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CIENCIA Y TECNOLOGÍA MENSAJE DE GIORDANO BRUNO AL MUNDO DE NUESTROS DÍAS Ángel Serrano Más de cuatrocientos años han transcurrido desde el día en que Giordano Bruno dejó oír su voz en la Sorbona de París para exponer sus teorías acerca del Universo ilimitado, de la vida universal, de la inmortalidad del espíritu y de la vida heroica, que conduce a la perfección humana. Retrocedamos por unos momentos al siglo XVI, un siglo de hierro en el que Europa asiste a cambios decisivos. La reforma religiosa desemboca en la tragedia de las guerras de religión; el descubrimiento de América abre paso a la empresa depredadora de la colonización; el Estado moderno prosigue su difícil obra de construcción, al tiempo que el sistema del saber y la imagen del mundo dominantes durante siglos entran en una crisis irreversible de la que surgirá el pensamiento de la modernidad. Giordano Bruno se enfrenta a estos problemas, a la vez que lleva a cabo una revisión crítica del conjunto de la tradición filosófica y religiosa de Occidente. Nos encontramos en 1582. Giordano Bruno había dejado, en ese año, los alrededores de Nápoles para dirigirse a Roma, escapándose de las manos de la Inquisición, que pretendía arrancarle de su convento a consecuencia de un folleto bastante atrevido, Candelaio, en el que estigmatizaba con mordaz ironía los vicios de los monjes y en el que se pronunciaba contra algunos de los dogmas de la Iglesia católica. El Papa, por supuesto, no le dio muy buena acogida, más bien le instó a entregarse a la Inquisición y orar por su perdón. Perseguido por el odio de sus enemigos se había refugiado en Nola, su pequeño pueblo natal, al sur de Italia, para ir después a Ginebra. Pero los calvinistas no lo recibieron mejor que el Papa debido a una crítica suya hacia Calvino, y pronto hubo de romper con su sucesor. Viendo abierta ante sí la cárcel, marchó a Lyon, Francia, a pesar de que las puertas de la ciudad estaban vigiladas para impedírselo y apresarlo. Después continuó a Tolosa y finalmente a París, a donde llegó en 1582. Allí, con el deseo de difundir sus ideas, solicitó y obtuvo del Rector de la Sorbona permiso para abrir un curso, alcanzando en él un considerable éxito. Tan así fue que la Sorbona le ofreció 24 una cátedra de profesor. Pero se presentaba una dificultad: a todos los profesores de la Sorbona se les había impuesto la imperiosa obligación de oír misa, en un tiempo en que en las calles de París se interpelaba a los transeúntes gritándoles: “¡La misa o la muerte!” Bruno no quería en modo alguno asistir a tal ceremonia. No pensaba lo mismo que Enrique IV, quien dijo más tarde que “París bien vale una misa”. Al contrario, amante de la verdad en los actos tanto como en las palabras, se mostró intransigente en esta cuestión, no queriendo doblar la rodilla allí donde el corazón no sentía adoración a la Divinidad. ¿Cómo consentirle, pues, que hablara desde su silla en la Sorbona? Fue necesario reflexionar para salir del apuro, tanto más por cuanto el rey Enrique III se interesaba por el joven italiano y los estudiantes, siempre poco sumisos a la autoridad, querían asistir en masa a sus lecciones. Su palabra inflamada y su elocuencia magnética, encantaban a la juventud parisiense. ¿Qué hacer entonces? El único medio para salir del compromiso era crear para él una cátedra extraordinaria, libre de todas las condiciones que se imponían a los doctores de la Sorbona. Se le nombró, en efecto, profesor extraordinario y se le concedió permiso para enseñar el sistema de Lógica y de Mnemotécnica de Raimundo Lulio, una de las figuras más fascinantes y avanzadas de la época, del campo espiritual, el cual ofreció horizontes inmensos a Bruno, para quien la palabra era la materialización del pensamiento; la idea era la creadora, en tanto que la palabra y el objeto son solamente sus criaturas: así Dios, cuando quiso crear el Cosmos se manifestó en el Verbo. Giordano Bruno nació en la villa de Nola, cerca de Nápoles, en 1548. Esta población, que se hallaba casi en ruinas, tuvo antiguamente gran importancia. Fue fundada por los tirios, fenicios descendientes de los cananeos; sus habitantes, valientes y guerreros, hicieron retroceder por dos veces las tropas de Aníbal. Más tarde, cayó en poder de los godos y los sarracenos. Sin embargo, sobre estas ruinas aún campeaba la sombra de Pitágoras, siendo la villa baluarte de la filosofía griega, de las ideas de la escuela de Alejandría y de la filosofía neoplatónica. Bajo la égida de esta filosofía griega, Filippo Bruno, que tomaría después el nombre de Giordano, nació rodeado de