CIENCIA Y TECNOLOGÍA
MENSAJE DE GIORDANO BRUNO AL MUNDO DE NUESTROS DÍAS
Ángel Serrano
Más de cuatrocientos años han transcurrido desde el día en que
Giordano Bruno dejó oír su voz en la Sorbona de París para
exponer sus teorías acerca del
Universo ilimitado, de la vida
universal, de la inmortalidad del
espíritu y de la vida heroica, que
conduce a la perfección humana.
Retrocedamos por unos momentos al
siglo XVI, un siglo de hierro en el que
Europa asiste a cambios decisivos. La
reforma religiosa desemboca en la
tragedia de las guerras de religión; el
descubrimiento de América abre paso
a la empresa depredadora de la
colonización; el Estado moderno
prosigue su difícil obra de
construcción, al tiempo que el sistema
del saber y la imagen del mundo
dominantes durante siglos entran en
una crisis irreversible de la que
surgirá el pensamiento de la
modernidad. Giordano Bruno se
enfrenta a estos problemas, a la vez
que lleva a cabo una revisión crítica
del conjunto de la tradición filosófica
y religiosa de Occidente.
Nos encontramos en 1582. Giordano
Bruno había dejado, en ese año, los
alrededores de Nápoles para dirigirse
a Roma, escapándose de las manos de
la Inquisición, que pretendía
arrancarle de su convento a
consecuencia de un folleto bastante atrevido, Candelaio, en el
que estigmatizaba con mordaz ironía los vicios de los monjes y
en el que se pronunciaba contra algunos de los dogmas de la
Iglesia católica. El Papa, por supuesto, no le dio muy buena
acogida, más bien le instó a entregarse a la Inquisición y orar por
su perdón. Perseguido por el odio de sus enemigos se había
refugiado en Nola, su pequeño pueblo natal, al sur de Italia, para
ir después a Ginebra. Pero los calvinistas no lo recibieron mejor
que el Papa debido a una crítica suya hacia Calvino, y pronto
hubo de romper con su sucesor. Viendo abierta ante sí la cárcel,
marchó a Lyon, Francia, a pesar de que las puertas de la ciudad
estaban vigiladas para impedírselo y apresarlo. Después
continuó a Tolosa y finalmente a París, a donde llegó en 1582.
Allí, con el deseo de difundir sus ideas, solicitó y obtuvo del
Rector de la Sorbona permiso para abrir un curso, alcanzando en
él un considerable éxito. Tan así fue que la Sorbona le ofreció
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una cátedra de profesor. Pero se presentaba una dificultad: a
todos los profesores de la Sorbona se les había impuesto la
imperiosa obligación de oír misa, en
un tiempo en que en las calles de París
se interpelaba a los transeúntes
gritándoles: “¡La misa o la muerte!”
Bruno no quería en modo alguno
asistir a tal ceremonia. No pensaba lo
mismo que Enrique IV, quien dijo
más tarde que “París bien vale una
misa”. Al contrario, amante de la
verdad en los actos tanto como en las
palabras, se mostró intransigente en
esta cuestión, no queriendo doblar la
rodilla allí donde el corazón no sentía
adoración a la Divinidad. ¿Cómo
consentirle, pues, que hablara desde
su silla en la Sorbona? Fue necesario
reflexionar para salir del apuro, tanto
más por cuanto el rey Enrique III se
interesaba por el joven italiano y los
estudiantes, siempre poco sumisos a la
autoridad, querían asistir en masa a
sus lecciones. Su palabra inflamada y
su elocuencia magnética, encantaban a
la juventud parisiense. ¿Qué hacer
entonces? El único medio para salir
del compromiso era crear para él una
cátedra extraordinaria, libre de todas
las condiciones que se imponían a los
doctores de la Sorbona. Se le nombró,
en efecto, profesor extraordinario y se
le concedió permiso para enseñar el
sistema de Lógica y de Mnemotécnica de Raimundo Lulio, una
de las figuras más fascinantes y avanzadas de la época, del
campo espiritual, el cual ofreció horizontes inmensos a Bruno,
para quien la palabra era la materialización del pensamiento; la
idea era la creadora, en tanto que la palabra y el objeto son
solamente sus criaturas: así Dios, cuando quiso crear el Cosmos
se manifestó en el Verbo.
Giordano Bruno nació en la villa de Nola, cerca de Nápoles, en
1548. Esta población, que se hallaba casi en ruinas, tuvo
antiguamente gran importancia. Fue fundada por los tirios,
fenicios descendientes de los cananeos; sus habitantes, valientes
y guerreros, hicieron retroceder por dos veces las tropas de
Aníbal. Más tarde, cayó en poder de los godos y los sarracenos.
Sin embargo, sobre estas ruinas aún campeaba la sombra de
Pitágoras, siendo la villa baluarte de la filosofía griega, de las
ideas de la escuela de Alejandría y de la filosofía neoplatónica.
