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2 Las relaciones entre los Estados Unidos y la República Dominicana en perspectiva histórica

2.1. Consideraciones iniciales

La presente sección busca dar cuenta de las condiciones que dieron lugar a un imperialismo informal militarizado en la relación entre los Estados Unidos y la República Dominicana. El argumento central es que el carácter militarizado de esta relación imperial se liga, por un lado, a la cercanía geográfica que facilitó la proyección de poder de Washington; y, por otro, a los conflictos geopolíticos globales que tuvieron lugar durante las dos guerras mundiales y la Guerra Fría, que llevaron al gobierno estadounidense a intervenir recurrentemente en su “periferia cercana” a los efectos de evitar la influencia alemana, durante la primera etapa, y la soviética, durante la segunda. Los factores que explican esta creciente militarización no eran rasgos salientes de los imperialismos de libre comercio del siglo XIX.

La cuenca del Caribe fue caracterizada por diferentes analistas como una “frontera imperial” (Williams 1961; Bosch 1970; Green y Scowcroft 1985). Esta conceptualización, a su vez, ha sido problematizada en diversos trabajos empírico-descriptivos, entre los que se destaca el de Howard Wiarda (1985). Este autor efectuó una precisa síntesis de la trayectoria de la región como ámbito de disputas interimperiales, hasta llegar a la situación del siglo XX, en la que los Estados Unidos desplazaron a sus competidores europeos. La preeminencia norteamericana, que empezó a cobrar forma a fines del siglo XIX y se robusteció durante las primeras dos décadas del siglo XX, implicó, en términos conceptuales, la retracción de las “áreas de influencia” y el avance de otras formas de dominación como los “imperios informales” y los “protectorados”. Los Estados Unidos lograron en 1898 desplazar a España de la cuenca del Caribe, a través de su intervención directa en la guerra de independencia cubana. En simultáneo, se fue produciendo –lenta pero sostenidamente– el reemplazo de Gran Bretaña como potencia económica y militar del área. Al concluir la primera Guerra Mundial, ya no quedaban vestigios de rivalidad interimperial: los países de la cuenca habían trasladado su dependencia a los Estados Unidos, dejando atrás viejas relaciones de subordinación con España, Francia y Gran Bretaña (Wiarda 1985: 77). Es éste, en definitiva, el contexto histórico y geopolítico que permite adentrarse en los orígenes del imperialismo informal estadounidense en la República Dominicana.

2.2. Imperialismo de libre comercio en Santo Domingo

Uno de los aspectos más significativos de cualquier relación de imperialismo informal es lo que Robinson y Gallagher (1953) denominaron “colaboración periférica”, esto es, la condescendencia de las élites del país subordinado con los intereses metropolitanos. Esta aquiescencia llega a sus formas más extendidas cuando la dirigencia periférica reclama abiertamente la intervención de las autoridades metropolitanas. En el caso dominicano, explica David Lake: “Desde el tiempo en que fue cedida por primera vez por los españoles a Francia en 1795, las autoridades dominicanas han buscado impetuosa y consistentemente subordinarse a un protector foráneo”. Luego agrega: “Después de décadas de gobiernos intermitentes a cargo de España, Francia y Haití, los gobiernos dominicanos directamente se ofrecieron a ser gobernados por los Estados Unidos en 1854 y en 1870, lo que fue ambas veces rechazado” (Lake 2009: 4).[1] Fueron los primeros indicios de la búsqueda de subordinación a los Estados Unidos, nación que durante el siglo XX dejó de ser visualizada como una potencial “protectora externa” para constituirse en indiscutida “protectora imperial”. Al calor de estas tentativas despuntó el que, a la postre, resultó el mecanismo típico del imperialismo informal estadounidense: la concesión de empréstitos para pagar deudas y el establecimiento de interventores de aduana para asegurarse el cobro de dichas hipotecas.

Una crisis financiera produjo, finalmente, la postergada proyección de Washington sobre Santo Domingo, inicialmente bajo el esquema de imperialismo de libre comercio desplegado por Gran Bretaña en diversas regiones del mundo (entre ellas, América Latina). En enero de 1903, se suscribió un protocolo que establecía que el gobierno dominicano debía pagar a la compañía Santo Domingo Improvement Company la suma de 4.500.000 dólares (Gleijeses 2011: 25). Un año después, el gobierno estadounidense nombró como agente financiero en la República Dominicana a John Abbott, director de aquella compañía. Ante el incumplimiento dominicano de los compromisos asumidos, Abbott reclamó que le fuese entregada la aduana de Puerto Plata, lo que sucedió el 20 de octubre de 1904. Se trataba del primer paso hacia un control mucho más extendido que se consumó meses más tarde. A través de otro protocolo, firmado en 1905, el resto de las aduanas fue puesto bajo el control de Washington (Hall 2000: 38). Se completaba así el círculo de dominación económica, que en el plano comercial ya resultaba ostensible desde hacía una década.[2] La República Dominicana recibiría el 45 por ciento de las rentas y sus acreedores el 55 por ciento menos el costo de la cobranza. Se trataba de la consumación en el Caribe del “imperialismo de libre comercio”. Dos años después, el protocolo adquirió el estatus de un tratado formal: la “Convención domínico-americana” de 1907, que legalizó el control aduanero que regía desde 1905, a la vez que impedía a Santo Domingo modificar los aranceles y contraer préstamos sin el consentimiento de Washington. Adicionalmente, establecía que el gobierno de los Estados Unidos concedía protección militar a la República Dominicana y la conminaba, a través de un nuevo empréstito, a consolidar su deuda externa en una única potencia. El mecanismo era simple: además de controlar las aduanas dominicanas, los Estados Unidos reducían inicialmente la deuda externa. El secreto consistía en que, al cancelar las deudas con las potencias europeas a través de préstamos de entidades financieras norteamericanas, el endeudamiento pasaba a concentrarse en un único acreedor (Smith 1996: 57; Hall 2000: 38; Lake 2009: 5). En consecuencia, la reducción de la deuda externa no conllevaba una disminución de la dependencia, sino todo lo contrario.

Los aspectos mencionados ofrecen una pauta aproximada de la creciente dominación económica sobre la República Dominicana. Las leyes de Aranceles (1910) y Concesiones agrícolas (1911) extendieron este predominio, con evidentes beneficios para las inversiones estadounidenses. La economía de los Estados Unidos, en veloz expansión, encontraba en el país antillano un “campo orégano” para aprovisionarse de materias primas y establecer un mercado para sus exportaciones. Los empresarios norteamericanos se volcaron masivamente hacia la industria azucarera dominicana, la actividad más rentable de la isla. Este predominio adquirió dimensiones significativas tras el estallido de la primera Guerra Mundial, dado el debilitamiento en los lazos preexistentes entre Santo Domingo y las potencias europeas. Un solo dato exhibe la magnitud del dominio: hacia 1916 los capitales estadounidenses controlaban más del 60 por ciento de la industria azucarera (Hall 2000: 36). En definitiva, adquiría forma en la República Dominicana un predominio económico abrumador, que sin embargo dejó en manos de las autoridades locales el gobierno administrativo. El manejo de las aduanas por parte de Washington, sumado a su preponderancia en el comercio exterior, su expansión como principal inversor y su elevación a acreedor exclusivo de la deuda externa configuraron una relación de “imperialismo de libre comercio”. La consustanciación de las élites dominicanas con los intereses de Washington parecía dar lugar, a principios del siglo XX, a una relación imperial no necesitada de intervenciones militares. Sin embargo, esto se modificó en la década siguiente.

2.3. El recurso a la carta militar

Como ha sido definido en el marco teórico de la investigación, la característica distintiva de los imperialismos informales –respecto de los imperios formales o los protectorados– es que en ellos el estado central no asume formalmente la soberanía interna y/o externa del país periférico. Esto significa que la política doméstica, acorde a los intereses del centro, es instrumentada por medio de “colaboradores periféricos”. Sin embargo, ante situaciones de desmadre en la que éstos no pueden garantizar el pleno control político y económico, se activan los mecanismos militares que permanecen “dormidos” cuando funciona sin trabas el imperialismo de libre comercio.

A partir de la guerra civil que se desencadenó en la República Dominicana en 1913, las relaciones domínico-norteamericanas experimentaron un giro que desembocó en la única experiencia de imperialismo formal a lo largo del siglo XX (Lake 2009: 5). El turbulento desarrollo de los acontecimientos sentó las bases para el desembarco y administración directa de la periferia por parte de las autoridades metropolitanas, dejando a un lado la estrategia previa de imperialismo informal.[3] A principios de 1916, y como respuesta al supuesto “pro-germanismo” que expresaban algunos caudillos militares dominicanos, las tropas estadounidenses ocuparon Santo Domingo, primer paso hacia la ocupación total del país (Knight 1928: 90-91; Gleijeses 2011: 33).

2.4. La etapa de imperialismo formal (1916-1924)

Los Estados Unidos expandieron dramáticamente su dominio sobre la República Dominicana a partir de 1913. Como suele suceder en los casos de intervencionismo imperial, y más aún con Woodrow Wilson al frente de la presidencia, Washington procuró encontrar justificativos idealistas al desembarco en Santo Domingo. Sin embargo, el establecimiento de un gobierno militar constituía la contracara de lo que se pregonaba. El más atroz autoritarismo se extendió en cada rincón de la administración. La imposición de la ley marcial, la clausura de las actividades del Congreso, la suspensión de las elecciones, la designación de altos oficiales estadounidenses como ministros del gobierno, el control absoluto de las Fuerzas Armadas, el manejo de los ayuntamientos y la represión extendida fueron la regla durante la ocupación estadounidense.

En lo que hace a la economía, una mirada no muy atenta podría arrojar a priori una ponderación alentadora de la ocupación militar. Ciertos logros en materia de infraestructura –por ejemplo, la construcción de carreteras– podrían ser catalogados como aspectos positivos. Sin embargo, estos avances no fueron respaldados por reformas de fondo ni contaron con un financiamiento genuino, sino que fueron emprendidos con capitales provenientes de la violación a la “Convención Domínico-Americana” de 1907 (Gleijeses 2011: 35). Un tiempo antes, el interventor aduanero había interrumpido el porcentaje de la recaudación que le correspondía al gobierno dominicano, por lo que esos montos fueron destinados a las autoridades militares estadounidenses y, en parte, redirigidos a la financiación de obras de infraestructura. El aspecto central de la ocupación, desde el punto de vista económico, fue la radical transformación de la estructura económica dominicana. La administración directa por parte de la metrópoli contribuyó a fortalecer aspectos de la dominación que previamente se hallaban sujetos a variables coyunturales. En otras palabras, la ocupación sentó las bases de un dislocamiento de la economía dominicana en favor de los intereses estadounidenses. Lo que a principios de siglo era una economía en donde crecían con fuerza los negocios norteamericanos de la mano de los “colaboradores periféricos”, se había convertido en 1924 en una economía al completo servicio de la potencia hemisférica.

2.5. Fin de la ocupación

Habiendo alcanzado sus objetivos centrales, el gobierno norteamericano concluyó que la administración directa de la periferia ya no resultaba necesaria. La dominación económica y político-militar debía garantizarse por medio de los mecanismos informales que habían regido hasta 1916. Así fue como, en el marco del Plan Hughes-Peynado de septiembre de 1922[4], se estableció un gobierno provisional a cargo de Juan Vicini Burgos, quien debía encargarse de allanar el camino para celebrar elecciones en el corto plazo, así como de sentar las bases para el reconocimiento de una serie de puntos fundamentales exigidos por los Estados Unidos. El plan contemplaba: i) el completo reconocimiento de la legalidad de los actos realizados por el gobierno de ocupación; ii) la validez de todos los préstamos contraídos durante los años de la administración militar norteamericana; iii) el reconocimiento de las exenciones impositivas establecidas en 1919 que favorecían a cerca de mil productos estadounidenses; y iv) la legalidad de las disposiciones contenidas en la “Convención Domínico-Americana” de 1907, entre las que se hallaba el compromiso dominicano de honrar la deuda externa (a esta altura ya subsumida en los Estados Unidos como único acreedor).

En 1923 el pueblo dominicano eligió a sus representantes al Parlamento y en marzo de 1924 el general Horacio Vásquez fue electo presidente. Al mismo tiempo se concretaba, según las previsiones del Plan Hughes-Peynado, un “tratado de evacuación” que implicaba el reconocimiento de cientos de órdenes, reglamentos y contratos del gobierno de ocupación. Se destacan, en particular, dos elementos que garantizaron la supremacía estadounidense en lo inmediato: el dominio de las aduanas y el control del “poder de fuego” del Estado. Con respecto al primero punto, el tratado de evacuación garantizó a Washington el manejo de las arcas fiscales hasta tanto se extinguiese la deuda externa. La segunda cuestión se relaciona con la continuidad de la guardia constabularia, que había sido creada, pertrechada y conducida por oficiales estadounidenses durante el periodo de ocupación.[5] La conjunción de ambos factores resultó clave para la consolidación del imperialismo informal militarizado en la República Dominicana.

2.6. Ascenso de Trujillo al poder

La salida de las fuerzas de ocupación no implicó el surgimiento de significativos márgenes de maniobra para las autoridades locales. La situación volvió a adquirir, inmediatamente, las características de un imperio informal. Apariencia formal de soberanía, pero en los hechos una dominación incontestada de los Estados Unidos, tanto desde el punto de vista económico (control de las aduanas, hegemonía monetaria, administración de la deuda externa) como militar (diseño y organización de las fuerzas militares bajo doctrina estadounidense). A ello se sumaba que la influencia de Washington era total en lo relativo al manejo de la política exterior (Lake 2009: 5). En este contexto, la figura de Rafael Trujillo ganó ascendencia en la política dominicana, en una carrera meteórica que no podría explicarse sin el espaldarazo de las autoridades norteamericanas.

Apreciado por sus servicios al gobierno de ocupación (Crassweller 1966: 45; Dean Rusk Oral History Collection 1985: 2), al momento de retirarse los últimos marines Trujillo ya contaba con el grado de mayor. En 1925, con 33 años, fue ascendido a coronel y designado al frente de la Policía Nacional. Un par de años después, con su institución transformada en Ejército Nacional y él ascendido a general, fue promovido a jefe de la fuerza. Desde entonces, su proyección política resultó irrefrenable. El anciano presidente Horacio Vásquez, impulsor del ascenso de Trujillo, buscó violentar la Constitución para prolongar su mandato hasta 1930. Pensó que contaba para ello con el servicio del hombre al que, conjuntamente con los estadounidenses, había proyectado hasta la cima del ejército. Sin embargo, pronto quedó claro que se trataba de una ingenuidad, tan flagrante como la del grupo de conspiradores que imaginaron que Trujillo abandonaría a Vásquez simplemente para facilitarles su acceso al poder. Trujillo tenía sus propias ambiciones: tras derrocar a Vásquez en febrero de 1930, utilizó su poder militar para disuadir opositores y concurrir a unas elecciones amañadas en las que ganó con facilidad (Moya Pons 1998: 229). La República Dominicana ingresaba así a la década de 1930 por la senda del autoritarismo.

Un primer elemento característico de la dominación de Trujillo se relaciona con la institución desde la que se proyectó al poder político: el Ejército Nacional. Este cuerpo militar fue su principal instrumento de control (Gleijeses 2011: 43). No hubo prácticamente ningún aspecto de la vida nacional que escapara a su injerencia. Legado de la etapa de ocupación (1916-1924), las Fuerzas Armadas –que por cantidad de efectivos y material eran las más poderosas del Caribe– fueron concebidas como una herramienta de dominación política. Por ello, durante los años de la Guerra Fría, no tuvieron dificultad en adaptarse a la prédica anticomunista de Washington. El Ejército no tenía por misión principal prepararse para eventuales conflictos con otros Estados, sino que se trataba, como señaló Jesús de Galíndez, de un “ejército de ocupación interna […] un simple aparato de dominación política” (de Galíndez 1962: 162; 166). Este instrumento –al que Trujillo confiaba tareas claves pero al que a la vez controlaba obsesivamente– fue el principal factor explicativo de su enorme poder en la vida dominicana por más de tres décadas.[6]

Desde el punto de vista económico, cobra sentido introducir algunos de los cambios producidos durante la era Trujillo. Ellos deben ser puestos en perspectiva en el contexto de la presente investigación. En particular, porque una lectura no demasiado atenta podría sugerir que la nacionalización de sectores de la economía durante este periodo invalida la caracterización de la relación con Washington como imperial. Pese a que Trujillo logró un extendido control sobre la vida económica nacional[7], ello no puso en entredicho los ejes estructurantes del imperialismo informal. Los Estados Unidos consideraron al gobierno de Trujillo como un “ejemplo digno de emulación”, en palabras del secretario de Estado William Philips (cit. en Gleijeses 2011: 45). Frank Moya Pons, por su parte, señaló que “en todo el tiempo que Trujillo gobernó la República Dominicana, Estados Unidos siempre consideró que Trujillo era mejor opción que sus enemigos de dentro o de fuera y por ello gozó siempre de su apoyo” (Moya Pons 1998: 229). En efecto, uno de los planos en los que el dictador fue erigido como referencia frente a sus pares latinoamericanos es el del endeudamiento externo. El 21 de julio de 1947, Trujillo –con respaldo estadounidense– canceló la totalidad de su deuda exterior, anticipándose 20 años a la fecha de expiración de los títulos. Apoyándose en la holgada situación financiera de la segunda Guerra Mundial –producto de los crecientes ingresos fiscales por la expansión de las exportaciones–, el líder dominicano tomó esa decisión que luego fue utilizada propagandísticamente por el régimen (Moya Pons 1998: 237).

El 24 de septiembre de 1940, Trujillo firmó un tratado con el secretario de Estado, Cordell Hull, que modificaba lo establecido en la Convención de 1924.[8] La Receptoría General de Aduanas cesaba formalmente su funcionamiento bajo la órbita del gobierno estadounidense y pasaba a depender de la República Dominicana. El tratado, conocido como “Trujillo-Hull”, fue objeto de intensa propaganda por parte del régimen, al punto de que Trujillo se hizo otorgar por el Parlamento el título de “Restaurador de la Independencia Financiera” (Sención Villalona 2010: 73). No obstante, el trasfondo de la medida no alteraba la injerencia estadounidense en la materia. Si bien la administración de las aduanas quedó formalmente en manos dominicanas, lo recaudado debía ser depositado en el National City Bank of New York. A su vez, funcionarios de esta entidad, en calidad de representantes de los tenedores de bonos, disponían la distribución de los fondos entre el gobierno dominicano y los acreedores extranjeros (Moya Pons 1998: 237). Otra cuestión que podría ser leída como contradictoria con la tesis del imperialismo informal es la presión ejercida por Trujillo sobre las compañías estadounidenses para que éstas le vendiesen sus plantaciones de azúcar. En efecto, el dictador llegó a convertirse en el mayor productor azucarero del país (Sención Villalona 2010: 83). Sin embargo, ello no alteró los aspectos estructurales de la dominación económica norteamericana, ni ganaron espacio en la isla los competidores de los Estados Unidos.

En cuanto a los cambios operados en la estructura socioeconómica, algunas cuestiones merecen ser precisadas. Trujillo heredó en 1930 una sociedad tradicional, atrasada y empobrecida. Luego de tres décadas en el poder, produjo algunos cambios que permitían caracterizar al país de principios de los ’60 como una “sociedad en transición” (Moya Pons 1998: 241). Subdesarrollada y atravesada por un capitalismo monopolista –con el grueso de los recursos en manos de la familia gobernante–, la República Dominicana experimentó un sostenido crecimiento económico y trasformaciones demográficas (Moya Pons 1998: 241). Se emprendió el más importante plan de obras públicas realizado hasta entonces, centrado en la construcción de carreteras, puentes y canales de regadío. En paralelo, tuvo lugar una reforma agraria que aumentó la producción agrícola, lo que contribuyó en ciertos productos a alcanzar una situación de autosuficiencia (Sención Villalona 2010: 79-80). Asimismo, forzada por las guerras mundiales y por la crisis del ‘30, Santo Domingo emprendió su primer desarrollo industrializador a través del modelo de sustitución de importaciones (Moya Pons 1998: 232). También fue destacable el crecimiento de las capas medias de la población, en línea con dos fenómenos convergentes: el crecimiento del empleo en las pequeñas industrias entre mediados de los ’40 y fines de los ’50; y un incremento de la escolarización y de la matrícula universitaria (Moya Pons 1998: 239-240). No obstante, estos progresos se dieron en el contexto de una violencia política, un sometimiento y un servilismo propios de una dictadura patrimonialista (Rouquié y Suffern 1994: 284). Las transformaciones –inocultables en comparación con la situación de 1930– no alcanzaron, sin embargo, para alterar las desigualdades crónicas de la estructura socioeconómica dominicana.[9]

2.7. La temprana Guerra Fría y la caída de Trujillo

El final de la era Trujillo es un ejemplo paradigmático del modus operandi del imperialismo informal (Lake 2009: 5-6). Sin llegar a las situaciones que se describirán de 1963 y 1965, que incluyen el desembarco directo de los marines, se trata de una prueba fiel de cómo opera el actor imperial en un contexto de incertidumbre. Como prevé la teoría, la carta militar –encubierta o directa– adquiere toda su dimensión cuando la dominación informal sobre la periferia es desafiada (Mommsen 1982: 86-88). No obstante, antes de llegar a ese momento, conviene repasar lo sucedido en términos políticos durante los años iniciales de la Guerra Fría. Debe recordarse que la disputa entre Moscú y Washington llegó cuando el dictador dominicano ya llevaba más de 15 años en el poder. La historia de las relaciones domínico-norteamericanas en la primera etapa del conflicto bipolar conserva la tónica colaborativa de los años previos (1930-1947). Trujillo era, como afirma Piero Gleijeses, “un aliado confiable” para Washington (2011: 44).

En consecuencia, algunos elementos deben ser ponderados con detenimiento, sin caer en la tentación de extraer conclusiones apresuradas sobre la retórica nacionalista del dictador. Ya se ha hecho referencia al pago anticipado de la deuda externa en 1947. Se ha reseñado cómo, tras una decisión aparentemente autonómica, tuvo lugar una operación celebrada por Washington. Algo similar sucedió el mismo año cuando Trujillo creó el Banco Central de la República Dominicana; o en 1948 cuando adoptó el “peso oro” como moneda nacional. Lejos de la propaganda nacionalista del régimen, la medida estaba en línea con las recomendaciones de los nuevos “doctores monetarios” de la Reserva Federal y del Departamento del Tesoro, que ahora impulsaban una estrategia “desdolarizadora” (Helleiner 2003: 9). Como se observará en el tercer capítulo, también las relaciones comerciales conservaron su carácter imperial, con los Estados Unidos como socio casi excluyente de la República Dominicana, tanto en el campo de las importaciones como de las exportaciones. En efecto, al margen de cualquier rapto de independentismo retórico, la dominación económica (financiera, comercial y monetaria) de Washington sobre Santo Domingo se mantuvo firme durante toda la era Trujillo.

En cuanto a la evolución de las relaciones políticas bilaterales, existe una serie de elementos que permiten comprender el posicionamiento de Trujillo a lo largo de la Guerra Fría. Luego de ciertas dubitaciones iniciales –producto de la desconfianza que el dictador despertaba en Spruille Braden, responsable de América Latina en el Departamento de Estado–, en 1947 los Estados Unidos renovaron las licencias para la venta de armas al régimen dominicano como parte de su estrategia de contención al comunismo (Smith 1996: 130; Hall 2000: 50). Esta decisión se enmarcó en dos factores coyunturales: la designación del general George C. Marshall como secretario de Estado en un contexto de claro distanciamiento entre Washington y Moscú; y la renuncia de Braden como subsecretario de Asuntos Hemisféricos, lo que permitió el avance de la diplomacia militar en el vínculo con Santo Domingo, situación que favoreció a Trujillo por sus aceitadas relaciones con los militares estadounidenses (Ameringer 2015: 33-34). Con este espaldarazo, el dictador inició un nuevo periodo de gobierno en 1947 fuertemente comprometido con las exigencias de Washington. Según Peter Smith, los ejes estructurantes de este alineamiento consistían en: i) declarar la oposición al comunismo internacional en todas sus formas; ii) apoyar a los Estados Unidos en todos los foros internacionales, en especial en las Naciones Unidas; iii) respaldar la doctrina Monroe; iv) denunciar a todos los opositores internos como comunistas y proscribir al Partido Comunista; v) suscribir la teoría del dominó, que suponía presentar cualquier subversión doméstica como una amenaza no sólo al orden nacional, sino a los países vecinos; vi) abrir la economía a las inversiones e intereses comerciales estadounidenses; vii) expresar apoyo a las acciones militares, paramilitares y encubiertas de los Estados Unidos en todo el hemisferio occidental; viii) mantener estrechas relaciones con el establishment militar de Washington; ix) fomentar la amistad con miembros del Congreso norteamericano; y x) cultivar estrechas relaciones con los embajadores estadounidenses (Smith 1996: 198). Rafael Leónidas Trujillo fue, en todos estos puntos, un estrecho “colaborador periférico” de Washington.

En cuanto al anticomunismo de Trujillo, los documentos revisados no dejan margen de dudas. Sus declaraciones y acciones dan cuenta de un alineamiento irrestricto en la materia. El dictador se autoproclamó el “principal anticomunista del hemisferio” (Smith 1996: 197) y llegó a impulsar la publicación de un “Libro Blanco del Comunismo” (Secretaría de Estado de lo Interior, 1956). Desde luego, estas manifestaciones se hallaban anudadas a un férreo control en la práctica. A medida que la Guerra Fría fue ganando terreno, el vínculo entre Trujillo y los Estados Unidos se fue solidificando. Un elemento decisivo de este acercamiento en el plano estratégico-militar fue la adhesión dominicana a la “Ley de Seguridad Mutua” de 1951. Este programa de ayuda externa de los Estados Unidos –que se extendió por una década– estuvo destinado a aquellos países comprometidos abiertamente en la lucha contra el comunismo. Suscripta por el presidente Harry Truman, establecía que más de 7.500 millones de dólares fueran transferidos en asistencia militar, económica y técnica a los aliados estadounidenses en la cruzada antisoviética. La República Dominicana fue uno de los primeros países en recibir sus “beneficios”. En lo que hace a los efectos concretos en materia de proyección de poder, la norma permitió a Washington montar una base militar en territorio dominicano en 1954. Se trataba de un emplazamiento en Sabana del Mar, provincia de Hato Mayor, que albergó proyectiles teledirigidos (Acosta Matos 2012e: 312).

A mediados de la década de 1950, el imperialismo informal parecía reposar sobre cimientos sólidos. Tras una primera etapa post-segunda Guerra Mundial algo friccionada por la incidencia de Spruille Braden, las relaciones entre Washington y Santo Domingo se habían encaminado hacia la priorización de la contención soviética. Las ínfulas idealistas de Braden duraron lo que permaneció el diplomático en su cargo y el objetivo de extender la democracia liberal quedó postergado. No hubo “corolario Braden” para la “Política del Buen Vecino”.[10] El anticomunismo se tornó la prioridad exclusiva de la política estadounidense y no hubo distinciones entre gobiernos dictatoriales y democráticos si se respetaba ese principio. Las inversiones y la asistencia militar quedaron garantizadas, siempre y cuando el comunismo fuera neutralizado. Trujillo se encontraba en su momento de esplendor. Respaldado por Washington, con un dominio absoluto de la economía y con el control de cada resquicio de la vida pública, su poder parecía no tener contrapesos. Posiblemente en esa percepción de invulnerabilidad radique el germen de su caída.

Un primer momento para comprender el deterioro del régimen se ubica en 1956. En marzo, el servicio de inteligencia dominicano secuestró en Nueva York a Jesús de Galíndez, un exiliado vasco que se había convertido en férreo opositor al régimen. Ex profesor de Ramfis Trujillo, hijo del dictador, el académico se había dedicado durante su etapa en la República Dominicana a recopilar documentación que empleó para la escritura de una tesis sobre el régimen trujillista en la Universidad de Columbia. En ese escrito llegó a plantear que el primogénito del dictador no era su descendiente biológico. Con la aquiescencia de un sector de la inteligencia norteamericana, los verdugos de Trujillo secuestraron a de Galíndez –quien a su vez era colaborador del Buró Federal de Investigaciones (FBI)– de su departamento en la Quinta Avenida, torturándolo hasta la muerte. El cadáver nunca apareció y la muerte fue aceptada oficialmente recién en agosto de 1963 (Larrauri 2006). Según reveló el FBI, de la preparación, secuestro y encubrimiento del crimen participaron 35 personas, de las cuales nueve resultaron asesinadas o murieron en forma misteriosa. Uno de esos decesos –el del joven piloto estadounidense Gerald Murphy– constituyó el “principio del fin” para la hasta entonces óptima relación entre Washington y Santo Domingo. Pronto quedó claro que los casos “de Galíndez” y “Murphy” estaban relacionados. Cuando el automóvil de Murphy apareció abandonado en las inmediaciones de Ciudad Trujillo, un delgado “hilo rojo” anudó ambas muertes: Murphy había piloteado, sin saberlo, el vuelo que trajo de regreso a de Galíndez a la República Dominicana. El caso Murphy escaló de modo descontrolado en la prensa y en la opinión pública norteamericanas. Contra los deseos de la administración Eisenhower, que consideraba estratégicas las relaciones con Trujillo, el asunto resultó un punto de inflexión. En opinión de Gleijeses, “Trujillo había violado la primera regla del juego: los asesinatos estaban permitidos, pero no de ciudadanos estadounidenses” (Gleijeses 2011: 52).

La segunda mitad de la década de 1950 estuvo marcada, del mismo modo que la inmediata post-segunda Guerra Mundial, por un giro a la izquierda y por un avance reformista en la región. Las caídas de Julio Lozano Díaz en Honduras, en 1956, y de Gustavo Rojas Pinilla en Colombia, en 1957, eran una muestra del destino que empezaban a correr los dictadores latinoamericanos. En 1958 se desmoronó la dictadura venezolana de Marcos Pérez Jiménez y un gobierno provisional convocó a elecciones, que ganó el demócrata Rómulo Betancourt. El primer día de enero de 1959, impotente frente al avance de la guerrilla de Fidel Castro, Fulgencio Batista abandonó Cuba y se exilió en la República Dominicana. Este contexto regional puso a Trujillo contra las cuerdas. El affaire “de Galíndez-Murphy” ya lo había dejado maltrecho y la administración Eisenhower empezó a vislumbrar que un recambio gubernamental era la opción más acertada. El temor a una revolución como la cubana ganaba adeptos en los círculos de poder en Washington. En un contexto de retracción de los dictadores latinoamericanos y de auge de los gobiernos de izquierda nacional, resultaba muy difícil para los Estados Unidos continuar apoyando a la dictadura de Trujillo. En particular, cuando Washington declamaba que su objetivo primordial era reunir el respaldo de los países latinoamericanos para aislar al régimen castrista.

