Cómo surgió el Convenio de Ginebra, el primer intento de humanizar la guerra

El sueño de Henry Dunant

El Convenio de Ginebra, o más bien los convenios, que obligaron a los países a cumplir con unas “leyes de la guerra”, nacieron de la iniciativa de un puritano suizo, el calvinista Henry Dunant

Firma del Primer Convenio de Ginebra por algunas de las principales potencias europeas en el año 1864.

Firma del Primer Convenio de Ginebra por algunas de las principales potencias europeas en el año 1864.

Dominio público

El primer juicio por un crimen de guerra se celebró en el siglo XV; sin embargo, la idea de la piedad en el campo de batalla es más antigua. En la Edad Media se esperaba que los caballeros actuaran de acuerdo con un código, y había toda una tradición cristiana sobre la “guerra justa” que se remontaba a los escritos de san Agustín de Hipona (354-430).

Siglos después, Tomás de Aquino (c. 1224-1274) enriqueció el concepto al teorizar sobre el ius in bello (el derecho en la guerra). Una violencia legítima, explicó el santo, podía tornarse ilegítima si, en el modo de ejecutarla, el beligerante mostraba crueldad, deseo de venganza o cualquier otra mala intención.

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Ahora bien, hasta el siglo XIX lo único que obligaba a los ejércitos a reprimirse era la costumbre, y, de no hacerlo, perdían el honor. Hoy en día, en cambio, existen unas normas a nivel internacional a las que la mayoría de Estados se han sometido voluntariamente, a través de tratados. Es lo que se conoce como derecho internacional humanitario (DIH), que está recogido fundamentalmente en los cuatro Convenios de Ginebra y en sus tres protocolos adicionales.

Otra forma de hacer política

Entre otras cosas, el DIH obliga a los contendientes a proteger tanto a los civiles como a los militares heridos, capturados o que se hayan rendido. Prohíbe el bombardeo de zonas residenciales, hospitales o escuelas, la ejecución sumaria de prisioneros, el uso de armas químicas y bacteriológicas, o hacer blanco sobre los que luzcan un distintivo que los identifique como personal sanitario o religioso.

A las agencias de ayuda humanitaria –especialmente, al Comité Internacional de la Cruz Roja–, les ofrece un paraguas legal para que puedan actuar con independencia de los mandos militares y sin que estos interfieran en sus operaciones.

Póster de la Cruz Roja.

Póster de la Cruz Roja.

Library of Congress

Por bueno que sea, todo esto nos plantea un interrogante. Si Von Clausewitz tenía razón y “la guerra es la continuación de la política por otros medios”, ¿por qué los gobernantes del siglo XIX se avinieron a firmar unos tratados que limitaban su capacidad para llevarla a cabo?

En pocas palabras, porque se dieron cuenta de que hacerlo iba en su propio interés. El hombre que descubrió esta paradoja, el que abrió una ventana de oportunidad para el humanitarismo, fue el empresario y filántropo suizo Henry Dunant (1828-1910), el padre del DIH.

La batalla de Solferino

Lo de la filantropía le venía de familia. Calvinistas convencidos, sus padres fomentaron en él un espíritu piadoso. Era un chico bondadoso que pasaba los ratos en la Sociedad de Socorro de Ginebra o con una pandilla de amigos que se juntaban para leer la Biblia y ayudar a los pobres. Solo tenía veinticuatro años cuando fundó la sucursal ginebrina de la Asociación Cristiana de Jóvenes, que sigue siendo la mayor ONG de inspiración protestante del mundo.

Compaginó la beneficencia con una exitosa carrera en el mundo de los negocios, que en 1856 lo llevó a abrir su propia empresa, dedicada al cultivo de maíz en la colonia francesa de Argelia. Así llegamos a 1859, cuando hizo el viaje que le cambió la vida. Se fue a Italia buscando a Napoleón III, que en ese momento lideraba una fuerza expedicionaria francesa en ese país. Aliado de Víctor Manuel II, el rey de Cerdeña, se había entrometido en la guerra de reunificación italiana para debilitar a su mayor enemigo en Europa, el Imperio austrohúngaro.

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Todo esto a Dunant le importaba muy poco. Él quería ver a Napoleón para trasladarle los problemas que estaba teniendo con las autoridades coloniales francesas en Argelia, que se negaban a cederle los derechos sobre el agua que necesitaba para su plantación.

