Literatura hispanoamericana: sociedad y cultura
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Literatura hispanoamericana: sociedad y cultura

Teodosio Fernández Rodríguez

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Literatura hispanoamericana: sociedad y cultura

Teodosio Fernández Rodríguez

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Al calor de la lucha por la independencia, los intelectuales hispanoamericanos asumieron en las primeras décadas del siglo XIX la responsabilidad de fomentar el sentimiento patriótico y de llevar a las nuevas repúblicas por el camino de la civilización. Consecuentes con las esperanzas depositadas en la literatura como primer paso para la educación de los pueblos, entendían que los poetas habían de preparar el camino a los filósofos y los políticos. El tiempo permitiría comprobar que ese compromiso podía prorrogarse indefinidamente, que la literatura estaba destinada a ser el instrumento más adecuado para denunciar los problemas y tratar de resolverlos, para suplir las deficiencias de un medio en que los avatares políticos y sociales ahogarían otras posibilidades de desarrollo artístico y cultural. En la segunda mitad del siglo XX, cuando un mercado creciente facilitó la difusión de las obras y los medios de comunicación hicieron del escritor una figura pública, no pocos autores trataban de responder a la convicción de que las novelas desempeñaban en las sociedades modernas el papel que los mitos habían ocupado en las primitivas, dando cohesión y sentido a los pueblos a la vez que se acercaban a la realidad profunda del hombre. La literatura compensaba todavía las carencias de la filosofía y de la ciencia a la hora de analizar la difícil realidad de Latinoamérica, al hacer su crítica y proponer su transformación. Mantenía así una función similar a la desempeñada en los años de la emancipación, aunque las propuestas de ahora nada tuvieran que ver con la voluntad de progreso característica de aquellos tiempos. De este modo, desde entonces hasta el presente, la literatura se había mostrado atenta a las inquietudes sociales, políticas y culturales de cada hora, habiendo constituido el pensamiento, la conciencia y la identidad de cada país y de sus lectores.

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Information

Year
1998
ISBN
9788446040408
Edition
1
III. Consolidación y crisis de la América mágica
Tiempos de malestar existencial
Las aperturas hacia la cultura indígena que ofrecieron El mundo es ancho y ajeno y Yawar fiesta estaban en consonancia con la nueva etapa que la cultura hispanoamericana iniciaba con los años cuaren­ta, condi­cionada en buena medida por la situación internacional. La guerra civil española había situado a la mayoría de los intelectua­les al lado del bando republicano derrota­do, pero luego los avatares de la segun­da guerra mundial –el pacto entre Hitler y Stalin primero, la alian­za de la Unión Soviética con el capitalismo europeo y norteame­ricano después– habían sembrado el desconcierto. La opción revolu­cionaria asumida por la mayoría se debili­tó de inmediato, per­mitien­do la recuperación de las corrientes cul­turales que había fre­nado, pero que no había consegui­do eliminar. Fue lo que ocurrió con las aportaciones del psicoanáli­sis, cuya pre­sencia se había dejado sen­tir desde los años veinte, y que en los treinta abrió nue­vas pers­pectivas para la indaga­ción en la identi­dad a la vez que alenta­ba las convicciones sobre la condición inalte­ra­ble del carácter nacional, fijado desde los orígenes o la niñez de los pue­blos. Lo de­mues­tra con cla­ridad El perfil del hombre y la cul­tura en México (1934), donde Samuel Ramos trató de profundizar en las­ expe­rien­cias «in­fantiles» de su país: el en­cuen­tro traumático del indio y el con­quista­dor se ha­bría tradu­cido en senti­mientos de infe­rio­ridad –del europeo frente a la naturaleza america­na, del indio frente al blan­co, del mexicano frente a un mun­do en el que habría irrum­pido dema­siado tarde– que se encu­brían con máscaras diver­sas. El análi­sis de esas másca­ras preten­día desvelar la verdad oculta de la personalidad mexicana, cuyo reconocimiento se juzgaba indispensable para la solu­ción de los problemas nacionales. Desde luego, esa indagación tam­bién forma­ba par­te de preocupa­ciones re­gene­rado­ras que in­tentaban­ frenar la deshumani­za­ción con­temporá­nea, con lo que adqui­ría de inmediato un al­cance univer­sal. Ramos, próximo a los «conte­mporá­neos», estaba lejos del nacio­nalismo revolucionario oficial que dominó en México durante la década de los trein­ta.
