III. Consolidación y crisis de la América mágica
Tiempos de malestar existencial
Las aperturas hacia la cultura indígena que ofrecieron El mundo es ancho y ajeno y Yawar fiesta estaban en consonancia con la nueva etapa que la cultura hispanoamericana iniciaba con los años cuarenta, condicionada en buena medida por la situación internacional. La guerra civil española había situado a la mayoría de los intelectuales al lado del bando republicano derrotado, pero luego los avatares de la segunda guerra mundial –el pacto entre Hitler y Stalin primero, la alianza de la Unión Soviética con el capitalismo europeo y norteamericano después– habían sembrado el desconcierto. La opción revolucionaria asumida por la mayoría se debilitó de inmediato, permitiendo la recuperación de las corrientes culturales que había frenado, pero que no había conseguido eliminar. Fue lo que ocurrió con las aportaciones del psicoanálisis, cuya presencia se había dejado sentir desde los años veinte, y que en los treinta abrió nuevas perspectivas para la indagación en la identidad a la vez que alentaba las convicciones sobre la condición inalterable del carácter nacional, fijado desde los orígenes o la niñez de los pueblos. Lo demuestra con claridad El perfil del hombre y la cultura en México (1934), donde Samuel Ramos trató de profundizar en las experiencias «infantiles» de su país: el encuentro traumático del indio y el conquistador se habría traducido en sentimientos de inferioridad –del europeo frente a la naturaleza americana, del indio frente al blanco, del mexicano frente a un mundo en el que habría irrumpido demasiado tarde– que se encubrían con máscaras diversas. El análisis de esas máscaras pretendía desvelar la verdad oculta de la personalidad mexicana, cuyo reconocimiento se juzgaba indispensable para la solución de los problemas nacionales. Desde luego, esa indagación también formaba parte de preocupaciones regeneradoras que intentaban frenar la deshumanización contemporánea, con lo que adquiría de inmediato un alcance universal. Ramos, próximo a los «contemporáneos», estaba lejos del nacionalismo revolucionario oficial que dominó en México durante la década de los treinta.
Inquietudes existenciales crecientes se asociaron también desde entonces a los planteamientos americanistas, afianzando su tendencia a negar el progreso, al menos tal como se había concebido durante el siglo xix. El argentino Carlos Alberto Erro mostró en Medida del criollismo (1929) y Tiempo lacerado (1936) la respuesta de los intelectuales a la evolución política y económica sufrida por su país: atento a las exigencias de la vanguardia, desdeñó primero el criollismo radicado en la tierra o en el pasado para proponer otro de alcance universal y en realización constante; luego, en una época proclive al desencanto –a la crisis económica derivada del crac del 29 se sumaban las vicisitudes políticas de la «década infame»–, entendió que los tiempos de adversidad eran propicios al autoanálisis del que había de derivar el nacimiento de una Argentina auténtica. El sufrimiento se descubría así liberador, relacionado con una revolución moral que conduciría a un progreso verdadero, ajeno al propuesto por las diversas manifestaciones del materialismo. Erro había entendido el ser como problema, y no como estabilidad, y en esa lógica le fue fácil identificar el existencialismo –en Diálogo existencial (1937), a propósito de Heidegger– con la culminación necesaria de la rebelión contra el racionalismo y el cientificismo. Su compatriota Eduardo Mallea formuló planteamientos semejantes en Historia de una pasión argentina (1937) y otros ensayos, sin olvidar un considerable número de ficciones. Distinguía una Argentina visible, egoísta y desnaturalizada, de otra invisible, relacionable con valores auténticos: los del hombre honesto, trabajador y desinteresado, heredero de la dignidad del hidalgo y del campesino. También procuró establecer diferencias entre lo visible y lo invisible del ser humano, y paralelamente entre un paisaje externo y un territorio espiritual, con lo que ofrecía una versión peculiar de la mística de la tierra: el argentino invisible era el que mantenía una relación estrecha con ese territorio secreto. Mallea tampoco careció de propósitos reformadores, y a ellos respondía su indagación: la soledad era el primer paso para el autoconocimiento –para el acceso a la dimensión de lo invisible–, como la angustia y la desolación del hombre contemporáneo eran un requisito para su liberación, que se produciría cuando las metas positivistas dejasen paso definitivamente a un resurgimiento espiritual, a una generosidad