Bajo la égida de esta filosofía griega, Filippo Bruno, que tomaría
después el nombre de Giordano, nació rodeado de ilustrados
conocedores y amantes del espléndido idealismo de la antigua
Grecia. Su padre era un hombre frío, fuerte, bien equilibrado y, a
veces, demasiado severo. Su madre era una mujer dulce y
piadosa, cuyo deseo más vivo era ver entrar a su hijo en una
orden monástica. De estos dos caracteres tan distintos y
opuestos, nació aquel hombre de fuego, aquel caballero errante
de la ciencia, de espíritu ardiente, sutil y orgulloso, orador
inspirado, escritor que escribe como habla, arrebatado a veces
por la ola de una elocuencia desbordada, de fatal facilidad; aquél
a quien Hegel llamó “el cometa que brilla a través de Europa” y
a quien otro pensador calificó más tarde de “esplendor de una
vida abrasada”.
Los deseos de la madre pronto fueron escuchados y el joven
Bruno, de apenas quince años de edad, repleto ya de las ideas de
Pitágoras, de Plotino y de Proclo, entró en un convento de
dominicos. Los monjes, encantados de su precoz talento, le
dieron el nombre de Giordano, o sea seguidor de Santo Domingo.
Así dio él los primeros pasos en el camino que debían conducirle
a la hoguera en el Campo de las Flores, de Roma. ¡Pobre madre!
Como apacible llueca que ha incubado un huevo de águila, quedó
embobada al ver a su hijo remontarse a las nubes, cuando lo que
esperaba era un pollito que picoteara en la tierra; había querido
hacer un sacerdote y se encontraba con un hombre de ciencia;
habiendo creído dar nacimiento a un santo, veía que había parido
un héroe, un mártir. Pero el destino fue bello para el héroe,
aunque no para la madre. “El resplandor de la hoguera donde
montó Bruno el 17 de febrero de 1600 ―dijo bien Bartholomess,
uno de sus biógrafos― se confunde con la aurora de la ciencia
actual”. Y nada más justo que esta apreciación. Las llamas que
devoraron su cuerpo vivo, se convirtieron en los primeros rayos
del sol de la libertad de pensamiento que hoy brilla sobre Europa
y sobre casi todo el mundo.
En el reino del pensamiento, las naciones estaban dominadas en
aquel tiempo por la cosmología árabe de Averroes, la cosmología
judía tradicional ―en la que predominaban Avicena y
Maimónides― y la ciencia de Aristóteles. La visión era cerrada.
Éste, Aristóteles, era el hijo adoptivo del cristianismo; imperaba
igualmente en la Roma católica que en la Ginebra protestante.
Para todos la Tierra permanecía inmóvil; el Sol erraba en el
espacio; la Tierra era el centro del Universo. Sobre esta Tierra
un dios había agonizado; todo había sido creado para el hombre:
el Sol, la Luna, los astros. Más allá de las estrellas, fijas e
inmutables en la bóveda azulada del cielo, se hallaba el trono de
Dios, el reino de los santos y de los ángeles. Encima, el cielo
con sus delicias; abajo, el infierno con sus tormentos. El
Universo era pequeño, estrecho, limitado por horizontes visibles.
Y cinco años antes del nacimiento de Bruno, Copérnico, próximo
ya a morir, había dado al mundo su libro revolucionario.
Nosotros, que desde nuestra niñez hemos vivido en un universo
infinito, no podemos imaginar el error, el trastorno de las ideas,
cuando nuestra Tierra fue lanzada, como una peonza, en el vacío
de los espacios sin límites. El hombre quedó anonadado ante el
espectáculo de esta naturaleza que de la noche a la mañana
aparecía gigantesca, aplastante; aterrorizado como un niño que
ve en el crepúsculo de la tarde alguna sombra amenazadora, se
refugió en el seno de su madre, la Iglesia, para ocultar su
turbación y calmar sus temores.
Sus ideas fueron visionarias y
místicas, cercanas y personales.