Inquietudes existenciales crecientes se asociaron también desde enton­ces ­a ­los plantea­mientos america­nis­tas, afianzando su tendencia a negar el progreso, al menos tal como se había concebido durante el siglo xix. El argentino Car­los Alberto Erro mostró en Me­dida del crio­llismo (1929) y Tiempo lacera­do (1936) la res­puesta de los inte­lec­tuales a la evolu­ción polí­tica y económi­ca sufrida por su país: atento a las exigen­cias de la van­guardia, desdeñó primero el criollismo radica­do en la tierra o en el pasado para propo­ner otro de al­cance universal y en realiza­ción constante; luego, en una época proclive al desen­canto –a la crisis económica derivada del crac del 29 se sumaban las vicisitudes polí­ticas de la «década infame»–, en­tendió que los tiem­pos de adversi­dad eran propicios al autoanálisis del que había de derivar el naci­mien­to de una Argentina auténti­ca. El sufrimiento se descub­ría así libe­rador, relacionado con una revo­lución moral que conduci­ría a un pro­greso verdadero, ajeno al propuesto por las diversas manifesta­cio­nes del materia­lismo. Erro había entendido el ser como problema, y no como estabi­lidad, y en esa ló­gica le fue fácil identificar el existencia­lismo –en Diálogo exis­tencial (1937), a propósi­to de Heidegger– con la culminación nece­saria de la rebelión contra el ra­cionalismo y el cientificismo. Su compatriota Eduardo Mallea formuló planteamientos seme­jantes en Histo­ria de una pa­sión argentina (1937) y otros ensa­yos, sin ol­vidar un consi­dera­ble número de ficciones. Distin­guía una Argen­tina visi­ble, egoísta y des­natu­raliza­da, de otra invisible, relacio­nable con valores auténtico­s: los del hombre hones­to, traba­jador y desin­teresa­do, heredero de la dignidad del hidalgo y del campesi­no. Tam­bién procuró estable­cer diferencias entre lo visible y lo in­visible del ser humano, y para­lelamente entre un paisa­je externo y un terri­torio espiritual, con lo que ofrecía una ver­sión peculiar de la mís­tica de la tierra: el argentino invisible era el que mantenía u­na relación estrecha con ese territorio secreto. Mallea tampoco ca­reció de propósi­tos reforma­dores, y a ellos respon­día su indaga­ción: la soledad era el primer paso para el autoconocimiento –para el ac­ceso a la dimensión de lo invisible–, como la angustia y la desola­ción del hombre contemporáneo eran un requisito para su libe­ración, que se produci­ría cuando las metas positivistas dejasen pa­so definitiva­men­te a un resurgimiento espiri­tual, a una genero­sidad acorde con la de la natu­ra­le­za. Con esa esperanza contrastaba el pe­simismo de Ezequiel Martínez Estrada, quien en ensayos como Radiografía de la pam­pa (1933), La cabeza de Goliat (1940) y Muerte y resurrección de Martín Fierro (1948) abordó el análisis de una realidad nacional ca­rac­teri­zada desde siempre por el fracaso: por la desilu­sión de los primeros colo­nos y de los últimos inmigrantes ante la so­ledad de la llanura, por la desilu­sión de los civili­za­dores ante las indoma­bles fuerzas primi­tivas de una naturaleza hostil o ante el creci­miento implacable de una capital capaz de absorber todas las energías del país. Ésas eran las razones secretas del miedo que determinaba en su opinión la conducta política argentina, disimulado bajo el­ labe­rinto de equí­vocos que constituían las institucio­nes. Bajo ellas se ocul­taba el país «torác­ico»: lo telúrico, lo verda­deramente autóc­tono, las fuerzas humanas elementales. Puesto que la ciudad repre­sentaba el orden consti­tuido –la racionalidad corrupto­ra, que aislaría del reino de lo natu­ral–, podría deducirse la prefe­rencia de Martínez Estrada por el hombre enraizado en la tierra, ge­neradora de la fuer­za, de la solida­ridad y de otras virtudes. Alguna vez parti­cipó de esa místi­ca, pero casi siempre decidió ver en la naturale­za un ad­versario terrible y destructor, capaz de imponer su libertad bárbara y ciega a la servidumbre intelec­tual y la mentira opulenta de las ciudades traidoras.
