleo duro de sus constructos, para los que no tenía alternativa construida, lo que podría explicar lo desproporcionado de su reacción, a ojos de un observador extraño, como los diversos médicos que lo visitaron, los cuales, según él, se rieron, se mofaron, le atemorizaron o se desentendieron de él. Y si bien la primera experiencia de la muerte del hijo, parecería más invalidante por la «magnitud de la tragedia», lo fue mucho más las segunda, por tocarle a él mismo de lleno en su «tendón de Aquiles».

Con el progreso de la terapia, la uña y el dolor asociado han dejado de ser el tema dominante, para pasar a serlo su posición en el mundo, que este acontecimiento había puesto en entredicho. En efecto, en su forma de construir la experiencia, este dolor inoportuno, no solamente le impedía participar en el campeonato de tenis, sino que amenazaba con «cambiarle la vida», ahora que él se proyectaba como deportista en «plena forma» y se las prometía con una vida regalada en una próxima jubilación, que ya anticipaba y sobre la que fantaseaba dilatadamente.

Ampliando el foco del contexto inmediato al existencial, aparecía una actitud suya de «inconformidad» con el mundo que había presidido toda su vida. Proveniente de una aldea del norte de España, de la que se había alejado ya en su juventud para venir a la gran ciudad, había intentado diferenciarse al máximo de sus orígenes a través de sus estudios y arraigo en la nueva sociedad, lo que le situaba por encima de sus hermanos, a la vez que le mantenía en una actitud de inconformidad con su destino, dado que todo lo que había conseguido se lo había tenido que ganar él. Y ahora el mundo o la fortuna le daban la espalda «No hay derecho». Román, misántropo e inconformista, iniciada la terapia, ha vuelto a jugar al tenis, porque su problema no es la uña, sino «estar de uñas» con el mundo. La demanda terapéutica ha encontrado su especificidad. Ya no cuenta la «neuropatía» o, si acaso, ha adquirido otro significado en el contexto de su existencia.

Resumen

En este capítulo se consideran las condiciones de la acogida terapéutica, que tienen que ver con la formación de una alianza terapéutica, basada en el cumplimiento de las condiciones de congruencia, empatía y aceptación incondicional por parte del terapeuta. Se consideran igualmente las condiciones que afectan al contrato terapéutico, tales como las relativas al cumplimiento de las normas específicas del setting terapéutico. Se procede posteriormente a establecer las bases psicosociales para el análisis de la demanda, considerada como una interacción entre agentes sociales con diverso grado de poder. Desde el punto de vista discursivo pragmático, pueden detectarse diversas modalidades de demanda de ayuda, de origen propio, ajeno o mixto, que dan lugar a diferentes categorías según su objetivo, como por ejemplo, sintomático o psicológico. Finalmente, se presenta el resultado del análisis de la demanda como una reformulación de la misma en vista a su abordaje psicoterapéutico.


2. La persona y su contexto

Yo soy yo y mi circunstancia.

JOSÉ ORTEGA Y GASSET

Meditaciones del Quijote, 1914

1. Fase de exploración

El setting terapéutico que hemos descrito en el capítulo anterior crea un contexto en el que las personas empiezan a abrirse y confiarse mutuamente, aun antes de conocerse. En este sentido la relación terapéutica guarda algún parecido con el fenómeno que se desencadena en un encuentro en el que surge el «amor a primera vista», donde la confianza y la apertura mutuas se dan por descontado. Sin embargo, una vez creadas en el contexto terapéutico las condiciones de acogida, previa solicitud o demanda de ayuda, se va haciendo cada vez más precisa la necesidad de conocerse más íntimamente, al igual que en las parejas se va haciendo cada vez más necesario el conocimiento mutuo. Esta circunstancia da origen al surgimiento de una nueva tarea o fase terapéutica, la de exploración.

El terapeuta necesita ir conociendo a la persona del paciente y su mundo a fin de poder hacerse una idea del significado del sufrimiento que ha irrumpido en el contexto de su existencia y este espera poder abrirse totalmente al terapeuta a medida que va avanzando el tratamiento y la confianza mutuos. No todas las tipologías de intervención terapéutica se plantean esta necesidad de mutuo conocimiento con la misma intensidad. Para algunas de ellas, como la terapia estratégica, la centrada en soluciones o las cognitivo-conductuales, esta precondición puede llegar a ser superflua. Giorgio Nardone (2011), por ejemplo, ilustra la técnica de la intervención terapéutica estratégica con esta entrevista, que inicia así:

TERAPEUTA: Hola, buenos días. ¿Qué te trae por aquí?

CLIENTE: En realidad me ha traído hasta aquí mi cirujano, porque yo le he pedido que me agrande el labio superior, pero él dice que, de hecho, no hay necesidad.

T.: Muy bien, de modo que te ha dicho que vengas a hablar conmigo por este motivo. (C.: ). Muy bien. ¿Ya te has hecho alguna intervención estética con anterioridad o es la primera vez que lo intentas?

C.: No, ya me he hecho una intervención estética para aumentar el tamaño de los pechos.

T.: Muy bien, y ¿esto te ha ido bien o te ha creado algún problema?

C.: No; ha salido bien.

T.: Por lo tanto, corrígeme si me equivoco, has hecho ya una intervención para corregir un aspecto estético que no te gustaba, ha funcionado bien, y ahora te ha venido el deseo de corregir otra cosa que según tú no está como quisieras…

Como puede observarse la intervención terapéutica está dirigida exclusivamente a detectar un problema muy concreto y abordarlo en el mínimo tiempo posible (en realidad, en este caso una sola sesión), por lo que es aplicable incluso en contextos no terapéuticos, como los asistenciales o educativos. El intercambio de presentación es casi nulo y la contextualización existencial o biográfica, inexistente. Este tipo de abordaje, sin duda legítimo y, en algunos casos, suficiente, no es, sin embargo, el que proponemos en este modelo, dado que su objetivo no es la consecución de un cambio puntual o sintomático, de primer grado, sino un cambio de segundo grado, evolutivo o estructural, como veremos más adelante en el capítulo séptimo, que está dedicado al cambio.

Con el objetivo, pues, de conocer a la persona y a su mundo vamos a requerir de una serie de informaciones, relativas a su persona y al contexto en que se ha formado y desarrollado su existencia. Entre los medios más afines para recabar este tipo de informaciones podemos señalar algunos de los instrumentos más adecuados para llevar a cabo esta tarea exploratoria, a los que vamos a dedicar los próximos apartados.

2. Técnicas de exploración: datos personales

Entre las técnicas de exploración que vamos a desarrollar en este apartado figuran la autocaracterización que ejerce el papel de retrato o autopresentación psicológica de la persona que solicita ayuda terapéutica; el perfil sociodemográfico, formado por los datos relativos a la identidad social de la persona tales como edad, sexo, estado, profesión, etc.; el genograma o árbol genealógico que permite inserir a la persona en su contexto de su origen familiar y relaciones actuales; el cronograma o elenco cronológico de los principales acontecimientos vitales, que sirve de base para construir una autobiografía o historia de vida.

2.1. La autocaracterización

Entre las grandes obras de la pintura universal figuran algunos autorretratos que pintores como Durero, Van Eyck, Velázquez, Rubens o Van Gogh plasmaron en algunos de sus retratos compartidos o en solitario. También la literatura abunda en retratos tanto físicos (prosopografía) como psicológicos o morales (etografía), que aun refiriéndose a personajes ficticios, reproducen frecuentemente características personales del propio escritor, hasta el extremo que algunos críticos literarios han avanzado la hipótesis, sin duda exagerada, que toda obra literaria era hasta cierto punto una obra autobiográfica.

La autocaracterización es una especie de autorretrato literario por el que pedimos al paciente, de acuerdo con la consigna formulada por Kelly (2001), el introductor de esta técnica, que «se describa a sí mismo en tercera persona, como si fuera un amigo de toda la vida que le conociera muy íntimamente». Siguiendo estas pautas, una paciente, a la que llamaremos María, cuyo caso completo se describe en Figueras et al. (2010), redacta su autocaracterización como sigue:

María siempre ha sido una persona emotiva, sensible, profunda, y reflexiva; y le encanta compartirlo con el entorno. Goza de las relaciones con los demás, en las cuales a menudo confía plenamente y hacia las que siente un profundo y sincero agradecimiento. La expresión de agradecimiento es una forma de manifestar la sensibilidad de cara a los demás. La otra manera es mediante susceptibilidad: es una persona que con los años se ha vuelto susceptible, sensible a la crítica, aunque casi nunca lo verbaliza. Del mismo modo que, cuando se trata de defender las propias necesidades o derechos, tampoco le sale muy bien. Pocas veces actúa asertivamente, y le molesta ser así.

De pequeña siempre le decían que era una niña más bien tímida e introvertida. Continúa pensando que la imagen que los demás tienen de ella sigue siendo esta. No obstante, este aspecto ha ido cambiando; y sus amigos la perciben como una persona más bien extrovertida. En relación a los demás se sitúa cercana y cálida. Le gusta «cuidar»; de la misma manera que le gusta sentirse «cuidada» en las relaciones. Combina el cuidado a los demás con el propio; así pues, no se olvida de ella: también se cuida a sí misma; se escucha. Por eso, le gusta que le pidan ayuda y pueda satisfacer al otro. Paralelamente, ella cree que es una persona que tiene facilidad para pedir ayuda y para dejarse ayudar. Aunque sus padres siempre le han dicho –desde pequeña– lo contrario; que no se deja ayudar. Y en parte, no se equivocan: en algunos aspectos es una persona insoportablemente tozuda, que cuando se propone conseguir algo (siempre y cuando esté a su alcance) dedica todos sus esfuerzos y recursos por hacerlo lo mejor posible sin escuchar consejos y objeciones de los demás. Además de tozuda, es autoexigente. Pero esto no le molesta; considera que la autoexigencia y persistencia (o la tozudez) es funcional, y le sirve para llevar a cabo sus propósitos a su manera.

Y finalmente, otra característica que la define bastante –y que la persigue en las opiniones de sus padres y maestros desde pequeña– es la inseguridad, que cuando aparece lucha a favor de su autoexigencia y en contra de su autoestima. Es una persona sufridora, que duda, que tiende a darle vueltas sobre un mismo tema que le preocupa. Paralelamente, los cambios los percibe como amenazadores; como algo que pone en juego su estabilidad y que, además, le provocan incertidumbre. Aun sabiendo que el futuro es imprevisible, constantemente está intentado planificar, pues a pesar de la inseguridad (acompañada de miedos, curiosidades, sorpresa y alegría) implícita en los cambios, planificar le hacer sentir segura.

Y para terminar, es una persona que disfruta de vivir plenamente y intensamente; tal y como es.

Estas autocaracterizaciones pueden pedirse casi al inicio de la psicoterapia, en las primeras sesiones, pero también son útiles hacia finales del proceso como método para constatar algunos cambios importantes que pueden haberse producido en la forma de verse el sujeto a sí mismo, tal como tendremos ocasión de ver en el capítulo sexto.

2.2. Perfil socio-demográfico

Entendemos por datos socio-demográficos los que hacen referencia a la edad, sexo, condición civil, lugar de residencia y profesión del paciente, entre otros, en el momento de presentarse a terapia. El propósito de obtener estos datos es puramente contextual, el de poder imaginarnos las circunstancias concretas o escenario en las que se desarrolla su vida cotidiana. No se trata de rellenar una ficha con finalidades administrativas, sino de dibujar un retrato psicosocial de la persona que tenemos delante.

Algunos datos como el nombre y un teléfono de contacto tienen evidentemente un valor funcional para asegurar un mínimo de conexión con la persona y deben pedirse explícitamente, habitualmente antes de la primera entrevista o ya en el primer contacto telefónico. En la actualidad la mayoría de personas disponen de correo electrónico, que también puede ser otro vehículo de contacto y que puede servir, además, para múltiples funciones de intercambio comunicativo, como envío de material escrito, avisos o consultas durante períodos de ausencia, etc. Otros datos relativos a la persona pueden obtenerse a través de su web personal o profesional, blogs, Facebook, Twitter, chat, etc. Estos y otros mil artilugios informáticos de mensajería o intercambio que puedan ir apareciendo, ostentan un carácter más interpersonal, cuya utilización en terapia deberá considerarse solo si tienen un objetivo terapéuticamente justificable.

Otros aspectos sociodemográficos, como el sexo, se deducen a primera vista y no deben preguntarse por su obviedad, salvo casos de posible confusión. En ocasiones, la edad viene explicitada por el mismo paciente a las primeras de cambio, a propósito del genograma o de cualquier otra referencia, sobre todo en la línea de vida, aunque nada impide que se solicite expresamente, si la ocasión lo propicia, y no se tiene acceso de otro modo a esta información.

Respecto al estado civil, la situación es algo confusa, debido a la falta de concreción de las relaciones de pareja actuales: más que una respuesta unívoca (casado, soltero, viudo) lo que se puede llegar a concretar es si la persona tiene una relación sentimental activa homo o heterosexual; qué punto de compromiso y convivencia hay con esta pareja, si tiene hijos y sus edades… En cuanto al domicilio no se trata tanto de saber dónde reside habitualmente la persona (dirección postal), sino con quién convive (sola, piso compartido, familia de origen, en pareja, etc.).

La información relativa a los estudios o formación puede ser más o menos relevante, al igual que la profesión o trabajo actual, en función de la incidencia de puedan tener sobre sus problemas (crisis o pérdida de trabajo, problemas relacionales en el contexto laboral; posibilidades de promoción; renuncia o fracaso respecto a las expectativas de formación, etc.).

La diversidad étnica, religiosa y cultural, propia de nuestra sociedad actual, derivada del fuerte flujo migratorio de las últimas décadas, empieza a tener relevancia también en la interacción terapéutica, a causa de la posible influencia que los aspectos étnicos o culturales y las creencias religiosas puedan tener sobre el individuo, debido a las diversas formas de construcción social que conllevan cada uno de ellos. La posibilidad de comprensión adecuada del mundo experiencial del paciente se halla mediatizada, sin duda, por algunos de estos factores.

Muchas de estas informaciones son ofrecidas espontáneamente por el sujeto y conviene archivarlas en la memoria o en los apuntes, a fin de mantener siempre una representación lo más exacta posible de las circunstancias que afectan socialmente a nuestro paciente. Aunque no parece muy apropiado someter al sujeto a un interrogatorio sistemático sobre todos estos pormenores, dado que muchos de ellos irán apareciendo circunstancialmente durante las primeras sesiones, en ocasiones puede ser oportuno aclarar mediante preguntas directas ciertos detalles ausentes en ese retrato incipiente, a fin de no hacerse una representación errónea al respecto. Muchos otros elementos se irán completando a través del genograma y la línea de vida o cronograma, procedimientos de los que nos vamos a ocupar en los apartados siguientes.

3. El genograma

En las vidrieras de las catedrales góticas hay un tema recurrente que se conoce como el árbol de Jesé. En él se representa la genealogía de los reyes del Antiguo Testamento y sirve para legitimar la línea sucesoria que va de Jesé, padre del rey David a Jesucristo. Las familias nobles o aristocráticas han tendido a representar su ascendencia del mismo modo, a fin de enaltecer su abolengo. En psicoterapia usamos una versión de este árbol genealógico con finalidades comprensivas, al igual que en medicina se puede acudir al árbol genético para conocer las posibles líneas de transmisión de características heredadas, que llamamos genograma. Con él se intentan representar de forma gráfica (grama) las raíces familiares de donde proviene (geno) la persona.

Dado que la finalidad no es médica (compatibilidad sanguínea, enfermedades hereditarias, etc.) sino psicológica, esta representación se centra más en las relaciones afectivas significativas que en los vínculos de sangre. De ahí que puede haber personajes totalmente ausentes del árbol a pesar de su vinculación cromosómica y otros, que no tienen tal tipo de conexión, que merezcan ocupar un lugar en el genograma (por ejemplo padres adoptivos, padrastros o madrastras, incluso «tatas» o sirvientas que hayan podido tener un papel destacado en la creación de lazos afectivos).

Para las finalidades terapéuticas no es necesario buscar las raíces unos cuantos siglos atrás. Basta generalmente con que aparezcan representados los personajes ascendentes y descendentes en primera línea que han mantenido una relación significativa con el sujeto. De ahí que, en general, se espere que aparezcan en él, al menos, tres generaciones: abuelos, padres e hijos. Si además estos hijos ya son padres, aparecerán probablemente cuatro generaciones. Y en casos excepcionales también los propios nietos, con lo que tendríamos un genograma de cinco generaciones que incluirían abuelos, padres, hijos (padres de hijos) y, a su vez, padres de otros hijos (nietos). No suele haber genogramas que ostenten más de cinco generaciones, aunque excepcionalmente, por motivos del renombre de alguno de los bisabuelos o por alguna razón de extraordinaria longevidad nuestro paciente haya llegado a conocer a alguno de ellos o a tenerlo como una figura de influencia determinante en el imaginario familiar. Igualmente puede darse el caso de que no sea posible representar más de dos generaciones en el supuesto que el paciente no haya conocido a sus abuelos ni tenga todavía hijos, de modo que solo pueda referirse a su propia generación y a la de sus padres. En el caso de haber vivido con otros padres, por adopción o por separación de los propios, y sustitución por parte de otras figuras parentales entrantes, estas también deberán incluirse en él.

Además de las líneas ascendentes y descendentes deberán incluirse, cuando sea el caso, las líneas laterales, consanguíneas (hermanos) o no (parejas o ex-parejas), de donde nacerán las posibles líneas descendentes (hijos, nietos). Igualmente, entran a formar parte del genograma aquellos hijos adoptados que constituyen parte de la familia, haya otros hijos naturales o no.

3.1. Representación del genograma

Como idea central se parte del supuesto de que cada generación ocupa una línea horizontal en el esquema, de modo que las personas representadas en ella guardan entre sí la relación de hermanos o sus parejas. Es una relación entre coetáneos (hermano/as, esposo/as, cuñado/as). Las líneas situadas en el plano inferior a otras ocupan siempre la posición de hijos de la inmediata superior y convierten automáticamente en padres, tíos o suegros de ellos a quienes ocupan este lugar. Y así sucesivamente, pasando la tercera fila, formada por los hijos de estos, a constituirlos en padres y abuelos. La función relacional es siempre relativa y vendrá determinada por la posición que ocupe el paciente en el conjunto del genograma; de modo que, para empezar, este siempre será el hijo de alguien y tal vez también el nieto, sin que ello le impida ser padre a su vez de otros hijos y hasta abuelo de otros nietos. Es conveniente indicar igualmente la edad o fecha de nacimiento de los distintos componentes de la familia más próxima, si están vivos, y en caso contrario señalar la fecha de su muerte, su estado civil y social (estudios, profesión) y algunas otras características que puedan ser relevantes (nacionalidad, religión, afiliaciones políticas), siempre que el sujeto lo considere de interés. En el genograma pueden constar también hijos, hermanos u otros, muertos prematuramente, aunque el paciente no haya tenido relación con ellos, e incluso abortos, puesto que a veces el paciente es el sustituto de un hermano muerto o no nacido y esto marca de algún modo su destino. También los hijos propios muertos o no nacidos pueden llegar a tener un gran peso en la construcción de la historia familiar y personal o de pareja, y por ello es conveniente que estén debidamente referenciados.

Con la desestructuración actual de la pareja cabe la posibilidad de que algunos miembros «naturales» de la familia estén ausentes, mientras otros «sobrevenidos» a ella estén presentes (padrastros, hermanastros, etc.). En cualquier caso, es interesante conocer quiénes están ausentes y por qué y señalar a algunos personajes que son «como de la familia», si han tenido un gran peso en el proceso evolutivo del sujeto.

Como indicaciones totalmente convencionales, las personas del género femenino son representadas con un círculo y las del género masculino, con un cuadrado. Las parejas (esposos) que luego se convierten en padre o madre se representan unidos por una línea horizontal de la que penden los hijos a través de líneas verticales, los cuales, a su vez, pueden haber formado otras parejas y haberse convertido en padres con sus respectivos hijos, representados de la misma forma. Las parejas que no han tenido hijos se representan unidas solo con la línea horizontal. Si se hubiera producido una ruptura de pareja, se señala con dos trazos secantes sobre esta horizontal. Los miembros solteros se identifican solo como hijos, sin enlazarlos con nadie. Los familiares fallecidos se señalan con un aspa o una cruz sobre el círculo o el cuadrado. El sujeto principal, nuestro paciente, viene indicado con trazos más gruesos o con doble círculo o recuadro.

Finalmente es posible indicar relaciones más específicas como las de convivencia, diseñando una elipse que marque los miembros que conviven en oposición a los que están fuera de ella, al igual que la ruptura de relaciones entre padres, hijos o hermanos pueden destacarse con líneas quebradas como en el gráfico siguiente, donde podemos ver representadas tres generaciones. La primera línea, formada por los abuelos de ambas partes, paterna y materna, que cuenta con siete hijos por parte paterna y tres por la materna, entre los que contamos a Álvaro y Manuela, los padres de Álvaro, el paciente, que están separados, lo que ha llevado a que todos los hijos vivan con la madre y a romper las relaciones con el padre (en realidad fue Álvaro quien echó al padre de casa). En el genograma pueden detectarse igualmente la presencia de todos los miembros con sus respectivas parejas o no, caso de soltería, hijos respectivos y familiares ya difuntos (véase gráfica 1).

Gráfica 1

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3.2. Trabajar con el genograma

El genograma no termina con la simple representación gráfica. Es conveniente sacarle todo el jugo posible, explicitando la influencia que cada uno de los miembros ha tenido para el sujeto. La calidad de la relación, las enseñanzas que recibió, el modelo positivo o negativo que supuso, los valores que transmitía, la forma como se llevaron entre ellos durante el desarrollo (infancia, adolescencia), el paradero de cada uno.

Con frecuencia, la sola enumeración de los distintos miembros de las diversas generaciones –generalmente tres, por lo que hablamos de genograma trigeneracional, que configuran el mundo de relaciones del paciente– da pie a describir un escenario suficientemente amplio, que servirá de contexto para la historia de vida, como en el caso que consideramos a continuación.

Roberto tiene 47 años cuando inicia el proceso de terapia. Es el mediano de cuatro hermanos. Su posición intermedia en el conjunto de la familia le ha hecho sentirse «invisible», por lo que ha tenido que realizar grandes esfuerzos por destacar, llamar la atención de sus padres y reclamar afecto.

El padre tiene actualmente 78 años. Pasó la infancia en un internado para niños huérfanos en el que le dejó su madre (la abuela paterna de Roberto) ya que al quedarse viuda no podía mantener a cinco hijos. Se casó a la edad de 24 años y a los pocos años contrajo la polio, que le dejó inválido. A partir de ahí, no pudo reincorporarse al trabajo y pasó a cobrar una pensión de invalidez. Roberto recuerda a su padre, desde que él era niño, como una persona de mal carácter y autoritaria. A pesar de eso, Roberto se considera el hijo preferido ya que a él le trataba con menos dureza que al resto de hermanos e incluso tenía detalles con él.

La madre tiene actualmente 73 años; se casó con 19. Roberto la define como una persona muy sacrificada y abnegada, dedicando su vida a sus hijos, su marido y, ahora, a sus nietos.

Su abuelo paterno murió muy joven, dejando a su abuela materna con cinco hijos y en una situación muy precaria. Su abuelo materno era músico y tocaba en un espectáculo musical. Lo define como alcohólico, y de su abuela materna comenta que murió a los 98 años.

En relación a la fratría (el conjunto de los hermanos), el paciente relata que su hermana mayor siempre ha adoptado una postura muy «maternal» con todos los hermanos y ha representado un apoyo para él, especialmente en momentos clave de su historia vital. Por ejemplo, cuando Roberto decide ir a vivir a Berlín, esta hermana es la única persona de la familia a la que le confiesa que compartirá vivienda con su pareja homosexual. Ella reacciona positivamente e incluso le ofrece apoyo económico. Esta hermana tiene dos hijos de 30 y 28 años, con los que Roberto dice tener muy buena relación hasta que se produjo una disputa familiar hace dos años. Roberto relata que sus sobrinos tuvieron una época en la que tomaban drogas y él quiso aconsejarles. La hermana decidió ponerle límites a sus consejos: «mis hijos son problema mío, ya les aconsejaré yo». A partir de ahí, la relación con sus sobrinos se hizo más distante.

Con el hermano mayor mantiene una relación conflictiva. Lo identifica con su propio padre, con mal carácter, autoritario. De él comenta que «solo acude a mí cuando necesita que le haga un favor».

Con la hermana menor asegura tener buena relación aunque comenta que «es una niña consentida; siempre que tiene un problema acude a nuestros padres». Tiene una única hija, a la que considera su sobrina predilecta.

Con el hermano menor también dice tener buena relación, aunque este se ha distanciado de la familia en los últimos tiempos, debido al trabajo y demás ocupaciones. Es soltero y sin hijos. También intenta aconsejarle aunque su hermano siempre le dice a su madre y a su hermana mayor que le llama para controlarle.

Gráfica 2

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El genograma se puede convertir así en un esbozo de una historia familiar donde se gestan los mitos y secretos de familia que pueden constituir una parte más o menos importante del imaginario e ideario del paciente. Luis, a quien vimos en el capítulo segundo del primer volumen de esta obra (Villegas, 2011, pp. 75-77), de nacionalidad argentina, era nieto de un emigrante del sur de Italia que llegó a la Argentina como albañil; allí alcanzó a constituir su propia empresa, consiguió dar a su hijo estudios de arquitectura y proyectó con ello grandes expectativas sobre el nieto, el cual se quedó en «genio inútil», y no llegó a terminar ninguna de las varias carreras empezadas, limitando su actividad laboral a teleoperador o camarero. El conocimiento de estas particularidades familiares es importante para poder contextualizar la historia del propio paciente, dado que ella es, de alguna manera, la antítesis de la historia esperada y se halla en la génesis de esta. Por eso es importante que el genograma sea, al menos, trigeneracional, por cuanto permite reconstruir una historia de transmisiones hereditarias de tradiciones, creencias, mitos, costumbres y expectativas.

En las parejas el tipo de relación existente entre los padres de cada uno de sus miembros puede dar lugar a concepciones y expectativas muy distintas. Mary proviene de una familia donde el padre, muy autoritario, alcohólico y misógino ha mantenido con la mujer una relación de dominación y desprecio. Padre de cinco hijas, las ha ido echando a todas de casa en cuanto han cumplido los 20 años, menos a ella que se largó antes. Toda su vida se ha orientado a crearse un mundo donde la figura del padre no contara para nada. Doctorada en ciencias sociales, feminista activa, tiene dificultades con los hombres, viendo en ellos siempre un posible dominador. A pesar de que su compañero es exquisitamente atento y respetuoso, le cuesta aceptar la relación de pareja y sobre todo entregarse sexualmente, puesto que siempre le persigue la sombra del padre.

A Nuri se le murió la madre de cáncer cuando ella ya había cumplido los 20 años. Todo el proceso se llevó en secreto entre el padre y la madre, de modo que los hijos no se enteraron de nada hasta pocos días antes del deceso. Esta situación, nunca aclarada con el padre, le ha atormentado durante muchos años. ¿Por qué los padres no dijeron nada? ¿Querían protegerlos, querían evitarles el sufrimiento, los consideraban incapaces de aportar algo? ¿No quería la madre someterse a terapias agresivas? No haber podido intervenir en la enfermedad de la madre ha generado en Nuri una desazón mezcla de pena, inconformidad, desconcierto, culpa y rabia. Este «secreto» de familia, seguramente se gestó entre la pareja parental, al margen de los hijos, dejándolos en una posición desmarcada, fuera de juego, que ella considera injusta, puesto que todo este proceso conllevó, además, el cambio de ciudad, de proyectos, de amistades, sin que encontraran una explicación para todos estos cambios ni ahora ni en aquel entonces.

El peso del genograma no es igual para todos, aunque siempre sea interesante tomarlo en consideración para entender el proceso de formación del desarrollo moral del paciente: ¿de qué manera los padres manejaron el cuidado de las necesidades del niño (prenomía)? ¿Cómo interactuaron con sus deseos, caprichos, rebeldía infantiles, cómo le estimularon a jugar, a crear, a gestionar las pequeñas frustraciones (anomía)? ¿Cómo le facilitaron o impusieron las normas familiares y de convivencia? ¿De qué manera les hicieron comprensible la aceptación de un orden social (heteronomía)? ¿Cómo vivieron sus intentos de emancipación en la adolescencia, sus primeros amores (socionomía)? ¿Hasta qué punto han favorecido sus necesidades de autonomía?

Aunque la realización material del genograma sea tarea de las primeras sesiones, dentro de la fase de acogida, la referencia a este puede ser prácticamente constante durante todo el proceso, dependiendo del peso que tengan para el paciente las relaciones familiares y hasta llegar a constituir el referente central de la terapia, como en el caso de Helena, mujer de casi 60 años, paciente agorafóbica, a la que nos referimos en el primer volumen de esta obra (Villegas, 2011, pp. 31-32), como «la araña atrapada en su tela». Durante la primera entrevista habla sin interrupción durante casi toda la hora, describiendo un mundo relacional muy complejo, constituido por cinco generaciones, compuestas por los abuelos paternos (los maternos están ausentes a causa de su escaso papel), sus padres (separados ya durante la infancia de Helena), la figura de la «tata», que vino a suplir las deficiencias de la madre, el marido y los hijos de ambos, dos chicos y una chica, la mediana, con sus respectivos hijos (nietos de Helena), con cada uno de los cuales mantenía una relación especial.

Gráfica 3

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A medida que Helena empieza a trazar su genograma (gráfica 3) se va haciendo patente el papel de cada uno de los miembros de la familia. El abuelo paterno, que había desheredado al hijo, el padre de la paciente, y que la nombró a ella su heredera. El padre que se había separado de la madre, la cual consideraba a su hija (la paciente) de nueve años, culpable de esta separación. El marido, que se había dedicado a la administración de los bienes heredados por la esposa (la paciente), también mantenía una relación muy conflictiva con su padre. Tres hijos, el primero de los cuales se casó muy joven con una chica a la que había dejado embarazada, teniendo que ayudarles los padres a comprar una casa y a cuidar al niño y a otros dos nacidos sucesivamente. Una segunda hija, también casada, madre poco cuidadosa de los dos niños, nacidos en el matrimonio. Al inicio de la terapia, la paciente vive con el marido, la madre de 80 años, una antigua sirvienta de 93 años que le había hecho de «tata» y el tercero de los hijos, todavía soltero, quien durante el proceso de terapia se casa, tiene un hijo y a su nacimiento anuncia su separación, volviendo al hogar paterno. De este modo, Helena, hija única, no ha salido nunca de casa y en este momento se encuentra atrapada en los lazos de deuda, culpa, protección y deber con la madre, la «tata», el marido, los hijos y los nietos, vínculos que, con el tiempo, se han ido volviendo cada vez más pesados y sofocantes.

Trabajar con el genograma significa partir del supuesto de que el paciente se sienta cómodo con la propuesta de hablar de la familia, su historia y sus relaciones. Puede haber situaciones que resulten especialmente sensibles para el paciente, en cuyo caso habrá que ser cuidadoso para no ahondar en heridas de forma prematura. En consecuencia, si el paciente no quiere hablar de algunos de sus antepasados, ex parejas, hijos abandonados, abortos u otras circunstancias habrá que ser respetuoso y dar tiempo a que se presente la ocasión propicia para el caso.

4. La línea de vida

La línea de vida se entiende como un cronograma, un gráfico (grama) del tiempo (cronos) vital. Tanto el genograma como el cronograma se pueden hacer en las primeras sesiones; incluso se le puede pedir al paciente que lo haga él mismo en casa, dándole las indicaciones oportunas. La finalidad de trazar una línea de vida es la de obtener una secuencia cronológica que permita contextualizar los acontecimientos en el arco del desarrollo vital. El resultado inmediato es una relación cronológica que puede adoptar distintos formatos, por ejemplo, vertical u horizontal, que servirá para generar una narración o historia donde dichos acontecimientos adquieran su significado y donde sea posible detectar determinados momentos de inflexión.

La fuente de información para trazar dicha línea de vida es, naturalmente, el mismo paciente, el cual puede diseñarla personalmente o puede hacerlo con la ayuda del terapeuta o, inversamente, este con la ayuda del paciente. La consigna es muy clara:

«Traza una tabla cronológica donde consten ordenadamente, por años, los principales acontecimientos de tu vida».

Algunas personas se limitan a señalar únicamente aquellas fechas que para ellas han tenido algún significado especial; otras solamente aquellas que creen han incidido en su problemática actual; las hay que hacen un recorrido de su vida por etapas destacando en cada una de ellas los acontecimientos que consideran de interés; y quienes hacen una tabla cronológica año por año, aunque en algunos de ellos no haya nada que destacar; algunas incluso llegan a hacer un dietario de algún período importante de su vida, por la importancia que atribuyen a sus relaciones de pareja. Puede haber, finalmente, personas que consideren que solamente merece referenciarse algún período concreto de su existencia, obviando todos los demás.

En principio se trata de una «tarea para casa», pues la persona puede tener necesidad de elaborar su línea de vida consultando documentos, reconstruyendo reflexivamente su historia, o incluso preguntando a padres o hermanos u otros familiares para aclarar dudas o completar lagunas de memoria, y todo eso lleva su tiempo. En otros casos hay que ayudar al paciente en esta labor y aclarar con él equívocos e incongruencias, de modo que el terapeuta sirva de amanuense del paciente. Se dan situaciones en las que tal vez por las circunstancias del setting, o por carecer el paciente de tiempo o de habilidad, la construcción de la línea de vida la tenga que recomponer el propio terapeuta a base de un diálogo más o menos espontáneo o semidirigido con el paciente, sonsacándole la información necesaria a base de preguntas más o menos explícitas o de sus propias verbalizaciones. En cualquier caso, suele ser un ejercicio que por sí mismo tiene una gran utilidad como base para la construcción de una narrativa propia y en este sentido ya suele ser terapéutico.

La mayoría de historias de los pacientes presenta una continuidad en su vida, aunque en esa continuidad hay acontecimientos vitales como son el nacimiento, la muerte de alguien o el matrimonio que merecen señalarse como tales; luego están los acontecimientos significativos, que sin ser necesariamente vitales, por ejemplo el día que alguien conoce al amor de su vida o se marcha a estudiar un tiempo en el extranjero, marcan hitos determinantes; existen también momentos de inflexión donde la vida, como en el caso de la ruptura de una relación, pasa por una crisis, pero que a veces remonta e, incluso, la persona sale beneficiada de ella; finalmente podemos hablar de otros momentos de corte en que esa inflexión supone un antes y un después, constituido, a veces, por una catástrofe o un traumatismo y que da lugar a entrar en depresión o en pánico, por ejemplo después de un accidente grave o de pérdidas muy significativas. En algunos pacientes este punto de inflexión es muy visible, pero otras personas es como si languidecieran sin saber determinar cuándo empezó el declive. Este es más difícil de percibir que cuando se produce un corte más radical, porque es progresivo y viene desde hace mucho tiempo. Esto da lugar a dos tipologías posibles en la línea de vida de los pacientes: la rupturista y la regresiva.

En la primera se puede percibir una continuidad y, a partir de cierto momento, una ruptura. Los pacientes suelen expresar su deseo de volver a ser como antes: hubo una época feliz que a partir de un momento determinado se rompe. En estas condiciones la consciencia rupturista marcada por un momento determinado de corte o inflexión es muy clara.

Este es el caso de Cecilia, a quien dedicamos nuestra atención al hablar de la hipocondría en el primer volumen de esta obra (Villegas, 2011, pp. 372-378). En él contábamos cómo esta joven mujer de 38 años, madre de dos niños, vivió la invalidación de sus propios recursos en pocos segundos. Casada a los 19 años, embarazada de su primera hija, llevaba una vida feliz e irreflexiva. Diez años después de su matrimonio de repente se puso a pensar en su responsabilidad sobre la vida y la muerte de sus hijos. Un acontecimiento banal fue el desencadenante de la aparición de este pensamiento: un ligero desmayo de su hija de 10 años al volver de la playa, una tarde de verano, probablemente producido por un exceso de insolación. Este acontecimiento seguramente no habría tenido mayor importancia si no hubiera sido por la existencia de algunos antecedentes. El primero ocurrió cuando, a los seis años, la niña sufrió un ligero episodio de leucocitosis, que remitió en breve tiempo de manera espontánea. El segundo, mucho más reciente, se produjo a raíz de dos casos de leucemia infantil que en pocos meses de diferencia provocaron la muerte de dos niños del barrio. El desmayo de la hija tuvo el poder de establecer de repente la conexión entre los acontecimientos pasados y el momento presente. Por primera vez se sintió responsable de la salud de los hijos, y de la suya propia, que hasta ese momento había dado por descontada. Su sistema de construcción de la realidad se derribó dramáticamente: la irresponsabilidad se transformó en sentimiento de extrema responsabilidad, la espontaneidad en un exceso de vigilancia sobre cualquier señal corporal, lo que la condujo a una grave hipocondría. Antes, reconoce la paciente:

Yo era solo yo: trabajaba, comía, dormía, me iba de paseo, me divertía, como si no tuviese un cuerpo; ahora ya no soy yo misma en el intento de controlar cualquier síntoma corporal.

En la segunda tipología, a la que llamamos regresiva, la continuidad va a la baja, en declive, y la continuidad de la historia no hace más que ir de mal en peor. Los pacientes dicen que lo que les sucede ahora les pasa desde siempre sin un referente temporal claro al que remitirse y que es como una confirmación de lo mismo: la «mala suerte», «el mal de ojo», la fatalidad o el destino.

Carmina es una paciente de 48 años de la que hablamos en el primer volumen de esta obra (Villegas, 2011, pp. 70-74) la mayor de nueve hermanos. Desde muy pequeña tuvo que hacerse cargo de sus hermanos menores, puesto que la madre estaba muy ocupada en la crianza de los que iban naciendo. Por esa causa, tuvo que abandonar la escuela que era lo que más apreciaba ya antes de los 10 años. Le hubiera gustado estudiar medicina y se sentía con capacidad y ganas de hacerlo, pero esas circunstancias truncaron su proyecto. La madre la trató siempre mal, como a una auténtica sirvienta, anulando su voluntad y sus ilusiones a fin de tenerla sometida. Solo se sentía querida y valorada por el padre, el cual trabajaba en una explotación minera del pueblo, donde murió un día en un accidente cuando ella tenía 13 años. Desde entonces siente un ataque de ansiedad cada vez que oye la sirena de una ambulancia. Se casó joven para huir de la situación que vivía en casa y en el pueblo, con la ilusión de encontrar en la gran ciudad más oportunidades vitales, pero fue a dar con un hombre alcohólico y maltratador, muy celoso, que la quería en casa y le boicoteaba cualquier intento de autonomía. Tuvo dos hijos con él que, en la actualidad, ya son adultos: una hija casada, que hace poco ha tenido un bebé, y un chico que todavía vive en el hogar, pero que hace su vida independiente.

Se siente totalmente frustrada en su vida y se considera más bien un estorbo. Esta idea recurrente le ha llevado a intentar repetidas veces «quitarse de en medio», a través de numerosos intentos de suicidio, todos ellos impulsivos. A través de los sucesivos fracasos ha ido construyendo una historia de sí misma como víctima, en realidad, una transformación proyectiva de la experiencia de indefensión aprendida, tanto de las cosas que le sucedieron en el pasado como de las que le continúan pasando en el presente (el marido la maltrata, problemas con los vecinos, la hija no le deja cuidar su bebé, no la aceptan en los trabajos…). Es cierto que ha sido objeto de muchas agresiones e injusticias, pero estas también han sido posibles por su incapacidad de defenderse, la cual, naturalmente, en una lógica circular, ha sido fruto de falta de protección y de repetidas invalidaciones ya desde la infancia, con lo que se hace realidad aquel refrán que dice «del árbol caído todos hacen leña». Murió unos años después de la terapia, en la calle, cuando iba a cruzar un puente sobre la autovía.

Naturalmente podríamos considerar una modalidad progresiva a aquella en la que los acontecimientos de la vida fueran avanzando en sentido positivo para el sujeto, pero esa no sería probablemente objeto de solicitud terapéutica, aunque podría serlo tal vez para el coaching o para un proceso de crecimiento personal.

4.1. Formatos de la línea de vida

No existe un formato estándar para la línea de vida. Esta puede consistir en un elenco secuenciado de los principales acontecimientos, de forma muy esquemática, o enriquecerse de comentarios o documentos gráficos (dibujos, fotografías, vídeos, símbolos) que la acompañen, y es importante dejar a la creatividad del interesado decidir la forma que quiera darle, aunque a veces pueda ser adecuado pedirle más información o ayudarle a completarla. A continuación presentamos algunos de los formatos más habituales que nos pueden ser útiles como modelo, en caso de que el paciente muestre dificultades para hallar un formato propio.

4.1.1. El formato vertical

Este formato adopta la forma de un elenco o listado donde por orden cronológico y de arriba a abajo se señalan los acontecimientos precedidos de las fechas anuales. Puede servir como ejemplo la cronología de la historia de vida aportada por el siguiente paciente, a quien llamaremos Julio, cuya historia retomaremos al hablar de la autobiografía. Empieza su escrito presentándose de este modo:

Me llamo Julio y en la actualidad tengo 48 años. Tengo una hermana dos años menor que yo. Mi madre ya falleció. Vivo con mi padre.

Cronograma

7 años: empieza mi obsesión con los estudios.

18-25 años: estudio «telecos», pero no consigo acabar el proyecto final de carrera.

20 años: mi padre pierde su empleo.

26 años: primer empleo serio.

28 años: primera relación sexual.

29-35 años: estudio informática.

35 años: despido traumático. Estoy en paro por primera vez (7 meses).

37 años: por primera vez voy con una chica de una forma satisfactoria.

41 años: segundo período en el paro (algo más de 1 año).

41 años: fallece mi madre.

45 años: paro, ruptura con mi pareja y crisis personal.

48 años: consigo la titulación de Ingeniería Informática.

En estos listados, como en las demás formas de presentación posibles pueden se señalan, como en el caso de Julio, las fechas que se consideran trascendentes para el problema actual, organizadas por períodos evolutivos u otros criterios (de residencia, escolaridad o relacionales, etc.), o detallando cada uno de los años aunque no haya nada digno de ser destacado al respecto. Este formato suele ser más abstracto o sintético que otros, pero tiene la ventaja de poderse seguir fácilmente o de ser consultado en cualquier momento con suma facilidad.

4.1.2. El formato horizontal

Desde el punto de vista gráfico suele dar mucho más juego el formato horizontal que el vertical, aunque corre el riesgo de requerir varias páginas o varias secuencias de diapositivas, en caso de darle un formato electrónico. Por ejemplo, el formato horizontal se puede establecer sobre una línea donde se van interceptando los puntos que señalan los principales acontecimientos vitales. Ana (véase genograma gráfica 4) llega a terapia al mes de ser dejada por el esposo, el único amor de su vida, con quien estaba unida desde los 15 años. Está claro que este acontecimiento marca el modo en que estructura su narración de la línea de vida:

Gráfica 4. Datos demográficos y genograma

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Ana se casó hace 12 años con el gran amor de su vida (tampoco había conocido a otro, ya que lo conoció a los 15 años). Empezó su etapa de casada con mucha ilusión y con muchas ganas de luchar por aquella relación que tanto le aportaba.

Tuvo dos hijos queridos y maravillosos, pero lo que no sabía era que su vida era una farsa, que el gran amor que tenía no era tal, que siempre estaba sola o si él estaba se sentía sola porque no le aportaba nada. En septiembre su pareja le deja y actualmente no sabe cómo continuar su vida.

Siente mucho miedo a tener que volver a empezar, a que él le quite lo único que le queda importante en la vida, sus hijos, a no saber dar un paso sin que él la coja de la mano y a vivir una vida sin que aquella persona esté presente.

El otro día Ana estaba paseando por el barrio en el que durante los últimos años ha estado viviendo; paseaba con su madre querida y con sus hijos. De pronto sintió una angustia tan grande que no podía respirar: tenía que llegar lo antes posible a su casa. Necesita ayuda, Ana no puede vivir así ¿Por qué le es tan difícil admitir que aquel ídolo ya no le quiere? ¿Por qué se siente tan pequeña? ¿Podrá continuar viviendo ella sola con sus hijos?

Después de aquella angustia, una vez más se le pasó a Ana el suicidio por la cabeza. Le da mucha vergüenza admitirlo pero no puede más, lleva muchos años luchando por una relación que cuando a la otra persona le ha ido bien ha dejado sin más, se queda sin piso donde vivir, sin dinero, sin dignidad y muy probablemente sin la posibilidad de tener durante la semana a sus pequeños (siempre los ha cuidado ella).

¿Por qué la gente promete quererte siempre y luego te deja tirada? ¿Por qué la gente le decía: «Ana, no te conviene. Date cuenta»? Pero Ana realmente no lo ve.

¿Podrá Ana salir adelante sola? ¿La volverán a querer a nivel de pareja? ¿Podrá volver a confiar en alguien? No lo sé. A Ana esto es lo que le preocupa realmente. Quiere vivir, pero lo tiene difícil.

La representación de su cronograma sigue el formato horizontal, que representamos a continuación:

CRONOLOGÍA DE ACONTECIMIENTOS VITALES MÁS IMPORTANTES

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El cronograma se puede incluso representar cinestésicamente en una superficie plana, como el suelo o una mesa, donde siguiendo el recorrido de una cuerda se vayan colocando dibujos o símbolos que marquen los distintos años. Conviene, sin embargo, llegar siempre a una reproducción gráfica en el soporte que sea, que permita conservarla como un documento gráfico (papel, documento informático, fotografía, etc.), fácilmente accesible.

La ventaja que tiene el formato horizontal es la facilidad de añadirle comentarios, información complementaria, símbolos (emoticones, colores, etc.) sin interrumpir la secuencia cronológica. Entre los símbolos usados por nuestros pacientes a partir de objetos, dibujos o fotografías valgan algunos ejemplos: grilletes (atrapado en una relación); diploma (un momento importante como el final de carrera); reloj o clepsidra (tiempo perdido o tiempo de espera); corazón (enamoramiento); muñeca (niñez, juego, inocencia, ser utilizada); vendas (heridas, ceguera); laberinto (la persona se siente perdida); anillos (para representar el compromiso); cruz (fallecimiento); flores (representación de momentos bonitos); bastón (para apoyarse en alguien); medalla (logros); tijeras (rupturas); osito (ternura).

4.1.3. Integración de varios recursos

El siguiente ejemplo puede servir de modelo de integración de varios de los recursos que hemos referido hasta ahora. Se trata de la línea de vida de Emily, paciente de 42 años, comentada por ella misma, con la que volveremos a trabajar en el capítulo siete de este mismo volumen.

Emily o el glamour (1)

Emily, mujer de 42 años, separada y madre de dos hijas, vive en una pequeña ciudad de provincias, capital de comarca. Hija única, criada prácticamente por sus abuelos, porque sus padres siempre han estado ocupados en su negocio, levantado entre ambos a base de mucho esfuerzo. Siente que sus padres no han tenido tiempo ni han sido cariñosos con ella, que el negocio era lo primero. Su padre le decía que el dinero lo pagaba todo y por eso no le ha faltado de nada a nivel material. La madre no quiso tener más hijos porque Emily era su niña y se mostraba muy posesiva con ella.

Como buena niña, hacía siempre lo que sus padres querían. A menudo soñaba con bailar y que todos la admiraran como si fuera la reina de la fiesta. Aunque se ha independizado, cree que nunca rompió el cordón umbilical con sus padres y que siempre ha dependido demasiado de ellos. Comenta que su madre es manipuladora y quiere que esté siempre a su lado; se arrepiente de haberle contado demasiadas cosas; piensa que tendría que haber guardado más sus secretos, porque luego la madre los puede utilizar en su contra.

Necesita la aprobación de sus padres y depende de ellos económicamente. Sus padres piensan que ella solo sabe gastar dinero y que en la vida lo ha hecho todo mal. La tienen atrapada económicamente, porque le han avalado un crédito del centro que ha montado, y a su madre eso le va muy bien, porque puede hacer con ella lo que quiere. Cree que siempre ha sido muy influenciada por sus padres y que de esa forma nunca crecerá. Piensa que tampoco ha ejercido de madre porque la suya, como abuela, ha hecho ese rol con sus nietas, afirmando que tiene tres hijas, ella y las dos nietas.

La ilusión de su vida ha sido tener un negocio y sentirse realizada. Lo montó para tener mucho dinero y poder gastarlo en ropa y caprichos y así demostrarle a los demás que era muy válida, y así la valorarían más y hablarían bien de ella. Quería que la gente la admirara y por ello inauguró el SPA por todo lo alto, contratando a una agencia de publicidad para el evento, con el mejor catering de la ciudad, al que acudieron 300 personas, de las cuales, actualmente, ninguna es clienta. Se gastó mucho dinero en sus instalaciones sin pedir consejo a nadie; solo quería algo grande para que la gente la admirara, pero ahora reconoce que fue un error, porque no tiene ni idea del sector de la estética. Su ambición era la de ser directora, aunque no tuviese conocimientos para ello.

Sus padres siempre le han dicho lo que tiene que hacer, la han discapacitado y han considerado que todo lo que hacia estaba mal hecho o que se equivocaría en lo que hiciese. Nunca la han reforzado positivamente. No la han dejado tomar decisiones por sí misma, y, cuando lo ha hecho, la han invalidado augurando que todos sus proyectos le saldrían mal. Siempre ha buscado a alguien que se hiciera cargo de su vida (sus padres, su marido, el novio actual, etc.), pero ella nunca ha cogido las riendas. Por eso necesita constantemente un agente exterior que la valide y le diga lo que tiene o no tiene que hacer. Siente que sola perdería la figura masculina que siempre ha tenido a su lado, ese apoyo que tanto necesita. Fran, el novio actual, es el único que la ha reforzado positivamente diciéndola que saldrá adelante.

Siempre ha creído aquello de «tanto tienes, tanto vales», y ahora esta construcción vital la está cuestionando y por ello ha entrado en crisis. Ha sido adicta a todo: a las compras, a las parejas, a sus padres. Cree dar una imagen exterior de seguridad, de mujer diez, porque es mona, viste bien, tiene un negocio, pero todo es fachada. Está empezando a darse cuenta de que necesita una identidad propia y no llenarse de los hombres, ni pensar que tiene que encontrar a un hombre rico para ser feliz, porque de esta forma siempre vivirá en función del otro.

A los 19 años conoce a su primer novio, con el que se casa virgen, a los 22, después de tres años de relación, aunque no se planteó si estaba o no enamorada. Lo que sí quería, y le hacía ilusión, era hacer una gran fiesta y ser el centro de atención de los invitados. A sus padres ya les parecía bien que se casara y tuviera hijos, pues es lo que tocaba. En la luna de miel, al hacer el amor por segunda vez, empezó a aborrecer a su marido, al que no era capaz de ver como su pareja.

El matrimonio duró 15 años y tuvieron dos hijas, de 13 y 11 años en la actualidad. Trabajaban juntos con el marido en el negocio familiar y vivían en la casa paterna, aunque en pisos superpuestos. Su marido cumplía el rol de hermano mayor, sustituto de la figura de sus padres, que le decían lo que tenía que hacer. Parecía que él lo hacía todo bien y ella todo mal; no se sentía valorada por él y siempre tenía que hacer de mediadora con su familia. Mantuvo ese matrimonio por comodidad, pues no le faltaba de nada y podía vivir muy bien; tenía una casa fantástica, pero estaba cansada. Confiesa que ella no ha querido a nadie, y que solo los utilizaba para llenarse de ellos, pues se sentía vacía. A los dos años de casada tuvo un trastorno bulímico, que luego remitió al tener a las niñas. Pasó también un período de compras compulsivas de ropa y bolsos de lujo. Con el tiempo decidió hacerse una ligadura de trompas, puesto que no quería tener más hijos.

Se sentía como un pajarito en una jaula de oro; quería salir de allí, pero sus padres pensaban que si salía el frío de afuera la iba a matar. Se separó del marido porque conoció a un argentino meloso y dulce que le decía cosas bonitas, la halagaba, era cariñoso con ella y se dejó arrastrar por él. Sentía que él llenaba todas las carencias que tenía con el marido, pero duraron tres años. Ella tenía la autoestima muy baja, por lo que su aventura con el argentino la hizo sentir superior a su marido. Sus padres se enteraron de su infidelidad porque sus cuñados, tras ponerla un detective, la descubrieron. La separación la negociaron sus padres, a espaldas de ella, y cree que salió perdiendo. Desde entonces tiene que limpiar su imagen de infidelidad, la gente la ha crucificado y tiene que volver a levantar su nombre para reparar el daño que ha hecho.

En la actualidad sale con Fran. Busca la estabilidad económica, poder tener su propia casa (pues ahora vive en un piso que es de propiedad paterna), su familia, y poderse despegar de sus padres. Desea tener con él una casita fuera del pueblo, para escapar del cotilleo que les rodea, al que tanto caso hace y que tanto le importa. También quiere sacar el negocio adelante, que para ella es una prioridad, porque supondría no depender de sus padres. (Todo el pueblo dice que los arruinará). Quiere tener una familia grande con su nueva pareja (con hijos adoptados, pues ni puede ni quiere volver a pasar por un embarazo).

Con la relación actual ha entrado en crisis; él la ha hecho darse cuenta de que tenía mucha dependencia de los padres y la ha enseñado a ahorrar y a ver que tenía que ganarse el dinero por sí misma. Llevan tres años saliendo juntos, pero no han convivido, pues cada uno habita en pueblos distintos y solo se ven los fines de semana.

Al mes de conocerse, él ya le planteó tener hijos y ella se hizo dos inseminaciones, aunque no quería volver a ser madre, pero le daba miedo que, si se lo confesaba, él la dejara. Ante el fracaso de las dos inseminaciones ahora se planteaban buscar un vientre de alquiler en Polonia con el semen de él, pues ella no puede donar sus óvulos porque no son fértiles. El problema es que ella no tiene ningún interés por ser madre. Reconoce que se ha cerrado mucho en la relación con Fran, y que ha llegado a fusionarse tanto con él que solo hace lo que él quiere. Le ha dicho varias veces que era una niña de papá y que lo único que buscaba era un millonario que le pagara todo, que era una egoísta, y que solo pensaba en ella.

Se queja de que su pareja está obsesionada con tener un hijo; se siente muy presionada y lo vive como una imposición. Se plantea hacer una terapia conjunta para poder poner en común los distintos criterios y proyectos de vida de cada cual, para poner encima de la mesa las cosas claras, pues no ha sido capaz de hablar de forma sincera con su pareja para comentarle que, actualmente, ser madre no es algo prioritario en su vida. Cuando llegan a terapia de pareja aún no le ha dicho a Fran que no quiere ser madre, pues ese rol ya lo tiene cubierto, y que su prioridad es el negocio.

En la terapia de pareja se les reformula que su relación ha empezado por el tejado, vinculándose desde el compromiso antes de conocerse (Villegas y Mallor, 2010a), pues solo se ven los fines de semana y no han convivido ni saben si son o no compatibles. Se han planteado antes el objetivo de ser padres, que el de ser pareja. Sus momentos vitales son distintos, con proyectos que no encajan. El tema de tener hijos no les ha permitido conocerse a otros niveles. No han valorado si funcionan como pareja, si quieren estar juntos o si la convivencia puede ser adecuada.

Emily se ha dado cuenta de que se ha equivocado en todo eso. Pero ahora las cosas están donde están y han llegado a donde han llegado. Él supedita la relación a tener un hijo, y dice que cuando lo tengan se irán a vivir juntos, comprarán una casa, y dejará de vivir separado de ella y de salir con sus amigos, y se integrará más con sus hijas y podrán comenzar a ser felices. Es decir, la pareja depende de este hijo que ella no puede tener, pero que Fran pone por delante de todas las cosas. Por todo ello, Emily siente que no la quieren como persona, sino como la madre de un hijo que todavía no existe.

CRONOLOGÍA DE ACONTECIMIENTOS VITALES MÁS IMPORTANTES

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Emily organiza su historia de vida en tres etapas: la primera relativa a la infancia, la segunda a la juventud, y la tercera protagonizada por la relación actual con Fran.

Época feliz. Hija única: sus padres le daban todos los caprichos:

Época de luna de miel. Los padres compran una casa fantástica, con varios pisos, en uno de los cuales vive ella con la pareja y donde van a nacer sus hijas. De este modo no acaba de romper el cordón umbilical y continúa dependiendo de ellos. Reconocimiento social y glamour. Ella trabaja de enfermera, pero sus padres le pagan todos los gastos. Todo lo que gana se lo gasta en caprichos:

Época complaciente. Marcada por la relación con Fran, con quien accede a someterse a dos procesos de fecundación:

4.1.4. Gestación e interpretación del cronograma

No es tan fácil ni obvio crear un cronograma. Muchas personas nunca se han detenido a pensar en su vida, sino que se han limitado a vivirla o a padecer los distintos acontecimientos, tal como venían, sin intentar encontrarles una secuencia ni un significado coherente. La tarea, pues, de trazar una línea de vida puede necesitar ciertas ayudas. Para algunos puede ser adecuado echar mano de antiguos álbumes familiares de fotos; para otros puede serlo planteándose la tarea como si de escribir un libro se tratara, con un título por capítulo dedicado a cada año de su vida, aunque no haya sucedido nada en especial o no exista ningún recuerdo sobre alguno de ellos, rellenando, por ejemplo, una ficha por año; o bien plantearse la propia vida por etapas, buscando encontrar un sentido unitario a cada una de ellas o señalando los momentos de ruptura que se hayan producido en su desarrollo. Dependiendo de la edad de la persona, la perspectiva podrá ser más o menos global, más o menos detallada, mejor o peor construida.

La finalidad de redactar una línea de vida es múltiple, pero se halla orientada fundamentalmente a establecer las bases para poder construir una historia donde contextualizar la problemática de la persona. Desde la perspectiva del terapeuta, Erskin (2011) considera que forma parte de la tarea ayudar a que el cliente pueda contar su propia historia, de modo que pueda separar y resolver los guiones de vida que le resultan limitantes e inhibidores, de aquellos otros que conforman la narrativa única de la experiencia personal de cada individuo. Carl Jung (1961) describió este proceso terapéutico como «desenterrar» el guión de vida personal del cliente:

El paciente que acude a nosotros tiene una historia que no ha sido contada y que, por regla general, nadie conoce. En mi opinión, la terapia únicamente puede empezar una vez se ha investigado la historia personal completa. Es el secreto del paciente. Y, si conozco su historia secreta, tengo la clave para su tratamiento. La tarea del terapeuta consiste en averiguar cómo obtener este conocimiento.

Escribir la historia de vida (Veglia, 1999) significa narrar en secuencia temporal los acontecimientos que han sido relevantes en la vida de cada uno desde una perspectiva temporal que permita darles una unidad de significado, lo cual es un trabajo hermenéutico o interpretativo. Se pretende que por este medio y de forma más global los pacientes tengan una visión más analítica y comprensiva de su experiencia de vida (Lebenswelt).

La experiencia personal o fenomenológica de la vida solo puede ser expresada como una historia. Esa historia tal y como la vivimos dentro de nuestras propias mentes se convierte de ese modo en un mito personal. Como Jung llegó a decir en su autobiografía «se trata de los acontecimientos interiores». Nuestro mito personal se compone de la construcción de significados existenciales, las reacciones, las conclusiones y las decisiones que cada uno de nosotros tomamos a lo largo del camino de la vida.

Un mito personal es como un cuadro impresionista: no como una foto hecha con una cámara fotográfica, ni una representación exacta de la verdad, sino más bien como una vívida descripción de la experiencia emocional. Para Jung (1961) lo importante es «expresar mi mito personal», no la exactitud de los hechos. El mito refleja la visión fenomenológica de la persona y su expresión individual subjetiva de la vida, teñida por el afecto y varias perspectivas del desarrollo. Los mitos son como metáforas. Proporcionan una comunicación expresiva que pone de relieve nuestras perspectivas emocionales y de desarrollo. Los mitos personales son lo que hace que cada uno de nosotros sea único, son la base de la gran literatura, la poesía y el teatro del mundo.

A veces, esta unidad de significado que le otorga el carácter mítico a la historia se hace evidente desde la propia estructura manifiesta de la secuencia cronológica como si se tratara de la ejecución de un guión preescrito por el destino, como Edipo rey, que cumple todos los pasos marcados por el oráculo y que cuanto más hace por evitarlo, más se aproxima a su cumplimiento. Edipo conocía todos los pasos del guión, solo que no sabía que el protagonista era él.

Otras veces, esta unidad o coherencia de significado se encuentra solo en un nivel más profundo, que requiere un trabajo interpretativo, cuya clave está en el propio discurso del paciente. Así, por ejemplo, al releer su historia, Miguel (Villegas, 1999, 2011, pp. 409-415) entiende su reorientación homosexual como el resultado de una vida de entrega a los demás donde se había vaciado de sí mismo, llevado por las circunstancias familiares de la infancia, sin haberse planteado nunca la elección libre en los momentos cruciales de su existencia, ni siquiera en el momento de contraer matrimonio. La experiencia de enamoramiento homosexual le daba, por primera vez en su vida, la posibilidad de decidir rompiendo con un pasado impuesto por las circunstancias. A su vez, esta ruptura le liberaba espontáneamente de la agorafobia y de la dependencia funcional de la mujer, situándole en condiciones de desarrollar una mayor autonomía. Se ha divorciado de su esposa, se ha alejado de la familia, se ha quedado solo, incluso después de poner punto final a la relación homosexual, causante de la crisis. Pero no ha dado marcha atrás, ha entendido que aquella experiencia desconcertante ha puesto de manifiesto su estructura psicológica. Ha intentado explicarse su orientación sexual de forma coherente con sus creencias heteronómicas (¿normalidad o anormalidad, efecto del destino o de la voluntad?) y sus valores culturales, como un determinismo de la naturaleza y de la biografía: lo que ha sucedido, según él, es que ha descubierto que esta tendencia estaba presente en él ya desde pequeño, cuando por las condiciones familiares –padre ausente, trabajando en el extranjero, y madre alcohólica– tuvo que asumir los papeles de mujer de su casa y madre de los otros dos hermanos. Su elección ha sido la de ser sincero y coherente consigo mismo y la de asumir la responsabilidad en esta condición. No hay pues de qué avergonzarse, sino solo reconocer las propias necesidades y hacerlas coincidir con las elecciones personales de vida. Aunque ha tenido que pagar un precio muy alto por esto, continuará siendo el de siempre, atento a los demás, pero habiendo aprendido, además de a dar amor, también a recibirlo.

En las primeras sesiones, la línea de vida difícilmente supera el estadio descriptivo de una cronología. Más adelante, la línea de vida va adquiriendo una dimensión comprensiva: ¿cómo es que se ha llegado hasta aquí? ¿Cómo es que aquellos vientos trajeron estas tempestades? ¿Qué sentido tiene esto y por qué ha sucedido? ¿Por qué ese corte que se produjo en ese momento o en esa circunstancia dio lugar a esta reacción? ¿De qué manera me estaba regulando yo en aquella época o en aquella situación? ¿Cómo podía haber actuado de forma distinta y por qué actué de este modo? Al comprender y analizar el por qué de lo ocurrido se le presenta al paciente la oportunidad de ser él quien decida su vida en el futuro para no volver a cometer los mismos errores, de volver a escoger su destino como el de las almas, a cuyo juicio asiste Er, según el mito de Platón en la República, que desarrollaremos más adelante (capítulo cinco).

Como puede verse, el trabajo con la línea de vida no tiene por qué limitarse a las primeras sesiones, sino que puede estar subyacente a todo el proceso terapéutico, dependiendo de la naturaleza y el origen del problema. De lo que se trata es de sacarle todo el potencial, al convertirlo en una historia de vida. En algunos casos, como en el de Rebeca, que veremos en el capítulo próximo, casi todo el proceso terapéutico está concentrado en reconstruir el significado de la historia. En otros casos la historia no es más que el contexto de una problemática actual que requiere una solución en el presente, como suele suceder, por ejemplo, en las terapias familiares o de pareja.

4.1.5. Aplicaciones del cronograma a los distintos ámbitos de terapia

Aunque las consideraciones hechas hasta ahora parecen referirse exclusivamente al ámbito de la terapia individual, también hay que pensar en su utilidad en otros ámbitos de relación terapéutica, como grupos, parejas y familias.

En los grupos es importante también poder llegar a establecer la línea de vida de cada uno de sus componentes, aunque muchas veces no se pueda obtener de un modo tan sistemático como en terapia individual, sino a base de ir recomponiendo trozos y retales que van apareciendo. No es fácil dedicarse con exclusividad a cada uno de los miembros del grupo y no quitarles tiempo a los demás; pero nada impide que se les proponga traerla por escrito de modo que se pueda recuperar en el trabajo de grupo.

En las parejas nos da información sobre cómo ha evolucionado la pareja. ¿Qué les unió y para qué se unieron? Es importante poder comprender hasta qué punto dos vidas paralelas se entrecruzan y de qué modo esta unión permite la continuidad de sus proyectos individuales o la desaparición de estos en la fusión de uno nuevo. De qué modo influyen sus familias de origen, los mitos que cada uno proyecta sobre la relación, la existencia o no de hijos, etc.

En el trabajo con familias la perspectiva sistémica puede alejarnos de la perspectiva evolutiva o temporal, para centrarnos más en el aquí y ahora del sistema familiar. En este caso, ocuparse de la línea de vida de cada uno de los miembros puede apartarnos de los objetivos inmediatos de la intervención familiar. Sin embargo, nada se opone a que un trabajo con los subsistemas en una concepción más amplia de la terapia familiar nos pueda ser útil para el conjunto de la intervención, en relación incluso con las generaciones antecedentes (abuelos). Muchas veces esta información, al menos en su substancia más genérica, se obtendrá del propio genograma trigeneracional.

5. Escritos autobiográficos

Lo más parecido a una línea de vida es la autobiografía, que muchos autores utilizan como técnica de exploración semiasistida (Maganto, 2010), dependiendo de la facilidad del sujeto para dar cuerpo literario a la tarea, construyendo un relato cronológico o temáticamente articulado de forma fácil y espontánea o en respuesta a preguntas o propuestas del terapeuta.

La palabra autobiografía, de acuerdo con su etimología, significa la narración de la propia vida o historia. Lo que caracteriza a este género literario es la identidad entre el protagonista de la narración y autor, lo que le proporciona una originalidad única. Es precisamente esta identidad la que establece el fundamento de lo que se ha llamado el «pacto autobiográfico» (Lejeune, 1991), válido especialmente en el ámbito clínico. En dicho pacto o «contrato» entre el narrador y el lector, el primero se compromete a contar la verdad sobre su vida, y el segundo a creer el relato ofrecido, al menos como verdad subjetiva del paciente. Constituye la vía regia para el conocimiento de la realidad subjetiva del individuo. Se la ha considerado útil en distintos ámbitos y, sin duda, cobra especial relevancia en el ámbito de la evaluación e intervención psicológica.

El hecho de que el narrador sea a su vez el protagonista del relato permite que la vida de esta persona, sus estados de ánimo, emociones y sentimientos, así como su desarrollo personal, sean el contenido temático del relato (Kohan, 2002). La idea rectora es que surjan del modo más natural y espontáneo posible todos los recuerdos, vivencias, experiencias y emociones que son importantes para esa persona en un momento dado. La autobiografía en el ámbito psicológico no tiene la pretensión de hacer historia real sobre la vida del entrevistado, como si de unas memorias se tratara, sino historia vivencial de esa persona en las etapas de que se ocupa.

La contribución específica de la autobiografía en el proceso de evaluación, escribe Maganto (2010), de quien tomamos estas consideraciones, se centra en la etapa exploratoria. En esta etapa, la técnica abre un abanico de posibilidades para explorar la personalidad del entrevistado en términos que, de otro modo, ignoraríamos. Puede también completar, dentro del proceso de la evaluación, datos incompletos o contradictorios, al aportar información sensible en áreas no exploradas habitualmente.

En su formato de técnica semiestructurada permite planificar la recogida de información de aquellas áreas que se precise, por ejemplo: 1) Cómo era la vida del paciente antes y después de la aparición del problema. 2) Cómo surgió el problema, qué factores influyeron en su aparición. 3) Qué consecuencias le ha acarreado en su vida. 4) Cuál es la historia del problema. 5) Qué intentos se han hecho de darle solución y sus resultados. 6) Cómo han vivido sus familiares y otras persona cercanas su problema, si ha recibido ayuda de ellos o no. 7) Cómo le gustaría hallarse una vez solucionado el problema y qué iniciativas para conseguirlo se le ocurren, etc.

La autobiografía se puede escribir a partir de distintos criterios, añade Maganto (2010): por ejemplo, en su totalidad, siguiendo un orden cronológico desde que se tienen los primeros recuerdos; por etapas de la vida; o bien parcialmente, en función de algún acontecimiento o algunas relaciones especialmente significativas o lugares de residencia, según los intereses pactados entre terapeuta y paciente. Naturalmente, siempre se pueden completar las lagunas presentes en la confección de la autobiografía con indagaciones posteriores.

5.1. Historia de vida (autobiografía)

No es lo mismo una línea de vida que una historia de vida. Es la diferencia que puede existir entre cronología e historia. La historia requiere la construcción de una secuencia o continuidad temporal sobre un fondo de coherencia semántica. Retomamos aquí la historia de Julio, iniciada más arriba, al reproducir su línea de vida de formato vertical, desarrollada ahora como un escrito autobiográfico desde una perspectiva temporal y basada en el tema argumental: «fracaso en el ámbito formativo, laboral y relacional».

–(0-13 años) Infancia. Recuerdo que a los siete años, aproximadamente, cambié de domicilio y mis padres me dijeron que debía estudiar más. En el barrio antiguo salía a jugar a la calle con mis amigos cada día, pero en el nuevo ya no era posible. Al principio tampoco tenía amigos, luego hice algunos que todavía conservo. Niños y niñas íbamos a clase, por separado. Mi padre me recordaba continuamente que debía estudiar, cuando era uno de los mejores de la clase.

Mi padre era bastante estricto en el tema de la moral, criticaba y consideraba algunos comportamientos de la juventud, inmorales. Trabajaba en una institución hospitalaria religiosa. Mi madre era enfermera. Además de trabajar fuera de casa, tenía que limpiar la casa y ocuparse de mi hermana y de mí. Estaba todo el día quejándose de las muchas cosas que tenía que hacer, a pesar de que mi padre la ayudaba a realizar algunas tareas del hogar. Visto desde hoy no considero que mi madre fuera particularmente feliz, aunque tampoco excesivamente infeliz. Tal vez una mujer un poco agobiada por la situación. Eso sí, rara vez estaba de buen humor; siempre estaba refunfuñando.

–(14-18 años). Adolescencia. En el instituto, chicos y chicas íbamos a clase por separado. Seguía sacando buenas notas. Muy rara vez fui a las discotecas con mis amigos y cuando fui me parecieron algo inmoral, ya que chicos y chicas se besaban y mis padres me habían dado a entender que eso no estaba bien. No tuve novia ni nada parecido. No recuerdo que mi padre me hablara nunca de mujeres. Mi madre me explicó un día algo relacionado con el funcionamiento del sexo. En COU toda la clase se fue de viaje de fin de estudios a Mallorca. A mi no me dejaron ir, tenía que estudiar.

–(18-26 años). Universidad. Estudio telecos, donde apenas un 1% eran chicas, por lo que tampoco tuve ocasión de relacionarme con ellas. Mi rendimiento académico cayó en picado. Me costaba bastante aprobar las asignaturas, particularmente en segundo y tercero, que fueron los cursos más difíciles.

Por aquella época mi padre perdió su trabajo y no lo aceptó. Recuerdo que 20 años después del despido lo consideraba una injusticia y todavía se lamentaba. Al final se dedicó a conducir un taxi hasta su jubilación. Durante todos esos años mi madre fue el principal soporte económico de la familia y eso me permitió seguir estudiando. Mi padre cree en Dios, aunque no en los curas. Ya por esa época se encerraba en su cuarto y se pasaba horas escribiendo sus pensamientos sobre religión. Se considera el inventor de lo que él llama la teoría de la compensación, según la cual cada persona tiene lo que se merece, según se comporte en esta vida. A mí me ha hablado mucho de su teoría de la compensación, pero de mujeres ni una palabra. Mi madre me decía, alguna vez, la siguiente frase: «Vendrá una lagartona y se te llevará».

Cuando llevaba ya cinco o seis años en la universidad mis padres me dijeron que cambiase de carrera o que dejase los estudios, a lo que me negué, porque llevaba toda la vida estudiando y no iba a abandonar entonces. Conseguí acabar todas las asignaturas, pero no pude finalizar el proyecto final de carrera, y decidí buscar trabajo.

–(26 años). Hasta esta edad no había tenido ningún trabajo serio. Solo durante los veranos de la adolescencia había trabajado en un hotel de un amigo de mi padre. El primer empleo serio que tuve no me gustó porque no tenía ninguna relación con lo que había estudiado. A los 6 meses cambié de empleo. El nuevo empleo me gustó, porque estaba relacionado con la programación, que era hacia donde quería orientar mi carrera profesional.

–(27-30 años). Durante esta época, intenté independizarme. Me fui a vivir a un piso que era propiedad de mis padres, libre de cualquier responsabilidad económica. Mi madre lo pasaba mal y a mí no me gustaba vivir tan solo, por lo que, al cabo de una semana, desistí y volví con mis padres. Mi madre estaba supercontenta, porque había recuperado a su hijito de 27 o 28 años que consideraba incapaz de vivir solo. Supongo que ella habría querido que me casara o juntara y, entonces, haberme ido a vivir con mi pareja. Pero dada mi trayectoria, no era algo que fuera a ocurrir fácilmente. No obstante, mi madre no veía nada de eso y yo todavía menos. En el nuevo empleo una compañera de trabajo se enamoró de mí y, poco a poco, se fue aproximando. Debía de ser la lagartona a la que se refería mi madre aunque yo no lo sabía. Era viuda, tenía 3 hijos (el mayor adolescente) y era 13 años mayor que yo. Al final hubo lío, pero como yo no lo veía claro rompí al cabo de unos meses. En total, esa relación debió de durar un año, pero ya había dado algo que hablar entre los compañeros de trabajo. Recuerdo que esa mujer me decía que era un niño, aunque entonces yo no entendía por qué me lo decía. Ahora me doy cuenta de que era debido a mi total inmadurez. Durante aquella época me enamoré de una compañera de trabajo y para acabar de romper con la otra le dije si quería probar a salir conmigo alguna vez. Como ya se debía de rumorear entre mis compañeros mi situación, me contestó que no. Esta situación fue una catástrofe para mí. La persona que me gustaba, me rechazaba, la persona con la que había mantenido la relación me intentaba fastidiar. Para mí era totalmente injusto. Yo, que ni siquiera había tenido novia ni ningún lío con mujeres, me veía envuelto en un enredo monumental. En fin, hoy lo veo como fruto de la inexperiencia. Por todo esto, y por algunos motivos más cambié de empleo, a pesar de que este trabajo me gustaba más que el anterior y perdí bastante poder adquisitivo.

Aproximadamente a los 29 años decidí comenzar estudios de informática porque me gustaba bastante el trabajo que hacía, pero mis conocimientos de informática eran escasos. Mi rendimiento académico fue mejor que en telecos porque ya afrontaba mucho mejor los exámenes.

–(30-35 años) En el nuevo empleo no encajé bien. Pese a que antes de firmar el contrato manifesté claramente mi deseo de continuar estudiando informática, al poco de entrar empecé a recibir presiones para que dejase de hacerlo. Como el trabajo era bastante estresante y no me acababan de convencer ni mi progresión profesional ni la remuneración, seguí estudiando pese a las presiones. Debido a ellas, yo estaba cada vez más nervioso y criticaba continuamente a mis jefes con mis compañeros de trabajo. Al final, al cabo de cinco años, cansados de mi persistencia, decidieron prescindir de mis servicios. El despido fue un tanto traumático, acabando mal con mis jefes. Me pregunto ahora si esta situación que viví no fue una traslación de lo que le había pasado a mi padre cuando le despidieron a él, porque yo establezco ahora algunos paralelismos y similitudes.

Por esta época iba con un amigo a discotecas durante los fines de semana, aunque sin un objetivo claro. Muchos compañeros tenían novia o pareja y yo también quería tenerla, pero por mimetizar, no porque persiguiera ningún objetivo. Yo era bastante tímido y mi amigo también, por lo que casi nunca conseguíamos hablar con chicas. No obstante, con el tiempo fui conociendo a algunas y en ocasiones quedamos fuera de la discoteca para tomar algo.

–(36-40 años) Al salir rebotado de mi último empleo, no me fue fácil encontrar trabajo, aunque al final lo conseguí. El nuevo empleo no me gustaba en exceso. Digamos que me hubiera gustado dedicarme a la programación, pero el trabajo que realizaba era más bien de técnico de sistemas. En este trabajo tuve éxitos y fracasos. En conjunto predominaron los éxitos, pero en la etapa final predominaron los fracasos, por lo que también decidieron prescindir de mí.

Aproximadamente a los 37 años conocí a la única persona del sexo opuesto con la que he tenido una relación satisfactoria. Tenía dos años más que yo y es hija única. Es pedagoga en un colegio, donde realiza funciones de educación especial. Gracias a ella he madurado algo, aunque hoy en día todavía me considero inmaduro. Ella no había tenido ninguna relación seria previa. Aunque en algún momento me propuso que nos fuéramos a vivir juntos, yo no accedí. Supongo que lo consideré prematuro en aquel momento. Hemos ido de vacaciones juntos y lo hemos pasado muy bien. Con esta persona creo que he visto lo que es una pareja o, al menos, la parte positiva de la pareja.

–(40-41 años) Estuve aproximadamente un año en el paro. Mi pareja me ayudó bastante anímicamente durante este período y siempre se mantuvo a mi lado. Intentó ayudarme también a encontrar empleo, pero sus sugerencias fueron de dudosa utilidad. Yo veía que la relación con ella podía peligrar porque mi futuro era incierto y no me hacía ninguna gracia ser una carga para ella. El mismo día que fallecía mi madre en el hospital me llamaron de una empresa para decirme que había conseguido un empleo.

–(41-45 años) El trabajo era muy estresante y yo intenté desarrollarlo lo mejor que supe. Me esforzaba todo lo que era capaz y conseguía mantenerme. Cada día solía quedarme media hora extra para mantener mi trabajo al día, cosa que rara vez hacían los demás. Mi relación con los compañeros de trabajo era buena, a pesar de que la mayoría eran más jóvenes que yo. Al final, trasladaron el servicio a otra provincia de España y a los componentes del grupo nos ofrecieron ir allí. Nadie aceptó. Nos indemnizaron y nos fuimos al paro. A la semana encontré otro trabajo y me hicieron un contrato de 3 meses, que también perdí por la crisis, por lo que, de nuevo, fui al paro.

Durante este período seguí con mi pareja y estuvimos a punto de irnos a vivir juntos. Empecé a preguntarme qué había hecho con mi vida y me di cuenta de que, aparte de estudiar y tener ciertos trabajos de bajo nivel, no había hecho nada de provecho. Se me metió la idea de tener descendencia, cosa que hasta entonces no se me había pasado por la cabeza. Esta idea, junto con la negativa de mi pareja a adoptar niños, más la pérdida del empleo, y no viendo nada claro mi futuro, me llevó a romper la relación con mi novia.

–(45-48 años). Debido a que no había ninguna perspectiva de encontrar trabajo, a los 6 meses de estar en el paro decidí intentar acabar el proyecto final de carrera de informática. Fui optimista, porque pensaba que el proyecto final podría solventarlo en un año como máximo. Pero no fue así. En conjunto he tardado dos años en concluir un proyecto que ha recibido una puntuación bastante baja.

En estos últimos tres años he mantenido una relación muy inestable con mi ex-pareja. En la actualidad todavía conversamos telefónicamente. Básicamente le insisto para que se decida a adoptar, pero no lo consigo. Aduce razones de que no es fácil educar y de que ya no se fía de mí.

Recientemente he conocido, en clase de inglés, a una mujer de 47 años que está casada y tiene una niña de 15 años. Como estaba casada y tenía una hija yo no sospechaba nada. Al cabo de un cierto tiempo me dijo que su marido era un maltratador y que yo le gustaba.

Durante los tres últimos años solo he trabajado 6 meses. Siempre realizando trabajos de tipo técnico, por lo que no me veo desempeñando trabajos de otro tipo. En la actualidad veo que ya estoy obsoleto en el terreno de la informática. Me he adaptado con bastantes dificultades a la revolución de los móviles y no consigo interesarme por el tema de las redes sociales (Facebook, Twitter, etc…) ya que, en conjunto, me parecen una pérdida de tiempo.

Desde hace unos años acudo a un psiquiatra de la Seguridad Social y sigo un tratamiento farmacológico. Le he ido contando mi progresión durante la realización del proyecto final de carrera y me insiste en que busque trabajo. Yo posponía la búsqueda de trabajo porque, por tercera vez, no quería quedarme sin terminar el proyecto final de carrera.

Según Bohart (1992), la escritura autobiográfica contribuye a: 1) Aprender a procesar y prestar atención a ciertos tipos de información que antes podían ser evitados; 2) Apartarse de las abstracciones y especulaciones, confrontando datos reales; 3) Contrastar las hipótesis en el proceso de intervención, ateniéndose a los datos que el paciente proporciona; 4) Saber trabajar con los sesgos memorísticos y resignificarlos en el proceso de tratamiento; 5) Trabajar con metas reales, provenientes del contexto que la autobiografía ofrece; y 6) Reconstruir el significado de la propia vida pasada y presente.

Su escritura y posterior lectura compartida pueden producir diversos beneficios: introspección y mayor autoconocimiento, rememorar y revivir episodios del pasado con la posibilidad de reescribirlos y reinterpretarlos, para provocar un efecto catártico y liberador. El propio narrador refleja su interpretación al adaptar su autobiografía a sus experiencias (Ricœur, 2008), viéndose obligado a elaborar las informaciones, ordenar sus experiencias, pensamientos y valoraciones sobre ellos. Esta es la lectura reflexiva que Julio hace sobre su autobiografía, al término de su composición:

Las reflexiones que expongo a continuación son fruto de los últimos tres años. Antes nunca había pensado de esta forma y creía que la vida de todas las personas era muy similar. No sé muy bien por qué me he dado cuenta de que la educación que recibimos en la infancia y adolescencia tiene una influencia capital en nuestras vidas. Tal vez me haya ayudado en este sentido que mi pareja sea pedagoga y que tenga conocimientos de psicología. Creo que he hecho una radiografía bastante exacta de lo que me ha pasado. La escala de valores que construí durante mi infancia y adolescencia no ha sido correcta, no me ha dejado ver la realidad y me ha confundido plenamente.

Creo que mi problema no es de psiquiatra, sino más bien de psicólogo. Tengo la sensación de que he planteado mal la vida y he seguido unos objetivos equivocados. Durante demasiados años el objetivo ha sido estudiar. Es lo que me decían de pequeño, y es lo que he hecho toda mi vida, hasta que he concluido el proyecto.

Con casi 50 años, me doy cuenta de que mi vida es un fracaso rotundo. Cuando intento analizar las causas me doy cuenta de que, dada mi progresión, no podía ser de otra manera. Todo me lleva a pensar que es la educación que he recibido, sobre todo por parte de mis padres, la que me ha llevado a esta situación. Durante mi infancia y adolescencia había depositado la confianza en su experiencia y pensaba que sabrían orientarme en la dirección correcta. Tal vez esa haya sido su intención, no lo dudo, pero bajo mi punto de vista lo han hecho fatal. Mis padres se casaron algo mayores. Mi padre, con 28 o 29 años, y mi madre, ligeramente mayor. Según el libro de familia tuvieron el primer hijo a los 9 meses clavados desde la fecha de la boda. El niño falleció a los tres días. No lo entiendo. ¿Se casó mi madre embarazada? ¿Mantenían relaciones sexuales antes de casarse? ¿Hacían ellos lo que me decían que era pecado: mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio? ¿Mi padre, que tanto me ha hablado de Dios y de la teoría de la compensación y del pecado, y de lo que está bien y mal, resulta que era tan pecador como cualquier otro? Llego a la conclusión de que me han educado en la más absoluta de las ignorancias. Puedo ser tonto, pero ellos han fomentado hasta extremos insospechados mi estupidez. Me han explicado un cuento chino y yo he vivido de acuerdo con él, y así me ha ido.

Intenté independizarme, y en lugar de apoyarme, me ayudaron a desistir. No es que yo sea una persona echada para delante, pero los pocos intentos que he hecho no los han apoyado. Comparo mi vida con la de algunos amigos y pienso que si hubiera seguido sus ideas en lugar de las de mis padres me hubiera ido bastante mejor o, al menos, hubiera sido más acorde con el resto de la sociedad.

Todos estos pensamientos crean en mí una situación de enfado y disgusto. Alguna vez sufro ataques de ira, al pensar en lo que ha sido mi vida. Hoy considero a mi padre un payaso y a mi madre una imbécil. El fruto de un payaso y una imbécil es un payaso imbécil, que es lo que soy yo. Rozando los 50 años, me veo impotente para remediar esta situación e intentar hacer algo de provecho. Me gustaría irme de casa, pero no puedo porque estoy desempleado.

En cuanto a mi ex-pareja, todavía nos hablamos por teléfono. Me gustaría convencerla para hacer algo entre los dos, pero se niega rotundamente. Le he llegado a proponer irnos a vivir juntos y, en el futuro, tomar una decisión sobre la adopción. No me hace mucha gracia que me ayude a mantenerme económicamente, pero no veo otra manera. Ella no acepta ninguna de estas soluciones. Nuestra relación ha durado cerca de 10 años y hemos hecho varios viajes al extranjero juntos. Guardo un recuerdo muy grato.

Recientemente he conocido a una mujer casada. Me gusta hablar y salir a pasear con ella porque la considero una persona muy interesante, inteligente y sensible; pero, por otro lado, no se adapta a mis planes de futuro por distintos motivos. Tampoco quiero entrometerme y romper una familia, aunque ella me diga que su marido le ha hecho mucho daño. Me dice que está enamorada de mí, y que le gusto, pero yo no me atrevo a decirle que no me interesa. En fin, en este sentido también estoy confuso.

La terapia de re-escritura, como la llaman Epston, White y Murray (1996), que supone la redacción de la propia autobiografía, se basa en la premisa de que la vida del paciente ha sido moldeada por los conocimientos y los propios relatos que él utiliza para dar significado a sus experiencias pasadas. Con frecuencia, se hará necesaria la ayuda del terapeuta en esta re-escritura, a causa de las posibles lagunas en los relatos del paciente, dado que no todos son tan sistemáticos y exhaustivos como el de Julio, ni se presentan de modo tan completo y organizado. Para ello será preciso indagar en los contenidos de la autobiografía, y, en ocasiones, en algunos manifiestamente ausentes, eludidos por alguna razón, que interesará conocer utilizando diversos tipos de preguntas como las siguientes: 1) lineales, dirigidas a conocer mejor los problemas apuntados, con su reflejo en el aquí y ahora de la vida del paciente; 2) circulares, que permiten explorar interrelaciones entre contenidos significativos detectados en la autobiografía o que así le parezcan al terapeuta, y su reflejo en el presente; 3) estratégicas, dirigidas a cuestionar formas de pensar o actuar; 4) reflexivas, a fin de inducir a afrontar soluciones a los problemas no resueltos y a reformular los mal resueltos. Preguntas que, por su poder movilizador, constituyen una intervención terapéutica en sí mismas (Kleinke, 1995; Ibáñez, 2010), puesto que están dirigidas a algunas de las metas dinámicas tradicionalmente asignadas a la psicoterapia: a) aumento de la autoestima y la seguridad en el paciente; b) liberación de emociones, impulsos, y sentimientos de frustración y agresión; c) producción de «insight» cognitivo-emocional; d) promoción de la aceptación de sí mismo; y e) fomento de la integración y desarrollo de las tendencias dirigidas a metas positivas.

Finalmente, en ocasiones puede ser oportuno, por ejemplo hacia el término de la terapia, que sea el propio terapeuta quien reescriba la historia del paciente, dado que, en definitiva, siempre acaba construyendo su propio relato sobre el mismo (Gergen, 2006), a fin de compartir con él la reconstrucción de significados que ha supuesto la terapia, como tendremos ocasión de ver en el capítulo seis de este volumen, a propósito de la recapitulación, como técnica de cierre del proceso terapéutico.

6. Evaluación diagnóstica

En el apartado de evaluación de cualquier manual suele considerarse la utilización de test de diagnóstico por su relativa eficacia para detectar rápidamente los diversos trastornos psicológicos con finalidades clínicas, lo que permite valorar el grado de afectación del paciente, prescribir el tratamiento farmacológico o psicológico más adecuado y determinar la mejoría o el empeoramiento tras él. Su utilidad es evidente, también, en la investigación, al permitir comparar grupos poblacionales, diferenciados por el grado de afectación de alguna patología determinada. No son estos, sin embargo, los criterios con los que enfocamos la terapia del desarrollo moral. Nos interesa describir y comprender el problema de nuestros pacientes en términos de desarrollo o de conflicto estructural, no sobre una terminología psiquiatrizante, estigmatizante y paralizante de manual de psicodiagnóstico, tipo DSM (1995; 1996).

Aunque en el primer volumen de esta obra, El error de Prometeo (Villegas, 2011) hemos utilizado la terminología diagnóstica al uso para describir la «psico(pato)logía del desarrollo moral», esa no tenía otra finalidad que la de servir de puente de diálogo con la comunidad científica y profesional desde un punto de vista fenomenológico, a fin de redefinir las patologías de la psique desde una perspectiva comprensiva, como déficits evolutivos o conflictos estructurales. En consecuencia, aunque por esos mismos motivos, la función diagnóstica, llevada a cabo a través de test psicológicos en contextos institucionales y asistenciales, pueda considerarse válida a la vez que compatible con un abordaje evolutivo-estructural, nosotros no la consideramos parte necesaria integrante de nuestra propuesta.

Sí pueden considerarse, en cambio, instrumentos adecuados de exploración para nuestro modelo, aquellos que pretendan reconstruir el mundo de significados o construcciones del sujeto, como algunas pruebas proyectivas —tales como el TAT o el Test de Philipson—, entrevistas semiestructuradas, cuestionarios abiertos o repertorios de constructos. Respecto a este último instrumento, el repertorio de constructos, la llamada «Rejilla de Kelly» ha alcanzado un gran nivel de sofisticación en cuanto a su poder para elicitar y analizar los constructos personales. Se trata de una modalidad de entrevista apropiada para hacer surgir aquellos constructos relevantes de una persona con los que construye la realidad y atribuye significado a la propia experiencia (Kelly, 2001; Feixas, 1992, Feixas, Cornejo, Álvarez, 1996; Feixas y Villegas, 1991; Feixas y Villegas, 2000; Jankowicz, 2004; Neimeyer y Neimeyer, 1987; Neimeyer y Mahoney, 1995).

La rejilla consiste en un cuadro de doble entrada con varias filas y columnas sobre las que, respectivamente, se colocan los elementos y los constructos. Los elementos hacen referencia a las personas o relaciones significativas en la vida de cada sujeto y pueden ser escogidos libremente por el paciente, suministrados por el terapeuta o combinados de forma mixta. Por ejemplo, entre los elementos más frecuentes suelen estar los padres, hermanos, amigos, pareja, uno mismo tal como se ve y tal como quisiera verse (el yo real, el yo ideal), alguna persona particularmente admirada y otra especialmente odiada La ventaja de este planteamiento es que permite entender los dilemas en términos morales «si soy egoísta, como mi padre, persona con la que no me identifico, pero que admiro por sus logros, entonces no seré amorosa como mi madre, con quien sí me identifico, aunque la desprecio por su sumisión, con lo cual ninguno coincide con la figura ideal. Dado que la tecnología desarrollada alrededor de la rejilla es de una gran complejidad, aconsejamos, a quienes puedan estar interesados, consultar las referencias bibliográficas a que nos hemos referido más arriba.

Resumen

Este capítulo está dedicado a recrear el contexto existencial, o escenario, donde se mueve la persona. Entre las técnicas de exploración, desarrolladas a este fin, figuran la autocaracterización que ejerce el papel de retrato o autopresentación psicológica de la persona que solicita ayuda terapéutica; el perfil sociodemográfico, formado por los datos relativos a la identidad social de la persona tales como edad, sexo, estado, profesión, etc.; el genograma, o árbol genealógico, que permite inserir a la persona en el contexto de su origen familiar y de sus relaciones actuales; el cronograma, o línea de vida, es un elenco cronológico de los principales acontecimientos vitales, que sirve de base para construir una autobiografía o historia de vida. El capítulo termina con una referencia a determinadas técnicas de evaluación que pueden ser especialmente indicadas para un enfoque congruente con el modelo del desarrollo moral, como los test proyectivos o la rejilla de Kelly.


3. La persona y su texto

El lenguaje no se ha inventado para la comprensión

del mundo externo, sino que es en el lenguaje,

donde se nos ofrece el mundo.

MATURANA Y VARELA, 1987

1. Fase de expresión

Una vez conocido el contexto o escenario donde se desenvuelve la existencia de nuestro interlocutor, ha llegado la hora de escucharlo, de dejar que se exprese, que dé lugar a su relato. La experiencia humana se caracteriza por su dimensión significativa, es decir, por las connotaciones con las que revestimos los acontecimientos vividos. El nacimiento de un niño no es un puro suceso natural, como pudiera serlo en el mundo animal, sino que va precedido de expectativas e ilusiones, jalonado de sorpresas y alegrías y seguido de proyectos y conjeturas sobre su futuro; o, por el contrario, puede ir precedido de miedos e incertidumbres, acompañado de depresión y de rechazo, y seguido de abandono, descuido o sobreprotección compensatoria.

¿Cómo lo hacemos los seres humanos para otorgar tantos valores añadidos a los acontecimientos? Las concepciones simplistas de la psicología se limitan a reducir la experiencia humana a un repertorio de respuestas sensoriales, emocionales, motivacionales o conductuales primarias, neurofisiológicas en última instancia, reguladas por los mecanismos de refuerzo y castigo, o sea, de placer y dolor. Por ejemplo, la adicción a las drogas o al juego de azar se explica suficientemente por la naturaleza adictiva de la sustancia, o por el valor reforzante del hábito. En una perspectiva reduccionista no entran para nada las variables simbólicas de tales hábitos, como por ejemplo: las formas de vida alternativa o la expresión de rebeldía social, ligadas al mundo de las drogas, las cuales, a su vez, pueden convertirse en una anestesia para el dolor de la vida cotidiana, una evasión ante la dificultad de crecer, un contexto relacional, o un paliativo frente a la angustia existencial; o, en el caso del juego, la persistencia patológica puede basarse en la creencia mágica en la buena suerte, la voluntad de desafío al azar o la arrogancia, que no admite la derrota, y apuesta hasta que sobreviene la ruina económica.

El ser humano es un animal simbólico, que busca sistemáticamente, de acuerdo con la etimología de la palabra (συμβάλλειν «simbalein»: poner todo junto), relacionar todas las cosas entre sí, dándoles un sentido o significado, como quien observa el aspecto figurativo de un tapiz mirándolo por el anverso, aun sabiendo que la imagen que se puede contemplar en ella es el efecto de un entramado de los hilos de distintos colores y tamaños que se entrecruzan con aparente desorden en su reverso. Este es el origen de las más diversas religiones o, en su defecto, de los distintos sistemas filosóficos que intentan otorgar un significado compartido para la experiencia humana colectiva: de dónde venimos, a dónde vamos, qué valor tienen nuestros actos, cómo nos debemos organizar socialmente. Nacen de la constatación de los límites del ser humano, a la vez que de la consciencia de su trascendencia, empeñadas en dar una respuesta a todas y cada una de las preguntas que surgen de esta tensión dialéctica.

Igualmente, en el ámbito individual, cada uno de nosotros trata de dar respuesta a las preguntas que le plantea la propia existencia, esforzándose en otorgar una coherencia a los sucesivos acontecimientos que jalonan su vida cotidiana. El resultado de esta tendencia es la progresiva construcción de una historia donde las vivencias no solo se ordenan temporalmente sino también por su relevancia, respecto al significado central de la misma. Esta es la razón por la que los acontecimientos humanos no solo se relatan cronológicamente, sino que se organizan discursivamente. Aun los cuentos infantiles, carentes de datación cronológica, utópicos y ucrónicos, tienen una organización discursiva, un tema alrededor del cual la narración se estructura. La previsión es el eje central del cuento de Pulgarcito; la envidia el de Blancanieves; la diligencia distingue a la hormiga de la cigarra; la vanidad lleva a la Ratita presumida a caer en la boca del gato; y la ingenuidad le lleva a Caperucita Roja a caer en la del lobo.

2. Las narrativas del paciente

Las personas que se acercan a una terapia siempre traen consigo una historia que contar. Frecuentemente esta es una historia atormentada y confusa, desgraciada o triste, o de una vida de relaciones destrozadas. Para otros se trata de una historia de acontecimientos que atentan contra su bienestar, satisfacción o sentido de la eficacia. Independientemente de cuál sea, el terapeuta se halla ante una historia que interpretar. Pero para ello será necesario reconstruir una historia que solo aparece de forma fragmentaria en los primeros esbozos.

2.1. De la reconstrucción de un relato a la interpretación de una historia

Para la construcción de una historia necesitamos algunos componentes esenciales que los narratólogos reducen a tres: actores, escenario y acciones. Los actores son los personajes que intervienen y el escenario el contexto donde se lleva a cabo la acción. Probablemente, la dificultad que tenemos para recordar los acontecimientos de nuestra primera infancia proviene de la inmadurez narrativa característica de este período evolutivo. Ya en sus primeros años los niños empiezan a disfrutar con las narraciones, los cuentos y las pequeñas historias que les explican los adultos, pero todavía son incapaces de articular un relato. Para ello se necesita un cierto nivel de desarrollo cognitivo, capaz de poder establecer secuencias temporales, atribuir intenciones, comprender relaciones causales y motivaciones psicológicas. Esta es la razón por la que el desarrollo de la competencia narrativa es una de las que más tardan en adquirirse dentro del arco de las diversas competencias lingüísticas.

Las narraciones se estructuran alrededor de un núcleo central constituido por una acción, cuya descripción da origen a la especificidad del acontecimiento, como por ejemplo una boda, un entierro, un viaje, una violación, un secuestro, una enfermedad, unas vacaciones, etc. Poder otorgar un nombre a la acción o secuencia de acciones, delimitando su naturaleza y duración temporal es el principio de cualquier organización discursiva y el primer puntal sobre el que se asienta el trípode de la estructura narrativa.

Todo acontecimiento es desencadenado por un agente natural o humano: este es el segundo puntal sobre el que se apoya el trípode de la estructura narrativa. Los agentes naturales tienen carácter impersonal y no se puede atribuir una finalidad intencional a sus acciones, a no ser que se las suponga manejadas por algún dios específico de la lluvia, el viento, el rayo o el trueno o que algún ser sobrenatural se sirva de ellas para premiar o castigar a la humanidad. Identificar a los actores humanos, en cambio, significa no solo ser capaz de señalar quién hace qué, sino por qué, con qué fin, desde qué rol o posición en la relación. Es distinto si el autor de una violación es un desconocido que asalta a una mujer en un parque público que si es un pariente próximo que se aprovecha de la relación existente. Los acontecimientos no se desarrollan en el vacío, sino que implican generalmente interacciones con otros actores en un medio físico o social. Las características personales y sociales de los otros actores y sus reacciones contribuyen igualmente a dar sentido al relato. Por ejemplo, no es igual la edad de la persona violada, su reacción pasiva o activa, o su silencio o denuncia posterior para el significado que pueda adquirir este acontecimiento en su historia.

Finalmente, el escenario donde se desarrolla el acontecimiento constituye el tercer punto de apoyo del trípode de la estructura narrativa. En algunas ocasiones el escenario tiene un carácter determinante, en cuanto permite ciertas acciones y limita o excluye otras. Por ejemplo, el escenario rural, latifundista, del medio oeste americano, donde se desarrolla el argumento de la novela y película homónima Lo que el viento se llevó o el ambiente cerrado y clerical de una pequeña ciudad decimonónica del norte de España, denominada Vetusta por Leopoldo Alas en La Regenta, son escenarios necesarios para el desarrollo de las tramas narrativas que se describen en las respectivas novelas.

Construir un relato requiere dar respuesta, al menos, a las siguientes cuestiones:

–¿quién o quiénes? (agentes: personajes, que pueden ser actores, protagonista y antagonista, o bien pura comparsa);

–qué (acciones, reacciones e interacciones);

–a quién o a quiénes (destinatarios: receptores);

–¿dónde, cuándo, cómo, con qué medios, para qué? (circunstancias: escenario: lugar, tiempo, modo, finalidad).

Naturalmente, la complejidad de una acción puede hacer que los papeles de actor (quién) y receptor (a quién) vayan alternando, dando origen a una secuencia interactiva. Rebeca, por ejemplo, relata un episodio de abuso sexual por parte de su padre en los albores de la pubertad, identificando con claridad cada uno de esos parámetros narrativos:

Estábamos con mi familia de camping, durmiendo en una tienda (escenario) mi padre, mi madre, mi hermano y yo (personajes), cuando mi padre (actor) abusó sexualmente (acción) de mí (receptor). Yo (actor) estaba acostada al lado de mi padre (actor), los dos en medio entre mi madre y mi hermano (comparsa). De repente, en la noche (tiempo) él (actor) se abalanzó sobre mí (receptor), besándome e introduciendo (acción) su lengua en mi boca y tocándome los genitales (acción) con la mano (modo). Yo (actor) apenas reaccioné (reacción) y me retuve (reacción) en silencio (modo) para no despertar (finalidad) a los demás (receptor). Al día siguiente (tiempo) yo (actor) conseguí cambiar (acción) mi puesto en la tienda (lugar) con mi hermano (receptor) para evitar dormir (finalidad) al lado de mi padre (receptor).

La narración del suceso es muy completa, y aunque aporta todos los elementos necesarios para construir un relato, no basta para incorporarla a una historia. Necesitamos saber qué significado otorgó Rebeca a este suceso, de qué manera lo vivió, de qué forma influyó en su proyección hacia el futuro, cómo le buscó la coherencia con el pasado. Para construir una historia se hace necesaria una interpretación. Esta es la responsable, en definitiva, del significado que otorgamos a la experiencia.

Interpretar un acontecimiento implica connotar los personajes (relaciones, atributos, roles), identificar sus intenciones (para qué: finalidad), explorar sus motivos (por qué, causa), afrontar las consecuencias (efectos), ponderar las atribuciones de culpabilidad o responsabilidad (agentividad), evaluar su valencia (positiva o negativa), emitir un juicio axiológico (valores puestos en juego), reconocer su incidencia (cambios en el curso de la historia), etc. En el relato anterior no hallamos indicios de ninguno de estos requisitos. Solo hay un par de referencias a las finalidades inmediatas de la propia narradora, protagonista del relato: retenerse en silencio para evitar despertar al resto de la familia y cambiarse al día siguiente de lugar en la tienda con el hermano, para evitar que el padre pudiera volver a intentar abusar de ella.

Las informaciones complementarias aparecen en relatos posteriores de Rebeca a lo largo de varias sesiones de terapia. Estas informaciones vienen a completar la comprensión del significado que para ella tuvo esta experiencia. De acuerdo con ellas, sabemos que entre hija y padre existía una fuerte complicidad (interacción), que ambos se entendían muy bien en todos los aspectos, hasta el punto que la paciente tenía idealizado (atributo) a su padre (relación) y lo contraponía a la madre (relación) controladora y poco afectiva (atributo). En este contexto relacional, el suceso de abuso sexual, inesperado e imprevisible, introducía un elemento de desorientación y confusión que dificultaba su integración en la continuidad de la historia (efecto o consecuencia).

La sensación inmediata de Rebeca fue de asco y rechazo físicos, pero estas sensaciones hacían referencia a su padre, por quien sentía un gran afecto. Suponía, por tanto, una contradicción entre tendencias opuestas de proximidad y alejamiento. La situación contextual impedía, además, una reacción clara y definida, no solo por no despertar a su madre y a su hermano, sino para evitar que los demás familiares pudieran darse cuenta de lo que estaba sucediendo entre ellos. Tampoco podía, al día siguiente, comentarle a alguien lo acaecido, para no manchar la imagen idealizada del padre y por haberle jurado que no se lo contaría a nadie. Por eso tuvo que forzar la situación con su hermano, inventándose cualquier excusa para cambiarle el sitio en la tienda.

Pero todo esto solo solucionaba lo inmediato, y no podía evitar que su sistema epistemológico entrara en crisis. Rebeca tuvo que hacer frente a otras muchas cuestiones derivadas de esta, la primera de las cuales era encontrar la razón por la que se había producido el abuso. El padre se justificó diciendo que ella era muy cariñosa, que cada vez era más bonita, que le prodigaba demasiados besos y caricias, y que él era un hombre, dando a entender que a los hombres les pasan estas cosas y que, por tanto, la culpa era más bien de ella por acercarse demasiado (agentividad: atribución externa de responsabilidad y exención de culpabilidad). Pero esto producía a su vez una connotación diferente: el cariño y las manifestaciones de afecto infantil pueden ser erotizadas unilateralmente por un adulto sin que eso corresponda a las necesidades del niño, sino a las del adulto (evaluación: invalidación). Esto incluye, además, otro mensaje: si quieres a una persona tienes que someterte a sus necesidades y complacerle. Mensaje que para una joven mujer (rol: ser mujer es dejar de ser persona para cumplir un rol) pre-púber significa, además: querer a un hombre es someterse a sus necesidades y complacerle en sus impulsos, sin que ello implique necesariamente reciprocidad (axiología: transformación del sistema de valores).

Ante esta situación Rebeca tomó una decisión heroica: empezaría a buscar a otros hombres para que le alejaran del padre y así, con 14 años, se echó un novio formal, 10 años mayor que ella, con el que terminó por casarse a los veinte y de quien tuvo un hijo a los veintidós. Esta fue la primera de una serie de relaciones sucesivas con hombres maltratadores y alcohólicos que terminarían todas por fracasar. Tales relaciones eran la consecuencia lógica de la decisión que había tomado de borrar de su memoria la existencia del abuso (incidencia). Cada día, dice ella:

me venía aquella imagen y no sabía qué hacer con ella; era demasiado asfixiante y doloroso para mí hasta que creé un mecanismo de defensa: «era imposible que aquello hubiera sucedido». Mi papá no podía haber hecho aquello a su niña, mi papá no, era el mejor del mundo; él me quería, era imposible que me hubiera hecho daño… Yo sé el momento justo en el que empecé a grabarme como un mantra que no había pasado nada, que debía olvidarme, que no podía estar pensando en esto…, porque, de lo contrario, tú no vas a poder vivir. Yo me acuerdo que me decía a mi misma: «tú vas a ser una mujer, vas a tener ganas de estar con un hombre, esto no va a ser un trauma para ti…»

Esta decisión determinó el sentido de su vida posterior, y puso las bases para reescribir la historia desde la negación de una experiencia traumática. Sin embargo, el paso de los años no logró borrar el desajuste emocional, manifestado en múltiples episodios depresivos y una variada sintomatología psicosomática, ni evitar, como hemos visto, los fracasos relacionales. Por ello, a los 50 años, Rebeca acude a terapia con el fin de reescribir nuevamente su historia, integrando las experiencias negadas. En una carta, dirigida a la niña que se durmió inocente y despertó culpable, Rebeca escribe:

Hace 40 años que no te dirijo la palabra; hace 40 años que decidí hacerme mayor, no llorar, aguantar, olvidarte. Eras demasiado incauta, demasiado inocente y, a la vez, provocabas demasiado a los demás. Yo te he tapado la boca continuamente, te he castigado, te he controlado injustamente, porque tú no tuviste la culpa de nada. De repente, en una noche, te convertiste en adulta; no permití que te desarrollaras con naturalidad, que vivieras tu adolescencia. Estoy deseosa de hacer las paces contigo, querida mía; tú no tienes la culpa de haber amado y menos de haber manifestado tu amor: papá era nuestro gran amor y también fue nuestro fracaso. Pero tú no hiciste nada malo, tú no sabías, ni pensabas, ni deseabas, ni soñabas más que con un amor puro: no tienes la culpa de nada. Quiero hacer las paces contigo, quiero reencontrarme contigo en mí.

2.2. El proceso de (re-) (co-) construcción de la experiencia en psicoterapia

Puesto que el individuo humano va adquiriendo, a pesar de todas las vicisitudes, conciencia de su permanencia en el tiempo, desarrolla una perspectiva que le permite relacionar el pasado con el presente y proyectarse en el futuro. Los continuos sucesos que van aconteciendo, o las situaciones por las que va atravesando tienen un punto en común que evita la formación de una experiencia fragmentaria, caótica o deshilachada como el reverso de un tapiz: dicen de él, le suceden a él y, gracias a esta referencia dominante, se configuran como su mundo, se convierten en su historia.

En la medida en que este mundo es habitable y esta historia tiene continuidad, la persona se siente proyectada en el espacio y en el tiempo. Puede continuar su flujo de experiencia sin temor, puede vivir su vida sin restricciones (Villegas, 1995b, 1997, 2000b, 2002a, 2005), libremente. Kelly (2001) diría que puede anticipar los acontecimientos e implicarse en ellos, sin miedo a que su ciclo de experiencia se vea invalidado. A medida que el tiempo pasa y las circunstancias vitales, propias de las etapas evolutivas o efecto de acontecimientos, introducen elementos imprevistos en el ciclo de experiencia se produce una crisis en el sistema epistemológico con el que se venía interpretando la historia. Esta crisis no es fruto de una situación necesariamente traumática, y puede tratarse de una simple inflexión evolutiva, de una carencia instrumental o de una dificultad adaptativa. En cualquier caso, no es el trauma, sino la existencia de una crisis, la que resulta determinante en la reorganización del significado. Esta reorganización puede suponer un avance en la complejidad y funcionalidad del sistema, o, por el contrario, puede implicar una desorganización patológica del mismo. Para llevar a cabo este proceso de reorganización suelen seguirse una serie de pasos:

  1. contextualizar para comprender
  2. comprender para dar significado
  3. dar significado para integrar en la historia
  4. integrar para aprender de la experiencia
  5. aprender para cambiar la vida (historia, magistra vitae)

Todas estas funciones consecutivas se han puesto de relieve en el caso de Rebeca. El intento de abuso de su padre se produce en una situación concreta (la tienda de campaña) y en un contexto vital determinado (su incipiente desarrollo puberal) que le permiten comprender ya en aquel momento lo acontecido. Esto la lleva a dar significado tanto a la incapacidad del padre para contenerse en sus impulsos, como a su decisión de evitar dormir a su lado para que no vuelva a reproducirse la situación: ya que el padre es incapaz de asumir el control, de ahora en adelante lo va a ejercer ella. A fin de evitar delatarlo, desarrolla una especie de negación de lo sucedido —«mi padre no»—, pero a la vez busca acercarse a otros hombres para alejarse de él, abriendo con ello la puerta a una serie de relaciones negativas que van a perpetuarse hasta el inicio de la terapia. Es la forma disfuncional de integrar esta experiencia en su historia vital. Lo que con esta experiencia ha aprendido es que el cariño y las manifestaciones de afecto infantil pueden ser erotizados unilateralmente por un adulto sin que eso corresponda a las necesidades del niño, sino a las del adulto. Esto incluye, además, otro mensaje: «si quieres a una persona tienes que someterte a sus necesidades y complacerle».

Cuando los pacientes acuden a terapia presentan una historia que viven como truncada o amenazada o, tal vez, ni siquiera, nunca consolidada. Algunos arrastran desde la infancia o la adolescencia una dificultad o déficit de significado en su historia, y afirman que nunca han estado bien o que siempre han estado mal. Para otros existe un antes y un después: todo iba bien hasta que entraron en una relación o salieron de ella; faltó alguna de sus figuras de referencia; apareció el temor imaginario a enfermedades o se despertó el sentimiento de culpa; tuvieron un conflicto laboral, fueron víctimas de una violación o de algún accidente. Otros, finalmente, «no saben muy bien lo que les pasa», pero últimamente se sienten mal sin poder definir el origen de su malestar o se sienten desorientados o desmotivados. En todos estos casos la terapia constituye una ocasión para dar un nuevo significado a la experiencia o retomar el que potencialmente se hallaba inscrito en el proyecto inicial de su existencia. De este modo, la terapia se puede entender como un proceso de resignificación de la experiencia.

Algunos pacientes pueden llevar a cabo estas operaciones de forma explícita en el momento mismo de la experimentación de la crisis, aunque el resultado de este proceso, como en el caso de Rebeca, que es capaz de recordar perfectamente el acontecimiento desencadenante, pueda llegar a ser nefasto. Para ellos, la terapia va a constituirse en el marco donde volver a resignificar la experiencia para poder cambiar el destino seguido hasta el presente y poder así vivir su vida desde otra perspectiva. Otros no comprenden el significado de cuanto les sucede, porque en el momento de producción de la experiencia disfuncional no pudieron contextualizarla ni significarla, con lo que sus efectos se han ido perpetuando de una forma aparentemente absurda. Pera ellos la terapia deberá ser, en primer lugar, el espacio donde poder contextualizar y dar significado a la experiencia, para integrarla, comprenderla y aprender de ella para poder cambiar su historia.

Entre los recursos expresivos con que cuenta el paciente para llevar a cabo estos objetivos figura, en primer lugar, la propia capacidad narrativa con que articular las historias, a la que acabamos de dedicar nuestra atención en las páginas anteriores. Sin embargo, a veces se precisa dar un giro radical a esta historia, enfrentándose con ella para relegarla al capítulo de las experiencias superadas e integradas. A fin de cumplir esta función el paciente cuenta con otros muchos recursos expresivos, tales como la escritura de cartas dirigidas a personajes, experiencias, emociones o sentimientos del pasado que están interfiriendo en su vida actual. En el caso de Rebeca, por ejemplo, hemos visto cómo el recurso al género epistolar le servía para reconciliarse consigo misma e integrar una experiencia que nunca había narrado y de la que había intentado disociarse a través del «pasaje a la acción», que la llevó a un matrimonio equivocado.

3. El género epistolar: cartas reales o imaginarias

La ficción de dirigirse a personajes reales, vivos o muertos, presentes, pasados o futuros, desdoblados de uno mismo, o bien a personificaciones de sentimientos o acontecimientos vividos, etc., por escrito, presenta la gran ventaja de poder articular de una manera discursiva y organizada, a la vez que completa y catártica, las vivencias, recuerdos, pensamientos, emociones y sentimientos relativos a personas o situaciones, con la seguridad de que la carta podrá ser enviada o no a juicio del emisor.

Este recurso terapéutico no es exclusivo de ninguna escuela terapéutica, por más que haya sido usado preferentemente en terapia familiar (Linares, Pubill, Ramos 2005), la mayoría de las veces como forma de que el equipo terapéutico se dirija a la familia o incluso de exponer puntos de vista encontrados, dentro del mismo equipo.

Es un modo indirecto de afrontar ciertas situaciones que a veces no puede hacerse de forma directa, por múltiples causas: la ausencia de la persona interesada, su inaccesibilidad, el temor a sus reacciones, la confusión respecto a los propios hechos, sentimientos o pensamientos. A través del género epistolar es posible reconstruir situaciones y contextualizar sentimientos de una manera segura y protegida, con la certeza de que nadie más que el terapeuta y el propio autor leerán nunca la carta, si él no lo desea. Un ejercicio interesante en estos casos puede ser la escritura de dos cartas distintas, la que el paciente desearía escribir y la que estaría dispuesto a mandar al destinatario, para cotejar luego las diferencias.

Personificaciones

En ocasiones está claro que la carta no es más que un medio para generar un monólogo con uno mismo en forma de diálogo, puesto que no solamente no se va a enviar la carta, sino que ni siquiera existe el destinatario de la misma, dado que el escrito se dirige a un sentimiento, emoción o situación presente o pasada. Tal es el caso de Paula, paciente de 30 años, aquejada de claustrofobia, cuyo caso se relata en el capítulo décimo del volumen anterior de esta obra (Villegas, 2011, pp. 341-345). Dado que los síntomas de ansiedad se anticipan, a través de la activación fisiológica se le sugiere a la paciente que se enfrente a ellos, escribiéndoles una carta, como se ve a continuación:

Esta carta va dirigida a ti, activación fisiológica:

Sé que tienes que existir y apareces en determinadas circunstancias, pues si no, no pertenecería a la especie humana. Cuando apareces ya me asusto y veo que ese no es tu problema. Supongo que tú solo me quieres avisar de que hay algo en mi pensamiento que interpreto como miedo y tú sales para defenderme por si me tengo que poner a correr o tengo que huir de algún peligro.

A veces, tu presencia es bonita, porque apareces cuando estoy excitada por algo novedoso o cuando estoy emocionada, o cuando voy a hacer algo que me hace mucha ilusión.

A veces tu presencia me asusta porque apareces y pienso que me vas a hacer daño y que paralizarás mis músculos, activarás mi corazón y harás temblar mis manos y mis piernas hasta peder el control de la situación… A veces no me gusta que me des tanto miedo, porque creo que me moriré y eso es muy desagradable; supongo que a ti tampoco te gustaría sentirte así.

Yo me pregunto: ¿es justo echarte a ti toda la culpa, o simplemente eres un mandado? Eres como ese soldado que únicamente sigue las órdenes del sargento mayor, y a ti no te queda más remedio que actuar, aunque no quieras.

Supongo que ese sargento mayor es mi pensamiento y la interpretación que hago de las situaciones. Él es quien te dice que has de salir a defender la fortaleza, porque parece que el enemigo se presenta… Pero no hay tal enemigo, no es real, solo está en mi cabeza.

A partir de ahora, cuando recibas las órdenes de un superior saldrás, porque esa es tu función, pero perdóname si no te hago mucho caso. Tú y yo sabemos que ese enemigo no existe, y por lo tanto, no tiene sentido que tú hagas guardia ni que yo me asuste cuando salgas.

Desde luego, eres un buen soldado porque si realmente hubiera un peligro esa activación que me provocas me haría salir a toda pastilla y correr y correr, gracias a la adrenalina y al bombeo de mi corazón.

Eres un buen soldado, pero relájate ante las órdenes del sargento, porque ya te has dado cuenta de que en un 99% de las ocasiones nunca ha existido ese enemigo.

Después de esta carta, en la que la paciente se enfrenta a sus síntomas fisiológicos, desenmascarando su papel activador al servicio del miedo, el terapeuta le sugiere que la próxima vez se dirija directamente a él para ahuyentarlo de su corazón, consigna que da lugar a la siguiente:

No puedo empezar escribiendo, querido miedo, porque de querido tienes poco. Más bien empezaría diciéndote: «odioso y maldito miedo».

Te escribo para decirte que estoy hasta las narices de ti. Me has limitado; has hecho que mi vida no sea plena y que en casi todas las ocasiones aparezcas tú. Quiero que te marches, porque no sirves para nada bueno; solo haces que te condicione a más situaciones y eso me harta cada vez más.

Eres implacable, insaciable, indestructible, o eso es lo que parece. Eres un gran monstruo al que yo alimento cuando me dejo dominar por ti. Sé que estás en mi cabeza y que si yo quisiera podrías desaparecer cuando menos te lo esperes. Lo que pasa es que tú sabes que eres fuerte y que el condicionamiento es tu mejor aliado; juegas con esos recuerdos negativos, que son muy poderosos y me controlan a mí.

Tú ya puedes sentarte en una tumbona descansando, pues ya has creado un mecanismo tan fuerte que ni siquiera has de dar miedo ni vestirte de fantasma; todo es mecánico, tú solo tienes que esperar a que una situación que me recuerde a otra, aparezca y ¡¡¡flash!!!, como por arte de magia, todo asusta, sin que tú muevas un dedo. ¡Qué trabajo tan fácil tienes!

Pero yo me pregunto: ¿tú qué ganas? Asustarme… sí, pero, ¿qué ganas? Si tú estás dentro de mí se supone que formamos un único ser y que tendríamos que ser un equipo y no hacernos daño; entonces, ¿por qué apareces? Nos estamos tirando piedras en nuestro propio tejado, ¿no lo ves?

Me cansas mucho, me agotas; cuando apareces da la impresión de que hayas corrido 100 km sin parar. No me dejas disfrutar de mi anomía, no me permites crecer, ni ser adulta. Me tienes atrapada en un mundo limitado y eso me hace sufrir. Me dejas vivir solo media vida: la otra estoy pendiente de si aparecerás… y eso es una constante agonía.

Supongo que empezaste a formarte porque yo te di alimento, aunque creo que en ese caso no fui yo quien te dio de comer, sino los mensajes que iba recibiendo, las costumbres que fui creando. Al principio fue un mecanismo creado para no sufrir, pero luego se ha convertido en mi peor enemigo.

Supongo que, al principio, tenía sentido que aparecieras, pero ahora ya no toca: soy mayor y has de dejarme que crezca más, que sea yo quien determine qué situaciones son realmente peligrosas y cuáles no.

Te has formado gracias a una sobreprotección y a una falta de autonomía, a no pensar que por mí misma no podría enfrentarme al mundo, pero, ¿no crees que tu función ya la has cumplido? Si no me dejas en paz no podré crear los recursos necesarios para poder desarrollarme como persona, no podré crecer.

Tienes que confiar en mí y creo que en muchas ocasiones ya te he demostrado que puedo vivir sin ti. He superado cosas muy importantes que me han sucedido en la vida y aquí estoy, vivita y coleando. Tú has hecho que no confíe en mí (incluso quien te creó –mi padre entre ellos– se dio cuenta de que yo podía hacer frente a muchas situaciones duras). ¿Cómo tengo que demostrarte que ya no hace falta que aparezcas? A lo mejor si te lo demuestro cada día te darás cuenta de que tu presencia no hace falta. ¡Déjame en paz! Estás tan dentro de mí que a veces somos una única persona y no distingo mi existencia de la tuya, y eso me hace daño. Te permito aparecer ante situaciones que realmente provocan miedo, pero no en las otras (no quiero que aparezcas en situaciones de ocio, de viajes, de estar con amigos). ¿Para qué vienes? ¿De qué me quieres proteger? ¿No te das cuenta de que molestas? No hay peligro: solamente quiero vivir la vida que me toca de adulta.

Te agradezco que con toda tu buena intención aparecieras en un momento de mi vida creyendo que así me protegías (de peligros, del mundo, de la gente mala, de los trabajos desagradables, de las críticas, del juicio del otro).

Pero ahora creo que yo sola puedo con ello (si alguien me molesta ya se lo diré yo; si alguien me enjuicia ya pasaré yo de él; si salir de casa me da miedo, ya utilizaré yo los pocos recursos que tenga; si se me estropea el coche ya llamaré al seguro o a la grúa; si me pierdo, ya preguntaré; si me dan una mala noticia, ya la asumiré; si me deja mi novio, ya lo sufriré). Tienes que confiar en mí, porque aunque lo hagas para protegerme, el resultado es bastante contrario a lo que pretendes, porque si apareces a cada rato me haces ser más pequeñita.

Tú me has dado los peces, pero tienes que entender que soy yo la que tengo que empezar a pescar. Gracias por todo, pero tienes que entender que tu función ya no me sirve de nada. Me hace más daño que otra cosa.

Tienes que irte poco a poco, tienes que dejarme volar. Mi padre me daría permiso para eso, porque se dio cuenta de que ya era una mujer, de que hacía frente a muchos problemas y de que supe hacerlo bien. Si no puedes irte de golpe, hazlo poco a poco, pero tu función ya ha terminado.

El miedo es una de las cadenas más fuertes que surge de nuestro interior en relación a amenazas percibidas interna o externamente: lo hemos visto en las fobias y obsesiones y se amaga en las dependencias, los trastornos alimentarios, la hipocondría, etc. bajo las más variadas formas. Puede ser el miedo a quedarse solo o sola, al rechazo social, a la enfermedad o la muerte, al error o a la culpa. En cualquier caso, es preciso mirarle cara a cara, hacerle frente para liberarse de él, y escribirle una carta puede ser el primer paso para encararse.

4. La dimensión poética: la metáfora

Otra modalidad expresiva habitual a la que tienen acceso los pacientes es el recurso a la metáfora. En su esencia, el lenguaje es metafórico. En realidad, puede decirse con Lakoff y Johnson (1986, 1999) que nuestro pensamiento y, en consecuencia, el lenguaje se configuran a partir de la experiencia y que la analogía es el puente que permite unir la experiencia sensible con la representación mental. En efecto, las metáforas no son un fenómeno meramente lingüístico, como se consideraba en las teorías clásicas, sino que abren camino a la categorización conceptual de nuestra experiencia vital; su función primaria es cognitiva y ocupan un lugar central en nuestro sistema ordinario de pensamiento y lenguaje. En consecuencia, ninguna metáfora puede entenderse o siquiera representarse adecuadamente de modo independiente de su base experiencial. Como decía el antiguo proverbio escolástico medieval nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu («No hay nada en el entendimiento que antes no haya pasado por los sentidos»). Función que, en términos actuales, Damasio (2010) atribuye a imágenes, representaciones y mapas generados por estructuras cerebrales.

En principio reservamos el concepto de metáfora para aquellas asociaciones analógicas (basadas en una semejanza) que conservan una relación libre, no fijada lexicográficamente. Por ejemplo, la palabra «río» hace referencia a un curso de agua en cuanto corre. Si decimos, como el poeta, que «nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir» la relación entre río y vida es una asociación libre que se puede establecer de manera más o menos permanente u ocasional. No cabe duda de que si en algunas culturas la asociación entre río y curso de la vida ha dado lugar a un ritual es porque al valor metafórico se le ha añadido un valor simbólico. El símbolo ostenta de forma permanente la metáfora. Por ejemplo, la práctica de depositar en una embarcación el cadáver del difunto para que el río lo lleve hasta el mar, o de colocar velas encendidas sobre barquitos de bambú aguas abajo, responde a esta concepción.

De este modo podemos definir la metáfora como una «asociación semántica entre dos objetos o experiencias a partir de una analogía (parecido o semejanza) sensible». A veces la analogía se expresa como:

–una comparación: «nuestras vidas son como los ríos»

–una equivalencia: «nuestras vidas son los ríos»

–una sustitución: «el río de la vida».

La base sensible de la metáfora hace que esta sea, en realidad, una imagen que nos permite representar un concepto abstracto de forma sensible (sonora, visual, táctil, etc.), no por sí mismo, sino por referencia al objeto material del que toma el parecido. Así, por ejemplo, la expresión «abortar una idea o una revolución» transmite claramente la interrupción de un proceso a través de la imagen de algo que se estaba «gestando», aunque físicamente ni las ideas ni las revoluciones se gesten en ningún útero.

Expresiones populares o locuciones habituales están llenas de referencias metafóricas: cuando decimos que alguien «se lleva el agua su molino», no significa que estemos hablando de un molinero, sino de alguien que solo mira por sus intereses. El lenguaje está tan plagado de imágenes y metáforas que apenas nos damos cuenta de ellas a no ser que se trate de alguna asociación inusual. Solo en el lenguaje esquizofrénico vemos tomarse, en ocasiones, la metáfora al pie de la letra:

Los padres están arriba y los hijos abajo. Tú eres mi padre porque estás encima de mí poniéndome una inyección. Desde que vivo en un ático no tengo padres porque no hay nadie por encima de mí.

Algunas metáforas tienen un carácter tan universal que casi parecen remitir a algún arquetipo inconsciente, de modo que su presencia suele repetirse en sueños, como por ejemplo la experiencia del viaje, representado en forma de algún vehículo: carro, coche, barco, tren, avión, etc.; la de volar sobre la tierra o el mar, o la de caer por un precipicio o por el hueco de unas escaleras, etc.

Otras pertenecen claramente a grupos culturales, como por ejemplo imágenes asociadas a las estaciones del año allí donde estas estructuran los ciclos anuales y que no son aplicables a otras latitudes, como las que siguen: en «la primavera de la vida», en «la flor de la vida», o ligadas a imaginarios religiosos: «los siete jinetes del Apocalipsis», «el buen samaritano», si bien puede darse que por el fenómeno de la globalización cultural lleguen a ser de uso común en todo el mundo.

De entre los grupos culturales hay que hacer una distinción generacional; seguramente expresiones metafóricas como: «tendrás que ponerte las pilas» o «haz un reset en tu vida» no significarían nada para nuestros bisabuelos, independientemente del grupo cultural al que estuvieran adscritos, dado que los referentes a los que aluden eran inexistentes hace 100 años. Al igual que para la mayoría de los jóvenes actuales debe resultar incomprensible la expresión «el león de Judá», «las trompetas de Jericó» o «el Cirineo», por sus resonancias bíblicas o clásicas: «el canto de las sirenas», «el caballo de Troya», «el tendón de Aquiles», «la espada de Damocles» (aunque siempre les queda la posibilidad de buscar en Internet).

Finalmente, otras tienen un carácter más propio u original por cuanto son creadas (de aquí su carácter poético) de forma idiosincrática por algún individuo. El proceso de creación de una metáfora sigue tres pasos fundamentalmente:

  1. Se parte de una experiencia vivida (por ejemplo, maltrato, sentirse pisoteado, ignorado, etc.).
  2. Se busca o se halla una imagen de algún objeto o situación donde se produce la acción y el efecto de pisotear, y viene a la mente la imagen de una alfombra.
  3. Se establece el paralelismo, parangón o similitud entre la alfombra y la experiencia de sentirse pisoteado: «mi marido me trata como una alfombra, me pisa, me humilla y de vez en cuando me sacude».

Con estos tres pasos, una experiencia da origen a una metáfora que puede expresarse con toda vivacidad: «me he convertido en una alfombra». Una vez establecida la metáfora de la paciente es importante poder retomarla, a fin de mostrar no solo la comprensión, sino poderle dar la vuelta terapéuticamente hablando. La paciente ha detectado un elemento analógico entre ella y la alfombra, a partir del hecho de yacer en el suelo y ser pisoteada e ignorada y, en ocasiones, sacudida. Pero el terapeuta puede recoger otras dimensiones semánticas presentes en la imagen para darle la vuelta: una alfombra tiene esta condición porque está en el suelo, pero si se cuelga en una pared se convierte en una «tapiz» que es admirado y respetado por todos aquellos que se detienen a contemplar su belleza. El mensaje terapéutico queda claro: «conviértete en un tapiz; no te quedes tirada por el suelo», que viene a invertir la construcción victimista de la imagen de la alfombra que para la paciente en cuestión fue de gran utilidad.

4.1. El uso de las imágenes o metáforas en psicoterapia

Es importante estar atento a las imágenes o metáforas utilizadas por los pacientes en el marco de la sesión terapéutica, puesto que nos dan la clave de acceso a la dimensión analógica menos intrusiva y más fácilmente evocable de sus experiencias. La reutilización que llegue a hacer el terapeuta en su trabajo puede resultar igualmente muy beneficiosa, siempre que entre en consonancia con el mundo analógico del paciente.

Naturalmente, también puede ser el terapeuta quien introduzca la imagen o metáfora para dar contenido sensible a la experiencia del sujeto o proponga una lectura distinta de ella. Muchas personas hablan de una experiencia de vacío, que puede ser descrita a través de la imagen de «un agujero negro», que evoca la más absoluta oscuridad en su interior. Pero, en realidad, un agujero negro no está constituido por un vacío, sino por una masa ingente de energía que no puede escapar porque la fuerza de atracción de su núcleo ejerce una resistencia superior a la velocidad de la luz, razón por la cual esta queda retenida y no puede verse, dando la impresión de oscuridad absoluta. Si conseguimos liberarla, la luz brotará a raudales. Muchas veces esa fuerza contenida son las emociones no expresadas, dolor, rabia, tristeza que impiden utilizar la energía propia, a las que no se les permite salir, por lo que la persona que las retiene languidece hasta apagarse en lugar de iluminarse con sus propios destellos.