ilustrados conocedores y amantes del espléndido idealismo de la antigua Grecia. Su padre era un hombre frío, fuerte, bien equilibrado y, a veces, demasiado severo. Su madre era una mujer dulce y piadosa, cuyo deseo más vivo era ver entrar a su hijo en una orden monástica. De estos dos caracteres tan distintos y opuestos, nació aquel hombre de fuego, aquel caballero errante de la ciencia, de espíritu ardiente, sutil y orgulloso, orador inspirado, escritor que escribe como habla, arrebatado a veces por la ola de una elocuencia desbordada, de fatal facilidad; aquél a quien Hegel llamó “el cometa que brilla a través de Europa” y a quien otro pensador calificó más tarde de “esplendor de una vida abrasada”. Los deseos de la madre pronto fueron escuchados y el joven Bruno, de apenas quince años de edad, repleto ya de las ideas de Pitágoras, de Plotino y de Proclo, entró en un convento de dominicos. Los monjes, encantados de su precoz talento, le dieron el nombre de Giordano, o sea seguidor de Santo Domingo. Así dio él los primeros pasos en el camino que debían conducirle a la hoguera en el Campo de las Flores, de Roma. ¡Pobre madre! Como apacible llueca que ha incubado un huevo de águila, quedó embobada al ver a su hijo remontarse a las nubes, cuando lo que esperaba era un pollito que picoteara en la tierra; había querido hacer un sacerdote y se encontraba con un hombre de ciencia; habiendo creído dar nacimiento a un santo, veía que había parido un héroe, un mártir. Pero el destino fue bello para el héroe, aunque no para la madre. “El resplandor de la hoguera donde montó Bruno el 17 de febrero de 1600 ―dijo bien Bartholomess, uno de sus biógrafos― se confunde con la aurora de la ciencia actual”. Y nada más justo que esta apreciación. Las llamas que devoraron su cuerpo vivo, se convirtieron en los primeros rayos del sol de la libertad de pensamiento que hoy brilla sobre Europa y sobre casi todo el mundo. En el reino del pensamiento, las naciones estaban dominadas en aquel tiempo por la cosmología árabe de Averroes, la cosmología judía tradicional ―en la que predominaban Avicena y Maimónides― y la ciencia de Aristóteles. La visión era cerrada. Éste, Aristóteles, era el hijo adoptivo del cristianismo; imperaba igualmente en la Roma católica que en la Ginebra protestante. Para todos la Tierra permanecía inmóvil; el Sol erraba en el espacio; la Tierra era el centro del Universo. Sobre esta Tierra un dios había agonizado; todo había sido creado para el hombre: el Sol, la Luna, los astros. Más allá de las estrellas, fijas e inmutables en la bóveda azulada del cielo, se hallaba el trono de Dios, el reino de los santos y de los ángeles. Encima, el cielo con sus delicias; abajo, el infierno con sus tormentos. El Universo era pequeño, estrecho, limitado por horizontes visibles. Y cinco años antes del nacimiento de Bruno, Copérnico, próximo ya a morir, había dado al mundo su libro revolucionario. Nosotros, que desde nuestra niñez hemos vivido en un universo infinito, no podemos imaginar el error, el trastorno de las ideas, cuando nuestra Tierra fue lanzada, como una peonza, en el vacío de los espacios sin límites. El hombre quedó anonadado ante el espectáculo de esta naturaleza que de la noche a la mañana aparecía gigantesca, aplastante; aterrorizado como un niño que ve en el crepúsculo de la tarde alguna sombra amenazadora, se refugió en el seno de su madre, la Iglesia, para ocultar su turbación y calmar sus temores. Sus ideas fueron visionarias y místicas, cercanas y personales. Afectaron tanto al poeta como al analista y, con el tiempo, influenciaron a hombres tales como Heisenberg y Einstein Fue sobre esa Europa, aún dominada por Aristóteles, donde se arrojó Bruno, lleno de las ideas de Pitágoras reforzadas por las teorías de Copérnico, pues los dos enseñaban el movimiento de la Tierra, la estabilidad de las estrellas, y el último había resucitado la más antigua ciencia: aquella que Aristóteles había desterrado. Las nuevas ideas amenazaban a la Humanidad con una caída espantosa. “¿Cómo es esto? ―se oía por todas partes―; el hombre, que es el rey de la Creación, ¿no es más que un ser pequeño, insignificante, un átomo, un grano de arena en el desierto de un Universo sin límites? Para Bruno, en la infinitud de la naturaleza el hombre entra en contacto con la infinitud de Dios. El resultado es un modo de vida filosófico específico: “El filósofo aspira a superar su individualidad… para dilatar su ser finito en el esplendor del infinito, para reencontrar la unión con la naturaleza infinita… Pensar el infinito significa, en particular, pensarse como minúscula parte de