El presidente venezolano, Rómulo Betancourt, jugó un papel determinante en la caída de Trujillo. De retorno en el poder desde 1959, había apoyado a los exiliados dominicanos en su etapa anterior de gobierno (1945-1948), por lo que se había convertido en una figura despreciada por Trujillo. Este odio, que se mantenía incólume una década después, se apoderó del dictador y lo llevó a cometer una serie de actos criminales que profundizaron el deterioro del régimen. En ese marco, una expedición revolucionaria emprendida el 14 de junio de 1959 fue asociada por Trujillo con los intentos de invasión de Cayo Confites (1947) y Luperón (1949). En aquellas intentonas Trujillo había identificado la mano desestabilizadora de Betancourt. El nuevo intento insurgente de 1959 contó con el apoyo material del movimiento liderado por Fidel Castro y con el respaldo moral de Betancourt (Gleijeses 2011: 55).[11] La expedición se dio en dos pasos. El 14 de junio, aterrizó en Constanza, provincia de La Vega, un avión proveniente de Cuba con medio centenar de combatientes. El 20 de junio, desembarcaron dos lanchas en las localidades de Estero Hondo y Maimón, provincia de Puerto Plata. Sendas incursiones, realizadas con problemas de coordinación táctico-operacional, redundaron en un fracaso militar. Las fuerzas dominicanas contrarrestaron sin dificultades el movimiento a través de un fulminante ataque aéreo. La mayor parte de los expedicionarios –que quedaron en la memoria colectiva como los héroes del 14 de junio– resultó apresada, torturada y asesinada por los verdugos del régimen (Franco Pichardo 2009: 577-578). Como resultado de la identificación de gran parte de la juventud con el intento expedicionario, se registraron en todo el país acciones de resistencia contra el trujillismo. También se conformaron diversas organizaciones con el objetivo derrocar al dictador. Sin embargo, los planes de este colectivo –que había adoptado el programa del Movimiento de Liberación Dominicana (MLD)– fueron detectados por el Servicio de Inteligencia Militar (SIM), al mando de Johnny Abbes García, que desató una feroz represalia en enero de 1960.[12]

Cuando el régimen parecía ingresar en su etapa de agonía, un nuevo contrapunto con Betancourt adquirió dimensiones insospechadas. Los observadores hemisféricos, con el venezolano a la cabeza, denunciaron el vendaval de violencia desatado en la República Dominicana. Con la ola de represión como trasfondo y el quiebre de las relaciones del trujillismo con la Iglesia católica, Venezuela exigió una reunión del Consejo de la OEA para evaluar la situación. El 7 de junio de 1960, luego de cuatro meses de investigación, la Comisión Interamericana de Paz –organismo en el que se había delegado la pesquisa– determinó que Trujillo había incurrido en una “extendida y flagrante violación de los derechos humanos” (Gleijeses 2011: 57). El 20 de junio, Santo Domingo protestó ante la OEA porque consideraba arbitrario el informe. Lo central es que el movimiento diplomático de Venezuela en la OEA había convencido al dictador de llevar a cabo, por los medios más extremos, lo que había pergeñado desde principios de 1959: acabar con Betancourt. Pero no se trataba, como en maquinaciones anteriores, sólo de un complot para derribar al gobierno, sino lisa y llanamente de asesinar al presidente venezolano. Así lo recuerda Robert Crassweller: “la solución […] fue instintiva, no racional […] la acción, tuviera o no éxito, atraería sobre su cabeza toda clase de represalias […] Pero nada de esto importaba. Los instintos ordenaban a Trujillo matar” (Crassweller 1966: 413). El 24 de junio de 1960 sicarios atentaron sin éxito contra la vida del mandatario venezolano, cuando se disponía a participar de un desfile militar en Caracas.[13] Como consecuencia, los Estados Unidos rompieron relaciones diplomáticas con Santo Domingo, mientras que el gobierno de Venezuela presentó el 4 de julio de 1960 ante la OEA una acusación formal contra el gobierno dominicano. El 8 de agosto, un Comité del organismo concluyó que Trujillo había financiado el atentado contra Betancourt.[14] Como resultado, por primera vez en su historia, la OEA estableció sanciones contra un estado miembro, las que determinaron: i) la suspensión de las relaciones diplomáticas con Santo Domingo por parte de todos los estados miembro; y ii) la interrupción parcial de las relaciones económicas con la República Dominicana, en particular en lo referente a los embarques de armas y material de guerra (Gleijeses 2011: 58).

En cuanto a la cuestión económica, un asunto crucial en las relaciones domínico-norteamericanas había sido históricamente el negocio del azúcar. Santo Domingo contaba con una cuota preferencial de acceso al mercado estadounidense, que Trujillo solía emplear con astucia en las negociaciones. Cuando Eisenhower se vio obligado, por el devenir de los acontecimientos, a ejercer presión y amenazar con afectar aquella asignación, el dictador dominicano respondió poniendo en duda la continuidad de la base estadounidense en Sabana del Mar (Hall 2000: 90). Con Trujillo proscripto en la OEA, como un paria en América Latina y rotas las relaciones diplomáticas con Santo Domingo, Washington estableció un arancel especial a las compras de azúcar dominicano, lo que profundizó la crisis económica del país caribeño (Hall 2000: 101). El imperialismo informal, como interpreta David Lake, opera sin dubitaciones cuando el actor periférico pone en entredicho los límites de su subordinación: “El dictador amenazó con alinearse con el bloque soviético, ofreciendo détente a Fidel Castro, legalizando al Partido Comunista Dominicano y enviando emisarios a la Unión Soviética” (Lake 2009: 6). Esta amenaza de acercamiento a Moscú y de una potencial incorporación al campo soviético era inadmisible para Washington.[15] Considerando inaceptable el quiebre del vínculo imperial, Eisenhower comenzó a “operar” la salida de Trujillo del poder.

Entre 1960 y 1961 se habían producido una serie de reuniones del dictador con emisarios oficiales y extraoficiales, que no habían despertado mayores expectativas.[16] Los intentos secretos fueron los que albergaron más esperanzas en Washington, aunque finalmente corrieron la misma suerte que los oficiales. Según recuerda Michael Hall, el 9 de febrero de 1960 Eisenhower envió una misión secreta liderada por el senador George Smathers. Éste llegó a Ciudad Trujillo acompañado por el empresario William Pawley, íntimo amigo tanto de Eisenhower como de Trujillo. La habilidad del dictador condujo al fracaso de la misión estadounidense, a tal punto que buena parte del público local creyó –filtrada la noticia del encuentro por parte de los servicios de inteligencia dominicanos– que los emisarios habían viajado para respaldar al “Generalísimo” (Hall 2000: 93). Eisenhower envió una segunda misión secreta al mando del brigadier general Edwin Clarke, camarada de Eisenhower durante la segunda Guerra Mundial (Hall 2000: 94). Clarke había sugerido al presidente una política más agresiva para “correr” a Trujillo de escena y establecer un gobierno democrático. Sin embargo, tampoco su misión llegó a buen puerto. Fue entonces cuando Washington comenzó a barajar opciones más duras para acabar con Trujillo.[17] Este cambio de estrategia supuso reflotar la conexión que la CIA venía tejiendo con un grupo de opositores dominicanos, nucleados en torno al general Juan Tomás Díaz. Éstos habían comenzado a tramar el derrocamiento de Trujillo, en un plan que incluía su asesinato. El grupo de Díaz, al que los reportes de Washington calificaban como “moderado y pro-estadounidense”, consiguió inicialmente el apoyo para la operación. El 1° de julio de 1960 el director interino de la CIA, Charles Cobell, autorizó el envío de una docena de rifles con mira telescópica, los que se entregarían desde el aire. Sin embargo, los propios conspiradores solicitaron la cancelación de la operación (Gleijeses 2011: 63). Todavía no habían logrado el compromiso de ningún alto oficial “desleal” dentro del Ejército, elemento que juzgaban fundamental para el magnicidio del dictador. El “apoyo” dentro de las filas castrenses fue conseguido recién a principios de 1961, a través del general José Román Fernández, ministro de las Fuerzas Armadas. El cónsul Henry Deaborn –a la postre jefe de estación de la CIA– logró finalmente entregar a Díaz las armas requeridas, quien planteó que el éxito de la operación dependía de que los Estados Unidos proveyeran –por medio de una valija diplomática– cinco ametralladoras adicionales. El cable telegrafiado por la estación de la CIA no dejaba margen de dudas: las nuevas armas se utilizarían para asesinar a Trujillo (Lake 2009: 6; Gleijeses 2011: 64). El armamento llegó a la República Dominicana la tercera semana de abril de 1961, pero los conspiradores no pudieron hacerse de los equipos. Un cambio drástico, producto del contexto internacional, modificó los planes estadounidenses.

El 15 de abril de 1961 se había producido la invasión estadounidense de Bahía de los Cochinos (Cuba), también conocida como “invasión de Playa Girón”, que guarda elementos en común con el plan forjado para asesinar a Trujillo. Entre ellos: i) la participación de exiliados como conspiradores; ii) la búsqueda de establecer un gobierno provisional; iii) el papel central de la CIA en la operación; y iv) el objetivo de lograr la adhesión de la OEA luego del derribo de los “dictadores enemigos”. Sin embargo, el fracaso de Bahía de los Cochinos modificó la estrategia hacia Santo Domingo. El 25 de abril la CIA instruyó al cónsul Deaborn que evitase “una acción precipitada […] hasta que Washington pudiera reconsiderar las consecuencias de la caída de Trujillo y el vacío de poder que crearía” (Gleijeses 2011: 64). Diez días más tarde, en una reunión del Consejo Nacional de Seguridad, Kennedy puso freno al ímpetu de sus funcionarios más ensimismados con el asesinato del dictador y planteó no avanzar antes de tener mayor certeza sobre las posibilidades de acceso al poder de un gobierno confiable. También impartió directivas al alto mando militar para tener listos los planes de invasión en el caso “de que los comunistas tomaran el poder” (Gleijeses 2011: 64). El último freno, sin embargo, no modificó el devenir de los acontecimientos ni su trágico desenlace. El 30 de mayo de 1961, en la carretera que conecta Santo Domingo con San Cristóbal, Rafael Leónidas Trujillo fue asesinado en una emboscada. Comenzaba así una nueva etapa en la historia dominicana.

2.8. La República Dominicana sin Trujillo

El periodo posterior a la muerte de Trujillo exhibe las tribulaciones por las que atraviesa el actor imperial cuando, a pesar de una acción tan determinante como el asesinato de un dictador, la periferia continúa en estado de turbulencia. A ello deben adicionarse dos elementos que contextualizan la política de Washington en 1961. Por un lado, el anuncio de la “Alianza para el Progreso” –el programa de ayuda económica, política y social impulsado por la administración Kennedy– que tenía una contraprestación lógica en tiempos de la Guerra Fría: quienes aceptasen sus beneficios debían comprometerse a neutralizar la influencia soviética en el hemisferio. Por el otro, el fracaso de Bahía de los Cochinos: tan sólo un mes más tarde del lanzamiento de la “Alianza para el Progreso”, la retórica idealista de aquella empresa debió confrontarse con la decisión norteamericana de invadir Cuba. En medio de esta encrucijada, Kennedy debía resolver qué hacer con la República Dominicana. Eran tres los objetivos que se trazaba el imperialismo informal en aquella coyuntura: recuperar un cierto orden; eliminar en la medida de lo posible los vestigios de la dictadura trujillista; y evitar un gobierno comunista (Hall 2000: 116). Fue el propio Kennedy quien resumió las opciones que se barajaban frente al dilema dominicano: un régimen democrático, la continuación del régimen de Trujillo o un régimen castrista. “Deberíamos apuntar a la primera, pero no podemos renunciar a la segunda mientras no estemos seguros de poder evitar la tercera”, razonaba Kennedy (cit. en Schlesinger 1965: 769). La tercera alternativa no tenía chances efectivas de concretarse, aun cuando los funcionarios estadounidenses se esforzaban por sobredimensionar la “amenaza comunista”. El fracaso de las expediciones de la “Legión del Caribe” a fines de los ’40 o los intentos del 14 y 20 de junio de 1959 fueron esclarecedores: la izquierda carecía de fuerza para llegar al poder.

Por fuera de la tercera opción, emergía el debate sobre las otras dos alternativas: ¿era posible un proceso democratizador (desde ya, una “democracia tutelada” por el actor imperial) o se requería una etapa transicional apoyada en los actores del antiguo régimen? Piero Gleijeses graficó este dilema del imperialismo informal como “¿nicaragüización o democratización?” (2011: 66-70).[18] La pregunta, en consecuencia, era si Washington veía con beneplácito la continuidad del régimen más allá de la desaparición física del dictador. Los primeros indicios dejaron entrever que la salida no sería la de una rápida democratización. Nada de lo previsto por los conspiradores había resultado según lo planificado, excepto el asesinato de Trujillo. Ni el general Román Fernández había actuado según lo acordado, ni el vacío de poder había dado lugar a una crisis “indomable” (Gleijeses 2011: 66). A las pocas horas el aparato trujillista reaccionó con su habitual músculo represivo. De los conspiradores, sólo dos lograron con el tiempo sobrevivir a la persecución desatada desde el poder.[19] Los medios de comunicación, por su parte, difundieron la mirada que dictaba el gobierno. En ausencia de fuerzas de oposición bien organizadas, lo que siguió fue algo muy semejante a la “nicaragüización” descrita por Gleijeses. El hasta entonces presidente “títere”, Joaquín Balaguer, acomodó su cintura a los nuevos tiempos y comenzó a balancearse entre su lealtad al viejo régimen –al que había servido con devoción– y la subordinación a la cada vez más extendida intervención estadounidense en los asuntos internos del país.[20]

En cuanto a la postura del gobierno estadounidense, el camino elegido –interlocutar con el tándem Balaguer-Ramfis– no se emprendió desde una posición comedida, sino con el aval de la carta militar como última ratio. Se echaba mano así al típico mecanismo del imperialismo informal, consistente en alcanzar sus objetivos sin desplegar la fuerza militar excepto que fuese estrictamente necesario.[21] Con el paso de los meses se fueron forjando en el entorno de Kennedy tres posiciones: la del “Grupo de Puerto Rico”, la de los “conservadores” del Departamento de Estado y la de los “kennedianos” (Gleijeses 2011: 76). En el primer grupo se destacaban dos figuras: Arturo Morales-Carrión (subsecretario de Estado Adjunto para América Latina) y Teodoro Moscoso (coordinador de la Alianza para el Progreso). Éstos se inclinaban por una “democratización” tutelada por Washington, entendiendo que había que forzar a los herederos del régimen a alejarse del poder y “contribuir” a que los dominicanos sentaran las bases de su propia democracia. Frente a ellos, despuntaba la opción “nicaragüizadora”, expresada por un grupo de veteranos diplomáticos, cuya mirada conservadora se inclinaba a pactar con el dúo Balaguer-Ramfis. Dadas las pocas chances de una democracia “genuina”, había que asegurar los intereses estadounidenses y apuntalar el orden acordando los pasos con la cúpula del poder periférico. Entre ambas posiciones, oscilante, asomaba el círculo áulico del presidente Kennedy, constituido por su hermano Robert, Arthur Schlesinger, Richard Goodwin y McGeorge Bundy. Éstos se autodefinían como hombres de ideales democráticos pero de agudo sentido práctico (Gleijeses 2011: 76). Los Estados Unidos se inclinaron, en definitiva, por la “nicaragüización”. Sin embargo, a diferencia de la continuidad del “somozismo” en Nicaragua, en la República Dominicana se buscaría –presuntamente– promover formalmente la democracia, aunque de modo gradual y tras un periodo transicional liderado por figuras del antiguo régimen (Hall 2000: 117). En este sentido, Balaguer inició un camino de reformas y liberalización que procuró granjearse el respaldo de Washington. También la potencia hemisférica mutó su conducta respecto de la exhibida en los tiempos de Trujillo, puesto que en las nuevas circunstancias la contención del comunismo precisaba de una fachada democrática (Gleijeses 2011: 77). Según el canciller dominicano, Porfirio Herrera, Balaguer debía instituir “un gobierno de transición entre una dictadura y una democracia, cuyo objetivo sería garantizar la celebración de elecciones libres” (citado en Hall 2000: 117).[22]

En este contexto, Balaguer se esforzó por convencer al mundo de que las elecciones de 1962 serían libres. Por ello solicitó a la OEA que enviara a Santo Domingo una misión especial para observar los avances del proceso de liberalización. El objetivo era conseguir que el organismo interamericano levantase las sanciones vigentes desde el año anterior[23], un tema que era motivo de reflexión permanente por parte del presidente Kennedy (Martin 1975: 4). El dilema pasaba por el mensaje que transmitiría Washington en el marco de la “Alianza para el Progreso”. Puesto de otro modo: ¿cómo repercutiría, en aquella coyuntura, lo que a todas luces resultaba una mirada indulgente sobre un gobierno que continuaba siendo dirigido por los “herederos” de Trujillo? La transición que Washington propugnaba se basaba en una “democratización a medida”, de la que los comunistas no podían ser parte. Como reconocía Dean Rusk, se trataba de “promover un modus vivendi entre los Trujillo, las Fuerzas Armadas, Balaguer y la oposición moderada” (cit. en Gleijeses 2011: 82). Todo parecía encaminarse, de acuerdo a las previsiones del embajador estadounidense ante la OEA, DeLesseps Morrison, hacia el levantamiento de las sanciones. Sin embargo, en el marco de una inspección de la Comisión de la OEA del 12 de septiembre de 1961, se produjeron los disturbios más importantes desde la muerte de Trujillo. La oposición al tándem Ramfis-Balaguer se resistía a cooperar y consideraba imprudente una decisión que no haría más que legitimar a estos dos personajes autoritarios. El anti-trujillismo había logrado exhibir ante la diplomacia interamericana que la fachada democrática que Ramfis y Balaguer se esforzaban por construir era simplemente eso: una fachada. Los Estados Unidos –que también buscaban el levantamiento de las sanciones para que funcionase el modus vivendi– se vieron obligados a retroceder. [24] Levantar las sanciones no haría más que persuadir al hemisferio de que Washington veía con agrado la continuidad de un régimen autoritario (Morrison 1965: 137-140).

En el marco de la inspección de la OEA, se produjo una reunión secreta del embajador Morrison con Balaguer, que refleja la operatoria del imperialismo informal. El encuentro evidencia el papel que jugaba la variable ideológica global en la estrategia estadounidense. Balaguer, férreo anticomunista, resultó un “moderado” frente a las posturas del embajador estadounidense. El diplomático fue muy preciso en sus exigencias: Santo Domingo debía poner restricciones severas al retorno de los Castro-comunistas. Asimismo, debía exhibir avances concretos en materia de legislación anticomunista en el Congreso. Un dato resulta revelador: Washington siguió proveyendo, a través de la CIA, listas de comunistas a los que consideraba imprescindible deportar. Esta profundización del sesgo anticomunista, en un contexto en el que supuestamente tanto Kennedy como Balaguer buscaban exhibir un compromiso democrático, enturbiaba el panorama (Gleijeses 2011: 89). En realidad, como precisa Michael Hall, “ni Morrison ni Balaguer estaban preocupados respecto del destino de la democracia dominicana. A Morrison le preocupaba el comunismo y a Balaguer cómo mantener una fachada democrática” (Hall 2000: 123).

En lo inmediato se produjo un acontecimiento que exhibió, una vez más, el accionar del actor imperial, en línea con lo que Michael Mann denominó “imperialismo de las cañoneras” (Mann 2008: 9-11). El suceso se encuentra ligado a las exigencias –planteadas por Morrison a Balaguer– del “plan Kennedy” para la República Dominicana, cuya cumplimentación conllevaría, en principio, el levantamiento de las sanciones diplomáticas y económicas. Balaguer y Ramfis venían cumpliendo a rajatabla con las exigencias de Washington, lo que incluyó el exilio de prominentes miembros de la familia Trujillo. El 24 de octubre de 1961, varios miembros del clan abandonaron la isla, entre los que se encontraban Héctor “El Negro” Trujillo y Luis Arismendi “Petán” Trujillo, hermanos del dictador. Un día después, Ramfis cumplió con la exigencia de desprenderse del Central Río Haina, el más grande de los ingenios azucareros de la familia. Diez días más tarde, cedió el resto de las azucareras familiares a una fundación. De este modo, la cúpula del poder dominicano consideraba que el terreno estaba preparado para un pleno levantamiento de las sanciones de la OEA. Sin embargo, eso no sucedió. El 14 de noviembre llegaron noticias desde Washington que daban cuenta tan sólo de un levantamiento parcial.[25] Ello representaba un severo golpe a las esperanzas de Ramfis, quien sintió que el costo pagado en términos personales y familiares no fue debidamente compensado.[26] Fue allí cuando decidió renunciar a su cargo y abandonar la República Dominicana. Sin embargo, su salida no estuvo exenta de polémicas. El mismo 14 de noviembre elevó a Balaguer su renuncia como jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas y se retiró a su residencia de Boca Chica. Su último acto como jefe militar fue comunicarse con sus tíos Héctor y José Arismendi, quienes se encontraban exiliados en Jamaica, para conminarlos a que regresaran al país. Ya desprovisto del cargo de jefe militar, ejecutó personalmente a seis detenidos por el magnicidio de su padre. Saldada esta “cuenta pendiente”, partió rumbo a su exilio en París (Gleijeses 2011: 93).

El regreso de “Negro” y “Petán” Trujillo tomó por sorpresa tanto a Balaguer como al gobierno de los Estados Unidos. Su reaparición, expresión de un pasado que se resistía a quedar atrás, proyectó serias dudas sobre la liberalización que empujaba Washington con la “colaboración” de Balaguer. El affaire de los “tíos Trujillo” constituye otro buen ejemplo de la operatoria del imperialismo informal, en particular de su recurso a la carta militar cuando las ambiciones imperiales se ponen en entredicho. En palabras de John B. Martin: “Todas las negociaciones […] debían ser llevadas adelante con la flota estadounidense en el horizonte. Eso [creaba] una atmósfera dramática” (Hall 2000: 126). La estrategia de los Estados Unidos consistió en presionar a sectores de las Fuerzas Armadas para que se opusieran a la intentona de los hermanos Trujillo. Éstos, naturalmente, buscaron canalizar sus esfuerzos golpistas a través del instrumento que durante tres décadas su hermano Rafael había manejado a discreción: el Ejército Nacional. El poder disuasorio de Washington se dirigió, fundamentalmente, a contrarrestar esos planes procurando lograr la aquiescencia de sectores de las fuerzas armadas dominicanas (Gleijeses 2011: 94). Todo sucedió en un contexto en el que los Trujillo se habían atrincherado en la base militar de San Isidro, controlada por sus adeptos en las filas castrenses. Entre el 17 y el 19 de noviembre, el affaire alcanzó su punto final. Kennedy –con el asesoramiento del secretario de Estado, Dean Rusk– puso en alerta a la Segunda Flota (Hall 2000: 126). El crucero Little Rock, al mando del almirante John Taylor, y una escolta de tres destructores se dirigieron hacia la costa dominicana. Fueron seguidos por el portaaviones Franklin D. Roosevelt y otras embarcaciones de guerra, con casi 2.000 marines a bordo, que aguardaban las órdenes para actuar en el límite de las tres millas de aguas territoriales. Todo se producía sin violaciones formales a la soberanía dominicana, con la excepción, como recuerda Gleijeses, de algunos aviones que penetraron el espacio aéreo de Santo Domingo (Gleijeses 2011: 95-97). Esta impresionante demostración de fuerza buscaba evitar un eventual plegamiento militar a la aventura de los “tíos Trujillo”. El accionar estadounidense surtió efecto, dado que diferentes sectores castrenses dominicanos, particularmente de la Fuerza Aérea, se mostraron leales a los Estados Unidos y a Balaguer. Los Trujillo finalmente cedieron. Tras reunirse en el Palacio Nacional con Balaguer y el cónsul Hill fueron forzados a declinar en sus aspiraciones golpistas. Cerca de la medianoche del 19 de noviembre, Héctor y José Arismendi Trujillo partieron de Santo Domingo, dando por concluida la peor crisis luego del magnicidio de su hermano Rafael. No fue la última muestra de cómo operaba el imperialismo informal militarizado en la isla. La historia se repitió en muy poco tiempo y con mayor virulencia.

2.9. El intrincado camino hacia las elecciones democráticas de 1962

Los años 1961 y 1962 demostraron que la “prometida” democratización no sería sencilla de alcanzar en la etapa post-trujillista. Hasta la celebración de las elecciones de 1962 –las primeras competitivas desde 1924 (Moya Pons 1998: 245)–, la política dominicana se mantuvo inmersa en un círculo de turbulencia política y económica. El presidente Balaguer y la oposición no lograban llegar a un acuerdo para la salida de la crisis. En todo este proceso, los Estados Unidos desempeñaron un rol tutelar tanto en el plano de la política doméstica como en el de las instituciones hemisféricas. La evaluación inicial de Washington fue que, con la salida de la familia Trujillo, el problema dominicano llegaría a su final. Como suele suceder episódicamente con la política exterior estadounidense hacia América Latina, primó una lectura simplista. Nada podría interponerse –especulaban los arquitectos de la política hacia la República Dominicana en Washington– entre Balaguer y la oposición “razonable” de la Unión Cívica Nacional (UCN).[27] El resultado esperado era un gobierno de coalición presidido por Balaguer, instancia previa a una transición hacia algún esquema democrático (desde luego, una “democracia” que garantizara la neutralización de los elementos “castro-comunistas”).[28]

Los acontecimientos distaron mucho de las previsiones de Washington. Lejos del gobierno de coalición esperado, la UCN[29] y la Agrupación Política 14 de Junio (1J4) impidieron la conformación de cualquier esquema que no pusiera fecha de vencimiento al mandato de Balaguer. Éste contaba, sin embargo, con el respaldo de las Fuerzas Armadas y de su nuevo hombre fuerte, el general Pedro Rodríguez Echavarría. El nuevo tándem –como había sido previamente el de Balaguer y Ramfis– ponía como condición su permanencia en el poder. A fines de noviembre de 1961 se quebró todo diálogo entre las partes y estalló una huelga general encabezada por la UCN, el 1J4 y un conjunto de asociaciones profesionales. Las movilizaciones se expandieron al interior del país, lo que convirtió a la República Dominica en una nación paralizada. Las eventuales salidas por derecha y por izquierda que barajaba en sus reportes la inteligencia norteamericana –un golpe militar encabezado por Rodríguez Echavarría o una revolución de los “castro-comunistas”– llevaron a un drástico replanteo de los escenarios por parte de Washington. Como recuerda Bernardo Vega, “no habían pasado siete meses de la desaparición de Trujillo, cuando Estados Unidos cambió totalmente de política y presionó a Balaguer para que dejase el poder” (2004: 19). Pese a su extrema debilidad política, Balaguer se negaba a aceptar su “derrota” y planteaba que no renunciaría a su cargo hasta agosto, cuando finalizase su mandato. No obstante, desde hacía una semana se hallaba en marcha una agenda de negociaciones impulsada por Washington, que terminó por plasmar una propuesta –centrada en la figura de un Consejo de Estado– elevada por Arturo Morales-Carrión al secretario de Estado Dean Rusk.[30] En esta ocasión, las concesiones más importantes fueron exigidas a Balaguer y a Rodríguez Echavarría, quienes se encontraban muy debilitados producto de la parálisis social, las sanciones internacionales, el congelamiento de la cuota azucarera y la suspensión de las relaciones diplomáticas de máximo nivel con Washington.

Los funcionarios estadounidenses marcaron el ritmo de la discusión, lo que incluyó el compromiso de Balaguer de disolver el Congreso, asignando los Poderes Ejecutivo y Legislativo a un Consejo de Estado, que sería presidido por unos meses por el propio Balaguer (aunque no hasta la fecha de finalización de su mandato). A través de un mensaje pronunciado el 17 de diciembre, el presidente aceptó las condiciones fijadas por Washington, que incluían la participación estadounidense en la conformación del nuevo Consejo (Hall 2000: 128).[31] En un estudio sobre el imperialismo informal cobran especial importancia los términos en que se expresan los funcionarios del actor imperial. Resultan elocuentes las siguientes instrucciones del presidente Kennedy –transmitidas por sus asesores Goodwin y Morales-Carrión– a su cónsul general en la República Dominicana, John Hill:

El presidente personalmente le instruye que haga lo siguiente del conocimiento del presidente Balaguer […] Si se va pronto y por iniciativa propia, entonces será indiscutiblemente reconocido como uno de los pocos hombres […] que haya logrado una transición pacífica hacia la democracia […] si no lo hace, y si es sacado por la fuerza en una fecha posterior, entonces su prestigio y su posición en la historia se verán afectados, o hasta destruidos (cit. en Vega 2004: 20).

Luego se le “sugería” a Balaguer una serie de pasos que el presidente cumplió “a pie juntillas”. En primer lugar, se le indicaba que en la declaración pública que hiciese debía aclarar que la dimisión corría por su propia voluntad y que no le había sido impuesta por nadie. Adicionalmente, se fijaba que debía anunciar su renuncia no más allá del 27 de febrero de 1962. Se agregaban una serie de condiciones –entre ellas, la reorganización del gabinete y la conformación de un gobierno de unidad nacional– que en caso de ser incumplidas motivarían “que le fuese muy difícil a Estados Unidos el levantamiento de las sanciones o reconocer al gobierno hasta que él [hubiera] salido” (Vega 2004: 20-21). El cónsul Hill recibió otros dos textos originados en Washington. Uno con instrucciones para el general Rodríguez Echavarría, a quien se le solicitaba que las Fuerzas Armadas apoyaran las medidas que se le exigían a Balaguer. Como contrapartida, Washington prometía un paquete de asistencia militar. El otro documento contenía las instrucciones presidenciales para Hill relativas a un pronto acuerdo con Balaguer. Este último texto se iniciaba con esta sugestiva frase: “Los Estados Unidos están preparados para utilizar su influencia para asegurar que, al dejar el cargo, el presidente Balaguer sea tratado con las consideraciones que merecen los esfuerzos que ha llevado a cabo para lograr estos objetivos” (cit. en Vega 2004: 22). El día del anuncio de Balaguer, mientras se encontraba en Venezuela en visita oficial, Kennedy consideró la conducta del presidente dominicano como “una notable demostración de sus cualidades de estadista” (Vega 2004: 221). Por su parte, Hill cablegrafió a Washington el siguiente texto: “Puede ser de interés notar que cuando le ofrecí al presidente Balaguer mis felicitaciones, sonrió y comentó: ‘Después de todo, era el plan del presidente Kennedy’” (Hall 2000: 128). Se trataba de la expresión de un “colaborador periférico”, que aceptaba la voluntad de Washington aún cuando sus deseos se veían contrariados. La historia le daría “revancha” a Balaguer unos años más tarde, por supuesto con el auspicio de los norteamericanos.

2.9.1. El intento golpista de Rodríguez Echavarría

A principios de 1962 Washington creyó, por fin, tener encaminada la situación en la República Dominicana. El 4 de enero, la OEA levantó todas las sanciones diplomáticas y económicas que pesaban sobre Santo Domingo desde la etapa final del gobierno de Trujillo. Pese a los ingentes esfuerzos por “reinventarse”, ni Balaguer ni Ramfis Trujillo habían logrado la mentada “nicaragüización” con fachada democrática. Finalmente, el 6 de enero de 1962, Washington retomó sus relaciones diplomáticas con el gobierno dominicano. Sin embargo, antes de restablecer el vínculo formal, el gobierno norteamericano ya había jugado un papel decisivo en la conformación del nuevo Consejo de Estado.[32] En ese marco, la política estadounidense tenía objetivos muy concretos. En primer lugar, robustecer el Consejo de Estado, que en febrero atravesaría la salida de Balaguer. Segundo, salvaguardar al proceso de las amenazas de un eventual golpe de estado por parte de los militares que respondían a Rodríguez Echavarría. Tercero, frenar cualquier eventual avance de la izquierda “castro-comunista”. Cuarto, encaminar a la República Dominicana desde el punto de vista económico-financiero, lo que resultaba perentorio frente a las huelgas domésticas y las sanciones económicas internacionales. Finalmente, preparar el terreno para la primera elección democrática luego de varias décadas (Hall 2000: 129). Todos estos desafíos constituían la nueva etapa del “plan Kennedy” para la isla antillana.