En terapia se trata, pues, de sacarle todo el jugo a las metáforas del paciente, lo mismo que a los sueños. Naturalmente, no hay que abusar de los posibles significados, ni se trata de hacer una utilización erudita y menos aún arbitraria de ellas, pero conviene valorar su potencial y su facilidad para evocar los significados y ser recordadas frecuentemente como un anclaje terapéutico.

4.2. El trabajo terapéutico con las metáforas del propio paciente

Se trata de un paciente, de 32 años de edad, pintor, yesero e instalador de oficio, al que hicimos referencia en el primer volumen de esta obra (Villegas, 2011, pp. 355-358). Acude a terapia para solucionar un problema de insomnio de larga evolución, aproximadamente de unos 12 años, acompañado también de un prurito en las piernas que le causa escozor (puede verse el caso completo en Ribas, 2009). Inmediatamente aparecen ligados estos síntomas a un sentimiento de culpabilidad por un accidente de coche con resultado de muerte de una anciana del que fue causante involuntario a pesar de circular con el semáforo en verde y haber sido declarado no culpable en el juicio.

Iván pudo ver y describir enseguida su sentimiento de culpa como una grieta. El significado que dio a las grietas fue el de las vivencias que dejan una marca. Citó como requisito previo a repararlas, saber por qué hay una grieta; de lo contrario sería como tomar una pastilla para el insomnio. A continuación señaló que procedería a abrirla para limpiarla, abriría su piel, hiriéndola como está haciendo ahora, rascaría la raya negra para hacerla más grande y aparecería un vacío. Hasta ahora, dice: «he estado rascándola, abriéndola, sin llenar este vacío. Si se tapan sin hacer todo lo que es necesario se vuelven a abrir». El segundo paso sería limpiarlo para posteriormente llenarlo de nuevo material y asumir su responsabilidad procediendo a retirarse el carné de conducir durante tres meses, que es lo que, según él, tendría que haber hecho el juez.

A lo largo de su vida se ha sentido muy protegido por su familia. Su padre dio la cara por él cuando ocurrió el accidente y, en general, de los hechos negativos que les ocurren en casa no se habla más, «se tapan» externamente, sin llegar al interior. Él no quiere que esto ocurra; quiere hacerse cargo por sí mismo porque sino le quedan cosas pendientes por resolver, le queda «el vacío» de no hacerse responsable.

Iván situó su grieta en la parte delantera de su cuerpo, que subía desde las piernas hasta el pecho. Mientras daba significado a su culpa y la gestionaba con el autocastigo de la retirada del carné pudo identificar una emoción: la rabia. Esta llenaba una mochila sobre su espalda que, según decía, actuaba de contrapeso y no dejaba que se cerrase la grieta. El significado que tenía la mochila era el del peso del accidente.

Tengo que sacarme este peso de encima para poderme liberarme de la culpa.

La mochila adquirió un doble significado: el peso del accidente y el peso de la rabia. Explorando esta emoción dice:

… estoy indignado por haber fallado, por no estar a la altura de mis exigencias.

… siento que estoy gestionando la culpa por el camino adecuado, pero ¿cómo se gestiona la rabia?

Siguiendo con la elaboración de la rabia se da cuenta de que es demasiado exigente.

Frente a los errores pongo el listón demasiado alto.

Siente rabia por no haber parado y por no conducir a menos velocidad lo que le habría ayudado a frenar a tiempo, de lo que se culpabiliza. También siente rabia porque la mujer no esperó delante del semáforo en rojo. Dice que haber fallado a su ideal es como un bofetón y aparece la rabia por las expectativas frustradas.

Cuando vuelvo a recordar lo ocurrido me da rabia y no quiero estar tan enojado.

Iván no quiere estar enfadado, pero lo está, y como controla sus emociones, su rabia está contenida. Una vez reconocida la rabia por el accidente, lo que hace que pese su mochila, la asocia con la autoexigencia y con los errores. Para poder liberarse de la culpa, para cerrar bien la grieta, ha de vaciar la mochila, eliminar el peso de la rabia, también por no haberse perdonado todavía, pues para hacerlo no puede ser tan rígido. Concluye esta evolución diciendo que

la rabia se debe a no haberme perdonado, por haber fallado.


5. La entrevista evolutiva

La entrevista terapéutica se basa en la estructura del diálogo o conversación ordinaria, aunque se caracteriza por ciertas condiciones de asimetría que le son sustanciales. En nuestro modelo entendemos, además, que la entrevista terapéutica ha de proponerse como objetivo específico contribuir al desarrollo del diálogo y del discurso del paciente. A este tipo de entrevista la hemos denominado «entrevista evolutiva».

Entendemos por entrevista evolutiva aquel tipo de diálogo que es capaz de hacer evolucionar, hacia niveles de mayor complejidad, el discurso terapéutico. Por discurso terapéutico entendemos, a su vez, tanto el nivel microproposicional, enunciativo-pragmático, del diálogo o conversación terapéutica, como el macroproposicional o ideológico de la matriz discursiva que lo genera como texto (cfr. passim, Villegas, 1992a).

La hipótesis de la que partimos es que las intervenciones del terapeuta pueden favorecer –o en caso contrario inhibir– el desarrollo evolutivo de la propia entrevista, entendida como texto, así como la construcción del mundo simbólico o significativo del propio sujeto, expresado a través de él. Para ello deben tenerse en cuenta las dos dimensiones básicas de todo discurso: la dimensión expresiva y la constructiva.

La dimensión expresiva hace referencia a los aspectos textuales o lingüísticos del discurso, tales como la redundancia, la coherencia, la información nueva y dada, los turnos de habla en la conversación, la adecuación pragmática, etc., y a su proceso de producción. El análisis de la dimensión expresiva puede considerarse como una aproximación a la estructura superficial del discurso y siempre se lleva a cabo a nivel microproposicional (pequeñas unidades homogéneas de texto, como por ejemplo el conjunto de frases dichas en una unidad de intervención o turno de palabra). La utilidad de este tipo de análisis se pone de manifiesto en las alternativas que ofrece para llevar adelante la continuidad del diálogo o conversación terapéutica, incluso con pacientes que se repiten constantemente, que aportan información vaga o insuficiente, que interrumpen el discurso del otro o que cambian de tema inesperadamente. En tales casos, como se verá, la entrevista evolutiva ayuda a reconducir la conversación de una forma más coherente y rica. Por otra parte, el terapeuta puede hacer intervenciones dialógicas desacertadas o no saber cómo continuar el diálogo con un paciente que hace propuestas pragmáticamente inadecuadas. La entrevista evolutiva proporciona recursos para seguir la conversación en todos estos casos, sin más interrupciones que las empáticamente deseables.

La dimensión constructiva hace referencia al nivel macroestructural del discurso, a la construcción de su matriz ideológica, al mundo de representaciones e intenciones que lo configuran y al entramado lógico-simbólico que lo sustenta. El análisis de la dimensión constructiva puede considerarse como una aproximación a la estructura profunda del discurso o macroestructura, que encierra la síntesis noológica con su organización epistemológica correspondiente, y solo se puede llevar a cabo a nivel macroproposicional (grandes unidades textuales, como por ejemplo toda una entrevista o, aún mejor, intertextuales: síntesis discursiva de varias entrevistas). Se consideran en él, a su vez, dos niveles de organización epistemológica, de acuerdo con las dos grandes áreas de desarrollo humano estudiadas por Piaget y su escuela, la cognitiva y la moral/social, de donde les provienen las denominaciones que mezclan ambos aspectos, tanto a la psicología socio/cognitiva, como a la terapia cognitivo-social. La utilidad de este tipo de análisis se pone de manifiesto en la oportunidad que ofrece para situar evolutivamente la naturaleza del problema y superarlo de acuerdo con la dialéctica evolutiva del desequilibrio y el cambio. Consideraremos a continuación la dimensión, expresiva, dejando la constructiva para un capítulo más avanzado.

5.1. La dimensión expresiva de la entrevista evolutiva

La dinámica de una entrevista se desarrolla mediante los intercambios dialógicos que se producen entre los participantes en un coloquio. Las reglas que regulan el discurso coloquial o conversación son en parte distintas a las que regulan la producción del monólogo, pero comparten con él ciertas condiciones de redundancia y coherencia, características del discurso humano lógico o inteligible. Sin embargo, no obedecen a los mismos criterios de planificación que la producción de textos escritos, por ejemplo, y se caracterizan, además, por ser el resultado, en parte imprevisible, de una cooperación específica que se produce a través de la alternancia sucesiva de roles de emisor y destinatario, propia de la interacción comunicativa (cfr. passim, Villegas, 1992a; 1993).

En una entrevista terapéutica, naturalmente, se reproducen muchos de los fenómenos habituales en cualquier diálogo o conversación formal o informal. Algunas tienen los mismos elementos en común con cualquiera de ellos, como:

En la supuesta conversación telefónica que sigue pueden observarse estos movimientos entre los interlocutores P(rimero) y S(egundo):

1) P.: ¿Qué tal?, ¿cómo estás? (inicio)

2) S.: Bien, ¿y tú? (Par adyacente)

3) P.: Bien también. (Par adyacente). Mira, te llamaba para saber cómo está el tema de la imprenta (Cambio de tema con mantenimiento de turno)

4) S.: Pues mira, ya casi terminado; solo falta encuadernar. (Par adyacente). Por cierto, aprovecho la ocasión para pedirte los datos de la factura. (Cambio de tema y de turno)

5) P.: Ah, de acuerdo te los mandaré por correo electrónico. (Par adyacente) ¿Vale? (Intento de cierre)

6) S.: Bueno es que los necesito ya para mandarte la factura junto con el trabajo hecho (Nuevo inicio)

7) P.: De acuerdo; te los mando hoy mismo. (Par adyacente) Bueno, ahora te dejo, que me esperan (Cierre definitivo)

En el coloquio terapéutico, a diferencia de otros tipos de conversación como la charla, estos roles están originariamente marcados, en el sentido de que no son libres. En principio el cliente se dirige al terapeuta, que es el destinatario del discurso, como emisor por derecho propio. Él es quien tiene la palabra. Y él es quien establece el nivel y el contenido del discurso. El terapeuta debe acomodarse a estas condiciones y negociar, a partir de ahí, el significado de las interacciones comunicativas y la interpretación de los mensajes. Habitualmente estas acomodaciones dialógicas se hacen de forma intuitiva o espontánea, como si se tratara de una conversación trivial, no condicionada por finalidades profesionales específicas.

El arte de la entrevista terapéutica no se enseña, porque se supone que ya se sabe; en todo caso se insiste, según las escuelas, en las actitudes necesarias del terapeuta para llevar adelante la entrevista, como las de empatía (Rogers), credibilidad ingenua (Kelly) o de sospecha sistemática o atención flotante (Freud); pero no se utiliza el análisis de la conversación como instrumento para desarrollar el coloquio, porque se piensa que este es un conocimiento no sistemático. Nuestra propuesta es que la introducción de la perspectiva evolutiva en el análisis de la conversación es una forma de sistematizar el aprendizaje y la conducción de la entrevista, según una metodología precisa.

Pero antes de entrar en el detalle de la metodología del análisis evolutivo de la conversación, vamos a considerar tres fragmentos tomados de una misma entrevista terapéutica, con el ánimo de ilustrar lo que sucede habitualmente en los intercambios conversacionales en el marco de una sesión de psicoterapia. (En las transcripciones sucesivas, la letra C designa al cliente y la T al terapeuta. Los números iniciales entre paréntesis que preceden cada turno de habla indican las secuencias de intervención de cliente y terapeuta sucesivamente).

1) C.: Hoy me gustaría hablar de lo que me sucedió el domingo pasado cuando fui a comer a casa de mis padres y me he dado cuenta de que las cosas siguen como siempre. La relación con mis padres… estas cosas… He ido porque me han invitado, he ido, pero un poco a la fuerza. Tal vez voy un poco a la fuerza porque no me gusta ir a comer a casa de mis padres. (Inicio)

2) T.: No te gusta. (Par adyacente)

3) C.: No. (Par adyacente y cierre)

4) T.: Pero, ¿qué es lo que no te gusta? ¿No te gusta cómo cocinan? (Par adyacente y cambio de turno)

5) C.: No, no es eso; mi madre cocina muy bien… me tienta por la gula. Tal vez no me gusta… ser controlado: es como si me controlara cuando me da de comer. Me da la impresión como si tuviera que acabar en su boca. Esto me produce fastidio. (Par adyacente y cambio de turno)

Hasta aquí la transcripción literal del texto. Cualquier lector puede haber observado de inmediato una falta de comprensión en el intercambio dialógico entre terapeuta y cliente. Este le habla al terapeuta de las relaciones con sus padres y el terapeuta le pregunta cómo cocinan en su casa. El cliente deshace el malentendido, aclarando que no se trata de cómo cocinan, sino del control que ejercen sobre él a través de la comida. La coherencia discursiva se salva gracias a la colaboración del cliente, pero el malentendido ya se ha producido. Veamos ahora la continuación de la entrevista.

6) T.: Por lo tanto, a través de la comida tu madre ejerce sobre ti una forma de control.

7) C.: Sí, así lo siento.

8) T.: Y esto siempre ha sido así, incluso en el pasado.

9) C.: Sí, incluso demasiado; pero una cosa…, tal vez era menos evidente. Ahora me doy más cuenta, porque tengo que salir de casa e ir allí. Esto es lo que siento. En efecto, el problema gordo es este; no tanto la comida, sino el tener que ir allí a aquella hora. Sí es el tener que ir allí a aquella hora a comer; es como si hubiera un antes y un después; antes no hay nada, después voy allí y como porque hay alguien que me da de comer. Esto me produce fastidio y rabia.

En este segundo fragmento se corrige la sensación de malentendido, dejada por las primeras intervenciones del terapeuta. Esto se debe a que el fragmento empieza con una respuesta reflejo en la que el terapeuta recoge la síntesis discursiva del cliente sobre el control familiar, particularmente de la madre, a través de la comida. Sin embargo, el tema evoluciona y se introduce una información nueva al final del fragmento: no es tanto la comida sino un aspecto temporal. El cliente continúa colaborando, concordando primero con el terapeuta y aportando seguidamente nueva información. La referencia al tiempo introduce, precisamente, un antes y un después. Un antes donde no hay nada, un después donde hay un ir a comer y la producción de un sentimiento.

Cualquiera de nuestros lectores podría haber imaginado intervenciones distintas de las del terapeuta, que en la práctica podrían haber sido más o menos acertadas. No queremos dar a entender aquí que el terapeuta deba poseer una ciencia infusa que le permita adivinar el curso que va a seguir la entrevista –esta, por fortuna, sigue el que le imprime la matriz discursiva del cliente, con lo que termina por llegar, generalmente, a donde quería llegar–, sino llamar la atención sobre los flujos de comprensión e incomprensión a través de los cuales se va negociando el significado, siempre que haya una actitud de colaboración. Si el cliente está dispuesto a colaborar, incluso los malentendidos pueden ser utilizados para ofrecer nuevas precisiones o informaciones al terapeuta, de modo que pueden resultar dialógicamente adecuados. Lo que queremos indicar es que a falta de algún criterio rector, la entrevista puede discurrir de una forma totalmente aleatoria, fuera del control y de la comprensión del terapeuta y que, en este caso, las intervenciones del terapeuta pueden ser más bien distractoras o perturbadoras de la evolución del discurso que facilitadoras de su producción. Veamos, para finalizar estas consideraciones preliminares, un último fragmento de la misma entrevista terapéutica, el tercero:

10) T.: Has dicho que primero no hay nada y que después vas allí a comer. ¿No hay nada, dónde? ¿Qué significa que no hay nada?

11) C.: Pues significa que puede ser una expectativa mía, esperar alguna cosa. Por tanto este esperar alguna cosa me llena de alguna manera: el hecho de que desde que se me dijo «vente a comer», cuando he ido allí y he comido, de alguna manera he tenido un pensamiento: el de ir allí; la expectativa ha nacido allí.

12) T.: Pero ¿qué es lo que te esperabas?

13) C.: ¿Cuando he ido allí?

14) T.: No; antes. Está la nada. Primero está la nada y después ir allí a comer. A ver si podemos entender qué es esta «nada».

15) C.: Pues la nada… puede ser la pérdida de tiempo, puede ser no saber qué hacer, puede ser también lo contrario, hacer muchas cosas en lugar de ir allí a comer: ir a dar un paseo, o ir a comprar el periódico; pero todo esto se convierte en nada; la expectativa se vuelve el todo.

16) T.: Me da la impresión de que hemos pasado de una fase en la que estabas expresando emociones a otra en la que estás desplazando el problema. Esta «nada» es algo distinto a la definición que me has dado, algo profundo.

17) C.: Puede que sí, pero no lo sé; no sé qué puede ser.

18) T.: Haz una asociación con «la nada».

19) C.: «La nada» es una sensación de vacío, nada… no ver…

20) T.: Está bien; y ¿qué asocias al «no ver»?

21) C.: No ver es no sentir; intentar no experimentar.

22) T.: ¿Y qué asocias con el «no sentir»?

23) C.: La muerte… el vacío.

24) T.: Y ¿al vacío?

25) C.: Lo asocio con algo que no existe: yo no existo. Existo cuando voy a comer.

26) T.: ¿Por qué?

27) C.: No lo sé.

En este fragmento se puede constatar nuevamente cómo se produce el corte discursivo. El cliente está hablando de las expectativas relacionadas con ir a comer a casa de sus padres. El terapeuta se centra artificialmente sobre el tema de la profundidad de la nada y en un discurso teórico sobre las emociones. El cliente reacciona boicoteando la colaboración, negando la aportación de nueva información y dejando pragmáticamente que sea el terapeuta quien tome la iniciativa de seguir el diálogo, al repetir dos veces consecutivas [«no lo sé; no sé qué puede ser»]. En efecto, el terapeuta recoge este mensaje pragmático y se enreda en un juego técnico de asociaciones. El cliente sigue el juego, pero sin aportar ninguna información nueva hasta el final, donde introduce una información importante: [«existo cuando voy a comer»], que conecta con el tema de las expectativas. El terapeuta no acierta a comprender la importancia de esta definición –que no asociación– y se limita a interrumpir con un anodino [«por qué?»], que es contestado nuevamente con un corte comunicativo por el cliente con un lacónico [«no sé»].

Hasta aquí los ejemplos con los que hemos querido introducir la metodología de la entrevista evolutiva, tomados todos de un mismo caso real. El caso, como hemos dicho, es ilustrativo de lo que sucede con frecuencia en la mayoría de entrevistas. Hay momentos de buena comprensión, que son ricos y productivos, y momentos en los que se producen cortes comunicativos por falta de colaboración o cooperación, generalmente del terapeuta. Muchas veces estos cortes son interpretados erróneamente, según la teoría, como resistencias, cuando en realidad se trata de distracciones teóricas o técnicas del terapeuta. Si este se mantuviese mucho más atento al flujo discursivo del cliente, dispondría de continuos recursos para seguir sin interrupción el intercambio comunicativo lo que facilitaría la elicitación de información mucho más significativa. No existe una fórmula para alcanzar estos objetivos automáticamente, pero sí algunos criterios generales y otros más específicos –que expondremos en el apartado siguiente– que pueden ayudar a conseguirlo.

Entre los criterios generales deberíamos indicar, en primer lugar, la necesidad de sintonía con el discurso del cliente. No puede producirse comunicación si se sintonizan ondas distintas. Para sintonizar en la misma onda se hace necesaria, como han puesto de relieve muchos autores, entre ellos Rogers (1975), una actitud de escucha activa y empática, que implica hacerse eco del mensaje y del sentimiento que lo acompaña. La llamada respuesta reflejo es un claro exponente de esta actitud, siempre que sea auténtica. En el ejemplo utilizado hasta ahora el momento de mayor acuerdo comunicativo se da entre el final del primer fragmento y el inicio del segundo, entre las intervenciones 5, 6 y 7, donde el terapeuta recoge sintéticamente el sentido de lo que ha querido decir el cliente: [«Por tanto, a través de la comida tu madre ejerce sobre ti una forma de control»].

Otro criterio general, al que ya hemos aludido en diversos pasajes de nuestros comentarios, es el de cooperación. La comunicación se produce en un contexto de interacción social, en el que se pone en juego la colaboración según distintos roles, alternativamente asignados, de emisor y destinatario (Villegas, 1992a) y que exigen el cumplimiento de las máximas de cooperación conversacional expuestas por Grice (1975), como por ejemplo las que hacen referencia a la información nueva y dada, la apropiada o la inapropiada, las de sinceridad, brevedad, pertinencia, claridad, organización, etc. La comprensión e interpretación del discurso en el contexto comunicativo son tareas que requieren consentimiento mutuo y que no pueden llevarse a cabo sin esfuerzo de descentramiento cognitivo.

Ahora bien, la intención comunicativa del otro no es inmediatamente transparente para el destinatario, y en psicoterapia, podríamos añadir, ni siquiera lo es, en muchos casos, para el emisor mismo. La naturaleza, en efecto, del discurso terapéutico que tiene por objeto el mundo interno de afectos y pensamientos, lo hace particularmente opaco, incluso al propio sujeto –el cliente–, y especialmente confuso para el destinatario –el terapeuta–, el cual no solo debe intentar entender lo que le quiere decir con sus palabras y reacciones el cliente, sino ayudarle a elaborar el discurso mismo. Justamente para cumplir estas finalidades de comprensión y elaboración del discurso terapéutico es para lo que creemos adecuado establecer y determinar los criterios específicos indicadores del nivel evolutivo en que se expresa el discurso. Estos niveles expresivos se constituyen en correspondencia con los diversos estadios evolutivos del conocimiento descritos por Piaget y su escuela y tienen la ventaja de poder interpretarse en referencia a ellos.

En efecto, cuando hablamos utilizamos diversos niveles de expresión, correspondientes a planteamientos evolutivos de distintos estadios. Así, cuando expresamos duda, desesperación, tristeza, etc. solemos hacerlo a un nivel egocentrado, correspondiente al estadio pre-operacional [«estoy desesperado, no sé que hacer»; «me siento fatal»; «no puedo más»; «no puedo concentrarme»], expresiones todas que no dan ninguna información específica y que suelen estar dirigidas, desde una regulación prenómica, mágicamente a los otros para que hagan algo por nosotros. Estas expresiones generan habitualmente en los destinatarios de las mismas una preocupación doble: primero, por entender «qué es lo que le pasa» al sujeto que las emite, y segundo, por sentirse implicados de alguna manera en la resolución de problemas oscuramente aludidos. Este tipo de expresiones es precisamente muy habitual en psicoterapia: el cliente las dice para que el psicoterapeuta le ayude a explorar la naturaleza de sus problemas y de este modo se inicie el diálogo evolutivo, característico de la entrevista terapéutica.

A semejanza de los estadios de desarrollo cognitivo descritos por Piaget, también aquí vamos a distinguir 5 estadios en el desarrollo de los niveles expresivos, de acuerdo con cinco modalidades enunciativo-pragmáticas del discurso, tal como aparecen en la tabla 3.

Tabla 3

ESTADIOS EVOLUTIVOS

DENOMINACIÓN

NIVEL EXPRESIVO

Estadio 1

Sensorio-motor

Protolingüístico

Estadio 2

Pre-operacional

Egocentrado

Estadio 3

Operatorio

Concreto

Estadio 4

Formal

Abstracto

Estadio 5

Postformal

Metacognitivo

5.1.2. Análisis del nivel de desarrollo evolutivo de la dimensión expresiva del discurso terapéutico

Analizamos a continuación cada uno de los diversos niveles expresivos de acuerdo con la clasificación que acabamos de plantear.

5.1.2.1. Nivel protolingüístico

El primer nivel, protolingüístico, se corresponde con las modalidades expresivas propias del niño de 0 a 2 años, y se sitúa en el estadio evolutivo sensorio-motor, que se corresponde con una posición absolutamente indiferenciada, en el sentido de que el niño o el adulto que se sitúa en él, solo son capaces de sentir lo que experimentan sin ninguna mediación simbólica o representativa que la haga comprensible o comunicable a los demás. Esto es así porque originariamente el niño no puede despegarse de sí mismo, de su experiencia inmediata, y no sabe ni siquiera que su experiencia, agradable o desagradable, puede ser, si no compartida, al menos entendida o acogida empáticamente por los demás, particularmente por la madre. Gradualmente, y en la medida en que estas expresiones –más bien reacciones– de placer o displacer van siendo reflejadas y acogidas por la madre, el niño las va utilizando como instrumentos comunicativos protolingüísticos, esperando que los demás sepan interpretarlos y actuar en consecuencia. Las modalidades expresivas propias de este estadio son anteriores a la aparición del lenguaje y fundamentalmente consisten, por tanto, en:

que, en su conjunto, constituyen el fenómeno mal llamado de la «comunicación no-verbal, a las que pueden añadirse:

Con frecuencia los pacientes vienen a terapia en esta posición, promoviendo pragmáticamente las respuestas maternales del terapeuta, o incluso provocándolas y rechazándolas al mismo tiempo. Le toca al terapeuta acoger este tipo de expresiones sensorio-motoras y, a la vez, promover su elaboración hacia estadios más desarrollados.

5.1.2.2. Nivel egocentrado

El segundo nivel expresivo se llama egocentrado. Corresponde a las capacidades expresivas de niños de 2 a 6 años. Durante este período el lenguaje se ha desarrollado completamente como medio de expresión y comunicación. El niño ya es capaz de expresar claramente lo que le sucede, aunque tiene una visión mágica y absolutista de la realidad: por ejemplo, le cuesta distinguir entre las representaciones oníricas y las reales, entre las fabulaciones y los relatos históricos; de ahí los miedos irracionales a lobos, fantasmas y brujas, o la creencia fantástica en hadas, ángeles y reyes magos. Su iniciativa se desarrolla y estimula, pero básicamente continúa dependiendo de sus padres en la satisfacción de sus necesidades; espera que sean ellos quienes le resuelvan los problemas y se dirige pragmáticamente a ellos para obtener su apoyo.

Las modalidades expresivas de este segundo nivel suelen hacer referencia clara y directa a los estados emocionales, pero sin aportar ninguna información explicativa, ni ninguna indicación operativa. Los pacientes que se sirven de esta modalidad expresiva suelen utilizar la enunciación clara y explícita de sus estados emocionales [«me siento deprimida, estoy triste, todo me va mal, estoy desanimada, estoy desorientado, me siento fatal, siento una rabia infinita, ¡qué vergüenza!, ya estoy harta, siento que no vale la pena vivir, etc.] para promover pragmáticamente la intervención mágica del terapeuta [«no sé que hacer, usted qué haría, necesito que me ayude, ¿usted cree que podré salir de este pozo?, haga algo por mí, ¿ cree que puede ayudarme?» etc.]. Pueden utilizar igualmente gestos o mimos codificados tales como emblemas (por ejemplo, el signo de la victoria con los dedos).

Pero antes de seguir adelante vamos a considerar un fragmento de entrevista donde se mezclan los niveles expresivos (1) y (2) y que utilizaremos como ilustración de lo que hemos dicho hasta ahora. Esta es una primera entrevista. La paciente es una mujer, de 30 años, casada desde hace cuatro, madre de dos hijos de tres años y cinco meses, respectivamente, a la que nos referimos ya en el primer volumen de esta obra (Villegas, 2011, pp. 265-269). Retomamos aquí el análisis de esta entrevista, desde la perspectiva conversacional.

1) T.: ¿Quiere sentarse, por favor? (en voz baja)

2) C.: (se sienta)

3) T.: (cerrando la puerta). Qué es lo que la trae por aquí (se sienta)

4) C.: (suspira) No lo sé; (1) todo me va mal. Estoy ansiosa, tensa, deprimida (2). (suspira) (1). Cualquier cosa me pone nerviosa. (2)

5) T.: Hmm… (1)

6) C.: En estos momentos no tengo ganas de hablar. (1)

7) T.: ¿No? (breve pausa). ¿Desearía hacerlo en otro momento? (1)

8) C.: Este es el mal. Estoy demasiado tensa. Si consigo empezar todo irá mejor. (2)

9) T.: ¿De veras? Esperemos que lo consiga. (2)

10) C.: ¿Puedo fumar? (1)

11) T.: Desde luego. (1). (Le acerca el cenicero a la paciente)

El diálogo entre paciente y terapeuta se desarrolla básicamente entre el nivel protolingüístico (1) y el egocentrado (2), fruto, ambos de la agitación emocional de la paciente. El terapeuta corresponde bastante bien a ellos, intentando empatizar en el mismo nivel de expresión de la paciente.

5.1.2.3. Nivel concreto

El tercer nivel expresivo se denomina concreto. Corresponde a un estadio de desarrollo heterocentrado en el sentido de que el niño de entre 7 y 12 años es capaz de considerar los objetos en sí mismos, más allá de su experiencia subjetiva inmediata. La expresión concreta es portadora de información específica acerca de la naturaleza de un fenómeno, sus orígenes, causas o circunstancias en que se produce. De este modo pueden describir en detalle lo que les sucede a ellos o a otras personas, hacer referencia a los antecedentes de un fenómeno, seriar elementos de un conjunto y encontrar una organización jerárquica entre ellos. El pensamiento se vuelve también más diferencial y relativista.

Con esta modalidad expresiva los pacientes aportan, fundamentalmente, información sobre:

Este tipo de expresiones, aunque clarificadoras, precisan muchas veces de nuevas aclaraciones, de ahí que las diversas informaciones específicas requieran con frecuencia otras informaciones complementarias. En la entrevista evolutiva es frecuente que tales informaciones concretas desencadenen una secuencia de precisiones de distinto tipo. Retomamos a continuación el segundo fragmento de la entrevista que habíamos empezado a transcribir en el apartado anterior donde se observa una concatenación de tales informaciones concretas que clasificamos como de nivel (3).

10) C.: ¿Puedo fumar? (1)

11) T.: Desde luego (1). (Le acerca el cenicero a la paciente). ¿Qué hace en su vida cotidiana? (3)

12) C.: (Suspira, coge un cigarrillo y lo enciende). (1) Soy enfermera, pero mi marido no me deja trabajar. (3)

13) T.: ¿Cuántos años tiene? (3)

14) C.: Cumplo 31 en diciembre. (3) (echa el humo con fuerza) (1).

15) T.: ¿Qué significa que su marido no la deja trabajar? (3) (carraspea) (1).

16) C.: Beh... (carraspea) (1). Por ejemplo, este mes debería hacer dos semanas de turno (suspira)… el mes próximo, septiembre, (3) y él me atosiga tanto que estoy siempre en ascuas (2) (suspira) (1). Dice que mi puesto está en casa con los niños. De acuerdo, pero yo necesito unas vacaciones. Siento necesidad de alejarme de ellos. De estar con otra gente. No puedo estar siempre encerrada en casa (*).

17) T.: ¿Cuántos niños tiene? (3)

18) C.: Dos. (3)

19) T.: ¿Cuántos años tienen? (3) (carraspea) (1)

20) C.: Tres años la mayor y cinco meses el pequeño.(3)

21) T.: Hmm… (1)

22) C.: (suspira) (1). Pero no es solo esto. Son mil cosas más. (2)

23) T.: Explíqueme alguna. (3)

24) C.: (suspira) (1). Para empezar haya un montón de cosas que no sabía de mi marido antes de casarme (3) y que debería haber sabido, al menos pienso que debería haberlas sabido (*).

25) T.: ¿Cuánto tiempo hace que está casada, cuatro o cinco años? (3)

26) C.: Cuatro. (3)

27) T.: Hmm… (1)

28) C.: En noviembre… (3). Y además (suspira) (1) creo que es un alcohólico crónico (*). Bebe cada día (3) y parece que no puede evitarlo (*). El dice que sí, que lo consigue, pero no es cierto (3). Pero desde luego es… (medio suspiro) (1); tengo la impresión de que terminará por destruirme a mí o a los niños, o a todos juntos (*). Es una cosa… (1)

29) T.: ¿De qué trabaja él? (3)

30) C.: De camionero. (3)

31) T.: ¿Hace transportes de largas distancias? (3)

32) C.: No. Antes sí, ahora ya no. Solamente en territorio nacional (3). Y hace (suspira) (1) cinco o seis meses ha empezado con los remolques (3). Ya sé que es un trabajo duro (*), pero él llega a casa y se desahoga con nosotros. Empieza a gruñir solo con entrar en casa. (3)

33) T.: ¿Pasa mucho tiempo fuera de casa? (3)

34) C.: (suspira) (1). Come y duerme en casa, eso es todo (3). Naturalmente para mí es algo insultante (*).

35) T.: Hmm… (breve pausa) (1)

En este fragmento de entrevista se hace muy evidente la predominancia del nivel concreto (3), sobre todo por parte del terapeuta, el cual da la sensación de buscar información, la mayor parte de las veces poco relevante, con el único objetivo de rellenar una ficha, desatendiendo la expresión emocional de la paciente y alterando con frecuencia los turnos de habla, como por ejemplo en los turnos 12) Soy enfermera, pero mi marido no me deja trabajar (3) y 13) ¿Cuántos años tiene? (3), donde además puede verse una ausencia total de adyacencia. La pregunta solo podría tener sentido si la paciente fuera menor de edad y se tratara del padre y no del marido, con lo que hay que suponer que la pregunta del terapeuta tiene otro objetivo (información demográfica), desatendiendo totalmente el discurso de la paciente.

5.1.2.4. Nivel abstracto

El cuarto nivel expresivo se denomina abstracto. Corresponde al estadio evolutivo del pensamiento formal en que se pasa de la niñez a la adolescencia y se alcanza el razonamiento hipotético-deductivo, que es una forma ya plenamente descentrada. El sujeto es capaz de pensar sobre fenómenos en su conjunto, prescindiendo de los hechos concretos; de emitir juicios generales; de establecer distinciones conceptuales; de elaborar ideas nuevas y abstractas; de utilizar el pensamiento analógico o metafórico; de fundamentar criterios morales; de percibir la relatividad de los puntos de vista propios y de asumir la perspectiva de los demás.

En el fragmento que acabamos de utilizar para el análisis del nivel 3 aparecían ya algunas expresiones de nivel 4 que hemos indicado con el asterisco entre paréntesis (*), puesto que todavía no habíamos hablado de ellas, como por ejemplo: «Creo que es un alcohólico crónico», [lo que implica un juicio (nivel 4)], contrapuesto a «Bebe cada día» [descripción de un hecho concreto (3)]. Otros ejemplos son: [«ya sé que es un trabajo duro»] (juicio descentrado sobre el trabajo de camionero del marido); [«tengo la impresión de que terminará por destruirme a mí o a los niños, o a todos juntos.»] (emisión de un juicio general sobre una situación habitual); [«Naturalmente para mí es algo insultante»] (calificación del trato que recibe del marido); [«y que debería haber sabido, al menos pienso que debería haber sabido»] (referencia a un supuesto deber o competencia); [«Dice que mi puesto está en casa con los niños. De acuerdo, pero yo necesito unas vacaciones. Siento necesidad de alejarme de ellos. De estar con otra gente. No puedo estar siempre encerrada en casa»] (enunciación descentrada de un rol social como madre y aceptación de las normas generales, contrapuestas, sin embargo, a sus propias necesidades).

Generalmente los pacientes utilizan este tipo de expresiones para conseguir mayor perspectiva sobre sus experiencias inmediatas, clasificarlas, poder establecer distinciones y generalizaciones y de este modo manejar mejor la construcción de la experiencia y la toma de decisiones prácticas. Pero con frecuencia se produce en este estadio la contradicción, fruto del descentramiento que permite ver dos o más puntos de vista simultáneamente –como en el último párrafo comentado donde la paciente contrapone su rol como madre a su necesidad como persona (enclave donde reside el conflicto moral entre una posición egocentrada y otra alocentrada)–. Generalmente no se encuentra solución a esta contradicción y por este motivo acude el paciente a psicoterapia, a veces con la expectativa mágica de que sea el terapeuta quien le diga lo que tiene que hacer y otras con la voluntad de resolver dialécticamente los dilemas que plantea la existencia humana. Pero la superación de estos dilemas requiere el acceso a una forma de pensamiento más elaborado que corresponde al quinto estadio.

5.1.2.5. Nivel metacognitivo

El nivel quinto de expresión se corresponde con el estadio post-formal y lo hemos denominado metacognitivo. Corresponde a la capacidad de pensar sobre el sentido de los propios pensamientos e intenciones o el de los ajenos, de comprender la organización epistemológica de un sistema de pensamiento o la regulación de un sistema moral, de analizar las estructuras relacionales o interpersonales, de redefinir la naturaleza de un problema, de elaborar hipótesis alternativas antes no consideradas, de integrar o superar dialécticamente contradicciones lógicas presentes en el pensamiento formal.

Estas expresiones no son muy frecuentes en los primeros estadios de la terapia, pero constituyen un buen síntoma cuando aumentan en el transcurso de ella. Para el terapeuta son un recurso eficaz para ayudar al paciente a salir de sus dilemas. Ofrecen la posibilidad de arrojar una luz poderosa sobre experiencias que, a veces durante años, habían permanecido opacas a la comprensión. Algunas expresiones de pacientes reales nos pueden ayudar a describirlas mejor: [«nuestra relación es una relación simétrica, de poder a poder»] (frase que contiene un enunciado metacognitivo, el de la simetría, que permite entender cómo se puede reconducir una relación). [«siempre he buscado hombres débiles a quienes proteger: esto me da seguridad»] (reconocimiento de una estrategia autoprotectora, mantenedora de la dependencia, explicativa además del fracaso en las relaciones). Es frecuente también la utilización de metáforas que contienen el núcleo discursivo de todo un proceso de elaboración epistemológica: [«Como usted dice he sido el buen Cirineo que cargaba a cuestas la cruz de los otros»] (síntesis de la actuación de toda una vida supeditada a llevar la carga de los demás). Veamos ahora la continuación del caso, donde se producen algunas alternancias entre los niveles 4 y 5:

36) C.: De vez en cuando es una buena persona (4) (pausa; suspira) (1). Siempre pienso en el divorcio (4), pero sería otra muerte emocional (5). Y no quiero hacerlo ahora con los niños. Son demasiado pequeños. (3)

37) T.: ¿El divorcio es una muerte emocional? (5)

38) C.: Pienso que sí. (5)

39) T.: No entiendo bien lo que quiere decir. (2)

40) C.: (suspira) (1) Bien, creo que es peor que la muerte. (5) Si se muriera él (3) creo que me sentiría feliz. (2) Estoy segura de que sí. (2) (lloriquea) (1)

41) T.: Hmm… (1) No entiendo… (2)

42) C.: (interrumpiendo) Y no quiere dejarse ayudar. Este es el mal. No quiere admitir que tiene un problema. (5)

43) T.: Me gustaría saber algo más de todo eso, pero antes… no he entendido muy bien que el divorcio pueda ser una muerte emocional. (2)

44) C.: (cansada) No sé, no consigo explicarlo (suspira). (1)

El fragmento tiene un alto interés expresivo-pragmático por cuanto parece atravesar un momento de gran intensidad epistemológica, a pesar de tratarse de una primera entrevista, que queda frustrado por el fracaso del terapeuta en mantener y desarrollar ulteriormente el nivel metacognitivo, que inicia la paciente con la descripción del divorcio como «otra muerte emocional». El terapeuta solo es capaz de dar una respuesta reflejo a este enunciado pero en forma interrogativa, con lo que introduce el escepticismo y la desmoralización en la paciente, la cual abandona pronto el intento de continuar explicitando toda la carga implícita de esta expresión, para seguir al terapeuta en la caída en picado de niveles, hasta descender al nivel 1, con el que había iniciado la entrevista: [«(cansada) No sé, no consigo explicarlo»].

Pero antes ha introducido otro elemento de reflexión metacognitivo, que tampoco es recogido por el terapeuta, el cual continúa obcecado por su incomprensión de la negativa de la paciente a divorciarse y de la metáfora del divorcio como muerte emocional. Este elemento es la conclusión a la que ha llegado la paciente como esposa de un alcohólico: los alcohólicos tienen un problema, pero no quieren admitirlo ni dejar que les ayuden.

Esta es una forma de intentar integrar sus dos problemas: la paciente vive un dilema como madre y esposa, por una parte, y mujer adulta, por otra: se queja de que su vida no es satisfactoria al lado de un hombre que no le permite realizar su dimensión social y profesional, pero tampoco le quiere abandonar (no quiere divorciarse) porque es alcohólico. Se ha puesto el reto de curarle, por eso va al terapeuta y esa es su demanda, vicaria y mágica en el fondo: «ayúdeme a ayudar a mi marido». Divorciarse sería peor que la propia muerte, otra muerte emocional, la incapacidad reconocida de cambiar a alguien con el propio amor. La muerte de él sería también mejor que el divorcio, puesto que sería una liberación, pero en el fondo también un fracaso, solo justificado por la imposibilidad de conseguir algo más; por eso llora. El terapeuta no se da cuenta de la dimensión pragmática del discurso de la paciente, de su auténtica demanda, y al final sus pesquisas por averiguar qué significa eso del «divorcio como muerte emocional» terminan por cansar a la paciente, la cual abandona todos los intentos iniciales de exponer su problema.

Las consideraciones que acabamos de hacer sobre el comportamiento discursivo del terapeuta en este último fragmento nos llevan de la mano a plantear la cuestión de las estrategias discursivas que pueden seguirse en la conducción de la entrevista evolutiva para favorecer su desarrollo, lo que será objeto del siguiente apartado.

6. Estrategias discursivas en la entrevista evolutiva

A diferencia de lo que sucede en una conversación informal, el diálogo terapéutico tiene unos objetivos que centran el tema y lo determinan. Si el terapeuta no dispone de estrategias conversacionales evolutivas corre el riesgo de agotar rápidamente el tema o de derivar hacia la charla de café. La entrevista evolutiva persigue el objetivo de promover el diálogo a partir de los niveles de expresión microproposicional. No significa que esta intervención dialógica no tenga en cuenta los niveles macroproposicionales, sino solo que no se guía por ellos en la inmediatez de la conversación, aunque constituyen su horizonte y, en consecuencia, marcan su rumbo.

Para llevar a cabo esta tarea existen dos estrategias básicas.

Durante el transcurso de una entrevista clínica el terapeuta se ve continuamente solicitado a intervenir para favorecer el desarrollo de la misma y para corresponder a las demandas explícitas o implícitas del paciente. El terapeuta, sin embargo, ignora, sobre todo en las primeras entrevistas, cuál es la naturaleza del problema que se le plantea, cuáles son los términos de la demanda y hasta dónde está dispuesto a llegar el paciente en la exploración y afrontamiento de sus problemas. Todos estos objetivos deben ser, por tanto, materia de negociación entre paciente y terapeuta ya desde el inicio de la terapia y constituyen en términos generales la base en que se fundamenta la alianza de trabajo.

Para que una terapia, en efecto, siga un curso favorable debe basarse en una alianza de trabajo y esta solo puede conseguirse mediante acuerdo entre las dos partes sobre los objetivos a alcanzar y los métodos a utilizar. Este acuerdo requiere, por un lado, la acomodación del terapeuta a los planteamientos del paciente, pero, por el otro, le exige a este un descentramiento de sus propios esquemas a fin de progresar en la resolución de sus problemas. Para ello el terapeuta tiene que utilizar adecuadamente las dos estrategias discursivas fundamentales a que hemos aludido anteriormente, a saber, las de equilibración y desequilibración del sistema epistemológico del cliente.

6.1. Estrategias de equilibración

La estrategia de equilibración persigue fundamentalmente el mantenimiento del sistema epistemológico, puesto que este no puede ser destruido sin más, sino a través de su propio agotamiento y la creación de nuevas estructuras, sustitutorias de las anteriores. Una parte pues de las intervenciones del terapeuta van dirigidas a conseguir este mantenimiento. La finalidad es doble: por un lado entrar en sintonía con el mundo de representaciones subjetivas y experiencias emocionales del cliente a través de la comprensión empática y aceptación incondicional, y, por otro, conocer bien la estructura de su sistema epistemológico para poderlo llevar a su propia saturación y superación. Las técnicas discursivas para conseguir estos objetivos pueden ser varias, pero solo haremos mención de algunas de las más frecuentes:

a) asentimiento: consiste en un puro reflejo de las expresiones del cliente, sin añadir ningún elemento nuevo: pueden llevarse a cabo mediante gesticulaciones o expresiones miméticas (por ejemplo, el balanceo frontal de la cabeza), emisiones sonoras o expresiones de aceptación [hmm…, sí…, ya…, claro…, desde luego…, entiendo…, etc.], o la repetición ecoica de alguna palabra o frase del cliente (como en las intervenciones 1/2/3 del primer caso que hemos transcrito: [C.: «… no me gusta ir a comer a casa de mis padres; T.: No te gusta; C.: No.»].

b) tanteo: las expresiones del paciente no siempre son claras ni evidentes, pudiendo dar lugar a incomprensiones por parte del terapeuta; en este caso el terapeuta puede preguntar sencillamente qué significa aquella expresión, sobre todo si contiene alguna ambigüedad, o a qué hechos o personas se alude con ella, como por ejemplo en la intervención número 43 del caso N.º 2:

43) T.: Me gustaría saber algo más de todo eso, pero antes… no he entendido muy bien que el divorcio sea una muerte emocional.

o bien proponiendo una reformulación de la expresión del paciente para comprobar si la comprensión ha sido adecuada, como por ejemplo en las intervenciones 4/5 del caso N.º 1:

4) T.: Pero, ¿qué es lo que no te gusta? ¿No te gusta cómo cocinan?

5) C.: No, esto no, porque mi madre cocina muy bien.

c) expansión: a veces la información aportada por el cliente es escasa a juicio del terapeuta o entrevistador y este puede creer oportuno solicitar un desarrollo más prolijo de la misma haciendo preguntas explícitas, como por ejemplo en el caso N.º 2, entre las intervenciones 11 y 20 que reproducimos de forma más sintética que anteriormente:

11) T.: ¿Qué hace en su vida cotidiana?

12) C.: Soy enfermera, pero mi marido no me deja trabajar.

13) T.: ¿Cuántos años tiene?

14) C.: Cumplo 31 en diciembre.

15) T.: ¿Qué significa que su marido no la deja trabajar?

16) C.: Quiere que esté en casa con los niños…

17) T.: ¿Cuántos niños tiene?

18) C.: Dos.

19) T.: ¿Cuántos años tienen?

20) C.: Tres años la mayor y cinco meses el pequeño.

d) reducción: en el ejemplo anterior las intervenciones 19 y 20 constituían un caso de reducción, consistente en estrechar el campo de la información en lugar de ampliarlo a nuevos elementos; sabemos que la cliente tiene dos hijos; ahora podríamos preguntarle de forma expansiva por sus padres, pero el terapeuta prefiere, por alguna razón, saber la edad de los niños, con lo que contrae, al menos momentáneamente, el ámbito de la información. Otro ejemplo podría ser el siguiente pasaje de la misma entrevista:

29) T.: ¿De qué trabaja él?

30) C.: De camionero.

31) T.: ¿Hace transportes de largas distancias?

32) C.: No. Antes sí, pero ahora ya no. Solamente en el territorio nacional. Y hace cinco o seis meses ha empezado con los remolques.

No está muy claro, a veces, cuál es la finalidad terapéutica de estas dos últimas técnicas, las de expansión y reducción. Esto no quiere decir que no deban hacerse este tipo de intervenciones, sino que conviene asegurarse antes de su oportunidad y adecuación, al servicio de una exploración más completa. En cualquier caso, a las preguntas de solicitud de expansión o reducción del terapeuta corresponden las respuestas de especificación o aclaramiento del paciente.

6.2. Estrategias de desequilibración

La estrategia de desequilibración persigue mover el sistema epistemológico del cliente hacia estructuras más evolucionadas de significado, coherentes con su mundo de experiencias personales, pero distinto, al menos en su organización, del inicial presentado por el cliente. En realidad este viene a terapia porque su sistema epistemológico actual no le funciona –o al menos se le demuestra insuficiente–, los consejos y palmaditas en la espalda de los amigos no le sirven, y la aceptación voluntariosa o resignada de sus familiares no le ayuda tampoco a salir del atolladero. Por tanto, deberá encontrar en la terapia una dinámica capaz de movilizarle hacia una reestructuración más adecuada. El terapeuta debe combinar las estrategias de equilibración –para asegurarse la implicación del cliente– y las de desequilibración, para promover el cambio. Entre estas últimas vamos a considerar las siguientes:

a) Exploración. Con frecuencia las expresiones del cliente contienen alusiones implícitas no desarrolladas explícitamente que pasan desapercibidas al cliente y al terapeuta. Por ejemplo, en la intervención N.º 36 del caso de la enfermera, a la que ya nos hemos referido repetidamente, la cliente alude a «otra muerte emocional»:

C.: Siempre pienso en el divorcio, pero sería otra muerte emocional. Y no quiero hacerlo ahora con los niños. Son demasiado pequeños.

La alusión a esta [«otra»] muerte emocional no es recogida en absoluto por el terapeuta, el cual lleva el diálogo, a continuación, a expresar su estupor o incomprensión, más que a iniciar una exploración. Probablemente exista alguna experiencia anterior en la vida de la paciente que le haga asimilar una situación –la presente, de posibilidad de divorcio– a otra –que no sabemos cuál es– con la que compartiría en común que han sido construidas como muertes emocionales o bien, que constituye una anticipación de las otras dos muertes aludidas, la propia –suicidio– o la del marido. La explicitación de estas referencias ayudaría, sin duda, a entender mejor la percepción que la paciente tiene de la situación o del dilema actual entre su malestar en la pareja y su negativa al divorcio. La exploración puede hacerse también respecto a la duplicidad de niveles que pueden estar presentes simultáneamente en una misma emisión, como por ejemplo cuando la paciente afirma llorando que se sentiría feliz si se muriera su marido. ¿Cómo es posible que el sentimiento de felicidad la haga llorar? ¿Existe una contradicción entre sus sentimientos? ¿O es que en realidad –nueva contradicción con el deseo de muerte– lo que viene a buscar es ayuda para el marido?

La exploración puede ser útil, finalmente, para hacer frente a las contradicciones explícitas que pueden aparecer al mismo nivel, como en la continuación del caso que transcribimos seguidamente, donde la paciente se muestra dispuesta al divorcio bajo ciertas condiciones, pero contraria a él desde el punto de vista ideológico, por lo que termina expresando sus temores e impulsos de suicidio como exponente de la tensión a que la someten sus dilemas:

45) T.: Si sus hijos estuvieran en edad de ir a la escuela, ¿pensaría en el divorcio?

46) C.: Sí, pero entonces no lo haría. Porque en principio soy contraria… y porque creo que puedo recuperarme.

47) T.: No me había parecido en ningún momento que usted pensase que fuese un problema suyo.

48) C.: Me pesa. Me vuelve inestable. Nunca había estado asíAntes las cosas no me afectaban de este modo. A veces me sentía deprimida, desde luego. Le pasa a todo el mundo. Pero no como ahora. No hasta el punto de querer abrir el gas o tirarme por la ventana.

49) T.: ¿Desde cuándo se siente así?

50) C.: Desde que me casé; ya durante la luna de miel (se le rompe la voz); bebía cada noche. No quería ir a ninguna parte; solo quería quedarse en casa a beber; y yo no lo soportaba.

La exploración está dirigida, por parte del terapeuta, no tanto a obtener información adicional a la que aporta el paciente, que parece más bien tarea de la expansión, sino a extraer aquellos significados implícitos que se ocultan tras la misma. Por ello, a las preguntas exploratorias del terapeuta suelen corresponderse las respuestas de explicitación (hacer explícito los significados implícitos) o de explicación (dar cuenta de los motivos o significados subyacentes).

b) Escalamiento. Ya hemos podido observar en varios de los pasajes de entrevistas que hemos reproducido y analizado el salto a veces brusco de un nivel expresivo a otros. Llamaremos escalamiento a este fenómeno cuando sea utilizado por el terapeuta como una estrategia o técnica para llevar al paciente a un nivel distinto del que se estaba utilizando. En el siguiente diálogo puede verse cómo de un nivel inicial egocentrado se va subiendo gradualmente hasta el metacognitivo. La paciente, a la que hemos llamado Lola –ya nos referimos a su caso en el primer volumen de esta obra (Villegas, 2011, pp. 324-327)–, se queja de tener que cuidar a todos los enfermos de la familia y de que nadie la ayude, a la vez que evita pedir ayuda a sus hermanos:

TERAPEUTA: Pero ¿te gustaría que te ayudaran? ¿Te vendría bien en algún momento que te ayudaran?

LOLA: Sí, claro.

T.: Y ellos no llaman.

L.: No.

T.: Y tú tampoco.

L.: No.

T.: ¿Y la ayuda de dónde va a salir?

L.: Es que si llamo yo también diría algo gordo, por lo que prefiero callarme. Si no sale de ellos, por qué tengo que decir yo: «¡oye, ayudadme porque yo sola no puedo!».

T.: Pero a ti te gustaría que saliera de ellos.

L.: Claro, es lo mínimo.

T.: Sí, pero ¿y si no les sale?

L.: Pues me aguanto, como me he aguantado.

T.: Pero a ver, hay una cosa que no acabo de entender: el hecho de que necesites ayuda y no la pidas.

L.: No. A lo mejor es porque soy muy orgullosa.

T.: Entonces, sí que lo puedo entender.

Con esta estrategia conversacional de escalamiento, como es la del caso «A lo mejor es porque soy muy orgullosa», con frecuencia salen a la luz significados implícitos que encierran el núcleo semántico de la experiencia. Otra función que puede cumplir el escalamiento es romper el encasillamiento que hace infructuoso el diálogo en que se enroca la persona. El escalamiento puede seguir indistintamente las direcciones de ascenso o descenso. Todo depende de los niveles que quiera activar el terapeuta. En general se utilizará el nivel inmediatamente inferior o superior, pero nada impide que puedan darse saltos más bruscos, aunque no puede garantizarse la comprensión del paciente en este supuesto. La utilidad del escalamiento en casos en los que el cliente se repite improductivamente es muy elevada; aporta nuevas perspectivas y suele ser el origen de informaciones muy significativas, descuidadas o ignoradas por el propio sujeto.

c) Divergencia. La divergencia, consiste en apuntar hipótesis alternativas, considerar perspectivas nuevas, redefinir situaciones, reformular los problemas. Algunas de estas técnicas divergentes se han utilizado abundantemente en las terapias sistémicas y son una de las bases de las modernas terapias narrativas (García-Martínez, 2012). Sin embargo, al igual que en el escalamiento, la divergencia puede ser producto de una reformulación en sentido descendente, no necesariamente ascendente, y puede provenir tanto del terapeuta como del paciente. En el caso siguiente, que se puede seguir por completo en el anexo (TX Nadia), Nadia plantea su problema como algo propio del ambiente, mientras que el terapeuta introduce el punto de vista inverso; de ahí la divergencia. En el siguiente diálogo quedan señalados junto a la abundancia de escalamientos:

NADIA: La presión real me la pongo yo y a lo mejor me la imagino, o me la invento, cuando me presento a otras personas; cierta o equivocadamente, a mí me da la impresión de que me desprecian por el peso que tengo. Y además es eso, que nadie te lo dice a la cara.

T.: ¿Preferirías que te lo dijeran a la cara?

N.: Los graciosos de la calle sí que te lo dicen, pero las personas que realmente cuentan ¿por qué no me cogen y me dicen que físicamente no les caigo bien? Por lo menos, ¡dímelo! Es diferente si estás conversando con un conocido a que alguien te grite desde el otro lado de la calle: «¡Vaca, ¿adónde vas? Si yo fuera como tú, no saldría a la calle». Pero no, en esta conversación seria nadie te lo dice. ¡Que va! Encima hipócritas.

T.: Entonces, hay un momento en el que tú te lo aplicas y dejas de valorarte, donde te baja la autoestima.

N.: Sí, porque yo, honestamente, no me encuentro bien físicamente, no estoy ágil como estaba, no me encuentro bien.

T.: Ajá, ¿y te gustaría ser más ágil?

N.: Sí, y esto es simplemente una cuestión de kilos de más; lógicamente, te cansas antes. Y como yo sé cómo estaba antes –estaba muy bien, muy ágil–, pues me gustaría estar así otra vez.

T.: Muy bien. Y para ello, ¿qué necesitarías? (escalamiento)

N.: Adelgazar 25 kg.

T.: Y para eso, ¿que necesitarías? (escalamiento)

N.: Controlar mi forma de comer.

T.: Y para eso ¿qué necesitarías? (escalamiento)

N.: Tener una tranquilidad mental y psíquica conmigo misma y decir «pues mira…»

T.: ¿Y para eso? (escalamiento)

N.: Necesito un trabajo, pero como no lo tengo. Es un pez que se muerde la cola.

T.: Sí, pero hay un punto en el que pones fuera la atribución de la causa, no sé si me explico. (divergencia)

N.: Sí, pero no veo el punto. (divergencia)

T.: Cuando yo te he preguntado qué necesitarías, hay un momento en el que dices «si yo tuviera un trabajo, me sentiría más valorada.» Con ello quieres decir que alguien te ha valorado, alguien te ha aceptado; aludes a una valoración externa. (divergencia)

N.: Sí, pero si no tengo un trabajo mañana y el jueves gano la primitiva, ya no tengo que demostrarle nada a nadie. (divergencia)

T.: Bien, supongamos que ganas la primitiva… ¿Cómo es la presión?

N.: La presión económica, el miedo, el terror existencial ya no está ahí. Podría relajarme.

T.: ¡Ajá! Entonces, ¿te gustarías a ti misma?

N.: No, pero por lo menos… Yo sé que 25 kg en dos días no es posible perderlos, pero entonces tendría la tranquilidad de dedicarme a adelgazar sin esta presión.

T.: ¡Ajá! Por tanto, ¿esa presión quién te la pone? (escalamiento)

N.: La sociedad.

T.: La sociedad… ¿por qué te la pone la sociedad? (escalamiento)

N.: Porque simplemente la moda determina que tienes que estar así… y si no, estás fuera.

T.: Bien, ¿pero tú estás de acuerdo con esa determinación? (escalamiento)

N.: No tiene ninguna importancia, si yo estoy de acuerdo o no. Si la mayoría de la gente te juzga de esta forma, te juzga y punto; es así y te tienes que adaptar o te mueres.

T.: De acuerdo, pero tú puedes pasar de si le gustas a la gente o no. (divergencia)

N.: No, en este momento económico no me puedo permitir el lujo de hacerlo.

T.: ¿En este momento económico no te puedes permitir el lujo? Como no te puedes permitir el lujo sientes una presión; como sientes una presión necesitas aliviar la presión; como necesitas aliviar la presión, ¿qué haces?

N.: Comer.

T.: Y ¿cómo comes? ¿Qué haces?

N.: Algunas veces vomitar y otras sentirme mal.

En este diálogo se pone en evidencia la divergencia entre terapeuta y cliente, la cual atribuye su baja autoestima a la valoración externa, mientras que el terapeuta alude a su capacidad mostrada por la paciente en otras ocasiones de valorarse internamente, lo que se pone de manifiesto, por ejemplo, cuando ella admite que si le tocara la lotería no tendría esta presión, totalmente externa, y podría valorarse a sí misma. Para evidenciar tal divergencia se recurre abundantemente a la técnica del escalamiento.

d) Discrepancia. La discrepancia es una forma de desequilibración, más usual en las respuestas del paciente que en las del terapeuta. Sirven para expresar los desacuerdos con las intervenciones del interlocutor y para reconducir la negociación de significado hacia posiciones más consensuadas y afinadas, siempre que exista la voluntad de acuerdo. Con frecuencia añaden información nueva o matizan informaciones dadas. Pueden expresarse en forma de negación o con alternativas o correcciones.

T.: Y eso que te afecta te produce un sentimiento, y ese sentimiento una emoción, que es rabia.

C.: Antes de rabia, malestar, y sorpresa y luego la rabia (discrepancia)

T.: Sorpresa primero; después…

Muchas veces la discrepancia suele favorecer la introducción de una consideración divergente, y esta una exploración, dando origen a intervenciones complejas en un mismo turno de palabra, como puede verse en este caso:

ANA: Los maridos me los he buscado yo, a los dos. Es el tipo de persona que sabía que no me iba a hacer ni tilín ni talán… Con mi primer marido tenía una cierta complicidad, que no era amor, pero había algo. Éramos dos personas muy luchadoras, con mucho carácter, completamente dispares, pero con algo en común.

OTRA PACIENTE: Creo que la equivocación es tuya, porque tú eres quien ha elegido mal, por lo que veo.

T.: O ha elegido bien, de acuerdo con su planteamiento (discrepancia). Su planteamiento era justamente no enamorarse para no descontrolarse (divergencia). Tú has dicho «no enamorarte del hombre que te ame como quisieras que te amaran». ¿Cómo querrías que te amaran? (exploración)

e) Funciones discursivo-pragmáticas en el diálogo terapéutico. Además de estas características formales o funcionales de la conversación, con frecuencia se ejecutan otras funciones claramente pragmáticas en las que se busca la mutua influencia entre los hablantes. A través de un juego sutil de intervenciones se puede ejercer un cierto poder sobre el interlocutor, por ejemplo, dando instrucciones, haciendo sugerencias, explicitando mandatos o enunciando promesas (deseos, propósitos, etc.)

ANA: Muy cansada, ayer fue un día que me agotó… (llorando) es que me he dado cuenta de que mi madre no se encuentra bien, pero como ella siempre tiene cosas tampoco le doy demasiada importancia… Ayer me di cuenta, de repente, de que mi madre…

T.: Va perdiendo…

A.: Mucho (hace conatos de llorar)

T.: No te contengas, llora (mandato)

Naturalmente, en el transcurso de una conversación pueden darse todo tipo de interacciones, mezclándose entre sí e influyéndose mutuamente. Retomamos aquí solo un pequeño fragmento del caso de Nadia, introducido en el párrafo anterior, para que el lector pueda hacerse una idea de las vicisitudes cambiantes que se producen en una conversación que, evidentemente, es construida por sus interlocutores en cada momento de una forma imprevisible para ambos.

T.: ¿Te sientes el cuerpo pesado? (exploración)

NADIA: Sí, pesadísimo. (asentimiento)

T.: ¡Ajá! y entonces te enfadas. (explicitación)

N.: No es enfado, es desesperación. (discrepancia)

T.: Te desesperas. Y al desesperarte, ¿qué sientes? (asentimiento, exploración/escalamiento)

N.: Rechazo. (especificación)

T.: Rechazo. ¿Hacia quién? (exploración/escalamiento)

N.: Hacia mí, no hay nadie más. (especificación)

T.: Bueno, sientes rechazo hacia ti; y eso ¿cómo te hace sentir? (exploración/escalamiento)

N.: Triste. (especificación)

T.: ¿Y la tristeza te lleva a qué? (exploración/escalamiento)

N.: El 50% a pensar en lo que hay en la nevera, y el otro 50% a que todo el mundo se vaya a freír espárragos. Y aquí estoy yo, y os voy a enseñar… (especificación/mandato/promesa)

T.: ¡Ajá! ¿Y qué nos vas a enseñar? (exploración/escalamiento)

N.: Pues, precisamente, que puedo tranquilizarme otra vez. Y a lo mejor cojo cinco días que vivo de ejemplo y hago ejercicio bien. Hasta que venga un desgraciado a decirme otra vez.

T.: ¡Ah! ¿Entonces viene alguien de fuera? (exploración/escalamiento)

N.: Sí. (asentimiento)

T.: Y a ese alguien, ¿de alguna manera le haces caso? (exploración/escalamiento)

N.: Me recuerda otra vez lo que yo trato de controlar. (especificación)

T.: Entonces estabas en un momento óptimo, estabas diciendo: Ahora voy a luchar por mí, voy a buscar mi bienestar, voy a hacer lo que a mí me conviene, pasando de lo que digan los demás. Pero llega alguien y te recuerda y… (glosa/explicitación)

N.: Me quita la alfombra de debajo de los pies. (divergencia)

T.: Sí eso es, eso es (asentimiento). Te quita la alfombra y, en lugar de ir a buscar la alfombra, tú te arrastras. (divergencia)

N.: Algunas veces me caigo y me levanto otra vez, y otras veces me caigo y no me levanto. (explicitación)

T.: Pues ahí tienes un recurso importante con el que poder luchar. (instrucción/sugerencia)

N.: Apartarme aún más de la humanidad. (divergencia/explicitación)

T.: No necesariamente… ya estás bastante apartada. (discrepancia)

N.: Seguramente sí. (asentimiento)

Resumen

Este capítulo se divide en dos partes, la primera, relativa a las narrativas espontáneas del paciente, tales como relatos de acontecimientos que luego se derivan hacia la construcción de historias. Los relatos de los pacientes también toman, con frecuencia, otras formulaciones menos lógicas para apoyarse en formatos analógicos, tales como las expresadas a través del género epistolar o la metáfora. La segunda parte se centra más bien en la intervención activa del terapeuta para promocionar la explicitación del discurso del paciente a través de lo que hemos llamado entrevista evolutiva, la cual presenta diversos niveles de expresión que van del formato protolingüístico al metacognitivo. Para facilitar este pasaje se analizan las estrategias de equilibración y desequilibración, como el asentimiento, tanteo, y otras, correspondientes al primero, o el escalamiento, la discrepancia y la divergencia, propias del segundo.


4. La persona y su discurso

La psicoterapia no es más que una oportunidad

para explorar nuevas realidades,

compatibles con nuestra tendencia humana

a atribuir significado a nuestra experiencia.

ANDERSON Y GOOLISHIAN, 1991

1. Fase de comprensión

Las distintas modalidades textuales a través de las cuales se expresa el mundo significativo del sujeto, consideradas en el capítulo anterior, nacen todas de una matriz discursiva (gráfica 5). La gestación de cualquier expresión significativa tiene su origen en la experiencia de la vida (Lebenswelt) (1), como se la ha llamado en fenomenología. Al narrar las propias experiencias, la persona constituye u organiza significativamente su mundo, dotándole de logos o sentido. Al caos de la experiencia inmediata, siempre fragmentaria e inconexa, le sigue el cosmos, el mundo del significado, así como Dios le impuso orden al caos originario del universo, creando el mundo con su palabra. De este modo, se configura una visión del mundo (Weltanschauung) (2) que se convierte en matriz generadora del discurso. Bastará cualquier pretexto (3), acontecimiento o circunstancias activantes, internas o externas (el encuentro con una persona, la evocación de un recuerdo por medio de una noticia, película, lectura, pregunta, sueño o conversación, para que se produzca una expresión (4), verbal o no verbal, de la matriz discursiva. En efecto, siempre que el sujeto emite algún mensaje está expresando algo de sí mismo o, al menos, coherente consigo mismo.

Gráfica 5

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Acabamos de indicar que cualquier expresión o manifestación de la persona constituye por sí misma una actualización de su matriz discursiva. Ahora bien, estas expresiones pueden presentarse de forma codificada o no codificada (Gráfica 6). Las codificadas utilizan algún tipo de lenguaje, y se presentan bajo la forma de texto, ya sea oral o escrito (1). El lenguaje, particularmente el oral, suele ir acompañado de otras manifestaciones denominadas paralingüísticas (2), como los gestos, la entonación, la prosodia, la proxémica, etc., que están así mismo altamente codificadas en el contexto de una cultura determinada. Con frecuencia, estas expresiones paralingüísticas constituyen discursos por sí mismos, como las formas de vestir, de aproximarse, de sonreír, de mirar, etc.

Las expresiones no codificadas no son menos importantes que las codificadas, e igualmente constituyen actualizaciones de un discurso básico. Entre las expresiones no codificadas distinguimos las acciones y las reacciones. La distinción entre acciones y reacciones se basa en la distinción elemental de las dos estructuras fundamentales del Sistema Nervioso. Así, las acciones (3) comprenden todo tipo de conductas, tanto las planificadas y espontáneas como las compulsivas, y tienen en común ser ejecutadas bajo el control del S. N. C. Por reacciones (4), en cambio, entendemos aquellas expresiones que no implican el sistema motor, sino el vegetativo, y que se producen fuera del control del sujeto, dado que dependen del sistema S. N. A., como, por ejemplo, las respuestas emocionales (llorar, enrojecerse, erizarse los pelos, temblar, etc.) o la sintomatología psicosomática (llagas, dermatitis, diarreas, insomnio, etc.).

Gráfica 6

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Todas estas modalidades expresivas, codificadas o no, son actualizaciones de un discurso donde adquieren su significado y remiten a la matriz discursiva de donde provienen. Las expresiones pertenecientes al ámbito de la acción deberían ser objeto de una disciplina que tuviera como tema el «análisis de la acción». Comportamientos como la conducción peligrosamente audaz de un coche deportivo por una carretera de montaña, o el asesinato escénico de James Holmes, en Aurora (Colorado), no solo expresan un discurso, sino que constituyen una pieza oratoria. Es interesante observar que en ciertos comportamientos, que se quieren llamativos o que buscan la complicidad compartida, el discurso es articulado de inmediato a través de nuevos recursos tecnológicos de la red, como Facebook, Twitter, blogs personales, SMS, etc. Estas constituyen conductas que ponen de manifiesto, a veces trágicamente, una representación de sí y del mundo donde la fantasía de la propia potencia se sobrepone a los límites de la realidad y de la convivencia.

La disciplina que se plantea el estudio de todo tipo de manifestaciones expresivas es la semiótica. Esta concepción semiótica permite entender a la persona (lo que hace o dice, lo que le pasa, etc.), y, en psicoterapia, al paciente, como un texto (Frank, 1990) o discurso (Castilla del Pino, 1988). La psicoterapia constituye, en esta perspectiva, una situación privilegiada de comunicación. El discurso del paciente en psicoterapia se desarrolla en un contexto de colaboración en el que la comprensión o interpretación del terapeuta son partes esenciales de su gestación.

En efecto, el paciente acude a terapia con el objetivo de entender la estructura significativa de su mundo y así poderla someter a cambio o redefinición. Para ello precisa de la comprensión o interpretación del terapeuta, una comprensión que se basa no en un «supuesto saber», sino en el cuestionamiento que surge de la duda y la ignorancia (Anderson y Goolishian, 1991), y que lleva a la investigación de las relaciones de significado.

2. La matriz discursiva: condiciones de producción e interpretación

Si entendemos por discurso la manifestación del pensar, la comunicación de una intención a otros (Austin, 1962) de una forma directa o inmediata a través de intercambios interactivos –conversación– o de una forma indirecta y mediada a través de textos escritos o de mensajes orales, la cuestión que se plantea es la del acceso a la matriz intencional generadora del discurso, que es la única que garantiza, en último término, su comprensión. Así, podemos hablar de una estructura profunda, inobservable, a la que solo se tiene acceso mediante inferencia, y una estructura superficial observable, a la que se accede a través del análisis de su actualización lingüística. Para la primera reservaremos el nombre de discurso, mientras que nos referiremos a la segunda con el nombre de texto.

2.1. El proceso de producción

Producir un texto o mensaje es, como hemos dicho, actualizar expresivamente el mundo de experiencias y representaciones que constituyen la matriz ideológica o discursiva de la persona. El camino hasta la expresión está formado por una serie de laboriosos procesos de transformación que exigen, en primer lugar, a nivel macroestructural, la concepción de una macroproposición que se desarrollará después mediante una serie de microproposiciones. La macroproposición (o proposición sintética del discurso) incluye la formación de una intención discursiva que recoge tanto la dimensión semántica (aquello que se quiere decir) como la pragmática (a quién y para qué se quiere decir). El proceso de formación de esta macroproposición se llama planificación.

No basta con haber planificado aquello que se quiere decir para que se produzca un texto. Es necesario transformar este conjunto intencional (ideas y emociones) en un lenguaje material (oral o escrito) que le sirva de vehículo de transmisión. El resultado de esta transformación son las diversas microproposiciones en que se va concretando el discurso. A medida que la intención comunicativa se va transformando en microproposiciones gramatical y discursivamente codificadas, solo queda articularlas de una manera perceptible (oral o escrita) para su emisión. El resultado de esta articulación, a nivel observable o manifiesto, lo constituye el texto propiamente dicho.

2.2. El proceso de comprensión

Como ya hemos dicho más arriba, el proceso de comprensión es paralelo y complementario del de producción, aunque no idéntico. En parte, porque sigue un procedimiento en cierta forma inverso a él, y, en parte, porque se efectúa a través de operaciones propias y distintas, como las de interpretación.

La primera operación transformativa que tiene que llevar a cabo el receptor de un mensaje es su decodificación; a través de ella convierte los sonidos y los signos gráficos en palabras, frases o microproposiciones de su propio código.

Paralelamente a estos procesos superficiales de decodificación, se desarrollan otros procesos más profundos que permiten identificar las microestructuras en que está dividido el texto y la forma, cómo se desarrolla y articula (o integra) a través de la redundancia y la coherencia… Fruto de este procesamiento discursivo es la creación de un contexto intra y extra-textual que posibilita la interpretación del texto.

Lo que determina que un texto sea comprensible es el cumplimiento de las condiciones de textualidad, co-textualidad y contextualidad (Petöfi, 1988). La textualidad se refiere a las regularidades internas del texto, como por ejemplo, la concordancia, cohesión y coherencia. La co-textualidad implica un isomorfismo semántico, es decir, la equivalencia entre mundo textual y mundo de referencia. El hablante supone que el destinatario le conoce a él y que entiende las referencias extratextuales que hace en su discurso; por ello, no las explicita. Esta suposición, y no la información contenida en el texto, hacen que la comunicación no sea un fracaso.

La contextualidad se refiere al conjunto de condiciones de producción, recepción e interpretación, externas al texto; es decir, al marco comunicativo donde se actualiza el discurso como un acto pragmático, con todas sus implicaciones psicológicas y sociológicas. Este, a su vez, se puede distinguir entre:

La interpretación consiste en el hecho de atribuir un significado intencional, informativo y pragmático al discurso del hablante, construyendo una macroproposición, es decir, una frase sintética, representativa de la matriz ideológica o del mundo experiencial del sujeto emisor. Esta interpretación puede ser objeto de negociaciones posteriores entre los hablantes, y así sucesivamente.

Hablar de interpretación no supone atenerse al conocimiento de códigos ocultos, asequibles solo para iniciados, sino, simplemente, llegar a comprender el significado que quiere compartir con nosotros nuestro interlocutor. Hasta que no se consigue esta finalidad, puede decirse que la comunicación fracasa. La frase:

la muerte de mi padre supuso un cambio importante en mi vida

no puede entenderse si no se puede interpretar la naturaleza del cambio (positivo o negativo y en qué sentido), para lo que es preciso conocer el contexto existencial y relacional de la persona que emite este enunciado. Relacionar la enunciación con el contexto es interpretar, para lo que muchas veces será necesario pedir la colaboración del propio enunciador, a fin de no exponerse a falsas interpretaciones.

2.3. Modalidades discursivas

La idoneidad de un discurso hace referencia, pues, no a la veracidad o razonabilidad del mismo, sino a su comprensibilidad. Los criterios que hacen comprensible un texto pertenecen a tres niveles distintos: estructural, semántico y pragmático. Ahora bien, no todos los textos respetan de igual forma la estructura discursiva, dando origen a diversas modalidades. Unas son de tipo lógico, otras analógico y las últimas, paralógico (véase tabla 4).

Tabla 4. Modalidades discursivas y características textuales

DISCURSO

ESTRUCTURA TEXTUAL

CONTEXTO SEMÁNTICO

CONTEXTO PRAGMÁTICO

Lógico

Coherente [+]

Isotópico [+]

Adecuado [+]

Analógico

Coherente [+]

Isotópico [-]

Adecuado [+]

Paralógico

Coherente [-/+]

Isotópico [-/+]

Adecuado [-]

Al dividir la tipología discursiva en lógica, analógica y paralógica, nos hemos basado en criterios puramente textuales, evitando cualquier identificación estricta entre anomalías textuales y psicológicas o psiquiátricas, aunque, sin duda, pueda haber coincidencias. Así, el discurso delirante de un esquizofrénico puede estar absolutamente bien construido desde el punto de vista textual y constituir un modelo de discurso analógico totalmente comprensible. Inversamente, el discurso de un escritor surrealista puede resultar un texto transgresor de las reglas de textualidad y contextualidad. El discurso de los sueños y de los poetas, en cambio, puede tener, aunque no necesariamente, un carácter analógico. Es posible, igualmente, que un texto combine simultáneamente todo tipo de anomalías textuales. En cualquier caso, la comprensión de los más diversos textos resulta posible, siempre que el receptor o destinatario del texto sea capaz de llevar a término el trabajo interpretativo que exige la interacción comunicativa. Y esta es fundamentalmente la labor del hermeneuta.

3. El análisis textual

Todos los textos, sea cual sea su naturaleza, nacen de una matriz discursiva cuya esencia debe ser comprendida por el destinatario para que se produzca la comunicación. Esta matriz o núcleo discursivo se puede sintetizar en una macroproposición o macroestructura profunda, que genera las diversas microestructuras del texto, su coherencia e integración. El objetivo del análisis textual (Van Dijk. 1977), por tanto, debe ser el de llegar a reproducir la síntesis discursiva, donde se condensa el núcleo semántico –ideológico, informativo, emocional, pragmático– que se expresa a través de las distintas estructuras del texto. Estas mantienen entre sí, además de las relaciones gramaticales, relaciones de significado, que son las que se trata de identificar a través de la comprensión.

Comprender un texto significa, como hemos visto más arriba, recorrer el camino que del fenotexto nos lleva al genotexto, responsable de su producción. Para ello hay que proceder a una operación reductora de las diversas microproposiciones y microestructuras hasta obtener una macroproposición, reveladora de la estructura profunda o macroestructura discursiva, portadora de la idea matriz del texto.

El procedimiento a seguir es una combinación de operaciones sucesivas de análisis y síntesis. Está claro que esta síntesis coincide, a su vez, con otro texto, la macroproposición. Pero lo que distingue a una macroproposición de un texto es que aquella posee las características diferenciales del discurso: máxima condensación y mínima determinación. Una macroproposición es, pues, una proposición que contiene nuclearmente toda la información y, potencialmente, toda posible expansión. Para llegar a extraer la macroproposición o síntesis discursiva de cualquier texto sugerimos los siguientes pasos:


a) división del texto en microestructuras (funciones)

b) análisis de la redundancia (tema)

c) análisis de la coherencia (estructura)

a) División del texto en microestructuras. Podemos considerar microestructuras aquellas unidades textuales que guardan una cierta homogeneidad entre sí, que las diferencia del resto de unidades del texto. Estas unidades homogéneas equivalen, en la práctica, a unidades de redundancia. Las formas de indicar textualmente las microestructuras son muy variadas, pero podemos señalar básicamente dos: la segmentación y la conexión.

Por segmentación entendemos la división temática explícita que establece el texto. Así, en el texto de un paciente tartamudo de 26 años resulta muy fácil establecer la división en microestructuras, puesto que ya la microestructura [0], que actúa de introducción, enumera los diversos tipos de «relaciones interpersonales» (el tema) que luego desarrollará en las sucesivas microestructuras [1, 2, 3] cuyo texto completo puede consultarse en el anexo (TX tartamudo).

[0] El punto más completo para mi autoanálisis lo constituye el campo de las relaciones con los demás. Puedo distinguir cuatro grupos de personas con las que me relaciono habitualmente: los familiares (1), los amigos de primer tipo (2) y los de segundo tipo (3), y las chicas (4). Naturalmente, esta subdivisión no es tan rígida, sino que se dan sobreposiciones por lo que se da el caso de tener familiares amigos, chicas amigas, y así…

[1] Con mis familiares tengo, desde hace cosa de un año, una cierta relajación en las relaciones: ya no me irrito…

[2] Con mis amigos me encuentro generalmente bien. Sin embargo, con algunos de ellos me siento particularmente nervioso…

[3] Con las chicas las cosas no van nada bien en absoluto. En parte porque yo soy muy exigente…

Por conexión, en cambio, entendemos los diversos vínculos estructurales que se establecen entre unas microestructuras y otras, y que pueden ser de distintos tipos: causales, temporales, modales, etc. Estos vínculos, a la vez que unen las microestructuras entre sí, pueden tener la función de diferenciarlas. En la novela Adolphe, de Benjamin Constant, en el fragmento de texto que transcribimos a continuación, el criterio de división viene indicado, entre otros, por los conectores «antes/ahora», que siguen a la microestructura inicial [0] e introducen las microestructuras [1] y [2].

[0] ¡Cuánto me pesaba esa libertad que tanto había deseado! ¡Cuánto añoraba mi corazón esa dependencia contra la que a menudo me había rebelado!

[1] Antes, todos mis actos tenían un fin; estaba seguro, con cada uno de ellos, de ahorrar un disgusto o de provocar una alegría. Me quejaba de ello entonces; me impacientaba que un ojo amigo observara mis movimientos, que la felicidad de otra persona dependiera de ellos.

[2] Nadie, ahora, los observaba; no interesan a nadie; nadie me disputaba ni mi tiempo ni mis horas; ninguna voz me reclamaba cuando salía. Era libre, en efecto, ya no era amado; era un extraño para todo el mundo.

La división en microestructuras es muy útil para poder trabajar a fondo los matices del texto, a la vez que para poner de manifiesto sus relaciones estructurales internas, que dan lugar a la coherencia y al desarrollo de distintas funciones pragmáticas.

Una vez llevada a cabo la división microestructural, atendiendo a ambos criterios de conexión y segmentación, puede detectarse a mediante ella la planificación pragmática que se persigue, a través de sus diversas funciones. Así, por ejemplo, el texto de Castilla del Pino (1974) sobre una paciente depresiva, al que ya aludimos en el primer volumen de este libro (Villegas, 2011, pp. 275-276) y que, dividido en microestructuras, reproducimos a continuación, permite captar la planificación discursivo-pragmática con que la paciente estructura su discurso de presentación frente al terapeuta. La planificación sigue, en efecto, un plan estratégico que da la impresión de que estuviera muy estudiado, cuando puede ser también totalmente espontáneo, fruto de la improvisación del momento. Se inicia con una autopresentación [0], justifica la ausencia (preferida por ella) del marido [1], define el problema como una queja [2], emite a continuación una autocrítica para protegerse del posible rechazo del terapeuta [3], plantea una atribución externa de todos sus males en la persona del marido [4], y termina con una generalización respecto al matrimonio [5]: «cásate, y verás».

[0] Autopresentación

Sí, estoy casada y tengo tres hijos: un varón, el pequeño, y dos niñas. Mi marido es ingeniero y trabaja en una empresa de maquinaria eléctrica.

[1] Justificación

No ha venido porque no quería pedir permiso; tampoco quería decir para lo que era. Me alegro, porque no sabría cómo decirle a él que prefería entrar yo sola. Si hubiera pasado con él habría estado más cohibida. Y la verdad es que no creo que tenga nada que ocultarle, pero siempre es mejor, ¿no lo cree usted así?

[2] Definición del problema (queja)

No me encuentro bien desde pocos meses después de que naciera mi hijo. No soy como antes: estoy aburrida. Antes tenía ilusión por todo. ¡Qué poco me interesa ahora mi marido, los niños, todo! No es que no los quiera, pero también me aburren. ¡Qué vida esta!

[3] Autocrítica

No sé de qué me quejo en realidad. Tengo de todo, estamos bien. Pero es que, una, ¿qué tiene que hacer? Usted dirá que nunca ha tenido una enferma tan estúpida, porque ahora le iba a decir una tontería: que me molesta todo lo que hace mi marido. Todo no; pero, por ejemplo, antes, cuando él llegaba de la fábrica, yo tenía ilusión, pero ahora, ya se lo he dicho, no tenemos nada de qué hablar.

[4] Atribución externa

¿Es posible que no tenga nada de qué hablarme? Él dice que está cansado, que lo que quiere es estar tranquilo, y se pone a leer el periódico. Le gusta mucho el fútbol y a mí eso me pone frenética. Que esté deseando salir del trabajo para venir a casa a leer los deportes…

[5] Generalización

Ya se lo decía yo a mi hermana: «mira, déjate de tonterías; tú piensas que el matrimonio es una cosa y luego es otra muy distinta». Cuando me dijo que no sabía de qué me quejaba, me callé. Ya sabrá ella por qué lo digo yo.

b) El análisis de la redundancia. El tema de un texto y su expansión –rema– se constituyen gracias a la redundancia. Esta nos permite decir de qué habla un texto. La palabra redundancia, del latín redundare, hace referencia al movimiento de las olas que van y vienen, que siempre son las mismas y siempre son distintas. El ir y venir de las palabras a través de repeticiones, equivalencias, definiciones, sinónimos, antónimos, híper e hipónimos, etc. produce este efecto en el lenguaje La redundancia está relacionada con la aportación de información; cuanto mayor redundancia, menor información, y al revés, cuanto menor redundancia, mayor información. Una unidad de redundancia constituye una microproposición.

De este modo, pueden distinguirse tres modalidades de redundancia: máxima, mínima y media, según el grado de información que aportan. Así, en el caso «Julia», una paciente esquizofrénica descrita por Obiols (1969), la redundancia máxima se obtiene por repetición hasta la saciedad de la palabra «monja», quedando reducida la información a la sola idea de que ella quería hacerse monja.

Fui a casa de una señora, que son muy católicos, que quería ser monja. Había un señor allí que me explicó que su hija quería ser monja, que se había marchado su hija monja, y que esta señorita quería ser monja, que yo quiero ser monja.

Mientras que la redundancia mínima puede obtenerse añadiendo mayor información a través, por ejemplo, de conjunción (relación de elementos de distinta índole), como en el texto del tartamudo al que hemos aludido más arriba:

«El punto más completo para mi autoanálisis lo constituye el campo de las relaciones con los demás. Puedo distinguir cuatro grupos de personas con las que me relaciono habitualmente: los familiares, los amigos de primer tipo y los de segundo tipo y las chicas…»

En cierta manera, el análisis de la redundancia equivale a un análisis de contenido, aunque no sigue los criterios cuantitativos de este último. La ventaja del análisis de la redundancia es que incluye no solo los sinónimos, sino también los hipónimos y los antónimos, sin necesidad de sacar las palabras de contexto, como sucede con los análisis de contenido.

Existe una cierta posibilidad de sobreposición entre análisis de la redundancia y análisis de la coherencia, puesto que esta se consigue con frecuencia a través de la cohesión lexical (sinónimos, antónimos, etc.), que es, a su vez, una forma de redundancia. Para evitar duplicidades en la clasificación hemos seguido el siguiente criterio: consideramos redundancia a aquel tipo de cohesión lexical que se produce en el interior de una microestructura, mientras que consideramos coherencia a aquel tipo de cohesión lexical que se produce entre microestructuras a nivel macroestructural.

Representaremos gráficamente la primera, la redundancia en minúscula, acompañada de un subíndice que indica la cohesión lexical dentro de una misma microestructura, y la segunda, la macroestructural, en mayúscula, acompañada de unos números entre corchetes que indican las diversas microestructuras entre las que se establece la coherencia. De este modo, redundancia y coherencia se distinguen, pero no se contraponen. Una misma palabra, por tanto, puede ser a la vez elemento de redundancia y de coherencia, como por ejemplo en el fragmento de la novela Adolphe, que hemos considerado un poco más arriba, las palabras «libertad» y «dependencia» actúan de elementos de redundancia en el interior de cada microestructura a la vez que de coherencia entre las tres microestructuras. En la figura 4 se representan simultáneamente los elementos de redundancia y los de coherencia.

c) Análisis de la coherencia. El análisis de la redundancia pone de manifiesto el tema del que habla un texto, pero no señala las relaciones estructurales que lo articulan. Compete esta tarea al análisis de la coherencia. Por esta razón, el análisis de la coherencia está más atento a las líneas verticales (relaciones entre microestructuras, de arriba abajo) del texto, que a las horizontales (línea tras línea).

Un tema puede desarrollarse a través de un texto sin apenas otra articulación que la enumeración sucesiva de sus componentes. En este caso se trata de una coherencia por yuxtaposición, sucesión temporal, pertenencia, homogeneidad, etc. Pero en otras ocasiones, las relaciones entre los elementos de un tema pueden ser sumamente complejas; por ejemplo, de causalidad, de oposición, de inferencia, etc. Para señalar estas relaciones, los textos utilizan fundamentalmente dos estrategias: la cohesión lexical y la conexión funcional.

Ya nos hemos referido a la cohesión lexical como un recurso propio también de la redundancia. Pero hemos dicho igualmente que esta no se oponía a la coherencia. El criterio para distinguirlas se basaba en su carácter micro o macro-estructural.

El otro recurso para conseguir la coherencia es la conexión funcional. En general, las novelas o películas bien narradas son aquellas que no se contentan con la yuxtaposición de imágenes o escenas, sino que establecen elementos de conexión entre ellas. La simple yuxtaposición, sin embargo, no es motivo por sí misma para que un texto pueda considerarse incoherente. Para ello es necesario que, o bien no se deje entrever ningún tipo de cohesión, o bien se caiga manifiestamente en la contradicción. La conexión expresa las relaciones de causalidad, temporalidad, condición, inferencia, etc. Generalmente se explicita mediante el uso de conectores: adverbios y conjunciones (antes, ahora, por tanto, así pues, porque, si, etc.).

4. Aplicación del análisis textual a textos de estructura lógica: el análisis de las narrativas

Empezaremos nuestra demostración con un texto breve, tomado de Adolphe, publicada por primera vez en 1816. Hemos transcrito este texto un poco más arriba al hablar de la división de los textos en microestructuras. Lo reproducimos ahora, tal como queda después de haberlo dividido en microestructuras y haber señalado los elementos de redundancia y de coherencia (véase gráfica 7).


Gráfica 7

ADOLPHE

Microestructura [0]

¡Cuánto me [0/1/2] pesaba1 [0/1] esa LIBERTAD2 [1/2] que tanto había deseado3!

¡Cuánto añoraba1 mi corazón esa DEPENDENCIA2 [1/2] contra la que a menudo me [0/1/2] había rebelado3 [0/1]!

Microestructura [1]

ANTES

todos mis actos1 [1/2] tenían un fin2; estaba seguro, con cada uno de ellos1[1/2], de ahorrar2 un disgusto3 o de provocar2 una alegría3. Me [0/1/3] quejaba4 [0/1] de ello entonces; me [0/1/2] impacientaba4 que UN [1/2] ojo amigo5 OBSERVARA [1/2] mis MOVIMIENTOS1 [1/2], que la felicidad3 de OTRA [1/2] persona5 DEPENDIERA [0/1/2] de ELLOS1 [1/2].

Microestructura [2]

AHORA

NADIE1 [1/2] (ahora) LOS [1/2] OBSERVABA [1/2]; no interesan2 [1/2] a nadie1 [1/2]; nadie1 [1/2] me [0/1/2] disputaba2 [1/2] ni mi tiempo3 ni mis horas3; ninguna [1/2] voz1 me [0/1/2] reclamaba2 [1/2] cuando salía [1/2]. Era4 LIBRE5 [0/1/2], en efecto, ya no era4 amado5; era4 un extraño5 para todo el mundo1 [1/2] .

N.B.:

Los números subíndices que siguen a las palabras indican los términos entre los que se establecen relaciones de sinonimia, antinomia, hiponimia, etc., dentro de una misma microestructura; por ejemplo: disgusto3, alegría3, felicidad3 [1], que contribuyen a la redundancia.

Las palabras en mayúscula, como libertad, dependencia… indican la cohesión lexical entre microestructuras, señaladas con números entre corchetes [ ], responsables de la coherencia semántica.

Tres son las microestructuras que hemos identificado en el texto. En la microestructura inicial, a la que hemos dado el número [0] por su carácter introductorio, se contraponen LIBERTAD y DEPENDENCIA. Esta contraposición, por otra parte, atraviesa todo el texto y es la base de la coherencia a nivel macroestructural. En efecto, la microestructura [1] está dedicada a desarrollar el tema de la dependencia (DEPENDIERA [0]), mientras que la microestructura [2] se centra sobre las consecuencias de la libertad (LIBRE [0]).

Con estos pocos datos podemos afirmar, ya de entrada, que el discurso de Benjamin Constant tiene por tema la oposición entre dependencia y libertad. Pero podría tratarse de una oposición de carácter político, filosófico o ideológico. Y en cambio no es así: se trata, por lo que nos indica el co-texto, de una oposición afectiva. Esta oposición genera sentimientos contrapuestos. La redundancia, en efecto, se consigue en esta microestructura introductoria a través de la cohesión lexical opositiva entre «pesaba y añoraba» por una parte, y «había deseado y había rebelado» por otra. También LIBERTAD y DEPENDENCIA juegan aquí un papel de cohesión lexical opositiva dentro de la microestructura introductoria, además de hacerlo a nivel macroestructural. Finalmente, la repetición de «Cuánto/Cuánto» es un claro factor de redundancia.

La microestructura [1] empieza con el conector ANTES que se contrapone a AHORA de la microestructura [2]. Estos dos conectores temporales constituyen elementos de conexión a nivel macroestructural. La microestructura [1] está dedicada, como hemos dicho, a la DEPENDENCIA y desarrolla por tanto el tema enunciado en la segunda frase de la microestructura [0]. Esta dependencia se entiende como una supeditación de todos los actos a la consecución de un fin y de todos los movimientos a la aprobación de un ojo observador. El fin es «ahorrar disgustos» y «provocar alegrías», expresiones unidas entre sí por cohesión lexical opositiva. «Disgustos» y «alegrías» se hallan relacionados también lexicalmente con «felicidad», sinónimo del segundo término y antónimo del primero. Los MOVIMIENTOS [1] son entradas y salidas [2], que son controlados por UN ojo amigo, ejecutados en presencia de OTRA persona. Esta otra persona es el ojo observador de los movimientos, el destino de los actos orientados a la obtención de la felicidad. Pero esta presencia resulta enojosa y es causa de «queja» e «impaciencia». La redundancia se obtiene principalmente aquí, en esta microestructura [1], mediante la sinonimia o equivalencia (ojo amigo / otra persona; queja / impaciencia), la oposición (disgustos ↔ alegrías, felicidad) y la definición (fin: provocar ↔ ahorrar), que incluye de nuevo una oposición).

La microestructura [2] inicia con el conector AHORA cuya función macroestructural, como vector temporal, ya hemos señalado anteriormente. Los hilos de la coherencia soltados en las microestructuras precedentes se recogen de una forma concluyente ya en la primera línea de la microestructura [2] «NADIE LOS OBSERVABA», como elementos lexicales de cohesión con la microestructura [1]. «OBSERVAR» es una repetición de la misma palabra de la microestructura [1]; «LOS» tiene como antecedente «MOVIMIENTOS» de la microestructura [1]; y «NADIE» [2] se contrapone, y por tanto es un elemento de cohesión lexical, a «un ojo amigo» y a «otra persona» también de la microestructura [1]. «Nadie» es la palabra más repetida en esta segunda microestructura; hasta tres veces, a las que podemos sumar como sinónimo «ninguna voz» y que tiene como antónimo «todo el mundo». La insistencia en la negación que producen estos pronombres y adjetivos viene acentuada por la reiteración del adverbio negativo «no interesan», «ni mi tiempo», «ni mis horas», «no era amado». Este efecto redundante no termina aquí: «interesar», «disputar», «reclamar» son términos equivalentes para referirse a los efectos que las «acciones» y los «movimientos» del sujeto podrían provocar en la «voz» y el «ojo» ausentes. Esta ausencia posibilita la LIBERTAD, pero al precio de «no ser ya amado», de ser «un extraño para todo el mundo».

Estas dos últimas frases constituyen también un elemento de redundancia en cuanto se presentan como definiciones de lo que es ser LIBRE. Ser libre significa no depender de nadie, pero implica a la vez «no ser amado por nadie, ser un extraño para todo el mundo». El tema de la libertad cierra el ciclo de la coherencia textual en cuanto remite a la primera frase «Cuánto me pesaba esta LIBERTAD» de la microestructura introductoria [0].

Finalmente, una observación en relación al contexto semántico o co-texto. Este se refiere al propio sujeto narrador y a su relación con otra persona. Por cuanto se deduce de la novela, esta otra persona es una mujer, de nombre Eleonor, a la que Adolphe primero intenta alcanzar, consigue después y, finalmente, abandona. «Ojo», «voz», «persona», son las referencias co-textuales que nos da el texto para referirse a Eleonor. Las referencias al sujeto narrador se manifiestan de una forma más implícita. Como quiera que el texto está narrado en primera persona, no es extraño que el sujeto (YO) no aparezca como tal, aunque en el original francés estaría presente sin duda, dado su valor morfemático. A pesar de ello, podemos afirmar que está permeando todo el discurso; su representación se consigue mediante dos recursos, el del morfema verbal de primera persona en singular, el del pronombre «me» (6 veces) y el adjetivo «mi» (5 veces).

El procedimiento de síntesis discursiva

Hasta ahora el trabajo de análisis de Adolphe que hemos llevado a cabo está de acuerdo con las directrices metodológicas descritas al hablar del análisis textual. Vamos a intentar formular, a continuación, y a través de sucesivas síntesis una macroproposición que represente el núcleo discursivo del texto de Benjamin Constant.

Microestructura [0] (síntesis)

–Oposición: libertad (deseada) vs. dependencia (rebelión)

Microestructura [1] (síntesis)

–Co-texto: antes presencia ojo amigo (vivir en relación con alguien)

–Oposición: felicidad/amor vs. presencia/control

Microestructura [2] (síntesis)

–Co-texto: ahora ausencia voz amiga

–Oposición: libertad/ausencia vs. amor/dependencia

Desde el punto de vista estructural el texto presenta una coherencia basada en la oposición. Esta oposición se da a nivel trascendental entre libertad y dependencia. La libertad entendida como ausencia de control ajeno. La dependencia, entendida como efecto inevitable del amor. Es evidente que la asociación entre amor y dependencia o control no es una asociación necesaria, sino posible. El núcleo discursivo que se desarrolla a través de las páginas de Adolphe, la novela de Benjamin Constant, viene constituido, fundamentalmente, por esta incompatibilidad/oposición entre libertad y amor. Todo el texto no es más que una de las infinitas actualizaciones posibles de este discurso trascendental.

Pero los problemas no suelen expresarse en su formulación abstracta o trascendental, sino de una forma concreta, secuenciada, incrustada en la vivencia cotidiana. Uno de los principales ejes vertebradores de la experiencia humana es el tiempo. Y es la temporalidad, efectivamente, la categoría que determina en el texto de Benjamin Constant la división en dos microestructuras centrales, la que se refiere al pasado (ANTES) y al presente (AHORA). Estos dos tiempos están marcados igualmente por una oposición de emociones, sentimientos, acciones y reacciones. Antes Adolphe se sentía amado, pero se rebelaba contra la dependencia del amor y deseaba la libertad. Ahora, que al precio de no ser amado, ya no depende de nadie, añora aquella dependencia y le pesa esta libertad.

En la gráfica 8 intentamos representar este conflicto que constituye el núcleo discursivo no solo de este texto, sino de toda la novela (¿autobiográfica?) de Benjamin Constant. A esta representación gráfica de la síntesis discursiva la llamamos macroestructura, que puede leerse como una macroproposición, empezando por arriba y decantándose a ambos lados hasta la línea central del eje horizontal: «antes, amado, me rebelaba contra la dependencia y deseaba la libertad», para luego hacer lo mismo, a continuación, siguiendo por abajo y oscilando a ambos lados hasta el eje central compartido (dependencia-libertad), «ahora, extraño, añoro la dependencia y me pesa la libertad».

Gráfica 8

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Está claro, pues, que el tema de este texto es la «dialéctica apego (amor/dependencia) vs. libertad». Este tema se desarrolla a través de páginas y páginas de la novela. Expresado en forma textual, el discurso, subyacente a toda la novela, se podría resumir en la siguiente macroproposición: «Libertad y amor son (vividos como) incompatibles». Hemos puesto «vividos» entre paréntesis, porque precisamente esta es la diferencia que separa una vivencia («No encuentro la forma de hacer compatibles amor y libertad») de una creencia («No hay forma de hacer compatibles amor y libertad»).

Para algunos pacientes la vivencia se ha generalizado discursivamente y se ha convertido en una creencia: es una construcción fosilizada. Para otros, la vivencia conserva todavía su carácter de proximidad y no se ha producido la generalización discursiva: es una construcción en desarrollo. La intervención terapéutica pasa, en todos los casos, por reblandecer la matriz discursiva conectándola con la vivencia y provocando su evolución hacia nuevas síntesis discursivas más diferenciadas, evitando su fosilización en una creencia.

4.1. Aplicaciones clínicas

Los textos analizados hasta aquí con finalidades propedéuticas, han sido textos breves, a veces literarios, cuya única intención era la de facilitar la comprensión del método de análisis textual. Por razones de espacio no podemos aquí reproducir textos más largos, pero de mayor interés clínico. Nos limitaremos a poner algunos ejemplos de aplicaciones clínicas del análisis del discurso a textos de estructura lógica, remitiéndonos para una aplicación más extensa a otras publicaciones nuestras que pueden ser consultadas en el anexo (MV 19) en su totalidad (Villegas, 1992, 1993b, 1997, 2000, 2002a; Villegas y Turco, 1999).

El mismo procedimiento de análisis textual que hemos seguido para analizar el texto de Benjamin Constant nos sirve para analizar cualquier texto que tenga –o sea reductible a– una estructura lógica. En el ámbito de la clínica esto sucede con multitud de textos y producciones orales: relatos personales o narraciones en psicoterapia, diarios, autobiografías, autocaracterizaciones, cartas, incluidos textos personales como blogs, foros, twitter, chats, etc. Interpretar este tipo de textos requiere, como hemos dicho, conocer o reconstruir su contexto existencial, de modo que, como caso a trabajar, empezaremos con el análisis de los escritos autobiográficos de Inés, tomados de su diario, con la reconstrucción de su contexto existencial.

Sábado noche, domingo por la mañana

Inés es una chica de 27 años, originaria de una pequeña ciudad del sur de Italia, donde todavía viven sus padres. El padre, médico, de 62 años, la madre, abogado, de 51, han tenido 4 hijos. Es la hija primogénita, seguida de dos hermanos, de 25 y 22 años, y de una hermana de 20. La familia de Inés está económicamente bien acomodada y goza de buena reputación en la ciudad. Ambos padres trabajan y destacan en su profesión. Los padres, sin embargo, no andan muy de acuerdo. Aparte de una diferencia notable de edad, de casi 11 años, difieren también en sus características personales y sociales. El padre proviene de una familia muy patriarcal del sur profundo de Italia, con reglas muy rígidas, supeditadas a la aceptación social, y un fuerte sentido del clan. La madre, en cambio, proviene de una familia abierta, inserida en un tejido social más amplio y rico.

Desde muy pequeña, Inés se verá inmiscuida en la infelicidad de los padres. Es una hija parentalizada, que se ocupa de los hermanos y de los padres, a fin de evitar las discusiones continuas, y de preservarle los motivos de nerviosismo y de postración a la madre. Hacia los siete años, y en coincidencia con el nacimiento de la hermana pequeña, Inés empieza a engordar de forma desproporcionada a su constitución, transformándose en una niña casi obesa, lo que la aleja todavía más de sus coetáneos, de quienes se sentía ya distanciada a causa de un mayor sentido de la responsabilidad. Un profundo sentido de vergüenza la lleva a aislarse de sus compañeros porque se siente fuera de lugar e indeseable. Al mismo tiempo desarrolla cada vez más su dimensión de niña/adulta: en la escuela es la primera de la clase y mantiene una relación privilegiada con la maestra, mientras en su familia se apoyan cada vez más en ella.

Con el inicio de la menarquía se manifiestan algunos cambios: a los 13 años, Inés se desarrolla y adelgaza, empieza a hacer amistad con otras chicas de su edad, a salir de casa y a descubrir el sexo contrario. Precisamente en ese momento, el padre interviene imponiéndole reglas rigidísimas, que limitan drásticamente su libertad y que ponen a Inés frente a la alternativa de entrar en un conflicto insostenible con el padre, o bien de verse de nuevo alejada de sus compañeros. En este conflicto media la madre, que, abandonando su habitual posicionamiento ambiguo, e incluso declaradamente hostil hacia la hija, toma posición a su favor contra el marido. Protegida por la complicidad de la madre, Inés puede salir con las amigas y llevar un mínimo de vida social.

Al cumplir Inés los 15 años, experimenta su primera desilusión amorosa. La vida le parece de repente falta de sentido. Inicia un período de depresión, vuelve a engordar, piensa en abandonar la escuela, deja de salir. Se agranda el conflicto con los padres. Su rabia crece en la medida en que siente que su familia no hace más que excluirla y soportarla. Piensa que antes era incómoda, pero útil, mientras que ahora, que los hermanos ya han crecido y los padres se hallan más satisfechos, gracias también al trabajo de la madre, la familia ha alcanzado un nuevo equilibrio y ella empieza a sobrar.

Al término del bachillerato se traslada a Roma para estudiar en la universidad. Se siente contenta de poder irse de casa y le parece que el mundo se le abre ante los ojos. Vuelve a adelgazar, establece nuevas amistades, empieza a sentirse libre de la familia. En esta época tiene su primera experiencia sentimental y sexual, con un chico un poco mayor que ella, con quien se ven solo ocasionalmente, a causa de la distancia. La ciudad se le hace enorme, dispersa y hostil. No aprecia ni le gustan las personas con quien se relaciona. No consigue integrarse y se siente marginada y sola.

Al cabo de dos años deja al chico, decide abandonar la universidad y vuelve a casa. De nuevo, engorda 10 kilos y se deprime. Esta vez la depresión se manifiesta de forma más explosiva respecto al pasado: se pasa los días enteros en la cama, levantándose solo para comer. Los padres la llevan al médico de familia y, posteriormente a un neurólogo, que no encuentra ninguna patología y aconseja, al máximo, una psicoterapia.

Inés se deja hacer, pero vive con mucha rabia estos intentos de la familia de volverla a la normalidad. Después del enésimo encuentro con un psicoterapeuta de familia, en el que el padre permanece sentado al fondo de la sala sin intervenir para nada, Inés rechaza cualquier otro tipo de ayuda por parte de los padres. Se encierra en su habitación, y decide encontrar por sí misma una salida. Intenta retomar los estudios, y alterna días de inmovilidad en la cama con otros en los que se levanta y estudia.

Esta situación dura casi tres años, durante los cuales consigue estudiar y sacarse el título. Por fortuna, encuentra enseguida trabajo en Roma y se instala allí: piensa que finalmente ha conseguido separarse de su familia. Sin embargo, el período de bienestar dura poco. Un nuevo desengaño amoroso le ocasiona una recaída en la depresión.

En el momento en que pide ayuda psicoterapéutica, la paciente tiene 25 años. Comparte la casa donde vive con el hermano, y es económicamente autosuficiente. La demanda de ayuda está motivada por la sensación de gran cansancio y por la cada vez más insistente sensación de desesperación que experimenta. Siente que no consigue continuar; mira al futuro con un gran temor; espera que pueda sucederle cualquier cosa que no va a poder afrontar; tiene miedo de no poder mantener el trabajo.

4.2. La elección de los textos

El criterio principal con el que se han seleccionado los dos textos aquí considerados ha sido su poder descriptivo de la situación vital y existencial de la paciente –el primero casi al principio y el segundo casi al final del proceso terapéutico–, que transcribimos a continuación, en columnas paralelas, procediendo en primer lugar al análisis por separado de cada uno de ellos y, después, al análisis comparativo entre ellos. En el anexo (TX Inés) puede verse en detalle el análisis de las microestructuras, redundancia y coherencia de ambos textos. El objetivo es comprobar si durante la terapia se habían producido cambios que pudieran detectarse a nivel de matriz discursiva. Este caso lo hemos titulado, a imitación del ya antiguo film, Sábado noche, Domingo por la mañana, en relación a los momentos de su contextualización temporal.



Roma, 7 de octubre, 1995. Sábado noche.



Mi hermano ha salido. Ha ido a ver De Gregori. Me ha dejado con la música, pero yo no la quería; yo no quería emociones.





Cerrada en esta habitación fría, con la luz encendida, ni siquiera veo los árboles fuera, y me siento como si me hallara en una habitación cualquiera de hotel en la periferia de una ciudad desconocida.


Tal vez de aquí a un rato me vaya al cine, para volver a ver una película que ya he visto; no quiero ver nada nuevo; quiero emociones ligeras, fáciles de controlar, que pueda sentir viejas y mortecinas.




Quién sabe cuánta gente está saliendo ahora para pasar la noche de fiesta: centenares, millares; pero total, ¡qué importa!: a mi me duele incluso solo mi hermano que ha salido a ver De Gregori, y yo no podía ir con él, no podía. Estoy cansada de ir a los conciertos sola; no tiene sentido, es como divertirse sola.


Me gustaría poder llorar, y después irme al cine: tengo miedo de ponerme a llorar allí en la oscuridad, entre la gente que se divierte, pero qué más da.



Ha sido una caída lenta, pero imparable hacia esta depresión, y yo he buscado y buscado hacer algo, pero no lo he conseguido. Buscaba desesperadamente algo a que agarrarme para no caer, pero no encontraba nada.


Si pienso en los chicos que ahora mismo están yendo al concierto, todos contentos y excitados… Es la vida, la vida que me pasa al lado y yo no consigo atraparla; son 26 años que le voy a la zaga.

Roma, 19 de octubre, 1997. Domingo por la mañana. Es la una del mediodía.


Mi casa está inundada de sol, la radio abierta, por la ventana entra el olor de los asados dominicales. Casi puedo ver que hay uno que se está tostando en mi horno. Estoy escuchando una antigua canción de Baglioni; yo debería tener unos 16 años, tal vez.


Si cierro los ojos no me cuesta nada revivir la atmósfera dominical de mi casa de entonces. La cocina oscura. Al otro lado de las persianas echadas, como si fuera una jaula, un resplandeciente cielo azul, el sol que envuelve las casas de enfrente. Fuera, la vida hierve, las sábanas están tendidas y tal vez los olores de la comida dominical llenan la calle. Pero no consiguen atravesar el espeso muro de cemento que los separa de mi casa. Dentro, en la cocina, sobre los fogones están las sartenes, pero los fuegos están apagados. Mi madre ha ya cocinado pronto, de mañanita.

De la otra punta de la casa entra el sol, por la mañana, pero no hay un sitio donde estar. Allí las casas cierran el espacio al horizonte, casas grises sin un balcón, sin una flor, sin ninguna señal de vida. En la calle el tráfico infernal, el ruido y el aire contaminado del domingo a la una. Imposible abrir las ventanas. Si vuelvo a pensar en ello, siento que el pecho se me encoge, como oprimido por la falta de aire.

Pero yo estoy aquí. Mi ventana está abierta, debajo se extiende una larga avenida de tilos, al frente se abre el cielo, recortado por los tejados y las cúpulas de las iglesias. Estoy aquí, y todo esto lo he conseguido YO. No sé si lo he conseguido porque ya resultaba insoportable tanta desolación, o bien si ha sido un milagro, como me da por pensar cuando recuerdo de dónde vengo.

Estoy aquí, e incluso aquel velo de melancolía que me cubre la voz, porque me siento sola disfrutando de tanta belleza, más vale que no lo tome en cuenta. Podía haberme ido peor: mejor estar sola gozando de tanta belleza que estar todavía en cerrada en aquella jaula. El mundo es tan bello que lo que cuenta es que he conseguido salir para poder verlo.

En el texto pueden identificarse siete microestructuras (véase el análisis detallado en el anexo), siendo la inicial una contextualización temporal, «sábado noche» particularmente relevante para el comentario del análisis intertextual con el segundo texto, que iniciará un «domingo por la mañana». En todas las microestructuras se hallan presentes elementos de coherencia opositiva que representan el contraste entre la posición de aislamiento, tristeza e impotencia de la autora frente a los demás, vistos como la vida misma, en los que ella no consigue participar. Partiendo de estos elementos de coherencia es posible diseñar la macroestructura de este texto, como se representa a continuación en la gráfica 9.

Gráfica 9

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La macroestructura que emerge de este texto ilustra claramente la matriz de donde proviene y contiene muchos elementos que confirman la posición depresiva de la autora en el momento de empezar la terapia. El texto está organizado en torno a un doble eje, vertical y horizontal, que lo divide en dos partes simétricas y que sirve para explicar, no solo la separación, sino también la oposición entre Inés y los demás, y para ilustrar los sentimientos de exclusión, tristeza, impotencia y rechazo que la dominan. En el centro e interior del círculo se encuentra el núcleo motivacional compuesto por verbos conativos, negados por ella: querer, conseguir, poder. Se siente bloqueada respecto a su disponibilidad motivacional, mientras los demás están en claro contacto con sus emociones y, por consiguiente, se sienten contentos y excitados mientras se dirigen al concierto. Ella, en cambio, al negarse a salir rehúye las emociones y, al rehuirlas, evita también la vida, permanece cerrada y deprimida en su habitación: solo es capaz de pensar en volver a ver películas ya vistas, a fin de no provocar el contacto con nuevas emociones. Este alejamiento de las emociones implica también un aislamiento social, por lo que se encierra sola en casa, mientras todos los demás, en un estado de excitación emocional, son capaces de salir y de ir al concierto llenando de vida las calles de la ciudad. Las líneas verticales de la macroestructura descubren la relación opositiva de su matriz discursiva «Yo sola» ↔ «los demás juntos»; «Yo deprimida» ↔ «los demás contentos»; «Yo sin emociones» ↔ «los demás excitados», marcando un claro contraste entre ella y el mundo, entre ella y la vida que le pasa al lado y es incapaz de atraparla.

El contraste entre ella y los demás, que constituye el núcleo semántico del texto, se expresa de este modo con total claridad, en correspondencia al estado de ánimo suscitado por la invitación por parte de su hermano de ir al concierto, que constituye el contexto y el pretexto (de producción), mientras que el contexto existencial nos lleva a su historia de continua enajenación socionómica en el ámbito familiar y relacional, donde el texto adquiere sentido y donde se origina la matriz discursiva que lo produce.

Análisis del segundo texto

El segundo texto, escrito dos años después, ya entrado el otoño, plantea un estado de ánimo cambiado, abierto al mundo y a las emociones, aunque todavía solitario. La macroestructura de este segundo texto nos permite visualizar el cambio que se ha producido a través de la terapia, al contrastar, a la distancia de 11 años, dos momentos paralelos de su vida en circunstancias semejantes, el mediodía de un domingo soleado (véase la gráfica 10).

Gráfica 10

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La macroestructura presenta una doble oposición; la primera, espacio-temporal (yo antes allí, en mi casa familiar ↔ yo ahora aquí, en mi casa), la segunda, conativa (conseguir ↔ no conseguir ver o disfrutar la belleza del mundo) que ocupan el eje vertical diagonal y el horizontal, respectivamente. Este contraste viene desencadenado por la asociación mnemo-olfativa de los asados dominicales y la canción de Baglioni, que la retrotrae a los 16 años, a una situación cerrada frente a un mundo gris, en oposición a un mundo resplandeciente que ahora penetra en su casa a través de las ventanas abiertas. La experiencia de este contraste le permite establecer otra oposición metafórica: estar dentro o fuera de una «jaula». No importa estar sola o acompañada: lo que cuenta es estar en contacto con la belleza del mundo y poderla gozar en todo su esplendor.

Análisis intertextual

La comparación de los dos relatos de Inés plantea coincidencias y contrastes interesantes, a la vez que testimonia un cambio importante en su estado de ánimo con el paso de los años y como fruto del proceso terapéutico llevado a cabo en este tiempo.

Escritos los textos con dos años de diferencia, no pretenden, seguramente, el paralelismo que llegan a alcanzar, puesto que la paciente no puede recordar, en ese tiempo, qué había escrito dos años atrás en una época parecida. Coincidentemente, ambos textos llevan fecha del mes de octubre, aunque, en claro contraste, uno está escrito por la noche y el otro por la mañana. Ambos parten de una evocación musical (el concierto de De Gregori, en el primero, y la canción de Baglioni, en el segundo) y suceden en la misma habitación de su casa romana.

A esta coincidencia se le opone un contraste. En el primer texto Inés no desea escuchar la música, precisamente para no evocar emociones; en el segundo está escuchando a Baglioni y la música la retrotrae emocionalmente a sus recuerdos, 16 años atrás. Esta remembranza le suscita el ambiente cerrado de su casa familiar, una mañana de domingo, en contraposición con la luz solar, los árboles y el ruido de la calle, que no puede penetrar en el interior de la «jaula» en que transcurre su vida, experiencia semejante a la de aquella noche del sábado 7 de octubre, en que prefiere quedarse cerrada en su habitación, o en la oscuridad de un cine, volviendo a ver películas ya vistas, aunque esto signifique dejar escapar la vida.

Sin embargo, ahora, dos años más tarde, hay una diferencia; no en la soledad, sino en el modo en que se vive. Ha cambiado la depresión por un velo de melancolía. Antes el encierro era voluntario, evitativo de toda emoción. Ahora, la ventana, abierta de par en par, permite contemplar la belleza del mundo; su corazón está abierto a las emociones: ahora es capaz de gozar, de vivir y de ver la belleza del mundo. Lo ha conseguido, aunque no sabe muy bien cómo. Ya no se compara con la multitud de jóvenes que salen a divertirse por la noche; ella goza en soledad del esplendor del día, de la luz de la que antes se ocultaba. No sale todavía a divertirse, pero deja que el mundo entre por su ventana e inunde su habitación, que ha dejado de ser oscura para volverse luminosa. La soledad ya no es aislamiento del mundo, sino contacto consigo misma, y desde este contacto puede verlo en todo su esplendor.

En la gráfica 11 se representa la macroestructura en la que se comparan ambos textos a partir de dos oposiciones centrales, la temporal en el eje vertical «antes ↔ ahora» (octubre 1995 ↔ octubre 1997), y la semántica en el eje horizontal «no conseguir ↔ conseguir» gozar, vivir, ver la belleza del mundo. Este es el gran cambio producido. Lo que no ha cambiado en los textos es la situación de soledad. La oposición «sola» ↔ «los demás, todos juntos» continúa persistiendo, al igual que «encerrada sin salir» ↔ «salir». Pero ahora hay también otro cambio importante: antes estaba sola en casa «deprimida», ahora está sola en casa «melancólica», pero ya no está «con las ventanas cerradas» ↔ «sino abiertas» por donde entra la vida, en forma de luz, que antes se le escapaba. Todavía le falta poder «divertirse» con los demás; pero ya es capaz de «disfrutar» de la belleza del mundo y dejar que este penetre en el interior de su casa y llene su alma de paz (véase gráfica 11).

Gráfica 11

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Este trabajo de análisis y síntesis textual, apuntado solo en sus rudimentos hasta ahora, no se justifica a nuestro entender únicamente por un interés lingüístico o literario, sino fundamentalmente terapéutico. En efecto, todas las terapias se remiten en último término al discurso del paciente. El discurso no es más que la representación mental del mundo de vivencias personales, el lugar de construcción del sujeto y de su mundo. Pero este mundo no es directamente comunicable ni analizable, sino a través de su expresión textual. El texto se convierte pues en el objeto mediador entre el emisor y el receptor. Comprender un texto requiere atribuirle un significado isomórfico con la intención discursiva del autor. Ahora bien, interpretar la intención del autor es una tarea hermenéutica. En el contexto terapéutico esto es relativamente fácil, a través del proceso de negociación del significado.

Pero no siempre la intención del autor es transparente, ni siquiera para él mismo. Con frecuencia el paciente se queja de no saber lo que le pasa, de no saber lo que quiere o de no saber qué significan sus síntomas o sus sueños. En este caso nos hallamos ante un texto cuya relación con el discurso es opaca incluso para el autor mismo. No queremos entrar aquí en la discusión de si esta opacidad se debe a la duplicidad consciente/inconsciente que ha postulado el psicoanálisis para explicar este fenómeno. Para nosotros, desde el punto de vista textual, basta la oposición implícito/explícito para dar cuenta de él. Hacer explícito aquello que está implícito en el texto es precisamente tarea de la hermenéutica textual; no es desvelar una verdad oculta y misteriosa, ajena al propio sujeto, sino poner de manifiesto la significación profunda de las propias vivencias y sus relaciones estructurales con la construcción de la experiencia. El análisis textual se convierte, de este modo, en el instrumento metodológico (la llave) que da acceso al núcleo discursivo de la propia existencia y abre el camino al cambio terapéutico. Es una forma de interpretación que respeta la intención del autor, buscando su acuerdo a través de la negociación, pero ampliando el alcance del discurso hasta allí donde llegan los límites del texto.

A través de esta negociación se desarrolla un proceso de co-construcción del significado que tiene por sí mismo un efecto terapéutico. El discurso del paciente es muchas veces patológico no por sus condiciones de textualidad, sino por su reiteración infructuosa, por su incapacidad de evolucionar hacia nuevos significados. Como dicen Anderson y Goolishian (1991), desde este punto de vista, la terapia no es más que «una oportunidad para explorar nuevas realidades, compatibles con nuestra tendencia humana a atribuir significado a nuestra experiencia». Se trata, en cierta manera, de una vuelta al diálogo mayéutico o socrático, pero no para encontrar una verdad ideal o trascendental innata e inscrita en nuestras almas, sino para reconstruir el sentido de un discurso que se ha ido gestando a lo largo de la existencia, dando lugar a la formación de una matriz discursiva, donde se generan todos los textos.

5. Aplicación del análisis textual a textos de estructura analógica: el análisis de los sueños

Si ya con los textos de estructura lógica con frecuencia resulta problemática su interpretación, esta dificultad aumenta exponencialmente con los textos de naturaleza analógica, particularmente los sueños, tan frecuentes en el ámbito terapéutico Al margen de si los sueños se producen al azar, consisten en transformaciones de estímulos íntero o éxtero-ceptivos desencadenados durante el reposo, se forman a partir de residuos de imágenes diurnas, remiten a imágenes arquetípicas inconscientes, constituyen la vía regia al inconsciente reprimido o, simplemente, responden a descargas neuronales aleatorias provenientes del tronco encefálico, producidas espontáneamente durante la fase REM, el hecho es que muchos pacientes traen el relato de un sueño a las sesiones de terapia.

Independientemente, pues, de la múltiple funcionalidad del sueño, este constituye un fenómeno significativo que puede convertirse en precioso instrumento de trabajo terapéutico para comprender, analizar y resolver nuestros problemas. Clara Hill (1996) ha sintetizado en los siguientes puntos los presupuestos del trabajo terapéutico con los sueños:

  1. los sueños no reflejan conflictos inconscientes, sino más bien diurnos;
  2. son personales y no pueden interpretarse sobre la base de interpretaciones estándar, recogidas en diccionarios;
  3. el rol del terapeuta es servir de guía y colaborador en su interpretación, más que actuar de experto conocedor de su significado;
  4. el mejor modo de trabajar con sueños toma en cuenta tanto los aspectos cognitivos, como los afectivos;
  5. los pasos necesarios para llevar a cabo un trabajo completo con los sueños son exploración, comprensión y acción.

Contar un sueño en psicoterapia implica, desde el punto de vista pragmático, que en su experiencia los sujetos le atribuyan algún posible significado, porque así lo presienten o lo piensan de acuerdo a lo que han visto en las películas o leído en libros y revistas.

Las posibles teorías implícitas de los pacientes sobre el significado de los sueños y su valor terapéutico plantean al terapeuta la necesidad de desarrollar una metodología para abordar su utilización y análisis en psicoterapia. Desde el Psicoanálisis (Freud, 1900 y Jung, 1961) a la Gestalt (Perls, 1974), todos los modelos psicoterapéuticos, excepción hecha de los más estrictamente conductuales, han atribuido con mayor o menor énfasis algún papel significativo a los sueños y han elaborado algunas técnicas para trabajar con ellos en psicoterapia. Los distintos usos y abusos, en cualquier caso, han venido condicionados por los referentes teóricos propios del marco conceptual de cada modelo, haciendo difícil, e incluso con frecuencia incompatible, la transferencia de metodologías entre ellos.

La metodología de trabajo que seguimos aquí se basa en la consideración del sueño como un texto metafórico, dado que, excepción hecha para aquellas técnicas que trabajan el sueño en vigilia como un «ensueño dirigido» (Desoille, 1975), inducido con técnicas hipnóticas o que actúan el sueño dramáticamente en la sesión como la Gestalt, para el resto de técnicas psicoterapéuticas el sueño es un relato, que se presenta en la forma de un texto. De este modo, el sueño experimenta el mismo proceso de transformación discursiva que las demás experiencias del individuo: estas son vividas en un momento determinado y construidas posteriormente en el lenguaje para darles significado y perpetuarlas en el recuerdo.

Desde esta perspectiva, el sueño pertenece a la categoría de los textos analógicos, conformada por metáforas, parábolas, cuentos, fábulas, proverbios, etc., cuya interpretación exige su conversión en un texto lógico, mediante una recontextualización semántica global. La característica común a este tipo de textos es la falta de correspondencia entre el significado literal y el intencional, un significado que, como indica la palabra «metáfora» se sitúa a un nivel distinto (por encima) del literal, lo que permite diversidad de lecturas sujetas, inevitablemente, a un proceso de interpretación y las exime, además, de la exigencia de veracidad, aunque no de la de plausibilidad.

Siendo los sueños textos predominantemente analógicos o metafóricos (Lakoff, 1993) precisan, en consecuencia, ser transformados en textos lógicos, donde los componentes textuales mantengan no solo una coherencia entre sí, claramente identificable en la estructura textual, sino con relación al mundo exterior, es decir, que sean isomórficos con el contexto existencial en que se produce el sueño.

Ahora bien, no todos los sueños presentan el mismo grado de transformación analógica o de metaforización, siendo algunos claramente isomórficos con la experiencia real (sueños literales, subsecuentes a una vivencia más o menos actual o inmediata, o incluso premonitorios de acontecimientos por venir), mientras que otros, la mayoría, presentan una estructura analógica, requiriendo una serie de operaciones interpretativas que pueden representar distinto grado de complejidad o de dificultad según los casos. Las operaciones que exige llevar a cabo su análisis se producen básicamente a tres niveles, manifiesto, transformativo y generativo, correspondientes a las siguientes funciones específicas: construcción, comprensión e interpretación de los textos. A estas operaciones hay que añadir la de contextualización pragmática que, en nuestro caso, hace referencia al uso del sueño en psicoterapia, al sentido de su inclusión, tanto por parte del paciente como del terapeuta, en el conjunto del proceso psicoterapéutico. Una exposición más completa de cuanto desarrollamos en este apartado, puede hallarse en Villegas y Ricci (1998) accesible desde el anexo (MV 05).

5.1. La construcción del texto onírico

Dado que el sueño está constituido básicamente por sucesiones de imágenes que, independientemente de su origen, se forman espontáneamente sin planificación previa o consciente por parte del sujeto, su transformación en un relato requiere la observancia de ciertas condiciones de textualidad comunes a todos los textos, tales como las relativas a la codificación morfo-sintáctica, la selección del léxico y la organización micro y macro-estructural de las frases. De este modo, cuando el paciente trae a sesión el relato de uno sus sueños suele haber realizado ya, previamente, el trabajo de transformación del sueño en un texto que cumple suficientemente las condiciones de textualidad. Las características particulares de los sueños pueden afectar, sin embargo, al proceso de su construcción textual. A veces el relato se construye en la misma sesión, gracias a la evocación gradual de los recuerdos ligados al sueño, a medida que va avanzando el relato. En estos casos, el proceso de planificación puede ir paralelo al de producción y dar lugar a un texto de construcción vacilante que, sin embargo, llegue a conseguir espontáneamente un formato textual.

5.2. La comprensión del texto onírico

Tal como hemos apuntado anteriormente la comprensión del texto onírico pasa por un proceso de recontextualización semántica, consistente en otorgar al sueño un significado intencional, a través de la transformación de los significados metafóricos en sus equivalentes intencionales. Así, por ejemplo, el sueño de la roulotte de un paciente de nacionalidad italiana, al que ya hicimos mención en la introducción del primer volumen de esta obra (Villegas, 2011, p. 33), que empezó a desarrollar un sintomatología agorafóbica después de haber establecido la fecha para el matrimonio con su novia:

Voy en coche arrastrando un kiosco de diarios como si fuera una roulotte. De repente me avanza a toda velocidad un coche deportivo descapotable en el que van dos amigos míos con los que solíamos ir de bares, acompañados de dos rubias despampanantes en minifalda.

La roulotte representa un medio de transporte lento y pesado en contraposición al coche deportivo de sus amigos con los que solía ir de bares antes de prometerse. El sueño pone de manifiesto la oposición entre los vínculos matrimoniales contraídos y la libertad celibataria a la que se ha visto obligado a renunciar: «no puedo correr, no puedo escapar; estoy condenado a lo “cotidiano”» (en italiano periódico se dice quotidiano o giornale, lo de cada día, la rutina).

Esta operación transformativa consiste en un proceso de traducción del texto onírico (analógico), a un texto lógico, coherente con el contexto de producción inmediato. Una forma sistemática de proceder a esta recontextualización es considerar el sueño como un «cuento» que, de acuerdo con el análisis que hacía Propp (1985), consta de un escenario, unos personajes o actores y unas acciones (Villegas, 1995b). Una vez identificados estos tres componentes narrativos se procede a insertarlos en el marco de la experiencia actual del sujeto, que sirve de contexto semántico para comprender la metáfora del sueño como un cuento o una parábola de la propia existencia. En este marco semántico los elementos metafóricos del sueño se comprenden por sus relaciones implicativas con el contexto extra-textual en el que se produce el relato onírico. La comprensión del sueño implica, pues, tres etapas, correspondientes a los siguientes niveles:

  1. nivel manifiesto: el reconocimiento de las funciones narrativas de los distintos componentes literales en el texto: escenario, actores y acciones.
  2. nivel transformativo: la denotación de los elementos intratextuales en referencia a los extratextuales, el pasaje de la literalidad a la intencionalidad.
  3. nivel generativo: especificación del contexto de producción existencial e inmediato del sueño donde se ilumina la relación literal → intencional, cuyo conocimiento, aunque aquí esté señalado en tercer lugar por razones de complejidad, con frecuencia debe ser previo al segundo, el transformativo.

El sueño de las mesas del restaurante

En el sueño que transcribimos a continuación y que hemos denominado el «sueño de Carla o de las mesas del restaurante», puede seguirse paso a paso todo el proceso:

Texto:

He soñado que salía a cenar a un restaurante con un hombre, que en realidad no conozco. Cuando estábamos sentados a la mesa me he dado cuenta de que en otra mesa, al lado, estaban también comiendo mis padres. De repente mi padre se levantaba de su mesa y se acercaba a la nuestra y, poniéndose en medio de nosotros dos, vomitaba bilis.

Nivel manifiesto

–Escenario: un restaurante, dos mesas.

–Actores:

–Mesa 1.ª Carla y un acompañante masculino indeterminado.

–Mesa 2.ª Los padres de Carla.

Acciones:

–El padre se levanta de su mesa y se acerca a la mesa de Carla.

–Se pone en medio de Carla y de su acompañante.

–Vomita bilis sobre la mesa.

Nivel transformativo

Denotaciones intratextuales:

–acompañante masculino indeterminado = hombres en general.

–ponerse en medio = interponerse, entrometerse.

–vomitar bilis = expresar disgusto o rabia.

Nivel generativo

Síntesis discursiva:

El padre se interpone en las relaciones masculinas de Carla, expresando su disgusto.