un Todo, significa expresar con entusiasmo la certeza de que también la propia vida participa, en alguna medida, del movimiento incesante del Universo”. Es decir, se trata de eliminar el punto de vista parcial y partisano del yo individual y descubrirse como parte consciente y agente del Todo, elevándose así a un nivel trascendente de universalidad y objetividad. El impulso del espíritu deja atrás todo para elevarse hacia el Bien. De esta manera, la dignidad, la moral, en suma, la grandeza del alma humana, quedaba destruida por esta nueva ciencia. Todo caía en ruinas en torno a una Iglesia asombrada, y el cristianismo, por intuición, se oponía a esta doctrina con los medios más radicales: la Inquisición, con los más refinados y crueles métodos de tortura, y sus hogueras. Giordano Bruno, por el contrario, consideraba de un modo muy diferente el problema planteado en el siglo XVI, de las relaciones entre Dios, el Universo ilimitado y el hombre. “¡Ah! ― exclamaba a su vez, lleno de fervor triunfante y gozoso―, ¡la Tierra gira con sus habitantes en el espacio infinito! ¡Las esferas son innumerables! ¡La vida, por doquier, se encarna en formas, pues la vida es universal, es quien llamamos Dios! ¡Mundos y más mundos por doquier! ¡En todas partes seres vivientes! La muerte podrá disipar el cuerpo, pero no puede tocar la vida. El cuerpo sólo es útil cuando sirve de instrumento a una vida noble, amante y heroica, digna de ser una partícula de la vida universal o Divina. Por lo tanto, el miedo, la mentira, la bajeza, he aquí las sombras de la vida; la deshonra, en conclusión, es peor que la muerte, porque la deshonra mancha la vida, en tanto que la muerte sólo destruye los cuerpos”. He aquí, pues, la nueva base moral que Giordano Bruno ofreció al cristianismo: la inmanencia de Dios, es decir, la vida universal animando todos los cuerpos; la eternidad del espíritu, puesto que él, en su naturaleza, es idéntico a la vida universal y, basándose en estos dos hechos naturales, científicos, la vida heroica, el culto 25 a lo verdadero y a lo bello, por ser ésta la única vida digna de la vida eterna que habita el cuerpo. Contemplar la infinitud de la naturaleza invita a una búsqueda que es también infinita: la investigación y la búsqueda no se apagarán con la obtención de una verdad limitada y un bien definido. “El valor del hombre no está en la verdad que cualquiera posee o presume poseer, sino en la sincera fatiga empleada para alcanzarla”. Es significativo que Bruno oponga su propia aventura espiritual a la de los “mecánicos” o aventureros, que anunciaban el advenimiento de un mundo moderno, dominado por la tecnología y el dinero. Así, denuncia el cinismo de la “conquista” disfrazada de “descubrimiento” por los modernos Argonautas que han conquistado América, movidos no por el deseo de conocimiento, sino por la sed de riqueza. Ellos han perturbado la paz de otros, han confiscado a los hombres sus tierras y bienes, han destruido sus religiones y costumbres. Al mismo tiempo, reprocha a los modernos Tifis haber dado a los hombres instrumentos y medios para dominar y matar a sus semejantes, “con la abominable Avaricia, con el vil e impetuoso Comercio, con la desesperada Piratería, Depredación, Engaño, Usura y otras criminales siervas, ministras y acompañantes suyas”. Candelaio es la primera muestra de su filosofía, en clave cómica. Aquí anticipa algunos temas fundamentales de su pensamiento y, al mismo tiempo, traza a grandes líneas los principios generales de su poética. Es necesario partir de una situación cómica para comprender los mecanismos que regulan la función del modelo. Simplemente quiso poner en escena a tres personajes típicos del teatro del siglo XVI: el enamorado, el alquimista y el pedante. La raíz de todo esto se encuentra en Platón, en el Filebo, donde se encuentra el ejemplo de la coexistencia del placer y el dolor en el alma: (“¿No sabes que también en ellas [en las comedias] hay una mezcla de dolor y placer?”) El interés por la mezcla de afecciones opuestas estimula a Platón a examinar los mecanismos que desencadenan el ridículo. Se trata de una breve e intensa digresión, en donde se formula por primera vez una explicación que pone en juego simultáneamente a la víctima, al autor y al espectador. Para comprender bien lo que sucede tanto en la escena como en la vida es necesario pensar un accidente opuesto al precepto recogido por la inscripción de Delfos. En efecto, el elemento que desencadena la risa es provocado por un desconocimiento de sí mismo, por un vacío del alma que genera opiniones falsas sobre el propio valor. El ridículo, según la interpretación