Afectaron tanto al poeta como
al analista y, con el tiempo,
influenciaron a hombres tales como
Heisenberg y Einstein
Fue sobre esa Europa, aún dominada por Aristóteles, donde se
arrojó Bruno, lleno de las ideas de Pitágoras reforzadas por las
teorías de Copérnico, pues los dos enseñaban el movimiento de
la Tierra, la estabilidad de las estrellas, y el último había
resucitado la más antigua ciencia: aquella que Aristóteles había
desterrado. Las nuevas ideas amenazaban a la Humanidad con
una caída espantosa. “¿Cómo es esto? ―se oía por todas
partes―; el hombre, que es el rey de la Creación, ¿no es más que
un ser pequeño, insignificante, un átomo, un grano de arena en el
desierto de un Universo sin límites? Para Bruno, en la infinitud
de la naturaleza el hombre entra en contacto con la infinitud de
Dios. El resultado es un modo de vida filosófico específico: “El
filósofo aspira a superar su individualidad… para dilatar su ser
finito en el esplendor del infinito, para reencontrar la unión con la
naturaleza infinita… Pensar el infinito significa, en particular,
pensarse como minúscula parte de un Todo, significa expresar
con entusiasmo la certeza de que también la propia vida
participa, en alguna medida, del movimiento incesante del
Universo”. Es decir, se trata de eliminar el punto de vista parcial
y partisano del yo individual y descubrirse como parte consciente
y agente del Todo, elevándose así a un nivel trascendente de
universalidad y objetividad. El impulso del espíritu deja atrás
todo para elevarse hacia el Bien. De esta manera, la dignidad, la
moral, en suma, la grandeza del alma humana, quedaba destruida
por esta nueva ciencia. Todo caía en ruinas en torno a una
Iglesia asombrada, y el cristianismo, por intuición, se oponía a
esta doctrina con los medios más radicales: la Inquisición, con
los más refinados y crueles métodos de tortura, y sus hogueras.
Giordano Bruno, por el contrario, consideraba de un modo muy
diferente el problema planteado en el siglo XVI, de las relaciones
entre Dios, el Universo ilimitado y el hombre. “¡Ah! ―
exclamaba a su vez, lleno de fervor triunfante y gozoso―, ¡la
Tierra gira con sus habitantes en el espacio infinito! ¡Las esferas
son innumerables! ¡La vida, por doquier, se encarna en formas,
pues la vida es universal, es quien llamamos Dios! ¡Mundos y
más mundos por doquier! ¡En todas partes seres vivientes! La
muerte podrá disipar el cuerpo, pero no puede tocar la vida. El
cuerpo sólo es útil cuando sirve de instrumento a una vida noble,
amante y heroica, digna de ser una partícula de la vida universal
o Divina. Por lo tanto, el miedo, la mentira, la bajeza, he aquí las
sombras de la vida; la deshonra, en conclusión, es peor que la
muerte, porque la deshonra mancha la vida, en tanto que la
muerte sólo destruye los cuerpos”.
He aquí, pues, la nueva base moral que Giordano Bruno ofreció
al cristianismo: la inmanencia de Dios, es decir, la vida universal
animando todos los cuerpos; la eternidad del espíritu, puesto que
él, en su naturaleza, es idéntico a la vida universal y, basándose
en estos dos hechos naturales, científicos, la vida heroica, el culto
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a lo verdadero y a lo bello, por ser ésta la única vida digna de la
vida eterna que habita el cuerpo. Contemplar la infinitud de la
naturaleza invita a una búsqueda que es también infinita: la
investigación y la búsqueda no se apagarán con la obtención de
una verdad limitada y un bien definido. “El valor del hombre no
está en la verdad que cualquiera posee o presume poseer, sino en
la sincera fatiga empleada para alcanzarla”. Es significativo que
Bruno oponga su propia aventura espiritual a la de los
“mecánicos” o aventureros, que anunciaban el advenimiento de
un mundo moderno, dominado por la tecnología y el dinero. Así,
denuncia el cinismo de la “conquista” disfrazada de
“descubrimiento” por los modernos Argonautas que han
conquistado América, movidos no por el deseo de conocimiento,
sino por la sed de riqueza. Ellos han perturbado la paz de otros,
han confiscado a los hombres sus tierras y bienes, han destruido
sus religiones y costumbres. Al mismo tiempo, reprocha a los
modernos Tifis haber dado a los hombres instrumentos y medios
para dominar y matar a sus semejantes, “con la abominable
Avaricia, con el vil e impetuoso Comercio, con la desesperada
Piratería, Depredación, Engaño, Usura y otras criminales siervas,
ministras y acompañantes suyas”.
Candelaio es la primera muestra de su filosofía, en clave cómica.
Aquí anticipa algunos temas fundamentales de su pensamiento y,
al mismo tiempo, traza a grandes líneas los principios generales
de su poética. Es necesario partir de una situación cómica para
comprender los mecanismos que regulan la función del modelo.
Simplemente quiso poner en escena a tres personajes típicos del
teatro del siglo XVI: el enamorado, el alquimista y el pedante.
La raíz de todo esto se encuentra en Platón, en el Filebo, donde
se encuentra el ejemplo de la coexistencia del placer y el dolor en
el alma: (“¿No sabes que también en ellas [en las comedias] hay
una mezcla de dolor y placer?”) El interés por la mezcla de
afecciones opuestas estimula a Platón a examinar los
mecanismos que desencadenan el ridículo. Se trata de una breve
e intensa digresión, en donde se formula por primera vez una
explicación que pone en juego simultáneamente a la víctima, al
autor y al espectador. Para comprender bien lo que sucede tanto
en la escena como en la vida es necesario pensar un accidente
opuesto al precepto recogido por la inscripción de Delfos. En
efecto, el elemento que desencadena la risa es provocado por un
desconocimiento de sí mismo, por un vacío del alma que genera
opiniones falsas sobre el propio valor. El ridículo, según la
interpretación propuesta por Sócrates, nace de la diferencia que
existe entre lo que creemos ser y lo que en realidad somos.