La comprensión de un texto onírico requiere, como hemos dicho, una recontextualización en el contexto experiencial inmediato donde se produce, coherente, a su vez, con un contexto remoto, más estable o estructural, denominado existencial, que en este caso puede ser resumido de la siguiente manera:

«Carla es hija única de un matrimonio que tiene su residencia en el sur de la península. A los 20 años se casó para poder salir del domicilio familiar, independizarse y terminar sus estudios. El matrimonio del que tuvo un hijo que vive con ella, duró poco. Consiguió terminar sus estudios universitarios en contra de la opinión de los padres y actualmente es una muy buena y reconocida especialista en su campo profesional.

Desde que se marchó de casa vive en el norte de la península, por lo que las relaciones con los padres no son constantes, aunque frecuentes por vía telefónica o durante los períodos de estancia de los padres en su casa o, inversamente, de los de ella en la casa paterna durante las vacaciones.

Las relaciones afectivas con los padres son particularmente intensas. La madre ha necesitado siempre de la hija, puesto que pertenece a aquella categoría de personas que están siempre “enfermas”, delicada del corazón y víctima de otras innumerables enfermedades reales o imaginarias. Siendo ella hija única resulta fácil comprender cómo tuvo que asumir bien pronto roles maternales respecto a sí misma y a sus propios padres. Esta situación propició una relación particularmente intensa con el padre que podríamos calificar de cuasi-marital, convirtiéndose en su cuidadora, acompañante y encubridora. Esta relación, aunque mediada por una distancia de más de mil kilómetros, continúa de formas más o menos sutiles o indirectas, particularmente a través de presiones psicológicas y económicas.

Los padres gozan de una posición económica acomodada, por lo que, a pesar de que ella se gana bien la vida, le pasan una asignación mensual que le permite vivir con desahogo sin reparar en gastos, tanto para sí misma como para la educación de su hijo, al que los abuelos están muy aficionados. De este modo, los padres la mantienen siempre en deuda creando vínculos de una dependencia afectiva y económica.

Precisamente el día anterior a la formación de este sueño se había producido una conversación telefónica entre padre e hija, representativa al máximo de esta situación, que había terminado con enfado mutuo. El padre llamó a la hija para comunicarle planes que involucraban las vidas de ambos. Habiendo llevado a término unos negocios sustanciosos pensaba invertir las ganancias en la compra de una casa en cuya planta inferior ella, nuestra paciente, podría establecer su despacho, probablemente con gran éxito, dada la escasez de profesionales de su especialidad en aquella ciudad del sur. En la primera planta vivirían los padres y ella en la superior. De este modo estarían siempre en contacto para cuando se necesitaran. La casa, naturalmente, la pondría a su nombre, pasando ella a ser la propietaria.

La hija reaccionó violentamente a estas pretensiones puesto que para ella significaban la pérdida de la independencia personal y afectiva, a lo que el padre reaccionó todavía más violentamente acusándola de no saber regularse económicamente, de no tener en cuenta las necesidades de sus padres, de su fracaso matrimonial y de no saber escoger las compañías masculinas con las que sale en la actualidad. De hecho, los diversos intentos de formar una pareja sexual y afectiva estable, incluido su matrimonio, han fracasado, como si viniera a confirmar la imposibilidad de casarse con alguien mientras se deba a sus padres.»

En el reciente contexto de relaciones conflictivas con el padre el sueño del restaurante constituye una óptima metáfora, capaz de convertirse en la síntesis discursiva del significado de la experiencia tanto inmediata como remota de Carla: «El padre se interpone en las relaciones de su hija con los hombres (se acerca a la mesa y se pone entre Carla y su acompañante), ofreciéndole la oportunidad de volverse a vivir con la familia y desarrollar su profesión en su ciudad natal con todas las ventajas y comodidades económicas. Esta oferta es rechazada por la hija que la interpreta como un intento de alejarla de su mundo profesional y afectivo actual para retenerla egoístamente a su lado. El padre expresa su rabia y su disgusto ante este rechazo (vomita bilis).»

Este significado se negocia con la paciente en la misma sesión donde expone el sueño y se convierte en un instrumento de notable valor terapéutico, puesto que permite ver simultáneamente la posición del padre y la de la hija, facilitando una operación dialéctica de centramiento y descentramiento. En este proceso de negociación del significado la paciente aporta nuevos datos. En la conversación telefónica que antecede al sueño el padre expone de forma muy cruda su posicionamiento: «Pido a Dios por tu trabajo. No pido a Dios por aquello que tú quieres: volverte a casar y tener una familia. No quiero que tengas una familia. Tu familia somos nosotros».

5.3. La interpretación del texto onírico

La condición de textos metafóricos o analógicos exime a los relatos oníricos y, en consecuencia, a su interpretación de la exigencia de veracidad, pero no de la de plausibilidad. Como hemos comentado ya anteriormente la plausibilidad de la interpretación del texto onírico está en función de las garantías de encaje con el contexto más o menos inmediato en que se produce y en consonancia con el contexto existencial, en el que se desarrolla la vida del autor del sueño. La hipótesis que sustenta este punto de vista es que el sueño nace de la experiencia existencial del sujeto y que, en consecuencia, se inscribe discursivamente en él. Interpretar un sueño equivale a señalar el punto de fusión del contexto onírico con el contexto existencial, donde se ponen de manifiesto los orígenes genotextuales del sueño.

Una lectura plausible del texto onírico requiere, por tanto, un conocimiento del contexto experiencial que le otorga sentido y no puede hacerse al margen de él. Este contexto, como hemos señalado, es tan inmediato –lo que ha sucedido recientemente, generalmente en el espacio de unas 48 o 72 horas– como remoto –el contexto existencial en el que se desarrolla la vida del paciente–. La propia Carla, unos años más tarde, después de un largo período sin acudir a terapia, reinicia el contacto y cuenta el siguiente sueño:

Acude a un centro de llamadas internacionales, regentado por unos sudamericanos. Quiere comunicarse con África para ver cómo están. El local dispone de una pantalla de televisión gigante donde se ve a los interlocutores. La comunicación se activa y aparecen escenas de África. Al cabo de un rato quiere cortar la conexión porque ya lo ha visto, pero no hay manera. Pide ayuda a los empleados del centro pero por más botones que tocan o incluso cables que desconectan la pantalla continúa encendida, mientras el contador va marcando inexorablemente el tiempo que pasa y el dinero que va costando. Al final se marchan todos y se queda ella sola peleando con la pantalla que no se desconecta ni a tiros y el contador, que no hay manera de detenerlo. Ante esta situación se desespera; incluso intenta destruir la pantalla sin conseguirlo, hasta despertarse notablemente alterada y ansiosa.

El sueño pone de manifiesto el coste en tiempo y dinero que le han acarreado y le están acarreando a la paciente sus relaciones afectivas con hombres africanos, que durante estos últimos años ha mantenido, de las que además no se puede desprender porque sus consecuencias se prolongan indefinidamente en el tiempo. En este lapsus se han cruzado en su vida tres hombres africanos.

El primero, era un hombre que practicaba la magia y la sanación chamánica, que la engañó con otras mujeres, dejándola por una de ellas. Pocos días antes de este sueño, soñó que era acogido por otra mujer y ella se sentía tranquila por ello.

El segundo, del que tuvo dos hijas que actualmente tienen 14 y 11 años, la maltrataba y abusaba de una de las niñas. Se separó de él por estos motivos y además tuvo que alejarse del domicilio (vendió el piso que era suyo para comprar una casa fuera) para evitar encontrarse con él, que frecuentaba a una mujer que vivía en el mismo bloque. Se arrepiente de haberle ayudado a obtener la nacionalidad española, aceptándolo como marido.

El tercero, norteafricano, la había seducido con falsas promesas. Planteaba trasladarse a España, porque tenía un negocio de utillaje médico que ya mantenía con nuestro país. Estaba en trámite de divorcio, pero desapareció después de que ella le prestara dinero en varias ocasiones.

En la actualidad, aparte de tener que hacerse cargo de sus hijas, tiene dificultades para mantener su nivel de vida por los enormes gastos de la casa y la incomodidad que le supone vivir fuera de la ciudad, de modo que quiere vender la casa y comprar un piso, pero la operación económica implica un notable riesgo si no consigue simultanear ambas operaciones. Está claro, como sugiere el sueño, que no hay manera de desconectarse de su vinculación con el pasado africano.

Es evidente que nadie como el sujeto mismo conoce el propio contexto, lo que le coloca en una posición privilegiada para ejercer la función hermenéutica de sus sueños; pero también lo es que por el conocimiento que el terapeuta adquiere a lo largo de su trabajo con el mundo experiencial del sujeto pueda contribuir a su interpretación. Se trata de un trabajo de co-construcción de una narrativa donde la negociación del significado se regula por el criterio de coherencia tanto interna como externa, del texto, en relación al contexto de producción.

5.4. Contextos próximo y remoto

Interpretar un sueño requiere, pues, un doble conocimiento contextual: próximo o inmediato (contexto de producción) y remoto (existencial). Evidentemente, la persona más próxima a ambos es el propio paciente y de él habrá que obtener la información necesaria para los dos. Por ello, el mejor intérprete de su sueño, como en el caso que hemos visto anteriormente, es el propio paciente, lo que no quita que el conocimiento genérico del terapeuta, tanto psicológico como específico respecto del paciente, obtenido a través del tratamiento, le otorgue una perspectiva privilegiada para poder colaborar en esta tarea interpretativa. La falta de consideración del contexto próximo o remoto puede llevar a conclusiones erróneas y hasta perjudiciales para el paciente. Una lectura literal, descontextualizada, del siguiente sueño (Kuhne, 2008) podría inducir erróneamente, por ejemplo, a una interpretación en clave homosexual o zoofílica.

Estaba en un campo de fútbol, tirado sobre el césped húmedo. No sé si apareció o si ya estaba allí, pero el hecho es que a mi lado, a mis pies, había un gorila. Oscuro y peludo. Se pone encima de mí; me desea sexualmente; quiere penetrarme. Yo no quiero que lo haga, tengo la sensación de que me asusta. Lo extraño es que no deseo que lo haga ahora. Es como si pensara: «ahora no, no tan rápido».

El conocimiento del contexto de producción y la lectura en clave analógica del sueño, sin embargo, nos pone en la vía de otra interpretación. Este sueño, en efecto, se produce pocas horas después de que el paciente haya tenido un encuentro sexual fallido con una ex-pareja. Antes de consumar la relación ella lo había rechazado, pero ante su insistencia finalmente accedió. Hasta ese momento él no entendía su rechazo; su incapacidad para empatizar con ella le impedía ponerse en su lugar. Tal vez sí deseaba tener relaciones sexuales con él, pero no de ese modo, brusco e inmediato. En el sueño se veía a sí mismo como ella lo veía a él: como un gorila impulsivo y arrollador, como un animal. Tenía que reconocer su actuar brusco y hasta desconsiderado. Este cambio de perspectiva le permitió darse cuenta de cómo era percibido por otros y de la participación que él tenía en el rechazo de la pareja. De este modo, la incomprensible reacción inicial de ella adquiere sentido si es leída en clave metafórica a través del sueño. Además, se abre con ello el acceso a la comprensión de las emociones que le motivan a actuar impetuosamente.

5.5. Clasificación de los sueños en psicoterapia

Resulta prácticamente imposible pretender una clasificación de los sueños partiendo de sus contenidos. Estos pueden ser tan variopintos o incluso más que los textos de ficción. La posibilidad de mezclar escenarios reales o imaginarios, personajes vivos y muertos, conocidos o desconocidos, la licencia que les otorga su condición analógica para transgredir las reglas temporales, causales, etc. que afectan a la acción, de hecho permite una combinatoria casi infinita de desarrollos temáticos en los sueños.

Aunque es posible encontrar elementos comunes a muchos sueños –tales como correr, volar, caer, etc.; emociones de miedo, angustia, tristeza o alegría; situaciones como estar desnudo, perder un transporte, buscar o encontrar un tesoro, etc.; lugares: la casa, la calle, el coche, etc.–, no lo son en mayor medida que en cualquier otro tipo de narración, donde los argumentos se repiten impunemente. Aunque es lícito, sin duda, como hemos defendido en otra parte (Villegas, 1993b y 1997) a propósito del análisis transtextual, buscar comunalidades entre textos de cualquier tipo, esto no justifica la reducción de sus componentes a significantes de carácter universal que puedan catalogarse en listas de diccionarios. Los sueños, como cualquier otro tipo de texto, no son reductibles a sus componentes singulares, sino que deben analizarse en el conjunto de su entramado contextual, el cual, como concluyen la mayoría de estudios sobre el contenido de los sueños, remite generalmente a los intentos de resolver los conflictos de la vida diurna. El análisis de contenido de los sueños no debe confundirse, pues, con su interpretación. Esta exige la comprensión del significado del sueño para la persona, lo que implica conocer las condiciones de producción –el contexto experiencial del sujeto que lo sueña– y las relaciones de coherencia semántica con el mundo discursivo que lo genera, el contexto existencial.

Partiendo del supuesto de que los sueños deben considerarse en el contexto existencial, idiosincrásico, del sujeto, algunas categorías genéricas, sin embargo, pueden ser establecidas desde la diversidad de tipologías textuales bajo la que pueden presentarse o al momento procesual de la terapia en que se producen.

5.6. Tipologías textuales de los sueños

Desde el punto de vista de la tipología textual es posible distinguir básicamente cinco modalidades específicas en los sueños:

Con frecuencia, en un sueño se sobreponen distintas modalidades, siendo arbitraria la clasificación que se le quiera dar, que depende del punto de vista que se privilegie. En tales casos pueden señalarse algunos, todos ellos, o solo alguno en particular que se considere predominante. En el sueño «la barca de Caronte» (véase más adelante) predomina la modalidad narrativa (escenario, personajes, acción, nudo, desenlace), pero son evidentes los elementos simbólicos («el arca»), y hasta mitológicos («la barca de Caronte»), los elementos kinestésicos (la subida al monte, la caída por el tobogán), y descriptivos (la cima del monte, el río subterráneo).

5.6.1. Tipologías funcionales de los sueños

Al igual que nos parece posible una clasificación de los sueños en virtud de una tipología textual, como la que hemos ensayado más arriba, también creemos poder otorgarles una categoría relativa a la función que desempeñan en el proceso psicoterapéutico, es decir, aquella función que expresan con mayor o menor claridad o aquella para la que se pueden utilizar en el proceso de la psicoterapia. Una justificación para esta tipología funcional proviene de la observación sistemática de que los sueños suelen seguir una evolución paralela al proceso terapéutico. Este traduce un proceso de continua reorganización, integración y neoformación discursiva que se refleja en la evolución del texto onírico.

Los distintos momentos procesuales parecen encontrar su plasmación también en los sueños, y podrían catalogarse según el nivel de complejidad de construcción epistemológica y moral implicado, que hemos descrito a propósito de la entrevista evolutiva (Villegas, 1993a): como quiera que la combinatoria de los distintos posibles niveles sería casi infinita hemos preferido reducirlos a las siguientes modalidades, atendiendo al grado de elaboración epistemológica del problema y a la posición moral frente al mismo que suele acompañarlo.

5.7. La función pragmática de los sueños

Considerado como texto, el sueño ejerce una función equivalente a la función representativa del lenguaje, que Halliday (1973) identifica con la necesidad de comunicar información, en ese caso al propio autor del sueño. Es como un diálogo interno en el que el autor se informa a sí mismo sobre sí mismo a través de representaciones analógicas. Los elementos del sueño configuran un escenario metafórico en el que las relaciones intra y extra-textuales crean un mundo de significados, análogo al mundo de vivencias que el sujeto experimenta en su particular situación histórica y afectiva y, eventualmente, también referido al mundo relativamente nuevo de vivencias creado por la propia terapia. En este sentido, más allá de su contenido semántico, los sueños con frecuencia también cumplen una función pragmática, cuyo objeto es comunicar algo al terapeuta sobre la propia vivencia de la terapia o de la relación terapéutica como tal. En este contexto pragmático podemos considerar cinco tipos de sueños relativos: a la naturaleza de la terapia, al momento procesual de la terapia, a la relación actual del paciente con el terapeuta, o a la relación de un miembro con el grupo terapéutico. Eventualmente, también se da el caso inverso en el que es un sueño del terapeuta sobre el paciente el que se convierte en objeto de comunicación pragmática por su pretendido valor terapéutico.

5.8. El trabajo con sueños

Como modelo de trabajo con los sueños en psicoterapia, desarrollamos el siguiente, al que hemos titulado

La barca de Caronte

Laura, paciente de 42 años, profesional liberal, casada con un hombre separado con dos hijos, de quien ha tenido otro hijo de seis. En la actualidad tiene que hacerse cargo, además, de los hijos del marido (una chica de 15 y un chico de 12 años) por muerte accidental de la ex-mujer. Su matrimonio es muy insatisfactorio: el marido tiene una buena posición económica, pero gasta mucho dinero en el casino y la maltrata psicológicamente con desprecios e indiferencia.

En estas circunstancias ha conocido a Marcelo, un profesional de renombre internacional, unos 15 años mayor que ella, de quien se enamora platónicamente y con quien mantiene algunos encuentros esporádicos. Por algunos de sus colegas se entera de la muerte repentina de Marcelo en otro país donde estaba de viaje, y desarrolla un intenso duelo cuya elaboración se expresa en el siguiente sueño que hemos titulado «La barca de Caronte».

Estaba subiendo una gran montaña, escalando con esfuerzo y dificultades. Al llegar a la cima había una planicie y, en medio, una gran arca. Quería abrir el arca porque creía que en su interior se escondía el misterio de la felicidad, la solución de todos los misterios, la explicación del sentido la vida. Pero no podía abrirla; por más esfuerzos que hacía para desarmar la cerradura resultaba imposible abrirla. Entonces yo exclamaba: «El arca no se abre». Alguien que me estaba observando me decía: «De este modo no lo conseguirás nunca. Prueba apretando por un lado».

Pero al apretar por un lado las palabras se juntaban:

El arcano se abre –> El arcano se abre». Pero si lo estás diciendo: El «arcano» se abre; se abría y yo me introducía en su interior. Al hacerlo, me veía como succionada por un gran agujero: al principio era como un deslizamiento a gran velocidad por un larguísimo tobogán; más adelante ya era una caída libre en el vacío. Finalmente iba a dar con mi cuerpo en una corriente de agua subterránea, como un río o una vena de agua del interior de la tierra.

Por este río subterráneo navegaba una barca en la que iba Marcelo, acompañado de dos personajes que podían ser los barqueros. Estaba muy pálido y macilento. Yo me ponía a una orilla, siguiendo la barca y quería subirme a la barca con él. Pero él se enfadaba y me gritaba que me fuera, que aquel lugar no era para mí; que él tenía que continuar solo su viaje. Yo me entristecía y me acurrucaba en un lado de la orilla.

Entonces Marcelo pedía a los barqueros que detuvieran la barca por un momento, para acercarse a mí. Llegaba a mi lado y me pedía con energía y decisión que lo dejara solo, que aquel era su viaje, que yo no podía acompañarle. Que me volviera a la tierra, a la vida. Marcelo volvía a subirse a la barca y se alejaba en la penumbra hasta que su figura se desdibujaba del todo y lo perdía de vista.

En este momento miré el reloj y eran las cinco y media: «Dios mío, la hora de ir a buscar a Sergio al colegio» (su hijo de seis años). Y me desperté.

El contexto próximo de este sueño corresponde a la muerte reciente de Marcelo, por quien Laura sentía una fuerte atracción amorosa, que por varias circunstancias, entre ellas la de estar casada y al cargo de tres hijos, vivir en países distintos, haberse visto solo en encuentros ocasionales, etc., no había podido llegar a materializarse. A pesar de ello, Laura está atravesando un duelo muy intenso, porque para ella se había creado una fuerte vinculación amorosa, de modo que parece que de esa relación dependiera su felicidad, que le llevara a querer juntarse con él en el reino subterráneo de los muertos. Él, sin embargo, accediendo a hablar con ella un momento le señala los límites entre el reino de los vivos y el de los muertos, adonde ella no puede seguirle. Esta evidencia la deja en un estado de postración. Ha fatigado mucho para poder llegar hasta este encuentro, para constatar que tanto esfuerzo es inútil. El sueño reproduce el momento de duelo por el que Laura está atravesando, que oscila entre la negación y la negociación, destinadas a retener a Marcelo a su lado; pero este tiene que emprender solo su viaje y ella no puede acompañarle: tiene que cuidar de ella y de su hijo. Experimenta al mismo tiempo una profunda tristeza al ver que la barca se aleja y de alguna manera empieza a aceptar la realidad evocada por las palabras de Marcelo.

Este sueño lo tiene Laura poco antes de Navidad (contexto inmediato de producción); el amante había muerto a finales de verano del mismo año. En la Navidad ha adornado la casa y ha buscado elementos simbólicos para expresar la idea de renacimiento: la vida es una cadena; ahora continúa con su hijo que le necesita, no con Marcelo por quien no puede hacer ya nada. En el sueño aparece también el terapeuta, quien en forma de ese personaje indefinido le hace observar que «el arcano se mueve», y le invita a penetrar en el duelo y a recorrer sus fases despidiéndose definitivamente de Marcelo. Poder compartir el sueño con el terapeuta y hacer una lectura de su significado en el contexto inmediato y remoto (existencial) contribuye al efecto terapéutico del propio sueño.

El proceso de elaboración del duelo, puesto de manifiesto a través del sueño de Laura, sugiere la posibilidad de sustituir el ejercicio de la silla vacía propia del duelo por el de la «barca de Caronte», particularmente en los casos de dificultad de despedida del difunto, donde el desplazamiento de la barca por el río expresa el alejamiento de este mundo hacia el más allá (el Hades o mundo de los muertos) en contraposición a la estaticidad de las sillas.

A diferencia, también, del ejercicio de las sillas, el vivo y el muerto no comparten el mismo lugar, puesto que el primero permanece en la orilla mientras que el difunto se desplaza por el río subterráneo en la barca. El encuentro se realiza en un lugar «arcano» o misterioso, de naturaleza espiritual, a medio camino entre el mundo de los vivos y el submundo de los muertos, que confiere al encuentro un carácter trascendental.

La posibilidad de detener por unos instantes la barca para entablar un diálogo de despedida con el muerto posibilita, a la vez, el encuentro y el alejamiento definitivos en cuanto la imagen del río evoca el eterno fluir de la vida: «Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir» (Marquina). Esta bajada a los infiernos juega un papel de iniciación a la nueva vida que espera a ambos.

Después del coloquio el difunto continúa su viaje por las corrientes subterráneas hasta perderse en la lejanía. El superviviente vuelve a la tierra para continuar su vida en ausencia de la persona amada. Esta empieza a ocupar un nuevo lugar en la vida del superviviente (recuerdos, memorial, fundación, enseñanzas, presencia espiritual, etc.).

La perspectiva discursiva con la que hemos abordado el análisis de los sueños nos ha puesto a resguardo del halo misterioso que, desde los inicios de la humanidad, envuelve el mundo de lo onírico. Lejos de explicaciones arcanas y simbolistas, el análisis textual de los sueños permite entenderlos como textos analógicos o metafóricos, que adquieren su significado en relación a un contexto tanto intra como extra-textual. De acuerdo con Lakoff (1993) «las metáforas redefinen el sueño en el significado del sueño mismo, dado el conocimiento relevante del contexto de la vida del soñador». Este contexto puede ser inmediato (la información que aporta) y se construye gracias a la coherencia intratextual. En estas relaciones los elementos semánticos –palabras o imágenes del sueño– no tienen significados independientes o autónomos, sino contextuales. De este modo se supera la lectura simbolista de elementos aislados del texto, que tanto ha contribuido a fomentar la visión esotérica del sueño, aunque no se excluye en psicoterapia una lectura simbólica de un elemento del sueño, siempre que se lleve a cabo con la conciencia explícita de que se usa como meta-metáfora.

La tarea de contextualizar los textos en su contexto de producción existencial es la que corresponde a la tercera fase que hemos llamado interpretación. El contexto experiencial evocado puede ser más o menos inmediato, pero en cualquier caso debe existir una relación de coherencia entre texto y contexto, que hemos llamado extratextual, puesto que la información necesaria para su comprensión suele hallarse fuera de él. Interpretar no significa pues buscar un significado trascendente en otro mundo misterioso o arcano, sino dotar de sentido inmanente a un discurso inscrito en la experiencia vital.

Desde nuestro punto de vista la función procesual de los sueños correspondería a una actividad discursiva, por la que el sujeto humano se halla constantemente empeñado en otorgar coherencia semántica a la propia experiencia. Esta peculiaridad del sueño humano explicaría su estructura narrativa, como exigida por la necesidad cognitivo-afectiva de integrar las experiencias recientes y remotas en una coherencia histórica. Daría razón, igualmente, del hecho de que los sueños sean más abundantes, o al menos se recuerden con mayor intensidad, en épocas de crisis existencial, en las que es mayor la desestabilización emocional, en cuanto es mayor también la dificultad de integrar las experiencias contrastantes. Esta actividad discursiva de fondo reproduce la propia actividad de estructuración mental que es constante en el sujeto y que, retomando la expresión de Maturana y Varela (1984), constituiría la dinámica de su «organización autopoiética». De acuerdo con Ruggeri (1992) cabría concluir que la actividad onírica «constituye un sistema endógeno especializado que periódicamente se instaura en el orden mental y lo somete a procesos de naturaleza varia, cuyo fin sería restaurar, mantener y, donde sea posible, innovar el propio orden mental».

Resumen

Este capítulo versa sobre el análisis del discurso que de forma explícita o implícita subyace a cualquier texto. Este discurso adopta básicamente dos modalidades: lógica y analógica. La primera responde a los textos de la vigilia: autocaracterizaciones, narraciones, cartas, diálogos, etc. La segunda se centra en el trabajo con las producciones oníricas o sueños. En ambos se trata de buscar a través de diversas técnicas, tomadas del análisis textual y del análisis de los cuentos, la matriz de donde surgen o donde toman su origen. Esta siempre tiene que ver con los contextos vivenciales próximos o remotos que son los que le otorgan el marco apropiado para su comprensión.


5. Los recursos analógicos del terapeuta

La analogía es el puente que permite unir

la experiencia sensible con la representación mental.

LAKOFF Y JOHNSON (1986)

1. El discurso analógico como recurso terapéutico

El discurso lógico del terapeuta se lleva a cabo a través de sus intervenciones dialógicas, preguntas o cuestionamientos, escalamientos, confrontaciones, reflexiones, hipótesis, instrucciones, prescripciones, etc., más o menos presentes en su actuación en virtud de su modelo de adscripción teórica, cuyas implicaciones conversacionales acabamos de describir en los capítulos precedentes, así como en otros trabajos anteriores (Villegas, 1993b, 1996, 2003; Villegas y Nicolò, 2003). El discurso que emerge de esta interacción dialógica intenta organizarse alrededor de una estructura lógica, con un argumento que sigue un razonamiento y una secuencia sistemática de manera que llegue a una consecuencia o conclusión coherente, o al menos congruente, con las premisas del diálogo. De este modo, a la manera de un diálogo socrático, ejerce una influencia directa sobre el mundo de significados del paciente, contribuyendo a su construcción.

Los recursos analógicos, en cambio, constituyen un medio no invasivo ni directivo de hacer posible la co-construcción del significado en psicoterapia. Se trata más bien de recursos, que no de discursos terapéuticos. Se hallan constituidos por un conjunto de narraciones de carácter ficticio y paradigmático, a la vez, que no pertenecen ni a la historia del paciente, ni a la del terapeuta, sino al mundo imaginario de lo utópico y de lo ucrónico, y que pueden presentarse en formatos diversos como parábolas, cuentos, mitos, leyendas, novelas, tragedias, dramas, películas, etc.

Los recursos analógicos aparecen de forma lateral al contenido de las intervenciones. El terapeuta puede echar mano de dichos recursos en cualquier momento con finalidades terapéuticas, actuando no sobre la capacidad de razonamiento del paciente, sino sobre su imaginación o sensibilidad, facilitando de este modo el acceso al conocimiento o a la reflexión de un modo indirecto.

Las características irreales del discurso analógico lo hacen particularmente adecuado y flexible para ser aplicado («aplícate el cuento», como vulgarmente se dice) a múltiples situaciones y personas con intensidades e incluso niveles de significación distintos. No obstante, hay que asegurar que su carácter analógico o metafórico sea claramente comprendido y respetado, cosa que no siempre sucede, por ejemplo, en la esquizofrenia o con algunos pacientes obsesivos o paranoides.

De forma genérica podemos distinguir entre recursos ajenos y recursos propios. Los recursos ajenos, que trataremos en primer lugar, hacen referencia al inmenso thesaurus que nos ha dejado la producción literaria a lo largo de siglos y diversas tradiciones culturales en el pasado, a la que hay que añadir la incesante incorporación de nuevas obras y en formatos distintos, como el teatro, el cine o la televisión, surgidos al margen de la psicoterapia como tal, pero que pueden ser fácilmente reutilizados en su beneficio. Por recursos propios entendemos, en cambio, aquellos medios analógicos, verbales o no verbales, nacidos en el propio seno de la práctica terapéutica, o fácilmente asimilables a ella, o aquellos más idiosincrásicos que puede excogitar el terapeuta en su quehacer diario y que, naturalmente, son imposibles de catalogar de forma exhaustiva, a causa de la variedad interindividual de todos y cada unos de ellos, razón por la cual solo haremos referencia a algunos de los más compartidos habitualmente, a modo de ejemplo y estímulo a la creatividad de cada uno de los terapeutas.

2. Recursos ajenos

Los consideramos recursos terapéuticos en tanto en cuanto los vamos a utilizar en terapia, con este fin. Aunque originariamente no fueron creados en este contexto, la mayoría de ellos tienen además de su poder de entretenimiento una finalidad ejemplar, moralizante o instructiva, la moraleja, que en algunos casos, como en las fábulas o las parábolas, es constitutiva de su esencia. Participan en este sentido de formas ancestrales de transmisión oral del conocimiento experiencial, como las colecciones de refranes populares o proverbios y sentencias sapienciales que estudia la paremiología.

Una parte del saber acumulado a través del tiempo se ha concentrado en los llamados proverbios, formados por locuciones breves y concisas con una finalidad moralizante, instructiva o didáctica, que reciben también el nombre de «sentencias», «dichos» (dictia) o refranes. Algunos son exclusivos de ciertos ambientes o grupos culturales, y otros han alcanzado una difusión universal, frecuentemente con versiones locales muy características. La disciplina que se ocupa de ellos se llama paremiología.

3. Paremiología: refranes y cuentos

La paremiología (del griego paroimía, proverbio + logos, tratado) es el nombre que recibe el tratado de los proverbios, dichos, sentencias y refranes, que tienen una función didáctica, instructiva o moralizante, extraída de la información acumulada tradicionalmente a través de cientos o miles de años de historia. Esta información puede ser de muchos tipos: sociológica, gastronómica, meteorológica, histórica, literaria, zoológica, cinegética, toponímica, religiosa, agrícola… Con frecuencia, un refrán nace como condensación de un cuento tradicional, y expresa las creencias y supersticiones populares con más fidelidad que otras formas literarias. En otras ocasiones, por el contrario, posee un origen culto que deriva de los escritos de los filósofos, poetas, moralistas o de los sermones que durante la Edad Media se pronunciaban en lengua vernácula. Posee una particular retórica, en la que se cruzan el ritmo, el paralelismo, la antítesis, la elipsis y los juegos de palabras.

A diferencia de los relatos fantásticos, transmiten y dictan de forma lógica y directa el conocimiento (tanto moral, como didáctico) sin dejar mucho espacio a la interpretación, pues queda claro lo que quieren decir, por ejemplo, sobre la meteorología: «Año de nieves, año de bienes», «En abril, aguas mil» o «Hasta el cuarenta de mayo, no te quites el sayo». Abarcan una amplia gama de áreas de conocimiento experimental, pero persiguen sobre todo la transmisión de los conocimientos provenientes de la experiencia vital o moral. En nuestro ámbito cultural surgen en países (Persia, India, Arabia, China, Grecia, Roma, etc.) y nichos culturales o religiosos (hinduismo, taoísmo, budismo, judaísmo, cristianismo, sufismo, islamismo, etc.) o períodos históricos muy distintos (Antigüedad Clásica, Edad Media, Barroco, Ilustración, etc.) muchos de los cuales se han copiado o influido mutuamente entre unas culturas y otras, trasmitiéndose de generación en generación.

Los dichos son típicos y están asociados a cada lengua y cultura del país de donde proceden; los refranes se adaptan a los sitios donde se habla ese idioma y recogen imágenes familiares del lugar. Cada grupo lingüístico posee sus refraneros. En la lengua y literatura españolas, donde en una de sus obras cumbres, «Don Quijote de La Mancha», se hace un alarde de un acopio de ellos, se hallan contabilizados más de 160.000 refranes. Generalmente los refranes son anónimos, no se sabe de dónde proceden, o al menos no suele citarse su autor, caso de conocerse. Pueden hacer referencia a las enseñanzas de las experiencias de la vida, y otras veces exaltan virtudes o censuran conductas o actitudes.

3.1. El uso de refranes y proverbios en psicoterapia

En terapia la referencia a refranes y proverbios se hace casi inevitable en la medida en que el terapeuta o el paciente los utilizan en más de una ocasión al referirse a experiencias universalmente compartidas («No hay mal que por bien no venga»), a situaciones específicas («Quien mal anda, mal acaba»; «¿Dónde va Vicente?, donde va la gente») o a propósitos genéricos («Año nuevo, vida nueva»).

Conviene no abusar de su utilización, porque podría dar la impresión de que lo que le sucede al paciente no tiene una dimensión idiosincrásica y que, en consecuencia, no merece una atención particular. Así, por ejemplo, algunos pacientes se quejan, también con un proverbio: «Mal de muchos consuelo de tontos», con el que los demás responden a sus quejas sobre sus males aludiendo a la gente que se muere de hambre, enfermedades endémicas, inundaciones… y que hay como mínimo tres cuartas partes del mundo que están peor. Eso, cuando no aprovechan la ocasión para contar también sus propios males, estableciendo una especie de competición a ver quién está peor.

El recurso a proverbios, sentencias o refranes no deberá tener un efecto invalidador de la experiencia del paciente o servir de «consuelo de tontos», si no, si acaso, ilustrador de la naturaleza de las experiencias humanas, a fin de hacerlas más comprensibles y compartidas. Por ejemplo, la expresión «La gota horada la piedra» refuerza la idea de la constancia; «Ir por lana y salir trasquilado» puede expresar de forma vívida la experiencia de haber sido abusado, engañado o malinterpretado en lugar de aceptado, comprendido o alabado, o bien, cosechar pérdidas donde se buscaban ganancias; «Del árbol caído todos hacen leña», la situación de indefensión a que se halla expuesta la víctima; «Quien bien te quiere te hará llorar» resume muy bien la idea equivocada de muchos padres que han confundido la educación con la represión y la frustración; «Agua que no has de beber, déjala correr», en alusión a experiencias de abandono o pérdidas que ya son irrecuperables o a asuntos que no nos conciernen.

Algunas personas, como hacía Sancho Panza, las usan indiscriminadamente y para cualquier circunstancia, vengan o no al caso. Si es este el estilo de algún paciente conviene detectar hasta qué punto este recurso sirve para evitar hablar en nombre propio, como sucede frecuentemente con la utilización de la segunda o tercera persona del singular o la primera del plural que permite mantener una relación distante con el discurso, evitando el compromiso personal. Esta característica tiene que ver a menudo con el contexto cultural de la persona y con la poca diferenciación al respecto.

Una paciente del sur de Italia, que se había casado a los 15 años con un hombre 10 años mayor que ella y que, según sus propias palabras, «la había hecho crecer», se expresaba sistemáticamente con el uso y abuso de refranes o frases hechas. Refiriéndose al marido decía que tiene que ser del mismo pueblo: «marido y buey, de tu propia grey», y extendiendo sus quejas al conjunto de su relaciones, que a los hijos «les das la mano y te toman el brazo», que la paciencia se acaba: «tanto va el cántaro a la fuente que al fin se rompe», que no le había servido de nada esforzarse tanto, pues «no por mucho madrugar amanece más temprano», que la nuera se lo llevaba todo porque «piensa el ladrón que todos son de su condición» y así uno detrás de otro iba sembrando su discurso de dichos y refranes con lo que conseguía un efecto despersonalizador y fatalista. Efectivamente, en sus primeras palabras dirigidas al terapeuta ya le advirtió de que no podría hacer nada por ayudarla, sino que solo quería que la escuchara para que se hiciera cargo de lo mal que estaba (queja en lugar de demanda).

Aunque la mayoría de estos refranes, dichos o proverbios transmiten su mensaje ejemplar o moralizante de una forma clara y directa o literal (discurso lógico), se observa en muchos de ellos el uso de metáforas (discurso analógico): el árbol caído, la sombra del árbol, las barbas del vecino, el agua que corre, el río que suena, la boca del pez, las moscas, el cántaro, etc. aparecen inscritas en expresiones tan escuetas y conceptistas como los refranes para ayudar a fijar los mensajes.

De este modo se introduce el lenguaje analógico, incluso en la literatura sapiencial. Esta, en efecto, se ha servido de metáforas, parábolas, fábulas o cuentos a fin de hacer efectiva la máxima de «enseñar deleitando». Los maestros de las grandes religiones las han usado de forma sistemática en sus enseñanzas hasta el punto que los discípulos de Jesús llegaron a quejarse de que este «les hablara siempre en parábolas», lo que les obligaba a interpretar constantemente el sentido de lo que quería decir. Esta práctica no solo tiene una base didáctica, literaria o estética, sino que parte del hecho empírico de que las palabras y los conceptos abstractos se forman en nuestro cerebro a partir de imágenes concretas (Damasio, 2005, 2010).

La propia terapia como proceso puede ser representada bajo diversas imágenes metafóricas, que en otros momentos hemos asociado al viaje a Ítaca (Villegas, 2011, cap. 12), donde a partir de la metáfora del viaje y en relación al poema de Kavafis terminábamos el capítulo y el libro con estas palabras:

Este relato nos parece un símbolo exacto del camino a recorrer en la psicoterapia: un camino hacia la autonomía, lleno de escollos y cantos de sirena, un camino de autoconocimiento, de escucha de las propias perturbaciones, de lucha y de firmeza, de recuperación y de centramiento en el eje del propio yo, como Ulises atado al palo mayor de su nave. Y de apertura a nuevos horizontes.

Unas imágenes tomadas de Nietzsche sobre el camello, el león y el niño, pueden cumplir una función semejante, respecto a las fases de la psicoterapia. Estos tres personajes representan para Nietzsche tres estados del hombre:

De este modo, se puede concebir el inicio de la terapia como correspondiente al estado del camello, donde la persona llega agotada, hundida, a veces de rodillas, con la carga de toda una historia de dolor y opresión encima; el proceso terapéutico será como un viaje por el desierto donde surgirá el león que se rebelará contra este pasado esclavizante representado por el camello; esta rebelión le permitirá conectar con el niño natural, espontáneo, cuya fuerza ya no es la del aislamiento y el furor, sino la de la aceptación y la estima del niño sano.

3.2. Relatos paremiológicos

La inclusión de determinado tipo de relatos breves en la categoría de paremiológicos no se debe únicamente a su brevedad (compartida con otros cuentos o relatos literarios) sino a su finalidad claramente instructiva o moralizante, lo que los constituye en desarrollos ilustrados de los propios proverbios, convirtiéndolos en recursos analógicos especialmente adecuados a los propósitos terapéuticos.

La mayoría de estos relatos son de autor desconocido y se han ido transmitiendo de generación en generación a través de la tradición oral, dando origen a diversas versiones, y siendo recogidos muchos de ellos, finalmente, o incluso reescritos de nuevo, por cuentistas o folcloristas de diversos países en distintos momentos históricos. Otros relatos han sido escritos originalmente por autores conocidos, y han sido publicados como tales en fechas no muy lejanas. A estos últimos los hemos denominado «cuentos de autor», mientras que a los primeros los hemos designado como «cuentos tradicionales».

3.2.1. Cuentos de autor

Existen colecciones de cuentos, como los de Milton Erickson (Rosen 2009) o Bucay (2005), escritos o comentados específicamente con finalidades terapéuticas; otros no han sido escritos con esa finalidad, pero han adquirido un gran eco entre los libros considerados de autoayuda, algunos de ellos de autor, como Juan Salvador Gaviota (Bach, 2003), El principito (Saint-Exupéry, 2000), El caballero de la armadura oxidada (Fisher, 2006), El monje que vendió su Ferrari (Robin, 2002), El profeta (Gibran Khalil Gibran, 2009), El alquimista (Coelho, 2008) o Las voces del desierto (M. Morgan, 2004). La mayoría de estos cuentos no fueron escritos originariamente con la intención de ser incluidos en los estantes de las librerías dedicados a la autoayuda psicológica, pero paulatinamente se han ido adscribiendo a este apartado en los catálogos de las casas que los publican.

Por su extensión no pueden ser leídos o explicados en el espacio de una sesión terapéutica, pero se puede recomendar su lectura en casa a propósito de alguna característica que haya surgido en la sesión o se puede compartir algún aspecto del libro al que el propio paciente haya aludido en su relato. Por ejemplo, el farolero de El Principito es una buena metáfora de los rituales obsesivo-compulsivos que nos impiden disfrutar de las cosas; el castillo del silencio de «El caballero de la armadura oxidada» evoca claramente la necesidad de recogernos en silencio y soledad si queremos llegar a contactar con nosotros mismos y nuestras emociones. Las columnas o los robles y cipreses de El Profeta constituyen una potente imagen de la pareja que sostiene conjuntamente el edificio del matrimonio, pero que a su vez deben mantener una distancia para no confundirse o hacerse sombra mutuamente hasta impedir el crecimiento personal.

Un resumen comentado sobre cada uno de estos libros puede hallarse también en Villegas y Mallor (2010b), donde el lector podrá valorar si determinado título puede ser adecuado como lectura para su paciente. Puede ser que suceda inversamente, que sea el paciente quien saque a colación la lectura de uno de esos u otros libros; en ese caso hará bien el terapeuta en informarse sobre su contenido, en caso de desconocerlo.

3.2.2. Cuentos tradicionales

Otros relatos se presentan en un formato mucho más breve y pueden explicarse en la misma sesión terapéutica si el paciente los desconoce. Provienen de tradiciones muy diversas y, generalmente, son de autor anónimo o desconocido como los cuentos rabínicos, sufi, zen, taoístas, etc., o pertenecen a colecciones de cuentos como el Panchatantra, Las mil y una noches, Las fábulas de Fedro o Esopo, El Decamerón, anteriores a la invención de la imprenta, o las colecciones de cuentos posteriores a ella, llevadas a cabo por Jean de La Fontaine, Charles Perrault, los Hermanos Grimm, Hans Christian Andersen, Félix María Samaniego, etc., que constituyen relatos definitivos sobre La cenicienta, Caperucita roja, La bella durmiente, Pulgarcito, El gato con botas, Barba azul, etc., a los que hay que añadir cuentos anónimos como: El flautista de Hamelin, La bella y la bestia, Alí Babá y los cuarenta ladrones, Aladino y la lámpara maravillosa, Los tres cerditos, Simbad el marino, Juan sin miedo, etc., algunos de ellos recogidos y reelaborados en las colecciones anteriormente citadas.

Aunque toda tipología corra el riesgo de ser algo forzada o artificial, está claro que los distintos tipos de cuentos se pueden diferenciar por sus destinatarios, infantiles o adultos, por sus protagonistas, animales o personajes humanos, que, a su vez, pueden ser realistas o fantásticos. Estos cuentos suelen ser relatos breves con finalidad moralizante, instructiva o didáctica y suelen presentarse en un tiempo indefinido (ucronía), caracterizado por el inicio atemporal: «Érase una vez, había una vez, érase que se era».

3.3. La utilización de los cuentos tradicionales en psicoterapia

La utilización de cuentos, parábolas o anécdotas en terapia queda al libre albedrío del terapeuta, el cual sabe que dispone de una caja de herramientas de las que puede echar mano en cualquier momento. Al igual que se ha dicho a propósito de la metáfora, puede ser que el paciente tenga su cuento o cuentos, novelas o películas favoritos y, a veces, constituye un pequeño test explorar con el paciente cuáles son. Lo importante es que la elección de esos recursos se haga con finalidades terapéuticas en el momento en que, valga la redundancia, vengan «a cuento» realmente, atendiendo siempre a evitar posibles malentendidos o susceptibilidades, particularmente en casos de suspicacias paranoides o rigideces obsesivas. Del cuento, como de la metáfora, solo se suele buscar una analogía parcial y no hace falta forzar las cosas para que cuadre todo, aunque a veces la lectura o interpretación creativa pueda añadir nuevas perspectivas interesantes desde el punto de vista terapéutico.

De este modo, las fábulas o cuentos se erigen fácilmente en exponentes ejemplares de las situaciones críticas por las que pasa el paciente, como el cuento de «el padre, el hijo y el burro» que aparece ya en El conde de Lucanor, donde queda muy claro que es imposible evitar la crítica de los demás, porque nunca será posible hacer las cosas a gusto de todo el mundo o complacerlos en su totalidad. O bien «la historia de los dos que soñaron», recogida por Borges de la colección tradicional de «Las mil y una noches», donde se explican las aventuras de un egipcio para hallar un tesoro en Isfajan (Persia), siguiendo un sueño que así se lo indicaba, cuando en realidad el tesoro del sueño estaba en el patio de su propia casa, según le reveló, a su vez, el sueño del capitán que lo tomó preso; cuento que nos muestra que no hay que buscar fuera lo que está dentro de nosotros mismos.

De forma genérica, se puede pensar en multitud de casos donde la referencia a los cuentos tradicionales resulte plenamente adecuada para ayudar a comprender las situaciones por las que pasa el paciente. Por ejemplo, Carmina, a quien nos referiremos más adelante al hablar del sentimiento de culpabilidad en el trastorno obsesivo, se cuestiona constantemente sus relaciones con los hombres, hasta el punto de llegar a pensar que no puede estar con ningún chico. Le asaltan con frecuencia pensamientos intrusivos de tipo destructivo hacia su pareja actual, a pesar de reconocer que le quiere intensamente y que se siente querida y respetada igualmente por él. Sin embargo, cuando él está de viaje piensa que puede tener un accidente y que ella se siente liberada; sueña con matarle o con separarse; los cuchillos de cocina le producen horror porque los asocia a la imagen de clavárselos. La tortura de tales pensamientos es tal que se plantea dejar la relación para no tener que sufrir. A veces esta tensión se descarga en discusiones absolutamente tontas, donde un detalle sin importancia se vuelve un casus belli, sobre todo si hay alguna otra chica por en medio. Contextualizando la génesis de estos pensamientos aparecen con claridad los antecedentes familiares, el mito sobre los hombres «lobo», gestado en su familia de origen. La madre, separada, atribuye todos sus males a un desgraciado matrimonio, donde se sentía maltratada e invalidada por el marido, terminando por buscar refugio en el alcohol. La hermana mayor, muerta a causa del sida, con quien Carmina mantuvo durante largo tiempo una función de cuidadora, entró en el camino de las drogas duras a causa de una relación con un hombre que la llevó por el mal camino. La hermana mediana se hizo cargo de la hija de la mayor que dejó huérfana al morir, y ha evitado cualquier contacto íntimo con los hombres, desarrollando una relación homosexual. Nuestra paciente, la menor, se comporta con los hombres como si fuera una «caperucita» escarmentada, que intenta protegerse del lobo en sus relaciones con ellos, razón por la cual piensa en evitarlos o en liberarse de ellos matándolos. La posibilidad de leer los pensamientos intrusivos de Carmina en la clave metafórica del cuento de Caperucita le ofrece la alternativa de reinterpretar sus síntomas de forma congruente con su historia y liberarlos de la carga intrusiva.

El recurso a otro famoso cuento de hadas, La bella durmiente, le sirve a Giovanna para entender cómo ha desperdiciado 20 años de su vida: los ha pasado durmiendo bajo el maleficio de la madre, que desde pequeña la ha educado como una muñeca, negándole cualquier valor como persona al orientarla a convertirse en un objeto sexual, solo deseable por su cuerpo. A sus 40 años, Giovanna se da cuenta de que la madre rivaliza con ella y que la valora solo en función del físico. La madre, que a sus 70 años todavía se hace coletas, se ha comparado siempre con la hija, a la cual, como la madrastra de Blancanieves, utiliza de espejo mágico para constatar que continúa siendo ella la más guapa. De este modo ha impedido que Giovanna consiga su sueño de convertirse en bailarina o en pintora, relegándola al oficio de profesora particular de idiomas, sin haber establecido ninguna relación seria con un hombre con quien formar una pareja y, tal vez, una familia, convertida en un maniquí sin sustancia, eternamente frustrada y depresiva.

La utilización de cuentos tradicionales puede tener un carácter más genérico, por ejemplo didáctico, a la hora de hacer comprender ciertos aspectos teóricos a los pacientes o a los propios terapeutas, como por ejemplo las diferencias entre la socionomía de la heteronomía o, inversamente, partiendo de la supeditación al criterio ajeno. Para ello nos ha parecido especialmente indicado el siguiente relato, proveniente de la tradición Zen.

«Dos monjes novicios de diferentes edades viajaban de vuelta hacia el monasterio, hablando animadamente y caminando a paso ligero cuando llegaron a un vado para cruzar el río. Frente al vado se hallaba paralizada una hermosa joven, ataviada con su impoluto kimono, que no se atrevía a atravesarlo a causa del caudal de agua. Sin dudarlo ni un momento, el monje más joven cogió a la bella muchacha en brazos y la dejó a salvo en la otra orilla, despidiéndose cortésmente de ella.

Los monjes prosiguieron su viaje, caminando esta vez en hermético silencio. Cuando habían transcurrido varias horas y ya se divisaba el monasterio en el horizonte, el monje mayor despegó los labios para increpar al monje más joven:

¿Es que has olvidado nuestras reglas? Nos está estrictamente prohibido rozar a mujer alguna, ¡cuánto menos cogerla en brazos! ¿Cómo te has atrevido?

A lo que el más joven repuso:

Aquella mujer necesitaba ayuda para atravesar el río. Con toda naturalidad la tomé en mis brazos para ponerla a salvo y la dejé en tierra firme. Yo ya no me acordaba de ella; yo solo la he llevado en mis brazos; sin embargo, tú todavía la llevas en tu cabeza.»

Este cuento zen, que hemos titulado «Los monjes y la joven del kimono», nos ha parecido muy adecuado para dar a entender la diferencia entre la regulación socionómica y la heteronómica. La regulación heteronómica es rígida e inflexible, no tiene en cuenta la realidad del otro, sus necesidades, sino solamente el cumplimiento de la ley. La regulación socionómica, en su versión sana, pone por delante el amor, el amor que según san Pablo todo lo puede (1 Corintios 13: 4-8) y que para san Agustín es la única ley (Homilía VII, párrafo 8):

Ama y haz lo que quieras. Si callas, callarás con amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con amor. Si tienes el amor arraigado en ti, ninguna otra cosa sino amor serán tus frutos.

Ante la imposibilidad de hacer una referencia exhaustiva a todos los cuentos y sus posibles aplicaciones terapéuticas nos hemos limitado aquí a reproducir alguno, como muestra meramente ilustrativa. Una exposición más amplia puede encontrarse en Villegas y Mallor (2010b), donde insistimos en que «las indicaciones aplicativas que les acompañan tampoco son excluyentes, ni prescriptivas, puesto que la casuística es prácticamente inagotable; deben, si acaso, tomarse como sugerencias ejemplares de otras infinitas aplicaciones».

A veces, el recurso al pensamiento analógico a través del cuento o la parábola es la única alternativa que le queda al terapeuta ante una situación absurda y tensa, como la que, al final de una sesión de pareja, protagonizaban Ricardo y Elena, acusándose y amenazándose ante la situación de un embarazo y una infidelidad recientes. A fin de poder romper la tensión creada y poder dar una salida constructiva al desarrollo de la terapia en sucesivas sesiones, el terapeuta comentó, después de un largo silencio:

En estos momentos me viene a la cabeza una leyenda que se atribuye a un anciano cacique de una tribu india, el cual conversando con sus nietos acerca de la vida, les dijo:

¡Una gran pelea está ocurriendo en estos momentos dentro de mí!… ¡es entre dos lobos! Uno de los lobos es maldad, odio, temor, ira, envidia, dolor, rencor, avaricia, arrogancia, culpa, resentimiento, inferioridad, mentiras, orgullo, egolatría, competencia, superioridad… El otro es bondad, alegría, paz, amor, esperanza, serenidad, humildad, dulzura, generosidad, comprensión, benevolencia, amistad, empatía, verdad, compasión y fe… Esta misma pelea está ocurriendo ahora mismo dentro de vosotros y dentro de todos los seres de la Tierra.

Después de unos minutos de silencio, uno de los niños le preguntó a su abuelo:

¿Y cuál de los lobos crees que ganará, abuelo?

El viejo cacique respondió, simplemente:

El que más alimentes.

Y así, indefinidamente… Explicar estos cuentos en sesión depende de distintas variables. La primera de todas es si el conocimiento es compartido o no con el paciente, lo que requiere cerciorarse sobre ello antes de darlo por supuesto; incluso a veces hay que comprobar que la versión compartida sea la misma; por ejemplo, hay versiones de Caperucita roja donde el lobo se la come y otras donde no, a fin de no dar lugar a malentendidos. Pero aun en el caso de que el paciente conozca bien el mito, fábula o cuento, en ocasiones puede ser adecuado volver a contarlo total o parcialmente para poder subrayar algún aspecto, imagen o situación que pueda resultar especialmente ilustrativo del tema que se está tratando.

3.3.1. El uso de las narrativas en psicoterapia como recurso analógico

La referencia que hemos hecho más arriba a la Odisea de Homero, una de las primeras novelas o poema novelado a la que alude el poema de Kavafis a propósito del viaje de Ulises a Ítaca, nos introduce en el campo de las narrativas. Estas pueden adoptar formas muy diversas según su estructura compositiva, desde relatos cortos a novelas de centenares de páginas como Don Quijote de La Mancha de Miguel de Cervantes, Crimen y castigo de Dostoievsky, La Regenta, de Leopoldo Alas, o La montaña mágica, de Thomas Mann.

El valor analógico de todos estos relatos está muy diversificado y depende, en gran parte, de la lectura que cada uno haga de ellos. Algunos géneros literarios están destinados a servir directamente como analogías de vicios o virtudes y constituyen por sí mismos, en su totalidad o en algunos de sus personajes –como el Avaro de Molière, o el Macbeth de Shakespeare–, prototipos de la avaricia o de la ambición y la traición, respectivamente.

Igualmente, decir que Elsa es una «hormiguita» en referencia a su laboriosidad, expresa, más allá de una metáfora, una clara alusión a la fábula de Esopo de «La cigarra y la hormiga». La fábula, en contraposición a la novela o el drama, así como el cuento, la parábola o la leyenda, constituye un argumento fácil de recordar por su formato breve. Durante siglos la humanidad no ha conocido la escritura (y si la conocían era dominio de muy pocas personas en el ámbito restringido de la Iglesia o de la Corte). La mayoría del saber popular se transmitía de forma oral y para que resultara más fácil su reproducción se intentaba condensarlo en formatos lo más breves posible.

La utilización del verso, independientemente de formatos cortos o largos, contribuía también a este fin, ya que al presentar ritmo y rima se grababa mejor en la memoria. Incluso la lectura se hacía en voz alta, pues antiguamente casi no existían los libros o había muy pocos y poca gente sabia leer. Parte de este déficit se suplía con las pinturas que recubrían las paredes de las iglesias o las esculturas de los pórticos, a través de las cuales se explicaban las sagradas escrituras y así la gente las podía recordar mejor, ya que las gravaban en su mente como imágenes. La transmisión de la sabiduría se hacia también a través de relatos breves como cuentos o parábolas para que la gente las pudiera memorizar, y ejercían, en parte, la función que ahora podríamos llamar de antiguos libros de autoayuda.

En consecuencia, la extensa producción literaria en forma de mitos, cuentos, parábolas, fábulas, leyendas, tragedias, dramas, comedias, poemas, novelas, películas y hasta telenovelas, videojuegos y videoclips, que la humanidad ha ido componiendo a lo largo de los siglos se convierte en un thesaurus ingente de donde extraer imágenes, prototipos, metáforas o analogías que pueden ser de gran utilidad como recursos analógicos en terapia.

Naturalmente, hay que añadir a todos ellos los que pueda producir el propio paciente y el terapeuta en forma de relatos, cartas o cuentos (Linares, Pubill y Ramos, 2005) con los que dar forma a pensamientos, sentimientos o resolución de conflictos. Milton Erikcson, como recuerda Rosen (2009), hizo de los cuentos, la mayoría inventados por él, el eje sobre el que pivotaban sus intervenciones terapéuticas.

La finalidad de reproducir en terapia el cuento de Blancanieves, La ratita presumida, La cenicienta o hacer referencia a la fábula de «El zorro y las uvas» no es la de pasar entretenidamente una velada junto al fuego, sino la de comprender por analogía la inseguridad narcisista latente en la madrastra de Blancanieves, al tener que preguntarle diariamente al espejo sobre la supremacía de su belleza, o detectar las maniobras proyectivas del zorro, atribuyendo a la inmadurez de las uvas su incapacidad para llegar a cogerlas.

Dedicaremos los siguientes párrafos, aunque sea brevemente, por la imposibilidad de ser exhaustivos, y dada la magnitud de la tarea y la limitación del espacio, a considerar la utilización de algunos de estos recursos en psicoterapia. No se pretende, naturalmente, poner a disposición del lector una batería de cuentos, fábulas, novelas o películas para cada situación específica que se pueda encontrar en terapia, sino de facilitar libre y espontáneo acceso a un amplio thesaurus del que poder echar mano. Una relación más detallada de este arsenal puede hallarse en Villegas y Mallor (2010b) en cuanto a metáforas, mitos y cuentos y en Villegas y Mallor (2011) respecto a películas.

Muchas enseñanzas de la Antigüedad o de los grandes maestros se han transmitido por este medio. No se trata de emularlos, sino de utilizar como ellos recursos que llegan fácilmente y de forma mucho más sencilla a introducir formas de comprensión sintética sobre experiencias que, de otro modo, requieren una gran labor analítica.

Naturalmente, también aquí los referentes del paciente juegan un papel de primer orden por delante de los del terapeuta y será conveniente que el terapeuta los explore para poder echar mano de ellos. Pero nada impide que el terapeuta introduzca otros que, debidamente explicados, puedan ser compartidos con el paciente. A su vez, si el paciente hace referencia a alguna película, novela, obra de teatro o serie televisiva que le ha impactado especialmente por alguna razón, será bueno que el terapeuta se informe al respecto para poder comentarlo con él. Tales recursos constituyen con frecuencia medios para acceder a experiencias o vivencias que, de otro modo, resultan menos accesibles para cualquiera de los dos, paciente o terapeuta.

3.3.2. Tipologías narrativas

Dentro de la extensa producción narrativa que nos ha legado la literatura universal, y la que continúa produciéndose continuamente, podemos distinguir dos grandes tipos: los relatos breves y los relatos largos, que tratamos por separado, dada la accesibilidad diferencial en la sesión de terapia: una fábula, un cuento, un mito, una leyenda, una parábola o una anécdota pueden ser contados y comentados en un intervalo de tiempo breve dentro de la duración de una sesión de terapia. Una novela, una película, una serie de televisión o una obra teatral necesitan, en cambio, dedicar un tiempo extra y generalmente exterior al marco de la sesión.

Esta característica, entre otras, requerirá un uso distinto de los relatos breves, que pueden ser narrados en la propia sesión, a diferencia de los largos, que solo pueden ser referidos, indistintamente, por terapeuta o paciente, en su globalidad o en relación a alguno de sus personajes o escenas a propósito de alguna situación o experiencia específica, surgida en el decurso de la sesión. En este caso puede sugerirse la lectura de una obra literaria o el visionado de una película como complemento a los temas trabajados en sesión, para comentarse posteriormente, aunque la tecnología actual permite seleccionar escenas de películas o episodios literarios en soportes electrónicos, de modo que pueden también reproducirse en sesión, mediante los sistemas apropiados.

En este capítulo, por razones obvias de espacio y tiempo, nos limitaremos a los relatos breves, haciendo solo alusión a la utilización de la literatura o del cine. Ya en el primer volumen de esta obra (Villegas, 2011) hemos ido utilizando de manera ocasional la alusión a diversas películas: «La decisión de Sophie» en referencia a la naturaleza moral de la acción humana (p. 21) «La balada del Narayama» a la que hemos aludido al hablar de la heteronomía (p. 132) y de la socionomía vinculante oblativa (p. 416); «Rey y patria», a propósito de los ideales que pueden llevar hasta la muerte (p. 153), o la coreana «Time», como ejemplo de socionomía complaciente (p. 193); «Slumdog Millionaire» (p. 294) en referencia a la capacidad de convertir el fracaso en fuente de aprendizaje; «Billy Elliot», como paradigma de la fuerza de decisión basada en la conexión profunda con la anomía y su legitimación (p. 298); «Te doy mis ojos» a propósito de la violencia doméstica (p. 314) o como paradigma de socionomía vinculante dependiente (p. 394); «Camino» al hablar de la lucha desigual entre anomía y heteronomía (p. 335); «Bailando en la oscuridad» para escenificar una situación claustrofóbica (p. 339); «Siete Almas», o «El Gran Torino», junto a la «Balada del Narayama», una vez más, para ejemplificar la socionomía oblativa (p.431); «Luz que agoniza» para hablar de la autonomía como proceso de liberación de la dependencia (p. 456); «Samsara» para incluir el tema del autocuidado en el proceso de autonomía (p. 463), «Mi vida sin mí», como ejemplo de autodeterminación (p. 474); como tendremos ocasión de hacerlo en este volumen con otras. En el trabajo antes citado de Villegas y Mallor (2010b) puede hallarse un amplio repertorio comentado de películas relacionadas con los distintos sistemas de regulación moral.

Lo mismo cabe decir de grandes obras de la literatura universal, novela o teatro, cuyo volumen nos impide referirlas aquí, ni siquiera sintéticamente, aunque pueden aparecer ocasionalmente a lo largo del texto (Casa de muñecas, de Ibsen, Crimen y castigo, de Dostoievsky, Edipo rey, Antígona y Edipo en Colono, de Sófocles, Las metamorfosis, de Ovidio, etc.).

La referencia explícita a los relatos breves se articula en este capítulo en función de dos modalidades a partir de su naturaleza:

4. Relatos mitológicos y personajes de leyenda

Aunque la palabra mito, en su origen etimológico, hace referencia a una narración fantástica y, en consecuencia, equivale a «cuento» en griego, el uso posterior la ha ido reservando para designar aquellas fabulaciones que tienen un carácter trascendental por los temas y/o los personajes a que aluden. Con el tiempo hemos ido restringiendo el alcance de la palabra mito a aquellos relatos de naturaleza simbólica que tienen un significado trascendental; otros cuentos, como las fábulas, pueden llegar también a tener algún significado moral o existencial, pero no con la trascendencia del mito.

Los mitos suelen remitir a determinados aspectos trascendentales como, por ejemplo, los relativos al origen del mundo o de la humanidad. La ciencia intenta encontrar una sola explicación a todos estos misterios primordiales, dejando para la filosofía aquellas cuestiones que escapan de su objeto de análisis. La teoría de Darwin sobre el origen de las especies, por ejemplo, así como las teorías cosmológicas de la física sobre el origen del universo, intentan dar una explicación universal y empírica a todos estos fenómenos, mientras que los mitos ofrecen explicaciones diversas en forma de relatos o creaciones simbólicas que responden a construcciones culturalmente diversificadas.

Cada pueblo construye mitos sobre sus orígenes o antepasados (genealogías); las religiones o la filosofía se plantean las grandes cuestiones relativas a los orígenes del mundo (cosmogonías) y a la aparición del hombre sobre la tierra (génesis), a la vez que elaboran el significado de los grandes misterios existenciales o morales de la vida (el amor, la muerte, el destino, el bien y el mal, la pasión o la ambición, etc.). De este modo, podemos decir que la función del mito es dar respuesta a los grandes misterios existenciales.

En términos existenciales el mito responde a la pregunta individual o colectiva de qué hacemos en este mundo y cómo nos explicamos nuestra propia historia. El mito de Fausto, por ejemplo, es un mito personal basado en la pretensión de la eterna juventud, por la que el protagonista de la obra de Goethe es capaz de vender su alma al diablo. Un mito muy frecuente es el de los orígenes de personajes que han sido significativos para la historia de un pueblo o de la humanidad, como Moisés, Jesucristo, Buda, los grandes fundadores de religiones o de ciudades, como Rómulo y Remo…, que suelen tener un nacimiento maravilloso en el que ya se preanuncia su misión futura, a través de la aparición de estrellas en el cielo o de acontecimientos extraordinarios en la tierra.

En consecuencia, el mito puede cumplir diversas funciones: los que son compartidos por varias personas y confieren identidad y pertenencia a ese grupo suelen tener, a la vez, una dimensión émica (¿quiénes somos, por qué estamos aquí?) y moral (¿cuál es el camino que nos lleva a cumplir el destino que está implícito en el mito?). Muchas culturas comparten mitos relativos a la creación del hombre (génesis), la pérdida de un paraíso inicial (pecado original), la experiencia de grandes catástrofes (diluvio universal), o la expectativa de grandes acontecimientos escatológicos, relativos al fin del mundo (apocalipsis).

A escala menor podemos hablar también de mitos familiares y de pareja en relación a ciertos acontecimientos o personajes que se considera marcaron un destino compartido: un abuelo que se arruinó jugando en el casino, un hermano que murió en la guerra, una tía abuela soltera que llenó de glamour los salones de la burguesía de entreguerras o triunfó en el mundo del espectáculo, una hermana generosa y sacrificada que adoptó los hijos de otra que murió víctima de una sobredosis de heroína, o bien una pareja que se conoció en un naufragio o en el rodaje de una película, o que compartió una experiencia de atraco y violación en una zona desértica, o que tuvieron un hijo muerto al nacimiento, o cuyos hijos tienen que llevar a cabo una misión importante que condicionó la formación de la pareja. Hay familias y parejas que tienen mayor peso mitológico que otras, en las que el mito puede cumplir una función potenciadora o, contrariamente, limitadora, y en terapia será bueno identificarlos, a fin de aprovechar sus sinergias o desactivar su potencial destructivo.

4.1. La utilización de los mitos en psicoterapia

Más allá de los mitos personales, familiares o de pareja que puedan surgir en el proceso de la psicoterapia con carácter idiosincrático, hay algunos mitos universales que, sin ánimo de exhaustividad, nos pueden ser útiles para el trabajo terapéutico. Dos de ellos se han hecho particularmente famosos porque el psicoanálisis los colocó en su núcleo teórico central, como el mito de Edipo y el de Narciso, que Freud tomó de la mitología griega y latina clásica, y que luego ha sido consagrado por la psicopatología al pasar a ser considerado un trastorno de la personalidad. También desarrollaremos en este apartado otros mitos no tan conocidos, como el de Er, pero que a nuestro juicio tienen una gran utilidad terapéutica.

Edipo y Antígona: la lucha contra el destino

El mito de Edipo sobre el cual Freud estructura su concepción psicoanalítica, se refiere a la tragedia de Sófocles de Edipo rey. Nosotros haremos también referencia a la última tragedia de Sófocles, Edipo en Colono, así como a la de Antígona (una de las hijas de Edipo), pero desde un punto de vista muy distinto al de Freud. La consideración del mito como paradigma de la lucha contra el destino.

Al nacer Edipo, el Oráculo de Delfos auguró a su padre, Layo, que su propio hijo le daría muerte y desposaría a su mujer. La historia es conocida: para evitar el cumplimiento del oráculo, Layo hizo abandonar a Edipo en un bosque, pero el niño, adoptado por los reyes de Corinto, volvió a Tebas y accidentalmente mató a su padre y se casó con su madre Yocasta.

La historia de Edipo no acaba con la obra de Sófocles de Edipo rey. Prácticamente el último año de su vida, el autor escribió el final de la historia, Edipo en Colono, en la cual, el protagonista, convertido en un mendigo que vaga sin rumbo, acompañado por sus hijas Ismene y Antígona, finalmente acabará muriendo en un bosque cercano a Atenas, donde será enterrado y se le rendirán grandes honores. Se presenta también en esta obra el conflicto entre los dos hijos de Edipo, que acabará de manera trágica en Antígona.

La tragedia de Edipo versa fundamentalmente sobre lo inexorable del destino, pero desde el punto de vista psicológico presenta múltiples lecturas (más allá del tema del incesto que nos parece irrelevante, por constituir el pretexto más que el texto). A pesar de la obviedad de la conclusión de que el destino termina por cumplirse inexorablemente, el mismo carácter trágico de la obra plantea otras alternativas. En primer lugar, la finalidad psicológica protectora del autoengaño: lo que lleva a Edipo a su final trágico es el empeño en conocer la verdad a toda costa. Al conocer la historia se arranca los ojos (se vuelve ciego para iniciar un camino interior hacia el conocimiento de sí mismo), renuncia al trono y se autoexilia (pérdida y duelo) en Colono para meditar. Entra en «depresión» y tiene que ser cuidado por sus hijas. Pero de esta depresión saldrá transformado, a través de un viaje interior, meditando sobre cuál ha sido su destino y cómo lo ha cumplido, reconociendo su pasado y asumiendo su existencia, liberando su culpa y aceptando su responsabilidad:

Es cierto que llegué a las manos con mi padre y lo maté. Pero no sabía lo que estaba haciendo y a quién. No se puede reprochar por un acto involuntario. Y si me casé con mi madre fue también sin saberlo. Y, después de haberme engendrado, me dio cuatro hijos, pero la esposé en contra de mi voluntad. No puedo ser considerado culpable: he matado, pero soy puro ante la ley, porque no sabía nada.

Durante este viaje a Colono comienza a transformarse la conciencia del sentimiento de culpa, que lo mantiene en la posición prenómica de la desgracia, en responsabilidad. Hace una elaboración por la que reconoce que no es culpable de lo que hizo porque introduce la conciencia individual frente al destino, dado que ha hecho las cosas sin saber. Es responsable de lo que hizo pero no culpable. Diferencia entre acción e intención, entre culpabilidad (hacer algo malo por lo que se merece un castigo) y responsabilidad (aceptar las consecuencias de sus actos). Cuando cambia la culpa por la responsabilidad puede desarrollar el sentimiento del amor y eso facilitará el proceso hacia la autonomía. Al morir Edipo dice, dirigiéndose a sus hijas: «nunca nadie os ha querido tanto como yo»; el amor lo redime, el amor de las hijas lo ayuda a cambiar. El amor posibilita la curación. Aceptando los errores y a sí mismo, incondicionalmente, es posible curarse de ellos.

Edipo ha vivido toda su vida engañado respecto a sus orígenes y al significado de sus actos, pero cuando descubre la verdad ya no puede ignorar su responsabilidad. El autoengaño forma parte de nuestro modo de sobrevivir a la angustia existencial, pero el conocimiento de sí mismo solo es liberador si va acompañado de aceptación y responsabilidad. Antes de conseguir este estadio solemos intentar huir u ocultar «nuestro destino» para no enfrentarnos a él. Para que ello sea posible es necesario transformar la desgracia en oportunidad; la tristeza o la depresión, en contacto profundo con nosotros mismos; el miedo, en audacia; el error, en aprendizaje; el abandono, en individuación; la culpabilidad, en responsabilidad.

El dilema de Antígona

La historia continúa con los hijos de Edipo. Antígona es hija de Edipo juntamente con Ismene, Polinices y Eteocles. La tragedia de Antígona empieza cuando Edipo cede el poder a sus dos hijos varones y les da la consigna de repartirse el poder alternándolo. Cuando Polinices acaba su reinado no se lo quiere ceder a su hermano, llegando a las manos y muriendo ambos en la lucha. Creonte, cuñado y tío de Edipo y sus hijos, asume el poder y decide que, según las leyes, Polinices, como fratricida y usurpador, no merece ser enterrado con honores. Pero Antígona se rebela, pues según ella la ley del afecto está por encima de la ley del tirano y decide dar digna sepultura al hermano. Ante el desacato de la ley, Creonte condena a muerte a Antígona.

Si en Edipo rey la tragedia se desataba a propósito del enfrentamiento con el destino dictado por el oráculo, en Antígona esta es producto del conflicto de voluntades entre humanos, entre la legitimidad del poder y la de los sentimientos. Ahí la libertad se afirma en las relaciones interpersonales frente a las impersonales. Ante el conflicto, Antígona, como más adelante Sócrates, acepta morir desde una posición autónoma; cumple la ley, pero no se somete a ella. Decide seguir sus sentimientos o sus principios desde un posicionamiento autónomo.

La consecución de la autonomía supone, con frecuencia, el enfrentamiento, conflictos y crisis, la asunción de responsabilidades en la toma de decisiones, la confrontación de voluntades, el reconocimiento de los límites físicos y sociales, la autolimitación de los propios impulsos, deseos y caprichos según los criterios de posibilidad, puesto que, como dice José Antonio Marina (1998) «la autonomía no se aprende con autonomía, sino a través de la heteronomía y liberándose de ella». No se trata de educarse en la libertad, sino para la libertad.

El mito de Er: la responsabilidad sobre el destino

Tanto Edipo como Antígona se enfrentan a un destino que les es ajeno. Para Edipo el destino ha sido dictado por los dioses y revelado por el Oráculo. Para Antígona es la voluntad del tirano la que lo determina. El mito de Er representa una visión opuesta del destino: son los humanos quienes lo escogen, aunque no sean conscientes de ello. El mito aparece en el diálogo de Platón titulado República, que reproducimos de forma abreviada a continuación.

Er es un soldado raso, mercenario, de origen armenio, a quien dan por muerto en una batalla y al que se le otorga el privilegio de asistir al juicio de las almas. Como él va a ser escogido para volver a la tierra para explicar lo que allí sucede, no tiene que pasar por ese juicio. El juicio consiste en que cada alma repasa su vida, tiene que valorar su existencia, cuál ha sido su destino, su karma, reflexionar sobre si ha cumplido con lo que esperaba de la vida. Una vez realizado este ejercicio de análisis sobre la vida de cada uno, las almas tienen que presentarse ante Láquesis, una de las Parcas, hijas de la Necesidad (Moira). Tan pronto como llegan, una especie de adivino las hace formar en fila y después, tomando del regazo de Láquesis diferentes suertes y modelos de vida, se dirige a las almas para decirles:

Almas pasajeras, vais a comenzar una nueva carrera de índole perecedera y entrar de nuevo en un cuerpo mortal. No será un daimon quien os elija, sino vosotras quien elegiréis vuestro daimon. Cada una de vosotras escogerá por suerte la vida a que habrá de quedar ligada por la Necesidad. Pero la virtud no está sujeta a dueño y cada cual podrá poseerla en mayor o menor grado según la honre o la desdeñe. Cada cual es responsable de su elección. ¡La divinidad no es responsable!…

Una vez eligieron sus vidas, las almas se encaminaron juntas a la llanura del Olvido… donde todas bebieron de su río, perdiendo absolutamente la memoria. Después las almas se durmieron, pero hacia la medianoche… fueron lanzadas como estrellas errantes, cada una por su lado hacia el mundo superior en donde debían renacer. A Er, según contaba, le impidieron beber el agua del río. Ignoraba por dónde y en qué forma se había reunido con su cuerpo, pero de pronto, al abrir los ojos, se había visto en la madrugada tendido sobre la pira.

El mito de Platón parte de la idea de la reencarnación de las almas (metempsicosis). En consecuencia, para la teoría platónica conocer es recordar, la memoria es la que da sentido a la experiencia, la que nos permite descubrir la verdad oculta en nuestras almas. Nosotros utilizamos este mito como una metáfora de lo que significa la psicoterapia. Por eso el proceso de terapia puede verse en parte como un proceso de recordar, de entender la vida que se ha llevado hasta este momento, de reconstruir su significado. La psicoterapia constituye la oportunidad de pasar por el juicio de las almas sin necesidad de morirse y volver a encarnarse. El juicio es una reconstrucción, es llegar a un conocimiento de lo que ha sido la vida, conocerse a sí mismo para poder hacer una redecisión, una segunda elección, volver a decidir la vida que se quiere escoger partiendo de los tres tipos que se describen en el mito. Er observa que existen tres tipologías de almas a la hora de elegir destino:

Láquesis advierte a las almas que una vez elijan sus vidas no las podrán cambiar, que el destino está en su decisión. Si se elige un tipo de vida, no se puede cambiar su guion, es decir, si se elige la riqueza, como el rey Midas, eso implicará que todo lo que toques se convertirá en oro, por lo que serás inmensamente rico, pero morirás inexorablemente de inanición, porque el oro no se come.

La terapia constituye la oportunidad de pasar otro río, pero en vez de ser el del olvido será el de la conciencia. Es importante darse esa segunda oportunidad, después de haber pasado el juicio, valorado la vida y gozado de la posibilidad de volver a escoger siendo responsable de tus decisiones. En terapia buscamos entendernos, comprendernos y saber qué vida debimos de escoger en su momento y cuál es la que queremos vivir en un futuro. Pretendemos conocernos a nosotros mismos para poder hacer una segunda elección. La terapia es la llanura de la conciencia, por lo que el paciente se deberá hacer responsable de sus decisiones.

Hay dos planteamientos previos a ello:

Para poder responder a estas preguntas puede ser útil llevar a cabo el ejercicio que hemos denominado «el segundo Er», que hemos descrito en una publicación anterior (Villegas y Mallor, 2010b, anexo MV 17), donde puede consultarse, si se desea, un modelo de aplicación consistente en una tabla de doble entrada, donde se anotan las elecciones correspondientes al primero y al segundo Er con sus respectivas puntuaciones.

Puede ser útil pasar el ejercicio sobre el segundo Er antes y después del proceso de terapia, como medio de evaluación del cambio. Es una metáfora de lo que es una terapia; constituye un momento de redecisión en la vida, a través de una recopilación de significados de lo que es y lo que ha sido nuestra vida hasta el presente, y lo que deseamos que sea en el futuro.

Eco y Narciso: el amor imposible

El mito de Eco y Narciso nos remite al adivino Tiresias, quien al nacer el bellísimo Narciso, hijo de la unión de la ninfa Liriope y del viento Cefis, predijo que viviría muchos años «si no llegara nunca a conocerse a sí mismo».

Al ser tan bello, era deseado por todos, pero él, engreído en su superioridad, los rechazaba sistemáticamente, creyendo que solo podría enamorarse de una divinidad; hasta que un día yendo de cacería por el bosque perdió a sus amigos y empezó a gritar:

¿Hay alguien por aquí?

Y oyó una voz que decía:

por aquí…

Esta voz era la de Eco, la ninfa que había sido castigada por Hera o Juno a carecer de voz propia y repetir solo las últimas palabras que llegaban a sus oídos. Eco era incapaz de hablar por sí misma. Estaba privada de tener discurso propio, pero no de tener sentimientos, y se había enamorado de Narciso. Escondida en el bosque estaba esperando la ocasión para encontrarse con él, hasta que esta se produjo.

Narciso siguió preguntando:

¿Estás aquí a mi lado?

Y Eco respondió:

a mi lado.

Entonces, dijo Narciso,

acércate

Y Eco repitió:

acércate

–¡Juntémonos!

exclamó Narciso. A lo que Eco respondió:

Juntémonos.

Estas palabras dieron a Eco el pretexto para salir de su escondite tras los árboles y abrazarse al cuello de Narciso para besarle, el cual, al verla, la rechazó como hacía con todo el mundo. Eco, desconsolada, se escondió de nuevo en el bosque para pasar el duelo, languideciendo poco a poco hasta convertirse en las rocas que repiten el eco de la voz. Por eso existe el eco en las montañas, que no es otra cosa que la voz de la ninfa que repite las últimas palabras de quien las pronuncia.

Narciso se encontró solo y perdido, y la diosa Juno, creyendo injusto el castigo del rechazo amoroso que Narciso le había infligido a Eco, lo condenó a sentir lo mismo que sintió ella al ser rechazada: quiso que Narciso también se sintiera rechazado. Llevado por la sed, Narciso se acercó a una fuente de agua cristalina, y cuando se inclinó sobre el estanque que formaba vio una imagen reflejada en el agua y se enamoró de ella. Cuando sonreía, también lo hacía la imagen, pero cuando, enamorado de ella, la quería besar, la imagen desaparecía, y cuando la quería abrazar, casi se ahogaba, y así sucesivamente. Narciso se pasó los días rogando para que la imagen saliera del agua, y al final se quedó tumbado esperando, durmiéndose y muriendo, al fin. Cuando los amigos lo encontraron vieron que se había convertido en la flor que lleva su nombre, el narciso.

En psicoterapia se puede utilizar este mito para trabajar el narcisismo y la dependencia emocional (anexo MV 13). Narciso representa el trastorno de personalidad por el cual la persona es incapaz de amar a los otros. El narciso se quiere a sí mismo, pero es importante también tener en cuenta la otra parte del mito, la que rechaza el amor de los demás. Narciso sufre cuando se enamora de sí y no puede satisfacerse a sí mismo. Cuando quiere acercarse a sí mismo como a otro, descubre que no hay otro, sino que es él mismo. En el narcisismo no existe el amor hacia el otro sino el enamoramiento hacia uno mismo; entonces Eros, la fuerza de atracción, se destruye, porque se reinvierte hacia uno mismo, se convierte en un agujero negro que queda absorbido por su propia energía.

Para Narciso los otros no son sujetos, sino objetos, y eso le impide relacionarse con los demás de forma profunda, íntima, amorosa, de tener sentimientos hacia los demás, incapaz de sentir empatía. Narciso se consume en este enamoramiento inalcanzable de sí mismo. A los demás los necesita como espejo, como eco, pero cuando encuentra a Eco en persona es incapaz de quererla. A los otros los trata como objetos que en sí mismos carecen de entidad, como Eco. Por eso hay muchas parejas, en las que uno es narcisista y el otro dependiente, en las que uno cree tenerlo todo y el otro cree no tener nada. Se trata de relaciones asimétricas y deficitarias (Villegas y Mallor, 2010a), donde realmente no hay nada que compartir más que un reflejo de una realidad inexistente.

Por un lado este mito reproduce el narcisismo, y por el otro, la dependencia emocional, representada por la ninfa Eco. Eco no tiene voz propia; está condenada a repetir el discurso del otro, y necesita para existir que alguien la evoque (vox), alguien que le dé voz, que le dé existencia; solo existe si alguien está allí. Constituye una imagen muy gráfica para trabajar en terapia con personas que están en una posición de dependencia emocional, personas que son satélites de otras, que se convierten en su eco.

Narciso es imagen y Eco es voz, pero ninguno de los dos tiene entidad, porque uno se pierde en la imagen y el otro en la voz. Ambas son efímeras: la voz suena y desaparece, la imagen se diluye cuanto más te acercas a ella. Si uno es espejo y el otro reflejo no hay entidad. Mientras que Narciso se pueda mirar y el espejo aguante la relación puede durar. Pero el espejo solo es un espejo, no tiene voz propia; toda la vida se limitará a ser el eco de una imagen inalcanzable, si es que no se rompe antes.

4.2. Personajes de leyenda

Hay relatos que no tienen un carácter tan mítico o trascendental sino más bien épico, como las aventuras de Ulises en su viaje de regreso a Ítaca, construidos sobre la base de hechos más o menos históricos, como en este caso, la guerra de Troya. Su relato está mitificado, convirtiendo a sus protagonistas en personajes de leyenda, como el propio Ulises o el guerrero indio Arjuna, al que nos referimos ampliamente en el primer volumen de esta obra (Villegas, 2011, passim), en cuyas gestas se podía observar claramente la oposición entre tres sistemas de regulación moral que daban lugar a su conflicto: la anomía, regida por criterios egoístas; la heteronomía, dictada por las normas de autoridad y de juicio social; y la socionomía, regulada por las relaciones interpersonales.

Ulises y las sirenas: mantener el rumbo

La Odisea narra el regreso de Ulises a su reino de Ítaca tras la guerra de Troya, donde le esperaba Penélope, su mujer. En este viaje de vuelta, lleno de aventuras, por el mar, Ulises se vio obligado a costear la isla de las sirenas, monstruos medio mujeres, medio pájaros, que con su música atraían a las naves, que se estrellaban en los escollos de la isla, tras lo cual, devoraban a los náufragos. Para hacer frente a este peligro Ulises taponó con cera las orejas de los marineros a fin de que no oyeran el canto de las sirenas, y él se hizo atar al mástil del navío, pudiendo así evitar la tentación de ceder a su reclamo, sin apartarse de su camino, diciéndoles:

Me ordenó Circe que solo yo escuchara su voz; pero a mí atadme con dolorosas ligaduras para que permanezca firme allí, junto al mástil; que sujeten a este las amarras, y si os suplico o doy órdenes de que me desatéis, apretadme todavía con más cuerdas.

De vuelta a Ítaca, y tras muchas vicisitudes, como superar el estrecho de Mesina, donde los dos monstruos Caribdis y Escila devoraban a los marineros provocando temibles remolinos, Ulises consiguió recuperar su reino y a su mujer, venciendo a todos los que pretendían arrebatarle ambos, trono y esposa, en un concurso de tiro al arco.

Este relato nos parece un símbolo exacto del camino a recorrer en la psicoterapia: un camino hacia la autonomía, lleno de escollos y cantos de sirena, un camino de autoconocimiento, de escucha de las propias perturbaciones, de lucha, de firmeza y de constancia, de recuperación y de centramiento en el eje del propio yo, como Ulises atado al palo mayor de su nave, y de apertura a nuevos horizontes.

El episodio de las sirenas puede ser utilizado ampliamente en psicoterapia, de forma incluso dramatizada, para trabajar aquellos mensajes (creencias irracionales, chantajes emocionales, complejos, etc.) que nos apartan del camino. Pilar Mallor (2006) propone imaginar que en esa nave viajan mujeres maltratadas o con dependencia emocional, que se dejan llevar por los cantos de sirena del amor. La misma estrategia puede aplicarse al obsesivo con sus pensamientos intrusivos en forma de comprobaciones, preguntas o dudas. Estos son cantos de sirena a los que no puede hacerse caso, puesto que si intenta acercarse a ellas para examinarlas más cuidadosamente o responder a sus preguntas acabará sucumbiendo a su poder destructivo.

5. Los recursos propios: trabajo con la fantasía, la metáfora, la plástica y el drama

Los recursos hasta ahora considerados, imaginados al margen de lo que es la aplicación terapéutica, nacidos de objetivos distintos como ilustrar, enseñar, entretener o divertir, encontraban su aplicación en el campo terapéutico gracias a la ingeniosidad del propio terapeuta. Naturalmente, esta capacidad imaginativa y creativa la puede poner en acto el terapeuta desde sus recursos e inspiración. En la imposibilidad de dar cuenta de forma exhaustiva de cada uno de ellos, precisamente a causa de la idiosincrasia de los mismos, hacemos referencia a algunos que han sido ampliamente utilizados en el campo de la psicoterapia, solo a modo de ejemplo y estímulo. Así dejaremos constancia de prácticas como la fantasía guiada o el ensueño dirigido, la utilización de recursos plásticos –como el dibujo o la fotografía–, dramatizaciones como los ejercicios con la «silla vacía», la realización de esculturas emocionales o relacionales, o la expresión simbólica a través de objetos transaccionales.

5.1. Fantasía guiada o ensueño dirigido

El mundo onírico considerado hasta aquí, en el capítulo anterior, se ha referido a sueños producidos en estado de dormición, de manera ajena, por tanto, a la intervención voluntaria del soñador. Existe, sin embargo, la posibilidad de reproducirlo, de alguna manera, bajo condiciones de semihipnosis o relajación profunda (algunos terapeutas lo han probado bajo el efecto de drogas como el LSD), en estado de vigilia. A esta condición se le ha llamado «sueño despierto, ensueño dirigido o fantasía guiada». Nosotros preferimos esta última denominación, porque no requiere necesariamente la inducción de un estado de semiconsciencia sino que puede elicitarse, simplemente, activando la imaginación o trabajando a través de dibujos u objetos simbólicos.

El llamado «Ensueño dirigido» fue creado por el francés Robert Desoille alrededor de 1940, tomando la idea del trabajo mediante la imaginación, vinculándolo inicialmente a conceptos freudianos, luego jungianos y neurofisiológicos. Intenta facilitar la expresión y movilización terapéutica del mundo interior a través de la imaginación creadora. El Sueño Despierto, que ha hallado sus ecos en autores como Gaston Bachelard (2003) y Mircea Elíade (2001), es una técnica de trabajo con la imaginación. La imagen es una forma de pensamiento más primitivo, más libre, abierto e irracional, una forma de abrir ventanas hacia el interior. El lenguaje de la fantasía es abierto, puede representar distintas cosas al mismo tiempo, no se limita por reglas y no precisa coherencia.

La referencia a esta técnica no la traemos aquí para realizarla en el modo en que lo proponía Desoille, sino como un recurso analógico más. Se trata, en definitiva, de utilizar los recursos de la imaginación a fin de abordar el acceso a aquellas emociones que no encuentran otro medio de expresión. En el caso que presentamos –tomado de Pubill (2010) donde se encuentra su descripción completa con la reproducción gráfica de los dibujos–, la fantasía se desarrolla a partir de una propuesta de representar en un dibujo «cómo se siente tu corazón». Dado que la representación gráfica que trae el paciente se expresa mediante un castillo, la propuesta posterior es la de iniciar un viaje por su interior, en una especie de fantasía guiada, partiendo del material aportado por este.

Javier, nombre ficticio que le hemos otorgado al paciente, es un joven de 24 años que acude a consulta porque siente que cada vez esta más cerrado en sí mismo. Sufrió bullying sistemático durante la primaria, aunque en el instituto menguó parcialmente. Nunca ha hablado de ello con nadie y cree que se ha esforzado mucho en superar los síntomas de fobia social que le acompañaron. Con todo, sigue notando que le cuesta comprometerse en las relaciones y que no confía en nadie. Como actitud defensiva se manifiesta «demasiado racional», con una actitud rígida y cerrada.

Al traer el dibujo, comenta que es como el castillo de «El Señor de los Anillos 3», que consta de tres niveles; todas las puertas están cerradas y en las murallas de cada una de las plantas hay guardias vigilando. Todos tienen la cara del cliente. Bajo el castillo hay un sótano, y debajo de él, una cripta. Se le propone explorar el castillo en un estado de relajación profundo y lo describe de la siguiente manera:

J.: Llego al valle en un caballo blanco. La gente me mira. No tengo miedo pero siento un poco de vergüenza. Me siento diferente. La puerta principal del castillo está abierta y puedo traspasar el foso de la fortaleza. Dejo mi caballo atado en el patio principal. Los guardias me miran amenazantes, apuntándome con las lanzas. Intento abrir la puerta del primer nivel. La empujo y se abre con facilidad. Encuentro una gran sala. No hay nada, solo dos puertas, una que va hacia la derecha y otra que va hacia la izquierda.

T.: ¿Cuál quieres coger?

J.: La de la izquierda. Es un camino despejado, iluminado. Lleva a una pequeña sala con una gran ventana, que tiene buenas vistas al valle. En esta sala me siento tranquilo y seguro. Me siento a descansar un rato. No percibo nada. Me siento dormido.

T.: ¿Necesitas algo de esta habitación o puedes continuar con la visita?

J.: Puedo continuar. Deshago el camino y cojo el de la derecha. Está oscuro y el suelo está lleno de calaveras. El que ha intentado entrar aquí antes, ha perecido (!!!). Encuentro una antorcha y la enciendo. Ahora veo mejor. Llego a una puerta. No la puedo abrir.

T.: Mira alrededor tuyo, a ver si encuentras alguna llave.

J.: Sí, aquí hay una. Me cuesta un poco abrir la puerta. La cerradura está oxidada. Es una sala muy oscura y triste. Solo hay una estantería con un libro, una mesa con un cofre, y una silla. Hay un tapiz que cubre la ventana. Miro el libro; lo abro. Dice: «necio, tonto, idiota». Lo cierro de golpe… El libro dice cómo me siento. Voy hacia la mesa y abro el cofre. Hay una carta de póquer. Es el joker. Se ríe de mí. Me siento fatal, como un idiota.

T.: ¿A qué te recuerda?

J.: A los chicos que se reían de mí en la escuela; quiero salir de la habitación.

T.: Hazlo. Es tu castillo, pero recuerda dejar la llave de la puerta a mano para cuando queramos volver a entrar.

El trabajo en las sesiones siguientes continuó con la exploración de los demás niveles, acondicionando todas las zonas del castillo. Así, en la segunda planta se encontraron de nuevo dos caminos: el de la izquierda, que llevaba a una sala con una buena vista; el de la derecha, que conducía a una sala vacía con un joker que se carcajeaba mientras bailaba. En la tercera había una gran sala con un papel, donde volvíamos a encontrar un insulto.

En la última sesión los guardias dejaron de vigilar a Javier y las puertas de todos los niveles pudieron permanecer abiertas en todo momento. El trabajo más importante se realizó en la cripta, donde se encontró un gran fuego que el cliente definió como «el fuego del infierno» y que solo se podía atravesar con un gran esfuerzo y mucha preparación. Tras el fuego había un pedestal con un libro. Este libro, que era el libro de su vida, no se podía separar del pedestal. Solo se podía abrir por una página, que llevaba impresa con sangre la frase: «Eres un idiota». El cliente decide dejar el libro en la cripta. En el sótano también hay dos puertas. La de la derecha está cerrada y Javier no la quiere abrir. La de la izquierda lleva a un pequeño jardín con un riachuelo, donde Javier se baña y siente que se purifica.

Llama la atención que en ese complejo castillo, que recuerda también a los que tiene que atravesar El caballero de la armadura oxidada (Fisher, 2006), los caminos de la izquierda siempre dan a salas agradables desde las que se contemplan buenas vistas y agradables paisajes, mientras que los de la derecha son inhóspitas e incómodas, llenas de fantasmas y calaveras, jokers burlones y puertas inaccesibles. Una lectura sugerente de esta división derecha-izquierda es la que remite a la división hemisférica cerebral: el hemisferio izquierdo representaría la parte racional, en la que parece que Javier se siente cómodo, mientras que el derecho representa la emocional, que es la que está inhibida y traumatizada. Tras el trabajo emocional en esta sesión, Javier escribe lo siguiente:

El otro día iba en tren y me puse a explorar mi castillo. Estaban cerradas las ventanas y se encontraba abandonado. Decidí ventilarlo y limpiarlo. Lo hice fácilmente. Baje a la cripta y ya no había fuego. Abrí el libro y las hojas pasaban fluidamente, mostrando fotografías de toda mi vida, de los momentos buenos y malos. Me llevé el libro, levantando el pedestal del que no se podía separar. Por fin, fui al sótano y me atreví a entrar en la sala de la derecha: estaba llena de fantasmas, el del miedo, el de la vergüenza… Decidí dejarlos allí. La vida ya me dará la oportunidad de sacarles las sábanas para ver que debajo solo hay humo.

Mediante este trabajo, concluye M. José Pubill (2010), Javier ha hecho una elaboración de su trauma casi sin darse cuenta. Ha dejado de considerarse la víctima de un bullying, para que el acoso pase a formar parte integrante de su vida. Ya no le define, sino que forma parte de sus aprendizajes. Por otro lado, su castillo se ha convertido en algo parecido a lo que sugiere el Dalai Lama: «Dentro de cada persona ha de existir un lugar, que nada más esté habitado por sí mismo, que le dé paz y tranquilidad». Ha conseguido que su corazón no sea una fortaleza sino simplemente su hogar. El camino para recuperar la confianza en el mundo comienza a estar trazado.

5.2. La metáfora inducida

En el capítulo anterior hemos analizado el trabajo con las metáforas del paciente; en este consideramos la posibilidad del terapeuta de introducir o inducir él mismo una metáfora que pueda ser útil para el trabajo con los temas del paciente. En el caso que presentamos se trata de considerar el tema del perdón o de la superación de las ofensas o abusos recibidos desde una perspectiva también metafórica.

En su infancia, Elena fue víctima de abusos sexuales por parte de su hermano mayor. Como en la mayoría de casos en que esto sucede, los padres no se dieron por enterados o, si lo hicieron, fue de una forma evitativa y poco reparadora. La madre de Elena, en concreto, cuando se enteró o simplemente sospechó algo de todo esto, no dijo nada, pero se pasaba las noches en el pasillo de la casa vigilando que el hermano no se introdujera en la habitación de la hermana. En la actualidad la paciente ya tiene más de 50 años y su vida no tendría presencia en esta historia si no fuera porque a lo largo del tiempo, y aún recientemente, el hermano ha hecho sucesivas insinuaciones al respecto. Finalmente, Elena se ha decidido a contárselo a su marido y a sus hijos, pero no así al resto de familiares, a pesar de la insistencia de aquellos, puesto que no quiere causar un malestar ni una situación de embarazo entre tíos, cuñada y sobrinos.

Evaluando esta cuestión aparece en el transcurso de la terapia la metáfora del señor feudal y su enemigo, apuntada por el terapeuta, a quien puede dar tres destinos: el patíbulo, la mazmorra o el exilio. Si lo condena al patíbulo, significa que hace pública su infamia y lo «ejecuta» para toda la familia, generando un daño personal y colateral que la paciente no desea. Si lo encierra en la mazmorra, como hace ahora, callando, aunque manteniendo sus sentimientos vivos hacia él, esperando que cambie o que la pida perdón, se va a pasar el resto de sus días con este huésped indeseable al que hay que alimentar (recordar) y vigilar constantemente, para evitar que se escape o ataque, sin poder dormir tranquila. Si lo manda al exilio, es decir, si lo perdona no esperando de él una reparación pública ni privada, puesto que acepta que se vaya libre, pero lejos, ignorándolo y olvidándolo, se va a poder sentir, finalmente, libre, habiendo cerrado la historia para siempre.

5.3. La dimensión plástica

Hasta aquí hemos considerado principalmente el mundo de lo onírico, que pertenece sin duda al mundo de las imágenes, pero que no es compartible sino a través del relato oral metafórico, dado que no es posible, al menos por ahora, visualizar los sueños ni siquiera para el mismo que los sueña. Otros medios de expresión, sin embargo, permiten una representación plástica más directa, como el dibujo, las fotografías, la dramatización, las esculturas, el recurso a objetos simbólicos, que pueden ser recuerdos o representaciones de estados o situaciones presentes o pasadas del paciente. Dedicamos aquí unas líneas a evocar su presencia y utilidad en determinados pasajes del proceso terapéutico.

5.3.1. Los dibujos

El caso de Javier, que acabamos de comentar unos párrafos más arriba, se presenta como una «fantasía guiada o ensueño dirigido», pero a partir de un desencadenante plástico, como es el dibujo del castillo. Más adelante también podremos ver (capítulo nueve) el trabajo con una paciente adolescente, donde se muestra la evolución de sus dibujos durante todo el proceso terapéutico, por lo que no vamos a insistir más en explicitar las posibilidades del trabajo con dibujos en psicoterapia. Baste con recordar por el momento que este u otros sustitutos plásticos, como la plastilina, suelen ser materiales de primera opción, al lado de los juegos, en la terapia con niños u otros pacientes que tengan dificultades en articular su problemática de forma discursivamente organizada, así como movilizar la expresión de los estados emocionales con cualquier tipo de población.

5.3.2. El trabajo con fotografías y vídeos

Las fotografías o vídeos no suelen tener el carácter onírico ni poético de los dibujos o los sueños, a no ser que se trate de fotografías artísticas. Suelen recoger momentos reales de la vida de una persona, captados en las más variadas circunstancias y con los objetivos más diversos. Por ello constituyen un complemento muy interesante para trazar la línea de vida. Pero pueden usarse para otras muchas finalidades en terapia, algunas de ellas con carácter más simbólico o analógico. Por ejemplo, Pubill (2010) nos relata un trabajo realizado con las fotos de la infancia de una paciente de 30 años, llamada Betty, que acude a terapia para trabajar el acoso escolar que sufrió en la infancia y en la adolescencia, y, aunque cree que ha superado la mayoría de sus secuelas, nota que en ciertas situaciones laborales se queda todavía encallada. Después de trabajar en dos sesiones los agravios recibidos y tras perdonarlos, queda cerrar la situación traumática. Para ello se le pide que traiga fotografías suyas de esa época: feliz, en su pueblo, triste, con las compañeras de colegio que la acosaban. Trae tres fotografías. Dos en las que está contenta y disfrutando de la vida, y una, con las niñas con las que sufría acoso. Situamos las fotografías en tres sillas distintas. Habla de la primera fotografía. Es ella en un parque acuático. El mensaje principal que le envía es «que no hay nada como no controlar. Es la receta para ser feliz». Habla desde la segunda fotografía, en su pueblo. El mensaje es: «los demás la quieren como es porque ella es una persona que vale la pena, y la vida y ella misma se lo han demostrado». Habla desde la tercera fotografía, cuando está en el colegio y dice: «No, no voy a dejar que nunca más alguien me haga sentir así». Lo dice decidida y firme. La terapeuta le pregunta, acercándose a ella y bajando el tono de la voz, si de verdad está preparada para que esa sea su posición vital. La paciente lo afirma convencida. Entonces, la terapeuta le da unas tijeras y le propone que recorte su imagen de la foto del colegio, separándose de las otras niñas. Beatriz ejecuta rápida y eficazmente el recorte, sin titubear.

T.: ¿Cómo te sientes?

B.: Feliz y segura; siento que ya no estoy allí.

T.: ¿Qué quieres hacer con la foto de tus compañeras?

B.: Guardarla. Así cuando mi pensamiento me diga tonterías, la miraré y sabré que ya no soy esa niña porque lo he decidido así.

T.: ¿Dónde ponemos a esta, tu niña del colegio?

B.: En un collage que construiré con las tres fotos.

T.: ¿Cómo te sientes?

B.: Por fin, yo misma.

El trabajo con fotografías suele basarse en material propio, pero, evidentemente, nada excluye que esas fotografías puedan referirse a otras personas o situaciones que la persona pueda encontrar apropiadas para representar aspectos de su propia vivencia, como por ejemplo sucede con la referencia a películas o a series televisivas, a las que aludiremos más adelante.

5.3.3. Dramatizaciones

Algunas técnicas terapéuticas, como el psicodrama (Moreno, 1961) han hecho de la dramatización, a imitación del teatro griego y a propósito de la apología que hacía de su valor catártico el propio Aristóteles, un instrumento terapéutico en sí mismo. Pero esta técnica requería la presencia de un grupo, cuyos miembros pudieran convertirse en actores participantes. En el ámbito de la terapia individual, sin embargo, el recurso a los actores y al coro no es posible, por lo que un sustituto eficaz lo constituye la técnica de la silla vacía.

5.3.3.1. La silla vacía

La técnica consiste en que el cliente visualice en una silla vacía (que el terapeuta coloca frente a él) a alguna persona significativa a quien tenga algo pendiente que expresarle. Mientras el cliente lo visualiza, el terapeuta facilitará la expresión verbal y emocional («dile a tu jefe lo que te hubiera gustado decirle…»).

Además de su habitual uso terapéutico, esta técnica se puede utilizar también para diagnóstico durante las primeras sesiones (Imagina que tu padre/madre está aquí sentada. ¿Cómo crees que te ven tus padres? ¿Cómo ves a tu padre? ¿Cómo ves a tu madre? Díselo… o… ¿qué crees que te dirían?). Trabajar a partir de lo que surge.

Ampliando el radio de actuación, también se puede establecer un diálogo con la persona imaginariamente sentada en la silla, intercambiando en este caso los papeles y las sillas: cuando el paciente habla desde su silla, lo hace en nombre propio; cuando quiere poner voz a la persona representada se cambia de silla y, desde esta posición, habla en nombre del otro. Por ejemplo:

TERAPEUTA: dile a tu padre lo que no pudiste decirle nunca en vida.

PACIENTE: (dirigiéndose al padre, imaginariamente): Papá yo siempre te admiré, pero a la vez me dabas miedo. No encontraba el modo de acercarme a ti.

PADRE: (el paciente en la silla del padre): Me sabe mal, hija mía. Yo pensaba que no me necesitabas; que tu madre ya te lo daba todo. Yo nunca me he entendido con los niños. Pensaba que trayendo el sustento a casa ya cumplía con mi función de padre.

Habida cuenta de que se trata de una técnica de carácter activo y emocional, conviene explorar la disposición de la persona para trabajar en este registro, puesto que no todas las personas se sienten cómodas, pudiendo sentirse algunas, además, ridículas y, en consecuencia, rechazar manifestarse de este modo. Por este motivo, el terapeuta debe comprobar primero si la persona es susceptible a esta técnica, pues si la persona es más lógico-analítica que intuitivo-emocional le resultará difícil llevarla a cabo. Para explorar este aspecto podemos pedirle «imagínate que en esta silla está… ¿Te lo puedes imaginar?» Si el paciente da detalles con facilidad y se lo puede imaginar sin mucha dificultad se lo podemos proponer; en caso contrario no proseguiremos con la técnica ya que no le resultará eficaz. En este caso podemos realizar el mismo ejercicio sin moverse de la silla, haciendo las mismas preguntas pero en un contexto hipotético más que imaginado.

5.3.3.2. Esculturas emocionales y relacionales

En psicoterapia el recurso a esculturas ha sido utilizado para poner de manifiesto una vivencia determinada en el ámbito de la experiencia individual, familiar o de pareja, como si se tratara de un cuadro plástico (puede tomarse, si se desea y el paciente lo consiente, una fotografía para trabajar después sobre ella), y, al mismo tiempo, para permitir sentir de forma corporal la emoción que la acompaña. Por ejemplo, en el caso de la pareja Marcos y Patri, reproducido en su totalidad en otra parte (Villegas y Mallor, 2010a), se le propone a Marcos, en un momento del proceso, tomar conciencia de su estado emocional a través de la realización de una escultura.

T.: Mira de plasmar en una escultura cómo te representarías a ti mismo cuando sientes rabia.

Marcos se pone en el centro de la sala, apoyándose sobre brazos y manos en el suelo y levantando el cuerpo, cabizbajo, en posición muy incómoda y sintiendo mucha presión. Preguntado sobre cómo se siente, dice: «aislado, separado, encerrado en su dolor, con rabia contenida y sin tener percepción sensorial».

T.: Mira de plasmar ahora en una escultura cómo te representarías a ti mismo sin esa rabia.

Continuando en el centro de la sala, Marcos se levanta, se pone de pie, mirando hacia lo alto, con los brazos abiertos en posición de cruz y las palmas hacia arriba. Dice sentirse con una mayor percepción de lo que le rodea y absorbiendo todo lo que le envuelve. Esta posición es la que más le gusta.

Con las parejas puede ser también muy ilustrativo proponer conjuntamente o por separado a cada uno de sus miembros una escultura o un dibujo que represente su punto de unión más fuerte. Por ejemplo, habrá parejas cuyo punto de unión esté focalizado en sus genitales; otras que, puestas de lado o de frente, busquen el contacto de sus cabezas; otras que conecten a la altura de sus bolsillos; otras que lo hagan cogiéndose las manos, por la cintura o abrazándose efusivamente. Igualmente, la dinámica relacional de la pareja puede escenificarse fácilmente en términos de simetría o asimetría a través de esculturas que representen el tipo de interacción Padre-Niño o Adulto-Adulto del Análisis Transaccional.

Del mismo modo que es factible la representación de las emociones a través de las esculturas acompañadas de su expresión verbal, es posible representar los síntomas. Luigi Onnis (1990) plantea este tipo de trabajo con los síntomas psicosomáticos o de manifestación corporal, como la anorexia o la bulimia en el ámbito de la terapia familiar.

«¿De qué manera intentamos extrapolar la complejidad de estos significados del síntoma y, al mismo tiempo, las tramas míticas a las que están vinculados esos significados?», se pregunta. A través de la utilización de un lenguaje terapéutico más homogéneo al lenguaje del síntoma, que se expresa en el cuerpo: un lenguaje no verbal y analógico, que propone una representación metafórica de la familia en forma de escultura familiar.

En nuestro método habitual, al que hemos llamado de las «esculturas del tiempo familiar», pedimos a cada miembro de la familia que haga dos esculturas, que «ponga en escena» dos representaciones de la familia: una del presente y otra del futuro. En el trabajo con las familias con problemas de anorexia introducimos, además, una tercera escultura, la del pasado.

Intentamos así explorar y reintroducir la dimensión del tiempo en un sistema que parece haberla perdido. A través de la comparación entre estas representaciones, se devela el aspecto mítico de estas familias: preservar a toda costa la unión familiar por medio del bloqueo de cualquier potencialidad evolutiva, a través de una imposible detención en el tiempo. Mediante la utilización del lenguaje analógico y metafórico, la familia se relata y se revela, las emociones afloran y los significados quedan desvelados.

Por ejemplo, en la escultura que hace Francesca del presente se pone en evidencia toda su ambivalencia emocional. Francesca, de 26 años, hija primogénita de una familia formada por cuatro personas; el padre, Giorgio, de 58 años, tipógrafo; la madre, Anna, de 56 años, ama de casa; y el hermano menor, Alberto, de 23 años, estudiante universitario. Desde hace aproximadamente ocho años Francesca padece de trastornos de la conducta alimentaria, que comenzaron a los 18, bajo la forma de una anorexia restrictiva, que fueron derivando, al parecer a consecuencia de una decepción sentimental, a partir de los 23, hacia una fase bulímica con atracones frecuentes y vómito autoinducido.

Las formas de interacción de esta familia muestran los comportamientos típicos en esos casos: confusión de funciones y de roles, implicación recíproca y actitudes intrusivas, gran labilidad de límites entre los individuos y los subsistemas generacionales. La tensión por los conflictos entre los padres es desviada hacia el problema de la hija y cualquier desacuerdo se desplaza sobre los modos de manejar los comportamientos de Francesca, no solo por lo que se refiere a su conducta alimentaria, sino también a las frecuentes manifestaciones de agresividad verbal hacia la madre, alternadas con actitudes de tipo regresivo, como constantes y agotadoras demandas de soporte, delegar frente a cualquier decisión, incluso la más trivial, o imponerse para que la deje dormir con ella en la cama de matrimonio, separándola, en consecuencia, del marido.

Frente a estas conductas de Francesca, llaman la atención las reacciones constantes de los padres: mientras que la madre intenta protestar, oponerse y contener la agresividad o las demandas infantiles de Francesca, el padre parece, al contrario, animarla y sostenerla con mensajes verbales de soporte y con actitudes no verbales, extremadamente ambivalentes y seductoras, de cercanía, de condescendencia y de aprobación. Se van configurando de esta forma dos alianzas transgeneracionales disfuncionales al interior de la familia: Francesca es la princesa de papá, y Alberto, en cambio, el príncipe de mamá.

Situada en el centro de la escena, Francesca coloca en su escultura a toda la familia a su alrededor: la madre y el hermano a su izquierda, y al padre, un poco distanciado, a su derecha. Francesca atrae la mirada de todos los demás sobre sí y responde con un doble gesto, rico de alusiones y de significados: con un brazo semiflexionado, insinuando un abrazo con el que parece querer mantener unida a la familia; con el otro, extendido delante de ella, parece querer expresar la exigencia de una distancia, de un espacio para sí misma. Por la específica dinámica en que Francesca está involucrada, no es de escasa importancia que el brazo extendido sea especialmente dirigido hacia el lado del padre (respecto al cual se hace necesario un distanciamiento). La imagen propuesta por Francesca expresa con la potencia evocativa del lenguaje metafórico la oscilación emocional de la paciente entre la tendencia a adherir al «mito familiar de unión» (las necesidades fusionales representadas en el abrazo) y la exigencia subjetiva de individuación (la necesidad de un límite y de un espacio propio, representado por el brazo extendido que reclama distancia). Pero esta exigencia subjetiva no se puede abrazar si el riesgo es la pérdida del vínculo (el «fantasma de ruptura»). De esta forma se queda en la indefinición y en la oscilación, característica del síntoma bulímico: incorporar, con el atracón alimentario, y expulsar, con el vómito compensatorio, introyectar y rechazar. En consecuencia, estos aspectos sintomáticos, tan claramente somáticos, adquieren un valor simbólico que los enriquece de significado, sugerido por la misma paciente, que se convierten en una metáfora esclarecedora no solo de un dilema subjetivo irresuelto, sino también de un sufrimiento familiar más extenso.

5.3.4. La expresión simbólica a través de objetos transaccionales

Hemos visto cómo dibujos, fotografías, estatuas vivientes, podían constituirse en metáforas de vivencias o relaciones en el ámbito individual, familiar y de pareja. En otras ocasiones esta función metafórica puede ser ejercida por un objeto simbólico, cuya significación se ha construido en el ámbito de la terapia o se ha traído a él del acervo experiencial de la persona, como un recuerdo de su infancia o de algún antepasado, un regalo, un símbolo de alguna cultura, etc. Una paciente a quien resultaba especialmente dificultoso el contacto directo con las emociones, tomó como objeto simbólico, que colocó en su mesa de trabajo, una cucharita. Esta había sido usada como metáfora en las sesiones de terapia, al admitir que podía ir conectando con ellas, las emociones, en pequeñas dosis, servidas en cucharaditas, nunca, por el momento, a grandes sorbos.

El caso extremo de utilización de objetos transaccionales en su valor simbólico lo podemos encontrar en la llamada «realización simbólica», nombre con el que M. A. Sechehaye (1947, 1950) designa su método de psicoterapia analítica de la esquizofrenia: se trata de reparar las frustraciones sufridas por el paciente en sus primeros años de vida, procurando satisfacer simbólicamente sus necesidades y abrirle el acceso a la realidad. La palabra «realización» connota la idea de que las necesidades fundamentales del esquizofrénico deben ser efectivamente satisfechas durante la cura en la misma forma en que se expresan, es decir, de un modo «mágico-simbólico» en el que existe una unidad entre el objeto que satisface (por ejemplo, el pecho materno) y su símbolo, las manzanas, tal como la psicoanalista lo llevó a cabo en el caso Renée.

M. A. Sechehaye tomó a Renée en psicoterapia cuando era ya una adolescente de 18 años. Había sido diagnosticada de esquizofrénica y desahuciada por más de 15 psiquiatras. Renée, de pequeña, había sufrido una deprivación nutritiva, no solo a nivel físico, sino también afectivo, que en parte fue compensada por la abuela materna, pero que no tuvo la continuidad suficiente. En su caso, M. A. Sechehaye se propuso suplir estos déficits en el maternaje, ofreciéndole simbólicamente alimentarse de sus pechos, para lo que le ofreció manzanas que los simbolizaban.

«Al observar que le daría todas las manzanas que quisiera, dijo Renée: “Sí, pero esas son manzanas compradas, manzanas para adultos. ¡Yo quiero manzanas de madre, como estas!” y señalaba hacia mi pecho. “Estas manzanas solo las da la madre cuando se tiene hambre”. Por fin comprendí lo que debía hacer. Las manzanas representan la leche de la madre, tengo que dárselas como una madre que da el pecho a su hijo: tengo que darle yo misma el símbolo, directamente y sin intermediario, y a horas fijas. Para probar mi hipótesis decidí poner inmediatamente manos a la obra. Traje una manzana, corté un pedazo para dárselo, y le dije: “Es tiempo de beber la buena leche de las manzanas de la madre. Mamá te la dará.” Renée se apoyó en mi hombro, colocó las manzanas sobre mi pecho y comió con los ojos cerrados, ceremoniosamente y con expresión de felicidad.»

Resumen

En este capítulo se recogen una serie de recursos analógicos que el terapeuta puede usar en su trabajo habitual, independientemente de su origen propio o ajeno. Entre estos últimos el capítulo se remite a la paremiología, narraciones y mitos como fuente de inspiración para el trabajo en psicoterapia. Se alude, igualmente de forma breve, al cine y a otras fuentes de inspiración. En relación al trabajo propio del terapeuta se comenta la propia creatividad en la posibilidad de adaptar a cada paciente técnicas como la fantasía guiada o ensueño dirigido; la utilización de recursos plásticos, como el dibujo o la fotografía; dramatizaciones como los ejercicios con la «silla vacía»; la realización de esculturas emocionales o relacionales; la expresión simbólica a través de objetos transaccionales… como referentes más o menos conocidos entre los psicoterapeutas, dejándola abierta, naturalmente, a las aportaciones idiosincrásicas de cada uno de ellos.


6. Resolución y cierre de la terapia

El análisis no es un proceso sin fin,

sino que puede ser llevado a una natural terminación

con suficiente habilidad y paciencia por parte del analista.

FERENCZI (1927)

1. La fase de resolución

Los pasos indicados hasta ahora en el procedimiento terapéutico culminan en el que hemos denominado resolución y cierre. Se supone que la adecuada combinación de los recursos descritos hasta ahora son suficientes para poner en marcha el proceso que describiremos en la segunda parte de este libro y, en consecuencia, de llevar la psicoterapia a su conclusión o destino final. Este se evalúa, de alguna manera, con instrumentos específicos de superación sintomática o, como es nuestro caso, con manifestaciones explícitas de carácter cualitativo de satisfacción por el proceso y los objetivos conseguidos, despojados ya de su peso sintomático.

Esta evaluación la llevamos a cabo a través de recursos expresados en forma de rituales de despedida, de cartas de agradecimiento, o de escritos de recapitulación del proceso. Sin embargo, hay veces en que este cierre del proceso no es posible si antes no se han resuelto determinados temas específicos que pueden entorpecer todo el proceso general. Por ejemplo, temas de abuso sexual, de culpabilidad por «pecados de acción u omisión», de duelo incompleto o inacabado, diversos tipos de trauma o de cualquier otro asunto pendiente. En estos casos hablamos de la necesidad de cerrar explícitamente tales asuntos a través de su resolución práctica, si es posible, como podría ser una separación o reconciliación personal –la del caso que relatamos a continuación es un ejemplo–, o simbólica, como ocurre en la mayoría de los casos, a través de recursos analógicos.

Una separación madura y amistosa

Zulema y Rachid, de origen palestino, se conocieron muy jóvenes, se casaron y tuvieron dos hijos. Ella creció a la sombra de él, y con el tiempo, su formación y la terapia entendió que se había unido a él por una dependencia emocional. Con los hijos ya maduros, la paciente se plantea la separación de Rachid para completar su proceso personal, dado que, además, como se podrá colegir de los escritos, su relación hace ya años que está muerta. He aquí sus cartas, donde se tratan desde la perspectiva parental, no ya esponsal:

Hola, Rachid.

Te escribo porque creo que aún hay cosas pendientes entre tú y yo. En primer lugar, me gustaría pedirte disculpas por las palabras fuera de tono que te dije la última vez que estuviste aquí; creo que la rabia que llevaba acumulada desde hace años salió de una forma inadecuada. Tampoco esperaba la reacción que tuviste, y creo que nunca me imaginé llegar hasta este punto.

Pero las cosas realmente se van de las manos cuando uno acumula tantos reproches durante tantos años; ahora solo espero que podamos conversar para quedarme con lo bueno que hemos tenido en estos 21 años de convivencia. Quiero irme con la sensación de haber rescatado todas esas cosas positivas y buenas que también nos han pasado y que hemos compartido.

Para mi fuiste el gran rescatador; yo era una persona inmadura, una niña, carecía de un conocimiento de la vida, vivía en una burbuja, estaba sobreprotegida, y fuiste tú quien me ayudó y cuidó durante años, el detallista, el caballero, la persona a la cual yo admiraba y respetaba, pues lo sabías todo… me deslumbraste con tus conocimientos de política, de economía, de cultura, de la vida misma. No puedo dejar de mencionar que me sentí querida.

Sé que para ti mi reacción ha sido bastante sorprendente, porque no te lo esperabas; estabas acostumbrado a la mujer que te seguía en todo, cuya opinión casi no se tomaba en cuenta. Pero las personas crecemos, maduramos y nos damos cuenta de muchas cosas que no nos gustan y no nos hacen felices; yo me di cuenta de que nunca tomé decisiones, porque tampoco estaba preparada, no sabía lo que quería, y fui bastante cómoda dejando que las tomaras siempre por mí. Eso reflejaba mi inseguridad, mi baja autoestima y mi inmadurez. Ahora me he dado cuenta de que cometí muchos errores que no debía haber permitido; tenía que haber dicho lo que pensaba aunque creyera que no era lo correcto o lo más acertado, pues siempre pensé que la decisión más adecuada era la tuya, por tus conocimientos.

También me he dado cuenta de que nuestra relación murió hace tiempo; hemos ido obviando algunas cosas, sin resolverlas, que realmente no se debían haber dejado pasar. Ahora es tarde para la enmienda y, como tú dices, no voy a volver más al pasado. Ya no se puede seguir tapando tanto, pues ahí radica la base de nuestros desencuentros: jamás fuimos capaces de resolver, dialogar y discutir los problemas a su tiempo, y se volvieron una bomba de relojería. Ahora quiero perdonarte y perdonarme a mí misma por los errores cometidos.

Solo quiero que sepas que en el tiempo que he estado contigo he intentado dar lo mejor de mí; no soy perfecta y sé que tengo muchísimos defectos, pero siempre he ido con la verdad por delante. Creo que he sido una buena compañera. Te he querido muchísimo, te he amado, te he apoyado en todas tus decisiones y siempre he sido la persona que ha permanecido a tu lado, y creo que por todo esto deberíamos terminar de la mejor manera posible.

He intentado por todos los medios sobrevivir a las circunstancias que nos rodeaban y ahí me olvide de mí. Nos hizo falta comunicación, pues a veces me daba la sensación de aburrirte con mis quejas, con mis reclamos, con mis inquietudes, mis preocupaciones; era como si no valiera la pena nada de lo que te decía. Tenemos diferentes formas de interpretar la realidad. Yo siempre he sido muy emotiva, y tú bastante racional, lo relativizabas todo, pero yo necesitaba que me entendieras, y que conectaras conmigo, que tomaras en cuenta mis opiniones y sugerencias. Siempre te dije que me subestimabas.

Hace tiempo que te veo y te siento lejano, apático, harto de la vida, indiferente, cansado. Jamás sentí que confiarás en mí y me dijeras lo que te pasaba; nunca te apoyaste en mí; me sentía desvalorizada. Sé que tampoco eras feliz… Sentirte cerca… Jamás fuimos una pareja sociable, que saliera con los amigos, como lo hacíamos al principio. La relación se volvió completamente monótona, rutinaria, y he tenido la sensación de que no disfrutábamos de nada, que todo eran problemas, cargas, discusiones por tonterías, y yo quiero ser feliz y que tú también lo seas. Creo que nos ha pasado factura la forma en como hemos llevado nuestra relación: hemos intentado sobrevivir y nos hemos olvidado de vivir.

La terapia me ha ayudado a entender todo este proceso, a no creer que me volví loca, sino que esto ha sido un punto de inflexión en mi vida; he vuelto a reencontrarme, y ahora quiero decidir por mí misma, aunque me equivoque. No quiero depender emocionalmente de nadie; quiero ser adulta, coger las riendas de mi vida, sentirme valorada, fuerte, comprendida, sentir que yo aporto, que soy válida para todo lo que me proponga; no quiero sentirme en deuda con nadie, pues ya he pagado suficiente, ya he agradecido suficiente.

Quería escribirte para que sepas cómo me siento y las preocupaciones que tengo ahora mismo; cuando vengas no sé si estarás dispuesto a conversar o no para zanjar algunos temas o si piensas que ya está todo dicho, lo dejo en tus manos. Espero que estés bien. Si no me contestas lo entenderé, pero tarde o temprano tendremos que hablar. A lo mejor tú también necesitas tu tiempo, y es respetable.

La madre de tus hijos.

Respuesta de Rachid a la carta de Zulema:

Hola, Zulema.

Te escribo para contestar a tu correo, y porque sé muy bien que todavía hay algunas cosas que hablar y que resolver entre nosotros. Dejé pasar mucho tiempo sin tener contacto contigo, esperando que las cosas se tranquilizaran y así poder hablar con más tranquilidad, sin insultos y sin gritos, que están fuera de todo lugar.

No tienes que pedir disculpas por lo que pasó la última vez que hablamos; yo también tuve unas palabras fuera de tono y aquí estoy, de acuerdo contigo, en que hemos dejado pasar demasiado tiempo sin resolver nuestras diferencias y como consecuencia de ello hemos llegado, lamentablemente, a esta situación que, como tú, creo que no tiene marcha atrás. Tampoco pienses que te ayudé en algo; solo tómalo como una época de tu vida en la que aprendiste cosas nuevas (yo de ti aprendí mucho). Personalmente, te digo de corazón que me alegro de que hayas vuelto a encontrar todo lo que me has contado en tu mensaje y, a la vez, lamento enormemente que no lo hayas encontrado cuando estabas conmigo: ¡qué le vamos a hacer! La vida es así, y aquí estaría de más volver a hablar de ello.

Quiero que tengas muy claro y muy seguro que yo ni pienso ni quiero acabar mal contigo, por dos sencillas razones. Primero, porque eres la madre de mis hijos (la cosa más linda que tengo en este mundo), y segundo, porque no puedo olvidar todo el tiempo que hemos pasado juntos y lo que has significado siempre para mí.

En una de nuestras últimas conversaciones te reconocí que he cometido muchos errores en mi vida y que no puedo arreglarlos; eso sí, también aprendí muchas cosas de ellos y haré todo lo posible para no volver a caer en lo mismo. De cara a ti, podría ser el hombre que más errores ha cometido en este mundo; podría merecer los peores calificativos si así lo quieres, pero nunca utilizaré a mis hijos contra ti, ni formaré alianzas con ellos. Te puedes ir muy tranquila, quedándote con lo bueno que hemos vivido, que yo también lo haré. De todos modos, llego el día 26 de agosto; intentaré pasar unos días de descanso con ellos dos. Cuando llegue estaré dispuesto a hablar contigo de cualquier tema pendiente.

El padre de tus hijos.

2. Resolución de asuntos pendientes antes del término de la psicoterapia

Con frecuencia una terapia no puede darse por terminada sin la resolución previa de asuntos pendientes, que tienen su origen en situaciones o relaciones específicas. Lo deseable es que este cierre lo pueda llevar a cabo el paciente con la asistencia del terapeuta, pero con sus medios propios. En su defecto, el terapeuta puede intervenir en el proceso asumiendo un rol complementario. El primero de los casos que vamos a relatar ha sido desarrollado por la propia paciente a partir de una sugerencia del terapeuta.

Fortunata y Jacinta

Carmina es la pequeña de tres hermanas, la mayor de las cuales, Jacinta, portadora del virus del sida, murió de sobredosis de heroína, dejando un niña pequeña, Laura, de la que se hizo cargo la hermana mediana, a la que hemos llamado Fortunata. Debido a este y otros acontecimientos, Carmina, nuestra paciente, se ha sentido siempre culpable por no haber hecho lo suficiente para evitar la muerte de su hermana y no haber conseguido en vida que dejara de drogarse. Estos sentimientos de culpa asoman sistemáticamente tras sus pensamientos intrusivos, que parecen dirigidos a impedir su felicidad.

A fin de facilitar la elaboración de estos sentimientos de culpa y la reconciliación consigo misma y con su hermana Jacinta, el terapeuta le propone escribir una carta a la que luego deberá responder ella misma, en nombre de la hermana muerta. El resultado de este intercambio epistolar es el siguiente:

1.ª Carta de Carmina a Jacinta

Querida hermana:

Te escribo esta carta con la ilusión de cerrar muchas puertas que todavía están abiertas y que todavía me hacen daño en el día a día. Como tú has dicho, me torturo por tu muerte y por no haberte dicho todas las cosas que pensaba, por no haber aclarado el porqué de mis actos, por la culpa que siento al pensar que mi alejamiento te provocó una pena tan grande que te llevó a drogarte y a continuar destruyéndote más y más, por si en el momento en que te morías llegaste a pensar que nunca te había amado.

En mi interior sé que no es cierto, pero hay una idea persistente en mi cabeza que insiste en que yo tengo parte de culpa en tu muerte, en que yo te maté. Con el tiempo he ido oyendo esta voz con más y más fuerza y me está haciendo un mal inimaginable.

Sé que no es así, pero la pena por tu muerte es tan grande que de alguna manera no me deja ser feliz, como si no tuviera derecho a serlo si tú no lo fuiste o si los demás tampoco lo son; porque como hermana tuya me cuesta entender cómo en nuestra familia puede haber alguien tan diferente a los demás, y tan feliz, como yo.

Antes de empezar quiero decirte que siempre te he querido, y que nunca olvidaré los recuerdos alegres y amorosos que conservo, como cuando me ayudabas a vestirme, siendo yo muy pequeña. Los buenos momentos, también, que compartimos al nacer tu hija, Laura, antes de nuestra separación.

Sé que no puedes entender por qué llegué a distanciarme; tal vez pienses que soy una egoísta, pero he de contártelo. Tienes que conocerme. Desde pequeña me he sentido sola, distinta a todos los otros niños, aunque con muchas ganas de ser una persona «normal», sin problemas en casa, sin una pena constante. Siempre veía a las demás niñas disfrutar de la vida, sin hermanas enfermas, sin madres alcohólicas, sin padres malvados. Sentía mucha vergüenza en la escuela porque las niñas me decían que te habían visto con un gitano, que a veces mi madre venía a buscarme bebida… y yo no quería que nadie supiera nada, ni mis amigas. Solo quería paz, distanciarme de este dolor y respirar libre, como los demás.

Desde que supe de tu enfermedad, siempre tuve mucho miedo de que pudieras morirte. Recuerdo el terror que tenía al pensar que te irías deteriorando y que morirías, finalmente, corroída y enferma por el VIH.

También tenía miedo de papá y de mamá por los maltratos. El miedo es lo peor que hay. Podría haber decidido permanecer espantada, deprimida y tan mal como vosotras, pero decidí ser libre y evadirme con mis amigos y mis novios, como si nada me afectara.

Todo esto me ha llevado a separarme de todo, no solo de ti. Nuestra hermana mediana, Fortunata, me ayudó mucho, y nunca me dijo nada malo de ti; ella hizo de madre y de padre a la vez: era mi único refugio. No es que la quisiera más que a ti, sino que era una persona más equilibrada e integrada en la sociedad, la única luz de la familia. Tienes que entenderlo. Pienso que me juzgaste equivocadamente, creyendo que yo era una pasota sin sentimientos, y no te diste cuenta de que yo también soy hija de los mismos padres, la tercera víctima, y que para sobrevivir tuve que alejarme de todos. ¿Lo puedes entender ahora?

Hablemos de lo que las dos sabemos: de el día que te encontré en la habitación, drogándote. Creo que siempre has pensado que nunca te lo he perdonado. Lo cierto es que me hizo mucho daño, más que nada por mi momento vital: tenía 16 años. No podía entender cómo habías sido capaz de hacerlo con nosotros y tu hija pequeña en casa. Me puse tan nerviosa que llame a nuestra hermana Fortunata, que te arrancó la jeringa del brazo.

Nunca he conseguido sacármelo de la cabeza, y aunque tenía miedo de hacerte daño, nunca te lo eché en cara. Al contrario, tú me preguntabas y yo te lo negaba, porque no quería herirte ni darte más excusas para drogarte. Lo siento, solo quería protegerte y tal vez me equivoqué. También tenía miedo de lo que tú pudieses pensar de mí, si era egoísta, o mala persona, por dejar de verte o por alejarme de ti. Tal vez fui cobarde. Es lo único de que puedo arrepentirme, aunque mis intenciones no eran malas; solo quería protegerme y ser feliz. Y a tu lado no podía conseguirlo, viendo cómo te ibas destruyendo, sin poder ayudarte, a pesar de que lo intenté durante algún tiempo. Soñaba con ser feliz, con vivir tranquila y sin unos problemas que me sobrepasaban, que no me merecía y que no podía cambiar.