El sendero hacia las elecciones no resultó sencillo. La desconfianza hacia el tándem Balaguer-Rodríguez Echavarría era tan grande que la promesa de renunciar “a más tardar el 27 de febrero”, formulada por el presidente, no había convencido a la ciudadanía. Una multitud se manifestó para exigir la renuncia inmediata del presidente y la destitución de su ministro de las Fuerzas Armadas. Uno de los temores de Washington –una salida cruenta por derecha– pareció tener asidero el 16 de enero de 1962. En el marco de protestas masivas en el corazón de Santo Domingo, seis tanques y un destacamento de infantería abrieron fuego contra los manifestantes, ocasionando una decena de muertos y cientos de heridos. Ante dicho escenario, el general Rodríguez Echavarría intuyó que había llegado su oportunidad, de modo que deshizo en el aire su alianza con el presidente y lo conminó a renunciar responsabilizándolo por el desmadre, lo que Balaguer hizo de inmediato. Posteriormente, se encarceló a los miembros del Consejo de Estado y se consumó un golpe de Estado que estableció una junta cívico-militar bajo la presidencia “títere” de Humberto Bogaert. La administración Kennedy desaprobó terminantemente el curso de los acontecimientos. Luego de rechazar el golpe, Washington hizo saber, a través del ahora encargado de negocios interino John Hill, que se negaría a todo contacto con un gobierno al que no reconocía. De este modo, se suspendían las recientemente reanudadas relaciones diplomáticas, se cancelaba la “cuota azucarera” y se ponía fin a toda ayuda económica hasta tanto el Consejo de Estado fuera restablecido (Gleijeses 2011: 121). La junta duró sólo un par de días. Primero una reacción popular sumió al país en una nueva huelga general. Esta vez fue la movilización del pueblo dominicano la que explicó el fracaso de una nueva intentona golpista. El papel de los Estados Unidos se limitó a “dar cobertura” a sus principales “colaboradores periféricos”: los miembros del Consejo Imbert Barrera y Amiama Tió, quienes fueron asilados por la embajada norteamericana. El general golpista, junto al resto de la junta cívico-militar, fue arrestado y enviado al exilio.[33]

Un nuevo Consejo de Estado fue puesto en funciones. Rafael Bonnelly se convirtió en su presidente, al tiempo que se incorporó a otro “colaborador periférico”, Donald Reid Cabral. El imperialismo informal se revigorizaba, con un gobierno dominicano completamente atado a los lineamientos de Kennedy. La reinstauración de la “cuota azucarera”; un crédito de 25 millones de dólares de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) para proyectos económicos y sociales; y una ayuda de más de un millón de dólares para el adiestramiento de las fuerzas militares en tareas de seguridad interna configuraban la “auspiciosa” agenda de Washington para el segundo Consejo de Estado.

2.9.2. El segundo Consejo de Estado

El corto periodo que medió entre la asunción del nuevo Consejo de Estado y las elecciones del 20 de diciembre de 1962 fue uno de los momentos de mayor injerencia estadounidense desde el fin de la ocupación (1916-1924). El papel de Washington fue clave en la “supervivencia” del Consejo en un contexto de aguda estrechez financiera. Parte de los 25 millones de dólares del préstamo de la USAID fueron destinados a frenar el drenaje de reservas que el país venía experimentando desde hacía años. La ayuda estadounidense –que llegó a totalizar en el periodo cerca de 50 millones de dólares– se volcó a proyectos destinados a combatir el desempleo. A esta afluencia de divisas, se sumaron los ingresos provenientes de las reanudadas compras de azúcar por parte de Washington. Asimismo, la incidencia del actor imperial se hizo sentir, por medio de consejeros y asesores, en el diseño de programas relativos a las políticas agraria, impositiva, educativa y de desarrollo de viviendas (Lowenthal 1970: 36-37).

Un campo en el que con creces el Consejo de Estado retribuyó la ayuda norteamericana fue el de la “lucha contra el comunismo”. Las autoridades dominicanas no se limitaron a ser obedientes en materia de neutralización de las “fronteras ideológicas interiores”[34], sino que buscaron desplegar una diplomacia pro-estadounidense de alto perfil.[35] El alineamiento con la cruzada ideológica anti-comunista no se restringió al campo de lo discursivo. Con las limitaciones propias de un pequeño estado insular, la República Dominicana hizo su aporte en ocasión de la “crisis de los misiles”.[36] Como recuerda John B. Martin, “dos barcos dominicanos fueron los primeros en unirse a la línea de cuarentena estadounidense” (Martin 1975: 242). Esta sobreactuación tuvo su correlato en el ámbito interno, que era el que más interesaba a Washington. Una de las primeras tareas emprendidas por el segundo Consejo fue ponerle “punto final” al retorno de exiliados de la izquierda dominicana. Más allá de que estuviesen proscriptos los partidos a los que pertenecían estos dirigentes –por ejemplo, el Movimiento Popular Dominicano (MPD) y el Partido Socialista Popular (PSP)–, Washington veía con preocupación su incidencia y eventual proyección política. Por eso entendía fundamental, también, emprender una política de deportaciones. A fines de febrero de 1962, el Consejo promulgó la ley 5.619 que declaraba el “Estado de Emergencia Nacional”, cuyo objetivo era que las personas consideradas “peligrosas para la tranquilidad nacional como consecuencia de sus actividades subversivas” pudieran ser deportadas. Asimismo, se postulaba la necesidad de que no entorpecieran el previsto proceso electoral (Gleijeses 2011: 129). Con respecto a esta última cuestión, el papel de los Estados Unidos fue preponderante. Abraham Lowenthal describe cómo el gobierno estadounidense, a través de la OEA, delineó el proceso que culminó con las elecciones de 1962 (1970: 37). La misión del organismo interamericano se ocupó de diseñar las normas y procedimientos que regirían las elecciones. Asimismo, los consejeros estadounidenses pergeñaron una intensa campaña mediática, que tendría por objetivo “enseñar a los dominicanos los nuevos procedimientos y alentarlos a votar”. Un equipo de observadores en el terreno de la OEA supervisaría los comicios “a los efectos de evitar fraudes u otros procedimientos disruptivos”. Desde luego, Washington se ocupó de sentar las bases para un “juego democrático” muy particular, con proscripción y exilio de importantes jugadores. El esquema debía completarse –como precisa Lowenthal– con una tónica acorde al “recuperado” espíritu democrático: “Detrás de la escena […] la embajada estadounidense elaboró el borrador que serviría de acuerdo formal para una declaración de respeto al resultado electoral por parte de los dos candidatos principales y de felicitaciones al ganador” (1970: 37).

El otro elemento esencial en el camino hacia las elecciones era el vínculo que el Consejo –según la mirada de Washington– debía forjar con las Fuerzas Armadas. Era un tema particularmente sensible, dado que los nuevos miembros, con Rafael Bonnelly a la cabeza, sentían desprecio por los militares, que por 30 años habían sido trujillistas, luego balagueristas y ahora buscaban “reinventarse”. Temían, ante todo, un nuevo golpe de Estado. Pese a esta desconfianza, los Estados Unidos entendían que no era el momento de apoyar un proceso de reestructuración de las Fuerzas Armadas. Las necesitaban como elemento de adoctrinamiento anti-comunista en el seno de la sociedad. Por eso, en una sofisticada maniobra, Washington actuó como articulador entre el Consejo y los militares. Esta postura se complementaba con la transmisión a las autoridades castrenses –en una muestra del delicado “equilibrio” que se buscaba– de la necesidad de unas relaciones civiles-militares institucionalizadas.[37] En definitiva, el camino a la democracia que aspiraban los estadounidenses debía estar desprovisto de “castro-comunismo” y, para ello, las Fuerzas Armadas resultaban fundamentales. Mal que le pesara a Bonnelly, no habría “democracia liberal” sin militares. Por otro lado, por mucho que los hombres de armas aspirasen a regir el proceso político dominicano, los estadounidenses no aceptarían ese desenlace. Las Fuerzas Armadas debían constituirse en el bastión último para contrarrestar al comunismo, pero debían hacerlo aceptando la vigencia de un gobierno conducido por civiles.[38]

El 20 de diciembre de 1962 tuvieron lugar las elecciones. Para sorpresa de muchos, el candidato de la UCN, Viriato Fiallo, quien contaba con el respaldo de los Estados Unidos, no resultó ganador. Afectado por la impopularidad del Consejo de Estado –que había tenido en la UCN su principal base de apoyo–, el “candidato de Washington” cayó frente a Juan Bosch, líder del Partido Revolucionario Dominicano (PRD). Ni siquiera las acusaciones de “marxista-leninista” que se lanzaron sobre Bosch –un hombre de la izquierda no marxista– hicieron mella en su campaña.[39] La democracia impulsada por los Estados Unidos llegó, pero el plan tenía sus “imperfecciones”. Las políticas del candidato electo rápidamente encendieron las alarmas en Washington.[40] Sin embargo, la proyección de una figura como Bosch no significó que el “imperialismo informal” dejara de estructurar el vínculo bilateral. Durante su breve gobierno, si bien más circunspecta, la incidencia estadounidense continuó manifestándose de modo extendido.

2.10. El gobierno de Juan Bosch

Luego de más de tres décadas a la espera de un gobierno democrático, la estancia de Juan Bosch en el poder resultó efímera. Tan sólo siete meses transcurrieron entre su asunción, el 27 de febrero de 1963, y su caída a manos de las Fuerzas Armadas, el 25 de septiembre de ese mismo año. Su gobierno se orientó hacia una transformación del país en una línea que contemplaba, en sus aspectos medulares, la defensa de la democracia y la lucha contra la corrupción (Latorre 1979: 193). Se sancionó una nueva Constitución el 29 de abril de 1963, que buscaba hacer convivir las libertades políticas y económicas con una mayor equidad social (Gleijeses 2011: 157). El de Bosch no fue un gobierno pro-comunista[41] –como alegaron los sectores conservadores de la sociedad dominicana y la mayor parte de los funcionarios estadounidenses– ni tampoco una administración dedicada a proscribir o exiliar “castro-comunistas”. Fue un gobierno democrático que, asentado en pilares muy endebles, no pudo materializar sus proyectos. Un caso paradigmático fue el de la reforma agraria, cuya puesta en marcha –a pesar de algunos logros iniciales– experimentó trabas permanentes (Gleijeses 2011: 163).

La pregunta que hay que formularse es: ¿cómo analizar al gobierno de Bosch en el marco de una tesis que estudia al imperialismo informal? La respuesta es que, pese a algunos destacables impulsos autonómicos, el imperio informal fue un rasgo estructural de la relación entre Washington y Santo Domingo. Desde luego, el vínculo no fue tan estrecho como el que el gobierno estadounidense había forjado con el Consejo de Estado presidido por Bonnelly. La relación fue más discreta, el alineamiento menos ampuloso –con eventuales muestras de independencia en temas puntuales– y el financiamiento estadounidense más limitado. No obstante, resulta fundamental evaluar con detenimiento los diversos aspectos de la agenda de Bosch, a los fines de alcanzar una mirada más ponderada sobre su gobierno. En primer lugar, por mucho que se acusara a Bosch de “pro-comunista”, la economía dominicana no tenía nada que ver con la planificación típica del dirigismo soviético.[42] De hecho, la Constitución de abril de 1963 reconocía un papel central a la propiedad privada de los medios de producción y a la libre empresa. El propio embajador estadounidense John B. Martin admitía que “la política económica de Bosch se había ganado […] la aprobación del Fondo Monetario Internacional” (cit. en Gleijeses: 2011: 164). Sin embargo, a medida que los Estados Unidos profundizaron su involucramiento en Santo Domingo, advirtieron las sinuosidades del pensamiento de Bosch, quien exhibía un sesgo nacionalista que los desconcertaba (Wiarda 1965a: 403; Martin 1966: 280). Aún así, la asistencia económica y militar se mantuvo firme durante su gestión (Lowenthal 1970: 39).

El programa Peace Corps, con presencia en la República Dominicana desde el año anterior, se reforzó durante el periodo de Bosch (Lowenthal 1964: 87-89). También se redoblaron los esfuerzos por establecer una agencia “contra la subversión” (Martin 1966: 310-311), en línea con la transformación doctrinaria del rol de los militares impulsada por Washington. Asimismo, a los efectos de superar las carencias de personal especializado, el mandatario confió en la expertise norteamericana para encarar el diseño de las políticas públicas. Con este fin, una agencia civil –el Centro Internacional de Estudios Sociales (CIDES)– recibió cuantioso financiamiento estadounidense. Su incidencia llegó a extenderse a la formación de cuadros sindicales y campesinos. Esto se podrá apreciar cuando se analice el papel de los actores que jugaron un rol preponderante en la caída de Bosch: entre ellos, destaca la Confederación Nacional de Trabajadores Libres (CONATRAL), fuertemente influenciada por el agregado laboral de la embajada estadounidense (Lowenthal 1970: 39). Por otra parte, las memorias del embajador Martin permiten observar que sus consejos a Bosch llegaban a cuestiones de política interna dominicana. Esta influencia se proyectaba sobre aspectos como el nombramiento y ascenso de los comandantes militares; la asesoría en cuestiones estratégicas; y la elaboración de proyectos legislativos (Martin 1966: 323, 488 y 565-66). En opinión de Abraham Lowenthal, la relación personal entre Martin y Bosch se mantuvo hasta la interrupción del mandato constitucional en septiembre de 1963, cuando el diplomático expresó una posición de apoyo muy diferente a la prescindencia demostrada por otros funcionarios estadounidenses (Lowenthal 1970:39).

Según se aprecia, resulta inadecuado estudiar el periodo de Bosch bajo prismas lineales. El mandatario fue concebido por algunos como comunista, mientras que otros lo caracterizaron como anti-comunista; para algunos fue “pro-yankee” y para otros anti-estadounidense. Ninguna de esas caracterizaciones es adecuada. Bosch fue un líder heterodoxo, con rasgos personales difícilmente encasillables (Latorre 1979: 192-193). A pesar de estar convencido de que el comunismo no era el camino, no resultó la figura dócil que anhelaba Washington. Rápidamente exhibió que, aun sin confrontar abiertamente, buscaría un sendero de relativa autonomía.[43] Desde luego, se trataba de episodios puntuales en un contexto estructural de imperialismo informal. El despliegue de ese sesgo en su política exterior se extendió al interior de la comunidad interamericana. A pesar de no mantener relaciones directas con La Habana y de ser identificado en su estilo con el gobierno socialdemócrata del venezolano Betancourt, la República Dominicana se comportó en la OEA, en más de una oportunidad, a contramano de lo esperado por Washington.[44] En definitiva, una primera conclusión que puede extraerse del gobierno de Bosch es que, en el contexto de la Guerra Fría, el actor imperial requería de la periferia un nivel de subordinación que no admitía mínimas demostraciones de independencia. A Bosch no le alcanzó para consolidarse en el poder su probada falta de vínculos con el comunismo internacional. Lo “condenó” el hecho de haber buscado el robustecimiento de la democracia a través del respeto a las miradas diferentes; y de haber cortado de raíz la práctica de las deportaciones forzadas. La percepción de que el líder perredeísta no era lo suficientemente enérgico con los comunistas locales –una mirada que los conservadores del Departamento de Estado lograron “instalar” en Kennedy– selló la suerte de Bosch. El pretorianismo castrense del sistema político dominicano y la prescindencia de Washington condenaron al fracaso al único intento verdaderamente democrático en más de tres décadas.

En este contexto, resulta importante describir el papel que desempeñaron los “colaboradores periféricos”. Los partidos políticos tradicionales, las Fuerzas Armadas y la Iglesia católica contribuyeron a construir una imagen “pro-comunista” de Bosch que fue imposible de desmontar. Las agrupaciones de derecha –con la UCN a la cabeza– abogaron directamente por su derrocamiento (Alba 1963). Sin embargo, carecían de la fuerza suficiente, así como tampoco la tenían las asociaciones profesionales que resistían al mandatario. En consecuencia, comenzó el tradicional “desfile” de civiles golpeando la puerta de los cuarteles. También la Iglesia católica –con una serie de sacerdotes jesuitas en primera línea y con el apoyo inestimable de los capellanes militares– requirió a los hombres de armas que entraran en acción (Gleijeses 2011: 166). Con respecto a los militares, es importante señalar que el líder del PRD se había limitado a ponerles coto a sus corruptelas, pero no así a revisar su doctrina ni sus estructuras orgánico-funcionales. ¿Qué se puede decir, en este contexto, de la actuación del actor imperial? ¿Cómo se desenvolvieron los diplomáticos, los servicios de inteligencia y los agregados militares estadounidenses? La respuesta es que no hubo uniformidad de criterios y que existieron matices. Aún así, tres cuestiones merecen ser enfatizadas: i) los conservadores ganaron la pulseada interna dentro del gabinete de Kennedy, llevándolo a una actitud “prescindente” respecto del futuro de Bosch; ii) por acción –en algunos casos puntuales– y mayormente por omisión, los funcionarios norteamericanos fueron funcionales a la construcción de la imagen de un “Bosch comunista” que no existía en la realidad; y iii) llegado el desenlace de los acontecimientos, los Estados Unidos no hicieron nada –a pesar de la voluntad de algunos de sus diplomáticos por apoyar a Bosch hasta último momento– para frenar el golpe de Estado impulsado por los militares.

En agosto comenzó la avanzada final contra el gobierno, que incluyó una huelga general de los dueños de comercios, industrias y bancos que “repudiaban al comunismo internacional y al gobierno del presidente Bosch que lo toleraba” (de la Rosa 2011: 50). La huelga –que había tenido cierta adhesión en Santo Domingo donde predominaba la burguesía– fracasó en las provincias y en las barriadas populares. Tampoco habían logrado su cometido las denominadas “Manifestaciones de Reafirmación Cristiana”, que se habían extendido desde principios de agosto hasta mediados de septiembre. No obstante, sendas movilizaciones prepararon el clima para el golpe militar.[45] La noche del 23 de septiembre, Bosch intentó frenar la avanzada golpista pero era demasiado tarde. Esto quedó de manifiesto cuando el mandatario fracasó al instruir el pase a retiro de uno de los principales conspiradores, el coronel Elías Wessin y Wessin.[46] Al tomar estado público la noticia de su salida del servicio activo, oficiales de la Fuerza Aérea se apersonaron en el Palacio Nacional para comunicar que no aceptaban la medida. Al interpretar Bosch que carecía del respaldo necesario para presidir la república si no estaba en condiciones de determinar el pase a retiro de un coronel, decidió reunir en asamblea a ambas cámaras legislativas para comunicar su dimisión. Sin embargo, los militares impidieron a Bosch este último gesto democrático. La madrugada del 24 de septiembre dieron a conocer el “Manifiesto dirigido al pueblo dominicano por los jefes de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional”, cuyo texto exhibía en toda su dimensión el rol pretoriano de las Fuerzas Armadas en el sistema político y la sintonía con la cruzada ideológica global de los Estados Unidos contra el comunismo (Libro Blanco de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional, 1964).[47]

Queda finalmente referir a los “procónsules” del imperialismo informal. ¿Cuál fue su accionar frente al golpe militar? Con algunas excepciones, la tónica dominante fue la prescindencia. En efecto, el embajador Martin envió poco antes del derrocamiento un cable de máxima urgencia al Departamento de Estado, en donde transmitía el pedido de Bosch de “que los Estados Unidos [pusieran] en alerta a un portaaviones […] y lo [tuvieran] listo para ir a Santo Domingo” (Martin 1966: 565; Gleijeses 2011: 187).[48] Martin concluía su memorando con la recomendación de que Washington aprobara ese curso de acción, pero que previamente se asegurase de que Bosch tomara medidas de persecución contra los castro-comunistas. El Departamento de Estado fue el órgano encargado de exhibir la prescindencia del actor imperial.[49] El subsecretario de Estado George Ball negó el portaaviones con una frase elocuente: “Tomando en cuenta la actuación increíblemente pobre de Bosch […] nos hemos visto forzados a llegar a la conclusión de que ya [no había] nada que [pudiéramos] hacer para mantenerlo en el poder” (cit. en Gleijeses 2011: 188). Por otra parte, Piero Gleijeses –quien ha trabajado como ningún otro los documentos de la época– reconoce que no hay pruebas de que los órganos militares estadounidenses hayan desplegado medidas activas para derrocar a Bosch.[50] Sin embargo, no quedan dudas de su esmerilamiento por parte de civiles como Fred Somerford, agregado laboral de la embajada y articulador de la federación de trabajadores CONATRAL, organización que había sido creada con financiamiento estadounidense. Este sindicato no sólo criticó a Bosch por no actuar abiertamente contra los comunistas, sino que pidió públicamente su desplazamiento por parte de los militares. Consumado el golpe, la CONATRAL lo consideró un “gesto patriótico” (Wiarda 1966: 55-59).

Concluía una etapa de esperanza democrática para la República Dominicana. Bosch había sido un presidente dispuesto a construir un país con voces para todos, sin exilios forzados y atento a los intereses de los más postergados. No se trató de un proyecto revolucionario sino reformista. Pero cualquier reforma resultaba intolerable tanto para los sectores conservadores de la sociedad como para los Estados Unidos. Por acción o por omisión, los diversos actores –locales e internacionales– facilitaron su caída. No bastó con que no fuera comunista. Se le “inventó” una militancia marxista-leninista. Pequeñas muestras de autonomía en el plano de la política internacional lo terminaron “condenando”. Eduardo Latorre es quien mejor describe el paradójico final de Bosch:

La ironía es que el gobierno populista era pro Estados Unidos, democrático y anticomunista, hecho que la Administración Kennedy comprendía, pero no logró convencer a los sectores más conservadores del gobierno […] Juan Bosch hizo pocos movimientos sin consultar al Embajador de los Estados Unidos –la Junta de Planificación de su gobierno, CIDES, se formó con una cuidadosa selección ideológica de sus miembros y era financiada indirectamente por la CIA. No se establecieron relaciones, ni siquiera se intentaron, con los países comunistas, y los sindicatos obreros controlados por los marxistas fueron destruidos–. Sin embargo, es cierto que el gobierno populista intentó procurar préstamos fuera de los Estados Unidos y que no persiguió a nadie por razones ideológicas, ya fueran de la izquierda o de la derecha […] Los propósitos contradictorios de los Estados Unidos en cuanto a la mejor forma de mantener su imperio, iban a resultar en una falta de apoyo al gobierno de Bosch, dándole una mano franca a los militares dominicanos (Latorre 1979: 225-226).

2.11. El Triunvirato

Con la caída de Bosch, la República Dominicana había retornado a lo que más conocía: el autoritarismo político. El Congreso fue disuelto y la Constitución de 1963, abrogada. Los hombres de armas, conscientes del contexto desfavorable para montar un nuevo régimen militar, apelaron a los sectores políticos de derecha para la conformación de un nuevo gobierno. Se trataba de una administración colegiada de tres miembros –pertenecientes al sector que autoindulgentemente se definía como “civiles honorables”– bajo estricta tutela castrense. El propio acta de juramentación hablaba de un Triunvirato “designado por los partidos democráticos […] con la aprobación de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional” (Gaceta Oficial 1963).[51] El nuevo gobierno expresaba el debilitamiento del poder civil a manos del poder militar. Si bien Bosch nunca había logrado ejercer una conducción política efectiva sobre el mando castrense, al menos había establecido ciertos parámetros de relacionamiento civil-militar que incomodaban a los uniformados (Gleijeses 2011: 193). El Triunvirato, que por su origen de facto era enormemente impopular, requería para sostenerse del respaldo tanto de las corporaciones –fundamentalmente de las Fuerzas Armadas y la Iglesia católica– como del gobierno de los Estados Unidos. En este último caso, Santo Domingo procuró garantizar la continuidad del histórico vínculo imperial informal. Debe recordarse que, apenas conocido el golpe de Estado contra Bosch, los Estados Unidos habían alentado el establecimiento de un gobierno constitucional, roto las relaciones diplomáticas, y suspendido la ayuda económica y militar (Lowenthal 1970: 40). El “colaboracionismo periférico” adquirió toda su dimensión durante los primeros días del Triunvirato. Todos los mecanismos, incluida la sobreactuación, fueron desplegados en busca del auxilio económico y militar estadounidense. Recuerda Piero Gleijeses: “A semejanza del Consejo de Estado en 1962, el nuevo régimen manifestó su determinación de luchar contra la ‘amenaza roja’ […] La persecución a los catorcistas había comenzado el mismo día del golpe” (Gleijeses 2011: 194-195). A ello se sumó la proscripción de otras agrupaciones de izquierda como el PSP y el MPD. El retorno de estas prácticas, sólo desterradas de manera transitoria durante el gobierno de Bosch, incluyó el exilio forzado para quienes visitaran países comunistas y la reinstalación de las deportaciones masivas.

En principio, dos cuestiones merecen ser puestas en discusión. Por un lado, cabe preguntarse cuán sincero era el compromiso de Kennedy con la democracia dominicana. La segunda cuestión tenía que ver con lo que podría suceder con el muy poco avezado movimiento revolucionario dominicano. Con respecto a este último, todo indicaba que sus carencias –de apoyo en bases campesinas, de entrenamiento castrense, de aptitud física, de armamento y de capacidad organizativa– hacían desaconsejable emprender un movimiento insurreccional. La activación de focos guerrilleros sólo haría converger el sobredimensionamiento de las amenazas –recurso al que apelaban los militares que manejaban el Triunvirato[52]– con el siempre dispuesto compromiso anticomunista de las agencias militares y de inteligencia norteamericanas.

En cuanto a Kennedy, las lecturas son disímiles. Aún así, el argumento de que sólo “estiraba” el momento del levantamiento de las sanciones y de reconocer diplomáticamente al Triunvirato resulta plausible. La intransigencia inicial se morigeró rápidamente, si bien su asesinato hizo que el relanzamiento de las relaciones bilaterales se postergara hasta la asunción de Lyndon Johnson. La única promesa que Washington obtuvo a cambio del levantamiento de las sanciones fue que el Triunvirato celebraría elecciones nacionales en 1965.[53] Existen autores que tienen una visión complaciente con la “política dominicana” de Kennedy, ya sea porque visualizaban en el presidente demócrata un compromiso con el republicanismo de Bosch o porque se enfocaban en las restricciones que las agencias militares históricamente ejercieron sobre los líderes políticos, exculpando de este modo a Kennedy. En cuanto a esta segunda explicación, debe concederse que dichas agencias –en particular, la CIA y el Pentágono– representaron en la República Dominicana un núcleo de poder estructural que contrastó con el carácter contingente de los liderazgos políticos de la Casa Blanca. Entre los autores indulgentes con la política de Kennedy hacia Santo Domingo se destaca Theodore Draper (2016), para quien el mandatario –luego de haber respaldado a los opositores a Bosch en las elecciones de 1963– se inclinó sin reparos por el líder del PRD. Draper identifica en la política de Lyndon Johnson, desplegada tras el asesinato de Kennedy, un cambio drástico con impacto sobre los acontecimientos dominicanos. Esta mirada condescendiente contrasta con la de Gleijeses (2011, 2014), quien se apoya para su análisis crítico de Kennedy en la correspondencia del embajador John B. Martin (por cierto, no el más duro de los funcionarios estadounidenses). En un punto intermedio aparece Dan Kurzman, quien percibe en la política de Kennedy un “doble estándar” y, por tanto, no considera la caída de Bosch y el surgimiento del Triunvirato como un parteaguas en la orientación de la política estadounidense. La mirada de Kurzman combina cierta indulgencia en relación al desempeño personal de Kennedy con el reconocimiento de la existencia de mecanismos estructurales en el accionar de las agencias militares y de inteligencia norteamericanas. Entre la predisposición democrática del primero y el peso de las segundas en el diseño de la política exterior de Washington habría predominado el segundo factor (Kurzman 1965).[54]

El otro elemento fundamental que aceleró el acercamiento al Triunvirato por parte del gobierno de los Estados Unidos fue el levantamiento en armas del Movimiento 14 de Junio (1J4). El 28 de noviembre de 1963, esta fuerza se alzó a través de la activación de seis focos guerrilleros. Fue una acción desafortunada, tanto por el destino que corrieron los dirigentes y cuadros medios de la organización como por su funcionalidad a las necesidades del Triunvirato. Resultó la excusa perfecta para la convergencia entre las aspiraciones de un gobierno ilegítimo y los intereses de las agencias castrenses y de espionaje norteamericanas. En Santo Domingo consideraban que una muestra cabal de resolución para aplastar el peligro castro-comunista garantizaría el respaldo de Washington. A menos de un mes del levantamiento en armas, las tropas antiguerrilleras de las Fuerzas Armadas dominicanas aplastaron la insurrección catorcista, lo que incluyó el fusilamiento de sus combatientes luego de su detención con vida (de la Rosa 2011: 64). Más allá de que el aplastamiento de la guerrilla fungió como catalizador, el restablecimiento de las relaciones diplomáticas y del apoyo económico-militar estadounidense estaba decidido desde hacía un tiempo. Las memorias de John B. Martin resultan esclarecedoras: “El reconocimiento se postergó un poco por la muerte del presidente Kennedy […] Temíamos que un fracaso del Triunvirato pudiera traer un retorno a la dictadura militar. Temíamos un levantamiento guerrillero Castro-comunista” (Martin 1966: 629-630). Esta mirada es compartida por el ex secretario de Estado, Dean Rusk, según lo revelan sus conversaciones con otro ex embajador en la República Dominicana, William T. Bennett (Dean Rusk Oral History Collection 1985: 10-11).[55] Asimismo, uno de los mayores estudiosos de esta etapa, Abraham Lowenthal, ofrece una interpretación coincidente: “A pesar de la condena de Kennedy al golpe, la ruptura de las relaciones diplomáticas y la suspensión de toda la ayuda, pronto resultó evidente que el apoyo estadounidense a la democracia era ambiguo. Los funcionarios norteamericanos estaban mucho más interesados en mantener al comunismo alejado del gobierno que en ayudar a Bosch o a otro sucesor constitucional” (Lowenthal 1970: 52-53).

En definitiva, a la Casa Blanca podía disgustarle –justo en momentos en que buscaba impulsar la “Alianza para el Progreso”– la idea de un nuevo gobierno de facto como socio en su “periferia inmediata”. Sin embargo, nada era más intolerable que la posibilidad de un nuevo gobierno revolucionario en la región. Como el asesinato de Manolo Tavárez lo reveló, los militares eran quienes efectivamente ejercían el poder en la República Dominicana. Las Fuerzas Armadas, que manejaban cual “títere” al Triunvirato, pergeñaron el escenario para la “vuelta de Washington”. El resto lo hizo la inexperiencia de los catorcistas, que dejaron servido en bandeja el menú del que se alimentarían Johnson y los militares dominicanos. Como razonaba Gleijeses: “El 1J4 le daba al Triunvirato todo lo que le hacía falta: la oportunidad de reagrupar a la derecha civil y militar […] pero, sobre todo, la oportunidad de asustar a los gobernantes estadounidenses y en consecuencia acelerar el inevitable restablecimiento de relaciones diplomáticas y la reanudación de la ayuda económica y militar” (Gleijeses 2011: 200).