La crítica de Giordano Bruno parte del ideal de conocimiento
desinteresado, de un modelo que regirá toda su existencia: el de
la vida verdaderamente filosófica, guiada exclusivamente por el
amor a la Verdad y a la Sabiduría. “La sabiduría y la justicia
comienzan a abandonar la Tierra justo cuando los sabios,
organizados en sectas, empiezan a emplear sus enseñanzas con
ánimo de lucro”. Esta tendencia está muy presente en nuestra
época (siglo XXI), cuando el saber científico y humanístico
siempre corre el riesgo de estar al servicio del mercado o de un
vano ejército de poder académico. Esta es la tesis que Giordano
Bruno sostenía en todos los países cultos de Europa, en todas las
universidades que le abrieron sus puertas, en todos los centros
del pensamiento. Ella le dio su fuego, su elocuencia, su ardor en
la palabra, porque para él la ciencia no era un conocimiento árido
y estéril, sino una religión inspirada y fecunda. Él amaba y
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Según Bruno, la ciencia es la
observación de los objetos por
medio de los sentidos; la filosofía es
el conocimiento de la unidad por
encima de estos objetos
predicaba la ciencia con un ímpetu, un entusiasmo y un fuego
indescriptibles; él era su apóstol y fue su mártir, porque para él la
ciencia era el ocultismo, es decir, el estudio del pensamiento
divino encarnado en las formas. Así, observando los objetos, se
puede leer el lenguaje de la Naturaleza y conocer los
pensamientos de Dios. Giordano Bruno era consciente de haber
pagado el precio personal que tuvo que pagar por lo que cree que
puede pensar y decir. Así declaraba “fatigándome aproveché,
sufriendo hice experiencia, viviendo como exiliado aprendí”,
antes de saber que, como Sócrates, él habría de pagar un precio
muy alto por el crimen de ser un pensador libre. No es casual
que el filósofo encendido por el amor al conocimiento concluya
su existencia como la mariposa, en las llamas de la hoguera.
Pero el cristianismo rehusó aceptar semejante tesis. De haber
podido captarla, no hubiera entablado entre la ciencia y la
religión la guerra encarnizada que ha durado hasta nuestros días.
¡Pobre orador! Con tus palabras de fuego no pudiste inflamar los
corazones duros y fríos como las piedras; no pudiste más que
encender la hoguera cuyas llamas redujeron a cenizas tu cuerpo,
de que ninguna de sus partículas subsiste sobre la Tierra y fuera
él a buscar en el vacío del espacio las tierras pobladas de que
había hablado.
Pero las palabras retumban a través de las edades. “Saber morir
en un siglo, es vivir en todos los venideros”. La tesis repudiada
en el siglo XVI es reclamada por el presente. El mensaje de
Bruno, ahogado por el humo de la hoguera, es el mensaje que
necesita el mundo actual. Sus libros figuran en el Índice vaticano
de libros prohibidos, pero sus ideas se extienden hoy por el
mundo entero, siendo ellas precursoras de la espiritualidad que
hoy ilumina al mundo. Bruno fue un autor fecundo, que escribió
en el culto latín y en vulgar italiano. En éste, en su lengua
materna, se encuentran sus obras más importantes. A los ojos de
la Iglesia no fue tal vez uno de sus menores defectos el tratar sus
ideas filosóficas en un idioma popular y para el pueblo, pues
para la Iglesia, la filosofía, cuando es herética, debe encubrirse
con el velo del latín y no exponerse en medio de la calle en el
lenguaje que el pueblo pueda comprender. Giordano Bruno
usaba su lengua materna para esparcir sus doctrinas en el
corazón del pueblo.
Además de Candelaio, otras tres de sus obras son calificadas por
Bruno como “las columnas de mi sistema”, “las bases de edificio
entero de mi filosofía”. Ellas son: Della causa, principio et uno
y Dell’ infinito, universo é mondi, donde se encuentra la
exposición completa de la doctrina de este gran pensador. La
tercera, que contiene la aplicación a la vida de esta doctrina, lleva
por título Gli heroici furori y describe su ideal. He aquí cómo se
expresa Giordano Bruno: “Si la Tierra no permanece inmóvil en
el centro del mundo, entonces el Universo no tiene centro ni
límites; entonces el infinito es ya una realidad en la creación
visible, en la inmensidad de los espacios celestes; entonces, en
fin, el conjunto indefinido de los seres forma una unidad
ilimitada, producida y sostenida por la Unidad primitiva, por la
causa de las causas”. O sea, en términos menos filosóficos: esta
unidad de la vida es la base de la Humanidad y la inmanencia de
Dios es la base de la solidaridad de los seres humanos. Esta
existencia es el Todo, sin excepción. Todo existe en ella, no
solamente lo actual, es decir, el Universo que es, sino todas las
posibilidades realizadas o no realizadas, todos los universos del
pasado y del porvenir. Esta Existencia lo contiene todo, todo
sale de ella y a ella vuelve; y añadía Bruno, recordando un
versículo del Nuevo Testamento: “Verdaderamente está bien
dicho que en Él vivimos, nos movemos y somos”. Y todavía se
le condenó a la hoguera por ateo. Esta Existencia se manifiesta
en tres modos: el primero, el pensamiento. Este pensamiento es
la sustancia del Universo. “El acto del divino pensamiento ―
dice Bruno― es la sustancia de las cosas”; él es la base de todas
las existencias particulares.