Sé que tú me querías y que siempre pensaste que era una criatura que no era muy consciente de la situación; espero que hayas llegado a saber que te quería y que mi alejamiento no te causara daño. Solo por no saber, o mejor, por no querer o por no estar preparada para reconocer que yo era una niña con ganas de respirar, de disfrutar de mis derechos y de mis amigas. Este es el precio que tuve que pagar y que ahora me tortura. Cada uno con su papel… y el mío es el de llegar a ser feliz.

Te quiere, tu hermana, Carmina.

2.ª Carta de respuesta de Jacinta a Carmina

Querida Carmina:

Te mando esta carta desde un lugar muy lejano. Ya sé que no puedes oír mis palabras, y por eso te escribo para explicarte cómo me siento y, sobre todo, cómo me sentí antes de morir. Espero que al recibo de esta carta todo te vaya bien y que estés trabajando de lo que estudiaste.

Yo estoy más tranquila que nunca, sin tener que aguantar a papá, ni a ningún tío que me dañe, descansando y observándolo todo desde este lugar tan lejano.

Tengo que decirte que cada día me arrepiento de haberme pinchado en la habitación; me pasé, ya lo sé. Pero es que tú no sabes qué significa estar enganchada a la heroína. Te come por dentro, no te deja vivir, como aquella vez que me tuvieron que atar en el hospital para pasar el «mono».

Sé que te estás torturando, que mi muerte no te deja vivir. Pero déjalo ya, pasa página. Sí, es verdad que no me hizo ninguna gracia que me dejaras de hablar. Yo te quería mucho; estaba muy triste pensando que te había perdido, por lo desgraciada que era, por la droga, por mis cosas, que tanto daño te hacían. De repente, mi niña, Carmina, desapareció. Yo te preguntaba si era por lo de la jeringa y tú me decías que no. Nunca supe realmente por qué era, pues no era consciente; sabía que me amabas, pero que a la vez me repudiabas porque era drogadicta y tú querías ir de «pija», como si no fueses de la familia.

Me hubiera gustado tenerte más cerca, aunque esto no habría cambiado nada, te lo aseguro. Me acuerdo también de cuando me ayudaste: no servía de nada. Simplemente me hubiera gustado dejarlo todo, excepto que yo era drogadicta y tú una niña que quería ser diferente, que un día me encontró pinchándome. Me hubiera gustado tenerte más cerca, pero ahora, desde aquí, veo que no hubiera podido ser: éramos muy diferentes. Yo nunca quise estar del lado de la normalidad. Para mí era bueno estar donde estaba y veía cómo tú, yendo a un colegio de monjas, con tus amigas y con tu novio, «normales», te separabas de mí.

No es que no te quisiera, pero eras muy pequeña para ayudarme; de hecho, nadie podía ayudarme, porque yo no me dejaba; no conocía otra cosa, y mi único objetivo era que Laura estuviera bien, con Fortunata. Si ella, mi hija, no pudo sacarme de eso, ¿crees que tú hubieras podido hacerlo? No. Te conocía; con 16 añitos ya habías hecho más por mí de lo que mis padres habían hecho en su vida. Conocía tu nobleza y tu amor por mí.

Sí que llegué a pensar que te avergonzabas de mí, y eso no me gustó; en más de una ocasión me venía a la cabeza, pero me drogaba con cualquier excusa, no por ti. Me hubiera drogado por cualquier cosa, porque el problema era mi adicción; lo de fuera me daba igual: la excusa podría haber sido el vecino, que me miraba mal, o la sociedad, que era una mierda, o cualquier otro motivo: ¡qué más daba!

Yo solo quería drogarme, olvidar mi infancia, mis padres, los recuerdos de los gitanos, de los bajos fondos, de la enfermedad que me estaba matando y que no tenía curación. Tú no eras más que una minucia en todo ese conjunto. Si estabas conmigo también me sentía mal; nada me hacía feliz.

Llegué a pensar que Fortunata te comía la olla, pero siempre pensando que eras una cría, sin enfadarme demasiado. Si alguna vez te dije que eras como mamá era una broma, pues a veces hablaba sin sentido, por el afán de pinchar, porque ni eres mi madre ni tenías que hacer de ella. Así que, tranquila, en serio. Quien de verdad me hizo daño fue papa; ni te imaginas lo que llegué a pasar con él. Entiendo que las tres hermanas somos víctimas de la misma película. Ninguna de nosotras fue mala. Hemos sufrido, sí, y desde aquí te perdono, si es que tengo algo que perdonarte por hacer tu propia vida. Me supo mal, pero no me mató. La heroína fue quien me mató, no tú. Respira y sé feliz. Desde aquí veo cómo te torturas por mí y no lo quiero.

Cuando me estaba muriendo en el sofá de casa estuve pensando en mi vida, en ti, en lo mal que lo pasarías porque te habías distanciado, con razón después de todo. Me hizo daño y sentí impotencia por no poder cambiar las cosas. Pero sobre todo pensé en mi hija y en la liberación que suponía dejar por fin esta dura vida. Quiero que mi muerte sirva de ejemplo y que solo pienses en nuestros buenos deseos, como cuando eras pequeña, cuando la niña era un bebé y disfrutábamos de ella, cuando escuchábamos música y reíamos juntas. Sé que no eres mala, que solo ibas a tu aire porque ya estabas harta de todo, fundamentalmente de mí. En un primer momento me molestó, como todo lo que hacía la gente; no agradecía nada a nadie, solo quería droga. Pensé que eras una niña mal criada, que pasaba de todo, y en cierta manera no podía tolerar que te librases tan fácilmente de nuestro mundo. Por eso te criticaba con papá y hacía como si no entendiese la situación, aunque en el fondo sabía la verdad, la de mi fracaso como hermana mayor y como persona y entendía que tú quisieras separarte. Es más, en el fondo, aunque no lo quería reconocer, me alegraba de ello, porque era para protegerte. En aquel momento yo no era consciente de todo esto y solo veía que eras egoísta y mala hermana.

Pero ese no era el motivo de mi infelicidad, pues esta venía de mi enfermedad, de las historias de amor tan desastrosas que había vivido y, sobre todo, de los padres y de mi infancia.

Tú siempre has sido la fuerte, la que ha estudiado, la que ha salido y ha disfrutado y cuando me comparaba contigo eso me producía una especie de orgullo y frustración a la vez. Por eso no te dejaba salir de la familia: tenías que ser como las demás.

En estos años había echado de menos sentirme querida por ti, pero reconozco que también era una liberación que no vieras cómo me iba destruyendo. Si quieres un perdón, te perdono, porque no quisiste hacerme daño. Disfruta de la vida y sé feliz: tienes derecho a serlo, lo comprendo. Y a la vez, yo te pido perdón a ti. Así quedamos las dos en paz. Ambas lo necesitamos.

Libérate y pásatelo bien con ese novio que tienes ahora y déjame tranquila de una vez. Ni estás condenada, ni eres culpable; la culpa tiene sus orígenes muchos años atrás. Ni siquiera habías nacido. Quiero que sigas adelante y que dejes de comerte el coco por cosas pasadas.

Te quiere, tu hermana, Jacinta

3.ª Respuesta conclusiva de Carmina a su hermana Jacinta

Querida Jacinta

Esta última carta me ha hecho ver mejor que nunca mi inocencia y me ha llevado a pensar en lo mucho que debías sufrir viendo que no podías dejar la droga. Yo, tu hermana pequeña, lo observaba todo de cerca. Creo que debías sentirte liberada con mi distancia, ya que todos sabemos que ni yo ni nadie podríamos haberte sacado del pozo en el que habías caído, aunque nos echáramos de menos mutuamente.

Me costó mucho decidir que dejaba de quedar contigo, pero ahora veo que fue lo mejor para mí; volvería a hacer lo mismo si ocurriera de nuevo. Eso no te llevó a la droga, pues ella siempre había estado allí. Ni tampoco lo que te impedía dejarlo, pensando en que cuando yo tenía 17 años, cinco antes de que tú murieras, siempre había permanecido a tu lado. Ni la ilusión de la maternidad te ayudó.

Y sí; quiero pedirte perdón, pero solo por no haber sido más clara contigo, por no haberte explicado mis motivos que tal vez tú no habrías comprendido; a saber cómo estaría yo hoy si hubiera continuado a tu lado. Basta, hemos de decir basta a remover el pasado. Necesito mirar hacia delante; si no fui perfecta, lo siento; siempre pensaba que tendría tiempo más adelante para hacerlo mejor, pero te llegó la hora. También pensaba que sería una liberación para ti, y, en cierta manera, para todos, que dejaras de vivir, y así ha sido. Nunca deseé tu muerte; era un pensamiento abstracto, no de querer tu muerte, sino de que estuvieses bien, con tu hija, pero entonces habría sido peor, pues te habrías muerto de la enfermedad: te quedaba poco tiempo de vida.

Así que, te perdono, y disculpa mi inmadurez. Descansa en paz. De tu hija se cuida Fortunata. A mí me toca solucionar mi vida, recordándote con una sonrisa en los labios, agradeciéndote que Laura esté aquí. Te doy las gracias por eso y me quedo con la conciencia tranquila de haber hecho lo que sentía que tenía que hacer en aquellos momentos y aquellas circunstancias.

Descansa en paz. Carmina

La posibilidad de dirigirse a la hermana, de una manera totalmente abierta, libre y espontánea, ha permitido a Carmina ponerse en su propia posición y, a la vez, asumir la perspectiva de la hermana muerta, empatizando con ella y pudiendo, desde ahí, elaborar los sentimientos de culpa que la asediaban de forma intrusiva en el marco de un severo síndrome obsesivo. La liberación de los pensamientos intrusivos de culpa y de los sentimientos de vergüenza, pasan por la legitimación de los propios motivos, la comprensión de la realidad y la contextualización de la responsabilidad.

Esto es lo que Carmina elabora a través de estas cartas, comprendiendo su alejamiento como una forma de autoprotección en una familia donde la pareja parental no solo no protege a los hijos, sino que los maltrata. Esta falta de responsabilidad parental obliga a los hijos, frecuentemente, a asumir roles sustitutorios que no les competen, y que les llevan a responsabilizarse de una forma inadecuada e inculpatoria de los problemas originados por la propia desidia de los padres. También comprende a su hermana, la situación en la que se hallaba y la imposibilidad de sacarla de aquel pozo en el que había caído antes siquiera de que ella naciera.

Al ángel que hay en casa

Relatamos a continuación dos casos más, esta vez con la intervención explícita del terapeuta. El primero es un intercambio epistolar entre María y un «hermano de acogida» carente de voz propia, razón por la cual los terapeutas asumen su rol y responden a la carta que la paciente ha escrito a su hermano.

María, según exponen en su trabajo Figueras, Grañó y Botella (2010), es una chica de 22 años que acude a terapia para poder integrar a un hermano sobrevenido en su vida por adopción familiar. Actualmente su familia se halla constituida por los padres, por ella, que es hija única, y por un primo hermano que está con ellos desde los 11 meses, inicialmente a modo de acogida, pero desde hace tres años en adopción. Este primo, llamado Ángel, es el hijo más pequeño de sus tíos maternos. Debido a los problemas de drogodependencia de la madre biológica y al poco cuidado por parte del padre, les fue retirada la custodia. Inicialmente se le propuso la acogida a la abuela materna de Ángel, pero al ver que no podría hacerse cargo el tiempo suficiente, ella misma propuso a la madre de María, su hija mayor, hasta que la madre de Ángel se rehabilitara y pudiera hacerse cargo de él. Con 11 meses de edad, Ángel ya presentaba graves problemas fisiológicos y de relación que los médicos atribuían a las condiciones ambientales a que había sido expuesto y a la poca estimulación que había recibido. La paciente asegura que no aguantaba la cabeza derecha, que las piernas le temblaban (le faltaba fuerza), que tenía la mirada perdida y triste y que no sonreía; con el paso del tiempo se le ha diagnosticado espectro autista.

María mantiene poco contacto con su tío (padre biológico de Ángel). Lo describe como una persona con pocos recursos económicos, «limitado» intelectualmente y «extraño» de carácter. Los domingos los pasa con Ángel, pero la paciente asegura que cuando el niño ve a su padre solo quiere escapar y que cuando regresa se puede apreciar en el niño un acusado estado de nerviosismo.

Explica que la llegada de Ángel a su casa se produjo cuando ella tenía 16 años y que la noticia se la comunicó su padre en el coche, diciéndole: «tendrás un hermanito». Ella pensó que su madre estaba embarazada, hasta que le clarificó que era Ángel, que viviría con ellos una temporada. María afirma que es un tema que tiene pendiente de solucionar, porque la llegada del niño a su hogar le produjo unos sentimientos muy contradictorios que nunca ha podido expresar, y que es un tema que la ha preocupado significativamente en los últimos años. A fin de poder elaborar y expresar estos temas y de poder conectarlos con sus sentimientos, se le propone a María, en terapia, que le escriba una carta ficticia a su «hermano».

A ti,

Si me pudieras comprender te explicaría quién eres para mí: la historia de mi gran hermano pequeño. Siempre que le explico a alguien quién es mi hermano provoco admiración hacia nuestros padres. Sin duda, este acto de amor incondicional es inherente a un sentimiento de admiración a la vista de cualquiera. Y es que darte una segunda oportunidad no tiene precio.

Has llegado al mundo sin quererlo, y lo peor, sin que tus padres lo quisieran. Y me duele que así sea. Debe de ser terriblemente doloroso percibir desde pequeño que tus «padres» no te quieren, que no te esperaban, que no te dieron la bienvenida. Tú lo has vivido de la mejor manera que podías: has preferido no integrarte que darte cuenta del desaguisado y de tener que sobrevivir con el sufrimiento y dolor que esto supone. Lo pasaste muy mal y no lo has olvidado. Nos ha resultado difícil ganarnos tu confianza: el miedo se apoderaba de ti. Nadie te había hecho reír antes, y si llorabas, nadie te respondía. Nadie te había abrazado antes, pues no sabias qué eran las caricias; querías tu espacio; el espacio en el que aún ahora, en ocasiones, te refugias.

Todavía te resulta difícil dar segundas oportunidades: la desconfianza y el rencor son tus armas. Entiendo, después de todo, lo que has pasado, que te sea difícil regalar amor, pero sé que en el fondo lo tienes, y cuando me lo demuestras soy la más feliz del mundo.

Para mí has supuesto un cambio en la familia, y no supe mantener el equilibrio. A lo largo de los años que has formado parte del núcleo familiar me he llegado a percibir fuera, como si yo hubiera perdido a mis padres. Me he sentido muy extraña, incómoda; lo he pasado verdaderamente mal, y me ha costado mucho compensar el peso moral y racional con lo que yo sentía (lo emocional). Con el paso del tiempo he ido procesando las distintas fases por las que he pasado desde que tú llegaste: negación-aceptación-culpa-vergüenza-el inicio del final.

Para mi has supuesto un gran cambio; un cambio de vida. Nos has traído mucha alegría y, a tu manera, tú también nos has mostrado la tuya. A ti también te ha cambiado la vida; los dos estamos dentro del mismo barco. Me encanta cuando respondes con una sonrisa de agradecimiento y de alegría; cuando te das a entender y ves que te comprendemos. Tu agradecimiento merece un esfuerzo.

Me gusta pensar que todo esto ha valido –y valdrá– la pena; y que verte feliz no tiene precio. Ahora lo que deseo es que en un futuro próximo puedas tener una vida mínimamente autónoma, que potencie todas tus capacidades al máximo. Tu hermana de ayudará en la medida de lo posible.

Ahora te toca ser feliz, y entre los cuatro lo estamos consiguiendo. Nosotros te queremos, tanto como tú a nosotros, porqué tú también nos haces felices.

Naturalmente, esta carta merecía una respuesta del hermano, pero dado que él no la iba a recibir y, probablemente, no estaría en condiciones de responderla, los terapeutas decidieron hacerlo por él, lo que sorprendió y emocionó profundamente a la paciente. La carta estaba redactada en estos términos:

Querida hermana mayor:

Ha pasado mucho tiempo desde el día en que tu madre me vino a recoger a aquel sitio tan frío. Vuestra familia me ha acogido como un hijo más. ¡Nunca pedí venir al mundo, ni entrar en esta familia, pero tampoco pediré salir de ella! Si esta carta fuese para agradeceros todo lo que habéis hecho y estáis haciendo por mí, no tendría suficientes palabras.

Sé que desde pequeño os decían que crecería fuerte y sano si me dabais cariño, pero ¡no ha sido del todo así! Ni mis padres, ni tú, ni yo tenemos la culpa de lo que me ha pasado. Tampoco la tienen los profesionales que me ayudan diariamente. No sirve de nada que se culpen unos a los otros. A veces mis reacciones y conductas pueden ser difíciles de comprender o de afrontar, pero no es por culpa de nadie. La idea de «culpa» no produce más que sufrimiento en relación con mi problema.

Mi desarrollo no es absurdo, aunque no sea fácil de entender. De hecho, diría que tiene su propia lógica y que muchas de las conductas que calificáis como «alteradas», en realidad son formas de afrontar el mundo desde mi especial forma de ser y percibir. Y sé que estáis haciendo un esfuerzo para comprenderme. Tú siempre me vienes a buscar, me das aquellos besos eternos que dices que no me gustan. Te pido que respetes las distancias que necesito, pero sin dejarme solo. Cuando no estás en casa echo de menos tus abrazos fuertes y seguros y aquellas miradas cómplices de ¡sabes lo que voy a hacer! Te doy las gracias por ayudarme a ser más autónomo e independiente mientras que otros, a lo mejor, me dan demasiada ayuda.

Me resulta difícil comunicarme con el resto de la gente, pero como sabes soy un niño con sentimientos y fantasías. Me gustaría que entendieras que lo que hago no es contra ti. Cuando tengo una rabieta o me doy cabezazos, si me muevo en exceso o destruyo alguna cosa, cuando me es difícil atender o hacer lo que tú me pides, no estoy tratando de hacerte mal. Tengo un problema de interacción, no me atribuyas malas intenciones. Lucho por entender lo que está bien y lo que está mal. Para mí siempre serás mi hermana mayor, y siempre te estaré agradecido por los esfuerzos que haces para acertarte, conocerme y disfrutar conmigo. Seguramente no os podré ofrecer las satisfacciones que otro niño os podría dar, pero estoy seguro de que muchas otras sí, aunque no sean las mismas.

Después de tantos años me alegro de ser quién soy por el hecho de poder formar parte de vuestra familia. Seguramente os cambié vuestra vida, pero vosotros me habéis regalado la que tengo ahora.

Soy un ignorante sobre lo que me pasa, pero en cambio ¡soy un niño experto en bienestar emocional, estabilidad familiar y felicidad! Siempre te estaré agradecido porque es más lo que compartimos que lo que nos separa.

A la que era mi madre le tendré que estar agradecido por haberme abandonado, porque si no nunca hubiera entrado en el gozoso barco, lleno de amor, cariño, valores, educación, diversión, y calma… que es lo que yo necesito: una familia que me acepte tal y como soy. ¡Siempre recordaré la fuente que me ha dado el agua de la vida!

Tu hermano, Ángel

Desde ultratumba

En el segundo caso, que referimos a continuación, es la terapeuta (Pubill, 2010) la que, ante la dificultad del paciente para expresarse por sí mismo, escribe la carta, asumiendo un personaje auxiliar de la familia, en este caso, la abuela, ya difunta. José, nombre ficticio del paciente, es un chico de 27 años, oriundo de un país de América Latina pero residente en Europa desde hace tiempo. Llega a la consulta muy deprimido y con mucho miedo. Hace un año y medio sufrió un episodio psicótico por el que estuvo ingresado dos meses, de ahí su pánico a la recaída. Está medicado con un antidepresivo y un antipsicótico. Antes de este episodio, su vida era muy funcional. Su descompensación es fruto de una serie de acontecimientos: fue violado sistemáticamente por su hermano, siete años mayor que él, en el período comprendido entre los 7 y los 12 años. Los abusos acabaron cuando él mismo se lo comentó a su madre, la cual habló con el hermano mayor y le pidió a José que no le contara a nadie lo sucedido, quedando el asunto cubierto con un tupido velo. José jamás comentó con nadie el tema del abuso y la vida siguió su curso.

Un año antes de su episodio psicótico, José empieza la primera relación seria de su vida, con una chica. Tras llevar unos meses saliendo con ella se siente en la obligación de explicarle lo que le había sucedido de pequeño, pues si no lo hace siente que «no está en una relación de verdad». Es la primera vez que habla de ello. Coincidiendo con esto, su hermano mayor viaja a Europa y le propone hacer una ruta, juntos, durante la cual comparten habitación. José, llevado por el pánico de que la violación se pudiera repetir, no puede dormir durante toda la noche. Cuando vuelve a la ciudad se dispara la sintomatología. Es ingresado, y al salir recibe terapia, pero entre el exceso de medicación y que se sitúa muy ambivalentemente en la relación terapéutica, el trabajo no cuaja. Con esta situación se presenta en consulta.

Tras una primera fase, en la que la psicoterapia se centra en resolver aspectos depresivos contextuales, se inicia el trabajo con el trauma. Se le pide que escriba una carta, que nunca va enviar, a su hermano. José no se siente capaz, por lo que la terapeuta decide utilizar un método indirecto, fingiendo que se trata de una carta de su abuela, con la que él mantuvo una relación cordial. He aquí la carta:

Querido nieto:

No sabes lo contenta que estoy de que me hayas sacado de entre los muertos para pedirme ayuda. Llevaba años sin que nadie recurriera a mí y el hecho de que, en este momento, hayas llamado a la tapa de mi féretro, me recuerda lo mucho que he querido y me han querido en este mundo.

Sinceramente, no entiendo cómo te ha podido ocurrir lo que te ha sucedido sin que nadie haya movido un dedo para hacer un poco de justicia y poner las cosas en su sitio. Muy mal he debido criar a mi hija para que tenga tanto miedo a enfrentarse a la realidad ¿Está ciega o qué? ¿Cómo puede confundir tanto las cosas? ¿Cómo puede definir al villano como víctima e ignorar al que es agredido? Tu hermano será un cabrón, pero tu madre, que es mi hija, no merece un apelativo más suave. Como ves, estoy muy enfadada. Estoy todo lo enfadada que tú no te dejas estar. Me duele que te encuentres atrapado en el sufrimiento y que no te atrevas a seguir adelante con tu vida. Ellos no necesitan que los protejas, evitando sentir la rabia y el dolor por lo que te han hecho. Ellos ya saben protegerse solos. Lo demuestran cada día de su vida, cuando giran la cara hacia otro lado y te preguntan por qué estás tan mal. ¡Como si no lo supieran! Lo que pasa que es más fácil jugar a que sois la familia perfecta. Y en las familias perfectas no hay problemas, porque todos son fantásticos y maravillosos. ¡Serán gilipollas mi hija y el calzonazos con el que se ha casado! Y tú, también eres un poco tonto, para qué engañarnos…

De todas formas, me alegro de que estés empezando a hablar de ello, aunque al menos sea conmigo. ¿Cuántos años llevabas con ese secreto en las entrañas?, ¿Dieciséis o diecisiete años? El tabú ya debe encontrarse en estado putrefacto, y tú con él. Por eso, ya no sabes sonreír ni llorar; solo sabes deprimirte, y cada vez más profundamente. Te veo cayendo en una tristeza intensa y en una soledad infinita. Cuando lo noto se me encoge el alma. Me gustaría tanto abrazarte como cuando eras pequeñito. ¿Te acuerdas? Te abrazaba y se te pasaba todo. Es lo que tienen los abrazos hechos con amor.

Ayer, cuando vi que se te caían las lágrimas mientras me hablabas de todo lo que habías pasado, pensé que por fin algo sucedía. Se abría camino entre el ghetto en el que habías encerrado tus sentimientos, y un explorador dispuesto a comprobar si, más allá de ese refugio obligado, hay vida y calor. Esos lagrimones generaban la esperanza en mí de que pudieras construir de una vez por todas barquitos de papel con esas páginas de tu existencia que lees y lees repetidamente, en el intento de encontrar un sentido a todo lo que te ha pasado. Pero, ¿qué sentido puede tener la violación repetida de un niño a manos de la persona en la que más confía y admira? Ninguno. No hay ningún significado oculto en ello. Solamente dolor, dolor y dolor. Tu dolor. El dolor que sientes en tu cuerpo, el dolor que distingues en tu mente cuando se te filtran esas escenas que no puedes olvidar, el dolor que no quieres notar en tu corazón.

Quizá creas que si abres de cuajo la herida y limpias tu carne infectada te vas a quedar sin seres queridos, pero no sé si te has dado cuenta de que hace tiempo que los perdiste. Para ti desaparecieron en el momento en que no te protegieron e hicieron ver que nada había pasado, que todo estaba bien. Nada podía manchar la pulcra historia que se explicaban y explican cada día de sí mismos. Lo siento, cariño, pero tu familia hace más de 20 años que se fue. Se volatilizó cuando el cabrón de tu hermano te traicionó, cuando la irresponsable de tu madre se puso una venda en los ojos y pensó que con una tirita mágica todo desaparecía. Ahora solo cuentas contigo mismo y con las personas que has escogido para que estén a tu lado. No creas que eso es poco. Son tus elecciones. Las mejores, las más sabias, si tú quieres.

Llora, tesoro, llora. Enfádate, enfádate, como yo me enfado. Te han hecho daño. Enójate. Luego, si quieres, los perdonas, pero enójate. No puedes seguir siendo una víctima toda la vida. Una víctima sigue atrapada en los grilletes que le impuso su agresor mucho tiempo después de que se los quitara. Por eso, encolerízate y arráncate los grilletes y, con ellos, la impotencia y la frustración. Solo tu rabia te dará la energía para sentirte fuerte. Necesitas furia en tu corazón, indignación en tu mente y acaloramiento en tus gestos para soltar el veneno que te inocularon en cada omisión intencionada a tu malestar. La compasión por su falta de coraje, por su falta de valor vendrá después, si viene. Haz caso de una vieja que te quiere. Y después, sigue adelante sin más peso que el de tu cuerpo, sin más deudas que tu responsabilidad contigo mismo.

Queridísimo nieto, ¡ojalá tuviéramos tantas vidas como camisetas! ¡Que sepamos solo tenemos una! Aprovéchala. No la tires al vertedero. Confío en ti, ¡no sabes cuanto! Escoge bien cada minuto porque es tu minuto. El dolor viene solo, a ráfagas. No hace falta que lo busques. Lo trae la vida, a ratos. Ahora bien, puedes desprenderte del sufrimiento y disfrutar de lo que eres. Hazlo, sobre todo, hazlo. Recuerda que para mí eres maravilloso. Mírate y se maravilloso para ti mismo. Te quiero mucho. Quiérete tú también y abandona el sufrimiento.

Con afecto, tu abuela que siempre está en tu corazón.

Después de esta carta José se siente más libre y preparado para trabajar y cerrar sus heridas. Siempre acudirá a las sesiones de terapia acompañado de la fotografía de su abuela, con quien hará todo el proceso de elaboración traumática, con quien se siente protegido y legitimado.

3. Cierre de la terapia

Como todo proceso humano, la vida misma incluida, también el de la terapia tiene que llegar a su fin. Ese puede haber sido previamente pactado, por ejemplo en las terapias denominadas breves o de tiempo limitado, donde el término de la terapia se produce inexorablemente en la fecha preanunciada. O bien producirse de forma progresiva, en la medida en que se van cumpliendo los objetivos terapéuticos, en cuyo caso conviene advertir con anterioridad de la posibilidad de que se plantee el cierre de la terapia.

Plantear la conveniencia del cierre de la terapia es a veces iniciativa del terapeuta, si se da el caso de que este observe la mejora del paciente, como ocurrió con Ana, de un grupo de terapia, a la que se le propone que haga una evaluación del proceso a la vuelta del verano y que valore la conveniencia o no de continuar.

Usted me preguntó si pensaba seguir… pues he pensado dejarlo. Me encuentro muy bien. Creo que he aprendido mucho. También es cierto que las cosas ahora se me han ido poniendo bien, o sea, que el tratamiento me ha ido ayudando a llevarlo. Me encuentro bien hace ya una temporada, aunque de vez en cuando he tenido pequeños bajones, también es verdad. Y ahora pienso que sí, que es el momento de dejarlo, que tengo mucho que hacer. Me pregunto en qué estado estaba antes de venir aquí. ¿Cómo puede sufrir tanto una persona? Luego pensé en la diferencia entre antes y ahora, y claro, la diferencia es muchísima. Yo quería mucho a la gente, pero veía muchas cosas en ellos que me hacían daño y esto hacía que me alejase y que me encontrara sola. Y por eso precisamente vine aquí, porque necesitaba hablar, necesitaba no encontrarme tan sola. Cuando me propusieron hacer la terapia individual dije que no, que yo quería hablar con la gente de lo mal que me sentía; que esta separación era lo que me hacia tanto daño, y que yo, lo que verdaderamente quería era acercamiento y diálogo, y encontrarme bien; pues eso ahora lo tengo. No sé a qué es debido, exactamente, pero lo tengo. Buscaba comunicarme con la gente, porque pensaba que en la terapia todos íbamos a tener problemas semejantes y que iba a ser un sitio donde yo podría encajar; podría hablar de mis problemas y comprender a los demás, y que los demás me comprendiesen a mí, cosa que no ocurría fuera ¿verdad? Ahora me siento con la capacidad y el ánimo para enfrentarme por mí misma a los retos de la vida y agradezco a la terapia haberme ayudado a ser una persona autónoma y responsable.

Otras veces es el paciente el que plantea el término de la terapia, pues considera cumplidos los objetivos del proceso.

Para mí la terapia ha llegado a su fin. Ha sido un proceso largo, pero ha valido la pena. Sobre todo requiere tiempo para poder hacer frente a los recuerdos dolorosos; es preciso tener ante sí un lugar protegido y seguro donde avanzar paso a paso, donde sentirse acogido, protegido. La mayoría no tiene ni idea de lo que puede encontrar en un trabajo terapéutico. Muchas personas dicen no saber qué es una psicoterapia, ni qué se puede esperar de este proceso. La palabra misma evoca la fantasía de una curación en breve tiempo, como si se tratase de una fisioterapia que cura las adherencias de las articulaciones fracturadas. Los resultados, como comúnmente se llaman, no son visibles en poco tiempo, como sería de esperar. La curación se concibe como la desaparición del mal y no como una lenta y larga serie de cambios, a veces imperceptibles, de las actitudes respecto a las dificultades, madurando una capacidad siempre nueva de afrontarlas.

El síntoma no se suprime, sino que se diluye hasta desaparecer, lo que solo ocurre cuando la persona ya no siente la necesidad de adoptar las conductas que ha tenido que buscar y usar como solución, cuando consigue expresar y vivir sus sentimientos, cuando a pesar de las dificultades encuentra en su interior los instrumentos para hacer frente a la vida y al sufrimiento, que forma parte de esta.

Muchas personas buscan un atajo para hacer su proceso sin afrontar el tiempo y los costes emocionales necesarios… Cuanto más altas son las expectativas en la terapia, tanto más fuertes son las desilusiones. Piensas en el cambio como en la pérdida de todo y, paradójicamente, estás segura de que esto puede suceder en pocos segundos. La dependencia del síntoma se hace sentir más que nunca, se refuerza. No deja nunca de parecerte la respuesta perfecta al sufrimiento, mientras que poner en juego las posibles causas de tu malestar no te parece útil. No vivir parece menos doloroso que vivir. Tienes miedo de volver a tener un aspecto normal, apetecible, mientras que en realidad tu proyecto ha sido concebido para mantenerte alejada de las emociones.

Pero no siempre las cosas suceden de forma tan cabal. Podríamos distinguir diversos tipos de cierre:

Abandono inesperado

Aunque no es tan habitual, también puede darse el abandono inesperado en pleno proceso terapéutico, generalmente sin explicación. Cuando la hay, puede intentarse el cierre, aunque se considere prematuro. Suelen darse argumentos de tipo económico, de dificultad de horarios, de próximos cambios en la vida profesional o personal, como por ejemplo un cambio de residencia, que por el momento no se sabe cómo afectará a la posible continuación.

Estancamiento o inanición

En ocasiones el proceso terapéutico languidece a causa de frecuentes anulaciones, dificultades de agenda, de combinación de horarios de trabajo… y otras muchas causas posibles. Podría confundirse con un cierre diferido, pero a diferencia de este último, donde hay intentos de mantener una continuidad a pesar de las dificultades –dado que la terapia sigue adelante–, aquí se puede predecir que el cierre será definitivo puesto que se observaba un estancamiento en la terapia atribuible a cualquiera de las partes o a ambas.

4. Recapitular

Para proceder al cierre de la terapia conviene dedicar alguna o algunas sesiones a recapitular lo que ha sido el proceso. Varios son los recursos que pueden utilizarse al respecto; entre ellos, el más sencillo y directo pasa por solicitar del paciente una evaluación del resultado o de todo el proceso, a la vez que prestarse a hacer lo mismo desde la perspectiva del terapeuta. Esto, que puede llevarse a cabo de forma dialógica y espontánea durante el transcurso de la última o últimas sesiones, puede hacerse también de una forma más planificada a través de escritos preparados con antelación a la sesión de cierre. Pueden ser indicadas las cartas de despedida tanto del paciente al terapeuta, como del terapeuta al paciente, que a su vez pueden acompañarse de pequeños objetos, fotografías, dibujos u objetos simbólicos del proceso que sirvan de recuerdo.

El cierre de la terapia con Cary se hizo mediante una exposición recapitulativa por parte del terapeuta y del paciente, en un diálogo cordial, emotivo y franco. En un momento de la conversación, Cary se sacó del cuello una pequeña estatuilla y se la entregó al terapeuta. Estaba cargada de significado simbólico. Representa un moai de la isla de Pascua. Para Cary es el recuerdo de su llegada a la isla donde la recibieron con flores y la obsequiaron con un pequeño presente. Como antropóloga, este viaje era un sueño, y su pareja, que la conocía perfectamente, decidió regalárselo. Unía en un solo objeto el amor de la pareja y la realización de su ambición antropológica. Era una síntesis de sí misma, y quería que el terapeuta lo conservara como un recuerdo imborrable de la terapia. Naturalmente, no se trata de su valor material, que posiblemente no llegaba al euro, sino de su valor simbólico e íntimamente personal.

4.1. Recapitulación del paciente

Evaluación centrada sobre el resultado

Un ejemplo de la primera modalidad de evaluación, centrada sobre todo en el resultado, puede ser el siguiente texto de una paciente, a la que llamaremos Laura:

No pensaba que justo en el momento en que empezaba a disfrutar de una serena madurez, cuando iba a cerrar una etapa de sesiones con el psicólogo, recibiría la noticia del cáncer de mi padre. Ahora que ya estaba en paz con el pasado y que estaba dispuesta a enfrentarme al futuro con otra actitud, este ha sido un golpe inesperado. Por un lado estoy feliz por la paz familiar que ha supuesto reconciliarme con los míos y conmigo misma; por otro lamento que el precio que deba pagar sea que dure más años de lo que imaginaba. Ahora sé que no soy un alma atormentada: he aprendido que debo decir lo que siento para sentir luego menos algunas cosas que digo, y aunque sé que el perdón y comprender que los demás también tienen carencias es importante, también sé que tengo mucho que trabajar y aprender. Y que el día a día ahora es una oportunidad de mejorar poniendo en práctica las enseñanzas adquiridas. No me gusta escribir, me siento ridícula, siento que mi alma se desnuda y que pierdo el control, pero pienso que es lo mínimo que podría hacer por alguien que me ha ayudado a entenderme y a entender a los demás. Gracias. Por fin dejé de culpar a los demás y ahora soy yo la responsable de mi vida.

Evaluación centrada sobre el proceso

El siguiente texto, de otra paciente llamada Carlota, a la que aludimos en la primera parte de esta obra (Villegas, 2011, pp. 385-386), explicita muy bien cada uno de los momentos relativos a la terapia: antes, durante y después, por lo que constituye un ejemplo interesante de evaluación del proceso. El texto, reproducido allí solo en parte, se retoma aquí en su totalidad. Antes de la terapia:

¿Que cómo me sentía antes? Perdida, sola, culpable, confundida, no entendía nada ni a nadie. Sentía que me había casado para confiar y compartir, para crear juntos, y veía que hacía años que los mensajes que recibía eran siempre negativos: que no sabía cocinar ni planchar, no sabía tratarle bien, no le cuidaba suficiente, no vestía bien, no sabía nada de finanzas, no tenía ni idea de hijos ni de cómo tratarlos, porqué él ya tenía experiencia y yo no, no sabía hacer café, ni pan con tomate, que lo hacía mejor su hijo mayor que yo; siempre faltaba o sobraba sal, el pescado estaba demasiado hecho o crudo, la ropa que me compraba no le gustaba, incluso tenía que devolverla si no la había comprado con él. O cuando me corté el pelo escalado para el bautizo de Laia, que se pasó un mes entero quejándose cada día de que no le gustaba y diciendo que no me lo cortara jamás. O cuando se pasaba una semana entera sin hablarme y ni tan siquiera sabía por qué. Además de esto, él no trabajaba: yo lo pagaba todo y él ni siquiera ayudaba en casa. Siempre lo hacía todo mal. Y sin embargo, todo estaba a su nombre, la casa de Londres, las acciones, la mitad de la casa de Barcelona y además yo pagaba los gastos de Londres y de Barcelona, su móvil de ejecutivo, el Mercedes, las jornadas de no sé qué con la crème de la crème ejecutiva en Sitges, el Círculo ecuestre, su golf…

¿Qué había pasado? Yo intentaba hacer todo lo que podía para complacerle. Y nunca era suficiente. Vestir como él quería, maquillarme como él quería, ver o no ver a la gente que él quería, no ver a mis amigas… hasta tenía celos de mi abuela y de mi hijo. Creo que me salvaron dos cosas, o mejor dicho, una. Tener unos principios éticos honestos con unas ideas claras sobre dos temas: el tema de la sexualidad y los hijos. Me había pedido muchas veces mantener relaciones sexuales con otra gente (con otros hombres y él mirando, o tríos) y nunca accedí. Y luego empezó a amenazarme con que si no lo hacía como y cuando él quería se buscaría a otra. Desgraciadamente, después de la separación tuve la evidencia de que sus gustos sexuales ni tan siquiera eran legales.

Pero lo que colmó mi vaso de aguante fue cómo trataba a Oriol y a Laia. Lo que él hacía no tenía nada que ver con lo que yo pensaba que debía ser el amor del padre de mis hijos. No quería estar con ellos más de 15 minutos, menos aún si lloraban; nunca les daba el desayuno, la comida o la cena, nunca les cambiaba el pañal. Solamente quería estar con ellos durante el baño. Y ponía el pestillo para que yo no pudiera entrar porque decía que si yo entraba luego los niños no querían estar con él. Y luego supe por qué. Porque abusaba de ellos.

Sin embargo, me sentía culpable. ¿Qué habré hecho mal? ¿Tantas cosas? ¿No merezco que me ame y me respete? Y sin embargo, siempre pensaba que se arreglaría, que cambiaría, que encontraría un trabajo, que dejaría de atosigarme, que dejaría su fascinación por los cuchillos extremadamente bien afilados, por hacerme llorar…

Después de la separación, al enterarme de los abusos sexuales a mis hijos… ¡qué dolor! ¡Le teníamos tanto miedo los tres! Supongo que estaba tan paralizada de miedo que no podía ni moverme. El día de nuestro noveno aniversario me di cuenta realmente de la farsa que estaba actuando. Me regaló un libro con 365 formas de ser romántico, me llevó al «Bulli» y me dijo después de ver la película «Moulin Rouge» que yo lo era todo para él, que me quería muchísimo. A los dos días tenía billete a Londres para ver a su amante china con la excusa de ver a su madre antes de Navidad. ¡Yo tenía el e-mail de confirmación de que pasarían el fin de semana juntos!

Todo había empezado 10 años antes con el juego de «hoy llueve. Es culpa tuya y tienes que traerme el desayuno a la terraza».

Durante la terapia

Cuando empecé la terapia me sentía mal. Mal conmigo misma, mal por lo que me ocurría, por lo que sufría por mis hijos, porque no entendía nada; no podía entender o aceptar que todo aquello estuviera ocurriendo. Dormía poco, mal y tenía sueños raros. Luego estaba cansada huraña, y de mal humor. Además me parecía que todo iba mal. Laboralmente tenía que despedir a la gente de la empresa, pagar los despidos y deudas, pedir un crédito para pagarlo, buscar trabajo, sacar a la chica que también se había subido al tren de aprovechar el río revuelto.

Algo que me pidió mi terapeuta (que me sorprendió, pero que me ha ido muy bien) fue que escribiera un diario. Cuando era adolescente escribía uno, pero mi madre lo encontró, lo leyó y me pegó una gran bronca. Escribía cosas de la familia que a ella no le gustaba. Desde entonces no escribía nada, solamente cuando viajaba. Luego, con el acoso de Dan, apenas osaba pensar para que no me robara el pensamiento y me manipulara más todavía. En el fondo y a corto plazo, negar mis pensamientos fue una buena estrategia. Pude seguir una evolución psicológica diferente que él no conoció hasta que tomé la decisión de separarme.

Bueno, escribir fue lo primero. Era un paso necesario para dejar que todo saliera, permitir abrir una puerta de desahogo al interior atormentado, permitir la limpieza, el aire fresco, la espontaneidad. Pero también para pararse a pensar qué pasaba realmente por mi mente, qué quería, qué me gustaba…

Luego me pidió que escribiera los sueños. Indagar en la simbología de las imágenes. Ver qué camino seguía el inconsciente… Ha sido muy provechoso y positivo.

Otra cosa que me ha ido muy bien ha sido la confianza y la autoestima. Mi terapeuta me ha hecho sentir bien conmigo misma, creer en mí, valorar mi opinión, mi intuición, dejar fluir las cosas, disfrutar de los pequeños detalles otra vez…

Y todo con su pregunta: Y tú, ¿qué crees? A ti, ¿qué te parece?

Después de la terapia:

Me he sentido comprendida, acompañada, valorada.

Cuando empecé tenía miedo de todo: de conocer gente nueva, al qué dirán, a no agradar, dudaba de todo, especialmente de lo que sentía y de lo que quería.

¿Qué he ganado? He ganado en confianza, respeto, amor y compasión hacia mí misma. A su vez, he valorado más a los demás y también confío en y respeto y amo más a los demás. Esto me ha servido para recordar el nombre de las otras personas, para ser cariñosa con los demás, especialmente con los niños, las madres y las mujeres (también con los hombres). Antes pensaba que los hombres solo querían sexo y ahora puedo distinguir entre los que sí y los que no. También he mejorado la organización de mi tiempo: hago muchas más cosas y casi nunca llego tarde a los sitios.

También exteriorizo la rabia con acciones concretas para solucionar la cuestión que me hace enfadar. Ahora ya casi no me enfado, y tampoco siento tanta rabia. Si una cosa o una situación me molestan, lo digo o le pongo remedio y se acaba la rabia. Ahora me relajo fácilmente. Me he concentrado en las cosas que me gustan: la música, crear, organizar, los niños…

Antes me alejaba de la gente y quería estar sola. Era por miedo y rabia, por no saber qué decir. Ahora veo que no me gusta estar sola, y sé compaginar los ratos de soledad con estar acompañada.

¡Me siento tan bien conmigo misma! La gente viene a mí. Tengo más amigas y amigos, me piden consejo, me explican sus cosas. ¡Qué gozada!

He visto que el apego no es bueno. Cuando se quiere retener algo o a alguien a la fuerza no suele funcionar; parece que quisiera escaparse en todo momento. Hay que amar en libertad.

4.2. Recapitulación del terapeuta

Es importante que el terapeuta sea capaz de hacer de palabra o por escrito una recapitulación del proceso terapéutico, de modo que al paciente le sirva de recuerdo y síntesis de la terapia. En el caso de Paula, a quien hemos aludido en el primer volumen de esta obra (Villegas, 2011, pp. 341-345 y 471-474) y en la presente (capítulo octavo), la recapitulación del terapeuta llega hacia el final del proceso, a través del siguiente texto, al que hemos titulado:

Historia de una chica «comme il faut»

De pequeña y adolescente Paula vivía con alegría y sin temor. Confiaba en sí misma y en sus instintos e impulsos. Sabía divertirse a fondo; se subía por los árboles y se mojaba en la fuente, con los amigos. También era una estudiante estupenda e inteligente, que sacaba notas óptimas y que tenía buena relación con las compañeras y con los profesores. Nunca había suspendido nada, ni había tenido ningún conflicto importante con sus padres ni con sus amigos. Terminó sus estudios medios con notas excelentes y llevó a cabo su ingreso en la Universidad. Aquí se dio cuenta de que se podía divertir a fondo. Se relajó en los estudios, pero sacaba las asignaturas con facilidad.

Hacia los 23 años se sucedieron una serie de acontecimientos que perturbaron la armonía en la que había crecido; se combinaron de una forma perfecta la anomía con la heteronomía y la socionomía. En esta época mantenía una relación con un chico. Este, que había establecido una relación de dependencia muy fuerte con ella, empezaba a ahogarle, literalmente, a impedirle vivir su propia vida, razón por la cual decidió, no sin pena, romper el noviazgo. El precio que pagó por esta separación fue el de verse envuelta en un conflicto entre anomía y socionomía, que ejemplificaba la dificultad de huir de una situación en los casos en que él se la llevaba a su casa en contra de su voluntad o se le presentaba por la noche, en casa, intentando chantajearla con sus «necesidades imperiosas de apoyo, comprensión y compañía». Esta ruptura y toda la carga de chantaje emocional que llevó consigo el largo proceso de separación dejaron una activación de ansiedad que empezó a minar su seguridad, sembrando la duda y la culpabilidad.

También por esta época la chica comme il faut estaba terminando el quinto y último curso de carrera; contrariamente a lo que había sucedido siempre, le quedaron dos asignaturas para terminarla, tal vez porque se fió demasiado dejándose llevar, irresponsablemente, por los atractivos de la vida estudiantil. Esta circunstancia constituía un serio aviso para su anomía: su «cabeza loca» casi le había costado la carrera y la posibilidad de continuar con sus planes y proyectos, entre los cuales se encontraba empezar un postgrado y ponerse a trabajar. Pero ella podía con todo, así que en el curso siguiente se sacó la carrera, el postgrado, mecanografía, el carné de conducir y se puso a trabajar. Pasó el susto y se restableció el orden, pero se había puesto de relieve la incompatibilidad de la anomía y la heteronomía, la diversión y el deber, el conflicto que fácilmente se podía desencadenar entre ellos.

Justo por esa época, una tía suya, de 55 años, contrajo un cáncer y murió en pocos meses. A pesar de que la muerte había venido precedida por la de un abuelo, esta le impactó particularmente. La del abuelo fue considerada como un proceso natural, causado por la edad… pero el fallecimiento de la otra fue inesperado, tanto por la edad como por su rapidez. Esta experiencia introdujo, repentinamente, la perspectiva de vulnerabilidad en su vida que, hasta aquel entonces, había permanecido en la sombra. Esta constatación dio lugar a cierta susceptibilidad ante las enfermedades y sus síntomas, de características algo hipocondríacas. A partir de ahora había que estar más atenta, no se podía vivir tan alegremente. La amenaza provenía de la propia naturaleza, la cual impone su ley sin tener en cuenta nuestros deseos, dando origen a un conflicto entre la anomía de la voluntad de vivir y la heteronomía de la muerte. La imposibilidad de controlar el azar aumentaba la sensación de inseguridad e introducía un aumento de la vigilancia o estado de alerta, puesto que la tía fue víctima de su proceso canceroso por no haber reaccionado a tiempo.

En el verano siguiente, una abuela que vivía en el pueblo donde solía pasar las vacaciones se rompió una pierna. La madre la dejó sola al cuidado de la abuela. Nuestra chica se sentía obligada en esta situación y reclamaba a la madre que la viniera a buscar, que la salvara de aquella responsabilidad que excedía su disponibilidad y que le había sido impuesta. Esta encerrona en el pueblo le generó una notable sensación de ansiedad, con activación fisiológica y síntomas de claustrofobia, hasta que la madre «vino a salvarla». De nuevo se planteaba un conflicto entre anomía y heteronomía: la obligación la hacía sentirse atrapada y buscaba una salida. No pudiendo afrontar directamente el conflicto entre la obligación externa y la necesidad interna, estos síntomas y sus sentimientos constituían la salida más «aceptable» heteronómicamente: no soy capaz de hacerme cargo de los demás, ni de mí misma. La resolución inmediata de la situación de atrapamiento implicaba un alto precio: le percepción de debilidad e inadecuación. Se sentía débil e incapaz; necesitaba de sus padres y empezaba a desconfiar de sí misma. En algún momento de todo este proceso acudió a su mente un pensamiento como este: «Si todo me está permitido me podría perder ante tanta libertad; pero ahí están mis padres, que no lo permitirán».

Tanta sacudida había hecho mella: la bravura del toro había sido puesta a prueba por el mareo de los acontecimientos. Las voces críticas del padre y los mensajes («alocada, payasa, incapaz, etc.») o anhedónicas de la madre («¿qué necesidad tienes de hacer el amor?»), iban adquiriendo fuerza en su interior: «ser anómica o espontánea es peligroso y equivocado; tengo que aumentar el control sobre mí misma y el miedo al mundo exterior». Todas estas experiencias constituían una fuerte invalidación de la anomía y de la espontaneidad que quedaba deslegitimada. No podía fiarse de sus sentimientos: ciertos pensamientos y emociones no eran adecuados y no podían expresarse claramente, dando origen a manifestaciones sintomáticas de activación fisiológica en un intento abortado de seguir su curso natural.

Esta invalidación empezó a gestar una disociación interna respecto al flujo natural de las emociones: algunas eran legítimas y otras no; algunas eran adecuadas a ciertos contextos (como la tristeza en un funeral o la alegría en una boda), y otras no (la tristeza en una boda, por ejemplo). Se suponía, además, que una persona con su formación y profesión debía tener un control interno de sus emociones: no podía experimentar ahogos o taquicardias en una situación vivida como un juicio social. De este modo se creaba un doble circuito invalidante: la posibilidad de reaccionar de forma inadecuada, a causa de una supuesta incapacidad para la espontaneidad, daba origen a una ansiedad anticipatoria, la cual, a su vez, llevaba a evitar situaciones que pudieran disparar la ansiedad, con lo que aumentaba el poder amenazante de ellas a la vez que, paralelamente, se inventaban excusas.

En el caso de que se viera «obligada» a cubrir una situación donde pudiera producirse un juicio social de inadecuación se activaba automáticamente una respuesta fisiológica anticipatoria con sensaciones de ahogo y taquicardias, características de la claustrofobia. La situación variaba si la situación presentaba una vía de escape. En esto se distinguía de la agorafobia. No dependía de si iba sola o acompañada, sino de si existía una vía de escape: por ejemplo, una cena con bufé libre apenas le producía ansiedad, mientras que la cena con las mismas personas, en un contexto formal con primero, segundo plato y postre, sin poderse mover de la mesa, le proporcionaba un elevado estado de ansiedad. Esta diferencia, a primera vista insignificante, ofrecía una pista muy valiosa para entender la naturaleza de su problema. Este depende fundamentalmente del juicio social: es un conflicto entre anomía y heteronomía, en tanto que el juicio social es un juicio crítico ajeno, impersonal y autoritario. Son los demás quienes dicen si uno es adecuado o no. Anulan la espontaneidad. Cuando esta está permitida (cuando ella puede ir en bata y zapatillas por casa, o estar con amigos con quienes no hay necesidad de fingir el estado emocional auténtico), es decir cuando puede expresarse tal como se siente sin ningún disimulo, desaparece el miedo y la ansiedad, puede ser divertida o mostrarse triste de forma auténtica, si este es su sentimiento.

Mirado desde este punto de vista parece que la chica comme il faut es víctima involuntaria de un conflicto estructural entre anomía y heteronomía, entre lo que siente espontáneamente y lo que debería sentir formalmente. Es cierto que también ha vivido conflictos entre anomía y socionomía, pero los ha sabido superar: por ejemplo, supo decir que no a su primer novio, por mucha lástima que le diera. También sabe colocar a su padre en su sitio cuando intenta chantajearle con sus necesidades o dándole pena. Lo que parece que aún no ha conseguido, aunque está trabajando muy duro en ello, es liberarse de la invalidación que supone el juicio crítico, provenga de donde provenga, tanto de las figuras de autoridad como de la sociedad en general.

Es por esas razones que su psicólogo opina que la chica comme il faut no padece agorafobia sino claustrofobia, puesto que lo que a ella la pone ansiosa no es sentirse «atrapada», sino «obligada». Un intento de evitar el juicio de los demás es intentar hacerlo todo bien, no fiarse del propio criterio y, sobre todo, «evitar hacer algo mal» a fin de evitar la crítica, que es lo que la invalida, porque ella todavía no ha invalidado la crítica. Es por eso que su psicólogo suele ponerse pesado subrayando la estructura obsesiva que subyace al problema. La manera de vencer esta estructura es dar un paso hacia adelante, conquistando la autonomía. Esto supone convertirse en el referente último de sí mismo, negando el poder a la crítica de los demás, lo que no significa no poder reconocer algún fallo señalado por estos, precisamente porque desde la autonomía se alcanza una perspectiva crítica de la crítica, perdiendo con ello su poder amenazante.

Desde el punto de vista evolutivo, la autonomía supone una integración de los anteriores niveles socionómico y heteronómico. Pero no tiene por qué temer que este salto a la autonomía suponga algún riesgo para ella. La socionomía ya está bien; la sabe manejar y puede resolver los conflictos que se le presenten. Lo que tiene que conseguir es liberarse de la heteronomía, esa losa que pesa sobre su espontaneidad y que la priva de su libertad. Para desprenderse definitivamente de sus miedos necesitará conectar intensamente con su anomía, sentir que sus sentimientos y emociones son totalmente válidos y legítimos, y rebelarse contra la tiranía del juicio crítico de los demás. Para ello le será útil sentir toda la fuerza de su rabia contra la opresión de los «debería» y vivir con absoluta plenitud la legitimidad de su derecho a una vida sin complejos ni limitaciones, a no ser una chica commme il faut, sino comme il est, a permitirse ser ella misma sin más, a «ser un ser para sí mismo, en lugar de un ser según los demás».

Eso, sin embargo, tiene una contrapartida, que es la de responsabilizarse de sí misma. Responsabilizarse significa asumir las obligaciones derivadas de las situaciones que plantea la vida. Ella ya es muy responsable con aquellas cosas que decide por sí sola o en las que se siente muy cómoda (en albornoz), con aquellas situaciones en las que no hay miedo al juicio de los demás o donde siente legitimada su anomía. Pero el conflicto entre anomía y heteronomía (en términos transaccionales: entre niño y padre crítico) la conduce a la rebelión y la rebelión la pone en posición de niña, no de adulta. La posición de niña, a su vez, la hace sentir indefensa y la lleva a recurrir a la figura del padre nutritivo, con lo que da poder al miedo, derivado de su posición de indefensión, y se invalida y no afronta las situaciones de «peligro». Esta estrategia contribuye a mantener una relación ambigua con las figuras protectoras, las cuales, a la vez que la protegen, la invalidan. Por ejemplo, un día tuvo una avería en el coche y se quedó bloqueada en medio de una calle de un solo carril. Utilizando sus propios recursos, aunque con mucha ansiedad, logró sacar el coche del paso y situarlo en un vado, aplacar las iras de una vecina y ganarse la comprensión del conserje de la finca. Llamó a la grúa, pero también a su padre, el cual vino para estar a su lado, aunque en realidad no lo necesitaba para nada. Pero ella, habiendo activado su ansiedad, se había situado en la posición niña.

Esta es una forma en la que puede entenderse lo que en psicoanálisis se ha llamado complejo edípico, es decir, una dependencia de las figuras de autoridad basada en el temor y la invalidación. Es evidente que en la génesis de esta situación puede jugar un papel fundamental la manipulación afectiva de los padres, que hay que aprender a desenmascarar, pero no puede servir eternamente de excusa para limitar la existencia. Superar este complejo no es otra cosa que salir del rol de niña para convertirse en adulta, aunque ello requiere responsabilizarse de sí y no contar ni con la ayuda ni con la crítica de los demás para existir. Asumir la responsabilidad otorga poder y confianza a la persona y la estimula a desarrollar aquellas habilidades que precise para enfrentarse a la vida.

La larga enfermedad y la reciente muerte de su padre la han puesto en condición de enfrentarse a una de las situaciones más duras e inexorables de la vida. Ella ha llevado el peso de las visitas y las consultas a los médicos, ha sido el sostén y el apoyo de su madre y el consuelo y bálsamo para su padre. Con exquisito tacto y dosis de buen humor le ha hecho más llevadero el calvario de un melanoma que ha terminado por apoderarse, tras las vicisitudes de una larga quimioterapia, de su hígado, desencadenando en poco tiempo una muerte rápida e indolora. Ha muerto con una sonrisa en los labios, mientras dormía en el lecho de su casa, al lado de su esposa, el mismo día que la abuela, con quien podrá descansar para siempre, tal como había pedido en sus oraciones.

Lo más reconfortante para ella ha sido poder despedirse amorosamente de su padre. El hacer de mediadora entre él y los médicos, le ha permitido dulcificar tanto el diagnóstico como el pronóstico sobre su estado, interpretando su cansancio como efecto del tratamiento y llevándole a conectar más con sus sentimientos que con sus sensaciones. Padre e hija han podido hablar de lo mucho que se querían, de lo que representaban el uno para el otro, de un amor que era tan vinculante que ni la muerte podía separar. Ella era para él la niña de sus ojos, la alegría de la casa y de su corazón; él era para ella su punto de apoyo, un brazo potente donde sostenerse, un padre amante y protector, siempre dispuesto a acudir para atender a su hija donde estuviera o le necesitara. Un amor tan intenso solo lo puede transformar la muerte a través de una fusión espiritual, mediante la cual se superan aquellos aspectos propios del apego, como la dependencia o la posesividad, que el amor terrenal se resiste a liberar.

Con su enfermedad y su muerte el padre ha permitido que su hija crezca, asumiendo la responsabilidad de su tratamiento, cuidando de él y acompañándole en este trance. De esta forma ha completado su función parental, traspasándole no solo el cuidado generacional de sus padres, sino el de ella misma, que ya no podrá contar con su presencia. Visto desde esta perspectiva, el episodio del coche averiado y la grúa tal vez pueda leerse como el de este traspaso de «poderes»: el padre, ya enfermo y debilitado, acude al lado de su hija cuando esta le necesita para compartir con su presencia un poder que ahora ella tendrá que asumir plenamente. Este puede ser su testamento. Su padre puede estar orgulloso de ella, es la obra de su vida, en quien ha puesto todas sus complacencias.

Ahora el padre ya no está físicamente. La primera cosa que notamos cuando muere un ser querido es su ausencia. La ausencia de su presencia, de su contacto, de su voz, de su palabra. Tardamos algún tiempo en asimilar ese vacío exterior, aunque poco a poco se va llenando en nuestro interior. Es ahí donde aprendemos a buscarlo, a conectar con él, a pensar en él. Construimos un recuerdo a partir de los sentimientos que nos dominan, y si estos son de amor podemos dar sentido a toda una existencia, borrando los momentos amargos y realzando los placenteros, comprendiendo las miserias y las grandezas, aceptando los fracasos y los éxitos, aprendiendo de los errores y los aciertos.

Ahora ella está inmersa en este proceso, acompañando también a su madre en este trance de la vida que requiere readaptarse en lo cotidiano y en lo espiritual, para lo que, seguramente, madre e hija contarán con el aliento del que ha sido su padre y esposo y con la fortaleza que han sabido demostrar en todo ese largo período.

P. d.: Este escrito es un intento de dar coherencia histórica a una experiencia que solo quien vive conoce con toda precisión y exactitud. El autor se ha servido de su propia memoria, que es frágil y en ocasiones puede que inexacta, para redactarla. Le gustaría completar con la protagonista de la historia los posibles fallos que pudiera haber en la reconstrucción narrativa, así como comentar con ella aquellos aspectos que puedan serle útiles para conseguir la libertad a la que tiene derecho y de la que un temor inducido ilegítimamente la puede estar privando.


5. Cartas de cierre de la terapia grupal

También es posible llevar a cabo, de modo mucho más conciso y sintético, el cierre temporal o definitivo de una terapia grupal a través de una carta colectiva de despedida. A cada uno de los pacientes se les puede pedir que traiga un objeto simbólico de despedida: un poema, una canción, un cuento terapéutico, un detalle personalizado. Un ejemplo puede ser esta carta de despedida y cierre, dirigida por los terapeutas a los miembros del grupo, el cual, aunque es abierto, tiene una cadencia anual –al llegar las vacaciones de verano se suspende–. Algunos pacientes se reincorporan cuando se retoma; otros no.

A veces no es fácil caer y levantarse, pero se aprende mucho curando las heridas. Vosotros poco a poco habéis conseguido tocar el dolor, lo que significa que no estáis muertos, y que seguir luchando por aquello que queréis en la vida vale la pena.

No permitáis que nadie os arranque al niño que lleváis dentro, ni que os quiten las alas que os permitirán volar y ser libres. Luchad por ser vosotros mismos, por vivir sin disfraces; no pongáis límites a vuestra espontaneidad y aprended de aquellos errores tantas veces repetidos.

No agachéis la cabeza por ser congruentes con vosotros mismos y por legitimar vuestros sentimientos.

A veces es necesario soltar amarras para echar a volar y crecer, y esperamos que cada uno de vosotros hayáis aprendido a quitar lastre de vuestras vidas y a caminar más ligeros de equipaje.

Desearíamos que durante este tiempo compartido hayáis abierto vuestra caja de sueños en algún momento y que de alguna manera os hayamos ayudado a llenarla un poquito más con esas pequeñas cosas que hacen que la vida merezca la pena.

Os damos las gracias por compartir con nosotros momentos difíciles, por haber hablado de vuestras inquietudes, de vuestras pérdidas, de vuestros miedos, de vuestras corazas; y queremos deciros que estamos orgullosos de todos y cada uno de vosotros, porque nos habéis demostrado que el mundo sigue estando ahí fuera, pero que vosotros estáis llenos de fuerza para poder enfrentaros a él.

Gracias a ti, Lorena, porque has aprendido a aceptar las cosas tal y como son y a poner límites a aquellas personas que te hacían daño sin necesidad de sentirte culpable. Has echado un pulso al miedo y has ganado tú. Ni te has rendido, ni te has sentado a esperar.

Gracias a ti, Lourdes, porque nos has enseñado que es posible romper con un pasado duro a nivel emocional; creías que dolería, pero escribiste una carta que supuso el principio de un tiempo mejor.

Gracias a ti, Lucas, porque estás construyendo un camino de baldosas y sin prisa ni pausa llegarás al final de ese camino con la seguridad de haber hecho un buen trabajo, sin miedos, sin fantasmas del pasado. Has sido el guardaespaldas de las chicas del grupo y ahora te toca ser el tuyo.

Gracias a ti, Eulalia, porque nos has demostrado que poco a poco, y aunque con nostalgia, puedes vivir sin tu marido, sin ese ser tan maravilloso a quien tanto quisiste, porque, aunque no llores, tu corazón está lleno de lágrimas y al hablar de él nos has enseñado que el amor puede existir para toda la vida.

Os damos las gracias a todos vosotros por haber expresado lo que sentís, por haber desnudado vuestras almas y por ser quienes sois: seres únicos y llenos de luz.

Gracias: los terapeutas.

6. Las segundas autocaracterizaciones

Si lo que se desea es anticipar el cierre a fin de poder evaluar el proceso y trabajar o identificar aquellos puntos que puedan considerarse dignos de atención en el presente o, tal vez, en un futuro, se le puede pedir al paciente que haga una reevaluación de su demanda o que exprese su proceso de cambio a través de una segunda autocaracterización, es decir, cómo se ve el paciente en el momento actual, tras el proceso terapéutico.

Las autocaracterizaciones también son útiles hacia finales del proceso, como método para constatar algunos cambios importantes que pueden haberse producido en la forma en que el sujeto se ve a sí mismo. Un ejemplo de esta función recopilatoria de la autocaracterización lo constituye el escrito de Miguel al término del proceso terapéutico, cuyo caso completo se relata en el capítulo 11 del primer volumen de esta obra (Villegas 2011, pp. 409-415) y a cuyo texto de despedida (pp. 440-442) nos remitimos para no repetirnos innecesariamente. Reproducimos, en cambio, la segunda autocaracterización de María en contraste con la primera, citada en el capítulo segundo de este mismo volumen, donde se pueden constatar los cambios más significativos para ella en función del proceso terapéutico.

María siempre ha sido una persona emotiva. Es sensible, profunda, y reflexiva, y le encanta compartirlo con el entorno. Goza de las relaciones con los demás, en quienes a menudo confía plenamente y para los que siente un profundo y sincero agradecimiento. La expresión de agradecimiento es una forma de manifestar la sensibilidad de cara a los demás. La otra es mediante la susceptibilidad: es una persona que, con los años, se ha vuelto susceptible, sensible a la crítica. Pero casi nunca lo verbaliza. Del mismo modo que, cuando se trata de defender las propias necesidades o derechos, tampoco le sale muy bien. Pocas veces actúa asertivamente, y le molesta ser así.

De pequeña siempre le decían que era una niña más bien tímida e introvertida. Ella continúa pensando que la imagen que tienen de ella los demás sigue siendo esta. No obstante, este aspecto ha ido cambiando y sus amigos la perciben como una persona más bien extrovertida. En relación a los demás se sitúa cercana y cálida. Le gusta «cuidar» a los que están a su lado, de la misma manera que le gusta sentirse «cuidada». Combina el cuidado ajeno con el propio: se cuida a sí misma, se escucha. Por eso le gusta que le pidan ayuda y poder satisfacer al otro. Paralelamente, ella cree que es una persona que tiene facilidad para pedir ayuda y para dejarse ayudar.

Sin embargo, desde pequeña sus padres siempre le han dicho lo contrario: que no se deja ayudar. Y en parte no se equivocan; en algunos aspectos es una persona insoportablemente tozuda, que cuando se propone conseguir algo dedica todos sus esfuerzos y recursos por hacerlo lo mejor posible sin escuchar consejos ni objeciones de los demás. Además de tozuda es autoexigente. Esto, sin embargo, no le molesta; considera que la autoexigencia y la persistencia (o la tozudez) es funcional, y le sirve para llevar a cabo sus propósitos a su manera.

Y finalmente, otra característica que la define bastante –y que la persigue en las opiniones de sus padres y maestros desde pequeña –es la inseguridad, que cuando aparece lucha a favor de su autoexigencia y en contra de su autoestima. Es una persona sufridora, que duda, que tiende a dar vueltas a un mismo tema si le preocupa. Paralelamente, los cambios los percibe como amenazadores, como algo que pone en juego su estabilidad y que, además, le provocan incertidumbre. Aun sabiendo que el futuro es imprevisible, constantemente está intentado planificar, pues le hacer sentir segura. Y para terminar, es una persona que disfruta plena e intensamente de la vida, tal y como es.

La paciente pone de manifiesto los cambios que ha observado mientras realizaba la segunda autocaracterización. Asegura que no se identifica con la persona que escribió la primera porque fraccionaba mucho el pasado con el presente y ella cree que ahora lo tiene todo más integrado. De hecho, el recorrido emocional efectuado por la paciente a través de esta narrativa le ha sido útil para darse cuenta de que su pasado es el que conforma su presente y que, por lo tanto, no son dos partes independientes sino que es un círculo que nunca deja de dar vueltas. En términos generales, la segunda autocaracterización es más positiva y mucho más integradora que la inicial.

Resumen

Este capítulo dedica una especial atención al momento culminante de toda terapia, su finalización. Sin la resolución de asuntos inconclusos específicos, no puede darse por terminada una terapia: abusos sexuales, relaciones de pareja destructivas, duelos inacabados, culpa, perdón, ruptura o reconciliación, traumas diversos, etc. Una vez resueltos permiten que se pueda proceder con el cierre, lo que se enfatiza especialmente a través de rituales, recapitulaciones o cartas de despedida.

PARTE II

Proceso


7. El proceso de cambio

Preferiría exhibir mis

pasiones a incubarlas a

mis expensas. Al airearse y

expresarse, se apagan.

MONTAIGNE

1. Resistencia y cambio: morfoestasis o morfogénesis

La subsistencia de un sistema vivo depende del balance resultante de la dialéctica que se da entre los procesos de mantenimiento y cambio de su estructura. Dada la tendencia natural de todo sistema autoconstituido a mantener invariable su estructura (lo contrario supone la muerte) es lógico que la tendencia espontánea sea la de privilegiar la morfoestasis (mantenimiento de las estructuras ya constituidas) frente a la morfogénesis (generación de nuevas estructuras), en caso de conflicto. No todos los seres se hallan dotados genéticamente de la misma flexibilidad en sus estructuras adaptativas, siendo la regla general que cuanto más primario es un ser vivo, tanto más rígido es su comportamiento y menos capacitado está para generar cambios adaptativos; y al revés.

La complejidad estructural, de todos modos, se ha demostrado la gran aliada del ser humano en su capacidad de adaptación a condiciones ambientales no solo muy diversas, sino también adversas. Gran parte de la flexibilidad de los seres humanos proviene no ya de su estructura biológica, sino de los sistemas de conocimiento construidos a través del tiempo, que le permiten mediar en su relación con el medio exterior. Esta característica que vale para la especie, sirve también para el individuo, el cual, a lo largo de su vida se ve sometido no solo a un proceso de evolución interna de sus estructuras de conocimiento, sino también de presión externa, que le fuerzan a poner en juego estrategias de construcción de nuevas estructuras, capaces de hacer frente a los retos que le imponen tanto su propio desarrollo, como el de la sociedad que le envuelve.

De este modo, casi de forma inevitable, el ser humano se ve abocado innumerables veces, a lo largo de su vida, a la experiencia del cambio: de arrastrarse a gatas a caminar erguido; de comunicarse de forma inarticulada a emplear un lenguaje sumamente rico y matizado; de pensar ingenuamente o de creer en poderes mágicos a desentrañar los misterios de la composición de la materia; de aceptar las normas parentales de forma acrítica a desarrollar una comprensión compleja de las relaciones humanas y sociales. A pesar de esta gran flexibilidad de las estructuras de conocimiento humano, tampoco estas se libran de la tendencia a perpetuarse, cerrándose, una vez constituidas, a cambios que pueden ser vividos como amenazadores de su integridad, de acuerdo con el proverbio que dice: más vale loco conocido, que sabio por conocer.

Trasladada al ámbito psicoterapéutico, esta tendencia espontánea al mantenimiento de la estructura frente a las incertidumbres del cambio ha sido llamada resistencia. No nos planteamos aquí si esta resistencia es producto de una mala gestión de los recursos por parte del terapeuta o de una oposición del paciente a sus intentos. Somos conscientes de que atribuir al paciente los esfuerzos de oposición al cambio, denominados por Freud (1912) «resistencia», puede ser considerado «políticamente incorrecto», pero también, de que ignorar la necesidad de morfoestasis o mantenimiento de la estructura por parte de cualquier sistema puede resultar ingenuo, cuando no perjudicial. Más que hablar, pues, de resistencia, nos interesa plantear tal fenómeno desde la comprensión del proceso de cambio en psicoterapia. Para ello echaremos mano, a modo de metáfora, de dos relatos legendarios procedentes de una doble fuente, la tradición histórica greco-romana y la bíblica: el primero hace referencia a la conquista de Troya por parte de los griegos; el segundo a la toma de la ciudad de Jericó por parte del pueblo de Israel (anexo MV 08).

1.1. El caballo de Troya

A fin de apoderarse de la ciudad de Troya, tras un asedio infructuoso de diez años, los griegos recurrieron a la astucia. Simulando una retirada y habiendo prendido fuego a su campamento, dejaron frente a las murallas de Troya un enorme caballo de madera, repleto de soldados en su interior, haciendo creer que se trataba de una ofrenda a la diosa Palas (Atenea) para que protegiera su retorno a la patria. Homero alude a esta leyenda en su poema épico sobre Ulises –al final del canto VIII de la Odisea– y Virgilio la cuenta así en el Libro II de La Eneida:

Quebrantados por la guerra y contrariados por el destino en tantos años pasados, los caudillos de los griegos construyen, por arte divino de Palas, un caballo tamaño como un monte, cuyos costados forman con tablas de abetos bien ajustadas, y haciendo correr la voz de que aquello es un voto para obtener feliz regreso, consiguen que así se crea. Allí, en aquellos tenebrosos senos ocultan con gran sigilo la flor de los guerreros, designados al efecto por la suerte y en un momento llenan de gente armada las hondas cavidades y el vientre todo de la gran máquina… Al punto hacemos una gran brecha en la murallas, abriendo así la ciudad; todos ponen manos a la obra, encajan bajo los pies del caballo ruedas con que arrastrarlo más fácilmente… así escala nuestros muros la fatal máquina preñada de guerreros… Sinón, protegido por los hados de los dioses, crueles para nosotros, abre furtivamente a los griegos encerrados en el vientre del coloso su prisión de madera… Invaden la ciudad sepultada en el sueño y el vino, matan a los centinelas, abren las puertas, dan entrada a todos sus compañeros y se unen a las huestes que los esperan para dar el golpe.

1.2. Las trompetas de Jericó

El relato bíblico de la toma de Jericó, compuesto de elementos narrativos y dramáticos muy parecidos al anterior –ciudad amurallada que se resiste al cerco, intervención divina, uso de estrategias y mediación de cómplices, toma y destrucción final de la ciudad por parte de los sitiadores– se encuentra descrito en el Libro de Josué, cap. VI, vv. 1-21:

Jericó estaba cerrada a cal y canto por miedo a los israelitas; nadie salía ni entraba. Yahvéh le dijo a Josué: «Mira, yo pongo en tus manos a Jericó y a su rey. Vosotros, esforzados guerreros, todos los hombres de guerra rodearéis la ciudad dando una vuelta a la ciudad. Así harás durante seis días. Pero siete sacerdotes llevarán las siete trompetas jubilares delante del arca. El séptimo día daréis la vuelta a la ciudad siete veces y los sacerdotes tocarán las trompetas. Cuando oigáis la voz de la trompeta todo el pueblo prorrumpirá en un gran clamoreo y el muro de la ciudad se vendrá abajo. Y el pueblo se lanzará al asalto». Josué había dado esta orden al pueblo: «No gritéis ni dejéis oír vuestras voces; que no salga ni una palabra de vuestra boca hasta el día en que yo os diga gritad: entonces gritaréis». Hizo que el arca de Yahvéh diera la vuelta a la ciudad una vez y se hizo lo mismo los seis días siguientes. Al séptimo día se levantaron con el alba y dieron la vuelta a la ciudad, según el mismo rito, siete veces. La séptima vez los sacerdotes tocaron la trompeta y Josué le dijo al pueblo: Lanzad el grito de guerra porque Yahvéh os ha entregado la ciudad. Al escuchar el pueblo la voz de la trompeta prorrumpió en un gran clamor y el muro se vino abajo. La gente escaló la ciudad, cada uno frente a sí, y se apoderaron de ella. Consagraron al anatema todo lo que había en la ciudad; hombres, mujeres, jóvenes y viejos, bueyes, ovejas y asnos a filo de espada.

1.3. El caballo de Troya y las trompetas de Jericó como metáfora del proceso de cambio en psicoterapia

Hemos indicado algo más arriba las similitudes entre ambos relatos, pero nos interesa ahora señalar la gran diferencia que separa el uno del otro. En ambos, la ciudad, largamente asediada, sea Troya o Jericó, termina por ser ocupada y destruida por sus sitiadores; pero independientemente de los actores divinos o humanos o de los escenarios geográficos de un relato u otro, la gran diferencia reside precisamente en el método usado por los sitiadores para acceder al interior de la ciudad. En la narración bíblica las murallas de Jericó deben ser abatidas antes de que el pueblo de Israel pueda tomar la ciudad, mientras que en el poema homérico este objetivo se consigue sin necesidad de derruirlas: el caballo es introducido entusiásticamente en el interior de la muralla por los propios habitantes de Troya.

Si extendemos la metáfora al proceso terapéutico podríamos concluir que básicamente existen dos estilos de terapia, aquellos que intentan producir cambios mediante el asalto directo a las murallas, generando posiblemente una fuerte resistencia, y aquellos que intentan facilitar el cambio desde dentro, sin un ataque frontal a las estructuras defensivas del sistema, sino a través de la complicidad del propio paciente y de las propias posibilidades de evolución.

La experiencia demuestra que ambos métodos pueden ser igualmente eficaces, aunque no siempre con las mismas personas, ni con los mismos problemas. En general, ante el predominio de una regulación anómica suelen ser más eficaces las «trompetas de Jericó» que muchas veces son tocadas por los propios acontecimientos de la vida (enfermedades, accidentes, desengaños, abandonos, fracasos, pérdidas, duelos, etc.) o por agentes externos (denuncias, jueces, superiores, padres, esposos, hijos, tutores, etc.), mientras el caballo de Troya entra fácilmente cuando es el propio sujeto quien abre la muralla. En cualquier caso no hay que olvidar que, dado que el caballo no entraba por la puerta de las murallas de Troya, estas tuvieron que ser parcialmente derribadas por los propios troyanos. O sea, y dicho en román paladino: «si no hay crisis, no hay cambio».

Abusando, probablemente, de la fuerza metafórica de ambas gestas legendarias, nos atrevemos a proponer su estructura narrativa como una analogía de todo el proceso terapéutico. En primer lugar, entender la psicoterapia como una intervención dirigida a resolver una situación de asedio de un sistema en crisis, cerrado sobre sí mismo en las murallas de sus defensas, imposibilitado para su evolución. Esta situación suele acarrear un gran sufrimiento, constituido por privaciones e intensas vivencias de angustia o depresión que se prolongan habitualmente durante semanas, meses o incluso años. Un asalto, en segundo lugar, al corazón de la ciudadela, cuyo objetivo terapéutico es la destrucción o deconstrucción de las estructuras –sistemas de constructos o de creencias– que mantienen la situación de asedio o de estancamiento, convertidas en su propio enemigo interno, impidiendo su ulterior desarrollo y su adaptación al medio externo. Una reconstrucción, en último lugar, con el mínimo desgaste posible del sistema, de modo que la nueva estructura nacida de la intervención terapéutica sea más abierta y adaptada a sus propias necesidades, manteniendo al máximo su integridad y coherencia internas, recuperando y reutilizando todos los elementos que lo componen. No se trata tanto de una sustitución ex novo de las antiguas estructuras que regían el sistema –cambio de un sistema por otro–, como de su reestructuración en un nuevo orden, fruto de un proceso de evolución y de generación de neoestructuras, formadas a partir de las potencialidades de desarrollo de las ya existentes.

La aplicación de la metáfora del caballo de Troya requiere una representación, en cierto sentido, inversa del relato homérico. Significa, ante todo, entender la muralla como una estructura que debe ser protegida, puesto que indica la existencia de unos límites claros que permiten a la persona mantener el sentido de unidad y consistencia interna, así como el de independencia frente al mundo exterior. Requiere, por otra parte, entender el asedio a la ciudadela como una crisis interna del propio sistema que pone en juego fuerzas de naturaleza morfogenética que pugnan por el cambio para el que busca aliados en el mundo exterior. La complicidad del sistema al abrir a través de la demanda de ayuda sus puertas a la acción terapéutica, representada en la metáfora por la introducción del caballo en el interior de la muralla, ha de permitir el desarrollo de un proceso de cambio hacia neoestructuras que hagan posible la continuidad del sistema de forma más libre y autónoma.

Concebida la evolución psicológica como una serie sucesiva de construcciones epistemológicas –sistemas de reglas y recursos cognitivos, afectivos y operativos– con que se construye la realidad, y los pasos de unos sistemas a otros como crisis y reestructuraciones de estos, a fin de ajustarlos a la complejidad creciente de sus interacciones con el mundo, podemos entender por qué cualquier bloqueo en ese proceso de reestructuración puede ser el origen de una disfunción o inadaptación psicológica, que da origen a un notable sufrimiento.

En situaciones normales las crisis epistemológicas generalmente se resuelven a través de un proceso dialéctico interno o externo que lleva a una ampliación del sistema. Probablemente tal ventaja la obtiene el paciente en psicoterapia de la interacción con un agente social, en este caso el terapeuta, a causa, más que de sus conocimientos especializados en psicología, de una preparación metodológica específica en el arte de favorecer el desarrollo epistemológico de un sistema individual, familiar o de pareja.

La mejor imagen que se puede ofrecer de la interacción en psicoterapia procede de la adaptación del pensamiento de Vygotsky a propósito de la función pedagógica y socializante de la crianza o educación. El niño sigue un programa evolutivo marcado por sus propias capacidades innatas y las necesidades inmediatas derivadas de su interacción con el mundo. Pero este programa no se desarrolla espontáneamente sin la intervención de agentes sociales, que dialécticamente promueven su evolución, al tiempo que le transmiten sus instrumentos culturales de pensamiento y acción.

Una representación gráfica de este tipo de interacción puede verse en la figura siguiente (gráfica 12) donde la sección A representa el sistema epistemológico del paciente, que, en un momento determinado de su desarrollo o ante el cambio más o menos brusco del ambiente, se experimenta como inadecuado o insuficiente –disfuncional– para hacer frente a las nuevas exigencias de adaptación.

Gráfica 12

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La sección B representa la zona de desarrollo proximal que potencialmente puede conseguir el sistema epistemológico A sin pérdida de coherencia interna ni autodestrucción de su identidad. Se trata de una zona de reestructuración epistemológica que implica el desarrollo de una mayor complejidad autoorganizativa. Vygostky la llama zona de desarrollo potencial o proximal, y la define como «la distancia entre el nivel de desarrollo real, determinado por la resolución de un problema sin ayuda y el nivel de desarrollo potencial, determinado por la resolución de un problema bajo la guía del adulto o en colaboración con compañeros más competentes» (Vygotsky, 1978). Esto no significa, en el campo de la pedagogía, ni mucho menos en el de la psicoterapia, que el adulto o, en nuestro caso, el terapeuta, transmita fórmulas elaboradas de resolución de problemas o, menos aún, la solución directa de los mismos. Al contrario, la función del terapeuta es la de facilitar la reorganización autónoma del sistema a partir de sus propios recursos, potenciados por la interacción específica, propia de la psicoterapia.

La intervención psicoterapéutica viene representada en la gráfica 12 por el cuadro C. Este representa un sistema terapéutico, idealmente vacío de contenido, como el hueco del vientre del caballo troyano, para posibilitar la recepción en su interior del sistema del paciente por parte del terapeuta y la sucesiva interacción dialógica con él. De esta forma, el terapeuta, a partir de la reproducción comprensiva de la estructura del sistema del paciente y, utilizando sus propios términos, se convierte en agente del diálogo interno, facilitando el proceso de cambio o de reestructuración autoorganizativa a través de la exploración de la estructura actual del sistema y de sus posibilidades evolutivas.

2. Las condiciones para el cambio terapéutico

Hablando en términos estrictamente psicológicos podemos afirmar que un proceso de psicoterapia, entendido como un proceso morfogenético o de desarrollo de neoestructuras, puede producirse si y solo si:

  1. Existe una conciencia de crisis del sistema.
  2. Esta conciencia genera un malestar o sufrimiento suficientemente intenso como para promover una demanda auténtica de ayuda.
  3. Existe una predisposición a vivir la crisis como una oportunidad para el cambio y el aprendizaje y, en consecuencia, a abrir el sistema a un proceso de evolución.
  4. Se interactúa con un interlocutor externo o interno, aliado y cómplice, a la vez que facilitador y acompañante del proceso dialéctico del cambio.

A quien mucho ha amado, mucho le será perdonado (1)

Podría resultar ilustrativo considerar el cumplimiento de estas condiciones en el caso de Carina, mujer de 55 años, que llega al grupo de terapia tras una trágica historia personal y familiar. Carina es la tercera de 13 hermanos, siete chicas y seis chicos, además de tres abortos de por medio. Mi madre, pues mira, 16 veces embarazada, pariendo toda su vida, desde los 23 hasta los 45 años. Los tres primeros, varones, muertos por abuso de sustancias e infección por el sida y otro enfermo, que sobrevive en condiciones muy precarias, también materiales. El resto se protegieron a tiempo de este tipo de influencias y han llevado una vida socialmente adaptada.

Embarazada a los 23 años, se junta con un hombre, Emilio, al que conoce desde los 19 y del que tendrá dos hijos, un niño y una niña; la someterá a maltratos físicos y psicológicos y la introducirá en el mundo de la droga. En estas condiciones, Carina se ve abocada a tener que buscarse la vida, sobre todo después de separarse de él. Superada por las circunstancias, deja a sus hijos pequeños al cuidado de su madre (la abuela) que los tendrá bajo su custodia hasta su muerte, siendo sustituida por Sara, una de las hermanas, soltera, que vive en la casa paterna y que goza de buena posición económica como responsable de una entidad sanitaria, la cual llegará a ahijárselos como si fuesen suyos, declarándolos herederos universales de sus bienes.

Mientras tanto, Carina se apunta a todo tipo de trabajos temporales para poder subsistir, particularmente en el sector de la hostelería, trasladándose a diversas poblaciones de la costa o a la montaña, según las temporadas. Al mismo tiempo, continúa consumiendo y trapicheando con la droga. En un viaje a Colombia, para proveerse de coca para poder comerciar, es encarcelada y vive cinco durísimos años en las prisiones del país. Allí aprende a subsistir en las condiciones más vejatorias a que puede verse sometido un ser humano: encuentra odio y solidaridad, bajeza y generosidad, humillación y respeto, asume el papel de defensora de sus compañeras ante flagrantes injusticias, y es repatriada tras varias gestiones del Ministerio de Exteriores.

De vuelta al país, se encuentra sin trabajo, con los lazos familiares rotos y maltrechos por la lejanía y el rechazo. Pasa por diversas relaciones sentimentales, de las que sale con nuevos desengaños y fracasos. A pesar de todo, no pierde el ánimo y sigue trabajando como puede, hasta que sus condiciones físicas y de salud no le permiten seguir haciéndolo más. Padece una cirrosis hepática, está sin fuerzas, macilenta y agotada, entra sucesivamente en coma, necesita un trasplante de hígado para continuar viviendo. Tiene que refugiarse en la casa paterna, ahora de la hermana que ha ahijado a sus hijos. Siente cómo estos apenas se relacionan con ella, pues la hermana los ha mentalizado en su contra y «los ha hecho suyos».

Finalmente llega el trasplante, y Carina lo supera. Todavía no puede independizarse; está en período convaleciente, pero la vida le da una segunda oportunidad, que no va a despreciar. Acude a terapia. Desde el primer momento se implica profundamente en el proceso. Al principio predomina la rabia contra su situación y el mal de que ha sido víctima en sus relaciones con los hombres, en el trabajo, en el submundo de la droga. Es particularmente intensa la decepción con sus hijos, que se comportan como si no la (re)conocieran, así como su encono hacia la hermana, que la vive como usurpadora de su maternidad. Se siente incómoda viviendo bajo su cobijo, incomprendida y desatendida por la familia, que solo iba a verla al hospital por «obligación».

Esta hermana, a la que hemos llamado Sara, juega un papel especial en toda esta historia dado que no solo ha ahijado a sus vástagos, sino a los nietos, que la llaman abuela. Según la paciente, esto lo ha conseguido a través del dinero. Ha convivido desde siempre con los hijos de Carina en casa de la madre, puesto que ella, al ser la mayor y estar soltera, se quedó con la casa familiar (que terminó por comprar a precio de inquilina) con la excusa de cuidar a la madre y a los sobrinos. De este modo se cumplía un sueño oculto de Sara, según Carina, el de tener los hijos de Emilio, de quien ella siempre estuvo enamorada y, por ello, celosa de su hermana.

Es que hay cosas que las otras hermanas a lo mejor no las ven, pero yo lo he visto siempre. Y no solo yo: amigas que me dicen «si las demás no lo han visto es porque no quieren. Tu hermana Sara siempre ha estado enamorada de Emilio. Y siempre ha querido que tus hijos fueran suyos.»

Envidia y celos, esa es la dinámica relacional que para Carina explica la problemática con su hermana Sara, que se centra en primer lugar en el marido, y más adelante en los propios hijos y nietos de Carina. Eso sucede porque, según su criterio, al ser incapaz de ser feliz por sí misma, Sara se ha proyectado en Carina, como si pudiera vivir a través de ella, de forma vicaria, una vida que rechaza moralmente.

CARINA: Claro, ahora me voy dando cuenta de que ella no ha sido capaz de ser feliz en toda su vida. Vamos a ver, nadie es feliz toda la vida. Pero los momentos guapos yo los he disfrutado, que después me han tocado malos rollos, pues he salido como he podido. He disfrutado de estar enamorada; sé lo que es el amor, sé lo que es amar y sentirse amada. Yo creo que mi hermana eso no lo ha tenido jamás. Y los novios que ha tenido siempre la han dejado. Estoy segura que no ha sido capaz de disfrutar del sexo. El problema es que ella no sabe disfrutar de la vida y le da rabia ver feliz a otra gente; no es capaz de ser feliz con la felicidad de otro.

TERAPEUTA: Se amarga la vida.

C.:, se amarga la vida, y lo peor es que se la amarga a todo el que está a su alrededor… Porque a mi madre la maltrató, desde que se murió mi padre, hace ya más de treinta años. Y eso es algo que todavía no he podido perdonarle, y con mi hermano enfermo ha hecho exactamente lo mismo, y conmigo no lo ha hecho porque no ha podido, por el poco tiempo que he estado. Estoy segura de que hubiese sido feliz si yo me hubiese muerto. Pero todo es la envidia, y aunque tiene a todo el mundo a su alrededor, porque los paga, no es feliz porque no ha hecho nunca las cosas como se tienen que hacer, nunca ha sabido dar amor ni recibirlo.

Esta especie de competencia entre hermanas ha dado lugar, sin embargo, a que Carina se alejara cada vez más de su familia y de sus hijos, quedando relegada a un lugar periférico para todos, mientras Sara se apoderaba de sus hijos y nietos, que la toman por madre y abuela. Estas dificultades hacen que las relaciones con sus hijos sean muy distantes y frías, y que le resulte muy ardua la tarea de recuperar, o mejor dicho, construir, una relación con ellos, casi inexistente durante todos estos años.

C.: Tenía mi vida; venía de vez en cuando y ya está. Yo no abandoné a mis hijos. Los dejé en casa de mi madre, porque en las circunstancias en las que me encontraba me parecía que era lo mejor para ellos. Tengo ganas de hablar con mis hijos con calma y con tranquilidad. Pueden pensar lo que quieran, pero deben saber cuál es mi verdad. Ya saben la que mi hermana les ha querido contar. Pero que sepan la mía, la que me llevó a hacer las cosas así. Yo los dejé con mi madre, no en la inclusa.

T.: Al menos que sepan la realidad y, a partir de ahí, que piensen lo que quieran. Y tu hijo, ¿qué te echa en cara? ¿Qué te reprocha?

C.: Eso, que no he estado ahí.

T.: Y tú, ¿les has podido explicar tu situación, tus problemas?

C.: No. Lo intento pero que va, no puedo. Me veo como que no lo quieren entender. Porque le dije un día a mi hijo, cuando estaba en el hospital, que no podía recuperar el tiempo perdido, pero que tenía que tratar de entender por qué y cómo había hecho las cosas. Que él sabía que yo era su madre y que me quiere, pero que yo tengo que entender que él no ha estado conmigo y yo no he estado con él.

T.: ¿Pero le has explicado todos los hechos que ocurrieron, o no? Lo que nos estás contando a nosotros, ¿se lo has explicado a ellos?

C.: No, que va. Mi hijo es muy egoísta, lo ha aprendido de ella. Es muy materialista, y desafortunadamente no lo entiende, y me provoca tristeza. Yo sería incapaz de ser así, tan miserable, porque además él sabe mi situación. Puede que le dé rabia que yo sea su madre, de tener una madre que no le gusta, de que no sea la típica madre que a él le hubiera gustado que fuera. Yo he sido una madre totalmente atípica, claro. Pero en vez de estar contento, porque no le faltó de nada, está molesto porque cree que yo le dejé abandonado. ¿Hubiera estado contento si hubiera tenido que ir de un lado a otro buscando trabajo, cambiando de colegio, de ciudad, de amigos?

T.: Y a tu hija, ¿le has comentado todo esto, crees que tu hija no te entendería?

C.: No; no creo que le interese lo más mínimo. No me apetece contárselo. Ni contarle mis penas. No se las he contado nunca a nadie, no se las voy a contar ahora a ella. Nunca he ido de llorona por la vida. Mis problemas me los he comido yo. Esa no es mi forma de ser.

Esta situación de incomunicación es extensible a todos sus hermanos, lo que la sitúa en una posición periférica respecto a la familia, como se hizo particularmente evidente a propósito de su hospitalización.

C.: Era un problema que yo estuviera en el hospital, un problema venir a verme, y todo eso, durante un año. Nadie me cuidaba; tenía que valerme yo sola; me he sentido muy desprotegida. Sara podrá decir que gracias a ella estoy viva porque me trasplantaron en el hospital donde ella trabaja y a lo mejor me han pasado delante de alguien, no lo sé, pero me da igual. Después ella no ha estado pendiente de mí para nada. La convalecencia ha sido durísima y me la he comido sola, y encima con problemas, atacándome continuamente y gritándome e insultándome. Todo le parecía mal; si comía porque comía, si no comía porque no comía.

Según ella las relaciones que existen entre todos los hermanos son igualmente distantes e interesadas.

T.: ¿Y entre ellos tampoco? ¿Solo contigo o entre los diez hermanos que quedáis actualmente también hay distanciamiento?

C.: Sí, también. Están al lado de ella por interés. Porque siempre hace favores a todo el mundo, para luego echarlos en cara. Yo no me he hecho con nadie porque siempre estaba fuera. Ya he tenido bastante con tragarme que he sido la culpable: «Yo soy quien ha abandonado a mis hijos y la que ha metido a mis hermanos en la droga».

El motivo por el que Carina acude a terapia tiene que ver con su situación actual, derivada del proceso de hospitalización. Estas circunstancias la han alejado definitivamente del trabajo, consiguiendo una pensión por invalidez. Después de salir del hospital, al carecer de recursos económicos y de domicilio propio, ha tenido que refugiarse en la casa familiar, actualmente de la hermana, donde se encuentra muy limitada y constreñida, sometida a los chantajes y reproches de Sara. Ante la imposibilidad de independizarse, acude al grupo por indicación de una asistente social, para conseguir distanciarse, al menos emocionalmente, del trato que recibe de su hermana, de modo que su demanda se presenta en un formato muy concreto y operativo:

C.: Porque yo necesito ocupar espacio y tiempo, porque no tengo nada que hacer. No soporto estar en casa porque mi problema es mi casa, mi hermana. Como sea, tengo que encontrar un trabajo y tengo que irme. Pero al menos, mientras no me pueda ir, que no me afecte tanto porque es horroroso, porque ya he sufrido bastante; ya he llorado mucho y estoy cansada. Como estoy tratando de levantar cabeza, no es el momento para venir a reclamar nada; pero bueno… tengo que aprender, intentar que no me duela, que eso deje de hacerme daño. ¿Cómo puedo hacerlo? Aceptándolo. Me toca aceptarlo.

Ante una demanda tan específica y operativa, que parece circunscrita a una situación muy concreta, la de la convivencia con la hermana, los terapeutas indagan el sustrato donde se apoya para detectar alguna problemática de fondo, tal y como podría suponerse tras una historia fugazmente esbozada, pero agitada y compleja.

T.: Y por ejemplo, si ahora no vivieras en casa de tu hermana y no tuvieras este problema, ¿tú crees que vendrías igualmente a la terapia grupal?

C.: No lo sé. Quizá no la necesitara tanto. Igual sí, porque ahora parece que todo lo que antes pensaba –como que no tenía por qué perdonarme, pues a mi juicio no he hecho las cosas mal–, pues ahora, como que sí. Como que me hacen creer que…

T.: Que eres culpable de algo.

C.: . Y a lo mejor dices: «tendría que superar ese tipo de cosas». O superar la muerte de mi madre, que me ha resultado muy difícil, y que todavía no la he superado.

T.: Haces referencia al duelo de tu madre y también hablas de perdonarte. De que antes no pensabas que tuvieras nada que perdonarte y ahora sí.

C.: Perdonarme, por ejemplo, el hecho de que abandoné a mis hijos (llora).

T.: Pero tú entendías que era lo mejor para ellos.

C.: Todo eso son cosas que estaban ahí, y ahora de pronto me las tengo que comer, y antes no. Antes vivía mi vida y los veía de vez en cuando, y si tenía que mandar a mi hermana a la mierda, pues la mandaba y me iba tan tranquila. Iba y venía, pero siempre me he mantenido sola, me he buscado la vida con mis circunstancias y mis problemas. Yo soy una persona muy impulsiva y no me callo fácilmente. No me he dejado pisotear nunca y me cuesta mucho dejarme ahora.

El conflicto actual de Carina tiene varios frentes abiertos y diversos niveles de profundidad. Acaba de superar una fase de larga y gravísima enfermedad, entre cuyos daños colaterales se hallan la pérdida de trabajo, de domicilio, y la reducción a una pensión vitalicia por invalidez. También tiene muy baja la autoestima física.

C.: Pues mira, después de lo de la operación a mí el cuerpo no se me quedó igual. Que no me gusta la cicatriz, que esto se me ha quedado flojo. Bueno, ya me lo estoy intentando quitar y me miro en el espejo y me digo: «¡Va, que estás muy bien!». Lo digo una y otra vez, para mentalizarme.

T.: ¿Te da miedo algo?

C.: Sí, la cicatriz. No me da miedo que me conozcan como persona, porque sé quién soy y estoy segura de que soy una buena, dulce, cariñosa, que cuando se enamora, se entrega.

A la salida del hospital se ha refugiado en casa de su hermana mayor, Sara, quien la ha recogido como a una apestada, pero con la condición de que se busque cuanto antes una habitación donde irse a vivir. La imposición de buscarse una habitación fuera de casa se precipita en las fiestas de Navidad:

C.: Lo mío se ha terminado; están todas muy conformes que como tenía que pasar, pues ya ha pasado, y ya está. No me he ido, ¡me han echado de muy malas maneras! Y con agresividad: me pegó un guantazo. Después fui a su casa y me dijo: «El otro día me pasé contigo y perdí las formas, ¡pero no me arrepiento!». O sea, ¿que no te arrepientes de haberme echado? Quizá te arrepientas de haberme echado de la manera que lo hiciste, como una loca y pegándome, pero no de haberme echado. Eso no es una disculpa.

Esta situación destapa las alianzas entre hermanas, las cuales nunca se posicionan a su lado frente a Sara, pues le tienen miedo.

C.: Yo le dije a las otras: ¡para mí se ha muerto! Y esta es toda la importancia que le han dado. Estoy molesta porque para mí sí la tiene. En mi puñetera vida sería capaz de echar a ninguno de mis hermanos a la calle (emocionada) y menos como lo ha hecho ella. Y ya está, y no se lo perdono ni se lo perdonaré en la vida. Yo he perdido trabajos, he perdido muchas cosas en mi vida para ayudar a mis hermanos y nadie se acuerda de esto. Porque mi madre me llamaba y me decía «que tu hermano está así y asá, míratelo, llévatelo y ayúdalo». Y yo lo recogía, al uno, al otro y al otro. He perdido trabajos, relaciones, muchas cosas… y nadie ha dicho nada porque yo estaba allí y ellas estaban aquí, tranquilamente. Y ahora, para una vez que ella me tiene que acoger en su casa, en toda su vida, que yo me fui de allí por su culpa, que si no yo a mis hijos no los hubiera perdido, y habría estado con ellos ahí. Tuve que irme por su culpa. Desde entonces se arrastra esto. Porque mi madre me dijo que me fuera, porque si no nos íbamos a matar. Pero por ella. Porque mi padre ya estaba muerto, porque si mi padre llega a estar vivo, otro gallo cantaría. Pero claro, mi madre era más débil. Ella siempre la ha tenido así, pisoteada.

T.: ¿No te esperabas esto de tus hermanas?

C.: Hombre, de alguna manera sí, pero que me lo digan tan directa y tan descaradamente, no. La verdad es que me ha jodido; yo no le he pedido a ninguna que se ponga de mi parte, pero al menos que lo entiendan. No es que se hayan puesto en mi contra, es que me han dicho lo mismo: que no se ponen ni a mi favor ni al de ella, pero que soy igual de egoísta, que el orgullo me va a llevar a dejarme sola. Y yo les digo que ya estoy sola y que he estado sola toda mi puta vida. Y que cuando encuentre mi trabajo volveré a estar sola porque siempre lo he estado. Vosotras estáis todas juntitas, yo no.

T.: Cuando dices que ellas están todas juntitas…?

C.: Pues sí, porque cuando han tenido problemas siempre acuden la una a la otra. Todas siempre han estado aquí, cerca, y yo he estado fuera… siempre despegada de todas. Pues lo siento, pero hay cosas que no se pueden borrar así, de un plumazo. Y a mí me duelen. Y esta no se la perdono, ni se la puedo perdonar. Para mí es inconcebible que una hermana eche a otra de su casa en la situación en la que yo me encuentro.

Poco a poco estos sentimientos van cambiando: reconoce sus errores de juventud, que la llevaron por el mal camino, y se legitima en su decisión de dejar a los hijos al cuidado de su madre, puesto que era lo mejor para ellos; se da cuenta de la dependencia emocional que la ha retenido en relaciones destructivas, de las condiciones de precariedad económica que la han inducido al trapicheo y a la marginación social. La terapia constituye el espacio seguro donde se narra, se explica, se comprende, se acepta, se perdona. Su salud mejora rápidamente y se estabiliza, hasta el punto de que en la actualidad, dos años después del trasplante, ya no quedan rastros del virus. Encuentra un nuevo trabajo, puede independizarse económicamente y alquilarse un pisito. Rehace sus relaciones familiares porque ella se aproxima a los demás sin rabia ni rencor, aceptando los hechos que el tiempo ha ido decantando inexorablemente. En sus propias palabras:

Porque muchas veces cuando veo los accidentes me da como cosa… pienso: «ha tenido que morir una persona para que yo pueda vivir, como para todo el que necesita un trasplante, de este tipo o de corazón…». La vida me ha dado una segunda oportunidad que no puedo despreciar. Alguien ha tenido que morir para que yo pueda vivir. No puedo quedarme anclada en el odio o el resentimiento, ni contra mí ni contra los demás. Debo dar gracias cada día y reconciliarme con el mundo.

El caso de Carina resulta paradigmático, no solo del cumplimiento de las condiciones para la verificación de un proceso de psicoterapia, sino también de la naturaleza del cambio. Acude a psicoterapia:

  1. en un estado de clara consciencia de crisis del sistema (criterio 1): ha estado al borde de la muerte y lo ha perdido todo: salud, trabajo, familia, hijos;
  2. esta consciencia va acompañada de la experiencia subjetiva de un intenso sufrimiento, suficiente como para promover una demanda auténtica de ayuda (criterio 2): decepción, tristeza, miedo, abandono y desesperanza la han torturado en el período anterior al trasplante; rabia, celos e impotencia han seguido en los momentos posteriores a su recuperación;
  3. vive la crisis como una oportunidad para el cambio y el aprendizaje, abriendo el sistema a un proceso de evolución (criterio 3); la enseñanza ha sido tan dura que no puede despreciar la ocasión para rehacer su vida: alguien ha tenido que morir para que ella pueda vivir: se lo debe a la vida, a sí misma y al donante;
  4. interactúa con un interlocutor externo, o interno, aliado y cómplice, a la vez que facilitador y acompañante del proceso dialéctico del cambio (criterio 4), los terapeutas y el grupo, que en la concepción de Vygostky (1978) cumplen una función «mayéutica» o, en la terminología de Rogers, facilitadora.

En el proceso de Carina se han combinado las «trompetas de Jericó», –los sustos que le ha dado la vida–, junto con el «caballo de Troya» –la alianza terapéutica que la ha acompañado en su proceso–: ella ha abierto las puertas al cuestionamiento de su propio modo de proceder, que considera la fuente de sus problemas; ha establecido una clara conexión entre este, sus síntomas y su sufrimiento, y ha introducido los cambios necesarios tanto a nivel externo como interno. Todo ello de forma progresiva y sin excesiva resistencia: los terapeutas y el grupo se han limitado a tener un papel de cómplices de un proceso autónomo que seguía sus propios pasos; la paciente ha usado la terapia como el contexto de interacción dialéctica donde llevar a cabo su proceso de cambio en una atmósfera de aceptación y comprensión; la crisis del sistema ha sido suficientemente aguda y el reconocimiento de que el malestar se debía a su inadecuación, le han permitido aprender, como tendremos ocasión de señalar en capítulos posteriores, de sus propios errores.

No siempre, sin embargo, se tiene una percepción clara y distinta del problema; ni siquiera los comportamientos que los manuales clasifican de patológicos son percibidos por quienes los ostentan como fuente de dolor o sufrimiento. Antes bien, pueden ser considerados por el sujeto como particularidades curiosas, satisfactorias, divertidas o, incluso, objeto de noble distinción, como las integrantes del club ANA, defensoras acérrimas de la anorexia y orgullosas de ella. Chiara, una joven italiana que cumple los criterios objetivos para ser diagnosticada como anoréxica restrictiva, vive su dieta como una particularidad, como una distinción privilegiada respecto a los demás.

Nunca te diré que estoy mal, o que lo mío es una enfermedad, y mucho menos un trastorno. Desde hace tres años la dieta es la única forma de vida que conozco. La dieta consistía en restringir: lo había eliminado casi todo, excepción hecha de la fruta: solo manzanas, naranjas, fresas y muchas tisanas. Perder peso significaba una profunda ligereza, mayor dinamismo mental, desprendimiento del mundo y un mayor control sobre él. Lo veía como un monstruo maligno, inclinado a juzgarme, a castigarme, a condenarme. Incluso la gente buena me resultaba adversa porque sienten compasión por ti y quieren ayudarte. La familia para mí era inexistente; o mejor: era el único punto de referencia, aunque debía permanecer distante. La presencia de mis padres era indispensable porque me daba seguridad, pero en el momento en que se inmiscuían en mis planes o en mi deseo de aislarme me hacían sentir mal y por tanto les negaba.

Y en este estado me sentía como privilegiada; nunca me he sentido como una enferma. Son los demás quienes te ponen esta etiqueta. Me hubiera gustado que me vieran como una persona distinta. Era una especie de rebelión contra todo. Una forma de negarlo todo y a todos. todos los modelos preestablecidos para fabricar el mío propio. Estaba buscando mi diversidad y quería imponer mi identidad original. Día a día voy leyendo, clarificándome a mí misma, voy siguiendo. No tengo un terapeuta o escuela de pensamiento que seguir: simplemente sigo el sentido de la vida, el mío.

2.1. El sufrimiento como motor del cambio

Si bien es cierto que no todos los cambios son producidos por la necesidad de superar el sufrimiento, también lo es que este es uno de los grandes motores del cambio y tal vez el único criterio que justifica hablar con propiedad de psicopatología, entendida en su sentido etimológico como sufrimiento (pathos) de la psique. El mismo DSM lo recoge frecuentemente como criterio definitivo para la clasificación de determinados trastornos psicológicos cuando exige para su diagnóstico el cumplimiento de la condición «malestar clínicamente significativo», sin el cual difícilmente se producirá, al menos de forma espontánea, una demanda de ayuda terapéutica.

La actitud del paciente debe implicar un deseo de superación del sufrimiento y de la necesidad de introducir cambios en su vida con esta finalidad. El sufrimiento es el motor del cambio, como han puesto de relieve diversos pensadores, entre los cuales se encuentra Buda, varios siglos antes de Cristo. La finalidad de la psicoterapia no es evitar el sufrimiento, sino aliarse con él para promover el cambio. Como observa Maturana (1996) «si no hay sufrimiento no hay deseo de cambio». De este modo, puede decirse que el sufrimiento es el aliado inseparable de la terapia, lo contrario del síntoma, que sitúa al paciente en una actitud pasiva, y del resentimiento, que lo sitúa en una posición vengativa.

Parafraseando las cuatro nobles verdades de Buda, Fromm (1976) establece las condiciones en las que el sufrimiento se puede convertir en motor del cambio en la psicoterapia:

  1. Que la persona sea consciente del estado de sufrimiento en que se halla.
  2. Que reconozca el origen de su malestar.
  3. Que acepte la existencia de un camino para superarlo.
  4. Que admita que es necesario introducir algunos cambios en su vida o en su modo de pensar, sentir y actuar.

Evidentemente, no siempre la experiencia del sufrimiento es entendida como una oportunidad para el cambio. Por naturaleza, todos los seres vivos rehúyen el dolor. El sistema nervioso está dotado de receptores específicos y de sistemas de neutralización del mismo que van desde los bloqueadores periféricos a la supresión total de la consciencia a fin de anular la percepción del mismo. La idea de que el dolor pueda ser útil para el cambio es, en cierta manera, contraria a la lógica natural. Por esa misma razón los pacientes acuden a psicoterapia con la expectativa, en parte mágica, de que una intervención externa les pueda liberar de su sufrimiento. Nuestra sociedad, además, está poco familiarizada con el dolor, para lo que ha desarrollado una medicina y farmacología paliativas de gran alcance, que cubre desde dolores reumáticos y traumáticos, patológicos por su naturaleza, a dolores naturales como los del parto. Esta farmacopea se ha extendido también al sufrimiento psicológico, donde procesos como el duelo son frecuentemente abortados por dosis masivas de antidepresivos, lo que priva a las personas de poder evolucionar a través del sufrimiento.

No somos contrarios a la utilización de medicamentos paliativos en el tratamiento de las crisis psicológicas, particularmente en sus momentos más agudos, cuando el dolor puede tener un poder fuertemente desestabilizante o incluso destructivo (Villegas, en Mirapeix et al., 1998). Tales medicamentos pueden ser útiles y sin duda coadyuvantes en el proceso terapéutico, siempre que se administren de una forma integradora. También es cierto que en determinadas situaciones algunos medicamentos ejercen una función no solo paliativa, sino también restauradora o reparadora, en cuyo caso resultan totalmente justificados e imprescindibles (Hollon y Davis, 1999).

Simplemente queremos llamar la atención sobre la potencialidad transformadora del dolor, frecuentemente ignorada en nuestra sociedad. En todos los casos en los que la psicoterapia obtiene un resultado se observa la utilización de este poder del dolor como un elemento clave del proceso. Un breve texto de felicitación del año nuevo, escrito casi doce meses después de dar por terminada la terapia y dirigido a su terapeuta por una ex-paciente a la que llamaremos Katy, lo expresa bellamente:

Es tarde para felicitarte las Navidades, pero no para desearte un feliz año nuevo. También quiero agradecerte el haberme ayudado a crecer, a escuchar mis sentimientos y, por último, a atravesar el túnel del dolor de la vida y entender que esto es sinónimo de felicidad. Hasta siempre.

Pero con frecuencia el dolor se convierte en el foco máximo de atención del paciente. Esta es su motivación de base y su objetivo final: liberarse del dolor. Esta característica es la que a ojos de Freud, convertía el sufrimiento normal en neurótico, dando la razón a aquel aforismo de Perls (1975): «neurótico es aquel que sufre para evitar el sufrimiento». Como tal, el sufrimiento es experiencia de lo real que es lo contrario de la ansiedad, anticipación de la experiencia o experimentación fantaseada de lo que tiene que venir, con lo cual, cualquier acción, excepto la evitación, resulta ineficaz.

Es lógico que el ser humano, como buen razonador pragmático (Mancini, 2001), tienda a hacer un balance en términos de pérdidas y ganancias de su estado actual en función de otro estado posible y solo si este balance sale negativo respecto a la situación actual se motive para el cambio. Ahora bien, no siempre el balance se puede establecer relacionando un estado con otro, sino que a veces se experimenta el malestar de la situación actual, sin ningún punto de referencia con el que compararse. En este caso la motivación para el cambio puede ser prácticamente inexistente, centrándose toda la atención de forma exclusiva en evitar el malestar producido por el estado actual de la situación, dando origen a la queja. Esta puede llegar incluso a anquilosarse, constituyendo un estilo de vida, en el que se considera un balance más ventajoso quejarse que cambiar, porque la persona –como dicen Prochaska y Prochaska (1999), no puede o no sabe qué cambiar, ni cómo hacerlo.

Esta queja asume, con frecuencia, un carácter desesperado que busca implicar a las personas más próximas en un apoyo absorbente y un consuelo incondicional. Otras veces la queja va acompañada de resignación a una situación insatisfactoria, que se puede prolongar, cronificándose, durante años, o incluso toda la vida. No es infrecuente encontrarse con pacientes que arrastran una depresión o que están instalados en una dependencia agorafóbica respecto a la pareja durante más de veinte años y solo acuden a terapia si algún acontecimiento extraordinario viene a romper el precario equilibrio conseguido.

La percepción del sufrimiento no basta por sí sola para que se produzca una demanda de ayuda para el cambio. De hecho, todos los pacientes son conscientes de su sufrimiento, con lo que cumplirían la primera condición establecida por Fromm para optar al cambio. Tal vez sea este uno de los primeros objetivos de la terapia, el de convertir la queja en una demanda de ayuda para el cambio (Villegas, 1996). La consecución de este objetivo requiere el cumplimiento de la segunda de las condiciones de Fromm: «que la persona reconozca el origen de su malestar».

Es lógico que en la mayoría de los casos los pacientes lleguen a psicoterapia sin una clara consciencia del origen de su malestar. Para muchos de ellos los síntomas aparecen de forma espontánea, súbita e inexplicable. Otras veces se atribuyen a un proceso acumulativo de experiencias estresantes. O bien son producto de alguna característica genética heredada, biológica o temperamental. En cualquier caso, existe una notable dificultad para establecer una conexión entre el sufrimiento y su origen en una insuficiencia del sistema que apunta a una necesidad de desarrollo, y que, por lo mismo, constituye una gran oportunidad de crecimiento y mejora. La tendencia cultural a considerar los errores o las insuficiencias como fallos o fracasos de la persona, y a culpabilizarse por esto, en lugar de verlos como oportunidades para el aprendizaje, contribuye sin duda a agravar esta dificultad.

El reconocimiento del origen del sufrimiento psicológico requiere, sin duda, un acto de humildad, pero lo es también de inteligencia, puesto que, gracias a este acto de humildad –etimológicamente, de poner los pies en el suelo (humus)– permite recoger los elementos caídos por tierra necesarios para proceder a la reconstrucción del sistema. La conexión entre la experiencia del sufrimiento y su origen es la que hace estallar la crisis del sistema epistemológico, en cuanto se perciben las insuficiencias de este para hacer frente a la situación creada, que suele ser siempre una situación que clama por una mayor autonomía. El estallido de la crisis puede llegar a constituir un auténtico derrumbe de toda la estructura. Resulta particularmente apropiada, en estos casos, la estrategia del caballo de Troya, a fin de facilitar el proceso de reconstrucción del sistema desde dentro, evitando la destrucción total de las murallas, pero utilizando a la vez la intensidad del dolor como un elemento de reconocimiento de las causas de la crisis y un estímulo a la recomposición de todo el sistema.

Es en ese contexto de sufrimiento y desesperación donde suele producirse la demanda de ayuda terapéutica. Pero la propia psicoterapia puede ser anticipada como un nuevo motivo de amenaza. En efecto, el aumento de autonomía del sistema que promueve la psicoterapia puede ir acompañado de una profunda sensación de soledad, de destrucción de falsas seguridades y apoyos, incluso de pérdida de las relaciones de apego más significativas, experiencia equiparable a un proceso de duelo cuya resolución puede conducir ciertamente a una mayor integración interior o a una toma de contacto consigo mismo, facilitadora de su reorganización, aunque no sin un grave coste, la mayoría de las veces. De este proceso surge una mayor experiencia de libertad, entendida como autoposesión y disponibilidad respecto a sí mismo y al mundo. Libertad implica liberación de aquellos sentimientos, apegos y estilos de relación que nos mantienen atrapados, así como de todo tipo de ataduras que impiden disolver la angustia. Nada de extraño si la psicoterapia llega a ser anticipada, pues, como un proceso doloroso de pérdida que naturalmente se quisiera evitar. En este contexto, la resistencia puede ser entendida fácilmente como un intento de mantener el sistema frente a la amenaza de destrucción, que solo puede afrontarse si se crean las condiciones de fuerte alianza con el terapeuta y perspectivas razonables de reestructuración. El sufrimiento se constituye en el motor del cambio y el incentivo para la demanda de ayuda, pero se puede ver aumentado si el abordaje terapéutico acentúa la sensación de amenaza en lugar de generar confianza, dando lugar a un balance negativo entre pérdidas y ganancias al que llamamos «resistencia».

Entendida la psicoterapia como un proceso de cambio personal en el que el punto de partida se halla constituido por la vivencia de una crisis fuertemente desestabilizante, resulta lógico plantearse un acercamiento respetuoso y atento, orientado a obtener la colaboración y complicidad del sujeto, evitando cualquier forma de resistencia.

2.1.1. El papel de la motivación

La actitud del paciente debe implicar un deseo de superación del sufrimiento y de la necesidad de introducir cambios en su vida con esta finalidad. Tales cambios pueden vivirse, sin embargo, como altamente amenazadores, dando finalmente al traste todo el proceso de cambio iniciado. Una paciente de 45 años, miembro de un grupo de terapia, a la que llamaremos Argentina, y a la que nos referiremos más adelante en este mismo capítulo, presentaba una agorafobia con un curso de más de 23 años, acompañada de fuertes ataques de ansiedad e intensas manifestaciones neurovegetativas –mareos, desmayos, vértigos y somatizaciones– que se podían desencadenar de forma estentórea, incluso durante la sesión. Tras dos años de terapia en los que se habían puesto de manifiesto tanto el origen de la sintomatología como el significado de la misma, la paciente, sin dar ningún tipo de explicación, dejó de acudir al grupo, una vez este se reinició tras el período veraniego. Su problemática estaba claramente vinculada al tipo de relación que mantenía con su esposo, quien, a su modo de ver, no solo la descalificaba totalmente como persona, sino que la utilizaba como si fuera un robot, abusando de ella sexualmente cada noche en contra de su consentimiento activo, aunque contando con su resistencia pasiva, con la que dejaba que él se «desaguara». A pesar de notables progresos en la comprensión de la situación, de desarrollar una fuerte conexión con sus sentimientos que la mantenían alejada afectivamente de su esposo, hasta el punto de sentir asco por su olor, aversión a su ropa, o rehuir su mirada, continuaba durmiendo con él en la misma cama, dándole la espalda, pero facilitando con ello que él abusara sexualmente de ella cuando le apeteciera. La consideración de la separación matrimonial, que ella veía como única alternativa válida a la situación, la aterrorizaba. Para ella representaba su fracaso como esposa. Temía, además, que uno de sus hijos, de 22 años, pudiera desarrollar una depresión. Su abandono del grupo se produjo probablemente en este punto, cuando pensó que él no se atrevería a afrontar los costes emocionales y prácticos de la separación. A pesar de lo beneficioso que podría resultar para ella, podía constituir un motivo de vergüenza o pérdida de autoestima todavía mayor, tanto más cuanto otros miembros del grupo, entre ellos la compañera que la había introducido en él, habían conseguido con la separación una notable mejoría de sus síntomas y de su calidad de vida. El balance de la paciente concebido como un empate entre pérdidas y ganancias se resolvió probablemente a favor del abandono de la terapia ante el temor a una nueva pérdida, la de resultar una paciente fracasada ante el grupo: «no seré capaz»; «pensarán que soy una cobarde».

2.1.2. El papel de la colaboración

La psicoterapia es una intervención de ayuda que exige, más que ninguna otra, la colaboración del paciente, puesto que está orientada a restituir la autonomía epistemológica del sistema. Con frecuencia los pacientes están dispuestos a colaborar, pero de una forma pasiva, es decir, a hacer lo que se les mande con la fantasía mágica de que eso les curará. Algunas técnicas terapéuticas, más próximas al modelo de las trompetas de Jericó, refuerzan por su intrínseca directividad esta postura, y aunque pueden ser útiles a corto plazo, se vuelven ineficaces si lo único que consiguen es que el paciente «haga los deberes». Una página brillantemente escrita por Rollo May (1972), a partir de su propia experiencia con la enfermedad, en este caso la tuberculosis, constituye un buen exponente de esta actitud.

Intenté hacer lo que los médicos me indicaron que hiciera: descansar y dejar mi curación en manos de los demás. Lo único que podía hacer era mirar las figuras que la luz dibujaba en el techo de mi habitación… Pero para mi desconsuelo descubrí que los bacilos se estaban aprovechando de mi inocencia, que había transformado mi desvalimiento en pasividad… Mientras no llegué a presentar algún tipo de batalla, a desarrollar un cierto sentido de responsabilidad personal por el hecho de que era yo quien tenía la tuberculosis, a hacer valer mi propia voluntad de vivir, no empecé a hacer verdaderos progresos. Aprendí que la curación es un proceso activo en el que era necesario que yo mismo participara.

Es evidente que no todos los pacientes se hallan en condiciones de dar algún tipo de respuesta colaborativa, particularmente en el caso de los niños pequeños y de los psicóticos, o de personas que se hallan bajo el efecto inmediato de un estrés traumático, de ingesta de drogas o de un trastorno emocional muy intenso; pero aun en estos casos es posible buscar la colaboración del sistema familiar o de las redes de apoyo social –incluso del mismo sujeto–, poniendo en marcha otras formas de intervención que ayuden a sentar eventualmente las bases para una psicoterapia futura.

La actitud colaborativa es la que permite llevar a cabo el tipo de interacción psicológica que llamamos «psicoterapia». En realidad se trata de activar las fuerzas o posibilidades de cambio presentes en la estructura del sistema epistemológico de la persona. Devolver el poder a las personas (May, 1972; Rogers, 1981) a través del trabajo psicoterapéutico es el fruto de una colaboración profesional, donde el experto es o debería llegar a ser el propio cliente. Esta transformación no es producto, sin embargo, de una influencia mágica, sino de una conversión del propio sufrimiento en una ocasión de cambio (Villegas, 1996).

Si el caballo es introducido voluntariamente en el interior del recinto amurallado y puede llevar a cabo su trabajo terapéutico, probablemente quedará entronizado para siempre como un trofeo de guerra y un testimonio de la gran lucha que se ha desarrollado en su interior. Este parece ser el sentido del siguiente mensaje navideño de la misma paciente, Katy, a la que nos hemos referido anteriormente, escrito algunos años después de terminada la terapia:

Aunque el tiempo ha pasado, en mi camino has existido; has sellado bases, y sigo caminando apoyándome en algunas de esas y otras referencias. Este año me apetecía mucho escribirte y, ¿cómo no?, desearte también a ti que la vida sea esa oportunidad constante de crecer. Sinceramente.

3. El cambio emocional

La tradición rabínica, poco conocida entre nosotros, está llena de hermosos cuentos, como el titulado «La primera lágrima» que nos habla de la legitimidad y la función de las lágrimas como remedio para la tristeza, instituido por el propio Creador. Tras ser expulsados Adán y Eva del paraíso, Dios vio su arrepentimiento y les dijo:

Pobres hijos míos. Os he expulsado por vuestras faltas en el Jardín del Edén, donde habríais vivido felices y sin preocupaciones. Ahora vais a conocer un mundo lleno de dolor y de dificultades. Sin embargo, quiero que sepáis que mi amor hacia vosotros jamás desaparecerá. Por eso he decidido regalaros esta perla inestimable de mi tesoro celestial: es una lágrima. Cada vez que la aflicción os invada, que sintáis el corazón oprimido y el alma presa de la angustia, esa minúscula lágrima os subirá a los ojos y vuestra pesada carga se verá así aligerada.

Es prácticamente imposible que se produzca un proceso de cambio sin una intensa movilización emocional (Guidano y Liotti, 1983). Las emociones son transversales a todas las situaciones y a todos los niveles epistemológicos de construcción. Reflejan el modo en que el sujeto vive los acontecimientos. Parten de una evaluación muy primaria que hace el organismo de la valencia que tienen las situaciones respecto a su supervivencia y bienestar. Por eso las emociones primarias son compartidas con los organismos biológicos complejos, desde las aves a los mamíferos, y algunas de ellas, como el miedo y la rabia, incluso con los reptiles, puesto que ejercen una función fundamental para la supervivencia.

Una emoción puede ser definida como «un mecanismo adaptativo, de naturaleza neurofisiológica, que predispone el organismo para hacer frente a las variaciones de la estimulación ambiental con funciones informativas, activadoras y expresivas». Esto significa, en pocas palabras, que la naturaleza ha dotado a los organismos cerebrados de un recurso reactivo que les permite responder al momento frente a cambios inesperados (sorpresa), que podrían constituir una amenaza (miedo) o un obstáculo (rabia) en relación a su estabilidad, lo cual cumple perfectamente con una función adaptativa al medio, que permite la supervivencia.

Supongamos una gacela que pasta tranquilamente en los márgenes de un caudaloso río en medio de la sabana africana. De repente, oye un ruido inespecífico o le llega el efluvio de un olor particular, que altera su quietud; inmediatamente, su homeostasis neurofisiológica se modifica para ponerse en un estado de prealerta: levanta su cabeza, agudiza su vista, eleva las puntas de sus orejas, orientando su cabeza en la dirección de donde proviene el ruido. Es la reacción de sorpresa que la prepara para identificar el significado de la variación del medio ambiental. Todo este movimiento responde a una «activación» del sistema nervioso central, en concreto del sistema límbico, que provoca esta reacción. Imaginemos que esta agudización repentina de sus sentidos le permite detectar la presencia de un león que se acerca sigiloso entre la espesura de las altas hierbas del margen del río; de inmediato se produce otro cambio neurofisiológico, debido a la percepción de una amenaza: es el miedo, que la «informa», al sentir un peligro inminente, y la prepara para reaccionar huyendo, tras la potente descarga de neurohormonas que tensan su musculatura. En su huida se pone de manifiesto un temor que responde a la presencia de un peligro, que es reconocido por el resto de las gacelas, quienes, sin necesidad de hacer el mismo proceso de prealerta e identificación, se contagian del miedo «expresado» por la primera y se ponen a correr igualmente.

En un solo episodio hemos identificado dos emociones primarias: la sorpresa y el miedo. Para completar el repertorio de las emociones básicas podemos fijarnos ahora en el león. Este está hambriento, lo que le pone en un estado agresivo, dispuesto a cazar y a matar para poder alimentarse; por eso se dirige hacia la manada de gacelas. Pero en la medida en que estas huyen, aumenta su frustración, la cual origina la rabia, que provoca en su organismo una intensa descarga neurohormonal que aumenta considerablemente su potencia muscular y, consiguientemente, su velocidad y agresividad.

Supongamos que, finalmente, consigue cazar una de ellas, con lo que cesa su activación rabiosa y esta es sustituida por otra que nace de la progresiva satisfacción de su hambre, lo que manifiesta a través de movimientos y elevaciones de su cola: es la alegría por el bien conseguido. Pero si, contrariamente, se le escapan todas y se queda chafado, sin una pieza que comer, su reacción pasará de ser rabiosa a triste, lo que se pondrá de manifiesto en su caminar lento, con la cola entre las patas y la cabeza cabizbaja.

Hemos completado con ello el repertorio de las emociones básicas: sorpresa, miedo, rabia, alegría y tristeza. Estas se hallan en todos los mamíferos y aves, pero en el ser humano alcanzan una complejidad casi infinita al dar pie, acompañadas de significados, recuerdos y propósitos, a un sinfín de sentimientos simples y compuestos como la ira, la venganza, la culpa, la envidia, la vergüenza, el amor, el odio, la esperanza, la nostalgia y un largo etc. Por eso resulta apropiado en el trabajo terapéutico reducir siempre las distintas manifestaciones emocionales a sus componentes primarios, porque ello nos permite removerlas desde sus cimientos.

Esas emociones primarias responden, como queda dicho, a la primera evaluación que hace el organismo de una situación determinada y esta se puede entender en función de cinco parámetros universales: el conocimiento que se tenga de una situación, su valor como amenaza a evitar o como obstáculo a vencer, y el coste o beneficio (pérdida o ganancia) que suponga. Así, la sorpresa responde a la percepción de «novedad», a fin de reconocer el significado del cambio de una situación; el miedo a una activación para la huida frente a una amenaza a evitar; la rabia desencadena una fuerza destructora frente a un obstáculo que se interpone en nuestro camino; la alegría constituye una reacción que permite el disfrute de una ganancia conseguida, con lo que aumenta la probabilidad de refuerzo de la conducta apropiada; y finalmente, la tristeza, consistente en una reacción frente a la pérdida de un bien, que nos lleva a aceptar su renuncia, a fin de limitarnos en nuestros apetitos y permitir nuestra readaptación a su ausencia.

Considérese, por ejemplo, para no limitarnos a la comparación del repertorio emocional en el mundo animal, la gama de reacciones emocionales que experimenta Ann, la protagonista de la película «Mi vida sin mí» de Isabel Coixet (2002), joven de 23 años, madre de dos hijas, con un marido desempleado, una madre que odia al mundo, un padre que lleva 10 años en la cárcel, y un trabajo como limpiadora nocturna en una universidad, que dan origen a un complejo proceso de duelo que inicia con el conocimiento del diagnóstico y pronóstico del cáncer detectado: la sorpresa, primero, cuando se entera de que solo le quedan dos meses de vida; la tristeza por la pérdida que se avecina; la alegría por compartir una relación amorosa libre; la rabia por no conseguir reconectar con sus padres; el miedo por el futuro que le espera a sus hijas y a su marido, que le lleva a buscar una sustituta en la persona de su vecina para que ocupe su puesto, como madre y como esposa.

En la vida las emociones acompañan a todas nuestras experiencias y, por ello, en la medida en que el relato de la vida forma parte de la terapia, estas van a aparecer siempre. Con frecuencia, la dificultad para su expresión directa en la vida cotidiana tiene como alternativa la manifestación como síntoma.

María Luisa es una mujer de 50 años, casada y con dos hijos de 20 y 25 años. Aparece en consulta tras ser diagnosticada de fibromialgia. Su demanda tiene que ver con entender y controlar su dolor. Al comenzar a hablar, relata su estrecha relación con su familia de origen, su necesidad continua de aprobación por parte del padre y el deseo de captar la atención por parte de su madre. Al cabo de un rato comenta:

No sé si me duele más el dolor físico o el dolor de no saber si me querrían si no fuera tan obediente y perfecta. Mi dolor me dice que ya no puedo más, que ya no quiero ser obediente ni perfecta, que solo quiero ser yo.

No identificar las emociones; mantenerlas ocultas a uno mismo e ignoradas por los demás; no facilitar su curso natural y su resolución inmediata puede degenerar en trastornos psíquicos y psicosomáticos cronificados. Las emociones, por su naturaleza, son de breve duración: la gacela no puede estar huyendo siempre, ni el león persiguiéndola eternamente. En cuanto se reinstaura la homeostasis ambiental el estado emocional declina, dando lugar al apaciguamiento y tranquilidad habituales.