La indagación en el alma atormen­ta­da de los argentinos encon­tró continuadores como Héctor A. Murena, que en El pecado origi­nal de América (1954) vio a sus compa­triotas como la Europa deste­rra­da, los expulsa­dos del paraíso y de la histo­ria. Para entonces algunas pro­puestas menos patéticas y de mayores consecuen­cias habían enriqueci­do­­ la cultura hispanoameri­cana. E­­n en­sayos breves y varia­dos –parcialmente reunidos en Discusión (1932), Historia de la eter­nidad (1936) y Otras inquisi­ciones (1952)–, Jorge Luis Borges había ido mostran­do su aleja­miento del criollismo para ocupar­se del uni­verso y de la litera­tura, y pa­ra elabo­rar la poética que había de justifi­car sus céleb­res relatos de Ficciones (1944) y El Aleph (1949). Frente a los rusos y los discípulos de los rusos –los izquierdis­tas de Boe­do y nacionalistas como Gálvez podía compar­tir esa condi­ción–, declaró su interés por narraciones policiales y de aventu­ras, más preocupa­das por la efica­cia de las tramas que por la reproducción de la rea­lidad. La repulsa del realismo se corres­pondía con un radical plan­teamiento de las limitaciones del lengua­je, conjunto de signos que enmas­caran lo que pre­ten­den mostrar. Quizá nues­tros saberes no van más allá de las ideas que nos formamos de las cosas, tal vez lo que creemos un cosmos, un orden, no es sino una siste­matización arbitra­ria, deriva­da de un conoci­miento siempre parcial. La religión y la filoso­fía, conje­turas o ficciones destina­das a acla­rar los misterios del universo, ingre­saron así en el ámbito de la literatu­ra fantásti­ca, que dejó de ser un género secundario para convertirse en el más antiguo, iniciado por cosmogonías y mitologías.
De esos planteamientos derivaron con frecuencia sus relatos y poemas, para los que buscó una significación cada vez más profun­da. Desde los años cuarenta se re­firió con cre­ciente insis­tencia a la creación litera­ria como ilumi­nación de una forma secre­ta, como la re­velación paulati­na de algo preexisten­te. Una y otra vez descu­bría extrañas reite­racio­nes de temas y de motivos, se­cretas afinida­des entre hechos, escri­tores y textos de las geografías más dispa­res, lo que le llevó a concluir que cual­quier metáfo­ra de­riva de un arquetipo, que todas podrían reducir­se a unas pocas inevita­bles. Las conse­cuen­cias de esa intui­ción fueron de­cisivas: la his­toria univer­sal se redujo a la historia de unas cuantas metáfo­ras o de su diversa ento­nación, la pluralidad de los autores resultó ilu­soria. Asocia­das a la reitera­ción extraña de es­tructu­ras e imágenes, las referen­cias a un «espí­ritu» productor y consumi­dor de literatura se enri­quecieron con otras sobre la rela­ción de la literatu­ra con los sueños, en la que habían insistido el psicoaná­lisis y el surrea­lis­mo. Borges siem­pre se mos­tró escéptico e incluso despectivo con esa «triste mitología» de lo subco­nsciente, pero no dejó de adver­tir, con entu­siasmo significati­vo, que Carl G. Jung había equipa­rado las invenciones li­tera­rias a las in­vencio­nes oníricas, pues unas y otras descubrirían algo oscuro que late bajo las aparien­cias y la cons­ciencia, algo apenas entrevis­to que se con­creta en ideas y en fábu­las, se revela por medio de los símbolos, de las analogías y de los mitos.
La búsqueda de Borges, tan interesado en espejos y laberintos, no era ajena a las inquie­tu­des existen­ciales del momento, acentua­das por el espectáculo de la destrucción europea y luego por el cli­ma de la guerra fría. En esa tesitu­ra los poetas hispanoamericanos re­cupe­ra­ron la preten­sión de abordar lo inefable –una tradición continua­da desde el mo­dernis­mo has­ta la poesía pura de los años veinte–, y pudieron sen­tir su ­­fra­caso al constatar la condi­ción tempo­ral del hombre y su preten­sión inútil de recuperar una­ armo­nía perdida. Ga­naron intensi­dad también las preocupaciones metafí­sicas y religiosas, se dejó sentir con fre­cuencia ­la in­fluencia sombría del Neruda de Residen­cia en la tie­rra, y el surrea­lismo colaboró también a que la poesía de Hispanoaméri­ca­­ se acercase­ al mundo de los sue­ños y del incons­cien­te, en busca de una reali­dad inalcan­zable para la razón, del rei­no perdido de los orígenes, de la recupera­ción del poder má­gico de las palabras.