La filosofía de Giordano Bruno se da la mano, en suma, con la
doctrina de la Vedanta, para la que el Universo no es más que un
pensamiento de Dios, y todas las cosas fuera de la realidad, es
decir, fuera de Dios, son pasajeras. Así, pues, establece el
pensamiento, que es la sustancia, y en esta sustancia dos
elementos: el espíritu y la materia. El primero, el espíritu, es el
elemento positivo, formador, principio de la forma; él lo hace
todo. El segundo, la materia, es el elemento negativo, pasivo,
aquel en que todo se convierte. Estos dos elementos de la
filosofía de Giordano Bruno recuerdan otra escuela hindú, la
filosofía Sankhya, pero con una diferencia importante: en la
filosofía de Bruno el espíritu y la materia aparecen siempre
ligados y el Universo existe por estos dos elementos; ambos
figuran siempre juntos y forman la Naturaleza, que es la sombra
de Dios. En la filosofía Sankhya, por el contrario, el espíritu
desempeña, ciertamente, un papel muy importante, puesto que
sin él nada existiría, pero obra sobre la materia a la manera que
el imán lo hace sobre las partículas de hierro. El espíritu
reflejado en la materia es la fuerza, pero él permanece siempre
aparte, como “testigo”, como “espectador”, y la energía y la
materia crean juntas todos los objetos. Para Bruno el espíritu
está siempre allí, no como testigo, sino como actor, pues lo
considera el principio de la forma. “Un solo espíritu ―dice―
penetra todos los cuerpos, y no existe un solo cuerpo, por ínfimo
que sea, que no pueda contener una parte de la sustancia divina
y vivificante [...] Nada puede existir fuera de este ambiente
divino”. El segundo elemento, la materia, es pasivo;
considerada en su totalidad, la materia es una; ella es la mónada
primitiva en la que el espíritu engendra innumerables cuerpos, y
cada mónada contiene en sí todas las posibilidades de la
evolución. Bruno dice que es necesario considerar la materia
como una, lo mismo que el espíritu, y he aquí cómo la concibe:
“Del tronco de un árbol el arte construye muebles preciosos, que
son el ornamento de un palacio magnífico. La Naturaleza nos
ofrece análogas metamorfosis; lo que al principio es semilla, se
convierte en tallo, después en espiga, en seguida en pan, quilo,
sangre, simiente, embrión, hombre, cadáver, y de nuevo en
tierra, piedra o cualquiera otro cuerpo, y así sucesivamente. Nos
encontramos, pues, aquí en presencia de algo que se trueca en
todos estos objetos, pero que, sin embargo, permanece siempre
el mismo. Todas las formas naturales salen de la materia y a
ella vuelven; nada parece constante y digno de llamarse
‘principio’, como no sea la propia materia”. Aquello que es,
Esta tendencia está muy presente
en nuestra época, cuando el saber
científico y humanístico siempre
corre el riesgo de estar al servicio del
mercado o de un vano ejército de
poder académico
aquello que existe, lo que todos los seres poseen en común, es la
materia. Ésta es, por lo tanto, una unidad que produce todos los
cuerpos. “El conocimiento de esta unidad es el objeto de toda la
filosofía, de todo el estudio de la Naturaleza”. Si a esto se añade
esta otra frase: “Los cuerpos son los verdaderos objetos de
consciencia”, en Giordano Bruno se pueden apreciar dos
definiciones muy hábiles de la ciencia y la filosofía. La ciencia
es la observación de los objetos por medio de los sentidos; la
filosofía es el conocimiento de la unidad por encima de estos
objetos. Cuando se llega a conocer esta unidad, es cuando
verdaderamente se es filósofo.