Las emociones tienen un papel destacado en cualquier proceso de transformación psicoterapéutico, dice María José Pubill (2010) «ya sea de forma explícita porque se trabaje con ellas como objetivo y objeto de intervención en la psicoterapia, ya sea de forma implícita porque trabajando otros aspectos se las active, y su aparición en escena conduzca a la plasmación de un salto cualitativo en el funcionamiento del cliente».

Para ello es necesario que el paciente sea capaz de detectar o sentir las propias emociones, de identificarlas, es decir: de reconocerlas de forma apropiada, valorarlas en su función informativa y adaptativa, poderlas expresar y compartir y utilizarlas de forma resolutiva. Las emociones están pensadas evolutivamente para resolver la adaptación a las situaciones cambiantes del entorno. Por ello, cuando no lo consiguen o se prolongan en el tiempo, dan lugar a respuestas inadaptadas o patológicas.

El bloqueo emocional suele sustentarse en una serie de tramas defensivas, como la racionalización, la incomprensión de la propia conducta, la ansiedad por un exceso de control emocional, las huidas hacia delante, la proyección de las propias emociones en los demás, la repetición de situaciones no resueltas, la disociación… En consecuencia, el primer paso para el trabajo con las emociones será detectarlas, es decir, ser capaz de «sentirlas» e «identificarlas», poderlas reconocer y nombrar. El segundo será poder expresarlas. El tercero dejarlas cursar. El cuarto comprenderlas. El quinto convertirlas en motor para el cambio.

3.1. Primer paso: contextualizarlas para identificarlas

Muchas personas inhiben sus emociones hasta el punto de percibirlas solo como sensaciones, corpóreas y hasta extracorpóreas. Tal es el caso de Argentina, paciente a la que hemos aludido más arriba en este mismo capítulo, que sufre de una fuerte ansiedad con manifestaciones sintomáticas muy intensas.

ARGENTINA: He tenido una semana muy chunga. Yo estaba muy obsesiva con la muerte, cada segundo. Unas sensaciones aquí… (se señala el pecho). Lo pasé mal ¡eh! Está todo aquí, aquí (se toca la cabeza con las dos manos). No sé qué hacer para que se me vaya. Ahora mismo no puedo, me ahogo, no se qué me pasa… Esto está muy mal, de esto no se sale. Siempre lo he dicho, que al final a mi me va a dar algo… (llora). Estoy muy mal, ahora sí que me quiero morir. Yo no soy nadie, ni soy persona, solo vengo aquí, me siento y ya está.

TERAPEUTA: Si te diera igual, no te angustiaría morirte.

A.: Sí que me importa. No me quiero morir. Lo digo porque me encuentro mal. Pero, ¿cómo luchar con eso que tienes y no se va? Tengo un bicho aquí que…

T.: Ese bicho es el que te va matar… Ese bicho que tienes aquí es ansiedad. ¿De dónde viene la ansiedad?

La primera condición es cambiar una sensación física, por una respuesta emocional. El bicho que tiene Argentina en su pecho, no es un bicho, es ansiedad.

A.: La ansiedad me vendrá por el pensamiento que tengo…

T.: Y ¿cuál es el pensamiento?

A.: De que me voy a morir ahora.

T.: Y ¿por qué te vas a morir ahora?

A.: No me quiero morir. Es muy raro. Lo que pasa es que…

T.: ¿No vives lo feliz que te gustaría? Pero, ¿cómo es tu vida?

A.: ¿Mi vida? Monótona, estoy en casa y voy haciendo; me siento triste y muy sola; mi casa es tristeza, muy austera, las puertas…

T.: ¿Qué más hay?

A.: Cuando voy al lavabo, a la cocina, hay una cosa que no sé, muy cerrada.

T.: Vamos a la cocina. Entramos en la cocina. ¿Cómo es tu cocina?

A.: Hay una puerta y una ventana por la que se ve un muro desde no se ve nada. Allí, es que necesito salir de allí.

T.: Por la ventana hay solamente un muro, desde el que no se ve nada. ¿Qué más pasa? ¿Tú quieres estar en la cocina?

A.: No me apetece, porque estoy mal…

T.: De acuerdo. Ahora, si puede ser, no me digas «estoy mal» durante un rato, ni que tengo ansiedad, ni que te coge una cosa ahí. Intenta contestar sin hacer referencia a eso. ¿Cuando estás en la cocina, dónde quisieras estar?

A.: No sé. En la calle, por ejemplo.

T.: En la calle, por ejemplo. No quisieras estar en la cocina. Preferirías estar en la calle. ¿Por qué en la cocina? ¿Qué pasa? ¿Qué haces? Mientras cocinas, ¿qué pensamientos tienes?

A.: Lo que pasa es que me pongo muy nerviosa y no me apetece. Voy rápida, a salir rápido. Antes me gustaba. Me ha gustado siempre; si hubiera estado bien me hubiera esmerado en hacer cosas, me gustaría cocinar.

Esta ansiedad está relacionada con las emociones no expresadas.

T.: Te gustaba. ¿Cuándo dejó de gustarte?

A.: Cuando me puse mala. Hará 19 años, en agosto. Bueno, a ver, yo siempre echo la culpa a mi marido. Mi marido se quedó en el paro y empezó un cursillo de Telefónica. Vivíamos en Madrid y tuvimos que trasladarnos a Bilbao, a casa de mi cuñado, con mis tres hijos pequeños, pero yo no quería ir allí. Yo quería un piso de alquiler o algo para estar más a gusto, pero no fue posible Yo estaba allí y sufría mucho. Mi cuñada me hizo mucho daño, pero nos quedamos en su casa. Una vez, estaba en la terraza viendo la calle, y el suelo se me venía encima. Pero también mi padre se murió de cáncer por aquel entonces. A veces me he preguntado si lo que tengo es miedo a eso…

T.: Habías relacionado alguna vez todo eso con lo que te pasa…

A.: Yo lo pasé muy mal con mi cuñada. Se metía mucho con mis hijos; uno de ellos se hacía pipí en la cama. Y luego se ponía que si el colchón, que si eso. Y yo nunca le decía nada a mi marido.

T.: Allí empezaste a sentirte mal, porque estabas en una casa que no era la tuya. Lo pasaste muy mal en cuanto a la situación, a tus hijos, pero te callaste. Allí empezaste a sentir esa especie de angustia, de ansiedad.

A.: Yo tenía que poner la lavadora cada día porque tenía tres críos. No usaba los pañales que hay ahora.

Toda fobia está asociada a una sensación de restricción de la libertad.

T.: Te sentiste restringida en tu libertad por esta situación, aprisionada en casa de tu cuñada, que maltrataba a tus hijos, les pegaba, y tú callando…

A.: No lo sacaba, no podía, no era capaz de decírselo a mi marido.

T.: Tú pensabas que lo que tenías que hacer era guardártelo, que lo que tenías que hacer era tragar. Este es el problema. Hay situaciones parecidas en las que uno está en conflicto, no puede hablar con nadie, se lo va tragando, y va aumentando la sensación de ahogo. Llega un momento en que uno ya no se acuerda de lo que quiere decir; está mal, es una especie de autosugestión por la que se siente aún peor. Si uno está reprimiéndose 19 años el llanto ya no sabe por qué llora ni qué le pasó. Las cosas que pasan pueden ser desagradables, agradables, bonitas o feas, pero al menos uno sabe lo que son. Aquel hecho ya no existe, ya no estás en Bilbao, ya no estás con tu cuñada, pero estás repitiendo lo mismo, siguiendo una pauta de comportamiento que es tragarte las cosas, no expresarlas, no identificarlas, simplemente sentir, no identificar.

A.: Como te digo, cuando mi marido me pregunta le digo que mi vida va bien, pero todavía no soy capaz… aún me atraganto y…

T.: Tienes que identificar todas las veces que te tragas algo. Eso, ¿cómo lo quito? Tienes que sacarlo.

A.: ¿Y cómo lo saco, si me siento mal?

T.: Vamos a ver, todos estos tratamientos médicos no harían falta si nosotros evitáramos tragar en su momento. Es como una indigestión. ¿Por qué nos da la indigestión? Cuando tú puedes explicar lo que te pasa, te liberas.

A.: A mí lo que me pasa es que me viene a la cabeza mi madre, mi suegra, mi cuñada… esa sensación de muerte… me da miedo morirme.

T.: ¿Sabes por qué te viene la idea de la muerte? Porque cuando en una sensación de peligro no reaccionas, entonces la opción que tienes es morirte. Lo que no puedes hacer es vivir bajo la amenaza constante, ni tú, ni yo ni nadie. Cuando hay una amenaza, uno tiene que reaccionar. Primero para dar señales de que está allí, pero luego, a pesar de pararse y de dar señales si el tigre, el fuego o lo que sea avanza, lo que tiene que hacer es echar a correr, y si se puede, hay que atacar. La primera reacción es pararse, la segunda es huir y la tercera es atacar, si se puede. Si uno se queda parado y no huye ni ataca entonces el tigre, el león o quien sea llega y se lo come. No hay que dejarse acorralar.

A.: Han podido todos conmigo. Digo, bueno, yo tampoco lo sabía, yo me callaba y ya está; no hacía nada por pena. Si digo algo también me duele. Y me pregunto: ¿por qué no he salido de donde estaba? ¿Por qué me he callado?

T.: Aquello que te debilita está en la forma de reaccionar; uno teme hacer una cosa mal, crear un conflicto, entablar una batalla.

A.: Eso, la batalla, lo que temo es la batalla, no decía nada para evitarla.

T.: Normalmente no aceptas el conflicto.

A.: No, no lo he aceptado nunca. El jaleo no lo he aceptado nunca.

3.2. Expresarlas para dejarlas cursar

Una de las experiencias donde más se ponen en evidencia las emociones es la del duelo. Tradicionalmente se distinguen varias fases, caracterizadas por sucesivos estados emocionales intensos que oscilan y alternan entre la negación, la rabia, la tristeza y la aceptación. Hemos tenido ocasión de analizarlo en el caso de Raquel a propósito de su proceso de duelo (Villegas, 2011, pp. 285-291). La expresión directa de las emociones o sentimientos no siempre es bien comprendida por quienes acompañan al duelo.

Helga es una paciente que ha sufrido recientemente una doble pérdida en poco tiempo; primero un bebé, nacido muerto, y al cabo de unos meses, el marido, de forma repentina, con la duda de si en el servicio de urgencias pudo haberse producido alguna negligencia. Se presenta a una sesión acompañada de sus padres, los cuales manifiestan su incomodidad con la expresividad emocional de su hija, de 32 años, la cual expresa de forma dramática e intensa su desesperación. La madre se plantea cómo puede aliviar el dolor de su hija y el padre qué puede hacer para que no se quede estancada ante el dolor y empiece a mirar hacia delante.

La sesión transcurre entre sollozos incontenibles de la hija y manifestaciones de impotencia de los padres. Poco a poco se consigue introducir la visión secuencial del duelo que los padres conocen porque han leído los libros de Kubler Ross, aunque, como reconocen, no tienen experiencia, pues nunca antes habían pasado por un duelo significativo en su familia. Eso permite, por una parte, «normalizar» los sentimientos de Helga, que no ve futuro, que todo lo ve negro, que todavía se halla en la fase de negación, que siente que su vida no tiene sentido sin su pareja, que falleció hace 64 días, y su niño, nacido muerto, y que lleva en el bolso un álbum de fotos del marido, que el padre considera que debería tirar.

Es cierto que Helga se expresa de forma muy impactante y dramática en los momentos en que conecta con su dolor –su expresión facial recuerda a la de una máscara trágica griega–, pero también lo es que se recompone con facilidad y que en su vida cotidiana lleva a cabo todas las tareas a las que debe hacer frente. No está depresiva, sino inmensamente desconcertada, triste y rabiosa y necesita expresar estos sentimientos con plena libertad en el ambiente acogedor de la casa familiar adonde ha regresado tras la muerte del marido. La madre debe aprender a diferenciar su propia pena, como madre que quisiera apropiarse del dolor de la hija para quitárselo, permitiendo que ella sienta el suyo propio; el padre debe aprender a tolerar la intensidad y el tempo del dolor de la hija sin presionar ni inquietarse por la lentitud del proceso. En ese clima de aceptación, comprensión, tolerancia y respeto que se va instaurando en la sesión, Helga puede dirigirse a sus padres y decirles:

Yo solo espero que me acompañéis en el duelo, que me dejéis expresar de forma directa e inmediata mis sentimientos en el momento que afloran, porque entiendo que es la forma más sana y auténtica de atravesar este valle de lágrimas. Tú mamá, no pretendas cargar con mi dolor; mi dolor es mío y el tuyo es tuyo. Comprendo que te sientas mal al verme mal, pero entiende que es un proceso por el que tengo que pasar: lo veo todo negro, no veo futuro, me gustaría estar con él allí donde esté, pero me hago cargo de mí misma y no me voy a hundir. Tú, papa, no quieras forzar las cosas, llegaré adonde tenga que llegar, pero a mi ritmo. No sé si volveré a casarme o preferiré continuar viuda toda mi vida. En este momento esto no tiene importancia. La vida está llena de sorpresas. Ahora solo quiero vivir mi duelo, tal como me sale del alma.

3.3. Comprender para cambiar o resolver

En el siguiente diálogo, y a petición de la paciente, se intenta identificar una emoción que se confunde con otras para llegar a comprender las motivaciones de fondo y poder tomar una decisión congruente con ella:

ANABEL: Creo que confundo la impotencia, la frustración y la rabia conmigo misma. Te pongo un ejemplo de la vida cotidiana, pero que a mí me preocupa. Voy al gimnasio, a una de las clases de aerobic. Tengo dificultad para memorizar y coordinar los movimientos. Hay otra clase que se repite cada semana. En esta aprendo la sintonía, bailo y todo es perfecto. Pero en aerobic cada semana la van cambiando. Hacen un trocito, van añadiendo y yo me pierdo. ¿Qué pasa? Que me frustro porque no lo aprendo, y como me marqué un mes para aprender, y no lo conseguí, abandoné. Entonces pensé: «No puede ser, Anabel, has de volver a intentarlo.» Pero a los 10 minutos me pierdo de nuevo. Y si el profesor me mira, entonces me siento aún más invalidada. Y ahí estoy. Me siento frustrada, impotente y rabiosa conmigo misma porque no lo consigo. Y ahora estoy en la duda otra vez. ¿Vuelvo a intentarlo? ¡Me voy a frustrar más! O dejo ahí el reto in aeternum.

TERAPEUTA: O sea, que tú lo que haces es tomar la estrategia evitativa. Huyes. ¿Por qué? ¿Qué pasa si no vuelves?

A.: Pues no pasa nada. Lo que ocurre es que necesito y quiero aprenderlo. Mi reto está en que yo quiero llegar a conseguir la coordinación esta.

T.: ¿Por qué quieres llegar a conseguir esta coordinación?

A.: Porque me lo pasaría muy bien en clase y creo que me ayudaría en otras áreas de mi vida; a mi mente también, a poner orden.

T.: Por que si no consigues eso, ¿qué significa?

A.: No, no significará nada. Ya me he sentido frustrada.

T.: Entonces, estás diciendo que te sientes frustrada. Y por eso muchas veces lo vuelves a intentar. ¿Para qué lo vuelves a intentar?

A.: Para conseguirlo.

T.: ¿Y si lo consiguieras, qué pasaría?

A.: Sería una satisfacción mía.

T.: Sería una satisfacción. ¿La satisfacción neutralizaría la frustración? Por tanto, la frustración es algo que por una parte te hace evitar la situación pero que, por otra, te genera el reto de querer superarla. Tú estás haciendo un movimiento oscilatorio; pasas de una emoción a otra. Cuando estás frustrada, te sientes ¿cómo?

A.: Ahora diré que rabiosa, porque yo lo identificaba solo con tristeza. Al salir de la clase me iba a la ducha y me ponía a llorar debajo del agua. «No puede ser que no lo consigas… ¡Es igual! No es para ti… Cada uno tiene unas habilidades y ya está… Me voy tranquila».

T.: O sea, de la frustración pasas ¿a qué?

A.: A la aceptación.

T.: Pero antes, ¿cuál es el paso?

A.: Tristeza y rabia, me imagino, e impotencia.

T.: Primero hay rabia. Luego impotencia. Luego tristeza. Y luego aceptación. Pero ¿aceptación pasajera?

A.: Sí, porque al cabo de tres semanas, cuando me dicen «¿No vienes a aerobic?», les digo: «No». Y luego me dicen: «Anabel: has de venir, que lo vas a conseguir».

T.: ¿Y si no te lo dijera nadie?

A.: Me quedaría el gusanillo, porque lo necesito y quiero aprender.

T.: Entonces ese gusanillo quiere decir que de alguna manera te impide aceptar la impotencia. La frustración se ha convertido en impotencia.

A.: Impotencia y fracaso.

T.: Fracaso, sí. Y el fracaso en tristeza. Y la tristeza en aceptación. Entonces no acabas aceptándolo porque aceptar una impotencia, frustración o fracaso ¿qué significa?

A.: Pues una rabia conmigo misma por no haberlo conseguido.

T.: Significa que matas el gusanillo, que te rindes. Y si te rindes ¿Qué significa?

A.: Que lo acepto. Que lloro, la tristeza.

T.: Te has conformado: «no es para mí». Pero luego viene el gusanillo, que dice: «venga, Anabel; tienes que probarlo». Si no hubiera nadie que te lo dijera, ¿crees que ese gusanillo seguiría comiendo?

A.: A lo mejor no. Tras tres intentos no comería, lo dejaría.

T.: Y si no comiera, ¿qué le pasaría al gusanillo?

A.: Se moriría.

T.: Y si se muere el gusanillo, ¿le harías un entierro?, ¿le llevarías flores?

A.: ¡Ah no! Cada uno tiene unas habilidades y yo tengo otras. Para mí esto no es una habilidad. ¡Para mí esto es un reto!

La exploración llevada a cabo hasta el momento nos lleva de las emociones a la motivación de base: el reto. Las emociones tienen un carácter transitorio y son reactivas a los acontecimientos. Las motivaciones, en cambio, suelen ser más permanentes y por eso mantienen el ciclo frustración-empeño, que dan lugar a la frustración, a la tristeza, a la rabia y a la impotencia. La aceptación implicaría abandonar el reto.

T.: Matar el gusanillo significa matar el reto. ¿Y eso qué significa?

A.: Dejar algo que yo quiero conseguir. Es que aparte sé que lo voy a poder conseguir, si me lo propongo, o así lo creo, porque yo nunca he bailado, y a mí siempre me ha gustado, pero se reían de mí cuando intentaba aprender.

T.: ¿Y qué dice esto de ti? [Inicia escalamiento]

A.: Pues que no puedo.

T.: Que no puedo, ¿qué dice de mí?

A.: Que tienes que aceptarlo, que tienes que dejarlo.

T.: Aceptarlo, será la conclusión. ¿Qué tengo que aceptar?

A.: Que no puedo.

T.: Y que no puedo, ¿qué significa de mí?

A.: Que soy incapaz.

T.: Y que soy incapaz, ¿qué te hace sentir?

A.: Frustración.

T.: Y esta frustración, ¿qué te produce?

A.: Tristeza.

T.: De la frustración, ¿cómo es que pasas a la tristeza? ¿Cuál es el puente?

A.: No sé, ahí me pierdo.

T.: ¿Cómo me siento, si me siento incapaz? ¿Está en juego algo de mí? ¿Dice algo de mi valía?

A.: Hombre, claro… si no soy capaz. Pero es una balanza. Si acepto que todos tenemos una habilidades para unas cosas y para otras no, ahí lo dejo.

T.: Si lo acepto realmente.

A.: Si lo acepto realmente, pero si me pongo en el reto ese de decir «lo tengo que conseguir».

T.: Pero, ¿por qué el reto?

A.: Porque me gustaría conseguirlo.

T.: ¿Me gustaría conseguirlo significa que no acepto que no soy capaz? Porque aceptar que no soy capaz, quiere decir que no valgo. Que no valgo es una humillación. Una humillación me lleva a la tristeza. Hay una especie de tristeza y miedo social. La persona que reta de alguna manera apela al orgullo.

A.: Acepto el reto si veo posibilidades.

T.: Pues puedes aceptar el reto como algo positivo y hacerlo de una manera más asequible: «Yo ya sé que esto para mí es un reto, que no es algo que me salga de forma natural. Entonces, ¿qué puedo hacer? Puedo dividir la tarea en partes, de manera que cada una de las partes resulte una rutina, y juntándolas, salga la secuencia, y cuando tengo la secuencia voy añadiendo. Si a pesar de eso veo que no llego, pues hay un punto en el que decido si lo dejo o si no lo dejo».

A.: Me doy cuenta de que tengo la creencia de la «incapacidad» y de la «no valía» muy incorporada. Necesito trabajar esta creencia para empezar a sentirme capaz y válida. Aceptar las incapacidades que tengo, pero quitándome el cartel que llevo puesto. Ha habido una resistencia a llegar a esta conclusión porque aceptar que «no soy capaz» es dejar de confiar en mí. Es reafirmar la creencia. Puedo ser incapaz en algo, pero capaz en otras muchas cosas. No me tengo que angustiar por el hecho de no alcanzar retos imposibles.

En realidad, cuando nos amargamos la vida es porque no llegamos a contactar exactamente con lo que necesitamos o somos. A veces buscamos algo que no tiene nada que ver con nuestra identidad; lo hacemos solo porque los demás nos han puesto un reto.

3.4. Convertirlas en motor para el cambio

El siguiente diálogo entre varias pacientes del grupo y el terapeuta ofrece la oportunidad de ver cómo las emociones convenientemente sentidas, identificadas en su contexto, reconocidas y expresadas, pueden convertirse en motor del cambio. Las diferencias en el momento evolutivo en que cada una de ellas es capaz de construirlas, a partir de una experiencia común, aportan una visión dialéctica entre las pacientes del grupo:

CECI: Ay bueno, pues, llevo un par de semanas así que me dan unas crisis de ansiedad muy seguidas y todas las mañanas me mareo y el corazón se me pone a cien. Me hice un electro y ahora he ido al médico; le he dicho lo que me pasaba y me ha contestado: «dile a la Dra. que no tienes nada». Me ha tomado las pulsaciones y ya está. O sea, que el corazón va solo, disparado, y puede que la medicación ya no me haga nada; me ha dicho que tengo una crisis de ansiedad descontrolada y permanente. No puedo estar todo el día así. Estaba en casa y no sabía si me iba a desmayar o si me iba a dar una lipotimia… me mareo. Lo que sí recuerdo es el momento en el que me dio el último ataque de pánico: estaba en el sofá, doblando la ropa.

T.: Muy bien, vamos a ese momento (técnica de la moviola). Estabas en el sofá, doblando la ropa. ¿Sentada, de pie, cómo?

C.: Sentada, viendo la tele. El corazón se me dispara, el estómago me hace cosas raras y automáticamente empieza el frío, mucho frío… entonces tengo que taparme; me tiemblan las piernas y la mandíbula, y eso que me había tomado el Trankimazin media hora antes.

T.: Media hora antes… ¿Era por la mañana, por la tarde, por la noche?

C.: Por la noche.

RAQUEL: Lo que voy a decir, no sé si puede venir al caso o no, pero me pasó a mí hace años: a lo mejor podía estar concentrada viendo una película y de repente me daban palpitaciones, pero enseguida me di cuenta de que siempre eran por la noche, cuando yo pensaba «ahora me tengo que ir a la cama» «y tengo que ir con mi marido». Me daba esa tontería, pero me pasaba. Era esa época en la que de sexo nada; era una fobia, me costó mucho reconocerlo; yo decía «¿Por qué a esta hora? ¿Por qué por la noche? ¿Por qué en la cama?»

C.: Sí, sí… a mí me pasa todas las noches.

R.: Me di cuenta de que me metía mucha presión pensar que tenía que cumplir con mi marido, aunque no tenía ganas, porque no me encontraba bien… y no sé si tiene algo que ver, tal vez ella, hay algo, que cuando desconecta… Y al principio me sentía muy mal porque pensaba «no quiero a mi marido» pero no era eso, es que yo interiormente estaba mal y entonces no me apetecía el sexo ni nada.

C.: Bueno, eso me pasa a mí… desde hace tiempo me da miedo, porque no puedo cumplir; si me encuentro mal no puedo hacer nada.

R.: Llega a convertirse en una fobia, cuando quieres complacer a la otra persona y no estás al cien por cien, a lo mejor llegas a tener miedo a la otra persona, y no es que vayas a pensar «me va a violar ni nada», sino que piensas: «¿Cómo le digo ahora que no?

C.: Le tienes miedo a sus reacciones, a que se enfade, a que se moleste.

ANA: Sí, eso a mí también me pasa. A mí no me da miedo la reacción de él, sino de mi vida, de vivir y de hacer vivir de esa manera, incluso he llegado a decirle a mi marido que si tiene alguna necesidad, que la busque fuera, que lo acepto.

T.: ¿Necesidad sexual te refieres? Hablemos claro, que somos mayores de edad.

A.: Sí, porque una persona puede estar enferma, pero no arrastrar a los demás.

R.: ¿Puedo hacerte una pregunta, Ceci? Veo que hablas muy bien de las enfermedades. Igual que destripas ese dolor de cabeza, ¿por qué no te preguntas qué te está pasando para que te duela la cabeza? ¿Qué me ha dicho este? ¿Qué he hecho yo? ¿Qué me ha hecho el otro para que me duela?

C.: Es que yo no creo, en absoluto, que un sentimiento haga que te duela la cabeza; solo creo que sea algo físico, un tumor, un fallo en la válvula, algún tipo de alergia…

R.: Yo te puedo decir, porque lo he vivido, qué es una enfermedad psicosomática, y es muy malo, porque es obsesivo. Iba al hospital a cada momento, me pasaron tubos por todas partes y me hicieron de todo hasta que dije: «basta, porque no tengo nada» y fue eso, ir destripando poco a poco, aunque me costó. Pienso que cuesta creerlo, porque estás reprimiendo sentimientos. Poner palabras a lo que sientes, como por ejemplo, ¿por qué tiemblo? Oye, pues a lo mejor en ese momento, porque mi marido se acercaba a mí y era de noche, yo relacionaba sexo con temor. Me costó mucho tiempo reconocerlo.

C.: A la vez, también pienso: «si no paro porque estoy todo el día analizándome, con razón estoy así, no me extraña». De verdad, que llevo un año entero mareada. También pienso «bueno, si tuviera algo ya me habría muerto»…se tiene que detectar, eso también me ayuda a creer que puede ser psicológico. Bueno, llevo dos semanas esperando caerme, desmayarme, que me de una lipotimia, y todavía no me ha dado, Pienso: «bueno, pues no te dará, o sí, no lo sé».

R.: Mira, la primera vez que somaticé me costaba reconocer que mis padres no eran tan buenos como yo creía. Y eso me dolía en el alma. Iba a terapia y decía que no, que no quería reconocerlo. Cuando por fin lo hice me fue muy bien, aunque hasta ese momento lo pasé muy mal; hasta quise cortarme las venas; quería morirme. Para mí era tan fuerte reconocerlo que prefería morirme antes que sentirlo. Pero luego aprendí a vivir con ello. Y ahora cuando empecé a estar mal, he reconocido que era mi vida lo que no me gustaba, porque a mí no me parecía que eso era lo que yo quería. Además, la relación con mi marido también cambió mucho, porque yo le tenía asco, no quería sexo, para mí era una enfermedad, me bloqueaba, lo pasaba muy mal. Si pensaba «es que si mi marido en esto no me gusta es que no le quiero», lo echaba a un lado. O decir: «lo que no me gusta es cómo es en esto, le falta lo otro». O sea, poder quejarme, tenía derecho a quejarme, poder decir «oye, los problemas están aquí… mi casa no me gusta por esto y por aquello», poder reconocerlo, ponerlo de frente, mirarlo y luego intentar trabajar. Por ejemplo, yo descubrí que no era el sexo lo que me cortaba, porque ahora voy como una moto, lo tengo acosado sexualmente. Jamás habría pensado eso de mí. Tengo apetito sexual siempre, pero ¿por qué? Porque estoy luchando por decirle a él lo que me gusta o no me gusta. Estoy mejor en mi casa, porque hasta ahora no la sentía como tal. Ahora estoy cambiando detalles, quiero pintarla. Es poner de frente lo que no me gusta, por duro que sea, pero al menos poder luchar contra algo, porque si no, siempre estarás enferma. Yo lucharé… Ya no soy la mamá ni la esposa de antes, en mi casa soy Raquel. Y si quiero ir a natación, me voy. Y si me dicen «es que nunca estás en casa» «¡Ah! ¿Y tú, estás?» Llevo mi vida como quiero, con casi cuarenta años; lo que me gusta, lo hago, lo que no me gusta, no lo hago. Y cuando tenga que decirle que no, se lo diré; ya no quiero complacer a todo el mundo, porque mi vida ha sido complacer y quien no se ha complacido he sido yo.

T.: ¿Te dice algo eso, Ceci?

C.: A ver… yo creo que estoy a gusto con mi vida. Pienso, por ejemplo, que ahora no quiero hacer el amor con mi marido y me da asco, pero es porque me encuentro mal. Si estuviera bien físicamente, y me diera asco y no tuviera ganas, entonces pensaría que sí pasa algo. Pero es que tengo comprobado que cuando estoy bien físicamente, soy feliz.

R.: Pero Ceci, hay una cosa que yo también decía: no tengo ganas de hacer el amor, porque estoy mal. No, perdona, estaba equivocada, no me gustaba la relación que tenía con mi marido, porque no me gustaba que siempre fuera a la noche, los viernes, sábado y domingo. Había que fichar. Parece duro, pero es como yo lo veía. Luego, cuando no tenía ganas decía: «Bueno, va, me voy a esforzar». Error, craso error, porque eso me hace sentir peor. Eso lo veo ahora, ¿eh?, pero no lo veía antes. Entonces, para convencerme decía: «bueno, es que estoy mal». Eso era peor, porque me hacía coger asco. Si no tenía apetito lo mejor es decir: «no tengo ganas». Entonces, qué pasa, pues que ahora lo hago como quiero que sea. Si estoy bien durante el día, es normal que por la noche quiera estar bien con él, pero si durante el día, ni me besa, ni me dice qué guapa estás, ni me mira, ni nada, ahora toca ir a la cama y lo demás… pues no. No soy una máquina, soy una persona que tiene sentimientos. Él es más mecánico, porque es un hombre, pero yo le tengo que enseñar.

4. El cambio en la terapia del desarrollo moral: una aplicación didáctica

Todo el proceso terapéutico está orientado a conseguir cambios en la regulación moral, a fin de que la autonomía pueda llegar a ejercer su función de auriga, como tendremos ocasión de ver en los próximos capítulos. El caso que vamos a desarrollar a continuación, titulado «Emily o el glamour», al que nos hemos referido ya en el capítulo segundo de este mismo volumen, representa la síntesis de todo un proceso terapéutico orientado al desarrollo de la autonomía. En él se pueden apreciar aspectos relativos tanto al procedimiento como al proceso de una terapia basada en el modelo del desarrollo moral. De ahí su carácter didáctico que, a la vez, trasciende la inmediatez del caso al convertirse en una «lección aplicada» sobre la teoría más que sobre la práctica. No constituye, pues, una pauta literal del procedimiento a seguir, punto por punto, como hemos tenido ocasión de hacer a lo largo de este libro, sino una aplicación del modelo del desarrollo moral desde una perspectiva teórica, con finalidades didácticas. Se podría entender como una sesión de supervisión dirigida al paciente más que al terapeuta. Los textos en cursiva son transcripciones literales, los textos en redonda pertenecen a un diálogo imaginario, aunque parten de transcripciones de expresiones reales.

Emily o el glamour (2)

Emily, hija única, mujer de 42 años, separada y madre de dos hijas, vive en una pequeña ciudad de provincia, capital de comarca. Su historia de vida la hemos contado cumplidamente en el capítulo dos de este mismo volumen. En la actualidad está formando una nueva pareja. Se presenta en terapia con la siguiente demanda:

Vengo porque no puedo continuar así, tengo que hacer un cambio en mi vida. Acabo de abrir un centro de estética, un SPA y no me veo centrada para dirigirlo. Estoy dispersa, me falta decisión y creo que no saldré adelante; tengo mucha presión alrededor y poco a poco me voy cerrando. Durante muchos años trabajé de enfermera y, en el peor momento de la crisis económica, decido abrir un negocio. Creo que me he precipitado. Decidí dejar enfermería porque quería trabajar en algo más glamouroso, relacionarme con gente de dinero, de buena apariencia… Por eso, mientras trabajaba de enfermera decidí estudiar para ser esteticista.

En las primeras sesiones se van especificando sus objetivos terapéuticos del siguiente modo:

Gráfica 13

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Si intentamos comprender la historia de Emily y su forma de relacionarse con ella misma y con los demás en términos de regulación moral, podríamos trazar un mapa en el que se harían patentes las irregularidades del terreno sobre el que transcurre su vida y las disfunciones y sobresaltos que se derivan de ello. Este mapa lo podemos representar de forma abstracta o geométrica, en forma de círculos de distinto tamaño (gráfica 13), entendiendo que estas diferencias responden a alzas o desniveles en el terreno que causan zozobras constantes en el ánimo. El mapa esquemático se representa en dos columnas, la primera de las cuales hace referencia a un proceso evolutivo y estructural donde cada secuencia se integra en la siguiente con un peso similar en el conjunto, dando lugar a la posibilidad de una regulación autónoma. La segunda columna intenta expresar las desigualdades en el proceso evolutivo de Emily, donde las bolitas grandes dentro de los círculos, que representan cada sistema de regulación, indican la predominancia de los déficits evolutivos (dependencia, impulsividad, narcisismo, miedo al juicio social, complacencia en las relaciones), que hacen difícil la consecución de la autonomía, representada por trazos entrecortados, para indicar su carácter todavía no consolidado o inexistente. Las bolitas pequeñas indican, en cambio, el estado embrionario en que cada sistema ejerce alguna función en el conjunto de su sistema de regulación moral:

4.1. La prenomía

Emily se regula desde una posición prenómica al delegar la cobertura de sus necesidades en sus padres –que se hacen cargo de cuidar de ella y de sus hijas, así como de avalar sus gastos e inversiones– o en sus parejas –que han asumir su cuidado, dando lugar a una dependencia funcional.

T.: Al principio tenemos unas necesidades básicas, como la alimentación o la higiene, cuya satisfacción depende de los demás, porque por sí mismo el bebé no puede hacerlo. Nuestro desarrollo empieza desde que nacemos y hasta que morimos: no termina nunca. En la vida hay etapas que son fundamentales, sobre todo en la infancia y en la adolescencia, para crear una entidad propia, que según cómo se desarrollen van a dar unos resultados u otros. El criterio con que valoramos ese desarrollo es el que tiene que ver con la autonomía. ¿Cómo se llega a la autonomía? Tú, por ejemplo, hablas de que te gustaría ser más independiente, y eso significa capacidad de autonomía, de pensar por ti, de sentir por ti, de querer por ti, de decidir por ti, de actuar por ti misma, lo cual no significa que no puedas compartir, ayudar y que te ayuden, pero teniendo tu entidad. ¿Cómo se forma la autonomía? Nace en un estado embrionario de prenomía, con dispositivos genéticos preestablecidos, que solo se van a desarrollar si son suficientemente estimulados y nutridos por los padres, las personas que lo toman bajo su cuidado, las que otorgan la satisfacción de sus necesidades. En cuanto el niño tiene la seguridad de que sus necesidades están cubiertas y eso le permite desarrollarse, empieza a andar, a hablar, a querer cosas. Cuando uno es adulto se supone que esas necesidades, que de pequeño tenían que ser satisfechas por los otros, es capaz de satisfacérselas por sí mismo. Tú me has explicado que la mayor parte del dinero que ganabas te lo gastabas en caprichos y no en necesidades. Entonces, esas necesidades, ¿quién las cubría?

E.: Mis padres.

T.: Y tú, ¿por qué has puesto un negocio?

E.: Para independizarme de ellos.

T.: O sea, para poder tener suficientes recursos por ti misma; eso significa que ahora te estás empezando a plantear cubrir tus necesidades con tus recursos, cosa que hasta ahora no habías hecho, por ejemplo con tus parejas. ¿Qué cubrían ellas según tú?

E.: Mi primer marido me dio amor, y aunque me decía todo lo que tenía que hacer, también me decía que lo hacía todo mal. El argentino me admiraba, me daba pasión y mimos, lo que no me daba mi marido. Y ahora, Fran, me da estabilidad y apoyo y me dice que no sea una niña; me conmina a poner los pies en el suelo.

T.: Quieres decir que hasta ahora hay muchas necesidades que te han cubierto los demás.

E.: Sí, por eso he venido a terapia, porque estoy harta de que los demás me digan lo que tengo que hacer. Quiero ser yo misma.

T.: Pues lo que has de conseguir es integrar esa parte de la prenomía en la autonomía.

E.: Pero entonces yo no tengo bien la prenomía; en el esquema está muy grande.

T.: Significa que has dejado, porque te ha ido bien o porque te ha resultado más cómodo, que los demás cuidaran de ti en muchos ámbitos y no te has hecho cargo de tus recursos para satisfacer tus necesidades y ahora este planteamiento que estás haciendo nos viene como anillo al dedo para ver cómo esa prenomía la puedes satisfacer por ti misma. Las bolas tienen que estar iguales porque todas tienen que tener el mismo peso. Una persona, para ser autónoma, debe ser capaz de satisfacer sus necesidades por sí misma y de poner límites a las cosas que tiene o no que hacer.

E.: Pero yo entonces estoy muy mal, porque tengo muchas bolitas grandes o pequeñas y debe de ser muy difícil que todas tengan el mismo peso. Si esto no se ha hecho en su momento, ¿cómo se hace?

T.: Esta es una buena pregunta. Muchas personas piensan que lo que no se ha hecho en su momento, luego no se puede hacer y precisamente tú estás dando muestras de que necesitas rehacerlo y lo intentas porque notas ese malestar.

E.: Me estás diciendo que tengo mucha más dependencia que otras personas, en el sentido de que me cubren mis necesidades, pero entonces, ¿por qué dependo más que otras personas de mis padres?

T.: Porque tus padres, por ejemplo, te han sobreprotegido mucho, y a ti te ha ido bien. Tú querías ir a un colegio de monjas porque era más «in». Tus padres te han dicho que con dinero se podía tener de todo. «Dinero hay, mis padres lo tienen y lo ponen, soy hija única, su hija protegida, y me va bien, como si la vida no me pusiera límites, porque la fuente de esas necesidades yo no la toco, ya está cubierta, como si viviera en un país que mana leche y miel».

E.: Pero yo no tengo la culpa de esto.

T.: No, pero sí la responsabilidad. Esto ha sucedido así porque las cosas han ido de este modo y tú te has acomodado. Tus padres han actuado de esta manera porque es la forma que ellos han entendido que así te querían más. Muchos padres compran el amor con dinero. Ahora prefieres que te hubieran dado amor, aunque en su momento te iba bien.

E.: Y ahora, ¿cómo cambio esta prenomía?

T.: En la medida en que te vas haciendo responsable de tus necesidades, ya estás cambiando esto, te estás convirtiendo en una parte integrante de tu autonomía, que ahora no tienes porque está dentro del programa que queremos desarrollar. Tienes todas las partes, pero están desequilibradas y desintegradas. Tal como están tus bolitas no se pueden integrar: necesitan evolucionar. Hay contradicciones entre ellas.

E.:¿Hay alguien que no tenga alguna de esas bolitas o estructuras de regulación?

T.: Sí; hay gente que cuando está desarrollando la anomía le llega la heteronomía y se la carga. O no la tienen, o es tan pequeñita que ni se ve o, incluso, hasta sale por su cuenta, de forma compulsiva, totalmente desintegrada del sistema. Hace poco tú comprabas bolsos y ropa de lujo compulsivamente. Y eso, ¿te llenaba? ¿Qué pretendías?

E.: Me gustaba porque me sentía muy válida, porque tenía cosas y como a mí me habían enseñado que cuanto más tenías más valías, pues me sentía súper válida.

T.: Pues eso era compulsivo. A falta de valor propio, necesitas ansiosamente cosas externas que te den valor añadido. Y esa conducta estaría dentro de la anomía grande.

E.: Entonces, si lo entiendo bien, me estás diciendo que tengo la prenomía grande porque yo no he sabido cubrir mis necesidades por mí misma, porque he tenido a mis padres que me lo cubrían todo, porque me han protegido y no he aprendido a hacerlo sola.

T.: Exacto. Pero no has necesitado eso porque fueras inválida, sino porque ellos sustituían tu proceso. Sus motivos tendrían para hacerlo, y seguramente con eso sentían que lo que no te daban en amor te lo daban en metálico, y eso ha hecho que tú no tomaras conciencia de la necesidad de valerte por ti misma. Pero se puede solucionar, porque de ti nace una búsqueda de salir de esa especie de desintegración. El primer paso que ya has hecho para salir de eso es venir a terapia, pero no por el hecho de venir, sino por el de venir con una demanda, con una inquietud, con algo que sí te es propio, que es una necesidad tuya. Estás en un momento de tu vida que necesitas plantearte quién eres y qué quieres, ser tú misma. Jane Fonda escribió sus memorias a los 65 años y decía que había tenido que esperar a llegar a esa edad para darse cuenta de que ella no había sido ella, que había vivido para los demás toda su vida.

E.: Es lo que me ha pasado a mí: no he vivido mi vida. Estoy harta de esto, tanto glamour no sirve para nada; te hace estar pendiente de qué dirán los demás de ti.

T.: Justamente… Por suerte no has llegado a los 65 años; tienes 42, una edad fantástica con la que puedes llegar a ser una persona auténtica, real. ¿Qué significa autónoma? ¿Que ya has llegado a la meta? No, es una lucha continua.

E.: ¿A qué edad se llega a la autonomía?

T.: Nunca se llega a la autonomía de una manera definitiva; es una tendencia que está siempre en movimiento. Una persona puede luchar por mantenerse en una posición autónoma, por no dejarse llevar por caprichos, por no dejarse llevar por complacer a los demás, por no depender de ellos, por valerse por sí misma. Pero si una persona tiene claro por qué quiere luchar, pues esa lucha le da ánimo y satisfacción. Los problemas siempre llamarán a tu puerta. Si el cartero siempre llama dos veces, imagínate la vida. La autonomía es como una pareja, en la que continuamente se tiene que estar reavivando el fuego. Cuando hicisteis la terapia de pareja os disteis cuenta de que, si no os conocíais ni trabajabais, vuestra relación no funcionaría. Con la autonomía pasa lo mismo: se tiene que ser constante para mantenerla.

4.2. Anomía

Desde el nivel de regulación anómico, en Emily predomina la impulsividad. Se deja llevar por sus deseos y no piensa en las consecuencias de sus actos. Abandona su trabajo en el hospital y se embarca en la inauguración de un SPA para el que no tiene ni el capital, ni los conocimientos necesarios. Igualmente, necesita buscar la admiración de los demás: la relación con el argentino hace de espejo a su narcisismo, representado junto a la impulsividad por el círculo grande. Busca que la vean brillar; por eso persigue el glamour en todo y cuando la gente le dice que hace algo mal, se siente amenazada. Sin embargo, hay un déficit anómico, representado por la bolita pequeña en el interior del círculo más grande, a la hora de plantearse qué espera de la vida, cuáles son sus deseos, qué quiere y qué no, o qué la motiva o deja de motivarla (no se escuchó cuando decidió hacerse dos fecundaciones). Tampoco se escuchó cuando se puso a estudiar diseño de interiores. No tiene una identidad definida porque nunca ha conectado con una parte anómica auténtica.

T.: Pues ahora te voy a seguir explicando el esquema de las bolitas o de la regulación moral. Cuando el niño ya tiene la seguridad de que sus necesidades están cubiertas y que lo continuarán estando por sus padres, pues aún no le ha llegado la madurez para cubrírselas por sí mismo, va poco a poco desarrollando un deseo de autonomía, empezando a hacer cosas por su cuenta, independiente de los padres: es una conquista gradual de la independencia. Y en la medida en que va desarrollando un sentido de su poder o de su capacidad, se convierte en un núcleo de deseos y va construyendo el centro de la voluntad. Hay cosas que quiere, cosas que no quiere, y ahí empieza una relación muy especial con los padres, pues pasan de dárselo todo y tolerárselo todo a ponerle límites. El niño empieza a cambiar esa regulación de necesidades por el deseo y así como la necesidad se satisface fácilmente, el deseo no tiene fin. En tu forma de funcionar, Emily, tus necesidades y deseos se mezclan. No parece que haya un conocimiento de lo que cuesta conseguir las cosas. Las necesidades se satisfacen, pero los deseos no, siempre van a más. Como cuentas con el apoyo económico de tus padres, compras y gastas sin ahorrar y no te pones límites a ti misma. Vives en un mundo, en el que el dinero todo lo puede. Tienes una parte de la anomía grande, que es el deseo, que no tiene límites, que te ha llevado a ser siempre el centro de atención, a ser la reina de la fiesta, a que te admire todo el mundo. Tú necesitas hacer grande la bola de la anomía para que los demás la vean, porque si los demás no la ven parece que no se enteran o que ni siquiera existe; tienes la necesidad de hacer un gran despliegue, como un pavo real.

E.: Pero yo eso no lo veo un problema.

T.: No lo ves un problema, pero no te da la felicidad. A esa bola grande de la anomía la llamamos narcisismo: ¿te suena de algo?

E.: Sí, pero me suena a algo malo. Los narcisistas son los que se creen los más guapos y los mejores, y yo soy muy insegura conmigo misma, por eso no creo que sea narcisista.

T.: Te voy a contar el mito de Narciso y Eco para que entiendas mejor cómo funcionas (se le cuenta el mito). Narciso no puede querer, solo ve en el otro el reflejo de sí mismo, no ve al otro como tal, sino como reflejo de lo que es él. Tú necesitas admiración para sentirte válida. ¿Qué te aporta que te admiren? ¿Qué ventajas tienes y adónde te lleva?

E.: Yo siempre he pensado que si me admiraban valía más. Pero por ejemplo, ahora Fran va a hacer una inauguración del hotel que abre y va a invitar a muchas personas, tal y como yo hice cuando abrí mi negocio. Él también busca la admiración, ¿no? Porque podría hacer algo más pequeño, y sin embargo lo va a hacer por todo lo grande y a él nadie le dice que se equivoca.

T.: Pero hay una diferencia, Fran no busca la admiración de esa gente, sino lo mejor para el negocio, que cuanta más gente haya mejor irá el boca a boca. Además, antes de montar el hotel, él ha estado mucho tiempo trabajando en el proyecto y viendo si podría ser rentable o no. No lo ha montado para ser el jefe y ya está, como fue tu caso. El lo ha meditado y ha visto los pros y los contras, haciéndose cargo de las consecuencias porque está montándolo con su dinero, no con el de sus padres. El está teniendo en cuenta su anomía y su heteronomía.

E.: ¿Y como lo hago yo para integrar mi anomía? Lo único que he hecho sin hacer caso a lo que decían mis padres es comprarme un Mini, que era mi ilusión, y salir con el argentino. ¿No me estaba regulando por la anomía? Porque eso es lo que yo quería.

T.: Cuando te compraste el Mini, o montaste el negocio, era un deseo que iba más allá de tus posibilidades. Tus padres te dejaron el dinero sin tener en cuenta los límites de la realidad (ese Mini estaba contaminado de narcisismo porque formaba parte de ese glamour), entonces te estabas moviendo por esa anomía grande. Y el argentino te admiraba, te veías superior a él y eso te exaltaba, pero eso también estaba contaminado. Cuando hay narcisismo es muy difícil que la parte anómica válida no se contamine; están todas dentro del mismo saco. Sí que había una parte anómica, pero también prenómica, ya que lo pagaban tus padres y fallaba la heteronomía. Quizás no era el momento de comprarte un coche tan caro, pues estabas montando un negocio. En esta situación falta una integración de todas las partes.

E.: Y ¿por qué se rompió esa relación con el argentino?

T.: Con respecto al argentino, tampoco tuviste en cuenta las consecuencias de tus actos; te dejaste llevar por un amor narcisista y cuando se llevó a cabo el divorcio a ti te castigaron tus padres por haberte portado mal y no te dejaron participar de la separación de bienes; no tenías voz ni voto. Merecías eso y no te legitimaste porque la autoridad paternal tenía mayor poder que tu propio criterio.

E.: Mis padres contrataron a un detective privado y se enteraron de todo. Me castigaron preparando el divorcio con mi ex-marido. Yo me había portado mal. Estaba casada y se enteró todo el pueblo, y me sentí culpable. Solo buscaba que me admiraran.

T.: Precisamente, las personas narcisistas no es que se crean necesariamente las más guapas, sino que si no se sienten las más guapas se sienten inseguras y por eso buscan la admiración. ¿Qué significa admirar? Que alguien me mire a mí, y desde esta postura de buscar la admiración en el otro nace el narcisismo. A Narciso le gustan los espejos que ensalzan su imagen, como a la madrastra de Blancanieves. Pero cuando su espejo mágico le dijo que ya no era la más bella del mundo, lo rompió en mil pedazos. Por ejemplo, cuando tú vas con gente más rica que tú y más glamourosa que tú, ¿qué te pasa?

E.: Que me siento muy inferior, no me siento integrada. Si tienen un estatus económico superior al mío, me siento pequeñita. Cuando estoy en una fiesta me siento inferior porque tengo menos dinero que ellos y me bloqueo.

T.: Entonces, son más guapas que tú y el espejo se hace pequeñito.

E.: ¿Me estás diciendo que necesito que los demás me digan que soy maravillosa?

T.: Estoy intentando hacer de eco. Estoy repitiendo tus palabras, lo que tú me has contado… A ti, ¿qué te dice?

E.: Pues que sí, que siempre he vivido buscando esa admiración de los demás y que no quiero hacerlo más porque el glamour no tiene ningún sentido, y esa gente es muy superficial.

T.: Pues por eso vemos por qué esta parte de la anomía es más grande; es la que hasta ahora te ha motivado, pero ahora ya no te satisface y está en crisis.

E.: ¿Y cómo hago para no ser narcisista? ¿No tendría que gustarme que me admiraran los demás?

T.: A nadie le amarga un dulce. Una cosa es que no te guste, porque nos gusta a todos, y otra cosa es que lo necesites para sentirte válida. En cuanto a la bolita pequeña de la anomía representa lo que tú realmente quieres. Tú quieres ser una persona responsable de ti misma y de tus decisiones, que quieres detectar qué haces por ti y diferenciarlo de lo que haces por los demás. En terapia vamos a intentar que esa bolita crezca un poco más y que la otra disminuya, porque ahora están disociadas. Las dos bolas han de juntarse hasta conseguir una anomía adecuada. Tú has buscado más qué hacer para ser admirada por los demás, mirándote al espejo, que observarte a ti misma. Para tener la anomía integrada, y no hablamos de la narcisista, sino de la natural, tienes que pensar más por ti misma, desde ti misma, y no tanto en ti. Desde el egocentrismo todo tiene que girar en torno a ti. Te gustaría ser la reina de la fiesta a la que todo el mundo admire (esa es la parte narcisista que tienes).

4.3. Heteronomía

La regulación heteronómica se manifiesta en Emily a través del miedo al juicio del otro, de lo que pensarán de ella los demás; sin embargo, no tiene una construcción de las consecuencias que suponen sus actos ni de los deberes propios de una persona de 42 años. Carece de normas interiorizadas, por lo que necesita de un agente exterior (padres o novios), que le hagan de guía y le validen si lo que hace está o no bien hecho. Al carecer de criterio propio, hay un desequilibrio constante en su vida, lo que da lugar a incongruencias a lo largo de su historia y en el momento en que tiene que comprometerse a lo que le proponen los demás.

T.: Cumplir un castigo es una posición dependiente. Has hecho algo que tú no has decidido si está mal o no; lo deciden tus padres por ti. Aceptas que está mal, te castigan y te sometes al castigo; no valoras por ti misma si está bien o mal hecho, si es un riesgo que tú quieres correr, no decides. Te dejas llevar por la situación porque tu padre es la autoridad y tu criterio no sirve para nada. El castigo es concebido como un dolor pasajero, no como una pérdida, ni como una ruptura. Por ello un castigo no lleva a un aprendizaje. Tus padres te castigaron pero no te dejan, continúan cubriendo tus necesidades. La heteronomía es el criterio de los demás, el criterio de la ley, lo que es bueno o malo. Y ese criterio lo tienes que tener tú, es la única forma para poder ser autónoma, sabiendo lo que está bien o lo que está mal.

E.: Entonces, desde la heteronomía, ¿qué tendría que haber hecho con el argentino?

T.: Con respecto al argentino, no integraste la anomía con la heteronomía y el problemón que supondría romper con tu pareja. Tus padres se encargaron de todo y tú no podías hacerte cargo como una persona adulta de tus propios actos. Podrías haber valorado si eso estaba bien o mal, y si estaba bien o mal por qué, y en el caso de que estuviera mal, si tú querías hacerlo o transgredir la ley. Pero te callaste e hiciste caso a tus padres porque tú tenías sentimiento de culpabilidad. No te hiciste responsable de esta situación; asumiste lo que te cayera y no introdujiste criterios heteronómicos propios; por lo tanto, son los demás los que te van a juzgar, los que van a determinar qué se tiene que hacer. Hetero significa «lo otro», lo que no soy yo, por eso tienes una heteronomía grande, porque son los demás los que deciden por ti; hasta deciden si eres buena o mala o si te has equivocado o no, y entonces te castigan. Con el argentino no integraste lo que tú querías con lo que debías, no te hiciste cargo de las consecuencias ni pensaste en las opciones que podría haber; simplemente aceptaste el castigo de tus padres. No veías límites, ni consecuencias, y lo dejabas todo en manos de los demás. El niño, cuando se le escapa la pelota a la carretera, va tras ella sin pensar que le puedan atropellar; son los padres quienes luego le riñen. No has interiorizado el sentido de lo que ha sucedido, ni qué puedes aprender de lo que te han enseñado. Puedes empezar a preguntarte sobre qué es lo que quiero y lo que no, qué es lo que harías y lo que no. Eso sería juntar la anomía con la heteronomía, porque yo a veces quiero cosas que no puedo tener y tengo que aprender a regular ese deseo, por ejemplo lo del Mini: me gusta pero no tengo dinero para comprármelo por mí misma. Tienes que empezar a plantearte qué quieres, qué te sirve, qué te conviene o no, qué efecto tiene lo que haces, de qué manera te relacionas con los demás y qué te aporta eso a ti, y también qué sientes tú de ellos y no tanto lo que sienten ellos por ti.

E.: Me han hecho tan pequeñita que no confío en mis posibilidades; siempre he sido pendiente de lo que los demás pensaran de mí, sin plantearme qué pienso yo de ellos.

T.: Ese es el problema… por eso ahora te has de plantear y cuestionar lo que piensas, en qué estás o no de acuerdo. Tienes que hacerte un traje a medida. Conectar contigo y con las consecuencias que tiene lo que haces y adónde te lleva… verlo de una manera conjunta. Cuando haces algo por ti misma, como venir al psicólogo, tu madre te invalida y vuelve a las de siempre; tu madre prioriza el dinero, el negocio y te hace sentir pequeñita, porque como siempre, tus padres te han tratado como a una niña protegida; te ponen en la posición de niña y ellos en la de padre. A eso se le llama en Análisis Transaccional (A.T.) la relación padre-niño.

Cuando tu padre te habla desde el padre, se está dirigiendo al niño, no a la persona que eres tú ahora, una adulta. El padre que se dirige al niño lo puede hacer desde dos posiciones: de padre nutritivo, que te lo da todo, o de padre crítico. Mientras tú eras pequeña les resultaba cómodo que fueras una niña. Ahora te quieren mantener así y aunque te siguen nutriendo te critican, y ante esta crítica tú debes reaccionar de dos formas: o te sometes, como hiciste con lo del divorcio, o te rebelas.

4.4. Socionomía

La regulación socionómica se pone de manifiesto, particularmente, en las relaciones de pareja, donde se regula de forma complaciente y vinculante, lo que se hace particularmente evidente en su relación con Fran, pues por miedo a no gustarle o al abandono, acepta hacerse dos fecundaciones sin ella desearlo y se acomoda a las propuestas de buscar un vientre de alquiler y a pagarlo de su bolsillo, cuando a ella no le hace ninguna gracia.

E.: Y esta bola de la socionomía, ¿qué significa?

T.: Cómo ha sido tu relación con Fran y a qué has estado dispuesta.

E.: A tener hijos, sin yo quererlo, por complacer al otro.

T.: O sea, a no tenerte en cuenta para complacer al otro. La relación con Fran es la menos narcisista, pero la más complaciente: no has buscado tanto la admiración como que esa relación tuviera una continuidad y una posibilidad. Durante tu vida, la relación con tus parejas ha sido la siguiente:

– tu marido cubría tus necesidades, tenías una dependencia funcional y una necesidad de glamour.

– con el argentino tenías un enamoramiento narcisista, él te admiraba y estaba por debajo de ti.

– con Fran has buscado cubrir una necesidad de seguridad y estabilidad y te has posicionado en un rol complaciente y sumiso.

Te has comportado como una selenita (habitante de la luna) que sigue a su planeta donde quiera que vaya, que carece de luz propia y necesita de los demás para ser vista y tomar conciencia de sí, generando una dependencia funcional y emocional.

E.: ¿Y cómo se hace para integrar todas las partes? Esto es muy complicado.

T.: La respuesta hay que buscarla en la autonomía.

4.5. Autonomía

Emily se encuentra en una situación vital donde la incapacidad para asumir la gestión de su vida la ha llevado a actuar de forma impulsiva e imprudente y a depender de sus padres y parejas, entrando en crisis de angustia y desorientación. No puede funcionar desde la autonomía porque no tiene integrados los distintos niveles de regulación; se siente perdida, sin rumbo y con malestar personal. La falta de integración entre sistemas es la responsable de su estado actual de crisis.

T.: Mediante la autonomía, uno decide por sí mismo. La función de la autonomía es armonizar todos los caballos. (Aquí se hace referencia al mito del auriga, que ya se le ha explicado). Imagínate que eres el auriga que conduce su cuadriga. Tendrías que conseguir que todos los caballos colaboraran y que fueran en una misma dirección. Podemos intentar dramatizarlo aquí, en este momento. Te sugiero que en el ejercicio que hagamos pongas voz a cada uno de los niveles de regulación y que dialoguen entre ellos. La función de la autonomía sería:

– dar turnos de habla a cada uno de los caballos.

– escuchar a todas las partes y que todas se escuchen entre sí, se comprendan, se tengan en cuenta y se respeten profundamente

– deliberar y hacer un balance, un análisis y una valoración global de lo expuesto.

– tomar una decisión sintética como auriga.

E.: Es que cuando tomo una decisión por mí misma, como la de venir al psicólogo, mi madre me dice que soy una irresponsable, con la cantidad de trabajo que tengo. También me siento mal… no sé qué decirle, ¡porque como nunca hago nada bien!

T.: Es importante que te sitúes en una posición de adulta. Te has comportado muchas veces como una niña sumisa o rebelde, pero nunca como adulta. Por ejemplo, dices que tu madre no está de acuerdo en que vengas a terapia. Como adulto, ¿qué le dirías a tu madre respecto al hecho de venir, aunque tengas que dejar el trabajo?

E.: Bueno, le diría que yo ya sé lo que hay, pero que si decido venir es porque ya he previsto que esta tarde trabajaré hasta las 11 de la noche para suplir mi ausencia. Ya no soy ninguna niña pequeña a quien tiene que decirle lo que tiene que hacer. Desde la postura adulta podría decirle: «Mira, mamá, ante todo priorizo la terapia, porque creo que la necesito y que me va bien; estoy trabajando para conseguir un cambio en mí, y pase lo que pase pongo eso por delante; me hago responsable de mi trabajo: ya me quedaré más horas. Si te parece bien mi explicación, adelante, y si no, me da igual; haré lo mismo porque lo he decidido yo».

T.: Esta posición te está acercando a la autonomía, desde el adulto que ya no acepta la posición de niño. Si te rebelas o te sometes estás actuando como una niña y activas el circuito de siempre. Este es un ejemplo claro de cómo puedes ir modificando tu posición; lo has hecho de forma espontánea, porque te has escuchado, has valorado las cosas y has tenido en cuenta tanto tus compromisos con los clientes como tu compromiso personal con la terapia.

E.: Pero, ¿cómo hago para cambiar e ir en contra de lo que he me han enseñado durante tantos años?

T.: Lo primero es aprender a ponerte límites a ti y a los demás, y empezar a validarte. Tus padres te han dicho lo que tienes que hacer y te han invalidado mucho. Ven en ti una incapacidad creada por ellos; tú has llegado a creértela y por eso no te legitimas, ni te validas. Y al no hacerlo, careces de autoridad para ti, para tus hijas y para los demás. En tu vida, ¿ha habido situaciones o momentos en los que has tenido que poner límites?

E.: Me acuerdo de pocos, pero por ejemplo, me pasó algo con mi empleada el otro día y no supe qué decirle; es una época de mucho trabajo por lo de san Juan. Pero luego vino su novio y me dijo que esa situación no podía continuar, que tenía que contratar a otra chica porque no podíamos con todo las dos solas. No he sabido qué hacer. Fran me dice que tengo que tratarla como empleada, no como amiga, y que no me puedo vincular afectivamente a mis empleados. Le dije que eran picos de trabajo, que ya vendrían meses de tranquilidad. Pero tengo miedo de que se canse, se vaya y me quede sin empleada –es muy buena dando masajes.

T.: Es necesario que reconozcas dónde están los límites y Fran, por primera vez, te los está mostrando.

E.: ¿Como sabré si son mis límites?

T.: Empezando a plantearte si de las cosas que te han enseñado y que has aprendido,

Has de ir a favor de lo que has aprendido. Venir a terapia es como acudir al juicio de Er (se le ha explicado el mito, capítulo cinco). Hay que replantearse toda la vida y tomar una decisión de cómo se quiere que sea lo que está por venir. La terapia te ofrece la oportunidad de rehacer y de escoger una segunda vida, de continuar con lo que te gusta y de quitarte el lastre de lo que te crea malestar y conflicto. Cuando salgas de aquí, y termines tu terapia, habrás podido escuchar todas esas voces, ese diálogo entre todas las partes, y podrás decidir lo que quieres, como te planteas la relación con tu pareja, o tu negocio, o qué es lo que quieres en tu vida.

Resumen

En este capítulo se considera la naturaleza del cambio y la resistencia de las estructuras al mismo a partir de la tendencia morfogenética de todo sistema orgánico. Se presenta la crisis como promotora del cambio, como propia de su naturaleza oportunista para la evolución. Esta crisis, va acompañada muchas veces de sufrimiento y angustia, emociones que si no se abordan de forma puramente evitativa, se constituyen en aliadas del cambio. En este contexto se delimitan las condiciones para el cambio terapéutico, que tienen que ver con la existencia de una consciencia de crisis del sistema, la persistencia de un malestar o sufrimiento suficientemente intenso como para promover una demanda auténtica de ayuda, una predisposición a vivir la crisis como una oportunidad para el cambio y la interacción con un interlocutor, facilitador y acompañante del proceso dialéctico del cambio. Se consideran en detalle dos tipos del mismo, imprescindibles en un proceso de terapia: el cambio emocional y el cambio en la regulación moral, a través de casos que lo ilustran didácticamente.


8. La integración prenómica

La depresión debe

entenderse como un síntoma

plural que puede surgir en

la totalidad de los procesos

psicopatológicos.

F. COLINA

1. La función de la integración prenómica en el conjunto del sistema de regulación moral

Como se recordará, describíamos la fase prenómica en la primera parte de esta obra (Villegas, 2011, cap. 2) como el pasaje en que «un ser biológico se convierte en un sujeto psicológico. Esta metamorfosis responde a la progresiva adquisición por parte del niño de la capacidad para regularse en la detección y satisfacción de sus necesidades, en paralelo a la evolución de su sistema sensorio-motor y a los rudimentos de su sistema emocional. Esta fase evolutiva de los dos primeros años es, pues, la fase en la que se aprende a satisfacer los déficits y a conectar con las necesidades, lo que debe constituir los fundamentos para el núcleo motivacional y, por lo tanto, volitivo del individuo». Esto supone que el sujeto adulto es capaz de satisfacer por sí mismo, o por medio de sus recursos, sus necesidades básicas, tanto a nivel material como psicológico, social o relacional, de modo que es capaz de cuidar o hacerse cargo de sí mismo, como, si se da el caso, de las otras personas de su entorno.

La vuelta a la regulación prenómica es un recurso al que se acude con frecuencia cuando la regulación dominante, heteronómica o socionómica, fracasan en su intento de mantener estable el funcionamiento del sistema, o la proyección narcisística anómica se ve abocada al fracaso. Manifestaciones de esta «regresión» prenómica son las actitudes victimistas o de abandono, el resentimiento, la involución y el retiro social, la aparición de enfermedades psicosomáticas de todo tipo, o bien otras formas más sutiles e imprecisas de sintomatología física o psíquica como anhedonia, deseo sexual hipoactivo, aislamiento social, inapetencia, desmotivación, postración y hasta ideas y/o intentos de suicidio. Ejemplos de estas y otras situaciones, los encontrará el lector ampliamente desarrollados en el primer volumen de esta obra, en los capítulos dos y ocho (Villegas, 2011).

2. La depresión

La patología específica de la regulación prenómica, que como concepto paraguas o síndrome general incluye todos los fenómenos contemplados en el párrafo anterior, es la depresión. Lo que la caracteriza es un déficit motivacional, secundario o subsidiario a su raíz o fundamento, que está en la propia invalidación del ser, sea esta originaria o reactiva. El sujeto no se motiva porque no cree tener derecho a existir o parte del supuesto de que carece de valor social de intercambio que justifique su existir (profunda falta de autoestima en el sentido ontológico), o que lo ha perdido porque ha fracasado en su posición social o han desaparecido los apoyos sobre los que se sustentaba.

Cuando la regulación extrínseca, protagonizada fundamentalmente por la heteronomía o la socionomía, fracasa, o las compulsiones anómicas pierden su carácter compensatorio, la persona vuelve a la regulación prenómica, carente de motivación social. La idea de estar de más en este mundo, de que no vale la pena continuar viviendo o, en definitiva, de esperar la muerte de forma pasiva o activa (suicidio) aparece de forma congruente con la depresión. La breve exposición del caso de Gracia, que sigue a continuación, constituye una síntesis de todo ello.

Gracia, paciente de 46 años, llega al grupo de terapia tras tres intentos de suicidio y otros tantos ingresos psiquiátricos. Su historia reproduce punto por punto el fracaso de una regulación socionómica a caballo entre la regulación complaciente y la vinculación dependiente, el hundimiento de una red relacional sobre la que se sustentaba y fuera de la cual perdía su identidad personal y su sentido existencial. La mediana de tres hermanos, con los que se ha deteriorado la relación hasta el punto de evitar incluso los encuentros ocasionales, divorciada y sin hijos, muertos ya los padres, el único contacto familiar que todavía mantiene es con un sobrino suyo de 18 años, hijo del hermano menor, que, también al inicio de la terapia, ha desaparecido misteriosamente de su horizonte. En estas condiciones se siente literalmente «expulsada de la familia», hasta el punto de «preferir no tener ningún tipo de relación con ellos». Como resultado de estas experiencias biográficas, rotos todos los vínculos, sin trabajo ni rol social que cumplir, sin expectativas de futuro, Gracia se deprime, se aísla, desarrolla una desconfianza hacia el mundo y la sensación de no importarle a nadie, la pérdida, en consecuencia, del propio valor ontológico, presente en la mayoría de los casos de intento de suicidio.

Los casos que consideramos a continuación siguen esta pauta. El primero hace referencia a una depresión manifiesta que ha ido arrastrando durante toda la vida, con momentos de mayor intensificación, siempre en relación a expectativas de reparación amorosa desatendidas. El segundo muestra la presencia de una depresión encubierta, subyacente a una compleja patología alimentaria, síntoma de un fracaso en la proyección narcisística sobre el mundo. El tercero reproduce el curso depresivo de un proceso de duelo, vivido como abandono y anulación de sí, consecutivo a una separación amorosa.

2.1. La depresión manifiesta

Aunque la depresión subyace como patología de fondo o amenaza silenciosa a la mayoría de las manifestaciones sintomáticas, por lo que representa de ataque al núcleo ontológico de la persona, en muchos casos se manifiesta de forma directa y clara con la sintomatología propia del síndrome al que pertenece. Independientemente de si su origen se remonta a la primera fase evolutiva, en cuyo caso hablamos de depresión originaria, o si se produce como reacción al fracaso sistémico en un estadio más evolucionado, en cuyo caso hablamos de depresión reactiva, nos enfrentamos a una depresión manifiesta en cuanto tal. A fin de ejemplificar su fenomenología y tratamiento nos detendremos en el análisis del caso que se describe bajo el siguiente epígrafe.

Esperando a Godot

Maricruz es una paciente de 53 años, trabaja de portera en una finca, vive con su madre de 91 años en el domicilio familiar, y aunque está casada, habitualmente no convive con el marido, también de 53 años, el cual habita y trabaja fuera de la ciudad, a unos 120 km de distancia, en una casa de la pareja, a la que ella acude algunos fines de semana, lo que la lleva a sentirse separada no solo física, sino también emocionalmente de él.

Tienen dos hijos, una chica de 26 años y un chico de 15, diagnosticado con depresión, con una escolaridad muy irregular y falta de comunicación; se pasa el día encerrado en su habitación, conectado a Internet, una especie de hikikomori (Villegas, 2011, pp. 184-186). La hija mayor estudia para administrativa y trabaja a tiempo parcial. Es un referente para los miembros de la familia en cuanto al establecimiento de límites físicos y personales.

La madre de la paciente, la abuela, que vive con ella, sufre una arritmia pero no necesita cuidados continuos; tan solo le va fallando la memoria. Trabajó también de portera cuando fue más joven y ha tenido un puesto central en la familia: crió a la nieta y al nieto hasta que este tuvo 4 años, momento en el que su madre, la paciente, se quedó parada. Hasta ahora se ha encargado de hacer la comida y llevar las tareas de casa, pero cada vez le cuesta más. Pasa todo el día en casa, y cuando su hija llega del trabajo quiere que esté con ella, mandándole la tarea que hay que hacer o con sus hijos.

Maricruz se presenta a terapia con un diagnóstico de «trastorno depresivo mayor, recidivante». Acude por iniciativa propia, aunque animada por su hija, quien había seguido una terapia con anterioridad, planteando su demanda en términos bastante imprecisos, dentro de una expectativa mágica:

A ver si hablando, hay cosas que, por mi carácter o por mi forma de ser, quizá yo no vea y, tal vez, me puedan ayudar. Y que me gustaría llegar a dejar la medicación porque tampoco es solución estar toda la vida tomando.

De la descripción de su entorno familiar, en el que conviven abuela, pareja e hijos, se deduce la existencia de problemas importantes en la relación matrimonial y la comunicación interpersonal. Esta incomunicación afecta también a los hijos en relación al padre y a la abuela, entre los cuales la relación es muy distante y desconsiderada, sobre todo por parte del marido. Los hijos tienen una relación de confianza y entendimiento entre ellos aunque abundan las peleas. La paciente es la única que se habla con todos, haciendo el papel de mediadora.

También hay grandes problemas para el establecimiento de límites personales, físicos y económicos, como por ejemplo, el respeto a espacios de intimidad, las responsabilidades domésticas y los gastos desmesurados de los hijos, a los que accede con la intención de darles todo lo que ella no pudo tener en su infancia o juventud. «Quizá sea porque, como a mí no me pudieron dar nada, les he querido dar todo.»

En el momento de iniciar la terapia la paciente se está planteando, de nuevo, y por tercera vez, la separación del marido. Además, este y su hijo parecen tener un estado de ánimo aplanado, deprimido, expresado por la paciente como «una visión pesimista de la vida». Le preocupan particularmente los problemas de su hijo menor, que la paciente atribuye a su incompetencia como madre. En estos últimos años Maricruz ha constatado la fragilidad de la salud de su madre, lo que la apena y la hace contactar con un sentimiento de soledad al anticipar que la única persona, la madre, con la que ha podido contar siempre y con la que se siente de algún modo acompañada, podría irse definitivamente.

El estado deprimido de la paciente, manifestado a través de llanto, insomnio, agotamiento, anhedonia, etc. que, según ella, «va a peor desde que tuvo que dejar a su hijo pequeño con la abuela para ir a trabajar a jornada completa», se ha ido agravando con la aparición de más síntomas somáticos (cervicalgia, hipoacusia inespecífica, luxación del maxilar y cólicos nefríticos) e ideas de muerte (aunque no de suicidio):

MC.: Si te digo la verdad, no tengo ilusión por nada. A mí siempre me ha gustado viajar. No ha podido ser, por las circunstancias, pero a lo mejor tenía ilusiones. A lo mejor decía «mira, si no es este año será el que viene». Pero ahora ya no tengo ilusión por nada. Es más, si Dios me llamara, a mí me daría lo mismo. Lo único que hago aquí es padecer y nada más. Al menos descansaría. Lo que pasa es que, claro, piensas en lo que tienes detrás y dices: «tengo a mi madre con 91 años y a mis dos hijos, que aún están en casa. Y aunque solo sea por ellos». Sé que me necesitan, aunque muchas veces ellos crean que no.

Estas experiencias repetidas de no poder hacer lo que ella desea, se ponen de manifiesto en el primer intento de separación de su marido, hace más de 12 años, por tener que guiarse por los criterios rígidos y externos de su madre: «la mujer es la que siempre tiene que hacer todo… y llevar toda la carga», los cuales le producen rabia, malestar, frustración, inseguridad personal y un sentimiento de incompetencia. En la reafirmación de esos criterios interviene también el marido, a pesar de su posicionamiento periférico en la familia.

Ya desde el inicio de las sesiones, la paciente señala que su problema viene de mucho tiempo atrás, y que supone que el entorno que ha tenido desde pequeña le ha influido en gran manera. Describe una infancia y adolescencia tristes, llena de desconsuelos afectivos y materiales, carente de los nutrientes psicológicos necesarios para colmar las necesidades de su época infantil. El padre llevaba una doble vida desde que ella contaba con cinco años, con una amante de quien tuvo un hijo varón sano, «el que siempre quiso tener», fruto de esta relación. Se ausentaba todos los fines de semana para pasarlos con la amante y el hijo, mientras que su madre permanecía en la casa, dedicada a dar cuidados continuos a su hermano, siete años mayor, que padecía de una enfermedad muy grave desde el nacimiento, de la que murió a los 23 años, quien recibía todas las atenciones materiales y afectivas, generando en la paciente, sobre todo durante la adolescencia, intensos deseos de que se muriera. Estas circunstancias, y la actitud fría y autoritaria del padre, coartaban cualquier libertad de exploración social, ya que hasta los 15 años no pudo salir con sus amigas los fines de semana, a escondidas del padre, aunque con el consentimiento de su madre:

me asfixiaba, porque mi padre no quería que saliera con chicos, ni que saliera, porque era chica.

A la muerte del padre, y cumplidos los 20 años, acaba su pesadilla y empieza su felicidad, que durará menos de un lustro; ya puede hacer lo que no había podido hacer hasta entonces: salir libremente de casa, trabajar y disfrutar los fines de semana con sus amigas. Dos años y medio después inicia el noviazgo con su actual marido, a quien describe, en ese momento, como una «buena persona», de quien le cautivó su actitud altruista, «más pendiente de los demás que de sí mismo». Pensó que con él podría formar una buena familia porque parecía que era todo lo contrario a su padre. Pero al casarse, tras dos años de noviazgo, acaba su felicidad. El marido se convierte, según ella, en otra pesadilla como la de su padre, en el sentido de que también la dominaba.

El vínculo establecido con su madre favorece una relación muy dependiente, con quien además se quedan a vivir por decisión de la paciente, no compartida por el marido. A partir de aquí, comienza una dura trayectoria donde sus dos figuras de referencia, su madre y su marido, se coaligan en contra de ella. Al considerar que su madre ha sufrido mucho y por querer evitarle mayor sufrimiento, se somete a ella permaneciendo como «la eterna hija», no permitiéndose emanciparse como mujer y madre.

En este contexto, se produce el deterioro de la relación matrimonial y familiar. Después del nacimiento de su hija y por indicación de la madre, Maricruz acepta dormir en su habitación con la niña, para no molestar al marido, el cual empieza a beber, tan pronto nace la hija, lo que empeorará aún más la relación. La paciente se plantea separarse, pero no lo hace porque su madre no la apoya en esta decisión, ya que el matrimonio es «hasta que la muerte os separe». Y en este contexto, la paciente construye la relación no como un problema matrimonial, sino como un problema de principios. Así que, aunque no se separa legalmente, sí se produce una separación emocional entre ambos.

La pérdida de su trabajo por recorte de personal, la vive como una invalidación y como el final de su libertad y autonomía económica, dificultando la posibilidad de separación por decisión propia. Al estar en paro pasa todo el día en casa, supeditada a la madre. Esta situación la lleva a suprimir sus deseos y necesidades para poder acatar siempre las normas de su madre y así no hacerla sufrir más, evitando sentirse culpable por ello. Esto la conduce a un estado de impotencia y frustración que desemboca en una reacción depresiva, de la que lleva medicándose hace ya casi 13 años.

De este modo, la depresión se convierte en la expresión sintomática de una infancia y adolescencia deficitarias, de una dependencia de la madre que la mantiene eternamente infantilizada, de un matrimonio inexistente, «una viuda blanca», de una maternidad no compartida, que la hace sentir inútil, incapaz y fracasada, de una falta de espacio propio, repartida entre dos casas, ninguna de las cuales considera suya, de una falta de proyectos vitales, de una vida sin horizonte, privada de relaciones gratificantes, convertida en criada de todos.

En sintonía con la demanda mágica e inespecífica de terapia, explica sus síntomas por factores externos a ella: su familia, que no la apoya ni moral ni físicamente, por la que tiene que estar siempre preocupada-sacrificada. Y, en consecuencia, la solución deseada es que los de su alrededor cambien o que sean de otra manera, o bien, que Dios se la lleve. Ambas soluciones conllevan acciones por parte de los otros y no por parte de ella. Quizá por este motivo, la paciente no ha hecho nada para solucionar su problema.

El caso de Maricruz resulta emblemático o paradigmático de tantos otros casos de depresión reactiva a la situación personal, laboral y familiar, sobre todo en mujeres, que remiten a una depresión originaria que se ha ido arrastrando sistemáticamente a lo largo de los años, aun cuando se haya intentado disfrazar bajo las apariencias de formar una pareja, primero, y una familia, después, de conseguir un trabajo y tener una casa. Estos objetivos pueden llenar una vida, pero no una existencia, que requiere ser dotada de significado.

En efecto, todos estos objetivos han sido alcanzados y, sin embargo, la paciente entiende su vida actual como un pasaje hacia la muerte; construye su experiencia como un continuo padecer. Describe su falta de ilusión «como si no viviera», y que si fuera por ella se quedaría quieta en un rincón viendo pasar el tiempo. Su vida es una muerte anticipada, donde sus deseos han sido aniquilados (viajar, salir de vez en cuando con sus amigas, ir al cine, descansar, leer, etc.) y rutinaria, regulada por los criterios normativos externos, criterios que la paciente construye como obligaciones y responsabilidades que debe asumir para no sentirse culpable y, que se impone con «voluntad».

En este debate entre la vida y la muerte, obligada a cumplir los criterios normativos externos, Maricruz se sitúa en una posición prenómica, a la espera de una solución que venga de fuera o que cambie su entorno, o bien por que esta aparezca de una forma mágica por la intervención terapéutica. Dado que, tanto el primer objetivo como el segundo son pretensiones que están fuera del alcance de cualquier terapeuta o modelo terapéutico, conviene replantear los términos de la demanda, el primero de los pasos que implica trabajar con este tipo de pacientes, tal y como desarrollamos en el siguiente apartado.

2.1. Indicaciones para la intervención terapéutica ante la depresión manifiesta

En líneas generales, las indicaciones que siguen a continuación son aplicables a la mayoría de intervenciones terapéuticas, independientemente de la psico(pato)logía específica de que se trate. Las introducimos en este punto porque es el primero de los casos en orden de presentación que se presta a su aplicación y lo desarrollaremos en relación a él, aunque, evidentemente, no se trata de un protocolo sistemático, prescriptivo e invariable, sino de una guía orientativa que deberá ajustarse a las particularidades de cada caso.

a) Reformular la demanda

En la demanda de Maricruz hay una referencia explícita a cambiar su carácter y a dejar la medicación, todo ello en un contexto mágico e inespecífico, desde una postura pasiva o prenómica. No se trata de cambiar el carácter, descrito como algo ajeno a su voluntad, inaccesible a su conocimiento y concebido probablemente como algo estático, rígido e inamovible, sino de cambiar su forma de regulación. Dejar la medicación tiene que ver con su manera de construir el síntoma como enfermedad y, por tanto, está ligada al éxito en superarla.

b) Implicar la agentividad del sujeto frente a la tendencia pasiva o victimista

Un aspecto importante para hacer posible una verdadera ayuda terapéutica es re-construir la psicoterapia como una relación de colaboración mutua, rompiendo con una expectativa inicial de posicionarse como un organismo pasivo, dispuesto a llevar a cabo las acciones que se le indiquen para la mejora del síntoma. Esta forma de funcionar de la paciente, prolongada durante muchos años, la ha llevado a renunciar al protagonismo de su vida. Esta es una característica que aparece casi invariablemente en las personas que se regulan desde una posición socionómica vinculante, dependiente y oblativa, que termina por desembocar fácilmente en depresión y a verla como una enfermedad. En el diálogo siguiente, mantenido entre Luisa, la paciente «nacida para servir», de la que hablaremos con más detalle en el capítulo 11, y otras compañeras del grupo, se identifica claramente esta tendencia a vivir la «depresión» como una «enfermedad».

LUISA: Es que yo pienso que solo sirvo para trabajar, trabajar… Me he llevado toda la vida trabajando, limpiando desde los 12 años… Y ahora qué me pasa… pues eso, que he cogido como depresión, ahora me estoy dando cuenta de que a lo mejor he cogido comodidad en la depresión.

TERAPEUTA: Como si estuvieras acomodada en la pasividad, esperando a Godot.

CECI: ¿Tienes depresión? ¿Te han dicho que tienes depresión?

L.: Depresión, sí, y ansiedad también.

C.: Es que depresión, todo el mundo tiene depresión, yo también.

L.: Es el trabajo, el estrés, todo…

C.: Pero, ¿qué es la depresión? Yo creo que llamamos depresión a cualquier cosa.

T.: Pienso que Ceci tiene razón: ¿por qué llamáis depresión a la tristeza?, ¿por qué llamáis depresión a la impotencia?, ¿por qué llamamos depresión a la pasividad? Es como si tuviéramos una enfermedad… y una vez que le tenemos puesto el nombre nos desresponsabilizamos.

C.: Es que es así como la diagnostican: «depresión». Pero realmente una depresión lleva cosas detrás y son estados: por qué estás enfadado constantemente, por qué estás triste, si algo no te está llenando en la vida… y a lo mejor nos acomodamos –«estoy deprimida»–, pero no pienso; cuando creo que sería más fácil decir: ¿Por qué estoy triste? ¿Qué me está haciendo sentir triste?, y a lo mejor no queremos verlo.

T.: Cuando le damos el nombre de depresión ocultamos lo que hay detrás, una especie de pantalla que lo cubre todo. Pero no lo acabamos de curar nunca, en primer lugar porque no es una enfermedad que tenga que curarse, sino una posición existencial, es decir, que uno se pone en la posición de víctima, se pone en la de resentimiento, y espera a un salvador, espera a Godot. Hay una actitud de victimismo, de pasividad, de desresponsabilización de la vida, que es la que nos deja tirados por los suelos.

La referencia a Godot, que aparece en este diálogo y que nos ha servido para titular el caso, está tomada de una obra de teatro de Samuel Beckett, donde dos personajes se pasan todo el rato esperando a Godot, el cual no acaba de comparecer nunca, aunque se supone que él tiene la solución para la situación en la que se encuentran los protagonistas de la obra, unos vagabundos sin esperanza. Del mismo modo, los pacientes instalados en posición depresiva o en actitud victimista dan la impresión de estar esperando la intervención milagrosa de un desconocido, incluido el propio terapeuta, que pueda sacarles mágicamente de su estado, sin tener que implicarse personalmente.

c) Redefinir el síntoma, contextualizándolo en su historia

Como muchas mujeres, particularmente de la generación de Maricruz, también ella puso su proyección existencial en casarse y tener una familia. Esos objetivos se cumplieron, pero no por ello su vida se revistió de significado. Más bien lo contrario, a partir de un cierto punto empezó a desarrollar una respuesta depresiva, manifestada en términos de desilusión y apatía. En efecto, el atrapamiento en las relaciones filiales, parentales y esponsales (regulación socionómica), agravado por una fuerte regulación heteronómica en términos de deberes y obligaciones, vaciaron de contenido toda su vitalidad que había sobrevivido a un padre infiel y ausente, a una madre dominante y amargada, y a un hermano enfermo y sobreprotegido, en los pocos años de su juventud, entre los 20 y los 25, que ella señala como felices. El matrimonio, del que esperaba el cielo, se convirtió en el infierno, ya al poco tiempo de casarse.

Esta tipología de vida matrimonial fracasada de muchas mujeres de cierta edad se suele mostrar en forma de depresión, somatizaciones, alcoholismo, etc. La base de esta reactividad depresiva es una existencia frustrada, por una parte caracterizada por la tristeza, la pérdida de la ilusión, y por la rabia; por la otra, contra el entorno relacional, al que se considera culpable del fracaso. El predominio, sin embargo, de la regulación heteronómica (los deberes conyugales y parentales) junto a la socionómica (los afectos y cuidados de los demás) llevan a la anulación de los resortes anómicos que, como mucho, salen en forma compulsiva (por ejemplo, compras, abuso de sustancias, sobremedicación, etc.). En estas condiciones la persona se refugia en la regulación prenómica, proyectándose como enferma, a quien deben cuidar los demás o, al menos, tolerar su dimisión de la responsabilidad. En la medida en que todavía los referentes hetero y socionómicos dominan sobre la persona, los sentimientos de culpabilidad potencian su presión hasta llevarla a «enfermar», es decir, a sentirse débil e impotente, por lo que la depresión como síntoma sirve para neutralizar, al menos en parte, el sentimiento de culpabilidad, justificado por la impotencia, a la vez que la protege de sus propios deseos que podrían entrar en conflicto con sus deberes, lo que favorecería el sentimiento de culpabilidad y, con él, el de impotencia, y así en un círculo infinito de retroalimentación.

d) Rescatar la regulación anómica frente al predominio de la heteronómica y socionómica

La pregunta de la varita mágica (qué pasaría si todos tus problemas se solucionaran con un toque de varita mágica)… le sirve a Maricruz para contactar con algunos deseos o placeres que han desaparecido de su vida. Comienza identificando algo que le produce ilusión: viajar, salir de vez en cuando. Viajar es lo único que sí le apetecería hacer, aunque posteriormente se da cuenta de que le serviría solo de desahogo, y que la vida cotidiana seguiría igual. A continuación, contacta con otros deseos o placeres que podría incluir en su día a día, como leer o tener a alguien con quien hablar, de vez en cuando, como alguna amiga, pues con «los de alrededor suyo», su familia, no es suficiente.

MC.: Sí, a lo mejor en un momento dado me animo más con ella (refiriéndose a una amiga). Charlamos, pasamos un rato tranquilo y bien. No como para reírse, pero bueno, recordando cosas. Lo que pasa es que siempre hay alguien o algo que me chafa el rato de distracción, por decirlo de alguna forma; parece que hay alguien por detrás, mi madre, mi marido o quien sea, como si no pudiera hacerlo o que si lo hago está mal. Más que nada, es el salir de las normas, de lo habitual, del trabajo y la familia; parece como que no pudieras permitirte otra cosa, algo tan sencillo como salir con otra gente con la que poder hablar.

e) Liberar los sentimientos de culpa y vergüenza

A medida que avanzaba la terapia, Maricruz comenta que va aprendiendo a poner freno a su madre, aunque esta se enfada, pero que ella se siente más tranquila, que está aprendiendo a integrar sus deseos y responsabilidades.

MC.: El otro día me habló como si yo tuviera la culpa del carácter de mi hijo. Y le dije «mira mama, déjame en paz, porque ya tengo 53 años. Porque aunque tú me estés machacando, yo lo voy a hacer a mi manera y punto». Ahora sí lo hago, porque antes no me atrevía. Me sabía mal por hacerle daño. Y ahora digo: bueno, aunque le haga daño. Si ella se lo toma así, pues es su problema. Si se enfada, ya se le pasará. Antes el enfado le duraba mucho. Ahora después de un rato ya veo que empieza a hablar. No sé si es que se da cuenta o si piensa que si sigo por este camino no voy conseguir nada.

T.: Y tú, ¿cómo te sientes con eso? [MC.: Me siento bien.]. ¿Qué es lo que más te ha costado?

MC.: El intentar no sentirme culpable.

T.: ¿Y por qué te sentías culpable?

MC.: Bueno, pues por las reglas o las normas que me habían enseñado, el decir que «la mujer es la que siempre tiene que hacer todo y llevar toda la carga y todas las cosas».

f) Legitimar las propias necesidades

Uno de los dilemas específicos más determinantes en la socionomía es el que contrapone las propias necesidades a las de los demás. La afirmación o satisfacción directa de las mismas suele ser construida como una forma de egoísmo insolidario y culposo. Con frecuencia, estos pacientes manifiestan una gran dificultad para combinar su anomía con su socionomía, puesto que lo viven como un dilema en el que se implican opositivamente «egoísmo» y «altruismo». Si satisfago mis necesidades seré «egoísta», y si soy egoísta «no me cuidaré de los demás». Por ello, se explora la connotación egoísta y se ofrece otra construcción alternativa, sustituyendo el término «egoísta» por el de ego-centrado, como algo necesario para centrarse en lo que uno desea, necesita o siente, y poder llevarlo a cabo, para no quedar vacío, sin ilusión, e incluso para poder ayudar mejor a los demás.

MC.: Lo que haré es ponerme un poco más fuerte. Les diré: «bueno, ahora ya sí que hay que arrimar el hombro, porque ya no llego a todo». Es que no tengo otra solución, porque si no ¡acaban conmigo! Y entonces va a ser todavía peor. Ellos no lo ven, pero yo sí que lo veo. Claro, es que me tengo que espabilar. Me hace falta porque si no, no puedo más con todo… Me va a costar, pero voy a tener que ser más egoísta, porque si no, nunca voy a salir de esto.

T.: ¿Cómo podrías contentarlos a todos?

MC.: Es imposible. Cuando no tenga la pega de uno tendré la pega de otro. Quiero decir que eso es imposible. Porque tienen la mentalidad de los de antes. Estaba acostumbrada a que la mujer siempre se quedara en casa y ya está. Pues tendrán que colaborar en casa también, porque si tienen tiempo para estar en el ordenador o jugar, deberán tener tiempo para echar una mano en la casa. Yo también necesito tiempo para mí. Cosa que hago ahora, pues antes no lo podía hacer. Terminaba tan cansada y con tan mala hostia, hablando en plata, que ya ni me apetecía hacer nada, que para un rato que tengo, bueno, pues me siento y descanso. Ahora cojo el periódico, o un libro, y me pongo a leer. Que veo que no me apetece recoger, pues me siento y pienso que si no lo hago hoy ya lo haré mañana… Pues no, esta vez lo he hecho bien, a gusto. Y antes no hubiera podido. De la otra manera, lo haces por obligación…

T.: ¿Qué pasaba si no lo hacías?

MC.: Pues que no me encontraba cómoda.

T.: ¿Y cómo es que ahora no lo haces y estas cómoda?

MC.: Será porque me he mentalizado. También el cuerpo necesita alguna alegría, algún descanso. Hombre, en realidad, si lo miras dices: «ostras, es que es rutina»; pero bueno, es que la vida es así; si tú no haces por salir de ahí, la rutina te ahoga. Es verdad, porque los demás no lo van a hacer por ti. Entonces tienes que hacerlo por ti misma, lo primero, y luego intentar que los demás te correspondan o te entiendan. Antes tenía que cargar con todo, sentirme siempre responsable de todo. Y eso no puede ser. Bastante tengo con sentirme responsable de mí misma como para tener que cargar con los demás. Y cambiarlos no, porque eso no es posible… tienes que ir planteándotelo tú misma. Ellos son muy suyos, no van a venir a contarme sus cosas, pero saben que si en un momento me necesitan, pues me van a tener ahí.

g) Redefinir las relaciones familiares

Las personas que se regulan en sus relaciones familiares predominantemente desde la socionomía tienen dificultades para poner límites a los demás y repartir responsabilidades, puesto que lo interpretan como un «descuido» hacia los otros. A este propósito, Maricruz habla de sus dificultades para exigirle a los hijos que asuman las tareas de casa:

MC.: La única solución es plantarme y decir: «Vamos a poner una serie de normas para que podamos hacer las cosas entre todos». Pero tengo que dar ese paso. El problema va a ser que va a haber mal humor, contestaciones y malas caras… Quizá sea que he sido muy permisiva y que han estado acostumbrados siempre a que las cosas o se las ha hecho mi madre o se las he hecho yo…

En este contexto, se le plantea a la paciente qué le ha aportado el matrimonio, ya que trae sus dudas con respecto a separarse del marido. Maricruz contacta con que no le gustaría terminar sus días sola y que quiere intentar que su matrimonio funcione.

T.: ¿Qué crees que te ha aportado el matrimonio?

MC.: Podría ser la compañía, pero ¿qué compañía? No me da pie a hablar con él según qué cosas. Entonces, pues me callo y ya está. Que no es plan tampoco de vivir siempre así, que es lo que estoy haciendo hasta ahora. Yo creo interiormente que, si no siguiera con él, tendría más tranquilidad. Pero también tendría la preocupación de «a ver si va a hacer alguna barbaridad». Supongo que interiormente me echaría la culpa. Y eso es lo que me sujeta, más que otra cosa. La culpa, porque veo que se va a quedar más solo que la una. Es que a él no le voy a cambiar porque es de mentalidad antigua. Según él, el matrimonio es para estar siempre unidos, para bien y para mal, como te dicen cuando te casas. Bueno, pero es que yo también necesito tener mi espacio. «No puedo estar siempre supeditada a todos vosotros», le dije el otro día. Y parece que lo entendió. Y al final me dice «bueno, pues si te apetece te vas unos días con tu amiga». Y no es que me apetezca ir con mi amiga. Yo preferiría ir con él, pero…

h) Establecer un criterio propio

Maricruz explica su cambio como el darse cuenta de lo que le ocurría y que era ella quien tenía que solucionarlo. Ahora ve que los demás también pueden y que deben colaborar, y ha aprendido a delegar. Además, empieza a advertir cómo han repercutido y repercuten sus sentimientos y acciones en los demás, algo que antes le pasaba desapercibido, expresando también que se ha dado cuenta de que cada uno es diferente y que, igual que ella quiere que se respete su diferente forma de ser, también ella ha de respetársela a los demás, en lugar de pretender cambiarlos.

MC.: Sí, porque era lo primero que me notaba, relegada. No me preocupaba de mí para nada. Como no tenía un lugar propio, en mi lugar estaban los demás, y cuando no era uno era el otro. Pero ahora esto ha cambiado: para cuatro días que vamos a vivir no vamos a estar siempre amargados. También viene bien tener un ratito bueno, que apetece. No se puede ir haciendo caso a los demás, hacer las cosas porque los demás no se cabreen y porque los demás se lleven mejor. No, no puede ser.

T.: Me parece muy bien. ¿Y si tuvieras que decirme qué cosas te llevas y qué cosas te dejas de la terapia?

MC.: Que lo veo todo desde otra perspectiva. Ahora no estoy influenciada por los demás. Ahora puede mas el cómo lo veo yo. Antes era al revés: veía más lo de los demás. También te puedo decir que ahora estoy más feliz, que antes estaba muy tristona. Me veo de otra forma, con más ganas. Al no estar tan supeditada por los demás, y al ser más yo misma, me siento mejor. Me siento más alegre, y tengo que ir pensando de aquí en adelante, no de aquí para atrás. Las situaciones vienen porque la vida es así, pero tú puedes hacer algo con todo esto. Claro, es que en la vida, las circunstancias mandan pero bueno, dentro de las circunstancias, tú tienes que hacer por salir.

i) Establecer una relación empática, comprensiva y validadora

Empatizar con el paciente le permite a este reconocer los propios sentimientos como algo válido y comprensible, en consonancia con su experiencia. Facilita un proceso de centramiento en sí mismo, de apertura hacia una mirada interior de una forma no crítica, observando cómo surgen los pensamientos, sentimientos, sensaciones, emociones, de una forma fluida y natural. Esta es una precondición, como tuvimos ocasión de señalar en el capítulo de la acogida de este mismo volumen, prácticamente universal para todo tipo de proceso terapéutico. En el caso de Maricruz los sentimientos que afloraron tenían que ver con emociones como la rabia por no poder contradecir a su madre, a su marido, incluso a sus hijos; la frustración, la impotencia por no poder descansar o salir u opinar o poner límites a los demás; respetar que su marido no hable con su madre sin sentirse culpable por ello; respetar a sus hijos sin sentirse culpable por no educarlos como su madre querría; sentirse bien descansando, mientras su hijo y marido trabajan sin sentirse culpable por ello; contactar con la tristeza pero dándole nuevos significados a la experiencia de la misma, etc.

Empatizar con los sentimientos, analizarlos y comprenderlos posibilita no solo «sufrir la intensidad de la emoción», sino dotarlos de significado en el contexto de la experiencia donde esta surge. Validar los sentimientos, relacionándolos con las necesidades y deseos vitales sin cubrir, ayuda a tenerlos en cuenta, contribuyendo a disipar los sentimientos de culpa. Así mismo, empatizar con las emociones de los demás también contribuye: la rabia de sus hijos o de su marido, como una experiencia individual o relacional donde sus acciones no son la causa o la «culpa» directa de ello, sino donde estas adquieren significado y son válidas.

3. La depresión encubierta

La depresión subyace a una gran parte de los trastornos ansiosos y es fruto de la desilusión, la decepción o la frustración de la propia existencia, a veces anticipada en forma de amenaza culposa o vergonzosa al propio valor ontológico (particularmente en los trastornos obsesivos) que intenta neutralizar, a través del perfeccionismo o la meritocracia, las heridas del narcisismo. Otras veces, depositada en las relaciones interpersonales complacientes, dependientes u oblativas sobre las que se desplaza la pretensión de cubrir el vacío existencial, como en los trastornos alimentarios y de dependencia emocional (Mallor, 2004 y 2006), característicos de la regulación socionómica o, en muchas ocasiones, enmascarada bajo conductas adictivas o destructivas.

Dado el potencial destructivo de la depresión es fácil entender cómo la mayoría de trastornos ansiosos se conjuran para proteger el núcleo ontológico de la persona a fin de evitar su derrumbe, y solo cuando fracasan estos mecanismos de protección se desenmascara el fondo depresivo subyacente a muchos trastornos de ansiedad, regulados por la heteronomía o la socionomía (obsesiones, trastornos alimentarios, hipocondría, deseo sexual hipoactivo, etc.).

Antes muerta que sencilla: el caso Ellen West

La reacción depresiva, como hemos visto también en el caso anterior, responde muchas veces al fracaso existencial como consecuencia de un itinerario vital equivocado. Tal es el caso de Ellen West, seudónimo de una paciente que fue admitida el 14 de enero de un año indeterminado del primer cuarto del siglo XX en la clínica Bellevue de Kreuzlingen, de la que Binswanger era superintendente, y que murió tras tomar una dosis letal de veneno en la noche del 2 al 3 de abril del mismo año, a la edad de 33 años.

El diagnóstico de su patología fue muy controvertido ya en vida de la paciente y lo ha continuado siendo, aun después de muerta, por diversos autores. Un primer analista diagnosticó histeria. El segundo afirmó que la paciente padecía neurosis obsesiva grave con oscilaciones maníacodepresivas. El propio Kraepelin le diagnosticó una simple melancolía. El médico de cabecera halló únicamente psicastenia. Finalmente, tanto Binswanger como Bleuler llegaron a la conclusión de que se trataba de un caso de esquizofrenia progresiva (schizophrenia simplex). Un tercer psiquiatra habló de «constitución psicopática de desarrollo progresivo». Los tres convinieron «que no se trataba de un caso de neurosis obsesiva ni de psicosis maníaco-depresiva y que no era posible ningún tratamiento de eficacia segura».

¿Cuál era la sintomatología que daba origen a este revuelo de diagnósticos y contradiagnósticos, de idas y venidas a tantos médicos y sanatorios? Algo que en nuestros días es conocido con el nombre de «trastorno de la conducta alimentaria». Todos los síntomas esenciales relativos a la anorexia (entre restrictiva y purgativa) se hallan presentes en este caso:

A pesar de su «apetito voraz», la pérdida de peso la conseguía Ellen West provocándose vómitos, utilizando laxantes (60/70 laxantes vegetales diarios; libras de tomates y hasta 20 naranjas por día) e intenso ejercicio físico (larguísimas excursiones).

Estoy arruinándome en mi lucha contra mi naturaleza. La fatalidad me quiso obesa y fuerte, pero yo quiero ser estilizada y delicada.

Como sintomatología asociada se aprecia, en los últimos años, «un descontrol sobre el intento de restricción voluntaria en la ingesta de alimentos» (anorexia tipo compulsivo/purgativo, según DSM IV 307.1):

Tiemblo de pies a cabeza, el afán de comerlo todo lucha dentro de mí una furiosa batalla contra la resolución de no comerlo, hasta que por fin pego un salto y mando retirar todo lo que queda para no incurrir en el riesgo de comérmelo. Mis pensamientos están fijos exclusivamente en mi cuerpo, mi comida, mis laxantes.

Hasta aquí lo que Laing (1983) llama «la mirada diagnóstica», que con toda probabilidad no hizo más que reforzar la sintomatología de Ellen West, depauperando hasta tal punto su existencia que al final ya solo vivía para sus síntomas. Esta obsesión, causa de frecuentes inculpaciones y autorrecriminaciones, la llevó finalmente al suicidio después de cuatro intentos fallidos y provocaciones directas al homicidio –llegó a ofrecer 50.000 francos suizos a un cazador para que la matara– y a pedir a su esposo que le diera muerte.

Este final de la historia (el suicidio) y el evidente fracaso de su recorrido vital, más allá de la clara sintomatología anoréxica purgativa, nos lleva a escoger este caso para hablar de la depresión como experiencia originaria subyacente a la mayoría de trastornos psicológicos, los cuales se erigen, con frecuencia, como hemos dicho, en defensas frente a ella.

Ellen West nació a finales de julio de un año indeterminado del último cuarto del siglo XIX, de familia judía, probablemente en Norteamérica, aunque la mayor parte de su vida se desarrolló en Suiza. Era la segunda de tres hermanos. El curso biográfico de Ellen West es particularmente oscuro respecto a los 10 primeros años de su vida. Solo sabemos «que era una niña vivaracha, pero tozuda, y que siguió la escuela en su patria de origen hasta que la familia se trasladó a Europa». Aquí continuó los estudios en un colegio femenino: «era buena estudiante, le gustaba ir al colegio y era muy ambiciosa», lloraba si no conseguía el primer puesto en la clase y no dejaba de asistir a la escuela, aunque estuviera enferma. Hasta sus 16 años «sus juegos eran de muchacho; prefería llevar pantalón» y todavía se chupaba el pulgar. A partir de esta edad se volvió más femenina, aunque en una poesía del año siguiente expresaba su ardiente deseo de ser chico «porque así podría ser soldado, no temer a ningún enemigo y morir gozosamente blandiendo la espada». Se considera llamada a realizar alguna misión especial; lee mucho, se ocupa intensamente de los problemas sociales, siente profundamente el contraste entre su propia situación social y la de las «masas» y traza planes para mejorar la condición de los pobres.

A partir de los 18 años disponemos, aunque fragmentariamente, de documentos autobiográficos recogidos por Binswanger, a cuyo texto (Binswanger, 1945; May, 1967) nos remitimos en las citas, a partir de los cuales hemos reconstruido lo poco que sabemos de su historia. Una mirada atenta a esta nos descubre una existencia humana en su complejidad, más allá de la sintomatología. Esta mirada global nos permite descubrir puntos de inflexión en esta existencia que marcan el paso hacia un punto sin retorno. La representación sintética de la vida de Ellen West describe una línea de proyección que apunta fuerte en la adolescencia y juventud, pero que con el tiempo va replegándose estérilmente sobre sí misma hasta su autodestrucción.

El proyecto existencial de Ellen West (Villegas, 1998) se puede analizar detalladamente siguiendo la evolución de su ideal: un ideal que pronto experimentará la escisión entre dos mundos, el propio (Eigenwelt) y el ajeno o social (Mitwelt), por incompatibilidades mutuas. Esta lucha entre los dos mundos ideales enfrentados y su propia realidad la llevarán a la autodestrucción final. Empecemos primero por describir la representación que Ellen West hace idealmente de sí misma (Eidos). Ella es, ante todo, una mujer revolucionaria:

No soy una muñeca. Soy un ser humano con sangre roja y una mujer con corazón trepidante. No puedo respirar en esta atmósfera de cobardía e hipocresía; quiero hacer algo más y acercarme más a mi ideal, a mi magnífico ideal… ¡Libertad! ¡Revolución!No, no hablo en camelo. No hablo de la liberación del alma, hablo de la liberación real, tangible, del pueblo, de las cadenas de sus opresores. ¿Tendré que decirlo todavía más claro? Quiero un gran revolución, un alzamiento en masa que se extienda por todo el mundo y derribe todo el orden social.

Su inspiración ideológica proviene del anarquismo y nihilismo rusos (Bakunin y Pisarev) y del dramaturgo escandinavo Jacobsen, que exigían el desprendimiento de las riquezas y compartir la vida con los más pobres, junto a la ruptura del orden establecido:

¡La nota predominante a nuestro alrededor y bajo nuestra mirada es una voz tan profunda de desgracias ilimitadas! Ahí están danzando en esta sala de fiestas… y a la puerta una pobre mujer muriéndose de hambre. No le llega un pedazo de pan de la mesa de la abundancia. ¿Has visto cómo el elegante «gentleman» acompaña su conversación aplastando despacio, entre sus manos, un apetitoso bollo? Y fuera, tiritando de frío, una mujer pide a gritos un mendrugo reseco… ¿Y para qué cavilo sobre esto? ¿No hago yo lo mismo?… ¿Estás preconizando que hagamos concesiones? ¡Yo no las haré! Tú te das cuenta de que el orden social existente está podrido, podrido hasta sus raíces, sucio y ruin; pero tú no haces nada para volcarlo. No tenemos derecho a cerrar los oídos a los gritos de miseria ni a pasar de largo con los ojos cerrados junto a las víctimas de nuestro sistema. «Quisiera abandonar mi hogar y a mis padres como un nihilista ruso, para vivir entre los más pobres de los pobres y hacer propaganda en favor de la gran causa.

Sus amores auténticos tienen que ver con esa imagen revolucionaria. El primer amor romántico y el del estudiante universitario responden a una fantasía (tal vez posibilidad) de vivir una vida distinta, alternativa a la hipocresía de la vida burguesa. Este ideal era el que le impedía convertirse en la mujer de su primo Karl, con el que finalmente se desposó y a quien escribía en una carta lo siguiente poco antes del desenlace final:

En aquel tiempo tú eras la vida que yo estaba dispuesta a aceptar a cambio de mi ideal (el novio universitario). Pero era una resolución forzada, tomada artificialmente, sin haber madurado por dentro. Por eso no dio resultado. Por eso empecé a mandarle de nuevo paquetes y a mostrarme tan opuesta a ti.

La visión que tiene ella del mundo circundante (Mitwelt) configura, sin embargo, su Antieidos. Ellen West pertenece a una clase social burguesa en la que se refuerza una imagen de mujer elegante y frágil, como su cuñada, interesada únicamente por los asuntos familiares y mundanos, ajena a cualquier preocupación social:

Tengo 21 años y se supone que debo callar o sonreír estólidamente como una muñeca.

El padre le impone un marido de acuerdo con su clase social, exigiéndole una separación temporal del estudiante universitario y se espera de ella que sea una esposa y madre de los pies a la cabeza. Mediante una carta, se sincera crudamente con su esposo:

Únicamente me convertiré en tu verdadera mujer cuando renuncie finalmente al ideal de mi vida. Y esto se me hace tan difícil que hoy día estoy desesperada como hace unas semanas. ¡Pobre…, tenerte que estar decepcionando continuamente!

Del conflicto entre estas dos imágenes contradictorias y su facticidad corporal y social surge una lucha entre el destino y la libertad que adquiere tintes de tragedia. En esta lucha Ellen West cede a las presiones del medio, renunciando a su libertad:

¡Qué lástima esta mi joven vida, y qué pecado desperdiciar mi salud mental! ¿Para qué me dio la naturaleza salud y ambición? Seguramente no para ahogarla y encadenarla, ni dejarla languidecer entre las cadenas de la vida rutinaria, sino para servir a la miserable humanidad. Las cadenas de hierro de la vida vulgar: las cadenas del convencionalismo, de la propiedad y del confort, de la gratitud y la consideración, y las cadenas del amor, las más fuertes de todas. Sí, estas son las que me tienen presa, las que me impiden mi vuelo caudal, mi completa entrega al mundo del sacrificio y la lucha por la que suspira toda el alma. ¡Oh, Dios, el terror me está volviendo loca, un terror que es casi una certeza! La conciencia de que en último término lo voy a perder todo: todo el valor, toda mi rebeldía, todo impulso de eficiencia; y que estas cadenas que constituyen mi pequeño mundo me van a hacer floja, miedosa y mezquina como ellas mismas.

Así continúa en su diario, escribe Binswanger (1945), aireando el odio que siente contra el lujo y la buena vida que le rodea y lamentando su cobardía y su debilidad al no ser capaz de superar los obstáculos y sobreponerse a las circunstancias, y al dejarse ablandar, tan joven, «por la fealdad y el aire viciado de la rutina diaria». Hay en este abandono progresivo de sus ideales auténticos un fracaso en la realización histórica de sus proyectos y una renuncia a asumir su propia responsabilidad. En efecto, sus ansias de transformar el mundo de una manera radical se concretan en la creación de una biblioteca infantil y en el trabajo en guarderías y agencias sociales. Nada que sea comparable con la Revolución de Octubre. El trabajo viene a ocupar en su vida no un lugar de transformación de la realidad, sino el de «adormidera» de las inquietudes.

¿Qué seríamos sin el trabajo? El trabajo es el opio contra el sufrimiento y el dolor. ¡Oh trabajo, tú eres sin duda la bendición de nuestras vidas…! Ahoga en el trabajo las voces de protesta. Llena tu vida con deberes. No pensaré tanto: no será el manicomio mi último domicilio.

Deja sus decisiones más importantes en manos de los demás, sin atreverse a asumir las riendas de su propia existencia. En realidad tiene miedo a estar sola, no se aleja ni un momento de sus padres, la acompaña su nodriza a todas partes, e incluso su marido se interna con ella en el sanatorio. Se fía más del criterio ajeno que del suyo: la propia sintomatología anoréxica se inicia a propósito del comentario de las amigas sobre unos kilos de más. Su dependencia del mundo circundante es cada día mayor: «Aunque de pequeña prescindía en absoluto de la opinión de los demás, ahora está totalmente pendiente de lo que piensan los otros sobre su aspecto y su obesidad» observa Binswanger (1945) el 22 de enero del último año de su vida. Ellen West transforma su ideal de cambiar el mundo por el de cambiar su propia naturaleza, sacrificando su cuerpo en honor de aquel:

Algo en mí se rebela contra la idea de ponerme gorda, de ponerme sana, de desarrollar unos mofletes rojos, de convertirme en mujer sencilla y robusta, como corresponde a mi verdadera naturaleza… En todos los puntos soy sensata y tengo claridad de ideas; solo en este estoy loca; estoy arruinándome en mi lucha contra mi naturaleza. La fatalidad me quiso obesa y fuerte, pero yo quiero ser estilizada y delicada.

Su existencia ideal solo es posible idealmente y no encuentra puntos de anclaje en la realidad. Desde su enrocamiento narcisista, Ellen West no acepta la facticidad y por eso quiere huir de este mundo. La muerte no es para ella el límite de la vida que posibilita el despliegue de la existencia, sino el fin que la niega.

La muerte es la mayor felicidad en la vida, si no la única. Sin la esperanza del fin la vida sería intolerable. Lo único que me consuela un poco es la certeza de que tarde o temprano vendrá la muerte.

Ellen West pasa del deseo romántico de morir joven por alguna causa digna y gloriosa –«los favoritos de los dioses mueren jóvenes»– a considerar indecorosa su vida e indigna de ser vivida:

La vida se ha convertido para mí en un campo de concentración, y yo ansío la muerte con el mismo ardor con que el pobre soldado cautivo en Siberia ansía regresar a su patria… ¡Karl, si me quieres, dame muerte!

Esta negación de la propia existencia se polariza en el cuerpo con el que se halla fundida y se transforma en una lucha absurda por comer y «descomer»:

Mi yo interior está tan íntimamente fusionado con mi cuerpo, que ambos forman una unidad, constituyendo juntos mi «yo individual», nervioso ilógico. Mis pensamientos están fijos exclusivamente en mi cuerpo, mi comida, mis laxantes.

Lo que hace que se detenga «todo desarrollo interior y toda vida real». Su ideal revolucionario –«antiguos planes e ilusiones que nunca llegaron a realizarse»– se han transformado en una «idea fija»; primero, la de no engordar, para ser sustituida después por «el ideal de ser delgada, de carecer de cuerpo». Esta idea se va a convertir en el tema dominante de su existencia. Así se lo hace saber a su marido durante una de las largas caminatas que emprenden juntos. Este tema ya no la abandonará, y a partir de los 32 años ocupará prácticamente todo su espacio existencial:

Sentí que todo mi desarrollo interior se paraba, que se cegaba totalmente el manantial de vida y expansión, porque se había apoderado de mi alma una sola idea, algo indeciblemente ridículo. Como mi único criterio de acción era averiguar si una cosa me engordaba o me enflaquecía, pronto perdieron las cosas su significado intrínseco.

Esta es una óptima definición de «tema»: un «criterio de acción o de organización de significado». Cuando en una vida existe un solo y único criterio de acción, entonces podemos decir que esta existencia esta tematizada y una existencia tematizada es una existencia alienada (Muchielli, 1967):

Yo quería averiguar los impulsos desconocidos que eran más fuertes que mi razón y que me forzaban a organizar toda mi vida de acuerdo con una pauta que me daban hecha. El objetivo de esta pauta era adelgazar. Cuando intento analizar todo eso no saco nada en limpio, sino cualquier teorización, cualquier elucubración… Pero ¿dónde, dónde está realmente la equivocación?

Intentando dar respuesta a esta pregunta, Binswanger (1945) sitúa el error de Ellen West en su rebelión contra el propio destino, contra la forma en que la persona ha sido «lanzada a la existencia». En estos casos la existencia pretende ser distinta de lo que es y lo que puede ser, con lo que va contra su estructura, intentando romper sus moldes, a la vez que se aferra desesperadamente a su propio ser. Pero esta estructura no puede romperse y menos destruirse sin reafirmarla una y mil veces, aunque de una forma anormal.

Si la persona queda fijada a esta forma inauténtica de existencia, a esta afirmación negativa de sí misma, pierde la elasticidad necesaria para acomodarse a la situación interna y externa. Ello sucede porque el vacío existencial que se produce es ocupado inexorablemente por el Mitwelt, la regulación heteronómica o socionómica. El Mitwelt no responde a la idiosincrasia de una persona, sino al estándar común a las otras personas extrañas y, como tal, le es ajeno, aunque termina por poseerla.

Con ello, el Yo se ve sometido a la apreciación de los demás, supeditado a la valoración del mercado; en otras palabras, queda objetivado o alienado. Como resultado, pasa a ocupar el primer plano el elemento que más se presta a la objetivación, el cuerpo. El cuerpo por su dimensión pública y observable se convierte, de este modo, en el elemento de controversia entre el mundo propio y el ajeno.

Esto es así, efectivamente, en el caso de Ellen West, la cual, en su intento desesperado por ser distinta de lo que es, llega a pedir al Creador «que la cree por segunda vez, pero un poco mejorada», y como ello no sucede, termina por eliminar «la manzana de la discordia», su propio cuerpo, dándose muerte de forma calculada y fría, después de haberse puesto en paz consigo misma y su apetito.

Ella había temido que al engordar disgustaría a su novio anterior (el estudiante) y, en todo caso, identificaba la delgadez con un tipo más distinguido e intelectual y la gordura con un tipo de judío burgués. Cuando se enteró, por el dictamen del ginecólogo, que no lograría sus aspiraciones como madre de llegar a tener hijos, a pesar de renunciar al más alto tipo de intelectualidad, «entonces decidió vivir para su idea sin inhibiciones y empezó a tomar grandes dosis diarias de laxantes».

Ellen West tenía clara consciencia de haber cometido un error, el de haber confundido su «ideal con una ficción». Esta ficción era la delgadez. La delgadez era el punto de encuentro que le permitía ser idealmente espiritual (revolucionaria) y ser aceptada socialmente (burguesa); no podía verse a sí misma en ninguno de los mundos si no era bajo el prisma de la delgadez. Pero ese ideal la imposibilitaba ser, realmente, ella misma: una mujer de carne y hueso, revolucionaria, activa, esposa y madre.

Lo que rechaza Ellen West no es el alimento, sino la materialidad, aunque no tiene otro campo de batalla que una corporalidad escindida entre las dimensiones gordura/delgadez. Como no puede ser inmaterial intenta ser máximamente delgada. Su obsesión es ponerse «cada vez más delgada», hasta carecer de cuerpo.

Ellen West quiere ser delgada porque le repugna la materia. En realidad desearía «carecer de cuerpo». De modo que rechazando la corporalidad (atributos corporales, sexo, gordura, etc.) rechaza propiamente la corporeidad (ser cuerpo). ¿Qué conseguiría si imaginariamente pudiera llegar a existir careciendo de cuerpo? Pues la superación de los límites e, incluso, de las necesidades y a la vez la posibilidad de derribar el mundo burgués que odia. La realización perfecta del nihilismo. Podría reconciliar de este modo el mundo propio (Eigenwelt) y el mundo social (Mitwelt).

La respuesta a la importancia que podía tener para ella la espiritualidad o incorporalidad debería ser descubierta en interacción con la dialéctica de su existencia personal. Podría tener que ver algo, probablemente, con su deseo absoluto aut Caesar aut nihil, de muerte prematura y elección divina: «los favoritos de los dioses mueren jóvenes». Podría reducirse, probablemente, y en última instancia, al deseo universal de todo existente de llegar a ser un ser-en-sí-para-sí, en una imposible autoposesión total y absoluta, para evitar llegar un ser-para-los-demás, un objeto de su deseo o de su control.

A cambio de esto, Ellen West fue cediendo cada vez más el control de su existencia a los demás, mientras se dedicaba obsesivamente a controlar los alimentos que ingería y los laxantes que había que tomar después. Esta compulsión anuló en ella cualquier otro ámbito de interés e iniciativa. Su rebelión iba dirigida contra cualquier forma de control, si bien terminó dependiendo totalmente del entorno hasta que se suicidó, último acto de afirmación e independencia.

Continúo viviendo solamente por un sentido de deber para con mis parientes. Ya la vida no tiene encantos para mí. Dondequiera que mire no encuentro nada que atraiga mi interés. Todo me parece gris y tristón. Como me he enterrado dentro de mí misma y no puedo ya amar, mi existencia es solo una tortura… Lo que antes me parecía una meta en la vida, toda la cultura, todo el esfuerzo, todas las realizaciones son ahora oscuras, abrumadoras pesadillas que me aterran.

Ellen West quería enfrentarse a su mundo y asumir su responsabilidad. No supo hacerlo y se suicidó. Estaba enredada en el círculo de comer/no comer, que era doblemente incompatible con el mundo propio y con el mundo social. De este modo rechazaba la facticidad natural e histórica. Hubiera podido desclasarse con relativa facilidad, renunciando a su estatus social, pero no cambiar su naturaleza, por más que se empeñó en ello. La alternativa era no comer con lo que se acercaba a su ideal de trascendencia nihilista (Eigenwelt), pero entonces se parecía cada vez más a una muñeca, lo que satisfacía su imagen narcisista que, al mismo tiempo, rechazaba ideológicamente.

Finalmente toma «las riendas de su vida». Se suicida después de ponerse en paz con su glotonería. Como antecedentes inmediatos, tenemos varios intentos de suicidio –hasta cuatro– en un año, acompañados de internamientos en la clínica psiquiátrica, de dos tratamientos psicoanalíticos sucesivos, de visitas a varios psiquiatras y, finalmente, de la vuelta a casa, que es cuando se produce la muerte por sobredosis en la noche del domingo al lunes de Pascua. A destacar, como escribe Binswanger (1945), que la tarde anterior a su muerte «toma crema de chocolate y huevos de Pascua; da un paseo con su marido…; se encuentra de un humor positivamente jovial; parece haberse disipado hasta el último vestigio de tormenta.»

Esta es la alternativa que Ellen West escogió, fiel a su narcisismo, antes de volverse «vieja, gorda y fea». Narcisismo que subyace a tantas depresiones originadas por un fracaso en la proyección del propio yo, que solo puede aceptarse si se corresponde con la imagen reflejada en un imaginario colectivo, socialmente compartido. Tendencia que no cesa de reforzarse en nuestra sociedad de la imagen y que encuentra su equivalente en el estribillo de la canción de María Isabel López: «Antes muerta que sencilla», que nos ha servido para dar título al caso de Ellen West, con el que una niña de 9 años embaucó a un auditorio, dispuesto a jalear la cosificación de la mujer.

3.1. Indicaciones para el procedimiento terapéutico

La esencia de la terapia de la depresión consiste en el análisis del proyecto existencial, que complementa las indicaciones operativas que hemos dado para toda terapia en general, a propósito del caso anterior (cfr. 2.1). Ofrecemos aquí algunas pautas para llevarlo a cabo, más allá de las deducciones que el lector pueda haber sacado hasta el presente de la lectura del caso. Estas son, de modo esquemático, las siguientes:

  1. Obtener un relato biográfico de la vida del sujeto. Este se puede conseguir a través de la escritura de diarios, de composiciones expresamente solicitadas con esta finalidad, de la recopilación de los datos biográficos extraídos de las primeras entrevistas, de entrevistas semidirigidas o semiestructuradas, de la confección de la línea o historia de vida, etc., como hemos desarrollado en el capítulo segundo de este mismo volumen.
  2. Identificar con la ayuda del paciente y/o del análisis del discurso, los temas o categorías que estructuran esta existencia y el modo en que llegan a sobredeterminarla, eliminando cualquier grado de indeterminación y, por tanto, de libertad. Por ejemplo, la materialidad en Ellen West, es decir, la preocupación por el peso, encarnada en las prácticas restrictivas y purgativas en relación a las comidas, como método para llevar a cabo «la voluntad de carecer de cuerpo».
  3. Comprobar la dimensión evolutiva de esta temática, es decir, el modo en que a través del tiempo ha ido evolucionando hasta ocupar todo el espacio existencial y ahogar cualquier otra posibilidad de evolución. En este análisis evolutivo puede ser útil considerar el desarrollo de esta temática en los diversos mundos natural, social y personal.
  4. La recuperación de la dimensión evolutiva permite, generalmente, comprender la esencia del proyecto existencial y su concreción en un proyecto histórico. Por ejemplo, Ellen West, desde su reflejo narcisista, quería cambiar el mundo, puesto que se consideraba escogida por los dioses para esta misión (proyecto existencial). Esto le permitía idearse en el mundo como revolucionaria y justificar su rechazo a la sociedad burguesa (proyecto histórico), en realidad, una forma de materializar su rebelión adolescente respecto a su familia y al mundo social que representaba.
  5. Identificar con la ayuda del paciente los momentos de inflexión de este proyecto que han conducido a su fracaso. Por ejemplo, en el caso de Ellen West, el aceptar casarse con su primo Karl supuso un compromiso definitivo con el mundo burgués y una renuncia a la lucha social.
  6. Evaluar las consecuencias que la renuncia al proyecto histórico ha conllevado respecto al proyecto existencial. Para Ellen West el rechazo a la sociedad burguesa se tradujo en un rechazo al propio cuerpo, hasta su aniquilación, primero a través del ayuno y, finalmente, del suicidio. La razón de este desplazamiento de lo social a lo corporal parece residir en el mantenimiento de la rebelión inicial que fracasó en sus objetivos, pero que no evolucionó como posicionamiento existencial. Dado que gorda y fértil equivalía, para ella, a ser una esposa burguesa, Ellen escogió ser delgada y estéril (anoréxica), como forma de expresar su rebelión.
  7. En el caso de que sea posible, recuperar el proyecto histórico para evaluar de qué modo podría continuar vigente en la actualidad. Es posible que el paso de los años y el desarrollo de los acontecimientos lo hagan inviable. Por ejemplo, puede que Ellen West, a sus 33 años, ya no tuviera ninguna oportunidad para hacer la revolución o que incluso lo sintiera como una bravuconada de juventud y, en consecuencia, lo considerara un proyecto idealista y romántico, totalmente fuera de época y lugar. En cualquier caso conviene retomarlo para llevarlo a cabo, redefinirlo de modo operativo o dotarlo de una nueva dimensión.
  8. Liberar el proyecto existencial de su estancamiento requiere, con frecuencia, introducir modificaciones en las condiciones fácticas de la existencia. Dado, por ejemplo, que Ellen West empezó a renunciar a su proyecto a partir de acceder a casarse con su primo Karl, es evidente que sería preciso reconsiderar el sentido de la continuidad de la relación con él. Eso no significa necesariamente la ruptura del matrimonio, pero sí la renegociación de los términos de la relación.
  9. La reconsideración del propio posicionamiento en la existencia suele ir acompañado del cuestionamiento del significado de los síntomas, los cuales dejan de obedecer a un mecanismo autónomo, ajeno a la propia conciencia, para volver a caer en la esfera de la voluntad. Por ejemplo, si, como en el caso de Ellen West, el cuerpo se liberara de la necesidad de encarnar la lucha por no ser burguesa, la obsesión por el ayuno dejaría de ejercer su predominio y el organismo volvería a apropiarse de sus apetitos. En efecto, esta es la sensación que Ellen West experimenta pocas horas antes del suicidio, cuando decide dejar de luchar contra el destino y se siente libre para comer a gusto.
  10. Una existencia tematizada generalmente deja tras de sí un gran vacío, cuya recuperación requiere un nuevo posicionamiento en la existencia. Este vacío puede verse como una pérdida narcisista, pero desde el punto de vista terapéutico es una gran oportunidad para volver a decidir de una forma más consciente y desde una profunda experiencia de sufrimiento un modo de estar en el mundo mucho más satisfactorio y congruente.
  11. Identificar los sistemas de regulación moral que están manteniendo el síntoma. Por ejemplo, en el caso de Ellen West, la proyección narcisista de su ideal como el deber de ser revolucionaria se convierte en un imperativo (regulación heteronómica) que bloquea cualquier evolución de su biografía vital. Renunciar o fracasar, de repente, en este ideal supone caer en el vacío de una depresión, donde la existencia no tiene otra razón de ser que esta.

Trabajar con la depresión en terapia, significa, pues, recuperar el proyecto existencial, reconstruyendo las bases sobre las que sustentar la autoestima ontológica y otorgando un nuevo sentido a la existencia. Y esta tarea implica salir del victimismo, superando la vana esperanza de la reparación o restitución de lo debido: el amor que no recibió el niño, la ausencia que causó una pérdida relacional por muerte o abandono, el fracaso que siguió a un empeño baldío en el ámbito personal, relacional o profesional. Para el depresivo podría valer aquella inscripción que Dante lee sobre la puerta del infierno en La Divina Comedia: «Lasciate ogne speranza voi ch’entrate», «abandona cualquier esperanza si entras aquí». La salvación para el depresivo no va a venir de fuera; tendrá que aprender a generarla desde dentro, conectando con su tristeza para encontrarse a sí mismo, aprendiendo a quererse de forma incondicional, puesto que ha perdido el reconocimiento social y afectivo externo, comprometiéndose consigo mismo y con el mundo.

4. La depresión específica

Detrás de toda depresión se puede identificar una pérdida, una ausencia o una carencia fundamental para cada persona. Algunas de estas carencias o ausencias se pueden llamar originarias, por cuanto se detectan en los inicios de la historia del sujeto. Otras se producen con posterioridad, por traición, abandono, muerte, fracaso, desilusión o impotencia, dando origen a depresiones relacionadas con estas pérdidas a las que hemos denominado específicas, como por ejemplo, la depresión asociada al duelo. En el trabajo terapéutico con la depresión habrá que tener en cuenta la elaboración del duelo, el cual muchas veces, como dice Cancrini (2003), prefiere ocultarse bajo síntomas somáticos (insomnio, dolor de cabeza, inapetencia, etc.) o motivacionales (desgana, desilusión, etc.), antes que ponerle palabras al dolor.

El proceso de elaboración del duelo es un trabajo costoso que implica dolor y tiempo. A veces da la impresión de que el sufrimiento no se ha de acabar nunca, pero si se elabora bien y no se le escatima, es posible ver la luz al final del túnel. En este proceso la aflicción es grande: se recuerda a la persona que ya no está al lado y la relación que se tuvo con él y que ahora se echa de menos; es mediante esta tarea que se superará la pérdida.

Cada vez que algo se va deja lugar a lo que sigue, y es la toma de consciencia de la verdadera ausencia y el contacto con ella, lo que permitirá luego la aceptación de la nueva realidad; en este proceso se sentirá un gran vacío que solo se podrá llenar mediante un curso doloroso y a veces largo. No se puede decir cuánto tiempo se puede tardar en superar una separación, una ruptura o una muerte real, pues este proceso depende de cada persona, y solo esta sabrá cuando ha logrado superarlo.

El proceso de duelo se puede explicar en varias fases, denominadas diversamente según distintos autores (Ross, 1989; Worden, 2004; Neimeyer, 2002), pero que en términos generales hablan de «sorpresa o shock iniciales, negación, negociación (cuando ello es posible), rabia, tristeza, aceptación y reorganización o reconstrucción», aplicables también para cualquier situación de cambio (sin necesidad de que se dé una muerte física). Estas fases pueden considerarse como pasajes casi universales, aunque con diferencias personales en el ritmo, la secuencia, la duración y la intensidad de las vivencias, dado que no tienen por qué darse de forma unidireccional, pudiendo producirse saltos de una fase a otra, variar el orden, solaparse unas con otras, pasar por todas o solo por algunas de ellas…

Lo más habitual, al hablar de estos temas, es referirse de forma preeminente a los procesos de duelo por muerte de un ser querido. En la primera parte de esta obra ya hicimos mención de algunos procesos de duelo como el caso de Raquel (Villegas, 2011, pp. 285-291, 443-447 y 465-470), que nuevamente vuelve a ser objeto de atención en este volumen (capítulo 12), quien desarrolló durante el transcurso terapéutico un duelo anticipado por la muerte de su padre y un duelo, a su vez, por la pérdida de sus creencias religiosas. O el caso de Alfredo (Villegas, 2011, pp. 281-284) quien simultáneamente sufrió diversos tipos de pérdida: relacionales, proyectuales, materiales y personales, al romperse su matrimonio, quedarse sin trabajo y sin casa, y perder a sus padres. Sin embargo, la elaboración del duelo se halla presente en otros muchos tipos de pérdidas, por lo que no vamos a repetirnos aquí, sino que vamos a considerar otros casos o situaciones, como la pérdida amorosa por abandono o infidelidad.