propuesta por Sócrates, nace de la diferencia que existe entre lo que creemos ser y lo que en realidad somos. La crítica de Giordano Bruno parte del ideal de conocimiento desinteresado, de un modelo que regirá toda su existencia: el de la vida verdaderamente filosófica, guiada exclusivamente por el amor a la Verdad y a la Sabiduría. “La sabiduría y la justicia comienzan a abandonar la Tierra justo cuando los sabios, organizados en sectas, empiezan a emplear sus enseñanzas con ánimo de lucro”. Esta tendencia está muy presente en nuestra época (siglo XXI), cuando el saber científico y humanístico siempre corre el riesgo de estar al servicio del mercado o de un vano ejército de poder académico. Esta es la tesis que Giordano Bruno sostenía en todos los países cultos de Europa, en todas las universidades que le abrieron sus puertas, en todos los centros del pensamiento. Ella le dio su fuego, su elocuencia, su ardor en la palabra, porque para él la ciencia no era un conocimiento árido y estéril, sino una religión inspirada y fecunda. Él amaba y 26 Según Bruno, la ciencia es la observación de los objetos por medio de los sentidos; la filosofía es el conocimiento de la unidad por encima de estos objetos predicaba la ciencia con un ímpetu, un entusiasmo y un fuego indescriptibles; él era su apóstol y fue su mártir, porque para él la ciencia era el ocultismo, es decir, el estudio del pensamiento divino encarnado en las formas. Así, observando los objetos, se puede leer el lenguaje de la Naturaleza y conocer los pensamientos de Dios. Giordano Bruno era consciente de haber pagado el precio personal que tuvo que pagar por lo que cree que puede pensar y decir. Así declaraba “fatigándome aproveché, sufriendo hice experiencia, viviendo como exiliado aprendí”, antes de saber que, como Sócrates, él habría de pagar un precio muy alto por el crimen de ser un pensador libre. No es casual que el filósofo encendido por el amor al conocimiento concluya su existencia como la mariposa, en las llamas de la hoguera. Pero el cristianismo rehusó aceptar semejante tesis. De haber podido captarla, no hubiera entablado entre la ciencia y la religión la guerra encarnizada que ha durado hasta nuestros días. ¡Pobre orador! Con tus palabras de fuego no pudiste inflamar los corazones duros y fríos como las piedras; no pudiste más que encender la hoguera cuyas llamas redujeron a cenizas tu cuerpo, de que ninguna de sus partículas subsiste sobre la Tierra y fuera él a buscar en el vacío del espacio las tierras pobladas de que había hablado. Pero las palabras retumban a través de las edades. “Saber morir en un siglo, es vivir en todos los venideros”. La tesis repudiada en el siglo XVI es reclamada por el presente. El mensaje de Bruno, ahogado por el humo de la hoguera, es el mensaje que necesita el mundo actual. Sus libros figuran en el Índice vaticano de libros prohibidos, pero sus ideas se extienden hoy por el mundo entero, siendo ellas precursoras de la espiritualidad que hoy ilumina al mundo. Bruno fue un autor fecundo, que escribió en el culto latín y en vulgar italiano. En éste, en su lengua materna, se encuentran sus obras más importantes. A los ojos de la Iglesia no fue tal vez uno de sus menores defectos el tratar sus ideas filosóficas en un idioma popular y para el pueblo, pues para la Iglesia, la filosofía, cuando es herética, debe encubrirse con el velo del latín y no exponerse en medio de la calle en el lenguaje que el pueblo pueda comprender. Giordano Bruno usaba su lengua materna para esparcir sus doctrinas en el corazón del pueblo. Además de Candelaio, otras tres de sus obras son calificadas por Bruno como “las columnas de mi sistema”, “las bases de edificio entero de mi filosofía”. Ellas son: Della causa, principio et uno y Dell’ infinito, universo é mondi, donde se encuentra la exposición completa de la doctrina de este gran pensador. La tercera, que contiene la aplicación a la vida de esta doctrina, lleva por título Gli heroici furori y describe su ideal. He aquí cómo se expresa Giordano Bruno: “Si la Tierra no permanece inmóvil en el centro del mundo, entonces el Universo no tiene centro ni límites; entonces el infinito es ya una realidad en la creación visible, en la inmensidad de los espacios celestes; entonces, en fin, el conjunto indefinido de los seres forma una unidad ilimitada, producida y sostenida por la Unidad primitiva, por la causa de las causas”. O sea, en términos menos filosóficos: esta unidad de la vida es la base de la Humanidad y la inmanencia de Dios es la base de la solidaridad de los seres humanos. Esta existencia es el Todo, sin excepción. Todo