Puesto que el elemento positivo, el espíritu, la consciencia, obra
en la materia desde dentro y no desde fuera, él es la inteligencia
de todas las vidas particulares. El alma de cada objeto. He aquí
sentado un principio importante: el espíritu universal se
individualiza en el alma; él es, verdaderamente, el alma de todos
los cuerpos. Así dice Bruno que el alma es la causa de la
armonía de los cuerpos y no el resultado de esta armonía. Y en
esto estriba precisamente la diferencia entre materialismo e
idealismo. El materialismo pretende que la coordinación de las
partículas de la materia es lo más importante, y que la vida, la
inteligencia, provienen de esta coordinación de la materia. El
idealismo postula que la vida es el principio formativo, que sus
esfuerzos por manifestarse son la causa de aquella coordinación
y los que forman los órganos del cuerpo para que puedan servir
lo mejor posible a las funciones de la vida. He aquí marcada la
inmensa diferencia existente entre ambos sistemas: en uno, la
materia lo produce todo; en el otro, la vida gobierna a la materia
y la organiza para servirse de ella. Y Giordano Bruno dice que
el fin de todo progreso es el perfeccionamiento del espíritu,
porque la vida del espíritu es la vida del ser humano. El pecado
para él es negativo, es la ausencia del bien, el bien imperfecto;
la muerte es por completo indiferente, ya que el cuerpo cambia
todos los días. “Los que temen a la muerte son necios, pues el
cuerpo cambia todos los días”. Para Bruno los dos elementos
son eternos: la materia, produciendo una sucesión de cuerpos; y
el espíritu, que se individualiza en el alma; el alma se desarrolla
por la reencarnación en cuerpos cada vez más complejos y
perfectos. Y Bruno añade en seguida: “¿Se puede así tener
miedo a la muerte?”
Para demostrar la base moral de su filosofía, explica la
constitución del ser humano. El ser humano consta de tres
partes, que son como los tres supuestos de Dios en el Universo.
Él piensa y entonces comparte la sustancia divina, que es el
pensamiento; esta es la parte superior del ser humano, el germen
de la divinidad que en él existe. El alma, que es el espíritu, el
elemento positivo individualizado, se liga por sus poderes
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superiores al
pensamiento, al
intelecto, y por sus
poderes inferiores se une
al cuerpo, que es su
criatura. En fin, la
tercera parte es el cuerpo
formado de materia.
Resumiendo, los tres
elementos que
constituyen al ser
humano son: el
pensamiento, que es el
más elevado de todos; el
alma, entre el pensamiento y el cuerpo, y éste último, formado de
la materia. “El cuerpo está en el alma ―dice―, el alma no está
en el cuerpo; el alma está en el intelecto o pensamiento”. Para
Bruno el espíritu es la vida universal que se individualiza como
alma; “el alma está en el intelecto y el intelecto es Dios o está en
Dios”, como dijo Plotino. Así, para Bruno, la forma primitiva
del ser humano es la divinidad; si el ser humano tiene
consciencia de su divinidad, puede entonces reconquistar la
forma primitiva y elevarse hasta los cielos. “Por el conocimiento
de su propia nobleza es como los seres humanos pueden
readquirir su forma divina”. La Iglesia decía al hombre: “Tú eres
malo, corrompido; para salvarte es indispensable la gracia
divina”; y Bruno decía: “Tú eres divino y debes elevarte hasta
poner de manifiesto ese Dios que mora perpetuamente en tu
corazón”. Y añade todavía que el cuerpo es como un navío: el
capitán es la voluntad, el timón es la razón; pero alguna vez el
capitán duerme y los marineros ―los deseos, los apetitos del
cuerpo― se apoderan del timón y la nave zozobra.
Dadas estas condiciones, ¿cómo persuadir al alma de que es
noble y digno de alabanza elevarse hasta el intelecto y vivir la
vida heroica? ¿Cómo incitar al hombre a levantarse por encima
del animal, a realizar su divinidad, siendo así que constantemente
es atraído por los objetos, por los atractivos de los sentidos?
Bruno nos ofrece una respuesta contundente: “Por el amor de lo
bueno y lo verdadero”. El alma que anhela los objetos de los
sentidos se liga por este amor al cuerpo; pero el alma que ama la
belleza, la bondad y la verdad, se une así al Dios increado. Por
lo tanto, su doctrina no contiene ninguna amenaza; él quiere
atraer a los seres humanos y de ningún modo asustarles; no existe
para él el infierno y sí sólo la degradación del espíritu. “El alma
―dice― puede rebajarse, lo mismo que elevarse; se puede
apreciar por las predilecciones del alma si ella sube hacia los
seres divinos o si, por el contrario, desciende hacia la animalidad.
El alma humana no puede animar el cuerpo de un animal más
que cuando ha dejado de ser humana. El amor puesto en los
placeres groseros vuela a la tierra, mas remonta su vuelo hacia
las alturas cuando se pone en los placeres nobles”. La mente,
que aspira a elevarse, entra en la divinidad teniendo la
certidumbre de que Dios está cerca de ella, presente en ella más
todavía que el ser humano mismo, puesto que Él es el alma de
todas las almas, la vida de todas las vidas, la esencia de todas las
esencias. Lo que vemos a nuestro alrededor es tan divino como
nosotros mismos. He aquí, pues, lo que Bruno dice a los seres
humanos: “Por el amor a la belleza y a la bondad divinas la
mente queda arrobada y se convierte en el héroe entusiasta”.