2.12. La etapa de Reid Cabral

El 22 de diciembre de 1963 Donald Reid Cabral –que durante un buen tiempo reunió el apoyo incondicional de Washington[56]– fue designado en el Triunvirato para ocupar el cargo del renunciante Emilio de los Santos.[57] Dos días después, renunció Ramón Tapia Espinal por desacuerdos con el jefe de la Policía Nacional (De la Rosa 2011: 64). También dimitió, al poco tiempo, Manuel Tavares Espaillat, quien no fue reemplazado (Vega 2004: 38). A pesar de seguir denominándosele “Triunvirato”, eran dos los dirigentes formalmente a cargo del gobierno: Reid Cabral y Ramón Cáceres Troncoso. Sin embargo, las decisiones importantes pasaban por la embajada estadounidense y por las Fuerzas Armadas dominicanas. Se completaba, así, el renovado esquema de “colaboracionismo” requerido por el imperialismo informal estadounidense. Desde el punto de vista político, coincidían diversas circunstancias. En el plano externo, se restablecieron las relaciones con los Estados Unidos, con el reconocimiento de Lyndon Johnson a los sucesores ilegítimos de Bosch. En el plano doméstico, el Triunvirato mantuvo en el exilio a las únicas dos figuras políticas populares: Juan Bosch del PRD, afincado en Puerto Rico, y Joaquín Balaguer, del recientemente creado Partido Reformista, con asiento en Nueva York. En torno al primero comenzaron los reclamos, cada vez más abiertos, por su retorno al gobierno con el fin de cumplir el mandato constitucional interrumpido en 1963. Asimismo, se exigía la restauración de la Constitución sancionada en abril de ese año. Pese a ello, Reid Cabral parecía controlar los resortes del poder con firmeza a partir de dos respaldos centrales: el del “actor imperial”, que lo concebía como un digno “colaborador periférico”; y el del sector más poderoso de las Fuerzas Armadas, personificado en la figura del general Elías Wessin, jefe del Centro de Entrenamiento de las Fuerzas Armadas (CEFA).

Respecto de las implicancias de la asunción de Johnson existen –como se señaló– diferentes apreciaciones entre los analistas. No obstante, la evidencia documental conduce a una línea de continuidad entre el presidente texano y su antecesor Kennedy. Ahora bien, lo que sí tuvo un impacto significativo fue la designación de Thomas Mann como secretario de Estado para Asuntos Interamericanos, funcionario que relativizó la importancia de que la República Dominicana contara con una democracia (Vega 2004: 32). En el contexto global de confrontación con el comunismo –y su traducción en el plano doméstico como lucha contra las organizaciones de inspiración castrista– reivindicó la necesidad de regímenes como el del Triunvirato. Se trataba de apuntalar “dictadores no totalitarios” que gozaran de un fuerte respaldo en las Fuerzas Armadas (Gleijeses 2011: 222). En este esquema, las cuestiones institucionales o el modelo de relaciones civiles-militares con preeminencia civil quedaban subordinadas a la prioridad de la estrategia anticomunista. Este modelo, recuerda Draper, fue esbozado por Mann en un discurso en la Universidad de Notre Dame en junio de 1964. Según Mann, los Estados Unidos “no podían ponerse una camisa de fuerza doctrinaria de aplicación automática de sanciones a todos los regímenes inconstitucionales del hemisferio” ni tampoco inmiscuirse en “intervenciones unilaterales” para restaurar el orden constitucional. Usaba para ello el ejemplo del golpe a Jacobo Arbenz en 1954, al afirmar que “el pueblo guatemalteco descubrió que Arbenz era un marxista-leninista […] entonces, el coronel Castillo Armas dirigió una revuelta exitosa y fue ampliamente aclamado por su pueblo” (Draper 2016: 33). El Triunvirato dominicano de Reid Cabral era para Mann tan respetable y necesario como la dictadura de Castillo Armas.

El respaldo estadounidense a Reid Cabral se hizo sentir fuerte en 1964. Los lineamientos emanados desde Washington fueron aplicados fielmente por el nuevo embajador en Santo Domingo, William Bennett (Lowenthal 1970: 41). Éste se ocupó de establecer lazos personales y políticos muy estrechos con las autoridades del Triunvirato (Vega 2004). El objetivo prioritario de la política de Mann era evitar cualquier chance de restauración del gobierno de Bosch. El sesgo “anti-boschista” del embajador Bennett resultó evidente: pese al lugar que el líder del PRD ocupaba en la política dominicana, él y sus principales voceros fueron completamente desatendidos por la embajada norteamericana (Niedergang 1966). En este marco, el aspecto más importante del respaldo estadounidense a Reid Cabral se dio en el plano económico. Como recuerda Draper sobre lo que denomina la “política Mann-Johnson”, en 1964 Washington desembolsó “más dinero […] de lo que nunca antes habían dado a ningún régimen dominicano” (Draper 2016: 38). En definitiva, la etapa del Triunvirato, y en particular el periodo de Reid Cabral, fue una de las de mayor penetración económico-financiera del imperialismo informal estadounidense (Lowenthal 1970: 41).

2.13. Camino a la Guerra Civil[58]

La simbiosis entre la embajada estadounidense y Reid Cabral era tal que los funcionarios norteamericanos en Santo Domingo y en Washington –deslumbrados con Reid– efectuaron una muy mala apreciación sobre la evolución de la situación dominicana. En esa inadecuada ponderación, la confianza excesiva en el “dictador no totalitario” jugó un papel clave. Washington consideraba a Reid un potencial candidato para las futuras elecciones, a pesar de su escaso respaldo popular y del nivel de rechazo que despertaba en todo el espectro político (Gleijeses 2011: 224; Draper 2016: 45). El panorama económico y la situación castrense también lucían sombríos. La balanza comercial se había hundido a su nivel más bajo en cuatro décadas, los trabajadores estatales llevaban casi tres meses sin cobrar sus salarios y una crisis militar había eyectado al ministro de las Fuerzas Armadas –el general Viñas Román– y obligado a asumir transitoriamente ese cargo al propio presidente (Draper 2016: 44).

Lejos de la obsesión estadounidense con el comunismo, la caída de Reid Cabral se gestó en los cuarteles. Se trataba de un ámbito al que los Estados Unidos desatendieron en sus análisis de coyuntura como foco de eventuales conspiraciones. En efecto, Washington no calculó debidamente el “mar de fondo” que se estaba generando en el campo militar. También hubo sectores civiles identificados con el depuesto presidente Juan Bosch que convergieron con sectores castrenses. La embajada estadounidense y los órganos de inteligencia y militares cometieron dos errores principales, que se adicionaron a la ya mencionada sobreestimación del “peligro comunista”: subestimaron a los dirigentes del PRD y su capacidad de articulación con sectores militares[59]; y no interpretaron adecuadamente los clivajes del mundo castrense dominicano. En el primer caso, “forzaron” en su interpretación de los hechos la existencia de una vinculación estrecha entre Bosch y el comunismo.[60] En lo referido al mundo militar, era posible identificar al menos cuatro grupos. El primero nació instantáneamente con la caída de Bosch y tenía expresiones civiles y militares aunadas en un doble objetivo: reinstalar a Bosch en el poder; y restablecer la Constitución sancionada en 1963.[61] Este grupo constituyó la base de lo que se conoció como el sector de los “constitucionalistas”. El segundo grupo, que pronto se unió al primero, fue un “movimiento de base organizado entre los soldados del Ejército”.[62] Un tercer núcleo, que no era constitucionalista, compartía la meta de derrocar a Reid Cabral. Se trataba del grupo de San Cristóbal, cuyo objetivo era llevar a Joaquín Balaguer de vuelta al poder.[63] Finalmente, un cuarto grupo liderado por Nicolás Silfa, ex dirigente del PRD, colaboró inicialmente con el “contragolpe” planeado por los constitucionalistas, pero luego se distanció (Moreno 1973: 35).

Dos acontecimientos de enero de 1965 activaron las alarmas de la CIA y del Departamento de Estado, aunque luego fueron infravalorados en el orden de prelación que ubicaba al comunismo como mayor preocupación. En primer lugar, y de manera publicitada, los líderes del PRD firmaron en Puerto Rico –donde se encontraba exiliado Juan Bosch– con los dirigentes del PRSC[64] el “Pacto de Río Piedras”. Ambas agrupaciones, que configuraban el “núcleo civil” constitucionalista, se propusieron “formar un frente común para restablecer el orden constitucional y actuar unidos si había que encarar alguna situación que pudiera acarrear una solución democrática a los problemas del país” (Moreno 1973: 33). El segundo suceso fue el intento frustrado de un contragolpe militar, planificado por el coronel Fernández Domínguez y por el propio Bosch desde Puerto Rico, que se proponía derribar al gobierno del Triunvirato, reponer a Bosch en el poder y restablecer la Constitución de 1963.[65] Respecto de la reacción de los Estados Unidos frente al malogrado contragolpe, algunas cuestiones merecen ser puntualizadas. El asunto puso en el radar de Washington –tardíamente– la situación interna de las Fuerzas Armadas dominicanas, aun cuando, como puede deducirse de los reportes de la CIA, no había un panorama claro de los alineamientos que se iban forjando allí (de la Rosa 2011: 73). En efecto, la incapacidad para leer con precisión lo que estaba sucediendo imposibilitó una rápida reacción ante los sucesos de abril de 1965. El análisis lineal de los diplomáticos y de los órganos militares y de inteligencia norteamericanos les impidió “correrse” de la obsesión con el comunismo, así como detectar que la crisis podía surgir desde otro lado. Washington fue incapaz de prever que Bosch podría llevar adelante su estrategia de retorno al poder alejado del dogmatismo castrista.

Cuando concluía el mes de marzo, los constitucionalistas se sintieron en condiciones de lanzarse a la acción. Para ello elaboraron el “Plan Enriquillo”, homónimo del movimiento que los había nucleado en defensa de la Constitución de 1963 y de la reinstalación de Bosch en el poder. El esquema del contragolpe fue diseñado por oficiales disidentes del Ejército.[66] El carácter castrense de la organización tenía su explicación: Bosch era consciente –luego de haber sido derribado por un golpe militar– que sólo podía restablecerse el orden de 1963 con un movimiento que no fuese reticente al empleo de los fusiles. Las cabezas del movimiento –tanto civiles como militares– habían establecido que el contragolpe tendría lugar el 26 de abril de 1965. Debía basarse, según lo planificado, en cuatro premisas: el factor sorpresa; la acción coordinada y simultánea entre “centro” y “periferia” del país[67]; la asignación de un lugar decisivo pero a la vez restringido al pueblo dominicano[68]; y una serie de previsiones respecto del papel que desempeñarían los Estados Unidos (Gleijeses 2011: 260). Con respecto a este último asunto, la conducción política del movimiento –personificada en la figura de Bosch– y los líderes militares a cargo de la planificación operativa coincidían en que “los Estados Unidos mirarían el contragolpe con hostilidad, pero no actuarían” (Gleijeses 2011: 262). Ataban esta especulación a la concepción –que Washington buscaba expandir desde la instauración de la Alianza para el Progreso– de que la era de las intervenciones militares en América Latina había terminado. Finalmente, como se verá, lo que predominó entre los funcionarios del actor imperial fue una mezcla de imprevisión, inteligencia defectuosa y reacción extemporánea. Era el resultado del peso desmedido que el rechazo al “castro-comunismo” ocupaba entre los funcionarios que diseñaban la política hacia Santo Domingo. En cuanto al “factor sorpresa”, éste pareció recibir un impulso imprevisto. Si bien se había fijado la fecha del 26 de abril, cualquier novedad –por ejemplo, el arresto o exoneración de algún oficial constitucionalista– podría acelerar los tiempos. Efectivamente así sucedió. En la mañana del 24 de abril, el jefe del Estado Mayor del Ejército, general Rivera Cuesta, encarceló a un grupo de oficiales del movimiento “Enriquillo”. La noticia se difundió rápidamente y el capitán Peña Taveras, a cargo de los servicios administrativos de la jefatura del Ejército y líder del movimiento de soldados, actuó por su cuenta para liberar a los oficiales encarcelados y detener a Rivera Cuesta.[69]

La revuelta estaba en marcha. La “turbulencia” se demostró de imposible gestión para los colaboradores locales. El Triunvirato de Reid Cabral perdió toda capacidad de garantizar al actor imperial la estabilidad periférica, lo que aceleró el final de su gobierno. Sin embargo, lo que también se puso en entredicho con la crisis de abril de 1965 fue el desempeño de los “delegados imperiales” en el terreno. Washington recibió la “revolución constitucionalista” carente de información fehaciente, objetiva y ponderada de lo que estaba sucediendo en Santo Domingo. Ni la diplomacia ni los órganos militares ni los de inteligencia comprendieron, hasta bien avanzada la revuelta, la naturaleza de los acontecimientos. El primer dato de la falta de preparación de Washington ante la coyuntura lo ofrece la situación del personal de la Embajada al momento del affaire “Peña Taveras-Rivera Cuesta”. Ese día la sede diplomática era un páramo, lo que demuestra que nadie tenía en sus cálculos la potencialidad de una crisis. El embajador Bennett se encontraba en su estado nativo, Georgia, visitando a su madre enferma. De los trece asesores militares que conformaban el MAAG, once se encontraban en Panamá en una conferencia. Tampoco se encontraban el director de la misión económica, William Ide, y el consejero de seguridad pública, Anthony Ruiz. El secretario asistente para Asuntos Interamericanos no estaba monitoreando la crisis: se encontraba en una conferencia de intelectuales en Cuernavaca (México). Y aun los que estaban en la República Dominicana no parecían estar manejando información clave para gestionar la crisis. El agregado naval Ralph Heywood se encontraba en El Cibao cazando patos junto al general Imbert Barrera. Al frente de la embajada había quedado –y jugaría un rol fundamental– el encargado de negocios William B. Connett, cuyos primeros mensajes a Washington fueron llamativamente displicentes.[70] Había una clara subvaloración de lo que estaba sucediendo (Ferguson 1973; Gleijeses 2011; Draper 2016).[71]

Inicialmente, el comportamiento de los Estados Unidos el 24 de abril de 1965 fue el de un actor confiado en la capacidad de gestión de la crisis por parte de los “colaboradores periféricos” (Gleijeses 2011: 299). Este error de apreciación se liga directamente con la ausencia de agregados militares y de inteligencia con información certera. Washington se nutría, en aquel contexto, de la información provista por el gobierno del Triunvirato.[72] No era lo más aconsejable apoyarse en los reportes de quién no quería ver lo que estaba sucediendo. Simplemente porque eso significaba su pérdida del poder. La situación el 24 de abril –tras la liberación de los militares rebeldes y el apresamiento de Rivera Cuesta– era la siguiente: tanto Reid Cabral como los propios conspiradores que planificaban el levantamiento del 26 de abril se enteraron de la revuelta por radio. La noticia llegó cuando el dirigente del PRD José Peña Gómez anunció en los estudios de Radio Comercial que “un grupo de oficiales honestos había arrestado al Jefe de Estado Mayor del Ejército y anunciado su rebelión contra el Triunvirato, con el objeto de restablecer el gobierno de Juan Bosch y la Constitución de 1963” (Gleijeses 2011: 272). Allí mismo impulsó a la población a respaldar en las calles al movimiento constitucionalista. La situación que siguió a la noticia empezó a marcar el final para el gobierno de Reid Cabral, aunque no estaba para nada claro hacia dónde derivaría la situación. Los militares rebeldes –apoyados por una multitud civil que se movilizó luego del anuncio de Peña Gómez– reaccionaron “aprestándose a ayudar a los jóvenes oficiales que inesperadamente habían comenzado la revuelta” (Moreno 1973: 36). Por su parte, la mayoría de los funcionarios del Triunvirato y de los oficiales leales a Reid Cabral no lograban salir de su estupor. Fue el propio Reid el que se encargó desesperadamente de buscar un respaldo en las Fuerzas Armadas y en la embajada estadounidense. En el primer caso, encontró al siempre dispuesto general Elías Wessin. Sin embargo, se trataba de un compromiso aislado, que contrastaba con la indiferencia del resto del alto mando militar. El aislamiento quedó aún más de manifiesto cuando la propia embajada estadounidense, que tantas esperanzas había depositado en Reid, le “soltó la mano” (Draper 2016: 73). Hasta aquí, la primera serie de errores de apreciación de Washington en relación con la revuelta dominicana. El levantamiento mismo, algo que la embajada había descartado, se había producido. Tampoco habían acertado los órganos militares y de inteligencia respecto de la correlación de fuerzas entre “leales” e “insurgentes”. En particular, los responsables de la sede diplomática en Santo Domingo habían infravalorado la tenacidad de los rebeldes (Ferguson 1973: 524-525). Desde luego, también habían errado acerca del verdadero compromiso de las Fuerzas Armadas “leales” con Reid. La lista no se agotaba allí. La mirada lineal de Washington careció de la sofisticación para comprender que no todos los militares eran iguales en la República Dominicana. Esta homogeneización descriptiva del actor castrense impidió a Washington descifrar el compromiso de los militares “constitucionalistas” con el ideario del movimiento “Enriquillo”. La embajada creyó que el objetivo de los rebeldes era simplemente el establecimiento de una junta militar, algo que, en última instancia, resultaba aceptable para Washington.[73] Se trató de un nuevo error que llevó a una reformulación ad hoc de la “política dominicana” de Washington. Se impuso –fracasada la etapa de gestión de la crisis de los colaboradores periféricos– una línea asertiva por parte del actor imperial.

Con el auspicio de Juan Bosch desde Puerto Rico, Rafael Molina Ureña asumió como presidente provisional después de la dimisión de Reid Cabral el 25 de abril. Previsiblemente –aunque no tanto para Washington que presumía un comportamiento pragmático de los militares rebeldes–, las negociaciones entre los jóvenes oficiales alzados y el alto mando militar de las Fuerzas Armadas quedaron empantanadas (Gleijeses 2011: 304-305). Hernando Ramírez, portavoz de los constitucionalistas, puso en claro que “los rebeldes no aceptarían una nueva junta militar como exigían los generales. Para los rebeldes el problema del retorno a la Constitución de 1963 con Bosch como presidente no era un asunto negociable” (Moreno 1973: 37). El estancamiento de la situación, con un diálogo infructuoso entre “constitucionalistas” y “leales” en el Palacio Presidencial, fue sacudido por un bombardeo de la Fuerza Aérea. La decisión del general de los Santos de ametrallar la casa de gobierno contó con la aquiescencia de la embajada norteamericana (Ferguson 1973: 526-527). Diversos estudiosos del periodo concluyen que, efectivamente, Washington estuvo detrás de la decisión del jefe de la aviación dominicana (Moreno 1973; Draper 2016). No fue una decisión coyuntural, casi táctica, sino una postura sustantiva: Washington no aceptaba la reinstalación de Bosch en el poder. En su orden de prioridades, una guerra civil era más aceptable que el triunfo constitucionalista (Gleijeses 2011: 309).

2.14. La Guerra Civil de 1965

La militarización creciente del proceso, que culminó con el desembarco de fuerzas estadounidenses en suelo dominicano, exhibe la secuencia que experimenta el imperialismo informal cuando se transforma de su variante clásica a imperialismo informal militarizado. Atravesada la situación por la incapacidad estadounidense para descifrar los matices del conflicto en ciernes, la guerra civil y la posterior invasión eran los únicos resultados posibles. Los rebeldes no aceptaron la propuesta de formar una junta militar, mientras que la obsesión norteamericana con el “castro-comunismo” hizo imposible cualquier salida que llevase al orden constitucional de 1963 (Gleijeses 2011: 302). A partir del 25 de abril –cuando la suerte de Reid estuvo echada– Washington se trazó un doble objetivo: alcanzar un cese al fuego y establecer una junta militar. Al seguir este camino, se desperdició la chance de una salida incruenta y “democrática”, la que podría haber consistido en la aceptación de un gobierno transicional a cargo de Rafael Molina Ureña. Se hubiera tratado de lo más cercano a un proceso legítimo, dado que Molina Ureña había asumido la presidencia provisional por su condición de presidente de la Cámara de Diputados durante el gobierno de Bosch en 1963. Además, podría haber sido la oportunidad para honrar las declaraciones efectuadas por los principales funcionarios norteamericanos apenas conocida la revuelta del 24 de abril (Draper 2016: 72). Sin embargo, aquellas expresiones –incluidas las del propio presidente Johnson[74]– sobre el carácter “virtuoso y democrático” de la revuelta se comprobaron infundadas. Eran una “puesta en escena” que rápidamente fue desplazada por el despliegue del músculo militar por parte del actor imperial.

Washington falló a la hora de “recrear” el orden político dominicano, el que, aun con un gobierno del PRD, no hubiera alterado el carácter estructural de la dominación imperial informal. Sin embargo, la Guerra Fría pudo más y el recurso al anticomunismo ganó terreno. Así cobró fuerza el argumento de una inminente “toma comunista del poder” como justificativo para evitar un gobierno transicional del PRD, lo que terminó teniendo un efecto propagador de la guerra civil (Draper 2016: 78-79).[75] La razón de la negativa de Washington a cualquier opción diferente al establecimiento de una junta militar hay que buscarla en la embajada en Santo Domingo. O, más específicamente, en el responsable de la sede diplomática aquel 25 de abril: el encargado de comercio William Connett. Influido por figuras castrenses y de inteligencia, Connett modificó sus “moderados” mensajes del día anterior, para transmitir a Washington una perspectiva alarmante. Luego de hablar de una “revuelta más entre tantas”, Connett cambiaba aquella versión para referirse ahora a la “firme convicción de que [debía] hacerse todo lo posible para impedir un triunfo comunista”.[76] El telegrama, en el que se aceptaba la posibilidad de una guerra civil y se atribuía a las fuerzas armadas dominicanas lo que en realidad eran instrucciones de los Estados Unidos, es el fiel reflejo de la opción por la carta militar.[77] La Casa Blanca decidió que la turbulencia periférica sólo podía ser controlada por medio del despliegue de la fuerza militar. A partir de allí, quedó descartada cualquier opción que pudieran ofrecer los rebeldes como salida (Gleijeses 2011: 312; Draper 2016: 77-78).

La guerra civil estaba definitivamente lanzada y el accionar de los Estados Unidos no contribuyó en absoluto a atemperar la situación. Lejos de su autoproclamada misión humanitaria en el conflicto, la embajada en Santo Domingo se constituyó en la base de sustentación de los militares “leales” asentados en San Isidro. En los momentos más álgidos de la conflagración, la maquinaria diplomática y de inteligencia azuzó como nunca el peligro comunista. Sin embargo, la posibilidad de que la República Dominicana pudiera albergar una base soviética fue una obsesión norteamericana completamente alejada de la realidad. Según Abraham Lowenthal, la meta básica del actor imperial –asegurar la estabilidad periférica con el objeto de bloquear oportunidades para los poderes extra-continentales– fue la piedra de toque de su política hacia Santo Domingo (Lowenthal 1970: 45). En efecto, el propio Lowenthal (1970) o Ferguson (1973) refuerzan –sin emplear los conceptos de esta investigación– la tesis del imperialismo informal militarizado. Cuando los “colaboradores locales” no pudieron garantizar la estabilidad, se impuso la intervención militar. La tradicional dominación política, diplomática y económica ya no resultaba garantía suficiente, por lo que devino necesario el despliegue del músculo militar para garantizar la vigencia de la relación imperial. En este marco, resulta importante dilucidar cómo fue modificándose el discurso estadounidense –y desde luego, su accionar– tras las declaraciones condescendientes con la revuelta pronunciadas por Johnson el 24 de abril. Desde aquella mirada comprensiva con la “revolución democrática popular” hasta el desembarco de los marines, hay varios acontecimientos que merecen ser descritos.

La premisa de la que se parte aquí es convergente con la lectura de Draper (2016: 94), en cuanto a que los objetivos de la política exterior estadounidense fueron los mismos desde el principio de la revuelta[78], lo que descarta de plano la supuesta simpatía inicial de algunos funcionarios con el movimiento.[79] El bombardeo del 25 de abril al Palacio Presidencial representó la decisión de Washington y de los militares leales de “no negociar” y de desencadenar la guerra civil. Durante la mañana del 26 de abril, los bombardeos de la Fuerza Aérea sobre el Palacio Nacional se mantuvieron y se extendieron a los campamentos militares en manos de las fuerzas “constitucionalistas”. Se trató del momento de mayor desmoralización de los rebeldes –al mando de los coroneles Francisco Caamaño y Hernando Ramírez–, situación que produjo cuantiosas deserciones entre los soldados. En paralelo a estas bajas, creció el papel de los sectores civiles en la revuelta. De lo previsto inicialmente en el “Plan Enriquillo” –un levantamiento militar bajo mando castrense y con el respaldo de civiles sin armas– se pasó a una verdadera revolución. Según Gleijeses, el 26 de abril se estaba en presencia de una “acción de masas, una fraternal unión de civiles y militares en las calles” (Gleijeses 2011: 358). Una parte importante de los civiles comenzó, desordenadamente, a recibir armamento o como mínimo instrucción para la preparación de bombas molotov (Moreno 1973: 37). En ese marco, se desató una ofensiva popular cuando grupos de civiles acompañados por soldados se abalanzaron sobre la Fortaleza Ozama y el Palacio de la Policía Nacional, principales reductos de esa fuerza policial. La toma de comisarías fue masiva y muchos uniformados fueron muertos en las calles en medio de la rebelión popular.

El 27 de abril se produjo un punto de inflexión en los acontecimientos. Por un lado, se profundizó el sesgo discursivo anti-comunista de los Estados Unidos; y por el otro, se efectuaron ataques masivos de los leales sobre las fuerzas rebeldes, digitados por los órganos militares y de inteligencia norteamericanos. Estas embestidas fueron llevadas adelante a partir del mediodía. Previamente la embajada se había dedicado a evacuar a los ciudadanos norteamericanos, en un proceso humanitario que Washington utilizó para alimentar su prédica contra las fuerzas constitucionalistas. Los organismos de inteligencia convirtieron dicha operación en un instrumento de propaganda. Una reproducción completamente alejada de lo que sucedía sirvió a las autoridades estadounidenses para justificar el posterior desembarco de los marines (Gleijeses 2011: 377; Draper 2016: 120-121). Cuando la evacuación de los ciudadanos estadounidenses ya se había completado, comenzó una ofensiva masiva de las fuerzas “leales”. Los siguientes tres días fueron de encarnizadas batallas en el marco de una guerra civil que parecía no tener fin. Durante este lapso los rebeldes hicieron algunos intentos por negociar[80], pero se toparon con una actitud irreductible de Washington. El actor imperial no aceptaba ninguna salida que no fuera el establecimiento de una junta militar. La continuidad del conflicto, en la medida en que asegurara el debilitamiento de los rebeldes, no era vista con “malos ojos” por el gobierno estadounidense. Sin embargo, éste subestimó –como sucedió muchas veces a lo largo del proceso– la capacidad de resistencia de las fuerzas constitucionalistas.

Por la tarde de ese mismo 27 de abril tuvo lugar un hecho que pudo haber modificado el curso de la historia en un sentido menos épico para los rebeldes. Abrumado por la posibilidad de una derrota a manos “leales”, el mando militar constitucionalista se dirigió a la embajada de los Estados Unidos. Allí llegaron Caamaño y Hernando Ramírez, junto a otros oficiales rebeldes. En entrevista con el primer secretario de la sede diplomática –Benjamin Ruyle– solicitaron un “alto al fuego”. Ruyle consultó a los líderes rebeldes respecto de si ese pedido significaba –en línea con lo esperado por Washington– la efectiva rendición y la aceptación del establecimiento de una junta militar, hasta tanto se celebrasen nuevas elecciones. La respuesta de Hernando Ramírez fue afirmativa (Gleijeses 2011: 582). Todo parecía encaminado hacia un final con sabor amargo para los rebeldes y más cercano a las ambiciones de Washington y de los “leales”. Sin embargo, uno de los presentes señaló que, puesto que el mando rebelde se había dirigido a la embajada estadounidense sin el conocimiento del presidente provisional Molina Ureña, aún se requería la aprobación del mandatario. El resto de los militares constitucionalistas –conscientes de que la gestión había significado un desconocimiento de la conducción civil del movimiento– asintieron el pedido. Por su parte, Ruyle –alertado de que se encontraba al borde de un verdadero éxito diplomático– se ofreció a acompañar a los militares rebeldes al Palacio Presidencial en procura de la renuncia de Molina. Contrariamente a lo esperado, se encontraron con la negativa del presidente a dimitir.[81] Fue un instante que modificó el curso de los acontecimientos, dado que los líderes rebeldes no volvieron a esta postura derrotista durante el resto del conflicto.

Molina Ureña fue también protagonista, paradójicamente, de una situación que exhibió la decisión de la embajada estadounidense de prolongar el conflicto civil (obviamente, bajo la presunción de que los leales acabarían por aplastar a unos rebeldes que ya se mostraban dispuestos a capitular). Luego de ser persuadido por quienes todavía lo acompañaban en el Palacio Presidencial, Molina se dirigió a la embajada estadounidense. Había decidido volver sobre sus pasos: ahora aceptaba renunciar y no rechazaba la idea de una junta militar. Sólo establecía una condición: que la embajada mediara entre ellos y los “leales”, a los efectos de evitar un mayor derramamiento de sangre. El embajador Bennett se negó: bajo la “ecuménica” idea de que “no tenía autorización para ello” y de que “la solución debía ser alcanzada entre dominicanos”, no hacía más que confirmar su convicción de que los rebeldes serían aplastados en pocas horas (Draper 2016: 123). En palabras de Gleijeses: “Su negativa a mediar destrozó las últimas esperanzas de los líderes constitucionalistas, dejándoles una estrecha opción: el asilo en una Embajada o la muerte en la calle” (Gleijeses 2011: 384).[82] El ultimátum de Bennett –bajo las habituales fórmulas de la diplomacia– permitió a los líderes rebeldes retornar al combate y hacerse un lugar en la historia.

Tras sucesivos bombardeos de la Fuerza Aérea y la Marina dominicanas, y ante los fracasos de los últimos intentos de negociación por parte de los rebeldes, las fuerzas terrestres del general Wessin debían completar el trabajo de ocupación de la capital. Recuerda de la Rosa que “un contingente de tropas de San Isidro […] se dispuso a tomar por asalto los últimos reductos del Ejército constitucionalista […] creían que disponían de fuerzas militares […] como para acabar de una vez por todas con la resistencia de los constitucionalistas” (de la Rosa 2011: 95). La disposición de un grupo de blindados –una compañía de infantería, el apoyo de unidades navales y aviones de caza y bombarderos– parecía más que suficiente para derrotar a un ejército rebelde que venía desmoralizado y había experimentado un fuerte drenaje de cuadros. En ese marco, se desarrolló un histórico enfrentamiento entre tropas constitucionalistas y leales conocido como la “batalla del Puente Duarte”. Las fuerzas de San Isidro emprendieron una sucesión de ataques enmarcada en la estrategia de la guerra relámpago[83], pero no lograron su cometido. Los tanques “leales” fueron atrapados, destruidos o –en el mejor de los casos– obligados a retornar a San Isidro. La superioridad armamentística de San Isidro no pudo con la tenacidad de los rebeldes (de la Rosa 2011: 96-97). Apuntalado por civiles armados que se habían probado eficientes en el campo de batalla, el movimiento constitucionalista se propuso sus siguientes metas: la Fortaleza Ozama, los cuarteles principales de la Policía Nacional y el centro de Transportación, previo a un ataque al complejo militar de San Isidro. La contracara del revigorizado ejército rebelde se encontraba justamente en esa guarnición, donde los generales y las tropas de Wessin se hallaban desmoralizados tras el fracaso en el intento de toma de la ciudad.