acorde con la de la naturaleza. Con esa esperanza contrastaba el pesimismo de Ezequiel Martínez Estrada, quien en ensayos como Radiografía de la pampa (1933), La cabeza de Goliat (1940) y Muerte y resurrección de Martín Fierro (1948) abordó el análisis de una realidad nacional caracterizada desde siempre por el fracaso: por la desilusión de los primeros colonos y de los últimos inmigrantes ante la soledad de la llanura, por la desilusión de los civilizadores ante las indomables fuerzas primitivas de una naturaleza hostil o ante el crecimiento implacable de una capital capaz de absorber todas las energías del país. Ésas eran las razones secretas del miedo que determinaba en su opinión la conducta política argentina, disimulado bajo el laberinto de equívocos que constituían las instituciones. Bajo ellas se ocultaba el país «torácico»: lo telúrico, lo verdaderamente autóctono, las fuerzas humanas elementales. Puesto que la ciudad representaba el orden constituido –la racionalidad corruptora, que aislaría del reino de lo natural–, podría deducirse la preferencia de Martínez Estrada por el hombre enraizado en la tierra, generadora de la fuerza, de la solidaridad y de otras virtudes. Alguna vez participó de esa mística, pero casi siempre decidió ver en la naturaleza un adversario terrible y destructor, capaz de imponer su libertad bárbara y ciega a la servidumbre intelectual y la mentira opulenta de las ciudades traidoras.
La indagación en el alma atormentada de los argentinos encontró continuadores como Héctor A. Murena, que en El pecado original de América (1954) vio a sus compatriotas como la Europa desterrada, los expulsados del paraíso y de la historia. Para entonces algunas propuestas menos patéticas y de mayores consecuencias habían enriquecido la cultura hispanoamericana. En ensayos breves y variados –parcialmente reunidos en Discusión (1932), Historia de la eternidad (1936) y Otras inquisiciones (1952)–, Jorge Luis Borges había ido mostrando su alejamiento del criollismo para ocuparse del universo y de la literatura, y para elaborar la poética que había de justificar sus célebres relatos de Ficciones (1944) y El Aleph (1949). Frente a los rusos y los discípulos de los rusos –los izquierdistas de Boedo y nacionalistas como Gálvez podía compartir esa condición–, declaró su interés por narraciones policiales y de aventuras, más preocupadas por la eficacia de las tramas que por la reproducción de la realidad. La repulsa del realismo se correspondía con un radical planteamiento de las limitaciones del lenguaje, conjunto de signos que enmascaran lo que pretenden mostrar. Quizá nuestros saberes no van más allá de las ideas que nos formamos de las cosas, tal vez lo que creemos un cosmos, un orden, no es sino una sistematización arbitraria, derivada de un conocimiento siempre parcial. La religión y la filosofía, conjeturas o ficciones destinadas a aclarar los misterios del universo, ingresaron así en el ámbito de la literatura fantástica, que dejó de ser un género secundario para convertirse en el más antiguo, iniciado por cosmogonías y mitologías.
De esos planteamientos derivaron con frecuencia sus relatos y poemas, para los que buscó una significación cada vez más profunda. Desde los años cuarenta se refirió con creciente insistencia a la creación literaria como iluminación de una forma secreta, como la revelación paulatina de algo preexistente. Una y otra vez descubría extrañas reiteraciones de temas y de motivos, secretas afinidades entre hechos, escritores y textos de las geografías más dispares, lo que le llevó a concluir que cualquier metáfora deriva de un arquetipo, que todas podrían reducirse a unas pocas inevitables. Las consecuencias de esa intuición fueron decisivas: la historia universal se redujo a la historia de unas cuantas metáforas o de su diversa entonación, la pluralidad de los autores resultó ilusoria. Asociadas a la reiteración extraña de estructuras e imágenes, las referencias a un «espíritu» productor y consumidor de literatura se enriquecieron con otras sobre la relación de la literatura con los sueños, en la que habían insistido el psicoanálisis y el surrealismo. Borges siempre se mostró escéptico e incluso despectivo con esa «triste mitología» de lo subconsciente, pero no dejó de advertir, con entusiasmo significativo, que Carl G. Jung había equiparado las invenciones literarias a las invenciones oníricas, pues unas y otras descubrirían algo oscuro que late bajo las apariencias y la consciencia, algo apenas entrevisto que se concreta en ideas y en fábulas, se revela por medio de los símbolos, de las analogías y de los mitos.