Se enteró de que el ejército acampaba en Solferino, adonde llegó la tarde del 24 de junio, en el peor momento imaginable. Durante todo el día, cien mil austrohúngaros se habían enfrentado a una coalición francoitaliana de 118.600 hombres. La batalla de Solferino, una victoria pírrica para los franceses, pasaría a la historia como la más sangrienta desde el final de las guerras napoleónicas.

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Napoleón III en la batalla de Solferino. Obra de Adolphe Yvon.

Terceros

Lo que se encontró fue un sinfín de cuerpos tendidos en un mar de sangre que llegaba más allá de donde alcanzaba la vista. Seis mil cadáveres se confundían con los treinta mil soldados que aún agonizaban, sin poder distinguir a los unos de los otros más que por los gritos.

Antes de retirarse y abandonar a los suyos, los austríacos habían disparado o clavado sus bayonetas en todos los heridos galos que pudieron. Del lado francés, solo había un médico por cada mil soldados, y, por supuesto, pasaban de largo de los que llevaban el uniforme del otro bando.

El nacimiento de la Cruz Roja

Hombre de acción, Dunant se fue de inmediato a buscar ayuda a las poblaciones cercanas. Para su consuelo, descubrió que sus gentes –especialmente, las mujeres– sí estaban dispuestas a colaborar. Solo necesitaban un líder, y resultó ser Dunant, que organizó las tareas y gestionó la compra de material sanitario y la creación de hospitales improvisados. “Tutti fratelli” (todos somos hermanos) fue el lema de esos días.

Al volver a Ginebra, el suizo se puso a escribir Un recuerdo de Solferino (1862), las memorias de lo sucedido. En ellas explicó, por ejemplo, cómo los voluntarios aprendieron a ignorar los lamentos de fondo para centrarse en el hombre al que atendían en ese momento. Les faltaban manos. Dunant reflejó ahí casos desgarradores.

Henry Dunant.

Henry Dunant.

Dominio público

El libro acababa con una propuesta, la de crear algún tipo de organización neutral que evitara que en las guerras muriera más gente de la estrictamente necesaria. Pagó de su bolsillo las primeras mil seiscientas copias y envió ejemplares a varias cancillerías europeas, sin demasiado éxito al principio. Sin embargo, Gustave Moynier, por entonces presidente de la Sociedad de Ginebra para el bienestar social, encajó bien la idea.

La convirtió en el tema central de la siguiente reunión de la Sociedad, y poco después creó un equipo de cinco personas –con Dunant y él incluidos– que se encargaría de su implementación. Al hacer esto, habían creado lo que luego se convertiría en la Cruz Roja.

Milagro en Ginebra

Dunant ha pasado a la historia por eso, pero, en realidad, su gran hito fue lo que hizo a continuación: convencer a doce gobiernos europeos para que firmaran el primer Convenio de Ginebra (1864). Fue un milagro que sucediera, pues, desde el principio, Moynier trató de sabotear el proyecto, y de paso al propio Dunant, que era objeto de su envidia.

Moynier pensaba que bastaba con la Cruz Roja, que exigir a los Estados mediante un tratado que respetaran su neutralidad y que se sometieran a algunas reglas adicionales ya era pedirles demasiado. La historia ha demostrado que hacerlo fue un acierto. Como explica el historiador John F. Hutchinson, especialista en la historia del DIH, de no ser así, la Cruz Roja habría quedado en agua de borrajas.

Sin una cobertura legal, su implementación hubiera dependido de la buena voluntad de los mandos militares, que no habían demostrado interés en los asuntos humanitarios. Además, ¿por qué iban hacerlo si no había garantías de que el otro bando haría lo propio? Al añadir el concepto de “neutralidad” y al asegurarla mediante un tratado, la idea se tornó plausible.

Aun así, que fuera plausible no significa que fuera necesario, de modo que la pregunta más evidente sigue ahí: ¿por qué firmaron? Como explica Hutchinson, atribuirlo a un ataque de bondad de los líderes europeos o a la capacidad de persuasión de Dunant sería simplificar la historia y caer en la mitificación de los implicados.

La Primera Convención de Ginebra, año 1864.

La Primera Convención de Ginebra, año 1864.