También los narradores dejaron constan­cia de esa época de de­sorien­tación, a veces con acierto excepcional. Fue el caso del uru­guayo Juan Carlos Onetti, que en los años treinta había iniciado su carrera tras la huella de Roberto Arlt, un argen­tino fruto de la in­migración que desde El jugu­ete rabioso (1926), la novela con que se dio a conocer, había mostrado la cara oculta de una Argentina que hu­biera preferido ignorar las frus­tracio­nes y el resen­timiento de su clase media amenazada por la pobreza, entre­gada a los proyec­tos que pudieran conjurar ese pe­ligro o a los sue­ños que permitían olvidar­lo, fascinada por quie­nes mostra­ran poseer la fortaleza necesa­ria para sobre­vivir solos en un me­dio hos­til. Los cuentos y novelas de Onetti propu­sieron soñadores que soñaban histo­rias para evadir­se de la realidad, para modificarla o para nega­rla, pa­ra tratar de insta­lar­se, siquiera por un tiempo, en esa di­men­sión imagina­ria. Poco a poco irían dibujando tam­bién un uni­verso habi­tado por héroes degra­da­dos, nostál­gicos de la adolescencia cada vez más lejana y destinados a la locura y la muerte con que pare­cían pagar una cul­pa desco­noci­da. Así se con­figuró el mundo que aparecería ya defini­tiva­mente maduro en la nove­la La vida breve (1950) y al que ficcio­nes poste­riores dota­rían de complejidad y riqueza extraordina­rias, hasta com­ple­tar una obra que exploró como pocas la existencia mediocre y alie­nada de los habi­tantes de la ciudad moderna, destina­dos al desa­rraigo y al fra­ca­so. La volun­tad de labrar­se una persona­lidad y una vida distin­tas constituía una salida, al menos apa­rente, para los per­sonajes, hasta sufrir el espanto de la lucidez que los obligaba a­ re­conocer la decaden­cia física y el desmoronamiento espiri­tual pro­vocados por el paso del tiempo, consolidando la visión de un ser hu­mano per­dido en ilusiones o empre­sas inúti­les, condenado a la sole­dad y el desampa­ro, pro­tagonis­ta de histo­rias inciertas, relata­das por narrado­res escépti­cos y a veces burlones que aprove­chan sin de­masiado interés datos impreci­sos.
La tierra de lo real maravilloso
La atmósfera asfixiante de la segunda posguerra europea deter­minó la necesi­­dad de encon­trar salidas que permitieran superar la angus­tia existen­cial. Los escritores intentaron con frecuencia el acerca­mien­to a la na­tura­leza, inspiradora de no pocos esfuer­zos para acceder al alma del universo a la vez que se desanda­ba el camino re­corrido por la civi­lización occidental. Algunas propuestas, quizá las más intere­santes, guardaban rela­ción directa o indirecta con el surrea­lismo, cuyos adeptos hispanoa­meri­canos habían esta­do casi siempre a merced de los avata­res políticos sufridos en Fran­cia por el grupo que diri­gía André Breton. Esa de­penden­cia los había llevado a fines de los treinta a identifi­ca­rse con el trotskismo –en 1838 Breton se encon­tró con Trotsky en Méxi­co, donde redactaron su mani­fiesto «Por un arte revolucionario inde­pendiente»–, lo que les su­puso la animad­versión de los partidos co­munis­tas, fieles a Stalin, y de los fren­tes populares que trataban de conjurar las amenazas del fascismo y que tuvieron una notable presencia en Hispanoamérica, ganándose la adhesión mayoritaria de los intelectua­les. En el clima de la posguerra esos obstácu­los desapare­cieron, lo que hizo posible la re­cuperación de las aporta­ciones surrealistas incluso cuando no se re­cono­cía esa filiación. Ése fue el caso de Alejo Carpentier, que en 1948 publicó en El Nacional de Caracas un artículo sobre lo real maravilloso americano –luego aprove­chado como pró­logo para su nove­la El reino de este mundo (1949)– donde denun­ciaba la artifi­ciosa pretensión de susci­tar lo maravi­llo­so por parte de la literatura eu­ropea reciente, a la vez que procla­maba la necesi­dad de evitar el realis­mo, identi­fi­ca­do tanto con las limi­taciones del compromiso co­mo con el pesimismo de los existencia­lis­tas. Desde los años veinte conocía las tenden­cias alterna­tivas que Spen­gler imagina­ra para el arte, y había declarado sus preferen­cias por el alma fáustica, anhe­lante de liber­tad, infini­to y miste­rio, frente al alma apolínea, ape­gada a la forma y a la exacti­tud. Ahora insistía en proyectar esas preferen­cias sobre los indios y los ne­gros de América, sobre las peculiari­dades de aquella geografía habi­tada por mitos ancestra­les y escena­rio de hechos que convertían su historia en una crónica de lo real maravi­lloso.