Si bien desde el principio de la revuelta los Estados Unidos nunca se comportaron de modo neutral, sí aspiraban a que su intervención directa pudiera evitarse. Hasta el 27 de abril el embajador Bennett confió en el aplastamiento de la revolución constitucionalista a manos de los leales, sostenidos estratégica y logísticamente por Washington. Sin embargo, una vez que el sentimiento de derrota se afianzó en San Isidro, Bennett modificó el tono de sus mensajes (Gleijeses 2011: 398). Aquella prédica diplomática sobre la neutralidad, la falta de autorización para intervenir y la necesidad de “soluciones dominicanas a los problemas dominicanos” se reveló infundada. La incertidumbre en torno al resultado de la guerra civil determinó un papel intervencionista cada vez más desembozado para el actor imperial. La turbulencia ya no podía ser gestionada por un grupo de generales dominicanos desmoralizados. En la tarde del 28 de abril tuvo lugar un evento sintomático del intervencionismo de Washington. Antonio Martínez Francisco, dirigente del ala conservadora del PRD, era uno de los que –junto a Molina Ureña y Peña Gómez– había solicitado asilo político. Se encontraba en la sede diplomática de México en Santo Domingo cuando recibió una llamada del segundo secretario Arthur Breisky. Éste le requería que se acercara a la embajada norteamericana a conversar algunos temas con Bennett, por lo que acordaron que un vehículo lo pasara a buscar. Dentro del automóvil había un coronel del grupo de San Isidro y un agente de la CIA que lo condujeron, a punta de pistola, a una guarnición “leal”. Allí se topó con Breisky y con el agregado de la Fuerza Aérea norteamericana, Thomas Fishburn, acompañados por un grupo de generales dominicanos. Le exigieron que enviara un mensaje radial para que las fuerzas rebeldes depusieran las armas (Moreno 1973: 40).

Este tipo de acontecimiento revela hasta qué punto, para comprender el comportamiento de la embajada, se debía prestar atención a la incidencia de los órganos militares y de inteligencia. Como señala Draper: “El embajador Bennett se encontraba bajo presión desde dos direcciones, de un lado, desde los agregados militares estacionados con las fuerzas de Wessin, y del otro, desde una junta militar dominicana detrás de la cual estaba la CIA” (Draper 2016: 118). El mismo autor hace referencia a la creación de esa “junta militar” el 28 de abril por recomendación del espionaje norteamericano. La lectura de la inteligencia era que el principal problema de los “generales leales” consistía en la falta de coordinación como consecuencia de sus rivalidades (Gleijeses 2011: 399). En la base aérea de San Isidro se juramentó el nuevo órgano colegiado, que tenía como caras visibles a tres oficiales de segundo o tercer nivel[84], los que respondían a encumbrados generales que reportaban a Washington (de la Rosa 2011: 213-214). El mismo día de su asunción, la Junta –presidida por el coronel Benoit– planteó la necesidad de pedir “oficialmente la ayuda de los Estados Unidos para someter a los rebeldes” (Moreno 1973: 40). Sin mayores eufemismos, Benoit reclamaba la intervención estadounidense poniendo el foco en el peligro de una “segunda Cuba”. Más allá de que la inteligencia y los agregados militares en Santo Domingo actuaban sin recato –como lo revela el caso Martínez Francisco–, en Washington todavía se “cuidaban las formas”. Así fue que el subsecretario Thomas Mann se comunicó con el embajador Bennett –quien había transmitido la solicitud de Benoit[85]– para indicarle cómo debía proceder éste último (Gleijeses 2011: 404-405). Se trataba de encontrar un argumento atendible –como la evacuación humanitaria (Vega 2004: 133)– para no exponer, de manera tan flagrante, que la cuestión era preservar los intereses geopolíticos de Washington. Resultaba evidente que las razones de la intervención eran político-militares (Moreno 1973: 42). De hecho, el mismo 28 de abril los Estados Unidos habían dado muestras de su parcialidad al proveer 50 equipos de transmisión portátil a las fuerzas apostadas en San Isidro. Fue Bennett directamente el encargado de solicitar a Washington el envío de estos sistemas, lo que daba cuenta del apuntalamiento logístico-militar a las fuerzas leales. En el mismo mensaje, el embajador admitía la posibilidad –muy rápidamente confirmada– del envío de tropas (Gleijeses 2011: 409-410). Fueron 536 marines los que desembarcaron inicialmente en suelo dominicano.

En este contexto, las declaraciones de Lyndon Johnson fueron radicalizándose, lo que permite ver cómo la “cuestión comunista” –no reconocida abiertamente el 28 de abril– fue ganando terreno. El espacio que el “castro-comunismo” fue adquiriendo se hallaba en relación directa con el fracaso de los “leales” para obtener la capitulación de los rebeldes.[86] Entre los funcionarios estadounidenses se fueron desvaneciendo las previsiones originales –consistentes en que no sería necesario un despliegue masivo de tropas– y fue ganando espacio la sensación de que no habría fin del conflicto sin una extendida intervención.[87] El discurso presidencial del 30 de abril, por ejemplo, introducía por primera vez la “cuestión comunista”: “Hay señales […] de que gente entrenada fuera de la República Dominicana trata de tomar el control. Con ello, las legítimas aspiraciones del pueblo dominicano y de la mayoría de sus líderes en pro del progreso, la democracia y la justicia social resultan amenazadas” (Sepúlveda 2017: 105).

Los rebeldes, por su parte, consideraban que la cuestión había dejado de ser estrictamente militar. Interpretaban que se había agotado la fase de enfrentamiento directo con los “leales”, cuyo final podía resultar incierto, para convertirse en un asunto político (Vega 2004: 135). En palabras de José A. Moreno: “No hay duda de que el liderazgo rebelde en ningún momento realmente pensó en luchar contra las tropas americanas”. No obstante, agrega el autor, interpretó que debía reunir todo el poder militar posible –además del apoyo de las masas– “para poder reclamar en la mesa de negociaciones los objetivos que los Estados Unidos habían impedido que los rebeldes alcanzaran en el campo de batalla” (Moreno 1973: 42). El 30 de abril de 1965, Caamaño y sus hombres llevaron adelante una muestra de fuerza, con el objeto de apuntalar su postura con vistas a futuras negociaciones. Ésta consistió en un ataque contra la Fortaleza Ozama, que cayó –conjuntamente con su depósito de más de 4.000 armas– en manos rebeldes. Igual suerte corrieron Transportación, Intendencia y el Palacio de la Policía. Las tropas de San Isidro brillaron por su ausencia. Como recuerda Gleijeses: “La inacción de los generales […] disipó las últimas ilusiones. Esa tarde Johnson accedió a la solicitud de Bennett de desembarcar a los restantes infantes de marina” (Gleijeses 2011: 411). A la primera incursión –que se había realizado por el puerto de Haina– la siguió una segunda a través de San Isidro. Luego sería el turno de los 2.500 hombres de la 82ª División Aerotransportada, que –tras aterrizar en San Isidro– se trasladaron a la zona del puente Duarte para reemplazar a las tropas “leales”. Se trataba de un abrumador despliegue de fuerza militar que, en poco más de una semana, trepó a 23.000 soldados.

A esta altura, un par de cuestiones merecen ser puntualizadas. La primera tiene que ver con un tercer y decisivo discurso de Johnson, en el que ya no hubo apelación a lo “humanitario” o a “eventuales vínculos” con el comunismo, sino una decisión de intervención masiva como resultado de que la revuelta había pasado –según su particular interpretación– a manos de combatientes entrenados en La Habana: “Dirigentes comunistas, muchos de ellos adiestrados en Cuba […] se unieron a la revolución. Fueron apoderándose del mando. Y lo que comenzó como una revolución popular democrática […] fue muy pronto […] puesto en manos de una banda de conspiradores comunistas” (Johnson 1965: 742). La operatoria de los órganos de inteligencia se cristalizó en el propio discurso presidencial.[88] El desembarco de marines expresa, en los términos teóricos de esta tesis, la efectiva concreción del imperialismo informal de tipo militarizado. Como se desprende de la información empírico-descriptiva, dos variables independientes (la conflagración ideológica global con el comunismo y la cercanía geográfica que facilita la proyección de fuerzas del centro sobre la periferia) convergieron para dar lugar a ese resultado.

Una segunda cuestión asociada al desembarco de los marines tiene que ver con la firme decisión estadounidense de no correr ningún riesgo de “rivalidad interimperial” en su periferia inmediata. Puesto en los términos de la inteligencia de la época: impedir en Santo Domingo una “segunda Cuba”. Semejante despliegue –casi la mitad de los que estaban entonces combatiendo en Vietnam (Ringler y Shaw 1970: 20)– sólo puede explicarse por la decisión de evitar cualquier tipo de incidencia en materia de seguridad internacional por parte de actores extra-hemisféricos. La demostración de poder resultó aún más sorprendente por la ausencia de datos que expresaran algún indicio concreto de avance comunista en la República Dominicana. Sólo la combinación de la paranoia dominante en los círculos de la inteligencia norteamericana con una concepción estratégica imperial podía explicar una proyección de poder de estas dimensiones. Máxime cuando se buscaba hacer frente a un movimiento constitucionalista que no tenía líderes comunistas y que bregaba por el retorno de Bosch, un ex mandatario carente de confianza en los círculos revolucionarios. Yale Ferguson argumenta que la “naturaleza masiva de la intervención militar estadounidense en la República Dominicana estaba […] ligada a la experiencia previa en Cuba (especialmente en Bahía de los Cochinos) y Vietnam, lugares en los que se pensaba que Estados Unidos había reaccionado demasiado tarde con demasiado poco” (Ferguson 1973: 529).

El uso instrumental de la “amenaza comunista” llegó al paroxismo durante los días de la invasión norteamericana. La realidad se “forzaba”, los hechos se adulteraban y la información falsa fluía con velocidad. Un caso emblemático lo protagonizó el propio embajador Bennett el 29 de abril, al efectuar una conferencia de prensa con los corresponsales recién llegados a Santo Domingo. El diplomático dedicó la mayor parte de su alocución a describir supuestas atrocidades cometidas por los rebeldes y a explicar la “toma comunista del poder” que se hallaba en curso, para lo cual entregó a los periodistas una lista de 53 activistas de filiación castrista. Se trataba de información inexacta que producían los servicios de inteligencia estadounidenses. Luego, los funcionarios políticos y diplomáticos, los medios de comunicación y los propios congresistas norteamericanos se hacían eco de esas versiones (Draper 2016: 103). Se buscaba así generar un “consenso social” respecto de la inevitabilidad de una solución militar. Draper se ocupa en su trabajo de exhibir, a través de citas textuales de prensa y de discursos parlamentarios, el nivel de internalización que tenía la información que divulgaban los servicios de espionaje (Draper 2016: 87). Otro mecanismo habitual era descontextualizar las declaraciones de los líderes de la izquierda dominicana (2016: 102). Paradójicamente, esa maquinaria propagandística anti-comunista era fácilmente refutable con tomar debida nota de las declaraciones de los líderes militares boschistas, quienes exhibían sin eufemismos sus diferencias con el comunismo internacional. Bernardo Vega recuerda una entrevista que en Radio “El Mundo” de Puerto Rico se le hizo al coronel Francisco Caamaño: “Cuando se le preguntó sobre el régimen de Fidel Castro dijo: ‘No tenemos absolutamente nada que ver con un régimen tiránico. El régimen de Castro es un régimen tiránico”. Y agregaba el coronel rebelde que “su movimiento era […] democrático […] y garantizaba la propiedad privada y defendía los derechos humanos” (Vega 2004: 134).[89]

El último día de abril de 1965, los Estados Unidos asumieron un papel determinante en el conflicto (Vega 2004: 135). Era la única forma de evitar el colapso de los “leales”. El batallón de tropas de la 82ª División Aerotransportada atacó a las fuerzas constitucionalistas en el puente Duarte. Luego tomó la posición estratégica de los Molinos Dominicanos y el campamento de Sans Souci, desde donde podía dominar la ciudad rebelde a través del Río Ozama (Moreno 1973: 43). Por su parte, la infantería de marina estadounidense entró a la ciudad desde Haina y creó la denominada “Zona de Seguridad Internacional” (ZSI) alrededor de la embajada estadounidense. Ello supuso la ocupación por la fuerza de un territorio de 15 kilómetros cuadrados en el sector occidental de la ciudad. Durante la noche del 2 al 3 de mayo, los paracaidistas de la 82ª División Aerotransportada avanzaron a través de un angosto frente desde sus posiciones en los accesos occidentales del puente Duarte hasta unirse con los marines apostados en la ZSI (Gleijeses 2011: 412-413). Crearon así una línea de comunicación entre la ZSI y el Aeropuerto Internacional cercano a San Isidro. Se trataba de un corredor que dividía a Santo Domingo en dos partes. Como recuerda Gleijeses: “Las fuerzas constitucionalistas quedaron de este modo cortadas, confinadas al distrito de Ciudad Nueva en el sureste y a los ‘Barrios Altos’ en el Noreste. Para pasar de una zona a la otra tenían que atravesar varios controles estadounidenses establecidos a lo largo del ‘corredor’” (2011: 413). Francisco Caamaño protestó –según la descripción de Moreno– porque consideraba que este accionar unilateral de las fuerzas imperiales constituía una “violación abierta al acuerdo de cese de fuego firmado [tres días antes] por él, los leales y la embajada americana” (Moreno 1973: 43). Los Estados Unidos habían alcanzado el objetivo –que no habían podido lograr los generales de San Isidro– de dividir el territorio rebelde.

Esta situación constituía un duro golpe para los constitucionalistas. Sin embargo, ni la acción militar de Washington ni la acción psicológica de los órganos de inteligencia habían logrado su rendición.[90] En la noche del 3 al 4 de mayo –en un esfuerzo reorganizativo– se eligió presidente al coronel Francisco Caamaño, con el fin de restablecer el orden en el acotado sector de Santo Domingo donde aún predominaban los rebeldes. También se buscó reestructurar a las menguadas fuerzas militares y desplegar una diplomacia activa para exhibir lo que estaba sucediendo en la República Dominicana. El objetivo era lograr una salida negociada de la guerra civil. Estos intentos de reorganización se debían a la lectura de Caamaño y sus hombres acerca de que la etapa que se iniciaba era más política que militar. La invasión estadounidense había clausurado la etapa propiamente bélica del conflicto, por lo que, sin abandonar el adiestramiento militar, el desafío se encontraba en la habilidad de los rebeldes en la mesa de negociación política. Según Moreno: “Caamaño comprendía que para actuar adecuadamente en tal situación su ‘gobierno constitucional’ tenía que mantener aspecto de gobierno legal, para distinguirlo de la ‘banda de rebeldes’ como los llamaban los americanos y los leales” (Moreno 1973: 47-48).

Por su parte, la junta militar de San Isidro se encontraba completamente desacreditada. En ese marco, el gobierno estadounidense comisionó al ex embajador John B. Martin para “ayudar a W. T. Bennett a entablar un contacto con los rebeldes y mantener al presidente [Johnson] al tanto de la situación” (Martin 1965). Esa expresión oficial era una simple “tapadera”. Martin viajaba a Santo Domingo con la idea de formar otro gobierno, que reemplazara a la desprestigiada Junta Militar.[91] Como precisa Gleijeses: “Había que encontrar otro gobierno que desafiara al de Caamaño. John Martin, embajador de Kennedy y ahora enviado especial de Johnson, se hizo cargo de la tarea” (2011: 413). La principal fuente de información de Martin era su viejo amigo Antonio Imbert Barrera. Agrega Gleijeses: “Martin lo ‘entendió’ todo. El 2 de mayo convocó una conferencia de prensa para anunciar sus conclusiones: ‘Lo que comenzó como una revuelta del PRD había caído, en los últimos días, bajo el dominio de castro-comunistas […] Sentía que la situación exigía una tercera fuerza” (Gleijeses 2011: 413). El ex embajador replicaba así la mirada del presidente Johnson sobre el asunto dominicano (Vega 2004: 135).[92] Martin pasó más de dos semanas en Santo Domingo tratando de sellar un acuerdo. Su visita incluyó contactos de alto nivel con el movimiento constitucionalista: fue a ver dos veces a Caamaño a la zona rebelde y voló en una oportunidad a Puerto Rico para entrevistarse con Bosch (Moreno 1973: 44). Sin embargo, tenía claro –máxime después de haber acusado a Caamaño de ser un “títere” de los comunistas– que no llegaría a ningún acuerdo. Su objetivo era concretar un acercamiento entre todos los sectores civiles y militares opuestos al gobierno constitucionalista. Ésta era la “tercera fuerza” de la que hablaba Martin, a la que buscaba presentar como un “gobierno de coalición”. Finalmente se lo conoció como el “Gobierno de Reconstrucción Nacional (GRN)”, al frente del cual ubicó a Imbert Barrera. Presuponía que el hecho de tratarse de uno de los dos sobrevivientes del grupo que asesinó a Trujillo, le otorgaría algún tipo de consenso en la sociedad dominicana (Figueres 1965: 49). Estaba equivocado y su enfoque reproducía la mirada lineal con que muchas veces los Estados Unidos abordaban la realidad de los países latinoamericanos.[93]

Lo significativo del GRN –que asumió el 7 de mayo de 1965– fue su carácter de instrumento de los intereses norteamericanos. Como el propio gobierno anunciaba al pueblo dominicano, su asunción “contaba con la bendición tanto de los militares de San Isidro, cuanto también del enviado especial del presidente Johnson, el ex embajador en la República Dominicana John Bartlow Martin, y también del embajador titular William Tapley Bennett” (cit. en Gleijeses 2011: 415). Dos días después, con el acuerdo de la embajada norteamericana, la nueva junta llevó adelante una purga militar –con exilios forzados a Puerto Rico– que buscó exhibirse como una muestra de lucha contra la corrupción. Sin embargo, no era tal cosa. Simplemente expresaba la reafirmación de los generales “leales” de que, más allá de su deficiencia operativa y su fracaso en el aplastamiento de la revuelta, mantenían incólume su fe en los Estados Unidos. Ello explica, entre otras cosas, que la mencionada purga estuviese digitada por los generales Imbert y Wessin, cuyas enemistades explicaban la mayor parte de las deportaciones. Además, en otra señal de alineamiento a Washington, los movimientos confirmaban el ascenso a Ministro de las Fuerzas Armadas de Rivera Caminero –cuyos navíos de guerra habían bombardeado Santo Domingo por instrucción norteamericana–; el nombramiento de Jiménez Reyes como jefe del Estado Mayor de la Marina –informante clave durante toda la guerra civil del agregado estadounidense Thomas Fishburn–; y la permanencia de De los Santos como jefe del Estado Mayor de la Fuerza Aérea y de Wessin al frente del CEFA, reconocidos uniformados pro-estadounidenses (Gleijeses 2011: 415-416). Tan sólo cinco días más tarde de esta renovación de mandos tuvo lugar la “Operación Limpieza”. A pesar del cese al fuego acordado entre todos los sectores involucrados en la crisis, la junta del GRN instruyó un masivo ataque que contó con la complicidad norteamericana. Como recuerda Moreno: “Los 30.000 marines […] se mantuvieron ‘oficialmente’ neutrales en la lucha, a pesar de que era obvio que las tropas de Imbert estaban recibiendo su apoyo en logística y en estrategia militar” (Moreno 1973: 45). La intromisión de Washington en el GRN no pasaba inadvertida para nadie. Dicha injerencia se extendió en lo sucesivo al accionar de los organismos internacionales que actuaron en el conflicto.

2.15. El papel de la OEA en la crisis

Un primer dato exhibe la naturaleza que tuvo el papel de la OEA en la crisis. Cuando Johnson decidió la intervención de los marines, no lo hizo en consulta con el organismo interamericano. Ante la duda respecto de si podría alcanzar los dos tercios de los votos necesarios, el gobierno de los Estados Unidos prefirió conducirse bajo una lógica de hechos consumados (Ferguson 1973: 534). Violó abiertamente los artículos 15 y 17 de la Carta de la organización, con el convencimiento de que su nivel de ascendencia evitaría cualquier condena por parte de los Estados miembro.[94] Efectivamente, éstos aceptaron el accionar norteamericano y no expresaron reparos a su papel intervencionista.[95] El 1° de mayo de 1965 hubo unanimidad a la hora de votar por el establecimiento de un Comité Especial para desplegar sus “buenos oficios” en el contexto de la guerra civil. Esta decisión tuvo lugar un día después de que el Consejo emitiese una resolución en la que se convocaba a “Reunión de Consulta de los Ministros de Relaciones Exteriores” para estudiar “la grave situación creada por la lucha armada en la República Dominicana”, sin mención alguna a la intervención militar de Washington (Ferguson 1973: 534).

Los Estados Unidos buscaban subsanar lo que era evidente: su presencia ilegal en terreno dominicano. Para ello, se propusieron la creación de una Fuerza Interamericana de Paz (FIAP), que proporcionaría “una fachada ‘legal’ a la ilegal presencia de tropas norteamericanas” (Gleijeses 2011: 417). Esto se consiguió el 6 de mayo de 1965, no sin cierta oposición de algunos países latinoamericanos (Ferguson 1973: 535). Incluso la votación para la conformación de la fuerza estuvo viciada de nulidad, toda vez que Washington para alcanzar los votos necesarios sentó a la mesa de discusión al ex representante ante la OEA del gobierno del Triunvirato, quien otorgó el voto decisivo para la resolución de creación de la FIAP.[96] Esto demostraba, como recuerda Jerome Slater, que “el poder real para alcanzar acuerdos permanecía en las manos de los Estados Unidos” (cit. en Ferguson 1973: 535). Washington disponía, finalmente, de la fuerza por la que había bregado. Desprovista de soldados de países democráticos –con la excepción de una veintena de costarricences además de los norteamericanos–, la fuerza comenzó a operar el 12 de mayo con la llegada del primer contingente desde Honduras.[97] Como expresó algún autor, se había constituido la “fuerza interamericana de los dictadores” (Estrella Veloz 1965: 23). El mando fue encomendado al general brasileño Hugo Panasco Alvim, secundado por el jefe de las fuerzas de ocupación estadounidenses, Bruce Palmer. Este orden de prelación en el mando operativo era sólo formal. Con las tropas estadounidenses quintuplicando a las de los otros países, el control político y operacional de la FIAP estaba en manos norteamericanas (Ferguson 1973: 536).[98]

Ahora bien, más allá del rol de la fuerza interamericana en el plano militar, ¿qué se puede decir del desempeño político de la OEA? En primer lugar, destacar el deslucido papel de su Comisión Especial, que estaba en Santo Domingo desde el 3 de mayo para “ofrecer sus buenos oficios a los grupos armados dominicanos” y “efectuar una investigación de todos los aspectos de la situación existente” (OEA 1965: 2). Esta comisión, compuesta por delegados de cinco países –Argentina, Brasil, Colombia, Guatemala y Panamá–, duró apenas dos semanas. Hay una opinión generalizada entre los analistas del periodo respecto de su ineficiencia. Slater, por ejemplo, la caracteriza como “perezosa, petulante e incompetente” (1969: 55). Durante su estancia acusó a los constitucionalistas de “tolerar la influencia comunista” –lejos del esperado rol mediador que debía cumplir una comisión ecuánime–, a la vez que, en una muestra de parcialidad, toleró el “corredor” establecido por las tropas estadounidenses que dividió en dos a Santo Domingo (Ferguson 1979: 535).[99] Finalmente, dimitió alegando una de las típicas preocupaciones del imperialismo informal: la injerencia de actores extrarregionales. En este caso, el actor “foráneo” era la ONU, cuya implicación en la situación dominicana –como se verá– fue criticada por los miembros de la Comisión de la OEA (Ferguson 1973: 535). Posteriormente, el Consejo de la OEA envió al secretario general, el uruguayo José Antonio Mora. Era la primera vez que un secretario general de la organización cumplía un papel tan relevante en el terreno. Respecto de su desempeño, han primado las miradas encontradas, entre las cuales –por supuesto– están las de aquellos que acusaron a Mora de responder a los intereses estadounidenses. Yale Ferguson, al comentar el trabajo de Slater sobre el desempeño de la OEA, señala: “Mora tuvo una mirada amplia de su autoridad y trabajó muy duro, pero también fue considerado como favorable a la junta de Imbert y a los intereses de los Estados Unidos” (Ferguson 1973: 535). El propio Ferguson destaca el papel mucho más autónomo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), la que fue requerida por los propios “constitucionalistas” y enviada en junio de 1965. La CIDH jugó, según el autor, un papel significativo al contribuir a “reducir los actos de terrorismo perpetrados por agentes de la Junta de Imbert y por su rol humanitario en el difícil momento atravesado por muchos presos políticos” (Ferguson 1973: 536). En la perspectiva de Slater –quien se distancia de la visión escéptica de Gleijeses–, el papel de la OEA, si bien deslucido, trajo algunos beneficios para la República Dominicana. Por un lado, el involucramiento del organismo contribuyó a evitar que los Estados Unidos desplegasen, a pocas semanas de haber intervenido, un ataque devastador contra los sectores rebeldes. Por otra parte, en beneficio de Washington, la OEA fue objeto de críticas que en cierta medida alivianaron la carga de las responsabilidades sobre los Estados Unidos. Un último punto que destaca Slater es que el organismo, al reconocer de hecho a los “constitucionalistas” como parte interlocutora, les concedió un estatus y una legitimidad que de otro modo no hubieran alcanzado (Slater 1969, 1970; Ferguson 1973).

La situación arrojaba el siguiente saldo: los “constitucionalistas”, aun en un contexto de desventaja estratégica y experimentando penurias de todo tipo, habían logrado sobrevivir a la intervención militar estadounidense. La aplastante superioridad de Washington y el posterior despliegue de la FIAP no habían logrado la capitulación rebelde. Tampoco lo había conseguido el sesgado rol de la OEA. El imperialismo informal –ya claramente en su fase militarizada– experimentaba dificultades. Las agencias de inteligencia detectaban que esa capacidad de resistencia de los rebeldes tenía arraigo en un fuerte respaldo popular. Así lo confirmaban en cables secretos: “Por debajo de la superficie hay un fuerte respaldo popular para el movimiento de Bosch-Caamaño y poco respaldo para el Gobierno de Reconstrucción Nacional” (CIA 1965, 14 de mayo).

2.16. El limitado rol de las Naciones Unidas

Frente al proceso abierto y sin resultados concretos, otros organismos buscaron incidir. Ese fue el caso de las Naciones Unidas, que para incomodidad de los Estados Unidos y de la propia OEA –a esta altura evidentemente manipulada por Washington– intentaron ejercer algún tipo de influjo. Las reacciones frente al papel del organismo global exhibieron –como era previsible– el comportamiento típico del imperialismo informal, receloso de cualquier intromisión en su “periferia inmediata”. Rompiendo una larga trayectoria de abstención en el “afuera cercano” de los Estados Unidos, la ONU entendió que el Consejo de Seguridad –su órgano rector en materia de seguridad internacional– algo “debía decir”. El 14 de mayo el Consejo aprobó una resolución requiriendo al secretario general, el birmano Maha U Thant, que enviara un representante a Santo Domingo “para que informara al Consejo de Seguridad sobre la situación dominicana” (CSNU 1965). Esto despertó, de entrada, protestas airadas de Washington, que si bien no vetó la resolución que invocaba el cese al fuego, dio a entender que la consideraba una “jugada” que trascendía los históricos límites que se había autoimpuesto la organización en América Latina (Ferguson 1973: 537). En efecto, se trataba de un paso modesto, pero que constituía la contracara de su comportamiento en Guatemala en 1954. En ocasión del golpe orquestado por los Estados Unidos contra Jacobo Arbenz, las Naciones Unidas –a pesar de los requerimientos de intervención por parte de la nación centroamericana– no llegaron siquiera a discutir el caso.

Si bien no caben dudas de que el alcance de las funciones del enviado de la ONU –el venezolano Juan Mayobre– era sumamente limitado, su participación generó controversias. En opinión de Ferguson, “si el representante de las Naciones Unidas […] ayudó o entorpeció en las negociaciones dominicanas es debatible” (1973: 537). Ahora bien, frente a la acción muy pobre de la OEA, que el rol de Mayobre fuese “debatible” ya constituía un paso adelante. Debe recordarse que el Comité Especial de la OEA asignado a la República Dominicana había renunciado en protesta por el rol “invasivo” de la ONU. Los Estados Unidos, por su parte, se quejaron repetidamente de lo que consideraban un fuerte sesgo pro-constitucionalista en los informes de Mayobre, cuya simpatía por los rebeldes constituía un elemento equilibrador de la situación, aunque limitado a lo simbólico pues no contaba con un efectivo respaldo material. En resumidas cuentas, si bien no tuvo efectos concretos en una salida de la crisis, la participación de Mayobre contribuyó para que el mundo tomase nota de lo que hasta ese momento había resultado un fracaso del “imperialismo informal”. Jerome Slater consideró que “el gran prestigio del representante de la ONU y sus contactos entre la izquierda democrática latinoamericana le permitieron jugar un importante rol a la hora de respaldar al liderazgo del PRD contra los elementos más radicales del movimiento” (Slater 1969: 68). No es posible saber a ciencia cierta cuál fue la incidencia del representante de la ONU, aunque se puede afirmar, según los documentos de la época, que su intermediación hizo que los “constitucionalistas” se corrieran de sus posturas más inflexibles.