El descenso a los infiernos

En su trabajo de adecuación de estas experiencias de duelo al caso de mujeres abandonadas por sus parejas, Pilar Mallor (2006) las describe con la ayuda de fragmentos del diario de Paula, a cuyo proceso nos referimos ampliamente en el primer volumen de esta obra (Villegas, 2011, pp. 341-345 y 471-474) que ilustran cada uno de estos pasajes, contribuyendo a hacer más comprensible la dureza pero también el significado del proceso y su relación con las fases del duelo. Hemos conservado las fechas del diario, escrito a cuatro manos entre paciente (en cursiva) y terapeuta (en redonda), para que pueda constatarse de forma más clara la secuencia de cada una de las fases: negación, depresión, rabia, aceptación, reconstrucción.

a) Negación: rechazo ante la pérdida. Negación de sentimientos y disociación emocional ante la realidad de la separación: «no puede ser verdad que a mí me ocurra esto».

23 de octubre: Mi pareja me ha dejado; aún no me lo creo, pero es así, se ha ido. Me siento perdida y muy angustiada (sorpresa). Dice que dependía demasiado de él, que se sentía ahogado, atado, castrado y esa sensación le hacía sentirse infeliz. Parece ser que seis años de matrimonio no son suficientes como para reconsiderar la situación. No hay marcha atrás, lo tiene muy claro y dice que se va. Que necesita pensar por uno y no por dos, huir de este presente y evadirse de la realidad.

Yo solo lloro. No me puede estar pasando a mí, con lo felices que éramos. Y ahora, ¿qué haré yo sin él?, me moriré, no podré hacerme cargo de mi vida, él lo era todo para mí. Si mañana no despierto no importa, igual me da morir que vivir. A lo mejor necesita tiempo, y se dará cuenta de lo que le importo y volverá, no puede ser definitivo, tiene que volver (intento de negociación).

La primera emoción a la que tiene hacer frente el desamor en esta fase es la sorpresa, la básica y olvidada sorpresa. La temida sorpresa que nos deja descolocados, fuera de juego, desconcertados, como un mazazo en la cabeza, sin el control ilusorio que creíamos tener de la situación. Lo inesperado, la sorpresa de difícil manejo, que nos lleva a preguntarnos en qué hemos fallado, si hemos sido demasiado ingenuos al no ver formarse la tempestad, si tenemos la culpa o si nos lo hemos merecido porque no valemos nada. Es un momento en que todavía no sabemos qué dirección seguir ni qué hacer; en este momento cualquier reacción humana es comprensible, desde la negación a los intentos desesperados e inútiles de volver las manecillas del reloj atrás, justo al momento antes, para poder ver o anticipar de alguna manera la situación que se ha desencadenado totalmente al margen de nuestra voluntad y de nuestra consciencia, con la vana ilusión de poder hacer algo para evitarlo. Pero ya es tarde, no hay nada que hacer. Esta constatación nos aproxima a una sensación de impotencia que es la precursora de la tristeza y la rabia.

b) Depresión: retiro del mundo, reflexión del significado de la vida. Fase de desorganización y desesperanza.

11 de noviembre. He llegado a tocar lo más profundo de los infiernos y siento mucho calor. Lo que más impresiona de estar aquí son los sentimientos con los que te encuentras: sufrimiento, angustia, impotencia, perdición, soledad, un conjunto de sinsentidos, una falta de ilusión hacia todas aquellas cosas que algún día hicieron que mereciera la pena vivir. En estos momentos todo me resulta indiferente, como si estuviera vacía. Me aterra pensar lo que será de mí sin él, ¿qué sentido tiene mi vida, si él no está a mi lado?

La oscuridad lo cubre todo, como si una enorme niebla te impidiera ver la realidad; el calor hace que te deshidrates, que te ahogues y pierdas el apetito (depresión). Al principio de estar aquí nada parece tener solución y crees que tu suerte está echada y que permanecerás en ese lugar eternamente, pero cuando tus fuerzas flaquean e irremediablemente parece que vas a sucumbir a esa terrible angustia, aparece una luz a lo lejos, pequeñita y muy tenue, pero suficientemente poderosa como para hacerte creer que todavía hay esperanza…

Es en este momento cuando se hace evidente la pérdida, dando paso al duelo y a la tristeza: se ha perdido un proyecto de vida, se ha desmoronado un hogar, décadas enteras de nuestra vida parecen haberse esfumado en la nada, las expectativas y proyectos de futuro se han diluido como la niebla matinal; todo aquello que parecía dar sentido a la vida, se va por los suelos, parece que ya nada interesa, que nada motiva, que nada tiene sentido…

c) Rabia: cólera, rabia, ira: ¿Por qué a mí? Sobresalen los sentimientos relacionados con la pérdida. Inquietud y cólera dirigida a quienes se considera responsables de la pérdida.

10 de enero. Y entonces, poco a poco, sales de las profundidades de la tierra y empiezas a vislumbrar lo que te parece que puede ser la luz del sol, pero aun así, sabes que el camino es largo y que el sufrimiento te va a acompañar durante un buen tiempo aunque con menor intensidad, pues sientes que la meta está más cercana. Las secuelas de haber permanecido en el infierno durante tanto tiempo no desaparecen en dos días, pues las quemaduras duelen y el humo se anquilosa en tus pulmones. Durante este proceso piensas en él, en lo absurdo que es estar vivo, sin el alma de su cuerpo, sin su latido, y que a veces sientes tanto odio que ni tan siquiera te atreves a mostrarle tu desprecio.

20 de abril. Hoy es mi cumpleaños y no me ha llamado. Hace seis meses que me dejó y todavía no sé nada de él, casi no ha dado señales de vida. Yo esperaba que me telefoneara y me felicitara; es como si no le importara, después de seis años de matrimonio. No puedo soportar esta rabia; no entiendo nada; ‚cómo ha podido hacerme esto a mí?; no me lo merecía, tantos años juntos compartiendo tantas cosas, para nada. Si lo tuviera delante le pegaría, le chillaría, le diría de todo, (rabia) pues las cosas no se pueden hacer tan mal, sin explicaciones, de repente, como si le diera todo igual.

Sientes confusión y a veces pierdes la perspectiva de las cosas, pero ahora sé que tengo que elaborar varios duelos, muy distintos pero necesarios. Uno tiene que ver con la pérdida de mi pareja y otro con el de la dependencia que sentía hacia él. Ahora me planteo si realmente quería tener a mi chico a mi lado solo por amor o también por mi propia inseguridad. Tengo la sensación de que no me queda sino empezar de cero, pues él ya no está y me cuesta funcionar. Había delegado en él muchas funciones de las que ahora yo tengo que ser la única responsable. Ahora tengo que reconstruirme.

El llanto, la rabia, las acusaciones de ingratitud son rasgos de esta fase y deben de ser entendidos como expresiones de la imperiosa necesidad de encontrar y recuperar a la persona perdida. La rabia es la tercera emoción del desamor, es el fuego que va a permitir reducir a cenizas la impotencia. Esta rabia al principio toma varias direcciones: contra sí mismo, contra el causante de nuestra desesperación, contra la situación y a veces contra el mundo entero. La rabia contra sí mismo toma la forma de culpabilidad y de desprecio; uno se siente devaluado; si me han dejado es que no valgo. La función transformadora de la rabia contra sí mismo es cambiar la impotencia por decisión, separar lo esencial de lo aparente.

d) Aceptación. La aceptación de la pérdida conlleva una redefinición de sí mismo y de su situación; desempeñar papeles nuevos y adquirir nuevas habilidades, mirar hacia afuera.

8 de mayo. Estoy triste y me siento muy sola. Echo de menos todos aquellos momentos que pasaba a su lado: un paseo por las ramblas, un helado en aquella cafetería que tanto nos gustaba, una cena romántica en casa viendo su programa favorito, un «te quiero», ese beso que me daba todas las mañanas antes de irse a trabajar, los viajes por lugares lejanos, el hoyito que se le hace en la mejilla cuando sonríe…

Son tantas las cosas que compartíamos y tan pocas las que hago ahora sin él. Cada día toco la soledad; al principio intentaba huir de ella, pero ahora casi se ha convertido en mi amiga, es mi compañera de viaje, y gracias a ella he conseguido darme cuenta de mis errores, de los de los demás y de los cambios que voy a tener que hacer para superarme y quererme un poco más.

Después de haber llorado cada pérdida, después de elaborar el duelo más emocional, después de habernos animado a soltar, viene el encuentro con uno mismo, gracias a la experiencia vivida en el proceso. No hay pérdida que no implique una ganancia, un crecimiento personal, nuestra maduración, el pasaporte para vivir mejor. Al dejar de huir compulsivamente de los aspectos duros de la vida, al asumirlos, se puede alcanzar un estado de paz interior.

e) Fase de reorganización: proceso de reconstrucción. La tarea de elaboración del duelo no termina con la aceptación, sino que requiere un replanteamiento de la existencia en el que los objetos perdidos están ausentes y solo pueden subsistir en el recuerdo.

20 de julio. Me estoy dando cuenta de muchas cosas y algunas no son fáciles de asimilar, pero creo que gracias a ellas podré realizar un cambio importante en mi lucha hacia la autonomía. Mi terapeuta dice que la tristeza es la emoción que nos hace conectar más con nosotros mismos y debe de ser verdad, porque ya no me quedan lágrimas que sacar; estoy contenta porque ahora creo que cada camino de cada lágrima llevaba a un lugar maravilloso, llamado libertad. Libertad para creer en mi misma, para actuar como quieras, para poder decir lo que te apetezca, para poder confiar en ti.

Al final de este proceso tan duro llegas a comprender que mereces que te quieran por lo que eres y por lo que no eres, y sobre todo, aprendes que la lucha que has emprendido por llegar a ser autónoma es el mejor de los regalos que puede hacerte la vida, aunque para ello hayas tenido que tocar lo más profundo de los infiernos. Hay que atravesar la tristeza para poder serenarse y poder crear tu propio criterio.

26 de noviembre. Ha pasado más de un año desde que estoy sin pareja, y me siento como una gran superviviente; releo mis diarios y a veces me cuesta creer cómo he podido llegar hasta aquí sin haber muerto en el intento. La travesía ha sido muy larga y a veces las tormentas y las terribles mareas casi logran que el barco naufrague, pero a pesar de las adversidades (soledad, vacío, tristeza, angustia, ansiedad, desesperación, impotencia, inseguridad, etc.) aquí estoy, escribiendo en mi diario, y ahora sé que el sufrimiento es la experiencia del dolor, que hay que tocarlo, entenderlo, saber cuál es su origen, porque el sufrimiento es crecimiento. En relación con esto, vienen a colación las palabras que me escribió mi terapeuta y que no olvidaré nunca, pues me ayudó a comprenderme mejor y a entender que de cualquier crisis se sale, pero solo atravesando el dolor:

«Sufrir esta separación es legítimamente doloroso, es decir: produce un daño o una pérdida reales y deriva necesariamente en un duelo; pero al igual que el duelo sigue un proceso de sentimientos contrastados (incredulidad, rabia, tristeza, impotencia, depresión) puede derivar finalmente en aceptación y transformación. Esta es la mayor utilidad del dolor, la capacidad de transformarse, como el fuego en la fragua que forja el hierro. Y como decía Nietzsche «el dolor que no destruye nos hace más fuertes». No es deseable el dolor en nuestras vidas, pero sí inevitable… Las experiencias dolorosas de pérdida o de separación, te ponen en situación de transformar este dolor o sufrimiento en capacidad y autonomía. Esta es una tarea que se plantea generación tras generación, puesto que el crecimiento implica el pasaje de la dependencia a la independencia, crear las condiciones para que germinen las potencialidades con las que hemos nacido y las que vamos desarrollando a través de sucesivas etapas de crecimiento, tanto físico como personal y social.

Este es el beneficio que puede derivar de tu dolor en un proceso transformativo: mayor acercamiento y contacto contigo misma, mayor aceptación y amor incondicional, mayor decisión y autonomía, mayor independencia y capacidad, mayor conocimiento experimental de ti misma y del ser humano, mayor fortaleza y serenidad.

Solo se curará el dolor si se experimenta plenamente, pues no existe la píldora mágica que nos libre de él. Llenar el vacío es un proceso lento de paradas y nuevos comienzos, de éxitos y de fracasos, de desesperación y esperanza. No existen los atajos. Pero la vida sigue y hay que recomponerse. Esto exige poder planificar una vida sin la persona ausente, desde una perspectiva autónoma, en función de las propias necesidades y deseos».

Solo necesitas ser consciente de que tú eres la vida, de que la vida solo existe porque tú existes: tu esencia, tu ser. Crecer es ser consciente de que vives. Mira lo que miras, escucha lo que escuchas, siente lo que sientes y estarás ahí, percibe, simplemente percibe y estarás ahí. El día que comprendamos que la vida nos pertenece, comenzaremos a vivirla según nuestros deseos y seremos los dueños de nuestra propia existencia.

Resumen

La patología específica de la prenomía es la depresión. La vuelta a la regulación prenómica es un recurso al que se acude con frecuencia cuando la regulación dominante, heteronómica o socionómica, fracasan en su intento de mantener inalterable el funcionamiento del sistema o si la proyección narcisística anómica se ve abocada al fracaso. Manifestaciones de esta «regresión» prenómica son las actitudes victimistas o de abandono, el resentimiento, la involución y el retiro social, la aparición de enfermedades psicosomáticas de todo tipo, desde el insomnio a la proliferación de respuestas tumorales del organismo, dolores musculares, cefaleas, etc. o bien otras formas más sutiles e imprecisas de sintomatología física o psíquica como anhedonia, deseo sexual hipoactivo, aislamiento social, inapetencia, desmotivación, postración y hasta ideas y/o intentos de suicidio. En el capítulo se consideran tres casos de depresión, a los que hemos designado como depresión manifiesta, encubierta, indistintamente de su naturaleza originaria o reactiva, y la específica, subsiguiente a un proceso de duelo, con las indicaciones para su tratamiento terapéutico y la descripción de su proceso.


9. La integración anómica

Los conceptos morales

se fundamentan en las

emociones y los contenidos

de una emoción caen

absolutamente fuera de la

categoría de verdad.

EDWARD WATERS (1906)

Origen y desarrollo de las ideas morales

1. La función de la integración anómica en el conjunto del sistema de regulación moral

Al igual que la autonomía requiere de la capacidad de satisfacción de las necesidades prenómicas desde una autogestión adulta a fin de llevar una vida independiente de los demás, tanto a nivel funcional como emocional, exige también la formación de un núcleo volitivo, constitutivo del yo, que tiene su origen evolutivo en la fase anómica. Como decíamos en la primera parte de esta obra (Villegas, 2011) desde el punto de vista evolutivo: «la anomía es fundamental para la constitución del Yo como sujeto. Las personas que en su vida adulta carecen de un núcleo volitivo arraigado en la anomía presentan un déficit que solo podrán superar con un trabajo supletorio, como una terapia. Dependiendo de los avatares del proceso de formación, la anomía podrá alcanzar un nivel de integración en la estructura global del sistema moral que pueda considerarse compensada o descompensada. En el adulto, la anomía compensada será el equivalente a la espontaneidad y la descompensada, a la impulsividad».

Aunque en algunos casos la desregulación anómica ya se hace evidente en el período evolutivo propio de la infancia, el pasaje de la heteronomía a la socionomía, es decir, el inicio de la adolescencia y de la juventud, es el período crítico en que esta suele manifestarse de forma más conflictiva. En el momento de iniciar el proceso de socialización, el adolescente se encuentra con unos referentes externos caracterizados por la ruptura respecto a la tutela normativa parental, que le remiten como única fuente de regulación interna al mundo pulsional, característico de la fase anómica, potenciado por una nueva y potente oleada desestabilizante debida a la eclosión puberal. Esta mezcla explosiva (ausencia o rechazo de control parental) y surgimiento de todo el potencial pulsional, sitúan al adolescente en un momento de crisis característico, orientado a culminar en la integración de la anomía en un contexto socializado. Este, sin embargo, está constituido por sus propios coetáneos que, en pleno desvarío, se hallan en su misma situación, empeñados en la búsqueda de su propia identidad en un mundo que mira al futuro, todavía por hacer, para el que los modelos anteriores parecen carecer de valor orientativo.

No es esta una tarea fácil, puesto que supone generar formas interiorizadas de autocontrol en sustitución de las externalizadas, representadas por la heteronomía paterna, que ahora se hallan en crisis. Si pudiéramos representarnos esta tarea a escala de la gestión de un cerebro individual, equivaldría a imaginarse la necesidad de generar un área neocortical, capaz de regular las áreas subcorticales que campan por su cuenta, libres de la sujeción a una norma de regulación interna, todavía en construcción. Este proceso está llamado a culminar en la formación de una estructura de regulación autónoma, pero mientras esta no llega, si es que llega, las dificultades en las funciones regulatorias pueden dar lugar a múltiples vicisitudes evolutivas y desajustes estructurales.

Estas pueden poner de manifiesto formas de regulación anómica, totalmente carentes de integración en el conjunto del sistema, básicamente por ausencia de la neoestructura heteronómica, o bien compensadas parcialmente por el desarrollo de la socionomía complaciente o vinculante. Según esta perspectiva, nos encontramos fundamentalmente frente a dos problemáticas diferenciadas por su momento evolutivo, aquellas que todavía se hallan en proceso formativo y que en consecuencia son abordables en su estado nascendi y las que ya se han consolidado como estructura de personalidad, dando lugar a algún trastorno de la misma (antisocial, narcisismo, histrionismo, esquizoide). Una segunda problemática, más bien de tipo estructural, la hallamos en personas en las que la ausencia de heteronomía es sustituida, en parte, por la socionomía, fenómeno más frecuente en biografías donde la ausencia del padre, por muerte, abandono, dejación, etc., o de la función parental en su conjunto, se produce en período evolutivo todavía crítico. En esos casos, la madre suele adoptar un papel amistoso de alianza con los hijos, de colega, más que de garante de un orden natural y social (papel de la heteronomía). Según eso, consideraremos dos hipótesis generales: la primera basada en la ausencia absoluta de correctivo alocentrado al egocentrismo anómico; la segunda protagonizada por el fenómeno de la compensación socionómica de los desmanes anómicos.

2. Cuando la anomía campa a sus anchas en ausencia de regulación heteronómica

Un desarrollo de la anomía sin el contrapunto de la realidad y los límites sociales, representados por la regulación heteronómica, potencia de forma unilateral el predominio de la fantasía, el deseo, la pulsión y la gratificación inmediata. Este cóctel explosivo puede derivar en formas de gran potencialidad creativa o, por el contrario, destructiva, hasta el límite de la psicosis. Tal como hemos considerado en el primer volumen de esta obra (Villegas, 2011) las desregulaciones anómicas suelen manifestarse en forma de trastornos de la personalidad como los que vamos a considerar a continuación: límite, histriónico y narcisista.

3. El trastorno límite de la personalidad

En el caso que consideramos a continuación podemos asistir, en plena efervescencia evolutiva, a la instauración de tendencias totalmente opuestas: una parte creativa, representada por la imaginación y la expresión gráfica (dibujo), frente a un mundo caótico interior, abocado al aislamiento social y a la autodestrucción, dando origen a un caso de trastorno límite de la personalidad en gestación.

Ser o no ser mariposa

Laura, hija única de padres separados, acude con 18 años a un centro de tratamiento de trastornos alimentarios, donde sigue un programa intensivo en régimen de hospital de día, coincidiendo con el horario escolar, de 10 a 18 horas, dada la gravedad de su caso (llega a vomitar entre siete y nueve veces al día, consume hachís y medicamentos casi a diario y no está asistiendo a las clases del instituto). La complejidad del cuadro psicológico que presenta Laura hace pensar más en un trastorno de la personalidad borderline (consumo de drogas, comportamiento histriónico y dependiente, necesidad continua de afecto o compañía, frecuentes llamadas dramáticas de atención, labilidad emocional, comportamientos seductores y exageradamente intimistas, autolesiones, atracones seguidos de vómitos, estado afectivo disfórico), que en un trastorno alimentario estrictamente dicho. Puede leerse el caso entero en el Anexo (TX Laura). Vive sola con su madre. Su padre pasa una parte de la semana con ellas y la otra vive, apartado de la familia, en un piso de su propiedad, en la misma ciudad. Al inicio de la terapia Laura está repitiendo, por tercera vez, primero de Bachillerato, aunque hace unos tres meses que no asiste al colegio porque, según explica, se siente incapaz de levantarse por las mañanas.

En un principio Laura es acompañada al centro por su madre, pues carece de demanda propia (Villegas, 1996), y muchos días se resiste a acudir. En la visita inicial de acogida acude toda la familia, pero el padre deja claro, ya desde el inicio, que: «solo se confesará con Dios», y que para cualquier cosa que necesitemos, nos dirijamos a su mujer, porque él no acudirá más. Lourdes, la madre de Laura, en cambio, dice que podemos contar con ella para lo que haga falta.

Esta actitud del padre nos permite hacernos una idea, confirmada a lo largo de todo el tratamiento, de la estructura familiar, aglutinada por parte de la madre, y desligada por parte del padre (Minuchin, 1997) en la que se han desarrollado la infancia y adolescencia de Laura. Ella parece triangulada en una posición próxima a la madre y distante del padre, desde que ya de pequeña, a los cuatro años, el padre le dijera, textualmente:

«Laurita, cariño, has de querer mucho a tu madre porque solo hay una y ella te quiere con toda su alma». A partir de ese momento, aquel sentimiento de idealización que había tenido hacia mi padre y de profundo amor se fue debilitando para ser traspasado hacia mi madre.

Constituía esta admonición del padre una clara delegación de las responsabilidades de la paternidad en la madre, tal y como hizo en el momento del ingreso en el hospital de día, que volvió a delegarlas en la madre y en el centro hospitalario. De este modo, el conflicto en la pareja parece desplazado hacia las alianzas frente al padre de la madre y la hija, con lo que la figura de referencia parental en la construcción de la heteronomía se halla ausente y es sustituida por una madre que se comporta con ella como una colega, incapaz de ponerle límites.

Con mi madre siempre me he llevado muy bien; es mi confidente, aunque siempre me gusta guardarme algo para mí. Tenemos una relación de mucha dependencia, la una sin la otra no podemos vivir. En su tiempo libre vamos juntas a comprar, a dar un paseo. Siempre me ha contado sus problemas, me ha tratado como una colega. Mi madre siempre ha sido una gran amiga que me dejaba fumar porros con ella, en vez de prohibírmelo… Yo me ocupaba mucho de mi madre y nos tratábamos de igual a igual. Nunca ha habido una posición de superioridad por su parte, una postura más maternal.

Por su parte, el padre arrastra desde su infancia una carencia de estructura heteronómica que pueda fundamentar una responsabilidad adulta. Abandonado por su propio padre a los dos años, se quedó a vivir con su madre. Esta tuvo diversas relaciones a lo largo de su vida, lo cual hacía que aun siendo muy pequeño (con cuatro años) a veces se quedara solo durante muchas horas (en alguna ocasión un par de días). En su adolescencia, entre los 16 y 17 años, dejó embarazadas a dos chicas de las que tuvo dos hijas que no reconoció. Laura no sabe mucho más de él.

Cuando le pregunto a mi padre de qué trabaja, no me contesta, y eso es algo que me angustia, porque ¿de qué trabajará? Yo pienso que estará metido en algún trapicheo, en algún tema de drogas o algo por el estilo. Es que es muy fuerte, porque ni mi madre sabe dónde trabaja. Cuando le preguntan dice que en una empresa de limpieza, porque es su trabajo antiguo.

De pequeña, y no tan pequeña, me imaginaba a mí misma atando a mi padre de pies y manos en una silla, amordazado, totalmente indefenso, y yo de pie torturándolo durante horas hasta que me pidiese perdón. Mientras tanto yo le pegaba, aunque no muy fuerte, y le insultaba explicándole cómo había sido mi vida y diciéndole cómo me había hecho sentir.

Yo hacía las tareas de casa y a mi padre le parecía mal todo lo que hacía. Por cosas así ha habido siempre conflictos a la hora de comer. Mi padre siempre le echaba las culpas a mi madre por lo que yo hacía mal.

Mi padre es muy distante conmigo y eso me hace vivir muy mal, porque soy su única hija y podríamos haber convivido más. Nunca fue a verme en representaciones del colegio. Siempre me ha expresado el cariño con regalos. No siento que haya tenido un padre. Me ha fallado y me duele porque me ha prometido muchas cosas y no las ha cumplido. Por mi padre he intentado sacar buenas notas, no contestar, mantener el tono de voz, limpiar la casa, ayudarle con cosas de bricolaje, no dar mucho la nota. Intentaba hacerlo todo bien.

Los padres de Laura se conocieron cuando ella tenía 30 años y él 32. A los pocos meses se fueron a vivir juntos e inauguraron un restaurante. Laura explica que sus padres llevaban una vida muy frenética: por la mañana trabajaban y por la noche salían de fiesta, así que a veces consumían drogas. El restaurante no funcionó y cada uno se puso a buscar trabajo. Cinco años después de conocerse tuvieron a Laura y la madre dejó de consumir drogas. Actualmente, la madre de Laura no trabaja para poder cuidarla.

La ausencia de una estructura familiar fue suplida en parte por los abuelos.

En ellos encontré un gran amor, sincero y mutuo.

La relación que establece con sus abuelos es nutritiva, pero no normativa. Cuando mueren los abuelos ella no ha crecido todavía lo suficiente para regularse por sí misma; es muy infantil, la madre cae en depresión y no puede cuidarla y el padre tiene una actitud destructiva, lo que provoca que no tenga a nadie que la pueda acompañar en el proceso de maduración. Mientras han estado los abuelos, la relación con los padres ha sido más periférica. Cuando Laura tiene seis años, su padre empieza a pasar mucho tiempo fuera de casa.

Muchas veces mi padre no venía a dormir y cuando yo le preguntaba por qué no había venido me engañaba y me decía que sí que había venido, que seguramente me estaría confundiendo con otro día.

A los 12 años su abuela materna se pone enferma y Laura se siente sola:

Muchos mediodías me quedaba a comer en el comedor del colegio porque mi abuela estaba enferma y percibía como una atmósfera de olvido hacia mí, me sentía insignificante, ya no podía comer con mi familia.

Al año siguiente su abuela muere y su madre sufre una depresión:

Mi madre estaba ausente, no se podía mover de la cama. Yo intentaba hacer como si no pasara nada; la animaba diciéndole que ella podía, que era la mejor madre del mundo, y mi abuela no la querría ver así. Me sentía responsable y mi padre como siempre no paraba en casa, desentendido de nosotras. Mi abuelo venía a comer cada día, y esto hizo que las peleas aumentaran, porque mi padre no lo quería y lo echaba de casa a empujones. Cada vez que mi padre la liaba, me iba corriendo a mi habitación y lloraba desesperadamente y me tapaba los oídos repitiéndome, una y otra vez, que algún día sería feliz. Ahí es cuando empecé a vomitar cada mediodía para poder expresar el dolor tan grande que había dentro de mí.

A sus 15 años su abuelo muere de un infarto y a los 16 conoce a su novio Luis; con él inicia el consumo de tóxicos:

Llegó el verano y con él, el desfase. Empecé a probar muchas drogas: cocaína, setas alucinógenas, pastillas, siempre mezclado con alcohol y a veces medicamentos. Comía muy poco para que todo me subiese más. Tuve que repetir curso y me sentía idiota, inferior, pequeña, con ganas de morir, ya nada valía la pena. Aquel dolor desgarrador me aislaba, me hacia sentirme muy sola e incomprendida. Conocí a Luis y con él podía ser yo, me entendía, me quería y me lo mostraba como nadie lo había hecho antes o al menos eso era lo que yo sentía. Cuando empecé con él estábamos de rollo, éramos «amigos especiales», como nosotros le llamábamos, ya que nos liábamos cuando nos veíamos, y cuando no, cada uno hacía lo que quería.

Laura no sabe si lo que siente hacia Luis es amor o dependencia. No se imagina su vida sin él. Cree que detrás de Luis se esconden muchos miedos, que aunque le fallen los demás él siempre estará. A veces no le gusta cómo la trata. Por ejemplo, le llama para quedar y él la contesta que no le raye, que quiere dormir.

En un momento de desesperación, Laura ya no puede más y le explica a su madre lo que le pasa; la lleva al Hospital San Juan de Dios, donde acude durante tres meses de manera ambulatoria. Cuando le proponen ingresar en el hospital se niega y sus padres firman el alta voluntaria. A partir de ahí y ya con 17 años:

Empecé a desfasarme todavía más; bebía mucho, de tal forma que he estado dos veces ingresada por coma etílico; solo pensaba en pillar chocolate, fumar, irme con Luis, meterme coca, comer lo menos posible, vomitar y tener un cuerpo diez. ¡Me encontraba tan mal! Me desmayaba, no podía ni caminar por el cansancio, mi tutora me veía y se desesperaba; gracias a la psicóloga del colegio llegué aquí, al Centro.

Este tipo de comportamiento pone de manifiesto la total ausencia de construcción de una estructura heteronómica en el sistema de regulación moral de Laura. A falta de esta estructura, la regulación anómica da lugar al descontrol que se manifiesta a través de la sintomatología que presenta, como consumo de tóxicos, autolesiones o atracones. Naturalmente, su forma de soportar el dolor es egocentrada, buscando anestesiarse con las drogas. Incapaz de tolerar la frustración, su necesidad de satisfacción es inmediata, sin espera:

¡Quiero ser feliz ahora, no más tarde! ¡Ya he sufrido bastante y no sé cuánto aguantaré! Ya tengo 18 años, y no soy feliz; venir al Centro no me hace feliz. Sinceramente, me gustaría hacer algo que me haga sentir qué es la felicidad.

El primer paso en el tratamiento de Laura consiste en trabajar la toma de conciencia de su problema en relación con el trastorno alimentario y el consumo de tóxicos, ya que la paciente lo niega. Para ello resulta de fundamental trascendencia que llegue a ser capaz de contextualizar sus estados emocionales y sus reacciones:

L.: Ayer salí y acabe tomando coca y alcohol. Salí con los amigos de Luis y todos se pusieron a tomar coca y a beber, y no sabía qué hacer.

T.: ¿Cómo te sentías?

L.: Estaba angustiada, me sentía fuera de lugar, no sabía qué hacer, todos me ofrecían coca.

T.: ¿Y qué hiciste?

L.: Me fui a una habitación a escribir y me sentí mejor, y entonces le dije a Luis que lo leyera, pero no quiso y me metí dos rayas y empecé a beber.

T.: ¿Cómo te sentiste cuando Luis no quiso leer el escrito?

L.: Fatal, como una mierda; sentí que no me quería, que no le importaba.

T.: ¿Crees que hay alguna relación entre que Luis no quisiera leer el escrito y que bebieras y consumieras drogas?

L.: Bueno, bebiendo me olvidé de todo, y deje de sentirme fuera de lugar.

También se introducen las pautas alimentarias establecidas por el tratamiento y se trabaja su implicación en el grupo para crear un buen contexto en el que Laura pueda expresarse. Las pacientes del grupo le van contando su experiencia en el tratamiento para motivarla al cambio. Con este mismo objetivo se le pide que escriba cómo imagina su vida dentro de 10 años, tanto si las cosas van bien como si van mal:

Dentro de 10 años, si consigo salir de esto, seré feliz, podré haber seguido dos caminos después de la alta médica. Uno sería apuntarme a una escuela de teatro y trabajar como actriz; no tendría que soportar la agobiante rutina y haría algo que me gusta. Otro camino saludable sería acabar el bachillerato, pues a pesar de llevar años intentándolo, no lo he podido conseguir, y hacer filología hispánica; en su defecto, me apuntaría a la Escola Superior de Cinema de Barcelona y haría cine y publicidad, algo que me gusta mucho. También escribiría igual que lo he hecho siempre y lucharía por que alguno de mis escritos se publicase. Pensar todo esto me da alegría, aunque desde la enfermedad pienso que mi físico ya no será el mismo y eso me angustia, pero si estoy sana eso ya no me importará, y en cierto modo me crea inseguridad.

Dentro de 10 años, si este trastorno se me cronifica, seré una mujer obesa, desdentada y calva o al menos tendré una tendencia a serlo. Supongo que una década más de autotortura acabará con mi vida. Pero si lo pudiese contar sería una persona amargada y obsesionada con todo lo relacionado con el cuerpo, la imagen, la comida… Supongo que tendría una pareja que me aguantase, porque sola no sé estar, y dependería mucho de ella porque me aislaría en mí y en él. Con el tiempo acabaría sola y gorda. Mis dos grandes miedos se harían realidad por no saber afrontarlos ahora. No podría llevar una vida normal porque el cansancio me lo impediría; todo sería como hace un mes pero magnificado, mucho más estresante porque ya no habría solución. Supongo que estaría tan desesperada que me suicidaría, porque vivir así no vale la pena.

En conclusión, después de esta reflexión creo que he de curarme porque sino lo que me espera es muy duro, aunque en un principio no lo sepa ver. No podré llevar una vida normal por mucho que quiera; no sirve de nada que me engañe a mí misma si la realidad sigue estando ahí.

A Laura le cuesta mucho relacionarse con el grupo. Tiene mucho miedo al rechazo, por ello se considera imprescindible que pueda sentirse cómoda para poder empezar a expresarse. Constantemente habla de su deseo de abandonar el tratamiento y volver a su casa. Ante esta actitud, y a causa de la imposibilidad, por el momento, de que Laura exprese en el grupo cómo se siente, y aprovechando su creatividad, se le pide que haga un dibujo de cómo se sentía cuando llegó al Centro y de cómo se siente ahora. El propósito de que haga este ejercicio es poder entender qué le ha llevado a tener esta actitud tan infantil. En el primer dibujo se representa como una persona adulta, pero sin cabeza, ni manos, ni pies, se describe sin identidad, ni valor:

Este dibujo representa mi estado natural antes de llegar al centro, la oscuridad en la que estaba encerrada en mí misma. El cuerpo del medio soy yo, sin rostro y sin identidad, un monstruo al cual siempre pensaba que había que machacar, castigar. Era culpable de todo lo malo, ya que yo tenía que ser el mal en estado puro; deseaba morir para eliminar mi sufrimiento y el de las personas que me rodeaban a las que quiero mucho (familia en general, amigos, novio…, en fin, todo aquel que hubiese tenido la desgracia de conocerme).

Era una presión y un dolor de tal magnitud que aún hoy no puedo describirlo y por eso quería evadirme de la realidad, estando drogada y bebida la mayor parte del tiempo: no podía vivir con aquella carga tan grande. Realmente desde mi experiencia pienso que este indescriptible sentimiento es lo peor que le puede pasar a un ser humano, es una cosa que te destroza por dentro. Desde hoy lo recuerdo y me doy mucha lástima; era muy infeliz.

En el segundo dibujo se simboliza como una mariposa que esta volando a través de un mundo mágico. Aquí Laura explica que su identidad es la del dibujo.

El dibujo de este bosque fantástico, idealizado, representa la tranquilidad. Es la tranquilidad porque mientras lo dibujo me relajo y me dejo llevar, soy yo al cien por cien. Es idealizado porque me encanta la naturaleza y el mundo mágico e irreal de las hadas y los duendes. He disfrutado mucho dibujando; cuando lo hago me siento bien y a gusto conmigo. Es el dibujo opuesto al anterior; este tiene identidad, la mía, y por eso he decidido firmarlo.

A través de estos dibujos Laura empezó a interactuar con el grupo, y al percibir que era querida y valorada por las compañeras, dejó de sentir que no era nadie para pasar a mostrarse como una niña pequeña. Para poder entender qué le llevaba a mostrarse de manera infantil se le pidió que dibujara en qué momentos de su vida se había sentido en el mundo mágico y cuándo como el dibujo sin identidad. En un dibujo posterior Laura establece un claro contraste, marcado por una línea diagonal que divide en dos la cuartilla, donde representa su niñez, en un lado, y su adolescencia en el otro.

En este dibujo quiero representar mi vida; en la primera mitad mi niñez (0-13), y en la segunda mi adolescencia (13-18).

Hasta los 13 años Laura se representa como una criatura en un mundo que simboliza a través de muñecos, un parque infantil, con un chupete, caramelos, mientras que el paso a la adolescencia lo hace mediante drogas (cocaína, alcohol, hachís), una pareja, con odio a la comida, con sensación de vacío, de soledad y tristeza. El dibujo nos ayuda a entender por qué al desaparecer el síntoma alimentario y el consumo de drogas Laura se comporta de manera tan infantil. De pequeña la habían cuidado sus abuelos, pues sus padres trabajaban. Cuando estaba con sus progenitores, su madre se relacionaba con ella de igual a igual y con el padre apenas tenía relación, y si la tenía era destructiva. Esta falta de referentes provoca que exista una ausencia de la estructura heteronómica, y al hacer el pasaje a la adolescencia intenta llenar este vacío con la aceptación de los iguales, pero desde una posición egocentrada, como una niña que busca que la quieran. El que se relacione desde la anomía provoca que con quien se encuentre más a gusto sea con gente como ella y de ahí que establezca relaciones con gente marginal, que consume drogas, que tiene problemas con la autoridad, etc.

Siendo Laura una niña, al morir sus abuelos, tuvo que hacerse cargo de responsabilidades de adulto (cuidar a su madre, hacer las tareas de casa…) y se refugió en un mundo de drogas en el cual no sabe autogestionarse. El malestar que le produjo la ruptura de su mundo infantil empezó a canalizarlo a través de atracones, vómitos y estupefacientes, creando una identidad relacionada con esto. En el momento en que se siente protegida y querida por el grupo, y guiada por el terapeuta, deja de actuar el síntoma y se permite volver a ser una niña, a protegerse mediante una actitud infantil.

En la adolescencia se pasa a un mundo marginal. El grupo terapéutico le sirve para socializarse de forma más normativa, para encontrar un lugar en el mundo, como cuando un niño pequeño empieza a ir al colegio y pasa un período crítico hasta que se adapta. Cuando ingresa en el grupo terapéutico plantea las dificultades del niño pequeño que va al colegio: ¿qué me van a hacer?, ¿me van a cuidar?, ¿me quieren? El grupo terapéutico es como el encuentro con la heteronomía; tiene sus reglas, implica adaptación o acomodación externa que la saca de su egocentrismo. Ella no quiere ir al grupo, la obliga la madre. En uno de sus dibujos representa al grupo como un engranaje, imagen muy explícita de la heteronomía. La heteronomía es una regla impersonal que nos afecta a todos. La metáfora «somos piezas de un engranaje» es muy clara.

Soy una pieza de un engranaje; no sé qué tipo de pieza soy ni dónde engrano; soy una más. Por lo tanto, no he sido escogida ni para ser destruida ni para ser cuidada; tengo que pasar a ser un don nadie.

Las dificultades iniciales para adaptarse no son vencidas hasta que no se siente querida por sus compañeras y no es capaz de mostrarse. A partir de ese momento empieza a interiorizar la heteronomía, a aceptar las normas del grupo, del centro, a conocer unas pautas de comportamiento.

A medida que se va integrando, tanto el síntoma alimentario como el tóxico van disminuyendo. Al irse reduciendo la sintomatología, su aspecto, su voz y su manera de relacionarse también cambian, volviéndose más infantil, como si se quitara la máscara adolescente bajo la que se escondía: empieza a mostrarse como una niña pequeña, se viste de manera aniñada, sus dibujos se vuelven más infantiles y se emociona por cualquier cosa.

Me he integrado en el grupo gracias a que me preocupo más por ellas y les explico todo lo que me angustia. Tengo muchísima más confianza y por fin me puedo sentir a gusto. Me ha costado mucho porque antes creía que me atacaban, pero a raíz de preguntarles por qué me decían las cosas, me di cuenta de que era yo quien lo recibía todo como una crítica, y al darme cuenta rompí esa barrera y pude ver que tan solo querían ayudarme, y para ello no me han de hacer la pelota, sino que han de ser duras con la enfermedad, igual que yo. Les estoy muy agradecida. También hablo más con todo el mundo, porque al ver que expresándome en el grupo todo iba mejor, lo apliqué al conjunto de mi contexto. Es como si hubiese roto el espejo a través del cual veía el mundo.

Para que Laura integrara la heteronomía en su sistema moral tenía que llegar a introducir la perspectiva ajena con el consiguiente abandono de su egocentrismo mental y moral. También debía aceptar el pensamiento mágico como una ilusión, sustituyéndolo por un pensamiento más real. Del mismo modo, había que empezar a aceptar la autoridad y las reglas y a asumir las normas externas, introduciendo así mismo un aumento de consciencia y de responsabilidad.

Laura se siente muy a gusto y contenta con los cambios que ha hecho. Se siente preparada para empezar a ir al instituto, por lo que se cambia el horario de acudir al centro. A partir de ahora irá al instituto por las mañanas y acudirá al centro por las tardes. Uno de los días en que Laura tendría que estar a clase, acudió al centro, acompañada por su madre. Laura está en un estado deplorable; apenas puede hablar y solo dice que quiere irse a su casa. La madre nos explica que, el día anterior, por la noche, Luis rompió la relación con Laura, y que esta se ha pasado toda la noche llorando, y que sin que ella se diera cuenta Laura le cogió una caja de somníferos, y que no sabe cuántos se ha tomado. Laura no cesa de llorar mientras dice: «Me quiero morir, me quiero morir, nadie me quiere, nadie me quiere…».

El lunes siguiente explica en terapia:

L.: Que Luis me dejase me ha hecho sentir cosas que tenía muy tapadas. Creo que lo que ha ocurrido es consecuencia del gran y abrumador sentimiento de soledad e inferioridad que me viene a veces. Este sentimiento lo tenía antes a todas horas y por eso iba casi siempre drogada o bebida, para poder evadirme de la realidad. Al entrar al centro pude librarme de él con mi lucha y mi esfuerzo, o al menos eso creía yo. Pero cuando Luis me dejó el mundo se me cayó encima; otra vez tenía ese desgarrador sufrimiento: lo odio, es muy duro vivir pensando cosas horribles de tu persona. Volvía a mí el sufrimiento, el dolor de ser yo y de tener mi vida, el odiarme, el no valorarme, el pensar que soy lo peor y que tengo algo maligno dentro de mí que hace que la gente me rechace y me abandone. Todo se volvía a juntar otra vez y supongo que reaccioné como antes, cuando tenía este sentimiento todo el día, drogándome con pastillas para evadirme de la cruel realidad, de que Luis me había abandonado. Es algo que me cuesta entender porque, según él, lo nuestro acabó porque no nos llevábamos bien, discutíamos y no éramos felices; es cierto, pero yo hacía tiempo que había asumido todo esto, y por no sentirme sola, por no vivir la vida sin su apoyo, por miedo a no ser capaz, quise estar con él. De modo que cuando me dejó me sentí fatal; sentí que no era nada, que no era nadie.

T.: Es decir, hay momentos en los que te sientes fatal, que no eres nadie, y esto te lleva a consumir alcohol, drogas, a vomitar…

L.: Sí, es lo peor que me puede pasar, me duele mucho, me machaco con que nadie me quiere, me hago daño, es que lo paso fatal…

T.: ¿Qué es lo peor que te puede pasar si afrontas la vida sola?

L.: Nada que no me haya pasado ya, dependiendo de las personas. Veo que los demás no me dan la seguridad, que es uno mismo quien la ha de tener. ¡Qué raro! ¡Nunca había pensado esto!

En el dibujo que realiza a partir de esta experiencia se observa cómo, de nuevo, se representa a través de una mariposa, pero esta vez la mariposa tiene cuerpo de mujer, como si la parte más infantil, más de cuento de hadas, hubiese desaparecido ante el sufrimiento que le produce la ruptura con Luis.

Hoy estoy contenta, me siento bien conmigo, veo que empiezo a tener una vida autónoma e independiente. Tengo una vida estable y segura, forjada con esfuerzo y lucha. Ahora por las mañanas iré al insti, luego al centro y los sábados por la mañana a un cursillo de reflexología podal. No es el caos de antes; hay un orden que me da esperanza y que me enseña que con constancia todo se puede lograr. Tengo al grupo, a mi familia, a mis amigas y a mí misma, me siento libre por llevar la vida que llevo. El llevarme bien sin Luis, me asusta, porque pienso que lo estoy superando muy rápido, demasiado, y no quiero dejarme nada en el camino.

Hoy he ido al colegio, y estoy tranquila y relajada. Me siento bien conmigo misma, a gusto con mi entorno: es una gozada vivir así. Cuando uno está bien los problemas y las pequeñas cosas de la vida se ven resolubles. Recuerdo los otros años en los que he hecho bachillerato y me veo hoy en día, y estoy contenta porque sé que me espera el futuro que me labre, que no es como antes, que ahora ya no he de esperar a la muerte desesperadamente, no me he de suicidar, ni me he de drogar o autolesionar para poder llevar el día a día.

Una vez que Laura siente que ha superado la recaída y que la obsesión ya no la limita para escoger la alimentación pasa a la segunda etapa del tratamiento. En esta fase se trabajan aspectos relacionados con potenciar su autonomía. A propósito de uno de sus dibujos comenta:

Este dibujo representa un período de mi vida, con un pasado, un presente y un futuro con objetivos e ilusiones. El camino que une mi vida es verde porque aún tengo esperanza de seguir «las huellas rosas» hasta la salud (el futuro); tengo ganas de luchar y poder ser totalmente independiente, sin ataduras o limitaciones autoimpuestas. Me he pintado de naranja porque me he dado cuenta de que la persona más importante en mi vida soy yo.

En un dibujo posterior Laura se representa dentro de una burbuja muy grande, luminosa, en cuyo interior hay un castillo y una mariposa volando bajo un sol resplandeciente, frente a un mundo oscuro, representado por las casas de una ciudad tenebrosa, en plena noche, lo que expresa que todavía tiene miedo a integrarse en el mundo (terminar el tratamiento y responsabilizarse de su vida).

L.: Este es mi mundo idealizado; es un mundo irreal, en el que estoy bien y a mi rollo, independiente, que veo las cosas buenas, pero quizás demasiado, porque no veo otras cosas. La burbuja para mí ha ido cambiando, ahora no lo concibo de la misma manera que antes. Antes, con mis abuelos, lo veía de manera diferente; luego, con el síntoma, sobre todo con las drogas, y ahora con el miedo a crecer. Supongo que al principio estaba bien, pero ahora no estoy a gusto, porque no veo más allá. Antes ese mundo me sentía bien, pero ahora ya no.

T.: ¿Y ahora qué necesitarías para estar bien?

P.: Salir de la burbuja y ver más cosas. Porque me pierdo mucho, tanto lo bueno como lo malo, pero sobre todo lo bueno.

T.: ¿Qué cosas buenas crees que te pierdes?

P.: Supongo que ser libre, manejarme por mí misma. Me pierdo muchas emociones y sentimientos, pero como más reales, desde mí. Pienso que me limita, que es algo que me encierra, y ahí no me puedo quedar siempre. Es como que estoy en una burbuja y que me lo pierdo todo.

L.: ¿Y cuál es la barrera que te impide pasar?

P.: El miedo es la barrera que no puedo pasar: el miedo a no ser capaz de hacer las cosas. Es miedo a que no me salga bien, a no sacarme el bachillerato, a no hacer lo que me guste, a no ser independiente, al día de mañana.

T.: ¿Y qué puedes hacer con él?

P.: Creo que ir haciéndolo más pequeño poco a poco,; puede que el miedo siempre esté ahí, y que si le doy voz crecerá, pero que si lo voy afrontado se irá haciendo más pequeño.

T.: Quizá te estás centrado demasiado en comprobar si eres capaz o no de hacer las cosas, porque si lo eres te sientes bien y si no lo eres te hundes. Estás empezando a coger responsabilidades y esto puede que te dé miedo. Pero el problema no está en si eres capaz o no. Si estás intentando ser capaz para valorarte, te has metido en una trampa, porque siempre habrá cosas que no seas capaz de hacer. Te ayudaría empezar a valorarte por ser tú, independientemente de lo que hagas, seas o digas.

L.: Sé que para aprender me he de caer. Y sé que luego no es tan duro, porque yo veo las cosas más catastróficas de lo que son en realidad, pero luego las hago y no son para tanto.

T.: Has empezado a integrar la parte infantil y la parte adulta de responsabilidad. ¿Cómo lo llevas?

L.: Bien, lo llevo bien, las responsabilidades del día a día ya no me cuestan; noto que levantarme ya no me cuesta tanto, me da pereza pero no me cuesta.

T.: ¿Qué ha cambiado para que ya no te cueste tanto? ¿Y cómo lo has hecho?

L.: Pues me tomo las responsabilidades con tranquilidad; si he de ordenar la habitación lo hago tranquilamente, me tiro un rato, soy detallista, coloco las cosas bien, voy más a mi aire, en todo. Ahora dibujo más y me permito dibujar lo que yo quiero, y no pienso «esto es infantil o no». Estoy a gusto pintando, lo veo como algo mío, como algo no rutinario. Lo disfruto como algo cotidiano, que forma parte de mí. Voy probando cosas nuevas y me gusta. Me sigo expresando dibujando mariposas. Para mí las mariposas son la parte infantil, y antes estaba bastante encerrada en eso, y ahora hay más detalles.

T.: ¿Te sientes diferente?

L.: Sí, más realista; antes estaba atrapada en un sitio, y ese sitio se me hacía pequeño y necesitaba salir, pero me daba miedo; y ahora he salido y sigo teniendo miedo. He salido de la burbuja pero aún estoy cerca, estoy en la periferia de la burbuja, aunque creo que si pasase algo ya no volvería a entrar.

Así es como describe Laura su cambio, hasta el momento, en el tratamiento:

Veo que tengo muchos planes para el verano: irme a Melilla con el insti a una ONG, apuntarme al carné de conducir… y para hacer estas cosas me veo preparada; pienso que dentro de poco estaré volando y eso me da miedo. Tengo miedo a cuando se acabe la terapia, porque aquí me he sentido muy protegida, porque veo que estaré sola: si ya no tengo a Luis ni tengo el centro, ¡estaré muy sola! Por un lado esto me hace sentir bien, pero por otro me da miedo.

A partir de aquí el desarrollo del tratamiento se centró en hablar de un futuro más a largo plazo. Para ello hemos trabajado el esquema del desarrollo moral, y hemos hablado de la autonomía como un proceso que necesita conseguirse con el tiempo: la adolescencia es un pasaje: la transformación del gusano en mariposa. Pero ahora la mariposa se tiene que convertir en mujer porque las mariposas duran un día, son efímeras.

Al término de la terapia, Laura ya no presenta conductas autodestructivas (atracones, vómitos, autolesiones, adicciones, etc.) y ha mejorado sensiblemente su estado anímico: ya no presenta sintomatología depresiva. La valoración que ella hace de su proceso terapéutico se resume en estas palabras:

Hace dos años, aproximadamente, dependía de muchas cosas para poder sobrevivir a los vacíos días de mi vida con un finito y corto futuro. Necesitaba porros, coca, pastillas, alcohol, cremas, dietas, vómitos, tallas pequeñas, ropa, cambios de imagen, autolesiones. Con todo este síntoma quería llenar mi vacío, mi desesperación. No tenía ilusión ni esperanza, solo dolor y sufrimiento. Mi madre era mi mejor amiga y confidente, mi protectora, con ella me sentía segura y protegida, solo con ella podía quitarme mi máscara y ser yo, una niña pequeña atrapada por el inevitable paso del tiempo.

Actualmente soy una joven de casi 20 años, alegre y soñadora, con muchas ganas de vivir. Me siento bien conmigo, veo que empiezo a tener una vida autónoma e independiente. Tengo una vida estable y segura, forjada con esfuerzo y lucha y todo esto gracias a mi terapeuta y a mí. En conclusión, a pesar de todo el dolor, sufrimiento y esfuerzo que conlleva realizar este tratamiento lo considero muy positivo y sé que sin él el día de hoy no hubiera sido posible. En el centro he aprendido a confiar, a ayudar, a entender, a empatizar, a luchar… y lo mejor de todo es saber que por muy mal que me puedan ir las cosas, nunca nada será como antes, porque me tengo a mí.

Al término de la terapia, Laura ha iniciado estudios de Filosofía, compaginándolos con un trabajo de dependienta en una tienda de juguetes. Hace meses que dejó su relación con Luis y en este momento no tiene pareja estable. Sigue viviendo en casa, con su madre, pero quiere independizarse en los próximos meses.

En el caso de Laura se ponen de manifiesto de manera dramática las consecuencias de un déficit evolutivo en integración de la anomía a través de la construcción de la heteronomía. El deterioro temprano de la pareja conyugal con la consecuente ausencia de parentalidad que le sigue, se ve suplida solo en su dimensión nutritiva por parte de los abuelos, pero carece de normatividad. La muerte sucesiva de estos, que desaparecen en el momento de inicio de la pubertad, la dejan expuesta a la influencia de la horda adolescente, con acceso directo a los recursos más inmediatos de las drogas y el alcohol como medios para hacer frente al dolor de las muertes, el abandono parental y la pérdida de la infancia. También está la posición simétrica de la madre, que compite con ella en necesidades y requerimiento de cuidados y la relación ausente y periférica del padre, que solo aparece para exigir e invalidar. Estos y otros factores coadyuvantes, como el novio o las amistades, posibilitan que la anomía, coaligada con las necesidades prenómicas, acabe siendo el sistema de regulación predominante de Laura, dando origen a un cuadro o síndrome complejo compuesto por rasgos depresivos, histriónicos, impulsivos y compulsivos, que pueden agruparse bajo el nombre genérico de «trastorno límite de la personalidad o borderline».

Por suerte, Laura inicia la terapia en una edad evolutiva todavía moldeable, la adolescencia, lo que va a facilitar su proceso de crecimiento en el seno de una estructura externa, el centro de día, que va a suplir la ausencia de referentes parentales a través de los terapeutas y el grupo, ejerciendo simultáneamente la función nutritiva y normativa.

La sujeción a las normas de horario y comidas en el centro, la acomodación a la dinámica del grupo con su críticas y su apoyo incondicional, la fortaleza de los vínculos establecidos y la alianza terapéutica, junto con el trabajo reflexivo y expresivo llevado a cabo a través del dibujo y de las terapias individuales, constituyen el entramado funcional y afectivo que han permitido la resocialización de Laura a través de la construcción de estructuras de regulación heteronómicas y socionómicas, antes ausentes o gravemente deficitarias.

Su proceso hacia la autonomía tiene mucho de terapéutico (reparador) y de pedagógico (formador), a causa del momento evolutivo y del contexto de apoyo masivo y continuo en que se produce. La pregunta es, ¿qué sucede cuando la intervención terapéutica, orientada a la construcción de la heteronomía, se plantea en otro momento evolutivo, por ejemplo la edad adulta, en un contexto no institucionalizado y con una frecuencia mucho menor en intensidad y en tiempo? La respuesta es la misma con respecto a los objetivos, pero distinta en cuanto a los medios. De entrada se va a requerir la preexistencia de una demanda propia y específica, en contraposición a su ausencia, tan característica de la etapa adolescente. Sin esta demanda inicial o su reformulación posterior, cualquier intervención terapéutica está condenada al fracaso, como puede verse en el caso siguiente.

4. El trastorno histriónico de la personalidad

¡Qué feo! ¿No?

Erika y Raúl vienen a terapia de pareja porque, según cuentan, «son el uno para el otro», pero desde hace ya algún tiempo, el maltrato y la falta de respeto se han instalado en su relación. Erika reconoce maltratos físicos y agresiones hacia él, el cual se dedica a documentarlas con fotos, grabaciones y denuncias. Han entrado en una dinámica de escalada de poder, donde la filosofía de la pareja es «ojo por ojo y diente por diente».

La relación empezó a ir mal a los seis meses de conocerse, al quedarse ella embarazada del hijo que ahora tienen, sobre cuyo cuidado y educación se producen frecuentes desencuentros. Las faltas de respeto y las discusiones han ido aumentando con el paso del tiempo en intensidad y frecuencia, agravadas por el hecho de que la familia de ella no soporta al marido, el cual llegó, incluso, a poner una denuncia a un tío suyo por amenazas físicas.

Después de un tiempo haciendo terapia de pareja, período durante el cual se reprodujeron rupturas y reencuentros amorosos en medio de infidelidades, hostilidades, descalificaciones y amenazas continuas, se optó por interrumpir la terapia de pareja para dar paso a una terapia individual. Raúl no quería seguir haciendo terapia de pareja, si antes ella no le explicaba a su familia todas sus últimas infidelidades y limpiaba su imagen ante el amante, diciéndole que le quería mucho y que haber conocido a Raúl era lo mejor que le había pasado en la vida. Como Erika no estaba dispuesta a someterse a sus exigencias, cambió la terapia de pareja por la individual.

En su demanda, Erika reconoce no tener control de sus impulsos, ni ser capaz de prever las consecuencias de sus actos, motivada solo por el placer inmediato y la necesidad de reconocimiento. Se deja llevar y no piensa las cosas previamente; permite que las cosas pasen y no se para a reflexionar. Flirtea con las situaciones de riesgo, con la idea de llegar al límite para reaccionar. Está enganchada a la relación con Raúl, al que en alguna manera idolatra, porque idealmente representa la seguridad de criterio y la estabilidad de una familia, hasta el punto de que, a pesar de denuncias, infidelidades, demandas de divorcio y separaciones temporales, ha vuelto a quedar con él para tener otro hijo, del que ha quedado efectivamente embarazada.

Se describe a sí misma de forma predominantemente negativa: de humor variable, puede estar contenta o triste en un mismo día, dependiendo de lo que le pase; necesitada siempre de aceptación: ganas de quedar bien continuamente con la gente; desordenada, desorganizada, insegura, sumisa y, a la vez, rebelde; con dificultades de autogestión, por lo que siempre busca apoyarse en alguien, fundamentalmente en hombres, con los que intercambia fácilmente sus servicios sexuales; infiel por naturaleza, busca siempre cambios, no se conforma con lo que tiene, necesita conocer a gente nueva, por los medios que sea, y sentirse valorada; exigente, buscadora de sensaciones y de novedades, no se quiere ni se acepta, con la autoestima por los suelos, sin asertividad; impaciente, depresiva; vaga, despreocupada, y a veces reacciona tarde, como si tuviera dejadez, piensa que ya lo hará; obstinada en conseguir las cosas que quiere, por lo que igual puede mostrarse rebelde y hostil, que seductora e histriónica. Como madre se considera también inadecuada e inmadura. Cree, en definitiva, tener más cosas negativas que positivas.

Entre estas últimas, se considera dulce, cariñosa, tierna, alegre, feliz, desprende energía positiva, extrovertida, fuerte, receptiva, sabe lo que quiere en cuanto a objetivos a corto plazo, quiere ser mejor persona y aprender de sus errores. Ella muestra en todo momento un lenguaje muy adecuado, con un tono de voz muy dulce, melosa y agradable. Parece preocupada por la relación de pareja y quiere hacer todo lo posible para cambiar y así poder resolver sus problemas con Raúl.

Al trabajar su infancia, cuenta que era la típica niña mimada, caprichosa, a la que le daban todo lo que quería, recuerda tener una habitación llena de juguetes. Su abuela era la que colmaba su necesidad de afecto y la que prácticamente le crió, porque su madre en aquella época trabajaba. Recuerda que le faltaba cariño por parte de su madre, que no recibía besos de ella y que cualquier cosa que le daba era a cambio de algo. Manipuladora y chantajista emocional, nunca la ha respetado ni ha tenido en cuenta su opinión. Erika cree que su madre la ve como una posesión y que quiere que rompa su relación con Raúl, como siempre ha querido hacer con todas sus relaciones. Guarda mucha rabia hacia su madre, y piensa que fue injusto cómo la trató. En la actualidad teme parecerse a la madre, se siente idéntica a ella, manipuladora e histriónica, y no le gusta, lo odia. Menciona una retahíla de características en que se parecen:

Esta descripción de la madre la ayuda a objetivar sus propios conflictos, al menos como primer paso.

Del padre habla mucho menos, le tenía miedo y se escondía en la habitación porque recuerda que la pegaba. El padre también maltrataba físicamente a la madre, de vez en cuando, aunque era la madre la que manejaba al padre.

Su hermana nació cuando ella tenía siete años. Se sintió desvalorizada, considerada arisca y poco cariñosa. La madre ha intentado separarlas fomentando la competición y comparación entre hermanas: la hermana pequeña siempre ha sido considerada la mejor. Concibe su infancia como una gran mentira, en la que ella se creía que era preciosa porque así se lo decían, pero en realidad el único amor verdadero fue el de su abuela.

En la adolescencia recuerda que se rebelaba y se saltaba las normas; buscaba fuera la libertad que no tenía en casa. En esta época tuvo un intento de suicidio, porque su novio la pensaba dejar, queriendo llamar la atención, lo que consiguió haciendo que volviera con ella, a la vez que pensaba que sin él no podría vivir. Continuamente ha ido saliendo con chicos; nunca ha estado sola. Anhela la falta de amor que no ha tenido por parte de sus padres. Cuando en la actualidad chatea por Internet, busca compañía, poder hablar, ser escuchada. Espera que los hombres le digan cosas bonitas y la adulen. Necesita sentirse el centro de atención, y para ello exagera las cosas o las oculta (se quita años para parecer más apetecible y juega a mentir para conseguir lo que quiere).

De esta reconstrucción biográfica se deduce claramente que Erika creció en un contexto sin una figura normativa, carente de principios claros, donde el vínculo afectivo no era sincero sino interesado y se expresaba a través de compensaciones materiales, razón por la cual el dinero siempre ha sido considerado como algo muy importante para ella. La ausencia de referentes normativos, tanto por parte del padre, que solo reñía o castigaba, como de la madre, que mantenía un comportamiento falso y ambiguo, de cara a la galería, incongruente en sus decisiones e invalidante respecto a las capacidades de Erika para regularse por sí misma, han dado origen a déficits evidentes de integración y regulación en el pasaje evolutivo de la anomía a la heteronomía, puestos de manifiesto, sobre todo, bajo la modalidad histriónica.

La experiencia de la terapia de pareja le ha permitido a Erika identificar muchos de sus conflictos y déficits personales que ahora quiere trabajar y que concreta en:

La regulación dominante en la vida personal y relacional de Erika es la anómica, aunque en ella convergen también las necesidades prenómicas que han sido satisfechas de una forma material, aunque no afectiva ni normativa; de ahí las manifestaciones histriónicas y narcisísticas y los comportamientos impulsivos, antisociales o inmorales, lo que explica que, a veces, pueda sentirse como Dr. Jekyll y Mr. Hyde, alternando entre la dulzura y la destrucción. Ese déficit en la construcción de un criterio heteronómico, que la incapacita para distinguir el bien del mal, la llevan a considerar la dimensión moral de las acciones en términos de «bonito o feo», en lugar de «bueno o malo», lo que con frecuencia se manifiesta en la expresión espontánea: «¡Qué feo! ¿No?», con la que hemos titulado el caso.

Reconoce que eso le ha pasado siempre, pero se hace particularmente evidente en sus relaciones afectivas en las que busca el reconocimiento de los hombres. Utiliza la manipulación, y nunca ha visto las consecuencias de ello. Cuando existe una vinculación fuerte, Erika puede relacionarse a nivel afectivo desde la posición de niña rebelde o niña sumisa, dependiendo de la situación. Cuando pretende conquistar a alguien se comporta como niña sumisa, pero cuando no se hace lo que ella quiere saca a relucir a la niña rebelde, agresiva y manipuladora. La niña sumisa también aparece cuando contacta con el miedo a estar sola y a perder a la persona que espera que la guíe en la vida (porque literalmente será el otro quien la tenga que dar o explicar cómo funcionar de forma adecuada o correcta por la vida, porque ella, esa lección no la aprendió). Alterna con facilidad la dependencia (posición prenómica) con el maltrato (posición dominante agresiva), cuando no se siente atendida.

De este modo, se comprenden las incongruencias en sus relaciones de pareja, particularmente con Raúl (hoy me enfado, mañana hacemos el amor como si nada). No saben enfrentarse a la realidad y entre ambos inventan un mundo mágico que luego esa misma realidad se encarga de colocar en su sitio. Han establecido entre ellos una relación desde la posición niño-niña (donde se pelean o hacen el amor), o padre-niño, en la que él la castiga porque se ha portado mal. Como por sí misma, Erika, no es capaz de discernir lo correcto de lo que no lo es; tiene que buscar una persona exterior a ella que le marque las normas de la heteronomía y lleve las riendas de su vida. De ahí su dependencia en relaciones de pareja, para asegurarse que la ayuden a poder funcionar en esta vida, porque ella por sí misma no sabe cómo hacerlo. Se siente indefensa, poco funcional, sin patrones claros por los que regirse.

En la crisis actual vuelve a aparecer el fantasma de la soledad. Si Erika no está con Raúl no podrá seguir viviendo, pues carece de ese referente heteronómico, esa persona que le diga lo que tiene que hacer y que a la vez la proteja, como niña indefensa que es. Ante este escenario vuelven a asaltarle los miedos o las ideas suicidas. En sus relaciones busca esa doble figura protectora y normativa que la permita funcionar, papel que Raúl ejecuta a la perfección con una actitud dominante y crítica, a veces despiadada en sus juicios y actitudes. El ejercicio de la regulación heteronómica por parte de Raúl no es desinteresado e impersonal, sino ejercido habitualmente desde su narcisismo (cuando él se siente herido por las infidelidades o irresponsabilidades de ella, como por ejemplo, respecto del hijo que tienen en común), razón por la cual se producen con frecuencia los choques entre dos posiciones egocentradas que tanto les llevan a pelearse como a atacarse o a hacer el amor en una dinámica de repetición interminable.

En esa posición de niña (desde la regulación anómica) no se plantea la realidad ni mide las consecuencias de sus actos. En esos momentos vive en su mundo irreal y mágico, donde fantasear parece no tener consecuencias negativas: lo que quiere lo tiene que conseguir sin pensar en el daño que eso puede ocasionarle al otro. Necesita alguien exterior que la castigue para corregirse. Así funciona, pero no aprende de ello ni reflexiona; no intenta integrar las normas, ni interiorizarlas, ni cuestionarlas: es otro quien lo hace por ella. No sabe lo que está bien o mal hecho, y busca a Raúl para que se lo indique; busca su confirmación, y como no contempla otra forma de relacionarse, no cree que la relación con Raúl, por muchas barbaridades que cometa, se vaya a acabar. Como dice Victoria Camps (2011):

Cuando la norma es inexistente, no se aprende a ser autónomo, ni a cuestionarse la norma. Primero hay que pasar por la dependencia para llegar a ser independiente y para entender lo que significa pensar y actuar por uno mismo. Sin la confianza previa en un mundo que está bien como está, porque descansa en una cierta autoridad que inspira confianza, no se desarrolla la autonomía de la persona. No confía más en su padre o en su madre el niño a quien todo se le permite, sino aquel que encuentra una seguridad en las actitudes de los mayores, una seguridad que le indica, entre otras cosas, dónde están los límites. Educar, nos guste o no, consiste en gran medida en poner límites.

El objetivo de la terapia individual no va a ser terminar la relación con Raúl, que seguirá su propio curso, sino desarrollar la heteronomía e integrarla con la prenomía y la anomía, de modo que llegue a ser capaz de regularse por sí misma, tanto en la satisfacción de sus necesidades como en las relaciones con los demás. Para ello deberá aprender a tolerar mejor la frustración, a diferir la gratificación de sus deseos, a considerar las consecuencias de sus actos, a renunciar a alternativas que no son compatibles entre sí, adquiriendo de este modo una mayor autonomía funcional y relacional. En síntesis, y en sus propias palabras: «Quiero crecer y madurar y hacerme cargo de las consecuencias de mis actos», aunque admite que lo que más le va a costar va a ser desaprender lo aprendido. Esta es la reformulación de la demanda, orientada al desarrollo de una estructura heteronómica de autorregulación, que llega después de más de dos años de terapia, tanto individual como de pareja.

5. El trastorno narcisista de la personalidad

Poner un freno al capricho

En el capítulo tres del primer volumen de esta obra (Villegas, 2011) nos referimos al caso de Alejandro, profesor de baile en una escuela de tango, a propósito del narcisismo. Llegó a terapia de pareja arrastrado por su novia de aquel entonces, Cristina, con un largo historial de relaciones de pareja –seis, contabilizadas por él mismo– que duraban lo que duraba el enamoramiento, esto es, un término medio de dos años. Cuarentón y con un hijo de 14 años, fruto de una primera relación ya lejana en el tiempo, acepta, ya en la primera sesión, que tiene un problema en mantener, más allá de un primer período de entusiasmo erótico, las relaciones con las mujeres. Hasta ahora lo había sobrellevado bien, puesto que no tardaba en sustituir una relación por otra; incluso se le solapaban sin dejarle tiempo a experimentar la pérdida. Esta vez, sin embargo la crisis le había tocado de cerca, puesto que vivía su última relación con Cristina como algo especial, distinto al resto de las relaciones anteriores, y tenía interés en salvarla, por lo que acudía a terapia de pareja. Ya de entrada confiesa tener una enfermedad, bautizada por él como «adicción al sexo», que solo puede calmarse con una actividad continua y profusa a la que exige que se adapten sus compañeras. A pesar de este reconocimiento, no parece que Alejandro esté dispuesto a hacer muchos cambios, puesto que vive su manera de ser como totalmente egosintónica:

A.: Yo estoy a gusto de ser como soy; me amo y si la gente me llama borde me da igual. Cuando ya no tengo ganas de regalar flores a una chica considero que la relación está acabada. Quiero saber cómo evolucionar.

T.: ¿Y cómo te imaginas la evolución?

A.: Enamoramiento, estancamiento y final abrupto. Ya lo he vivido seis veces.

En realidad está enamorado de su capacidad de seducir: es en esos momentos cuando saca lo mejor de sí mismo, y pudiéndolo contemplar en el reflejo del otro se enamora perdidamente. En estas condiciones es capaz de ser sumamente amable, simpático, atento, imaginativo, original, sorprendente, cuidador, divertido. Pero en cuanto la pareja, por cualquier circunstancia, deja de hacer la función de reflejo, el enamoramiento se apaga.

Esto es lo que le sucedió a Alejandro a los pocos meses de relación con Cristina, su actual pareja. A causa de una reorganización en su empresa perdió su posición de privilegio y se vio privada de un puesto que la satisfacía enormemente, tanto profesional como económicamente. A raíz de esta situación pasó unos meses de reacción depresiva, por lo que ya no era capaz de actuar como el espejo mágico que devolvía a su pareja una imagen de grandeza. Ahora el espejo estaba empañado por la tristeza, la rabia y el llanto y empezaba a frustrarle profundamente. En estas condiciones, Alejandro sentía más bien ganas de romperlo y buscar otro en sustitución. Cristina no solo experimentaba rabia y desesperanza por lo que había sucedido en el trabajo, sino que además de no sentirse apoyada por él, percibía señales que ponían en peligro su relación. Ante esta amenaza se prestó a todo tipo de vejaciones sexuales a fin de preservar la relación hasta que consiguió convencer a Alejandro de acudir a terapia como modo de afrontar el problema.

La terapia de pareja se prolongó durante algunos meses, hasta que los sentimientos heridos de Cristina, puestos de manifiesto en auténticas explosiones de celos, así como las continuas infidelidades de Alejandro, terminaron por minar definitivamente la pareja. La posibilidad, sin embargo, de conocer y empatizar con los sentimientos de Cristina expresados en terapia, tuvieron como efecto que Alejandro empezara a cuestionarse a sí mismo y se planteara seguir una terapia individual en la que trabajar la construcción de la heteronomía sobre la anomía narcisista con la que se había regulado hasta aquel momento. Durante el tiempo que duró la terapia individual, Alejandro estableció nuevas relaciones con chicas. Una de ellas parecía sustituir la relación que había mantenido con Cristina, esta vez con Soraya, aunque completada con otras aventuras amorosas o más bien sexuales, particularmente con Lola, a quien dirige, ya en un momento avanzado de la terapia, este correo en respuesta a otro suyo en el que le proponía un fin de semana orgiástico.

Uf, vaya mail. Vayamos por partes: no hay duda de que tú y yo en lo que tiene que ver con el sexo nos llevamos muy bien, y está claro que tengo muchas, pero que muchas ganas, de hacer lo que me planteas. Y más cosas. Pero tengo un problema y es que si lo hago no estaría avanzando, sino retrocediendo. Te lo explico: tengo un serio conflicto entre lo que quiero, lo que debo y lo que deseo.

Lo que «quiero» es ser una persona adulta, responsable de mis actos. Quiero llegar a un grado de autonomía que en estos momentos confieso no tener. No estoy llevando las riendas de mi vida o, por lo menos, considero que no lo estoy haciendo bien. Me falta mucho, pero estoy intentando aprender y mejorar. Me caigo y me vuelvo a levantar y me vuelvo a caer.

Lo que debo hacer es algo que se basa en reglas, reglas que yo no he tenido en mi vida y sin las cuales lo único que he hecho es daño. A ti, a Soraya, a Elena y a mucha gente. Tengo un serio problema con las reglas, dado un problema básico de narcisismo, consecuencia de años de formación de una madre que todo me lo permitió y para la cual yo era el niño de sus ojos. Me falta la autoridad patriarcal, aquella que hay que ganarse, el que premia los buenos resultados y castiga por los malos. Yo he carecido toda mi vida de esa autoridad moral, representada por la figura paterna. A los 10 o 12 años, luego de hacerme un poco el loco, a fin de año me regalaban lo que quería para Reyes. Me acuerdo como si fuera hoy, porque mi hermana, que es una memoria andante, me lo recordó: yo podía hacer lo que hiciera que todo se me perdonaba y el premio estaba ahí.

Esta «educación», por así llamarla, no hizo más que enseñarme que podía darme todos los caprichos que quisiera, o hacer lo que quisiese, porque al final no había castigo, sino todo lo contrario. Toda conducta mía (buena o mala) tenía un premio (siempre conseguía lo que deseaba).

El «deseo», eso que a mí me trae de cabeza, significa que todo lo que quiero no solo lo consigo, sino que además, lo quiero ya (lo que lo convierte en fuente de ansiedad). Tanto en lo que tiene que ver con el sexo como con una cámara nueva, con una tableta digitalizadora o lo que sea. Tengo ansiedad y mucha. Y no sé contenerla.

Te pongo un ejemplo: la cámara que compré (la D700) vale 2.600 €. Yo no tengo ese dinero, y además, teniendo en cuenta que ya tengo que estar pagando un montón de cuotas de otros caprichos, no me va nada bien tener más gastos. Tenía la cámara en la cabeza y me retuve un día. Luego dos. Pero al tercer día fui al Corte Inglés y compré la cámara mediante el pago de 36 cuotas de 80 €. Y me autoengaño y me digo: 80 €, pero si los hago en un rato. Y es cierto. Lo que pasa es que no son 80 €… son 80 más 300 de aquí, 600 de allá, 500 de allí y no me doy cuenta de que termino con la soga al cuello. La ansiedad no me permite darme cuenta de que eso es un capricho y que no debo comprarme la cámara. Pero lamentablemente, aún no puedo controlarlo.

En el sexo me pasa lo mismo. No hay persona que me ponga más que tú. Quiero hacer un montón de cosas contigo. Muchísimas. Pero sé que no está bien, porque estoy con Soraya y tengo que saber que es algo que le haría mal a ella. Necesito empatizar un poco por una vez, Lola. Hoy cuando leí tu mail lo primero que hice fue empezar a planificar cómo hacer para tener el sábado libre. Y a fantasear con lo que haríamos. Y pensaba en qué le diría a Soraya: que si había un cumpleaños, que si una fiesta de amigos, no sé… Y me di cuenta de que no quiero hacer eso. No quiero mentirla. No quiero mentirme. Aunque no fue correcto, yo el fin de semana anterior no estaba con Soraya. Pero no quiero separarme de ella para tener un desliz y luego volver con ella. No. Claro que quiero sexo duro (es el mayor deseo que tengo siempre), y sé que lo puedo tener contigo y que tengo que dejar de estar con Soraya para poder hacer algo contigo.

Sé que cuando le dé el clic a «enviar» me estaré cagando en todo, porque eres la mejor relación sexual que se puede tener sin ningún tipo de dudas; además, yo estoy en horas bajas en cuanto a sexo y sé que contigo se me irían todas las tonterías. Pero eso duraría ¿4 o 5 horas? Luego estaría días enteros pensando que algo no he hecho bien; no me gustaría mentirle a Soraya a la cara; no tengo ganas de sentirme tan mal como hace tiempo por lo mal que me porté con ella. No quiero eso para mí. No es que lo haga por Soraya, o por menganita o por fulanita. Lo quiero por mí, Lola, porque si no aprendo que hay unas reglas, que no se puede tenerlo todo, que hay que saber decir que no al deseo si este le puede ocasionar dolor a otra persona, entonces no habré aprendido nada de lo mal que lo pasé, y repetiré una y otra vez lo mismo.

Siento ser una montaña rusa y un día decirte que te quiero y al otro hacer otra cosa que no concuerda con lo que te dije, y créeme que te entiendo cuando me dices las cosas y lo que sientes. Además sé que me quieres, a pesar de nuestras idas y vueltas. Lo siento, pero en este momento la respuesta es que me encantaría, pero «no debo» hacerlo.

Alejandro

En la actualidad, Alejandro vuelve a estar con Cristina. Parece que, por primera vez, ha comprendido que el comportamiento humano no solo se rige por los propios deseos y necesidades, sino también por los de los demás. Ya no se define como un obseso sexual, ni se dedica a cambiar de pareja cada dos años, o a coleccionar rollos de cama para colmar los momentos de soledad. Ha generado nuevos intereses.Se toma su trabajo de forma más profesional y se ha comprometido en el cuidado de su hijo, a pesar de la distancia. Está desarrollando, en suma, una estructura heteronómica para aprender a poner freno a sus caprichos y a recortar su narcisismo amoral.

6. Cuando la socionomía suple la heteronomía en la regulación de la anomía

En la secuencia evolutiva habitual la heteronomía se presenta como la estructura reguladora externa al sujeto que delimita la proyección egocentrada de la anomía en un mundo compartido por otra infinidad de sujetos, que debe ser mediado socialmente. Esta estructura de naturaleza impersonal y de origen natural, humano o sobrenatural, según las creencias compartidas culturalmente, trasciende a todos y cada uno de los individuos que lo componen, por lo que adquiere el carácter de «ley», al que todos deben someterse: Dura lex, sed lex. Aunque en Platón, por ejemplo, las «Leyes» son descritas metafóricamente, a veces como personificaciones, su carácter impersonal asegura la aceptación por parte de todos. Estas leyes regulan desde las normas ortográficas, hasta las de tráfico, el código penal o el mercantil. Sin ellas no es posible la vida en sociedad, más allá de las dimensiones de una tribu, en cuyo caso se llaman costumbres, base del derecho consuetudinario, que ejercen la misma función. En la medida en que el niño las va incorporando se va haciendo posible su inclusión social.

En ocasiones, sin embargo, esto no sucede en el orden evolutivo previsto, por razones diversas: familias desestructuradas, hijos únicos sobreprotegidos, familias numerosas donde el funcionamiento interno tiene más de tribal que de social. En esos y otros casos, puede darse que en el seno familiar no se haya formado la heteronomía, y que la primera forma de control social externo provenga de la socionomía, con la consiguiente supeditación al grupo o a las relaciones interpersonales.

Casa de muñecas (1)

Ana, que tiene 54 años de edad en el momento en que inicia las sesiones de psicoterapia, y que por su modo de vestir y de comportarse aparenta ser de mayor edad, acude a un grupo de terapia en un centro público de Salud Mental. Nos hemos referido a ella en otras ocasiones, particularmente en un artículo titulado «Dónde vas con mantón de Manila» (Villegas, 2002b) y terminaremos de exponer su caso en capítulos sucesivos, al hablar de la regulación socionómica vinculante oblativa y de la autonomía como proceso de integración. Su padre, de profesión ferroviario, murió cuando ella y su hermano eran todavía pequeños, diez y un años, respectivamente. Describe, a pesar de ello, una infancia idílica, rodeada de su familia extensa, abuelos, tíos y primos. Está casada en segundas nupcias, habiéndose separado del primer marido, de quien tuvo una hija hace 25 años, que creció bajo su custodia. En la actualidad habita con su segundo esposo en una importante población, capital de comarca, a la que ella llama «su pueblo». Su madre vive independientemente, cerca de su domicilio, aunque todas las mañanas se las pasa en su casa, ayudándola en las faenas domésticas, hasta el punto que podría decirse que es ella quien lleva la casa. Desde hace un tiempo Ana trabaja en un hospital geriátrico como auxiliar de clínica. En el pasado había sufrido trastornos de ansiedad diagnosticables de agorafóbicos, a los que ya se alude en el primer volumen de esta obra (Villegas, 2011, cap. 11), que desaparecieron espontáneamente tras la separación del primer matrimonio. A invitación del terapeuta, que pide que se presente al resto del grupo, inicia su intervención con estas palabras:

A.: Ya os he dicho que soy Ana y es el primer día que vengo. Tengo problemillas y bueno, a ver si puedo mejorar.

T.: Si son problemillas…

A.: Bueno, para mí son problemazos (riendo).

T.: Y esos problemillas o problemazos, ¿hace tiempo…?

A.: Siempre he tenido, porque en cada época de mi vida he tenido uno. O sea que me han acompañado siempre, menos en la niñez, que la he vivido muy bien. Por eso, a veces, quisiera volver a ser pequeña, aunque eso es imposible.

T.: Ya… y si no empezaron en la niñez, ¿cuándo empezaron?

A.: En la adolescencia. Tendría yo unos 15 años, cuando trabajaba en una guardería infantil. Allí estaban mis compañeras, que jugaban con los niños en la hora del recreo, y yo me iba sola a una habitación –me da un poco de vergüenza decirlo–, a soñar, y me montaba mis fantasías y mis cosas. Y luego les contaba mis experiencias, lo que había soñado, como una película que había visto. Unas fantasías tremendas… y ellas encantadas. Empecé a notar que para mí resultaba satisfactorio hacerlo, porque disfrutaba, aunque ahora, recordándolo, pienso «¿y por qué no me ponía a jugar con ellas?»

T.: Pero, algo te llevaría a buscar estas fantasías.

A.: No sé… Romanticismo…

T.: ¿Eran películas románticas?

A.: Sí. Por eso todas mis amigas querían que les contara las películas y yo, para no decirles que era algo que me había inventado, les seguía la corriente y todo terminaba siempre bien. A mis fantasías aún les ponía más entusiasmo, y claro, salían unas películas bordadas.

T.: ¿Y llegó algún tiempo en que te desencantaste de las películas, o qué pasó?

A.: Hasta hace cuestión de seis años, por las noches, antes de dormirme, me montaba mi película. A veces me gustaría retomarlo, porque aquellas historias me ayudaban a vivir; pero ya no tengo imaginación, me quedo atascada… Me hubiera gustado haber vivido, si no exactamente mis fantasías, sí quizá un poco de ese romanticismo, en mi día a día, en mi entorno, y sin embargo no lo he vivido nunca… Quizá sea por mi culpa (llora), porque era mejor lo que soñaba que lo que tenía, y entonces no me he querido amoldar a lo que había, cuando podría haber sacado mayor provecho de ello.

T.: Ya. Pero te resultaba más gratificante la vida de los sueños.

A.: ¡Ah, sí!, porque se parece a mi interior. Yo soy una persona muy emotiva, muy sensible y quizá lo hubiese vivido con esa fuerza. Pero claro, lo que había quizá no era lo que yo necesitaba.

T.: ¿Y tú querías dar amor?

A.: Sí, claro, dar y recibir amor; sí, en mis sueños por lo menos sí. En todas las cosas de mi vida, no solo en el amor, he sido una gran soñadora. ¿Qué por qué soy así? Pues eso no lo sé… Tal vez me viene de familia. O sea, que pienso que en mi familia somos gente muy apasionada. Por eso puede que lo de mis fantasías forme parte de otras formas de mi existencia.

En el interior de Ana bulle el volcán de una gran pasión que ha pugnado toda la vida por manifestarse, pero que ella ha mantenido bajo estricto control, puesto de manifiesto en una actitud de evidente recato corporal, cuya vía privilegiada de expansión ha dado origen a sus fantasías románticas.

A.: Verdaderamente, entre mi marido y yo, que somos un matrimonio normal y corriente, hay una falta de algo grande.

T.: ¿Una falta de qué?

A.: No lo sé, de amor, es que no me atrevo a decirlo así, tan rotundamente, de complicidad. Ahí hay algo, una ruptura. Es que, como no he vivido la vida como la tenía que vivir, pues todo lo he llevado mal, a trompicones… Quizá no he estado nunca enamorada o nunca me he dado la oportunidad de enamorarme, no sé por qué.

T.: Parece que no te lo has permitido. ¿Qué implicaba enamorarse?

A.: Pues no lo sé. Sí yo me hubiese enamorado, habría sido algo que no habría podido controlar. Me podría haber hecho mucho daño, y quizá por eso he preferido dejarme querer, querer a quien me quisiera. Y no me he acercado a la persona de la que me hubiera podido enamorar. Creo que, por el contrario, me he acercado a personas serias, que no saben tratar a la mujer. Los maridos me los he buscado yo, a los dos. Es el tipo de persona que sabía que no me iba a hacer tilín ni talán. Con mi primer marido teníamos una complicidad, que no era amor, pero había algo. Éramos dos personas muy luchadoras, con mucho carácter; dispares completamente, pero teníamos algo en común. A lo mejor elegí mal.

T.: O elegiste bien, de acuerdo con tu planteamiento. Tu planteamiento era justamente no enamorarte para no descontrolarte. Tú has dicho «no enamorarme del hombre que me amara». ¿Cómo quisieras que te amaran?

A.: No, lo que yo no quería era enamorar a nadie, porque, ¿cómo podría yo amar a esa persona? Aunque hubiese sido fantástico que me hubiesen querido como yo podría haberlo hecho. Pero claro, no me valía que ellos me amasen, como yo hubiese podido hacerlo, si yo no me enamoraba. Si a mí me dan mucho cariño, pero hacia la otra persona no siento lo mismo, pues eso a mí no me llena. Si hubiese podido encontrar a una persona capaz de amar, con un poco de sentimiento, y la hubiese amado como yo sé amar, pues eso habría sido un desmadre. Pero eso ya lo doy por perdido; sé que me moriré y ahí estará. Esto me lo llevaré conmigo a la tumba. Aquí es el único sitio donde he explicado mi secreto, algo que llevaba conmigo y que estaba decidida a morir con ello, pero ahora ha salido.

T.: Tú te has enamorado de una fantasía. Y esa fantasía tienes miedo de llevarla a la práctica, porque si la llevaras a la práctica el cuento se terminaría. «Colorín colorado, este cuento se ha acabado».

A.: Mis fantasías de amor se las contaba a mis amigas y siempre terminaban, aunque yo no quería que acabaran, cuando la fantasía llegaba al máximo. Era un amor muy grande, de mucha pasión. Si yo hubiera sido un hombre hubiera sido Don Juan Tenorio, para que no se hubiese terminado el amor.

T.: De modo que tú has querido querer mucho y has tenido miedo de que ese amor te destruyera.

A.: Sí. Ahora que ya soy mayor supongo que me podría enamorar igual, pero ya no, ahora no. Supongo que no hubiese resistido que se acabara el amor y hubiese buscado otro.

T.: Que se acabara la pasión; te atraía la pasión.

A.: Eso, la pasión. Quizá está muy mal decir eso.

T.: ¿Por qué?

A.: No sé. A mi edad no tendría que decir esas cosas, pero bueno, yo he sido joven. Y yo sé que con mi forma de amar hubiese arrebatado a cualquiera, porque cualquiera que hubiese estado a mi lado no habría permanecido impasible. Pues eso, un Don Juan, pero claro, eso, ¿a dónde me llevaba? Porque yo no he vivido bien.

T.: Tampoco te lo has permitido.

A.: No. En mi ser hay una parte triste, un cúmulo de cosas que están ahí; yo puedo vivir muy intensamente, con mucha alegría, porque soy alegre, pero hay una parte ahí, que sé que me moriré con eso. Puedo vivir mejor la vida, puedo abrirme más. Pero yo sé que me moriré con eso; está ahí, todo lo que he ido experimentando según me he ido haciendo mayor.

Este caso adquiere un mayor relieve si lo comparamos con el siguiente, el de Carina, en el que justamente podemos observar el reverso de la medalla de un mismo planteamiento, basado en la regulación amorosa, dejada a su suerte, en ausencia de una regulación moral heteronómica. Ana busca la realización a través de la fantasía, dando origen a una vida paralela entre fantasía y realidad, concebidas como totalmente opuestas, de naturaleza gratificante y estimulante, la fantasía, pero insatisfactoria y decepcionante, la realidad. Carina, en cambio, se lanza al cumplimiento real de los deseos amorosos, sin freno moral alguno, que desemboca en dependencia y autodestrucción, los dos escollos que Ana precisamente quería evitar, pero que instintivamente temía, relegándolos al ámbito de la fantasía.

A quien mucho ha amado, mucho le será perdonado (2)

Retomamos aquí el caso de Carina, que hemos presentado en el capítulo siete de este volumen, y del que terminaremos de hablar en el capítulo 12 y último de esta obra, como muestra de lo que supone una vida regulada por la anomía y la socionomía complaciente y vinculante, en ausencia de la heteronomía. La vida de Carina se vio muy marcada por la decisión que tomó, al quedar embarazada a los 23 años, de irse a vivir con Emilio, y luego, a los 10 meses de nacer la niña, casarse con él por insistencia de la madre, teniendo, al poco, el segundo de los hijos, de los que el marido no quiso hacerse cargo nunca. Aunque muy enamorada, no se sintió en ningún momento querida por él. Llevaron una vida azarosa, medio hundida en el mundo de las drogas, que terminaron pronto con la salud de Emilio, hasta desembocar en una muerte prematura.

C.: Pasaron tantas cosas con Emilio que mi madre me dijo «nunca más en mi vida le diré a una hija mía que se case, nunca más». Y nunca más lo hizo porque después era ella la que me decía «déjalo, que es un cáncer para ti, que te está matando» Claro, y luego me costó a mi dejarlo seis malditos años de mi vida. Bueno, estuve yendo y viniendo, porque yo me iba y él venía a buscarme.

Arrastrada por esta vorágine, y en vista de la nula implicación de Emilio con sus hijos, Carina pronto se desprendió de ellos, dejándolos a su madre para que los cuidara, pensando que de este modo estarían mejor atendidos, pero que a su vez la dejarían a ella con mayor libertad para llevar una vida desenfrenada y sin responsabilidades. Por todos estos motivos, dejó a sus hijos con su madre y su hermana, la mayor, a quien, a la muerte de la madre, le cedió la patria potestad.

C.: Además yo los dejé con ellos porque consideraba que mi madre era maravillosa como madre.

T.: ¡Ajá! Entonces te duele el hecho de que faltara tu madre, porque parece que desencadenó todo esto.

C.: Exacto. A partir de ahí, mi hermana se hace más fuerte, ejerciendo una influencia maligna.

T.: Y puso a tus hijos en contra tuya, ¿verdad?

C.: Sí, claro.

El distanciamiento gradual de Carina respecto a su familia, padres, hermanos e hijos, originado según ella a causa de las incompatibilidades con su hermana Sara, terminó por empujarla fuera de casa, para entrar en el círculo del marido. Aunque esta relación acabó por romperse y provocar una vuelta a casa con los hijos, las cosas ya no fueron como antes. La necesidad de ganarse la vida y los problemas con la hermana, Sara, la llevaron a buscar trabajos fuera de la ciudad y a dejar a los hijos al cuidado de la madre:

C.: Yo he vivido siempre fuera por no tener que enfrentarme a la rabia que tenía con mi hermana, por no poder estar cerca de mi madre. He vivido mi vida sin que se enteraran de mis problemas. Dejé a mis hijos, con cinco y tres años, con mi madre porque me peleaba a diario con mi hermana; no podía decirle nada a los niños. Mi madre fue la que me dijo que me fuera. No es que yo me quisiera ir, es que me tuve que ir. Es muy diferente que yo los deje a que me vea obligada a irme y no me los pueda llevar. Y entonces Sara fue cogiendo terreno. Desde que dejé a mis hijos allí quiso tener la patria potestad de los niños. No lo consiguió porque yo no quise y mi madre tampoco, que sino lo habría hecho. Y son cosas que yo no puedo perdonar. No es que ella no haya podido tener hijos, no los ha tenido porque es soltera, no se ha casado porque no la ha aguantado nadie. Y porque no ha querido parir nunca. Es muy cómodo agenciarse de un niño de los demás. Cuando yo estaba embarazada es como si lo estuviera ella. Estaba encantada conmigo, con el embarazo. Parecía más suyo que mío. Se venía conmigo a comprarle cosas a la niña, ¡bueno, eso era maravilloso! Pero después las cosas cambiaron. Cuando me casé, cuando me fui con él, y cuando después volví, al separarme, ya todo era diferente.

T.: Da la sensación de que tu vida ha estado siempre en función de Sara.

C.: En lo que se refiere a mi familia sí.

T.: O sea, que hay un punto de inflexión en que tu vida tiene sentido respecto a Sara. Y haces las cosas con respecto a ella: si te vas de tu casa es por Sara; si dejas a tus hijos allí es por Sara; si no vuelves a casa es por Sara; si ahora no estás en casa de tu familia es por Sara; si no hay buena relación con tus hijos es por Sara.

C.: Exacto. Mi hermana no tenía por qué decirles a los niños que yo era una mierda, ni estar continuamente tirándome por tierra y poniendo al otro (al ex-marido) como a un dios, cuando era un hijo de puta. Las cosas como son.

A partir de ahí su vida empezó a ir a trompicones, buscando trabajos con que sustentarse de forma independiente y en las relaciones con los hombres la afectividad y la aceptación que no encontraba en la familia.

C.: No me salían las cosas, iba a trompicones por la vida… Me enrollaba con un tío y me daba por culo, iba con otro y me jodía todavía más. Yo creo que por la necesidad de tener a alguien conmigo. Y la he cagado tantas veces por eso. Porque me resultaba difícil estar sola. Y buscando a alguien pues siempre la pifiaba. (Silencio). Me he equivocado mucho con los hombres, mucho.

T.: Aparte de eso que dices, que buscabas a alguien para no estar sola, a la hora de encontrar a algún hombre, ¿dónde crees que te equivocabas?

C.: Pues en ser generosa, en entregarme enseguida, entregar amor, cariño, entregarlo todo y no recibir nada, sino hostias, engaños, mentiras, frustración tras frustración.

T.: Ya. ¿Pero qué buscabas? ¿Por qué crees que te entregabas antes de conocerles?

C.: Pues, mirando hacia atrás, posiblemente por la necesidad de tener a alguien, de tener algo. Lo digo desde la perspectiva actual, en ese momento no lo veía. Claro, una pareja, un apoyo, un compañero, sí, alguien.

T.: Y ese apoyo, ¿veías pronto que no te lo iban a dar, o te costaba darte cuenta?

C.: No, lo veía pronto. Me duraban poco. Cuando veía claro que la cosa no funcionaba los mandaba a la porra. Así de claro.

T.: Porque ellos a lo mejor querían únicamente sexo ¿y ya está?

C.: Claro. Sexo o chupar del bote. Porque no sé cómo me lo hago que tengo un imán para los «mangurrinos», que tela.

T.: ¿Crees que eso es casualidad?

C.: No, yo creo que es un imán. No lo sé, que me gustan los golfos, como dice mi cuñado. Que me atraen.

T.: Que te gustan los golfos. ¿Tú crees que te atraen? O es que están al acecho si ven que alguien está dispuesto a darse: «En un panel de rica miel, cien mil moscas acudieron y todas ellas escogieron…» rezaba un anuncio publicitario ya antiguo. Son ellos los que van ahí. A lo mejor te veían así.

C.: A lo mejor me veían así, claro, y yo no me he dado cuenta. Podría ser. Yo no los buscaba. Aparecían. Me gustaba porque, igual me atraían los tíos guapos.

T.: Pero ¿qué elementos tenían en común, además del físico? ¿Se parecían en algo entre ellos?

C.: Es que han sido tantos… que no los puedo recordar (ríe).

T.: ¿Te faltan dedos en las manos?

C.: Y en los pies. ¡Qué vergüenza!

T.: ¿Por qué?

C.: Bueno, porque parece que yo haya sido una mujer fatal.

T.: Yo te estoy preguntando por las personas con que has mantenido una relación, no con las que únicamente querías sexo, que era una noche y ya está.

C.: Ya. He tenido relaciones de 4, 5, 6 meses, a lo mejor de un año…

T.: ¿Y cómo eran? ¿Buscaban únicamente sexo y dinero o que tú les mantuvieras?

C.: Pues sí, quizás un poco el interés, no lo sé. Al principio eran muy cariñosos y yo me sentía querida y tal, hasta que me daba cuenta de que todo era puro teatro. A ver qué me sacaban, a pesar de no tener dinero.

T.: Has dado más de lo que has recibido. Y ¿qué influía en que tú te dejaras? ¿Por qué hacías esto? ¿Por qué permitías que te sacaran dinero?

C.: Ah, yo soy así, no me cuesta soltar el dinero si lo tengo. Me salía así; pero si después la persona, reiteradamente, va y se hace el longui, y se apalanca en casa y no trabaja y tal, pues entonces claro, no. Y además porque luego hay otras cosas: a lo mejor en el sexo va bien pero no te diviertes con él, no te ríes. Yo soy una persona que necesita mucho reírse, hablar… Si eso tampoco lo tienes, sientes una carencia y entonces no te llena, pues adiós muy buenas.

T.: No te llena, te vacía.

C.: Claro, exactamente. Con el de Tarragona he estado copulando estos días, por aquí.

T.: Ah, ¿ese también?

C.: Pues sí, muy bien. Primer contacto muy bien, y tal y cual; no estuvo mal, pero luego nos hemos visto varias veces y ni siquiera me ha apetecido volver a hacer el amor con él. Ya me doy cuenta de que eso es lo que busca. ¡Que yo ya he pasado esas etapas!

T.: ¿«Eso» qué es? ¿Sexo?

C.: Sí, sí. Puro y duro. Y no me apetece.

T.: Ahora no te apetece. En otra etapa de tu vida sí te apeteció ¿verdad?

C.: Pues sí, en una época de mi vida me apeteció el «aquí te pillo, aquí te mato». Veía a un chico que estaba muy bueno y decía «pues a este me lo tiro yo». ¡Y me lo tiraba! Iba así por la vida. ¿Qué quieres? Me apetecía, lo hacía y ya está. Lo disfrutaba. Lo que no disfruté con mi marido, por ejemplo, porque nunca disfruté con él, que incluso me tenía por frígida, pues lo he disfrutado después.

T.: Ahora quieres algo más.

C.: Sí, ahora quiero estar con alguien con quien esté a gusto, con quien compartir, con quien reírme, con quien salir a cenar, con quien estar en casa, cómoda, y con quien disfrute en la cama. Lo quiero todo. Y si no, pues no quiero nada. Y ya está.

Las experiencias amorosas de Carina, a diferencia de las de Ana, eran reales, pero igualmente ilusorias en su sustrato. Ana se protegió de amores destructivos, buscándose hombres que no supieran amar, pero manteniendo su fantasía activa en paralelo. Carina, por el contrario, se lanzaba fácilmente a cualquier experiencia amorosa, aunque fuera abusiva y maltratante. Confiaba en su capacidad de reacción para librarse de ellas, aun después de graves quebrantos. Esta vida relacional azarosa Carina la vivía como compatible con el mantenimiento de las relaciones con sus hijos, de los que le apartó una experiencia inesperada.

C.: Hasta los 18 años, por ahí, mis hijos no estaban tan distanciados de mí. Ha sido después cuando las cosas han cambiado.

T.: ¿Y por qué han cambiado más tarde, si hasta los 18 se llevaban bien contigo?

C.: Porque cuando estuve donde estuve, no se lo pude explicar ni sé lo que les dijeron, y ahí se rompió mucho.

T.: ¿Qué quieres decir con «cuando estuve, donde estuve»?

C.: Estuve cinco años en la cárcel, en Colombia.

T.: ¿Y cómo llegaste hasta allí?

C.: Pues haciendo de mula. Porque me quedé sin trabajo. Pedí ayuda a mi madre, pero mi hermana no me permitía ni entrar en casa.

T.: Y alguien te sugirió…

C.: Todo fue por uno de mis hermanos: mi madre me llamó para que me lo llevara conmigo, que si se estaba enganchando otra vez, que lo ayudara a desengancharse… Me lo llevé a Tarragona, lo meto a trabajar conmigo y roba en la caja; se pinchaba allí dentro, tuve que estar detrás y encima de él; perdí mi trabajo y me tuve que venir a Barcelona.

T.: Entonces eso de la generosidad te ha ido perjudicando, ha sido una generosidad donde no has tenido en cuenta tus necesidades.

C.: Me vengo a Barcelona y no encuentro trabajo, y me ofrecen esto de ir de mula y yo, pues me lié la manta a la cabeza. Se lo dije a mi madre, que se oponía a que fuera…, pero claro, ¿y entonces qué hago? No tengo ayuda de nadie, no tengo dónde vivir, no tengo trabajo, ¿qué hago?

T.: ¿Y qué buscabas de tu madre, la comprensión, el que te dijera que estaba de acuerdo?

C.: Pues a lo mejor que me ayudara en vez de decirme no vayas. Igual que ayudaba a mis hermanos.

T.: Buscabas la ayuda, que te dijera «cariño quédate aquí conmigo», pero no te dijo que te quedaras.

C.: Porque a mí también me daba miedo ir, como comprenderás.

T.: Y al final viendo que no había otra, te liaste la manta a la cabeza.

C.: Pues sí. Y me pillan. Me parece que hubo un chivatazo. Y en fin, y a partir de ahí fueron cinco años muy difíciles. Allí la vida no vale nada, por lo más mínimo te pelan.

T.: ¿Le comentaste a tu familia de aquí lo que ocurrió?

C.: Me mandaron un abogado, pero se quedó con el dinero y no hizo nada.

T.: ¿Te fueron a ver allí alguna vez tus hermanos?

C.: No, nunca. Como estaba lo de la decepción de mi familia; no sé si es que ellos pensaban que yo estaba allí de paseo… No se hacían cargo de la necesidad que yo tenía de escucharlos, de sentir que estaban ahí, aunque fuera lejos. Para ellos la llamada era como que no… unas veces no estaban, otras no se podían poner… no encontraba esa receptividad. Y yo la necesitaba.

La relación de Carina con su madre hasta su muerte, ocurrida hace cuatro años, fue algo ambivalente, en cuanto ella era la única persona a la que podía explicárselo todo, con quien tenía la máxima confianza:

Yo es que a mi madre… Todavía no he superado su muerte, porque para mí era mucho más que mi madre, era mi amiga. Era la única que lo sabía todo de mi vida, todo. Era una persona maravillosa. Nadie se acerca a como era ella, una persona abierta, sin dar nunca un problema, que no se enfadaba por nada, que calmaba las aguas siempre, que hablaba con una –venga ya, que es una tontería– y luego con la otra… y así.

Pero a la vez no encontraba en ella el apoyo suficiente en los momentos de mayor necesidad, como se irá viendo a lo largo del relato, al no saber regirse con criterios equitativos ante tantos intereses encontrados entre hermanos.

Un día le dije a mi madre: «tú te has peleado con mis hermanos por todos menos por mí. Por mí no has hecho el más mínimo esfuerzo de decir “Carina se queda aquí porque es mi casa”». Y me dijo que yo ya sabía que ella pensaba que yo podía con todo por mí misma.

La relación con el padre fue muy significativa para Carina, y en cierta manera privilegiada, a pesar de que él murió todavía joven, hace ya unos 30 años, y no pudo completar su influencia benéfica sobre ella. Está convencida de que si su padre hubiera continuado con vida, las cosas habrían ido de otro modo en su familia, o al menos ella se habría sentido mucho más protegida.

Yo creo que eso me lo ha inculcado mi padre (en referencia a los valores de la justicia social). Porque él era muy así; fue siempre un luchador de las causas; ayudó a mucha gente; siempre lo hacía. Esas cosas las tengo aquí de él. Se fue muy joven pero (solloza) a mí me han quedado muchas cosas buenas de él. Y creo que esa parte de mí se la debo a él. Porque mis hermanas no tienen nada que ver conmigo ni tienen el sentido de la justicia, lo ven de otra manera a como lo veía mi padre. El toque y los recuerdos que yo tengo de él, creo que no los tiene nadie.

A pesar de una aparente solidez y estabilidad de la pareja parental, Carina llega a su inmersión social adolescente con unos valores aprendidos del padre, justicia social y responsabilidad laboral, que le permitirán sobrevivir en un mundo duro e injusto, aunque sin recursos propios para hacerse respetar en el universo de las relaciones interpersonales, particularmente las amorosas. Las relaciones entre iguales, ensayadas en la amplia y compleja red fraternal, a falta de una regulación heteronómica, a causa de la prematura muerte del padre y de la incapacidad de la madre para administrar justicia, acaban por ser abusivas e interesadas, dejándola abandonada a ella en la periferia familiar, expuesta a relaciones amorosas, gratificantes en un primer momento en el plano del placer, pero totalmente abusivas y destructivas en el interpersonal.

Resumen

La función de la anomía en el conjunto de la arquitectura del sistema de regulación moral es la de proporcionar el núcleo volitivo de la persona, hasta el punto que en muchos casos el objetivo de la terapia se centra en recuperarla o construirla, particularmente en los problemas derivados de un exceso de predominio heteronómico o socionómico. Inversamente, la ausencia de estas instancias reguladoras alocentradas, puede dar lugar a un desequilibrio, que se pone particularmente de manifiesto en las relaciones sociales. Según esta perspectiva nos encontramos fundamentalmente frente a dos problemáticas diferenciadas por su momento evolutivo, aquellas que todavía se hallan en proceso formativo y que, en consecuencia, son abordables en su estado nascendi y las que ya se han consolidado como estructura de personalidad, dando lugar a algún trastorno de la misma (antisocial, narcisismo, histrionismo, esquizoide). Una segunda problemática, más bien de tipo estructural, la hallamos en personas en las que la ausencia de heteronomía es sustituida, en parte, por la socionomía, fenómeno más frecuente en biografías donde la ausencia del padre, por muerte, abandono, dejación, etc., o de la función parental en su conjunto, se produce en período evolutivo todavía crítico. Según esto consideraremos dos hipótesis generales: la primera basada en la ausencia absoluta de correctivo alocentrado al egocentrismo anómico; la segunda protagonizada por el fenómeno de la compensación socionómica de los desmanes anómicos. La posibilidad de entender de este modo los trastornos de personalidad como déficits evolutivos, en lugar de trastornos caracteriales, ofrece una perspectiva que abre el campo a opciones terapéuticas, libres del determinismo al uso.


10. La integración heteronómica

El hombre social, siempre fuera de sí, solo sabe vivir en la opinión de los

otros y, por así decirlo, solo del juicio

de ellos extrae el sentimiento de su

propia existencia.

ROUSSEAU

1. La función de la integración heteronómica en el conjunto del sistema de regulación moral

Al hablar de la formación de las estructuras de regulación heteronómica en el primer volumen de esta obra (Villegas 2011), tanto desde el punto de vista evolutivo (capítulo cuatro) como estructural (capítulo 10) insistimos en la importancia de la formación de una conciencia moral, basada en la interiorización de la norma externa, no solo para regular la vida en sociedad, sino para la formación de una conciencia autónoma. Como dice Victoria Camps (2011), siguiendo el planteamiento kantiano de la función de la moral:

Una conciencia moral es una conciencia autónoma, la que cumple una norma porque la considera correcta, no porque sea una orden o porque tema el castigo. Ahora bien, llegar a tener esta conciencia autónoma es un proceso largo, tan largo quizá como toda una vida. Un proceso en el que se combinan momentos de autonomía y momentos de heteronomía.

En el capítulo anterior hemos tenido ocasión de ver cómo trabajar para contribuir a la construcción de la heteronomía en los casos en que su ausencia provocaba una sobredimensión de la regulación anómica, con consecuencias más o menos graves para el propio sujeto y las demás personas. Aquellos pacientes que no habían interiorizado las normas sociales mostraban grandes dificultades para el autocontrol y la interacción social o interpersonal, elementos fundamentales para la consecución de la autonomía. La heteronomía viene a poner pies a las alas de la fantasía y freno a los desmanes del deseo. Está claro que una de las funciones fundamentales de la heteronomía es la de señalar los límites de la realidad, tanto desde el punto de vista físico (la sustitución del pensamiento mágico por el pensamiento realista), como desde el punto de vista social (la superación del egocentrismo por la introducción del alocentrismo objetivo e impersonal). Este último puede venir representado por las normas estrictas de comportamiento individual y social, las cuales, como ocurre en muchas religiones –el judaísmo o el islam, por ejemplo–, detallan y regulan todos los actos de la vida cotidiana, no dejando lugar a la indefinición. También puede venir representado por criterios más abstractos que establecen los juicios a priori, sobre los cuales evaluar las acciones de la vida cotidiana –la praxis en términos marxistas–, como la ley del amor a Dios y al prójimo del Nuevo Testamento, sobre el que se basa el cristianismo en todas sus modalidades eclesiales (católica, ortodoxa, protestante) con sus respectivos códigos morales.

Estos criterios suelen estar integrados de forma coherente en sistemas filosóficos o ideologías que dan lugar a escuelas de pensamiento que ya desde la Antigüedad han configurado formas de vida alternativas a las religiones teístas: budismo, confucianismo, taoísmo, las llamadas religiones ateas, en Oriente; o bien epicureísmo, hedonismo, cinismo, estoicismo o escepticismo en la Antigüedad clásica grecorromana. Estas filosofías morales han ido siendo sustituidas, aunque algunas experimenten retornos descontextualizados, desde la Edad Moderna por sistemas filosóficos, políticos y económicos, como el positivismo, el racionalismo, el liberalismo o el marxismo y el fascismo. Estos dos últimos, particularmente, han ocupado un lugar determinante en los acontecimientos de la historia del siglo XX hasta que han ido siendo sustituidos por el neoliberalismo, que defiende la preeminencia del mercado, actualmente también en crisis.

En el ámbito más sociológico e individual, que político o social, ciertos movimientos surgidos en el siglo XX durante la década de los sesenta y en adelante, algunos próximos al esoterismo, organizados en ocasiones en agrupaciones sectarias, y otros con mayor implicación social, como el movimiento hippie, humanista, okupa, verde o ecologista, han ido tomando lugar en las mentes de los individuos, en sustitución de una regulación y un criterio autónomos, formados en un lento y laborioso proceso de evolución hacia la autonomía personal.

El esqueleto y el disfraz

La presencia de estos sistemas ideológicos en la vida de los individuos ha podido degenerar en muchos casos –como el de Fran, que consideramos a continuación– en auténticos conflictos psicológicos, que en su caso han dado lugar a una estructura obsesiva con predominio de manifestaciones ansiosas, pensamientos intrusivos, conflictos relacionales y sentimiento de vacío y desorientación.

Varón de 27 años, titulado universitario, desarrolla un trabajo acorde con su formación. Ha militado en un partido radical de izquierdas, de ideología marxista, y ahora se halla en plena crisis, a causa de la casi desaparición de su partido y la hecatombe ideológica que ha seguido a la caída del muro de Berlín y la práctica desaparición de la Unión Soviética en 1991. Viene a terapia con síntomas de angustia y desorientación. No sabe con qué criterio regularse en su vida personal y pública, puesto que el palo marxista al que se agarraba montado en el caballo ideológico del tío vivo del mundo, mientras este continuaba dando vueltas, se ha deshecho entre sus manos.

Estos acontecimientos extrínsecos y una relación afectiva reciente con una chica le han provocado la crisis en la que se halla inmerso en estos momentos:

La cabeza me ha hecho un clic que ha puesto en evidencia que mi vida estaba controlada por una ideología que no quiero tener; pero ahora, ¿qué será de mi vida sin ella? ¿Cómo puedo combatir con mi opinión, y menos aún con mi sentimiento, una verdad que es objetiva y científica?

Es consciente que «todo lo ideologiza» y lo ve bajo la perspectiva marxista, hasta la papelera del despacho del terapeuta, que encuentra demasiado burguesa por sus figuras y colores. No puede disfrutar de los placeres de la vida cotidiana porque no son lo suficientemente revolucionarios. Aparecen de forma intrusiva sentimientos y pensamientos de tristeza, ansiedad y autoculpabilización: «debería pensar como un comunista, pero soy imbécil si pienso de este modo».

Avanzada la terapia se pone en evidencia la función sustitutoria de la ideología, a la que él llama su disfraz, en realidad un exoesqueleto, más bien, que le permitía tener una identidad social y regularse en las relaciones. Poseer la «verdad» le daba poder en ellas. Pero los conflictos relacionales, sobre todo con la novia y uno de sus hermanos, le han puesto de manifiesto la vacuidad de su disfraz. Si se quita el disfraz, ¿qué le queda? Según él un «esqueleto», carente de carnadura, de emotividad. Por eso su crisis estalla en el contexto de una relación afectiva. Quitarse el disfraz en las relaciones íntimas da lugar a una visión macabra, la de un esqueleto con el que es imposible hacer el amor si no es desde una perspectiva necrófila. Exponerse a una relación implica reaprender a sentir placer, atracción, deseo, y a emocionarse, (re)construir la estructura anómica que ha sido sustituida por la heteronomía en forma de exoesqueleto de ideología política.

2. La aparición de la vergüenza, la culpa y el miedo social

Los sentimientos de vergüenza, culpa y fobia social constituyen los marcadores inequívocos de la existencia de una regulación heteronómica en un contexto social. En general se distinguen dos tipos de sociedades, las de la vergüenza y las de la culpa. En estas últimas, los ciudadanos interiorizan las normas y se sienten culpables cuando dejan de cumplirlas. En cambio, en las sociedades de la vergüenza, todo está exteriorizado y sus miembros tienen que evitar ser sancionados externamente por lo que hacen mal, que es todo lo que mancilla su honor o su buen nombre.

Desde el punto de vista psicológico o individual, estos marcadores emocionales nos remiten a la existencia de un conflicto estructural, muchas veces reforzado por déficits evolutivos preexistentes. En terapia es habitual tener que lidiar con sentimientos de vergüenza, culpabilidad y ansiedad social, que con frecuencia se instauran como base de los trastornos de ansiedad, dando lugar a perturbaciones como la claustrofobia, la fobia social y la obsesión.

3. La claustrofobia

En el capítulo 10 del primer volumen de esta obra (Villegas, 2011) incluíamos la claustrofobia dentro del apartado de la heteronomía constrictiva externa, a la que muchas veces se vincula un comportamiento fóbico o evitativo de tipo social, escribiendo a este propósito lo siguiente:

La reacción claustrofóbica aparece inesperadamente o se va asociando gradualmente por generalización a situaciones construidas como constrictivas de la espontaneidad que fundamentalmente son de dos tipos:

Las situaciones en que es posible la espontaneidad son vividas como situaciones abiertas. Las situaciones en las que no es posible o no está permitida la espontaneidad son vividas como cerradas: de ahí la percepción de claustrofobia. ¿En qué sentido son constrictivas estas situaciones? En cuanto tienen algo de obligatoriedad: seguir un protocolo o una secuencia invariable (una boda, un entierro, un menú), quedarse cerrado en un sitio sin poder salir de inmediato (ascensor, avión, túnel, autopista), hacer las cosas de una determinada manera, quedar bien, no hacer el ridículo, tomar consciencia de resultar imprescindible o ser protagonista de una situación (actuación en público, portero de un equipo de fútbol, etc.) Todas estas situaciones suponen una constricción de la espontaneidad: si alguien se encuentra en ellas no puede eludirlas.

Cualquiera de estas situaciones es percibida igual por todo el mundo (percepción objetiva): en un avión, en la cola de un supermercado, en un tren blindado: «no hay salida» inmediata; pero no es vivida de la misma manera (percepción subjetiva) por todas las personas: «no puedo salir» «tengo que estar ahí» «no me puedo ir hasta que haya terminado». Algunas personas hacen el pasaje de la percepción objetiva «no hay salida» a la subjetiva «no puedo» o «tengo que». Es decir: construyen la situación desde la impotencia (desvalimiento), la impaciencia o la obligación contra la que se rebelan (sienten que no quieren estar allí, «no les apetece», con lo que la situación se vuelve incongruente en el segundo caso o amenazadora en el primero).

Al percibir la constricción se produce una activación fisiológica reactiva (que llevada al paroxismo da origen al ataque de ansiedad), puesto que el organismo tiende espontáneamente a liberarse de aquellos estímulos o situaciones que implican amenaza o coacción. Por ejemplo, el preso al que se le colocan las esposas, se revuelve para liberarse de ellas. En la última escena de la película «Bailando en la oscuridad» de Lars von Trier, (2000) Selma, la protagonista, interpretada por Björk, sufre un ataque de pánico, no porque la vayan a ahorcar, sino porque la capucha la ahoga y reacciona violentamente hasta conseguir que se la quiten.

La primera reacción es la de pretender huir o escapar de la incomodidad originada por la situación. Con esta reacción se produce, sin embargo, un efecto paradójico, que es el de ponerse en desacuerdo con la situación, entrando en un estado de incongruencia que impide el recurso a la espontaneidad. (Cuanto más se empeña el preso en liberarse de las esposas, más le aprietan. La única alternativa que tiene para no notar la presión es no presentar resistencia activa.)

La frustración de esta tendencia genera rabia, la cual es vivida como posible descontrol (que sería un efecto rebote de la espontaneidad) aumentando la activación neurofisiológica hasta llegar a convertirse en ataque de ansiedad. La experiencia ansiosa es vivida muy negativamente tanto a nivel autoperceptivo (desvalimiento, pérdida de autoestima) como heteroperceptivo (miedo al juicio ajeno). El resultado es la potenciación de la tendencia evitativa y la anticipación ansiosa de las situaciones que presentan características constrictivas.

El sentimiento que hay detrás de una claustrofobia es la rabia por la imposición de una limitación a la propia espontaneidad materializada en los límites marcados por un espacio. A una persona claustrofóbica metida en un ascensor le dan ganas de dar golpes contra sus paredes, de romperlo por la fuerza, como para señalar la intolerancia hacia los límites externos que le vienen impuestos contra su voluntad y que le impedirían salir en caso de desear hacerlo en el momento preciso: no soy yo quien puede determinar libremente mi movimiento, sino que estoy supeditado a la estructura objetiva del ascensor para poder moverme libremente.

Ahora bien, ¿porqué algunas personas hacen el pasaje de la percepción objetiva a la subjetiva de no poder salir? Básicamente porque no han aprendido a integrar anomía con heteronomía. Es decir, porque transforman lo que es un límite que actúa como medio, proceso o instrumento necesario para la obtención de un fin en una imposición externa u obligación que les constriñe. Transforman las condiciones de limitación de espacio o de tiempo (la cola del supermercado, un viaje en avión, etc.), imprescindibles en ciertas situaciones, en una frustración de su espontaneidad, en lugar de un instrumento o un proceso encaminado a un objetivo. Su atención se centra en el medio y se desconecta del fin. Su estado anímico se vuelve incongruente, se «rebelan» contra la situación, «dan coces contra el aguijón» y como se hacen daño en lugar de limar el aguijón, lo evitan. El preso termina por aceptar mansamente ser esposado para no romperse las muñecas, es decir, convierte en fin salvaguardar sus muñecas y deja de vivir la presión de las esposas. Su espontaneidad se vuelve acomodativa (la realidad «manda») en lugar de asimilativa (la realidad tiene que ser como yo quiero que sea).

La segunda pregunta que acude a la mente es la siguiente: ¿cómo es que situaciones sociales, como una boda, un banquete, etc. son construidas como físicas, es decir, producen activación fisiológica, agobio, palpitaciones, ahogo y pánico, como si se tratara de una constricción del espacio? Por el nivel sensorio motor en que son construidas. Toda situación en la que la persona se siente «obligada» es percibida sensorialmente como claustrofóbica, sin salida, de donde no puedo escapar, donde tengo que estar, y esta percepción produce la activación fisiológica correspondiente. Aunque se trata de situaciones de naturaleza social lo que agobia primariamente al claustrofóbico no es el miedo al juicio social, la vergüenza, sino la obligación de estar ahí, la imposibilidad de escapar, el atrapamiento, el ahogo, que constituye el circuito primario (Lorenzini y Sassaroli, 1987). Posteriormente puede desencadenarse como circuito secundario el miedo al juicio social, que vendrá a reforzar la conducta evitativa, aunque no es el determinante de la claustrofobia. En estos casos, una boda tiene los mismos efectos que una autopista sin salida inmediata. El niño que tiene que aguantar una conversación aburridísima de su madre con la dependienta del mercado no siente vergüenza, sino si acaso fastidio, impaciencia o ganas de irse a correr libremente, pero no puede escapar, porque no está legitimado para hacerlo.

Todo este entramado lo ejemplificábamos a propósito del caso de Paula, descrito en dicho capítulo, cuyo proceso puede sintetizarse del siguiente modo:

«Tengo que quedarme a cuidar a mi yaya –heteronomía– y no quiero, me rebelo –anomía–, porque yo quiero irme de aquí, volver a casa, pero mi deseo no está legitimado (origen circuito primario; emoción predominante: la rabia). Conflicto: quiero huir –activación del sistema de huida, aceleración cardiaca, respiración entrecortada– pero no puedo –no me lo permite la autoridad, tengo que quedarme –sería irresponsable–, me ahogo –consecuencia de abortar la activación de huida–, me siento incapaz –desvalimiento, invalidación propia–; condicionamiento de otras situaciones por analogía (origen del circuito secundario: emoción predominante el miedo).»

La terapia en estos casos está orientada a reconstruir la situación como libre y voluntariamente escogida, a identificarse con ella como un medio para conseguir un fin. Si quiero ir a Nueva York necesito de un medio (el avión) que no es un elemento exterior a mí, sino que forma parte de mí, son mis alas. Todos los pacientes lo harían por una causa mayor, lo que significa que la fuerza de la motivación sustituiría la de la rabia y el miedo. En el fondo más emocional se trata de reemplazar la rabia por la aceptación. Naturalmente, será necesario sustituir las reacciones neurovegetativas autónomas por voluntarias, de forma gradual, con pequeños ensayos o aproximaciones (desensibilización sistemática), aunque el fondo esencial de la superación de la claustrofobia requiere de la sustitución de la función asimilativa por la acomodativa.

4. La fobia social

La fobia social acompaña muchas veces a otros problemas fóbicos, puesto que las conductas evitativas se consideran socialmente vergonzantes, lo cual viene a añadir un componente social a respuestas más primarias o motóricas como la huida o evitación presentes, y de ahí, a veces, la confusión, tanto en la claustrofobia como en la agorafobia. En el caso que comentamos, sin embargo, la fobia social se presenta de un modo más puro, no ligada tanto al miedo como a la vergüenza, lo que la lleva a ocultar la enfermedad del marido como un signo de desgracia y como una causa de compasión.

Mermada (1)

Beatriz es una paciente de unos 50 años, cuyo marido –como se explicará con mayor detalle en el próximo capítulo, a propósito de la vinculación oblativa esponsal–, padece desde hace 25 años la enfermedad de Krohn, que le ha llevado a dedicar toda su vida al cuidado del marido, como si fuera una enfermera que dedica 24 horas al servicio del enfermo, en un aislamiento total de la familia, particularmente del hijo, al que se ha querido mantener al margen de todo lo que implicaba la situación.

Esta actitud protectora hacia el hijo (vinculación oblativa parental) y reservada, incluso con el entorno familiar, era todavía más estricta respecto al ámbito social, hasta el punto de que los vecinos desconocían la situación real de la pareja. Naturalmente, esta actitud tenía un precio muy alto en términos de aislamiento social durante todo este tiempo, casi veinticinco años, de modo que no se habría modificado si no fuera porque un día, subida a una escalera para colocar unas cortinas, se cayó y se rompió un brazo. Esta situación le obligó a acudir a los servicios de salud, donde además de atenderle traumatológicamente, detectaron que en estas condiciones estaba necesitada de ayuda social y psicológica.

Derivada al grupo de terapia, donde al principio se mantenía muy tensa y rígida, se fue abriendo poco a poco, hasta el punto de poderse llegar a expresar abiertamente con las compañeras y poder compartir espacios de solaz con ellas, fuera de la terapia. Como parte del trabajo que se llevó a cabo en las sesiones puede servir este diálogo donde se planea la forma de superar «la timidez», puesta de manifiesto en sus dificultades para expresarse ante los demás.

B.: Toda la vida ha sido así: me cuesta expresarme. Me encuentro súper limitada delante de las personas porque veo que explican lo que ellas sienten y yo no llego a saber expresar lo que siento, le tengo que dar cincuenta mil vueltas. Yo decía a todo amén, por no saber si lo hacía mal, por miedo a que me tomaran por tonta o por darles la razón; y yo decía «pues, sí» y me callaba la boca. Y ahora veo que aquí me expreso más, y con mi suegra también. Bueno… con mi suegra me siento tan segura de mí misma que si tengo que decir las cosas se las digo, aunque con todo respeto.

T.: ¿Por qué crees que con tu suegra sí?

B.: Porque me ha ido valorando a lo largo de los años.

T.: ¿Por cuidar a su hijo?

B.: Por eso y porque he sido una mujer de mi casa y de mi marido, de mi hijo, del cuidado, que no he fallado; y porque me siento superior a ella en educación, en llevar la casa; me siento súper valorada delante de ella. Tendría que ser en general porque ¿cómo puede ser que con ella me sienta tan segura de mí misma y que con las demás personas esté tan mermada?

T.: Pues simplemente porque con ella te atreves a ser tú misma, a decir lo que piensas o cómo lo ves, simplemente por eso; no hay otro secreto. Si con las demás personas actuaras desde ti ocurriría lo mismo. Con tu suegra te sientes…

B.: … la reina del mambo.

T.: Te sientes la reina del mambo, te sientes plena, y con otras personas te sientes mermada: Pues quiere decir que si te sientes plena con una persona, te podrías sentir plena con las demás.

Como resultado de esta reclusión en casa, Beatriz ha desarrollado una especie de fobia o inhibición social que la lleva a evitar confrontarse con los demás, a no saber decir que no, a no afirmar su propio criterio o incluso a dudar del mismo, a hablar de sí misma o de sus problemas, con la sensación consecuente de sentirse «mermada». Después de intentar, como estrategia terapéutica, señalar la excepción con la suegra, donde los papeles están invertidos, donde ella se percibe valorada como cuidadora y ama de casa y muy por encima de la madre de su esposo, se le plantea el tipo de posición que adopta frente a las otras personas, en cuanto a renunciar a su valor o poder, otorgándoselo a los demás, por sumisión o complacencia (regulación socionómica) o remitiéndose a algún criterio impersonal (regulación heteronómica), como la razón o la verdad.

T.: Hay una cosa que detecto en lo que tú dices, la referencia a si es verdad o si tienes razón, es decir, como que no te fiaras o no te remitieras a tu propia sensación y necesitaras una validación externa. Porque la discusión no es sobre si un plato es bueno o no es bueno, sino sobre si me gusta o no me gusta. Soy yo la que me lo tengo que comer. Si un habitante de un poblado africano se come golosamente las termitas de un árbol carcomido, no significa que no podamos sentir un asco repulsivo si nos ofrece compartir el banquete. Porque, en definitiva, soy yo, al final, el último criterio; no hay un criterio intrínseco al plato para decir si es bueno o si no lo es, puesto que si nos regulamos por lo que dicen los demás, o lo que dice la moda, o los que mandan, o los que quieren vender, o quienes quieren convencernos de no sé qué, nosotros nos quedamos fuera de juego, no somos nadie: este es el problema.

B.: Es la seguridad la que tiene que predominar, lo que me falta.

T.: Vamos a ver. La seguridad ¿en qué consiste? Simplemente, en que yo me fío o no me fío de mí. Punto; no consiste en nada más.

B.: Eso es personalidad, ¿no?

T.: Es simplemente contacto con uno mismo, da igual el nombre que le demos. ¿Cómo se adquiere la personalidad? Dejémonos estar de abstracciones y vayamos a lo concreto. Yo puedo saber lo que me gusta y lo que no me gusta, pero en el fondo lo sé, ¿a que sí?

B.: Claro. Hay que intentar corregirlo, hay que darle la vuelta a esto.

A fin de rematar las estrategias de validación de sí mismo frente a los demás, se proponen una serie de situaciones donde la paciente pueda verse reflejada de forma real, a través de un caso de dificultad, y pueda atreverse a decir no.

T.: Hay que saber decir que no, cuando es que no. Os voy a poner un ejemplo. Se trata de una persona que planteaba un tipo de problema semejante, pero en concreto era decir que no a las solicitudes de los hombres, de tipo sexual. Esta mujer acababa cediendo muchas veces o saliendo con gente que realmente no le satisfacía, o incluso le repugnaba, por no saber decir que no. Entonces un ejercicio que hizo fue vestirse un día de un modo relativamente provocador, no en plan de mujer de la calle, pero sí con una falda provocativa y un escote pronunciado, sentarse en un bar, allí mirando a la gente y como diciendo «aquí estoy yo». Y se planteó que estaría así hasta que pasaran seis hombres que le hicieran alguna proposición deshonesta, simplemente para decirles que no. Al primero que se acercó, se sentó a su lado y le dijo «¿parece que te va el rollo, no?» le respondió: «Pues no; te has equivocado de persona, pensaba que querías hablarme de algo más interesante» Y así hasta seis. En una mañana tuvo suficiente para despacharse a seis. Lección aprendida. O sea, como decir, yo soy, en último término, quien decide con quién sí o con quién no, si quiero o no quiero, simplemente. Soy yo, y nadie más que yo. Bueno eso es un caso extremo, si queréis, pero de una situación donde una persona se plantea ¿qué quiero yo, realmente? ¿Es eso que el otro me propone, lo que a mí me apetece?

B.: Vaya par de narices. Pero para esto hay que vencer la timidez.

T.: Este es un concepto que no nos lleva a ser operativos: ¿por qué somos tímidos? Somos tímidos porque le damos al otro un poder y nos lo quitamos a nosotros, Que realmente es cuando la persona no se basa en sí misma para decir: pues esto me gusta o no me gusta, lo quiero o no lo quiero. Y todo por complacer o para no entrar en conflicto, otorgándole más valor al otro.

B.: Y entonces, lógicamente, nos mermamos nosotros.

T.: Se trata de hacer como esa mujer del bar; pues lo mismo es ir a un sitio y decir «Voy a entrar aquí y no voy a comprar nada», o «voy a mirar si realmente escogería algo o si no», como un ejercicio.

B.: Como una terapia.

La estrategia se remata con el recurso a la analogía, a través de un cuento que, aunque encierra una referencia directa al trastorno paranoide, en su caso sirve para dejar de otorgar valor a la opinión de los demás, origen de su «timidez» o falta de «personalidad», la dimensión más heteronómica de su regulación.

T.: ¿Os expliqué aquello de aquel señor que pensaba que era un ratón? Se trata de un chascarrillo que circula en el mundillo psiquiátrico. Cuentan que a un hombre le asaltó la duda persistente y angustiante de haberse convertido en un ratón. Movido por esta duda insoportable, buscó apresuradamente un psiquiatra que pudiera atenderlo de inmediato. Una vez localizado, se presentó en su consulta con la siguiente demanda:

–PACIENTE: Vengo porque, según lo que he podido leer en Internet, tengo un problema de dismorfofobia. Cuando me miro al espejo me parece que veo a un ratón; en vez de verme a mí, veo a un ratón, y claro, yo creo que debe ser algo muy grave,

–DOCTOR: Vamos a ver. Usted ¿Cómo ha venido hasta aquí?