existe en ella, no solamente lo actual, es decir, el Universo que es, sino todas las posibilidades realizadas o no realizadas, todos los universos del pasado y del porvenir. Esta Existencia lo contiene todo, todo sale de ella y a ella vuelve; y añadía Bruno, recordando un versículo del Nuevo Testamento: “Verdaderamente está bien dicho que en Él vivimos, nos movemos y somos”. Y todavía se le condenó a la hoguera por ateo. Esta Existencia se manifiesta en tres modos: el primero, el pensamiento. Este pensamiento es la sustancia del Universo. “El acto del divino pensamiento ― dice Bruno― es la sustancia de las cosas”; él es la base de todas las existencias particulares. La filosofía de Giordano Bruno se da la mano, en suma, con la doctrina de la Vedanta, para la que el Universo no es más que un pensamiento de Dios, y todas las cosas fuera de la realidad, es decir, fuera de Dios, son pasajeras. Así, pues, establece el pensamiento, que es la sustancia, y en esta sustancia dos elementos: el espíritu y la materia. El primero, el espíritu, es el elemento positivo, formador, principio de la forma; él lo hace todo. El segundo, la materia, es el elemento negativo, pasivo, aquel en que todo se convierte. Estos dos elementos de la filosofía de Giordano Bruno recuerdan otra escuela hindú, la filosofía Sankhya, pero con una diferencia importante: en la filosofía de Bruno el espíritu y la materia aparecen siempre ligados y el Universo existe por estos dos elementos; ambos figuran siempre juntos y forman la Naturaleza, que es la sombra de Dios. En la filosofía Sankhya, por el contrario, el espíritu desempeña, ciertamente, un papel muy importante, puesto que sin él nada existiría, pero obra sobre la materia a la manera que el imán lo hace sobre las partículas de hierro. El espíritu reflejado en la materia es la fuerza, pero él permanece siempre aparte, como “testigo”, como “espectador”, y la energía y la materia crean juntas todos los objetos. Para Bruno el espíritu está siempre allí, no como testigo, sino como actor, pues lo considera el principio de la forma. “Un solo espíritu ―dice― penetra todos los cuerpos, y no existe un solo cuerpo, por ínfimo que sea, que no pueda contener una parte de la sustancia divina y vivificante [...] Nada puede existir fuera de este ambiente divino”. El segundo elemento, la materia, es pasivo; considerada en su totalidad, la materia es una; ella es la mónada primitiva en la que el espíritu engendra innumerables cuerpos, y cada mónada contiene en sí todas las posibilidades de la evolución. Bruno dice que es necesario considerar la materia como una, lo mismo que el espíritu, y he aquí cómo la concibe: “Del tronco de un árbol el arte construye muebles preciosos, que son el ornamento de un palacio magnífico. La Naturaleza nos ofrece análogas metamorfosis; lo que al principio es semilla, se convierte en tallo, después en espiga, en seguida en pan, quilo, sangre, simiente, embrión, hombre, cadáver, y de nuevo en tierra, piedra o cualquiera otro cuerpo, y así sucesivamente. Nos encontramos, pues, aquí en presencia de algo que se trueca en todos estos objetos, pero que, sin embargo, permanece siempre el mismo. Todas las formas naturales salen de la materia y a ella vuelven; nada parece constante y digno de llamarse ‘principio’, como no sea la propia materia”. Aquello que es, Esta tendencia está muy presente en nuestra época, cuando el saber científico y humanístico siempre corre el riesgo de estar al servicio del mercado o de un vano ejército de poder académico aquello que existe, lo que todos los seres poseen en común, es la materia. Ésta es, por lo tanto, una unidad que produce todos los cuerpos. “El conocimiento de esta unidad es el objeto de toda la filosofía, de todo el estudio de la Naturaleza”. Si a esto se añade esta otra frase: “Los cuerpos son los verdaderos objetos de consciencia”, en Giordano Bruno se pueden apreciar dos definiciones muy hábiles de la ciencia y la filosofía. La ciencia es la observación de los objetos por medio de los sentidos; la filosofía es el conocimiento de la unidad por encima de estos objetos. Cuando se llega a conocer esta unidad, es cuando verdaderamente se es filósofo. Puesto que el elemento positivo, el espíritu, la consciencia, obra en la materia desde dentro y no desde fuera, él es la inteligencia de todas las vidas particulares. El alma de cada objeto. He aquí sentado un principio importante: el espíritu universal se individualiza en el alma; él es, verdaderamente, el alma de todos los cuerpos. Así dice Bruno que el alma es la causa de la armonía de los cuerpos y no el resultado de esta armonía. Y en