2.17. El fracaso de la “fórmula Guzmán”

Frente a la percepción de que el tiempo empezaba a jugar en contra si el conflicto se extendía, Washington decidió abrir negociaciones con los constitucionalistas. Así se forjó lo que se conoció como “fórmula Guzmán”. Entre el 12 y el 23 de mayo de 1965 tuvieron lugar negociaciones entre el gobierno estadounidense y los rebeldes para establecer un gobierno provisional que diera por tierra con la irregular situación de dos gobiernos simultáneos (el GRN y el constitucionalista). Una figura clave en este intento fue Abe Fortas, un abogado que era íntimo amigo del presidente Johnson, del ex gobernador de Puerto Rico Muñoz Marín y del rector de la Universidad de Río Piedras, Jaime Benítez. Este trío debía concebir el principio de la negociación con Bosch, quien se encontraba en su exilio puertorriqueño (Vega 2004: 150). Fortas llegó a San Juan el 12 de mayo y le espetó de entrada a Bosch: “Usted tiene que elegir entre ser flexible o responsabilizarse por la muerte de miles de personas” (Fortas 1965). Puesto de otro modo: de no alcanzarse un acuerdo, seguiría el avance irrefrenable de las tropas norteamericanas sobre los últimos reductos rebeldes. Esta presión inicial de Fortas pareció surtir efecto. El acuerdo preliminar implicaba que Bosch no regresaría a la presidencia y que se instalaría un gobierno provisional encabezado por Antonio Guzmán, dirigente del ala moderada del PRD (Gleijeses 2011: 421). Entre los dirigentes constitucionalistas, Guzmán era lo “más tolerable” para el paladar norteamericano. Se trataba de un terrateniente del norte del país, amigo de Bosch pero que tenía simpatía por los Estados Unidos y que ya había sido sondeado por Martin para formar parte del GRN de Imbert Barrera (Martin 1966: 367). Su mandato se extendería hasta febrero de 1967 –el periodo previsto para el abortado gobierno de Bosch– y debería tomar una serie de medidas para enfrentar al comunismo. En los días siguientes, el cronograma previsto en Puerto Rico incluía reuniones entre Guzmán, Bosch y la plana mayor de los Estados Unidos –con el asesor de seguridad nacional McGeorge Bundy a la cabeza– para ultimar detalles; y finalmente el vuelo del propio Bundy y de Guzmán a Santo Domingo para sellar el acuerdo (Draper 2016: 186). Sin embargo, circunstancias imprevistas pusieron un límite a lo que parecía el fin de la guerra civil.

En este contexto, tuvo lugar la “Operación Limpieza”, librada por Imbert sobre los barrios altos de Santo Domingo, en donde residía el grueso de los rebeldes. Un factor que enturbió el desarrollo de las negociaciones, ligado a esta ofensiva del GRN, fue el apoyo brindado por las fuerzas de ocupación norteamericanas a las tropas de Imbert (Moreno 1973: 43). El papel de los Estados Unidos en la operación exhibió cabalmente cómo negocia el actor imperial en un contexto de imperialismo informal militarizado. Por un lado, postulaba la necesidad del diálogo con los constitucionalistas para llegar a la “solución Guzmán”. En paralelo, apoyaba al GRN –al que controlaba– en su ataque contra los barrios altos en abierta violación de la tregua acordada por todos los sectores el 5 de mayo. Se trataba de un doble estándar que tendría costos para Washington (Draper 2016: 191-192). Pese a su predisposición al diálogo y a su simpatía por los estadounidenses, Guzmán no permitió que la negociación se convirtiese en un ultraje. Cuando aún la “Operación Limpieza” se hallaba en curso, Guzmán –asistido por otro dirigente moderado, Salvador Blanco– y el equipo estadounidense –Bundy, Mann, Cyrus Vance y Harry Shlaudeman– retomaron las negociaciones. Tras el supuesto propósito de “establecer un gobierno de unidad nacional con amplio apoyo popular, en el que se excluirían extremistas de ambos bandos” (Moreno 1973: 45), los Estados Unidos comenzaron a ejercer presiones para obtener la claudicación de los rebeldes en una serie de puntos. En todos ellos era posible advertir el eje estructurante que constituía la “guerra contra el comunismo”. Dos cuestiones en particular obsesionaban a los norteamericanos: el trato que Guzmán daría a los comunistas locales; y los apellidos que ocuparían los puestos clave en las fuerzas armadas del nuevo gobierno. Casi en el mismo tono de ultimátum con que Fortas había iniciado las negociaciones con Bosch, Bundy exigió a Guzmán que los comunistas fueran deportados o puestos en campos de concentración (Gleijeses 2011: 426). Guzmán reaccionó de un modo que generó desconfianza en los negociadores norteamericanos: se opuso terminantemente a la imposición de Bundy. El consejero de Seguridad Nacional de Johnson abandonó sus exigencias iniciales, pero consiguió la aceptación de Guzmán para los términos de un memorándum secreto que ponía a la “cuestión comunista” como un elemento ordenador del nuevo gobierno:

El Gobierno de Concordia Nacional colocará bajo vigilancia estricta a aquellas personas identificadas como comunistas o pro-comunistas […] Todas las demás medidas necesarias para hacer frente a la amenaza de subversión comunista se adoptarán previa consulta con el gobierno de los Estados Unidos […] El gobierno de los Estados Unidos pondrá a disposición del gobierno de Concordia Nacional personal convenientemente adiestrado […] Las medidas necesarias para contener la amenaza comunista serán objeto de consultas permanentes entre los dos gobiernos. El gobierno de los Estados Unidos se reserva el derecho de revisar las disposiciones contenidas en este memorándum (cit. en Gleijeses 2011: 426).

En cuanto a los mandos militares, se planteó la distribución de cargos entre “neutrales” –los que se encontraban en el exterior en ocasión del estallido de la revuelta y que no habían tomado partido–, “constitucionalistas” y “leales”. En líneas generales, las partes lograron avanzar en este asunto, aunque algunos contrapuntos se saldaron en favor del actor imperial.[100] También la mano estadounidense fue determinante en la composición del gabinete, cuyos miembros serían seleccionados por Guzmán, Bundy y Shlaudeman. La incidencia norteamericana en las “negociaciones Guzmán” no se limitó a estas cuestiones. La Casa Blanca logró otra concesión muy importante de los constitucionalistas: si bien el gobierno sería inaugurado bajo la Constitución de 1963 reclamada por los rebeldes, la misma sería sometida a un referéndum supervisado por la –nada neutral– OEA. En definitiva, con todas estas concesiones, se podría concluir que el camino estaba lo suficientemente allanado para el establecimiento del “gobierno de unidad” y el fin de la guerra civil. Sin embargo, una vez más, los norteamericanos redoblaron la apuesta y exigieron nuevas claudicaciones (Draper 2016: 187-189). Aquello de un “gobierno de unidad nacional con amplio apoyo popular” era parte de una retórica aperturista que no se condecía, en nada, con las férreas imposiciones a Guzmán.

Pese a todas las exigencias aceptadas, Washington aun desconfiaba del hombre al que había elegido para la transición. Las dudas giraban en torno a dos cuestiones. Por un lado, el tema comunista, en el que los más duros en los Estados Unidos no aceptaban –a pesar de las concesiones plasmadas en el memorándum secreto– la negativa a deportar o detener activistas en centros clandestinos. El segundo punto era la supuesta influencia que ejercía el mando militar rebelde sobre Guzmán. Tanto en la designación de los oficiales de las Fuerzas Armadas como en las recriminaciones de Guzmán a los norteamericanos por la cuestión “Barrios Altos”, Washington veía la mano de Caamaño (Gleijeses 2011: 428). Bundy decidió endurecer su posición y reclamar a Guzmán que, al iniciar su gobierno provisorio, enviase al exilio a prestigiosos líderes constitucionalistas, tanto de la rama política como de la militar.[101] Ello se sumaba a la decisión de Washington de designar unilateralmente al ministro de las Fuerzas Armadas, descartando que Guzmán pudiese elegir a un colaborador para esa posición. Adicionalmente, y volviendo sobre sus pasos en una muestra de prepotencia imperial, Washington deshizo su compromiso previo en torno a la “cuestión comunista” e insistió en su objetivo de máxima: detención y deportación o arresto en campos de concentración para “sospechosos de comunismo” (Gleijeses 2011: 430).

Era demasiado lo exigido a Guzmán. Este perredeísta moderado había mostrado toda la predisposición posible. Sin embargo, no podía transigir en un punto que presuntamente habían aceptado los norteamericanos: la necesidad de un gobierno de unidad nacional. El exilio de los constitucionalistas –explicó Guzmán a Bundy– hubiera significado asumir un gobierno carente de respaldo popular (Vega 2004: 165). También rechazó la “reincidente” exigencia de deportación o detención clandestina de comunistas. Guzmán, pese a todas sus concesiones, tenía límites. Esta pareciera ser la explicación más plausible del fracaso de las negociaciones. También ha habido otras explicaciones atadas a cuestiones de política doméstica norteamericana (Vega 2004: 166) o dominicana (Moreno 1973: 45). Incluso hubo análisis en los que convergieron sendos factores para explicar el fracaso de la “fórmula Guzmán” (Draper 2016: 188-189). Lo cierto es que la ambición imperial se había extralimitado en su pretensión de acomodar hasta el mínimo detalle de aquella periferia turbulenta. Los constitucionalistas conservaban su dignidad y estaban dispuestos a seguir luchando por un orden más ecuánime. Desde luego, la inteligencia norteamericana se encargó, una vez fracasadas las negociaciones, de “ensuciar” la figura de Antonio Guzmán (Draper 2016: 189-190). Se trataba de otro rasgo característico del imperialismo informal estadounidense.

2.18. El camino hacia las elecciones de 1966

Al fracasar la “fórmula Guzmán”, altos funcionarios formularon al presidente Johnson una serie de advertencias, tendientes a reducir la percepción dominante de unilateralismo imperial e involucrar a la OEA en la solución (Moreno 1973: 45). Por su parte, la inteligencia estadounidense había logrado que su mirada conspirativa recorriese todo el espectro que iba desde la embajada hasta el presidente. Así, el comunismo se había convertido, en la mirada de Washington, en la “punta de lanza” del movimiento rebelde. La realidad, sin embargo, distaba ampliamente de esta percepción construida por el servicio de espionaje. Como advirtió Gleijeses, los elementos decisivos en cualquier análisis del movimiento constitucionalista eran “el carisma de Bosch, el líder político; la figura de Caamaño, el líder militar; la debilidad de la extrema izquierda” (Gleijeses 2011: 434-435). Se trataba de un orden de prelación antitético al “construido” por Washington. A su vez, el aislamiento constitucionalista a nivel internacional impedía a quienes simpatizaban con la causa efectuar algún tipo de aporte para modificar el estado de cosas. La Unión Soviética, China y Cuba condenaban en duros términos la invasión estadounidense y buscaban, a través de la ONU y otros foros internacionales, transmitir las consecuencias del comportamiento imperial de Washington. Sin embargo, ni siquiera en los países de América Latina en donde el movimiento rebelde gozaba de mayor simpatía se logró estructurar una oposición firme (Gleijeses 2011: 435-436).

Washington había llegado a la conclusión de que, dadas las circunstancias, había que regresar a una postura menos unilateral –al menos en apariencia– y procurar el retorno de Balaguer al poder como única opción frente a un eventual triunfo de Bosch en las elecciones previstas para 1966. En este marco, Thomas Mann, el subsecretario de Estado para el Hemisferio Occidental, planteó la necesidad de una “salida multilateral”. Como recuerda Bernardo Vega, “Mann le propuso [a Johnson] que la OEA presentase un plan […] ‘negociar esto y darle un sabor a OEA’. Esa es la forma inteligente de jugar […] al tiempo que reducimos nuestro papel unilateral” (Vega 2004: 167). Agregaba Mann: “No creo que debamos casarnos con este hombre Guzmán […] Comencemos con una nueva fase y yo no excluyo la posibilidad de Balaguer, aun cuando creo que esto causaría grandes problemas con Imbert” (cit. en Vega 2004: 167-168). Por su parte, el subsecretario de Defensa, Cyrus Vance, le propuso a Johnson el nombre que debía comandar la misión de la OEA para forjar un gobierno transitorio hasta la celebración de los comicios. Precisa Vega: “Cyrus Vance tuvo una larga conversación telefónica con su presidente y le dijo que Ellsworth Bunker era la persona ideal para encontrar una solución en Santo Domingo, pues era norteamericano, pero también embajador ante la OEA” (Vega 2004: 171). El 3 de julio aterrizó una segunda Comisión de la OEA, presidida por Bunker (Gleijeses 2011: 440). A esta altura, los Estados Unidos ya habían escogido a Balaguer como el hombre necesario para encaminar la situación, pero se requería una etapa previa de un gobierno provisorio bajo el paraguas de la OEA. Curiosa paradoja la de Balaguer, quien había pasado de ser un “problema” en 1962 a una “solución” en 1965.[102] No se trataba sólo del empleo de Balaguer para dejar atrás el caos y sentar –a partir del apoyo que concitaba entre los militares dominicanos– las bases del orden, sino que desde el exilio el “presidente títere” de Trujillo se transformó en un consultor ad hoc de los norteamericanos.[103] En definitiva, se iniciaba una nueva etapa de negociaciones con estas características: Washington morigeraba su intervención directa de alto nivel (tras haber tenido a sucesivos presidentes inmiscuidos en los pormenores del caso dominicano), para delegar el proceso en dos colaboradores: Bunker (al mando de la comisión de la OEA) y el propio Balaguer.

La primera reunión entre la comisión de la OEA y la comisión constitucionalista tuvo lugar el 10 de junio. Bunker cablegrafió sus conclusiones al secretario de Estado, Dean Rusk, las que no contemplaban en lo más mínimo las exigencias rebeldes: “La única forma de romper el actual impasse político […] es dejando a la gente decidir por ella misma, a través de elecciones libres, supervisadas por la OEA y, mientras tanto, formar un gobierno provisional de técnicos” (cit. en Vega 2004: 183). Dos semanas más tarde, acorralada por la superioridad militar de las fuerzas norteamericanas, la Comisión Negociadora constitucionalista inició una seguidilla de concesiones.[104] Para empezar, aceptó el establecimiento de un gobierno provisional, de carácter técnico, que designaría un presidente “neutral”. Dicho gobierno debería regirse por un Acto Institucional que se redactaría en el curso de las negociaciones. Las elecciones tendrían lugar –casi a pedir de Balaguer– entre seis y nueve meses después de la instalación del gobierno técnico-provisional (Gleijeses 2011: 441). Otro golpe asestado por el actor imperial –que operaba tras bambalinas en el marco de un supuesto desempeño neutral de la OEA– resultó de su intransigencia en la selección del “técnico” que encabezaría el gobierno provisional (Vega 2004: 183). Los constitucionalistas ofrecieron un listado de candidatos. Todos fueron rechazados por la Comisión de la OEA. El candidato de Bunker era inamovible: se trataba de Héctor García Godoy, quien había sido embajador de Trujillo y canciller en las últimas semanas de Bosch. Hombre de clase alta y de fuerte sesgo pro-estadounidense, ya había sido barajado por Washington en ocasión de las “negociaciones Guzmán” para la conformación de un eventual gabinete.

El 15 de junio, dos días antes de que Bunker presentara a la comisión constitucionalista un plan para la “solución de la crisis”, los Estados Unidos lanzaron una ofensiva sobre la Ciudad Nueva, que duró casi 48 horas. Como resultado de ese asalto, y a pesar de la resistencia de los comandos rebeldes, las fuerzas de Caamaño debieron ceder una cuarta parte de su territorio. Se trataba de otra señal de lo que podían esperar los rebeldes si no transigían con la candidatura de García Godoy (Gleijeses 2011: 443). Los líderes constitucionalistas cedieron ante la presión de los Estados Unidos –ejercida por medio de la Comisión de la OEA– y el 8 de julio aceptaron la candidatura de García Godoy, quien dos meses después fue nombrado Presidente Provisional. En dicho lapso los norteamericanos impusieron más condiciones a los rebeldes. Entre ellas, el rechazo a las demandas que los rebeldes habían efectuado respecto de la FIAP, a la que consideraban, con razón, como una fuerza de ocupación. Caamaño había requerido a la misión de la OEA que la FIAP abandonara el país al mes de instalado el Gobierno Provisional, lo que fue descartado por Bunker. Las negociaciones, típicas de un contexto de imperialismo informal militarizado –en el que las rondas de discusión son enmarcadas por demostraciones de fuerza militar–, desgastaron cada vez más a los rebeldes. Finalmente, el 29 de agosto la Comisión Negociadora rebelde y la Comisión de la OEA aprobaron los textos del Acto Institucional y del Acta de Reconciliación Dominicana, requisitos para la instalación del Gobierno Provisional.

La Casa Blanca sabía que la clave para el futuro inmediato en la República Dominicana era la situación de los militares. El 30 de agosto, mientras Imbert renunciaba en un acto emitido por televisión, el ministro de las Fuerzas Armadas (Rivera Caminero) y los jefes del Ejército, la Fuerza Aérea y la Marina (Martínez Arana, De los Santos y Jiménez Reyes), conjuntamente con el Jefe de la Policía Nacional (Despradel Brache), suscribieron el Acto Institucional y el Acta de Reconciliación. Semejante muestra de lealtad les garantizaría su continuidad en el Gobierno Provisional. El 31 de agosto de 1965, por su parte, el gobierno constitucionalista firmó los citados instrumentos, los que allanaban el camino para la asunción de García Godoy. En términos concretos, la guerra civil había finalizado. Algunas conclusiones muy rápidas merecen ser puntualizadas. La descripción de la negociación entre el gobierno rebelde y los Estados Unidos –ya sea bajo la conducción directa de Washington o por medio de la OEA como organismo satélite– puede hacer sobreestimar, sobre todo en la etapa final del proceso, las concesiones del actor periférico. En este sentido, deben señalarse, una vez más, las condiciones de extrema debilidad en que Caamaño y los suyos llevaron adelante las negociaciones. Con el músculo militar estadounidense desplegado en el terreno, el imperialismo informal dejaba poco espacio para que los rebeldes pudieran exhibir posturas autonómicas. Aun así, nunca perdieron de vista cuáles eran sus intereses y el sentido anti-imperialista de su lucha, a pesar del pragmatismo que se vieron obligados a desplegar en diversos momentos de la negociación.

2.19. El gobierno provisional

El gobierno transicional de García Godoy adquirió todas las características de una administración enmarcada en el imperialismo informal militarizado. Esto significa que, más allá de sus intenciones, la gestión de la “turbulencia periférica” estuvo sujeta al condicionamiento estructural de la dominación norteamericana. Las miradas y los análisis de esta etapa, sin embargo, difieren incluso entre los autores –como Piero Gleijeses y Jesús de la Rosa– que simpatizaron con la causa rebelde. Para el primero, García Godoy fue un colaborador más de una larga lista de líderes dominicanos sumisos al poder estadounidense (Gleijeses 2011: 449). Para de la Rosa, quien además de ser analista fue soldado revolucionario, su desempeño merece ser destacado por no haber sido una figura completamente maleable por los intereses norteamericanos (de la Rosa 2011: 160-161). Al margen de estas diferencias de apreciación, lo que no deja espacio a las dudas –y es lo que resulta fundamental para esta tesis– es que Washington desempeñó un papel crucial en los meses que duró el gobierno provisional. La descripción de los hechos arroja una intervención permanente en cada decisión significativa que debió tomar García Godoy. No sólo eso: como se verá, el momento más complejo de su administración –el ataque al “Hotel Matum”– estuvo atravesado por una llamativa inacción de las fuerzas de ocupación interamericanas y norteamericanas. A veces el accionar del actor imperial no se define por lo que hace, sino por lo que deja de hacer.

En un sistema político como el dominicano, dominado por el pretorianismo militar, lo primero que debía resolver García Godoy era la “cuestión castrense”. Según relata Jesús de la Rosa: “Durante el fin de semana posterior a su toma de posesión, el presidente García Godoy se reunió con oficiales de alto rango del Ejército, la Marina y la Aviación para explicarles los objetivos de su programa político y, de paso, tratar con ellos algunos problemas que afectaban a los uniformados” (de la Rosa 2011: 157). Los Estados Unidos ya habían pactado una serie de puntos con la cúpula militar del GRN de Imbert, que ahora continuaba con García Godoy. Un primer asunto espinoso era la situación del general Elías Wessin. Antiguo adlátere de Trujillo y luego “colaborador periférico” de los Estados Unidos, su momento de esplendor ya había pasado. Su presencia en el país se había convertido, según de la Rosa, en un “símbolo de la negación de la convivencia democrática” (2011: 157). Ninguno de los actores determinantes del proceso que se abría guardaba estima por este general. Por supuesto, en un contexto de imperialismo informal militarizado, su corrimiento requería de la intervención del actor imperial. A Washington no le costó demasiado: Wessin había flaqueado durante la revolución de abril y ese lugar de confianza, que en algún momento había ocupado, ahora lo detentaban otros uniformados.[105] Se puso en marcha el operativo para sacar a Wessin de la República Dominicana. García Godoy emitió un decreto ley desintegrando el CEFA como unidad autónoma e integrándolo al Ejército. Ello constituía una afrenta directa a Wessin, que se suponía aceleraría su renuncia. Sin embargo, el general decidió “dar pelea”: convocó una rueda de prensa en la que afirmó que “estaba dispuesto a dirigir al país en una cruzada contra el comunismo ateo y disociador” (de la Rosa 2011: 158). Esta situación desencajó a García Godoy, quien llamó al negociador estadounidense Bunker para solicitarle –luego de amenazar con su renuncia– que le exigiera a Wessin su salida del país (de la Rosa 2011: 158). Wessin redobló la apuesta. En la mañana del 9 de septiembre de 1965 movilizó los tanques de su unidad, pero las fuerzas de la FIAP rápidamente los bloquearon. En poco tiempo, las tropas fueron neutralizadas y escoltadas de regreso a su guarnición. Bajo las órdenes del general Bruce Palmer, la FIAP rodeó los cuarteles del CEFA, mientras que el propio Palmer, el general brasileño Hugo Panasco Alvim y otros jefes militares se dirigieron a la casa de Wessin, que era sobrevolada por helicópteros de la fuerza interamericana. Los norteamericanos pusieron al general sublevado en un avión con destino a Panamá. Luego de ser pasado a retiro por García Godoy, fue designado por el propio mandatario como cónsul en la ciudad de Miami.

Pese a que algunos creyeron que la salida de Wessin encaminaría a la República Dominicana hacia la normalidad, la convivencia democrática no afloró de inmediato. Existía un odio encarnizado entre sectores que estaba lejos de cerrarse con la salida del otrora poderoso jefe del CEFA. Nada de lo previsto en el numeral 8 del Acta de Reconciliación Nacional –relativo a la subordinación de los militares– estaba en condiciones de ser garantizado por el gobierno provisional.[106] Una muestra sintomática de la ausencia de conducción política sobre los militares fue experimentada por García Godoy el 15 de septiembre de 1965. Anoticiado de que Bosch retornaría al país el 25 de septiembre, el ministro de las Fuerzas Armadas, Rivera Caminero, advirtió al mandatario que asesinaría a Bosch apenas pusiera un pie en el Aeropuerto de Punta Caucedo. Ello fue finalmente impedido[107], pero como señala Jesús de la Rosa: “Si en su oportunidad el general Wessin y Wessin se había constituido en un obstáculo para lograr la paz que anhelaba el pueblo dominicano, el contraalmirante Rivera Caminero ya se había constituido en algo peor” (de la Rosa 2011: 163).

Más cruentos resultaron los sucesos del 19 de diciembre de 1965, conocidos como los incidentes del “Hotel Matum”. Ese día, el coronel Francisco Caamaño, acompañado por unos 30 oficiales constitucionalistas, se trasladó a la ciudad de Santiago de los Caballeros para asistir a una misa en memoria del teniente coronel Fernández Domínguez, muerto en combate el 19 de mayo. De la caravana participaban muchos de los combatientes del Puente Duarte, quienes luego de la celebración religiosa se dirigirían al Hotel Matum, donde tendría lugar un almuerzo ofrecido por el dirigente del PRD, Antonio Guzmán. El presidente García Godoy le había advertido a Caamaño sobre la inconveniencia del viaje a Santiago (de la Rosa 2011: 164). En momentos en que Caamaño partía con su comitiva, el jefe de la Fuerza Aérea, general De los Santos, ultimaba un plan para asesinar a los oficiales constitucionalistas. La trama fue urdida junto al general brasileño Hugo Panasco Alvim y otros altos jefes “leales”. Pese a encontrarse Panasco formalmente al frente de la FIAP, todavía existen discusiones respecto del papel desempeñado por la fuerza interamericana en la planificación del atentado (Gleijeses 2011: 449-450). Al terminar la misa, Caamaño y los “héroes de abril” se dirigieron al hotel, más allá de que esa misma mañana habían sido objeto de dos atentados fallidos (de la Rosa 2011: 165-166). Cuando ya se encontraban allí, fue perpetrado un feroz ataque por parte de cientos de efectivos del Ejército y la Fuerza Aérea, apoyados por tanques y cañones. A pesar del carácter desigual de la contienda –que se extendió por ocho horas–, los atacantes no pudieron tomar por asalto el hotel, aun cuando contaban con una notable superioridad en materia de armamentos.[108] Diversos testimonios dan cuenta de la inacción de las fuerzas de la FIAP, que tardaron inexplicablemente en efectivizar el alto el fuego. También resultó evidente la falta de subordinación de los militares al gobierno provisional de García Godoy. En ambas cuestiones, un conjunto de interrogantes se proyecta sobre la actuación de los Estados Unidos, que con sus funcionarios y militares desplegados en el terreno ejercían el verdadero control sobre la FIAP y los militares “leales”: ¿Esperó la FIAP –comandada de hecho por el general estadounidense Bruce Palmer– porque se encontraba conspirando con los “leales”? ¿Fue su objetivo otorgar a estos últimos el tiempo necesario para acabar con Caamaño y los constitucionalistas? ¿Cuál fue el papel de Palmer, cuya postura en contra de los constitucionalistas era harto conocida? De lo que no existen dudas es que García Godoy solicitó a Ellsworth Bunker la intervención de la FIAP.[109] En consecuencia, la falta de respuesta diligente de la fuerza interamericana es el eje de todas las incógnitas. Todavía más: para el caso de que hubiera habido complicidad, ¿a qué nivel se adoptaron las decisiones? ¿Fue Palmer individualmente o, como en la mayor parte de las cuestiones en ese trágico 1965, los asuntos pasaban primero por la embajada para recalar en Washington? Abundan las inquietudes, pero escasean las respuestas.[110]

La tónica de lo que siguió encaja perfectamente dentro de lo previsible para un esquema de imperialismo informal. El plan trazado para el gobierno provisional incorporó dos elementos innegociables para Washington: por un lado, la elección de los militares “leales” como el verdadero sustento del proceso político en curso. En otras palabras, más allá de los formalismos y de la diplomática predisposición para asistir a García Godoy, la alianza fundamental era la forjada con los uniformados de San Isidro. Esto implicaba que no tendría lugar ninguna reforma castrense ni ningún intento serio de integrar a constitucionalistas y leales en una “nueva etapa” de la vida militar dominicana. El segundo componente de la hoja de ruta estadounidense era el triunfo de Balaguer en las elecciones de 1966. Debían despejarse todas las posibilidades de que Bosch se impusiera en aquellos comicios. Balaguer constituía la garantía de erradicación del comunismo, aunque ello significase el fortalecimiento de los viejos militares trujillistas.

El papel de los militares de San Isidro –a pesar de su fracaso en el intento de asesinato de Caamaño– se reforzó tras los combates del Matum. Si la integración de los constitucionalistas nunca había resultado viable, menos lo sería después de aquellos sucesos. Según de la Rosa: “La derrota sufrida por las tropas regulares el 19 de diciembre de 1965 exacerbó los ánimos de los jefes militares hasta tal punto que el ministro de las Fuerzas Armadas […] impartió instrucciones para que un plan de exterminio de los militares constitucionalistas fuera puesto en marcha. Esa macabra operación fue bautizada con el nombre de Operación Honor” (de la Rosa 2011: 167). La violencia desatada no se limitó a los soldados rebeldes sino que amplios sectores de la sociedad civil, que habían simpatizado con la revuelta, fueron perseguidos y asesinados por las tropas “leales”.[111] En lo inmediato pudo observarse la debilidad extrema del presidente provisional, quien sufrió en carne propia la deslegitimación de su investidura tras los hechos del Matum. Como señala Gleijeses: “Godoy no podía permanecer totalmente pasivo […] No cabe duda de que él desaprobaba un ataque que […] constituyó un desprecio a su propia autoridad” (2011: 450). Sin embargo, no estuvo a la altura de lo que el pueblo esperaba en cuanto a la investigación de aquellos sucesos. A partir de allí todo fue una muestra cabal de que el plan de Washington avanzaba sobre la base del robustecimiento de los militares leales. Mientras los Estados Unidos y la OEA proclamaban en lo formal su apoyo a García Godoy, los hombres de San Isidro se fortalecían. Un buen ejemplo lo constituye una decisión del presidente, adoptada el mismo día que anunció que no debía profundizarse la investigación sobre los combates del Matum. En esa misma comunicación, García Godoy notificó que los jefes militares de cada bando (“constitucionalistas” y “leales”) debían salir de la República Dominicana. Se establecían como destinos diversas agregadurías en el exterior o misiones de estudio. Los constitucionalistas cumplieron cabalmente. El 22 de enero todos los “oficiales rebeldes” incluidos en la lista habían dejado el país. No sucedió lo mismo con los “leales”. Su reticencia era la mejor exhibición de que contaban con el respaldo de los Estados Unidos (de la Rosa 2011: 167; Gleijeses 2011: 451). En ese marco, García Godoy debía dar alguna señal para no quedar completamente desdibujado. Sin capacidad para asegurar la salida del país de los jefes “leales”, creyó que debía dar un mensaje a través de la modificación de la cúpula castrense. Desde luego, no lo haría sin el consentimiento de los norteamericanos. Con el apoyo de Bunker, reemplazó al ministro de las Fuerzas Armadas y a los jefes de las tres fuerzas (de la Rosa 2011: 167). Pero en modo alguno estos cambios significaban un nuevo equilibrio entre sectores de las Fuerzas Armadas. Los constitucionalistas continuaron siendo objeto de un aislamiento cada vez más marcado[112], mientras que los “leales” conservaron su posición de actores tutelares del sistema político. Además, estos últimos no acataron –salvo contadas excepciones– el decreto que los enviaba al exilio.

El otro elemento de la hoja de ruta fijada por Washington era la celebración de elecciones que debían ser ganadas por Joaquín Balaguer, líder del Partido Reformista. Los Estados Unidos y los militares “leales” debían garantizar su triunfo frente a Juan Bosch, por lo que nuevamente estimularon el “fantasma” del vínculo de este último con el comunismo internacional. García Godoy encomendó a la Junta Central Electoral la organización y supervisión de los comicios de 1966. Los militares “leales” se encargaron de sembrar pánico en el escenario pre-electoral, de modo que ganara espacio entre los dominicanos la idea de que sólo un líder como Balaguer, de buen trato con los militares de San Isidro, podía garantizar la paz social (Gleijeses 2011: 454-455). Entre enero y mayo de 1966 más de 400 activistas, la mayor parte del PRD, fueron asesinados. Bosch afrontó la campaña electoral prácticamente sin salir de su residencia por temor a ser ultimado (de la Rosa 2011: 172). Los militares de San Isidro pusieron todos los obstáculos a su alcance para impedir el acceso al gobierno del líder perredeísta. El resto corría por cuenta del actor imperial. Al respecto, son numerosos los reportes de funcionarios norteamericanos que hacían explícito el objetivo de convertir a Balaguer en presidente. En un contexto de imperialismo informal militarizado –con los soldados estadounidenses y de una fuerza interamericana manejada por Washington desplegados en el terreno–, los órganos de inteligencia jugaron un papel decisivo. Como expresó el 29 de diciembre de 1965 el director interino de la CIA, Richard Helms: “El presidente [Johnson] quiere ganar estas elecciones y espera que la agencia lo garantice” (Helms 1965). Cuatro meses más tarde, el funcionario reforzaba la idea: “Me doy cuenta de los peligros que acarrearía una victoria de Bosch, estamos haciendo todo lo posible para que pierda” (Helms 1966). Por su parte, la diplomacia debía garantizar que –pese a lo amañado del proceso– los comicios se desarrollasen en un marco formal de “republicanismo”. Así lo dejaba en claro W. G. Bowdler, el funcionario de la Casa Blanca encargado de dar seguimiento a los planes para la República Dominicana. En un memorándum del 14 de marzo afirmaba:

Las acciones específicas acordadas son […] Lograr una gran cantidad de votos porque eso favorece a Balaguer […] Persuadir a García Godoy de que monte una gran campaña a favor de que la gente vaya a votar […] Simplificar los procedimientos para el registro de los votantes […] Asegurarnos de que la comisión electoral de la OEA y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos estén en la República Dominicana […] y, a través de sus actividades, lograr estimular al interés de los votantes […] Mantener al PRD –si no a Bosch– en la contienda para que las elecciones tengan sentido […] Hacer que Bunker y la embajada establezcan contacto directo con Bosch para evidenciar un tratamiento igualitario […] Evitar que García Godoy trate de mantenerse en su cargo más allá del 1° de junio […] El grupo decidió preparar algunos planes de contingencia que cubran lo que debemos hacer si, a pesar de todos nuestros esfuerzos, Bosch gana (Bowdler 1966).