Kevin Quinn / CC BY 2.0

Más bien, la propuesta apareció en el momento propicio. A mediados del siglo XIX la letalidad de las armas había aumentado notablemente, igual que el tamaño de los ejércitos, incrementando la mortandad en los campos de batalla. Sin embargo, no se había dado una mejora equivalente en la provisión de los servicios médicos; en muchos casos, esta labor seguía recayendo en las órdenes religiosas militares.

Si a ello le sumamos el hecho de que los ejércitos decimonónicos ya estaban formados exclusivamente por conscriptos (ciudadanos que eran llamados a filas por su gobierno), nos damos cuenta de que la guerra se había “socializado”. Ya no era algo lejano, sino un fenómeno que afectaba a casi todas las familias del país beligerante, y del que recibían noticias por la prensa. Por primera vez, los gobiernos se sintieron presionados por la opinión pública para proteger las vidas de sus soldados.

Calvinismo y utilitarismo

Al margen de este argumento práctico, hay otro moral. Es el que expone el sociólogo Shai M. Dromi en “Soldiers of the Cross. Sociological Theory” (2016), un artículo en el que explica los orígenes sociológicos del humanitarismo.

A mediados del siglo XIX, una oleada de espiritualismo renovado recorrió la Europa protestante. Ginebra (ciudad que había acogido a Juan Calvino en el XVI) fue un foco de este movimiento, que allí se bautizó como Réveil (renacimiento). Preocupados por la inmigración católica a Suiza, por la creciente secularización de la sociedad y por el auge del racionalismo filosófico, grupos de pastores reaccionarios llamaron a una reinterpretación de Calvino en el sentido primitivo.

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Hablaban de la ética del trabajo protestante y de la doctrina de la predestinación, cuya consecuencia lógica es que el único modo de saber si uno cuenta con la gracia de Dios es haciendo buenas obras. Fue una recuperación del puritanismo.

Como complemento, en el plano filosófico, estaba la doctrina del utilitarismo, muy popular también en esos años. Formulada a finales del siglo XVIII por el inglés Jeremy Bentham, proponía que la mejor acción es la que produce la mayor felicidad y bienestar para el mayor número de individuos posibles. Según Dromi, la suma del utilitarismo y el espiritualismo protestante está en el germen de lo que fueron la Cruz Roja y los Convenios de Ginebra.

Retrato de una enfermera de la Cruz Roja por Gabriel Niconet.

Retrato de una enfermera de la Cruz Roja por Gabriel Niconet.

Dominio público

Dunant tuvo que ver crecer a su organización desde fuera. Aprovechando la bancarrota de su empresa y una condena por parte de la Corte de Comercio de Ginebra, Moynier pudo cobrarse su venganza. En 1867 logró que Dunant fuera expulsado de la Cruz Roja. No contento con ello, pasó el resto de su vida tratando de impedir que recibiera ningún reconocimiento. Aun así, no logró evitar que ganara en 1901 el Premio Nobel de la Paz.

Papel mojado

En los años siguientes la Cruz Roja se amplió para abarcar mucho más que el cuidado de los soldados heridos, y se firmaron tres convenios de Ginebra más y tres protocolos adicionales que regularon con mucho mayor detalle el DIH.

Probablemente, los Convenios de Ginebra hayan salvado miles de vidas, pero también es cierto que han sido incumplidos consistentemente y casi por todos los países. La Alemania nazi, nada más y nada menos, formaba parte de ellos durante la Segunda Guerra Mundial. También Estados Unidos, y eso no evitó la ejecución sumaria de miles de prisioneros y los ataques indiscriminados a civiles.

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Fotos y objetos personales de prisioneros de los campos de concentración. Fueron entregadas al International Tracing Service al final de la guerra por las tropas aliadas. De los 4.300 juegos de objetos personales se han devuelto 1.600 a sus propietarios o sus familias.

Qué decir de las actuales guerras en Ucrania y Gaza, que han ofrecido imágenes del bombardeo de escuelas y hospitales. Es imposible no recordar el final de Dunant, poético como pocos. Solo, en un asilo de Heiden (Suiza), aquejado de una fuerte depresión y entre delirios de que Moynier aún lo perseguía, sus últimas palabras fueron: “¿Dónde ha ido la humanidad?”.

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