–P.: Al sentir que tenía ese problema he mirado en Internet, he buscado en la sección de psiquiatría, he encontrado su dirección, he pedido hora por teléfono, me han dado esta, he cogido el metro, he venido, he llamado a la puerta, me he presentado, y tal.

–D.: Muy bien, muy bien. ¿Y usted cree que esto lo haría un ratón: mirar en Internet, pedir hora por teléfono, coger el metro…?

–P.: Pues un ratón no, claro que no.

–D.: Además, ¿usted cree que un ratón, cuando se mira al espejo, cree que tiene un problema o se extraña de ver que es un ratón?

–P.: No, porque sería un ratón, claro.

–D.: Y usted, que está aquí, conmigo, contándome lo que le está pasando, cree que un ratón estaría aquí ,explicándomelo?

–P.: La verdad es que no, no estaría aquí. Bueno, pues está claro que no soy un ratón. Gracias, doctor, me ha quitado un problema de encima y ahora estoy convencido de que no soy un ratón. ¡Qué alivio! Por fin podré salir tranquilo a la calle. Porque estaba con esto… Bueno, ¿y cuánto le debo?

–D.: Tanto… Y ¿usted cree que un ratón preguntaría cuanto me debe?

–P.: No, no, por Dios.

–D.: ¿Y se sacaría la cartera de su bolsillo y me pagaría en contante y sonante?

–P.: No, no, desde luego.

–D.: Ve usted como no es un ratón.

–P.: Pues es verdad, me ha convencido totalmente. Mire, ya se me ha ido totalmente la idea de la cabeza.

–D.: Bien; pues, me alegro, hombre. Vaya usted con Dios.

Y entonces, le paga, se despide y todo eso. Se va hacia la puerta y, cuando llega a la puerta, se da un manotazo en la cabeza y dice:

–P.: Oiga, doctor, ¿me dejaría preguntarle una última cosa?

–D.: Pues, claro, diga, diga.

–P.: Es que al llegar a la puerta me ha pasado una duda por la cabeza. Ya tengo claro que no soy un ratón, pero ¿y los gatos?, ¿ya lo saben?

B.: ¡Qué bueno! ¡Qué bueno!

T.: Claro, pues esto es. A ver, si yo voy a comprar y veo al otro como si fuera un gato y yo me siento como un ratón…

B.: Piensas que te va a comer.

T.: ¿Por qué? Porque le damos al otro ese poder.

B.: Entonces, ¿la moraleja dónde está?

T.: La moraleja está en que yo me convierto en ratón si considero que el otro es un gato. Y en que me convierto en ratón en la medida en que pienso que lo mío no es válido y lo del otro sí.

Aunque el caso de Beatriz lo hemos traído a colación por el tema de la regulación socionómica oblativa en la relación esponsal (capítulo 11), está claro que coexiste con una regulación heteronómica, claramente manifiesta en ella en su pulcritud y rigidez en la forma invariable de vestir, en su sentido del orden, de la limpieza y de la puntualidad, en la vergüenza social con que oculta a los demás la situación doméstica o familiar. De este modo, como procedimiento terapéutico se han trabajado simultáneamente ambos aspectos, que en el caso de Beatriz se reforzaban mutuamente frente a la anomía, de modo que, a la vez que se abría más en el grupo se hacía más espontánea su forma de vestir y desaparecía su rigidez postural y aumentaban sus relaciones sociales. Aprendió a dar más autonomía al marido, a fin de que los cuidados se limitaran a lo estrictamente necesario, admitiendo una ayuda externa para las tareas domésticas, consiguiendo ser más asertiva en el círculo familiar y en el social ampliado. Dejó de dar, de una vez por todas, aquella estampa de mujer rígida y acobardada que no se atrevía a abrir la boca ante los médicos, para pasar a preguntarse qué es lo que realmente quería o necesitaba en cada caso.

5. Gestación, desarrollo y terapia del síndrome obsesivo

La magnificación de la regulación heteronómica puede llevar a grandes desequilibrios en la regulación moral de la persona, tales como trastornos fóbicos u obsesivos. En este capítulo vamos a dedicar especial atención al tratamiento de un caso de trastorno obsesivo al que aludimos de pasada en el primer volumen de esta obra (Villegas 2011) al hablar de las conductas de comprobación (p. 362), puestas de manifiesto en el caso de Alberto, y que retomamos ahora a fin de considerar el proceso terapéutico en toda su complejidad.

El análisis de este caso y el trabajo terapéutico realizado con él siguen paso a paso la hipótesis, avanzada por nosotros con anterioridad (Villegas, 2000, anexo MV 07), que entiende la obsesión desde la perspectiva fenomenológico-existencial, como el resultado de la constricción de la espontaneidad, de la deslegitimación de la regulación anómica.

Quiero ser libre de mí mismo

Alberto, estudiante de la Facultad de Derecho, de 20 años, es el menor de dos hermanos varones, con cinco años de diferencia respecto al mayor. Este, de 25 años de edad, ha dejado desde hace pocos meses el domicilio familiar para iniciar una vida independiente. No es el caso de Alberto, quien en la actualidad vive con sus padres y comparte con ellos, en los ratos libres que le dejan sus estudios, la gestión de un restaurante. Los padres de Alberto se casaron siendo conscientes de que tendrían que hacerse cargo toda la vida de la madre del marido (la abuela paterna), como así ha sido hasta el presente, en que la abuela, con 83 años, continúa viviendo con ellos.

El padre de Alberto, de procedencia rural, se crió con su madre y su abuela, pero pronto, ya desde los 11 o 12 años, se vio obligado a convertirse en el sustento de la familia. Desde muy joven asumió la responsabilidad de cuidar a su madre el resto de su vida y la limitación que esto le iba a suponer a la hora de establecer la suya propia. La situación le llevó a renunciar a la idea de casarse algún día, dando por supuesto que nadie querría compartir con él la responsabilidad de cuidar a su madre.

A.: Era él quien llevaba el dinero a casa, para mantenerlo todo. Por eso mi padre no quería casarse con nadie, tenía miedo de presentar a su familia; estaba manteniendo a mi abuela y pensaba que cualquier persona que la conociese ya no querría estar con él. Pues mira, salió mi madre y fue una excepción, digámoslo así; mi padre, por lo que sé, nunca había pensado en casarse. Lo primero que hizo fue presentarle mi abuela a mi madre para que pudiera decidir, creyendo que ella no iba a aguantar y que se iba a ir. Pero no fue así.

La madre de Alberto se casó con su marido sabiendo que eso suponía cargar con su suegra, y parece que desde el inicio asumió el rol de cuidadora de esta. Actualmente trabaja como auxiliar de clínica, tarea que compagina con el cuidado de la abuela y con el negocio familiar.

T.: ¿Y qué relación existe entre tu madre y tu abuela?

A.: Pues como si fuese su enfermera, aparte de que trabaja en un hospital; mi abuela ha tenido la suerte de tener una enfermera para ella sola toda la vida, que siempre se ha ocupado de todo: medicación, llevarla a los mejores médicos… ha estado siempre pendiente.

La figura de la abuela paterna juega un papel central en la familia nuclear de Alberto. Convive con ellos, como se ha dicho, desde la constitución del matrimonio, y la vida familiar siempre ha girado en torno a ella. Parece ser que nunca ha sido capaz de responsabilizarse de su propia vida, siendo mantenida primero por su madre (la bisabuela) y luego por su hijo (el padre de Alberto). Las circunstancias vitales de esta figura constituyen un misterio. Parece que fue abandonada durante un embarazo, no llegando a convivir ni a establecer un compromiso matrimonial con el padre de su hijo.

T.: Porque la abuela, ¿siempre ha estado con vosotros?

A.: Sí, siempre ha estado con nosotros, mantenida por mi padre; nunca ha sido independiente. Antes, cuando mi padre no podía mantenerla, la mantenía mi bisabuela, o sea, su madre. Mi abuelo (que se le supone muerto) dejó a mi abuela cuando estaba embarazada, y no sé si llegaron a casarse o qué pasó, tampoco me lo han contado, pero no vivieron como pareja.

La vida del núcleo familiar de Alberto se ha estructurado en torno a las necesidades de la abuela, ya desde su constitución, con repercusiones importantes en la vida de todos, limitando el desarrollo de una vida familiar normal, como salir juntos el fin de semana, vacaciones, disfrutar y divertirse. Por el contrario, el constructo nuclear que ha regido sus vidas es el de la responsabilidad y la abnegación, muy característico de familias de pacientes con patología obsesiva (Ugazio, 2001), limitando enormemente la autonomía y el espacio personal de cada uno de sus miembros.

A.: Siempre ha sido el problema central lo que le pasase a ella, lo hemos hecho todo por ella, nos hemos privado de ir de vacaciones o cualquier cosa; por ella hemos dejado de hacer vida normal, siempre ha girado todo a su alrededor, hasta tal punto que siempre que salgo de casa, estoy pendiente de lo que le pueda pasar, como por ejemplo, que hiciese algo, que abriese el gas y que se le ocurriese encender una cerilla y explotara todo el edificio.

T.: Y como familia, ¿cómo crees que os ha afectado o condicionado el tener esta figura de la abuela en casa?

A.: A mí me ha vuelto una persona demasiado responsable. Siempre he tenido el condicionante de mi abuela: cualquier cosa que hiciese tenía que estar pendiente de lo que le pudiese pasar. Entonces, creo que la responsabilidad me viene de ahí, de saber que tú tienes que hacerte cargo de otra persona. En casa soy muy responsable, pero emocionalmente me siento como si fuese un niño, como si hubiese carencias de muchas cosas. O sea, doy la apariencia de persona muy madura, muy responsable, pero muchas veces mis reacciones con el resto de la gente han sido posesivas, porque necesitaba afecto de todo el mundo. Esto no es una cosa que me haya venido de ahora; buscaba afecto, me iba esforzando mucho fuera de casa en buscar afecto, haciendo cualquier cosa, ya fuera con una amiga o con un amigo cualquiera.

Parece, por tanto, que Alberto atribuye el origen de su inmadurez emocional y de la excesiva responsabilidad que rige su vida a la situación creada por la abuela. Ver a su familia abnegada al cuidado de esta le llevó a asimilar esta posición como algo nuclear, a la vez que le impedía mostrar sus necesidades emocionales, viéndose inducido a buscar afecto y apoyo emocional fuera de la familia. Por otra parte, dentro de la dinámica familiar, adopta el papel de mediador y estabilizador de conflictos, especialmente entre el hermano y los padres.

A.: He tenido que hacer como mi madre, o sea, buscar el equilibrio; luego, también me hacía siempre cargo de mi abuela, ofreciéndome a mis padres para quedarme en casa, para que ellos pudieran salir, aunque yo no tuviera ganas, pero veía más fuerte la necesidad de ser responsable. Y creo que por ello he tenido la sensación de ser superior a mucha gente, porque yo veía que todo el mundo tenía sus problemas, pero que mi grado de responsabilidad no lo tenía nadie más. Muchas veces me creía con la posesión de la verdad. Pero a la vez me sentía inferior, porque no entendía por qué no podía estar bien conmigo, o sea, porque no podía relacionarme con la gente y que la gente me aceptase, porque me veían como una cosa rara.

El hermano mayor de Alberto ha sido el referente y el modelo con el que se ha comparado durante toda su juventud. Con sentimientos muy contrapuestos, ha pasado de ser «el egoísta» de la familia a ser considerado actualmente la persona más sana de la casa. Inicialmente constituía su contramodelo, ya que era irresponsable, egoísta e irrespetuoso con las creencias familiares. Pero desde hace un tiempo, Alberto valora su actitud como la más sana y equilibrada, consagrándose así de nuevo como una figura de admiración e imitación para él.

A.: Al que veo más normal es a mi hermano, porque es una persona que hace realmente lo que quiere, y que sabe lo que le sienta bien, y sabe ser como realmente es; no finge las cosas, no demuestra nada, solamente es como es, por eso digo que es natural, y encima la gente le acepta como es. Mi hermano ha llevado mejor que nadie esta situación; ha sabido combinarlo, regirse por lo que le apetecía. A veces le he echado en cara las cosas y que no pensaba en nosotros, que se olvidaba de que tenía una responsabilidad, o sea, me comportaba como si yo fuese su hermano mayor.

T.: ¿Cómo repercutía en ti su comportamiento?

A.: Pues, me hacía sentir más responsabilidad. Puede que en casa hubiéramos creado un ambiente de total responsabilidad y de no pensar en nosotros. La norma en casa era esa, como si no tuviésemos derecho a divertirnos. Y a lo mejor veía a mi hermano como un parásito, con los brazos cruzados, que solo pensaba en él y que no se preocupaba por nosotros. A lo mejor sentía envidia de que él pudiese hacer esas cosas y yo no.

Acude a terapia individual a solicitud de la madre, quien contacta telefónicamente con el servicio psicológico. Refiere que su hijo ha tenido algún «problemilla» con una chica y que no se encuentra muy bien; que le ve «nervioso y triste». La madre transmite su visión del problema como una cosa puntual y poco importante, «cosas de amores de juventud». En la primera visita el paciente sigue el planteamiento discursivo de su madre, refiriendo problemas en sus relaciones con las chicas, particularmente con un par de ellas, a causa de su inseguridad. Gradualmente esta «inseguridad» va dejando entrever una estructura de regulación heteronómica compatible con un trastorno de personalidad obsesivo.

A.: Para mí sí, ya que siempre me he sentido muy inseguro, no es una cosa de ahora. Inseguro sobre cualquier cosa. Necesitaba leer muchos manuales para cualquier situación, controlar la situación en cualquier momento; si no, no tenía seguridad. Para mí, por ejemplo salir, enfrentarme a una persona o cualquier cosa, pues es una barrera, una dificultad. Yo lo que siempre he querido es quitarme todos los miedos, a base de comprender las cosas, cuando tenía un miedo, lo que quería es informarme sobre eso y hasta que no me quitaba el miedo de encima, no podía dejar de pensar sobre eso. Mi problema pasa porque no sé quién soy. Quiero analizarme yo mismo para saber quién soy. Sí, intentar ser yo sin tener miedo al qué hacer, o sea, me refiero a ser libre de mí mismo, poder actuar o hacer lo que realmente quiero hacer sin tener ese convencionalismo.

La inseguridad a la que se refiere Alberto no solo queda claramente explicitada en el contenido de este fragmento, ya muy expurgado para hacerlo más legible, de su primera entrevista, sino que lo permea totalmente en su estilo reiterativo y dubitativo, lleno de circunloquios retóricos en busca del asentimiento y la comprensión del interlocutor (¿no?, o sea, no sé, digamos…), que se hace extensivo a todo su discurso, plagado de falsos inicios, de interrupciones, de pausas y derivas discursivas, de redundancias pleonásmicas y repeticiones que hemos intentado eliminar para hacer más ágil su lectura. Él mismo es consciente del lastre rumiativo que arrastra su discurso, privándole de espontaneidad.

A.: Pues pienso demasiado las cosas. Esto me lo han dicho muchas veces, antes de decir algo lo pienso; antes de responder, hago una pausa… y empiezo a darle vueltas para que sea lo más preciso posible; intento utilizar las palabras adecuadas en cada momento, según la situación; no soy espontáneo. Muchas veces actúo como un robot y quizás es la parte que me gustaría cambiar.

Esta inseguridad le lleva a la necesidad de destacarse ante los demás como diferente y de experimentarse a sí mismo de otra manera, adoptando una actitud y unos comportamientos que le hacen sentir superior (siendo el que consigue más cosas, prometiendo trabajos a sus amigos, exagerando sus logros y capacidades). En el ámbito familiar esto lo lleva a comportarse de forma hiperresponsable y madura, aparentando un gran control de sus emociones hasta en sus conversaciones habituales:

A.: Yo siempre hablo con ellos sobre temas que, digamos, utilizo para mostrarme mejor. Siempre he tenido en la cabeza que cualquier cosa que me dijeran en casa tenía que hacerla, o sea, que pasase lo que pasase tenía que abandonar lo que estuviera haciendo e intentar ayudar. Tenía una responsabilidad llevada al último extremo; si pasaba alguna cosa en la familia, el resto lo apartaba; incluso me daba igual lo que pasase en otros ámbitos.

El cambio de actitudes hacia los demás, planteado inicialmente por Alberto como motivo de consulta, se va transformando en una necesidad de cambio mucho más estructural y personal. Aparecen aspectos tan significativos como la incapacidad para experimentar sentimientos espontáneos y la necesidad de buscar la explicación racional a todas las cosas.

A.: Como si fuese un programa… y supongo que los sentimientos no son así; creo que son más bien espontáneos, no tienen tiempo, ni momento claro. Y si ya estoy empezando a programar mis sentimientos, sería lo mismo que si empezara a programar mis actividades diarias; y no sé si eso tendría mucho sentido… He intentado, no sé si programarlos, pero sí dominarlos… o eso he creído que sería lo bueno.

En este fragmento ya empiezan a apreciarse los rasgos obsesivos que forman la estructura de su personalidad, y que sitúa muy acertadamente en la base de sus problemas actuales: duda constante, desconexión emocional, racionalización de las emociones, perfeccionismo. La sintomatología obsesiva queda puesta al descubierto de manera sistemática en un escrito que el paciente trae más adelante, titulado «tesis sobre mis obsesiones», donde da cuenta de sus rituales y conductas de comprobación. En este escrito, que reprodujimos en la página 362 del primer volumen de esta obra (Villegas, 2011), aparecen condensados la mayoría de los elementos que caracterizan el cuadro obsesivo de Alberto, como son:

De las siete modalidades fenomenológicas que puede tomar la obsesión, descritas anteriormente por nosotros (Villegas, 2000), destaca en el caso de Alberto la preocupación por «la integridad propia y ajena: la preocupación por cualquier riesgo físico o moral o desgracia que pueda afectar a uno mismo o a los suyos, o de los que pueda ser causa a terceros por acción u omisión»:

«evitar cualquier suceso negativo»; «que no suceda nada que pueda dañar tanto a mi familia como a mí».

Así pues, la amenaza a la integridad, propia o ajena, sea en forma de enfermedad o de percance físico o psíquico constituye su máxima preocupación. Se trata de una obsesión preventiva, cuyos esfuerzos van dirigidos a someter a control aquellas situaciones donde se pudiera producir el daño temido.

A.: No es que sintiese que iba a pasar algo, sino que creía que podía pasar. Era más bien como una prevención, como con el interruptor, que siempre tengo miedo nada más salir de casa. Por ejemplo, que haya una fuga de gas… por no haberlo controlado, por no haber cerrado; que haya alguien en casa y se muera, el miedo a que pase algo. Y en el despacho de la facultad, pues lo mismo, si hay algún incendio, que pase algo en la facultad, tan solo por culpa mía, por no haber controlado algo. A ver, no es por el hecho en sí, como que se queme todo el papeleo que hay ahí, pero por otra parte, el miedo a que te responsabilicen de lo que has hecho, tan solo porque nunca me ha gustado dejar de responsabilizarme de las cosas. Entonces tengo miedo a que pase algo, porque en el momento que pase tendré que responsabilizarme.

Las tres columnas sobre las que se sostiene el trípode de la obsesión son: la duda, la desconfianza y la culpa (Villegas, 2000, 2011). La primera hace referencia a la naturaleza cognitiva de la obsesión, la segunda a su índole emocional y la tercera a su condición moral. Todas ellas están íntimamente ligadas.

La duda, como componente cognitivo, hace referencia al intento obsesivo de considerar simultáneamente todas las alternativas posibles ante cualquier cuestión, y la tarea consecuente de explorar y descartar cada una de ellas. Este balance interminable, fruto del miedo a ser engañado o a equivocarse, le limita de forma notable para tomar decisiones. La duda metódica acompaña a Alberto hasta en los problemas más sencillos, rasgo que descubre compartir con su padre.

A.: Él, por lo que ha comentado, ha tenido reacciones muy parecidas a las mías. Mi padre, desde muy pequeño, prácticamente ha vivido solo, por problemas con su familia; entonces creo que al no tener a los padres que le estén apoyando y que le estén diciendo lo que tiene que hacer, ha tardado mucho más en madurar, o sea… ha madurado en otros aspectos, como yo, en la parte racional, pero es muy inmaduro en aspectos emocionales. Eso es lo que me ha llamado la atención, la relación que veo con él: que hay cosas que le afectan mucho, le da muchas vueltas, y que son tonterías. Y a lo mejor problemas más grandes, graves, no les da mucha importancia, la solución viene sola, prácticamente. Cosa que a lo mejor pasa al revés en cualquier familia normal, donde los problemas grandes son los que más preocupan y a los pequeños no se les dan vueltas.

El obsesivo desconfía por sistema de sí mismo y de los demás. De sí mismo porque no puede estar seguro de acertar en sus decisiones, y de los demás porque pueden engañarle. Pero sobre todo duda de sí mismo, de sus propias capacidades, no tanto intelectuales, sino personales. No se fía de su criterio porque considera que es falible, no se fía de sus intuiciones que siente borrosas, no se fía de su voluntad que nota inconstante, no se fía de sus emociones que percibe volubles, no se fía ni de sus propias sensaciones y percepciones, no está seguro ni de saber quién es:

A.: Lo que me va a costar va a ser eso, intentar ser como soy, o sea, como debo ser o como creo que debo ser; a lo mejor es que tengo que ser así. No sé cómo debo ser con la gente, cómo debo comportarme, las reglas éticas de cada persona creo que las conservo, como el respeto por las personas, pero igualmente lo intento enfocar de la forma más racional que puedo, y reconozco que en este aspecto no encuentro racionalidad suficiente.

Por eso busca la certeza absoluta donde agarrarse. Para sus decisiones cotidianas también necesita la seguridad de algún referente externo: signos mágicos, combinaciones de números, palabras, letras, o alguna figura de autoridad, como el propio terapeuta. Ya en la primera sesión se puede entrever la forma que toma esta desconfianza, llegando a poner en tela de juicio la percepción de la realidad, buscando seguridad en un criterio ajeno.

A.: He estado pensando: «Pero, ¿eso era así o no era así?». Empiezas a pensar hacia atrás y te viene la duda. Me ha costado, he intentando hacer una especie de retrospección de lo que me ha pasado, intentar analizar un poco las cosas, viendo si eran reales, o no…, y aun así, hay cosas que me cuestan, o sea, que me tengo que informar o ir a la facultad a ver si era así o no era así.

El tercer elemento que sustenta el trípode de la obsesión pertenece al dominio moral y constituye la gran amenaza que mantiene en vilo al obsesivo, el sentimiento de culpa. Para sentirse culpable de alguna cosa es preciso tener alguna posibilidad de control sobre ella, aunque sea potencial (aquello que habría podido hacer y no hizo). El obsesivo no se siente culpable solamente por lo que ha hecho (comisión) sino por lo que debería haber podido hacer para evitar un daño: «Se debería haber pensado que hubiera podido suceder, y por tanto, prevenir algo» (pecado de omisión).

El obsesivo evita la culpa con todos los recursos que tiene a su alcance: rituales preventivos, conductas de control y tratando de ser perfecto en todo lo que hace, piensa o siente. Pero, ¿qué pasa cuando, a pesar de todos los esfuerzos, esta no ha podido evitarse y el paciente se siente responsable de cometer un daño a terceros? ¿Cómo se maneja el obsesivo ante este sentimiento tan invalidante? Esta situación, en el caso de Alberto, desencadenó la puesta en marcha de un acto reparador doble, que pretendía llevar a cabo a través de la terapia.

En general, para el obsesivo no existe la reparación ni el perdón, porque esto supone comprender los propios sentimientos y motivaciones. No hay posibilidad de perdón, solo castigo (se aplica la ley sin misericordia). Por eso, el hecho de que Alberto reaccionara ante la culpa con un acto de reparación abre una brecha en este muro y con ella la posibilidad de la clemencia, cosa que queda reflejada en la subsecuente disminución de su ansiedad tras el acto reparador. De otra manera habría desarrollado aún más rituales, mientras que en realidad se observa lo contrario, es decir, que después de la confesión se reduce el nivel de ansiedad y estos no aumentan.

La duda, la desconfianza y el sentimiento de culpa llevan al intento de control absoluto, pero producen el efecto paradójico de pérdida de control voluntario sobre las propias decisiones, dando origen a las rumiaciones, las conductas de comprobación y los rituales compulsivos.

Hemos comentado que la finalidad de la duda es prevenir la comisión de cualquier error. Pero, ¿por qué el error puede llegar a tener un peso equivalente al de la culpa? El obsesivo admite que puede equivocarse, pero le asusta fallar en el conocimiento de la verdad. El obsesivo puede mentir, disimular, ocultar la verdad como cualquier persona; puede engañar, pero no tolera ser engañado. Alberto, en efecto, reconoce en su comportamiento una actitud de engaño intencionado, incluso de manipulación, para mostrarse ante los demás de la manera deseada y así conseguir un beneficio, a saber, el reconocimiento y aprobación del otro, sin que esto le haya supuesto grandes problemas hasta el momento, pues hasta afirma que lo veía normal.

El problema no es mentir, sino caer en el engaño, porque ello le supone al obsesivo un fallo en sus capacidades cognoscitivas o sensitivas que debería evitar. Por lo tanto, caer en el engaño supone haber llegado a una conclusión errónea, tomar una decisión o elección equivocada, de la que uno es responsable por no haber estado suficientemente atento o por no haber sabido distinguir adecuadamente. El fallo lleva a la consciencia de no poder fiarse del propio juicio; por eso se esfuerza en «escanear» sus conocimientos antes de hablar de cualquier tema, y somete a análisis cada una de sus decisiones, con la intención de estar seguro de no equivocarse. Para ello se dedica a rumiar las cosas una y mil veces a fin de evitar el fallo.

A.: Una de las cosas que intento es evitar engañarme. Me refiero a que antes era más irreflexivo de lo que soy ahora. Puede que muestre menos conocimientos, pero a lo mejor es porque intento hablar sobre las cosas que sé, ser más reflexivo, analizarlo todo un poco más. En vez de hablar sobre sofismas, sobre especulaciones, que no tienen una base real, me gusta coger esa base real y crear una lógica a partir de ella. O sea, que no caiga en contradicciones, en las que antes solía caer, y es ahí donde comienza o termina mi falta de seguridad. A lo mejor tenía una forma de pensar muy lógica, pero puede que no fuera la correcta.

Ante esta amenaza de errar y, por tanto, de caer en una invalidación criteriológica, el obsesivo dispone de otra estrategia: acogerse a criterios exteriores que considera más fiables que los suyos:

A.: Una de las cosas que siempre me ha hecho sentir bien ha sido leer. Cuando leo un libro y tengo más conocimientos que antes, noto que he evolucionado en algún aspecto, me produce una sensación muy positiva, como de tener algo que los demás no tienen. Me da seguridad. Lo que pasa es que eso no sirve para las personas, es como si fuese más fácil enfrentarme a los objetos, o sea, al mundo, digámoslo así, que enfrentarme a una persona, porque es intentar conocer cómo es aquella persona, saber lo que quiere, lo que piensa, lo que siente… entonces eso siempre me ha dado un poco de miedo.

La necesidad de basarse en criterios externos para todo constituye una auténtica alienación psicológica; implica la anulación de cualquier tipo de espontaneidad ya que todo debe ser pensado mil veces. El obsesivo utiliza el pensamiento hasta tal punto que lo convierte en sinónimo de sentir. Utiliza de forma automática el pensamiento para someter a examen cada uno de sus pensamientos, para evaluar si están bien pensados. El pensamiento actúa de freno al impulso inicial, anulando tanto la espontaneidad de las reacciones como de las decisiones. Incluso la elección de la carrera de Derecho por parte de Alberto parece obedecer a este criterio: la búsqueda de seguridad en las normas externas:

A.: Es el problema que tenía yo para escoger una carrera. Podía hacer tanto ciencias como letras, pero no sabía cuál era la mejor. Ojalá hubiera una carrera única, que lo abarcase todo, pero bueno, tampoco me podría especializar en una cosa, porque no tengo años para tanto. Siempre me ha gustado abarcarlo todo, y yo pensé que en Derecho combinaba dos cosas, la parte que no se conoce, o sea la moral y la ética de la persona, que no se puede controlar de ninguna forma física, y la parte controlable, la que pone el límite real a los deberes de una sociedad. Me refiero a que creo que escogí Derecho porque era una carrera que me daba seguridad a la hora de enfrentarme a la vida. Pienso que es uno de los motivos por los que la escogí.

Alberto solo confía en su criterio cuando se basa en la certeza, en el conocimiento, y a fin de cuentas, en un criterio externo más fiable e inamovible que el suyo, por lo cual, para conseguir confianza en sí mismo y ser «independiente» de los demás, necesita «llenar sus huecos» con conocimientos. En contraposición, en el ámbito en que las cosas no están tan claras (no existe la certeza absoluta ni unas reglas universales), como es el ámbito social y emocional, se siente perdido y totalmente limitado. Esta falta de confianza en sí mismo hace que se enfrente a las relaciones sociales con gran inseguridad y sentimiento de estar en «inferioridad de condiciones», ya que los otros, aunque más ignorantes, confían en sí mismos y denotan seguridad. Por eso Alberto dice que «siempre le convencen».

Cuando el control del pensamiento fracasa es posible intentar establecer otras estrategias en el nivel concreto u operativo. A este grupo pertenecen las conductas de comprobación. Estas se realizan actualmente en dos contextos: al salir de su casa o del despacho de la facultad. Como hemos comentado anteriormente, la finalidad de estas conductas es evitar la ocurrencia casual de alguna desgracia por omisión, y el sentimiento de culpa consecuente.

A.: Antes de salir reviso toda la casa, y empiezo viendo que en las conexiones no haya alguna cosa que pueda producir algún cortocircuito y pueda quemar la casa. Miro el gas, y lo primero que hago es controlar que la llave de acceso al horno esté cerrada, y luego, cierro la de los fogones; veo que las conexiones de la televisión están correctas, hablo con mi abuela y le digo que no abra a nadie, que todos tenemos llave. Luego, en el despacho de la facultad, cuando salgo desconecto todos los cables, el ordenador, la impresora, el móvil, la luz… todo. Lo dejo todo en el suelo, separo los cables, que no haya ningún papel al lado de ellos, el interruptor general de la luz, cierro y cuento hasta nueve mentalmente; nunca lo exteriorizo. Antes de salir me pongo al otro lado de la mesa, de frente, y entonces me fijo nueve veces en que estén, parpadeo nueve veces para acordarme; luego hay una lámpara, como esta, pero tiene una fijación aquí, sin clavos, y entonces lo que hago es comprobar cuatro veces cuatro que esté bien cogida para que no se caiga; luego me voy hacia la puerta, cojo las llaves, compruebo los muebles, que los archivadores estén bien cerrados con llave; hago otra vez lo mismo cuatro veces cuatro con un archivador y finalmente salgo, cierro la puerta, que tiene dos cerraduras, la de arriba, que cuando la cierro cuento hasta 28 y la de abajo, a la que doy nueve vueltas para comprobar que esté cerrada.

Ante el fracaso de los intentos de control racional (a través del razonamiento) o concreto (a través de la acción) todavía cabe la posibilidad de recurrir a los rituales mágicos de control. Estos rituales pretenden evitar la duda y la culpabilidad, puesto que depositan la confianza en controles externos: la suerte, la divinidad, etc. Esto se ve entremezclado con la creencia de que estos sucesos puedan estar controlados por seres superiores, lo cual le lleva a desarrollar rituales de carácter religioso.

Podría comentar otras situaciones similares en las que repito fórmulas de conducta de carácter místico, pero todas se basarían en lo mismo, en una conducta insegura que no sabe si hay algo más en este mundo que lo que percibimos por los sentidos. Por eso, al no conocer si existe algo ajeno a nosotros que pueda determinar nuestro destino, intento cubrir todas las posibilidades para que no suceda nada que pueda dañar a mi familia ni a mí.

El recurso a fuerzas externas superiores sirve para protegerse fundamentalmente de un mal futuro (probabilístico, ya que el paciente no puede estar seguro de que vaya a pasar, y sobre el que siente que carece de control). En un determinado momento de su vida, hacia los nueve o diez años se dio cuenta de que podían suceder desgracias por azar, como la muerte accidental de sus abuelos maternos, y es posible que esto le hiciera tomar consciencia de que hay cosas que no se pueden controlar. Alberto sitúa el inicio de sus «rituales» hacia esa edad, otorgándoles el mismo significado que tienen ahora, que es la prevención de un mal que pudiera sucederle a él o a su familia y, con él, la de la culpa. Este mal que pretende evitar no es algo concreto, sino una cuestión inespecífica que escapa a sus posibilidades de control, ante lo cual, utiliza el pensamiento mágico.

T.: ¿Y qué era eso que te preocupaba y que querías evitar con esa fórmula?

A.: No era nada determinado: que enfermásemos, que no le pase nada a nadie de mi familia.

T.: ¿Siempre relacionado con tu familia?

A.: Sí, siempre ha sido así.

Entre los factores potencialmente contribuyentes a la gestación del síntoma obsesivo, Salkovskis (1985, 1998), señala también «la coincidencia de algún incidente en el que el niño haya contribuido por acción u omisión, o crea que pueda haber influido a través de sus pensamientos o deseos, a la producción de un mal grave». A veces no es necesario que la persona se vea implicada de forma directa en un accidente para que se desencadene el sentimiento de responsabilidad, sino que puede ser suficiente el hecho de que tome consciencia de que pueden producirse ciertos sucesos desagradables, y que así se forme la percepción de la posibilidad, más allá de cualquier cálculo razonable de probabilidades, contraviniendo con ello cualquier refutación lógica. De ese modo, parece que se produjeron acontecimientos que pudieron hacer surgir en Alberto la consciencia de esta posibilidad, como fueron la muerte accidental de sus dos abuelos. Es posible que esto le llevara a pensar que ciertos descuidos, como dejarse conectado un enchufe, podrían tener consecuencias nefastas para otras personas o para sí mismo. Se podría haber desencadenado en Alberto la obligación de prevenir futuros daños irreparables en su familia, induciéndole a desarrollar las conductas de comprobación y la ejecución de rituales preventivos que tan estrictamente llevaba a cabo, con el fin de librarse del sentimiento de culpa.

T.: Porque… ¿qué sentías que le podía… pasar a tu familia?

A.: No es que sintiese que iba a pasar algo, sino que creía que podía pasar. Era más bien como una prevención. Yo pensaba que las cosas suceden en parte por suerte, es decir, por puro azar. Por ejemplo, cuando yo tenía nueve años, se murió mi abuela y un año después mi abuelo, maternos, y fue por un accidente doméstico: se quedaron en el baño por culpa del calefactor, es decir, de la mala combustión de esas estufas de gas. Entonces, por seguridad, dices: yo no sé si hay algo más o no hay algo más, pero por si acaso, hago esto. Sentía inseguridad en todo lo que podía pasar, ya no me sentía protegido; a lo mejor es que no me sentía como un niño que está protegido por sus padres.

Dada su formación religiosa, empezó a plantearse si no habría un ser superior que «controlara el destino de las personas». El caso es que, ante esta duda de fe, porque él se declara agnóstico, pensó que sería más razonable hacer toda una serie de rituales para protegerse, como los rezos, la evitación de números diabólicos, etc., por si acaso.

A.: Otro comportamiento destacable se produce cuando rezo. El rezo se convierte en una fórmula mística para evitar la posibilidad de que se produzcan sucesos desagradables. Pero creo que en realidad es una muestra exterior de mi inseguridad ante lo que no conozco y, por lo tanto, no controlo… Me refiero a rezar al principio cuatro veces el Padre nuestro, y luego, otras fórmulas para pedir cosas. Y desear que no pase esto, pero siempre como una fórmula, sin pensar en lo que estaba diciendo. En caso de que no exista nada, pues da igual, no existe nada; pero claro, si existe algo y con esa persona (en referencia a Dios o al diablo) no sabes si es o no es, si esa persona realmente controla el destino de las personas… en caso de duda, pues lo hago… Sobre todo no poder tener en mente nunca los tres seis seguidos, o igual que el 36 tampoco lo puedo pensar, porque es una multiplicación de seis por seis. Entonces puedo contar mentalmente cuatro veces cuatro. O contar hasta 28, porque digamos que pasa la frontera del seis, y está entre el seis y el 36. Y es siete veces cuatro, o sea, es multiplicar el cuatro por un número mayor al seis. Aunque es un poco rebuscado, la idea es esta: multiplicar cuatro por siete, que serían 28 y no llegar al 36, que es seis por seis. Sí, porque esa es la combinación que no puedo usar. Y la que no puedo hacer de ninguna manera es la de seis por seis por seis, que no sé cuanto es, y que tampoco quiero saberlo.

Para los obsesivos existen objetos o términos «nefandos», que son actos u objetos que no pueden realizarse, mirarse, tocarse o adquirirse, o palabras que no pueden pronunciarse a causa de su implicación significativa. En este caso, se trataría de los números relacionados con el seis, como el 666, que según el Apocalipsis (13:18) es el número de la Bestia (o el diablo).

El obsesivo intenta evitar a toda costa dos fracasos esenciales, el error (mental) y la culpa (moral). Las rumiaciones están orientadas a prevenir el primero, y las conductas de comprobación y rituales, el segundo. La prevención del error es característica de los obsesivos puros, y la evitación de la culpa, de los obsesivos compulsivos. A veces ambas modalidades se presentan claramente diferenciadas; otras veces se mezclan con mayor o menor protagonismo según el peso que el error o la culpa ocupen en el sistema de validación del sujeto. La invalidación de cualquiera de ellos sumiría al paciente en una profunda depresión, por lo cual los mecanismos de control compulsivos le protegen de un posible fracaso nuclear. Así pues, Alberto se correspondería con un patrón obsesivo-compulsivo, quizá con un protagonismo mayor de la culpa sobre el error, dada la predominancia de rituales frente a las obsesiones.

La terapia con Alberto ha seguido los pasos característicos en el tratamiento de la obsesión, algunos de los cuales son comunes a todo proceso terapéutico, mientras que otros son más propios. Una vez especificada la demanda, como un intento de conocerse mejor a sí mismo, y establecida una fuerte alianza, el primer paso se dirige a dar sentido a la sintomatología obsesiva que presenta Alberto. Para ello es fundamental hacer comprensible para el propio paciente el significado de sus comportamientos, contextualizándolos en su génesis. En el caso de Alberto existe una doble matriz de significado: una genérica, formada por el contexto o dinámica familiar, y otra específica, desencadenada por la muerte accidental de los abuelos maternos.

Como se ha podido ir viendo a través del desarrollo de este caso, la dinámica familiar se estructura alrededor de conceptos como la abnegación, la responsabilidad y la renuncia personal. Esto es así ya desde su constitución, por la responsabilidad de cuidar a su madre que el padre había adquirido desde la infancia. Este rol actualmente es compartido por toda la familia, especialmente por la madre y por Alberto, centrándose el padre más en la manutención económica de la familia. Toda la dinámica familiar gira en función de las necesidades de la figura de la abuela, convirtiéndose en prioridad cumplir con el «compromiso moral» adoptado por el padre ya de soltero, que por extensión ha asimilado perfectamente el resto de la familia.

Salkovskis (1985, 1998), ha especificado algunas situaciones particularmente proclives a desencadenar la hiperresponsabilidad, característica de la obsesión, como un exceso de responsabilidad en la infancia (o al revés, un descargo sistemático de cualquier tipo de responsabilidad). Este exceso de responsabilidad queda patente en el caso de Alberto, que desde bien pequeño compartió con sus padres la responsabilidad de los cuidados de la abuela.

A.: En casa, ya de pequeño, cuando me quedaba solo, sentía que tenía que llevar la medicación, a lo mejor no como ahora, pero controlaba a mi abuela, y veía que tenía que cuidarla o evitar que hiciese algunas cosas. Y a lo mejor, de más pequeño estaba más tenso que ahora, porque no lo veía claro.

La actitud histriónica de la abuela se concreta a nivel práctico en una conducta manipuladora que mantiene a la familia en constante tensión. Interrumpe cualquier acto en que note que la familia está feliz y ajena a su presencia con llamadas de atención constantes. Tanto es el malestar que viven por la presencia de esta figura que evitan ir a casa, la cual parece que está impregnada por su presencia con un halo de oscuridad y malignidad, y buscan puntos de encuentro furtivos lejanos de la presencia de la abuela.

T.: ¿Cómo es ese ambiente?

A.: Pues… digamos negro, oscuro. Yo intento, ahora que puedo, estar el menor tiempo posible en casa, con mi abuela y con mis padres; mi padre hace mucho tiempo que al mediodía ya no va por casa. Tampoco se siente con fuerzas para ir, estar ahí y después volverse a trabajar, por eso muchos días quedamos con mi padre en el restaurante y pasamos mucho tiempo allí. O sea, que mi padre no va allí, pero no se desvincula de nosotros, que quedamos para hablar en otro sitio y así no ir a casa. Solo con llegar ya se percibe esa sensación de tensión, de intranquilidad. Nada más abrir la puerta ya te da como una especie de taquicardia. Lo que pasa con mi abuela es una sensación de agobio hasta tal punto que cuando uno está bien es cuando ella se va a dormir y aún así no se está muy bien porque por la noche se suele levantar y monta sus películas de si ha oído un perro o si ha oído no sé qué.

T.: ¿Y cómo es esta sensación de tensión?, ¿qué es lo que pasa en la casa o qué es lo que provoca esta tensión?

A.: A veces he pensado que a lo mejor somos nosotros mismos los que creamos esta tensión. A ver, es una reacción, parece que instintiva que tiene ella; si por ejemplo estamos los domingos cenando todos juntos, bien, y hacemos tonterías o contamos alguna cosa agradable, pues ella saca su conversación e intenta hablar sobre un problema, como que la cafetera no se abre, o que le duele mucho la garganta, o que no puede comer más… cosas de estas. Intentamos no exaltarnos y hacer como si no estuviese. A mí lo que me pone tenso no mi abuela en sí, sino las reacciones que tenemos nosotros con ella. Son muy tensas, exaltadas, o sea, cambia todo y se centra en ella.

T.: ¿Y qué es lo que os exalta tanto?

A.: Creo que es la reacción por no hacerle mal al otro; yo estoy tenso por lo que le pueda ocasionar a los demás. Cuando ha pasado algo yo nunca he hecho nada, siempre me lo he guardado, y luego por lo que pasa en casa te sientes mal, todo el día, y no tienes ganas de nada, y me voy a dormir. Mis padres intentan que nuestra abuela no se exalte, que se tranquilice, que calle y ya está, que no es problema nuestro, pero mi hermano con toda la razón del mundo dice: «es un problema de todos; no digáis que es un problema vuestro porque nosotros estamos todo el día conviviendo con ella». Mi padre muchas veces se siente responsable de haber traído a la abuela a casa. Intenta hacerle ver las cosas: «llevo toda la vida manteniéndote y no agradeces nada, y encima nos traes estos problemas ¿qué te hemos hecho para merecer esto?» y mi padre también se siente mal en ese momento y se va. Mi madre es más bien el equilibrio en todo, intenta evitar cualquier cosa; si salta mi padre intenta que se calme y casi siempre lo consigue; a mi madre nunca la he visto exaltada; creo que ella se ve como si fuese la válvula de escape, quien mantiene todo tranquilo.

De esta explicación se puede entrever claramente la manipulación activa que hace la abuela de la dinámica familiar, y la posición que adopta cada uno de los miembros. El hermano es el que actúa como válvula de escape familiar, dejando salir la tensión contenida por todos y expresando el malestar. La madre y Alberto son los que «vigilan» para que nadie salte, y si esto pasa, se encargan de suavizar la situación y volverla a neutralizar. El padre parece tomar cierta distancia, permitiendo que sea su mujer la que regule la situación, aunque a veces también deja aflorar su rabia. No obstante, queda patente cómo todos ellos están «en el mismo juego», donde la «banca» es la abuela.

A.: Con las personas de fuera se comporta de forma normal y corriente, incluso agradable; en cambio, cuando está con nosotros necesita llamar la atención, busca problemas con todo. Mi abuela tiene como un radar y parece que esté incomoda si nota algo de tranquilidad, como si estar tranquilos fuese algo malo; muchas veces dice que la vamos a abandonar, que la vamos a llevar a algún sitio; tiene miedo de que la llevemos al pueblo, se cree que la vamos a dejar allí. Mi padre cree que ha hecho bien teniéndola en casa porque no podía abandonarla; aunque no tuviese ningún tipo de estima, no podía dejarla. Es una especie de paranoia que nos hemos creado nosotros, como un problema. Hay muchas reacciones que son cosas nuestras; lo que me pone tenso no es mi abuela en sí, sino las reacciones que tenemos nosotros con ella.

La mayoría de estudios del trastorno obsesivo tienden a coincidir en señalar la formación del síntoma en un contexto familiar heteronómico, caracterizado por la falta de empatía, la inexpresividad emocional, la hiperracionalidad o el rigorismo moral, puestos de manifiesto en conductas o actitudes tales como el predominio de la expresión verbal sobre la afectiva o emocional, severas limitaciones a la expresión de felicidad y placer, bloqueo de las expresiones de agresividad y sexualidad, limitación de las relaciones sociales, formalismo, limpieza, puntualidad, sacrificio y ahorro (Adams, 1973; Beech, 1974).

Casi todos estos factores, de una u otra manera, están presentes en la familia de Alberto. Esta, condicionada por el «chantaje emocional» al que están sometidos por la abuela, ha utilizado la inexpresividad como mecanismo para afrontar el problema. Además, la hiperracionalidad y el rigorismo moral, con su máximo representante en el cabeza de familia (el padre de Alberto), también ha sido el eje estructurador del conjunto ya desde su constitución.

Los estudios de Damasio (1996) con traumatizados neurológicos, entre otros, han subrayado el papel de las emociones como primer motor decisional y han puesto de manifiesto cómo una persona desconectada de sus emociones o que no utiliza la información emocional puede ser capaz de realizar sofisticadas operaciones mentales y a la vez ser incapaz de tomar una decisión elemental respecto a su propia vida relacional y afectiva. En cierta medida, esto es lo que pasa con los pacientes obsesivos, aunque en este caso se podría decir que la mutilación de las vías aferentes del sistema límbico es de naturaleza educacional o evolutiva, más que fisiológica.

El obsesivo boicotea sistemáticamente sus marcadores somáticos placenteros con pensamientos obsesivos. Es como si el mensaje dominante fuera «no seas feliz». El mecanismo psicológico subyacente a este fenómeno parece ser que se debe a que la experiencia de placer se vive como una amenaza de descontrol pulsional y motivo de transgresión de los deberes morales. Como decíamos en otro lugar (Villegas, 2000) «el obsesivo siente que si se regulara por sus impulsos estos le llevarían al descontrol emocional. Ha aprendido a poner en duda la rectitud y adecuación de sus reacciones emocionales, transfiriendo al pensamiento todo el peso de la decisión. Tiene miedo al descontrol emocional o bien considera las emociones malas consejeras o nada fiables».

Alberto expresa en repetidas ocasiones que no sabe lo que le gusta, y en las últimas sesiones se puede apreciar cómo su intento de cambio ahora va dirigido a retomar el contacto con sus emociones y a identificar lo que le gusta.

A.: Pues, lo que he dicho antes, los pros y contras. La seguridad la tengo en dejarme llevar por las cosas que me benefician, o sea, no verlas como algo en contra, o algo pecaminoso, porque me digan que algo está mal, sino dejarme guiar por la vida. O sea, que la vida no son dogmas o normas creadas que todo el mundo tiene que seguir, sino que cada uno crea las suyas. Y quizá eso a mí me cuesta; por eso hago Derecho, ¿no? Pero también me cuesta menos porque entiendo el tipo de gente que crea esas leyes pues te reafirma a ti mismo. Lo que más me cuesta ahora es saber qué me gusta. Aunque no se puede hacer de todo, porque tienes unas responsabilidades, lo que me gustaría hacer es compatibilizar mis responsabilidades con lo que me gustaría hacer. Pero claro, primero tengo que saber qué es lo que me gusta. Y por ahora estoy en ello.

La construcción de un sistema criteriológico emocional se configura a través de un proceso de educación evolutivo por el que el niño tiene la oportunidad de experimentar los diversos registros emocionales (alegría, tristeza, rabia, miedo…), aprendiendo a integrarlos y modularlos en virtud de sus efectos internos y externos. Pero la prohibición de experimentar los propios estados emocionales, la inhibición de su expresión, o la anulación de su eficacia a través de la indiferencia o el rechazo pueden llevar a su extinción como patrón de referencia interna sobre el que basar las propias acciones y decisiones. En consecuencia, el sistema motivacional tiende a sustituir los criterios internos espontáneos de acción, la anomía, por normas externas de carácter ideal o de rigorismo moral, la heteronomía, y a ejercer un estricto control sobre las emociones en detrimento de la espontaneidad. Asumir como prioridad vital este «compromiso moral» lleva inevitablemente a la renuncia de los propios deseos y necesidades, y a una inmadurez emocional de la que Alberto es consciente, y que intentaba compensar con sus comportamientos fuera del hogar:

A.: Yo creo que los sentimientos están ahí, o sea, que tengo sentimientos, pero otra cosa es que sean espontáneos o que realmente sean propios, o que puedas exteriorizarlos. Me controlo a mí mismo porque no me gusta exteriorizarlos; si los exteriorizo me hacen sentir… como débil. O sea, que quizá los siento, pero en vez de expresarlos, los analizo y me los quedo para mí, quizá es eso…, no soy espontáneo. Lo que dudo es si realmente esos sentimientos son… porque sí, porque verdaderamente los siento o son provocados. O soy yo quien los provoca; me hago una idea de cómo deben ser, y busco la forma de provocarlos o…

T.: ¿Crees que alguna vez has intentado provocar sentimientos concretos?

A.: Sí, sí, sí, por ejemplo, con la chica de la que me aproveché el año pasado, con Adela, yo…, para salir con esa persona no me valía utilizarla, necesitaba sentir que esa persona me importaba, lo intentaba provocar, enfocando, por ejemplo, sentimientos que tuviera por otras personas; y eso para mi punto de vista es más bien una técnica: coger cosas de un sitio y de otro para producir otro efecto. Al igual que con Gracia, la otra chica con la que salí. Creo que no eran pasionales, que no eran espontáneos, sino más bien… provocados para conseguir algo, para hacerme sentir bien a mí, como si todo fuese un objetivo, como si todo tuviese un fin.

Ante la duda y la confusión que siente respecto a sus sentimientos, se ha volcado en un intento de racionalizarlos para mantenerlos bajo control.

A.: He intentado, no sé si programarlos, pero sí dominarlos; cuando me he puesto a pensarlo alguna vez he creído que lo bueno sería dominar los sentimientos, o sea, que para que una persona sea estable o equilibrada precisa saber en cada momento qué hacer y cómo actuar, como si esos sentimientos no pudiesen existir porque sí, o sea, que no fuesen espontáneos.

La voluntad del obsesivo es negativa. No está organizada en función de un deseo positivo, de una proyección activa de la existencia, pues no solo ha perdido el contacto con sus reguladores internos del deseo y el placer (anomía), sino que además tiene una actitud evitativa. El proyecto existencial del obsesivo es negativo: «no mancharse, no contaminarse, no dañar, no equivocarse, no pecar, no fallar, etc.». Lo que ha guiado el comportamiento de Alberto hasta ahora ha sido evitar: renunciaba a salir con amigos por descargar a sus padres de las obligaciones de la abuela o para ayudarles en el restaurante; se ocupaba todo el tiempo en actividades para parecer responsable y no fallarles; evitaba que su abuela pudiera causar daños, los enfrentamientos dentro su familia, etc.

A.: Pero claro, yo sabía que mis padres estaban trabajando, no podía decir: «me voy de fiesta, venid vosotros a cuidarla». Ya tenía esa conciencia desde pequeño, ¿verdad? Que divertirme va en contra de lo que quieren mis padres… algo así. Entonces yo ya era un poco victimista, en el sentido de «no tengo derecho a divertirme, tengo que hacer esto o tengo que hacer lo otro»; yo mismo me ponía barreras para hacer cosas. Creo que en esa época ya era demasiado precavido y prudente; sabía que si hacía algo tendría consecuencias. Siempre era diplomático a la hora de hablar; veía riesgos por todas partes y he tenido miedo a no hacer lo correcto: en casa, de pequeño, cuando me quedaba solo sentía que tenía que llevar la medicación, controlaba que mi abuela no hiciese esto o lo otro; era pequeño, pero ya estaba pendiente de mi abuela; veía que tenía que cuidarla o evitar que hiciese alguna barbaridad.

En el verano anterior, al inicio de la terapia, la familia decide por primera vez en toda su historia ingresar durante unas semanas a la abuela en un geriátrico para disfrutar de unas vacaciones, juntos. Esta decisión parece que facilita una apertura y flexibilización de la dinámica familiar, y provoca un cambio inexplicable en todos ellos. Los padres, por primera vez, se permiten disfrutar de la vida, y a Alberto le «legitima» para salir de su rol de responsabilidad.

A.: Han pasado muchas cosas y muy rápidas. Parece que se haya roto un muro y nos hayamos transformado todos, como si hubiésemos dado un giro de 180 grados en la familia.

T.: ¿Y cómo ha sido este giro o en qué sentido se ha producido?

A.: Este verano decidimos, por primera vez, llevar a mi abuela a un centro para que estuviese con otra gente. Nos dimos cuenta de que faltaba algo como… ya no tenemos a esa persona para acusarla y para enfocar los problemas, ni para olvidarnos de nosotros… ahora estamos obligados a ser nosotros mismos, y es la primera vez que siento que actuamos como familia, que no nos preocupamos tanto por las cosas que pasan. Y creo que ha sido el mejor verano, este mes de agosto, el mejor momento de toda la vida, el mejor de los mejores. Es lo que me ha provocado coger confianza, ver a mis padres relajados, felices, disfrutando de las cosas; te lo transmiten; ves que ellos se sienten bien y tu también.

T.: Entonces, a raíz de esto, es cuando tú has visto un cambio importante en tu familia, ¿verdad?

A.: Sí, un cambio radical, diferente.

T.: Y ahora que vuelve a estar la abuela en casa ¿sientes que volvéis a estar como antes?

A.: Sí, pero no lo veo igual, creo que mi familia está más tranquila, quizá por ver que el problema era ese se han relajado más, no sé, pero los noto más relajados, como si… se tomasen las cosas con menos profundidad.

T.: ¿Y a ti cómo te ha afectado?

A.: Pues esos días que veía bien a mis padres me sentí muy feliz. Noto unos cambios fuera de lo normal; mis padres están mucho más relajados y son más abiertos en muchas cosas…

T.: ¿Y qué es lo que ha provocado este cambio?

A.: Todo, en general. Estas vacaciones nos han dado más tiempo para pensar o hacer cosas que antes no podíamos al estar condicionados por la abuela. Al dejarla en un centro nos hemos enfrentado a nosotros mismos, hemos estado obligados a pensar qué queríamos hacer estas vacaciones… y a veces, por acto reflejo, mi madre puso un plato más, sin querer, incluso hacía más comida de la normal, pensando en ella y en la medicación y todos nos dimos cuenta de que estábamos esclavizados con una persona; lo hacíamos todo por acto reflejo y no pensábamos en nosotros; a mi padre le costó más ver eso, pero a mi madre le costó menos. Esto ha conllevado un cambio de perspectivas, que la vida está para vivirla, no para sufrirla ni para crearse problemas uno mismo; está para buscar soluciones, pero claro, yo esa cultura de la diversión no la tenía.

T.: Qué casualidad, ¿no?, que al tiempo que los has visto mirar por sus vidas, tú también hayas mirado por la tuya.

A.: Sí, bueno, quizás al principio no lo había pensado, pero no creo que haya sido una casualidad, sino que siempre he estado observando qué estaban haciendo. Yo también empiezo a dudar sobre mi forma de hacer las cosas. Mi hermano siempre me ha demostrado que eso era normal; ahí es cuando lo confundes todo, cuando no sabes si tienes que continuar con lo que estabas haciendo o tienes que pensar de otra manera.

El análisis de este caso, y el trabajo terapéutico realizado con él sigue paso a paso la hipótesis, avanzada por nosotros con anterioridad (Villegas, 2000), que entiende la obsesión desde la perspectiva fenomenológico-existencial, como el resultado de la constricción de la espontaneidad. Su versión completa puede leerse publicada bajo el título «Quiero ser libre de mí mismo. Un caso de trastorno obsesivo de la personalidad» (Tapia, 2002, Anexo Alberto).

La obsesión conlleva la falta de libertad sobre la proyectualidad de la existencia humana. La falta de confianza en los propios criterios de decisión determina en el obsesivo una total inhibición de su espontaneidad, obligándole a dirigir su mirada hacia sistemas compactos de principios o creencias de naturaleza ideal, condenándole a vivir perpetuamente en la duda y el temor al error y la culpa, de los que solo podrá redimirse reconciliándose con el mundo interno de emociones y sensaciones. El trabajo terapéutico, orientado a recuperar el contacto con el mundo emocional, y su validación como criterio epistemológico de decisión, se plantea como garantía de recuperación de la libertad, entendida como autonomía.

La problemática de Alberto se hallaba encallada en un dilema moral, de naturaleza heteronómica, donde se vivían como incompatibles sus deseos y necesidades individuales con su rol de cuidador familiar o buen hijo. De esta manera, la psicoterapia se centró en explicitar la naturaleza de este atrapamiento moral, contextualizándolo en su génesis y mantenimiento y abriéndose a las alternativas de solución y a las implicaciones de cada opción, para desbloquearlo.

La experiencia de las vacaciones familiares en las que todo el mundo, por decisión de los padres (criterio heteronómico), abdicó de la responsabilidad (criterio anómico) respecto a la abuela, ingresándola en un centro, constituyó el experimento crucial que permitió abrir una brecha por la que introducir el caballo de Troya (Villegas 2001) en el interior del sistema obsesivo, dando origen a una crisis epistemológica que, en un primer momento, facilitó la demanda de terapia por parte de Alberto y, en el proceso posterior, la comprensión y reorganización del sistema hacia estructuras más complejas, funcionales y autónomas.

En este sentido, las líneas de la intervención han ido dirigidas a ayudar al paciente a establecer la confianza en sus propios criterios, sustituyendo los referentes externos, como criterios de evaluación de su propia acción, por el reconocimiento de sus propias emociones, a aprender a identificar los motivos de sus acciones y a analizar las discrepancias internas. La consecución de una concordancia interna basada en la integración emocional y la coherencia existencial es lo que ha de permitir al obsesivo crear las bases de su «certeza subjetiva». Sobre la base del reconocimiento de las propias necesidades y motivaciones se ha hecho posible construir una nueva criteriología moral capaz de integrar los deseos anómicos con las normas hetero y socionómicas en una neoestructura autónoma.

Como resultado del proceso terapéutico, el paciente ha aprendido a establecer una conexión entre los contextos, las reacciones emocionales y la experiencia subjetiva, lo que unido a una mayor conciencia de los propios procesos psicológicos y a un mayor dominio cognitivo de las propias problemáticas, determina una mejor adaptación. En las obsesiones este trabajo se inicia con el reconocimiento de las propias emociones, como fuentes de decisión, así como el desvelamiento de la semántica de los rituales. Es importante conocer el sentido de los rituales (por ejemplo, la finalidad preventiva, protectora o aseguradora). Igualmente, hay que conectar el ritual con el sentimiento de culpabilidad del que el paciente se protege. Para resolver la problemática obsesiva conviene abordar directamente el sentido de la utilización del pensamiento mágico para prevenir acontecimientos sobre los que no tiene ningún control, renunciando humildemente al mismo y aceptando el azar o la imprevisibilidad. Tal vez uno de los logros más significativos del proceso terapéutico de Alberto pueda resumirse en esta frase, recogida hacia el término de su terapia: «Tengo que aceptar que la vida es un devenir y que yo no lo puedo controlar».

Una estrategia terapéutica que habitualmente seguimos con los pacientes es la de darles a leer monografías sobre casos clínicos publicados que, por proximidad fenomenológica, puedan ayudarles a esclarecer su problema, donde fácilmente se vean reflejados. Así lo hacemos con pacientes con síntomas de dependencia (Mallor, 2006), agorafobia (Villegas, 1995), obsesiones (Villegas, 2000), etc. Esperamos que estos dos libros que publicamos también lo puedan llegar a ser. La lectura de este caso tuvo un efecto terapéutico importante para Almudena, la paciente que, al término de su lectura, escribió el siguiente comentario:

Quiero ser libre de mí misma.

Me he sentido muy identificada con el protagonista del artículo, y no por sus rituales y obsesiones, sino por la manera de pensar, la esencia del obsesivo-compulsivo, por el sistema de creencias. Y qué decir del título, lo dice todo; todo sobre como me siento ahora mismo.

Me doy cuenta de que a lo largo de mi vida me he impuesto retos y objetivos («impuesto»: suena horrible para mí). Sentir que no sé quién soy o que he sido otra persona y que lo he creado yo, solo yo, por voluntad o cabezonería. Pero esto me hace sentir confusión sobre mí misma, porque no se cómo soy o quién soy, o si es otra trampa de mi cabeza, y si sé quién soy, no la dejo salir. El protagonista se pasa toda la vida vendiendo una manera de ser por los motivos que fueran, y ahora se siente indefenso, inseguro de cómo tiene que actuar. Así me siento yo, y no quiero esto para mí. No quiero preguntarme cómo debo actuar o cómo debo sentir, sencillamente quiero sentir y vivir, sin presiones, sin imposiciones, sin normas internas; quiero libertad, hacer y deshacer según mis criterios y no según los de los demás o los que yo creo que serán aceptados por los demás.

Otro tema son las emociones. Creía que controlando (reprimiendo algunas y decidiendo cuándo sentir el resto) encontraría el equilibrio, mi perfección como persona, ¡qué estupidez! Eso no se puede decidir: una emoción se siente y punto. Y esto es lo que me gustaría, ya que creo firmemente que pocas veces siento las emociones, ni las expreso. No las vivo en mi propia piel; conozco las sensaciones que cada una genera, pero no las toco.

Estoy harta de buscarle la parte racional a todo, de no ser espontánea, de dar otra imagen, siempre buscando un ideal. También me agotan las dudas constantes, siempre por el temor de qué pasará; la excesiva responsabilidad, racionalidad, perfección, control… Al leer el artículo pienso que es agotador estar pensando y controlando en todo momento por evitar un mal. Nunca afrontas ni vives el instante; todo lo haces pensando y pensando; no hay tregua, no hay descanso, y una se acostumbra y se vuelve inútil a nivel emocional.

Y yo me pregunto: ¿por qué tanto miedo, tanta inseguridad? ¿Por qué mis creencias se han apoderado de mis sentimientos? Me siento prisionera de mí misma, pero a la vez despierta; esto me hace reaccionar. Es surrealista necesitar liberarme de mí misma; a veces, cuando me desbordo y exploto, siento un nudo en el estómago, en el pecho y en la garganta como si me atrapara. Son todos esos miedos, esa rabia, esas inquietudes; tengo mucho que decidir y siempre la misma trampa: ¿qué es lo correcto?, ¿me equivocaré?, ¿cuál es el camino más fácil y menos doloroso? Me falta aire porque me doy cuenta de que ¡no es normal! ¡No es saludable! ¿Por qué me preocupo?, ¿por qué siento miedo?, ¿por qué no me atrevo a aceptar el dolor y el sufrimiento, la incertidumbre, los errores, la imperfección? ¿Por qué simplemente no me dejo llevar y afronto todo con serenidad?

Quiero descontrolarme, arriesgarme, permitirme el malestar, seguir mi criterio; no quiero seguir engañándome, buscarle una respuesta a todo; quiero aceptar las cosas tal y como son, sentir que yo soy la responsable y no la magia, la suerte, el destino…; quiero sentir mis emociones, hurgar dentro de mí, aceptar la soledad, dejar de tener miedo.

También he sentido culpa. Cada vez que prometo algo, a mí o a los demás, lo siento como una imposición, y cuando realmente no quiero hacerlo y priorizo mi deseo, siento culpa, remordimientos. Y ahora mismo quiero que me den igual las consecuencias. Quiero aceptar el qué dirán, los errores, el desorden… No quiero vivir más el pasado (siempre analizando mi conducta para aprender de ella o para estar tranquila de lo que he hecho y de lo que no) ni el futuro (evitación del malestar)…

Gracias al artículo he podido entender cómo funciona la obsesión y estar totalmente de acuerdo con sus componentes; nunca me había parado a pensar en ellos. La duda, la desconfianza y la culpa. Siempre he sentido que mi miedo hablaba por mí, he dudado de mis capacidades, he tenido miedo a equivocarme a la hora de tomar decisiones, y creo que la desconfianza en mí refuerza mi duda (acertaré o no); no confío en mí ni en los demás por miedo a que me defrauden, y a que ese sentimiento me provoque malestar; mi voluntad es inconstante: mis emociones cambian a cada momento y si no hago lo que debo/tengo que hacer me surge la culpa; también por no controlar y que pueda pasar algo grave.

Los mecanismos de control me hacen pensar en el monstruo en que me he convertido, lo que también pienso al escribir estas líneas. Odio basarme en el criterio de los demás o en lo externo a la hora de decidir o a la hora de comprender las cosas, pues esto anula mi espontaneidad y no quiero. No quiero tener más rumiaciones, conductas de comprobación ni rituales; odio controlar cada pensamiento, deseo o acción. Ahora he entendido que cuando la rumiación falla paso a la comprobación y si esta no es satisfactoria tiendo al ritual. ¡Qué horror, menuda máquina de tortura! He aprendido que si me sintiera libre de responsabilidades desaparecerían mis obsesiones y rituales, lo mismo que si afrontara las situaciones en vez de evitarlas.

Me ha gustado mucho; me he sorprendido y asustado a la vez cuando he llegado a la parte en que explica el importante papel que tienen las emociones, que son la clave del motor de las decisiones. Pero el obsesivo boicotea. Sea cual sea su creencia, estoy totalmente de acuerdo, yo no escucho las emociones ni las sensaciones. Mi sistema motivacional viene determinado (pues así lo he decidido yo) por las normas, en vez de por la espontaneidad del momento.

Me ha chocado leer que cuando una persona desconecta de sus emociones acaba desarrollando una gran habilidad para las operaciones mentales. Yo quiero decidir regularme en función de lo que me gusta; quiero recuperar mi libertad, mi espontaneidad, la misma que tienen los niños y que seguramente alguna vez tuve. Quiero desbloquearme, entender cuál es el sentido de mis rituales, entender por qué. Y modificarlo, modificar todo mi sistema de creencias, lograr tener confianza en mis propios criterios, sustituir los referentes externos por los míos, integrar mis deseos con mis necesidades, con mis normas y mis emociones, adaptarme y aceptar. Hasta ahora estaba tirando pelotas fuera. Y ya me he dado cuenta de que yo soy la responsable de todas estas creencias, de ser como soy, y eso me anima a cambiarlo. No quiero sentir más culpa ni dejarme llevar por elementos externos: ya sean personas, cosas materiales o ideas mágicas.

Cuando miro atrás puedo pensar que tuve un exceso de responsabilidad en la infancia que no me permitió ser una niña cuando debía o quería serlo. Puede que coincidiera con un incidente (la muerte de mi prima) en el que yo creyera que pude haber influido (a través de pensamientos o deseos mágicos) porque hasta hace unos días creía que los pensamientos generan acontecimientos, que los atraes.

Me sentía inferior, desprotegida; aprendí que era importante el sacrificio, el ahorro, el bien y el mal. Dirigí mi mirada a principios o creencias de naturaleza ideal, condenándome a vivir en la duda y el temor, en el error y la culpa. Ahora quiero hacer todo aquello que alguna vez reprimí; quiero reconciliarme conmigo misma, con todo: emociones, actos, maneras de pensar. Quiero acabar con mi gran dilema «deseos y necesidades propias vs. rol familiar y social».

6. La hipocondría

Otra patología típica de la constricción de la espontaneidad es la hipocondría, una especie de obsesión específica que tiene por objeto la salud del organismo, que está presente, en parte, en el caso de Alberto, que acabamos de analizar. Hablamos de ella en el capítulo 10 de la primera parte de esta obra (Villegas, 2011, pp. 372-378), dedicado a la regulación heteronómica, y ahora retomamos brevemente la historia de Ceci, la protagonista del caso, para ver cómo se trabaja con la hipocondría. La sesión parte del planteamiento de un sueño repetitivo que tiene la paciente en el que se ve rodeada de bichos por los que se siente paralizada, aunque ninguno la ataca.

T.: Entonces hay una serie de bichos que están ahí, impidiéndote ser tú misma. ¿Qué necesitarías para no sentir esta opresión de la casa, para sentirte libre, qué harías con tu vida si no tuvieses esta sensación de estar encerrada en casa?

C.: Pues haría lo que quisiera cuando quisiera.

T.: O sea, disponer de ti.

C.: Exactamente.

T.: Eso quiere decir que ahora no dispones de tilos bichos disponen de ti.

C.: Pues no sé qué será pero no me siento libre como yo quisiera. Yo quisiera estar libre para disponer de mí misma.

T.: Y eso se te terminó hace siete años.

C.: Desde que me dio el puntazo este. Desde hace siete años, cuando era la otra.

T.: Cuando eras tú.

C.: Cuando era yo… Pero de todas formas, hay algo que me ata, porque… de alguna manera, también hago lo que quiero, porque nadie me obliga; es la situación… y ante esa situación no puedo hacer nada.

T.: ¿Y qué es lo que te ata? ¿La responsabilidad?

C.: Seguro, es eso, yo quiero estar libre de aquí (señala su cabeza).

T.: Sí. Porque justamente lo que se rompió en aquel momento es que tú te sentías libre, porque eso es un sentimiento. Uno no es libre ni esclavo, se siente libre. Se puede estar en un campo de concentración y sentirse libre. Tú te sentías libre porque en tu horizonte no tenías la perspectiva de que ninguna responsabilidad pudiera interrumpir tu fluir por la vida. Fluias, ibas tranquilamente, pero de repente se desató una tempestad, y ahí te pusiste en cuestión: «¿y si pasa algo?, ¿y si no he hecho todo lo que puedo hacer…?». Ahí se rompe esta especie de mirada inocente: el mal puede suceder porque yo no lo he evitado. Tú vivías la vida de manera inocente, y el momento en que aparece algo inesperado, te sientes con una responsabilidad que no entraba en tus cálculos, y esto, de alguna manera, te ata en cierto sentido; es como si dijeras: «si yo hago lo que quiero puede pasar algo que no quiero que pase… y me sentiré culpable porque no he hecho lo necesario para evitarlo y tengo que hacerlo. Es decir, entraste en la incertidumbre asumiendo la responsabilidad de algo que no se sabe lo que es, pero que podría ser.

C.: Sí, es así, porque a veces quiero estar sola, me gustaría vivir sola.

T.: Pues eso es lo que cambió en aquel momento, porque tú te sentías a ti misma, te habías casado y no se había roto la sensación de sentirte a ti misma, de estar contigo misma, de poder disponer de ti misma, con toda libertad; si estabas casada era porque querías y tuviste una hija, que formaba parte de lo que querías, y seguía la misma dirección… eso no cambiaba. Lo que cambió fue la amenaza imaginaria que apareció en aquel momento, cuando ella se desmayó; podría ser que le pasase como a aquellos niños en el barrio que al final se muriesen y que tú, por estar viviendo tu vida tranquilamente no te hubieses dado cuenta, que hubiese sido culpa tuya por dejación. Y ahí perdiste la inocencia.

C.: Sí, es que además fue así, cambiar del día antes…, me acuerdo del día de antes y del día de después, o sea, del día que se desmayó mi hija. El día antes yo era totalmente normal, lo que he dicho. El día después ya era como soy ahora… como soy ahora, un cambio rotundo, radical.

T.: Por eso no le encontrabas la lógica; ¿te cuadra algo de lo que estamos hablando?

C.: Sí, así como me lo explicas sí; es que me siento así, atada, muy atada, esposada de pies y de manos, porque me di cuenta de que no estaba sola, de que tenía una responsabilidad, de que había alguien que dependía de mí…

Ese es el punto crucial, el núcleo semántico que explica la ruptura del flujo existencial de Ceci. La constatación de una dependencia que ya existía pero que para ella no suponía una carga. La aparición de la amenaza de enfermedad en la hija, y más tarde en sí misma, produce la emergencia de la hiperresponsabilidad, y con ella, la pérdida de libertad, la sensación de no estar sola (libre), sino atada como una siamesa a su hija. Es una experiencia casi idéntica a la de Alberto con su abuela: «Entonces, creo que la responsabilidad me viene de ahí, de saber que tú tienes que hacerte cargo de otra persona», solo que esta está mediada por la familia, de modo que en cuanto la familia se permite liberarse de ella, aunque sea por unas vacaciones, Alberto se siente legitimado, como su hermano, para no preocuparse de ella.

T.: Por eso te gustaría estar o vivir sola, como si nadie dependiera de ti. Y ahora, aunque no pase nada, es como que puede pasar, que no te puedes ir: «¿y si me voy y pasa?».

C.: Esa sensación de no libertad. Es que a veces me dice mi marido «si tienes que ir, pues haz lo que quieras, puedes ir aquí o allí, puedes disponer de lo que quieras» si puedo disponer de todo, de hacer lo que me da la gana, salir, comprar, irme a cenar, dejar a los niños donde quiera… si quiero irme de vacaciones una semana, todo, a ver, con todas estas posibilidades, y con todas estas libertades, ¿por qué estoy así? No lo sé, no le encuentro lógica, pues si tengo tantas posibilidades ¿por qué no soy feliz? Porque estoy atada, porque me siento como si alguien me tuviera engatillada.

T.: Los bichos son parásitos que no te dejan moverte: estás atada mentalmente; en aquel momento te ataste mentalmente, te sentiste responsable de lo que podría pasar, y que debías estar controlando siempre más para que no pasara. Porque no solamente serías culpable de si algo pasaba, sino de si algo podía pasar, y cuando uno se pone tanta responsabilidad de lo que pueda pasar, ya no tiene ninguna libertad, porque pasar, puede pasar de todo.

C.: Claro, es que a veces eso también me hace pensar que no soy una persona fuerte, que si pasa algo no sabré afrontarlo. Seré débil, me hundiré. Por eso tengo tanto miedo a la muerte, ¿y si ahora pasara algo y la Ceci se fuera al carajo? Si tiene que pasar algo en casa estoy intentando que se atrase, que mis padres se están haciendo mayores, y solo pienso… «que no pase nada ahora, por favor, que no pase nada, que no se muera ninguno, que no le pase nada a ninguno ahora», porque yo no sé, ahora…

T.: Tú no eres más débil que antes, ni nada por el estilo. Lo que pasa es que ahora estás atada, y eso se liga con la escena del sofá. ¿Por qué te pasa en el sofá? Pues porque el sofá es un lugar para relajarse, y ese es un momento en el que tú conectas con hacer lo que quieras… Es una sensación física de dejadez, como de libertad, es decir, que puede pasar lo que sea porque yo estoy aquí, y no tengo ninguna preocupación, ninguna responsabilidad, e inmediatamente se enciende la luz de alarma: «no puedes permitirte estar relajada», porque «¿y si pasa algo?» en ese momento se produce el giro total.

Resumen

La instauración de la regulación heteronómica es esencial para el proceso de socialización de los humanos, a fin de evitar los desmanes de una convivencia carente de criterios de comportamiento que son compartidos por una colectividad, el error que precisamente cometió Prometeo al omitir dotar a los humanos de la conciencia moral. El exceso o predominio de la heteronomía en el sistema regulatorio moral suele tener, por el contrario, efectos invalidantes sobre el individuo, dando lugar a miedos física y socialmente evitativos, como la claustrofobia o la fobia social, que pueden afectar a su capacidad de sentir, pensar y actuar, de forma espontánea y autónoma. En el presente capítulo hemos dedicado una atención particular a la patología estrella de la regulación heteronómica, la obsesión, en sus modalidades rumiativa o compulsiva, con una especial consideración de la hipocondría, una forma muy específica de obsesión. Todas ellas ponen de manifiesto el papel determinante de la responsabilidad en la gestación de este tipo de patologías, una responsabilidad inducida por un sentimiento de culpabilidad, insoportable para el individuo.


11. La integración socionómica

Nuestra vida debe regularse

no solo por nuestros propios

deseos y sentimientos,

sino también por nuestra

preocupación y por los deseos y

sentimientos de los demás.

ANTONIO DAMASIO

En busca de Spinoza (2005)

1. La función de la integración de la socionomía en el conjunto del sistema de regulación moral

Desde el punto de vista evolutivo, tal como tuvimos ocasión de exponer en el primer volumen de este libro (Villegas, 2011, capítulo cinco), la socionomía constituye una fase esencial en el pasaje hacia la autonomía. Al adolescente le permite romper los vínculos primarios que le ataban al núcleo familiar para ponerle en situación de desarrollar una identidad propia en el mundo social. Constituye el puente entre la «edad del aprendiz» y la «edad del ciudadano», como les llama el hinduismo, puesto que solo en el ámbito social el sujeto puede llegar a conseguir autonomía.

Conseguir autonomía personal, sin embargo, en el caldo magmático de la sociedad contemporánea, es una tarea llena de riesgos y de incertidumbres, donde con frecuencia se confunde el ser con el parecer y la identidad con la imagen. En ese período iniciático, impregnado de cambios corporales, emocionales y mentales, el adolescente puede verse llevado a buscar las señas de su identidad de forma condicionada por los modelos que le vienen impuestos desde fuera o por las expectativas de los demás. Una muestra de la confusión que genera este pasaje lo constituye el siguiente texto, escrito por una paciente bulímica después de medio año de terapia (Mallor, 2004), donde se pone de manifiesto la oscilación entre regulación heteronómica y socionómica, característica de los primeros estadios que recorre el adolescente en su proceso de inserción en el mundo:

Es curioso, porque existen diferentes mundos; y cada uno depende de la mente que lo interpreta. Y esas mentes, que, en definitiva, somos cada uno de nosotros, pueden permanecer estáticas, pero pueden evolucionar, cambiar, y al hacerlo, provocar asombro. En mi caso, la sorpresa fue conocer una nueva dimensión de las cosas, una realidad que desconocía hace apenas unos meses.

El origen del problema lo desconozco y quizá no sea lo más importante, y seguramente no sea uno sino varios los factores que me condujeron a pensar, sentir y actuar como lo hacía. Quizá tuvo algo que ver con la represión. Evitar expresar lo que uno siente y piensa, por miedo a no sé exactamente qué, puede crear mucho conflicto.

Partía de una autoestima bajísima y como consecuencia de ello, me validaba a través de elementos externos, ya fuera por medio de retos o de la opinión de terceras personas hacia mí. Esta situación se mantuvo durante bastante tiempo e iba supliendo esta carencia interna, marcándome objetivos; si los conseguía era buena, si no lo hacía, era mala. También ocurría con la gente: tenía que mantener constantemente la imagen que los demás querían tener de mí, ser la chica perfecta para ellos, estar pendiente de la voluntad de los demás, intentar agradarles, aunque todo ello supusiera mucha presión para mí.

No sé si como origen o consecuencia de esto, yo era una persona hiperperfeccionista y eso me llevaba muchas veces a la frustración, al ver que no puedes alcanzar el ideal que tú mismo has creado y que es inviable y estúpido, y cuando encima ese ideal obedece a las necesidades de los demás y no a las propias, empieza a quemarte algo por dentro, difícil de sofocar, una rabia que te consume y que yo sacaba con los prontos que tenía con mis padres, que ellos atribuían a una típica etapa adolescente de rebeldía. Todavía no era evidente del todo el trastorno alimentario, pero ya se cocía. Yo no era rebelde, no hacía nada que pudiera llamar la atención, sacaba buenas notas, no fumaba, no bebía, no salía por las noches, no hacía pellas en el colegio, no hacía nada de lo que hace un adolescente para rebelarse contra la autoridad de los padres, profesores o adultos en general. Nada llamaba la atención en mí, no hacía nada para reafirmar mi identidad, para decir: «aquí estoy yo». Mi problema de alimentación empezó con un dolor real de estómago, pero que después fue la excusa ideal para dejar de comer. Creo que fue mi forma de rebelarme, porque cuanto más se enfadaba mi madre, más se agudizaba el problema. Con los prontos y las ingestas compulsivas conseguía calmar ese sentimiento de culpa al que te lleva la frustración por no conseguir tus ideales.

Creo que este esquema de pensamiento se creó por varios motivos: un cole de niñas buenas o malas, un grupo cerrado de amigas formado por chicas modositas, el vivir en una pequeña ciudad, donde prima la imagen que das a los demás por encima de lo que eres, donde no existe el anonimato porque todo el mundo te conoce, preocupándote de que no te critiquen ni te compadezcan y de intentar ser la niña perfecta que tus padres desean y esperan y no defraudarlos (como si los hijos tuviésemos que estar a la altura de las expectativas que los padres han creado para nosotros).

Tras venir a Barcelona hubo muchos cambios, pero yo sigo siendo la misma; me amoldo a lo que pienso que mi nuevo grupo me exige. Para conseguir que me aceptaran tenía que ser como ellos, siempre buscando figuras que me validaran, agudizándose así el problema alimentario, aunque nunca llegando a extremos, seguramente por mi aprensión a las enfermedades y porque me desahogaba compulsivamente por medio del alcohol (olvidándome de lo que me pasaba o sintiéndome más rebelde, desinhibiéndome y siendo más divertida y habladora, venciendo así mi timidez y gustando más a la gente). Cada vez voy restringiendo más mi identidad y van apareciendo más pensamientos todo-nada, y conductas muy extremas: o me atraco o no como; o salgo y no bebo, o acabo arrastrándome borracha por el bar; en el sexo, o soy la Virgen María o me enrollo con cualquiera. Me empiezo a sentir fea y mi autoestima es bajísima.

Los sentimientos que más predominan en esta época son los de culpabilidad, impotencia por la incapacidad de llevar las riendas de mi vida: estudiar y no aprobar, no ser capaz de expresar mis emociones ni sentimientos, en definitiva, tragar con demasiadas cosas. Es una época de confusión, de vivir rápidamente sin plantearme que tengo un problema, porque la situación todavía era sostenible, el entorno me hinchaba ese globo que era mi autoestima y que yo no sabía hinchar por mí misma; pero lo peor viene cuando el globo se deshincha o lo pinchan directamente, porque entonces caes en un pozo de desesperación. Lo único que me hacía salir de allí era proponerme retos difíciles y conseguirlos para aumentar mi valía personal; eso dependía de mí y no de los demás, pero con ello tampoco solucionaba el problema, sabía que tenía que buscar ayuda pues la situación duraba ya varios años y yo me sentía incapaz de vencerla.

Ahora, tras un tiempo de terapia, me siento parcialmente otra persona. Me acuerdo de todo mi pasado, pero no me reconozco, ni siquiera cuando escribo estas líneas y eso que todavía queda mucho camino por andar.

2. La dimensión evolutiva: identidad y trastornos alimentarios

En la búsqueda de un espacio propio en el mundo tienen una particular incidencia, como hemos tenido ocasión de ver en el texto anterior y de comentar ampliamente en el primer volumen de esta obra (Villegas, 2011, pp. 192-211), los trastornos alimentarios. Trabajar con ellos implica sobre todo fortalecer y, a veces, construir desde la nada, la autoestima ontológica, la capacidad de regirse por los propios criterios, a fin de poner las bases para una regulación autónoma. Este es el planteamiento que puede seguirse paso a paso en el diálogo terapéutico con Juana, paciente de 31 años, a la que aludimos en el primer volumen de esta obra (p. 417), madre de dos hijos, separada desde hace algunos meses, que vive con sus padres, que ha iniciado una nueva relación con Marcos, aunque aún no convive con él, pues no ha formalizado la ruptura con la pareja anterior, toxicómano, que la había recluido y maltratado física y psicológicamente.

Inicia la sesión relatando que ha acudido a una entrevista en un hospital público para ser aceptada en un programa de tratamiento de trastornos alimentarios. Expresa una intensa decepción por el trato burocrático a que fue sometida en esta entrevista que duró apenas dos minutos y el impacto que le causaron las chicas anoréxicas con las que tuvo ocasión de cruzarse por los pasillos del departamento. Este caso resulta particularmente relevante por el hecho de no presentar una distorsión de la imagen ni una preocupación por el peso, por lo que el ciclo atracón-vómito se manifiesta nítidamente en su naturaleza.

JUANA: Es que nada más llegar allí y ver lo que hay, empiezo a pensar por qué todas las chavalas están tan delgadas, si yo estoy en la gloria. Yo he perdido más de treinta kilos, pero claro yo tenía chicha. Y la otra se hace lo mismo que yo, pero no tiene chicha. ¡Es que eran delgadas a más no poder! Pero es que estas no comen ni nada. Yo me veo gorda al lado de ellas. Son sacos de huesos andantes. Yo sé que estoy compensada por mi peso. Lo que pasa es que mi constitución es de ser más ancha. Mi madre pesa 110 kilos y mi hermana 90. De toda mi familia, yo soy la delgada. Pero anoche, después de ver todo aquello en el hospital, me comí un bocadillo enorme. He pasado una noche de perros, pero no lo vomité. Recuerdo lo que había allí y me pongo enferma, se me quitan las ganas de vomitar.

TERAPEUTA: Porque, ¿lo que comes, lo vomitas?

J.: Sí, porque se me meten los nervios en el estómago, como si fuera un bajón. Pero me puedo comer todo lo inimaginable, todo lo que pillo, y luego claro, me sienta mal. Pero anoche me quedé pensando, pues no se me quitaba de la cabeza todo lo que vi.¿Cómo voy a vomitar? Me tengo que curar, me tengo que poner bien… Si no como mi madre se pondrá superpesada. Pues como, porque así están contentos. A lo mejor como con ellos al mediodía, y puedo vomitar a las nueve de la noche, tranquilamente, en mi casa. Estando con ellos no puedo ni entrar al lavabo, porque me siguen.

T.: Por lo que dices parece que todo esto está relacionado con la sensación de ansiedad.

J.: Sí, así es. Siempre me ha pasado, las temporadas que he estado muy nerviosa. Esto no es de ahora. De cuando me pasó lo de mi marido hace ya años. Entonces estaba muy gorda, pesaba 86 kilos. Paseábamos por la calle. Me daba vergüenza, con 23 años. Y claro, tanto machacarme con «estás gorda», que me metía de todo para adelgazar, pero no adelgazaba, engordaba aún más. ¡Y venga a hacer dieta, y venga pastillas!

T.: Vayamos por partes. En primer lugar, tú no te ves gorda, lo cual es bueno. Tenemos un punto ganado, que te ves bien. En segundo lugar, esto lo relacionas con los nervios. ¿Cuánto hace que empezaste a utilizar este sistema para calmar los nervios?

J.: De esto hace ocho o nueve años.

T.: Eso es. Has dicho también algo muy interesante: que era la única cosa que podías controlar. ¿Qué significa que era la única cosa?

J.: El mundo de alrededor. Mi marido hacía su vida, pasando de mí total. Él se iba a trabajar y venía a los tres días. Y si venía con algún problema, me dejaba en casa allí, como si yo no existiera. Pues yo qué sé, a mí me daba por comer. Nada más con pensar qué estaría haciendo, qué no estaría haciendo, me daba por comer. Si estaba todo el día en casa. ¿Qué hacía? Pues comer.

T.: O sea, que estabas todo el día en casa y estabas pensando en qué estaba haciendo él.

J.: Sí, de los mismos nervios, el aburrimiento, me daba por comer. Sí, me podía comer dos pasteles.

T.: Muy bien. ¿Y qué sentías cuando te los comías?

J.: ¡Qué buenos estaban! Tengo el recuerdo de eso, de estar sentada en el sofá con mi pastel. Es que no me podía ni mover.

T.: Ya. O sea que cuando te lo comías pensabas ¡qué bueno está! Y al pensar qué bueno está, dejabas de pensar ¿qué estará haciendo él?

J.: Sí. No me acordaba de él.

T.: No te acordabas de él. Muy bien, y además no te aburrías en aquel momento. O sea que el comer te servía para esto.

J.: A ver, era cuando, a lo mejor, me tiraba semanas sin vomitar. Pero luego, según el estado de nervios que tuviera, según lo aburrida que estuviera, pues eso me llevaba a vomitar.

T.: Y luego, vomitar, ¿para qué te servía?

J.: Pues para quedarme tranquila, porque me hinchaba tanto de comer… Claro, luego no podía ni respirar. De la ansiedad que tenía dentro, de haber comido tanto. Si me podía comer lo que se come una familia.

T.: Entonces resulta que estabas aburrida o estabas ansiosa y comías, y luego vomitabas porque te ahogabas de tanta comida. Cuando vomitabas, ¿pensabas en liberarte de la sensación física, o en qué pensabas?

J.: Pensaba en quitarme esa pesadez que tenía en el cuerpo. Igual que ahora, como y me siento pesada, ¡una mala leche que me entra! Cambio de humor, pero con todo el mundo, hasta con Marcos (la pareja actual), que no sabe nada de nada. Después de comer no quiero ni que me hablen, que me dejen tranquila, no soporto a nadie. Muchas veces prefiero no comer para no sentir esa mala leche. Lo que yo no quiero es que mi familia se vuelva a enterar y vuelva pasar lo de antes, ahora que todos confían en mí. Y por no volver a hacerles daño, prefiero arreglarme yo sola, antes de que se note más.

T.: Con todo, ayer te comiste el bocadillo. [J.: Sí]. Y no vomitaste.

J.: Pero tampoco hice caso a lo que me dijeron los demás.

T.: ¡Bravo! Eso es lo que te curaría.

J.: Que yo decidiera lo que puedo comer.

T.: Eso es. O sea, no pongas la solución en lo que comes, cuando comes. La solución está en tu entidad interna. Porque si tú ayer te comiste esto y no lo vomitaste fue porque no hiciste caso a los demás, sino que te hiciste caso a ti misma. Es decir, no te dejaste influir. Porque tú vas a casa de tu madre y comes para no llevarle la contraria. Es decir, que no comes por ti. ¿Cómo quieres regularte, si cuando alguien te dice come, tú comes? Como si el que tuviera hambre fuera el otro y no tú. A ver, solo mi cuerpo puede saber si tiene hambre o no, nadie más. Si no pongo el centro de las decisiones en mí mismo, entonces mi organismo funciona como una especie de autómata, que no tiene criterio.

J.: Sí, pero otras veces, me entra la ansiedad…

T.: ¡Ajá! Entonces, cuando hay ansiedad no eres tú. Tienes que preguntarte ¿por qué te entra la ansiedad?

J.: La ansiedad me entra porque me pongo nerviosa. Me pasa la película de Jaén por la cabeza.

T.: Volvamos otra vez a Jaén. ¿Qué pasaba en Jaén?, ¿cómo te sentías?

J.: ¿Que cómo me sentía? Pues mal, ansiosa y nerviosa, abandonada. Tuve la temporada de estar vomitando y eso. Y luego dije, ahora soy yo y arreando. Y me puse los zapatos de tacón y me fui a taconear por ahí.

T.: Entonces para qué necesitas un tratamiento, si lo que necesitas es taconear por ahí.

J.: Pero no puedo. Porque tengo mis obligaciones.

T.: ¿Qué obligaciones?

J.: Mis hijos, mi casa, mi vida, todo… Y a veces me siento presionada. Porque quiero hacer las cosas bien, y a lo mejor no puedo hacerlas tan bien. Bien por todos, más que por mí.

T.: O sea, tú haces las cosas por…

J.: Por los demás. Ahora me paso todo el día con mi madre, para que esté contenta, para que esté bien. Todo el día.

T.: Está genial hacer las cosas por los demás, si lo que haces te va bien a ti. Porque si no te va bien a ti, ¡no!

J.: Ya. Hay días que sí y días que no. Hay días que me siento presionada por hacer las cosas que a lo mejor no me apetece hacer. Porque muchos días no me apetece ni salir a la calle, y tengo que hacer un esfuerzo por mi madre, o por mi tía. Porque todo el día las tengo encima.

T.: A ver, ¿por qué vas a cenar a casa de ellas?

J.: Porque estén más tranquilas. Ellas están más tranquilas, pero yo estoy peor.

T.: No, ellas están más engañadas. No más tranquilas.

J.: Más confiadas. Ayer mismo, a mediodía, comí en su casa. Comí paella, que la hicieron porque a mí me gusta. Y no había comido nada desde el día anterior. Pues me la comí, y un plátano, y luego dormí la siesta. Y mi madre estaba muy contenta de ver que no entré ni al lavabo.

T.: Y luego, ¿lo vomitas?

J.: Claro, al llegar a casa.

T.: A ver, el plato de paella que te comiste, ¿era el que te querías comer?

J.: No. Era muy grande!

T.: Era muy grande. ¿Quién te lo sirvió?

J.: Mi madre.

T.: Bueno, entonces, lo que necesitas es cortar esta influencia de los demás sobre ti. Todos los medicamentos y todos los tratamientos no servirán de nada si tú no te pones en el centro. Si comes una paella, sírvetela tú. Y no admitas que te sirvan para luego decir «como me pongáis algo que yo no me he puesto, me levanto y me voy».

J.: Pero eso ya es buscar un pique.

T.: No es buscar un pique. Es establecer un límite (redefinición alocentrado-egocentrado). Lo que les pasa a las personas como tú es que no ponen límites. No saben lo que está dentro y fuera del cuerpo. No tienen límites. Les entra, les sale, no saben dónde están. Entonces hay que decir «basta, hasta aquí».

J.: Pero es que me pasa con todo, no solo con la comida. Es con los críos, que los regaño y se mete mi madre. Y siempre está. Y se lo digo, que se mantenga al margen. Pero ella no puede. Lo quiere controlar todo.

T.: Bueno, pero no es que ella lo quiera: ¡es que tú la dejas!

J.: Entonces me tendría que separar de ella.

T.: Pues sepárate de ella. O le pones condiciones.

J.: Intentaré ponerme en mi sitio.

T.: ¿Y cuál es tu sitio?

J.: No dejar que los demás decidan por mí, lo que tengo o no que hacer. Lo veo necesario porque yo me quiero sentir bien conmigo misma. Y poder ir a sitios. Evito relacionarme, pues me siento con la obligación de complacer a los demás, y lo mío puede esperar.

T.: Has dicho la palabra exacta: complacer.

J.: Que los demás estén bien y todo lo mío puede esperar.

T.: Pues mira, has definido muy bien tu problema. Ese es tu problema, y lo otro es consecuencia de esto. Es que para estar bien necesitas ponerte en tu sitio. Si te quieres curar del todo tienes que empezar por ahí.

J.: Pero si yo soy así por naturaleza, a ver. De toda la vida he sido siempre para los demás. Yo tengo mi genio, mi carácter, muy mala leche. Pero luego a la hora de la verdad no soy nadie. Me puedo pelear y luego puedo decir «oye perdona, no me ha dado cuenta, lo siento».

T.: Pero la gran diferencia es que antes luchabas y ahora no luchas.

J.: Claro, es que ya no puedo. Me siento débil.

T.: Pero no luchas, te sientes débil porque te has dado a los demás, les has dado tu poder. Solo te has atrevido a ponerte en tu sitio en relación a Marcos. Con él te atreves, porque a él lo tienes a raya; él sabe que si no estáis casados te puede perder. Con las otras personas, con tu madre, tu tía, tu hermana, tu prima, no sabes ponerte en tu sitio. No las puedes poner a raya porque esa relación no la puedes romper. Y es por ahí por donde estás cogida, porque, además, cuando tú te viniste de Jaén para acá, te refugiaste en tu familia.

J.: Claro, es normal, a ver, me han ayudado en todo.

T.: Sí, sí, me refiero a que te han ayudado, pero hay un aspecto donde, aunque quieran ayudarte, no pueden; y además de que no pueden te hacen daño, que es el aspecto por el que tú no pones límites.

J.: Cuando me separé y volví a casa de mis padres se creyeron que yo era otra vez suya; ellos me querían organizar la vida.

T.: No solo se creyeron eso, sino que posiblemente se creyeron que tú sola no podrías, y entonces ese geniecillo valiente que eres tú resulta que no eres nada, y ese es tu problema; y estará muy bien si haces un tratamiento de alimentación, pero si solo intentas comer mejor no resuelves tu problema. Tu problema es no saber ponerte en tu sitio, el no tomarte a ti misma como punto de referencia, ese es tu problema y es el de todas las mujeres a quienes les pasa lo mismo: que comen, vomitan, no controlan; ese es el problema y si atacas por ahí te curarás pronto. ¿Ves por dónde pasa la solución?

J.: Sí, pues en poner más confianza en mí misma y poner límites a los demás.

3. La dimensión estructural: la dimensión complaciente

La estructura básica de la regulación socionómica se halla claramente descrita en el caso de Miguel, al que nos referimos ampliamente en el capítulo 11 del primer volumen de esta obra (Villegas, 2011, pp. 409-415) y de una forma completa en el artículo titulado: «Un caso de reorientación sexual en el ciclo medio de la vida» (Villegas y Turco, 1999). En él relatábamos su historia, como la de un niño parentalizado en su función de protector y sustituto de una madre alcoholizada, maltratada y despreciada por un padre ausente y mujeriego, que a los 23 años llegaba al matrimonio, atrapado siempre en la misma dinámica, de la que no se libró hasta que, muerta la madre y roto su matrimonio por una experiencia homosexual, a sus 47 años, empieza un camino de autonomía (Villegas, 2011, pp. 440-442). Esta dinámica relacional queda muy bien sintetizada en esta frase de Miguel en la que se compara y contrapone con la pareja homosexual de la que se ha enamorado:

Lo sé; tal vez he buscado en la otra persona lo que yo nunca he sido: una persona culta, que ha estudiado, preparada, una persona importante. En cambio, yo siempre he sido importante para los demás.

Esta oposición entre anomía y socionomía, más allá de la situación particular de Miguel, es aplicable a todos los casos en los que la socionomía se interpone en el camino hacia la autonomía, lo que va a requerir una potenciación de la regulación anómica. El esquema, reproducido en el siguiente cuadro (gráfica 14), lo expresa gráficamente, aludiendo a la distinción sartreana entre «être pour soi» y «être pour autrui» (ser para sí mismo o ser para los demás).

Gráfica 14

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La contraposición «ser importante para sí ↔ ser importante para los demás» está en el meollo de la socionomía y precisa ser integrada en la autonomía, de manera que los caballos de ambos ejes, el egocentrado y el alocentrado, no se disocien ni discrepen entre sí, sino que actúen de forma unificada, bajo la dirección del auriga.

La socionomía, en sus variables complaciente y vinculante, afecta fundamentalmente a las relaciones interpersonales y, en general, a las más íntimas. En este capítulo consideraremos situaciones en las que se deben trabajar las relaciones que implican a los propios padres e hijos, o a las parejas, como causa predominante de las situaciones de atrapamiento que se interponen en el proceso hacia la autonomía.

Cuando el cielo es el infierno

Algo parecido a lo que le sucedía a Miguel es lo que le ocurre a Christian, que se ha visto, ya desde adolescente, inmiscuido en el cuidado de la madre, parentalizado por la separación de los padres. Viene a terapia de pareja con la novia, Sara, porque según ellos, a pesar de que se quieren muchísimo y están muy enamorados, discuten con frecuencia y se enfadan hasta el punto de pensar que no pueden llevar adelante su relación. La situación que se relata en el siguiente episodio evoca la del cuento apócrifo de la visita de Dante al infierno que relatamos más adelante, pero con la consecuencia de que la pretensión de forzar el paraíso lleva de cabeza al infierno.

TERAPEUTA: ¿Qué tal estos días con tu pareja?

CHRISTIAN: Bueno ha habido un poco de todo. Hemos estado cabreados. El otro día fuimos a comprar unas bambas para mí y estaba rayado, de mal humor y cruzado con Sara.

T.: ¿A qué te refieres cuando dices cruzado?

C.: No lo sé. Hay días que estás más raro que otros. Pasar no me pasaba nada, simplemente estaba agobiado.

T.: ¿Qué te hacía estar agobiado?

C.: No sé. Estaba como apático, sin interés por ella. Ella me preguntaba qué me pasaba y yo no le contestaba. Intentaba ayudarme pero yo no sabía qué decirle. Era yo, que estaba raro, de mal humor, agobiado. No le veo ningún significado especial. Es algo que me pasa a veces, que me cruzo… Cuando salimos de casa yo no sabía si me apetecía o no ir a comprar, pero necesitaba unas bambas para el día siguiente. Sara vio que yo estaba raro y empezó a preguntarme insistentemente qué me pasaba. Entonces, viendo que yo no sabía darle alguna explicación, se puso a cantar. Esto me molestó mucho y le dije que si yo no le importaba.

T.: ¿Qué pretendías con esto?

C.: Que me hiciera un poco más de caso. Porque ponerse a cantar es como si pasara de mí, como si no le importara. Bueno, sabes qué: voy a pensar más en mí y dejar de ser tonto e ir detrás de la gente.

T.: ¿Por qué crees que te viene esta idea de ser tonto?

C.: Espero recibir cosas que doy.

T.: ¿Qué esperabas recibir?

C.: Pues que cuando me comprara las bambas, Sara me las pagara, pero ella me dijo que no tenía dinero para comprármelas.

T.: ¿Y por qué tenía que comprártelas?

C.: Porque me gasto dinero con ella, porque para mí regalar es querer a alguien. Pagarle algo es quererla y yo entendía que cuanto más se da, más se quiere a alguien, es una demostración de amor. Soy un clon de mi madre.

T.: Pero a ver, ¿cuándo te has gastado dinero con ella?

C.: El otro día fuimos al outlet a comprarme las bambas y acabé comprándole a ella varias cosas porque me gustaba cómo le quedaban; me gasté mucho dinero y no me compré nada para mí. Por eso tuvimos que ir a comprar las bambas otro día y cuando le dije que me las tenía que pagar, me dijo que no tenía dinero. Y que si yo le había comprado la ropa fue porque yo quise, que ella no me obligó. Me siento tonto. Pienso mucho en complacer a los demás y luego yo me quedo a dos velas. Tengo que pensar más en mí y cubrir mis necesidades.

T.: Si no entiendo mal, tu cruzamiento o malestar contigo mismo y con Sara viene de que tú te estabas sintiendo tonto por tener que ir a comprar unas bambas, que ya tendrías que haber adquirido, y que sin embargo te gastaste el dinero en ropa para Sara. Y además esperabas que ella tomara la iniciativa de pagártelas en correspondencia a lo que tú le habías comprado, y te frustró todavía más que ella no tuviera dinero para hacerlo ni se le hubiera ocurrido pensar en ello.

SARA: Pero yo no le obligué a que me comprara nada; fue él, que me vio al probarme una ropa y me dijo que me las compraba. Yo no le iba a decir que no, porque ya me iba bien que me las pagara. Pero luego él no me puede exigir que yo le compre unas bambas cuando no tengo dinero. Si no me quiere comprar nada que no me lo compre, yo lo entenderé, no me voy a enfadar. Y si me puse a cantar es porque le pregunté muchas veces qué le pasaba y no me lo quiso explicar y opté por no darle importancia y no agobiarme por eso.

T.: ¿Qué piensas de esto que está diciendo Sara?

C.: Que es verdad. Si yo se lo compré es porque quise; la vi guapa y me gustó y se lo compré. En esos momentos lo hago porque me sale, pero luego pienso que los demás no lo hacen por mí. Me pasa con mucha gente. Por ejemplo, en casa con mis hermanos, pienso que soy yo el que hace más cosas y mis hermanos pasan de todo. Son más egoístas. Estoy un poco cansado de ser el bueno de los hermanos y de tener que estar siempre ocupándome de mi madre. Siempre buscando su reconocimiento. Yo soy el hijo sacrificado y sin recompensa. Soy el niño bueno y mi hermano es el malo. Ser bueno es ser altruista y pensar más en el otro que en mí mismo. He hecho de padre y marido de mi madre. Yo era el salvador de mi madre y hacía el papel que no hacía mi padre.

T.: ¿Y qué te hace sentir cuando piensas en todo esto?

C.: Me viene mucha rabia. Me he dado cuenta de lo tonto que he sido durante mucho tiempo. Siempre tengo que hacer lo que quieren los demás; he de contentar tanto a mi madre como a Sara. Estoy atrapado entre las dos, queriendo complacerlas; no puedo ser yo. Tengo tanta rabia que a veces me vienen ganas de que alguien me insulte para poder pelearme cuerpo a cuerpo. Tengo rabia de lo que se han aprovechado de mí.

T.: Has dicho que la gente se aprovecha de ti. ¿Quién se aprovecha?

C.: Todo el mundo. Ya desde que se separaron mis padres, cuando tenía 17 años, tuve que adoptar una posición de protección hacia mi madre. Es como si yo pasara a ser su marido, porque ella entró en una reacción muy depresiva. Me trataba como a un niño, para tenerme a su lado. Tuve que estar mediando entre mis padres. Me sentía atrapado entre ellos.

T.: Entonces, es como si te convirtieras en su salvador. El padre era el perseguidor, tu madre la víctima y tú el salvador (triángulo dramático).

C.: Y ahora me está pasando con Sara, que dejo de ser yo para complacerla. Pero no puedo ser yo mismo con ninguna de las dos. Además, ambas se llevan mal entre sí y yo me siento atrapado entre ellas. Por eso me siento mal, porque si no me ocupo es que soy egoísta, y esto me hace sentir culpable. Es lo peor que me pueden decir. Cuando mi madre se da cuenta de que crecemos nos dice que ya no necesitamos de ella y que va a adoptar una niña.

T.: Parece que el mandato de tu madre sea: «no crezcas que te necesito».

C.: Constantemente nos da mensajes de todo lo que se ha sacrificado por nosotros. Eso me hace contraer una deuda con mi madre que nunca podré llegar a pagar. Me alegra saber que ahora mi madre tiene una relación con otro hombre, porque eso me quita responsabilidad.

T.: La rabia te sale como compensación de tu anulación, de tu invalidación como persona y de ahí te sale la fuerza. La forma que tienes de validarte es la fuerza y la agresividad, pero no es lo más adecuado. La rabia te da la fuerza. Es importante conectar con la rabia, pero no esparcirla por ahí. Por otra parte, dices que sientes rabia por sentirte tonto por no poder tener en cuenta tus necesidades y deseos. Y si te atrevieras a pedir a los demás, ¿qué pasaría?

C.: Pedir sería no agradar a los demás y esto me crearía un conflicto.

T.: Entonces, si te preocuparas más por ti y no tanto por los demás, ya no serías un clon de tu madre.

C.: Sí bueno, mi madre se ha preocupado mucho por nosotros, pero cada vez me doy más cuenta de que luego reclama nuestra atención, a través de la queja y el cansancio. Siempre nos ha dicho que se ha sacrificado por nosotros y que tenemos que agradecérselo.

T.: Y tú crees que tú también utilizas ese mismo mecanismo con Sara.

C.: Sí, porque utilizo el chantaje y el cansancio como lo hace mi madre, para llamar su atención, y no me gusta nada, porque no me doy cuenta de que repito el mismo patrón que ella.

T.: Entonces, tú crees que tu enfado con Sara repite la posición de víctima para que te hiciera más caso.

C.: Sí claro; en vez de explicarle cómo me sentía por haber sido tonto en el outlet y no legitimar mis necesidades me lo callé y mediante mi silencio intenté hacerle sentir culpable para que ella reaccionara y me hiciera más caso. No me supe comunicar de una forma adulta y utilicé el chantaje como método de comunicación. Esperaba que ella adivinara cómo me sentía y pensaba que, si me quería, llegaría a comprenderme sin que yo le explicara nada. Supongo que esto forma parte de los mitos sobre lo que debe ser una pareja.

Christian ha ido entendiendo a lo largo del proceso de terapia de pareja que no podía establecer una relación de suplencia con su novia, como con su madre, que una pareja no puede instaurarse sobre la base de los déficits mutuos (Villegas y Mallor, 2010a), sino que precisa de autonomía. Complacer es obtener placer simultáneamente con el otro (complacer); de lo contrario se deriva en el complaciente la sensación de ser un estúpido que invierte en saco roto, sin sacar ningún provecho, o se origina una deuda en el receptor que nunca podrá pagar.

Las relaciones de pareja acostumbran a iniciarse bajo una regulación socionómica complaciente, que es el caldo de cultivo perfecto para que se desarrolle en su seno una dependencia emocional, preexistente como rasgo de personalidad en uno de los miembros de la pareja, característica que ilustra el caso que vamos a considerar a continuación, o bien favorecida por la asimetría deficitaria con que se estabiliza la relación, como hemos expuesto ampliamente en el primer volumen de esta obra, capítulo 12 (pp. 455-462) al hablar de la experiencia de sumisión y maltrato de Maricel, experiencia descrita por la misma protagonista en un artículo titulado «Luz de Gas: historia de un secuestro emocional» (Palau, 2003).

3.1. La superación de la dependencia emocional

La razón que impide a muchas personas superar la dependencia emocional es el miedo a perder la relación, puesto que no se conciben a sí mismas fuera de ella. A estas personas que participan del mito de la media naranja, en otra parte (Villegas y Mallor, 2010a) las hemos denominado «selenitas» (habitantes de la luna), carentes de luz propia, cuyo brillo es puro reflejo del sol. La experiencia de ser deseadas las convierte en objetos carentes de valor, voluntad o estima propia, siendo esta reflejo de la ajena. Dejan de ser sujetos autónomos para convertirse en marionetas movidas por hilos más o menos visibles, totalmente dependientes de quien los maneja. Marilyn Monroe lo resumía muy bien al decir: «ya que no puedo ser amada, al menos puedo ser deseada», lo que sin duda consiguió, pues se convirtió en objeto de deseo o envidia de más de la mitad de la humanidad, la mayoría hombres y gran parte mujeres. Pero para ello tuvo que convertirse en su personaje, desconectándose de la persona que, al nacer, fue registrada como Norma Jeane Mortenson (apellido del padre) para que no fuera considerada ilegítima, pero que debería haber sido Norma Jeane Baker (apellido de la madre), personaje, el de Marilyn, del que solo pudo liberarse a través del suicidio.

La hoja de Excel

Mireia lleva un amplio historial de relaciones a su espalda, que ha ido recopilando detenidamente, día tras día, durante un período de más de seis años, en una especie de hoja de contabilidad donde pueden observarse sobreposiciones de dos o más relaciones a un mismo tiempo, siempre con la precaución de no dejar ningún vacío relacional en su agenda diaria. Llegó a contraer matrimonio con una de estas parejas, la que mejor caía a sus padres, solo por la ilusión de celebrar la boda, cuando ya tenía un suplente en la cartera que entró en acción en menos de medio año. En la actualidad tiene una relación con un hombre, 15 años mayor que ella, y se plantea cómo dejarlo para dedicarse de una vez por todas a contactar consigo misma y aprender a vivir de una forma autónoma e independiente, dado que él tampoco muestra intenciones de comprometerse en esta relación. El siguiente texto constituye una elaboración de su problema a partir de la identificación del «miedo a perderlo».

Toda esta paranoia me empezó a venir por el miedo a perderlo. Si yo me quito esa paranoia, tal vez me desaparezca la angustia ¿Qué pasaría si yo le perdiese? ¿Me moriría? ¿Me tendrían que enterrar? ¿Me faltaría la respiración? ¿Mi vida sería un infierno? ¿Me quedaría sola en el mundo? ¿Qué perdería, una intimidad, una pasión, una complicidad? No sé dejar que algo se pierda, no sé dejar que se vaya, tanto más cuando hay alguien que se lo puede quedar. La complicidad/intimidad es cosa de dos, y si él o yo desaparecemos ya no puede existir lo que compartimos: pierdo yo y pierde él. Tengo que hacerme desear, tiene que haber un equilibrio. 1+1 = 2, relación equilibrada.

Cuando siento que la cuerda se tensa y puedo perderlo, empiezo a desvalorizarme y a ir detrás de aquella persona, a denigrarme a mí misma, a perseguirlo y a halagarlo.

Cuanto más te tiene la otra persona menos te desea, menos te valora. Cuanto más ausente está más lo valoro, más voy en su búsqueda. Cuanto más relajado lo veo, más rabia me da. La clave, liberarse del miedo a perderlo.

Cada cosa que me suceda la viviré como una ganancia, no como una tortura o algo que se me puede ir de las manos. Vivir al otro como que cada día escoge estar conmigo y si algún día escoge irse de mi lado, saber dejar la mano abierta y que haga su voluntad.

Si él puede escoger en un gran mercado de mujeres, me sentiré orgullosa de que cada día escoja estar conmigo, y si no, que busque su vida en otro lugar, si es que eso le hace más feliz.

En el momento en que no retienes al otro a tu lado con estrategias o juegos sucios, sabes que el otro es libre de venir y compartir de forma sana y sincera. Cuando él utilizaba el chantaje emocional para retenerme a su lado, lo conseguía, pero teniendo a su lado una mujer temerosa, obligada y cohibida.

Que hable, que haga, que se vea con otras mujeres; si vuelve a mí libremente y me escoge, y yo quiero, lo compartiremos, y si no es que es más feliz en otro lado. ¿Qué pasa si no eres correspondida? ¿Sabrás dejar que se vaya aquella persona?, ¿te morirás? No. Tal vez otro día bebas de otra fuente que te sacie mejor la sed, pero lo importante será que no querré tener a mi lado a alguien que no me quiera o me aprecie. Y agradeceré que deje libre el camino para poder ser correspondida al cien por cien como me merezco. Si tienes miedo a algo, provócalo y enfréntate. Y si coquetea con alguna o algunas, pues que lo haga, pero me gustará saberlo para alejarme cuanto antes de su lado.

Yo perderé, él perderá, y si no pierde, será señal de que no me valoraba lo suficiente o que alguna otra persona le hace más feliz que yo o se complementan mejor. Si este fuera el caso agradeceré que me lo diga para no perder más el tiempo.

Si encuentras a alguien, te doy la libertad para marchar cuando quieras. Yo seré la primera en agradecerte que te vayas, porque no quiero a mi lado a alguien que no me ama. Yo me merezco a alguien que quiera estar conmigo libremente.

4. La integración de la socionomía vinculante dependiente en la pareja: dependencia emocional y agorafobia

Con el tiempo muchas de estas relaciones, iniciadas bajo una regulación socionómica complaciente derivan hacia la socionomía vinculante, dado que su horizonte último es la formación de un vínculo permanente, el matrimonial, más allá de su formalización legal, civil, eclesiástica o de hecho. En el caso que vamos a considerar a continuación esta vinculación desemboca en una dependencia o supeditación que se revela como un obstáculo para la autonomía, revestida de sintomatología agorafóbica.

Por caminos separados

Julia llegó a la consulta con un cuadro agorafóbico de manual (anexo MV 01). No podía alejarse de casa sin ir acompañada. Las calles le parecían mares procelosos que no podía atravesar, se apoyaba en los semáforos o tenía que pedir ayuda a otras personas simplemente para ir al otro lado de la acera. Intentaba hacer las compras más imprescindibles sin salir del ámbito estricto de su barrio, procurando no perder de vista el portal de su casa. Para desplazamientos más importantes debía ir acompañada por algún familiar y necesariamente en coche o en taxi, pues podía utilizar ningún otro medio de transporte –autobuses o metros– ni mucho menos hacer el trayecto a pie.

Ya desde el inicio se puso de manifiesto que la patología de Julia tenía que ver con cómo se había constituido la relación de pareja. Una representación simbólica del problema vino sugerida por un sueño que tuvo el terapeuta aquella noche después de la primera sesión. El sueño representaba una casa sin tejado, como si se tratara de una casa de muñecas, que permitía observar todo lo que sucedía en su interior. La escena que se desarrollaba en aquellos momentos se configuraba en torno a una gran mesa ovalada. Todos los miembros de la familia del marido se hallaban sentados a su alrededor. Poco tiempo después hacía su entrada Julia, la cual, tomando asiento en la presidencia, se dirigía a todos los presentes para decirles: «Tengo un problema que no es mío, sino vuestro».

Esta síntesis onírica del caso fue utilizada en la sesión siguiente como punto de partida para la exploración del significado psicológico de la patología agorafóbica. Julia se había casado enamorada, pero habría de pagar un precio muy caro por ello: el de la supeditación total a la familia de origen del marido. Como sucede con frecuencia, el enamoramiento suele ser fuente de autoengaño. En primer lugar, por no querer ver los condicionantes fácticos que inevitablemente acompañan a cualquier relación, y en segundo lugar, por pensar que con el amor basta (Beck, 1988). De este modo, mujeres de una gran valía personal y profesional llegan a aceptar condiciones de supeditación que implican una total anulación de sí mismas. Y eso es lo que le sucedía a nuestra paciente.

Para empezar, Julia se había llevado a engaño incluso respecto a la edad de su futuro marido, al que conoció bastante joven. Este tenía un hermoso cabello plateado que le otorgaba un aire mayor y más maduro, que no se correspondía con su edad real. En efecto, contrariamente a lo que ella pensaba y tardó en descubrir, él era unos años más joven que ella. Mantenía una relación muy estrecha con la familia de origen, particularmente con los padres, el hermano y la futura cuñada, de modo que se debía compartir con ellos casi todo: la casa, las diversiones, el coche, las fiestas. Esta situación que se daba en el noviazgo, continuó, a pesar de las promesas en contra, tras el matrimonio, hasta el punto de que con el tiempo, una vez casados, los hermanos se compraron sendos terrenos en la misma urbanización para construirse sus casas una al lado de la otra.

Julia intentaba poner alguna distancia, pero conseguía muy poco. Por ejemplo, finalmente consiguió que el intento de construir las casas una al lado de la otra en la urbanización no se llevara a cabo, trasladándose unas calles más abajo. A pesar de todo, las visitas de los cuñados, la utilización conjunta de la piscina en verano o las autoinvitaciones de la suegra constituían una pesadilla insoportable, cuyas causas no se atrevía a enfrentar. Pero la amenaza más importante para la autonomía de Julia provenía de la relación posesiva de la madre del marido respecto al hijo y la adoración de este por la madre. Esta amenaza se veía frenada por la presencia del suegro, el cual controlaba de algún modo el expansionismo de su mujer.

Esta amenaza, sin embargo, se hizo realidad el día en que murió el suegro. Con él desaparecía la garantía de control; también en este punto se sintió engañada Julia. Ella había aceptado casarse con la condición de no verse obligada a hacerse cargo de la familia de origen del marido. El incumplimiento reiterado de las promesas por parte de este respecto a esta cuestión le hacía temer lo peor. En estas circunstancias estalló la sintomatología agorafóbica, que se iba alimentando con las continuas llamadas e intromisiones de la suegra. Esta, al igual que los cuñados, resultaba particularmente desagradable para nuestra paciente por su manera de ser y el peculiar estilo vejatorio y burlón que infundía a sus relaciones interpersonales. Julia apreciaba particularmente a su marido porque no era así con ella, sino todo lo contrario, gentil y formal, y extraordinariamente educado y meticuloso en sociedad, aunque cuando estaba a solas con su familia de origen se transformaba y entraba en el juego de las palabrotas y las bromas pesadas. Esa era una de las razones por las que ella le había hecho jurar y perjurar que se mantendría alejado de su familia después del matrimonio. El incumplimiento de estas promesas había causado el mayor daño posible a una relación de pareja: la falta de confianza.

La falta de confianza estaba en la base de las crisis de ansiedad de la paciente. Esta hacía lo imposible por complacer al marido, pensando ilusamente que así lo ganaría para ella y lo apartaría de la familia de origen, idealizando sus cualidades, evitando contradecirle, cuando lo único que conseguía era reforzar la posición sumisa en que se hallaba situada. Esta sumisión se había ido configurando desde los primeros momentos de la relación. Una de las demostraciones más paradigmáticas de esta sumisión se puso de manifiesto una tarde de playa. El matrimonio, todavía joven, había ido a pasar la tarde a la playa con los hijos pequeños. El marido deseaba utilizar una pequeña barca de goma con un remo para adentrarse un poco en el mar y le propuso a la mujer y a los niños acompañarle. La mujer estaba muerta de miedo, y de ningún modo quería subir a la barca, y menos aún que lo hicieran los niños. Pero ante la insistencia de estos y del padre accedió, presa del pánico. La experiencia fue angustiosísima; la barca fue fácilmente arrastrada por el oleaje y las corrientes de agua; irremediablemente, la orilla se alejaba cada vez más, y los esfuerzos por volver a ella resultaban inútiles. Por fortuna fueron avistados por una barca a motor y remolcados; de lo contrario hubiera podido suceder lo peor.

En esta época todavía no habían aparecido los síntomas, porque ella continuaba creyendo que podría atraer al marido hacia sí y apartarlo de las influencias familiares. Sin embargo, las causas de la desconfianza se iban ahondando. Esta falta de confianza tenía por objeto el marido, aunque también iba perdiendo la confianza y la seguridad en sí misma cada vez más. El marido le causaba cierta admiración y miedo a la vez. Hombre dotado de una gran capacidad de trabajo, inteligente, autodidacta, había conseguido situarse muy bien en el trabajo. Ella, en cambio, lo había dejado todo tras casarse, por el matrimonio y por los hijos. Mientras estos fueran pequeños ella tendría una justificación en su vida; más tarde ya se vería. Al principio del matrimonio todavía intentó presentarse a unas oposiciones para trabajar en un banco, pero abandonó el intento porque su marido, que en cuestiones laborales es muy exigente y severo, actuaba de profesor y examinador simultáneamente. Sintió que nunca podría superar el examen con él. Con el tiempo, este rigor se apoderó también del ámbito familiar. Un buen día, y a propósito de los gastos que generaba la construcción de las casas en la urbanización, el marido decidió controlar toda la economía familiar, desde las cuentas bancarias al presupuesto mensual, de modo que le quitó el acceso libre a las fuentes de dinero y le privó de iniciativa en la administración de la casa. En adelante, tendría que planificar y justificar todos y cada uno de los pasos económicos que pudiera dar, la compra de comida, ropa, colegio de los niños y demás.

Con la sensación de vivir en un círculo cada vez más estrecho y asfixiante Julia sentía en lo más hondo de su ser la soledad y la separación afectiva del marido. Sin embargo, a nivel de comportamiento continuaba manteniendo las apariencias y las formas. Necesitaba una salida expresiva para sus sentimientos y escogió el camino intimista de la poesía. Esta, se ha dicho con frecuencia, es fruto de desamores. Ella lo resumió a la perfección en el siguiente poema, titulado «Por caminos separados».

Por caminos separados

En la intimidad de mi senda

hay dos amores frustrados,

cogieron en su día

caminos equivocados.


Nos enseñaron los campos

a ver solo sus encantos,

caminamos día a día,

muy unidos de la mano.


Era un camino llano

con sus caños de agua clara,

caminos que recorrimos

que son ahora mi añoranza.


Ahora todo aquello ha pasado,

quiero olvidarlo,

porque me has anulado;

de tu vida no soy sino

un pobre pedazo.


Debimos hablar,

largos y largos ratos;

no me dejaste,

estabas asustado.


Seguiré mi camino,

seguiré recordando,

seguiré haciendo poesías

y seguiré pintando.


Veré crecer a nuestros hijos

que es lo único que andamos,

le pediré a Dios a gritos

que no anden equivocados.


Volveré a mi pelo largo,

a mis moños,

o a mis trenzados;

olvidaré lo que a ti te gusta,

¡porque ello es necesario!


Te seguiré queriendo,

eso no creo poder olvidarlo,

pues si eso fuera posible,

¿por qué acude a mis ojos el llanto?

¿por qué te espero?

¿por qué te llamo?

¿por qué deseo estar a tu lado?


No deseo robarte nada,

solo te quiero a mi lado,

no de mi parte,

sino a mi lado.


Solo quiero vivir mi vida,

que desde que me cerraron

los campos, me acorralaron,

no me dejaron cantar a la vida,

me oprimieron, me angustiaron.


Tú te asustaste,

no te tuve a mi lado.

Las nubes daban vueltas.

Los sauces lloraban sangrando.

La fuente de mi vida

gritaba perdida:

el diablo quería hacer escarnio.


A ti te sentía sordo,

nuestro camino separado

había comenzado.

Por eso necesito volver

a mis libros,

a mis poemas,

a mis risas y

a mis llantos.


Pero a los míos;

no a aquellos

que han querido hacerme daño.

Y si con el tiempo pudiera,

también volver a tus brazos.

Este poema, que forma parte de una variada colección de un poemario íntimo, fue escrito en plena crisis agorafóbica. En él se manifiesta una clara consciencia de la problemática relacional y de sus causas y remedios: la necesidad de volver a la autonomía individual. Pero la dependencia sintomatológica de la situación solo se apunta de forma simbólica a través de metáforas o imágenes, de modo que la paciente misma no es capaz de establecer una relación de causa/efecto, o si se prefiere de significante/significado entre la problemática de la libertad y la patología agorafóbica. Entre las imágenes usadas por la paciente para expresar el cerco agorafóbico la siguiente es tal vez la más evidente, puesto que en ella hay una alusión directa al estrechamiento del espacio: «que desde que me cerraron los campos, me acorralaron». En el poema aparecen todos los temas de Julia: la dependencia de la relación, el desengaño amoroso, el sentimiento de soledad, la importancia de los hijos, la posibilidad de la autonomía, pero por encima de todos la imposibilidad de renunciar al amor esponsal: «te seguiré queriendo, eso no creo poder olvidarlo… Y si con el tiempo pudiera también volver a tus brazos».

La importancia y el peso de esta relación, junto a la imposibilidad material de la separación, llevaron al terapeuta a la decisión de convocar a la pareja a la terapia. El desencadenante de esta decisión fue una experiencia de la paciente. Esta había sido capaz de atravesar la calle sola, porque casualmente se había apoyado en el carrito de la compra. Como un niño pequeño que empieza a caminar cogido a un llavero que en realidad sostiene él, Julia podía ir sola si encontraba un apoyo. No necesitaba tanto la compañía, que ya la tenía –el marido la acompañaba las veces que hiciera falta–, sino su apoyo. Incluso para una eventual separación, ella lo habría necesitado: «No deseo robarte nada, solo te quiero a mi lado; no de mi parte, sino a mi lado». En estos mismos términos, es decir, para obtener su apoyo para lo que fuera, fue convocado el marido. Este acudió solícitamente, pero con una actitud extremadamente fría y racional, criticando muy sutilmente «las reacciones exageradas o irracionales de ella». Estaba claro que no la apoyaba, aunque estaba dispuesto a colaborar en su curación. Naturalmente, los primeros encuentros fueron tensos y difíciles para ambos, pero permitieron romper el hielo, expresar las cosas que nunca se habían dicho. Durante este período de la terapia la paciente tuvo un sueño en el que se vio a sí misma «toda llena de un pus que acababa por reventar, salpicando a todo el mundo excepto al marido, que se protegía con un paraguas».

El terapeuta puso de relieve cómo la esposa se había supeditado en su relación con el esposo y cómo esta actitud equivocada había reforzado una estructura relacional que no era libre. Un ejemplo flagrante de este error de Julia lo constituía el episodio de la barca. Este caso, además, demostraba cómo Julia no revelaba sus sentimientos, actuando como si no pasara nada, y de este modo le ocultaba información importante, pensando, tal vez erróneamente, que a él no le gustaría oírla. Así, unos acontecimientos recientes muy graves que afectaban a la vida del hijo, ella se los había estado ocultando para protegerle a él y al chico. Pero con ello no se solucionaban los problemas y, además, se pagaba un precio muy caro, el de su agorafobia. Como era de suponer, el marido no comprendió inicialmente la relación entre los síntomas y los problemas de comunicación o de relación, pero admitió que estos existían y se predispuso a colaborar. Después de algunas sesiones consideró que ya no era necesario continuar asistiendo, puesto que ahora, durante la semana, la pareja hacía su propia terapia en casa, hablando de los problemas que afectaban a la relación en lo cotidiano.

Julia aún no había encontrado un apoyo, pero sí una posibilidad de diálogo. Con ello empezaba a sentirse más libre y segura, pero a la vez veía más claramente una amenaza para su relación. ¿Cómo se podría compaginar la fidelidad a la relación con la autonomía personal y psicológica? La solución de los problemas ¿pasaba necesariamente por la ruptura del matrimonio? Este era un tema central en su vida. Ella había renunciado a todo desde su juventud, a su trabajo, a sus estudios, por el matrimonio. ¿Tendría que echarlo simplemente por la borda? Además, el matrimonio jugaba un papel trascendental en su mundo personal y religioso: cuando sentía la crisis y la desesperación acudía a la Biblia y leía y releía los párrafos en los que se reitera que «el hombre y la mujer dejarán a su padre y a su madre y se unirán en una sola carne». Durante mucho tiempo había intentado convencerse de la indisolubilidad del matrimonio. Pero ahora ya no le servía la Biblia. La quitó de la mesita de noche y la guardó en un armario. Quería curarse. Estaba decidida a hacer lo que hiciera falta, pero si era posible combinando su autonomía con el amor: «Y si con el tiempo pudiera, también volver a tus brazos».

Quedaban, sin embargo, escollos muy duros que superar. A pesar de que la relación parecía haber mejorado sensiblemente a nivel superficial, no se había resuelto el núcleo de la problemática ligada a la dependencia del marido respecto a la madre. Esta saltó un día, de improviso, de la forma más cruda. El marido también había aprendido en la terapia a expresar sus pensamientos y emociones, y en una conversación sobre el futuro que le esperaba a la madre, manifestó su intención de llevársela a vivir consigo:

Quiero mi madre para mí, y tú tendrás que irte de esta casa si no la quieres. Cuando ella entre por esta puerta, tú tendrás que irte a vivir a un hotel.

Hasta aquel momento estaba claro que el síntoma agorafóbico la protegía de irse de casa, le permitía guardar su sitio («quien se va a Sevilla, pierde su silla»). Nadie se atrevería a quitarla de en medio mientras ella estuviera condenada a no poder salir de las cuatro paredes de la casa, sin alejarse más de lo preciso para poder vigilar desde la calle el portal, a fin de mantener el control de su territorio. Ahora veía claramente el rostro del ángel de la expulsión del paraíso. En aquel momento sintió «unas ganas enormes de irse de casa», lo que por definición sería la curación de cualquier agorafóbico. El episodio dio lugar, sin embargo, como era de prever, a una intensa reacción depresiva. Pero no fue en vano. El marido se quedó estupefacto: «pensaba que era libre, que podía llevar al acto mis pensamientos», fue su comentario. Por primera vez se hacía explícito que este no era un tema libre para la pareja, sino objeto de negociación. Tal vez ahora se podía plantear el tipo de apoyo que Julia necesitaba: el reconocimiento de sus derechos y de su libertad frente a otros tantos derechos y libertades del marido que habían de ser mutuamente reconocidos y negociados, si no se quería romper la relación.

A partir de estos hechos la posición de Julia se ha consolidado. Considera la posibilidad de la separación, pero prefiere la alternativa de mantener la relación, siempre que esta no implique una renuncia sistemática a sí misma, como lo había hecho hasta ahora. Una de las salidas que ha encontrado a su autonomía es la de dedicarse a la pintura y otras actividades artesanales, habiendo realizado incluso alguna exposición. Pero lo más importante es que ha aprendido a plantear sus necesidades y a hacerlas objeto de negociación. Ahora no está tan cerrada a la posibilidad de tener que cuidar a la suegra, aunque no a cualquier precio, y menos sin que sea estrictamente necesario y sin contemplar otras alternativas, si se da el caso. Estos planteamientos aún le causan rechazo y culpabilidad de modo ambivalente, pero al menos ahora siente que podrá negociarlo, que no deberá mantenerse en la agorafobia para defender su territorio en casa.