Todo había sido adecuadamente pergeñado. El 1° de junio de 1966, Balaguer ganó las elecciones con el 57 por ciento de los votos contra el 39 por ciento de Bosch. Muy atrás quedó con el 4 por ciento el ex presidente del Consejo de Estado, Rafael Bonnelly. Los Estados Unidos habían “colocado a Balaguer en el poder” (Vega 2004). Atrás habían quedado los tiempos de su exilio por su antigua pertenencia al trujillismo. Uno de los rasgos del “colaboracionismo periférico” es su versatilidad. El actor imperial nunca prescinde por cuestiones de “prontuario”. Balaguer era la receta del momento para evitar el regreso de Bosch. Desde luego, como corresponde a un sistema pretoriano, ese objetivo requería del apoyo de los militares de San Isidro. La guerra civil empezaba a quedar atrás. No así el imperialismo informal estadounidense.

2.20. De los “doce años” de Balaguer al fin de la Guerra Fría

Balaguer asumió en junio de 1966 la presidencia de un gobierno “totalmente dominado por unos 400 funcionarios y asesores norteamericanos” (Moya Pons 1998: 252). Todas las ramas de la administración respondían a los lineamientos de Washington, que emanaban de su embajada en Santo Domingo, de la Agencia para el Desarrollo Internacional (AID), del Pentágono o de la CIA. El caso de las Fuerzas Armadas dominicanas es particularmente ilustrativo: los Estados Unidos las habían reconstituido como “una fuerza directamente bajo su mando y que dependía enteramente del gobierno norteamericano para el pago de sus sueldos, para el aprovisionamiento de sus ropas, alimentos, municiones y equipos” (Moya Pons 1998: 250). Ante la inexistencia de ingresos fiscales como producto de una guerra civil con dos gobiernos en pugna, la República Dominicana sólo podía sobrevivir en los inicios del gobierno de Balaguer en base a la ayuda estadounidense. Como precisa Frank Moya Pons: “La ayuda económica norteamericana vino a ser así el nuevo instrumento de control después de la salida de las tropas extranjeras” (1998: 252). Esta situación tuvo, asimismo, un impacto en la identidad dominicana: la principal consecuencia de la intervención de 1965 fue la configuración de un “fatalismo político”, consistente en la creencia de que los Estados Unidos continuarían manipulando, frente a cualquier coyuntura problemática, la realidad de Santo Domingo. En palabras del propio Moya Pons: “La historia de la política dominicana y de las relaciones con Estados Unidos tiende a confirmar esa creencia entre los dominicanos, pues el control a que quedó sometido el país después de la salida de las tropas norteamericanas en 1966, lejos de atenuarse parece haberse acrecentado” (1998: 256).

Por otra parte, la guerra civil y la invasión norteamericana habían dejado como saldo un país radicalizado (Gleijeses 2011: 482). Los combates habían sido sustituidos por el terrorismo de Estado balaguerista, el que desplegó una oleada de acciones directas tendiente a liquidar los remantes de la revuelta constitucionalista. Los antiguos comandos revolucionarios, por su lado, intentaban ofrecer resistencia a través de operaciones de guerrilla urbana, dado que todavía contaban con medios de combate en su poder (Moya Pons 1998: 250). Sin embargo, en poco tiempo resultó evidente que el régimen de terror instalado por Balaguer sería implacable. Con la organización de una agrupación paramilitar denominada “La Banda”, financiada con presupuesto de inteligencia de las Fuerzas Armadas y compuesta incluso por desertores revolucionarios, Balaguer logró instalar la “paz de los cementerios” en la República Dominicana. Con cerca de 5.000 muertos producto del terrorismo de Estado; y acciones que incluyeron un plan sistemático de exterminio –no sólo fronteras adentro sino en el exterior–, Balaguer morigeró la violencia recién cuando se aseguró la completa desarticulación de las organizaciones de izquierda. Además, la búsqueda de una nueva reelección en 1974 lo obligó a exhibir una cierta “normalidad política”, especialmente ante las denuncias por violaciones a los derechos civiles que llegaban desde el plano internacional. A pesar del altísimo costo que significó esta “paz de los cementerios”, Balaguer “siempre se mostró muy orgulloso de su hazaña” (Moya Pons 1998: 252). Los Estados Unidos tampoco encontraron motivos para objetar al régimen balaguerista, pues el mismo –como señala Piero Gleijeses– “aseguró la imprescindible estabilidad pro-norteamericana durante 12 años de crímenes y de opresión” (2011: 484).

En febrero de 1973, las fuerzas balagueristas clausuraron el último intento revolucionario dominicano. Francisco Caamaño había retornado de Cuba, junto con ocho camaradas, con la intención de establecer un foco guerrillero en las montañas. A pesar de que la inteligencia cubana lo había intentado disuadir de embarcarse en una aventura que entendía “condenada al fracaso”, finalmente lo financió y lo apoyó con armamento. El líder constitucionalista no había detectado los cambios que se habían producido desde su exilio en Londres a principios de 1966. Las fuerzas armadas habían sido reentrenadas en materia contrainsurgente por parte de los militares estadounidenses, a la vez que muchos antiguos combatientes rebeldes habían sido cooptados por el régimen de Balaguer.[113] En este contexto, la aventura de Caamaño terminó como habían presagiado los cubanos: dos semanas después de su desembarco, el grupo que comandaba fue aniquilado el 16 de febrero de 1973 en el paraje Nizaíto, en San José de Ocoa (Moya Pons 1998: 251; Gleijeses 2011: 483). La muerte de Caamaño significó el fin de la ilusión de quienes todavía soñaban con un camino revolucionario al socialismo. Sólo quedaba la reserva moral que representaba el profesor Juan Bosch, quien luego de un autoimpuesto exilio en Europa, había retornado en 1971. Sin embargo, la firmeza de sus convicciones lo fue aislando crecientemente dentro de un PRD cada vez más acomodaticio a las “reglas del juego” de Balaguer y a los intereses norteamericanos. A fines de 1973, Bosch abandonó su viejo partido y creó el Partido de la Liberación Dominicana (PLD), una organización de perfil más combativo. El PRD quedó en manos del viejo protegido de Bosch, José Peña Gómez, quien dejó atrás su sesgo revolucionario de la década de 1960, bajo el convencimiento –según la afirmación de Gleijeses– “de que sólo podría llegar al gobierno con el permiso de Washington” y “ganándose el perdón del agresor” (2011: 484). La incidencia de los Estados Unidos excedía su control sobre la administración de Balaguer, para extenderse sobre la principal fuerza de oposición.

En un intento de flexibilización del régimen, Balaguer permitió una elección competitiva en mayo de 1978. A diferencia de otras ocasiones, no se garantizó esta vez su reelección a través de estratagemas autoritarias. El resultado fue el previsible: perdió frente al candidato del PRD, Antonio Guzmán, un terrateniente moderado que en algún momento había sido la “esperanza blanca” de Washington para suceder a Imbert. Balaguer y los militares se negaron a aceptar el resultado. Cuando el recuento de los sufragios ya daba una diferencia indescontable en favor de Guzmán, las Fuerzas Armadas irrumpieron en las oficinas de la Junta Central Electoral para confiscar y destruir las urnas. Frente al hecho consumado, se inició una resistencia pacífica por parte de grupos organizados que concitó el apoyo de observadores extranjeros que se encontraban en Santo Domingo presenciando las elecciones.[114] En esta oportunidad, los Estados Unidos de James Carter –que ya habían presionado a Balaguer para que permitiese la competencia electoral– expresaron que no reconocerían a ningún gobierno que no fuera el que había sido electo democráticamente. Balaguer, luego de tres meses de una profunda crisis política, tuvo que ceder (Moya Pons 1998: 256-257; Gleijeses 2011: 485). Desde luego, el accionar de la Casa Blanca respaldando la democracia no estuvo exento de los clásicos movimientos del imperialismo informal. Por ejemplo, Bosch recuerda el papel clave que desempeñó, al principio de la administración Guzmán, una misión encabezada por el general Dennis McAuliffe –jefe del Comando Sur– con el fin de asegurar el retiro del servicio activo de un grupo de militares responsables de la intentona golpista de 1978 (Bosch 1985). El apuntalamiento de Guzmán por parte de los hombres del Comando Sur era funcional a los intereses geopolíticos norteamericanos. Como precisa Gleijeses: “Guzmán y el ‘nuevo PRD’ no tenían ni los medios para escapar al control de los Estados Unidos, ni el propósito de hacerlo” (2011: 485). Una tónica similar caracterizó a los siguientes gobiernos –el de Salvador Blanco (1982-1986) y una nueva etapa de Balaguer (a partir de 1986)– que cierran el periodo de interés de esta tesis. En el marco de una mayor alternancia política y de elecciones competitivas, la República Dominicana continuó subsumida en una relación de imperialismo informal con los Estados Unidos (Lake 2009: 4-5).

Si bien en los próximos capítulos se profundizará en la subordinación periférica respecto de Washington, conviene señalar que –en la etapa posterior a la guerra civil dominicana y a la invasión norteamericana de 1965– la dependencia económica y geopolítica se mantuvo. Si bien con algunas modificaciones en su fisonomía, la dominación financiera, comercial y monetaria continuó siendo un rasgo estructurante de las relaciones domínico-norteamericanas. En materia de deuda externa, la espiral del endeudamiento continuó su dinámica, si bien Washington –luego de siete décadas de intervención directa en la concesión de préstamos– delegó la gestión del vínculo en organismos financieros que operaban bajo su égida. En materia comercial, la dependencia de los Estados Unidos en 1991 continuaba siendo tan profunda como a principios del siglo XX, mientras que en el plano monetario la concepción dolarizada de la economía continuó rigiendo la vida dominicana, al margen del establecimiento de un esquema de libre flotación de la moneda en 1985 que reemplazó al sistema de convertibilidad. También en el plano geopolítico se verificó la continuidad del dominio estadounidense, aunque la incidencia del actor imperial no se expresó a través del desembarco masivo de soldados –como había sucedido en 1905, 1916 o 1965– sino por medio de nuevos lineamientos estratégicos y doctrinarios. Además de las operaciones contrainsurgentes clásicas, los programas de asistencia militar del Pentágono comenzaron a incluir acciones cívico-militares que complementaban a las primeras. Adicionalmente, desde principios de la década de 1980, Washington fomentó la participación directa de los militares dominicanos en la “guerra contra el narcotráfico”, como parte de la denominada “Guerra de Baja Intensidad” (GBI).

2.21. Consideraciones finales

El capítulo buscó contextualizar, desde el punto de vista histórico, las condiciones que dieron lugar a un imperialismo informal de tipo militarizado. En primer lugar, se describió la transformación del vínculo –ocurrida a principios del siglo XX– de “área de influencia” a “imperio informal”. Este proceso estuvo determinado por el desplazamiento de las potencias europeas de la cuenca del Caribe y la consolidación de una situación de ausencia de rivalidad interimperial. El imperialismo informal que se afianzó en la primera década y media del siglo XX respondió a las características de un “imperialismo de libre comercio”. El manejo de las aduanas dominicanas por parte de Washington, sumado a su preponderancia en el comercio exterior, su expansión como principal inversor y su elevación a acreedor exclusivo de la deuda externa fueron los factores que consolidaron ese tipo de vínculo. Por otra parte, la consustanciación de las élites dominicanas con los intereses de Washington parecía dar lugar a una relación imperial no necesitada de intervenciones militares. Ello, sin embargo, cambió en tiempos de la primera Guerra Mundial.

Debe recordarse que la característica distintiva de los imperialismos informales –respecto de los imperios formales o los protectorados– es que el actor imperial no asume formalmente la soberanía interna y/o externa del país periférico. No obstante, ante situaciones de desmadre en las que los colaboradores locales no pueden garantizar el control político y económico de la periferia, se activan los mecanismos militares que permanecen “latentes” cuando funciona sin trabas el imperialismo de libre comercio. Eso empezó a ocurrir en la República Dominicana durante la década de 1910, aunque las recurrentes intervenciones de Washington no lograron estabilizar la situación. Como respuesta, el gobierno de Woodrow Wilson estableció en Santo Domingo en 1916 –en lo que constituye una excepción en la historia de las relaciones bilaterales– un gobierno militar administrado directamente por los marines. Como reacción frente al supuesto “pro-germanismo” que expresaban ciertos caudillos, las tropas estadounidenses tomaron la capital dominicana, para luego avanzar hacia la ocupación total del país. La etapa de ocho años que se extendió hasta 1924 implicó, a lo largo del siglo XX, el único intervalo de administración formal en una historia de imperialismo informal. La salida de las fuerzas de ocupación en 1924 no supuso la recuperación de la autonomía por parte de las autoridades locales. La situación volvió a adquirir, casi inmediatamente, las características de un imperio informal: apariencia formal de soberanía, pero en los hechos una dominación incontestada de los Estados Unidos, tanto desde el punto de vista económico (control de las aduanas, dominio monetario, administración de la deuda externa) como militar (diseño y organización del ejército bajo doctrina estadounidense).

Durante las tres décadas de Trujillo (1930-1961), el dictador –más allá de su retórica nacionalista y de ciertas decisiones económicas en ese sentido– no modificó los aspectos estructurales del control norteamericano. La dominación comercial, monetaria y financiera se mantuvo firme. En cuanto a los aspectos estratégico-militares, Trujillo fue un aliado incondicional de los Estados Unidos, tanto en la etapa de la segunda Guerra Mundial como en los primeros años de la Guerra Fría. Su oposición a las potencias del Eje primero, y a la Unión Soviética y al comunismo después, hicieron del dictador dominicano un socio irrestricto de Washington. Sin embargo, los tiempos del alineamiento incondicional encontraron su límite a fines de la década de 1950, cuando el régimen incurrió en una serie de decisiones que la Casa Blanca no toleró. El sostenimiento de Trujillo como socio estratégico se tornó cada vez más difícil para los Estados Unidos, que iniciaron los planes para el asesinato del dictador.

El intervencionismo estadounidense se desplegó en toda su magnitud a partir de la muerte de Trujillo en 1961. Los cinco años que se extienden desde entonces hasta la “instalación” de Balaguer como presidente en 1966 ofrecen la más vívida materialización del imperialismo informal militarizado. Con la invasión de los marines en 1965 como momento culminante, la historia de este periodo fue un reflejo de la permanente expansión norteamericana. Desde 1966 hasta el fin de la Guerra Fría, los rasgos estructurales del imperialismo informal se mantuvieron. Si bien ya no se verificó un despliegue directo de tropas de la magnitud de 1965, el alineamiento estratégico-militar de Santo Domingo y su absoluta dependencia económica de Washington se preservaron intactos.