esto estriba precisamente la diferencia entre materialismo e idealismo. El materialismo pretende que la coordinación de las partículas de la materia es lo más importante, y que la vida, la inteligencia, provienen de esta coordinación de la materia. El idealismo postula que la vida es el principio formativo, que sus esfuerzos por manifestarse son la causa de aquella coordinación y los que forman los órganos del cuerpo para que puedan servir lo mejor posible a las funciones de la vida. He aquí marcada la inmensa diferencia existente entre ambos sistemas: en uno, la materia lo produce todo; en el otro, la vida gobierna a la materia y la organiza para servirse de ella. Y Giordano Bruno dice que el fin de todo progreso es el perfeccionamiento del espíritu, porque la vida del espíritu es la vida del ser humano. El pecado para él es negativo, es la ausencia del bien, el bien imperfecto; la muerte es por completo indiferente, ya que el cuerpo cambia todos los días. “Los que temen a la muerte son necios, pues el cuerpo cambia todos los días”. Para Bruno los dos elementos son eternos: la materia, produciendo una sucesión de cuerpos; y el espíritu, que se individualiza en el alma; el alma se desarrolla por la reencarnación en cuerpos cada vez más complejos y perfectos. Y Bruno añade en seguida: “¿Se puede así tener miedo a la muerte?” Para demostrar la base moral de su filosofía, explica la constitución del ser humano. El ser humano consta de tres partes, que son como los tres supuestos de Dios en el Universo. Él piensa y entonces comparte la sustancia divina, que es el pensamiento; esta es la parte superior del ser humano, el germen de la divinidad que en él existe. El alma, que es el espíritu, el elemento positivo individualizado, se liga por sus poderes 27 superiores al pensamiento, al intelecto, y por sus poderes inferiores se une al cuerpo, que es su criatura. En fin, la tercera parte es el cuerpo formado de materia. Resumiendo, los tres elementos que constituyen al ser humano son: el pensamiento, que es el más elevado de todos; el alma, entre el pensamiento y el cuerpo, y éste último, formado de la materia. “El cuerpo está en el alma ―dice―, el alma no está en el cuerpo; el alma está en el intelecto o pensamiento”. Para Bruno el espíritu es la vida universal que se individualiza como alma; “el alma está en el intelecto y el intelecto es Dios o está en Dios”, como dijo Plotino. Así, para Bruno, la forma primitiva del ser humano es la divinidad; si el ser humano tiene consciencia de su divinidad, puede entonces reconquistar la forma primitiva y elevarse hasta los cielos. “Por el conocimiento de su propia nobleza es como los seres humanos pueden readquirir su forma divina”. La Iglesia decía al hombre: “Tú eres malo, corrompido; para salvarte es indispensable la gracia divina”; y Bruno decía: “Tú eres divino y debes elevarte hasta poner de manifiesto ese Dios que mora perpetuamente en tu corazón”. Y añade todavía que el cuerpo es como un navío: el capitán es la voluntad, el timón es la razón; pero alguna vez el capitán duerme y los marineros ―los deseos, los apetitos del cuerpo― se apoderan del timón y la nave zozobra. Dadas estas condiciones, ¿cómo persuadir al alma de que es noble y digno de alabanza elevarse hasta el intelecto y vivir la vida heroica? ¿Cómo incitar al hombre a levantarse por encima del animal, a realizar su divinidad, siendo así que constantemente es atraído por los objetos, por los atractivos de los sentidos? Bruno nos ofrece una respuesta contundente: “Por el amor de lo bueno y lo verdadero”. El alma que anhela los objetos de los sentidos se liga por este amor al cuerpo; pero el alma que ama la belleza, la bondad y la verdad, se une así al Dios increado. Por lo tanto, su doctrina no contiene ninguna amenaza; él quiere atraer a los seres humanos y de ningún modo asustarles; no existe para él el infierno y sí sólo la degradación del espíritu. “El alma ―dice― puede rebajarse, lo mismo que elevarse; se puede apreciar por las predilecciones del alma si ella sube hacia los seres divinos o si, por el contrario, desciende hacia la animalidad. El alma humana no puede animar el cuerpo de un animal más que cuando ha dejado de ser humana. El amor puesto en los placeres groseros vuela a la tierra, mas remonta su vuelo hacia las alturas cuando se pone en los placeres nobles”. La mente, que aspira a elevarse, entra en la divinidad teniendo la certidumbre de que Dios está cerca de ella, presente en ella más todavía que el ser humano mismo, puesto que Él es el alma de todas las almas, la vida de todas las vidas, la esencia de todas las esencias. Lo que