La búsqueda de Borges, tan interesado en espejos y laberintos, no era ajena a las inquietudes existenciales del momento, acentuadas por el espectáculo de la destrucción europea y luego por el clima de la guerra fría. En esa tesitura los poetas hispanoamericanos recuperaron la pretensión de abordar lo inefable –una tradición continuada desde el modernismo hasta la poesía pura de los años veinte–, y pudieron sentir su fracaso al constatar la condición temporal del hombre y su pretensión inútil de recuperar una armonía perdida. Ganaron intensidad también las preocupaciones metafísicas y religiosas, se dejó sentir con frecuencia la influencia sombría del Neruda de Residencia en la tierra, y el surrealismo colaboró también a que la poesía de Hispanoamérica se acercase al mundo de los sueños y del inconsciente, en busca de una realidad inalcanzable para la razón, del reino perdido de los orígenes, de la recuperación del poder mágico de las palabras.
También los narradores dejaron constancia de esa época de desorientación, a veces con acierto excepcional. Fue el caso del uruguayo Juan Carlos Onetti, que en los años treinta había iniciado su carrera tras la huella de Roberto Arlt, un argentino fruto de la inmigración que desde El juguete rabioso (1926), la novela con que se dio a conocer, había mostrado la cara oculta de una Argentina que hubiera preferido ignorar las frustraciones y el resentimiento de su clase media amenazada por la pobreza, entregada a los proyectos que pudieran conjurar ese peligro o a los sueños que permitían olvidarlo, fascinada por quienes mostraran poseer la fortaleza necesaria para sobrevivir solos en un medio hostil. Los cuentos y novelas de Onetti propusieron soñadores que soñaban historias para evadirse de la realidad, para modificarla o para negarla, para tratar de instalarse, siquiera por un tiempo, en esa dimensión imaginaria. Poco a poco irían dibujando también un universo habitado por héroes degradados, nostálgicos de la adolescencia cada vez más lejana y destinados a la locura y la muerte con que parecían pagar una culpa desconocida. Así se configuró el mundo que aparecería ya definitivamente maduro en la novela La vida breve (1950) y al que ficciones posteriores dotarían de complejidad y riqueza extraordinarias, hasta completar una obra que exploró como pocas la existencia mediocre y alienada de los habitantes de la ciudad moderna, destinados al desarraigo y al fracaso. La voluntad de labrarse una personalidad y una vida distintas constituía una salida, al menos aparente, para los personajes, hasta sufrir el espanto de la lucidez que los obligaba a reconocer la decadencia física y el desmoronamiento espiritual provocados por el paso del tiempo, consolidando la visión de un ser humano perdido en ilusiones o empresas inútiles, condenado a la soledad y el desamparo, protagonista de historias inciertas, relatadas por narradores escépticos y a veces burlones que aprovechan sin demasiado interés datos imprecisos.