Así se re­cuperaba el irraciona­lismo de años atrás –no es extraño que Artu­ro Uslar Pietri hablase de realismo mágico al referir­se en Letras y hom­bres de Venezuela (1948) a cuentos de los años veinte–, cuando Ortega y Gasset ayudaba a difundir la imagen de una América joven a los ojos de un Occiden­te en decaden­cia, una ­América que aumenta­ría su sorti­legio –Carpentier había podido comprobarlo en París– a medida que el surrea­lismo impul­saba la bús­queda de lo maravi­llo­so, exten­diendo los domi­nios del arte hacia los ámbitos de lo irracio­nal, con la su­presión de las trabas de la ra­zón, con la indaga­ción de los do­minios del sueño y del subcons­cien­te. Ese mundo ­ine­vita­blemen­te había de estar habita­do por mitos y leyen­das, resul­tado de los ritos mágico-religiosos de los orígenes y precedente in­media­to de la literatu­ra. La atmósfera era propicia ahora para que arraigasen opiniones como la de Hermann von Keyserling, que en sus Medi­taciones surameri­canas (1933) había difundido –tras las huellas de Spengler– la visión de un con­tinente de los prime­ros días de la creación, poblado por hombres de condición mineraloide o próxi­mos a una abisal y tene­brosa vida pri­mordial, esperanzador contrape­so al intelectualis­mo europeo. Las aún recien­tes no­velas de la tierra –La vorági­ne sobre todo– parecían demos­trar que sel­vas, llanos y monta­ñas ostentaban una vitalidad ca­paz de imponer­se a sus habitantes, mi­núsculos seres racio­nales a merced de las fuerzas telúricas.
Más que a cual­quier actividad intelectual, la su­pervi­ven­cia en esos te­rrito­rios pare­cía asociarse a ritos mágicos y mitos ajenos a la his­toria, que ganaron rápidamen­te la atención de quienes trataban de definir la identidad hispanoa­mericana. Por las mismas razones se ex­tendía el interés por los mitos de la con­quista, que había empeza­do a manifes­tarse en los años veinte y se había con­cre­tado en escri­tos como los ­­que Alfonso Reyes reu­nía ahora en Últi­ma Thule (1942): el descub­rimiento de América se confi­guró allí como resulta­do de al­gunos errores cientí­ficos y algunos acier­tos poéti­cos, y la mesura que caracteri­zaba a Reyes no le impi­dió apreciar la condición mágica de los hechos, ni admirar la maravillosa uto­pía que algunos hom­bres realizaron mientras soña­ban con descubrir la bienha­dadas islas utó­picas. ­El asombro contagió­­ también su visión de las tierras recién descubiertas, emer­giendo entre la realidad y la fá­bula, entre una maraña de presagios que amenaza­ban con ámbitos ­­del terror o prome­tían paraísos soñados en to­dos los tiem­pos, entre es­pejismos de is­las per­didas, sueños de Ofir y de Catay, recuerdos de la Atlánti­da, fanta­sías del reino de las amazonas o de la fuente de la eterna ju­ventud. Esa lectura mítica hizo de las cróni­cas de Indias un género literario re­lacio­nable con los libros de caballe­rías, y esa visión terminaría por afectar a la valoración de todo el pasado america­no.
El hallazgo de lo real maravilloso fue decisivo para la configu­ración de una de las más persisten­tes visiones contemporá­neas de Hispanoamérica, enriquecida a partir de los años cuaren­ta con apor­taciones diversas. Carpen­tier concre­tó sus plan­teamientos e...

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