vemos a nuestro alrededor es tan divino como nosotros mismos. He aquí, pues, lo que Bruno dice a los seres humanos: “Por el amor a la belleza y a la bondad divinas la mente queda arrobada y se convierte en el héroe entusiasta”. Desaparece la atracción hacia los objetos más bajos cuando se ha 28 visto la belleza real y permanente. “El héroe apasionado se eleva por la contemplación de los diversos géneros de la belleza y de la bondad divinas; con las alas de la inteligencia y de la voluntad razonada se remontan hacia la divinidad, dejando atrás los cuerpos de naturaleza inferior”. Giordano Bruno describe lo que para él es un héroe: “Se encuentran presentes en el cuerpo, de un modo, que la mejor parte de sí mismo está fuera de aquél; por un sacramento indisoluble está unido a las cosas divinas y no experimenta amor ni odio por las que son pasajeras; siéntese señor de su cuerpo; sabe que no debe ser el esclavo, pues el cuerpo es para él la prisión, en la que su libertad está cargada de hierros que le retienen, cadenas que le atan las manos, ligaduras que le aprietan los pies y velos que le ciegan los ojos. Él no quiere ser esclavo, prisionero, cautivo, encadenado, perezoso, estúpido, ciego, pues el cuerpo que él rechaza no puede tiranizarle. De este modo, el espíritu domina al cuerpo y la materia es sometida a Dios y a la Naturaleza; así él se hace fuerte contra el destino, magnánimo con las injurias, animoso ante la pobreza, la enfermedad y la persecución”. Este es el ideal de la vida heroica, tal como Bruno lo comprende. Una objeción se presenta: no todos los seres humanos pueden ser heroicos; ¿cómo se elevarán los que no pueden escalar estas encumbradas cimas? Giordano Bruno nos responde: “Basta con que cada uno se esfuerce todo lo posible, pues la naturaleza heroica revela su dignidad al caer o fracasar dignamente en una noble empresa, aún más que obteniendo completa victoria en otra menos grande y noble”. El mensaje de Giordano Bruno se dirige no sólo a los individuos, sino también a las naciones, puesto que existe un alma de la nación, como existe la del individuo; para ambas el pensamiento es el instrumento de progreso; la persecución de un ideal noble y elevado transforma la vida en una vida grande y heroica. En las naciones como entre los individuos es necesario escoger entre la bestialidad y Dios. El espíritu es libre para hacer lo que quiera: puede descender al cieno, al barro, podemos convertirnos en salvajes, en bestias, o bien podemos, poco a poco, subir hacia aquellas elevadas cimas donde el Dios increado se manifiesta al mundo. Podemos alcanzar, tratar de alcanzar las alturas donde se respira un ambiente delicioso, o podemos ahogarnos en las cavernas del fondo de la Tierra. Nuestro destino se halla en nuestras manos y depende de que seamos dueños o esclavos de nuestro cuerpo. Este cuerpo es un instrumento excelente, magnífico, pero con una condición: que sea realmente el instrumento y no el amo. Escoge, pues. Sé el amo o sé el esclavo. Escoge, no solamente para ti, sino también para tu país y para el mundo. Comienza a comprender la belleza, pero no a revolcarte en el lodo; y que el objetivo de los individuos, como el de las naciones, sea elevarse siempre y no descender. Pocos eligen morir de una forma tal que sirva para cambiar el rumbo de la historia, pero Giordano Bruno fue uno de ellos, convirtiéndose en el primer mártir de la libertad de pensamiento y el único mártir de la ciencia. A finales de enero de 1600, Bruno se encontraba encadenado ante el Tribunal de Corte de la Inquisición de la Iglesia romana, en el Vaticano, y fue condenado a muerte por el papa Clemente VIII. El delito de Giordano Bruno había sido publicar escritos heréticos: La cena de las cenizas, La expulsión de la bestia triunfante, Del universo infinito y los mundos y El Candelero, basados en las teorías de Copérnico y mezclados con su propia visión idiosincrásica de la filosofía natural. Bruno había sido perseguido durante décadas, sus libros prohibidos, sus ideas reprimidas, pero, al igual que Leonardo da Vinci un siglo antes, siempre había conseguido mantenerse un paso adelante de la Iglesia y pasar la mayor parte de su vida en estados liberales o protestantes, como Francia, Inglaterra y Alemania. Pero en 1591 recibió una oferta para dar clases a un noble veneciano llamado Giovanni Mocenigo, y tomó la extraña decisión de volver a su Italia natal. Era una trampa: Mocenigo trabajaba para la Inquisición. Bruno tuvo que hacer frente a un juicio, primero en Venecia y luego en Roma, donde fue encarcelado en una celda minúscula durante siete años, tiempo en el que fue