La tierra de lo real maravilloso
La atmósfera asfixiante de la segunda posguerra europea determinó la necesidad de encontrar salidas que permitieran superar la angustia existencial. Los escritores intentaron con frecuencia el acercamiento a la naturaleza, inspiradora de no pocos esfuerzos para acceder al alma del universo a la vez que se desandaba el camino recorrido por la civilización occidental. Algunas propuestas, quizá las más interesantes, guardaban relación directa o indirecta con el surrealismo, cuyos adeptos hispanoamericanos habían estado casi siempre a merced de los avatares políticos sufridos en Francia por el grupo que dirigía André Breton. Esa dependencia los había llevado a fines de los treinta a identificarse con el trotskismo –en 1838 Breton se encontró con Trotsky en México, donde redactaron su manifiesto «Por un arte revolucionario independiente»–, lo que les supuso la animadversión de los partidos comunistas, fieles a Stalin, y de los frentes populares que trataban de conjurar las amenazas del fascismo y que tuvieron una notable presencia en Hispanoamérica, ganándose la adhesión mayoritaria de los intelectuales. En el clima de la posguerra esos obstáculos desaparecieron, lo que hizo posible la recuperación de las aportaciones surrealistas incluso cuando no se reconocía esa filiación. Ése fue el caso de Alejo Carpentier, que en 1948 publicó en El Nacional de Caracas un artículo sobre lo real maravilloso americano –luego aprovechado como prólogo para su novela El reino de este mundo (1949)– donde denunciaba la artificiosa pretensión de suscitar lo maravilloso por parte de la literatura europea reciente, a la vez que proclamaba la necesidad de evitar el realismo, identificado tanto con las limitaciones del compromiso como con el pesimismo de los existencialistas. Desde los años veinte conocía las tendencias alternativas que Spengler imaginara para el arte, y había declarado sus preferencias por el alma fáustica, anhelante de libertad, infinito y misterio, frente al alma apolínea, apegada a la forma y a la exactitud. Ahora insistía en proyectar esas preferencias sobre los indios y los negros de América, sobre las peculiaridades de aquella geografía habitada por mitos ancestrales y escenario de hechos que convertían su historia en una crónica de lo real maravilloso.
Así se recuperaba el irracionalismo de años atrás –no es extraño que Arturo Uslar Pietri hablase de realismo mágico al referirse en Letras y hombres de Venezuela (1948) a cuentos de los años veinte–, cuando Ortega y Gasset ayudaba a difundir la imagen de una América joven a los ojos de un Occidente en decadencia, una América que aumentaría su sortilegio –Carpentier había podido comprobarlo en París– a medida que el surrealismo impulsaba la búsqueda de lo maravilloso, extendiendo los dominios del arte hacia los ámbitos de lo irracional, con la supresión de las trabas de la razón, con la indagación de los dominios del sueño y del subconsciente. Ese mundo inevitablemente había de estar habitado por mitos y leyendas, resultado de los ritos mágico-religiosos de los orígenes y precedente inmediato de la literatura. La atmósfera era propicia ahora para que arraigasen opiniones como la de Hermann von Keyserling, que en sus Meditaciones suramericanas (1933) había difundido –tras las huellas de Spengler– la visión de un continente de los primeros días de la creación, poblado por hombres de condición mineraloide o próximos a una abisal y tenebrosa vida primordial, esperanzador contrapeso al intelectualismo europeo. Las aún recientes novelas de la tierra –La vorágine sobre todo– parecían demostrar que selvas, llanos y montañas ostentaban una vitalidad capaz de imponerse a sus habitantes, minúsculos seres racionales a merced de las fuerzas telúricas.
Más que a cualquier actividad intelectual, la supervivencia en esos territorios parecía asociarse a ritos mágicos y mitos ajenos a la historia, que ganaron rápidamente la atención de quienes trataban de definir la identidad hispanoamericana. Por las mismas razones se extendía el interés por los mitos de la conquista, que había empezado a manifestarse en los años veinte y se había concretado en escritos como los que Alfonso Reyes reunía ahora en Última Thule (1942): el descubrimiento de América se configuró allí como resultado de algunos errores científicos y algunos aciertos poéticos, y la mesura que caracterizaba a Reyes no le impidió apreciar la condición mágica de los hechos, ni admirar la maravillosa utopía que algunos hombres realizaron mientras soñaban con descubrir la bienhadadas islas utópicas. El asombro contagió también su visión de las tierras recién descubiertas, emergiendo entre la realidad y la fábula, entre una maraña de presagios que amenazaban con ámbitos del terror o prometían paraísos soñados en todos los tiempos, entre espejismos de islas perdidas, sueños de Ofir y de Catay, recuerdos de la Atlántida, fantasías del reino de las amazonas o de la fuente de la eterna juventud. Esa lectura mítica hizo de las crónicas de Indias un género literario relacionable con los libros de caballerías, y esa visión terminaría por afectar a la valoración de todo el pasado americano.
El hallazgo de lo real maravilloso fue decisivo para la configuración de una de las más persistentes visiones contemporáneas de Hispanoamérica, enriquecida a partir de los años cuarenta con aportaciones diversas. Carpentier concretó sus planteamientos e...