  1. Lake analiza un período de la historia dominicana caracterizado por la influencia de dos líderes que condujeron al país durante ocho presidencias: Pedro Santana (1844-48; 1853-56 y 1858-61) y Buenaventura Báez (1849-53; 1856-58; 1865-66; 1868-74; y 1876-78). En 1854 se intensificaron las gestiones que venía desarrollando Santana para lograr un protectorado de los Estados Unidos, aunque sin los resultados esperados. España, que hasta entonces no había exhibido gran interés por su antigua colonia, abortó el acuerdo con Washington. En 1870 tuvo lugar el segundo intento de los “colaboradores periféricos” por anexionar la República Dominicana a los Estados Unidos, en esta ocasión a través de una maniobra impulsada por Báez. Siguiendo las prácticas que se habían desplegado años antes con el intento de cesión de la Bahía de Samaná, Báez buscó nuevamente anexar la República Dominicana a los Estados Unidos, intento en el que no tuvo éxito. Ver Lake (2009: 4-6).
  2. A fines de la década de 1890, Washington vendía el 57 por ciento de los bienes importados por la República Dominicana y compraba el 61 por ciento de las exportaciones de dicho país (Sención Villalona 2010: 184).
  3. En palabras de Abraham Lowenthal: “Durante ocho años, el personal militar y civil norteamericano gobernó directamente la República Dominicana, haciéndose cargo de todas las ramas de la Administración” (Lowenthal 1994: 9).
  4. La denominación proviene de los negociadores y suscriptores del acuerdo, el secretario de Estado estadounidense Charles Evan Hughes y el abogado dominicano Francisco José Peynado.
  5. La Guardia Nacional organizada por el gobierno de ocupación fue convertida en septiembre de 1922 en la Policía Nacional dominicana. En 1927 fue transformada en Brigada Nacional y luego, en mayo de 1928, en Ejército Nacional.
  6. Posiblemente la Iglesia Católica fue la única corporación –a diferencia de las Fuerzas Armadas y de los sindicatos– a la que el dictador nunca dominó por completo. Su ascendencia sobre amplios segmentos de la población, en particular sobre el campesinado, y los vínculos con el Papado y con la influyente comunidad católica estadounidense, la convertían en un factor de poder muy sensible a los cálculos de Trujillo (Wiarda 1968: 141-142).
  7. Afirma Gleijeses: “Trujillo transformó la República Dominicana en un inmenso imperio personal […] el Gobierno era su servidor legal, el pueblo su fuerza de trabajo, su productor y su consumidor. Para la República Dominicana hubiera sido una denominación más adecuada la de ‘Trujillo S.A.’” (Gleijeses 2011: 50-51).
  8. La “Convención Domínico-Americana” del 27 de diciembre de 1924 reafirmó la mayor parte del contenido de la convención previa de 1907, que cedió a los Estados Unidos el control sobre los ingresos aduaneros.
  9. Para el año 1957, sobre el final del trujillismo, el 14 por ciento de la población más rica se quedaba con el 75,5 por ciento de los ingresos, mientras que el 86 por ciento restante se apropiaba sólo del 24,5 por ciento de lo producido (Sención Villalona 2010: 123).
  10. El denominado “Corolario Braden” a la política del Buen Vecino suponía que “el principio de no intervención no debía impedir a los Estados Unidos cumplir con sus responsabilidades en nombre de elecciones libres y de los derechos humanos” (Ameringer 2015: 41). Braden consideraba que los Estados Unidos debían distinguir entre gobiernos legítimos y usurpadores del poder, y que no debían inhibirse en su intervención en defensa de aquellos pueblos subyugados por dictadores como Anastasio Somoza en Nicaragua y Rafael Trujillo en la República Dominicana.
  11. El grupo de organizaciones en el exilio conformó el Movimiento de Liberación Dominicana (MLD), que designó a Enrique Jiménez Moya como comandante en jefe de su brazo armado, el Ejército de Liberación Dominicana (ELD). Jiménez Moya había luchado en Venezuela contra la dictadura de Pérez Jiménez; y en 1958 se había enrolado en la guerrilla cubana, en la que llegó a revestir en el grado de capitán. Estaba secundado por el cubano Delio Gómez Ochoa, héroe de la revolución.
  12. En tan solo diez días, el régimen de Trujillo confinó a la cárcel a más de 3.000 hombres, la mayoría de ellos identificados con el Movimiento 14 de Junio. A esta situación siguió el fatídico miércoles 20 de enero (“miércoles rojo”), que implicó torturas y ejecuciones en masa. Hasta la Iglesia católica, cómplice por más de tres décadas del régimen trujillista, había alzado su voz opositora. La misma institución que había cerrado los ojos ante la matanza de 15.000 haitianos durante los intentos de Trujillo por “dominicanizar las fronteras”, ahora se expresaba críticamente en una carta pastoral (Sención Villalona 2010: 152).
  13. En el atentado murieron el jefe de la Casa Militar y un asistente naval de Betancourt.
  14. El primer indicio de tal respaldo fue la reunión que había mantenido, unas semanas antes, el mandamás del SIM, Johnny Abbes García, con quienes a la postre resultarían los autores materiales del atentado. El encuentro tuvo por finalidad garantizar los medios económicos y logísticos para la consumación del atentado.
  15. En esta clave deben leerse algunas decisiones de Trujillo de marzo y abril de 1960, tales como la liberación de los expedicionarios de Constanza, Maimón y Estero Hondo; y el anuncio de la distribución de tierras a campesinos (Hall 2000: 95).
  16. Entre ellas, los viajes del embajador James Farland y del ex secretario de Estado adjunto Robert Murphy.
  17. No obstante, Eisenhower no se privó de hacer un último intento cuando Kennedy ya había ganado la elección presidencial. Fue la tercera aproximación clandestina. En esta oportunidad quien no pudo persuadir a Trujillo fue su amigo William Pawley, el mismo que había acompañado a Smathers en febrero de 1960 y que contaba con antecedentes: había cumplido una función negociadora semejante con el dictador cubano Fulgencio Batista en 1958. Finalmente, ya como presidente en funciones, Kennedy realizó un intento oficioso final a través del diplomático retirado Robert Murphy, misión que tampoco surtió efecto (Hall 2000: 113-115).
  18. Con la idea de “nicaragüización” Gleijeses remite a lo sucedido en ese país a mediados de 1956, cuando –tras dos décadas de ejercer el poder con mano de hierro– el dictador Anastasio Somoza fue asesinado. La Asamblea Legislativa nombró a su hijo Luis Somoza Debayle presidente de la república, mientras que su otro primogénito, Anastasio Somoza Debayle, fue designado jefe de las Fuerzas Armadas. Si bien se especuló con un “intento democratizador”, nada de ello sucedió (Kantor 1969: 168-169).
  19. Se trataba de Antonio Imbert Barrera y Luis Amiama Tió.
  20. Conocido el asesinato de Rafael Trujillo, Balaguer nombró jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas a Ramfis Trujillo, hijo del dictador. Éste retornó de Francia para hacerse cargo de buena parte del “pequeño reino” heredado de su padre. La otra parte corría por cuenta de Balaguer, quien todavía no se había desprendido de las figuras más controvertidas del trujillismo. Esto sucedería a medida que el plan de los Estados Unidos fuera avanzando. Beneficiada por la ausencia de una oposición organizada, la administración Kennedy acordó los pasos a seguir directamente con Balaguer y Ramfis Trujillo (Gleijeses 2011: 66).
  21. Según Michael Hall: “Los diplomáticos estadounidenses trataron de convencer a Balaguer y a Ramfis de encaminarse hacia la democracia […] Al mismo tiempo, Kennedy decidió jugar sus dos principales cartas en la ecuación dominicana […] conocidas como ‘cuota y flota’. Kennedy inmediatamente envió un despliegue de tres portaaviones, 280 aviones de combate, 5.000 marines y un submarino a las costas de Ciudad Trujillo. La amenaza de los marines y la potencial suspensión de la cuota de azúcar disuadieron de cualquier desvío al gobierno dominicano” (Hall 2000: 117).
  22. Luego de décadas de ser un engranaje del esquema de opresión política del trujillato, Balaguer convocó a todos los dominicanos en el exilio a retornar al país. Esto incluyó a los líderes del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), es decir, la izquierda moderada, entre los que se destacaban Ángel Miolán y Juan Bosch. Balaguer también decidió la liberación de presos políticos como Manolo Tavárez, líder revolucionario y presidente de la Agrupación Política 14 de junio (1J4), la que se convirtió en el partido castrista de la República Dominicana. Quedó así configurado un escenario político en el que empezaban a convivir la izquierda radical representada por el 1J4, la izquierda moderada del PRD y la recientemente creada Unión Cívica Nacional (UCN) de Viriato Fiallo, que expresaba las reticencias de las clases tradicionales contra los herederos del régimen de Trujillo.
  23. En una visita el 12 de junio de 1961, la comisión de la OEA consideró que “era prematuro determinar el grado de cambio […] en la política del gobierno dominicano”. Las sanciones se mantenían pese a las protestas de Santo Domingo (Gleijeses 2011: 74).
  24. Precisa Morrison: “Era diferente de lo que yo había esperado […] Había llegado con la esperanza de que pudiéramos levantar las sanciones, estabilizando de esa manera al país para que no cayera en manos de Castro o fuera tomado por un golpe derechista. Ahora no podía formular esa recomendación. Levantar las sanciones mientras quedaran los Trujillo haría pensar que los Estados Unidos los apoyaban” (cit. en Gleijeses 2011: 84).
  25. Se dejaba sin efecto la resolución del 4 de enero de 1961, por la que se había extendido “la suspensión del comercio con la República Dominicana al petróleo y sus derivados, a los camiones y a las piezas de repuesto para camiones” (Gleijeses 2011: 90).
  26. Recuerda Piero Gleijeses: “María, su madre, su hermano Radhamés, sus tíos, todos lo consideraban un traidor, un cobarde. Su madre ‘lo llamaba cada día desde París’, le dijo Ramfis al cónsul Hill. ‘Tu padre siempre pensó que eras un cobarde’, le increpaba doña María: un cobarde que permitía que se manchara el apellido de los Trujillo –los muertos y los vivos–, un cobarde que nada decía cuando Balaguer, un simple sirviente, los difamaba abiertamente ante las Naciones Unidas” (Gleijeses 2011: 92).
  27. Respecto de la oposición que enfrentaba a Balaguer, ésta comprendía cuatro movimientos. En primer lugar, la Unión Cívica Nacional (UCN), apoyada abiertamente por los Estados Unidos, que se proclamaba como una agrupación “a-política y patriótica”. Luego estaba el debilitado Partido Dominicano (PD), agrupación oficial de la era Trujillo, que había quedado completamente dislocado tras la muerte del tirano. En tercer lugar, la Agrupación Política 14 de Junio (1J4), que aún se encontraba en proceso de conformación ideológica pero que tenía claro que la salida de la crisis no podía venir de un Trujillo o un Balaguer. Su núcleo duro estaba compuesto por un grupo de jóvenes idealistas encabezados por Manolo Tavárez, que buscaban la justicia social y no tardarían en resultar seducidos por la figura de Fidel Castro. Por último, se destacaba el Partido Revolucionario Dominicano (PRD), encabezado por Juan Bosch. En 1961 este grupo contaba con pocos adeptos, pero tenía una estrategia clara: i) no debían aliarse con la UCN (a la que consideraban un partido de derecha tradicional); ii) no debían aventurarse aún a ocupar posiciones de poder; y iii) debían continuar la “construcción de base” para garantizarse el respaldo de las masas populares (Gleijeses 2011: 100-101).
  28. Según Arthur Schlesinger: “Balaguer [era] nuestro único instrumento. Los liberales anticomunistas no [eran] suficientemente fuertes. Deberíamos utilizar nuestra influencia para llevar a Balaguer por el camino de la democracia” (cit. en Vega 2004: 19).
  29. Los hombres fuertes de la administración Kennedy para la cuestión dominicana –el subsecretario de Estado Adjunto para América Latina, Arturo Morales-Carrión, y el Cónsul General en Santo Domingo, John Hill– habían intentado sin éxito persuadir a los líderes de la UCN para que se incorporaran a un gobierno interino comandado por Balaguer.
  30. Michael Hall recuerda que Morales-Carrión le había sugerido a Rusk la fórmula implementada en Venezuela (un “Consejo de Estado”) luego de la salida de Marcos Pérez Jiménez del poder en 1958 (Hall 2000: 127).
  31. Los miembros del nuevo Consejo de Estado –viejos trujillistas devenidos en críticos del aquel proceso– fueron seleccionados, recuerda Michael Hall, por el propio Balaguer, Rodríguez Echavarría, Viriato Fiallo (líder de la UCN) y el Cónsul General de los Estados Unidos, John Hill (Hall 2000: 128).
  32. Precisa Gleijeses: “Frente a Balaguer, último presidente de Trujillo, estaban los seis ‘colegas’ que le habían sido impuestos por la UCN y los norteamericanos […] La Unión Cívica Nacional dominaba el nuevo gobierno […] Rafael Bonnelly, Nicolás Pichardo y Eduardo Read Barreras eran cívicos prominentes […] un cuarto consejero, monseñor Eliseo Pérez Sánchez […] seguía la orientación de la UCN. Los otros dos miembros del Consejo –Antonio Imbert Barrera y Luis Amiama Tió– eran ‘independientes’. Como únicos sobrevivientes del grupo que había planeado el asesinato de Trujillo, fueron elegidos a sugerencia de los norteamericanos, por su condición de ‘héroes nacionales’” (Gleijeses 2011: 115-116).
  33. El argumento aquí presentado –la movilización popular más que el papel de Washington como principal factor explicativo en el proceso de reimposición del Consejo de Estado– sigue el criterio de Piero Gleijeses (2011: 121). Abraham Lowenthal invierte el orden de los factores, asignando a los Estados Unidos un papel determinante en el fracaso de la junta cívico-militar impuesta por Rodríguez Echavarría (Lowenthal 1970: 36).
  34. En el cuarto capítulo se aborda con detenimiento el adoctrinamiento estadounidense a las fuerzas dominicanas en materia de lucha contrainsurgente.
  35. Señala Gleijeses: “Tibio en el campo de las reformas sociales, el Consejo se inflamaba frente a la ‘amenaza roja’. Hacía la guerra no sólo en el frente nacional, contra los ‘comunistas dominicanos’, sino también en el frente internacional: contra la Cuba castrista, avanzada del ‘imperialismo soviético’ en el hemisferio occidental” (Gleijeses 2011: 128).
  36. Se denomina así al conflicto entre los Estados Unidos, la Unión Soviética y Cuba de octubre de 1962, resultado de la detección de bases de misiles de alcance medio (R-12 y R-14), de origen soviético, en territorio cubano.
  37. John B. Martin señalaba: “Mis agregados militares […] trabajaban asiduamente en convencerlos [a los oficiales dominicanos] de que había llegado la democracia y de que en la democracia el militar está subordinado al poder civil” (Martin 1966: 117).
  38. Como recuerda Gleijeses: “A los militares se les recordaba una y otra vez que Bonnelly era el presidente y el Comandante en Jefe y que los Estados Unidos lo respaldaban. Al mismo tiempo, los estadounidenses le decían a Bonnelly que debía ser ‘muy cauteloso’ en su trato con los militares” (Gleijeses 2011: 140).
  39. Por ejemplo, en una publicación del 11 de diciembre de 1962, la prensa de la UCN afirmaba: “La estafa se consuma […] Juan Bosch era el instrumento del comunismo internacional, el hombre que la Suprema Dirigencia del Soviet tenía reservado para utilizar en el caso del fracaso de la subversión organizada” (cit. en Gleijeses 2011: 152).
  40. A poco de asumir, el 27 de febrero de 1963, Bosch denunció un contrato suscripto por el Consejo de Estado con la compañía Standard Oil de New Jersey. Asimismo, y en busca de contrabalancear la extendida influencia norteamericana, procuró alcanzar una línea de crédito de 150 millones de dólares a través de un consorcio europeo.
  41. Los funcionarios norteamericanos reconocerían, con el tiempo, que nada tenía que ver Bosch con el comunismo. Entre ellos, el ex secretario de Estado Rusk y su embajador en la República Dominicana Bennett (Dean Rusk Oral History Collection 1985: 6).
  42. Latorre recuerda que “el primer nombramiento del Presidente fue el del ministro de Relaciones Exteriores, Andrés Freites […] cuya ocupación usual era ser el jefe de la sucursal de la Standard Oil (ESSO) en Santo Domingo” (Latorre 1979: 204).
  43. Apenas ungido presidente, denunció lo que consideraba una exacción: el contrato suscripto en septiembre de 1961 con la firma estadounidense Thomas Pappas & Co., estrechamente ligada a la familia Kennedy (Latorre 1979: 225). Tras el affaire “Thomas Pappas”, Bosch intentó mostrar equidistancia con los intereses norteamericanos, buscando financiamiento e inversiones europeas. Se propuso anular, asimismo, una serie de convenios que habían sido suscriptos con compañías azucareras estadounidenses. Sin embargo, presión mediante del Departamento de Estado, aquellos convenios fueron mantenidos casi sin modificaciones (Martin 1966: 353; Latorre 1979: 226). Aun así, hubo otras medidas, especialmente la “Ley de precios topes para el azúcar”, que resultaron un golpe directo a los intereses de ciertas compañías de capital norteamericano.
  44. Recuerda Gleijeses: “En la OEA, los Estados Unidos ya no podían dar por descontado el voto dominicano. Cuando Kennedy demandó drásticas medidas contra Cuba, el gobierno de Bosch se alineó contra aquellas naciones recalcitrantes, que afirmaron el principio de la no intervención y se negaron a unirse a la guerra santa contra Castro” (Gleijeses 2011: 172).
  45. Un pequeño grupo de oficiales leales al presidente Bosch conocía el clima golpista dentro de las filas castrenses. Se trataba de los denominados “académicos” o “constitucionalistas” al mando del teniente coronel Rafael Fernández Domínguez, director de la Academia Militar “Batalla de las Carreras”. Éstos diseñaron un plan de defensa del presidente, el que fue transmitido a Bosch en la coyuntura golpista. Sin embargo, el propio presidente lo descartó por considerarlo demasiado riesgoso (de la Rosa 2011: 50).
  46. Un antecedente había tenido lugar el 16 de julio de 1963, cuando Bosch enfrentó el planteo de un grupo de altos mandos castrenses que lo acusó de “pro-comunista”. El presidente, en aquella ocasión, reaccionó tomando medidas disciplinarias y pasando a retiro al teniente coronel Haché y al mayor capellán Marcial Silva (de la Rosa 2011: 49-50).
  47. Señala el manifiesto en sus aspectos medulares: “Pueblo dominicano: el Estado caótico en que se debate el país, determinado por […] las consentidas y alarmantes maniobras de los dirigentes del comunismo internacional y ateo (…) Las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional tienen una función social que cumplir […] DECLARAMOS: 1. FUERA DE LEY, tanto a la doctrina comunista, marxista-leninista, castrista o como se la quiera llamar […] 7. QUE RESPETAREMOS, de manera absoluta, todos los compromisos internacionales que válidamente haya contraído la República Dominicana, especialmente las Resoluciones votadas en la Décima Conferencia Interamericana de Caracas, contra el ‘Comunismo internacional’ y en la Octava Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores de Punta del Este, Uruguay, en contra del llamado ‘castrismo’. 8. Que GARANTIZAREMOS […] el rompimiento radical con el comunismo, y toda tendencia originada por esa ideología perversa y malsana […] Santo Domingo, D. N. 25 de septiembre de 1963” (Libro Blanco de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional, 1964). Se respetan las mayúsculas, de acuerdo a la versión original del texto.
  48. Gleijeses, en una entrevista mantenida con Bosch, comenta que el entonces mandatario le señaló que el ofrecimiento del portaaviones fue de Martin y que él rechazó la oferta (Gleijeses 2011: 187).
  49. Con respecto al tema de la “prescindencia” –o lo que se podría denominar la facilitación de la caída de Bosch “por omisión”–, señala Gleijeses: “Los oficiales dominicanos no necesitaban ser estimulados para perpetrar el golpe. Al contrario, lo que necesitaban era una fuerte presión para controlar su instinto golpista y esa presión faltaba” (Gleijeses 2011: 188).
  50. Autores como Sidney Lens creen, a diferencia de Gleijeses, que los agregados militares estadounidenses tuvieron un grado de involucramiento mayor en el derrocamiento del mandatario dominicano (cit. en Latorre 1979: 216).
  51. El Triunvirato estaba compuesto por Emilio de los Santos, Manuel Tavares Espaillat y Ramón Tapia Espinal. Una figura que en lo sucesivo tendría un peso decisivo fue designado como ministro de Relaciones Exteriores: Donald Reid Cabral.
  52. En una carta del general Viñas Román, ministro de las Fuerzas Armadas, al consejero de la embajada estadounidense, Spencer King, se afirmaba: “Si los Estados Unidos rehusaban su asistencia, el régimen seguiría su camino solo. Si esto implicaba el terror y la guerra civil, y la actividad guerrillera del Castro-comunismo, el régimen extremaría sus esfuerzos. Con los Estados Unidos podía triunfar; sin ellos, podía perder” (cit. en Gleijeses 2011: 195).
  53. Señala Lowenthal: “Los Estados Unidos se vieron abatidos luego de varias semanas de sugerir una variedad de esquemas políticos y constitucionales, ninguno de ellos aceptado por el Triunvirato. El apoyo estadounidense a un inmediato retorno a la constitucionalidad fue atenuado y luego abandonado” (Lowenthal 1970: 40). Respecto del plan electoral, Bernardo Vega recuerda que: “El 26 de noviembre [de 1964] […] el Triunvirato anunció en Santo Domingo un plan electoral de cinco etapas. Primero se celebrarían elecciones para elegir alcaldes pedáneos, luego elecciones municipales, seguidas de una asamblea constituyente, de elecciones congresionales y finalmente las presidenciales, en agosto de 1965” (Vega 2004: 31).
  54. Señala Theodore Draper: “Como sugiere Kurzman, incluso la política de Kennedy tuvo un doble filo. Sostenía a Bosch y al mismo tiempo buscó reasegurarse manteniendo […] el viejo orden militar. De modo que mientras el Departamento de Estado ayudaba y confortaba a Bosch, el Pentágono protegía a las Fuerzas Armadas Dominicanas” (Draper 2016: 30-31).
  55. La siguiente conversación es concluyente: “Bennett: Siempre entendí que estaba en pleno proceso el reconocimiento por parte de Kennedy. Dean Rusk: Correcto. No hubo un cambio dramático en la política dominicana de Estados Unidos más allá de las diferencias entre Kennedy y Johnson. Aquello [el reconocimiento] ya estaba en camino. Bennett: Estoy de acuerdo contigo” (Dean Rusk Oral History Collection 1985: 10-11).
  56. Señala Gleijeses: “Reid Cabral gozaba en los Estados Unidos de la amistad y estima de personajes influyentes, lo cual constituía una señalada ventaja para las negociaciones con Washington acerca de la reanudación de la ayuda económica” (2011: 208). Por su parte, Kennedy Crockett, director de la Oficina de Asuntos Caribeños del Departamento de Estado, precisaba: “No me tomó mucho llegar a la conclusión de que lo mejor que pudiese ocurrir para servir tanto nuestros intereses como los de la República Dominicana sería que Donald Reid lograse que su empleo fuese permanente” (Crockett, cit. en Vega 2004: 39).
  57. Emilio de los Santos renunció al tomar conocimiento del asesinato de Manolo Tavárez y del resto de los guerrilleros catorcistas, pues esa medida contradijo el compromiso del Triunvirato de respetar su vida en caso de rendición unilateral (de la Rosa 2011: 64).
  58. Se emplearán alternativamente los términos “guerra civil”, “crisis”, “revolución”, “revuelta” o “invasión”, buscando respetar el criterio del autor en el que se estén basando los argumentos. El mejor analista del periodo (Gleijeses 2011) emplea el término “invasión” para referirse a la intervención estadounidense de abril de 1965. Lowenthal (1970) habla de “crisis”, Draper (2016) de “revuelta”, mientras que Wiarda (1966), Slater (1970) y Moreno (1973) refieren a la “revolución” dominicana. Esta discusión ha sido abordada por Fearon y Laitin, quienes califican los eventos de 1965 como una “casi Guerra Civil”. Ver Fearon y Laitin (2006).
  59. Afirma Gleijeses: “Los norteamericanos juzgaban a los boschistas como cobardes, que se habían quedado quietos cuando su gobierno fue derribado el 25 de septiembre de 1963” (Gleijeses 2011: 224).
  60. Quien expresa con más claridad este punto es Theodore Draper: “La evidencia de que Juan Bosch no entró en ninguna clase de pacto, alianza, trato o acuerdo de trabajo con los comunistas dominicanos o castristas es tan incontrovertible, bajo cualquier punto de vista razonable, que cabe preguntarse: ¿cómo pudieron nuestra agencia de inteligencia y funcionarios del Departamento de Estado haber puesto estas historias en circulación o darles la más mínima credibilidad?” (Draper 2016: 60).
  61. Las dos figuras más importantes de este primer grupo eran Rafael Molina Ureña, presidente de la Cámara de Diputados durante el gobierno de Bosch, del lado civil; y el joven coronel Rafael Fernández Domínguez, del lado militar.
  62. Este segundo núcleo de “constitucionalistas” estaba dirigido por el capitán Mario Peña Taveras, jefe de los servicios administrativos de la jefatura del Estado Mayor General del Ejército.
  63. Las figuras más destacadas de este espacio eran los coroneles Neit Nivar Seijas y Salvador Montás Guerrero.
  64. La sigla corresponde a “Partido Revolucionario Social Cristiano”.
  65. Se había fijado la fecha del 9 de enero de 1965. Fernández Domínguez llegaría esa noche desde Puerto Rico y daría el golpe, que habilitaría la restauración del orden constitucionalista. Sin embargo, según José A. Moreno, “una serie de circunstancias misteriosas malograron el golpe antes de que el coronel Fernández saliera de Puerto Rico” (Moreno 1973: 34).
  66. El plan fue pergeñado por el denominado “Grupo de la Bomba”; y redactado por los capitanes Lachapelle Díaz y Quiroz Pérez, y el teniente Sención Silveiro, bajo supervisión del teniente coronel Hernando Ramírez.
  67. Recuerda Gleijeses: “Los campamentos Dieciséis de Agosto, Veintisiete de Febrero y el Seis y medio de Artillería constituían el ‘centro’ del plan Enriquillo […] Los partidarios en las otras bases militares componían la ‘periferia’. A la hora H […] las unidades del ‘centro’ avanzarían hacia la capital. Al mismo tiempo, debería entrar en acción la ‘periferia’” (2011: 261).
  68. Los “constitucionalistas” que encabezaban el movimiento insurreccional no querían un derramamiento inútil de sangre. No obstante, según Gleijeses: “El pueblo tenía un papel importante que desempeñar y aquí es donde entraba el PRD. Los perredeístas tenían que exhortar a las masas […] a manifestarse en las calles a favor del movimiento. Su apoyo, respaldado por los fusiles y las ametralladoras de las unidades rebeldes, impulsaría a muchos oficiales superiores a unirse a la insurrección” (2011: 262).
  69. Moreno (1973) y Gleijeses (2011) difieren en cuanto al número de encarcelados que luego serían liberados. El primero habla de seis, el segundo de cuatro.
  70. Señala Draper: “Connett reportó que la agitación no era tanta” (2016: 73).
  71. En palabras de Gleijeses: “Durante aquellas primeras horas, la Embajada acumuló error sobre error: primero en cuanto al poder relativo de las fuerzas de gobierno y de los rebeldes; luego, en cuanto a los objetivos de los rebeldes. La Embajada estuvo consistentemente a la zaga de los acontecimientos; sin entender en momento alguno su significado” (Gleijeses 2011: 298).
  72. Precisa Gleijeses “Al parecer, no hubo ningún militar norteamericano en San Isidro durante aquellas horas decisivas. Por ende la Embajada no pudo recibir información de primera mano. Su principal fuente de información fue el Palacio Presidencial, donde el optimismo de Reid Cabral desmentía a la realidad” (Gleijeses 2011: 298).
  73. En palabras de Piero Gleijeses: “La embajada norteamericana cometió otro error más: no entendió los verdaderos fines de los rebeldes. Demasiados prejuicios le impedían considerar siquiera que el objetivo de la revuelta pudiera ser la devolución de la presidencia a Bosch” (Gleijeses 2011: 300-301).
  74. En opinión de Draper: “La distancia entre lo que dijo el presidente Johnson sobre ‘la revolución democrática popular’ que estaba comprometida con la democracia y la justicia social y lo que se hizo por ella fue increíblemente grotesca” (Draper 2016: 95).
  75. Lo “forzado” del argumento del peligro comunista lo refleja el racconto que hace Gleijeses de la situación de las fuerzas de izquierda al estallar la revuelta: “La sorpresa fue la reacción común a los tres partidos [el 1J4, el PSP y el MPD] […] su conocimiento de la conspiración era sumamente vago […] los dirigentes de la extrema izquierda estuvieron absolutamente desprevenidos ante una eventualidad que habían descartado con una frivolidad lindante con la negligencia” (Gleijeses 2011: 327).
  76. En un telegrama enviado a Washington, Connett afirmaba: “Todos los miembros del country team [altos funcionarios de la Embajada] creen que el retorno de Bosch para reasumir el control del gobierno es contrario al interés de los Estados Unidos en vistas de la participación de extremistas en el golpe y la exigencia de los comunistas del retorno de Bosch como algo favorable a sus intereses a largo plazo” (cit. en Gleijeses 2011: 310).
  77. Afirmaba Connett: “He aceptado con reluctancia el plan Wessin-de los Santos aun cuando éste puede significar más derramamiento de sangre” (cit. en Draper 2016: 77). En efecto, pareciera conclusiva la opinión de Draper sobre la responsabilidad de los Estados Unidos en el estallido de la guerra civil: “Si logra probarse que la intervención de los agregados militares estadounidenses fue un factor determinante […] en la decisión de la Marina y la Fuerza Aérea Dominicana de lanzar ataques el domingo y los días siguientes, el veredicto de la historia será que la presión de los Estados Unidos contribuyó a prevenir una temprana victoria de los partidarios de Bosch y ayudó a desmoronar el país en una sangrienta guerra civil” (Draper 2016: 93-94).
  78. No obstante, ya fue expuesta la disidencia con Draper respecto del cambio sustancial que para este autor existió entre las políticas de Kennedy y las de Johnson (2016: 100). Esta tesis plantea que no hubo ruptura sino continuidad entre estos presidentes.
  79. Según Draper: “La simpatía oficial estadounidense por la revolución boschista pudo haber sido sólo una consideración literaria para hacer que la real intervención luciera de algún modo más aceptable” (Draper 2016: 94-95).
  80. Moreno señala que “entre el 25 y el 27 de abril los rebeldes hicieron por lo menos cinco intentos para obtener la mediación de la Embajada americana en la crisis” y que “estos intentos no fueron escuchados por los oficiales de la Embajada, quienes todas las veces reprocharon a los rebeldes ser ‘irresponsables y comunistas’” (Moreno 1973: 41).
  81. Recuerda Gleijeses: “En su habitual tono mesurado, pero con intensa emoción, [Molina Ureña] afirmó su intención de permanecer en el palacio y morir, si fuera necesario, antes que traicionar al pueblo dominicano” (Gleijeses 2011: 383).
  82. Precisa José A. Moreno: “La reacción de los rebeldes a esta sugerencia [la de la total rendición a las fuerzas leales, transmitida por Bennett luego de negarse a mediar] fue variada. Algunos civiles y unos pocos militares buscaron refugio en las embajadas extranjeras. La mayoría de los líderes –encabezados por los coroneles Caamaño y Montes Arache– volvieron al campo de batalla. Todos, en general, habían quedado indignados por la actitud del embajador americano. Sin otra solución que la deshonra o la muerte, los rebeldes hicieron un contraataque desesperado” (Moreno 1973: 38).
  83. Recuerda Jesús de la Rosa: “los estrategas wessinistas intentaron sin éxito poner en práctica con algunas modificaciones una táctica muy popular enseñada en las escuelas de guerra: la táctica de la guerra relámpago ideada por el Mariscal de Campo alemán Von Guderian. […] Consiste en lo siguiente: primero, ataques masivos de aviones bombarderos y de caza desorganizan el mando enemigo y destruyen sus medios de comunicación; segundo, entran en escena tropas motorizadas, tanques y artillería pesada hasta lograr la rendición del enemigo […] En el caso específico de la Batalla del Puente Duarte, previo al inicio del avance de las tropas y de los tanques del Centro de Enseñanza de las Fuerzas Armadas, aviones P-51 y Vampires procedentes de la Base Aérea de San Isidro bombardearon las posiciones de defensa de los constitucionalistas” (de la Rosa 2011: 96-97).
  84. Se trataba del coronel Pedro Bartolomé Benoit (de la Fuerza Aérea), el coronel Enrique Apolinar Saladín (del Ejército) y el capitán de navío Olgo Santana Carrasco (de la Marina).
  85. Informaba Bennett: “El jefe de nuestro Grupo de Asesoría Militar acaba de regresar de San Isidro […] Benoit […] solicita formalmente tropas de los Estados Unidos. Le dijo al jefe del MAAG que si no reciben ayuda tendrán que abandonar la lucha […] El country team es unánime en que ha llegado el momento de desembarcar los marines […] Si Washington desea, pueden desembarcar con el propósito de proteger la evacuación de los ciudadanos norteamericanos. Recomiendo el desembarco inmediato” (cit. en Gleijeses 2011: 401). La última afirmación exhibe, con crudeza, el carácter instrumental de la excusa humanitaria.
  86. Bennett informaba en un memo del 29 de abril: “Las tropas de la Junta no han actuado contra los rebeldes por la ineptitud, ineficiencia y falta de decisión de sus jefes […] Durante estos últimos tres días Wessin no ha hecho prácticamente nada […] Los otros jefes tienen la misma actitud […] Francamente creo que piensan […] que ahora pueden quedarse tranquilos y dejar que nosotros hagamos el trabajo para ellos” (cit. en Sepúlveda 2017: 105).
  87. Es reveladora una conversación entre Johnson y Mann, reflejada por Vega: “A las 3:10 pm [del 29 de abril de 1965] Mann le dijo a Johnson que la junta ya no estaba en capacidad de ganar ‘y entonces la única alternativa que tenemos es que nosotros mismos entremos’. Mann le explicó a su presidente que había que mandar tropas, no para evacuar norteamericanos o proteger su embajada, sino para hacer el trabajo que no han podido hacer las Fuerzas Armadas dominicanas” (Vega 2004: 134).
  88. Esto señalaba un reporte de la CIA del día previo al discurso de Johnson: “un puñado de líderes comunistas en Santo Domingo logró con su superior entrenamiento y sus tácticas ganar una posición de considerable influencia en la revuelta […] Su influencia dentro del movimiento creció día tras día, y después del colapso del gobierno de Molina el 27 de abril, no quedó ninguna organización en el campo rebelde capaz de impedir de que logren el pleno control de la rebelión” (cit. en Gleijeses 2011: 404).
  89. Caamaño, sin embargo, estuvo posteriormente vinculado a Cuba. Luego de su salida de la República Dominicana el 22 de enero de 1966 –tras un intento de asesinato que será relatado más adelante–, se radicó en Londres. Después de un tiempo en la capital británica, el líder rebelde comenzó a elucubrar su retorno a la República Dominicana para instalar un gobierno revolucionario. El adiestramiento de los hombres que lo acompañarían en su última aventura insurgente fue llevado adelante en Cuba.
  90. Gleijeses señala que, pese al aplastante accionar militar estadounidense, “la revuelta no se desplomó. Este fue, después de la victoria del Puente Duarte, un segundo milagro” (2011: 413).
  91. Precisa Bernardo Vega: “Cuando John Bartlow Martin […] fue llevado de urgencia a Washington a finales de abril […] el presidente Johnson, con el conocimiento de McGeorge Bundy, le autorizó gastar como medio millón de dólares para sobornar a líderes constitucionalistas para que abandonaran su causa, suma que incluía U$S 300.000 para Caamaño. El propósito era ‘decapitar’ la revolución y, además, dar credibilidad al argumento de la Casa Blanca de que los comunistas dominaban el movimiento constitucionalista” (Vega 2004: 192).
  92. Señala Vega: “El viernes 30, según las notas tomadas en una reunión del gabinete, Johnson dijo: ‘yo no voy a sentarme aquí y permitir que Castro tome esa isla […] Buscaremos una sombrilla de aprobación internacional si lo podemos conseguir antes de que el niño se muera […] Pero yo no me voy a quedar aquí sentado con mis manos en los bolsillos mientras tirotean a nuestra embajada allá abajo […] y es mejor que [John Bartlow] Martin vaya para allá y vea qué puede hacer para sobornar o arrestar o desviar a esta gente para que no controlen el gobierno y lo pasen a los comunistas” (Vega 2004: 135).
  93. Según Moreno: “Imbert Barrera fue elegido por Martin para encabezar el gobierno, presuponiendo que el título de ‘héroe nacional’ que ostentaba Imbert significaba de por sí popularidad masiva […] La verdadera prueba de la popularidad de Imbert vino cuando Martin trató de reclutar líderes civiles respetables para que participaran en el nuevo gobierno. Fueron invitados a tomar parte en la nueva junta numerosos políticos, profesionales y hombres de negocios […] todos se negaron a participar” (Moreno 1973: 44).
  94. Según Slater, frente al fait accompli los países prefirieron aceptar la situación y mantener algo de influencia sobre el desenvolvimiento de los hechos en la República Dominicana. También, precisa el autor, una vez que las Naciones Unidas entraron en escena –ya se describirá esta cuestión–, muchos miembros se vieron motivados por una práctica de larga data en la diplomacia interamericana consistente en limitar la interferencia extrarregional. Finalmente, puntualiza la existencia de regímenes –tanto civiles como militares– de extracción conservadora que tenían aversión a la amenaza comunista (Slater 1969: 48-52).
  95. Desde luego, siempre hay excepciones. La minoría díscola la representaban México, Chile y Uruguay. En el caso de Montevideo, las acciones incluyeron la coordinación con la Unión Soviética para reclamar la intervención de la ONU en el conflicto.
  96. Gleijeses recuerda que “para redondear la cifra, se agregó a los otros el voto de José Antonio Bonilla Atiles, el delegado dominicano ante la OEA bajo Reid Cabral. La caída del Triunvirato había dejado a la República Dominicana con dos gobiernos, ninguno de los cuales fue reconocido por ninguna otra nación. Pero eso no importaba. Los Estados Unidos necesitaban ese voto. Así que un hombre –Bonilla Atiles– fue convertido en país. Nadie protestó” (Gleijeses 2011: 418).
  97. Seis países latinoamericanos enviaron contingentes a la FIAP: Brasil 1.152 agentes; Honduras 230; Paraguay 178; Nicaragua 159; Costa Rica 21; y El Salvador 3. Por su parte, los Estados Unidos pusieron a disposición de la FIAP las fuerzas destacadas en la República Dominicana. Al 1° de junio se trataba de más de 13.000 hombres, sin contar a los marinos que patrullaban las costas dominicanas pero no formaban parte de la FIAP (Gleijeses 2011: 418-419).
  98. El propio general Palmer lo había puesto en palabras: “Si las políticas de la OEA y de los Estados Unidos entraban en colisión, yo tendría que seguir las instrucciones de mi gobierno” (cit. en Gleijeses 2011: 419).
  99. Si bien había coincidencias en cuanto a caracterizar a la Comisión Especial de la OEA como ineficiente en su accionar, algunos autores como Piero Gleijeses afirman que su objetivo fue ser deliberadamente ineficiente para garantizar los intereses estadounidenses en el conflicto (Gleijeses 2011: 419).
  100. El constitucionalista Juan Lora Fernández sería el jefe del Ejército; el coronel neutral José González Pomares el de la Fuerza Aérea; y un oficial leal (hasta allí no definido) estaría a cargo de la Marina. Guzmán pretendía también nombrar al ministro de las Fuerzas Armadas, el que finalmente fue impuesto por los estadounidenses. Se trataba del coronel José Antonio de León Grullón.
  101. Se trataba de Héctor Aristy (ministro de la presidencia del gobierno rebelde); y de los militares Montes Arache y Peña Taveras.
  102. Señala Theodore Draper: “Balaguer fue literalmente empujado al exilio en marzo de 1962 como un trujillista no reformado y no pudo regresar hasta junio de 1966. El hombre que en 1962 no podía dejar de lado su pasado, se convirtió en 1965 en el hombre del futuro para los Estados Unidos” (Draper 2016: 194).
  103. Diversos documentos reflejan la incidencia de Balaguer desde el exilio. Así, por ejemplo, Bernardo Vega reproduce una conversación de Kennedy Crockett –el experto sobre la República Dominicana en el Departamento de Estado– con Balaguer, mantenida el día posterior a la llegada de Bunker a Santo Domingo. Éstos eran algunos de los consejos de Balaguer: “Debía formarse, preferiblemente en los próximos días, un gobierno interino, apolítico y capaz de obtener apoyo nacional […] El gobierno interino sería débil y en el mejor de los casos sólo podría mantenerse no más de un año, o tal vez no más de seis meses”. Finalmente, incorporando entrelíneas su propio interés de presidir el país tras el gobierno provisorio, Balaguer transmitía a Crockett: “No puede existir seguridad sobre quién ganará las elecciones cuando éstas tengan lugar […] el ganador eventual probablemente sea alguien capaz de encabezar un gobierno que no sería inaceptable a Estados Unidos” (cit. en Vega 2004: 174).
  104. La Comisión Negociadora rebelde había establecido sus principales demandas: i) la instalación de un gobierno presidido por un moderado del PRD (Guzmán o algún otro) que completara el mandato de Bosch, cuya finalización se hallaba prevista para el 27 de febrero de 1967; ii) la aceptación inicial de la Constitución de 1963, la que sería sometida a una consulta popular para su validación o rechazo; y iii) la normal reactivación del funcionamiento parlamentario del Congreso electo en diciembre de 1962 junto con la elección de Bosch como presidente. Ninguna de estas demandas fue satisfecha en el curso de las “negociaciones Bunker”.
  105. Recuerda Gleijeses: “Wessin […] había perdido también las simpatías y el respeto de los norteamericanos debido a que, a la hora de la verdad, se había acobardado ante la revuelta constitucionalista” (2011: 448).
  106. El mismo prescribía: “Una vez instalado el Gobierno Provisional, las Fuerzas Armadas volverán a sus cuarteles y se pondrán a las órdenes de su Comandante en Jefe, el Presidente Provisional. Aquellos militares que hayan participado en el conflicto actual, se reintegrarán a las Fuerzas Armadas sin discriminaciones ni represalias” (cit. en de la Rosa 2011: 163).
  107. El ataque fue frustrado por el comportamiento democrático del comandante militar del aeropuerto, coronel Manuel Morillo López, quien acató las órdenes del presidente García Godoy en el sentido de preservarle la vida a Bosch (de la Rosa 2011: 162).
  108. Los atacantes contaban con dos compañías de infantería con fusiles automáticos, tanques AMX de 13 toneladas y tanques L-60 con cañones de 37 mm. Asimismo, aeronaves P-51 realizaban vuelos rasantes sobre el hotel. Los constitucionalistas sufrieron tres bajas, mientras que las bajas “leales” ascendieron a 25 (Vega 2004: 200; de la Rosa 2011: 166).
  109. Jesús de la Rosa, quien tuvo un papel directo en los sucesos, relata la reacción de García Godoy: “En medio del combate, el coronel Caamaño le ordenó al teniente de navío Jesús de la Rosa [refiere a sí mismo] abandonar el lugar y dirigirse con sus propios medios a la ciudad de Santo Domingo con la orden expresa de comunicarse con el presidente Héctor García Godoy para ponerlo al tanto de lo que ocurría en el Hotel Matum […] Después de escuchar al oficial, el presidente García Godoy se comunicó con el embajador Bunker exigiéndole que encaminara las diligencias de lugar para interrumpir el ataque militar contra los constitucionalistas” (2011: 166). La opinión de Gleijeses es coincidente: “En sus conversaciones con el autor [refiere a sí mismo] en 1968 y 1969, Godoy afirmó enfáticamente haber pedido inmediatamente la intervención de la FIAP” (2011: 450).
  110. Esta falta de respuestas, que agiganta las dudas acerca de la complicidad norteamericana, puede deducirse del trabajo de Gleijeses, el más puntilloso de los autores del periodo en cuanto al recurso a las fuentes y a la realización de entrevistas. Afirma el autor: “Godoy […] se negó [en sus entrevistas con Gleijeses] […] a discutir el papel de los norteamericanos o la tardía intervención de la FIAP. En particular, se negó a decir si pensaba que la FIAP había actuado como cómplice de los atacantes. El general Palmer en una entrevista que le hice en 1977, no pudo explicar la tardanza […] No hay prueba fehaciente de la complicidad de la FIAP –sin embargo, nadie ha explicado nunca de otro modo su asombrosa inacción” (Gleijeses 2011: 450).
  111. Recuerda Gleijeses: “Los padecimientos de los militares constitucionalistas bajo Godoy fueron solo parte de los sufrimientos del pueblo dominicano. El periodo del Gobierno Provisional estuvo marcado por numerosos actos de violencia contra la población […] La gran mayoría de los muertos a manos de asesinos ‘desconocidos’ –o abiertamente a manos de la policía y las Fuerzas Armadas– fueron boschistas o partidarios de la extrema izquierda” (Gleijeses 2011: 454).
  112. A pesar de las repetidas promesas de Godoy, los militares constitucionalistas permanecieron en un lugar marginal durante el gobierno provisional. Muchos de ellos no fueron reincorporados. Los que sí fueron reingresados a las fuerzas, no lo hicieron en lugares relevantes y las promesas acerca de que recibirían el mando de unidades nunca se cumplieron (Gleijeses 2011: 453).
  113. Precisa Moya Pons: “Los supervivientes de los partidos de izquierda fueron adoptados en su mayoría por Balaguer a través de varios mecanismos: los ingenieros y profesionales afines, a través de contratos para obras públicas del Estado; los intelectuales […] a través del otorgamiento de más de un millar de nombramientos de profesores en la universidad estatal […] y el resto de los militantes de izquierda a través del otorgamiento de empleos […] Hasta el Partido Comunista Dominicano fue utilizado por Balaguer para sus campañas agrarias y sus proyectos de reforma agraria” (Moya Pons 1998: 251-252).
  114. Los observadores representaban a la OEA, a la Internacional Socialista y a los partidos Demócrata de Estados Unidos y Acción Democrática de Venezuela, los que se pusieron en acción para repudiar la maniobra de Balaguer (Moya Pons 1998: 257).


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