Desaparece la atracción hacia los objetos más bajos cuando se ha
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visto la belleza real y
permanente. “El héroe
apasionado se eleva por la
contemplación de los
diversos géneros de la
belleza y de la bondad
divinas; con las alas de la
inteligencia y de la
voluntad razonada se
remontan hacia la
divinidad, dejando atrás
los cuerpos de naturaleza
inferior”.
Giordano Bruno describe lo que para él es un héroe: “Se
encuentran presentes en el cuerpo, de un modo, que la mejor
parte de sí mismo está fuera de aquél; por un sacramento
indisoluble está unido a las cosas divinas y no experimenta amor
ni odio por las que son pasajeras; siéntese señor de su cuerpo;
sabe que no debe ser el esclavo, pues el cuerpo es para él la
prisión, en la que su libertad está cargada de hierros que le
retienen, cadenas que le atan las manos, ligaduras que le aprietan
los pies y velos que le ciegan los ojos. Él no quiere ser esclavo,
prisionero, cautivo, encadenado, perezoso, estúpido, ciego, pues
el cuerpo que él rechaza no puede tiranizarle. De este modo, el
espíritu domina al cuerpo y la materia es sometida a Dios y a la
Naturaleza; así él se hace fuerte contra el destino, magnánimo
con las injurias, animoso ante la pobreza, la enfermedad y la
persecución”. Este es el ideal de la vida heroica, tal como Bruno
lo comprende. Una objeción se presenta: no todos los seres
humanos pueden ser heroicos; ¿cómo se elevarán los que no
pueden escalar estas encumbradas cimas? Giordano Bruno nos
responde: “Basta con que cada uno se esfuerce todo lo posible,
pues la naturaleza heroica revela su dignidad al caer o fracasar
dignamente en una noble empresa, aún más que obteniendo
completa victoria en otra menos grande y noble”.
El mensaje de Giordano Bruno se dirige no sólo a los individuos,
sino también a las naciones, puesto que existe un alma de la
nación, como existe la del individuo; para ambas el pensamiento
es el instrumento de progreso; la persecución de un ideal noble y
elevado transforma la vida en una vida grande y heroica. En las
naciones como entre los individuos es necesario escoger entre la
bestialidad y Dios. El espíritu es libre para hacer lo que quiera:
puede descender al cieno, al barro, podemos convertirnos en
salvajes, en bestias, o bien podemos, poco a poco, subir hacia
aquellas elevadas cimas donde el Dios increado se manifiesta al
mundo. Podemos alcanzar, tratar de alcanzar las alturas donde se
respira un ambiente delicioso, o podemos ahogarnos en las
cavernas del fondo de la Tierra. Nuestro destino se halla en
nuestras manos y depende de que seamos dueños o esclavos de
nuestro cuerpo. Este cuerpo es un instrumento excelente,
magnífico, pero con una condición: que sea realmente el
instrumento y no el amo. Escoge, pues. Sé el amo o sé el
esclavo. Escoge, no solamente para ti, sino también para tu país
y para el mundo. Comienza a comprender la belleza, pero no a
revolcarte en el lodo; y que el objetivo de los individuos, como el
de las naciones, sea elevarse siempre y no descender.
Pocos eligen morir de una forma tal que sirva para cambiar el
rumbo de la historia, pero Giordano Bruno fue uno de ellos,
convirtiéndose en el
primer mártir de la
libertad de pensamiento
y el único mártir de la
ciencia. A finales de
enero de 1600, Bruno se
encontraba encadenado
ante el Tribunal de Corte
de la Inquisición de la
Iglesia romana, en el
Vaticano, y fue
condenado a muerte por
el papa Clemente VIII.
El delito de Giordano
Bruno había sido publicar escritos heréticos: La cena de las
cenizas, La expulsión de la bestia triunfante, Del universo
infinito y los mundos y El Candelero, basados en las teorías de
Copérnico y mezclados con su propia visión idiosincrásica de la
filosofía natural. Bruno había sido perseguido durante décadas,
sus libros prohibidos, sus ideas reprimidas, pero, al igual que
Leonardo da Vinci un siglo antes, siempre había conseguido
mantenerse un paso adelante de la Iglesia y pasar la mayor parte
de su vida en estados liberales o protestantes, como Francia,
Inglaterra y Alemania. Pero en 1591 recibió una oferta para dar
clases a un noble veneciano llamado Giovanni Mocenigo, y tomó
la extraña decisión de volver a su Italia natal. Era una trampa:
Mocenigo trabajaba para la Inquisición. Bruno tuvo que hacer
frente a un juicio, primero en Venecia y luego en Roma, donde
fue encarcelado en una celda minúscula durante siete años,
tiempo en el que fue torturado para luego ser quemado vivo.