torturado para luego ser quemado vivo. Bruno era todo lo que la Iglesia despreciaba y temía: un pensador y divulgador que ofrecía una visión alternativa del cosmos. No lo quemaron por algún capricho pedante de la doctrina católica o por algún punto de vista político pasajero, sino porque poseía el don de la comunicación, porque la gente lo escuchaba y leía sus discursos incendiarios. Tres cuartos de siglo antes, Martín Lutero había sacudido las raíces del catolicismo al atacar la estructura de la Iglesia y fustigar al papa por su decadencia. Pero Bruno, al igual que Leonardo da Vinci, que Copérnico, que Kepler, al igual que todos los buscadores de la Verdad, atacó los presupuestos, los cimientos mismos de la filosofía. Mientras luteranos y calvinistas sólo proponían una forma alternativa de adoración y discutían sobre los detalles, estos hombres excepcionales ofrecieron una ideología completamente nueva. Cuando Giordano Bruno era conducido a la pira, encaró a sus verdugos antes de que le atravesaran la lengua con un pincho de metal para que dejara de difundir sus ideas subversivas a las masas que se congregaron para verlo arder en el Campo dei Fiori. Bruno les dijo así a sus verdugos: ¡Ah!… Prefiero mil veces mi muerte a vuestra suerte; morir como yo muero… no es una muerte ¡no! Morir así es la vida; vuestro vivir, la muerte. Por eso habrá quien triunfe, y no es Roma. ¡Soy yo! Decid a vuestro papa, vuestro señor y dueño, decidle que a la muerte me entrego como un sueño, porque es la muerte un sueño, que nos conduce a Dios… Mas no a ese Dios siniestro, con vicios y pasiones que al hombre da la vida y al par su maldición, sino a ese Dios-Idea, que en mil evoluciones da a la materia forma, y vida a la creación. ¡Mas basta!... ¡Yo os aguardo! Dad fin a vuestra obra, ¡cobardes! ¿Qué os detiene?... ¿Teméis al porvenir? ¡Ah!... Tembláis… Es porque os falta la fe que a mí me sobra… Miradme… Yo no tiemblo… ¡Y soy el que va a morir! Bruno murió porque se negó a aceptar la ortodoxia, y expresó su visión como una amalgama de la ciencia de Copérnico (que la Iglesia aún no era capaz de comprender) y de la creencia en un dios mucho más cercano al hombre que el que proponía la propia Iglesia. Nunca abandonó su fe en lo divino y, en muchos aspectos, revolucionó la religión tradicional; pero, a los ojos de la Santa Sede, era un astuto hereje y, por lo tanto, una tremenda amenaza. Desafortunadamente, el mundo no estaba preparado para escuchar a un hombre que hablaba así sobre la vida en otros mundos, sobre un dios que era más panteísta que bíblico y sobre una filosofía natural que desechaba prácticamente todo lo que había enseñado Aristóteles. Ya en 1570, Bruno se había convertido en un defensor de Demócrito y de los atomistas, y había cuestionado abiertamente lo que llevaba tiempo escrito en piedra, preguntando: ¿Qué es la materia? ¿Qué es la energía? ¿Cómo podría existir un universo infinito? Si así fuera, ¿qué significaba? Bruno ofreció una visión poética de estos temas. Al igual que Leonardo, no tenía conocimientos de matemáticas. Tan sólo ahora, en un mundo explicado por mecánicos cuánticos y conducido por nuevas percepciones relativistas, se puede apreciar el punto de vista que tenía sobre el mundo. Su modelo de universo, en el que todas las cosas estaban interconectadas a nivel atómico, puede compararse con las ideas que surgieron a raíz de la teoría de las supercuerdas durante la década de los noventa del siglo pasado. Aunque las ideas de Bruno fueron visionarias y místicas, también eran cercanas y personales; afectaron tanto al poeta como al analista y, con el tiempo, influenciaron a hombres tales como Heisenberg y Einstein. Pero en el siglo XVI esas filosofías aterrorizaron al purpurado. Las preguntas de Bruno fueron fundamentales y fueron las mismas preguntas que luego obsesionaron a otros buscadores, como Galileo, preguntas que han ocupado el pensamiento de físicos desde los tiempos remotos hasta nuestros días. El resplandor de la hoguera en donde ardió Giordano Bruno el 17 de febrero de 1600 se confunde con la aurora de la ciencia actual Ángel Serrano (Ciudad de México, 1944). Estudió Economía y Filosofía en la UNAM. Durante años fue analista-redactor de la revista Comercio Exterior, del Banco Nacional de Comercio Exterior, S.A. de C.V., donde se especializó en temas de América Latina. Posteriormente, recibió las tres iniciaciones a Reiki, alcanzando la Maestría en 1999. En la actualidad, se dedica a dar terapia de imposición de manos y a la contemplación meditativa de este sendero espiritual, y participa con frecuencia en cursos y charlas de divulgación. 29