El marido, por su parte, se muestra más flexible, interesado y reconciliador. Ante la perspectiva de las bodas de plata que se cumplen el año próximo, el marido le ha propuesto «volver a empezar», renovando simbólicamente la ceremonia del matrimonio con ritual religioso y alianzas incluidas. Ella se siente algo reticente y desconfiada ante esta propuesta y prefiere dar tiempo al tiempo.

Uno de los síntomas inequívocos de su mejora es que desde hace tiempo acude sola a la consulta, a veces todavía en taxi, pero generalmente en autobús o en metro. Asiste a bailes de salón, hace excursiones por la montaña y, recientemente, ha sido capaz de asistir a una fiesta de empresa en Madrid, haciendo el traslado en avión de una manera totalmente satisfactoria para ella y su pareja. Pero, sobre todo, es la personalidad de Julia la que se está recuperando, reencontrando su autonomía y redefiniendo su posición en la pareja. Como dicen los filósofos del Tao «el secreto del éxito en el drama de la vida consiste en otorgar a cada cosa su debida proporción y en ser capaz de reconocer a cada uno su lugar sin perder el propio». Julia había renunciado a su lugar en la vida y en la familia; ahora lo está recuperando, por eso el espacio ya no se presenta tan amenazante ni restrictivo como antes.

5. La vinculación oblativa

Una versión apócrifa de La Divina Comedia cuenta que Virgilio acompañó a Dante en su visita al infierno, donde había una gran sala con una espléndida mesa en el centro, magníficamente parada y aderezada con los más exquisitos manjares, a cuyo alrededor se sentaban los condenados, los cuales estaban totalmente absortos, intentando disfrutar de aquella sabrosa comida, hasta el punto que no se dieron cuenta de la presencia de los visitantes. Intrigado, Dante, quiso saber cómo sería el paraíso, si en el infierno se servían tan abundantes viandas a los que se supone deberían aplicarse suplicios indescriptibles. Al girar su visita por el paraíso, la sorpresa de Dante fue mayúscula cuando vio que la escena del gran banquete celestial coincidía puntualmente con la del infierno, la misma mesa, los mismos manjares, los mismos cubiertos de oro y plata, el mismo lujo en todos los detalles. La única diferencia que pudo notar es que, esta vez sí, los comensales se daban cuenta de su presencia y se dirigían a ellos con una gran sonrisa. Desconcertado, le pidió una explicación a su guía, Virgilio, el cual le hizo notar las dimensiones de los cubiertos. Estos eran descomunales, de modo que era imposible acercárselos a la boca con el giro de la mano o incluso del brazo entero. Los condenados en el infierno lo intentaban inútilmente una y otra vez, con absoluta desesperación y rabiosa frustración. Los elegidos del paraíso lo habían resuelto de otro modo, se daban de comer unos a otros, alargando simplemente el brazo con la cuchara o el tenedor para poner la comida en la boca del comensal de enfrente.

Este apócrifo expone de una forma enormemente plástica la contraposición entre la regulación egocentrada frente a la alocentrada, razón por la cual lo hemos escogido para iniciar nuestra incursión en el tema de la regulación socionómica oblativa. La regulación socionómica sería muy reconfortante si todos los humanos se cuidaran los unos a los otros o, siguiendo el mandato evangélico, se amaran los unos a los otros, recíprocamente y de manera desinteresada.

Un ejemplo impactante de generosidad lo constituye el caso de la mujer turca que, de manera totalmente libre, le dio un riñón a la esposa de su amante, por el deseo de ayudarle. Según palabras de la esposa, que desde hacía 12 años estaba sometida a diálisis: «ella nunca habría pedido este favor, pero está muy agradecida a la persona con quien ahora comparte sangre, un marido y un riñón». (La Vanguardia, 11/03/2012). Con apenas un mes de diferencia, la prensa nos informaba de un nuevo acto de generosidad, en este caso, el trasplante de hígado en beneficio del jugador del Fútbol Club Barcelona, Abidal, gracias a la donación de un primo suyo carnal, llamado Gerard (La Vanguardia, 11/04/2012).

Lo mismo podemos decir del perdón, que contribuye a hacer más viables las relaciones entre los humanos. Un caso reciente, del que nos informaba la prensa en agosto de 2011, es el protagonizado por una joven iraní, Ameneh Bahrami, la cual perdió la vista en ambos ojos y sufrió terribles quemaduras en el rostro, el cuero cabelludo y el cuerpo, a causa del ácido que le arrojó un hombre, al negarse ella a sus pretensiones matrimoniales. A falta de un acuerdo, el agresor, Majid Movahedi, fue condenado, según la Ley del Talión, a sufrir las mismas quemaduras en un ojo (dado que en Irán una mujer vale la mitad que un hombre). Sin embargo, en el momento de la ejecución de la sentencia Ameneh ejerció su poder de perdonar, puesto que no quería venganza, sino reparación (económica, por los costes de los tratamientos médicos): «¿Qué quieres que hagamos ahora?», le preguntó el médico encargado de ejecutar la sentencia. «Lo perdono, lo perdono», respondió la mujer, y pidió al médico encargado de cumplir la sentencia que lo dejara liberado en el último minuto. «Es mejor perdonar cuando una se encuentra en una posición de poder».

Pero la experiencia de siglos de historia demuestra que esto no sucede habitualmente y que la expectativa de la reciprocidad, tantas veces frustrada, con frecuencia lleva a la decepción y hasta a la rabia, la depresión y la somatización. La socionomía tiene que estar compensada con una capacidad de autoestima y autocuidado que haga del cuidado del otro un placer y no una inversión a recuperar con intereses.

Hablamos de vinculación oblativa para hacer referencia a la condición servicial que rige las relaciones basadas en el cuidado. Estas son propias, desde un punto de vista relacional, de un contexto de asimetría, definido por la posición cuidadora de uno de los miembros de la relación y dependiente por parte del otro. Los vínculos de naturaleza oblativa pueden afectar indistintamente a las relaciones parentales (de padres a hijos), filiales (de hijos adultos a padres mayores) o esponsales (de marido a la mujer o viceversa). No son ajenas tampoco a esta tipología las relaciones fraternales que se generan después de la infancia, ya en la adolescencia, o se prolongan más allá de ella. Los casos que vamos analizar a continuación consideran cada una de estas alternativas por separado.

5.1. La relación oblativa parental

Las condiciones de la paternidad no se limitan a las funciones de la gestación y el parto, sino que se alargan durante todo el período de la crianza. Esta se ha ido prolongando cada vez más, en la medida en que la infancia y la adolescencia se han visto socialmente potenciadas como un período de formación e inserción social, cada vez más indefinido. De este modo, la actuación protectora y nutritiva de los padres, que requiere una disposición entregada y sacrificada de forma constante, ha dado lugar, en muchos casos, a situaciones totalmente abusivas por parte de los hijos, convertidos en auténticos Tyrannosaurus rex, que han llevado a algunos padres a desarrollar una supeditación enfermiza hacia ellos, más allá de los límites requeridos por la naturaleza.

Nacida para servir

El caso que consideramos se centra en la relación parental (padres a hijos). Se trata de Luisa, la paciente a la que ya nos referimos en el capítulo siete. «Nacida para servir», como se describía a sí misma, se ocupó de su hermana, ya de pequeña, sustituyendo a los padres en los cuidados parentales. Casada después, y con dos hijos varones, fue dejada por el marido a los 35 años, con la excusa de que él necesitaba tiempo para vivir su vida. Ella se quedó con los dos hijos, de los que se hizo cargo y a los que cuidó, alimentó y procuró una educación superior. Estos, en la actualidad, viven en su casa como auténticos okupas, sin hacerse cargo de nada, sin ingresos propios, aprovechándose de sus cosas y de su dinero, utilizándola como una sirvienta, maltratándola psicológica y físicamente, hasta el punto de darle golpes y empujones y de recluirla en la cocina o en su habitación. La situación ha llegado a tal punto de gravedad que Luisa se ha planteado cederles la casa y pagarles los gastos para que la dejen tranquila y evitar males mayores, antes que tenerlos que denunciar. En la sesión se enfrentan estos problemas con el apoyo de sus compañeras de grupo, las cuales se suman a la consideración de la condición de supeditación que muchas veces las madres desarrollan en sus relaciones con los hijos, en detrimento de su propia vida personal, profesional, social y relacional.

TERAPEUTA: Pero las personas que tú dices son aquellas que en lugar de estar pensando en sí mismas, están pensando en los demás.

LUISA: Sí, sí, claro.

RAQUEL: A veces nos vamos dejando llevar, porque, por ejemplo, el ama de casa de repente deja de tener amigos y eso es un error; y cuando tienes hijos, pues más.

ANA: Más. No solo, es que no sabes dónde estás, ni sabes quién eres; al final te has ido dejando tanto, que llega un momento en que te planteas: «¿Quién soy? ¿Dónde estoy? ¿Qué soy: la madre, la hija, la esposa? ¿Dónde está tu auténtica personalidad? ¿Dónde estás tú?» Que luego cuesta mucho encontrarse…

T.: A lo mejor la mujer ha tenido más marcado el rol porque se ha visto a sí misma como «la señora de». ¡Qué señora de! Me acuerdo de una paciente que vino y le pregunté: «¿Cómo se llama usted?» «¿Este es su nombre o el de su marido?» porque yo sabía cual era su nombre. «Pues se acabó: usted no es la señora de tal, sino la señora cual: este es el primer problema».

CECI: Pero es que tienen el concepto de que tenemos que hacerlo todo; yo soy madre, esposa y ama de casa, pero criada no, eso no lo soporto.

L.: Mis hijos tienen 20 y 26 años, respectivamente. Son muy grandes, los he educado yo, muy mal, por lo que parece. Ellos dicen: «estamos en nuestra casa, porque la mitad es nuestra».

C.: ¿Y por qué no te vas, los dejas ahí y te quedas tan a gusto?

L.: Porque tendré que pagar dos luces, dos aguas…

R.: Encima de que eres tú la que se va, ¿tienes que pagar?

L.: Sí, claro, porque ellos no van a pagar y yo voy a perder la mitad de mi piso, que es mío también.

C.: Pero, ¿tú quieres a tus hijos?

L.: Yo sí.

C.: ¿Y ellos a ti?

L.: Bueno, me quieren a su manera.

C.: No, a su manera no, eso no es querer. Un hijo quiere a una madre como se la tiene que querer. Cuando les cortas el grifo entonces ya no te quieren, ya no sirves para nada.

T.: Pues eso no es amor.

L.: Lo que pasa es que no pensaba que me hicieran esto.

T.: Es muy lamentable, pero hay que saber andar por el mundo. Lo que no se puede es esperar que el mundo sea justo y que la gente no se vaya a aprovechar; lo que no puedes hacer es ir con un lirio en la mano.

L.: Sí, mi ex también compró su libertad, en la sentencia de divorcio, y les dio la mitad del piso a los hijos, pero ahora dice que nada de nada, que eso no lo hemos hecho por notario, que quiere la mitad del piso. Él renunció a la mitad del piso con tal de que yo me hiciera cargo de ellos. Yo lo que quisiera es que se queden en el piso, que trabajen, que se paguen sus cosas, y yo me voy a vivir sola. Porque yo ya he comprado un piso que ha sido mi parte.

Luisa está sentando las bases para una liberación del maltrato y una independencia personal, pero todavía necesita liberarse de unas expectativas que la mantienen atada al marido, a los hijos e incluso al trabajo, y se mantiene a la espera de un cambio, un reconocimiento o una recompensa:

T.: ¿Quién no te quería?

L.: Ni yo, ni mi marido, ni nadie.

T.: ¿Buscabas una recompensa?

L.: Puede que sí. Ahora, no; puede que sea más espiritual, veo más mi interior; no quiero ser aquella persona que era: ahora callo, y voy haciendo porque tampoco estoy contenta así. No sé como enderezar mi vida.

T.: ¿Qué necesitarías para estar contenta? ¿Qué es lo que te haría contenta? ¿Que los demás te reconocieran?

L.: Puede que sí.

T.: ¿Y que te pidieran perdón?

L.: No, eso no.

T.: ¿Y que sentirías si te reconocieran? ¿Qué tendrían que hacer para reconocerte?

L.: Pues no sé, valorar lo que he hecho… he sacado adelante dos hijos, sola; cuando mi marido me abandonó me dijo que tenía 35 años y que no había vivido la vida y que se iba a vivirla; yo también tenía 35 años.

5.2. La relación oblativa filial

Aunque las relaciones filiales se generan en un período de la vida en el que la relación de dependencia de los hijos hacia los padres es natural, no lo es en cambio la de los padres respecto de los hijos. Evidentemente, un niño puede estar parentalizado a los siete años y empezar a desarrollar una regulación oblativa para proteger, en el contexto de un triángulo dramático, a la madre víctima de un padre perseguidor o a un hermano pequeño, desamparado. Este niño, que evolutivamente debería estar desarrollando la heteronomía, se ve forzado a hacerse cargo de una situación prematura. Sin embargo, no podemos hablar propiamente de socionomía vinculante oblativa, puesto que el vínculo filial o fraternal ya existe desde el nacimiento, mientras que en la socionomía se trata de desarrollar vínculos nuevos con relaciones no preexistentes. En este caso se trataría más bien de una heteronomía inversa, en la que el niño asume por obligación o necesidad las responsabilidades de los padres, desde una posición oblativa prematura.

Esta es una de las razones por las cuales no siempre queda claro si la regulación oblativa de los hijos en relación a los padres se rige desde una imposición heteronómica o desde una entrega socionómica. En estos casos hay que estar muy atentos al lenguaje, teñido de referencias a las obligaciones o deberes desde la perspectiva heteronómica, al mantenimiento de la imagen del «buen hijo» y, en general, a una expectativa determinada por la continuidad ininterrumpida desde la infancia de supuestos «deberes filiales». Cuando la dedicación oblativa se produce, en cambio, en un momento evolutivo avanzado, hijos adultos respecto a padres ancianos, se trata probablemente de una nueva relación y un nuevo vínculo, puesto que los vínculos paterno-filiales de la infancia se rompieron ya en el período de la adolescencia y primera juventud y ahora requieren una nueva reinstauración, desde una posición adulta, que podemos evaluar como socionómica. Los sentimientos en estos casos no suelen estar vinculados a la obligación o a la culpa, sino a la pena, la compasión o la «piedad filial».

Casa de muñecas (2)

En el caso que exponemos a continuación, los vínculos en los que en este momento vital se encuentra atrapada Ana, paciente a la que nos hemos referido al hablar de la anomía (capítulo nueve de este volumen) y a la que dedicaremos un apartado en el capítulo de la autonomía (decimosegundo de este volumen), tienen que ver, sobre todo, con el cuidado de la madre, ya mayor, aunque de joven afectaron también a sus relaciones de pareja. En el transcurso de su historia vital encontramos tanto un volver a depender de la madre, al regresar al hogar materno, como un hacerse cargo de ella cuando la madre se vuelve frágil y dependiente, hacia el final de sus días.

Su regulación dominante es la socionómica vinculante, como pone de manifiesto su sintomatología agorafóbica y dependiente, particularmente en el ámbito de sus relaciones familiares, tanto pasadas como actuales, como hija, madre y esposa. En el diálogo que sigue, Ana desarrolla el tema de la dependencia con la madre y la necesidad de asumir su propia autonomía.

A.: Es que mi madre siempre ha visto que yo la necesitaba mucho; porque cuando me casé con mi primer marido nunca había salido del entorno de mi madre. Yo iba a la mía, vivía muy feliz y muy despreocupada de problemas gordos. Pero después, cuando me marché de aquí y la vida se me puso tan dura, echaba mucho en falta a mi madre; porque ella siempre me había hecho la vida fácil. Y cuando me separé, mi madre crió a mi hija, porque yo no confiaba en nadie, solo en ella, Y como nos vinimos y yo no tenía trabajo ni nada, mi madre nos acogió con los brazos abiertos, y nos dio de comer… Y luego, cuando me hicieron fija, me casé con este chico (el actual marido); entonces mi madre venía a casa, yo trabajaba, y ella me ayudaba; pero claro, yo he ido situándome económicamente y he ido teniendo más tiempo para la casa; pero ella sigue llevando la casa como si fuera suya.

La posición originalmente dependiente de Ana respecto a la madre, síntoma de una inmadurez evolutiva, se ha ido convirtiendo con el tiempo en un problema estructural, en la medida en que un aumento de su autonomía funcional y psicológica genera un conflicto entre la dependencia y la necesidad de independencia. Ahora es la madre la que está derivando hacia la dependencia funcional y Ana se ve obligada a resituarse en este nuevo escenario.

A.: Y esta es la parte que quizá me molesta un poco; porque a mí también me hace mucha falta para realizarme como adulta; como mujer, como esposa, como madre y como hija, como todo. Lo que pasa es que mi madre esto no lo ve. Mi madre me ha comido todo el terreno. Claro, que yo se lo dejé… y ahora que ya no la necesito, es muy duro aparcarla y arrinconarla. Yo necesito realizarme, sí, porque además eso me hace sentir mayor, como si recuperase todos esos años perdidos; pero ella eso lo entiende a medias. Y es que en mi casa no puedo gobernar. Me gustaría estar sola. Sola, no; libre. Acepto que mi madre me ayude, no que me suplante… Desplazarla sería como quitarle todos sus alicientes. Aunque estaría mejor atendida si me dejase gobernar… Cuando me siento tan agobiada, tan mal, pienso: ¿qué es de mi vida, qué estoy haciendo con mi vida; para quién es mi vida? En fin… Yo tengo las ideas muy liberales, pero sé dónde tengo que estar; dónde está ahora mi sitio.

También ese mundo de las relaciones con los demás está sujeto al poder de sus fantasías. Como una sublimación de sus ansias de amor, Ana imagina una vida libre de vínculos o lazos para poder darse al mundo; oscila entre la imagen del Tenorio y la de Teresa de Calcuta:

A.: A lo mejor es que me hubiera gustado arreglar el mundo. Y yo esas cosas que no puedo arreglar me quedan ahí y me duelen. Y me he ido apagando… Yo no era solo para servir de escaparate, era para dar… Una vez, me dijo una enfermera, hace años: «cuando tú y yo tengamos los hijos ya casados ¿por qué no nos vamos de Misiones?». Y a veces me viene a la cabeza que quizá sería un sitio donde estaría bien. Porque yo sé pasar con lo mínimo de comida, de agua o de ropa. Sé trabajar, sé querer y sé comprender. Menos mal que tengo un trabajo en el que puedo entregarme.

La resolución de este tipo de dilemas no va a ser posible, sin embargo, sin la contribución de intensas emociones de pena y tristeza que irán reblandeciendo las fronteras que tienden a hacer incompatibles las tendencias más egoístas, de satisfacción de las propias necesidades, con las más altruistas, de atención a las necesidades de los demás (Villegas, 2002).

A.: Ayer me di cuenta, de repente, de que mi madre va perdiendo. Mi madre se está yendo… Y no se queja. Tengo que hacer algo. Está muy sola. Quiero dedicarle tiempo a acompañarla, darle seguridad. Sé que, si mi madre se va, lo voy a superar; ya no tengo dependencia como antes; antes me volvía loca con pensar que se me podía ir, pero he llorado mucho. Me va a doler en el alma.

T.: Decías que te costaba llorar y estás llorando; permítete esta pena; permítete llorar.

A.: Hasta ayer no veía que se iba quedando más pequeñita, poca cosa; pero como es tan luchadora, tan trabajadora. Además, ayer le vi carencias de cosas que quizá necesita y no pide. En muchos momentos me apetecería no tener marido, para no tener nada que me sujetase, fuera de mi madre. Ahora, por ejemplo, si estuviese libre quizá no tendría tanta congoja. Porque yo me iría con ella o ella se vendría conmigo. Y entonces, mientras ella estuviese bien, yo seguiría trabajando, pero estaría dedicada a ella; mis horas libres serían para ella… Es mi ilusión mimar a mi madre; para mí sería una gozada; hasta ahora ella no ha necesitado nada, pero ya lo necesita y yo lo tengo que hacer. Porque mi madre para mí lo es todo.

T.: Me gustaría subrayar otro aspecto de lo que has dicho. Cuando te hemos preguntado si te gustaría cambiar la cocina y por qué no lo haces, has dicho que es porque, permitiéndole a tu madre este rol, ella se siente útil y eso le ayuda a vivir; y puede que un exceso de quererla proteger la haga sentir inútil. Pero lo importante que quería subrayar es que además de constatar la nobleza de este sentimiento filial de querer complacer a tu madre y que muchas veces ha sido en detrimento de tu libertad, no existe tal conflicto si uno elige, porque la libertad está en la elección.

A.: Me costó elegir, pero he elegido conscientemente, porque yo tenía la ilusión por la cocina y todo, y hubo un momento en que estaba hasta rabiosa, pero después me lo planteé serenamente. Y entonces fue cuando elegí. Pensé: «cuando tenga la cocina arreglada pues ya será el momento de lucir los cacharros que me han regalado».

T.: Puede ser en homenaje a ella. Lo importante es que no sea un conflicto para tu libertad, que lo has decidido, y si lo decides, puedes ponerte en paz o de acuerdo contigo misma.

A.: Sí; lo he decido yo. Y me encuentro muy bien; ya hace tiempo.

5.3. Relación oblativa esponsal

En principio, la relación esponsal debe caracterizarse por su simetría, mutualidad o correspondencia, por una vinculación complementaria basada en el apoyo y la ayuda mutuos, pero no en la supeditación de uno de los esposos al otro (Villegas y Mallor, 2010a). Hemos visto cómo esta última, sin embargo, se producía en muchas relaciones de pareja a partir de la dependencia emocional, como en algunos de los casos considerados en apartados anteriores. Sin embargo, los avatares de la vida pueden llevar, sobre todo en edades más avanzadas de la pareja, a una transformación de la relación mutual en oblativa, a causa de la enfermedad de uno de los miembros, haciendo efectiva la promesa de querer al esposo o a la esposa, de acuerdo con el compromiso matrimonial, «en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad».

Mermada (2)

En el caso de Beatriz esta situación no se produce en el tramo final del ciclo evolutivo de la pareja, sino casi al inicio, marcando su trayectoria durante más de 25 años, que es el momento en que acude a terapia. Afectado desde los 28 años por la enfermedad de Crohn, el marido ha sufrido una invalidez crónica, con una fuerte dependencia respecto a la esposa y necesidad de frecuentes ingresos hospitalarios. Esta situación ha sido vivida por Beatriz como algo vergonzante, razón por la cual ha procurado mantenerla en secreto, oculta incluso para la propia familia, que vive a centenares de kilómetros de su domicilio:

BEATRIZ: No quería dar lástima. Por eso en mi pueblo no saben de la enfermedad de mi marido; saben que ha tenido problemas de salud, pero no han llegado a saber cuáles, no lo ha sabido mi madre, ni mi familia, porque no he querido dar lástima, no puedo».

TERAPEUTA: ¿Qué sería dar lástima?

B.: Pues eso, que piensen, sobre todo los médicos, «pobrecita, lo que lleva encima con su marido». Realmente esto es lo que yo siento, pena; pero como lo he vivido de muy joven. Y lloro, solamente de oír eso: «qué pena, tan joven». Ahora no, ahora ya soy mayor y a lo mejor tengo más resistencia, pero vamos, a mí eso me ha sensibilizado de tal forma que era ponerme a llorar todo el día solo viendo que el médico me miraba y me decía que lo sentía.

La pareja tuvo un hijo poco antes de que se le declarara la enfermedad al marido, que en la actualidad está casado; hijo y nuera se llevan muy bien con el padre. La madre, sin embargo, los ha mantenido al margen, puesto que no ha querido que la enfermedad del esposo y del padre interfiriera en su desarrollo y felicidad. Un ejemplo de este cuidado se presenta durante el proceso de terapia, a propósito de las fiestas de Navidad.

B.: Siempre he tenido la alegría de las Navidades y este año estoy triste y pasiva, porque falta mi madre, porque no puedo ir a mi tierra con mis hermanos y este año estamos como un poco descompensados. Mi esposo, además, está ingresado. Parecía que podía ser un amago de infarto. Ahora está en observación. Yo le he dicho a mi hijo que se vaya con su mujer a Andalucía, con la familia de ella, a pasar las Navidades. Pero el otro día, al salir del hospital y verme sola en el autobús… es lo peor que he pasado en mi vida, que te quedes sola en unas Navidades, y eso que yo quería que se fuera mi hijo, pero verte sola con un problema y en estas fechas, esto es denigrante.

T.: Pero también era una elección que tú hiciste.

B.: Sí, así fue… y quería que se fuera, para decidir que soy yo quien tiene que hacer su vida.

T.: Fuiste muy valiente y muy generosa. Y te pusiste en tu papel de esposa y de madre.

B.: Antes lloraba de pena y tal, pero ahora lloro por todo en general. No sé qué sentimiento es, si es de rabia o de impotencia, una bola que la tienes aquí, y que no quieres más, quieres descansar de este tema, quiero descansar de males.

5.4. La relación oblativa fraternal

Aunque la relación fraternal parte de vínculos cuyo origen se hallan en la infancia, estos suelen modificarse en la adolescencia y la juventud en la dirección de una mayor desvinculación, con la aparición de nuevas relaciones que dan lugar a la socionomía. Sucede, sin embargo, que a veces los avatares de la vida llevan a generar relaciones de carácter sacrificial entre hermanos ya desde la infancia o en la primera juventud, de graves consecuencias para la autonomía de la persona que asume el rol de cuidador. Lo hemos visto en el caso de Miguel desarrollado en el primer volumen de esta obra (Villegas 2011, pp. 409-415) cuya vinculación oblativa con la madre ya venía de la infancia y que, por extensión, se producía también entre hermanos. En otros casos, más graves, la dedicación o ayuda a alguno de los hermanos llega a interferir de modo permanente en la propia vida. En la película «Deliciosa Martha» se nos presenta el caso de la protagonista, que vive soltera y entregada a su trabajo como cocinera, su único mundo de realización profesional y social, a quien la muerte de la hermana pone en situación de tener que hacerse cargo de su hija, lo que incide para siempre en el curso de su vida.

No muy distinto, es el caso de Fortunata, al que nos hemos referido más arriba, la cual tuvo que hacerse cargo de la hija de 10 años, que dejó una hermana suya al morir de sobredosis por heroína, con la consiguiente supeditación de su existencia a esta nueva condición. O el de Miriam, quien a sus 48 años aún no sabe qué es de su vida. Desde pequeña se ha visto condicionada por tener que cuidar de una hermana con poliomielitis, llevándola a todas partes, como si de un lazarillo se tratara, sustituyendo con ello la función parental. Todas las relaciones con sus diversas parejas se han estrellado contra ese escollo.

Encarna llegó a hacerse cargo de los hijos de su hermana por un proceso distinto. Cuando solo contaba 18 años tuvo que acudir a cuidar de su hermana, enferma de cáncer, al tiempo que se hacía cargo de sus hijos y de su cuñado, el marido de la hermana, por lo que se trasladó a vivir a su casa. Tras la muerte de la hermana, ya nadie dudó, ni ella misma, de que su sitio estaba en casa de la hermana, con la misión de suplirla como madre y hasta como esposa, casándose con el cuñado, de cuyo matrimonio nació otro hijo. Con el tiempo se separó de esta pareja y formó otra con quien recientemente también ha terminado por separarse. Ahora, a sus casi 50 años, se siente perdida y sin saber adónde dirigirse, «siempre dedicada al cuidado de los demás».

Tatiana, oriunda de un país de América Latina, ha tenido una historia todavía más accidentada. En sus primeros años de juventud tuvo que hacerse cargo de una hermana, la mayor, que estaba enferma de sida, para lo que tuvo que trasladarse a Estados Unidos, donde residía. Los padres se inhibieron con la excusa de que estaba en el extranjero y ellos aún tenían que hacerse cargo de un hermano más pequeño. Tras varios años, en los que su misión fue prácticamente la de enfermera, noche y día, la hermana murió y Tatiana decidió venir a vivir a España para alejarse del entorno familiar, que hasta ahora la había retenido en su propio desarrollo personal. Sin embargo, esta libertad le duró bien poco, puesto que el hermano menor llegó a España y no tardó en meterse en líos legales a causa de la droga, terminando en prisión. A partir de este momento Tatiana se convirtió en su garantía de libertad. Tenía que responder por él en sus permisos penitenciarios, viajando a la ciudad donde se hallaba preso, para poder acompañarle en sus salidas. No podía irse de España, puesto que el hermano estaba empadronado en su casa, a riesgo de ser expulsado y encarcelado en su país de origen, en condiciones mucho más duras. En esas circunstancias tuvo que renunciar a la alternativa de irse a vivir a Inglaterra, donde tenía la posibilidad de un trabajo interesante para ella y de una relación que terminó por desvanecerse a causa de la distancia. Cuando llegó a terapia estaba desanimada, triste y apática. Aunque apenas hablaba, y si lo hacía, en voz muy queda, era capaz de llorar con facilidad, su forma de expresar un estado de ánimo derrotado por la vida, una vida que no era la suya, sino la de los demás.

En todos estos casos la intervención terapéutica va dirigida a la construcción de la autonomía, basada en una redecisión de la vida, como en el caso de Miguel, referido al inicio de este apartado, que culminó en separación matrimonial y ruptura de lazos familiares, excepto con el hijo, a fin de permitir una redefinición de los mismos. Naturalmente, no existe una resolución a priori de estos vínculos enajenantes, sino que es responsabilidad del propio paciente la elección entre las diversas alternativas que le plantea la vida, partiendo de la asunción del derecho a tener la suya propia.

Resumen

En este capítulo se consideran las problemáticas psicológicas derivadas de las diversas modalidades de la socionomía, complaciente o vinculante dependiente y vinculante oblativa. El trabajo con los bloqueos socionómicos se manifiesta en los diversos ámbitos de las relaciones interpersonales y supone básicamente la resolución dialéctica de la oposición «yo»/los «otros». Esto requiere un ejercicio constante de asertividad frente a las solicitudes de los otros, de saber decir que no cuando es que no, o saber negociar con los demás el propio punto de vista. Para ello es necesario remitirse a la anomía, la consideración egocentrada de las propias necesidades y deseos, pero desde una perspectiva integrada con la de los demás. Sustituir el sujeto en tercera persona de las propias narraciones (mi madre, mi mujer, mi marido, mis hijos, mis jefes, mis amigos, los demás), por el de la primera persona, en singular. La mejor manera de hacer esta operación es preguntarse: ¿qué pensaría, sentiría o haría yo desde una posición autónoma, libre de prejuicios y de temores? La respuesta implica, en ocasiones, el cuestionamiento o incluso la ruptura del vínculo, mientras que en otras conlleva su refuerzo a partir de una decisión libremente aceptada y valorada. Se sustenta, fundamentalmente, en la construcción o recuperación de la autoestima ontológica que no requiere del reconocimiento o aceptación de los demás, sino que se constituye a partir del reconocimiento y aceptación incondicional de sí mismo.


12. La integración autónoma

Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanza, de recelo.

FRAY LUIS DE LEÓN

1. La función de la integración autónoma en el conjunto del sistema de regulación moral

La diferenciación entre los seres vivos está en función de la mayor o menor complejidad de su estructura. Esta estructura puede observarse a nivel genético a través de la descripción de las moléculas que componen el ADN. Los descubrimientos recientes ponen de manifiesto, sin embargo, que la diferencia entre muchas especies de mamíferos, o incluso entre ciertas aves y mamíferos, son, desde el punto de vista genético, casi insignificantes, mientras que desde el punto de vista funcional pueden considerarse abismales. La diferencia esencial parece pues que debe residir en alguna característica no reductible positivamente a la estructura molecular, en relación a su determinismo, sino negativamente, es decir, a algún grado de indeterminación de la misma. Así pues, lo que nos haría humanos, probablemente, no sería precisamente la determinación de nuestra estructura, sino sus grados de indeterminación, los cuales habrían obligado a generar neoestructuras de carácter no biológico ni genéticamente transmisibles, como el lenguaje o la cultura. Esta condición habría dado origen a la creación de un mundo simbólico, el mundo de la consciencia, donde radicaría el origen de la libertad. Esta se halla en relación directa y opositiva al determinismo: cuanto mayor, menor grado de libertad, e, inversamente, cuanto menor, mayor grado de libertad.

En consecuencia, si la esencia humana se halla intrínsecamente indeterminada, el ser humano se ve abocado a autodeterminarse. En su origen, la libertad humana es, pues, indeterminación. Ahora bien, dado que es imposible vivir en un estado de pura indeterminación, la libertad acaba por llevarnos a la necesidad de la determinación. En este contexto de autorregulación de la propia existencia, la autonomía es la función psicológica a la que corresponde la gestión de la libertad, la cual debe construirse frente a las exigencias de la vida en sociedad, fundamento de la ética o nomos social. El valor de la autonomía de la persona, escribe Victoria Camps (2011), es éticamente incuestionable.

Lo enunció Kant, cuando dijo que la ética solo podía ser entendida como la capacidad del individuo de darse leyes a sí mismo y no obedecer las normas dadas por otros. Una conciencia moral es una conciencia autónoma, la que cumple una norma porque la considera correcta, no porque sea una orden o porque tema el castigo. Ahora bien, llegar a tener esa conciencia autónoma es un proceso largo, tan largo quizá como toda una vida, un proceso en el que se combinan momentos de autonomía y momentos de heteronomía.

Por eso, la autonomía se considera la capacidad integradora de los diversos niveles de regulación moral, en la que no solamente se dan momentos de predominio de uno u otro sistema de regulación, sino que constantemente se busca la síntesis dialéctica entre ellos. Desde el punto de vista evolutivo cada uno ha tenido su momento de formación privilegiada, en el que ha podido establecerse con mayor o menor hegemonía, pero desde el punto de vista estructural los distintos niveles de regulación moral pugnan por el predominio de unos sobre otros en función de los intereses en juego, cuando se produce una situación de conflicto.

No se debe confundir la autonomía con la independencia, ni tampoco con la autosuficiencia. Una persona puede ser totalmente dependiente en el ámbito de su movilidad física, pero plenamente autónoma en el ámbito de su pensamiento o de sus decisiones. Hay casos como el del astrofísico Stephen Hawking, que a pesar de una grave enfermedad neuronal motora, la esclerosis lateral amiotrófica, ha sido capaz de llevar a cabo una importante contribución científica. Ya en el momento del diagnóstico y ante el oscuro pronóstico que le auguraban los médicos, según los cuales no viviría lo suficiente para acabar su doctorado, Hawking escribió:

Aunque había una nube sobre mi futuro, descubrí para mi sorpresa que estaba disfrutando la vida en el presente más de lo que lo había hecho antes. Empecé a avanzar en mi investigación.

Un tema parecido se desarrolla en la película «Intocable», dirigida por Olivier Nakache y Eric Toledano (2011), basada en un hecho real, donde se nos presenta en clave de humor a Philippe, un aristócrata afectado de tetraplejia a causa de un accidente de parapente, que gracias a sus manos y a sus pies prestados, los de su cuidador Driss, un inmigrante africano salido de la cárcel, lleva a cabo una vida en plenitud de experiencias y en total complicidad con la anomía sana y espontánea, representada por el senegalés. Esta historia contrasta con el planteamiento desarrollado en la película «Mar adentro», donde la opción es el suicidio asistido, tal como en realidad sucedió con Ramón Sampedro, quien después de 30 años de estar postrado en una cama tras el accidente que le dejó tetrapléjico, consiguió la ayuda de una mano piadosa para quitarse la vida.

A su vez, la independencia no significa necesariamente autonomía, puesto que hay muchos países que gozan de un estatus legal de independencia pero que acaban dependiendo económica, energética o alimentariamente de otros estados limítrofes o de organismos internacionales. Tampoco quien se independiza de la familia de origen alcanza necesariamente la autonomía, como la joven que se casa para salir del hogar paterno y termina en manos de un marido dominante y maltratador, o el adolescente rebelde o inconformista, que se busca la vida en el submundo de la marginación o de la evasión tóxica de las drogas.

Autonomía, pues, significa capacidad de regularse, de gestionarse por sí mismo, de tomar decisiones, de formarse un criterio propio. Este es fruto de un trabajo de integración entre los sistemas de regulación egocentrados y alocentrados. Las estructuras egocentradas representan nuestras necesidades y deseos, los cuales, como dice Damasio (2005), «deben coordinarse con las necesidades y deseos de los demás, expresados como convenciones y normas sociales de comportamiento ético». El diálogo entre las diversas estructuras de regulación puede ejemplificarse en estas cartas dirigidas por la autonomía, que asume la responsabilidad de sus necesidades y deseos, a la heteronomía y a la socionomía, respectivamente, de una paciente, que acaba de ser madre.

Carta de la autonomía a la heteronomía:

No sé por qué te impones a ti misma normas estúpidas que solo tú sigues, porque tú te las has creado. No es justo ni para ti ni para los que te rodean, ya que además de inventártelas, exiges que quienes te rodean cumplan tu ley. Relájate y disfruta de lo que te rodea. No te querrán más por intentar ser perfecta, porque si pudieras ser perfecta, serías Dios. ¡Sé tú misma! Y así te sentirás mejor y los que te rodean se sentirán también mejor. No eres egoísta por hacer lo que quieres y nadie cree tampoco que lo seas. Todo esto te está amargando y está repercutiendo en tus relaciones, tu familia, tus amigos, tu trabajo. Quien te quiere sigue a tu lado, pero tú los estás alejando por estar tan agarrotada, tanto física como emocionalmente. ¡A vivir que son dos días y ya hemos vivido uno y medio! ¡Y a disfrutar de tu hija y de la maternidad!

Carta de la autonomía a la socionomía:

Ya sé que a ti te gusta mucho estar rodeada de los tuyos, cuidar de ellos y que te quieran mucho, pero eso no implica que tengas que ser siempre tan servicial y que anules tus deseos ni tus necesidades. Si miras en el fondo de tu corazón, verás que la mitad de las veces no haces lo que a ti te apetece, eso por no hablar de las burradas que llegas a hacer para que los demás no tengan que hacer tanto, que no se cansen, para sobreprotegerlos. ¿Sobreprotegerlos, de qué? Como si tus amigos y familia no se pudieran cuidar solos. Ellos estarán bien, hagas lo que hagas, y te querrán igual, si tú llevas el doble peso o solo el que tú puedas llevar. ¿Realmente crees que te querrán más por llevar cuatro bolsas más de la compra que tu pareja? Y a ti, ¿realmente te hace sentir mejor esta presión, el cansancio que supone, el estrés? Lo único que consigues es estar cansada, agobiada, enfadada. ¿Eso es lo que quieres de tu vida? ¿Eso es lo que quieres enseñarle a tu hija? ¿Y qué me dices de las mentiras, que tanto odias, si no haces más que mentir para no preocupar a los demás? ¿De qué tienes miedo? ¿Por qué te sientes angustiada ante estas situaciones? Tu marido no te va a querer más por ocultarle una factura durante unos días. De todas maneras, tampoco es culpa tuya si una factura es alta. Si algo sale mal en el mundo, no es culpa tuya, y nadie lo cree así. Y quien te quiera, te querrá por ser quien eres, no porque les ocultes la verdad o porque hagas su trabajo. ¿Por qué no te quieres un poco más a ti misma? Ya te preocuparás luego de si el resto te quiere o no.

2. La psicoterapia como proceso hacia la autonomía

Tanto a lo largo de este libro como del anterior (Villegas 2011), hemos tenido ocasión de ir repitiendo hasta la saciedad que la autonomía no constituye un estadio evolutivo por sí mismo, ni se alcanza como sistema de regulación definitivo, de una vez por todas. Es, más bien, el resultado de un proceso constante de integración de los opuestos. Decimos de los «opuestos» y no de los «contrarios», porque, a diferencia de Freud (1920), que veía un conflicto necesario entre las tendencias egoístas y las altruistas, entre las pulsiones del Id y las constricciones del Superego, dado que, según sus palabras: «nadie puede servir a la vez a dos señores», en nuestra visión dialéctica tal integración no solo es posible, sino necesaria. Precisamente, de su ausencia o defecto surgen las diversas patologías tal como hemos tenido ocasión de ir demostrando a lo largo de esta obra y de la anterior.

Este proceso dinámico lo hemos ejemplificado a través del mito del auriga, largamente descrito y comentado en los capítulos sexto y decimosegundo del primero de los volúmenes de esta obra, donde escribíamos: «En efecto, el auriga no es una estructura superpuesta a la cuadriga, sino que emerge de la interacción de los cuatro caballos, surge de una nueva metamorfosis, como resultado de una transformación. El auriga, pues, solo lo podemos imaginar como una emanación sintética de los cuatro caballos, como la expresión de su fuerza unida» (Villegas, 2011). En la vida cotidiana este proceso puede producirse de forma espontánea y estable si la persona se halla en congruencia consigo misma y no está sujeta a tensiones estructurales en su sistema de regulación, ni presenta déficits evolutivos importantes. En cambio, en la medida en que este equilibrio se halla amenazado por la inestabilidad estructural, sea de una forma permanente o transitoria, la espontaneidad cederá el lugar al esfuerzo, orientado a solventar las dificultades, conflictos, problemas o dilemas que hayan podido aparecer en el transcurso de los acontecimientos del quehacer vital. Finalmente, si la persona no puede solventar por sí misma o con la ayuda próxima de familiares y amigos las tensiones en el sistema y llegar a una integración del mismo, puede recurrir a la psicoterapia, donde la prosecución de la autonomía se plantea como el resultado de un proceso:

Estos distintos niveles de modificación de las estructuras de regulación pueden darse separada o conjuntamente, dependiendo de la naturaleza del proceso en curso. En psicoterapia, y de acuerdo tanto con los grados de profundidad de la crisis, como de la amplitud de la zona de desarrollo proximal, podrán alcanzarse unos u otros de manera parcial o total, sucesiva o simultánea. En los casos que pasamos a considerar a continuación vamos a focalizar nuestra atención, por razones puramente didácticas, de forma sucesiva y parcial en cada uno de ellos, aunque en la práctica no tengan por qué excluirse mutuamente, ni producirse de forma independiente.

3. La psicoterapia como cambio

El primer objetivo de la intervención terapéutica está dirigido a posibilitar un cambio. Un cambio observable desde el punto de vista de los síntomas, las creencias, la conducta o las actitudes. Este cambio, sin embargo, puede producirse a distintos niveles, que en líneas generales podemos agrupar bajo la categoría de cambio 1 o cambio 2. El cambio 1 supone la desaparición, sustitución, inhibición, evitación, represión o control de una conducta. Por ejemplo, el alcohólico que deja de beber por la amenaza de separación de la esposa; el jugador o comprador compulsivo al que eliminan la tarjeta de crédito o se autocensura el acceso a casinos y grandes almacenes; el maltratador que se aleja voluntariamente de los escenarios de conflicto conyugal, cuando nota cómo se va activando su ira. Todos estos cambios son válidos y eficaces a fin de evitar la conducta indeseable, pero no se sostienen por sí mismos, sino sobre el contexto. Cambio 2, sin embargo, significa que este es producto de un proceso interior de comprensión y motivación propias, que lleva a nuevas creencias y actitudes suficientes para inducir comportamientos congruentes con ellas. En el caso que desarrollamos a continuación puede verse cómo la comprensión de la dinámica relacional entre madre e hijo lleva a la primera a un cambio en su actitud que modificará el comportamiento hacia el segundo.

Embarazo de nueve años

A propósito de un diálogo, abierto en el grupo de terapia, sobre la esencia y la motivación de los maltratos, una paciente, a la que llamaremos Ceci, a la que hicimos mención en el primer volumen de esta obra (Villegas 2011, cap. 10, pp. 372-378), al hablar de la hipocondría, se plantea los motivos por los que descarga su enfado con su hijo, hasta el punto de cuestionarse si pueden definirse como maltrato, o no. En el diálogo hace referencia a sus dos hijos, Celia, la chica, de 20 años, y Jorge, el niño, de nueve. La primera parte de la entrevista está dedicada a la exposición y exploración del fenómeno del maltrato:

CECI: Pero, exactamente, el maltrato psicológico, ¿qué es?

TERAPEUTA: El maltrato psicológico implica humillación, desprecio, invalidación, a veces violencia…

C.: Entonces, cuando empiezo a decirle a mi marido: «Es que eres tonto» ¿lo estoy maltratando? También se lo digo a diario a mi hijo. ¿También lo estoy maltratando?

T.: ¿Cómo se lo dices?

C.: Le digo: ¡Este niño es tonto! ¿Tú crees que es maltrato psicológico que yo le diga al niño «este niño es tonto del culo»? Reconozco que mi hijo me pone muy nerviosa. En cambio, mi hija no. Y le pego. A veces lo pienso: «si me grabaran los coscorrones que le doy al niño a la semana, me quitaban la custodia». Pues no sé qué voy hacer, porque no puedo comprender que un niño de nueve años, sea tan rebelde. Y es que lo he probado todo, pero por otra parte, luego me lo como a besos. El otro día le dije ¡una cosa más gorda…!: «eres lo que más quiero en el mundo, pero antes de que me tomes el pelo, te ahogo en la bañera». A mi marido, que es una persona antiviolencia, mi hijo consigue sacarle de sus casillas. Puede conmigo, es lo que me da rabia. No he empezado yo, ha empezado él; a veces pienso, ¿tengo yo la culpa? Hay que tener paciencia, reconozco que quizá yo no la tenga. No la pierdo al principio, la pierdo a la octava o décima vez. Él se lo ha buscado: yo he llegado a la conclusión de que mi hijo solo reacciona a las amenazas. Está esperando a que yo le grite, y vosotros diréis: «claro, está acostumbrado a los gritos». No, yo he empezado a decírselo bien, él se ha buscado los gritos: «como no te metas en la ducha te voy a pegar una patada en la boca, que te voy a romper todos lo dientes». En un segundo está metido. Esto es lo que yo no entiendo. ¿Qué piensas? ¿Es el niño o soy yo?

T.: Bueno, es algo relacional. Hay una relación entre tú y tu hijo que es distinta a la que tienes con tu hija, porque en todas las relaciones siempre se crea una especie de dinámica o de juego. O sea, que dices que él reacciona cuando te ve a ti sulfurada.

C.: Exacto, sí, sí.

T.: Pero hay veces que te lo comes a besos, así, sin más.

C.: Sí, soy muy cariñosa con él. Me apetecería cogerle, darle un abrazo y comérmelo a besos. Con mi hija no lo he hecho, por eso no lo entiendo, porque tengo con él una relación que lo quiero con locura. Yo lo necesito; no sé, me gusta; desde siempre, desde que era bebé me lo como a besos, pero al mismo tiempo me pone muy nerviosa. Tal vez haya algo que no hago bien, que no tengo paciencia, que no soy una madre como debería ser, pero después pienso: «¡pero si con mi hija no me pasa eso!».

A partir de este momento, el diálogo se orienta hacia la búsqueda de comprensión de la dinámica de la interacción entre madre e hijo, a partir de una necesidad propia:

T.: Tú has dicho «lo necesito»; o sea, que el niño puede percibir que él es un objeto, que a ti te satisface. Pero a la vez, si te satisface tiene que ser un objeto para ti, no puede ser para sí mismo. Entonces la rebeldía es una especie de mensaje que te dice: «yo soy para ti, pero cuidado que yo soy yo». Y solamente cuando él ve amenazado ese amor, ese cariño tan grande, el afecto tuyo tan efusivo, convertido en odio, entonces reacciona. Pero claro, es que aquí es donde creo que hay que modificar la relación que tienes con tu hijo.

C.: Sí, ya lo he pensado, porque esto lo he hablado muchas veces con mi madre, que me decía: «no lo abraces tanto».

T.: Ya, pero quizá no es tanto una cuestión de lo que hagas o lo que no hagas o de tener paciencia o no tenerla, sino de ti misma. ¿Por qué necesitas tanto a tu hijo? ¿Por qué necesitas abrazarlo? Con tu hija no lo has hecho.

C.: No, lo que hago con mi hijo también lo hago con mi marido. De golpe le doy un abrazo.

T.: Me parece muy bien, pero tu marido es tu marido y tu hijo es tu hijo, es decir, hay fronteras generacionales. Hay dos tipos de relación en una casa: de esposo a esposo es una relación conyugal, de iguales; pero los esposos si tienen hijos se convierten en padres y esto es una relación parental. La relación parental requiere una distancia o, al menos, se tiene que ir transformando en la distancia. El bebé que es un trozo tuyo, que forma parte de ti, que le das el pecho, se va diferenciando, y se tiene que desarrollar una distancia, no solo una diferencia física, sino también psicológica, en el sentido de que no le puedes dar a un hijo el afecto que le das al marido. El amor de padres a hijos es distinto. Pero a mí me parece que este niño todavía no se ha diferenciado bien de ti. O sea, que no te ve como una madre, que te ve como una compañera. Es decir, que no hay una distancia, es una relación bilateral no de subordinación y solo reacciona cuando ve amenazado el amor. O sea, que tú le das un amor tal que para él no haya fronteras, como si estuviera mezclado contigo, y entonces, solamente cuando ve amenazada esta fusión, reacciona. Pero al mismo tiempo tiene necesidad de diferenciarse; es como el niño de dos años, es la etapa del destete de la madre, y parece que no lo haya hecho y, claro, entonces todos los actos de rebeldía son actos de afirmación de él; pero a la vez que él se afirma luego te fusionas con él como si no consiguieras separarte.

Una vez entendida la naturaleza de la relación se trata de comprender los motivos que han llevado a Ceci a fusionarse con el hijo hasta el punto de perder la distancia generacional adecuada.

C.: Entonces, ¿qué hago? ¿Lo puedo abrazar?

T.: No es el hecho de qué tienes que hacer o no, sino de lo que sientes. ¿Qué sientes por él? ¿Qué representa para ti tu hijo?, ¿lo mismo que tu hija?

C.: Sí, es mi responsabilidad.

T.: Tu responsabilidad. Eso incluye verlo como un ser por sí mismo, diferenciado de la madre, que tiene que crecer y hacerse adulto. Desde el punto de vista evolutivo hay una fase en la que el niño se porta de manera rebelde porque quiere marcar su distancia, y entonces la madre tiene que dejar de considerar que el niño es algo suyo. El niño tiene una identidad propia y tiene que empezar a relacionarse de otra manera. Pero claro, ahí es donde aparece la parte relacional; si tú eres muy afectuosa con él, parece que a él no le ayuda.

C.: Puede ser, puede ser…

T.: Porque la efusión ¿qué es lo que hace?

C.: Confundirlo.

T.: Lo confunde. Entonces, tal vez deberías repensar un poco esa necesidad. No te preguntes tanto si haces bien o mal, sino ¿por qué necesitas tanto el afecto de tu hijo? ¿Qué tiene él que te compensa?

C.: Pero yo no busco el afecto que él me da; necesito dárselo yo a él.

T.: Ya, pero, ¿por qué necesitas dárselo?

C.: No lo sé. Recuerdo que cuando nació sentí una felicidad que no había sentido en mi vida; la felicidad absoluta es cuando lo vi y pensé: «Ay, que bebé más bonito».

T.: ¿Y eso no lo viviste con tu hija?

C.: No, no, no, no, no, no… No lo viví con ella, la quiero igual, pero fue todo más rápido; con Jorge, fue otra cosa. Además tardé nueve años en quedarme embarazada de él. Después de tener a Celia decidimos ir a por otro; yo tenía muchas ganas de tener un crío, ya que de ella me quedé embarazada sin quererlo, a los 19 años. Y después, estuve años que no me apetecía. Quería quedarme embarazada cuando yo quisiera, porque quería tener ese sentimiento; la primera vez lo pasé mal. Quería tener un bebé deseado, y así fue. Pasaron años y cuando por fin me quedé ni te cuento: ¡vaya embarazo más guapo!; yo estaba la mar de bien, disfrutando. Hasta me dio rabia dar a luz porque habría estado embarazada años, me encantaba…

La comprensión de los motivos que han llevado a Ceci a una relación tan fusional con su hijo, le permite entender que su amor efusivo le confunde y le impide diferenciarse de ella, lo cual alimenta el círculo seducción-rebelión-maltrato-seducción… y vuelta a empezar.

T.: Lo acabas de decir: todavía…

C.: estoy embarazada… Puede ser. Porque yo lo recuerdo con nostalgia; después, lo que recuerdo muy a menudo es cuando le daba el pecho, durante meses.

T.: Bueno, pues ahí hay un problema de separación entre tú y él. Jorge representa para ti tanto que es como si no te hubieras separado de él y no le permitieses ser.

C.: Ahora lo estoy notando: quiero estar embarazada de él, porque yo era feliz. Además, no me importa decirlo, mientras estuve embarazada estaba exageradamente activa desde el punto de vista sexual. Durante los tres años de intentar quedarme embarazada, tenía que estar activa sexualmente a la fuerza; sin embargo, muchas veces lo hacía sin ganas. Pero estando embarazada he tenido siempre mucho apetito sexual, me lo he notado. Los dos embarazos y la lactancia materna han sido el no va más… y cuando dejé de darle el pecho ¡me dio una rabia…! Es que, además, yo soy una madraza: me gusta el contacto de madre, como cuando lo tenía conmigo en la teta, todo el día lo tenía enganchado. Y ha sido la época más feliz de mi vida.

T.: Tú no has tenido un embarazo de nueve meses, sino de nueve años, ese es el tema.

C.: Sí. Y los abrazos y los besos que le doy es como si fuera un bebé de meses. Yo también me doy cuenta, porque me sorprendo de la necesidad que tengo de besarle. Entonces, lo que busco es recibir de él lo que sentí cuando era un bebé.

T.: Claro; pero como ahora anda y corre y muerde y lo que sea, pues la teta ya no se la puedes dar. En ese caso ¿qué pasa? Pues que si le haces creer que es el rey de la casa, ¿para qué tiene que exigirse nada, si el amor está garantizado por el deseo? Se puede desear a un hombre o a una mujer, pero no a los hijos. A los hijos hay que quererlos, no desearlos.

La comprensión de los sentimientos amorosos, como regulados anómicamente por el deseo, produce un cambio de actitud que va a propiciar el cambio de conducta.

C.: Claro, entonces lo que estoy haciendo no es quererlo, es desearlo. ¡Ah¡ Yo lo confundía…

T.: A ver, eso es un amor de deseo, no es un amor desprendido, como tiene que ser el amor maternal, que es para el otro. Yo quiero que él crezca, porque si no, puede llegar a confundirse y pensar que con su madre ya tiene bastante. Un amor como el tuyo no lo encontrará nunca jamás en otra mujer, eso es seguro.

C.: Puede ser que lo agobie, que lo necesite. Tengo que quitarme esta necesidad; pero me gusta, me satisfago yo misma dando amor. Entonces, ¿dejo de ser tan efusiva?

T.: No hay por qué renunciar al amor. Es muy bueno el amor, pero hay que saber canalizarlo.

El diálogo se inicia con una preocupación de Ceci en referencia a la relación con su hijo de nueve años. Una relación que ella se cuestiona si es de maltrato. No entiende el comportamiento rebelde del niño, si ella le quiere tanto. A través de la conversación terapéutica se va haciendo manifiesto el círculo vicioso: deseo amoroso de la madre (comportamiento efusivo y posesivo) → comportamiento reactivo del niño (ambivalencia cariño ↔ rebeldía, capricho, tiranía) → comportamiento ambivalente de la madre (comer a besos, definido como amor ↔ amenazas, gritos, pescozones, definido como maltrato) → comportamiento reactivo del niño (sumisión: restablecimiento de la autoridad) → reconciliación (nuevas efusiones de la madre) → reinicio del círculo.

A través del diálogo terapéutico Ceci comprende que su amor no es adecuado a las necesidades del niño y acepta iniciar un cambio de actitud desde la comprensión del significado de sus reacciones airadas, que no solo le lleve a reducir los besos, sino a la necesidad de recibir y dar amor para su propia satisfacción, permitiendo al niño diferenciarse de la madre. Esa operación no es posible, en ese momento, sin la ayuda terapéutica que le permita darse cuenta de la dinámica relacional, partiendo de sus propias necesidades fusionales y las de diferenciación del niño. La perspectiva metacognitiva, introducida a través del análisis de la interacción madre-hijo, produce un cambio en la comprensión y en la regulación relacional guiada por criterios anómicos: los deseos e impulsos de la madre, que el hijo tiene que satisfacer. La relación entre padres e hijos tiene que ser asimétrica y complementaria, regulada desde la heteronomía y socionomía oblativa de los padres y la prenomía y anomía de los hijos. Se trata de favorecer la autonomía del hijo, a la vez que el desprendimiento de la madre. Como dice Victoria Camps (2011):

Que todos seamos iguales en derechos no significa que no haya ni deba haber asimetrías en determinadas relaciones. La relación paterno-filial, como la relación entre maestro y alumno, es asimétrica por definición y no puede dejar de serlo, sin que pierdan sentido tales categorías. No confía más en su padre o en su madre el niño a quien todo se le permite, sino aquel que encuentra una seguridad en las actitudes de los mayores, una seguridad que le indica, entre otras cosas, dónde están los límites. Porque educar, nos guste o no, consiste en gran medida en poner límites. Cuando la norma es inexistente no se aprende a ser autónomo ni a cuestionarse la norma. Primero hay que pasar por la dependencia para llegar a ser independiente y para entender lo que significa pensar y actuar por uno mismo. Sin la confianza previa en un mundo que está bien como está, porque descansa en una cierta autoridad que inspira confianza, no se desarrolla la autonomía de la persona.

4. La terapia como proceso de reconstrucción

En la terapia nos hallamos con frecuencia ante situaciones que no solo reclaman un cambio de conducta o actitudes específicas, referidas a un determinado problema, sino una reconstrucción de un pasado fracasado, carente de estructuras de regulación, adecuadas o maltrechas por las experiencias de la vida. Un caso paradigmático de esta situación nos lo ofrece la historia de Carina, que hemos ido desgranando en capítulos anteriores (siete y nueve) y que ahora llevamos a su culminación terapéutica.

A quien mucho ha amado, mucho le será perdonado (3)

Estas palabras de Jesucristo, dirigidas a María Magdalena, la pecadora que le lava los pies con su perfume, mezclado entre lágrimas, y se los enjuaga con sus cabellos, nos sirven para dar cuenta del proceso de reconstrucción de una vida rota en sus bases familiares, destrozada por la droga, la dependencia emocional y el maltrato por parte de los hombres, y arruinada en la salud y la economía, como la de Carina. Solo el amor y el perdón pueden restañar las heridas que el paso del tiempo ha ido dejando en su alma generosa pero incapaz de protegerse a sí misma y expuesta a las peores consecuencias de sus propios actos.

Muerto prematuramente el padre, desprotegida por su propia madre, que es incapaz de defenderla frente a su hermana Sara, Carina se ve abocada desde muy joven a abrirse paso en un mundo hostil y desconocido que no tardará en absorberla en su vorágine destructiva. Careciendo de una estructura heteronómica no tendrá otra defensa frente al mundo que su agresividad, que llegará siempre tarde, cuando el daño ya esté hecho, y que con frecuencia será irreversible. Llevada por un amor anómico (eros) y oblativo (ágape), (Villegas y Mallor, 2010a) se meterá en relaciones afectivas abusivas, donde el placer sexual será pronto contrarrestado por la explotación y el dominio más despiadados, que le llevarán incluso a sacrificar estúpidamente el único amor correspondido de su vida, en aras de las exigencias de su ex-marido, y todo eso, por una piedad y generosidad mal entendidas, fruto, tal vez, del doble mensaje de sus padres:

C.: Mi madre pensaba de mí que era más fuerte que mis hermanos, que era más capaz de salir adelante por mí misma que ellos. Y que era más independiente. Siempre me decía que a mí no se me iba a caer la casa encima porque era un torbellino, de estar fuera siempre para arriba y para abajo… No me pareció que fuera real, pero era lo que ella pensaba. Claro que yo he ido saliendo de todo, pero bueno, no hubiera estado mal una ayudita como han tenido los demás, ¿no?, pues no he podido contar con nadie.

T.: No, porque si en teoría eres la más fuerte y así estás considerada, en el momento en que eres más débil o más vulnerable te sientes mal, porque tienes que ser la más fuerte. Entonces ahí entra un conflicto interno tuyo importante: yo no me puedo permitir ser débil, porque me han dicho que tengo que ser fuerte, como que soy la más fuerte y tengo que demostrarlo. (Dilema implicativo)

C.: Sí, porque llega un momento en que necesitas ayuda.

T.: Exactamente. Y a veces no la puedes pedir, porque tú eres tan fuerte que no puedes pedirla.

C.: Crees que no estaría bien, que no la necesitas. Me jode mucho pedir favores pero no dar las gracias. Pues será que sí, porque siempre me ha costado pedirlos; en cambio no me ha costado hacerlos.

T.: Porque según el mensaje de tu padre tienes que ayudar a los demás, y según el de tu madre eres la más fuerte, por lo tanto, juntando los dos ¿qué nos sale? Superwoman, que tiene que poder con todo: no puede pedir favores, pero va a tener que darles a los demás todo lo que pueda.

Con este mensaje de omnipotencia, Carina se ha lanzado al mundo de forma totalmente temeraria, capaz de defenderse, pero incapaz de protegerse a sí misma, hasta el punto de verse golpeada en la calle, amenazada con cuchillos y pistolas en su propia casa, expulsada de esta por amantes intrusivos que se han apoderado de sus cosas, avalando los gastos de otras personas, protegiendo a su hermano a costa de su trabajo, situaciones a las que su «generosidad» le ha llevado a exponerse, aun a riesgo de perderlo todo, con tal de obtener un poco de amor o correspondencia, que en la práctica nunca ha llegado por la vía que ella esperaba:

Mi vida no ha sido fácil. Me lo he pasado bien o no. He vivido la vida como me ha dado la gana pero ¿por qué? Por las circunstancias. Tampoco nadie me ha regalado nada. Me lo he tenido que currar yo.

Esa capacidad de salir por sí misma de todos los peligros ha sido decisiva en el proceso de reconstrucción de su vida, a los 55 años, cuando llega a terapia por primera vez, lo que puede rastrearse en sus primeros escarceos, en la época de su inmersión en el mundo de la droga. Hay algo que la va salvar, aunque siempre tarde: el reconocimiento de lo que es auténticamente suyo y de lo que es inducido por los demás:

T.: Creo recordar que en alguna ocasión habías dicho que la heroína os cogió a todos sin saber muy bien dónde os metíais.

C.: Sí claro, porque éramos muy jóvenes cuando todo esto empezó, y nos metíamos sin saber exactamente dónde. Nadie sabía nada de nada, ni siquiera se hablaba del sida. En ese momento la sociedad repudiaba totalmente a gente así. Yo primero intenté sacarlos de la mierda, pero después, cuando ya estaban así, nunca me avergoncé de ellos, porque entendía lo que les pasaba; a mí me hubiera pasado lo mismo.

T.: ¿Y que hizo que tú tuvieses la fortaleza de salir de ahí y ellos no? Porque tú estabas igual de metida que ellos.

C.: No lo sé. Para empezar, dejé el caballo. Lo probé, estuve un año con él y lo dejé porque no me gustaba. No me gustaba tener que esconderme de la gente, tener que esconder los brazos porque los tenía llenos de marcas, tener que encerrarme. Yo creo que la forma de ser mía, de querer estar siempre fuera, de no tener que estar encerrada en casa, fue lo que hizo que no me metiera en esa mierda. Pero seguí tomando la que era considerada una droga social, la cocaína, que es diferente.

T.: ¿Y qué te hacía la heroína? ¿Qué sensaciones te provocaba?

C.: Pues nada, de atontamiento, de estar hipnotizada, de no enterarme de nada. Y a mí me gusta enterarme de todo. Creo que fueron mi carácter y mi forma de ser lo que me permitió salir de ahí. Cuando tienes una vida más o menos bien, ¿qué necesidad tienes de evadirte de la realidad? Al principio era el pelotazo y ya está. Pero yo a eso no le encontraba sentido. Cada vez me veía peor, te encerraba más, te metías en un círculo que no te dejaba abrirte. Eso yo no lo quería. Y me salí de ahí.

T.: ¿Y te saliste así, de un día para otro? ¿No quiero más y no tomo más?

C.: Sí. Y tenía en mi casa, que Emilio se metía. Intenté que lo dejara, pero no lo dejó nunca.

T.: ¿Y cuánto tiempo estuviste con la heroína?

C.: Un año. Suficiente para engancharte, de sobra, vaya. Pero dije que no y no.

T.: Demostraste tu fuerza de voluntad y tirar para adelante en la vida, ¿no?

C.: Claro. Yo he decidido que no voy a tomar más y en mi mente ya no está.

T.: ¿Y el alcohol?

C.: Sí, tomaba mucho alcohol. Me gusta, me gustaba y me gusta.

T.: ¿Pero cuando estabas sola en casa o cuando ibas de fiesta?

C.: No, no, no… yo en plan solitaria en casa casi nunca lo he consumido. Siempre he tenido alcohol y nunca ha sido mi tema. Yo soy drogadicta social. Lo que pasa es que salía del trabajo y me pegaba unas fiestas cada noche de estar hasta las tres de la mañana, las cuatro, dale que te pego al whisky. Porque me gustaba y me sentía bien, y porque hablaba con todo el mundo. Entraba sola en una discoteca, en los bares, me tomaba dos cubatas y empezaba a hablar con todo el mundo. Y ahora no puedo hacerlo.

T.: Claro… ¿y qué buscabas?

C.: Rollito, amigos, todo. Es así como funciona.

T.: Ahora, en estos momentos de tu vida, ¿te gustaría esto?

C.: Pues me gustaría tener algún rollo, claro. Hombre, me gustaría tener una relación guapa, pero a ver, no es algo tan fácil. Y menos a estas edades, porque los tíos que están solos a la mi edad… van a lo que van. Van al rollo, aquí te pillo, aquí te mato y adiós muy buenas. ¿Me entiendes? Y a lo mejor a mí esto ya no me apetece.

Esta forma de vida descontrolada y desarraigada terminó, como hemos visto, por llevarla a dar con sus huesos en la cárcel. Esa experiencia también supuso un punto de inflexión importante en su vida del que sacar importantes aprendizajes:

T.: ¿Y cómo sobreviviste?, ¿qué hiciste?

C.: Pues gracias en parte a mi agresividad, porque allí tuve que pelearme con uñas y dientes para sobrevivir y para muchas cosas. Porque cuando yo creo que las cosas son injustas me repatean tanto que…

T.: Pero tú has sido una luchadora de la injusticia, o sea, una abanderada tremenda.

C.: Sí, sí. Lo he sido siempre, de siempre.

T.: Eso también, te dignificaba, verdad? Te daba un sentido de dignidad. La lucha. Pelear por una causa justa. Una experiencia que marca toda la vida. ¿Y qué aprendiste de eso?

C.: Bueno, que me quedo con las cosas buenas. Que a pesar de todo, de la gente mala, que allí es muy traicionera, yo encontré allí muy buena gente, que me ayudó mucho. Porque la vida te devuelve cosas que has dado. Porque yo en la vida he sido siempre muy generosa, y mi casa la he tenido abierta a todo el mundo, y tal vez la gente que me tenía que ayudar, que era mi familia, no lo hizo, pero sí otra gente. Un matrimonio me acogió en su casa cuando salí en libertad provisional y luego mi cuñado me mandó el billete para poder volver.

T.: Y entonces, cuando vienes aquí fue como un cambio de…

C.: Claro, para mi fue muy decepcionante porque esperaba que estuvieran mis hijos, la gente, que me abrazaran, y fue como si me hubiera ido el día anterior. Fue una decepción muy grande.

T.: Desde luego has sido una gran luchadora y has luchado por tu dignidad y la defensa de los demás. Eso no lo has perdido nunca. Eso siempre te ha identificado como persona.

C.: Sí. Eso no lo he perdido nunca.

T.: Es lo que te da una congruencia interna importantísima.

C.: Sí, creo que eso me da fuerza.

T.: Es un pilar tuyo que te hace tener algo de ti misma ¿verdad?, un equilibrio que no vas a perder porque si pierdes esto lo pierdes todo. Esa congruencia tuya tan importante, en el sentido de «por aquí no voy a pasar», esté donde esté…

C.: Esté donde esté y me enfrente a lo que me enfrente. Hay cosas que, pase lo que pase, las hago. Soy una persona muy impulsiva y no me callo. No me he dejado pisotear nunca y me cuesta mucho dejar que lo hagan ahora.

T.: ¿Y cómo podrías definir ese pilar que te sostiene como identidad?

C.: Las injusticias es algo que tengo tan arraigado, que cualquier cosa que veo injusta me parece que es como algo que necesito rebatir.

T.: Eso también te ha permitido salir de todo eso. Sin esa fuerza cualquiera se hubiera quedado allí destrozado. La lucha contra las injusticias te ha hecho sobrevivir y tirar hacia delante. Porque no te has posicionado nunca como víctima.

C.: No. Todo lo contrario.

T.: En luchadora, en superviviente, en no perder tu dignidad. Me podéis meter en la cárcel por muchas cosas, pero desde luego no por falta de dignidad y de congruencia.

C.: Pues sí, fíjate. He estado por algo que a alguien a lo mejor le puede parecer muy bajo, pero a mí no me lo parece. Fue una situación de necesidad, pero ni maté a nadie ni robé a nadie. Y dentro de eso, pues al menos traté de poder luchar por los demás. Por sus derechos. Y hombre, eso te da fuerza. He estado allí pero al menos he hecho algo bien.

T.: Por una parte la generosidad y esa lucha por los demás está todo como en una misma pieza. Lo que pasa es que sintiéndote tan fuerte no te has protegido.

C.: Yo he sido fuerte para luchar por los derechos de quien sea o por las injusticias, pero en cambio, a la hora de ser para mí, no he tenido esa capacidad.

T.: Tal vez porque al no tener miedo has pensado que te saldrías de todo: «como yo soy fuerte, valiente y valerosa…».

C.: … A mí no me va a pasar nada, a mi no me tocan… y me he equivocado.

T.: Bueno, pero has podido verlo, ¿no? Te ha costado mucho dolor y sufrimiento, pero también has podido ver lo bueno de ti. Hay unos principios arraigados muy buenos.

C.: Yo creo que eso me lo ha inculcado mi padre. Él era así; siempre fue un luchador y ayudó a mucha gente. Aprender a saber estar tanto con los de arriba como con los de abajo…

T.: Bueno, eso es súper bonito, ¿no? Que un padre enseñe algo sí a un hijo creo que es maravilloso.

C.: La verdad es que sí. Se fue muy joven pero (solloza) a mí me han quedado muchas cosas de él. Creo que esa parte de mí es por él.

T.: Os dejó una buena herencia. No todo el mundo tiene eso. Es muy difícil que la gente tenga esos principios tan arraigados. Y en una cárcel, que luches por los derechos de los demás, hay que tener narices para hacerlo. Y en un país que no es el tuyo, que acababas de aterrizar, nunca mejor dicho.

C.: La verdad es que dentro de la cárcel aprendí a encontrarme un poco, a ver las cosas de otra manera, a creer en las energías del exterior, a ver a otra gente, a tener paz conmigo misma. Todo eso también lo aprendí ahí.

T.: Porque estabas muy dolida y no podías esperar a que viniera un hombre que te salvara. Tenías que ser tú, y ahí realmente contactabas con lo más fuerte de ti. Porque si hay un hombre en tu vida, este es tu padre.

La reconstrucción del mundo existencial de Carina tiene dos partes, una consiste en la liberación de todo un mundo de dependencias físicas y afectivas, tóxicas en el sentido literal y figurado, y una segunda, basada en el perdón y la reconciliación por los errores cometidos y en relación a las personas afectadas. El primer paso en la administración del perdón es la admisión del error, que en su caso tiene que ver con el haber abandonado a sus hijos y haber cedido la patria potestad. En ese aspecto la admisión de culpa es un primer paso para la estructuración de una regulación inexistente, la heteronómica, que tantos descalabros le llevó a cometer.

C.: Desde el primer momento que dejé a los niños en casa, ella ya quiso quitarme la patria potestad; no lo consiguió porque estaba mi madre, pero lo consiguió cuando casi tenían los 18 años, con la excusa de que le desgravaba fiscalmente. Y yo tuve que ir a firmar con ella al juzgado.

T.: En aquel momento, ¿por qué crees que firmaste?

C.: ¿Por qué? ¿Qué iba a hacer? Mis hijos me dijeron: bueno mamá tampoco pasa nada… ¡total!

T.: Pero lo hiciste…

C.: Como mis hijos decían que «le desgravaba y como estamos en su casa y ella paga todo», ¿qué excusa les daba para no hacerlo?

T.: Ya, sí; pero vamos a analizarlo tranquilamente. Allí se produce un triángulo. Está tu hermana, estás tú y están tus hijos. ¿Podría ser que lo hicieras por no pelearte con tus hijos?

C.: Claro, lo hice llorando. Lloré cuando ellos me dijeron que no pasaba nada; total, tú sigues siendo nuestra madre. Todavía me jode haberlo hecho.

T.: Pero en el fondo ¿crees que fue un acto de generosidad, aunque forzado?

C.: No. De cobardía.

T.: De cobardía…

C.: Sí. Por no enfrentarme. Porque me sentí culpable por no habérmelos llevado cuando me los tendría que haber llevado.

T.: Ya. En ese caso más bien te tienes que perdonar a ti misma.

C.: Sí, pero lo forzó ella, que llevaba muchos años queriendo hacerlo. Hasta que los convenció.

El segundo paso en un proceso de perdón o reconciliación es el propósito de enmienda, que en términos psicológicos podemos traducir por «aprendizaje». ¿Qué es lo que realmente está equivocado en nuestra actuación y por qué?

C.: Por eso tengo que quitarme esa carga, ahí es donde yo tengo más dificultad.

T.: En este momento de tu vida, si se diera aquella situación de firmar los papeles, ¿que crees que habrías hecho?

C.: Pues igual no los habría firmado.

T.: ¿Qué les habrías dicho a tus hijos?

C.: Pues que mi hermana no tiene ninguna necesidad de desgravarse nada y que si quiere desgravarse, que se desgrave, pero ¿por qué me los quiere quitar? Que pelee para quitármelos. Que para demostrar que viven con ella no necesita quitarme la patria potestad, en absoluto. Me pilló floja, débil, sin armas, vulnerable. Mis hijos me hacen muy vulnerable, la verdad. Y el hecho de que ella pudiera decir «los he mantenido y los estoy manteniendo» y todo eso tirármelo en cara delante de ellos, el no poder rebatir eso, me hacía vulnerable.

T.: Te hacía estar en falso. Como si no pudieras pisar fuerte.

Finalmente, el perdón, incluye la comprensión y la anulación de la deuda consigo misma y con los demás. Consigo misma, por haber preferido una vida despreocupada, regida por la anomía, sin ningún atisbo de responsabilidad, con la excusa de que sus hijos ya estaban en buenas manos, y respecto a su hermana porque, aprovechando su descuido, se ha constituido en usurpadora de los afectos de sus hijos.

C.: Ya, y sin embargo trato de perdonarla todos los días, porque no quiero guardarle rencor. Pero son muchas las cosas que me ha hecho, muchísimas a lo largo de los años.

T.: De toda manera, es decir, todo va en un paquete, perdonarla a ella, perdonarte a ti. ¿No sé si lo tienes puesto en un mismo paquete o en dos paquetes distintos?

C.: No, claro, lo tengo en dos paquetes distintos. Perdonarme yo me tengo que perdonar, de no haber tenido la capacidad de dejar las cosas que tenía que dejar en su momento. Y haberme puesto a trabajar, simplemente a trabajar, y no a irme de fiesta por la noche, para poder tener a mis hijos conmigo y para haber podido darles algo que no les di. Eso me lo tengo que perdonar yo. Pero a ella le tengo que perdonar no haberme permitido que mi madre me ayudara, no haberme permitido que pudiera estar más con mis hijos, haberles comido el coco en contra mía. Yo pienso que si no la perdono, no podré pasar esa página nunca. Y siempre me hará daño. Y para que no me haga daño a mí, tengo que perdonarla a ella.

Esta vida descontrolada por el alcohol, la droga y la fiesta continua, desintegrada familiarmente y expuesta a todo tipo de abusos y vejaciones en la cárcel y fuera de ella, terminó por afectar gravemente, como se ha visto, la salud de Carina, hasta el extremo de tener que someterse a un trasplante de hígado a causa de una cirrosis hepática. El trasplante supuso un punto de inflexión para hacer borrón y cuenta nueva en su vida. Esta segunda oportunidad que le ha dado la vida, Carina la interpreta como un acto de generosidad o de amor, que la existencia le devuelve de forma anónima, por lo mucho que ella ha dado y de lo cual no ha sido correspondida. Esta oportunidad constituye para ella un auténtico «juicio de Er», que le permite volver a elegir el tipo de vida que quiere para sí, después de tener la ocasión de revisar su pasado a la luz de la inminencia de la muerte.

T.: Cambia mucho eso. Es como volver a nacer pero con la experiencia de una vida entera…

C.: Sí… la verdad es sí, que he notado que he cambiado. Mi interior ha cambiado; me siento de otra manera; veo las cosas desde otra perspectiva. No sé si es a raíz de eso pero me he notado un cambio, que parte de ahí, de que me he visto más muerta que viva y al tener esta oportunidad he decidido ver las cosas de otra manera, y cambiar muchas cosas de mi vida, de mi interior.

T.: Has recuperado cosas muy buenas de ti y esa capacidad para luchar, esa capacidad para inventar, para sobrevivir, para buscarse la vida como sea… para enfrentar los problemas de la vida. Tú tienes ahí una luchadora innata y luego le has podido poner criterio a las cosas.

C.: Sí, aunque todavía me falta mucho por pulir.

T.: Ya que hablas de eso, podríamos hablar de lo que ya has cambiado y de lo que quisieras cambiar. ¿Qué cambios notas en ti?

C.: Por ejemplo, que ya no me caigo enseguida cuando algo me viene en contra. Cuando las cosas salen mal, ya no digo: «joder, es que todo me sale mal, es que…», sino que lo afronto de otra forma.

T.: Antes te venía todo encima y te rebotabas.

C.: Si, me rebotaba, arrancaba pero me rebotaba. Ahora digamos que lo enfrento de otra manera. Pero todavía noto que necesito más empuje, por ejemplo cuando me enfrento a mi hermana todavía me requema y quiero que no me pase eso, quiero ser mejor persona. No ver siempre lo negativo en la gente. Aunque he aprendido a ver más cosas positivas, por ejemplo con mi hermana me pasa, que la miro desde otra perspectiva, pensando que podría ser muy feliz pero la rabia y la envidia no se lo permiten. Todavía me molestan cosas que hace. Y me reboto y le contesto y quisiera evitar esto, pero desde dentro, no evitarlo porque me controle, sino ni siquiera llegar a sentirlo.

T.: Antes has dicho que te rebotabas en general y ahora no. Entonces, ¿qué crees que has hecho? ¿Cómo lo has hecho?

C.: He empezado a pensar en mi interior y a decir «bueno, ella es así por esto y por lo otro», o sea, a ver sus motivos.

T.: Has pensado más cómo es el otro, has tomado distancia, has sido más empática.

C.: Para empezar a ver las cosas desde mí y hacia fuera, e intentar ser mejor. Creo que eso me ha ayudado a relajarme un poco más, a no caer enseguida, porque claro, cuando salí de la operación mis perspectivas eran bastante negativas; primero, que pudiera volver a caminar y a moverme como me muevo. Fue bestial, y lo pasé sola, porque mi hermana no estaba, y no solo no estaba sino que para ella no existía, ni se preocupaba, ni le importó en ningún momento. Había días que salía a dar una vuelta a la manzana y volvía agarrada a la pared porque el dolor era descomunal y no me permitía moverme, pero me habían dicho que tenía que intentar ir caminando para que cada cosa volviera a su sitio. A mí me han llegado a coger por la calle y me han llevado hasta la puerta de mi casa, porque no podía caminar. Todo eso fue un proceso de casi un año. Iba saliendo, tenía que salir, porque sino ¿para qué quiero vivir? Y ha sido un esfuerzo, pero que servía de muy poco, porque luego llegaba a casa de mi hermana y todo eran malas caras, discusiones, todo lo que hacía estaba mal hecho. Cuando ya empezada a caminar y a moverme, arreglé el papeleo para poder tener la paga. Y cuando la tuve, empecé a moverme para ver si podía encontrar trabajo. A todo esto, era una discusión continua con ella. Fui a la asistencia social y les dije que necesitaba ayuda porque no podía con mi hermana, que me mataba o me volvía loca. No lo conseguí hasta que no salí de su casa, hasta que me echó, que como se suele decir «no hay mal que por bien no venga». Eso fue en Navidades del año pasado. Y a partir de ahí, encontré trabajo a los dos meses, a los seis meses encontré piso y mi vida dio un giro de 180 grados, porque mientras estuve en su casa intentaba pasar de ella, tratar de capear el temporal como podía, pero era evidente que era imposible; ella no me soportaba, no me soporta y no me soportará jamás; pero bueno, si estamos separadas podremos tolerarnos mejor. Por eso digo que una de las cosas que me gustaría es que me resbalara realmente, que no me hiciera efecto. Entonces yo vuelvo a repetir que a veces me lo planteo y digo «yo quiero ser mejor persona, quiero ser generosa», o sea, que me nazca.

T.: Más benévola con el mundo, pues el mundo, la vida, te ha dado un regalo. Ser como más generosa para responder.

C.: Sí, porque quizás he vivido mi vida muy agresivamente, porque he recibido mucha agresividad y he desprendido mucha agresividad. Y ahora ya no quiero eso. He tenido esa actitud de autodefensa, supongo, por las hostias que he recibido. Y me mentalizo yo misma, tratando de repetirme una y otra vez que yo hice así las cosas porque creía que era lo mejor que podía hacer en ese momento. Y ya está. Y cada día me repito como un mantra estas palabras que leí en un libro: «Yo soy amor, yo soy luz, yo soy energía y expulso todo lo negativo que hay en mí. Yo soy amor, yo soy luz, yo soy energía, amo y perdono a todo el mundo».

El proceso de reconstrucción del sistema de regulación de Carina ha implicado la comprensión y contextualización de su pasado, la aceptación y reconocimiento de sus errores y el aprendizaje derivado de ellos, la aparición del sentimiento de culpa, la capacidad de darse cuenta de los efectos de sus acciones sobre los demás, y, con ello, la aparición de la estructura heteronómica, ausente durante todo ese tiempo. El respeto a la alteridad, el surgimiento de la empatía como sentimiento de comprensión del otro como otro, la renuncia al recurso de la agresividad para regular su relación con los demás, la capacidad de perdonar y perdonarse, y, con ello, la construcción de una socionomía libre de la necesidad de dependencia y de oblatividad, orientada a la formación del vínculo. Finalmente es capaz de situarse en una posición de autonomía que, a pesar de disponer de pocos recursos materiales, se sustenta sobre sus propias fuerzas espirituales.

Las gestas de nuestros pacientes a veces sobrepasan con creces la cuotas de sufrimiento y superación que los terapeutas somos capaces de imaginar. En esos casos, el silencio respetuoso o el reconocimiento más sincero es la respuesta que podemos dar, a fin de resaltar el papel que los propios recursos del paciente juegan en su proceso de cambio.

T.: Ya te he dicho antes que veo una gran dignidad en todo esto, una lucha sin cuartel para seguir adelante. Incluso lo que te pasó fue producto de una situación de necesidad. Que tú, luchando, luchando, te encontraste en esa situación, pero eso también te ha llevado a una gran experiencia en la vida y ahí sí que te tenías solo ti misma, y has podido aprender de ti. Si hubiera sido un retiro espiritual no habrías aprendido tanto.

5. La terapia como integración

A veces no se trata de introducir cambios en la vida, sino de integrar las experiencias que la han ido jalonando, renunciando a las expectativas falsas que nos han enajenado con sus pretendidos señuelos de felicidad, aceptando las pérdidas inevitables que se han ido produciendo por el camino, redefiniendo los objetivos de la vida en función del momento vital en que se encuentra la persona, resignificando la existencia en su totalidad. Esta tarea de integración puede estar muy vinculada a los momentos evolutivos, marcados por el paso del tiempo o la edad, pero también puede estarlo a las vicisitudes de la vida, como en situaciones de pérdida o duelo o de reorientación personal, profesional o vocacional. El caso que se expone a continuación constituye un exponente de muchas de estas circunstancias vitales que requieren un proceso de integración.

Casa de muñecas (3)

Ana, paciente que hemos presentado en los capítulos siete y decimoprimero de este mismo volumen, al hablar de la dependencia vinculante con la madre, acude a terapia con una demanda difusa de insatisfacción vital, ansiedad indiferenciada y aislamiento social; está siendo tratada con antidepresivos. Se plantea la necesidad de integrar las diversas experiencias de su pasado y de su situación actual en contraste con las expectativas frustradas de su proyecto existencial. Su proceso terapéutico se centrará básicamente en la aceptación de los elementos de facticidad que condicionan la existencia y el paso del tiempo que marcan inexorablemente nuestro destino. A lo largo de las sesiones se irá perfilando con toda claridad una estructura de personalidad dependiente e inmadura, pero de una gran riqueza afectiva y espiritual.

Su infancia y adolescencia son alegres y despreocupadas, a pesar de la muerte del padre a los 10 años de edad, bajo la sobreprotección de la madre. Este ambiente sobreprotector le permite vivir un mundo irreal o fantástico, idealizado, en el que románticamente se entrega a sus fantasías y aventuras amorosas, de las que hemos dado cuenta en capítulos anteriores de este volumen (noveno y decimoprimero), que finalmente la conducen a un matrimonio desgraciado, donde aparecen los síntomas agorafóbicos. Como resultado de esta decepción, se deprime, se separa y se refugia de nuevo en la protección de la madre, lo que aumenta la dependencia emocional, material y económica de ella. En el momento de iniciar la terapia el conflicto de Ana se puede describir como un desgarro existencial entre lo que ella llamará más adelante su «ser muy independiente» y su «estar dependiente», que es causa de nuevo sufrimiento y de obstáculo a su propia realización y felicidad:

Cada vez me doy más cuenta de que soy muy independiente. Todo lo contrario de lo que estoy: estoy muy dependiente pero me gusta mucho ir a la mía.

Este conflicto entre dependencia respecto al mundo de relaciones con los demás y necesidad de independencia incide de modo particular, como era de esperar, en las relaciones afectivas más significativas de este momento existencial: las relaciones con la madre y con el segundo esposo. La mayoría de las grandes crisis que se reiteran a lo largo de su proceso terapéutico tienen que ver con esos dos ámbitos relacionales. Con la madre, como hemos visto en el capítulo anterior, le liga un vínculo de dependencia que la infantiliza y la mantiene inmadura, dado que esta continúa cuidándola y disponiendo de su casa, como si todavía fuese «una niña»; para no contrariarla deja de hacer reformas en la cocina, hace los guisos que ella decide por Navidad, accede a la ocupación del espacio doméstico convirtiendo una habitación de su casa en un taller de costura para la madre… Esta situación le produce una clara alternancia de estados anímicos que oscilan entre la rabia (ansiedad) y la impotencia (depresión).

La consideración de toda esa compleja sintomatología como la manifestación de una existencia que atraviesa diversos momentos experienciales, particularmente dolorosos o frustrantes, nos permite entender el sufrimiento psicológico no como una enfermedad, sino como la expresión de un difícil y tortuoso proceso de individuación, y nos lleva a concebir el trabajo terapéutico, en consecuencia, como un laborioso camino de búsqueda y conquista de la autonomía.

Los recursos para hacer frente a esta situación varían mucho de una persona a otra y producen efectos muy diversos según el grado de evolución de los mismos, dando origen a una sintomatología específica, característica de cada uno de ellos. En estas condiciones, la terapia se concibe como una intervención orientada a promover el aumento de tales recursos a partir de su estadio actual hacia la zona de desarrollo proximal (Vigotsky, 1978). Rogers (1961) ha descrito este desarrollo como «un proceso de convertirse en persona» –nosotros añadiríamos «autónoma» (Villegas, 2002)–, porque persona se nace, pero dependiente, y la autonomía es el resultado de un laborioso proceso que implica toda la existencia.

El ser humano nace dependiente, pero está llamado a asumir la responsabilidad de su existencia. Con frecuencia este proceso pasa por la consciencia de la muerte, de los límites de la temporalidad que jalonan nuestra existencia entre el nacer y el morir. Heidegger (1927), que entendía al ser humano como «ser para la muerte» situaba en la consciencia de esta las bases para la autenticidad de la existencia. En esta línea pueden leerse las consideraciones de Ana hacia el final de su proceso terapéutico:

A.: El ser humano nace solo, tiene que pasar por ahí solo y muere solo, por eso necesitamos también amor y convivencia. Pero morir, se muere uno solo. O sea, el trance de morir y nacer es único, pero esto no quiere decir que tengas que ser egoísta. Al encontrarme a mí misma, me he encontrado también con los demás, no me he aislado.

T.: Pero, ¿cuál es la condición para llegar a ser tú misma?

A.: La verdad es que, desde que he venido aquí, he aprendido muchísimo. He aprendido a no dejarme llevar por los demás. Esa postura la he aprendido aquí; lo que pasa es que hay una parte de mi vida que no podía llevar, no por lo menos como yo querría, y es a la que me aferro.

Encontramos en Ana una amplia gama de todas las variedades de conflicto que nos permiten entender la naturaleza de su sufrimiento psicológico. La posición existencial de Ana parte de una posición de fuerte rebeldía o inconformidad con el mundo tal como es o como se le presenta. Experimenta esta inconformidad a través de la sensación de descontrol de los impulsos amorosos, cuya única forma de realización se produce en el ámbito de la fantasía (películas románticas), a través del pensamiento mágico. Esta posición es calificada por la propia paciente de inmadura, y es objeto de fuertes autorrecriminaciones en el transcurso del proceso terapéutico.

La vuelta a la casa materna se traduce en un aumento de la dependencia de la madre y en una disminución de las posibilidades de autonomía, que repercuten en una regresión depresiva. La ganancia gradual de ciertos ámbitos de autonomía (consecución de un trabajo, educación y responsabilidad de la hija) le permiten recomponer su vida incluso a nivel afectivo con un segundo matrimonio, en el que se posiciona de forma claramente sumisa, aceptando la sujeción al marido, que por cierto es definido como «un buen hombre, que no le da mala vida». Este matrimonio no deja de ser, sin embargo, decepcionante o, al menos, «aburrido». No es, desde luego, el ámbito de realización de sus fantasías, manteniéndose el ruido de fondo de la tristeza, producto de la desilusión resignada con que vive su vida de pareja y de la decepción de la vida en su conjunto.

La dificultad para romper el círculo de relaciones que la mantienen anclada en la depresión en pugna con las ansias de libertad y satisfacción de sus fantasías la llevan, en un momento de la terapia, a hacer mención de la obra de Ibsen Casa de muñecas, como un referente alternativo, lleno de significado para ella:

A.: El otro día vi en televisión una obra de teatro que me gustó mucho: «Casa de muñecas». Representaba todos los personajes de la vida. Los problemas, la gente marginada, lo que le pueden llegar a hacer a uno. Y después, la dependencia de aquella mujer, toda su vida, de los demás. Al final se va a vivir ella, a conocerse, a encontrarse a sí misma. Además, en aquel momento ella no estaba capacitada para llevar a los hijos. O sea, que se da cuenta y corta en seco con todo, e incluso deja a sus hijos… Supongo que cuando una persona toma una decisión como esa, no mira las consecuencias; cuando la decisión es tan firme, lo haces, y después pasa lo que tiene que pasar. Pero claro, tú no puedes imponerle a nadie que tome la decisión que tú quieres para ti; tú la podrás tomar para ti, pero no para los demás; si aquella mujer vio que su salvación era cortar con todo, pues estaba en su derecho.

No será esa, sin embargo, la alternativa que seguirá Ana en su vida. Buscará hacer compatible sus sueños con su realidad, convertir el amor romántico en un amor real a sí misma y a los demás, iniciando un proceso de integración entre el mundo propio, el mundo de la facticidad y el de la relaciones afectivas a través de una depuración de la libertad entendida como autonomía y capacidad de decisión. Tampoco será este, sin embargo, un camino exento de tensiones, de avances y retrocesos.

Para Ana la consecución de la libertad implica también, la de la liberación: de sus fantasías románticas de amor y de pasión, cuyo incumplimiento es todavía causa de tristeza (depresión); de la rabia, del orgullo y de la decepción. Varios son los episodios en los que, a través del proceso terapéutico, se va liberando esa necesidad de expresión pulsional de manera satisfactoria y armónica, un camino para la consecución de la paz espiritual. No se trata de un proceso de conversión religiosa, sino de un proceso que, en términos de Jung (1946), puede definirse como «proceso de individuación»:

A.: El ser humano es un todo; puede ser inmensamente fuerte, muy grande, divino, no sé. Pero en esos momentos de enfermedad, pienso que lo mismo que puede ser grande, puede ser débil. Esto te hace ser humilde. Lo acepto: lo mismo que puedo ser grande, puedo ser pequeña… Tampoco me aferro a un Dios que no veo ni siento ni nada; me aferro a mis sentimientos, a cómo tengo que actuar con los demás, a cómo quiero llevar mi vida; cómo superarme y cómo ser mejor. No por nada, sino por mí misma, pienso que así es cómo tiene que funcionar ese mundo…

Erick Erikson (1997) describió el ciclo vital en una serie de etapas, configuradas alrededor de tareas fundamentales específicas de cada una de ellas, que van desde la construcción de una confianza básica en la infancia hasta la integración en la vejez. A ese continuo hacer frente a las nuevas tareas que nos plantean las edades de la vida y sus circunstancias cambiantes hace referencia este texto con el que damos por terminado el relato del proceso psicoterapéutico de Ana:

A.: Sí, mira, esto te pasa [en referencia a la intervención de una paciente del grupo] igual que a mí con lo del enamoramiento y las fantasías, que dije el primer día que vine aquí, que me moriría con aquello. En aquel momento yo creía estar estancada ahí. Lo que pasa es que ahora, para que verdaderamente mi crecimiento sea positivo, tengo que superarlo y decir: «no, aquello fue una fantasía, no fue real; lo real es lo de ahora, este mundo que tengo, es aquí donde tengo que situarme, donde tengo que encontrar la fuerza para superar aquello».

T.: Porque eso supone una renuncia; uno no puede renunciar a sí mismo, pero sí a sus fantasías, a esas expectativas que no se cumplieron, ni se van a cumplir, porque uno se enamora de su imagen. Precisamente porque no sabes quién eres, te creas una imagen; uno dice «yo seré yo mismo cuando sea esa imagen»; y ese es el gran fallo, porque esa imagen es una fantasía. A la pregunta de ¿quién soy yo?, solo hay una respuesta para cualquiera de nosotros: «yo soy yo»; la pregunta no es cómo soy, sino ¿quién soy? Yo soy yo. Me puedo equivocar, puedo aprender; puedo llorar, puedo cantar y puedo reír, puedo bailar, puedo estar triste y puedo estar alegre; yo pienso, yo siento, yo decido. Yo soy yo en la medida en que me responsabilizo de mí.

A.: Sí, sí; es verdad; en el pasado lo que no me daba la vida, me lo daba la fantasía. Yo decía: «a mí me daréis todos los palos que queráis, pero yo tengo mi fantasía…». Vivía mi mundo y decía: «bueno, ese mundo no hay quien me lo quite». Eso no era real, pero así fui sobreviviendo. En la medida en que me hago adulta estoy renunciado a todo eso, porque noto que entonces a mi madre la quiero cuidar: «tú necesitas que yo te cuide; tú me has cuidado y ahora yo te tengo que cuidar a ti». Mis sentimientos son los mismos y todo es igual, pero sin fantasías. Y hay un acercamiento incluso mayor a mi marido, más real: él es mi marido y yo soy su mujer; y aquí tiene que haber de todo, cama incluida. Y quiero ser adulta, porque veo que es cuando mejor me encuentro. Cuando soy adulta soy muy feliz; estoy encontrando la felicidad ahí; la satisfacción, que es cuando estás a gusto haciendo lo que haces.

Más allá de la superación de una sintomatología concreta, el proceso seguido por Ana en terapia puede describirse como un largo y doloroso proceso de convertirse en persona… autónoma. Este proceso, sin embargo, no llega nunca definitivamente a puerto, porque la vida nos pone constantemente ante tareas, conflictos o dilemas que a veces es preciso afrontar con nuevos planteamientos y nuevos desarrollos. Ese flujo constante de la existencia es el que nos lleva a considerar la vida como el curso que aquella va trazando desde el nacimiento a la muerte y a la psicoterapia como un momento transitorio del proceso personal, orientado a facilitar su curso sin estancamientos ni desbordamientos.

El testimonio de Ana reproduce de forma sintética. tanto en su literalidad como en relación a la experiencia a la que alude, todas las fases de un proceso de cambio personal en psicoterapia: crisis → sufrimiento → soledad → integración → libertad → liberación. Todo cambio comienza con un proceso de crisis de una estructura o situación previa, la cual, como bien expresa el ideograma chino que representa la palabra crisis, puede significar peligro y oportunidad, simultáneamente. Esta crisis puede experimentar una evolución por sí misma sin que necesariamente ello sea causa de sufrimiento, aunque sí, inevitablemente, de tensión. En esos casos, la psicoterapia no es necesaria, ni la tensión epistemológica se convierte por sí misma en motivo de demanda terapéutica. Esta sigue más bien a las crisis que van acompañadas de sufrimiento. El sufrimiento suele ser originado por la inviabilidad del sistema, pero se ve aumentado por la sensación de amenaza que implica el cambio: esta puede afectar a las relaciones establecidas de familia o pareja, a los hábitos adquiridos, al sentido de identidad o incluso a la propia autoestima. Afrontar estos riesgos requiere sin duda una gran valentía, que honra a las personas que tienen el valor de hacerlo.

6. La terapia como transformación

El efecto de una crisis puede significar tanto la desestructuración como la reestructuración de un sistema. Esta reestructuración puede limitarse a aspectos periféricos o afectar a su núcleo más profundo. En los casos anteriores hemos visto reestructuraciones a distintos niveles que van desde el cambio de comportamientos, actitudes o creencias al de los sistemas de regulación moral, reconciliación y perdón o de integración de la experiencia. Cuando este cambio atañe al posicionamiento vital, que implica una reorganización completa, no solo cambios sintomáticos, conductuales y actitudinales, sino modificación en profundidad de los sistemas de regulación y de creencias, con repercusiones radicales en las formas de pensar, sentir y actuar, podemos hablar de transformación o cambio de paradigma, que da lugar a una cosmovisión nueva, tal como puede verse en el caso que exponemos a continuación, y también en parte en los anteriores.

Paseo por el amor y la muerte

Nos parece especialmente ilustrativo a este respecto el caso de Raquel, que, de manera particularmente dramática, nos permite asistir al momento del estallido de la crisis que pone en juego todo su sistema de creencias, dando origen a una intensa reacción depresivo-ansiosa. Su historia, caracterizada por haber sido víctima de una transfusión de sangre contaminada con el virus de la hepatitis C y por la muerte del padre, acaecida durante el proceso de terapia, se ha ido desgranando a través de esta obra a propósito de distintos temas, como al hablar de la regulación prenómica con respecto al duelo, en el primer volumen, El error de Prometeo, capítulo octavo (pp. 285-296), o en el capítulo decimosegundo (pp. 443-448 y 466-470), al referirnos al cambio de paradigma en el proceso de consecución de la autonomía. Una exposición completa del caso puede verse en Villegas (2002b).

En la sesión 25, después de la muerte del padre, Raquel entra en crisis con sus creencias religiosas y su concepción del mundo y de la vida. Esta crisis de fe le lleva a formular preguntas inquietantes y trascendentales sobre el sentido de la vida y la muerte y a plantearse la futilidad de la existencia.

RAQUEL: ¿Puedo hacerle una pregunta? ¿Qué sentido tiene la vida y la muerte? Sabemos que la vida nos la dan los padres, pero ¿quién nos da la muerte? ¿Qué sentido tiene? ¿Hay un sentido, que se sepa de verdad? Yo busco la verdad, pero la verdad ¿quién la tiene?

TERAPEUTA: Si hacemos una pregunta es porque buscamos una respuesta. Tú ahora estas haciendo una pregunta; a lo mejor el sentido está en hacerla.

R.: No tiene sentido que nazca una cosa y se muera, no tiene sentido nada. Ser religiosa me sirvió un tiempo, porque va a venir el reino de los cielos y vamos a estar todos bien. Qué bien, qué caña, ahora se va mi padre, y pienso que va a estar en otro mundo. En realidad tiene que ver con la religión, estoy segura, con mi forma de pensar, ¡pero jolín!, que se ha ido de verdad, para siempre (solloza) no lo entiendo. Yo no tendría que haber nacido, porque no tiene sentido nada. ¿Para qué he nacido, para amar y para sufrir? Eso no es lo yo que quería.

T.: Y justamente, esta pregunta indica que si nos preguntamos por el sentido, somos nosotros quienes se lo podemos dar. Yo puedo decir esta vida es maravillosa, es horrorosa, esta vida vale la pena, no vale la pena, pero lo importante no es lo que yo digo, sino lo que siento, lo que hago. ¿Qué siento yo? ¿Siento amor? Pues ese es el sentir. Si en el momento que vivo en este mundo siento auténticamente, pienso auténticamente, me reconozco auténticamente, y hago lo que creo en consecuencia, pues es el sentido que le doy a mi vida, no tengo otro, porque si fuera otro no sería mío. Para ti ha tenido mucho sentido en la vida luchar por tus padres; durante muchos años tú has querido que ellos fueran felices, y este es uno de los sentidos que le has dado a tu vida, porque la vida es un libro abierto que tú puedes escribir. Tú luchaste por esto, y de ahí nació tu amor, tu sacrificio. Lo importante es: ¿esta manera era auténtica? Si decidimos en virtud de lo que auténticamente sentimos, entonces hay paz y cuando hay paz no hay preguntas.

R.: O sea que no hay respuesta.

T.: No, no hay respuesta, porque no hay pregunta. Si tú estás de acuerdo con lo que haces y con lo que piensas y con lo que sientes, no hay pregunta; porque las preguntas nacen de la inquietud, de la disconformidad o del desacuerdo.

R.: Pues nada tendrá solución, simplemente nadie me va a curar.

T.: ¿De qué te tienen que curar?

R.: Pues de cómo soy. Soy una enferma de la vida, la vida me ha hecho lo que soy. Yo no tenía que haber nacido. Me tendrían que haber preguntado si quería venir a este mundo y luego me tendrían que haber tirado por el váter. Soy una enferma de la vida y de los cuentos de la vida y de eso no me puede curar nadie.

T.: Tú lo estas diciendo: soy una enferma de la vida, soy una enferma de los cuentos que explican la vida, y en lugar de darle sentido, tal vez le has dado fantasía a la vida; a lo mejor te tienes que curar de la fantasía.

R.: O sea, que la verdad es lo que hay: mi padre se ha ido para siempre; quedará mi recuerdo. No puedo seguir jugando a cuentos; tengo que pensar con los pies en el suelo (sollozando); se acabaron los cuentos, se acabó el sueño de Jesús, se acabo mi padre. Y esto es la vida, me guste o no y nadie va a venir a cambiarla. Ya puedo cerrar el libro.

T.: ¿Qué libro?

R.: El de mi vida.

T.: ¿Qué significa cerrar el libro?

R.: Que ya no hay milagros, que soy como soy y que no me queda más remedio que vivir.

T.: Si esto lo puedes ir sintiendo, gradualmente, a medida que el dolor vaya transformando los sentimientos, lo puedes sentir sin rencor, sin resentimiento, es seguro que te curarás. Es un proceso por hacer.

Un año y medio después de esta sesión, Raquel da por terminado su proceso terapéutico. Durante este tiempo Raquel ha elaborado el duelo por la muerte de su padre, ha reorganizado su vida, ha resignificado su experiencia del pasado, valorando su entrega sacrificada por los padres, los hijos y el marido como algo auténtico, aunque no autónomo. Ha aprendido que su «enfermedad» era el producto de un «malestar» relacional y de unas expectativas puestas en una intervención milagrosa, que nunca ha llegado. Ha reinterpretado su fe, ha aprendido a escucharse y a cuidarse. Inicia la sesión anunciado su propósito de terminar la terapia y aprovechando el momento para señalar lo que ha aprendido durante su proceso y agradecerle al grupo su apoyo y sus aportaciones.

R.: Este es mi último día… Me gusta venir aquí, ayudarme a mí misma a aprender y a crecer, que es lo que he hecho con cada uno de vosotros, porque cada uno tiene una experiencia que te enriquece, porque ves cómo cada uno afronta sus problemas o cómo es incapaz de ver o ir más allá, y esto te ayuda. A mí me gusta venir, pero creo que ya es hora de que me vaya porque, sobre todo, no me gusta la dependencia. Sé que los problemas están en la vida, y sé cómo soy yo, una persona a quien los cambios la asustan, me estresan, me angustian, me dan taquicardias, lo sé, y esa soy yo, con mi miedo; cuando vea un cambio intentaré controlarme, que no lo he hecho hasta ahora…

Reconocimiento del malestar psicológico no como enfermedad, sino como un conflicto interno y responsabilización del propio estado:

R.: Porque yo no me he curado de ninguna enfermedad, porque no tengo ninguna. Tenía un malestar, he reconocido que ha habido cosas o personas en mi vida que me han hecho mucho daño, situaciones que uno no se atreve a cambiar, y me he ido planteando qué tipo de situación me provocaba ese malestar y desde el momento en que lo enfoco como tal y no como una enfermedad, he actuado diferente, porque cuando venía aquí, al principio, no lo creía así. Quería un médico, creía en la ciencia, creía que tenía un desastre en el cerebro, pero venía a que me curasen. Desde el punto de vista de que una tiene malestar, y que no está enferma, que una enfermedad es otra cosa, que es lo que yo pasé en su día (en referencia a la hepatitis), que lo superé y que tuve fuerzas. Eso significa mucho para mí, que hay cosas que te duelen, que no puedo cambiar, que la muerte es algo que me afecta mucho, de acuerdo; pero tampoco culpo a la vida, ni a la muerte, porque pienso que en momentos así no tengo que pensar constantemente por qué, que no siempre hay un por qué. Y bueno, desde que me planteo que no tengo que esperar respuesta, que no necesito pedir perdón como hacía antes, porque no tengo nada de qué perdonarme, lo que hago mal voy y te digo «mira, lo siento, la he cagado» y ya está. Y que no necesito tener el dolor en el corazón constantemente y decir «¿Dios mío, estás ahí?». Sigo siendo la que soy, y asumir que tengo que dar un cambio, aunque no me guste, que tal vez nunca maduraré como una persona adulta porque a veces me cuesta hacerme adulta, pero como lo sé…

La experiencia crucial: la muerte del padre, que le va a suponer el experimentum crucis de su vida, la prueba que pone en juego sus creencias mágicas y que le va a llevar, a través de un proceso de duelo, a la aceptación de la realidad de la vida.

R.: La muerte de mi padre me enseñó mucho, me dolió mucho, pero me abrió los ojos. Todo lo que ha pasado en mi vida me hace sentir experiencias; he vivido cosas buenas y malas, no me siento apegada al pasado, en fin, me siento bien. Sé que siempre va a haber cosas que puedan ir mal, pero intentaré ser fuerte. Y he aceptado muchas cosas, que cuando las ves desde otro punto de vista, es que la vida merece la pena, que no todo es negativo, que también tiene cosas buenas, que cuando estamos mal nos cerramos y no las vemos…

Cambio de paradigma respecto a la concepción de la terapia: la terapia no actúa mágicamente, sino sobre la base de la propia implicación en ella.

R.: O sea, pienso que la vida está ahí igualmente, la que está diferente soy yo. Desde mi punto de vista, me ha servido mucho venir a terapia, por lo que digo, como a cada una de nosotras, porque cada una tiene una historia distinta, que no ha tenido nada que ver con la mía. Yo a veces me he sentido identificada en algo con alguna más que con otra, pero os doy gracias a todas. Me siento muy bien de pensar que me puedo ir de aquí, aunque me guste mucho. Pensaba que iba a venir aquí y que él (el terapeuta) me diría la palabra mágica. Venía aquí con esa idea: «yo estoy enferma, quiero deberes, quiero que me digas lo que tengo que hacer». Pues no. Es realmente lo que escuchamos, aplicártelo y que te sirva. Yo sí que hacía los deberes, cuando me iba a casa, cada día, escribía. Con lo que he escuchado de los demás, con lo que he escuchado de mí misma, he trabajado eso. Por muy duro que sea, lo tienes que pasar. Para mí fue muy malo, peor que una enfermedad…

Cambio epistemológico: toda la construcción del mundo de significados, particularmente en lo que respecta al poder mágico de la fe en Jesús, es sustituida por una interiorización de la propia responsabilidad:

R.: Hasta que llegó el día en que dije no: que si Jesús no está, no está. Y tengo que aprender a vivir, porque desde que tenía siete años hasta hoy, para mí era lo más importante, y cortar con eso costó dolor, mucho dolor en el corazón; hasta llegué a pensar que a mí me daba un infarto, porque me dolía de verdad. Me costó desengancharme de eso, que era parte de mí, porque desengancharte de todos tus malestares es doloroso, pero tendrás que hacerlo, y el terapeuta no te podrá dar la palabra mágica, porque ni él, ni nadie, la tiene.

Los cambios llevados a cabo por Raquel suponen un giro epistemológico de 180 grados que van desde la perspectiva mágica y dogmática, basada en la fe de la intervención divina sobre el orden y el destino humano (regulación heteronómica) hasta la interiorización de la responsabilidad sobre la propia existencia (regulación autónoma), libre de expectativas mágicas.

7. La autonomía como objetivo terapéutico y horizonte existencial

Está claro que la función de la autonomía es conseguir la integración de todos los subsistemas de regulación moral y que esta es una tarea que no se consigue definitivamente de una vez por todas, sino que es el resultado de una tarea laboriosa y constante. Hay situaciones en la vida que escapan a nuestro control e incluso a nuestra voluntad, que nos superan ampliamente, que no son de ninguna manera efecto de nuestra intención o de nuestros propósitos, ni hemos hecho nada para que sucedan. En algunas de ellas aún nos queda alguna posibilidad de elección, aunque no de decisión, como a la protagonista de la película de Alan Pakula «La decisión de Sophie» (1982), a quien los nazis conminan a escoger llevarse al campo de concentración a uno de sus dos hijos: al niño o a la niña. Delegar esta elección en la madre formaba parte del sistema del terror instaurado por el autoritarismo nazi. Hubiera sido mucho más soportable para Sophie acatar una decisión ajena por muy cruel que fuera, pero sobre la que no tendría ninguna responsabilidad, dado que constituía una decisión obligada, y, en consecuencia, privada de libertad.

En otras existe la posibilidad de decisión, pero sobrepasa nuestra capacidad de compromiso. Tal es el caso de Viktor Frankl, el fundador de la logoterapia, quien a finales de 1941 recibió un visado para emigrar a Estados Unidos, lo que le permitía escapar del peligro de deportación o internamiento en un campo de concentración, dada su condición de judío, y le abría la posibilidad de desarrollar su modelo terapéutico en el país de acogida. Sin embargo, enseguida aparecieron las dudas. El visado era estrictamente personal, lo cual impedía que ninguno de sus familiares pudiera viajar con él. «¿Debería dejar solos a mis padres ante la amenaza de ser deportados? ¿Debería arriesgar mi vida, mi futuro y mi obra por brindarles una dudosa protección y un auxilio posiblemente ineficaz? ¿Tenía yo alguna responsabilidad en este caso? ¿Debería sacrificar a mi familia por el desarrollo de una obra a la que había dedicado mi vida?». Todas estas preguntas le planteaban un dilema que antes no tenía. En estas circunstancias, Frankl tuvo un sueño significativo: «Soñé con pacientes psicóticos que eran conducidos a una cámara de gas. Experimenté una compasión tan grande que decidí unirme a ellos. Pero yo sentí que debía hacer algo distinto: trabajar como terapeuta en un campo de concentración para brindar apoyo espiritual a los prisioneros, lo cual tendría incomparablemente más sentido que ser solo un psiquiatra en Manhattan».

Hasta aquel momento los distintos sistemas de regulación moral estaban integrados entre sí: tenía cubiertas sus necesidades (había sido nombrado recientemente director del departamento de neurología del hospital judío Rotschild), estaba cumpliendo con sus deberes y trabajando, como buen adleriano, en pro de la sociedad. Había escrito ya su primera obra, que era la gran ilusión de su vida por aquel entonces, aunque todavía no le había sido posible publicarla en aquellas circunstancias. En Estados Unidos se le abría la posibilidad de hacerlo, incluso tal vez de conseguir una cátedra en alguna universidad o un puesto como neurólogo en alguna clínica psiquiátrica. Hasta sus padres le animaron a hacerlo, puesto que querían verle seguro y a salvo, con un brillante porvenir. Sin embargo, para Frankl el visado representaba una fuga, un abandono o una traición. Una duda terrible le invadía y no era capaz de tomar una decisión para la que necesitaba de una regulación externa o, en sus palabras, de «una señal del cielo».

Salió a dar una vuelta, y en su caminar errante, pasó por delante de la catedral de Viena, entró en su interior, donde estaba sonando el órgano; se quedó meditando un rato y continuó el paseo hasta llegar a casa de sus padres. Al llegar allí le llamó la atención un trozo de mármol blanco en el escritorio de su padre, que nunca antes había visto. Llevado por la curiosidad, le preguntó al padre qué era aquella piedra, el cual le respondió que la había recogido de los restos de la Sinagoga mayor de Viena, que había sido derruida por los nazis la noche de los cristales rotos (noviembre de 1938). En ella se podía leer una inscripción referente al cuarto mandamiento de la ley mosaica, que reza así. «Honra a tu padre y a tu madre para que tus días se prolonguen sobre la tierra». «Y así fue que me quedé sobre la tierra junto a mis padres y dejé que caducara el visado». Sus padres murieron más tarde, en el campo de concentración. En este momento necesitaba una regulación externa; no podía tomar una decisión autónoma, pues lo veía como un exceso de responsabilidad, y el trozo de mármol de la sinagoga se convirtió en una señal divina (heteronomía, en forma de mandamiento divino), en virtud de la cual tomó su decisión. Esto nos indica que la integración de un sistema de regulación moral nunca es definitiva, puesto que un acontecimiento externo y/o un conflicto interno pueden desestabilizarlo gravemente, en el momento menos pensado.

Estas situaciones excepcionales, sin embargo, no constituyen una objeción para continuar considerando la autonomía como un horizonte vital, que incluye también la aceptación de lo inevitable, de las pérdidas, de los errores, del perdón por el daño causado, de la integración de la vejez, la enfermedad y la muerte. Todas aquellas cosas que tienen que ver con el destino que inexorablemente se cierne sobre nosotros. Tanto en situaciones cotidianas como extraordinarias, nuestra existencia se desarrolla frente a la facticidad o al destino. Pero tanto frente a una como frente al otro, se levanta nuestra libertad. Frente a la facticidad, la libertad se realiza; frente al destino, se trasciende.

Muchos de los argumentos contra la libertad humana provienen de la idea de que nuestras vidas están predestinadas o predeterminadas, ya sea por nuestros genes, por nuestra estructura fisiológica o cerebral, por nuestros condicionamientos psicológicos, familiares, sociales o culturales, por nuestros complejos infantiles, nuestro pasado, nuestras relaciones actuales, por el momento histórico que nos ha tocado vivir o, ya en último extremo, para quienes gusten de pensar en la influencia de los astros o de poderosas fuerzas ocultas, por nuestro signo zodiacal, al designio que los dioses hayan trazado sobre nosotros, o al karma que arrastramos en nuestra reencarnación. Como dice Mounier (1949) «La libertad no se gana contra los determinismos naturales, sino que se conquista sobre ellos».

7.1. La facticidad

La facticidad es el campo donde se despliega nuestra existencia. El ser humano nace existencialmente indeterminado, pero determinado esencialmente, es decir, por naturaleza (corporalidad), origen (nacimiento) y destino (muerte). A estas condiciones pertenecientes al Umwelt deben añadirse las condiciones sociohistóricas y culturales –Mitwelt– en las que inevitablemente se desenvuelve su existencia. La relación del ser humano con su condición natural y social es necesariamente dialéctica. La naturaleza o la sociedad le ponen constantemente ante la necesidad de escoger o determinarse: cuestiones como la identidad o la orientación sexual, la austeridad o el consumo compulsivo, la restricción alimentaria o el atracón se juegan contra el determinismo natural.

De manera sencilla se puede decir que la facticidad se halla constituida por todo aquello que pertenece a las cuestiones de hecho. El ser humano no puede sustraerse a las condiciones que le impone el medio, las cuales posibilitan, al tiempo que limitan, su potencial de acción. Cualquier ser humano se halla necesariamente en una relación dialéctica frente a estas condiciones cambiantes, que a la vez son ajenas a su voluntad humana individual.

La primera facticidad es la «corporalidad», la de un cuerpo que nos viene dado, predeterminado genética y sexualmente, marcado racialmente y, si se quiere, tipológicamente, con sus exigencias evolutivas de morbilidad o placer, alimento, materialidad, necesidad, cansancio y descanso, nacimiento y muerte. Este cuerpo constituye el motivo literario del Diario de Invierno, de Paul Auster (2012), donde minuciosamente se describen todas las capacidades y servidumbres de que es objeto, a lo largo de una vida humana. El cuerpo será el elemento de intercambio más inmediato en nuestras relaciones interpersonales y sociales, puesto que la corporalidad es el campo de la objetividad: mi cuerpo es un objeto para los demás. A través del cuerpo los otros pueden dominarme (esclavitud) o poseerme (sexualidad).

Otras facticidades esenciales son biográficas: pertenecen a la historia general, surgen en el ambiente social donde se origina y hace posible nuestra vida, empezando por el pequeño universo familiar y siguiendo por otros condicionantes como la clase social, el país de origen y las circunstancias históricas de la época en que nuestro ser en el mundo se va moldeando incesantemente. Igualmente, nuestro pasado ya está inexorable e inevitablemente vivido, no solo bajo las circunstancias en que se originó, sino también gracias a la manera como fue vivido. Un pasado que, de alguna manera, me compromete con mi historia, mi presente y mi futuro. Y si el pasado es el reino del determinismo, el futuro lo es de la libertad.

7.2. El destino

La libertad, a su vez, se enfrenta con el destino, pero puede potenciarse ante él. Contra el destino podemos luchar, como Edipo o Antígona, que terminan por sucumbir ante él, pero también nos podemos apropiar de él. «La libertad es la capacidad del hombre de tomar parte en su propio desarrollo. Es nuestra capacidad de moldearnos a nosotros mismos». Rollo May (1981) indica cinco caminos para relacionarse con el destino: la rebelión, el empeño, el desafío, la aceptación y la cooperación.

La rebelión

Con la rebelión aumenta el sufrimiento. Esta fue la opción de Edipo, lo que finalmente le llevó al desastre. Edipo quería oponerse al destino, dictado por el oráculo, según el cual terminaría por matar a su padre y se casaría con su madre. En su intento de huida se cruzó por el camino con su padre al que mató, y llegó a Tebas donde fue proclamado rey, tras vencer a la esfinge gracias a su astucia, lo que dio pie a que esposara a la reina viuda, que no era otra que su madre. El descubrimiento del doble y horrible crimen, le trajo a la ciudad de Tebas, y al propio rey Edipo y a su familia, todo tipo de desgracias, terminando por arrancarse los ojos y abandonando el trono, retirándose a Colonno, donde murió acompañado por sus hijas.

En el contexto del trabajo terapéutico es frecuente hallar posicionamientos de rebelión contra el destino, contra la forma en que la persona ha sido «lanzada a la existencia», como, según Binswanger (1945), era el caso de Ellen West, que vimos ampliamente en el capitulo de la prenomía, el octavo del presente volumen. En estos casos, la existencia pretende ser distinta de lo que es y puede ser, con lo que va contra su estructura, intentando romper sus moldes, a la vez que se aferra desesperadamente a su propio ser. Pero esta estructura no puede romperse y menos destruirse sin reafirmarla una y mil veces. En palabras suyas:

Algo en mí se rebela contra la idea de ponerme gorda, sana, de desarrollar unos mofletes rojos, de convertirme en mujer sencilla y robusta, como corresponde a mi verdadera naturaleza. En todos los puntos soy sensata y tengo claridad de ideas; solo en este estoy loca; estoy arruinándome en mi lucha contra mi naturaleza. La fatalidad me quiso obesa y fuerte, pero yo quiero ser estilizada y delicada.

Rebelión que, como en caso de Carla, la paciente del sueño de las mesas del restaurante (capítulo cuarto), termina por convertirse en el medio por el que se cumplen las profecías del padre, que la acusaba de no saber regularse económicamente, de no tener en cuenta las necesidades de sus padres, de su fracaso matrimonial y de no saber escoger las compañías masculinas que había frecuentado durante toda su vida. De hecho, los diversos intentos de formar una pareja sexual y afectiva estable, incluido su matrimonio, han fracasado, como si viniera a confirmar la imposibilidad de escapar a un destino tan funesto cuanto más se empeña en huir de él.

El empeño

Con el empeño se fortalece la voluntad. A veces la vida nos pone frente a situaciones que se nos plantean como desesperadas, frente a las cuales parece que solo queda la resignación fatalista como respuesta. Pero con frecuencia, experiencias provenientes de situaciones reales nos muestran que vale la pena empeñarse en vencer las dificultades porque al final siempre es posible hacer algo. La película «Lorenzo’s oil», proyectada en España con el título «El aceite de la vida», narra las vicisitudes de los padres de Lorenzo Odone, (1978-2008), hijo único de unos inmigrantes italianos en Estados Unidos que a los tres años empezó a desarrollar una grave enfermedad neurológica (ADL) que afecta al proceso de mielinización, para la cual no existe ningún tratamiento conocido. En muy poco tiempo, el niño, con un desarrollo absolutamente normal hasta el momento, queda postrado en la cama: no puede andar, ver, ni hablar. Sus padres, sin embargo, no se rinden y luchan sin tregua hasta agotar todos los recursos a su alcance. Sin ningún conocimiento previo de medicina, a base de tesón, esfuerzo, estudio e ir contracorriente y con la ayuda de un químico jubilado, descubren una dieta especial que prolongó la vida de su hijo hasta la treintena, 22 años más de lo pronosticado por los médicos, basada en el llamado «aceite de Lorenzo», compuesto por grasas extraídas de aceite de oliva y de colza.

Muchas veces el empeño está detrás de lo que llamamos resiliencia. Karl Jaspers (1969) fue desahuciado en su juventud a causa de una enfermedad pulmonar que le dejaba un margen muy escaso de vida. Jaspers no se rebeló contra su destino, sino que intentó vivir con él, aprendiendo a aprovechar los buenos momentos y a descansar en los malos. Cambió la psiquiatría y el hospital por la filosofía, que le permitía una vida más tranquila, y así llegó al final de sus días, con 82 años de edad y una obra psiquiátrica y filosófica ingente que le ha procurado por sus propios méritos un lugar en el panteón de la filosofía y la psiquiatría.

El desafío

Con el desafío, el destino puede incluso variar. Dos novelas del siglo XIX y XX, respectivamente, El conde de Montecristo, de Alexander Dumas y Papillon, de Henrie Charrier, convertidas luego en películas de notable éxito, narran historias paralelas en las que personajes reales, condenados injustamente y confinados en prisión de alta seguridad, consiguen huir desafiando los límites físicos y naturales impuestos por la arbitrariedad humana. Un desafío que consigue alterar el destino que parecía condenarles inexorablemente a la pérdida de la libertad. Edmond Dantès, el conde de Montecristo, consigue su libertad gracias al tesón y al empeño del abate Faria, que en su intento de escapar cava en dirección equivocada y llega a la celda de Edmond, con quien trabaja durante largas horas en un túnel para preparar la huida, aunque al final lo conseguirá, envuelto en la mortaja del abate, arrojada al mar por los mismos carceleros. Papillon, autobiografía del propio Henrie Charièrre, igualmente pone en juego la lucha por la libertad en el contexto totalmente restrictivo de los acantilados de la isla del Diablo en la Guayana francesa, de donde escapa lanzándose al mar tras estudiar el movimiento de las mareas durante largas jornadas de su encarcelamiento insular.

La aceptación

Con la aceptación, la libertad se adapta al destino. Ante aquellas pérdidas que no tienen vuelta atrás, que son innegociables, como la que se le plantea a Ann, la protagonista de la película «Mi vida sin mí» de Isabel Coixet (2003) a quien un diagnostico de cáncer terminal la pone en situación de mirar frente a frente lo que ha sido su vida y lo que quiere que sea en el futuro, sin ella. La aceptación de la decadencia y el desprendimiento proporcionan la experiencia de la libertad radical: liberación de las pasiones, de resentimientos, de pretensiones, de ansiedades y absoluta disponibilidad como resultado de la aceptación incondicional de sí misma, como bellamente expresa Ana, la paciente a la que hemos aludido más arriba en este mismo capítulo al hablar de la integración:

A.: Y después, por la noche, tuve otro momento en que me vinieron preguntas y respuestas. Y pensé: «pues me gustaría irme desprendiendo de cosas, por ejemplo, de la televisión; la radio no, que la quiero para seguir las noticias y escuchar tertulias; me desprendería de las cortinas, de la lámpara, de esto y de lo otro». Y me iba serenando. Y después pensaba: «lo que siempre querría tener es libertad. Y con esa libertad ¿qué haría? Pues me movería, y acudiría a ayudar a mi hija, cuando le hiciera falta. Le dedicaría todo el tiempo que fuera necesario y que me pidiera». Y después, el día que ella me dijera “hoy no te necesito”, ese día lo dedicaría plenamente a mí. Y no necesitaría ni más ni menos. Con eso sería feliz». Y con ese pensamiento me vino una paz, la de que yo iba aceptando desprenderme de mi vida. Lo que en otro momento me supuso tanta congoja, tanto dolor, en ese momento iba aceptando irme desprendiéndome de mi vida; me iba preparando para una vida con menos cosas, y esa paz de aceptarme fue la que me tranquilizó.

La cooperación

Con la cooperación el destino aumenta la libertad: no luchar, no huir, no rendirse tampoco, sino seguir el curso marcado por un destino ajeno a nosotros, dependiente muchas veces de una voluntad no divina, sino humana, pero que se nos impone de forma inexorable. La propia historia de Viktor Frankl, que sobrevive al campo de concentración y extrae de esta experiencia la esencia de su logoterapia, la de Karl Jaspers, que se adapta a los ritmos vitales que le impone su enfermedad, o la de Nelson Mandela que resiste a cuarenta años de encarcelamiento, de donde sale con sus propósitos de reconciliación nacional todavía más reforzados, nos muestran cómo, aliándonos con el destino terminamos por convertirnos en sus dueños. A este propósito viene a cuento recordar los versos de William Ernest Henley, del poema Invictus, escrito en 1875, de donde toma el nombre la película de Clint Eastwood (2009) sobre Nelson Mandela, quien durante su encierro los tuvo como libro de cabecera:

Desde la noche que sobre mí se cierne,
negra como su insondable abismo,
agradezco a los dioses, si existen,
por mi alma invicta.

Caído en las garras de la circunstancia,
nadie me vio llorar, ni pestañear.
Bajo los golpes del destino,
mi cabeza ensangrentada sigue erguida.

Más allá de este lugar de lágrimas e ira,
yacen los horrores de la sombra,
pero la amenaza de los años,
me encuentra y me encontrará, sin miedo.

No importa cuán estrecho sea el camino,
cuán cargada de castigo la sentencia.
Soy el capitán de mi alma;

el dueño de mi destino

Resumen

El proceso de psicoterapia no supone ningún hito definitivo en la vida de una persona, puesto que la vida es proceso. En este recorrido vital, la psicoterapia constituye un encuentro consigo mismo en un espacio y en un tiempo, para el que, en algunos casos, puede ser útil la ayuda de un terapeuta. Esta intervención puede implicar un proceso

Pero por suerte, la vida continúa, al margen, también, de la psicoterapia. La persona se encuentra en constante desarrollo personal en la medida en que las circunstancias de su vida van planteando permanentemente nuevas oportunidades de crecimiento y nuevas exigencias de integración y autodeterminación.

Cualquier acto de determinación implica, sin duda, un riesgo de error o de fracaso, al que a veces podemos hacer frente de forma enajenada, sometiéndonos al juicio de los demás o regulándonos exclusivamente por lo moral o socialmente correcto. La única alternativa válida a este riesgo existencial es la autodeterminación: la elección y compromiso con nuestras propias decisiones.

Libertad y responsabilidad se convierten de esta manera en las dos caras de la misma moneda. Una persona solo es libre en la medida en que puede «responder» de sus propias elecciones, las decide y asume sus consecuencias, frente a la facticidad y el destino. A cada uno le toca escoger su posicionamiento en el mundo, decidir sobre sus opciones de vida y proyectar sus modalidades de existencia. Responsabilizarse del propio destino es, en definitiva, la función última de la autonomía.


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Índice analítico

Actitudes terapéuticas

– Aceptación incondicional

– Congruencia o Autenticidad

– Empatía

Alianza terapéutica

Agorafobia

Alimentarios (trastornos)

– Anorexia

– Bulimia

Anomía (integración)

Autobiografía

– Línea de vida o cronograma

– Historia de vida o autobiografía

Autocaracterización

Autonomía (integración)

– Autodeterminación

– Libertad

– Facticidad

– Destino

Cambio terapéutico

– Naturaleza del cambio

– Condiciones del cambio

– Cambio emocional

– Cambio regulación moral

Cierre del proceso terapéutico

Casos clínicos expandidos

– Emily o el glamour

– A quien mucho ha amado… (Carina)

– Casa de muñecas (Ana)

– Mermada (Beatriz)

Claustrofobia

Contrato terapéutico

Demanda terapéutica

Dependencia emocional

Depresión

– Encubierta

– Específica

– Manifiesta

Discurso

– Modalidad lógica

– Modalidad analógica

Distancia terapéutica

Duelo

Emociones

Entrevista evolutiva

– Estrategias de equilibración

– Estrategias de desequilibración

Evaluación diagnóstica

Fases de la terapia

– Fase de acogida

– Fase de exploración

– Fase de expresión

– Fase de comprensión

– Fase de resolución

Fobia social

Genograma

Heteronomía (integración)

Hipocondría

Narrativas del paciente

– Cartas (género epistolar)

– Análisis textual

Niveles expresivos

– Nivel protolingüístico

– Nivel egocentrado

– Nivel concreto

– Nivel abstracto

– Nivel metacognitivo

Oblatividad

– Esponsal

– Filial

– Fraternal

– Parental

Obsesión

Prenomía (integración)

Pragmática

Problema (definición)

Prometeo y Epimeteo

Psicoterapia

– Cambio

– Condiciones previas a la psicoterapia

– Definición

– Diferencias con psiquiatría, pedagogía, coaching

– Del desarrollo moral

– e-terapias

– Integración

– Límites de la psicoterapia

– Reconstrucción

– Transformación

Recursos analógicos

– Refranes y proverbios

– Cuentos

– Metáforas

– Mitos

– Narraciones: novelas, teatro, cine

– Expresión simbólica y plástica

Recapitulación

Resistencia

Socionomía (integración)

– Socionomía complaciente

– Socionomía vinculante

Sueños

Trastornos de personalidad

– Histriónico

– Límite

– Narcisista