Bruno era todo lo que la Iglesia despreciaba y temía: un pensador
y divulgador que ofrecía una visión alternativa del cosmos. No
lo quemaron por algún capricho pedante de la doctrina católica o
por algún punto de vista político pasajero, sino porque poseía el
don de la comunicación, porque la gente lo escuchaba y leía sus
discursos incendiarios. Tres cuartos de siglo antes, Martín
Lutero había sacudido las raíces del catolicismo al atacar la
estructura de la Iglesia y fustigar al papa por su decadencia. Pero
Bruno, al igual que Leonardo da Vinci, que Copérnico, que
Kepler, al igual que todos los buscadores de la Verdad, atacó los
presupuestos, los cimientos mismos de la filosofía. Mientras
luteranos y calvinistas sólo proponían una forma alternativa de
adoración y discutían sobre los detalles, estos hombres
excepcionales ofrecieron una ideología completamente nueva.
Cuando Giordano Bruno era conducido a la pira, encaró a sus
verdugos antes de que le atravesaran la lengua con un pincho de
metal para que dejara de difundir sus ideas subversivas a las
masas que se congregaron para verlo arder en el Campo dei
Fiori. Bruno les dijo así a sus verdugos:
¡Ah!… Prefiero mil veces mi muerte a vuestra suerte; morir
como yo muero… no es una muerte ¡no! Morir así es la vida;
vuestro vivir, la muerte. Por eso habrá quien triunfe, y no es
Roma. ¡Soy yo! Decid a vuestro papa, vuestro señor y dueño,
decidle que a la muerte me entrego como un sueño, porque es la
muerte un sueño, que nos conduce a Dios… Mas no a ese Dios
siniestro, con vicios y pasiones que al hombre da la vida y al par
su maldición, sino a ese Dios-Idea, que en mil evoluciones da a
la materia forma, y vida a la creación. ¡Mas basta!... ¡Yo os
aguardo! Dad fin a vuestra obra, ¡cobardes! ¿Qué os detiene?...
¿Teméis al porvenir?
¡Ah!... Tembláis… Es
porque os falta la fe que a
mí me sobra…
Miradme… Yo no
tiemblo… ¡Y soy el que
va a morir!
Bruno murió porque se
negó a aceptar la
ortodoxia, y expresó su
visión como una
amalgama de la ciencia
de Copérnico (que la
Iglesia aún no era capaz de comprender) y de la creencia en un
dios mucho más cercano al hombre que el que proponía la propia
Iglesia. Nunca abandonó su fe en lo divino y, en muchos
aspectos, revolucionó la religión tradicional; pero, a los ojos de
la Santa Sede, era un astuto hereje y, por lo tanto, una tremenda
amenaza. Desafortunadamente, el mundo no estaba preparado
para escuchar a un hombre que hablaba así sobre la vida en otros
mundos, sobre un dios que era más panteísta que bíblico y sobre
una filosofía natural que desechaba prácticamente todo lo que
había enseñado Aristóteles. Ya en 1570, Bruno se había
convertido en un defensor de Demócrito y de los atomistas, y
había cuestionado abiertamente lo que llevaba tiempo escrito en
piedra, preguntando: ¿Qué es la materia? ¿Qué es la energía?
¿Cómo podría existir un universo infinito? Si así fuera, ¿qué
significaba? Bruno ofreció una visión poética de estos temas. Al
igual que Leonardo, no tenía conocimientos de matemáticas.
Tan sólo ahora, en un mundo explicado por mecánicos cuánticos
y conducido por nuevas percepciones relativistas, se puede
apreciar el punto de vista que tenía sobre el mundo. Su modelo
de universo, en el que todas las cosas estaban interconectadas a
nivel atómico, puede compararse con las ideas que surgieron a
raíz de la teoría de las supercuerdas durante la década de los
noventa del siglo pasado. Aunque las ideas de Bruno fueron
visionarias y místicas, también eran cercanas y personales;
afectaron tanto al poeta como al analista y, con el tiempo,
influenciaron a hombres tales como Heisenberg y Einstein. Pero
en el siglo XVI esas filosofías aterrorizaron al purpurado. Las
preguntas de Bruno fueron fundamentales y fueron las mismas
preguntas que luego obsesionaron a otros buscadores, como
Galileo, preguntas que han ocupado el pensamiento de físicos
desde los tiempos remotos hasta nuestros días.
El resplandor de la hoguera en donde
ardió Giordano Bruno el 17 de
febrero de 1600 se confunde con la
aurora de la ciencia actual
Ángel Serrano (Ciudad de México, 1944). Estudió Economía y Filosofía en la
UNAM. Durante años fue analista-redactor de la revista Comercio Exterior, del
Banco Nacional de Comercio Exterior, S.A. de C.V., donde se especializó en
temas de América Latina. Posteriormente, recibió las tres iniciaciones a Reiki,
alcanzando la Maestría en 1999. En la actualidad, se dedica a dar terapia de
imposición de manos y a la contemplación meditativa de este sendero espiritual,
y participa con frecuencia en cursos y charlas de divulgación.
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